EL ULTIMO CONTRABANDISTA

Derechos reservados.

Ramón Sopeña, impresor y editor; Provenza, 93 a 97.—Barcelona

A Ramón Gómez de la Serna, en prueba de mi convencido afecto y admiración por su originalidad, su fantasia y su dominio del espíritu; y porque tanto ha insistido en que yo escribiera esta novela, de pasión y de brío, en memoria del último contrabandista; hijo de las pletóricas noches andaluzas, exaltadas por una copiosa lluvia de estrellas y olorosas a claveles salvajes.

Carmen.

I

Era como el humo de una gran hoguera aquel celaje gris y tenue que tocaba a la cima del monte y se tendía a lo largo del cielo como si el viento le hiciese ondear y lo rompiese en jirones. Estaba casi siempre allí aquella neblina amenazadora, sobre la punta del cerro que se interna en el mar formando el Cabo de Gata.

Parecía presagiar tormentas aun en los días en que la limpidez del cielo y el brillo del sol eran perfectos.

Aquella tarde de ánimas frente a la soledad del campo se sentía la infinita melancolía del otoño. El celaje del monte se había extendido por todo el cielo formando una nube baja, brumosa, gris y blanca, que tocaba las copas de los árboles. Estaba el monte negro, pizarroso, dejando destacarse en sus estriba-clones los árboles negruzcos que se recortaban puntiagudos entre la neblina, como si se clavaran en ella ; las casas del Cabo alrededor del faro, que parecía una gran chimenea de todo el pueblecillo, lucían sus contornos desiguales, con el ocre y el bermellón de las fachadas, formando un grupo pintoresco ; a la izquierda, las balsas llenas de agua de las salinas, empantanadas como bancales, formaban una especie de prolongación del mar, y cerca de la orilla los grandes montones de sal blanca y brillante, como riscos de cristal, daban con su albor algo de la frialdad de la nieve ; y hacían el paisaje estéril, desolado, desierto.

Frente a toda aquella melancolía, la melancolía del mar, lechoso y frío también, con el oleaje revuelto, tan revuelto, tan amenazador, que no se veía una sola barca en toda la órilla, hasta las cercanías de la almadraba, al otro lado, del caserío.

Las sombras avanzaban rápidamente y Aurelia no se movía, fija en la contemplación de aquel paisaje de ánimas que la impresionaba.

Para ella no era el paisaje de siempre aquel día, era el paisaje de ánimas. Experimentaba la fuerza del aniversario que se siente en los lugares apartados, donde se conservan las rústicas costumbres primitivas llenas de ingenuidad y de sencillez. El influjo del día de difuntos se venía preparando durante los nueve últimos días, en los que salían al obscurecer unos viejos encorvados, envueltos en la capa raída, que llevaban el gran farol de hierro, mezcla de cepilló y vitrina, detrás de cuya luz, envueltas en llamas pintadas de rojo, aparecían las figuras dolientes de las ánimas, representadas con cuerpos de carne, rollizos y llenos de salud, que se retorcían en el tormento del fuego y tendían las manos hacia una Virgen del Carmen, que inmóvil e indiferente esperaba que se llenase el cepillo de monedas de cobre. Conmovía la voz del hombre implorando «para las ánimas benditas». Así, al llegar el día de aquellas ánimas, un día que era como el de cumplir su condena y salir del purgatorio, todo se entristecía más, con el dolor agudo de las que se quedaban penando. Era como si brotase de la tierra un vaho con perfume de muerto y eternidad, como si la idea magna de la muerte emanase de toda la tierra, de toda la llanura, como si después de tantas generaciones desaparecidas toda la tierra hubiera servido ya de sepulcro.

Una voz agria chilló.

—¿Dónde está Aurelia ? Parece que se ha propuesto no hacer nada.

—Ya voy, madre—respondió la joven.

Entró en la casa, cuya primera pieza era una monumental cocina, en cuyo fondo lucía el hogar, con su chimenea de campana y al frente el vasar de arco, empotrado en la pared, con los estantes llenos de loza rameada, y la pared toda cubierta de pailas de cobre, tapaderas de barro, piñas de botellas vacías y pequeñas estampas.

Detrás del portalón se escondían las labores de esparto. En un testero campeaba sólo la cantarera con los panzudos cántaros de barro, a cuyo lado, un jarrero, del que colgaba una toalla blanca, ofrecía las alcarrazas rezumantes para apagar la sed.

Unos cuantos posetes de pitaco, varias sillas de esparto, y una pequeña mesilla de tabla, completaban el escaso mobiliario.

Tenía algo aquella estancia tan grande, con las paredes tan decoradas y tan desguarnecida de muebles, de patio medroso y solitario. La luz del candil, colgado del alero de la leja, no llegaba a esclarecer los ángulos, en los que jugaban las llamaradas de la leña y de los troncos quemados en el hogar con fantásticos contornos de luz, entre el espesor de las sombras.

Aquella noche se habían encendido las luces de ánimas. Unas vacilantes lucecillas que ardían dentro de una gran fuente de barro azul y verde, llena de agua, sobre la que se tendía una capa de aceite, que sostenía esas lamparillas de cartón tan débiles que se han llamado mariposas.

La fuente estaba llena de lucecillas y cada una recordaba un nombre. Eran una representación, una personificación de un muer ■ to, que hacían vivir y consumirse de nuevo. Allí ardía la lucecilla del padre, de la abuela, de los hijos. La lucecilla de los hermanos, de la novia muerta, del amigo o del vecino. Cada uno de la casa había puesto sus luces, Aurelia puso sólo tres ; una para las almas del Purgatorio, por si aquel pequeño sufragio podía influir en la mente divina en favor de los millones de almas en tormento ; otra por el Ánima-Sola, esa pobre alma abandonada y pobrecita que no tiene quien ruegue por ella ; y otra por las almas de los que han perecido en el mar, como si esas almas estuvieran más perdidas y lejanas.

Cuando entró en la cocina, a pesar de estar ya toda la familia reunida en ella, le dieron miedo las luces. Temblaban como si un viento interior las agitase, frágiles y prontas a apagarse ; vivían, sin embargo, con un clavo de pavesas en medio, una brasa encendida que formaba una flor de luz en su centro.

Era como si viviesen con la vida de los muertos.

Causaban sin duda un malestar a todos aquellas luces porque todos estaban silenciosos. Aurelia colocó en medio de la estancia la pequeña mesa, descolgó la cesta de palma, sacó de ella el paño blanco que envolvía el pan y cubrió con él la tabla. Puso sobre ella otra fuente grande vidriada, donde la madre volcó el guisado de la olla, dejó en un ángulo de la mesa un gran bollo de pan de cebada, moreno y empajazado, y fue colocando las cucharas en torno de la fuente.

Los dos hermanos mayores y el padre acercaron sus posetes a la mesa ; y la madre llenó sendos tazones del apetitoso guisado de arroz con tocino a los tres hijos pequeños, que aun no comían en la mesa de los mayores, y que fueron a acurrucarse con sus porciones, en silencio, cerca de la lumbre.

El padre partió, con la faca que llevaba en la faja, grandes rebanadas de pan y metió la cuchara en la fuente ; todos los demás, que habían esperado respetuosos, lo imitaron.

No se parecía Aurelia a ninguno de la familia, ni a la madre, gorda y barriguda, que se movía naneando como un pato, ni al padre, ni a los cinco hermanos. Ella parecía de una raza distinta y superior : alta, esbelta, con los cabellos rubios, de un rubio de trigal maduro, inusitado allí donde todas las mujeres eran morenas. Tenía unos ojos de azul verdoso, del color del mar, cambiantes desde el matiz obscuro al matiz claro; y una piel fina y delicada, muy blanca y muy pálida, en la que el aire del mar había puesto quemaduras, formando grupos de pecas que adquirían la gracia de lunares en torno de las ojeras. Era un rostro delicado, de cejas perfectas y nariz fina en el que una manchita roja del tamaño de un duro y la forma de una hoja de vid, que iba de la mejilla izquierda a la garganta, ponía una aguda nota de color. Era la marca de un deseo de comer uvas que tuvo la madre estando embarazada y que había dejado aquella extraña señal en el semblante de la joven, la cual, como todas las criaturas que nacían bajo la influencia de un deseo, salió a la luz con la boca abierta, sin poderla cerrar, hasta que pusieran en sus labios el zumo de la uva, pero aquella marca, aquella rosa del deseo aumentaba lo que había de exótico en la belleza rubia de Aurelia, en aquel país de mujeres morenas. La guapa de las Salinas era el dictado con que se la conocía en muchas leguas en contorno.

Ella lo sabía, y aquella conciencia de su hermosura la había hecho coqueta y caprichosa, dominada por un sentimiento que había acabado por irritarla.

¿De qué le servía ser hermosa en aquel desierto ?

Es verdad que triunfaba en los bailes sobre todas y que se sentía envidiada de las mozas y deseada dé los mozos; es verdad que veía llegar a los jóvenes casaderos de toda la comarca a su casa para solicitar su amor. ¿Pero qué valía todo eso en aquella vida cansada y monótona? Se despertaba su ambición, más bien como un instinto que de un modo deliberado, como si comprendiera que la belleza era un arma que la podía hacer triunfar.

Tal vez porque se amaba mucho a sí misma y porque soñaba mucho en una vida distinta y en otros horizontes lejanos, no había podido amar a ninguno de sus pretendientes y había rechazado los partidos más brillantes, con gran desesperación de la madre y disgusto de la familia, que deseaban afianzar su situación de labradores ricos con un enlace brillante de la hija.

—¡Parece que espera algún príncipe!—-solía decir la madre, cansada de mortificarla y de la resistencia pasiva que oponía la joven.

Veinte años, allí donde las mujeres se casan todas de quince a diez y seis, era ya una edad para no descuidarse.

—Esta—decía su madre, cuando hablaba con las vecinas—se quedará para vestir imágenes y abrochar los botones a Pilatos en el otro mundo.

Aurelia seguía siempre contemplativa; pasaba las semanas como dormida, ayudando mecánicamente en los trabajos caseros, para aparecer el domingo en el baile que se formaba en algún cortijo de la comarca, donde se daban cita las mozuelas de dos leguas de contorno, que marchan por aquellos vericuetos entre las sombras de la noche, descalzas y con las faldas recogidas y los zapatos en la mano para calzarse al llegar.

Ella siempre era la preferida. Las modas nuevas las llevaba o las inventaba ella. Era la más audaz, la que se ponía con mayor coquetería los adornos, con una tendencia señoril que las escandalizaba. Había llegado a peinarse sin moño y a presentarse en un baile sin pañuelo del talle, cosa que no se permitían las aldeanas.

Criticaban todos de ella, pero en torno suyo se juntaban todos los mozos. Cada vez que salía a bailar, se le cantaban coplas y coplas que le impedían dejar el baile, y los bailadores se pedían la vez unos a otros para acompañarla.

Ahora se sabía que Aurelia tenía novio. Después de tanto escoger había venido a enamorarse de Bastianillo, un zagal más joven que ella que no tenía en donde caerse muerto.

La familia estaba furiosa y los hermanos amenazaban con coger una tranca y escarmentar al intruso; al que habían negado la entrada en la casa. Tal vez aquella oposición de los suyos era lo que había interesado en aquel amor a Aurelia. Sentía como una gratitud por el gran cariño del muchacho, que no se imponía, ni exigía, como los otros hombres, sino que parecía siempre implorar y agradecer su ternura.

El tenía un espíritu más delicado que los otros aldeanos. Sabía sentir con ella todas las inquietudes que le daba el campo, el sol y el cielo. Veía todo lo que se escapaba a los demás en su actitud. Con él podía hablar de sus vestidos y de sus pañuelos ; Sebastián lo entendía todo, hasta aquella ansia ambiciosa que Aurelia tenía y de la cual participaba.

El tenía también una fuerza de hermosura y de juventud. Lo veía bello, ingenuo, alegre y franco, lleno de valor y de confianza en el porvenir.

No muy alto, bien proporcionado, de color trigueño y cabello rebelde y rizado ; con los ojos grandes y dulces, y la boca sensual y carnosa, Sebastián tenía una belleza fuerte, primitiva, que la sugestionaba a pesar suyo.

—¿Qué irá a hacer esta hija mía—decía la madre en sus continuas lamentaciones—casándose con ese muchacho, cargarse de hijos y no tener que llevar a la boca?

Aquel razonamiento, que oía en silencio, hacía flaquear el ánimo de Aurelia. En verdad su madre tenía razón ; los años iban pasando y era preciso ser cauta y pensar en lo que convenía.

Pero a la vista de Sebastián triunfaba de nuevo su cariño, su ternura, aquello que no era amor pero que era aún más fuerte, una amistad, un inteligencia, que con ningún otro podía tener.

Cuando se acabó la cena, recogió la mesa y limpió la fuente. Aquel día tradicional ella no había querido ir al baile de ánimas. En el fondo de su espíritu sentía la humillación de aquel novio, que no podía mantener el rango a que estaba acostumbrada. Vió como se acostaban sus tres hermanos pequeños y cómo se marchaban el padre y los dos mayores. Y se entró en su cuarto, para no escuchar el re-zongueo de la madre, a la que su capricho condenaba a no salir de casa.

El ser la hija única, enlazaba la madre a ella. Había algo de solidaridad que hacía vivir a las madres en los triunfos y ert los amores de las hijas. La pobre Nicolasa se quejaba de las rarezas de la suya que la privaban aquella expansión.

Volvió a abrir la ventana; ya no veía el paisaje, la noche de otoño había cerrado tormentosa y obscura, no se adivinaba ni una silueta, ni brillaba una luz ni una estrella en la obscuridad. Sólo el ruido del mar, que bramaba furioso con una gran resaca lo llenaba todo.

Era verdaderamente aterrador aquel ruido intermitente del agua. La ola que se retiraba tenía algo de traición, de emboscada, de peligro que se esconde ; algo como si tramase una acechanza. Luego el rumor que crecía, que se aproximaba, parecía como si fuese a llegar hasta allí, a pasar sobre ella, como si el mar en una de esas noches de sombra, cansado de su mansedumbre, se hubiese de sorber la tierra.

Una sombra más obscura que salía de entre la sombra le obligó a dar un ligero grito de pavor.

—¿Te has asustado de mí?—preguntó una voz grave y sonora.

—No mucho, en seguida he pensado que eras tú. Te esperaba... no se por qué.

—Natural. Ya podías comprender que yo no iba a pasar la semana sin verte.

—Pero con esta noche...

—"Esto no es nada para nosotros. Si vieras en el corazón del invierno las noches de alijo...

—Cuéntame.

—Eso no tiene nada que contar. Se trabaja y sé pasa un rato de frío. Son cosas de las que nó se debe de hablar.

—¿Ni conmigo tampoco ?

—A ti te interesa más que te diga lo her-mósa que estás y que te quiero mucho.

—¡Zalamero!

—Es la pura verdad. No sé estar sin ti. Mira, estaba deseando que me tocara la quinta para escaparme a correr mundo y ahora he ido a buscar a don Antonio para que me libre. No quiero irme de tu lado.

—¿Pero tú sabes si será peor eso que haces? Yo tengo mucho miedo al contrabando y a don Antonio.

—Porque no lo conoces ; es lo más simpático y lo más llano que hay en el mundo, con un aire y un señorío que encantan.

—Pero la vida que tendrás que hacer...

—Si quiero. El nos libra a todos los mozos sin pedirnos nada ; lo que le sobra es gente. Pero de todos modos yo me iría con él como se ha ido mi hermano... es una vida que atrae... y que puede dar dinero.

—¿De veras?

—Sí... yo necesito dinero, mucho dinero, para casarme y que mi Aurelia sea una gran señora.

—¿Iríamos a la ciudad?

—Algunas veces, para comprarte vestidos, y polvos y agua de Colonia... yo no quiero ser como todos estos que en cuanto se casan meten a la mujer en el rincón. Te he de llevar conmigo a todas partes, y hemos de dar envidia de tanto querernos. Cayéndonos de viejos hemos de bailar juntos.

Había extendido la mano en la sombra para coger la mano de su novia y la estrechaba con adoración contra su pecho.

—Emparaje nos pondrán si hacemos eso...

—¡Qué nos importa!

Ella vaciló.

—Es que... sabes... cuando una se casa... se estropea... se estropea el cuerpo.

Aquella visión de una maternidad futura excitó al muchacho que se acercó más a la ventana y se llevó hambriento la mano de Aurelia a los labios.

Se oyó una voz dentro.

—Aurelia, ¿qué haces ?

Ella tenía la boca seca y le costó trabajo responder.

—Me estoy acostando.

Hizo un ademán cariñoso para imponer silencio a su novio y despedirlo.

El la retuvo por la mano, diciéndole suplicante :

—No.

Vaciló ella, pero un ladrido de perros que se trasmitían un alerta desde los cortijos vecinos despertó a los perros de las Salinas que ladraron también furiosos.

—Es preciso-—balbuceó ella.

Y él, como si en aquel momento recordara un penoso deber, respondió triste.

—Es verdad.

Ella sintió una punzada dolorosa en el corazón, como si adivinara algo.

—¿Vas ?—preguntó.

El la atrajo hacia sí y antes de que pudiera evitarlo la besó en los labios diciendo :

—Sí, pero no tengas miedo, no hay peligro.

—¡ Sebastián !

Estaba ya sola. Sacó medio cuerpo por la ventana ; todo era sombra, no se veía más luz que la del faro, que parpadeaba en la noche como si hiciese un guiño burlón.

—¡Madre mía!—exclamó atemorizada—. Líbralo de mal.'.

Cerró la ventana y fué a dejarse caer en el lecho, bajo la pesadilla de aquel mugir del agua, y del ladrido de aquellos perros vigilantes que advertían que no era tan completa la soledad.

De la cocina llegaba el chirriar siniestro de la^ luces de aceite, que tocaban ya al agua y se iban apagando esparciendo su olor de pavesa, puesto que era preciso dejarlas extinguirse ellas solas, sin cometer el sacrilegio de apagar la luz de un muerto.

Se persignó medrosa, atemorizada, y se dejó caer en la cama murmurando devota un padrenuestro a las ánimas para que librasen de todo peligro a los caminantes... y a los contrabandistas.

II

Apenas se había separado Sebastián unos metros de la ventana, otra persona le salió al encuentro.

El joven dio un paso atrás y se previno.

—¿Quién va?

—Amigo.

—Dime la palabra.

—Empieza tú.

—Siempre.

—Adelante.

—Lorenzo.

—Sebastián.

—¿Qué pasa?—preguntó éste.

—Venía a prevenirte. El alijo se ha per-dido.

—¡ Cómo !

—Calla, que la sombra oye.

—¿ Qué hacemos ?

—Todo es inútil. Hay que salvar el que sepan que es nuestro. Don Antonio ha mandado que aparezcamos todos en el baile. Quiere que nos vean allí.

—Pero...

—Cuando don Antonio lo ha dispuesto él sabrá por qué lo hace.

—Vamos andando.

Ir al baile de ánimas después de no haber podido llevar a Aurelia contrariaba al joven, pero el respeto a don Antonio y la disciplina perfecta de aquel ejército de contrabandistas lo dominaba todo.

Mientras caminaban cambiaron sus impresiones. Lo sucedido era una cosa inevitable, fatal, que no era la primera vez que acontecía en el Cabo. Aquélla era la parte más mala, la más inhospitalaria de toda la costa para el contrabando.

El monte, que se internaba en el mar, se abría sobre él como un gran balcón, desde donde se contemplaban las aguas azules constantemente surcadas a lo lejos por buques de vapor que marcaban su camino con la estela de humo y por los buques veleros y los barcos pescadores.

A un lado estaba el pueblecillo marino que vivía de la almadraba, y al otro se extendían las salinas, con sus balsas de agua, empantanadas, y el blancor desolado de los montones de sal.

Era difícil para los barcos llegar hasta allí para cargar la sal o los peces cogidos en la trampa de la almadraba. La playa traicionera, sufría súbitamente los efectos de la tempestad al menor soplo de levante. Desdichado del barco que se confiara en cuanto se empezaba a rizar el mar hacia fuera y a cambiar el azul de su agua por un tinte más sombrío. Antes de que se diera cuenta se vería envuelto, imposibilitado de salir, entre el embate poderoso de aquellas olas én las que las gotas de agua tomaban fuerza de pedernal, para ir a chocar y destrozarse en la costa.

Así, cuando un barco se acercaba allí, estaba siempre dispuesto y vigilante para echar a correr, con las aguas calientes y la gente preparada. Los comerciantes del pueblo iban a bordo para ofrecer carne y vituallas, pero la tripulación rara vez desembarcaba. Así, en todos aquellos cortijos, diseminados en las es-tribacioríes del monte, no se veía jamás llegar una persona desconocida, y era ya un acontecimiento que un buhonero, un marchante de fruta y de recova o un mendigo de los que habitualmente vagaban por el contorno, llegase a la puerta.

Tal vez por esto se recibía siempre con alegría al recién llegado y se le daba una hospitalidad generosa. Los vagabundos tenían siempre su posada en cualquier casa donde se les hiciese de noche. No había más que llegar, dejar las mochilas, y sentarse al lado del fuego. A la hora de cenar se le daría la cuchara, y al acostarse no le faltaría una cabecera o una manta de lana burda con cogujón para tenderse en el suelo. Del mismo modo la cuadra ofrecía albergue a la caballería que llevase. Podía estar seguro de que pagaba su estancia y su comida con el placer que proporcionaba rompiendo la monotonía de aquella vida, repetida de día en día, en la que se sucedían los años sin traer una novedad.

Sin embargo, aquella gente tan sencilla y hospitalaria era hostil para los carabineros. Se los miraba siempre como unos enemigos, y aunque permanecieran largos años en el lugar se los toleraba, pero no hacían amigos. Jamás una moza se hubiera atrevido a tener un novio carabinero. Eso hubiera sido el colmo de la deshonra.

Había una solidaridad maravillosa entre todos aquellos pueblecillos que iban tendiéndose en la orilla, desde el Cabo de Gata a la punta de la Mesa : San José, Escudos, Ro-dalquilar, Las Negras y San Pedro. Formaban todos como una comarca aparte, independiente, desligada del organismo político de toda la nación. Era algo semejante a esos antiguos pueblos de la vieja Italia que se daban sus gobiernos democráticos o elegían sus tiranos. Una semejanza de espíritu meridional mantenía aquí también sus venganzas, sus tradiciones, y la idea de las castas. No había allí leyes ni autoridad que pudiesen estar más altas que las de don Antonio Olivares. El solo era dueño, reyezuelo único de toda la comarca, con una soberanía absoluta e indiscutible:

No era para aquellas gentes don Antonio el tipo del aventurero osado, sino el señor natural, lleno del prestigio de su abolengo y de su distinción, como descendiente de la familia patricia, que, a semejanza de los antiguos castellanos de la Edad Media, había ejercido sobre el pueblo, durante varias generaciones, su .autoridad y su protección.

La familia de Olivares, que desde muy antiguo poseía vastas propiedades en todo aquel contorno, había vivido siempre allí, en contacto con sus colonos y con los vecinos, asentando su soberanía sobre todos.

Ya desde muchas generaciones los Olivares tenían un gesto protector y paternal. Eran como unos patriarcas de la comarca, obligados a socorrer todas las necesidades y a ser los padrinos de todas las bodas y bautizos del contorno, tomando una parte personal y activa en todas sus fiestas y en todas sus amarguras. Pero ninguno había llegado a hacerse amar tanto como don Antonio, al que llamaban cariñosamente el [p]adre de todos, aunque él no pasaba de los treinta años.

Alto, bello, recio y forzudo, tenía en su tipo.físico decidido y enérgico, todos los caracteres necesarios para imponer su prestigio a un pueblo tan primitivo como aquel donde había logrado formar su pequeño Estado. Muy influyente en Nijar y Almería, tenía un poder omnímodo sobre ayuntamientos y juzgados para lograr que no lo inquietasen, y po-uer defender y sacar libre de cualquier falta o delito a alguno de sus adeptos.

Iba poco a la ciudad, pasaba su tiempo allí, sujeto por el amor a su pueblo, empleando una fortuna en emprender obras públicas para dar trabajo a los braceros, que gracias a él no tenían que emigrar al Africa francesa-.

Tan espléndidos como eran los jornales que pagaba, eran módicas las rentas que exigía a los colonos. Ni un solo mozo del contorno tenía que sufrir la suerte de soldado, porque él los redimía a todos.

Quizás había sido en un principio el deseo de favorecer aquella pobre gente lo que exaltó el espíritu aventurero de don Antonio, para pasar de las alegres partidas de cazja y pesca a las arduas aventuras del contrabando.

Poco a poco, sin darse cuenta, se había ido apoderando de él aquella afición a las aventuras, al peligro, a sostener el tipo novelesco que se había formado. Lo obligaban ya la negra honrilla empeñada en la lucha y la confianza de todo su pueblo comprometido con él.

Don Antonio no era ya un señor pacífico sino un príncipe belicoso, con un ejército sobre las armas. Su pequeño estado libre era un refugio donde se amparaban los que tenían que huir de la justicia. El los albergaba a todos, los utilizaba, los atendía. Más de una vez un barco que llegaba cargado de contrabando se alejqba de la costa llevando un condenado a muerte o a cadena perpetua que escapaba así de su suerte.

Era en vano que las autoridades tratasen de extremar sus rigores para acabar con aquello. Ni los carabineros, ni la guardia civil enviada en su auxilio, conseguían nada, y a don Antonio, pese a las mil historias que de él circulaban, no podía probársele nada. Era tan generoso y espléndido con los que le servían como terrible para los enemigos, de manera que de un lado el miedo y de otro el interés le granjeaban la impunidad.

Todos temían inquietarlo, seguros de que él saldría bien de todos los asuntos y podría tomar crueles represalias. Se sabía que tenía poderosos valedores, con los que su posición y su nombre le permitían alternar. Su casa de comercio establecida en Almería gozaba de fama de honradez y probidad, y las temporadas que pasaba en esta ciudad o en Madrid alternaba en los círculos más distinguidos, rodeado de amistades prestigiosas de políticos, aristócratas y banqueros, los cuales se reían de buena gana de aquella invención del país para creer contrabandista a un hombre tan elegante y distinguido.

Hasta alguna vez que había invitado a sus posesiones a un diputado o a un gobernador, pasando alegremente con ellos la velada, les había dicho al día siguiente :

—Esta noche han echado un alijo, es fácil que digan que he sido yo.

Y los otros se reían de buena fe de una suposición tan absurda.

Los que no se reían eran los carabineros, obligados a callar, dominados por la fuerza que los envolvía. En vez de vigilar ellos se sentían vigilados. Aquellas parejas aisladas no podían nada contra todo el pueblo ; tenían miedo de ver.

Cuando alguna vez habían tropezado con un contrabando y habían tenido que andar a tiros, los contrabandistas se habían vuelto fantasmas invisibles. No habían podido ver el rostro de ninguno ni apoderarse de un solo hombre. En cambio los habían sujetado y amarrado a ellos y habían visto pasar ante sus ojos toda la carga que salía del vientre de un navio, abarrotado de tabaco y de ropas, que venía de Orán o de Jibraltar y que llegaba a la orilla, merced al amparo de la noche. Y todavía habían tenido que quedar agradecidos.

—Podríamos desarmaros y dejar pista— decían los contrabandistas—, pero eso os haría tener que hacer con la comandancia. En tal o en cual sitio encontraréis las carabinas. A callar por la cuenta que os tiene.

Era lo mejor callar, por más que sintieran el odio y la humillación. Cuando no lo inquietaban, don Antonio solía interesarse por alguno de ellos, proporcionarle algún ascenso y, hacerle regalos espléndidos. En cambio los enemigos acababan por ser echados del cuerpo o castigados por la negligencia en el servicio a la aparición de la pista de fardos enteros de tabaco abandonados, como prueba de la comisión del delito.

No tenían de quién fiarse. Estaban seguros de que todos los habían de engañar y de vender. Se burlaban de ellos los que aparecían como confidentes, pues no había nadie quejuera capaz de una delación.

Se contaba que un día que uno de los iniciados en el secréto de un contrabando dio el cante, don Antonio, que además de su valor y de su entereza estaba dotado de una fuerza hercúlea, fue en busca del traidor, y tomó la justicia por su mano, propinándole tal paliza que el cuitado tuvo que guardar dos meses de cama. Bien es verdad que durante es-e tiempo don Antonio lo visitó semanalmente dándole en cada visita media onza de oro para atender a su curación.

La familia de don Antonio contribuía a su popularidad. La esposa, doña María, era una jovencita cadañera, muy piadosa, que servía de intercesora a todos los que imploraban algún favor de su marido. Muy sencilla, muy dulce, ocupada sólo en el cuidado de sus numerosos chiquitines, no tenía más opinión que la del esposo, y se limitaba a callar y sonreír. Estaba siempre solícita para acudir a todos los cortijos en donde había un duelo o donde se celebraba alguna fiesta. Era la suya una aparición corta, que dejaba huellas de su magnificencia y que no daba ocasión a la familiaridad.

La parte de espectáculo, de grandeza, la daba la madre, doña Magdalena, una señora activa, previsora, que cuidaba toda la organi- « zación de la casa y todo el prestigio de la familia, con arreglo a los rituales de su clase, muy atenta siempre a las apariencias y al ¿qué dirán? y que no dejaba jamás caer al hijo y a la nuera en el abandono que le sugerían sus inclinaciones democráticas. La buena señora tenía una gran memoria para retener las advertencias o los elogios que les habían hecho los grandes con quienes había tenido ocasión de tratar, y los citaba y repetía a cada paso, con cualquier pretexto.

—Dijo el marqués...

—Me dijo el gentilhombre de Su Majestad...

Era ella la que gozaba en llevar los personajes a sus posesiones del campo para tener el placer de andar atareada y desvelada a fin de que elogiasen su espléndida hospitalidad.

Doña Magdalena no creía que su hijo se ocupara en el contrabando. Sus ausencias del cortijo las creía simples partidas de caza y pesca, como las había acostumbrado a hacer su difunto marido. Si alguna vez llegó a ella un rumor, pues don Antonio tenía severamente prohibido que se le hablase de eso, él lo había desvirtuado diciendo :

—Nosotros no podemos hacer caso de habladurías de la gente.

Aquel argumento, que afirmaba su superioridad sobre los otros, la tranquilizaba y convencía.

La más desdichada era doña María, para la cual no era nada un secreto, y estaba obligada a callar y ayudar al marido. Cuando alguna vez, con su dulce timidez, le insinuaba su miedo y su deseo de vivir tranquila y lejos de allí, don Antonio le hacía callar dándole un beso y diciéndole, al mismo tiempo que le señalaba sus cinco hijos :

—Ya ves cuántos tenemos, es preciso trabajar para ellos... y para los que vengan.

La pobre señora se sonreía resignada, creía en su deber de dar a luz todos los hijos que Dios se sirviera enviarle, y en su obligación de tener que sacrificarse por ellos.

Aquella noche era el baile de ánimas en su casa. Verdaderamente había habido una fatalidad. Un adelanto en la llegada del falucho que traía el contrabando, que no se esperaba aún. Precipitación, turbación de todos, el influjo de aquel día de ánimas sin duda, hicieron llevar las cosas mal y sin concierto. Había sido el levante el que había impulsado al falucho hacia el Cabo y lo había hecho encallar en la orilla, cuando pudo ir hacia el otro lado y desembarcar su carga en alguna cala protectora. Además, de aquel lado del Cabo los carabineros tenían mayor fuerza, una playa libre hasta Almería que les permitía acudir y prestarse socorro.

Apenas hubo tiempo de hacer escapar a la tripulación del Mercedes. Antes de entregarlo a los carabineros era mejor dejarlo a merced de las olas, que pasara por un naufragio.

Entre el ruido de las guitarras y las castañuelas, entraron el capitán y los marinos por la puerta del corral, en aquel cortijo de don Antonio, situado en el Valle de la Unión, en la parte más recóndita y más bella de toda aquella costa, la más aislada de aquella tierra que formaban ún mundo aparte, más íntimo y más apasionado en su aislamiento. Don Antonio seguía tranquilo e indiferente en el baile con un aspecto sereno, como si no le preocupase nada, ni nada supiera de lo sucedido. Los carabineros, que al if a relevar las parejas pasaban por el baile nç pudieron tener la menor sospecha de que allí ocurría algo anormal. Estaba toda la gente del contorno entregada al placer y a la diversión, como la gente más buena y más inocente que se podía imaginar.

III

Aquellos bailes de ánimas eran tradicionales allí y se diferenciaban de todos los otros bailes, que se repetían los domingos y días festivos, constituyendo su única diversión.

Para los bailes de ánimas se veía aparecer unos hombres que tenían algo de oficiantes, vestidos con gorras negras y lúgubres. Llevaban uno de esos impresionantes faroles de ánimas y una bandera con cintas negras y flotantes. Pedían siempre hospitalidad en el cortijo que tenía más amplia cocina, porque allí la cocina, primera pieza que se hallaba al entrar en la casa, era la habitación principal, a veces única, que servía además de zaguán, sala y dormitorio.

Colocaban encima de una mesa el farol, entre dos floreros, con rosas de trapo, clavaban a un lado la bandera con las cintas extendidas para servir de dosel al improvisado altar, y convocaban al baile a los vecinos; un baile solemne, con gran orquesta, no una sola guitarra como de ordinario se acostumbra. Toda la gente del contorno acudía a ofrecer el sufragio de bailar para las ánimas, aquel baile extraño y regocijado ante el farol de duelo.

Todos los bailes del país duraban siempre hasta salir el sol y aun así corrían el peligro de quedarse sin bailar algunas mozas, porque como iban saliendo por turno, y solían abusar para no quitarse del baile sin haberse rendido con quince o veinte coplas, faltaba tiempo para que bailasen todas.

La disposición de estos bailes era siempre pintoresca. Todas las mozas se sentaban en rueda, en medio de la cocina, dejando un pequeño espacio para las bailadoras, y todos los hombres se colocaban detrás o en los huecos de las puertas. En uno de los extremos, a la luz del candil de aceite que alumbraba la fiesta, se sentaba el tocaor, cerca del cual intentaban colocarse los cantaores más famosos.

Las mozas salían por rueda, según el sitio en que se habían colocado. Siempre al levantarse una iba a sentarse unos momentos sobre la falda de la amiga más íntima, que con gesto cariñoso le arreglaba los flecos del pañuelo del talle, o las grandes hojas de talco dorado que acompañaban las rosas colocadas a los lados del moño.

El bailador esperaba, hasta que colocada la muchacha frente a él empezaba el paseo del fandango, cadencioso o vivo, según quería la joven, porque cada una ponía en su baile algo de tan personal que jamás se hallaban dos iguales. A los pocos momentos, de uno de los extremos partía la copla, que entonaba uno de los mozos. Casi siempre le cantaba el que tenía intención, a no ser que el silencio de todos impusiese el cantar. Era un desaire dejar mucho tiempo sin cantar a la bailadora.

Durante la copla ella hacía las mudanzas o figuras, de pasos contados, que tenían algo de pantomima, según se ofrecía cariñosa al bailador, huía de él o daba vueltas y giros alrededor suyo. Las castañuelas cambiaban entonces el ritmo del carras carras, ta ta; carras carras, ta ta, del paseo por el compás de los movimientos de la bailarina, con rotundas paradas chas, córraselas, chas; chas, chas, córraselas

Era un ruido formidable aquel de las postizas. Todas las muchachas tocaban las suyas al compás de la bailadora. Un ruido de doscientos faliüos sonando al unísono, en las incansables manos de las jóvenes, que repiqueteaban el de la izquierda y golpeaban el de la derecha con fervor, como si aquel ruido las enardeciera y las animara.

Todo el círculo de muchachas, de caras morenas y frescas, destacándose del fondo sombrío en que los hombres ponían una línea de pecheras blancas y chalecos de color, formaba un conjunto gracioso y pintoresco. Iban todas vestidas con faldas claras, am chas, luciendo en ellas diversas guarniciones de volantes y escarapelas rizadas. Las que no eran ricas llevaban cubiertos los cuerpos ajustados bajo la armilla negra—muy pocas llevaban chaquetillas con aldetas—, con pañuelos de crespón de fondo liso y flecos enrejados, y con pañuelos de Manila, bordados en colores las fastuosas labradoras.

Todas se los ponían igual, cruzados delante de la cintura, sobre el gracioso y pequeño delantal. Las figuras estrechas de arriba, anchas de abajo, con la multitud de faldas almidonadas y sobrepuestas, de caderas an-plias y cuerpos de ánfora, recordaban las damas del segundo imperio con su traje de crinolina.

En el peinado eran todas iguales también. Moños sencillos de tres soguillas, formando un gran lazo de pelo amarrado en el centro, o los grandes moños partidos, sujetos sobre la nuca, hechos de infinitos ramales, que imitaban las pleitas, y parecían enormes suelas de esparteñas.

Un gusto oriental les hacía adornarse con sortijas con piedras de colores, alfileres de pajaritas y cuentas de cristal, collares de color y flores pomposas en los dos lados del moño, cubriéndoles toda la cabeza con hojas plateadas y doradas en profusión.

De los palillos, colgaban los listones, consistentes en una multitud de cintillas de seda, estrechas y ligeras, de esas que sirven para amarrar las cajas de dulces, y al bailar y al repiquetear daban a las manos un valor de mariposas agitando las alas, algo como un aletear de abanicqs.

A veces la copla tenía intención. Un valor de declaración de un amor desconocido, una queja dolorosa, un grito de celos, y otras se limitaba a elogiar o a rimar unos versos indiferentes.

En ocasiones se cantaban coplas picas, de una intención malévola que hería punzante. No faltaba mozo que recogiese el guante lanzado en una copla y contestase con otra burlona o insultante. Ocurría alguna vez que dos cantaban a un tiempo mismo coplas distintas, y como ninguno se callaba, seguían hasta el final, modulando con la misma música los dos cantos de diferente letra.

Cuando un mozo se interesaba mucho por una joven y quería bailar con ella, se despojaba de la chaqueta y las esparteñas y se arrojaba arrogante en medio del ruedo al acabar la copla.

—¿Hace usted el favor, amigo ?

El bailador cedía su puesto y el otro se lanzaba a seguir el baile con saltos, vueltas y piruetas, en torno de la bailadora.

A veces, un espectador entusiasmado, que no podía cantar y deseaba enviar un obsequio, interpelaba al bailador.

—Dígale usted algo a esa niña.

Y él contestaba galante llamándola con el nombre de una flor.

—Un clavel.

—Una dalia.

Otras veces se le requería :

—Dígale usted tres cosas.

—Clavel, clavellina y rosa.

—Dígalas al revés.

—Rosa, clavellina y clavel.

Cuando al ir a dejar el baile una joven, sonaba una copla estaba obligada a tener que bailarla, y al retirarse, después de abrazar al bailador, tocando con la mano derecha en su hombro, tenía que abrazar de igual modo al tocador y los cantaores. Todos tomaban satisfechos el abrazo, y algunos que nada habían hecho gritaban con interés :

—A mí, a mí.

