J. Ortega Munilla
El paño pardo
Crónica de un villorrio en 1890
Madrid
Concesión exclusiva para la venta
Sociedad española de librerías
Ferraz, 25
Entre la memoria de un viaje por tristes aldeas castellanas y la lectura de una colección de periódicos viejos nació esta novela, que ha permanecido muchos años en el estado de notas jeroglíficas y de vagos pensamientos, de que acaso nunca debió salir. Un día, en que el panorama de la estepa con sus millares de paralelos surcos reapareció en mi mente, y vi á lo lejos las tapias de adobes del apelmazado caserío de cuyas techumbres de tejas ó chamizo subían las nubes de humo de los hogares, sentí la emoción que se experimenta cuando resucitan recuerdos que se creían muertos para siempre.
El negro villorrio resurge como un sepulcro abandonado. Una bandada de grajos revuela perezosamente sobre los alijares. Parda es la tierra circundante, pardos los rostros que aquí y allí asoman por las estrechas puertecillas, pardos los bardales de las viviendas, pardo el cielo otoñal que sobre ellos se dilata. Las torres de la Colegiata y de Nuestra Señora de la Victoria álzanse dominando el horizonte, y sus campanas tañen el toque del Angelus. El roble del Castillo, el único árbol de la comarca, muestra en lo alto de la loma sus viejas ramas retorcidas y sin hojas. Templos arruinados y sin culto, muros que fueron casas solariegas y en los que el jaramago crece en torno de los olvidados escudos, una puente quebrada sobre un río seco, callejas entré cuyos guijarros la yerba verdea, tiendas míseras que en la heterogeneidad confusa de las mercaderías amontonadas conservan el aspecto de las botigas medioevales, todo ello sirviendo de fondo y marco á un par de docenas de edificios modernos ó recompuestos, donde moran los ricachos de la comarca, y que en la vulgaridad de su traza ó en lo desmañado y prosaico de la restauración acreditan ignorancia y cicatería. Oyese el ritmo metálico del martillo con que el albéitar adoba las herraduras, golpeando sobre el yunque. Un galgo pajizo yace tendido delante de un portal, y de cuando en cuando abre la boca en bostezo que acaba en aullido, expresando el tedio ambiente, como animal representativo de fábula. Las perdices enjauladas se reclaman unas á otras, ó se desgastan el pico en los alambres. El suelto averío anda por todas partes disputando las inmundicias que cubren el suelo á piaras de cerdos flacos, hambrientos y hozadores, y á su lado las mujeres, sentadas en banquillos de madera, calcetean ó zurcen los pingajos familiares.
Dos escuelas, poco concurridas, con dos maestros mal pagados, hállanse instaladas en los húmedos y malolientes bajos de un caserón, propiedad del cacique. Un juez de primera instancia, un puesto de la Guardia civil, un convento de monjas, dos farmacias, tres Casinos, que no son sino otras tantas salas en que se juega al mus y a! tute y se copea, componen el catálogo de las instituciones oficiales, sociales y científicas de la villa. El cementerio está sobre una mambla que domina el caserío, y el macelo sobre un barranco en el que las aguas llovedizas se estancan y se pudren.
Con ser el villorio tan pobre, tan sucio, tan obscuro, sus vecinos estiman como un honor el haber nacido entre sus corralizas y miran con desprecio á los que en el resto del planeta vieron la luz; orgullo de tribu, absolutamente ajeno al natural amor que todo bicho siente por el agujero en que viniera á la vida. Y tienen su refrán para expresar la superioridad de que se juzgan poseedores: En Las Lomas, el hombre bravo, la hembra hermosa. Creen los hijos de aquella tierra que los frutos que ella cría son los mejores, los más sazonados y sabrosos.i?£ Zaratán—dice su adagio—,el vino y el pan. Ellos afirman que su independencia nunca fué sometida por la espada extranjera, ni la pureza de su sangre se percudió con la mezcla de exóticos gérmenes. Otro dichete, que va á través de las edades de boca en boca, lo consigna: El moro no llegó, el judío no se quedó, el gabacho no se atrevió. Y en la tenebrosa noche de sus cerebros, donde jamás penetró el relámpago, iluminador de la letra de molde, esa vanidad regional permanece inconmovible, como los asertos infundados, que faltos de prueba se convierten en dogmas. El único hecho memorable que acaeció en Las Lomas de Zaratán, ese le desconocen sus naturales, y fué que Cid Rodrigo de Vivar, cuando iba desterrado de Castilla, pasó con su gente por allí, y, caballeando á prisa, dijo frente á la villa:
Y el Cantar de Mió Cid añade:
Aunque el sabio maestro escribe esa loma con letra minúscula, con lo que echa por el suelo Us afirmaciones categóricas del acad$-mico correspondiente de la capital de la provincia, de que el poema se refiere á Las Lomas de Zaratán de la Priora, lo cierto es que por allí cerca pasó el Cid, en su viaje famoso, que empezó en destierro y acabó en conquista.
Pero ya está dicho que los zaratanenses no saben que el azar Íes otorgase tanta gloria; y cuando cierto viajero curioso recorrió Las Lomas, siguiendo el itinerario del héroe, como se aposentara una noche en la posada de la Verónica, principal hospedería de la villa, y preguntase á la posadera si en las remembranzas locales quedaba alguna huella del Cid, la buena mujer desentrañó con gentil ingenio la enrevesada y erudita interrogación, y le dió esta respuesta:
—No, señor. Aquí no hay más Cid que don Tadeo.
Hablaba de don Tadeo Santa Olalla, cacique máximo de la comarca, firme puntal del orden político, gran señor del sufragio, imperante en Ayuntamientos y Juzgados, heredero del poderío que tuvieron sobre vidas y haciendas los maestrantes de Calatrava, y los linajes dominadores de Las Lomas, los Madrigales y los Torres, de preclaro renombre en los viejos libros, donde con más detalle se contiene la gran historia.
La orgullosa y envanecida independencia con que los hijos de Las Lonjas se estimaban superiores á los demás humanos, tenia su mejor representación en un humilde monolito que se alzaba aún en el centro de la plazuela de los Mancebos, y del que había desaparecido la cruz que en otro tiempo le coronara. Era el rollo.
Amarrados con cáñamo ó correa á esa columna, fueron azotados por mano de verdugo, en nombre de reyes, condes, señores y maestres, cientos de generaciones de vecinos de Zaratán de la Priora. Cierto es que no les habían sojuzgado extraños caudillos. "El moro" no se ocupó de ellos, porque en aquel país no había palacios codiciables, ni mujeres hermosas que en la noche del triunfo indemnizaran de los esfuerzos de la batalla, ni praderías en que los caballos conquistadores descansaran, ni agua siquiera que bebiesen. "El judío" no se quedó porque la miseria de la tierra se la hizo odiosa. "El gabacho no se atrevió" porque aquellos andurriales estaban fuera de todo camino glorioso. Pero la crueldad árabe, la codicia hebraica y la despreciativa altivez gala, se resumieron y acrecentaron en el señorío indígena que todo entero había venido á parar á las manos del cacique. Decía bien la posadera de la Verónica.
Así, el recuerdo de un viaje y la lectura de una colección de periódicos viejos engendraron las páginas que siguen á ésta. Zaratán de la Priora, Las Lomas, comarca de que aquel lugarón, que es clave y centro, Noblurve, capital de la provincia, serán el escenario.
Y los personajes grandes ó pequeños, actores de primera fila, ó comparsería que los rodea, figuran en el padrón que, para esclarecimiento de quien leyere, se copia, y dice así:
Don Quirino Madrigal de las Torres, alias El Señorito, noble arruinado y envilecido.
Don Simeón Gálvez, alias El Caracolusurero.
Delina, hija de El Caracol.
Hernando Palomera, alias Hernán el de taz Palomas, labrantín.
Adelaida Suárez, alias La Curruca , querida de Madrigal.
Blas Herró, galán.
Don Manolito Tapióles, parásito.
Juan Casiroverde, alguacil del Juzgado de primera instancia.
El Señor Juez.
Un escribano.
Un sargento de la Guardia civil
Isabela, mujer de Hernando Palomares.
Don Serafín del Avalo, cura párroco de la Colegiata.
Dámaso el ciego, tañedor de guitarra.
Dorotea, madre de Blas Herró.
Don Fidel Car aceña, viejo verde, recaudador de contribuciones.
Marta de la Oliva, mujer de Caraccna, hembra de amor.
Andrea, alias La Góndola, criada de María de la Oliva.
Don Tadeo de Santa Olalla, propietario, cacique, presidente de la Hermandad de Nuestro Padre del Grano de Oro.
Don Guillermo Ozores, propietario, abogado, cacique, consiliario de la Hermandad del Grano de Oro.
Don Santos Inguazo, propietario, yerno de Santa Olalla.
Don Floriano Cianea, abogado.
Doroteo Majano, alcalde de Zaratán de la Priera, aperador de Santa Olalla.
Lope Manquülos,&%u’ácí\ del Ayuntamiento.
Mónico Sedeño, ídem id,
El Hormigón, labrantín.
El Lebrusco, labrantín y prioste de la Hermandad de Nuestra Señora del Centeno.
El Chato Cizaña, labrantín.
Nicolás el Soldado, jornalero.
Deogracias Monsalve, hijo del anterior.
El tío VillatoquÍte alias El Polchinelax vendedor de coplas.
Magistrados, ministros de la justicia, guardias civiles, labradores, labrantines, jornaleros de campo, pastores, mujeres del pueblo, caterva variada, con ó sin nombre.
Y otros sujetos que hablan, chillan ó callan, según los casos.
Hartos del largo encierro en la carpeta del autor, ellos salen ahora, sin que sea ya posible detenerlos, y se desparraman por las calles y plazas de la villa, y vienen á contarnos el suceso.
Escúchelos quien quisiere, y verá que en el ilustre villorrio, tan satisfecho de su brava independencia, se ha padecido siempre el más doloroso de los martirios: sed de justicia.
El tío Hernando Palomera, llamado por apodo Hernán el de las Palomas, salió del pueblo camino de su pegujal, con la yunta de muías uncida por el yugo, cuando aún no había roto el alba las sombras de la noche. Iba él montado á mujeriegas sobre la Aldonza, la pacífica y veterana labradora, que ya sentía el rendimiento de la vejez; y sobre los lomos de la Vilorda iba la escueta alforja de estezado con los avíos del almuerzo, y una manta, un escardillo y un azadón. El arado pendía del eje del yugo y su varal arrastraba por el suelo produciendo un ruido sordo y continuo, sobre el que se destacaban las vibraciones metálicas de las herraduras de las dos bestias y el sonar de las cadenas de las jáquimas, movidas al compás de la marcha.
Era aquella una madrugada fría del mes de Noviembre, y el vaho de las recientes lluvias surgía de la tierra, anunciando mañana brumosa. En lo alto, las nubes, desgarradas por el cierzo, corrían hacia el Sur, y ya descubrían, ya ocultaban las estrellas, que en su trémulo é intermitente brillo parecían mostrar el cansancio de la interminable velada otoñal. Los gallos cantaban en las corralizas, y aquí y allá iban encendiéndose los candiles y los hogares del pueblo. Zaratán de Ja Priora despertaba, y su vecindario de humildes labradores se disponía á acometer las faenas del día. La tardanza con que llegaron aquel año las lluvias habían retrasado los preparativos de la sementera, y ahora se daban todos prisa para remover la hoja con las recién templadas rejas, practicando el adagio campesino: “¿Adón-de vas, trigo tardío?—A alcanzar al temprano."
Cuando Hernán el de las Palomas pasaba ante la casa del Maestrante, que es la última de la calle Rodada, por donde iba el labrador, abrióse bruscamente la puerta de aquel edificio y bajo su arco peraltado, en cuya clave se veía un secular escudo berroqueño, apareció un vejete delgadísimo y ágil, la nariz muy corva, la cabeza cubierta con una gorra parda de cachas, grasienta y remendada, el cuerpo embutido en amplio gabán, tan raído como sucio.
—Buenos días, Hernán—dijo—. Te he sentido pasar y aprovecho la ocasión para recordarte que estamos á, y que de hoy en un mes, vence el papelito. ¿Sabes?
Detuvo Hernando las muías, y sin bajar de la que montaba:
—Buenos días, don Simeón— dijo—. No se me olvida, no. No pienso en otra cosa. Ya sé que el fin del plazo se acerca.
El vejete, mirando atentamente la pareja de muías, exclamó:
—¡Vaya un trato que les das á las bestias! Muy flacas las tienes.
—¡Harto que trabajanl —Y comer, poco.
—No. Eso no. Alma de Dios soy para los animales y se me pudriría el corazón si las dejara pasar hambre. Pero ya ve su merced, los años las pesan. La Vilorda, cerró ha seis veranos, y la Aldonsa, que es más moza, nunca se vió embarnecida. Clase de bestia, que se deja el pienso en el pesebre.
—Pues, cuídalas, porque ya sabes que son parte de la prenda sobre que te presté. De modo que si me las destrozas me perjudicas. Allá verá tu conciencia lo que haces... Ayer pasé por delante de tu pajar y vi que tenía muchas tejas rotas. ¡Apenas se habrán hecho goteras con estas lluviasl No sabéis conservar lo que Dios os dió... También ese casucho entra en la garantía del préstamo. Por honradez estás obligado á mantener sin daño lo que ofreciste para conseguir mi dinero.
Silencioso oía Hernando á don Simeón.
—¿Cuánto trigo tienes en la panera?—añadió éste.
—Las quince fanegas que usted me ordenó que guardara para aumentar la prenda del préstamo.
—¿Has movido el grano? Anda ahora el gorgojo por el pueblo. Es el diablo que quiere perderme. ¡Maldita la hora en que saqué á la plaza mis onzas para repartirlas entre vosotros, que ni agradecéis ni pagais! Llevo el año de mal en peor. Anteayer tuve que embargar al tío Lesmes, el de Villafafila, y no le encontró el escribano ni con qué satisfacer los gastos del juzgado... ¡Tramposos, canallas, la-dronesl ¿Para qué tomáis dinero á préstamo, si sabéis que no os será posible devolverlo?
—Eso no—contestó con voz colérica Hernando, echándose abajo de la muía y acercándose á don Simeón—. ¡Tramposo, no; ladrón, no!.., Conmigo no va eso. Honrado nací, honrado vivo y honrado moriré,
—Palabras, gestos, de eso mucho. Formalidad y cumplimiento de las obligaciones, de eso nada.
—No tiene usted derecho á insultarme. Si cuando llegue la fecha, no puedo pagar á su merced, manos bien largas le ha dado Dios, con las que cogerá la prenda y será resarcido.
—Ya lo veremos.
—Por visto. No será Hernando Palomera el que lo impida.
—Pero con un poco de ruin trigo, con dos muías viejas y llenas de lamparones y con un pajar arruinado, no habrá ni para empezar. Cuanto más que la justicia se llevará lo mejor y así se merma mi hacienda y crece mi mala fama, porque no es á vosotros á quienes se acusa de tramposos, sino á mí, á quien se tilda de usurero. Bien sé que no tienes ni donde caerte muerto y que debes hasta el aire que respiras.
—¡Don Simeón, repare su merced que á un hombre de bien no se le puede hablar de ese modo!
—¡Pues estaría bueno que estuviera yo obligado á dejarme saquear, sin deciros las verdadesl
—Lo que de mí dice su merced no es verdad, sino una gran infamia.
—¿Infamias yo? ¡So canalla, si no pones respeto en tu boca al dirigirte á mí, yo te enseñaré la buena crianza!
Y al decir estas palabras, don Simeón avanzó hacia Hernando con la mano derecha alzada, como si fuera á abofetearle.
El labrador bajó la cabeza, inclinó hacia atrás los brazos y se precipitó sobre el viejo, que temblaba de ira.
—¡Atrevido, insolente, ladrón 1—exclamó éste retrocediendo un paso.
No se oyeron bien los últimos vocablos de don Simeón, porque la recia mano de Hernán él de las Palomas había caido sobre los labios que los proferían. El vejete rodó por el suelo chillando.
Un relámpago de odio incendió el alma del labrador. Dió dos patadas al usurero, que se encogía y adelantaba las manos para defenderse, mientras seguía gritando con trémula voz:
—¡Cobarde, canalla, á un anciano... á un pobre anciano que no puede defenderse!... Tú me las pagarás, ó nc hay justicia en este mundo.
—Usted es quien me ha insultado sin razón. Usted, que es peor que las víboras, y quiere perderme... Levántese del suelo y no alborote más. Cuando no hay valor para responder de lo que se dice, se tiene quieta la lengua.
—Vete, vete de mi casa. [Mira que dentro de ella me has pegado] ¡Cobarde, canalla!
A punto estuvo Hernando de dejarse arrebatar de la ira que le abrasaba el corazón y seguir castigando los vituperios del prestamista; pero dominó su cólera y se alejó lentamente. De cuando en cuando se detenía y echaba una mirada fiera al viejo.
—¡Bien puede usted creer que ha nacido hoyl—dijo ya en el centro de la pedregosa calle.
Tomó el ronzal de Aldoma y emprendió el camino sin volver atrás el rostro.
Las neblinas que por Levante cubrían el horizonte empezaron á colorearse, y el panorama de llanuras y altozanos surgió á la turbia luz del crepúsculo. La tierra castellana aparecía en toda la tristeza de su desnudez. Ni árboles, ni matorrales, ni verdor de ninguna especie. Zaratán de la Priora, villa de Maestrazgo, llamada de las Siete Lomas, dominaba la dilatadísima planicie, puesta sobre el más alto cerro de la comarca; y cuando se habían traspuesto los que en torno de ella la honraban y defendían, como Janiculo, Vimi-nal, Esquilmo y los otros de eterna fama defendían y honraban á la Ciudad Eterna, todo era llano, llano, una sabana inmensa en la que las distancias parecían crecer sobre su medida geográfica y en cuyos remotos horizontes las figuras se agigantaban prodigiosamente. No se divisaba en todo el espacio visible ni torre, ni muro, ni humareda indicadora de poblado.
Diríase que quien fundó á Zaratán quiso colocarlo en un desierto. El labriego que araba la pieza de Corecinos veía las yuntas y los gañanes que trabajaban en Cubillas, en Arce-nillas ó en Los Ropeles, con hallarse estos términos del ruedo de la villa separados unos de otros por leguas de terreno. Parecía aquello dispuesto por alguien que, desconfiando de los hombres, los hubiese sometido á la mutua y constante vigilancia, no concediéndoles ni el abrigo de una montañuela donde disimular la pereza, ni el amparo de una arboleda donde ocultar las reyertas del odio ó los encuentros del amor. Los surcos se perdían á lo lejos en la interminable perspectiva de las líneas rectas. Hallábanse entonces llenos de agua y de luz solar que empezaba á rasar la tierra, los incendiaba con resplandores deslumbrantes.
Hernando había continuado su marcha á pie. Pasados los estremecimientos de la cólera, una intensa amargura invadió su alma. El mal encuentro que le había deparado la fortuna iba á ejercer una funesta influencia en el desenlace de los graves problemas de su vida, harto difíciles ya por la irremisible miseria á que se veía sujeto. Inútil era pensar en el modo de reunir fondos con que pagar á don Simeón los seis mil reales que le debía. No había por qué contar con un aplazamiento generoso ni en un acomodo que facilitase al desventurado algún alivio en su ruina, y mucho menos después de lo que acababa de suceder. Antes por el contrario, la vengativa ira del avaro y su orgullo de dominador de la tierra y de sus moradores estarían ya preparando algún terrible castigo. Las autoridades eran propicias al rico negociante de Las Lomas, y, sin oir los descargos de Palomera, le condenarían como culpable de violencias, lesiones; tal vez de homicidio frustrado. De tal manera aparecía en su pensamiento esta hipótesis como inevitable y segura, que estuvo á punto de detenerse, volver al pueblo y presentarse al alcalde, no fuera que se diputara su ausencia como fuga, y esto agravase su situación. Temía además que el rumor de lo acaecido llegase á conocimiento de Isabela, su pobre mujer, de modo que la sorpresa y el susto la acabasen: harto abrumada y descaecida se encontraba la infeliz desde que su hijo Hernandillo murió en la guerra, dejándola por siempre afligida y convaleciente del dolor que la tuvo á dos pasos de la tumba.
Pero una invencible atracción le seguía llevando al pegujal.
Cuando el sol apareció en el confín de la tierra, su pálido disco resplandeció como un yelmo de oro, arrojando sobre el suelo las sombras de las ralas yerbecillas en desmesurada proyección. La figura de Hernando se prolongaba sobre los surcos agigantada, y las siluetas de las muías parecían, en la deformación absurda de sus líneas, las de animales fabulosos creados por una fantasía delirante.
Una vez sobre el pedazo de tierra en que se habían gastado las energías de su raza, el labrador sintió un inesperado aliento de confianza. Era como si la fuerza que había sostenido á los suyos á través de los tiempos acudiese á animarle. Á las negras imaginaciones que le habían dominado hasta entonces, desde que salió del pueblo, siguieron indefinidas esperanzas, ó más bien una resolución firme, un valor defensivo que, frente á toda especie de peligros, habría de mantenerle en pie.
Enganchó Hernando la yunta al arado, y las pobres bestias empezaron la faena, que era por cierto superior á su endeblez, porque la reja, bajo el peso de la mano del labrador, anclaba en los blandos terrones y penetraba hondamente en el suelo. Delante de las muías saltaban las alondras y en lo alto una primilla^ inmóvil y avizora, flotaba más que volaba, en el sereno ambiente. En el supremo silencio del cielo y de la tierra eran perceptibles los más leves ruidos, y cuando la yunta se detenía, al llegar al acirate, lindero del predio, oíanse las respiraciones jadeosas y precipitadas del hombre y de la pareja de animales, sometidos por igual á la inexorable sentencia del trabajo. Miraba entonces Hernando la raya arañada en la tierra por la reja, para ver si había salido recta, en lo que el labriego tiene su vanidad y el puntillo de honor del oficio, y volviendo las muías sobre la anterior dirección, hincaba de nuevo el arado, golpeaba el varal con la esteva para arrear, y comenzaba otro surco.
Labrador de raza, hijo, nieto y tataranieto de labradores, para él era aquella faena algo más que el cumplimiento de una obligación impuesta por las exigencias del vivir; era la vida misma. No la concebía él de diverso modo, ni en la holganza del rico, ni en la ocupación de otros menesteres. Sentía por la reja, por la yunta, por el pegujal, de que su familia era arrendataria, desde más de dos siglos, el amor que se tiene á la propia naturaleza, á la religión materna, al pueblo en que se ha nacido, á la luz y al aire de la patria. Todos esos amores se juntaban y fundían en aquella fanega y media de parda tierra, sembrada de cantos, sobre la que cuatro generaciones de Palomeras habían sudado con los fuegos estivales, y habían tiritado al soplo de los ventarrones invernizos.
Buena parte del año la había pasado desde la infancia en aquel menguado espacio de terreno, y conocía hasta las chinas que la reja sacaba de lo hondo al verterse las deshechas glebas á uno y otro lado de la surcada, A veces, á través de la ruda corteza de su rústica é ignorante condición» le penetraba hasta lo más recóndito del alma la sugestión inefable del terruño adorado, algo misterioso, indefinible que emanaba de las moléculas del humus como un vaho acariciador. ¿Era que el campo reconocía á su señor y le rendía homenaje? ¿Era que el hombre reconstituía, con el recuerdo, la pasada existencia, y hallaba en la memoria de cada día la resurrección de sus dichas y sus tristezas, mezcladas con los granos de la tierra que su labor había fecundado?
"Aquí nació aquel año la cizaña y se comió medio trigal. Fué cuaudo mi hijo, que tenía pocos meses, enfermó y estuvo á punto de morir... En este rincón, era por Mayo, las amapolas lo cubrieron todo y ahogaron la sembradura. Se puso roja la tierra; era como si sangrase. Fué cuando se me llevaron á mi hijo á la guerra... En esta hondonada cayó mi pobre Isabela desmayada, el día en que vino desde el pueblo á pie, corriendo, á traerme la noticia de que nos habían matado en Somo-rrosto á nuestro Hernandillo... Desde entonces creo yo que en tal lugar se aceniza la semilla y por más que hago no logro igualar este rodal con lo demás de la fanega... ¡Arre, Vilorda: parece que flaqueas de los pechosl... ¡Pocas huebras vamos á hacer tú y yol..."
Así hablaba ó pensaba Hernando el de las Palomas, á tiempo que el turno de la surcada le hacía caminar cara al pueblo. Vió á lo lejos la torre de la iglesia de la Colegiata, y oyó el sonido de las campanas que tocaban á misa. Los humos de los hogares alzábanse rectos y helicoidales como columnas salomónicas, en la absoluta quietud del aire. Una oleada de tristeza le inundó el pecho. Con el dorso dé la áspera mano secó una lágrima que le había venido á los ojos.
El tío Hernando Palomera había ya cumplido los cincuenta. Era un hombre enjuto y fuerte, alto, un poco cargado de espaldas, el rostro del color del pan de centeno, largo, con la nariz recta, los ojos castaños y grandes. Ceniciento el pelo, que llevaba cortado al rape, la piel surcada de arrugas, que azuleaba en el mentón por la abundancia de barba crecida apenas rasurada, y rasurada en la mañana de cada domingo, poco antes de la misa mayor, á la que el labrador no faltaba nunca. Como sus antepasados, llevaba en arriendo un pedazo de tierra de sembradío y un rodal de viña, propiedad de don Tadeo Santa Olalla, el más rico propietario de la comarca, cacique supremo en ella, gran señor, cuya autoridad y cuyos prestigios eran respetados en Zaratán y en muchas leguas á la redonda.
Las heredades que Hernando labraba, como casi todas las de aquella región, eran pésimas.
Cosecha abundante, de las que llenan bodegas y graneros, no la lograron nunca, y los últimos años habían sido tan malos que la miseria había acabado por señorearse del país. Hernando era de los labradores más afligidos por esta desgracia, y su situación era desde algún tiempo irremediable. La enérgica voluntad de aquel hombre había, sin embargo, procurado resistir, aunque toda esperanza racional de mejora había desaparecido. Los últimos sucesos y el que acababa de ocurrir precipitaban el hundimiento del hogar de los Palomera. Si el hábito de la labor, actuando sobre él como una máquina motriz, no le sujetara al terruño, hubiera abandonado aquellos surcos ingratos y hubiera huido de un país donde la desgracia tenía sentado su trono. Pero no; la costumbre heredada era más poderosa que su voluntad y que su raciocinio. Así, aquella mañana, encorvado sobre la esteva, los ojos fijos en el surco, guiaba el arado por donde sus abuelos: y había algo de resignación dolorosa, de triste fatalidad aceptada, en aquel hombre, que formaba un todo orgánico con el arado y las muías; vestido de pardo buriel, el ancho sombrero de alas rígidas circuidas por la galería de veludillo apretado sobre la nuca, los calzones atados sobre las canillas con una tomiza, las alpargatas de cintas azules ciñendo el pie ancho y recio. Era el símbolo de la tenacidad, insistiendo perdurablemente en su obra, conservada á través de las generaciones, más como una tradición que como una industria. El vigor de ia actitud recordaba á los atletas vencedores; la melancolía del rostro á los mártires... Y mientras las alondras revolaban en torno, el labrador hincaba enérgicamente la reja en la ingrata tierra del Romancero, tierra de hambre y discordias.
Aquella noche, poco después de las diez, habíanse reunido en casa de Escolo el pastelero don Quirino Madrigal de Torres y su cohorte de alegres y desvergonzados borrachínes, una taifa trasnochadora y holgazana que representaba en Zaratán de la Priora aquella parte del género humano dada al placer y al vicio que, frente á los laboriosos y austeros, parece necesaria al contraste de las costumbres sociales.
Eran frecuentes esas reuniones. Ya para comer, ya para jugar, y siempre para beber y divertirse, juntábanse don Quirino y los suyos en la sala baja del pastelero. Era aquel un establecimiento que tenía tanto de taberna como de hostería. Los viajeros de los pueblos vecinos que acudían á Zaratán en los días de mercado, ó por asuntos judiciales, por ser aquella localidad residencia del Juzgado de primera instancia, iban á casa de Escolo á refeccionarse. La gente popular pasaba el rato en una pieza donde estaba el mostrador, y allí se copeaba el vino y el aguardiente. Atravesando el corral, donde se guardaban los carros y tartanas de los viajeros, se llegaba á una sala donde había varias rústicas mesas, y allí era donde se servía de comer al público. Más adentro estaba el saloncito reservado para las personas de calidad. Era el lugar de la tertulia y de las francachelas de el Señorito, alias ó apodo, entre picaresco y respetuoso, con que se nombraba á don Quirino, no sólo en Zaratán, sino en muchas leguas á la redonda, y aun en Noblurve, la capital de la provincia,
Cubría las paredes un papel, en muchos sitios desgarrado y lleno de manchas en otros. Numerosos carteles de toros, retratos de toreros y coloreadas páginas de periódicos taurinos, cubrían por completo uno de los muros. Un quinqué de petróleo, sucio y fumoso, pendía del techo, y bajo él se hallaba una mesa de pino estrecha y larga. Una docena de sillas y sillones de anea y un brasero de azófar, bien cargado de ascuas, completaban el menaje.
Sentado en un sillón de brazos, la cabeza derribada sobre el respaldo y en ella un sombrero hongo, no nada limpio, estaba el Señorito. Era bajo y enjuto. Representaba unos cuarenta años. El bigote negro, con algunas canas, lo llevaba recortado de tijera. La nariz, ancha y aplastada, con ligera torsión hacia el lado siniestro, y los labios gruesos y salientes, daban al rostro una expresión bestial. Los ojos muy pequeños y zainos parecían entre el pelo que invadía la frente; tan altos estaban. Era lo característico de aquella fisonomía; ojos de cerdo, malignos, fieros é insolentes. ,
Vestía con descuido; no llevaba corbata, y el holgado chaquetón tenía menos botones que manchas. La capa con que se abrigaba, pendía sobre el respaldo y los brazales del sillón. Un puro del estanco ardía en su boca, que mascaba el tabaco mientras el humo salía por las ventanas de la nariz.
—Oye, Blas—dijo don Quirino—,andaydile á Escolo que si va á traernos eso hoy ó mañana.
Blas Herró, el perpetuo acompañante del Señorito, era un mozo como de veinticinco años, de buen talle, moreno, los ojos grandes y obscuros, que hubiera parecido hermoso si no perturbase las líneas de su semblante un gesto de timidez servil.
Cumplió él en el acto Ja orden y volvió anunciando que iban á servir la cena.
—¡Ya era hora!—exclamó don Manolito Tapiales, otro de los comensales—. Este Escolo se va poniendo con los años tan torpe, que ya no sirve para nada.
—Manolito, échame un poco de vino. Tengo sed—dijo Madrigal—. ¿Qué has dicho que nos den?
Cuando hubo escanciado de una jarra de azumbre en un vaso grande el vino que pedía el Señorito Tapióles contestó:
—Lo que había. Cabrito, besugo...
—Pues yo había encargado una liebre.
-Corre aún por el campo esa liebre. No la comerá usted esta noche.
—Que traigan aceitunas y alcaparrones. A ti también se te va olvidando la habilidad que antes tenías para disponer bien una comida.
—Donde no hay, vaya usted á hacer habilidades. Como hoy ha sido día de mercado, se ha concluido todo. Es como si hubiera caído la langosta.
—¿Has avisado á Adelaida?—preguntó Madrigal á Blas Herró.
—Dijo que no vendría hasta después de las diez y media.
—¿Y á Dámaso el ciego?
—Ese vendrá á las once, cuando se le ha dicho.
—¿Y Castroverde?
—Ha ido al campo. Con la cacería está loco. Anda ahora á los tordos... No tardará en venir, si ha vuelto ya de su excursión.
Escolo, un setentón obeso, de ojos lagrimeantes, rostro redondo y afeitado y manos deformes por el reuma, entró cojeando. Llevaba en una bandeja platos y vasos:
—Perdone su merced, señor don Quirino—dijo—; hoy ha sido aquí un día de mucho trabajo.
—Así vas engordando el gato, sinvergüenza. Pero te advierto que á mi no se me hace esperar. ¡Estaría bueno! Después de que te hago el favor de venir á esta pocilga, aún me tratas como á un viajante.
—Perdone, señor don Quirino. Hasta hace media hora no sabía que iba usted á venir á cenar. En seguida se le sirve.
—Pocas palabras. Quítate de mi vista y trae pronto lo que haya.
Este era el habitual estilo de don Quirino Madrigal de las Torres. Gustaba de ofender y maltratar á todos, como si de tal suerte acreditase y mantuviera en temeroso esplendor la antigua principalidad de su linaje, que en verdad era uno de los más encopetados de la comarca.
Aún eran dueños los moros de las tierras de Atienza cuando un Alfonso Madrigal peleaba gloriosamente bajo las banderas de los reyes de León. Otro Madrigal hizo prodigios de bravura en la Sagra, y entró en Toledo antes que el rey Alfonso. En vistoso sepulcro gótico de la catedral de Noblurve, yacen los restos de Fray Bernardo de Madrigal y Hom-panera, obispo que fué de aquella diócesis. De las copiosas ramas de frondoso árbol nacieron condes y duques que ilustraron las Cortes de Toledo, Valladolid y Madrid. Capitanes famosos fueron varios los que pasearon por los campos de la historia el renombre de esa familia, Al lado, y en el favor del señor rey don Felipe el Tercero, se crió un Madrigal que f undó en la villa de los Santos Campizos un convento de la regla del Carmelo, adonde se retiró ya caduco, á purgar sus liviandades de cortesano. De una rama segundona de esta estirpe era nacido el ruin caballero, á quien se conocía en la comarca por el apodo de el Señorito. Rentas escasas le entregaron cuando llegó á la mayor edad, y él las consumió brevemente en sus borracherías y en el juego. Había permanecido solterón, dando escándalo perpetuo con su vida de crápula. Las pocas fincas que le quedaban hallábanse sujetas á hipotecas, y había agotado de tal manera el crédito, que nadie le fiaba. Con el mismo hostelero á quien trataba con tanta dureza tenía larga cuenta que iba creciendo sin cesar. Cierto día en que Escolo se atrevió á pedir el pago, el altivo Señorito apaleó á su acreedor; que éste era el modo que él tenía de responder á las demandas de sus proveedores. Se le temía por su genio impetuoso, por sus arrestos de bravucón y por la influencia que aún conservaba. Sus parientes poderosos le despreciaban; pero llegado el caso le protegían, no con dádivas de dinero, pues Íes tenía harto fatigados de las continuas peticiones, pero sí con la recomendación. Ellos decían:
—¡A1 fin es un Madrigal!
Aunque menudo y de talla menguada, era vigoroso, y el empuje de sus puños y el aliento de su fiero corazón le habían otorgado la mejor parte en las contiendas juveniles que con los mozos del pueblo sostenía disputándoles las hembras guapas. Siendo niño, su madre, doña Heraclia de las Torres, dama or-gullosa y devota, que era celosísima del prestigio de su linaje y de la propia autoridad, le castigó por cierta fechoría encerrándole en una pieza del último piso de la casa, y él arrancó las rejas de la ventana y se descolgó por ios tejados, escapándose de Zaratán. Andariego y errante anduvo algunos días, durmiendo al raso y sufriendo hambre. Esta le trajo al recinto familiar, y cuando se presentó á doña Heraclia, en vez de dirigirle palabras humildes pidiendo perdón, le dijo:
—Señora madre. Aquí estoy. Pero vengo con el propósito de que no vuelva á tratarme como antes. A un Madrigal no se le castiga.
La señora quedó entre espantada y orgullo-sa de la altivez del chico.
Jugando una tarde á la barra con los mozos en el alijar, uno de ellos le venció. Era más fuerte ó más diestro en aquel ejercicio. Qui-rino, no pudiendo soportar el enojo de la derrota, se fué sobre el vencedor y le dio de palos, rompiéndole un brazo.
Cuando las fiestas de Nuestra Señora la Virgen del Centeno, que es la patrona de los labrantines y de los manijeros, mozos de casa, peones, galopines, pastores, ovejeros, vaqueros, yegüerizos, porquerizos, colmeneros, morilleros, y, en suma, de toda la varia caterva de los oficios agrícolas, celébranse bailes en las casas de ellos, á los que es costumbre no asistan los señores, calificación con que allí se enaltece y honra á los propietarios, á los dueños de la tierra, á los ricos, en recuerdo de los viejos albalaes de Las Lomas, que, para defender de las codicias amorosas de los nobles á las villanas, establecieron que “en los festejos y feriales de los vasallos ellos estuvieran solos, siendo los parajes del holgorio vedados á los hijodalgos y nobles de la casa del Rey". Quirino, que se hallaba en todo el hervor de una juventud frenética y tormentosa cuando ocurrió el incidente que va á referirse, y perseguía á la hija de un cabrerizo, tan hermosa como honesta, dijo en la Plaza de Abastos que él iría aquella noche á todos los bailes de la gente baja; y lo hizo, apaleando á los labriegos, rompiendo á bastonazos las guitarras de los tañedores, apagando los candiles que alumbraban las salas y tirando al suelo las botellas que para su regalo tenían dispuestas los pobres. Y luego se gastó cien duros en convidar á vino y á tabaco á los mismos á quienes había afrentado.
El atavismo del antiguo señorío surgía en Madrigal con ansias reconquistadoras de los perecidos derechos de sus antepasados. Las energías sociales habían cambiado de eje, y ahora los amos de Zaratán y de los circundantes lugares de Las Lomas eran los burgueses adinerados, los compradores de las fincas desamortizadas de las comunidades religiosas, los acaparadores de cereales, los que ejercían industrias, los usureros, cuyos caudales crecían al compás que los Madrigales iban arruinándose, Pero el Señorito no retrocedía una pulgada en el terreno de que se juzgaba dueño, ni en la autoridad de que se creía investido. Tuvo choques con los ricachos, especialmente con don Tadeo Santa Olalla, quien, merced á las trapacerías legales, que eran base de su cacicazgo, iba granjeándose pingüe fortuna; pero éste supo siempre apartarse cuando Madrigal se disponía á la embestida, y transigió con ei noble arruinado, procurando no excitar su cólera ni su vanidad. Bien sabía Santa Olalla que desde lejos amparaba á el Señorito la influencia de su linaje, Un juez que desconsideró á don Quirino, fué trasladado. Un teniente de la Guardia civil que quiso imponerle el cumplimiento de la ley de caza, cambió también de residencia. A pesar de todas las leyes democráticas y niveladoras, don Quirino Madrigal de las Torres, empobrecido, desprestigiado, abrumado de deudas y lleno de vicios, campaba orgulloso y altivo á la sombra de su árbol genealógico.
Tal era el ilustre sujeto á quien hallamos en la hostería de Escolo.
El mísero hidalgo de Zaratán de la Priora tenía su corte. Formábanla los diversos personajes que en el salón de la taberna se habían aquella noche, como otras muchas, para divertir los ocios del triste nieto de los grandes señores, cuyos nombres andan por las páginas de las viejas crónicas.
Vedlos comiendo el cabrito con pebre, el besugo asado, la ensalada de lechuga con escabeche y los agrios alcaparrones, y bebiendo el turbio vino remontado de la tierra. Cerca de don Quirino está su favorita, Adelaida Suárez, más conocida por el apodo de La Curruca. Había sido moza de rompe y rasga y había andado las siete partidas, sirviendo en oficios de amor á varios amos. No le quedaba de sus juveniles gracias sino la hermosura de los grandes ojos negros y un amanerado estilo andaluz cantando las malagueñas, las seguidillas y el poleo. Sosteníalo, Dios sabe cómo, don Quirino, estimando que una daifa era necesario ornamento de su principalidad. Más de una vez la había abofeteado cuando la encontraba en evidentes faltas de infidelidad, y en estos casos ella se había defendido con las uñas, marcando en el rostro del colérico celoso tantos jaqueles como había en su escudo de hidalgo.
—¿Qué quieres de mí, arrastrado—gritaba entonces ella—. Si rae tienes muertecita de hambre, y no me das ni para mercarme un par de medias?
—¿En qué palacio real te he encontrado yo, mala hembra?—contestaba el Señorito—. A bien que no estaban allí los reyes, tus padres, cuando puse en tí mis ojos,
—Yo me estaba en mi casa. Y en ella comía á diario, cosa que no me sucede desde que su señoría me hizo la gran merced de honrarme con su amor.
—Calla, ó te aplasto.
—Será si te atreves.
Y de esta manera el señor de Madrigal y su favorita gastaban las sales del ingenio y de la cortesía.
Solía intervenir para reconciliarlos Blas Herró, que era el gentil hombre de su merced, y le servía en todo género de menesteres, ya en gestionarle préstamos, ya en ayudarle á consumirlos. Este mozo, hijo de una viuda arruinada y licenciosa, vivía al amparo de Madrigal en una especie de parasitismo inverosímil, y le acompañaba á la continua. La hermosura de su rostro y la gentileza de su persona le habían proporcionado algunas buenas fortunas amorosas, y últimamente habían desatado una loca pasión en Delina (Adelina era su verdadero nombre), la hija única de don Simeón Gálvez, el avaro y riquísimo prestamista. La esperanza de casar con aquella muchacha y heredar los cuantiosos bienes del usurero, era el objetivo único de sus acciones. Madrigal le ayudaba en la empresa y conquista del vellocino de oro. No le parecía bien, ni mucho menos, á don Simeón, para yerno el guapo mozo; pero se contaba con que al fin no tendría más remedio que aceptarle. El Señorito había prometido á Blas Herró obtenerle por medio de sus parientes de Madrid un destino en Noblurve, con lo que el avaro perdería la principal razón de su resistencia. Decía el vejete:
—¿Cómo he de dar en matrimonio á mi hija á un hombre que no tiene oficio, ni beneficio, y que ni gana ni ha ganado nunca un real?
Pero últimamente se había empeorado el negocio. Don Quirino había obligado á Blas á que fuera á hablar con don Simeón para pedirle un nuevo anticipo sobre las rentas de sus tierras. Más de cincuenta mil reales debía el Señorito al usurero, y se habían agotado con exceso, no sólo las garantías, sino los plazos de los préstamos anteriores. Don Simeón Gálvez recibió malísimamente al mediador y le despachó con cajas destempladas:
—¿Qué os habéis figurado tú y don Quiri-no, que todo lo que hay en esta casa es para vosotros? ¿Quieres llevarte mi dinero y mi hija? Pues ni una cosa ni otra. Sois un par de vividores sinvergüenza, y de nada ha de servirte á ti tu facha de galán bonito de comedias, ni á tu amigóte la flor y pompa de sus pergaminos arratonados. Vete mucho con Dios y no vuelvas más por esta casa.
Cuando Blas Herró dió conocimiento á Madrigal de la respuesta de Gálvez, estalló la cólera del hidalgo:
—A ese miserable Caracol le voy yo á despachurrar. No sabe con quién se las ha.
Don Simeón Gálvez llevaba el mote de el Caracol, que le había impuesto la imaginación populan por un gesto que solía hacer cuando le pedían algo, dinero ó cosa que lo valiera. Encogía el cuello» bajaba la cabeza, escondía las estrechas quijadas en el cuello de la camisa, y, en esta posición, el amplio sombrero le ocultaba totalmente el rostro. Como el tímido gasteropodo se encoge y oculta dentro de su concha cuando se ve acosado, Gálvez parecía también esconderse y desaparecer ante toda solicitud de metales preciosos.
—Ahora es cuando pongo yo todo el empeño de mi voluntad—gritó don Quirino—en que te cases con Delina. Y eso va á ser más pronto de lo que se dice, á poco que tú ayudes. Pero es preciso que dejes ese aire panfilo que tienes cuando hay que hacer algo difícil.
—No es miedo, ¿sabe usted? Es que temo no acertar. Pero póngame á prueba en un caso de apuro y verá si cumplo.
—¿Cuándo has visto á Delina?
—Anoche, como siempre.
—¿Dónde?
—Como siempre, en la huerta.
—¿Saltaste la tapia?
—No. Eso era antes. Ahora tengo la llave del portillo. Ella me la entregó la semana pasada. Le daba miedo que pudiera caerme y y matarme. La tapia es muy alta.
El Caracol, ¿no sospecha esas entrevistas nocturnas?
—No. No cree que su hija se atreva á tanto.
—Es que ella está loca por ti.
—A veces me da lástima la pobrecilla.
—Lástima sí la tendrás. Amor no es cosa.
—¡Es tan feúcha!
—Pero es rica. La mujer no es hermosa más que la primera vez que se la consigue. Después, todas son iguales; pero pocas tienen dinero. Y sin dinero, ¿qué es la vida? Aprovecha la ocasión que se te ha presentado. Ten prudencia todos los días y valor cuando sea necesario.
—Usted me aconsejará. Yo haré lo que usted diga.
Don Simeón no tardó en averiguar que su hija y Blas Herró se veían cada noche en la huerta. Los avaros tienen el sueño ligero. Un furor espantoso se apoderó del viejo. Clavó la puerta por donde el mozo entraba á conversar con Delina, y encerró á ésta en las habitaciones altas de la casa.
—Esto es la ruina y el deshonor. La malvada ha perdido la vergüenza. No es hija mía. No la quiero como á hija. La meteré en un convento. Allí se pudrirá.
Con estas palabras el Caracol daba suelta á su ira y anunciaba sus proyectos; pero no los ejecutó. El ingreso de Delina en el convento de las Madres Blancas, que en las afueras de Zaratán tenían una residencia, costaba dinero y Gálvez no podía resignarse á sacar de su gaveta más monedas que las precisas para las imprescindibles necesidades de la casa, sostenida bajo un régimen de inverosímil economía. Además, el Caracol adoraba á su hija y la idea de que ella sufriera los dolores de un encierro le atormentaba cruelmente. No, no era posible. Era necesario convencerla de que aquel amor sería su desgracia y de que Blas era un canalla, que sólo deseaba la fortuna que con tanto trabajo había amasado el usurero.
Luego pensó que, seguramente, lo ocurrido no tendría remedio, ¿Cuáles serían las consecuencias de aquellas conferencias nocturnas de una muchacha enamorada y de un mancebo disoluto, atrevido y sin decoro? El matrimonio se imponía como necesaria reparación. [El matrimonio! ¡Eso,, de ninguna manera! ¡Antes mil muertes!... Y la visión de lo futuro se le ofrecía con vehementes colores de realidad, presentándole á Blas Herró casado con Delina, entrando en la casa del Maestrazgo como dueño de ella, altivo, insolente, provocador. Veíale acompañado de Madrigal, gastando en francachelas el oro atesorado en largos años de privaciones. Veía á la infeliz joven despreciada, atropellada, golpeada tal vez, y estas perspectivas le enloquecían. El tesoro de vigor que había en su espíritu levantábase dispuesto á la lucha. Una sonrisa de triunfo entreabría sus delgados labios, que apenas ocultaban los dientes amarillos y agudos, y sentía sobre sus espaldas aquellos aleteos del ave de presa que desafía á sus enemigos, porque sabe que los vencerá. El Caracol, era, en efecto, un valiente milano que estaba curtido en la pelea, y que no había conducido entre las garras á su nidal una presa que no ganase en sangrienta y peligrosa riña. ¡Poca cosa eran para su astucia y su bravura aquel par de borrachínes, degradados y envilecidos!
En la conversación que tuvieron el padre y la hija, ésta se manifestó rendida y obediente. Reconoció su falta y se arrepintió de ella. Se entregaría por completo á las órdenes que se le diesen, renunciaría á todacomunicación con Blas, haría una vida de recogimiento y de retiro. Sólo deseaba Delina que su padre la perdonase y quedara contento.
No lo consiguió, sin embargo, porque la desconfianza del viejo le hacía sospechar, bajo tanta mansedumbre, un propósito de rebeldía disimulado. Autorizó á la muchacha á hacer su vida ordinaria, pero redobló la vigilancia. Su intranquilo dormir de anciano inquieto trocóse en perpetuo insomnio. A media noche se levantaba del lecho para recorrer las habitaciones, salir á la huerta, reconocer los muros, examinar las sombras que el arbolado proyectaba sobre los plantíos y huronear entre los saucedales que rodeaban la acequia. Paseos de perro fiero que guarda el aprisco olfateando al lobo.
En la noche en que don Quirino Madrigal de las Torres cenaba alegremente con sus pa-nivinajes, ya eran pasadas diez sin que Blas Herró lograse ver á Delina, á pesar de las gestiones que había practicado. La única criada del avaro se negaba á toda comisión amorosa, ya por fidelidad á su amo, ya porque Blas no pudiese ofrecerle presentes que quebrantasen su conciencia.
Manolito Tapióles estaba luciendo el repertorio de sus habilidades. Llena la panza, aquel tragón pantagruélico se entregaba á las alegrías de la voracidad satisfecha. Cantaba imitando la voz de una vieja, ladraba como un can, rebuznaba como los regidores det rucio perdido en el cuento cervantino, cacareaba como la gallina, antes y después de poner el huevo, reproducía á maravilla los piporrazos del bombardino de la Colegiata, cuando los racioneros entonaban los laudes, copiaba el canto del grillo en los yerbales y el de ía filomela en el roble del castillo. Tenía un prodigioso talento de imitación musical, y daban á tales amenidades un irresistible efecto de gracia bufonesca su rostro de payaso, gordo, oleoso, los enormes carrillcs rasurados, la nariz pendiente como breva madura, y los ojos tiernos de oveja moribunda. Don Manolito Tapióles, era un labrador empobrecido que, cargado de hijos y necesidades, empleaba para comer los más singulares expedientes. Había sido diputado provincial, y dejó terrible fama en Noblurve, administrando el Hospicio durante un período que en el benéfico asilo se llamó "La Era del Hambre". También había sido procurador, y tales cosas hizo, que le inhabilitaron para el ejercicio del cargo, siendo necesario que Madrigal usara de toda su influencia para que la aventura no le condujera al presidio. Tenía singular maestría para falsificar y amañar expedientes de quintas. Encargábase de arreglar testamentarías, convirtiéndose en partícipe de los bienes relictos. Era el gran chambelán de don Quirino y el que le preparaba los agapes. Gozaba merecida fama de ser un comedor esforzado, y de su glotonería y capacidad estomacal se referían mil lindezas. Por apuesta, se había cierto día comido dos cochinillos fritos y dos liebres guisadas, sin que reventase en los horrores de la trágica digestión. Antes de comer, en las horas en que su inmenso abdomen estaba vacío, una infinita tristeza le dominaba. Silencioso y lúgubre, como una tumba, nadie conseguía sacarle una palabra de los labios; pero en cuanto estaba repleto, la risa le retozaba en el cuerpo, la canción surgía de su boca y el ingenio le florecía, con las gordas sales del chiste tabernario. Tapióles discurría con el buche.
Estaba cantando en voz de falsete, acompañándose de un tenedor, con el que golpeaba á compás un vaso, las coplas de Los caracoles, inventadas con dudosa gracia por un enemigo de don Simeón Gálvez, y en las que se satirizaba la avaricia del prestamista, cuando entró en la sala Dámaso el ciego, llevando á la espalda, sujeta con una cinta, su guitarra. Indispensable en las fiestas del pueblo, así tañía en los bailes de los mozos como en las francachelas del señorío. Los ojos, de grandes córneas sin niñas, daban á su rostro rectangular, de desmesurado tamaño, aspecto de busto estatuario. Era muy corpulento y andaba encorvado, lenta y blandamente, como si el enorme corpachón careciera de huesos,
—¡Adelaida!—gritó Madrigal al ver entrar al ciego.—Dale una copa de vino á Dámaso.
—Gracias sean dadas á las buenas almas que no dejan morirse de sed al pobre ciego— repuso éste.
Bebió, sentóse y empezó á templar la guitarra. Interrumpiendo un acorde, exclamó de pronto, como si en aquel momento se le hu-viera venido á las mientes lo que iba á decir: —Siga usted, don Manolito, la canción de Los caracoles, que viene muy á punto para lo que voy á contar, si es que lo ignoran.
—¿Qué es ello?—preguntó Madrigal—. Tú todo lo sabes, Dámaso. A tu guitarra van á parar todas las hablillas de Zaratán y de sus contornos.
—Ya que no veo, oigo; y no cambio mi oído por cuantos catalejos hay en la tierra... Pues han de saber sus mercedes, que esta madrugada el tío Hernán, el de las Palomas, le ha dado una paliza al Caracol.
—Siempre me ha sido simpático Palomera —interrumpió Tapióles—.Cuéntanos cómo ha sido.
Dámaso refirió la escena con las exageraciones que la musa popular añade á cuanto refiere; explicó las causas del choque, los insultos del usurero al tío Hernando, y la violenta acometida de éste. Don Quirino escuchaba con gran atención y sin proferir palabra. Cuando hubo concluido el ciego la narración del suceso, fijó el Señorito su mirada en Blas Herró, que parecía abstraído y meditabundo:
—Pues que allá se las hayan el uno y el otro —dijo tras breve pausa Madrigal—. A nosotros no nos importa eso nada. Vamos á divertirnos. Toca, Dámaso, y que Adelaida cante.
Aún no habían sonado los primeros rasgueos con que el ciego solía iniciar las malagueñas, cuando apareció por la puerta Juan Castroverde, el alguacil del Juzgado, que era diestro tañedor de bandurria y acompañante obligado de Dámaso en aquellos conciertos, y dijo, dirigiéndose á don Quirino:
—Perdone su merced la tardanza* Al volver del campo he tenido que hacer. Ya sabrán que el tío Hernando Palomera ha dado unos golpes á el Caracol, Pues bien, éste ha presentado la denuncia al señor Juez. Una pequenez. Acusa al tío Hernando de lesiones, injuria, calumnia y allanamiento de domicilio. Ha hecho su carrera el pobre hombre. El señor Juez le ha citado para que mañana se le presente, y yo he ido á llevarle la citación. Por cierto que no estaba en su casa. Su mujer me ha dicho que no había vuelto desde que al amanecer se fué con la yunta.
—Bueno, hombre, bueno—dijo don Quirino—, ¿Vamos á estar hablando de esa tontería toda la noche? Dámaso, toca. Y tú, Castrover-de, ya estás agarrándote á tu vihuela. Adelaida, bebe un traguito para limpiarte el garguero, y prepárate á entrar á compás. ¡Música, música! ¡Venga de ahí!
Sonaron las concertadas cuerdas. La Curruca comenzó á cantar. EL Señorito marcaba el rilmo con las palmas.
Después de dadas las doce en el reloj de la Colegiata, se disolvió la reunión. Adelaida se fué á su casa acompañada de Castroverde, el alguacil, que la servía de rodrigón cuando Madrigal renunciaba á tan dulce compañía, Dámaso, con su guitarra, marchó guiado por uno de los chicuelos de la taberna. Quedaron solos don Quirino, Blas Herró y Tapióles.
—Yo—dijo Madrigal—me voy también. Acompañadme y hablaremos.
Pronto llegaron los tres amigos á la mansión señorial. Era un viejísimo y ruinoso edificio en el que, desde hace largo tiempo, no intervenían los alarifes, y así estaba él de desmantelado y deslucido. El gran escudo que ornaba la clave del portalón amenazaba con venirse á tierra, como si ya no tuviera nada que hacer allí. Los escasos muebles que en el espacioso saión había estaban cubiertos de polvo. La suciedad y el descuido reinaban en la casa, en la que no había otra servidumbre que una vieja ochentona que había sido nodriza de el Señorito y que era una ruina más en aquel hogar destruido. Según costumbre, esta mujer se había acostado temprano, y don Quirino entró usando de la llave que siempre llevaba en el bolsillo. Encendió una bujía, y en torno de la mesa en que había sido colocada se sentaron el hidalgo, el tragón y el galán.
—Vamos á cuentas, Blas—dijo el primero—. ¿Tú estás resuelto á que Gálvez se salga con la suya y á que Delina no sea tu mujer?
—No, señor; ni mucho menos—contestó Herró—. ¿Por qué me dice usted eso?
—Porque el tiempo pasa. El Caracol nos ha insultado, se ha burlado de ti y de mí y ha conseguido dos cosas: la primera es que nos aguantemos, como si fuéramos dos gallinas, y la segunda es que tú no hayas vuelto á ver á la muchacha desde que él se puso serio. Yo me resigné á esperar el desagravio confiando en que tú serías el vengador. En efecto, no podía tomar mejor venganza de ese tío que el ayudarte á que te casaras con Delina, Pero veo que tú no te ocupas ya de tal negocio. Por eso es mi pregunta.
—Pues sólo pienso en eso, Pero, ¿qué he de hacer? Las puertas de la casa de Gálvez me están cerradas y carezco de medios para intentar forzarlas. Si dispusiera de algunos duros aún vería de sobornar á la criada, y de esta manera ponerme en comunicación con Delina.
-No tienes dinero. ¡Yo tampoco lo tengo! Precisamente por eso hay que pelear con el miserable vejete que posee tantas talegas, las que me ha robado á mí y ha robado á otros.
Oyóse en esto un ronquido formidable. Era que Tapióles se había dormido, el Señorito le dió un empujón.
—Despierta, bárbaro—exclamó don Quirino—. [Pues no se ha dormido el mastuerzo, como si no le importara lo que estamos tratando I
—Es verdad que me había dormido; pero ya me tiene usted más despabilado que si tocaran á almorzar—dijo Tapióles, enderezándose en la silla en que estaba sentado.
Y se echó á reir del conato de chiste sobre su proverbial glotonería con que había intentado desenojar á Madrigal.
—Tanto te va á ti como á los demás en lo que pienso deciros, porque de las sobras de mis manteles has de alimentarte, y si yo no tengo pan, tú no tendrás cortezas.
—Así es la verdad; pero para que usted no coma será preciso que se haya acabado el trigo en el mundo.
Tras una pausa, en la que el Señorito arrimó dos veces á la vela el puro, no obstante que se hallaba encendido, añadió poniendo una mano sobre el hombro de Blas:
—Ha llegado la ocasión. Ahora ó nunca. Es necesario que esta misma noche veas á tu novia y que, de acuerdo con ella, quede concertada la manera de que la boda sea pronto Herró se puso en pie, asustado.
—¿Qué dice usted? ¿Esta noche? ¿Y cómo va á ser eso?
—Déjale hablar á don Quirino—interrumpió Tapióles'—. Cuando él dice algo es porque sabe adonde va á parar con sus palabras.
—No lo sé del todo ahora, porque no hace mucho que se me ocurrió que no podía aplazarse una intervención decisiva que ponga término á la cobardía de que estamos dando señales. Acabo de decir que es preciso que Blas vea esta misma noche á Delina, y ahora pienso que lo que es necesario es que, al mismo tiempo, vea yo á el Caracol.
—¿Usted en casa de Gáívez?—gritó espantado Blas—. ¿Y esta noche? ¿Lo dice usted de veras?
Con el rostro sereno, por el que pasaba la sombra de una sonrisa, contestó Madrigal:
—Acabas de retratarte de cuerpo entero. Eres la pusilanimidad con rostro de niño guapo... Sí, sí, sí. Yo voy á ir esta noche á ver á el Caracol. Si tú no quieres acompañarme, iré solo.
—Pero si ahora estará acostado Gálvez,
—El se levantará.
—¿Y por qué no va usted á buscarle de día?
—Porque de día no querría él recibirme, y ahora no tendrá más remedio.
—¿Es un caso de fuerza el que usted busca, entonces?
—Es que necesito dinero, es que no lo tengo, es que el Caracol tiene la obligación de atenderme, es que á mí no se me puede tra-tratar como él me ha tratado en tu presencia y por tu representación... Es que he resuelto ir, é iré.
Don Manolito Tapióles empezó á despertar del sopor en que le tenía sumido la plenitud de su estómago. No acertaba á formar juicio del plan de don Quirino; pero entre las nieblas de su mente, congestionada por la digestión, parecíale extraño, peligroso y lleno de misterio. Por decir algo, sin comprometer su dictamen, exclamó:
—Ciertamente, el ir á casa de el Caracol no es una hazaña digna de que la canten los ciegos.
—Tal vez sí—repuso Blas—, porque si el viejo se niega á recibirnos, y chilla y alborota podemos ir á parar al Juzgado, con Hernán el de las Palomas.
—Miedo, miedo, sólo miedo—dijo el Señorito—, eso es lo que tú tienes. Los hombres bonitos os parecéis demasiado á las hembras para no ser cobardes.
