Eduardo López Bago
Los amores
(obra entretenida)
Sevilla
Imp. de Gironés y Orduña, Lagar 3.
1876
FONDO DEL CUADRO. —El cielo y la tierra.
COLORES DEL FONDO. —El azul para el cielo. Si hay nubes, úsese sólo el blanco y el color de rosa. El verde más brillante para la tierra. Si hay flores, todos los colores de la paleta, exceptuando el amarillo y negro. Úsese más el color blanco, porque deben predominar las azucenas.
ESTUDIO DE LUZ. —La de la mañana.
El ambiente del cuadro será ligero y fresco.
El pintor, al hacerlo, debe recordar y sentir la primavera.
En la parte baja, y en primer término, un manantial abierto en la roca viva.
FIGURAS. —Tres. Un hombre, una mujer y un niño.
PRIMER TÉRMINO. —La mujer y el niño.
SEGUNDO TÉRMINO (que es también primero en apariencia). —El hombre.
COLOCACION DE LAS FIGURAS. —La mujer deberá estar junto al manantial y el niño junto á ella. El hombre detrás de los dos, formando grupo.
POSTURA DE LA MUJER. —Inclínase un poco hácia delante. La cabeza baja, por la inclinacion del cuerpo. Sus manos se juntan formando un hueco, en el que ofrece al niño el agua que ha recogido asi en el manantial. Por entre sus dedos caen algunas frescas gotas de agua que, heridas por un rayo de sol que se desliza entre los árboles, parecerán diamantes en fusion; dijérase una de esas lindas conchas de nácar en que se detiene el agua á las orillas del mar. Con los muslos se ciñe el vestido, un poco levantado, que deja ver los pies pequeños y elegantes. De este modo el ropaje dibuja las formas y la figura resalta más artística y airosa.
POSTURA DEL NIÑO. —Natural. No tiene que violentarla, gracias á la de su madre. Sus manos diminutas, cogen los bordes de aquella especie de taza que le forma la madre con las suyas, y sus labios, que acerca para beber, se entreabren con una sonrisa ántes de hacerlo. Sobre las cabezas de la madre y del niño se persiguen al vuelo dos mariposas.
POSTURA DEL HOMBRE. —De pié, junto á la roca, en la que se apoya con un brazo: actitud de cansancio físico. Que el espectador se figure sin trabajo que aquel hombre, joven y robusto aún, acaba de correr y jugar con aquel niño. La cabeza se ladea un poco, para poder ver á su hijo por detrás de la madre.
COLORES QUE DEBEN EMPLEARSE PARA ESTAS FIGURAS. —En la mujer y el niño. — Cabellos castaño brillante. Para el niño, casi rubios. Para las orejas, el color de las hojas de rosa encarnada. Para la frente, blanco mate. Para los ojos, el azul usado para el cielo. Para las megillas, un color de rosa más encendido. Para los labios puede servir el mismo color empleado al pintar los claveles de la pradera mezclado con un poco de rojo coral. Para los dientes el blanco marfil y también el que forma la espuma del agua.
EL HOMBRE. —Cabellos negros y sedosos. —Encarnacion morena pálida. —Debe tenerse en cuenta que, aunque en la penumbra y en segundo término, esta figura no ha de quedar oscurecida en nada.
SOMBRAS DE LAS FACCIONES. —Ninguna.
EXPRESION DE LOS ROSTROS. —Todos sonrien.
TRAGE DEL HOMBRE. —De campo, y medio color.
TRAGE DE LA MUJER. —Gris perla, porque es joven.
TRAGE DEL NIÑO. —Blanco, porque es niño.
ACCESORIOS. —No hacen falta, pero en todo caso se puede poner un nido de pajarillos entre el ramaje y á la vista del espectador.
(El pintor que quiera hacer el pendant, ó sea un cuadro que forme juego con éste, puede concebir el interior de un hogar, animándolo con las mismas figuras. —La mujer, sentada cerca de una ventana con un niño de pocos meses en la falda, al que amamanta, mirándole amorosamente. —El hombre, sentado también ante un escritorio. —La mano en que tiene la pluma estará levantada del papel y su rostro vuelto para mirar el grupo de la madre y del hijo. —No hay inconveniente en poner una lágrima en los ojos del hombre; pero ha de ser muy trasparente y el pincel hará que resbale de una manera fácil.)
Este capítulo de mi libro es de suma importancia para la mujer.
Con este propósito ha trazado mi pluma los primeros renglones.
El niño que hemos bosquejado en el cuadro anterior, no tiene más de seis años.
Hasta esa edad las madres visten á sus hijos de blanco (es lo general) —y con faldas, aunque sean varones.
Hay una obstinacion predominante en la mujer, que responde á otra predominante también en el hombre.
La esposa, al notar dentro de su sér los primeros síntomas de la maternidad, tiene un deseo que poco á poco se convierte en creencia y exclama con fé ardiente como su deseo: —«Será una niña.»
Pero el hombre rechaza esta conjetura, y dice con acento de conviccion: —«Nó, será un niño.»
Despues el tiempo se encarga de dar la razon al que la tiene.
Hé aquí por qué todos los niños se visten con faldas hasta los seis años. —La mujer, cuando anhela alguna cosa, lucha por obtenerla hasta con la misma naturaleza.
Su imaginacion, soñadora como la de los poetas, da consistencia á los fantasmas.
Cuando la realidad no se coloca bajo sus órdenes caprichosas, rivaliza con la creacion entera, y no pudiendo alcanzar la posesion de una verdad, busca una mentira, un algo falso y le da el prestigio de las apariencias.
De esta manera las madres que no tienen hijas se consuelan vistiendo de niñas á sus hijos.
Pero estas niñas ficticias cambian de sexo á los seis años, edad en que las faldas se convierten en pantalones.
¡Loca! exclama el hombre al considerar estos inútiles afanes.
Locas, sí, decimos nosotros; pero al mismo tiempo felices todos los que adolecen de semejante demencia, porque esa locura, es la locura eterna de la humanidad de todos los siglos y tiene un nombre santo y bendito: las ilusiones.
Pero llega un dia en que la realidad impasible nos hace despertar de tan hermosos sueños.
Llega un dia en que el niño no se aviene con la metamorfosis de que es víctima; sus movimientos bruscos no pueden tener libertad encerrados en aquella vestimenta propia de la ligereza delicada y de la débil actividad de las mujeres. —Todo lo que es femenino tiene la gracia en el reposo. —Una niña jugando, es una figura elegante que no se descompone. —Desde la infancia hay cierta coquetería en la mujer. —Hay niños, pero no hay niñas. —Las niñas, según Alfonso Karr, son mujeres más pequeñas que las demás. —El niño, cuando quiere correr, se quita la chaqueta para desembarazar sus movimientos. —La niña, por el contrario, ántes de lanzarse á la carrera, se arregla los pliegues del vestido, se sujeta el corpiño y va mirándose el trage en vez de mirar hácia adelante para no tropezar y caerse. —Lo que corre, lo que salta, lo que gira allí no es la niña, es el vestido azul ó color de rosa puesto en una figura de movimiento, que va pregonando el excelente corte de la modista. —Un niño que juega es un torbellino. —Una niña que salta es un maniquí que tiene todos los movimientos estudiados; una mariposa de alas de colores atada á un hilo, que va volando con precaucion, para que un brusco movimiento de nuestra mano no destroce su delicadeza. —En los jardinillos de Recoletos las niñas corren, tropiezan y caen. —Se levantan con las manos ensangrentadas, pero no lloran. —Se miran primero el vestido, que desluce el polvo del sendero. —Entónces, por un movimiento irreflexivo y natural, quieren sacudirlo con las manos. —El polvo desaparece, pero el vestido se mancha de sangre, y entónces lloran amargamente. —Lo que no pudo hacer el dolor físico lo consigue aquel nuevo deterioro. —La niña, que no se aterró al ver la sangre en sus manos, se desespera cuando la ve en el trage.
Despues de estos detalles queda sobradamente justificada la predileccion con que la mujer acepta el ser madre de una niña.
El niño, desde cierta edad, se entrega á ejercicios violentos, que son convenientes para su desarrollo y perjudiciales en sumo grado para las prendas que viste.
El mejor trage para los niños es un pantalon bombacho y una blusa. —¿Cómo es posible que la madre, mujer al fin, y como tal amante de toda elegancia, distincion y riqueza, transija con estas prendas que tan reñidas están con el buen gusto?
La mujer ha inventado una palabra, breve, de cuatro letras, para compendiar con ella el imperio y la tiranía absoluta de todos sus caprichos.
LA MODA.
Lo que quiere decir que las modas para niños es tener niñas, vestirlas, probar en sus formas infantiles los trages más caprichosos, más raros y más elegantes.
Hay una escala.
La madre, ántes de hacerse un vestido, prueba en su hija el corte y la confeccion para ver cómo sienta.
La niña, aunque más en pequeño, prueba sus vestidos.... vistiendo con los retazos á la muñeca.
Así, pues, las niñas están de moda para las madres.
Si se tuvieran hijos varones se visten con faldas para que los niños resulten niñas siquiera en la apariencia.
Las que así lo hicieren serán elegantes y sus hijos seguirán la última moda.
De lo contrario, incurrirían en el dictado de cursis.
La barbarie, las artes, la religion, la geografía, las ciencias todas, la alquimia, la caballería y hasta la voluptuosidad, el sensualismo y la molicie han tenido sus épocas y en ellas han reinado y presidido cada una por derecho de conquista y con unanimidad de votos.
El siglo presente pertenece á la literatura.
Lo que no significa en manera alguna que los literatos sean uno de los adelantos del siglo diez y nueve.
Lo único que tratamos de probar es que la literatura lo invade todo, reina en las naciones, se impone, en una palabra, á las inteligencias, á los hombres de accion, á la hermosura, al saber, al valor y áun á los intereses materiales.
En efecto, sin salir de nuestro territorio vemos que la literatura reviste las siguientes formas:
Literatura callejera, que pudiéramos llamar de la vida airada. —(En este género están comprendidos los romances de ciego y los villancicos de Noche-Buena, la salve que cantan los presos al reo que está en capilla, y la oratoria de los que enseñan entre los cristales de aumento de un Tuti-li-mundi el panorama de las derrotas carlistas.)
Literatura infantil. —(Los pliegos de aleluyas, libros de aguinaldos, alfabetos, etc., etc.)
Literatura comercial. —(Los anuncios de las cuartas planas de los periódicos.)
Literatura especulativa. —(Los versos del cartero, el sereno, el repartidor y los carteles de los circos ecuestres.)
Literatura galante. —(Escrita en álbums, abanicos y motes para damas y galanes.)
Literatura política. —(Más de cuatrocientos periódicos de esta mala índole en la Península y posesiones de Ultramar.)
Literatura ilustrada. —(Novelas por entregas. Infinidad de personajes fantásticos grabados en madera por Capúz y otros buriles no menos encapotados, millones de letras impresas en papel con cubierta de color. —Un cuartillo de real la entrega en toda España.)
Literatura sábia. —(Discursos de entrada de todos los académicos en todas las Academias.)
Literatura internacional. —(Traducciones alternadas de Paul de Kock y de Jules Verne. —Para más detalles véase La Correspondencia de España en su seccion de folletín.)
Literatura militar. —(Véanse las proclamas de los generales sublevados desde el año de cincuenta y cuatro hasta la fecha.)
Y así sucesivamente.
Además hay salones, enredos, diálogos, comidas, hambres, costumbres, bohemia, hospitales, cementerios y hasta thés literarios.
No extrañará, pues, que llamemos bautismo literario el capítulo en que damos un nombre al protagonista de LOS AMORES.
Llamémosle desde ahora Julio Suarez.
Tal es el nombre del niño vestido de blanco, que aparece entre las figuras del cuadro de género, cuya explicacion nos ha servido para escribir las primeras páginas de este libro.
El asunto de aquel cuadro es el primer amor de Julio. —El cuadro figura en el catálogo de la vida humana, con el título de LA INFANCIA.
Lo fueron, en efecto, para Julio, y lo serán siempre para todos los mortales, las siguientes:
La primera Noche-Buena que recuerda.
El primer pantalon que estrenó el dia que cumpliera siete años.
El dia de su entrada en el colegio.
Los tres que empleó en escribir una plana de orla, para sorprender á su familia, en celebracion del santo de su padre.
La tarde en que, al salir de una clase, se pegó con un muchacho para hacer las amistades.
La lectura de la primera novela, que fué El Robinson, de todo lo cual resultó fugarse de la casa paterna, volviendo á los tres dias hambriento, desarrapado y arrepentido, de una isla desierta que formaba el rio Guadalquivir (Julio era sevillano) en un remanso de un molino, á un cuarto de legua de la poblacion.
El paseo militar que dió por todas las calles y callejuelas de Sevilla, vistiendo el uniforme de guardia marina, cuando le concedieron dicha gracia.
La declinacion del Musa, æ, á poco tiempo de su entrada en el Instituto, y el dia en que averiguó que respiraba oxígeno.
El dia en que se le murió un gato de Angola.
Cuando cumplió catorce años de edad.
Cuando conoció á la amiguita de su hermana.
Cuando su hermana se casó.
El dia en que se graduó de bachiller.
Aquel en que vendió los libros estudiados para prestar tres pesetas al amigo que yá conocemos.
Aquel en que el amigo se negó á devolvérselas.
Y, por último, las dos fechas memorables en que sus padres se murieron, de cuyas resultas termina aquí el primer amor y empieza en realidad la historia de Julio.
LOS SALONES DE LA MARQUESA.
—¡Cárlos!
—¡Julia!
—¿Conoce usted á ese? Aquí estamos todas muertas de curiosidad por saber cómo se llama.
—Pues no le conozco.
—¡Qué lástima!
Cárlos se acerca á otro grupo.
—Condesa, está usted, como siempre, irresistible.
—Gracias, Cárlos. (Aquí un mohin.)
—¿Y el Conde?
—Jugando al tresillo.... Pero.... ¿no sabe usted?...
—¿El qué, señora? (Sentándose junto á ella.)
—El acontecimiento de esta noche.... ese joven, á quien nadie conoce.
—Permítame usted, Condesa. Alguien le conocerá.
—Nó señor, si no le ha presentado nadie.
—¡Cómo!
—Lo que usted oye. Es un amigo de la Marquesa.
—Entónces le conocerá la Marquesa.
—¡Qué cosas dice usted! (Aquí una sonrisa picaresca.)
—¡Yo!...
—Sí, malicioso. Apostaría á que se refiere usted.... (Mudando de tono.) Y la verdad es que da en qué pensar eso de estar hablando con él más de un cuarto de hora.
—¿Quién?
—La Marquesa. Yá ve usted.... En una noche como esta, la reina del salon no se pertenece. No puede distinguir anadie, á ménos que.... pero no quiero ser tan maliciosa como usted.
—Condesa, aseguro á usted que yo no he dicho…
—¡Vamos!
—Además, creo que la malicia siempre debe tener algo en qué apoyarse, un fundamento, una base; de lo contrario, se convierte en calumnia.
—¡Nó! si yo no digo.... (Confundida.)
—Confiese usted, Condesa, que una base de quince minutos es muy mezquina. Si la Marquesa habla con un joven, y le habla en público, no puede decirse que á solas....
—¡Calle usted! ¡Calle usted!
—¿Por qué?
—¡Es usted muy hábil! Como todos los hombres, ataca usted defendiendo.
—¡Condesa!... (Con marcado disgusto.)