Obligando a la joven a dar la vuelta a la rueda repartiendo sus abrazos a todos.

Cuando don Antonio y sus amigos estaban en el baile había que abrazarlos también.

—Con los dos brazos—solicitaba siempre el señorito, y ellas accedían riendo, satisfechas de aquella petición.

En verdad, los señoritos abusaban algo para decir piropos y chicoleos a las mozas ; pero aquello no alarmaba ni provocaba celos, era como un honor que las enorgullecía, y que ponía ufanos a los novios de las preferidas.

Y eso que los mozos del contorno no eran hombres de aguante. Raro era el gran baile del que no salían pendencias para ir a romperse la cabeza en la soledad de algún barranco.

Había que estar alerta cuando dos mozos, después de cantar coplas picas, salían a la calle.

No siempre eran tan prudentes. Cuando la ofensa era directa y clara, como oponerse a que la novia abrazase, interrumpir una copla, o no dejar bailar, la represalia era inmediata.

El primer palo era para la indefensa guitarra que saltaba hecha añicos, como si ella fuese la culpable de todo ; el segundo iba al candil, y ya a obscuras todas las varas se alzaban y se descargaban a palo de ciego, entre el chillerío de las mujeres, los empujones y la confusión.

Se recordaba un baile trágico ; habían quedado muertos dos rivales, porque a la demanda de...

—Dígale algo a esa niña.

El bailador respondió groseramente :

—Le digo zalea y me revuelco en ella.

En casa de don Antonio, en la más grande cocina de todo el contorno, se daban los bailes más suntuosos y allí no había jamás el miedo de una pendencia. Todos estaban contenidos por el respeto. Sólo una vez que un mozo estuvo algo impertinente, don Antonio, con su fuerza de gigante, lo cogió del chaleco y levantándolo en peso lo puso en la puerta de la calle. Nadie se opuso y todos, aunque eran una familia de Jaques, se limitaron a decir :

—Perdónelo, don Antonio.

—El que falte al respeto en mi casa, lo aso de un tiro.

Nadie se había permitido volver a intentarlo.

Era para ir allí donde se vestían con más gusto las mozas, y donde las más coquetas se ponían los trajes de refajonas, en los que substituían las faldas del vestido por el refajo de lana carmesí, plegado en acordeón, y guarnecido por cinco listones de seda blanca. El peinado se adornaba con las tortas de trenzas caladas a los lados del rostro, como las valencianas. Los mozos las acompañaban vestidos de curros con pantalón estrecho y corto y chaquetas de alamares.

Por eso se solicitaba siempre la venia de don Antonio para celebrar en su casa los bailes de ánimas, que eran los más peligrosos. Para bailar por las ánimas había que pagarles su cuota, y el exceso de bailadoras hacía que en vez de guardar turno se subastase la primacía y bailaba primero la que más daba. Entonces los mozos de rumbo iban a la subasta para lucir a la novia ; las pujas se sucedían encarnizadamente ; a lo mejor se disputaban el puesto un amante desdeñado que obsequiaba a otra mozuela para hacer que se quedase la ingrata sentada toda la noche, y el amante vencedor. Más de una vez los palos y las facas pusieron fin al baile, sin respeto a las figuras santas.

Esto se evitaba en casa de don Antonio ; aunque doña Magdalena hacía correr entre la concurrencia algunas rondas de aguardiente o vino, y volcar un saco de las tradicionales nueces y castañas, con que se celebra la noche.

Los viejos del lugar, una especie de lite- -ratos espontáneos, se reunían para improvisar un juego consistente en una farsa teatral, muy primitiva. Ya uno aparecía desnudo hasta medio cuerpo, andando a cuatro patas para figurar una zorra, con rabo y orejas de esparto. Los otros le tendían mil lazos, que burlaba astuto, hasta que caía en poder de los enemigos y le prendían fuego en el rabo. La zorra, corriendo entre el círculo de bailadoras, con el rabo encendido, causaba el alboroto natural.

Otras veces era el comprador de un predio, al que los compadres engañaban. Después de sabrosos y clásicos razonamientos, se hacía venir un medidor, que con una cuerda trataba de averiguar el área del terreno. El medidor tenía una gran joroba, formada por un vaso de noche, que al volver la espalda al público, para realizar su tarea, aproximaba a la cara de las mozas, causando huidas y protestas que provocaban excesos de hilaridad.

Después de uno de estos juegos, con los cuales se interrumpía el baile algunos momentos, volvía a reanudarse de nuevo, hasta que con los primeros albores de la mañana, uno se levantaba diciendo :

—¡ Que viene Roque !

—¡Roque !

—¡Roque!

En pocos momentos se terminaba todo. Y cada cual se marchaba desde allí a su trabajo de labranza o recolección, según el tiempo.

Las mujeres, que no podían descansar tampoco pasaban el día adormiladas, desempeñando maquinalmente las tareas de la casa, pero felices de poder recordar y comentar, durante una semana, los sucesos de la fiesta.

Aquella noche se echaba de menos la presencia de Aurelia. Era ella la que más bailaba en los bailes de ánimas, por la que más pujaban los mozos, y la que más se lucía. En el fondo de todas había una alegría secreta por su ausencia. Era una especie de humillación para ella aquellas relaciones con un muchacho insignificante como Sebastián. Existía una aristocracia de los labradores ricos y una clase inferior de los braceros, que trabajan a jornal y emigran en los inviernos, a la que pertenecía el muchacho.

Comentaban las mujeres de edad, reunidas en uno de los ángulos, el alcance de aquellos amores.

—jBuena suerte va a hacer!

—Después de tanto orgullo.

—Ya és sabido. Se tienen para escoger cien canastillas de peras, y luego se viene a dar...

—Le está bien empleado.

La llegada de Sebastián causó sorpresa y casi todas las miradas se volvieron .hacia él. ¿Qué quería decir aquello? ¿Sería mentira lo del noviazgo ? Más de una desdeñosa lo miraba deseando que se le acercara y poder rivalizar con Aurelia. P.ero el joven estaba silencioso, triste, preocupado, sin bailar ni cantar ni tomar parte en la fiesta.

Uno de los viejos lo invitó.

—Canta, Sebastián, que a ti da gloria oírte.

El meneó la cabeza.

—Estoy ronco.

Algún mozo se sonrió burlonamente. Sin duda Aurelia no haría ya caso de él.

Don Antonio lo llamó.

—Toma una copa.

Estuvo un rato conversando amable con él. ¿Sería el protector de aquellos amores ?

Al cabo de un rato Lorenzo le tocó en el hombro.

-—Vámonos.

—Andando.

Salieron del cortijo y se detuvieron un momento. El campo estaba obscuro y frío. Una débil claridad iluminaba el cielo hacia la parte del mar, y parecía arrojar las sombras sobre la tierra haciéndolas más densas y profundas hacia aquel lado.

—¿ Dónde vas ?—preguntó Lorenzo.

—Para casa.

—¿Te aburrías ?

—Mucho.

—¿Es que no han dejado venir a Aurelia al baile ?

—No. Es que no ha querido venir ella.

—¿Por qué?

—¿Me has visto hablando con ella? Pues no he querido preguntárselo. Da miedo de averiguar ciertas cosas. Quizás le dará vergüenza de tener un novio que no tiene cinco duros para que baile...

—Quizás sea por no ponerte en un compromiso.

—Puede... Pero creo que el hombre que no tiene para vivir con decoro no debía de arrimarse a ninguna mujer ni ir a ninguna parte.

—Exageras. Ni tu padre, ni el mío, ni el suyo, tenían un cuarto y se han casado, y nos han traído al mundo, y han sido bien felices.

—No digo que no ; pero Aurelia no es como su madre, ni como la tuya, ni como la mía. Tiene otras ideas y otros humos.

—Cosas de la juventud, que luego pasan cuando se enamoran de veras.

—Estoy muy desesperado. Este alijo, si hubiera venido a tiempo, nos hubiera dado un puñado de duros... y la maldita desgracia.

—¿Piensas seguir en el negocio?

—Y en el infierno si es preciso. Yo necesito dinero.

—Teniendo corazón se gana aquí bastante.

—Corazón no me falta.

—Lo sé y quería pedirte un favor.

—Dime.

—¿No has echado de menos esta noche en el baile a otra mozuela?

—No he mirado a ninguna.

—Fíjate.

—¿No estaba Marisol?

—No.

—Pero eso es otra cosa. Esa todo el muni do sabe que te quiere con todo el corazón, que está orgullosa de ti, y que si no le puedes hablar en público es por su familia.

—Sí, pero ya estoy harto de que ella pene y de penar yo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Casarme.

—Pero, ¿y el padre ?

—Así que se la robe no tendrá más remedio que consentir.

„ —¿Y ella?

—Hace más de un mes que pude hablarle... y se lo dije... pero Marisol es muy honrada. ¿Sabes que me contestó ? «Yo estoy conforme en escaparme contigo para que nos casen. Pero no quiero que tú y tu familia tengáis qué decir de mí. No quiero que algún día me pongan los cuatro cuartos encima de la mesa. Envía por mí a cualquier persona, que me lleve al lado de tu madre, y que ella me guarde hasta salir para la iglesia».

—¿Sabes que eso está muy bien?

—¡Que si está! Como que desde entonces se me ha metido más en el corazón y ni como, ni duermo, ni sosiego. Por eso he pensado en ti.

—¿Qué quieres ?

—Tú sabes lo' que son los Chañnos. Ese barranco donde viven es como un pueblo suyo donde nadie puede entrar. Si sospecharan que alguien iba a robarle la hija no salía con vida.

—Seguro.

—Pues yo quería que fueras tú.

—No tengo inconveniente. Pero, ¿crees, tú, que Marisol querrá venirse conmigo?

—Sí. Ella espera todos los días mi enviado. Enséñale este pañuelo, y dile que la mujer de mi hermano y yo la esperamos para llevarla triunfalmente a mi casa. Tú la acompañarás.

—No te doy palabra.

—Sebastián — exclamó el otro suplicante—. Que sólo tengo esperanza en ti...

—¿Pero cómo voy a ir yo allá?

—Arréglatelas.

—Y que me encuentre con un disgusto sin comérmelo ni bebérmelo.

—¿No vale nada mi amistad?

—Sí... pero...

—Hazlo por el cariño que le tienes a Aurelia.

—No hay más que hablar. Dame el pañuelo.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Lo que pueda... pero está seguro de que Sebastián que no tiene arranques par^ robar a su novia robará la tuya para ti.

—Tú...

—Y o tengo miedo de llevarme un desengaño muy grande.

IV

Apenas se quedaron solos, doña María rodeó con sus brazos el cuello de su esposo.

—Antonio de mi alma, qué miedo tengo.

El no estaba tampoco tranquilo. La pérdida de aquel negocio, además de causarle un considerable perjuicio económico, lo comprometía por las circunstancias que lo rodeaban.

El barco había ido a estrellarse en una cala cercana a la playa de Peña Negra. Era una playa pequeña, árida, sombría, abierta entre los riscos, a la que no bajaba nadie jamás.

La gente del lugar tenía miedo de la playa de Peña Negra, porque en ella se enterraba a todos los difuntos que no querían llevar a Ni jar. Aquella gente primitiva vivía, en su mayoría, fuera de las leyes. Nacían chicos que no se llevaban a bautizar a la Iglesia, ni se inscribían en el registro civil. Se criaban completamente salvajes, sin aprender a leer ni a escribir, pues los maestros ambulantes que iban por los cortijos enseñando las letras y los números eran apedreados con frecuencia por sus alumnos. En cuanto a las muchachas no había que pensar en enseñarlas.

Ningún padre hubiera consentido que aprendiera su hija.

—Las mujeres no necesitan saber más que arreglar su casa—decían—. Leyendo y escribiendo se buscan la perdición.

Sólo cuando se iban a casar, se llamaba a alguna vieja rezadora que les enseñase la doctrina. Pasaban meses y meses dando lección, sin lograr meterse en la cabeza las Bienaventuranzas, el Credo y los Artículos.

—Estos Artículos de la fe son chiquiticos y andan en pie—decían generalmente, hasta que cansados de su dificultad un día desaparecían los novios y el matrimonio tenía lugar «sin darles de comer a los curas».

Aunque eso era allí cosa corriente, siempre que sucedía se ocasionaba un gran escándalo. Lloraban las madres como si se hubiesen muerto las hijas, juraban los padres tomar una venganza feroz ; se ocultaban unos días los amantes, y al fin venía el perdón y seguían viviendo juntos con la misma seguridad y la misma fuerza que si les hubieran echado las bendiciones. No se daba el caso de que ni uno solo de aquellos matrimonios se separase.

Eran curiosas las relaciones entre los dos sexos. De chicos se criaban juntos con la más completa inocencia. Cuando empezaban a interesarse se conocía en los porrazos que se pegaban mutuamente en cualquier lugar que se encontrasen.

Una vez que preguntaban a la muchacha :

Me quieres por novio ?

Y respondía :

—Sí.

Había que dar cuenta a la madre.

—Tía fulana (el tratamiento de tía era de dignidad), su hija me gusta y quisiera ser novio suyo.

La madre servía de capa a las relaciones, y el padre hacía la vista gorda, sin ver la insistencia del joven, sus visitas domingueras y el asiento que al lado de la chica le guardaban.

Para formalizar aquello era el padre del novio el que debía hacer la visita, y después de hablar de mil cosas, lanzaba la fórmula sacramental.

—Me parece que nuestros hijos se quieren.

El otro no se hacía rogar.

—Vamos a casarlos.

Durante el período de noviazgo era ella la dueña. El tenía que regalar las Navidades, agasajarla en todo tiempo ; echarle el ramo de naranjas en Pascua de Resurrección y las castañas en los Santos.

Luego ya variaban las cosas. Así como durante todas las relaciones la novia había tenido buen cuidado de aparecer arisca y desdeñosa, después del casamiento era él quien tenía que aparentar el despotismo. Un hombre cariñoso y galante con su mujer hubiera sido juzgado como un ser débil y ridículo. Ellas por su parte no habían de ser coquetas ni melosas; sino resignadas, trabajadoras y serias. Se acabó el bailar y el componerse. Un pañuelo amarrado bajo la barba, cubría siem-pre su cabeza, con los cabellos tirantes y sin rizar. Pasados los ocho días siguientes a la boda iba a sentarse en el círculo de las casadas y ya empezaban a anteponer a su nombre el tratamiento de tía.

Era omnímoda en la casa la autoridad del padre; para obsequiarlo y servirlo estaban todos, sin discutir siquiera Sus mandatos. 'Ellos por su parte no se comprometían. Cuando les preguntaban :

—¿Cuántos hijos tienes?

Respondían.

—Cinco tiene mi mujer.

O bien.

—En mi casa han nacido dos.

Lo que no les privaba de ejercer despóticamente los derechos paternales, hasta el punto de que algunos maridos, al dar a luz su mujer, descansaban ellos un día en la cama, y se comían la gallina y el chocolate, que hasta los más pobres guardaban para aquel caso. En el parto o en una gran gravedad era sólo cuando probaban aquellos alimentos.

—Mira si estará grave—solían decir de algún enfermo—, que le han dado chocolate.

No tenía gran importancia para las mujeres la maternidad. Sanas, robustas, en plena naturaleza, no ofrecía para ellas el parto el dolor que acumulan en él los hábitos de las mujeres de la ciudad. Tener un hijo era sólo un mal rato. Durante el embarazo desempeñaban sus quehaceres habituales sin molestia. Algunas daban a luz solas, y hubo caso de ir de viaje, bajarse de la burra, tener dos hijos, y volver con ellos en el delantal a la casa.

Algunas llamaban a sus amigas para que les diesen de mamar la primera vez y hacerles las entrañas.

Otras, que habían observado que esa costumbre hacía llorones a los muchachos, preferían darles un pedazo de pan o unas migas, por primer alimento.

Y a pesar de eso no se morían. Se podía decir que se criaban solos como las plantas, tirados por la tierra, hasta que se hacían zagalones y empezaban a ayudar en las tareas del campo y de la casa.

No faltaban murmuraciones a lo mejor. Que si fue, que si vino ; que si fulana y fula-' no, que si la comadre y el compadre ; pero aquellas posas no pasaban jamás de allí. Eran circunspectos, severos, celosos ¿del que dirán?, guardadores de una compostura correcta, observantes de unas costumbres estrechas e inmutables. Había indudablemente devaneos, pero jamás se podía probar, ni se daba el caso de un drama pasional después de casados. Muy celosos y apasionados de novios, luego parecía que la unión debía excluir los amores.

Muchos, la mayor parte, morían sin el auxilio de los médicos. Un gitano herrero, barbero y albéitar, que entendía de cirugía; algún viejo al que su experiencia hacía curandero, algún hombre dotado de gracia de saludador, de zahori o de milagroso, que curaba con su influencia ; o bien una vieja rezadora que daba hierbas y recetas, eran los que asistían a los enfermos.

A pesar de las órdenes de la autoridad, y merced al descuido de los alcaldes pedáneos, muchos de los muertos se enterraban en la playa de Peña Negra, aquella playa sombría que habían elegido para su cementerio.

—El mar es sagrado—decían—, y los que se entierran a su orilla están en tierra bendita.

No había una cruz, ni un epitafio ; sólo unas grandes piedras, a la manera de los antiguos dólmenes, que venían a probar la igualdad de las manifestaciones de todo espíritu humano.

Los carabineros, cuando tenían que hacer guardia allí, no se podían substraer al miedo que les daba en la noche la proximidad de los sepulcros. Tenían que permanecer inmóviles, pues no podían pasar las puntas de los montes que la cerraban, con enormes bloques de piedras, pulidas, brillantes, cantos rodados de increíbles dimensiones, que por su color negruzco habían dado nombre a la playa.

Mas a levante, al volver el cerro, la decoración cambiaba. Era como poner cerca del infierno la visión de la gloria ; todo el monte siguiente brillaba al sol, con los riscos de amatistas rosadas, talladas en facetas, como si la hubieran trabajado los lapidarios, que daban la ilusión de enormes bloques luminosos como brillantes. Una de esas montañas creadas por la fantasía de Scherazada, que se cortaba a pico sobre el mar.

Contra ella se había estrellado el navio. Gracias a la gran pericia de los contrabandistas, la tripulación consiguió desembarcar, después cíe arrojar al mar la carga.

Pero todos aquellos hombres habían dejado huellas de sus pasos ; se les podría seguir hasta el cortijo donde estaban encerrados, y no dejarlos escapar ; indudablemente no habría tiempo, porque con el claror de la mañana los carabineros encontrarían el armazón del barco, los fardos que el mar arrojase y las lanchas que habían quedado en la playa.

—¿Qué has hecho con esa gente ?—preguntó don Antonio a su esposa.

—Les he repartido tu ropa—dijo ella—, y luego les he dado una buena cena fiambre: jamón, longaniza, café caliente, vino y unas copas de rom. Era precisa gran cautela para que no se enterase tu madre.

—Está bien.

—Los pobres duermen unos sentadqs en las sillas, otros echados en la estera ; algunos sobre nuestra cama.

—Es preciso que se dispongan a marchar.

—¿Cómo?

—No te preocupes. Ya tengo dadas las órdenes oportunas. Al otro lado del monte los esperan mis gentes con caballos. Se embarcarán mañana tranquilamente para Orán en el puerto de Almería.

—Para llegar hasta allá...

—Yo me encargo.

Una hora después, los once hombres que formaban la tripulación del Mercedes estaban prontos a partir, cada uno llevaba un hatillo con la ropa que se había quitado y las provisiones celosamente preparadas por doña María. Por el interior de la casa, atravesando la habitación de los labradores, entraron en la cuadra, pasaron pegados a la pared, detrás de la hilera de caballos, yeguas y mulos y después de atravesar‘el establo entraron en el corral. Una gran capa de estiércol húmedo, cubría el suelo y se amontonaba en uno de los ángulos. El criado separó aquel estiércol con una pala y quedó al descubierto el muro'de piedra. No sin gran esfuerzo, haciendo palanca, logró mover uno de aquellos bloques, apareció un agujero, como una madriguera que se hundía en la tierra. Don Antonio penetró en él sin vacilar, y los demás lo siguieron.

Estaban en un subterráneo húmedo y frío por el que avanzaban a tiento uno a uno.

—No hay que tener miedo,'todo el terreno -es llano—dijo don Antonio—. Lo único necesario es seguir agarrados unos de otros para no perderse.

El capitán se echó a reír.

—Confio nos íbamos a perder, si parecemos balas metidas en el cañón de una escopeta.

—No lo crea. Este es uno de. los muchos silos que tenemos construidos; se comunican y se bifurcan unos con otros.

Era cierto ; don Antonio había sabido aprovechar todas las galerías de las minas que perforaban los montes, ya desde antiguo, desconocidas y abandonadas para unirlas por maravillosos caminos subterráneos, abiertos en muchos trechos con picos y barrenos sobre la piedra dura, que formaban una red intrincada e invisible.

Tenían perforado de aquel modo todos los montes y los puntos más estratégicos de la costa. En muchos sitios no era necesario conducir el alijo al aire libre para ponerlo a salvo fuera de la comarca y del alcance de los carabineros.

Desde el cerro de los Lobos, que dominaba la playa de poniente, hasta el valle de la Unión en donde estaba el cortijo, se podía caminar por un silo. Y luego, aquel camino subterráneo se bifurcaba en un centenar de ramas en todas las direcciones; se enlazaba a las galerías de las minas viejas, porque aquél .era un país minero sin minas. El metal a flor de tierra brindaba a los registros; se encontraban filones auríferos y ricos metales de hierro, plomo y plata ; pero luego, al trabajar, los filones se perdíap, se hallaban los lastra-íes, la piedra dura, el basalto, donde cada metro que se ahondaba costaba una fortuna, y como ninguna compañía fuerte se había interesado en la explotación de la comarca, porque la ambición de los moradores había hecho que no quedase un palmo de tierra sin registrar y pedían precios fabulosos por ceder sus derechos, había que suspender los trabajos y abandonarlo todo. Aquellas galerías, aquellas bocas de pozos, todo aquello, que sólo la gran pericia del terreno permitía conocer, favorecía a los contrabandistas y hacía inútil todo el esfuerzo de guardias y carabineros. Se les escabullían como sombras. Entusiasmado con aquellas defensas subterráneas, don Antonio las agrandaba y las perfeccionaba más cada vez. El trabajo de sus minas le servía de pretexto para mantener las brigadas de hombres que ocupaba en el contrabando, y que a veces trabajaban en puntos completamente distintos de aquellos en donde se les creía ocupados. Habían logrado abrir salidas a casi todas las playas inexpugnables, como la de Peñas Roas, donde no se acercaban los carabineros por el temor del continuo caer de los cantos rodados que se desprendían de lo alto de la montaña y caían en la orilla, con la continuidad de un formidable reloj de arena. Hasta en Almería misma, desde las Cuevas del Puerto, un lugar miserable, albergue de la gente maleante, hasta el castillo de San Telmo, que se alzaba vigilante sobre el pintoresco camino de la Baja Mar, habían conseguido hacer un silo. Los fardos de contrabando pasaban por debajo del edificio de la aduana y se entrecruzaban por varios caminos para salir en diversas casas de la capital.

Esta vez caminaban internándose cada vez más en la tierra, en una atmósfera pesada y fría, con un aire enrarecido, que de trecho en trecho renovaba la boca de un pozo.

Algunas veces el camino se interrumpía.

Había que salir a la superficie por la boca de aquellas minas ; pero, aunque era pleno día y el sol se extendía por todo el valle, con una fuerza y brillantez que parecía querer resarcirlo de la tormenta pasada, estabarf seguros de que nadie los había de ver.

El monte, lleno de quebraduras, permitía ocultarse ; era un monte estéril, la leña crecía sólo en su falda; leña débil, de plantas olorosas ; tomillo, romero, cantueso y amarillas aulagas. Ni siquiera las atochas y las palmas llegaban a las cimas, de rocas peladas.

Caminaban de quebradura en quebradura hasta encontrar otro pozo y otra galería que les permitiese franquear los barrancos y las estrechas gargantas. Así, escondiéndose siempre, en el monte unas veces, y otras en los subterráneos, llegaron a salir de la comarca. Habían caminado cerca de cinco horas.

Antes de salir de la última galería, don Antonio se detuvo y dio un silbido, semejante al de una sierpe. Al cabo de un rato se oyó un « cascabeleo alegre que se dirigía hacia allí.

—Cuidado, que viene un hurón—advirtióYa se había preparado abriendo una red, en la que el animal, que entraba alegre olfateando la caza, quedó sujeto.

Don Antonio buscó bajo el collar de cascabeles del repugnante bicho y sacó un papel. «Siempre adelante.» Era la consigna del día.

Entregó el hurón al criado, que lo metió en la garigola de palma que llevaba a la espalda y exclamó :

—Podemos salir.

Cinco hombres que esperaban en la boca del silo habían retirado un peñón, y tan pronto como hubo salido el último marinero lo dejaron caer de nuevo.

Todos se saludaron alegre y familiarmente.

—¡Qué lástima de negocio!—insinuó uno.

Don Antonio lo interrumpió.

—No hay que apurarse. Esto son percances del oficio. A trabajar de nuevo.

Luego se volvió al capitán del Mercedes y le dijo :

—Aquí tiene usted la plana mayor de mi gente : Pedro el Moro, un valiente que si estuviera en el ejército tendría ya la laureada ; Malagueño, condenado a muerte, y que no tiene ganas de cumplir la condena. Luis Marqués, condenado a muerte también, y que tampoco se quiere ir de mi lado. Capuzo, que es el rey de los gitanos del contorno, y Frasquito Cruz, uno de mis leales.

Después de presentación tan pintoresca, que pareció satisfacer tanto a los presentados, como impresionar a los fugitivos, don Antonio preguntó :

—¿Está todo dispuesto?

—Ahí más ail ailla, en el barranco del Granadillo, están las caballerías—respondió Frasquito.

—¿Y los hombres?

—T ambién.

—Pues de dos en dos y de tres en tres por diferentes caminos a Almería.

Sacó un bolsillo de seda, entre cuyas mallas brillaba el oro y se lo dio al capitán.

—Repártalo entre la gente—le dijo—, y vayan tranquilos. En Almería les darán papeles a todos. No hay cuidado, porque toda la gente del puerto es nuestra. Mañana a estas horas ya estarán en Orán. Buena suerte, y hasta la vista.

Tendió la mano a todos, uno a uno, con un gesto afectuoso, y luego levantándose galante el sombrero, subió en el caballo que le presentaba el criado, tomó la escopeta y se dispuso a partir, diciendo :

—Ahora a casa a gozar del espectáculo de los guardias, que rodearán el cortijo. Cuando no encuentren a los que han dejado las huellas al entrar, se quedarán convencidos de que eran los borregos, que habrán borrado esas huellas esta mañana o pensarán que los he convertido en borregos para que se escapen. Ya comienzan a creerme brujo.

—Ya los tiene usted allí—advirtió Frasquito.

—Y lo más gracioso—añadió el Malagueño—es que me han preguntado a mí el camino.

—¡Diablo!

—Estaba yo guardando las vacas del Rubio, que se había ido a buscar no sé qué cosa y me tomaron por un buen gañán. He debido de serles simpático, porque me han preguntado también si sabía yo si andarían por aquí esos malditos escapados de la cárcel que los traen locos.

—¿Qué les has dicho?

—Que deben de andar muy lejos, porque no hemps tenido la desgracia de verlos.

—Pasarías un mal rato.

—¡Por ellos! Mientras hablaba me había ido acercando al ribazo donde tenía el cachorro, y a la más leve sospecha me los cargo a los dos.

Don Antonio se había puesto serio.

—No hay que ser temerarios, ni llegar a esos extremos—dijo—. Una cosa es el negocio y otra la vida de un hombre. Entrate en la sierra y no des motivo a disgustos.

Aquel hombre salvaje aceptó con mansedumbre la reconvención.

—Se hará como usted mande.

—Id hacia el Romeral, que mañana iré yo de caza por allLy hablaremos.

Picó espuelas al caballo y se dirigió tranquilo y contento camino del cortijo, como si volviera de la más tranquila y alegre cacería.

V

Hacía ya quince días que Sebastián no veía a su novia. Eran inútiles todas sus tentati-z vas, aunque se arriesgaba a llegar de noche a la ventana, sin miedo de los hermanos que le amenazaban ; aunque rondaba de día todos los alrededores, no lograba ver a la muchacha. ¿Estaría enfadada por su aparición en el baile? ¿Estaría enferma? Aquella preocupación lo distraía de la promesa hecha a Lorenzo, que aguardaba paciente el rapto de Marisol.

Había que decidirse ; se acordó de Petra ; sabía que la muchacha lo quería lo bastante para darle las noticias que deseaba. El había estado sirviendo en el Cortijo de los Peñones, propiedad de don Antonio, que labraban los padres de Petra, y tenía una tierna amistad con la muchacha. No había amado nunca a nadie más que a Aurelia, ella era la primera que se le había áparecido como mujer en sus ensueños de muchacho, y él había hecho de Petra la confidente de sus amores.

Aquella apacible tarde de otoño tenía una placidez y una calma que influían en todo el valle como si lo envolvieran en una atmósfe-' ra espesa, densa, en la que se imponía un silencio forzoso. Debía sentirse así, porque los mozos que volvían con los pares de labranza al cortijo no cantaban sus habituales coplas, al pasar cerca de los lugares donde les importaba que alguien los oyese ; y los zagales que conducían las piaras de cerdos a sus zahúrdas, y los pastores que iban tras de sus ganados al corral pasaban igualmente silenciosos. Apenas si el son de la esquila rompía el aire más que en un pequeño círculo que no propagaba sus sonidos.

Sebastián se detuvo cerca de la larga atarjea de arcos de medio punto, que se extendía 'formando ángulo desde la noria a la balsa, en una gran extensión de terreno, para unir las dos norias, y presentaba el aspecto de un antiguo acueducto romano.

Aquellas dos norias, cuyos pozos se hábían levantado y obrado a piedra y lodo, para formar un torreón alto, a fin de buscar el nivel de las aguas, tenían un pretil almenado todo alrededor, que las hacía asemejarse a torreones de fortaleza.

Al fondo, el cortijo con su pared pintada de amarillo, aparecía tan luminoso, como si aquel amarillo guardase siempre los reflejos del sol. Era un amarillo de sol.

La balsa estaba frente a él. Un gran estanque, donde caía el agua de las dos norias. A un lado estaba el pilar en que se daba de beber a las bestias; y cerca de él otro más pequeño donde lavaban la ropa las mujeres.

Detrás de aquél había una coquetería que denunciaba la presencia de una mujer joven. Se había aprovechado el frescor del agua en la acequia para plantar hierbabuena, palo santo y toronjil. En el ángulo de la balsa, el pedazo de tierra abandonado estaba rodeado de una valla de artos secos que protegían con sus púas blancas los geranios, la albahaca y los alelíes plantados en el huertecillo. Un jazminero cubría las piedras del muro con sus diminutas flores, bajo el grupo de palmeras, que mostraban en los penachos los racimos maduros de sus dátiles.

Sebastián vio colorear un refajo entre los huecos de las almenas de la noria y se dirigió hacia allí. Petra había ido por agua, y mientras el cántaro, puesto en el artesón donde desaguaban los arcaduces de barro, que subían y bajaban alrededor de la cuerda, engullía el agua fresca y cristalina, se había asomado a mirar al campo.

Cuando vio a Sebastián le hizo un signo amistoso con la mano, llamándolo.

El joven no se hizo esperar.

—¿Qué haces tú por aquí ?—le preguntó ella.

—No tenía nada que hacer y quería verte.

—La otra noche te vi en el baile, pero como no te acercaste...

—Estuve poco rato.

—Menos debías de haber estado.

—¿Por qué?

—Aurelia no fue...

—Yo no estaba por' mi gusto.

—¿A qué habías ido?

' —Los hombres tenemos compromisos.

—Pero cuando se quiere a una mujer...

—Se sufre y se repudre uno, pero lo que hay que hacer hay que hacerlo.

Hubo un momento de silencio, durante el , cual los dos tendieron la mirada por el valle. A lo lejos, sobre el amarillo de sol'del cortijo se alzaba el penacho de humo del hogar, recto y alto, en medio de aquella calma. Cerca de ellos gorgoteaba el agua que caía del cántaro, rebosante ya en el artesón. La vaca, uncida al mayal, seguía su rueda paciente, con los ojos vendados, sin poderse parar, por la amenaza de sentir en los flancos la ahijada del muchacho, que en la garita de cañas vigilaba para que no se detuviera. Parecía que se le habían vendado los ojos al animal para que no se diera cuenta de la monotonía de andar tantas leguas sin salir de aquel redondel. Era como darle la impresión de que el círculo interminable se convertía en un camino recto y lejano.

—¿Bailaste mucho ?—preguntó Sebastián.

—Dos veces.

—¿Tienes novio?

—¿Te importa?

—Claro, todo lo tuyo me importa.

Hizo ademán de cogerle la mano, Ella la retiró sin violencia.

—¿ Y Aurelia ?—preguntó.

—No sé de ella.

—¿Qué dices?

—Desde la noche de los Santos que, aprovechando el que salían los hermanos, estuve en su ventana no la he vuelto a ver. ¿Sabes tú de ella?

—La vi el domingo pasado con la hermana de Pedro Moro.

—¿No está mala?

—No, por cierto ; tenía muy hermosos colores.

—Estará disgustada.

—Parecía muy contenta.

Sintió él una punzada dolorosa en el co razón.

—Petra, yo quería pedirte un favor.

—Tú dirás.

—Yo no puedo ir a casa de Aurelia... ya sabes que la familia no me quiere. Ellos tienen humos, son labradores ricos...

Había tanta tristeza en su voz que la joven se conmovió.

—Tú eres muy bueno y muy honrado— dijo—y otros tan altos y más que ellos se darían por muy contentos con casar sus hijas contigo.

—Yo soy pobre.

—Eres joven... y nadie sabe lo que un hombre joven puede ser.

—Es verdad... yo sé que sé trabajar y que no me ha de faltar para mantenerla.

—¡Claro!

—Por eso yo quisiera que ella no hiciera caso de los que nos quieren mal. Seguramente le habrán llenado la cabeza «que si fué, que si vino», porque me vieron en el baile.

—Pero si ella te quiere...

—Hazte cargo que no me puedo defender, que no puedo hablar con ella.

—¿ Qué quieres que yo haga ?

—Que le digas que yo la quiero con toda mi alma... que no soy capaz de faltarle... que aquella noche yo estaba comprometido por cosas de hombres... ¿Sabes? Que vino Lorenzo a buscarme y que no fui al baile por mi gusto.

—Procuraré escaparme y decírselo.

—¡Qué buena eres !

El agradecimiento le hacía reparar en que Petra tenía un busto redondo y unas mejillas tan llenas y rebosantes de salud que parecían granadas partidas y jugosas. Tenía ganas de darle un abrazo y ella no tenía muchas ganas de oponerse ; el muchacho estaba/hermoso, con su semblante franco, sus ojos melancólicos y los rizos de su cabellera alrededor de la frente.

De haber durado un rato más la situación, el encargo para Aurelia se hubiera hecho innecesario. Pero uno de los mozos del cortijo venía rampa arriba para desuncir la vaca. Ahora no era preciso velar de noche para sacar agua, como en el rigor del verano, cuando los pimientos y las tomateras se hornagan por falta de agua.

El ruido del haz de cabos de maíz que llevaba para pienso del animal, y que dejó caer a un lado, sobresaltó a los dos jóvenes.

Rió el recién llegado de buena gana. Ya sabía él lo que eran aquellas escenas en las norias.

Socarronamente dio las buenas tardes y empezó a desuncir al animal para llevarlo al establo.

Sebastián, confuso, tomó el cántaro del asa y lo entregó a la muchacha que se lo colocó sobre la cadera derecha.

Petra también estaba contrariada.

—¿No vienes al cortijo?—preguntó.

—No tengo tiempo... dale memorias a tu familia.

Petra no se atrevió a insistir. El la vio alejarse moviendo su brazo izquierdo airosamente, como para servir de contrapeso al derecho, que abrazaba la boca del cántaro, y con la cabeza gallarda de rizos negros, y el cuerpo en forma de macetero, destacándose del pintoresco refajo rojo.

—Pobrecilla—pensó—, me quiere bien, hará lo que me ha prometido... 'Está muy guapa... no es tan guapa como Aurelia... es otra cosa... Ahora voy a cumplir con Lorenzo.

Tomó camino arriba en dirección al barranco de los Chafinos.

Aquel barranco era como un pueblo aparte, formaba una meseta entre la garganta de dos montes, al lado de una rambla por cuyo cauce arenoso corría el débil venero de una fuente.

Las arenas de las ramblas parece que siempre tienen sed. Aquélla, que recibía todos los torrentes de los barrancos cercanos, no se veía por eso satisfecha y se tragaba también la fuentecilla. Bien es verdad que el frescor del agua, en el amparo de la umbría, hacía crecer un festón de álamos blancos con hojas de plata, y adelfas que formaban un contraste con sus hojas verdes y brillantes y sus racimos de flores rosa. En todos los ribazos y balates de piedra, hechos para detener las pendientes del monte, crecían los nopales exuberantes, altos, formando una bóveda de troncos leñosos sobre la que florecían las grandes pencas verdes, en las cuales, las flores amarillas y los frutos rodeados de espinas cruzadas, parecían pólipos que se agarraban a ellas más bien que uh producto natural.

Toda aquella parte del monte era frondosa. Las palmas y las atochas llegaban hasta la cima y entre ellas estaban, como sembradas, las casillas blancas en que habitaban los Cha -finos.

Aquella familia debía ser de oricrer: judío, aunque en el valle nadie sospechaba que existiesen aun judíos en el mundo. Había llegado allí en algún barco una pareja venida, sabe Dios de dónde, y se habían guarecido en el barranco.

Aquella pareja tuvo una docena de hijos, que a la tercera generación se había multiplicado en un centenar. Con una fuerza de dominación extraordinaria, todas las mujeres y hombres que se habían casado arrastraron sus' consortes al barranco. Los habían hecho Cha-finos. ¿Qué cruzamientos tan raros habían tenido entre ellos ? No se podría determinar. Ni la misma gente del valle los conocía bien. Ellos dominaban su barranco y formaban un pueblo aparte. Habían ido roturando y labrando el monte y tenían en las laderas huer-tecillos de hortalizas, que regaban a mano, y bancales sembrados de mieses.

Por un acuerdo tácito, todos los habitantes del lugar respetaban los pastos, la leña, la caza, el esparto y el cogollo de aquella comarca como si fuese propiedad de los Chafinos. Estos tenían una especie de derecho de conquista, al que se habían acostumbrado hasta el punto de que ya no hubieran tolerado una intromisión.