—Alto el carro—replicó altivo el mozo—. Miedo no lo tengo. Soy feo ó bonito, pero soy hombre. Vamos dondo usted quiera.
—Así te quiero yo. Más que por mi interés he pensado esto por el tuyo, porque estoy convencido de que, sin una hombrada, no conseguirás dominar á ese tunante, que sabe más que tú de las cosas de la vida, y juega con tu inocencia, como un gato con un ratoncillo.
—Pero á lo menos nos dirá usted cómo vamos á entrar en esa casa y qué vamos á hacer en ella.
—Claro está que os lo diré... Mirad. Tú, Blasillo, saltas las tapias de la huerta, como otras veces has hecho. Una vez dentro, tomas la escalara que tienen estos días los albañiles que están arreglando los tejados...
—¿Cómo lo sabe usted?
—La casualidad, hizo que ayer tarde pasara por allí y lo viera.
Tapióles, al escuchar esta respuesta de el Señorito, le miró atentamente, queriendo escudriñar el alma de su protector.
—Arrimas la escalera á la pared—siguió diciendo Madrigal—frente á la ventana de la alcoba de tu novia, y subes como un valiente.
Llamas. Delina acudirá. Si al oir ruido se asusta, en cuanto te vea se quedará, no ya tranquila, sino encantada. [Apenas tendrá deseos de abrazartel
—¿Y el perro que ronda por la huerta, y que es de una fiereza terrible?—preguntó Tapióles.
—El perro conoce á Blas, de tantas noches como ha saltado las tapias para hablar con la hija de el Caracol, No ladrará, ni morderá —contestó don Quirino.
—¿Y si se despierta don Simeón y nos sorprende?—dijo Blas,
—Eso será lo mejor que pueda ocurrir. Para eso vamos nosotros, para encontrarnos con él,
—¿Yo también he de ir?—interrogó Tapióles con disgusto y sorpresa.
—Naturalmente. Tú eres necesario. No hay procesión sin tarasca,
—Pues yo también voy á preguntar á usted cuál es el papel que voy á representar en esa procesión. Manolito Tapióles tiene papel señalado en una fiesta; ¿pero en un atraco?,,.
—No es un atraco—interrumpió con cólera el Señorito—. Es una diligencia de caballeros, de los que, uno va á buscar á la dama de sus pensamientos, y el otro á pedir una reparación de honor.
—Y el otro caballero, ¿qué va á hacer?
Porque á mí no se me ha perdido nada en casa de Gálvez.
—El otro caballero que ignora lo que va á hacer allí, no es caballero. Eres tú, tú, un rufián que no se acuerda que me debes estar entre los hombres libres, tú que has olvidado que, dándome la vida, no pagarías la mitad de tus obligaciones para conmigo; tú..., que irás, aunque no quieras, porque yo te lo mando.
Tapióles bajó la cabeza, cerró los ojos. No le subió á las mejillas el rojo de la vergüenza, porque eso era imposible; pero se puso muy serio. El bufón había dejado caer su careta histriónica.
—Una última pregunta — concluyó Blas Herró—¿qué le va á decir usted á don Simeón?
—De tu asunto le diré que no hay más remedio sino que te dé á su hija por esposa. De mi asunto le diré que los agravios que me ha dirigido [á mí!, ¡á un Madrigall, no pueden quedar impunes; que si yo fuera un Madrigal del siglo pasado mis criados le harían pagar su osadía apaleándole; pero que como yo soy un Madrigal de los tiempos modernos, y no tengo criados, la única manera de satisfacerme es que me adelante media talega á cuenta de mis rentas futuras.
—¿Y si se niega?—dijo Herró.
—No se negará—Pero supongamos..,
—No he pensado lo que haré en ese caso absurdo. Pero estoy seguro de que haré lo que corresponda.
—No le ocultaré á usted—añadió Blas— que me parece muy aventurada la intentona.
—No lo es tanto como piensas, y luego te convencerás de ello... Pero si lo fuese, si perdiera yo la vida en ella, ¿qué importaría? ¿Hay algo peor que la miseria vergonzosa en que vivo? ¿No es preferible la muerte? Un hombre como yo tiene derecho al dinero que á otros sobra. Y como sabe buscarlo, y como tiene redaños para bajar al mismo infierno á disputárselo á Satanás, su voluntad le crea el derecho que los cobardes y los mentecatos fundan en las leyes. ¿Queréis saber más? ¡Preguntad y seréis contestados! Lo que sí os advierto es que, después de lo que hemos hablado, vuestra vida está hipotecada en mi seguridad, y que la confianza que he puesto en vosotros os ha ligado á mí como están ligados por una cadena los que en Ceuta trabajan juntos en el Hacho.
Un silencio de muerte, un terrible y pavoroso silencio, pesó sobre los tres amigos. Le cortó Madrigal con una sonora carcajada.
—Pero no hay que ponerse tan serio como me he puesto, ó mejor, como vosotros habéis hecho que me ponga. Lo que vamos á hacer en amor y compaña es un juego de gentiles hombres, de los que antaño ejecutaban con la sonrisa en los labios cuantos ceñían espada, y procuraban torcer la caprichosa disposición de la fortuna. ¿No lo habéis leído en las historias y en las novelas?...
—¡Vamos, puesl—exclamó con energía Blas Herró—. ¿Qué armas llevamos?
—Ninguna—repuso el Señorito—. Un garrote cada uno. Este lance, por intervenir yo, es de los que antaño se llamaban de nobles contra villanos. Y contra el villano el arma clásica es el garrote.
Y los tres hombres salieron del caserón.
Don Quirino Madrigal de las Torres iba cantando por lo bajo las coplas de los Caracoles
Cuando Madrigal, Tapióles y Herró llegaron á la casa del Maestrante, el reloj de la Colegiata dió las dos, Las gravea campanadas descendieron de la torre volando en el húmedo y frío ambiente de la obscura noche otoñal, no como sonidos que vibran y mueren, sino como seres vivos, que se alejan en solemne viaje. Después reinó el más absoluto silencio. Zaratán de la Priora dormía á pierna suelta.
Madrigal, que guiaba á sus amigos, los llevó por las afueras, dando vuelta á los barrancos que rodean la huerta de don Simeón. Cuando se hallaron al pie de los muros, se detuvieron para convenir los detalles del asalto, ó hablando con exactitud, para oir las instrucciones de el Señorito, que era la inteligencia activa y la voluntad en tensión, que sugestionaban á los otros dos asustados compañeros.
—Ahora tú, Blas, subes á la tapia por donde solías. Llamas al perro y le atas dentro del establo, que siempre está abierto. Luego abres la puerta de los carros. Sólo tiene esa puerta un cerrojo y una tranca. Nosotros entraremos en la huerta y esperaremos allí á que tú subas á la ventana del cuarto de Delina. Después, yo sé lo que hemos de hacer Manolito y yo.
Con el terror en el alma y en el cuerpo, se dirigió Blas hacia el lugar del muro por donde había ascendido tantas noches. Buscó á tientas las piedras salientes y en ellas afianzó las manos. Era ágil y vigoroso, y aun cuando en la emoción de muerte que le dominaba, músculos y nervios obedecían torpemente á la voluntad, en pocos minutos se halló á horcajadas sobre el remate de la tapia. Un pe-drusco suelto rodó, chocando en un rimero de tejas rotas que allí había, y al ruido acudió el mastín que, encerrado durante el día, quedaba en libertad así que la noche llegaba. El animal ladró con furia.
—Quieto, León, ven acá—dijo en voz baja Herró—. Toma, galán.
Y desde lo alto del muro castañeteó dos veces los dedos. El mastín se acercó manso, meneando el rabo. Había conocido á Blas, que para captarse su amistad solía llevarle algún mendrugo. El mozo descubrió entre las sombras el blanco lomo de León, la gran mole de la casa, con sus chimeneas de piedra, c jn sus extensas paredes, pintadas de amarillo, con sus numerosas ventanas. En una de ellas había luz. Era la correspondiente al centro de la sala en que dormía el usurero, y donde tenía el armario de sus papeles y el arca de los fondos. Esta observación aterró á Blas. Inclinándose hacia donde estaban Madrigal y Tapióles, dijo con voz bajísima:
—No podemos seguir. Vámonos, el Caracol está despierto. Hay luz en su cuarto.
Soltó un terno el Señorito, y adelantándose hasta ponerse al lado de la tapia, exclamó iracundo:
—¡Baja á la huerta, cobarde, y ábrenos la puerta de los carrosl Vaciló un punto Herró antes de obedecer, pero la poderosa sugestión que estas palabras transmitieron á su cerebro le lanzaron en el espacio, más bien como quien se arroja, que como quien desciende. El haber caído sobre un montón de estiércol, aminorando la violencia del choque, le libró de romperse algún hueso. Un loco frenesí impulsaba al joven. Habían desaparecido de su naturaleza el instinto de conservación y el sentimiento de la realidad. Sólo veía ante él un programa trazado por una voluntad más fuerte que la suya, programa que era necesario ejecutar sin vacilaciones ni titubeos. Era una máquina que don Quirino dirigía con irresistible dominio. Seguido del perro, que se le acercó á lamerle una mano, fué Blas al establo, y allí advirtió que la puerta estaba cerrada con llave. No era, pues, posible encerrar al fiero mastín, y hallándose éste en libertad la entrada de Madrigal y de don Manolito era punto menos que irrealizable. ¿Qué hacer ante tal dificultad? Ocurriósele que acaso podría meter al animal en el gallinero, que á la otra banda de la huerta estaba. Así lo hizo, no sin que las gallinas alborotasen un poco. Inmediatamente marchó Blas á la puerta de los carros. Las noticias de Madrigal eran exactas: la operación de franquear aquella entrada fué fácil é inmediata. Penetraron Tapióles y don Quiri-no; éste cerró de nuevo los pesados batientes que rechinaron sobre los goznes.
—Ya está hecha la primera parte de la obra—dijo el Señorito—.Ahora tú, Blas, vas á coger la escalera y á trepar como un gato á la ventana de tu novia.
—No puede ser—respondió Herró—. Ya he dicho á usted que hay luz en el cuarto de el Caracol. Seguramente se halla despierto, y si ya no nos ha oído, en cuanto yo mueva la escalera, que ha de hacer ruido al ser arrastrada, saldrá á ver lo que ocurre.
—¿No recuerdas ya lo que os dije?—replicó con impaciencia Madrigal—. Si se nos viene á las manos, sin que tengamos que requerirle, miel sobre hojuelas. Á él es á quien princi-pálmente necesitamos ver. Anda, pues, en busca de la escalera.
Como vacilara en obedecer Blas, insistió don Quirino con energía.
—No hemos venido aquí para dar un paseo por el huerto. No hay que perder un minuto. jTal vez nos va en ello la vidal
En aquel momento se abrió la ventana de la habitación de Gálvez, y la cabeza de éste se adelantó hacia la huerta. El inquieto anciano exploraba las sombras, buscando las causas del ruido que había escuchado.
—Ahí está—exclamó Herró, con acento en que palpitaba el espanto—. Vámonos. Aún es tiempo.
—Al contrario—dijo Madrigal—. Vamos á sacarle de dudas,
Y con paso resuelto avanzó en dirección de la ventana, cuyo marco aparecía iluminado, destacándose en su centro la cabeza del prestamista, cubierta con la sucia gorra de cachas.
—¿Quién va?—preguntó con voz fuerte Gálvez,
No recibió respuesta, aunque repitió la interrogación. Pensó acaso el Caracol que los intrusos eran algunos muchachos de los que entraban á hurtar legumbres, y diciendo:
—Ahora veréis la que os espera, desapareció de la ventana. Oyéronse sus pasos precipitados sobre el entarimado de la habitación, y poco después sobre las losas de la escalera.
—Dejadme á mí solo—dijo Madrigal—.Vosotros, quedaos un poco atrás.
Don Simeón Gálvez salió á la huerta por una puertecilla que había junto al horno. Llevaba en la mano derecha una linterna, que iba proyectando delante de él vivos y movibles resplandores. Madrigal avanzó á su encuentro.
Al reconocerle el Caracol se echó atrás, sorprendido. Fingiendo tranquilidad le dijo:
—¿Qué es esto? ¿Á qué ha venido usted? ¿Cómo ha entrado?
—Los muros se abren á mi paso—contestó zumbón el Señorito—. Tengo yo mucho poder, aunque usted no lo crea, Gálvez.
—No me parece ocasión de bromas—repuso el Caracol—. Á las dos de la mañana no se entra por las bardas del vecino,
—Es que cada uno escoge la hora que mejor le cuadra para las visitas.
—Pues á mí no me cuadra esta hora para hablar con nadie. De día puede venir, y entonces me dirá lo que le parezca. Aunque creo que usted y yo tenemos hablado ya todo.
—Es un error de usted, A solas y sin ha-cei'Ie antesala es como yo quería que conversáramos.
—En resumen, ¿qué es lo que quiere usted de mí?
—Primeramente liquidar una cuenta que tenemos pendiente.
—¡Varias son las que tenemos sin liquidar; pero no creo que se encuentre usted con medios para solventarlas.
—No. La cuenta que digo no es de dinero. Es de decoro.
—¿De decoro?—dijo Gálvez con un tono en el que había una enorme cantidad de desprecio para el Señorito,
—Sí, de una cosa que usted no conoce—replicó insolente y agresivo el hidalgo—. Usted me ha insultado cuando le envié con Herró una petición de préstamo.
—¿A eso se refiere usted? ¡Pues no hace días: [Apenas ha tardado en levantársele la ampolla!
—No le aplico á usted ahora mismo el correctivo que merece ese lenguaje, porque no he venido á requerirle para que me desagravie, porque el Caracol no es un caballero, y de sus demasías sólo puede responder con el dinero, con el dinero que me ha robado. He venido á que me indemnice y á que me dé en préstamo, ó como le parezca, diez mil reales que me hacen falta.
—¡Diez mil reales!—gritó Gálvez—. Y el muy tramposo me los pide injuriándome! Ni un ochavo del morol [Váyase inmediatamente de mi casa! jNo tengo por qué aguantar sus bravuconerías! A otros más guapos he despachado yo. No gusto de echar las cosas á barato; pero le advierto que se me va acabando la paciencia,
—A mí, no—replicó el Señorito—. No he venido á darle á usted de palos, sino á que me dé dinero. Y no me iré sin él.
—¿Por la fuerza? He aquí el caballero convertido en ladrón.
—Dinero, dinero, dinero. Sus insultos pasan sobre mi corazón como la gota de agua sobre el mármol... Déjese de palabrotas y lléveme á su despacho, donde tantas veces he estado, para hacer contratos, en que cándida y generosamente me dejaba desollar. Ha llegado la hora de las restituciones.
El Caracol se echó hacia atrás, tiró la linterna, que se quedó encendida y arrojando sobre el suelo su roja luz, que parecía un rastro de sangre, y sacando del bolsillo del gabán una pistola, dijo, con los labios trémulos de rabia:
—¡Miserable, ladrón, borracho; si no te vas ahora mismo te deshago las entrañas!
Ei Señorito levantó la garrota que llevaba en la mano y la dejó caer con terrible ímpetu sobre la cabeza de el Caracol. Sonó un chasquido, como el que produce una caña al quebrarse. El viejo rodó, agitando brazos y piernas; lanzó un alarido y quedó inmóvil, La lu?
de la linterna le daba en el rostro, y á su resplandor se vió que de la sien derecha le fluía un hilillo de sangre.
Acudieron Blas y Tapióles.
—¡Lo que yo me temía!—exclamó el primero—. [Qué horror!
—¿Qué va á ser de nosotros?—gimió temblando don Manolito.
Madrigal no hizo caso de lo que oía. Acercóse al cuerpo de el Caracol, le movió para ver si rebullía, le puso la mano sobre el corazón, le abrió el párpado del ojo derecho, é incorporándose, dijo ásus amigos:
—El ha tenido la culpa. Yo no vine á esto.
Su voz sonaba tranquila.
—¡Vámonos, vámonos en seguida; nadie nos ha visto entrar, aún podemos salvarnos!—dijo con trémulo acento Tapióles.
Blas Herró guardaba silencio; estaba anonadado.
—Aún no hemos hecho lo que motivó nuestra venida—repuso el Señorito—. Este incidente no estaba en el plan, aunque, á decir verdad, no había yo dejado de estimarlo posible, No es... no era... este hombre de los que se dejan desplumar sin dar picotazos... ¿Y qué iba á hacer yo? ¿No iba á defenderme? El me apuntaba con la pistola. El viejo estaba frenético. Un momento más, y yo sería el muerto. No creí que tuviera la vida tan poco sujeta á la piel. Di un palo para que tirase el arma y siguiéramos la conversación. No me remuerde la conciencia de lo que ha pasado.
Herró seguía silencioso. Don Manolito sollozaba y su cuerpo temblaba como atacado de alferecía.
Madrigal cogió la linterna y dijo:
—En medio del espanto que tienes, has discurrido como un sabio, Manolito. Esto ha pasado sin que nadie se entere. Nadie nos ha visto venir, ni entrar en la huerta. Delina duerme como una santa y su habitación está en el segundo piso. De modo que si nos damos prisa y buena maña, podremos lograr lo que necesitamos. [No os apuréis, hombres, tened confianza en mil Y echó á andar con rumbo á la casa. Entonces Herró, reaccionando sobre el terror que le había convertido en estatua:
—¡Por Dios, don Quirinol—dijo—¿qué vamos á hacer?
—Recoger el vellocino de oro. Es mío. Me lo dejé arrebatar por ese malvado. Vamos á recobrarlo. Todos seremos partícipes, aunque yo soy el dueño; pero mi generosidad os permite entrar en el reparto.
—¿Y si despierta Delina?
—No despertará.
—¿Y la criada?
—Esa tiene su cuartucho en la otra ala del edificio, y es completamente sorda. Además, cuidaremos de no hacer ruido. Imitadme. Quitaos las botas. Luego las recogeremos.
Se descalzó Madrigal en menos que se dice. Y como viera que los otros no lo hacían:
—¿Qué esperáis?—dijo—. El miedo os ha idiotizado. [Ea, vamos allá! En dos minutos concluimos.
—Asesinos, ladronesl — murmuró Blas—. ¿Qué nos falta ser?
—¡Buena ocasión de pensarlo! No quiero discutir lo que somos. El tiempo apremia, Pero si no quereis venir, yo iré solo. No me hacéis falta.
Alumbrándose con la linterna entró en la casa. Los dos acobardados compañeros le siguieron, después de descalzarse también.
Sobre la mesa que había en el centro de la estancia en que se hallaba don Simeón cuando se asomó á la ventana, lucía un velón de pábilo mortecino. El Señorito conocía los secretos de el Caracol como si siempre hubiese vivido á su lado. Aproximóse á la caja de caudales que en un rincón estaba, y al resplandor de la linterna reconoció la cerradura. Luego, sin dudas ni vacilaciones, como si de antemano contara con la dificultad que se le ofrecía, sacó de los hondos bolsillos de su chaquetón un martillo y un cincel. AI verle operar Blas y Tapióles, no pudieron ocultar su sorpresa.
—Venía preparado á todo evento—dijo el Señorito—. Eso es para que no tengáis confianza en mí.
En verdad, no era confianza, sino terror, lo que les producía la horrenda previsión de su amigo. Dos pequeños golpes bastaron. La cerradura quedó descentrada, y apalancando con el cincel, la puerta de hierro se abrió. Dentro se veían varios talegos de diversos tamaños. En un rincón se divisaba una gruesa cartera, y en el fondo un recio montón de cartapacios sujeto con balduque y cuerdas.
—Podíamos llevárnoslo todo; pero no conviene. No somos avariciosos. De la cartera, que es donde el buen viejo tiene los billetes de banco, sacaremos un par dé paquetitos. Esta talega contiene oro; tomemos mil duros. Carguemos también con una talega de plata. Mucho va á pesar; pero somos tres hombres de fuerza para llevarlo.
Mientras hablaba hacía, y no pasaron cinco minutos sin que la colecta quedara concluida. Luego repartió entre los dos cómplices lo que cada uno debía conducir, y dijo:
—Asunto concluido. Vámonos,
Derribó, sin hacer ruido, las sillas que rodeaban la mesa, desparramó por el suelo algunos de los legajos de papeles que había en la caja, como para que quedaran señales de violencia, tiró detrás de la mesa un reloj de precio, que sobre ella estaba, cuidando antes de correr sus agujas, de modo que apareciera que se había parado á las once, y salió seguido de Blas y de don Manolito.
Cuando se hallaron en la calle de Colodre-ros, que es donde inoraba el Señorito, éste se detuvo.
—¿Estáis más serenos?—dijo—podéis estarlo por completo. Nosotros no hemos hecho nada. ¿Sabéis quién ha asesinado á don Simeón Gálvez, alias el Caracol?,., Pues el tío Hernán, el de las Palomas,
Con la luz del alba se llenó la villa del rumor de la tragedia. La primera noticia se supo en la Plaza de Abastos, donde se reunían al amanecer los labradores que buscaban jornaleros, y los jornaleros que buscaban amo, el Caracol había sido encontrado en la huerta de su casa, tendido en tierra, muerto, la cabeza destrozada de un garrotazo, al lado de una pistola y sobre un pequeño charco de sangre. La vieja criada del usurero era quien había hecho el terrible descubrimiento, al ir á soltar á las gallinas. Delina, llamada á grandes voces por la aterrada sirviente, acudió en seguida, y, al ver el lastimoso espectáculo, perdió el sentido, y sufrió un ataque de nervios, del que aún no se había recobrado. Las autoridades fueron avisadas y en aquel momento se hallaban en el lugar del crimen.
En efecto, el Juez de primera instancia, el escribano de turno y el alguacil Castroverde, practicaban las diligencias sumariales, auxiliados de la guardia civil. Era d representante de la justicia en Zaratán de La Priora un severo y escrupuloso cumplidor de la ley, que no transigía con la más leve incorrección, ? menos que no interviniera en el asuuto alguno de los señores influyentes, que ejercían el cacicazgo, porque en ese caso eran otorgadas las más amplias y favorables interpretaciones. Y esto no lo hacía por alcanzar su apoyo en las naturales codicias de ascenso, cuanto por estimar que la ley se ha hecho para defender el principio de autoridad, y éste le integran, con las entidades investidas de mando, las altas jerarquías de la sociedad, los ricos, los principales, los señores. No era esto negar al pobre el amparo del derecho; era aplicar el principio de que, cuando en un litigio el pobre salía ganando é imponía al rico una corrección, sufría menoscabo el dogma fundamental déla vida civil.
De escaso entendimiento y pobre Minerva, cuando una idea surgía en su mente, era conservada y defendida de todo debate, considerándola como indiscutible y definitiva.Creía en la propia perspicacia, en el golpe de vista para penetrar el misterio de los crímenes cuya depuración le estaba encomendada. No abundaban en el partido judicial otros que los del vino y las pendencias por intereses familiares.
Esto y las raterías de los frutos y leñas componían las extralimitaciones y desafueros en que el digno juez empleaba las salvadoras energías de su rigor»
Cuando Su Señoría entró en la huerta, y vió el cadáver del infortunado prestamista, exclamó dirigiéndose al actuario:
—Es evidente que el criminal, ó criminales, ha sacado, ó han sacado al señor Gálvez de su casa con engaños para matarlo aquí, de modo que, ni la hija, ni la criada de la víctima, oyeran el ruido de la lucha. Apúntelo usted. Es un dato importante.
Así que visitó la habitación en que estaban la cama, la mesa de escritorio y la caja de caudales de don Simeón, añadió el juez:
—Ha habido lucha. Papeles tirados por el suelo, sillas en desorden. No hay duda. Escribano, apúntelo también.
El actuario se permitió una observación,
—Pues si han sacado los asesinos con engaño á el Caracol á la huerta, ¿cómo han luchado con él en la habitación?
—Parece eso contradictorio — repuso el juez—, pero no lo es. Mi experiencia me permite ver claro. El respetable y desgraciado señor Gálvez fué sorprendido en su despacho por el criminal ó criminales. Aquí luchó con él, ó con ellos. Después fué llevado á la huerta y en ella le recibió el golpe final.
—Entonces—insistió el escribano—no le sacaron con engaño, sino á la rastra; y no se advierten en la estancia, ni en la escalera huellas de la escena de fuerza.
No pudo contestar el juez á esta sencilla reflexión, pero no se dió por vencido.
—Usted apunte lo que le digo—repuso—, que yo tengo ya formado mi dictamen.
El sargento de la guardia civil propuso el reconocimiento de las tapias.
—Sin duda—observó—han entrado saltando el muro.
—Pero la puerta de la huerta ha aparecido abierta- dijo el juez.
—La han abierto los criminales para irse; pero es probable que la entrada haya sido por asalto—insistió el sargento.
Examinó éste las tapias.
^Aquí hay muchas señales de zapatos que por diversos lugares han trepado desde fuera para entrar—afirmó, luego que hubo realizado la inspección.
Intervino el alguacil Castroverde, diciendo:
—Eso no significa nada. Muchas veces entraban los chicos á robar frutas. El Caracol se quejaba siempre de ello.
—Es cierto—insistió el sargento—, pero los asesinos han entrado por la tapia. Y estas señales son recientes. Mire el señor Juez. Un zapato grande se ha apoyado en esta piedra. Han quedado motas de barro que están frescas.
—Zapato ó alpargata—indicó el alguacil.
—Ambas cosas pueden ser—contestó el guardia—. No es fácil distinguir la diferencia.
El juez fué á practicar él mismo el reconocimiento. Era miope. Se aproximó á la tapia y, después de un buen espacio, volvió al corro que sus acompañantes formaban, y concluyó:
—Estoy seguro de que la huella es de alpargata.
No quiso el sargento advertir á Su Señoría que había estado mirando en lugar distinto del que él examinó, en un trozo de la pared en el que no había rozaduras ni señales de ninguna clase. ¿Para qué? Ya sabía el veterano que el juez era irrectificable.
Prolongábase mucho la diligencia, sin que se descubriese ningún dato importante.
—Estamos perdiendo el tiempo — dijo el juez. — Yo tengo mi pista. Sargento, vaya usted á buscar á Hernando Palomares, y trai-gámelo aquí. Mucho cuidado si trata de fugarse ó de defenderse,
—¿Cree usted, señor juez — expuso el escribano— que hay relación entre la escena de ayer mañana y el asesinato?
—Ya lo veremos — contestó Su Señoría. — Sería una temeridad afirmarlo; sería una estupidez negarlo. Procedamos con cautela.
Y como el sargento se alejase para cumplir ía orden recibida, el juez añadió:
—¡mpida que Hernando hable con nadie en el camino.
Entretanto, el juzgado se había constituido en la habitación en que estaba la caja de caudales y procedía al inventario de los valores. Había allí diez escrituras de préstamo sobre hipoteca á las principales familias de la comarca, veinte mil pesetas en billetes del Banco de España, seis mil en oro y tres mil en diversas monedas de plata; dos libros de cuentas, en uno de los cuales don Simeón llevaba la nota del metálico y en el otro el de los granos y lanas recibidos, depositados y vendidos. En un cajoncito del interior se hallaba un talonario de cuenta corriente en la sucursal del Banco en Noblurve, y liquidaciones diferentes de esa cuenta corriente. Todo ello revelaba que el prestamista era dueño de una sól’da fortuna y que la tenía en el orden más completo.
Se recibió declaración á Delina y á la criada de Gálvez. La de la primera fué interrumpida tres veces por los síncopes y convulsiones que la huérfana sufría. El médico opinó que, de no ser absolutamente necesario, debía dejarse reposar á la joven, que más estaba para que la cuidaran que para que la interrogasen. Además, ella no sabía nada, no había oído durante la noche ruido que la alarmase. En cuanto á sospechas de quiénes podrían ser autores del crimen, carecía de datos ó de indicios que sirviesen á las pesquisas judiciales. Tampoco fueron de utilidad las manifestaciones de la criada. Sorda y medio imbécil, sus palabras eran incoherentes, y á las preguntas del juez, respondía:
—¡No he oído nadal ¡No sé nada!.., ¡Soy ino* cente!
—¿Sabe usted — la interrogó el juez — si su amo tenía enemigos?
—¡Muchos — contestó la vieja. — ¡Muchísimos! iCasi todo el pueblol
—¿Por qué?
—Porque era rico y prestaba con interés.
—Eso no es razonable — repuso Su Señoría.— Don Simeón era un celoso cumplidor de la ley. Manejaba sus bienes con la más escrupulosa legalidad. Sólo los malvados podían odiarle. Poseía la primer fortuna de la comarca. Sus iniciativas industriales favorecían al país. Á él se debe la introducción de las plantaciones de alfalfa, que tantos rendimientos producen.
Y de esta manera siguió haciendo el panegírico del muerto.
—Que se retire esta mujer — añadió — y que me avisen cuando llegue el alguacil con el detenido.
Media hora más tarde comparecía Hernán el de las Palomas ante el juzgado. Su rostro mostraba la honda conturbación de su alma.
—He encontrado al tío Hernando—dijo el sargento—cuando se preparaba á ir á presentarse á Su Señoría, según me ha dicho, en cumplimiento de la cédula de citación que anoche se le pasó.
El juez inició el interrogatorio ordenando que amarrasen al detenido,
—¡A mil ¿Por qué?—exclamó Hernán retrocediendo—. ¿Qué crimen he cometido?
—Déjese atar y no haga resistencia—repuso el juez con voz enérgica—; sería peor para usted.
—¡A un hombre honrado no se le ata!—replicó Hernando.
—Obedezca y calle—dijo el alguacil.
Obedeció, en efecto, el desventurado. Sus manos quedaron presas en duro nudo de cordel, 1
—Conteste con toda verdad al interrogatorio que voy á dirigirle—siguió el juez—. Empezaré por manifestarle que desde este momento se halla usted procesado; por eso no se le exige juramento.
—¿Procesado yo?... ¿Por el golpe que ayer di á el Caracol?
—No tolero que aplique usted un mote de-nigratorio á su honrada víctima. Se le acusa de haber dado muerte la pasada noche á don Simeón Gálvez.
—¿A mí?... ¿Yo asesino?
—Asesino y ladrón. Además de la muerte, se le acusa de haber sustraído, con violencia, fondos que don Simeón guardaba en una caja.
—¡Eso es una infamia!... Yo soy un hombre de bien. Todo el pueblo me conoce.
—Todos son honrados hasta que dejan de serlo. ¿Niega usted el crimen de que se le supone culpable?
—Lo niego con todas las fuerzas de mi alma. Soy inocente.
—Ese lenguaje sólo demuestra que se presenta usted ante la autoridad en franca rebeldía. Los hechos probados domarán su voluntad... Vamos por partes. ¿Es cierto que ayer á las cinco y media de la mañana, aprovechando la ocasión de estar á la puerta de esta casa su propietario, don Simeón Gálvez, le acometió usted, le dió una bofetada, y, prevalido de la debilidad del respetable anciano, le arrojó usted al suelo y le pisoteó bárbaramente? ¿Es también cierto que esto lo hizo usted entrando en el portal de Gálvez, y que por ello cometió usted el delito de allanamiento de domicilio? ¿Es cierto, de la misma manera, que al marcharse usted, dejando tendido en el suelo á Gálvez, le dijo: "Hoy ha nacido usted, luego veremos?" Conteste la verdad.
—Esa relación está preparada para perderme. Lo ocurrido es distinto. Pasaba yo por la calle Rodada, cuando don Simeón salió á la puerta de su casa á llamarme. Me recordó que pronto vencía un pagaré que le he firmado por seis mil reales, aunque sólo recibí cuatro mil. Yo le contesté con los mejores modos. El me insultó, me dijo que era un ladrón y me amenazó con la mano. Yo entonces no pude contenerme y le pegué. El cayó rodando al suelo, y comprendiendo yo que me había excedido, me fui á mi campo. Lo que le dije á eí Caracol al irme fué que bien podía creer que había nacido aquel día. Esa es la verdad.
—Desfigurada por usted. Pero eso no es sino el principio. Escuche el resto de la acusación y responda á ella,.. ¿Es cierto que anoche, á hora aún no precisada, saltó usted las tapias de la huerta, y por modo que se ignora, penetró en la habitación del señor Gálvez, le obligó á salir cerca de la acequia y allí le dió usted un golpe con un azadón que usted traía, causándole la muerte instantánea?
—¡Falso, falsol—gritó Hernán forcejeando por desasirse de la cuerda que le oprimía las manos—. ¡Todo eso es una infame mentiral
—Esté quieto y no añada á su horrendo crimen el de desacato á la autoridad del Juzgado.
—Es que no puedo aguantar esas maldades que sobre mí se acumulan.
—Aún hay más... Después que se cercioró usted de que el señor Gálvez se hallaba muerto, ¿es exacto que subió usted á esta habitación y, rompiendo la cerradura de la caja, se llevó una cantidad importante, aún no precisada, y no se llevó cuanto había por haber sentido rumores que le hicieron temer que venía gente, que se habían despertado al estrépito de la lucha la hija ó la sirviente del señor Gálvez?
—Eso es igualmente falso. Todo mentira. Todo calumnia. ¡Nadie creerá en Zaratán que yo he hecho esas maldades, nadie!
El alguacil se aproximó al juez entonces y le habló al oído, á tiempo que le señalaba un reloj de mesa que, al practicar el reconocimiento de la habitación, habían recogido del suelo. El juez ordenó que el reloj fuese colocado sobre un velador cercano en que el actuario escribía, y dijo:
—La Providencia busca siempre el mejor modo de que la verdad se descubra y resplandezca. Un objeto inanimado va á intervenir como testigo de excepcional importancia. Este reloj va á decirnos á qué hora cometió usted su odioso delito. Mire usted la hora en que está parado. Marca las once. Entonces rodó el reloj y cayó á tierra en la lucha que usted sostenía con su inocente y desgraciada víctima.
—Convendrá ver—observó el escribano— si el reloj no estaba parado antes por hallarse descompuesto. Una vez asegurados de su buena marcha, será, en verdad, un indicio apreciable para saber la hora en que se cometió el asesinato.
Aunque no le pareció del todo bien á Su Señoría la advertencia del actuario, que le había malogrado la patética invectiva, hubo de acceder á que se pusiera en movimiento la péndola del aparato. Este reanudó la marcha sin dificultad. El juez, arrojando sobre el observador una mirada de ira, añadió:
—El reloj ha hablado. El nos dice, con sus manecillas de oro, que usted acometió al señor Gálvez á las once de la noche... ¿Qué hacía usted á esa hora, si no estaba aquí?
—Volvía del campo con mi yunta.
—No es esa la hora en que se regresa al pueblo de las labores agrícolas.
—Es que después de terminarlas rejas que di en la heredad fui á llevar un poco de es tiércol al tinado del majuelo para que allí se secara. Llovía bastante y me paré debajo del puente de los Magrinales, á ver si escampaba. No tenía prisa en llegar á mi casa, y allí me estuve hasta que paró la lluvia.
—Explicación torpe. ¿Vio usted á alguien en ese viaje y durante esa parada?
—A nadie vi. No es extraño. Ya era tarde y todos habían vuelto ya á sus casas.
—Naturalmente. A las once de la noche no queda nadie en el campo. Y menos con el tiempo que hace... Las pruebas contra usted son abrumadoras. Es inútil que niegue,
—Pues niego y negaré aunque me pongan en el potro... (Soy inocentel —¿Qué ha hecho usted del dinero que sustrajo de la caja?
—Como no lo sustraje, nada puedo decir de lo que ha sido de ese dinero.
—El sargento y el alguacil irán á practicar un reconocimiento en el domicilio de usted. De paso se traerán á la mujer del procesado.
—¿A Isabela?... ¿A mi Isabela?—rugió Hernán mientras dos lágrimas le saltaban de las pupilas—. [No, señor juez, nol De mí haga usted lo que quiera; pero á mi pobrecita mujer déjela por Dios. ¡Se me morirá, si es que ya no ha muerto al saber lo que pasal
—Esa piedad debía haber tenido usted del infeliz don Simeón.
—(Dios mío, Dios de mi madre, Virgen del Centenol... ¿Por qué roe abandonáis?... ¡Señor juez, mire su merced lo que hace, que Dios le pedirá cuenta de la judiada que se está cometiendo conmigoL, ¡Soy inocente, soy ino-centel
Un escalofrío corrió por el cuerpo del desdichado, y el espasmo nervioso que agitó violentísimamente su ser todo, alma y cuerpo, le hizo romper las ligaduras que oprimían sus brazos. Cayeron en pedazos los cordeles, y de las destrozadas muñecas chorreó la sangre.
El asesinato de don Simeón Gálvez causó un efecto singular y digno de análisis. Aquel hombre no era querido, antes al contrario. Eran muchas sus víctimas, muchas las familias á las que había reducido á la miseria. No se le conocía un solo rasgo de generosidad, un solo acto desinteresado. Fiel en cumplir sus obligaciones, era inexorable en reclamar el cumplimiento de las que á su favor se habían contraído. Vencido el plazo de los pagos, era inútil pedirle aplazamientos. Ni una hora, ni un minuto. Su flaca mano amarillenta, que en el habitual temblor convulsivo de una decrepitud enfermiza parecía el emblema de la debilidad, se alargaba poderosa y vencedora, y llegaba á la prenda que debía recoger, y tomaba posesión de ella, por bien defendida que fuere. No había escondite que no descubriese, ni fortaleza que no rindiera. Los míseros labradores de Zaratán veían en sueños esa mano, penetrando en sus gavetas, sacando de los establos las bestias, apoderándose de los predios, de las casas, de los pensamientos y de las voluntades. El ansia de adquirir que agita á la humanidad se había reconcentrado, resumido y sintetizado en aquellos dedos largos, finos y nerviosos, tentáculos invencibles, que se extendían por el país y le captaban en la integridad de sus riquezas y valores.
Al desaparecer el Caracol los oprimidos respiraron, y como sucede cuando una tiranía se hunde, el placer de la libertad puso en olvido las tristezas de la persecución. Una benevolencia mezclada de respeto rodeó la memoria del muerto. Había algo de vanidad local en la grandeza del carácter de Gálvez, en la energía de su condición, en la claridad de su inteligencia, que sabía quebrantar el misterio de los negocios y leer, como en un libro, donde los otros no veían sino confusos borrones. Los que habían sido vencidos por él se dignificaban exaltándole y engrandeciéndole, que Darío fué grande porque Alejandro fué máximo.
—]Qué hombrel—decían al día siguiente los desocupados en la reunión habitual de cada mañana, en la Plaza de Abastos—; ahora es cuando se ve que era un fenómeno. Se carteaba con los banqueros de Madrid y Barcelona y tenía negocios en el extranjero. Nadie le engañaba, nadie podía con él.
Y á esta admiración, que no se fundaba en ningún dato cierto, sino en rumores y en comentarios hueros, y en la que se advertía la condición servil de las multitudes que necesitan un amo que las desprecie y las maltrate, se unía la condenación enérgica del asesino. El monumento ha sido destruido; maldigamos al destructor. El nombre de Hernán el de las Palomas iba en las conversaciones acompañado de terribles vituperios. Su vida era analizada con minuciosa y severa crítica. Su honradez había sido la máscara de la hipocresía, la moderación de sus hábitos y la tristeza que le caracterizaban, formas siniestras de la envidia y del odio á los afortunados. Se reconocía que era laborioso, pero aun esta condición plausible era censurada, porque con ella ofendía á los que alternaban los trabajos y las diversiones. El molinero, á quien debía seis fanegas de harina, el abacero de quien también era deudor, el veterinario, el médico, el farmacéutico, á quienes no había podido pagar aquel año los ajustes, contribuían al descrédito del procesado. “Muy honrado ha sido, mucho-decían—; pero no pagaba á nadie." Sobre el árbol caído todos, con fiereza, descargaban la segur.
Dos solas personas pensaban 'de distinta manera: el sargento de la Guardia civil y el cura párroco de la Colegiata*
Aquél descubría en el suceso rasgos y sombras misteriosas que no encajaban en las conclusiones del Juzgado. Su experiencia de la vida de los pueblos, y lo que sabía de la de Hernando, le hacían dudar de que éste fuera el autor del crimen, á pesar de los indicios que le acusaban; y veía en la condenación pública una de las frecuentes perturbaciones del espíritu de las muchedumbres, que necesitando siempre una víctima, cuando no la halla su justicia vindicadora, la inventa su ciega crueldad. Reservaba, sin embargo, sus vacilaciones por prudencia, y porque, siendo ellas confusas é incoherentes, ni su mismo pensamiento las autorizaba.
En cuanto al cura párroco de la Colegiata, don Serafín del Ávalo, capellán mayor de la Hermandad de la Virgen del Centeno, de la que era cofrade y un año fué prioste Hernando Palomera, y que tenía á éste profundo cariño, después de la dolorosa sorpresa de su prisión, negaba resueltamente la maldad que se le atribuía: tíÓ se ha vuelto loco—afirmaba—ó es inocente". Y cuando, al decir la misa, elevaba cada día á Dios su alma, surgía de ella una ferviente súplica: “(Señor, si es inocente, que se salvel ¡Si es culpable, que se arrepiental"
Las pesquisas practicadas en casa de Hernando no dieron resultado alguno. No se encontró allí ni el dinero robado, ni señal que se relacionara con el delito. El labrador y su mujer seguían presos é incomunicados. Las indagatorias se repetían á diario, sin que el juez lograra arrancar á los dos esposos sino las más rotundas é indignadas negativas.
Por ser Gálvez tan conocido en la comarca, su asesinato fué un acontecimiento de los que la prensa sirve á los lectores con amplitud y minuciosidad. Acudieron á Zaratán noticieros de Noblurve, y aun de Madrid. El digno juez recibió por primera vez en su vida los halagos de la publicidad, y tomó tan en serio los elogios con que los periódicos procuraban corresponder á sus atenciones, que no dormía, ni sosegaba, pensando que aquel proceso sería el fundamento de su reputación. "Ya comprenden ustedes—decía á los noticieros—. El secreto del sumario me veda darles, como deseara, medios de cumplir la honrosa misión que ejercen. Las actuaciones son impenetrables. Dispénseme que me envuelva en el más completo silencio". Y á continuación contaba cuanto había hecho y pensaba hacer, el fundamento de la acusación, las manifestaciones de Hernando y de su compañera. Estaban encantados los periodistas; aquel magistrado era de los que, según la frase del oficio, "se vaciaban".
Quince días después el asunto estaba agoU-do, y la prensa le abandonó. El digno juez sintió la amargura de ese abandono. Ya no hablaban de él los periódicos, y cuando recibía el correo, y con nerviosa impaciencia los repasaba, una profunda tristeza invadía su alma. “Decididamente—exclamaba — la prensa es muy frívola. ¿Podrá haber tema más interesante y transcendental que este crimen? Porque no se trata sólo de la gran maldad que se ha cometido, sino de su significación y alcance. No es sólo un asesinato y un robo con todas, ó casi todas las agravantes. Es un síntoma de desquiciamiento social. Es un caso típico de la lucha del paño pardo contra el paño negro; de la rebeldía de la plebe, codiciosa y malavenida con su pobreza, queriendo echar por tierra la propiedad, cimiento de la vida civil. El paño pardo es la ralea obrera, la ignorancia, el atraso, la envidia á los grandes. El paño negro es el progreso, el verdadero progreso, el que simboliza los principios morales, el respecto á la autoridad, Y no es precisamente que el difunto usara en el adorno de su persona las galas que por su fortuna le correspondían. No; vestía humildemente; pero en la modestia de su atavío representaba, sin embargo, para los efectos de mi comparación, el suave paño de Sedán, ó á lo menos el de Bé-jar, el de que se hacen las levitas, las togas, las casacas de los- altos funcionarios, que resplandecen en las solemnidades oficiales, cubiertas de bordados y veneras, como irrada-ciones del sol espléndido de la monarquía. El paño pardo es la revolución, la protesta contra la organización social, el odio de los de abajo á los de arriba. En tiempos más felices era la librea de la obediencia, el uniforme de la resignación, el noble hábito de los humildes y sumisos; pero desde el triste día en que se proclamó la igualdad y se difundió la imposible y perturbadora esperanza de la nivelación de los derechos y las jerarquías, se ha convertido en emblema de la protesta. Un día es la Mano Negra de Andalucía; otro es la huelga que arruina á los propietarios; ya es el motín sangriento, la resistencia al pago de los tributos, la emigración de los que creen tener derecho á dejar á sus amos y señores naturales, para mejorar de condición en lejanos países. Si no se reprimen con mano fuerte las demasías y atrevimientos de la plebe, no tardará en venir el estallido, el hundimiento de la nación, el imperio de Satanás, que es el del orgullo y el de las locas reivindicaciones."
Después de paladear con delectación estos discursos, el digno juez de Zaratán de la Priora — del que desgraciadamente no ha quedado el nombre en los apuntes de que esta historia se saca — llamaba al actuario y al alguacil; y con ellos se dirigía á la cárcel para interrogar nuevamente á Hernán el de las Palomas, lo que había llegado á ser para él una necesidad dominante.
Un día el escribano dio al juez un periódico socialista que se publicaba en Noblurve con el título dq La Vos del Obrero.
—Vea usted lo que aquí se dice del proceso que nos ocupa.
Leyó el magistrado, y la cólera chispeó en sus ojos.
"Extraño es por todo extremo — escribía el periódico — lo que acontece en el crimen que hace veinte días se cometió en la pacífica y honrada ciudad de Zaratán. Á pesar de los ridiculos elogios que la prensa burguesa ha dirigido á aquel juez, bien conocido por sus temperamentos autoritarios, y que tiene mejor probada su arbitrariedad que su inteligencia, el sumario permanece en el mismo estado que el primer día. ¿Se ha descubierto el paradero de la suma que se robó de la casa del usurero, víctima de su codicia, tanto como de la perversidad de los criminales? ¿Por qué se aferra ese juez en rechazar toda posibilidad de que el atentado lo hayan cometido personas distintas de las que están en prisión? ¿Ha tenido en cuenta datos tan interesantes como ciertos objetos que fueron encontrados en la habitación de don Simeón Gálvez? ¿No serían estos objetos él principio de una nueva pista que esclareciese las sombras que se van amontonando? Por hoy no decimos más; pero no será la presente la última vez que del caso tratemos."
El juez dirigió al escribano una mirada de odio:
—Esto es una canallada. Algún traidor ha enviado antecedentes á este papelucho despreciable.
Sonriendo el actuario, dijo:
—No hay que hacer caso. Los que ejercen autoridad ya son aplaudidos, ya censurados. Sin duda, se refiere La Voz del Obrero al bastón y al pedazo de puro que encontré yo en la habitación del Caracol
—En ese armario están guardados el bastón y la colilla. [Valientes piezas de convicción!
—Claro que no tienen importancia; pero como se sabe que el bastón no era de Hernando Palomera, ni de el Caracol\ y como ni uno ni otro fumaban...
—¡Pues apenas iba gente á ver al señor Gálvez! [Un hombre de tantos negocios!
—Pero el caso es que aún no sabemos de quién es el bastón, ni quién fumaba ese puro, Y no hay que olvidar que la colilla tenía ceniza reciente, lo que acaso demostraría que quien la fumase y la tirara estuvo en la estancia del crimen en la noche en que éste se perpetró.
—¡deas singulares que usted tiene. Pero ya le he dicho que no le compete dirigir el sumario. Yo sé muy bien por dónde voy. En cuanto á lo que escribe ese libelo, yo cuidaré de averiguar el origen de sus noticias y de sus malvados comentarios, que son una ofensa grave al principio de autoridad. El fiscal de la Audiencia recibirá mis oportunas indicaciones.
La conferencia terminó separándose los interlocutores con caras de enojo. En aquel momento entraba en el despacho del Juzgado, Castroverde, el alguacil, quien, enterado de lo que el periódico socialista había escrito y de las observaciones del actuario, exclamó:
—Si el señor juez me lo permite, le diré que este hombre no es de fiar. Es muy orgulloso, Estaba acostumbrado á que los antecesores de Su Señoría le dejaran llevar los asuntos como á él le pareciera. Su Señoría, que es un juez de cuerpo entero, no tolera intrusiones, y eso molesta.
—Bien lo veo, Castroverde, bien lo veo. Pero no me importa. Harto sé yo cómo se lucha con los escribanos irrespetuosos.
—Si Su Señoría me lo permite, le diré que, precisamente, todo el pueblo elogia con entusiasmo cómo lleva Su Señoría el sumario.
—Aun cuando estoy seguro de que cumplo con mi deber, me es grato oirlo... ¡El bastón y la colillal [Vaya unos datos importantesl
Cinco días más tarde recibió el juez una carta, con el sobre timbrado en Noblurve, que le causó honda alegría- La carta, que no llevaba firma, decía así:
"Deseoso de contribuir al esclarecimiento del espantoso asesinato, que llena de consternación á Zaratán, comunico al Juzgado ún dato que acaso le sirva para completar el sumario que con tan celosa actividad sigue. Una persona que me merece toda confianza me acaba de referir que en la madrugada siguiente á la noche en que el crimen se cometió, pasaba en una muía por la senda que va de Los Ropeles á Are en illas, adonde marchaba con el intento de hallarse en este último pueblo antes de que comenzara el mercado quincenal que allí se celebra. Serían las tres de la mañana. Había dejado de llover y la luna apareció un momento. Entonces vió la persona á quien me refiero que en la heredad llamada "Los Pedazos", que lleva en arrendamiento Hernando Palomera, procesado por el asesinato del señor Gálvez, y en el rincón de ella, que está junto á la Cañada, había un hombre que estaba cavando. Le sorprendió que á hora tan desusada se practicase aquella operación, y se detuvo á mirar. Parecióle que el hombre que cavaba era Hernando Palomera, el cual le es bien conocido. Creyó advertir que al aparecer la luna aquel hombre se echaba al suelo como para ocultarse, aunque no había visto al caminante que iba por su espalda, ni podido sentir el paso de la muía, por estar el terreno blando á causa de las lluvias de aquellos días. La actitud del misterioso cavador era la de quien teme ser descubierto. La persona que esto me ha referido, al leer en la prensa que no ha sido encontrado el dinero que se sustrajo de la caja del señor Gálvez, ha supuesto si acaso el criminal lo escondería en el campo donde vió aquella madrugada al hombre que estaba cavando. Así me lo expone. No se atreve á comparecer ante el Juzgado por si, no resultando fundada su suposición, esto le acarreara persecuciones y daños. Yo no vacilo en tiansmitir al Juzgado lo que queda dicho, por si fuera conducente á los efectos que la vindicta pública anhela. Y la misma razón de prudencia me aconseja emplear la vía del anónimo. Si no resultara cierta la sospecha, siempre sería, así lo estimo, una prueba de amor á la justicia, y merecería por ello perdón la molestia que se produzca á las autoridades, caso de que éstas se decidan á comprobar la denuncia."
Repetidamente leyó el digno juez esta carta, Había sido escrita en un pliego de papel rayado, con malísima letra, que revelaba en quien la trazara el propósito de disimular la forma de la suya propia. El sobre decía: "Señor juez de primera instancia de Zaratán de la Priora."
—¡Otra vez la Providencia!—exclamó lleno de emoción el juez—. Si esto se confirma, caerá sobre el criminal todo el peso de la ley reparadora.
Luego pensó en cómo practicaría la diligencia consiguiente. Desde el primer instante estimó que no era conveniente que el actuario asistiese á eila, porque si resultaba faílida, serían verdaderamente molestos los comentarios que no dejaría de formular con su mala intención característica. Más tarde reflexionó: el prescindir delactuario podría seruna incorrec-ciónlegal. Además,¿noseríaun triunfo deleitoso para su perspicacia el que el escribano asistiese á la escena en que, del fondo de la tierra, saliera el dinero robado, prueba definitiva de la culpabilidad de Hernán? Él estaba seguro de que así sería. Un íntimo convencimiento se lo garantizaba. La certeza de este triunfo le decidió.
El noble regocijo del artista, que siente caer sobre su obra el soplo divino que la completa y la redondea, palpitó en el ánimo del digno juez. Ahora la prensa volvería á dedicar sus columnas á aquella tragedia memorable, y otra vez el aura popular acariciaría su austeridad de magistrado. Adivinaba los grandes títulos con que se encabezarían los relatos de aquella diligencia decisiva y los grabados que los habrían de ilustrar. Á punto estuvo de avisar al director de La Independencia de Noblurve, el órgano reaccionario de la capital, para que asistiera al acto; pero el pudor le detuvo.
Las tres de la tarde serían cuando en una tartana de alquiler salía de la villa el Juzgado. El juez había requerido la compañía del sargento de la Guardia civil, y ni á éste ni al actuario les anticipó el objeto de la expedición.
—Es una idea que se me ha ocurrido—les dijo—. Es probable que no tenga éxito. Ya ve remos.
Guía de los viajeros era el alguacil, quien cuando el coche hubo llegado al punto en que la carretera bifurcaba, dijo al tartanero:
—Ahora echas por la Cañada.
Ni el escribano ni el guardia tuvieron ya duda respecto al término de la caminata.
—Vamos—afirmó éste—á la heredad que labra el procesado.
—Así es—respondió el juez—; hay que ver allí algo que me parece interesante. Puede que demos con la clave del problema.
Dispuso el juez que la tartana se detuviera á alguna distancia de "Los Pedazos". Á pie se dirigieron á la heredad labrada por Hernando Palomera, y así que hubieron llegado, aquél dijo:
—Tengo noticias merecedoras de crédito, según las que tal vez el criminal ha escondido aquí el fruto de su robo. Vamos á reconocer el terreno.
—No es difícil ver que aquí hay tierra recientemente removida—repuso el sargento.
Y señaló hacia un lugar donde el surco aparecía interrumpido.
El alguacil iba provisto de una azada. Á la orden del juez dió unos golpes en la tierra, y presto se vió un pedazo de tela. Tirando de ella salió un taleguillo, cuya boca estaba sujeta por un bramante.
No pudo el juez contener su regocijo:
—¡Me parecel—dijo—que esto tiene más im* portancia que el garrote y la colillal Abra ese talego y examinemos su contenido.
Desatada la cuerdecilla, salieron rodando unos cuantos duros:
—Vácielo usted—añadió su señoría.
Obedeció el alguacil y cayeron al suelo muchas monedas de á cinco pesetas, un paquete de billetes de Banco y una cartera de badana.
—Vamos á contar lo que hay aquí.
Y el mismo juez se agachó para recoger billetes, paquetito y monedas. Había doscientos duros en plata, trescientos en billetes de á cincuenta pesetas, y en el paquete pequeño doscientas pesetas en monedas de oro. La cartera encerraba varios pagarés firmados por distintas personas de la localidad, y uno á cuyo texto seguía la firma de Hernando Palomera.
—Ya es imposible la duda—conclu'ó el juez—. El procesado, después de cometido él crimen, vino á este lugar, y probablemente á otros, y fué escondiendo los valores sustraídos. Asombra é indigna la serenidad de este hombre. Tuvo la bastante para buscar entre los muchos papeles que habia en la caja fuerte su pagaré. De ese modo se aseguraba contra reclamaciones futuras. Caso de cálculo como éste no se recuerda. Es pasmoso.
El sargentoy el actuario callaban.Lo que acababan de ver Ies había impresionado enormemente. Aquello parecía una prueba definitiva y abrumadora. Después de un instante de reflexión, el sargento dijo:
—Conviene fijarse. Esta tierra parece removida recientemente. Sobre la superficie de ella no han caído las lluvias que obscurecen todo el campo. Recordemos que la noche del asesinato llovió hasta las doce y desde las tres y media de la mañana.
—Es cierto—replicó el juez.—Se hará constar esa circunstancia, y se nombrarán hoy mismo peritos que dictaminen acerca de ello. Pero para mí es ese un trámite innecesario. Sólo Hernán el de las Palomas ha podido traer á este lugar, y ocultar, lo que hemos encontrado.
—Así parece—añadió ei sargento—; pero creo que toda depuración será escasa, porque lo que hemos encontrado no es un poco dinero, sino una sentencia de muerte. -
—Sin'duda—repuso el juez—. La justicia ha triunfado. Las negativas persistentes del preso no detendrán ya su marcha inexorable.
Regresaron al pueblo, donde no tardó en saberse lo acontecido. Empezaron los comentarios, que eran duramente condenatorios para Hernán de las Palomas, Era evidente su culpabilidad. ¿Cómo había podido aquel hombre ocultar tanto tiempo la maldad de su concien-cía? ¿Quién sabe si no sería el autor de otros delitos, que en los últimos años se habían cometido y habían quedado impunes? Y la fantasía popular inventaba los más desatinados cuentos sobre cuál sería el paradero del resto del dinero robado, que se hacía ascender á seis mil duros.
El juez no descansó un momento. Por sí mismo realizó minuciosas pesquisas en la casa de los procesados, donde no quedó rincón que no se examinase, Al pozo, al tejado, á las cuadras, á la algora, á la paja de los jergones, á las arquetas de castaño, en que desde tiempo inmemorial guardaban los Palomera su escasa ropa, llegó la mirada inquisitiva de su señoría. Tan celosa actividad fué inútil.
—El procesado—decía el juez— es un espíritu calculista y frío. Ha pensado bien la manera de que las pruebas escapen á la acción de los tribunales. Sin aquel anónimo, que Dios bendiga, hubiera acabado por ser más eficaz la negativa insistente del reo que toda mi diligencia. Aún confío en que parezca la totalidad del dinero robado. Para mí no hay duda, el criminal lo ha escondido. Cómplices no tiene. Él no ha podido enviar á otra población ese dinero. Lo habrá ocultado en diversos parajes. Esperemos en el efecto que habrá de causarle el descubrimiento hecho. Cuando lo sepa, caerá anonadado, y entonces se rendirá.
Dando importancia considerable á la nueva indagatoria que iba á dirigir al procesado esperó, antes de ir á la cárcel, á que su pensamiento formulase un plan metódico é intencionado, Era preciso que con aquella indagatoria concluyese el sumario; y quería que éste fuera claro, categórico, inatacable, breve, luminoso, de suerte que en él se cumpliera el dechado que el maestro Cebrero, el único tratadista, cuyas obras había leído el digno juez, presentaba á sus discípulos, cuando les decía: "En el primer folio del proceso aparecerá la cabeza de la víctima, y en el último la cabeza del asesino, de tal modo que aquélla y ésta se hallen unidas por la cadena de los hechos y de las pruebas".
El digno juez era poco risueño, pero ahora sonreía en la soledad de su estancia, donde sobre los míseros muebles de un hospedaje aventurero, aparecían montones de procesos y de pleitos, en los que se ventilaba el peculio, ó la honra de una familia, cuando no la vida de un hombre. Sonreía el digno juez pensando en el triunfo que la fortuna le deparaba. ¿Ascender? ¿Pasar de juez de entrada á juez de término? En verdad que la esperanza de lograrlo le acariciaba el alma, su alma seca, en la que el oficio de averiguador de miserias y discernidor de desventuras había desparramado la ceniza que quedara sin aventar de los clásicos y gloriosos autos de fe. Pero bastaba la satisfacción del amor propio, para que aquella sonrisa no fuese un destello del vil interés que avillana y percude. No; el juez de Zaratán de la Priora experimentaba en el fondo de su conciencia el júbilo de haber cumplido deberes y de haber usado prestigios que la sociedad le había puesto y entregado para su salud y defensa. El crimen de la Huerta del Maestre no sería uno de los casos en que el fiscal de Su Majestad se apoya al leer el discurso de apertura de los Tribunales para enjaretar el eterno párrafo en que se acusa á los jueces instructores de descuido ó de torpeza. No; detrás del cadáver de el Caracol iría, jurídicamente adobado para el suplicio, Hernán el de las Palomas,
—¡Vamos por él!—se dijo, poniendo término á su monólogo el digno juez de Zaratán.
Ya le esperaban el promotor fiscal, el escribano y el alguacil.
Cuando ei juzgado salió á la calle para dirigirse á la cárcel pública, grupos numerosos de pueblo llenaban la plaza de Abastos, que es donde radica la oficina judicial. Ya era de dominio público el hallazgo de la taleguilla con dinero en "Los Pedazos «(» La sentencia popular estaba dictada con la justicia que es propia á los fallos de las muchedumbres.