—¡No se ofenda usted!
—Condesa, á mí no me ofende usted más... que la vista.
—¡La vista! ¿Y por qué? (Con enojo.)
—(Con galantería.) Porque la belleza de usted es radiante y deslumbradora como el sol. (Se levanta.)
—¡Lisonjero! ¿Pero se va usted yá? —
—Sí, voy al tresillo á saludar al Conde.
En el tresillo.
—Conde, muy buenas noches.
—Hola, pollo.
—¿Se gana?
—La fortuna me sonríe. Acabo de dar una bola.
—No es extraño.
—¿Por qué?
—Porque está nevando.
—¡Oh! pero esta bola no es de nieve; me ha producido diez y seis duros.
—¡Una onza! Tiene usted razon, es de oro. Sin embargo, esta noche abundan más las otras.
—¡Ah! yá caigo. ¿Lo dice usted por ese joven, ese desconocido que ha estado más de media hora hablando con la Marquesa al principio del baile? ¡Si fuera uno malicioso!
—¡Conde...!
—¡Yá ve usted que media hora seguida...!
—Esa es la bola de nieve, va aumentando.
—¡Yo lo he visto!
—Reloj en mano, lo supongo. Sin embargo, admírese usted; á mí me han dicho que un cuarto de hora.
—¡Oh! pues quien lo ha dicho —
—Se equivoca.... ó miente. Vamos, no se ponga usted serio. Sin embargo, el que lo ha dicho no es él, es ella, es su mujer de usted.
—Juego, señores.
—Ea, que gane usted mucho. El tresillo no es un juego peligroso; sobre todo, cuando se gana. Hay otros juegos en que se pierde más. Adiós, Conde.
En la sala de fumar.
—Oye, Cárlos.
—¿Qué quieres?
—Vén aquí con nosotros, charlarémos un rato.
—No me gusta. Voy á fumar.
—Toma un cigarro.
—Gracias.
—Pero hombre, escucha.
—No puedo, tengo que pensar.
—Pues mejor, pensarémos todos juntos. Sobre todo, harémos reflexiones sóbre los acontecimientos más recientes.
—Me gusta más pensar en abstracto.
—¿Te has vuelto filósofo?
—Puede ser.
—Déjate de eso. Vamos á ver: ¿á que no sabes quién es el nuevo amante de la Marquesa?
—¡Y tan nuevo como será! ¡Nunca le he conocido ninguno!
—Yá lo creo —Ha sido siempre una mujer muy reservada.... Pero yá es distinto. Cuando la mujer se vuelve loca, salva todos los obstáculos. Únicamente así se comprende el escándalo de esta noche.
—Y ¿cuál es?
—¡Hombre, pásmate! ¡Ella, la Marquesa, la recatada Marquesa, la más linda de nuestras viudas, ha estado más de una hora hablando con...!
—Sí, yá lo sé, con un joven.
—Á quien nadie conoce. Debe ser de provincia.
—Señores, me voy.
—Pero, Cárlos....
—No me gusta la conversacion.
—Parece que la noticia te preocupa.
—Á mí, francamente, quiero á la Marquesa, la admiro....
—Yá lo sospechábamos.
—¡Eh! basta. Quiero á la Marquesa porque es mi amiga, mi verdadera amiga, y la admiro porque es tan hermosa como buena, y no permito….
—Bueno, hombre, bueno; mira, vete á fumar. Tienes razon, los filósofos como tú deben quedarse para mejor ocasion.
La Marquesa y Cárlos.
—Marquesa, adios.
—¿Se va usted, Cárlos?
—Sí.
—Tiene usted una cara tan séria.... ¡Dios mió! ¿se aburre usted?
—De manera alguna.
—¡Como nos deja usted tan pronto!
—Estoy un poco enfermo. Me parece que tengo calentura. Voy á acostarme.
—¡Cuánto lo siento, porque deseo que conozca usted á un amigo mió, un buen muchacho, joven, casi un niño y huérfano de padre y madre! Acaba de llegar á Madrid. Tiene alguna fortuna, pero no tiene amigos.
—Esas son dos ventajas.
—¿Y qué le ha parecido á usted el baile?
—Muy bien; está muy brillante, muy concurrido. Pero que no se repita.
—¿Por qué?
—Porque aunque la fortuna de usted es fabulosa, estas cosas producen siempre la ruina.
—¡Oh! no hay cuidado.
—Créame usted, Marquesa, los bailes cuestan muy caros.
El Casino.
—¿Viene usted del baile de la Marquesa?
—Sí.
—¿Y qué hay de nuevo?
—¿De política? No sé nada.
—Dicen que los salones están llenos de lo más selecto de nuestra sociedad.
—Es cierto.
—Aquí han venido, ántes que usted, Arturo Fuenterubios, Luis Casan ova y otros. Yá tenemos noticias.
—¿De qué?
—Vamos, no se haga usted de nuevas. Por más que, según es voz y fama, el descubrimiento le ha producido á usted sensacion.
—Señores, no sé de qué se trata.
—De ese joven de provincia, de Julio Suarez. Así al ménos nos han dicho que se llama.
—¡Ah! vamos. Sí.
—Parece que goza de gran intimidad con la Marquesa.
—¿Y por qué?
—¡Digo! si le parece á usted poco, estar hablando con él más de dos horas...
—Señores, me marcho.
—Comprendemos que no le guste á usted la conversacion, (Con marcada ironía.) porque debe ser terrible verse derrotado por un provinciano, por un advenedizo.
—Vaya, basta de bromas.
—Bromas buenas están. Pues sepa usted que no se habla de otra cosa. Todos aseguran que está usted furioso por su derrota.
—Sí lo estoy, pero es por otra circunstancia.
—¿Cuál?
—Porque los hombres se van pareciendo mucho á las mujeres. Yá ven ustedes si el caso es grave. Conque, muy buenas noches.
El Café.
—Aquí viene Cárlos; callarse.
—¡Pobre muchacho! Le compadezco.
—Yáse consolará.
—¡Hola, Cárlos! ¿Quieres tomar algo?
—Sí, pero no admito convites. ¡Mozo, un té!
—¿Hombre, vas á tomar otra taza?
—¡Otra taza! Esta es la primera.
—¿Qué, no has estado en casa de la Marquesa?
—Sí, pero no he tomado té.
—Allí le habrán dado las tostadas y aquí toma el líquido.
—¡Já, já, já!
—Sé de qué se rien ustedes, pero no me importa.
—Vamos, mejor es así. Tén conformidad. Pero, dime, ¿es verdad que se llama Julio Suarez?
—Eso dicen.
—¿Y es provinciano?
—También dicen eso.
—¿Y es amigo de la Marquesa?
—Sí.
—¿Y han estado hablando juntos y en voz baja toda la noche?
—Eso dicen ustedes; otros dicen que dos horas, otros que una, otros media, y así sucesivamente.
—Pues ello es que cuando el rio suena agua lleva.
—Ó bien que hay mucho ruido y pocas nueces.
—Eso quisieras tú.
—Lo que yo quisiera es que la calumnia, aunque mala, no fuera patrimonio de la estupidez.
—Bueno, bueno, no te exaltes. Toma té.
—Yá lo he tomado. Mozo, cóbrese usted. Ea, adios, me voy á acostar.
—Adiós, hombre, que pases buena noche.
El paseo (al otro día).
—¡Mírala!
—¿Dónde?
—En aquel coche.
—¿Y él, dónde está?
—Hace un momento que acaba de pasar por nuestro lado. Va á caballo. Mira. Ahora vuelve. Es él. Van á cruzarse.
—¿Es aquel ginete que la saluda?
—El mismo.
—Pero hombre, ¿quién habia de pensar que la Marquesa...? ¿Y cómo no se ha sabido hasta anoche?
—No seas tonto. La Marquesa estaba de luto por la muerte de su marido. Anoche cumplió el primer aniversario de su viudez. Dió un baile con el pretexto de presentar en el mundo (como ahora se dice) á esa sobrina suya, aquella jovencita que va en el coche con ella, y entónces, como es natural, se descubrió todo. Parece que es su amante desde hace tres meses. Vino de fuera. Es muy rico, pero huérfano. El difunto Marqués y su padre eran íntimos amigos. Julio Suarez, pues así dicen que se llama, vino á Madrid sin conocer á nadie. Se presentó á la Marquesa con una carta de su tutor, un tio suyo. ¡El que dicen que está trinando es Cárlos Caballero!
—¿Y por qué?
—Dicen que —(Hablan algunos segundos en voz baja.) (Alto.) Hubo una escena violenta. Ella le dijo que era viuda y libre, que no tenía que dar cuenta de sus acciones á nadie. Cárlos salió hecho una furia. Se marchó sin esperar á tomar el té. No se le puede hablar de ella. En el baile estuvo grosero con sus amigos; en el casino, insultante, y en el café estuvo en nuestra mesa, y se marchó visiblemente contrariado por nuestras bromas. En fin, chico, parece que la tal Marquesa es una alhaja.
La Revista de Salones.«Allí vimos á las condesas de A, B, C, D y E; á las marquesas de F y G; á las duquesas de H, I, J; señoras y señoritas de K, L, M, N, O, P, Q, R, S, T, U, V, X, Y, Z; á la princesa de ***; A la embajadora de Alemania, y á las de Francia, Italia, Inglaterra, Rusia, etc., etc. Además los distinguidos escritores señores........................................................
«La fiesta estuvo animadísima.
»La linda Marquesa viuda hizo los honores de la casa, con la amabilidad que tanto la distingue, á la escogida high life, en que figuraba la aristocracia, la alta banca, las letras, las artes, la diplomacia y la política.
«El buffet, expléndidamente servido. Respirábase allí aisance y comm'il faut.
«Para terminar nuestra causerie diremos á los lectores que anoche, á última hora, se hablaba de un lance pendiente entre dos jóvenes, uno de ellos muy conocido en el beau monde y el otro no menos distinguido, recien llegado á Madrid, que acaba de presentarse en los salones á que le llaman su nombre, su buena fortuna y sus envidiables cualidades personales.»
«Plácido.»El periódico de que hemos copiado literalmente el párrafo anterior, salia por la noche.
Cárlos era uno de sus suscritores.
Pero el joven no acostumbraba á leer por la noche más periódicos que la Correspondencia de España.
Porque Cárlos era madrileño.
El lector sabe yá que este Cárlos Caballero —pues así se llamaba —es el mismo que aparece en nuestro capítulo anterior, víctima, como Julio Suarez, de los comentarios hechos acerca de la conducta de una dama de la aristocracia.
Comentarios gratuitos y ofensivos en alto grado, que ponian en peligro el clarísimo honor de la limpia vida de la Marquesa viuda del Rio.
Pero sigamos la novela.
Al dia siguiente Cárlos estaba almorzando.
Un criado entró á servirle el té y puso sobre la mesa los periódicos de la mañana.
Cárlos no era literato ni periodista (sabida es la diferencia). —Pero podia serlo.
Á la sazon contaba veinticinco años y un capital de veinticinco mil duros, con cuya renta vivia frecuentando los teatros, las reuniones y los casinos, como hemos visto, sin cuidarse del porvenir, falto de ambiciones, aunque sobrado de talento é instruccion para poder aspirar á las primeras y más brillantes categorías sociales.
Vivia solo en un piso construido á la francesa, una verdadera habitacion de soltero (chambre de garçon), en el barrio de Salamanca.
A los veinticinco años, el hombre, aunque joven aún, empieza yá á tener un poco de amor á la vida práctica. —Las hermosas teorías de la juventud van desapareciendo; y, aunque los cabellos no blanquean, la mirada es más varonil, tiene más dureza, ménos pasion, ménos ternura, y, si se nos permite la frase, dirémos que empieza á nevar en la imaginacion y sobre los más floridos pensamientos.
El hombre á los veinticinco años y la mujer á los treinta son como frutos que pierden en brillo lo que ganan en madurez.
Cárlos, miéntras endulzaba con gran cuidado su taza de té, cogió un periódico, el yá mencionado, y su vista empezó á recorrerlo primero con indolencia, hasta que, por último, la crónica de salones despertó su curiosidad.
Era la revista de Plácido, escritor especialista en tal género de literatura, merced á la amenidad francesa con que cometia indiscreciones, relataba bodas, bautizos y hasta entierros próximos á celebrarse, citaba nombres propios, describía trages, detallaba desafíos, escándalos y todo género de sucesos y aventuras de la semana.
Cuando Cárlos cesó de leer se sonrió, primero con desprecio, despues amargamente.
Quiso tomar el té, pero un ligero temblor nervioso, que agitaba sus manos, hizo que la finísima taza cajera hecha añicos de entre sus dedos, derramándose el contenido sobre la mesa.
—¡Miserables! —exclamó con ira que no fué dueño de contener.
Luégo se levantó de ama manera violenta, tocó un timbre y apareció el mismo criado de antes.
—Recoge eso —le dijo señalando A los restos de la taza —y vísteme. Voy A salir.
Miéntras el criado cumplia su encargo, volvió A tomar el periódico que en el primer momento arrojára al suelo, guardándolo en uno de los bolsillos de su trage.
Vistióse precipitadamente y salió.
Un coche de alquiler le llevó en pocos minutos desde el barrio de Salamanca á la casa en que vivia la Marquesa viuda del Rio.
Subió las escaleras, llamó al piso principal y un lacayo de corta edad, con librea de diario, le abrió la puerta.
—La señora Marquesa está descansando.
—Lo supongo; entrega esa tarjeta mia. Pero no vengo A verla.
—¿Qué desea el señorito?
—¿Sabes tú dónde vive el señor don Julio Suarez?
—En el Hotel de París, piso segundo, número 39.
—Bueno, gracias. Dile A tu señora que volveré más tarde otro dia. Cierra, niño.
Cárlos bajó las escaleras, dió la nueva direccion al cochero y entró en el coche.
Durante el nuevo trayecto, recobró su calma habitual.
Cuando llegó al Hotel de París, cuando subió al piso segundo y se detuvo delante de la puerta señalada con el número 39 estaba sereno como siempre.
Llamó con los nudillos, y una voz de hombre dijo: ¡Adelante!
La puerta estaba entornada, en efecto, y Cárlos no necesitó más que empujar suavemente para que se abriera.
Encontróse en presencia de un joven que lo era de cinco años ménos que él, es decir, que representaba unos veinte de edad, rubio, de ojos azules, de mirar franco y dulce, el cual no es otro que el que hemos llamado nosotros Julio Suarez y á quien yá vió Cárlos la noche del baile en casa de la Marquesa.
—Caballero.... —dijo Julio saludando y mirándole con cierta curiosidad.
—¿Don Julio Suarez? —interpeló Cárlos, correspondiendo á esta mirada.
—Pase usted, pase usted y siéntese, estoy á sus órdenes.
—Me llamo Cárlos Caballero —replicó éste.
—En efecto, ese nombre me parece que lo conozco yá.
—Tiene usted buena memoria y la Marquesa viuda del Rio también.
Y Cárlos se sonrió al decir esto.
—¡Ah! yá sé. La Marquesa me anunció que iba á presentarme áuno de sus mejores amigos. Justo. Don Cárlos Caballero. Ese es el mismo nombre que me dijo.
—Se ha cumplido mi encargo. Yo, como usted ve, me anticipo á los deseos de nuestra amiga, y vengo á evitar la molestia de una presentacion.
Julio, aunque extrañando la conducta de su nuevo amigo, replicó:
—Yo agradezco esta visita, que deseaba. Pero, siéntese usted.
