Don Leandro de Burgos, distinguido militar que había servido con honra a su patria, retirose en edad no muy avanzada, obligado por el mal estado de su salud, consecuencia de las fatigas y trabajos de la guerra, y de una mal cicatrizada herida, que frecuentemente le causaba agudos dolores.
Tenía don Leandro un hijo y dos hijas, todos casados. El varón, llamado Prudencio, que había cursado con lucimiento la carrera del foro, se estableció en una capital de provincia, reunió una numerosa clientela y vivía feliz al lado de sus amados padres y de una joven y virtuosa compañera, una niña de pocos meses, una cocinera y una niñera completaban el personal de aquella familia, en la que el cariño, la mutua deferencia y la unidad de aspiraciones eran causa de que reinase amable paz e inalterable alegría.
Había, empero, un objeto en que se concentraban todas las miradas, al que se dirigían todos los afectos, en que se cifraban todas las esperanzas.
Este objeto, mejor dicho, este ser querido, era la pequeña Flora, niña blanca y rosada, como un ángel de ésos que la lozana imaginación de los pintores concibe, y su pincel coloca a los pies de la imagen de María; niña de formas redondas, de ojos azules, de rubios cabellos, alegre, juguetona, revelando en todos sus movimientos su perfecta salud y su exuberante robustez.
Sofía amamantaba a su tierna niña no queriendo confiar este sagrado deber a un seno mercenario; Prudencio, al salir del escritorio, hacía saltar sobre sus rodillas y besaba con transporte a la graciosa Flora, y los abuelos se disputaban el placer de llevarla en sus brazos.
Alguien ha dicho que un matrimonio sin hijos es como un día sin sol; por eso nuestros dos matrimonios eran dichosos; el anciano, porque, acercándose ya al invierno de la vida y ausente de las otras hijas, veía en Prudencio y en su esposa el sol que iluminaba su hogar y prestaba calor a su existencia; el joven, porque tenía en la inocente Flora el plácido rayo de luz del alba, que anuncia un día risueño de esplendoroso sol.
Más claro: Prudencio y Sofía eran el sostén de don Leandro y doña Ángela, Flora era la esperanza de Prudencio y Sofía, y la alegría de todos.
-¿Por qué templas el agua para lavar a la niña? -decía cierta mañana doña Ángela a su hija política.
-No hace más que dos días que la mando templar.
-Por eso mismo lo digo, porque desde que ha nacido siempre la has lavado con agua natural, o sea a la temperatura ordinaria.
-Es que hasta ahora ha hecho buen tiempo, y estos días va haciendo frío y el agua está bastante fresca.
-¿Te lavas tú con agua tibia?
-Claro está que no, pero yo estoy acostumbrada.
-Pues ella también lo está de toda su vida.
-¿Cree usted de veras que no podrá perjudicarle el agua fría?
-¿Y crees tú, hija mía, que sería yo capaz de aconsejarte cosa que pudiera redundar en perjuicio de nuestra amada hija?
-No, ciertamente.
-No te diré yo que tomes para este efecto agua que haya permanecido toda la noche a la intemperie, o que por cualquier otra causa tenga una temperatura más baja que la ordinaria, ni que sumerjas la niña en ella cuando esté sudada; pero en cuanto a lavarla con agua natural ahora y aún más adelante, no hay inconveniente por más que se vaya enfriando, lo mismo que la atmósfera, pues este descenso es gradual, y si del contacto del agua fría podríamos librar a Flora, no así del aire, al cual tendrá que acostumbrarse.
-Obedeceré a usted en eso, como en todo lo demás.
-Ya ves cuán bien te ha ido con no mecerla en la cuna.
-La vecina me dijo que su niño no se puede dormir si no le mece, y se admiraba de que la mía se durmiera sin aquel movimiento. Yo le dije: Pero venga usted acá, mujer de Dios, si no la hubiese usted acostumbrado a ese violento vaivén ¿cómo había de echarle de menos?
-¿Y qué contestó la vecina?
-Nada, pero se quedó convencida de que los niños, si no se los mece, no se duermen, y me citó varios ejemplos de criaturas de militares que iban de marcha, u otros que en casos análogos han llorado sin consuelo, hasta que se les ha improvisado una cuna de un modo cualquiera, o a falta de otra cosa mejor, los ha tomado una mujer en sus brazos, se ha sentado en una silla y se ha mecido en ella, con gran molestia de la mujer y de los vecinos y no poco detrimento de la silla.
-Todo porque aquellos infantes estaban habituados a este nocivo movimiento, porque si no, ni ellos lo hubiesen adivinado ni su instinto lo reclamaría. En semejante edad los niños no piden con insistencia más que aquello que la naturaleza exige imperiosamente, como el abrigo y el alimento, y si lloran porque les falta algo más, es porque se les han creado necesidades ficticias, formando en ellos el hábito una segunda naturaleza.
-El movimiento de la cuna le consideraba yo inútil, pero no perjudicial.
-Pues sepas que lo es en alto grado. La mayor parte de los niños se duermen mareados, muchos arrojan leche, porque su delicado estómago no puede resistir aquel brusco vaivén, y si al fin concluyen por acostumbrarse, nunca es prudente someterlos en tan tierna edad a esta dura prueba.
-Creía que me había usted dicho que el abrigo tampoco era una necesidad.
-El abrigo excesivo no, el prudente sí.
Muchas madres, por temor de que sus hijos se constipen, los cargan de ropa, los fajan tan estrechamente que apenas pueden respirar, cubren su cabecita con gorra de lana, y así, abrigados como están, los meten en la cama o en la cuna, tapándolos con colchas o mantas de lana; de modo que quedan sofocados, oprimidos, bañados en sudor, lo cual, además de enervarlos, debilitarlos e impedir su desarrollo, los expone mucho más a que se constipen cuando casual o premeditadamente se aligere aquella ropa, que para ellos es insoportablemente pesada.
El vulgo dice vale más sudar que estornudar, pero muchas veces el estornudar proviene de haber sudado.
-¿Opina usted, pues, que ni aún en invierno debo abrigar mucho a la niña?
-Opino que para criarse ágil y robusta debe estar en casa (donde hay una atmósfera tibia) cubierta con ropas ligeras; que no puede prescindirse de abrigarla cuando tenga que salir a la calle, para que no sienta el cambio brusco de temperatura, que es lo que podría perjudicarle; y quitarle, en cuanto regrese a casa, la ropa de lana o de algodón acolchado que se le puso para salir.
Cuando yo veo esas criaturas sanas y robustas que viven, como nosotros, en un país templado, y que, en cuanto principian a sentirse los fríos moderados de nuestro clima, los visten interiormente de lana; me ocurre naturalmente la idea de que cuando entren en altos, cuando cambien su residencia y por casualidad tengan que vivir en las inmediaciones del Moncayo, en la falda del Pirineo, o en otra nación dotada de clima menos benigno; cuando una enfermedad crónica o aguda reclame como remedio la aplicación inmediata a la piel de ropas de lana, no sabrán absolutamente qué ponerles.
-Tiene razón Prudencio cuando me dice que la educación física principia en la cuna.
-Y la moral también.
-¡Cómo!, ¿la educación moral?
-No hay la menor duda. ¿Crees que veo yo con gusto el afán con que corres a levantar a la niña, en el momento en que su primer vagido te anuncia que se ha despertado?
-No me gusta que llore.
-Pues la madre que no puede acostumbrarse a oír llorar a sus hijos, no es buena madre.
-Pero cuando lloran, es señal de que sufren.
-No siempre.
-¿No?
-El llanto en los adultos expresa comúnmente sufrimiento, y digo comúnmente, porque a veces también lloramos de placer, o cediendo a una emoción tierna que hace vibrar las fibras más delicadas de nuestro corazón, pero que no tiene nada de desagradable; mas los niños lloran como los pájaros pían, es su única expresión, y no te negaré que suelen emplearla para llamar la atención.
-A veces lloran porque les duele algo.
-Con el tiempo y la experiencia distinguirás el grito que el dolor o la enfermedad arranca al parvulillo, de ese llanto monótono y acompasado, que unas veces expresa una necesidad real y otras sólo el deseo de que le tomen en brazos, de que le mimen, porque a ello se le ha acostumbrado.
¿Qué le falta a Flora en la cuna? Su colchoncito no es ni tan blando que ceda al peso de su pequeño cuerpo hundiéndose en él, ni tan duro que se halle molestada; tiene abrigo que la resguarda del frío sin oprimirla, las blancas cortinas de finísima muselina la preservan de las moscas y mosquitos, circulando el aire a través de su tenue tejido; bien puede, pues, esperar despierta algunos minutos.
-¡Cómo no está acostumbrada!...
-De eso precisamente se trata, de acostumbrarla. Ahora nada más te pide que la saques de la cama o que le des de mamar, después exigirá otras cosas; y si ve que te apresuras a complacerla, no podrá sufrir dilación ni contrariedad, y en cuanto formule un deseo, querrá verle satisfecho: así es como se forman esos caracteres exigentes, esos niños voluntariosos y tercos, que son después tiranos de su familia. Yo no quiero llevar las cosas al extremo. He leído en un antiguo libro, que contiene preciosas máximas y saludables consejos educativos, un párrafo con el cual no estoy conforme.
Su autor pretende que conviene colocar la cuna de los infantes en un cuarto blanqueado, sin pinturas, sin muebles, sin adornos para acostumbrarlos a la sencillez; pero aquello, en mi concepto, no es la sencillez, es la negación de las formas, de los colores, de la naturaleza y del arte. Es, en fin, crear el vacío en torno del pequeño ser. Si nuestra Flora permanece un rato despierta en la cuna, verá a través de las cortinas el gabinete; sencillo, pero limpio y con sus muebles ordenados, tal vez se fijará en las pinturas de las paredes y del techo, acaso volverá la cabeza y verá los árboles de nuestro pequeño jardín, cuyas verdes ramas sombrean la ventana, o le llamará la atención el pajarillo que en ellas se columpia, o el que pasa ligero por delante de los cristales. Así se acostumbrará a la idea del orden y de la belleza.
-Tiene usted razón.
-Es preferible que los niños se habitúen a admirar lo bello más bien que a disfrutar comodidades; éstas no puede siempre obtenerlas, y la belleza existe donde quiera para el que tiene gusto en verla y corazón para sentirla.
En nuestra época, el buen gusto se ha desarrollado mucho, y no es menester ser rico para tener ocasión de admirar en las iglesias, en los paseos, en los edificios públicos las bellezas del arte en todas sus manifestaciones; pero quiero yo suponer que la niña tenga que vivir en una aldea, siempre podrá contemplar las rosadas tintas de la aurora; el diáfano azul de un cielo sin nubes, cuando brilla el sol en el cenit; su majestuoso descenso, cuando oculta su disco en un océano de oro y grana; la blanca y amorosa luz del astro de la noche, los millones de estrellas de diferente brillo y magnitud que esmaltan la celeste bóveda; los montes, con sus cúspides azuladas que se confunden con las nubes en el horizonte; los gigantescos árboles de la selva, la verde alfombra de yerba, salpicada de flores de mil matices...
Se oyó un vagido.
-La niña llora -dijo Sofía sin poder dominarse-.
-Déjala -contestó imperiosamente doña Ángela.
-Continúe usted, pues la escucho extasiada.
-Nunca terminaría si hubiese de relatar los magníficos y variados espectáculos que el divino Artífice ofrece gratis a sus criaturas.
El vulgo, y entiende que no llamo vulgo precisamente a la gente del pueblo, sino a cuantos tienen un alma vulgar, éstos, digo, tienen ojos y no ven, oídos, y no oyen; pero nosotras procuraremos que nuestra Flora vea y oiga.
-¿Oír, dice usted?
-Sí. ¿Qué instrumento imita el mugido de las olas?, ¿cuál el manso murmullo de las fuentes? ¿Qué cantor posee la privilegiada garganta del ruiseñor? ¿Quién puede semejar las armonías del viento que mece las ramas de los poblados árboles, o agita blandamente las trémulas hojas?
El llanto de la niña continuaba.
-¿Oye usted cómo llora? -interrogó Sofía.
-Con menos fuerza que al principio -contestó la abuela-, y cuando se canse de llorar sin fruto, callará.
-¡Mamá! -articuló la parvulilla que hacía pocos días había aprendido a pronunciar aquella palabra.
-¡Hija mía! -respondió su madre-, no puedo levantarte ahora, ¡espera!
-¡Magnífico! -repuso doña Ángela-, esa palabra que has pronunciado no tiene precio en los labios de una madre. Cuando un niño exige que se le sirva pronto, la madre que quiere acostumbrarle a la paciencia le dice «¡espera!». Cuando, mayorcito, anhela premios, distinciones u otras cosas, que suelen ser la recompensa del mérito y la virtud, la madre dice también «¡espera!»; cuando en el ardor de las pasiones, el hijo, joven ya, se impaciente y exaspere por no alcanzar ese fantasma que llamamos dicha, la madre repite «¡espera!»; y «¡espera!» le dice también en medio de las amarguras, de los desengaños, de las tribulaciones, porque la esperanza es el más dulce consuelo del hombre, y la madre, instintivamente, se hace eco de las más tiernas y consoladoras expresiones.
Flora había callado ya.
-¿Sabe usted qué he sentido? -dijo Sofía.
-¿Cuándo?
-Al decir a Flora que no podía levantarla.
-No has mentido; no podías, porque tu deber de educadora te lo prohibía, y porque te lo prohibía yo a quien deseas complacer. Ahora ya puedes irla a buscar en premio de haber callado.
Sofía se levantó ligera, entró en el inmediato gabinete, en que estaba la niña despierta, con los bracitos altos y mirando las pinturas del techo. La tomó en sus brazos, la cubrió de besos y le dio el pecho.
La abuela a su vez imprimió un beso en la mejilla de la joven madre.
Nuestra pequeña heroína estaba cada día más robusta, más linda, más encantadora; lloraba rara vez, reía con frecuencia, empezaba a andar y sabía nombrar a sus padres y abuelos.
Un día en que su madre guardaba cama por un constipado, la abuela encargó a la niñera le diese una sopita a Flora; la muchacha pidió permiso para dársela en el jardín y doña Ángela accedió gustosa, porque hacía un magnífico día; pero habiendo llegado a sus oídos alternativamente el lloriqueo de la niña y las voces de las muchachas, bajó y encontró a la niñera con Flora en los brazos, representando una reprensible farsa.
La niña tal vez porque no había digerido aún lo que había mamado, quizá porque tenía bastante con las primeras cucharadas de sopa, manifestaba repugnancia y echaba la cabeza atrás al acercarle la cuchara a los labios.
Entonces la niñera le decía:
-Come, come, si no vendrá la Teresa y se las comerá, porque tiene hambre.
Teresa, que era la cocinera, entendió la indirecta y presentándose al punto, exclamó haciendo que lloraba:
-¡Dame una cucharadita, María, que tengo mucha gana!
-¡Marcha en hora mala, que son para la niña! ¡Vaya!, ¡no faltaba más! -respondía la niñera- Come, hija mía, come.
La niña hacía un esfuerzo y tomaba la cucharada que le ofrecían.
-Dame un poquito que tengo mucha hambre -insistía la cocinera- fingiendo que lloraba más lastimosamente.
-¡No! -contestó Flora, y engulló algunas cucharadas casi por fuerza.
La abuela, interviniendo, dijo:
-¡Pobrecita, Teresa! Ella tiene gana y la niña no. Dele usted el plato, María, y que se las coma.
-Señora, si lo hacía...
-Ya sé yo porque lo hacía usted.
La cocinera tomó el plato y se retiró.
La niña fijó su inteligente mirada en su abuela, luego en el plato que se llevaban, y por fin se distrajo mirando los pajarillos que revoloteaban sobre su cabeza. Un rato después dijo a Flora su abuela:
-Ahora comerás, sopita, aquélla se la ha comido Teresa, porque tenía gana; pero han hecho otro platito, está muy buena y la abuelita también comerá.
En efecto, de cuando en cuando doña Ángela llevaba la cuchara a los labios y fingía comer.
-¡Yo! -decía Flora, que entonces ya tenía apetito.
-Sí, hija mía, son para ti; pero a la abuelita también le gustan; yo te doy de todo lo que tengo, ¿quieres tú darme sopitas?
La niña hizo un signo afirmativo.
Terminado el almuerzo, le dio un vasito de agua y la subió al dormitorio de Sofía, donde encontró a Prudencio acompañando a su esposa.
Allí refirió lo acaecido, y el matrimonio joven aplaudió la prudente conducta de la madre.
-Es muy común -dijo ésta-, no sólo en las criadas inexpertas e ignorantes por lo regular, sino hasta en sesudas madres de familia el representar estas farsas y hasta brindar al que finge tener hambre con el pan, la sopa, o el bizcocho que introducen después en la boca del parvulillo, el cual se ríe del chasco que han dado al otro; y entre tanto, medio distraído y medio alegre traga un poco de alimento que quizá no tomaría, si no se recurriera a estos medios.
La madre, nodriza o niñera dice entonces con ademán triunfante:
«¡Con esas cosas he conseguido que comiese algo!». ¡Y qué!, pregunto yo. Si el infante tenía verdadera necesidad, ¿fuera preciso inventar aquella farsa para hacerle tomar alimento?; y si no la tenía, ¿le aprovechará mucho el comer un poco a largos intervalos, y cediendo a los bajos e innobles instintos que en su tierno corazón desarrollan, en vez de combatirlos, sus deudos a criados?
De seguro que los que tal hacen no reflexionan la gravedad de las consecuencias.
El decirle a un párvulo «come aunque sea sin gana, porque si no remediaremos con eso una necesidad verdadera, ríete de esa persona que llora de hambre, y no le des ni aún lo que a ti te sobra y te hastía» es convertirle en un pequeño Epulón, despreciable avaro que no quería dar las migajas que caían de su mesa al pobre y virtuoso Lázaro, que a sus umbrales gemía de hambre y de frío; es endurecer su corazón, y no podrán quejarse si aquel niño es más adelante egoísta e insensible.
-Estoy en un todo conforme con la opinión de usted, querida mamá -, replicó Prudencio-; aunque a decir verdad tal vez no me habría fijado en la inmensa trascendencia de ésas que a primera vista parecen pequeñeces; pero veo que para las personas pensadoras como usted, no hay nada indiferente, nada insignificante, cuando se trata de la educación de los niños; y que, considerándolos como una tierra virgen, preparada para el cultivo, tienen el mayor cuidado de escoger las semillas que caen en su seno, pues así las útiles como las nocivas germinan y adquieren completo desarrollo, dependiendo muchas veces de estas cosas, que miramos con indiferencia, el porvenir de su vida.
Y ya que del almuerzo hemos hablado. ¿Qué es lo que dan ustedes a la niña?
-Le damos sopa del puchero, ya sea de pan, ya de sémola o arroz, y también sopa de aceite con un ajo frito. Cuando era más pequeña, le hacíamos fécula de patata o galleta picada, hervida con leche, con caldo o con agua clara. Con esta alimentación, si fuese necesario destetarla, no echaría de menos la lactancia; y tampoco sufriría indigestiones, tan frecuentes en las criaturas que comen de todo como los adultos, sin tener en cuenta sus inconsideradas madres que su estómago no tiene aún suficiente fuerza para digerir toda clase de comestibles, mayormente cuando, careciendo de dentadura, no pueden triturarlos en la boca, y por precisión tienen que engullirlos enteros.
-¿Le parece a usted conveniente darle un poco de vino, para que digiera mejor?
-La bebida preferible para los niños, no sólo de tan tierna edad, sino hasta más creciditos, es el agua, que purifica y adelgaza la sangre, y refresca y fortalece el estómago y los intestinos; y si bien a ciertos infantes endebles, raquíticos o de temperamento linfático les conviene beber un poco de vino (siempre administrarlo con mucha moderación) a Flora que, gracias a Dios, no está en este caso, no le es necesario en ningún concepto.
El agua, además de las ventajas que he mencionado y la de mantener siempre la cabeza despejada y la razón serena, reúne la de ser la bebida más natural, la más barata y la menos susceptible de adulteración. Sin embargo, como puede haber ocasión en que tenga necesidad de probar el vino o algún otro licor, ya en caso de carencia de agua, en viaje u otra eventualidad; ya como medicamento tónico, o ya únicamente por hallarse en una mesa en que todos beban y no querer singularizarse, procuraremos que no le cobre repugnancia, dándole a beber alguna vez un poco de vino, primero mezclado con agua y luego puro, más en pequeñas dosis.
La pequeña y linda Flora andaba ya ligera por el reducido jardín de la casa, y si alguna vez sus piernas flaqueaban, caía sobre el blando césped, sentada por lo común, y no se lastimaba, llevando además a la sencilla y útil gorra de paja, llamada vulgarmente chichonera, y que más bien podría llamarse, antichichonera, puesto que tiende a evitar los chichones, no a producirlos.
La niñera no la perdía de vista y doña Ángela y Sofía, que trabajaban junto a una ventana desde la cual se veía el jardín, suspendían muchas veces su labor para contemplar la graciosa y alegre parvulilla.
La tríada anunció la visita de una vecina, que tenía un niño de poca más edad que Flora, aquél que no podía dormirse sin el movimiento de la cuna. Venía la joven madre con su chiquitín de la mano, y como se trataban con alguna confianza fue recibida por las señoras de Burgos en el gabinete en que cosían.
-¡Ay, Dios mío! -dijo la recién llegada, después de cambiar un afectuoso saludo con sus vecinas-, ¿cómo dejan ustedes jugar a la niña en el jardín a la hora del sol?
-Porque creemos que no le perjudica -contestó Sofía.
Y porque deseamos que no le perjudique en adelante -añadió su abuela.
-Yo no he visto una abuela menos cariñosa que usted -repuso la visitante.
-¿Menos cariñosa? -dijo Sofía- No la conoce usted bien -añadió-, Flora es su encanto, piensa en ella noche y día, nos aconseja siempre a Prudencio y a mí lo que cree más útil para la salud y la felicidad de la niña; y cuando, poco ha, por efecto de la dentición estuvo algo malita, mamá no se separaba de la cuna, prodigándole todos los cuidados que su estado requería.
-Precisamente porque la quiero a par del alma -dijo doña Ángela- es por lo que quiero acostumbrarla a tomar el aire y el sol, a fin de que se críe robusta y para que si un día se ve precisada a tomarlo, no le dañe.
-Pues ahí verá usted los diferentes pareceres de las personas; mi madre siempre me riñe, porque le parece que no cuido bastante de mi Eduardito; siempre teme que si refresca un poco el aire se constipe, y en cuanto al sol, únicamente le tomaba en el rigor del invierno, si puede llamarse tomar el sol el llevarle un rato la criada a paseo, pero con sombrilla.
-Así está él tan blanco como el papel -observó Sofía.
-¿Prefiere usted que su hija sea morena?
-Prefiero que viva sana, vecina. ¿Ve usted aquella hortensia que siempre está a la sombra? Tiene el color que a lo sumo llegará a tomar este hermoso niño, si siguen ustedes con su sistema. ¿Ve usted aquella encendida rosa? Así están las mejillas de mi chiquitina.
-En enero y febrero, pase; pero estamos ya en abril.
-No la dejaría estar sentada en medio del sol; pero ahora juguetea tan pronto al sol como a la sombra. Vaya usted a una aldea y verá los chicos de aquella localidad jugando en todo tiempo a la intemperie, y así adquieren esa envidiable robustez que rara vez gozan nuestros hijos.
Yo, como usted, amiga mía, me oponía al principio a que la niña saliese al aire cuando el tiempo estaba algo frío, a que le diese el sol y a otras muchas cosas que en mi inexperiencia creía que podían perjudicarle; pero sus abuelos y mi esposo, que no la quieren menos que yo, me han hecho notar que los niños que viven más encerrados, más resguardados, son los que gozan menos salud y que los campesinos, que, como le decía a usted, habitan en casas sin cristales y cuyas puertas ajustan mal, toman el sol y se robustecen con las inclemencias atmosféricas, ostentan en sus mejillas el carmín de la salud, en sus movimientos agilidad y soltura, y mayor desarrollo en sus músculos, siendo, por lo regular, más altos y gruesos y mejor formados.
-¿Con qué usted querría una moza de cántaro?
-Quiero que tenga salud, sin la cual no hay felicidad posible.
-Y si fuese niño, como el mío, un ganapán.
-Precisamente. Sí tengo un hijo, deseo que sea un ganapán, porque no sé si se verá precisado a ganarle.
-Pues yo no quiero exponer mi niño a que se muera de una pulmonía.
-Yo tampoco.
-Pero la deja usted al aire y al sol bajo pretexto de que los aldeanos lo hacen, sin tener en cuenta que ellos están acostumbrados.
-Pues acostumbremos los nuestros.
Aquí llegaban de su conversación las dos vecinas, con gran complacencia de doña Ángela, que veía cómo su nuera aprovechaba sus consejos, cuando se presentó don Leandro, que traía un cartucho de yemas para su nieta.
-A mamá no le gusta que le demos dulces -dijo Sofía.
-Una yema no importa -replicó él abuelo.
Reparando entonces en el niño, que no separaba la vista del cartucho, le dio una yema. Luego se asomó a la ventana y llamó a Flora por su nombre. Ésta se volvió riendo y envió un beso al abuelo.
-¿Quieres una cosa? -le dijo éste.
-Sí -contestó la niña.
Don Leandro le tiró una yema.
Flora se sentó en el suelo, y empezó a partir con las uñitas pequeños fragmentos, que llevaba a la boca.
-¿Te gusta? -le dijo su madre.
La niña hizo un signo afirmativo.
-¿Me das un pedacito?
Flora movió la cabeza a uno y otro lado.
-¿No me quieres dar? Mira que me gusta mucho.
-Abuelito tiene, que te dé.
-Se le han concluido.
-¿Sí? -dijo la pequeñuela, levantando los ojos a la ventana y mirando alternativamente a Sofía y a don Leandro.
Luego pareció reflexionar, y al fin se decidió a tirar el único trocito que le quedaba, con intención de que, entrara por la ventana, pero volvió a caer a los pies de la parvulilla.
-Envíamelo con María -dijo la madre.
Flora cogió el dulce, mirole, le quitó la tierra que había cogido, le entregó a María y volvió a corretear alegremente, sin dar señales de acordarse más de tal cosa.
-Mi niño es más generoso -dijo la vecina.
-¡Pobre Flora!, ¡pues si me ha dado cuanto le que daba!
-Pero al principio se negaba a ello, la picarilla; el mío desde luego alarga la mano. Verá usted.
Y dirigiéndose a Eduardito, añadió:
-Dale un pedacito de yema a esta señora.
El pequeñuelo por toda respuesta enseñó sus manos vacías, y abrió cuanto pudo la boca para demostrar que todo se lo había engullido.
Don Leandro se apresuró a darle otro dulce para proporcionarle medios de ejercer su generosidad.
-Dale ahora un pedacito a esta señora -insistió la madre.
El niño, sin hacérselo repetir, rompió un trocito y se lo entregó a Sofía que se quedó con él, como se había quedado con el de su hija.
Eduardo se dio priesa a concluirse lo que le quedaba, luego empezó a gimotear, y por último lloró a lágrima viva, mirando a Sofía.
-¿Qué quieres, hijo mío? -dijo ésta.
La madre se puso colorada.
-Ah, ¿quieres esto? -dijo la joven señora de la casa.
-Sí -contestó el rapaz.
Sofía le devolvió lo que el niño le había dado, éste se lo echó en la boca, todo de una vez, para que no volvieran a pedirle y su madre le enjugó las lágrimas.
-Pensaba que era muy generoso -dijo doña Ángela, que lo había observado todo en silencio.
-Y lo es; pero, eso sí, está acostumbrado a que siempre se lo devolvemos.
-Pues entonces, amiga mía, permítame usted que le diga que en vez de desprendido y dadivoso le están ustedes criando hipócrita.
-Dura es la frase -dijo picada la madre de Eduardo.
-¿Qué otra expresión pudiera emplear para calificar una persona que se desprende momentáneamente de un objeto para ser alabado por su generosidad, pero abrigando la certeza de que no se verá privado de lo que aparentemente entregara?
-Un niño de tan corta edad no puede juzgarse como una persona mayor.
-No juzgo yo a él, sino a los que le educan, y nada bueno auguro de ese modo de lisonjear sus pasiones y halagar su vanidad. El niño después será hombre, y acostumbrado a tener fama de desprendido sin que esto le cueste ninguna privación, si tiene sobrantes los entregará al menesteroso, pero no se impondrá por él ningún sacrificio.
A Flora no le devolvemos nunca lo que nos da, ya sea espontáneamente, ya habiéndoselo pedido; por eso le costaba un poco desprenderse de lo que tanto le gusta. En ella todo ha sido natural: la negativa primero, el recurrir después a su abuelo, para que su madre probara las yemas sin tener que privarse ella de parte de la que tenía, y su resolución de entregarla, cuando he visto que no había otro medio de complacer a su mamá. Así los niños aprenden a discurrir y a obrar de un modo lógico; así cuando dan algo tiene en ellos algún mérito, porque lo dan definitiva y resueltamente, y se consigue al mismo tiempo que sean agradecidos, porque adquieren la experiencia de que una dádiva, un obsequio, siempre entraña si no un sacrificio, a lo menos una privación.
-Piensan ustedes demasiado y sacan la quinta esencia de las cosas más sencillas.
-Nunca se piensa demasiado -repuso la abuela de Flora-, y aun me atrevo a decir que nunca se piensa bastante, cuando se trata de observar los primeros pasos de un niño, de los cuales depende muchas veces su ulterior destino.
-Filosofías son ésas que yo no entiendo. Mi hijo da una cosa a la primera insinuación, esto es digno de elogio, y su padre y yo le aplaudimos y nos llenamos de gozo.
-Si la diera realmente, sí, sería digno de elogio; pero es que únicamente la presta, y mientras mira de reojo a ver si se la devuelven, su corazón se llena de orgullo con los aplausos que no merece.
La vecina dio por terminada la visita, y las de Burgos le suplicaron perdonase la franqueza con que se habían expresado al aconsejar a una madre joven e inexperta, para que no se dejase dominar por las vulgares preocupaciones y generalizados errores.
Prudencio tenía un hermoso perro de caza, a quien Flora se divertía en tirar de las orejas; si bien en cuanto se quejaba, suspendía su entretenimiento, porque sus padres y abuelos le tenían prohibido que le hiciese daño.
Un día el animal dormía en un corredor; Flora se le acercó y empezó a darle palmaditas en la cabeza; pero el perro tenía sueño, y como le molestase el juego de la niña, se levantó de pronto para ir a echarse un poco más lejos, siendo lo peor; que la niña, que se echaba atrás para darle con más fuerza, faltándole de pronto el apoyo en que habían de descansar sus manos, cayó al suelo, aunque sin hacerse daño.
Lloró, sin embargo; la niñera vino en su auxilio, la levantó, la acarició; pero ella seguía llorando amargamente,
-¿Quién te ha hecho caer hermosa?
-El perro.
-¿Quiere que le peguemos?
-Sí.
La muchacha corrió tras el can y le pegó un terrible puntapié.
El pobre animal aulló lastimosamente.
En aquel momento entraba doña Ángela en el pasillo. En cuanto a la nieta, no lloraba ya, y aunque tenía lágrimas en las mejillas, brillaba en sus labios una alegre sonrisa.
-¿Qué es eso? -dijo la señora- ¿Por qué ha llorado la niña y ha aullado el perro?
María contó lo acaecido.
-Y ti, a qué ha venido el pegarle.
-¿No ve usted como ha callado la niña?
-Pues eso es lo que siento, que ha callado.
-¡Como! -repuso admirada la muchacha-, ¿preferiría usted que llorase?
-¡Vaya! Si llorase, a pesar de haber castigado al perro, sería señal de que se había hecho dado, pero un daño leve, porque no podía ser otra cosa atendido el modo de caer, según usted me ha referido, o acaso podría ser únicamente por haberse asustado; pero eso de llorar con tanta insistencia, procurando llamar la atención de alguno más fuerte que ella, para que pudiese vengarla, y callar enseguida que ha comprendido que el perro sufría, me indica que en el tierno pecho de mi nieta se abriga ya el deseo de venganza, esta pasión anticristiana y maldita que ustedes han hecho nacer en ella con esas necedades, que no extraño en usted, porque es muy joven; pero que es necesario aprenda a desterrar para siempre, si ha de continuar al lado de la niña.
-¡Una para que no llore!...
-Déjela usted llorar; ya le he dicho muchas veces que a mí no me incomoda. El querer evitar que los niños lloren conduce muchas veces a deplorables extremos.
Lo más frecuente es acceder a todos sus caprichos, y anticiparse a prevenirlos; aún cuando éstos sean culpables, como ha hecho usted ahora; y hay personas tan persuadidas de que lo peor que puede sucederle a un niño es llorar, o tan poco sufridas para escucharle, que le amenazan y hasta le castigan, para que calle, consiguiendo con esto que o lloren más y entonces con motivo, o se repriman, sofocando su llanto por medio de un violento esfuerzo, y se les ve ponerse encendidos, gemir ahogadamente y experimentar contracciones nerviosas, mucho más perjudiciales que el más copioso llanto que corre sosegado y tranquilamente.
-¿Qué debo hacer cuando la niña llore, señora?
-Usted, María es ya una mujer; hoy cuida a mi nieta, mañana le estará confiada la custodia de sus propios hijos. Pues bien, en el caso presente y en otros semejantes, le pregunta usted donde se ha hecho daño; si efectivamente se ha hecho, llevará la mano a la parte lastimada; si no, callará, porque en semejante edad no saben los niños mentir. Entonces procura usted distraerla con cualquier cosa, y si no quiere callar déjela llorar, como dice el adagio; pero en ningún caso vuelva usted a hacer jamás lo que hoy ha hecho.
-Como el señorito dice que le disgustan los niños llorones...
-Es que son más llorones cuando se convencen de que llorando logran todo lo que quieren.
-Pero, dígame usted, ¿tan malo es pegar a un perro?
-Es malo, y hasta criminal, cuando con eso se sacian los instintos vengativos de una tierna criatura. Hoy la niña se da un golpe contra un mueble, usted le pega al mueble, y dice: «No llores más que ya le he pegado». La niña cree que el mueble es sensible como ella, y que le duelen las palmadas que usted le ha dado. Es más, con decirle no llores más que ya le he pegado, le hace usted creer que es justo quejarse y derramar lágrimas hasta que la venganza quede satisfecha; ahora le ha pegado usted a un animal, venganza más ostensible todavía porque su grito de dolor no le ha dejado duda de que él padecía; mañana será una persona la que le causara daño, y no estará tranquila hasta que la vea castigada; y así se forman esos caracteres vengativos y rencorosos que jamás perdonan, y para quienes es un imposible el dulcísimo precepto del Evangelio de amar a los que nos han ofendido.
Entonces la señora tomó a su nieta por la mano y pasó como por casualidad junto al perro, deteniéndose a acariciarle.
-Hazle fiestas tú también -dijo la abuela.
-Es malo -replicó la niña-, me ha caído.
-Me ha hecho caer, se dice, pero no es malo.
-¿No?
-No. La abuelita le quiere y tú también debes quererle.
La parvulita se acercó al manso animal y le besó en la cabeza. El perro le lamió la cara.
Entonces doña Ángela la tomó en sus brazos y le prodigó sus caricias.
Flora tenía cuatro años; acababa de estrenar un bonito vestido blanco que su madre le había cosido, y estaba hermosísima con aquel lindo traje del color de la inocencia.
Presentose con él a su papá al salir del escritorio y le dijo:
-Papá, mira qué vestido tan bonito.
-¿Quién te le ha hecho? -preguntó el abogado.
-Mamá. ¿Verdad que es bonito?
-Muy bonito.
Volvió a entrar en el gabinete de su madre y la encontró colocando unas flores en un jarro de porcelana.
-¡Ay!, mamá -dijo-, qué flor es ésa como mi vestido?
-Un clavel blanco.
-¿Me lo das?
-Toma.
-Papá -exclamó corriendo otra vez a encontrarle-, mira qué clavel blanco.
-Muy hermoso es. ¿Quién te le ha hecho?
-Mamá.
-¿Mamá lo ha hecho?, ¿estás segura?
-No -replicó riéndose-, esto no lo ha cosido.
-Pues, ¿quién ha hecho esa flor?
-No sé, ¿quieres que se lo pregunte?
-No, ya lo sé yo.
-¿Quién?
-Dios.
-¿Sí?, ¿y quién es Dios?
-Un Señor que te quiere mucho.
-¿Me conoce?
-Te conoce y te ama, ya te lo he dicho.
-Yo no le he visto, ¿y tú?
-Yo tampoco, pero le amo mucho.
-¿Por qué?
-Porque es bueno y me ha dado muchas cosas.
-¿Dónde está?
-En el cielo.
-¿Allí arriba?
-Más arriba. Cuando dices el Padre nuestro, que te enseña tu abuela, hablas con Él.
-Ya sé, ya sé; pero ¿por qué no viene?
-Él no ha de venir a buscarnos, nosotros iremos a buscarle. Cuando tú, que eres más pequeña que yo, quieres verme, saludarme, darme un besito, vienes donde yo estoy...
-¿Y Dios es más grande que tú?
-Sí, hija mía, mucho más, pero con otra grandeza que tú no entiendes.
-¿Y tú le amas sin haberle visto?
-No amas tú a tu tía Julia, que está en La Habana y no la conoces?
-¿La tía Julia? ¡Ah!, sí, que me envía jalea y cocos, y un vestido. ¿Qué te ha enviado Dios? Enséñamelo.
-¿Ves ese sol tan brillante que todo lo alegra y hermosea con su luz? ¿Has visto cuando vas a paseo las altas montadas, los mares, los ríos?...
-Sí.
-Pues todo lo ha hecho Dios para nosotros. Nadie más hubiera podido hacerlo.
-¡Cómo son cosas tan grandes!....
-Ni otras pequeñas. ¿Quién crees tú que ha hecho el canario que hay en el balcón, y esos otros pajaritos que pasan volando y las flores del campo y la hierbecilla del jardín?
-No sé.
-Dios lo ha hecho todo.
-¡Cuánto sabe!, ¿y cuándo iremos a verle?
-Cuando se digne llamarnos.
-Iremos allí al cielo.
-Si somos buenos, sí.
-Yo ya soy buena. ¿Verdad?
-Siempre lo serás, si haces lo que papá, mamá y los abuelos te manden.
-Vaya si lo haré.
-Y ahora dame un beso y vete a jugar; que yo voy a entregarme al trabajo.
-¿Cómo trabajas?
-Escribiendo.
-¿Y por qué trabajas?
-Porque Dios lo quiere.
La niña salió brincando y se fue a jugar con una linda muñeca que le habían regalado sus abuelos. Todo aquel día y muchos más se acordó del diálogo sostenido con su buen padre; la sencilla, pero elevadísima idea de Dios que su naciente inteligencia había concebido, ya jamás debía borrarse de ella; antes bien, arraigarse y fortalecerse con el desarrollo y cultivo del sentimiento religioso.
Los padres y maestros que creen que la base más sólida de la educación moral y religiosa es la enseñanza del Catecismo desde la más tierna edad, no están en lo justo ni en lo lógico; porque el aprender y retener en la memoria palabras y frases, por sublimes que sean, a nada conduce.
En esta enseñanza, si así podemos llamarle, en ésta más que en otra alguna, conviene que los niños aprendan a sentir y a pensar, no a recitar palabras que no comprenden.
Cuando tienen idea de Dios, cuando le aman y le respetan del modo que en la primera infancia se puede amar y respetar, entonces ya que no la parle dogmática (porque ésta, como que se refiere a profundísimos misterios, es incomprensible aun para los adultos instruidos) la parte doctrinal, les es hasta cierto punto conocida, y al aprender los Mandamientos, por ejemplo, al pie de la letra, sabrán su altísimo origen, su objeto; y comprenderán la utilidad y belleza moral de su observancia, y la grandeza del galardón que por ella se les ha prometido.
-Mira qué naranja tan rica, mondámela -decía Flora a María.
La muchacha la mondó, y torpe o inadvertidamente dejó caer al suelo un trocito de corteza que no cuidó de recoger.
La niña comió la dulce fruta, y luego tomó en sus brazos la muñeca y empezó a pasearla en todas direcciones; mas he aquí que, resbalando con el malaventurado cacho de piel de naranja, cayó al suelo, y como no soltó la muñeca, no pudiendo, por consiguiente, ampararse con las manos, se causó una herida en el labio y se peló el codo derecho.
Al llanto de la niña acudió su abuelo, que, idólatra de su nietecita, prorrumpió en gritos de susto y de dolor; aumentando con ellos el espanto de Flora, que redoblaba sus voces y temblaba de pies a cabeza, al llevar los dedos a su boquita y retirarlos manchados de sangre.
La pena del abuelo aumentaba, y transformándose en cólera, se traducía en durísimas reconvenciones para la sirviente; ésta, que había levantado a la niña, la dejó para accionar mejor, levantando los brazos al cielo al que ponía por testigo de que no había visto el objeto que fue ocasión de la caída.
Lloraba también amargamente, y aquel discordante y lastimoso terceto llegaba a los oídos, no sólo del pobre abogado, que se hallaba en su bufete, hablando con algunos de sus clientes y sudando de angustia, si no de las señoras, que en aquel momento llegaban a la puerta de la casa.
-¿Qué es aquello? -preguntó asustada Sofía a Teresa, que salió a abrir.
-La niña que se ha caído -respondió la cocinera.
-¡Ay, Dios mío! -exclamó la joven madre.
-Calla, no aumentes el alboroto -contestó la prudentísima Ángela.
Y presentándose en el lugar del conflicto, dijo:
-Tranquilízate, esposo mío, que esto no será nada; usted, María, salga de aquí; usted, Teresa, traiga una botella de vino, y tú, Sofía, el frasquito del árnica y la arqueta de los trapos de hilo.
Se sentó, puso sobre sus rodillas a la niña, le lavó los labios con vino, le puso en el codo un trapito mojado en agua mezclada con árnica, le vendó; y sonriendo con la mayor tranquilidad, le iba diciendo con dulzura:
-Vamos, no te asustes, y no llores más. ¿Qué dirá papá que te oye desde su despacho? Pensará que te has hecho mucho daño.
-Sí, me he hecho -articuló Flora entre sollozos.
-Pero no es nada y pasará muy pronto, ¿Crees que si tuvieras mucho mal, tu mamá y yo, que te queremos tanto, estaríamos tan tranquilas?
Sofía aparentaba serenidad, pero estaba muy pálida.
-Abuelito lloraba también.
-No lloraba, era que reprendía a la muchacha, porque no ha quitado las cortezas de naranja.
-¡Ay, Dios mío!, ¡pobrecita! -decía abuelito, y la niña parodiaba los ademanes de su abuelo que tanto le habían impresionado.
-Porque creía que tenías más mal del que efectivamente tienes. ¡Llorabas tanto! Las niñas buenas no son lloronas, son más sufridas.
-No quiere Dios que lloremos.
-No tanto, ni tan alto. Quiere que seamos sufridos en la desgracia.
-¿Qué es la desgracia? -interrogó Flora, sollozando todavía.
-Eso; una caída, una enfermedad, un dolor cualquiera.
La prudente abuela no hablaba más a la niña que de cosas que pudiese comprender; por eso no le nombraba los males morales, sino únicamente los materiales, que eran los que había experimentado.
Flora reprimió sus sollozos y enjutó su llanto.
La abuela, después de haberla curado, la abrazó tiernamente; luego fue la parvulilla a besar a su madre y a tranquilizar a su abuelo, que mohíno y apenado se había retirado a su gabinete.
Pocos días después don Leandro y su esposa estaban asomados a la ventana que ya conocemos, ventana que dominaba el jardín.
En él jugaba su amada nietecita, mas he aquí que, tropezando casualmente, cayó de cara; pero esta vez no llevaba las manos ocupadas, y se amparó con ellas, echando la cabeza hacia atrás, acción instintiva en los niños, sin la cual se aplastarían más frecuentemente la boca y las narices.
Flora no se hizo darlo más que en las palmas de las manos, pero empezó a llorar con fuerza, y hubiera continuado a no llegar tan pronto María, que, levantándola con el brazo izquierdo, le tapó la boca con la mano derecha; de modo que no podía llorar ni aún respirar siquiera, y se preparaba a llevarla lejos, para que sus padres y abuelos no la oyesen llorar.
-Deje usted esa criatura, María, déjela -dijo imperiosamente doña Ángela, y jamás vuelva a ejecutar tan bárbara acción; y volviéndose a su esposo, que estaba pálido de coraje, añadió:
-¿Sabes, Leandro, que puede alcanzarte alguna responsabilidad de lo que acaba de suceder?
-¿A mí?... ¡Buena es ésa!
-A ti, amigo mío, a ti. Cuando pocos días ha, cayó la niña lastimándose un poco, no estuviste muy acertado ni muy prudente en la manifestación de los sentimientos que excitó en ti aquel accidente. Diste a comprender a la niña que estabas asustadísimo, con lo cual aumentaste el temor y la turbación que la vista de la sangre produjo en ella, e increpaste duramente a la muchacha en su presencia...
-¡Ah!, ¿querías que la aplaudiese por haber dejado en el suelo las cortezas de naranja?
-No, pero hubiera sido más prudente reprenderla. Después, cuando no lo oyera la niña, pues eso de que por ellos se reprenda a los criados o se promueva algún altercado entre las personas de la familia hace que los niños se tengan en mucho, y esta idea exagerada del propio valer, cuando lo está fundada más que en la importancia que los demás les conceden, es lo que convierte a esos hermosos ángeles del hogar en tiranuelos de la familia; pues saben ellos que, para que no lloren, para que no chillen, para que no se pongan malos, accederán a todos sus deseos, y su voluntad será la ley dominante de la casa.
-Tú tienes razón, como siempre, y es lástima que no te hayas puesto a maestra de escuela, o, mejor dicho, es de sentir que no haya predicadoras, para que tú ocupases un púlpito...
-Cada madre de familia es la maestra de sus hijos y la predicadora de sus domésticos.
-Pero, dime, ¿vamos a dejar sin correctivo a esa estúpida que a poco más ahoga a nuestra nieta, o vas a decirle que yo tengo la culpa de lo que ha hecho?
-Me guardaré muy bien de tal cosa, y si te he dicho que te alcanzaba algo de responsabilidad, es porque de fijo la muchacha, al ver caer a la niña, se ha acordado de la escena del día pasado, y tapaba la boca a Flora y se la llevaba lejos, para que no la oyésemos llorar y la reprendiésemos, o, mejor dicho, la reprendieses.
Ese procedimiento es el más bárbaro que podía adoptar, pues ocasión ha habido en que personas temerosas de que el llanto de una criatura fuese oído por sus padres, al quitar la mano que los sofocaba, han encontrado a los angelitos casi asfixiados: yo no trato, pues, de disculpar a María, antes pienso llamarla y reprenderla severamente, amenazándola con despedirla, si otra vez se permite semejante acción.
Flora no tenía más que juguetes sencillos, porque decían sus padres y abuelos, que si el lujo con los vestidos es reprensible, lo es mucho más el que consiste en emplear un caudal en baratijas, únicamente destinadas al entretenimiento de los niños, que sin comprender su mérito, así estropean un juguete que vale 300 reales, y en cuyo mecanismo y confección se ha empleado gran tiempo y trabajo, como otro que vale una peseta.
Hay padres que tienen vanidad en comprar preciosos juguetes a sus hijos, y ato dejárselos tocar, poniéndolos sobre la consola o la rinconera. Esto es engañar a los niños, porque lo que no pueden manejar a su sabor y distraerse con ello, no es suyo. Otros, los entregan a las criaturas, las cuales, cuanto más complicados son y más les llaman la atención por su movimiento o por imitar la voz de un niño, el canto de un pájaro, etcétera, más se afanan por saber lo que tienen dentro y más pronto los estropean.
Tenía, pues, Flora una bonita muñeca de poco precio, pero graciosamente ataviada, a la que se entretenía en mecer sobre sus rodillas en el momento en que su madre y abuela entraron a darle el beso de despedida, porque se disponían a salir de casa.
La niña se levantó con precipitación, arrojó su muñeca, cuya cabeza de cartón se rajó, y sin apercibirse de ello, empezó a gritar:
-Quiero ir contigo, mamá.
-No, hija mía, no puede ser.
-Sí, sí -insistía la pequeñita, y empezó a llorar amargamente.
-Si estuviese vestida -dijo Sofía-, nos podríamos llevar la muchacha con ella.
-Ahora no cedas -contestó doña Ángela-; reparo que desde hace algunos días le dan esas rabietas, y es necesario que vea que nada logra con ellas.
La parvulita, que había suspendido su llanto al empezar el diálogo de las dos señoras, comenzó de nuevo a llorar y patear.
-Con que, vaya, adiós -dijo la abuela, no llores más, porque te pones muy fea, y recoge la muñeca que ya le has roto la cabeza. Y besando a su nieta salió del aposento.
-No quiero la muñeca, ni a ti tampoco, ni a mamá.
Sofía besó también a la niña, le enjugó las lágrimas e imitó el ejemplo de doña Ángela. Mas apenas las perdió de vista, redobló el llanto y el pataleo, que en vano trataron de calmar las muchachas que acudieron apresuradamente.
María la tomó en sus brazos, y poniéndola de pie sobre una consola, le dijo:
-Mírate al espejo, verás qué fea estás cuando lloras; pero la nieta, que se encontraba en un verdadero acceso de ira, el primero de su joven e inocente existencia, pegó un puntapié al espejo y lo rompió.
-¿Qué has hecho? -dijeron asustadas las sirvientes- ¡Cuando lo sepan papá y mamá!...
-No se lo digas -interrumpió Flora.
-¿No ves que lo verán?
La niña no supo qué contestar, siguió llorando; pero evidentemente su llanto no era ya de cólera, era de su arrepentimiento porque comprendía que había hecho mal en romper el espejo.
Cuando sus padres y abuelos se retiraron, Sofía preguntó a la niñera si había tardado mucho la niña en consolarse, la muchacha explicó lo acaecido, pero no en presencia de la interesada.
Su madre disimuló por aquella noche, la desnudó y la metió en la cama por sí misma, como tenía por costumbre después de haberla hecho rezar algunas oraciones.
A la mañana siguiente, Sofía preguntó a las criadas en presencia de la niña.
-¿Quién ha roto el espejo de la sala?
-Flora -contestaron ellas.
-Lo habrás hecho impensadamente, ¿no es verdad, hija mía? -interrogó la madre.
La parvulilla se puso encarnada y no contestó:
-¿Cómo ha sido? Deseo saberlo -insistió Sofía-. Decídmelo vosotras sin ocultarme nada, porque no quiero que nadie diga mentiras, lo cual ya sabéis todas que es una gravísima falta.
-La niña -contestó María-, como estaba ayer tan colérica, porque no la llevaron ustedes consigo, pegó un puntapié al espejo y lo rompió.
-¿Quién lo puso sobre la mesa?
-Servidora, para que viera lo feas que son las niñas iracundas y lloronas.
-Pues usted hizo mal en subirla sobre la mesa, y tú, Flora, fuiste ayer muy culpable.
La niña, que desde que se empezó a hablar había permanecido con los ojos bajos sin decir una palabra, los levantó y los fijó en su madre, como admirada de oír una expresión para ella hasta entonces desconocida.
-Sí, hija mía -continuó la madre-, es culpable, es indigna de que la quieran su papá, su mamá y sus abuelos, la niña que, como tú, se rebela contra sus superiores, arroja su bonita muñeca, rompiéndola, y luego estropea un mueble de gran valor.
Flora empezó a llorar amargamente.
-¿Por qué lo decías? -dijo a la criada en tono de duro reproche.
-Porque yo se lo he preguntado -contestó Sofía-, y era preciso que dijese la verdad. Además hay otro que ha visto todo lo que has hecho y a quien no se puede engañar.
-¿Lo ha visto papá? -interrogó Flora.
-No ciertamente.
-¿El abuelo?
-Tampoco.
-Pues, ¿quién?
-Aquel Padre tan bueno que nos ha dado todo cuanto tenemos. Aquél que ama a las buenas niñas y no quiere a las que cometen faltas tan graves como las tuyas.
-¡Ah! ¡Dios!
-Efectivamente.
La niña continuó llorando durante un rato, luego levantó la cabeza y acercándose a su madre, dijo:
-Mamá, ¿me perdonas?
-Si me prometes no irritarte más, como ayer, ser dócil y no estropear cosa alguna, te perdono.
-¿Le dirás a papá y a los abuelos lo que he hecho?
-Si me preguntan algo, les diré la verdad, porque no se debe mentir jamás.
-¿Y Dios me perdonará?
-Si tienes intención de ser buena, sí, porque Dios sabe lo que pasa dentro de tu corazón.
La niña se acercó tímidamente a su madre, ésta le dio a besar la mano y después le abrió sus brazos y la estrechó en su seno.
Flora que aún tenía lágrimas en las mejillas, se sonrió y preguntó acariciando a su madre:
-¿Me comprarás otra muñeca?
-Eso no.
-¿Por qué?
-Porque la volverías a tirar.
¿No te digo que seré buena?
-Aunque eso sea, no puedo comprarte la muñeca, porque el dinero que tenía para juguetes tengo que emplearlo en comprar otro espejo.
-¡Ah!, ¿sí?
-¿Qué te pensabas? Es preciso mirar mucho lo que hacemos, porque el que obra mal, aunque obtenga por medio de su arrepentimiento el perdón de Dios y de los hombres, tiene que sufrir las consecuencias de su falta.
Pasaron muchos días sin que Flora diese a sus padres el menor motivo de disgusto. Si alguna vez estaban dispuestos a salir de casa; pedía humildemente que la llevasen en su compañía, y cuando escuchaba una negativa, se resignaba sin replicar.
Una tarde en que la merienda no era de su gusto, empezó a llorar y pidió otra cosa; mas como le fuese negada, iba a arrojarla cuando su madre le cogió la mano con fuerza, diciéndole:
-Acuérdate de la muñeca y el espejo, y de que me prometiste ser buena y conformarte como que se te mandase.
La niña quedó pensativa un breve rato, luego dijo:
-El pan y el queso no se hubieran roto.
-Pero es un gran pecado arrojarlos con enojo; son dones que debemos a la bondad de Dios, y que muchos pobrecitos tomarían con gratitud y regocijo.
-¿Los pobrecitos no tienen pan y queso?
-Muchas veces carecen hasta de lo más necesario. Pero tú me dijiste el otro día que estabas arrepentida de haber tirado y roto las cosas de valor.
-Sí que lo estoy, pero en este momento...
-Ibas a ser mala otra vez.
-No, mamá, mira, ya me cómo el pan y el queso.
Y empezó con buen apetito su merienda.
Aquella misma noche estaba sentada sobre las rodillas de su cariñoso padre, teniendo en los brazos la descalabrada muñeca.
-¡Qué fea está tu hijita! -le dijo Prudencio.
-¿Sabes quién la ha puesto así, papá?
-Tu mal genio.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Tu mamá. Le pregunté y me dijo la verdad, porque las personas honradas y dignas dicen siempre la verdad, hija mía.
-Pero también te habrá dicho que Dios y mamá me han perdonado. ¿Me perdonas tú también?
El padre la besó cariñosamente.
Al día siguiente le trajo otra muñeca, asegurándole que, porque creía en su arrepentimiento y esperaba que fuese muy juiciosa y muy dócil, le hacía aquel nuevo regalo; pero que si no la cuidaba bien, sería la última que le comprase.
Flora, loca de alegría, corrió a enseñar a las señoras su nuevo juguete, y desde aquel día, cuando experimentaba algún pequeño disgusto, lo primero que hacía era colocar cuidadosamente a su hijita, como ella la llamaba, sobre una silla, para que no le dieran tentaciones de echarla al suelo.
Tan cierto es que los niños de muy corta edad obran casi siempre impremeditadamente, y que si se les hace ver que han faltado, se corrigen sin dificultad: cosa que no siempre se consigue cuando ha llegado a adquirirse un vicio o una mala costumbre.
En una tarde apacible de estío, la pequeña Flora salió a pasear con su padre a una huerta inmediata a la ciudad. Apenas se habían alejado algunos pasos, la niña soltó la mano del autor de sus días, y correteaba alegremente por la ancha senda que separaba dos bancales sembrados de fragantes fresas.
De pronto observó el padre que Flora andaba silenciosa y cautelosamente con la mano derecha extendida en actitud de coger alguna cosa entre el dedo índice y el pulgar. Acercose el padre, y observó que la pequeña cazadora trataba de aprisionar entre sus blancos dedos una abeja que, al sentir la proximidad de su enemiga, echó a volar, expresando con un ligero y ronco zumbido el desagrado que le causaba aquel atentado contra su libertad.
-¿Qué ibas a hacer? -le dijo.
-Iba a coger aquel animalito -repuso la rapazuela.
-Hubieras hecho muy mal, y te hubiese costado caro.
-¿Por qué?
-Porque aquel animalito, que es una abeja, te hubiera clavado su aguijón, si la hubieses tocado, y esto produce un dolor muy vivo y una grande inflamación.
-Pues mátala tú, papá. Allí en aquella ramita se ha parado.
-¿Por qué la hemos de matar? ¿Qué daño nos hace?
-¿No has dicho que clava el aguijón, que duele mucho y produce inflamación muy grande?
-En efecto, hija mía, ésta es el arma que le ha con cedido la Providencia; pero no suele valerse de ella cuando no se la hostiga. Por lo demás, las abejas son insectos sumamente útiles, pues elaboran con una industriosa actividad, que pudiera servir de ejemplo a muchos racionales, la miel y la cera; alimento dulcísimo la primera, que estoy cierto te gusta mucho, y la segunda todavía más útil para el alumbrado y otros objetos a que se la destina.
-¡Vaya si me gusta la miel! ¿Y las abejas la hacen?
-Sí, por cierto. Dentro de su oscura habitación, llamada colmena, construyen el panal, compuesto de unas celdillas arregladas con igualdad geométrica. El hombre se apodera del dulce fruto de su trabajo, y extrae de él las materias que te he indicado.
-Pero las mariposas no tienen aguijón, ¿verdad? Pues voy a coger aquélla.
Y corría en pos de una blanca y dorada.
-Ven aquí, ¿para qué la quieres? -dijo el padre.
-Para clavarla con un alfiler en la pared de mi cuarto.
-¡Cruel capricho!
-Papá, escucha, mamá me ha enseñado una fábula que dice que las mariposas son unas tontuelas, llenas de vanidad, que no sirven más que para volar sin objeto...
-Verdad es que todos los poetas y fabulistas parece se han puesto de acuerdo para zaherir y reprochar ese elegante, bellísimo e inofensivo insecto, cual si les inspirase envidia su delicada belleza. ¿Es culpa suya que Dios las haya dotado de tan poéticas formas, de tan variados colores? Y aun cuando fuese cierto que las mariposas estuviesen ufanas de su hermosura, ¿es esto motivo para darles una muerte lenta y cruel, cual la que tú proyectabas?
-Pero tampoco trabajan.
-Porque no saben ni pueden. Ellas no tienen otro destino que volar entre las flores, y lo cumplen. Por otra parte, si a todos los seres que no trabajan y están satisfechos de su hermosura, se les hubiese de clavar en la pared, no habría muchas niñas que corrieran y jugaran libremente.
-Pero, papi -dijo la niña, a quien no gustaba el giro que iba tomando la conversación- cuando fuimos a ver el otro día los exámenes de aquel colegio de niños, noté que tenían muchas, muchas mariposas, todas clavadas y muertas, por consiguiente.
-Te diré. Entre los varios estudios a que allí los alumnos se dedican, hay uno que llaman Historia Natural, que tiene por objeto explicar las propiedades de todo lo que Dios ha creado, tanto animales, como plantas y minerales. De los primeros, se les explican a los alumnos las diferentes especies, y cómo de los insectos no se les puede hablar sin tener algún ejemplar a la vista, porque no les son tan conocidos como los animales domésticos; por ejemplo, el perro, el caballo, la gallina, etc., de aquí la necesidad de sacrificar aquellos inocentes animalitos.
-¡Ah! Por eso sin duda tenían también una culebra.
-En efecto. En los grandes gabinetes zoológicos tienen fieras disecadas, reptiles y toda clase de irracionales, pero en aquella colección en miniatura no hay más que lo necesario para dar una idea elemental a los educandos.
-Si exceptuamos las abejas, los demás animalitos, como ella no creo que sirvan de nada; con que así los niños nada más lo estudiarán por divertirse.
-Muy ligera eres en tus apreciaciones, Flora. Sabe, pues, que hay insectos de que se aprovecha la industria y otros de que saca gran partido la medicina.
-¿De veras? Cuéntame, cuéntame eso, papá mío.
-Entre otros, el gusano de seda fabrica una especie de capullo, dentro del cual se encierra para salir convertido en mariposa; pero el hombre no le da tiempo para verificar su metamorfosis, sino que se apodera de aquellos capullos, los hierve, los hila con máquinas, y mediante varias operaciones, hace con ellos esas ricas telas para vestidos, cortinajes y tantas y tantas cosas como se elaboran con esa materia. La cochinilla la aprovechan los tintoreros para dar al paño ese color encarnado, vivo y permanente que se llama púrpura o grana. Para la medicina se usan unas moscas de preciosos colores, llamadas cantáridas, las cuales, pulverizadas y aplicadas sobre la piel, producen en casos dados un saludable efecto.
-Pues para todo eso es necesario matar los insectos. ¿No se llaman así?
-Efectivamente. Y cuando es necesario matarlos, se matan, porque Dios nos permite usar de los animales para todo lo que sea útil; pero no es lícito mortificarlos, hostigarlos, ni mucho menos privarlos de la existencia por una insulsa y cruel diversión.
La niña no contestó y regresó pensativa a su morada. Desde aquel día no volvió a perseguir las mariposas en la pradera, y contrajo la interesante y provechosa costumbre de preguntar para qué servía todo cuanto se ofrecía a su vista, comprendiendo, en edad temprana, que la Providencia no ha creado nada inútil, aun cuando en nuestra ignorancia no comprendamos el destino de todos los seres que ha colocado sobre la faz de la tierra.
Como habrán visto mis jóvenes lectores en los últimos capítulos de la primera parte, el desarrollo de la inteligencia de Flora era rápido, al mismo tiempo que sus defectillos, hábilmente corregidos por sus prudentes educadores, apenas se presentaban, desaparecían, para dar lugar a sentimientos virtuosos, si así puede llamarse. En cuanto a su reflexión era superior a su tiernísima edad.
Nuestra amiguita frisaba ya en los seis años y sus padres resolvieron mandarla al colegio, porque a pesar de que la educación doméstica les daba los mejores resultados, y de que el abuelo hubiese deseado no separarla de la familia, ni aún por breves horas, los padres y la abuela creyeron oportuno optar por la instrucción en común, porque ésta lleva consigo el estímulo y la emulación.
Mucho tiempo se había tratado del asunto y había sido objeto de serias discusiones en el seno del hogar. Don Leandro deseaba que un profesor viniese a dar lección a la niña, aprendiendo ésta las labores al lado de su madre y de su abuela, al paso que algunos amigos les aconsejaban que la colocasen de alumna interna de algún colegio, donde recibiese una educación esmerada a la que no fuesen obstáculo los mimos de la familia; pero Prudencio, amante de los términos medios, encontró que el modo de conciliar el deseo de que todos participaban de pasar el mayor tiempo posible al lado de aquella amable criatura, con el de colocarla entre otras niñas, para que hiciese en el colegio el aprendizaje de la vida social; era que ingresase en un establecimiento de merecida faena, al frente del cual hallaba una virtuosa e instruida profesora, pero en clase de alumna externa; esto es, comiendo, durmiendo y pasando los días festivos en el sello de la familia, aprovechando juntamente con la enseñanza de los maestros los útiles consejos de los padres y abuelos.
Las señoras se avistaron con la Directora, la enteraron minuciosamente del carácter y circunstancias de la niña, después la acompañaron al colegio, y recomendándole la sumisión y respeto a los profesores, la dejaron, no sin besarla repetidas veces con lágrimas en los ojos.
Cuando Flora se vio entre tantas personas desconocidas, sin tercer cerca de sí uno de los individuos de su familia, experimentó ese género de nostalgia que se apodera de todos los niños tierna y profundamente amados el primer día que se ven fuera del hogar, y sintió oprimírsele el corazón. Luego recordó el objeto de su entrada en aquel establecimiento, vio tantas niñas que leían correctamente y escribían con hermosa letra, cuando ella apenas empezaba el silabeo; y sintió un vivo anhelo de instruirse, como también de aprender las bonitas labores que muchas ejecutaban. Esto la distrajo algún tanto, pero no la sacó de su estado de encogimiento; de modo que el primer día no contestaba a las compañeras que le hablaban, ni correspondía a las caricias que las mayorcitas le prodigaban, respondiendo con signos o con monosílabos a la Directora, y poniéndose colorada hasta los ojos cada vez que le dirigía la palabra.
Aquella mañana pareció interminable a la niña y la voz de la criada (que fue de las primeras en llegar) sonó en sus oídos como la más grata armonía.
¡Cuántas cosas llevaba que contar a su familia! Había ya aprendido los nombres de muchas alumnas, explicó minuciosamente y a su manera cuánto se había hecho y hecho, y como observó que la oían con gusto, el deseo de volver a tener algo que referir atenuó en ella el disgusto que experimentaba al pensar que de nuevo iba a tener que separarse de su familia.
¡Cuán imprudentes son aquellos padres que imponen un forzado e impropio silencio a los niños, ahogando así en ellos la inocente y grata confianza!
Bueno es que se les acostumbre a callar cuando hablan los mayores o en presencia de personas extrañas, que se les exija que hablen con moderación y mesura, y cuando hay más de uno que esperan turno para explicarse; pero esos educadores adustos, que quisieran hacer de los turbulentos y alegres nulos disciplinados reclutas o sombríos cartujos, ¿cómo quieren conocer lo que pasa en el alma de sus alumnos, si no les dejan decirlo?, ¿cómo modificarán las inclinaciones del corazón o corregirán los errores del juicio?
En su deseo de formar nulos prudentes y circunspectos, convertirán a sus educandos en hipócritas solapados, cuyas pasiones y cuyos vicios serán tanto más temibles cuanto menos conocidos.
Poco a poco fuese acostumbrando nuestra amiguita a la vida de la escuela, de modo que se encontraba tan a gusto en la clase como en su propia casa y al lado de sus padres y abuelos.
Como desde que empezó a tener uso de razón la habían acostumbrado al orden, procedía ordenadamente sin necesidad de que se lo mandaran, ni mucho menos tuviese que hacerse violencia. La llamaban por la mañana muy temprano y abandonaba el lecho sin pereza; después de rezar sus oraciones, se lavaba, la peinaba su mamá (que no había querido confiar a nadie este cuidado) tomaba un ligero desayuno y se iba alegre al colegio, donde siempre se presentaba de las primeras. Allí trabajaba y aprendía cuanto le era posible, sin perjuicio de charlar y reír cuanto podía con sus compañeras, especialmente con dos o tres, a quienes ella daba el título de amigas, que, aunque de alguna más edad que ella, tenían un carácter bastante parecido y que siempre le llevaban dulces, juguetes o golosinas.
Un día Sofía le preguntó de donde sacaba todas aquellas chucherías.
-Me las dan mis amigas -contestó Flora.
-¿Y quiénes son tus amigas?
-Usted no las conoce, son niñas del colegio.
-En ese caso, tendrás más de cincuenta amigas.
-¡Ah! No lo son todas. Ahora tengo tres: Clara, que es la que me dio aquel estuche; Juanita, que me dio ayer algunas yemas; y Elvira, que me ha dado estos claveles. Yo también quisiera hacerles un regalito.
-Es natural, pues si siempre recibieras dávidas y nunca correspondieses a ellas, te parecerías a las personas avaras y egoístas, que se creen con derecho a todo lo de sus amigos, sin juzgarse obligadas a corresponder con finezas semejantes a las que aceptan de los demás.
-¿Y qué les daré?
-Puedes darles algunos de aquellos preciosos cromos que te regaló tu abuelo, escoge uno para cada una y que termine aquí vuestro dar y tomar.
Flora se levantó de mala gana a buscar sus cromos, manifestando en su actitud que la orden no era muy de su agrado.
-¿Qué es lo que te disgusta de cuanto te he dicho? -preguntó la madre.
-Dos cosas.
-Veamos, sé franca.
-La primera el darles unos cromos tan bonitos, cuando papá me ha dicho que me formaría un cuadro con todos ellos, y la segunda que me digas que se concluye con esto el dar y tomar.
-¡Ah! ¡Flora, Flora!, voy temiendo que en tu amistad hay mucho egoísmo. Me parece que no eres una amiga modelo, sino una amiga a la moda.
-¡Bien! ¿Qué quiere decir eso?
-Quiere decir que no sabes lo que es amistad.
-Dígamelo usted, que lo sabe mejor.
-Puesto que tú dices que tienes amigas, explícame en qué consiste el serlo.
-Mire usted, las amigas no nos acusamos nunca unas a otras, si una se equivoca al conjugar un verbo, por ejemplo, la amiga le apunta, si la una no tiene gana de trabajar o encuentra muy difícil su labor, la otra le ayuda un poquito; además ellas me cuentan si han ido a paseo o a otra parte, si les hacen un vestido; en fin, todas sus cosas, y yo también les cuento lo que me pasa.
-¿Y tienes siempre las mismas amigas?
-Eso no; a veces me enfado con una y busco otra, y la que lo era primero, ¡tiene una envidia!...
-Muy mal hecho.
-¡Qué!, ¿el tener envidia?
-El tener envidia y el causarla, y sobre todo el cambiar de amigas todos los días: eso no es amistad.
-Pues mire usted, todas lo hacemos.
-Pues todas obráis muy mal. Eso que hacéis de no acusaros, de prestaros esos pequeños servicios que en realidad no lo son, pues muchas veces confiando en la amiga trabajáis o estudiáis menos; pero que como servicios reputáis vosotras, el prestaros mutua ayuda, el facilitarse cualquier utensilio del trabajo, libros y otras cosas, pero sólo por el momento, no es ser amigas: esto debes hacerlo con todas y todas debieran hacerlo contigo, si no lo efectúan, peor para ellas, es que no conocen los deberes que la sociedad nos impone.