Oíanse gritos de muerte. Cuando el pueblo se siente juez, es terrible; pero cuando sospecha que puede ser verdugo, es espantoso. La conciencia social de la vieja villa de Maestrazgo experimentaba un estremecimiento de fiereza, como si repercutiese en los míseros labrantines de la era del progreso la energía que llenó de sangre aquellos términos, cuando fueron expulsados los judíos, cuando lo fueron los moriscos, y en todos los otros días de intransigencia, que enaltecen la raíz castiza, regada de sangre y apisonada por la crueldad.
—¡Que nos den á Hernán el de las Palomas!—gritaba con ira el pueblo, al ver que el juez marchaba hacia la cárcel.
—¡Muera el tío Hernánl ¡Que nos lo entreguen!—decían otros.
—¡Que viva la honra del pueblol [Que viva el señor juezl—vociferaban algunos*
El Juzgado pasó entre los grupos alborotadores sin dificultad, merced á la intervención de la guardia civil, que á golpes iba abriendo camino. Los espontáneos defensores de la justicia recibieron la cantidad de culatazos que les correspondía.
—¡Viva el señor juez! — gritaban algunos mozos, en cuyos ojos chispeantes se advertía el reflejo de recientes libaciones.—¡Viva el amparo de la justicia!
El digno juez de Zaratán de la Priora sintió florecer sobre sus mejillas la sonrisa que las había iluminado en la soledad misteriosa de su despacho.
—La justicia—pensó—es el sol que ilumina cuando quiere las negruras de la gleba. Engrandecido y fortificado por aquellas manifestaciones del dictamen de las muchedumbres, siguió el camino de la cárcel,
El siniestro edificio se hallaba rodeado de una compacta masa de pueblo. En torno de él y del tremendo drama que ocultaban sus murallas afluían las legiones de la ciudadanía za-ratense. Y no era sólo el vecindario de la villa, sino que la curiosidad había estremecido la comarca entera, sacándola del sopor en que se iba pudriendo. Por todas las tierras del Maestre había circulado la noticia de que, después de largos años de olvido, un suceso sangriento, acaecido allí, atraía la atención nacional, falta de más dignas sugestiones, á la mísera comarca de las Siete Lomas. La prensa de la corte enviaba en busca de noticias á sus más acreditados investigadores. La Audiencia del Territorio había estado á punto de nombrar un juez especial, y sólo después de autorizadas referencias que probaron el acierto del Juzgado actuante, había desistido de su idea. No era posible leer un periódico español sin encontrar en su primera plana algún vistoso titulo como éste: "Asesinato de un opulento propietario,—Maravillosa perspicacia de un juez.—El asesino esconde el producto de su robo en su propia finca.—¿Es Hernando Palomera el jefe de una partida de bandidos?—La Mano Negra en Castilla"... La propaganda había sido tan activa, que hasta los más distraídos se habían enterado, y el nombre del tío Hernán era equivalente á depravación, hipocresía y crueldad. No de otro modo se forman las opiniones dominantes en el público; y de ellas nacen las leyendas, y de las leyendas los dogmas étnicos, políticos é históricos.
Y mientras el Juzgado entraba en la cárcel, el pueblo decía á grandes voces:
—¡Que nos entreguen al tío de las PalomasI ¡Queremos arrastrarloL, ¡Muera el asesino!
El sargento y dos números de la Guardia civil habían acudido á la puerta de la cárcel, y delante de ella detenían los avances de la multitud, que por momentos aumentaba.
Un cuarto de hora más tarde Hernando Palomera, amarrado codo con codo, era conducido á la presencia del Juzgado. La barba, no rasurada durante muchos días, daba al preso un aspecto tétrico. Los ojos, escondidos en el fondo de las hundidas órbitas, relumbraban con trémulos chispazos. El largo encierro y la absoluta incomunicación habían despertado en el labriego los instintos primarios: el miedo y el odio.
—¿Qué quieren de mí ahora?—preguntó al carcelero que le conducía.
—El señor juez desea interrogarle—contestó éste.
El rumor de la multitud encolerizada llegaba á los oídos de Hernando.
—¿Es que van á ahorcarme?—exclamó deteniéndose ante la puerta de la estancia.
Luego, al ver al juez, que detrás de una mesa y sentado en un sillón, le aguardaba, la dignidad de la inocencia ennobleció las líneas de su rostro. La vaga visión de animal hostigado, que distiende sus músculos para defenderse, desapareció ante el gesto del mártir resignado, ó mejor, ante el atavismo de la servidumbre hereditaria. Siglos de esclavitud y de injusticia engendran seres para los que la cadena y el látigo son condiciones de vida.
Por primera vez, desde que comenzó el proceso, el juez se consideró autorizado á tratar de tú á Hernando.
—Hoy—le dijo—es el día de la verdad. Tú la quieres disfrazar, y ella quiere aparecer. Tú niegas. Ella afirma. La fuerza de sus pruebas hará que al fin estéis de acuerdo. Di con todo detalle lo que hiciste con don Simeón Gálvez la noche de autos.
Tardó en responder Hernando. Adivinaba que el juez no iba á repetir sus palabras de los otros días. Algo nuevo había en su mirada, algo terrible en los bramidos de la horda que llenaba la plaza,
—Nada tengo que decir que ya no haya dicho—contestó el procesado—. Soy inocente.
—¿Aún insistes?—replicó el juez—. Pues ahora verás cómo tu culpa aparece.
A una seña de Su Señoría, el alguacil puso sobre la mesa el taleguillo que había sido encontrado en la finca labrada por Hernando.
Y con aire conminatorio y dominador, añadió el juez:
—¿Reconoces este talego?
Después de mirarlo atentamente, el de las Palomas contestó:
—No. No sé lo que es eso.
—¿No recuerdas esta saca de lienzo? Es una de las que robaste á don Simeón, después de haberle asesinado. En cuanto cometiste los delitos de que se te acusa, fuiste á diversos lugares para esconder el fruto de tu maldad. Este saco le enterraste en *Los Pedazos" en un rincón, cerca de la cañada.
—¿Yo? ¡Infamia, maldad, calumnia que me levantanl
—Es inútil tu negativa. Alguien te vió, entre las sombras de aquella noche terrible, cavando el agujero en que ha aparecido el taleguilla, .
—¿Quién me vio? Quiero conocerle, para saber cómo tienen la cara los malvados.
—Tu tenacidad en negar es ya contraproducente, De nada sirve que no resultes confeso, si resultas convicto. ¿Quién, sino tú, habría ido á esconder en tu pago la taleguilla llena de dinero?
—¿Pero es verdad?—dijo, con voz que temblaba, Hernando—, Señor juez, por Dios, dígame si es verdad que han encontrado en "Los Pedazos" ese talego.
—Yo mismo le he sacado, después de separar la tierra que le cubría.
—¿Un talego con dinero, enterrado en mi campo?
—Bien sabes que allí le ocultaste.
Estremecióse Hernando. Un relámpago de raciocinio le hizo comprender que estaba perdido para siempre. Hasta entonces había creído que la maldita coincidencia de su reyerta con el Caracol y la muerte de éste, eran la única razón de que se le acusara. El criminal había sido otro: alguien que se había fugado y que aparecería por obra de la Providencia en momento oportuno. Pero esa esperanza se desvanecía. El asesino había sabido utilizar aquella coincidencia, y la convertía en prueba irrebatible, llevando á "Los Pedazos" un saco con dinero. No era la fatalidad lo que le condenaba; era una inteligencia reflexiva, ducha en las artes del mal, que con habilidad terrible lo había dispuesto todo para que la responsabilidad del crimen cayera sobre un hombre, á quien hacían sospechoso los antecedentes de sus relaciones con el prestamista.
—Ahora lo veo claro, señor juez—dijo después de breve silencio—. Si Dios permite que caiga sobre mí la culpa de un crimen que no he cometido, será que yo merezco ese espantoso martirio... ¡Dios de mi vida, haz de mí lo que quieras!
—¿Ese es el lenguaje de la confesión?
—¡No, señor juez; es el de la conformidadl... ¡Soy inocente!
—Pues si no eres tú quien ha escondido en tu finca ese talego, ¿quién ha podido ser?
—No lo sé. Alguien que llevará siempre en su alma los horrores del infierno.
—¿Sospechas quién pueda ser?
—No, señor juez. No lo sospecho. Ni puedo creer que haya en el mundo ser tan perverso.
—¡Hábil manera de disimular la pesadumbre que sobre ti arroja esta prueba, con la que no contabasl... ¿Insistes en la negativa?
—Nada tengo que añadir.
—Pues tu silencio acaba de condenarte. La ley caerá sobre tu cabeza. Serás condenado.
—¡Hágase la voluntad del Señor! [Soy su esclavol
—¿Es esa tu última palabra?
—No volveré á abrir los labios. Venga la muerte, ¡Aceptándola, como la acepto, ella me llevará al cielo!
—Está bien—concluyó el juez—. El sumario está concluso. Pero usando de las facultades que la ley me confiere, continuarás en incomunicación. Si en la soledad de tu encierro la conciencia te habla, y quieres confesar tu horrible crimen, aún podrás salvar, ya que no la vida, el alma. Porque si vas al otro mundo bajo el peso de una mentira...
—¡Dios sabe lo que dentro de mí hay!
—¡Él te condenará con la tremenda severidad de su justicial —¡Él es el único juez que no yerra!
-—Alguacil: que el procesado sea conducido de nuevo al calabozo. Encargue al alcaide la más exquisita vigilancia.
Cuando Hernando Palomera ingresaba en estrecho y húmedo cuartucho, desprovisto de luz y de ventilación, sintió en el cerebro el choque de una idea que le deslumbró. Su voluntad, que yacía como un cadáver en la inmensa desolación de aquel alma agobiada, se puso vigorosamente en pie.
Una idea centelleó en su espíritu:
—¡Ya sé quién es el asesino, ya sé quién es el que ha preparado mi perdición! ¡Uno solo es capaz!... ¡Uno solol ¡El Señoritof
Por aquellos días una noticia sensacional vino á disputar á la del crimen la atención pública. Había fallecido en Noblurve la condesa del Viso, tía abuela de don Quirino Madrigal de las Torres, una dama nonagenaria que desde larga fecha vivía encerrada en su opulento palacio, vistosa obra del siglo xvii, en cuya fachada graceaban las risueñas musas del estilo plateresco. En el inmenso edificio había vivido treinta años la condesa, sin más compañía que la de una vieja criada, un cocinero que hacía también oficios de hortelano y de portero, y un capellán que á las mañanas le decía la misa y á las tardes le rezaba el rosario.
El testamento de la noble señora distribuía la cuantiosa fortuna en fundaciones piadosas y caritativas y en mandas destinadas á aliviar la miseria de algunos parientes menesterosos. Uno de ellos era don Quirino, á quien dejaba cincuenta mil pesetas para que saliera de la aflictiva situación en que sus deudas le tenían, y una renta vitalicia de quince mil pesetas cada año.
Doña María de las Columnas Madrigal y Hompanera cumplía en este modo las dos obligaciones que ella consideraba esenciales: saivar su alma y salvar su linaje, dedicando á los miembros decaecidos de éste la protección postuma que les había negado en vida.
Para tomar posesión del legado dispúsose á ir á Noblurve don Quirino y quiso que le acompañase en el viaje Blas Herró.
Desde el suceso de la Huerta del Maestre había cambiado el régimen de las relaciones entre el Señorito y sus habituales acompañantes. Aquél había dicho á Tapióles:
—Haz cuenta que nos ha tocado un premio de la Lotería. No es gran cosa, porque yo no soy avaricioso y me he contentado con lo preciso. No nos moriremos de hambre en una temporada. Pero como tú serás capaz, si te doy lo que te corresponde, de gastar y triunfar, y eso no nos comprometería, me constituyo en depositario de los mil duros que te destino. [No es poco para lo que hicistel Mil duros doy á Blas y otros mil á ti. Los cuatro mil y pico restantes me los reservo yo. De ellos participaréis también, pues conmigo yan-tais y holgáis, y soy quien paga siempre.
como es natural, siendo quienes sois vosotros y siendo yo quien soy. Toma veinte duros. Con ellos alimentarás á tu gente; cuidado de que no se eche una onza más de carne á la olla. Es preciso disimular el dinero.
En cuanto á Blas Herró, empleó el Señorito otro lenguaje:
—Eres un imbécil—le dijo—. Estás como atontado. No hablas palabra. Llevas siempre la vista fija en el suelo, Y nadie debía estar más alegre que tú. Tu porvenir está asegurado. Tu boda con Delina se realizará pronto. Hay que pensar en la pobre huérfana. No tiene parientes, no tiene amigos. Como el difunto, que de Ja gloria goce, no se trataba con nadie, pues temía que las amistades le costaran dinero, ahora se ve la muchacha privada de la compañía de los vecinos. No faltará quien procure aproximarse á la huérfana, porque es rica y el dinero es como el imán. Antes de que eso ocurra, tú serás el novio oficial de Delina. Yo cuidaré de arreglar las cosas.
—¿Casarme yo con ella?—dijo Herró, tapándose los ojos con las manos.
—Tú. ¿Quién, si no? Ella te quiere. Ella te adora. Y no es sólo para satisfacer su gusto, sino para administrar su hacienda, para lo que te necesita. Es mayor de edad, no tendrás dificultades judiciales, ni tutores que torear. Ella y tú. Tú y ella.
—¿Casarme yo con la hija de?...
—¿Qué dices, hombre? ¿Qué escrúpulos ó qué majaderías pasan por tu cabeza?
—¡Vivir yo con la hija de el Caracoli ¡En la casa en que aquella noche!...
—No me saques de quicio con tus estúpidas cavilaciones. Lo hecho hecho está y no tiene remedio. Hemos obligado á la fortuna á que nos conceda sus dones. Ello ha sido por un medio enérgico, pero sólo así es como se vence y domina á la desdeñosa señora, que no se deja enamorar sino de los tontos y de los fuertes. Déjate guiar, sigue mis consejos y serás el primer señor de toda esta tierra,,. Vas á venirte á vivir conmigo, A tu madre no la haces falta. No quiero dejarte solo. Temo que esa murria que te ha entrado nos perjudique... Hoy mismo iremos á ver á tu madre para explicarle el por qué de mi deseo. Yo le diré que me haces falta, que la soledad en que estoy me entristece. Ella sólo desea que estés á mi lado. Sabe que de mi protección depende tu felicidad.
—¿Mi felicidad? Eso se acabó.
—¿Por qué? ¿Porque aquel malvado, que quería matarme, cayó al suelo y mordió el polvo?
—¡Su dinero!... ¡El dinero de Delina!
—¡Mi dinero, el que él me robó, y en pequeñísima parte he recobrado! Mira, no agotes mi paciencia. Si no me quieres, será preciso que me temas. Si no me tienes cariño, yo te enseñaré á tenerme respeto,.. Todo eso es miedo. Eres una naturaleza cobarde. Sueñas con el gesto que hizo el muerto al caer. Temes que se levante de su tumba para acusarte. Tiemblas pensando en la cárcel y en el garrote.
—¡Calle, calle; me da espanto oirlel [Déjeme! Me quiero ir, irme donde nadie me vea, donde no se hable de el Caracol.
—¡En seguida voy á dejarte! jTú eres yo! Antes eras un perro que me seguía. Ahora eres mi libertad, mi garantía de vida. [Eres mi cómplice!.., ¿Sabes tú lo que es eso? ¿No sientes la cadena que te una á mí? ¿Crees que voy á consentir que la quebrantes? Sólo muriendo serás libre.
—¿Muriendo?
—Sí, muriendo; pero disfrutas de una salud completa; y.,, para matarte no tienes valor. Además, ¿quién piensa en morir, en morir ahora que nuestros asuntos prosperan? Desecha temores y cavilaciones. Anímate. La vida se te ofrece espléndida y riente. ¡Goza de ella!
—Tiene usted razón. Quiero tranquilizarme, pero no puedo. De noche, cuando me quedo solo y á obscuras, me entra un temblor que no consigo vencer.
—¡Niño, niño que eresl Reflexiona que es tu imaginación la que te perturba la vida. Im-ponle calma... Y ahora vas á darle trabajo útil. Ya que se muestra tan activa, que te sirva de algo. Es conveniente que escribas á Delina.
—¿Yo á Delina?
—Tú, tú, á la que ha de ser tu esposa. El respeto á su dolor y las trágicas circunstancias en que su padre ha fallecido explican que hayas guardado silencio en los días primeros; pero ya no. Ella espera, seguramente, alga de ti.
—¿Y piensa usted que tendré yo valor para presentarme delante de ella?
—Será preciso que lo tengas.
—Comprendo que habla usted bien, y que eso es lo que me conviene. Pero desde aquella noche soy otro hombre.
Y cogiendo la mano derecha de Madrigal la estrechó con frenesí y exclamó:
—(Sálveme usted, sálveme! ¡Estoy asustado!
—Atiende mis consejos—repuso el Señorito, sonriendo—. No seas bobo. Un poco de serenidad te bastará. Nada difícil de hacer se te encomienda. Todo está ya hecho. La riqueza te aguarda. Ve á tomar posesión de ella.
Algún tanto se serenó Herró después de aquella entrevista. La poderosa sugestión que sobre él ejercía Madrigal le levantó del abatimiento en que se encontraba. Aprovechando el estado de espíritu del mozo, dijo don Quirino:
—Tengo medio pensada la carta que debes escribir á Delina. Sencilla, tierna, rebosando de amor y de esperanza, llenará de alegría á la desvenrurada huérfana.
Por orden de Madrigal, Herró se sentó ante la mesa de la sala de aquél, que era donde se hallaban los interlocutores, y tomando entre los trémulos dedos la pluma, escribió lo que su amigo le dictaba:
"Delina de mi alma: ¡Cuánto habrás sufrido estos días! ¡Cuánto estarás sufriendol ¡Cuánto he padecido yo al pensar en tus dolores y al no poder acompañarte y ofrecerte mi consuelol wYa no debo, ni puedo, ni quiero retrasar ni una hora el momento de decirte que te adoro, que sin ti me sería la vida imposible, que tu compañía me es indispensable, que anhelo que seas mía, mía para siempre, en la dulce tranquilidad del matrimonio, y no como en aquellos instantes de zozobra, en los que el temor de ser descubiertos nos amargaba el placer de estar juntos.
„Como eres mía, como me has entregado tu alma, sería un ingrato y un idiota si no acudiera á recoger la prenda que tanto adoro. Sí, Delina de mi corazón: ha llegado el momento de que seas mi esposa ante Dios y ante los hombres.
„No temas que ello sea ofensivo para la memoria de tu buen padre. El hubiera acabado por acceder á nuestros deseos. Quería, con razón, que yo tuviese algún sueldo, alguna ocupación que nos ayudara á vivir. Un amigo bondadoso que me protege, y á quien debo mil favores, se viene ocupando de solucionar esa dificultad. Muy pronto tendré un destino oficial en Noblurve ó en Madrid."
Interrumpió la escritura Herró al escuchar estas palabras, y dijo:
—¿Es verdad?
—Verdad—respondió don Quirino—; lo que yo prometo lo cumplo. Espero recibir pronto la credencial... Sigue escribiendo.
Y cuando Blas hubo colocado la pluma sobre el papel, continuó el Señorito dictando:
"...Tendré un destino oficial en Noblurve ó en Madrid que servirá de base á nuestro hogar futuro. Tú eres rica, yo soy pobre; pero esa desigualdad social será salvada con el inmenso cariño que te tengo y por el empeño que yo pondré en regir con acierto y aumentar tu fortuna. Un hombre que te ame y te defienda, un esposo fiel que te rodee de las más delicadas atenciones, eso lo encontrarás en mí.
Ahora te pido permiso para ir á saludarte y participar de tu duelo, que como mío le lloro,.."
—Eso no lo pongo—interrumpió Blas, levantando la cabeza—, Es demasiado cinismo. Soltó una gran carcajada el Señorito
—¿Por qué? En esta comedia tienes un papel que representar, y cuando empezamos á ensayarlo se lo tiras al rostro al autor. Escribe. Obedece y calla. Yo pienso por ti y por todos.
Sintió Herró en torno la atmósfera infernal que emanaba de aquel hombre terrible, y su voluntad se doblegó como la débil yerba cuando pasa el viento- Siguió escribiendo: "Cuando tú lo consientas irá mi madre á abrazarte como á hija querida, que ya de este modo te considera.
„Espera con ansia tu respuesta tu apasionado y ternísimo amante...*
—Firma y pon el sobre. Acabas de escribir la primera página de tus capitulaciones matrimoniales.
Pocas horas después de haber recibido esta carta contestaba Delina con otra en la que la pasión, mal contenida durante el tiempo de interrupción de las relaciones, se desbordaba. En la soledad y el dolor que la muchacha sufría, las palabras de su novio le acariciaron el corazón dulcemente,
“Temí—le decía entre otras cosas—que ya no te acordaras de mí. [Valgo yo tan pocol [Vales tú tanto! ¿Qué importa el dinero? ¡Cuánto más vale la hermosura y el entendimiento que Dios te ha dado á ti y que á mí me negó! Ser tuya es mi sueño, serlo para siempre. En estos días en que, gentes que antes no se ocupaban de mí, solicitan mi confianza, sin disimular el interés que las guía, he pensado mucho en ti, Blas de mi alma, en los sacrificios que has hecho por llegar á mí, en la valentía con que saltabas las tapias de la huerta por estar un momento á mi lado. ¡Cuántas veces temí que tu atrevimiento te costara la vida!...Hoy puedo recompensar tantas pruebas de cariño siendo tu esposa. ¿Que tú eres pobre y yo rica? Todo el dinero del mundo me parecería poco para ofrecértelo. Te adoro, Blas mío. No puedo vivir sin ti... Creo que debemos dejar que pasen unos días antes de vernos, aunque ese sacrificio me cuesta mucho. Esperaremos á que pase el mes de la muerte de mi pobrecito padre. Mientras tanto, te escribiré muchas veces. Piensa en mí siempre como piensa en tí tu
Delina.ic
Esta carta dejó á Blas ensimismado y pensativo por largo tiempo. Había en ella tanto amor, tanta confianza, que por vez primera el recuerdo de la muchacha se coloreó en su alma de resplandores de simpatía. La idea de engañarla le pareció abominable é indigna. La frivolidad y la inconsciencia de la vida del mozo, los ejemplos de egoísmo y de grosería que le rodeaban, el odio al trabajo y la probada inhabilidad para ejercitarse en ninguna ocupación productiva, habían formado una atmósfera propicia á la maldad y al envilecimiento. La compañía y el consejo de el Señorilo habían completado la educación viciosa, y la acogida que le dispensaban las hembras livianas y sensuales la habían concluido. Y ahora el viento de tragedia que le impulsaba conmovía las raíces de su naturaleza. Empezaba á descubrir en la existencia perspectivas que antes no había sospechado. El horror que le producía la memoria de la escena en la huerta del Maestrante, el gesto de ira qué hizo el Caracol al caer al suelo, la cínica serenidad de Madrigal, el estremecimiento de espanto que sufrió al entrar en la estancia donde la víctima guardaba su dinero y la desenfadada manera con que el hidalgo rompió la caja y sacó las talegas y las carteras, habían despertado su pensamiento. Era como si entre su conciencia y el mundo moral hubiese una pared aisladora que se había conmovido y cuarteado al choque de aquellas emociones. Su cobarde intervención en el crimen le había enseñado la diferencia que hay entre lo malo y lo bueno. Y en el ilógico proceso de sus ideas, después de ser criminal, se sentía menos malo que antes. Cuando se echó abajo del muro de la huerta sólo experimentaba un sentimiento: el miedo á la venganza de la justicia. Ahora sentía el miedo de la propia condenación.
Otro sentimiento creció en su corazón: el odio á don Quirino. Dábase cuenta exacta de la influencia que aquel hombre tenía sobre él. A solas se juzgaba capaz de resistirle, de desobedecerle, hasta de arrojarse sobre él y deshacerle á golpes; pero estaba seguro de que en su presencia la voluntad se le encogería, y temblando de miedo iría á esconderse primero y á rendirse después, como la fiera enjaulada, que sueña con que muerde al domador, y despierta lamiéndole las manos.
—Soy su esclavo—pensaba Herró—. Nunca me podré libertar.
Los primeros recuerdos precisos de la infancia de Bías comenzaban en los sucesos que siguieron á la muerte de Vitorio Herró, su padre,un propietario casi arruinado que había consumido en la caza y en el juego la modesta fortuna, que nunca pasó de los doce mil reales de renta. Entonces dio el Señorito en visitar á Dorotea Penalba, la viuda, que aún era hermosa, y á la que la vanidad de la belleza hacían intolerables la estrechez de la miseria y las tocas negras del duelo. Madrigal enamoraba á Dorotea, buscando en ella, no sólo el atractivo de la hembra, sino los restos del haber familiar, puesto en litigio por los acreedores del finado. Estos, así que ocurrió la muerte de su deudor, acudieron á llevarse lo que más fácilmente podía resarcirlos del dinero prestado. Uno de ellos entró en la cuadra y sacó el caballo que Vitorio montaba en sus cacerías. Otro enganchó las dos muías al coche en que salían de paseo los esposos Herró y su chicuelo, y guiándolas él mismo se alejó con aquel último residuo de la principalidad de la familia. El alguacil y el escri-baño llegaron poco después y en un carro cargaron el trigo, producto de rentas, que estaba almacenado en los trojes. Dorotea Penalba lloraba, dando grandes gritos, entre los que parecía oirse maldiciones al esposo, que tal había parado la fortuna que de sus padres recibiera. La infeliz mujer no sabia defenderse, y mientras ella prorrumpía en alaridos de ave asustada, los cuervos deshacían el nido familiar.
Una noche, después de cenar, la viuda habló con su hijo de esta manera:
—Mira, Blas, luego vendrá de visita don Quirino. Tienes que estar muy amable con él. Es un señor muy bueno, que nos quiere mucho. Es además nuestra única defensa. Como tiene tanta influencia y tanto poder, él nos sacará de manos de los malvados, que van á dejarnos á pedir limosna porque le prestaron dinero á tu padre. Ya se han llevado lo que más valía, pero aún queda algo, y eso nos lo puede salvar don Quirino. En cuanto esta noche venga, tú le darás un beso y te irás á acostar, sin que yo te acompañe.
Era la vez primera en que Blas iba á acostarse sin que su madre le condujese al lecho, le desnudara y le hiciera guardia hasta que se dormía. El muchacho experimentó disgusto é inquietud, que fueron en aumento á medida que los días pasáron, y advirtió cosas extrañas que no podía explicarse. Don Quirino se quedaba á cenar con la viuda algunas noches, y entonces el niño lo hacía en la cocina con la criada. Aquel señor entraba, salía, hablaba y daba órdenes con la impertinente altivez del amo orgulloso. Observó Blas que don Quirino trataba á su madre de tú y que ella le contestaba de igual modo.
Al comprender Dorotea que su hijo cavilaba dolorosamente sobre las singulares mudanzas que se habían realizado en el triste hogar, le dijo con la voz trémula y el carmín en las mejillas:
—Vas siendo un hombrecito y comprendes las cosas sin que se te digan. Habrás visto que entre don Quirino y yo hay algo más que una buena amistad. El me tiene dada palabra de casamiento y pronto será la boda. Eso será para ti un gran bien, porque es don Quirino señor muy principal y bajo el amparo de su sombra serás criado como un hijo de hidalgo. Tú observarás acaso en este período de las relaciones de novios que tenemos algo que te sorprendería si no te hubiera explicado lo que hay. Ya estás enterado de todo. Espero que te conducirás como debes; no sólo por respeto á mí, sino por tu propio interés.
Estas palabras llenaron de congoja á Blas. No era lo que le entristecía más el ver borrada del hogar en que había nacido la memoria de su padre, que nunca se ocupó gran cosa del muchacho y no le había dejado esos recuerdos gratos que hacen de la orfandad angustiosa melancolía; sino la idea de que otro hombre iba á adquirir derechos sobre su madre, que era su pasión, su amor, su entusiasmo. Esto le pareció intolerable. Calló, sin embargo, porque la timidez que le hacía aparecer indiferente á dolores que le destrozaban, le puso-un candado en la boca y, lo que es más odioso, una sonrisa en los labios. [Sonreían sus labios, mientras su alma temblaba de iral
Las horas que pasaba en la escuela eran para él eternas. Deseaba hallarse siempre, en casa, cerca de su madre, pensando que así defendería el puesto de amor que querían arrebatarle» Quejábase el maestro de su desaplicación, de su torpeza, y le imponía castigos que aumentaban su odio á aquella sala obscura y maloliente en la que se escuchaba de continuo el cántico salmodial de los alumnos,, recitando la tabla de multiplicar y la lista de los reyes de España. Hubiera querido esca-» parse y no volver más; pero no se atrevía. El largo martirio iba fatigándole y rindiéndole. En vez de la resignación iba entrando en aquel espíritu una indolente conformidad que excluía todo movimiento de decorosa altivez.
Adivinó Madrigal lo que pasaba por el alma «Iel h ij o de Dorotea, y le amonestó de esta s uerte:
—Es preciso, Blas, que tú y yo seamos buenos amigos. Me tienes antipatía, y eso no es justo, porque yo sólo deseo tu bien. Nadie hará por ti lo que yo estoy dispuesto á hacer. Por buenas tendrás cuanto quieras. Por malas sólo conseguirás enterarte de que á mí no se me resiste nadie. Conque ya puedes elegir.
Rompió Blas en 1 lanto cobarde, y como si una mano de hierro pesase sobre sus hombros, se arrojó al suelo, exclamando:
—¡Yo sere bueno, yo le querré á usted muchol
Don Quirino le levantó, le acarició y le dijo que si gustaba de ir de paseo á caballo, él le dejaría el suyo. También le prometió llevarle de caza y enseñarle á tirar á las perdices; actitud y palabras que cambiaron el curso de los pensamientos de Blas*
—Tal vez—pensó—don Quirino es bueno, como dice mi madre, y yo no soy justo con él.
Así se deslizaron varios meses. Madrigal era el amo de la casa que había pertenecido á Vi-torio Herró. Halagando al chicuelo, acariciando á la viuda, haciéndole creer que cuando fuera posible sería su esposa y ocuparía el primer lugar en las jerarquías sociales de Zaratán de la Priora, adquirió el derecho á ser el liquidador de los parvos haberes de aquella familia que se deshacía.
Los diferentes plazos que Madrigal había señalado á Dorotea para el comienzo de las gestiones de la curia eclesiástica, preparatorias del matrimonio, habían transcurrido con exceso, y nuevas, arbitrarias demoras iban surgiendo. En cambio él había vendido la parte de monte y prados que en la vecina aldea de Mestas Negras poseía la viuda y que era lo único que se había podido salvar de la acucia recobradora de los tenedores de créditos contra la testamentaría de Vitorio Herró. El importe de la venta, cincuenta mil reales* lo guardó en su poder Madrigal so pretexto de administrarlo, dándole un beneficiosa empleo.
No tardó Blas en descubrir que su madre experimentaba profunda amargura. Muchas veces la sorprendió llorando. Era natural que hubiese debido y querido averiguar la causa de su disgusto, ú oirlo de los labios de ella, si es que la suponía. La timidez, la cobardía, el miedo á las explicaciones desagradables le contuvieron. El mancebo sufría viendo sufrir á su madre y aun aumentaba su pena el convencimiento de que faltaba á un imperioso deber no abriéndole su corazón, no ofreciéndose á defenderla. A pesar de todo esto, permaneció silencioso.
Una noche, cuando ya se había retirado á su habitación Blas, escuchó que su madre hablaba alto y que don Quirino la contestaba con violencia. Fué un diálogo terrible. El Señorito trataba á la viuda con dureza, la insultaba, aplicándole vocablos de los que hacen chirriar la carne como el hierro ardiente y encienden en el espíritu odios irreconciliables. Un fiero impulso levantó á Blas del lecho en que ya se encontraba desnudo. Sintió en su ser terribles energías vengadoras. Iba á morder, á arañar á aquel malvado... Pero en el momento en que sus pies descalzos pisaban las losas del pasillo que conducía á la cercana sala donde la vergonzosa escena ocurría, un soplo de hielo paralizó su voluntad y acobardó su ira... Retrocedió medroso, el horror en el corazón, los nervios estremecidos, las manos temblonas. Volvió á arrojarse sobre los colchones, tapóse la cabeza con las mantas para no oir más, y sollozando pasó toda la noche.
De esta manera, entre diálogos agres*vos y reconciliaciones repugnantes de Madrigal y Dorotea, transcurrieron los días y los meses. Ni la madre osaba dar al hijo explicaciones acerca de lo que ocurría, ni éste pedirlas. En la reserva de ambos el drama adquiría el tétrico pavor del silencio. Como en la callada tumba, los cuerpos muertos se corrompen, en aquel callar del dolor y la ignominia, dos almas se estaban pudriendo.
La vergüenza de una situación que el pueblo censuraba, martirizó largamente á Blas; pero luego dejó de sentir el rubor que salía á su rostro cuando alguien le hablaba de don Quirino, Fué acostumbrándose á la deshonra y se familiarizó con ella. Dorotea también se resignó. Madrigal le daba de cuando en cuando algún dinero, á cuenta de los cincuenta mil reales consabidos, y de eso comían madre é hijo. La ignominia y la miseria se habían señoreado de aquel hogar.
Cuando Blas entró en quintas, don Quirino mandó á Tapióles que arreglase el expediente para que el mozo quedara exento, y por su mediación se consiguió. Aquel favor, que el Señorito ponderó extremadamente, pareció eximirle, así lo acreditaron los hechos, de entregar más cantidades por cuenta de la venta del monte. La miseria se apoderó de la casa de Vitorio, y su viuda y su huérfano pasaron días sin comer y semanas de escasez irresistible. Don Quirino había dejado de ir á ver á Dorotea y ésta le buscó inútilmente en los lugares á que él solía concurrir. Él rehusaba todo encuentro con la desventurada.
Y así pasó mucho tiempo.
Una tarde, el Señorito mandó llamar á Blas por Castroverde, á quien él acababa de conseguir el destino de alguacil del Juzgado. Sorprendido y alarmado acudió el joven.
—Es preciso que sepas la verdad—dijo aquél á éste—. Yo pensaba casarme con tu madre; pero eso ya es imposible. Ella tiene la culpa. Me ha sido infiel. Está ahora enredada con don Fidel Caracena, el cobrador de contribuciones. ¿No lo sabías? Pues todo el pueblo lo sabe. Un hombre como yo, de mi linaje y de mi categoría, no puede dar su apellido á una mujer como ésa. Comprenderás que si te hablo de esta manera de tu madre, es porque necesito justificar á tus ojos mi resolución. Es una desgracia para ti. Pero ¿qué culpa tienes de ello? Ninguna. Debes tomarlo con calma y resignarte... Lo que sí puedes hacer es vengarte de don Fidel. Su mujer está loca por ti. Siempre ha sido muy caprichosa y se ha perecido por los guapos mozos. En cuanto la dirijas una mirada te llamará. Su vieja criada Andrea, ó por otro nombre, La Góndola, sabe muy bien hacer esos menesteres. María de la Oliva pasa de los cuarenta, pero aún está frescachona, y es muy salada en la conversación. Si te decides, no lo pasarás mal con ella. Además, es generosa y rica. Su marido la deja tirar el dinero que él roba á los contribuyentes y al Estado, con tal de que le consienta lus líos... ¿Qué te parece la combinación? Es un lance chistoso. Si don Fidel te ofende con tu madre, tú tomas la revancha con su mujer. ¡Apenas van á reírse en el Casinol
Al hablar así d¿n Quirino, fué cambiando de tono, según avsnzaba an la exposición de su plan. Consistía éste, primero, en dejar ultimadas sus obligaciones con Dorotea y Blas, y luego, en atraerse al mozo, y convertirle en un auxiliar útil para futuras conveniencias. Bien conocida la docilidad medrosa con que Blas se le entregaba. Tal vez en sus relaciones con la sensual y espléndida María de la Oliva, que él daba por entabladas, hallase una fuente de pesetas que aliviaran su presente penuria. Comenzó con palabras severas en las que aparecía algún relámpago de indignación. Acabó con vocablos picarescos, subrayados por maliciosa sonrisa. Representó al principio á un personaje de Racine. Después á uno de Bo-caccio.
Blas Herró quedó anonadado y silencioso. Nada había observado que le hiciera sospechar la nueva falta cometida por su madre; pero no le sorprendía. Las miserias que en su casa venían padeciéndose, los días sin lumbre ni pan, la desnudez de las antes bien alhajadas habitaciones, pues todos los muebles habían sido malbaratados, podían haber arrastrado á la infeliz mujer á aquella desvergüenza. Sintió en lo más hondo de su corazón un golpe de muerte. ¡Qué ignominial ¡Su madre, su orgüilo, su amor, su entusiasmo, convertida en el cortejo de un hombre casado, de un vejete risible! En el lance desastroso acontecido con Madrigal podía haber una disculpa: la viuda había sido engañada por las esperanzas y promesas de matrimonio; pero ahora no cabía atenuación. Era la caída en el bochorno y en el desprecio de las gentes.
Pero, con ser esto tan vilipendioso, aún es-^ panto más al joven, así que se quedó solo y la reflexión le fué posible, descubrir el estado de su alma. [Había escuchado cómo el Señorito denostaba á su madre, sin que un movimiento de dignidad le hiciera pedir desagravio al maldicientel [Había aceptado la oprobiosa inculpación, sin que se le ocurriera proferir una sola palabra que corrigiese ó atenuara la ofen-sal [Él era cien veces más miserable que los otrosí ¡La cobardía, la estupidez de su actitud puso en su voluntad deseos de muertel ¡Sí, la muerte le sería gratal Ya que no sabía vivir sino en el cieno, debía descender definitivamente al muladar.
Cuando se supo en Zaratán de la Priora que Blas Herró era el amante de doña María de la Oliva, sobre las burlas y chanzas que la malignidad pública dedicó al marido consentidor, asentóse la fama naciente del mozo. Hasta entonces no había adquirido personalidad. Ya era alguien. En el Casino y en las tabernas se habló de la gentileza y hermosura del hijo de Vitorio, que también había sido muy bizarro y galán. La impasibilidad del rostro de Blas, en el que raras veces aparecía la sonrisa, le rodeaba de cierto misterio. Su andar lento y reposado dábale un continente aristocrático que se destacaba entre la vulgar patanería lugareña; y el laconismo de sus conversaciones y su seco decir y el desdén de la mirada, que parecía no encontrar cosa digna de estima, apuraban la perfección del modelo, modelo de la grandeza señoril que para imponerse á las bajas muchedumbres rodea sus jaqueles del nimbo de la impertinencia.
María de la Oliva gozó de los elogios que inspiraba su amado á los comentaristas de la villa. Ella le vistió, le adornó, le puso en el bolsillo del chaleco un buen reloj de oro, del que arrancaba vistosa leontina, le enseñó á cuidar de su persona y á valorarla como obra de arte. Blas consentía en aquella adoración, sin agradecerla. Era la indiferencia con cara de príncipe almoravide.
Cantaban los gallos por la vez tercera cuando la enamorada María de la Oliva daba suelta á su galán. Como la noche era fría, habíale arropado con el embozo de la capa, que es el pergenio del amor furtivo, y le había recomendado que, sin más andares, se fuera á su casa.
Sonaron pocas veces los tacones de Geri-neldos en el desigual empedrado, cuando del foco de luz que la puerta de la taberna del Escolo proyectaba sobre la negrura de la calle, surgió violenta una sombra. Brazos y piernas danzaban en la fantasmagórica luminaria. Todo ello se convirtió en la persona de Cas-troverde, el alguacil del Juzgado.
—El Señor—dijo—me manda á ofrecerle una copa. Ahí dentro está.
El esclavo sintió el tirón de la cadena. Desvaneciéronse los perfumes que la hembra enamorada había puesto en los últimos abrazos, perfumes que pueden convertir al macho en hombre y al hombre en héroe.
—Allá voy—contestó el galán.
Entró Blas en el portal de la taberna-hostería. Escolo le aguardaba en el zaguán.
—Mal humor tiene esta noche el Señorito —dijo el hostelero—. Le está esperando á usted hace dos horas. Ha despedido á todos y ha dicho que cuando usted llegara no entrase nadie en la sala. Vino, tiene mucho en el cuerpo. Procure sacarlo de aquí, que yo se lo recompensaré.
Blas no respondió á las palabras de Escolo. Entró rápidamente en la sala, y cuando se vió ante don Quirino, que se hallaba arrellanado en un sillón, dijo:
—No sabía que usted me aguardaba. De saberlo hubiera venido antes.
—¿Aguardarte yo? — contestó Madrigal—. ¿Quién te ha soplado esa noticia? Crees tú que don Quirino Madrigal de las Torres va á perder su tiempo esperándote?
—Castroverde me ha dicho...
—Castroverde te habrá dicho la verdad, que yo estaba aquí, y que deseaba verte. Pero de eso á esperarte hay un abismo. Yo no espero á nadie.
—Bien, aquí me tiene.
—Repuesta más humilde aguardaba yo de ti. Nada envanece tanto á los hombres de cortas luceá como el amor de las hembras. Recuerda que yo te he puesto en el camino dé esa ventura,
Blas Herró, que no había experimentado en su espíritu en el trance supremo del honor maternal una sacudida reparadora, sintió al oir las palabras de Madrigal un poderoso arranque de cólera:
—En las cosas de los hombres y las mujeres—dijo—sólo los interesados deben hablar.
—Dispensa — repuso don Quirino—. ¿Es que Don Quijote resucita en ti? ¿Has asistido anoche al cenáculo de la Tabla Redonda?
—No es eso. Es que la mayor paciencia tiene su límite.
—En mi Geografía esa provincia era más extensa, ¡Vivan los hombres de pundonorl [Donde menos se piensa salta la liebrel... Óyeme, Blas. No te molestes por lo que voy á decirte. Conozco el colchón que te sirve de trono. ¿No es verdad que tiene un hoyo en el lado derecho?... Pues debajo de ese bache hay un resorte que se disipa cuando á mí me parece, y que lanza por los aires á los que se han juzgado conquistadores.
—No le entiendo á usted. Pero, en fin, dígame en qué puedo servirle.
—¿Es que tienes prisa? Entra aquí y hablaremos.
Al tirón de la voluntad dominadora de el Señorito obedeció Blas Herró, como el oso esclavo al de la cadena, cuyo último eslabón le sujeta el belfo. La conversación fué larga y en ella empleó Madrigal las sugestiones y las amenazas.
—Necesito—dijo al mancebo—que me saques de un apuro. Poca cosa: con mil pesetas quedo apañado por ahora.
—¿Y de dónde sacaré yo ese dinero?—repuso asombrado Blas.
—¿En tan poco te estima la generosa María de la Oliva, que no te llena de onzas los bolsillos?
—Nunca me ha dado ni un real..,, ni yo se lo hubiera pedido.
—Ya enciendo. Los caballeros no aceptan dádivas de sus amadas. Pero si es así, maldita la cuenta que te tiene ese negocio.
—¿Negocio?
—¡Pues no que va á ser una pasión, pura y sin manchal... Es preciso que mañana mismo la pidas esa miseria y me la lleves á mi casa antes de que yo me levante,
—No me atreveré.
—Eso es cosa tuya. No me gusta rogar. Pido y se me complace.
Dichas estas palabras guardó silencio don Quirino,
Desde aquel día fué Herró la llave con que el Señorito sacó dinero de la gaveta de la viciosa y apasionada hembra. Harto sabía ésta adónde iban á parar sus billetes de Banco. La timidez con que los solicitaba Blas era un nuevo encanto que ella descubría en su querido, quien, para agradecer la esplendidez de su generosa manceba, aumentaba los extremosos halagos del amor. Fueron dichosos Madrigal, con la lluvia de oro que sobre él caía, y la mujer del recaudador de contribuciones por el interés de amor que sacaba de su prodigalidad; pero Blas sufría mucho al verse de tal manera convertido en instrumento cobarde y miserable de su indigno tirano.
No duró aquella situación más de dos meses. Madrigal comprendió que la fuente iba á secarse pronto, porque María de la Oliva, mudable y caprichosa, se hartaría de Herró, contribuyendo á ello el excesivo precio del amante. Nunca se le había conocido uno que durase medio año.
—Yo miro por tu bien, niño—dijo don Quirino á Herró—, aunque no me lo agradeces. Me desvelo para procurarte un porvenir brillante, que tú, con la torpeza que te caracteriza, no sabrás buscarte solo. Eso de María de la Oliva te está ya perjudicando. En cambio hay una muchacha que cuando pasa á tu lado se derrite, te sigue con los ojos, y si pudiera, se marcharía detrás de ti.
—No lo he advertido—contestó entre orgu* lioso y sorprendido Herró—.¿Quién es esa criatura?
—La mocita más rica de Zaratán. La hija de el Caracol.*
—¡EsaL. Tan feílla, tan sosa...
—¡Esa, que es mucho más rica que fea, y ya es encarecer su fortuna, y que tiene tantas arrobas de sal como de plata su padrel
—Rica sí que lo es. Pero, ¿me querrá?
—(Cuando yo te lo digo! Yo no me equivoco. Fíate de mí.
—Pero el Caracol no consentirá en dármela por esposa.
—Se la sacaremos de entre las manos, como él saca el dinero á todos los vecinos de Zaratán y de los pueblos de Las Lomas.
—No había pensado en cosa semejante.
—¡Tú qué habías de pensar, criatura, si no saldrás nunca de la santa infancia!
No dejó de agradarle á Blas la perspectiva de ser el marido de Delina Gálvez, que le haría poderoso y le convertiría en el primer sujeto de la villa; pero temía la oposición del avaro y los medios de resistencia que emplearía, porque era hombre de brío, de tenacidad y de astucia suficientes para vencer á los más fuertes adversarios. Lo que desde luego creyó, induciéndole á ello la vanidad y la experiencia de la fácil victoria sobre María de la Oliva, es que Delina habría de recibir con agrado sus pretensiones.
Y así fué. La pobre niña, que vivía en la más triste y aburrida de las soledades, saliendo poco del medroso caserón, privada de la compañía de otras muchachas, soñaba con las alegrías juveniles, y le pareció que ellas habían llegado cuando un domingo, al salir de misa, Blas Herró se le puso delante y la miró con detenimiento. Concentró el mozo en la mirada aquella toda la intención seductora de que era capaz. Delina experimentó una emoción tan honda que estuvo á punto de detener la marcha y no seguir á su padre, que iba delante de ella.
—¿Será posible—pensaba Delina—que se fije en mí Blas? ¡El, tan guapo, con esos ojos tan dulces, con ese bigote negro, con esa cara, que es como la de los ángeles que están en el cielo y yo veo en sueños!... No, no. Sería demasiada felicidad.
Aprovechando las ausencias de don Simeón, que salía con frecuencia á los lugares vecinos para sus cobros y mercanceos, pudo Blas ponerse en comunicación con la joven. Bien pronto se supo en el pueblo lo que entre ambos pasaba, y no fué María de la Oliva la que más tardó en enterarse.
Sentada en una butaquita de su estrado, según costumbre cuando aguardaba la visita del amante, presas en estrecho y apretado corsé las próvidas gracias de su opulento seno, vestía de rica seda roja, Henos de tumbagas los dedos, que eran gordezuelos y cortos, dejando asomar bajo el borde de la falda la punta de un pie que calzaba precioso chapín, un abanico en las manos y la sonrisa en los labios, envuelta en una atmósfera saturada de perfume de heliotropo; así la halló Blas Herró aquella noche.
—Creí—dijo María de la Oliva—que ya no» vendrías más.
—¿Por qué?—respondió Blas.—¿Es que he tardado?
Soltó ella una ruidosa carcajada, que puso al descubierto los blancos dientes:
—No es eso—repuso.—Ni te esperaba, ni me importa que te despidieras á la francesa... ¿Cuándo te casas con la Caracolilia?
No había pensado Blas que María de la Oliva conociera tan pronto sus nacientes relaciones con la hija de Gálvez. Al oir aquellas palabras se quedó confuso y avergonzado.
Echándose aire con el abanico y sacando todo el pie derecho de los pliegues de la falda, como para enseñarle, añadió la mujer de Ca-racena:
—No te asustes, hombre. No voy á reñirte. ¿Crees que voy á sentir celos de semejante escuerzo? No. Que seáis muy felices. Dinero tiene, pero nada más. Ya me echarás de menos.
Blas, que se había sentado en una silla cerca de su amante, se puso en pie.
—Son cosas de la vida—dijo—. Quererla, no la quiero; pero me dicen que me conviene.,-
—Y tienen razón. Yo me quedo tan tranquila... La verdad es que ya empezabas á cansarme. Porque eres muy guapo, pero eres muy tonto. Y á mí me gustan los hombres que sepan pronunciar. Anda con Dios... No vuelvas por aquí. Eso podría perjudicarte. jSi la Caracolillo, se enterase de que tienes que ver conmigo!.,. Oye, si necesitas algunos duros, dímeio y te los daré. Cuando se despide á un servidor se le da una soldada de regalo.
Volvió á reir la gentil hembra, y en sus labios palpitó el desprecio que le inspiraba el mozo.
Dió Herró un paso hacia María. Sintió un impulso de violencia, una necesidad de castigar la ofensa que en sus palabras, en su risa y en su actitud altiva y burlona había. Pero ella, poniéndose súbitamente sería, exclamó:
—Déjame, vete. Te has portado muy mal conmigo. Te has burlado de mí.
El tono en que estas palabras fueron proferidas detuvo al mozo. Tras la fingida indiferencia surgían los celos, convirtiendo los agravios que herían en caricias frenéticas de un amor escarnecido. Comprendió Blas que, si quisiera, le costaría poco trabajo la reconciliación. Pero no pasó por su mente la idea de intentarla:
—¡Adiós!—dijo.—¡Me echas á la calle como á un perro sarnoso!... ¡Adiós!
Y poniéndose el sombrero, al que nerviosamente daba vueltas entre las manos, se alejó de prisa. Calientes lágrimas de ira le quemaban los párpados.
Esto ocurrió veinte días antes del asesinato de Gálvez.
En los meses que siguieron á la prisión de Hernando Palomera fué realizándose el plan de el Señorito, con tal exactitud, que no parecía sino que los sucesos eran siervos de sus deseos. La toma de posesión del pingüe legado con que le había favorecido su noble tía la condesa del Viso se verificó en la capital de la provincia, donde los parientes de don Quirino recibieron á éste mejor de lo que solían, al verle con dineros y con la vida asegurada. Él supo conservar ante ellos, y durante los días en que estuvo en Noblurve, el respeto al duelo que llevaba y el de su jerarquía familiar. Según oportunamente se dijo, acompañó á Madrigal en este viaje Blas Herró, á quien no •quería dejar solo, temeroso de los terrores y desvarios que con frecuencia dominaban al mozo.
Además quiso preparar allí la boda de éste con Delina, obteniendo para él un destino que le permitiera hacer papel decoroso al lado de la rica heredera. Esto no era ya tan necesario como cuando vivía Gálvez, pero en su nueva manera de hombre acomodado, que recobra fortuna y consideración, quería don Quirino aparecer ante Zaratán de la Priora como dispensador de beneficios, como protector del mozo y como correcto y generoso arreglador de aquel enlace, del que ya se hablaba en muchas leguas á la redonda.
En efecto, Madrigal consiguió sin dificultad lo que deseaba, y Herró fué nombrado Administrador de Rentas Estancadas de Zaratán. Para ello se decretó la cesantía de un veterano de la guerra civil que venía ejerciendo aquel cargo, y que carecía de recomendantes.
—¿Y ahora?—exclamó don Quirino, entrando en el cuarto de la fonda donde se hospedaban, y enseñando á Blas un papel encerrado en un sobre.—¿Dudarás aún de mí?... ¡Ahí tienes tu credenciall... Ya eres persona. Lo que no sé es si lo mereces. Pero á mí me gusta probar mi fuerza convirtiendo á los muñecos en hombres y á los hombres en muñecos. Lo que es de razón y justicia ío hace cualquiera. Lo que representa atropello délos convencionalismos, eso no se ejecuta sin un gran poder. Y no lo digo por esta nimiedad, sino por otras más difíciles empresas que me siento capaz de llevar á cabo. La suerte nos sonríe. Sigámosla en sus caprichos y cometamos una calaverada. ¿Quieres, niño bonito y tonto? Aunque no sé para qué te pido parecer. Si hubiéramos hecho lo que tu cobardía te inspiraba, ¡qué hubiera sido de nosotros!
—¿De modo—dijo Blas—que esa es mi credencial?
—Ahí la tienes—contestó don Quirino, arrojando el sobre por el aire, de suerte que le cayera encima á su protegido—. Eres el señor Administrador de Rentas Estancadas de Zaratán de la Priora. Ese cargo exige una fianza de treinta mil reales, que yo te prestaré. Pero no, no será necesario que yo te haga ese favor, porque tengo dinero tuyo.
—¿Mío?
—Sí. ¿No te acuerdas? Tuyo y de Tapióles. Soy depositario de algo que os regalé indebidamente, pero que no os he de negar. Es aquella dádiva que me plació haceros la noche en que, de milagro, y por obra de Nuestro Señor el Santo Cristo del Grano de Oro, mi patrón, salvé mi vida. En recuerdo del suceso, mantengo la oferta... Eran veinte mil reales; de manera, que con diez mil más que te preste podrás depositar tu fianza y tomar posesión de tu destino.
Apareció en la memoria de Herró la ocasión .en que ese dinero fué agenciado, y un escalofrío de horror pasó por sus nervios. Se llevó las manos á los ojos, y dijo:
—Creía haber conseguido borrar de mi memoria esa noche. Otra vez reaparece. Ese dinero no es mío. Ni quiero que lo sea.
—¿Volvemos á las andadas? ¡Pues eres oportuno!... ¡Hombre, no seas imbécil! A ti hay que hacerte feliz á latigazos. Pero yo me lo he propuesto, y lo he de conseguir... ¿Y á qué perder el tiempo en raciocinios inútiles? Ya sé, porque la experiencia me lo ha enseñado, que tú, á la postre, acabas por sorberte hasta las últimas gotas del vaso que rechazas al principio,.. Ahora conviene pensar en tu boda. Y ahí viene la calaverada que vamos á cometer... ¿Sospechas lo que he pensado?,.. ¡Qué has de sospechar, si tu mirada no se levanta del suelo, y tienes el alma más baja que la mirada!... Pues nos vamos á ir á Madrid... Tú no has estado nunca en la Corte. Yo, hace once años que no he salido de estos míseros y aburridos andurriaies... Justo es que vayamos á orearnos á la capital de las Españas... Y no es sólo el gusto de gozar unus días los esplendores de Madrid, sino que esta expedición es precisa para disponer los homenajes que á tu prometida debes. Ella es rica, pero lugareña é ignorante de los usos de las damas. Tú, tampoco sabes de eso cosa alguna. Mi experiencia suplirá. Hay que comprar las galas que coii rresponden á un matrimonio millonario... Y mira si soy bueno y generoso para contigo. No sólo tengo para ti las previsiones que los padres con sus hijos, sino que esas galas las pagaré yo... Claro es que luego, cuando estés en posesión de la fortuna de tu ilustre suegro el Caracol, me reintegrarás. Eso es natural. Y más adelante, si me escasearan los medios, me darás de lo tuyo... Es de suponer que, por muy frío que seas de corazón, no consentirás en ese caso, que siendo tú rico, por mi obra, y hasta contra tu deseo, me viera yo privado de lo necesario. La tardía y menguada generosidad de la estúpida beata, cuyo cadáver se disputan los frailes y los gusanos, me ha puesto á cubierto de las necesidades primarias; pero eso no basta para lo que yo fui, para lo que quiero ser y para lo que merezco!... Ya podía la condesa del Viso haberse acordado antes de mil [Ha consentido que su sobrino caiga en las más viles ruindades, y se arrastre por el lodol ¡Ha dejado que un Madrigal de las Torres sufra lar vergüenzas y humillaciones de la miserial |Y ahora, cuando la mano se le pudre, me arroja, con el asqueroso hipo de la muerte, esa mezquindad!... Los palacios, las dehesas, las alhajas que heredó de nuestro abuelo, el visorrcy del Perú, los millones, á las monjas, á los curas y á los parientes acaudalados que no los necesitan... A mí, al sobrino pobre, á ese, las migajas... Pero á bien que ahí estás tú, que no permitirás que yo carezca de nada, y cuando se me acabe lo que acaban de darme con gesto agrio mis parientes, á quienes aún parece demasiado lo que ha hecho la vieja, tú pensarás en tu maestro, en tu guía, en tu protector, y me abrirás la caja aquella en la que mana el oro... ¿Verdad que sí?,.. ¡Di algo, majadero!... Aunque no sea más que para - que yo sepa que me escuchas...
Blas escuchaba ciertamente, escuchaba con toda atención, y las expansiones de el Señorito le descubrían el porvenir que le estaba á él reservado. Sí, se casaría con Delina, sería el gerente de los caudales que el Caracol amontonó; pero el verdadero amo de todo sería aquel hombre, ante el que temblaba, y de cuyos deseos era esclavo. La perspectiva aparecía clara ante sus ojos. ¡No, eso no podía serl ¡Matar ó morir era mejor! Muchas veces había formado la resolución de rebelarse ante la imposición del tirano y acabar con ella, fuera como fuera. Entonces sintió en lo hondo un aliento de energía: —Ahora va á ser— pensó.
Y poniéndose en pie delante de Madrigal dijo, con voz resonante, en la que la ira contenida palpitaba:
—Sí, escucho á usted. Le escucho y voy á contestarle. Va usted á oir lo que pienso.
—Alguna simpleza de que habrás de arre-pentirte apenas la digas—repuso Madrigal, poniéndose en pie asimismo—« Revienta de una vez, hombre.
—Cinco meses hace que está encerrado en la cárcel de Zaratán un hombre á quien se acusa de un crimen que no ha cometido. La mujer de ese hombre, que también está encerrada cerca de él, ha perdido la razón, no pudiendo resistir los tormentos que sufre. Dentro de poco ese hombre irá al palo. Y mientras los dos inocentes padecen, nosotros gozamos de la vida» y hacemos planes para asegurar una dicha que no merecemos.
El Señorito volvió á sentarse tranquilamente y sacó de su petaca un habano, disponiéndose á encenderlo:
—Creí que era algo de más sustancia lo que ibas á decir... ¿Y eso se te ha ocurrido ahora, así, de repente?—contestó Madrigal con acento en el que ira y desprecio se mezclaban.
—Se me ha ocurrido muchas veces, lo estoy pensando siempre; pero ya no quiero limitarme á pensarlo.
Afectando la más absoluta tranquilidad, don Quirino añadió:
—Sí, debes salir de aquí, dirigirte al primer guardia de orden público que encuentres en la calle; y decirle: “Deténgame usted. Soy el asesino de don SimeóirGálvez. Que me lleven á la cárcel cuanto antes.*
—No, no diré eso. Diré que soy uno de los cómplices, el más cobarde de los cómplices, y que el asesino es usted.
—Nadie te hará caso. Creerán que te has vuelto loco. Las pruebas que hay de que el criminal es el que está preso, son terminantes. Irás á parar á un manicomio, y á mí no me pasará nada... Además, tú no te atreverás á hacer lo que dices.
Blas dió un paso hacia el Señorito, con los puños levantados, gritando:
—¿Que no me atreveré? ¡Hoy me atreveré á todo!
—¡Hasta á pegarme, verdad!
—Hasta á matarme. De lo que ya no soy capaz, es de seguir sufriendo el martirio que me perturba y me consume.
—Muy bien... Ya ves con qué calma te oigo. Me amenazas y no me encolerizo. ¿No te sorprende eso? Ya sabes que jamás he consentido bravatas, y sin embargo, continúo fumando mi cigarro, como si tal cosa. ¿Verdad que es raro?
La frialdad y la ironía de aquellas palabras detuvieron á Herró, que se quedó inmóvil y silencioso.
—Puedes apuntarte en tu historia ese rasgo—siguió diciendo Madrigal después de haber dado dos sonoras chupadas al cigarro y de echar por las narices el humo—. wUn día le enseñé los puños al Señorito, y el Señorito ni siquiera me dio un puntapié.,Hace falta mucha calma contigo... No por esa fiereza ni por esa amenaza, sino porque estás siempre cometiendo simplezas. Eres un mequetrefe. Te falta energía hasta para ser bueno, que es lo más fácil en este valle de’los cobardes... Escúchame y entiéndeme, si es que puedes entenderme, babieca.