—Eso haré; mas antes me permitiré cerrar la puerta. Tenemos que hablar de varias cosas.
Julio se levantó y cerró por sí mismo.
Subia de punto su extrañeza.
—Hablemos de lo que usted quiera. Estamos completamente solos.
Sentáronse ambos y Caballero, despues de ofrecer un cigarro al joven, sacó el número del periódico y le dijo:
—Ántes de hablar, lea usted.
Julio obedeció.
—No comprendo —exclamó mirando fijamente á su interlocutor despues de devolvérselo.
—Voy á explicarme y á explicarlo.
—Decididamente —pensó Julio —ó éste no es Cárlos Caballero, ó el tal Cárlos lleva su despreocupacion hasta la extravagancia.
Y añadió en voz alta:
—No veo en esa crónica de salones nada de particular; la descripcion de várias reuniones, entre ellas el baile de la Marquesa, y un lance de honor pendiente entre dos jóvenes. Si es usted ese escritor que firma con el pseudónimo de Plácido, le felicito por su talento.
—Muchas gracias, pero yo no escribo más que cartas particulares. Ahora que conoce usted el resultado ó el total de la suma (representado por esa crónica de salones y sobre todo por el último párrafo de esa crónica) voy á poner ante su vista los sumandos. Compuestos nó de líneas de cifras, nó de números, sino de escándalos. Escúcheme usted.
Y Cárlos refirió en breves palabras todo lo que ya saben nuestros lectores.
La sorpresa de Julio no tuvo límites. —Aunque falto de esa ciencia que algunos han llamado oportunamente mundología (y es impropio) ó conocimiento del mundo, comprendió que la intachable fama de su amiga la Marquesa estaba en peligro, merced á todos los comentadores de ámbos sexos que trataban de hacer de él un Don Juan ó más bien un Lovelace de nuevo cuño.
—Yá ve usted, amigo mió, —añadió Cárlos por via de resumen —cómo se forjan las calumnias de más terribles consecuencias en esta sociedad frivola y ligera. La Marquesa es inocente del crimen que se le imputa. Aquí los verdaderos culpables somos dos. Usted y yo.
—¿Cómo!
—Es muy sencillo. Empezaré por mí, yá que trato de fundar acusaciones. Yo no debia ni podia salir abiertamente á la defensa de una mujer calumniada, joven y hermosa. Yo tuve ocasion de provocar un desafío, y, sin embargo, lo evité en interés de mi defendida. Hubiera sido contraproducente. En el estado actual de nuestra sociedad era aducir pruebas en favor de los detractores y exponer más aún la reputacion que ellos atacaban. El papel de Quijote, lo mismo que el de Redentor, da lugar hoy á chistosísimos equívocos. La historia que corre de boca en boca se convierte en leyenda. La que se escribe con sangre no se olvida nunca. La lógica social es no tenerla. Si una mujer encuentra un defensor, la deduccion inmediata es que la duda, caso de haber alguna, desaparece y la mujer es culpable. Si la acusacion es de honra, la defensa está comprada con moneda de liviandad.
—Yo creo —balbuceó Julio.
—Perdone usted, sé lo que me va á objetar. Yo no siento teorías en absoluto. Habrá casos en que suceda lo contrario. Pero en general y en el que nos ocupa todo sucede con arreglo á este programa que yo he fijado de antemano. Y aquí entra mi falta, porque sabedor de esto, yo no debí demostrar interés alguno en desmentir á los comentadores. Por hacerlo ha resultado que la Marquesa no sólo tenía un amante, sino dos. Que uno de ellos era usted y el otro yo. Yo no debí salir del baile ántes del té. No debí obedecer á la sobrescitacion de mis nervios. No debí rebelarme contra el absurdo. He faltado á la amistad, y mi falta se llama inexperiencia. El verdadero amigo, en tales casos, no ataca, pero tampoco defiende.
—¡Pero eso es infame! —interrumpió Julio sin poder contenerse.
—Es usted muy joven. Viene usted de una provincia. No tiene amigos en la Corte. Esta es su falta; esta la parte de crimen que le toca en los sucesos que estoy analizando y que le he dado á conocer. Usted se halla en condiciones para ser el héroe posible de una novela. La conducta de usted no la conozco, pero á no dudar tiene mucho de reprensible.
—¡Caballero!
—Lo he dicho y lo repito. Pero no nos incomodemos y seamos amigos. No demos lugar á que Plácido, el revistero, tenga razon. Entre nosotros no puede haber lance, pero tendrémos una explicacion. Ambos somos amigos de la Marquesa. Las circunstancias, que son dueñas de los hombres, nos obligan a tener intimidad. Creo que sin esto la simpatía nos hubiera reunido —agregó con finura exquisita. —Además, yo no acostumbro á sentar suposiciones sin aducir pruebas. Está usted acusado. Veamos cómo responde á mis preguntas. ¿Cuánto tiempo hace que reside usted en Madrid?
—Tres meses á lo sumo.
—¿Conoce usted á algunas de las señoras que menciona Plácido en su crónica?
—Á ninguna, excepto á la Marquesa.
—¿No tiene usted parientes en la Corte?
—Ninguno.
—¿Es usted socio del Casino ó del Ateneo?
—Nó.
—¿Cuáles son sus ocupaciones?
—Soy abogado, pero no ejerzo; tengo alguna fortuna y gran aficion á la literatura y á las artes. Me paseo, visito los museos y las academias, compro libros, y, por leerlos, no conozco á nadie ni tengo más amigos que mis autores favoritos —replicó Julio, á quien enojaban tales preguntas apesar del tono poco humillante en que se le dirigian. —En cuanto á bailes y diversiones, el único y primero á que he asistido usted sabe cuál es, pues que me ha visto en el último dado por la Marquesa.
—¿Lo ve usted? Queda convicto y confeso el acusado.
—¡Cómo!
—Voy á explicarme. Hace tres meses que reside usted en Madrid. Durante ese tiempo la buena sociedad no le ha visto en su seno, y como está usted llamado á ella bajo todos conceptos, le coloca en la picota de los sospechosos y le destina á la observacion. La Marquesa es viuda, joven y hermosa. Da un baile para presentar en el mundo elegante á su sobrina, una candorosa niña que su hermana moribunda confió á sus cuidados, un ángel que acaba de vestirse de largo. Pero, ¿quién dice que no sea para enorgullecerse ante sus rivales mostrando un esclavo, un adorador joven, de talento, de buena figura, y, por consiguiente, conquista que merece ostentarse y arrostrar por ella el escándalo para satisfacer el amor propio? Por otra parte, ese joven, usted, según es público y notorio, no ha procurado buscar ni frecuentar más relaciones que las de dicha familia, compuesta de dos mujeres, una viuda y una huérfana, que viven solas: ¿es extraño que la sociedad lo relegue á la infame clase de amante, degradando á nuestra amiga con el inmerecido nombre de manceba?
—¡Dios mió, tiene usted razon! Soy culpable. Y, sin embargo, yo le aseguro…
—No se moleste usted; no es preciso explicar su inocencia, yo la presiento, como he conocido cuánto condenan las apariencias.
—¿Pero qué hacer?
—Nada: dicen que somos rivales, procuremos demostrar que somos amigos.
Y los dos jóvenes continuaron hablando largo rato; pero los resultados de esta entrevista formarán los capítulos siguientes.
Eran las cuatro de la tarde, y ésta de invierno, templada por los rayos del sol poniente.
El paseo de coches del Retiro se ve en hora tal y en tal estacion convertido en el punto de cita de la sociedad elegante.
En Madrid no hay romerías. —Todo el año es romería en las grandes poblaciones. —En buen hora que el pueblo, la gente trabajadora espere con verdadera impaciencia las fiestas de San Juan, San José y San Isidro; las Pascuas de Navidad, la Semana Santa y los domingos, y que una vez llegadas tales fiestas acudan todos con apresuramiento á la pradera, al Prado ó á cualquier otra parte, aglomerados, confundidos y como ébrios de alegría. —Esas expansiones de la masa popular tienen no poco de grosero en la forma y mucho de arrebatadas y dementes en el fondo. —Pero las clases más elevadas superan también en esto á los que dominan en todo. —Ved, si nó, cómo no contentos con lo que la tradicion y la costumbre han hecho general y casi obligatorio, eligen una alameda, una pintoresca calle de árboles como pasco diario, donde las hermosas se dejan admirar y (mujeres al fin) se reclinan indolentes y graciosas sobre los mullidos asientos de sus carruajes, para que los hombres caigan de la admiracion en la esclavitud y de la esclavitud entre sus brazos.
Esa es la romería eterna. —La romería del amor. —Allí, entre aquella ordenada confusion (me permito la frase) no se ven danzas desenvueltas, riñas alevosas, ni rostros encendidos por el calor de la embriaguez. —Allí todo es distinguido. —Allí los hombres tienen á lo sumo la fria borrachera del Champagne; las mozuelas no existen, pero en cambio mirad de qué manera cruzan la belleza, la gracia femenina, con qué ardiente afan trotan esos caballos de pura raza y cómo persiguen —guiados por la mano del ginete, que apénas parece moverse, y estimulados por el acicate artero —una mirada de amor y de promesas, lanzada al pasar desde el fondo de un carruaje.
¡Qué disimulo! ¡qué recato! y más aún, ¡cuánto misterio flota como un velo encantador entre aquel mundo de gasas trasparentes, de rizos dorados, de perfumadas pieles y de Cándidas perlas! —Dijérase que la agitacion de la carrera es la única causa de que en las pupilas brille el entusiasmo, de que todas las megillas se coloren y todos los labios sonrian de felicidad. —El amor tiene sus categorías. —Hay también un amor eminentemente aristocrático.
Juzgúese de la sorpresa que causarían Cárlos y Julio al entrar en el paseo, cabalgando juntos, en dos briosos caballos, riendo y charlando como dos antiguos amigos, cuando, según yá sabemos, la tarde anterior Julio Suarez, ginete en un alazan de raza andaluza, estuvo paseando solo por entre aquella multitud que poblaba el Retiro, y yá sabemos lo que de él y de su reciente amigo Cárlos se decia entre los que propalaban la nueva historia galante.
En esto descubrieron el carruaje de la Marquesa, y acercáronse los dos ginetes á saludarla, trotando al estribo un gran espacio.
Las acusaciones de los dias anteriores resultaban falsas. —Los comentadores se vieron derrotados una vez más. —Á no dudar, la Marquesa no tenia dos amantes, puesto que estos dos amantes eran amigos tan íntimos, que áun hubo quien aseguró haberlos oido tutearse. Cárlos no era más que un buen amigo; en cuanto á Julio, el caso era diferente. —Bien pudieran ser amigos ámbos jóvenes, sin que por eso dejára Julio de ser el amante de la Marquesa.
Plácido escribió otra revista dando cuenta de bailes sucesivos, y terminó diciendo:
«Afortunadamente, y mediante la acertada intervencion de los padrinos, el lance de que hablaba en mi revista anterior seha terminado satisfactoriamente.»
Este artículo, que viene aquí como intercalado, es, sin embargo, de los de primera necesidad.
Según la pauta novelesca debiera haberse escrito antes, y no dudo que á muchos les parecerá fuera de lugar y algún tanto retrasado, no faltando seguramente quien tachará de olvidadiza mi pobre pluma.
Y debo advertir que mi crimen, caso de existir, está ejecutado con premeditacion y alevosía.
He querido que mis lectores vieran el original ántes que la copia, y primero que retratar á los personajes se colocan éstos delante del espectador y hablan en su presencia, mientras el autor cubre sus facciones con una máscara parecida á la que usaba la antigüedad para representar las aventuras de Edipo y las trágicas Euménides.
Creo, como ellos, que el público debe ser dueño de sus impresiones propias, cuando compra un libro como este para leer y soñar y entretenerse forjando allá en su múltiple fantasía tipos y creaciones románticas.
Pero la costumbre es una ley ineludible y, para dar á conocer sucesos posteriores, debo someterme á ella, poniendo este capítulo entre paréntesis.
Conste, pues, que á todo comprador de este libro se le regala un álbum de retratos.
Y para mayor exactitud los haremos de fotografía y sin colores.
Helos aquí:
Julio Suarez.Reproduccion ampliada hasta el tamaño natural. —Las facciones, aunque mas pronunciadas, nos recuerdan su rostro de niño, lleno de candor y de inocencia en el cuadro de género. —Hay más expresion en la mirada de sus ojos. —Sobre el labio superior, un poco levantado, una ligera sombra de naciente bigote. —La frente irradia inteligencia y tiene la altivez de la nobleza. —Está de pié, apoyando el brazo izquierdo en un alto mueble. —Se ve elegancia natural en la actitud, pero revela algo de esa cortedad y turbacion peculiar á la adolescencia. —Tan luminosa es toda la figura como la luz que la reprodujo.
Cárlos Caballero.Retrato Rembrandt (fondo negro). —Combinacion de luz y de sombra en las facciones. —Estos retratos, que hace Otero de una manera inimitable, favorecen mucho cuando el fotógrafo es bastante hábil para dejar oscurecida toda expresion dura y en plena luz los rasgos más delicados. —El pelo y los ojos del retratado son oscuros y la barba rizada y abundante. —Debe ser muy pálido, porque la luz del rostro es algo difusa y blanca. —La mirada está llena de franqueza y lealtad, y, sin embargo, parece que hay en ella algo de acerado y frió como la hoja de una espada. —Los labios se entreabren con una sonrisa amarga, y violenta el rostro una afectacion de indiferencia, que contrasta con el vigor apasionado de los pómulos y de la frente.
Doña María de Silva y Bermudez (Marquesa viuda del Río).Tarjeta americana de cuerpo entero. —Hermosa cabeza, colocada con naturalidad no exenta de distincion. —El peinado es sencillo, como conviene al mejor lucimiento de una profusa cabellera. —Esta aparece en el retrato de un negro tan brusco, que debe ser en el original de este mismo color y sedosa en extremo. —Las cejas suavemente arqueadas. —La Marquesa debe ser también muy blanca de carnes, y su blancura mate, porque la luz no ha dejado al copiar su rostro ninguna trasparencia cortada, como sucede cuando los rayos solares se reflejan produciendo esos puntos brillantes y ridículos en la extremidad de la nariz ó en la curvatura de la barba. —En los retratos lo más difícil de averiguar es el color de los ojos, porque hasta el azul es negro en fotografía. —Además, la mirada de la Marquesa tiene una dulce melancolía, que es más general á los ojos azules. —Sin embargo, como quiera que no cabe duda en que el pelo es negro, puede afirmarse que los ojos, grandes y rasgados, también lo son, porque en esta mujer todo es perfecto hasta el punto de que en ella no podríamos suponer nada de extraño y sobrenatural. —Representa veinticuatro años á lo su mo. —Esbeltez, elegancia y distincion en su actitud. —Las manos son tan acabadas, que el fotógrafo no habrá necesitado colocarlas detenidamente, cosa que en otros retratos es sumamente difícil, pues el efecto de luz y sombra las desfigura casi siempre notablemente, haciéndolas de mayores y desproporcionadas dimensiones.