Eran guapas todas aquellas Chalinas, altas, fuertes, con los cabellos negros y el perfil semítico, pero no simpatizaban con los mozos del contorno, y casi siempre el matrimonio era entre los primos. Los hombres se llamaban casi todos Felipe o Nicolás, nombres desusados allí y que recordaban los del abuelo y de la abuela, fundadores de la tribu.

Era de una de aquellas muchachas, de Marisol, descendiente de la rama mayor, especie de soberana de la dinastía, que ocupaba la casa grande, de la que se había enamorado Lorenzo. Aquella dificultad que ofrecía el asunto, apasionaba a Sebastián para llevarlo a cabo. Cuando el joven se acercó al barranco, todos los perros ladraron, como centinelas de un ejército bien organizado. El se amagó y cogió un puñado de piedras para tenerlos a raya, en el momento en que, atraídos por el ruido, varios chicos y mujeres se asomaban a las puertas.

Un mozo robusto, en mangas de camisa, a pesar del frío de Ja tarde, se ocupaba en majar esparto cocido—por el procedimiento de tenerlo muchos días en agua—, sobre un peñón de pedernal con una gran maza de madera que volteaba sobre sus hombros produciendo un ruido seco y sordo, que repercutía en todo el barranco.

El muchacho se detuvo, lo miró, y, recono-riéndolo, llamó a los perros. Era imposible • llegar allí por sorpresa.

Los dos jóvenes se saludaron y Sebastián sacó la petaca para ofrecerle un cigarro. Mientras lo liaban apareció otro joven con el manojo de esparto bajo el brazo y la larga soga que tejía arrastrando sobre el lastral.

Cruzadas las palabras de bienvenida, los tres se dirigieron hacia la casa grande. El abuelo estaba en la puerta, con el cigarro en la boca y las manos metidas en la faja ; iba vestido con el antiguo traje de zaragüelles y una zamarra de piel ; la cabeza de cabellos blancos estaba tocada con un pañuelo de hierbas de los llamados de tomate y huevo, por la mezcla de sus ramajes amarillos y rojos sobre fondo negro, anudado por detrás.

Los ojos sin color, hundidos en los pliegues de pellejo de los párpados, brillaron desde allá dentro con una llama de desconfianza y malicia que iluminó el semblante rugoso y actinodermo.

Después de contestar al franco saludo...

—A la paz de Dios. Preguntó :

-—¿ Qué te trae por aquí ?

Era una pregunta natural con la que Sebastián no había contado. Aquél no era camino para ninguna parte ; había que ir allí a algo.

La viveza de su imaginación lo salvó.

—Vengo de parte de don Antonio.

Se jugaba el todo por el todo.

—¿Del compadre?

Los Chafinos no dejaban pasar lq ocasión de nombrar a don Antonio sin añadir su calidad de compadre.

—Sí, señor.

—¿Qué hay.?

Sebastián miró con recelo en torno suyo, como si temiese hablar, deseoso de ganar tiempo y reflexionar para tejer su embuste.

El viejo cayó en la trampa. Sin decir nada condujo al joven al ángulo más separado de la cocina y esperó con su cachaza campesina a que hablara.

—Me ha dicho—siguió Sebastián—que él quería venir y no puede. Que vayan usted y sus dos hijos esta noche sin falta.

—¿Esta noche...?

—Sí... me lo ha encargado mucho... me ha dicho, dice : Anda, Sebastián ; y que venga esta noche, sin falta, mi compadre Nicolás, con Felipe y Nicolasillo.

—¿Y no ha dicho más?

—Ni una palabra.

Era demasiado grave tomar el nombre del amo en una cosa así para que el Chafino dudase.

Se volvió a la mujer qué estaba cerca del fuego y le dijo :

—Vuelca la olla, que tenemos que salir.

Sebastián miraba inquieto en torno suyo, Marisol no estaba allí, y no se atrevía a preguntar por ella.

La vieja colocó en medio la mesilla para la cena y Nicolás dijo al muchacho :

—Ven a cenar con nosotros.

—Gracias.

—Anda.

No era costumbre allí rechazar sin motivos estas invitaciones, que no se hacían jamás por mera fórmula.

—Quiero irme en seguida—alegó— ; y ya que estoy aquí saludar a Luisa.

El viejo se sonrió. Luisa era una de las nietas que no parecía costal de paja a Sebastián, antes de ser novio de Aurelia. Los Cha-finos veían con buenos ojos aquel noviazgo que traería un valioso elemento al barrancó, sabiendo que don Antonio dispensaba ahora una protección decidida a la familia de Sebastián. En su soberanía imponía la privanza de sus favoritos.

La razón le pareció suficiente al viejo para no insistir.

—¿Y Marisol?—preguntó él con una ligera mudanza de voz.

—Debe estar por llegar del huerto.

—Déle usted memorias.

Salió apresurado y se dirigió por el camino por donde le indicaban que debía de llegar la joven. Ella venía sola, andando con lentitud. No había tiempo que perder. Al cruzarse lo saludó de un modo indiferente. El la detuvo.

—Marisol...

-¿Qué?

—Tengo que hablarte.

—Llevo prisa.

—Escucha, y no seas tan orgullos a.

La joven guardó silencio.

—Estás acostumbrada a que todos te digan chicoleos, como eres tan hermosa, pero eso a mí, me tiene sin cuidado.

Ella hizo un mohín de desdén para alejarse. Sebastián saco el pañuelo del bolsillo.

—¿Conoces esto?

La muchacha cambió de actitud.

—¿Qué sucede ? ¿Por qué vienes? Habla.

—Si quieres cumplir tu palabra estáte lista esta noche ; Lorenzo y su cuñada te esperan.

Hizo un movimiento para retirarse. Ella le detuvo.

—¿Dónde iremos ?

—A la vega de Almería, donde está su madre.

—¡Tan lejos !

—Tú verás. ¿Vengo?

—Sí, te esperaré esta noche en la rambla.

—Si tienes miedo yo vendré a buscarte.

—No; ladrarían los perros. Yo bajaré.

Nadie había visto la escena.

Una media hora después los tres Chafinos que bajaban del barranco en dirección al valle lo vieron tan amartelado con Luisa que no les extrañó que hubiese olvidado sus prisas y que no los acompañase.

VI

Habían corrido toda la noche a campo traviesa por senderos y vericuetos para ganar los llanos del Alquian, la proximidad a Almería, la carretera transitada a todas horas. Sin embargo, no estaban tranquilos. Con una 'familia tan terrible como la de Marisol todo se podía temer en todas partes ; su única confianza era el tiempo y la delantera que les llevaban.

Era posible que hasta aquella mañana no se hubieran dado cuenta los Chafinos de la falta de la muchacha. Primero que quisieran perseguirlos, ya estarían en salvo. Sin embargo, Sebastián estaba inquieto.

Lorenzo ya había triunfado y la boda era indudable, pero, ¿y él? Tal vez los Chafinos lo hubieran perdonado por su privanza con don Antonio ; pero aquel arbitrio suyo que debía indignar a éste y a su hermano lo inquietaba. Sentía en torno suyo el vacío que le dejaba el alejamiento de Aurelia agrandarse con el enojo de sus hermanos y el disgusto de don Antonio. Le iba a faltar a un tiempo mismo el amor, la familia y el trabajo.

En cambio, Lorenzo iba contento y no ocultaba su entusiasmo. Le hacía contar cómo se había puesto en inteligencia con Marisol y sentía impulsos de abrazarlo en sus transportes de alegría. Bien es verdad que Sebastián había tenido buen cuidado de no contarle las trazas que se había dado para alejar del barranco a la familia de la joven.

Al azoramiento que su situación le causaba venía a añadirse otra turbación más. Le gustaba Marisol. Había pasado toda la tarde hablando con Luisa, a la que su madre dejaba en esa prudente libertad que suelen dar las madres a las chicas casaderas cuando les agrada el pretendiente. La muchacha, por su parte, había estado atrayente, atractiva hasta la provocación. El se había despedido ofreciéndole volver, llevando las manos tibias del calor de las manos y los brazos de la muchacha. No fe fyabía dejado aún su imagen cuando apareció Marisol. Marisol se parecía a su prima, pero era más alta, más buena moza. Asustada y ansiosa se cogió de su brazo con un abandono que le hacía sentir contra su pecho todo el cuerpo mórbido y nervioso de la joven.

La había colocado sobre su caballo y él había montado a la grupa. El caballo, que no admitía ancas; empezó a cocear, a botar y hacer corcovas para librarse de la doble carga. El lo había dominado con las riendas de serreta y con las espuelas que le clavaba en los i jares ; pero la joven, asustada, próxima a perder el equilibrio, le había rodeado los brazos al cuello. La sentía abrazada a él y respiraba el olor de ropas limpias y de agua de Colonia que la envolvía. Sobre todo un olor especial que se escapaba de su cuerpo y dessus cabellos, un olor de juventud, de mujer, un olor que tenía algo de fermento, como ese olor de la tierra cuando se abre a las primeras gotas de lluvia, de las mieses recién segadas, y del pan al salir del horno.

Se le subía a la cabeza. Estaba tan bonita, tal como él la veía cerca de su, pecho a la luz de la luna, sintiendo el palpitar de su cuerpo, y el vaho de su respiración, que mil ideas absurdas lo empezaban a atormentar. Por fortuna, sin darse cuenta, llegaron a la casa del hermano de Lorenzo, donde éste los estaba ya esperando.

Cuando saltaron a tierra, Sebastián, sudoroso y cansado, no podía apenas respirar. Marisol tenía los ojos húmedos y la respiración tan anhelante, que él al mirarla pensó que sentía también haber llegado, y se dio cuenta del modo suave con que se abandonaba a su abrazo.

Había que seguir, Lorenzo aparejó su caballo, para tomar también una mujer a la gruCONTRABANDISTA. pa. La cuñada, morena-rubia, con tez de melocotón, estaba dispuesta. Apenas hacía dos meses que se había casado, y se separaba lloriqueando del marido, que muy de,mala gana prestaba aquel servicio al hermano. Se veía que no acertaban a separarse. A cada momento preguntaba él por algún objeto que necesitaba saber donde quedaba, o ella echaba de menos una llave o un pañuelo para entrarse en la casa a buscarlo.

¡Bonito papel! —pensaba Sebastián—. ¡Ni que yo tuviera sesenta años !

Al fin llegó el momento de partir. El marido colocó a su esposa sobre el caballo que montaba su hermano, y Sebastián volvió a recibir en el suyo a Marisol.

Esta vez la muchacha parecía en guardia, y él hacía esfuerzos por no dejarse sugestionar. La claridad del día lo volvía a la realidad, lo libraba de aquella embriaguez y, sin embargo, se indignaba de haberse prestado a hacer aquello y de haberse comprometido así por otro. ¡Si hubiera trabajado en provecho propio, Marisol era lo bastante retrechera para hacer que un hombre se olvidase de las demás mujeres ! La sentía abandonarse sobre él de un modo que no coincidía con el ritmo del paso del caballo, y a cada momento descubría un nuevo encanto. Ya resbalaban sus ojos bajo el collar de coral en el cuello ancho y fuerte de la moza, ya le parecía ver la sangre correr bajo la piel morena y transparente, de escamitas de plata, en la red de venas azules que se dibujaban en el nacimiento del descote.

Nunca le habían parecido unos dientes tan blancos, ni unos labios tan bonitos en ninguna boca de mujer, ni en la misma Aurelia.

Al mediodía llegaron a la venta de Canana. Era la venta donde siempre paraba la gente que venía de los lugarcillos comprendidos entre San Pedro y el Cabo; porque Canana era uno de los viejos contrabandistas más conocidos en aquellos lugares. Era un hombre bonachón, calmoso, inalterable, que debía su sobrenombre a estar siempre vesti-‘do con unos calzones muy anchos, y llevar una canana de cuero con cartuchos vacíos, a guisa de cinturón. El Tío Canana, que en su vejez había dejado el contrabando para montar aquella venta a orillas del camino, era un hombre discreto de quien poder ñar. Las dos parejas echaron pie a tierra.

-—Piense usted bien los caballos con cebada, tío Manuel—dijo Lorenzo—; y háganos un arroz con pollo y unos huevos con tajadas, que el aire del campo da gazuza.

Mientras el viejo ejecutaba la orden, y la mujer entraba en el corral cambiaron una mirada de inteligencia.

—¿No vendrá nadie detrás?—preguntó Canana, dándose cuenta de la situación.

—Si vienen llegarán tarde, y ustedes no han visto nada.

Intervino la mujer.

—Eso es fácil de decir, pero...

—Aquí no hay pero que valga—atajó Lorenzo, dejando caer sonoramente un puñado de duros en la mesa—. Recoja usted eso, tía Isabel. No hay que pensar mal. Marisol va tan guardada como la Virgen Santísima, con mi cuñada y con nosotros, hasta que nos echen las bendiciones.

La mujer recogió el dinero.

—Después de todo—dijo—, hace bien en lograr su gusto. Los padres no debemos más que dar un consejo y allá cada, una. Con la cuchara que elijan comerán.

La muchacha se había puesto a llorar, sofocada por aquella duda, que tuvo que deshacer su novio, y la cuñada permanecía seria, callada, con ese silencio impenetrable de los aldeanos cuando se empeñan en callar.

Una vez hecha la comida, las dos parejas y los venteros tomaron asiento alrededor de la mesilla colocada en medio de la cocina. En verdad que el amor y las emociones no les habían quitado, el apetito. Aquella comida de gala, inusitada para la gente sobria de la comarca, que pasa los años sin probar la carne ni el pescado, y que no toman i a leche más que en los días del destete de. los borreguillos durante una semana, en primavera, excí-taba más su estómago. Comieron el apetitoso arroz con pollo, doradito por el azafrán, y después la fuente de huevos fritos, con grandes lonjas de jamón y trozos de longaniza nadando en el aceite, donde sopaban a su sa bor un pan moreno de trigo, que era un recalo para sus paladares acostumbrados a la aspereza del bollo de cebada y las panizas.

La pringue había que pasarla con vino, y el jarro de lata daba vueltas alrededor de la mesa, bebiendo todos en él a su sabor.

Caía ya la tarde cuando emprendieron de nuevo el camino.

—Déjame que lleve a Marisol—dijo Lorenzo.

, Sebastián se alegró ; sentía su cabeza mal segura y experimentaba una especie de miedo de tener otra vez junto a él en la vaguedad del crepúsculo, el contacto con la muchacha. Cogió a Josefa, la cuñadita, y la colocó como una palmera sobre la caballería.

—Esta es contra las tentaciones — pensó riendo.

Los dos caballos partieron al trote largo, entre las despedidas de los venteros que de^ seaban un enlace feliz a los novios.

La tarde caía rápidamente. A lo lejos se divisaban ya las casas de la ciudad ; la faja azul del mar se dibujaba a la derecha y a.la izquierda la sierra de Ni jar destacaba su silueta pizarrosa, cerrando el horizonte para ir a perderse en el Cabo. Había un crepúsculo de oro, frío y opaco, y el cielo tenía fajas de nubes doradas y rosas que tendían su luz sobre los campos estériles que forman los llanos del Alquian.

Los dos novios parecían poner empeño en estar lejos de los otros. Cuando el caballo de Sebastián trotaba, el de Lorenzo tomaba el - paso, y echaba a trotar cuando se aquietaba el otro.

El muchacho sentía un malestar grande. En su cabeza, no muy segura por efecto del vinillo, se formaban imágenes que lo molestaban. Sin duda Marisol se dejaba ahora caer sobre el pecho de Lorenzo, y éste no estaba obligado a los miramientos que él había tenido.

Josefa, tan distinta de ella como era, se la recordaba intensamente ; olía también a ropa limpia y a Colonia. Tenía también su perfume femenino agudo y penetrante. No era fea Josefa tampoco. Pequeñita, pero redonda y mórbida. La mano con que se sujetaba a la silla era una mano pequeña, mantecosa, con hoyuelos, un sapito muy agradable. Sebastián pensaba que sería muy dulce que lo aca- * riciara aquella mano.

Por su parte, Josefa debía pensar también en Sebastián, porque volvía con frecuencia la cabeza y clavaba en los ojos del muchacho una mirada insistente. Hubo un momento en que todas las ideas se confundieron en la mente de Sebastián. Aquellos ojos que lo miraban le parecieron los ojos de todas ; eran los ojos de Aurelia, de Luisa, de Marisol, de Josefa... Le clavó las espuelas al caballo de tal modo, que le hizo dar un bote ; la mujer, asustada, lanzó un grito y por un impulso natural le rodeó el cuello con los brazos, como había hecho la otra. Pero ella era más chiquita y se le daba más entera.

Hábil jinete, Sebastián resbaló al suelo arrastrando con él su carga, mientras el caballo en libertad escapó camino adelante.

VII

Había corrido por todo el contorno aquella aventura picaresca de los dos caballos que llegaron sin jinetes a la casa, causando la natural alarma en la familia, hasta que al amanecer llegaron las dos parejas a pie, cansadas y llenas de polvo, llevando ellos a cuestas las mantas y las zaleas de los aparejos.

La necesidad hizo ponerse a Lorenzo y Sebastián de acuerdo, para contar una terrorífica historia de encapuchados o fantasmas que habían espantado las cabalgaduras.

Como de costumbre, el escándalo acabó en la boda. Don Antonio, siempre generoso, obligó a los Chafinos a perdonar la falta de la muchacha : un pecadillo de amor, corriente allí, que lavaba el matrimonio. Una vez más fué compadre de los Chafinos, apadrinando a Lorenzo y Marisol.

La travesura de Sebastián quedó olvidada de todos gracias a aquella transigencia de don Antonio. El único que no se conformó de buen grado fué Marcelo, el hermano de Lorenzo, que no quedaba bien parado en la aventura. Se necesitó que Lorenzo abonase a su cuñada y que don Antonio le hiciese ver la pureza de intención de todos, reforzando sus argumentos con el don de unas cuantas fanegas de trigo que el buen hombre necesitaba para su año, y el dinero para comprar una yunta.

Aurelia fué más severa. Su instinto de mujer le había revelado toda la verdad. Podía reconstruir paso a paso, sin temor de equivocarse, todo lo sucedido. Ella no estaba enamorada de Sebastián y su orgulld herido acabó con aquella simpatía y aquella confianza que la había unido al joven. Como no quería que la gente se riera de ella, había empezado a coquetear con Pedro Moro.

Pedro Moro era un verdadero moro. Recordaba al verlo que la tierra fronteriza que se divisaba desde lo alto de las montañas al salir el sol, era la tierra africana. Era un hombre fuerte, sanguíneo, de una sangre múy roja, la sangre de un toro. Aquel hombre no había salido jamás de allí. Cuando se hablaba de la organización de las grandes ciudades, él solía decir :

—Yo no podría vivir en ellas; me daría idea de matar al gobernador.

El contrabando había enriquecido a Pedro Moro. De la casilla de los tollos, formada en una cueva del monte, con la fachada de obra, en la cual había vivido con su madre y su familia, había salido para ocupar la linda finca de Maturana, en la falda del monte, poblada de chumberas y con buenas hazas de tierra de secano para la sementera y extensos terrenos de ricial. De toda la familia de Pedro Moro no quedaba más que una hermana,. Natalia, que vivía completamente dedicada a él, como él, a pesar de su rudeza, se dedicabq a ella. No se les habían conocido amores a ninguno de losados. Sin embargo, todo el mundo había creído que acabaría por casarse con Pura la Larga, porqué era con la única mujer con quien se le veía hablar, y la sola casa que visitaba.

Esto era más de notar cuando con la prosperidad de él coincidía la de las Largas. Estas eran tres hermanas a las que llamaban así por su estatura excesiva y desgavilada. Como no tenían hombres que les ganasen el pan, ellas mismas labraban su huertecillo, y ganaban su vida a fuerza de método y de economía.

A la fuerza había de ser Pedro Moro el que las ayudaba. Natalia y ellas iban siempre juntas, y las muchachas de todo el contorno empezaban a reírse de las cuatro solteronas, que, sin darse cuenta de que los años pasaban, seguían ataviándose y acudiendo a los bailes con la misma ilusión, los mismos dengues y las mismas coqueterías que cuando tenían veinte años.

La atención de las gentes al saberse los amores de Pedro y Aurelia se volvió hacia las Largas y Sebastián ; pero el muchacho parecía muy entretenido con Luisa la Chafi-na, y las tres mujeres permanecían hoscas e impenetrables sin dejar adivinar sus sentimientos. Quizás la que se veía más claramente contrariada era Natalia, a la que la boda del hermano le quitaba el rango de ama de casa y la reducía al segundo lugar. No podía disimular la rabia sorda que le causaba aquella niña de cabellos de estopa y tez tan blanca que no parecía de carne. No perdonaba la ocasión de hablar con elogio de las morenas.

Lo moreno lo hizo Dios,

Lo blanco lo hizo un 'platero.

Iba a ser aquélla un boda de rumbo. La familia de Aurelia era rica, Pedro Moro también. Las dos querían deslumbrar en el valle y en el Cabo. La boda debía de celebrarse en este último lugar, en la casa de la novia, y la tornaboda en Maturana. Las mozas andaban ya ahorrando para la fiesta, y en todos los cortijos se hablaba de la cabalgata que había de salir, llevando a las mozas que irían a acompañar a la novia a Ni jar, para ver echarle las bendiciones.

Todos los buhoneros que con su arquilla sobre la burrucha o sobre su espalda, iban vendiendo telas, encajes y baratijas, a cambio de recova, se hacían lenguas contando las compras que les había hecho Aurelia al pasar \ por las Salinas del Cabo. Pedro Moro, por su parte, no se quedaba atrás. Se sabía que le había regalado a la novia un traje de holanecíe, otro de merino negro, un mantón de Manila, y un collar de corales. Todo el mayor lujo a que se podía llegar.

* Natalia misma, aunque a su pesar, andaba atareada con las reformas de la casa. Toda la alcoba tenía cortinillas blancas y a la cama le habían puesto cuatro colchones, con los cuales estaba más cercana al techo que al suelo y hacía falta una escalerilla para poder subir.

Las camas altas eran típicas en el lugar ; consistían en unas tablas colocadas sobre dos recios bancos, muy altos, tanto, que debajo de ellos queda un espacio donde se guardan ropas y herramientas. Como las colchas de ere-tona no bastaban a cubrirlas, se ponían unas delanteras bordadas. Las delanteras era allí el mayor lujo de las camas y consistían en un gran volante, con encajes y entredoses, que caían del tablado como las guarniciones de los altares.

Aunque la boda no sería hasta el verano, la falta de asuntos hacía que no se hablase de otra cosa en el lugar. La proximidad del, invierno traía la época dura, la época de la la-. branza y la siembra para los labradores, la época difícil para los pastos ; la época en que se necesitan chaquetas y mantas y en la que los nopales no ofrecen piadosamente sus chumbos para apagar el hambre y la sed.

Por fortuna aquellos inviernos de hambre y de persecuciones a los que cogían la leña o cazaban un conejo, que había traído la venta de los montes comunales, habían cesado por la influencia de don Antonio. El había comprado a sus poseedores todos aquellos terrenos, en los que no tenía coto ninguno para los vecinos. Los braceros no tenían ya que emigrar ni pasar los inviernos comiendo palmitos asados de cerro en cerro, como sucedía en otros lugares de la provincia, porque el contrabando los amparaba a todos.

Había una parte de contrabandistas aficionados y otra de profesionales. Los primeros eran los labradores, la gente que tenía su modo de vivir y que, sin embargo, no podían rechazar la tentación de la ganancia y de la aventura para echar una mano en los alijos.

Los otros eran todo aquel ejército que mantenía don Antonio fingiendp ocuparlos en el trabajo y laboreo de las minas y que sólo se ocupaban del negocio. Entre ellos estaban todos aquellos sentenciados a muerte, escapados de presidio, que en vez de embarcarse y ponerse en salvo preferían quedarse allí para hacerse un capital antes de huir, y que parecían gozar un placer voluptuoso en tomar aquella represalia de la sociedad.

Eran raros allí los robos. Generalmente, hurtos cometidos por los mozos, que en un, día de fiesta, después de beber una copa, roba-ban las gallinas de los corrales para seguir la francachela.

Los crímenes se registraban de tarde en tarde, crímenes pasionales, salvajes, de un ensañamiento terrible. Eran siempre crímenes en los que jugaba alguna venganza. Los odios se conservaban latentes, encubiertos para estallar con premeditación, a mansalva, en el momento oportuno. El que una vez había hecho una mala acción no podía estar tranquilo para contar con la amistad del otro por meloso que se la ofreciera.

Se contaban casos terribles. Una tarde de domingo los mozos se habían juntado a tirar la barra en una era. El vencedor de todos era Luisillo el molinero, un muchacho ágil y forzudo que gozaba de su triunfo delante de las muchachas admiradas de su fuerza y de su destreza.

De pronto interviene en la lid Pepe Bofa, un vaquero, rechoncho, de bíceps de acero, que deja chiquito al vencedor. Todos lo aplauden, las muchachas lo miran afables, hay que conceder que es un hombre extraordinario.

Luis le da la mano, y lo proclama vencedor. Los dos salen juntos para ir al baile, van cariñosamente enlazados. De pronto la faca de Luis penetra en el costado de Pepe, que queda muerto sin decir ¡Dios me valga!; mientras que el molinero se va al baile diciendo satisfecho :

—Ya no hay quien me gane a tirar la barra.

Sin embargo, la gente del pueblo lo absuelve de su crimen. No había sido más que un instrumento de Dios. Pepe Bofa había deshonrado a una mocica, negándose a darle reparación, bajo pretexto de que él no era el padre de la criatura. Ella le había echado la maldición.

—¡Que si es tuyo te dé una puñalada tu mejor amigo!

Una maldición así alcanza siempre.

Otra vez es la novia que le dice a su amante que Freniche la ha requerido de amores.

El ofendido se esconde detrás de una pal-ma y al pasar su rival del trabajo salta sobre él y le deja muerto de un facazo.

Una novia desdeñada, acompañada de su madre y de su hermano, mata al novio cuando se dirige tranquilamente al baile, y entre todos lo entierran en una cueva, donde al cabo de quince días el padre mismo del muerto encuentra su cadáver.

Todos aquellos crímenes quedaban impunes, a no ser que el muerto fuese alguno de los íntimos de don Antonio, y éste no dificultase la acción de la justicia. Era él solo quien los contenía y quien hacía que se mezclasen y alternasen gentes que tenían una tradición de venganzas, perpetuadas de generación en generación.

La entrada del invierno era la época en que don Antonio y su familia se instalaban en la Unión. Doña Magdalena hacía sus preparativos de matanza y conservas, y don Antonio se entregaba, con sus amigos de la ciudad, a las alegres partidas de pesca y de caza, sobre todo de la perdiz, en el celo del macho.

Aquel invierno se iba a presentar duro. Un nuevo teniente de carabineros, encargado del punto, había jurado que él acabaría con el contrabando.

La gente, un poco inquieta, había sometido el caso a don Antonio el mismo día de su llegada.

El los oyó sonriendo tranquilo, acariciando con su mano blanca, nerviosa y delicada, el fino bigote negro.

—Ya lo sabía—dijo—. Mejor es así, porque esto se iba poniendo demasiado aburrido... Pero si alguno tiene miedo, que se marche... yo solo soy capaz de hacerlo todo.

—Solamente usted, por ser usted, tiene derecho a pensar que podaaios tener miedo —le contestó el Malagueño.

—Nosotros vamos donde van los hombres —afirmó Capuzo.

Don Anonio les tendió la mano.

—Ya lo sé, muchachos, hay que unirnos todos y demostrar que aquí no hay más amo que nosotros. Este invierno tendremos un alijo todas las semanas.

VIII

Tenía doña Magdalena en conmoción a toda la casa. Su orgullo de mujer hacendosa y espléndida, la condenaba a una vigilancia continua. Ahora era la ocasión de las matanzas cuando llenaba su despensa con los diez o doce cerdos, bien cebados, cuya distribución en jamones, lomos, longaniza y sobreasada, disponía ella sola. Tenía axgala la rapidez y limpieza de las matanzas. Desde un mes antes empezaba la provisión de las espedas de la mejor clase, los limones y la sal; preparaba las orzas, las calderas y los tra-' pos blancos que habían de emplearse.

Los días de la matanza eran días de fiesta. Venían convidados a ayudar mozos y mozas del contorno; mientras unas lavaban los mondongos, otras picaban la carne, iban llenando congos embudos de lata las tripas, cocían las enormes morcillas, o derretían las mantecas.

Se hubiera avergonzado doña Magdalena de que la matanza durase en su casa más de tres días, como sucedía en donde las mujeres no eran previsoras.

Más de un cerdo se gastaba en hartar de carne a la gente y en los espinazos que enviaba a los vecinos, siguiendo las costumbres del país.

Verdad es que aquel regalo lo recogía con creces, porque no sólo le enviaban lo mejor de todas las matanzas, sino que al ir a visitarla a su llegada, era como una obligación no ir con las manos vacías. Cada~visita llegaba acompañada del par de pollos, de la cesta de huevos, de las cestas de matanza o de frutas. Hasta los más pobres llevaban un cesto de marisco, unos palmitos tiernos, o un manojo de espárragos.

Tenía fama la despensa de doña Magdalena, pero no la tenía su largueza. Una gran cámara, que cogía todo el ala del cortijo, estaba llena de jamones, embutidos, orzas de pescado en escabeche, castañas enterradas en arena, melones y granadas colgando de las cuerdas, y arrobas de panes de higo envueltos en hojas de papel blanco alrededor de la pared.

Se fabricaba y se hacía todo allí. Desde la meloja, al cortar los panales, hasta el almidón del trigo y los delicados almíbares de sidra y las mermeladas de frutas.

En su deseo de tener siempre de todo, la buena señora tenía miedo de gastar, y a no ser por la influencia de don Antonio, toda su cosecha se hubiera perdido antes de darla a los criados, por el temor de quedarse sin ella.

Otro de los caprichos era el de comprar incesantemente ropa blanca. Le gustaba tener las grandes arcas de madera llenas de docenas de sábanas, de toallas y de mantel es que no sacaba nunca, pero que de vez en cuando, con el pretexto de airearlos, lucía ante las amigas, gozándose en su admiración.

Aquel lujo suyo contrastaba con la sobne dad de la gente del lugar, que apenas tenían lo preciso para abrigarse y acostumbraban a tan escasas comidas que hacían pensar, al verlos acartonados y fuertes, que en verdad el sol y el aire distribuían substancias alimenticias.

Aquella gente que no probaba carne, leche, huevos ni pescado, más que pocas veces al año, estaba recia y fuerte.

Los huevos y las aves eran un regalo para los enfermos, y mientras no los había, las mujeres disponían de ellos para cambiarlos con los'byhoneros, que venían buscando recova, a cambio de sus agujas, hilos, horquillas, alfileres y otras baratijas.

Para probar el pescado había que esperar que vinieran jabegotes de Carboneras, y les dieran sus ranchos a cambio de harina o higos secos, y para comer carne era preciso cazar un conejo o que se muriera una res, costumbre que ocasionaba frecuentes carbunclos y ántrax, que los curanderos del lugar sabían curar con pericia de cirujanos, gracias a la práctica, pero que daban, junto con el tabardillo y la chamaica, nombre con que conocían al tifus, el mayor número de defunciones.

Aquella gente que se levantaba en invierno a las cuatro de la mañana, salía con los aperos o el ganado, después de haber comido su porción de gachas ,0 migas de harina de maíz. Se llevaban en el zurrón la merienda, consistente en pan e higos secos, o aceitunas y pan; rara vez, como un lujo, se substituían las aceitunas o los higos por un pedazo de tocino.

Con aquello trabajaban todo el día, para venir a la noche a comer la olla de patatas y verdura, o la cazuela de gurullos de andrajos o de harina torcida. Consistentes los dos primeros guisos en una pasta de harina a estilo italiano, pero aliñada con abundancia de tomates y especias, al gusto andaluz, y la segunda en una especie de alcuzcuz de los árabes.

En el verano eran aún más sobrios, porque las frutas substituían a los otros manjares, y la cena era sólo ensalada de tomates y pimientos, tan picantes, que mientras comían lloraban y moqueaban por el dolor de las bocas abrasadas.

—Estos los entendemos nosotros. Pan en ellos—solían decir.

La ostentación de doña Magdalena no dejaba de ser útil para el prestigio de la familia.

Era a ella a quien convenía agradar, porque sabía imponer sagazmente al hijo sus favoritos o hacer caer de su gracia a los que la disgustaban.

Doña María influía mucho menos que ella. Siempre callada, resignada, ocupada sólo en sus hijos, y en su constante dar a luz. La suegra no la inquietaba, contenta en el fondo de aquella pasividad, que le permitía ocupar el primer puesto.

La pobre joven se sentía muy sola entre la actividad de la suegra y del marido, que estaban continuamente ocupados, la una en su dirección, y el otro en sus negocios y sus cacerías, aquellas dos aficiones que la tenían siempre intranquila.

Los hijos se le escapaban también. Era ella la que cuidaba de que escribieran su plana de palotes, o de letras, según la edad, y les hacía aprender de memoria la tabla de multiplicar y algunas líneas del libro de geografía o de gramática.

A la gente del cortijo le parecía aquello demasiado estudio para las criaturas, y como lo decían delante de ellos, los niños se persuadían fácilmente de que era una tiranía imponerles aquel trabajo y rehuían la vigilancia materna para escapar con los criados y los cortijeros a contar cuentos o participar de sus juegos.

Sola doña María sentía apoderarse de ella cada vez más el misticismo y el espíritu de sacrificio. Se pasaba el día ocupada en sus rezos y sus novenas, entre las que no faltaba nunca la de San Ramón, por su estado^ la de San Blas, por los males de garganta, que la aterrorizaban en los niños; y la de Santa Rita, la abogada de imposibles, para que protegiera a su marido y le quitase aquella mala afición del contrabando.

Ahora tenían, como casi siempre, huéspedes. Un diputado, venido de Madrid, y dos señores de Almería, todos aficionados al sfioti y que estaban encantados de la belleza del país y de la espléndida hospitalidad que se les daba. Todos los días iba un criado a Almería para traerles pan, periódicos, y cuanto podía necesitarse.

Se pasaban los días en alegres expediciones. Partidas de pesca en toda aquella costa maravillosa, cacerías a la cueva de las palomas torcaces, a dónele era preciso ir en barca para asustarlas y hacerlas salir del nido y que los cazadores, previamente preparados en las rocas, disparasen a su paso. Había que bogar para cogerlas del agua donde flotaban muertas o sobrenadaban heridas, alzando graciosamente las alas, como pequeñas velas latinas. :

Las veladas eran breves, porque todos estaban cansados del trajín del día y se imponía el madrugar. En la amplia cocina, al lado del fuego, don Antonio y sus huéspedes jugaban una partida de ajedrez o de tresillo, mientras doña María acostaba los niños y rezaba sus rosarios, y doña Magdalena daba órdenes, múltiples y despóticas, a los criados para el día siguiente.

Los labradores se ocupaban entretanto en su labor de esparto y en coser las criznejas para hacer sus esparteñas, y las mujeres en hilar los copos de lana, para tejer las mantas y los refajos.

Ellos amenizaban su tarea contando cuentos, que siempre eran los mismos, pero que se reían y se escuchaban con un placer siempre renovado. Uno de los labriegos, el tío Pepe, tenía fama de buen narrador por los gestos y entonaciones con que adornaba sus relatos, y lo inagotable del repertorio que pasaba desde los cuentos inocentes de cabritos y lobos, hasta los fantásticos de tesoros y encantamientos, y a los llenos de una picardía y una gracia que recordaban el Novellino italiano.

Muchas veces don Alberto, el diputado, dejaba a sus amigos para ir a escuchar aquellos cuentos exóticos y cautivantes.

Don Antonio no se apartaba.de sus amigos nunca, ni parecía tener más. preocupación que la de complacerlos. Sin embargo, en las tres semanas que llevaban allí se habían echado tres ruidosos alijos, y los contrabandistas, por un alarde de su poder, habían dejado una abundante pista. Toda la gente del contorno andaba alborotada. Los carabineros multiplicaban su vigilancia y la guardia civil iba de cortijo en cortijo. Cuando estuvieron en el suyo, don Antonio los invitó a comer. Sus amigos abonaban, convencidos que aquella vez no tenía parte en el asunto.

—Lo de siempre. En estos lugares es por lo que les da —les explicaba él—, y como la tomen con uno.

Aquella mañana iban entrando don Antonio y sus amigos uno a uno, somnolientos, arrebujándose en sus capotes, frotándose las manos para activar la circulación, en la gran cociña, en cuyo hogar ardía ya una lumbre alegre y chisporroteante. La caza de la perdiz con reclamo exigía el levantarse a aquella hora. A las cuatro de la mañana en el invierno, era aún plena noche. El campo estaba obscuro, frío, silencioso y en el cielo no se dibujaban aún las claridades del amanecer.

Los criados que habían de acompañar a los cazadores estaban ya dispuestos. Eran sólo tres, porque don Alberto, que no sabía tirar, iba de mirón al mismo puesto que don Antonio. Ya la víspera los mozos habían dejado preparados aquellos puestos, especie de to-rreoncillos de piedra, cubiertos de hierbas, donde se ocultaban los cazadores, frente al hacho o eminencia en que se colocaba al pájaro.

Había que ir muy temprano y muy en silencio, para no asustar la caza y estar ya en el acecho al despuntar el día.

Cada cazador tomó su escopeta, se preparó bien de calor, acercándose a la llama del hogar y echó un largo trago de aguardiente. Los criados se colgaron a la espalda las jaulas de los'pájaros, cubiertas de una funda de bayeta verde, y se dispusieron a marchar, encen -diendo las linternas para alumbrar el camino.

Era forzoso separarse y ocupar sitios bastante retirados para que unos pájaros no oyesen el canto de los otros. Don Antonio tenía el mejor apero de caza de todo el contorno, armas, redes, hurones, perros, reclamos y más de cincuenta pájaros de perdiz bien alimentados, con trigo y amapolas tiernas, cuyo cuidado ocupaba a un hombre todo el año. Su favorito era Tamberlick, el que llevaba aquella mañana en obsequio de su huésped.

Se despidieron prometiéndose cada uno de ellos volver vencedor y emprendieron el camino hacia los montes.

La noche serena, en calma, tenía esa tibieza de los países meridionales ; el cielo de un azul profundo, lucía una multitud de estrellas,que alumbraban la tierra, como si hiciese luna.

Don Alberto, el hombre de la ciudad, no pudo contener su admiración.

—¡Qué magnífico es esto!

Don Antonio miraba a las estrellas. Eran su amigas, las conocía a todas, y podía .leer en las cifras de oro que formaban en el azul la hora y el tiempo.

—Vamos un poco tarde, las Cabrillas están ya bajas.

Apenas habían andado unos pasos se oyó un rumor de voces y de caballos. Don Alberto se sintió inquieto.

—¿Serán los contrabandistas ?

•/ Su amigo, más inquieto que él, no contestó.

