Capítulo I
El cazador

¡Qué paisaje tan pintoresco es el que presenta la aldea de la costa de Vizcaya en donde acontecieron los sucesos que constan en las páginas de este libro!

Si lo vierais os sentiríais impulsados del deseo de tomar el pincel siendo pintores o de coger la pluma si el destino os había señalado con su mano de hierro el camino de las letras.

Una montaña cuyo elevado pico parece querer escalar el cielo; a su falda un arroyo cristalino entre flores silvestres y verdes juncos; más allá un vallecito ameno, en donde los árboles dan fresca sombra, y al terminar el valle, la primera casa de la aldea, primera paloma de aquel grupo delicioso, y luego las otras diseminadas en bello desorden, en variado conjunto; un ambiente fresco y embriagador, y una pureza en el cielo que semeja reflejar la de aquel caserío tan sencillo como notable por su blancura.

Todavía no había amanecido cuando llegué yo a la cumbre de la montaña y me sentí conmovido ante aquel majestuoso silencio sólo interrumpido por el suspiro de la brisa entre las ramas; el mar venía a estrellarse a los pies de la montaña, y aquel ruido monótono y agradable, imponente y sublime, parecía un himno de la naturaleza al Creador.

Sentéme en un peñasco, dejando a mis píes la escopeta de caza: tendióse a mi lado el perro, mi compañero inseparable y comencé a pensar en la tranquila y sosegada existencia de los moradores del caserío.

Había yo llegado de Madrid tres días antes y estaba hospedado en casa de un anciano sacerdote, bueno y virtuoso, que me indicó, pues era conocedor del terreno, aquel punto como el más a propósito para la caza y como uno de los paisajes más pintorescos de la costa.

Los primeros tibios resplandores de la aurora anunciaron el día entre los cantos de las aves, y esa apacible armonía de la mañana que nace en cada flor, en cada hoja, en cada gota de agua del mar y del arroyo.

Me levanté como atraído por la majestad del cielo, sentíme dominado en aquellos momentos por una especie de júbilo que me embargaba y que hacía asomar las lágrimas a mis ojos. Es que el recuerdo de las penalidades de mi vida era sustituido por las grandezas de la creación.

En los primeros instantes no me atreví a dar un paso; el pobre animal que me acompañaba no hacía más que mirarme como indicándome que debíamos bajar de la montaña hacia donde venía la niebla con velocidad asombrosa. Tomé la escopeta, alegróse Leal y fuimos descendiendo, mientras el sol comenzaba a derramar los amortiguados resplandores con que anuncia su salida coloreando los montes lejanos con esa sonrosada tinta que el pincel no ha podido trasladar al lienzo con exactitud.

¡Qué cielo tan alegre! Contrastaba con la negra angustia de mi alma.

Un niño dormido y una mañana de primavera en un paraje como aquel, hacen cambiar de recuerdos o les dan distinto color.

¡A veces aumentan la tristeza pero es con una melancolía tan dulce!...

Descendimos por fin. Vi cómo se despertaba el movimiento en el caserío; cómo las chimeneas despedían columnas fugaces de humo, cómo salían los labriegos a sus quehaceres, unos cantando, conversando otros.

Mirábanse todos sin extrañeza pero con respeto y me saludaban con un aire tan simpático que me atraía.

Llamóme la atención entre todos uno de aspecto venerable por su edad y por las huellas del dolor que parecían impresas en su semblante.

Iba solo, con los instrumentos de labranza al hombro y se paraba con frecuencia, mirando hacia la primera casa de la aldea.

¡Qué espectáculo el de la naturaleza en aquella parte de la costa! Teníame tan conmovido, que no me atrevía ni a acordarme de la escopeta para disparar sobre las inocentes avecillas que por delante de mí cruzaban.

-Ahí tiene usted caza,-me decía uno.

-Tire usted, -exclamaba otro con el mejor deseo.

Mirábalos yo y no sabía ni lo que me decían siquiera.

El perro me indicaba con su actitud que la caza se escapaba.

Me fijé en el anciano labrador que no dejó de mirarme con alguna extrañeza.

-¿Es usted forastero? No le he visto a usted cazar por estos sitios...

-Sí señor; he venido de Madrid hará como unos tres días...

-¡Ah! pues entonces no es extraño que admirando este país no se acuerde siquiera de que lleva la escopeta al hombro.

-Verdaderamente es encantador el paisaje, deben ustedes pasar aquí una vida sosegada, lejos del bullicio de las grandes capitales sólo por testigos de sus placeres sencillos, las flores de la montaña y las olas del mar.

-Eso parece, señor, eso parece; pero si viviéramos solos aquí los hijos de estas montañas... -replicó el anciano con melancólico acento.

-¡Ah! eso quiere decir que los que no hemos nacido en este valle estamos de más.

-No, no señor; -respondió el labrador que continuaba caminando y a quien yo instintivamente seguía. -Es que yo no sé quién diablos trae enemigos a nuestras casas y nos lleva la felicidad que disfrutamos.

-Según eso no vive usted contento entre estas montañas, -preguntéle herido por la curiosidad y creyendo encontrar algunas de esas historias que luego a los lectores parecen novelas hijas de la imaginación.

-Podría ser el hombre más feliz de la tierra y no haber rico hacendado, ni rey que me igualara, pero... a usted deben importar poco nuestras penas y harto tendrá con las suyas.

-Deseo saber las penas de mis hermanos para aliviarlas si es posible y para sentirlas...

El anciano se paró, me miró detenidamente y exclamó:

-Así me gusta, bendito Dios; si fuera verdad lo que dice...

-¿Que si fuera verdad? los hechos podrán confirmar mis palabras y el tiempo si es que permanezco algunos días por aquí y nos vemos, podrá convencer a usted mejor, pero estoy impidiendo que vaya usted tan ligero como podría; le entretengo con mi conversación y no llegará usted a tiempo a su trabajo.

-Nadie me puede reñir por faltar a mi obligación; las tierrecitas que voy a labrar son mías; soy solo, absolutamente solo; los dos únicos cuidados que pudiera tener ya no los tengo. Mi hermano ha venido de Orán y con él se hallan los dos ángeles de mi vida. Él ha reñido conmigo porque... porque... vamos... si Dios castigase... pero... yo no debo hacerle sufrir con mis penas... usted ha venido a divertirse, a distraerse y no es prudente que yo le aparte de su proyecto.

Tenía aquel hombre tal acento de sinceridad, había tal tristeza en su mirada y un ambiente tan misterioso le rodeaba, que cada vez crecía más en mí el deseo de saber la historia a que se refería.

-Y ahora, Dios sabe qué será de Juanillo, y la pobre Angelita... Ese demonio... ese demonio...

Acaso no quería hacerme la revelación que mi curiosidad apetecía, y no debía yo estimularle a que me abriese las puertas de su corazón.

-Ya hemos llegado. ¿Ve usted estas tierras? son mías hasta donde está aquel árbol solitario en el recodo del camino. ¡No está muy lejos de mi casita! ¿no es verdad? y no soy muy rico que digamos, pero me bastaría para vivir tranquilo en este rincón si no hubiera quien introdujese la cizaña en mi familia.

El anciano se sentó y me indicó si quería sentarme a su lado en una piedra cilíndrica que era el sofá de aquella habitación inmensa cuya techumbre era el cielo y a la que servían de alfombra las yerbecillas silvestres y las aromáticas flores. El olor del romero y el tomillo de la loma próxima, parecía abrir los sentidos.

Sentéme porque ya lo necesitaba.

El labrador echó a Leal un pedazo de pan que envuelto en su pañuelo traía con sus provisiones de boca, y Leal que no despreciaba agasajos de aquella especie, lo cogió antes de llegar al suelo, lo saboreó después y fue a lamer la mano del viejo labrador.

-Bien, bien; ¡ojalá que muchos hombres tuvieran vuestra nobleza y vuestra lealtad!

Leal meneaba la cola como si entendiera al que así hablaba. Luego me miraba como diciendo: -¿Ve usted, amo mío, qué bueno es este hombre?

Mientras esto sucedía, poblábase el campo de labriegos en distintas direcciones: las sendas parecían hormigueros y el valle adquiría el color de animación que contrasta con el silencio y con la soledad majestuosa de la noche.

-Vaya, dejaré a usted trabajar, veo que por mí no ha comenzado usted ya el trabajo y voy a recorrer la parte que me queda hasta llegar a la aldea.

-Lo que usted quiera, caballero. ¿Ve usted la casita que está detrás de aquella cerca y hacia la derecha? pues aquélla es la de mi hermano, la de mi pobre hermano, imposibilitado desde hace dos meses y con dos pobres criaturas, Juanillo y Angelita... ¡pobres chicos!... Francamente, quería antes que usted llegase a la aldea, que supiera la verdad; porque si ha de creer usted lo que le digan...

-Yo sé lo que son los pueblos pequeños, y no doy gran importancia a las murmuraciones.

-Si todos fueran lo mismo... Pero es que hasta mi hermano está contra mí, y me calumnia porque tenemos en la aldea un espíritu malo que todo lo revuelve... Y es el caso, que la gente no lo tiene por malo, y cree que es la santidad personificada.

-Cosas de la vida...

-Pues si usted vuelve a venir por estos sitios y quiere saber una historia curiosísima, se la referiré.

El anciano me miró con atención y dijo:

-Deseándolo estaba.

-Ya hoy no puede ser; ¿ve usted? Quiero dejar concluida toda esta parte, porque puede llover de un momento a otro, y no está lejos según las señales que ayer daba la puesta del sol, y luego el cerco de la luna.

-Pues mañana...

-Bien, mañana concluiré temprano mi trabajo, se viene usted a la tardecita; ya tendré yo preparada en mi casa una merienda, y comenzaré a referir a usted la historia que le ha de interesar.

-Corriente, así quedamos.

Vio Leal que yo me levantaba, y también lo hizo, no sin acariciar al anciano.

Seguí mi camino hacia la aldea, y vi que a la puerta de la casa que me había indicado el labrador hallábase un hombre de mala traza.

Sombrero de palma de ala ancha, chaqueta de patrón de barco, faja morada, pañuelo negro de seda al cuello sujetando las puntas con la faja, y en él, como abrazadera, un riquísimo anillo de oro con su diamante.

Éste era el traje de aquel hombre, y que completaba un pantalón ancho de dril y zapatos de becerro blanco.

El rostro moreno con espesas patillas que le cubrían casi todo menos la barba y los pómulos, cejas grandes y casi unidas, ojos pardos, vidriosos, hundidos; de estatura alta y de delgados brazos; todo aquel conjunto parecía el de un hombre siniestro.

¿Sería el espíritu malo a que el anciano se refería?

Fijóse detenidamente en mí, y sonrió con hipócrita dulzura.

Leal, al verle ladró, y lanzóse hacia él.

Contúvelo con la palabra «aquí» y vino sumiso a arrastrarse a mis pies.

Apenas le oyó ladrar, metió el hombre, para mí desconocido, la mano en el bolsillo interior del chaquetón.

-Si ladra otra vez, lo mato; -dijo sacando una pistola.

-Ya lo ve usted, no se mueve.

Leal se tendió a mis pies, pero no dejaba de mirar a aquel hombre que me fue antipático ya desde el principio.

-¿Era usted el que hablaba con aquel canalla?...

-Con aquel anciano laborioso que me parece tan honrado como infeliz.

-Buen grillete merece. Como le oigan, no le sentenciarán... El lobo con la piel del cordero. Se filtra suavemente, invita a todos aquellos a quienes ve por primera vez a que vayan a su casuca, allí les arranca con melosas frases las señas de su domicilio, la ocupación, en fin, cuanto necesita saber para ponerse después en relación con una turba de bandidos que le rodean, y robar a mansalva...

Comencé a dudar. Tal era el acento de persuasión con que se expresaba aquel hombre.

¿Sería fingida tanta bondad, tanta honradez?

-Fíese usted, fíese usted de él, que en viendo a un forastero que no le conoce, ya está con sus historias a vueltas.

Quedé pensativo, recordando lo que el anciano me había dicho, previniéndome que no creyese a los que de él me hablasen.

Las apariencias suelen engañar. ¿Tendría yo enfrente de mí al hombre honrado y sería aquel viejo el malhechor?

-¿Es usted de aquí? -preguntéle al desconocido.

-No señor; he nacido en Italia, pero desde muy niño me establecí en Barcelona, después Lucifer me hizo entrar en la vida del mar, y estuve mucho tiempo sin ver más que las malditas olas y el cielo que parecía gozarse en mis padecimientos. Fui después a América, y allí no fue mi suerte poca, pero luego, un negro se empeñó en salirme al paso donde quiera que iba, y tomé odio a aquel país.

La forma en que me hacía la narración, me hizo comprender que había algo de siniestro en sus palabras. Maldecir las olas habiendo podido salir libre de su furia, no tratar con respeto al cielo que le había dado una fortuna, eran circunstancias que prevenían en contra de aquel hombre.

-No hay duda, algo lo ha dicho a usted aquel tunante, y si fuera lo que yo creo, el tiro que no he soltado para el perro, acabaría con la vida de aquel miserable envidioso...

-Nada me ha dicho, nada absolutamente.

-Lo he visto señalar hacia aquí, y como sé que a otras personas ha referido historias llenas de calumnias y de imprecaciones contra los que valen más que él, tengo que hacerle saltar de aquí a buenas, o si no a malas habrá de hacerlo. Es un bergantín pirata, y como lo caze un día, va a hacer agua más pronto, que se figura.

-Yo he hablado con él de cosas indiferentes, de la cosecha, del tiempo.