Señorita dona Purificacion de Silva y Bermudez (sobrina de la Marquesa).Tarjeta veneciana. —Busto de relieve. —Joven de unos quince años. —Sus facciones son más propias del pincel que de la fotografía. —Debe ser muy blanca, y, sobre todo, muy rubia, porque el efecto de luz en el pelo produce la gradacion gris claro. —El retrato, aunque bueno, resulta con vaguedad en la fisonomía; porque todos los rasgos son tan finos, que sólo un miniaturista pudiera seguir en el marfil sus contornos delicados. —El rayo de sol, al penetrar por el cristal del objetivo, parece haberse detenido ofuscado ante la radiacion fantástica de candor que resaltaba en la figura aprisionada para recibirle en la cámara oscura del aparato.
Anochecía cuando nuestros cuatro personajes regresaban á la poblacion de Madrid desde el paseo de coches del Retiro.
La Marquesa y su sobrina, en un lujoso landeau ó carruaje descubierto, penetraron por el anchuroso portal de un hotel situado en Recoletos, donde ambas vivian.
Julio y Cárlos, por su parte, se despidieron, ya cerca del arco de la calle de Alcalá, poniendo el primero su caballo al trote largo en direccion á la Puerta del Sol, donde está situado el Hotel de París, y encaminándose el segundo hácia el próximo barrio de Salamanca.
Esperemos nosotros (mis lectores y yo) un corto rato, pues que pudieran atropellarnos los numerosos trenes que, imitándolos, se retiraban á sus respectivas casas, y así daremos tiempo suficiente para comer á los personajes que nos interesan, cosa en que el lector no puede imitarles sin cortar el interés que le inspiren estas páginas.
Ahora los fieles que me sigan, como recompensa del tiempo que pierden en hacer tal sacrificio, sabrán, entre otras cosas, lo siguiente:
La Marquesa y su sobrina Purificacion, Julio y Cárlos tienen una costumbre que hoy se encuentra muy generalizada, cual es la de anotar todos los dias, en una especie de libro de memoria, los acontecimientos que mayor impresion dejan en su ánimo.
Es de advertir que ninguno de ellos, siguiendo el impulso de ridículo romanticismo, alimenta la absurda pretension de escribir sus memorias, sino más bien el curioso entretenimiento de formar un diario.
Recomiendo á mis lectores esta ocupacion, y, haciéndolo en la misma forma que nuestros personajes, me darán las gracias.
Entretanto yo, en obsequio del público, cometeré un abuso de confianza trasladando á este libro cuatro autógrafos, que pueden dar mucha luz sobre el argumento de este libro.
Las estampas y litografías de santos franceses ostentan á menudo en el respaldo una oracion para los devotos.
Nuestros cuatro retratos fotográficos tendrán en esto alguna semejanza, si el lector se entretiene en pegar con goma estas cuatro hojas arrancadas de los diarios que escriben los originales.
Todas, como se verá, llevan la misma fecha y se ocupan del mismo suceso.
Tratemos de retratar, ya que el estilo es el hombre, los caractéres y sentimientos que predominan en cada uno de ellos.
Hé aquí la copia conforme de los autógrafos mencionados.
Del Diario de Cárlos.15 de Enero de 187....
He conocido á Julio Suarez. —Necesito ser su íntimo amigo. —Si me impulsan á la venganza vengaré á la Marquesa, buscando pretextos para batirme con sus calumniadores, exceptuando al conde de Fuente Hermoso, porque su mujer se encarga devengarme miéntras él juega al tresillo.
¿Por qué irá Julio Suarez con tanta frecuencia á ver á nuestra amiga? —Ella, aunque mayor que él, es muy joven. —¿Me oculta Julio su amor si es que lo siente? —¿Amale la Marquesa sin que él lo sospeche? —Tengo que informarme cuanto ántes de todo ello: desde mañana les observaré.
Del Diario de la Marquesa.15 de Enero de 187....
Purificacion es un ángel. —Ella y Julio serán muy felices. —La candorosa niña le adora y está en la edad en que todavía se cree en la muerte irremediable cuando el alma no realiza los sueños de amores de nuestra imaginacion. —Cárlos y Julio han estado juntos en paseo esta tarde y se acercaron á saludarnos. —Me hace sonreir el pensar que no se le habrá olvidado á Pura consignar esto mismo como un gran suceso en las hojas de su Diario. —Julio se puso al estribo del lado en que iba Pura, y no hizo más que saludarme, hablando con ella toda la tarde. —Deben quererse mucho. —Yo estaba con dolor de cabeza. —¿Por qué son amigos Cárlos y Julio, que ántes no se conocían?
Del Diario de Purificacion.15 de Enero de 187....
Estuvo en paseo y se puso al estribo del lado en que yo iba. —Su caballo conoce yá nuestro carruaje. —El noble animal parece que tiene inteligencia; sabe que soy yo la que le da todas las tardes un terron de azúcar, y no lo quiere más que de mi mano. —Julio vendrá esta noche. —Voy á arreglarme un poco. —Según mi reloj, faltan veinte minutos para que llame, pero debe ir atrasado.
Del Diario de Julio.15 de Enero de 187....
La he visto en paseo. —Ahora voy á vestirme, porque esta noche iré á su casa y yá me estará esperando.
Dos palabras para terminar el capítulo.
Hé aquí el título de un curioso libro que compré hace dias:
Livre d'images sans images.
Si la costumbre establece jurisprudencia, estoy en mi derecho, en vista de tales precedentes, al titular el presente capítulo
Album de autógrafos sin autógrafos.
El público resolverá.
La escena representa un gabinete en casa de la Marquesa. —No es posible detallar el mobiliario, porque el buen gusto no se analiza. —Imagínense paredes tapizadas de brillante raso color de aroma. —Sillas de forma elegante; muebles de maderas preciosas; hermosas pinturas de la escuela moderna; mármoles y bronces; dobles colgaduras, cubriendo con misterio los umbrales; una chimenea que, en vez del obligado espejo, tiene encima un limpio cristal de grandes dimensiones, que se incrusta en el perforado tabique, y á través del cual se ve el gran salon inmediato, semejante á un sueño de riqueza que nos deslumbra; un piano que tal vez recuerda la última nota que lanzó, —que, abierto y silencioso, guarda las armonías dormidas en perfumada cárcel de palo santo, —y semejante al genio, que se recoge y se abstrae para concertar sus ideas, esas notas de la inteligencia, parece que va á sonar, que el marfil extremecido se animará sin que dedos humanos lo opriman; —y, bajándose como la fiera que se prepara á lanzarse sobre su presa, saltará, hiriendo con brusco golpe una cuerda que, como el cisne, cante para morir. —Á la derecha, el gabinete ó saloncito comunica con el invernadero por dos puertas que están siempre abiertas. —Colocados así, tan inmediatos, el invernadero y el gabinete, son como dos buenos amigos que se prestan mutuos favores. —En el primero hay flores delicadas; en el segundo la chimenea que yá hemos descrito. —«Toma,» parecen gritar las rojizas y juguetonas llamas, templando la atmósfera de su vecino; y las plantas, irguiendo sus tallos con el calor que les da vida, por cada beso de fuego le regalan cien suspiros de perfumes adorados.
Una mesa de centro, sostiene encuademaciones de nácar y oro, álbums de piel de Rusia, y pende sobre ellos la lámpara trasparente. —La mesa está cariñosamente rodeada por un diván circular, cortado á trechos con brazos; —brazos donde reposó quizás la acariciada mano de una hermosa, y límites blandos y benditos que sólo distan uno de otro el espacio necesario para que las turgentes formas de la mujer amada tiemblen de amor, aprisionadas junto al extremecido cuerpo del amante.
No se oye más que el chisporroteo continuado y desigual de los leños ardientes que se consumen. —El gabinete, sin embargo, no está desierto. —Dos mujeres, la Marquesa y su sobrina, palpitan y viven enmedio de aquella riqueza. —Entremos, ocultémonos en la parte más oscura, en el invernadero. —Pero al rumor de nuestros pasos se despiertan los canarios, cuyas doradas jaulas, ocultas entre el follaje, cuelgan de la gran cubierta de cristales. —Un poeta romántico llamó al ave ramillete con alas. —Los canarios son flores amarillas, y su perfume.... escuchad ¡cómo cantan! —Yá enmudecen. —Se restablece el silencio, que al poco rato interrumpe otro sonido de improviso. —No es un trino, no son los canarios, no es una nota, es una vibracion de plata. —Se repite. —Es el reloj de Boule que está encima de la chimenea. —Una, dos, tres.... las nueve.
Levántase una colgadura y aparece un criado que anuncia á Cárlos y Julio.
Lector, desde el punto y hora en que nos hallamos empieza la parte más árdua para mí y también el verdadero interés de este libro.
Lo que vamos á presenciar adoleciera, si este libro fuese un drama, de escaso movimiento; pues cuatro personas que se reúnen para pasar agradablemente lo que se llama una velada, no pueden hacer más —salvo error de mi parte —que lo que hicieron la Marquesa, Purificacion, Cárlos y Julio; es decir: charlar al principio, jugar al ajedrez, al tresillo ó cualquier otro entretenimiento, leer algún libro, bordar, hacer flores, tocar el piano y cantar si es posible. —Ningún empresario aceptaría un desarrollo de escenas en que no se encuentra ni un solo efecto teatral.
Pero yo sé que un hombre sentado en una delantera de anfiteatro quiere ver, y nada más, porque está muy incómodo para hacer reflexiones. —Mas cuando coge un libro y se recuesta muellemente en un sillon de su biblioteca, cerca de la estufa, y de su mujer, si es que la tiene, prefiere pensar, porque la vista sólo le sirve para confundir gradualmente los caracteres de imprenta, las manos para dejar caer el cigarro á poco rato y los párpados para cerrarse de sueño al doblar la última hoja del volumen favorito.
Sigamos, pues, la narracion.
Sobre la mesa de centro púsose un tablero de ajedrez; y, mientras la Marquesa y Cárlos su contrincante, sentados uno enfrente de otro, se ocupaban en colocar peones, alfiles, caballos, reyes y torres, el piano preludió las primeras notas de una serenata.
Pura, de pié al lado de Julio, se preparaba á cantar.
Un ligero sonrosado coloreaba las mejillas de la joven, y la palpitacion de su seno, que se levantaba á intervalos, se delató solamente por la ondulacion crugiente de la seda en que estaba aprisionado. —Sus ojos tenian el brillo de la pasion, y sus miradas la pasion misma. —Estaba tan hermosa como la felicidad y era feliz con su hermosura. —Parecíase, con sus cabellos rubios que desmayaban sobre el trage, con sus ojos azules y su esbelta figura, á la virgen del Septentrion que idealizan en sueños los poetas, extremecida y suspensa al verse cubrir con el velo blanco de la desposada, que ciñe sus formas puras como una niebla que flota sobre las aguas tranquilas de los lagos de la Suiza alemana.
Y en tanto el enamorado Julio veíase envuelto en aquellos efluvios de pureza, en aquellas oleadas de amor divino, y su frente ardia como debió arder la de Romeo al ver á Julieta en la reja del amor —clavando en él sus ojos con la mirada de la primera cita. —Sus dedos convulsos recorrían el teclado en un preludio sin fin, porque su vista fija en las notas que el atril sustentaba no tenía más que la confusion de una lágrima. —Y ésta rodó al cabo, fácilmente, como el rocío que resbala por las curvadas hojas de la azucena.
Pura enmudecía y en sus labios se dibujó, como el arco-iris de aquel llanto, la sonrisa inefable de la mujer que se siente amada.
La voz de Cirios vino á sacarles de aquel éxtasis.
—Marquesa, jaque-mate, —exclamó éste interrumpiendo el silencio con que se hablan verificado las anteriores jugadas.
Entónces, como los que se ven sorprendidos en el acto de estar perpetrando un crimen, Pura y Julio bajaron la cabeza avergonzados, apresurándose á penetrar por las estrechas puertas de la realidad al salir de los encantados pórticos de la fantasía.
El piano produjo los primeros acordes, y una voz un tanto trémula, pero fresca y delicada, empezó las modulaciones de un canto melancólico y ligero como las tardes del cielo de Italia.
Permítame el que leyere que abandone la pluma de uve con que están emborronadas las cuartillas anteriores; y, para analizar los sentimientos de otra índole que agitaban;á la Marquesa y Cárlos, escribiré con pluma de acero.
Empecemos por el principio.
Una vez puestas en orden y en sus respectivas casillas, las figuritas de ébano y marfil que componían el juego de ajedrez, éste empezó, y no seguirémos sus alternativas, porgue en nada nos interesan. —Sólo, si, dirémos que, á nuestro entender, ámbos jugadores tenían un método extraño y tan desigual, que no hubiera dejado de llamar la atencion á cualquier observador tan indiscreto como nosotros.
Y si el observador no fuera inteligente en tales entretenimientos hubiese dado toda la ventaja á la Marquesa, pues mientras Cárlos se detenia pareciendo meditar su jugada, doña María de Silva sólo esperaba el momento de que su contrincante moviese una figura para hacer la suya con tal rapidez que bien pudiera asegurarse estaba dotada de una asombrosa celeridad de cálculo y gran certeza en vencer á su adversario.
Es más; en tanto que Cárlos reflexionaba, ella, sin preocuparse del resultado de tan largas cavilaciones, separaba sus miradas del tablero para fijarse en el grupo formado por su sobrina y Julio Suarez. —Y Cárlos pensaba, reflexionaba y cavilaba (que todo es lo mismo) no con los ojos cerrados para abstraerse, no recorriendo con la vista las posiciones del contrario en el tablero, sino mirando á la Marquesa con tal ahinco, que se le hubiera creido empeñado en adivinar en el rostro hermoso de su rival los ataques y defensas que tenía premeditados.
Cárlos miraba á los ojos de la Marquesa y ésta esquivaba la intencion mirando al ángulo en que estaba el piano. —Sólo cuando se encontraban aquellos luminosos rayos, como si de este choque recibieran ámbos contrincantes la inspiracion de un ataque, movíanse las figuras.
Dijérase que no el noble ajedrez, sino el artero florete era el arma que esgrimian en aquel desafío.
Habia un desequilibrio continuo. —Cárlos tardaba en jugar. —La Marquesa lo hacía seguidamente y con la rapidez del relámpago.
Imagínese un asalto de armas en que los aceros permanecen inmóviles y cruzados en el aire por largo rato y en que el acero que atacase ve seguido y esperado en su giro rápido y deslumbrador por el acero contrario, que para el golpe y se defiende.
Veamos cómo fué la primera estocada.
Aunque Pura y Julio daban la espalda á los jugadores, habia encima del piano un espejo, pendiente de aquel lienzo de pared.
Desde el sitio en que se hallaba la Marquesa veíanse perfectamente reflejadas en el espejo las facciones de ámbos jóvenes.
Vióse la sonrisa de Pura, vióse la lágrima de Julio; y, ¡cosa extraña! el rayo de luz, al copiarla, pareció refractarse, retroceder desde la superficie tersa, llegar en rápida línea á otro cristal, al cristal de los ojos de la Marquesa, en los cuales apareció de improviso otra lágrima igual, exactamente igual á la que brillaba en el fondo ficticio del espejo. —Las leyes de la Física no admiten este fenómeno, que cambia la dióptrica en catóptrica y viceversa; pero nosotros lo menospreciamos todo ante la realidad del hecho; y, una de dos, ó la refraccion existió, y las pupilas de la Marquesa se humedecieron como se humedecen y lloran las nuestras cuando se deslumbran heridas por un rayo directo del sol, ó, de lo contrario, debemos suponer que doña María de Silva era uno de esos séres ridículos que lloran siempre que ven llorar á los demás (estupidez distinta á la que yo confieso de reirme siempre que encuentro por el mundo á un jorobado).