El hablar entre sí contándoos mutuamente cosas que nada interesan, y que muchas veces valdría más que se callasen, os distrae de la labor, el estudio o la lectura, y produce ese murmullo que tan mala idea da de una escuela, y que fatiga y molesta a las profesoras, obligándolas a reprender y castigar. El haceros regalos es mal hecho, a menos que sea una pequeña estampa, una flor o un dulce; lo demás, sean dijes, juguetes o lo que fuere, pertenece a los padres, y no tenéis derecho a desprenderos de ello. Es, además, ocasionado a abusos, pues muchas niñas, en esos mutuos obsequios, explotan la candidez e ignorancia de las pequeñitas, dándoles objetos de insignificante valor y recibiendo en cambio cosas que le tienen mucho mayor; lo cual es una reprensible estafa.
Tú misma, a pesar de tus buenos sentimientos y del ejemplo de desinterés e integridad que recibes, veo con disgusto que tienes más afición a tomar que a dar, pues te duele desprenderte de tus cromos, al paso que te disgusta la orden que te he dado de no recibir nada de tus amigas ni tampoco entregarles.
La amistad es un afecto santo, cuyo nombre tiene todo el mundo en los labios, que pocos comprenden y que algunos profanan. Si hay una compañera que te manifieste cariño constante, que sienta tus pequeños disgustos y se alegre de tus triunfos, que no te olvide por otra, que te aconseje y reprenda, pero siendo al mismo tiempo tolerante con tus defectos; aquélla es una verdadera amiga, corresponde tú a su afecto con iguales finezas, evita lo que pueda desagradarle, toma parte en sus pesares y alegría, procura ayudarla con todo con abnegación y desinterés; avísale a tu vez, cuando veas que ha faltado, pero con dulzura y sin tratar de imponerte, y en todo esto, que no te guíe el deseo de chocar con las demás y excitar su envidia, pues la amistad (que como he dicho es un nobilísimo sentimiento) nunca en malas pasiones se apoya, ni a móviles bajos obedece.
-Ya veo yo que no tengo ninguna amiga.
-Es que es muy difícil encontrar una verdadera, además, que tú tampoco sabrás serlo. Cuando sientas por otra esa singular predilección que se llama simpatía, procura ir conociendo a la que te la inspira, para ver si realmente la merece; y si es digna de tu amistad y sabe corresponder a ella, cultiva este naciente sentimiento del modo que te he dicho, que estas amistades de la infancia, cuando se establecen entre personas virtuosas y bien educadas, arraigan en el corazón con el mutuo conocimiento de las cualidades que adornan a la persona querida, y fortaleciéndose con la edad y con las vicisitudes de la existencia, suele no terminar más que en el sepulcro.
¡Dichosa tú si sabes inspirar y sentir un afecto de índole semejante, pues te proporcionará horas de dulcísima felicidad, y cuando experimentes desgracias (pues todos las experimentamos en la vida) la amistad endulzará tus penas y confortará tu alma con sus inefables consuelos!
-¡Qué hermoso es eso! Me gustaría mucho, mucho tener amigas.
-Por ahora tienes dos y dos amigos.
-¿Quiénes son?
-Tus padres y tus abuelos.
-¡Ah!, eso ya lo sabía, pero otros, además.
-Ya los tendrás, si sabes escogerlos y conservarlos.
Flora calló, tomó tres cromos que había escogido, y besando a su madre, salió para despedirse de sus padres y abuelos.
-Papá, iremos esta tarde a paseo -decía un domingo Flora al autor de sus días.
Éste contestó afirmativamente:
-Todos juntos.
-Todos juntos; iremos al huerto de un amigo que nos ha convidado a comer fruta y a coger flores.
-¡Ay!, ¡qué gusto!, ¿y cuándo iremos?
-De aquí a un par de horas, porque, hace mucho sol y no hay que pensar en salir temprano.
En aquel momento llegó la madre, y Flora le comunicó la tan grata nueva.
-Ya lo sabía -contestó Sofía.
-¿Quieren ustedes que entre tanto les cuente una cosa muy divertida? -interrogó la niña.
-Cuenta -respondió Prudencio-. Es muy largo.
-No importa.
-Ayer era sábado...
-Eso es muy corto y muy sabido.
-Espere usted. El sábado, después de la lección de doctrina cristiana y después de rezar el Rosario y leer el Evangelio la señora Directora, una de las niñas lee en voz alta un cuento de un bonito libro que tiene dicha señora; y como sabe tanto, y quisiera que fuéramos todas tan buenas, hace leer a la que tiene alguna falta un cuento en que aquélla se reprende o se castiga. De este modo ella se afrenta, y todas lo entendemos, escarmentando en cabeza ajena.
Ayer, pues, le tocó a una niña que es muy guapita y está muy adelantada, pero tiene un orgullo insoportable; no se le puede hablar, porque se piensa que vale más que todas juntas. El cuento se llamaba: Los niños presuntuosos; y como lee tan bien, al principio le daba muy buena entonación y daba gusto el oírla; luego se fue poniendo más encarnada que una cereza, se le apagaba un poco la voz; pero a pesar de eso, la entendimos perfectamente.
-¿Y tú te acuerdas del cuento?
-¡Pues no he de acordarme! Eso es lo que quería referir.
-Empieza, ya te escuchamos.
La niña en su infantil lenguaje refirió una historia que, en resumen, era la que vamos a narrar en términos más precisos y prescindiendo de sus interrupciones y pueriles comentarios:
«Enrique y Laura eran dos niños de corta edad, a quienes la Providencia había concedido ventajas que rara vez se encuentran reunidas en una misma criatura. Nacidos de una familia noble y rica, dotados de talento, lindos y graciosos eran el encanto de sus padres y objeto de continuos elogios de parte de sus amigos, deudos y criados.
Solamente un defecto, que, como las cualidades que les adornaban, era común a los dos hermanos, deslucía aquel bello conjunto; defecto engendrado y desarrollado por la imprudencia de sus educadores más que por un vicio de su organización moral. Los dos niños tenían una vanidad que rayaba en orgullo, creyéndose las criaturas más sabias, más instruidas y más hermosas del universo.
La ternura de los padres crecía al paso que se desarrollaban los atractivos físicos de los hijos y su clara inteligencia, y no escaseaban los aplausos y las recompensas, ni dejaban de referir delante de los niños todos los rasgos de su ingenio, todas sus acciones loables; no quedando satisfechos, si cuantos frecuentaban la casa no hacían coro con ellos para celebrar lo que creían un verdadero portento.
Primero Enrique y luego Laura, que era menor, empezaron a asistir al colegio; pero tan recomendados y precedidos de fama tal, que por mucha que fuese su precocidad y discreción no sorprendió a los profesores, antes encontraron mucho que corregir en ellos, pues se creían tan superiores a los demás alumnos, que a dos por tres armaban una pelotera con cualquiera que se distinguiese o alcanzara un premio o un elogio, que ellos solos creían merecer.
La cólera de Enrique se traducía en hechos, y nunca dejaba de encontrar un pretexto para dar una bofetada al niño que había logrado ser el primero de la sección a que él pertenecía, o cualquier otra distinción; en cuanto a Laura, se vengaba de las niñas más aventajadas ridiculizando su color moreno, sus delgadas trenzas, su traje antiguo o de mal gusto, o la poca gracia con que se vestían.
Los ruidosos incidentes que provocaba el hermano, así como la sorda chismografía de la hermana, llegaron más o menos pronto a noticia de sus respectivos profesores, quienes, cumpliendo con su deber, los reprendían con frecuencia; asegurándoles que su mérito quedaba completamente eclipsado por aquella excesiva vanidad, que les hacía injustos, egoístas y hasta envidiosos.
Aquellos de mis tiernos lectores que cuenten entre sus condiscípulos niños de semejante índole (y no digo entre sus amigos, porque los tales no conocen la verdadera amistad) comprenderán si reconocerían su falta y si humilde y sinceramente propondrían la enmienda, o si más bien se juzgarían víctimas de una irritante injusticia de parte de sus maestros.
Varias veces cambiaron de colegio, pero en todas partes encontraban compañeros más o menos aventajados que rivalizaban con ellos, y en lugar de sentir una noble emulación que hubiera contribuido a poner de relieve el claro talento del uno, la vivaz inteligencia y habilidad de la otra, experimentaban despecho y enojo, y volvían a cada momento a sus altercados; a sufrir, por consecuencia, justas y severas reprensiones, a quejarse amargamente a los autores de sus días, y, por ende, a cambiar nuevamente de profesores.
Como buscando bien, todo se encuentra, y la fortuna es una palanca poderosa para remover cualquier obstáculo, los señores de Cifuentes hallaron, por fin, unos maestros bastante venales para transigir con los defectos de sus hijos, para ensalzar sus cualidades, premiar continuamente en ellos cualquier adelanto, debido a su natural talento más que a su aplicación. Acaso algún niño, que no había recibido del Cielo tan clara inteligencia, aspiraba por medio de inauditos esfuerzos a nivelarse con Enrique, ya prestando constante y sostenida atención a las explicaciones, ya consagrando largas horas al estudio, y quizás conseguía llegar a poseer tan bien como él los conocimientos que en el colegio se comunicaban, pero el señor Director solía decir con frecuencia:
-No hay otro Enrique Cifuentes, no hay otro.
Y cuando él lo decía, sabido debía tenerlo, porque ¿quién mejor que él podía conocer lo que valían sus alumnos, y cuál de ellos era más acreedor a los elogios y recompensas?
Llegó la época de la repartición de premios, después de los exámenes generales; y, como era costumbre, dos de los niños más aventajados, los que habían recibido los mejores premios, debían leer uno un discurso al empezar el acto, encareciendo las ventajas de la instrucción, y otro una poesía al terminar, dando las gracias a la concurrencia.
Conrado Molina, niño estudioso y modesto, había obtenido el segundo premio (aunque a juicio de muchas personas debiera habérsele adjudicado el primero, que fue otorgado al presuntuoso Enrique) y en consecuencia, habían sido nombrados los dos para dirigirse al auditorio, si bien se dio la preferencia a Cifuentes, preguntándole si prefería leer el primer discurso o la poesía final, a lo cual contestó con petulancia:
-Creo que debo ser el primero en hablar, como lo he sido en recibir el premio; pero, por otra parte, siento no leer la poesía, porque yo le daría mejor entonación que ése.
Y miró con altanería a Conrado.
-Como usted guste, señor Director -contestó modestamente el aludido.
Esta conversación tenía lugar quince días antes del destinado para la solemne ceremonia, y cuatro más tarde se entregó a los dos muchachos su respectivo discurso, pero, ¿cuál fue la sorpresa del profesor cuando Conrado, encarnado como una cereza, manifestó que él había ensayado escribir una poesía sobre el tema que otros años solía leerse, y que ya la sabía de memoria.
-Veamos -dijo el Director-, mientras Enrique no trataba de disimular la risa.
Conrado, sin desconcertarse por la hilaridad de su condiscípulo, leyó una poesía en romance, ni larga ni corta, ni desaliñada ni sobrado pretenciosa, en la había espontaneidad y sentimiento, corrección en lenguaje y soltura en la versificación, amén de algunas faltillas que eran muy disimulables en un poeta de doce años; pero leyola con una entonación tan agradable, con un entusiasmo tan natural, con una voz tan fresca, tan vibrante, que el maestro, que estaba solo con él y Enrique, se quedó mirándole sorprendido durante algunos momentos.
-¡Qué malo es eso! -dijo con orgullo el niño Cifuentes.
-No diré yo tanto -replicó el Director.
El novel poeta miró al uno a otro sin desplegar los labios.
-Y en tanto es así -continuó el maestro-; que doy la preferencia a esta sencilla e inspirada composición sobre otra que yo había compuesto, y que no tiene ese candor y gracia que tan bien sientan en los labios de un niño. Con algunas correcciones leerá usted su poesía, amiguito mío.
Enrique, rojo de cólera, se mordió los labios hasta nacerse daño, y dijo que él no quería ser menos que su compañero, y a su vez quería componer el discurso que debía leer ante la reunión. El débil profesor comprendió que si en una composición poética se puede tolerar algún defectillo en la construcción gramatical, y ser indulgente, con mayor motivo cuando el autor es un niño de doce años; la parte ilustrada de su auditorio sería más exigente y se mostraría más severa al juzgar un discurso en prosa, que no puede tener la disculpa de la fuerza del consonante ni la necesidad de la cadencia y armonía.
Tentado estuvo de negarse a la atrevida pretensión del escolar, pero temió malquistarse con los padres que le colmaban de favores, dávidas y elogios, y se contentó con hacer presente a su discípulo la premura del tiempo, y como esto no fuese parte a disuadirle de su propósito, le entregó el que él había compuesto, para que se ajustase a aquél en la extensión, en la idea y en la forma.
Enrique leyó el discurso, entresacó algunos conceptos, los estropeó; vertiéndolos en un lenguaje ora ampuloso, ora amanerado, siempre incorrecto, y le presentó al profesor la víspera del día en que debía leerle en público.
Por mucha que fuera la condescendencia del pedagogo, no podía dejar pasar una peroración tan absurda, que le hubiese desacreditado; así fue que, so pretexto de corregirla la escribió de nuevo apresuradamente, que dando menos mal que la que el alumno había escrito, pero mucho peor que había salido la vez primera de la pluma del tolerante Director.
Ni con esto se contentó el orgulloso niño, que hubiera deseado verse aplaudido y sublimado por aquella producción de su superior talento; que siempre las personas débiles e irresolutas obtienen resultados semejantes al querer contemporizar con los defectos de sus subordinados.
Enrique lloró, se sofocó, salió a la calle ardiendo en ira, y cogió un catarro, que al día siguiente, si bien no le impidió salir de casa, le produjo una fuerte ronquera; de modo que su voz, ordinariamente fresca y vibrante, producía entonces sonidos desiguales y desapacibles.
Presentose en el colegio mohíno y displicente, reuniéronse los convidados, y después de pronunciar breves frases el Director, subió nuestro héroe a una pequeña tribuna y con voz ahogada, trémulo acento y equivocándose a cada punto, porque no había tenido tiempo de estudiar las correcciones que se le habían hecho la víspera, leyó su desaliñado discurso, que no obtuvo más aplausos que los que en tales ocasiones prodiga la urbanidad, fríos y forzados, y los de los parientes y amigos, deseosos de hacerle olvidar el mal rato que había pasado.
Repartiéronse los premios, llegó su vez a Conrado, que estaba algo turbado por el mal éxito del discurso de su amigo, subió como él a la tribuna, y con voz ligeramente conmovida, pero dulce y sonora, con excelente entonación, con naturalidad y soltura leyó su poesía que produjo frenético entusiasmo.
El Director no se atrevía a decir que era obra del lector, por no empeorar la situación de Enrique; ya se creyese que él había necesitado que le escribiesen una mala prosa (siendo de una misma edad, y mejor reputado en los exámenes que el autor de la poesía), ya se supiese que había escrito un discurso tan malo, retóricamente considerado, sin mirar que de todos modos ganaba él poco en su reputación como profesor.
Los alumnos; empero, le sacaron del apuro, pues todos los mayorcitos sabían que Conrado había escrito la poesía que con general aplauso acababa de leer, y se apresuraron a publicarlo, repitiéndose con esto los plácemes a los padres y al hijo, y las muestras de aprobación, sin que nadie se acordase ya del presuntuoso Enrique.
Retirose éste de pésimo talante y los padres se apresuraron a consolarle, asegurándole que no volvería al tal colegio.
Quien menos parte tomó en el disgusto del muchacho fue su hermana, que vana y egoísta como él, no se afligía por los males de otro, antes bien celebraba tener una ocasión de humillarle; y pasados los primeros días de profunda pena para él y sus padres, solía la niña echarlo a broma y burlarse del fiasco de Enrique, pero bien pronto le llegó su vez, que nunca deja Dios sin castigo a los malos hermanos.
Preparábase una velada literaria y musical en el colegio de Laura; ésta, que estaba muy adelantada en el piano, debía tocar un trozo de música clásica que ejecutaba con admirable limpieza, y aguardaba con ansia el suspirado instante en que debía lucir su habilidad, sus gracias y su elegante vestido.
El uniforme de gala del colegio era blanco con adornos rosa, pero el género y la confección se dejaban a la elección de las familias. El que había de estrenar Laura era de Faya con adornos color de rosa del mismo género y volantes de encaje blanco.
La víspera del día señalado ya estaba el rico vestido, las botitas de raso y todo lo demás dispuesto; mas, ¡oh, dolor!, aquella noche la niña empezó a sentir un dolorcillo en la punta de la nariz y al día siguiente se levantó con un grano enorme en aquel preferente sitio, con toda la nariz hinchada y encarnada, y su hermoso rostro notablemente desfigurado.
La pobre Laura lloraba amargamente, con lo cual, lejos de aminorar el mal, aumentaba; mandose recado al colegio para ver si la Directora consentía en suspender la función; pero ésta contestó que era imposible, habiéndose ya circulado las esquelas de invitación. Los padres de Laura le aconsejaron que no fuese, mas su vanidad por una parte la impelía a seguir este consejo, para que nadie viera su formidable nariz, y por otra la persuadía a que se presentase en el colegio a lucir su elegante traje y su ejecución en el piano, con tanto mayor motivo cuanto en el acto de confundir a sus compañeras con su maestría en el instrumento, se hallaría de espaldas al público. Estas razones de alta conveniencia presuntuosa acabaron de convencer a la pianista.
Llamose al médico y éste opinó que no había inconveniente en que Laura saliese de casa, pues aquello no era más que un divieso, al cual habría necesidad de aplicar después alguna emoliente.
Llovía, y cuando nuestra heroína subió a un magnífico carruaje, acompañada de sus padres y hermano, casi no sentía la tirantez de su rostro, cuya hinchazón iba en aumento, y se olvidaba del mal efecto que le había producido el mirarse al espejo; contemplando su elegantísima falda, sus preciosas botas de raso blanco, y más que todo, pensando que las alumnas externas como ella que fuesen a pie, se presentarían con el calzado deslucido y el vestido salpicado.
Embebida se hallaba en estas reflexiones cuando llegó el carruaje al colegio; la niña quiso saltar la primera, en cuanto el criado abrió la portezuela, pero sus altísimos tacones fueron causa de que al apoyarse en el estribo se le torciera un pie, y como no había aceptado la mano que le ofrecía el auriga, dio con su cuerpo en el enlodado patio; manchando lastimosamente el blanco traje.
¡Nuevo conflicto que superaba en magnitud a la inflamación de las narices!
La familia se alarmó al pronto, pero al ver que la niña no había sufrido daño alguno, se tranquilizó, y aun cuenta la crónica que el malicioso Enrique se rió disimuladamente del batacazo.
Afligida y confusa se presentó Laura a la Directora, firmemente resuelta a regresar a su casa sin tomar parte en la función de aquella noche, pero la buena señora le rogó que se quedase para no privar a los convidados del placer de oír la anunciada pieza, tocada con tanta maestría.
La niña insistía, diciendo que le era imposible presentarse con el vestido lleno de lodo; pero su maestra, deseosa de hallar un remedio para evitar aquella retirada, llamó a su sobrina Concha, niña de la misma estatura y formas que Laura, y rogó a ésta aceptase el modesto traje de piqué que Concha acaba de estrenar, a lo cual se prestó dócilmente la dueña del traje, resignándose a permanecer en su cuarto durante la función; y no accedió sino después de muchas instancias y hasta súplicas de sus padres y maestras, después de haber opuesto una tenaz resistencia, la orgullosa hija de Cifuentes.
Retirose a su habitación la amable sobrina de la Directora, y volvió, vistiendo su traje usado y trayendo el que acababa de estrenar, que ayudó a poner a Laura, a la cual sentaba todo lo bien que podía esperarse, no habiéndose hecho para ella; pero en honor de la verdad debemos decir que distaba mucho del elegante corte y la precisión que las exigencias de la madre y la hija obtenían siempre de las mejores modistas de la capital.
La fiesta había empezado y era llegada la hora de sentarse Laura delante del piano. Los concurrentes tenían noticia de su habilidad, algunos la habían oído ya otras veces, y era esperada con impaciencia.
Otra niña de su misma edad fue a buscarla y a rogarle saliera presto. No de muy buena gana accedió Laura a la invitación, y se presentó en el salón apoyada en el brazo de su compañera; mas he aquí que junto a la puerta que comunicaba con las habitaciones había un grupo de jóvenes hermanos o amigos de otras alumnas, que, al pasar ellas, entablaron el siguiente diálogo en voz baja, pero no tanto que no fuesen oídos por la interesada:
-Ésa es la pianista.
-¿Cuál de ellas?
-La más alta.
-La más fea, querrás decir, porque tiene una nariz horrible.
-Y será pobre, porque lleva ese vestido tan...
Laura no oyó más, giró rápidamente sobre sus talones y como una gacela asustada corrió a refugiarse al gabinete de la Directora, presa de la más violenta agitación. Allí lloró, pateó, hizo cuanto pudo por rasgar el vestido de la pobre Concha, que a ser de un género más ligero no hubiera salido incólume de sus crispadas manos, todo lo que presenciaba atónita la compañera, hasta que entraron los padres y la Directora alarmados por su desaparición.
Entonces fueron infructuosas las súplicas y las ofertas, Laura se negó absolutamente a volver al salón, y enferma de ira, con el semblante inflamado, subió al coche con su familia, llevando su vestido prestado y regresó a su casa metiéndose en cama inmediatamente.
Tres días permaneció en el lecho, y cuando se levantó con la nariz en su estado normal, Enrique le dijo con sorna:
-¿No te alegrabas del fiasco que hizo mi discurso? Pues a cada puerco le llega su San Martín».
-¿Está acabado el cuento? -dijo Sofía.
-Sí; ¿qué les ha parecido a ustedes?
-Me parece que, si bien Laura era muy reprensible por su loca vanidad, no era ciertamente su hermano, que abundaba en el propio defecto, quien tenía derecho a echárselo en cara, y que de ningún modo debía alegrarse del disgusto de la niña, por más que lo tuviese merecido, y su contento probaba en él mal corazón.
-Sin embargo, amiga mía -dijo a su vez Prudencio-, no debe extrañarnos la conducta de Enrique, y hasta era natural que hiciese lo que hizo, porque los niños presuntuosos son egoístas, y pagados, como están, de sí mismos, desconocen los sentimientos de ternura, compasión y generosidad.
-Eso mismo nos dijo la señora Directora, añadiendo que huyésemos de esta pasión, porque los que están dominados por ella, ni son buenos hijos ni cariñosos hermanos, ni leales amigos.
-Buena memoria tienes -observó el padre-, y si como grabas en ella los cuentos, consigues fijar con igual precisión las nociones de las ciencias, no dudo que serán fructíferas las lecciones de tus profesores.
-Eso es más difícil -dijo con ingenuidad Flora-, pues cuando nos dan una explicación, y también en los libros que estudiamos (porque ya empiezo a estudiar) hay cosas que cuestan mucho de entender y no nos gustan tanto como los cuentos.
A la caída de una hermosa tarde de otoño, Flora se hallaba en una campiña a la que había salido en unión de su buen padre a disfrutar de la vista de la naturaleza, aprovechando la circunstancia de no haber clase en su colegio.
Extasiábase contemplando la serenidad del cielo, la exuberante vegetación del campo, las silvestres flores que todavía esmaltaban el verde césped, y exclamó:
-¡Papá! ¡Cuán magnífico es todo esto! ¡Cuánta es la sabiduría de Dios, que ha hecho este mundo tan admirable!
-Y muchos otros mundos, hija mía.
-¿Sí?, eso es lo que no sabía yo.
-¡Tantas cosas hay que no sabes!
-Por eso deseo aprender mucho. Ahora ya empieza a gustarme el estudio.
¿Cómo se llama el arte que enseña eso de los mundos que Dios ha creado?
-Es una ciencia, y se llama Geografía.
-Qué diferencia hay de un arte a una ciencia.
-No sé si acertaré a explicártelo de un modo bastante claro para tu naciente inteligencia.
-Pruébelo usted.
-Las ciencias obedecen a principios fijos, inalterables y que ningún profesor que se dedique a enseñarlas puede modificar, diferenciándose solamente en explicarlas con mayor o menor extensión. Las artes, como invención del hombre, cada uno las practica y las enseña a su manera; de modo que de un mismo arte se escriben infinidad de tratados que todos tienen por objeto dar reglas para su conocimiento y ejecución. Por ejemplo, la Aritmética es una ciencia y la Gramática es un arte; por eso no habrá autor que ponga en duda que tres y dos son cinco, o que el tercio de seis es dos; al paso que en Gramática, arte utilísimo, pero al fin mera invención humana, habría quien te enseñe que tal palabra es artículo, mientras otro sostiene que es adjetivo.
-Creo que lo entiendo un poco. Hablemos de los mundos, y dígame usted dónde están.
-¿Ves esa estrella brillante que asoma en el horizonte, bañado todavía con los últimos resplandores del Sol?
-Sí, papá, mientras usted hablaba el Sol se iba escondiendo deprisa, deprisa detrás de aquella montaña, y esa estrella, que al principio casi no se veía, ha ido adquiriendo esa luz tan brillante y hermosa. Dentro de un rato habrá muchas más estrellas, eso ya lo sé de todas las noches.
-Pues bien; cuando aprendas Geografía sabrás que cada una de esas estrellas es un mundo como el de nosotros habitamos, y la mayor parte mucho mayores. Comprenderás también que el Sol no se ha escondido, que somos nosotros los que hemos cambiado de dirección respecto a él.
-¿Nosotros? ¡Si no nos hemos movido!
-Tú y yo no. Por cierto, que ya empieza a ser hora de que nos movamos, pues han dado las seis y a las siete he de recibir algunos de mis clientes.
-Cuando usted guste papá. ¡Estábamos tan bien aquí sentados! Pero dígame, ¿quién se ha movido?
-El mundo, que en su incesante rotación presenta una parte al Sol que le ilumina con sus rayos, y entonces es de día para los habitantes de aquella parte del globo y de noche para los que se hallan en el opuesto hemisferio. Ahora amanece para ellos y mañana, cuando se haga de día para nosotros, anochecerá para nuestras antípodas, que así se llaman.
-¿Qué forma tiene, pues, el mundo que habitamos?
-Es redondo, semejante a una naranja o a una bola de billar, y un poco aplanado en los dos extremos que se llaman polos. Figúrate una naranja atravesada por un palito, y girando sobre él constante y periódicamente, y tendrás una idea del movimiento de la tierra llamado «de rotación»; en el cual emplea veinticuatro horas, por cuya causa, durante este tiempo, vemos salir el Sol, elevarse en el horizonte, declinar después, y, por último, ocultarse a nuestra vista.
-Y, ¿todas esas estrellas son también mundos que dan vueltas como el nuestro?
-Unas tienen luz propia y son soles como el que ilumina nuestro globo; otras, en número mucho menor que las primeras, reflejan la luz del Sol. Estas últimas, llamadas planetas, describen un círculo o bien una figura de forma ovalada, que se llama elipse, alrededor del Sol; que es lo que hace el planeta que habitamos, pues has de saber que, además del movimiento que te he explicado, tiene ese otro llamado de traslación, en el cual emplea 365 días 6 horas.
-¡Qué cosa tan admirable!
-La inmensa sabiduría del Altísimo dotó al Sol de una fuerza llamada de atracción por medio de la cual llama así a todos los planetas que dan vueltas a su rededor, los cuales se precipitarían sobre él si no hubiese otra fuerza opuesta a la primera que se lo impidiera. Esta fuerza se llama centrífuga, y se produce siempre que un cuerpo gira alrededor de otro.
La fuerza centrífuga puedes observarla si atas un plomo o una piedra al extremo de un cordón y le das vuelta con rapidez. Notarás inmediatamente que el cordón se pone tirante y que la piedra tiende a alejarse de tu mano, lo cual se lo impide la resistencia del cordón. Suéltale y verás cómo la piedra se aleja muy velozmente, obedeciendo a su fuerza centrífuga que ya no está contrarrestada por el hilo.
Lo mismo se verifica en el movimiento de cada planeta al rededor del Sol. Sin la atracción de dicho astro se alejarían los planetas siguiendo únicamente la fuerza centrífuga y sin ésta caerían en la superficie del Sol; pero existen las dos a la vez y el equilibrio se verifica.
Todos los cuerpos celestes se atraen entre sí en virtud de ciertas leyes que constituyen lo que se llama gravitación universal, de que la gravedad es tan sólo un caso particular.
-Pero, ¿qué es la gravedad?
-La causa que obliga a caer a todos los cuerpos que están abandonados a sí mismos. Prueba a ejecutar lo que te he dicho anteriormente, suelta el cordón, y el plomo caerá al suelo.
-Es claro, nada se tiene en el aire.
-Pues eso es la gravedad. La Tierra este dotada de una fuerza de atracción que tiende a llamar hacia su centro a cuanto se sostiene en su superficie, como el Sol atraería a los cuerpos celestes, si no fuese la otra fuerza de que te he hablado.
-Sí, la centrífuga, ya me acuerdo.
Pero, papá, algunas veces tiro yo una pluma y no cae al suelo como caería una piedra, sino que vuela...
-Volará hasta que caiga también. Al caer un cuerpo, el aire le opone cierta resistencia, la cual es vencida con más facilidad por la piedra que por la pluma, a causa de ser el peso de aquélla mucho mayor que el de ésta.
-¿Con qué la Tierra lo atrae todo hacia sí? He ahí explicada otra cosa que no entendía.
-¿Qué cosa?
-Cuando ha dicho usted que la Tierra daba vueltas incesantemente sobre su eje, pensaba yo que debíamos caernos, o al menos quedar con la cabeza abajo y los pies arriba.
-Las palabras «abajo» y «arriba» no tienen significación cuando se trata del espacio; puesto que lo que llamamos «abajo» es siempre el punto más cercano a la tierra, y arriba el más lejano. Así, tenga ésta la posición que quiera respecto al Sol, todos estamos adheridos a ella, y alrededor nuestro, y sobre nuestras cabezas, esa masa de aire y vapores azul y transparente, que se llama atmósfera y a que vulgarmente llamamos «cielo».
-¿Pero eso no es un toldo abovedado?
-No, hija mía, la bóveda celeste no existe más que en la mente de los poetas y de los ignorantes.
-Pues yo la veo bajar hasta unirse con las montañas.
-Sin embargo, en realidad no es que baja, sino que nuestra vista no alcanza más, y la línea donde nos parece juntarse la bóveda celeste con la tierra o el mar se llama horizonte sensible, pues el horizonte racional es otra cosa que en su día te explicaré.
-Mire usted papá, ¡qué hermosa Luna!, ¡qué brillantes estrellas! Me ha dicho usted que las estrellas eran otros tantos soles; y la Luna, ¿qué es?
-Te he dicho, en efecto, que los cuerpos celestes unos son luminosos como el Sol, y otros opacos como la Tierra y la Luna.
-¿La Luna no es luminosa?
-No, ciertamente, y esa luz, que comparada con la del Sol es pálida y macilenta, no es más que el reflejo de los rayos que aquel astro le envía, como los refleja un cristal o el agua de un río; por eso la vemos unas veces redonda y otras no, según nos presente todo su disco iluminado por el Sol o únicamente una parte.
-Y esto ¿en qué consiste?
-En que ella da vuelta al rededor de la Tierra, como ésta alrededor del Sol. Otro día te explicaré su movimiento, porque hoy ya es tarde y llegamos a casa.
-Una sola pregunta mientras subimos la escalera.
-Sea.
-¿Es tan grande la Luna como el Sol?
-No, hija mía: el Sol es más de un millón de veces mayor que nuestro globo; al paso que la Luna es menor que la Tierra.
-Pues no se nota esta grandísima diferencia.
-Eso consiste en que el primero está a una inmensa distancia; y la segunda, relativamente cercana. El Sol dista de la Tierra unos 150 millones de kilómetros, o sea, el espacio que recorrería una bala de cañón con su gran velocidad durante seis años.
-¡Ay!, mamá mía, ¡qué cosas me ha dicho papá tan admirables! -decía Flora corriendo a abrazar a Sofía- Ahora voy comprendiendo algo de la sabiduría de Dios.
-Pues cuanto más la comprendas, más amor, respeto y admiración te inspirará el ser Supremo -dijo Prudencio besando a la niña; y tornando una luz que la criada le presentaba, se dirigió a su gabinete, sintiendo separarse de su querida alumna.
-Papá -decía muy alegre la pequeña Flora un jueves por la tarde- ¿sabe usted que ya empiezo a estudiar la Historia de España?
-Me alegro -contestó éste-, porque es muy útil el conocimiento de la Historia, y particularmente el de la del país en que hemos visto la luz primera, puesto que ella es la relación de los sucesos que han tenido lugar sobre el suelo que pisamos, de los hechos de nuestros antepasados, de las causas que han producido los efectos que estamos presenciando.
-He aprendido algunas lecciones cortitas; pero el principio, aunque lo sé de memoria, no lo entiendo.
-A ver qué es lo que no entiendes.
Y Flora, que empezaba a tomar gusto a la labor, se puso a dobladillar un pañuelo al lado de su madre abuela, que trabajaban también y la escuchaban extasiadas, y se explicó en los términos siguientes:
-España está situada en la parte occidental de Europa, entre los 36 y 45 grados de latitud norte, y entre los 9 y 22 de longitud oriental, contando desde la isla de Hierro en Canarias. De todo esto no entiendo una palabra.
-El autor de ese tratado -dijo don Prudencio-, supone que los niños que lo estudian tienen algunas nociones de Geografía; pero ya que tú careces de ellas, voy a explicarte el significado de esas palabras; y para que las comprendas mejor, deja esa labor y sígueme a mi gabinete. Hoy el día está frío y nublado y en vez de salir a paseo, nos distraeremos de un modo agradable sin salir de casa.
Flora dobló su pañuelo y siguió saltando a don Prudencio.
-He aquí -le dijo-, mostrándole un globo terráqueo, la Tierra en miniatura, pero con sus más exactas proporciones.
Estos puntos extremos son los polos, llamados el uno ártico o del Norte, y el otro antártico o del Sur. Equidistante de uno y otro polo se halla una línea llamada Ecuador.
-Ya la veo -dijo alegremente la niña.
-Los conocimientos humanos, querida mía, están de tal manera enlazados entre sí que; para comprender bien una ciencia; es menester adquirir alguna noción de otras con ella relacionadas. La Geometría, que es la ciencia que nos enseña a medir los cuerpos, divide todo círculo, o figura redonda (para que lo entiendas mejor) en 360 grados. Imaginemos una línea que partiendo de un punto cualquiera, pasando por uno y otro polo y cortando dos veces el Ecuador, vuelva al mismo sitio de donde ha salido; esto es lo que se llama meridiano.
-También veo los meridianos.
-Bien está. Sobre el meridiano, que como comprenderás es convencional, se marcan los grados de latitud siendo de advertir que no puede pasar de 90 la de un pueblo, pues el círculo entero comprende, como he dicho, 360; corresponden a cada hemisferio 180, y como los grados se cuentan desde el Ecuador al polo inmediato, se dice que un punto cualquiera está a tantos grados de latitud norte o sur, según esté más próxima a uno u otro polo.
-Ya sé lo que es latitud. ¿Y la longitud?
-Longitud es la distancia de un punto al meridiano; puede ser oriental u occidental y se advierte si es del meridiano de Madrid, París, etc. Tú me has dicho de la isla de Hierro.
-Ya lo entiendo. Continúo, pues.
Historia es la relación de los sucesos pasados. La Historia puede ser Sagrada y profana: la primera es la que trata exclusiva o muy particularmente del pueblo de Israel; y la segunda la de los demás pueblos. Divídese ésta en Universal, General, Particular, Crónicas, Anales y Biografías.
Historia Universal es la de todas las naciones; General, la de una nación; Particular, la de una provincia; Crónica, la detallada relación del reinado de un príncipe; Anales, esta misma relación clasificada por años; y, Biografía, la historia de una persona pública o privada.
-La historia que empiezo a aprender es la General de España, país cuya situación ya he indicado. Si le parece a usted papá mío, volveremos a la salita; allí coseré y disfrutaremos de la compañía de mamá y abuela.
Flora salió en compañía de Prudencio, se sentó, volvió a tomar su pañuelo y mirando a las señoras dijo:
-Ya sé lo que es latitud y longitud.
-La Historia de España -continuó-, suele dividirse en nueve períodos, a saber: Tiempos fabulosos o heroicos, dominación de los fenicios, dominación de los cartagineses, dominación de los romanos, España goda, invasión de los árabes, reconquista, casa de Austria y casa de Borbón.
Período primitivo
Como en los tiempos primitivos los hombres no sabían escribir, y únicamente por la tradición se saben los sucesos que en aquella época tuvieron lugar, he aquí el nombre de fabulosos o heroicos porque la verdad se confunde con la fábula. Lo único que de aquella remota y oscura época se refiere es que Túbal y su sobrino Tarsis, con sus respectivas familias, pasaron los Pirineos y se establecieron en esta hermosa y favorecida parte del globo 2200 años antes de J. C.
Túbal con los suyos se situó al Norte y Occidente, Tarsis con sus gentes al Oriente y Mediodía.
A los primeros se les llamó celtas; a los segundos, iberos.
Otros historiadores opinan que los celtas nada tienen que ver con los tubalitas; pero sea de esto lo que quiera, lo que hay de cierto es que de la unión de estos dos grupos tomaron los pobladores de España el nombre de celtíberos, y eran los que la ocupaban cuando llegaron los fenicios.
Periodo fenicio
Eran los habitantes de la tierra de Canaán o de Promisión, llamada también Fenicia, hombres valientes e instruidos, a quienes se atribuye haber inventado la navegación, el alfabeto, la Aritmética, la Astronomía, haber sido los primeros que escribieron Historia y construyeron archivos, para guardar sus manuscritos y los que discurrieron el trasquilar, las ovejas, hilar su lama y fabricar ricas telas, como también el hacer vidrio.
En el año 1600 antes de J. C. desembarcaron en las costas de Gibraltar algunos fenicios para cargar un bajel de estaño, metal de que entonces se hacía grandísimo aprecio, y regresaron a su país.
En el año 1500, esto es, un siglo después, vinieron gran número de fenicios, fundaron a Cádiz, después se extendieron por la costa oriental de Iberia llegando hasta los Pirineos, siempre con beneplácito de los antiguos pobladores, que, mucho más ignorantes que ellos, no hubieran sabido explotar las abundantes minas de estaño, plata y ámbar que existían en nuestro favorecido suelo.
Los fenicios dieron a la Iberia el nombre de Spania, derivado de span que significa «conejo», ya fuese porque en el país en que desembarcaron encontraron muchos conejos, ya porque cual a uno de estos cuadrúpedos la hallaron escondida entre breñas y oculta por frondosa y abundante vegetación.
Tras los fenicios vinieron los griegos de diferentes provincias. Era la Grecia entonces una nación poderosa, porque sus habitantes eran a la vez fuertes y sabios; y no cabiendo en los límites de su territorio, buscaban tierras que conquistar y riquezas que explotar.
Desde el año 900 hasta el 700 antes de J. C., los griegos fundaron a Rosas, Sagunto, Ampurias y Denia, sin que los fenicios rechazasen a los nuevos pobladores, porque conocían que en esta privilegiada Península había frutos, metales y cuanto podían apetecer para saciar la codicia de unos y otros.
-Buena memoria tienes, querida mía, dijo la anciana doña Ángela, que había estado escuchando sin pestañear la relación de su nieta.
-En efecto -replicó la niña-, esto lo sé de memoria, porque me ha dicho la profesora que así como en otras asignaturas basta comprender las explicaciones sin retenerlas textualmente. La Historia conviene aprenderla al pie de la letra para retener los nombres y las fechas.
Así terminó la conversación de aquella tarde, quedando el abogado y su familia altamente complacidos del precoz discernimiento que aquella niña manifestaba y de los rápidos progresos que hacía en los diferentes estudios a que la dedicaban.
El culto piadoso
Era un magnifico día de invierno, el sol brillaba con todo su esplendor, pero un viento frío y sutil recordaba al imprudente que salía de casa falto de abrigo que se acercaba enero con sus nevadas y escarchas.
Tres días hacía que Flora se levantaba tarde y no iba a la escuela, a causa de un catarro; y como llegase el domingo sin que se hubiese levantado la prohibición de salir de casa, llamó a la criada y le dijo que preguntara a su mamá si podría dejar el lecho algo más temprano y vestirse para ir a Misa.
El padre fue quien entró en la alcoba pocos minutos después, la niña le tendió los bracitos, le besó. Prudencio, después de corresponder a las caricias de su hija, le habló en estos términos:
-Ayer el médico, que vino a ver a tu abuela, la cual sabes que padece un reúma agudo, dijo que si no cesaba la tos que te molesta, te hiciésemos guardar cama uno o dos días y permanecer regularmente abrigada; no con excesivo abrigo que te pese y te sofoque, pero que con esto y con algún cocimiento de té, tila o flor de malvas procuremos que sudes; con lo cual desaparecerá esa indisposición; y como has tosido toda la noche, hemos resuelto que no te levantes.
-Como quiera usted, papá -contestó la niña-, pero siento muchísimo no poder ir a Misa y a paseo.
-Otro día será; ahora te dejo, pues voy a prepararme para salir.
-Atienda, usted, papá, ¿no podré tomar más que té o tila?
-Como no tienes calentura, haré que te sirvan un ligero desayuno; y a mediodía comerás también una sopa, paro cada tres horas te traerán uno de los cocimientos que he dicho, el que tú prefieras, a fin de promover el sudor. Sucesivamente entraron a visitar a la pequeña enferma y a despedirse para ir a Misa don Leandro y Sofía, uno y otro la acariciaron y le recomendaron la paciencia y la docilidad, no sin cuidar el cariñoso abuelo, antes de dejarla, de que tomase chocolate y un vaso de leche caliente.
Por fin entró doña Ángela, y Flora le preguntó con tierna solicitud por su dolor reumático, añadiendo en tono de dulce reproche:
-A usted que está más mala que yo, la dejan levantar y a mí no.
-Eso consiste en que mi enfermedad crónica no desaparecerá con uno o dos días de cama, y la tuya es fácil que se cure con tan sencillo remedio, además de que yo sufro más en la cama que levantada.
-Pero no irá usted a Misa, ¿verdad?
-No, por cierto.
-Mejor, así me hará compañía.
-En efecto, aquí nos quedamos juntitas las dos inválidas.
-Y dígame usted, abuelita: ¿No ofendemos a Dios faltando al precepto de oír Misa?
-De ninguna manera. Le ofenderíamos, por el contrario, si tú, desobedeciendo a tus padres y yo desoyendo los consejos del facultativo, a quien he llamado para que me cure, y los de la higiene y el buen sentido, saliésemos de casa con inminente riesgo de agravar nuestras respectivas dolencias, y de convertirlas, de leves que son ahora, en peligrosas.
-Ante el Mandamiento de la Iglesia de oír Misa, está el deber que Dios nos ha impuesto de conservar la salud -añadió doña Ángela.
-También Dios nos manda santificar las fiestas -repuso la niña.
-¿Quién te ha dicho que no podemos santificarla?
-Usted y yo, ¿la festividad de hoy?...
-Sí.
-No veo cómo.
-¿Qué manda el Catecismo que tú has aprendido?
-Emplear los días de fiesta en hacer algunas obras buenas y no trabajar.
-¿Y eso no podemos hacerlo?
-La segunda parte sí, la primera no. Quiero decir, que en cuanto a trabajar no hay peligro; pero buenas obras no puedo hacer estando en la cama.
-Si tal: ante todo, supongo que habrás rezado tus oraciones como todas las mañanas...
-No, abuelita, no lo he hecho, la verdad le digo a usted.
-¿Por qué no?
-Como papá me ha encargado que no me moviese de la cama ni me destapase, no me he atrevido a ponerme de rodillas. Todos los días, luego de vestirme, tomo agua bendita, me arrodillo delante de la imagen del Salvador, luego ante la de su Santa Madre, y rezo mis cortas oraciones con toda la devoción posible, lo mismo que al acostarme, pero hoy va ves que no puede ser.
-¡Vaya si puedes!
Y la buena señora se levantó, mojó sus dedos en el agua bendita contenida en una pequeña pila de nácar que había junto a la cama de Flora, y la ofreció a ésta, diciendo:
-Reza tus oraciones acostada. El Señor ha dicho: Mi yugo es suave y no tiránico; y así se contenta con lo que podemos ofrecerle, según nuestras fuerzas y el estado de nuestra salud; apreciando más que todo el deseo y la voluntad de complacerle, esto es, el culto interno que le ofrece un corazón tierno e inocente, o fervorosa y verdaderamente arrepentido.
Luego salió a buscar su libro y también rezó y leyó, mientras su nietecita con las manos cruzadas debajo de la ropa oraba con profundo recogimiento.
-Ya he concluido, abuelita -dijo algunos minutos después.
-Pues bien, ya has hecho una buena obra -contestó la anciana cerrando el libro.
-No sabía yo que se podían hacer obras buenas estando en la cama.
-El acto mismo de aceptar con paciencia la indisposición que Dios te ha enviado, y las privaciones y molestias que son su consecuencia es meritorio a los ojos de Dios; así como vería con enojo que te obstinases en levantarte, comer de todo, fugar y salir al aire; en cuyo caso tus superiores nos veríamos obligados a imponerte por fuerza la quietud, el recogimiento y la dieta, cosas que tendrías que sufrir sin que hubiese mérito alguno de tu parte.
-No puedo dar limosna...
-¿Cómo no?
-No, porque cuando voy con ustedes a Misa, o con papá y mamá, suelen darme algunas monedas, y yo se las reparto gustosa a los pobrecitos que encontramos por el camino, los cuales me colman de bendiciones.
-Y, sin embargo, tú en realidad no das limosna.
-Es verdad, porque el dinero es de ustedes.
-Hoy puedes darla verdaderamente, sin moverte de la cama.
-¿Sí?
-Es claro. ¿No tienes algún dinero?
-Sí, abuelita, tengo unos ocho reales en un portamonedas en el cajón de esa mesita.
-¿Cuánto quieres dar?
-Daré, aunque sea media peseta.
-Con un real basta; repara que es una octava parte de tu fortuna.
-Ya no se dice la octava parte.
-Pues ¿cómo se dice?
-Ciento veinticinco milésimos o sea el 12 y ½ por ciento.
La señora llamó a la sirvienta y le mandó tomar la cantidad citada del sitio que la niña había indicado.
-¿Ha de salir usted de casa? -le preguntó.
-Sí, señora, he de ir a buscar sopa y postres.
-Pues en ese caso -dijo Flora-, dele usted ese real al ciego que se pone todos los días en la esquina de esta calle.
-Lo haré de muy buena gana.
-¿Ves? Ya has hecho tres obras buenas.
-Veo que se puede ser muy bueno sin poner los pies en una iglesia.
-Cuando no se puede ir.
-Es que una niña nos contaba el otro día que su padre y sus hermanos eran muy virtuosos y muy caritativos, pero que no iban nunca a la iglesia.
-¿Y se enteró de eso la Directora?
-La Directora no, pero la inspectora de orden, a quien fuimos a dar parte, reprendió a la alumna, diciendo que ella no se creía competente para juzgar los actos de aquellos señores, que Dios en su día les pediría cuenta; pero que la alumna hacía muy mal en referir lo que los suyos hacían o dejaban de hacer, mayormente siendo cosa tan diferente de lo que en el colegio se nos enseña, y que si reincidía, daría conocimiento a la Directora.
-Esa joven obró de un modo muy prudente, y si la niña reincide y le aplican un severo castigo, no tendrá de qué quejarse.
El no ir a Misa ni frecuentar los Sacramentos sistemáticamente y haciendo gala de ello, como regularmente hará la familia de tu condiscípula, es un grave escándalo. Dios tiene derecho a que le adoremos, no sólo interior sino exterior y ostensiblemente, pues siendo Señor absoluto de la creación, debiéndole nuestras potencias, nuestros sentidos y todo nuestro ser, como también cuantos bienes disfrutamos; nada hay más justo y razonable que el ofrecerle pública y solemnemente el testimonio de nuestra fe, de nuestra gratitud y nuestro respeto.
Los primeros hombres ofrecían sacrificios al Señor, como habrás leído en la Historia Sagrada, hoy día no hay pueblo que no tenga su religión y su culto, pues todos los humanos, por salvajes e ignorantes que sean, creen en una divinidad, esto es, en un ser superior al hombre, y a su manera le adoran y reverencian.
Nosotros somos cristianos católicos, Jesucristo mismo enseñó a sus discípulos la Doctrina Santa que profesamos, la Iglesia que Él instituyó y que goza de su apoyo y asistencia, recibiendo sus inspiraciones, tiene leyes que debemos cumplir; y el que las conculca, y niega a Dios el culto debido, es un impío.
El que, por el contrario, abandona las obligaciones que su cargo o profesión le impone, y pasa larguísimas horas en la iglesia donde nada tiene que hacer después de cumplir los deberes religiosos, es un holgazán o un fanático, y si lo hace por engañar a las gentes con una falsa devoción, es un hipócrita.
-Decía, usted abuelita, que era obligación muy sagrada el conservar la salud y el procurar recobrarla cuando la hemos perdido, porque ante todo debemos cuidar de no comprometer nuestra existencia. Creo que ha dicho usted eso.
-En efecto.
-Pues siendo así, ¿cómo nos citan por modelo personas de uno y otro sexo que han expuesto su vida y la han sacrificado, si es necesario? El Antiguo y el Nuevo Testamento están llenos de ejemplos de esta índole, y en la Historia profana no faltan héroes a quienes se prodigan elogios por haber despreciado el peligro.
-Pero esos Santos y esos héroes le han arrostrado, y acaso han sucumbido en él, o han sacrificado su existencia por causas sagradas y con motivos poderosos. El joven Daniel y sus compañeros, que por no desobedecer la Ley divina, se exponen a una muerte horrible; los mártires que predicando la Doctrina de Jesucristo, la han sellado con su sangre; el misionero, que por llevar esta misma Doctrina a las tribus salvajes de América y Asia, sufre toda clase de penalidades y a veces un glorioso martirio; el militar que sucumbe defendiendo su patria, su religión y sus leyes; la hermana de la Caridad que corre al campo de batalla para prestar auxilios a los heridos en medio del fragor de la pe lea; el médico, el sacerdote o la persona caritativa que, en vez de abandonar una ciudad apestada, se quedan para asistir a los enfermos son héroes dignos de admiración y respeto; pero el que desafía el rigor de la temperatura, el que compromete su salud comiendo o bebiendo sin tasa o se expone a otros peligros sin necesidad y sin provecho, es un temerario.
Aquí llegaban de su interesante conversación, cuando la llegada del resto de la familia vino a darle distinto giro.
Flora reflexionó mucho acerca de los consejos de su abuela, y desde aquel día empezó a comprender los deberes que nos impone la religión que profesamos, y cómo hemos de dar culto a Dios; en lo cual no había pensado si no vagamente. Las sucesivas conversaciones que tuvo con sus padres y maestros, y la lectura de buenos libros acabaron de persuadirla de que el culto interno sin actos exteriores de humildad, respeto y devoción es insuficiente para lo que Dios merece, e ineficaz porque no tiene el mérito del buen ejemplo; y que el culto externo sin la piedad interior sería una ridícula farsa y una despreciable hipocresía.
En cuanto a la indisposición de nuestra amiguita, debemos decir a nuestras tiernas lectoras, para su tranquilidad, que fue breve y ligera, gracias a la docilidad con que observó los preceptos del médico y las órdenes de su padre.
Si vierais, queridas lectoras, con cuánta solicitud está preparando la linda Flora su vestido de piqué blanco, adornado de azul, cómo arregla los lazos que deben adornar sus rubias trenzas, se lava la cara, se cepilla las botitas e insta para que vengan pronto a peinarla, comprenderíais que se trata de alguna desusada fiesta.
En efecto, Prudencio, Sofía y Flora deben ir al teatro donde por una buena compañía se había de representar uno de esos dramas en que la moralidad y belleza del argumento están realzadas por un lenguaje correcto y una elegante y sonora versificación.
La severidad de principios de nuestro abogado, juntamente con su gusto artístico, le hacían escoger esta clase de espectáculos, para que los presenciase su hija, y esto sólo raras veces y como premio a su aplicación y buen comportamiento.
-Vamos, María, ¿ha concluido usted de comer?, pues ayúdeme a poner las botas... ¿Qué es eso?, ¿han llamado?
La antigua niñera, que había quedado en la casa de camarera o doncella de labor, que ambos nombres se da a las criadas que no están encargadas de la cocina, salió del gabinete de Flora, pero volvió a entrar al momento diciendo:
-Ya Teresa había ido a abrir.
-¿Quién es?, ¿algún importuno que nos impedirá ir al teatro?
-Un ordenanza de telégrafos que trae un pliego.
-A ver lo que será. Entre tanto ya estaré calzada.
Pocos momentos después entró Sofía, diciendo:
-Hija mía, no te vistas, porque ya no vamos al teatro.
-Pues, ¿qué ha ocurrido, mamá?, ¿hay alguna novedad? -preguntó la niña.
María le quitó una bota que ya le había calzado y se retiró.
-En la familia no hay novedad, pero acabamos de recibir un telegrama de una señora, íntima amiga de tus abuelos, que acaba de perder a su esposo en Madrid, ha quedado sola con una hija joven, arruinada o poco menos, y parece que viene a establecerse en esta ciudad, ya porque podrá vivir con más economía, ya también buscando la falta de parientes cercanos, la protección de tu abuelo, a quien el difunto quería como a un hermano.
-¿Y eso que tiene que ver con que nosotros vayamos al teatro?
-Tiene que ver mucho, porque llegan esta misma noche.
-Bien; las recibirían los abuelos.
-¿Crees tú que consentiremos que unas personas, afligidas por la doble pérdida de un ser querido y de su antigua fortuna, bajen del tren y tiendan por todas partes la vista sin encontrar un rostro amigo, que señoras solas y en país extraño, con la timidez del dolor y de la pobreza, tengan que anclar buscando un coche de alquiler que las lleve a la fonda, y que las dejaremos en la cruel incertidumbre de si hemos recibido o no el telegrama, o de que habiéndole recibido no hayamos hecho caso?
-Que vengan a casa y lo sabrán.
-Pero, ¿quién les dirá que vengan a casa?
-Se pone otro telegrama...
-Mira, hija mía, habría madre en mi lugar que con justa severidad te impondría silencio y se retiraría enojada; tú, en tal caso, quedarías callada pero no mi vencida, y en las mismas o parecidas circunstancias, dirías idénticas necedades, y si no las decías por temor de una repulsa, las pensarías. Yo quiero que nada me ocultes, quiero leer en el fondo de tu alma como en un limpio espejo; tienes ya nueve años, y es necesario que discurras y que cuando tus pensamientos o deseos no sean conformes a la justicia y a la caridad te lo hagamos comprender, para que te avergüences de ello.
Flora nada contestó y las lágrimas asomaron a sus ojos.
-Ni hay dónde dirigir un telegrama, porque las señoras están en camino y tan cerca que llegarán dentro de pocas horas; ni, aunque fuera posible, les diríamos: «No vayan ustedes a la fonda, vengan a casa, que aquí las esperan nuestros padres, sin molestarse en ir a recibirlas; en cuanto a nosotros, nos vamos al teatro».
-Eso no, pero...
-Reflexionemos. Si tuviésemos la desgracia de perder a tu buen padre, a tus excelentes abuelos y con ellos la mediana posición que hoy ocupamos...
-¡Dios nos libre!
-Así se lo pido; pero, si tal sucediese, si nos viésemos solas en el mundo, pobres y apenadas, ¿nos gustaría hallar esa indiferencia en los amigos y conocidos?
-No ciertamente.
-¿Qué nos manda el Catecismo, qué encargaría el Divino Maestro, después del amor a Dios?
-Amarás al prójimo como a ti mismo. Harás a otro lo que quisieras para ti.
-Eso es. Y lo que nosotras quisiéramos encontrar en nuestros amigos, si nos hallásemos en su lugar, es lo que procuremos ofrecerles.
Tu abuelo, tu padre y yo iremos a la estación antes de la llegada del tren; iríamos Prudencio y yo solos, pero es preciso que venga papá, porque nosotros no conocemos a las señoras en cuestión. Al momento que las veamos, nos pondremos a sus órdenes, Prudencio les pedirá el talón del equipaje y cuidará de recogerle. Papá ofrecerá el brazo a la señora mayor y yo a la joven, y las acompañaremos a un coche que nos conducirá aquí. Tu abuela y María, entre tanto, habrán preparado la habitación con dos camas blandas y limpias, y Teresa tendrá dispuesto algún refrigerio. Así se cumple el sagrado deber de la hospitalidad, a las que faltaríamos yendo esta noche a divertirnos, y presentándonos a ellas mañana con la vergüenza en el semblante y el remordimiento en el corazón.
-Es muy cierto.
-¿Comprendes ahora el egoísmo y la falta de caridad que había en tus primeras objeciones?
-Lo comprendo y me avergüenzo de ello. Perdóneme usted, mamá.
-Te disculpo y te perdono, porque no se te alcanzaba la gravedad de tu falta; deber mío era hacértelo comprender.
-¡Eso de hacer a otros lo que queremos para nosotros es muy hermoso!
-Como enseñado por Jesucristo.
-Pero, mamá, me ocurre una cosa, y si me lo permite, puesto que quiere que le manifieste lo que pienso en todas las ocasiones.
-Sé breve, porque ya sabes que tengo que salir.
-Cuando veo en el colegio a otras niñas que molestan a las compañeras, tirándoles de las trenzas, manchándolas de tinta o escondiéndoles la labor y los libros, pienso: Éstas obran mal, porque a ellas no les gustaría que las molestasen. Cuando desobedecen a las profesoras, pienso: Esto está mal hecho, porque, si nosotras fuésemos maestras nos gustaría que nos obedeciesen; pero..., pero...
-¿Qué?
-Que los padres y maestros no siempre miran eso.
-Explícate, porque no te entiendo.
-A ustedes cuando eran niños, ¿les gustaba que les castigasen?
-A mí no, y por eso procuraba evitarlo.
-Pero, y cuando tenían culpa, ¿les gustaba la reprensión o el castigo?
-Entonces no, porque no tenía reflexión; pero ahora que la tengo, bendigo a mis educadores, porque me enseñaron el buen camino con la voz y el ejemplo, y cuando no bastaron sus suaves amonestaciones para apartarme del mal me castigaron severa y justamente. Pocas veces me ha sucedido en verdad, pero cada castigo que se recibe en la infancia es un verdadero beneficio.
Está segura, hija mía, que la mayor parte de esos desgraciados que expían sus crímenes en un presidio o en un cadalso, o que, burlando la vigilancia de la justicia, son una constante amenaza para la gente honrada y un escándalo para la sociedad, no habrían llegado a tan deplorable situación, si hubieran sido a tiempo reprendidos y castigados por sus padres y maestros.
Uno de los atributos del ser Supremo, y una de las virtudes que deben adornar a toda persona constituida en autoridad es la justicia. Y ahora, adiós, hija mía.
Y Sofía besó a su hija.
-¿Qué haré ahora?
-Irte a la cama y mañana saludarás a nuestros huéspedes.
-¿Me deja usted quedar un ratito más?
-¿Con qué objeto?
-Con el de ayudar a arreglar la habitación de las señoras, y luego estudiar un poco.
-Pídeselo a tu abuela, que es quien se queda en casa.
La niña formuló su demanda y le fue concedida. Una hora después los preparativos para recibir a las viajeras estaban terminados; la anciana señora hacía calceta al lado de una mesita, y Flora, apoyado el libro en la misma, estudiaba asiduamente, mientras las muchachas reían y charlaban en la cocina.
Habían transcurrido algunos meses desde la llegada de la viuda y la huérfana a casa de don Leandro Burgos, y ya se hallaban instaladas en una modestísima, pero aseada y decente habitación, no lejana de la que ocupaban sus antiguos amigos, de los que recibían eficaz protección y continuas pruebas de cariño.
Largas horas había pasado la madre encerrada con Prudencio en el escritorio, explicándole el deplorable estado de sus negocios, para que se encargase de su gestión ante los tribunales, y Flora había oírlo pronunciar la palabra «pleito», pero no era curiosa y nada preguntaba. Únicamente se fió cierto día en este corto diálogo, que sostenían doña Amparo (que así se llamaba la madre) y el padre de nuestra amiguita.
-Le recomiendo a usted, don Prudencio, que mire el asunto como de unas amigas.
-Le miraré de un modo mucho más eficaz, señora, le miraré como de unas personas pobres y desgraciadas.
-Con que para usted antes que la amistad es la necesidad.
-Sí, señora, y en tanto es así, que si usted no reuniera ese doble derecho, aún cuando fuera usted mi propia hermana, si me fuese dado representarla ante los tribunales, atendería primero al cliente más necesitado. No encuentro palabras bastante duras para calificar el proceder de aquellos de mis colegas que, con desdoro de su nombre y de la altísima misión que nos está confiada, desatienden o abandonan al que acude a la Justicia sin recursos materiales para hacer valer su derecho.
Cada hora que retardase en arrancar al inicuo poseedor lo que no le pertenece, en amparar a la viuda, al huérfano, al menesteroso y ponerle en el goce de sus legítimos derechos, sería para mí un siglo de remordimientos.
-Pues no todos los curiales miran con tanto interés a los que pleitean por pobres, a los trabajos que se ley encargan de oficio, como ellos dicen.
-Lo sé, señora mía, y eso es lo que deploro.
Flora oyó, como decíamos, esta conversación, porque iba a llamar a doña Amparo de parte de su hija, que temía no llegar a tiempo a cierta función de iglesia, a la cual pensaban asistir todas las señoras.
Era día festivo, y Flora salió llevando a su derecha a Teresa, con quien había simpatizado, a pesar de la diferencia de edad, siguiéndolas de cerca las señoras de Burgos y la viuda madrileña.
Asistieron a la función, que fue muy solemne, y al terminar ésta, cuando iban nuestras amigas a retirarse; Flora reparó en una preciosa sombrilla de niña que había quedado colgada en el respaldo de una silla, y lo hizo notar a las señoras que iban con ella.
Sofía preguntó a las personas que se hallaban cerca, si les pertenecía aquel objeto, y todas contestaron negativamente.
-Mamá, ¿qué haremos con ella? -interrogó la niña.
-La llevaremos a la sacristía.
Y juntando la acción a las palabras, se levantó acompañada de Teresa y llevó la rica sombrilla, para que la entregaran a la persona que la reclamase.
-¿Por qué han llevado ustedes allá la prenda que hemos encontrado? -preguntó Teresita.
-¿Qué querías que hiciésemos con ella?
-Llevárnosla.
-¡Qué atolondrada eres! De seguro que no te enseñan eso tus respetables abuelos, tus virtuosos padres, ni tus maestros.
-Escucha, mujer, no digo yo quedárnosla para siempre; pero es fácil que las personas que la han perdido estén aún por la calle; y si no, la llevaríamos a la tarde a paseo, y si su dueña la conociese nos la pediría.
-Lo probable es que no se atreviese a ello.
-¿Por qué?
-Porque, si bien aquella sombrilla por su tamaño parece ser de una niña de tu edad, y que, por consiguiente, reflexionará poco, lo regular es que no vaya sola, y sus padres o las personas que la acompañen supondrán que a una niña de tu porte no le permitirán usar una prenda que no le pertenezca; creerán más bien que han adquirido para ti una igual, y no osarían preguntarte por su procedencia.
-Entonces me hubiese quedado con ella.
-Ilegítimamente.
-No del todo, porque yo perdí otra en la misma iglesia hace pocos meses; y aunque no era tan buena, a mí me gustaba mucho.
-Como a cada uno le gusta lo suyo. Pero, ¿son los dueños de esa sombrilla los que deben indemnizarte de la pérdida de la tuya? ¿Qué ver tienen ellos?
-Eso es cierto.
-¿No hiciste nada por recobrarla?
-Cuando llegué a una calle ancha y me molestó el Sol, fui a abrirla y me encontré sin ella; volvimos al sitio en que habíamos estado, y había desaparecido ya.
-¿Como les habrá sucedido a las perdidosas de hoy?
-Verás. Fuimos a la dichosa sacristía.
-¿Cómo harán ellas?
-Sí, pero ellas la encontrarían, y nosotras dijimos al sacristán que si alguien la traía la retuviese hasta que volviésemos, le dimos las señas, y le ofrecimos una propina; pero, aunque volvimos pocos días después, no había parecido.
-¿Y te hubiese gustado encontrarla?
-¡Qué pregunta! Es claro que sí.
-¿Y no te han enseñado que debes hacer a otros lo que te gustaría hiciesen contigo?
-Sí, precisamente hablamos de eso largamente con mamá la noche que...
Flora se detuvo.
-Qué ibas a decir.
-La noche que llegaste con la tuya.
-Tu mamá te inculcaría esta preciosa máxima.
-Sí, pero la que encontró mi sombrilla no pensaba así.
-Es cierto; mientras haya hombres, habrá buenos y malos, habrá personas íntegras, delicadas; las habrá que no tienen caridad ni principios de justicia, ni respetan la propiedad ajena; pero nunca lo que es contrario a las leyes divinas y humanas puede practicarse por más que veamos que otros lo ponen por obra.
-Niñas -dijo a esta sazón doña Ángela- entremos en esta confitería a comprar unos pasteles; hoy estas señoras nos harán el favor de acompañarnos a la mesa y sé que este postre es del gusto de Teresita.
La aludida agradeció la atención, y todas entraron en la tienda.
El dependiente estaba despachando a una campesina, y mientras el dueño se enteraba de la demanda de las señoras, él envolvió los géneros, recibió de manos de la mujer medio duro, le miró por uno y otro lado, y haciéndole saltar sobre el mostrador, dijo:
-Es falso.
La mujer palideció.
-No tengo otro -dijo con voz ahogada.
-Pues deje usted el chocolate, el azúcar y los bizcochos -replicó el hortera.
La pobre campesina, llorando a lágrima viva, refirió al confitero y a las señoras que moraba en un caserío vecino, que tenía su marido en cama y se hallaba sin recursos, y que a fin de procurárselos había pasado a la ciudad para vender una gallina, por la cual la habían dado unos revendedores la moneda que acababa de entregar, y que tendría que volver a su casa con las manos vacías.
El dependiente se encogió de hombros y pasó el medio duro a su dueño, el cual compadecido, dijo a la pobre mujer, mientras clavaba en el mostrador la moneda:
-¡Ea!, llévese usted lo que había tomado.
-¿Cuánto vale? -dijo al muchacho.
-Cinco reales.
-Que se lo lleve.
Entonces doña Ángela sacó su portamonedas y entregó otros cinco reales a la aldeana, diciendo:
-Tome usted, buena mujer, así no perderá usted nada.
-¡Benditos sean ustedes señores! -decía la mujer llorando de gratitud.
-¡Bendito sea Dios! -replicó doña Ángela.
-¡Él se lo pague a ustedes!, ahora compraré carne para hacerle caldo al enfermo, no volveré a casa desconsolada y él no me regañará por haberme dejado estafar.
Las señoras pagaron sus pasteles, y todos salieron de la tienda.
-Es muy bueno ese confitero, ¿verdad? -dijo Flora a Teresa.
-En efecto, ha demostrado ser desinteresado y compasivo.
-Y, ¿por qué ha clavado el medio duro?
-Para que no circule más. Si el primero que recibió esa moneda la hubiera inutilizado, no hubiese llegado a manos de la pobre campesina; la cual, a no haber dado con personas tan compasivas, hubiera experimentado una pérdida relativamente considerable y un gravísimo disgusto.
-Tiene la culpa el que la fabricó, pero no los que la han hecho circular.
-El que la admite por buena y en el mismo concepto la entrega, claro está que no es culpable, pero desde luego que uno adquiere el conocimiento de que una moneda es falsa, aún cuando la haya recibido por buena, cometerá una grave falta, si aprovecha una ocasión para endosarla a otro, explotando su ignorancia y su buena fe. Los que la han dado a esa pobre mujer, si sabían que era falsa, que sí lo sabrían siendo gente de mercado, han cometido un delito, le han robado su gallina.
-Con que, por más que una haya sido engañada...
-No tiene el derecho de engañar a los demás, eso es evidente.
-Veo que la propiedad ajena es cosa muy sagrada, y que la observancia del séptimo mandamiento ofrece más dificultades de las que yo creía.
-¿Pensabas tú que sólo faltaban a él los que asaltan una diligencia, o fracturan la puerta de un piso era ausencia de sus dueños?... Pues sepas que hay ladrones de frac y guante blanco, de finos modales, que se presentan en la sociedad y nos estrechan la mano.
-¡Ay!, me da usted miedo.
-¿Sabes la historia de mi familia?
-Sé solamente que son ustedes desgraciadas.
-Lo somos, porque hemos sido víctimas de un abuso de confianza, que es lo mismo que decir de un robo, hecho en grande escala y por personas que parecen honradas.
-¿Me la contará usted?
-Mamá te la referirá después de comer, pues se desprende de ella muy provechosa enseñanza.
En efecto, terminada la comida, doña Amparo refirió su historia en estos términos:
«Mi esposo no había heredado títulos nobiliarios ni grandes riquezas, pero sí una acrisolada honradez y una buena educación; antes de acabar la carrera le faltaron sus padres, la concluyó, sin embargo, como pudo, y llegó a ejercer la ciencia de curar, siendo un hábil operador.
En cuanto tuvo una posición desahogada pensó en elegir una compañera, y pidió mi mano a mi padre, que, por ejercer su misma profesión y haber sido su catedrático, le estimaba en lo que valía. Contrajimos matrimonio y tuvimos cinco hijos, perdiendo los cuatro en muy tierna edad, y no dejándonos Dios para compañía y consuelo más que a Teresita, aquí presente. Residíamos en S., nuestra ciudad natal, y allí tuvimos el gusto de conocer a don Leandro y la suerte de que mi marido le extrajese una bala que, alojada entre dos costillas durante algunos años, le ocasionaba graves dolores y estaba destinada, según opinión de varios facultativos, a poner término en un breve plazo a su existencia.
-En efecto -dijo el aludido-, esa herida que recibí delante de Bilbao en la célebre noche de Luchana había sido reconocida por muchos profesores; unos negaban que el proyectil hubiese quedado en ella, y otro reconocían su existencia; pero no se atrevían a extraerla y tenían pronosticado que por su propio peso iría bajando hasta llegar a tocar en alguna entraña, lo cual debía producirme la muerte. El hábil cirujano que hizo la difícil operación se instaló después al lado de la cama, me cuidó con la solicitud de un hermano, puesto que yo me hallaba lejos de mi familia, se negó a percibir sus honorarios, diciendo que le bastaba haber tenido la gloria de llevar a cabo una operación que otros no habían osado intentar, y haber conservarlo la vida de un valiente, y desde entonces la más fina gratitud y el más tierno cariño me ha unido a don Juan y a su familia.