A pocos pasos se dibujaron unos bultos en la sombra y una voz imperiosa ordenó : —Alto.

Los tres hombres se detuvieron.

—¿Quién vive?

—España.

—¿Qué gente ?

—Paisanos.

Después de estas palabras reinó un momento de silencio. El criado había enfocado la linterna sobre los recién llegados. Eran tres carabineros. Don Antonio reconoció al nuevo teniente. Disimuló lo que aquel encuentro le disgustaba.

—¿Cómo usted por aquí a estas horas ?

—¿Dónde se va?—respondió el otro bastante groseramente.

—Vamos a dar un puesto al cerro del Cinto.

—Yo les aconsejaría que se volviesen a su casa.

—¿Por qué ?

—Esta noche ha habido un alijo, como ya sabrá usted.

—No sé una palabra de eso, y no es extraño, yo no soy carabinero... Buenos días.

Hizo ademán de seguir andando. El teniente se opuso.

—Muchachos, a ver que llevan ahí.

Se acercaron a reconocer al criado. Don Alberto se sintió molesto.

—A ver, teniente, si va usted a tomar a un diputado de la nación por un contrabandista.

—Perdóneme usted, no lo había reconocido.

—Además—añadió don Antonio—, no tiene usted derecho para lo que está haciendo. Yo no voy hacia el mar y tengo licencia para cazar en mis posesiones.

—Es verdad, pero no hace aún dos horas que los muchachos que hacen conmigo la ronda al valle han detenido a un hombre con dos cargas de contrabando.

—¡Demonio! Sí que es suerte; lo felicito a usted—repuso don Antonio.

—Y esas cargas—siguió el carabinero triunfante—eran conducidas por un criado de usted en bestias de su propiedad. Al fin se va a ver claro,.

—¿Un criado mío ? Yo creo que usted sueña. Pero en todo caso esto no merece la pena de que me haga perder la hora del puesto. Déjenos pasar.

Vaciló aún el hombre.

—Ya tíos veremos mañana cuando le hagamos cantar al preso.

- —¿ Dónde lo tienen ustedes ? — preguntó curioso el diputado.

—Camino de la Comandancia, bien amarrado y custodiado por dos hombres.

Don Antonio volvió a interrumpir.

—Buenos días.

—¡Qué extraño es todo esto!—murmuró don Alberto.

—Tonterías y sueños del teniente.

—Pero si dice que han preso a un criado de usted.

—No es fácil. Mi gente es fiel toda, no hay contrabandistas. Ya verá usted cómo resulta un embrollo.

Siguió el camino, recomendando el silencio, y empezaron a subir al monte. El criado apagó la linterna y sólo los alumbraba el claror del cielo, en el que parecía que habían ido profundizando las estrellas para incrustarse y hundirse dentro de él. Brillaban únicamente las grandes constelaciones, los triángulos de Orion, y las tres Marías, seguidas de Sirio, como de gn amante fiel, parecían venir rodados y empujados hacia el horizonte como si alguien sacudiese el paño de sombra que cubría el cielo e hiciesé caer tras de los montes todas las estrellas que lo cubrían.

El criado colocó el pájaro en el hacho y se retiró silencioso. Los dos amigos se acomodaron dentro del puesto, respirando con placer aquel aire de la montaña, embalsamado de tomillo y cantueso.

Tamberlick no se hizo esperar, empezó su canto dulce, entonando jácaras y dando de pie con algo de arrogante'jactancia. No tardó una hembra en responder y tras de ella otro macho, con acento rabioso defendiendo sus amores.

El canto de los tres narraba toda una historia pasional de infidelidad y de amor. Tamberlick estaba elocuente. Al fin la hembra traidora se decidió por el desconocido. Los dos amigos la vieron avanzar, graciosa, coqueta, algo recelosa, enarcando la cabecita, para mirar de medio lado con sus claros ojos rojizos.

Don Antonio disparó. Hubo un momento de silencio. La hembra se había quedado muerta. El primero en cantar fue el pájaro del monte, irritado de aquel silencio. El de la jaula volvió a cantar, esta vez con acento triunfante de vencedor. El primero se precipitó rabioso en dirección al hacho; y un nuevo dispaío de don Antonio le hizo caer muerto cerca de la infiel.

Entonces Tamberlick entonó su canto amoroso con un nuevo brío. Un canto lleno de maldad, de venganza, porque sabía que la enamorada y el celoso estaban muertos cerca de él. Repetía sus jácaras, ansioso de que otras fuesen a morir también.

Don Alberto estaba encantado del espectáculo.

De pronto sonó el ruido seco de un tiro que repercutió en el eco de barranco en barranco.

—Otro cazador—dijo don Alberto.

—Quizás—repuso don Antonio que tenía toda el alma en los oídos, porque sabía niuy bien que no había por allí otros cazadores.

Su turbación era tanta que erró el tiro de la segunda hembra que apareció en el terreno.

Se levantó súbitamente.

—Vámonos, ya es inútil estar aquí más. Esa que se ha escapado les contará a las otras que estamos aquí y no vendrá ninguna. Mi torpeza ha echado a perder el puesto.

IX

Aquel asunto había dado mucho que hacer en todo el valle y le había producido grandes molestias a don Antonio. El teniente Albos y los carabineros que iban-con él juraban que habían apresado un hombre conduciendo dos cargas de contrabando y lo habían enviado, maniatado y vigilado por dos carabi-* ñeros.

Al subir la cuesta de las Carihuelas habían encontrado a los dos carabineros muertos a pocos metros de distancia, el uno de un balazo en la cabeza y el otro cruelmente apuñalado. En cuanto al prisionero y las bestias no se encontraron trazas de ellos.

Las gentes estaban asustadas, rara vez se iba allí tan lejos, pues el primer cuidado de todos los contrabandistas era evitar la sangre.

Tuvo la gente del contorno que ir y venir mezclando en declaraciones enojosas a los ni amigos de don Antonio, que justificaron su inocencia y se volvieron a la ciudad, dejándolo solo, muy asustados del salvajismo oculto bajo la apariencia sencilla y agradable del valle.

Todos reconstruían la escena. Algún hombre de la banda que vigilaba en la entrada de los caminos había visto al preso, lo había seguido, y aprovechando el que uno de los carabineros se quedaba un poco atrás había saltado sobre él y no pudiendo sujetarlo lo había tenido que matar de un facazo y disparar sobre el otro antes de darle tiempo a defenderse.

¿Quién era el preso ? ¿Quién era el agresor? ¿Dónde estaban las cargas apresadas ? No se sabía. Se desconfiaba de todos y nadie sabía nada. Había declarado en el proceso toda la gente del lugar y todas las declaraciones estaban conformes. Cuatro palabras invariables : «yo no sé nada».

Era imposible descubrir la verdad. Sólo tuvieron entre ellos una pista segura cuando supieron que don Antonio había obligado a salir del valle al Malagueño, embarcado en un falucho que iba con destino a Gibraltar. Sin duda había sido el asesino. Todos lo recordaban con miedo, como si hubieran tenido cerca un peligro. Parecía que un condenado a muerte debía estar siempre dispuesto a matar.

Pero el odio se volvía contra el teniente. Era el verdadero asesino, con su barbarie y su intransigencia. El contrabando se había hecho más difícil, casi imposible por el lado del valle. Todos los alijos tenían que salir por las Bocas de los Frailes, por Escudos y por el Cabo. La otra parte de la costa tenía un triple cordón de carabineros, y la falúa escampavía iba de una punta a otra sin cesar. Era como una provocación directa del teniente Albos a don Antonio. Este y su gente empezaban ya a sentirse nerviosos. Iban a tener que acabar con aquello. En sus deliberaciones secretas todos acudían a don Antonio.

—Si seguimos así vamos a estar a la .altura de una chancleta.

—La prudencia tiene un término.

El procuraba contenerlos. La imagen de su mujer, pálida y temblorosa, con su rostro de martirio y sus manos plegadas lo contenía.

—Antonio, por Dios. Piensa que tenemos hijos y que las faltas de los padres caen sobre ellos.

Doña Magdalena tronaba contra los contrabandistas y se indignaba de que hubiera quien pudiese creer que los amparaba su hijo. Los que la oían le daban la razón, admirando el aplomo y la naturalidad con que sabía fingir inocencia la buena señora.

Así había pasado el invierno y la llegada de la primavera dificultaba aún más el negocio con sus noches largas y claras.

Y a varios barcos habían llegado a las playas del valle, y aunque todos habían conseguido descargar, la gente estaba imposibilitada de llevar los fardos fuera de la comarca.

Habían logrado ir como sombras por silos, minas y vericuetos, para reunirse en los lugares en donde no podían llegar los carabineros. Los barcos contrabandistas alijaban al amparo de Peñas Roas o de Punta Polacra, aquel peñón, desprendido del cerro, que daba la impresión a lo lejos de un barco de vela anclado junto a la orilla y que al acerrarse en la noche amedrentaba con su pertil de cabeza de estatua gigantesca, envuelta en un capuchón, cuyo semblante esbozaba una mueca burlona. Muchas veces se habían tenido que dejar los fardos al aire libre en alguna cortadura de las playas, defendidos por la misma audacia con que los abandonaban, mientras los carabineros pasaban al lado suyo buscando en los sitios sospechosos.

Todas las galerías y depósitos estaban ya llenos de género, eirá una riqueza cuya pérdida causaría la ruina de muchos, y todos estaban tácitamente resueltos a jugarse la vida antes de dejarse arrebatar aquel género. El camino subterráneo que atravesaba el cerro del Cinto funcionaba todas las noches, pero era insuficiente para descongestionar los si los, pues tenían que pasar fardo a fardo, por las galerías estrechas, y el género empezaba a perjudicarse, con la humedad.

Hasta la entraña del cerro de Los Lobos la tenían llena de contrabando.

Aquel altoocerro, del que se había despren- ' dido la Polacra, quedaba con sus enormes rocas desnudas cortadas a pico sobre el mar desde la cima hasta la base, que se sumergía dentro de las aguas. Era un gigante, que dividía la gran playa del valle y la playa del Carnage, formando a cada lado un abrigo contra los vientos, pues mientras que en la primera no se podía tolerar el levante, la otra bramaba furiosa con el poniente, y permanecía serena como un estanqué por mucho que soplase el levante, al contrario de la otra que sólo con el levante se agitaba.

Eran los dos vientos que ejercían influencia sobre la comarca, salvo los pocos días de verano en que soplaba el traidor leveche del sur, con el que no había playa tranquila y hasta hornagaba los campos y dificultaba la respiración.

En lo alto del cerro de Los Lobos, se alzaba una antigua torre abandonada, quizás faro, quizás lugar de un vigía en los antiguos tiempos, y que muy pequeña, en comparación con la mole de la montaña, parecía la chimenea de un hato de pastores.

El secreto del cerro estaba dentro de él.

Una cavidad dculta detrás de la Polacra, donde entraban las barquillas casi hundidas por el peso del lastre con los hombres tendidos en el fondo, daba acceso a la gran gruta que minaba toda su entraña. Una gruta natural, llena de estalactitas, entre las que habían quedado intersticios para dejar penetrar el aire y el sol, se alzaba con su admirable forma de cúpula bizantina, grande como una catedral gigantesca. En el fondo el mar murmuraba sobre una playa de arena menuda, donde a pesar de lo raro de su presencia en esa latitud, se albergaban en invierno algunas focas, conocidas allí por lobos marinos, que huían asustadas de la presencia de los hombres, lanzando con sus aletas enormes piedras sobre ellos al escapar.

Hasta aquella playa misteriosa, donde no podía llegar la escampavía por su alto calado, y cuya entrada ocultaba la marea alta, estaba repleta de contrabando. Aquella superioridad que les daba su arrojo y el conocimiento del terreno les hacía reír y consolarse de las inquietudes que la obstinación de los carabineros les causaban. Ya acabarían por cansarse. Ellos estaban todos unidos, como un solo hombre dotado de muchos cuerpos, y obraban al unísono con una disciplina admirable. Su hábito de rústicos y cazurros consistía en callar. Ni nada preguntaban ni nada decían. No hablaban jamás de los negocios, ni entre ellos mismos y menos con la familia. La mujer no debía saber jamás por donde andaban.

Se corrían las órdenes de unos en otros con sobriedad, como si las -llevase el viento y no había que temer una indiscreción, que su código castigaba con pena de la vida, y contra sus sentencias no cabía el indulto.

Lo que había logrado aquel milagro de disciplina era la influencia de don Antonio, el señorito, el amo, que era para ellos algo lleno de un prestigio superior, semidivino. Ninguno de ellos, enriquecido por la suerte, hubiera tenido aquel prestigio. Se sometían a él como a un señor natural, cuya llaneza agradecían como una gracia. Tenían fe en el valor, el arrojo y el talento con que don Antonio los dirigía; era para ellos un ser superior en el que -admiraban el valor, el poder y aquella fuerza física prpdigiosa con la cual él solo levantaba un fardo que no podían mover dos hombres forzudos.

Lo abonaba también el prestigio de su esposa, aquella mujer tan buena que tenía fama de santa ; el ambiente de ternura que el enjambre de hijos chiquitines ponían en torno suyo y el ambiente de fausto y grandeza de que lo rodeaba la madre.

Era quizás don Antonio demasiado sensible siempre a los encantos femeninos. Se murmuraba que no había moza guapa en el lugar que no hubiera tenido su tropiezo con él, pero había puesto siempre tal discreción en sus aventuras, que no se le podía señalar ninguna, y nunca le habían traído una enemistad.

Sus aficiones no pasaban de una simple satisfacción, que ni lo comprometía con la mujer ni dejaba huellas. Tal vez lo veían tan superior, que encontraban justificado que las tomase, sin intentar retenerlo. Todas guardaban tan buen recuerdo de su apasionamiento y sus regalos, de aquella satisfacción que había esclarecido su vida, que eran las primeras en defenderlo, en amarlo y en fomentar el culto que se le profesaba.

Lo amaban y lo temían. Sabían todos que era muy justiciero, incapaz de dejar sin castigo una falta o una traición. Su justicia se extendía por toda la comarca de un modo superior a todas las leyes escritas. Era él quien tenía que perdonar o castigar, de quien dependía toda sanción. Se habían acostumbrado a verlo como el poder omnímodo, un todopoderoso que influía hasta sobre aquel poder lejano del Estado y del rey, de los que oían hablar sin comprenderlos y que sólo se les representaba como una amenaza, que no se ocupaba de ellos más que para pedirles los hijos o el dinero, y para castigarlos a la más pequeña falta. Lo único que les admiraba de aquel poder oculto era cómo sabía la existencia de todos ellos y se enteraba de lo que hacían. Una especie de ojo de la Providencia al que era muy sabroso burlar, porque jamás se ocupaba de sus miserias, ni de socorrer sus necesidades.

Sin embargo, ahora don Antonio se les aparecía demasiado prudente. ¿Tendría miedo del teniente Albos? No se atrevía ninguno a formular aquella sospecha, pero a todos los martirizaba allá en el fondo : aquello sería la muerte del ídolo.

Corrió la noticia de la enfermedad de Pedro Moro. Toda la gente del valle y de los lugares cercanos iba hacia Maturana en romería, para atestiguarle su interés, según costumbre siempre que había un enfermo.

No fué de los últimos en acudir don Antonio. Aunque el enfermo estaba descansando y no se consentía a nadie la entrada en la habitación, Natalia no se atrevió a negársela al señor.

—¿Cómo está el enfermo?

—M alito, don Antonio ; muy maVto.

—¿Qué dice Gaspar?

—No hace más que mover la cabeza y no dice una palabra.

—¡Malo es eso!

Gaspar era el curandero de mayor fama, que usurpaba las funciones de médico y cirujano en todo el contorno. El entablillaba piernas y brazos, sajaba tumores y carbun-clos, sacaba muelas y curaba las enfermedades, abusando de bizmas, sudores y sangrías, algunas tan abundantes, que el enfermo se le había quedado entre las manos.

Cuando estuvo solo con Pedro, don Antonio preguntó riendo :

—¿Te aburre mucho tu enfermedad ?

—Bastante—contestó él, sentándose en la cama—. Ni de broma gusta estar enfermo.

—Es preciso que tengas paciencia.

—Usted manda.

—Conforme yayan viniendo a verte les das a las gentes el santo y seña. «Alerta, invencible».

—Bueno.

—Les explicas, que yo no quería trabajar esta Semana Santa, pero que el barco está en el mar y no hay más remedio. El alijo será por aquí. No se ha podido darle instrucciones en otro sentido. Que estén dispuestos a todo, porque nos jugamos todo a una carta. ¿Te has enterado bien, Pedro?

El supuesto enfermo repitió sus palabras 'como el que recita una lección.

—Perfectamente. Confío en ti ; porque se prepara un momento solemne.

X

Petra, con las mangas de la armilla remangadas, pasaba los brazos desnudos sobre la llama de la aulaga que había echado sobre el hogar, acercándolos tanto, que había cómo un ligero olor de carne chamuscada.

—¿Qué diablos haces ?—preguntó Sebastián, desde la puerta.

Ella se volvió riendo, con la risa franca que hacía resaltar la línea de luz de los dientes iguales y blancos sobre la tez morena.

—Me estaba quitando el vello de los brazos.

—Te vas a asar viva.

—No lo creas, lo hacemos siempre lo mismo ; están muy feos estos pelos con las mangas cortas ; y mañana estreno un vestido de holancete, color de aceite, y no quiero estar fea.

—Presumida.

El se había sentado espatarrado sobre el tranco de piedra de la puerta y se entretenía en golpear contra sus aristas la esparteña que se había quitado para sacudirle él barro.

—Es que mañana es Pascua de Ramos— siguió ella—, y quien no estrena no tiene manos. ¿Qué va a estrenar Luisa?

—Ni lo sé. Por allí las he visto cosiendo y escondiendo el 'canasto, pero no me he enterado.

—Guárdale el secreto.

Allí ninguna muchacha confiaba a otra jamás las galas que preparaba.

—No, te juro que es verdad. No me he fijado.

—¿Tan poco te interesa?

El no contestó.

—Le echarás el ramo—siguió Petra.

—¿ Qué Voy a hacer ? Esta noche le llevaré un cesto de naranjas y limas y un pañuelo de seda que le he encargado a la tía Ramona. ¿Y tú?

La muchacha rió con una risa franca.

—Yo no tengo novio. Me da miedo de estar sujeta con un hombre al lado. Yo mañana me divertiré con todos los mozos ; hasta con los novios de las otras.

—Estás muy creída porque sabes que eres guapa.

—No es eso. Es que yo pienso que para te-* ner novio es menester que le salga a una la afición de adentro... y que vea que la quieren de veras.

—Tienes razón.

—Como que tu debes saber algo de éso— siguió ella maliciosa.

El suspiró.

—Mira—siguió la joven—, no es por decírtelo a ti... ya sabes que te quiero como cosa mía... pero no comprendo lo que ha hecho Aurelia. Te juro que cuando la veo al lado de ese hombre colorado y vie jote me da miedo. Me parece que la va a tronchar como una caña si pone la mano en ella.

—Pues ya ves... En cambio ella tendrá buen ramo.

—Natalia ha ido a llevárselo, porque el hermano sigue malo. Dos bestias cargadas de fruta y unos pendientes de oro que son una maravilla... Pero, ¿para qué quiere nada al lado de ese orangután ?

—¿No te ha dicho nunca nada de mí?

—Ni una palabra, por más que le he tirado de la lengua y te he nombrado mil veces.

—¡Me aborrece !

—No lo creo.

—Entonces no cuento nada para ella.

—Si vieras que no lo creo tampoco.

—¿Qué dices ?

Se puso violentamente de pie.

—Tú, sin quererlo, la has ofendido... y Las mujeres ofendidas son capaces de todo. No me chocaría que se casara y se hiciera desgraciada para toda la vida sólo por hacerte rabiar.

—Entonces... ¿Es que me quiere?

—Ya lo creo.

—¡Petra!

—¿Qu,é has hecho tú para recobrarla ?

—Es verdad. Pero, ¿qué iba a hacer ? Se ha atascado en no hacerme caso... y luego... si hubiera tenido otro novio, un joven, un hombre como yo, pero créete que verla al lado de ese Pedro Moro me ha dado asco., Ahora soy yo el que no la quiere.

Petra se sonrió.

—No lo creas.

—Luisa es muy buena y yo la quiero.

—Sí, la quieres por eso;., por buena... pero no como querías a la otra.

—Me casaré con ella.

—Te has hecho ánimo de eso. Menos mal si ella no comprende que toda tu alma está en el recuerdo de la otra.

El guardó silencio y Petra se frotó enérgicamente los brazos con las manos y volvió a reanudar los preparativos de su atavío.

Sebastián se había quedado pensativo. Todo lo que sentía y no quería sentir, todo aquello que se le revolvía en el alma y que quería acallar y no comprender, acababa de decírselo Petra, como si fuese una voz de él mismo que le hablaba dentro.

Una idea predominaba sobre todas ; aquella lástima que Petra sentía de ver la juven-* tud y la belleza de su amiga esterilizarse al lado de su novio. El sentía también que ce- , día su rabia y que lo invadía una gran piedad. Tal vez aquella mujer hacía un sacrificio doloroso por vengarse de la ofensa que le había inferido, y le daba así la mayor prueba de su amor.

Pedro Moro estaba enfermo y Aurelia no saldría aquel, domingo de su casa. Tendría allí el regalo obligatorio, oficioso, llevado por aquella hermana que en el fondo la odiaba como a una intrusa, el regalo sin poesía, sin amor, lleno de frialdad, que debía helarle la sangre.».. «.

Y él que tanto la adoraba iba a llevar la felicidad a otra parte... Andando lentamente llegó a casa de la tía Ramona, la rezadora, que acababa de venir de Ni jar con los encargos de los mozos. Allí estaba su cesta de naranjas, limas y cidras y el pañuelo tornasolado de azul y oro.

El joven lo examinó todo tristemente.

-—Este pañuelo azul le estaría bien a una rubia^—pensó.

Se acercó a la cesta y revolvió las frutas, como si se gozara en ver el contraste de las cáscaras amarillas y rojas resbalándose y mezclándose.

Cerca de la puerta una muchacha astrosa, sucia, de cabeza grande y panza prominente, y de rostro y hombros flácidos dirigía una ansiosa mirada a los cestos.

, —¿No tienes tú ramo? — preguntó el joven, como el que habla por hablar.

La muchacha sonrió estúpida, y la tía Ramona exclamó :

—Lárgate de aquí. Voy a tener que agarrar una vara para quitarme esta chica de encima.

—Déjela usted, tía Ramona^-dijo Sebastián.

Tomó una naranja y la arrojó a la mucha-* cha que la cogió en el aire con presteza y le clavó los dientes en la cáscara, mordiéndola coji tanta ansia que el jugo amarillo resbaló por su barbilla y su garganta, marcando un surco en la suciedad de la cara.

—Yo quería pedirle a usted un favor— añadió el joven.

—Tú dirás.

—Resulta... que no puedo ir a llevarle esto a Luisa. Me ha dado el amo un encargo que hay que hacer... Si usted quisiera llevarle el cesto y el pañuelo al barranco y decirle lo que pasa, me haría un gran servicio.

—Yo no tengo inconveniente, pero me temo que me ponga mala cara.

—No; usted le dirá lo que pasa... ya se hará cargo. Dígale usted que se avíe, que vaya al baile, que allí iré yo a buscarla...

Mientras hablaba seguía revolviendo las frutas, como si experimentara un placer en sentir su morbidez y su frescura de carne en la mano rústica y callosa.

Tomó media docena de las más hermosas, que aun conservaban unido el cabo del tallo en que habían nacido y las hojas barnizadas y brillantes alrededor, y se las metió en el bolsillo de la chaqueta.

—También es justo que yo refresque.

Al salir de allí emprendió lentamente el camino que conducía a las Carihuelas.

El valle formaba como un pequeño anfiteatro, abierto en el regazo de la última estribación de aquella cordillera que iba a morir en el Cabo, como si se sumergiera en el agua para reaparecer en otro lejano continente.

Había que salvar la montaña, por las cuestas entre las gargantas de los diversos cerros, para salir al otro lado.

Cuando llegó a mediado de la cuesta de las Carihuelas, cerca de la cruz que marcaba el reciente asesinato de los dos carabineros se detuvo. Debió tratar de pronunciar una oración, porque se llevó la mano al sombrero y luego se agachó para coger una piedrecita del camino y echarla cerca de la cruz.

Era la costumbre arrojar aquella piedra, como ofrenda al asesinado, cuya alma, habiendo muerto sin confesión, debía vagar allí, implorando la piedad de los transeúntes.

Después se volvió hacia el valle. Desde aquel punto abarcaba todo el paisaje.

Veía todo el campo llano abrazado por el cinturón de montañas que se rompía al lado del mar y dejaba abarcar toda la extensión azul del cielo eir el horizonte.

Los cortijos, envueltos entre los árboles y el verdor de las huertas, parecían escondidos y como dormidos en la placidez de aquella llanura.

En una de las lomas más altas el molino de viento, volteando sus aspas, con las velas blancas desplegadas, daba la impresión de brazos que se quieren asir de algo que no encuentran jamás. Cerca del arenal uno y sobre los riscos de la playa el otro, se alzaban dos antiguos castillos con los fosos cegados, y los viejos cañones enterrados entre la maleza, que aun ponían una nota original, como de cindadela o plaza fuerte y rimaban con aquella torre de Los Lobos, que lucía desde allí sobre la silueta maciza del cerro, coronando el paisaje.

El conocía uno por uno todos aquellos cortijos que iba enumerando en su mente ; Los Peñones ; La Unión, el cortijo de los amos, con sus atarjeas, sus norias y sus balsas ; el Estanquillo... el cortijo de Las Largas, Ma-turana, con sus laderas cubiertas de nopales; y allá, a la derecha, el barranco de los Cha-finos, donde estaba esperándole Luisa, oculto en el repliegue de adelfas floridas que bordeaba la rambla.

¿Dónde iba él? Dudó un momento, pero como si una fuerza superior se lo ordenase, volvió la espalda al valle y continuó su camino.

No tardó en cerrar la noche, Sebastián siguió andando. La luna, próxima a la plenitud que marca el aniversario de la pasión, brillaba tan llena de luz como si el sol estuviese pro-ximo a ella. Iluminaba la tierra con una luz dorada, clara, que dejaba distinguir los menores objetos y esclarecía el cielo para destacarse ella sola, única, triunfadora, como si supiese la importancia que tenía para toda la cristiandad, y borrase las estrellas y los luceros del azul, ansiosa de reinar única.

Al pasar por el cortijo de Montano, el joven cortó una rama de almendro, tierna, con las hojas menudas y se la puso cuidadosamente bajo el brazo.

Eran ya las dos de la mañana cuando divisó el pueblecillo del Cabo, con las casas silenciosas, sin más luz que la luz turnante del faro, y aquella soledad que ponían en e! paisaje la inmensidad de las aguas y la blancura de las salinas, brillando bajo los últimos reflejos de la luna que comenzaba a ocultarse.

De todos los cortijos cercanos salía un ladrido de alarma para denunciar su paso. Por fortuna los perros del cortijo de Aurelia lo habían conocido y lo acariciaban cesando ¡le ladrar. Aquello lo conmovió.

—Los animales son más nobles...

Se acercó de puntillas a la ventana del cuarto de Aurelia, donde tantas veces había llegado, desafiando el peligro para ver a la joven. Estaba cerrada. Sacó una cinta del bolsillo, amarró la rama de almendro a los hierros y fué sujetando en ella la media docena de naranjas "que llevaba en el bolsillo.

Después tocó suavemente con los nudillos en la madera y llamó quedo, acercando los labios a la tabla.

—Aurelia... Aurelia.

No contestó nadie.

El joven repitió de nuevo los golpecitos y volvió a llamar.

—Aurelia... Aurelia.

Le pareció escuchar un ruido en la habitación y corrió presuroso a esconderse detrás del muro de la era.

La ventana se abrió y vio salir una mano que palpaba el ramo.

Adivinaba el rostro curioso mirando a un lado y a otro. La emoción lo tenía inmóvil. La voz de la joven,, baja y aguda, como si la sil-vara para enviarla a distancia, llegaba hasta él.

—¿ Quién es ?—dijo—. ¿ Dónde estás ?—repitió.

Era ella, debía estar allí desnuda y blanca. Habría saltado del lecho en aquella desnudez de las mujeres del contorno que se acuestan sin ropa alguna, mientras que los hombres están obligados a dormir vestidos.

Su emoción era tanta que no acertó a moverse.

Aurelia, desesperada por el silencio, substituyó su acentck cauteloso por una entonación enérgica de llamada.

El oyó su nombre.

—¡.Sebastián !... ¡ Sebastián !...

Iba a correr a la ventana, cuando la desagradable voz de uno de los hermanos de la joven resonó imperiosa.

—Aurelia, ¿qué haces? ¿Quién anda ahí?

Escapó camino adelante, Seguido de los ladridos de los perros que al ver su huida le creían ya un enemigo.

Así que estuvo fuera de la huerta, se levantó y echó a correr durante más de un cuarto de hora.

Se sentía tan feliz, qué el corazón le saltaba de contento en el pecho. Aurelia lo había adivinado, había pronunciado su nombre. La sentía suya, y ante aquella sensación de felicidad olvidaba todos los compromisos y todas las dificultades que los separaban.

El sol doraba ya con sus primeros rayos el valle, cuando volvió a contemplar el panorama que se tendía a sus pies. Lo miró como si lo viera por la primera vez. No le había parecido nunca tan bello. Sentía ganas de gritar, de contar a alguien toda la felicidad que sentía. Experimentaba miedo de morirse ahora que era tan dichoso, de morirse del corazón.

Miró hacia Maturana, hacia aquel cortijo donde estaba enfermo Pedro Moro y donde todo se preparaba y se engalanaba para recibir a Aurelia, y tuvo una sonrisa burlona y triunfadora. Luego dirigió los ojos hacia el barranco y el recuerdo de Luisa le oprimió el corazón. Le hacía también falta ella para su felicidad. Recordaba las veces que el cariño suave de la jovep había puesto un bálsamo en su dolor o había adormecido sus recuerdos, y tenía miedo de causarle ahora a ella, tan buena y tan dulce, aquel dolor agudo que él había sentido. Además, él sabía que no podía abandonar ya a Luisa; las adelfas de la rambla y la soledad del barranco habían sido cómplices de momentos de amor que le obligaban a cumplir como hombre honrado, con la mujer que, olvidando todo, se le había entregado, confiada en su palabra de desposarla.

Al surgir tan próxima y tan viva la figura de Luisa, casi se arrepintió de la locura de aquel viaje romántico que acababa de realizar... y, sin embargo, aquella visión, medio adivinada en la ventana, le había dado más felicidad, con sólo entretenerla, que había tenido ni podría tener nunca. Tenía razón Petra. Aurelia era su alma y no podría vivir sin ella.

Sintió cómo aquellas dos mujeres se disputaban su corazón. Era indudable que la pasión más ardiente, más avasalladora, la más contrariada y llena de promesas desconocidas era la que sentía por Aurelia, y la que en un caso dado lo arrollaría todo y triunfaría sobre la otra. Pero él sentía que ya le quedaría siempre una amargura, algo de aquella misma pasión que estaba unido a Luisa.

Pensó en el argumento que tantas veces había escuchado a los viejos del lugar, cuando contaban sus cuentos picarescos de infidelidades y amoríos, en los que con más frecuencia eran engañados los hombres que las mujeres, y los curas o los frailes sacaban la mejor parte, cuando no eran víctimas de la solapada venganza de un rústico.

—En un corral no hay más que un gallo para todas las gallinas. ¿Por qué han de andar los hombres apareados, como los tórtolos?

Pero §u instinto fatalista de tradición árabe acabó con aquellas meditaciones.

—Será lo que sea—murmuró—, pero Aurelia no se casa con Pedro Moro.

XI

El día de Jueves Santo daba su solemnidad a la tierra. Aquel día se santificaba con el ayuno por todas las familias del lugar, y por eso era uno de los pocos días del año en que se comía bien, y se servían las grandes fuentes de arroz con leche como postre de '.a comida.

No había en todo el valle campanas an un-ciadoras, ni ceremonias religiosas desde la muerte del abuelo de don Antonio, hombre de gran piedad, que había construido una ermita en sus posesiones del valle y se proponía nacer allí su panteón de familia.

Mientras él vivió, la linda iglesita dotada de todo lo necesario había tenido su culto, v un cura venía todos los domingos de Ni jar a decir la misa a los labriegos. A su muerte, el padre de don Antonio, que pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad, había olvidado esta práctica indignado de las exigencias de los curas que pedían demasiadas fanegas de trigo para cuidar de la conciencia de los labriegos. Así, en un día que necesitó dinero, vendió todos los ornamentos del culto y todos los retablos y santos de su ermita a las iglesias de Almería. La campana, aquella campana que ponía sobre los aislados cortijos del valle como un lazo de unión y parecía querer cobijar una aldea nacida en rededor suyo, fué regalada al cementerio de la capital, aunque no le costó poco trabajo convencer a doña Magdalena con el argumento de que aquello era como tener ya allí uno de los fieles amigos del valle para que lo acogiese a su muerte. Desmantelada ya la ermita, habían acabado por obrar en ella una casita azul, de gran porche, que miraba al mar y que por estar colocada en alto era como una es-pede de apeadero durante las siestas del verano.

Desde entonces no se había celebrado allí ningún culto. Sin embargo, los días de Semana Santa, sin saber por qué, el valle tenía una especie de religiosidad. Era como si esos días fuesen más blandos, más pesantes, la luz del sol más dorada, más fría, de una melancolía que influía sobre el calor de todo el valle y lo entonaba en una gama opaca en la que todos los objetos suavizaban sus contornos. El verde era menos violento, el pizarra de los montes menos obscuro, hasta los animales parecían sentir algo de extraordinario en la naturaleza, algo que los amedrentaba, porque estaban inquietos y como tristes, igual que cuando presienten el temblor de tierra. No había faltado para la piedad de las mujeres una Dolorosa o un Crucifijo ante el cual encender la luz, y al caer de la tarde se veían salir de todos los cortijos grupos de mujeres y chiquillos rezando el rosario en alta voz y caminando hacia las montañas.

Una numerosa procesión de mujeres seguía a doña María, al través del viñedo, en dirección a la cuesta de Las Piedras, por medio de los tollos del monte. Iban rezando el rosario muy despacio y caminando muy de prisa, en la creencia de que a la distancia que acabasen la última Ave María quedaría el demonio de retirado, sin poderse acercar más a la casa en todo el año.

Precisamente aquella noche arribaba la goleta contrabandista ; todos los hombres sentían una mala impresión en el emperezamien-to del día suave de descanso y el hartazgo de la comida regalona, pero por lo visto los patrones de los barcos no tenían religión, y la fuerza les obligaba.

Uno a uno, escondiéndose por los vericuetos habían ido llegando y apareciendo como sombras en el punto de cita, la playa de los Cocones, en la punta del Cerrico del Tomillo, donde estaba señalado el lugar probable del alijo. Aquella luna tan insolente los molestaba con su luz, era como si fuese de día. La claridad los obligaba a estar tendidos entre las rocas o pegados a las laderas.

Don Antonio estaba allí. No era el jefe que paga y manda sin hacerse cargo de las penalidades, sino el primero en tomar parte en los peligros y dar el ejemplo.

Había llegado a caballo, en aquel hermoso caballo negro Sultán, tan acostumbrado al trabajo, que sabía andar entre las piedras, saltar zanjas y permanecer horas y horas sin moverse esperando a su amo, echado en tierra, como si tuviese exacto conocimiento de todo lo que sucedía.

Era Bastianillo el que se había quedado guardando el caballo, muy contento de empezar ya a prestar sus servicios y a ganar dinero como su hermano Matías que, gracias a la privanza de don Antonio, se iba ya a es tablecer de labrador en uno de los cortijos-más importantes. Cerca del amo se agrupaba la plana mayor. Matías, el hermano.de Sebastián, el Capuzo, José María, Antonio Diego, Gaspar, Pedro Moro, Nicolás Chafino y. Lorenzo. Había sobre todos un soplo de disgusto y desaliento. Estaba allí, a la vista, la escampavía, y no era posible que dejase de notar la proximidad de la goleta.

No era como en aquellas noches obscuras en que una débil luz roja encendida en el barco y la linterna sorda que brillaba en tierra se hacían las señales. Ahora todos los objetos parecían claros, distintos, como a propósito para verse de lejos. En toda la extensión no había señales de ningún barco.

Don Antonio lanzó una exclamación.

—Estos patrones de Jibraltar son maravillosos.

Acababa de ver la goleta pegada a la punta del cerro, como incrustada en él. Comprendió la hábil maniobra de llegar de día, en las horas de abandono, a merced de la confianza del día festivo, para quedarse pegada como una ostra a la punta del monte miándolos que la observasen creyeran que la había doblado.

Corrieron las órdenes de hombre en hobre con la rapidez que el cordón formado por ellos se las trasmitía de uno en otro. Las lanchas de la goleta llegaban sin ruido cargadas de fardos, que los hombres, metidos en agua hasta la cintura, iban depositando en las rocas. Lo primero era colocar la mercancía en tierra y luego retirarla de la orilla. Don Antonio había estado a bordo a darle un apretón de manos al patrón por su estratagema. Era uno de los patrones más ternes de todos los que se dedicaban al negocio el patrón de La Alianza, Rosendo, un hombre sanguíneo, rosado, de barbas rojas, ojos vivos y un corpachón bajo y rechoncho, que merced a la costumbre de estar siempre espatarrado en las tablas resultaba tan ancho como largo, y se movía al andar naneando como un pato.

—La escampavía se nos echará encima antes de media hora—dijo guardando el anteojo—, pero usted siga tranquilo y ocúpese de los carabineros de tierra, con éstos me las entenderé yo.

-—¿Cómo ?

—Al abordaje, si es preciso.

Cogió de la mano a don Antonio y lo arrastró, balanceándose con su cqntoneo habitual hasta la popa de La Alianza.

—Mire usted—dijo—; yo, cuando cargo contrabando, cargo también este juguete.

Le mostraba un pequeño cañón, preparado a disparar, a cuyo lado esperaba un marinero.

—Este es de buen calibre—dijo dando una palmada en el metal, como las que se dan en las ancas de un perro o de un caballó para acariciarlo—, y este chavó sabe lo que tiene entre manos.

' La predicción de Rosendo no tardó en cumplirse. La escampavía llegaba a toda prisa a la punta del cerro; pero antes de que pudiera dar el alto se lo dieron a ella. Se había precipitado casi sobre el barco contrabandista.

—Si hacéis una señal o un movimiento os echo a pique.

El cañón enfilado y el marinero presto a disparar, eran garantía del cumplimiento de la promesa.

—En el momento que yo me aleje—siguió Rosendo—la escampavía hará la señal y los carabineros de tierra caerán sobre ustedes. Pero yo no me iré hasta que me hagan señas de que todo está en salvo. El patrón Rosendo es amigo de los bravos.