-Así empieza siempre, lo conozco... Luego entra con sus historias, y no perdona ni a su hermano. Apuesto a que le ha hablado de su hermano, del pobre que yace imposibilitado y que le debe el sacrificio de su salud... ¿Qué creerá ese vago; que todos hemos de creerlo? Poco a poco, lo veremos.

Estaba visto que había en los dos gran interés de anticipar noticias que respectivamente les convenía dar a conocer.

Mi conciencia, colocando en la balanza lo que había oído a uno y a otro, inclinaba el peso de la justicia favorable al primero.

¿Por qué tanto afán en los dos para hacerme formar juicio contra su adversario?

-¿Quiere usted descansar? -me dijo después de observar que yo daba muestras de impaciencia.

-Muchas gracias, -le contesté- voy a ver la aldea...

-Poco tiene que ver, pero son honrados sus moradores, honrados hasta dejarlo de sobra. Únicamente está de más aquí ese truhán con quien usted ha estado hablando.

-Pero...

-¿Viene usted para mucho tiempo? -preguntóme con interés el que había querido matar a mi pobre Leal.

-Pasaré aquí el verano.

Al oír esto me miró con fijeza extraña.

Parecía que vagaba por su cabeza un proyecto terrible, y que podría estorbarlo cualquiera persona que no fuese del pueblo.

-Me alegro, -dijo con fingida alegría.

Y bajándose, acarició a Leal, pasando la mano por la cabeza.

Leal gruñó como diciendo:

-No quiero nada con usted, mal hombre.

Yo conocía el lenguaje particular del pobre Leal, que expresaba la repulsión, el odio, la antipatía de un modo, y el cariño, la simpatía de otro.

-Vamos, que hemos de ser muy amigos... -interrumpió aquel hombre.

El perro apartó la cabeza, no queriendo que la tocase aquella mano, y después se levantó como haciéndose el distraído.

-Pues ya sabe usted que aquí tiene una choza a su disposición. Comodidades, ninguna, pero voluntad, mucha y muy grande.

-Se agradece.

Llevé mi escopeta al hombro, despedíme del personaje extraño, y seguí recorriendo las sendas que conducían a dos distintas casas.

A los pocos pasos vi que una pobre niña de ocho años estaba lavando unos pañuelos en el arroyo, y a su lado, un niño de seis lo más se entretenía en arrancar juncos de las orillas, pero con frecuencia eran inútiles sus esfuerzos; la mano se deslizaba por el junco, y éste se quedaba enclavado como antes.

Como yo en mi expedición llevaba el objeto distraerme y de observar las costumbres y estudiarlas, y por los niños se comienza a conocer a los padres, me paré ante aquellas dos criaturas, que me dieron una lección de urbanidad con unos buenos días, pronunciados con gracia y atrevimiento infantil.

-Buenos días, hijos míos, -les respondí, -¿sabéis en dónde se oye misa?

-En la ermita, -me respondieron como diciéndome: -vaya una pregunta.

-¿Y dónde está la ermita?

-Allá, aquella que tiene la cruz.

-Es verdad... es verdad.

Mis preguntas tenían por objeto conocer a aquellas criaturas, por su manera de pensar y de sentir.

-¿Y qué hacéis vosotros?

-Ya lo ve usted, -dijo la niña siguiendo su tarea, -yo lavo los pañuelos y éste arranca juncos para que se sequen y hacer después jaulitas para los pájaros, las vende, y gana para vestirse.

-¿Que son pobres vuestros padres?...

-No señor, -dijo el niño, -mi padre es muy rico, y dicen que tiene mucho dinero, y vaya si lo tendrá, que ha estado en la tierra del oro y ha trabajado mucho, pero está enfermo, y porque dicen que mi tío quiere apoderarse de todo, ya se ve, lo guarda para cuando nosotros seamos más mayores.

-¿Y quién es vuestro tío?

-Un viejo que trabaja allá abajo, por allá, por la vereda... Desde aquí le veo, sí, sí, mírelo usted.

Era el anciano que había tenido el diálogo conmigo.

-Ya lo veo.

-¿Y usted, no es de aquí; verdad? Va usted cazando... A ver, ¿cuántos pájaros ha muerto usted?

-Ninguno.

-Así me gusta, -dijo la niña con mucha gracia, -que no haya usted muerto ninguno, porque los quiero tanto... ¿y qué daño hacen a nadie?...

-Tonta, -replicó el niño, -¿no ves tú que los hombres no podemos vivir sin que nos alimente la carne de los animalitos? Pues entonces frescos estábamos si no se mataran las gallinas, y los pavos y los conejos... Viviríamos de las yerbas del campo: ni comeríamos huevos, ni nada... ¿no es verdad, caballero?

-Tienes razón; pero de eso al placer de hacerlos daño, hay mucha diferencia.

-Sí, pues el cazar es un gusto, una diversión para el hombre, y por ese gusto se matan pajaritos.

-Por eso no he querido matarlos yo, pero si hubiese de buscar mi sustento vendiendo los que matase...

-¡Ah!... eso es otra cosa. ¿Y diga usted, por qué no podremos vivir sino acabando la vida de animalitos que ningún daño nos hacen? ¿Por qué será eso?

-Son leyes de la naturaleza.

-Mira, mira, si hacen daño alguno, -dijo el niño señalando a una bandada de gorriones que picaban el trigo. -Aguarda y verás.

Y tomando una piedra la disparó contra las avecillas que volaron.

-Ya ves, para evitar que hagan daño, no has tenido necesidad de matar a ninguno.

-Sí, pero esos irán adonde no haya otro como yo que los espante, y se comerán...

-Que coman, de algo han de vivir: ¿no comes tú? Egoistones, todos los hombres sois lo mismo.

Embebecido estaba yo oyendo el filosófico diálogo infantil que parecía extraño a aquella edad.

En este punto se hallaban de su graciosa polémica los dos niños a quienes se había acercado Leal como un compañero cariñoso, cuando vi que el personaje desconocido venía con paso presuroso al sitio en que me hallaba.

El niño cogió con sus manos la cabeza de Leal y le dio un beso que fue contestado por el perro meneando la cola y lamiendo la cara de la infeliz criatura.

Era un cuadro tierno y candoroso el de aquella criatura abrazada al perro de Terranova, cuya negra cola contrastaba con el blanco del rostro del niño.

La niña parecía tener envidia de que el perro acariciase sólo a aquél, y lo llamó, sin que tardase mucho en acudir Leal buscando las simpatías de la niña.

El hombre de mirada siniestra se acercó.

Leal se plantó delante de los niños como queriendo guardarlos de alguna agresión y fijando sus brillantes ojos en el que había querido matarlo.

-¿Qué hacéis aquí, muñecos? -dijo el recién llegado con áspero acento.

-Trabajar, -respondió la niña.

-Y yo, -interrumpió el niño.

-¡Ea!... a casa, a casa... Siempre estáis buscando pretestos, -prorrumpió acompañando las palabras con bruscos modales el desconocido. Me miró atentamente, y al ver que me afectaba el trato que daba a los niños, cambió de acento, inclinóse y les dio un beso a cada uno exclamando:

-¡Angelitos! se van a quedar sin padre: no tienen madre, ni familia, porque el tío... ¡oh! ese... es muy malo.

-Pues si nos quiere mucho, -replicó la niña.

-Mucho ¡eh!... vaya, largo, largo de aquí.

Leal dio dos saltos delante de ellos como queriendo decir: «no hay que hacer caso, amiguitos» los acompañó hasta el fin de la vereda y volvió a colocarse a mi lado.

Los niños se habían despedido de mí con una mirada significativa.

-¿Son muy parlanchines, es verdad?

-Son muy discretos.

-Vamos, le han cautivado a usted el corazón. Qué diablos de chiquillos... Ahí tiene usted dos víctimas de aquel miserable viejo... por él se ha arruinado el padre, él le ha robado...

-No tengo interés en saber.

-Pues yo lo tengo en que todo el mundo sepa... que en este caserío hay un criminal con la apariencia del hombre de bien.

-Ni soy fiscal ni juez, por consiguiente nada puedo hacer.

-He oído decir que era usted abogado.

-Sí, señor.

-Ahí tiene usted por qué trataba de atraerle, acaso quiera... -dijo con recelo aquel hombre.

-Creo que no sabe que ésa es mi profesión y si en alguna cuestión de derecho me consultase, no tendré inconveniente en informarle y dirigirla.

Esto dije para observar el efecto que en él producían mis palabras. Efectivamente, se notó la impresión: frunció el ceño: hizo que miraba hacia otra parte y se dirigían a mí sus ojos.

Cada vez me infundía más sospechas, por sus preguntas, por su empeño en atribuir hasta crímenes al pobre viejo con quien yo había hablado.

Repugnábame más a cada instante que pasaba, aquella fisonomía áspera y antipática.

Quiso acariciar a Leal, pero éste se escurrió y se colocó al otro lado.

Despedíme de él y obligóme a ofrecerle que volvería al día siguiente.

Así lo prometí, pero no para entonces sino para cuando me fuese fácil. Supo que estaba hospedado en casa del cura y no le complació mucho la noticia.

De pronto veo que se fija su mirada en la casa inmediata a la suya y que una de las angelicales criaturas, desde la puerta le llamaba con descompasadas voces y llorosa.

-Señor Roberto...

-¡Ah! -exclamó él, -¡qué pasará... ¡por San Telmo! si estará ya cargando lastre para irse derecho a la eternidad!... Voy, voy a todo trapo... usted lo pase bien, caballero; que no falte usted, que la cosa lo merece... ya ve usted, me llaman, por vida... de... Dios quiera que lleguemos a tiempo...

Y se dio a correr con tanta velocidad que parecía movido por un interés extraordinario.

Leal le ladró y se sintió impulsado a correr tras de él. Me miró corno diciendo: «voy y lo hago pedazos una pierna o las dos.»

-¡Quieto! -le grité.

Roberto volvió la cabeza con temor al oír mi voz deteniendo a Leal.

Se paró en la senda, y cuando vio que el perro permanecía tranquilo, prosiguió su camino y entró en la casa.

El buen sacerdote creía sin duda que me había estraviado; yo había ofrecido volver para el desayuno en el término de una hora y habían pasado dos y media sin que pensara regresar.

Miré en mi reloj la hora y comprendí que no era disculpable mi tardanza. Comencé a subir la empinada cuesta después de pasar con bastante ligereza por el valle.

Súbitamente mi buen Leal se para, vuelve la cabeza, me mira y corre hacia la cumbre en donde apareció a los pocos instantes el anciano sacerdote con el largo levitón de cúbica azul, el sombrero de palma, un cayado en una mano con punta al extremo inferior y un paraguas de grandes dimensiones, azul con cenefa blanca, amarilla y roja, verdadero paraguas que ofendería hasta con su presencia a las modernas sombrillas que no son otra cosa los de hoy comparados con aquellos útiles aparatos que se apellidan en estos tiempos «de familia» como queriendo ridiculizarlos. ¡Dichosos los tiempos en que bajo un paraguas se guarecían la esposa y el esposo! era que entonces aún daba él el brazo a ella indicando la significación que la Iglesia da al matrimonio y que realmente debe tener. Entonces no iba uno por cada lado y con paraguas distintos como hoy, uno sólo bastaba para los dos. ¿Quién se atreve a ridiculizar el paraguas de familia?

Al verme el padre Antonio, que éste era el nombre del venerable sacerdote, se paró, púsose la mano por el rostro para que el sol que le daba de frente le dejase ver mejor y exclamó con cariñoso acento:

-¡Gracias a Dios!... ¡gracias a Dios!...

Leal llegó mucho muchísimo antes que yo. Saltó dos o tres veces delante del padre Antonio y le lamió la mano con que él le dio un pedacito de bizcocho.

Al pobre animal todo se le volvía correr desde el sitio ocupado por el sacerdote al que yo iba adelantando.

Llegado a la cumbre tendí la mano a mi respetable amigo.

-¿Temía usted que me perdiese?

-No, hijo mío; pero pueden suceder tantas cosas en un segundo. Una caída, dispararse la escopeta por una imprecaución; en fin, ¡quién sabe lo que al salir de casa nos puede suceder y si volveremos a ella!

Había tan tierna expresión, tan profunda, y tal misión evangélica en el sacerdote, que no pude menos de decir:

-Es verdad.

-Cuántas veces habrá usted visto expuestos a sus niños cuando menos lo esperaba, a una muerte segura. Ya la piedra que cae de un tejado, ya que se resbala la que lleva al niño, y corre el riesgo más terrible. No debe pues sorprender a usted que yo haya dirigido hacia aquí mis pasos, la ansiedad, el deseo de saber si había sucedido algo.

-Gracias, padre Antonio, gracias.

-En casa tiene usted noticia de la familia. Ha venido un chico de Bilbao.

-¡Ah!... ¿por qué no habré ido antes? pero descanse usted, descanse usted.

Indiqué al padre Antonio el sitio en donde yo había visto los primeros resplandores de la aurora, pero él rehusó.

-Vaya, voy; quiero saber si vienen pronto. No sé vivir sin la familia, sin mi esposa, sin mi encantador Joaquinito, sin mi purísima Aurora.

-¡Dios hará justicia a ese amor santo que otros hombres miran con indiferencia!

Hizo que se apoyara en mi brazo el venerable padre Antonio. Dile el cayado a Leal, que lo llevó atravesado en la boca, pero con orgullosa arrogancia como quien dice, no es poco para lo que sirvo.

Fuimos andando y en menos de media hora entrábamos en la casa del cura, blanca como la nieve; era una tacita de plata según la tenía dispuesta la hermana del padre Antonio.

Sencillez, humildad, aseo, frescura; tales eran las condiciones de la casa, que era llamada por los mozos y las doncellas del contorno la palomita del valle, pues se distinguía de todas por la blancura, y tenía dos pequeñas galerías hacia el centro de la pared lateral, dándole la figura de una paloma con las alas extendidas.