-Continúo, pues. Yo creo que más bien nosotros de oíamos estar reconocidos al señor de Burgos, pues la fama que mi esposo ganó con aquella operación le produjo tal clientela que en poco tiempo hizo una regular fortuna; continuando después en aquella ventajosa situación, hasta que una oftalmía rebelde le impidió seguir ejerciendo su arte, para el cual se necesita ante todo buena vista.
Mi querido y respetado esposo que estaba exento de vicios, tenía únicamente la debilidad de mezclarse en política, cosa que le acarreó gravísimos disgustos y le granjeó algunos enemigos.
Al retirarse, pues, determinó trasladarse a Madrid, le sustituyó en nuestro país un sobrino suyo, joven de muy buenas esperanzas, y nosotros con Teresita nos establecimos en la corte. En aquel foco de intrigas, y sin objeto que alimentar la natural actividad de su carácter, mi pobre Juan se entregó en cuerpo y alma a la política, formando parte de juntas y comités, y trabajando en épocas de elecciones para el triunfo de los candidatos de su partido. Cuando yo le hacía presente que si triunfaban los suyos nada le darían, y si los contrarios, le harían blanco de sus persecuciones, me contestaba que nada quería para sí, y que únicamente trabajaba por lo que él creía que debía labrar la felicidad de su patria.
-Me gustaría saber a qué partido político pertenecía -observó Flora.
-¿Lo entenderías, por ventura, si te lo explicase?
-¡Vaya!, ¡como que estoy estudiando la Historia de España!
-¿Y qué tiene que ver la Historia de un pueblo con las pequeñas vicisitudes de la política?
-Están muy enlazadas.
-Tienes razón. Sea de eso lo que quiera, venció el partido contrario al de Juan, y los que como él se habían comprometido, temieron ver confiscadas sus propiedades. Nosotros no las teníamos y sí una regular fortuna en metálico, que yo le aconsejaba depositase en algún banco extranjero, pues veía con sentimiento que hacía algunas fuertes jugadas de Bolsa, siempre con malísima suerte.
Pocos meses antes de abandonar nuestro país, mi esposo había contraído estrecha amistad con un sujeto recién llegado de América que gastaba mucho dinero, y a quien todos suponían muy rico y muy honrado, don Agapito, más generalmente conocido por el Indiano, era un solterón que tenía numerosos criados, observaba buena conducta, y daba cuantiosas limosnas; dado al lujo y a los placeres de la mesa, pero no al juego ni a ningún otro vicio que pudiera enajenarle las públicas simpatías, las gozaba por completo, a pesar de su repulsivo exterior, que parecía desdecir de la suavidad y zalamería que trataba de imprimir a su conversación y a sus modales.
En política no era don Agapito amigo ni adversario de mi esposo, pues jamás hablaba de tal asunto, cosa que yo alababa en él, y si tenía su opinión, la reservaba. Cuando nos separamos nos prometió eterna amistad y escribía continuamente a mi esposo, teniéndonos enterados de cuanto ocurría en la ciudad.
Hallábase entonces en venta una finca de pingües rendimientos, y nos lo participó, diciendo que si él no tuviese intención de volverse a Ultramar la adquiriría, pues la daban por un precio relativamente íntimo, y era una magnífica y extensa heredad. Mi marido pensó en adquirirla, pero su falso amigo y yo lo aconsejamos de consuno que no lo hiciese, por terror de una incautación del Gobierno, que, como he dicho antes, era inminente. Sin embargo, la idea de poseer una finca tan valiosa, de las mejores de aquel país, para dejar a Teresita a nuestra muerte, le halagaba demasiado, para que yo lograse apartarla un momento de su imaginación.
-Creo que ha llamado usted falso amigo a don Agapito -interrumpió Flora.
-Sí, hija mía, y dentro de poco verás si le he aplicado con justicia ese calificativo.
Ocurriole a Juan una idea, que yo rechacé, instintivamente, sin que por eso desconfiase del Indiano. Era nada menos que la de escribirle que comprase la finca para nosotros, pero extendiendo la escritura en nombre propio, para que en ningún caso pudiese ser secuestrada.
Accedió don Agapito, no sin manifestar al principio escrúpulos que parecían dictados por una excesiva delicadeza, luego mi marido se trasladó allá, asistió a la toma de posesión, a la formación de la escritura y a cuantas formalidades previene la ley; pero guardando el mayor sigilo respecto a la segunda intención que les guiaba.
Llegados de nuevo a la casa del comprador, celebraron la adquisición con una gran cena, y después de retirarse los testigos y los convidados. Don Agapito dijo a su víctima éstas o semejantes palabras: «Amigo mío: yo agradezco a usted la prueba de omnímoda confianza que acaba de darme, pero en semejantes casos las precauciones nunca están de más, y cono dice el refrán, cuanto más amigos más claros».
Dicho esto, escribió un documento en que constaba que el campo tal, con la huerta y jardín adyacente, la casa, el molino, etc., aunque lo había adquirido a nombre propio, por haberse convenido así con mi esposo, pertenecía legítimamente a éste, por haberse adquirido por orden y a expensas suyas. Firmó y entregó a mi marido el escrito.
Al llegar a Madrid, y enseñarme el tal papel, yo le hice observar que aquélla no era la letra de don Agapito.
-Pero, mujer, ¡si se lo he visto yo escribir! -me contestó.
Por toda respuesta, me dirigí a su escritorio y trayendo una carta de don Agapito y comparando la letra, pudo convencerse Juan de que no era igual, aunque si algo parecida.
-Será -me dijo-, que cuando no se trata de asuntos de tanto interés dicta las cartas a un amanuense.
-Pero, ¿y la firma? -observé.
-Repara -me replicó-, que se parece algo, será que en esta ocasión le temblaba el pulso, porque acababa de cenar fuerte: recuerdo que estuvo mucho rato escribiendo ese papel.
-¿Y si hubiese fingido la letra? -me atreví a indicar.
-¿Con qué objeto? -me preguntó-, yo nada le pedí y él lo escribió espontáneamente.
Nada contesté, mi marido se puso ligeramente pálido, y yo, presa de negros presentimientos, no dormí en toda la noche.
Pasaron meses y años, don Agapito escribía con la letra de sus primeras cartas, y hablaba de cosas indiferentes, sin darnos cuenta de los rendimientos de una posesión en que habíamos gastado casi toda nuestra fortuna.
Seriamente alarmado mi esposo, le preguntó, por fin, por el estado de la finca, él contestó que era floreciente, que había hecho grandes mejoras, las cuales detalló, pero sin soltar una expresión por la que se pudiese traslucir que no fuera de su exclusiva propiedad.
Juan le escribió entonces que estábamos sin recursos, y que habiendo variado las circunstancias podría efectuarse un traspaso público o privado, para que entrásemos en posesión de lo que tan legítimamente nos pertenecía.
No contestó a esta carta ni a otras muchas que le escribió en lo sucesivo.
Preguntó entonces a otros vecinos si don Agapito estaba enfermo, y le fue contestado que gozaba de envidiable salud.
Persuadido ya de que las habíamos con un bribón, se trasladó a S., llevando consigo el documento que extendiera la noche de la venta, y presentándose a don Agapito, le rogó con los más atentos modales que pusiese término a un estado de cosas que ya no tenía razón de ser.
El infame contestó que no sabía de que le hablaba.
-¿No ha recibido usted mis cartas? -dijo mi marido, temblando de cólera.
-Sí, pero he creído que la política le había a usted trastornado el juicio.
-¿Con qué la propiedad en cuestión no es mía?
-Nunca lo fue.
-¿Con qué no la ha adquirido usted con mi dinero?
-¡Quia!, hombre, ¡quia! ¿Necesitaba yo el dinero de usted para adquirir una finca?
-¿Y este documento?
Don Agapito miró el papel y se encogió de hombros.
-Ésa no es mi letra -dijo con cinismo.
El pobre Juan, en el paroxismo del furor, le increpó duramente; él se rió, mi marido se lanzó contra el descarado impostor, pero éste, más joven y robusto, le sujetó por las muecas y dio una voz llamando a los criados.
-Llevaos de aquí este furioso -dijo con acento blando y fingiendo compasión profunda, la política le ha sorbido el seso y viene a tratarme de ladrón y amenazarme.
Los criados le sacaron a la calle, donde cayó víctima de un ataque apoplético.
Fue llevado sin sentido a casa de un sacerdote vecino, y se avisó a nuestro pariente, el facultativo, el cual, como toda la población, creyó que Juan, enfermo ya, salió de Madrid con objeto de recobrar la salud, que a la vista de su país natal y de uno de sus más fieles amigos sufrió un violento acceso de locura, preludio de la congestión que sufría.
Avisada yo del estado de mi pobre esposo, me puse en camino con Teresita, y le encontré mejorado, pero en un estado de debilidad intelectual que no le permitía recordar nada de lo que había pasado.
Yo llamé aparte a mi sobrino y le dije que se engañaba tomando el efecto por la causa, que su tío salió bueno de Madrid, que había sido víctima de un despojo incalificable, y que esto había producido su exasperación, y como consecuencia, el accidente que deplorábamos.
Conocí que le costaba trabajo el creerme, entonces busqué la ropa que le habían quitado a Juan, y en el bolsillo del chaqué encontré estrujado el consabido escrito.
-Pero yo conozco la letra de don Agapito, y no es ésta -dijo el doctor.
-¿Puedes sospechar -le interrogué-, que tu tío es un falsario?
-Eso jamás.
-Pues, ¡entonces!...
-Atienda usted, querida tía, lo que está sucediendo es horrible; pero el hombre inicuo que ha causado su desgracia, goza tal reputación, no solo de honrado sino de virtuoso, que usted, yo y cuantos nos atreviésemos a acusarle seríamos tenidos por locos o por calumniadores. Mi tío, por otra parte, necesita reposo, y no debe experimentar emociones de ningún género, en consecuencia conviene que en cuanto su estado lo permita, regresen a la corte, y después veremos el partido que hay que seguir.
Acepté el consejo del joven médico, y cuando él me dijo que no había peligro en ello, emprendimos el viaje de regreso a Madrid.
Juan, aunque muy delicado, recobró por breve tiempo el cabal uso de su razón, y entonces nos refirió la entrevista con don Agapito; pero, ¡ay de mí!, pocos días después, y cuando se preparaba a presentar a los tribunales la denuncia del hecho sufrió otro ataque al cual sucumbió en pocas horas.
Calló la viuda, y enjugó las lágrimas que corrían por sus mejillas.
-¿Y habrá de quedar ese malvado en posesión de los bienes de estas señoras? -interrogó Flora a su padre.
-Procuraremos que no; ya está en poder de la justicia la declaración que don Juan tenía escrita y las cartas que mediaron antes de comprar la heredad, lo está también el documento en que fingió la letra, y es fácil que los peritos calígrafos que se nombren al efecto conozcan que uno y otras son de una misma mano, por más que se haya intentado desfigurar el carácter de aquélla. Confío que Dios no consentirá el triunfo de la iniquidad y la ruina de una honradísima familia».
Así habló Prudencio, y algunos minutos después se separaron de ellos aquellas desgraciadas y simpáticas amigas.
Una copiosa lluvia impedía a doña Amparo y a su hija a regresar a su casa cierto día en qué habían ido a dar un paseo en compañía de las señoras de Burgos. Quitáronse, pues, las mantillas y pidieron labor a doña Ángela, que entregó una calceta a la madre; la hija y Sofía se sentaron delante de un bastidor y se pusieron a bordar una alfombra de tapicería; en cuanto a Flora, que no había ido aquel día al colegio, pidió permiso para retirarse a estudiar.
-¿Y qué es lo que estudias? -le preguntó doña Amparo.
-Varias cosas: Gramática, Aritmética, Doctrina, Historia de España...
-¡Ah! sí. El otro día me dijiste que sabías la Historia y los sucesos políticos de nuestro país -contestó la viuda sonriendo.
-Eso lo sé vagamente, porque nada más lo he leído; pero las primeras lecciones las sé de memoria.
-Vamos, explícanos algo.
-¿Prefiere usted que lea unos apuntes que he tomado?
-Como gustes.
-Pertenecen a la Historia Antigua:
Dominación de los cartagineses
En la vecina costa de África, cerca de donde hoy existe Túnez, se alzaba prepotente la ciudad de Cartago; sus habitantes llamados «cartagineses», vinieron por primera vez a España en el siglo VIII antes de Jesucristo, y si abrigaban la idea de dominar esta hermosa península, supieron ocultarla; pues se establecieron en las costas de Murcia y Andalucía, únicamente como un pueblo de mercaderes, y comerciaron con los españoles, vendiéndoles los preciosos productos de su país.
Era la ciudad de Cartago la capital de una república floreciente y poderosa que se dedicaba al comercio y la navegación, y, aunque le halagaba quizás la idea de enseñorearse de España, no emprendió su conquista con grande empeño; antes bien, al ver frustadas sus primeras tentativas hubiese desistido, si no hubiera sido reclamado su auxilio por los fenicios, que, mal avenidos con los turdetanos y recordando su origen común, les llamaron para que luchasen en favor suyo.
Desembarcó entonces en Cádiz el valiente general Amílcar Barca al frente de un numeroso ejército, y comenzó sus conquistas. Como suele suceder en tales casos, después de someter a los enemigos de los fenicios, quedaron ellos mismos sometidos a los cartagineses, que, por la fuerza, cuando no podían con la maña, se enseñoreaban de todo el territorio.
Amílcar murió ahogado en el Ebro, según unos; y en el Guadiana, según otros historiadores. Sucediole Asdrúbal, su yerno, y continuó sus correrías. Fundaron a Cartagena, Barcelona y otras ciudades importantes, y únicamente detuvieron su paso delante de Sagunto, que invocó el nombre de Roma, república poderosa, digna rival de Cartago, de quien era tan odiada como temida.
Eran los saguntinos aliados de los romanos, y en este concepto pidieron y esperaron auxilio de sus fuertes valedores. Había muerto Asdrúbal, asesinado por un esclavo, y Aníbal su sucesor, hijo de Amílcar, no temió medir sus fuerzas con los romanos, como lo había temido su antecesor, sino que, deseando quizás que le declarasen la guerra, puso sitio a Sagunto con formidable ejército. Resistieron los sitiados, esperando en vano la ayuda de sus amigos, que los dejaron abandonados a sus débiles fuerzas; y ocho meses después, agotados sus recursos, salieron los hombres a luchar con los cartagineses, mientras las mujeres, que contemplaban el combate desde lo alto de las murallas, al ver sucumbir a los suyos, encendieron una inmensa hoguera, arrojaron en ella sus muebles, joyas y vestidos, y luego se inmolaron ellas mismas con los ancianos y niños para no caer en poder de sus enemigos.
Este suicidio en masa, que nuestra santa religión reprueba, es calificado por la Historia de un acto de heroísmo. De todos modos, demuestra en los españoles una constancia y un valor a toda prueba, de que después han dado repetidos ejemplos en su gloriosa historia. Tuvo lugar este memorable acontecimiento en el año 219 antes de J. C.
Los romanos, que no supieron o no quisieron evitar la catástrofe de Sagunto, se encargaron de vengar la ofensa inferida a sus aliados, y enviaron a España numerosas tropas al mando de los Scipiones, que eran dos hermanos, ambos generales de merecida fama y acreditado valor.
No eran los españoles gente que se dejase imponer el yugo extranjero sin hacer esfuerzos heroicos para rechazarle, pero en la lucha del débil contra el fuerte nunca es dudosa la victoria; así, aunque los dos Scipiones sucumbieron en la pelea, uno en Valencia y otro en Aragón, otros generales y otros soldados vinieron de refuerzo hasta convertir a España en provincia romana, como sucedió en aquella época con todos los pueblos del mundo entonces conocido.
Dominación de los romanos
Los nuevos señores de España dividieron la Península en España Citerior y Ulterior; la primera comprendía Aragón, Cataluña y todas las provincias comarcanas; y la segunda Andalucía, Murcia, Extremadura y Portugal (llamada entonces Lusitania). Nombraron dos Pretores para gobernarlos en nombre de la metrópoli, y trataron al país, no como un gobierno paternal que quiere ganar el cariño y la fidelidad de sus súbditos, sino como un tirano que pretende hacer de la tierra conquistada una colonia de esclavos.
España, romana a pesar suyo, aprendió de sus dominadores el idioma, las artes, las costumbres; pero como todo esto era impuesto no lo agradecía, y en diferentes ocasiones trató de romper las cadenas que la unían al carro victorioso de la Señora del mundo, si bien sus inútiles tentativas sólo sirvieron para hacerlas más pesadas.
Los pretores arruinaban el país con inmensas exacciones y asesinaban al que se resistía a satisfacerlas, llegando la crueldad de uno de ellos, llamado Sergio Sulspicio Galva, a decretar la muerte de 9000 españoles.
Entre los que escaparon de esta crueldad, que no fueron muchos, hallábase Viriato, lusitano de humilde origen, pues había sido pastor primero y aventurero después. Valiente como pocos, y con gran prestigio en el país, que por otra parte estaba cansado de sufrir, y sólo ansiaba para rebelarse un hombre osado que se pusiese a la cabeza de la sublevación, venció muchas veces a los romanos; pero su más señalada victoria fue la que alcanzó sobre el pretor Vectilio junto a Trébola. Emprendió la batalla con fuerzas muy inferiores, pero suplió al número el valor y la táctica del general (que a esta dignidad había llegado ya Viriato); los romanos fueron derrotados y muerto Vectilio a manos de un soldado español que ignoraba que su adversario fuese el mismo pretor.
En los designios de la Providencia no entraba sin duda que España recobrase tan pronto su independencia, acontecimiento que estaba en vías de realizarse, cuando el Senado romano o sus emisarios sobornaron a los oficiales de Viriato, para que le asesinasen durante su sueño. Así lo efectuaron, pero debemos advertir que, cuando estos infames recamaron de los romanos el precio de su traición, se les contestó con desprecio que Roma no pagaba traidores; tan cierto es que el malvado inspira repugnancia aún al que de él se sirve para llevar a cabo criminales empresas. Con la muerte de Viriato, acaecida el año 140 antes de J. C., terminó la guerra.
España, dominada material pero no moralmente, no podía vivir largo tiempo en paz con sus tiranos. En ocasión en que algunos rebeldes perseguidos se refugiaron en Numancia, ciudad fortificada, construida en una eminencia a la orilla izquierda del Duero, y celebraron allí una junta; Roma declaró la guerra a Numancia, bien ajena de sospechar lo que había de costarle, no su posesión, porque ésta no la alcanzó nunca, sino la ruina de la población.
Catorce años duró la guerra contra Numancia; Roma consumió inmensos tesoros; sus mejores generales y un número increíble de soldados perecieron ante las murallas de la ciudad heroica, llegando el caso de que no se encontraba entre la juventud romana quien quisiera tomar las armas contra los numantinos, hasta que el mismo Publio Scipión, hijo de uno de los primeros pretores, se vio obligado, en un arranque de patriotismo, a ponerse al frente de una numerosísima hueste que, animada por su ejemplo, se decidió a no retroceder hasta exterminar la ciudad y sus moradores.
Después de quince meses de riguroso bloqueo, los de Numancia, incitando el ejemplo de los saguntinos, incendiaron la ciudad, arrojáronse a las llamas, y los que temieron sufrir tan horrible muerte, recurrieron al veneno y al puñal.
Scipión tomó posesión de aquel montón de escombros, de cenizas y de cadáveres carbonizados el año 133 antes de J. C.
Algunos años después, Quinto Sertorio, noble emigrado romano, que se refugió en España huyendo de las crueldades del cónsul Lucio Cornelio Sila, que en Roma había mandado matar a dos mil caballeros, halló entre los españoles simpatía y aprecio; joven, valiente y abrigando iguales motivos de queja que los que le dispensaban hospitalidad, hizo causa común con ellos, y reunió un ejército de 8000 hombres, que se sublevó contra los romanos.
Nuevo envío de tropas y nuevos triunfos de los oprimidos y derrotas de los opresores; pero Roma, cada día más envilecida, recurría a la perfidia cuando no podía vencer con la fuerza, y viendo en Sertorio un nuevo Viriato, le preparó análogo destino.
Algunos suponen, sin embargo, que Perpenna, lugarteniente del general Sertorio, no fue comprado por el oro romano, obedeciendo únicamente a la envidia que le inspiraba su poder; lo cierto es que sublevó contra él a gran número de oficiales, y ofreciéndole un banquete en Huesca, a los postres y a una señal convenida, se lanzaron sobre él y le asesinaron villanamente.
Ocho años duró la guerra de Sertorio, que terminó con su muerte el 73 antes de J. C.
Aproximábase en tanto el término de la República romana, el cual tuvo lugar de esta manera:
Hablase formado un triunvirato para gobernar aquel poderosísimo Estado, formado de César, Pompeyo y Craso; pero habiendo muerto el último, y deseando César y Pompeyo cada uno para sí solo el gobierno del mundo, pues tanto era entonces el ser señor de Roma, se declararon mutuamente la guerra.
También en esta ocasión fue España teatro de muy sangrientos combates, a causa de haber enviado a esta región Pompeyo sus dos hijos, llamados Gneo y Sesto, en cuya persecución vino Julio César. Pompeyo fue vencido más tarde en Grecia y muerto en Egipto; mas no por eso terminó la guerra en nuestro territorio, pues la sostuvieron con encarnizamiento sus dos hijos.
La batalla de Munda, cerca de donde hoy existe Alicante, puso fin a esta lucha, pues habiendo muerto en ella uno de los hijos de Pompeyo, y dispersadas las gentes del otro que apeló a la fuga, César regresó a Roma orgulloso con su triunfo; después de haber confiscado, para cubrir los gastos de la guerra, los bienes de los españoles adictos a Pompeyo.
Poco tiempo disfrutó de su victoria, pues al entrar un día en el Senado fue cosido a puñaladas por unos conspiradores, en el año 45 antes de J. C.
Formose un segundo triunvirato de Antonio, Octavio y Lépido, en el cual sobrevinieron también disensiones, y estallaron discordias que no nos interesan, puesto que no se ventilaron en España; triunfó por fin Octavio, quien ahogó para siempre la libertad en Roma, proclamándose emperador.
Nuestra patria quedó completamente sometida a su poderoso dominador, que cerró en Roma el templo de Jano, lo cual entre los gentiles era señal de que no tenían enemigos que combatir. En efecto, se inauguró un largo período de paz que del nombre del emperador se denominó paz octaviana, durante la cual tuvo lugar el acontecimiento más importante para la humanidad. En Belén, en un establo, nació el Hijo de Dios, cuya doctrina había de cambiar la faz del mundo e influir poderosamente en los destinos de las naciones.
Aunque España era provincia romana, no cumple a nuestro propósito relatar las vicisitudes del imperio, solamente hay que advertir que si bien en tiempo de Octavio fue tratada con equidad y vivió tranquila, durante el reinado de sus sucesores tuvo que soportar nuevas tiranías.
Como tenía la religión, las leyes y las costumbres de Roma, fue gentil mientras lo fue la metrópoli, y se hizo cristiana en tiempo de Constantino. Este emperador dividió sus dominios en dos regiones: la de Oriente, cuya capital era Constantinopla; y la de Occidente, a la cual pertenecía nuestra península, teniendo a Roma por capital.
-No tengo más apuntes -dijo Flora.
Durante la lectura habían acudido su padre y abuelo. Todos aplaudieron la afición que la niña demostraba a la Historia de nuestra patria, y la animaron a seguir con igual aplicación adelantando en todas las asignaturas, tomaron un ligero refresco que a la lectora le fue sumamente agradable, y como hubiese cesado la lluvia se retiraron las forasteras.
La salud de Prudencio se había alterado algún tanto, y los médicos le aconsejaron suspender durante un par de meses todo trabajo intelectual y trasladarse a un país de benigno clima.
Convencido el abogado de que no hay sacrificio costoso cuando se trata de recobrar la salud, decidiose a seguir fielmente los consejos de la ciencia, y deseando por una parte no verse privado de la solicitud de su esposa y por otra que aquella expedición contribuyese a la instrucción y recreo de la tierna Flora, determinó viajar en compañía de ambas.
Pasaremos por alto los preparativos, los consejos de los ancianos, la cariñosa despedida y las lágrimas de la pobre doña Ángela al separarse de sus hijos, los repetidos abrazos de éstos y las caricias de Flora a sus abuelos, y dejemos a los viajeros instalados en un coche para dirigirse a la estación del ferrocarril.
-¡Pobres caballos! -decía Flora después de enjugar sus lágrimas-, parece imposible que arrastren tanto peso, porque mira, papá, que vamos doce viajeros, y encima del toldo una porción de baúles y maletas. Yo, aunque había visto pasar estos coches tan largos por la calle, nunca había ido en ellos. Cómo se llaman.
-Se llaman ómnibus -dijo el padre-. En cuanto a los caballos no creas tú que se cansen mucho, pues el trayecto es corto. Antes no había otro medio de locomoción que el valerse de la fuerza de los caballos, mulos y borricos, ya cabalgando sobre sus lomos, ya unciéndolos a carruajes de diferente forma y tamaño. En Asia para bestias de carga o tiro tienen los camellos o dromedarios, en América las llamas, en la Laponia los renos.
Antes de inventarse las diligencias había necesidad de colocarse los viajeros en una tartana, coche o galera y suspender periódicamente la marcha, para que el caballo o caballos descansasen; luego se ideó establecer un servicio, llamado de postas, poniendo caballos, que al llegar los coches están descansados y sustituyen a los que necesitan reposo, con lo cual se puede viajar sin interrupción, aunque no tan de priesa como por el ferrocarril. Ya hemos llegado.
Bajaron del carruaje, y Prudencio, seguido de un mozo, se dirigió al despacho, tomó tres billetes y facturó su equipaje, volviendo a reunirse con su esposa e hija. Entraron entonces a la sala de espera, donde permanecieron breve rato; luego las puertas se abrieron de par en par y dieron paso el anden, los viajeros se acomodaron en los coches, sonó la campana, se oyó un prolongado silbido; después, algo parecido a los resoplidos de un monstruo encadenado, y la máquina se puso en movimiento, arrastrando una larga fila de coches. Flora había hecho un corto viaje, siendo muy chiquita, y no había vuelto a subir a un tren. Entonces no se fijó en lo que veía, y en este segundo viaje todo era nuevo para ella, todo la sorprendía y admiraba.
-Papá, ¿quién ha dado ese grito? -preguntó.
-La locomotora, hija mía.
-Y, ¿qué es la locomotora?
-La máquina que arrastra el tren.
-Cómo tiene tanta fuerza, y quién le da ese impulso para que ande sola.
-Todo consiste en una caldera de agua hirviendo que está encerrada en ella, pero tan bien combinado todo, que el vapor va saliendo de un modo metódico y regular; si estuviera más comprimido, reventaría la caldera; si menos, se escaparía sin dar impulso a la máquina y sin arrastrar, por consiguiente, los coches.
Asómate a la ventanilla. ¿Ves esas barras de hierro?
-Sí, ya sé que se llaman rails.
-Las ruedas de los coches, construidas expresamente, corren con velocidad sobre esos lingotes o carriles, y he ahí la causa de este movimiento más igual y ligero, y menos violento también que el de los otros carruajes.
En esto llegaron a una estación y el revisor de billetes entró y examinó los de Burgos.
-A ver los billetes, papá -dijo Flora.
El padre se los entregó diciendo:
-Cuidado, no los pierdas.
-¿Qué sucedería si los perdiese?
-Siendo ellos los que acreditan que hemos pagado, si los perdiésemos, como que no constaría tal cosa, tendríamos que volver a pagar.
-Ya entiendo. Tome usted, pues, y ese otro papel que se ha quedado en la cartera, ¿qué es?
-Es el talón del equipaje.
-¿Y también le ha costado dinero?
-No.
-¿Por qué?
-Porque cada viajero tiene derecho a llevar consigo, sin pagar nada, 30 kilogramos de peso, si excede de él de satisfacer este exceso con arreglo a tarifa, y como nosotros somos tres y el equipaje no pasa de 90 kilos, no hemos satisfecho cosa alguna.
-Entonces, ¿por qué le han dado a usted el talón?
-Para que pueda reclamar los bultos al llegar a nuestro destino.
-Tiene usted razón, ¡qué bien ideado está todo! Se viaja muy bien por España, ¿no es verdad, mamá? -dijo la niña, frotándose las manos de contento.
-Por toda Europa y por todos los países civilizados. En esto llegaron a una estación en que había diez minutos de parada.
El matrimonio y la niña los aprovecharon para comer con buen apetito unas ricas chuletas y volvieron a subir al tren.
-Has almorzado bien, ¿amigo mío? -dijo Sofía a su esposo.
-Sí, querida -contestó Prudencio-, el ejercicio y el aire fresco y puro de la campiña me ha abierto el apetito.
-A mí también -añadió alegremente la niña.
-¿Ve usted que bien situada está esa fonda? -continuó- Cuando uno lleva dos horas de movimiento y no se ha desayunado o lo ha hecho muy ligeramente, se encuentra con ese restaurant para poder tomar un bocado, y los empleados del tren y los fondistas son tan buenos, que los unos paran aquí, y los otros tienen los manjares humeando a punto de satisfacer nuestro apetito.
Dos jóvenes que acaban de subir al departamento de nuestros amigos se sonrieron de la candidez de Flora. Ésta lo notó, y ruborizándose acercose al oído de Sofía y dijo:
-¿Verdad que sí que son buenos, mamá?
-No diré que sean malos -contestó la interrogada en voz alta, sonriendo a su vez-, pero no es suficiente prueba de su bondad el haber establecido aquí ese restaurant, como dice su rótulo, palabra tomada del francés, o esa fonda, como tú has dicho.
Las empresas de los ferrocarriles disponen las paradas y todo lo demás del modo más cómodo para los viajeros, porque éstos tienen derecho a ello, y a los intereses de la empresa conviene contentar a los que contribuyen a su prosperidad. El establecer fondas en los puntos de parada es una industria como otra cualquiera, un modo honrado de ganarse la vida; pero no una obra de caridad.
Prudencio había comprado periódicos en la estación y se puso a leer. Los jóvenes, después de escuchar la prudente respuesta de Sofía, que estaba, sin duda, muy en armonía con lo que ellos pensaron al sonreírse, hablaban entre sí de negocios.
Flora decía como hablando consigo misma:
-¡Vaya, vaya, y yo que estaba tan agradecida!
-Puedes y debes estarlo -dijo la madre.
-¿A quién y por qué?
-Ante todo a Dios, que haciendo al hombre señor de la creación, ha derramado a manos llenas sus beneficios poniendo en la tierra y en la atmósfera, en los animales, plantas y minerales todo cuanto es necesario para satisfacer las necesidades de su predilecta criatura, y porque te ha hecho nacer en un país civilizado donde puedes recibir una educación cristiana y esmerada, vivir al amparo de sabias y justas leyes, y aprovecharte de los adelantos de las ciencias, las artes y la industria; y agradecida también debes estar a los que con sus estudios y experimentos han realizado verdaderas maravillas, cosas que un día se hubieran considerado milagrosas, y que hoy encontramos ya perfeccionadas, allanadas todas sus dificultades, y nos aprovechamos de ellas sin consagrar un recuerdo de reconocimiento a los que han dedicado su vida entera a descubrir la propiedad de un cuerpo o de un fluido, arrancando un secreto a la naturaleza.
Flora quedó en silencio por algún tiempo, reflexionando en las palabras de su madre, tributando gracias al ser Supremo y admirando la perseverancia y el poder de la humanidad.
Luego, como observase que el padre doblaba los diarios y se los ponía en el bolsillo, cambió de sitio, y sentándose a su lado, le preguntó:
-¿Haremos todo el viaje por el camino de hierro? ¿No hay otros modos de viajar?
-Sí los hay -contestó el interrogado-; pero no pienso aprovecharme de ellos por temor al mareo; especialmente tu mamá y tú, estoy seguro que si os embarcaseis, pasaríais un mal rato.
-¿Y los demás que se embarcan?
-Le pasan, por lo regular, la mayor parte de ellos, pero después de habituados, se suelen encontrar bien, y en cuanto a los marinos de profesión se hallan más a su gusto a bordo que en tierra.
-Pues yo no me mareo; ahora me acuerdo que una vez me embarqué en una lancha y bogué por el Ebro, con mamá y algunas amigas, sin marearme.
-Siguiendo la corriente tranquila de un río, nadie se marea; es el balanceo de un buque que sube y baja de un modo más o menos violento e irregular sobre la movible superficie del mar, lo que produce ese desvanecimiento de la cabeza y esa revolución del estómago, conocido con el nombre de «mareo»
-¿Y cómo se mueven los barcos?
-El modo más sencillo y primitivo es a fuerza de remos.
-Eso ya lo he visto.
-Luego hay buques de vela y también de vapor. Los primeros tienen grandes trozos de fortísima tela, colgados en los mástiles con cierto artificio, que cuando el viento es favorable los despliegan y la fuerza del
viento los hincha e impele arrastrando la embarcación.
-¿Y cuándo el viento es de la parte opuesta?
-Tienen que plegar velas y permanecer parados.
En cuanto a los de vapor, a favor de una caldera de agua hirviendo, que como la de la locomotora pone en movimiento la máquina, navegan con mucha mayor velocidad que los de vela; y sin tener que esperar vientos propicios, llegan con tanta regularidad y fijeza a su destino como el tren en que ahora viajamos.
-¿Quién dirige todo eso?
-En cada buque va un capitán, que es lo que aquí el jefe del tren. Los marinos estudian náutica, geografía, astronomía, etc., ellos se proveen de un hábil maquinista naval, si el barco es de vapor, y, en todo caso, el piloto y demás empleados y tripulantes, y con su pericia responden de la seguridad de los pasaderos y cargamento.
-¿Se viaja con comodidad en un barco?
-Fuera de la inevitable molestia del mareo, se disfruta en los grandes vapores de las compañías de transporte todo el bienestar y hasta el lujo que se podría apetecer en el servicio de una de las más acreditadas fondas.
El segundo día de viaje habían salido nuestros amigos antes de amanecer.
Flora, que pocas veces había visto salir el Sol, estaba encantada contemplando aquellas franjas de ópalo y oro que bordaban el horizonte, aquella luz tibia y rosada que cubría la tierra, despertando a los ruiseñores, que tenían su nido en los cercanos matorrales, y que habituados al ruido del tren, no interrumpían a su paso el melodioso canto con que saludaban la proximidad del nuevo día. Sentíase el suavísimo perfume de la retama y la madre selva, las rosas silvestres se mecían sobre sus tallos, y las mariposas blancas y los insectos de mil colores se levantaban volando espantados al oír el silbido de la locomotora. Todo era bello, hasta el ligero penacho de humo que en graciosas espirales se elevaba, ostentaba tintes de rosa y de topacio, debidos a la poética luz del Sol naciente.
Éste, como un globo de fuego, se fue desenvolviendo de aquellos brillantes cendales, flotó algún tiempo entre una masa de tenues vapores, después se condensaron éstos, formando blancas y rosadas nubecillas, y por fin, desapareciendo todo como la decoración de un drama de magia, quedó solamente un cielo de un azul purísimo, en el cual brillaba un Sol esplendoroso.
Como decíamos, todo esto era nuestro para nuestra amiguita, que había permanecido con las manos cruzadas, de pie enfrente de la ventanilla y mirando sin pestañear.
Cuando el Sol le dio en los ojos, se retiró, corrió la cortinilla, y sentándose dijo:
-¡Cuán hermoso es todo esto, papá mío!
-Ya lo creo; se han reunido tres auroras con toda su poesía y su belleza -dijo Prudencio.
-¿Cómo es eso?
-La aurora del día, la primavera, aurora del año y tu edad, aurora de la vida.
-¿Qué es la primavera?
-Es la estación del año en que nos hallamos. Éstas son cuatro, cada una de las cuales comprende tres meses: la Primavera principia en 21 ó 22 de marzo; el Estío en los mismos días de junio; el Otoño del 20 a 23 de septiembre; y el invierno en los mismos días de diciembre.
La primera estación, es la de las flores, y la más agradable por su bello aspecto y suave temperatura; la segunda es la estación, de las mieses, en ella tiene lugar la siega y la trilla, tiempo en que el campo ha perdido las galas de la Primavera, en que el calor molesta; pero en cambio es la estación, más rica, porque el trigo y demás cereales que se recogen en ella constituyen el principal caudal de nuestros agricultores. En Otoño, las lluvias son frecuentes, con ellas reverdecen los campos y vuelven a recobrar un aspecto agradable; pero con una belleza más grave, más melancólica que la de la Primavera; entonces abundan en nuestro país las más dulces y exquisitas frutas, se verifica la vendimia, o sea la cosecha de la uva, para convertirla en vino, y se recoge la aceituna, que molida produce el aceite, tan necesario para condimentar los manjares y para diferentes usos, si bien en el alumbrado (que era uno de los principales en que se empleaba) tiene ya poca aplicación, habiéndose sustituido por el gas y por el petróleo o aceite mineral. Por último, el Invierno es la imagen de la muerte; la mayor parte de los árboles están desnudos de sus hojas, no nacen florecillas en el césped, las nevadas son frecuentes y los hielos y escarchas casi cotidianos; en esta estación descansa la tierra para adquirir mayor fuerza productiva, y en la que está sembrada germina lentamente la semilla, la nieve se va derritiendo y filtrando; por lo cual la sazona mejor que la lluvia, que muchas veces corre sin tener lugar de empapar los terrenos fuertes.
-¡Y yo qué hubiera deseado que todo el año fuese Primavera!
-Ya ves que no es conveniente, y además no sería posible.
-¿Por qué no había de ser posible?
-¿Te acuerdas lo que te expliqué hace algún tiempo del doble movimiento de la Tierra?
-Sí, papá, el movimiento de rotación y el de traslación o revolución. Me dijo usted que el primero producía el día y la noche, pero, ¿en qué consiste ese espectáculo tan bello que precede a la salida del Sol?
-Voy a explicártelo. ¿No has visto alguna vez meter en el agua un bastón, una rama, un palito cual quiera y te ha parecido que se había quebrado, puesto que veías la parte superior perpendicular y la parte sumergida horizontal, como si estuviese doblada?
-En efecto, lo he visto y no he sabido explicármelo.
-Eso es debido a un fenómeno que se llaman refracción.
-¿Y en qué consiste?
-En que los rayos de la luz que parten del Sol, porque sin este gran luminar no existiría la luz ni los colores; estos rayos, digo, cambian de dirección formando un ángulo al pasar de un cuerpo diáfano a otro más denso, se doblan, digámoslo así, y por eso a nuestra vista aparece doblado el bastón, porque lo está el rayo de luz que le pinta en nuestros ojos, puesto que ha sufrido la refracción al pasar del aire al agua.
-Lo entiendo un poco, pero, ¿qué tiene que ver esto con lo que te he preguntado?
-¿Recuerdas que la atmósfera que rodea nuestro globo no tiene más que quince leguas de espesor, profundidad o altura, como quieras llamarlo?
-Sí; ¿qué hay más arriba?
-Más arriba o más abajo, que por eso tampoco hemos de disputar, existen otras capas de aire más sutil, que el aire atmosférico, en el cual no podrían vivir las plantas ni los animales. Pues bien, al pasar de aquel aire a la atmósfera los rayos del Sol se quiebran, y nosotros vemos, no el rayo del Sol, sino su brillante reflejo. Eso se llama el crepúsculo matutino y una cosa semejante sucede con el vespertino o de la tarde.
-¡Cuán bueno es el Señor que hace cosa tan hermosas para nuestro recreo!
-Y para nuestro bien positivo, porque si la Naturaleza pasase súbitamente de las tinieblas de la noche a la viva luz del Sol, nuestra vista no podría resistirla esta brusca transacción.
-Diga, usted pues, ¿cuál es la causa de las estaciones?
-La posición que la Tierra tiene respecto del Sol.
Ya te dije que al dar la vuelta formaba, no un círculo, sino una elipse. Círculo es una línea curva que tiene todos sus puntos a igual distancia de otro que se llama centro. El anillo que llevas en el dedo y la boca de este frasco son dos pequeños círculos: la elipse es una figura ovalada como los vidrios de mis lentes o la boca de mi vaso de viaje.
-Ya lo entiendo; y al pasar la Tierra más cerca del Sol será verano.
-No es eso precisamente; al recorrer la Tierra su órbita y hallarse más elevada que el Sol, o sea de modo que sus rayos hieran directamente al hemisferio Sur, será verano para los habitantes de éste e invierno para los del opuesto; y cuando ha recorrido la mitad de su órbita y se halla en el punto opuesto, es verano para los habitantes del hemisferio Norte e invierno para los del Sur.
-¿Con qué no consiste en la distancia a que nos hallamos del Sol?
-No ciertamente. En invierno nos hallamos más próximos, si bien la diferencia es insignificante; pero los rayos del Sol nos hieren de un modo más directo en verano. Comprenderás esto fácilmente, si acercas la mano a la luz de una bujía. ¿No es cierto que si la pones al lado la puedes acercar impunemente hasta muy pocos centímetros de la llama?
-Es claro.
-¿No es también evidente que si la pones encima tendrás que levantarla mucho, so pena de abrasarte?
-En efecto.
-Pues he ahí demostrado lo que sucede en verano.
-Ya lo he comprendido.
-La órbita terrestre está determinada por doce signos o constelaciones llamados: Acuario, Piscis, Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario y Capricornio, correspondientes a los doce meses del año; si bien hay que advertir que no entra la tierra en el signo Acuario en 1 de julio, sino el 21, y así sucesivamente.
-Ni ése es el orden de los meses, pues yo sé muy bien que son: Enero, Febrero, Marzo, Abril, Mayo, Junio, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre.
-Pues comienza a contar por el signo de Leo y tendrás el que empieza en el primer mes del año o sea en 20 de Enero.
-¿Por qué no tendrán todos los meses un mismo número de días?
-Tú, que ya sabes algo de Aritmética, comprenderás que teniendo el año natural 365 días 6 horas y no siendo el número 12 factor del 365, no pueden los doce meses tener un número de días exactamente igual.
-Pues a mí me enreda eso.
-No te sucederá, si retienes en la memoria la siguiente cuarteta:
-Y las 6 horas, ¿qué se hacen?
-Cada cuatro años forman un día, que se añade a los 28 de febrero, cuyo mes tiene entonces 29, y el año, que en este caso cuenta 366, se llama bisiesto.
El día en que entra el estío tiene lugar el solsticio, esto es, el día más largo del año, o sea el en que está el Sol más tiempo visible para nosotros; a los seis meses justos, se verifica el solsticio de invierno, o sea el día más corto del año; desde un solsticio al otro van los días creciendo o decreciendo, según se aproxime la primavera y el otoño, de lo que resulta que al empezar estas estaciones el día y la noche son iguales, es decir, que tenemos doce horas de Sol.
-Me dijo usted que me explicaría el movimiento de la Luna.
-Voy a cumplir mi promesa. La Luna es el satélite de la Tierra, lo cual quiere decir que la acompaña en su movimiento alrededor del Sol, trazando al mismo tiempo su órbita alrededor de la Tierra: tarda en esto 27 días 7 horas 43 minutos; pero como durante este tiempo la Tierra ha recorrido una parte de la suya, la Luna tiene que recorrer también aquel espacio para llegar al punto de donde salió, y necesita emplear dos días más; de modo que el mes lunar o sinódico es de 29 días y medio, el cual repartido en cuatro cuartos corresponden 7 u 8 días a cada uno.
-¿Cómo son los cuartos de la Luna?
-Cuando el Sol la ilumina por la parte opuesta a la Tierra se dice que está en el novilunio, vulgarmente luna nueva; adelantando en su movimiento de traslación alrededor de la tierra, empezamos a ver alguna parte del hemisferio lunar, iluminado, que cada noche es algo mayor, hasta que aparece la mitad de su disco o sea un semicírculo de luz, y entonces se llama cuarto creciente.
Continuando en su movimiento nos presenta mayor parte iluminada, hasta que a los siete u ocho días se ve todo su círculo bañado de una luz suave y bella, entonces es luna llena o plenilunio.
Sigue disminuyendo en la misma proporción la parte que vemos iluminada, y al llegar de nuevo a presentarse como un semicírculo se llama cuarto menguante.
Siguiendo en su movimiento va desapareciendo completamente la parte iluminada, hasta que se nos oculta completamente; y como esto se repite sin interrupción todos los meses, así se reproducen los mismos aspectos, que se llaman fases de la Luna. Y basta, pues han anunciado 45 minutos de parada y nos vendrá perfectamente para comer.
Hacía algunos días que Prudencio y su familia se hallaban en cierto establecimiento de baños, situado en una pintoresca villa en la vertiente de una montaña.
Por cualquier parte que saliesen a dar un paseo, la vista podía extenderse y el ánimo dilatarse contemplando grandiosas perspectivas.
Los bañistas, según sus aficiones, se reunían en el salón del establecimiento y hablaban de política los hombres y las mujeres de modas, no faltando quien se entregase al pernicioso e inmoral vicio del juego.
Alguna vez se celebraban veladas artísticas; se tocaba el piano, se cantaba, se bailaba y se leían composiciones poéticas. A estas reuniones solían asistir nuestros amigos, siendo de advertir que Sofía era de las damas que se presentaban más modestamente vestidas, pues opinaban ella y su esposo que el lujo (que siempre y en todas partes es reprensible) es hasta ridículo en un sitio y en una época elegidos para buscar solaz, comodidad y reposo.
En las demás ocasiones se les veía comúnmente solos, ora trepando a la cumbre de un montecillo para dominar el valle y la pradera contigua, ora sentados a la sombra de una corpulenta encina desde donde se oía el murmullo de una cascada, dejando a la niña entretenerse en formar ramilletes de silvestres flores.
Un día, en que se hallaban junto a un arroyo, Flora echó una hoja y fue siguiéndola con la vista hasta que unas malezas la ocultaron.
-Me hubiera gustado seguir esa hoja -dijo a su mamá.
-Hubieras tenido que andar muchísimas leguas -contestó ella.
-¿Adónde va, pues, éste?... No me acuerdo cómo se llama.
-Este arroyo va al cercano río, el cual, como todos, desemboca en el mar, después de haber recorrido una extensión más o menos dilatada.
-El mar es un río mucho mayor que los otros, ¿no es verdad?
-No por cierto -la interrumpió el padre. Ya sabes que el mar es una extensión de agua que cubre la mayor parte de la Tierra. Toma diferente nombres, así se dice: Mar glacial del Norte, Mar glacial del Sur, Gran Océano, Mar de las Indias, Mar Pacífico, Océano Atlántico, Mediterráneos, etc.
-¿Cuáles son las mares que bañan nuestras costas?
-Las del Norte, el Este y parte de Sur, el Océano; las de la parte occidental de Andalucía, las de Murcia, Valencia y Cataluña, el Mediterráneo, que se comunica con el primero por el estrecho de Gibraltar.
El agua del mar, entre otras propiedades, tiene la de ser tan salada y amarga que no sirve para beber. El agua para poder satisfacer nuestras necesidades, ha de estar en estado líquido y pura, esto es, transparente, sin olor, color, ni sabor determinado.
-¿Líquida ha dicho papá? Creo que sino fuese líquida no sería agua.
-Te diré. El agua es un compuesto de 89 partes de hidrógeno y 11 de oxígeno o aire inflamable por cada 100. Cuando este fluido, por razón del frío se convierte en hielo, se halla en estado sólido; y cuando, por efecto del calor, pasa al estado gaseoso, se convierte en vapor; he aquí como puede encontrarse en estado líquido, sólido y gaseoso sin dejar de ser agua.
-Si no tiene sabor, ¿por qué le llamamos dulce?
-Para diferenciarla de la salada.
-¿Y de dónde procede el agua que no es de mar?
-De la filtración de las lluvias y nieves a través de la tierra.
-Y el agua de la lluvia, ¿de dónde sale?
-Préstame atención y verás en esto, como en todo, la admirable sabiduría del Altísimo.
El calórico es un fluido que existe en todos los cuerpos, es lo que vulgarmente llamamos calor, o mejor dicho, la causa del calor y el origen de muchísimos fenómenos.
Yo esperaba que me preguntarías, ¿por qué las aguas del mar, aumentándose continuamente con las corrientes de los ríos, no traspasan nunca sus límites?
-Porque Dios no quiere.
-Cierto, pero Dios se vale siempre de medios naturales, o sea de las leyes que ha establecido desde el principio del mundo.
-¿Por qué, pues, no los traspasa?
-Porque, a causa del calórico, se convierte en vapor una parte proporcional a la que entra, y este vapor forma esas nubes, ya blancas y ligeras, ya plomizas y pesadas, que flotan sobre nuestras cabezas. Por el enfriamiento de la atmósfera, vuelven a condensarse aquellos vapores, y convertidos en agua, en nieve o en granizo, caen sobre la tierra; dando de nuevo lugar a la filtración, esto es, a las claras fuentecillas que manan entre las rocas, al arroyo murmurador que riega el verde césped y las lindas flores, y a la imponente cascada, tributarios todos del caudaloso río, que, como he dicho, desemboca en el mar.
-Magnífico es todo eso, pero no comprendo bien lo de convertirse el agua en vapor y viceversa.
-¿No has visto lo que sucede alguna vez si las muchachas dejan una vasija con agua en la hornilla, y se olvidan de ella?
-Que hierve y se disminuye el agua.
-¿Qué sucedería si no la retirasen?
-Que al fin se acabaría.
-Has de entender que en la naturaleza nada se acaba, todo en ello se reduce a meras transformaciones. Así, pues, el agua de la vasija no se agota, sino que se convierte en vapor. ¿Has reparado que si la olla, o lo que fuere, está tapada, la tapadera está mojada por la parte interior?
-Ciertamente.
-Aquello es el vapor que allí se ha ido depositando; y también habrás observado o puedes observar que al enfriarse o condensarse se convierte en gotas que caen inmediatamente al suelo.
-Es verdad, y alguna vez me he quemado con las tales gotas.
-He ahí, pues, la teoría de la lluvia. Aquellas gotas caen calientes, porque no tienen tiempo de enfriarse como el agua, que desciende de más o menos considerable altura.
-¿Y la nieve y el granizo?
-Proceden de un enfriamiento más súbito y más intenso que la lluvia.
-¿Cuántos son los principales ríos que bailan nuestra península?, porque he oído algo de eso, y no lo recuerdo.
-Los más caudalosos y que atraviesan mayor parte de territorio, son: El Duero, que nace cerca de Soria, recorre 776 kilómetros, y desagua en el Océano en Portugal, cerca de Oporto. El Tajo, que nace cerca de Albarracín, recorre 825 kilómetros y desagua en el Océano, junto a Lisboa. El Guadiana, que tiene su origen en las lagunas de Ruidera, en La Mancha recorre 725 kilómetros y desemboca en el Océano, entre Andalucía y Portugal. El Guadalquivir, que nace en la falda de la sierra de Segura, y después de 505 de curso, desagua en el Océano por Sanlúcar de Barrameda. El Ebro, que nace en Fontibre, en la provincia de Santander, y después de haber recorrido 725 kilómetros desemboca en el Mediterráneo, junto a Tortosa, en la provincia de Tarragona.
-Gracias, papá; con otra vez que me lo diga usted tomaré apuntes y no lo olvidaré.
-Harás bien, porque leyendo se aprende mejor que oyendo hablar, y escribiendo un período, mejor que leyéndolo. Sin éstos hay más de 240 ríos menores, que la cruzan en todas direcciones; la mayor parte tributarios de los que he nombrado; por eso nuestra Península es tan fértil y abundante en frutos, legumbres, pastos, maderas, etc.; pero ahora recuerdo que he repetido la palabra península, que antes has usado tú, sin que esté cierto de que sepas lo que quiere decir.
-En efecto, he oído decir que España es una península, pero no sé lo que esta palabra significa.
-Pues es una extensión de tierra, unida al continente por un solo extremo, y en lo restante rodeada de mar. Continente o tierra firme es una gran extensión de tierra, que puede anidarse sin pasar el mar, e islauna porción de terreno ceñida de mar por todas partes. De modo que España sola no forma una península, si no que la forman España y Portugal.
-Como que antes era todo una nación.
-Es cierto.
-Pero, papá, toda el agua de las fuentes no es igual, pues la que aquí tornan los enfermos tiene un gusto muy desagradable.
-En efecto, la de este manantial es sulfurosa; hay aguas termales, esto es, calientes, ferruginosas, acídulas, gaseosas, etc., y toman estas cualidades de las substancias que recogen en los terrenos que atraviesan en su filtración o en su curso.
-Y la cascada, cuyo rumor escuchamos en este momento, ¿cómo se forma?
-Cuando un arroyo o un río se precipita con fuerza desde la cumbre de una montaña, forma una cascada; si es muy caudalosa se llama catarata, como las del Niágara en el Norte América, que es la más imponente del mundo.
-Y los juegos de agua de los jardines, ¿en qué consisten?
-Por una ley natural, el agua comprimida dentro de un tubo, se eleva, en cuanto se le permite la salida, hasta la misma altura de que desciende; y desde allí, perdiendo su impulso, cae de nuevo sobre la tierra o en la taza de una fuente, con más o menos fuerza y en una u otra forma, según el continente en que había permanecido sujeta.
-Pero, ¿de dónde viene allí?
-De las montañas o de depósitos es conducida por medio de tubos o cañerías.
-Y el pozo que había en casa ¿quién lo llenó?
-Los pozos se abren cavando en un punto en que se sospecha debe haber agua, procedente de las filtraciones del mar o de las lluvias.
-Y las bombas que yo he visto funcionar, ¿en qué consisten?
-En la naturaleza no hay nada vacío, lo que no está ocupado por otra cosa, lo está por el aire atmosférico, a menos que se extraiga por algún medio. El mecanismo de la bomba consiste, pues, en un tubo, que se introduce en el agua que se desea elevar. Por dentro de este tubo corre una especie de tapón muy ajustado, que se llama émbolo, el cual, al entrar, desaloja todo el aire atmosférico contenido dentro del tubo, y al subir es causa de que el agua se eleve para llenar el vacío que ha resultado; puesto que fuera del tubo halla presión atmosférica y dentro no; sale por una abertura, vuelve a bajar el émbolo, y se repite esta operación hasta extraer la cantidad de agua que se desea.
Ayer, cuando aplicando un barquillo a un vaso de horchata te la ibas tomando, formaste una bomba aspirante; tus labios extraían el aire atmosférico, y el líquido ascendía a ocupar su lugar por dentro del barquillo, que es un tubo como otro cualquiera.
Aquí llegaban nuestros amigos de su interesante conversación, cuando vino a interrumpirla un muchacho de unos 12 años, robusto y no del todo mal vestido, que les pidió limosna.
-¿Por qué no trabajas? -le preguntó Prudencio.
-Porque no sé -respondió el mendigo.
-Joven eres para aprender un oficio.
-Sí, señor, pero los amos no quieren mantener a un chico que no sabe hacer nada, y yo no tengo quien me pague el aprendizaje.
-¿Tienes padres?
-Sí, señor, pero es como si no los tuviera.
-¿Tan pobres son?
-Son pobres, y además...
-¿Además?, ¿qué?
-Que no puedo ni quiero estar con ellos.
-Entonces eres un hijo desnaturalizado.
-No lo crea usted; me parece que no soy malo.
-Tú, ¿qué has de decir?
-Señor, usted me parece muy bueno, y así me permitiré contarle mi historia, como si fuese un confesor.
Y como viese en su interlocutor una señal de asentimiento, se sentó sobre la yerba, y empezó su relato, que Prudencio se proponía cortar en cuanto pronunciase alguna frase que le pareciera indigna de que Flora la oyese.
-Soy de X..., pueblo que está dos jornadas de aquí, pero en el tren se viene pronto.
-¿Tú has venido en el tren? -preguntó Flora.
-No, por cierto, empecé, pero no he podido concluir -replicó el muchacho sonriéndose de un modo picaresco, y continuó-. Tengo padre, madre y dos hermanas, una mayor que yo y otra más pequeña; la mayor se ha puesto a servir, ¡es claro!, las muchachas en sabiendo barrer y hacer un guisote o llevar en brazos una criatura, ya encuentra a quien las mantenga, pero, ¡nosotros!... La pequeña, allí se ha quedado pasando los trabajos que yo he pasado primero.
Mi padre es zapatero remendón, pero no es demasiado aficionado al oficio, y aunque podría ganar un jornal trabajando la tierra, prefiere ir con otros amigos a la taberna, entre tanto mi madre llora y pasa a contar sus cuitas a las vecinas, sin cuidarse de limpiar la casa, hacer la comida ni remendarnos la ropa. Mi padre viene a comer, y cuando encuentra el fuego apagado y los pucheros vacíos, se enfurece; mi madre le llama borracho y holgazán, él le pega, nosotros lloramos y pedimos socorro, los vecinos acuden y a veces ha de intervenir la justicia.
-¿Sabes que el murmurar de los padres es un gran pecado? -dijo Prudencio.
-Señor, siempre he oído que el que dice, la verdad alaba a Dios. Usted ha querido saber lo que pasa, yo se lo cuento.
-Pero el Señor ha dicho: «Honra a tu padre y a tu madre».
-Yo no los deshonro, todo el pueblo sabe lo que en mí ocurría en mi casa. Además yo pienso honrarlos de otra manera.
-Veamos tus propósitos.
-Si supiera leer y escribir, sería mejor, pero cuando Dios quiere con todos aires llueve.
-¿No sabes leer ni escribir?
-No, señor, cuando yo era muy pequeño nadie se cuidó de enviarme a la escuela, y cuando tuve ocho o nueve años, que me fui yo mismo, el maestro no me quiso recibir.
-¿No quiso recibirte? Eso no es creíble.
-Le diré a usted; como en casa no había mucho aseo, y yo no estaba acostumbrado a lavarme y a peinarme, tenía mal en los ojos, y en la cabeza; y vamos... la verdad, no iba muy limpio.
-Te comprendo, pobre niño.
-Cuando fui mayor y aprendí a peinarme, y tuve cuidado de lavarme bien, ya era otra cosa; pero al verme tan grandullón y sin saber una letra, los otros chicos se hubieran burlado de mí; así que cuando mi padre me dijo si quería ir a la escuela o a trabajar, contesté que prefería lo segundo.
-¿No me has dicho que no sabías trabajar?
-Quiero decir que en el invierno hacía leña y en el verano recogía estiércol; pero cuando llegaba a casa cargado con la espuerta o el hacecillo, y encontraba el jaleo armado y que no había que comer, se me caía el alma a los pies. Además, me daba mucha lástima el ver que siempre reñían mis padres, y que ella solía salir con las manos en la cabeza. Alguna vez he procurado separarlos y me han alcanzado sendos garrotazos, hasta que por fin, cansado de ver lástimas y de no poderlas remediar, me marché sin decir una palabra a nadie, cogiendo dos pesetas que a mi padre le habían dado de unos remiendos.
-¿Y eso es lo que haces para honrar a tus padres?
-Lo confesaré todo.
Sabe usted que por mi pueblo pasa el camino de hierro, yo fui a la estación a llevar un bulto de un pasajero que me dio dos cuartos, y cuando ya el tren se ponía en movimiento, subí a un coche de segunda clase; los viajeros no me dijeron nada, y cuando vi que subía el revisor de billetes, me metí debajo de los asientos. Al salir me preguntaron los compañeros de viaje por qué me había escondido; contesté que aquel empleado era pariente mío, y que no quería ser reconocido por él, porque viajaba sin permiso de mis padres, pero sin duda no les satisfizo mi respuesta, puesto que al llegar a la primera estación me denunciaron. Yo estaba acurrucado en un ángulo del coche, entraron y me pidieron el billete, contesté que le había perdido, no me creyeron y me amenazaron con dar parte y ponerme a la cárcel; lloré, supliqué y, por fin, me deja ron en libertad, no sin echarme fuera del andén después de aplicarme una tanda de mojicones.
Entonces tomé a buen partido viajar a pie y gastarme las dos pesetas en comer, pero ya hace días que se han concluido y no tengo más recurso que pedir limosna.
-Pero, ¿adónde te diriges y qué piensas hacer?, porque en todo esto no veo la honra de tu familia.
-No llevo dirección fija, pienso mendigar hasta que sea mayor, y entonces sentaré plaza; si no sirvo para soldado, de corneta o de cualquier cosa; creo que en el cuartel les enseñan a leer y escribir, y allí, como todos son grandes, no me dará vergüenza; después, si llego a sargento, a oficial...
-O a general.
-¡Quién sabe! Si llego a ser algo, me llevaré a mi madre conmigo, y así mi padre no le pagará.
-Y entre tanto ¿tienen noticias tuyas?
-No lo creo; yo no dije nada a ningún vecino del pueblo.
-¿Y no comprendes, desdichado, la angustia cruel en que estarán, ignorando tu paradero?
-¡Quia! No me quieren mucho -dijo el pobre chico encogiéndose de hombros.
-Todos los padres aman a sus hijos, aun cuando, por circunstancias especiales, unos manifiesten mejor que otros este general afecto; e incurre en la nota de hijo ingrato y en el desagrado de Dios, cerrándose a sí mismo el camino de la dicha, quien, como tú, abandona el hogar paterno y priva a los que le han dado el ser de su ayuda y servicios y del apoyo que pudiera prestarles más adelante.
Por cohonestar a tus prolijos ojos y a los de los demás lo criminal de tu proceder, te dices que, cuando logres un grado en la milicia, llevarás contigo a tu pobre madre. Esto es, cuando menos, dudoso. El joven a quien la suerte condena al servicio de las armas, debe acatar los designios de la Providencia y cumplir como bueno, sirviendo a su patria con valor y con honra; pero trocar voluntariamente la vida del hogar, primero por la mendicidad y después por el cuartel, es una acción reprensible y altamente criminal, máxime si, como tú, se empieza por robar una cantidad a los padres y estafar después a la empresa del ferrocarril, viajando sin billete o tratando de hacerlo.
En la existencia vagabunda a que te has condenado, encontrarías quien te aconsejara criminales acciones y quizá quien te arrastrase a cometerlas; si llegases a sentar plaza, la moralidad del cuartel (a pesar de la represión de la ordenanza) deja bastante que desear, especialmente en tiempo de guerra, y dando de barato que se realicen tus deseos, tampoco me parece prudente el modo de evitar las discordias conyugales de tu familia, separando al matrimonio y dejando al padre, entrado en años y probablemente ya privado de la compañía de las hijas, solo, desamparado y sin auxilio moral ni material de ninguna especie.
El chico había inclinado la cabeza y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
-Si mis padres me hubiesen dicho esas cosas -dijo-, yo no hubiera hecho lo que he hecho.
-Si les hubieras comunicado tu proyecto tal vez te hubiesen hecho las mismas o semejantes reflexiones.
-¡Quia! -repitió, y una sonrisa escéptica brilló al través de sus lágrimas.
-¿Qué crees tú que hubieran hecho?
-Me hubiesen molido a palos, nada más.
-Pensaba que tu padre no pegaba más que a su mujer.
-Él a ella, y los dos a mí. ¡Si ellos fueran buenos!...
-Silencio. Los hijos no tienen derecho a juzgar la conducta de sus padres, y menos un muchacho inexperto e ignorante como tú. Tienes obligación de amarlos cuanto puedas; obedecerlos y asistirlos; y Dios nos juzgará a todos.
El niño se puso en pie.
-¿Cómo te llamas? -le dijo el abogado.
-Perico García, servidor de usted.
-¿Quién te ha enseñado a hablar tan cortésmente?
-Oigo que los otros lo dicen.
-¿Qué pensabas hacer esta noche?
-Esta noche, como tantas otras, si encuentro quien me dé un pedazo de pan, cenaré, y después dormiré en el vecino prado sobre la yerba.
-¿Y cuándo llegue el invierno? ¡Desdichado!
Perico no contestó y lloró de nuevo.
-Óyeme -continuó Burgos-; si tuvieses quién te recomendase al Cura y al Maestro de tu pueblo al primero, para que intercediese con tus padres a fin de que no te castigaran; al otro, para que, mediante una módica retribución, te enseñase a leer y escribir en el menor tiempo posible, si esta noche te diesen cama y cena y mañana te pagaran el tren hasta X...; ¿me prometes que irías a pedir perdón a tus padres y permanecerías en el pueblo, siendo sufrido, aplicado y dócil a tus superiores?
-Ya lo haría, pero, ¿y después?
-Después te pagarían el aprendizaje del oficio que tú eligieses.
-Entonces, ya lo creo, pero, ¿quién había de hacer todo eso?
-Una sociedad benéfica a la cual tengo la honra de pertenecer.
Perico besó la mano de Prudencio, bañándola con su llanto. Sofía y Flora lloraban también.
-Pero ten entendido -dijo el abogado-, que nosotros no protegemos más que a personas virtuosas, o a las verdaderamente arrepentidas.
-Pues yo soy de los últimos -dijo Perico, temblando de emoción.
-Ea, pues, enjúgate esos ojos, y vamos al establecimiento.
El dueño y los bañistas extrañaron ver llegar a la familia de Burgos en tal compañía; él dio orden para que dieran al muchacho cena y cama, cargando el importe en su cuenta, y retirados en su cuarto, Flora dijo a sus padres:
-¿Qué malo ha sido Perico, verdad?
-No tanto como parece a primera vista -repuso Prudencio-, pues ha carecido de educación, ha tenido mal ejemplo, y esto le disculpa. Su padre tiene gravísima responsabilidad, porque se entrega al ocio y la embriaguez, maltrata a su familia, y no da ni proporciona a sus hijos educación moral ni religiosa, ni la necesaria enseñanza. ¿No es verdad, Sofía?
-Cierto -replicó ésta-, pero la reprensible conducta del esposo no disculpa la de su cónyuge, que abandona las ocupaciones del hogar, desacredita al marido, que es desacreditarse a sí misma, no atiende al aseo ni a la higiene de sus hijos, y descuida, en fin, sus más sagradas obligaciones.
El deber del padre es procurar el sustento a su familia, protegerla y darle buen ejemplo; el de la madre, distribuir los recursos de la misma, cuidar del orden, aseo y economía, reprender, aconsejar y ser el ángel custodio del marido y de los hijos; el de éstos, obedecer y respetar a sus padres, y el de todos, amarse recíprocamente.
-¡Qué buena es usted, mamá mía, y qué gracias debemos tributar a Dios los hijos que tenemos unos padres como ustedes! -dijo Flora, y llegándose a Prudencio y Sofía que estaban sentados uno al lado de otro, los abrazó estrechamente, juntando sus cabezas, y los besó repetida y alternativamente.
Prudencio cumplió su palabra. Aquella misma noche escribió a los funcionarios que había prometido en nombre de la Sociedad de que su padre y él formaban parte; por la mañana acompañó el muchacho a la estación, le tomó un billete hasta X, y le dio algunos reales para el camino, repitiendo sus advertencias.
Como suponemos que nuestras lectoras estarán impacientes por saber si el encuentro de Perico con nuestros amigos fue para el primero de provecho, y si cambió enteramente su suerte, les diremos, adelantando la relación de los sucesos, que algunos años después era un hábil y honradísimo carpintero, que vivía en una ciudad y mandaba a sus padres abundantes recursos; la hermana mayor había casado con un jornalero de buena conducta, y la menor servía de niñera. En cuanto a los padres, hemos de confesar con pena que no han mejorado sus costumbres, porque si una mano robusta puede enderezar a tiempo el tierno arbolillo, a nadie le es posible corregir la desviación del tronco de la añosa encina.
Ya tenemos a Flora de regreso en su ciudad natal y a su buen padre repuesto de la alteración que su interesante salud había sufrido. Cierta noche de invierno, don Leandro y él habían salido para asistir a una junta; las señoras hacían calceta, y Flora pidió permiso para retirarse a su cuarto a escribir unos apuntes de Historia de España. Concediósele lo que solicitaba, y la madre le ordenó que cuando tuviese terminado su trabajo saliese a leerlo.
La niña tomó un quinqué, y entrando en su gabinete, permaneció un buen rato encerrada en él; luego salió, preguntó a su madre y abuela si estaban dispuestas a escucharla, y habiéndole contestado afirmativamente, con clara voz y buena entonación leyó lo que sigue:
Dominación de los godos
Imperaba en Roma la mayor inmoralidad, y en los pueblos como en los individuos ésta lleva siempre consigo la decadencia; así el imperio de aquella poderosa nación que había dominado el mundo, nos presenta en sus postrimerías una serie de traiciones, de tiranías y de asesinatos.
Como si Dios se hubiese valido de los bárbaros del Norte para castigar tanta maldad, vinieron éstos en inmenso número, semejantes a las nubes de langosta que talan un campo; y suevos, vándalos y alanos se derramaron por las Galias e Italia, se detuvieron en los Pirineos, porque ignoraban con qué clase de gente tendrían que habérselas, después de haber transpuesto aquella inmensa y natural muralla. Por fin, atraviésanla en el año 400 de nuestra era y descienden de sus cumbres como el agua de una cascada o la hirviente lava de un volcán, devastando cuanto encuentran a su paso.
Al propio tiempo se lanzan sobre Roma, asesinan y saquean; fuertes por naturaleza e imponentes por el número, nada hay capaz de resistirles.
Tras estos pueblos sin la menor cultura, vinieron los godos, algo más civilizados; su general Ataulfo casó con Placidia, hermana de Honorio, emperador de Roma, y vino a España a pelear con sus invasores y ceñirse la corona de este reino.
Apoderose primero del Rosellón y Languedoc, y estableció su corte en Narbona; lidió muchas veces con ventaja con los vándalos, que ocupaban la Bética (hoy Andalucía) los suevos, que eran dueños de Galicia; los alanos que poseían a Lusitania (hoy Portugal), pero antes de terminar el primer año de su reinado, murió asesinado por uno de sus servidores, en el 416.
Sucediole su hijo Sigerico, a quien proclamaron los mismos que habían conspirado contra su padre. Algunos historiadores suponen que él había conspirado también, y confirma esta suposición la criminal conducta del nuevo rey, pues mandó matar a dos hermanos suyos de parte de padre, y ató a su carro triunfal a su madrastra Placidia, que en aquella humillante actitud paseó descalza las calles de Barcelona.
Pocos días gozó de su poder aquel tirano, pues Dios le castigó, permitiendo que los mismos que le habían ensalzado le hiciesen víctima de su regicida puñal.
Walia reinó tres años con honra, y dio pruebas de extraordinario valor; venció a los alanos, vándalos y suevos diferentes veces. Luchó igualmente con los romanos, e intentó pasar al África para apoderarse del terreno que allá poseían. Las tempestades derrotaron su escuadra, y de regreso en Barcelona, frustado su intento, ajustó paces con el emperador Honorio, que deseaba tenerle propicio, para que le ayudase a vencer a los bárbaros, que eran enemigos de unos y otros. Murió en Tolosa, de muerte natural, en el año 419, nombrando sucesor a su pariente más cercano.