Cárlos bajó la frente ante aquella lágrima; miró al tablero como si tratase de concentrar todas sus fuerzas para dar un golpe de gracia; su mano alzó y dejó caer en otra casilla un caballo, y exclamó, como yá hemos oido:
—Marquesa, jaque-mate.
Entónces la voz de Pura, que se elevó tras estas palabras, y los primeros acordes del piano, envolvieron en olas de armonía el chasquido violento del abanico de la Marquesa, cuyo varillaje de nácar y oro saltó hecho pedazos entre sus dedos.
—Tiene usted razon, Cárlos, he perdido y quiero mi revancha, —dijo despues ésta, con entonacion tan dulce y reposada, que, A no ser por el abanico roto, nadie hubiera adivinado el despecho que indudablemente la dominaba por su derrota.
En aquel instante el reloj de Boule daba las diez de la noche.
EL SONIDO.El canto de Pura era una serenata. —Las notas, al salir de su garganta, resonaban como perlas de un collar desatado, que se desprenden y caen en una copa de oro. —Hay canciones que llaman A la memoria los alegres dias de la niñez; canciones que son como la escala del recuerdo, por á cual vamos bajando hasta llegar A nuestro ayer más lejano, y Otras hay que, como nube de esperanza, nos suben al porvenir entre blanquísimos vapores de armonías, hasta tocar con nuestras mános el cielo azul y color de rosa de nuestra soñada felicidad. —La cancion que Julio acompañaba A Pura era uña de estas últimas. —Una serenata de amores, encerrada en el pentagrama siempre jugueton y consolador de Rossini: nada más conforme A la situacion y á los sentimientos de los que en aquel instante la interpretaban, que la ternura y el rendimiento que llenaban aquellas inspiradísimas notas. —¡Qué dicha pudiera igualar á la de la cándida niña cuando modulaba promesas tan tiernas, juramentos tan leales y aquel llamar á su amante con los más dulces nombres, y aquel virginal anhelo que los temerosos labios aún no se habían atrevido A expresar en sus conversaciones con Julio y en las cortadas frases de sus cartas llenas de encantadora vacilacion!
Así es que, sin darse cuenta de ello, los dos jóvenes se abandonaron á la situacion que los vencía; el delirio y el vértigo borraron de su vista los objetos y de su memoria -a conciencia de donde estaban. —La voz de Pura se elevó gradualmente., hasta parecer la de un ángel cantando en las alturas; su rostro radiaba encanto, y los ojos del joven dejaron de mirar el teclado para elevarse hasta ella; y así, confundidos en recíprocos torrentes de luz, palpitantes y arrastrados hácia las glorias venideras, invadieron las eternidades de amor, deslizándose, sin violentas sacudidas, hácia las ríentes playas donde á solas podían repetir una y mil veces ese suspiro eterno que hizo impuro Cleopatra y divinizó Santa Teresa.
La Marquesa y Cárlos parecían también someterse á un vértigo, el vértigo del juego, atendiendo á la rapidez con que una y otro, baja la frente, brillante y fija la vista en el tablero, con las facciones demudadas y los dedos convulsos, movían caballos, torres, reyes y peones sin dejar un punto de reposo á las figuras, que, á no dudar, se perseguían con furia tal y tan iguales intentos, que ninguno de los jugadores perdía una sola en la refriega, cosa tan inexplicable como la refraccion que yá dejamos anotada en las páginas anteriores.
De pronto la voz de Pura terminó, apagándose la última modulacion; pero el piano continuó en sus acordes, y otra voz varonil, la de Julio Suarez, se elevó entonando con el mismo acompañamiento la serenata; pero no yá con su letra, sino con la siguiente:
No sé si mis lectores creerán, como yo seguramente creo, que en ocasiones se siente hasta llegar la inspiracion poética. —Lo que puede asegurarse es que tal aconteció á Julio. —Su rostro irradiaba luz, y sus facciones, sus ojos, tenían un sello de hermosura divina. —En cuanto á Pura, la pobre niña comprimía fuertemente el latido del corazon, que iba á saltársele del pecho; y, ofuscada, ciega en aquella atmósfera de fuego, inclináronse sus formas como el tallo de un lirio que se doblega, y su aliento entrecortado se hizo anhelante, cayendo de rodillas ante Julio, que, en sublime delirio, atrajo hácia sí la hermosa cabeza de su adorada, depositando un casto beso en su purísima frente.
La vibracion de aquel beso produjo un eco extraño en el aire, el eco de un grito agudo. —Otro fenómeno físico que no explicamos. —El grito era de la Marquesa, y al par resonó el estrépito que produjo Cárlos al levantarse, arrojando léjos de sí, con un movimiento nervioso de espantosa rapidez, el tablero en que ámbos jugaban.
Como quien se despierta bruscamente de un sueño de la media noche, volvióse Julio al escuchar aquel grito.
En cuanto á Pura, irguióse con la distension de un resorte; por sus ojos pasó algo de espanto y de fijeza; demudóse en extremo, y vaciló, llevándose una mano á la frente como quien pretende arrancar de la imaginacion esas ideas repentinas que se desgarran en ella sombrías como nubes y rápidas como el rayo.
Quedóse áun más pálida que la Marquesa, casi lívida, inmóvil y como petrificada.
La mirada de Julio, expresando la más natural sorpresa, se encontró con la de su amigo Cárlos.
Pero los ojos de éste destellaban no sé qué insólita amenaza mal encubierta.
Esta situacion duró sólo algunos segundos.
Cárlos fué el primero en romper el silencio.
—Marquesa, perdone usted por el susto, pero al tratar de mover una pieza no sé cómo he derribado el tablero; y, vea usted, ha sido una lástima, porque yá tenía combinado el segundo jaque-mate, —exclamó con naturalidad.
—Es verdad, Cárlos, me he asustado; —añadió doña María, mirando á su contrincante con cierta gratitud indefinible —empecemos de nuevo.
Y así quedó explicado todo.
Sin embargo, Pura se acercó á la mesa de centro, siguióla Julio, y el piano quedóse yá abandonado en todo el resto de la velada.
A las doce se sirvió el té.
Ha trascurrido una semana.
Durante estos siete dias he corregido las pruebas de todo lo escrito; y, cuando yá me preparaba á continuar mi tarea en igual forma, me encuentro con una carta de los editores, concebida en los términos siguientes:
«Sr. D. Eduardo López Bago.
»Muy Sr nuestro: El último capítulo remitido, cuyas pruebas, que le incluimos adjuntas, le rogamos corrija con esmero, no nos satisface tanto como los anteriores, y así esperamos que prescinda de la nueva forma en él adoptada, procurando dejar á un lado descripciones harto poéticas y un tanto oscuras, ciñéndose extrictamente á narrar, sin comentarios ni ampulosas imágenes, todos los acontecimientos con estilo ménos galano y más claro y preciso. —Yá le hemos dicho, que es nuestro deseo publicar un libro donde el autor no ha de predominar en nada y los personajes sean el todo. —El trabajo de usted es muy parecido al que nosotros empleamos para trasladar del Diario al Libro Mayor las cuentas de gastos é ingresos. —La Marquesa, su sobrina, Julio y Cárlos son los verdaderos autores, puesto que de ellos se trata en el libro, y usted se debe limitar á darnos cuenta detallada, pero concisa, de los sucesos. —Las reflexiones, el público puede hacerlas, y yá sabe usted que al lector no le gusta que el novelista influya con sus opiniones en su manera de pensar y de sentir; de lo contrario llegaria el caso en que las bibliotecas fueran como los bancos de una escuela de primeras letras.
»Si, apesar de esto, persistiera usted en tales propósitos, respetaríamos su opinion, sin molestarle en adelante con nuevas quejas.
»Sin otro particular, y esperando nuevos originales, se repiten suyos atentos SS. SS.,
Q. B. S. M.,
Girones y Orduña.»Confieso que la lectura de esta carta produjo en mi ánimo tales extremos de furor, que, sin tener en cuenta el desprestigio que de mi exageracion y arrebatos pudiera resultarme, sabiendo que el mejor medio de venganza es el ridículo, y para demostrar á mis editores prácticamente lo absurdo de sus exigencias, escribí en una cuartilla lo siguiente:
Breve reseña histórica de los actos realizados durante la semana siguiente al domingo en que se verificó la velada por los individuos que hasta aquí figuran en el registro de LOS AMORES.Estado Núm. 1.Señor don Julio Suarez.
Lunes. —Está ocupado en extremo pensando en Pura, tocando la serenata en el piano, paseando á caballo por el Retiro, donde no ve el carruaje de la Marquesa, y se acuesta temprano como un niño malhumorado.
Martes. —Igual método de vida é iguales resultados negativos. —Ni en paseo ni en el teatro, adonde acude con el mismo objeto, consigue ver á la Marquesa y á su sobrina.
Miércoles. —Tristeza infinita. —Reclusion voluntaria en su cuarto de la fonda de París. —Reflexiones en serio acerca de si es ó no conveniente la muerte cuando se pasan dos dias sin que un hombre vea á su novia.
Juéves. —Resolucion del problema anterior. —Ántes de atentar á la vida, averiguar por qué razon la Providencia dispone este alejamiento. —Mayores ejercicios de tristeza al saber en el hotel de doña María de Silva que Pura está enferma y que las señoras no reciben á nadie.
Viérnes. —Paseos por los jardinillos de Recoletos en el mes de Enero. —Conversacion cordialísima con una doncella de labor, la que gana veinte reales por la sola noticia de que la señorita Pura está mejor.
Sábado. —Nuevos paseos nocturnos por Recoletos. —Serenata tarareada al aire frió. —Nueva conversacion con la doncella, y nuevo duro, y nueva noticia de que la señorita Pura está yá bien.
Domingo. —Inmensa alegría al recibir una invitacion de la Marquesa para repetir la velada.
Estado Núm. 2.Señorita doña Purificacion de Silva y Paredes.
Lunes. —Por la mañana fiebre, por la tarde fiebre y médico, por la noche aumento de la fiebre.
Mártes. —Fiebre, medicinas, delirio y al fin sueño profundo.
Miércoles. —Recobra el uso de su razon perturbada por la enfermedad. —Lágrimas sin causa al ver á su tia sentada junto á la cabecera del lecho. —Sueño tranquilo.
Juéves. —La enferma se mejora. —Por la tarde está yá fuera de peligro; Pura no conserva de la pasada crisis más que una gran excitacion nerviosa y una extraña predisposicion al llanto.
Viérnes. —La Marquesa agradece á sus numerosos amigos el interés manifestado hácia su sobrina en aquella ocasion. —Pura se levanta y quedan despedidos el médico y la enfermedad.
Sábado. —Los ojos de Pura brillan más que nunca y sus mejillas adquieren un sonrosado vivísimo. —Indudablemente la juventud triunfa en toda la línea de la pasada fiebre. —Antes de acostarse copia la serenata improvisada por Julio, que recuerda de memoria.
Domingo. —Cárlos y Julio van á casa de la Marquesa y trascurre la velada sin incidente alguno. —Puta está yá completamente restablecida, aunque algo pálida y triste. —Cuando los dos jóvenes se despiden, enciérrase ella en su cuarto, y en una hoja de su diario escribe lo siguiente: «¡Qué desgraciada soy!»
Estado Núm. 3.Excelentísima señora Marquesa viuda del Rio.
Lúnes.... Mártes.... Miércoles.... Juéves.... Viérnes.... Sábado.... Domingo....
Véase el estado anterior: donde dice enferma, póngase enfermera; donde fiebre, solícitos cuidados; y donde sueño y delirio, insomnio y maternal abnegación.
Estado Núm. 4.Señor don Cárlos Caballero.
Lunes. —Paseos matinales á caballo. —Asalto de florete en la sala de armas, hasta caer rendido de cansancio. —Pérdidas al juego, pasando para ello la noche entera en el casino.
Martes. —Igual método de vida que el anterior. —Excesos en el juego y en la bebida.
Miércoles. —Continúa insomne el espíritu de Cárlos, miéntras sus miembros extenuados recobran las perdidas fuerzas en un corto descanso.
Juéves. —Paseo á caballo hasta la caida de la tarde. —Entrase en un lugar de Madrid, de cuyo nombre no debo acordarme, y llega la noche con la continuacion de lo anterior.
Viérnes. —Cárlos regresa á su casa ántes del amanecer, en brazos de unos amigos y compañeros de orgía á quienes no conoce como tales.
Sábado. —Nueva salida de Cárlos, poniendo en práctica el título de una obra de Paul de Kock, que, si no es infiel mi memoria, dice así: Les femmes, le vin et le jeu.
Domingo. —Renuévase el curioso caso de la madrugada del viérnes. —De cómo el espejo de Cárlos continúa terso, miéntras la frente del hombre de mundo ostenta la primera arruga. —Recibida la invitacion de la Marquesa, acude á la velada, donde demuestra que es el más hábil jugador de ajedrez.
Resumen del estado de Julio. —Música celestial.
Resumen del estado de Pura. —«El último pensamiento.»
Resumen del estado de la Marquesa. —Romanza sin palabras.
Resumen del estado de Cárlos. —Palabras para la romanza, compuestas por lord Byron.
La segunda velada fué, según se deduce de los anteriores estados, triste, monótona y corta. —Sirvióse el té no á las doce, sino á las once, sin que para ello hubiera más pretexto que el de la convalecencia de Pura, ni más causa que la de parecer á todos interminable (excepcion hecha de Julio Suarez).
Julio salió de casa de la Marquesa desesperado y loco, revolviendo en su imaginacion los proyectos más absurdos.
¿Y cómo no, si Pura, es decir, su ídolo adorado, no le miró con la mirada que él soñaba siempre; contestó por monosílabos á todas sus preguntas y contestó en voz alta, dando por toda excusa de su abatimiento é indiferentismo un fuerte dolor de cabeza? —¿Qué más duda pudiera abrigar el joven de que Pura no le amaba? —Y, sin embargo, esto era tan insuperable para él, tan imposible, tan absurdo como que Pura no fuese un ángel.
En cuanto á Cárlos despidióse de él á poco trecho, dirigiéndose no al casino, según era su costumbre de última hora, sino á su casa del barrio de Salamanca.
Dejemos á Julio, imitando en esto á los que abandonan á la desgracia, y oigamos á este último.
Una vez solo, su rostro, hasta entónces impasible, delató una violenta agitacion interior; vaciló su andar seguro, llevóse una mano al pecho, para contener los fuertes latidos del corazon, y sus labios convulsos murmuraron:
—No puede ser.
Cuando Cárlos pensaba ó sentia hablando en voz alta, cosa que áun estando solo le acontecia raras veces, semejaban sus frases no el largo soliloquio de Don Quijote, sino la concisa expresion telegráfica.
Tal es el valor que daba á las palabras aquel prototipo del hombre del siglo en que vivimos.
—No puede ser. Voy á sufrir mucho; y, sin embargo, ella lo quiere, —repitió á pocos pasos.
Continuó andando, llegó á su casa, y, al encerrarse en su habitacion, sentóse en una butaca, echó el cuerpo hácia delante, y, con ámbos codos apoyados en las rodillas, reposó la cabeza en las palmas de las manos.
Trascurrieron dos horas de absoluta inmovilidad.
Al cabo de este tiempo se levantó, miróse distraidamente en el armario de espejo colocado ante él y concentró todo su espanto y su amargura en una sonrisa.
Estaba pálido, más pálido que nunca.