Antes de entrar en la palomita del valle, ya la señora Teresa había corrido para entregarme la carta de mi familia, la cual me anunciaba la llegada a Bilbao, en donde me esperaban.

Capítulo II
Misterios de la vida

Al día siguiente acudí a la cita con el viejo Pedro, que éste era el nombre del personaje tan odiado por Roberto.

Cuando a la caída de la tarde llegué a la falda del monte, vi ya que el anciano se dirigía al sitio en que yo me hallaba.

Después de saludarnos mutuamente, me dijo con melancólico acento:

-Ya ha conocido usted la causa de todos los males de este pueblo.

Levanté los hombros como ignorando a lo que se refería, y prosiguió:

-Ya sé que ha hablado usted con él: lo he visto con los dos ángeles míos, y señalaba al punto en donde yo estaba trabajando. Éste lo ha conocido bien, -añadió acariciando la cabeza de Leal; -éste trataba de vengarme, y a los dos niños. ¡Quién sabe si serás tú el verdugo justiciero de ese miserable!

-Pero ese odio...

-Es justo, señor, es justo... Vamos prosiguiendo el camino, lleguemos a mi casita, y usted lo sabrá todo.

El deseo vehemente de que llegara yo a su casa, me infundía sospechas y me hacía vacilar un momento.

¿No podía referirme en aquel sitio la historia?...

Parece que adivinó mis pensamientos, y dijo entonces:

-Yo no tendría inconveniente en contar a usted la historia aquí mismo, pero no quiero que él nos vea juntos. Mi hermano está cada vez peor y ese desdichado lo acabará de matar.

Iba ya comprendiendo algo del terrible drama que comenzaba a desarrollarse ante mi vista.

Seguimos andando. Para llegar a la casa de Pedro teníamos que atravesar por delante de la de Roberto. Cuando pasábamos por aquella parte del sendero, me hizo Pedro la señal de que callase.

¿Qué sucedía?

Leal estudiaba nuestras miradas, nuestros movimientos; vio que Pedro señalaba hacia aquella casa, y comenzó a gruñir, pero a la más leve señal mía enmudeció y seguimos, sin dar cuenta de nosotros.

A poco rato de haber pasado, oyó Pedro el ruido de una ventana cuyos goznes rechinaron aunque parecía abierta con gran sigilo.

-¡Hola, hola! ¿a donde se va? -preguntó una voz que me fue conocida.

Pedro se volvió y con cierto temor contestó:

-A casa... Voy a enseñarle a este caballero...

Como una exhalación cerró la ventana y salió al campo en mangas de camisa.

-Buenos días, caballero, -dijo con tono respetuoso.

Y después, dirigiéndose al viejo labrador, exclamó con aspereza:

-Y tú, Pedro, oye.

Le habló al oído.

Pedro se inmutó y me dirigió una mirada que expresaba la situación crítica en que se veía.

Era indudable que Roberto le había amenazado: después de separarse éste de Pedro, dirigióse a mí:

-¿A dónde le lleva a usted este canalla?

-Respete usted su ancianidad, -le dije, -que es impropio de hombres que se estiman en algo ofender las canas que nos recuerdan a nuestros padres o a nuestros mayores.

-Es que con ése no hay escrúpulos que valgan. En fin, supuesto que usted se empeña en ir adonde él le conduzca, no respondo de lo que suceda.

Y lanzó una mirada amenazadora a Pedro, dirigiéndose luego hacia su casa.

Deseoso estaba yo de saber lo que había entre aquellos dos hombres aunque ya tenía indicios que me lo daban a conocer.

Seguí, pues, a Pedro, y entramos en su casa. Era como todas las del caserío, de un solo piso. La pobreza ostentaba por todas partes sus descarnadas manos. Una sola silla sin respaldo en la cocina de ancha chimenea y espaciosa sin más enseres que los estrictamente indispensables; al lado de la silla hallábase un arcón grande, cerca de una puerta que daba entrada al departamento que servía de alcoba al anciano, enfrente, en la pared del fondo, había otra puerta que daba paso al corral en donde corrían dos o tres conejos dentro de un hoyo, dos gallinas y un corderillo. En un rincón había formada con esteras una choza de cuyo interior salió un mastín de dimensiones extraordinarias, que apenas nos oyó comenzó a ladrar respondiéndole Leal. Atado con una cuerda, hacía esfuerzos por soltarse el perro.

Era el único guardián de la casa y el defensor más ardiente del pobre viejo.

-Siéntese usted, -me dijo éste, indicándome la silla. Entretanto preparaba una mesa desvencijada, sobre la cual puso un mantel, si bien ya muy usado, pero muy limpio. Descolgó un jamón y partió de él ofreciéndome en un plato aquella merienda con un pan blanco y apetitoso, que debía serlo más para los que viven agenos a los cuidados y a las penalidades de la vida.

No quise rehusar porque no creyera que me desdeñaba de compartir con él aquel pan, y trascurrido algún tiempo comenzó así la historia:

Mi hermano y yo nacimos en Barcelona; era nuestro padre uno de los fabricantes más ricos del Principado. Nuestra madre murió muy joven y había ahorrado con una vida de laboriosidad y de economía una gran suma que hizo depositar en el banco, para su hijo el mayor, que era Fernando, y cuya posesión debía adquirir al morir nuestro padre. Secretamente le entregó aquella riqueza. Llegaron los últimos momentos de nuestro padre, y mi hermano se casó, viniendo a vivir a este caserío, con el objeto de que sus hijos, cuando los tuviese, fuesen los poseedores de la cantidad.

Dios le concedió dos ángeles hermosos, los dos que usted ha conocido. Yo, llamado por él, vine al caserío y no queriendo gravar en nada a los pobres niños, compré esta casita y las tierras que usted vio, y seguí trabajando. Mi hermano empezó a sentir el deseo de una fortuna, no para él, sino para los niños, y emprendió un viaje a California, dejándome encargado el cuidado de Juanito y de Ángela. Ya antes de marchar, había llegado a este pueblo un hombre, el que usted ha visto, desconocido para todos: decía que su objeto era descubrir manantiales ocultos en la tierra, y así sacó buenas cantidades a los propietarios de las casas de labor de estos alrededores. Conoció la bondad y la honradez de mi hermano, supo que un tío nuestro lo llamaba desde California, y alentado por la ambición y la codicia, fingióse gran amigo de mi hermano, y logró cautivar su corazón honrado y bueno. Dijo que si se avenía a emprender el viaje, él cuidaría de los chicos, pues tenía recelos de que yo había de abandonarlos quedándome con la cantidad que me entregasen para irlos manteniendo mientras él volvía. Comenzó por hacer recelar a mi hermano: y sospechar de mí, y entregó a aquel infame una cantidad considerable, cerca de 20.000 rs., con la condición de que si algo faltaba a sus hijos él les proporcionaría más recursos. Inventó fábulas contra mí: dijo que yo había proyectado con él apoderarme de los bienes de mi hermano; que ya le había hablado de la posibilidad del viaje de Fernando y de lo que debían hacer con el dinero que dejase. ¡Pobre Fernando! Resolvió por fin a salir de España, y me llamó un día:

-Mira, Pedro, yo voy a emprender un largo viaje, porque de él depende la suerte de mis hijos; voy a dejarlos contigo y al mismo tiempo el señor Roberto te auxiliará con sus cuidados. Sigue los consejos de su honradez y no te pesará.

-¿Los consejos de ese hombre? -le pregunté con estrañeza.

-Sí: ya sé que te es antipático, que ciertas cosas no las tolera él, y si yo te creyera tan perverso...

-Haz lo que quieras, Fernando, tus hijos en poder de ese miserable están perdidos.

-No lo creas; pero así y todo, en la casa se quedará, yo veo que las inocentes criaturas no tienen más padre que tú... Toma. -Y sacó doce paquetes de mil reales cada uno.

-Bien sabes que no necesito nada para cumplir con lo que mi cariño me dicta, con lo que mi conciencia me aconseja.

-Bien, pero yo no quiero que pases días de escasez con ellos. Mi regreso será lo más pronto posible. Nada te digo, nada te encargo. Cuando en este diálogo nos hallábamos, entró Roberto sonriendo hipócritamente. Entonces mi hermano, dirigiéndose a él le dijo: Ya estamos conformes. Ya sabe Pedro que yo tengo en usted tanta confianza como en él.

Nada supe, -añadió Pedro prosiguiendo su historia después de algunos momentos de descanso en que trató de tomar aliento, -de la cantidad que había entregado a Roberto, hasta mucho tiempo después. Dos años tendría uno de los niños y tres la niña. Cuando mi hermano vacilaba al pensar en el largo viaje, Roberto le decía que muchas veces se han perdido colosales fortunas por no arriesgarse un momento. Que sería un crimen por un segundo de cobardía, perder el porvenir de unos hijos. Al fin se decidió mi hermano y un día, al entrar en casa como de costumbre todas las mañanas, le vi sentado y con sus dos hijos sobre las rodillas, besándolos y con los ojos arrasados de lágrimas. Era el presentimiento.

-Por fin me resuelvo, -me dijo, -a salir mañana... A ti te los entrego, no los abandones.

-Si de algo puede valer el recuerdo de nuestra santa madre, -le respondí abrazándole, -lo invoco para este caso.

-Gracias, Pedro, -respondió Fernando estrechando mi mano pero con desconfianza.

Llegó el día del viaje: los niños no sabían lo que les pasaba al verse tan acariciados continuamente por su padre. Al despedirse llevó el uno en brazos y yo a la niña. Aún me acuerdo como si lo viera. Los ángeles de mi alma al ver a su padre ya en el bote que cortaba las olas dirigiéndose al costado de la fragata, se echaron a llorar desconsoladamente. Yo regresé a casa acompañado de Roberto que conducía al niño, y no pude olvidar nunca aquella mañana nebulosa y fría, aquel triste murmullo de las olas. Roberto llegó a mi casa, dejó a la niña y dijo: Aquí estarán muy mal los niños, podríamos ponerlos en mi habitación. No, -le respondí, -su padre ha resuelto que queden conmigo y no pueden ir a otra parte. La aspereza con que yo contesté a aquel hombre le hizo un efecto desagradable. Desde entonces qué serie de disgustos, qué nube de intrigas cayeron sobre mí. Hizo correr por el pueblo la noticia de que yo daba un trato perverso a los niños, que los dejaba abandonados. Hice que una pobre anciana, una infeliz que vivía de la caridad pública viniese a mi casa para encargarse del cuidado de los niños cuando yo no estuviese, y sobre ella también se ensañaron las maledicencias de aquel hombre acusándole de complicidad en mis fechorías. Por todas partes me miraban ya con horror. Hizo creer a las gentes honradas que yo había sido la causa del viaje de mi hermano para quedarme con sus riquezas, y un día tarde o temprano cuando estuviera seguro de que Fernando no volvía, acabar de cualquier modo con la existencia de aquellas criaturas... ¡A tal punto llegaba su infamia! Pasaron así los meses y los años, cada día una calumnia nueva. Juanito y Ángela me querían si no como a su padre, por lo menos como a la persona para ellos más digna de cariño después de aquél. La pobre Antonia, que éste era el nombre de la anciana que los cuidaba, sufrió las más penosas amarguras, hasta que un día una vecina la acusó de tal manera de ser cómplice de mis crueldades con los chicos, que acometida de un accidente apoplético sucumbió en pocas horas. Escribí a Fernando lo que me acontecía y no me contestó; pero a Roberto le escribió una carta diciéndole que si observaba que yo continuaba por aquel camino, sacase de su casa a los niños y los trasladase a la suya. Vino un día el perverso con aquella carta, y dispuesto a llevarse a los niños de mi compañía.

-Todo menos eso, -le respondí, -¡hijos de mi vida!...

-Pues sufrirás las consecuencias, -me replicó y salió de esta casa con el semblante respirando todo su odio y su maldad. -Una tarde noté que Ángela tardaba mucho; dejé a Juanito en casa de una vecina y salí a buscarla. Nada, no parecía, ni en la fuente, ni en el monte, ni en la cerca, ni en el redil donde Charcos encierra el ganado. Llegaba la noche, las sombras extendían su manto por el horizonte, y avanzaban hasta el caserío. ¡Cuánto sufrí! Oí las siete... las ocho... las nueve... Ángela no parecía. Fui casa por casa preguntando hasta que al salir de la del señor Vicente vi venir dos bultos por el camino abajo. Me dirigí hacia ellos y era la señora Teresa, la hermana del padre Antonio que había encontrado en uno de los senderos más estraviados que concluyen en la montaña del Águila a mi pobre Ángela. Preguntada la niña respondió, que el señor Roberto la había dicho que fuese a la choza del pastor Manolillo por un jarro de leche; que le indicó el camino y que se perdió al llegar la noche. Estaba vista la idea de aquel malvado. Quería hacer que desapareciera la niña con el objeto de acusarme sin duda de algún crimen horroroso si la infeliz encontraba la muerte en alguno de los profundos barrancos por cuyos bordes había de pasar para llegar a la casa indicada por aquel desgraciado.

-¿La señora Teresa fue? -pregunté yo a Pedro.

-La misma, esa santa mujer, que proteje a todos los infelices que es el consuelo de los que padecen. Digna hermana del buen sacerdote, el único que no ha dudado de mí después de tanto como me ha calumniado ese... bandido.

-Silencio Pedro, que acaso nos oiga.

Había oído yo un rumor entre las malezas de las inmediaciones de la casa, y un ruido como el de las piedras que al pasar se desprenden en un peñasco resbaladizo y de difícil paso.