Entonces empezó en tierra la lucha desesperada para arrastrar los enormes fardos, sin presentar blanco.

No era ya posible llevarlos al escondite que tenían preparado, puesto que la escampavía podría dar al día siguiente noticia exacta del sitio por donde se había alijado.

Pedro Moro propuso :

—Vamos a jugarnos el todo por el todo ; nosotros somos más que ellos y no nos faltan armas.

La proposición tuvo adeptos.

—Tiene razón, adelante.

Se opuso como siempre don Aptonio.

—No, no quiero sangre.

Aquella vez su mesura era impopular y Gaspar se atrevió a preguntarle :

—¿Y qué hacemos con esto? ¿Es cosa de regalárselo ?

—Eres un insolente. Tu no sabes qué hacer de esos fardos, ¿verdad? Yo sí. Muchachos, llevad eso a mi cortijo.

Hubo un momento de estupor. Don Antonio se había enfadado y era capaz de hacer una locura y comprometerse.

—Perdone usted.

El repitió la orden.

—A mi cortijo.

Era preciso obedecer. Cuando se disponían a emprender la caminata apareció Sebastián pálido y emocionado.

—El teniente y el sargento están ahí.

Hubo un movimiento de indecisión.

—¿ Dónde ?

—Se han detenido en el mismo balate donde está Sultán. Casi tocándolo.

—¿Has oído lo que hablaban?

—No, porque he echado a correr para acá.

—Mal hecho, hay que tener serenidad.

ver, cuatro hombres que vayan al balate. Ellos son también cuatro. No se necesita más para atarlos, en caso necesario, y traerme el caballo. Nada de precipitaciones.

Antonio Diego intervino.

—Digo yo... digo... don Antonio, que esto se está poniendo mal. En cuanto se aleje La Alianza la escampavía hará la señal, acudirán los carabineros... y será menester obrar...

—¿Es eso todo lo que se te ocurre ?

—Se me ocurre que es mejor no esperar. Si atacamos antes, ya se va a poner la luna, y con la obscuridad podríamos sacar el alijo fuera del valle.

—¿Te crees que eso tan sencillo no se me hubiera ocurrido a mí? En este alijo se ha dado un cante, por alguien poco informado que no ha sabido precisar. Tenemos tres cordones de carabineros y la guardia civil vigila en las cuestas. Estamos más comprometidos de lo que creéis.

Matías intervino diciendo :

—Don Antonio, perdóneme usted, pero me parece mejor tirar las cargas al mar que llevarlas al cortijo.

—¿Por qué?

—El terreno está blando, la gente dejará huellas que no hay tiempo de borrar, y mañana en un registro todo está perdido.

Don Antonio' se echó a reír.

—Sois todos unos buenos amigos y os agradezco el interés... pero parece que ya no recordáis como soy yo,.. Adelante sin vacilaciones ni miedos.

Cuando se aseguró de que los hombres arrastraban los fardos, aprovechando las quebraduras del terreno, se dirigió hacia donde había dejado su caballo. Sultán seguía allí sin moverse ; cerca de él los cuatro hombres emboscados en la sombra vigilaban al teniente y al sargento que departían con la pareja.

Don Antonio se agazapó detrás de las piedras y prestó oído.

—Está todo tranquilo—decía el teniente. —La escampavía detenida ahí, es una garantía de seguridad.

—Algo raro me parece que esté en ese sitio donde combaten las olas—arguyo el sargento.

—De ocurrir algo ya hubiera hecho señal.

—También es cierto.

—Vamos a seguir la ronda por ese lado.

—No es posible. Esta tierra está mandada hacer para que nadie pueda vencer al contrabandista. Mire usted a ese lado ; el castillo limita el promontorio de rocas que no se puede cruzar ; hacia este otro lado el Cerro del Tomillo y el Cerro de los Lobos hacen inaccesible el camino del Carnaje. Luego, desde éste a Peña Negra el paso es imposible también.

—¿Entonces?

—Hay que elegir uno de los tres puntos para vigilar la pareja. No se puede ir a todos, pues eso requeriría desandar eb camino y emprenderlo de nuevo.

—Tenemos bien guardadas las playas.

—Ellos no se ocupan de las playas. Hay en la costa Una multitud de escollos, de islillas, de calas, de quebraduras y remansos que son los que utilizan. Nosotros no conocemos la costa como ellos. Una vez han tenido ocho días un alijo oculto en una quebradura por donde pasábamos todos los días. Hay una cortadura, casi vertical, desde lo alto del cerro al agua, de más de cien metros de altura. Este camino, imposible hasta para los gatos, lo ha hecho una mujer, Juana Cabezas, llevando a cuestas un fardo de varios quintales. Crea, mi teniente, que son gentes asombrosas.

—No son más que unos bandidos.

—No lo diga muy alto.

—Si yo fuera el gobernador habría metido ya. en chirona a ese aon Antonio.

—No se le puede probar nada y es un hombre muy influyente.

—Es un capitán de ladrones.

Apenas acabó la frase, un silbido agudo rasgó el aire y un proyectil pasó sobre sus cabezas. Los cuatro se arrojaron a tierra.

—Es una pedrada con honda.

—Seguramente los teníamos al lado.

Otra piedra vino a chocar con estrépito contra la roça que los amparaba.

Los cuatro hombres se estrechaban indefensos y atemorizados. De pronto se escuchó el grito de una raposa del lado de donde venían las piedras, al otro resonó el ladrido de un perro, y por el lado de tierra el chillido agudo de una lechuza. Los tres gritos se repitieron más próximos, a los pocos segundos unos bultos negros cayeron sobre los carabineros, los sujetaron, les quitaron las armas y con brazos robustos los ataron de pies y manos dejándolos tendidos boca abajo sobre la roca.

—Echadles las mantas encima—ordenó una voz.

Cuando su deseo se hubo cumplido, añadió :

—Vamos a aprovechar el tiempo... Ahora, teniente, ya irá aprendiendo. Diga usted a los de la escampavía que se guarden los cañones... donde les quepan.

Así, sin atreverse a hablar, sin poderse mover, pasaron las horas de la nuche escuchando las señales de la escampavía que pedía auxilio.

Las parejas de relevo que llegaron a la mañana siguiente los libertaron de su suplicio. La escampavía atracó a la costa. El barco contrabandista la había tenido sujeta, inmóvil, bajo sus cañones toda la noche. Sin poderse mover habían presenciado descargar todo el buque y retirar las cargas de la playa. ¿Cómo no se habían enterado los carabineros de tierra? Querían arrojar sobre ellos toda la responsabilidad.

El sargento se revolvió enérgico. La vista de la escampavía que vigilaba los había engañado. Ella tenía también cañones para responder y no lo había hecho, suya era la culpa.

El teniente intervino.

No había tiempo que perder; puesto que se sabía a punto fijo donde se había desembarcado el cargamento, no sería difícil apresarlo.

Los otros no participaban de su optimismo.

—Cómo se ve que es usted nuevo en el cuerpo—dijo el sargento—. Yo quisiera estar en Algeciras, en Málaga... en cualquier parte mejor que en el campo de Níjar o en el Cabo. Aquí cuanto se diga es poco.

—Pues ahora lo veremos. Hay que llevar el parte de lo sucedido a la comandancia... que envíen refuerzos, que se vigilen las costas. O yo encuentro el contrabando o me arranco los'galones.

XII

Aquel negocio había sido malo para el te-nientq y para el comandante de la escampavía. Que unos campesinos hubieran atado a cuatro hombres con fusiles y bayonetas, y que un pobre barco contrabandista tuviera toda la noche amedrentado e inmóvil al va-porcillo de guerra, era cosa por la que no pasaba fácilmente la comandancia. Aquello, en vez de una desgracia, parecía una complicidad, tanto más cuando las cargas no se habían encontrado. Era como si le hubieran pegado fuego. Aquellas gentes eran capaces de todo.

Las huellas de los hombres que arrastraban los fardos se habían hallado en dirección al cortijo de don Antonio y parecían haber terminado allí.

En vano vino un mandamiento de la autoridad para proceder al registro más minucioso. No se encontró nada. Era la segunda vez que esto sucedía.

En las declaraciones, ante el Tribunal militar, los campesinos se habían guaseado socarronamente, y don Antonio, después de quejarse de cuánto lo perjudicaban aquellas historias fantásticas, se había burlado sin reserva del pobre teniente, que a causa de los acontecimientos políticos que habían tenido lugar al advenimiento de Fernando VII había pasado de un convento de cartujos a formar parte del cuerpo de carabineros.

—Hasta los carros de tierra de la Cartuja le parecen tabaco—había dicho.

Y los militares, que veían con desprecio a los frailes, no habían podido dejar de reírse.

El teniente Albos se creía obligado a tomar una revancha. Cuando don Antonio salía se aproximó a él y lo llevó aparte. Allí, abusando de la impunidad que le daba el lugar y la presencia de los que miraban, le dijo :

—No quiero que siga esto así. ¿Lo oye usted? No quiero. Aunque usted finja, a mí no me engaña. En vez de vigilar la playa a quien hay que vigilar es a usted.

—Le va a costar más trabajo.

—Yo le juro que mientras esté yo en mi puesto no se alija más en la comarca.

—Me parece muy bien, y tan dispuesto a ayudarle estoy, que le voy a hacer una confidencia.

—¿ Cómo ?

—Sé que treinta y un días tiene mayo y que durante él tienen los contrabandistas preparados treinta y un alijos. Ya está usted advertido. No dirá que lo quiero mal.

Y la promesa se había cumplido. Treinta y un alijos dejando pista a todo lo largo de la costa, llevaban locos a los carabineros. Se les había abierto sumario por complicidad y negligencia.

El teniente estaba loco de cólera.

Aquella tarde, mientras don Antonio departía serenamente con los suyos, apareció ante el cortijo.

Don Antonio salió a su encuentro llevando en sus brazos à la más pequeña de sus hijas, una linda criatura de seis meses, ante cuyas gracias se embobaba.

Qué se le ofrece, teniente ?

—Vengo a buscar a usted, porque yo no puedo consentir su cinismo intolerable. Era una verdad lo de los treinta y un alijos.

—Yo no bromeo nunca.

—Es usted un...

No acabó la frase. La paciencia de don Antonio, poco ejercitada, había llegado a su límite. Se empinó y apretandb a la niña contra su pecho descargó un bpfetón sobre el teniente con toda su prodigiosa fuerza hercúlea. El teniente vaciló un momento, y cayó del caballo. Se oyó un grito de terror de doña María.

—¡ Dios mío ! Lo has matado.

La niña lloraba con desconsuelo.

El padre de Petra y el hermano de Sebastián, que tranquilamente sentados cerca de la puerta se entretenían en sus labores, se habían levantado para acudir en socorro de su amo, pero la escena fue tan rápida, que al ver caer al teniente se detuvieron y como por un acuerdo tácito, ambos levantaron uno de los enormes bloques de cantería diciendo :

—Vamos a machacarle la cabeza.

Gracias a que doña María se había interpuesto, cubriendo al hombre desmayado con la regia esbeltez de su cuerpo, los dos labriegos no cumplieron su propósito.

Ella se inclinó y le tocó la frente y el ' pulso.

—Matías, mira a ver si está herido.

—No tiene más que miedo.

—¿Será una conmoción, cerebral ?

—No lo creo.

Mandó que lo entrasen en el cortijo y con su solicitud materna hizo ponerle paños de agua fría sobre la frente y darle enérgicas friegas de piernas, hasta verlo reanimado y en disposición de marcharse, bajo la custodia de sus mismos criados.

De aquella aventura no había dado parte el teniente, pero desde entonces su miedo a don Antonio era tal, que pidió el traslado de la comandancia, asustado de volverse a ver frente a él.

Sólo una tarde le sucedió encontrarse de nuevo con don Antonio. Había sido en la ciudad, en uno de aquellos callejones estrechos que iban a la Puerta del Mar. Se habían encontrado frente a frente en medio de la calle. El pobre hombre hubiera querido evaporarse, escapar, y no tener que cederle el paso a su enemigo ; pero don Antonio tuvo una idea cruel, al cruzarse lo enganchó del brazo y lo arrastró, con aquella fuerza prodigiosa que lo hacía invencible. El pobre teniente, por temor al ridículo, se sometió a andar para atrás, sin decir palabra, hasta llegar a la Puerta del Mar. Una vez allí, don Antonio sacó la bayoneta del cinto de su enemigo y pasándola por entre el paño de la espalda de su capote, lo dejó clavado én la pared y siguió tranquilamente su camino.

Después de aquel lance ridículo, que se contaban unos a otros, el teniente Albos, se había separado del cuerpo, sin esperar traslado ni nada, y se había escapado a otra comarca lejana, donde no volviera oír hablar de contrabando en su vida.

Su marcha fue un regocijo en todo el valle y se celebró con danzas y fiestas ; al fin era un enemigo que los había colocado en más de una situación difícil.

Cuando las rondas de vino hubieron dado expansión a los reunidos en la amplia cocina del cortijo, Pedro Moro tomó la palabra.

—La verdad, don Antonio, todos tenemos un resquemor.

—Dímelo.

—Si no es usted brujo, ¿cómo pudo ocultar las cargas el Jueves Santo?

—¡Hola! ¡Hola! ¿Queréis ya saber todos mis secretos ?

—No... pero nos devanamos los sesos y no damos en dónde podrían estar.

—Sois buena gente y se os puede decir todo. Debajo del bancal dé las tomateras.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Allí tenemos una buena bóveda, encima de la cual, sobre su capa de tierra, se plantan pimientos y tomates. Nadie puede pensar que los fardos estén debajo de un bancal regado.

Sus oyentes estaban atónitos.

—La lucha del contrabando—siguió don Antonio — es una lucha de ardides, de inteligencia, y de valor... Nosotros no somos malhechores, y eso de que «de contrabandista a ladrón va un escalón» es una verdadera infamia. Nosotros no robamos a nadie, disputamos cara a cara nuestro derecho de no pagar el absurdo impuesto de las aduanas al Estado, porque con ese impuesto que él nos saca no sólo defendemos nuestra vida sino que damos de comer a los comerciantes que adquieren géneros sin recargo y favorecemos a las gentes que compran bueno y barato. En lugar de estar fuera de la ley, somos los defensores de la ley nosotros. Os lo digo yo, que soy un buen cristiano... y que soy el último contrabandista.

Aquellas palabras produjeron emoción.

—¡El último !

—¡El último!

Repitieron algunos.

—Sí, el último, no lo dudéis—siguió don Antonio— ; esto se está poniendo de mal en peor. No tenéis más que ver cuando alguien, que no soy yo, trata de echar un alijo. Lo pierde siempre. Por eso yo no consiento que en estos terrenos alije nadie. No es por avaricia, es porque me lo desorganizarían todo. Me inmoralizarían a la gente. Ya sé que eso me ha hecho enemigos y que algunos me han amenazado de muerte... Pero no es tan fácil venir por mi vida.

Se oyeron protestas de fidelidad en todas partes.

—Ya sé que me queréis. Yo también os quiero. Esta unión que tenemos es obra de nuestro cariño... Yo me moriré... y detrás de mí vendrán otros... mis mismos hijos... vosotros... todos... Pero todos fracasarán... Esta clase de contrabando se acabará conmigo... En el porvenir se hablará de nosotros como de una gente milagrosa... como se habla de las leyendas... y un día uno, otro día otro, irán apareciendo nuestras minas, nuestros silos, nuestras galerías, que mirarán con asombro...

Los oyentes alentaban apenas. El se detuvo y luego añadió como si rectificase :

—Es decir, el contrabando lo habrá siempre, lo habrá como ya empieza a haberlo... por las aduanas... será una cuestión de dinero en vez de serlo de arrojo y de valor. Lo que ha de morir conmigo es este enamoramiento del contrabando, esta fe, este amor que yo le tengo, este encanto que siento y os hago sentir a vosotros en todas nuestras empresas, en nuestras emboscadas, en nuestras noches de emoción. Cuando veo que todo el pueblo progresa y prospera gracias a mí que he alejado la miseria de nuestra tierra. Yo soy el último contrabandista.

XIII

La tarde de verano cumplía las promesas de madurez de todo el año. El campo daba la plenitud de su cosecha, de sus mieses y de sus frutos maduros bajo el sol de agosto. Estaban los campos rubios, con el rubio tostado, cobrizo, de los rastrojos de las mieses recién segadas, que colocadas en gavillas, sobre la extensión de las hazas mostraban las espigas de granos hinchados y lucientes.

Los ya recogidos formaban repletas hacinas en torno de las eras, donde los pares de muías rompían airosos con los cascos de sus herraduras y las cuchillas de los trillos, la paja de los tallos, y desgranaban las espigas.

Cuando se aventaban aquellos montones ya trillados, el olor de la mies madura se es • parda en el aire, con un sabor picante, acre, de fecundación. Estaban aquel olor y aquella plenitud en todo el aire, invitando a recoger las cosechas. Los almendros abrían la cáscara de las allozas para dejar caer de su centro la almendra ya madura. Esparcían las higueras el penetrante perfume de los higos derretidos en miel ; los olivos tenían entre el verdiceniza de su ramaje tantas aceitunas como hojas ; y en las vides, comenzaban a hacerse pasa los racimos que esperaban ser llevados al lagar.

Ponían los huertos el frescor de los bancales de regadío en todo el paisaje. Las plantas de pimientos, cargadas de fruto, se mezclaban con la olorosa albahaca ; las tomateras con su aspecto de plantas sequerizas y martirizadas escondían entre el ramaje mustio los corales de sus tomates ; los bancales de melones con las plantas rastreras, de hojas anchas, como plantas acuáticas, crecían cubriendo toda la platabanda y ocultaban cerca del tronco el gran botijo verde, lustroso, lleno de aquel jugo azucarado que extraía de la tierra.

En medio de las acequias, para aprovechar el riego los árboles frutales, cerezos, manzanos y perales ostentaban toda sil fruta madu ra. Los granados con sus hojas de verdor lustroso, de abundante follaje, la grana de sus flores, y el color tostado, caliente, de los frutos que se partían como claveles reventones, por exceso de jugos y de vida, tenían algo de árboles de jardín.

Las cañas de maíz, rematadas en la palma de sus cabos color sepia, estiraban las cintas de las hojas, que tenían como abrazada y ceñida la panoja, rodeada de todas aquellas envolturas, cuyas capas internas ofrecían suavidad de seda, y las de fuera la tosquedad de la estameña y sobre la cual flotaban los cabellos rubios, tan propicios para hacer su nido en ellos las arañas malignas, las tarantuelas, en cuya barriguda blanca había pintado la naturaleza una guitarra, para indicar que la picadura sólo se podría curar bailando hasta sudar y rendirse.

Parecía que el sol, celoso de tanta abundancia, lo iba a quemar todo con sus rayos de lumbre. Se retorcían bajo su castigo todas las plantas y crujían las mieses resecas.

En las hazas, los segadores, con las cabezas cubiertas con pañuelos de color y sombreros de paja, parecían una plaga de langostas a cuyo pásojban cayendo las mieses. Estaban allí bajo aquel sol desde la mañana temprano, abrazando las mieses con su brazo izquierdo, para cortarlas con la afilada hoz que llevaban en la mano derecha, y dejarlas tendidas y abandonadas detrás de ellos.

Allí trabajaban mezclados mujeres y hombres, que generalmente no eran del lugar; detrás de ellos iban los chiquillos, que se dejaban entrar para espigar, buscando las espigas olvidadas, que habían quedado, y aunque eran pocas, excitaban la codicia de las gentes pobres.

Eran como aves de paso aquellas cuadri-lias de segadores. Venían de provincias lejanas a las órdenes de un manijero o jefe, que era el que hacía la contrata con los labradores, que iban a buscarlos a las plazas del pueblo donde esperaban proposiciones.

Por lo general, eran gentes que tomaban a diversión su éxodo de trabajo. Durante todo el día, cantaban y se cambiaban bromas y agudezas, bajo aquel sol de llamas, y por la noche estaban dispuestos a bailar, a jugar y a contar cuentos. Llevaban la alegría a los cortijos, un aire de otra tierra, algo que sacudía lo monótono de la vida ordinaria durante unos días.

Petra cruzaba el camino montada en la burra, en cuyas aguaderas llevaba el cántaro lleno de agua, el lebrillo vidriado, el gran bollo moreno y las aceiteras y las cebollas con que había de condimentar el gazpacho.

Era aquélla la comida más preciada, la más ansiada, quizás la que les daba la salud y los libraba de morir de una insolación. En punto mismo del mediodía se servía en el campo aquel buen gazpacho de agua y vinagre, con un poco de sal y aceite, aromatizado con grandes cascos de cebolla, y en cuyo centro nadaban las sopas de pan moreno y sabroso.

En cuanto- Petrilla saltó de la burra al suelo, dejándose resbalar junto al pescuezo, todos los segadores tiraron las hoces y acudieron a ayudarle. La burra, libre, empezó a morder entre el rastrojo, buscando las espigas caídas y las hierbas verdes, mientras que una potrilla retozona, que iba tras ella, se metía entre sus ancas, dando cabezadas violentas para buscarle la ubre.

Es que la plenitud del campo estaba también en los animales. Todas las ovejas que sesteaban tenían cerca de ellas las crías. Los cerdos iban seguidos por las piaras de guari-nillos; las terneras balaban encerradas en los establos, y hasta las gallinas que picoteaban bajo el porche iban seguidas de los pollitos amarillos, pelones, de buche panzudo y pasos torpes y tardos.

Cuando finalizó la comida la muchacha re- ' , cogió las cucharas, volvió a montar en la burra y ocultó el cuerpo bajo la falda, levantada sobre la cabeza, como si no creyese bastante protección la del pañuelo que habitualmente la cubría. Iba tan ensimismada, que no vio un hombre que estaba parado cerca del camino y que espantó la burra obligándola a cogerse del arzón de la albarda para no caer al suelo. Miró malhumorada, pero su gesto se tornó en un gesto de asombro.

—¡Sebastián!

—¿Te extraña?

—Qué vienes a hacer aquí ?

—No lo sé... vengo a venir. Porque he pasado toda la vida en el valle y no sé vivir fuera de aquí.

La joven cogió la punta del ronzal de esparto e hizo ademán de arrear con ella a la borrica. El muchacho sujetó el cabezón del animal.

—¿Tú también estás enfadada conmigo ?

—Ninguna persona honrada puede aprobar lo que has hecho.

—No me digas eso, Petra. Tú ya «abes que este cáriño que le tengo a Aurelia es más fuerte que yo. Tú lo sabes.

—Sí, pero un hombre tiene que ser decente... has comprometido a Luisa... tiene un hijo tuyo.

—Harto me pesa... créelo... Las cosas han venido así... Yo estuve un día en el Cabo y vi que tú tenías razón, que Aurelia pensaba en mí.

—Eso es, échame la culpa con que yo te lo dije.

—No es eso... es lo que está de Dios... volví... hablamos... volví... Las cosas se enredan sin saber cómo... Tal vez todo se hubiera acabado... pero la gente dió en hablar... se enteró el padre... los hermanos... le pegaron... y ella se quiso venir. ¿Qué iba yo a hacer ?

La muchacha callaba.

—Tú tienes el corazón duro porque no sabes lo que es querer.

Palideció Petra intensamente y luego enrojeció, como si aquella afirmación le hiciera daño, y repuso, apartando de sí la cuestión :

—¿Por qué no te casas con ella?

—Porque no puedo. El padre no quiere dar el permiso, ni oír hablar de nosotros. Yo quería hablarle a don Antonio. Por eso vengo.

Enrojeció más aún la muchacha.

—Haces mal en venir. Don Antonio está indignado de lo que has hecho. Es ya la segunda vez que lo pones en un brete con los Chafinos, después del casamiento de Lorenzo.

—Pero es que yo me estoy ahogando, y si él no me favorece no sé qué voy a hacer.

—¿Qué es lo que 'quieres?

—Casarme y trabajar.

—¿Casarte con quién?

—Con Aurelia.

—¿Y Luisa?

—¿Qué le voy a hacer yo?

—Luisa tiene más derecho, tiene un hijo tuyo, era novia tuya ; si la otra se ha entremetido, que se aguánte.

—Mira, Petra, en amor no hables de derecho. Se quiere a una mujer porque se la quiere. Todo eso de los hijos son historias que no influyen nada.

—¡Quizás tengas razón !—suspiró ella.

—Y tanta. Además, si Luisa tiene un hijo, Aurelia lo va a tener... Te juro que si pudiera me casaba con las dos.

—¿Crees que se quiere a dos a un tiempo?

—¡Ya lo creo!

—¿Igual ?

—Igual, no ; pero lo mismo, sí.

—No te entiendo.

—Mucho a las dos, lo mismo de mucho... pero de modo diferente.

—¿Cómo?

—Yo quisiera explicártelo. La una es como una madre, una hermana, duele no verla, le hace falta a uno. La otra es como el aire... Se tiene por ella otro celo, otra cosa...

Petra seguía con ansia sus palabras. Hubo un momento de silencio.

—Petra, háblale por mí a don Antonio. —¡Yo!

—Sí, tú. Tú estás en el cortijo, vas siempre con los niños; doña Magdalena y doña María no saben pasar sin ti... Tú lo ves todos los días...

—¿Pero crees que podrás vivir en el valle después de lo sucedido?

—Todo se olvida.

—No se olvidarán los Chafinos, ni Pedro Moro. Como no estés lejos de aquí no podrás evitar la venganza.

El se quedó pensativo.

—Piénsalo bien.

—Pero, ¿qué quieres que piense si la vida nos lleva, nos arrastra ?

—¿Dónde vas tú ahora ?

—A casa de mi hermano Matías.

—Bueno... yo le diré a doña Magdalena que estás aquí... Ya sabes lo que yo te quiero.

—Para mí eres una hermana.

—Pues espera que yo te diré lo que haya; pero, por caridad, no andes solo por aquí. Temo una desgracia.

—Estáte tranquila.

Cuando se hubo alejado, Petra se cubrió el rostro con el delantal y rompió a llorar desconsoladamente.

—Pobre Bastión. Que razón tiene en lo que dice. Al corazón no se le puede mandar. Todos se creen que yo soy dichosa, que yo no quiero a nadie... que yo soy honrada... Y me estoy muriendo por este hombre que no es de mi clase... que tiene su muj'er... y engaño a mi padre y los engaño a todos.

Dominó su emoción al notar que se acer caba al cortijo.

Los niños del amo le salieron al encuentro y en cuanto puso el pie en el suelo se colgaron a su cuello.

—¿No traes nidos de totovías ?

—Hoy no, hi'jos míos.

Aquello produjo una decepción en los chicos, acostumbrados a que Petra les trajese los nidos de totovías que los segadores encontraban entre la mies ; unas veces con los pajaritos pelones de boca rajada, con el filete amarillo del pico ; y otra con los cinco hueve-citos grises pintarrajeados de motas blancas.

—¿Por qué no los has traído ?

—No había.

El mayor se fijó en su rostro.

—¿Qué tienes que estás tan colorada? —El sol. .

Entró en la casa. Los chicos alborotaban. —Mamá no quiere que nosotros salgamos al sol por eso. Tú te has puesto mala. Apareció don Antonio.

—¿Qué sucede?

—Petra, que viene mala.

El pareció inquietarse.

—¿Qué tienes ?

—Nada... sol...

Se acercó a ella y le tocó la frente.

—Dime la verdad.

—He pasado muy mal rato.

—¿Por qué ?

—Me he encontrado a Sebastián. —¡Cómo!

—Sí, el pobre está ahí... en casa de su hermano... viene desesperado y quiere que yo le hable a usted.

—No me lo nombres.

Ella calló un momento, y luego, levantando la cabeza, le dijo en voz baja :

—¿Por qué ? ¿Hace él algo peor de lo que hacemos nosotros ?

—¡Petra!

—Me ha dicho muchas cosas de la vida y del querer en las que yo no había pensado nunca.

—¿Y has llorado por eso ?

—Sí... porque yo no sé... no sé lo que me ha pasado... y ahora... ahora veo que Sebastián tiene razón, que en la vida es el cariño lo primero.'., y que no tiene uno la culpa de hacer lo que el corazón quiere.

Estaba tan bonita con su cara morena y co-loradota llena de un aflicción infantil, que don Antonio no pudo retener la tentación de estrecharla entre sus brazos.

Tenía siempre para él un encanto extraordinario Petra. A pesar del tiempo que la poseía, se le aparecía siempre nueva, tentadora, con aquella frescura que se desbordaba y aquella fuerza que se irradiaba de todo su ser. Cada domingo, cuando la veía vestirse con sus mejores galas para sentarse sola en medio de la gran cocina, como esperando al novio, don Antonio buscaba pretextos para contemplarla ; seria y satisfecha, con sus telas estampadas y sus collares de vidrio, encerrada en su adusta doncellez, la joven tenía algo de icono indio.

—¿Por qué no tienes novio?—le preguntaba él con frecuencia.

—Porque soy fea y no me quieren—respondía ella, coqueta.

Una tarde estuvieron solos.

—Tú sabes que no eres fea. Es que no eres capaz de querer a nadie.

—Quizás tenga usted razón. Quisiera enamorarme y no puedo.

—¿Por qué?

—Porque no me gusta ninguno.

-^¿Cómo quisieras que fuese tu novio ?

—No sé... así... como usted.

La respuesta había hecho perder la cabeza a don Antonio, y aquella noche, cuando la familia volvió al cortijo, la muchacha estaba encerrada en su cuarto, quejándose de una fuerte jaqueca, que la tuvo dos o tres días sin moverse de la cama.

Esta vez don Antonio estaba hondamente impresionado ; la buscó de nuevo, le hizo ofrecimientos y promesas, y logró ser correspondido de la joven, con un amor ardiente, que lo satisfacía y lo hacía dichoso.

Nadie se había dado cuenta de aquellas relaciones que duraban ya cerca de un año, porque 6u misma pasión les hacía ser prudentes. La muchacha esquivó el abrazo.

—¡Quita!

—¿Por qué intercedes por Sebastián?

—Porque nos hemos criado juntos... y porque me da miedo de verlo penar por un cariño.

-—¿Olvidas cómo se ha portado con Luisa?

—No... Luisa era como su mujer... y la otra, la otra era su amor... ¿Sabes?

Hizo él un movimiento para atraerla, y ella le esquivó de nuevo.

El semblante dulce y pálido de doña María apareció en la puerta.

De una ojeada se hizo cargo de todo. Ella, sin haber dicho nada jamás, tenía la certeza de todas las debilidades y devaneos de su marido. Sabía que él no podía ver jamás una mujer a su lado sin conmoverse y no ignoraba el partido que su figura varonil tenía entre todas. El instinto hablaba más alto en él, que la fe jurada, el honor y el cariño que a ella le consagraba.

Por un momento toda la bilis de las amarguras pasadas se le anudó en la garganta. Bajo el disimulo de don Antonio y Petra re--saltaba el gesto forzado de la sorpresa. Comparó la juventud, los diez y ocho años de la joven, en su rostro macerado, pálido, lavado en lágrimas, y acercándose a su esposo dijo con voz un poco ronca :

—¿Cómo puedes sufrir este calor ? Petra, abre la ventana.

—Petra está un poco mala—dijo él, mientras encendía un puro—, y no me quiere dejar que la pulse.

Un soplo del aire del campo soleado se es--parció en la habitación y pareció descongestionar el rostro encendido de la muchacha.

—No estoy mala, señora, es que he visto a Sebastián. Se ha empeñado en venir a hablar a don Antonio, y como los Chafinos andan por aquí... he pasado mucho miedo.

Doña María estaba seria.

—Los Chafinos lo perdonarán todo por cubrir el honor de Luisa. Ayer han estado aquí para pedirme que yo le hable al hermano de Sebastián. Hoy precisamente quería yo llamar a Matías.

—No me parece a mí que venga muy dispuesto—dijo la joven.

—No tendrá más remedio que obrar como es debido. Cada uno ha'de aguantar su cruz -—repuso la señora ;• y, como si temiese haber dicho demasiado, añadió— : Ve tú misma, Petra, y haz que venga aquí.

La muchacha no se hizo repetir la orden.

Los dos esposos se quedaron solos. El estaba intranquilo. Ella se acercó a la ventana y miró al huerto que se extendía delante de la casa, haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas. No quería que su marido notase nada. ¿Para qué ? ¿Para qué había de humillarse acusándolo ? ¿Acaso no eran todos los hombres así, impuros, infieles? Ya desde hacía mucho tiempo estaba resignada a vivir aquella vida, enteramente dedicada a sus hijos, que eran los únicos que llevaban a su corazón la tibieza de un afecto que no hallaba en las caricias del marido, en su respeto afectuoso, en toda la consideración que la rodeaba. Su alma de amante no satisfecha se volvía alma de santa. Opulenta de formas, alta, esbelta, muy bella, no había pensado jamás en una venganza. No se había sentido ofendida en su dignidad por aquellos extravíos del esposo. En el fondo, ella participaba de las teorías de su suegra. Aquellas mujeres no podían considerarse a su altura para ser rivales. Eran sólo como una cosa cogida y arrojada por su marido al pasar ; pero sintió que aquellas venturas le habían robado el apasionamiento y el transporte, cuya falta la martirizaba. Aquel deseo recóndito que reprimía con su maceración y sus devociones ; para aparecer ante la gente investida de toda la solemne respetabilidad de la compañera, de la señora, y ocultaba bajo su sonrisa las inquietudes y los desencantos, las desilusiones sufridas día a día en sus once años de matrimonio.

Detrás del tapiz de madreselva y jazmines que subían a enredarse en la ventana ella divisaba el campo y el cielo, envueltos en una luz dorada, cálida, que parecía abrasar el aire y dificultar la respiración. De la tierra subía un vaho picante de arenal requemado.

De pronto un grito agudo, doloroso, rompió el gran silencio.

Don Antonio se puso de pie, tiró el cigarro y corrió al lado de su mujer.

—¿Qué es eso?

Ella se dejó caer sobre su pecho, pálida, conmovida, próxima a perder los sentidos.

—Por allí... por allí...

Siguió la dirección en que señalaba y vio un hombre que corría agachado, ocultándose entre las hierbas que crecían en las acequias.

En aquel momento Petra llegó jadeante y sudorosa, a dar cuenta de su encargo.

—¡Que en seguida viene!

El repuso convencido :

—No... ya no vendrá.

No se equivocaba. Cuando acudieron al lugar de donde había salido el grito encontraron a Sebastián con una formidable herida en el costado ; casi desangrado y presa de un violento delirio.

No pudo decir el nombre de su matador y murió repitiendo :

—Dejadme... dejadme... esa sangre me alivia. Yo era demasiado feliz.

XIV

El asesinato de Sebastián había quedado impune, pues, aunque la opinión pública había designado a los Chafinos, éstos probaron hasta la evidencia que no estaban en el valle el día del crimen y no se había podido encontrar ningún indicio que los acusara.

Se había pensado también en la familia de Aurelia, pero después de una minuciosa investigación, todos ellos resultaron inocentes, así como Pedro Moro que se hallaba fuera del valle aquellos días. Lo peor que podía suceder era no hallar al culpable. Se abría una de esas terribles eras de venganza entre dos familias, que tan malas consecuencias solían tener. El hermano de Sebastián se las había jurado al asesino. El, por su cuen ta, hacía averiguaciones. Sus sospechas, que iban en un principio de la familia de Aurelia a Pedro Moro, y de éste a los Chafinos, acabaron por fijarse sólo en éstos, recordando que el encargo de Petra cuando fué de parte de doña María a buscar a su hermano era por un ruego de los Chafinos, celosos del honor de la hermana.

La pobre Luisa estaba inconsolable y había tomado el puesto de una verdadera viuda, vistió trajes de duelo y bautizó a su hijo con el nombre de Sebastián. Supo hacerse compadecer de todos por su abandono y su triste resignación, su fidelidad y su renunciación. Era como una reivindicación. Todos convenían en que sólo ella merecía el cariño del joven. Su desdicha borraba su deshonor de la misma manera que lo hubiera borrado el matrimonio, y hasta cierto punto la ingratitud del muerto para con ella justificaba el furor de los hermanos. Don An-ionio estaba imposibilitado de intervenir en aquel asunto. De un lado estaba su amistad y compadrazgo con los Chafinos y con Pedro Moro, y de otro la amistad con el hermano del muerto, y las instigaciones de la propia Petra, inconsolable por la desgracia de su compañero de infancia.

Pero aquel estado de cosas le creaba una complicación. Nunca que echaba los alijos por el Cabo podía llevar allí la gente del valle, y en los alijos por la Boca de los Frailes o Escudos, para llevar a los Chafinos y a Pedro Moro, tenía que prescindir de Matías, mientras que en los del valle y de las Negras era él sólo quien le aÿudaba.

Merced a aquello, otros contrabandistas habían querido entrar en el distrito, aprovechando los paros de la parte de gente que quedaba ociosa, y muchos se encontraban conformes en trabajar con ellos, convencidos por sus argumentos.

—¿Acaso don Antonio tiene la llave del mar?

—¿Va a ser necesario pagarle a él como a los aduaneros?

—Cuando el sol sale, sale para todos; tenemos derecho a ganarnos la vida.

Don Antonio se había puesto furioso al saberlo. No consentiría jamás que nadie entrase en aquel terreno que él había organizado y preparado con tanta paciencia, poniendo todo su esfuerzo y su valor.

—El que quiera entrar aquí tendrá que habérselas conmigo—había declarado en una de las reuniones a las que asistían todos los hombres influyentes del lugar.

Se levantó, y tirando su cuchillo de monte en el centro del círculo, insistió de nuevo :

—El que quiera, que lo recoja, yo no tengo más que mis manos.

De todas partes salieron protestas de fidelidad.

—¡Parece mentira, don Antonio!

—¡Le hemos dado el alma y la vida!

—¡Usted nos manda, hasta la muerte !

- -—Bueno, yo sé que muchos de los que estáis aquí os habéis comprometido con el Curro. Ese ricacho de Sorbas, que quiere meterse en lo que no tiene para qué.

Vacilaron algunos entre deseos de sincerarse y el miedo que les obligaba a callar, y hubo unos momentos de silencio.

—No es menester que nadie diga nada— dijo al fin don Antonio—. Yo soy hombre que perdona una falta una vez, porque comprendo la inadvertencia ; dos no.

Sentía a todos dominados y pendientes de su voz.

—Como el cargo está en el mar y no es cosa de que se vuelva ni lo cojan los carabineros, es menester que en vez de los comprometidos sea mi gente la que lo trabaje.

Lo miraron con asombro.

—Yo me quedaré esperando que me traigáis las cargas al cortijo.

Se miraron atónitos.

-—Le decís al Curro—siguió don Antonio —que ese cargo lo confisco yo... y para que no crea que me lucro, mañana enviaré diez mil pesetas al cura de Ni jar con encargo de que le borde un manto de terciopelo blanco con oro y piedras finas a la Virgen del Carmen.