Más duradero fue el reinado del nuevo monarca, llamado Teodoredo: no tranquilo, pero si glorioso, al modo que se entendía entonces la gloria.
Los bárbaros, sojuzgados por Walia, recobraron ánimo a la muerte de éste, y lucharon entre sí con tan varia suerte, que ni es dado señalar los estados que pertenecían a cada uno de los combatientes ni el tiempo que ocupaban los pueblos conquistados. Los vencedores ayer son hoy vencidos; los que poseían pocos días ha un territorio, hoy le pierden; mañana le recobran y le devastan. Toman parte en la sangrienta lid los romanos, Teodoredo rompe el tratado de su antecesor y lucha con ellos, y en medio de este espantable caos, surge un nuevo conflicto, presentándose el feroz Atila, el azote de Dios, que viene de Oriente al frente de cien pueblos, amagando destruir todas las naciones de Occidente. Éstas se unen contra él, y en el año 451, en una memorable batalla, cerca de Chalons, a orillas del Marne, el terrible Atila fue derrotado; si bien costó la vida a Teodoredo, que murió peleando como bueno, habiendo sucumbido en breves horas 170000 combatientes de uno y otro bando.
Habían peleado a las órdenes de su padre los hijos del monarca, Turismundo y Teodorico; muerto aquél, pretendieron ambos la corona, terciando en la discordia otro hermano llamado Eurico. Ciñósela, por fin, Turismundo, que poco tiempo disfrutó de las glorias mezcladas de peligro que en aquel tiempo ofrecían los tronos, pues sus envidiosos hermanos le mandaron asesinar en 454.
Teodorico reinó doce años. Al valor, que era hereditario y podríamos llamar innato en los reyes godos, reunía otras cualidades, pues amaba a sus pueblos y se había captado el afecto de éstos. Venció a los suevos en una formidable batalla, pero debía el trono a un fratricidio, y su hermano, que no olvidaba este horrible precedente, le mandó asesinar (como habían hecho antes los dos con Turismundo) en 466.
Lástima grande que este doble crimen mancille la memoria de Eurico, pues por lo demás fue un buen rey, logrando lo que ninguno de sus antecesores, que fue sacudir el yugo de los romanos y conquistar gran parte de las Galias. Murió de enfermedad en 466.
Alarico, hijo y sucesor del anterior, quiso apoderarse por completo de las Galias; pero halló un formidable rival en Clodoveo, rey de Francia. En 506 vinieron a las manos los dos monarcas; Clodoveo mató el caballo de Alarico, éste cayó con el bruto, y un soldado franco le quitó la vida.
Los godos, no respetando el derecho de sucesión, como parecía haberse establecido para obtener la corona, eligieron por rey a Gesalico a la muerte de Alarico. Poco tiempo reinó y murió asesinado en 511.
Amalarico, hijo de Alarico, que había disputado la corona a su antecesor, era arriano; es decir, que aunque cristiano, pertenecía a una secta fundada por el hereje Arrio. Había casado con Clotilde, hija de Clodoveo, rey de Francia, católica como su padre. Esta boda fue origen de una guerra doméstica que trascendió bien pronto a las dos naciones, pues Clotilde, que no quería abjurar el catolicismo, se veía cruelmente atormentada por su esposo, hasta el punto de darle golpes e inferirle heridas. Sufrió al principio con cristiana resignación, pero, al fin, se quejó a sus hermanos, que eran cuatro reyes de diferentes Estados, mandándoles un pañuelo tinto en la sangre de sus heridas.
Los hijos de Clodoveo se llenaron de cólera, todos a un tiempo declararon la guerra a su cuñado, y le presentaron batalla, que él aceptó, muriendo en ella (531).
Téudis, que había gobernado durante la menor edad de Amalarico, supo conquistar de tal suerte las simpatías de los españoles, que a la muerte de aquél le proclamaron rey; vivió guerreando con los francos y con Belisario, general romano, que en su tiempo se apoderó de Ceuta, y murió asesinado por un loco en 548.
Teudiselo, nombrado general por Téudis, y proclamado sucesor suyo, era de sangre real, aunque de origen extranjero. Valiente, cual sus antecesores, era por demás vicioso, lo cual le acarreó gran número de enemigos que conspiraron contra él y le asesinaron en un festín en 549.
Agila, si no tan vicioso como el anterior, fue indolente y descuidado; era además arriano, todo lo cual previno contra él al pueblo y al ejército, que, habiendo ya aprendido a conspirar y asesinar reyes, le quitó la vida en 554.
Atanagildo sucedió a Agila, pero el emperador de Roma, Justiniano, que había trabajado para derribar a éste y entronizar a aquél, no lo hizo tan desinteresadamente, que no reclamase recompensa. Quiso, por tanto, apoderarse de gran parte de Aragón, Valencia y Toledo; Atanagildo intentó resistir; pero vencido y acusado de ingrato por sus antiguos aliados, falleció de muerte natural en 567.
Después de cinco meses de interregno, fue nombrado rey de España Liuva I, que lo era de la Galia gótica; pero conociendo modestamente que no podía atender al gobierno de las dos naciones, hizo lugar en su trono a su hermano Leovigildo, que vivía en España, quedándose él en Francia y mandando desde allí sus órdenes e instrucciones. Fue buen rey y murió en 592.
Leovigildo fue hombre de extraordinario valor y gran fortuna; hizo una sola nación de toda España; arregló un buen sistema de rentas, y fue amigo de pompa y esplendor; así se desprende de haber sido el primero que se sentó materialmente en un trono, que mandó construir en la ciudad de Toledo, donde tenía su corte, y usó púrpura y corona en público.
Mancha su fama la cruel persecución que emprendió contra los católicos, con tan implacable sala, que no perdonó a su propio hijo Hermenegildo, a quien hizo degollar por no querer abrazar el arrianismo, y a quien Santo y Mártir venera la Iglesia en sus altares. Murió Leovigildo en 586.
Hasta aquí llegaban los apuntes que Flora leyó con aplauso de las señoras, y por orden de éstas dejó sobre la mesa, para que los hojeasen su padre y abuelo, quienes a su vez quedaron altamente complacidos.
Solían reunirse en casa de don Leandro algunos amigos de confianza, que pasaban las noches de invierno en sabrosa plática, y como los asuntos que se trataban eran tan útiles como amenos, dejaban a Flora que participase de aquellas gratas veladas. En una de ellas se hallaban congregados nuestras antiguas conocidas Amparo y Teresita, un anciano caballero, compañero de armas del dueño de la casa, y un matrimonio con una niña de la edad de Flora y un niño menor que ellas, excesivamente travieso.
Cada vez que el chiquillo salía de la sala, la niña de la casa manifestaba impaciencia suma, y en verdad que no le faltaban motivos para ello, pues le habían regalado un precioso galguito inglés, a quien quería en extremo. Sabía que el animalito dormía en el comedor, y le constaba igualmente que el niño tenía un placer en atormentar a los animales.
Un doloroso bullido del galguito vino a justificar los temores de Flora.
-Tomasito, no le hagas daño a mi perro -dijo la niña, e iba a lanzarse fuera de la sala cuando el animal entró corriendo, y Tomás en pos de él.
-¿Por qué le pegas? -dijo su padre abochornado.
-Porque él me quería morder -repuso el niño.
-No hubiera intentado tal cosa si tú no le hubieras molestado -dijo Prudencio interviniendo.
El anciano amigo de Burgos tomó la palabra y dijo:
-Es muy frecuente en los niños la tendencia a mortificar los animales, de modo que algunos que por lo demás no manifiestan malos sentimientos, son hasta crueles con los pajarillos o cualquier otro pobre animal que cae en sus manos.
-Eso procede de la falta de reflexión -se apresuró a decir la madre de Tomasito.
-De mí sé decir -respondió Flora-, que desde un día (cuando era muy pequeñita) en que quise matar unir mariposa, y papá me dijo que no debía hacerlo, no he vuelto a intentar causar el menor daño a ningún animal.
-Si así no fuese serías ingrata, no solamente con ellos que todos están subordinados y la mayor parte son útiles a la especie humana, sino al hacedor supremo, que los ha destinado para gozar de la vida y cumplir su destino sobre la tierra. ¡Y qué inmensa variedad existe -continuó el caballero- desde el membrudo elefante hasta el insecto microscópico!
-A mí me gustaría saber todo eso -dijo Flora.
-Y a mí también.
-Y a mí -añadieron Tomás y su hermanita.
-Ya os lo enseñarán en el colegio -contestó Sofía.
-Sí, ¡pero entre tanto! -insistieron ellos.
-¡Ea!, ¿quién está dispuesto a convertirse en catedrático de Historia natural? -interrogó Teresita, porque yo también escucharé con gusto la lección.
Creo que el más indicado será don Prudencio.
-Lo haré con mucho gusto -respondió el aludido-, pero me parece que será mejor dejarlo para otro rato, en que esté solo con la gente joven, porque hoy habría en mi auditorio personas demasiado ilustradas, a quienes cansarían mis explicaciones.
-Eso nunca -repuso el que antes había hablado-, pero ya que de perros se ha tratado, y veo que Flora está tan prendada del suyo, si estos niños me prestan su atención, les contaré la interesante historia de un ciego y de su perro.
-Va de cuento -dijeron alegremente los niños, acercándose al caballero.
-No es cuento, no, os he dicho que es historia, y yo he conocido al protagonista.
-Vamos, pues, historia.
El narrador empezó su relato en estos términos:
«Jacinto era un amable niño de noble corazón y simpática figura, y hubiera sido hermoso, si la luz del Sol hubiera iluminado sus pupilas y animado sus miradas. Mas, ¡ay!, el niño era ciego y pobre, habiendo perdido, además, a su padre cuando apenas contaba once años. Mientras vivió el autor de sus días, Jacinto fue a la escuela del pueblo, donde el bondadoso profesor le enseñó todo cuanto podía aprender de viva voz, es decir, la Doctrina, la Historia Sagrada, las nociones de algunas ciencias y muchos cuentos e historias morales, que retenía perfectamente en la memoria.
Muerto el padre, Jacinto y su madre quedaron sumidos en la miseria, pues, aunque ella era joven y hubiera podido ponerse a servir, los cuidados que tenía que tributar al pobre cieguecito, se lo impedían; de modo que ganaba un jornal lavando ropa, iba a espigar o se ejercitaba en otras faenas agrícolas, según la estación; y en el rigor del invierno no era raro verla salir a los caminos, con su hijo de la mano, a mendigar una limosna por amor de Dios.
Jacinto rogaba a su cariñosa madre que le buscase un perro, el cual podría acompañarle sirviéndole de lazarillo; juntos recorrerían la población, saldrían a la carretera, y ella podría ganar su jornal, o permanecer tranquila en casa arreglando sus vestidos y los del muchacho.
Accedió la madre gustosa, y un vecino les regaló un perrillo joven, al que pusieron por nombre Palomo, y que desde luego se encariñó con el ciego, en términos que no le perdía un momento de vista.
Acostumbrose a guiarle perfectamente, le llevaba casa de las personas caritativas que acostumbraban socorrerlos, y ladrando alegremente desde la puerta, anunciaba su presencia y la de su desgraciado amigo, lamiendo las manos de sus favorecedores y manifestándoles su gratitud con mil caricias. En cuanto a los avaros que alguna vez le despedían con enojo, nunca más volvía a atravesar sus umbrales, lanzando un imperceptible gruñido cuando pasaba por delante de su puerta, y llegó a ser tan inteligente en la materia, que, mirando con atención el rostro de una persona, se decidía o no a acercarse a ella, simpatizando con las almas generosas y buscando con anhelo a los que las abrigaban; y apartándose con repulsión de los hombres egoístas y de malos instintos. Este criterio, que así podríamos llamar al instinto de aquel fiel e inteligente animal, vino a ser tan conocido de todos los vecinos del pueblo, que su agrado y sus muestras de afecto eran mirados como una garantía de honradez y probidad.
A los pocos meses de haber hecho Jacinto tan preciosa adquisición, murió su madre, y quedó el pobre niño sin más compañía que la de su fiel Palomo, ni más recurso que la caridad de los vecinos. El propietario que les tenía alquilado un humilde cuarto bajo, se lo cedió gratis; una vecina le barría y mullía la cama que servía para el niño y el perro; otra, le lavaba la ropa.
Por lo demás, Jacinto, para no ser gravoso a sus paisanos, adoptó una vida nómada; de modo que pasaba días enteros fuera del pueblo, quedándose a dormir con su fiel amigo, ya en el muladar de una venta, ya en la era, ya debajo de copudos árboles, sin más lecho que el blando césped. Pero si en estas excursiones sus miembros se endurecían y su piel se curtía, no se empañaba la candidez de su alma, pues el niño por convección y el perro por instinto, huían la compañía de los malos.
Un día Jacinto se sintió enfermo. Había andado más de lo regular y regresaba cansado y sudoroso a su pueblo, cuando ya cerca de él sintió que se levantaba un viento frío y huracanado que heló el sudor en sus miembros. Dirigiose a su cuartito, sintiendo dolor en la cabeza y en las articulaciones, se sentó sobre la cama, sacó de su morral un poco de pan y le dio a Palomo, porque él se encontraba del todo inapetente.
El perro fijó en él su inteligente mirada, como preguntándole por qué no cenaba, pero el pobre ciego no podía observar el ademán de su amigo.
Palomo lamía las manos del niño, pero no comía. Jacinto se dirigió a la puerta, la cerró por dentro, y se echó en la cama con el perro a sus pies.
Pronto una violenta calentura privó del conocimiento al pobre ciego, y cuando la luz del alba penetró por la mal cerrada ventana, él no estaba en disposición de levantarse ni de abrir la puerta; pero estaba allí su fiel amigo, que corrió a ella y empezó a arañarla con las patas delanteras aullando lastimosamente.
Algunos vecinos acudieron alarmados temiendo que hubiese sucedido alguna desgracia al simpático cieguecito, y sin mucho trabajo abrieron la puerta.
El perro saltaba de alegría en cuanto vio que llegaba un socorro para su joven amo, y buscando entre todos a la compasiva mujer que barría el cuarto y hacía la cama, la acompañó a donde yacía el enfermo.
Ella, con algunos otros se acercó al lecho, y condolidos todos los circunstantes de la situación del pobre ciego, determinaron llamar al médico, saliendo con este objeto la consabida mujer y quedándose otra para acompañarle. El perro se mostraba muy complacido de ver que habían acudido a su llamamiento, y les manifestaba su gratitud con halagos y caricias, volviendo a colocarse, cuando quedó solo con el enfermo y la enfermera, tendido a los pies de la cama con la vista fija en el semblante de su amo.
Para no cansar a ustedes les diré que la enfermedad de Jacinto duró unos ocho días, y gracias a un buen sistema curativo y a la robusta naturaleza del muchacho, pudo vencer una calentura catarral que pudiera haber tenido un funesto resultado. El día que la contrajo era sábado; el domingo, después de la misa mayor, el señor Cura hizo un llamamiento a la caridad de los vecinos, para que socorrieran al pobre huérfano, y el pueblo correspondió a esta invitación, depositando en una bandeja, colocada a la puerta de la iglesia, pequeñas cantidades que formaron un fondo suficiente para subvenir a las necesidades del enfermo.
La vecina le hacía caldo, horchata y cuanto el médico ordenaba, se lo servía con amorosa solicitud y después daba un mendrugo de pan al pobre perro, que hubiera perecido de hambre antes de abandonar a su dueño.
Aunque éste recobró la salud, quedó algo débil; esto con la llegada del invierno, se opuso a que volviese a emprender sus correrías fuera de la población.
En la rápida sucesión de las estaciones no hay interrupción, y así en pos del aterido invierno, llegó la risueña primavera, volviendo con ella los largos paseos de nuestros amigos Jacinto y Palomo.
Levantábase nuestro héroe al despuntar el alba, peinaba sus cabellos, ponía algunas provisiones en su morral, que tenía colgado en un clavo detrás de la puerta, se le colgaba al cuello, cogía su palo, y saliendo de casa, dejaba entornada la puerta y se dirigía al vecino prado. Palomo le seguía brincando alegremente, porque para todo esto no tenía el ciego necesidad de lazarillo; luego llegando a un arroyo que fertilizaba las cercanías del pueblo, se lavaba en sus puras aguas, allí de rodillas sobre el césped rezaba sus oraciones cotidianas, y después, sacando una cuerda del bolsillo, la ataba por un extremo a su muñeca y por otro al collar de correa que llevaba el perro, y éste entonces emprendía la ruta que tenía por conveniente.
Una mañana el cielo estaba sereno, el Sol purísimo y brillante, la campiña se ostentaba con todo el esplendor de su belleza; Jacinto no podía verla, pero sentía el perfume de las violetas y de las flores de los naranjos y limoneros, y oía cantar los jilgueros y los ruiseñores. Sentose al pie de un árbol, sacó un poco de queso y un pedazo de pan, y lo partió con su cariñoso amigo, volviendo a emprender su marcha contento y satisfecho. Caminaron mucho, y Jacinto decía a su lazarillo:
-Muy lejos me llevas hoy, Palomo.
En efecto, el instinto del perro le hacía variar con frecuencia sus excursiones, y este día le llevó a una gran ciudad, en la que se celebraba una fiesta, a juzgar por la multitud de gentes que circulaban por las calles.
Palomo se paró en la esquina de una plaza, el cieguecito se quitó su gorra y la dejó a su lado en la acera, sentándose el amo y el perro arrimados a la pared.
La primera moneda que cayó en la gorrita de paño produjo un ruido solamente perceptible para Jacinto, el cual dio las gracias con su dulce voz. Tras de aquella cayeron otras que, chocando con las primeras producían un sonido argentino:
-¡Dios se lo pague a usted! -decía el ciego.
Una voz de mujer llegó a sus oídos.
-¿De dónde eres muchacho?
-De H..., señora.
-¿No tienes padres?
-No, señora. No tengo a nadie en el mundo.
-¿Quieres que te recojan en la casa de Beneficencia? Tengo influjo para ello.
-No estoy enterado de lo que es este asilo, pero sepa usted, señora, que yo no sirvo para nada.
-No importa. Allí estarás al abrigo de la miseria.
-¡Cuán buena es usted, señora! Acepto reconocido... Pero, ¿podría venir también Palomo?
-¿Quién es Palomo?
-Mi perro.
-¡Ah!, el perro, no -contestó la señora.
-Pues entonces dispense usted, pero no puedo aprovecharme de sus beneficios. ¿Qué sería de Palomo si yo le abandonase? El pobrecito tampoco tiene a nadie en el mundo más que a mí.
La señora se encogió de hombros y Jacinto oyó el roído de una moneda que caía en su gorra, y los pasos de la mujer que se alejaba.
-¡Pobrecito! -dijo tocando la cabeza de Palomo- No tengas cuidado que no te dejaré. Sería muy ingrato si te abandonase.
Después de haber descansado un rato recorrieron varias calles recogiendo alguna limosna. Llegaron por fin a una en la que por ser estrecha y dirigirse al paseo público, la multitud estaba compacta y apiñada. El rumor de la gente y los gritos de los vendedores aturdían al pobre ciego, no acostumbrado a nada de esto.
-Palomo, llévame a casa -dijo a su compañero.
El dócil animal dio la vuelta y retrocedió sobre sus pasos.
Para que mis oyentes comprendan lo que voy a narrar, es preciso que sepan que en aquella populosa ciudad empezaba a despertarse el calor con bastante fuerza, y que las autoridades habían mandado a sus delegados propinasen la estricnina a los perros que vagasen solos por la población.
Un chiquillo callejero mal intencionado se propuso hacer una jugarreta al desgraciado ciego. Con tan perversa intención, cortó la cuerda, y el perro, que caminaba deprisa con la cabeza baja, en pocos segundos se encontró a bastante distancia de su amo.
Júzguese del dolor de éste cuando sintió la cuerda rota y llamó en vano a su fiel compañero. Sólo era comparable al que el perro sintió al verse separado de su amo.
Ladrando y olfateando recorría los grupos cuando un dependiente del Municipio le llamó con voz cariñosa e insinuantes ademanes. El perro se aproximó, y como viese que acercaban a su boca alguna cosa de comer, tomó un bocado. Súpole bien porque el sabor era agradable y el animal estaba hambriento, y devorándole deprisa continuó olfateando hasta encontrar a su amo.
Prodigáronse ambos mil caricias, y Jacinto suplió con su pañolito el trozo de cuerda que le faltaba. Salieron velozmente de la ciudad, pero a los pocos pasos Palomo empezó a aullar lastimosamente.
-¿Qué tienes, pobrecito? ¿Estás cansado? ¿Tienes hambre? -decía Jacinto con plañidero acento, y sacando un poco de pan le arrimaba a la boca del perro, el cual no le probó, y por las violentas sacudidas que sufría la cuerda conoció el ciego que el animal hacía los más dolorosos extremos.
Cayó en tierra y se revolcaba dando aullidos de dolor, mientras el niño desatando la cuerda se arrodillaba a su lado y le cogía la cabeza con las manos, acariciándole para endulzar su agonía.
El perro clavaba su moribunda mirada en los ojos sin luz de su dueño, de los cuales caían abundantes lágrimas; luego un ligero temblor agitó los miembros del animal y ya no volvió a moverse.
Jacinto comprendió que había perdido para siempre a su fiel amigo, y sentándose a la orilla del camino, lloró amargamente sin saber cómo volver a su pueblo ni qué determinación tomar.
Así permaneció hasta la caída de la tarde, hora en que unos arrieros se retiraban de la ciudad y debían pasar por la población en que Jacinto vivía.
Ellos no le conocían, pero se dolieron de ver su desconsuelo, y le preguntaron la causa.
El muchacho se la manifestó, y ellos, compadecidos, le subieron en un macho y lo llevaron hasta cerca de su casa. Encerrose en ella el desgraciado niño, y pasó toda la noche sentado en un rincón sin dormir y entregado a una profunda tristeza.
A la mañana siguiente salió de su casa, y apoyado en su palo, arrimándose a la pared se dirigió a la del señor Cura a contarle su desgracia. Doliose de ella el buen sacerdote, y todo el pueblo la sintió, ya porque el fiel Palomo era conocido y amado de todos, ya por la soledad en que dejaba al simpático ciego.
Dios no desampara a nadie, y menos a los jóvenes inocentes y piadosos; inspiró, pues, al Párroco la idea de rogar al maestro del pueblo (sucesor del que había educado a Jacinto y gran tocador de violín), que enseñase a éste a manejar aquel instrumento, y por iniciativa de ambos, pues el Maestro accedió gustoso a la demanda, se abrió una suscripción en el pueblo para mantener y vestir al huérfano mientras durara su aprendizaje. No fue éste largo, pues el ciego tenía buen oído y no era torpe, y cuando tocó regularmente, su maestro le acompañó a la ciudad en donde, asociado con otros, formó una de esas murgas que recrean los oídos de los aficionados.
Jacinto fue tan dichoso como se puede ser privado del precioso sentido de la vista, porque era bueno y tenía el corazón tranquilo».
Ahora bien, mis queridos niños, ¿no deploráis vosotros la muerte prematura de Palomo? ¿No execráis la conducta del malévolo rapaz que cortó la cuerda con la que iba unido a su querido dueño?
Acaso no llevaba más objeto que el de burlarse del aturdimiento del ciego al hallarse sin su guía, lo cual hubiera indicado muy mala intención; pero quizá, y esto es lo más probable, se había acostumbrado al horrible espectáculo que todos los días ofrecen nuestras calles, de perros envenenados con estricnina, y quería presentar una nueva víctima a los celosos agentes de la autoridad.
Terrible mal es la hidrofobia, y deber de las personas que se hallan al frente de las poblaciones el tomar alguna precaución, para que los perros hidrófobos no comuniquen esta espantosa enfermedad a los racionales; pero podría evitarse ese espectáculo repugnante, indigno de un pueblo civilizado y propio para endurecer el corazón de los niños; empleando, por ejemplo, el medio de recoger todos los perros vagabundos en un corral u otro sitio apartado, en el que no molestaran a los vecinos, en donde el que hubiera por descuido perdido o abandonado el suyo, podría ir a buscarle satisfaciendo una multa, y el animal que a los tres días no hubiera sido recogido, moriría de un balazo en la cabeza, sin tanto sufrimiento y sin servir de diversión a las gentes sin entrañas y especialmente a los chiquillos callejeros.
Todos los oyentes convinieron con el narrador, y las miras, que habían llorado al oír el trágico fin de Palomo, demostraron sus simpatías por el amo y por el perro, preguntando al caballero si vivía todavía Jacinto, si estaba bueno, si era dichoso y si había comprado otro perro.
A todo contestaba afirmativamente, con singular complacencia del auditorio.
Por fin, Tomasito, que hasta entonces no había hablado, dijo pensativo:
-Eso de cortar la cuerda no lo hubiera hecho yo.
-No sabemos -contestó Prudencio.
-Mire usted, con franqueza, antes de oír esa historia tal vez sí, porque no sabía lo que podía resultar, pero ahora, ¡Dios me libre de tal cosa!
-Pues estoy satisfecho -repuso el caballero-. El objeto del que refiere o escribe un ejemplo es corregir alguna mala inclinación, algún defecto, o enseñar el resultado que puede producir una imprudencia: yo he conseguido el mío, puesto que hay una personita en mi auditorio que ha sabido aprovechar la lección.
Levantose al decir esto, todos los concurrentes le imitaron y tras una cortés y afectuosa despedida se disolvió la reunión.
No habían olvidado los concurrentes a la reunión de nuestros amigos, especialmente el elemento infantil y Teresita, la promesa de Prudencio; y así, una noche en que la asistencia era poco numerosa, Flora la recordó a su padre exigiendo su cumplimiento.
El abogado se expresó en estos términos:
Todo cuanto existe sobre la tierra está clasificado por los naturalistas, que lo han dividido en tres grandes agrupaciones, llamadas los tres reinos de la Naturaleza, o sea el reino animal, el vegetal y el mineral.
Pertenecen al primero todos aquellos seres que nacen, viven, sienten y mueren.
Al reino vegetal corresponden las plantas, que también nacen, se alimentan, crecen y mueren; pero que ni tienen la facultad de sentir ni la de moverse.
Forman el reino mineral las piedras y metales, que no nacen ni mueren, y que únicamente sufren modificaciones por acumulación o disgregación de materiales.
Como se comprende, el reino animal es el más perfecto. Los animales se llaman así por estar compuestos de un cuerpo y un alma, que es lo que experimenta las sensaciones. Su estudio se llama Zoología.
La primera división consiste en vertebrados e invertebrados. Corresponden al primer grupo los que tienen una espina dorsal, y son los cuadrúpedos, las aves, los reptiles y los peces; y al segundo los insectos y los moluscos.
Divídense los vertebrados en mamíferos y ovíparos. Son mamíferos los que en su primera edad se alimentan de la leche de sus madres, y ovíparos los que salen de un huevo, buscándose inmediatamente el alimento, como los pollitos de gallina y de perdiz, o esperando en el nido que los padres vayan a ponérsele en el pico, como las palomas, tórtolas, etc.
Entre los animales mamíferos ocupa el primero y distinguidísimo lugar la especie humana, cuya alma, imagen de la Divinidad, se llama racional, porque tiene la facultad de formar juicios, asociar ideas y obrar dirigida por aquella esplendorosa y sublime inteligencia que la distingue de todo otro ser.
Su figura es noble; su cabeza levantada, en vez de inclinarse hacia la tierra como la de los otros animales, tiende a fijar la vista en el cielo, origen suyo y objeto de sus aspiraciones.
El alma de los animales está dotada de un instinto que a veces nos causa admiración, les sirve para buscarse albergue y alimento, para reproducirse y defenderse; pero ninguna especie de bestias hay que progrese, que se perfeccione, ni sea susceptible de mejorar su manera de ser.
El elefante, el buey, el caballo, el perro, etc., son cuadrúpedos; y se llaman así porque tienen cuatro pies. Son los cuadrúpedos sumamente útiles al hombre: unos le ayudan en los trabajos de la agricultura, como el buey, el
cual presta, además, los siguientes servicios: la leche de las vacas es muy substanciosa y agradable, la carne (especialmente de las terneras) es muy sabrosa y suculenta, la piel sirve para hacer calzado, las astas se trabajan para fabricar peines, puños de herramientas y para otras baratijas, y el estiércol es el mejor abono para los campos.
Otros cuadrúpedos, como el caballo, el asno y el mulo, sirven para llevar carga, para tirar de los carruajes, arar la tierra, y el primero (el más noble e inteligente) comparte con el hombre los peligros y fatigas de la guerra.
Hay cuadrúpedos cuyo cuerpo está cubierto de lana, que son los carneros, (cuya hembra se llama oveja); este animal, manso y dócil cual ninguno, proporciona con su carne el alimento más sano y nutritivo, la leche de la oveja es excelente y la lana constituye uno de los comercios más lucrativos. Ya sabéis que de esta materia son los mejores colchones, y tampoco ignoráis que hilada y tejida se convierte en recias y confortables mantas, en finísimos paños y castores, y en esas telas vistosas y elegantes de que hacéis vuestros lindos vestidos. También del vellón de las ovejas salen esas madejas de tan variados matices, con que ejecutáis toda clase de trabajos de tapicería.
Semejantes a las ovejas son las cabras, aunque más airosas y ligeras; los cabritillos de pocos meses son sumamente gustosos; pero la carne de las cabras y machos no es de mucho tan sana como la de carnero, consistiendo la principal utilidad de este ganado en la rica y abundante leche que proporciona. Su piel sirve para calzado, guantes y otros varios usos, y los intestinos para cuerdas de guitarra y otros instrumentos.
Uno de los cuadrúpedos más feos y de más innoble figura es el cerdo; pero en cambio su carne es muy sabrosa y no hay nada en el que no pueda aprovecharse. Un ama de casa económica que mata un cerdo en el rigor del invierno, puede estar segura de tener a mano un sabroso alimento durante muchos meses.
Los jamones y brazuelos y la parte grasa se guarda salada y bien enjuta; la manteca se derrite y sirve para condimentar toda clase de guisos mucho mejor que el aceite, de lo demás se hacen ricos embutidos.
Dejemos, empero, esta gastronómica conversación y ocupémonos de otros animales domésticos que no sirven para comer.
Nuestro respetable amigo nos contó no lea mucho la interesante y conmovedora historia de Jacinto y de su perro; volúmenes enteros podrían llenarse con los ejemplos de adhesión, gratitud y fidelidad que el hombre recibe continuamente de este inteligente animal, que ha merecido la honra de ser llamado el amigo de la especie humana.
Hay infinidad de variedades; unos como los mastines, sirven para guardar el ganado; los galgos y pachones son excelentes cazadores; los perros del monte de San Bernardo salen en compañía de los caritativos monjes, a quienes sirven, y después de las grandes nevadas buscan con su olfato y su maravilloso instinto a los viajeros que, cubiertos de nieve, perecerían ateridos en aquellos lugares. Los de Terranova se arrojan al mar o a la corriente de un río, para salvar a un náufrago, siempre que su auxilio es necesario, y todos sin distinción, velan como fieles guardianes y defienden la persona, la habitación y la propiedad de su dueño.
El gato no participa de las buenas cualidades de su compañero, de quien rara vez es amigo, pues la antipatía entre estas dos especies ha llegado a ser proverbial.
El gato es egoísta y no agradece el alimento y albergue que su dueño le proporciona, pero en cambio limpia la casa de ratones, cuadrúpedos pequeños de la casta de los roedores, perjudicial a nuestros intereses, porque come y estropea las mejores viandas.
El mayor de los animales de la especie que me ocupa es el elefante, bruto sumamente fuerte, dócil y sufrido, notable por tener sobre su labio superior una prolongación llamada trompa. A pesar de su grandísima fuerza no es feroz, y únicamente cuando se le irrita, sacude formidables golpes con su trompa, con la cual arranca, cuando quiere, copudos árboles o derriba las paredes.
Ocasiones ha habido en que sobre el lomo de un elefante se ha colocado una torre de madera, con soldados armados para defenderla.
Hay infinidad de cuadrúpedos notables; unos por su fiereza, como el león, otros por su ligereza como el ciervo, que lo es también por su linda cabeza cubierta de enramadas astas, en las que cada año que pasa nace una punta, aumentando así sus adornos conforme avanza en edad.
Otros son dignos de mencionarse por su industria, como los castores, que fabrican casas de dos o tres pisos a orillas de un lago, con un fuerte dique y dos entradas, una por la parte de tierra y otra por la del agua, por la cual se arrojan al lago cuando se ven perseguidos.
Se han visto habitaciones de castores de veinte o más casas, pero ordinariamente son más reducidas. Para construir el dique y las murallas se asocian lo menos doscientos obreros, y para edificar las casas particulares se dividen en secciones.
Con los dientes roen los árboles, por corpulentos que sean, y las ramas para hacer una estacada; en su cola larga y aplastada acarrean argamasa con que la cubren después de amasarla con los pies, y la misma cola les sirve de llana para dejar las paredes tan lisas y tersas como el mejor estuco aplicado por mano de hombres.
El primer castor que nota la presencia de sus perseguidores da un fuerte golpe con la cola en el agua, a cuya señal se arrojan todos al lago o a la corriente del río, pues los tales roedores son anfibios, esto es, que viven lo mismo en el agua que en la tierra.
A pesar de todas sus precauciones, se les da caza, sirviendo su piel para sombreros, guantes y otras prendas, y se extrae de él un líquido que tiene aplicación en la farmacia.
-Me gustaría ver un pueblo de castores, papá -dijo Flora.
-No es muy fácil -contestó el aludido-, pues habitan en las soledades de la América del Norte.
Infinitas cosas podría decir de otros muchos cuadrúpedos de diferentes especies, pero pienso pasar a ocuparme de las aves, después de decir algunas palabras de los monos, llamados por algunos naturalistas cuadrumanos, por tener los pies semejantes a las manos.
Los monos están dotados de bastante inteligencia, y sobre todo de una gran facultad de imitación. Los hay de una estatura casi tan alta como la del hombre; que son los llamados orangutanes o jocos, a los que algunos viajeros han tomado por hombres salvajes, viéndolos en grandes cuadrillas andar en dos pies apoyados en estacas.
Se ha visto más de una vez un orangután llevando y trayendo lo que le mandan, sirviendo a la mesa y ocupándose en otras faenas domésticas como el más dócil criado.
Voy a referir algo de las aves, y empezaré por una que, aunque no es de las más bellas ni de las más útiles, debo tratar de ella antes de terminar la sección de los mamíferos, pues es un mamífero alado; como los hay también acuáticos, de que hablaré después.
El animalito en cuestión es el murciélago, verdadero ratón con alas, que no están formadas de plumas, si no de una membrana sutilísima. Su figura no es bonita ni simpática; la circunstancia de ser cuadrúpedo, tener hocico y amamantar sus hijuelos, la de que sus patas no le sirven para andar, sino con suma dificultad, la de que vuela (aunque no muy alto), cosas que en ningún otro se ven reunidas; hacen que los mismos naturalistas hayan dudado si debían clasificarle entre las aves o entre los brutos; y los fabulistas hayan escrito apólogos en que se ridiculiza a los hombres que vacilan en adoptar francamente una opinión en cualquier materia, o que niegan su nacionalidad o profesión, según las circunstancias.
El murciélago pasa el día en grutas entre penas o en el hueco de las paredes, y sale de noche a perseguir a los mosquitos, por lo cual el hombre debería estarle agradecido, y evitar esa insensata e injustificada persecución de que es objeto de parte de los niños, y sobre todo los crueles tormentos entre los cuales suele acabar su inocente vida este inofensivo mamífero.
Ni la gloria que le cabe de coronar el escudo de las armas de Cataluña y Valencia ha sido parte a captarle las simpatías al menos de los hijos de estas comarcas. Cuéntase que mientras don Jaime el Conquistador tenía cercada a Valencia, para recuperarla arrebatándola a los moros, un murciélago fue a posarse sobre la tienda real; lo cual fue interpretado como feliz presagio de la empresa; y como el éxito coronase las esperanzas del rey y de su hueste, dispuso aquél que desde entonces se pusiese sobre las gloriosas barras de Vifredo el tímido volátil, que, gracias a esto, cruzó los mares acompañando siempre al valor y a la victoria.
Hablemos ahora de los ovíparos. Todas las aves lo son. Las aves tienen un cuerpo cubierto de pluma, dos pies, alas más o menos largas, y pico.
Hay aves de muchísima utilidad, como son las gallinas, palomas, patos, gansos y pavos. Las primeras ponen huevos, de manera que compensan con creces lo que se gasta en su manutención, quedando siempre la ventaja de tener las gallinas para disponer un buen guisado o un suculento caldo.
Cuando están en disposición de incubar los huevos, se ponen tristes, no salen del nido y apenas comen. Entonces la mujer económica prepara un cesto con paja y una cantidad de huevos tal que la gallina puede cubrirlos con sus alas (de 18 a 21) y la coloca sobre ellos. La futura madre se encela de tal modo, que la mayor parte de ellas se morirían de hambre por no abandonar el nido, si no se tuviese cuidado de llevarles la comida, y aun a veces hasta ponérsela en la boca.
A las tres semanas empiezan a salir los polluelos, que se han formado en el interior del huevo y se han alimentado con la substancia que éste contiene; con su tierno piquito van rompiendo la cáscara, hasta dividirla en dos partes iguales, y apenas lo consiguen y salen a luz, va buscan y picotean las minutas de pan o las pequeñas semillas que se ponen a su alcance. A pesar de esto, la solícita madre no los abandona, los acompaña a donde puedan encontrar alimento, y cuando divisa un ave de rapiña, cuando se aproxima la tempestad o al llegar la noche, amorosamente llama a sus pequeñuelos y los cubre con sus alas, que cual tibio manto los oculta y preserva del peligro y de la intemperie.
Me he detenido tanto en esta explicación, porque la mayor parte de las aves crían de un modo parecido. A las domésticas se les forma el nido y se les prodigan los cuidados de que dejo hecho mención; las que vuelan libres, construyen ellas mismas la vivienda de su futura familia. Hay algunas diferencias, empero, bastante notables.
En cada gallinero hay por lo regular un gallo solo, que acompaña y protege a sus tímidas compañeras. El gallo es hermoso y arrogante, tiene el pecho ancho, la cola enhiesta, el andar majestuoso, la cresta y barbas de un encarnado vivísimo, y las plumas, especialmente en el cuello, doradas y tornasoladas.
Las aves de gallinero, como también los cisnes, patos y gansos, que son aves acuáticas, tienen un vuelo corto pausado por el peso de su cuerpo y lo corto de sus alas.
No así las palomas domésticas, que salen a buscar su alimento en grandes bandadas, conociendo desde muy lejos su palomar y volviendo a él, como vuelve el padre de familia a su hogar después de evacuar sus negocios.
Los palomos se aparean; la hembra pone dos huevos y ella y el macho alternativamente les prestan su calor hasta que salen los polluelos. Entonces continúan abrigándolos mientras no se visten de plumas, poniéndoles la comida en el pico, hasta que éste se los ha endurecido, y dejándoles disfrutar de aquella dulce morada, la que abandonan cuando saben andar y volar, dejándola libre para otra cría.
Regularmente los dos hermanos son macho y hembra, que a su vez constituyen una nueva familia.
Hemos hablado de las aves acuáticas, llamadas también palmípedas, por tener los dedos unidos por una membrana, lo cual las hace muy a propósito para nadar; y no hemos dicho sus principales cualidades. Son piscívoras o pescadoras tienen una glándula en la punta de la cola, que segrega un líquido aceitoso; así se las ve continuamente extendiéndole con su pico, para que preserve sus plumas de la acción del agua, y se nota que salen del baño tersas y lustrosas.
No quiero concluir mi explicación de las aves domésticas sin decir algo del pavo común y del pavo real.
El primero se distingue de las otras aves en la piel rugosa, encarnada y desnuda que cubre su cabeza y la parte superior del cuello, y en las dieciocho plumas largas de la cola que los naturalistas llaman timoneras, y que levanta cuando quiere formando rueda. Su carne es muy sabrosa; sus ademanes sosos y desairados, de modo que a una mujer o niña que carece de gracia y viveza, suele decírsele que parece una pava.
El pavo real es de las aves más favorecidas de la naturaleza. El macho tiene la cabeza y el cuello azul con cambiantes verdes y violados matizados de oro, y sobre aquella un penacho de plumas verdes esmaltadas de oro, el cuerpo de color de rosa anubarrado de verde y dorado, las alas y la cola encarnadas. Sobresalen en ésta una porción de plumas de dos pies de largo, verdes con cambiantes de oro y azul, en cuyas extremidades hay un lunar oval compuesto de anillos concéntricos pardos, azules y dorados, y en el medio una mancha de azul de zafiro tornasolada de verde esmeralda. Estas plumas las extiende a su arbitrio formando un círculo vertical, que cuando le hieren los rayos del Sol presenta el brillo de todos los metales y piedras más preciosas. La hembra es algo más pequeña, de color ceniciento con cambiantes verdes en el cuello, y carece del principal adorno que ostenta el macho, que es la magnífica cola.
El águila, ave indómita y fiera, es llamada reina de las aves, sin duda por su altanero continente, su raudo vuelo, su gran fuerza muscular y su penetrante mirada. Es carnívora y cazadora, y lo mismo arrebata un corderillo o cualquier otro cuadrúpedo, que una gallina, paloma y toda clase de aves. Forma su nido en las hendiduras de las peñas más elevadas, y, ¡ay del inexperto zagal que osase trepar para arrebatarle sus polluelos!
El volátil mayor es sin duda el avestruz, de ridículo vuelo, a causa de lo exiguo de sus alas, pero de paso tan ligero que supera al trote de los caballos. Mide a veces dos metros de altura, y los hay que pesan ciento cuarenta kilogramos.
Hablemos, por fin, de los pájaros que prestan tal encanto a nuestros bosques y prados, de los pájaros cantores. La alondra, el jilguero, el ruiseñor y muchos otros con su alegre y variado canto despiertan a los moradores de las aldeas y de la campiña, apenas la rosada luz del alba empieza a disipar las tinieblas de la noche; y no sólo dan animación y vida a la soledad, sino que rinden verdaderos servicios a la agricultura. Unos son insectívoros, como el canoro ruiseñor, admiración y hechizo de músicos y poetas, y como la simpática golondrina de negra y brillante pluma, es decir, que destruyen infinidad de moscas, mosquitos y larvas de otros insectos, que sin ellos destruirían las cosechas; otros, como los gorriones, por ejemplo, atacan los sembrados; mas como se alimentan también de orugas y gusanos, falta saber si un gorrión come al cabo del año más trigo del que consumirían los insectos que él destruye.
Hay aves granívoras, como las perdices y codornices; las hay frugívoras, esto es, que se alimentan de frutas, como los tordos, que hacen gran consumo de aceitunas; pero, perseguidos por los cazadores e inmolados para nuestro regalo, compensan con su sabrosa carne las perdidas que su alimentación ocasiona.
La mayor parte de estos pájaros se unen macho y hembra en la primavera, construyen su nido con filamentos de plantas en forma de media naranja, pero tan fuerte, blando y bien tejido, que parece elaborado por un ser racional. Otros le forman de barro o arcilla amasado con saliva. Unos y otros depositan allí sus huevos, dos, tres o más, según las especies, y como he dicho de algunas aves domésticas, se relevan el macho y la hembra, para que el uno pueda buscar su alimento mientras el otro cuida los huevecillos o la prole.
Nacidos ya los polluelos, les llevan la comida al nido y los acompañan y cuidan, hasta que, crecidas sus alas, los jóvenes volátiles abandonan para siempre aquella dulce mansión y con ella a sus amorosos padres, desconociéndolos completamente.
El amor de los padres a los hijos es natural e instintivo en todo el reino animal; la piedad filial, la gratitud a los que nos dieron el ser, es el signo característico de la noble especie humana, en quien la razón inspira sentimientos que el solo instinto no pudiera engendrar. Este amor, esta gratitud la prescribió el Legislador Supremo, y prometió sus bendiciones al que los abrigue en su corazón.
-Yo por mi parte quiero mucho a ustedes cuatro -dijo Flora-; los pajarillos, que abandonan a sus padres, son unos ingratos.
La naturaleza no ha hecho nada inútil; las aves, privadas de razón, no son culpables por separarse del nido y de los que en él le alimentaron, luego que saben volar, posarse en las ramas y buscarse la comida; por eso ha dado a los padres el instinto para amparar a sus hijuelos, que perecerían si no fuera por sus asiduos cuidados, y no ha dotado a los jóvenes de gratitud filial, porque no la necesitan.
-Pues díganos usted algo ahora de los loros y otras aves tan preciosas.
-Si me pusiera a tratar de las aves del Nuevo Mundo tendría mucho que decir, pues las hay de vivísimos colores, como el ave del paraíso y el colibrí o pájaro mosca; la primera la habrás visto disecada en algún sombrero de lujo, pues no es raro adornarlos con sus plumas y aún con el ave entera. El colibrí es diminuto, poco mayor que una mariposa; pero sus colores metálicos son tan brillantes, que rivalizan y a veces superan a los del pavo real. En cuanto a los loros o papagayos, las cotorras, periquitos, etc., de verde y lustroso plumaje, no son tan notables por esto, como por la facilidad con que imitan la voz humana, bien que esta propiedad también la tienen nuestras garzas o urracas. Éstas se domestican fácilmente y viven sueltas en las casas, pero tienen la rara cualidad, perjudicial muchas veces, de esconder cuantos objetos pequeños pueden alcanzar con su pico o con sus garras.
Y basta de aves, pues la noche avanza y mi explicación se hace pesada; la materia, por otra parte, se presta a mucho más larga conferencia.
-Pues damos por terminada la lección, relativa al reino volátil -dijo Teresita-; pero ¿continuará usted las conferencias zoológicas en las noches sucesivas?
-No hay inconveniente, si esto puede complacer a ustedes.
Poco más se habló aquella velada, y momentos después se separaron los amigos y contertulianos.
-¿Adónde se dirigen ustedes tan apresuradamente, vecinos? -decía una señora que tenía su habitación enfrente de la de nuestros amigos.
-Vamos a Misa -contestaron a un tiempo Prudencio y Sofía, que iban enlazados por el brazo precedidos de Flora-; y como faltan pocos minutos para las 12, no tenemos tiempo que perder.
-¡Ah!, ¿sí?, ¿con qué tan tarde es? Pues voy también con ustedes, porque pensaba llegarme a visitar una amiga, pero ya iré después u otro día. ¿Y doña Ángela?
-Mamá y papá han ido más temprano.
Llegaron a la Iglesia; Prudencio tomó agua bendita y la entregó a las señoras y a la niña, ésta se persignó devotamente, se adelantaron hasta cerca de un altar, en el que estaban las velas encendidas, y se arrodillaron.
Poco después salió un sacerdote y dio principio a la ceremonia más sublime del catolicismo.
Sofía, joven piadosa sin afectación, que abrigaba en su alma un verdadero y tiernísimo sentimiento religioso, oyó la Misa como debe oírse, esto es, desprendida de todos los cuidados de la tierra y consagrado su espíritu a la contemplación de aquel incruento sacrificio, renovación constante de los adorables misterios del Calvario.
Terminada la Misa, las cuatro personas salieron a la calle y la vecina dijo a Sofía:
-¿Sabe usted, vecinita, que ignoro si he oído Misa?
-¿Cómo así? -contestó la interrogada-; yo creo que todos venimos de oírla.
-Sí, pero yo he estado sumamente preocupada y distraída. ¿No ha reparado usted que estaba yo como sobre ascuas?
-La verdad sea dicha, no la he mirado a usted.
-Es cierto que no ha separado usted los ojos del altar.
-Creo que para eso vamos a Misa.
-Sí, pero el distraerse no puede una remediarlo, y más cuando se le pone delante una persona tan antipática y tan odiosa como aquélla del sombrero de terciopelo adornado de azul. ¿Ha reparado usted?
-Dispense usted, amiga mía, le repito que no reparo ni observo nada.
-Yo sí -intervino Flora-, ¿qué iba acompañada de una criada y una niña pequeña?
-¡Ah!, ¿ve usted cómo la chiquitina se fija más?
-Es natural.
-Pues esa presumida (que parece un gallo con esos sombreros tan altos que lleva siempre) es la que no me ha dejado oír la Misa con sosiego.
-Pues, ¿qué le ha hecho a usted o qué le ha dicho? -preguntó Prudencio.
-Nada absolutamente, pero por lo mismo que no me ha dicho nada, ni tampoco la fámula que iba con ella...
-No haberles hecho caso.
-Los hombres no entienden ustedes de eso.
-En efecto, por mi parte no entiendo gran cosa.
-¿Van ustedes a su casa?
-Sí, señora.
-Pues por el camino les contaré a ustedes, puesto que llevamos la misma dirección. La señora de quien hablaba a ustedes ha sido amiga mía, pero una de esas amigas entremetidas que todo lo averiguan, y que lo que pasa en una casa lo cuentan en otra, así el secreto que sorprenden como el que se les confía, una murmuradora que no respeta la reputación más bien sentada.
-Feísimo vicio es por cierto la murmuración -dijo intencionadamente Sofía.
-¿No es cierto? -replicó la señora sin darse por aludida- Pues ésa lo tiene. ¡Ya se ve! Como no tiene nada que hacer, porque tiene modista, costurera, peinadora, doncella y cocinera, se pasa todo el día chismeando. Si estuviese tan ocupada como yo, no lo haría. Era, pues, amiga mía cuando yo tenía a mi servicio la criada que ahora va con ella, que, aunque algo presumida y respondona, se portaba muy bien; pues es muy aseada, sabe recibir y llevar un recado, y lo mismo sirve para hacer un buen puchero (que no es tan fácil como algunos creen) que para arreglar una sala.
Como yo tenía confianza en la que hoy es su dueña, le hablaba de ella. ¡Es claro!, ¡de qué hemos de hablar las señoras!
Sofía y su esposo se sonrieron.
La narradora continuó sin notarlo:
-Hacía yo justicia a sus buenas cualidades, al mismo tiempo que me quejaba de lo respondona y lenguaraz que se iba volviendo. Pues, ¿sabe usted lo que sucedió? Que un día que la mandé con un recado a casa de mi falsa amiga, ella le ofreció más salario, aconsejándole que se saliese de mi casa con cualquier pretexto, y se fuese a servir a la suya. La otra, como ellas no tienen ley a nadie, me dijo que tenía enferma a su madre en un pueblo cercano, que tenía necesidad de ir a asistirla, y que como la dolencia podía prolongarse mucho, me dispensaba de esperarla. Como yo ya sé lo que esto suele significar en tales casos, busqué otra, y a los pocos días me dijeron que estaba en casa de esa mala amiga.
¿No es verdad, querida Sofía, que las dos obraron muy mal?
-Sí, señora pero estas cosas se desprecian.
-Pues eso he hecho yo, despreciar la acción y las personas.
-Las personas se perdonan.
-Se perdonan, ¿eh? Yo no, esas cosas no las perdono. Le debía visita y no se la he devuelto, y hoy, las provocativas, han venido a ponerse a mi lado, mirando de reojo y sin saludarme. Mire usted si tenía yo razón para decirle que no he oído misa con tranquilidad, pensando en la picardía que me han hecho entre las dos.
-En efecto, no eran ideas muy a propósito para entretenerse en ellas mientras se asiste a la celebración del Santo Sacrificio -dijo Prudencio; parándose en la puerta de casa de la señora, a quien dirigía la palabra.
-¿Gustan ustedes descansar? -dijo ésta.
-No, señora, mil gracias -contestó Sofía-. Siento que haya usted pasado un mal rato, y deseo se tranquilice olvidando y perdonando la falta de esas mujeres.
Al llegar a casa Flora se reía como una loca mientras se quitaba el sombrerito.
-¿De qué te ríes? -preguntó su madre.
-Pues, ¿de qué he de reírme, sino de las cosas de nuestra vecina? Decía que el murmurar es un gravísimo defecto, lo afeaba en la señora del sombrero de terciopelo; y ella, entre tanto, murmuraba de la otra.
-Y lo peor es que ese vicio es contagioso, porque tú estás haciendo una cosa muy parecida.
Flora se puso colorada y se mordió los labios.
-La pobre señora -continuó Sofía- tiene una inteligencia poco cultivada, y tal vez no ha recibido una buena educación moral y religiosa; comprende vagamente que no ha oído bien la Misa, y bien puede asegurar que ha faltado al Mandamiento de la Iglesia, pues no basta nuestra presencia material en el templo, es necesario que el espíritu esté atento a la celebración de tan sublime misterio, y el suyo estaba distraído con ideas frívolas, rencorosas y poco caritativas.
-Tampoco habrá oído muy bien la Misa -contestó Flora- una joven muy elegante que estaba cerca de mí, que no hacía más que enredar con el rosario, el libro y el abanico, que todo era muy lujoso, y mirar a uno y otro lado. Por fin se ha enganchado su rosario de oro y coral en el encaje de la manteleta y ¡ha pasado unos trabajos para desengancharlo!
-Ni la niña que ha observado todo eso creo que habrá reportado gran provecho espiritual de su asistencia al templo.
-Como estaba tan cerca, me he distraído algunas veces, pero luego volvía a mirar mi libro o el altar.
-Debías haber mirado siempre, y si por un momento te distraías, llamándote naturalmente la atención los objetos que nos rodeaban, volver sobre ti y pedir a Dios perdón por tu falta pasada, y atención y devoción para lo sucesivo.
-Otra vez prometo hacerlo así, querida mamá.
-¿Ves, hija mía, cuán fácil es caer en los mismos defectos que censuramos en los demás?
Jesucristo mismo dice en su Evangelio que hay gentes que notan una paja en el ojo ajeno y no ven una viga en el propio. Esto quiere decir que hemos de ser muy parcos en reprender las faltas de los demás, porque acaso nosotros adolecemos de lo mismo que tildamos en ellos, y nuestra vanidad nos alucina y no nos deja conocerlo.
-Veo que es muy difícil conducirse debidamente.
-No tanto como tú crees. La perfección no existe en la humanidad, y así el aspirar a ella nos llevaría al desaliento, viendo que no podíamos alcanzarla, y el pedirla a los demás sería una exigencia ridícula. No obstante, el ajustar nuestras acciones a la ley divina y a la moral humana no es tan difícil cuando hay buena voluntad, cuando se tiene la suerte de hallar desde la infancia quien nos advierta y aconseje, y cuando se posee un corazón dócil, dispuesto a seguir esos consejos y esas advertencias. Vive siempre avisada y sé tan severa contigo mismo como indulgente con los demás, para que no pueda aplicársete la parábola de la paja y de la viga.
Las nueve de la noche daban en el reloj de una torre cercana con ese sonido destemplado e inarmónico que se percibe entre las grandes y violentas ráfagas de viento; las puertas crujían a impulsos del huracán, y se oía silbar en el jardín y chocar agitadas las ramas de los árboles.
-¡Qué fastidioso es el aire, papá! -decía Flora-; esta noche ya no vendrá nadie, y usted a mi sola no me querrá explicar la Historia Natural, a la que soy tan aficionada.
-Claro está, porque tendría que repetir la explicación cuando estuvieran Teresita y la otra niña, que tan atentamente la escuchan.
-Pues entonces, si me lo permite usted voy a corregir mis apuntes de Historia de España.
-Espera. Antes he de corregir yo un concepto tuyo. Has dicho que el aire es fastidioso, ¿no es verdad?
-Sí, señor, porque no deja salir a nadie de casa.
-¿Qué entiendes tú por aire?
-Eso que se oye, que casi da miedo.
-Eso se llama viento, que no es otra cosa que el aire agitado; pero el aire propiamente dicho está en todas partes, nos circuye siempre, así en la noche tempestuosa en que nos hallamos, como en esas tardes calmosas de estío en que no se mueve una hoja, tanto en la cúspide de la montaña como en nuestro guardado gabinete.
-Me acuerdo que me dijo usted un día: «Lo que no está ocupado por otra cosa está lleno de aire».
-Ésa es una verdad que no debes olvidar.
-¿Qué es, pues, el aire?
-El aire es un fluido, sin el cual la naturaleza sería muda y sombría; sin él no existirían los hombres, los animales ni las plantas. Dos gases de propiedades mortíferas, neutralizados mutuamente, alimentan y vivifican la creación. Estos dos gases se llaman ázoe y oxígeno. El primer nombre significa en griego privador de la vida; y en efecto, las bujías y el carbón encendido, sometidos a la influencia de este gas aislado, se apagan instantáneamente, como cesa del mismo modo la vida de cualquier animal, sometido a igual experiencia. Oxígeno quiere decir engendrador de ácidos, porque el vinagre y la mayor parte de los ácidos provienen de él. Sus propiedades son tan opuestas a las del primero, que las bujías y las brasas de carbón, sometidas a su sola influencia, arden con una fuerza extraordinaria, con un brillo deslumbrador, y los pajaritos y otros animales dan muestras de alegría y agilidad extrema; y si sucumben en breve, parece que dejan la vida por un exceso de felicidad. Es decir, que la mortífera atonía del ázoe está neutralizada por la actividad devoradora del oxígeno, combinados en la proporción de 79 partes del primero por 21 del segundo.
Sabes perfectamente, hija mía, que nosotros respiramos y también los animales y las plantas.
-¿Las plantas también?
-Sin la menor duda. Concretémonos ahora a la respiración animal. Nuestros pulmones, compuestos de una materia esponjosa, se ensanchan y comprimen incesante y acompasadamente, con un movimiento semejante al de un fuelle, por medio del cual absorben una cantidad de aire y despiden otra igual; con la diferencia de que el que absorben está por lo regular en buenas condiciones para la vida, y el que expelen, como ya se ha combinado con la sangre y ha circulado con ella, al volver a los pulmones ha perdido una parte de oxígeno, necesaria a la economía animal, y adquirido en cambio otro gas llamado carbono, que es nocivo, pues envenena la atmósfera.
Ahora comprenderás la causa de que se procure airear los dormitorios, de que se tenga cuidado de establecer corrientes de aire que purifiquen las habitaciones, y de que para las escuelas, teatros, iglesias, etc., sea indispensable buscar habitaciones muy elevadas de techo, para que, conteniendo una cantidad mayor de aire atmosférico tarde más en viciarse, lo que sin esto sucedería muy presto por las muchas personas que consuenen el oxígeno y le sustituyen por carbónico.
Ahora bien, lo que sucede en una habitación, sucedería en el mundo todo, en que millones de seres vivientes, respiran sin cesar, si no hubiera un perenne laboratorio de oxígeno.
Las plantas son este laboratorio, ese vivificante manantial, pues respirando (copio te he dicho) a su manera, no tan sólo despiden abundancia de oxígeno, sino que absorben el carbónico, que es necesario para la vida de los vegetales; y he aquí una utilísima dependencia, una encantadora armonía establecida por Aquél que con tan sabia providencia ha dictado las leyes del universo.
-Me alegro de que las plantas y las flores nos hagan un bien y nos presten un servicio, porque a mí me gustan mucho.
-¡Son tantos los servicios que nos prestan!
Dejemos, no obstante, para otro día el hablar de los vegetales en sus diversas especies, ya que me habéis nombrado catedrático de Historia Natural, y continuemos ocupándonos de ellos, únicamente en sus relación es con el aire atmosférico.
No tan sólo las plantas se apoderan del carbono, que se fija en sus tejidos, dejando libre el oxígeno, sino que (como este último gas existe también en el agua) los vegetales descomponen igualmente este líquido, absorbiendo el hidrógeno y dejando libre el consabido gas benéfico y vivificante.
Parece, empero, que esta armonía debería interrumpirse en el invierno, en que la vegetación es tan escasa, y tampoco debería existir en los países en que los hielos se prolongan meses enteros. ¿No es verdad, hija mía?
-Ciertamente.
-¿No has reparado en esa alfombra de musgo siempre verde que tapiza las campiñas? Hay además multitud de árboles que resisten al rigor del frío, y cuando en determinadas comarcas falta vegetación y con ella oxígeno para la vida del reino animal, una violenta tempestad, un viento huracanado, como el de esta noche, que sólo asusta a los pusilánimes, conduce en brevísimo tiempo el oxígeno que producen en abundancia los gigantescos árboles de los inmensos bosques de América, y restablece la armonía entre la zona tórrida, las templadas y las glaciales.
-Me ha explicado usted el efecto, pero no la causa de ese viento tan fuerte. Supongo que Dios lo dispone para nuestro bien, pero me ha dicho usted antes que para todo se vale de medios naturales.
-En efecto, hija mía, y esa observación merece un beso por lo prudente y acertada.
Flora se levantó ligera, dio y recibió un cariñoso beso, y apoyando sus brazos cruzados en las rodillas de su buen padre, quedó graciosamente inclinada, diciendo:
-Ya escucho.
-Cuando el aire se dilata por causa del calórico, por ejemplo, al hacer el alba y sentir los primeros rayos del Sol, deja algunos lugares vacíos que corre a ocupar el aire de otro lugar más frío; de manera que la dilatación o condensación de este fluido produce esa agitación constante que, unas veces mece suavemente las ramas de los árboles y los tallos de las flores, otras doblega los arbustos y hace crujir los añosos troncos. En muchas ocasiones, una nube que descarga en copiosa lluvia, desaloja una gran columna de aire que ocupaba todo aquel espacio, y éste corre con violencia a llenar, aunque sea en lugar sumamente lejano, el hueco que le deja otra masa de aire, hasta que de nuevo se restablece el equilibrio.
Esos movimientos del aire agitado, esos vuelos invisibles, no tan sólo conducen los gases necesarios para la respiración, sino la fresca nube que riega la tierra árida de algunas comarcas, que sin mar, lagos ni bosques, no ha podido producir vapores acuosos.
Fáltame decirte dos propiedades del aire, y concluyo por esta noche.
Es pesado, lo cual se ha probado de varias maneras. Un tubo o globo de cristal, de que se ha extraído el aire, pesa menos que otro lleno de este fluido. En la cumbre de una montaña el barómetro está más bajo que en la falda, porque la columna atmosférica es menor, y, por consiguiente, menos pesada.
-Yo no sé lo que es el barómetro, papá, lo he visto, pero no entiendo lo que es ni en qué consiste.
Prudencio mandó traer un barómetro de su escritorio.
-Mira -dijo a la niña-. Este metal líquido y brillante se llama mercurio. Como ves, este instrumento está formado de un tubo de cristal cuya extremidad inferior descansa sobre una cubeta llena del citado metal, cuanto mayor sea el peso de la columna atmosférica que gravite sobre el mercurio de la cubeta, más le obligará a subir por el tubo en el que no encuentra resistencia; por eso te iba diciendo que al elevarnos a una grande eminencia con un barómetro, vemos que el mercurio desciende en el tubo la razón indicada.
-Entonces este mercurio estará siempre a la misma altura, porque nunca se mueve del gabinete.
-Esa observación sería justa, si el aire en todo tiempo fuese igualmente pesado.
-Y qué, ¿no lo es?
-No, por cierto. Cuando hace viento, como hoy, el aire está enrarecido, es decir, más ligero, y lo mismo cuando está nublado; que por hallarse las nubes cerca de nosotros, la presión atmosférica es menor. En ambos casos el termómetro baja como ahora que está a 75 centímetros poco más; cuando llega a los 76 anuncia buen tiempo.
-Y el termómetro, ¿para qué sirve?
-Termómetro quiere decir medidor del calor, como el barómetro mide la altura y peso del aire. Este otro instrumento, que me han traído también, mide el calor de la atmósfera.
Creo haberte dicho que el calórico es la causa del calor, y que lo que llamamos frío no es más que la ausencia del calórico. Este fluido, al introducirse en los cuerpos los dilata, y al ausentarse el calórico, causa de su dilatación, se condensan o comprimen. El termómetro, pues, es un tubo de cristal que tiene al pie un depósito de mercurio o espíritu de vino. Como estos líquidos son muy sensibles a la acción del calórico, se dilatan con el calor y suben dentro del tubo, o bajan con el frío, marcando los grados de la temperatura en una escala que le acompaña, ni más ni menos que al barómetro.
-Hay una cosa que no comprendo. Si el aire es tan pesado, ¿cómo no sentimos esta pesadez que parece debería oprimirnos?
-La cantidad que se introduce en los pulmones, proporcionada a la que gravita sobre cada uno de nosotros, basta para restablecer el equilibrio. Así nos encontramos ágiles y ligeros, sufriendo la enorme presión de 36000 libras sin sentirlo, y moviéndonos bajo de ella, como se mueve el pez bajo del agua, que es mucho más pesada todavía. ¡Cuán admirable se muestra en todas estas cosas la sabiduría del Altísimo!
-Queda probado el peso del aire: ¿y la otra propiedad de que me ha hablado, papá mío?
-El aire es el vehículo del sonido, sin el aire no se oiría la voz humana, ni el canto de las aves, ni los mugidos de las fieras, ni esas armonías musicales que nos suspenden y deleitan; de la misma manera que sin la luz no habría colores. Si encierras una avecilla debajo de una campana de cristal, de la cual se haya extraído el aire, intentará quejarse del malestar que experimenta, antes de morir asfixiada; pero ella misma no oirá su propia voz: sin aire no hay sonidos.
-¡Pobrecita! ¡Dios me libre de hacer semejante experiencia!
-Tampoco sabrías extraer el aire de la campana. Nuestra voz o cualquier otro agente, agita el aire; como una piedra arrojada en el agua agita este líquido, formando círculos concéntricos que se van ensanchando desde el fondo a la superficie; estas ondulaciones del aire llamadas ondas sonoras, son las que al ponerse en contacto con nuestro oído nos comunican el sonido que emiten nuestros semejantes, como los de cualquiera otra especie. Si estas vibraciones del aire encuentran un obstáculo, no pueden dilatarse lo suficiente hasta perderse en el espacio, se reflejan; y así como una pelota, al chocar con la pared, vuelve a la mano del niño que la arrojó y que la espera, la palabra pronunciada, o el sonido emitido, cualquiera que sea, vuelve a nosotros; y esto es lo que se llama eco, que no se produce jamás en una dilatada llanura, sino cuando nos hallamos rodeados de montañas que, según su forma y posición, causan este fenómeno.
-Eso lo comprendo, pero que sin luz no haya colores, no. ¿Querrá usted decir que no los vemos?
-Quiero decir y digo que no existen; no es lo mismo una cosa que otra.
-No lo entiendo.
-Si apagamos la luz, yo estaré aquí, tú en tu lugar y cada cosa en el suyo, pero el color azul de tus ojos, el rosado de tu vestido y la blancura del pañuelo que tienes en la mano no son cosas que existan en ellos, y los deben a lo que voy a decirte.
La luz tiene siete colores primitivos, que son: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul claro, azul oscuro y violado. Si se descompone un rayo de luz, se ven en él estos bellísimos matices. La blancura del jazmín, la púrpura del clavel y el brillante verdor del césped que embellece el campo, son debidos a la propiedad de sus diversos tejidos, de absorber un color y rechazar los restantes. Si todos los absorbe un cuerpo cualquiera, será negro, como el ala del cuervo; si todos los refleja, será blanco, como los pétalos de la azucena.
-Y, sin embargo, no parece que ninguno de los colores que ha nombrado usted pueda volverse blanco.
-Ninguno por sí solo, pero sí todos juntos. Los físicos prueban este fenómeno, pintando una rueda con los siete colores mencionados y agitándola en el aire con fuerza. Entonces los colores confundidos a nuestros ojos no nos permiten ver más que un círculo de deslumbradora blancura. Se ha calculado que estos siete colores primitivos pueden combinarse de ciento veintisiete maneras diversas; añade a esto la infinidad de matices que pueden resultar de la mayor o menor intensidad del color, y tendrás una idea de esa gradación admirable con que un solo agente, la luz, dócil a la ley que el Divino Artífice le impusiera, embellece la naturaleza con esa variedad de colorido, con esas tintas ya suaves, delicadas, pálidas, ya vigorosas. radiantes, deslumbradoras.
-¡Ay, papá, qué cosas tan bonitas me ha enseñado usted esta noche! ¡Cuánto le quiero y cuánto adoro a Dios que tan bueno y admirable se muestra en sus obras!
Así decía Flora, y añadió:
-A ustedes también los quiero.
E iba besando y abrazando sucesivamente a sus padres y abuelos.
-¿Y los apuntes de Historia de España? -dijo Sofía.
-Yo le prometo a usted que los escribiré mañana.
-Si hace buena noche vendrán gentes.
-Los escribiré antes que vengan, porque es jueves y no iré al colegio.
Flora, fiel a su promesa, después de comer y jugar un corto rato con las muñecas, se encerró el jueves por la tarde en su cuartito, y escribió largo rato, presentándose luego a su mamá y abuela, y diciéndoles:
-Aquí tengo mis apuntes; en cuanto vengan papá y abuelito, si me lo permiten, daré principio a su lectura. Media hora después se hallaba ya reunida la familia, y la niña empezó a leer sus apuntes en esta forma:
Continúa la dominación goda
Sucedió a Leovigildo su hijo Recaredo, el cual, fuese que admirase las virtudes y el glorioso martirio de su hermano, fuese que siquiera los impulsos de su corazón, se hizo católico, y con él la España entera.
Este cambio de religión no dejó de atraerle enemigos, entre los cuales cuentan algunos a su propia madre, que conspiró con un obispo arriano. El generoso monarca se contentó con desterrar a su enemigo, la reina murió poco después, y Recaredo pudo en paz consagrarse a la felicidad de sus vasallos, muriendo en 601.
Su hijo Liuva II, joven de 20 años, no reinó más que dos y murió asesinado por otro godo audaz y de noble estirpe, llamado Viterico en 603.
Éste hubiera sido un buen rey, pero la fortuna no le ayudó en sus empresas. Quería quitar a los emperadores de occidente lo poco que les quedaba en España, y para ello no hubiera titubeado en arriesgar su vida; pero inspiró recelo a sus súbditos de que trataba de abrazar el arrianismo, y fue asesinado en un tumulto popular, en 610, confirmándose en él aquella sentencia del Maestro Divino: «Quien a hierro mata a hierro muere».
Gundemaro fue proclamado por elección, y su conducta confirmó el acierto que en ella habían tenido; pues fue magnánimo, justo y piadoso el corto tiempo de su reinado, falleciendo de enfermedad en 612.
Visto el buen resultado de la monarquía electiva en el anterior reinado, congregáronse los grandes del reino y nombraron a Sisebuto, quien, después de reducir a su obediencia la provincia de Asturias, que no quería reconocerle, y de haberse hecho casi del todo independiente de los romanos, murió de muerte natural en 621.