A la oleada de bravura que había pasado por el corazón del mozo siguió otra oleada de miedo y de vergüenza. Ante la tranquila y burlona actitud de don Quirino, la resolución fiera de Blas se desvaneció instantáneamente. Se sintió pequeño, débil, ridículo. Y la figura del odiado dictador creció, adquiriendo las proporciones de una visión satánica. Confundido, acobardado, experimentó la impresión de convertirse de hombre en cosa. Una vehemente necesidad de huir de la presencia de el Señorito le hizo dirigirse á la puerta de la estancia. Pero aquél le detuvo con un gesto afable, y sonriendo exclamó: .
—No te vayas, hombre. Sigamos hablando. Lo que has pensado, lo que has dicho, lo que has querido hacer, exige que, juntamente, sin propósitos enemigos..., yo te aseguro que no los tengo..., examinemos la situación. Sí, es preciso. Antes de ahora he debido abordar lisamente el examen de las circunstancias que nos rodean. Tú has provocado la explicación,,. Tranquilízate. Serena el alma y escucha... Pero como ya han dado las ocho y es la hora de cenar, hablaremos comiendo. Haremos que nos sirvan en este cuarto y te obsequiaré con champagne. Ya ves que no te guardo rencor.
El rendimiento de Blas á la voluntad dominadora de el Señorito se tradujo en la más absoluta conformidad para cuanto éste propuso, y así, ambos comieron y bebieron como si no hubiera ocurrido el incidente que queda relatado.
Descorchada la segunda botella de vino espumoso, que era para los habituales clientes de Escolo, el pastelero, singular lujo y delicadísimo regalo, Madrigal dijo:
—Eres un niño sin experiencia, y no es extraño que no se te alcancen las explicaciones de los casos que ofrece la vida. Ni todos saben penetrar en el fondo de los sucesos para averiguar lo que hay en ellos de idea, de sentimiento y de intención. Déjame enseñarte lo que ignoras para que, una vez revelado el secreto de lo que nos atañe, quedes tranquilo y puedas coger luego el sueño del reposo... Tú me consideras como un malvado y no soy sino un hombre que se defiende. No me es dable escoger las armas. Tomo la que encuentro. Pero, eso sí, la esgrimo con todas las fuerzas de que dispongo y con toda la habilidad que me sugiere mi ansia de vencer... Yo $ebí ser rico y nací pobre. Me d|eron al mq-rir mis padres un caudal es caso ygravado con hipotecas, y a! mismo tiempo, me enseñaron que yo era de raza noble, que llevaba un apellido famoso en la Historia. No daba un paso por el pueblo sin que personas y cosas me demostraran que no es lo mismo llamarse Panza, Bragas ó Trucios que llamarse Madrigal. Aquella bastilla, que sólo tiene ya en pie un pedazo de torreón, la ganó á los moros uno de mis abuelos. La Colegiata la erigió á sus expensas un Madrigal. Los dos conventos de Las Lomas, en que radican las dos comunidades, fueron obra de dos señoras que yacieron en los lechos de dos Torres. Las Siete Lomas, que son en la geografía de la comarca tan famosas como Calpe y Avyla en la antigua y clásica, fueron conquistadas palmo á palmo á los enemigos por tres generaciones de Madrigales. No eran más ilustres que los que permanecieron aquí los que fueron á vivir al lado de los reyes. Eran más ricos solamente. Por eso se quedaron con los títulos nobiliarios y con los predios. El sentimiento de raza se exaltó en los míos con el dolor de la postergación y con el constante espectáculo de la tierra en que el linaje se hizo. Y á medida que fueron los míos cayendo por la pendiente de la pobreza, fueron subiendo por la escala del orgullo. Ni mis tatarabuelos ni mis ^uelos se resignaron á ser labradores y á cuidar de sus escasas tierras, sino que siguieron ostentando sus escudos y marcando cada día la diferencia original que les separaba de los demás vecinos de la villa. Cuando Isabel II pasó por aquí, camino de Andalucía, mis abuelos salieron á esperarla A la carretera, y la reina les habló, diciéndoles: "Hacéis bien en seguir viviendo en esta villa que vuestros antepasados fundaron/' Y como la Señora les preguntara, advertida de su pobreza, qué podía hacer por ellos, mi abuela, sintiendo aquel ofrecimiento de amparo como una ofensa, contestó: "Lo que ya habéis hecho, Majestad, recordar que aún somos." Mi abuelo materno, don Quirino de las Torres, que tuvo el estribo al rey Fernando VII cuando, de vuelta de Francia, bajó de su caballo en Noblurve, conservaba un real despacho en que se consignó el aprecio que el Señor otorgaba á aquel su fidelísimo vasallo, y en ese documento decía el secretario que lo refrendaba: "Su Majestad me manda que os recuerde que le habéis tenido el pie, no para subir al caballo, sino para subir al trono de sus mayores, del que la infame revolución le había desposeído",.. La memoria de todo esto me rodeó desde que nací, y supe que ser Madrigal era ser más que los otros, por acaudalados que ellos fueren. Tenía yo, porque lo había heredado con la sangre de mis antepasados, una superioridad que no podía perder-sej y que no debía entrar en comparaciones con la de los mercaderes ó labradores que habían enriquecido. El dinero se gana ó se pierde. La nobleza de un linaje no se puede perder ni aun con la muerte, porque sigue al difunto hasta más allá de la tumba. Es una fuerza que reconocen los mismos que la niegan. Es la historia sintetizada en un nombre...
Detuvo el discurso D. Quirino para beber, y luego siguió:
—Puede que estés pensando: "¿Qué tendrá que ver esto con la conversación que antes de cenar habíamos comenzado?" Pues sí tiene. Y ya lo verás... De todo cuanto fueron mis antepasados, sólo quedaba en mi linaje, cuando yo nací, un caudal mísero. Yo lo gasté pronto. ¿Valía la pena de conservarlo? Jugué, pensando que la fortuna me favorecería; perdí. Aspiré á casar con una parienta rica; ella me desdeñó. Sostuve pleito para recobrar fincas que los usureros me habían quitado; ellos obtuvieron sentencias favorables. Me dí á la bebida y á las hembras, y como el vino era de taberna, y las hembras villanas, me encanallé. ¿Por qué no declararlo? Tenía que ser así. Pero conservé el vigor de los míos, el de los conquistadores, el de los héroes, y cuanto más me hundía, más elevado y grande consideraba yo el prestigio de mi apellido. Cuanto más hondo es el pozo á que se cae, más altas parecen las estrellas... ¿Ceder ante el acreedor que me reclamaba la deuda? No. ¡Yo era Madrigal! ¿Humillarme solicitando, cuando podía conseguir exigiendo? |Yo era Madrigal, y los Madrigales habían conquistado cuanto fueron por la fuerza de sus puños! Y vi que ante mis amenazas se temblaba, y ante mis arrestos se rendían los más poderosos de las Siete Lomas... De cuanto fueron los míos sólo me quedaba el ánimo invencible, la osadía altanera, la bravura. Y esa bravura se imponía á la astucia del labriego adinerado, á la osadía del politicastro influyente, reyezuelo del nuevo régimen, á la energía del juez, al endiosamiento del gobernador, al poderío del cacique. "jSoy Madrigal!" exclamaba yo; y, aun después de no ser ya nada, era fuerte. Y dominaba donde mis mayores, y se me temía y se me respetaba.,. Una tarde me hallaba á la puerta de mi casa y miraba el escudo de piedra que, sobre su puerta, existe. El tiempo ha borrado los diversos muñecos gloriosos que allí puso el artífice. Sólo queda visible la garra de águila que sostiene la cinta en que campea el letrero familiar de los Madrigales, cuyo lema es: "Vivo porque hiero." Entonces pensé: "Esa es mi herencia. La garra de corvas uñas y el ánimo para clavarlas"... Miré en torno y sólo yi cobardes. Miedo á la ley, miedo á los otros hombres, miedo al Infierno, miedo á todo... Vi que bastaba que yo diera un grito para que se me abriera calle; vi que apenas mostraba las manos en actitud de castigar, se retiraban los adversarios; y fundé mi fuero de vida en mi garganta, proclamadora de mi deseo, y en mis brazos, ejecutores de mi voluntad. [Aún había Madrigalesl Yo era el postrero, pero valía por los más grandes, puesto que sin oro, sin servidores, sin carroza que me condujera, sin faraute que me anunciara, sin lanza ni espada que esgrimir, en la prosaica y ruin aldea, donde no hay más dtos que la moneda, mi voluntad reinaba.
Soltó don Quirino una sonora risotada:
—Acaso no me entiendes—dijo—y entonces estoy perdiendo el tiempo. Pero tú sabes que es verdad lo que digo. Lo has oído mil veces... "D. Quirino es un tramposo. No le paga á nadie".., “D. Quirino es un borrachín"... "don Quirino: es un mal bicho"... ¿Verdad que lo has oído muchas, veces? ¿Verdad que tú mismo lo estás pensando?... Pues sí, eso que dicen es cierto, pero todos me temen, todos se rinden, todos me saludan con respeto. Sólo un modo hay de que me pudieran vencer, y ha estado á punto de ocurrir. Al animal feroz^ de que hablan los cuentos de los chicos, no había quien osara matarle. El más cobarde de los aldeanos pensó que, si se le aislara y si se le privara de alimento, el monstruo perecería.
Y así lo hicieron. Pusieron los villanos un cerco estrecho que no dejaba pasar á nadie, ni nada, al recinto del bosque donde vivía el endriago* Este, en su nobleza, no pensó en la vil estratagema, y cuando se enteró de ella era tarde; había perdido la energía y le era imposible luchan El hambre le había rendido.
Y los miserables pudieron cantar victorial... De igual modo á mí me hicieron el cerco, y me negaron lo que me hacía falta: el dinero, el crédito... Ya me sentía rendido, cuando en la desesperación de mi ruina, alargué furioso mi garra, y entre sus garfios me traje lo que necesitaba... Estaba salvado... ¿Qué te parece? ¡Sal de ese mutismol Ni estas confidencias te dan confianza en mi poder, ni el vino te alegra.
Herró, contestó:
—Oigo á usted con asombro y con miedo... ¡Sí, es usted muy fuertel ¡Vaya un alma dural
—Así me la han hecho... Pues esta alma tan dura, como tú dices, ha estado á pique de deshacerse en la rabia y en la impotencia. Cuando me vi en tierra pensé que no podría remontar más el vuelo. Hay ciertas aves, de alas muy largas, que, para volar, han de hallarse colocadas sobre alguna elevación que les permita extenderlas. Si se caen al suelo esas grandes alas no les sirven más que de estorbo. De esa manera me he visto j'o. Daba aletazos sobre la tierra y no conseguía elevarme. La media talega que yo pedía á Gálvez me hubiera salvado, mientras producía su efecto la carta que había escrito á mi tía la condesa del Viso... Pero eso no lo sabes tampoco. ¿Cómo has de saberlo, si no se lo he contado á nadie?... Varias veces había acudido á ella en demanda de dinero. No siempre me había complacido, y últimamente, ni contestaba á mis peticiones. En aquellos días de suma escasez, en que hasta Escolo me negaba el pan y el vino de nuestras cuchipandas, escribí á mi tía, explicándole mi situación, y exigiéndole que me remitiera fondos. “Si usted me abandona—le decía—me lanzaré al crimen y me verá usted en el garrote. Y mi venganza será sacar á usted á la vergüenza pública, citarla para que tenga que comparecer en la causa como testigo y referir que sus tacañerías me han perdido... " La miserable vieja no contestó ni me dió nada; pero yo supe que mi carta la había producido un ahogo, un ataque de nervios. Y que decía á su capellán y confidente: "Es capaz de hacerlo. Ese Quirino tiene corazón para eso y para todo lo malow... El capellán me escribió aconsejándome paciencia y disculpando el atrevimiento de mi carta por el estado de penuria en que me encontraba. Añadía que la señora perdonaba mi osadía y mi injusticia para con ella, y haría algo por mí cuando se le borrase la impresión de horror que mi carta le había causado... ¿Crees tú que antes de escribirle yo de ese modo se había acordado de mi situación?... Nada de eso... Pocos días antes de morir, al sentirse enferma, fué cuando hizo un codicilo, en el que modificó alguna parte de su testamento, y me dejó lo que sabes. De manera que hasta para arrancar á la condesa ese legado tuve que usar de la garra, que es mi talismán,,. ¿Vamos con la tercera botella? Vale la pena de celebrar este día... Bebe y anímate...
Siguieron bebiendo, y el Señorito continuó su monólogo:
—Puede que tú tomes en serio eso de la garra. Porque eres tan sencillo y bobo que sólo entiendes las cosas al pie de la letra... ¿Sabes lo que es verdaderamente la garra con que hiero y me defiendo? Pues es mi voluntad. Tú no sabes lo que es eso. ¡Voluntad! ¡Querer!... Es una fuerza que llevo dentro de mí y que nunca me falta ni me traiciona. Ella hace posible lo imposible y fácil lo difícil. Ella es un obrero incansable que trasnocha y madruga y dilata el término de las horas, dándoles una duración que no se cuenta con las agujas de los relojes. Más grande que los gigantes, más fuerte que las leyes de la Naturaleza, hace milagros, los únicos milagros verdaderos. Contra su poderío no hay resistencia. Hasta vencida, es vencedora. Andaba dispersa por los ámbitos del mundo cuando Satanás la recogió para decir á Dios: "Tu eres grande porque creas. Yo lo soy porque quiero. Tú eres la Justicia. Yo soy la Voluntad. Soy un límite á tu poder." Estas son locuras y desatinos, ¿verdad?; pero me salen de adentro... Ya ves cómo te será imposible pelear conmigo. Tú no tienes voluntad. A mí me sobra. Obedece y serás feliz.
—Sí—repuso Blas—; admiro y envidio esa energía, pero me espanta. Y me espanta más aún lo que va á ser de Hernán el de las Palomas por nuestra causa. El es inocente y va á pagar el delito que nosotros hemos cometido.
—Convendría que no volvieras á repetirlo. Nadie nos oye aquí; pero' no siempre podemos estar seguros de que no hay cerca quien escucha. Y entonces...
—Entonces... entonces, ¿qué podría pasarme peor de lo que me pasa?... Noches sin sueño, días de zozobra.,.
—Pues no ha de ser eso ya por más tiempo. Quiero que te convenzas de que no hay razón para esos remordimientos. Oyeme y medita en mis palabras... Hernán el de las Palomas, lleno de ira, acometió á Gálvez á la puerta de su casa, le dió de golpes y le arrojó al suelo. Gálvez no le había amenazado de muerte. Hablaba con él, acaso le reconvenía porque no le pagaba su deuda. Pero ¿puede eso constituir la justificación del acto de Hernán? De ningún modo, Hernán, ciego de odio se fué sobre el viejo con el propósito evidente de acabarlo, y si no lo hizo fué por causas ajenas á su voluntad* En cambio yo estaba conversando serenamente con Gálvez, no alteré mi tranquilidad, ni aun el tono de mis palabras, á pesar de que él me injuriaba, me amenazaba, me ofendía. Mis propósitos eran conciliadores. De repente él sacó de su bolsillo una pistola. Iba á hacer fuego sobre mí. Estábamos tan cerca el uno del otro, que de fijo rae hubiera acertado con la bala. Yo me limité á repeler la agresión, á pegar un palo á quien de tan injustificada manera intentaba darme muerte. ¿Es culpa mía que un fatal acaso produjera la desgracia que yo más que nadie lamento? Mira qué diferencia: Hernán quiso matar y sólo derribó al anciano. Yo sólo quetía que se le cayera de las manos la pistola, y le maté. La intención hace el crimen y le gradúa, no los hechos. Ante mi conciencia me considero libre de culpa. Es preciso sentir et odio que yo te inspiro para juzgar las cosas de otra manera.
—No, no es eso. No le odio, á usted. Le temo sólo, y protesto de la influencia que sobre mí ejerce. Le oigo á usted y casi me parece que tiene usted razón; pero en el fondo de mi alma se levanta una voz que me acusa, que me aterra, que me dice que, siendo horrible lo que hicimos en la huerta del Maestre, es aún peor lo que estamos haciendo. Hernán el de las Palomas va á ser ahorcado... ¡Eso es tremendol Y entretanto, nosotros bebiendo champagne, di virtiéndonos, preparándonos á consumar la maldad con mi boda...
—Pues si no te convences, haz lo que quieras. ¿Crees tú que á mí me falta valor para ir á entregar mi garganta al verdugo? Mil muertes soy yo capaz de arrostrar, si es necesario; pero ahora no lo es... Bebe otro poco de este vino, y ya verás cómo acaba por aconsejarte la prudencia y por infundirte la alegría... Y cambiemos de conversación. Hablemos de nuestro viaje. A las dos de la mañana pasa el tren para Madrid, Tenemos tiempo de preparar las maletas, y aun de descansar un rato. Cambiando de aires cambiarás de pensamiento. Dentro de poco será tu boda. En seguida te vas con tu mujer á dar una vuelta por España: á Madrid, á Barcelona, á Valencia. Seguro estoy de que antes de que ese viaje de novios concluya, habrás olvidado las preocupaciones que ahora te parecen eternas... La vida muda de aspecto cada día. Y el dinero es un gran renovador de espectáculos... Aunque no quieras, estás destinado á ser feliz.
Una tarde se reunieron sobre vísperas en casa del tío Lebrusco los cofrades de la hermandad de Nuestra Señora del Centeno, la popularísima asociación religiosa de los labrantines de Zaratán. Sera preciso advertir que desde tiempo inmemorial existían en la villa dos hermandades piadosas: la que queda citada y la de Nuestro Señor del Grano de Oro. A la primera, según ya se ha dicho, pertenecían los labriegos pobres, arrendatarios ó dueños de pequeños pedazos, á los que se llamaba por su castizo nombre de labrantines y los jornaleros de campo. Eran hermanos de Nuestro Señor del Grano de Oro los ricos, los poseedores de las tierras, los grandes labradores, los ganaderos de cuantía. Nuestra Señora del Centeno, conocida vulgarmente por la Virgen del Paño Pardo, tenía su capilla y su culto en la Colegiata, y Nuestro Padre del Grano de Oro en la iglesia de la Victoria.
Las dos hermandades venían sosteniendo la emulación más viva y la competencia más apasionada sobre el esplendor de las fiestas que dedicaban á sus imágenes. Y no paraba en esto la lucha, sino que trascendía á todos los aspectos de la vida, habiendo degenerado los plausibles estímulos de la devoción en fiera enemiga que dividía al pueblo en dos bandos. Como no podía menos de suceder, la política había intervenido en la contienda, y no hay que decir que, siendo los cofrades del Grano de Oro los bien acomodados, eran conservadores y reaccionarios; y que, siendo los otros los de haber menguado ó nulo, eran, hasta cierto punto, liberales. Bien analizado el caso, resultaba que los de la cofradía del Paño Pardo no formaban verdaderamente un núcleo de hombres de determinada opinión política, sino que eran sencillamente lo contrario de los otros, sus enemigos, puesto que eran los que trabajaban para henchir sus gavetas, los que les servían, sus colonos, sus criados. Más de una vez la emulación pasó á reyerta, y corrió la sangre. El odio de los unos á los otros, más violento el de los pobres, y más eficaz en el castigo el de los ricos, se exacerbaba ordinariamente en dos ocasiones: cada año, al celebrarse las festividades de los respectivos patronos, que eran el penúltimo domingo de Agosto, la de la Virgen del Paño Pardo, y el último domingo la del Padre del Grano de Oro; y siempre que se verificaban elecciones, ya para constituir los organismos corporati vos, ya para la designación del diputado á Cortes. Entonces la animadversión de los dos bandos adquiría proporciones de guerra civil y arrojaba sobre la villa sombras medioevales. Los muchachos, en cuya irreflexiva espontaneidad suelen exteriorizarse agrandados los sentimientos de sus padres, andaban también abanderizados en dos turbas, que á pedradas reñían. Al hallarse en las callejas ó en el alijar dos chicuelos, aunque fueran á alguna comisión urgente, se interrogaban: "¿Eres centeno?"—preguntaba uno al otro. Y si éste respondía: "Soy grano de oro", ya estaba trabada la pendencia. El cansancio de las violencias y las necesidades de la vida establecían de cuando en cuando un armisticio, que se prolongaba hasta que el más nimio incidente renovaba la hoguera. Como los grano de oro eran los fuertes, los que gozaban de la influencia oficial y tenían á sus órdenes á las autoridades, en cjsítodos los incidentes de aquella contienda salían gananciosos. No abusaban de la superioridad, sino en cuanto era preciso; pero eso bastaba para que la barrera que los aislaba de los otros fuese ensanchándose cada día más, hasta marcar una separación profunda. Un obispo venerable habla intentado poner término á la divergencia que, por originarse en motivos de devoción, era causa de escándalo para la Iglesia; pero nada consiguió. Su propósito era que las dos cofradías se fusionaran y celebrasen las fiestas el mismo día, en el mismo templo y bajo una sola dirección: la del párroco más antiguo de la villa. Los ricos no presentaron gran oposición; pero los centenos se negaron á ello. Corrió en el mercado, en el macelo, en las abacerías, en las tabernas el rumor de que se querían llevará Noblurve la imagen de Nuestra Señora del Centeno, y en el momento se juntaron en la plaza centenares de hombres y mujeres, dando voces de: “¡No se la llevaránl ¡No se la llevarán]" Una guardia de mozos armados de trancas y pis-tolones, se estableció en la puerta de la Colegiata, resueltos á no permitir que se realizara la amenaza. Lo cierto es que nadie había pensado en semejante cosa; pero bastó la invención para que estuviera á punto de ocurrir allí una espantable tragedia.
En el proceso que tenía á Hernán en la cárcel no había aún despuntado la diversidad de pareceres que perdurablemente dividía á la opinión zaratanesca, caso inverosímil, tanto más cuanto que el acusaio, no sólo pertenecía á la heraiaadad de los centenos, sino que años antes había sido prioste de ella. Pero lo odioso y repugnante del delito, sus móviles interesados y la evidencia de las pruebas acusadoras, le había privado de la protección de sus compañeros, que no querían hacerse partícipes de una maldad que deshonraba al pueblo y que, si tomaban partido por el preso, habría de desconceptuarlos. Además, Hernán, que había sido siempre poco comunicativo y demasiadamente huerco y huraño, no tenía el aprecio de los de su clase.
La reunión de la hermandad, que se celebraba en casa del tío Lebrusco, hermano mayor de ella, tenía por objeto preparar las fiestas del próximo día de la Virgen, pues era necesario decir que habían llegado los de la canícula. En estas reuniones no se ocupaban los congregados únicamente de organizar, sus actos religiosos, sino también de cuanto interesaba á los labrantines de las Siete Lomas, de los precios del trabajo, de las rentas que debían pagar, de las compras de ganado y venta de frutos. De este modo era la hermandad, Bolsa, Sindicato y Comité; pero verdaderamente sólo actuaba en los achaques que atañían á la totalidad de los intereses generales de los labrantines, no en la defensa individual de ellos, ni en la reparación de ios agravios é injusticias que cada uno sufriera: las envidias los separaban, y dentro del gremio había varias camarillas que se hacían sordamente la guerra unas á otras. Lo propio acontecía en el bando señoril, donde cada familia, con sus aliados y deudos, procuraba perjudicar á las demás. No parecerá el caso extraño si se recuerda que hablamos de españoles.
Fueron acudiendo á la reunión los cofrades. Según costumbre, se obsequiaba á los concurrentes con el habitual refresco de sangría, mezcla de vino, limón, azúcar y canela, á expensas de la caja social. La Virgen convidaba á beber. La mujer y las hijas del Lebrusco habían preparado el brebaje y le escanciaban en recios vasos de vidrio tallado.
Como los labriegos son puntuales, pronto estuvieron llena la sala y ocupados los bancos y las sillas. Allí estiba el apodado Chato Cizaña, un viejo enjuto y alto, inquieto y vivaz, que sin cesar se movía de un lado á otro. Cerca se hallaba el Hormigón, anciano también, menudo, negruzco, de ojos abultados y negrísimos; guardaba silencio de ordinario y sus palabras eran cortas, pero eficaces é intencionadas.
El Lebrusco, el Chato Cizaña y el Hormigón eran los proceres de la colectividad, los más acomodados de los labrantines, y sus dictámenes eran decisivos. En cada uno de ellos aparecía con vigoroso relieve uno de los rasgos morales característicos d¿ la especie social á que pertenecían.
Bien le habían encajado el mote al Lebrus-co porque el miedo á toda suerte de responsabilidades le mantenía en perpetua zozobra, como al ligero leporideo los ruidos del campo. La debilidad aldeana perseguida por el señorío rural, por las autoridades, por el fisco, por el usurero y por el hambre, ejecutora de las amenazas de aquéllos, había sintetizado en el prioste de la Virgen del Centeno todos sus medios de defensa: la sutil argucia para eludir los riesgos, la habilidad para escabullirse ante los poderosos, el instinto de conservación, en guardia ante las vejaciones y los daños. Si tenía opiniones sobre alguna cosa, las reservaba en lo más hondo de su alma, porque sabía que en la tierra de la arbitrariedad nada hay tan dañoso como hablar claro.
Del Chato Cizaña se decía que todo le parecía mal y que jamás aprobó los actos, ni los dichos ajenos. Él se sentía bajo, vil, insignificante y torpe, y se indemnizaba de su ruindad, creyendo y afirmando que los demás eran como él. Era la envidia, laboriosamente ocupada en destruir las reputaciones de cuantos andaban en torno.
Los grandes ojos avizores del Hormigón escudriñaban siempre buscando algo aprovechable. Trabajaba, sin mentir nunca fatiga. Dormía tres horas, y salía al campo antes que los más madrugadores. Comían él y su cónyuge un par de cebollas y un corrusco de pan duro. Ni fumaba, ni invertía un céntimo en ropa. Nadie sabía de qué tienda salieron sus camisas de lienzo moreno, llenas de piezas y de remiendos, ni el calzón de buriel, que ceñía sus delgadas zancas, ni la chaqueta, de buriel asimismo, que parecía el emblema de la eternidad. Tenía astucia y arte para pagar siempre á sus arrendadores menos de lo estipulado, y para vender su trigo, sus hortalizas y sus lechones más caro que los otros labrantines. Iba escondiendo en algún misterioso silo las monedas que así apañaba. Le vino el alias de que un día le vieron sentado cerca de un hormiguero, donde estaba sacando con un palito los granos de mies que las hormigas habían laboriosamente encerrado en su nidal.
Allí estaban rodeando á los citados más de setenta pegujaleros de inferior categoría, y unos treinta mozos de labor, de los que se ajustaban para trabajar al día con los mismos labrantines, en las épocas de la fuga de las faenas campestres, ó por temporada, con los señores. Estos tales eran el último peldaño de la escala social de Zaratán de la Priora, que se componía—aparte de los mercaderes, de algún rentista y de media docena de desocupados y holgazanes—de propietarios labradores, labrantines y criados. Todas estas dos categorías de zaratanenses vestían el paño pardo de Nieva, y, por ser verano, iban en mangas de camisa, llevaban blusas de percal azul con trencilla negra que bordeaba los estrechos puños y el cuello. Cubrían su cabeza, ya con el ancho sombrero paleto, ya con rústicos sombrajos de paja basta. El sol y el viento habían dado á sus rostros y á sus manos el color del ante, y las arrugas le anticipaban la vejez. Eran hombres curtidos por los elementos. Unicamente los muy mozos tenían tersa la cara. No era fácil averiguar por su aspecto la edad. En cuanto pasaban de los treinta años se confundían jóvenes y viejos en la similitud de las fisonomías atezadas, contraídas, secas. Casi todos eran de talla corta, cenceños, nervudos y tiesos. En la tristeza de sus semblantes obscuros surgían como una llamarada los ojos brillantísimos, y el relámpago de la limpia y sana dentadura, que entre los labios rasurados, blanqueaba, dentadura de raposa ó de simio.
Aun siendo tan numerosa la reunión, era casi absoluto el silencio. Parecía como si aquellos hombres se lo tuvieran todo dicho. Al entrar no se saludaban sino con las fórmulas usuales pronunciadas entre dientes: “A la paz de Dios, caballeros." "Buenas sean dadas." "Dios les bendiga". Algunos decían: "Ya estamos acá", como si detrás del que estas palabras profería llegara una numerosa comitiva.
En e! concurso se veía á Fulgencio el de
Algobre, hortelano que cultivaba el mejor regadío de las Lomas; á el tío Cistierna, famoso por la fuerza de sus brazos, que le hacía siempre vencedor en el juego de la Barra; el Garapacho, andarín sobresaliente, que cuando había que "llevar un propio" á algún pueblo de la zona era solicitado para ello; el Mata-puas, maestro en el cuidado y arreglo de los colmenares; Pepillo el Apañusco, el gigante del pueblo que por su elevada estatura tenía el privilegio de ser portador del pendón de la Hermandad en las procesiones de la Virgen; Faustino el de Cigales, pajaritero muy diestro y bebedor incansable; el Mulero, llamado así por su habilidad para domar las más difíciles y peligrosas muletas; Perico el Herrero, que adobaba las rejas, los azadones y los calderos; los tres hermanos Tiedra, que iban siempre juntos á trabajar, á la taberna, á misa y al baile, por lo que les apodaban "la trailla"; Fer-nandito el de Valdescorrieles, Lucas Villaral-vo, Felipe Entreviñas, Buenaventura el de la Tomasa, y los demás que componían el pelotón de los pegujaleros, gente trabajadora, sobria y humilde, que en separándose de sus bestias y aperos parecían perder su condición humana y ni hablaban, ni discurrían.
En la turba de los mozos y galopines era imposible encontrar rasgo alguno saliente, ni perfil que distinguiera á uno entre los otros.
Unicamente llamaba la atención por su aire bravo y decidido Nicolás el Soldado, de cuya condición é historia de servidor de la patria en las filas marciales daba idea, no sólo el sobrenombre con que era conocido, sino la medalla de plata que sobre el pecho ostentaba; había estado en la guerra civil, en Somorros-tro y las Muñecas, y más tarde en Cuba, Después de once años de cuarteles y campamentos había retornado á Zaratán para coger el azadón, continuando el oficio de sus mocedades. Era de los pocos cofrades del Centeno que sabían leer y escribir y eso lo había aprendido en la milicia. Esta superioridad cultural le había designado para llevar las cuentas de la Cofradía.
Así que se hubo distribuido una ronda de vasos de sangría, comenzó la junta. El Lebrusco dijo que era llegada la hora de pensar en los festejos de la Señora, y que cada uno d ibia manifestar lo que le pareciera.
El Chato Cizaña interrumpió: •
—Eso es cosa del prioste. Él debe proponer lo que le cuadre, y luego los demás diremos lo nuestro.
—Pues el prioste—repuso el Lebrusco, después de un largo silencio—no sabe lo que proponer, porque luego todo os parece mal. Fondos haylos escasos. El año ha sido malo. Las lluvias de hogaño atrasaron la labor y todo ha ido de cabeza. Ya se sabe: la sementera temprana engaña muchas veces; pero Ja tardía siempre. Los terruños han estado flacos. El tremesino encepó tarde y ahijó poco. Desde Marzo el tiempo fué enjuto, y en la sobrehaz de los panes se formó la tez que ha secado los surcos, Luego ha caído la lluvia, que con el resquemor de los soles, ha escalentado las espigas. Más val ico y mar gazas hay en los campos que no trigo.
—¡Vamos, hombre!—dijo el Chato Cizaña—, que no vamos á tener ni pa pagar el sermón, ni el tamborilero.
—No es eso—contestó el prioste—. Es que hay que mirar despacio antes de meterse en gastos.
—Pues aviaos estamos entonces. Los del Grano de Oro nos van á echar la pata, porque se traerán la música del Hospicio de la capital y unos fuegos que los van á buscar á Valde-lamata, y que van á ser lo mejor que se ha visto, ni verá. Pa pedricar han ajustao al Deán de Noblurve, que es, parlando, lo mesmo que una cotorra real. Pa la capea van á traer al Relumbres, que se come los toros, y cuatro maletas que saben de banderillas más que el Obispo. Con que á ver qué vida, si nosotros nos echamos pa atrás.
De esta manera habló Faustino el de Ciga-les, empedrando su discurso de ternos.
—No—replicó el Lebrusco—. Echarse pá atrás, no. Pero pensar lo que va á hacerse, sí, —Vaya una salida—opinó el Chato Cizaña—. A eso venimos; á pensar lo que se debe hacer.
Siguió hablando el de Cigales:
—También piensan los de Grano de Oro dar limosnas á los probes.
—Con lo que les roban—gritó el Soldado—, ¡Bien pueden!
—Si escomenzamos á ahervorarnos, nada haremos bueno. Calma y orden. Que cada cual diga lo suyo, sin faltar á nadie.
Entonces comenzaron todos á hablar al mismo tiempo. Cada cual comunicaba sus ideas al vecino, y éste replicaba. Formáronse grupos que discutían, sin que nadie lograra hacerse oir del concurso. Plan de las fiestas, ninguno le llevaba formado, y sólo coincidían en que fueran mejores que las de la cofradía rival. El Lebrusco trataba dequesele diera el programa concluido, para librarse de los juicios adversos: cómoda manera de ejercer el poder ejecutivo, que no era, en verdad, invención del prudente labrantín.
Esta misma escena se repetía todos los años, acabando siempre de la misma manera: que el prioste se veía obligado á resolver por sí y ante sí, prescindiendo de los dictámenes de los discutidores. •
Cuando la reunión iba a concluir, Nicolás el Soldado dijo:
—Con perdón, quisiera hablar de una cosa que me parece necesaria.
Era el más ducho en los decires; pero la humildad de su condición de jornalero le intimidaba cuando tenía que hablar entre los pró-ceres de la colectividad Centenera
—Di lo que quieras, hombre—le contestó el Lebrusco.
—Pues, con perdón, es para hablar de Hernán el de las Palomas.
—¿Y qué vamos a meternos nosotros en eso?—interrumpió el prioste—. Eso es cosa de la justicia.
—Sí—repuso el Soldado—. Es cosa de la justicia; pero, con perdón, á mí me parece que la caridad no está reñida con la justicia. Cuantimás que el tío Hernán es hermano de Nuestra Señora del Centeno y ha sido prioste. Algo debemos hacer por él.
Se produjo un silencio, revelador déla contrariedad que la iniciativa de Nicolás había causado.
El Hormigón le rompió, exclamando:
—¿Y qué vamos á hacer nosotros? Din ero no hemos de darle, ¡Ni para qué le hace falta ya!
—¡Mal has hecho en mentar á ese hombre que nos está deshonrando!—replicó el Chato Cizaña—. ¡Que Dios le amparel
—Pues a mí me parece que tenemos una obligación con él—insistió el Soldado—. Por socorrerle no vamos á mancharnos de la culpa que haya cometido.
—Apenas están deseando los del Grano de Oro que nos descuidemos tanto así, para quitarnos el pellejo—añadió el Cizaña,
—Allá sus mercedes—concluyó el Soldado—. Yo y otros haremos lo que podamos por el pobre... Suena un run run hace días que no sé en qué parará; pero á mí me parece que esto va á traer cola.
—Pues por eso es por lo que no debemos mezclarnos nosotros—dijo con energía Lebrusco—. ¡Buena gana de buscarnos líos!
Fueron saliendo á la calle los cofrades. Pronto se hallaron solos el Lebrusco, el Chato Cizaña y el Hormigón:
—Ahora que estamos cabales—dijo éste— vamos á hablar de algo importante. ¿Sabéis cómo vienen este año los segadores?
—Me han contado—repuso el Chato—que quieren pedir unos jornales terribles, porque ya los han conseguido así en la tierra baja.
—Es cierto—afirmó el Hormigón.
—Pues habrá que defenderse—opinó el Lebrusco—. Contra el vicio de pedir, hay la virtud de no dar.
—Pero, ahora, no es eso lo que nos conviene—dijo el Hormigón
—Es la primera vez que te veo rumboso— exclamó el Cizaña.
—Porque ahora nos tendrá cuenta.
—Explícate, hombre, que no salgo de mi asombro.
—Cosa sencilla... Oíd... Los Señores se han reunido y han acordado negarse á los jornales que van a pedir los segadores. Quieren darles la batalla. Dicen que esos sinvergüenzas cada año suben más la tara, y que si una vez no se les echa el alto, acabarán con ellos y con sus ganancias. Han querido enterarse de lo que pensábamos nosotros, y me han echado un encontradizo, para saberlo. Ellos piensan que, aunque nuestra faena es cosa de nada, si se compara con la suya, no podrán conseguir lo que se proponen si no estamos de su lado y si no nos ponemos de acuerdo con ellos... Y tienen razón... Pero es que las cuadrillas vienen con las de Caín. Ó se les paga lo que quieren, ó se van sin segar. Unos días que se tarde en coger los panes todo quedará perdido y habremos hecho un mal negocio. Ssrá la ruina... En cambio, si nosotros, los centeneros, nos avenimos con las cuadrillas y nos siegan lo nuestro y se van sin segar lo de los Señores, éstos reventarán. Por eso digo que hay que mirar despacio lo que hemos de hacer.
—Pues míralo y ya nos dirás, que en bueñas manos está el pandero-repuso el Le-brusco.
El triunvirato se disolvió, y cada uno de sus miembros se echó á pensar cómo sacaría el mejor partido de la situación con daño de los compañeros.
Estrecha y pedregosa la vieja rúa desciende en violentísima pendiente desde la plaza de la Colegiata á los arrabales. Arriba se destacan las torres cuadradas, amenazadoras, á las que el paso de los siglos ha impuesto la dignidad de la vetustez, sin privarles de la fortaleza. Abajo se descubren los campos labrados, con la mies ondeante al soplo del viento rafagoso, oriundo de las tierras que pateó el caballo del Cid, y que orea á intervalos las alcarrias y los altonazos. Es un domingo canicular.
La calle del Cardenal Albornoz está llena de gente, de caballerías y de puestos. Celébrase la llamada "feria de los segadores". Es el momento en que se ajustan las faenas de la recolección. Aquella turba astrosa, se compone de hombres de muy diversas regiones de España. Unos son venidos de los vecinos términos de Soria y de Teruel. Otros proceden de Alicante y aun los hay de Almería y de los ariscos villorrios de Despeñaperros. Ya han despojado de sus cosechas á las tierras bajas, en las que el estío se anticipa, y siguiendo la elevación de la línea termo-métrica, como animales emigradores acuden ahora á estos parajes, en los que los frescores primaverales perduran y casi se enlazan con los fríos del Otoño, El sol los ha tostado y ennegrecido. Podría decirse también que los ha desecado y contraído, evaporando de sus cuerpos delgados y ágiles el tejido adiposo, y dejando en ellos, no más que lo que es preciso para la durísima faena: los huesos de acero y los músculos como correas. No llevan más ropa que la necesaria para disimular la desnudez, camisas de áspero lienzo, calzones de paño pardo, de algodón, de pana ó de estezado, alpargatas abiertas con las cintas ceñidas al tobillo, faja de lana que rodea los talles enjutos. Cubren sus cabezas, ó la boina negra, que apenas tapa los indómitos mechones, ó amplio sombrerazo de paja basta. No pocos se ajustan las sienes con el pañuelo de yerbas, cuyas puntas penden sobre la espalda. Algunos traen sobre los hombros manta, poncho ó escapulario de frazado. Todos ostentan sobre el cuello el instrumento de su labor, la hoz, de mango de madera blanca, con una muesca en su remate para afirmar su sujeción en la mano que ha de manejarla; y el hierro, labrado en su corte por la línea de agudos dientecillos, reluce sobre la piel olivácea, estriada de arrugas. Los hay de todas las edades, viejos la menor parte, y éstos andan encorvados y despaciosos: suelen los tales ser los jefes de las cuadrillas, los que discuten el precio y cierran el trato. Casi todos los otros son de veinte á cuarenta años, y de complexión recia, de andar elástico, de ojos profundamente obscuros, chispeantes con las llamaradas del alcohol que han libado en aquel día de descanso y de esperanza. Ya guardan en el nudo de la faja el producto de la faena hecha, y ciertos de que son necesarios, ostentan en el rostro y en sus palabras una especie de orgullo dominador, en que despunta el odio á los que les hacen trabajar y regatean los salarios. Aun cuando los dividen los odios de comarca que hacen vivir á los habitantes de la unitaria España en perpetua guerra civil, en la ocasión de ahora les funde y enlaza el común interés de la defensa contra el propietario á quien han de servir. No se conocían esta mañana la mayor parte de ellos, y ya se han puesto de acuerdo. Media palabra ha bastado, media palabra cruzada al toparse los grupos en el camino, ó al entrar per la puerta de Soria, tal vez en la taberna. Los novatos se aconsejan de los que conocen de otros años la tierra y sus moradores. Comunican éstos á aquéllos quién es el labrador informal que no cumple fielmente lo convenido, cuál el avaro, cuál el que da á los segadores pan negro y terroso, rancho inmundo que no comerían los perros. Refiérense los peligros que hay que huir, las venturas cortas y los pródigos infortunios de las anteriores campañas.
A mediodía la calle del Cardenal Albornoz se hallaba en la plenitud de la animación y del ruido. Todo su curso se encontraba atestado de gente, y entre ella se veían centenares de asnillos con el avío de cada cuadrilla. Aquella muchedumbre desarrapada observaba una compostura extraña, á pesar de la influencia del vino. No se escuchaban gritos, ni aun voces altas, ni un solo cantar. Un ambiente de tristeza dominaba sobre la greguería de vendedores y compradores, de segadores y labriegos. Estaban ventilando el gran pleito de su existencia durante largos meses. Los propietarios ó arrendadores de las tierras discuten los céntimos con tenacidad y con malicia, intentando sacar el mejor partido. La pobreza de los predios, en los que de una cosecha buena á una mediana, no hay diferencia que cambie su extraña condición de propietarios mendicantes, les obliga á pelear con insistencia por un real más ó menos en el precio. Y los segadores, á su vez, se aferran á la proposición que habían anunciado. Era la agria competencia de los hambrientos en torno á la gamella, en que se halla la parva ración, que, conquistada, ha de librarlos del hambre. Los labradores de Zaratán y de los lugares circundantes, que eran los que acudían á buscar allí segadores, iban y venían ante la compacta muchedumbre forastera. Había que verlos, vestido el traje de las fiestas, la media blanca de factura doméstica, el chaleco de buriel con botones de acero y al hombro la chaqueta. La camisa limpia recién puesta, por ser aquel día domingo, hacía parecer más morenos sus rostros de severa traza, en los que la barba azuleaba no obstante la rasuración semanal del sábado. Eran cortos en las palabras, y las medían antes de pronunciarlas, con la cobarde prudencia del labriego pobre. Solían ir acompañados de sus mujeres, por lo común menudas, de talles altos y senos comprimidos, muy limpias, la cabeza adornada con el pañuelo de colorines. Iban casi todas cargadas con la alforja de frisa, que reventaba con las compras de que se habían provisto. No acompañaban á sus maridos por diversión, ni jolgorio, sino como consejeras y tutoras, que añadían á la natural desconfianza del hombre la sagaz y sospechosa vigilancia de la hembra, representante de las codicias familiares, ajena á toda aventura y á toda generosidad. Ellas eran las que decidían y las que con mayor fiereza regateaban, empleando vocablos desdeñosos para los segadores. Á veces un arranque de ira de la labradora, al ver cómo se obstinaba el jefe de la cuadrilla para imponer un precio elevado, ponía término á la negociación.
—¡dos noramala á segar los panes de Ba-rahona—-decía la mujer con aire frenético, refiriéndose á la yerma planicie donde la superstición tradicional imagina que se juntan las brujas de todo el reino.
Y el astuto segador que en nombre de sus compañeros negociaba, respondía con mansedumbre un tanto irónica, sin abandonar los usos del respeto establecidos por la costumbre:
—Vayan con Dios los amos. No encontrarán quien los sirva más barato.
Pero luego se reanudaba la conversación, porque harto sabían el labrador y su compañera que sería inútil pretender rebaja: los forasteros estaban de acuerdo y lo hubiera pasado mal quien traicionase el acuerdo de la colectividad nómada que tiene en su hoz, no sólo un modo de ganar la vida, sino también de dar la muerte.
En aquel día los tenderos de Zaratán hacían buen negocio dando salida á los géneros que de tercera ó cuarta mano y con elevación de precios absurda expendían. Hallábanse en la calle del General Albornoz casi todos los establecimientos de comercio de la ciudad, ocupando las ruines y angostas casas de aquella vía. Estas tiendas, al estilo de las antiguas abacerías, almacenan los artículos más heterogéneos: las telas con que se engalana la gente lugareña y los aparejos, bastes y jáquimas de las bestias de labor, velas de cera y armas de fuego de fabricación tosca, cromos catalanes con sus marcos dorados y botijos de barro blanco, varas de fresno atadas en haces como las de los lictores, y objetos de ferretería, tiras de cuero para abarcas y alpargatería de la Rioja, Penden delante de las puertas de las tiendas congrios amojamados, lonjas de tocino, ristras de chorizos, sartas de ajos, corambres que aún recuerdan la forma del animal que llevaron dentro, mantas, blusas, boinas negras y amarillas, sombreros de desaforadas alas y de pesadísima contextura, paraguas y quitasoles, fajas que ondean azotando el rostro de los transeúntes, paquetes de cordelería, palas de hierro, bieldos, almocafres, todo revuelto en una confusión pintoresca de zoco moruno. Para que esta reminiscencia marroquí sea completa, falta sólo la algarabía nasal con que nuestros hermanos del Mogreb orquestan su vida; mas contemplando los rostros que el sol y el aire han puesto obscuros y relucientes, los pechos y los brazos del color del cordobán, las miradas iracundas que parten de los ojos ardientes, hay motivo para sospechar que una kabila ha llegado á la villa de Las Lomas, para reanudar en sus campos y en sus jarquías la historia que interrumpió en el siglo xi el obispo reconquistador don Ardido, el de las luengas barbas y el lanzón giganteo. Y por si faltara algún rasgo definitivo para que la confusión étnica y geográfica se produzca, escuchad el rumor de los infinitos enjambres de moscas que vuelan sobre las vituallas expuestas en las mesillas con que los tenderos prolongan sus escaparates y mostradores. Las aceras y el arroyo están llenos de canastas de uvas, brevas, albérchigos, melocotones. Aquí se alza una mediana montármela de quesos de cabra, allí se amontonan las serillas de higos valencianos, allá el carnicero presenta en sucias fuentes, livianos, corazones y cabezas de carneros, acullá las cubas de escabeche tarifeño arrojan el picante vaho del fortísimo vinagre. Y en todo, sobre todo y en torno de todo las moscas andan en asquerosa nube proclamando el imperio de la suciedad y de la barbarie. No es que las kabi-Ias han vuelto. Es que no se habían ido.
Los segadores han marcado este año para su trabajo precios fuertes. No se meterá una hoz en las mieses si no se da á cada hombre un jornal de tres pesetas, más las cinco comidas y el vino á discreción. Los labradores se resisten. Son las dos de la tarde y aún no se ha cerrado un solo ajuste. De ambas partes se aguarda que el tiempo dé la victoriaá quien posea el talento de la paciencia, lucha en que se acecha el primer movimiento de nerviosidad del adversario para caer sobre él y hacer botín de su voluntad y de su dinero. La prolongada porfía empezaba á exasperar á unos y á otros, pero los más inquietos eran los labradores, porque había circulado el rumor de que si, antes de media tarde no se llegaba á la avenencia, los segadores se irían de Zaratán á las tierras altas de la Contra-Loma, donde se les esperaba, en cuyo caso las mie-ses de Las Lomas meridionales se consumirían en los surcos.
En el casino de la localidad—en uno de ellos porque los "clubman" de Zaratán eran pocos, pero mal avenidos—se reunieron los ocho ó diez labradores principales para tratar del caso. Allí se habló de los peligros que amenazaban, y se lanzó la idea de apelar á la fuerza.
Don Tadeo de Santa Olalla, cacique y usurero famoso, presidente de la hermandad de Nuestro Señor del Grano de Oro, émulo del difunto Gálvez, y á quien interesaba que la recolección empezara cuanto antes, para cuanto antes cobrar las cantidades que á premio estupendísimo tenía prestadas, apuntó la idea de que acaso en la terca obstinación con que los segadores mantenían las ruinosas condiciones de su trabajo, se ocultaba una huelga organizada por los enemigos de la villa.
Don Guillermo Ozores, consiliario de la hermandad, letrado, que así gobernaba los intereses de la cofradía como los embargos de los deudores de Santa Olalla, recordó que el Código penal castiga á los que se ponen de acuerdo para elevar los precios de las cosas y servicios necesarios á la pública sustentación; y expuso una teoría económica, política y de jurisprudencia que entusiasmó á los congregados, porque el propietario castizo estima que su interés es su derecho, y diputa éste intangible y sacrosanto.
En esto entró en la sala el conserje dei Círculo con la noticia de que ya se había hecho un ajuste, en las condiciones que imponían las cuadrillas.
—¿Quién ha sido el cobarde traidor?—preguntó con voz colérica don Tadeo.
No era uno sólo: eran todos los labrantines, con el Hormigón á la cabeza. Éste había tra-tratado en nombre de sus compañeros de la cofradía del Paño Pardo.
La indignación fué general. Los propósitos de venganza, fieros y vehementísimos.
Escuchóse entonces un rumor sordo que venía de la calle. Sonaban pasos perezosos de una multitud, que lentamente se movía, confundidos con el andar de bestias ramaleadas, cuyos ferrados cascos herían los guijarros. La mareta de las conversaciones de la andante caterva formaba confusa totalidad, de la que apenas sobresalían algunas voces agudas, con las que se llamaban unos á otros para reunirse los miembros de las escuadrillas que se habían disgregado durante las idas y venidas por la calle del Cardenal Albornoz. Eran los segadores que emprendían la marcha. ¿Adonde? ¿Por qué? ¿Cómo era aquello? ¿Daban por interrumpidos los tratos y se iban de Zaratán?
Bien pronto se dieron cuenta de lo que pasaba los señores del Casino de la Amistad. Impaciente y sin poder dominarse se asomó al balcón don Tadeo. Vió la calle del Bailío, donde el círculo estaba, que era frontera á la Colegiata, y formaba esquina con la del Cardenal Albornoz, llena de gente. Las legiones errabundas de la hoz se alejaba con sus bestias y con sus hatillos. Era una retirada tranquila, la marcha de un rebaño que se deja conducir por sus guías y que, no sabiendo adónde va, está cierta de no equivocar el camino. Así se alejan los animales emigradores de los parajes, donde los elementos los combaten y los hombres los persiguen. Advertíase en la turba andariega aquella disciplina que las ma* sas populares guardan el primer día de sus campañas de defensa ó de ataque, disciplina que presto rompe la pasión del odio, rindiéndolos y entregándolos á adversarios y explotadores.
Contempló don Tadeo la infinita variedad de los guiñapos que vestían á lachusma errante, la diversidad de sus tipos, como de hombres que eran de razas distintas. Iban allí los achaparrados silenciosos y tristes castellanos de las mesetas estériles, curtidos por los vendavales y esqueleteados por la heredada miseria fisiológica. Á su lado caminaban los levantinos, enjutos y esbeltos, cuyo aire de osadía, como señores que eran de las sendas del vivir aventurero, rieptador de los peligros, daba á su pergenio astroso aspecto de marcial gentileza.
Los mozos mostraban la alegría que á la inconsciente versatilidad juvenil inspira lo inesperado, y más si la aventura no presenta un desenlace conocido. Un grupo de cincuentones, en quienes las asperezas de una existencia en que sobraron las fatigas y faltó el pan, habían anticipado los trágicos aspectos de la vejez caduca, conversaban con animación. Á la cabeza de este grupo iba un hombre de delgadez extrema, la tez amarillenta, los ojos de niñas tan pálidas que parecían mirar con la córnea. Un pañuelo negro ceñía su frente, y sobre el cuello llevaba dos hoces, cuyas agudas puntas se ocultaban en sendas zoque-tas. Abierta ó desgarrada la camisa mostraba las crines del pecho, y en el siniestro lado de éste una cicatriz lívida. Un galgo atigrado, flaco como el hombre, seguía á éste, ajustando su marcha á la de una jumenta, tan menuda, que casi le arrastraban los serones, de que era portadora.
—¡Ahí los tenéisl—dijo el hombre del pañuelo negro á los que estaban cerca—. Los que nos iban á hacer segar á tiros.
Y señalaba á dos parejas de guardias civiles, cuyos tricornios enfundados se destacaban en lo alto de la calle. El aperador de don Tadeo había hecho circular la absurda especie, para atemorizar á los segadores y obligarles á ceder en sus pretensiones.
"Os estáis buscando una perdición—les había dicho —. Mi amo y los otros señores no quieren que les robéis. Tienen de su lado á los de justicia y á la Guardia civil. Ninguno de vosotros traéis los papeles en regla, ni cédula personal, ni Cristo que lo fundó. De modo y manera que en cuanto empiecen á pediros los documentos iréis entrando en la cárcel."
No fué necesario más para que las cuadrillas acordasen partir. Sólo se quedaron en Zaratán las que habían sido contratadas por los labrantines centeneros, unos noventa hombres.
Había en esta resolución, no sólo un efecto del miedo á posibles violencias, sino además un sentimiento dt venganza. Les irritaba el empeño de los labradores ricos de Zaratán, de que se les hiciera el avío más barato que á los de las otras zonas donde ya habían trabajado aquel año. A los mismos precios que pedían en la villa de Las Lomas habían sido pagados en Muradel, en Las Rastreras, en toda la campiña del Tajuelo y en los rodeos de Santa Cruz de los Donceles. Ya en anteriores jornadas se habían encontrado allí con el mismo propósito de rebaja, y siempre había partido la iniciativa de don Tadeo, el gran cacique de aquella comarca, que cada día abusaba más de su poder creciente. Así inspiraba él un negro odio á los jornaleros del país y á los forasteros.
Algunos de los segadores que conocían á don Tadeo, viéronle en el balcón del Casino y se detuvieron un punto á mirarle. El hombre del pañuelo negro y del galgo flaco levantó los puños en alto, y con una sonrisa fría y amenazadora exclamó entre dientes:
-—Si alguien te segara á ti la cabeza iban á tocar solas las campanas de la Colegiata, y el vino iba á subir en Las Lomas.
Procuró Santa Olalla reprimir la ira que le producía la actitud de los segadores, y afectando calma y serenidad dijo á sus acompañantes:
—Mucho orgullo van echando esos granujas. Ya volverán. El hambre es gran domadora de voluntades.,. Pero los centeneros habrán de pagárnosla cara.
Don Tadeo Santa Olalla y Martínez era hijo de un notario de Torrico de las Lomas (un lugar de escaso vecindario y de pobres recursos), quien no pudiendo dar á su hijo carrera y estudios, apenas supo el chico leer y escribir, le colocó de dependiente en el almacén de Dueñas Hermanos, el más importante de Noblurve. Despierto, activo, servicial y obediente, en poco tiempo se granjeó la simpatía de don Florentín, que era el mayor de los Dueñas y el gerente de la casa. Fuerte y dispuesto siempre á ejecutar el trabajo que se le encomendara, así barría la tienda como iba á llevar las compras á los parroquianos. Y cuando llegaba el domingo, en vez de irse de paseo con sus compañeros, se quedaba en el almacén, donde buscaba alguna ocupación que pudiera ser grata á su amo.
—Pero, muchacho—le decía éste—, ¿no sales como los otros?
—No, señor—respondía él—. Si su merced me lo permite me estaré aquí. Y si me deja, haré algo para entretenerme.
Contestación que fué la base de su fortuna, porque don Florentín Dueñas, que había hecho su pequeño caudal en Buenos Aires, matándose á trabajar, estimaba sobre todas las cosas á los hombres para quienes el descanso es el aburrimiento y que no sienten fatiga ni tienen necesidad de diversiones. En estas horas Tadeo limpiaba las piezas de tela con un plumero, ordenaba los clavos y tornillos que el despacho de cada día había dejado fuera de sus paquetes, cortaba azúcar de pilón en pequeños fragmentos, removía los montones de bacalao para evitar que las piezas de debajo se humedecieran y las de arriba se secasen demasiado, disponía en artísticas pirámides los botes de conservas, buscando siempre alguna faena que le valiese el aplauso del principal. Y esto lo hacía de modo que los otros dependientes no se enojaran por su celo, porque, entre otras habilidades, le había dado Dios la de llevarse á maravilla con todos. Él ocultaba sus ambiciones y se presentaba á la mirada ajena como un humilde, un inhábil y torpe.
Dedicaba algunos ratos á leer el único libro que había traído de su casa, que era un volumen desencuadernado en el que estaban la ley de Enjuiciamiento civil, el Código de comercio, el Arancel notarial y el Reglamento para la exacción del impuesto de papel sellado. Al despedirse de su padre le había pedido algo que pudiera leer para que no se le olvidara, y el notario le dió aquel tomo, único del que podía desprenderse, porque otra clase de libros jamás entraron en el despacho del depositario de la fe pública. No era muy distraída la lectura; pero Tadeo, ú Olallita, como le llamaban en el almacén, se pasaba grandes ratos leyendo y releyendo, con lo que llegó á aprenderse de memoria el texto.
Un día en que don Floren tí n estaba muy pensativo porque uno de sus comitentes, tendero de Mohedas del Pulgar, había quebrado, dejándole á deber unos miles de reales, hablaba de ello con el dependiente mayor sobre la manera de resarcirse y del procedimiento judicial más barato, eficaz y rápido para intervenir en la quiebra. Olallita, que, armado de una regadera, rociaba el suelo, para después barrerlo, escuchó con toda atención lo que ambos decían, y de repente se detuvo, y dirigiéndose á Dueñas exclamó:
—Si el amo me lo permite diré una cosa que sé de eso que tratan.
Miró al muchacho con sorpresa don Flo-rentín.
—¡Qué has'de saber tú, hombrel—dijo.
—Sí, señor. Sé. Ya lo verá su merced cómo sé.
Y recitó, sin errar en una tilde, los artículos del Código sobre quiebras y embargos mercantiles.
—A ver, á ver—repuso el comerciante—. ¿Quién te ha enseñado eso?
—Yo lo he aprendido en un libro que me dió mi padre.
Aunque fué de escasa utilidad para Dueñas la sabiduría leguleya de Olallita, valió á éste la consideración de aquél y le destacó de la servidumbre de la casa. Ya no barrió más la tienda, ni cargó con fardos, ni anduvo por la población con la cabeza descubierta repartiendo comestibles y telas. Había sido destinado al escritorio.
Tres años después Tadeo era el primer dependiente del almacén de Dueñas Hermanos, y cuando el mozo cumplió los veinticinco/quédó asociado á los negocios del establecimiento, que él, con inteligentes iniciativas, había hecho prosperar extraordinariamente. La vulgar'y conocida historia del hortera feliz se repitió otra vez. Don Florentín tenía una hija, con la que contrajo matrimonio Santa Olalla, y entonces éste se quedó con el comercio, pasando una renta á su suegro, quien, enfermo y casi ciego, hubo de retirarse de los negocios. No se contentó Tadeo con las modestas ganancias de aquel mercanceo, sino que emprendió otras empresas más importantes. Se hizo contratista de obras públicas. Construyó puentes que se hundían á la primera riada, carreteras que estaban llenas de baches antes de que apareciesen marcadas con una rayita en las cartas oficiales, el asilo provincial de Noblurve y las escuelas norma* les de la provincia. En estos andares conoció á los políticos influyentes de la comarca, y con la protección de ellos acrecentó sus beneficios. No reparaba en escrúpulos ni en sutilezas de virtud. Para él era bueno todo lo que las leyes no castigaban. Y las leyes las entendía, no como la expresión de un concepto moral que debía ser respetado en su esen* cia, sino como una fórmula cuya letra, cumplida estrictamente, constituía la base de la sociedad. No en vano había sido el Código de comercio la escuela de sus primeras enseñanzas. Llegar al último límite de lo permitido, aun frisando con lo penable; convertir el derecho en arma de combate para vencer á los demás: ese era su constante propósito. No era abogado; pero no había en esta tierra, esencialmente forense, más astuto pragmático.