Estaban todos dominados, era imposible luchar contra aquel hombre. Tenía algo en los ojos y en la voz de ese poder que cuentan de las serpientes y de las sirenas, para dominar y atraer a quien las mira o las oye.

Después de aquello su poder se afirmaba más y más, aunque el Curro y los descontentos influían en la ciudad para que se aumentara la vigilancia y le pusieran mayores trabas. Habían llegado a tener agentes en Orán y Gibraltar para que les dieran el cante de los barcos que salían con dirección a la costa de España.

La estratagema estuvo a punto de hacerle perder a don Antonio el mejor de su cargos. Por fortuna le habían avisado a tiempo, y con las señales de alarma de la costa había hecho que el barco se alejase sin despertar sospechas en los que acechaban.

Aquella lucha con los que consideraban como instrusos les ocasionaba un perjuicio grande. Don Antonio mismo tuvo que hacer el viaje a Gibraltar y a Orán para ponerse de acuerdo con comerciantes y armadores a fin de organizarlo todo y poder trabajar con la cautela que las nuevas dificultades exigían.

No se podía descuidar el negocio del contrabando.

Venían tinos sobrq otros los años de sequía. Las sementeras eran pobres, escasas ; las hazas enteras se hornagaban y se arrollaban sin cuajar ni una sola espiga.

Los animales se morían de hambre en el campo estéril, y los braceros no encontraban un esparto ni un cogollo digno de cogerse. El hambre era general en toda la provincia. Las gentes emigraban o salían por los montes en, busca de raíces que poderse comer. Hasta en algunas comarcas se habían organizado partidas de bandoleros que salían al camino a despojar a los transeúntes o asaltaban los cortijos de los labradores acomodados.

Se contaban de ellos, ya enardecidos por la lucha, verdaderas fechorías. En un cortijo de Huebro habían matado a toda la familia, y en el Pozo de Hernán Pérez colocaron en las parrillas sobre una buena lumbre a un viejo avaro que se negaba a confesar dónde tenía su tesoro, escondido debajo de una de los losas del hogar.

La guardia civil andaba lista sin poder dar con los malhechores, aunque en Cuesta Colora, entre la Venta del Pino y los Alquianes, había fusilado, como escarmiento, a dos cortijeros acusados de aquellas fechorías, y que tal vez no eran los culpables.

—Sería preciso fusilar a toda la comarca —decían.

En efectç, en cada cortijo podían estar seguros de que se guarecía un malhechor. Los pastores de aspecto más inocente, los carreteros que parecían ir a su camino, todos los que con su aspecto cándido algo socarrón los desorientaban en sus pistas, podían estar seguros de que, si no eran bandidos, eran por lo menos sus cómplices.

Aquella horda de gentes hambrientas del campo amenazaba ya a la ciudad. No se podía salir de sus puertas, por los Callejones o la Baja Mar, sin exponerse a recibir un trabucazo, sin saber de dónde.

Se llegaba hasta los robos nocturnos en las casas, que tenían aterhorizada a la población.

Sólo aquella faja costera del Cabo a la Mesa, donde imperaba la influencia de' don Antonio, se veía libre de la miseria. Allí tenían todos dinero abundante para comprar harina, semillas, aceite y patatas, y proveer a sus necesidades.

Sentían la influencia benéfica, libertadora, que les hacía adorar más en don Antonio, su protector, el padre, como enseñaban a llamarlo, sin pensar que a veces había en aquella palabra más verdad de la que creían.

Al amparo de aquel estado de cosas había empezado una era de prosperidad para el contrabando. Se hacía casi sin peligro, porque los carabineros del contornQ, cansados ya de luchar, habían acabado por amistarse con los contrabandistas, y agradecidos a la generosidad de don Antonio, hacían la vista gorda, prefiriendo gozar de sus dádivas a combatirlo.

—Seguramente que don Antonio no se deja cortar la cabeza por cinco millones—decían algunos.

Todos iban sólidamente redondeando sus capitales y guardando las brillantes monedas de oro que cada trimestre les repartía de sus ganancias don Antonio.

Así es que la aiiibición de aquellas gentes de Sorbas, que venían a turbar su paz, aquella lucha entablada entre ellos y don Antonio, debía tener un desenlace funesto. No era posible que éste sufriera la constante persecución de sus enemigos, ni que su excesiva paciencia comprometiese los intereses de sus partidarios.

Uno de los más importantes e impacientes era Pedro Moro, que presa de una desmedida ambición se había entregado en cuerpo y alma al contrabando. Dos veces seguidas expuso toda su fortuna en el negocio, y la buena suerte que le acompañó en aquellos alijos, lo había enriquecido grandemente.

Parecía ansioso de imponerse por su riqueza a todos los que criticaban y se escandalizaban de su casamiento con Aurelia. La boda que se iba a llevar a cabo con tanta pompa tuvo lugar a cencerros tapados. Bien se podía decir que a sus años Pedro Moro estaba loco por aquella mujer para admitirla después de su mal comportamiento llevándole un hijo en dote.

El no había dado explicaciones a nadie. Sólo a su hermana Natalia, que había preferido marcharse del cortijo a vivir al lado de la cuñada, le había dicho :

—La quiero más por eso... porque tiene un hijo... una mujer, para ser. mujer, debe tener un hijo.

Cuando la Larga, en su desesperación de abandonada, le echó en cara su condescendencia, él palideció hasta volverse de color de bronce y le había dicho :

—Ella no era nada mío, y cuando yo la conocí eso tenía ya raíces... Ahora quien la mire siquiera tiene pena de la vida.

Los dichos de aquellas dos mujeres era lo único que se sabía. Los criados y las gentes del cortijo se hacían lenguas contando el cariño de Pedro Moro por Aurelia y por su hijo, estaba embobado con ella como con una imagen; hasta le tenía dos criadas para que no necesitase trabajar, y ella andaba siempre compuesta y adornada como una mocita.

Sin embargo, ella no salía nunca de casa, sentía la hostilidad de todas las mujeres del valle que se indignaban con ella. Se personificaba el antagonismo que había siempre de lugar a lugar, la rivalidad entre las dos comarcas. Las del valle no se ocultaban ahora para decir que las gentes del Cabo no eran como ellas. Comprendían la actitud de Luisa, en su dolor y en su viudez y no la de aquella mujer, causa de la tragedia, que parecía haberlo olvidado todo, cuando había para morirse de remordimiento por "haber causado la desdicha de un hombre como Sebastián.

La misma doña María, tan bondadosa y tan acogedora, rehuía el trato de la joven, a la que se había visto obligada a apadrinar, ya que don Antonio, por su gran amistad a Pedro Moro, que había llegado a ser el hombre de su confianza, fue el que intervino para realizar aquella boda.

Todo aquello se unía para producir una sensación de malestar. Nunca habían pasado allí una Pascua tan triste.

La nochebuena apenas habían llegado a la puerta de la Unión dos o tres pandillas de aguinalderos, cuando la fama de los aguinaldos de doña Magdalena atraía siempre a todas las gentes de los pueblecillos cercanos y era ya legendaria la costumbre de ir a tocar los aguinaldos a la puerta de la familia de Olivares.

Llegaban las pandillas con las zambombas, los panderos, las guitarras, y hasta las castañuelas, los platillos de metal y hasta las castañetas de caña y los almireces preparados y en silencio, cuidando de no hablar ni tropezar hasta estar bien colocados, sin que nadie se hubiera dado cuenta de su llegada. La música estallaba de golpe, procurando todos hacer el mayor ruido posible, y cantaban a coro la copla improvisada, que casi siempre se ajustaba al mismo modelo :

Toda la noche he venido rodando como mía negra sólo por darle las Pascuas a la seña Magdalena.

No les dejaban cantar mucho, la puçrta se abría y el grupo de hombres, mujeres y chiquillos podían comer y beber alrededor del fuego.

Doña Magdalena había amasado las ricas roscas de harina de trigo, con exceso de aceite, todas claveteadas de almendras, y las tablas llenas de mantecados, qué juntas con los espinazos y los panes de higo se repartían profusamente.

El mozancón que llevaba el saco para la recolecta se iba de allí bien cargado, y a veces don Antonio, entusiasmado con los hermosos ojos de alguna aldeana, reforzaba el regalo con algún doblón o con una monedita de oro.

En estas visitas de los aguinalderos, y en que durante esos días se comía más y mejor y se trabajaba menos, se conocía allí la Pascua. Los aldeanos iban todos a ver a doña María y a llevar sus regalos a los niños, que venían a pasar las vacaciones en el campo, porque ya los mayores se quedaban en el colegio en Almería.

El seis de enero era como una renovación-de las fiestas de Pascua para los muchachos. Ellos gozaban el encanto del campo, de las carreras y los juegos al aire libre, junto con los mimos que todos, pendientes de su volun-. tad, les prodigaban.

Descansaban de las tareas del colegio, escuchando los cuentos del tío Pepe, revistiéndose de la credulidad que empezaba a abandonarlos.

Aquella noche todos dejaban las botas junto a la chimenea. Ocho pares de botas, desde las fuertes de suela de alpargata de los ma-yores, hasta las de crochet del pequeñuelo que dormía al lado del ama.

Antes de acostarse doña María y don Antonio iban como unos buenos reyes a hacer su visita a las botas, sobre las que se amontonaban los regalos hechos venir de ex profeso : golosinas, cajas de pinturas y libros, sol-daditos, rompecabezas y muñecos. Eran noches de amor para los dos esposos unidos en aquel amor de los hijos. Pero aquel día habían tenido que separarse. Era noche de alijo importante, y no se podía confiar demasiado en la tolerancia de los carabineros, que por alguna circunstancia imprevista podían hacerles traición teniendo enfrente a aquellas gentes de Sorbas.

El sargento había avisado a don Antonio que esperaban la visita de inspección de un nuevo jefe. Había sido preciso que la esposa se resignara a verlo irse con la gente, envuelto en su gran capote de monte.

Un rato grande se había quedado inmóvil - delante del hogar viendo los zapatitos llenos de dones, presa de aquella inquietud que la martirizaba siempre. Ella quería también su don de los reyes. Plegó las manos para pedir :

—Dios mío, que se deje esta vida y nos vayamos tranquilos- a la ciudad con nuestros hijos.

Al volver la cabeza se encontró con Petra.

ba de guardia en el cortijo y tenía consciencia de su responsabilidad ; pero doña Maria, que había reconocido la voz, ordenó imperiosa :

—Abrele.

Descorrió el joven el gran cerrojo y sacó de la pared el mozo de madera empotrado en la obra para afianzar el cierre como una cuña, y el enorme portalón, claveteado de clavos de hierro, giró con un ruido duro y pesante.

Natalia, chorreando agua, envuelta en un mantoncillo, se precipitó en la estancia.

—Doña María.

Al ver a la señora se arrojó en sus brazos sin poder hablar.

—¿Qué sucede?

—Doña María, por caridad... han parado en el estanquillo dos hombres... no tenían cara de facinerosos... Pero los he oído hablar... vienen a matar a don Antonio... lo acechan esta noche... dicen que saben a donde va...

—¡Dios mío!

—¡Que no salga!

—¡Hace más de una hora que se fué!

Las dos mujeres se miraron atónitas, llenas de desesperación. La señora se volvió ha-c'a José, no menos espantado que ella.

—Hay que salir... hay que avisarle... ¿Por donde es el alijo esta noche?

El mozo se encogió de hombros. En el secreto absoluto con que don Antonio llevaba sus asuntos, hasta çl momento preciso nadie sabía donde tenía que ir. Los que quedaban no sabían nada nunca. Presumía que una falsa alarma pudiera descubrir su paradero.

Natalia insistió :

—Don Antonio no está con el contrabando... esos hombres han dicho que lo encontrarían con ella... al salir de estar con ella para reunirse con la gente.

Sintió doña María una punzada dolorosa en el corazón. Se hablaba así en presencia suya, con ella misma, de otra mujer. Veía a José con la mirada atónita como el que no comprende bien ; y a Natalia avergonzada y confusa de cumplir un deber penoso. Su cariño por el marido se sobrepuso al dolor de la humillación.

—Escucha, Natalia; ¿no sabes más?

—No, señora... pero no hay tiempo que perder... esos hombres estaban ensillando las jacas... yo he venido a campo traviesa.

Mientras hablaba había vuelto a gai»ar la puerta y las últimas palabras llegaron a ellos cuando su figura se había perdido en la sombra como si fuese sombra también.

Una esperanza agitó el corazón de la esposa.

—Si está con ella aún no ha salido del cor-^ ti jo—pensó.

Bruscamente empujó la puerta y entró en el cuarto de Petra ; la muchacha dormía echada sobre un catre, con la cabeza fuera de la almohada, y uno de los brazos arqueados por encima de ella en actitud del que reposa mal y sufre pesadilla.

—Petra.

Levantó la cabeza y quedó asustada al ver a su lado a la señora. Su instinto le advirtió un peligro.

—¿Dónde está don Antonio?

—No lo sé...

—Habla — dijo doña María exasperada por la negativa y cogiéndola violentamente de un brazo—. Habla, su vida está en peligro...

—¡Jesús! Hizo el signo de la cruz. Por eso soñaba yo con tanta agua revuelta y con un toro negro.

Rompió a llorar con desconsuelo. Su llanto irritó más a la señora.

—¿No oyes que no hay tiempo que perder ? Que le acecha un asesino... que saben que está con una mujer que no es su esposa... y le tenderán un lazo cuando se separe de ella para ir a buscar a la gente... ¿Ha estado aquí? ¿Se ha ido? Habla, yo lo sé todo... todo... he callado pprque no lo supieran los demás... Nada temas... hay que salvarlo.

—Nó soy... no soy yo—repuso ella entre sus sollozos—. Hace mucho tiempo que no me hace caso... es otra... otra... que le traerá la desgracia.

—¿Quién es? Di.

—La mujer de Pedro Moro.

Aquel nombre aterró a doña María. Fue como un nuevo peligro que rodease a su marido cerca de aquella mujer que se le aparecía como algo siniestro. Era preciso salvarlo.

Se volvió a José.

—Ensíllame la Zaida a escape.

—j Señora... !

—Obedece.

Se había transfigurado, como si en ella hubiera algo de la fierezá varonil de su esposo.

Un momento después José volvió con la yegua favorita, en la que doña María gustaba de dar paseos para ir dejando sus beneficios de cortijo en cortijo. El animal, acostumbrado a conocerla por sus caricias, se echó al suelo para que pudiera montar. Ella no montaba como las aldeanas, sobre albardas ni silletas, sino con silla de corneta y estribo.

Petrilla se había vestido de prisa.

—Vamos, señora.

Le molestó la proposición. Toda la energía que había en ella se revelaba fuerte y salvaje. La idea de asociarse con una rival para salvar al esposo le repugnaba.

—Iré yo sola... Tú vete a cuidar de los niños... y tú, José, cierra la puerta... ten preparada la escopeta y no abras a nadie.

Los dos hermanos estaban asustados. Nunca hubieran creído capaz de aquella decisión a la señora. Por algo era la hembra de don Antonio.

Mientras hablaba se había colgado de la cintura una pistola y había tomado su escopeta. Ella tenía también su escopeta y sus pertrechos de caza. Era un regalo que su marido le había hecho venir del extranjero. Una preciosa escopeta pequeña y adornada como un juguete, con la que le había enseñado a tirar. Algunas veces, por darle gusto, lo acompañaba en sus partidas de caza, causando la admiración de los labriegos por su puntería; pues en más de una ocasión había hecho carambola o le había dado bigotera a alguno de los cazadores más afamados, cobrando las piezas que habían errado ellos.

Ahora ella que no quería cazar nunca, porque en su alma piadosa quedaba un tormento de ver los paj arillos ensangrentados y muertos por su mano, se sentía capaz de disparar sobre los hombres que le salieran al camino.

Le había dicho a la yegua siguiendo la costumbre tan extendida allí de trabar conversación con las bestias :

—Vamos a Maturana.

Y tal vez aquella costumbre no era tan vana como se creía. Tal vez' la palabra despertaba la atención de los animales y los hacía más inteligentes. La Zaida emprendió su camino al trote largo por los senderos que conducían al cortijo de Pedro Moro. Doña María se dejaba llevar confiando en el instinto del animal, que veía el camino entre la obscuridad de la noche. Aquella obscuridad que parecía borrarlo e igualarlo todo, como si ya el mundo hubiera desaparecido y se hubiera deshecho en la obscuridad.

De pronto se detuvo. Para ir a Maturana tenía que pasar por el Estanquillo, aquella cortijada, a orillas del camino, donde vivían Las Largas, ayudando a la miserable vida en que se veían sumidas desde el casamiento de Pedro, con la venta de aguardiente y baratijas, que iban a buscar al pueblo. Allí paraban los carabineros y las escasas gentes que por algún asunto tenían que pernoctar en el valle. Natalia, la amiga de siempre, se había ido a vivir con ellas. Había edificado al lado de la suya una habitación de piedra y barro, enlucida de cal.

Doña María torció la rienda de la Zaida. El animal pareció comprender y se lanzó a campo traviesa, saltando zanjas y caballones. Sin miedo a caerse, cogida a la punta de la horquilla, apoyada fuertemente en el estribo, doña María lanzó la yegua a galope. La lluvia la cegaba y el viento le revolvía la falda y los cabellos. Hasta estar casi encima del cortijo no divisó su pared en la obscuridad. La Zaida se había arrimado al poyo que corría a lo largo de la tapia para facilitarle el bajar.

Saltó a tierra con presteza. Su mano aterida corrió por la madera de la puerta buscando el aldabón. Dio un golpe seco. La casa permaneció silenciosa. Un repique violento se sucedió. No respondía nadie. De pronto brilló un fogonazo seguido del ruido de un tiro de postas, algunas de las cuales fueron a incrustarse en la madera. Sintió un olor de pólvora y humo que la envolvía. Instintivamente se había echada a tierra. Oyó un ronquido seco y un cuerpo pesado que se desplomaba. La Zaida había caído en tierra a su lado.

—Abrid—gritó desesperada.

Entonces notó que se entreabría la puerta. Se lanzó hacia la abertura y tropezó con el cañón de una escopeta.

—¡Antonio!

El cañón se bajó y una mano tiró de ella en la sombra.

Confusamente se daba cuenta de lo que sucedía. Indudablemente los que acechaban habían creído que era su marido y habían disparado sobre ella, matando a la yegua. Era indudable que don Antonio, atraído por el ruido, había conocido su voz. Sintió que sus brazos la oprimían en la obscuridad. Ella tiró de él hacia adentro para resguardarse de los plomos en la parte más espesa del muro.

—Están ahí—murmuró.

Quién ?

—No lo sé... te acechan... me han avisado... Han matado a mi Zaida... siñ duda los de Sorbas.

—Pero, tú...

Sin dejarle formular la pregunta, con voz breve y entrecortada se lo, refirió todo. Sus lágrimas, contenidas tanto tiempo, corrieron entre los gemidos convulsivos que le agitaban el pecho. Lloraba su miedo, su peligro pasado, el desencanto de hallar allí a su marido. Tal vez lloraba su inocencia y sus pasados sufrimientos cuando en las noches de insomnio lo creía trabajando entre su gente. Comprendía que al amparo de aquellas excursiones él había cometido todas las traiciones contra sus amigos y todas sus infidelidades contra ella'.' El pensar que su Zaida, su yegua torda, tan inteligente y tan querida estaba quizás herida únicamente y no le podía prestar auxilio la exasperaba. Además no había pasado el peligro. Los asesinos estaban allí. No eran unos fantasmas. Alguien tenía interés en que muriera su marido; en lo sucesivo, sobre el temor de los peligros de siempre, tendría la visión de aquel odio que lo amenazaba.

El procuró calmarla con sus besos, pasando la mano sobre las nobles facciones en una igo apasionada caricia ; pero ella lo rechazó violenta.

—No... déjame.

La protesta le avergonzó, sintió la ofensa que había para la dignidad de su esposa en hallarlo allí. No se atrevió a insistir ni hablarle de nuevo; pero- seguía palpándola, temeroso de que estuviese herida, en ese primer momento en que corre la sangre y no duele la herida.

De improviso sintió una corriente de aire viva que entraba por la espalda. Se volvió rápidamente, y casi al mismo tiempo oyó silbar una bala, seguida de un fogonazo. Alguien había disparado desde dentro de la casa, por la ventana que daba al corral.

Se oyó el ruido de un cuerpo que cayese de la tapia al suelo y una carrera que se alejaba al exterior.

El ventanillo volvió a cerrarse y la voz de Aurelia murmuró a su lado :

—Esta vez soy yo quien lo ha salvado.

La oyó dejar el trabuco contra la pared y encender la luz. Un momento después apareció con el candil en la mano, en refajo, con los pies descalzos, la cabellera destrenzada y los hombros y el seno apenas cubiertos por un pañolillo de percal. A la luz del candil su carne blanca tenía reflejos de alabastro; parecía en su palidez una estatua, sobre la que resaltaba el bermellón de los labios y aquella mancha de la rosa,del deseo que caía sobre su cuello, y parecía como una marca cabalística que la hacía fatal. Los ojos no tenían color, brillaban como dos chispas de luz. A pesar de lo trágico del momento, los dos esposos la miraron impresionados. Aquella mujer de alabastro, bajo la aureola de oro de los cabellos, tenía algo de tan siniestro, que era como el resumen de toda la tragedia.

Era la única que tenía -serenidad.

—Es preciso que nos demos cuenta de lo que pasa—dijo con voz breve—. Doña María, ¿sabe usted cuántos son los que acechan ?

Doña María respondió a pesar suyo :

—Natalia me dijo que dos hombres desconocidos... no sé más.

—Sí, eran dos... y dos decididos... se han acercado a la piierta y al ver que el que perseguían ha entrado en la casa, dieron la vuel -ta al corral ; uno de ellos escaló la tapia... Sin duda saben que yo estaba sola... He disparado y ha caído. El otro se escapó.

—¿Qué hacer ?

—Hay que esperar que amanezca.

—Vendrá Pedro.

—¿Qué más da?

—¿Cómo?

—Doña María dirá que al volver ustedes esta tarde de cacería se han visto agredidos y han tenido que refugiarse aquí. Basta con decir que esto ha pasado a otra hora, a pri-ma noche... Pedro y los mozos se marcharon temprano.

Doña María temblaba. Quedaba lo más duro para ella, la mayor prueba de heroísmo en salvar a su rival.

—¿Estás enferma? ¿Te quieres acostar? —le preguntó su esposo con una tierna solicitud.

Ella dirigió una mirada de odio hacia la puerta de aquella* alcoba que le ofrecían y volvió los ojos con un triste reproche sobre él Don Antonio pareció recibir todo el peso de aquella mirada.

En silencio empezó a pasearse por la cocina. Ella se dejó caer sobre una silla y Aurelia permaneció cerca del hogar. Ninguna lloraba ni se movía. Don Antonio se paseaba fumando ; la mujer blanca y desnuda que lo había llevado allí perdía todo su valor ante la figura de la esposa, vestida con aquella sencilla bata obscura que dibujaba su pecho abundante, el talle recto y los pies pequeños. Se le aparecía como una mujer nueva, seductora, que adquiría un nuevo valor para él, vieil -dola enérgica, altiva, serena y dolorida en su altivez. La otra se quedaba lejos, humillada, esclavizada ante ella.

Sugestionado, sin poderse dominar, se acercó a su esposa.

—María, María mía... Perdóname... yo...

No pudo acabar.

Aurelia se había puesto en pie y los contemplaba con fiereza.

—Eso no... No me vuelvas loca... no le digas que no me quieres.

Doña María tuvo una sonrisa de desdén y de felicidad. Se sentía superior, dueña, señora del alma de su marido. Por instinto casi saboreaba su triunfo de mujer, su triunfo de hembra, fuerte en su castidad, contra la rival vencida y desnuda.

—El me quiere... él me quiere...—siguió Aurelia exasperada—, Repítelo, Antonio, repite lo que me has dicho... soy yo la sola.-la única... tu alma.

Se acercaba ansiosa y amenazadora. El se puso al lado de su esposa cubriéndola con su cuerpo.

—Respeta a tu señora, o...

La joven se detuvo, lo miró con estupor, anonadada. ¿Era el mismo hombre de una hora antes?

—Yo se lo contaré todo... todo a Pedro Moro—dijo con desesperación—, que me mate... yo no quiero vivir así.

—¡Infeliz!

Aquella palabra de ternura salía de la boca de doña María.

Hubiera querido ella rechazarla, pero se sentía sometida.

.—Pobre niña—siguió la esposa—. No hagas locuras... tú también tienes un hijo... un hijo... un hijo... sin padre... acuérdate.

Aurelia estaba vencida.

Entró en la alcoba y la oyeron sollozar con desconsuelo.

A la mañana siguiente, al volver Pedro Moro, encontró a la Zaida muerta delante de la puerta de su casa. Don Antonio, su esposa y Aurelia le relataron lo sucedido. Según su versión, cuando los dos esposos volvían de un paseo a caballo fueron perseguidos por dos desconocidos que les obligaron a refugiarse en Maturana. Al llegar al cortijo habían disparado matando la yegua que montaba doña María, y luego pretendieron asaltar la casa por el corral, donde Aurelia había disparado sobre ellos.

En el corral xla tierra movida y llena de sangre conservaba las huellas de alguien que penosamente arrastrándose y agarrándose a las piedras hubiera logrado abrir la puerta. TJn largo rastro de sangre iba a perderse en el monte donde desaparecía toda huella. Alguien aguardaba allí, sin duda, al herido y había escapado con él fuera del valle. Todas las pesquisas que se hicieron fueron vanas. Las Largas y Natalia decían que a su casa habían llegado dos desconocidos de aspecto simpático que^no parecían criminales. Habían llegado tocando el pito anunciador de su oficio de castradores, ese pito a cuyo sonido corrían asustados los pequeñuelos de la comarca ; iban montados en dos soberbios caballos sementales, como acostumbraban los hombres que por aquella época recorrían los cortijos para volver al año siguiénte y cobrar el impuesto que debía obtener el padre de cada burrucha o muleta nacida a causa de la visita anterior.

Eran cosa corriente allí aquellas visitas y ellas no habían sospechado nada. Los dos hombres cenaron una gran fritada de longaniza, bebieron abundante y salieron a echar el pienso a los caballos. Era todo cuanto sabían o al menos todo lo que confesaban.

Pero indudablemente sabían más. Eran sin duda las Largas, las que incitadas por su deseo de venganza contra Aurelia les había dado las noticias para preparar la agresión, fracasada por la devoción de Natalia a don Antonio. Por aquel gran amor oculto que había resumido todos los ensueños de la pobre solterona.

Decididamente debían ser enviados de la gente de Sorbas, que no* renunciaban a su venganza.

El hecho había conmovido a todo el valle y la heroicidad de doña María exaltaba su figura y la de su esposo hasta la adoración. El más conmovido por aquel rasgo era don Antonio. El le había pedido perdón y le había jurado una nueva fidelidad. Esta vez era sincero. En su naturaleza salvaje había influido más fe energía de la esposa que la sencilla virtud a que estaba acostumbrado. Se le había revelado como una mujer nueva, había visto todo el amor, toda la delicadeza que había en ella, como su dignidad heroica le había hecho aparecer tranquila e indiferente cuando tenía el alma destrozada. Quizás por primera vez se había fijado en el atractivo de mujer que había en ella, guardado y oculto como en el fondo de un claustro.

Gracias al disimulo de doña María, Pedro no había sospechado nada de su mujer. Las sospechas se volvían hacia las malditas Largas que se encerraban en la versión de los dos hombres desconocidos.

—No hay que investigar más—había dicho don Antonio— ; yo estoy seguro de que es todo obra del Curro. Atacando a la cabeza no se volverá a repetir.

Sin decir nada más había emprendido el camino de Almería. El mismo día de su llegada fue al Café Suizo, aquel café del paseo, donde se reunieron todos los hombres de la ciudad, dando la impresión de no tener que hacer otra cosa que pasar allí el día.

Al verle entrar el dueño, don Eustaquio, hombre bizco, alto, de la melosa amabilidad de los dueños de café le salió al encuentro sin poder dominar la turbación bajo su saludo tan afable.

—¡ Cuánto tiempo sin verlo Î Véngase a mi despachito y tomaremos una copa.

.—Gracias.

Sin hacerle caso fué a sentarse cerca de la mesa donde estaban varios de sus enemigos. El Curro no estaba allí.

—¡Café frío!

Uno de los camareros, que ya sabía lo que aquello significaba, le trajo la cafetera llena de vino tinto, y la taza para que ló pudiese beber como si fuese café.

—Tráeme copas.

Era demasiado. Cuando un hombre como don Antonio pedía tanta bebida, debía pensar en hacer una atrocidad.

Eustaquio vino a sentarse cerca de él.

—Amigo Antonio, no me busques ningún disgusto.

—Pero, ¿qué es lo que temes?

—No es un secreto para-nadie la rivalidad entre tú y el Curro.

—Historias. ¿Dónde anda?

—Está enfermo.

—¡ Cómo !

—Un accidente de caza.

—¿ Cuándo ?

—Hace unos cuatro días.

—¡Ah, canalla!

Había sido el Curro mismo el que lo había querido matar.

Se puso de pie con violencia y se dirigió a la otra mesa.

—¡ Bandidos !

Antes de que se dieran cuenta descargó media docena de bofetones sobre los amigos del Curro, con aquella fuerza prodigiosa, que les hizo caer a sus pies como muñecas de cartón. Uno quedó desvanecido de la violencia del golpe, otro se había descalabrado al caer contra la pata de hierro del velador ; dos vomitaban las muelas y la sangre que manaba de las encías, y los otros habían echado a correr presas del pánico que les causaba don Antonio.

Este volvió a emprender el camino del valle contento de su hazaña. Todo se reduciría a un juicio de faltas, puesto que se trataba de un hombre solo, y sin armas, frente a todos aquellos matones.

Estaba seguro de que después de aquella lección no lo volverían a inquietar.

XVI

Se le alegraba siempre el alma a Felipe cuando volvía a entrar en su barranco. El había nacido allí en aquella tierra que era suya, una tierra solariega, conquistada por sus mayores, por aquellos abuelos venidos de no sabía dónde, que habían construido allí su nido.

Toda aquella tierra le era tan conocida palmo a palmo, que podía notar la falta de una piedra o de una planta, y la tierra le pagaba aquel aftior porque ella también parecía conocerlo y sonreírle. En ninguna parte del mundo olía el monte como allí, con aquel olor de savia, de fecundidad. Los tomillos, la ajedrea, las palmas y las atochas se mezclaban en aquel olor penetrante, que se le metía en el pecho.

Había estado tres días en la ciudad para arreglar los encargos de su compadre, pero se ahogaba allí tanto, que en cuanto acabó emprendió el viaje de vuelta, sin esperar un solo día. ¿Cómo vivía la gente en las ciudades? Hacinados, empujándose unos a otros por las calles, sin aire y sin sol. Eran la privación del sol y del aire las que más le hacían sufrir. Le parecía mentira que en vez de extenderse la gente por todos los campos haciendo cada uno su casa y su húerto, se amontonaran a vivir juntos de aquella manera.

Más se divertía él cara al sol en la puerta de su casa, que en ir a meterse en un café. Los cafés le parecían siempre mal olientes, llenos de humo, obscuros. Los teatros le parecían otra cosa inverosímil. Aquellas mujeres que bailaban medio desnudas, con saltos y piruetas, que daba vergüenza verlas, no le agradaban como un baile de su tierra, donde las -muchachas garbosas y pizpiretas ponían una sal provocativa y honrada a la vez. Ni siquiera la música de la ciudad le gustaba, una música que él no entendía y que no le regocijaba el corazón como el fandango, el tango o las soleares bien pespunteados en la guitarra por un tocador como su hermano Nicolás. Luego, él no se acercaba a ninguna mujer ciudadana. Les tenía miedo. Había oído contar cuántos habían enfermado para toda la vida por tener tratos con aquellas mujeres.

Le parecían todas iguales. No tenían allí las mocitas el recato arisco de las campesinas, eran atrevidas, descocadas. No se hubiera casado con ninguna de ellas. ¡Cualquiera era capaz de saber lo que habían hecho ! No era como en el campo, que se sabía todo.

Cada una de sus visitas a Ni jar o Almería le servía para avivar más en él su amor al barranco. Como don Antonio tenía una gran confianza en su fidelidad y su inteligencia, le hacía ir con frecuencia a arreglar' negocios suyos, de cobros o ventas. El hacía, para complacerlo, el mayor de los sacrificios. Hubiera preferido que lo ocuparan en un contrabando, en el puesto de más peligro, a un viaje de aquéllos.

Sentía toda la melancolía del camino a solas con sus pensamientos sin encontrar ningún otro viajero con quien poder departir. Pasado Montano, con su aspecto conventual y los Aljibes del cortijo de los frailes, empezaba la soledad sin una aldea ni un caserío hasta pasar los dos pobladillos de los Albaricoques y las Faltriqueras. Luego empezaban los lástrales, los terrenos resecos, que en el estío tenían algo de desierto africano, con su aire quemante poblado de miles de mosquitos microscópicos, que se metían por los ojos y por la respiración. La rambla de Fuente Amarguilla, la rambla de Morales con sus arenales fatigosos para salir a la carretera larga y polvorienta en la venta del Pino. Había que atravesar aquel sitio fatídico, del monte partido para desenrollar la cinta blanca de la carretera. En las dos laderas de aquel monte estaban grabadas multitud de cruces que recordaban arrieros asesinados para robarlos, pacíficos caminantes encontrados muertos, y alguna también de bandidos fusilados por la guardia civil.

Aquella Cuesta Colorada era un sitio fatídico donde el ánimo más esforzado sentía miedo. Venían luego los llanos de Alquián, la gran planicie sin un árbol, partida por la carretera con los montones de piedra a los lados, que parecía estrecharse a lo lejos y ofrecer un término al que no se llegaba jamás. Como aquellos pájaros Engaña Pastores, que parecen burlarse estando quietos, como si se' dejaran coger, y luego dan un saltito de pocos metros, cuando ya se les tenía casi en la mano.

Había que cruzar la vega estrecha y pobre, atravesar el río Andarax, siempre sediento, y pasar la Cañada, el primer barrio urbanizado, donde ya se empezaba a sentir más desconcertado entre las dos filas de casas a cuyas puertas se asomaban gentes a verlo pasar.

Durante este viaje él había pensado mucho. La muerte dé Sebastián lo había afligido, porque además de sentir la sospecha de todos fija sobre él y su hermano de un modo injusto, aquella muerte le había quitado la esperanza de lograr una rehabilitación para su hermana. Es verdad que aquella muerte erá mejor que el abandono, porque le había dado algo de la majestad de la viudez, pero era la primera Chafin^. que dejaba caer una mancha en la familia. Aquella mancha les alcanzaba a todos.

Tanta era su pesadumbre, que desde entonces había dejado de ir al valle y a los otros lugarcillos donde había muchachas, en busca de novia.- Se casaría allí, en su barraco, con alguna de -sus primas, de aquellas que no habían Reñido novio nunca.

Durante todo el viaje se había acordado mucho de su sobrina Teresilla, que salió a decirle adiós al camino. Era de las menores de la familia y no se daba cuenta del estirón que había dado. Apenas hacía nada de tiempo que la veía jugando por las calles con los otros muchachos y se le aparecía de pronto tan fresca, tan rolliza,,, tan formada, con un seno exuberante, una mata de pelo que daba gloria y unas mejillas redondas y rosadas como la carne de una sandía madura.

¿Por qué había salido Teresa al camino?

Desde pequeña le tenía ley aquella muchacha; La iba recordando, acariciándola más en el recuerdo, con aquel rumor de enaguas almidonadas que hacía al andar y aquella boca de risa en la que ponía luz la blancura de sus dipntes.

Sería un encanto casarse con Teresa, así como estaba ahora que todavía no la habían llevada a los bailes ni la había codiciado ninguno.

Ya le tenía el ojo echado a un pedazo de tierra para levantar su casilla y labrar su huerto. No se alejaría del contrabando, pero le diría a su compadre que lo dispensara de aquellos viajes para vivir en gracia de Dios con su mujer y con los hijos que se sirviera darle.

Había aligerado aquella vez el viaje para volver al barranco. Cuando divisó su entrada, al apareçer sobre la cuesta de Las Carri-huelas, se le ensanchó el alma. Se le había hecho un poco tarde y ya las sombras del anochecer caían sobre la tierra, pero él llegaría'a su casa antes de que acabase la velada, antes de que se acostaran para ver a Teresa aquella noche misma. En semejantes casos no se debe perder el tiempo.

Se apeó del'mulo para bajar la cuesta resbaladiza en la que el pobre animal apenas encontraba donde poner las patas y siguió detrás de él, sin querer montar de nuevo, con esa consideración, rayana en compañerismo, con que los labriegos y contrabandistas tratan a las bestias.

Sentía en el alma un cantar y tenía ganas de cantarlo. Siempre al llegar uerca de casa, cuando iban solos, había en todos aquel deseo de cantar, con el que anunciaban su presencia ; era como algo suyo que se les adelantaba para entrar en casa.

Entonó su cantar alegre y gozoso a (oda voz, y los barrancos lo repitieron con sa eco apagado en la humedad de la noche.

Sin saber por qué tuvo un movimiento de terror. Había hecho mal en cantar allí tan lejos de su casa. Le parecía tener un peligro cerca. Entonces recurrió a la estratagema de cantar fingiendo otra voz como si no caminase solo, y entonó otra copla en un tono tan completamente distinto, que él mismo sintió como si le acompañase otra persona misteriosa. Miró con miedo en rededor.

—Está bueno esto. Si mi compadre me viera tendría que vestirme con faldas como a una mujer — exclamó indignado consigo mismo. Luego, queriendo disculparse, añadió :

—Pero yo no tengo miedo de nadie... no tengo miedo de otro hombre... es que hay cosas que cualquiera las teme... que no se puede con ellas... Cuando parece que andan almas en pena cerca de uno...

Como queriendo acabar con su miedo y afirmar su personalidad entonó un nuevo canto.

Ya estaba al comienzo de la rambla que daba entrada a su barranco. Arreó al mulo y, cogido al borde del aparejo, apretó el paso. Empezaba a subir el sendero que conducía al caserío de los Chafinos ; era como haber pasado una frontera enemiga y estar en su territorio.

La noche acababa de cerrar, pero él ya tenía su faro en las lucecillas de los candiles de aceite que iluminaban las puertas abiertas y cercanas. Su canto había de llegar ya a oídos de los suyos. ¡Si saliera a esperarlo la sobrina Teresa como salió a despedirlo!

Empezó otra copla, mas apenas había acabado el segundo verso sintió un golpe rudo en las piernas, como un peñón que rodara de lo alto y lo hiciese tropezar. El mulo, asustado, dió un respingo y se escapó trotando. Felipe hizo un esfuerzo para guardar el equilibrio, pero no pudo lograrlo y cayó hacia adelante.