El sucesor de Sisebuto fue su hijo Recaredo II, que no reinó más que tres meses, pues murió en la adolescencia.
Suintila, nombrado también por elección, no defraudó las esperanzas que en él habían cifrado sus electores; hombre de excelentes dotes de mando y buenas prendas morales, rindió a los gascones, que ocupaban la Navarra, y emancipándose completamente de los romanos, quedó soberano único de la nación.
Con la molicie de la paz perdió algo de la severidad de sus costumbres, y por esto, y por haber asociado a su hijo Rechimiro al gobierno de la nación, con objeto de legarle el mando; los godos, que creyeron ver en esto un ataque a su derecho de elección, le destronaron en 631.
Sisenando alcanzó la corona, humillándose a los grandes y prelados, y con el favor de éstos se afirmó en el trono, que perdió con la vida, falleciendo en 636.
Chintila reinó tres años, y nada notable ocurrió en esta época, a no ser la persecución que emprendió contra los judíos. Murió en 639.
Por elección, como sus antecesores, fue proclamado Tulga; aunque muy joven era prudente, caritativo piadoso, y hubiera podido ser un gran rey; mas murió en la flor de su edad en el año 642.
Chindasvinto escaló el trono por medio de la fuerza, y apoyado en un numeroso ejército, y para que los godos no se resintiesen de la infracción a su derecho de elegir monarca, trató de borrar con un gobierno justo y paternal y dictando sabias leyes. Dúdase si consiguió su objeto, pues a los diez años de su reinado falleció de enfermedad, que algunos creen resultado de un veneno, en 652.
A pesar de lo dicho, Recesvinto sustituyó a Chindasvinto, su padre, y fue uno de los mejores reyes godos. Si algunos se mostraron descontentos de su elevación al trono, pudo al fin ganarlos, imitando la conducta de su antecesor; y desplegando virtudes privadas y dotes excelentes de gobierno, consiguió reinar 20 años con general aplauso, y ser llorado de su pueblo cuando pagó el general tributo de la humanidad en 672.
Wamba era un hombre modesto, virtuoso, valiente y de claro entendimiento, tan poco ambicioso y tan distante de aspirar a ceñirse la corona de la monarquía goda española, que, cuando fue elegido para esta alta magistratura, se resistió con todas sus fuerzas antes de aceptar, y no cedió a los halagos ni a las súplicas, viéndose obligados los emisarios a amenazarle con la muerte.
Aunque aceptó de mala gana, cumplió bien los deberes de un monarca; mostró una grandeza de alma que no es muy común por desgracia; deshizo una escuadra que los árabes enviaban contra España y hacía concebir risueñas esperanzas a los hombres de buena fe; mas el conde Ervigio, su enemigo, envidioso de su gloria, le envenenó. No surtió el tósigo el efecto que el traidor conde se propusiera, pero sí una gravísima y larga enfermedad, durante la cual rapó el irreconciliable enemigo los cabellos y la barba del monarca enfermo.
Cuando éste volvió en sí y se vio en tal estado, siendo el cabello y la barba señal de distinción y nobleza entre los godos, se retiró al monasterio de Pampliega, abdicando la corona en 680.
Sucediole Ervigio, autor de su desgracia, que temeroso de ser víctima de iguales manejos, se apoyó en el clero, que era entonces el elemento más poderoso, y so pretexto de robustecer el poder de la religión, robustecía el propio, afianzando su autoridad. Murió en 687.
Egica, pariente y admirador de Wamba, castigó a cuantos habían tomado parte en el envenenamiento y motivado su abdicación; fue buen rey, y el último de los godos a quien se puede calificar así. Murió en 701.
Witiza, su sucesor, empezó su reinado con buenos auspicios; pero, entregándose después a sus pasiones, fue cruel, vicioso y de escandalosa conducta, con lo cual dio lugar a que estallase una sedición, a cuya cabeza estaba don Rodrigo, hijo de un noble a quien él había mandado sacar los ojos. Impusiéronle igual pena al monarca, arrojándole del trono en 709.
Rodrigo empezó por donde el anterior había concluido, y entregándose desde luego a los vicios, temía igual suerte que su antecesor, creyendo ver en cada vasallo armado un enemigo, y en cada ciudad un baluarte levantado contra su dominación. En consecuencia, derribó las murallas de casi todas las ciudades de España; y mandó convertir las armas en instrumentos de labranza, pero la triste experiencia se encargó de demostrarle que no es así como se afianzan los tronos.
El conde don Julián, a quien había robado una hija, se unió con los hijos de Witiza y llamaron a los árabes, que no esperaban más que una ocasión para apoderarse de la península. Un ejército sarraceno pasó el estrecho y desembarcó en Tarifa, apoderándose en poco tiempo de las mejores plazas de la Bética y Lusitania. Tarde conoció el peligro el indigno monarca, y reuniendo un ejército numeroso, pero compuesto de gente débil y afeminada, presentó la batalla cerca de Jerez de la Frontera, a orillas del Guadalete, y fue vencido, ignorándose si pereció ahogado o huyó a lejano país a esconder su deshonra. La mortandad fue horrible, los moros quedaron dueños del campo y también de la nación; de este modo los que intentaron vengarse del rey, consumaron la ruina de su patria.
Termina, pues, la dominación de los godos y empieza la de los árabes en 711.
No había concluido la lectura cuando entraron doña Amparo y Teresita, que rogaron a Flora no la interrumpiese.
Poco después de terminada, llegaron Tomasito y su hermana, que se llamaba Luisa, en compañía de sus padres, y momentos después don Basilio, el antiguo militar, que por haber sufrido una ligera disposición había faltado a la tertulia algunas noches.
Tomás, que se iba aficionando a la Historia Natural, preguntó si aquella noche les explicaría don Prudencio las costumbres de los animales, pues así les llamaba él en su inocente lenguaje.
-No hay inconveniente por mi parte -dijo don Basilio-; me gusta oír el relato de las diferentes especies de animales que Dios nos ha dado para servirnos, acompañarnos y alimentarnos, especialmente del caballo, que, después del perro, puede decirse que es nuestro más fiel compañero.
-Ya he concluido lo relativo a los cuadrúpedos y a las aves, mi respetable amigo.
-Lo siento, porque ya lo hubiera amenizado con la historia de un caballo y de la familia a quien pertenecía; y nombro primero el caballo que la familia, porque el animal influyó de un modo poderoso en su prosperidad y en su desgracia.
Todos los contertulianos a una voz rogaron al caballero que no dejase por eso de relatar la curiosa historia, pues todas las ocasiones son oportunas, decía Sofía, para oír unos sucesos interesantes y narrados por persona que tal realce sabe dar a su conversación.
El caballero agradeció el cumplido de la joven señora de la casa, y sin esperar nuevas instancias empezó su historia en estos términos:
«Antonio era un hombre feliz. Tenía una madre amante y virtuosa, que le había educado en el temor de Dios y le había inculcado sentimientos de ternura; una esposa joven y amable, económica y hacendosa; tres niños y una niña robustos y vivarachos; gozaba buena salud, y tenía la conciencia tranquila. En cuanto a sus bienes de fortuna consistían en una pequeña casa, un huertecillo, una tartana y un caballo.
Residían en un pueblecito situado en el llano de la provincia de Barcelona, levantado no lejos de otro de no mayor importancia, inmediato al ferrocarril; y Antonio hacia dos viajes diarios a la estación para transportar a los viajeros que desde ésta quisieran trasladarse al pueblo en que él moraba, lo cual, si en invierno, no le producía grandes ganancias, en el verano le reportaba bastante producto, pues eran muchos los habitantes de las ciudades que en aquella época deseaban disfrutar del apacible clima, hermoso cielo y plácidas florestas de aquel modesto y encantador pueblecillo.
Toda la familia, desde la anciana Bernarda, objeto de cariño y respeto, así de los padres como de tos pequeñuelos, hasta el inocente Joaquinito, el menor de los muchachos, miraban al hermoso caballo con cierto afecto que no estaba exento de gratitud, pues el pobre animal contribuía con su trabajo al bienestar de la familia, y era de ver cuando Antonio regresaba de la estación, cómo después de besarle sus hijos, dándole la bienvenida, acariciaban al manso animal dándole el uno palmaditas en el cuello, echándole el otro una manta sobre el lomo, para que no se le resfriase el sudor, y acercándole el otro al hocico un pedacito de pan o un manojito de fresca yerba.
Así transcurría la tranquila existencia del honradísimo Antonio, ahorrando en el estío para pasar el invierne con cierto bienestar, habiendo ocasiones en que podían auxiliar a otras familias más desgraciadas; pero el tiempo no pasa en vano, y es opinión común que transcurre más deprisa para aquéllos que se creen felices, si bien su duración exacta es igual para todos, siendo la disposición de nuestro ánimo la que hace las horas veloces en la dicha y largas en el infortunio. Pasaron, pues, los días y los años, la nieve cubrió la cabeza de Bernarda, algunas y hebras de plata brillaban en los cabellos de Antonio, y el bolo apuntaba ya en el semblante de Blas, el mayor de los muchachos. Si estos efectos había producido en los racionales, ¿qué no debía haber influido en el caballo, cuya existencia es más corta y, por consiguiente, más rápida la decadencia?
Cada día el paso del animal era más pesado, y algunos viajeros que una vez lo probaban, otra preferían algún otro carruaje, tirado por cuadrúpedo más ligero.
Blas, que era entonces el tartanero, insinuó a su padre la idea de vender el caballo; pero las mujeres y Joaquinito se pusieron a llorar, diciendo que era una crueldad y una ingratitud dar tan mal pago al que los había alimentado y librado de la miseria durante años enteros.
-Y, ¿qué hemos de hacer con él? -decía el joven.
-Mantenerle hasta que se muera -contesto la niña-; primero nos ha mantenido él a nosotros.
-¡Tenéis unas cosas! -repuso Blas-; ¡cómo si los caballos fuesen personas!
-No son personas -contestó Antonio-; pero en algunas ocasiones son acreedores a nuestro cariño y reconocimiento, y en este caso se halla el pobre Castaño.
-En resumen, ¿qué resuelve usted? -insistió impaciente.
-Que en adelante no haga más que un viaje diario a la estación, que si no sube mucha gente nos resignaremos a ganar menos, y después, si podemos comprar otro, ése lo alquilaremos para trabajos menos penosos, hasta que Dios quiera.
No le gustó mucho al joven la determinación, y aquella tarde apaleó de lo lindo al Castaño, porque andaba poco, pues, aunque el muchacho no tenía mal corazón, era voluntarioso y hubiera querido que su padre accediese a su deseo de vender el caballo y comprar otro, que se aviniese mejor con el fogoso carácter del joven tartanero.
Un día Blas y el caballo salieron como de costumbre muy de mañana; el padre creyó que había ido a recoger los viajeros del primer tren, pero Manuel, el otro hermano, entró en el cobertizo donde se guardaba la tartana y vio con gran sorpresa que aquélla estaba en su lugar.
Comunicó la noticia a la familia, y todos se sorprendieron en gran manera, especialmente el padre, que temió alguna calaverada, pues su hijo mayor se iba volviendo cada día más terco gracias a la compañía de un mal amigo que había adquirido.
La familia de Antonio pasó todo el día en la mayor ansiedad. Era domingo, y especialmente las mujeres rogaron a Dios durante la Misa, para que ninguna desgracia sufriese el mal aconsejado joven.
Ya muy entrada la noche, presentose Blas, a sus padres, dando vueltas entre sus manos a la gorra, entre turbado y alegre.
-¿De dónde vienes, botarate? -preguntó el padre.
-Padre mío, perdóneme usted... ¡el caballo!...
-¿Qué has hecho de él?
Entre tanto habían acudido la abuela y los niños.
-Pues como iba diciendo... el caballo... le he vendido.
-¡Pobre caballo! -exclamaron a coro las mujeres y los muchachos.
Antonio se adelantó con enojo hacia su hijo, pero su esposa le detuvo.
-¡Acaba! ¿A quién le has vendido? ¿Por qué?
-¡Bah! El Castaño ya era viejo.
-Pero había envejecido en nuestro servicio, ¡ingrato!
-Sí, vaya usted a contarles eso a los que bajan del tren, que no quieren subir en nuestra tartana, porque el caballo anda poco. Le he vendido a la empresa de la plaza de toros.
-¡Qué muerte tendrá el pobrecito! ¡Qué muerte! -dijo la abuela llorando.
La madre de Blas, enjugó también una lágrima.
-No sólo eres ingrato para los animales, sino que tienes el corazón duro para la familia -observó el padre-. Yo daría un año de existencia por ahorrar una lágrima a mi buena madre; tú las has hecho derramar a la tuya y a la mía.
-¿Por qué han de llorar por eso? Ya compraremos otro.
-¿Con qué capital cuentas para ello?
El muchacho estaba visiblemente embarazado.
-Yo no sé si he hecho bien o mal -dijo-. Por el Castaño me han dado una onza, y cuando me he visto con tanto dinero he tomado un billete de la lotería, que me ha costado cien reales. ¡A ver si salimos de pobres de una vez!
Ustedes comprenderán que Antonio reprendió severamente y con sobrada razón, a su hijo por la doble calaverada de aquel día.
La lotería no les cayó, y por consiguiente no se pudo comprar otro caballo.
Pasaron fugaces los hermosos días del verano. Llegó el melancólico otoño, y tras él un invierno largo y riguroso, con la consiguiente carestía de comestibles; y durante él, Antonio pasó una larga enfermedad, y Blas tenía que ir a trabajar al jornal cuando encontraba quien le llamase. Los once duros sobrantes de la venta del caballo, estaban muy lejos ya, y como no había esperanza de comprar otro, tuvo que venderse también la tartana.
Muchas veces se arrepintió Blas de su necia determinación de aquel día, y cuando su padre había entrado en la convalecencia y se reunía la familia alrededor del fuego en los días lluviosos o en las largas noches de invierno, solían decir Joaquinito o la niña: ¡Ahora si tuviéramos el caballo! ¡Tal vez no estaríamos tan pobres!
Entonces el hermano mayor contestaba pesaroso:
-No me habléis de eso; ahora lo alquilaríamos para sacar agua de una noria o para arar, y me ayudaría a ganar el jornal. ¡Cómo ha de ser!
Cuando después de algunos años murieron el padre y la abuela, Blas dejó a su madre y sus hermanos al cuidado de Manuel, y se fue a Barcelona, donde recordando sus antiguos hábitos, se puso al servicio de un alquilador de carruajes, y fue más compasivo con los jacos de alquiler, que lo había sido con el caballo de su padre. La experiencia le enseñó que Dios nos ha dado el dominio sobre los brutos para emplear sus fuerzas en nuestro servicio, pero comprendió también que place al Supremo Creador que seamos misericordiosos con los que son tan inferiores a nosotros en la inteligencia».
Todos los concurrentes aplaudieron la interesante historia, y doña Amparo dijo:
-Yo tuve intención de interrumpir al amigo Burgos, cuando nos hacía la descripción de las aves, para referir también un suceso acaecido a cierta familia amiga mía, en el que una paloma tomó una parte, si no tan activa como el caballo, bastante importante.
-¡Qué bonito será eso! Sírvase usted contárnoslo -dijo Flora batiendo las palmas de contento.
-Si tal hago os privaré de una utilísima explicación de Historia Natural.
-No importa, la recibiremos otra noche, ¿no es verdad, don Prudencio? -dijeron Tomasito y su hermana.
-En efecto -contestó el de Burgos-, me será muy grato diferirla por tal motivo, señora mía.
-Pues entonces doy comienzo a mi relato.
«Don Rosendo del Valle solía pasar grandes temporadas en una bella casita en la villa de X con su esposa y sus lindas hijas. Norberto, único hijo varón, mayor que aquéllas, estudiaba en Madrid, y pasaba las vacaciones en compañía de sus padres, en la pintoresca villa, entregándose con ardor al ejercicio de la caza, en cuanto le era posible, pues en aquellas llanuras no era dable tirar sino a las codornices o a las alondras.
Norberto no tenía más que 14 años, así es que sus padres, que le veían con temor emprender sus excursiones con su escopeta al hombro, no le permitían salir sin un criado de confianza.
Una mañana, el muchacho madrugó más de lo regular, puso su almuerzo en un morral, y echándose la escopeta al hombro, salió alegre y lleno de esperanza.
Poco después le alcanzó el criado.
-¿Adónde vas, impertinente? -dijo Norberto- Hoy quería yo cazar solo.
-Está bien -respondió el doméstico-. Usted cazará solo y yo lo miraré.
El joven anduvo largo trecho seguido de su fiel criado, que maldecía la ligereza de las piernas de su señorito, sin que encontrasen pelo ni pluma.
El sol empezaba a picar más de lo que convenía al novel cazador, el cual buscó la sombra de una copuda encina, y recostándose contra el tronco, sacó las provisiones de su morral y almorzó con buen apetito, llamando a su compañero, para que participase del desayuno.
Terminado éste, y habiendo dado entre amo y criado buena cuenta del jamón, las chuletas y el queso y de un blanco pan, sintieron que la sed les aquejaba, y manifestando el último que allí cerca estaba la casa de campo de un rico propietario conocido suyo, se dirigieron allá, y Miguel, que así se llamaba el sirviente, pidió a una muchacha que estaba barriendo la entrada, un vaso de agua para su señorito.
La muchacha les invitó a sentarse, pero Norberto rehusó, y después de haber bebido y dado una propina a la criada, salió de la casa mientras Miguel preguntaba por la salud de los dueños de la misma.
-Todos están buenos, pero...
-¿Qué significa ese «pero»? -dijo Miguel.
-Significa -repuso la joven-, que el amo es una fiera, la señora una mártir y la niña... pero no está bien que los criados murmuremos.
-Tienes razón; adiós, Calixta.
-Adiós, Miguel.
Este último corrió a reunirse con su señorito cuando oyó un tiro. Acercose a Norberto, el cual le dijo:
-Corre, ayúdame a buscar un pájaro gordo que ha caído.
-Tal vez se habrá usted equivocado.
-¿Por qué? ¿Te piensas que no sé tirar al vuelo? Lo que me hace falta es un buen perro.
-Yo haré de perro. No se pierda por eso.
Y buscando ambos, vieron entre unas matas una hermosa paloma blanca, cuyas lustrosas plumas ostentaban manchas de sangre.
-¡Mírala qué hermosa! -dijo Norberto con júbilo- ¿No te decía yo que la había muerto?, o al menos la he herido -dijo levantando la paloma y viendo que aleteaba con fuerza.
-Ésta es una ave doméstica -dijo Miguel-, y quiera Dios que no nos pidan cuenta de ella.
-¡Qué veo! -exclamó el joven cazador.
-Mira, tiene una cintita que cruza por debajo de las alas y está atada encima, y aquí enrolladito un papel.
-Veamos lo que dice -contestó el criado.
Herido y detenido el conductor del correo, menor delito será el enterarnos de la correspondencia.
Norberto entre tanto, ya había desenrollado el papel, que, escrito con lápiz y con mala letra, decía:
«Abuelitos míos:
Sufro mucho, vengan ustedes, o envíenme a buscar.
DOLORES».
Amo y criado se quedaron pensativos.
-¿Qué te parece de esta aventura, Miguel? -dijo Norberto.
-Me parece -contestó el interrogado-, que ha causado usted un gran daño sin pensarlo y sin quererlo.
-Pero, ¿qué opinas? ¿Quién puede haber escrito este papel? ¿Cómo lo han ido a colgar en las alas de una paloma?
-Muy sencillo. La paloma no andaría por el aire, eso yo lo fío. La persona que se lo lía puesto la tendría en su casa, como nosotros tenemos el gato y las gallinas.
-Vamos a casa -dijo Norberto- y veremos si podemos curar la herida de la paloma, y si papá y mamá nos ayudan a descubrir este misterio.
Al llegar a su vivienda, el bañado cazador se presentó a sus padres y hermanas bañado en sudor, y entre alegre y pesaroso del éxito de su expedición.
-¡Ay, qué paloma tan bonita! -dijo la menor de las niñas- ¿Me la das para mí?
-¿Cómo la has cogido viva? -interrogó la otra-. ¡Callad! Si es toda una aventura -contestó Norberto.
Y refirió enseguida el suceso, enseñando el papelito.
La madre, que era muy compasiva, había mandado traer aceite y estaba lavando las heridas de la avecilla, que no tenía sino un perdigonazo en el pecho y otro en el ala izquierda. Levantó la vista y miró a su esposo sorprendida.
-Miguel parece que adivina algo de esto -continuó el narrador.
-A ver, llámala -contestó el padre.
El criado se presentó, y preguntáronle sus amos si sabía o sospechaba quién era el dueño de aquella paloma y el autor del doloroso escrito.
-Permítanme -dijo el interrogado- que antes de responderles les dirija una pregunta.
¿Conocen ustedes a la hija del señor Juan, que casó en segundas nupcias con Jorge el labrador, que tiene una casa de campo al pie de la colma de la Cruz negra?
-Sí, por cierto -respondió el amo.
-¿Saben ustedes cómo se llama la hija que ella tenía de su primer marido?
-Yo no.
-Yo sí, se llama Dolores -dijo la señora.
-Pues ya está descifrado el enigma -respondió el criado.
-Es verdad, Dolores firma ese papel -observó Norberto.
Miguel, tomando la palabra, dijo:
-Rosalía, la hija de Juan, que es un ángel, había estado casada con un pequeño propietario, el cual al morir le dejó una casita y una huerta, cuyo usufructo podía disfrutar la viuda entregándole a la niña que de este matrimonio había nacido, cuando llegase a tomar estado.
Rosalía casó en segundas nupcias con Jorge, que es un avaro sin corazón, con un genio como un tigre; de modo que a su esposa la trata bastante mal y en cuanto a la pobre entenada, que es una preciosa niña, le tiene odio, porque un día ha de heredar la casa y la huerta, que él se ha acostumbrado a mirar como suya.
Por la menor falta le pega cruelmente y la encierra en una especie de torreón medio ruinoso, donde no le da más alimento que pan y agua.
-¡Pobre Rosalía! -dijo la señora-, ¡cuánto sufrirá su corazón de madre!
-Pero, ¿cómo sabes tú todo eso? -interrogó don Rosendo.
-Porque la muchacha que tienen es amiga mía. Hoy mismo ha visto el señorito cómo he hablado con ella.
Refirió entonces lo acaecido, y añadió:
-Yo calculo que la niña se llevaría o le habrán enviado algún palomo de casa de su abuelo, que tiene un hermoso palomar, y calculando la pobrecita con un juicio superior a su edad (pues sólo tiene unos doce años) que, dejando en libertad la inocente avecilla, volvería al palomar, lo hizo así con la precaución de atarle antes la cintita con el consabido papel.
-Es posible que tenga razón -dijo don Rosendo-; pero ¿qué hacemos en este caso?
-Por tu culpa -observó la menor de las hermanas, dirigiéndose a Norberto-, ha resultado infructuosa la estratagema de la pobre niña.
-¡Qué sabía yo! -contestó mohíno el cazador.
-Quizá no tanto como tú te figuras, hija mía -dijo el padre.
Miguel recibió orden para retirarse, y salió.
Ya sola la familia, don Rosendo habló en estos términos:
-Tú, amiga mía -dirigiéndose a su esposa-, puedes llegarte a casa del señor Juan y referirle lo acaecido. Tú, hijo mío, serás más prudente en adelante, y no tirarás tan cerca de los caseríos, donde pueden volar las aves domésticas, y aún tirando bajo personas tan inexpertas como tú, pueden acarrearse serios disgustos, ocasionando graves desgracias.
Hubo un tiempo en que la caza era una necesidad, porque, viviendo las gentes más aisladas y abundando más los lobos, tigres y otras fieras, era preciso exterminarlos o vivir prevenido para sus agresiones. Más tarde, ya en la edad media, la nobleza, que era ignorante y no podía saborear las dulces satisfacciones de la inteligencia, cultivando las bellas artes, las ciencias o la literatura; cuando no se ejercitaba en la guerra, no tenía otra distracción que la caza.
Ahora los tiempos han cambiado. Ir a caza no es ya propio más que de los hombres cuya precaria situación los reduce a ejercerla como medio de subsistencia. Para personas de nuestra clase, sólo puede aceptarse bajo el punto de vista higiénico, y en ese concepto no me disgusta verte con tu escopeta al hombro, emprender un largo paseo matutinal que te abre el apetito, y a favor del cual respiras el aire puro del campo, de que tus pobres pulmones se ven privados todo el año en el colegio. Duéleme, sin embargo, que me presentes a veces una golondrina o un jilguero muerto o herido; pues estos inocentes animalitos ni son perjudiciales a la agricultura, ni sirven para prepararnos con su carne un sabroso y abundante almuerzo.
-Pero, ¡papá! -insistió Norberto-; yo quiero ser militar y me conviene ejercitarme en el manejo del arma y afinar la puntería.
-Cuando concluyas los estudios de segunda enseñanza, si persistes en tu propósito, ingresarás en un colegio especial, según el arma por la cual te decidas, y allí te enseñarán eso y todo lo demás que sea necesario, sin que te ejercites en matar inocentes avecillas.
-¿Y qué haremos de la pobre herida? -dijo Anita.
-La conservaremos en nuestro poder -respondió el padre- hasta ver si recobra la salud; y entonces, si la quieren sus dueños, fuerza será entregársela.
-Me parece -observó la madre- que podremos hacer una proposición a los abuelos de Dolores, si tú no lo llevas a mal, Rosendo mío.
-Sabes que nunca me opongo a tus proyectos; pero, en fin, veamos.
-Había pensado decir al señor Juan y a su esposa que no se den por entendidos del mensaje de la paloma, y que no se quejen a Jorge, porque esto agravaría la situación de las dos víctimas. Nosotros iremos mañana paseando y pediremos, como ayer nuestro hijo, que nos permitan reposar un rato o nos sirvan un vaso de agua; preguntaremos después por la niña, a quien las mías conocen, y pediremos permiso para traerla unos días con nosotros. Esto lo conseguiremos sin gran trabajo, pues Jorge no ama poco ni mucho a Dolores; y Rosalía, que por no afligir a sus padres no les cuenta lo que ambas padecen, nos agradecerá que libremos a la niña, aunque sea temporalmente, del mal trato de su cruel padrastro. Después resolveremos lo que creamos más prudente, sobre entregarla a los abuelos o dejarla en compañía de nuestros hijos, si aquéllos y la madre lo consienten.
-¡Sí, sí, mamá! -exclamaron las dos niñas-; siempre con nosotros, ¡tendremos una hermanita más!
-Vamos -dijo Norberto-, ya voy yo viendo que he prestado un servicio a esa muchacha hiriendo a su cartero.
-Pero, papá -observó la hija mayor-, tendrá mucho talento esa niña, que ha discurrido un medio tan ingenioso de comunicar a sus ausentes abuelos las penas que sufre.
-La idea no es nueva -contestó el señor del Valle-, aunque yo no le quito a la niña el mérito de haberla aprovechado. En diferentes ocasiones se ha hecho uso de las palomas correos para comunicarse muchas noticias, especialmente en tiempo de guerra en que no podían pasar los emisarios ni funcionar los telégrafos. Los inocentes volátiles pasaban tranquilas sobre el ejército enemigo.
-Yo comprendo -dijo Anita- que se envíen cuatro o cinco palabras, pero... ¡muchas noticias!
-Y oficios y órdenes, y periódicos enteros.
-¿Y pueden volar con tanto peso? -insistió la niña.
-Es que son más pequeños que el papelito de Dolores.
-¡Vamos! Se está usted burlando de mi credulidad.
-No, querida. Te hablo muy formalmente.
-Pues ¿cómo hacen aquellas letras tan pequeñitas?
-Las hacen o las imprimen con el tamaño regular; las reducen después por medio de la fotografía a un tamaño infinitamente menor, y luego las leen con el auxilio del microscopio.
-¡Ah! ¡Ya comprendo! Como aquel alfiletero tan lindo que tengo yo, en el que con un agujero pequeñito se ve un cuadro grande de la Purísima Concepción.
-Cabalmente.
-¡Qué cosas discurren los hombres! -dijo sentenciosamente la niña.
-Sí, hija, sí; el hombre estudioso que aprovecha los grandes medios que la ciencia le suministra, que se vale de todos los auxiliares que la Divina Providencia ha puesto en sus manos, que utiliza los animales como dóciles agentes de su voluntad, en lugar de destruirlos por diversión o por cruel capricho, consigue grandes resultados en sus empresas; sobre todo si éstas son justas y tienen la moral y el deber por fundamento.
En la misma tarde se dio principio al plan que aquella virtuosa familia había concebido. Pronto se encontró Dolores en su seno y fue tratada como uno de sus hijos.
Don Rosendo propuso a Jorge que, pues las niñas se habían encariñado con su entenada, la dejase indefinidamente en su compañía, que gozase en paz el usufructo de las fincas que a aquélla pertenecían por legado de su padre, pues ellos se contentaban con la presencia en su hogar de aquella inocente criatura.
No hay que decir si la proposición fue del agrado del avaro Jorge, ni si Rosalía cedió con gusto la hija de sus entrañas a unas personas que, en lugar de los malos tratamientos que a su lado sufría, habían de proporcionarle comodidades, excelente ejemplo y esmerada educación.
En efecto, la niña fue como la tercera hija de don Rosendo, y con él y su familia pasó a vivir a la ciudad, donde más tarde contrajo un ventajoso enlace.
En cuanto al ave mensajera, curó de las heridas y fue la leal compañera de las tres niñas, y aún de Norberto, pues, como es sabido, las palomas no tienen hiel; y así no guardó rencor al cazador por su injusta agresión.
Tanto la mimaban, que, aunque andaba suelta y no le cortaron las alas, nunca volvió al palomar del señor Juan. Posábase en el hombro de una de las niñas, tomaba de los labios de otra la miguita de pan o el grano de maíz, y en su agradable compañía permaneció hasta que la vejez puso fin a su existencia».
Toda la concurrencia aplaudió la historia de la paloma y la amabilidad de la narradora; las señoras elogiaron el comportamiento de don Rosendo y su familia, y los niños no se dieron por satisfechos con la breve explicación que doña Amparo había puesto en boca del padre de Anita, y las pidieron más amplias acerca de la fotografía y de las palomas-correos.
Don Prudencio tomó la palabra y dijo:
-El ingenio del hombre, aplicado a descubrir los secretos de la naturaleza, a investigar las maravillas con que Dios ha enriquecido nuestra morada, descubre cada día nuevos secretos.
Un físico inventó la cámara oscura, esto es, un lente convexo que aplicado a una pequeña abertura practicada en la madera de una ventana, que domine un paisaje más o menos bello, más o menos poético, y cerrando la ventana se refleja en un cartón colocado tras de aquel lente el paisaje del exterior con todos sus detalles, de manera que viene a ser un cuadro en miniatura; pero cuadro animado, vivo, radiante de luz, movimiento, y colorido. Abríase, empero, la ventana y desaparecía completamente la bellísima pintura.
Míster Daguerre trabajó quince años consecutivos con objeto de alcanzar el maravilloso invento, que consiste en fijar y hacer estable este cuadro fugitivo. Para conseguirlo basta sustituir el cartón con una lámina de cobre, chapeada de plata y cubierta de una capa de yodo hábilmente preparada. Sobre esta capa tan tenue obra la luz, de manera que evapora la parte de yodo sobre la cual no se proyecta sombra alguna, y queda descubierta la plata, imprimiéndose así los más minuciosos detalles, los rasgos de la fisonomía, los más delicados contornos de un objeto cualquiera. El cuadro, desaparece al sacarlo de la cámara oscura y el mismo yodo no presenta a la simple vista alteración alguna; pero exponiendo la chapa a una corriente de vapor de mercurio, lo que no era posible que distinguiesen nuestros ojos, va apareciendo ante ellos como por encanto.
Ni el pincel más hábil guiaría mejor el color de lo que lo hace la naturaleza. El vapor va recorriendo por sí mismo todos los puntos que la luz ha herido, y aparecen como por encanto los edificios, los árboles, las montañas, todo el cuadro, en fin, exactamente reproducido.
Vino la fotografía a perfeccionar la obra, y reproduce miles de ejemplares de lo que se pinta en la chapa, y lo mismo que copia fielmente la fisonomía humana, los cuadros de la naturaleza y las perspectivas de los edificios, reducidos a un tamaño mucho menor, disminuye en igual proporción las láminas y las letras.
-No entiendo mucho esas cosas -dijo Luisita-, pero de todos modos agradezco la explicación.
-Una cosa semejante me sucede a mí -añadió Flora.
-Basta que por ahora lo comprendáis vagamente, para que admiréis; como os he dicho al principio, los medios que ha puesto el Señor en manos del hombre estudioso y perseverante, para perfeccionar las artes e inmortalizar su nombre, haciéndose útil a la humanidad.
Al día siguiente, cuando Flora salió del colegio, le presentaron un sujeto para ella desconocido, que acababa de llegar de un largo viaje. Era un primo lejano de Sofía, y hallándose de paso en la ciudad, había sido invitado a pasar un par de días con los señores de Burgos.
Horacio, que así se llamaba el forastero, era un joven de unos 21 años, alto, delgado, de elegante figura, cara ovalada, algo pálida, grandes ojos de expresión un tanto melancólica y cabello castaño.
-Me han dicho que eres poeta -dijo Sofía al terminar la comida.
-¿Qué es ser poeta, papá?, ¿qué hay que estudiar para eso? -dijo Flora a Prudencio.
Aunque la niña habló en voz baja, no dejó de percibir alguna palabra el huésped, que preguntó sonriendo:
-¿Qué dice la linda Flora?
La niña repitió las palabras en voz un poco más elevada:
-Algo difícil es, hermosa niña, definir un poeta, así que contestaré en sentido inverso de lo que tú has preguntado, dejando lo más arduo para lo último.
Poco he estudiado en verdad para ser poeta. Mis estudios son la medicina y la cirugía; esto es, el arte de curar. Me doctoré el año pasado, y pienso dedicarme con todas mis fuerzas a una profesión tan honrosa como útil a la humanidad.
Hago versos por afición y por deleite, como un solaz de otros trabajos más serios: he estudiado retórica y poética, he leído los clásicos españoles, conozco algo los poetas griegos, y escribo una letrilla o un romance cómo el pájaro canta o el insecto susurra; porque la poesía es el lenguaje de mi alma y con ella expreso mejor que con la prosa mis placeres y mis dolores morales.
-Falta la primera parte de la pregunta de mi hija, que parece ha de ser la segunda de la respuesta -dijo Prudencio.
-Un poeta -continuó el doctor- es, según unos, un ser sobrenatural dotado de cualidades superiores, su inspiración tiene algo de divino, y su nombre debe quedar grabado en bronces y mármoles que lo inmortalicen; según otros, el poeta a quien suelen llamar coplero, es un pobre diablo que jamás tiene un real y a quien el hambre y la desnudez obliga a vender sus versos a cualquier precio, y lo que es peor, a mendigar el favor de los grandes y ricos.
Confirma la primera opinión el lacónico adagio vulgar que dice: «El poeta nace», como reconociendo que hay en él algo que le distingue de la generalidad de sus conciudadanos. Confiesa lo segundo nuestro elegante escritor Martínez de la Rosa, en el epitafio que pone en su «Cementerio de Momo», que dice así:
Aquí enterraron de baldePor no hallar una peseta...No sigas: ¡Era poeta!
Huyendo de toda exageración, he de confesar que en mi concepto los que dicen el poeta nace dicen más verdad de lo que ellos mismos se figuran, y que ese algo que existe en el que no es común en los hombres, no es precisamente la facilidad de versificar (si bien es cierto que hay sabios que jamás han sabido hacer un pareado, mientras otras personas que no poseen un gran talento hacen versos con facilidad suma), pero repito que hay otra cosa que distingue al verdadero poeta.
El estudio, el talento pueden producir un hermoso poema, un drama o cualquiera otra composición; la imaginación creará cuadros de vivo colorido y deslumbradora belleza, pero si el sentimiento no los poetiza, no les comunica vida y calor, el lector no sentirá sus párpados humedecidos por una lágrima, ni su voz embargada por la emoción, ni se alterará la regularidad de los latidos de su pecho: la armonía de los versos será como el sonido de la lluvia, acompasado, grato al oído, pero sin hacer vibrar ninguna fibra en el corazón, sin producir eco en el alma.
Los poetas sienten de un modo especial, y esa exuberancia de amor o de celos, de ternura o de cólera, de dolor o de felicidad, al derramarse en sus composiciones; se comunica al que las lee, haciéndole participar, aunque en menor grado de los mismos afectos.
Las bellas artes tienen por objeto imitar la naturaleza. Así mientras el músico y el cantor expresan, el uno con palabras medidas y rimadas, el otro con sonidos armónicos y misteriosos, no sólo los sentimientos y las pasiones humanas, sino el susurro del céfiro entre las hojas y los horrísonos bramidos de la tempestad; el murmullo del arroyo y los mugidos de los mares; el amoroso arrullo de la tórtola y el zumbido de los insectos; la pintura copia los rasgos de la fisonomía, e imprime, además, a las facciones humanas la expresión del talento, de la ignorancia, de la cólera, de la resignación cristiana, de la cándida alegría y de todos los estados de que es susceptible el ánimo, ya tranquilo, ya dominado por diferentes afectos o pasiones. Disponiendo la pintura de infinitos recursos, así traslada al lienzo o al papel paisajes, pueblos, palacios o cabañas, que sólo existen en la fantasía del artista, como da a conocer al que nunca ha visitado un país sus bosques, sus montañas, sus ríos, sus edificios con todos los encantos de que le ha dotado la naturaleza.
La escultura presenta los objetos da bulto o de relieve, y comprenderás fácilmente que no puede imitar a la pintura trazando un cuadro entero, con su cielo diáfano y sereno, y sus ondas azules o rosadas; pero es admirable la habilidad con que da al durísimo bronce o a la tosca piedra la forma de un ser humano, dotado a veces de sublime belleza; ora nos presente el escultor la imagen del Hombre-Dios, tal como ellos en éxtasis religioso la han concebido, ya la de la Virgen María, llena de mística y poética hermosura, ya trace ángeles de cabezas sonrientes y formas encantadoras, ya nos presente un personaje histórico, ya una figura mitológica, con el rostro y el talle que tuvo o debió tener, según los hechos que se le atribuyen.
Hasta la escultura, la más severa de todas las bellas artes y más sujeta que todas a reglas que cortan, digámoslo así, los vuelos de la imaginación, imita en sus columnas los troncos de los árboles, en los remates y cornisas las hojas y las flores, y en sus bóvedas y techumbres imprime, cuando conviene, una grandiosidad que eleva al hombre a las regiones infinitas.
En resumen, el poeta, el músico, el pintor, el escultor y el arquitecto, todos copian los encantos de la naturaleza, todos poetizan la vida, todos cantan y ensalzan a Dios, de quien han recibido la inspiración que los distingue.
-¿Qué quiere decir figuras mitológicas? -preguntó Flora.
-La mitología es la historia de los dioses falsos.
-Pues si son falsos, ¿por qué no echarlos en olvido?
-Si bien la mitología, como creencia, está desterrada de la sociedad cristiana, sus poéticas acciones no desaparecerán nunca del mundo del arte, por lo que tiene su origen de respetable y por lo que hay en todas ellas de filosófico e ingenioso.
Tú, Flora, sabrás por la Historia Sagrada que antes de que el hijo del Eterno se dignase bajar a la tierra para predicar y difundir la verdadera Doctrina, solamente el pueblo hebreo poseía la religión revelada por Dios a los Patriarcas y a los Profetas; los demás pueblos yacían en las tinieblas de la ignorancia, o conservaban tradiciones oscurecidas y adulteradas.
Si no hubiera Dios, ha dicho un filósofo del siglo pasado, sería necesario inventarle.
En efecto, los hombres de todos los tiempos y de todos los países han reconocido uno o muchos seres superiores que han dado vida a la naturaleza, que han ordenado la grandiosa máquina del universo; estos hombres han sentido la necesidad de orar, de levantar los ojos y el espíritu a la divinidad, de invocarla en sus aflicciones, de tributarle, con el alma llena de reconocimiento, acciones de gracias por sus beneficios.
El pueblo tenía necesidad de dioses, tenía la intuición de la existencia de Dios; pero no le conocía. Los filósofos inventaron divinidades, los poetas las cantaron, las embellecieron, las inmortalizaron.
Júpiter era el mayor de los dioses y solían representarle con un rayo en la mano y un águila a los pies. Juno, su esposa, está sentada en un carro arrastrado por un pavo real, símbolo de la hermosura y de la vanidad.
Saturno presenta el tiempo, y así se le representa en figura de un anciano de duras facciones, con una guadaña, significando que todo lo destruye.
Marte y Belona eran los dioses de la guerra.
Apolo, padre del día, de la luz, las ciencias y la poesía, se representa en un carro de fuego que significa el Sol. Está rodeado y servido por las nueve Musas, que son en concepto de los gentiles las que protegen e inspiran a los artistas en esta forma:
Polimnia es la Musa de la Elocuencia, Urania de la Astronomía, Clío de la Historia, Euterpe de la Música, Melpómene de la Tragedia, Calíope de la Poesía heroica, Terpsícore de la danza, Erato de la Poesía lírica y Talía de la Comedia. Por no ser difuso, omito la explicación de los atributos que distinguen a cada una. Diré, tan sólo, para que veas con cuánta propiedad las representaban, que Melpómene lleva un puñal en su diestra mano, Erato una lira y Talía una máscara.
Minerva era la diosa de la sabiduría.
A la Luna llamábanle Diana, hermana de Apolo, a la cual representaban también en un bosque con túnica corta, con un perro al lado y armado de flechas, y era la protectora de los cazadores.
Venus era la diosa de la hermosura, y la pintaban saliendo del mar en una concha de nácar, sin duda para significar que los baños y el aseo embellecen.
Su hijo Cupido es el dios del amor; tiene los ojos vendados, para indicar que la persona que ama con extremo a otra está ciega para conocer sus defectos. Lleva un arco y un haz de flechas.
Himeneo era el dios que presidía a los desposorios. Vulcano forjaba los rayos para Júpiter, ayudado de sus operarios, que son los cíclopes, hórridas figuras con un ojo sólo en medio de la frente.
También los gentiles tenían idea del infierno. Su dios era Plutón, que robó a la diosa Proserpina para casarse; con ella; su madre Ceres recorrió la tierra buscando la hija perdida, y al pasar enseñó a los labradores el arte de cultivar los campos; por eso la pintan con la hoz en la mano y coronada de espigas.
Tu tocaya, Flora, era la diosa de los jardines.
Esculapio y su hija Panacea representaban la medicina. Pintaban al primero con una serpiente a los pies, porque este reptil vive largos años y muda la piel para rejuvenecerse.
Mercurio era el dios de los comerciantes.
Temis de la justicia.
Momo era el emblema de las burlas.
El dios Pan, palabra que en griego significa todo, tiene pies de cabra, barba y cuernos de chivo, lleva en la mano un caramillo, instrumento pastoril, entretejido con rosas, para significar la armonía y el encanto de la naturaleza.
Hasta el dios Término figuraba en esta larga lista, que no enumero entera, y consistía en un mojón con cabeza de hombre, dando a entender que para la paz y concierto conviene fijar, los límites de las propiedades de los particulares, y no menos de las que corresponden a cada pueblo.
Baco, a quien representaban coronado de pámpanos, con una copa en la mano y cabalgando en un tonel, era el dios de los festines.
Con bellas poéticas ficciones condenaban los vicios de la humanidad. Narciso era un lindo joven, lleno de presunción, que, enamorado de sí mismo, admiraba sus en cantos retratados en el límpido espejo de una fuente, y a quien los dioses castigaron convirtiéndole en la flor que lleva su nombre, y clavándole junto a las aguas en que se miraba.
Galo, criado de Marte, que había recibido orden de llamar a su amo antes de amanecer, fue castigado por haberse entregado al sueño y la pereza, y faltado a su consigna, convirtiéndole en gallo, y condenándole a cantar todos los días, antes de que coloree el cielo el primer albor de la mañana.
Pandora es el tipo de la curiosidad femenina, y lo que de ella se cuenta tiene alguna analogía con la prevaricación de Eva en el Paraíso. Los dioses formaron una mujer perfecta y hermosa en gran manera, a quien entregaron una caja en que estaban depositados los bienes y los males. Pandora, a pesar de la orden que recibió de no abrirla, no pudo resistir a su deseo de reconocer su contenido: la abrió en mal hora, los males se derramaron por el mundo, los bienes se remontaron al cielo, y solamente quedó la esperanza en el fondo de la caja.
-Pues todo eso es muy bonito -dijo Flora.
-Porque es bello en su forma, porque obedece a móviles elevados, como he dicho al principio, y por otra razón que voy a exponer es por lo que cuantos cultivan las artes deben conocer la Mitología.
La gran verdad sublime y divina no puede prostituirse mezclándola con asuntos profanos, y por otra parte la imaginación busca objetos algo más elevados que la prosa de la vida para embellecer y engalanar cuanto nos rodea.
En un templo católico se ve una escultura que representa el Hombre-Dios o un cuadro con la imagen de María, y resuenan allí, elevando el espíritu, los cánticos sagrados, mientras en un jardín se puede poner, sin menos cabo de nuestros sentimientos religiosos, una estatua de Flora; en una sala de armas, un cuadro de Marte, e improvisar unos versos a Baco entre los brindis de un festín.
Flora agradeció la amabilidad del poeta, y los padres y abuelos rogaron a éste les diese a conocer alguna, de sus composiciones.
-No sé si tengo algo en mi cartera que merezca la honra de que ustedes lo conozcan -contestó Horacio.
Y sacando del bolsillo una cartera de piel de Rusia, escogió varios papeles, y añadió:
-Vamos, aquí hay una silva y un romance que, aunque de escaso mérito literario, creo serán del gusto de Flora.
Himno a la creación-Ahora el romance -dijo Flora en cuanto Horacio hubo terminado su lectura.
El joven leyó lo siguiente:
Los grandes y los pequeñosRomance bíblicoLa familia de Burgos acogió con un aplauso las sentidas poesías de su pariente; Prudencio, estrechando su imano, le dijo que reconocía en él dotes de verdadero poeta, y Flora le rogó que le permitiese sacar una copia de los versos que acababa de leer.
Horacio le entregó galantemente ambos escritos, diciendo que él ya conservaba el borrador.
-Te agradezco la fineza, primo -dijo Sofía interviniendo-, tanto más cuanto tendremos mucho gusto en conservar esas poesías, y mi hija tiene bastante que escribir y por ende poco tiempo de copiarlas.
-¿Y qué es lo que escribes, querida? -preguntó a la niña el médico poeta.
-Hago en casa algunos apuntes sobre las lecciones que recibimos en el Colegio, especialmente los relativos a Historia de España.
-Mucho gusto tendría en oír la lectura de algún capítulo -contesto Horacio-, y creo que no puedes negármelo después de lo que yo he charlado hoy.
-No ciertamente, pero lo mío es mucho más árido.
-Pero mucho más útil.
-Está muy mal, escrito.
-Ya supongo que no será una Historia de España, como la de don Modesto Lafuente.
-Pues mañana a estas horas, si papá y mamá me lo permiten, leeré el último capítulo que tengo arreglado.
-Conforme -dijo Prudencio.
Y como durante el diálogo hubiesen tomado café y fumado los hombres sendos habanos, se levantaron de la mesa.
Llegada la noche, y reunida la reducida tertulia, faltaba Prudencio, que había ido a enseñar al forastero lo más notable de la ciudad; no tardaron mucho en presentarse y Tomasito, abrazándose a las rodillas del padre de Flora, sin darle apenas tiempo de saludar, empezó a decirle:
-¿Nos contará usted algo más de los animales?
Burgos se rió, y volviéndose a su compañero, le dijo:
-Es que por las noches nos entretenemos en hablar de Historia Natural.
-Adelante -contestó Horacio-, no sea mi presencia óbice para continuar una conversación tan útil como agradable.
Hablaron algunas palabras más las personas mayores, y por fin, conociendo Prudencio la impaciencia de la gente menuda, empezó su explicación de esta manera:
-He hablado sucintamente de los brutos las aves, y me falta hablar de los reptiles y peces para daros a conocer los animales vertebrados; pero hallándose presente una persona que por la profesión que ejerce ha debido estudiar la ciencia que nos ocupa, quisiera que me sustituyese por esta noche, ya que puede hacerlo con ventaja.
El doctor se excusó modestamente, y Prudencio hubo de continuar.
-Los reptiles reciben este nombre, porque su modo de trasladarse de un punto a otro es reptando, esto es, apoyando la parte anterior del cuerpo en la tierra, encogiendo la posterior hasta formar un arco, volviendo a extenderse sucesivamente, puesto que muchos de ellos carecen de pies.
Es una preocupación el creer que todos los reptiles son venenosos, pues la mayor parte de ellos, y especialmente las culebras de nuestros campos, son inofensivas. Todavía es más absurda la creencia que abriga el vulgo de que las serpientes se introducen en las chozas o casas de campo donde hay alguna mujer que crié, mamando su leche e introduciendo la cola en la boca de la criatura. Cualquier persona que examine la forma de la boca de las culebras comprenderá que la acción de mamar les es materialmente imposible.
Las víboras, que son unas serpientes diminutas que se crían en las espesuras de los bosques, especialmente en lugares húmedos, son las que en efecto tienen en la boca una glandulita que contiene un virus venenoso; al morder se rompe dicha glándula y el líquido nocivo se introduce en la herida, la que a la verdad no es siempre incurable ni mucho menos.
La culebra de cascabel, la boa y otros reptiles gigantes, no se crían por fortuna en Europa, sino en la India o en los desiertos de América, y rara vez atacan al hombre. La boa, monstruoso reptil que mide a veces unos quince metros, se oculta entre los árboles para sorprender los gamos, cabras monteses y otros animales, a quienes envuelve y estruja hasta hacerles expirar. En cuanto a la deglutición es para ella muy penosa, y durante esta operación está como absorta e inmóvil, de modo que puede el hombre cazarla fácilmente. Su carne es muy gustosa, y los Indios la comen sin ninguna repugnancia, como nosotros las anguilas.
En cuanto a las culebras llamadas de cascabel, deben este nombre a un aparato especial en que remata su cola, y se compone de unas piezas córneas encajadas entre sí, de modo que al moverse el animal producen un sonido, sino tan argentino como el de los cascabeles, al menos como si se moviese un puñado de judías o guisantes secos. Este aparato es una cualidad preciosa, pues advierte la presencia del reptil, el cual posee en realidad un activo veneno:
Dejemos estos animales poco agradables, y hablemos de los peces.
Los peces se distinguen notablemente de las demás especies en que tienen la sangre fría y carecen de pulmones, respirando por las agallas, que quizás a vosotros, niños míos, os habrán parecido las orejas. Creo inútil decir que los peces viven siempre en el agua, diferenciándose unos de otros en que los hay de agua dulce y de agua salada.
Por las agallas, como he dicho, arrojan el agua que han tragado después de separar y absorber el aire que había en ella, y que les sirve para la respiración.
Las propiedades que les son comunes son el tener el cuerpo cubierto de escamas, unas aletas formadas de espinas cartilaginosas, unidas a una piel sutil, y en el vientre una vejiga que les facilita mucho el salir a flor de agua.
El pescado blanco, como es la merluza, pajel, bacalao, etc., es un excelente alimento para el hombre. Especialmente el último, que se pesca en grande abundancia en las costas de Escocia, es comida asequible a las más modestas fortunas, pues que abierto y salado se transporta a todos los países y se vende muy barato. De su hígado se saca un aceite de excelentes propiedades medicinales.
El atún, arenques, sardinas y demás especies conocidas
con el nombre de pescado azul, aunque no tan sanas, aprovechan también para nuestra alimentación.
El mayor de todos los animales que viven en las aguas es la ballena, que puede llamarse el gigante de los mares. Se pesca con grandísimo trabajo, acercándose con lanchas a cierta distancia y arrojándole una especie de dardo que se llama arpón. El enorme cetáceo se rebulle, enrojece con su sangre el agua en que flota, y muchas veces se hunde en lo profundo del abismo; pero luego de muerto sobre nada, como es natural, y entonces le conducen a tierra con gran contentamiento, pues se saca de las ballenas mucho provecho. Su aceite o grasa sirve para diferentes usos, en particular para la confección de bujías; los huesecillos de su cabeza sirven para armazones de paraguas, de corsés y otras varias cosas en que los emplea la industria. Debo advertir, al tratar de las ballenas, que como los delfines, cachalotes y algunos otros son mamíferos, y no peces, como equivocadamente podríais creer, atendida su continua permanencia en los mares, y que, por consiguiente, dan a luz a sus hijos vivos, empezando a nadar inmediatamente que nacen.
En cuanto a los peces, tanto los de mar como los de río, entre los cuales los hay muy gustosos, como anguilas, truchas, barbos, etc., ponen sus huevos entre las plantas marítimas o los juncos que crecen arrimados a las costas o a las riberas. Unos y otros se pescan con anzuelos o redes.
Vamos ahora a decir algo acerca de los insectos y demás invertebrados.
-Yo ya sé lo que son insectos -dijo Flora-. Un día, cuando era muy pequeñita, me habló papá de ellos, en ocasión en que yo quería coger una linda mariposa. Me dijo que los gusanos de seda, las abejas y otros muchos, rendían al hombre infinitas ventajas; por cierto que desde entonces no he cogido ningún insecto.
-Buena memoria tienes, hija mía; pues bien, porque los otros niños no lo saben, al tratar de los animales invertebrados, esto es, que no tienen espina dorsal, nos ocuparemos en primer lugar de los insectos.
Reciben este nombre de la palabra sección, porque generalmente están divididos en tres partes o secciones. Tienen en la cabeza dos rayos a manera de cuernos, que se llaman antenas. El número de sus patas no es igual en todos; pero lo más general es tener seis.
Tampoco tienen todos el mismo número de ojos, aun que lo más común es tener dos, pero como éstos estáis fijos y no giran, a uno y otro lado, como los de los demás animales, la naturaleza ha suplido esta preciosa movilidad dando a los tábanos, moscas, moscardones y otros, ciertos puntos luminosos, que, aunque sumamente diminutos, son otros tantos órganos de la vista.
Todos los insectos voladores están primero en estado de larvas, durante el cual no hacen más que comer vorazmente; luego pasan al de crisálidas o ninfas, quedando adormecidos e insensibles, y después llegan a su completo desarrollo, en cuyo estado es cuando únicamente tienen alas.
Todos vosotros habréis oído hablar de las industriosas abejas, que viven en sociedad y trabajan con acierto inimitable los dulcísimos panales, de que se extraen la miel y la cera. También tendréis noticia de los gusanos de seda; hay además muchas clases de insectos útiles, entre otros la cantárida, que es una mosca de vivos colores metálicos, que seca y pulverizada se usa en medicina como un fuerte revulsivo. Supongo me dispensarás, querido doctor, que por un momento invada tu terreno.
Horacio se sonrió e hizo una señal de asentimiento:
-Harto hemos hablado de los insectos útiles, pues, aunque hay muchísimo más que decir, temería hacerme difuso y pesado. Diré ahora pocas palabras de aquéllos que nos molestan.
Las moscas, animalillo asqueroso, que después de saciarse de los más inmundos manjares viene, si puede, a meterse en el plato de nuestra sopa; el mosquito, que nos clava su agudo aguijón y con su impertinente zumbido nos quita sueño; la carcoma, que roe las maderas, la polilla que agujerea los vestidos de lana; las pulgas, chinches y otros todavía más asquerosos, pertenecen a este número; y para evitar que se multipliquen (pues todos ellos son muy fecundos) no hay más medio que un esmerado aseo.
Los escarabajos no causan daño alguno, pero su aspecto es bastante desagradable. Los llamados peloteros no entran en las habitaciones, pero si alguna vez vais al campo, les veréis formando una bola más grande que ellos, o arrastrándola con dificultad después de concluida. Supondréis que hacen esto sin ningún objeto.
-Yo creo que lo hacen por jugar -respondió Tomasito.
-No por cierto, hijo mío, sino que en el estiércol de los bueyes, caballos, etc., cuando está fresco, depositan sus huevecillos, luego le hacen rodar para cubrirle de tierra, y le llevan a un lugar recóndito, para que salgan las crías en tiempo oportuno.
Los gusanos propiamente dichos no deben confundirse con las larvas de otros insectos, pues los primeros nunca salen de su estado. Pertenecen a esta clase las lombrices de tierra y otras varias especies; pero sólo mencionaré dos de ellas, una por la poética belleza de que está dotada; otra, por la utilidad que a los hombres presta.
Es la primera la luciérnaga, que en la parte posterior de su cuerpo tiene una materia fosforescente que produce una lucecita de un blanco verdoso. El macho está dotado de alas, pero en cambio su luz es más pequeña y menos brillante que la de la hembra.
Los gusanos útiles, después de haber hablado de los de seda, ya comprenderéis que son las sanguijuelas.
-Pues maldita la gracia que me hacen a mí -dijo con viveza Luisita.
-Sin embargo, querida niña, mi primo Horacio te dirá si encuentra la medicina un auxiliar poderoso en los tales animalitos en los casos de inflamación, pulmonía y otros semejantes.
-Así es, en efecto -respondió el aludido, pues aplicadas en la parte dañada, muerden, haciendo un agujero triangular, y no se desprenden hasta que están llenas de sangre, obrando de un modo más pronto y eficaz que una sangría.
-Prefiero que no me las pongan -insistió Luisa.
-Las cigarras y grillos son completamente inofensivos, sin que nos causen más molestia que la de escuchar su zumbido en los días calurosos. Las cigarras son al revés de la especie humana, pues al paso que vosotras, las que formáis el bello sexo, sois generalmente muy habladoras, en esa clase de insectos las hembras callan y los machos son los que hacen ruido con sus alas, pues en realidad lo que llamamos canto no es más que el roce de unas membranas colocadas en las cavidades del vientre.
Esto hizo exclamar a cierto poeta rodio: ¡Dichosas las cigarras que tienen las hembras privadas de voz!
Las señoras se rieron y don Leandro dijo:
-Vamos, hijo mío, que no eres justo al decir eso, pues aquí está el bello sexo representado por individuos de todas edades, y tú sólo, perteneciente al sexo barbudo, haces el gasto de la conversación.
-Yo hablo porque me lo han pedido -replicó Prudencio-; estoy desempeñando mis funciones de catedrático.
-Adelante, adelante -dijo Teresita-; perdonamos al señor catedrático la inmerecida reprimenda, y le rogamos continúe sus útiles explicaciones.
Prudencio se inclinó y siguió diciendo:
Tratemos de las arañas; las hay en el campo, cuyas mordeduras son bastante dañinas, como los escorpiones, las tarántulas y algunas otras. Y ya que de tarántulas hablo, debo advertir que ni tienen pintada una guitarra en la barriga, ni el daño que causan se cura bailando, ni son ciertos tantos disparates como de ellas se dicen.
En cuanto a las caseras, son enteramente inofensivas; y tan sólo debe evitarse su presencia, porque las telas que con tanta destreza y prontitud fabrican, para prender en ellas las moscas y otros animalillos, afean notablemente las habitaciones.
Los crustáceos se llaman así por estar cubiertos de una corteza durísima, tales son los cangrejos, langostas de mar, camarones, etc.
Los moluscos, cuyo nombre quiere decir animal blando, son casi todos comestibles, como las ostras; hay, empero, una clase de moluscos, llamados perlas, que tienen infinito valor, tanto el animalito en sí, que forma una bola redonda; como la concha en que está encerrada, que tiene un hermoso color blanco transparente y tornasolado. De esta concha que se llama nácar, se hacen botones, puños de bastón, preciosos abanicos y otras muchas cosas. Esto bien lo sabéis vosotras, y también cuán estimados son los collares, pendientes y toda clase de aderezos de perlas.
Fáltame sólo, para daros una idea de todo lo perteneciente al reino animal, hablaron de los zoófitos o plantas animales. A este género pertenecen las esponjas, que en realidad no son más que habitaciones de pequeñísimos pólipos, la madrépora y otros varios conocidos también con el nombre de frutas de mar.
El más precioso es el coral, que nace en el fondo del mar en figura de arbolito, tomando las formas más caprichosas. Esta rara planta en su exterior es carnosa, y únicamente su parte interior es la que pertenece al comercio y labran los joyeros.
Hay coral de varios colores, pero el más bello y más estimable tiene un vivo matiz encarnado.
Dando por terminada su explicación de Zoología, calló Prudencio, y se retiraron los visitantes, dejando a nuestros amigos solos con su huésped.
Al día siguiente, apenas sirvieron el café, como Flora no estaba acostumbrada a tomarle (puesto que en las miras de sus padres entraba el no aficionarla a nada superfluo) pidió permiso para levantarse de la mesa e ir a buscar sus apuntes de Historia de España, para cumplir la palabra que a Horacio había empeñado.
-Leeré lo último que he escrito -dijo.
Y dio principio en esta forma:
Periodo Árabe
Los árabes eran hombres que profesaban la religión de Mahoma, naturales, como indica su nombre de la Arabia en Asia, y llamados también «agarenos» o «ismaelitas», porque descienden de Ismael y, por consiguiente, de su madre Agar, esclava de Abraham.
Estos mahometanos, mucho tiempo antes habían llegado al África y establecídose en las costas de Berbería en el año 711, gracias a la derrota de don Rodrigo en la batalla de Guadalete, que tuvo lugar en 31 de julio, se apoderaron de la mejor parte de España.
800 años costó el arrojarlos de nuestra península, puesto que, apenas hubo tiempo de reponerse del susto que tal catástrofe había ocasionado, cuando empezó la reconquista. Ciertamente que no hubiera costado tanto él llevarla a efecto, si los reyes cristianos hubiesen estado unidos entre sí y las monarquías fieles y obedientes a sus respectivos soberanos; al paso que hubiese sido imposible arrojar nunca de España a los moros, si éstos no se hubieran destrozado y aniquilado unos a otros.
Estas dos fuerzas, que se neutralizaban mutuamente, hicieron que la guerra entre moros y cristianos, con escasas treguas, durase ocho siglos como llevo dicho.
Horacio dejó la taza de café que iba a llenar a sus labios, y exclamó admirado:
-Permite que te interrumpa, hermosa niña. ¿Son tuyas esas reflexiones?
-No, por cierto -respondió Flora modestamente-. Son dictadas por nuestro maestro y anotadas aquí con mi sencillo lenguaje.
Pelayo, nieto de Chindasvinto y sobrino de Rodrigo, se creyó con derecho y hasta impulsado por un deber de religión y patriotismo a rebelarse contra los nuevos señores de España, y reuniendo un pequeño ejército, pero no atreviéndose a presentar batalla en campo abierto, se refugió en una cueva de Asturias, llamada Covadonga, y comenzó a hostilizar a sus enemigos con pequeñas escaramuzas, y hasta hubo ocasión en que derroto una división sarracena que quería desalojarlos de sus inexpugnables posiciones.
Durante 19 años, corto período para tamaña empresa, logró Pelayo acaudillar a los heroicos defensores de la independencia patria y murió en 737.
Favila, hijo del anterior, heredó la corona por voluntad de su padre; pero no estaba a la altura que las difíciles circunstancias reclamaban, y tal vez se debe a estar los moros ocupados a la sazón en la conquista de las Galias, que no derrotaran a este monarca, más aficionado a la caza que a la guerra.
En lo que buscaba solaz y distracción halló la muerte, pues fue despedazado por un oso a los dos años de su reinado en 739.
Alfonso I, llamado el Católico, era cuñado del anterior, por haber casado con Hermerinda, hija de Pelayo, y como parecía que de derecho se había sustituido entre los godos la monarquía electiva por la hereditaria, pasó la corona a la línea femenina, abdicando Hermerinda en su esposo y quedando éste nombrado rey.
Diecinueve años reinó, habiéndose granjeado el sobrenombre que le da la Historia por su celo religioso, por las reformas que llevó a cabo en las costumbres relajadas de su pequeña monarquía; y haciéndose famoso por haber conquistarlo todo Asturias, Galicia, Álava y Vizcaya.
Fruela I, hijo de Alfonso, entró a reinar en 758. Muy discordes han andado los historiadores al hacer el retrato de este monarca, pues algunos le suponen cruel, haciendo constar que asesinó por un simple capricho a su hermano Vimarano; al paso que otros, prescindiendo de este hecha incalificable, ensalzan su valor que le hizo triunfar diferentes veces de los árabes, reconquistando el resto de Galicia y una parte de la Lusitania. Fundó la ciudad de Oviedo y murió asesinado por su primo Aurelio en 768.
Aurelio reinó cinco años, si bien no gozó ni un día de paz, pues le disputaban Silo, Mauregato y Bermudo el Diácono una corona que por derecho hereditario no pertenecía a ninguno de ellos, si no al niño Alfonso, hijo de Fruela. Murió Aurelio en 713. Silo, su sucesor, reinó diez años y murió en 783. Mauregato gobernó seis años y falleció en 781, alcanzando al fin el cetro Bermudo I, que sólo lo disfrutó dos años, muriendo en 791.
Fácilmente se comprenderá que, cansando sus fuerzas y la vitalidad interior del reino en guerras civiles, no podían estos ambiciosos monarcas hostilizar al enemigo común; así la Historia no refiere ningún hecho de aquélla época, que fue un lamentable paréntesis en la gloriosa epopeya de nuestra reconquista.
Alfonso II, llamado el Casto, hijo de don Fruela, pudo al fin ceñirse la disputada corona en el año 791 y la conserva por el largo espacio de cincuenta y un años, ganando muchas batallas, reconquistando a Lisboa y haciéndose célebre por más de un concepto, entre otras causas por haberse descubierto durante su dominación el cuerpo del apóstol Santiago en Compostela.
Este rey había establecido su corte en Oviedo, y allí murió en el año 842.
Ramiro I, hijo del anterior, fue el primero que se negó a pagar al famosísimo caudillo árabe Abderramán cierto tributo establecido en tiempo de Mauregato, con lo cual vino a las manos con los agarenos y se hizo célebre desde la primera batalla, en que tuvo origen el grito de guerra: «¡Santiago cierra España!»; con el que alcanzó otras muchas victorias no menos gloriosas. Murió de enfermedad en el año 850.
Ordoño I, hijo de Ramiro, apenas subió al trono, ya logró una victoria contra los enemigos, y continuando por la gloriosa senda que su padre le trazara, dilató el imperio cristiano en España y falleció llorado de los suyos en 866.
Alfonso III, hijo de Ordoño, adquirió el dictado de Grande, tanto por su piedad y virtudes privadas, como por el engrandecimiento de la nación. Murió en 910.
Don García reinó solamente cuatro años; y sin que ocurriera cosa digna de especial mención, murió en 914. Ordoño II fue un gran rey y se hizo memorable por haber ensanchado los límites cristianos hasta el centro de lo que hoy llamamos Castilla la Nueva y también por tierra de Aragón. Peleó mucho y casi siempre con próspera fortuna; pero mancha su memoria la atención de mandar degollar a los condes de Castilla por sospecha de que le eran traidores; crueldad que promovió una sangrienta guerra y produjo la separación de aquel Condado. Trasladó la corte de Oviedo a León, fundó la Catedral de esta ciudad y mandó que en aquel templo le dieran sepultura.
Fruela II, hermano de Ordoño, heredó el trono en 924, pero una horrible enfermedad que hoy no conocemos más que de nombre, la lepra, puso fin a su existencia a los catorce meses de su reinado.
Alfonso IV reinó seis años sin que ocurriese nada notable, y falleció en 931, después de haber abdicado la corona y retirándose a un convento; por lo que la historia le conoce con el sobrenombre de Monje.
Ramiro II, hermano de Alfonso el Monje, volvió a dar impulso a la reconquista, alcanzando una victoria en Simancas sobre el célebre Abderramán, rey moro de Granada, el cual quedó herido; hizo prisioneros a muchos miles de enemigos y entre ellos algunos magnates. Poco tiempo después comenzó a levantarse el reino en favor del conde de Castilla Fernán González, de modo que Ramiro se vio precisado a casar a la hija de aquél, llamada Urraca, con su hijo Ordoño para apaciguar a los descontentos. Este rey conquistó a Madrid, que los moros tenían muy fortificado, y a pesar de que podía prometerse días de tranquilidad, por haber sujetado a propios y extraños, abdicó la corona en su hijo, muriendo al día siguiente de la abdicación, en 950.
Bermudo II reinó en tiempos desgraciados para la monarquía goda y para los cristianos en general, pues los moros habían adquirido gran pujanza y alcanzado señaladas victorias, por tener a su frente al famosísimo Almanzor, uno de los principales guerreros del mundo.
Cúpole la suerte a Bermudo de derrotar a aquel caudillo que hasta entonces se había tenido por invencible; aunque compartieron con él la gloria de tal hazaña el conde de Castilla y el rey de Navarra, que se unieron para dar la memorable batalla de Calatañazor.
Esta derrota causó tal pesar, cólera y bochorno al caudillo agareno, que murió a los pocos días, haciéndose enterrar en el polvo de sus batallas, pues para este objeto, siempre que regresaba de la guerra mandaba recoger cuidadosamente en una caja el polvo de sus vestidos.
Murió Bermudo en el ultimo año del siglo X.
Alfonso V, llamado el Noble, empezó a reinar siendo muy niño, y su carácter leal, su valor y las bellas prendas, tanto físicas como morales que le adornaban, le valieron el sobrenombre que le ha conservado la Historia. Murió de un flechazo en el sitio de Viseo en el año 1027.
Bermudo III, hijo de Alfonso V, sostuvo una cruda guerra contra el emperador de Navarra Sancho el Grande, guerra que concluyó cediendo el Navarro todos sus derechos a su hijo Fernando, mediante la condición de casarse con doña Sancha, hermana de Bermudo. A pesar de esta alianza, después de muerto don Sancho estalló de nuevo la guerra entre los dos cuñados, y Bermudo murió peleando en el año 1037 a los diez de su reinado.
-Aquí terminan los apuntes que he tomado -dijo la joven lectora.
Horacio aplaudió su buena memoria y aplicación, y la animó a continuar con tan buenas disposiciones para el estudio, prometiéndole en premio enviarle algunos verso más, cuando llegase a su destino, especialmente una colección de poesías religiosas.
Cierto día, al salir Flora del colegio, encontró albañiles que trabajaban en la reparación de algunos desperfectos de la casa en que habitaban.
Saludoles cortésmente al pasar y se dirigió al gabinete en que su mamá bordaba.
-¿Qué hacen esos hombres, mamá? -preguntó a Sofía.
-Ya lo has visto, colocan los ladrillos que se habían levantado en la cocina y en el comedor.