Nada vi al pronto; ya la noche avanzaba y la luna aún no tenía todo el resplandor que una hora después destellaba; pero al poco rato, un hombre saltaba de un lado a otro, de una acequia, y sospeché si sería Roberto.

-Es posible que él nos haya oído, -dije a Pedro con algún temor.

-Nada me importa. Cualquiera cosa que me suceda se la atribuirán a él.

-Pero entretanto, -repliqué yo.

-Si la vida no vale nada para mí, pero debo vivir para guardar a esas dos criaturas. Lo que yo he sufrido con ese hombre no puede usted imaginarlo. Cuando regresó mi hermano hará más de tres meses, después de cinco años de ausencia, y salí a recibirlo con los niños, noté en él una frialdad, una indiferencia que me heló la sangre. Así que estuvimos solos comenzó Fernando a dirigirme acusaciones sobre el trato que había dado a sus hijos, y a tal extremo llegó la violencia de sus ataques que me fue preciso alejarme de la casa dejando el campo libre a mi enemigo consejero de Fernando, espíritu que le arrastraba a cometer conmigo una injusticia. Roberto no perdonó medio alguno de atraerse a mi hermano diciéndole que había tenido que dar de comer a los niños algunos días, porque el hambre los tenía estenuados. Mi hermano llegó hasta odiarme, y fueron tales los cargos que contra mí inventó mi enemigo, que no tardé mucho en sentir los efectos de la pena más desgarradora. Había traído una fortuna de California; al morir nuestro tío le había hecho dueño de sus inmensas riquezas.

Esto despertó la codicia de aquel malvado, que formó planes diabólicos. Enfermó mi hermano hasta llegar al estado en que hoy se encuentra, moribundo, y dispuesto acaso a dejar todo su capital en manos de Roberto, confiándole el cuidado de los dos niños.

Mucho me afectó la narración de aquella historia, y decidíme a intervenir en favor de aquel honrado labriego. Despedíme de él, prometiéndole hacerle recobrar el cariño de su hermano.

-¡Ah! No es posible, caballero, no es posible. El señor cura lo ha intentado ya, y nada ha conseguido. Tal es el poder de aquel infame. Si sabe que yo he dado a usted noticias de la verdad, será capaz de asesinarme. Mi guardián, ese pobre animal que ve usted ahí, me ha salvado dos o tres veces: una noche, un hombre, creo que sería Roberto, saltó la tapia, y en poco estuvo que no quedara destrozado entre las fauces de mi Alerta. Otro día salí con él para no volver hasta una hora muy avanzada. Venía yo con dirección a mi casa, y al pasar por la de Roberto, acometióme embozado en una capa. Alerta se abalanzó a él, y pudo librarse del golpe que con una hoz le asestó el desconocido que cayó envuelto en la capa, mientras a los ladridos del perro y a mis gritos acudieron de las casas inmediatas, sin poder alcanzar a mi agresor que volaba hacia el barranco de la fuente.

-No debe usted vivir aquí solo: ¿quiere usted venir a Madrid conmigo?-dije a Pedro.

-Esos niños, esos niños...

-Tiene usted razón.

Miré el relój: era ya hora muy avanzada de la noche, y salí de la casa de Pedro. Empeñóse él en acompañarme, resistí aquella oferta, y me encaminé hacia la habitación del padre Antonio, que ya sabía que yo había de tardar.

La luna iluminaba con un resplandor como el de la aurora en un día de primavera aquellos campos; en los arboles susurraba con dulce frescura la brisa del mar, cuyo rumor se oía allá a lo lejos, y que formaba una cinta de plata en semi-círculo, cerrando por una parte el paisaje pintoresco. Una fuente bullía al pie de la montaña, salpicando con frescas gotas mis manos al pasar.

Abstraído iba yo, pensando en las desgracias del pobre Pedro, mientras Leal, a mi lado, parecía dominado por las impresiones que yo había recibido. Al llegar a la cumbre del monte, volvíme a mirar hacia la casa de Pedro, y próximo a ella, divisé un bulto que sigilosamente se deslizaba por detrás de los sembrados.

¿Peligraría la existencia del pobre Pedro? Apresureme a llegar a la casa del padre Antonio: avisé a los dos labriegos que en ella tenían su albergue, y tomando las escopetas, salieron a carrera tendida hacia el punto que yo les indiqué. Ya el padre Antonio hallábase en su cuarto rezando las oraciones de la noche. La buena Teresa me dio una luz, y dirigíme a mi aposento sin dejar de pensar en la suerte de Pedro.

A la media hora oí dos tiros, y abrí la ventana. La luna ocultábase tras una capa de apiladas y negruzcas nubes. Esperé con ansiedad a que volvieran los labriegos, y así que los vi asomar por la vereda, bajé a abrirles la puerta. Refiriéronme entonces que habían visto un bulto que intentaba saltar 1a tapia del corral de la casa de Pedro, y que sin esperar más, dispararon desde cierta distancia; que le vieron caer, y que Leal, que los había seguido, lanzóse disparado como una flecha contra él, arrancándole un pedazo de la faja y, otro de la chaqueta. Que el bandido había logrado escapar, pero que llevaban los pedazos arrancados por Leal.

La chaqueta era de color gris como la que había yo visto a Roberto. La faja, de idéntico color a la de aquel.

-No es posible que escape,-dije para mí, -tarde o temprano va a acabar con él. ¡Pobre Pedro!

-¡Ah! -exclamó uno de los campesinos, -pues como nosotros tomemos por nuestra cuenta a ese hombre, ya está fresco; si ahora se ha visto libre de las balas, tal vez a la otra no sea lo mismo.

-Velad por el pobre Pedro, -dije yo a aquellos honrados labriegos a quienes tenía el cura recogidos por caridad.

-¡Oh! El padre Antonio quiere mucho a Pedro, dicen que es muy bueno, y eso basta para que nosotros estemos dispuestos a perder la vida por él.

Lo que había acontecido en la casa de Fernando en aquel día, era que agravada la enfermedad del infeliz, los niños, por orden de éste, fueron a avisar a Roberto muy temprano.

Fernando era de unos cincuenta y cuatro años, pero estaba ya envejecido; las dos criaturas se miraban en él como en un espejo de amor y de ternura. Fernando, débil, abatido, ya sin fuerzas, rehusaba acostarse, y pasaba los días y las noches en un antiguo sillón de baqueta con almohadas a la espalda y a los pies. Su cabeza ya inclinada hacia el lado izquierdo y adelante, las manos caídas como si aquellos músculos no tuviesen fuerzas bastantes, como si los nervios hubieran perdido su acción: la mirada vaga, la frente con una amarillez espantosa, los negros surcos alrededor de la órbita, los pómulos salientes y la flaqueza de aquel cuerpo, eran un cuadro horroroso para los infelices niños, que uno a cada lado, Angelita a la derecha y su hermano a la izquierda, permanecían de rodillas besando aquellas manos.

De cuando en cuando, Angelita se levantaba y acercaba a los labios del enfermo un vaso pequeño con un medicamento.

¡Qué cuadro de amargura!

Al ver Fernando a su hija, daba un suspiro débil, indicio vehemente de las pocas condiciones de vida que existían en aquellos pulmones.

-¡Hijos!... -dijo con voz apagada; -Dios os libre de vuestro tío.

De tal modo había conseguido influir Roberto en el alma de aquel hombre, que la sola idea que le preocupaba, era la de que aquellas dos criaturas pudieran caer en manos de Pedro.

-Padre, no piense usted en eso, que el tío Pedro es mejor de lo que usted cree, -exclamó Angelita.

-No, no; sería capaz de mataros... Pero... Ya tengo un medio de que su ambición no le lleve hasta ese punto. Roberto... Roberto...

-Ya lo hemos llamado, -dijo el niño con sobresalto y mirando a su hermana con temor.

No tardó mucho en llegar Roberto. La faz sombría de aquel hombre imponía a los dos niños.

-¿Qué es eso?-dijo al entrar en la habitación apenas iluminada por los primeros resplandores del sol.

-Que me muero, que me muero... Salid, hijos, un instante, tengo que hablar con Roberto.

Juanito miró hasta con indignación a Roberto.

Ángela movió la cabeza como resignada, pero con dolor inmenso.

Apenas quedaron solos, Roberto tomó el pulso a Fernando, y tembló.

-Es preciso que piense usted en sus hijos, puede usted dejar esta vida, no hoy, pero ¿quién sabe?... No tenemos la vida en nuestras manos.

-Por eso te he llamado; pero...

-Vamos, qué; no se desanime usted... ¡Voto a cien escollos! Ha pensado usted ya...

-Sí...

Roberto temió que le pidiese cuentas de la cantidad que le entregó al salir de viaje, pero pronto se tranquilizó.

-Necesitamos hacer un recibo, es decir, debes hacerlo tú, de toda la cantidad que yo puedo dejar a mis hijos...

Roberto sintió que un destello de codicia coloreaba su rostro y que no había podido ocultarlo.

-¿Y cuánto es?

-Será mejor en distintos recibos...

-Como usted quiera.

-Y sacó Roberto un tintero de asta con una pluma de ave cortada como para que cupiese dentro de aquella reducida cavidad. Acercó la mesita al sillón, y extendió sobre ella un lío de papeles que sacó del bolsillo.

-Haz recibos hasta la cantidad de siete mil duros, como entregados por mí en pago de cantidades iguales que tú me dejaste antes de salir de este rincón.

-Comprendo...

-Te vas a quedar encargado de proporcionar la educación a mis hijos: quiero que Juanito siga la carrera de marina; así se lo ofrecí a su buen tío.

Roberto extendió los recibos, y se los entregó a Fernando, recibiendo aquel la fortuna de aquel hombre.

-En ti deposito el porvenir de mis hijos, porque mi hermano acabaría por sí ese capital y los dejaría en la miseria.

-Tranquilo puede usted estar, -respondió Roberto estrechando la mano del moribundo y apretando y pensando en los paquetes de onzas de oro que acababa de entregarle Fernando.

Al poco rato, Roberto llamaba a los niños, quienes al ver a su padre ya en los últimos instantes de su vida, quedaron atónitos y confusos, sin saber qué resolución tomar, ni qué pensar.

-Voy a llamar al señor cura, -dijo la niña después de besar la descarnada mano de su padre.

-Bien, hija mía, bien; -respondió el moribundo mirando con terrible angustia a los niños.

Ya se hallaba Angelita en la puerta, cuando Roberto se apercibió del proyecto de aquella, pues abstraído en el delito que acababa de cometer, no había oído las palabras de Angelita ni la contestación del padre.

-¿A dónde vas?-preguntóle a la pobre criatura.

-A buscar al señor cura...

-No hace falta...

-Sí, señor, padre quiere... déjeme usted ir.

-Déjala... déjala, -repitió con débil voz Fernando.

-¿Para qué?

-Yo me muero, quiero los auxilios de la religión...

Angelita corrió de nuevo hacia la puerta después de haber sido conducida por Roberto al sitio en dónde se hallaba el enfermo.

Aquel malvado lanzóse como un relámpago a coger otra vez a la niña.

-Déjela usted, -gritó Juanito queriendo detener a Roberto.

-Quieta chiquilla, -exclamó este con coraje dando tal empellón a la niña que cayó al suelo.

-Roberto, -dijo con apagada voz Fernando comprendiendo en aquel solo hecho lo que a sus hijos esperaba y adivinando ya las siniestras intenciones de aquel hombre, hizo un esfuerzo para incorporarse, quiso gritar, y con una voz que no parecía la suya, acaso Dios en aquellos momentos le concedió el medio de denunciar al ladrón y dio un grito de ¡socorro... Pedro!

Anonadado quedó Roberto al oír aquella voz estentórea, que llegó a su conciencia y la desgarraba.

Quisieron gritar los niños, pero Roberto, amenazándolos, los hizo postrarse de rodillas, atóles los brazos después de cerrar la puerta con el cerrojo: atóles un pañuelo a cada uno en la boca y el desgraciado padre, en presencia de aquel cuadro desgarrador no pudo resistir, dio un ay horroroso, perdió las fuerzas y exhaló el último suspiro viendo perdidos a sus hijos y a su hermano, cuya inocencia le reveló Dios en aquel momento de angustia y de agonía.

-Silencio, -dijo en voz baja a los niños el que había contribuido a acelerar la muerte de Fernando. -Silencio o vais a morir aquí los dos también.

-Callaremos, callaremos.

-Yo soy el encargado de vuestra suerte porque vuestro padre así lo ha dispuesto: no he querido que llamemos al cura porque no es bueno: hubiera él precipitado los últimos instantes de mi pobre amigo: no lloréis. El cura tenía el proyecto de apoderarse de vuestros bienes con el pretesto de unir a los dos hermanos, es decir, reconciliar a vuestro padre con el tío Pedro, con ese ambicioso que os quiere dejar en la miseria... Conque;.. silencio...

Habiéndolos dejado libres Roberto, comenzaron a llorar amargamente al ver a su padre ya cadáver.

Al oír los triste gemidos de aquellas criaturas llegaron algunas vecinas a llamar en la puerta. Abrió Roberto y entraron algunas mujeres y dos o tres mozos: uno de ellos salió precipitadamente dando muestras de verdadero dolor, Juanito se había abrazado a las rodillas del cadáver de su padre. Angelita estrechaba aquellas manos yertas y entretanto el autor de la desgracia de aquellos ángeles, fingía una conmoción profunda, enjugándonse los ojos con el pañuelo.

A los pocos instantes entró Pedro con la mayor desolación, miró a su hermano y besó aquellos ojos aún sin cerrar, que conservaban esa horrorosa mirada de las horas de agonía.