Aprovechando una ocasión milagrosa compró por unos cuantos miles de duros una finca regia, situada en Zaratán, y que procedía de los bienes de la Iglesia desamortizados por Bravo Murillo. Esto le obligó á trasladar su residencia á la villa de Las Lomas, después de ceder en pingüe traspaso el almacén de que, muertos los Hermanos Dueñas, era su esposa la única propietaria. Entonces fundó D. Tadeo su cacicazgo, uno de los más diestramente regidos de la nación; y á la sombra de su poderosa influencia su fortuna aumentó fabulosamente. Para evitarse los enojos electorales, en que acreditó desde luego su maestría, buscó un personaje de los que prevalecen en todas las situaciones, uno de los que en el argot político se dice que "tienen distrito propio", y que vienen á ser, respecto de los ciudadanos votantes, lo que los encomenderos de la conquista americana respecto á los esclavos de la Nueva España. Así no había luchas, y se libraba de las murmuraciones populares, de los ataques de la Prensa y de las cavilaciones y trabajos que desvelan y fatigan á los muñidores del sufragio. Los alcaldes de los pueblos que componían el distrito le enviaban las actas parciales de una elección que no se había verificado y que, sin embargo, significaba el asentimiento de la resignación, y celebrado el escrutinio con todas las solemnidades de la ley, don Tadeo remitía la credencial de diputado á Cortes al personaje, quien recompensaba estos servicios siendo el agente de los intereses del cacique en lo que éstos tenían de relación con el Poder central. Tal vez ese personaje era alguna vez ministro, y entonces Santa OJalla decía en su tertulia, ó en el casino, de que era presidente honorario: "Zaratán me debe el honor de que su diputado sea consejero de la Corona."
Desde el viejo caserón restaurado en que vivía, el cacique manejaba los infinitos hilos de su organización, al extremo de cada uno de los que había un interés, una vanidad, una esperanza, un odio, acaso un crimen. Y él tiraba suave ó enérgicamente, según las circunstancias exigían, para obtener el servicio necesario, A fin de asegurarsudominación habíapro-clamado una severa, terrible Ordenanza que sólo estaba escrita en su memoria, yque aplicaba el castigo correspondiente á cada desafuero. La desobediencia podía merecer indulto. La rebeldía, en algunos casos, también. La traición, nunca. Para los desleales tenía el régulo de Las Lomas establecida la pena de muerte civil, Y era inexorable en sus sentencias.
Jamás quiso aceptar cargos oficiales, ni honores de relumbrón. Pensaba que ellos ofenderían su concepto de la existencia, concepto práctico y utilitario, ajeno á lo fantástico y aparente. Como algunas favoritas de reyes trocaban la brillante indignidad de su situación por la riqueza y las prebendas para sus familias, el cacique, que estaba unido á la nación por un matrimonio de la mano izquierda, convertía los espléndidos uniformes, las galas del boato oficial, el relumbrón ministerial y cortesano, en beneficios, influencia, poder eficaz y fuerza irresistible. Él, que hacía concejales, Ayuntamientos, Diputaciones provinciales, diputados á Cortes, senadores, jueces, magistrados, y tenía en Madrid un servidor excelentísimo que hablaba á diario con el rey, debía despreciar las vanaglorias de la pública gobernación, mirando á la caterva de sus hechuras como el director de un teatrillo de fantoches á los muñecos que menea. La turba por él creada se movía, actuaba, peroraba en la tribuna, escribía en los periódicos, dictaba sentencias, recaudaba tributos, ejercía las funciones de la autoridad, para que, libre de responsabilidades! él imperase.
Y ese mismo sentido de la realidad, en su aspecto más bajo, cuanto más útil, le aconsejaba no hacer ostentación de su prestigio, ni herir la vanidad de los otros. Transigía con ellos, en cuanto no le estorbasen, y les concedía su benevolencia, siempre que ello no perturbara sus planes. Disimulaba su tiranía para no hacerla demasiado odiosa.
Santa Olalla había consentido que el Caracol se enriqueciera, cuidando, eso sí, de que la influencia del oro que atesoraba no se convirtiera en instrumento perturbador de su poderío. Y con el Señorito había observado una conducta de tolerancia respetuosa.
Ahora, la muerte de la condesa del Viso creaba para él una dificultad. La Cofradía de Nuestro Señor del Grano de Oro era Patrón» de la fundación Madrigal, un instituto benéfico, poseedor de caudal considerable, legado por un obispo de aquel apellido para emplearlo en dotes de doncellas pobres y de monjas, carreras eclesiásticas á seminaristas sin recursos, préstamos sin interés á labradores, en época de penuria, estragos de la tormenta ó epidemias del ganado, y para sostener tres hospitales en otros tantos pueblos de la zona, que eran Zaratán, Los Santos Campizos y Ca-rrinches de Escalona. La condesa del Viso, como representante de la rama primaria de los Madrigal, tenía la suprema inspección de ese Patronato; pero nunca la había ejercido. Su ancianidad, sus enfermedades y la tristeza de su viudez le habían hecho olvidar la obligación en que estaba de ver si el inmenso caudal de la fundación se empleaba en los fines caritativos que el obispo dispusiera. Además le inspiraba confianza la honradez de Santa Olalla, que era quien, como presidente de la Cofradía, llevaba el régimen del pío instituto, Y él cuidaba muy bien de alimentar aquella confianza cerca de la condesa.
Fallecida ésta iban á parar las funciones tutelares á su sobrino el marqués de Caleruela, varón respetable, que vivía en Madrid. Previ sor y avisado, don Tadeo, venía desde hace tiempo previniendo el ánimo del marqués para cuando llegara el caso que ya se había producido. Seria un quebranto para la omnipotencia del cacique el que se disminuyera la libertad con que él administraba las cuantiosas rentas de la obra piadosa, No es que se lucrara con el dinero de los pobres; es que, siendo el dispensador de tantos beneficios, el influjo de su cacicazgo político iba aumentando, ennoblecido por el ejercicio de la próvida caridad.
Así esperaba con impaciencia la confirmación de sus esperanzas con una resolución del marqués de Cálemela que le confirmase en la función que venía desde veinte años ejerciendo. Y ello le obligaba á mayor atención para con don Quirino: porque éste carecía de poder para darle ó quitarle lo que tanto ansiaba conservar; pero sí era de temer que, si se irritaba, acudiera á su ilustre pariente con quejas ó acusaciones que dificultaran la solución favorable. Por mucho que el marqués despreciara á don Quirino, al fin era pariente suyo, y no habían de serles gratas sus protestas en asunto que importaba al renombre del linaje.
Cerca de diez meses llevaba preso Hernando Palomera, y aún no se había resuelto el juez á dar por concluso el sumario. Esperaba que al fin declarase aquél su culpabilidad, y confiaba para ello en la acción del calabozo y del régimen carcelario, que rinde las voluntades más vigorosas. Aún iba á ver al procesado frecuentemente, y siempre llevaba dispuestos algún ardid, alguna estratagema para penetrar en el escondido misterio de aquella conciencia. Había tenido en incomunicación á Hernán todo el tiempo que la ley consiente y mucho más; y con cualquier motivo, ó sin motivo alguno, volvía á decretar la incomunicación, aplicando así al infeliz una especie de trato de cuerda moral para descoyuntar el espíritu que él suponía obstinado en esconder la verdad.
Cuando se preguntó al preso respecto al nombramiento de abogado defensor, dijo:
—No conozco á ninguno; no tengo con qué pagar los servicios del que eligiese, y como sé que me van á condenar, sería inútil pensar en eso.
—Entonces la ley te proveerá de defensor —replicó el juez.
—Me es igual. Nada espero, nada temo sino la justicia de Dios.
—¡Tan convencido estás de tu culpa, y tanto pesan sobre ti las pruebas del crimen que has cometídol
—¡Tan seguro estoy de que un hombre solo y encerrado nada puede contra todos los que que se han empeñado en perderle!
—Pero, ¿quién tiene ese empeño?
—Los que han utilizado en contra mía lo que pasó entre D. Simeón y yo en la mañana del asesinato, y además han inventado la infamia de la talega escondida en mi pegujal.
—¿Quién ha podido cometer maldad semejante? Si lo sabes, dilo,
—No lo sé. Si lo supiera lo diría. Y de una sospecha nadie haría caso.
—Pero ¿sospechas de alguien?
—Sí.
—Pues habla.
—Será inútil.
—¿Es que desconfías de la justicia?
—Sí.
—La ofendes y desacatas, y ello será un nuevo delito del que habrás de dar cuenta.
—No me importa.
—Volverás á la incomunicación para que medites en la soledad acerca de si no te convendría más hablar y decirlo todo.
—Nada diré al señor juez porque estoy resuelto á callar.
—Así hablan los soberbios vencidos... ¿Quieres algo que pueda aliviar tu situación? Soy severo, pero no cruel.
—Sólo quiero que me venga á ver, si me hace la merced, el señor Cura de la Colegiata,
—Se le dirá...
—También quiero ver á mi mujer; pero eso no lo pido, porque hace muchos meses que lo he dicho y siempre se me ha negado.
—El juzgado no considera conveniente esa entrevista... ¿Tienes que quejarte del mal rancho ó de tratamientos de violencia?
—Nada más he de decir.
—El orgullo de los desesperados domina tu alma,
Hernán levantó los ojos á lo alto, y los músculos de su rostro se contrajeron enérgicamente. Como no respondiera ni una palabra á otras preguntas que le dirigió el juez, éste ordenó que le condujeran de nuevo á su celda.
Al día siguiente fué introducido en el locutorio, donde le esperaba el procesado, D. Se-rafin del Avalo, Cura párroco de la Colegiata, y capellán mayor de la Hermandad de Nuestra Señora del Centeno.
—Aquí me tienes. Esperaba que me llamases. Varias veces he intentado verte, pero no lo he conseguido. El alcaide me ha dicho que para ello era precisa una orden del juez.
Don Serafín del Avalo era hombre de edad avanzada, alto, delgado, la cabeza estrecha y larga, el pelo muy recio, espeso, completamente blanco, la nariz recta y huesuda, los ojos del color del acero. Nacido en Zaratán, hijo de un pobre labrantín, había pasado la infancia guardando las ovejas de su padre, y apenas había recibido las enseñanzas primarias, cuando fué llamado al servicio militar. Eran los días trágicos de la primera guerra civil. En su alma ruda de niño campesino, sólo vibraba un sentimiento: la devoción á la Virgen del Centeno. Aquella Señora, á la que la tierna piedad del pueblo había vestido con un manto de paño pardo, sobre cuyos pliegues brillaban las toscas alhajuelas, ofrenda de los rústicos fieles, se le aparecía en la soledad del campo entre las neblinas matinales, y el muchacho se prosternaba de rodillas y rezaba larga y efusivamente.
La fiera vida del campamento, tan ajena al amor de Dios y al de los hombres, era poco grata al mozo, no porque le faltara bravura para resistir los riesgos de la guerra, sino porque no encontraba allí el espíritu religioso que á él le dominaba. Un día un sargento le amonestó por un descuido ó negligencia, y al reprenderle, soltó una horrenda blasfemia. Serafín contestó dando al sargento una bofetada, y, sin más espera, se pasó al campo carlista. Tampoco encontró entre los defensores del altar y el trono el respeto debido á las cosas divinas, pero hubo de resignarse, y esperó ver cómo la fortuna resolvía el difícil problema de su existencia. Allí conoció á un fraile navarro que iba y venía de Pamplona y San Sebastián con recados y comisiones. Este religioso pudo apreciar la devoción del voluntario, y le dijo: "Tú debes abrazar el estado religioso. La vocación te lleva al altar/' Encantado le oyó Serafín; pero, ¿cómo lograr lo que, sin haberse antes dado cuenta de ello, era el ansia de su corazón? El fraile le puso en el camino del sacerdocio, enviándole á Valencia, donde, previas las recomendaciones necesarias, ingresó en el Seminario. Seis años después cantaba misa. Su deseo era volver á Zaratán para recoger y cuidar á sus padres que, enfermos, pobres y ancianos, mendigaban la caridad pública. El valimiento de su protector, elevado á la Procura de la Orden á que pertenecía, orilló las dificultades que el caso presentaba, y pocos meses después era nombrado don Serafín del Avalo coadjutor de la parroquia de la Colegiata, de la que, al cabo de varios años, fué Párroco.
Era proverbial su caridad, así como la rudeza de su trato. Los estudios del Seminario no habían labrado la rustiquez originaria del sacerdote que, habiendo llegado á ser pastor de almas, no se olvidaba de que antes lo había sido de ovejas.
—¿Cuánto tiempo hace que no has confesado?—preguntó don Serafín al preso.
—Mucho tiempo; desde antes del día...
—¿Del día en que cometiste esa barbaridad?
—¿Usted también cree que yo he matado á don Simeón?
—Todo el mundo lo cree.
—Pues soy inocente... Se lo digo con el corazón en la mano.
—¿Eres inocente?... ¿De veras?... ¡Me lo repetirás ante este escapulario?—exclamó el cura, sacando de debajo de su raída sotana uno en el que aparecía la imagen de la Virgen del Centeno.
Hernán el de las Palomas cogió el escapulario, lo besó. Sus pupilas se humedecieron.
—Ante mi santa madre lo juro—, dijo.
- Pues si eres inocente, ¿por qué no has procurado demostrarlo?
—Porque es imposible. Han echado sobre mí las pruebas más grandes.
—Ya lo sé. Me he enterado de todo.., ¿Quién habrá hecho esa espantosa y horrenda canallada?...
—Yo me lo figuro... |E1 Señorito!
—Pero, ¿es que lo sabes, ó que lo supones?
—Lo supongo nada más.,. Es decir, lo supongo... y lo sé.
—¿Y en qué te fundas?
—En muchas cosas y en ninguna. En que no tengo enemigos que hayan podido idear eso por perderme; en que no hay en el pueblo nadie que sea capaz de tanta maldad, como no sea ese hombre; en que sé que hace tiempo tenía él sus peleas con el Caracol, por cuestiones de dinero; en que he visto en todo lo que el juez ha hecho la mano de Monteverde, el alguacil, que es mismamente un esclavo de el Señorito; en que sí, en que siento dentro una voz que me lo dice.
—¡Pues si es así, hay que incendiar á Zaratán antes de consentir que la verdad quede escondida y tú sufras la pena que es de otro!
Ambos callaron. El preso sentía pesar sobre sí la irremediable fatalidad. El cura buscaba la explicación lógica de aquella tragedia.
Después de un largo silencio don Serafín echó sobre los hombros de Hernán el escapulario, y dijo:
—Lo primero es que limpies tu alma. Confiésate. A eso he venido. Luego veremos...
—¿Confesarme?... ¿Podré?... [Tengo el infierno en el corazón!... ¿Qué es de mi mujer? ]No me han dejado verla!... El alcaide me ha dicho que está mala... ¡Dígame usted qué es de mi Isabela!
—Ten calma. Ten serenidad...
—Pero, ¿qué es de ella?... ¿Dónde está mi Isabela?...
—Ella es feliz... No sufre,
—¿Ha muerto?... ¡Dios mío!
—No, no ha muerto.
—¿No ha muerto y no sufre, viéndome así, estando también ella presa?... ¡Eso no es po-siblel
—No ha muerto y no sufre. Ella no se entera de nada de lo que está pasando.
—¡Miserables!... ¡Entonces es que me la han vuelto loca!
Y al proferir estas palabras Hernando, su voz rugía, sus ojos chispeaban, sus manos se crispaban con fiera vehemencia.
Don Serafín levantó los brazos sobre la cabeza del preso, y con acento trémulo, en el que la emoción latía, murmuró:
—¡Ofrece á Dios tus dolores, que por ello te serán perdonadas tus culpas!
—Los míos, sí; mis dolores, sí; pero los de ella, no, los tormentos que habrá sufrido la mártir, esos no se los puedo ofrecer, ni me los arrancaré nunca del corazón. ¡Malvados!...
¡Crueles!... Sólo quiero un minuto de libertad para ir á arrancar las entrañas á ese asesino* ¡Después, que venga la muerte; que venga, y la recibiré contentol
—Ese modo de pensar, ese modo de hablar me obligará á dejarte. No, eso no está bien. Tú has recibido siempre tus penas con resignación. Tú eres cristiano,
—Lo era. Ya no lo soy.
—]Bárbaro! ¿Qué dices?
—No, no lo soy. Soy una fiera. Yo era bueno. Me han convertido en una fiera. ¡Odio, sólo odio, odio nada más hay aquí dentro de mi pecho!
—Hace poco vi que tus ojos se llenaban de lágrimas. Ahora se han secado y me da miedo la llamarada que los alumbra.., ¿Eres un hombre, ó eres el monstruo del mal?... Retrocede, Satanás, deja a esta criatura; déjala, que no es tuya... Hernando, hijo mío. Mira que te estás, condenando; mira que esa desesperación es la obra del malo...
En la turbación infinita de aquel espíritu ingenuo, creyente y cándido, no acertaba con razones que domeñaran la ira que ardía en el alma del labriego. Echóse á sus pies suplicante.
—¡Por la memoria de tu madre, por la de tu hijo Hernándillo, por la de Isabela, por la Santa Virgen, nuestra Patronal—exclamó—.
Piensa en Dios. Piensa en que su gracia basta á indemnizarnos con creces de todos los sufrimientos.
Y luego, levantando el rostro y la mirada, añadió:
—¡Señor, apiádate de él! ¡Que él se salve, aunque yo me condenel
Hernando cogió las manos del cura, que temblaban, y obligándole á ponerse en pie, dijo:
—No, padre, no merezco yo tanto. Perdóneme.,. Bien quiero calmar esta rabia que me anda por dentro, pero no puedo. Es la mala semilla que han echado en mí, y que apenas la arranco, retoñece,., ¿Cómo quiere su merced que no me descuaje la entraña lo que me pasa?... De mí nada me importa. ¡Pero de ella!... ¡de mi Isabelal... Ah, eso no, no... Dígame por favor, lo que le ha pasado.
Unidas las manos en recio apretón, los ojos clavados en los ojos, aquellos dos hombres parecían haber reconcentrado en sí todas las angustias de la misera y doliente ralea humana.
—¡sabela—respondió don Serafín cuando la emoción se lo consintió—ha estado enferma más de un mes. Tuvo fiebre y no podía conciliar el sueño. Luego sufrió congojas y síncopes. Estaba en un delirio continuado, y se había consumido del ardor de las calenturas y de no tomar alimento... Por fin.,.
—Por fin, ¿qué?... ¡Acabe, por la Virgen!,,.
—Se ha quedado como una niña de tres años. De nada hace caso. Sonríe siempre, y cuando las hermanitas que de ella cuidan, la dicen, "vamos", se levanta de su postración y anda, y cuando la dicen que reze, reza, pero como una máquina que hablara...
—¡Loca!... ¡Qué horror!... ¿Y no pregunta por mí?
—El recuerdo del pasado se ha ido de su memoria... Y es lo mejor que podía ocurrir-le... Dios la ha concedido el reposo del corazón...
Congojas de muerte agitaron á Hernando. Hundió los puños en los ojos y lloró con indecible angustia, entre los brazos de don Serafín, que le oprimían amorosamente,.. Luego, sentados en un banco que había cerca del muro, hablaron en voz baja. Hernando sujetaba en las manos el escapulario. El espíritu del perseguido volvía á humillarse en las orillas del lago de la penitencia.
El run run, que, según Nicolás el Soldado venía sonando por la villa, adquirió en los días siguientes los caracteres y proporciones de una obsesión popular. No se hablaba de otra cosa en mercado y tabernas, que de Hernán el de las Palomas, del Señorito y del crimen de la Huerta del Maestre,
Decíase que don Serafín del Avalo había confesado á Hernán, y que éste había asegurado sobre el Sacramento del Altar, que era inocente, y que el asesinato del Caracol le había cometido don Quirino. Añadíase que Nicolás el Soldado había hecho una visita al preso, y que después andaba propalando que éste no tenía nada que ver con aquel delito, y que se iba á armar una de mil demonios, si no se hacía justicia. La especie se acreditó rápidamente y los labrantines y jornaleros, entre los que el Soldado tenía mucha autoridad, parecían dispuestos á reunirse en la pía-za el domingo inmediato, después de la misa mayor, para recorrer las calles de Zaratán é ir á la cárcel, pidiendo que pagasen los verdaderos culpables.
A todo esto, el periódico socialista de Noblurve, La Voz del Obrero, arreciaba en la campaña que desde el comienzo del proceso había iniciado contra el juez. Ya no eran sueltos breves, sino largos y violentos artículos, que determinaron denuncias y recogidas de los ejemplares de la publicación. Alguien le enviaba datos que nutrían esa campaña y por ellos se enteraban las gentes de que el juez había prescindido de una pista que podía ser importante. Esos artículos eran leídos en voz alta en las tabernas por los escasos zaratane-ses plebeyos que sabían de letra, y luego repetidos con exageración por los oyentes. "¿De quién era la colilla de puro que fué hallada en la habitación del Caracol? ¿De quién el bastón que allí mismo se encontró?" Estas palabras se oían á toda hora en las calles, y apasionaban los ánimos. La muchedumbre, que al principio condenaba á Hernando, y poco más tarde se había olvidado de él, ahora reclamaba con violencia que se le pusiera en libertad y que se ahorcase al Señorito. Uno de los rumores que circulaban era el de que el escribano que había instruido la causa creía que Hernán era inocente, y había tenido grandes peloteras con el juez por ello; pero éste tenía el compromiso de que al Señot ito no le ocurriera nada, porque se lo exigían los ricos. Una tarde en que el escribano iba por la plaza, un grupo de mozos le aplaudió, gritando: "jViva el defensor de la justicial" En cambio,, al juez le dedicaron unos cuantos silbidos al salir de la botica, donde solía ir á jugar al tresillo- En el Casino Principal de los Señores hubo debates acerca del caso, y no faltaron votos coincidentes con los de la plebe, porque el Señorito era odiado de la casi totalidad de los socios, á muchos de los que repetidamente había atropellado; pero don Tadeo y Ozores intervinieron con su omnímoda dictadura, y por sus manifestaciones se rectificó la opinión de los que asi habían hablado. "Aquello eia un desatino—decían—y una maldad. El crimen estaba absolutamente probado: el asesino y ladrón era el tío de las Palomas; y la campaña que se estaba urdiendo era una de tantas revelaciones del atrevimiento de la gente baja, que cada día estaba más amenazadora é insolente. Las doctrinas revolucionarias iban prendiendo en Las Lomas, antes modelo de paz y buenas costumbres. El paño pardo se iba llenando de polilla y sería preciso varearle," Este discurso era de la inspiración de don Tadeo, y constituyó la consigna de los Señores, que es como llamaba el pueblo á los ri-eos ó medianamente acomodados, esto es, á los cofrades de Nuestro Padre del Grano de Oro.
—También decía Santa Olalla: "Madrigal ha cometido incorrecciones y ha hecho, ciertamente, una vida poco recomendable; pero, aun en sus días peores, ha sabido conservar el prestigio de su apellido. Sus calaveradas han sido propias de un temperamento brioso y de una educación descuidada, no de su mala índole. Si otros se hubieran visto como él, sin recursos, siendo de familia tan principal, habría que ver los extravíos á que se hubiera entregado. No hay que olvidar que es el heredero del primer linaje de esta tierra. Por eso se le señalan al odio popular los secretos promotores de la campaña." Y corroborando este dictamen, añadía: "Yo mismo, que he tenido algunas diferencias con el Sr. de Madrigal, declaro que siempre le he juzgado como un perfecto caballero. Hay que poner coto á la vil maledicencia y castigar duramente á los que la sostienen."
No hacía falta tanto para que la opinión de Zaratán de la Priora y de los lugares inmediatos se dividiera en dos partidos, ó mejor, para que en los dos partidos en que siempre estuvo dividida aumentasen los odios que los separaban. El incidente de los segadores había ya excitado mucho las añejas iras, y los
Señores habían conversado repetidamente sobre lo que convendría hacer para vivir dignamente, sin estar sometidos á las cóleras y pasiones ruines de los villanos pelarruecas.
La verdad es que los labradores habían sufrido considerables perjuicios con la retirada de las cuadrillas* A duras penas, pagando soldadas excesivas, habían conseguido reunir entre los jornaleros de las aldeas de la comarca un par de centenares de hombres, no del todo hábiles, que les recogieron las mieses; pero el retraso de la operación disminuyó los resultados de la cosecha, que ya de sí no se presentaba muy próspera. Además había en el suceso una mortificación para el amor pro-pió de la clase señoril, y tal vez era el comienzo de una época de luchas, llena de riesgos para su tranquilidad y bienestar.
Juzgóse que era preciso ganar el terreno perdido con golpes de efecto que redujesen á obediencia á los revoltosos y Ies hicieran comprender que les convenía someterse. Tras largos conciliábulos acordaron don Tadeo y Ozo-res proponer á sus amigos varias medidas enérgicas, inspiradas en una política de vindicación y resistencia. Fueron aprobadas sin discusión, como correspondía á la docilidad de la grey del paño negro, que vivía en la más rendida obediencia á sus caciques.
Estas resoluciones fueron, por de contado, celebrar las fiestas de la Cofradía del Grano de Oro con inusitada pompa, á fin de humillar la vanidad de los Centeneros; amenazar á los arrendatarios de las fincas con subirles las rentas, y ejecutarlo, si parecía oportuno y conducente al fin que se perseguía; llamar al orden á los jornaleros á quienes se daba trabajo todo el año, para que se apartaran de los revoltosos y conjuradores; prescindir de los «jue mayor desconfianza despertaban, sustituyéndoles por peones de otros pueblos; ponerse al habla con el gobernador de la provincia y con las otras autoridades, á fin de que se aumentara el contingente de la Guardia civil 4e Las Lomas, de modo que estuviera garantido el sosiego público; rodear al juez del mayor prestigio, provocando, si fuera oportuno, algún acto en el que la opinión sensata le rindiese homenaje, y tributar á don Qjirino Madrigal de las Torres un testimonio de respeto y adhesión, para lo que podía ser ocasión apropiada la fiesta de Nuestro Señor del Grano de Oro, de cuya Cofradía era hermano fundador y meritísimo, como descendiente del noble caballero don Exuperiode Madrigal,que fué quien estableció y dotó aquella Asociación piadosa.
Don Tadeo y Ozores quedaron autorizados para desarrollar este plan en la forma y manera que mejor les cuadrara. Ellos resolverían en nombre y representación de todos.
Los labrantines más pudientes, y en particular el Le brusco, el Cha ¿o Cizaña y el Hormigón habíanse hasta entonces apartado de la agitación que la gente más baja promovía respecto á la inocencia de Hernando. Marrulleros, astutos y cobardes no querían meterse en peligrosas andanzas, y permanecían retirados y silenciosos. Ateníanse á lo que se había acordado en la Hermandad de la Virgen del Centeno; y como, por otra parte, creían que el procesado era verdaderamente el autor del crimen, no les movía á cambiar de actitud ningún estímulo de conciencia, suponiendo que fueran capaces de sentirlo. Comprendían además que los Señores no habían de resignarse á prescindir de un desquite en el negocio de los segadores, y eso les obligaba á mayor circunspección. Vivían con vigilante cuidado, teniendo en suprema tensión el instinto que los bichos débiles emplean para defenderse de los fuertes.
Cuando se enteraron de que los Señores pensaban elevar el precio de las rentas, la alarma fué acompañada de propósitos de sumisión, pero pronto comprendieron que se trataba de un acuerdo contra el que no prevalecerían los particulares acomodos de cada colono con su amo. Estos habían hecho causa común y era necesario tratar con sus delegados, Santa Olalla y Ozores, quienes, por su parte, y en representación de los otros, contestarían.
El Hormigón fué á ver á Ozores, de quien llevaba en arrendamiento un pedazo de huerta. Tal vez conseguiría alguna ventaja, aun cuando fuese traicionando á sus compañeros; pero el sutil letrado le contestó categóricamente. No era todavía un hecho la subida de las rentas, Dependía el que se llevara á cabo esa subida de diversos motivos de orden moral; pero, de cualquier manera, él no podía comprometerse á nadador sí: actuaba con don Ta-deo en representación de la totalidad de los propietarios.
No le hizo falta saber más al experto y ladino labrantín. "Estos vienen de malas"—pensó—"Hay que estar prevenidos." Y sin perder un minuto se fué á conversar con el Lebrusco y con el Chato Cizaña,, los cuales habían hecho faena parecida á la de el Hormigón. El primero era colono de don Tadeo, y el otro lo era de don Santos Inguazo, yerno de Santa Olalla.
Don Tadeo dijo á el Lebrusco cosa semejante á la que Ozores á el Hormigón. In guazo-más joven, menos taimado que los apoderados de los labradores, y más impetuoso, contestó á las preguntas de el Chato’.
—Yo nada puedo hacer. Entiéndete con mi suegro y con Ozores, pero te advierto que váis á pasarlo mal. Habéis querido perjudicarnos, y os va á costar caro. Es como si el cántaro se pusiera á reñir con el caño de hierro de la fuente.
—Pero, ¿qué he hecho yo?—preguntó el Chato.—Soy su mejor colono.
—Pagar, sí que pagas, pero revoltoso también lo eres... Pues qué, ¿no es nada lo de los segadores?... Y ahora, de añadidura, andáis infernando la villa con eso de si es inocente el tío de las Palomas. Todo para hacer odioso al Señorito... Anda con Dios, Yo no digo nada, pero si mi voluntad valiera, arrastraos os habíais de ver como las culebras.
Después que se hubieron comunicado sus noticias, aunque ocultando la infidelidad que cada uno había intentado contra los intereses de los otros, el Lebrusco, dijo:
—Nos van á echar á pedir limosna.
—Pues nos llevaremos algo en los dientes, porque de balde no van á hacer la jornada— repuso el Chato.
Y el Hormigón, exclamó:
—¡No saben lo que hacen!... Somos más que ellos. En cuanto nosotros tres queramos, el pueblo entero se levantará contra los Señores... ¡Dejadme á mí llevar la esteva y veréis qué parva!
A otro día se supo que la causa seguida contra Hernando el de las Palomas había sido elevada á plenario, y que ála semana siguiente se trasladaría á Zaratán la Audiencia de término, para celebrar la vista de los autos. Y se supo también que los labrantines y jornaleros de Las Lomas preparaban para el domingo inmediato un acto de protesta que dejaría me-moría.
Entretanto don Quirino Madrigal de las Torres continuaba con Blas Herró en Madrid.
El nombramiento de abogado defensor de Hernando Palomera recayó, por turno, en un joven recién salido de la Universidad, á quien al principio le pareció un caso de fortuna, pues proceso tan famoso no podría menos de darle renombre; pero cuando se hubo enterado de las circunstancias que iban acumulándose en torno, y de ía división que, rápida é inesperadamente, se había producido en Zaratán, cambió de parecer. Aquel joven pertenecía á una familia adinerada y conservadora de Noblurve; tenia aspiraciones á la diputación á Cortes, con el apoyo de reaccionarios y clericales, y supuso que la defensa de un hombre sobre cuya existencia iba á darse una batalla entre la plebe y el señorío, iba á torcer sus designios y cambiar el curso de sus planes. Se tuvo, pues, por dichoso cuando otro letrado, que era miembro del Comité republicano de la capital de la provincia, le rogó que le cediera la representación del procesado.
Dos días más tarde llegaba á Zaratán el defensor del tío de las Palomas, don FJoriano Cianea, á quien recibieron, cuando se apeó de la diligencia, los republicanos de la villa, á saber: el veterinario, un capitán retirado, un mercader que acababa de establecer modestísimo tenducho y un corredor de granos y agente de seguros de vida y de incendios. La fama de Floriano Cianea no había trascendido fuera de su menguado bufete y del pequeño grupo de republicanos de Noblurve. Sabíase que era uno de los colaboradores más activos del semanario de ía capital, titulado La Antorcha, en el que se defendían las más atrevidas proposiciones con un candor que antes hacía risibles que temerosos á tales pro pagandistas de la revolución. Firmaba Cianea sus artículos con el pseudónimo de Catón de Útica, y en ellos amenazaba con la justicia del pueblo. Pero no siempre se andaba el jurisperito por las alturas ideales, buscando en ellas el rayo destructor de la tiranía, sino que allí donde sospechaba la posibilidad de un pleito con su correspondiente minutilla de pesetas, allí acudía presuroso. Ahora trataba por todos los medios de obtener un puesto en la próxima combinación de diputados provinciales, cuyas elecciones se avecinaban, y por eso había solicitado la defensa de Hernán, que había de ser grata á los elementos avanzados del país. Y este era el motivo de que don Flo-riano Cianea, encajándose los lentes de miope sobre la prominente y corba nariz, que más parecía pico de tucán, y atusándose la barbilla rala y roja, honrase con su presencia las sucias y mal empedradas calles de la villa de Las Lomas. Seguido de un muchacho que le conducía la maleta y en compañía cíe los revolucionarios zaratanenses, marchó al hospedaje que le habían dispuesto en la posada de la Verónica, que era donde los viajantes de comercio solían aposentarse. Por el camino le fueron enterando sus correligionarios de los rumores que circulaban en la población respecto al proceso, y de los vientos de discordia que reinaban por efejto del choque de los propietarios con los labrantines y jornaleros.
Aquel día era sábado, y la hora en que el honorable Cianea llegó á Zaratán, ia de las siete de la tarde. Iban regresando del campo los labriegos, y la calle del Cardenal Albornoz, la Rodada y la Real, que eran las principales vías del pueblo, estaban llenas de gente. El día había sido caluroso y todos los moradores de la villa aprovechaban las primeras brisas vespertinas para salir de sus casas á orearse. Bien pronto se fijaron los curiosos en el abogado, y en cuanto supieron que era el defensor de Hernando el de las Palomas, se formó un nutrido grupo, que le fué siguiendo. Cuando Cianea y sus amigos llegaron á la plaza del Horno Viejo, que es donde se halla la posada de la Verónica, el grupo había engrosado considerablemente. Hombres, mujeres y nuinerosos chiquillos le componían, y estos últimos, con la indiscreta curiosidad que les es propia, se aproximaban al forastero y se le ponían delante, mirándole como si fuera un bicho raro. Casi todos estos muchachos iban descalzos, vestidos de andrajos y no nada limpios. Llegado que hubo Cianea á la posada, el grupo se detuvo ante el portalón, que estaba lleno de caballerías y de trajinantes. Ya había circulado la noticia del arribo del defensor del procesado, y para verle venían corriendo por todas las callejuelas afluentes mozos y mozas, viejos y viejas, y, al avanzar, se daban voces los unos á los otros, haciéndose preguntas, y queriendo cada uno mostrarse más enterado que los otros de quién era aquel señor.
—Chana—decía una abuela á otra que á su lado iba, con p^o rápido y temblón—. Yo ya le he visto, fcasta unas gafas muy grandes. Estos hombres de tanto como leen pierden la vista de jóvenes.
—Pues yo le he oído hablar cuando bajaba del coche—exclamaba otra vieja—y bien alto que decía: "A Hernán el de las Palomas le he de sacar yo de la cárcel y ponerle en un altar.*
—Trae una gran cadena de oro en el chaleco—añadía unamuchacha—y la maleta es muy buena y grande. ¡Bien le pesa al criado de la posá!
Y la algarabía de las conversaciones iba subiendo de tono. Una voz recia, gritó:
—¡Que suelten á Hernán y que ahorquen al Señorito!
—¡Eso, eso!—contestaron hombres y mujeres—, ¡Que se haga justicial
Los chicuelos, que se apiñaban ante la Posada, empezaron á cantar unas coplas, que nadie sabe quién compuso, y que en su rudo estilo respondían á la pasión que agitaba á la plebe:
Cuando los chicos hubieron terminado sus coplas y se disponían á repetirlas, sonaron aplausos y gritos de aprobación.
La tía Papa-la-Nuez, famosa por sus borracheras, que vendía verduras y huevos en el mercado, y que iba siempre sin pañuelo en la cabeza y desgreñada, se adelantó hacia los chiquillos cantores, y dijo con voz ronca, en la que se mezclaban los falsetes femeninos:
—¡Vivan los hijos de sus madres!... Los niños y los tocos dicen las verdades... Estáis cantando el Evangelio...
Y luego, íevantando la cabera y señalando con las manos el balcón de la Posada, gritó: —¡Que salga el señor defensor!... ¡Queremos verle!,,. ¡Viva el defensor de la inocencia!... ¡Que salga!...
La iniciativa de la tía Papa-la-Nuez fué acogida con entusiasmo por la turba, que sin cesar crecía y que ya ocupaba la totalidad del área de la Plaza del Horno Viejo. "¡Que salga el defensor!... ¡Que salga al balcón!"—repetían mil voces.™ Sonaban aplausos y gritos de: “¡Viva Hernán el de las Palomas!" “¡Muera el Señorito"
El balcón, que, cubierto con una cortina de lona remendada, aparecía en el centro del muro, estaba abierto, como lo exigía el ardor de la tarde canicular, y desde el interior de la estancia á que correspondía, escuchaba el tumulto el Sr. Cianea.
—Esta escena—dijo á sus acompañantes— me enseña más que todos los folios del proceso. El pueblo es gran juzgador... Pero lo que no me parece bien es que yo acceda al deseo de esa buena gente, presentándome.
No quería otra cosa Cianea, pero esperaba que se le obligara á ello. De este modo; la apoteosis adquiría mayor importancia.
El veterinario, dijo:
—Señor don Floriano, no tendrá usted más remedio que salir. Lo tomarían á desprecio. Debe usted complacerles.
—Si es así—contestó el abogado—saldré. El principal elemento de ia defensa del desventurado preso, es la voz del pueblo. No he de ser yo quien trate de amenguar sus ecos.
Dirigióse al balcón. El veterinario descorrió la cortina y, queriendo gozar su parte en el triunfo, dijo con resonante voz:
—Aquí le tenéis. Va á saludaros la gloria de la elocuencia.
Estruendosos aplausos hicieron temblar la atmósfera. Vítores, imprecaciones, alaridos inclasificables, acogieron la presencia de Cianea, quien, con el sombrero en ía mano izquierda, y adelantando la derecha para reclamar silencio, esperó que la agitación del ágora se calmase. Cuando el ruido aminoró algún tanto, el letrado exclamó:
—¡Pueblo honrado!...
Pero en aquel momento sonaron grandes gritos en el otro extremo de la plaza y todos volvieron la mirada hacia el sitio de que venían. Eran voces de disputa, insultos, vocablos soeces. Un grupo, compuesto por unos quince ó veinte hombres del campo, que iban en mangas de camisa y agitaban en las manos recios garrotes, formaban corro en torno de otro hombre, á quien apenas se divisaba desde el balcón. Lo que sí se vió es que uno de los garrotes trazó en el aire un círculo y cayó sobre una cabeza que, al peso y al empuje de la rústica arma, desapareció entre los agresores. Los que estaban cerca del lugar en que esto ocurría, gritaban:
—¡Matarlo! ¡Arrastrarlo! Él lo sabe todol... ¡Muera!... ¡Muera!
Por la Calleja del Locum, que está junto á la parte de la plaza donde la escena de violencia ocurría, apareció una pareja de la Guardia civil. Prodújosc una gran confusión. La gente corría en todas direcciones "¿Qué pasa?"—preguntaban unos.—"La guardia ha preso al tío Nicolás"—contestaban los que de la calleja venían huyendo.—"¿Qué Nicolás?" "A Nicolás el Soldao"¿Por qué?" "Porque ha dado un garrotazo á don Manolito Tapióles"... La desbandada fué general. Cinco minutos después no había nadie en la plaza.
Retiróse del balcón Cianea con disgusto, porque le hubieran malogrado la perorata y la ovación.
Qüíso saber lo que había pasado, y pronto le fué satisfecha ia curiosidad.
Varios jornaleros que con Nicolás el Soldado se dirigían hacia la Posada, para conocer al letrado defensor de Hernán, habían visto salir de la hostería de Escolo á don Manolito Tapióles, con quien iban varios de sus habituales contertulios y panivinajes. Tapióles, tal vez algo caldeado del mosto, profirió pala bras injuriosas para los manifestantes. Dijo que si la autoridad cumpliera con su obligación mandaría á los alguaciles para que á palos limpiaran la calle de canalla. Oyólo el Soldado, y se fué sobre Tapióles, gritando.
—Si la autoridad cumpliera su obligación estaría usted en la cárcel con su amo el Señorito.
Tapióles replicó de mala manera, y los mozos que acompañaban á Nicolás amenazaron á aquél con sus trancas, que ni uno solo iba desarmado, y al mismo tiempo le decían:
—¡So tunante!,.. ¡Ladrón!... Tú lo sabes todo.., ¡Vomita la verdad, canalla! ¿Dónde está escondido tu amo?...
Don Manolito quiso batirse en retirada, pero ya era tarde. La cólera de los mozos iba en aumento y se convirtió en rabia frenética, cuando Tapióles, que había visto cómo la pareja de los civiles se acercaba, creyó que impunemente podía ya dárselas de bravo.
—¡Sois una taifa de sin vergüenzas!—dijo.
Entonces fué cuando un garrote cayó sobre la cabeza del bufón. Rodó éste por el suelo y de su frente manó la sangre. El agresor había sido Nicolás.
—Date preso—le intimó uno de los guardias.
—Por preso me entrego—respondió él.—Sé obedecer. He sido soldado.
La llegada del defensor del procesado, la agresión á Tapióles, la prisión de Nicolás el Soldado, la noticia de que en la semana siguiente se constituiría en Zaratán la Audiencia del distrito, para ver y sentenciar el proceso, y el anuncio de que don Quirino Madrigal de las Torres regresaría á la villa en breve acompañado de Blas Herró, y con un cargamento de regalos para la hija del Caracol, cuya boda con el gallardo mozo estaba próxima, fueron sobrado motivo á que el pueblo, ya excitado por los anteriores acontecí' mientos, llegara al paroxismo de la curiosidad y de la tensión dramática. La fantasía lugareña, agitada por aquellos estímulos, se entregó á los desvarios más extraordinarios. El régimen de tedio, que no de paz, á que vivían sujetas aquellas tribus, había aniquilado en ellas las energías mentales, dejando el delicadísimo aparato al que compete la fun ción del discurrir en la inicial fase de su origen, cuando empezó á destacarse del instinto, y a! ciego impulso de la necesidad siguió el raciocinio de la intención. Como el famélico á quien se hace pasar del hambre á la hartura siente peligrosamente trastornada su economía, ios cerebros zaratanenses, ante el cúmulo de sucesos conmovedores que se amontonaban, experimentaron honda perturbación funcional. No estaban preparados para conocer, discernir y juzgar la tragedia que se estaba desarrollando en la cárcel, ni los elementos de discordia que palpitaban en la atmósfera moral de Las Lomas. Sólo se daban cuenta de que ocurrirían cosas singulares que movían terribles tempestades de odios, y de que el viento de fuego que ayudaba á limpiar el grano de que estaban llenas las eras entonces, traía en sus oleadas efluvios del infierno.
Casi todos los jornaleros, y buena parte de los labrantines, estaban en la faena de la trilla, y las eras ofrecían el aspecto de la más vehemente actividad. Las parvas eran holladas sin descanso por las bestias que tiraban de los trillos, y sobre éstos, sentados ó en pie, se veía a los conductores, en su casi totalidad niños y mozuelas* Llegaban los carros atestados de mies y, hecha la descarga, salían para el pueblo llenos de costales en que se encerraba el trigo ya limpio. En la faena tomaban parte todos ios seres vivos dei pueblo, y no eran las hembras las que menos se afanaban por ponerle término. El temor de la nube que de improviso mancha la azul superficie del cielo y en un punto destruye los sacrificios de tantos meses, les espoleaba, dando á su frenesí laborioso caracteres de cruel y duro castigo. Y esta impresión de dolor y angustia se revelaba en los rostros serios y contraídos, en el silencio apenas roto por las necesarias explicaciones con que se daban órdenes y se recibían encargos, entre los que entraban y salían de las eras. Sólo la ralea infantil, poniendo el regocijo de su edad sobre toda especie de precaución, daba la nota de alegría de sus canciones con que divertían el perpetuo girar por encima de la blanda y cálida masa de la mies dorada.
Enunadelas eras estaba el Hormigón con su mujer, una vieja menuda, negruzca que levantaba en los aires un bieldo, meneando la paja triturada, para sacar de ella los últimos granos que se hubieran quedado del primer venteo. Claudia la Hormiga, que así la llamaban, sin suspender su trabajo, dijo á su marido:
—Ahí viene el Lebrusco... ¿No le esperabas?
—Ya le veo—contestó el Hormigón.—Mira, me voy á ir con él á un asunto. Cuando venga el Chato Cizaña le dices que vamos adonde él sabe.
Y el Hormigón salió al encuentro á su amigo.
—Te he llamado—le dijo— para que hablemos de lo que pasa.
—Algo malo, de seguro—respondió el Le-brusco.
—No es nada bueno. Pero no hay que en-cojerse, dimoño, por malo que sea. Eso quieren los Señores. Y para eso nos quieren meter el corazón en un puño. Tú te acobardas de cualquier cosa. Te va á dar la gota coral.
—No hombre, no; pero hazte cargo que nos van á correr las espuelas. Yo ya las siento.
—Así me alegro, que de ese modo te espa-viiarás y no te cogerán dormilao. Pues he sabido que mañana nos van á llamar los Señores para decirnos que han acordado el subirnos las rentas en un octavo más...
—¡Qué judiada!... Eso es quitarnos el pan de la boca.
—Y además nos obligarán á firmar un papel para que no seamos nosotros, sino ellos, los que ajusten las cuadrillas para la siega,
—¿Y al tanto más cuanto que ellos quieran?
—Ni que decir tiene.
—Pues eso es matarnos.
—Dicen que así se hacía antaño, y que entonces todo iba mejor que ahora. Que nosotros nos hemos creío que somos los amos de las tierras, y que eso no es asina, sino que los amos son ellos.
—Habremos de entregarnos pa que nos degüellen.
—Eso será lo que sea. Si todos son como tú, claro... Pero el hijo de mi madre no ha nació pa que lo trasquilen sin morder al rabadán.
—Los dientes v^in á arrancarnos pa que no mordamos.
—Pero la primer dentellá no se la vá á quitar naide.
—¿Y qué vamos á hacer?... ¿Has pensao algo?...
—Lo primero, no tener miedo... ¿Tú que crees? Ellos están temblando, aunque se las echan de guapos. El que tíé mucho que perder, tié mucho que temblar. Además, ellos saben que está el lugar echando chispas, y se recuerdan de loque pasó antaño en Alcalá de los Mancos, cusndo quemaron la casa de la villa, y las casas de los más de los ricos.
—A presidio echaron á treinta.
—Sí, pero las casas, quemás se quedaron... De modo y manera que lo que hay que hacer, es dar la cara, y cuando nos digan eso, negarnos toos... ¿Dónde van ellos á encontrar colonos?
—Los buscarán en Villadenmedio, ó en
Santa Aguedilla. Allí hay muchos que están deseando cambiar de terreno, porque el suyo es malo.
—Pero nosotros les diremos que como se atrevan á venir á quitarnos lo nuestro, nosotros les vamos á arrancar el alma. Manos tenemos y no son ellos de fierro.
—Pocos de los nuestros se atreverán á nada de eso.
—Pues eso es lo primero que hace falta, que toos sepan que el que se acobarde, se pierde. Los judas serán los primeros que suden sangre. Y eso te lo digo á ti pa que te animes, y pa que se lo cuentes á los demás.
La amenaza fué proferida con serenidad y lisura. Luego el Hormigón levantó el rostro para mirar con fijeza al prioste de la Virgen del Centeno, y añadió:
—Bueno. Eso es lo primero que quería decirte. Pero hay otra cosa. El pueblo nos trae entre ojos porque no hacemos na en eso del de las Palomas.
—Pero, ¿no habíamos hablao la otra tarde, cuando la reunión de la cofradía, de que no teníamos que meternos en ese mal lío?
—La otra tarde, sí, pero ahora es otra cosa. Los Señores han tomao parte por el Señorito, y toito el pueblo está contra él. ¿No has oído las coplas? ¿No sabes lo que le ha acontecío á Nicolás el Sóida o? ‘
—Si.
—En la taberna de la tía Consuelda estaba diciendo anoche el Apañusco que lo que aquí pasa es que, estamos tú y yo y los demás ven-díos á los Señores... De modo y manera que lo que hay que hacer es estar con el pueblo. Primero, porque cada oveja con su pareja, y luego porque cuando los Señores vean que no nos achicamos lo pensarán mejor y se amansarán.
—Entonces, ¿qué hemos de hacer?
—Lo primero, irnos ahora á la cárcel, á ver al Soldao. Y luego, si se tercia, ver también al tío Hernando.
—¿Tú y yo?
—Tú, el Chato Cizaña y yo.
—¿Juntos?
—Juntitos. Y cuando se sepa que hemos es-tao los tres allí, ya verás la que se arma.
—Pues por mí que no quede. ¿Has avisao al Chato?
—En el camino le encontraremos.
—Ea, pues andando.
Pusiéronse en marcha. El Hormigón iba delante, muy animoso. El Lebrusco le seguía, revelando en los pasos perezosos y en el rostro, que se inclinaba al suelo, la contrariedad que le producía tal visita.
En la plaza les aguardaba el Chato Cizaña
—]Ya pensé que os habríais amedrentao.J ¡Pues no habéis tardao na!
—De manera—le preguntó el Lebrusco—, que tú estás conforme?
—Lo único malo que hay—respondió el interrogado—, es que esto lo hemos debió hacer antes.
—Siempre ha de ser lo tuyo lo mejor—, replicó el HormigónAntes hubiera sido un brinco de saltón. Ahora es necesario, Y tú decías entonces que no debíamos pringarnos en el fregao.
—Ahora vamos á la rastra—insistió el Chato.—Antes hubiéramos ido á la cabeza.
Detúvose el Hormigón para contradecir á á su cofrade. Y poniéndose delante, exclamó-
—Da lástima oírte. Discurres menos que una mierla. A nosotros no nos conviene meternos en peleas con los Señores sino cuando ellos abusan. Ellos son mucho. Nosotros no somos nada. Por muy mala voluntad que les tengamos por el desprecio con que nos tratan, mientras no se empeñen en aplastarnos, como ahora, nos tiene cuenta la paciencia, Pero cuando ya nos sea imposible resistir, entonces sí que tenemos que salir de nuestras chozas pa defendernos. Por eso ahora está bien lo que vamos á hacer, y antes hubiera sido una majadería... ¿Lo entiendes?... Pero tú te empeñas en saber más que tóos, y crees que por eso eres más... No, hombre, no; por las palabras no se vale na: ,se vale, si acaso, por la miaja de sentío que se lleva adrento.
—Tú si que eres rencilloso—repuso el Chato Cizaña, y echó á andar.
No queriendo dar su brazo á torcer, aunque comprendía la razón de lo que había dicho el Hormigón, añadió:
—Te paice que tas quedao con tóo el talento del mundo y que los demás somos., talmente, como caballerías.
—No es eso. Es que yo, antes de dar con el almocafre, miro si la tierra está blanda... Y sé que no sa descardar hasta que el trigo tenga cuatro porretas.
No hablaron más los triunviros. En silencio continuaron su camino hacia la cárcel.
Cuando llegaron á la Plaza de los Silos, que allí estaba el horrendo caserón bautizado con el nombre de "Cárcel Municipal y de Partido", vieron ante la puerta del edificio público un numeroso grupo de gente.
Aquella gente había ido detrás de los dos alguaciles del Ayuntamiento, quienes lleva-van detenido á un mozo.
El alcalde había recibido orden del gobernador de la provincia para que, cumpliendo las leyes de orden público, impidiera los tumultos y manifestaciones que diariamente se producían en Zaratán con motivo del proceso que iba á verse, y dictara, al efecto, los bandos del caso. Ejercía la autoridad municipal un manijero de Santa Olalla, llamado Doroteo Majano, que apenas sabía escribir, y que en todo y por todo seguía las instrucciones del providente cacique. Este le dijo lo que convenía hacer en cumplimiento de las órdenes superiores, que habían tenido su inspiración en la visita que pocos días antes hizo al gobernador el Sr. Ozores. Como en Zaratán no había imprenta,y no era costumbre, ni posible, imprimir las disposiciones oficiales, se apelaba al procedimiento del pregón. Lo cual quiere decir que el órgano de comunicación entre el rey, sancionador y promulgador de las resoluciones de las Cortes, y los vecinos de la villa de Las Lomas, era un hombrecillo flaco y pequeño, que se llamaba Prudencio Aleóla-do, el cual, provisto de una corneta y de un tambor, recorría las calles de Zaratán y deteniéndose en las que por tradición estaban designadas, lanzaba á los aires el bando, orden ó providencia que su señoría elalcaide, presidente de la Municipalidad, había tenido á bien dictar. Ronco y de escasos alientos el pregonero, nadie lograba entender lo que decía, y él estaba tan seguro de ello, que, después de soltar dos trompetazos y de redoblar en el tambor, que, eso sí, lo hacía muy gentilmente, murmuraba en tono de rezo el texto del bando, que se había aprendido de memoria, pues saber de lectura no sabía.
Aquella tarde comenzó á recorrer la villa para anunciar que quedaban prohibidas las agrupaciones de gente y los gritos subversivos ó contrarios al respeto que se debe á las personas, y amenazando con los castigos que están dispuestos. Apenas comenzó en la plaza de Abastos su pregón, cuando se vió rodeado de los muchachos que por allí andaban; y que le cantaron la copla que solían;
No te pongas á escuchar lo que dice el pregonero, que se ha dejado la voz en casa del tabernero.
Y como Alcolado interrumpiera la relación que ya había empezado, para imponer silenció á los irrespetuosos chicuelos y les dijera: —Esto no es de chufla, sino de veras. Ya veréis lo que os pasa si lo tomáis á broma, los cantores repitieron la copleja. Y cuantas veces intentó el digno funcionario lanzar el pregón, otras tantas cubrió su débil voz la chilladiza de los arrapiezos. Colocando su alta investidura sobre las burlas de la plebe, el pregonero siguió el itinerario que era uso, y anduvo por toda la población, parándose, para dar á conocer la orden del señor alcalde, en las calles de Buzones, de la Tripería, de Torneros, del Can, del Andrajo, de Arrecogidas, de Procesiones, del Conde Mansilía, de las Tercias, del Obispo Madrigal y del Pósito, y en las plazas del Horno Viejo y del Cardenal Albornoz. En otras ocasiones la grosera broma se había limitado al primer pregón, que se daba siempre frente á la casa concejil, y luego los burladores dejaban al cantor de la villa que cumpliera tranquilamente su cometido; pero ahora no fue así. El grupo de los veinte ó treinta muchachos, siguió á Alcolado, y á medida que éste avanzaba por las ca-lies, aumentaba el número de los voceadores. Había circulado la noticia de que el pregón era para prohibir las manifestaciones, aunque el pobre pregonero hizo cuanto le fué posible para que el secreto quedara entre sus pulmones y el cuello de su camisa; y esto congregó á los desocupados, y aun atrajo de las eras á muchos de los que en ellas trabajaban. El espíritu de revolución y de protesta que andaba por la villa, apareció de nuevo, y como la ruin condición del escenario lo imponía, no era un ministro tiránico ó un rey cruel el objeto de las mofas y las iras de la muchedumbre, sino un triste pregonero, que por toda arma de defensa tenía en sus manos una trompeta abollada y un tamboril roto. Y ya no eran sólo los muchachos los que en torno de Alcolado gritaban, sino mozos, viejos, mujeres, llevando la dirección de éstas la inevitable tía Papa-la-Nuez. Supo el alcalde lo que acontecía, porque don Tadeo se lo avisó, aconsejándole de paso lo que debía hacer, y envió á los dos alguaciles, que constituían to la la fuerza pública, á las órdenes de la autoridad municipal, á fin de que acompañaran y protegieran al pregonero.
Estaba Alcolado en la mitad de la calle de Procesiones, intentando lanzar la orden del alcalde á los que ya la desobedecían, cuando llegaron los alguaciles, tan obeso el uno—
Lope Manquillos—como delgado el otro, cuyo nombre era Mónico Sedeño, más asiduos concurrentes ambos á las tabernas vinarias de la villa que no á los estrados de Su Señoría, y los dos, esportularios de la casa de don Tadeo, á quien debían el honor y los beneficios de ser ministros de la justicia en la capital de Las Lomas de la Priora.
El tío Mónico Sedeño, que á pesar de su representación oficial no había pasado de aquella condición ni de aquel tratamiento, tenía malas pulgas, y en la ocasión que se refiere estaba cierto de dar gusto á sus valedores haciendo gala de energía. Una vaga noción de que el principio de autoridad estaba encarnado en su persona, y de que urgía é importaba restaurarle del agravio popular, le animó á hacer un alarde de fuerza.
—¡Largo de aquí tóost—gritó enarbolando su varilla, ni más larga, ni más recia que la de los porquerones de los tiempos de la picardía clásica—. [Atrevidos! [Hato de holgazanes!... En las eras estáis haciendo falta. Fuera de aquí en seguida... Y si queréis estar, no alborotéis, que el pregonero merece más respeto, porque está hablando en nombre del señor alcalde.
¡Buen caso hizo de aquellas conminaciones la ruidosa gurullada! Mayores fueron las voces; más ofensivos los denuestos. El coro rompió de nuevo á cantar la copla consabida, á la que siguieron otras tan zafias y procaces como desmañadas, por lo que no pierde gran cosa el folk-lore castellano, con que no las anotemos.
El alguacil Manquillos, empezó á repartir cachetes y puñetazos, y su compañero le imitó. La tía Papa-la-Núes, se puso á buen recaudo, y libre de la probabilidad de un golpe, vociferó, ó mejor vomitó, el nada limpio repertorio de sus frases insultantes contra los alguaciles y contra sus honestas esposas y venerables madres, que nada tenían que ver las pobres con el conflicto que estaba ventilándose entre la revolución destructora y la ley intangible. En la contienda, una niña de cuatro ó cinco años, que por allí andaba, cayó al suelo, alguien la pisó, y sus alaridos de dolor se destacaron entre los discordes ruidos de la contienda. Un mozo se abrió paso á codazos y empujones á través de la turba. Era el hijo del tío Nicolás el Soldado. Bermejo, fuerte, de corta talla y de fornido tórax, Deogracias Monsalve, que aquel era el nombre bautismal del chicarrón, y éste el apellido de su linaje de labriegos, gozaba fama de bravo y peleador. Cogió de entre las patas de los que la magullaban á la niña, de cuyas ma-necitas saltaba la sangre, y colérico increpó á ios alguaciles,
—¡Granujas!—gritó—, Noosbasta con tener en la cárcel á mi padre. Queréis también matar á mi hermana.
Y mientras con una mano sostenía á la criatura, con la otra le acertó un guantazo á Mónico Sedeño. Este se echó para atrás y sacando de su funda de resquebrajado charol un revólver, apuntó al mozo.
—Date preso, canalla—dijo con voz en que la ira temblaba—. A un alguacil no se le pega,
A la vista del arma se deshizo el concurso de los amotinados. Todos se declararon en cobarde fuga. Deogracias quiso defenderse y para ello entregó á su hermanita á alguien que con la niña en brazos se retiró del lugar de la lucha, sin más trámites. Dando zancajadas, la tía Papa~la*Nmz escapó calle abajo, aullando.
—,Qué desgracia!,,. ¡Que van á matar al hijo del tío Nicolásl.. ¡Tunantes, ladrones!,..
Entre los dos alguaciles aseguraron á Deogracias y le ataron los codos mientras éste forcejeaba, echando espumarajos por la boca.
Dueño ya de la situación Lope Manquillos, se tranquilizó un tanto, y comprendiendo que más respetable es la autoridad cuanto más serena, dijo al detenido:
—Estate quieto, que cuanto más resistas será peor para ti.
—¿Adónde me lleváis?—gritó.
—Donde debes ir después de lo que has hecho—repuso Lope—. Donde está tu padre, donde iréis á parar tóos, si no purgáis esa mala cólera que os ha entrado en los gálibos.., Ea, en marcha. Y callando.
A tirones que del cordel le daban, arrancaron al mozo del lugar en que parecían haberse arraigado sus pies. Y así, entre empujones y estrepadas, le condujeron á la cárcel, donde acababa de ingresar cuando los tres labrantines llegaban á su puerta.
Rehechos del susto muchos de los que habían tomado parte en el suceso, siguieron de lejos á los alguaciles y al detenido. En pocas palabras se enteraron el Hormigón, el Chato y el Lebrusco de lo que pasaba- El último, dijo:
—Malo se está poniendo tóo, Infernado está el pueblo.