-¡Pobre gente! ¡Qué trabajos tan penosos ejecutan! Sucios, llenos de yeso, fatigados... ¿Por qué no se dedican a otro oficio?
-Hija mía, en el mundo es necesario que haya quien se aplique a los trabajos manuales como hay quien se entrega a los de la inteligencia. Mi primo Horacio te dijo que la arquitectura era una de las bellas artes; paro los arquitectos no hacen más que trazar el plano y dar la idea de la forma de los edificios, y los albañiles los construyen materialmente; de modo que sin el hábil maestro que forma las paredes sin el pobre peón que conduce el yeso, la cal y los ladrillos, no tendríamos casa en que albergarnos. El albañil es al arquitecto lo que el impresor al poeta.
-¿Qué quiere usted decir con eso?
-Horacio nos contó qué había hecho algunos versos como aquél cuya copia tú conservas; pero si no los imprime, sus obras morirán con él o a lo sumo se conservará algún ejemplar expuesto a destruirse o extraviarse, al paso que la imprenta conserva y perpetúa el humano pensamiento, que pasa a través de los años y los siglos hasta la más remota posteridad.
Las artes liberales embellecen la existencia; las artes mecánicas son absolutamente necesarias.
-¿Y que son artes mecánicas?
-La del albañil y el impresor, de que hemos hablado; la del carpintero o ebanista, que construyen la fineza en que escribes, el sofá en que nos sentamos, la cama en que reposas; la del herrero, que fabrica los instrumentos de labranza y las herramientas para los demás oficios, y tantas otras clases de trabajos en que, si bien se emplean de consuno la inteligencia y la fuerza material, no se necesita para desempeñarlos un ingenio ni un talento privilegiado. El sastre, la costurera, el tejedor, el colchonero y tantos otros como se emplean en proporcionarnos lo necesario para la vida; y, más que todos, el labrador que riega la tierra con el sudor de su frente para obligarla a mayor producción con un esmerado cultivo, que proporciona las primeras materias a las artes y la industria, y principalmente el indispensable alimento, todos son, hija mía, dignos de nuestra consideración y de nuestro cariño, por más que, alejados del trato de la buena sociedad y faltos casi siempre de una educación esmerada, tengan rústicos modales y no se presenten con la limpieza y hasta elegancia que distinguen a las personas de nuestra clase.
-Yo los quiero, mamá, y me dan mucha lástima.
-Mucha lástima tampoco deben darte, pues familiarizados con esa existencia y acostumbrados a su rudo trabajo, no conociendo los alimentos exquisitos, el refinamiento del lujo y otras necesidades ficticias, que una parte de la sociedad se ha creado, viven contentos con su suerte, si son honrados y ganan lo suficiente para atender a que nada falte a sus familias.
Tu padre, reducido a servir de peón de albañil, sufriría mucho y enfermería sin duda a los pocos días, así como el que trabaja ahí fuera silbando tranquilamente, aun cuando por ventura sepa escribir, sudarla sangre y agua, si le encargaran el más sencillo de los trabajos que tu padre ejecuta diariamente.
-Allí está papá con ellos, ¿me deja usted ir a ver lo que les dice?
Sofía contestó afirmativamente, y la niña salió brincando y se fue a colocar al lado de Prudencio que, con las manos en los bolsillos, estaba en efecto departiendo con los modestos artesanos, encantados de su afabilidad y llaneza.
-Y ese niño, ¿es hijo de usted? -decía el abogado al albañil.
-Sí, señor, para lo que usted guste mandar -contestó el trabajador.
Entonces reparó Flora en un niño de unos nueve años que estaba recogiendo en una espuerta los ladrillos rotos que habían arrancado del pavimento.
-Este niño -continuó el albañil- me ayuda a ganar la vida, pues ahí donde usted le ve, gana va un jornal de cuatro reales diarios; pero cuando no necesite de su ayuda le haré estudiar, porque no quiero que sea un ignorante como yo.
-Y ¿no puede usted prescindir de estos cuatro reales y mandarle desde luego a la escuela?
-No, señor, porque tengo mi mujer, otro hijo mayor y dos niñas de corta edad, y mi jornal sería insuficiente para cubrir las necesidades de tanta familia.
-¿Dice usted que tiene un hijo mayor que ése y necesita que el pequeño le ayude a ganar la subsistencia?
-Sí, señor; y la razón es porque el otro estudia y no puede, por consiguiente, trabajar al jornal. Cuando no teníamos más que a los dos niños, y éste era muy chiquito, enviaba al mayor a la escuela, donde siempre se distinguía por su aplicación. Tenía especialmente aptitud para el dibujo (según decían los maestros, porque yo no entiendo nada de estas cosas); así es que al salir de la escuela de primera enseñanza ha ingresado en la academia de dibujo, y aunque allí no hay clase más que de noche, de día estudia, trabaja en casa, y se afana por llegar a ser uno de los alumnos más aventajados.
Me dijo el catedrático que lo mismo maneja el lápiz que el pincel, y que puede llegar a ser un verdadero artista, pues que tiene una imaginación privilegiada, y un claro talento.
-Y ¿no teme usted que se enorgullezca con esas aspiraciones de artista y que se avergüence de su familia humilde y de su oscuro origen?
-Lo temería si mi hijo tuviese otro carácter, pero es tan dócil, tan respetuoso para sus padres y tan cariñoso para sus hermanitos, que no puede exigirse más de ningún joven.
Si viera usted, caballero, ¡cuán dichosos somos en medio de nuestra pobreza! Mi esposa es una mujer muy de su casa, muy limpia y demasiado trabajadora, si exceso puede haber en el amor al trabajo; ella limpia la casa, arregla los niños, envía la mayorcita a la escuela y se queda cuidando de la menor, haciendo la comida y cosiendo la ropa de todos. Mi hijo mayor deja el lápiz o cierra el libro, cuando ella se lo manda, enciende el fuego, sube el agua del pozo, y cuando trabajamos lejos, nos lleva la comida a la obra. Ahora, cuando terminemos nuestro trabajo, encontraremos la familia reunida, que nos recibirá con cariño y alegría; las pequeñitas nos colmarán de caricias; Pepe, que así se llama el futuro artista, me dirigirá frases afectuosas; después de besarme la mano con el mayor respeto, abrazará a su hermanito y ayudará a su madre a poner la mesa. En un santiamén despacharemos una cena frugal, pero abundante y sazonada con el buen apetito, la paz y la salud; después rezaremos el rosario; y mientras mi esposa arregla la cocina y faja la niña, Pepe da lección a Juanito, al quien enseña a leer, escribir y contar. Cuando él empiece a ganar alguna cosa, éste irá a la escuela, y según la disposición que tenga, le haré estudiar o cultivar un arte, o será un simple trabajador como su padre.
Juanito, que acababa de llegar con un capazo de yeso en la cabeza, le dejó en el suelo, y mientras se limpiaba el sudor con su pañolito de algodón, dijo mirando a su padre con ternura:
-Y cuando los dos seamos hombres y podamos trabajar, mi pobre padre no irá a ganar un jornal y tendremos una mujer que descanse a mi madre en los quehaceres de casa. ¡Oh, estaremos más bien entonces! -añadió frotando sus manecitas en señal de júbilo.
Flora estaba encantada.
-Papá -dijo-, ¡qué diferencia entre este muchacho y el que encontramos en los baños!
-Como es diferente el ejemplo y la educación que reciben -contestó Prudencio.
-Voy a buscar mi merienda y de buena gana se la entregaría a ese niño tan bueno y tan juicioso.
-No es necesario que te prives de tu merienda, hija mía; di de mi parte que te entreguen ración doble y la partirás con Juanito.
Este corto diálogo había tenido lugar en voz muy baja. La niña se fue contenta y volvió con un cestillo que contenía dos trozos de pan, dos manzanas y algunas pastas; acercose tímidamente al niño, y le dijo:
-Juanito, has trabajado mucho y tendrás gana; aquí traigo merienda para los dos.
El muchacho se excusaba de aceptar, pero el padre le mandó que no desairase la oferta de aquella señorita tan amable, y él tomó la merienda dado las gracias. Guardo con disimulo (sin duda para sus hermanitos) las pastas y la manzana dentro de la gorra, y sin parar de trabajar empezó a morder el pan con excelente apetito.
Al retirarse a su habitación, Flora contó a su mamá lo que había oído de boca de aquellos rústicos trabajadores, y añadió:
-Tenía usted razón, mamá, al decir que también pueden ser felices esos hombres entregados al trabajo y privados de las comodidades.
-No hay duda, hija mía, la felicidad, no completa, porque ésta no existe más que en el cielo; pero incompleta relativa, tal como puede gozarse en la tierra, sólo la alcanza el que tiene una conciencia tranquila, el que exento de ambición y contento con el destino que la Providencia le ha deparado, no envidia al que posea más ni se afana por adquirir lo que es superior a sus fuerzas y a la esfera en que vive. Ese buen hombre desea que se desarrolle la inteligencia y la disposición artística de su hijo, pero no ha dicho que ambiciona descansar y vivir como un señor. A su vez los hijos tienen la noble aspiración de ser útiles a sus virtuosos padres y proporcionarles una existencia más tranquila. ¡Quiera Dios que se realicen los deseos de todos! Pero aún cuando así no sea, aunque vivan siempre en esa humilde situación, serán dichosos, porque solo es verdaderamente infeliz la persona que ha cometido acciones reprensibles, que tiene en su conciencia remordimientos, que lleva sobre sí la indeleble mancha del deshonor; y éste, aunque nade en la opulencia, siempre será digno de compasión, porque nada podrá compensar en él la tranquilidad perdida.
Flora abrazó a su madre y le dijo:
-Yo quiero ser buena siempre, para ser dichosa y estar contenta, y también por parecerme a usted, a mi papá y a mis abuelos.
Algunos días de tiempo borrascoso y frecuentes lluvias impidieron a los concurrentes a la pequeña tertulia de los señores de Burgos asistir a sus agradables reuniones; mas, por fin, una noche de febrero se presentaron Luisa y Tomasito con sus papás y poco después doña Amparo y su hija Teresa. El travieso chiquillo se había corregido bastante, pues cuando sus padres le amenazaban con no llevarle a casa de Flora, se doblegaba a cuanto exigían de él, por temor de que le impusieran tan severo castigo.
Teresita, después de besar a Flora, le dijo:
-Me han hecho un pequeño regalo, que he guardado para ti; y le entregó un lindo ramo de violetas.
-¡Oh!, ¡mi flor favorita! -exclamó la niña.
-¡Qué hermoso color es el de esta pequeña florecita! ¡Qué delicioso perfume le ha concedido la naturaleza! Creo, papá mío, que en la Historia Natural también hay algo que decir acerca de las flores; y como hace mucho tiempo que no nos ha complacido usted con sus explicaciones, me parece que a todos nos sería muy grato que se convirtiese usted de nuevo en Catedrático.
-Desde luego, estoy dispuesta a escucharle como la más dócil de sus alumnas -dijo Teresita-, y me congratulo de que mis violetas hayan sido causa de que se reanuden tan interesantes conferencias.
Prudencio no se hizo de rogar y tomó la palabra en los términos siguientes:
-Los vegetales, aunque no tienen alma como los individuos del reino animal, tienen vida; es decir, que nacen, crecen, se reproducen, envejecen y mueren. Los órganos que les sirven para la nutricios, respiración y reproducción, son las raíces, las hojas y las semillas; y en cuanto a la parte más bella, que es la corola de las flores, engalanada ya con una nítida blancura, ya con diversidad de matices y dotada, muchas veces, de tan delicado perfume como las que mi hija tiene en la mano, es una parte accesoria de la planta.
En todo vegetal, la raíz, que está debajo de la tierra, absorbiendo su jugo, suele nacer de una semilla de la misma especie, produce un tallo que sale a la superficie, el que, con el calor del sol y el contacto del aire, se va robusteciendo al mismo tiempo que cubriéndose de hojas. El interior del tallo, que en los árboles se llama tronco, es siempre una médula blanda y blanca, por la que circula un jugo llamado savia, que es a las plantas lo que la sangre a los animales.
En tiempo oportuno la planta, sea de la especie que quiera, produce flores que están compuestas de un cáliz, que encierra la corola, de ésta, que unas veces es de una sola pieza, como en las campanillas y jazmines, y otras compuestas de muchas, que vulgarmente se llaman las hojas de la flor y cuyo verdadero nombre es pétalos; de unos estambres cubiertos de cierto polvillo, llamado polen, y finalmente, del ovario destinado a recoger este polvillo y a guardarle en su seno para que se formen las simientes.
La naturaleza o el hombre se encargan de colocar las simientes en lugar oportuno para la reproducción, y de esta manera se perpetúan sobre la superficie de la tierra.
Formada la semilla, los pétalos de la flor se marchitan y caen, aquélla queda encerrada bien dentro de un dulcísimo fruto, como sucede en las naranjas, melocotones, albaricoques, peras, ciruelas, y tantos otros o bien dentro de una vaina que es como la propia simiente comestible, cual sucede en las judías, garbanzos y guisantes.
En otros vegetales lo que nos alimenta es la raíz, y de ello son ejemplo los nabos, rábanos, zanahorias, y sobre todo las patatas, alimento gustoso y nutritivo, que en determinadas ocasiones ha suplido la falta de pan.
No todos los vegetales están destinados para alimento de nuestra especie, las yerbas de los prados tienen por objeto, además de dar frescura y prestar oxígeno a la atmósfera; sostener los rebaños, de cuya utilidad os he hablado en otra ocasión. Los árboles de los bosques, que no tienen fruto agradable al paladar, son de utilidad inmensa, ya porque con su humedad contribuyen a formar las nubes y atraer la lluvia, ya porque proporcionan excelente madera de construcción, y al podarlos anualmente, leña y carbón para calentar nuestras habitaciones en el invierno, y para las cocinas, puesto que la industria emplea el carbón mineral.
De entre los árboles frutales, los que forman el principal ramo de riqueza de nuestro país son los olivos, que producen la aceituna, pequeña fruta que prensada se convierte en aceite; y en algunas provincias los naranjos, cuyo dulce fruto se exporta en inmensa cantidad.
Otro árbol utilísimo es la morera, cuya hoja sirve de alimento a los gusanos de seda, de que a su tiempo nos hemos ocupado.
Entre las plantas que los botánicos llaman gramíneas, ninguna tan útil como el trigo, que en casi todas las provincias de España se cosecha en abundancia, y especialmente en Castilla; es de excelente calidad. Todos conocéis este precioso cereal, que se siembra en otoño, que con las primeras lluvias del invierno sale a flor de tierra, cubriendo los campos de una verde y aterciopelada alfombra, que va creciendo; luego se forma la espiga (que es la simiente de la planta) el sol la dora y la seca, y entonces es cuando se siega y trilla, llenando los graneros de esta rica producción.
La vid es un arbusto sumamente útil, y su fruto, que es la rica uva, prensada y fermentada, da el vino, que también es una de las principales riquezas de nuestro país, pues los de España, especialmente los de Cataluña y Andalucía son muy estimado en los mercados extranjeros.
En nuestro favorecido y rico territorio se cultivan también las plantas textiles, esto es, el cáñamo y el lino, que macerados e hilados sirven para hacer ricos tejidos; más fuertes y consistentes los del primero, más finos los del segundo.
-Y el algodón, papá, ¿no es también una planta? -dijo Flora.
-Sí, hija mía; pero planta que no se cultiva o se cultiva con poco éxito en nuestro país; por eso me reservaba hablar de ella al tratar de los vegetales exóticos, a los que consagraré breves palabras.
-¿Qué son vegetales exóticos?
-Exótico es lo mismo que extranjero o traído de otro país, pero sería afectación ridícula aplicar este adjetivo a un traje o un mueble, y se usa más comúnmente tratándose de plantas, drogas o vocablos.
Hay algunas plantas como la que es objeto de esta digresión, que en vano se ha intentado aclimatar aquí y en algunos otros países de Europa, pues necesitan un clima ardiente, como, por ejemplo, el de la América meridional. Hay infinitas otras, como por ejemplo, las palmeras, que traídas por los árabes se han aclimatado en la parte meridional de nuestra península.
Dícese que la primera palmera plantada en España lo fue por Abderramán III (de quien tu Flora has hablado en tus apuntes) y en el jardín de su palacio de Córdoba; y que aquel rey de imaginación ardiente y corazón impresionable, cual la mayor parte de los árabes, como le trajese aquel hermoso árbol dulces recuerdos de su patria, le dedicó un sentido romance que empieza así:
-¡Qué bonito es ese verso! -dijo Flora.
-Y, ¿para qué sirven las palmeras? -añadió Luisa.
-La palmera, árbol altísimo y de forma elegante, tiene un fruto pequeño, aunque muy sabroso, que es el dátil; pero sus hojas, que son las flexibles palmas, emblema de la victoria, se utilizan para tejer esteras, canastillos y sombreros. Ya habéis visto cuán adornadas y graciosas se presentan en nuestras iglesias el Domingo de Ramos, en que se recuerda la entrada de nuestro divino Redentor en Jerusalén.
-También hacen palmas de hilo de plata y de oro, que son más bonitas -dijo Tomasito.
-Pero a las que no creo yo llegue la bendición de la Iglesia, puesto que el Sacerdote dice textualmente: «Dignaos, Señor, bendecir estas palmas y ramos»; y no añade: «Estas cosas que parecen palmas»
Los niños se rieron, y el abogado continuó. Las palmas, el laurel, símbolo de la gloria, y el olivo, emblema de la paz, son los vegetales que gozan del privilegio de ser bendecidos en tan fausto y solemne día, pero volvamos a las plantas exóticas.
La caoba, cedro, doradillo, ébano y todas las maderas preciosas proceden de árboles de América y Asia; de entre los indígenas solamente el nogal se emplea para muebles de lujo, pues a su dureza, que le hace apreciable por la mucha duración que promete, reúne la circunstancia de ser susceptible de un precioso pulimento.
El árbol del algodón, de que me habéis hablado, se cultiva en grande escala en los Estados Unidos de América. Es de la familia de las malvas, esa planta humilde, suave, bienhechora, cuyas hojas son un emoliente tan barato como de reconocida virtud, cuyas flores son un eficaz medicamento. De la propia especie, más elevada, pero siempre verde, graciosa es la malva real, que se cubre de hermosas flores, y finalmente, la malvácea, más productiva, si no la más útil, es el algodonero, cuyas semillas contienen esa blanquísima pelusa sólo comparable a copos de nieve que hilada y tejida sirve para vestirse casi toda la gente pobre y alguna de la clase media de nuestro país.
El té, café, café, cacao y muchas drogas medicinales son frutos de plantas exóticas, la quina y la canela son corteza, de árboles también extranjeros. Por lo demás, infinidad de medicamentos están compuestos con el jugo de diversas plantas, con su raíz, su semilla o su corteza, o como la goma arábiga y otras con la resina de algún árbol. Apenas hay planta que no tenga una virtud, y si algunas son todavía desconocidas, ¿quién sabe si mañana descubrirá en ellas la ciencia nuevas propiedades?
-¿Y de dónde sale el azúcar? -preguntó Tomasito.
-De unas cañas que también se cultivan en América, y que forman una de las principales riquezas de la Isla de Cuba.
-Diga usted, papá, ¿no hay también plantas venenosas? -interrogó Flora.
-Las hay, y en tanto es así, que algunas que tomadas en ciertos casos y en las dosis propinadas por un hábil médico pueden conservar la salud, y hasta devolverla cuando se ha perdido, si imprudentemente o por equivocación se introducen en nuestro estómago, pueden causar la muerte. La cicuta, por ejemplo, es un eficaz veneno; y como su hoja es muy parecida a la del perejil, ha habido quien, poniendo cicuta en un guisado por una lamentable equivocación, ha envenenado una familia entera.
Por consiguiente, los niños deben abstenerse de coger yerbas desconocidas y mucho más de olerlas o introducirlas en la boca, pues los que tales imprudencias cometen corren gravísimo riesgo de morir envenenados.
-¿No hay también setas venenosas? -dijo Flora.
-Sí, por cierto -contestó Prudencio-, y por eso es necesario saberlas distinguir antes de decidirse a comerlas. Hay más de mil clases de hongos o setas, que crecen espontáneamente en los lugares húmedos, y como no tienen semillas visibles, es muy difícil su propagación. Entre esta diversidad las hay inofensivas y de muy agradable sabor, y otras nocivas en sumo grado. El moho que se forma en las viandas cuando se dejan en lugares húmedos, no es más que una reunión de hongos pequeñísimos de la peor especie.
-Me dijo usted -observó la niña-, que la Naturaleza o el hombre siembran las semillas. Yo he visto a los hombres sembrar trigo, maíz, etc., pero no comprendo cómo la naturaleza puede hacer esta operación.
-De mil maneras: los fuertes vientos llevan de un punto a otro las ligeras semillas que arraigan en la cúspide de las montañas y en los barrancos, a donde jamás el hombre pudiera llegar para colocarlas, al paso que el aura suave de la primavera lleva en sus alas el polvillo de una flor, sin el cual otra planta quedaría infecunda. El pájaro que conduce a su nido semillas para alimentar a sus hijuelos, deja caer inadvertidamente una de ellas, que arraiga en el suelo y produce un árbol frondoso; y por último, las plantas que crecen junto a las corrientes de las aguas, tienen semillas parecidas a leves barquichuelos, que al desprenderse de la flor, que pendiente de las flexibles ramas se refleja en el agua como en límpido espejo, es conducida por la corriente, hasta que detenida en la orilla por cualquier obstáculo termina su viaje para germinar y florecer.
-¡Cuán sabia es la Providencia! -dijo Flora en tono reflexivo.
-Misterios son éstos, hija mía, que cuanto más se profundizan más se admiran, y con nuestra admiración crece nuestro amor hacia Aquél que todo lo ha ordenado para nuestro bienestar sobre la tierra; pero basta de botánica.
-Muy temprano ha suspendido usted su explicación -dijo Luisa.
-Es porque quiero que termine la velada de un modo más agradable.
-Para mí lo es mucho ese asunto -insistió ella.
-Pues no lo será menos el tener noticias de Horacio, el simpático joven a quien ustedes conocieron, y la lectura de algunas poesías que nos ha enviado.
-¡Ah, sí, es verdad! -dijo Flora-; pero la que me dedica a mí no me la haga usted leer, añadió mientras el carmín de la modestia coloreaba sus mejillas.
-No se pierda por eso: ya la leeré yo -repuso Teresita.
Prudencio se la entregó y leyó la joven lo siguiente:
La inocenciaA Flora
Un nutrido aplauso resonó en el salón, y luego el padre de Tomasito, que era entusiasta admirador de las bellas letras, pidió la lectura de las restantes composiciones de Horacio.
-Las demás son poesías religiosas -contestó el abogado-. Mi hija leerá algunas, ya que ustedes desean oírlas.
Flora leyó:
Los pastores y los reyesILos primeros son los últimos y los últimos los primeros.
JESUCRISTO.
Terminada la lectura de las poesías, el compañero de armas de don Leandro, que las aplaudió con entusiasmo, prometió traer una noche algunos ensayos del arte de Apolo que había escrito en sus mocedades.
-Prometo -dijo Teresita-, no dejar a usted a sol ni a sombra hasta que nos lea sus magníficas estancias poéticas.
-Y yo, y yo -dijeron a un tiempo Flora y Luisa.
-Si empiezan ustedes a calificarlas así, hermosas niñas, ya no las traigo, porque se llevarían ustedes un solemnísimo chasco, y en cuanto a que me dejarán tranquilo mientras esté al sol, yo lo fío, puesto que no me ven más que de noche.
Las niñas ofrecieron conformarse con la voluntad del militar, pero le rogaron que no retardase mucho el placer que esperaban gozar con la lectura de sus estos.
Era muy tarde, y así sin ningún otro incidente se despidieron los amigos y se disolvió la reunión.
Era una hermosa mañana de mayo. Todo era animación y alegría en casa de los señores de Burgos. Mientras las criadas, dirigidas por doña Ángela, arreglaban las habitaciones como para una gran fiesta, colocando, sobre todo, en la consola y rinconeras sendos jarros de fragantes flores, esta adorno tan del gusto de las mujeres que saben hermanar la elegancia con la economía, don Prudencio dictaba a su escribiente algunas esquelas de invitación para un corto número de amigos, y Sofía daba la última mano a un vestido de muselina blanco, con finos encajes guarnecido y de sencilla, aunque graciosa, forma.
En cuanto a Flora, a quien habían acompañado al colegio a la hora acostumbrada, no era por cierto la menos regocijada de la familia, pero su alegría no se mostraba como otras veces expansiva y bulliciosa, sino que nuestra amiguita se hallaba grave, concentrada, hablando poco, pero dejando brillar una expresión de inefable dicha en sus hermosos ojos.
Pocas horas después de haberse presentado las alumnas en las clases, fue anunciado un sacerdote, el cual llamó aparte a Flora y a algunas otras de sus compañeras, y les dirigió la palabra en éstos o semejantes términos:
-El día de mañana, hijas queridas, es el más bello y el más feliz de vuestra existencia. Mientras la mente tiene la facultad de recordar los sucesos pasados, mientras el corazón tiene un latido, aquélla conserva grabado este acto de sublime grandeza, y éste se estremece de dulcísima emoción con tan santo e imperecedero recuerdo; y es que mañana vais a asistir a las bodas del Cordero inmaculado; digo mal, vosotras mismas vais a ser las desposadas; y si para un matrimonio temporal y que se celebra con un hombre pecador, habréis observado que en casa de vuestros parientes o amigos todo es júbilo, festa y regocijo, y la novia se engalana con joyas y con flores, ¿cuánto más vosotras que vais a desposaros con el Rey de cielos y tierra, que vais a formar un lazo eterno que la muerte no disuelve antes bien confirma y santifica? Vuestras joyas no han de ser de oro, perlas ni diamantes; productos mezquinos de la tierra miserable; vuestras flores no han de ser las rosas de los jardines, ni las violetas del prado; joyas de virtud y flores de amor puro, de caridad sublime es lo que quiere ver en vosotras el Altísimo esposo de vuestras almas.
¿Sabéis quién es este Esposo? Es aquel niño cándido que nació en el portal de Belén, y cuyo natalicio celebraron los ángeles con cánticos de celeste armonía; es aquel niño que viajaba a pie; comía con los pobres y departía con los pecadores, de cuyos divinos labios brotaban palabras de vida; es aquél que la víspera de su muerte instituyó en la Cena misteriosa este divino Sacramento, para la santificación de cuantos en Él creyeren; es, en fin, el que en la cumbre del Calvario espiró entre crueles tormentos, pronunciando palabras de amor y de perdón para la humanidad entera, e iniciando con su muerte una era de civilización y de fraternidad para los hombres.
Todo cuanto hicieseis para recibir al Esposo, para obsequiar al Huésped sería poco; pero como Él mejor que nadie comprende la pequeñez de vuestro ser y la escasez de vuestros recursos, se contenta con que le acojáis con un corazón puro, agradecido y lleno de ternura.
Algo más se extendió en las consideraciones propias de tal ocasión, pues ya habrán comprendido mis jóvenes lectoras que Flora y algunas de sus condiscípulas se preparaban para recibir la primera comunión. Al salir el sacerdote, la profesora habló con las niñas en general acerca de tan interesante asunto, recordando a las que ya habían comulgado las dulces emociones que en semejante día habían experimentado y que en sus tiernas almas se renovaban cada vez que recibían este excelso Sacramento; y encendiendo en las menores un vivo deseo de llegar a tan feliz instante.
Terminada la clase, Flora marchó a su casa, y después de referir a sus padres cuanto había oído en el colegio acerca de la augusta ceremonia que al día siguiente debía tener lugar, comió con la familia, y pidió permiso para retirarse a su gabinete y entregarse a la lectura de libros piadosos y la contemplación de la felicidad que le esperaba.
Al día siguiente al rayar el alba ya estaba levantada toda la familia de nuestra amiga.
Sofía, después de peinarla con esmero, colocó sobre su linda frente una corona de pequeñas y blancas flores, y doña Ángela le ayudó a ponerse el bello traje terminado la víspera, menos blanco que su hermoso rostro, menos nítido que su candoroso espíritu. Colocaron en su cabeza y sujetaron con la guirnalda de flores un flotante velo, bajo el cual se transparentaban sus rubias trenzas, como los rayos del Sol a través de la suave neblina de la mañana.
Flora, sin mirarse al espejo, con los ojos bajos y una actitud de encantadora modestia que en vano trataríamos de describir, tomó su devocionario de marfil y una vela adornada con un pequeño ramo de jazmines, y abrazando a su madre y abuelos, que la contemplaban embelesados, se dirigió al encuentro de su padre, que aquel día deseó acompañarla al colegio.
Reunidas las alumnas y formadas de dos en dos, pasaron al templo, no muy distante del colegio y después de reconciliarse con Dios por medio de una sincera confesión, entre los acordes de la música y los himnos de voces infantiles, interrumpidos de vez en cuando para dar lugar a que un celoso ministro del Altísimo les dirigiese su voz maternal, recibieron postradas ante el ara santa, radiante de luz y adornada con fragantes flores, al Rey de los cielos y Señor de los que dominan, que quiso descender al inocente seno de aquellas humildes criaturas.
El gozo que experimentó el corazón de Flora no es para descrito: aquéllas de nuestras lectoras que han celebrado ya este sublime acto, comprenderán que hay ciertas emociones que al tratar de expresarlas, no haríamos más que profanarlas.
Terminada la función y trasladada Flora al seno de su familia, se desayunó, y después de guardar cuidadosamente su blanco traje y ponerse el de los domingos, dijo a su madre:
-Supongo, querida mamá, que ahora no podrá usted negarme cosa alguna.
-No ciertamente.
-Pues bien, quisiera salir de casa.
-Y, ¿para qué, cuando acabas de llegar?
-Ya comprenderá usted que no será para ninguna cosa mala, mayormente hoy.
-Ni hoy, ni nunca, hija mía, sospecharía yo que tú hicieses cosas malas; pero, ¿no puedo saber de qué se trata?
-Se lo diré a usted: hay una niña en mi colegio, cojita, bastante fea, morena, que no va muy bien vestida, porque es pobre; y además, tiene un carácter áspero; de modo que ninguna de nosotras la quiere mucho.
Ya sabe usted que muchos jueves vamos a paseo con la Directora; pues bien, en tales casos todas nos vamos formando de dos en dos y la pobre Isabel Carrillo, que así se llama la niña en cuestión, suele quedarse sin compañía hasta que la señora Directora, que lo observa, suele agregarla a una pareja o señalarle, de otro modo, compañera.
Días pasados, apenas empezaron a formarse las parejas, me dijo la Directora:
-Señorita Burgos, sírvase usted ir con Isabel Carrillo.
Como he dicho, la niña no me es nada simpática, yo conozco que debo vencer esta antipatía; pero yo hube de disimular mal mi disgusto, de modo que Isabel estuvo toda la tarde muy seria, y aunque alguna vez le dirigí la palabra, no me contestó.
Yo me piqué con aquel desaire, y desde entonces no le he hablado; pero sé que quien ha recibido en su seno al Divino Maestro, que clavado en la cruz perdonó a sus verdugos, no debe estar enemistado con nadie; conozco que debía haberle pedido perdón, y así, aunque tarde, si me lo permite usted, me llegare a su casa, que no está lejos, con Mariquita y cumpliré con este deber de cristiana.
-Ve, hija mía, y que Dios bendiga tus generosos y caritativos sentimientos.
-Puesto que aprueba usted mi conducta, quería que me concediese un favor.
-Habla.
-Que me permita usted convidar a comer con nosotros a Isabel Carrillo.
-Puedes hacerlo, pero por lo que me has dicho respecto a su carácter calculo que no accederá. Tú debes decirle que algunos amigos asisten hoy a nuestra mesa, ella calculará que son personas de mediana posición social, y como me has dicho que es pobre y va mal vestida, temerá un desairado y triste papel, y sus padres tampoco accederán a ello.
-¿Quiere usted, sin embargo, que lo pruebe?
-Haz lo que gustes.
Flora se puso su sombrero y salió con Mariquita.
El padre de Isabel era un dependiente del comercio, que se hallaba sin colocación, y vivía en un cuarto piso de pobrísima apariencia. Abrió el mismo la puerta, y se sorprendió de ver a aquella linda y elegante señorita.
-¿Está en casa Isabel? -preguntó Flora.
-Sí, señorita, pero está sin vestir y sin peinar.
-No importa, deseo verla.
El hombre sin moverse de la puerta llamó a su hija, diciendo:
-Isabel, sal, que te llama una señorita.
Isabel salió y Flora le tendió la mano, pero ella fingió no notarlo. Entonces la recién llegada, sin que fuese obstáculo a sus humildes palabras la presencia del padre de su condiscípula ni la de la doncella, le dijo:
-Isabel, vengo a pedirte perdón.
Isabel se puso encarnada y contestó:
-No tengo nada que perdonar a usted.
Entonces salió la madre, enjugándose las manos con el delantal, y dijo a su esposo:
-Pero, hombre, ¿cómo tienes a las personas en la puerta de la calle? Pasen ustedes adelante.
Y las hizo entrar a una salita pobremente amueblada. Sentáronse; la mujer preguntó a su hija quién era aquella señorita que les favorecía con su visita, y ella contestó con indiferencia:
-Una compañera de colegio.
-Sí, señora -añadió Flora-; soy una compañera de colegio que se ha portado mal con su hija de usted; hoy he confesado y comulgado, y arrepentida de mi mal comportamiento, vengo a suplicarle que me perdone.
Los esposos se miraron sorprendidos, mientras su hija replicaba:
-Ya le he dicho a usted, Flora, que no tengo nada que perdonarle.
-¿Por qué no me tuteas?
-Ya sabe usted que la directora nos tiene mandado que nos hablemos de usted.
-Es cierto, pero cuando ella no nos oye siempre nos tuteamos, como muestra de cariño y confianza.
-Hacemos mal en desobedecerla.
-También es cierto. Sin embargo, cuando usted no estaba enfadada conmigo solía tutearme. El último día que fuimos las dos juntas a paseo, me manifesté disgustada de ir con usted, y por tercera vez le suplico que me perdone y que me mire como una hermana, como yo estoy dispuesta a mirarla a usted siempre. Y diciendo esto le abrió los brazos.
Isabel vaciló un momento, pero obedeciendo a una indicación de su madre, estrechó en los suyos a Flora y la besó fríamente en la mejilla. Flora besó en los labios a su compañera, y volviéndose a sus padres, les dijo:
-Ahora quisiera merecer de la bondad de ustedes que, para celebrar nuestra reconciliación, dejaran a Isabel venir a comer con nosotros y con unos cuantos amigos que honran nuestra mesa.
El padre se excusó de acceder a la invitación de la niña, diciendo que admiraba su generoso y noble comportamiento, que deseaba que Isabel imitase en todas las ocasiones; pero que temía estuviese cortada delante de los amigos de la familia de Flora, puesto que, aunque educada en el mismo colegio, no había puesto en práctica las reglas de urbanidad, e ignoraba cómo debía conducirse entre personas de jerarquía superior a la suya.
Flora se despidió con sentimiento por no haber alcanzado lo que deseaba, y regresó a su casa con la conciencia tranquila, pero el corazón no del todo satisfecho, pues le pareció que no había espontaneidad en el abrazo de Isabel. Al llegar a casa encontró que ya habían acudido algunos amigos, entre los que no faltaba Teresita con su inseparable y cariñosa madre. Bajaron al jardín para hacer tiempo hasta la hora de comer, y Flora regaló a su amiga una magnífica camelia, prendiendo en el escote de su vestido un pensamiento, esa flor de tan pocas hojas y tan elegante por su forma y suave en su colorido.
Las llamaron a la mesa, se comió alegremente, con esa franqueza y cordialidad tan agradable, como enojosa es la etiqueta que hace de un convite un sacrificio para los que invitan y un rato de molestos cumplimientos para los invitados.
Al llegar a los postres, Flora se manifestó algo triste, hallábase colocada a la izquierda de su abuela y a la derecha de su mamá, ocupando, a pesar de su modestia, la cabecera de la mesa, por ser la heroína de aquella fiesta.
-¿Qué tienes? -le preguntó doña Ángela, que fue la primera que notó el disgusto.
-Siento tanto que Isabel no haya venido, que se me figura que no está del todo desenfadada, y no sé qué daría porque le pasara la ojeriza que me tiene; pues yo siento ahora por ella verdadero cariño.
-¿Qué tiene Flora?, ¿se siente mala? -preguntó doña Amparo que estaba enfrente.
La abuela refirió entonces el caso, todos los convidados aplaudieron a la generosa niña, cuyas mejillas se hallaban cubiertas de un vivísimo carmín.
-Bien, ¿qué quieres hacer ahora? -dijo Prudencio.
-Desearía mandarle alguna cosa, para que al menos probase los postres.
-No hay inconveniente, hija mía, nada podemos negarte hoy -respondió el abuelo; y arreglando él mismo un plato con dulces y frutas de lo más escogido que se había puesto en la mesa, llamó a Teresa, diciéndole que fuese a donde la niña le mandara.
-¡Si añadiésemos a la dádiva alguna cosa que pudiese conservarla en memoria de este día! -dijo Flora.
-¿Qué le darías? -contestó Sofía.
-El pañuelo que he estrenado esta mañana, un bonito pañuelo de batista que yo misma he bordado.
Accedieron gustosos los padres, el regalo se llevó; e Isabel, vencida por tanta generosidad, fue acompañada de su padre, que no había visto con gusto el rencor que en la entrevista con Flora había manifestado, y delante de todos los convidados dio las más afectuosas gracias a la niña, confundiéndose ambas en su tierno abrazo, en el que entonces había por ambas partes verdadera cordialidad.
Flora hizo sentar a su lado a su compañera, la obligó ir tomar café en su misma taza, se quitó el pensamiento del pecho y le prendió en el suyo, dándole, en fin, tantas muestras de deferencia y cariño, que desde entonces, a pesar de su diferencia de clase, fueron las mejores amigas del mundo.
Después de comer, Teresita, que tocaba el piano con gusto y sentimiento, hizo oír a los convidados algunas piezas de las mejores óperas; Flora, que empezaba a tocar regularmente, ejecutó una hermosa fantasía y su padre algunas piezas con admirable maestría.
Las últimas notas del piano coincidiendo con el toque de las ánimas fueron como la señal de disolverse la reunión y poco después la simpática familia de Burgos, que había madrugada mucho, se recogió temprano, terminando así aquel felicísimo día, que jamás olvidó la virtuosa Flora.
Algunos días después del de la primera comunión de Flora, díjole su padre:
-Tiempo ha que no nos has leído tus apuntes de Historia de España.
-No he escrito mucho -contestó la niña-, porque los días pasados me he entregado más al repaso de Doctrina cristiana y a la meditación de los libros que la directora y el confesor me habían entregado, para que los meditase antes de celebrar el acto más solemne de nuestra existencia.
-No importa, léenos lo poco o mucho que tengas escrito.
Flora, dócil como siempre, fue a buscar su manuscrito y leyó lo que sigue.
Continúa la historia de la reconquista
No habiendo dejado hijos don Bermudo III, con su muerte recayeron todos sus derechos a la corona del Reino de León en su hermana doña Sancha, que, como se hallaba casada con don Fernando de Castilla, reunió éste (por abdicación de su esposa) el cetro de Castilla y el de León.
Este rey estuvo dotado de valor y manifestó gran prudencia durante su reinado, aunque la desmintió en la hora de su muerte, pues desmembró y dividió sus Estados de un modo lastimoso para contentar a sus hijos, como si una monarquía fuese propiedad de un soberano que puede repartir a su gusto.
Cinco hijos tenía don Fernando: Don Sancho, a quien legó el reino de Castilla; don Alfonso, que heredó el de León; don García, a quien cupo en suerte el de Galicia; dando a doña Urraca el Señorío de Zamora y a doña Elvira el de Toro.
Murió Fernando I en 1065.
Sigamos, pues, la historia de don Sancho II, rey de Castilla, apenas falleció su madre, cuando se negó a la desmembración dispuesta por su difunto padre, y persiguiendo a sus hermanos y poniendo sitio al Zamora, donde se había refugiado doña Urraca con su familia y su ejército, fue asesinado por un traidor, llamado Vellido Dolfos, ante los muros de la ciudad, en 1072.
Alfonso VI, llamado el Bravo hijo de Fernando I y hermano, por consiguiente, de Sancho II, heredó el reino de su hermano, por haber muerto éste sin hijos, conquistando luego a Toledo, Mora, Escalona y Talavera. Fue un buen rey, pero la desgracia de haber perdido en 1108 la batalla, llamada de los siete Condes, en que los moros derrotaron completamente a los cristianos, le afectó de tal manera, que al poco tiempo sucumbió a su profunda pena en 1109. Durante el reinado de don Alfonso el Bravo, floreció en Castilla el héroe de nuestras leyendas, el valiente Rodrigo Díaz de Vivar, apellidado el Cid Campeador.
Por muerte de su abuelo Alfonso VI, sucedió a éste Alfonso VII con su madre doña Urraca, que, casándose en segundas nupcias con don Alfonso I de Aragón, ocasionó continuas guerras entre castellanos y aragoneses, guerras que sólo terminaron con la muerte de dicha señora, reuniendo su hijo las tres coronas de Castilla, León y Galicia; que, no escarmentado con el ejemplo de don Sancho II, volvió a dividir entre sus hijos.
Murió Alfonso VII en 1157.
Don Sancho III, su hijo, heredó el trono de Castilla, pero poco después estalló la discordia entre sus hermanos, ocasionándose una guerra civil. El hecho más notable de su reinado fue el haber instituido la orden de Calatrava.
Murió este rey en 1158, dejando un hijo de tres años, y, por consiguiente, expuesto el reino a las discordias y turbulencias que lleva consigo una larga minoría.
Entró a reinar el niño Alfonso VIII apoderándose de la regencia el rey de León, Fernando II, cuyas tiranías no pudieron soportar los castellanos, y declararon a don Alfonso mayor de edad antes de que realmente lo fuese.
Casó luego don Alfonso con doña Leonor, infanta de Inglaterra, de la que tuvo un hijo y dos hijas.
Vencido en Alarcos se repuso cumplidamente con la batalla de Las Navas de Tolosa, de célebre memoria, por lo que es conocido en la Historia con el nombre de don Alfonso el de las Navas.
En 1214 ascendió al trono Enrique I por fallecimiento de su padre, pero siendo de menor edad, tomó la regencia su hermana doña Berenguela, y acaso la hubiera desempañado a gusto de los castellanos, si el orgullo de la casa de Lara no hubiera promovido una guerra civil, por aspirar a dicha dignidad el jefe de la citada familia don Álvaro Núñez de Lara. Renunció doña Leonor la disputada regencia, pero como esta renuncia no fue a gusto de todos, no puso término a las discordias civiles, las que se encargó de cortar la Providencia con la muerte del niño rey, que, jugando con otros de su edad en el palacio del Obispo en Palencia, recibió el golpe de una teja que se desprendió del tejado y falleció a los 11 años de su edad en 1217.
Don Fernando III, hijo de doña Berenguela (y, por consiguiente, sobrino de don Enrique) heredó los Estados de su padre Alfonso IX de León, a los que agregó luego los pertenecientes a la corona de Castilla, que correspondían a su madre, y esto a pesar de las pretensiones de los Laras. Fue muy virtuoso y tuvo un celo extraordinario por defender y propagar la religión católica mereciendo ser colocado en el número de los Santos y venerado en los altares; siendo de notar que doña Blanca, hermana de doña Berenguelo, tuvo otro hijo rey y santo como nuestro don Fernando, que fue San Luis rey de Francia, célebre en la historia de las Cruzadas.
Murió San Fernando de hidropesía en 30 de mayo de 1252.
Alfonso el Sabio, XI de Castilla y X de León, mereció este nombre por haber concluido el famoso código de las Siete Partidas, comenzado en tiempo de su padre, y por su grande afición a las ciencias, que algunas veces le distrajo de observar el curso de la política y las asechanzas que su ingrato y turbulento hijo don Sancho tramaba contra su padre y rey. Murió en 1284.
Sancho IV, llamado el Bravo, tuvo un reinado inquieto por la división de los grandes y de los pueblos, que no estaban de acuerdo en cuanto a la legitimidad de sus derechos creyendo algunos que los poseía solamente don Fernando de la Cerda, hijo del hermano mayor de don Sancho.
En tiempo de este rey tuvo lugar la heroica acción de Guzmán el Bueno, que siendo gobernador de Tarifa, y habiendo sitiado los moros aquella plaza, cayendo en sus manos por una traición el hijo de Guzmán, le pusieron en la durísima alternativa de entregar la plaza o ver morir a su hijo. Sabida es la respuesta del noble castellano, que arrojó su puñal al campo enemigo, diciendo que allí tenían un arma por si carecían de ella para inmolar a la inocente víctima. Inútil es decir que los infames moros, asesinaron al niño. Este hecho conquistó a Guzmán el sobrenombre de Bueno, que añadió a su apellido.
Murió don Sancho en 1295, dejando a su hijo Fernando IV, que sólo contaba nueve años, la corona de Castilla y de León, bajo la tutela de la reina viuda doña María de Molina. La firmeza de carácter de esta Señora triunfó de las pretensiones de los nobles y aseguró el trono a su hijo, que heredó algunas buenas cualidades de doña María, agregando a ellas un trato afable y un deseo de hacer justicia que alguna vez le perjudicó, pues fue la causa de la catástrofe a que debe el nombre de Emplazado.
Habiéndose cometido un asesinato, recayeron las sospechas sobre dos hermanos de apellido Carvajal, a los que el rey condenó a muerte sin pruebas suficientes y sin dignarse escucharlos, al ser arrojados desde la peña, llamada de Martos, a un horrible precipicio, los hermanos apelaron públicamente de la sentencia del rey, emplazándole ante el tribunal del Juez Supremo para treinta días más tarde; y, en efecto, en el mismo día en que espiraba el plazo, el siete de septiembre de 1312, falleció don Fernando, que disfrutaba de la más completa salud.
Bajo la tutela de doña María de Molina, su abuela, y de los infantes don Juan y don Pedro, hermanos del difunto monarca, entró a reinar don Alfonso XI, que se llamó más tarde el Justiciero y que apenas había salido de la cuna cuando falleció su padre.
Si turbulenta fue la minoría de don Fernando, no lo fue menos la del niño Alfonso, en que cuatro partidos se disputaban la regencia; revueltas y desórdenes turbaron el reino y aumentaron con la muerte de doña María, la más noble y digna figura de aquella época. Para poner coto a tantos desmanes, se declaró la mayoría del rey a los quince años; y éste dio muestras de un carácter severo y audaz, si bien demasiado tiránico en algunas ocasiones.
Se hizo célebre en la batalla del Salado, y recibió el sobrenombre de Justiciero por el vigor con que puso en práctica las leyes de las Siete Partidas, obra de su bisabuelo Alfonso el Sabio. Murió el rey justiciero en 1350, no dejando más hijo legítimo que don Pedro I, que había nacido de su esposa doña María de Portugal.
Como don Pedro reinó en una época agitadísima y tuvo que combatir enemigos de dentro y fuera de la nación, siendo al propio tiempo hombre de grandes pasiones, los historiadores le han juzgado de muy diversa manera; llamándole generalmente el Cruel, a pesar de opinar algunos que podría apellidársele el Justiciero.
Nada justifica, sin embargo, la crueldad con que trató a su excelente esposa doña Blanca, el asesinato de su hermano bastardo don Fadrique ni el de doña Leonor de Guzmán, madre de éste y de don Enrique de Trastamara, el cual juró vengar la muerte de su madre y hermano.
Había terminado por entonces en Francia una guerra civil, y Carlos y rey de aquella nación, más que por auxiliar a don Enrique, por deshacerse de la gente aventurera y levantisca, que siempre es en tales casos una rémora para la completa pacificación de un país; envió a España a Beltrán Duguesclin al frente de un ejército de voluntarios. Presentaron batalla el de Trastamara y los suyos a don Pedro en los campos de Montiel, obligándole a encerrarse en un castillo inmediato.
Durante la noche, engañado por un francés, fue conducido a la tienda de Duguesclin, donde le esperaba don Enrique. Vinieron a las manos el Rey el Infante, y acaso en esta fratricida lucha no hubiera evado don Enrique la mejor parte, si el aventurero francés no hubiera venido en su auxilio pronunciando la célebre frase:
Ni quito ni pongo rey,
Pero ayudo a mi Señor.
Quedó, pues, sin vida don Pedro el Cruel, rey legítimo de Castilla, a los pies de su hermano bastardo, que entró a reinar gracias a este crimen en 1369. Fue llamado el de las Mercedes, sin que nadie se haya atrevido a apellidarle el fratricida, debiendo aquel sobrenombre a lo muy generoso que se mostró con todos cuantos le habían ayudado a escalar el trono, así nacionales como extranjeros.
No faltó quien tratase de disputarle la corona, pero supo deshacerse de todos sus competidores, y dirigió sus miras a engrandecer y hacer feliz la nación; mas cuando todo presagiaba un feliz porvenir, falleció, según unos, de la gota, y según otros, envenenado por un moro, en 1379.
En la mañana de un día festivo se presentaron en casa de nuestros amigos, Tomasito y Luisa con sus apreciables padres.
-Venimos a pedir a ustedes un favor, que espero no me negarán -dijeron.
-Sabe usted que deseo complacerle -contestó Prudencio.
-Pues bien, quisiéramos merecer de la buena amistad de ustedes que permitiesen a Flora venir esta tarde con nosotros y con mis niños -dijo la madre.
-¿Y adónde bueno van ustedes?
-A la diversión que más le place a Tomasito: A los toros.
-Si he de ser franco, debo decirle que no es fiesta de mi gusto; pero puesto que Flora es una niña ya crecida y que nada nos pide que no le concedamos, dejo a su arbitrio el asistir o no a esa diversión, asegurándole de todos modos que agradecemos el favor que ustedes le dispensan queriéndola llevar consigo, y que si se tratase de un paseo o de un día de campo accederíamos todos con el mayor gusto.
Flora, que hasta entonces no había hablado, contestó:
-He oído tantas veces referir las peripecias y los lances de una corrida de toros, que por una parte siento vivos deseos de asistir a una, y por otra temo presenciar alguna escena desagradable. ¡Si no le hiciesen daño a nadie! -añadió pensativa.
El caballero que la convidaba, Prudencio y Tomasito prorrumpieron en una carcajada.
-¿De que se ríen ustedes? -preguntó algo desconcertada la niña.
-¿No hemos de reírnos? -contestó su padre.
Llámanse toros de muerte, lo cual comprenderás que significa que aquellos animales han de perder la vida en el redondel y a la vista del público, y la estocada que pone término a su existencia no se les da (porque esto sería muy poco divertido) al momento de salir a la plaza, sino después de haberle hostigado de mil maneras, y haberle atormentado los picadores con sus aceradas lanzas, los banderilleros con las banderillas, que si bien son bonitas y de vivos colores, no dejan de clavarse en la piel del animal y desgarrar su carne, produciéndole los consiguientes sufrimientos, amén de las de fuego que chisporrotean alegremente a la vista del que lo contempla, y abrasan y mortifican al pobre toro.
-¡Qué lástima de animalitos! -dijo Flora.
-Quita allá -replicó Tomasito-. Los toros son verdaderas fieras.
-¿Y qué culpa tienen ellos? -insistió la niña- Yo he oído decir que si desde jóvenes los domasen y los acostumbrasen al trabajo, serían bueyes que servirían para la agricultura como los demás.
-Entonces no tendríamos tan bonita diversión.
-¡Vaya una diversión! Sírvase usted seguírmela explicando, papá, que me parece que no me gustará.
-No hay más -continuó el abogado-, sino que como el toro es una fiera, cual ha dicho muy bien Tomasito, se defiende como puede y aún a veces es el primero en acometer, que, al clavarle la pica, mete él las astas en el vientre del caballo, al que hiere muchas veces de muerte; y que muy frecuentemente ruedan por el suelo el jinete y la montura; de modo que a no ir aquel forrado y revestido de hierro, sería víctima del enfurecido animal; y aún así correría gran peligro, sino anduvieran listos los chulos, que llaman y provocan la fiera para alejarla del picador, que se levanta como puede y vuelve a cabalgar en su despanzurrado rocinante.
-¡Pobres caballos! -dijo Flora.
-Son ya viejos, flacos y no sirven para nada -contestó Tomás.
-Ya lo creo, pero siempre da lástima el verlos padecer.
-Añade a esto, hija mía, que no es raro que alguna vez alcancen las astas del toro a cualquiera de los lidiadores, hiriéndolos gravemente; de suerte que algunos fallecen sin tener tiempo de ser trasladados a su casa; caso previsto por las autoridades y la empresa, que cuidan de tener allí un sacerdote para administrar la Extrema unción y prodigar los últimos consuelos de la religión al que se encuentre en tan triste estado.
-¡Ta, ta, ta!, no quiero yo ver esas cosas, ni comprendo que nadie se divierta con ellas.
-Es que mi amigo don Prudencio -dijo un poco corrida la madre de Tomasito-, ha extremado de un modo las cosas que es capaz de hacer aborrecer el espectáculo nacional a su más decidido y ardiente defensor. Por otra parte, una cosa es decirlo y otra es verlo.
-Pues eso temo yo precisamente, que será mucho más terrible, más conmovedor el presenciarlo que el oírlo contar.
-Pero no ha dicho tu papá -insistió la señora-, el aspecto tan alegre y animado que ofrece la plaza antes de empezar la corrida, las canciones de la gente joven y de buen humor que espera la salida del primer toro, la música que toca aires marciales y esencialmente españoles; lo agradable que es ver aquellos hombres ligeros, airosos que visten con gracia un traje de vistosos colores en que el oro y la plata, heridos por los rayos del sol, deslumbran al espectador, y aunque a vueltas de esta perspectiva tan agradable y risueña, tenga uno que presenciar algún revolcón, que no son tan frecuentes como se ha querido decir, puede darse por bien empleado.
-Y a ti, Luisita -preguntó Flora-, ¿te gustan los toros?
-Me sucede como a ti -contestó la interrogada-, no puedo decir si me gustan o no, porque jamás los he visto.
-Pues, señora mía -dijo Flora-, quisiera que usted y su esposo no llevasen a mal lo que voy a decirles, pero agradeciendo mucho la invitación de ustedes, no me atrevo a aceptarla. Es más, como Luisa viene a ser de mi edad y tenemos análogas inclinaciones, si a ella le gusta la función y otra vez van ustedes, tendré sumo placer en acompañarles.
Hablose de cosas indiferentes, y poco después se retiraron el matrimonio y sus hijos sin que manifestaran el menor resentimiento por la negativa de la niña, antes bien, ofreciéndole invitarla de nuevo para la primera corrida, pues como estos señores eran muy aficionados a tales fiestas, no dudaban de que Luisa quedaría agradablemente impresionada.
Llegó la noche. Ya saben mis lectoras que frecuentemente se reunía la familia de Luisa y la de Flora; así pues, calculando la última que sus amigos estarían cansados y no saldrían de casa, pasó a visitarlos.
-¡Ay!, querida Flora -dijo Luisa, apenas vio llegar a su amiga-. ¡Cuán bien has hecho en no querer venir, y cuánto siento no haberte imitado!
-Pues, ¿qué ha sido ello? -preguntó con interés la recién llegada, abrazando a su amiga.
Los padres de ésta se sonreían tristemente, y Tomasito, que parecía preocupado, se hallaba sentado en un rincón sin hablar palabra.
-Figúrate -dijo Luisa-, que después de todo lo que ha explicado tu papá, después de haber oído chillar espantosamente al público, unas veces porque pedían que le pusiesen banderillas a un toro, otras porque llamaban cobarde a un picador, otras porque le decían al presidente que no lo entendía, otras no sé por qué, pues yo creo que ni ellos mismos sabían lo que pedían, después de haber visto la arena de la plaza regada muchas veces con la sangre de los caballos y a éstos con los intestinos colgando, (lo cual me daba mucha lástima y no menos asco); por fin, al ir a matar el cuarto toro un espada joven, de hermosa figura, vestido de oro y azul, ha tenido la desgracia de ser ensartado por el animal, que le ha levantado tres veces en el aire, dejándole al fin tan mal parado que le han tenido que retirar de la plaza, cubierto su rostro de una palidez mortal y bañado en sangre su precioso vestido.
Yo me he retirado al fondo del palco y no he querido ver nada más. Poco después se ha dicho que aquel pobre hombre había fallecido, y esto ha aumentado la dolorosa impresión que me había producido el verle retirar en tan mal estado; por fin papá y mamá se han compadecido de mí, y nos hemos venido sin terminar la función.
-Ahora sí que no querrá Flora venir con nosotros a los toros -observó el padre de Luisa.
-Jamás, en mi vida -contestó enérgicamente la hija de Burgos.
-Pues yo por mi parte prometo no volver nunca, a menos que me obliguen a ello -contestó su amiga.
-Bueno -dijo Prudencio, frotándose las manos-, ya tiene el toreo dos impugnadoras más en nuestras hijas.
-Y sin embargo -dijo el caballero de la casa-, es una fiesta que tardará en abolirse en nuestro país, porque es esencialmente española.
-Lo cual hace muy poco favor a nuestra nación, porque decir que es esencialmente español lo que es bárbaro a todas luces, no nos honra mucho que digamos -replicó Burgos.
-Pues si todos los españoles fuesen de nuestro gusto -dijo Flora-, pronto dejarían de dar corridas de toros, porque como no habría espectadores, quebrarían las empresas.
-Mire usted, las picarillas -dijo el padre de Luisa-, cómo discurren.
-Yo ofrezco -dijo Luisa-, contar a todas mis amigas el mal efecto que me ha producido la primera que he visto.
-Y yo te ayudaré -añadió Flora-, a suplicar a todas nuestras conocidas que no autoricen con su presencia tan atroz diversión.
-De manera -observó Prudencio-, que van ustedes a hacer una propaganda activa, y enérgica en contra de las corridas de toros.
-Sí, señor -dijeron unánimes las niñas.
-Y nada perderá con ello nuestro país, añadió Flora.
-Ni la humanidad, ni la civilización -continuó su padre.
-Creo yo -dijo Flora-, que si los pobres caballos y aún los toros tuvieran conocimiento, nos lo agradecerían mucho.
-¿Y los toreros? -preguntó a Luisa su padre.
-Que se busquen otro modo de vivir más útil y menos peligroso -repuso la niña.
Los padres se rieron de ver el juicio y el aplomo con que Flora y Luisa contestaban a todas sus objeciones, y como Sofía hiciese presente a su esposo que los señores de la casa debían estar fatigados de las emociones de aquel día y deseosos de reposo, se levantaron para retirarse.
Las niñas, al besarse y estrecharse las manos, reiteraron su promesa, que cumplieron con fidelidad más adelante.
Cierto domino, en que el calor impedía salir de casa, mientras el sol permaneciese sobre el horizonte, dijo Prudencio a su hija:
-¿Cómo estamos de Historia de España?
-He escrito algunos apuntes que leeré con el mayor gusto, si ustedes lo desean.
-Nada mejor podemos hacer por esta tarde, y hasta la hora de dar un paseo, que tú leer y nosotros escuchar algunos apuntes sobre tan interesante asunto.
-Pues manos a la obra -repuso Flora.
Y saliendo de su habitación con el manuscrito, empezó a leer en alta voz lo siguiente:
Conclusión del periodo de la Reconquista
Don Juan I, hijo de don Enrique de Trastamara, ratificó al subir al trono su alianza con la Francia, enviando una escuadra contra los ingleses, los cuales resentidos trabajaron para que el duque de Alencastre renovase las pretensiones al trono español, que ya en otra ocasión había manifestado.
El Portugués, infiel a los tratados que con España tenía, acogió y apoyó las pretensiones del de Alencastre, pero el político don Juan supo terminar estas desavenencias, pidiendo la mano, que le fue concedida, de doña Beatriz de Portugal, heredera de aquel reino. Fue una de las condiciones del enlace el que el hijo mayor, o sea el presunto heredero de la corona de España, llevaría el título de Príncipe de Asturias.
Otro acontecimiento notable tuvo lugar durante este reinado, y fue el de empezarse a contar los años por la era cristiana, puesto que hasta entonces se habían fechado los documentos por la era hispánica o del César.
Cuando todo presagiaba días de tranquilidad para España, estando el rey presenciando unas maniobras militares, le arrojó el caballo y murió de resultas en 1390.
Su hijo Enrique III, llamado el Doliente por la poca salud de que gozaba, subió al trono en la temprana edad de once años, bajo una multitud de tutores y regentes, que deseosos todos de mandar, saqueaban el tesoro real y promovían continuas disputas. Llegado, empero, a los 14 años, este rey tan enérgico de alma como apocado y débil en su físico, se declaró mayor de edad, y después de un banquete, habló a los grandes en estos o semejantes términos:
-¿Cuántos reyes habéis conocido vosotros?
La mayor parte le contestaron, no sin sorpresa, que en Castilla no habían conocido más que dos o tres soberanos, según la edad que contaba el que respondía.
-Pues yo, siendo más joven que ninguno de vosotros, he conocido muchos -contestó don Enrique.
-¿Cómo así? -interrogaron los cortesanos.
-Muy sencillo. Cada uno de vosotros es un rey que gobierna con toda la tiranía que le es posible, y disfruta de las rentas de la corona, mientras ha llegado el caso de no haber manjares que servir a mi mesa, ni leña con que calentar mis habitaciones. Es preciso que esto concluya, y concluirá desde hoy.
En efecto, el joven rey administró por sí mismo las rentas de la corona con tal economía y prudencia, que no necesitó recurrir a impuestos, siempre gravosos para la noción. Por esto y por su carácter afable y justo, fue muy querido de sus vasallos y muy llorado cuando ocurrió su temprana muerte en 1406.
Juan II, hijo del anterior, no contaba dos años cuando heredó la corona. Fueron sus tutores la Reina Madre y su tío don Fernando, sujeto insigne por sus virtudes, valor y talento, no menos que por la abnegación con que se negó a aceptar la corona que los grandes de Castilla le ofrecían a la muerte de su hermano, y que él contribuyó a asegurar en las sienes de su sobrino. Se hizo memorable por la batalla de Antequera, en que derrotó completamente a los moros; pero poco después tuvo que abandonar el reino de España, llamado por los aragoneses, que le habían proclamado rey, después del famoso compromiso de Caspe, en que se decidió quien había de ocupar el vacante trono de aquel Estado, más poderoso entonces que el de Castilla.
También a los 14 años tomó don Juan las riendas del Estado, como había hecho su padre; pero con menos aptitud o menos energía, se dejó dominar por don Álvaro de Luna, valido tan poderoso y soberbio, que en realidad fue durante muchos años el Soberano de la nación. Esta privanza ocasionó trastornos que el rey no sabía reprimir, y siendo juguete de los bandos o parcialidades en que se hallaba dividido su reino, unas veces despedía a don Álvaro, otras le llamaba para entregarse de nuevo en sus manos, hasta que en una de estas alternativas, con motivo o sin él, le mandó decapitar. ¡Terrible ejemplo para los que cifran su fortuna en el favor de los príncipes!
Murió don Juan en Valladolid en 1457. Sucediole don Enrique IV, que descontentó completamente a sus vasallos, los cuales, más y más desanimados viendo que no tenía hijos de quienes tarde o temprano pudiesen esperar que los gobernasen mejor, quisieron proclamar a su hermano don Alfonso.
Había nacido, no obstante, una niña, llamada doña Juana, a quien apellidaban la Beltraneja, y cuyos derechos al trono no quería reconocer el pueblo ni la nobleza.
Murió don Alfonso, a quien se quería proclamar, y entonces fue ofrecida la corona a la Infanta doña Isabel, hermana también del rey, que la renunció noblemente, diciendo que en caso de aceptarla, no sería mientras viviera su hermano. Falleció, en fin, don Enrique IV llamado el Impotente, en 1474.
Proclamada doña Isabel I, llamada la Católica, casada con don Fernando V de Aragón, que llevó igual título, su ascensión al trono forma época en los fastos de la Historia, porque fue causa de la unión de los dos Estados que jamás han vuelto a separarse.
Los partidarios de la Beltraneja hubieron de humillarse y respetar el nuevo orden de cosas. Los reyes aplacaron las exigencias y el orgullo de la nobleza, dando alguna más libertad al pueblo, pero supieron hacerlo de modo que conservaron la adhesión de los grandes y del clero. Con la fuerza que da la unión de dos grandes Estados sin discordias interiores, emprendieron la completa liberación de las pocas poblaciones que quedaban en poder de los moros, y la expulsión de éstos del territorio español.
Desalojados los sarracenos de Orán, Baeza y otros puntos menos importantes, se refugiaron en Granada; pero también de este último baluarte fueron arrojados en 2 de enero de 1492, en que el rey Boabdil puso en manos de los Reyes Católicos las llaves de la ciudad; y el estandarte de la cruz tremoló en la torre de la Alhambra, después de un porfiado sitio en que ocurrió la circunstancia notable de que, habiéndose quemado algunas tiendas del campamento, y entre ellas la de los Reyes, levantaron los cristianos a la vista de Granada la ciudad de Santa Fe.
El rey Chico, que así llamaban a Boabdil, se alejó con su escolta, y hallándose en una eminencia, pronto a perder para siempre de vista los muros de Granada, y poco después los fértiles campos de Andalucía, vertió débil llanto, que reprimió su madre con estas palabras: «Haces bien en llorar como una mujer, ya que no has sabido defender tus Estados como un hombre».
El hecho más culminante, después de la conquista de Granada, y el que a la par de éste enaltece el reinado de don Fernando y doña Isabel, es el descubrimiento del Nuevo Mundo, que tuvo lugar del modo siguiente:
Cristóbal Colón, navegante genovés, dado al estudio de las ciencias, comprendió que debía haber más tierra de la que en Europa se conocía, y presentose a varios monarcas ofreciéndoles que, si le facilitaban algunas naves con su correspondiente tripulación, iría a explorar mares ignorados, en los que estaba seguro de encontrar una tierra virgen tal vez rica en vegetales y minerales no conocidos.
Tratáronle de loco y visionario, hasta que explicando a doña Isabel sus pretensiones, ésta vio en Colón lo que era en efecto, esto es, un hombre de genio; y vendiendo sus joyas para proporcionar dinero, consiguió fletar tres embarcaciones, llamadas la Santa María, la Niña y la Pinta, con cuya pequeña flota salió Colón del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492.
Después de muchas contrariedades y peligros, en 12 de octubre desembarcó en la Isla llamada Guanahani, a la que él dio el nombre de San Salvador; y después de haber descubierto algunos otros países, dio la vuelta a España, desembarcando en Barcelona y siendo recibido por los Reyes Católicos con el agasajo que merecía quien había conquistado para España un nuevo mundo.
Muchas causas concurrieron a hacer imperecedera la memoria de los Reyes Católicos, llegando nuestra nación, durante su reinado, al apogeo de su poder, puesto que en ninguna otra época han brillado sabios como Colón, generales como el gran Capitán Gonzalo de Córdoba ni políticos como don Francisco Giménez de Cisneros.
Tuvo doña Isabel dos hijos, don Juan y doña Juana, pero habiendo muerto aquél en la adolescencia y sobreviviendo la infanta a su madre, heredó la corona. Doña Juana, dotada de tan escaso talento, como sabiduría y prudencia, había manifestado su madre, no inspiraba confianza de que gobernase bien; y así, aunque se hallaba casada con don Felipe el Hermoso, hijo del Emperador de Austria, dejó la reina establecido en su testamento que, en caso de no poder regir los destinos de la nación, se encargase de ello el rey viudo don Fernando. Murió doña Isabel en 1504.
Doña Juana quiso gobernar por sí, pero débil de juicio y enamorada hasta la locura de su esposo don Felipe, acabó de perder la razón, cuando éste murió casi repentinamente a los dos años de haber ascendido al trono, y entonces don Fernando se encargó del gobierno de la monarquía, auxiliado por el cardenal Giménez de Cisneros, hasta que murió el rey Católico en 1516, pasando el reino al hijo de doña Juana, con lo cual empezó el reinado de la casa de Austria.
-Hoy, querida Flora, hemos de hacer una visita a cierta familia de muy modesta posición -decía doña Ángela a su nieta en la tarde de un día festivo.
-¿Viene también mama? -preguntó la niña.
-Sin duda -replicó la abuela.
-Pues yo, como vaya con mi abuelita y mi mamá, ya estoy contenta -replicó Flora corriendo a preparar su traje de paseo.
-¿Te acuerdas -dijo Sofía saliendo ya vestida- de Miguel, el antiguo asistente de tu abuelo, que trabaja de zapatero?
-Sí, señora -respondió la niña.
-Pues bien, Miguel ha casado a su hija Paca con un honrado carpintero; nos convidaron a la boda, a la que no pudimos asistir por una ligera indisposición de tu abuela, y hoy queremos visitar a los jóvenes esposos.
-Tendré mucho gusto en acompañar a ustedes.
Pocos minutos después, despidiéndose de don Leandro y su hijo, salieron las dos señoras y la niña, las que, después de cruzar varias calles y plazas, entraron en una callejuela estrecha, húmeda y lóbrega. Miró el número Sofía y dijo:
-Aquí es.
Penetraron en una entrada estrecha, subieron algunos escalones y llamaron a la puerta de un entresuelo.
En cuanto resonó la aldaba en la habitación, salió a abrir una mujer joven, graciosa y bien vestida, puesto que si bien su traje era el que correspondía a la mujer de un artesano, le llevaba nuevo y esmeradamente limpio. Tras ella se presentó su esposo y el antiguo soldado, manifestando todos suma satisfacción y agradeciendo cordialmente la visita de aquellas señoras.
-Voy a enseñar a ustedes mi casita -dijo Paca.
Y seguida de doña Ángela, Sofía y Flora, penetró en una salita baja de techo y no muy clara, como comprenderán mis lectoras, si se hacen cargo de que la tal habitación era un entresuelo, situado en una calle larga y estrecha.
Detrás de unas grandes cortinas, quedaba la alcoba; pequeña también, puesto que la cama de matrimonio la ocupaba casi por completo. Mas adentro de la alcoba había un chiribitil, mal llamado cuarto, que servía de ropero. Enfrente de la puerta de entrada, estaba el comedor, con ventana a un patio interior sucio y oscuro; a la derecha del comedor, la cocina, y a la izquierda un pasadizo que era el que conducía a la sala, y como a mitad de él, un cuarto sin luz ni ventilación, en el que había un catre para Miguel.