Parecióle a Pedro leer en aquella mirada el arrepentimiento de su hermano por haberle creído culpable.

Aún pudo cerrar aquellos ojos el buen labriego, y después los besó con religioso respeto. Lanzó una mirada terrible a Roberto, que dijo tartamudeando:

-Pobre Fernando... mi único amigo, ¿por qué me lo habrá Dios arrebatado?

Pedro sintió impulsos de dirigirse contra él, pero ni el dolor que embargaba su espíritu ni sus fuerzas se lo permitieron.

-Hijos míos, venid, venid conmigo: viviréis en mi casa...

-Eso no puede ser, -dijo Roberto, los niños, por última disposición de su padre, se vienen a mi casa: yo los he de facilitar la educación y por mi cuenta corre su porvenir...

-¿Es esto cierto? -preguntó Pedro a los niños.

-Sí señor, -respondió ella con amargura.

-Sí señor, -contestó Juanito no menos conmovido que su hermana.

-Está bien, -respondió Pedro, -y quedó sumergido en el abatimiento más desgarrador.

Roberto hizo ver que la pena no le dejaba respirar siquiera.

Aquella noche los niños durmieron en casa de Roberto, y para que en el pueblo no se sospechase lo más mínimo, dispuso que los muebles y cuantos objetos encerraba la casa de Fernando fuesen trasladados a la de Pedro que se negaba a recibirlos, pero porque no creyesen que aquella negativa era la señal del odio a su hermano, transigió viendo con pena lo que sucedía y sin poder decir una palabra acerca de lo que sospechaba.

Cuando le preguntaron a Roberto por qué no había hecho testamento el padre de aquellas dos criaturas, contestaba que todo cuanto aquel tenía se lo debía a él, y que le había pagado días antes de morir de cuyo pago obrarían los recibos en poder de Pedro.

-Cuando no le ha dejado los chicos al hermano, -decía una mujer a sus vecinas, -por algo será...

Y así fue extendiéndose la opinión contraria al anciano labrador, aun a pesar de que el cura trataba de desvanecer todos los cargos. Hasta ahí supe yo, porque Pedro me lo refirió un día en casa del padre Antonio, la víspera de mi viaje a Bilbao.

Capítulo III
Entre el mar y el cielo

Pasaron bastantes años sin que yo volviese a saber de aquella historia más datos que los siguientes:

Agrupábanse en el muelle muchas personas con gran curiosidad, porque decían que iban a ver la salida de la fragata Rosalía para el Perú. Como mi padre era consignatario de varios buques, yo le había tomado afición al muelle, y por las tardes en vez de llevar a mis niños a otros paseos los acompañaba a la orilla del mar.

Junto al embarcadero esperaba una lancha, y en la parte de tierra la gente se agolpaba.

-Aún no ha venido, -decían unos con verdadero interés.

¿Sería el que saltó detrás del capitán?

-No, aquel no. Ya sabes que Lorenzo ha dicho que vendrá con él porque le tiene cariño y le compadece.

-Deseoso estaba yo de saber a quién esperaban aquellas gentes, cuando oí decir: aquel es... ¡pobre chico! Sería yo capaz de suspender el viaje, dijo una mujer ya anciana con aire resuelto.

Señalaron todos hacia el punto por donde venía un marinero con un chico como de catorce años, rubio, de simpática fisonomía, de mirada inteligente y sonrisa que revelaba la amargura del alma.

-Ese es... ese es... Juanillo, el protegido de Lorenzo, -dijo una mujer.

El nombre pronunciado por aquella, el aspecto del chico, me recordaron a las dos criaturas que encontré al lado del arroyo y que eran víctimas de un infame.

El padre Antonio y la hermana habían muerto. Pedro no sabía escribir y yo me veía privado de noticias de aquel drama terrible.

Apenas me fijé en el llamado Juanillo, me cercioré de que era el mismo que yo creía. El, a su vez, se paró delante de mí.

Llevaba una boina tan común en las provincias vascas, iba en mangas de camisa y vestía un chaleco de terciopelo azul y un pantalón claro; un pañuelo negro con una sortija le servía de corbata. La frente espaciosa, la mirada franca de aquellos ojos azules como el mar a cuyas olas iba a entregarse; la tez blanca y suavemente sonrosada en las mejillas y el ligerísimo bozo que apuntaba apenas, le hacían simpático, y mucho más al considerar la vida a que lo dedicaban.

A los pocos segundos de haberme mirado detenidamente, dirigióse a mí, quitóse la boina, y me tendió los brazos.

-¡Ah!... Sí que me has conocido, -le dije abrazándolo tiernamente, mientras mis hijos me miraban con curiosidad.

-¿Y Pedro? -le pregunté; -¿y tu hermana?

-¡Pedro!... Pocos años de vida le quedan ¡Angelita?... ¡Dios la proteja! Yo, por ser fiel a la voluntad de mi padre...

-¿Qué?

-Voy a emprender esta vida. Tengo deseos de ser algo, y como lo consiga, volveré a aquel pueblo y arrancaré a mi hermana de las garras de aquel hombre. Usted no puede figurarse cómo nos ha martirizado... Y temo... Por fin, viendo que yo iba ya resistiéndome a sufrir más, díjome que era preciso cumplir la voluntad de mi padre, y que él tenía un amigo bajo cuya dirección comenzaría a aprender la práctica de la vida del mar. Lo dispuso todo, y en pocos días arregló mi viaje y me acompañó hasta esta ciudad, esperando el momento de que la fragata estuviese lista para hacerse a la mar.

-¿Y está él por aquí.

-Sí señor; no tardará en venir.

-¿Y no es posible evitar el viaje?

-Imposible; sería capaz de buscar el medio de hacerme desaparecer...

-¡Qué infamia!

-Silencio, que no nos vea juntos. Ahí está.

Estrechó mi mano, y se separó señalándome al punto por donde venía Roberto.

Su fisonomía había adquirido rasgos más característicos que revelaban su mala intención su corazón perverso. Paróse al verme, y aparentó desconocerme sin duda.

La gente que esperaba, miró con detenimiento a Roberto. Unos a otros se hablaban al oído.

Juanito esperó que atracase el bote. Recibió un fingido abrazo de Roberto: me dirigió una mirada, y se lanzó a la barquilla, que no tardó en cruzar las olas alejándose como una esperanza que se pierde.

-Esperad- esperad... -gritó Roberto haciendo retroceder el bote y embarcándose también.

Juan se sentó a popa, colocándose a su lado Roberto.

Vi desaparecer el bote detrás de la fragata, y no tardó mucho tiempo en volver de nuevo, trayendo a. Roberto que se asombró de ver la mirada curiosa de los que esperaban.

Al entrar Roberto en el bote, uno de los marineros le hizo una señal de conformidad que muy pocos pudieron observar.

Pregunté en el muelle qué papel iba a desempeñar aquel chico en la fragata, y supe que era el de grumete.

¿Cuál era el plan de Roberto?

¡Con cuánta ansiedad vi yo aquel viaje y cuánto hubiera yo dado por impedirlo!

Me retiré pensativo. Preguntáronme en mi casa la causa de mi abatimiento, y al referir los antecedentes de aquel desgraciado, todos instintivamente temieron por la vida de aquel.

La fragata levó el ancla, y desplegadas las velas, comenzó a cruzar el oleaje, hasta que desapareció por completo balanceándose majestuosamente.

Roberto no se alejó del muelle hasta que vio que no se distinguían ya ni siquiera el extremo de las velas en el horizonte.

-Ya está en camino, -dijo con aire de satisfacción.

Y se internó luego en la calle, regresando al caserío a las pocas horas.

Angelita había crecido extraordinariamente; era de una belleza notable, y la llamaban Flor de la playa.

Roberto la miraba ya hasta con pasión, y en el pueblo aconsejaban a Pedro que sacase de allí a aquella criatura a quien había amenazado el perverso con asesinar a Pedro si huía ella de la casa o mostraba deseos de salir.

Convertida más que en criada en esclava de Roberto, la infeliz permanecía encerrada, sin que hubiese salido ni una sola vez desde que cumplió los catorce años.

La pasión de Roberto hacia Ángela creció con toda la vehemencia de que era capaz aquella alma predispuesta siempre para el crimen.

Ángela sentía una repugnancia invencible hacia aquel hombre, así como se inclinaba por el vínculo de la simpatía hacia un joven que en la casa de enfrente habitaba y que trabajaba en las tierras inmediatas a las de Pedro.

Los ojos habían expresado el efecto que mutuamente habían producido en los dos sus miradas.

Pedro pasaba con frecuencia por delante de las ventanas de la casa de Roberto con el objeto de ver si podía hablar a su sobrina. Cuando Roberto estuvo en Bilbao, dejó a Ángela celada por una vecina gulusmera y entremetida, chismosa y de perversas intenciones. La autorizó para todo, hasta para golpear a la infeliz. Una tarde, al anochecer, había salido la vieja a comprar, y asomada Ángela a la ventana, vio pasar a su tío: hízole señas para que se acercase, y el buen Pedro supo los martirios a que se hallaba expuesta y el peligro que corría.

-Me ha amenazado con matar a usted si salgo de esta casa o si manifiesto deseos de salir.

-¡Ah!... Déjalo, que ya verás como el señor cura se lo dice al señor juez y se toma una providencia...

-Por Dios...

-Ya lo verás.

Viendo Pedro al joven de que antes se ha hecho mención, que venía del trabajo, lo llamó y le dijo:

-¿No querías ver a esta pobre cautiva? Pues mírala... Mira los sufrimientos impresos en su semblante.

-Dispuesto estoy si ella quiere a librarla de ese monstruo; una palabra suya basta, la bendición de la iglesia la unirá a mí.

Ángela se sonrojó: miró a su tío y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Durante este diálogo, las sombras de la noche habían avanzado, y por la senda trazada por la espalda de aquella casa, adelantóse el bulto de una mujer. Habiéndolo visto Luis que este era el nombre del vecino de Ángela, dijo con sigiloso acento.

-Mónica viene.

Mónica, pasó por el lado de Pedro y de Luis como aparentando no haberlos visto ni conocido. Dio la vuelta alrededor de la casa y abrió la puerta entrando desesperadamente.

Ángela cerró la ventana, se retiró, y aún no había acabado de cerrar, sintió que una mano le agarraba por los cabellos y la hacía caer arrastrándola corto trecho.

-¡Madre mía! -gritó la infeliz.

-¡Silencio... descarada, silencio!... Ya te ataremos corto cuando venga el señor Roberto.

La vieja la levantó del suelo y emprendió con ella a pellizcos hasta ponerla los brazos que daban compasión.

-¿Pero qué he hecho yo?...

-Ya verás lo que es querer a ese chicuelo... y hablar con el pillo de tu tío...

-No le ofenda usted.

-¿Que no le ofenda? ¡Deslenguada! a la cocina, a lavar... y cuidado conque chistes.

Escenas como esta eran las que se sucedían en aquella casa con harta frecuencia.

Cuando vino Roberto y Mónica le refirió cuanto había ocurrido, quedó satisfecho porque ella no le había dicho nada de haberla castigado, sino de los sanos consejos conque la trataba de conducir por buen camino y por la senda más segura.

Ángela se había convencido de que Luis la amaba con el mismo frenesí que ella a él. Así que Roberto se enteró de aquellos amores, trató de hacer salir del pueblo a Luis, para lo cual y sabiendo que su padre estaba en un pueblo de la Mancha, combinó un plan de los suyos. Fue a Bilbao, buscó a uno de los cómplices que le servían para los casos análogos y le dio un encargo secreto. A los pocos días el hombre llegaba al caserío con la noticia de que el padre de Luis moribundo le llamaba. No tuvo más remedio el joven que salir con el pesar de no haber podido dar el adiós a Ángela.

Mónica hizo saber a ésta que el viaje de Luis había sido un pretexto para marcharse al pueblo en donde le esperaba una muchacha con el objeto de contraer matrimonio.

Ángela, que creía en todo lo que pudiera ser una desgracia para ella, se persuadió de que era cierto, y padeció terriblemente.

Roberto veía que no lograba ni un destello de cariño en Ángela, y tomó el partido de martirizarla, y habiéndose apercibido de que los tribunales iban a comenzar sus diligencias para que la justicia cayese sobre un delincuente, pasó por su imaginación el fantasma del crimen y la tentativa de la fuga.

A las pocas noches, las llamas y las nubes de humo, los gritos desesperados de Pedro y los ladridos de Alerta despertaron a los moradores del caserío.

Estaba ardiendo la casa del desgraciado hermano de Fernando. Uno de los hombres, que habían acudido a socorrerle, dejó caer una de las maderas del techo, al parecer intencionadamente sobre el pobre anciano que exánime, cayó herido de muerte. Cuando después narraba el suceso, los aldeanos decían unos: ¡con qué caridad fue el señor Roberto a socorrer a Pedro aun siendo su enemigo!

-¡Caridad! y dicen que le dejó caer el madero por ver si lo mataba, -replicó otro.

-Eso no puede ser, -exclamó el que primero había hablado. Y siguieron el diálogo poniendo en duda los sentimientos caritativos de que hacía alarde Roberto.

Pedro estuvo a la muerte. Ángela quiso ir a verle; por la fuerza intentó lograr su objeto. Desasióse de las manos de Roberto que la detenía, pero volvió éste a oponerse hasta el punto de colocar la mano en la garganta de la joven cuyos gritos fueron ahogados por aquel dogal terrible.

Nadie se atrevió a acudir a socorro de Ángela, porque Roberto era temido por todos.

Así pasaban los días en la aldea.

Veamos como seguía el rumbo la embarcación que había salido del puerto de Bilbao.