—Torpe—repuso el Hormigón—. No ves más allá de tus narices. Lo que se está poniendo la cosa es muy requetebien. Si el maquilón está dormío, la citóla ha de sonar recio pa que despierte. Pa que este pueblo tan encogío y tan ovejuno se remonte unas miajas, menester es que le hurguen bien adentro, Y pa que el señorío se abaje, hay que meterle la paura en los redaños. Deja, hombre, deja, que cuanti más sesga se ponga la mañana, más sosegá será la tarde.
—Sí—añadió el Lebrusco— pero van á caer vítimas los que menos lo merecen.
—Así es—replicó el Hormigón—. Cuando se arrejacan los surcos, las más recias matas son las que se quiebran; pero si una mata se pierde, ciento se adoban.
—Ya estamos perdiendo el tiempo—interrumpió de mal talante el Chato—. Vamos ad rento.
—Ya vamos, que ahora la vesita que vamos á hacer es de más enjundia que antes. Porque ahora que han entrao en la red el padre y el hijo, más aínas estamos en la obligación de ayudarlos.
Entraron el portalón de la cárcel, y allí encontraron que el rastrillo estaba, contra la costumbre, cerrado,
—Habrá que llamar—dijo el Hormigón,
Al segundo aldabazo acudió uno de los car. celeros, que con el alcaide constituían todo el personal de la casa. Por un ventanillo se enteró de lo que deseaban los recién llegados, y les contestó que se había prohibido las visitas á los presos. No se conformó el Hormigón con la respuesta é insistió en la demanda. Ellos querían ver á Nicolás el Soldado, para asuntos de la Hermandad, y por si algo le era necesario.
—Pues es preciso una orden del señor juez —repuso el carcelero.
—Siempre han sido las vesitas á los presos , consentías—replicó el Hormigón
—Ahora no.
—Y también queríamos ver al tío Hernán el de las Palomas.
—A ese menos se le puede visitar sin orden del señor juez.
—Nunca ha pasao esto—dijo en vos alta el labrantín,
—Es lo que nos han mandado. Ya lo saben —concluyó el carcelero, y cerró el ventanillo.
Miráronse unos á otros como si se preguntaran lo que íes correspondía hacer.
—Vámonos—dijo el Lebrusco—. Hemos hecho lo que podíamos. No vamos á entrar á la fuerza.
—No, á la fuerza, no—replicó el Hormigón —pero aun estamos obligaos á hacer algo. Vamos á ver al juez y á pedirle permiso pa ver á los presos.
—No nos le dará—insistió el tímido prioste.
—Ya veremos. Si vosotros no sos atrevís á á venir, yo iré solo.
El Chato repuso:
—Juntos iremos. No nos van á matar por eso.
Con lentos pasos y en silencio, se dirigían á la residencia del juez, cuando salió de la cárcel, y emparejó con ellos, el sargento de la guardia civil.
—Tengáis buenas tardes—les dijo—. ¿Qué traíais por acá?
—Buenas, sargento—contestó el Lebrusco—. ¿Queríamos ver al Soldao, que es de la Her-mandá, y ver si se le ocurre algo.
—Pero nos dejan—añadió el Hormigón.
—Ya sabéis las cosas que están pasando— dijo el sargento—. No está la Magdalena para tafetanes. Lo mejor que podéis hacer, es no meteros en nada. Donde hacéis falta es en las eras.
El Hormigón se paró delante del sargento, y le dijo:
—Ya sabemos dónde debemos estar. Por eso hemos venido á cumplir una obligación de caridad con ese hombre, y con el otro desgraciado.
—¿Y qué váis á hacer por ellos? De comer no les falta... Es un buen consejo que os doy... Tan buena entraña tengo como el que más. No creáis que porque soy civil, me dejo el corazón en la mochila. Va para cinco años que vivo entre vosotros, y ningún hombre honrado del pueblo tendrá que decir tanto así del daño que yo le haya hecho. Sólo los dañadores y los tunarras podrán quejarse, pero no sois de esos; de modo que amigos somos y amigos seremos.
—Bien que lo sé—contestó el Hormigón—. Y porque somos hombres de bien hemos ve-nío á la cárcel. El vesitar á los presos es una obra de caridá.
—Bien está eso, pero lo que yo os digo es que los tiempos están poniéndose muy malos, y que el pueblo está arrebatado y todos los días hay cosas que van encrespando á las gentes, las unas contra las otras. Trabajadores sois y no os conviene andar en pendencias.
—¿Es malo querer socorrer á los desgraciados?—preguntó el Hormigón.
—Harto me entiendes tú.,. Mira, lo que yo sentiré será que me manden tirar de sable para apaciguar á los que alborotan. Cuando está uno de servicio en una población grande que no se conoce á la gente, el público es el público, y duelen menos los porrazos que se dan, vamos al decir; pero en un pueblo de éstos, en que se lleva tiempo y se conoce á la gente, el público es el amigo, y el vecino, ó su hijo, en fin, que no es lo mismo. ¿Entendéis? Pues eso es lo que quiero deciros. Y vosotros sois de los de más viso entre los vuestros, y lo que digáis se oirá. No os vayáis á meter en la pelaza, que los palos van siempre al que más levanta la cabeza,
—Ya le entendemos—repuso el Chato Cizaña—. Pero si uno sabe que se va a cometer una maldá y un contra Dios, está obligao á hacer algo pa impedirlo.
El Lebrusco intervino.
—Bien entendió—dijo—que, no es que nos vayamos á meter en na. Sólo veníamos á ver á esos por caridá.
—Por caridá—añadió el Hormigón—y por justicia. Cada uno defiende á los suyos.
—Allá vosotros—concluyó el sargento—, bastante os he dicho. Y andad con Dios, que yo me voy á mis obligaciones.
Aquella noche se juntaron en la plaza de Abastos unos cincuenta mozos que recorrieron las calles dando voces. "¡Que los sueltení iQue los suelten, que son inocentesl [Viva el tío de las PalomasI ¡Muera el Señorito! [Que se haga justicial" Así fueron á la cárcel, y delante de su puerta, que estaba cerrada, aumentaron el vocerío. Acudieron el sargento y dos guardias civiles y les intimaron que se retirasen y disolvieran. Iban de grupo en grupo aconsejando calma. No llevaban fusiles. Los manifestantes acogieron á la benemérita con voces de: ¡Vivan los civilesl ¡Abajo los Señores/ ¡Que se haga justicial" Como las buenas razones no obtuvieron resultado alguno, los guardias sacaron los sables, y de plano, los descargaron sobre los más chillones. Salieron corriendo todos por diferentes calles.
Unos cuantos, al pasar por delante de Ja casa de don Tadeo Santa Olalla, arrojaron una valiente pedrea á los balcones y rejas; los cristales cayeron hechos pedazos. Otra patulea hizo la misma salva de guijarros sobre la fachada del domicilio de Ozores. El grupo más numeroso se dirigió á la casa de don Quirino, y allí, no se contentaron los revoltosos con disparar los morros de que iban provistos, sino que pretendieron pegar fuego á la puerta, arrimándola un haz de sarmientos. La nodriza de Madrigal, que era la única persona que estaba en el arruinado caserón, salió á una reja del piso bajo, convulsa y espantada, gritando:
—¿Qué hacéis, tunantes? ¿Qué queréis? El amo no está en el pueblo.
Pero los amotinados no detuvieron por eso la operación, y ya empezaba á prender la llama en los carcomidos tablones cuando llegaron los civiles. Habíanse puesto en pie de guerra todas las fuerzas del puesto, que eran seis individuos. Ahora iban armados de fusiles, y en ellos lucían las bayonetas.
Llevaban orden de pegar duro, como correspondía al atrevimiento é insistencia perturbadora de los revoltosos. Dispararon dos fusilazos al aire, y los estampidos resonaron largamente en las callejuelas estrechas y tortuosas, llevando el terror á los más apartados extremos de la villa.
Muchos de los mozos huyeron, pero algunos más encoraginados y valerosos, amparándose del abrigo que les ofrecían las inmediatas esquinas, arrojaron sobre los guardias gruesos pedruscos. Un guardia fué alcanzado por uno de los rústicos proyectiles, y al golpe rodó por el suelo. Esta vez se dispararon de veras los fusiles, y las balas, al incrustarse en los muros de las casas, detrás de las que se escondían los agresores, arrancaban pedazos de manipostería.
Sonó un alarido. Entre las sombras de la noche se vió vagamente la silueta de un hombre en mangas de camisa, que dando un salto inverosímil, caía á tierra.
—¡Muerto soy!—gritó.
Era el Garapacho, uno de los más inquietos y peleadores del gremio de los labrantines, asiduo concurrente á las tabernas. La bala le había atravesado un hombro. Mientras era recogido por dos guardias y llevado á la Casa de la Villa, el sargento apresaba á varios de los amotinados.Fernandito, el de Valdescorrieles, Faustino, el de Cigales, dos hijos del tío Cis-tierna, y cinco ó seis más, fueron sólidamente amarrados y conducidos á la cárcel. El digno juez de Zaratán comenzó á instruir diligencias.
La herida que sufriera el Garapacho, aunque importante, no ofrecía peligro de muerte, y se le pudo tomar declaración; á las preguntas que se le dirigían daba una sola respuesta:
—Yo no sé nada. No sé más sino que en este pueblo matan por querer la justicia.
Después fueron interrogados los otros detenidos, sin que dijeran cosa eficaz para el esclarecimiento de las responsabilidades.
—¡"Qué hacías tú anoche, cuando la guardia civil disolvía los grupos de alborotadores? —Nada.—¿No estabas tú entre esos grupos? —Sí.—¿Y qué hacías allí?—Nada.—¿A quién viste á tu lado?—-A muchos.—¿Quiénes eran? —El pueblo.—¿Cómo se llaman á los que viste?—No sé. Era el pueblo.—¿No te acuerdas de quiénes eran, ó no quieres decirlo? —Era el pueblo.—Di los nombres.—El pueblo.—¿Quién os ha aconsejado que hiciérais lo que habéis hecho?—Yo no he hecho nada. —¿Quién tiró piedras á los guardias, quién apedreó los balcones, quién quiso incendiar las puertas de la casa del Sr. Madrigal?—No sé. Sería el pueblo." Esto decían los presos, y el juez se desesperaba y perdía la paciencia, porque no sólo se le deslizaban de entre las manos los autores materiales de ios varios y gravísimos delitos que estaba inquiriendo? sino que no aparecía lo que él preferentemente buscaba, la inteligencia organizadora y la voluntad directriz de la revuelta. Sabia ó sospechaba ei juez que aquella turba obedecía á alguien, y era caso de suprema importancia dar con la escondida y misteriosa persona. Don Tadeo Santa Olalla le había dicho poco antes, cuando fué al Juzgado á reclamar reparación del ataque inferido á su domicilio: —La perspicacia de usted, señor juez, sabrá sacar de entre la canalla que está en la cárcel el nombre de los que han preparado el golpe. Poco se habrá conseguido con apoderarse de los fantoches, si no se da con quien los movía, tirando de los hilos." Y esta frase del omnipotente y respetable don Tadeo era algo más que un consejo acertado y razonable: era una consigna,
Las declaraciones de los guardias no arrojaban luz. Ellos no habían podido conocer á los agresores, ni á los que apedreaban, ni á los incendiarios. La noche era obscura, los grupos numerosos, la agitación grande. Los revoltosos iban y venían de una parte á otra, sin esperar la llegada de la fuerza. A nadie habían tenido tan cerca que pudieran distinguir los rostros.
Irritado el juez por la vaguedad de estas manifestaciones, y al observar que su afán inquisitivo se perdía, chocando con aquella masa de voluntades concertadas para negar, amenazó á los presos.
—"Bien, os pudriréis en la cárcel"—dijo. Y añadió, dirigiéndose al escribano y al^ alcalde: "Todos incomunicados".
Al amanecer del día siguiente circuló en Zaratán de la Priora la noticia de que un olivar de que el Sr. Santa Olaya era dueño, y que estaba á una media legua del pueblo había sido talado. Varias hachas habían desmochado las ramas altas y las puntas de las abajo,, precisamente las que habían de criar aceituna, y habían hendido los troncos de los árboles nuevos. Los autores del daño sabían bien donde daban el golpe para que los olivos quedaran inútiles por largo tiempo: eran peritos en el arte de criar la olivas que Virgilio cantó como el primero entre cuantos componen la sabiduría agrícola.
Más tarde se divisaron las llamas que salían de un pajar en que el Sr. Ozores almacenaba entonces provisionalmente cuanto iba recogiendo de sus eras.
Mientras la gente acudía á sofocar el incendio, dos bodegas, que estaban en distintos lugares ardieron también. Pertenecían á dos ricachos de los más adictos al cacique máximo.
Los perjudicados, las autoridades, la Guardia civil y los propietarios todos, se pasaron el día de aquí para allá, procurando aminorar los progresos de los incendios, sacando del pajar lo que era posible poner en salvo, extrayendo, no sin riesgo, de entre las paredes hundidas y las vigas ardientes de las bodegas, las cubas á que no había llegado el siniestro. Fué un día de dolor y de rabia para los Señores
No pudiendo contener su ira, Santa Olalla dijo al juez:
—No sabe usted por dónde se anda. Si hubiera usted agarrado á los que mueven esta conspiración de bandidos, no habría pasado lo que está pasando. Vamos á quedar sin hacienda y sin honra.
El digno juez devoró la afrenta en silencio. Luego, exclamó:
—No han resultado indicios que justificaran lo que usted indica. Harto sé de donde viene todo... Pero ahora me decido á dar un golpe de efecto. Voy á dictar autos de prisión contra el Hormigón y el Chato Cizaña.
Don Tadeo detuvo al juez, que ya se disponía á dirigirse á su despacho, para poner por obra el designio que había anunciado; y, dominando su desesperación, le dijo:
—¡No, por Dios!... ¿Quiere usted que arda el pueblo entero?,.. [Calma y prudencia!,,. Ha pasado la hora de la energía y ha sonado la de la reflexión. Pensemos despacio y tomemos medidas discretas.
—Aquí estoy ya—dijo mirando en torno—. Ya está aquí el asesino. Viene á entregarse. ¿Dónde se halla el que va á prenderle?
El Señorito acababa de descender de la diligencia, de retorno de su viaje á Madrid, y pronunció aquellas palabras dirigiéndose al grupo de curiosos desocupados que, á falta de más interesante espectáculo, asistían á la llegada del coche-correo de Noblurve, que era la única comunicación de Zaratán con la línea férrea y con el mundo civilizado. El Señorito sonreía y mostraba entre los labios los blancos dientes desiguales. Se inició un movimiento de retroceso en aquel grupo. Los perros, que habían ladrado poco antes, se retiraban al ver al lobo.
Acercáronse á don Quirino entonces Santa Olalla, Ozores, Inguazo y otros cuantos Señores que, al parecer, en comisión, le iban á dar la bienvenida.
—Queríamos haber estado aquí—dijo don Tadeo—antes de que la diligencia viniera, pero hoy se ha adelantado.
—Sí—repuso Madrigal—. El viaje es tan pesado que le he prometido una propina al mayoral si arreaba.
—Pues venimos á saludar á usted—añadió Santa Olalla—. Es un acuerdo que se ha tomado en el Casino, y un deseo de todos nosotros.
—Muchas gracias, señores—contestó don Quirino, no manifestando sorpresa alguna por aquel homenaje, aunque, en verdad, debiera parecerle extraño, dadas sus relaciones con los que se le rendían—. ¿De modo que ustedes no creen que soy un criminal?
Ozores intervino.
—La inicua campaña nos une á todos los hombres de bien, y borra las diferencias que antes pudieron separarnos. El Casino Principal y la Cofradía de Nuestro Señor del Grano de Oro, de que es usted hermano fundador y protector, han acordado que en nombre del uno y de la otra acudiéramos á ofrecerle á su llegada el homenaje de desagravio por los reprobables sucesos de estos días, que nos avergüenzan, como hijos de Zaratán, de esta noble villa, en la que el ilustre linaje de usted se destaca con tanta gloria. Y hemos querido dar al acto toda la publicidad posible, para que exprese claramente á todos el alto aprecio que de usted hacemos y la reprobación que nos arrancan las indignas maledicencias que sobre la respetable persona de usted han caído.
—Siento que se hayan molestado ustedes— contestó el Señorito, atajando el discurso del abogado—. Aunque honradísimo por lo que hacen y me dicen, no valía la pena de que sus personas y las entidades que representan se ocuparan de estos incidentes. He sabido lo que ocurría y me he apresurado á venir, anticipando el viaje más de lo que pensaba.
Detrás de don Quirino apareció Blas Herró, que acababa de salir del carruaje, llevando en la mano un elegante saco de piel. Saludó á los comisionados con palabras de encogimiento y aguardó las órdenes de Madrigal. Este continuó hablando:
—Celebro que me hayan proporcionado la ocasión de exponer ante la más autorizada representación del vecindario cuáles son mis propósitos respecto á este asunto. Un hombre como yo no puede quedar bajo el peso de una acusación, siquiera proceda ella de la vil chusma, envidiosa y malvada. Mi primer acto será presentarme al señor juez para ponerme á sus órdenes. El tiene la obligación de depurar la acusación.
—Nadie la ha formulado—interrumpió Ozo-res—. El juez no puede proceder por los dicharachos y las coplas del vulgo.
—El verá lo que conviene al esclarecimiento de la verdad. Además, yo le facilitaré el camino. Siendo yo quien soy, debo dar ejemplo de respeto á los tribunales.
—Aun cuando usted no necesita consejos de letrado—añadió Ozores—, sí le diré que debe presentar querella por el conato de incendio que en su domicilio se ha perpetrado.
—En modo alguno—se apresuró á contestar Madrigal—. Castigos, no; represalias, no. Yo comprendo Jo que es una muchedumbre ciega que, sin saber por qué, se mueve y quebranta la ley. Perdono á los malhechores..., sin perjuicio de defenderme de ellos como Dios me dé á entender, si de nuevo se me atacara ú ofendiere.
—Generosa conducta—dijo Santa Olalla—, que impresionaría á los criminales, si su torpe conciencia fuera capaz de comprenderla.
—No procedo yo por lo que los demás piensen de mi,sino por lo que á mí mismo medebo.
—Afortunadamente—continuó Santa Olalla—, es de presumir que los desórdenes no se repetirán. A petición del alcalde y del juez han llegado treinta individuos de la Guardia civil á las órdenes de un teniente, y esta fuer za sabrá imponer el respeto que á la ley y á las personas se debe.
Habían echado á andar, y como don Quirino quisiera despedirse de la comisión, Ozores replicó que deseaba acompañarle hasta su casa.
—Honradísimo—contestó Madrigal; y echó adelante, llevando cogido del brazo á Blas Herró.
Luego se informó del estado de Tapióles.
Cuando supo que estaba casi restablecido del garrotazo, dijo riendo:
—¡Pobre Manolitol Le interrumpirían la digestión, porque él vive en digestión perpetua. ¡El, que no piensa más que en comer, acusado de ser mi confidente y consejero en los crímenes que he cometidol...
Iban delante Madrigal, Blas y Santa Olalla. Los otros seguían pocos pasos detrás* En tono familiar, en el que ponía una nota de ternura dijo don Quirino:
—No le ocultaré á usted, Tadeo, que me satisface mucho este acto, y más que por otra cosa, por haber tomado parte en él usted, que es la primera personalidad de la comarca...
Recusó Santa Olalla el elogio.
—Sí, Tadeo, sí—insistió con vehemencia el Señorito—. Siempre lo he reconocido y proclamado, hasta cuando mis desgracias me excitaban al mal humor y ponían en mis labios el lenguaje de la ira... A usted debo hablarle con toda franqueza. Estos rumores, estas maldades que se me atribuyen, los tengo muy merecidos,
—De ninguna manera, don Quirino—objetó el cacique—. Por ser usted quien es, por tra-tratarse de la primera familia del país y de un apellido glorioso en la historia de Las Lomas, es por lo que á usted se han dirigido las calumnias miserables. Esto es una campaña política que mueven, desde lejos, los revolucionarios, y aquí, los que no se resignan á estarnos sometidos.
—Eso será cierto, Tadeo—añadió don Quirino, que daba á sus palabras un carácter cada vez más marcado de intimidad y confidencia—. Pero mi conducta ha inspirado muchos odios. La desesperación á que mis circunstancias me han llevado me ha hecho injusto, violento, iracundo. Por ser quien soy, creía, y creo que se me debe algún respeto. El recuerdo de mis antepasados, que habían hecho de su amor á Zaratán una religión, me impedía resignarme á las humillaciones á que me había reducido mi pobreza. Y la inquietud de mi vida, los desarreglos en que, como pecador, incurrí, daban á mi noble orgullo un aspecto odioso.
—Usted se juzga con dureza—replicó don Tadeo—, Nadie ha pensado de usted así nunca,
—No lo dude usted. Por eso han tomado cuerpo las acusaciones, y se han apoderado del ánimo ignorante y apasionado de la gentuza... ¿Y quién sabe si habrá llegado la sospecha á los de arriba?
—Puedo asegurarle que no. Al contrario. Ha sido unánime la protesta entre nosotros. Por eso hemos venido á esperarle, por eso le acompañamos ahora. Las pruebas que constan en autos contra Hernán el de las Palomas son contundentes. Y además, ¿quién había de imaginar que un Madrigal iba á descender de la altura que tiene por su nacimiento hasta esa ignominia?
—Pero me han contado que se habla de una pista que el Juzgado no ha seguido, y que, en ello se ve el propósito de que la responsabilidad no alcanzara á los verdaderos delicuentes...
—Esa pista es un infundio. Nadie que discurra medianamente le ha dado importancia.
—Ello ha de esclarecerse, porque yo estoy interesado en que así se haga. Pero de cualquier modo que sea, yo reconozco que he tenido no poca culpa de lo que me pasa. Me ha faltado en los días de miseria la abnegación que enaltece al pobre. Hoy que, gracias á la bondad de mi santa tía, que Dios haya, he recobrado los medios de fortuna necesarios á mi situación, veo claro.
Después de un breve silencio, continuó el Señorito
—Y sin embargo, ¡qué mal me juzgan los que me suponen duro de corazónl Siempre he procurado el bien ajeno, prefiriéndole á mi propia dicha, ¡Cuánto dinero he tirado para favorecer á los que lo necesitaban!... Aquí tiene usted mi obra predilecta—dijo con brío, señalando á Blas—. Yo recibí de la madre de este predilecto de mi alma, servicios, en época difícil para mí. Un plan tuve que hubiera sido mi felicidad, y con el que hubiera correspondido á las atenciones de aquella mujer. No fué culpa mía el que se hiciera imposible realizarlo. Pero lo que no pudo ser de un modo, será de otro. Yo he sentido siempre por Blas afectos de padre. Me propuse hacer de él un hombre de provecho, y voy á conseguirlo. Para que adquiera cierta significación le he conseguido el nombramiento de Administrador de Rentas Estancadas de la villa... Y no he contado para ello con usted, que es, y debe ser quien sobre estas cosas resuelva, porque Blas no ha de ser sino un fiel servidor de su política, y además, porque ocupará poco tiempo el cargo: otras atenciones personales han de embargar su tiempo. Dentro de poco contraerá matrimonio con la huérfana del desventurado Gálvez... Y he de añadir ahora que, en esta su nueva posición, recibirá de usted las inspiraciones que su experiencia tenga á bien dictarle... Se lo he dicho muchas veces, en estos días de confidencias y de planes... "Don Tadeo es el guía natural de todos nosotros. Hay que oir su consejo". Y él, que me atiende como un hijo á su padre, está resuelto á incorporarse á usted en cuanto, como gerente de la gran fortuna de su prometida, pueda emplearla en el ejercicio de la poderosa influencia que tiene el dinero. ¿No es así, Blas?
El interpelado, á quien había dado Madrigal un fuerte tirón del brazo, exclamó, como si despertara de un sueño:
—Si, es cierto. Yo no haré nunca sino lo que me diga don Quirino.
Santa Olalla tenía noticias, como todo el pueblo, de los amoríos de Herró y la Car acomia,pero no pensaba que las cosas estuvieran tan adelante.
El hijo de Vitorio, que hasta entonces le había parecido un ente despreciable, adquirió de improviso á sus ojos interesante relieve. .
Era como si un maniquí se hubiera convertido en ser humano. Miró el cacique á Madrigal con curiosidad mezclada de zozobra. Una nueva fuerza aparecía que, acaso, iba á cambiar la dinámica de las influencias regionales. ¿Habría que procurar captarla? ¿Seria mejor combatirla?
Por el alma de Santa Olalla pasaron contradictorios pensamientos. El discurso del Señorito le advirtió que éste venía dispuesto á luchar y á imponerse.
Y el que en los últimos escalones de la degradación, sin dinero, sin crédito, había sabido tener á raya á los más osados, ¿qué no sería capaz de hacer, después de la rehabilitación que el legado de la Condesa del Viso le confería, y siendo el mentor del marido de la Ca-racolilla?
—Felicito á usted—dijo don Tadeo—¡amigo Herró. Esa gran fortuna necesita un hábil gerente, y puede influir mucho en los negocios de la comarca. Me será gratísimo merecer la confianza de usted.
Yluego, volviéndose hacia Madrigal, añadió:
—He oído á usted con el mayor interés. Sus atenciones para conmigo son impagables. Puede estar seguro de mi amistad y de mi reconocimiento.
Habían llegado á la casa de el Señorito, ante la que dos guardias civiles iban y venían,^con los fusiles sobre tos hombros.
—¿Tantas precauciones son necesarias?— preguntó don Quirino.
—El pueblo está excitado—repuso el cacique—y más vale un por si acaso, que un quién pensara.
En aquel momento rasgaron la serenidad de la noche, que ya había cerrado, varios silbidos.
Venían de las callejas inmediatas. La pareja de la benemérita se dirigió hacia ellas. Los silbidos arreciaron, y luego varias voces prorrumpieron en gritos de “jMuera el asesinol Justicial Justicial"
Lo primero que hizo Madrigal al día siguiente fué presentarse en casa del juez, que le recibió con los mayores extremos de atención.
—Vengo á presentarme—dijo á su señoría—por si puedo servir de algo en el proceso que tanto da que hablar al pueblo. Además, vengo á rogarle que, si lo tiene á bien, practique las diligencias oportunas para que se confirmen ó se rectifiquen las acusaciones que me rodean. Yo no puedo, no quiero vivir así, en la sospecha y el odio de las gentes. Zaratán es para mí algo como la prolongación de mi familia. Tutores y guías de este vecindario fueron siempre los Madrigal. No me resigno á que el último de ellos se hunda en el desprecio de los que fueron vasallos, siervos, criados de mis mayores. Antes la muerte.
—Esa actitud y ese lenguaje—respondió el juez—son dignos de usted, señor don Quirino.
Pero el Juzgado no tiene que hacer respecto de usted otra cosa que ponerse á sus órdenes para el castigo de los que le ofenden y amenazan.
—No, señor juez—replicó el Señorito—. Se asegura que hay una pista que no se ha seguido. Y hay que seguirla.
—¿También ha llegado á noticia de usted eso de la pista? Tan poco vale, que el Juzgado no la ha tenido en cuenta. Además, el sumario está concluso, y ya no puede ni debe hacerse nada hasta el momento de la vista.
—Me han dicho que el abogado defensor del procesado sacará todo el partido posible de esa pista y de la falta de actuaciones en ella. Y me conviene tomar la iniciativa. Presentaré un escrito al Juzgado para que sobre ello provea. Solicitaré el concurso del señor Ozores, que es un letrado distinguido y hábil, para que me represente.
—Todo ello no hará sino relevar más y más la respetable figura de usted, y convertirla en ejemplo de cómo se defiende el prestigio de un nombre atacado por villanas murmuraciones. Pero no lo conceptúo necesario.
Después de esta entrevista, don Quirino fué á visitar al alcalde para rogarle que ordenase que fuera retirada la guardia que se le había puesto en su casa. El no necesitaba de nadie para defenderse. Solo andaba y andaría por las calles, y el que se atreviera á insultarle no lo haría de balde. Aquella protección oficial de que se le rodeaba la estimaba vejatoria, y contribuirla á excitar contra él las iras del populacho.
Dió varias vueltas por la villa, entró en un estanco á comprar cigarros, fué á la hostería de Escolo á encargar que le llevaran de comer á su casa, se asomó un momento al Casino y se detuvo un rato en los porches de la Plaza de Abastos. Eran las once cuando regresaba á su desmantelada residencia, donde le esperaba Blas, á quien había dicho que no saliera hasta que él volviese.
En este paseo las gentes le miraban con asombro. Casi todas las personas con quienes se encontró le saludaron. Las mujeres del pueblo se escondían en sus portales, como huyéndole, y luego se asomaban á los ventanucos, llenas de emoción y curiosidad. Quienes valerosamente representaron entonces el sentimiento popular fueron los muchachos, que de lejos le seguían, y cuando él había traspuesto una esquina, al amparo de las revueltas de las tortuosas calles canturreaban las coplas consabidas, acompañándolas de silbidos. Madrigal, sereno y sonriente, continuaba en su marcha. Fué el triunfo de la osadía.
Detrás del Señorito iba quedando una estela de comentarios, entre los que se destacaban frases como éstas: “Debe ser inocente. Si no lo fuera, no se atrevería á tanto." “Lo que es es un tío con más redaños que el toro de la madriga." "Bien ha esperado para venir á que llegara el pelotón de los civiles. Por eso anda tan guapo." "Como tiene de su lado á la justicia, por eso viene á insultarnos." “No es que él sea valiente, es que nosotros somos cobardes."
Cuando llegó Madrigal á su casa encontró á Blas sentado en un viejo sillón, tan abstraído en sus cavilaciones, que ni se había dado cuenta del tiempo que su amigo llevaba fuera.
—Aquí me tienes—dijo Madrigal—.Vuelvo entero. Ni siquiera me han matado... (Hato de miserablesl Ni uno solo se ha atrevido á mirarme el color de los ojos... Los más bravos son los chicuelos, que me han seguido chillando.., Parecen de otra sangre... ¿Quién sabe si los habré engendrado yo?... ¿Qué tales ánimos? Hoy es un día ocupado para ti. Has de ir ahora á ver á tu novia y llevarle los regalos de boda. La dirás que el expediente matrimonial sigue sus trámites y pronto estará despachado... Luego vendrás para que comamos, y por la tarde irás á tomar posesión de tu destino... Como tú no necesitas ese sueldo, he pensado que debes decir al administrador cesante que quede á tus órdenes para ayudarte. Le darás la mitad de tus haberes. £1 debe comprometerse á llevar el despacho,, porque ni tú entiendes de eso, ni con la boda y sus preparativos vas á tener tiempo de nada. Además, así te harás simpático á la gente, que andará murmurando por tu nombramiento. Hay que ser generoso cuando tiene cuenta... Yo me ocuparé un poco de arreglar este caserón en que vivimos. Hay que buscar criados, porque la pobre ama no está ya más-que para que la entierren... Conque en movimiento, Ella irá contigo para llevar los regalos.
Blas Herró, obedeció. En los días que había pasado en Madrid con el Señorito, éste había acabado de desconyuntarle el ánimo. Los planes de Madrigal respecto á ese viaje se habían realizado. El espectáculo de las grandezas de la corte, nuevo para el envilecido mancebo de Las Lomas, le asombró por su brillantez y le halagó con sus placeres. Lo que más le agradó á Blas de la vida de la capital de la nación fué la independencia y libertad de sus moradores, que no están, como en los lugares pequeños, sujetos á las pesquisas y curiosidad ajenas. Ya que la fatalidad lo había querido, y estaba encadenado por los hierros que le había echado encima Madrigal, él se propuso salir de Zaratán en cuanto se casase, é irse á la gran ciudad, donde nadie sabría quién era, ni las circunstancias de su existencia, ni oiría hablar del crimen, ni de Hernán el de las Palomas. En sus proyectos para lo porvenir, aparecía como grata esperanza la posibilidad de estar lejos de el Señorito, de su odiosa férula, de su humillante protección. El le daría el dinero que quisiera, á cambio de vivir solo, sólo con su mujer, de cuyo amor y rendimiento estaba seguro. Esclavo ansioso de la manumisión, todo el oro del mundo le parecía escaso á cambio de ella.
A los ocho días de estancia en Madrid, Blas empezó á sentir cierta serenidad interior. Zaratán de la Priora había desaparecido de su memoria. Era como si la tierra se le hubiese tragado, con sus Lomas, su Colegiata y su huerta del Maestre. Nadie se ocupaba de semejante pueblo, ni de las cosas que en él ocurrían, ni del proceso, ni del Caracol. ¿De manera que se podía vivir sin estar oyendo siempre la misma horrenda é inquietante conversación, sin escuchar la campana del reloj de la torre de la iglesia, cuyo sonido le recordaba la hora en que cayó al suelo, con la frente rota y la muerte en los amarillos ojos el viejo usurero? De modo que, alejándose déla mísera villa, se alejaban de la mente las ideas negras, y se borraban las memorias perturbadoras de la tranquilidad?... Pues había que huir del lu-garón, para no volver á respirar más su aire envenenado. Sí, sí, Madrid era la salud, la libertad, acaso la alegría. Y como para estar en Madrid y conseguir el término de su martirio era preciso tener el dinero de el Caracol, Herró empezó á pensar en Delina con agrado Ella era quien había de sacarle de las angustias espantosas que venía sufriendo.
Cuando estos pensamientos invadían su alma, experimentaba el temor de que la huérfana se cansara de él, y de que las murmuraciones, que no dejarían de llegar á ella, trocaran su pasión en desprecio, lo que le hacía desear el próximo regreso á Zaratán, y la inmediata realización del enlace. Y entonces metía prisa á don Quirino, quien sonreía observando cómo iban realizándose sus pronósticos de que un cambio de vida y de ambiente harían deseables á Blas las alegrías de un vivir afortunado*
—Pronto nos iremos— decía el Señorito—, en cuanto estén concluidas las galas de tu novia y la ropa que te están haciendo.
Herró escribía entonces á Delina cartas largas, pésimamente redactadas, con muchas faltas de ortografía, que no daba más de sí la incultura del mozo, pero llenas de palabras apasionadas, que encendían más y más el fuego de amor en el inocente corazón de la muchacha. Y ésta contestaba pidiéndole por Dios que volviera pronto, que no dilatase más tiempo el martirio que le causaba su ausencia, con lo que Herró se tranquilizaba y se sentía orgulloso de haber inspirado un afecto tan hondo.
Pero más de una noche se despertaba bruscamente, pasando en un punto del profundo sueño á la vigilia; y en la obscuridad que le rodeaba veía la escena trágica: don Simeón inmóvil sobre la tierra, la linterna arrojando sobre su rostro un chorro de luz roja, el Señorito sonriendo, Tapióles temblando, y la faz morena de Hernán asomándose á la reja de su calabozo, cuyos barrotes le marcaban en la frente señales lívidas. El atormentador espectáculo se prolongaba horas y horas, dejándole destrozado de cuerpo y alma, en una recaída de desesperación, que la perspicacia de Madrigal descubría, por lo que procuraba aturdir al joven con diversiones, vinos caros y jovial cháchara. Pensaba en aquellas crisis Herró:
—Aunque Zaratán se hundiera en una sima, y nadie volviera á pronunciar el nombre del pueblo, yo llevaré todo eso siempre dentro de mí. Los malditos recuerdos vendrán conmigo á Madrid, y donde quiera que yo vaya...
El retorno había sido doloroso para Blas, y á sus angustias de siempre se unió ahora el miedo. Le aterraba la perspectiva de lo que iba á sufrir en aquellos días de prueba en la atmósfera hostil de la villa revolucionada, oyendo los dicterios del vulgo contra don Quirino, las silbas de odio y desprecio vengativo y los comentarios que la vista de la causa habría de inspirar. Llegaría el momento supremo, que tantas veces había previsto: el de la condena del procesado y el de la ejecución de la horrenda sentencia. No, eso no podría resistirlo. "¿Qué haré yo en ese día?—se preguntaba—. ¿Podré encerrarme en un rincón y aislarme del mundo? No se apoderará de mí un frenesí que me llevará á la calle gritando ante las gentes: "¡Soy un miserable asesino, matad me t“
En un momento de infinito trastorno comunicó sus terrores á Madrigal, y le propuso volver á Madrid hasta que todo hubiera concluido.
—¿Estás loco?—le contestó el Señorito—. Nuestra salvación está en nuestra serenidad. Si nos fuéramos, estábamos perdidos. Hay que permanecer aquí, la cara serena, el corazón firme.
—Yo no podré resistir.
—Pues es necesario. Con estarte en casa esos días, te habrás librado de las impresiones de la calle. Pretextas una indisposición, para que Delina no se extrañe de que no vas á verla, y asunto concluido.
—Sí—repuso Herró—, será la única solución posible.
Hubiera preferido precipitar las cosas, casarse en seguida y salir de Zaratán con su esposa, antes de que los días grandes y trágicos llegaran; pero don Quirino estimó inconveniente, y aun peligroso, el proyecto.
—Motivos de prudencia nos obligan á ti y á mí—dijo—á esperar que la causa se vea y todo sea terminado. Entretanto, no hay que hacerse ilusiones; una amenaza pesa sobre mí, amenaza que también sobre ti se proyectaría si no observáramos la conducta que corresponde á los inocentes. Además, ¿tú crees que estaría bien que Delina se casara en los momentos en que va á ser impuesto el castigo por el asesinato de su padre? Dirían que tú y yo habíamos faltado á los respetos debidos á la memoria de la víctima, y á la que, en todo caso, inspira el hombre sobre cuya cabeza cae la sanción,.. Nada, no nos dejemos dominar por la pusilanimidad... Ni yo consentiré que tus cobardías nos pierdan.
La cínica serenidad con que el Señorito hablaba, producían á Blas primero, repugnancia; luego, admiración, y más tarde confianza en que, unido á él, llegaría al término de la prueba y á la etapa venturosa.
Aquel hombre inconmovible, que siempre y ante cualquiera especie de dificultades tenía avizora la inteligencia y en pie la voluntad, parecíale un ser sobrehumano, prodigio de energías morales, ante el cual todo habría de ceder.
Y bajo estas imprésiones se hallaba Herró cuando salía de casa de su amigo para ir á la de su prometida.
Delina le esperaba en la ventana, y al verle venir le saludó con la mano derecha y con una sonrisa, retirándose rápidamente y cerrando las vidrieras.
Ella bajó á abrir la puerta; y le dijo:
—¡Virgen santísima, que alegríal Temí no verte más.
Blas la estrechó entre los brazos, la cubrió de besos el rostro y exclamó, sintiendo que una emoción inesperada estremecía su ser:
—Delina, Delina mía, yo también temí que no nos volveríamos á ver. ¿Me quieres tanto como antes?
—Más, mucho más. Tanto, que el corazón me duele, y me ahogo de contento y de miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De que ocurra algo que nos separe. Y eso sería mi muerte.
Aquellas palabras produjeron en Blas una impresión de espanto. Detrás de ellas adivinaba el efecto de la sentencia popular que condenaba al Señorito como autor de la muerte del Caracol. Aunque el rumor público no le había nombrado á él como partícipe en el crimen, cierto estaba de que la condenación reparadora de la muchedumbre le incluía entre los cómplices. El incidente acaecido con Tapióles era claro indicio de ello; y con mayor motivo sería él culpado, puesto que era quien iba á obtener en grado mayor los beneficios del crimen que había puesto fin al obstáculo que se oponía á su matrimonio con Delina.
Haciendo un esfuerzo para dominar su emoción, dijo:
—¿Qué podrá separarnos, si nosotros queremos ser el uno del otro?
—¿Qué sé yo?—repuso ella, devolviendo á Blas las caricias que éste le prodigaba—.Tengo miedo no sé de qué... jAIma mía, Blas míol, ¿qué será de mí si un día tú desaparecieras de mi lado?
—¿De dónde sacas esos temores? Aquí me tienes, ya no saldré deZaratán sinocuandocon-tigo me vaya á gozar de fcu amor lejos de aquí.
—¿Si, Blas; verdad que sí? Juntos, juntos para siempre.
—Juntos, aunque todos se empeñaran en separarnos.
—¡Necesitaba que vinieras; me hacías mucha falta, Blas; Blas míol Tú serás mi amparo contra todos y contra todo.
—Pero, ¿qué ocurre?—preguntó lleno de zozobra el joven.
—Ya te lo contaré.., Pero antes déjame que te mire, que te abrace, que me convenza de que estás á mi lado... ¿Es cierto que eres tú?... Me habían hecho creer que no volverías,..
—¿Quién?
—Mis sueños, los disparates que pasaban por mi cabeza en estos tristes días en que estabas lejos de mí... Pero, no; no. Tú has vuelto á buscarme, bien mío... ]Qué guapo eres!... Mírame con esos ojos que me llegan al alma... ¡Qué bien te está el traje nuevo que te has comprado en Madridl... ¡Y qué bonita esa corbata!... Mal hecho traes el lazo. Yo te le haré... Así, hermoso, así.
Y mientras los dedos trémulos de Delina jugaban con la seda, sus labios besaban !a frente y los ojos del mancebo.
—¡Qué buena eresl—dijo éste—.¡Cuánto te quiero!... ¡Más, mucho"’másj3e lo que creía!... Pero, óyeme; quiero que me cuentes todo lo que has hecho en mi ausencia... ¿Quién ha venido á verte?... ¿Con quién has hablado?..,
Esta conversación la tenían los prometidos en el zaguán de la casa, amplio y lóbrego, del que arrancaba la escalera que conducía á los pisos superiores.
—Sube conmigo—dijo Delina—. Vamos arriba. Allí está mi tía Octaviana, á quien he traído de Villafáfila, para que me acompañe hasta que nos casemos.
Ya sabía Blas que la huérfana, para tener á su lado una persona de respeto que la autorizase en su soledad, había llamado á aquella pobre mujer, que en la niayor penuria vivía en la aldea inmediata, y de la que nunca se había acordado el Caracol. La tía Octaviana era prima de la esposa del usurero. Su edad pasaba de los sesenta. Viuda y sin hijos, ganábase duramente la pitanza bordando sábanas, pañuelos y camisas para las señoras de Zaratán. Era muy diestra en tales labores, y en medio de su ignorancia lugareña poseía un discreto discurso superior á su condición y á su clase. Dos parches negros, que le cubrían ambas sienes, más que curar, anunciaban las jaquecas que la desdichada padecía.
—Tía Octaviana—dijo Delina, cuando ella y su novio hubieron llegado á la sala en que, entre montones de blancas piezas de tela, se hallaba la anciana, que era menuda y vivaracha—. Aquí tiene usted á Blas,
Y luego de una breve pausa añadió, sacando del corazón á los labios una sonrisa de alegría y de orgullo:
—Como quien dice, el amo de la casa. Mediaron los saludos naturales.
—Pido á Dios en mis cortas oraciones—exclamó la vieja—que les haga muy felices.
—Ven aca, Blas—dijo luego Delina—seguiremos hablando.
Y condujo á su novio á una estancia inmediata, en la que ambos se sentaron en un canapé.
A la agitación de los primeros instantes del encuentro, había seguido en el ánimo de la muchacha una alegre y dulce serenidad.
—Ya lo sé todo—dijo Delina—. Sé que eres Administrador de Rentas. Y te pregunto: ¿para qué quieres eso? ¿No somos ricos? No quiero que trabajes ni te ocupes de nada más que de cuidar de lo tuyo, que no os poco, y de cuidar de mí, que soy tuya también.
La ternura y la confianza que palpitaban en aquellas palabras anegaron en angustiosa emoción el alma de Blas, y como si del fondo de ella surgieran las palabras exclamó:
—Yo no te merezco. Tú eres muy buena. Yo soy muy malo,
—¿Malo tú?... Pero, ¿no me quieres?...
—Con todo mi corazón.
—Pues entonces no eres, ni puedes ser malo... Malo serías si no me quisieras, si me abandonases, sí me traicionaras... [Ahí entonces serías malo, porque serías cruel, Pero no, eres el mejor de los hombres...
Con tono de infantil sencillez, añadió:
—No creas que ha habido malos corazones que han venido á quererme quitar la voluntad que te tengo... Me han dicho que traías muchas mujeres al retortero, y que hace poco estabas con doña María de la Oliva...
Quiso interrumpir Blas parasincerarse,pero Delina siguió hablando.
—Y, ¿sabes lo que yo he contestado?... Pues he dicho que á un hombre como tú era natural que todas las mujeres le buscasen. ¿No te quiero yo para mí?.,. Pues lo mismo querrán las otras... Lo que hay es que á la gente le da rabia que sea yo la preferida.., ¿Verdad que lo soy?
—La preferida, no; la única—contestó Herró—, La que yo quiero para mujercita mía, la que ha de estar siempre á mi lado; bien has hecho en despreciar las envidias... Oyeme, Delina, ¿y no te han dicho algo peor?
—De ti, no. De don Quirino, sí. Ya sé lo que corre por el pueblo. jQue él es el que ha matado á mi padre!... Ya he oído las coplas y los gritos y los tiros... Pero yo no creo nada de eso.
—¿Por qué no lo crees?
—Por muchas razones... La primera, es la de que don Quirino es amigo tuyo... ¿No es así?... Y siendo tu amigo ha de ser un señor bueno y honrado... El es quien te animó á declararme que me querías, cuando tú andabas cobarde, sin entender lo que decían mis ojos... Sólo por eso le quiero yo, como si me hubiera hecho mil favores... Puede que sin él no nos hubiéramos visto nunca como nos vemos ahora, Blas.
Las manos de Delina buscaron las de Herró, que, frías y temblorosas, apenas percibieron el dulce contacto.
—Hay más—continuó ella—. Ha venido á verme un señor de Noblurve, un abogado.....
¡El que va á defender á... ese hombre... al que me quitó á mi padre!
Tembló Blas al enterarse de aquella visita, que desconocía.
—Y, ¿qué propósito trajo ese señor abogado?—dijo.
—Pues me mandó un recado con la posadera de la Plaza del Horno Viejo pidiéndome permiso para visitarme. Yo le contesté que por estar de duelo no recibía á nadie. Entonces la posadera me dijo que precisamente se trataba de la muerte de mi pobre padre, y que el abogado podía enterarme de cosas que me importaba saber. Tan pesada se puso, que tuve que aceptar la visita. Y vino el hombre. Poco simpático es... La tía Octaviana estaba presente en la conversación.
—¿Y qué te dijo?—interrumpió Blas, que ardía de impaciencia por saberlo.
—Me echó un discurso muy largo, diciéu-dome que los hijos tenían la obligación de vengar á los padres, cuando éstos eran víctimas de crímenes como el que me había hecho huérfana. Que en el pueblo había la idea de que el criminal no era el que estaba preso, sino otro, y que él se proponía demostrar que el pueblo tenia razón. Que yo debía intervenir ó ser parte, ó no sé qué, en la causa, y nombrar un abogado que en mi nombre pidiera castigo... y no sé cuantas cosas más... Yo no sabía qué contestarle... Le dije que me daba mucha pena hablar de eso, que no sabía lo que debía hacer, y que no teniendo persona de quien aconsejarme esperaría á que llegase el que pronto iba á ser mi marido.
—Muy bien respondiste, Delina—repuso Blas—. Y él, ¿qué dijo entonces?
—Dijo que, siendo así, no tenía más que añadir, y que él había dado aquel paso para cumplir un deber de conciencia en defensa de un inocente, á quien iban á quitar la vida... Se despidió, ofreciéndoseme, por si en la testamentaría de mi padre necesitaba de un abogado... Yo le di gracias; pero le advertí que mi padre había dejado arreglados sus asuntos de modo que no tuviera que intervenir en ellos la justicia.
—Ni una vieja sabia hubiera contestado mejor—dijo Blas—que como lo has hecho tú, que eres niña é inocente.
—¿Teha parecido bien?—replicó ellacon rostro alegre y sonrisa de triunfo—. Pues me temía que no te pareciese así. Lo que yo deseaba era eso: no disgustarte, Blas.
Hasta entonces no había notado éste que entre sus manos tenía las de su novia. Las estrechó fuertemente y las besó. Los ojos se le humedecieron.
—¿Qué te pasa, Blas?—preguntó Delina.
—Que te quiero mucho, que cada día te encuentro más digna de un amor que merezca el tuyo. Que tengo dentro de mí mucha tristeza, que cuantas más pruebas de cariño me das, más pena siento..,
—No te entiendo, bien mío.
—Algún día puede que sepas las angustias que sufro...
Llegó en esto la nodriza de don Quirino, cargada de cajas. Venía sofocada por la fatiga que le causaron la carga y la caminata, y entre dos fuertes suspiros, exclamó:
—Aún tengo para dos viajes... Son los regalos de un rey á una princesa.
La vista de los presentes que su novio le ofrecía cambió el curso de los pensamientos de la joven. Con ávidas é impacientes manos vació las cajas y fué poniendo sobre una mesa los vestidos, la mantilla de blonda, dos sombreros, de seda y flores el uno, de paja y plumas el otro; las manteletas, los abanicos, las sombrillas,cuanto había escogido en los almacenes de la corte Madrigal. Luego salieron á luz los estuches de las alhajas, los pendientes de zafiros y brillantes, las pulseras de oro y pedrería, los anillos, un reloj, una cadena; todo rico, de precio, sólido y vistoso. La luga-reñita, ignorante de los prodigios del lujo, que hasta entonces había vivido en la miseria á que la avaricia de su padre la tuvo reducida, creyó estar soñando.
—¿Y todo esto es para mí?—interrogó— ¡Cuánto habrá costado!
Blas, anticipándose á una pregunta concreta, que había de serle desagradable contestar, añadió:
—Todo para ti, y es poco para lo que mereces, Delina... Don Quirino lo ha elegido y lo ha pagado. Yo le resarciré cuando pueda.
La enamorada muchacha abrazó á su novio, y dejando caer su cabeza sobre el pecho de éste, sollozó:
—¡Qué dichosasoyl ¡Te adoro, Blas, te adoro!
Desde su llegada á Zaratán, y en cuanto hubo estudiado el proceso, iba todas las mañanas á ver á su defendido el letrado Cianea y se pasaba largas horas conversando con él. La primera impresión que Hernando había hecho en su defensor, no lué buena. La reserva desdeñosa que éste observó en su actitud y en sus palabras le habían hecho creer que aquel hombre era un carácter reconcentrado, frío, calculista, capaz de cualquier acto reprobable, y, desde luego, del crimen que se le imputaba, "Cuando comparezca.ante el Tribunal—pensó Cianea—el público no le mirará con simpatía. Tiene en su cara los rasgos del odio arisco y del orgullo vencido.„
Hernando, perdida toda esperanza de salvación, no hallando en torno sino muros de piedra imposibles de quebrantar y obstáculos definitivos para su justificación y su libertad, había llegado á adquirir el convencimiento de que la sentencia fatal era inevitable, y se consideraba como un muerto vivo que aun permanece sobre la tierra porque no se han cum-piído los trámites necesarios para el entierro. Los diez meses largos de prisión y soledad, sin que nadie se ocupara de consolarle, y Ja tortura de las indagatorias judiciales, habían ido aminorando, destruyendo, aniquilando el instinto de conservación y el espíritu de defensa. La desventura terrible de Isabela fué el último estremecimiento de dolor que podía sufrir su alma. Después se consideró como separado para siempre de los hombres. El acaso, en colaboración con una voluntad perversa, habían ido acumulando sobre él indicios, cargos, pruebas que, juntos, enlazados, tejidos por la lógica, formaban ya una red de hilos de acero que le envolvía, le estrechaba y ejercía sobre su conciencia la presión que más tarde ejercería sobre su cadáver la tierra en que había de corromperse. El odio popular había llegado á él á través de las paredes y las rejas de la cárcel, contribuyendo á quitarle los postreros vestigios de esperanza. Le condenaban los hechos, le condenaba el pueblo, cumpliéndose con ello, sin duda, una sentencia inexorable, cuya iniquidad le aterraba. La primera visita que le había hecho don Serafín había estremecido su corazón con alientos de vida; pero luego la reflexión le había conducido de nuevo á empellones al negro abismo, sin luz ni aire, al que no llega nunca la esperanza. "Sólo un milagro—pensaba—puede libertarme, y ya no hay milagros. La Santa Virgen del Centeno está cansada de hacerlos y no hará éste. No lo merezco, no lo espero. ¡Venga la muerte cuanto antes!,, Cuando supo que las gentes habían cambiado de opinión y le defendían, tardó mucho en explicarse aquel movimiento inesperado del juicio público. Más tarde, por las explicaciones del cura de la Colegiata, y por algunas palabras del juez, empezó á comprender que en el fondo de la agitación de labrantines y jornaleros había algo ajeno á su persona y á su proceso, y que la lucha de éstos con los Señores tomaba como pretexto y ocasión de los tumultos el crimen de la huerta del Maestre y su inocencia. El juez le había dicho: "Palabras imprudentes que has pronunciado, van á manchar un nombre respetable con sombras de calumnia. Eso traerá á Zaratán días de duelo y sangre. Será una culpa más que caerá sobre ti. Si tenías que comunicar i la justicia algo que te exculpara, y arrojar sobre otro la responsabilidad, ¿por qué no me lo has manifestado? Muchas veces te he pedido que volcaras sobre mí tu conciencia. Aún es tiempo. Habla".
Y Hernán había contestado:
—Soy inocente. Otro es el asesino.
—¿Quién?
—El Señorito
—El señor Madrigal, querrás decir... Pero no basta eso. Hay que aportar pruebas.
—Ninguna tengo.
—Entonces, ¿por qué acusas?
—Porque yo no soy el asesino, porque sólo el Señorito es capaz de haber llevado á mi tierra el saco del dinero, porque el alguacil y él están de acuerdo para perderme...
—Todo- eso es absurdo. Nadie te hará caso... ¿Tienes algo más que decir?
—Nada más.
—Pues repitiendo esas palabras te harás más odioso.
El letrado Cianea quiso concretar las ideas de su defendido, de modo que pudieran ser base de una denuncia contra el Señorito, pero no lo consiguió.
—El asesino es él, es é!, no tengo duda— repetía incesantemente Hernando, pero no añadía nada terminante y categórico—. No sé más que una cosa, que es el único que ha podido echarme encima esa infamia.
—¿Por odio á usted? —preguntaba Cianea.
—No, por odio, no—respondía Hernando—. Pero él ha cometido el asesinato y el robo, aprovechando el mal paso que di aquella mañana.
—Eso no basta, eso es muy vago. Es necesario algo más para que podamos acusar.
—Pues no sé más que eso.
Hubo momentos en que Cianea pensó que su defendido estaba loco; otras que, buscando una salida para su grave situación, inventaba aquella especie. Lo que no le pasó por las mientes es que en las palabras del procesado hubiera cosa alguna utilizable para su intervención forense.
Procuróse Cianea una entrevista con don Serafín. Sabía que éste venía asegurando que Hernando era inocente, después de haberle confesado, y que, aun antes de esto, por conocimiento de su conducta y de su vida, y por intuición, había asegurado ante muchas personas que aquel hombre no podía ser el criminal.
—Usted, señor cura—le dijo— sabe algo que fundamenta sus opiniones sobre el caso. Dígamelo. Un interés común nos une, la misma causa defendemos.
—Yo, señor abogado —respondió don Serafín del Avalo—tengo la firme convicción de que este hombre es un santo, lo mejor del pueblo. Es inocente, es una víctima de las circunstancias y de algún malvado que se oculta en la sombra. Pero nada puedo decirle más.
—¿Qué idea tiene usted de Madrigal?
—La peor. Es capaz de todo lo malo.
—¿Qué gente le rodea de ordinario?
—Borrachínes, viciosos, tabernarios y alborotadores, gente sin religión y sin hombría de bien.
—Pero esos antecedentes no han sido obstáculo para que las personas más significadas y respetables de la población le rindan el homenaje que usted sabe.
—Cuestión de clase. Como la gente baja ha dado en ponerse al lado de Hernán y en contra de el Señorito, y eso ha coincidido con la revuelta que hay por la cuestión de las rentas y lo demás, los ricos se creen en el caso de hacer lo que han hecho. Además, ya sabrá usted que siempre ha habido disputas y rencillas entre los del Paño Pardo y los del Grano de Oro. Basta que los unos quieran una cosa, para que los otros quieran la contraria.
—Sí, ya conozco esas disidencias, que parecen propias de la Edad Media.
—Así vivimos por acá. Pero los ricos, abusan mucho de su poder. Los otros, los del paño pardo, nunca tienen razón. Si van al Juzgado, allí Ies apabullan; si al Gobierno civil, allí los hunden. En las quintas, en los consumos, en la contribución, en todo, son los paganos. Y eso enciende la ira. Yo, señor abogado, á pesar de que mi misión es de paz, no he tenido otro remedio, más de una vez, que meterme en los líos que se armaban. Amparar al pobre es una obligación de los que tenemos este ministerio.
—Debe ser.
—Y como yo soy de ellos, hijo de un pobre jornalero, y soy el capellán mayor de Nuestra Señora del Centeno, claro está que me tiran los míos. Disgustos gordos me ha causado el no poderme estar quieto cuando veía las canalladas que hacían los de arriba... Usted perdone lo que digo. Pero me sale de adentro... Y esto de Hernán me trae loco.,. ¡Mire usted que estar seguro de que el infeliz es inocente y tener que ver cómo me lo ahorcanl...
—Malo es el caso. No pensaba yo cuando me encargué de su defensa que me iba á encontrar sin medios eficaces para sacarlo adelante.,, Y esto de que ha hablado usted, esta trifulca de los del paño pardo con los Señores, como ustedes los llaman, empeora"la situación. Cuando se echan de por medio los odios de clase, la razón se ofusca. Es como las luchas religiosas, que ciegan, apasionan y convierten en fieras á los más pacíficos.
—Bien lo veo. En mala ocasión se les ocurrió á los labrantines ponerse de uñas con sus amos... Pero, ¿usted no vé manera de que esa judiada no se cometa?
—Pienso, medito, reflexiono, pero con poca fe en el resultado.
—¡Santísima Virgen del Centeno, qué va á ser de nosotrosl... Yo, ni duermo ni sosiego... ¡Pobre Hernán de mi almal
—Lo que me asombra es su serenidad. Es inverosímil.
—Es que está rendido ei pobre. Lleva muchos meses pasando el martirio de los infiernos. Lo ha pensado todo en ese tiempo. Primero, tuvo alientos. Después, se convenció de su perdición. Y el golpe que ha recibido cuando se enteró de que su mujer ha perdido el juicio, acabó de anonadarle.,. ¿Usted, qué cree? No quería confesarse. Estaba rabioso como un lobo ai que atan los pastores á una encina para que me muera de hambre. Sangre hube de sudar para que se echara á mis pies como pecador.., Y me dió miedo escucharle en aquella hora de la verdad. Tenía el alma negra y dura como los guijarros que los carboneros meten entre ia leña para que arda mejor. Me dijo: "Ya no soy hombre". —“¡Pues no has de serlo!" —le contesté— hombre más que antes, porque el hombre es dolor ".-"No—, Fué y me replicó con una voz que parecía venir del otro mundo,—Aquí me han quitado el sentido y soy como una bestia. Me han podre-cío el corazón, y soy malo, muy malo, tanto que merezco queme hagan lo que van áhacer-me. Sólo me quedan alientos para malquerer, para odiar". Y tuvo como un escalofrío, que parecía que iba á perder el conocimiento... ] Pobre mío!,.. Salí de la cárcel todo trastornado: no sé si le dejé con el alma limpia, pero lo que si sé es que la rabia que él sentía se me había metido en el alma á mí, Fui corriendo á ver á mi madre, á mi Virgen, y me eché á sus pies y lloré, lloré mucho tiempo. Cuando vinieron las mujeres al Rosario, me encontraron sin sentido. Creían que me había puesto malo... Y malo estoy, y peor he de ponerme, porque lo que usted me dice acaba de quitarme las esperanzas.
—Yo confiaba en que usted me daría algún dato que nos pusiera en el buen camino.
Cada tarde iba don Serafín á ver al preso. Después de la conferencia con el abogado fué, con más motivo, aquel día, y dijo á Hernán;
—He hablado con ei defensor, y está en que tú debes pensar bien sobre todo lo que se te ocurra, para que él pueda sacarte con bien. Tal vez con media palabra tuya él encuentre el camino.