En el mismo momento sintió una cosa fría que le penetraba en la carne y la voz bien conocida para él de Matías que pronunciaba la frase habitual en aquellos actos de venganza.

—¡Toma! De parte de Sebastián.

—¡Perro!

Había errado el golpe, y la hoja, que buscaba el costado, había penetrado en el muslo de Felipe. Este sacó su faca de la faja y, dominando su dolor, se afianzó a su adversario. Se trabó la lucha brutal, cuerpo a cuerpo. Las dos facas que buscaban donde herir chocaron una contra otra varias veces y se escaparon de sus manos.

Cada uno de ellos trataba de hallar la garganta de su adversario. Rodaron enlazados por la vertiente del barranco.

—Matías—dijo Felipe sujetándolo debajo de su cuerpo con las rodillas sobre el pecho—, Matías, ibas a hacer una infamia.

—¡Canalla!

—No me insultes. Yo no he matado a Sebastián. Te lo juro.

—¡ Miserable !

—Entra en razón. Y a ves que puedo matarte. Júrame que no tendrás venganza contra nosotros.

—¡Cobarde!

La ola de sangre contenida por Felipe se revolvió impetuosa con los insultos de su rival. El dolor de los golpes y de la herida del muslo vino a avivarla. El miserable era él, el vencido que rechazaba su perdón. Loco de ira le apretó la garganta con las dos manos. El otro revolvió el cuerpo con furia y lo enlazó con las piernas por medio del cuerpo. Felipe se sentía sofocado, la sangre que corría de la herida contribuía a debilitarlo ; quiso hacer un esfuerzo supremo y acercó la cara a la cara de su adversario mordiéndole en la nariz, hasta sentir que le arrancaba el pedazo.

El otro lanzó un rugido de fiera y sus manos acudieron a separar la cara de su enemigo clavándole con fuerza las uñas en los ojos. Entonces fue Felipe el que soltó su presa para acudir a separar aquellas manos que penetraban dentro de las cuencas de sus ojos. Sintió un chasquido, como si algo se le quebrara, un líquido viscoso y caliente que le corría por las mejillas. Se quedó desmayado y entre la última noción de la vida creyó escuchar un ruido de muchas voces.

Apenas tuvo fuerzas Matías para arrastrarse, casi dejarse caer rodando hasta el borde del camino, donde había dejado su caballo. No era aquel día el destinado para su venganza. La había jurado y se tenía que cumplir en uno o en varios de los Chafinos. Para él no cabía duda de que los que habían causado la muerte de su hermano eran Felipe y Nicolás. Esperaba, tramando sus planes, una,ocasión. Aquel día era quizás cuando menos había pensado en ello. Venía de Montano y oyó, a poco de bajar la cuesta, la primera copia de Felipe. Se estremeció.

—Parece la voz de mi hermano—dijo—; si estuviera vivo diría que era él.

La segunda copla no lo engañó. El que cantaba era el mismo que apelaba al recurso de los miedosos.

—El que teme, algo debe—murmuró entre dientes, y espoleó su caballo en dirección a la voz—. Su segunda copla lo sacó de dudas. Tan acostumbrados estaban a oír sus cantos en los bailes, que se conocían todos por la voz. Era Felipe... Iba solo.

—¿Por qué me he acordado yo antes de nada de mi Sebastián ?

Le parecía que su hermano estaba penando como las almas del purgatorio y que el sufragio que necesitaba era su venganza. En su superstición pensó que estaba allí cerca de él pidiéndole que aprovechara la ocasión.

No dudó mucho tiempo. Se apeó del caballo, le puso una gran piedra sobre las bridas y trepó buscando la coartada a Felipe para salirle al encuentro. Ahora, después de aquella lucha, tenía que dejarlo porque la familia venía del barranco como una avalancha hacia allí, alarmados por la copla sin final y la llegada de la caballería sin jinete. Apenas tuvo tiempo para ahondar y vaciar aquellos ojos y escaparse. El iba sin nariz, lleno de sangre y de heridas. No podría negar, pero prefería el castigo de la justicia a caer en manos de sus enemigos. El caballo amaestrado se echó a tierra, y cuando sintió a su amo sobre los lomos escapó a galope erí dirección a la casa.

Pasó un largo rato antes de que nadie tratase en perseguirlo ; la vista de Felipe en aquel estado hizo que no se pensara más que en socorrerlo. Luego, mientras los sobrinos y las mujeres formaban con las manos enlazadas una especie de silla y lo colocaban sobre ella para conducirlo a casa, el padre y Nicolás salieron en busca de los asesinos.

Vagaron más de una hora por los caminos. La obscuridad borraba todo rastro. Al volver a casa, Felipe había vuelto en sí. Su madre, Luisa y Marisol, convertidas en enfermeras, le habían vendado la herida del muslo después de desinfectarla con tintura de árnica, pero ninguna se atrevía a tocar el rostro horriblemente. mutilado.

El enfermo las sentía a su alrededor.

—Me habéis traído con vosotros y me habéis curado ; pero, ¿por qué me tenéis a obscuras?... Encended la luz.

Nadie se atrevía a responderle.

La exclamación de Nicolás y de su padre le atravesó el cerebro como una i»ueva herida.

,—¡Ciego! ¡Ciego!—rugió.

Sus brazos que caían inertes y sin fuerza a lo largo de su cuerpo hicieron un movimiento para alzarse, sin poderlo conseguir.

—¡Ciego! ¡Ciego! ¡Padre!

—¡Hijo del alma!

—Ha sido Matías... Matías... me ha acometido a traición.

—¡El infame!

Toda la familia prorrumpió en denuestos. Se habían empeñado en imputarles el crimen que no habían cometido. Luisa rompió a llorar con desconsuelo. Se creía la causa de todo.

—Te juro que las pagará—dijo el viejo, con una solemnidad que por un momento sobrecogió a toda la familia.

—Te lo juramos todos — añadió su hermano.

Brilló un rayo de gozo en aquel rostro atroz.

—No... no le hagáis nada... traédmelo, traédmelo vivo... me lo ponéis cerca y me dejáis solo... solo con él... sin armas ninguno de los dos... no nos sujetéis... no intervengáis... los dos solos... yo lo destrozaré a bocados...

Todos intentaban en vano calmarlo. A fin cedió un momento el furor.

—,¡Mis ojos!... ¡mis pobres ojos!—gimió. —¡No ver más la luz!... ¡no ver!... ¡¡¡no ver ! ! !

Sé quedó silencioso un momento y luego preguntó :

—¿No sé los que estáis conmigo ?

—Estamos todos, hijo de mi alma—respondió la madre.

—¡No ver... !

—No seas niño—repuso su hermano—, eso es una herida que se curará.

—¿ Crees ?

—N aturalmente.

Hacía señas a los otros para que apoyaran su mentira.

—No... me ha saltado los ojos... yo he sentido que me saltaban los ojos... se me quebraron, y me salió la niña... como una uva que se despanzurra.

—No, hombre, no. Es que en los ojos duele todo mucho.

—Yo quisiera tocarme y no puedo levantar los brazos. ¿Tengo los ojos vacíos?

—No... estáte quieto.

Hubo otra pausa.

—Teresa... ¿Está ahí Teresa?

—No.

—Decidle que venga.

Marisol se levantó.

-—Voy a llamarla.

El herido prestó atención poniendo toda su alma en el oído para sentir llegar a la muchacha.

Percibió un ligero ruido de disputa en la habitación inmediata. Era la voz de Marisol que hablaba con imperio, con premura, en un tono bajo y conciso. Otra voz le contestaba con energía y hostilidad. Era un rumor tan tenue que no llegaba a los demás, que llegaba solo a él, por aquel esfuerzo de atención de toda su alma concentrada para oír. Las sílabas que pronunciaba Marisol eran vagas.

— Te... es... ario... ven.

La otra voz llegaba más distinta. Era la voz de Teresa, enérgica, amedrentada, bañada en un acento de terror.

—No puedo... no puedo. Me da miedo verlo con ese rostro tan horrible sin ojos.

¿Por qué no le habría acertado Matías el corazón ?

—Quiero morirme... quiero morirme—aulló—. Dadme un tiro como a un perro rabiando... por compasión, dadme un tiro... ¿No me hacéis caso? ¿Me abandonáis porque estoy ciego?... ¿porque estoy horrible ? Dadme un tiro.

—¡Hijo mío!

Pareció enternecerse.

—¡Madre mía! ¡Ciego!

Volvió a enfurecerse.

—Padre... tráigamelo usted... vivo... sin armas... déjenmelo a mi solo... quiero meterle los dedos en los ojos... ahondar... ahondar... que se le quiebren, que se le salten... Padre... no le hagan nada... tráiganmelo.

Empezó un delirio de fiebre en el que unas veces suplicaba que lo mataran y otras que le trajesen a su adversario, pero ni una sola vez nombró a Teresa. Aquel amor que debía quedar desconocido era quizás la herida más dolorosa.

XVII

El sentimiento religioso de doña María se hacía cada vez más exaltado, como si quisiera obligar a la divinidad a proteger a su marido, y cambiar el destino con sus oraciones. Aquel año deseaba celebrar más solemnemente el día de San Antonio dando socorros a todos los pobres del lugar. Después de las hogueras tradicionales quería que se dijese una misa, seguida de un buen almuerzo y fiesta. Era preciso que Dios impusiese su temor entre aquella salvaje gente del valle. Debía solemnizarse el día de San Antonio. Hasta una^compañía minera de Cartagena, que estaba trabajando unas minas, cuyo metal acusaba extraordinaria cantidad de oro, paraba ese día sus trabajos para que los mineros pudieran gozar de la fiesta. Asistirían también los jabegotes de tres barcas de Carboneras, que sorprendidos por el levante en una de sus expediciones de pesca estaban varadas en la playa del Campillo, la playa de arena menuda más pintoresca de la comarca, donde acudían a bañarse en el verano la gente del contorno.

Habían ido de la ciudad varios amigos de don Antonio y una Hermana casada con un rico propietario que, como no tenía hijos, había colocado todo su cariño en los pequeñue-los de su hermano.

Ella, como su madre, no creía del todo en la leyenda de contrabandista que rodeaba a su hermano. Más bien creía que la necesidad de vigilar su hacienda y la escasez de recursos, que suponía la numerosa familia, lo obligaba a vivir en el valle, para no hacer un mal papel en lá ciudad.

Compadecía de todo corazón a la cuñada, obligada a habitar allí entre aquellos rústicos. Ella no podía pasar sin ir a misa todos los días y sin confesar todas las semanas. Era una criatura tan sencilla y tan buena que había pasado por el matrimonio y llegado a los cuarenta años conservando la infantilidad de una adolescente de diez.

Las horas que las Juntas de San Vicente, las novenas y los rezos le dejaban libre, las ocupaba en hacer labores de adorno y dulces. Eran las dós cosas,que más la entretenían*y cifraba todo su orgullo en que nadie supiera imitar un clavel como ella, ni confeccionar mejor un hojaldre. Guardaba celosamente sus recetas, para que nadie pudiera competir con ella, y más de una vez los celos de su habilidad le hacían disgustarse con su cuñada o con su madre, si bien no tardaba en ir arrepentida, con aire de niña grandota, a pe-dir perdón de su enojo.

El tocador era otra de las cosas que la preocupaban mucho. Como buena católica estaba influida por la idea de qué debía mantener encendida la llama del amor del marido, porque era la responsable de cualquiera de los extravíos que pudiera tener. La naturaleza que la había hecho estéril la había dotado de un bigote y una barba abundantes, que embadurnaba diariamente con una pasta de depilatorio verdosa, que olía a cieno, pero apesar de eso, crecía también diariamente con una abundancia de espinillas pinchosas imposibles de disimular bajo los polvos y la crema.

La pobre mujer había usado de todos los medios imaginables, hasta de los más supersticiosos, a fin de tener un hijo. Sus problemas matrimoniales eran constantemente el asunto preferido de su conversación y el problema de conciencia que llevaba cada semana al jesuíta, investido de la representación de padre espiritual.

Su marido, gran gastrónomo, muy preocupado de su higiene, y muy aficionado al juego de tresillo, no se preocupaba gran cosa de su mujer, que le resultaba una admirable ama de gobierno, con tal de tenerle señalada la renta de que podía disponer, para no correr el riesgo de que lo arruinara comprando dul-ces y juguetes. El, que se pasaba los días dando largos paseos por el Malecón y jugando su partida de tresillo, sin sentir la monotonía de la repetición, hacía un verdadero sacrificio a sus deberes de familia para pasar aquella temporada en el valle con su esposa.

Calmoso y reposado, de hablar lento, como hombre que reflexiona mucho y que no arriesga una palabra sin haberla meditado, tenía buen cuidado de establecer desde el primer momento una separación entre las efusiones familiares y las confianzas de los chicos, para no comprometer su egoísmo y seguía dando sus largos paseos y entreteniéndose los ratos que no podía consagrar al juego, a la lectura de unos libros que inquietaban a su mujer, porque eran siempre unos libros pesados y enigmáticos, que ella no comprendía. El decía que eran libros científicos y su confesor le declaraba que la ciencia no es siempre el apoyo de la religión.

Aparte aquel resquemor, los días en el campo la divertían como a una niña. Lo miraba todo llena de curiosidad, iba con sus sobri-nitos de un lado para otro, encantándose lo mismo ante las florecidas silvestres que crecían en las riberas, que ante los guarinillos pequeños y los pollos recién salidos del cascarón. Se pasaba las horas en los corrales viendo los borreguitos y cabritillos, los conejos que salían de las madrigueras para comer la hierba y que escapaban despavoridos, con sus saltos de canguro y sus orejas empinadas, al ruido más pequeño.

Siempre andaba por la playa cogiendo los caracolillos raros y las piedras de jaqueca o bien por el monte para hacer ramos de los lirios silvestres, descoloridos, casi azules, que nacían sobre un tallo seco en las tierras áridas. Había una flor interesante ; aquellas plantas rastreras con menudas hojas de rosal y tronchos pinchosos que se extendían sobre las rocas con sus lindas florecillas de cinco pétalos, las rositas de la Virgen, de un penetrante olor a la mejor esencia de rosa. Allí, al lado de la flor de carne de las grandes adelfas lucían las amapolas, rosas blancas o rojas, de pétalos de seda, manchados de una gota de tinta negra junto al cáliz, oculto en los largos pistilos. Imitaba la flora del monte todas las flores cultivadas. Los guisantes de olor, los zapatitos de Niño Jesús, especie de dragones menudos. Los moginos, como margaritas amarillas que los campesinos llamaban despectivamente flor de burro, y que a ella la seducían tanto como las flores olorosas y menuditas del romero, del tomillo y las temblantes pelusillas azules de los cantuesos; las inmarchitas flores moradas de las capitanas, semejantes a flores de papel que no se sabía si estaban secas o frescas, como sü-cede con las siemprevivas y que tenían la for-ma de un panai. Sobre todas aquellas plan-» tas las extrañas orquídeas silvestres, flores con forma perfecta de una abeja unas y de un candil otras, que se ocultaban en los lástrales y a las que miraban los campesinos con supersticioso temor.

La familia se reía de sus niñadas, de su admiración y su ternura por las aves, por las flores, por el sol. Se burlaban de verla encantada ante un macizo de vinagreras, esas plantas espantosas que se propagaban en los bancales matando las cosechas, y que los labradores no lograban exterminar. A ella le parecía deliciosa con su follaje abundante, de largos tallos y hojas parecidas al trébol, entre los que brillaba la multitud de flores amarillas, como campanillitas de oro, de un amarillo claro, que eclipsaba las campanillas azules y color carne morena de las correhuelas, y los morados borlones de las cardenchas que se mecían sobre ellas. Más de una vez pagó su devoción con el daño de la picadura de una abeja, de los colmenares cercanos, que le clavó su aguijón, oculta en el cáliz de una de aquellas flores. Otras veces era aquella colilla verde tan pegajosa y punzante, amor de hortelano, que crecía entre las trigueras, los bojes y los zarcillicos, que se le pegaba a los vestidos y a las medias, obligándola a tenef que cambiarse de ropa.

Sentía un miedo pueril de acercarse a los pitacos que marcaban los linderos, porque creía que debía ser allí, cerca del tronco de aquel tallo, alto, liso como un mástil de barco, en cuyo extremo se abrían las ramas semejantes a una mano que se abre como sobre un brazo relicario abierto e implorante hacia el cielo ; donde se ocultaban las víboras y los áspides, esas sierpes ciegas que saltan y muerden a los que pasan cerca de ellas.

Las leyendas de insectos y reptiles formaban su tormento. Se contaban casos de picaduras de arañas, mortales, y de escorpiones contra los que no había salvación posible.

Con el escorpión la espuerta y el azadón, de tarántulas terribles y de langostas que agredían a las mujeres y obligaban a defenderse a tiros.

Ni siquiera dentro de las habitaciones se creía segura. Las habitaciones de paredes de barro y techo de alcatifa no eran muy a propósito para inspirar confianza. Le habían contado que las serpientes penetraban hasta las camas en donde había una mujer criando y mamaban suavemente su leche, mientras dormía, hipnotizadas por su influencia. Sólo se llegaba a averiguarlo cuando se veía desmejorarse y consumirse a los niños, con la boca negra de chupar la cola que la astuta serpiente les introducía en la boca.

Su mismo hermano había visto una noche un alacrán sobre el seno de su mujer dormida, y al darle con la mano para arrojarlo lejos le había clavado el aguijón. Por fortuna no faltaban en todos los cortijos las milagrosas piedras viboreras, que vendían aquellos hombres extraños, que iban por allí cazando víboras, cuyo veneno extraían para venderlo en las boticas, y que solían llevar con ellos un osezno domesticado a guisa de perro. Aquellos hombres vendían unas piedras bruñidas como pedernal, un poco lechosas y brillantes, que recordaban al ópalo. Decían que esas piedras las sacaban de las cabezas de las víboras muertas en Jueves Santo, el día en que se cogían las malvas, la borraja y todas las flores cordiales, que ese día tenían mayores virtudes curativas.

Las piedras viboreras eran un contraveneno de todas las picaduras de animales venenosos. Se agarraban a las heridas de las mordeduras y chupaban el veneno, hasta que se ponían color violeta. Había que echarlas en vinagre para que soltaran el virus que habían absorbido, para efectuar aquella cura eficaz, infalible, instantánea, de la que se reían los médicos y los sabios, cuando les hablaban de eso, pero que era-un hecho indiscutible y probado.

En este viaje no le faltaba ocupación. El deseo de su cuñada de celebrar tanto el día de su marido la obligaba a ayudar a la madre en sus preparativos ; porque 'a Petra, muy enferma desde hacía varias semanas, se le había cubierto el rostro y el cuerpo de una capa amarilla, como un velo, que le invadía hasta el cristal de los ojos. Una terrible ictericia que le hacía parecer una estatua de cobre.

Su enfermedad, según declaró Gaspar, no se podía curar más que mirando el agua corriente ; el agua de un río, de una rambla o de una acequia que corriera sin cesar y que la enferma mirase fijamente durante muchas horas.

—Los males tienen que salir del cuerpo por alguna parte. La ictericia es pena y sale por los ojos. Se la lleva el agua, que devuelve la alegría al corazón.

Habían tenido que llevar a la muchacha a Huebro, al pueblo de su madre, donde podía contemplar un río ; y ella, que sabía que su pena no tenía cura, se había resignado a irse, sin pronunciar una sola queja. Sólo desde lo alto de la cuesta, cuando vio por última vez aquel panorama que abarcaba todo el valle y que no debía volver a ver, tuvo una lágrima silenciosa que rodó por sus mejillas. Sentía el amor a su valle y a su vida, que se sobreponía a todos sus amores. Pero ya era tarde.

—Ya estoy muerta—pensó—, que más me da que me lleven así, sobre las silletas* o que me lleven envuelta en una sábana blanca como traen a los muertos.

En el valle no hablaba nadie del atentado porque don Antonio lo había prohibido expresamente y nadie se atrevía a desobedecerlo. Se había establecido una gran vigilancia, un verdadero servicio de policía, que no consentía llegar hasta a-llí a un desconocido ; don Juan, el cuñado, se había hecho llevar de la ciudad un Kodak para reproducir paisajes y escenas de aquel lugar pintoresco, cosa que le costaba no poco trabajo, pues las mujeres escapaban corriendo en cuanto lo veían, porque se habían enterado de que cuando las miraba a través de aquellos cristales las veía con la cabeza para abajo y suponían, lógicamente, que en tal posición, las faldas no cubrirían el pudor como era debido.

Entretanto seguían deslizándose plácidamente los días.

Don Antonio resarció a su mujer de las infidelidades y los disgustos pasados envolviéndola en un amor apasionado que le hacía no apartarse de ella.

Los niños se sentían felices con la tía, una niña más grande que ellos, que participaba de sus diversiones y los acompañaba a los paseos por la play^ o por las montañas. Habían hecho unos sencillos aparejos de hilo sujetos a la punta de una caña a cuyo extremo ataban un alfiler hecho gancho. Con aquel aparato, encamando con una cortecita de pan, pescaban desde el borde de la balsa los pececillos de colores que la poblaban. Unos pececillos rojos, blancos y rosados, que tenían sobre el lomo manchas variadas y toques brillantes, como de plata y purpurina.

Por las noches los jabegotes venían a recogerse al cortijo. La caridad de don Antonio se compadecía de las pobres gentes que después de estar todo el día luchando para echar las redes en el agua y tirar de ellas, apenas sacaban en cada lance un puñado de peces que ofrecer a los arrieros que venían de las Negras a comprarlo.

Cuando él no estaba allí, las pobres gentes que habían de varar todos los días su barca, establecían su rafal al lado de ella para dormir allí agrupados unos contra otros, después de haber hecho un caldo con los escasos pescados que les quedaban; pero estando allí don Antonio ya era otra cosa. En el cortijo les esperaba su comida y el pajar abierto para dormir calientes. En cambio ellos amenizaban la velada monótona de los cortijeros. Cada cual tenía su habilidad. Uno sabía tocar la guitarra con la garganta de un modo sorprendente, otro imitaba la flauta silvando un paso doble. Los viejos contaban cuentos y describían escenas y costumbres de las ciudades por donde habían pasado cuando estuvieron sirviendo al rey. Las muchachas cantaban o bailaban cantos y bailes desacostumbrados, que provocaban la hilaridad. Algunos hacían suertes o decían acertijos, cuyo enunciado picante alarmaba a la concurrencia, aunque su significación era siempre la cosa más inocente del mundo.

Lo malo era que la presencia de aquel pueblo nómada entre ellos, les dejaba recuerdo para rascarse una buena temporada. Los jabegotes tenían fama de ser la gente más despreocupada y sucia de Carboneras, pueblo del que se decía que sólo había un peine para todos los vecinos, que no se podían peinar más que el día que les tocaba. Así entre los pliegues y costuras de los refajos de lana de las mujeres y de los calzones de bayeta amarilla y colorada de los hombres, se albergaba un número de parásitos de mal renombre que hacía terrible su proximidad. Ellos no trataban de ocultarlos, y con una gran serenidad metían la mano en el pecho o en los sobacos para rascarse.

—Piojos tuvo Cristo—decían—- ; los piojos son de nobles ; no hay que avergonzarse de ellos como de las pulgas que las tienen los cerdos.

Se habían organizado también algunas partidas de pesca y de caza a la Cueva de las Palomas ; y excursiones a los lugares donde los pastores invernaban con sus hatos, en el corazón de las montañas, en aquellos puertos que formaban los riscos, donde a merced de la umbría abundaba la hierba. Unas expediciones pintorescas, en las que gozaban comiendo en las chozas algún cabritillo o conejo en ajo cabañil, con el pan moreno, asado sobre las losas, que después del cansancio les sabía a gloria. Tanto, que por más que doña Aurora se empeñaba en verlo hacer y en apuntar los ingredientes, no lograba que le saliese igual en la ciudad.

—O le echan alguna hierba, que no dicen —repetía—, o es el aire y la leña de la montaña lo que le da sabor.

Ella creía firmemente que aquella leña del monte que perfumaba el aire influía sobre los guisados. Nadie que no conociera a fondo aquel lugar hubiera podido figurarse el fondo de pasión salvaje que se ocultaba bajo la apariencia tan plácida y tan idílica.

XVIII

Por fin llegó la noche, víspera de San Antonio. Una noche serena y sin luna, tal como la podían apetecer.

En cuanto dieron las diez empezaron a abrirse las flores de fuego en medio de la obscuridad. Aquella tierra árabe tomaba todo su aspecto de aduar. No había casa ante cuya puerta no ardiese la gran hoguera ; con su luz brillante y movible, destacándose en medio de la serenidad de la noche. Las montañas se iluminaban como los cerros africanos a la voz del santón que predica la guerra santa. Había una hoguera en cada hato y en la boca de cada pozo de minas. De los cortijos escondidos en los barrancos, de las cuevas construidas en los tollos salían las alegres llamaradas de aquel incendio que amenazaba correr por todo el valle. Se habían levantado inmensas piras de leña para festejar a San Antonio en todas partes ; de aquella leña ligera, pinchosa, que ardía con mucha llama y duraba poco; aulagas, artos y tomillos. Se quería una gran lumbrada deslumbrante y pasajera para cumplir con el santo. San Antonio era un santo popular ; los pescadores lo invocaban durante todo el año cada vez que se hacían a la mar con un devoto :

—Vamos con Dios y San Antonio nos valga.

Pero solían pisotearlo después impíamente al volver y encontrar las redes menos repletas de lo que esperaban. Entonces, en su desesperación, tiraban los gorros puntiagudos al suelo y los iban llenando de piedras que representaban :

—San Antonio.

—San Pedro.

—San Juan.

Casi toda la corte celestial, sobre la que pateaban rabiosamente para obligarlos a ser más generosos otra vez.

Era también el santo de las muchachas casaderas, el que concedía y quitaba los novios. Algunas despechadas tenían la costumbre de clavar la imagen de barro del santo cabeza abajo en una penca y tenerlo sometido a tal castigo hasta que les deparaba un pretendiente.

Sede consideraba, además, como el protector de las piaras de cerdos y le ofrecían espinazos a San Antonio todas las matanzas para que librase a los animales del vial colorado, la temible epidemia que los atacaba, y el valor de la ofrenda se empleaba en aceite para quemarlo ante la imagen del santo.

Siempre que se perdía un objeto había que recurrir a San Antonio, aunque por aquella extraña devoción que le exigía maltratándolo, se hiciese un nudo apretado en el pañuelo, con la creencia de que producía un dolor en el cuerpo del santo, y no lo soltaban ínterin no parecía el objeto buscado.

Si aquella noche no se encendía hoguera en su honor, estaban seguros de que el santo se vengaría en el año. Había ejemplos de casas quemadas, de muías muertas, de cosechas perdidas por no haber honrado al santo.

Las hogueras encendidas con aquel fin piadoso acaban por producir una especie de embriaguez con su llama; se comprendía viendo la alegría que comunicaban cómo debían enardecer a las tribus que se preparaban con fogatas para la lucha y que celebraban con luminarias la victoria.

Era la hoguera la que conservaba el primitivo rito sagrado del fuego, de aquella religión persa de la lumbre, desvirtuada con los fuegos de artificio de las ciudades, los cuales no conservan la recia savia que conmueve en la lumbre.

El chisporrotear, crujir y retorcerse de la leña que se prende, las espirales de humo y de la llama, las chispas encendidas como estrellas subiendo y desvaneciéndose en la sombra; aquel humo que llevaba en él bastante fuego para tender un vapor de luz blanco y rojizo sobre el cielo, daba una alegría ruidosa, comunicativa, que hacía desear que no se apagase su llama.

Se buscaban materiales para alimentar la voracidad insaciable con que la hoguera lo devoraba todo. Se empezaba por arrojarle todas las brozas y hojarascas secas que se hallaban a mano; caía en él toda la leña preparada para el hogar y para el horno. En seguida se buscaban los pedazos de madera, los aparejos inservibles de las bestias, las espuertas viejas, las sillas derrengadas, las mesas cojas ; con un ansia y una voracidad que a no contenerse les haría quemar toda su casa y arrojarse a la hoguera después. Debía haber una voluptuosidad en aquellos .pueblos antiguos que se habían incendiado para no entregarse al enemigo. Tal vez no habían tenido el deliberado propósito de arrojarse al fuego y habían gozado viéndole devorar sus tesoros, sus joyas, sus perlas, hasta que la misma embriaguez los había llamado a ellos.

Todos los muchachos y toda la gente joven llevaban hachas de albardín, de aquella planta que parecía un esparto de clase inferior, rematadas en una larga cuerda. Con aquellas hachas encendidas corrían describiendo caprichosos círculos en el aire en torno de sus cabezas. Corrían vertiginosamenté dando vueltas alrededor de las hogueras encendidas, danzando en una randa vertiginosa, salvaje. Sus gritos y los saludos que hacían con los hachones, enviaban la bienvenida a cada nueva hoguera de la vecindad, que surgía de pronto en la sombra como una boca más del enorme cráter de fuego que brotaban en el valle. Se perseguían con gritos, con aullidos, con cabriolas y saltos ; mezclados con la lumbre, sin miedo a quemarse ; dando vueltas rápidas a aquellas hachas, cuya llama contenía el movimiento para hacerlas parecer brasas encendidas. El santo prendía amores en torno de sus hogueras. Más de un mozo se fijaba por primera vez en los ojos de una muchacha al verlos iluminados por aquella luz de llamaradas inciertas que parecía poner en ellos mayor apasionamiento y mayor ensueño. Se perseguían en torno de la lumbre, se querían coger, escapaban entre las chispas que caían sobre sus hombros y sobre sus cabellos. Era en verdad un milagro del Santo que no los devorase el fuego.

Cuando las hogueras se iban apagando como esas estrellas que cruzan el cielo en la noche, el mismo desencanto que producía su extinción levantaba una protesta más violenta, más ardiente, más apasionada. La ronda de mozos, mozas y chiquillos se precipitaba sobre la hoguera, corría cerca del círculo mu-riente y muchos esparcían las brasas, las desparramaban con los pies, brincaban, saltaban y cruzaban sobre ellas, entre los chillidos y los gritos con que los otros aplaudían su valor. Enardecidos, agitando siempre las hachas hasta acabar rendidos y jadeantes, se enlazaban de las manos y daban vueltas alrededor de las brasas, los tizones y las cenizas humeantes, entre las que se alzaban brotes de llamas rojas y vagas de vez en cuando, como si fuese a reproducirse la fogata.

La hoguera de casa de don Antonio era siempre la más grande. Caían en ella cargas y cargas de leña, y multitud de objetos que se buscaban por todos lados, a pesar de las protestas de doña Magdalena. Vistas de lejos aquellas hogueras daban la impresión de estar presenciando una de esas danzas guerre-ras o de esos funerales en que se quema a la viuda, tal como nos los describen los viajeros que han contemplado en Africa las tribus salvajes.

Aquello más que la fiesta de un santo penitente cristiano era un rito pagano para honrar una divinidad asiática o africana.

Ya hacía una hora que habían cesado todas las hogueras, y aun seguía encendida la del cortijo de la Unión. Jabegotes, mineros y aldeanos fraternizaban en aquella fiesta de juventud.

Fué preciso un verdadero esfuerzo de los mayores para hacerla cesar. Todos fueron entrando en la cocina para despedirse de los amos, y felicitar a don Antonio y a su familia, que habían estado presenciando la fiesta desde una especie de estrado que se levantó al amparo del porche. Los pobres niños, a los que no se dejaba tomar parte en la fiesta, ni salir al frío, la habían visto desde los cristales de la ventana, con la tristeza y la ansiedad de pájaros enjaulados, que saltan, pían y se alegran viendo los giros de los libres a su alrededor. Ellos tenían como compensación su hacha apagada, con la que corrían al día siguiente bajo la enramada.

También estaba allí el cura que había llegado aquella tarde de Ni jar, donde- un criado del cortijo había ido a buscarlo con un mulo. Porque doña María había conseguido del obispo el permiso de poder decir misa en la casita construida en la antigua ermita, cuyas paredes estaban consagradas para el culto a pesar de la profanación.

Desde que se suprimió el culto en la ermita del valle, pocas veces había tenido que ir allí un cura para administrar a algún rico labrador del contorno, únicos que podían permitirse el lujo de llamar al médico y al cura en un caso extremo.

Era difícil llevar allí el viático en un viaje de cinco leguas de mal camino que distaba el valle de Ni jar. Así, un cura despertaba gran curiosidad mezclada de un respeto casi supersticioso.

Su figura redonda, envuelta en el traje talar, había contribuido a dar mejor interés a la fiesta, a imprimirla como un carácter sacerdotal de bendición del fuego, cuando siguiendo la costumbre los labradores encendieron la lumbre de su hogar con los tizones de la hoguera del santo.

Todo aquello tan pintoresco, tan patriarcal, tan legendario, encantaba a doña Aurora tanto como aburría a don Juan. En la hora de la despedida aumentaba con gran regocijo de los señores la confusión de los pobres campesinos que no sabían cómo tratar al sacerdote. Algunos, extremadamente atentos, le preguntaban por la' mujer y por los niños.

XIX

La mañana era primaveral, una mañana plácida, dulce, en la que todo el cielo, encapotado, tenía una tonalidad de acero brillante y llena de luz. Pugnaba el sol por abrirse paso entre aquella masa blanda de las nubes y se le veía rielar envuelto en ellas, para volver a ocultarse de nuevo como en un oleaje de cielo blando.

De todas las cuestas y de todos los barrancos, de todos los cortijos se veían salir gentes en dirección a la ermita.

Los de lugares más próximos venían a pie, en alegres pandillas. Vestidas las mozas con -•sus pañuelos de crespón, sus zapatos descolados y sus vestidos de baile, de tonos claros ; llevaban bajo el pañuelo los peinados de fiesta, cubiertos de flores, y todas habían colocado en sus bolsillos las castañuelas, que sabían no eran carga inútil y que saldrían a relucir en la tarde. Los mozos iban enfundados en sus pantalones estrechos y sus chaquetillas cortas, que dejaban lucir las grandes fajas verdes o encarnadas y las pecheras blancas de sus camisas. Todos llevaban bajo el sombrero enorme de fieltro con copa de montera y ala ancha con los rebordes altos, el pañuelo de seda o de percal anudado sobre la nuca. Se movían difícilmente, molestos por las botas de becerro que parecían pesarles más que las esparteñas.

Algunos viejos llevaban el calzón corto, que usaron en su juventud, con las calzas de lana y la gran faja de innumerables vueltas alrededor del vientre, abultado así de una manera considerable.

Los que llegaban en bestias formaban alegres cabalgatas a lo largo de los caminos. Venían montados en mulos, borricos y caballos lujosamente aparejados. Las mujeres sobre águaderas que desaparecían bajo pieles curtidas y almohadones, que daban al aparejo una gran altura. Todo se tapaba con una cobertera de lana bordada, y encima de aquella torre blanda y muelle, que se balanceaba al andar, iban colocadas las mujeres de un modo que recordaban las cabalgatas de la India sobre los eléfantes, o las caravanas que cru zan el desierto en los castilletes colocados encima de un camello.

Algunas cabalgaduras llevaban dos jine-es. A lo largo del camino se buscaban los que tenían interés en ir juntos y se armaban pendencias por echar unos delante de los otros. Tomaba todo el valle un aspecto de fiesta.

De los primeros en llegar fueron los señores. Doña Aurora se había engalanado con un traje a la moda de la ciudad, que causaba la admiración de los campesinos por la finura de la gasa y los reflejos de la seda. En el fondo les daba' risa de ver cómo marcaba el seno y los hombros sin el pudoroso pañuelo reglamentario, y cómo deformaba su cuerpo aquel polisón exagerado que le salía por detrás, de manera que otra persona se podía seritar en él. Doña María se había vestido también para formar pareja con la cuñada, y doña Magdalena aparecía solemne con el vestido de paño de Lyon y la mantilla de blonda que sacaba en las grandes solemnidades, del fondo de su arca, oliendo a alcanfor.

Aquella noche no había dormido preparando la fiesta. Había convite para todos en el cortijo. Una ternera de nueve arrobas guisada con patatas, y una fritada de longaniza y de patatas, que se podían hartar bien ; sin contar la gran buñolada y las cestas de roscos y mantecados.

En la sala estaba puesta la mesa de la familia, donde su hijo dispensaba el honor de admitir a los más importantes. Ella sabía subrayar bien aquel honor que los comensales agradecían en todo su valer, por más que los mortificase verse cada uno con un plato para él solo y con todos aquellos cubiertos que no sabían manejar. Muchos los dejaban de lado y sacaban sus navajas para pinchar con ellas o comían tranquilamente con los dedos, que se limpiaban después en su pañuelo de bolsillo, sin atreverse a tocar el mantel o las servilletas.

Después de cada comida quedaba siempre alguna anécdota que contar y reír. Ya el asombro ante un plato desacostumbrado, ya la fineza de coger un huevo frito con la mano para ofrecérselo a otro, o bien obsequiar a alguno de los amos con la propia cuchara.

Todos estaban aquella mañana contentos, con una alegría sin bullicio. Parecían sentir la religiosidad del día y fundar como una esperanza de buena suerte en aquella ceremonia que los ponía bien con el Cielo. Así Dios los protegería para que salieran con fortuna de su contrabando.

A las diez, hora señalada para la ceremonia, no faltaba ya nadie. Las Largas y Natalia, muy serias, muy engalanadas, con colores claros y chillones, formaban un grupo aparte de los demás. El barranco de los Chafinos había vomitado toda su población. Estaban 'allí desde el tío Nicolás, con su cabeza blanca y su inseparable zamarra, hasta Luisa, siempre enlutada, con su hijo pequeñuelo en brazos.

El pobre Felipe, con sus ojos secos, hundidos en las fosas, tenía sobre las facciones ese aire de reflexión atenta que ponen los ciegos. Con una sonrisa afable parecía adelantar el cuello para recibir en el rostro la caricia del aire templado, del modo voluptuoso propio de quien ha agudizado la sensibilidad para gozár los placeres del tacto.

Parecía haberse acostumbrado a su noche. Pacientemente pasaba los días sentado al lado del fuego, en el invierno, o cerca de la puerta cara al sol en el verano, haciendo las labores de esparto. Parecía ir contando los días con paciencia para esperar que Matías saliera del presidio. Alguna vez, cuando notaba cerca de sí el movimiento de los hermanos y de los sobrinos que se disponían a ir al mar o a las fiestas, tenía un instante de rabia honda y le decía a Nicolás :

—¿Verdad que pondrás a mi alcance al que tiene la culpa de que me vea así?

El otro, con el convencimiento recio del que está seguro de lo que promete, le respondía :

—Descuida, que te lo traeré.