Los doce primeros días fueron apacibles y serenos, soplaba la brisa, las velas henchidas impulsaban a la fragata que cortaba las olas con majestuoso movimiento.

La tripulación había recibido el encargo de tratar con toda dureza al pobre Juanito que era el criado de todos. Un marinero, Lorenzo, hombre de edad avanzada y que había pasado toda su vida entre el cielo y el mar, miraba con especial interés a Juan, porque su edad, sus simpáticas facciones y los antecedentes de su desgracia habían conmovido su corazón.

Oponíase con frecuencia a que se tratara mal al huérfano, y juraba y maldecía asegurando que no volvería a emprender viaje alguno, ni permitiría que el pobre chico fuese la víctima de todos.

El patrón hallábase sobre cubierta observando la atmósfera que parecía presentar síntomas de borrasca.

-¡A las velas! gritó de pronto.

Juan se encaramó como un gato sobre los palos, y llegó hasta el extremo superior del mesana: ató la parte de vela que le correspondía, y ya comenzaba la fragata a moverse con más frecuente balanceo. Silbaba el viento en las jarcias. La tripulación se ocupaba en la maniobra que en aquellos momentos mandaba el capitán con enérgico acento. Cada cual se dedicaba a su trabajo, cuidando mucho de guardar el equilibrio cuando el empuje de la ola era muy violento. El cielo hallábase cubierto; la serenidad faltaba a, algunos de los marineros. El terror se reflejaba en el semblante de los más jóvenes, y había crecido de tal modo el movimiento, que era un peligro constante la caída al mar a uno de los terribles golpes de las olas que saltaban por encima de cubierta del uno al otro lado.

El viento era cada vez más impetuoso, el mugido de las olas más soberbio. Una de las veces, el capitán estuvo a pique de caer al mar, y si se salvó, fue cogiéndose a una de las cuerdas. Uno de los marineros seguía a Juan a todas partes; era de los que más peligrosas maniobras le mandaban.

-Capitán, -dijo aquel hombre, -creo que deben soltarse las cuerdas de aquel palo para que no ofrezca resistencia al barco y nos haga dar la gran caída.

-Es verdad, -respondió el capitán, que no creía posible la salvación.

-Convendría que este chico subiera y nos librase de ese peligro.

-Arriba, Juanillo, -dijo el capitán con acento terrible.

El grumete vaciló un instante, conociendo la intención con que aquel hombre deseaba exponerle.

-¿No lo has oído?-dijo el marinero que había hablado al oído de Roberto antes de embarcarse.

Juan vio en aquellas palabras una amenaza, y no tuvo más remedio que decidirse. Encaramóse por el palo arriba, agarrándose fuertemente y sentando el pie con seguridad en la escala de cuerda

Los vaivenes de la embarcación eran cada vez mayores.

El marinero lo miró subir con ansiedad, y observaba con satisfacción las terribles proporciones que tomaba la tormenta. Colocóse debajo de la escala, como interesándose por el chico. Tenía una mano puesta en la escala. La gente de abordo temblaba por Juan.

De tal modo arreció la tempestad y tan recta iba la fragata a estrellarse contra un escollo, que el pánico se apoderó de los corazones más serenos. Ya la confusión habíase apoderado de los marineros que corrían de un punto a otro en el mayor aturdimiento. Unos murmuraban la oración que de los labios de su madre aprendieron, mientras otros pronunciaban los nombres de una esposa, de una hermana.

No era posible maniobrar. Las olas se levantaban a una altura imponente, y casi a los pies de Juan llegaban con su soberbio empuje. Parecía que los extremos de los palos tocasen la superficie de las olas.

Fue preciso cortar los palos y picar las cuerdas, para quitar los objetos que ofreciendo resistencia al empuje del viento llegaran a ser un peligro más.

-Abajo, -gritó el marinero a quien Roberto había encargado que cuidase de Juan.

-¿No ves que no puede ahora? -respondió Lorenzo, el que acompañó al muelle a Juan.

-Abajo, -seguía gritando el primero, hasta que un golpe de mar lo apartó del sitio en donde se hallaba.

Ya habían caído dos o tres hombres al agua, y nadie se atrevía a dar un paso sobre cubierta.

Lorenzo vio la actitud de Sebastián, que este era el nombre del amigo de Roberto, y sospechó algo siniestro.

Pronunció Sebastián una imprecación terrible, una espantosa maldición, vio llegar una montaña de agua rugiendo espumosa, y al movimiento espantoso del barco, tiró de la escala, que no tardó en ceder.

Momento de terrible efecto para Lorenzo y para cuantos con ojos compasivos miraban a Juan. Viéronle caer a dos o tres varas de la fragata, mientras esta, empujada de proa a popa adquirió una velocidad inexplicable, aproximándose al escollo con espantosa furia.

El capitán y uno de los marineros echaron al agua uno de los palos y teniendo en. una mano el extremo de la cuerda con que le ataron, arrojáronse al agua, abrazándose al madero con angustiosa ansiedad.

En este momento oyóse el aterrador ruido del casco de la fragata al estrellarse contra la roca.

Veíanse en la espumosa y desigual superficie del océano a algunos luchando con la muerte, a otros nadando y dejándose arrastrar por el oleaje.

La noche iba oscureciendo el horizonte, y el cuadro era más horroroso cada vez.

Los relámpagos brillaban con frecuencia. Aquí un gemido; allá el desesperado movimiento del que lucha con las olas produciendo ese ruido especial que hace erizar los cabellos.

Al escollo... al escollo, -dijo una voz casi sin aliento.

Mucho tiempo duró cuadro de agonía, a las dos horas, imponente silencio reinaba, y algún cadáver aparecía en la superficie alumbrado por el sulfúreo resplandor del relámpago.

El escollo asomaba la puntiaguda cúspide por la superficie y se ocultaba al paso de las olas.

Solo el mar y las nubes parecían los testigos de aquella escena de horror.

El desgraciado Juan había luchado algún tiempo contra el impetuoso furor del oleaje, en el cual brillaban los relámpagos como si las aguas destilasen ráfagas luminosas, subiendo muchas veces en espiral.

Juan pronunció el nombre de su padre y el de su hermana.

Lorenzo lo llamó después de haber caído al agua.

Algunos momentos después de aquel cuadro en que parecía que la muerte imperaba nada más; un bulto ascendía con dificultad hacia el pico del escollo. Dos o tres veces estuvo a pique de ser arrastrado hacia afuera otra vez aquel hombre. Se agarró con desesperación horrible a aquella roca y sufrió los embates del oleaje, dando un ay lastimero cada vez que al impulso violento de la ola chocaba su cuerpo contra los peñascos que le rasgaban la piel.

Cuando pasada tina hora de aquella angustiosa situación, el viento cedió, la tempestad dejó en paz a las olas y la calma fue poco a poco restableciéndose, aquel hombre respiró como si hubiera tenido largo tiempo sin aire sus pulmones y con la fatiga del que tanto ha luchado por librarse de una muerte segura, procuró sentarse, y cuando recobró algún tanto las fuerzas, quiso gritar «Juan», pero no salió la voz de su garganta, porque la sed la había secado.

-¡Agua... agua!...-decía el pobre Lorenzo ya rendido y tendiéndose sobre la roca.

El agua del mar que se le había introducido por la boca y las fosas nasales de Lorenzo, contribuían a aumentar la sed.

Al poco rato, benéfica y abundante lluvia cayó sobre la roca y sobre el mar. Entre los peñascos formóse en un hoyo un pequeño depósito de agua, y Lorenzo ahuecando la mano, bebió con desesperada ansiedad.

Miró hacia la superficie por ver si encontraba a algunos de sus compañeros, pero fue en vano.

¿Habían encontrado todos su tumba entre las olas?...

Capítulo IV
Más amarguras

Mientras aquel cuadro espantoso de la naturaleza se realizaba, en el caserío en donde comencé a saber parte de esta historia, sucedíanse escenas no menos tristes.

Mónica seguía martirizando a Ángela.

Roberto cada día tenía por ella pasión más violenta.

Cuando supo que Luis se había marchado, que aquel joven en quien había fundado sus ilusiones y sus esperanzas había desaparecido del pueblo, creyó que su desgracia era segura.

Pedro había muerto pidiendo a Dios el castigo de los culpables y la felicidad de los huérfanos.

Ángela, cada vez que veía entrar en su habitación a Mónica, hubiera querido desaparecer de la tierra.

-Buenas noches, hijita, -dijo la vieja entrando una noche en el cuarto de Ángela, que se cerraba por fuera.

-Buenas noches, -respondió Ángela enjugando las lágrimas para que no advirtiese Mónica su dolor.

-Vamos; ¿te has convencido ya de que nadie en la tierra te quiere como el señor Roberto? Ahora ha decidido que nos traslademos a Bilbao, que vivamos en un palacio en miniatura, en una casa con jardín, piano para que aprendas, magníficos muebles

-Nada de eso apetezco yo...

-Querrás a ese Luis, a ese pobretón que no tiene sobre qué caerse muerto, y que al fin te ha desairado marchándose del pueblo. Mira, Ángela, tu porvenir es el señor Roberto. Ya no tienes a tu tío Pedro en el mundo.

-Desgraciadamente es verdad, -respondió ella con profunda tristeza.

-Tu hermano... ¡Dios sabe!

-¿Cómo?... ¿Se ha sabido algo?

-Hija, cosas de la vida, cosas de la vida del mar... ¿Quién está libre de una tormenta, que a lo mejor puede acabar con el barco más fuerte?

-¡Dios mio!... ¿Qué ha sucedido?...

-Nada, que la fragata Rosalía ... Se sabe ya que...

-¡Oh!... Era lo único que me faltaba; sola en el mundo, sola en el mundo.

-No, hija mía, porque el señor Roberto... vamos...

-No le nombre usted siquiera...

-Pues aquí le tienes ya.

En este momento entraba Roberto con el rostro compungido y aparentando una tristeza profunda.

Roberto tendió la mano a Ángela, que no quiso estrecharla.

-Tan áspera como siempre, -dijo Roberto a Mónica.

-Ya bajarán esos, humos, -respondió la vieja.

-Si ella supiera que yo acabo de recibir una noticia que no ha de agradarle...

-¡La muerte de mi hermano! -dijo ella como impulsada por un movimiento del corazón.

Roberto se sorprendió. Había sabido el naufragio, pero no conocía detalles, sino los que se referían de haber sido encontrados maderos en la costa y la parte de proa con el nombre de la fragata.

-No, -dijo, -no se trata de eso. Se refiere a Luisito, que el infeliz se encuentra comprometido: no hay quien le salve del apuro en que se halla. Tenía depositados tres mil reales de un amigo, y se los ha gastado no sé en qué. Ese acto está penado por la ley, y no tiene más remedio que sufrir el castigo y la deshonra, pero yo estoy dispuesto a, salvarlo.

-¡Ah!... Y yo que creí que no era usted bueno...

-Sí, lo salvaré, le entregaré esos tres mil reales, pero es preciso que tú contribuyas que tú hagas un sacrificio.

-Déselos usted de mi capital.

-No, no quiero tocarlo: yo lo daré; pero con una condición; que la bendición de la iglesia nos una...

Eso nunca... nunca... Pero Dios mío; ¿por qué no he de salir yo de esta casa, por qué he de sufrir el castigo de verle a usted todos los días?...

-¿Castigo le llamas?

-Sí, porque me recuerda al asesino de mi padre.

-¡Ángela!...

-Sí; al asesino de mi padre, al que ha apresurado los días de mi desgraciado tío; al que introdujo la discordia entro los dos hermanos; al que...

-Bien... Habla, grita, di lo que quieras...

Te oigo con paciencia, con resignación; -pero guárdate de que te oigan otros...

La noticia de lo que a Luis había acontecido era una farsa: el pobre había visto que era falso el rumor de la enfermedad de su padre. Roberto, sabiendo que llevaba el joven a Bilbao tres mil reales que en depósito tenía para hacer el pago de una cantidad por encargo de un amigo, hizo que se apostasen dos hombres dispuestos a todo y que se lo arrebatasen, para que pudiese haber contra él motivo de acusación no pudiendo probar lo acontecido.

Ángela miraba con horror a Roberto. Veía en él la causa de la muerte de su padre, de la de su tío, acaso de la de su hermano.

-¿Conque no cedes?

-No.

-Pues bien, Angelita; tú conocerás quién es Roberto...

-Demasiado lo conozco...

-Has hablado de tu capital...

-Del que mi padre me dejó.

No posees nada, infeliz... Nada.

-Dios mío; y se atreverá este hombre...

-Aquí no hay nada tuyo. Todo es mío: tu padre me debía una cantidad considerable, y me pagó a última hora; ¿no lo sabes?

Ángela se cubrió los ojos con el pañuelo, y después, con dignidad, alzó la cabeza, y dijo:

-Pues bien, ya no hay remedio: he sufrido hasta hoy la vida, ¡qué digo la vida! la muerte con que ustedes piensan sacrificarme, porque quería ver si salvaba la vida de mi hermano, de los peligros a que ustedes lo espondrían por verse libres de él ya que no de mí también. Mi hermano ya no existe; yo acabaré por morir si algunos días más sigo al lado de ustedes...Quiero marcharme, quiero salir...

-¿Para qué, hija mía? -dijo Mónica cogiéndola por un brazo y clavándole las uñas que dejaron cinco huellas amoratadas, casi cinco heridas. -Siéntate, hijita, siéntate, que el señor Roberto te quiere mucho para que así le pagues...

-Me horroriza su cariño... ¿Lo oye usted?

Me horroriza... El asesino de mi padre, el asesino de mi tío... ¡Oh!... No, nunca... Esas manos están manchadas de sangre... ¡Dios mío! ¡Libradme de este malvado!