—¿El defensor?—repuso Hernán—, Él cree que yo soy el asesino. Se lo he conocío. De modo que es perder eí tiempo.
—Lo que él dice es que tú no le das explicaciones, que no le ayudas para que busque é indague.
—¿Cuándo es la vista?
—Pronto; no lo sé de fijo.
—¡Cuanto antes mejorl Estoy deseando acabar
—Pero, Hernán, ¿nada puedes decir que sirva para defenderte?
—Ya he dicho too lo que tenía que decir. No sé más... Me ha dicho el alcaide que Nicolás el Soldado quería verme y que él le ha con-testao que podrá venir cuando usted esté aquí, y con la presencia de él... ¿Lleva muchos días preso?
—Pocos, ya sabes; está aquí porque le pegó un palo á don Manolito Tapiales.
—Ese lo sabrá todo.
—¿El qué?
—Lo que pasó aquella noche. El no se separa nunca de el Señorito,
—¿Le has dicho eso al abogado?
—Sí, y él me ha dicho que le hará ir á la vista como testigo. Y que también hará que vaya el Señorito. Pero ellos sabrán escabullirse.
—Puede que no. También citará á Blas Herró, y al alguacil del Juzgado, y á Escolo el pastelero. Y yo le he pedido que me cite á mí, para que yo díga ante la Audiencia lo que creo de tu conducta... Y también va á citar á la Curruca,
Apareció en el locutorio e! alcaide, á quien seguía Nicolás.
—Para que luego no se diga que no se te permiten las visitas, aquí traigo á éste que quería hablarte. También habían venido á verte el Hormigón, el Lebrusco y el Chato Cizaña, pero no han vuelto.
Nicolás se acercó á Hernán el de las Palomas y le dió la mano.
—Pero, hombre—exclamó—. ¡Cómo nos vemos! Yo siquiera estoy aquí por algo, por haberle sacudió al tragón de Tapióles... pero tú,.. tú estás sin razón en la cárcel.
Hernán, sentado en ei banco del locutorio, permanecía callado, abstraído, indiferente, con la vista clavada en el suelo.
—Por defenderte se ha revolucionao el pueblo, pero ya van por la paz. Mi mujer me ha dicho, al trairme la comida pa mí y pa el chico, que los Señores han llamao al tío Hormigón pa decile que ellos quieren que haya paz y que se vuelven atrás en lo de las rentas. Total, que han tenío miedo de lo que iba á pasar si se ponían tontos... Y que el tío Hormigón ha cedió, y que ya no habrá na... ¡Cobardes que sen y sin vergüenza, los unos y los otrosí... Y que tóos se meterán en sus casas, y si nos empluman que nos emplumen... Cada uno va á lo suyo, y á los demás que los zurzan... Ni mío es el trigo, ni mía la cibera, que muela el que quiera.,. Aquí ni hay temor de Dios, ni amor á los hombres. Ya se me hacía á mí mucho que el rebaño se moviera pa pedir justicia... Y cuidao, que la judia que están haciendo es pa levantar en vilo al más paciguao. Pero por mucho que se eche el acetre al pozo, si no hay agua.,.
Sacó Nicolás su petaca del bolsillo de la blusa, y se la ofreció á Hernán. Este pareció no advertir la oferta.
—¿No quiés un cigarro?—dijo Nicolás; y luego, como no le contestara el de las Palomas, añadió: —No me acordaba de que tú no fumas... ¿Quieren ustés, señor alcaide... y usted, don Serafín?...
Ambos aceptaron, y vertiendo en el hueco de las palmas tabaco, hicieron sus cigarrillos.
—Anímate, hombre, anímate Palomera, que al fin Dios proveerá... El entregarse es lo peor... Si el pueblo tuviera lo que hay que tener, ya estarías libre. Pero esos que chillaban en la plaza, ni saben lo que quieren, ni lo que deben hacer. Son como el otro que dice: Oyó al gallo cantar y no supo en qué muladar... Pues por falta de razón no será, porque eso de que el inocente esté como estás tú, mientras que los perros malvaos están bebiendo vino, tan contentos, eso clama al cielo. ¿Pa cuando guardan los puños y los arrestos?... Son como el habar de Cabra, que se secó lloviendo.,,
—Con la fuerza—replicó el cura—nada se conseguiría. Lo que hace falta es que Dios ilumine á los hombres y les quite las telarañas de los ojos. La golondrina coge con su pico las hojas de la celidonia para dar vista á sus polluelos ciegos.,. Eso hace falta, que el Señor se apiade de nosotros y nos ponga en los ojos la luz de la verdad... Pero á porrazos sólo se conseguiría empeorar lo que ya está malo.
—Son desahogos del Soldado—interrumpió el alcaide—por eso le dejo hablar, que si no...
—Perdonen ustés—contestó el Soldado—. Pero cuando se desprecia la razón no hay más Dios, ni más Santa María que los mamporros... Ya ven ustés, los de arriba se salen siempre con la suya, Y se juntan pa defenderse... Miren ustés que lo que han hecho los Señores con don Quirino,,. es lo que hay que ver... Bien saben ellos que es un mal bicho, que toíto lo ha traío siempre revuelto, que es un vicioso, el primero que se atrevió á traer mujeres malas al pueblo, tramposo, atrope-llaor... pues le han ido á recibir, cuando volvió, Dios sabe de dónde, y de qué, como si fuera el señor obispo.,. ¿Y eso?... ¿Está bien?... Y too porque los pobres están contra él, y dicen que debía estar aquí en el puesto de éste...
—Nicolás, Nicolás—dijo el alcaide—. Estás hablando más de la cuenta. No has venido á eso.
—La verdá, señor alcaide. Déjeme vaciarme, que llevo muchos días callao, y la verdá calla se convierte en veneno... Caanti más que ahora estamos cabales, y lo que aquí se diga, aquí se queda... Poco sé y poco he leío, pero lo bastante pa saber que cuando el señorío se arrejaca es peor que las víboras de la montanera. Como que orgullo mal servio es al modo del vino en odre vieja, que se torna vinagre... Mi capitán, que era un buen hombre, mejorando lo presente, y que había estao en las Islas Filipinas y en tierra de moros, y sabía la mar, decía que eso de la sociedá, vamos al decir, era una cosa que estaba hecha al revés de como correspondía. Los que más sacaban de ella eran los que ponían menos; los de abajo se revientan á trabajar pa que los de arriba sean ricos. No sé explicarme como él, pero venía á decir así como que lo natural era el pueblo, que eso lo había hecho Dios, y que lo otro, ios señores, los de los pergaminos y las talegas, eso lo había hecho el mundo. Y que pa que las cosas no volvieran á ser lo que debían había que cometer una injusticia diaria. Y que too era injusticia y más injusticia.
—¡Valiente doctrina para un capitán!—interrumpió el alcaide. «
—Él decía la verdá, y así la pagó, que lo afusilaron luego, por levantarse contra la Reina Isabel... Dios le haiga perdonao... Más bravo y más generoso no ha nació que don
César Pérez... Pues eso digo 3/0. Si el Señorito fuera de los de abajo, ya le habría tenío usté, señor alcaide, más de un día por huésped... Pero como es Madrigal, que dicen que sus abuelos andaban con los reyes, pa él no hay ni más ley ni más ordenanza que su voluntá... Y por eso los ricos le han arrodeao ahora, que es cuando había de pagarlas toas juntas,.. Pero, sí que estoy hablando de más. Y Hernán no tiene gana de parlorio... Oyeme, hombre... Yo he venío á decirte que estoy pa lo que mandes... ¿Oyes?... Si preso, preso; si libre, líbre: Nicolás el Soldao hará lo que pueda por ti„. Y si tóos te desprecian, yo te doy la mano y el alma,,. ¿Oyes?...
Diriase que no, que Hernán no escuchaba la charla de su amigo; á lo menos no daba señales de ello. Silencioso y recogido, los ojos clavados en las baldosas, juntas las manos, inmóvil, parecía una estatua.
Abrióse con ímpetu la puerta del locutorio, y uno de los dependientes entró. Acercóse al alcaide y le habló al oído.
Inesperado y sorprendente debió ser lo que le dijo, porque éste hizo un gesto de estrañeza y preguntó:
—Pero, ¿es él mismo?
—Sí, él mismo que está abajo esperando á usted.
El alcaide entonces llamó al Soldado.
—Vámonos, Nicolás. Ya has cumplido tu gusto,
Hernando se levantó, abrazó al Soldado, se dejó caer sobre el banco, y recobró la actitud que antes tenía.
Don Serafín tiró la colilla del cigarro, cruzó las manos, se quitó el sombrero y comenzó á rezar en voz baja.
Pero apenas había murmurado la primera oración, cuando le interrumpió el ruido de voces que sonaban en el cercano claustro. Una, en tono altivo, decía: “Necesito verle. Me va en ello la honra. Tú, que me debes tantos favores, no vas á negarme la entrada". Otra replicaba: *Siento m .icho contradecir á usted, pero los presos no reciben más visitas que las que ellos autorizan, fuera de las de la autoridad". Y la primera insistía: “Ahora está él en el locutorio, y al locutorio pueden ir cuantos desean ver á un detenido. Y sobre todo, que si él no quiere hablar conmigo, bastará que lo manifieste, y yo me marcharé".
Callaron los que discutían, se oyeron pasos precipitados, se abrió la puerta; y en el marco de ella apareció don Quirino Madrigal de las Torres.
El cura, al verle, retrocedió espantado, acercándose á Hernán. Este se puso en pie, se irguió, adelantó las manos, y exclamó con voz sorda:
—¡Maldito ... [Ahora es cuando voy á ser asesino!
—No, hijo mío, no—gritó don Serafín; y sujetó con toda la fuerza de sus brazos de gañán al preso. Forcejeó éste, para desasirse, pero no pudo. La vida carcelaria había consumido su antigua energía.
Detrás de Madrigal venían don Gillermo Ozores y el alcaide. Este último se aproximó á Hernando y le dijo.
—Cálmate, No viene á nada malo. Quiere hablar contigo. No agraves tu situación con violencias.
Mientras pronunciaba estas palabras, había cogido del brazo derecho al procesado.
Hizo Hernán un postrer esfuerzo, y rindiéndose á las manos que le contenían, lanzó un quejido de rabia.
—¡Sujetadme bien—gritó — para que me acabe ese canalla!
El Señorito se había descubierto* y con el sombrero en la mano, arqueada la boca por una sonrisa doliente, dijo, el acento sereno y dulce:
—¡Pobre Hernandol ¡También han veitido en tu alma el veneno, también te han hecho creer en la posibilidad de una sustitución que te dejara libre! Yo no sé si eres culpable. Sólo sé que yo soy inocente, y á eso vengo, á recoger de tus propios labios la acusación, para defenderme de ella, con conocimiento de los hechos en que la fundas... ¿Crees que vengo á insultarte y á gozarme en tu angustia?... Pues esa suposición, me ofende más aún que el crimen que me atribuyes. No, yo no soy capaz de asistir tranquilo á la desesperación que te llena el alma... ¿Eres inocente, comc dices? Dispuesto estoy á ayudarte á probarlo. ¿Eres culpable? Pues no añadas al error pasado el pecado horrible de infamarme. No, Hernando, no. Mírame, repara que mi cara es la de un hombre sereno, la de un hombre de bien, que está dispuesto á bajar al infierno, si supiera que allí podía rescatar su honor en entredicho.
Temblando de ira, los ojos encendidos, la respiración fatigosa, pugnando aún por librarse de los brazos que le oprimían, Hernán dijo entre dientes, con voz entrecortada:
—¡Canallal jHipócrita! Tú no eres un hom-brel Eres Satanás.
Don Serafín, dominando difícilmente la sorpresa que aquella inesperada é inverosímil escena le había producido, le dijo:
—Comprenda usted, señor Madrigal, la inconveniencia de esta visita. Por muy respetables que puedan ser los motivos que le han inducido á ella, más respetable ha de ser la situación de este desventurado, Y el lenguaje de usted no puede ser oído con calma por él. Hará usted una obra de caridad retirándose.
—Seíafín—repuso el Señorito—creo que harías bien empleando la autoridad que tengas sobre Hernando para aconsejarle que me oiga, que se tranquilice, que conteste á las preguntas que deseo hacerle. Mucho trabajo me ha costado venir aquí. Imaginaba cómo iba á ser recibido. Estaba seguro de que este iba á ser el momento más doloroso de mi vida. Pero por encima del sacrificio que me cuesta, se halla la obligación moral que conmigo mismo tengo,.. Para llegar hasta aquí he tenido que vencer no pocas dificultades: primero, mi repugnancia á pedir favor á un hombre que me ha acusado, sin motivo, del más horrendo de los crímenes; más horrendo que el que privó de la vida á Gálvez, el de consentir en su castigo siendo yo culpable... Sí, porque vengo á pedirle por favor lo que él tiene la obligación cristiana de hacer... Luego he tenido que vencer, con exceso en el ruego, la resistencia del alcaide, que no se decidía á permitirme esta visita... Y, además, me ha sido preciso contener los impulsos de mi dignidad, nuevamente escarnecida por la chusma que, al verme entrar en la cárcel, me ha cubierto de agravios... Todo lo he sufrido, todo lo he aguantado, todo lo he resistido á cambio de salir al frente de la calumnia para desvanecerla ó para que rae destroce con sus garras.,. Mira, pues* Serafín, si me marcharé sin haber cumplido mi propósito... ¡No, no; antes la muerte!
—¡Hernán, hijo mío!—exclamó el cura, poniendo una mano sobre la cabeza del preso.— ¡Serénate, recoge tu pensamiento, escucha y contesta... Habla, habla, di todo lo que sabes, todo lo que piensas. Tal vez Dios te envía, por tan extraña manera, la salud y la libertad!...
Don Quirino dijo:
—Por la salvación de tu alma, Hernando, yo te pido, yo te ruego, yo te suplico que me escuches con la calma posible y me contestes... No tengo autoridad para interrogarte. Sólo soy aquí un pobre hombre que viene á pedir á otro la limosna de su honor. Él puede darme esa limosna, que no cambiada yo por todo el dinero ni por todos los triunfos de la tierra... Conmigo viene mi abogado, que quiero que asista á nuestra explicación... Si, Hernando, sí... Serafín, tú que eres su amigo, convéncele de que debe hacer lo que le pido... Todo lo que hay de irregular en este acto, todo lo que hay de inesperado para vosotros, de atrevido, si se quiere, prueba que estoy sufriendo, desde hace largos días, el martirio de mi deshonor, y quiero que acabe ya...
—¿Y mi martirio?... ¿Y lo que he pasado?...
¿Y lo que me espera?... ]Tú eres el causante, perro, tul
—¡Insúltame, si quieres, pero escúchame y contesta á mis preguntasi Consiento en todo, hasta en que olvides el respeto que me debes, y me tutees como si fuéramos iguales... Pero habla.,. ¿Tú me acusas de ser el autor de la muerte de Gálvez?
—¡Sí, sí, sí!—gritó Hernán.
—¿Y en qué te fundas para creerlo?—interrogó eí Señorito. que, en medio de aquella atmósfera de violencia, conservaba la más absoluta serenidad.
—En que lo eres.
—¿Tú me has visto entrar aquella noche en casa de Gálvez?
—No, no podía verte. Yo estaba en el campo. ¡Pero lo eres, lo eres!
—¿Te ha dicho alguien que me haya visto ir á casa de la víctima, en la tarde ó en la noche en que el asesinato se cometió, ni en muchos días antes?
—Nadie me lo ha dicho. Con nadie he hablado. Pero tú eres el asesino.
—Una prueba, un indicio, algo que justifique tu pensamiento.» Dilo, dilo.
—Prueba, ninguna; indicio para que el Juzgado te agarre, ninguno... Pero tú eres el criminal... Y te ha ayudado Castroverde, el alguacil-
—Es para volverse loco—exclamó don Quirino, mirando á Ozores y fingiendo una penosa impaciencia—. Repite la acusación y no se cree obligado á probarla... Eso es inicuo... Yo te digo que por la salvación de tu alma, digas aquí, ante Serafín y ante el señor Ozores cuanto sepas, cuanto hayas oído, para fundamentar tu denuncia. Después de haberte oído, yo les rogaré que vayan conmigo al Juzgado á repetirlo, y me entregaré al juez para que se depure y esclarezca la verdad. ¿Puedo hacer más?... Tú eres ahora quien está en el caso de hablar claro y alto...
Hernán intentó de nuevo abalanzarse sobre el Señorito, y mientras forcejeaba, decía;
—Dejadme qne lo aplaste, dejadme los brazos libres... Sois peores que verdugos.,. Crueles... ¡Que se vaya ese hombre!... [No quiero verle más! ¿Queréis que me ahogue de rabia?... ¡Echadle de aquí!... ¿Para qué le habéis dejado entrar?... ¡Vete, canalla! ¡Vete!
El Señorito se puso el sombrero y retrocedió hacia la puerta, sin separar su mirada del preso.
Sí—dijo—, me voy. Me voy con lástima de ti. Esa idea que llevas en el alma te perturba y te hace ser injusto. Me acusas sin razón, sin pruebas, porque quieres... Ya ven ustedes todos lo que este hombre ha hecho cuando le he rogado que hable y explique el porqué me acusa... Pensaba yo que acaso tenía algún dato, que no podía ser cierto, pero que, equivocado, inventado, soñado siquiera, sirviese de base á su afirmación. Deseaba oirlo de sus labios... Nada, no hay dato, no hay base. Él repite que soy el asesino, y cree que eso basta para que me lleven al palo... Después de lo que ha pasado aquí ya no me importa que la calumnia siga persiguiéndome... Estoy tranquilo... He hecho más de lo que debía para buscar en su nido al reptil... [Adiós! ¡Adiós! Te perdono, no te guardo rencor... Tu desgracia te ha enloquecido, y los Iolos son irresponsables de lo que dicen y de lo que hacen.
Salió del locutorio con lentos pasos, seguido de Ozores, que había asistido á la escena en silencio.
Hubo en un principio dudas respecto á si la vista de la causa había de verificarse en Zaratán ó en Noblurve, que era donde la Audiencia residía. La campaña que el periódico socialista realizaba y la intervención de alguno de Madrid, aumentó la incertidumbre de los señores del margen. Esos periódicos venían diciendo que Hernán era inocente, que el caciquismo local iba á sacrificarle para que se salvara el verdadero culpable, que, á fin de lograr que se cometiera tal crimen jurídico, se quería trasladar al procesado á la capital, donde faltaba el ambiente de la prueba y donde los juzgadores no podrían recibir los efluvios del sentimiento popular. Se consultó la cuestión al Ministerio de Gracia y Justicia. Entonces sobrevinieron los tumultos, las pedreas, las manifestaciones; y el temor de que la salida del preso fuera ocasión de nuevos desórdenes, resolvió el indeciso ánimo de los magistrados. Era imprudente provocar las coléricas sospechas de la muchedumbre. Una sentencia condenatoria contra Hernán, dictada lejos del lugar del asesinato, sería tenida por aquellas gentes ignorantes y mal pensadas como una iniquidad horrenda, é importaba á ios fueros de la justicia que esto no ocurriera. Por todo ello, se acordó que el Tribunal se constituyese en Zaratán de la Priora.
El día señalado para la llegada de la sección correspondiente de la Audiencia, sobre los otros séntimientos dominaba en la villa de Las Lomas la curiosidad. La agitación callejera había aminorado. Sólo algunos grupos de muchachos, al desaparecer la luz del día y amparados de las sombras, andaban por las callejas dando gritos y cantando las coplejas acusadoras. Las parejas de la Guardia civil rondaban aquí y allá en todos los parajes del lugar, y el saludable temor había llevado la prudencia á los ánimos más fieros.
Y otra razón actuaba para que la quietud hubiera seguido á los tumultos. Los Señores se habían puesto de acuerdo con los labrantines, y la Hermandad de la Virgen del Centeno se había desentendido del asunto. Decíase que don Quirino había aconsejado á Santa Olalla y Ozores la conveniencia de que no se aumentaran los peligros que para la paz del pueblo determinaba la lucha entre colonos y propietarios. Era discreto que los más fuertes cedieran y no insistiesen ni en la subida de las rentas, ni en lo del ajuste de los segadores, ni en ninguna de las amenazas con que habían querido desquitarse del pasado enojo. Añadíase que los Señores, que estaban arrepentidos de su resolución y acobardados por los incendios y ios otros daños que en sus fincas sufrieran, se acogieron con facilidad y gusto al consejo pacificador. La lengua pública de Zaratán contaba cómo don Tadeo había llamado al Hormigón y, en un quítame allá esas pajas, se habían concertado las amistades, no sin que el astuto y aprovechado labrantín sacara de corretaje un deseo que hace poco había manifestado á su amo: el de que éste le permitiera meter en los rodales de la huerta que labraba un pedazo de tierra, en la que precisamente se hacía la partición de las aguas del regadío. El Chato Cizaña se había resistido un tanto al acomodo; pero como el Lebrusco se apresuró á aceptarlo, no tuvo más remedio que entregarse. Las arras de la alianza eran que los colonos no se metieran en nada, que tranquilizasen á los jornaleros y que al que se negara á la paz le despidieran, avisándole que ni los labrantines ni los propietarios le darían nunca trabajo. El pelotón de los descontentos y protestantes quedó reducido á un par de docenas de colonos, los que peor pagaban las rentas, y á un centenar de labriegos de genio adusto y costumbres inquietas. A éstos se les advirtió que estaban vigilados y que se les haría responsables de cualquier trastorno que aconteciera en la villa.
Con todo, se puso guardia en la cárcel y se tomaron otras medidas conducentes á asegurar la tranquilidad del pueblo y el respeto al tribunal.
Este se constituyó en una amplia sala de la cárcel, que fué debidamente dispuesta. Casi todo su espacio le ocupaban las mesas de los magistrados, fiscal, defensor, secretario y Prensa, el banquillo del reo y los en que había de estar el personal de la cárcel encargado de la custodia de Hernán. Con esto y el lugar en que habían de comparecer los testigos, apenas quedaba sitio para el público.
Este se apiñaba á la puerta del edificio desde horas antes de la señalada para el comienzo del acto. Sonaban gritos, dábanse empujones, hacíanse comentarios, y todos querían ganar las primeras filas para estar seguros de entrar al espectáculo que se preparaba, nunca visto por los vecinos del villorrio. Los honorables alguaciles municipales Manquillos y Sedeño, cumpliendo órdenes del señor alcaide, iban apartando á los que alborotaban y á los que tenían fama de irrespetuosos con la autoridad. Esto daba origen á gritos y protes* tas; pero la presencia de dos parejas de civiles, que allí cerca estaban, era freno suficiente para contener las demasías de los enojados. A pesar de estas precauciones, de cuando en cuando se oían voces altas de conmiseración para el reo y de censura para sus enemigos. La tía Papa-la-Nuez estaba allí, desgreñada y chillona, riñendo con los que se la ponían por delante, lanzando imprecaciones en las que se confundían la vehemente invocación á la Virgen del Centeno y las más estúpidas blasfemias.
—¡Pobre tío de las Palomasl—gritaba—,[La judiada que van á hacer con éll Los cochinos de los hombres no tienen aquello que deben tener, Son unos maricas, sin vergüenza. ¡Co-bardones, hijos de malas madres! Por eso pasan estas cosas.
Los tres hermanos Tiedra andaban por allí entre curiosos y atemorizados; y el Matapuas les preguntaba si ellos iban á declarar. Los Tiedra contestaban que no, que no estaban citados, y que nada tenían que decir, porque nada sabían.
—Pues yo sí—añadía el Matapuas—y han de oirme.
El se daba tono, con su caiidad de testigo, cuya comparecencia había solicitado el defensor,
Faustino el de Cigales, se aproximó á los Tiedra.
—¿Usted no vá á ver eso?—le interrogaron; y él les dijo:
—Yo no, que las codornices cantan y hoy el campo es libre.
Y, señalaba á los guardias, y sacaba del ancho bolsillo de su chaqueta el pito de reclamo, con que iba á buscar las avecillas viajeras.
Pepillo el Apañusco se acercó también al corro. El tenía gana de ver lo que ocurría y qué iban á decir Hernán y el abogado, que él sabía que llevaba buenas cosas preparadas.
Intervino el Matapuas
—Ca,—exclamó—si eso no es abogado, es un tinterillo, ¿Más que verlo? Facha tiene de un chupatintas.
Avanzaba montado en un asno, abriéndose lentamente paso entre la multitud, Buenaventura el de la Tomasa.
—¿Tú te vas al campo?—le preguntaron los otros.
Él repuso:
—Sí que me voy. Hago falta donde las ovejas. Y luego, que si se arma alguna pendencia, nos echarán la culpa. Y eso que yo no me he metió en líos.
Y dando un ramalazo á la bestia, dijo:
—Anda, Raboso, que ni á ti ni á mí se nos ha perdió na en la cárcel,
Entre la mareta de la muchedumbre sobresalía la voz atiplada del tío Villatoquite, llamado también el Polchinela, famoso en toda la tierra de Las Lomas, que recorría de mercado en mercado y de feria en feria, vendiendo romances y coplas de circunstancias, que decían que él se las sacaba de su cabeza, más poblada de otra cosa que de rimas, por muchas de éstas que pariera. Le acompañaba un chicuelo astroso, de cara clásicamente maliciosa, portador de un titirimundi, con teloncillos que, por los cristales, colocados sobre diversos agujeros abiertos en el cajón, enseñaba. Era una pareja alegre que donde quiera que apareciese, allí se congregaba el pueblo curioso y holgazán. Venía gritando el tío Villatoquite: —Compren, compren el bonito papel que acaba de salir ahora con todo el crimen que ha hecho el tío Hernán el de las Palomas. En él verán la historia de como mató al tío * Carato/" y cómo le arrancó las entrañas... Compren, compren. Una perrina nada más.
El muchacho, su acompañante y socio, repetía el anuncio, y las mozas acudían para ver de cerca al Polchinela y á su criado, que se daban las mejores mañas del mundo para expender la mercancía, que con ser tan vil no era la mayor deshonra de las prensas de Gu-temberg. Quien hubiese observado el cuadro habría advertido que, entre aquella representación del rebaño humano de Zaratán y de los lugares circundantes, las más curiosas de saber particularidades é incidentes del suceso, eran las hembras jóvenes, que en toda especie zoológica, según enseñó el mago de Shrewsbury, son ias más prontas á acudir á cualquiera engañosa sugestión. Ellas, aun cuando la mayor parte no sabían leer, eran las compradoras del romance, y se levantaban las faldas de percal azul para escudriñar con ágiles dedos las faltriqueras, de la que sacaban á luz la fea moneda de cobre, que por su tosquedad parece acuñada con destino á salvajes. El pliego, impreso con tipos viejos y aplastados, contenía un romance en el que la falsedad del relato corría parejas con lo bárbaro de la forma, obra del tío Villatoquite, el cual, sobre un azumbre de vino, había logrado el favor de las musas.
Por la calleja del Andrajo desembocó el cura de ía Colegiata. Marchaba de prisa, y al mirar el reloj de la cárcel—él no lo tenía—y ver que marcaba las diez, apresuró el paso. Los labrantines le saludaron quitándose boinas, gorras y sombreros. Las mujeres le hicieron calle.
—Buenos días, hijos míos—decía él repetidamente^, que el Señor nos ampare y nos guíe,
Escuchando los pregones del vendedor de romances, se detuvo, y encarándose con el Polchinela le disparó estas palabras:
—Ya podía usted tener un poco de caridad con el pobre preso, y no venir á vocear frente á la cárcel esas barbaridades, que además son un embuste... Váyase de aquí, ya que no hay quien le eche.
—Tiene razón el padre—exclamó el tío Matapuas—.Es una mala vergüenza que consientan esto.
El tío Villatoquite se inclinó ante el cura en señal de reverencia, y repuso:
—Ya me voy, padre. Basta que usted lo mande... Es para ganar la garbanza. Cada cual tiene su oficio.
—Bien miserable es el de usted—replicó don Serafín; y en dos zancadas se metió en la cárcel. •
La llegada del señor Cianea produjo rumores. Le acompañaba su correligionario el capitán. Él traía bajo el brazo una gran cartera. Un viejo, que apoyado en un cayaduelo caminaba con trémulo andar, parándose delante del abogado, dijo:
—¡Vaya con Dios el defensor de la inocencia]
Y unos muchachos que iban detrás de Cianea, y le venían siguiendo desde la posada de la Verónica, gritaban:
—¡Viva el defensor! jViva!
A todo esto la placeta, en cuyo frente más ancho estaba la cárcel, se había atestado de público. Era imposible dar un paso, y las oleadas de la gente, que seguía afluyendo, aumentaban la confusión y las apreturas. Movióse un gran remolino. "Ahí están, ya vienen,7—dijeron muchas voces. Los señores de la Audiencia, vestidos de levita y con sombreros de copa, aparecieron por la calle del Obispo Madrigal. Iba delante un ujier de estrados, y les daba escolta el teniente de la Guardia civil con dos parejas. Los hombres se descubrieron, las mujeres se echaron encima para verlos bien. Difícilmente se les abrió entre la multitud una senda para que penetraran en la prisión. Un gran silencio se hizo. Y sobre él resonó la voz del tío Vílla-toquite, que voceaba en la calle del Can:
—Compren, compren el bonito romance...
El público, que consiguió entrar en ía sala donde se celebraba el acto, dirigía los principales movimientos de su curiosidad á dos personas y á dos enigmas. Naturalmente, las personas eran Hernán y el Señorito. ¿Cómo se presentarían? Los dos enigmas excitadores del anhelo, eran la prueba testifical, en la que se imaginaban sorpresas, y la actitud que el fiscal adoptaría respecto á las acusaciones que el pueblo había propalado contra el Señorito. Muy en segundo término despertaba interés el abogado, del que no se esperaban maravillas.
La primera impresión que Hernán produjo en los espectadores fué de lástima, y luego de decepción. Decaído y sin ánimos, permaneció el reo sentado en el banquillo, y ni se movió, ni dijo una sola palabra, ni hizo gesto alguno, mientras se dió lectura al apuntamiento del sumario. Era como si se hubiera quedado sordo ó imbécil. La acusación le atribuía el asesinato de don Simeón Gálvez, con circunstancias agravantes. Suponía que Hernando Palomera, llamado Hernán el de las Palomas,había insultado y agredido el día de autos por la mañana á don Simeón, tirándole al suelo y golpeándole. La autopsia había encontrado en el cadáver dos equimosis en la frente y en la nuca, que debieron ser causadas en este momento. El motivo de la agresión era que Gálvez, viendo pasar por la puerta de su casa al labrantín, le recordó que le debía 1.500 pesetas, que habían de ser pagadas en breve plazo. Hernán, irritado por las palabras de Gálvez, que éste en su denuncia aseguró que fueron comedidas, se había lanzado sobre el anciano, descargando, con abuso de superioridad física, su enojo, y amenazando á su acreedor ron darle muerte, si le embargaba sus bienes, para reintegrarse del débito. Hernando había permanecido todo el día en el campo con la yunta, pero en la tierra que tenía en arriendo, en que aseguró que había espado hasta después de anochecido, no se observaron señales correspondientes á tantas horas de labor. Sólo había hecho tres surcos, para lo que hubiera bastado media hora.
Jerónimo Valdecamino, guarda de la dehesa municipal, que había pasado por allí cerca, á eso de las tres de la tarde, había visto al procesado tendido en el suelo, al lado de la yunta, como quien descansa, y le sorprendió porque la tierra estaba mojada de las lluvias de aquellos días. Hasta muy entrada la noche no regresó Hernando al pueblo. Nadie le vió, no habló con nadie. A eso de las diez ó diez y media saltó los muros de la Huerta del Maestre, nombre con que se conoce desde antiguo la de la casa de la propiedad del muerto, que fué en otro tiempo el Palacio de los Maestres. Se advirtieron huellas de alpargatas en el yeso y en la tierra de las paredes, y Hernando llevaba aquel día, como siempre, ese calzado. En la parte de la huerta, por donde es de suponer que el asesino fué para entrar en el domicilio de Gálvez, se notaron varias huellas de pasos, pero esto no sirvió de indicio, porque estaba probado que en la tarde anterior entraron varios vecinos de Los Campizos en la huerta para entregar á Gálvez trigo y lana en pago de deudas. El estudio del lugar del crimen permite suponer que Hernando Palomera intentó entrar en la casa, sin ser notado, para sorprender á la víctima, y buscaba, sin duda, el modo de hacerlo, cuando Gálvez oyó ruido y bajó á la huerta con una linterna y con una pistola que solía llevar en sus viajes. Entonces Hernando Palomera le acometió y le asestó un golpe con un garrote ó con el mango de un azadón, que allí cerca fué encontrado. Después entró por la puerta de la casa, que había dejado abierta Gálvez, y subió á la habitación que éste ocupaba, y que él conocía muy bien, porhaber estado en ella muchas veces. Allí hizo saltar con algún instrumento adecuado de que fuera provisto, y que no había sido descubierto, la tapa de un arca, en la que Gálvez guardaba sus valores. De ellos se llevó una cantidad que se supone de treinta y dos mil pesetas, dejando esparcidos por el suelo muchos papeles, entre los que había buscado, y se llevó también el pagaré en que constaba su deuda con la víctima, y otros varios que quiso que desaparecieran, para que no fuese éste el único documento que se echara de menos. Dos versiones se ofrecían respecto al modo cómo procedió el asesino. El desorden de los muebles de aquella estancia, algunos de ellos derribados por el suelo, y un reloj de mesa que apareció detrás de una butaca, y que estaba parado á la hora de las once, podían hacer pensar que allí entró el procesado y sorprendió á Gálvez, Tal vez éste quiso huir de quien le acometía, y bajó á la huerta para salir á la calle y ponerse en salvo, siguiéndole Hernán y dándole el golpe de muerte, cuando le alcanzó. Otra versión, más probable, es la que queda dicha; y entonces el desorden de los muebles, y la caída del reloj se habrían producido en las prisas y azoramiento del reo, que temería ser descubierto por la hija y la sirviente deí interfecto. Un ruido que escuchara el criminal debió determinarle á escapar, y por eso no se pudo llevar todos los valores en numerario, que ascendía á ochenta y nueve mil pesetas, ni á registrar los diversos departamentos de la caja, en ios que aparecieron muchas alhajas, que detallaba el correspondiente inventario. El procesado se había mostrado negativo en las indagatorias, limitándose á decir que era inocente, sin explicar romo habia pasado el tiempo, desde que salió de la villa, hasta que fué detenido en su domicilio, ni quién le había visto en ese lapso de horas. Dias después, un aviso anónimo que se recibió por correo en el Juzgado, dió indicios por los que se encontró en la finca que labraba el reo un saco perteneciente á Gálvez, y dentro la cantidad ya dicha. El mismo aviso refería que quien le enviaba había visto, á eso de las tr¿s de la mañana, en aquella finca, á un hombre que estaba cavando, y que este hombre le pareció que era el procesado.
Minuciosa, prolija, fiel expresión de los autos, la acusación entraba en pormenores que aburrieron al público. Este prestó más atención cuando llegó el momento en que se refería que, después de inútiles requerimientos para que el reo manifestase cuanto pudiera servir á su defensa, ya que insistía en ser inocente, había dicho que él creía que el autor del asesinato de Gálvez era don Quirino Madrigal de las Torres, y que éste era también quien había escondido, ú hecho esconder, el saco de dinero en la finca llamada "Los Pedazos", de que Palomera es arrendatario. Compelido á que precisase aquella denuncia y á que aportase alguna prueba de ella, contestó que pruebas no tenía, sino que él estaba seguro de ello, siendo por completo inútiles las instancias, excitaciones y consejos que se le expusieron, dieron é hicieron para que explicara la base de su aserto.
Un rumor prolongado acogió esta parte de la lectura. El presidente reclamó el silencio.
El infinito número de declaraciones, reconocimientos de la casa en que vivió el procesado, y diligencias de toda especie, que daban al proceso colosal tamaño, apenas fueron atendidas. Los espectadores conversaban entre sí en voz baja, comentando lo que habían oído, y adivinado, con certero instinto, cuando debían callar y oir de nuevo,
AI darse cuenta del dictamen médico en que se afirmaba que Isabela García, la esposa del reo había perdido la razón, sonaron voces de “(Pobre mártirl", y algunos sollozos. Eran las mujeres del pueblo que se hallaban entre el público y que daban la primer señal de emoción.
Fué oído con religioso silencio un escrito en que Madrigal, después de concluso el sumario, y representado por el letrado Ozores y el procurador Villena, había acudido al tribunal, pidiéndole que se depurase la acusación que, según voz pública, le había dirigido el procesado, ofreciéndose á todas las confrontaciones necesarias y demandando el amparo de la ley para obtener la reparación de aquella calumnia. Entonces el rumor degeneró en alboroto.
—¡Ahí le duele! ¡Que le traigan á declararse!
Esto lo había dicho con voz atiplada, y entre dos ternos, el tío Alejo Donaire, un ochentón que moraba solo en un casuco de su propiedad, y que andaba todo el día de puerta en puerta, como amigo que visita y como mendigo que pide limosna; tipo curioso de la organización social de los villorrios castellanos, que al mismo tiempo figura en la lista de contribuyentes y en la de la beneficencia domiciliaria. Los alguaciles le cogieron bonitamente y le echaron á la calle.
Restablecido el orden, siguió la lectura. Asombraba el número de pliegos que se habían escrito, muchos de los que sólo servían para confundir y marear á quien quisiera enterarse de los resultados de la actuación. Si alguna musa presidió la elaboración procesa], debe ser aquella araña negra y panzuda que día y noche tejía su tela sobre el único agujero por donde entraba la luz y el aire en el calabozo en que yacía el cautivo de la leyenda veneciana. A fuerza de tejer y tejer, la red iba tupiéndose, espesándose, haciéndose más densa. Ya no la atravesaban los rayos del sol, ya no dejaba pasar el ambiente respirable, y la araña continuaba activa su obra hasta que la convirtió en la tapa obturadora de una tumba.
"Al foiio tal consta...* “Resulta del folio cual,.." "Las diligencias practicadas en los folios mil y pico y dos mil y suma.,." Así iba diciendo la acusación fiscal que, como inquieta y sutil sabandija entraba y salía rápidamente en la enmarañada selva papirácea, y sacaba de ella á cada viaje un grano de arena, un pingajillo, una cortezuda, una brizna de hierba, algo menudo, ruin, y al parecer inútil, y con todo ello iba formando un monton-cito estercoráceo, encima del cual luego se subiría exclamando: "Aquí debajo está la vida de un ser humano".
Una hora, dos horas, tres horas... Aquello no se acababa nunca, y la fatiga de los oyentes rompía en bostezos, toses, ruido de pies que se movían sobre las losas. Algunos, consumido el escaso caudal de su paciencia, salieron de la sala con regocijo de los que, estaban esperando turno, y estos fueron los que sin ei enfadoso preámbulo de la lectura inacabable, gozaron el espectáculo que su ansia de emociones reclamaba.
Cesó el murmurio de la vocecilla lectora» reinó el silencio. El presidente exclamó.
—Va á comenzar el interrogatorio. Que el procesado se ponga en pie.
Hernando, obedeció. Al aparecer su figura, destacándose sobre la blanca pared, ante la que estaba el banquillo, la gente del pueblo, que formaba el público, experimentó una impresión de sorpresa y de lástima. Difícilmente reconocían en aquel viejo encorvado y flaco, estremecido de ua continuo temblor, al hombre recio y fuerte á quien cada mañana veían salir de su casa, ramaleando la yunta, y bajar con paso rápido por la calle Rodada, camino del campo. La prisión y los padecimientos le habían destruido y aniquilado, anticipándole la edad caduca. La chaqueta de buriel que llevaba, encogíase en pliegues y arrugas sobre el tórax enmagrecido; y las manos esqueletas pendían y se adelantaban temblonas, como buscando un punto de apoyo, señal de endeblez y cansancio de una naturaleza deshecha. En el rostro pardo, surcado de arrugas y cu^ bierto de una barba gris, erizada y descompuesta, los ojos ya relucían con temerosos resplandores, mirando fijos y hostiles, ya se apagaban, como si bruscamente se apagase también el pensamiento que los encendía.
El letrado Cianea, que estaba cerca de Hernán, se inclinó hacia él y le dijo:
—Serenidad y valor, Palomera, ha llegado el momento de la energía.
Un murmullo de piedad corrió por las filas de espectadores.
A las preguntas de rúbrica, nombre, edad, estado, lugar de nacimiento y de residencia, contestó Hernando rápidamente, en voz clara. Cuando el presidente expuso la acusación, el relato de los hechos que se atribuían al reo, éste meneaba la cabeza, con movimientos negativos. Y al dirigirle aquél con acento enérgico, la interrogación de:
—¿Se confiesa usted autor de los actos que quedan relatados?
Hernán contestó, adelantándose un paso hacia la mesa de los magistrados:
—¡No y nol... ¡Soy inocente!,.*
—¿Niega usted que en la mañana del 5 de Noviembre del año anterior, al pasar por el domicilio de don Simeón Gálvez, y al oir las palabras con que éste le recordaba que pronto vencería un pagaré que usted le había firmado, por préstamo de 1.500 pesetas, usted se arrojó sobre él, y le golpeó, y le tiró al suelo, donde aún continuó dándole porrazos con las manos y con los pies?
—Eso no lo niego... Pero el Caracol me había insultado, me había tratado de ladrón y de tramposo. Le dije que mirase lo que hablaba, y él siguió insultándome, y hasta levantó la mano como si fuera á abofetearme. Por eso, sin poderme contener, le castigué.
—¿Reconoce usted que ese suceso ocurrió dentro del portal de la casa del Sr. Gálvez?
—No lo recuerdo, pero es probable. Yo no sabía lo que me hacía. La cólera me había cegado.
—¿Confiesa usted que, al retirarse, le amenazó de muerte?
—No lo recuerdo. Puede que le amenazara, porque lo que él había dicho me había llenado de rabia, pero estoy cierto de que nunca pensé en matarle, y que en cuanto se me pasó el coraje me arrepentí de lo que había hecho, y comprendí que me iba á traer malas resultas, porque el Caracol era muy vengativo.
—¿Qué hizo usted después de separarse de Gálvez?
—Seguí para mi pegujal. Primero pensé en volver á mi casa, dejar la yunta y presentarme ai alcalde, para decirle lo que había pasado... Pero luego cambié de parecer y me fui al campo, donde estuve todo el día.
—¿A qué hora volvió usted á Zaratán?
—Creo que serían las diez de la noche, ó algo más.
—¿Y cómo explica usted que no volviera, según la costumbre, al anochecer, pues sin luz no se puede trabajar en las labores de la reja,, que usted hacía entonces? '
—Pues yo quería volver á casa y no quería.. Tenía ansia de saber lo que había pasado, y me daba miedo de saberlo. Pensaba que el Caracol ya habría dado parte al juez de lo que yo había hecho con él, y que mi mujer se habría enterado de todo. Y como ella está... estaba tan delicá de salud, desde que perdimos al hijo, me daba miedo el pensar lo que la pobre se habría asustado. Cuando se puso el sol fui á llevar un poco de estiércol al majuelo, para que se secase, yluego me venía para el pueblo despacio, pero cayó una lluvia muy fuerte, y me metí debajo del puente á ver si escampaba... Además, yo estaba acobardao, y tenía el alma encogía de pensar lo que iba á encontrarme cuando llegara... ¡Cosas que se hacen sin saber por qué!.,. Cuando uno da un mal paso tóo son tropezones.
—¿Le vió á usted alguien, cuando volvió al pueblo?
—Nadie. Estaba lloviendo á cántaros, y nadie había en las calles.
—¿Qué ocurrió al llegar usted á su casa?
—Mi mujer estaba estremecía, porque había estado el alguacil Castro verde con una cita para el Juzgado. Mi mujer me dijo: “Estamos perdidos. Te llevarán á la cárcel y yo me moriré". Yo la tranquilicé lo mejor que pude, aunque bien sabía que era cierto su temor... Luego nos acostamos.
—¿No salió usted más ála calle aquella noche?
—No, señor.
—¿Insiste usted en negar que haya dado muerte á don Simeón Gálvez, y que haya forzado su caja de valores, llevándose de ella una cantidad en metálico y billetes que se supone asciende á 32.000 pesetas?
—¡nsisto y repito que soy inocente de eso.
—Todo le acusa, sin embargo. En la finca que usted lleva en renta fué encontrado un saco con dinero y con varios pagarés, uno de ellos, el que usted había firmado.
—Sí, señor, ya lo sé. Allí lo pusieron los perros, canallas, que me quieren perder, para salvarse ellos.
—¿Y á quién acusa usted de esa acción?
—Al único que es capaz de hacerlo en este mundo, al Señorito,
—Eso no lo declaró usted sino á última hora,, cuando se veía gravemente comprometido por las pruebas que contra usted se iban acumulando,
—No lo dije, porque sabia que de nada iba á valerme.
—¿Duda usted de la justicia de los tribunales?
—Sí, señor... Yo soy un miserable labrantín... El es un Señor...
—Esa es una suposición irrespetuosa é infundada. La justicia es igual para todos los ciudadanos.
—Pues yo creía que no, y por eso no dije nada de mi idea.
—¿Qué pruebas tiene usted de que esa persona realizó los hechos que le atribuye?
—Como pruebas, no tengo pruebas, pero sé que es verdad.
—¿Es cierto que don Quirino Madrigal de las Torres, que es la persona á quien usted acusa sin pruebas, fué á ver á usted á la cárcel municipal y de partido, en que usted está preso, para rogarle que dijera el fundamento de sus sospechas á fin de esclarecerlas?
—Cierto es que el muy canalla se atrevió á ir á verme... ¡Como sabía que no le podía hacer yo nada!
—El procesado debe usar el lenguaje del respeto cuando hable de cualquier persona.
Nuevo y sonoro rumor agitó al auditorio, y el presidente reclamó orden, con amenaza de desalojar el salón, si continuaban las manifestaciones.
El defensor de Hernán pidió la palabra.
—Es—dijo, sin esperar á que se la concedieran—para protestar, ya que de esa extraña y audaz visita se habla, de que haya sido permitida, y de que se haga mención de ella aquí. .No consta en los autos, como que se verificó después de concluso el sumario.
Oyéronse en diversos sitios de la sala gritos de indignación. "¡Hay que matar á ese tu-nantel"— dijo una voz recia—, "jHay que arrastrar al Señorito"\ El alboroto fué grande.
—Que sea detenido el que ha pronunciado esas palabras—ordenó el presidente.
Los alguaciles penetraron entre la muchedumbre para buscarle. “—¿Dónde está? ¿Quién es?"—preguntaban, Y como nadie contestase y el tumulto continuara, el presidente dispuso que fueran expulsados cuantos estaban en el rincón en que las voces habían sonado. La operación fué difícil, porque nadie quería salir. Al fin se consiguió poner en la ca~ lie á diez ó doce hombres y á unas cuantas mujeres, entre las que se hallaba la tía Papa~la-Nuezj que lanzaba chillidos y maldiciones.
En sustitución de los que habían salido entraron otros cuantos curiosos, de los que fuera esperaban, y volvió á quedar lleno el local.
Así que se hubo restablecido la calma, el presidente, dijo:
—La manifestación de la defensa es inoportuna. Unido á los autos hay un escrito que dirige á la Sala, en forma, don Quirino Madrigal de las Torres, de que en la ocasión correspondiente se tratará. La Sala está en el caso de emplear todos los elementos de información y de juicio que lleguen á su conocimiento.
—Pues reitero la protesta—añadió Cianea—porque todo esto es irregular.
—Constará la protesta—repuso el presidente—. Continúa el interrogatorio.
Desde entonces Hernando no respondió sino con monosílabos á las preguntas que se le dirigieron.
—¿Reitera usted su afirmación de que es inocente?
—Sí.
—¿Insiste usted en acusar al señor Madrigal de las Torres?
-Sí.
—Recuerde bien los hechos. Medite sobre ellos. ¿Qué prueba ó indicio puede aportar en fundamento de su aserto? ¿Puede decir algo que ilustre al tribunal?
—No.
—Ya comprenderá el procesado que con ese sistema no adelantará nada para su su exculpación.
Intervino el defensor.
—Ruego á la Sala que se le pregunte á Hernando Palomera, tenga ó no pruebas de ello, lo que crea respecto á la comisión del delito.
—Tenga el acusado por hecha la pregunta—repuso el presidente.
Después de unos instantes de silencio, Hernán dijo:
—Yo estoy seguro de que el Señorito es el culpable. El andaba entonces sin dinero. Debía á todo el mundo. Había tenido sus pendencias con el Caracol. Cuando supo que yo había hecho lo que hice aquella mañana, fué y pensó: "Pues esta es la mía. Ahora se creerá que el tío de las Palomas es quien ha dado el golpe". Y fué y entró en la casa del Caracol para robarle. Lo que pasó no lo sé. Lo que sí creo es que luego, como el alguacil Castroverde es su criado, éste le tenía al tanto de lo que hacía el juez, y al ver que ná se rae podía probar, me metieron en la finca el talego del dinero. Eso ha pasado, como si lo hubiera visto... ¡Esto es el Evangelio, y que me condene si me equivocol
—No bastaque el procesado lo crea—replicó el presidente—;es necesario que lo demuestre.
Hizo Hernán un movimiento de impaciencia y, mirando á su defensor, exclamó:
—Ya lo ve usted. Es mejor callar. Ellos se han de salir con la suya.
—La prueba testifical—dijo el presidente— iluminará á los juzgadores.
Nuevas preguntas fueron hechas al procesado, sin que éste contestara á ninguna. En su obstinado mutismo había un desprecio de la justicia que hizo notar el fiscal. De las declaraciones de varios testigos, y á las que las preguntas se iban refiriendo, resultaba que Hernando Palomera estaba arruinado, que debía al señor Santa Olalla, dueño de la finca que tenía en arrendamiento, la renta del año anterior; que asimismo le debía el alquiler de la casa que ocupaba en la calle de Niños Hermosos; que no había pagado el ajuste del médico, ni del farmacéutico, ni del albéitar; que en la abacería era también deudor de cincuenta pesetas de aceite y de drogas usadas en el cuidado de sus bestias; que estaba en descubierto por cuatro trimestres de la contribución, y que no se había provisto de cédula personal desde los cuatro ejercicios anteriores. Las deudas le agobiaban, y ya no había en el pueblo quien le fiase. Estaba en vísperas de ser ejecutado por el señor Gálvez, cuyo pagaré iba á vencer próximamente. La desesperación que estas circunstancias habrían producido en el ánimo del procesado era un antecedente que no podía menos de tenerse en cuenta.
Estas aseveraciones iban resultando del interrogatorio, sin que el reo las atajara con un sí ó con un no.
—¿Es que el procesado se obstina en no responder?—decía el presidente con repetición.
Hernando permanecía mudo.
De esta manera terminó la sesión, para continuar al día siguiente, á las diez de la mañana.
Los espectadores se desparramaron por Zaratán, transmitiendo por todas partes sus impresiones.
—¡Es inocente!—decían—. ¡Es inocente!
Las personas sensatas oponían á esta afirmación algunos comentarios. wNo ha podido destruir los cargos—manifestaban—. La acusación contra el Señorito carece de base. No ha podido hacer más el presidente para arrancarle un indicio, un algo que autorice su aserto."
Pero, á pesar de tan razonados comentarios, la plebe baja, los jornaleros, la turba anónima é irresponsable, reunida en las tabernas, en la Plaza de Abastos y en las eras, repetía el estribillo de la inocencia.
Cuando al anochecer del día inmediato concluyó la sesión segunda, que se habia empleado en un inacabable desfile de testigos, la impresión dominante era favorable á Hernando, no porque se hubieran desvanecido ni atenuado los cargos que le abrumaban, sino porque quedaron proclamadas su bondad, su honradez, la pureza de sus costumbres y la excelente opinión que merecía al vecindario. El resumen de las declaraciones, salvo alguna nota discordante, fué de lástima para el hombre que acaso había caído en el delito, pero que hasta aquel instante era un ejemplo de virtudes y de desgracias.
El sargento de la Guardia civil, que había asistido á las diligencias, declaró en términos confusos, en los que tal vez se trasparentaba la simpatía al procesado* El reconocimiento de la Huerta del Maestre y de sus muros, á que había contribuido, no le parecía ofrecer base de una afirmación concreta de que fuese Hernando Palomera el asesino. Las huellas observadas en la pared, por donde se suponía que penetrase el culpable, lo mismo podían ser de alpargata qne de zapato ó bota.
—¿Qué juicio le merece al declarante la conducta del procesado antes del hecho que se le imputa?—preguntó el presidente.
—El de un hombre de bien—respondió el sargento.
El fiscal interrogó:
—¿No asistió el testigo, por obligación de su cargo, á la diligencia de reconocimiento de la finca del señor Santa Olalla, llamada "Los Pedazos", que llevaba en renta el prosado?
—Sí, señor,
—¿Y que puede decir acerca de ella?
—Que, en efecto, allí se encontró debajo de la tierra, recientemente removida, un tale-guillo con el dinero de que ya se ha hecho mención. Por cierto que la tierra que cubría el talego parecía menos mojada que la de alrededor, siendo de advertir que, cuando se supone que el procesado lo escondió, llovía mucho, y en los días siguientes dejó de llover.
—Ese detalle ya está depurado—rectificó el fiscal—. Los peritos han manifestado que la lluvia que entonces cayó venia impulsada por el viento Norte, lo que hacía que cayera en menos cantidad sobre aquel lugar que estaba defendido por la cerca.
—¿Sabe el testigo—dijo el presidente—si ha intervenido en la comisión del delito alguna otra persona?
—No, señor; nada sé.
Esta pregunta la hacía el presidente á cuantos exponían manifestaciones favorables al reo.
La comparecencia del alguacil, Juan Cas-troverde, fué acogida con rumores por el público. El hizo una reverencia al tribunal, y en cuanto se refería á las diligencias en que había intervenido, repitió exactamente lo que constaba en el sumario. Fué rápido y concreto,
Santa Olalla, el médico, el dueño de la abacería en que se surtía Hernán, y el veterinario, confirmaron que éste carecía de recursos y les era acreedor por los diversos conceptos expresados en la acusación.
El primero añadió que Hernando era hombre reconcentrado, violento, de mal carácter. Como no le pagase la renta de la finca que lé tenía arrendada él le había dicho que le iba á despedir y entregársela á colono que cumpliese mejor sus compromisos, á lo que respondió Hernando, con aire de desafío: "Eso habrá que verlo. Más amo soy yo que su merced de la finca. Esta ha cambiado de propietario muchas veces, y desde hace más de cien años la vienen labrando los Palomera".
—Es un espíritu díscolo—siguió diciendo don Tadeo—. A él se puede atribuir el estado de revuelta que sufre el pueblo.
—¿Desde la cárcel, encerrado, vigilado, ha podido organizar los tumultos?—exclamó el defensor—. ¿Cómo es verosímil eso?
—No le han faltado relación y comunicaciones con los de fuera. Acusando arbitrariamente á una persona, presentándose como una víctima de los influyentes, ha dado lugar á la excitación de los ignorantes, que ha sido aprovechada por los malvados.
—Esa acusación es absurda, tendenciosa y mal intencionada—gritó Cianea—. La defensa pedirá cuenta de ella á quien ha osado proferirla.
Reprodújose el tumulto, sonaron voces, se iniciaron los aplausos. El presidente tardó un rato en imponer el silencio.
Después declaró don Santos Inguazo. Se había puesto su levita, que estaba flamante, porque rara vez salía del armario. Pronunció un discurso que llevaba aprendido de memoria, y que Dios sabe cuánto tiempo habría tardado en pergeñar. Aquel crimen había traído á la honrada y pacífica villa los disturbios que en otras poblaciones son, por desgracia, frecuentes. La osadía del reo, al negar una culpabilidad que estaba absolutamente demostrada y al lanzar calumnias inspiradas por la desesperación, había esparcido semillas revolucionarias... La sociedad estaba amenazada... Era necesario defenderla...
La incongruencia de la perorata puso al presidente en la necesidad de cortarle la palabra.
—Eso es impertinente—dijo—¿Sabe algo el testigo respecto al hecho de autos?
—De eso no sé nada—respondió Inguazo, poniéndose rojo de ira y vergüenza.
—Pues entonces puede el testigo retirarse.
Una carcajada irreverente resonó en la sala.
La tensión dramática del auditorio ansiaba la ocasión de una nota jocosa.
Continuó la risa cuando se presentó Escolo el pastelero. Cojeaba mucho, y su turbación era tan grande que tropezó en los escalones del estrado, y estuvo á punto de caerse. Su declaración no ofreció interés. No sabía nada de lo que se le preguntaba. Cuando le interrogaba el presidente anticipaba á la respuesta un saludo, diciendo: "excelentísimo señor*.
La defensa del procesado dirigió varias preguntas á Escolo,
—¿Suele frecuentar el establecimiento de usted don Quirino Madrigal de las Torres?
—El y todo el señorío van á mi casa—repuso el pastelero.
—¿Celebraba allí el señor Madrigal, apodado el Señorito, juergas, con exceso de vino y guitarras y con asistencia de mozas y gente de costumbres ligeras?
—Diré á usted. El señor don Quirino me ha honrado siempre acudiendo á mi casa á comer y cenar con su amigos. Música, algunas veces la llevaban; pero excesos nunca los han cometido.
—¿Se emborrachaba con frecuencia el Señorito?
—Yo no lo vi borracho nunca.
—¿Insultaba y pegaba con frecuencia á los que le contradecían, y aun á usted mismo, no le abofeteó en más de una ocasión?
—No, señor. El señor don Quirino es de genio vivo y quiere ser servido rápidamente; pero pegar no pegaba á nadie.
—El testigo es, sin duda, buen cristiano. No sólo perdona las ofensas, sino que las olvida. (Risas del auditorio,).., ¿Debe, ó ha debido á usted, el apodado el Señorito alguna cantidad por la comida y el vino que consumía en casa de usted?
—Cuentas he tenido con él, porque era un buen parroquiano, pero me ha pagado siempre como un gran caballero que es.
—En la noche anterior al crimen, ¿estuvo cenando en su casa de usted el Señorito?
—Sí, como otras noches.
—¿A qué hora se retiró de su casa de usted y con quién?
—Creo que á eso de la una de la mañana. Le acompañaban, como solían, don Blas Herró y don Manolito Tapióles.
El presidente.—Llamo la atención del letrado respecto al modo de nombrar á las personas. Debe designarlas por sus nombres y apellidos, no por los alias.
El defensor.—El descendiente de los Madrigal de las Torres es más conocido por su mote que por sus hazañas, por eso le llamo el Señorito. (Risas y rumores de aprobación.)
El presidente.—Absténgase el letrado de juicios satíricos que no son del caso... Puede continuar preguntando.
El letrado.—Es inútil. El testigo no dirá nada interesante. Me basta con el sondeo hecho.
—Doña Adelina Gálvez y Arrieta,
Así dijo el ujier de estrados, llamando á la testigo que seguía en la lista. La hija de la víctima, que esperaba con horror el momento en una sala inmediata, apareció apoyándose en el brazo de su tía Octaviana. Vestía un humilde traje negro y cubría su cabeza amplio manto. El público la acogió con ternura y simpatía. Ella temblaba, y cuando subió la escalerilla y vió al procesado, un impulso irresistible la obligó á retroceder.
—Puede sentarse )a testigo—dijo el presidente—y con un ademán la indicó la silla que al efecto estaba dispuesta.
Delina se sentó.
—Teniendo en cuenta la situación de ánimo de esta señorita—añadió el magistrado—el Tribunal será breve en las preguntas. ¿Qué puede decir respecto á la muerte violenta sufrida por su señor padre?
Tardó en contestar la joven. Los sollozos estremecían su voz.
—Nada sé—dijo al fin—. Yo duermo en una habitación lejana de la en que mi padre se acostaba. No oí ruido alguno.
—En la tarde ó en la noche del crimen, ¿quién visitó á su señor padre?
—Como siempre, fueron muchos hombres de los pueblos, de los que tenían con él negocios.
—¿Vió usted ese día en su casa á Hernando Palomera?
—No, señor. Supe que por la mañana mi padre había tenido una cuestión con él y que... ese hombre le había pegado... Mi padre estuvo todo el día inquieto. No quiso comer. Yo le dije que me permitiese ponerle un paño de árnica en el lugar de la cabeza en que le había hecho daño, pero él se negó. "Esto no es nada—me contestó—. Lo que tengo es la ira de que un hombre me haya podido. Es que ya soy viejo y me van faltando las fuerzas."