Formaba el ajuar de aquella vivienda una mesa de comedor nueva y bonita con media docena de sillas pintadas, otra media docena imitadas a caoba y una cómoda, todo limpio y esmeradamente ordenado, ocupaban la sala. Sobre la corrida había un pequeño escaparate con una imagen de la Santísima Virgen, frente a ella un cuadro de San José, abogado del gremio a que el joven artesano pertenecía, y en la cabecera de la cama, otro cuadro de San Francisco, patrón de la esposa. Ante la imagen de la Virgen se ostentaban en un jarrito de loza algunos claveles y azucenas que despedían un fuerte perfume, a pesar de que habían perdido algo de su frescura y lozanía.
-¿Qué les parece a ustedes mi habitación? -dijo Paquita, después de concluir la inspección que de ella habían hecho las visitantes, y poniendo una silla para cada una frente al balcón que daba vista a la callejuela.
-Ante todo -dijo Sofía- deseo saber si les va a ustedes bien en ella.
Los hombres, que se habían entretenido un poco, entraron a su vez, y tomando la palabra Miguel, respondió por la hija:
-A la verdad, este buen mozo (y golpeaba en el hombro del carpintero), es el que tiene salud para dar y vender; pero a nosotros no nos ha probado muy bien la mudanza de casa. Yo, que había padecido reúma, y del que sólo me resentía en el invierno, estoy molestado hace unos cuantos días, con un dolor en la espalda, y en cuanto a Paquita, se queja siempre de dolor de cabeza.
-No puede suceder otra cosa -dijo con seriedad doña Ángela-; porque esta habitación tiene las peores condiciones higiénicas que imaginar se puede.
-Extraño -dijo Sofía-, que se hayan ustedes trasladado aquí, puesto que el cuarto piso que usted ocupaba con su hija, era mucho más sano y alegre.
-Hemos escogido este entresuelo, porque abajo hay una tienda en que trabaja Agustín, mi hijo político, y en cuanto a mí, tengo mi tiendecita en el portal, estando así reunida la familia.
-Verdaderamente -insistió doña Ángela-; debían ustedes sacrificar esas ventajas a la inapreciable de proporcionarse una vivienda cómoda, alegre y ventilada.
¡Cuántas familias arrastran una existencia desgraciada privadas del precioso don de la salud, comunican a sus inocentes hijos una vida raquítica y enfermiza, y todo por no atender a los consejos de la higiene.
-Yo no sé lo que es higiene -dijo Paquita con desenfado.
-Poco importaría que no supiese usted el nombre, con tal que conociese las reglas de esta interesante parte de la educación de la mujer, que tiene por objeto el atender a la conservación de la salud.
Las principales necesidades de la humanidad, y las condiciones indispensables para no enfermar son:
Aire puro, alimentos sanos y vestidos adecuados a la estación, al clima y a las circunstancias especiales del individuo, amén de una proporción o equilibrio entre el trabajo y el reposo.
Para que el aire sea puro, es necesario que no lo vicie ni la respiración, ni los vegetales, ni los combustibles, o sea, el brasero mal encendido, las luces, etc., y sobre todo que no se aspiren esas emanaciones desagradables que suben del callejón y del patio interior de esta casa, y que se perciben, a pesar del perfume de las flores que embalsama la estancia.
-Ha dicho usted -interrumpió la mujer del carpintero-, que la respiración descompone el aire. ¿Podemos, por ventura, evitar el respirar?
-No ciertamente, pero podemos proporcionarnos habitaciones más ventiladas que la que poseen. Debe usted, pues, preferir subir la escalera que conduce a un cuarto piso, a meterse en un entresuelo como éste, en que el aire circula con dificultad y el que entra del patio o de la calle no tiene mejores condiciones que el de la habitación.
No hablo del brasero, que en este tiempo no es necesario, pero bueno sería supiere usted que el gas que se desprende del carbón, cuando no está completamente encendido, tiene emanaciones mortíferas, y en tanto es así, que se han visto personas que, por inadvertencia o con el deliberado fin de poner término a su vida, se han encerrado en una estancia con un brasero lleno de carbón, y al abrir las puertas se las ha encontrado cadáveres.
Acaso no ha comprendido usted la palabra vegetales, que he pronunciado; pues sepa usted que quiere decir plantas o flores; de modo que si las que tenemos a nuestra vista han pasado la noche aquí, como denota su aspecto marchito, no me sorprende que tenga usted dolor de cabeza; y sí extraño que hayan ustedes podido levantarse.
-En efecto -replicó la joven-; no las he sacado la noche anterior, como tengo por costumbre; pero la verdad sea no dicha no las sacaba porque supiese que el tenerlas aquí podía perjudicarnos, sino porque se conservasen mejor con el fresco de la noche.
-Pues mire usted, señora -dijo Agustín-; yo no sabía eso, pero cuando me he levantado esta mañana parecía que estaba ebrio.
-Oye, mozo -interrogó el suegro-, ¿has estado tú ebrio muchas veces?
-Bah, ¿a quién no le ha sucedido, estando con los compañeros, beber alguna vez un poco más de lo regular? Por lo demás ya sabe que no tengo tan feo vicio.
El viejo Miguel, que en pudiendo meter baza en la conversación no la cedía tan fácilmente, continuó:
-Ya lo creo, lo sé bien, porque lo primero que averigüé antes de concederte la mano de mi hija, fue si eras hombre aficionado al juego o a la embriaguez, dos vicios que juntos o cada uno de por sí bastan para hacer la desgracia de una familia. ¡Pues bonito soy yo para haber entregado mi única y querida hija a un hombre vicioso!
-Con que, decía usted -preguntó doña Ángela, interrumpiendo la charla del antiguo asistente-, que estaba como ebrio.
-En efecto, me sentía mareado -repuso Agustín.
-Además del aire puro -continuó la señora-, se necesitan alimentos sanos. Así, pues, la mujer que quiera gozar con su familia de buena salud, debe no reparar en gastar lo necesario para proporcionarles al menos dos veces al día una comida nutritiva.
La carne de carnero y de vaca, el pescado blanco, las aves de corral, los huevos y el bacalao, deben alternar con las patatas, alubias, garbanzos, arroz y algunas verduras, teniendo cuidado de no comprar cosa alguna averiada, o que empiece a descomponerse por más que nos halague su baratura, pues nunca debe posponerse la higiene a la economía.
No hablo de caza, ni tampoco de aquellos peces raros y costosos, ni de dulces, ni artículos de pastelería, estos alimentos se hallan muy por encima de la fortuna de los pobres, y los últimos no son sanos y hasta no titubeo en apellidarlos perjudiciales.
La carne de cerdo se debe comer con mucha prudencia, especialmente cuando está fresca, que es cuando se vende más barata, pues es de difícil digestión y además favorece mucho las erupciones herpéticas y otras enfermedades de la piel.
En cuanto a bebidas, la más sana es el agua, pero comprendo que los hombres que se entregan al trabajo se sientan más fuertes y vigorosos bebiendo un poco de vino. En cuanto a las bebidas alcohólicas, la mayor parte son venenos disfrazados.
Respecto a los vestidos, además del cuidado que ha de tener toda personas, en especial la mujer del pueblo, de no salirse de su esfera en cuanto a lo que con los trajes se relaciona, ha de ir, y lo mismo tener sus camas, ni con tanto abrigo que sude continuamente, lo cual debilita y expone a constiparse, ni tan ligera que cualquier cambio de temperatura pueda afectarle.
Debo advertir, ya que de ropas estoy tratando, que es también una economía muy mal entendida el comprar colchones y ropa que ha servido para otro, especialmente cuando no se conoce al que la ha usado y se está seguro de que goza cabal salud. Muchísimas enfermedades se comunican de esta manera. Solamente la ropa blanca, que puede colarse, es la que no está sujeta a esta prescripción.
-Dios bendiga esa boca, señora -dijo Miguel-. ¡Qué cosas tan buenas le explica usted a mi pobre hija!
-Amigo mío, el enseñar al que no sabe es una obra de misericordia, y Paquita se quedó muy joven sin madre y, por consiguiente, sin tener quién le enseñara a ser ama de su casa.
-Ni aunque hubiese vivido mi mujer, ¿qué sabemos nosotros, pobres ignorantes?, ¿qué decía usted del ejercicio y el reposo?
-Nuestro cuerpo es una máquina, y así como toda máquina que no funciona o que funciona parcialmente se entorpece, y si trabaja demasiado se gasta e inutiliza, también el cuerpo humano si no trabaja se encuentra pesado y torpe, y el exceso de actividad le perjudica y le aniquila pronto; por eso el descanso durante la noche y el día festivo, además de ser el primero, ley de naturaleza y el segundo, precepto religioso, son indispensables a nuestra salud.
Falta advertir que, como no todos ejercitamos nuestras fuerzas del mismo modo, tampoco el reposo puede entenderse de igual suerte para mi marido, por ejemplo, que está todo el día sentado en el escritorio, que para el de Paca, que está en pie maneando la azuela o la sierra y dejando inactivas sus facultades intelectuales.
Un rato de lectura útil y agradable será un verdadero reposo para sus miembros fatigados, y un ejercicio conveniente para su inteligencia; un paseo moderado por un sitio ameno, el asistir a una función de teatro, siempre que el local tenga buenas condiciones higiénicas y la pieza o drama no pertenezca al género que, parece tiene por objeto, en vez de instruir y deleitar, relajar las costumbres; he aquí, amigos míos, las distracciones que yo aconsejaría a ustedes para los días festivos, y alguna comida en el campo, sola la familia, o reunida con personas honradas, que no pierdan nunca de vista la decencia y la sobriedad, tan laudables entre la gente del pueblo.
Con estas palabras de doña Ángela concluyó la conversación entre las señoras y los artesanos, levantándose aquéllas para despedirse, y ofreciendo Paquita tener en cuenta todos sus consejos y buscar lo más pronto posible otra habitación más higiénica y de mejores condiciones, aunque resultase un poco más cara; comprendiendo que la salud después de la honradez y la virtud, es el don más precioso de la Providencia y el más digno de ser conservado.
Era un precioso día de otoño. Flora radiante de alegría, ostentaba un bonito traje, regalo de su mamá; sobre la consola descollaba un precioso ramo de flores que su abuelo había salido a comprar muy de mañana; la abuela había confeccionado algunos dulces y pastas para los postres; y Prudencio había obsequiado a su hija con un anillo de oro, en el que lucía una bonita esmeralda. Si añadimos a esto que algunas compañeras mandaban a Flora, quien un ramillete, quien un pañolito o una corbata bordada, quien únicamente una tarjeta o una esquela, comprenderá que nuestra heroína celebraba alguna fiesta.
En efecto, Flora cumplía aquel día trece años, y si bien en todas las épocas de la vida el aniversario de nuestro natalicio tiene algo de grato y de consolador, porque en tal día nos vemos rodeados de nuestros amigos, obsequiados por ellos y recibimos testimonios más o menos cordiales, más o menos sinceros de adhesión y cariño; esta satisfacción en el estío y sobre todo en el otoño de la vida, va mezclada de amargos recuerdos y de melancólicos presentimientos. A veces se echa de menos al ser querido que el año anterior nos felicitó con ternura y que hoy ha desaparecido de nuestro lado, dejando un vacío en nuestro corazón. Acaso se recuerdan las palabras con que otro nos halagó, fingiéndonos amistad y afecto, que el tiempo se ha encargado de demostrar que eran falaces y que nada tenían de noble y desinteresado. Acaso a estas decepciones se mezcla la idea de la velocidad de nuestra existencia, de la rapidez con que se suceden los años y que cada festividad como la que celebramos halla algunas nuevas hebras de plata en nuestra cabellera, alguna arruga más en nuestra frente, algún nuevo desengaño en el alma.
A vuestra edad, queridas lectoras, nada de esto sucede. Como el capullo, al cual cada hora que pasa encuentra un poco más desarrollado, más próximo a convertirse en flor encantadora y conteniendo algo más de perfume y de belleza, así vosotras, cuya existencia es menos breve que la de la flor, cada año os encuentra, al celebrar vuestro natalicio, más bellas, más adelantadas, más instruidas y acercándoos al período álgido de la belleza, de la virtud y del perfeccionamiento físico y moral; pero siempre llenas de inocencia, de candor, de alegría y de esas ilusiones que son el mejor encanto de nuestra existencia.
Flora, privilegiada criatura; cual todas las que os halláis en esa dichosa edad, no sabía lo que son desengaños ni decepciones, no había experimentado, por otra parte, el dolor de perder ningún ser amado, ignoraba lo que son privaciones, y, sin haber derramado una lágrima que no fuese de compasión por las desdichas ajenas, veía en cada año que pasaba más cercano ese porvenir de color de rosa que halaga a todos los que os encontráis en la niñez o en la adolescencia.
Entre risas y juegos, entre plácemes y halagos, transcurrió el día del cumpleaños de nuestra amiguita, que, como hemos dicho, había amanecido bastante bello; más después de mediodía, algunas nubecillas cárdenas y cenicientas empezaron a cubrir el diáfano azul del cielo, y esas tintas vagas, melancólicas, unas veces de colores vivos como el topacio y la escarlata, otras de indefinidos matices, que como las hojas de los árboles de aquella estación ostentan, ya un amarillo pálido, ya un color de tierra dudoso; estas nubes, decimos, concluyeron por apiñarse, cubrir el horizonte y regalar a la tierra abundante lluvia. Flora no era ya aquella niña caprichosa que se disgustaba cuando un incidente atmosférico u otro acaso imprevisto, la privaba de una diversión; y así, aunque tenían proyectado sus padres y abuelos ir aquella noche al teatro, y hubieron de suspender la realización de tal proyecto en vista del mal tiempo, se conformó con pasar aquella velada en su casa y en compañía de su querida familia.
Miraba sur precioso anillo acercándole a la luz de una bujía, cuyos rayos, quebrándose en los árboles de la esmeralda producían hermosos cambiantes.
-¡Qué bonito es este anillo, papá! -decía admirada- Habrá costado muy caro, ¿verdad?
-No tanto como si hubiese sido un brillante.
-Y, ¿cómo se llama esta piedra que tiene tan precioso color verde?
-Se llama esmeralda.
-Mire usted, papá, sin que por eso agradezca menos su regalo y sin que dejara de agradecerle a un cuando fuese una cosa más sencilla e insignificante, voy a permitirme una observación.
-Te escucho, hija mía.
-¿No es verdad que las esmeraldas, los brillantes y el oro mismo, no tienen más valor que el que los hombres han querido concederle?
-Es cierto, pero una vez que se les ha convenido tienen un valor intrínseco y real tanto más positivo, cuanto mejor uso sepamos hacer de ellos.
-Eso sí que no lo entiendo muy bien.
-Me explicaré; el oro en sí de nada nos serviría, si no tuviese el valor convencional que se le ha dado; y así al viajero que cruzase un árido desierto, no le impediría que pereciese de hambre y de sed el llevar los bolsillos repletos de brillantes monedas, y en los dedos riquísimos anillos con diamantes de Golconda; mas como vivimos en sociedad y ésta ha convenido en hacer de las monedas labradas con diferentes metales el vínculo para realizar todos los contratos, resulta que los metales, las piedras preciosas y cuanto puede reducirse a moneda o cambiarse por ella, puede, si no evitar las desgracias y sufrimientos, si no dar la felicidad, que sólo está en la práctica de la virtud y en la tranquilidad de la conciencia, proporcionar muchas comodidades y ahorrar infinitas privaciones. Ese anillo, que para ti, niña sin ambición, no tiene otro precio que el de ser un testimonio del cariño de tu amante padre, para una huérfana desvalida sería un gran recurso, pues vendido le proporcionaría pan y abrigo para algunos días; y ese mismo anillo, entre las joyas de una princesa, oscurecido por infinitas piedras de más valor y brillo, sería un dije insignificante.
-¿Pues sabe usted, papá, que me parecería un crimen, aunque fuese muy rica, amontonar piedras preciosas y guardarlas cuando con una de ellas podría proporcionar alimento, albergue y vestidos a tantos menesterosos?
-Te diré, hija mía; la avaricia es en realidad un crimen; por eso la Iglesia la cuenta entre los pecados capitales; así el que amontona oro, privándose él mismo de bienestar y comodidades y a los demás de las ventajas que aquel metal, puesto en circulación, debía proporcionar, comete una gravísima falta; por eso dice un sabio escritor que al avaro tanto le aprovecha lo que tiene como lo que no tiene. Aquel, empero, que poseyendo una inmensa fortuna da ganancia al joyero, lo mismo que al comerciante de ropas y a los demás industriales, viviendo con cierto lujo y ostentación sin olvidarse de enjugar las lágrimas del huérfano y de la viuda y de tender una mano compasiva al que gime en la miseria, no puede en rigor echarse nada en cara, y vivirá tranquilo en medio de su generosa y espléndida opulencia. Los que poseemos una modestísima fortuna, debemos ser muy parcos en la adquisición de joyas de gran valor, pues son un capital muerto que, en caso de necesidad y al tenerlas que reducir a metálico, nos producirían una cantidad sumamente inferior a su coste, pagando con esto harto cara la vanidad de habernos con ella engalanado.
-Y ¿de dónde sale el oro, la plata y las piedras preciosas?
-Todo esto, hija mía, pertenece al tercer reino de la Naturaleza, o sea al reino mineral, compuesto de todas las piedras, tierras y metales.
Divídese en cuatro clases, a saber: tierras y piedras, minerales combustibles, metales y sales.
Las tierras que sirven para la agricultura, esto es, que se aran y siembran, son: la llamada sílice, alúmina, cal y magnesia. Por supuesto que estas tierras rara vez se encuentran puras, sino mezcladas, y que tampoco podrían por sí solas dar gran producción, sino se abonaran con estiércol, en el cual abundan las sustancias animales en estado más o menos marcado de descomposición. En esto, como en todo, se nota la armonía que existe en la naturaleza.
La tierra silícea o arena es la que abunda en las orillas de los ríos, blanca, menuda, pesada y escurridiza. La de las orillas del mar es semejante a ésta, pero por lo regular más gruesa; y de una materia parecida es el pedernal, piedra que, golpeada con el acero, suelta chispas instantáneamente. El pedernal más puro es aquél del cual se saca una sustancia diáfana y durísima, llamada cristal de roca.
Los vidrios de los balcones y ventanas, el cristal de que se fabrican vasos, botellas y tantos otros utensilios, todo procede de piedra silícea o arena, cocida en un horno de asombrosa actividad, hasta reducirla a una pasta que luego toma las formas que los operarios tienen por conveniente comunicarle con moldes y otros aparatos.
Con la arcilla, que es otra clase de tierra más fina que la arena, se fabrican platos, tazas, jícaras y todo lo demás llamado de loza. El lápiz encarnado o negro de que nos servimos para dibujar, las piedras de afilar y algunas otras que por lo blandas no sirven para construir ningún objeto sólido, son también arcillas.
En ciertos terrenos se encuentra otra piedra de una sustancia parecida y generalmente de un color gris que después de purificada adquiere una blancura deslumbradora, y es la que llamamos cal viva, que mojada y mezclada con arena sirve a los albañiles para construir los edificios, llenando los huecos que dejan las piedras y ladrillos, que al endurecerse les presta mucha solidez. La cal disuelta en agua sirve para blanquear las habitaciones, en términos que muchos pueblos, cuyo vecindario es pobre, pero muy aseado, no tienen otro ornato en lo interior ni en lo exterior de los edificios que la deslumbrante blancura que les presta una lechada de cal renovada frecuentemente, dándoles el aspecto de una bandada de palomas.
El azufre, el asfalto o betún judaico, y sobre todo el llamado carbón de piedra, son los que se denominan minerales inflamables o combustibles, y particularmente el último es tan útil y tan superior al carbón vegetal por su duración, que ha llegado a llamarse, no sin fundamento, el alimento de la industria. En efecto, este carbón da fuerza a las máquinas de toda clase de establecimientos fabriles, él conduce los buques de vapor a través de los mares y arrastra encerrado en el fogón de una locomotora largos trenes de viajeros, poniendo en comunicación por uno u otro medio todas las naciones de nuestro globo.
Las piedras preciosas de menos utilidad como tú has dicho muy bien, pero de mayor valor, se encuentran también en las entrañas de la tierra; pero no vayas a creer que esa esmeralda salió de allí con el brillo y el color que hoy la engalana. Se encuentran sin pulimentar y más o menos mezcladas con otras tierras o piedras, de las cuales los artistas las desprenden, limando después sus desigualdades, redondeándolas, o formando esos planos llamados facetas, y esas aristas que constituyen su mayor belleza. El lapislázuli es una piedra de un hermoso azul celeste con unas venas amarillas, pero sin transparencia; el zafiro tiene un azul más oscuro, el rubí un encarnado brillante y transparentes, el granate, un encarnado más opaco, el topacio un hermoso color amarillo y la amatista color violeta; pero la más hermosa de todas las piedras preciosas es el diamante. Creyose algún día que los diamantes eran una piedra sílice, la más dura y brillante de todas; pero varios experimentos han demostrado que es ni más ni menos que carbón cristalizado y en perfecto estado de pureza. Del diamante se valen los que trabajan el cristal para cortarle con facilidad suma, y además (como sabes) es la más preciada de cuantas piedras se usan en los aderezos y adornos femeninos, ostentándose también en las coronas y cetros de los reyes.
-¿Y los brillantes, papá? No me ha hablado usted de ellos.
-Los brillantes no son más que diamantes más pulidos y de mayor valor.
-¿Y los cristales de los espejos son de otra clase que los demás?
-No, por cierto; son únicamente los más límpidos y claros que salen de las fábricas, sino que después se les aplica una capa de mercurio, que es un mineral líquido, sumamente brillante, pesado y escurridizo.
Los metales son en gran número, pero te hablaré de los principales que son: el oro, la plata, el cobre, el hierro, el plomo, el estaño y el mercurio, de que acabo de tratar. Los primeros tampoco se encuentran puros en el seno de la tierra, y después de extraerlos los mineros con sumo trabajo, se necesita fundirlos para depurarlos de las materias extrañas que contienen. El zinc es un metal de mucha utilidad, pues mezclado con el cobre produce el latón, el bronce y otros. El acero tampoco sale de las minas en tal estado, sino que se obtiene con el hierro fundido y templado.
Hay infinidad de substancias metálicas que usa la industria para producir colores mucho más vivos y permanentes que los que proceden del reino vegetal, y que en medicina sirven para muchos usos; si bien se han de administrar únicamente por los que se han dedicado a este estudio, pues la mayor parte, usados sin precaución, son activos venenos.
Hay asimismo gran variedad de sales, unas medicinales, otras que la química usa para fijar los colores en las telas y la más usual que es la para sal común o de cocina. Esta última se extrae a veces del agua del mar, y otras se encuentra en las minas y hasta formando grandes montañas, como sucede en el Pinoso y sobre todo en Cardona, población de Cataluña. Nada más bello que el aspecto de estos montes de una blancura cristalina, que iluminados por el Sol presentan a veces matices rojos, amarillentos o azulados.
En Polonia hay minas de sal, dentro de las cuales se han formado almacenes, habitaciones para los empleados y hasta una capilla.
El salitre, que junto con el azufre y el carbón produce la pólvora, es una clase de sal que se forma en los sitios húmedos, en las paredes viejas y en las cuadras, sobre todo, en terrenos calizos.
-Entonces, papá, si se encuentra en las cuadras se formará de los orines de los caballos, que son los que allí producen la humedad.
-En efecto, se forma de la humedad y de la sal que contienen los orines; así como la sal amoníaco que se encuentra cerca de los volcanes, se extrae también de los orines de los camellos.
-Y ¿para qué sirve la sal amoníaco?
-Se emplea en las soldaduras de los metales, en medicina y en tintorería.
-¡Pues lo que es el salitre, sino sirve más que para hacer pólvora, aunque no existiese!...
Prudencio se sonrió sin contestar.
-La pólvora -continuó Flora- es más perjudicial que provechosa, al menos así lo entiendo yo.
-¡Quién sabe, hija mía! Hasta que los hombres aprendan a mirarse como hermanos, hasta que la fraternidad universal predicada por el Hijo del Eterno, sea una verdad en la tierra, si los hombres no pueden matarse con armas de fuego, se matarán de otro modo. Antes que existiese la pólvora, existía la guerra.
Hay dos substancias muy semejantes a las sales, aún cuando no son propiamente sal. Me refiero, en primer lugar, a la potasa, que se extrae de las cenizas de ciertas plantas quemadas. La lejía de la colada, que incorporándose con las sustancias animales que han quedado en la ropa la desengrasa y limpia, no es más que la potasa extraída de la ceniza que se coloca sobre la tina.
Si se evapora la lejía, se saca la potasa, y ésta, mezclada con aceite, forma el jabón, cuyo uso conoces perfectamente.
La otra substancia a que me refiero, es la sosa o barrilla, que se saca de las cenizas de ciertas plantas marítimas, con la cual se forma jabón muy superior al de la lejía ordinaria, sirviendo también la sosa para la pasta del vidrio.
-De manera es, papá, que el carbón de piedra es de la misma substancia que los diamantes. Repito, pues, lo que he dicho al principio, esto es, que las hiedras preciosas no tienen más valor que el que los hombres han querido darles.
-En efecto, en la sociedad hay mucho de convencional, pero desde luego que todo el mundo reconoce un valor real a un objeto, le tiene sin duda alguna. En la edad de oro que nos describen los poetas, en que no había tuyo y mío, en que la madura y dulce fruta pendía de los árboles, convidándonos a cogerla, en que la caza y la pesca abundaban y estaban a la disposición del primero que de ellas se apoderase, en que una rústica choza cubierta de verde follaje bastaba para habitación del hombre, y en que las pieles de animales eran su único vestido; claro está que el humano comercio no existía y estaban de más las monedas y otras muchas cosas. La civilización, con sus vicios y virtudes, con su refinamiento de comodidades, de delicadeza y hasta de lujo, ha creado infinidad de necesidades que nadie podría satisfacer sin el auxilio de los demás.
Así, mientras la modista confecciona un traje y el joyero labra el aderezo de una dama, el panadero provee a ambos y a la misma señora de su principal alimento, el zapatero fabrica su calzado, otro artesano construye los muebles para todos; y ¿cómo se proveerían ellos de cuanto les es necesario, sino hubiese una cosa que tuviese un valor convencional, y mediante cuya entrega se le proporcionase lo necesario a su subsistencia? Y si desde luego se les facilitara cuanto les es preciso, ¿quién habría tan generoso que teniéndolo todo gratuitamente trabajase con asiduo desvelo en el bien común? Menos valor intrínseco que el oro y las piedras preciosas tiene el papel, y, sin embargo, que rasgaría tranquilamente cuantos periódicos hay sobre esta mesa, me guardaría muy bien de inutilizar los billetes de banco que tengo en mi cartera, que son el producto de mi trabajo, y a los que la sociedad atribuye un valor de quinientos mil o dos mil reales, respectivamente.
-Hasta hoy no he comprendido del todo el valor del dinero.
-Pues ya es necesario que aprendas lo que cuesta adquirirlo, cuán útil es poderlo ganar y cuán indispensable saber conservarlo.
Pocos días después del cumpleaños de Flora se pensó en retirarla del colegio, puesto que había adquirido los conocimientos más necesarios a una señorita, y tenía suma destreza y habilidad para las labores propias de su sexo; agréguese a esto la circunstancia de ser hija única, como saben mis lectoras, y de que con su bello carácter era el consuelo y la alegría de los dos matrimonios, y no se extrañará la prisa que éstos tenían por separarla de aquel centro de educación, en donde había recibido tan saludable doctrina como en el hogar doméstico, en donde era tiernamente amada de profesores y condiscípulas, y entre los cuales, por justa recompensa, repartía también su cariño y simpatía.
-Se aproxima el momento -le dijo su padre- en que tendrás que despedirte del colegio; sé que nunca olvidarás lo mucho bueno que allí has aprendido; pero me gustaría que en algunas asignaturas pusieses la mayor atención especialmente en aquéllas que, estando encomendadas únicamente a la memoria, es fácil las des al olvido en cuanto dejes de ocuparte de ellas.
-No lo tema usted, papá, tengo apuntes de Historia de España y de Historia Sagrada; guardo mi libreta de Aritmética con todos los problemas que yo misma he resuelto; mis dibujos, mis cuerpos sólidos geométricos y cuanto pueda recordarme lo que he aprendido al lado de mi querida profesora, a quien menos que a nadie daré jamás al olvido; pues después de mis abuelos, usted y mamá, a ella es a quien debo más en este mundo.
-Y, ¿hasta dónde llegan tus apuntes de Historia de España?
-Si tiene usted la amabilidad de escuchar su lectura, lo sabrá inmediatamente.
-La oiré con sumo gusto.
La niña fue a buscar su cuaderno y leyó lo siguiente:
Dominación de la casa de Austria
Habiendo muerto don Fernando el Católico, y hallándose su hija doña Juana privada de razón, como se ha dicho anteriormente, fue llamado al trono Carlos I de España, que más tarde, a la muerte de su abuelo paterno, fue jurado emperador de Alemania, en donde fue el quinto de su nombre.
El primer monarca de la casa de Austria, a quien llamaron el César, encontró a España en el apogeo de su grandeza y poderío, nunca antes ni después ha sido tan extenso el dominio de los reyes de España, en términos de que era axioma vulgar que nunca se ponía el sol en sus Estados.
Algunas contradicciones encontró el joven don Carlos en los primeros años de su reinado, siendo el primero con que tuvo que luchar la incontrastable energía del cardenal Cisneros. Habiendo enviado desde Alemania a su preceptor Adriano, Deán de Lobaina, para que tomara posesión en su nombre y gobernara durante su ausencia, el Cardenal se negó a entregarle el gobierno de la nación, y como los partidarios del Deán le hiciesen presente que él tenía poderes de que carecía Cisneros, éste contestó enérgicamente: «Los poderes con que cuento son aquéllos»; y abriendo el balcón, les enseñó una brigada de artillería con los artilleros al lado de las piezas, ostentando en su diestra mano las mechas encendidas.
Comprendió Carlos I que convenía más tener a aquel hombre por amigo, que por enemigo.
Antes de concluir la historia del cardenal Cisneros, debe hacerse constar que fundó la famosa Universidad de Alcalá.
La guerra de las comunidades es uno de los acontecimientos más dignos de notarse de los muchos que tuvieron lugar en el reinado que nos ocupa. Deseaba el rey ausentarse de España, pues siempre conservó grandes simpatías por su país natal; reunió Cortes y les pidió un crédito para el viaje; ellas se negaron a sancionarle, y prescindiendo don Carlos de la voluntad nacional, llevó a efecto su proyectada partida. Esto disgustó a los castellos y promovió una formidable rebelión, a cuyo frente se pusieron los jefes Padilla, Bravo y Maldonado. Enterado el rey de lo que pasaba en Españas acudió inmediatamente y sujetó a los revoltosos; perdonando a las muchedumbres y castigando a los jefes, que fueron decapitados. Mucho se ha ponderado la clemencia de Carlos I en esta ocasión, porque se mostró generoso con las comunidades; pero creemos que es imposible obrar de otra manera cuando son miles de hombres los que han patrocinado una idea.
Sostuvo este monarca una guerra sangrienta con Francisco I de Francia, llamado el Rey Caballero, a quien derrotó en la célebre batalla de Pavía, dada en 1525, haciéndole prisionero y trayéndole a Madrid, donde, después de tratarle con la consideración debida a su rango, le puso en libertad.
En 1522 tuvo lugar otro memorable suceso que fue la conquista de Méjico por Hernán Cortés, y la del Perú por Francisco Pizarro, en 1532. Ambos navegantes eran españoles y naturales de Extremadura. Durante este reinado florecieron hombres tan distinguidos como Nebrija. Garcilaso de la Vega, don Antonio de Leiba y don Pedro de Alarcón. ¡Qué mucho que España fuese respetada de las demás naciones, cuando las armas y las letras, el valor y el ingenio parecía haberse dado cita en aquella afortunada época y en este bello país!
Carlos I abdicó su corona en su hijo Felipe, retirándose al monasterio de Yuste, donde murió poco después en 1558. Parecía que la gloria le abrumase, o bien que comprendiese que todo en el mundo, llegado a su periodo álgido, tiene que descender más o menos rápidamente, tratase de evitar este descenso.
Felipe II fue coronado en 1555, como hemos dicho, por abdicación de su padre, de cuyo carácter participó y cuyo afán de guerrear heredó sin duda; pero a quien el cielo no fue tan propicio. Ganó, sin embargo, la batalla de San Quintín, la de Grabelinas y la de Lepanto; la primera contra los franceses, a quienes derrotó completamente el día de San Lorenzo de 1557, y en memoria de este hecho de armas fundó el magnífico monasterio del Escorial. También contra los franceses y con no menos buena suerte, sostuvo la segunda, o sea la de Grabelinas, y por último, tuvo lugar la batalla de Lepanto, en que tomaron parte varias naciones cristianas que habían formado una escuadra, cuyo jefe era don Juan de Austria, hermano natural de Felipe II. Este inolvidable combate acabó con el poder de los turcos, que iba haciéndose formidable, y los arrojó para siempre de los mares de Grecia e Italia.
La fortuna, empero, o más bien la Providencia se cansó de proteger las armas españolas y habiendo enviado Felipe una gran armada que tituló pomposamente «la Invencible», tuvieron los españoles un inmenso desastre que lamentar, pues antes de llegar a Holanda una violenta tempestad destrozó por competo las embarcaciones. Al saber el rey Felipe tamaña desgracia, contestó con punible indiferencia: «Yo no había enviado mi escuadra a luchar con las tempestades, sino con los ingleses».
También los disgustos domésticos amargaron la existencia de este monarca, pues su hijo don Carlos cometió algunas faltas, y queriendo su padre castigarle por ellas, le encerró en una cámara del palacio, donde falleció a los pocos días en lo más florido de su juventud; misterioso suceso que no han aclarado suficientemente los historiadores, opinando unos que recibió una muerte violenta por orden de Felipe; otros, que él propio atentó a su vida, y algunos, finalmente, que falleció víctima de una violenta enfermedad ocasionada por la ira y el despecho.
Cansado Felipe II de guerrear, hizo paces con el rey de Francia, casó a su hija Isabel con el archiduque Alberto, a quien cedió los Países Bajos, y agravándose poco después la gota que le molestaba, murió en el Escorial, en el año 1598.
Felipe III, hijo y sucesor del antecedente y de su cuarta esposa doña Ana de Austria, tenía un carácter tan dulce y pacífico, como el de su padre había sido áspero y batallador. El suceso más notable de su reinado fue la expulsión de los moriscos, cuyo decreto firmó en 1609. Eran los moriscos descendientes de los árabes que habían quedado en España después de la toma de Granada, y como algunos cristianos fingían temer una sublevación, aconsejaron al rey esta medida, que si bien completó la unidad religiosa, privó de muchos brazos a la agricultura y a las artes e industria de no pocos inteligentes operarios.
Murió Felipe III en 1621.
Felipe IV, su hijo y sucesor, era más aficionado a la guerra que el padre; pero sin la aptitud y valor de su abuelo, depositó toda su confianza en el Conde-Duque de Olivares, privado ambicioso y egoísta que causó muchos perjuicios a España. El reinado de este monarca fue una serie no interrumpida de combates, en que siempre llevó nuestra nación la peor parte. En 1640 se emancipó el reino de Portugal, que se había unido a la nación en tiempo de Felipe II, pareciendo obedecer a una ley de la Providencia que hace de ambas naciones una Península. Desde entonces ha sido Portugal un Estado independiente.
Después de pelear con Francia más de doce años, ajustó Felipe la paz con Luis XIII, cediéndole el Artois y el Rosellón, y conviniendo en el casamiento de su hija doña María Teresa de Austria con el Delfín, que fue más tarde Luis XIV.
Poco sobrevivió Felipe IV a este tratado, falleciendo en 1665.
Sucediole Carlos II, su hijo, que sólo tenía cinco años, y no hay que decir si durante su larga minoría sufriría España revueltas y trastornos. La reina viuda era regente del reino por el testamento de su esposo; pero careciendo de energía para gobernar, se entregó en manos de su confesor, el jesuita Nitart, que no se hallaba por cierto a la altura de las circunstancias. Cuando don Carlos cumplió los quince años, terminó la tutoría; se sentó en el trono y nombró su primer ministro a su pariente don Juan de Austria, hombre de gran talento que estableció un buen régimen y acaso hubiera curado los males de la nación, si la Providencia no hubiese puesto en breve plazo término a su vida. Don Carlos tenía una condición suave y benévola, pero a consecuencia de esta misma circunstancia y de hallarse casi continuamente enfermo, era juguete de encontrados manejos y ambiciosas aspiraciones.
Por una parte, Leopoldo, Emperador de Alemania, envió agentes a la corte de España, para que lograsen del débil y doliente monarca (que no tenía sucesión directa) nombrase heredero del trono a Carlos, archiduque de Austria; y por otra, Luis XIV empleaba iguales manejos para que fuese nombrado Felipe de Anjou, nieto de este poderoso monarca y de María Teresa.
La reina influía en favor de uno de los dos bandos, el confesor del rey se interesaba por el otro, y el monarca indeciso sufría física y moralmente, en términos que se llegó a creer que era víctima de un extraño maleficio, habiendo pasado a la Historia con el nombre de Carlos el Hechizado.
Por fin, otorgó su testamento en favor de la casa de Borbón, o sea del nieto de María Teresa, y murió en el año 1700 concluyendo con él la dinastía austríaca.
Han pasado algunos meses desde los últimos sucesos que le hemos referido a nuestras jóvenes lectoras. Flora había dejado el colegio no sin derramar muchas lágrimas y ofrecer a su directora y alumnas no olvidarlas jamás. Se había dedicado a las ocupaciones domésticas sin abandonar por eso el repasar las lecciones, el estudiar el piano y el ejercitarse en algunas labores primorosas, que, sin ser de primera utilidad, constituyen un adorno y son una agradable distracción para las señoritas poco aficionadas a callejear y divertirse.
Cierto día recibió orden de su madre y abuela para vestirse y acompañarlas.
-¿Vamos a paseo? -preguntó Flora.
-No, ciertamente, vamos a hacer visitas -contestó Sofía.
-¿No podría yo quedarme en casa?
-Podrías, pero es preferible que nos acompañes.
Flora buscó una ocasión para hablar a su madre sin que lo oyera doña Ángela.
-Si me quedase -dijo- concluiría el acerico que estoy bordando para regalar a mi abuelita en su día y que no puedo hacer más que a ratos cuando me encierro en mi cuarto.
-No importa -replicó la madre-, es necesario que en adelante te acostumbres a venir con nosotras a hacer visitas y también a recibirlas.
-¿Hay niñas en las casas adónde vamos?
En la una, sí, hay dos de poca más edad que tú; en la otra, no, pues son unos recién casados que nos han ofrecido la casa y viven solos; y en la tercera no encontraremos más que una señora que hace poco perdió a su esposo, a la que ya fuimos a dar el pésame y prometimos volver algún ratito a acompañarla.
-¿Sabe usted, mamá, que las visitas son una cosa muy enojosa? ¡Si se pudiese prescindir de ellas!
-Hay algunos que prescinden, pero éstos son tildados de groseros e insociables, o bien de orgullosos que se tienen a menos de tratar a sus semejantes y alternar con ellos.
-Yo comprendo que es muy agradable el trato de los amigos, aquella cordial franqueza que reina, por ejemplo, entre Teresita y su mamá respecto a nosotros y entre algunas otras familias que se reúnen, cantan, juegan o trabajan juntas, que participan mutuamente de alegrías y pesares, y en quienes se establece un trato íntimo como de verdaderos parientes; pero lo demás creo que es tan importuno para el visitante como para el visitado.
-Yo no sé si recordarás, hija mía, que cuando vino Teresita de Madrid con su madre (eras tú entonces muy niña) te mostraste sumamente contrariada y estabas dispuesta a recibirlas, de una manera poco menos que hostil, tan sólo porque su imprevista llegada nos privó una noche de ir al teatro.
-Sí que lo recuerdo, mamá; aquello fue una imprudencia de mi parte.
-Pues no te muestras ahora mucho más razonable; con que así, ve a ponerte el vestido que ya es hora de salir de casa.
La niña no replicó, se encogió de hombros y fue a vestirse.
Por la noche, durante la cena, dijo Sofía riendo:
-¿Sabes, Prudencio, que nuestra hija quería esta tarde reformar la sociedad, aboliendo las visitas?
-¿Y eso por qué? -preguntó Prudencio.
-Solamente porque prefería terminar no sé qué laborcilla que tiene entre manos.
Flora se puso encarnada, miró de reojo a su abuela y colocando el índice sobre sus labios para que su madre no descubriese el secreto del acerico, contestó:
-¡Pues mire usted, papá, que para lo que hemos ido a hacer!... En la primera casa, en donde pensaba yo encontrar niñas que tal vez hubieran hablado conmigo de trajes o de labores, no estaban en ella; han dejado tarjetas mamá y abuela y hemos continuado nuestra excursión; en la segunda, la criada nos ha introducido en un saloncito muy elegante, hemos esperado algunos minutos, luego ha entrado la señora de la casa, a quien íbamos a dar la enhorabuena por su reciente enlace, y o mucho me engaño, o más bien la hemos molestado, pues según lo que ha tardado en salir, creo que ha tenido que vestirse para recibirnos. Hemos estado media hora hablando de cosas tan indiferentes como el mal tiempo que ha reinado pocos días ha, ella nos ha preguntado si habíamos oído el tenor que debutó anteanoche, mamá le ha dicho si le gustaba este país, y cosas, en fin, que era igual que no se dijeran, y después de tan insulsa conversación nos hemos retirado.
La tercera visita no sé si ha sido más oportuna; la señora estaba vestida de riguroso luto, tenía los ojos encarnados como de haber vertido recientes lágrimas, parecía muy afectada y contestaba distraída y solamente por no faltar a la buena crianza, a las preguntas que mamá y abuela le dirigían; de modo que estoy en duda de si le hemos proporcionado consuelo, o la hemos molestado, obligándola a prestarnos atención y deferencia, cuando su espíritu estaba acongojado por recientes pesares.
-Es cierto -contestó Prudencio- que las visitas de cumplido, que son un deber de urbanidad, no proporcionan un vivo placer al que las hace ni al que las recibe, pues como generalmente no hay confianza recíproca ni mutuo conocimiento del carácter, no puede haber un diálogo animado, y la conversación tiene que versar sobre generalidades y objetos indiferentes. Es conveniente, sin embargo, que te acostumbres a ellas para no hacer un papel desairado ni mostrarte tímida en sociedad, pues lo mismo choca en una señorita el encogimiento que el descaro.
No es tan molesto como te figuras el hacer y recibir visitas, se procura para ello tener siempre una habitación prevenida, amueblada, sino con lujo, al menos con la decencia que permite la respectiva posición; la señora de la casa, o una de ellas, si hay varias, a la hora de recibir está vestida, para que no la cojan de sorpresa, y consagra un rato a la recepción de aquellas personas que la favorecen con un trato, que, si al principio no pasa de ser cortés, con el tiempo puede convertirse en una amistad verdadera; y tú sabes, porque se te hizo comprender desde niña y lo has experimentado después, la dulzura que encierra la amistad verdadera, el consuelo que proporciona en los disgustos, la satistación con que un amigo participa de la felicidad del que lo es verdadero, y los servicios que mutuamente se prestan.
-En efecto, estoy enterada de cuanto ha hecho usted por devolver a la mamá de Teresita la fortuna de su esposo que le habían usurpado, he sido testigo de lo que ha trabajado usted, y veo y comprendo la gratitud y el cariño con que ellas corresponden a su amistad y a sus favores.
-Pues muchas de estas relaciones íntimas, que vemos entre familias que se profesan un afecto fraternal, han empezado por un trato de vecindad, por haberse conocido en una visita de días, pésame, boda, etc., y en estas relaciones frías e indiferentes al principio, se conocen los caracteres, las personas prudentes se ponen en guardia para no estrechar lazos de amistad con otras, que, sin ser malvadas, son egoístas e incapaces de sentir el puro y santa fuego de una sincera amistad, y simpatizan y estrechan los lazos de un verdadero afecto con aquéllos que lo merecen.
El hombre la mujer han nacido para vivir en sociedad. Ésta tiene exigencias e impone deberes.
La costumbre ha establecido que al que tiene una satisfacción le visiten tanto los que se complacen en ella, como los indiferentes; al que sufre un dolor, tanto el que toma una verdadera parte en él como el que por cortesía finge tomarla; el que llega a un país extraño es visitado por los que con más o menos sinceridad le ofrecen su casa y sus servicios, y entre tanta farsa social, hay mucha mentira, mucha hipocresía, porque la humanidad dista mucho de ser perfecta; pero también hay virtud, hay caridad, hay deseo cordial de ser útil a nuestros semejantes. Procura tu siempre, hija mía, ser sincera en cuanto hagas y digas, y acepta la sociedad tal como está constituida, agradeciendo el cariño verdadero que algunos pocos te manifiesten, y contentándote con las exterioridades que en otros veas, puesto que no hay derecho a demandar a otros sentimientos que no abrigan ni virtudes que no poseen.
La niña quedó convencida, y prometió entrar a la sala y acompasar a su mamá a las visitas de cumplido, por más que no fuesen muy de su gusto.
En un delicioso día de primavera, convino la familia de Burgos con algunos amigos de confianza en pasar un día en una casita que pertenecía al antiguo militar, amigo de don Leandro, y que estaba inmediata a un santuario dedicado a la Reina de los cielos.
Flora durmió poco, se vistió temprano y estuvo la primera con su sencillo traje y su sombrerito de puja en disposición de emprender la caminata.
Como no existía vía férrea que condujese al Santuario, se habían alquilado dos coches de familia; Teresita, Luisa, Flora, Tomás y otras dos señoritas iban en uno, en el que todo era alegría, risa o inocentes bromas; en otro se acomodó la gente de peso.
El cielo estaba azul, sin que empañase lo diáfano del aire la más pequeña nubecilla; el sol se elevó como un globo de fuego, y pronto sus rayos, penetrando en los carruajes, hicieron necesarias las cortinillas. Un aura suave templaba el calor que prometía ser bastante intenso, los pájaros que saludaban el nuevo día, hacían llegar su variado y alegre canto a los oídos de nuestras viajeras; el perfume de las violetas y la madreselva que crecía a los lados del camino, se mezclaba al de la retama de la vecina montaña, que el vientecillo traía en sus invisibles alas. Todo prometía que el día sería alegre, risueño y delicioso.
Llegados a la casa de campo, bajaron las niñas las primeras corrieron a preguntar a los viajeros más graves si habían llegado con tan buena disposición de ánimo como ellas, y mientras Tomás y Luisa miraban de reojo una cesta cubierta con un blanquísimo lienzo, y que, a juzgar por lo que le pesaba a la fámula que la bajó del coche, debía estar bien provista; Sofía, adivinando el general deseo y especialmente el de la gente joven, sacó algunas tortillas, un trozo de jamón y un salchichón, a cuyos comestibles todos hicieron honor, acompañándolos los hombres con sendos tragos de excelente vino; y como la campana del Santuario anunciara que iba a empezar el Santo Sacrificio de la Misa, las mujeres cubrieron sus cabezas (que el calor que empezaba a sentirse les había hecho despojar de sus mantillas y sombreros) y todos juntos se dirigieron a la pequeña iglesia.
Pasaron la mañana recorriendo el vasto campo que circuía la casita, y que por estar plantado de frondosos árboles, les ofrecía fresca sombra donde reposar a menudo. Tomás quería coger un nido, pero Flora y Luisa se lo impidieron haciéndole ver cuanta crueldad había en apoderarse de los pajaritos implumes, que ni saben comer solos, ni podrían vivir privados del abrigo y protección de sus padres. El chico se encogió de hombros, pero cedió a las prudentes razones de las niñas y se desquitó dando un avance a un cerezo que allí cerca se encontraba, cargado de su encarnada y dulcísima fruta. Las niñas hicieron ramilletes de flores silvestres y yerbas aromáticas, y cuando el calor empezó a sentirse demasiado se dejó oír la voz de don Leandro y de su amigo el dueño de la propiedad, que desde la puerta de la casa llamaban a los jóvenes, para que entrasen a descansar de su largo paseo.
En agradable conversación paso el rato hasta la hora de comer. Si el almuerzo había corrido a cargo de Sofía, había sido con la expresa condición de que el dueño de la casa había de disponer la comida, pues de otro modo les manifestó que no consistiría en el proyectado viaje. Había traído, pues, una anciana criada, excelente cocinera; él mismo, que era bastante gastrónomo, le dio algunos detalles, y se comió perfectamente, sazonando los manjares, la cordialidad, la franqueza y el buen humor que reinaba entre todos los comensales.
El anfitrión, cuando estaban comiendo los postres, dijo a sus convidados:
-Creo que no acabará el día tan bien como ha empezado.
-¿Por qué? -preguntaron sobresaltadas las señoras.
-Porque tendremos agua y acaso truenos.
-¿Le duelen a usted los callos? -preguntó riendo Prudencio.
-Me duelen los callos, y además este pícaro brazo, en el que sufrí una herida de la que me resiento siempre que cambia el tiempo; y aunque no me doliera nada, y veo (porque estoy enfrente de la ventana a la cual usted da la espalda) que se han formado en el horizonte unos nubarrones de color de plomo, que se extienden poco a poco, y como ha parado el viento, no es fácil que los disipe. Si usted tuviera mis años y hubiese hecho la mitad de las campanas que yo, no sería extraño que también tuviese algún barómetro en los huesos.
-No he querido ofender a usted, mi respetable amigo -contestó Prudencio.
-Ni tampoco me ofendo -dijo el militar, y añadió-: Bebamos, y quede terminado este incidente.
Y chocó su copa con la del abogado, que estaba enfrente de él.
-Si tenemos truenos, yo no sabré dónde meterme -dijo Luisa.
-Donde nos metamos los demás -contestó tranquilamente Flora.
-Sí, pero vosotras no tendríais miedo.
-Sin embargo, ya comprenderás que si hubiese algún peligro, nos amenazaría a todos por igual.
-Pues sepan ustedes, niñas mías -dijo el dueño de la casa-, que no hay peligro para nadie; pues he tenido la precaución de poner en esta casita un pararrayos, escarmentado del suceso de cierto día en que vine con mi esposa, y cayendo una exhalación que por fortuna no causó más daño que el de derribar una pared; produjo en mi compañera un gravísimo susto, que le ocasionó una enfermedad.
En aquel momento brilló un relámpago, y pocos segundos después estalló un trueno lejano.
-Ya tenemos la tempestad encima -dijo don Leandro.
En efecto, poco después empezaron los truenos a dejarse oír más fuertes y más cercanos; el cielo se había cubierto de negros y apiñados nubarrones, de los que se desprendían gruesas gotas de lluvia, que cayendo sobre la tierra bastante árida, hacía que de ella se desprendiese un fuerte olor y un calor más intenso que en el resto del día. Las mujeres se santiguaban cada vez que la luz del relámpago hería sus ojos; Prudencio cerró las ventanas dejando abiertos únicamente los cristales, y procuró tranquilizar a Luisa y Teresita, que estaban más asustadas que el resto de la femenina comitiva, diciéndoles que con el pararrayos, y habiendo evitado la corriente de aire, estaban perfectamente seguros.
-¿Qué es un pararrayos? -preguntó Tomasito.
-Voy a explicártelo -contestó el abogado-, y de paso diré lo que es el rayo, pues creo que no lo sabrás, y acaso tampoco estas señoritas; puede ser que conociendo el enemigo le teman menos.
La electricidad es un fluido que existe más o menos en todos los cuerpos de la naturaleza, y de que la tierra es el depósito común. Desde muy antiguo se observó que frotando por la noche el lomo de un gato, o bien el ámbar, la goma copal y otras resinas salían pequeñas chispas, y esto es debido a la electricidad. Estudiando estos fenómenos, se comprendió que este fluido era de diversa índole, según su procedencia, y se llamó electricidad vítrea a la que producía el vidrio, cristal y piedras preciosas; y a la procedente del ámbar y resinas, electricidad resinosa. Perfeccionándose los conocimientos, se ha visto que, en efecto, este fluido revestía diferente carácter, que es lo que da lugar a muchos fenómenos, y los físicos han convenido (a falta de nombres más propios) en llamar a la una electricidad positiva y a la otra negativa. Si un cuerpo cargado de la una clase de electricidad se aproxima a otro que se halle en el mismo estado, el fluido del uno y el del otro se repelen y se alejan cuanto es posible; pero si se hallan electrizados el uno con la positiva y el otro con la negativa, tienden a combinarse y a formar lo que se llama fluido natural. Si el cuerpo en estado natural es móvil se precipita sobre el que está cargado de electricidad positiva; por ejemplo, la negativa se combina con aquélla y la de la misma especie huye al extremo opuesto. Si el cuerpo que se pone en contacto con la electricidad es un mal conductor, aquel fluido no se moverá; pero si es verbi gratia, una punta de hierro, le atraerá hacia sí; y digo una punta, porque si afecta otra forma, el aire que es tan mal conductor como el cristal, se opone a que un globo de hierro atraiga la electricidad de una nube, y la descargue de este fluido. Pero el pararrayos es una punta aguda y muy elevada, y como que la cantidad de aire que gravita sobre él es insignificante, no encuentra obstáculo para llamar el fluido que al combinarse con el aire atmosférico, se inflama; y aquella exhalación que, a no haber sido atraída por la punta de hierro, podía haber descargado sobre el pacífico hogar de un labrador o en la calle de una ciudad populosa, causando lamentable estrago; recorre la cadena que está unida a la punta metálica del pararrayos, y va a parar, o bien en un pozo, como el de esta casa, o bien a la tierra, depósito común de la electricidad, como he dicho al principio.
Este fluido produce el llamado fuego de San Telmo, que es una luz azulada que a veces se divisa en los palos de los buques, y sin duda no era otra la causa de los lindos penachos luminosos que, según cuentan las historias, despedían las lanzas de los soldados de César.
Apenas había concluido Prudencio esta explicación, cuando un trueno formidable hizo estremecer a las mujeres y a los niños.
Luisa, después de haberse santiguado e invocado el nombre de Dios, preguntó:
-Pero ¿por qué hacen tanto ruido los truenos?, ¿qué es el rayo?
-El rayo -continuó Prudencio- es una chispa eléctrica como el relámpago, pues éste no es más que un rayo que, en vez de caer sobre la tierra, pasa de una nube a otra por las razones que he insinuado de las diferentes especies de electricidad. El relámpago y el rayo no se propagan casi nunca en línea recta, sino culebreando o formando zigzag, porque los vapores que atraviesan no son un buen conductor, y por eso la chispa eléctrica no sigue la línea más corta sino la que le opone menos resistencia.
Los físicos explican la causa del trueno, diciendo que siempre que hay alguna conmoción en el aire, ésta produce un ruido más o menos intenso, y así al rasgarse las nubes para dar paso a la descarga eléctrica, produce ese chasquido que, repetido por los ecos de las montañas, es imponente como lo son siempre las manifestaciones del poder del Altísimo, el mismo que con su sonrisa hace reverdecer los campos y brotar las flores, y con su enojo nos envía las tempestades, los huracanes, los aguaceros y puede destruir en breves momentos una rica comarca.
Los hombres han sacado partido de este fluido que tan peligroso puede ser en algunos casos, inventando primero la máquina eléctrica, que tiene infinidad de usos, siendo uno de los más interesantes el que de ella hace la medicina para curar ciertas enfermedades; inventó la luz eléctrica, que con el tiempo puede llegar a sustituir el gas para el alumbrado; y sobre todo, ha construido los telégrafos de esta misma especie, maravilloso invento que pone en inmediata y rápida comunicación unos países con otros.
-No comprendo yo -dijo Flora-, los telégrafos eléctricos.
-Ni los comprenderás fácilmente -replicó su padre-, sin un estudio especial; pero te diré solamente que consisten en unos hilos de alambre extendidos de una población a otra, los cuales pueden tener toda la extensión imaginable, sostenidos con postes de madera, y pasados a través de los hilos unos como vasos de forma cónica llamados aisladores; porque tienen por objeto aislar el fluido que corre por el alambre, para que no quede interrumpido por la madera de que, están formados los postes. Ahora bien, comunicando e interrumpiendo el fluido, el telegrafista que quiere dar un aviso, produce una conmoción en el alambre que se traduce en signos convencionales, que otro empleado interpreta en la estación a que quiere enviar la noticia. Éste, por un sistema semejante a la taquigrafía, traduce los puntos y rayas que se forman en un papel arrollado y colocado de un modo especial.
Por este ingenioso medio, no sólo pueden comúnicarse las poblaciones de un continente, sino que el telégrafo atraviesa también los mares, y la electricidad, puesta al servicio del hombre, corre dócilmente por un cable submarino forrado de una materia impenetrable a las aguas, saliendo después a tierra y llevando a la estación la palabra humana de isla en isla y de continente en continente.
Al llegar aquí, los truenos habían cesado y la lluvia caía a raudales sobre la tierra.
-Ahí tienes -dijo Prudencio a Flora-, la terrible tempestad, convertida en un beneficio para los labradores, mañana el sol brillará sobre los sembrados, que con la lluvia de hoy, se ostentarán verdes y brillantes como riquísimas esmeraldas.
-¿Pero no nos podremos ir a casa? -dijo Tomás.
-Sí, hombre, sí -contestó su padre-, la lluvia de primavera no suele ser persistente, en cuanto cese la que ahora desciende tan abundante, subiremos a los carruajes y volveremos a la ciudad.
En efecto, dos horas después el cielo se había serenado completamente; el sol, próximo al ocaso, enviaba sus últimos y trémulos rayos, que brillaban en las mojadas hojas, produciendo vistosos cambiantes; y nuestros amigos, colocados de nuevo en los coches, regresaban alegremente a sus casas sin acordarse del miedo que algunos de ellos habían sufrido.
-¿Qué tienes tan desconsolada? -decía doña Ángela a Paquita, la hija del antiguo asistente de su esposo, viéndola entrar con el pañuelo en los ojos.
-Agustín acaba de reprenderme ásperamente por la primera vez desde que estamos casados -contestó la joven.
-Si no tiene razón, mal hecho -dijo la anciana.
-Usted juzgará; pero ahora viene mi señora doña Sofía, acompañada de la amable Flora, y quiero que escuchen mi relato.
Cuando me casé, mi padre me compró lo más preciso. Agustín sabía que era pobre, y no se mostró exigente en esta parte, diciendo que él me vestiría. Me prestaron un vestido negro para ir a la iglesia, y él me prometió que los primeros cinco duros que tuviese disponibles me los regalaría, para que me comprase una falda de merino para los días de fiesta. El mes pasado entregó una pieza que había concluido, y como tuviésemos asegurada la subsistencia para todo el mes, me entregó los cinco duros, diciéndome:
-Cómprate el vestido y lo estrenarás para las fiestas de Navidad; luego te servirá para si te invitan a boda, funeral o bautizo, pues no está bien que la mujer de un honrado artesano que gana un regular jornal, tenga que buscar en tales casos traje prestado.
Dos días después salí contenta de mi casa y fui a ver una antigua amiga, casada con un albañil, gente que nunca tiene un cuarto; pero a quien no falta disposición para todo.
-Muy desgraciados han de ser si teniendo tan buenas cualidades no tienen dinero -dijo Sofía.
-Yo no sé si son desgraciados por su culpa.
-Eso es muy frecuente, adelante.
-Como iba diciendo, me dirigí a casa de Amparo, así se llama mi amiga, y la encontré mucho más contenta que de costumbre.
-¿Qué te trae por aquí? -me dijo.
-Quiero comprarme un vestido -le contesté-, y como tú has cosido en casa de una modista y eres inteligente, quisiera que me acompañases a la tienda.
-Con mucho gusto -me respondió-, de paso tengo que ir a casa de algunos conocidos para ver si quieren asociarse con nosotros y poner a la lotería.
-Hola, hola, ¿tienes mucho dinero de sobra?
-Porque tengo muy poco, es precisamente por lo que quiero jugar.
Mi marido pasa muchas temporadas sin trabajar, unas veces porque las lluvias paralizan los obras, otras porque está algo achacoso, y en estas ocasiones va al café y juega de manera que a veces pierde en un día lo que ha ganado en una semana; yo le reprendo por este vicio, él me dice que lo hace para ver si tiene suerte, pues en el juego puede ganarse en una noche más que trabajando de albañil en un mes; pero por más que yo comprenda que esto es probable, lo más frecuente es quedarnos días enteros sin un cuarto y tener que ir a buscar fiada la carne, el pan, el carbón y todo lo más necesario, mientras no podemos comprarnos camisa ni hacer unos zapatos a los pequeñuelos.
-¿Por qué no trabajas tú de tu oficio? -le pregunté.
-No sé bastante -me dijo-, para ir a pedir trabajo a las señoras; no me atrevería a cortar un traje de moda, y para ponerme a ganar un jornal tendría que dejar abandonados a mis cinco chiquitines.
-Y estando en tales apuros, ¿quieres poner a la lotería? -la interrogué.
-Es claro, mujer, a ver si de una vez salimos de pobres.
-Reprochas -le dije-, que tu marido juegue, ¿y quieres imitarle?
-Es muy diferente -repuso-, y con todo alguna vez gana. Hace tres días no sé cuánto ganaría, pero me entregó una onza; pagué todo lo que debía y me quedaron cinco duros; se acerca Navidad, ayer estuve hablando con unos conocidos y me dijeron que habían tomado un décimo que les costó diez duros y que si les cayera el primer premio podrían tocarles cincuenta mil. Eché yo mis cuentas y vi que poniendo yo los cinco, podría esperar ganar veinticinco mil, con lo cual ni mi marido ni yo tendríamos que trabajar; pondría los niños en un buen colegio, los llevaría bien vestidos, tendríamos buena casa y buena mesa, sin deber un cuarto a nadie.
-No estaba mal pensado -dijo Sofía sonriendo-, si la probabilidad no hubiese sido tan remota.
-Mi amiga -continuó Paquita-, se frotaba las manos de gozo y se extendía en consideraciones acerca de su futura felicidad y riqueza.
-¿Y para qué ibas a salir de casa? -le dije yo.
-Para ver -me contestó-, si entre mis conocidos encuentro quien quiera poner algo más hasta completar diez duros, que es lo que vale un décimo.
Reflexioné un momento.
-Yo los pongo -le dije-, me quedo sin vestido; pero si me tocaran veinticinco mil duros, ¡cuántos y cuán hermosos podría comprarme! ¡Qué buena vejez tendría mi anciano padre, que ya no necesitaría remendar zapatos! En cuanto a mi marido, podría poner un magnífico taller, tener buenos oficiales y no trabajar.
No hablamos más, nos dirigimos a la lotería, compramos el décimo, ella se quedó con el número que copió en un papel y me entregó, yo fui a mi casa y nada dije a mi padre ni a mi marido.
Casualmente hoy, cuando acabo de ver a Amparo, y me ha dicho que no nos ha tocado un céntimo. Me ha preguntado Agustín:
-¿Cuándo te haces el vestido?
He quedado muda y anonadada.
Él ha reiterado la pregunta; entonces le he referido le que había hecho y me ha reprendido severamente, prohibiéndome, no sólo el poner a la lotería en adelante, sino también el tratar con Amparo y con su esposo.
-Prescindiendo de los términos más o menos duros que haya usado Agustín -dijo Sofía-, creo que le sobra razón para incomodarse, y que ha estado en lo justo al prohibir a usted que arriesgue el fruto de su trabajo en un juego de azar, y que trate ron ese matrimonio sin seso que, en lugar de atender a la subsistencia y abrigo de su numerosa familia, aventura lo poco que gana el uno en el juego de monte, golfo y cosas semejantes, y la otra en el de la lotería, que no por ser oficial y por convertirse en banquero el gobierno, considero menos inmoral que los que se ejecutan sobre un tapete verde y a hurtadillas de la policía.
-No siento yo tanto -continuó Paca-, haberme quedado sin vestido como la repulsa que me ha valido mi primera tentativa para hacerme rica.
Doña Ángela movió la cabeza tristemente y nada contestó.
-Si supieran ustedes, señoras -continuaba la mujer del carpintero-, ¡cuán risueñas esperanzas había yo concebido y qué proyectos hacía para cuando llegara a ser rica! Pero la maldita fortuna me ha dejado tan burlada, que me quedo pobre, sin vestido y mi marido enfadado, que es lo peor. ¡Buenas Navidades pasaremos!
-Si hubiera usted venido a aconsejarse de nosotras -dijo Sofía-, a estas horas tendría usted el vestido y su esposo contento. Solamente los holgazanes, los que todo lo esperan de la fortuna ciega y nada del trabajo y la economía, como Amparo y su esposo, o bien los incautos como usted que no reflexionan, pueden hacer el disparate que usted ha hecho; y entregarse a las ilusiones que durante unos días ha acariciado. De cuarenta mil números que entran en suerte, ¡cuán lejana era la probabilidad de que el de usted fuese el agraciado! Algo menos remota era la de obtener un premio pequeño; pero muchísimo más seguro lo que ha sucedido, que es sacrificar tontamente el primer dinero que Agustín le ha regalado, con el cual hubiese obtenido una prenda de ropa que la hubiera guardado muchos años; como recuerdo de este obsequio conyugal y del buen uso que de él había usted hecho.
Paquita estaba pensativa y algunas lágrimas brotaron de sus ojos:
-Jamás volveré a jugar a la lotería -exclamó.
-Dios quiera que persevere usted en ese buen propósito -dijo doña Ángela-. Si ése fuera el resultado de este desengaño, podríamos bendecir a Dios que con este escarmiento ha alejado a usted de un escollo en que naufragan muchas familias.
El juego de la lotería, como los otros a que tanta afición tiene el esposo de su amiga, favorece a quien, por regla general, lo necesita menos, y aún acaso al que menos lo merece. Dice el refrán que el trabajo y la economía son la mejor lotería. No olvide usted nunca este axioma, y poniéndolo en práctica, ni se entregará a esas risueñas ilusiones, cuyo desencanto es terrible, ni se verá nunca defraudada en las legítimas esperanzas que conciba. Trabaje usted, procure ahorrar, deposite el fruto de sus economías en manos seguras, donde le produzca un módico, pero cierto interés, y así no se verá expuesta a perder en un día lo que se ha ganado en mucho tiempo y a costa de infinitos afanes.
-Yo he oído decir -añadió Flora-, aunque he creído que era uno de tantos rumores, hijos de la preocupación del vulgo, que el enriquecerse con la lotería era preludio de otra clase de desgracias.
-Te diré lo que hay en eso -contestó Sofía-; generalmente las personas muy trabajadoras, muy económicas y arregladas ponen poco a la lotería, los que ponen siempre son, como he dicho antes, los que mal avenidos con una situación modesta, dotados de poco amor al trabajo y demasiado honrados o harto cobardes para lanzarse a especulaciones criminales, sueñan constantemente en una fortuna llovida del cielo, y entre tantas veces como sacrifican mayores o menores cantidades con la esperanza de hacerse ricos, alguna aciertan. Si después de esto les sobreviene alguna de las desgracias comunes a la humanidad, como la pérdida de las personas queridas o un quebranto en la salud, la preocupación vulgar lo atribuye a la mala suerte que trae la ganancia en la lotería, y si (como es natural) el que sacrificaba el fruto de su trabajo a una ganancia incierta, disipa inconsideradamente una fortuna que nada le costó, y que debe al acaso solamente, cuando se le ve pobre por efecto de su mal gobierno, se atribuye también a la desgracia que es compañera de la lotería; mas, repito que ningún fundamento formal tiene este rumor, que por otra parte no me pesaría ver todavía más extendido, a fin de que muchos ilusos perdieran esta funesta pasión. Por lo demás, creo que el que ha sido favorecido por la suerte puede hacer buen uso de su dinero, conservarlo, y si no es feliz, porque la dicha absoluta ni depende del dinero ni es patrimonio de la humanidad, al menos mientras se encuentra en este mundo de expiación y de sufrimiento, puede proporcionarse comodidades y bienestar, proporcionarlo a su familia y ejercer la caridad enjugando las lágrimas de muchos desgraciados que carecen de abrigo y alimento.
-No, lo que es yo -contestó Paquita-, si no he de dar limosnas hasta que me caiga la lotería; tarde será, porque le repito a usted que nunca en adelante pondré un céntimo.
Sofía se sonrió.
-Más vale así -dijo-, pero no desconfíe usted de hallarse en posición de hacer bien a sus semejantes. Su esposo tiene un buen oficio, son ustedes jóvenes, pueden tener hijos, a quienes eduquen bien y enseñen a ganarse el sustento, y aunque no lleguen a ricos, siempre encontrarán otros más pobres a quienes tender una mano compasiva; que el ejercicio de la caridad, no consiste precisamente en la distribución de cuantiosas limosnas, y muchas veces sólo un pedazo de pan, una moneda de cobre y hasta una palabra dulce y consoladora, son un bálsamo aplicado a las heridas de un alma lacerada por el infortunio, agradables a Dios y útiles a la humanidad.
-Como los consejos que ustedes me han dado, señoras de mi alma.
-Yo que no puedo dar a usted consejos, porque carezco del caudal de experiencia que atesoran mis queridas mamá y abuelita -dijo Flora-, si me dan su permiso voy a hacer a usted un obsequio material. Tengo yo un pequeño capital formado con los regalos que me hacen mis padres y abuelos, y de esto quiero entregar a usted un duro, para que compre turrón estas Navidades, pues me parece que el buen Agustín no estará de humor de comprar golosinas.
-No quisiera -respondió Paca- que hiciese usted ningún sacrificio por nosotros.
-No, si no es sacrificio. Si ustedes me lo permiten, voy a buscarlo al momento -continuó Flora mirando a su madre y abuela.
-No seré yo quien me oponga a que sigas los impulsos de tu buen corazón -dijo doña Ángela.
-Ni yo -añadió Sofía.
Flora, saltando y cantando como un pájaro, salió de la habitación, en el mismo momento en que entraban Prudencio y Leandro.
-¿Adónde ha ido Flora? -preguntó su padre.
Sofía explicó en pocas palabras lo acaecido, y en un momento se convino que todos los individuos de la familia imitasen el rasgo de la niña, con lo cual hacían un buen aguinaldo a Paquita, y resarcían la pérdida de los cinco duros, poniéndola, por consiguiente, en condiciones de comprarse el vestido.
La agraciada estaba con los ojos bajos, confusa a la par que agradecida.
Al fin se decidió a aceptar los cinco duros, porque sus favorecedores no tomasen a desaire la negativa; pero dijo:
-No sé si Agustín me reprenderá por haberlos recibido.
-Dígale usted que ha sido con la precisa condición de no jugar nunca más a la lotería -dijo doña Ángela.