-¡Ángela!... ¡Silencio... silencio!

Tomó la pobre criatura un pañolón que sobre una silla había dejado, y ya en actitud de colocarlo sobre su cabeza, levantóse Mónica de nuevo y se lo quitó de las manos, dirigiéndose a cerrar la puerta con furor horrible.

Mónica estaba horrorosa.

Ángela se sentó abatida, miró hacia el cielo, y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

-Es preciso que esta muchacha respire otros aires... Aquí ya no está bien, -dijo Roberto.

No vivían mucho tiempo en un mismo pueblo; ni permanecían en un mismo punto sino hasta que la gente se enteraba de la historia.

Determinaron salir del último punto de su residencia y llevarse a Angelita muy lejos.

Roberto llamó aparte a Mónica, mientras la inocente criatura lloraba amargamente.

-Debemos elegir ahora otro punto más distante, -díjole en voz baja.

-Así lo creo, -contestó la vieja.

-Es preciso ya salir de España.

-Me alegro... me alegro, -respondió Mónica echando una ojeada codiciosa sobre los muebles y sobre todo cuanto la rodeaba. Tenía la convicción de que todo cuanto poseía Roberto sería suyo: de que por agradecimiento iría todo a sus manos. -Ya sabe usted, -añadió ella, -que no tengo más voluntad que el más leve capricho de usted... que me desvivo por satisfacerlos todos: que sería capaz de todo por complacerle.

Y al decir esto, dirigió una mirada siniestra a Angelita, como indicando que se atrevería a matarla si le estorbaba.

-No: no, ahora que ya es odio lo que para ella tengo en mi alma,-respondió en voz baja Roberto, -ahora debe sufrir el castigo. Nos iremos al extranjero... pero no iremos solos.

-¿No?... Ya lo comprendo: ¿vendrá ella?

-Y otra persona.

-¿Otra?

-Sí, Mónica; una mujer a quien deseo traer a mi lado como dulce compañera.

Si hubiese caído un rayo no hubiera hecho más efecto en el alma de Mónica. Quiso desvanecer la duda de que sus ilusiones desaparecían como la niebla ante los rayos del sol y exclamó con tímido acento:

-Ya; pero... ¿usted no se casará?...

-Pues ya lo creo: quería dar a usted la sorpresa más grande, no diciéndole nada hasta el día de la bendición, porque como yo sé el cariño que usted me tiene, sé que va usted a gozar mucho con mi felicidad.

-¡Oh! ya lo creo... ya lo creo... Bendito sea Dios!... pues si es usted para mí un hijo... más que un hijo... en fin, vamos... que no puedo remediarlo... ¡Ay!... señor Roberto, ¿pero ha elegido usted bien?...No se habrá usted engañado...

-No: no me he engañado: por disipar las penas que me causaba el desdén de esa miserable, puse los ojos en la hija de don Miguel el médico y he comprendido que es la única que puede hacerme feliz y ofrecer el verdadero castigo a esa chicuela.

Quedó Mónica pensativa.

-¿En que piensa usted? -preguntó Roberto queriendo con una mirada investigadora penetrar en el fondo de aquel corazón avaro.

-En nada... Ahora... si esa señorita tiene el genio...

-Es muy buena.

-Me tratará como a una criada...

-Vamos, no tenga usted cuidado, madrecita Mónica, -dijo Roberto pasando la mano por el áspero promontorio de canas que se enmarañaban en la cabeza de aquel monstruo. -Ya sabrá ella respetar y querer a usted... ¿No la parece a usted buena idea.

-¡Muy buena... ya lo creo, muy buena!... inmejorable... Como que... ya me lo figuraba yo... ¿Y tardará mucho eso?

-Poco, muy poco...

-Vamos, mejor, -replicó con intencionada sonrisa Mónica y haciendo un gesto como de quien proyecta una venganza y está satisfecho de su propósito.

-La criada será esa muchacha,-dijo Roberto con despecho, -esa orgullosa... ¿Que le parece a usted el plan?

-Bueno, muy bueno.

-Y que Leocadia sabrá hacerla rabiar poco... bonito genio tiene...

-¡Ah! ¿con que tiene genio?...

-No; entiéndame usted, para quien lo merece es una fiera; pero para los que con ella simpatizan es una hermana cariñosa, una compañera... Verá usted, verá usted...

Mónica miraba a hurtadillas el rostro de Roberto y después dirigía una mirada a Ángela a quien comenzaba a mirar de otro modo. Desde aquel instante, viéndose ella contrariada y sin las esperanzas que acarició tanto tiempo, comenzó a tener lástima de Ángela para atraerla y formar con ella el lazo estrecho de la venganza contra el autor de su desgracia.

-Creo que aprobará usted mi elección, y que estará usted contenta, -dijo Roberto vacilando.

-Sí, hijo mío, sí... pues no faltaba más.

-Adiós, pues, y hasta la noche...

Y dirigiéndose a Ángela, dióle con aire despreciativo un golpe con la mano en el pescuezo.

-¡Adiós, corazón mío!...

Ángela bajó la cabeza y suspiró amargamente.

Mónica salió a despedir a Roberto hasta la calle y luego volviendo a entrar en la casa, miró bien si se había aquel alejado y dirigióse a Ángela.

-¡Ánimo, hija mía, ánimo!...

Ángela no contestó aunque no estaba acostumbrada a oír la voz de Mónica con tanta dulzura.

-Llegan momentos en que los desgraciados deben auxiliarse.

La pobre criatura levantó la cabeza y miró con timidez a Mónica.

-Es preciso que salgamos de esta casa pronto, muy pronto.

-Al momento, -respondió Ángela levantándose.

-Poco a poco... poco a poco... pero hemos de salir con todo.

-No entiendo.

-Todo lo que hay aquí es tuyo... Escogemos lo mejor y salimos andando. ¿Qué te parece?

-Salir, sí, cuanto antes, pero ¿llevarnos?... nada.

-Es que ahora te esperan más días de prueba.

-¿Por qué?

-Se va a casar Roberto, solo por hacerte sufrir...

-¿A mí?... ¿Qué me importa que se case?

-Es que vas a ser la criada, vas a ser golpeada por las manos de esa mujer y a sufrir los más terribles tormentos...

-No será... porque ahora mismo...

-No, eso no; debemos procurar que no lleve a cabo su propósito... Sé más amable tu y a ver si logramos...

-Nunca...

-Engáñalo.

-Jamás... Ya que a él no le importa que yo esté o no en la casa, y que he conseguido que me aborrezca... Déjeme usted salir. Dejeme usted.

-¡Oh!... no eso no... de ningún modo...

-¿Pues qué quiere usted de mí?

-Que conmigo lleves a cabo el plan que tengo en mi cabeza.

-Yo nada haré que no esté conforme con lo que me dicta mi conciencia.

-Mira lo que ha hecho contigo.

-Esa no es razón para que yo obre mal.

-Ya te arrepentirás.

-Nunca me arrepentiré de no hacer daño.

A los pocos días de aquellas escenas disponíanse en la casa de Roberto los preparativos de la boda.

Mónica pensaba llevarse de la casa las alhajas y todo cuanto pudiese; pero no podía llevar a cabo el plan sola, porque era preciso compartir con otra persona el peligro y la responsabilidad. Fue tan torpe, que indicó a Ángela su propósito, y ella rehusó noblemente.

La vieja pensó tomar otro camino: intentó ver si lograba hacer que Ángela se mostrase más suave para Roberto; pero fue imposible.

Luego ideó otro plan diabólico: pensó en inspirar a Ángela el pensamiento de marcharse, y después que esto sucediese, escapar ella. Ya había sacado de la casa varios objetos, y los iba enterrando en un lado de la carretera, en un hoyo por ella misma practicado.

Ángela, conociendo que Mónica quería complicarla en el delito que proyectaba, vio que le era imposible salir de la casa,

-Quedándome, -dijo, -verán que no tengo parte en el robo.

La vieja hizo grandes esfuerzos por arrastrar a Ángela.

Un día, la víspera de la boda de Roberto, llegó al anochecer, y entró en la habitación de la infeliz joven, y puso en planta un recurso para obligar a Ángela a que la siguiese.

Apenas entró Mónica fingiendo una alegría extraordinaria, con exclamaciones de júbilo y cuanto pudiera hacer crecer la emoción más profunda, exclamó:

-¡Ay, Angelita!... ¡Qué noticia te traigo!

-Diga usted... diga usted...-interrumpió con cierta indiferencia Ángela.

-No te lo puedes figurar.

-¿Qué es eso?

-Que vas a saber de tu hermano.

-¡Ah!.., -exclamó la infeliz dudando de las palabras que oía.

-Acabo de ver a quien sabe dónde está él y dónde te espera.

-¿Será cierto?-preguntaba para sí Ángela.

La pobre criatura vaciló y casi estuvo decidida a salir; pero conociendo a aquella mujer, se resistió. Sabía los medios de que se valía para sus propósitos, y desconfiaba de ella; es más, la temía.

No podía creerla.

Entró en su reducido cuarto Mónica. No estaba entonces en la casa Roberto y la vieja dirigiéndose a la caja en que guardaba el dinero, abrióla y puso en un saquito los cartuchos de onzas y de monedas de a cinco duros que aún conservaba Roberto de los que había recibido del desgraciado Fernando. Ya las alhajas estaban en su poder y todos los objetos de valor. Roberto no se cuidaba de velar por los intereses que había robado y no esperaba lo que iba a sucederle.

Mónica salió; pasó por delante del cuarto de Ángela y se despidió de ella.

Cuando llegó Roberto y vio sola a ésta, no supo explicarse la causa, pues tenia órdenes dadas a Mónica, para que no dejase sola a la hija de Fernando. Miró éste al entrar con despreciativo gesto a Ángela y pasó por su mente la idea de vengarse de tanto desdén. Entró en su despacho y vio que había una llave puesta en la cerradura de la caja. Miróla con sorpresa, abrió y quedó estupefacto. Desde allí fue a la sala y encontró abiertos los cajones de la cómoda, y estos sin las muchísimas alhajas que contenían.

-¡Robado!... ¡robado!-. -exclamó.

Y corrió precipitadamente hacia el cuarto de Ángela.

-Me han robado, -dijo con enérgico acento lanzando una mirada aterradora a la hermana de Juan.

Ella se levantó con noble altivez como diciendo: ¡Y qué quiere usted decir con eso!

¿En donde está Mónica?

-Ha salido.

-¿Ha salido? ¡Ah, desgraciadas!... vosotras me habéis robado.

-¡Señor Roberto!

-Sí: esa maldita vieja y tú habéis querido vengaros.

-No me ofenda usted.

-Sabíais que mañana vendrá a esta casa la que va a ser mi esposa... y... pero os ha de costar caro...

-A mí, ¿de qué puede acusarme la conciencia?...

-Ya lo veremos... ¿Tú sabes algo de lo que proyectaba Mónica?

-No, señor.

-¿No lo sabes? Pues los tribunales se encargarán de averiguarlo.

-Nada tengo que temer.

-Lo veremos. Esto es inicuo... Ya sabía yo que eras una hipócrita como ese desdichado Luis, que irá a un presidio... Ahora mismo verás hasta donde llega mi cólera... Y esa Mónica.. esa Mónica... ¡Me han perdido las dos... me han perdido!...

Oscurecía ya, Roberto salió a dar parte al juez de cuanto sucedía y dejó encerrada a Ángela, que comprendía lo peligroso de su situación. Asomada a la reja estaba, fijos los ojos en el cielo y vagando su pensamiento por el mundo de los recuerdos.

Cuando así se hallaba la infeliz Ángela, un joven paróse delante de la reja y quedó atónito contemplándola.

Ella le miró fijamente.

-¡Luis! -exclamó entre sollozos Ángela.

-¡Ángela!... ¿qué tienes... qué sucede... qué te pasa?

-Que soy muy desgraciada... ¿Y tú me han dicho que estabas preso?

-He podido librarme milagrosamente: un alma caritativa me ha prestado la cantidad que me robaron... y sé quién la robó y por qué... Ese Roberto... No habrás creído lo que te ha dicho de mí él.

-¡Él!... pues ahora ha salido a dar parte, acusándome de un robo... y acaso...

Estaba anocheciendo.

Luis comenzó a pensar en el medio de salvar a la pobre Ángela.

-Va a hacerte sufrir horriblemente: te prenderán... Ángela... Ángela, es preciso que salgas de esta casa.

-Si salgo creerán que efectivamente soy ladrona...

-Es que de todos modos, si se empeña será capaz de presentar pruebas falsas, y de todos modos te llevarán a la cárcel. Mira, aquí viene mi madre, que deseaba verte para anunciarte mi llegada.

La madre de Luis llegó en aquel momento Luis la refirió lo que sufría la pobre Ángela.

-Ya lo sabía yo, -respondió ella, -porque al lado de ese hombre no puede haber nadie que sea bueno...

-Salvémosla, madre...

-Sí, sí: vente a mi casa, hija mía.

-¿Y cómo?... estoy encerrada... si vienen...

-Si vienen, -dijo Luis.-Ahora verás.

Como era casa aislada, acercóse a la puerta y comenzó a forcejearla y a procurar que saltase la cerradura

-Imposible... pero... ¡ah!... hay dos llaves; si yo encontrara la otra...

Entró inmediatamente y fue al gabinete de Roberto.

Ángela no salía y Luis seguía con inútiles esfuerzos, intentando abrir la puerta.

-Viene gente, -dijo la madre.

Efectivamente, un grupo de mozos del pueblo, pasaba por allí y no advirtió siquiera que Luis y su madre se hallaban en la puerta de la casa de Roberto.

A poco rato asomóse Ángela a la reja y le entregó a Luis una llave.