—¡Iré! —exclamó al fin con tono resuelto, y se acostó sin más palabras consigo mismo.
En cambio, no logró conciliar el sueño; tal era la acalorada discusion á que se entregaron sus pensamientos en las misteriosas regiones del cerebro.
Hemos dicho que los monólogos de Cárlos tenian la rápida concision del lenguaje telegráfico. —Débese añadir que eran telegramas en que se contestaba á otros cuya pregunta nadie más que él conocía.
Hé aquí la explicacion de la agitada lucha en que se encontraba:
Aquella noche, en tanto que el infortunado Julio estrechaba inerte y fría la mano que Pura le abandonaba, la Marquesa se despidió de Cárlos, diciéndole en voz cuya vibracion nadie más que él pudo oir:
—Mañana á las dos de la tarde le espero á usted; estaré sola.
Cárlos se extremeció, pero inclinó la cabeza en señal de acatamiento á tales órdenes.
El hombre cuando no duerme desvaría, porque no sueña.
Cárlos pasó toda la noche desvelado.
En efecto, Cárlos Caballero pisaba á las dos en punto del siguiente dia los umbrales del gabinete que yá conocemos.
Nada en su rostro demostró la agitacion que interiormente le dominaba y sólo por una distraccion, inconcebible en un elegante, conservó en su mano derecha, al entrar en tales sitios, un precioso baston de acero forrado de piel de Rusia, con puño de oro cincelado, verdadera maravilla de primor comprada por él mismo en uno de sus últimos viajes á Alemania.
Estaba la Marquesa medio oculta y recostada en un confidente, cerca de la chimenea; las puertas de cristales del invernadero hallábanse entornadas y toda claridad del dia era penumbra en aquel recinto que guardaban y defendian de la luz los misteriosos trasparentes.
—Siéntese usted, Cárlos, —dijo doña María, tendiéndole su hermosa mano. —Y, sin abandonar su postura, le atrajo hacia sí con una suave presion, obligándole á tomar asiento, no á distancia, sino junto á ella y en el mismo mueble.
La voz y la mano de la Marquesa temblaban ligeramente.
Sentóse el visitante, y, clavando en ella una atrevida mirada, la dijo con tono un tanto seco y osado:
—María, me felicito de esta distincion que tanto me honra.
La turbacion de la Marquesa aumentó visiblemente.
Brilló una chispa de enojo en sus pupilas al escuchar las palabras anteriores, que pronunció Cárlos con expresion marcada de impertinencia y de cinismo.
Pero, reponiéndose, le interrumpió con acento dulce:
—Observo que falta usted á la costumbre adquirida yá entre todos mis amigos, que siempre me han llamado Marquesa y nunca por mi nombre.
—Pero en este momento —replicó Cárlos, acentuando más su osadía.
—En este momento más que en ningún otro mi nombre en boca de usted, que siempre ha sido para mí un amigo respetuoso, me hace daño.
—¿Y por qué? —dijo su interlocutor con indiferente acento.
Y al mismo tiempo cruzó una pierna sobre otra, actitud con que faltaba á todas las consideraciones debidas.
—Porque yá lo ve usted, Cárlos, estamos solos, ¡oh! completamente solos; —y echó una mirada á su alrededor y miró al joven como reconviniéndole —esta entrevista no es usted, sino yo, quien la ha pedido. ¿No es verdad, —añadió con exaltacion irónica —no es verdad que por este solo hecho, usted se cree autorizado para suponer en mí el caprichoso interés de una cortesana? La dama que, como yo, solicita una conferencia en su casa con un hombre, advirtiéndole que estará sola, puede considerarse, no ya como la Marquesa viuda del Rio, sino como María, la viuda más ó ménos linda, más ó ménos ligera, que impone su amor por medio de una cita y arrostra las murmuraciones del último de sus lacayos, para satisfacer acaso su liviano capricho.
—¡Marquesa! —interrumpió Cárlos con tal vigor, que su voz y su rostro daban miedo.
—Pues bien, sí, —añadió la hermosa irguiéndose serena, mientras que sus mejillas se teñian de un suave sonrosado; —¡á qué fingir!... yo apesar mió, he luchado mucho conmigo misma ántes de provocar esta entrevista.... yo no quería que usted me despreciára.
—¡Eso nunca! —exclamó el joven, miéntras que por sus pálidas facciones se deslizaba una lágrima rebelde, dejando en ellas un surco como la gota de agua que horada el mármol.
Y con extremada prisa en sus movimientos adoptó la actitud más respetuosa.
—Gracias, Cárlos, ¡oh! muchas gracias, —dijo ella; y, haciendo Dios sabe qué violento esfuerzo, añadió con voz apagada: —Bien supuse yo que usted me comprendia, por eso nada me ha detenido; he creido adivinar que usted no me despreciaría aunque yo le dijera, aunque yo le confesára aquí, que le he llamado, no con el intento de la que desea voluptuosamente el cariño de un hombre, sino para decirle: Cárlos, yo soy joven, viuda y sola; necesito un brazo que me defienda, una voz que clame en mi favor, un hombre que me proteja, álguien que me haga respetar en el mundo; yo he sabido admirar la nobleza de sus sentimientos, lo levantado de su voluntad, la lealtad de su corazon; yo sé que nadie como usted puede ocupar dignamente este lugar vacio de mi vida; no le pido á usted amor, le pido defensa; hasta ahora fué usted mi mejor amigo; Cárlos, hé aquí mi mano, ¿quiere usted ser mi esposo?
La Marquesa dijo todo esto con la precipitacion del que desea consumar un sacrificio para el cual no tiene ni voluntad ni fuerzas.
Levantóse el joven con un supremo ademan severo que heló las frases en los labios de la dama; y, rápido en el andar, seguido por la vista de la Marquesa, se acercó al piano, levantó el baston, y con el cincelado puño, y de un solo golpe, hizo saltar en pedazos el magnífico espejo inclinado.
La Marquesa, comprendiendo todo lo que significaba aquella escena muda, que tan de improviso la cogiera, lanzó un grito ahogado y ocultó vergonzosa su rostro, en tanto que Cárlos tornaba á sentarse cerca de ella, sereno, impasible como un autómata que acaba de ejecutar un movimiento del que nada sabe.
Dijérase que aquel hombre era indiferente á todo, hasta el grado de inercia, y que la sangre corria en frió y lenta ántes de congelarse por sus venas, como pudiera hacerlo por las de un reciente cadáver. —Dijérase también que Cárlos inspiraba á la Marquesa el pavor que sienten los reos ante su víctima.
En cuanto á él, una vez sentado, miró á la que no se atrevia á mirarle, y con entonacion familiar dibujó en su rostro una sonrisa de buen humor, exclamando:
—Marquesa, conspiremos.
Al escuchar las palabras de Cárlos, tranquilas, pero dichas con voz tristísima, la Marquesa rompió en un copioso llanto.
—¡Dios mió! perdóneme usted, soy un loco, —continuó Cárlos con cruel ironía —la he asustado A usted con esta nueva extravagancia. ¿No es verdad, Marquesa, que es inverosímil interrumpir en lo más interesante una declaracion en regla? ¡Oh! porque ha sido en regla; hecha, así como quien dice, de una tirada, como los papeles que una actriz se aprende de memoria, y por la más hermosa dama de nuestra aristocracia. ¿Y todo por qué? Por nada ó poco menos que nada. Por un capricho que es sólo digno de las imaginaciones femeninas, pues debo decir á la que yá es mi futura esposa, que sin saber cómo, y agitado á impulsos de una fuerza desconocida y superior, tuve desde mi entrada intenciones de romper esa magnífica y tersa luna veneciana. Marquesa, me arrepiento de todas veras. Soy como los niños mimados, que gustan en destrozar los más preciosos objetos. ¡Oh! mi crimen es imperdonable. Un espejo que tal vez tuviera usted en tanta estima como un recuerdo....
—¡Cárlos! —gimió la dama, que seguia ocultando su rostro y sus lágrimas.
—Marquesa, convinimos hace poco en que yo no debía decir María; pues bien, á trueque y premio de mi obediencia no diga usted Cárlos. Yo también deseo que me consideren aquellos que merecen mi respeto; y, sobre todo, los que lo exigen, —añadió con severa ironía. —Á mí también me hace daño mi propio nombre. El apellido es á veces el título de los que no lo tienen. El mió, hablando con inmodestia, puede hacer en la ocasion presente lo que llaman los franceses un calembourg. Observe usted, Marquesa, que al llamarme Caballero me apellida como me honro y creo ser aquí, en este gabinete, y á solas con una mujer que sigo respetando sin depositar un beso en sus labios; en los labios de usted, que acaban de decir que me aman…
Cárlos tenía los ojos enjutos, pero en su voz estaban el dolor y el llanto.
La altiva noble, sin atender á este detalle y fijándose sólo en aquellas últimas palabras, alzó la cabeza nerviosa y ofendida:
—¡Insolente! —dijo con una entonacion despreciativa, que silbó entre sus labios secos.
Yá no lloraba.
Cárlos se echó violentamente hácia atrás y cerró los párpados como si hubiera recibido un bofeton en mitad del rostro.
—¡Salga usted de aquí y no vuelva jamás á esta casa! ¡¡Fuera!! —añadió la irritada aristócrata con palabras que la ira desgarró, más que hizo brotar, de su pensamiento.
El hombre tembló como un gigante que se desploma; despues abrió los ojos, dominó á aquella mujer con Mirada tal, que la obligó á inclinar los suyos; y, avanzando un paso hácia ella, preguntó atónito, como quien teme haber oido palabras entre sueños:
—¿Quién ha de salir, yo!
Era tal la energía de esta frase, que la Marquesa se aterró, ahogó un grito, y no pudo repetir su orden ni retroceder un solo paso.
Quedóse, pues, pálida y vacilante.
—Repita usted, Marquesa, que Cárlos Caballero es un insolente, —añadia éste, cruzándose de brazos.
El cuerpo extremecido de la Marquesa cayó casi convulso de rodillas y apénas pudo decir en un sollozo:
—Perdóneme usted, Cárlos; ¡oh! ¡si viera usted, si usted supiera cuánto sufro!
—¿Qué he de ver, qué he de saber, qué he de perdonar? —dijo Cárlos, que parecia, más que figura con humanos sentimientos, la estatua de la ira hecha de un solo bloque; pero de improviso aquel acento y aquella dureza le espantaron á él mismo, y reponiéndose añadió: —Marquesa, levántese usted, que, aunque aterrada, la mujer no debe estar nunca de rodillas. Concluyamos, por Dios, de una vez —y aquí dulcificó su palabra. —Las circunstancias dominan á los hombres; me dominan á mí, que no me doblego ante nada ni ante nadie. En mi conciencia tranquila está el convencimiento de que ni usted ni yo hemos provocado esta entrevista; pero si el destino nos coloca hoy uno enfrente de otro será porque nuestro encuentro se haria inevitable. Pues bien, sea. No seré yo quien enmudezca, porque hay yá sobrados datos para escribir mi historia. Siéntese usted; siéntese usted, Marquesa, —terminó con exquisita galantería. —Olvidemos mutuamente, como se trata de olvidar una derrota, que ambos nos hemos dejado arrastrar por un acaloramiento que no es absurdo, que era lógico desde el momento en que la casualidad, ó tal vez Dios, nos dejaba guiar torcidamente por las pasiones, que siempre chocan al encontrarse, cuando van como dos móviles sobre el plano de la vida, impulsadas en direcciones contrarias.
La Marquesa, sin hablar, sin interrumpirle, miraba á aquel hombre con el mismo asombro que si le viera por la vez primera revestido de un trage desconocido y brillante.
Obedeció, sentándose de nuevo, y esperó.
La tranquilidad de Cárlos parecia devolver á su alma la serenidad que tanto anhelaba.
Cárlos, por su parte, yá completamente dueño de sí mismo, empezó, ó más bien continuó expresándose en estos términos y con esta amargura:
—Marquesa, voy á hacer historia. Seré breve, porque lo que voy á contar también lo es y usted sabe los detalles como yo mismo. No me precio de conocer el secreto de bien narrar; pero aunque no esté la historia entre los cuentos de Las Mil y una Noches oiga usted, Marquesa, lo que dijo al sultán Scherazada:
«Hubo en España, cuando la España goda era una cristiana cautiva entre las cautivas que poseia entónces el islamismo, un califa hermoso como el sueño de una hurí, y joven, tan joven que la púrpura de su manto aún no habia recogido el polvo de la primera batalla, y sus plantas perezosas no se cuidaban del caminó del serrallo, por lo que en el carmin de sus labios no chispeaba todavía el beso de la primera favorita.
»Á la muerte de su padre, los caudillos reunidos le eligieron para que lo heredára en el califato, y á poco de su elevacion murió su madre, que en vida fué llamada, por el extremo de su belleza, la sultana de las sultanas favoritas.
»Como el califa era casi un niño; como los fatimitas le vieron nacer y le querian, depusieron los más ambiciosos sus rencillas y el reinado era casi paz.
»Por aquel entónces uno de los más valientes caudillos andaba por las calles de la ciudad con tan manifiesta expresion de pesadumbre en sus varoniles facciones, que las moras, al mirarle por entre las celosías cuando pasaba, dieron en decir que su hondo quebranto era amor y la causa de tales extremos una de las bellezas encerradas en el harem del califa.
»Sabíase además que este caudillo era el más querido y el amigo del joven sultán.
»Así ocurrió que un dia éste último, precedido de un esclavo y á impulsos del primer deseo (deseo inspirado por unas orientales que le recitó su cantor maestro en amorosas ritmas), se encaminó al recinto misterioso donde las hermosuras languidecían en el olvido y suspiraban en la ausencia de las pasiones, como conchas de nácar que esperan el beso de las olas para fecundar las perlas en su entreabierto seno.
»El califa, con todo el candor de la adolescencia (que es en el hombre más candorosa que la niñez), rompiendo con la ley y la costumbre, y llevado de la alta estima en que tuvo siempre á su favorito, quiso concederle el honor de que le acompañára en su primera visita al recinto sagrado de los placeres voluptuosos.
»Habia entre todas aquellas mujeres dos que eran amigas, pues no tuvieron hasta entónces ocasion de ser rivales; dos, las más extremadas en gracia y en encantos, las más acabadas de seductoras formas.
»Una de éstas era la que idolatraba en secreto el favorito.
»La otra era apénas la flor entreabierta, más joven aún y más candorosa que el sultán mismo.
»Júzguese del terror que experimentarla el súbdito cuando el regio adolescente se detuvo indeciso ante ámbas bellezas y cuando ellas clavaron en su señor, con tímida confusion, los claros y rasgados ojos.
»El califa avanzó un paso, las miró fascinado, dudó un momento y al fin, orgulloso con su eleccion, proclamó como sultana á la más joven.
»En tanto, ¿qué hacía el caudillo, caminando detrás de él y á respetuosa distancia?
»Aben-Hamet, pues así se llamaba éste, presa de horrible tortura, habíase vuelto de espaldas para no ver, durante los cortos segundos en que el califa parecia vacilar en conceder el premio que todas ansiaban como alto y disputado goce.
»Mas quiso su mala estrella que al tornar el rostro al lado opuesto encontrára su vista un espejo que enfrente, y en aquellas lujosas estancias perfumadas, copiaba fielmente el grupo formado por el sultán y las dos cautivas.