-En efecto -contestó Paquita-, ya sabe usted que lo había prometido antes de que esta angelical señorita tuviese la ocurrencia de hacerme ese regalo.
Paquita se despidió alegre y consolada, y en adelante fue económica y no aventuró en juego alguno las pequeñas cantidades que podía recoger, depositándolas fielmente en la caja de ahorros.
Pocos días después de la entrevista de Paquita con las señoras de Burgos, y en una noche fría y tempestuosa, la familia, reunida alrededor de un buen brasero, escuchaba la lectura de los periódicos, que Prudencio hacía en voz alta. Terminada ésta, dijo a Flora:
-Ahora te toca a ti, hija mía.
-¿No ha concluido usted ya, papá? -interrogó Flora.
-Sí por cierto, pero tú, ¿no tienes que leernos alguna cosa?
-Leeré lo que usted me mande.
-Pues por esta noche podrás dar lectura de los apuntes que hayas escrito de Historia de España, después de tu salida del colegio.
-Con mucho gusto. He escrito lo que se refiere a la dominación de la casa de Borbón.
-Veamos, pues.
«Felipe V, que hasta entonces había llevado el título de duque de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa de Austria, empezó a reinar en el año 1700; de modo que la dinastía comenzó con el siglo XVIII. Este rey encontró la nación en un estado deplorable, por la mala administración de su antecesor y los consejeros de que se había rodeado; halló por otra parte oposición en algunas naciones de Europa y dentro de su mismo reino, en Cataluña, pues a pesar de haberle nombrado heredero Carlos II; el emperador Leopoldo pretendía la sucesión a la corona de España para su hijo Carlos, archiduque de Austria, a quien apoyaban Inglaterra, Holanda, Prusia, Saboya y Portugal. Esta guerra, llamada de sucesión, conmovió la Europa durante trece años, y concluyó con el Tratado de Utrech. Como recuerdo triste para España, de aquellas sangrientas jornadas, conservan todavía los ingleses en su poder la plaza de Gibraltar, que entonces ocuparon.
Felipe V tenía un carácter benéfico y era valiente en sumo grado. Estuvo casado con doña Luisa Gabriela de Saboya, y después con doña Isabel Farnesio, habiendo tenido once hijos entre ambos matrimonios.
A los 24 años de su reinado, después de pacificar la nación entera, sometiendo con la fuerza y el rigor a las provincias catalanas, que nunca hubieran querido de buen grado admitir al monarca francés, éste resolvió abdicar en su hijo Luis I, nacido de su primer matrimonio. Este reinado no fue más que un paréntesis en el de Felipe V, pues el joven monarca falleció de viruelas antes de un año de haberse encargado del gobierno, y a los diecisiete años de su edad.
Todos los Estados del reino hicieron presente a Felipe y la imprescindible necesidad de que volviese a empuñar el cetro. Hízolo así, y en este segundo período envió una expedición a Orán a las órdenes del duque de Montemar, que se hizo dueño de aquella plaza. Renovó la guerra en Italia y se apoderó también de aquellos países; mas cuando parecía que la fortuna empezaba a volverle la espalda, un accidente apoplético puso fin a sus días en 11 de junio de 1746.
Fernando VI heredó el valor de su padre, pero no su carácter batallador, y conociendo que la paz es el mayor beneficio para los pueblos, se dedicó a proporcionarla a los españoles, y con ella la prosperidad del comercio, la industria y la agricultura. Había casado con la hija del rey de Portugal, que cual él era virtuosa y benéfica. Este rey mandó abrir gran número de caminos y canales, fabricar el jardín botánico, y su esposa instituyó en Madrid el magnífico monasterio de las Salesas.
Este simpático matrimonio tuvo la desgracia de carecer de sucesión, y habiendo fallecido la reina, su excelente esposo, que se hallaba muy quebrantado de salud, sintió agravarse sus padecimientos y sucumbió a ellos en 1759, siendo llorado de los pueblos, a quienes tanto había amado y favorecido.
Carlos III, hermano del anterior, que ocupaba el trono de Nápoles y Sicilia, abdicó la corona en favor de su hijo don Fernando, y tomó posesión de la de España inmediatamente después de la muerte de su hermano. Como a su llegada de Italia desembarcase en Barcelona, y fuese recibido por los catalanes con muestras de adhesión y respeto, les devolvió algunos de los privilegios de que su padre Felipe V les había despojado.
Carlos III se dedicó a continuar la obra de su hermano, dando pruebas de gran talento en el arte de gobernar y procurando el desarrollo de las artes y la industria, mejoras que en el anterior reinado apenas habían empezado a iniciarse y en el suyo se vieron florecer. A pesar de sus esfuerzos para conservar la paz, se vio obligado a sostener algunas guerras, pues deseaba arrebatar a los ingleses la posesión de la isla de Menorca, que retenían indebidamente en su poder. Con este objeto puso sitio a Mahón y logró conquistarla, mas deseando apoderarse también de Gibraltar, se vio precisado a levantar el sitio sin haber conseguido su objeto.
Durante este reinado se creó el Banco nacional de San Carlos, se construyeron los canales de Lorca y Aragón, y se levantaron algunos pueblos en las cordilleras de Sierra Morena. Creáronse en Madrid varias cátedras del lógica, matemáticas y el Museo de pinturas.
Tuvo la suerte Carlos III de encontrar ministros como Floridablanca y Campomanes, cuyos nombres bendecirá siempre la España por haber cooperado a la obra de su engrandecimiento y haber protegido las ciencias, las artes y el comercio. No fue tan simpático a la nación otro de los ministros, Esquilache, que habiendo tomado grande empeño en que las calles de Madrid estuviesen limpias, habiendo establecido el alumbrado público y mandado, por fin, que no se llevasen capas largas y sombreros de anchas alas, el pueblo se amotinó contra él en marzo de 1766 y el ministro tuvo que huir a Italia. Esto prueba el estado de atraso y la falta de cultura del pueblo español en aquella época. Otro de los hechos notables del reinado de Carlos III fue la expulsión de la Compañía de Jesús, creada muchos años antes por San Ignacio de Loyola, y que en aquella época había llegado a adquirir tal poder, que los reyes la temían, y determinaron disolverla. Así lo habían verificado varias naciones, y aunque el rey de España se resistía a imitar su ejemplo, cedió, por fin, a las instancias del conde de Aranda, y firmó el decreto de expulsión.
Por último, habiendo perdido a su hijo, el infante don Gabriel; el monarca se afectó de tal manera, que a principios de diciembre de 1788 le atacó una fiebre inflamatoria, y el 14 del mismo mes falleció a los 63 años de su edad.
Carlos IV, hijo del anterior, cuando ocupó el trono español se hallaba casado con María Luisa; y aunque en aquella época tenía España todavía hombres de gran talento, pues vivían el conde de Floridablanca, el de Aranda y otros, el rey y su esposa depusieron a éstos de sus empleos, para conceder un favor sin límites a don Manuel Godoy, simple guardia de Corps, favorito de la reina, que a su vez influía en el ánimo del débil monarca Carlos IV. En verdad que ni el talento, ni las virtudes cívicas eran patrimonio del privado, antes bien su inexperiencia y su ambición le llevaron a mil desaciertos que causaron la desgracia de la nación; pero los ilusos monarcas le colmaron de favores y le hicieron duque de Alcudia y príncipe de la Paz.
Por los años 1789 a 1793, estalló la sangrienta revolución de Francia que condujo al patíbulo a Luis XVI y su esposa María Antonieta; conmoviéndose España como la Europa y el mundo entero ante sucesos de tamaña magnitud.
En 21 de octubre de 1805, tuvo lugar la batalla de Trafalgar tan desgraciada para los españoles, pues los ingleses derrotaron nuestra escuadra y perdimos tan heroicos jefes como Gravina, Churruca y Alcalá Galiano.
En 1808, cuando Napoleón se había puesto al frente de los destinos de la Francia, hizo ver a Carlos IV la necesidad que tenía de introducir tropas en Portugal para defender aquella nación de los ataques de los ingleses; y con este pretexto, fue introduciendo gente en España con el deseo de hacerse dueño de toda la Península Ibérica, como se vio claramente al emigrar los reyes portugueses al Brasil; pues entonces el general Junot, que se hallaba en Lisboa, tomó posesión de la corona de Portugal en nombre de Napoleón primero.
El gobierno de España por ineptitud y torpeza, y el pueblo por una confianza y candidez hasta cierto punto censurables; dejaban hacer a los franceses, que con ardides de mal género iban apoderándose de las mejores plazas de la nación; pero, por fin, en marzo de 1808, corrió la voz de que Godoy quería sacar de Madrid la familia real, embarcarla en Cádiz y conducirla a América, y ésta fue la señal para que estallase la indignación de un pueblo que estaba cansado de la abyección en que le habían sumido. El cobarde Godoy, amenazado por la cólera popular, se escondió en un camaranchón entre unos líos de esteras, y cuando al día siguiente acosado por la sed, tuvo precisión de salir de su escondite, hubiera sido víctima del justo enojo de sus enemigos, si el príncipe de Asturias, don Fernando, no hubiese intercedido por él, asegurando que tomaba a su cargo el castigo de aquel magnate.
Depuesto Godoy y apaciguada la excitación del pueblo de Madrid, estalló de nuevo el 2 de mayo, cuando al salir los príncipes de la capital, circuló el rumor de que don Antonio, uno de los hijos de Carlos IV, y niño todavía lloraba y que le llevaban por fuerza. Tomaron a su cargo los madrileños el impedirlo, adoptaron una actitud enérgica y amenazadora, que trató de reprimir la guarnición francesa al mando del general Murat. Pusiéronse a la cabeza de los heroicos defensores de la independencia española los capitanes de Artillería Daoiz y Velarde, que murieron gloriosamente en aquella memorable jornada, la cual no fue más que el principio de la gloriosa lucha, llamada Guerra de la Independencia, en que España se levantó como un solo hombre contra los injustos opresores logrando quebrantar el prestigio del coloso del siglo, Napoleón I.
Durante una gran parte de este período belicoso, ocupó el trono de España José Bonaparte, hermano del Emperador; pero como quiera que ni España le había llamado, ni experimentaba por él adhesión ni simpatía, sin tener otro apoyo que las bayonetas francesas, muchos historiadores no le cuentan en el número de nuestros monarcas.
Carlos IV, accediendo a los deseos de la nación, había entre tanto abdicado, en 19 de marzo de 1808, en su primogénito don Fernando, el cual, terminada la guerra con el tratado de Valencey, celebrado en 1814; regresó a España, siendo recibido con el mayor júbilo y fundándose en él las más risueñas esperanzas.
Fernando VII juró la Constitución que el reino se había donado en las Cortes de Cádiz en 1812, y pareció adherirse al movimiento liberal que en ella se había iniciado; pero cambiando la opinión pública en el año 23 y modificándose en sentido reaccionario las ideas del rey, o acaso manifestando entonces las verdaderas tendencias que antes había ocultado, mandó ahorcar a don Rafael del Riego, jefe del partido liberal, y emprendió una ruda persecución contra todos sus adictos.
El reinado de Fernando VII, que duró 25 años, no fue más que una continua lucha, unas veces sorda y otras ostensible entre liberales y realistas, o serviles, como entonces se les llamaba. Había casado el rey en terceras nupcias con doña María Cristina de Borbón, hija segunda del rey de Nápoles, y como en los primeros matrimonios no hubiese tenido sucesor, y del último sólo habían nacido dos niñas doña Isabel y doña María Luisa, el infante don Carlos, hermano del rey se negó a jurar como princesa de Asturias a la mayor de estas dos infantas, creyéndose con derechos indisputables a la sucesión del trono, apoyado en la ley sálica, que excluía a las hembras del derecho de reinar.
Don Fernando, empero, derogó esta ley y nombró en su testamento heredera a su hija mayor doña Isabel de Borbón, falleciendo poco después en 29 de septiembre de 1833.
Doña Isabel que sólo contaba tres años escasos cuando el fallecimiento de su padre, fue proclamada reina de España, a despecho de su tío don Carlos, que poniéndose a la cabeza de un gran partido en el que se contaba mucha parte de la nobleza y del clero, se levantó en armas contra su sobrina. Había sido nombrada Reina Gobernadora a doña María Cristina, viuda de don Fernando, la cual necesitaba a la verdad de gran prudencia para hacer frente por una parte a la guerra civil que ardía, especialmente en las provincias del norte y una parte de Cataluña; y, por otra, para contener las impaciencias del partido exaltado, como se llamaba entonces al elemento más avanzado entre los liberales. Verdad es que doña Cristina podía contar con generales como Espartero, Concha, Oraa y Fernández de Córdoba, y con políticos de la talla de Mendizábal y Martínez de la Rosa; mas, a pesar de todo, la guerra civil se sostuvo siete años, durante los cuales tampoco faltaron motines, como el de 1833, cuando fueron quemados los conventos y perseguidos de muerte sus habitantes.
Terminó, por fin, la guerra con el Tratado de Vergara, celebrado entre Espartero y Maroto, en que estos dos jefes firmaron los capítulos de una paz honrosa para todos, y que España entera deseaba, abrazándose los caudillos en el campo mismo tantas veces regado con sangre española, y secundando este noble movimiento los soldados de uno y otro bando. Tuvo lugar este memorable suceso en el año 1839.
Doña Isabel II fue declarada mayor de edad en 1843, y en 10 de octubre del 46, casó con su primo hermano, el infante don Francisco de Asís de Borbón, de cuyo matrimonio tuvo varios hijos, algunos que murieron en su primera infancia, y otros que han llegado a la adolescencia en el orden siguiente: doña María Isabel, don Alfonso, doña Pilar, doña Paz y doña Eulalia.
El acontecimiento más notable y de más gloria para España, acaecido durante la mayoría de doña Isabel, fue la guerra de África, cuyo comienzo tuvo lugar de la siguiente manera. En la noche del 10 de agosto de 1859, destruyeron los moros una pequeña muralla levantada en Ceuta por nuestra guarnición. El 21 demolieron los pilares que marcan la línea divisoria del territorio español y marroquí y derribaron las armas de España; y con este motivo, el gobierno, volviendo por la honra de nuestra nación, declaró la guerra oficialmente al Sultán de Marruecos, mandando un grueso ejército a las órdenes del general O'Donell, don Juan Prim, Zabala, Ros de Olano y otros jefes no menos distinguidos. Como no era esta guerra promovida por mezquinas ideas de partido, España, que siempre ha sabido sostener muy altos los fueros de su dignidad, se asoció con entusiasmo a la idea del gobierno, y ofreció un espectáculo admirable, reuniéndose, especialmente en Cataluña, cuerpos de voluntarios para pelear por su patria, organizándose en todas partes juntas de socorro para los heridos, contribuyendo los ricos con cuantiosos donativos, los pobres con su modesto óbolo, las mujeres y niñas confeccionando hilas y vendajes, todos, en fin, en la esfera de sus facultades.
Después de varias acciones, en que los moros desplegaron su indómito valor, pero pusieron de manifiesto su falta de táctica y disciplina; después de algunas victorias como la de la Vega de Tetuán, los Castillejos, Vadrás y otras que la Historia consigna y en que se cubrieron de gloria los jefes y soldados españoles; por fin, el 21 de febrero de 1860, la bandera española tremoló triunfante en los muros de Tetuán, y el ejército, después de guarnecer los puntos conquistados y ajustar un tratado de paz, honroso para nuestra nación, con Muley-Abas, sultán de Marruecos, regresó a España, siendo recibido con febril entusiasmo y muestras de cariño y reconocimiento.
Tan bello cuadro fue borrándose a medida que pasaban los días y hacían olvidar aquellas escenas, reproduciéndose como en los tiempos de don Fernando y en los años anteriores del reinado de doña Isabel las discordias civiles, los pronunciamientos militares y el odio de partido, que está destinado (si la Providencia no viene en auxilio de nuestra patria, tan digna como desgraciada) a proporcionarle graves trastornos y largos años de luto y de desdichas. ¡Quiera Dios apartar de ella tan terribles pruebas y hacerla tan dichosa como merece!
-Nada más he encontrado en los libros que teníamos de texto en mi colegio; acontecimientos de gran bulto han tenido lugar desde que tales obras se escribieron, y yo podría extractarlos de los periódicos; pero como creo que no pertenecen todavía al dominio de la Historia y me parece que para juzgarlos o referirlos con imparcialidad no es a propósito una señorita, doy por terminadas mis notas en el punto mismo en que concluyó, para mí, el estudio de la Historia.
Cierto día, en que Prudencio acudió un poco más tarde de lo acostumbrado, sus padres y esposa, que le esperaban impacientes, preguntáronle la causa de semejante tardanza, y él les contestó que había sido muy grata para él la interrupción que había experimentado en su camino, pues habiendo encontrado un antiguo conocido, le había entretenido con la narración de un suceso que escuchó con excesiva complacencia.
-¿Y quién era el conocido? -preguntó Sofía.
-A ver quién de ustedes lo adivina -contestó el interrogado.
-¿Algún antiguo compañero de colegio? -preguntó don Leandro.
Prudencio hizo un signo negativo.
-¿Algún amigo de los que adquirimos durante nuestra permanencia en los baños? -dijo Sofía.
-Nada de eso.
-Algún personaje que papá habrá tratado y nosotros no. Por ejemplo, un magistrado o presidente de Sala -dijo Flora.
-Mucho menos.
-Pues vamos, nos damos por vencidos -contestó la esposa-, y si no lo quieres decir, nos quedaremos sin saberlo.
-¿Te acuerdas tú, Flora -dijo al fin el abogado-, de cierto albañil que vino a remendar el piso y que nos contó su historia y la de su familia?
-Sí, señor, ¿y ése es el que ha encontrado usted?
-El mismo.
Don Leandro se encogió de hombros.
-¿Le sorprende a usted, padre mío, que mi diálogo con este modesto obrero haya podido serme tan grato y entretenerme hasta el punto de hacer aguardar a ustedes para sentarnos en la mesa?
-No por cierto. Conozco tus ideas, que yo mismo he contribuido a formar, sé que para ti vale tanto un trabajador como un hombre de Estado, con tal que ambos abriguen un corazón honrado y nobles sentimientos; pero extraño que os hayáis conocido cuando solamente trabajó en casa algunas horas.
-Francamente; yo no le había conocido, ha pasado junto a mí, y cuando ya había yo cruzado sin verle, me ha llamado por mi nombre, he vuelto la cabeza, y como soy poco fisonomista, le he preguntado a quién tenía el gusto de hablar, puesto que no recordaba sus facciones.
Me costó más el reconocerle, porque, si bien va modestamente vestido, no cubre sus ropas aquella capa de blanco polvillo, que, especialmente en los días laborables, distingue siempre a los de su oficio.
-Poco adelantaría con decirle a usted mi nombre -contestó-. Me llamo Pablo Roble, pero de seguro que no me conoce usted y solamente se acordará de mí, si le digo que soy el albañil que, trabajando cierto día en su casa, se tomó la libertad de explicarle algunas circunstancias de su situación y de su familia, que usted y su amable señorita oyeron con excesiva benevolencia, interesándose particularmente por el pequeño Juanito, a quien convidaron a merendar.
-¡Ah!, ya recuerdo, ¿y en qué puedo servir a usted, amigo mío?
-Señor -me contestó-, no es mi ánimo molestar a usted pidiéndole favor alguno; han sucedido grandes cosas en mi familia, y como me pareció que usted se interesaba por nosotros quería contárselas; pero veo que soy un necio y que un caballero como usted tendrá otros asuntos a que atender con preferencia, y no podrá detenerse a escuchar la historia de un pobre hombre, que si a mí me parece muy digna de contarse, tal vez a usted no le merecerá atención alguna.
-Al contrario -le contesté-, estoy dispuesto a escucharle con el mayor gusto; podemos dirigimos hacia el paseo; hoy hace un sol magnífico, y al mismo tiempo que entramos en calor, me contará usted sus aventuras.
El albañil se sonrió, y colocándose a mi izquierda comenzó su relación en los términos siguientes:
-No sé si usted recordará que yo tengo un hijo llamado Pepe, que manifestaba desde niño grandísima disposición para el dibujo y la pintura. Este muchacho, pues, continuó aplicándose, y muy joven llegó a ser un gran pintor. Hace cosa de tres años, es decir, poco después del día en que tuve el honor de conocer a usted, se anunció un concurso por la Diputación de la provincia para mandar pensionado a Roma al artista pobre que mejor ejecutase un cuadro, cuyo asunto y condiciones se expresaban en el anuncio del concurso. Yo no sé -continuó- si me explico bien, porque no entiendo mucho de estas cosas.
-Sí -le interrumpí-, se explica usted bien, y yo le comprendo perfectamente.
-Mi hijo no comía ni dormía -continuó el buen hombre-; pintó un cuadro que a mí me parecía divino, las figuras se salían materialmente del lienzo, miraban, expresaban los sentimientos; en fin, no les faltaba más que hablar. Usted juzgará esta apreciación mía efecto de la ignorancia y de la pasión que tengo por mi hijo, yo también lo creía así algunas veces, pero el Jurado que había de calificar las obras participó sin duda de mi opinión, pues concedió el premio a mi querido hijo. El día que tuvimos noticia de este suceso, creímos volvernos locos, aquella noche la alegría privó del sueño a toda la familia.
Mi hijo partió para Roma, pensionado, como he dicho, por la Diputación provincial; entonces, como la familia se había reducido, y Juanito no tenía en casa quien le diese lección, determiné ponerle en una escuela pública, donde aprendiese todo lo necesario, sino para brillar en las artes como su hermano, al menos para ser un trabajador instruido e inteligente.
Pasó el tiempo, y cuando Pepe estaba para regresar de su viaje, yo caí enfermo de bastante gravedad; no había en casa quién ganase un jornal, y, aunque por precaución hace años que pertenezco a un montepío que me pasaba diez reales diarios, éstos los necesitábamos para mi asistencia, quedando la familia privada de todo auxilio.
Juanito me pidió entonces que le permitiese salir de la escuela y volver a trabajar de peón en unas obras, en que el maestro, amigo mío, le ofrecía un jornal de seis reales.
Así lo hicimos, y el propietario de la casa que sé estaba reconstruyendo, casi tan bueno como usted, se complacía muchas veces en hablar con los pobres trabajadores, especialmente con mi hijo, cuyo despejo y alegría le tenían encantado.
Cierto día encargaron a Juan derribar una gruesa pared que separaba dos habitaciones. Sorprendiose el muchacho al notar que, como a la mitad de la pared y a unos siete palmos de altura, la piqueta resonaba en hueco, y se acordó involuntariamente de aquellos cuentos en que se relata el hallazgo de tesoros escondidos bajo de tierra o en lo hueco de las paredes; más, ¡cuál fue su sorpresa al hallar un pequeño armarito, cuya puerta de madera estaba perfectamente conservada, y dentro de él un antiguo bolsón de cuero!
Temblando de emoción cogió el chico la bolsa y estuvo tentado de presentarla al maestro albañil, no hallándose aquel día presente el propietario; más determinose, por fin, aguardar silencio y consultarme lo que debía hacer con aquel tesoro, aunque debo decir en abono de Juanito, que ni por un momento abrigó la idea de quedársela. Colocó, pues, la bolsa en el capazo de los escombros, la cubrió con ellos, y salió como para vaciarle y traer arena, se dirigió a mi casa y me comunicó el extraordinario suceso.
Después de la primera sorpresa que a todos nos produjo aquella aventura, le mandé ponerla bolsa sobre mi cama, conté su contenido y vimos que ascendía a tres mil duros en monedas de oro de diferente valor.
Dispuse inmediatamente que mi mujer y mi hijo llevasen el hallazgo a casa del propietario, a quien juzgaba yo legítimo poseedor de aquel dinero. El caballero se quedó sorprendido y como asombrado al ver la acción del niño y la sencillez con que le relataba lo acaecido; luego explicó a la madre y al hijo que él había heredado aquella casa y cuanto poseía de su padre, fallecido pocos meses antes, hombre interesado y que no gustaba confiar a nadie el estado de su fortuna, ni los sitios en que colocaba el dinero; y que él se había sorprendido de hallar muy poco oro en su gaveta, comprendiendo que debía tener algún escondite que en vano había tratado de descubrir. Alabó nuestra probidad, y preguntó a Juanito si el temor de ser descubierto era lo que le había obligado a entregarle su hallazgo.
-No, señor, es el deber, es la honradez que mis padres me han inculcado desde la cuna, lo que me ha obligado a respetar lo que de ninguna manera es mío, y aunque hubiera tenido hambre me hubiera guardado de cambiar un solo doblón.
-Pero yo tengo entendido que son ustedes muy pobres -decía el propietario.
-Sí, señor, pobres, pero muy honrados -respondió mi mujer.
-¿Ustedes habrán contado con mi generosidad? -insistió el caballero.
La madre y el hijo callaron.
-¿Y si no les diese ustedes nada? -continuó él-, ¿se arrepentirían de su probidad?
-De ninguna manera -dijo el muchacho-; entonces me haría cuenta que no había encontrado nada.
-¿Sabes, niño, que muchos dicen que el dinero no tiene señal alguna para acreditar su pertenencia, y lo que uno se encuentra es para él?
-Si eso lo hubiese hallado en una finca de mi pertenencia, lo consideraría como mío -replicó Juanito con despejo.
-Pues bien, ¿qué es lo que quieres? -dijo él.
-¿Yo? Medio jornal que he perdido abandonando la obra y viniendo aquí, y que se sirva usted mandar un recado al maestro para que no me riña por haberme marchado.
El caballero abrazó tiernamente a mi hijo, estrechó con efusión la mano de mi esposa, contó quinientos duros, que les obligó a tomar, y al día siguiente hizo poner el hecho en los periódicos, sin expresar el nombre del peón, porque sabía que se hubiera ofendido nuestra modestia con esta publicidad.
Entonces yo recordé haber leído algo de esto y se lo manifesté al albañil.
Él me refirió que el muchacho volvió inmediatamente a la escuela, que poco después regresó de Roma el pensionado, el cual ha recibido el encargo de hacer algunos cuadros que le pagan muy bien, que su hermano está cursando la segunda enseñanza y desea ser arquitecto, y que el padre no ha querido dejar su humilde oficio, a pesar de los ruegos de Pepe, hasta que el menor haya acabado la carrera, para no ser todos gravosos al pintor.
-¿No me había usted dicho que no llevaba polvo? -observó Flora.
-Dijo que no trabaja materialmente, sino que dirige las obras.
Os digo que vi tanta virtud, tanta grandeza de alma, tanta abnegación es todo lo que me refirió aquel hombre que tendiéndole mi mano experimenté más complacencia en estrechar la suya, que si hubiese sido la de un magnate.
-Y, sin embargo -dijo Flora-, me parece que no han hecho más que cumplir con su deber.
-Ven -contestó Prudencia-, que la severidad de principios que te hemos inculcado, se ha arraigado en tu alma, querida mía. No han hecho más, en efecto, que cumplir con su deber; pero ¿te parece que habría muchos hombres que en las circunstancias de nuestro amigo (pues me honro con llamarle así) hubiesen obrado como él? Si tenemos en cuenta que se trata de un hombre del pueblo, cuya educación es generalmente descuidada, si atendemos a la aflictiva situación de su familia, debemos admirar su delicado proceder, puesto que ni les pasó por la imaginación la idea, no ya de ocultar su hallazgo, sino ni aún de que darse una pequeña parte de él, ni exigir al dueño una gratificación.
-Dios ha recompensado su generosidad y honradez -observó Sofía.
-Es cierto -contestó su esposo-; pero él no podía preveer esto que desgraciadamente no sucede siempre. Acostumbramos decir a los niños a quienes educamos, que la virtud encuentra siempre su recompensa; pero debe advertírseles que no la esperen material e inmediata, pues sucede frecuentemente que personas rectas y honradísimas, a quienes de común acuerdo se las designa con la frase dignas de mejor suerte, sufren toda clase de contrariedades; mientras triunfa la iniquidad, la soberbia y la mala fe. Ahora bien, aquél a quien desde niño se le ha enseñado a obrar bien, esperando una recompensa en esta vida, ¿no sufrirá amarguísima decepción al tocar la triste experiencia? ¿No será mejor hacerle concebir la consoladora esperanza de otra vida de compensación y reparación de todas las injusticias?
-Pues yo me alegro -dijo Flora- de que el buen albañil haya tenido la suerte de que el dueño del tesoro le dé una regular propina, y de que su hijo venda a buen precio sus excelentes cuadros. Puesto que tan buenos son todos los individuos de esa familia, no dejarán por eso de obtener en la otra vida el premio de sus virtudes.
-Así debemos esperarlo, hija mía, pero mi reflexión se limitaba a haceros observar que, aun cuando su suerte hubiese continuado siendo tan precaria, no debían jamás haberse arrepentido de obrar bien, pues las buenas acciones llevan en sí mismas y en la dulce satisfacción que proporcionan la más valiosa recompensa.
Así terminó aquella conversación que entretuvo agradablemente a la familia durante la comida, y que dejó en sus ánimos una alegre impresión.
Doña Ángela había sufrido una parálisis que la postró en el lecho durante algunos meses; Sofía y su hija la cuidaron con una solicitud y ternura incomparables, disputándose el placer de servirla y acompañarla, y pasando las largas noches de invierno al lado de su lecho.
Mejorada ya la anciana señora, y pudiendo andar, aunque penosamente, los médicos ordenaron que fuese a un establecimiento de baños termales, que debían contribuir eficazmente a su restablecimiento.
Determinose, pues, que dentro de brevísimo plazo saliese para el pueblo en que existe dicho establecimiento doña Ángela, acompañada de su hija política, y que, el abogado y su padre quedasen con la joven Flora, que se encargaría del gobierno de la casa. Bien calcularon al suponer que no harían falta las señoras, para que todo marchase con admirable orden y regularidad; pero nunca creyeron que rayasen tan alto las facultades de que la adolescente se hallaba dotada para ser una buena ama de gobierno.
Levantábase nuestra heroína al rayar el alba, aunque a la verdad no estaba acostumbrada a tanto madrugar. Llamaba a las criadas y las distribuía sus ocupaciones, pues sabido es que, aunque las personas que sirven sepan la obligación que su estado les impone y la regla de la casa, es necesario recordárselo a cada momento. Disponía, pues, que la una preparase el desayuno, mientras la otra limpiaba el corredor y las demás habitaciones, exceptuando los dormitorios. Ella en el ínterin arreglaba por sí misma su tocado y se ponía un sencillo y gracioso vestido; cuando su padre y abuelo se levantaban les saludaba alegremente, y con cariñosa solicitud ayudaba a la muchacha a servir el desayuno. Terminado éste, don Leandro solía salir a pasear un rato o ir a casa de algún amigo, mientras su hijo se encerraba en el escritorio, que encontraba limpio y aseado; pero no del modo que suelen arreglar una mesa de escritorio las mujeres ignorantes, que consiste muchas veces en esconder unas cosas, tergiversar otras y dar mucho que hacer al que en ella trabaja, en términos que suelen preferir verla cubierta de polvo a que tan perjudicial limpieza se ejecute.
Flora mandaba una de las criadas a la compra, encargándole todo cuanto necesitaba para el día, lo cual es muy importante, porque de la falta de memoria de la que gobierna la casa resulta frecuentemente que la criada o criado encargado de la compra tiene que hacer varios viajes, cosa que sino siempre les disgusta a ellos, porque suelen preferir el callejear a trabajar en la casa, perjudica notablemente al servicio de la familia. La novel ama de gobierno ponía sumo cuidado de variar los manjares, para que su padre y abuelo comiesen a gusto; pero sin salirse nunca del presupuesto que anteriormente había hecho, y procurando compensar el mayor precio del principio, por ejemplo, con el de un cocido menos suculento, o unos postres más frugales.
Vigilaba para que los dormitorios se asearan por la mañana, dejando abiertas las vidrieras de las alcobas durante un buen rato, pues es muy conveniente que se renueve la atmósfera en estas habitaciones; ayudaba a hacer las camas, cerraba después; y arreglando dos veces a la semana el salón en que recibían las visitas, con ese gusto exquisito de la mujer amante del orden, que comunica un aspecto más agradable y simpático a una sala sencillamente decorada que el que tiene un lujoso salón mal ordenado; colocaba por sí misma los adornos, recogía las cortinas; daba, en fin, la última mano al decorado de la pieza y se sentía satisfecha de su obra.
Sentábase luego a trabajar, no sin llamar de vez en cuando a las sirvientas para comunicarles sus órdenes, a fin de que la comida estuviese dispuesta a la hora fija, pues tenía muy presente aquella máxima de que debe haber una hora para cada cosa, y cada cosa hacerse a su tiempo.
Durante la comida daba conversación a su padre y respetable abuelo, guardando siempre para estos casos alguna anécdota que hubiese leído en los libros o periódicos, o cualquiera otra cosa amena que los distrajese de la ausencia de las personas queridas que faltaban a su lado. Sabía muy bien que si en toda ocasión debe procurarse no abrumar a los hombres de negocios con enojosos relatos de los pequeños disgustos domésticos, en ninguna son más inoportunas estas conversaciones que en la mesa, en la cual conviene que reine alegría, o al menos tranquilidad.
Después de comer dormía una corta siesta, y luego se entretenía de nuevo en la labor hasta la noche, que era la hora en que su padre, habiendo terminado sus ocupaciones, la acompañaba a dar un paseo o a casa de alguna amiga; pues en cuanto al teatro o reuniones en que fuese preciso presentarse elegantemente vestida, no quiso asistir sin su querida madre, ni Prudencio le instó para ello.
En las semanas que duró la ausencia de las señoras, cuidó de que todos los lunes se lavase la ropa blanca que se había ensuciado durante la semana anterior, porque ni es bueno en las habitaciones de las ciudades (regularmente no muy grandes ni ventiladas) retener un foco de infección cual es la ropa sucia; ni esta misma dura tanto dejándola con el sudor y demás inmundicias, que cuestan más de desprenderse de ellas cuanto más tiempo ha pasado.
Cada dos semanas hizo colada el martes, ayudó a tender la ropa en una extensa galería, y a la hora en ve el sol daba de lleno, pues la ropa queda más tersa y banca, si se enjuga al sol, después la repasaba con esmero a fin de no dejarle un pequeño claro, que poco tiempo después se convierte en un agujero, si no se acude a zurcirle en un principio; la aplanchaba y la colocaba en el ropero, del modo ordenado que había visto efectuarlo a su buena madre.
Un día a la semana, que solía ser el jueves, salía con la criada a proveer de todas aquellas cosas que pueden comprarse para algunos días; pues es sabido que todo resulta más caro adquiriéndolo al menudeo, que en mayor escala, o por junto, como se dice vulgarmente.
Para no cansar a nuestras lectoras, les diré únicamente que el aseo, el orden y la economía reinaron en casa de don Prudencio, no menos en ausencia de su esposa, que cuando ella se hallaba al frente de la casa, y que al volver las señoras de su expedición, no tuvieron más que motivos para elogiar el buen gobierno y la acertada disposición de la joven ama de casa. Desde aquel día, desempeñó casi en su totalidad las funciones que tan bien había llenado interínamente, ya por descansar a Sofía, va también para habituarse, por si en alguna ocasión se hallaba encargada del gobierno interior de una casa de familia.
Doña Ángela se hallaba restablecida de su dolencia, gracias a la eficacia de los baños termales y a los cuidados de que había sido objeto de parte de su familia. Trataron de celebrar su esposo e hijos el fausto acontecimiento de poder la señora salir a misa y a paseo sin ayuda ni apoyo, y reunieron en su casa algunos amigos. Se pasó una velada feliz, porque ya los grandes calores habían cedido, y convidaba la fresca temperatura que empezaba a gozarse, a reunirse en los salones y recrearse con los acordes de la música y otras distracciones propias de la buena sociedad.
Echose de menos en la reunión a una señora recién llegada a la ciudad, que había venido de un pueblo recomendada a la familia de Burgos, y que por tener dos niñas, un poco menores que Flora, habían trabado con ésta y su madre una íntima amistad.
La circunstancia de ser viuda y forastera, como hemos dicho, hacía que fuese mirada por nuestros amigos casi con tanto interés como doña Amparo y Teresita, mayormente cuando aquéllas ya no necesitaban de su protección, pues había sabido su abogado manejar tan bien sus negocios, que hacía ya tiempo habían sido puestas en posesión de cuanto tan injustamente se les había disputado.
Doña Eufrasia se llamaba la viuda a quien hemos aludido, Inés y Vicenta sus graciosas niñas.
Al día siguiente al de la reunión, Sofía mandó un recado de atención para inquirir la causa de la no comparecencia de aquella familia. La misma Eufrasia le recibió y contestó a María que eran tantas las penas y congojas que la aquejaban, que no tenía humor para salir de casa ni apenas podía efectuarlo. Entró en cuidado la familia de Burgos, y como Flora tuviese aquella tarde que repasar la ropa de la colada, su madre y abuela no quisieron diferir el pasar a visitar a su nueva amiga, para enterarse de aquellos graves disgustos de que había hablado, y remediarlos en cuanto estuviese a su alcance.
Inés abrió la puerta y corrió a anunciar a su mamá la llegada de las señoras.
-¿Está enferma, Vicenta? -preguntaron éstas, en cuanto vieron a la dueña de la casa.
-No por cierto -contestó la interrogada.
-Ya respiro -dijo Sofía-, porque si las tres gozan ustedes de buena salud, a menos que haya tenido alguna infausta noticia de su familia ausente, no veo motivo para estar tan afligida, como ha dado usted a entender a la muchacha que he mandado esta mañana.
-Nadie está enfermo, gracias a Dios, al menos que yo sepa; pero, hija, las criadas, particularmente en las grandes poblaciones, son la mayor calamidad que puede imaginarse, y creo que por este solo motivo me veré precisada a volverme a mi país; porque si no, me harán volver loca.
Doña Ángela y Sofía cambiaron una mirada y se sonrieron.
-¿Ustedes se ríen?, pues yo les aseguro que a cuantas personas les he contado lo que me pasa, me han dicho que tengo razón de sobra para estar disgustadísima, y la mayor parte me han referido historias parecidas a lo que a mí me ha pasado con ellas, en el corto tiempo que llevo aquí.
-Por lo mismo que es un mal general, es necesario conformarse, hacer lo posible para hacer más llevadera ésta que usted llama calamidad, y tomar con calma lo que no puede evitarse.
-¿Con qué tomar con calma que le roben a usted el pellejo, que despilfarren sus intereses, que le den la comida cruda o carbonizada, encontrar un día un cabello en la sopa; otro, una mosca en el guisado, y después que le contesten mil desvergüenzas, y que le insulten teniendo usted razón?
-Es cierto, amiga mía, que muy frecuentemente sucede cuanto usted ha dicho; pero, por ventura, ¿puede usted pasarse sin sirvientes?
-De ninguna manera. Pues ésa fue la causa de que ayer no pudiésemos tener el gusto de pasar la velada con ustedes, porque llegamos a la noche cansadísimas y habíamos de hacer la cena, arreglar las camas... ¡Vamos, le digo a usted que estoy apuradísima!
-Porque no tiene usted criada. ¿Ve usted como son un mal necesario?
-Eso digo yo, que son enemigos pagados, de quienes no puede una prescindir.
Entonces tomó la palabra doña Ángela y dijo:
-Dispense usted, querida Eufrasia, a mis canas y a mi experiencia que le hable con la franqueza que me caracteriza. Porque mira usted a las infelices que tienen la desgracia de necesitar servirla para ganar un pedazo de pan, con esa prevención más o menos justificada, porque las considera usted como enemigos, y las recibe de un modo que pudiéramos llamar hostil...
-No, no, nada de eso. Si al principio las dejo hacer lo que quieren.
-Pues muy mal hecho.
-¿Y les ha llamado usted infelices?
-Sí, muy infelices.
-Pobres de nosotras, que no podemos hacer ciertas cosas, ni nos está bien, y hemos de pasar porque ellas se nos impongan, pidan un salario exorbitante y después no cumplan nada de lo estipulado.
-Con que nosotros somos más pobres, ¿no es verdad? Pues troquemos los papeles, dejemos la comodidad de nuestras casas y vámonos a servir.
-¡Qué cosas tiene usted, doña Ángela!
-Pues es claro, ¡si es usted tan poco razonable amiga mía! ¿No quiere usted que llame infelices a unas mujeres, la mayor parte privadas de educación y de instrucción, a quienes un conjunto de circunstancias impele al mal, que si obran bien reciben escasa recompensa y si se entregan al mal ejemplo llevan en el pecado la penitencia?
-No veo muy claro lo que usted me dice, pero sé que yo me he portado bien con ellas, y me han pagado muy mal.
-Acaso le ha tocado a usted expiar culpas ajenas.
-Todo lo que me dice usted es como si me hablase en griego.
-Lo creo; si hiciera coro con todas esas mujeres irreflexivas que han repetido lo de los enemigos pagados, lo de la calamidad irremediable y tantos otros lugares comunes, me entendería usted perfectamente.
-Y qué, ¿no son nuestros enemigos?
-Como nosotros suyos, ni más ni menos. En casa hemos firmado un tratado de paz con las nuestras, y nos va perfectamente.
-Vamos, Sofía, ¿verdad que su mamá de usted tiene gana de broma?
-No, señora, ¿no repara usted que habla muy seriamente? Lo que hay es demasiada filosofía en lo que está diciendo -repuso Sofía.
-¿Usted también? Ea, pues, explíquense ustedes. Puede ser que me enseñen a tener criadas -dijo algo picada doña Eufrasia.
-Le contaré a usted la historia de la mayor parte de las muchachas de servicio. Viene de una aldea una joven inexperta, sencilla y honrada con el deseo de servir para atender a su subsistencia, vestirse y ahorrar algunos cuartos para cuando tome estado, o bien socorrer con ellos a su familia. Sería el mayor absurdo suponer que viene dispuesta a robar a sus señores, a faltarles al respeto, a cometer toda suerte de desmanes; lo que sí es lógico presumir es que no sabe guisar al estilo de las ciudades, ni arreglar una habitación, ni tiene el aseo y la pulcritud que nosotros apetecemos, y tenemos derecho a exigir pagando un buen salario; carece, además, de modales corteses y, si usted me apura, ni sabe andar por una sala alfombrada. Su misma torpeza y turbación es causa de que se le caigan de las manos objetos quebradizos, que en su pueblo y en su estado normal, tranquila y serena, manejaría impunemente. Esta pobre muchacha, llena de buen deseo, pero torpe y desaliñada, da por lo regular con amos muy poco sufridos que, no creyéndose en el deber de pagar su aprendizaje, la plantan en la calle. Pierde la aldeana parte de sus ilusiones, pues acaso confiaba encontrar más indulgencia en sus señores, cambia de amos con frecuencia, y así no tiene tiempo de tomarles cariño, de mirar como suyos los intereses y la hacienda de aquéllos, ni mucho menos de realizar su proyecto de vestirse y ahorrar, pues en los días que pasa sin colocación gasta lo que ha ganado mientras ha estado sirviendo. Para que no diga usted que hago la causa de las sirvientes, y que me paso con armas y bagajes al campo enemigo, ya no hablo de los amos injustos y desconsiderados que dejan de satisfacer el salario convenido o les dan un escaso alimento, dejo de mencionar a los que a la menor indisposición las despiden, hallándose las infelices muchachas enfermas y solas, muchas veces sin que se tenga siquiera la caridad de buscarles un asilo en el santo hospital. Supongo que todos los amos obran de buena fe, que no las incitan a los vicios con su mal ejemplo, pero que corresponden con tibieza al afecto que por ventura una pobre joven les consagra.
Doy de barato que la muchacha rústica e ignorante ha encontrado amos indulgentes, que han soportado sus defectos y han tratado de enseñarle lo que no sabe, entonces es la cizaña de las compañeras la que malea su corazón y sus costumbres. De fijo que el especiero de enfrente, el carbonero de al lado, la lavandera o el aguador le dirán si está contenta en la casa; que, de no estarlo, ellos tienen en cargo de proporcionar una criada fiel para una casa en que se trabaja menos y se gana más que en la que tiene en la actualidad. Si la aldeana contesta que ha tomado cariño a sus amos y que no quisiera dejarlos, aun cuando hubiera de mejorar de suerte, se burlan de ella, le cuentan mil anécdotas en las cuales resalta siempre la ingratitud y tiranía de los señores para con sus sirvientes; y, con está prevención, desde aquel día se fija en pequeñeces que nunca había notado, se cree ofendida cuando no se la trata por los dueños de casa como un individuo de la familia, y empiezan las quejas y las mutuas recriminaciones, se resiente el servicio y se concluyen la paz y la buena armonía.
Sale de aquella casa, y a no tener un natural excelente, se deja arrastrar por la corriente fatal del mal ejemplo y se entrena a todos los desórdenes que usted con justicia ha deplorado.
-Pues bien -dijo la viuda- resulta de todos modos que ellas tienen la culpa de cuanto pasa.
-Ellas precisamente, no -respondió su interlocutora-; todo es debido a las circunstancias especiales en que la suerte las ha colocado, y (fuerza es confesarlo) muchas veces la falta de consideración de nuestra parte las arrastra a punibles extremos.
-¿Qué debo hacer, pues, para estar bien servida?
-Ante todo, cerciorarse de que la persona que admite usted en su casa es digna de este honor por su honradez, averiguando de paso, si su carácter es medianamente tolerable. Convencida de esto, ser muy indulgente con aquellos defectos humanos, de que todos adolecemos; considerar que si nosotras, personas experimentadas olvidamos, a veces, asuntos del mayor interés para nuestra misma familia, no es extraño que ellas, generalmente jóvenes y aturdidas, descuiden negocios de sus amos, que, a lo sumo, puede exigírseles los miren con tanto interés como propios, nunca más de lo que nosotros los miramos; ser también tolerantes con su ignorancia y falta de cultura compadeciéndolas por no haber recibido la educación e instrucción que nosotros hemos alcanzado, y agradeciendo a la Providencia el habernos colocado en circunstancias de mandar, enseñar y hacernos servir, en lugar de aprender y restar a los demás nuestros servicios. Con esto y tratarlas con un poco de atención, dándoles ejemplo de actividad, economía y amor al trabajo, asistiéndolas, si están enfermas, y manifestando interés y consideración por cualquier otra desgracia que sufran; hemos puesto de nuestra parte cuanto es dable, para que reine la debida armonía entre amos y criados.
-Y ellas de su arte, ¿no han de poner nada, verdad?
-Ya lo creo; ellas deben mirar a sus amos como si fuesen sus padres, y al propio tiempo sus maestros; mirar la hacienda e intereses que les están encomendados como suyos, no malgastando ni estropeando deliberadamente cosa alguna; trabajar cuanto les permitan sus fuerzas, sufrir con paciencia las reconvenciones injustas de sus señores, y aprovecharse de las justas encaminadas, no sólo al mejor servicio, sino al perfeccionamiento moral; y cuando les falte lo necesario para su manutención y bien estar relativo, cuando el trabajo sea excesivo o cuando no se les satisfaga el salario estipulado, hacer presente con respeto y buenas formas la necesidad en que se halla la sirviente de dejar la casa, sino cambia aquella situación.
-¡Pero como esto no lo hacen nunca!...
-¡Pero como nosotras tampoco hacemos lo otro!...
-Usted sí, según dice.
-Nosotros hemos tenido mucha paciencia con las dos que hay en casa; hemos debido enseñárselo todo y corregirles muchos defectos; pero en cambio son agradecidas, nos aprecian mucho y creo que no nos dejarían sin un gravísimo motivo.
-Pues crea usted que han tenido suerte, porque hay muy pocas de esa naturaleza.
-Convenido; por eso le aconsejo a usted que si encuentra una mediana, trate de conservarla.
La forastera no quedó muy satisfecha de la conversación. Salieron sus niñas, que habían estado ocupadas hasta entonces, y se habló de cosas indiferentes hasta que pasado un breve rato se despidieron las de Burgos, deseando a su amiga mejor fortuna en lo sucesivo, y más calma para sufrir los disgustos ocasionados por los sirvientes.
Hallábanse cierta noche Flora y sus padres invitados a una función teatral que tenía lugar a beneficio de una renombrada tiple, dotada de una voz encantadora, muy buen estilo de canto y simpática y agradable figura.
Nuestra joven amiga, que abrigaba un corazón sensible y una inteligencia cultivada, amaba las artes y singularmente la música, en la que no era del todo profana.
La beneficiada cantó una ópera de la escuela italiana con gusto y sentimiento, fue frenéticamente aplaudida, la escena se llenó de flores y coronas de laurel, llovieron versos, volaron palomas, se le presentaron algunas joyas, ofrenda de sus admiradores, y después fue acompañada a su domicilio por un numeroso gentío, iluminaron su tránsito con hachas, y llegada que fue, se le dio una serenata por una numerosa banda de música. Lo que no presenciaron los de Burgos, lo supieron por la voz pública, y Flora se hallaba entusiasmada, admirando y comentando los triunfos de la cantante.
Al día siguiente, en la mesa, se ocupó de nuevo de los sucesos de la noche anterior, y añadió al concluir:
-Diez años de vida daría yo por una noche de ovación semejante.
-¿Con qué tienes envidia de esa tiple? -le preguntó su padre.
-Envidia, no, papá, al menos del modo que yo la comprendo; porque envidia es pesar del bien del prójimo, y yo no tengo sentimiento por los triunfos de esa joven; pero me gustaría que también se hablase de mí, que me ensalzasen, que me elogiasen de un modo u otro.
-Ese deseo de gloria -dijo Prudencio-, es bastante general y muy disculpable en la juventud, especialmente cuando se posee una imaginación viva y un corazón capaz de sentir grandes pasiones. Ese afán, moderado por la reflexión o dirigido a nobles objetos y por sagradas aspiraciones, lleva al hombre a sacrificarse en defensa de su religión y de su patria; conduce al sabio a consagrar su existencia al descubrimiento de las verdades o al perfeccionamiento de útiles inventos; extraviado, engendra el orgullo, la vanidad, su hermana bastarda, y llevado hasta el delirio hace víctimas como el desgraciado Erostrato, que deseoso de que se hablase de él eternamente, pegó fuego al templo de Diana, preciosa maravilla arquitectónica, suponiendo que al elogiar aquel magnífico edificio, se mencionaría siempre al que le redujo a cenizas.
Dios ha repartido sus dones, enriqueciendo algunos individuos con una imaginación privilegiada, a otros con un profundo talento, a éste con una voz maravillosa, cual la que anoche tuvimos el gusto de escuchar; a aquél con una disposición para tal o cual arte; pero, lo más general, es ser medianías, como todos los que aquí nos hallamos, que no sobresalimos en ningún ramo del saber humano. Como en todo existe una gradación perfecta, podemos considerarnos nulidades, si nos comparamos con algún filósofo profundo, o con algún artista incomparable; pero tenemos muchísimo que agradecer a la providencia por habernos dado un juicio recto y una inteligencia apta para el estudio, para la meditación y para podernos dedicar con provecho a cualquier clase de trabajo.
El que ha recibido superiores dotes, el que brilla por cualquier facultad extraordinaria, viene obligado, hasta cierto punto, a cultivarla y sacar de ella el mejor partido posible en provecho propio, siendo al mismo tiempo honor de su patria y ornato de la sociedad. Pero no creas, querida Flora, que por lo general es más dichoso aquél de quien se habla mucho y que brilla donde quiera, que el que disfruta una vida tranquila y modesta en el seno de su familia, conocido de pocos, y, como dice el poeta, ni envidioso ni envidiado.
Los hombres más célebres han sido, por lo regular, guerreros vencedores en mil batallas, que han señalado su paso sobre la tierra con un rastro de sangre y un raudal de lágrimas; de modo que esta gloria cuesta muy cara a sus semejantes.
Los filósofos paganos han difundido en sus libros infinitos errores, entre algunas verdades de aquellas que Dios ha colocado en el fondo de la conciencia humana; pero la mayor parte de los que el mundo ha admirado no han sembrado una doctrina capaz de hacer dichosa la sociedad en que vivieron.
Más útiles a la humanidad han sido los cultivadores de la ciencia, aquéllos que se han afanado por arrancar sus secretos a la naturaleza; pero si bien debemos rendir a estos genios privilegiados un tributo de admiración, nunca hemos de apesadumbrarnos por no poder colocar nuestro nombre a la altura que ellos alcanzaron.
La mujer, sobre todo, parece destinada por la Providencia para vivir retirada en el modesto hogar, perfumándole con la esencia de su ignorada virtud, embelleciéndolo con su gracia sencilla; de modo que las mismas que han recibido del cielo un valor varonil, un talento privilegiado y otros dones, han sido más desgraciadas que la generalidad de su sexo.
Juana de Arco, la célebre doncella de Orleans, que se puso al frente de un ejército y tomó una parte activa en las guerras de Francia, contribuyendo a poner en el trono al legítimo rey Carlos VII, abandonada de este ingrato monarca, fue quemada por hechicera. Safo, la Musa de Lesbos, poetisa que fue la admiración de su siglo, desgraciada en sus amores y sustituida por su hermana en el corazón de Faón, a quien amaba con toda la exaltación de su alma de artista, idólatra; por otra parte, y careciendo, por consiguiente, de la firmeza que la verdadera fe comunica, puso termino a sus dolores buscando una tumba en las movibles olas del mar profundo. Corina, otra mujer sabia, escritora distinguida, y poetisa premiada en el romano Capitolio, se vio también abandonada del hombre a quien amaba, cuyo desdén le impresionó tan profundamente, que pasó el resto de su existencia en la soledad y la amargura.
-Basta, papá, no quiero ser sabia ni sobresalir en cosa alguna.
-Si Dios te hubiese hecho la singular merced de darte un talento superior, debías agradecerlo y cultivarle, aún cuando a él estuviese vinculada esa desgracia, que parece perseguir más tenazmente a los seres privilegiados; pero puesto que no te ha hecho una celebridad ni mucho menos, y en cambio te ha dado la suficiente inteligencia para gobernar una casa, para confeccionar las labores propias de tu sexo, y puedes hacer hoy nuestra felicidad, siendo quizás mañana la base de la dicha de otra familia; cifra toda tu esperanza en la práctica de las virtudes, en hacer todo el bien que en tu modesta esfera te sea dable y en contribuir al bienestar común, procurando el de aquellos individuos que estén en contacto contigo. Si cada mujer proporciona la dicha a una familia, entre todas labrarán la de la sociedad.
-He comprendido, pues, mi destino sobre la tierra; imitaré a mi abuela y a mi mamá, y no aspiraré a que el mundo me aplauda, solamente a que Dios y vosotros juzguéis mi conducta.
Un cariñoso abrazo que dio la simpática adolescente, empezando por su madre, a todos los individuos de su familia; puso termino a tan interesante conversación.
Era una noche de invierno tibia y serena, en que la luna esplendorosa derramaba sus fulgores sobre la tierra. Flora tenía un jarrito con algunas flores, y quiso sacarlas al balcón; pero apenas hubo salido, empezó a gritar regocijada:
-Papá, mamá; salgan ustedes, verán qué cosa tan hermosa, qué espectáculo tan admirable; en mi vida he visto cosa semejante.
Teresa, que se hallaba en la cocina, fue la primera que acudió, atraída por las voces de la niña.
-¡Vaya una cosa hermosa! -exclamó-, eso es un incendio.
-Calle usted, mujer; ¿un incendio formaría esas líneas brillantes que se reúnen en un foco y después se extienden formando ese hermosísimo semicírculo semejante a la salida del sol?
-Sí, señorita -dijo la criada-, ¿no ve usted cómo se extiende tiñendo todas las nubes de un color de rosa?
-Pero, ¿dónde están las llamas?, ¿dónde el humo? -insistió la niña.
En aquel momento salían don Leandro, Prudencio y su esposa, pues a la abuela no le permitieron sus recientes achaques exponerse a afrontar la humedad de la noche.
-Eso es -dijo Prudencio al instante-, una aurora boreal. Tienes razón, hija mía, en decir que es un magnífico espectáculo.
-Y ¿no es un incendio, señorito?
-No, Teresa.
-Entonces -replicó ésta- es una cosa terrible que recuerdo haber visto una vez cuando era yo pequeña, y que dicen es muy mala señal, lo mismo que las estrellas con cola y otros anuncios de guerra o epidemia.
-Esto es, ni más ni menos que una aurora boreal, vaya usted, pues, a continuar sus ocupaciones -dijo con acento breve el abogado.
-Y ¿qué viene a ser, papá mío, ese bello fenómeno que estamos contemplando? Supongo que no será muy frecuente este espectáculo, porque yo no recuerdo haber visto otro en toda mi vida.
-En efecto, tan frecuente como es en los polos este meteoro, es raro en los países meridionales.
-Mire usted, mire, ¡qué cintas de fuego!, ¡qué arcos de color de topacio! El arco iris es precioso, pero esto no lo es menos.
-Te iba diciendo que en los países inmediatos a los polos, cuyos habitantes están durante seis meses privados de la luz del Sol, sería tristísima la existencia de los infelices que se hallasen condenados a pasar medio año sumergidos en las tinieblas de la noche. Allí, pues, es donde muy a menudo puede observarse este fenómeno, que al mismo tiempo que alegra y embellece la naturaleza presta algún calor a la vegetación. Se ignoran todavía las verdaderas causas que le producen, y lo único que nos es permitido conjeturar es que el fluido eléctrico, esparcido en los lugares iluminados por la aurora boreal, entra por mucho en su formación. Y retirémonos que lo mismo podremos contemplarle detrás de los cristales, porque usted, padre mío, y tú, querida hija, podrían constiparse con el relente de la noche.
-¿Y tú no? -dijo don Leandro.
-Yo me hallo en la edad viril -contestó el interrogado-. La ancianidad y la adolescencia son más débiles, puesto que los extremos se tocan, y si uno de ustedes cogiera una pulmonía, se verían confirmados los vaticinios de Teresa.
-¿Es verdad, papá, que esos fenómenos anuncian calamidades públicas?
-¡Qué han de anunciar!
-Lo digo porque antes de ahora lo he oído a otras personas que tienen motivos para poseer más instrucción que esa pobre muchacha.
Pues no hay nada de eso, sino que como la aparición de este meteoro, como también de los cometas, de que ha hablado, son cosas que suceden rara vez, el vulgo las extraña, las comenta y si, por desgracia, en un tiempo más o menos próximo ocurre una guerra o una epidemia, cosas que suelen afligir con harta frecuencia a la humanidad, creen los ignorantes que la aurora boreal o el cometa viene a anunciarla.
Las leyes físicas de la naturaleza no sufren alteración, aunque el modo de obrar de los habitantes del globo provoque muchas veces los castigos que singular o colectivamente experimentamos. Estas leyes obedecen a principios inmutables, establecidos por la Providencia de un Creador omnipotente, de un padre cariñoso, y dirigidos siempre al bien general de sus criaturas.
-El arco iris, que he nombrado antes por ver si me decía usted en qué consistía, sí que se ve claramente que es como un signo de unión del cielo y la tierra, una cosa bellísima, agradable como la sonrisa del Eterno después de la tempestad. La historia sagrada nos dice que terminado el diluvio, y al salir Noé con su familia del arca salvadora, aquél ofreció a Dios un sacrificio en acción de gracias y el Altísimo, acogiendo benigno aquella ofrenda, hizo aparecer el arco iris como muestra de su reconciliación con la humanidad; pero físicamente considerado, no sé en qué consiste.
-Cuando en una tarde de primavera se presenta a nuestra vista una oscura nube que vierte la lluvia sobre los campos, y en otra parte del horizonte que abarcan nuestras miradas aparece el astro del día, los rayos solares que se reflejan en las gotas de agua quebrándose ni más ni menos que harían en un prisma de cristal, como creo haberte explicado, forman los colores del iris; y de ahí ese arco que tanto encanta a los niños. Si te pones al Sol, te llenas la boca de agua, y la dejas escapar formando un surtidor, verás reflejarse en aquella menuda lluvia los colores del iris.
-Lo comprendo; y ¿qué es lo que usted llama cometa y Teresa estrella con cola?, porque yo no he visto ninguna.
-Los cometas son unos astros que se mueven en todas direcciones, giran alrededor del sol, pero para nosotros sólo son visibles cuando pasan muy inmediatos a la tierra, y algunos van precedidos o seguidos de una, como cabellera luminosa, o sea, un haz de rayos de luz.
Como su órbita es inmensa, tardan muchos años en recorrerla, y de ahí que su aparición, aunque periódica, acontezca mediando muchos años de una a otra vez.
Hay fenómenos que, por más que no lleven consigo ningún desastre real, intimidan al vulgo, que completamente desconoce sus causas, tales son los eclipses.
-Y ¿qué es eclipse, papá mío?
-Llámase eclipse a la interposición de un cuerpo opaco entre el sol y otro planeta que recibe su luz; por eso hay eclipses de sol y de luna. Cuando la luna se interpone entre el sol y el planeta que habitamos, nos priva de los rayos luminosos, y entonces se oscurece totalmente la atmósfera, si el eclipse es total, aunque esto sucede muy rara vez; al paso que si es parcial no nos oculta más que una parte del disco solar.
El eclipse de luna consiste en interponerse nuestro globo entre el sol y la luna, de modo que hallándose ésta en el plenilunio o próxima a él, cuando debíamos observarla completamente bañada por la luz del sol, vemos solamente una parte de ella, porque la sombra que proyecta nuestro planeta deja lo demás en la oscuridad. Si el eclipse es total, la luna se oscurece completamente.
-¿Y eso también dice la gente que es mala señal?
-Por supuesto. Voy a hablarte de otros fenómenos verdaderamente espantosos, en medio de su admirable grandeza, y que si algunas veces producen males parciales, contribuyen al bien general, como todo cuanto está ordenado y dispuesto por la sabia Providencia del Hacedor divino.
Así habrás oído hablar de los terremotos y de los volcanes, o habrás leído algo referente a ellos.
-Sí, señor, he leído algo, pero nunca he experimentado tan espantosos fenómenos; así es que si sintiera un terremoto, tendría muchísimo miedo, y si viera de cerca un volcán, creo que me moriría de repente. Lo que no comprendo es que semejantes cosas puedan contribuir al bien de la humanidad.
-Pues escucha. Tú sabes que los vegetales, laboratorio perenne de oxígeno, sin el cual no podría sostenerse el reino animal, consumen una gran cantidad de hidrógeno, ázoe y ácido carbónico, especialmente de este último gas, que, a pesar de que a su vez le produce la respiración animal, se agotaría, al fin, si otros manantiales no hubiesen sido preparados para abastecer las necesidades de toda la naturaleza. Estos manantiales, los forma la cadena de volcanes, que en número de más de quinientos se extiende sobre dos zonas paralelas al ecuador, y se prolonga hasta cerca de las regiones glaciales de uno y otro polo. Inmensos braseros que arden incesantemente sobre la superficie de nuestro reducido planeta, parece que debían consumirlo y abrasarlo todo; pero únicamente tienen por objeto difundir la vida produciendo inmensa cantidad de gas ácido carbónico que los vientos esparcen por la superficie del globo en todas direcciones, que absorben con avidez los gigantescos árboles del bosque, las gayas flores de la pradera y la menuda yerba del campo, recreándonos con sus perfumes y sus encantos y contribuyendo a nuestra salud, a nuestro alimento y a nuestra delicia.
-Pero un volcán, ¿no puede destruir poblaciones enteras?
-Ciertamente, mas antes se perciben señales que anuncian este desastre, y los que viven cerca de los cráteres del Etna y del Vesubio, que son los mayores volcanes que existen en el mundo, tienen tiempo para precaverse. Recuerdo haber leído la descripción de una de las más terribles erupciones del Vesubio que un elegante escritor relata con éstas o semejantes palabras: «Más de tres meses antes se dejaron oír ruidos subterráneos y por las noches iluminaban el cielo llamas amoratadas. Después un humo denso salió de la montaña y se dividió sobre su cumbre formando capas semejantes a bolas de algodón de singular blancura, las cuales reuniéndose después constituyeron una masa semejante a una montaña móvil aérea cuatro veces más elevada que el volcán, y cuya cumbre se inclinaba sobre la ciudad. Los vientos impetuosos disipaban a veces este monte fantástico y paseaban sobre el cráter nubes brillantes donde se reflejaba como en un espejo el interior del abismo. Finalmente abrió el volcán su inmensa boca y arrojó pirámides de llamas, el monte se incendió y presentó el aspecto de un globo rojo, cuyos reflejos sólo iluminaban desolación y ruinas.
-Pero, ¿cuál es el origen de ese magnífico cuanto espantoso fenómeno?
-La teoría más moderna de los volcanes está fundada en el fuego central. Recordarás que te he dicho que muchos geólogos dan por averiguado que nuestro planeta ha estado durante algún tiempo en ignición, esto es, candente o inflamado; y que, habiéndose enfriado gradualmente la superficie, conserva en sus entrañas gran cantidad de fuego y de gases inflamables. No es fácil dudar de esto, pues los manantiales de aguas termales y los pozos artesianos en los que muchas veces han encontrado agua hirviendo, lo demuestran palpablemente. En muchas partes, ahondando la tierra, se descubren depósitos de pez, betún y también de azufre y de diversos ácidos, y está demostrado que doce leguas más abajo de nuestros pies todo está líquido e hirviente. El núcleo de la tierra debe ser, pues, un gas compacto o incandescente que tiende de continuo a dilatarse y a dejar su estrecha cárcel, como el agua comprimida dentro de una máquina de vapor. Cuando la corteza sólida del globo se abre por la existencia del fuego central que la trabaja continuamente, o por cualquiera otra causa, los vapores, que tienden a elevarse, arrojan con irresistible ímpetu toda esa masa de betunes, azufre, etc., de que he habado; y he aquí el volcán. Cuando se dilata el aire interiormente, cuando conmueve todos esos fluidos sin tener bastante fuerza para romper la corteza y subir al exterior, es lo que llamamos temblor de tierra o terremoto, que al comunicar un movimiento a la superficie del globo o a una parte de él la desnivela muchas veces los edificios y produce hundimientos de casas, templos y a veces de poblaciones enteras.
-¿Sabe usted qué pensaba, papá? Que se parece eso del gas que pugna por salir de la tierra y que, al fin, la rompe y sale con ímpetu, a una botella de gaseosa o de cerveza cuyo contenido hace saltar el tapón.
-Bastante vulgar es la comparación, pero no me disgusta oírla en tus labios, porque me prueba que me has comprendido. Siguiendo tu símil diré que el terremoto se efectúa cuando el gas no tiene bastante fuerza para hacer saltar el tapón, pero le mueve.
-Ya está comprendido, pero Dios nos libre de semejantes movimientos.
-En efecto, todos estos fenómenos, como te he dicho al principio, pueden ocasionar desgracias o desastres parciales; pero contribuyen, por lo común, al bien general, y al mismo que sucumbe en ellos, no hacen más que anticipar de algunos años el término de su destierro, ya que este mundo, a pesar de los dones que en él recibimos de la mano del Creador, no es más que una morada en que la humanidad se prepara para otra existencia definitiva, en otro mundo incomparablemente más dichoso.
Han pasado algunos años desde los acontecimientos que he referido en los últimos capítulos.
Flora es ya una señora casada y copia exactamente las virtudes domésticas de su buena madre.
Su esposo, que comprende el tesoro que posee, ama con entusiasmo a la encantadora joven.
Sin ser poderosos, gozan de una posición muy desahogada, pues poseen fincas en la ciudad y una preciosa casa de recreo inmediata a una pintoresca aldea, cuyo vecindario es, sin embargo, pobre en su mayor parte.
Flora y su familia pasan los inviernos en la ciudad. Ella va casi todas las tardes a acompañar a sus queridos padres y abuelos, y trabaja al lado de su madre, como en la época de su adolescencia. Los días festivos, en que don Prudencio no tiene oficina, se reúnen las familias y comen juntos en la casa de Burgos o en la de Isidoro Fernández, que así se llama su hijo político.
En el verano se trasladan a la casa de campo y algunas veces logran que Sofía les acompañe. Su llegada es más grata para los habitantes de aquellos contornos, que la lluvia del estío o las primeras flores de la primavera. Flora es la providencia de los pobres, porque ella los visita cuando están enfermos, los socorre en sus más apremiantes necesidades, aconseja a las jóvenes con una prudencia superior a sus cortos años, dirime sus contiendas, reparte ropa blanca y vestidos, que ella misma ha cosido, a los huerfanitos y a los hijos de las familias más necesitadas.
Las bendiciones de los pobres la siguen por doquiera, y las madres la ofrecen como modelo a sus tiernas hijas, mientras todos, hombres, mujeres y niños, con ese lenguaje pintoresco y sencillo, peculiar a la gente del pueblo, unos le llaman el ángel de la caridad, otros la comparan a la madre del Amor hermoso, porque dicen, que en lo agraciada y modesta se parece a la Virgen que se venera en el rústico altar de la aldea, y otros dicen que se llama Flora porque en realidad es un ramo de flores de virtudes y encantos.
La hija de Burgos se enfada de veras cuando llegan a sus oídos éstas, que ella llama adulaciones.
Como en aquella aldea no hay escuela de niñas, se complace nuestra amiga en reunir a las pequeñas campesinas los domingos por la tarde en una sala baja de su casa y enseñarles los principales misterios de la religión, los sanos preceptos de la moral, en desterrar absurdas preocupaciones de las que tanto abundan entre la gente sin instrucción; y comunicarles algunos conocimientos de higiene y economía doméstica tan necesaria a una madre de familia. Ya veis, queridas lectoras, el fruto de la esmerada educación que vuestra amiguita ha recibido. Os la he presentado en la cuna, hemos presenciado su desarrollo, la hemos visto iniciarse en los secretos de la naturaleza y adquirir los conocimientos útiles a la mujer, corregir los defectos que se insinuaban en su corazón de niña, robustecerse en la virtud con el apoyo de sus prudentes y sabios educadores y llegar a ser, después de una hija tierna, obediente y respetuosa, una esposa modelo y excelente madre.
Hemos contemplado el pequeño y delicado capullo, la hemos visto convertirse en fragante flor, y hoy nos recrea la presencia del excelente fruto cuya dulzura deleita a cuantos alcanzan a probarla.
Os he ofrecido un modelo, el imitarle no es difícil. ¡Dichosas vosotras si podéis superarlo!
Superarlo he dicho, porque con buena voluntad todo es posible, y así como en el corazón humano hay a veces insondables abismos de perversidad, que contrastan y aterran al que los profundiza, hay también tesoros de virtud, cuyo germen colocó en él la Providencia, y que convenientemente desarrollados convierten a los niños en ángeles de inocencia y de candor, al hombre y la mujer en seres, privilegiados que derraman la dicha en su familia y en su patria, y que honran y enaltecen la humanidad.