Un acceso de lágrimas interrumpió á Delina. Después de serenarse continuó explicando la vida que hacía su padre, dónde recibía las visitas, dónde guardaba el dinero y los papeles.
—¿Estuvo por aquellos días á ver á su padre el señor Madrigal?
—No, señor.
—¿Conoce usted los rumores que circulan respecto á la culpabilidad de éste?
—Sí, señor; pero no los creo.
—¿Tenía su padre de usted enemigos?
—Creo que sí. Los que le habían tomado el dinero y no se lo querían pagar.
—¿Sospecha usted de alguno?
—No señor.
El presidente dijo al defensor si quería interrogar á la testigo.
—Por muy violento que me sea—repuso el letrado—he de hacerlo. Pido perdón á esta señorita anticipadamente. Es necesario. La vida y la fama de mi defendido lo exigen.., ¿Tiene usted relaciones de amor con don Blas Herró?
Deliná vaciló un momento y contestó con resolución, la voz vibrante, los ojos relucientes:
-Sí. Soy su prometida.
Luego, como si en estas palabras hubiera consumido toda su energía, lloró de nuevo, con espasmos y estremecimientos. Sintió que la respiración le faltaba, y cayó al suelo desvanecida. La sacaron entre Octaviana y dos mujeres que salieron de las filas de los espectadores, llenas de caridad y emoción.
A invitación de la Sala un médico forense reconoció á Delina para, ilustrar al presidente respecto á si podría continuar declarando.
—¡mposible—respondió el facultivo al volver—. Está enferma. Es una cardiópata. Las emociones la han perturbado. Es necesario conducirla á su casa con grandes precauciones.
La sesión se interrumpió largo rato, durante el cual el público hizo comentarios sobre el incidente. En ellos predominaba la lástima.
—¡Pobre criatural—murmuraban las mujeres— ¡Ella es la verdadera víctima! En buenas manos va á caer!
Un cuarto de hora más tarde continuaba el desfile de testigos.
Con la cabeza entrapajada y una mancha violácea sobre el siniestro párpado, acudió al estrado, cuando se le llamó, don Manolito Tapióles. Sonreía y miraba en torno con desenfado. El público lo recibió con un movimiento de alegría. El bufón despertó la hilaridad sólo con aparecer.
Las preguntas del presidente respecto á si sabía algo de los sucesos que motivaban el proceso, no dieron resultado digno de referirse. El era amigo, ó mejor protegido del señor Madrigal, que le honraba con su benevolencia, y le acompañaba frecuentemente. Nada sabía de lo que se le preguntaba. Ignoraba si Hernando era culpable, le tenían por hombre de bien, le había sorprendido que se le acusara, y más aún que pareciera probada su responsabilidad.
El defensor.—¿Ha oído decir de público que el Señorito ó sea don Quirino Madrigal de las Torres había asesinado y robado á Galvez?
Tapióles.—(Señalándose á las vendas que le cubrían la cabeza). Y no sólo lo he oído, sino que lo he sentido aquí. (Risas.) Por negarlo y condenar la conducta de los que lo decían, me dieron un garrotazo. (Nuevas risas.)
El defensor.—La noche de autos, ¿á qué hora se separó usted de don Quirino?
Tapióles.—Me parece que á eso de la una ó una y media. Según hacía casi siempre, le acompañé á su casa y en ella le dejé para irme á la mía.
El defensor.—¿Quién más iba con ustedes?
Tapióles.—Blas Herró.
El defensor.—Señor presidente, quisiera interrogar juntamente á este testigo y á Blas Herró.
El presidente.—El testigo Herró ha justificado por certificación facultativa que se halla enfermo, por lo que no puede comparecer.
El defensor.—Es una declaración que estimo indispensable.
El presidente.—Si está en condiciones se le citará de nuevo para que en la sesión próxima comparezca.
El defensor.—Si no es así, la defensa solicitará de la Sala un nuevo reconocimiento facultativo del testigo Herró, que acredite su imposibilidad de acudir al llamamiento del tribunal. (Sensación.)
El presidente.—La Sala proveerá en su caso.
El defensor.—Aplazo mis preguntas al testigo Tapióles hasta que el otro comparezca. Es de suma importancia para el cumplimiento de mis designios. (Más rumores. Comentarios en voz baja, que cubren la voz del presidente, cuando éste ordena que suba al estrado don Quirino Madrigal.)
Cuando se le vió avanzar, subir la escalera y colocarse ante la mesa de los magistrados, produjese un silencio absoluto, La curiosidad del concurso se reconcentró en aquel hombre, que al sentir en torno los efluvios de ella, adoptó una actitud de humildad y encogimiento. Iba vestido correctamente de negro. Dejó el sombrero hongo en una silla inmediata y cruzó las manos.
Al contestar á las iniciales preguntas de rúbrica, su voz resonó tranquila, sin emoción, pero sin altanería. El poderoso imperio de la voluntad había borrado de su rostro el habitual ceño de impertinencia provocadora, apareciendo en las facciones dulcificadas el perfil caballeresco del antiguo linaje. Cuando el presidente le ordenó que manifestara lo que supiera acerca del asesinato de don Simeón Galvez, Madrigal respondió:
—No sé nada más que lo que he oído decir en el pueblo.
—¿No puede usted dar alguna noticia que sirva para el total esclarecimiento del hecho?
—No, señor presidente.
—¿Tenía usted relación de negocios con el finado?
—Sí, relaciones de acreedor. Yo debía á don Simeón Gálvez unos cincuenta mil reales, que me propongojdevolver á su heredera, empleando en ello parte de un legado que, según es público, he recibido recientemente.
—¿Había habido con este motivo, entre él y usted cuestiones?
—Cuestiones, no. El señor Gálvez me había pedido con reiteración que le pagara. Yo le manifestaba la imposibilidad de hacerlo, por mi falta de recursos. Comprendiéndolo Gálvez, esperaba que yo me encontrara en condiciones de satisfacerle.
—¿Le había pedido usted últimamente dinero?
—Sí, señor presidente. Por medio de don Blas Herró le envié un recado solicitando que me anticipara diez mil reales, sobre mis rentas futuras, ó á crédito personal. Él se negó. Estimé justificada su negativa y me resigné. No hubo más sobre esto.
—¿No estuvo usted en casa de Gálvez la noche del crimen?
—No. No le había visto desde quince ó veinte días antes en que, pasando él por la plaza á caballo, me saludó y me dijo: "No me olvide usted, Madrigal". Yo le contesté: "Espero que mi tía la condesa del Viso me envíe fondos, y, en cuanto esto sea, iré á visitarle*.
—¿Reconoce usted como suyo ese bastón, ó mejor, garrote, que está sobre la mesa, entre las piezas de convicción?... Aproxímese y cójalo para examinarlo.
Don Quirino vió sobre aquella mesa la pistola de Gálvez, la linterna y un palo de fresno, como de metro y medio de largo, en cuyo extremo más delgado y á guisa de contera, había unas tachuelas clavadas. Tomó con la mano derecha el garrote y le apoyó sobre el suelo.
—Este palo no ha sido nunca mío. Ya se ve por su tamaño que no podía servirme de bastón, y que, si le hubiera llevado por la calle, hubiéra motivado risas. Yo soy de muy corta estatura. Quien usara este garrote debía ser un buen mozo.
Y al decir estas palabras miró á Hernando Palomera.
—En los días inmediatos subsiguientes al suceso que nos ocupa, ¿hizo usted algún pago, ó gastó alguna cantidad, más que de costumbre?
—No, señor. Desde algún tiempo antes carecía yo de dinero. Un vecino del lugar de Los Santos Campizos, Timoteo Berrueco, que me tiene arrendado un pedazo de huerta, y que por el nublado del año anterior perdió sus frutos, y me debía quinientos reales, vino á verme al otro día del asesinato de Gálvez, y me trajo aquella cantidad, según puede probarse. De ella envié con mi criada cien reales al panadero Grimaldo, que me había reclamado, con poca urbanidad, lo que le debía por el suministro de pan á mi casa. A don Manuel Tapióles, que se hallaba muy necesitado y tenía una hija con el sarampión, le di otros cien reales. A Escolo el pastelero, á quien también debía yo mayor suma, le entregué á cuenta seis duros. El resto lo empleé en gastos menudos, conservando en mi poder unas treinta pesetas. Ya se me habían acabado, cuando los albaceas de mi señora tía, que en paz esté, la condesa del Viso, que acababa de fallecer, me remitieron tres mil pesetas para que me trasladara á Noblurve á asistir á los funerales y á. participar de las operaciones de la testamentaría,
—¿Qué cigarros suele usted usar, dado que fume?
—Puros de estanco, de los de á diez céntimos.
—¿Como ese de que se conserva un resto dentro de un frasco que está sobre la mesa? Mírele y conteste.
—No es fácil, señor presidente—respondió Madrigal, después de coger el frasco que se le indicaba, y de moverle, para ver la colilla que dentro había—no es fácil clasificar esto que hay aquí, pero sí parece resto de un cigarro malo.
—¿Sabe usted si fumaba Gálvez?
—Sé que no fumaba, ni hacia ningún gasto inútil.
—¿Es cierto que el día 9 de Agosto corriente, acompañado de don Guillermo Ozores, fué usted á la cárcel, y casi por la fuerza entró usted en ella, para hablar con el procesado? Diga lo que acerca de esto haya ocurrido.
—Hallándome en Madrid con don Blas Herró, para asuntos que á ambos incumbían, supe que en Zaratán corría el rumor de que yo era el autor del asesinato de don Simeón Gálvez y del robo perpetrado en su domicilio.
ignoraba el origen y el fundamento de este rumor, que me alarmó, y resolví regresar sin más demora. En cuanto llegué supe que se trataba de una calumnia que desdeñaban las personas sensatas y respetables de la localidad, como lo probaron con actos que me honran y me enaltecen. Habíase extendido, merced al estado de la opinión pública y á los disturbios que, por disparidad de los propietarios y los colonos, alteraban el orden de Zaratán, Quise averiguar de dónde procedía la especie y me dijeron que el procesado Hernando Palomera, no sólo aseguraba que era inocente del crimen que le atribuían, sino que me lo imputaba á mí. Me presenté al señor juez para que se depurase la acusación y me puse á sus órdenes, ofreciéndome hasta á constituirme preso; pero aquella digna autoridad me contestó que el sumario estaba concluso, que no se había presentado querella alguna contra mí y que podía estar tranquilo {Rumores)
que podía estarcompletamente tranquilo, pues ni el más leve indicio resultaba contra mi persona en lo actuado.,. No me bastó esto, pues aun cuando los tribunales me eximían de toda culpa, parte de la población me acusaba y me importaba poner en salvo mi honra, que venía siendo objeto de insultos, amenazas y ataques, uno de los que llegó á las puertas de mi casa. Por eso quise saber en qué se fundada Hern-indo Palomera para acusarme de tal manera y con tanta insistencia. Acompañado de mi abogado, don Guillermo Ozores, no por su consejo, sino antes bien en contra de él, oyendo no más que la voz de mi dignidad, fui á la cárcel. El alcaide se negaba á dejame pasar juzgando impertinente mi visita. Con todo, llegué al locutorio, en ocasión en que estaba en él Hernando con el señor cura párroco de la Colegiata, y allí, en la forma más humilde* con ruegos y súplicas, como se pide una limosna, rogué una y cien veces al procesado me dijera la base de su acusación. Dada la situación del infeliz no me sorprendieron ni me causaron el efecto que debían los agravios que me dirigió. Todo lo di por bien sufrido, todo se lo perdoné. Pero él no quiso ó no pudo dar explicación que justificara su actitud. Salí de la cárcel lleno de pena por el estado moral de Hernando, y convencido de que el origen de sus acusaciones era la exaltación de su espíritu.....
—Por haber infrigido el reglamento de la Prisión se formará un atestado á fin de que se depure la responsabilidad en que usted ha incurrido al entrar en ella, contra la prohibición del alcaide, y á éste se le apercibirá para que sea más celoso en el cumplimiento de sus deberes.
—Señor presidente. Reconozco que falté, y estoy pronto á recibir el castigo que he merecido.
—¿Tiene el testigo algo más que decir?
—Nada más,
—¿Quiere la defensa hacer alguna pregunta al testigo?
El defensor.sde luego... ¿Es cierto que estando en casa de Escolo el pastelero, en una de las orgías que allí celebraba usted, dijo que el Caracol le había faltado á usted al respeto y que había de espachurrarle?
—No lo recuerdo; pero es posible que en algún momento de ira, ai negarse él á hacerme el préstamo que últimamente le pedí, me fuera de la lengua. Pero nadie dirá que yo he tenido cuestiones ni riñas con el señor Gálvez.
—¿No aplaudía usted y palmoteaba cuando cierta mujer, de que suele acompañarse, cantaba la noche antes del crimen unas coplas ofensivas para Gálvez?
—Es posible. Bromas de mejor ó peor gusto, propias de aquellos momentos de expansión.
—¿Qué relaciones ha tenido usted con la madre de Blas Herró?
—Señor presidente. ¿Debo contestar á esa pregunta?
El presidente.—No, El letrado se abstendrá de ofender á personas que ni como testigos figuran en causa.
El defensor..—Pero que debían aparecer aquí. Yo he reclamado la presencia de doña Dorotea Penalba, viuda de Herró, y se me ha negado.
El presidente.—Está ausente, y esta es la causa de que no comparezca, y no la negativa de la Sala.
El defensor.—¿Quiere decirme don Quirino Madrigal de las Torres, alias el Señorito
El presidente (interrumpiendo)..—Los alias sólo pueden usarse cuando aclaran la determinación de una persona, que no es bastante conocida por su apellido.
El defensor.—¿Quiere decirme el noble é ilustre señor don Quirino Madrigal de las Torres qué clase de relaciones económicas ha tenido, ó tiene, con la señora viuda de Herró?
El presidente.—Esa pregunta es ajena al proceso y no debe ser contestada.
El defensor.—Es de gran interés, porque podría demostrar la conducta que el Señorito... digo, el señor Madrigal de las Torres ha seguido, y el averiguarlo nos haría conocer su condición social y moral.
Madrigal.—Señor presidente: el defensor me trata como si yo estuviera procesado, y no como testigo.
El presidente.—Los testigos están obligados á responder á las preguntas que se les hagan, pero los defensores no pueden abusar de un derecho que dejaría sin amparo la honra de los ciudadanos.
Entonces comenzó una lucha interesante entre Cianea y Madrigal. Aquél preguntaba detalles de la vida de éste, en los últimos tiempos anteriores al crimen, de sus relaciones con Gálvez, de las circunstancias de los préstamos que de unos y otros tenía recibidos, de cómo ocupó el tiempo la noche de autos, de qué gentes le rodeaban, de quiénes eran sus habituales contertulios en casa de Escolo, de los escándalos que, borracho, había dado en las calles de la villa, de las pendencias que había sostenido, y la causa dé ellas, todo encaminado á evidenciar sus costumbres licenciosas. Respondía Madrigal con templanza, serenamente, prescindiendo de lo que había de depresivo en el interrogatorio, para atenerse sólo á los hechos. Rectificaba unos, asentía á otros, lamentaba sus incorrecciones pasadas, confesaba que el error y las pasiones le habían guiado en parte de su existencia; pero siempre encontraba una frase oportuna, una explicación eficaz para dejar á salvo su honradez. Loco, disipado, calavera, sí, pero generoso; pródigo por bondad, dilapidador por desprecio del dinero, víctima de los prestamistas y de los leguleyos, que le habían devorado él escaso caudal que heredara, incapaz de tolerar una ofensa, caballero en fin. Fué un duelo á
¡florete, en el que el defensor demostró mayor habilidad de lo que se suponía, y el Señorito hizo gala de ingenio flexible, corazón fuerte y voluntad de hierro. Ni una palabra pronunció contra Hernando. Y, en un momento que le pareció á propósito, lanzó esta frase, que produjo singular efecto en el auditorio y en el letrado:
—Me defiendo de injustas suposiciones que nadie puede probar, pero no acuso... ¡Yo soy de los que creen que Hernando Palomera es inocente!
—¿Quién imagina el testigo—dijo el fiscal—que es entonces el autor del crimen que se persigue?
—No lo sé. Pero los antecedentes de Palomera le ponen á cubierto, en mi ánimo, de la culpabilidad.
El presidente se dirigió al procesado.
—¿Tiene algo que decir el reo?
Hernán, que había permanecido como ensimismado y sin prestar atención á lo que ocurría, se levantó, dió un paso hacia Madrigal, y exclamó, con enérgico acento:
—¡Que es él!... ¡Que el asesino es el Señorito!
Aquellas palabras, que parecían venir de lejos, sintetizando en su vehemencia el sentimiento popular, hicieron correr por el auditorio un escalofrío de terror. Madrigal recibió impávido la acusación, que había estallado sobre su rostro como un proyectil explosivo. Se adelantó hacia la mesa de los magistrados y dijo:
—Señor presidente, ¿quiere vuecencia preguntar al procesado en qué funda su afirmación?
—Hernando Palomera —dijo el presidente con solemne acento —, el Tribunal os manda, y el testigo á quien acusáis os suplica, que digáis el fundamento de esa acusación.
Palomera se dejó caer sobre el banquillo exclamando:
—¡Es él... es él!... ¡No sé másl
Esperó el presidente á que callaran los rumores que sonaron en el público, y luego dijo á Madrigal:
—Puede el testigo retirarse.
Don Quirino salió, despacio, entre miradas de odio y de miedo.
A continuación hizo su entrada en la sala Adelaida Suárez, por mal nombre la Curruca. Lucía espléndido traje de colorines; su peinado era complicadísima labor del estilo churrigueresco, con rizos sobre la frente, bucles sobre la nuca y pomposo artificio en el centro. Las mudas y afeites de la rústica perfumería adobaban el rostro, del que hace tiempo habían huido las juveniles gracias.
Abriendo y cerrando ruidosamente el abanico, la Curruca esperó que el presidente la preguntara, y como éste, ocupado en buscar entre los papeles de la mesa las notas que se referían á aquella testigo, tardase en hablar, ella, impaciente y molesta por la curiosidad del público, exclamó:
—Ustés dirán para lo que me han llamado.
—Espere la testigo—contestó el presidente—. Ella está á disposición del Tribunal, y no el Tribunal á disposición de ella.
—Es por si se habían olvidado de que estoy aquí. (Risasy cuchufletas entre los oyentes.)
El presidente.—En la noche en que se cometió el asesinato de don Simeón Gálvez, ¿dónde estaba la declarante?
La Curruca.—Pues estuve en mi casa hasta las diez ó más. Desde allí fui á casa de Escolo, donde me habían convidado á cenar.
—¿Quién?
—Don Quirino.
—¿Tiene usted amistad con él?
—Sí, señor. Allí estuvimos hasta la una de la mañana, y después me fui á acostará mi casa.
—¿Quiénes quedaban en casa de Escolo cuando usted se marchó?
—Don Quirino, Tapióles, Blas Herró, y otras cinco ó seis personas más.
—¿Recibe usted para sus gastos cantidades de don Quirino?
—Sí, señor. Cuando podía me daba algo; pero no se vaya usted á figurar que me ha puesto coche. (Más risas.)
—¿Sabe usted algo que se relacione con la muerte del señor Galvez?
—Lo que la gente dice. Yo, por mi, nada sé.
Siguió el presidente la serie de preguntas sin importancia, y en las que lo único notable fueron el desenfado de la Curruca, y su estilo grosero y pintoresco.
La intervención de la defensa animó algún tanto la escena,
—¿Es cierto—interrogó Cianea—que varias veces el Señorito ha empleado con usted tratos violentos, y ha llegado á abofetearla?
—Lo que haya pasado entre nosotros, no le importa á nadie. Son cosas de hombres y mujeres.
—Eso es eludir la contestación. La declarante debe responder categóricamente.
—Pues no hay que hacer misterio. Siendo lo que somos él y yo, nada de particular tiene que alguna vez nos hayamos peleado; pero lo que él me haya hecho, con mucho gusto que lo he recibido, ¿sabe usted? y á nadie le importa.
—¿Dónde conoció usted al Señorito?
—Pero, ¿hay que contar aquí la vida y milagros de cada uno?... jPues está buenol... Le conocí en Madrid, en casa de unas amigas.
Como yo canto regular y á él le gusta lo flamenco, pues rae dijo que si quería venir á establecerme á Zaratán, que él me protegería. Aquellas amigas me aconsejaron que aceptase, y yo fui y acepté. ¿Quiere usted saber más? (Siguen las risas).
La defensa.—Como la testigo ha dicho ya, contestando á las preguntas del Tribunal, que no sabe nada de nada... como no sea cantar... yo renuncio á tenerla más tiempo separada de su honrado hogar. Me basta con lo que he expuesto y con que la hayamos visto.
El presidente. —Puede retirarse la declarante.
La Curruca mira con insolencia al letrado, y al marcharse dice:
—Ese tío de la blusa negra se trae unas guasitas, que ya, ya...
Monótonas, insignificantes, sin relieve ni utilidad, continuaron después numerosas comparecencias. Las que se destacaron, produciendo impresión honda en el público, fueron las de Nicolás el Saldado, y la del cura párroco de la Colegiata.
Bajo la custodia de dos empleados de la cárcel, por hallarse detenido, se presentó Nicolás Monsalve, quien, ignorante de los trámites judiciales, creía que le llamaban para declarar en su causa por el mamporro que atizó á Tapióles. Cuando se enteró que se quería saber si él tenía alguna noticia respecto al asesinato de Gálvez, exclamó:
—Esa es otra. De eso no se nada más que una cosa: que este pobre hombre (señalando á Hernán) es inocente, tan inocente como usted (señalando al presidente). Es incapaz de nada malo. Es el hombre más honrado de Las Lomas. El asesino es otro.
—¿Quién? —preguntó el presidente,
—El Señorito.
—¿Le consta á usted?
—Como si lo hubiera visto.
—¿En qué se funda para decirlo?
—En que lo es, y lo es. En eso me fundo.
—¿No puede aducir alguna prueba de lo que afirma?
—No. Pero basta con andar por el pueblo, y oir á la gente, y con saber la vida que ese hombre ha hecho, y conocer sus relaciones con el Caracol. No hace falta más prueba.
—Eso no es prueba, ni indicio, ni base de asusación. El testigo está cometiendo un de* lito: el de calumnia. La fama ajena debe merecer mayor respeto á los hombres de bien.
—Pues aunque me ahorquen lo diré y lo repetiré y volveré á decirlo y á repetirlo.
La defensa.—¿Qué noticias tiene el testigo de la vida y costumbres de Hernando Palomera?
—Las mejores. Siempre fué trabajador, no se metía en nada más que en ir al campo á labrar su pedazo. La desgracia le perseguía. Un hijo tuvo, fué á servir al rey, y se le mataron en la guerra los carlistas. Si caía un nublado, donde más fuerte pegaba era en la tierra de Hernán el de las Palomas. Su mujer estaba siempre enferma, y no le valía pa na. x\sí fué entrampándose y perdiéndose. Nunca ie vi en la taberna, ni cataba el vino, ni fumaba, ni iba á las diversiones. El domingo á la misa mayor, y luego, á su casa, y á su campo. Es inocente, es inocente. Lo que están haciendo con él es una judia.
Esto lo repitió varias veces, en respuesta á las preguntas del presidente y del defensor. Al concluir, dijo:
—Lo que está pasando aquí es por demás. Si en vez de vestir de paño pardo Hernán el de las Palomas, fuera Señor, nadie se hubiera metido con él. Por ahí anda el Señorito, sin que nadie le tosa, y ése es el que está man-chao de sangre del Caracol.
Protestas enérgicas del presidente, gritos de Nicolás, rumores del concurso: la intervención de los dependientes de la cárcel, que se llevaron á empellones al osado declarante, dieron fin á la violentísima escena.
Puso término á la sesión la comparecencia de don Serafín del Ávalo.
Después de haber prestado juramento dijo con gran unción, elevando al cielo la mirada:
—En el nombre de Dios ruego á la Sala que, antes de que llegue el instante de la sentencia, apure todos los medios, para que la verdad se abra camino. Bien comprendo que ahora pesan sobre el procesado cargos que parecen dispuestos por el infierno para perderle. Ni mi ministerio, que me ordena amar y respetar á todos los hombres, ni mi carácter, me permiten acusar á nadie de actos y confabulaciones que, de ser ciertas, como este desgraciado afirma, y en la plaza pública se asegura, serían aún más criminales que el hecho que la justicia inquiere, aun siendo éste tan reprobable y horroroso. Pero estando seguro, cierto, certísimo, de que Hernando Palomera no es autor del asesinato de don Simeón Gálvez, vengo aquí á proclamarlo.
El auditorio prorrumpió en voces de "¡Es inocente, es inocente! ¡Que lo suelten, que lo dejen libre!"
Tan rápida y enérgica fué la explosión, que el presidente se vió sorprendido é impresionado por ella.
Cuando acertó á hablar ya se había restablecido el silencio, porque don Serafín, volviéndose hacia los alborotadores, con la palabra y con los ademanes, les había impuesto la calma:
—Callad, hijos raios—dijo—. Respetad á los magistrados que vienen á hacer justicia en nombre de Dios y del rey.
—A cualquier nueva descompostura de los que presencian los debates —añadió el presidente—, impondré el severo castigo que merecen tales irreverrencias...—Aunque, por venir de quien vienen, la Sala ha oído con respeto la invocación que el venerable declarante le ha dirigido, contestaré que noera necesaria. Diga lo que sepa respecto al proceso, que ello puede ser más eficaz que el recuerdo de deberes que están en la conciencia de los juzgadores...
Las manifestaciones del sacerdote no añadieron cosa alguna útil para la defensa de Hernando, si no es la aseveración de un convencimiento que, expresado en el tosco lenguaje del rudo pastor, llegaba al corazón del pueblo, estremeciéndole y exaltándole.
Al salir á la calle don Serafín las gentes le aclamaron:
—¡Viva nuestro padre!—gritaban—. ¡Vivan el santo y el inocente!
Por toda la villa circulaba la voz acusadora. "¡Es el Señorito, es el SeñoritoA,. ¡Él es el asesino!... ¡Él es, él es!"
Una novedad inesperada sorprendió al otro día al pueblo. La vista de la causa se había suspendido por veinticuatro horas. ¿Qué razón había inspirado aquel acuerdo de la Sala? Como la gente lo ignoraba, las suposiciones y las hipótesis surgieron abundantes y fantásticas de la mente popular. Ardió Zaratán en co mentarios; pero la curiosidad anhelante por penetrar el misterio, no logró vencer la reserva de los que debían estar enterados. Sólo se supo que á las once de la mañana el presidente del Tribunal había pasado aviso al defensor de Hernando para que acudiese á la cárcel á fin de a sistir áuna diligencia, y que éste, después de practicada por el juez, en delegación de la Sala, y por el fiscal, se había encerrado en su habitación de la posada de la Verónica, negándose á recibir á las personas que fueron á visitarle. wEl señor abogado—respondía la posadera á quienes insistían en ver al defensor—está trabajando, y ruega que no se le interrumpa."
Por la tarde se vio entrar en la cárcel al párroco de la Colegiata, quien permaneció allí hasta hora de las ánimas, en que salió de prisa, y se metió en su casa, encomendando á uno de los capellanes el rezo del rosario, que él solía dirigir siempre ante la media docena de mujeres asiduas á tal devoción.
Los curiosos buscaron á el Señorito. ¿Dónde estaba? No se le había visto desde que, terminada su declaración, salió del local de la Audiencia.No faltaba quien imaginara que estaba detenido en su domicilio por orden de la Sala y custodiado por la Guardia civil; y en efecto, á la puerta del caserón, en cuyas puertas aún se advertían las huellas del conato de incendio, reapareció la pareja de la benemérita que, desde el día siguiente á la llegada á la villa de don Quirino, y petición de éste, había dejado de prestarle amparo.
Quien hubiera pasado por allí y hubiera mirado una de las rejas del piso bajo, habría podido creer que el Señorito estaba preso tras los viejos hierros herrumbrosos. Él paseaba de largo en largo por la estancia correspondiente á aquella habitación, y de cuando en cuando se asomaba mostrando su faz contraída, crespo el bigote, un puro entre los labios.
Deteníase á veces ante una mesa para beber vino en un vaso que vertía de un jarro vidriado, y limpiándose la boca con el dorso de la mano, continuaba su paseo.
En una esquina de la estancia, sentado en un sillón estaba Herró, que oía á el Señorito sin contestarle.
Y como si el obstinado silencio del mozo hubiera puesto fin á la paciencia de su amigo, éste se dirigió hacia él, los puños levantados, los ojos encendidos en cólera.
—Esto es ya insoportable—dijo—. Tú me estás dando más que hacer que todos juntos. Si te atreves á ir á contar en la plaza la verdad, anda de una vez y acabemos... Pero no no te atreves: tienes miedo á la cárcel y al garrote... Pues si no te atreves, cumple tu obligación de ayudarme... Recoge esa miseria de voluntad que Dios te ha dado y acude adonde es preciso... Debías haber ido á declarar ayer ai mismo tiempo que yo, cuando te habían citado... Me aterró el estado de tu ánimo, é inventamos una enfermedad. No, no la inventamos, porque el espanto te tiene con fiebre. No hubo que pedir favor al médico para que diese la certificación.., Pero el defensor se empeña en que comparezcas, y le servirá de argumento tu ausencia... Es preciso que mañana te presentes sereno y dispuesto á dar la cara... Co-bardón, mujerzuela, me da asco verte.., Después de todo, ¿es tan difícil el paso? ¿Se te van á comer los magistrados, ni el defensor?...
¿No vas á tener aguante cinco minutos, que es todo lo que durará la prueba?... Ya sabes, ya te he dicho todo lo que pueden preguntarte. Por mucho que discurra ese loro con toga, no ha de salir por registro nuevo. Que dónde estuviese la noche de marras, que á qué hora te acostaste, que si me acompañabas frecuentemente, qué clase de amistad tenía yo con tu madre, si le debía ó le debo dinero, si yo había reñido con el Caracol, si eres el novio de Delina... Para todo eso, por torpe que fueres, hallarás salida, y para todo te tengo ensayado... No hay más que una cosa que antes pudo ser peligrosa y que yo he arreglado... Tú entrabas en la huerta del Maestre, para ver á tu novia, saltando las tapias. No sé si lo saben aquellos tios. Me ha sorprendido que estuvieran enterados de cosas mías que creía ocultas, y que han sido utilizadas por el defensor para molestarme...Pero si te preguntan eso, niégalo resueltamente. Nadie te ha visto en esos escalos... Es decir, el único que te ha visto, y te ayudaba por mi orden á saltar la tapia de tu suegro, es Braulio el sereno, y ése está lejos de Zaratán. El deseaba ser guarda de consumos en Noblurve, y allá le envié eos su des-tinejo. Porque para previsiones, yo, y para majaderías, tú,.. Como ves, la cosa es llana. No se te manda que tomes ninguna torre detendida por artillería... Además, no pienses que el presidente de la Sala, ni el fiscal, ni el abogado son unos zahoríes que le penetran á uno el pensamiento... Lo único que hará el loro de las gafas será satirizarte con alguna bromita de mal género; pero con aguantarla, estás del otro lado. Allí no conviene indignarse, ni dársela de puntilloso... Y no se te olvide... Si hay ocasión, di que á ti te parece Palomera un buen hombre. Esto es de efecto entre la canalla que asiste á la vista, como iría á una corrida de toros... ¿Estamos?... Porque en lo que no hay que pensar es en seguir huyendo... En cuanto te eches á la cara al presidente le dices que estabas con calentura, que continúas enfermo, pero que á pesar de todo, no has querido dejar de presentarte.
En esto pasó de prisa por frente á la casa Castroverde, el alguacil, y desde lejos vió á el Señorito, quien, siempre que oía pasos en la calle, se aproximaba á la reja. Castroverde saludó á su protector quitándose el sombrero y dijo á los guardias en voz alta:
—Buenos días, señores.
Madrigal sonrió, echóse á pechos otro vaso de vino, y sentándose cerca de Blas, le cogió cariñosamente la mano:
—Sí que te arde—dijo—. Pues no es para tanto. Espero que te portarás bien.,. Cuanto más, que mañana correrán otros vientos, y podrás navegar á favor del aire... Ánimo, mu~
chacho, ánimo; si tuvieras tanta confianza en mí, como yo merezco, estarías tan tranquilo como si fueras á ir á un baile... Bebe, hombre, bebe un sorbo. No es tan bueno como el que gastábamos en Madrid, pero se deja tragar.
Acercó un vaso de vino á Herró, y éste le vació sin paladear, como quien toma una medicina amarga.
En punto de las diez se constituyó el Tribunal en medio de una expectación pública indescriptible. Llena la sala de la Audiencia, llenos los corredores de la cárcel que á ella conducían, llenas la plaza y las calles inmediatas, puede decirse que la mayor parte del vecindario se había aproximado cuanto era posible al lugar de los acontecimientos con ávido deseo de enterarse de lo que iba á suceder. A medida que se iba avanzando en el examen de testigos crecía el interés del pueblo, y la hasta entonces inexplicada suspensión de la vista, había contribuido á llevar al paroxismo la curiosidad general. El empeño de los espectadores de no perder ni una sílaba de lo que manifestara el presidente al reanudarse los debates, convirtió aquella expectación en silencio. Se hubiera sentido el vuelo de una mosca cuando Hernán fué conducido á su banquillo.
—Va á darse lectura—comenzó el presidente—de una diligencia practicada ayer por orden de la Sala y en su presencia, con la del señor fiscal y la de la defensa del procesado. Puede proceder á la lectura el escribano actuario.
—"Cosme Cañamero y López—leyó el escribano—, vecino de Zaratán de la Priora, labra' dor, se presentó anteayer tarde, poco antes de obscurecer, al señor juez de esta villa y su partido, y le expuso que, al levantarse la interdicción judicial establecida en la casa de la calle de Niños Hermosos, sin número, en que había vivido el procesado Hernando Palomera; y después de rotos los sellos que aseguraban su puerta, siendo entregada á su dueño don Tadeo de Santa Olalla, para que de ella dispusiera á voluntad, él, Cosme Cañamero, la había tomado en arrendamiento. Antes de ir á habitarla quiso hacer en ella algunas reparaciones por encontrarla muy destrozada, á cuyo efecto, y con el consentimiento del propietario del inmueble, había llevado á él varios operarios, albañiles y carpinteros. Éstos trabajaban desde hace días en el arreglo de tabiques, ventanas y puertas. Ayer, á eso de las cuatro de la tarde, uno de los albañiles, llamado Santiago Torices, al dar un piquetazo en una viga del techo del sobrado, por parecerle que estaba podrida en su cabezal de ingreso en ej muro, advirtió que no hacía firme, y al dar otro piquetazo para separar la argamasa que.
la recibía y poder sanearla, vio que al golpe asomabaunaarpillera,y tirando de ella vió que era un saco que había sido colocado entre la viga y las tablas que sostienen el tejadillo del sobrado. Llamó entonces elTorices á los otros operarios y les comunicó lo que había advertido; y todos ellos, de común acuerdo, decidieron que no se pasara adelante en la operación, sino que se diera aviso á la autoridad, por si ello tenía alguna relación con el robo cometido en casa de don Simeón Gálvez, ya que de voz pública se decía que no había sido hallado todo el dinero sustraído por el criminal ó criminales. Participaron el caso al inquilino de la casa, Cosme Cañamero, y éste procedió á la declaración que queda expuesta. Trasladada la diligencia á la Sala, ésta dispuso que una pareja de la Guardia civil quedara vigilando el local, sin consentir que nadie se aproximase á él, esperando á que coa luz del día se pudiera practicar el reconocimiento. Este reconocimiento se verificó.en la mañana de ayer, y de su práctica resultó que, entre la viga expresada y las tablas del tejado, había un saco de lienzo basto, del que se usa para guardar monedas; y sacado que fué, se vió que contenía cinco billetes de á 1.000 pesetas cada uno, 30 de á 100 pesetas, y, en dos saquitos más pequeños, diversas monedas de oro y plata, de que se hizo inventario, componiendo la to~
talidad de los valores allí hallados la cantidad de 11.300 pesetas..."
Seguían las fórmulas de rúbrica. Nadie las oyó. El público prorrumpió en rumores, pero éstos no eran, como en los días anteriores, de protesta, sino de confusión y sorpresa. ¿Es posible? Entonces, ¿es culpable Hernán? ¿Cómo no halló ese escondite el juez, que tantas veces estuvo en la casa del procesado? No era fácil, si estaba el talego tan disimulado. ¡Más de dos mil duros! Ahí es nada. Nunca se hubiera creído... Y así por este orden eran las observaciones que, unos á otros, se comunicaban los oyentes. Dominaba en ellos la ira. ¿Contra quién? ¿Contra quien había aportado tamaña prueba? Era como irritarse contra la casualidad que había conducido la piqueta del albañil á la viga rota. Pero no habiendo acabado de formar opinión definitiva respecto al suceso, sentían su eficacia condenatoria, y se enojaban de que las quitase la razón con que ellos afirmaban la inocencia del procesado. Muchos, en quienes la versatilidad del pensamiento es como veleta, que apenas el viento sopla se inclina en su dirección, se revolvieron bruscos y airados contra Hernán. —"Pues él sigue tan tranquilo—decían éstos—. Miradle, parece que no hace caso de lo que se ha descubierto en su casa." Aún quedaba un pequeño número de dudosos y desconfiados, y éstos esperaban á que la reflexión los aclarase el golpe inesperado.
Cierto era que Hernán no se había conmovido al oir la lectura de la diligencia. En el infinito abatimiento de su alma no quedaban ya energías ni para un nuevo arranque de indignación contra los que á mansalva, con astucia infernal, entregaban su vida al verdugo. Cuando el defensor, así que terminó el reconocimiento, fué á la cárcel á darle cuenta de lo acaecido, cayó al suelo con un síncope, que pareció el preludio de la muerte. Ai recobrar ei conocimiento, el abogado, que seguía á su lado, le dijo:
—Hernando, debía usted haberme dicho desde el principio la verdad, y yo hubiese cambiado de táctica.
—La verdad es la que he dicho. Soy inocente, Esa infamia es como la otra: las mismas manos la han preparado. Han querido asegurarse más, y me han acabado de hundir. Ya no hay remedio.
El tono en que estas palabras fueron pronunciadas, el gesto de dolor supremo que las acompañó, ponían al descubierto el alma del reo. Todos los trámites del martirio habían pasado por ella. Anonadado ante la acusación, primero, reaccionó para defenderse; pero lejos, en la sombra, había una inteligencia y una voluntad que acechaban sus movimientos para contrariarlos é impedirlos, y tras Ja lucha feroz en que había no ya cansado, sino roto músculos y nervios, el rendimiento de las energías le postraba. En la febril agitación de sus noches sin sueño, cuando el genio de la locura se le aparecía entre las sombras, y su mente vibraba en el frenesí del delirio, veíase como solitario é inerme caminante que atravesara estrecho desfiladero, dominado por hombres fieros, crueles y gigantescos, que desde lo alto de la cordillera que cerraba la salida, le arrojaban enormes peñascos que iban enterrándole doliente y vivo. Apenas, con mortal esfuerzo, conseguía empezar á remover una de aquellas moles que le aplastaban, y la esperanza renacía, otros peñascos rodaban de la altura aumentando la montaña de ellos; trágico cúmulo, bajo cuya pesadumbre una agonía se dilataba en eterna angustia, sin llegar al ansiado reposo de la muerte... Y ahora la horrenda visión reaparecía en todo su espanto.
- -Yano puedo—exclamó—, ya no quiero padecer más. ¡Que esto concluya prontol... Hágame la caridad de no alargar mi pena... ¡Morir, morir cuanto antes!... Eso es lo que pido... ¿Cómo va su merced á defenderme, si no puede?...
Tras la crisis de violencia y rabia vino la letargía, una insensibilidad estúpida. Así la naturaleza, cuando el dolor va á consumar su obra destructora, embota e) filo del cuchillo, para que el sufrimiento dure más.
Desde aquel momento modificáronse radicalmente las condiciones en que la vista del proceso se verificaba. Los testigos que fueron interrogados, revelaban en sus respuestas la impresión causada en sus ánimos por el encuentro del talego lleno de dinero. Aun los más favorables á Hernán, como el tío Mata-puas, dejaron escapar de sus labios la duda. La presencia de Blas Herró, no produjo impresión alguna. En las preguntas que le dirigió el defensor, pudo advertirse el desánimo de éste, Y el público callaba, perdida la confianza en lo que el día antes estimaba como un dogma, y se sentía humillado en su vanidad, hostil acaso en lo profundo de sus pensamientos á quien había dado ocasión al error de sus arrogancias tumultuarias.
El discurso del fiscal fué breve. Resumió las pruebas y dedujo la culpabilidad del procesado, insistiendo en la petición de la pena de muerte. El asesinato estaba demostrado, las circunstancias agravantes se. amontonaban; y la tenacidad de Palomera en negar su crimen, la fiereza y el desdén para con la justicia de que había hecho gala, con audacia inconcebible, contribuían á presentarle como un malvado empedernido. Los antecedentes del reo le eran, en verdad favorables, y el fiscal lo reconocía; pero bajo las apariencias de bondad escondíase un carácter fiero, orgulloso, díscolo, perpetuamente irritado contra las condiciones sociales que le rodeaban,enemigo y envidioso de los afortunados. La hipócrita máscara ocultaba un corazón perverso, propendiente al mal, que iba evolucionando hacia el crimen. Sobre esta tesis discurrió el representante del ministerio público, quien no dejó de recordar la agitación popular que había alterado la paz del pueblo, por efecto de la actitud del procesado, quien para defenderse no había vacilado en lanzar una infundada y calumniosa acusación, con la que se había difundido entre los ignorantes la especie de que los ricos, los Señores, gozaban de beneficios y privilegios que los hacían exentos del rigor de la ley, que sólo pesaba dura é inexorable sobre los pobres.
Tampoco mereció los honores de la Antología forense la oración del licenciado Cianea. Lo mejor de ella fué el relato de la vida de Hernando Palomera, vida de honradez y de sufrimientos. Él había entregado á la sociedad todo lo que podía darle: su trabajo de bestia humillada sobre el ingrato surco, las continuas privaciones, sin un instante de bienestar y de abundancia, la resignada paciencia. ¿Qué había hecho con él, en cambio, la sociedad? No le había dado maestros que le enseñaran, ni instituciones tutelares que le amparasen, ni la consideración que se debe al ciudadano, ni el respeto que se debe al hombre. Ni siquiera le ha otorgado justicia. ‘Si, la justicia, ahí ia veo. Ella ha acudido á realizar santas funciones reparadoras de la ley quebrantada. Reverenciémosla todos. Pero Hernando Palomera no ha sabido que existía hasta que viene á-.demandarle la existencia y á imponerle el estigma infamante. Cuando él luchaba con el cacique, con el señor de horca y cuchillo, trasunto de los días medioevales, cuando defendía su trabajo de rapacidades facinerosas, apenas encubiertas con la vestidura del derecho, entonces la justicia estaba ausente, ó era sorda, muda y ciega para el infeliz. Rojas nubes de arbitrariedad la ocultaban. ¿Te dolías, pobre hombre, de que no existiera para ti? Pues frente á ti se levanta. Soldados la escoltan, prestigios medrosos la acompañan, y un verdugo la sigue.
Luego negaba el abogado que se hubiera probado la responsabilidad del procesado en la,muerte de Gálvez y en el robo subsiguiente. Y analizando las pruebas, las tachaba de sospechosas. "¿Llevan ellas—añadía—el convencimiento á vuestra inteligencia?Pues no le llevan ai mío. Sobre la persona de Palomera se ciernen ocultas influencias, extraños intereses, voluntades poderosas que parecen disponer de infernales prestigios. Esas pruebas acusan á mi defendido; pero, ¿no habrán sido preparadas por los que tienen en litigio su fama y su existencia, y quieren levantar entre ellos y la vindicta pública un cadalso, como barrera que los guarde? En cambio, la opinión ha hecho comparecer ante la majestad terrible de sus fallos á quienes ella señala como autores del crimen. Y los ha escarnecido, y los ha afrentado, y los ha impuesto el castigo que merecen. Ellos no serán ya nunca estimados como buenos, porque esas sentencias son inapelables.
“Don Quirino Madrigal de las Torres, Hernando Palomera. Dos hombres, dos vidas. Contempladlas, comparad. Al que está en el banquillo, el pueblo le ha impuesto un sobrenombre: le llaman el Mártir. Al otro, al que anda libre y considerado, le ha aplicado un mote picaresco: le llama el Señorito De la parda tierra, y vestido del triste color de los eriales, Hernán, el de las Palomas, se eleva por sus virtudes de modo que, á través de las rejas de la cárcel oye el aplauso de sus convecinos. El noble señor de Madrigal desciende oe héroes...¡Tanto ha descendido, que para encontrarle, es preciso ir á las tabernas, donde, rodeado de la vil caterva deí vicio, se encenaga en el escándalo! ¿Sabéis quién es la dama de los pensamientos del redivivo Suero de Quiñones? Aquí la habéis visto. No es Ji-mena, ni es Dulcinea.La nombran La Curruca. Si queréis hallar de esta señora la progenie en los libros de caballería, abrid el Quijote: allí veréis á la quinta abuela de Adelaida dando de beber por una caña al ingenioso Hidalgo. Es la Molinera ó la Tolosa... Y á sujeto tal le enaltecen los Señores de Zaratán de la Priora, no porque le estimen digno de su atención, sino porque las circunstancias han hecho que sea el emblema de una campana popular y su víctima. Ved el respeto que á esos Señores inspira la idea de lo justo. Por el circunstancial interés de una contienda que su orgullo sostiene, ó sostenía, con los colonos, no vacilan en levantar sobre el pavés á un personaje de la picardía, á un hampón desvergonzado... Todo es convencionalismo y arbitrario en sociedad que sobre tales bases se levanta. La justicia, el honor, la dignidad son cosas que se entregan á quien es grato á los distributores, y se le niega al adversario."
Declamatorio como orador de mitin, apelando á los efectos fáciles de la musa populachera, sólo consiguió Cianea irritar más y más á los que creían á Hernando digno de la horca.
Concluyó la vista en medio de un silencio sepulcral. Cuando los espectadores salieron á la calle no se oyeron vivas, ni mueras, ni coplas, ni se repitió entre amenazas el nombre de Madrigal. Zaratán aparecía arrepentido de sus pasadas rebeldías.
Pasaron las semanas, los meses. Ya había llegado el otoño, y las nubes entristecían el panorama de Las Lomas. Cumpliéronse los trámites que el derecho establece, y la causa seguida á Hernando Palomera por asesinato de don Simeón Gálvez y robo con violencia, recibió la postrera y definitiva consagración. El Tribunal Supremo había confirmado la sentencia de muerte que la Audiencia impusiera al reo,
—Cuando será?—se preguntaban unos á otros los vecinos al encontrarse en la plaza, en las calles, en las tabernas, en el macelo. El suceso era esperado para pronto, y estaban tom madas las precauciones de orden que son del caso, reforzado el contingente de la Guardia civil, dispuesto cierto salón de la cárcel, en el que no se entraba hacia muchos años.
Los trasnochadores que se retiraban tarde á sus casas, observaron, al pasar por la plazoleta frontera á la prisión, en la madrugada de un martes, que varias parejas de civiles, apostados en las callejas inmediatas, obligaban á cambiar de itinerario á los transeúntes que hacia aquel lugar se dirigían. Má? tarde se oyeron en la susodicha plazoleta rumores de gente que iba y venía con actividad y apresuramiento. Sonaron golpes de martillos que clavaban, de sierras que roncaban entrando y saliendo en madera y las misteriosas voces de los operarios que laboraban alumbra los por vacilantes luces de antorchas. Entre las sombras iba surgiendo una mole. Cuando los primeros resplandores del día asomaron por los altozanos de Corrieces, apareció el cadalso. Sobre su plataforma un hombre vestido de negro, con la cabeza descubierta, daba disposiciones á otros, que en silencio le obedecían.
AI dar las cinco el reloj de la Colegiata salió de la cárcel un pelotón apresurado. La sentencia iba á cumplirse. Un bulto humano fué subido casi en brazos á la alta tarima. Era lo que quedada de un hombre...
Del grupo que se había formado en el centro de la plataforma se destacó la figura de un clérigo. Dando tropezones, convulso y espantado, aquel clérigo se dejó caer por la escalinata y huyó por la calle de las Tercias, Era don Serafín del Avalo, que había asistido al reo hasta el final de la tragedia.
Sus grandes zancas de recio labriego recorrieron en pocos minutos la distancia que le separaba de la iglesia, en cuya torre sonaba lentamente una campana.
El cura entró en el templo, que estaba vacío, y se arrojó de rodillas ante la Virgen del Centeno. En la exaltación dolorosa de su alma cándida, que había reconcentrado todos sus amores en el culto de la tierna imagen, parecióle que ésta le miraba, acariciándole con una dulce sonrisa, como allá en sus días de montaraz cabrero, y que le hablaba y le decía: “Yo también acabo de llegar. ¿No ves que mi manto está desarreglado? Es que sus pliegues los ha movido el viento cuando he salido de esta mi casa para ir al cielo. Sí, he ido á ver á mi Hijo, para llevarle al mártir. Yo le tomé en mis brazos. Su cabeza se balanceaba sobre el cuello roto por la máquina del verdugo, en sus venas aún latía la sangre... Los ángeles salieron á recibirme, y yo les dije: "Recoged al mártir. Ponedle entre los santos del Paño Pardo, entre los humildes que sufrieron persecución injusta... El Señor, mi Hijo, tendió sobre él su mano, y envuelto en luz flotó en los divinos espacios... Después me volví á mi altar... Serafín, levántate. Ven á decirme tu misa,"
La santa fe de aquel anciano inocente y puro arrojó de su alma la desesperación que antes le dominara, y, cuando partía la hostia, dos lágrimas de dolor santo escaparon de sus ojos y cayeron en el cáliz.
Y no fué su boca con palabras de hombre, sino su corazón con estremecimientos angélicos, quien dijo;
“¡Señor! Tú le elegiste para el dolor. ¡Ya es tuyo!
Durante los meses que mediaron entre ia vista de la causa y la ejecución de la sentencia, experimentó Madrigal muchos sinsabores y vivió en alarma constante. El estado físico y moral en que se encontraba Herró era para él causa de zozobra y de ira. Sufrió el mozo fiebres con delirio, síncopes, ataques nerviosos, seguidos de largos períodos de postración. Mucho tiempo tardó don Quirino en decidirse á llamar á un médico, porque deseaba tener á su cautivo en aislamiento absoluto, temiendo que alguien fuera testigo de uno de los arrebatos de desesperación en que frecuentemente disparaba el enfermo; pero una noche en que la calentura fué espantosa, se resolvió á acudir á un facultativo. —“Si se muere este imbécil, sin que le haya visitado un médico— pensaba—, ¡Dios sabe lo que dirán las gentesi* Y buscó al menos perspicaz de los galenos de la villa, á don Apolinar Redruello, un setentón medio ciego, del todo sordo, que había sido ministrante en la guerra de África, y que pertenecía á aquella categoría inverosímil de médicos á quienes en premio á su heroísmo en los campos de batalla y su buena conducta en los hospitales de sangre, se les autorizó ei año 6o al ejercicio del arte de curar.
La madre de Herró seguía en Noblurve, á donde la había obligado á ir Madrigal, dicién-dole que no convenía á la nueva situación de su hijo que estuviese dando que hablar en el pueblo; y ella aceptó la indicación, convencida de que perjudicaba á los futuros destinos de Blas. Cuando supo que éste se hallaba malo quiso ir á cuidarle, pero el Señorito se opuso resueltamente. Y en cuanto á Delina que, rompiendo por toda especie de miramientos sociales, también había manifestado su voluntad de visitar á su novio, le envió un recado, exponiéndole la inconveniencia de tal acto.
Después la fiebre remitió, y Blas pareció tranquilizarse. Don Quirino, que le observaba atentamente, vió un rayo de luz, ¿Era que volvían la salud del cuerpo y la del alma? Sin embargo, la duda le inquietaba siempre, y queriendo ponerse en guardia contra posibles disparates que le perdieran, cuando empezó á circular por la villa el rumor de que el enfermo había dado en monomanías reveladoras de un trastorno mental grave, no lo negó rotundamente, sino que dejó en pie la suposición, con respuestas misteriosas.
Ya había salido del lecho Blas, y don Qui-rino procuraba divertirle con amenas conversaciones. Pensó la manera de que pasara inadvertido para él el ambiente de tragedia que palpitaba en Zaratán, al acercarse la hora en que Hernando Palomero iba á ser conducido al cadalso, y tomó al efecto, todas las precauciones imaginables. Y llegó aquel día, sin que pareciera que Blas se daba cuenta de ello. Mirando Madrigal su rostro sereno, pudo pensar que, después de la crisis que el mozo había experimentado, renacía en su espíritu el ansia de vivir, y que lo pasado se esfumaba en las confusas perspectivas de la memoria. Profunda y emocionante sorpresa recibió cuando, al anochecer del terrible día, Blas le dijo:
—Esas campanas que suenan son las de la Colegiata. ¿Verdad?
Escuchábase el tañido de difuntos del lejano campanario.
Tocan por él—añadió el joven—. ¡Ya ha concluido!
No acertó Madrigal con una contestación adecuada, temeroso de que, cualquiera que fuese, habrían de renovarse los terrores de aquel corazón estremecido. Permaneció silencioso.
Entonces Herró, poniéndose en pie, exclamó:
—Puede usted estar tranquilo. Lo he pensado bien. Acepto la situación creada. Yo no he podido impedir que pase lo que ha pasado.
Y las palabras sonaban en sus labios con una calma inverosímil.
Tal vez no había sentido Madrigal nunca en toda su vida una impresión de estupor tan honda como la que acababa de experimentar. Ello salía del cuadro de lo imaginable y posible, y entraba en la esfera de lo maravilloso. Aquella inteligencia previsora y aquella voluntad enérgica, se sintieron vencidas por el frío acento, por la mirada serena, por el gesto de conformidad de su amigo. Dejándose llevar de un impulso emocional se arrojó sobre el mozo, le estrechó entre sus brazos, y con voz trémula, dijo:
—¡Ya era hora!... [Cuánto me has hecho sufrir!
Dejóse abrazar Herró, y luego continuó:
—No le molestaré más. Perdóneme lo que le he mortificado. No era yo, eran mis nervios. Ya estoy tranquilo... Pensemos en el porvenir.
Preguntó por Delina. ¿Había enviado muchos recados para enterarse del curso de la enfermedad? ¿Cuándo podría ir á verla? ¿Cuándo sería la boda? A todas estas preguntas respondía el Señorito en los términos más gratos para el interrogante; sintiéndose indemnizado de las zozobras pasadas. La confianza volvía á su alma.
—Ahora Jo que importa—dijo—es que te pongas totalmente bueno, que recobres las fuerzas perdidas, que comas y te robustezcas. Ello será obra de poco tiempo. Con el buen ánimo que tienes, la salud vendrá.
Y Blas repuso:
—Animos, buenos los tengo. Gana de vivir no me falta. Nunca he estado tan animado y resuelto como ahora. Esté usted tranquilo y no se acuerde más de aquellos estúpidos miedos que me anonadaban. Soy otro hombre... Y siento que una fuerza nueva me anda por dentro.*. Quiero vivir una vida nueva, una vida distinta de la que hasta ahora he padecido... ¡Sí, otra vidal ¡Otra vida mejor!
—Esa vida que vas á vivir, la de la riqueza y las consideraciones sociales, esa es la que te he preparado yo. Ahí la tienes.
—¿Le parece á usted que debo escribir á Delina? ¡Tanto tiempo sin comunicarme con ella!
Pensó Madrigal que en la serie de ideas que iba pasando por el espíritu de Blas, la dominante era la de asegurar el amor y la posesión de su prometida, para así realizar el sueño de oro y poderío que había acabado por imponerse á los antiguos remordimientos. No quiso atajar aquel proceso mental, antes al contrario, diputóle como el síntoma más favorable de la mudanza que se había operado.
—Sí—contestó—, debes escribirle una carta en la que la anuncies tu restablecimiento y tu próxima visita. Te dejo para que escribas á tu sabor.
Salió de la estancia don Quirino con el corazón alegre. El sonido de las campanas de la Colegiata, que seguían tocando á muerto, no alteró la sonrisa que contraía sus labios.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Herró crispó los puños, su cuerpo se estremeció con un temblor violento, y de su boca, desgarrada por un gesto de rabia, salieron estas palabras:
—¡Maldito!... ¡Canalla!
Madrigal subía las escaleras de la casa que conducían al piso segundo, y las vigas temblaron al enérgico paso del hombre de hierro.
Momentos más tarde, Blas sintió un leve golpe en la puerta. Se aproximó. Una voz de mujer murmuraba muy quedo:
—¡Blas! ¡Blas!
Retrocedió el mozo. Había reconocido la voz de Delina.
Sin que el picaporte sonara, silenciosamente, se abrió la puerta y entró Delina, cubierta con un manto, el andar rápido y trémulo.
—¡Blas!—dijo—¡Blas mío, quería verte, necesitaba verte!... No podía resistir más... ¿Sabes lo que me han dicho?... ¡Que habías perdido el juicio, que estabas loco, que te iban á encerar en un hospital, que ya no te vería más!...
¡Es mentira, sí, es mentira! Es una infamia. Es que quieren acabar con mi felicidad.
Blas miró á la muchacha con ojos de espanto, alejóse de ella, se refugió en un rincón de la sala:
—Déjame—exclamó con voz ronca—.Vete... ¿Para qué has venido?...
Ella lanzó un sollozo de inmenso dolor. Acercóse á Blas, le cogió las manos, se las besó con pasión frenética.
—No—dijo-no. Tú no me rechazas. Tú me quieres mucho. Tú me amas como yo á tí...
Desasióse Herró con violencia de las cálidas manos que le sujetaban, y replicó:
—Vete, vete. No quiero verte. Huye de mí. Yo iba á ser tu verdugo y tú mi víctima. Huye, vete. Sal de aquí.
—¿Me arrojas? ¿Me desprecias?... ¿Es verdad?... Pues entonces, mátame. Sin ti no hay vida para mí. ¡Sin tu cariño, no podré vivir!
Colérico, exaltado, los ojos chispeantes, agitando las manos amenazador, Bias gritó:
—¡Vete, vete, ya te lo he dicho!... No te quiero, no te he querido nunca. Soy un miserable... Huye de mí...
Delina sintió un espasmo de horror. Parecióle que aquel hombre no era Blas, su Blas adorado, el esposo de su alma, sino un monstruo que crecía, se agigantaba, aterrador y espantable.
—¡Apártate tú, quienquiera que seas—exclamó—. No es á ti á quien busco, sino á mi Blas, á mi amado, á mi vida. Vengo por él. No me iré sin llevármelo!...
—¡Insensata!—vociferó Herró—. ¿Es el infierno quien te ha enviado? ¿A qué vienes? Yo no te conozco. No sé quién eres. Vete. Sal! Te odio, te maldigo...
Y mientras profería estas palabras se acercaba á Delina, la cogía rudamente, la empujaba hacia el zaguán, la arrastraba con ímpetu brutal, y cuando había llegado con ella fuera del portón, la arrojaba á la calle. La infeliz rodó sobre los guijarros y sobre el lodo. El había cerrado la puerta de un recio golge.
Delina se levantó difícilmente. Tropezando, cayendo, incorporándose, volviendo á caer, alzándose de nuevo, corrió hacia abajo, llena el alma de horror, estremecida, convulsa. Su triste figura se perdió en el declive de la calleja, entre la negrura de la noche y entre las oleadas de la lluvia.
Blas se dirigió á una mesa que había en una esquina de la estancia, abrió con nerviosa mano uno de los cajones, sacó de él una pistola.
—¡Por fin voy á ser libre! ¡Ya no rae harás sufrir más tormentos, malvado, asesino!
Y en el momento en que el Señorito, á quien las voces y el ruido del portazo habían alarmado descendía la escalera, sonó un estampido.
Blas Herró rodó en una convulsión de muerte. La bala le había destrozado el cráneo.