»Entónces, hallándose obligado por la fatalidad á mirar lo mismo de que huia, su nerviosa mano, siguiendo á la exaltada fantasía, acarició con fruicion el puño de un alfange corvo, miéntras que el celoso pensamiento le gritaba en su interior:
—»¡Por Alá, que debes matarle si su desgracia le lleva á elegir la elegida de tus sueños!
»Pero el sultán, aunque ignorando tal y tan criminal atentado como el que aquel hombre fraguaba á sus espaldas, guióse por su capricho tan bien y tan á punto, que al escoger la más joven dijérase que con ella escogia entro la muerte y la vida, quedándose con la postrera.
»Mas ¡ay! cuando el favorito iba yá á separar sus miradas, fijas hasta este momento en el espejo; cuando la alegría se empezaba á abrir camino en todo su sér, una nube sombría de desesperacion cubrió su frente de improviso, ahogó un gemido de furor en sus convulsos labios, y la mano que dejára en paz el alfange subió á comprimir en el pecho el corazon que en solo un violento latido le hizo daño.
»El espejo habia delatado en los ojos de su adorada una lágrima, ¡lágrima hervida en el desprecio del sultán!
»La muerte era cien veces preferible á aquella cruel certeza; porque, á no dudar, las amigas eran yá rivales y las dos amaban al califa.»
—Aben-Hamet era árabe de la más pura raza, señora, —añadió Cárlos terminando su relato. —Aben-Hamet no sintió hácia la cautiva el amor que siente el caballero hácia la mujer cristiana. El caudillo árabe no era capaz de amar hasta la abnegacion y el sacrificio; sus sentidos tan sólo eran los que adoraban aquellas formas. Así, viéndola perdida para sí, unos dicen que andando el tiempo se murió de pesadumbre componiendo serenatas muy bellas y muy sentidas; otros, que, si bien murió, no fué sin que ántes, arrostrando peligros inconcebibles, lograse sobornar á uno de los eunucos y robar aquella hermosura, cuyo cuerpo disfrutó y poseyó, como se posee un hurto, sin que nunca fuera suyo ni compartiera con él más que el cansancio en que lo dejaban, sobre perfumadas pieles, las ardientes caricias de su desesperado raptor; jamás los amorosos deliquios de la pasion mutua.
—¡Oh, basta, Cárlos! —argüyó la Marquesa con el tono de una emperatriz que suplica, —basta, ni una palabra más. He querido que ella y él fueran felices á costa de mi desgracia y á costa de la de usted. Nó, no es posible; he intentado con usted una crueldad espantosa. He pretendido usar del engaño para llevarle mejor al sacrificio. ¡Pobre amigo mió! ¿Por qué han de ser infelices los que no lo merecen?
Y la dama, que iba exaltándose por grados, rompió en un nuevo y copiosísimo llanto.
Cárlos, que no lloraba, no podia hablar.,
Hubo un momento en que sólo se escucharon los sollozos de María.
Despues sobrevino la tranquilidad, apartó sus manos, con las que se cubría el rostro, y miró al joven.
—Sí, lo confieso, —añadió, —yo sé que entre nosotros dos no hay más amistad que la mia. Adivinaba la pasion de usted, Cárlos, ¡oh! ¿no es verdad que se sufre mucho cuando se ama sin ser amado? El amor de usted ha sido lo que me llevó á fingir esta indigna comedia. Creí que sin mi amor sería feliz pu di en de llamarme su esposa. Me he mirado á mí misma, y la compasion propia me ha hecho volver los ojos hacia el que como yo, y ántes que yo, sufria de las mismas torturas, sin que el mundo las conociera. Yo sola supe que Cárlos Caballero ocultaba, con su impasible rostro, un alma llena de mi amor y que agonizaba sin esperanza. Cárlos, basta de disfraces y caretas. Aben-Hamet y Cárlos Caballero tienen la misma historia.
—¡Pero no el mismo fin! —interrumpió bruscamente el joven; —yo he venido, estoy aquí cumpliendo con mi deber y nada más. Aben-Hamet fué un raptor miserable, y yo he roto el pacto que usted me ofrecia y lo romperé una y mil veces si se me ofrece con engaño, —añadió con brio, —como he roto ese espejo en un todo igual al que copió en su tersa luna la lágrima triste de la mujer del serrallo. Hay adulterios que el mundo estima en poco, porque el cuerpo no sigue siempre al pensamiento. Yo no deseo, Marquesa; yo amo, y mi amor necesita reinar solo y reinar en todo. El alma de usted es lo que yo soñé para mi alma, no su cuerpo inerte y frió para mis brazos. ¡Ah, señora! tanto anhela usted la felicidad de —
—Sí, es cierto, —impuso la dama con el ademan del que quiere evitar un golpe rudo, —sepa usted, Cárlos, que áun á solas y para conmigo misma, lo que yo deseo es la felicidad de Pura! Pura es un ángel; ella y él son huérfanos, y es preciso que ni el menor asomo de duda pueda cubrir su existencia de melancólica sombra. Pura es muy niña, pero tiene yá la sagacidad de la mujer, y yo no quiero ni hacer de ella una víctima ni que sospeche en mí la menor.... oposicion á estos amores.
—Pero usted cree…
—Mi sobrina nada me ha dicho, pero leo en su frente el pensamiento. Desconfia, teme, me vendió el grito de aquella velada. Su organismo sufrió una conmocion violentísima. ¡Oh! su rostro me lo dijo. Y, ¿quién sabe? Quizás pero nó, no es posible, me engañan mis presentimientos, —y añadió como tratando de rechazar sus conjeturas, —yo haré que vuelva la tranquilidad á su espíritu, que crea en mí, en mí, sí, —acentuó con energía, —en mí, porque yo deseo su ventura, y su ventura es amar á Julio sin que sospeche que con este amor pueden sufrir los séres que la rodean, y si algo de esto llegára á saber ¡ay, Cárlos! quiera Dios que tal cosa no suceda, porque á los quince años la mujer es capaz de todos los heroismos, de todas las abnegaciones, cuando esa mujer se llama Purificacion de Silva.
—Creo inverosímil lo que usted dice —
—Inverosímil nó; Pura me quiere como á una madre; perdió á la suya, á mi hermana, que murió dejándola muy niña. Y mi pobre hermana, ¡oh! perdóneme usted, Cárlos, pero hay en todo esto una fatalidad y un secreto que no puedo revelarle, porque média en él la honra de séres que han muerto. Bástele saber que Pura conoce este secreto. Que hay en ella para mí algo más que el cariño; hay gratitud, y ella no sabe agradecer á medias. ¡Cuántas veces me ha dicho que si para mi felicidad fuera necesaria su vida me la sacrificarla! Y, no sólo lo ha dicho, lo ha jurado por el alma de su madre, por su memoria santa. Cárlos, ¡los juramentos de un huérfano son sagrados siempre! Pero yo también juro por ella, por mi hermana que está en el cielo, que su hija es mi hija y que será feliz áun á costa de mi desgracia!
María era hermosa como hemos dicho y repetimos ahora, más hermosa de cuanto pudiéramos decir y repetir; pero al hablar así, engrandecía su belleza con algo de aureola divina, en tal extremo, que Cárlos sintió doblegarse el imperio de su voluntad, y exclamó con arrebato:
—¡Oh! sí, tiene usted razon. El sacrificio es necesario.
Dígame usted, Marquesa, qué es necesario hacer, y no vacilaré un momento. Hable usted, sí; ¡estoy dispuesto á todo!
Cárlos se convertia, al expresarse de este modo, á la hermosa religion de las ilusiones que se llama adolescencia, y áun más cuando la dama, envolviéndole en una mirada de martirio, le cogió trémula ámbas manos y habló de este modo:
—Gracias, amigo mió, gracias; ¡oh! si es verdad que usted me ama, aceptemos ámbos el peso de esta cruz, porque es precisa, porque es irremediable nuestra desgracia; y, áun así, el cielo quiera que no acudamos con el remedio demasiado tarde. Vamos á representar hasta el fin, entiéndase bien, hasta el fin, uno de esos engaños que bendice la compasion, que santifica el alma y que deben ser tan agradables á Dios. Cárlos, desde hoy es usted mi prometido esposo; á solas, yo seré para usted una hermana; ¡yá lo soy, Cárlos, desde ahora! Mañana Madrid entero (y usted se encarga de propalar la noticia) debe saber que la Marquesa viuda del Rio concede su mano á Cárlos Caballero, el más constante de sus amadores.
Escuchó Cárlos estas palabras como el reo la sentencia de muerte; y, quizás por la primera vez en su vida, sintió que las fuerzas le faltaban para la lucha. Toda la sangre se agolpó á su cerebro, inyectáronse sus ojos, sus facciones, pálidas ántes, enrojecieron hasta el escarlata, y, con acento indefinible, balbuceó:
—Nó, María, no podré.... ¡imposible!
Pero la Marquesa le miró, por toda respuesta, y esta crisis pasó instantáneamente, aunque espantaba ver á aquel hombre serenarse y recobrar el imperio de sí mismo, como espanta ver á un atleta luchar con una fiera; como horroriza todo lo que es rápido y poderoso, casi sobrehumano; como extremece el silbido del acero que se lanza, que rompe la caja que le oprime, que se desarrolla y azota el aire con furia para recobrar su primitiva y recta forma. —Todas las lágrimas que asomaron á sus ojos eran otras tantas rebeldías de su corazon; era imposible que retrocedieran; y, sin embargo, ¡qué esfuerzo no haria titánico, cuando, estando yá en las pupilas, ni una sola se desprendió! Dijérase que por atroz castigo de haber asomado á ellas murieron abrasadas con el fuego de su mirada. —Entónces se entreabrieron los labios de Cárlos con una sonrisa de triunfo.
La Marquesa lanzó un suspiro, para ensanchar su pecho, y le miró orgullosa y satisfecha, como quien acaba de ver salir airoso á un hermano en un duelo á muerte.
Tendiéronse las manos, y dijeron á un tiempo mismo, despidiéndose:
—Sí. La suerte está echada.
Cuando hubo salido Cárlos, la Marquesa se levantó á su vez, quedóse un instante pensativa, y, despues de un momento de vacilacion, se dirigió á las habitaciones de su sobrina, parodiando en su pensamiento la frase de César en el Rubicon. —Es verdad, la suerte está echada (alea jacta est).
Al entrar en el tocador donde se hallaba Pura, esta última escondió un papel en su seno, no sin que María notára el movimiento; mas la niña no tuvo tiempo para ocultar mejor las lágrimas que inundaban su rostro.
—¡Dios mió! ¿Qué te sucede? —dijo la Marquesa corriendo á besarla en la frente.
—Nada, María, no es nada, —replicó Pura con turbacion manifiesta.
—¿Por qué lloras?
—¡Yo! ¡Si yo no estoy llorando!
La Marquesa miró á su sobrina con tan amargo reproche, que las mejillas de ésta se colorearon visiblemente.
—Vén aquí, —dijo su tia atrayéndola dulcemente para sentarla en su falda, —vén aquí y dime qué motivos tienes para hacerme sufrir tanto; á mí, que no soy para tí más que una hermana mayor, que siempre lo seré, como tu madre, mi hermana, que en paz descanse, lo fué mia, y explícame por qué guardas conmigo esa ingrata reserva.
Pura bajó los ojos confusa y no supo qué contestar.
—No hay escape, cuéntamelo todo, ¿lo entiendes? todo. Y para que alguna de las dos empiece, voy á decirte un secretillo mió.
—¡Un secreto!
—Sí; y mejor escondido que los que tú guardas en el pecho, porque sólo los escondes á medias, y, en prueba de ello, mira cómo sale un pico de la carta que has querido ocultar cuando yo entré, picarilla, —y señalaba sonriendo burlonamente el entreabierto corpiño de la joven, que se puso encendida como la grana. —Vamos á ver, quiero que me des un consejo, porque voy á tomar una decision.
Pura la miró con extrañeza.
—¡Un consejo mió! ¿Y para qué lo necesitas? Yo no tengo experiencia para aconsejar á nadie. Además, tú, María, tienes veinticuatro años eres viuda…
—Sí; pero en esta ocasion mis veinticuatro años y hasta mi viudez no me sirven de nada.
—¿Por qué? —replicó Pura.
—Escucha. ¿Á tí que te parece Cárlos?... —preguntó la Marquesa con alegre vivacidad.
—¡Á mí! —dijo la niña con asombro.
—Sí, á tí.
—Pues me parece que es….
—¿Guapo?
—No es feo.
—¿De talento?
—Sí, pero....
—¿Pero qué? —insistió María con recelo.
—Pero á mí no me gusta, —terminó Pura.
—Mejor, mucho mejor. Pues no faltaba más, —exclamó en esto su tia lanzando una fresca carcajada. —En cambio á mí me gusta mucho. Tiene elegancia.
—Sí.
—Buena figura.
—Sí.
—Distincion.
—Sí.
—Y además, ¡si tú supieras cuánto me quiere!
—¡Cómo! —interrumpió la niña expresando la mayor sorpresa. —¿Conque es decir...?
—Justo. Es decir que yo también le quiero y que nos vamos á casar. Ese era el objeto de mi consulta, —dijo María locamente y besando, como se besan los claveles, la boca de su sobrina.
Ésta se puso á mirar detenidamente la cara de su tia; y, ante la radiacion de aquella mirada escrutadora, la Marquesa apartó la suya.
Así permanecieron cortos segundos aquellas dos mujeres, jóvenes ámbas y ámbas hermosas como el sueño de la madrugada.
Al cabo Pura levantó con sus dedos de rosa y nieve el pálido é inclinado rostro de la Marquesa, obligándola así á que la mirase frente á frente, y preguntó con cierta ansiedad:
—¿Pero tú le amas?
—Sí, —contestó María, esforzándose en articular con seguro acento este monosílabo.
La niña pareció reflexionar y convencerse con esta prueba.
—Ahora, —agregó María probando á cambiar el giro de la conversacion, —necesito la reciprocidad. ¿Cuánto va, querida mia, á que esa carta tan mal guardada es un billete de Julio?
Pura se extremeció al escuchar este nombre.
—¿Callas? Luego acerté. ¡Oh! descuida, descuida; no pretendo que me lo leas, —dijo su tia con tono de resentimiento.
—Pues yo quiero leértelo, —interpuso Pura, pareciendo adoptar un plan concebido rápidamente. —Escucha, —añadió —lo que me dice Julio en su última carta.
Y, desdoblándola precipitadamente, leyó lo que así decía, en estilo que revelaba ser aquella la carta de un adolescente:
«Pura:
»Desde anoche estoy sufriendo lo que no he sufrido nunca. ¿Qué hice yo para que tanto dolor me causaras? Pura, ángel mió, porque tú eres mi ángel bueno, explícame, por Dios, este indescifrable enigma, porque indudablemente hay en todo esto un misterio que ignoro y me vuelve loco. Tú, tan buena, tan afable y tan cariñosa; tú, que tantas veces me has jurado por el alma ele tu madre, como yo por la de la mia, un cariño eterno y profundo, no es posible seas la misma que anoche huia mis ojos, buscaba la conversacion general y apenas estrechaba mi mano y en su voz, en su expresion y en sus actitudes mostraba algo, de molesto y violento, como si mi presencia y mis demostraciones de cariño le fueran enojosas, yá que no indiferentes. Indiferentes nó, eso de manera alguna. Necesito creer que yo no he perdido tu amor, que no soy huérfano, más huérfano que nunca, que tengo un porvenir, y que en ese porvenir estás tú, como compañera de mi vida, esperándome para que ámbos, con las manos enlazadas y la esperanza y la alegría en nuestros corazones, sigamos la misma senda y bendigamos las mismas flores.