El ciego se estremecía de voluptuosidad, y le temblaban los dedos experimentando ya por anticipado el placer de hundirse en los ojos de su adversario. Quería que el otro sintiera, antes de despedazarlo con las manos, el comienzo de su noche y aquella sensación de romperle las pupilas, que se le aparecían como dos ampollas de cristal llenas de un líquido tibio y precioso, hasta dejárselas como dos uvas estrujadas.

Aquel pensamiento que lo absorbía, apartaba de él todo deseo de matrimonio o noviaz-go ; parecía haber matado el amor que alentó por la sobrina y haberlo dejado incapacitado de pensar en ninguna otra, aunque no faltabarí muchachas que de buena gana se hubieran casado con él. Estaba guapo, más grueso, más blanco, y con la barba descuidada, que le daba un aire de pirata. Se le podía dispensar aquella monstruosidad de las pupilas secas que se movían y se dirigían de un lado para otro, como si dentro de ellas quedara todavía algo que tuviera la voluntad de ver. Sin embargo, en su placidez, en su reposo, había un aspecto de crueldad que parecía revelar el largo sueño de asesinato y de venganza que acariciaba en la obscuridad. Uno de los ojos, con los párpados retorcidos y sumergido en la cuenca, se asemejaba a un ombligo, en cuyo centro brotaban una docena de pestañas largas y cerdosas, que parecían esconder en el fondo una chispa de luz.

La presencia de aquellas gentes acobardaba a Manuela, la mujer de Matías. Tenía miedo de las represalias, de que la mataran a ella, de que le robaran un hijo. Ya había rogado a doña Aurora que se la llevase a la ciudad. Era cosa convenida que a la vuelta de Matías no debían estar en el valle. Sería precisa toda la autoridad de don Antonio para que él se resignase a vivir fuçra de allí, pero era necesario para evitar un nuevo crimen. No creían los Chafinos que con cuatro años de presidio se pagaban los ojos de un hombre, y su justicia, que iba más allá de la pena del Talión, no se conformaría sino con la muerte. Cuando se encendía una de aquellas luchas de venganza entre dos familias se heredaban de generación en generación. Si no volviera Matías se vengarían en sus hijos, pero de no ser así, cuando los muchachos fueran grandes, no dejarían impune el daño causado al padre.

Pedro Moro estaba allí con su mujer y con la familia de ella que había venido del Cabo. Su madre, que había llegado ya a las diez arrobas,' iba sobre un mulo lujosamente aparejado, y el compás del paso del animal hacía moverse, con un temblor de colambre, la blandura de su vientre, de sus senos y de sus hombros, que ocultaban con sus prominencias la cabeza, dándole aspecto de bola.

Saltó, sin embargo, a tierra con un vigor impropio de su obesidad, y fue a saludar a las señoras, limpiándose los mofletes que relucían como untados de tocino, y entre cuyas carnosidades se perdía la punta de la naricilla roja y respingona.

Las mujeres la miraban con envidia. ¡ Dios la bendiga! ¡Aquello eran carnes! La mayoría de ellas, cetrinas y acartonadas, tenían curtidas sus carnes como si formase una corteza de piel dura, en la que se veía tallada la red de los nervios. Aquella gordura se consideraba una gran belleza. Su instinto musulmán hacía residir la hermosura en la frescura de carne, en la abundancia. Jamás se decía que era guapa una mujer extremadamente delgada.

Aurelia sorprendía como siempre con aquella belleza extraña, tan escultural, tan severa, tan blanca, con los ojos tan azules que parecían teñidos de añil, los cabellos rubios como un haz de espigas de trigo, y las manchas rojas de su boca y de la rosa del deseo que le asomaba bajo el pañuelo.

Vestida con un traje de merino azul, dejaba ver en la gola de su escote una pesada cruz de oro, y llevaba las manos cubiertas de anillos. Parecía que se esforzaba por realzar todo lo exótico que había en su belleza y en el contraste que formaba con las demás. Aquel sello original que hacía no olvidar la tragedia.

Era una excepción verla tomar parte en una fiesta y todas la miraban curiosas.

Los mineros prestaban un elemento de animación, alegres, gastadores, como toda la gente para la que el trabajo es duro y la muerte prematura acecha probable e inesperada. Gustaban de divertirse y sabían ser rumbosos y pródigos. Desde que ellos estaban allí se habían establecido varias cantinas para darles de comer y venderles bebidas y tabaco. Las muchachas gustaban de coquetear con ellos, que por su parte sabían hacer el tenorio a la perfección y no faltaban historias picarescas murmuradas en voz baja.

Hasta los carabineros, que no estaban de servicio, habían acudido a la misa, con sus mujeres y sus hijos. Llevaban los uniformes de gala, con los guantes blancos, que atraían las miradas, y no dejaban ver en ellos más que la mancha blanca de las grandes manazas.

‘Como signo de respeto a la ceremonia llevaban las carabinas colgadas con el cañón hacia abajo.

Las mujeres se habían vestido con sus mejores faldas y chaquetillas, y la esposa del sargento llevaba, como las señoras, su vestido de polisón.

Era un espectáculo pintoresco, las bestias engalanadas, en medio de la amplia plazoleta que se extendía ante la ermita y toda aquella multitud alegre, que hacía de la misa una verdadera fiesta.

El cura estaba dentro de la casita, en la habitación interior convertida en sacristía. Allí había confesado a las señoras, las criadas y los niños ; y se había revestido' la casulla bordada, y el alba de encajes que había de causar el asombro de las mujeres.

Salió un acólito con la falda roja recubierta de blanco, para sonar la campanilla, corriendo delante.de la puerta a fin de llamar a los fieles, ya que no tenían campana.

Dentro de la casa, en el lugar ocupado por el vasar, estaba ahora el altar. Una mesa revestida con la colcha de damasco de doña María, recubierta por la delantera bordada del ajuar de Petrilla, que había facilitado la madre.

Otra colcha cubría la pared, y en el centro de ella, a falta de imagen de talla, se había colocado un cuadro de La Dolorosa, grabado sobre cristal, que representaba a la Virgen con las manos cruzadas y el pecho abierto, para dejar ver un corazón sangrante atravesado de siete espadas. Era la imagen de la devoción de doña María, que rezaba ante ella todas las noches y la tenía a la cabecera de su cama.

El adorno de jarros llenos de flores campestres y de candeleros y velones formando un brillante juego de luz, era obra de la primorosa doña Aurora.

Todos se apresuraron a tomar sitio. Casi sin darse cuenta surgió la cuestión de las categorías. En la pequeña estancia entraron las tres señoras, acompañadas de don Juan y don Antonio. Este había hecho a la familia la concesión de dejar su traje andaluz de costumbre para vestir el traje de la ciddad con americana negra, cuello y corbata, y hácía admirar su tipo señoril y gallardo. Fueron los únicos hombres que entraron en el templo, en el que estaba también la sargenta, la mujer del capataz de la mina, la caba, las labradoras ricas como la mujer de Pedro Moro y su madre, y algunas viejas como las Chalinas, la madre de Petra y la esposa de Gaspar.

Cerca de la puerta, el sargento, los carabineros y algunos hombres importantes, mezclados con las mujeres que se habían precipitado en el porche procurando estar lo más cerca posible y tratar de ver algp.

Detrás, en la calle, se agrupaban los mineros, los mozos, con algunas viejas que se habían quedado rezagadas. Los jabegotes estaban también allí. Ni ellos ni sus mujeres habían tratado de entrar, iban descalzos, con sus calzones cortos de bayeta que les dejaban al aire las piernas y sus gorros puntiagudos. Ellas, con sus mismos refajos de diario, echados sobre las cabezas ' descubiertas, se mezclaban con los mineros, a los que su proximidad les quitaba la devoción.

Fué preciso advertir que era obligatorio estar los hombres descubiertos y las mujeres con la cabeza tapada. No sin trabajo se quitaron todos los sombreros, y los pañuelos, apareciendo las cabelleras revueltas de los jóvenes, que trataban de alisarlas con la mano y las cabezas calvas de los viejos, algunas del color de la tierra, por no haber visto el agua jamás.

Las mujeres que no llevaban pañuelos, tomaron la resolución de cubrirse la cabeza con la falda, y otras se quitaron el delantal y se lo pusieron a guisa napolitana.

Ya se habían convenido entre ellas para mirar lo que hacían las señoras e imitarlas. Las que estaban más cerca se persignarían y se arrodillarían según las viesen hacer a ellas, que con su librito en la mano estaban sumergidas en su devoción.

Las que veían la misa miraban asombradas aquellos movimientos del sacerdote, con el misal de un lado para otro, y aquel arrodillarse, volverse, rezar y echar bendiciones. Hubo un momento solemne que emocionó a todos, cuando al alzar la hostia, repicó la campanilla, se dieron golpes en el pecho las señoras y los carabineros presentaron armas, rindiendo sus fusiles. Por fin, a todas aquellas palabras en latín que no comprendían sucedieron las palabras del ángel y las tres Ave Marías y la Salve, contestadas por los oyentes y rezadas a coro que extendieron su armonía en el valle. Había concluido la ceremonia, pero el cura no se creía dispensado de darles la propina de un breve sermón que había estado componiendo desde que' supo que había de ir a la fiesta.

«Amados hermanos míos», comenzó ; y a renglón seguido narró las virtudes y la vida del santo que festejaban para incitarlos a imitar su piedad. Había que ser buenos y ser justos para ganar el Cielo y para vivir bien en la tierra. El buen sacerdote sabía que lo último tenía más importancia para ellos que la vida eterna, y por eso insistía en los argumentos de que era preciso obrar bien para conseguir el bienestar en este valle de lágrimas. Había que obrar con arreglo a la ley de Dios, no hacer daño a nadie, porque si se engañaba la justicia de los hombres, la justicia divina no se podía engañar. Aquellos argumentos vulgares les parecían de una sabiduría extraordinaria a los oyentes, y conmovían los ánimos ya predispuestos por la paz en que el silencio y el misterio habían envuelto la ceremonia simbólica.

«Al ojo de la Providencia no se le puede ocultar nada—seguía el padre, entusiasmado de la impresión de sus oyentes—. El que tenga un pecado oculto será castigado por Dios, que lo ve todo. Lo castigará en él, en sus hijos y en los hijos de sus hijos. Porque los pecados de los padres caen sobre los hijos hasta la cuarta generación.»

Se escuchó un suspiro penoso, anhelante, de alguien que se hubiese estado conteniendo largo rato, y una de las mujeres, que envuelta y casi oculta bajo su falda estaba arrodillada cerca del porche, cayó al suelo retorciéndose en un violento ataque epiléptico. Aquello puso fin al sermón. Corrieron todos a prestarle auxilio. Era Josefa.

—Es mal de corazón que le da a ella—explicó el marido.

Josefa se retorcía y se agitaba en una convulsión violenta, llenos los labios de espuma, enclavijados los dientes, con los ojos en blanco y las facciones terriblemente descompuestas.

A pesar de la explicación de Marcelo, el cura no se creyó dispensado de rezarle un exorcismo y rociarla con agua bendita, por si acaso era una poseída, torturada por la misa. Ella seguía rugiendo, retorciéndose, lanzando gritos inarticulados y salvajes. Su pobre cuerpecillo había adquirido una fuerza tal, que entre cuatro hombres apenas lograban sujetarla para que no se golpease y se destrozase contra el suelo. Había sido preciso apretarle la náriz, obligarla a abrir la boca y meterle entre las mandíbulas un pedazo de madera a fin de evitar que se destrozase la lengua con los dientes. Se alzaban y se contraían sus miembros como un látigo de acero.

Gaspar tuvo que.imponerse; no hacían falta allí oraciones y sobraba toda aquella gente alrededor.

—Lejos, lejos de aquí—ordenó—; necesitamos aire.

Se arrodilló al lado de ella y le cogió con fuerza los dedos del corazón de las dos manos.

—Tú—ordenó, dirigiéndose a una mujer.

—dale a oler vinagre... y vosotras soltarle la ropa y mojarle con agua la cara.

Todas obedecieron. Marcelo, inclinado ansioso sobre ella con el semblante demudado, parecía presa de una inquietud murtal y un temblor nervioso agitaba todo su cuerpo.

Al fin, el tiempo y los remedios surtieron efecto. Costó no poco trabajo soltar aquellas cintas de tantos pares de refajos y enaguas, tan sólidamente atados, que se amarraban hasta segar la cintura, para tener el talle delgado, y las caderas amplias. La enferma comenzó a serenarse, pero no como el que se mejora, sino como el que desfallece. Aquel esfuerzo de nervios la había agotado; se quedó un gran rato inmóvil sin respirar apenas, y luego su cuerpo pareció ablandarse, volver a ser de carne. Se iniciaron ligeros movimientos de cabeza y de brazos ; de vez en cuando un suspiro muy hondo.

—Esto—dijo Gaspar—ha sido el olor de • las flores y de ese humo de incienso, que al que no está acostumbrado lo marea. Los que padecen mal de corazón no deben de estar adonde hay esos olores, ni en donde hay tantas luces y tanta gente.

Todos se conformaron con esta explicación. El peligro había pasado: Josefa, incorporada, miraba con los ojos vagos y una expresión dolorida de un lado a otro. Se veía que miraba sin ver, con los ojos opacos, sin fijeza ; se notaba su esfuerzo para .recordar lo que había pasado, dónde estaba y quién era ella misma.

Su marido, inclinado sobre ella, parecía ayudarla a despertarse. Cuando la conciencia volvió a ella, Josefa se tapó la cara con las manos llorando desconsoladamente.

—Dejarla que se desahogue — dijo Gaspar—, así se le calman los nervios. Ahora lo que necesita es descanso.

Doña Magdalena intervino para ofrecerle una cama en el cortijo, pero Marcelo no qui so aceptar.

—Esto se le ha pasado, pero ya lo mejor es marcharnos a casa. Siempre que le da el ataque le dura una semana el estar mala.

Lorenzo fue a traer la burra en que había ido Marisol para llevar en ella a su cuñada ; y mientras toda la concurrencia se dirigía alegremente al cortijo en busca del almuerzo, Marcelo y Josefa se alejaron. No había él querido aceptar nada, ni detenerse un momento.

Durante una buena parte del camino nim guno de los dos habló. El golpeaba las ancas de la borrica con una varilla de almendro cortada al pasar y que había ido alisando con la faca y ella se dejaba llevar inerte y desmadejada. Cuando subieron la cuesta, Marcelo habló ansioso :

, —¿Por qué te has puesto mala?

—No lo sé... el calor...

La miró él desconfiado. Siempre había sospechado que su mujer conocía el secreto de su venganza. Nadie había pensado en él cuando la muerte de Sebastián. Es verdad que fué una cosa impremeditada, una oleada de odio a la vista del muchacho sentado en un balate, encendiendo la yesca para fumar. Jamás había hablado del muerto con Josefa, pero había notado que ella lo miraba con miedo algunas veces, y que otras parecía tener-una repugnancia que la alejaba de su lado. Ahora él lo relacionaba todo, se daba cuenta como nadie, de la influencia de las palabras del cura amenazando con el daño de sus hijos ; de la presencia del ciego. Si su mujer sabía algo, lo más sencillo era apretarle el pecho hasta ahogarla y decir que se había muerto de su mal.

Josefa debía conocer bien a su marido, porque su manecilla seca se tendió hacia él, y con un acento tan sincero que hacía creer en su inocencia repitió :

—¡No sé qué ha sido esto!... ¡Qué lástima de día que nos perdemos !

—Otra vez será.

Su disimulo le había salvado la vida, pero en el fondo de su corazón ardía un odio violento. Era lo bastante cobarde para no saberse vengar, y pensaba con cierta fruición en aquel ojo de la Providencia que lo veía todo y que había de castigarlo.

XX

El carnaval fué triste. Era quizás allí la fiesta más triste de todas, porque quería ser una fiesta y no lo podía lograr.

Se habían marchado don Juan y doña Aurora, llevándose a los niños mayores, y doña Magdalena se había ido con ellos también a descansar unos meses eri la ciudad.' Había querido don Antonio que su esposa los acompañase, pero ella, cada vez más celosa y apasionada, no quiso separarse de él. Se irían juntos en cuanto sacasen unos cargos que debían- llegar en febrero. Aquel • año la Cuaresma iba a ser de reposo en su casa de Almería.

El cortijo estaba triste. Petra no había vuelto, y las noticias que llegaban eran de que estaba peor. La habían llevado de Huebro a Ni jar, la habían visto médicos y curanderos, pero todos los remedios eran inútiles. La muchacha, con aquel color amarillo de cobre se iba tornando de metal, su carne y su morbidez disminuían día a día, no recordaba siquiera lo que había sido, teñidos los ojos, los dientes y los labios del amarillo aquel. Pasaba los días acostada, con un pañuelo sobre la cara, sin querer ver a nadie. Cuando le proponían volver con sus padres se negaba desesperadamente.

' —No quiero que me vean así. Cuando me ponga buena.

Estaba muy segura de que no curaría nunca, pero prefería morirse sin volver a aquellos sitios tan queridos antes que don Antonio la viera como estaba.

—Si alguna vez se acuerda de mí, que se acuerde de como yo era antes.

En los últimos días se había agravado tanto que fue menester enviar un propio a la fa-, milia.

Se habían ido la madre y José apresuradamente, y aquella ausencia parecía ensombrecer más el cortijo. Había en él algo de los duelos, como en las casas de la ciudad que tienen media hoja cerrada. Parecía haber quedado allí el desconsuelo de la pobre mujer que iba desolada en busca de la hija.

Habían cerrado el portalón y desde la ventana divisaban a lo largo del camino la silueta grotesca de alguna máscara. Era un bromazo el que corrían las máscaras allí donde los recelos que los unos tenían de los otros impedía los bailes de máscaras en aquella tierra de venganzas ; el taparse el rostro amedrentaba demasiado. La mayor parte de la gente no salía de casa en esos días y se contaban con miedo que habían visto algún enmascarado sospechoso rondando los alrededores o sentado como acechando en algún barranco. El carnaval se convertía en días de miedo que tenían a todos amedrentados.

Sin embargo, no faltaban ingenuos que gustasen de vestirse de máscara y andar tres o cuatro leguas, para aparecer de cortijo en cortijo. Aquellas máscaras iban siempre solas. Muy rara vez una pandilla de cuatro o cinco amigas, bien compuesta iba a un cortijo cercano donde se las esperaba y se sabía quiénes eran. Esas iban cantando y bailando, y las gentes se asomaban a las puertas a verlas pasar, y decían sus nombres como si no llevaran careta.

Las otras, las máscaras que querían pasar desconocidas, se disfrazaban invariablemente vistiéndose de mujeres los hombres, con un gran polisón y una almohada figurando el seno, y de hombres las mujeres, exagerando lo grotesco y llevando la escoba a guisa de fusil al hombro. Como pocos tenían caretas de cartón, se envolvían las manos y la cara en trapos negros, en los que abrían tres agujeros para ver y respirar, y que acababan por mojarse de sudor y saliva de un modo lastimoso.

Así se 'iban por los caminos hasta llegar a los cortijos que querían visitar.

Se acercaban al tranco de la puerta, y permanecían quietas y silenciosas, mientras los cortijeros se esforzaban por conocerlas, por las prendas de ropa.

—Eres fulano o fulana—les decían.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!—aullaba por toda respuesta la máscara.

—Eres el hijo del tío fulano.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!

—Dame la mano.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!

Cada uno creía ver a un amigo o a una muchacha que le interesaba, y cuando alguno más audaz intentaba cerciorarse poniendo là mano sobre ella, la máscara escapaba gritando siempre :

—¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!

Y perseguida por los perros, que asustados por la extraña figura les embestían en la carrera, enredándose en la ropa y dando costaladas y tropezones, Eso no impedía que luego declarasen lo mucho que habían embromado y se habían divertido.

El segundo día de carnaval llegó la triste noticia de la muerte de Petra, que acabó con las escasas fiestas. Hubo un duelo general entre las muchachas que la querían por su carácter alegre y franco.

Al cabo de varios días volvió la aparcera sola.

—¿Y José?

—No ha querido venir. Ha estado como loco varios días desde que se murió su hermana. Ha sido necesario que se quede allí un poco más.

Doña María aprovechó el momento.

—Vámonos a Almería.

Esta vez también lo deseaba don Antonio. La muerte de la muchacha había evocado en él su figura, alegre y fresca, y sentía un secreto remordimiento de haber sido la causa de aquella desgracia. En realidad estaba ya cansado del valle y de la vida que hacía. El contrabando le había dado una fortuna para poder vivir con opulencia. Todos los que había comprometido tenían ya asegurado su porvenir y él había demostrado bastante su valor para poderse retirar.

Estaba satisfecha con exceso su sed de aventuras y comprendía que su esposa tenía razón, que había llegado la ocasión de retirarse, de ponerse a cubierto de la barbarie de aquella gente, siempre envuelta en historias de crímenes, de venganzas, de celos, en una discordia mucho más intensa y más aguda que.la de las grandes ciudades, aunque oculta con mayor hipocresía bajo una calma y una sencillez aparente.

Aquella gramática parda de los rústicos, socarrones, solapados, preñada de malicia y de astucia, estaba llena de disimulo, de hipocresía, y hacía que no se pudiera jamás fiar en ellos. Estaba seguro de que en cuanto dejara de tenerlos sujetos por el temor y el interés se volverían contra él. En el fondo de su dominación había un encadenamiento fatal que unía unos a otros. Ninguno poseía la clave que él tenía para entenderse con los que le enviaban las cargas de contrabando, ni las relaciones necesarias para poderlás colocar. No había nadie, ni siquiera los nacidos y envejecidos en el país, que hubiese hecho aquel estudio, palmo a palmo, de todos los accidentes del terreno, calas, barrancos, galerías. El día que él dejase el contrabando sería imposible que otros lo pudiesen continuar. Había ya una organización nueva que había acabado con él en toda la península. No había más que el contrabando sordo hecho por los grandes puertos, a fuerza de dinero, pero el contrabando audaz, pintoresco con el cual gozaba él como si venciera en una difícil partida de sport, no quedaba más que en aquel rincón. Era don Antonio el último representante de la tradición de contrabandistas valientes y arrojados, en lucha abierta con aquel procedimiento, que creían abusivo de impedir el libre cambio de los productos. Era el último contrabandista.

Tal vez esta idea era la que más lo obligaba, como si una representación de las otras generaciones le ordenase sostener su gloria legendaria y epopéyica. Para él tenía el contrabando algo de poesía, de rebeldía, que le hacía considerarse como un bardo que compusiera un poema vivo. Un poema para el triunfo de la justicia negada por la ley. Era justo burlar aquel impuesto de la aduana para hacer la felicidad de todo su pueblo que le llamaba padre ; era justo proteger a los que huían de una condena; era justo oponerse al dominio que con la fuerza de las armas se les quería imponer. Se indignaba con aquel refrán : «de contrabandista a ladrón va un escalón». ¿A quién robaba el contrabandista? Precisamente aparecía en lucha abierta contra la sociedad para evitar los robos que en nombre de la ley se cometen. Se le aparecía la caja del Estado, como una caja de todos, cuya llave guardaban unos solos, para gastar los fondos los demás. Tomar su parte era para él la cosa más natural del mundo, a la que no se oponían su devoción ni su idea del honor estrecha y celosa.

La muerte de Petra lo había impresionado profundamente. El no había dado jamás importancia a sus galanteos, a sus infidelidades a la esposa y a su traición a los amigos. Quería a su mujer y la respetaba profundamente, pero se sentía atraído con frecuencia a pesar suyo por aquellas mujeres fuertes, frescas, sanas, que se le ofrecían tan sumisas y tan devotas. Las tomaba como se toma una naranja al pasar bajo el árbol en un día de calor. Eran las mujeres del camino, sin importancia, que no comprometen a nada ni a nada obligan. Jamás se había ligado a ninguna con promesas, ni le había hecho creer en su amor. Ni siquiera tenía remordimiento delante de los maridos y los padres engañados, por la certeza que abrigaba de no haberles causado daño ninguno.

Los dos amores más serios fueron los de Petra y Aurelia. El primero se había sostenido por la proximidad, por vivir bajo el mismo techo, y el segundo, por aquella atracción fatal de la belleza exótica de la única mujer rubia de todo el contorno. Por algo de misterioso y siniestro que había en ella.

Aquel amor le había obligado a dejar a la pobre Petra, tan sumisa y tan resignada, que no pudo soportar su abandono.

Era preciso romper todo aquello y se imponía hacerlo con una gran reserva y una gran cordura. Que nadie pudiese sorprender sus propósitos hasta después de realizados.

Todo el mes de febrero se había multiplicado el trabajo, y sin embargo, él no había ido a la playa. Los había dirigido como un hábil general sin moverse del cortijo. Pensaba marcharse a Almería con su familia y desde allí dar las órdenes para poner a salvo los otros cargos que esperaba y que debían ser los últimos. Había que retirarse así, con una retirada de buen estratega, sin que se dieran cuenta.

Ya doña María alborozada y contenta empezaba a preparar el enorme equipaje que había de precederles a la ciudad, aunque con su exquisita delicadeza de espíritu procuraba ocultar su gozo de la madre dolorida que le ayudaba en su trabajo. Aquella mañana había venido José. El pobre muchacho se había quedado tan desmejorado en pocos días que causaba lástima verlo. Estaba tan pálido como si la hermana le hubiese dejado, al morir, la palidez de aquel mql de cobre que la había matado. Mientras doña María revolvía ropas y objetos, don Antonio jugaba una partida de Pablo con Gaspar, Capuzo y Antonio Diego. Los tres habían ido a dar cuenta de sus gestiones. Todas las últimas medidas estaban tomadas para el contrabando de aquella noche. El barco que esperaban llevaba uno de lo$ cargos más preciosos : sedería y mantones de Manila. Estaban alegres porque todo marchaba bien y contaban con el sargento que haría reforzar la vigilancia en las otras playas, mientras que de aquel lado del Carnaje se encargaría él con dos carabineros de su confianza y darían paso a los contrabandistas hasta fuera de la línea de la costa.

Sin embargo, todos tenían en el fondo la inquietud que la proximidad del alijo les producía siempre. La baraja era un medio de engañar un poco la espera, y don Antonio, que tenía que renunciar a jugar allí al tresillo, tomó parte en la partida de Pablo, que tanto apasionaba a los otros.

En cuanto entró la cortijera con su candil de aceite encendido los hombres se levantaron.

—¿Vendrá usted por allí?

—Es probable.

—Nos alegraríamos, porque eso anima a la gente.

—Cordura y buena suerte.

XXI

La llegada de Pedro Moro desconcertó a los esposos.

—Don Antonio, es preciso no perder tiempo. Acabo de tener un aviso. Los carabineros de los puestos próximos marchan hacia el valle y viene con ellos el mismo capitán.

Don Antonio permaneció impasible.

—No importa. La gente está bien instruida. Eso nos dará un poco más de trabajo, pero a la cala del Carnaje no pueden llegar ellos. Necesitarían que los guiáramos nosotros mismos.

—Es que alguno de los nuestros ha hecho traición. Tienen hasta el santo y seña.

Una exclamación violenta se escapó de los labios del contrabandista, pero bien pronto recobró de nuevo la serenidad.

—¡No puede ser! ¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha enviado a decir el mismo sargento, que no quiere que podamos dudar de su lealtad.

—Eso es grave, y juro que el que se haya atrevido lo va a pagar caro. José... Mi caballo, a escape.

—Lo traeré yo, señor—respondió la cortijera—. José y su padre se han ido con los otros.

Don Antonio no le prestaba atención. Su esposa lo miraba pálida e inquieta.

—No tengas cuidado, María. Descansa tú, que temprano estaré contigo.

Unos minutos después los dos hombres galopaban buscando los senderos más apartados en dirección al Carnaje. La noche era obscura y serena. De pronto, como guiados de un mismo sentimiento ambos refrenaron con violencia los caballos. Los animales, amaestrados, quedaron inmóviles como si fuesen de piedra. Se oía un rumor de gente. Algunas personas pasaban recatándose, pero sus pasos hacían rodar algunas piedras que los denunciaban. El oído experto de los contrabandistas percibió el eco de palabras cambiadas en voz baja.

Cuando se hubieron alejado lo bastante, don Antonio exclamó :

—¡Son ellos!

—Sí—contestó el otro— ; debíamos haberlos apiolado.

—Son lo menos cinco.

—Eso creo.

—Y los guía alguien de aquí, no me cabe duda, ellos no irían solos por estos atajos.

—¿Entonces?

—No hay tiempo que perder. Vamos a través del campo. Hay que avisar a la gente.

Apenas habían picado espuelas tuvieron que detenerse otra vez. Otro grupo de hombres pasaba recatándose en la obscuridad.

-—Diablo—murmuró don Antonio—, se han traído todo un ejército.

Espoleó el caballo y se metió por medio del campo. Las dos bestias obedecieron y caminaron por aquel terreno inseguro y pedregoso, saltando obstáculos, con verdaderos esfuerzos para vencer la cuesta, y después se precipitaron hacia la playa.

—Deben estar cerca—dijo don Antonio.

Casi en el mismo momento una mano detuvo el caballo y una voz bronca preguntó a su lado.

—¿Quién va?

—Soy yo, Juan Antonio—dijo don Antonio.

‘—Me lo había figurado, porque sólo usted es capaz de llegar por aquí, pero...

—¿Ha venido el barco ?

—Aún no.

—Avisa a la gente que se repliegue toda al Risco de las Amatistas, en la Punta de Peña Negra, y que esperen allí. Nos han vendido.

—¡Rediós! ¿Quién?

—Ya lo sabremos. Ahora obrar rápidamente. No tardarán en llegar y tienen el santo y seña. Corre.

El hombre dejó el caballo, empuñó el trabuco, y se oyó el eco de una carrera que se alejaba.

—Es preciso subir al monte y hacer la seña al barco—dijo don Antonio.

—Subiré yo—repuso Pedro Moro.

—Estos caballos nos estorban.

—Se dejan aquí.

—Yo me quedaré con ellos—dijo una voz.

Los dos hombres se llevaron la mano al revólver.

—Soy yo, Joselillo, don Antonio.

—¿Cómo estás aquí?

—Me enviaron del cortijo.

—Ha sido una suerte. Quédate con los caballos a la entrada de Peña Negra. ¿Sabes?

—Sí, mi amo.

—Ten cuidado, que el Carnaje está vigilado. No te muevas de allí.

—No, mi amo. »

—La gente tiene el santo y seña. No dejes acercarse a nadie ; en caso de necesidad escapas al cortijo.

—Está bien, mi amo.

Don Antonio y Pedro habían emprendido valientemente la ascensión al monte, casi a gatas, cogiéndose de las atochas. Al llegar arriba tendieron la mirada en torno. La sombra era tan densa que no se veían el uno al otro. Mar, cielo y tierra se confundían en la misma obscuridad.

Don Antonio se amagó y, al amparo de su cuerpo, encendió con yesca y pedernal una linterna, cuyo único cristal volvió hacia las aguas. .

Casi en eLmismo momento brilló una luce-cita encarnada junto a la orilla.

—Han destacado una lancha del barco y preguntan si hay peligro—dijo.

Oprimió un muelle del farolito y la luz se tornó en verde. La luz de la lancha cambió también su color preguntando con su luz amarilla. ¿Qué hacemos ? Los juegos de colores de la linterna de los contrabandistas contestaron, dando instrucciones conforme a su extraña carta de la costa. «Cala de las Amatistas, Punta Peña Negra». Los otros repitieron los signos para estar seguros de haber entendido bien. Cuando ellos hubieron contestado, la lucecilla de abajo dejó de brillar. El ba,rco destacaba aquellas lanchas de prácticos, que colocados 'en el sitio indicado, desde dónde no podían ser vistos, hacían las señales.

—¿Quién hará la señal en Peña Negra?— preguntó Moro.

—Nosotros mismos.

—¿Cómo? Si todas'las embocaduras del Carnaje deben estar tomadas.

—Nuestra gente se ha retirado bien.

—Asi parece.

—Es indudable, de lo contrario ya nos hubieran avisado. Gaspar tiene las instrucciones para las señales.

—Yo quisiera estar allí—añadió Pedro Moro.

—Y yo.

—Son momentos en que cualquier torpeza puede perderlo todo.

—Podemos llegar donde esperan los caballos bajando por la otra vertiente del monte.

—Sí, pero eso que de día es muy difícil, de noche es casi imposible. Rodaremos al abismo.

—No. Cuestión de ir más despacio. Además, no hay otro medio de salir de aquí. ¿Te atreves ?

—Yo me atrevo a todo con usted.

—Pues, en marcha.

Empezó el penoso descenso, agarrándose a las piedras y dejando pender el cuerpo sobre el abismo hasta eticontrar una saliente donde apoyar los pies. Una vez .encontrado el punto de apoyo, una mano rastreaba hasta hallar donde agarrarse otra vez para volver a quedar suspendido de nuevo.

Cuando llegaron a la falda los dos estaban cansados, con las manos destrozadas de cogerse a los picos y arrastrarse entre las piedras.

Don Antonio imitó el grito de un ave marina. Otro grito le respondió.

—No nos hemos engañado, aquí está José.

El campesino estaba allí, en efecto, con los dos caballos.

—¿Has notado algo ? — le preguntó don Antonio.

—No, mi amo. Por esta parte está todo tranquilo.

—¿Y nuestra gente?

—Está toda en el barranco.

—Hay que darse prisa—dijo don Antonio. —Tu, Pedro, sube que Gaspar dé la señal. Yo me voy con la gente.

—Voy corriendo.

—Y yo, don Antonio, ¿qué hago ?—preguntó José.

—Tú espérame aquí con los caballos.

Fué a alejarse.

—Don Antonio—dijo el muchacho—, me parece que usted no debe ir por ese lado.

—¿Por qué? ¿Ves algo ?

—No sé, pero me parece que usted no se debe ir de aquí...

—¿Estás loco ? ¿Qué te sucede ?

—¿No oye usted un ruido raro?

—¿Cómo ?

—No hace viento y suenan los matorrales.

Don Antonio prestó oído. Sintió en torno suyo un rumor vago, algo que se movía, algo que en'su exquisita sensibilidad le daba a entender que cerca de él respiraban otras gentes. Tuvo la rápida visión de una emboscada y se echó hacia atrás, resguardándose con el cuerpo del caballo. Sacó el revólver y esperó. Nada más fácil que tocar su pito de auxilio y disparar al aire ; en un momento tendría allí a su gente dispuesta a defenderlo. Pero aquello sería perder el negocio. Dar a entender donde estaban. Ya debía haber comenzado el alijo y sería menester abandonarlo.

—Para una pareja de gandules de éstos, me basto yo solo—pensó.

Esperó agazapado entre las patas del caballo para no denunciarse. Sus ojos acostumbrados a la obscuridad distinguieron dos bultos que salían del balate.

—A él—exclamó una voz, en la que reconoció al capitán.

Si él disparaba hacia donde sonaba la voz imprudente era seguro que haría blanco, pero quería esperar hasta el último momento sin comprometer su negocio. No siendo más que dos le bastaría su astucia y su fuerza para vencerlos. El tenía a su espalda aquel risco cortado a pico por donde se había descolgado y no podía retroceder, pero tampoco tenía nada que temer de aquel lado. Necesitaban atacarlo de frente por aquella estrecha hondonada que formaba el monte, única salida que se le ofrecía. El. lazo estaba bien tendido. Estaba cogido en una ratonera de donde no podía salir otro que no tuviese su astucia y su fuerza.

—Don Antonio—llamó la voz temblorosa de José.

El no pensó en contestarle, se iba arrastrando por la ladera como un reptil ; veía dibujarse en el fondo la figura que había hablado, de un salto cayó sobre ella y con su fuerza hercúlea la arrojó a tierra sin que pudiera dar un grito. Se oía el ruido sordo de la lucha y las piedras que rodaban a su impulso.

—¡Gracia! ¡Gracia!—murmuró la voz del carabinero.

Aflojó don Antonio un poco su presión, pero en el mismo momento el capitán, orientado por el ruido de la lucha, cayó sobre él y sintió sobre el pecho el cañón de la carabina. Lo cogió y tirando con fuerza arrebató el arma de las manos del que le apuntaba y descargó un golpe con la culata, pero la obscuridad le hizo no acertar con su enemigo que se había agachado para sujetarlo por las piernas. Rápido, con un salto de tigre, se echó atrás y luego se lanzó rápidamente hacia el enemigo, rodando, pegado a tierra como un ovillo para empujarle en las piernas con fuerza formidable haciéndole caer de bruces. Lo sujetó contra el suelo para impedirle hacer uso de ningún arma.

—A mí, José—ordenó—. Hay que amarrarlos y reunirnos con la gente.

—Aquí estoy, mi amo.

—Enciende la linterna y dámela, que alumbre mientras amarramos a estos dos valientes... y mucho cuidado, amigos, que los tengo apuntados con el revólver y aloque se mueva lo aso de un tiro. Después veremos lo que se hace.

El labriego obedeció y amarró a los dos hombres.

—¡Miserable! ¡Falsario!—exclamó el capitán—. ¡Traidor!

Sonrió don Antonio de aquella cólera contra el muchacho.

—Apriétale bien—dijo.

—Ya está, mi amo.

—Qué haces ?

—Cojo las carabinas...

—No es preciso. Déjalas y no pierdas el tiempo.

—No, mi amo.

El eco de su yoz sorprendió a don Antonio, vaga y rápidamente recordó lo anómalo de la presencia de José allí, relacionó su llegada, la muerte de Petra, la emboscada y la traición, pero antes de que pudiera prevenirse José había disparado sobre él la carabina a tenazón, a quema ropa, sin tomarse el trabajo de apuntar, apoyándole el cañón en el pecho.

—¡De parte de Petra!—exclamó con risa feroz.

Don Antonio no debió oír aquellas palabras, la bala le había atravesado el pecho y cayó sin hacer un movimiento.

El asesino tiró la carabina, sacó un cuchillo y cortó las ligaduras que sujetaban al capitán y al carabinero.

—Yo no soy un traidor—dijo—. Tenía que obrar así; para que no se escapara. Así mató él a mi hermana y yo lo he matado a él... Ya e:tán los dos allá para dar sus cuentas... Ahora, capitán, amárreme usted a mí o déme un tiro... No me quiero ver en presidio.

Los carabineros se miraban anonadados. No habían pensado ir tan lejos y temblaban ante el cadáver sin saber qué partido tomar.

Al fin el capitán se acercó a don Antonio, le levantó la cabeza, le puso la mano sobre el pecho.

—No hay duda... Está muerto.

Dejó con cuidado otra vez la cabeza en la tierra) cerca de la linterna que alumbraba la faz contraída y desfigurada.

José lloraba con desconsuelo de rodillas junto al muerto. Después de cumplir lo que él consideraba como el deber de vengar a la hermana, volvía a sentir aquella ternura, aquel amor, aquel respeto que siempre había experimentado por don Antonio.

Los dos carabineros permanecían en pie, descubiertos, inmóviles y silenciosos, ante el cadáver del último contrabandista que ellos no habían podido vencer y que al fin había sido víctima de la barbarie de los suyos.

FIN