A ver si es esta, -dijo con ansiedad inesplicable.

Luis la tomó y fue a probarla.

-No... no,-respondió con desesperación.

Volvió a entrar Ángela.

Pasados algunos minutos de horrible ansiedad, volvió a salir a la reja Ángela, y entregó otra llave. Verla y tomarla con avidez Luis, todo fue uno, corrió hacía la puerta, colocó la llave y dio un suspiro de satisfacción.

-¡Ya está! -exclamó.

-Abrióse la puerta y salió Ángela, que fue recibida por la madre de Luis con los brazos abiertos.

Precipitadamente huyeron de aquella casa.

Aún no habían desaparecido por la esquina inmediata, cuando entraban el juez y el escribano en la casa de Roberto.

Grande fue la sorpresa de este cuando vio que la puerta estaba abierta y que Ángela había desaparecido también.

Comenzaron las diligencias judiciales del sumario, y bien pronto se publicaron edictos del juez, citando a Mónica y a Ángela, para que declararan en la causa criminal que se instruía en aquel juzgado.

Roberto había salvado de las manos de Mónica una cantidad considerable depositada en una casa de comercio de Bilbao.

El casamiento de Roberto verificóse por fin con gran solemnidad, pero nadie acudió a la boda. Todo el mundo sabía por qué medios había logrado su fortuna aquel, y cómo habían venido a la miseria los infelices huérfanos.

Referíase una historia horrible del naufragio. Decíase que había pagado a un marinero para que en un momento de descuido fuese al agua el desgraciado hermano de Ángela.

En la noche de la boda de Roberto, los criados de la casa de campo de éste, por adularlo, fueron con guitarras a darle una serenata.

Dos ancianas en la ventana de una casa próxima sostenían el siguiente diálogo:

No será muy feliz ese Luzbel. Que también en la tierra expíanse los delitos. Mira, hace poco que le robaron cuanto tenía en la casa... y aún conoceremos nosotros el castigo que Dios prepara...

-Dicen que por las noches anda despavorido por la casa, porque se le aparece la sombra del padre de los chicos y le pide cuentas...

-Muchas. se le aparecerán. ¿Y la pobre Ángela?

-Acusada por ese infame.

-¿Y la vieja marrullera?...

-Esa ha sido la que le ha hecho expiar las culpas.

-Se fue con todo.

-Y más que tuviera...

-Así, así... que sepa lo que es castigo del cielo.

-¡Ah malvado!

Terminaron su diálogo aquellas dos mujeres y cerraron las ventanas porque el viento silbaba con impetuoso corage, y avanzaba el negruzco nublado por la próxima montaña, mientras los relámpagos iluminaban con su pálido fulgor el campo, en donde los árboles sentían desgajarse sus ramas y parecía que se quejaban amargamente con los mugidos del viento!

Al día siguiente los curiosos y los que no lo eran se paraban delante de la casa de Roberto en donde acontecía algún suceso grave.

En una de las salas hallábase Roberto de pie con los brazos cruzados y contemplando el cadáver de una mujer que debió haber sido hermosa.

Una sonrisa pálida aparecía aún en sus labios.

Una anciana arrodillada junto al cadáver besábale las manos.

-¡Leocadia mía!... -exclamaba la infeliz, presa de mortal angustia.

Roberto parecía la estatua del terror.

Los cabellos erizados, los ojos abiertos extraordinariamente, las manos crispadas, la boca entreabierta y una palidez como la del cadáver.

El rayo, esa chispa que se cruza entre la tierra y el cielo, ese misterioso agente, del cual no se conoce la esencia y cuyo secreto no han podido penetrar los sabios, acabó con la existencia de esa mujer en la noche de la boda, al terminar la cena, en el momento de dirigirse a la alcoba nupcial seguida de su doncella favorita. Esta quedó asfixiada un instante, y Leocadia cayó muerta en el acto, sin más señales que la de la corona de desposada que quedó reducida a cenizas como parte de los negros cabellos que caían sobre los hombros en espesos rizos.

Todo el mundo acudió a ver el cadáver.

Muchos, horrorizados, miraban a Roberto que no pestañeaba siquiera.

Desde el momento en que oyó aquel hombre el ay desgarrador de Leocadia, confundido con un espantoso trueno al dirigirse a la alcoba en donde encontró muerta a su esposa, parecía que la sangre se le había helado en las venas.

Los parientes de Leocadia y los padres, únicos que habían concurrido a la casa, quedaron todo, aterrados y poseídos de mortal congoja.

Aquellas dos mujeres que hablaban de ventana a ventana en la noche anterior fueron a ver el cadáver, y mirándose una a otra y después a Roberto, parecían decirse:

-Ya empieza el castigo de ese hombre.

Leocadia con el traje blanco, la corona quemada y parte de los cabellos ofrecía un espectáculo horroroso aun en medio de la he hermosura de su cara.

Roberto, desde aquella noche, semejaba perseguido por una sombra misteriosa. Apenas salía de casa.

Mónica no pudo ser capturada, y se ignoraba su paradero.

Luis, su madre y Ángela, salieron una noche de la población, y se encaminaron a un pueblecito de Valencia.

Roberto insistió en que se buscase a Ángela, porque creía que la desgracia había sido alguna maldición de la infeliz, cuando tan lejos estaba ella de desear el mal ni para su mismo verdugo.

Un día, en Bilbao, supo que el juzgado tenía noticias del paradero de Ángela y que seguía las huellas de Mónica.

Capítulo V
Juicios de Dios

Ángela y Luis se amaban cada vez con más entrañable amor. Las virtudes de ella y el respeto sagrado con que la miraba Luis, eran mutuo incentivo para ellos.

Habíanse ofrecido sinceramente unirse con los lazos del matrimonio cuanto el horizonte se aclarase y apareciera el iris de paz y de ventura.

Ángela y la madre de Luis, rezaban todas las noches por las almas de Juan, de Fernando y del pobre Pedro.

Una mañana, apenas rayaba el alba, salieron Luis y las dos mujeres a recorrer el valle en donde estaba situada la casa de campo que habían elegido para morada.

Luis había vendido las tierras que poseía en el pueblo en donde había nacido, y con aquella cantidad compró la casa en que ahora vivían.

Hallábase próxima la carretera, y vieron pasar el coche de la diligencia.

A una de las ventanillas iba asomado un hombre ya de unos cincuenta y nueve años.

¿Contemplaba sin duda el espectáculo de la naturaleza?

Vio el grupo que acababa de salir de la casa de campo, y en su fisonomía se observó el sentimiento que predominó en su alma.

Dio un grito terrible.

-Para... para...

El postillón no oyó las voces, y siguió a escape tendido.

El viajero forcejeó para abrir la portezuela lateral, logró realizar su propósito, y a uno de los vaivenes del carruaje, cayó sobre la carretera, dando la cabeza en un pedrusco de la orilla, mientras la rueda, con rapidez vertiginosa, paso por encima de las dos piernas del desgraciado.

Un amargo quejido se escapó de sus labios.

Luis, la madre y Ángela, dirigiéronse al punto en donde había acontecido la desgracia, mientras los viajeros todos gritaban desesperados.

¡Era un cuadro desgarrador!

Mucho tardó el mayoral en detener la impetuosa carrera de los caballos, y entonces paró el coche, bajaron los que en él iban, y corrieron hacia el herido.

Estaba exánime.

No había tiempo que perder, según decía un practicante de medicina que iba a continuar su carrera en Valencia.

¡Roberto! -gritó Ángela al ver al herido.

La madre de Luis quedó asombrada. El no sabía lo que le pisaba al ver los altos juicios de Dios.

-A casa, llevémosle a casa, -exclamó la madre.

-Sí, sí;-respondió Luis con un noble sentimiento de caridad.

-¡Infeliz!-exclamó Ángela. -¡Qué se salve, que se salve!

-Y los tres sintieron sus ojos humedecidos por las lágrimas.

¡Qué hermosa es la caridad! ¡Qué santa!

El practicante observó la profunda herida de la cabeza, y procuró contener la sangre que se escapaba a borbotones. Sacó de su bolsillo un estuche, botiquín en miniatura, y procedió a curar al herido.

Observóle después las piernas, y vio que había fractura en la tibia de la izquierda.

-¿Hay peligro?-preguntó Ángela.

-Alguno...-dijo el practicante.

Y acto continuo, con el mayor cuidado, entre Luis, el mayoral y otros dos viajeros de los que llevaba la diligencia, fue conducido Roberto a la casa de campo del primero.

El practicante, por reiteradas súplicas de Luis, quedó en la casa, y los demás continuaron su viaje.

Cuando hubieron pasado tres horas y Roberto volvió en sí, miró a su alrededor y quedó como asombrado. Hallábanse junto a la cama en que le habían acostado, Luis, su buena madre, Ángela y el practicante.

-¡Dios mío!... ¡Aquí ellos... y yo herido!... Intentó incorporarse, pero volvió a caer su cabeza sobre la almohada.

Cuidábanlo todos con fraternal cariño, con, caritativo anhelo. Miraba a todos, y comenzaba a recordar los autos de crueldad que había llevado a cabo. Veía el peligro, y pensaba en Dios, que castiga los delitos en otra vida en donde padecen los que en la tierra han procedido mal.

-¡Perdonadme!... ¡Perdonadme!... He sido culpable... Ángela... Te he martirizado... Fernando... Pedro... Vuestras sombras me persiguen... Huid... huid.

El practicante procuró calmar la excitación del enfermo, que estaba en el delirio de la fiebre, pero notóse en su semblante que aquellas palabras habían producido en su alma los efectos de un recuerdo.

-¿Ha dicho Ángela, Fernando y Pedro?... -preguntó el practicante con verdadero interés.

-Sí, señor; -dijo Luis.

-¿Y él se llama Roberto?

-¡Roberto!...

-¡Dios mío!... ¿Y es Ángela la hermana de Juan?... ¡Coincidencia providencial!

-Pero conocía usted... -preguntó Ángela acercándose al practicante.-¿Conocía usted a mi hermano?

-Ya lo creo, y le conozco.

-Pero qué... ¿no ha muerto?

-No: no ha muerto: milagrosamente se salvó; llegó nadando hasta el escollo, y el buen Lorenzo que ya se había agarrado a las rocas, recobró fuerzas; pudo tenderle una mano y...

-¡Ah!.. ¿y dónde está... usted lo sabe? -dijo Ángela.

Buscando a usted, ha recorrido el caserío en donde vivieron, Bilbao, Valencia, Barcelona; media España

-¿Y ahora?

-Ahora mismo voy a escribirle... ¡ah!

Dios me ha concedido la satisfacción de proporcionarle esta felicidad...

Ángela no podía ni respirar de alegría.

Roberto oyó las palabras del practicante y exclamó con débil acento:

-Vive... vive Juan... Gracias, Señor... Gracias... que pueda yo verlo... Salvadme hasta que él llegue... salvadme...

-¿Y sabe usted donde esta ahora Juan? -preguntó Ángela corriendo de aquí para allá, llorando de alegría y dirigiendo una mirada de gratitud a un cuadro de la Virgen de los Desamparados.

-Está en Bilbao.

-Que vaya Pepe con la carta del señor, -dijo la madre de Luis.

-No, no; yo iré, yo iré... quiero yo ir, repetía Luis dirigiéndose al sitio en donde tenía su caballo, y preparándolo mientras escribía el practicante la carta.

Concluida esta, salió Luis, sacando el caballo, tomó la carta, dio la mano a Ángela, abrazó a su madre y al practicante, miró con compasión al enfermo, montó en el Ligero y echando el sombrero hacia la frente, espoleó al caballo y salió a escape tendido.

Gracias a los cuidados del practicante, a la solicitud de Ángela y de la madre de Luis alivíose mucho el herido, y en la madrugada del día siguiente al en que aconteció la anterior escena, hallábase bastante despejado.

Pasaron cuatro días y Luis no regresaba ni Ángela veía a Juan. Era que Luis no le había encontrado, y así lo escribió después de los cuatro días.

A la mañana siguiente y a las dos de la madrugada oyéronse golpes en la puerta de la casa. Salieron todos pensando en la realidad que les esperaba, y bien pronto la luna iluminó el cuadro más tierno que ha podido presenciar ese misterioso testigo nocturno de las penas y de las alegrías de la humanidad.

Ángela y Juan en estrecho abrazo unidos. Luis y su madre abrazados con frenética emoción y el practicante, enjugándose los ojos y balbuceando esas palabras entrecortadas con que se bendice a Dios en momentos supremos, formaban el sublime cuadro.

Ya sabía Juan que estaba allí Roberto, y entró a verle llamado por el mismo enfermo. Hizo la revelación de sus crímenes, dispuso que se llamase a un escribano, que no llegó hasta el día siguiente por la tarde, y dictó su última voluntad, que era devolver los bienes a los huérfanos.

Juan venía ya hecho capitán de un barco mercante y llamó a su lado a Lorenzo.

Mónica fue reducida a prisión y devolvió lo que había robado, sobreseyéndose la causa en la parte relativa a Ángela.

El día que se había designado para la boda de Luis y de Ángela, fue el de la muerte de Roberto, que en sus últimos momentos vio la caridad de sus víctimas.

La hermana del practicante era la futura de Juan, que se casó con gran contentamiento de todos, y la felicidad los sonrió, tendiendo sobre ellos, sus alas de color de rosa.

Esto pude yo saber de la historia del grumete, habiendo podido proporcionarme muchos datos, porque se me encargó la defensa de Ángela.

Siempre he presentado a mis hijos los ejemplos de caridad y de resignación de la pobre Ángela, y les he señalado como sendero del que debían apartarse, la vida de los malvados Roberto y Mónica.

FIN