Pura, yo te adoro porque tú eres mi primer amor; te adoro como se adora á una santa; contéstame, por piedad, y dime si me quieres todavía.
Julio.»Durante esta lectura, que hizo con voz serena, la niña se interrumpió una sola vez.
Estaba, como sabemos, sentada en la falda de María, y ésta, al escuchar algunos párrafos, no pudo dominar un ligero temblor nervioso de todo su cuerpo, que para la lectora no pasó desapercibido, así como tampoco la palpitacion creciente y anhelosa de su seno.
Al sentirlo, Pura hizo una ligera pausa; y, sin levantar la vista, contentóse con mudar de postura, sentándose en el confidente con el ademan natural de quien se ve incómodo y quiere cambiar de asiento.
Reanudó enseguida la frase comenzada á leer con tal sencillez, que María, temerosa al principio de que la emocion la hubiera vendido, se tranquilizó, convencida de que su sobrina no la hubo notado; y más cuando ésta, volviendo á guardar la carta, dijo con cariñosa entonacion:
—Yá ves. El pobre se queja de mí, y con razon. Le voy á contestar ahora mismo. ¿Quieres que le avise para que venga esta noche?
—Sí, sí; esta noche no irémos al teatro, hace mucho frió, y yo no estoy buena,
—¡Calle! Pues es verdad. Tienes mal color y he creído notar que temblabas. ¿Tienes calentura?
—¡Oh! nó. Esto no es nada. Yá se pasará. Es que tu habitacion está muy fria.
—Puede ser. Yo también estoy tiritando. Vamonos, vámonos al gabinete. Aquello está más abrigado. Allí te contaré y me contarás muchas cosas.
No las sigamos para escuchar esos secretos, los más hermosos de la vida de la mujer, que tarde ó temprano nos descubren ellas mismas á cambio de un beso en la risueña boca que los dijo.
Mutacion de escena.—Esta tarde no te perteneces. Necesito condenarte á la esclavitud de mi amistad. Pero no temas, no soy tirano, porque soy dichoso, querido Julio, —decia Cárlos á poco de habernos separado de él, entrando en el número 39 de la fonda de París.
—Bien venido, Cárlos, —se limitó á contestar nuestro protagonista, ofreciendo una silla al visitante.
Cárlos y Julio se tuteaban.
Cárlos Caballero necesitó poco tiempo para verse como atraído hácia el candor casi infantil, hácia la sencillez de alma de Julio Suarez, y éste se encontró subyugado, vencido por aquel hombre de tan finos modales, de insinuante palabra, de enérgico y persuasivo acento, de consejo siempre acertado, de leales advertencias, que desde el primer dia se le hizo necesario como un cicerone enmedio de aquella ciudad del mundo por cuyos laberintos penetraba ignorando las calles de salida y presintiendo encrucijadas que era forzoso evitar.
—¿Qué diantre de cara es esa? —continuó Cárlos, ofreciendo un cigarro ásu amigo. —Cuando se tienen tus veinte años y tus ilusiones, y cuando vengo con la alegría en el rostro, el mal humor es un contrabando que yo decomiso, porque ahora soy completamente feliz y es preciso que tú lo seas.
—¡Imposible! ¡Yo no puedo ser feliz nunca! —replicó el joven con el trágico acento del enamorado en prima.
—¿Nunca? ¿Tú qué sabes?
—Estoy seguro de ello á ménos que.... —y aquí Julio se interrumpió como arrepentido de su expansion.
—¿Lo ves? Tienes una esperanza. Apostaría á que en resumidas cuentas tu desgracia es de esas que duran todo lo más veinticuatro horas.
—¡Dios lo quiera!
—¡Pues no lo ha de querer! Mira, sin ir más léjos aquí estoy yo que anoche, al despedirme de tí, me veia desesperado, y en cambio no trueco hoy mi dicha por todo el oro del mundo.
—Es verdad. Tú también estabas triste, y nos despedimos tan de mal talante, que casi creo que me miraste con aire amenazador. ¡Oh! Lo que es anoche yo hubiera pegado al primer desconocido que tropezase conmigo en la calle. ¡Qué horrible noche!
—¡Qué horribles celos! ¡No se puede amar! —dijo Cárlos, procurando imitar el lúgubre acento de Julio y esforzando en su rostro la mayor seriedad.
—¿Estás enamorado? —preguntó Julio con la languidez de una lady.
—¡Yá lo creo!
—¡Ay! ¡Yo también! —apoyó el joven.
—Chico, dices eso con tan melodramático acento, que, en efecto, creo que tienes una pasion imposible é incurable.
—Puede ser.
—¿Es casada?
—¡Oh! nó; soltera y casi una niña.
—Del mal el ménos, —agregó Cárlos con sentencioso ademan; —una soltera es mujer, pero no tanto como las casadas. Repito que del mal el ménos. Pero admírate, la mia es viuda.
—¿Sí?
—Sí, viuda y joven, una mujer divina; —(y aquí procuró crear entusiasmo, imitando la altisonancia de un orador carlista).
Cárlos esperó á que le replicára su amigo; pero Julio se contentó con apoyar el codo en un velador próximo y la cabeza en la palma de la mano.
Reinó un corto silencio.
—Pero hombre, ¿no te admiras? —interpeló Cárlos sacudiéndole de un brazo para sacarle de tal ensimismamiento.
—¡Admirarme! ¿de qué? —pronunció el joven, como quien yá no se acuerda de lo que se está hablando.
—Pues ¡ahí es nada! De que me caso.
—¿Y con quién?
—Con María, con la Marquesa, con tu amiga.
Era el caso tan imprevisto, que Julio creyó no haber oido bien.
—¿Con la Marquesa? —preguntó.
—Sí, con la misma.
—Perdona, pero como no me has dicho nunca que estuvieras enamorado....
—Qué quieres. Es mi carácter. Me gusta sorprender á las gentes.
Julio Suarez, á quien al principio casi molestó el contento que mostraba su amigo, pensó repentinamente (con el egoista interés del que sufre) en que tal vez Cárlos pudiera servirle de intermediario cerca de su adorada y esquiva beldad, ó cuando ménos ayudarle á inquirir las causas de la indiferencia con que Pura le trataba tan de improviso.
—Permíteme que te diga, —le interrumpió, —que esa reserva es criminal entre nosotros, y más si tú supieras....
—¿El qué? —y aquí Cárlos empleó una entonacion persuasiva.
—Pues bien, escucha. ¡Cárlos, tú que eres mi amigo, mi único amigo, acude por Dios á salvarme de los tormentos que estoy sufriendo!
—¡Cómo! ¿Yo puedo salvarte? —replicó su astuto interlocutor fingiendo la mayor sorpresa.
—Sí; es decir, tal vez puedas influir mucho: yo amo á Pura.
—¿De véras!
—La idolatro.
—Sigue.
—Pero, como tú sabes, la semana anterior ha estado enferma.
—Una calenturilla nerviosa. No tengas cuidado. No traerá malos resultados. No ha sido nada.
—Nó, no es eso, es que en toda la semana anterior no la he visto.
—¡Diablo! ¿Y qué se ha de hacer? Pero en cambio anoche....
—¡Y anoche no me miraba! —acabó Julio, que al hablar asi parecía tener prisa en decir con la mayor concision posible toda su amargura.
—¡Ah! vamos, yá estoy en ello, —replicó el nuevo confidente con afectuoso tono. —Estáis de monos.
—¡Yo no! —protestó el enamorado, —ella, y te aseguro que no tiene el menor motivo.
—¡Bah! No hagas case. ¡Los nervios! ¡Malditos sean! Ellos tienen la culpa de todo. Estoy seguro de que Pura es muy nerviosa, como todas las mujeres, —y aquí empleó una cómica conviccion, por lo que Julio hizo un ademan de desagrado. —Perdona, —agregó Cárlos notándolo, —soy tan feliz que me gusta burlarme de los que sufren. Pero yo te prometo desplegar toda mi influencia, hablaré á María, recomendaré el asunto y no dudes que se hará como se pide. Vamos á otra cosa; hoy me convido á comer contigo. Conque afuera ese aire de doctrino, y alégrate, ¡qué demonio!
—Sí, tienes razon, —añadió el joven como queriendo desechar ideas enojosas, —soy un niño. Tengo presentimientos qué no son sino sueños. Soy fatalista. Ea, á comer.
Mas por este esfuerzo no consiguió más que exasperar su mal humor y su melancolía.
—Señorito, —dijo en este punto un camarero que apareció en el umbral de la habitacion.
—¿Qué hay? —interrogó el joven, volviéndose y mirándole con enojo.
—Una carta para usted.... La persona que la trajo dice que es urgente.
—¿Esperan contestacion?
—Nó, señorito, pero es urgente, —replicó el camarero como disculpando su inoportuna interrupcion.
—Bien, trae y vete.
El camarero obedeció con presteza, y, haciendo una inclinacion, se retiró.
—Con tu permiso, —continuó Julio mirando á su amigo y rompiendo el sobre.
Mas apénas desdobló el papel, en que habia escritos muy escasos renglones, y leyó la firma, no pudo contener un grito de alegría y con la vista arrebató, más que descifró, lo que así decia:
«Julio:
»Perdóname. Te quiero más que nunca. Ayer noche estaba con una gran sobrescitacion nerviosa, producto, sin duda, de mi reciente enfermedad. Esta noche no vamos al teatro. Vén y procura que no se entere Cárlos, para que estemos solos. Te espero.
Pura.»
—¿Qué es ello? —preguntó Cárlos con indiferencia.
—Nada, no es nada, —le respondió el interrogado con la incertidumbre de la mentira hablada, —es una carta de mi banquero. Una letra que me urgia y esperaba con ansiedad.
Cárlos fingió creer aquella mal urdida trama, y aparentó olvidar que la carta no venía de fuera, sino que fué entregada á la mano, según las declaraciones del camarero.
—Entónces, buena noticia, —exclamó con alegre tono, —la celebrarémos comiendo, si te parece, porque la felicidad me ha dado un apetito excelente. Digo, á no ser que prefieras seguir contándome los desdenes de tu Clori, en cuyo caso te confieso que sería repetir demasiado una misma historia.
—Descuida. Mi dolor no es egoista. Te prometo olvidar mis penas para pensar en tus alegrías.
Julio no pudo contener la reaccion de su contento, que se delataba en sus ojos, en el tono de su voz y en la fácil viveza con que pronunció estas palabras.
—Vamos, veo que tienes resignacion. Eso es bueno, — acentuó Cárlos con la mayor naturalidad.
—Francamente, tus frases me han devuelto la vida. Creo, en efecto, como tú, que Pura es excesivamente nerviosa.
Gran esfuerzo hubo de menester Cárlos para contener una sonrisa, que á su pesar le arrancaba el asentimiento del joven.
—Ahora, dijo este último, á comer. Comeremos aquí mismo para estar solos, porque supongo que me harás confidencias que exige mi curiosidad, el cariño que te profeso, y lo que me interesa la felicidad de la Marquesa.
—¡Yá lo creo! Es toda una historia; pero la sabrás desde el principio hasta el fin.
—¿Es larga? —preguntó con temor Julio.
—Durará el relato desde la sopa hasta los postres.
Á poco rato estaban, anfitrion y comensal, sentados á la mesa.
Cárlos contó una fábula que no reproducimos en vista de su falsedad para el lector notoria.
Durante la comida continuó el fingimiento de ámbos.
—Observo, —dijo Julio inocentemente al finalizarla, —que tu alegría te quita las ganas de comer. Has comido muy poco.
Cárlos le miró con recelo, pero se tranquilizó y repuso.
—En cambio á tí te ha dado Dios una tristeza llena de apetito. Has comido por los dos, —y soltó una carcajada.
Julio se rió también, pero se puso encendido como la grana.
El estómago habia estado á punto de hacer traicion á la diplomacia.
Cárlos se despidió de su anfitrion, encaminándose acto continuo al café Suizo, donde encontró á los amigos que yá conocemos y oimos hablar en el capítulo Los Comentarios: noticióles su próximo casamiento, y le escucharon atentos: levantóse uno de ellos á poco rato; corrió al Casino. Allí estaban los socios Ángel Somoza, Luis Álvarez y Ricardo Riezo, aristócratas bastante desocupados que estaban al tanto de la crónica madrileña. —Sorprendiéronse del caso. —Salieron á su vez, fueron al teatro y refirieron el suceso. —Oyólo Plácido, abandonó su butaca, acudió al palco de la Condesa de Fuente-Hermoso, habló en él de lo mismo, sonrióse la Condesa, miró al Conde, el Conde miró á los que ocupaban el palco inmediato, y una morena extremadamente graciosa hizo un gracioso mohin, que significaba:
—¿Qué será? Ello es una noticia, y, al parecer, de sensacion. Estoy muerta de curiosidad. ¡Ay, querido Conde! venga usted á decírmelo en cuanto empiece el entreacto.
Al siguiente dia los suscritores al periódico en que escribía Plácido pudieron leer que una hermosa y aristocrática viuda iba á contraer segundas nupcias.
Todas las amigas de la Marquesa fueron á saber si Pura estaba yá completamente restablecida de su enfermedad.
Pero volvamos á Julio.
Marchóse Cárlos, y acto continuo salió nuestro protagonista en direccion al hotel de Recoletos, entrando poco despues con placentero rostro en el gabinete descrito precedentemente.
Tia y sobrina estaban solas.
En la chimenea chisporroteaban expléndidamente los crugientes leños.
En el inmediato invernadero hacía luna. —Por la cubierta de cristales penetraban los rayos del astro nocturno, suaves y melancólicos como caricias de la noche á las verdes hojas de las plantas.
María se quedó sola en el gabinete.
Lo que quiere decir que los dos enamorados exclamaron á un tiempo, tras un corto diálogo:
—¡Qué hermosa noche! —yambos se levantaron, acercándose al invernadero, cuya entrada sabemos que estaba abierta á todas horas.
La claridad del cielo bañaba por completo á los dos amantes. —Á los pocos pasos se detuvieron. —Julio al lado de Pura. —Pura junto á una camelia que blanqueaba en la penumbra.
El amor y las flores se reunían en un mismo rayo de luna.
Mientras Julio miraba á su amada, el alma de ésta temblaba en su casto cuerpo como tiembla la lámpara de una virgen del Señor que, al cruzar de noche el solitario claustro, la guarece con la mano para que sin oscilar alumbre su camino.
Hubo un momento en que el joven olvidó la presencia de María en el cercano gabinete; la claridad que reinaba en el invernadero; en que su vista y su razon se oscurecieron; en que sus deseos despiertos adoraron las formas turgentes de Pura; en que la vió mujer para sentirse hombre.
—Era que la niña no le miraba.
El aliento entrecortado del amante llegó á pasar enardecido por el rostro de la doncella. —.Esta inclinó entónces la frente, recogió los párpados y ocultó los ojos. —Dijérase una púdica hurí que retiene su ondulante falda para que el viento huracanado del desierto no levante los pliegues ligeros en que se guarda el divino misterio de los atractivos soñados.
Los náufragos rezan una oracion que los salva.
La pobre niña no tuvo tiempo más que para decir, como si pronunciára palabras de un misterioso amuleto:
—¿Julio, me quieres?
—¡Oh! ¡Sí, te quiero! —replicó Julio como despertando al sonido de un arpa.
—¿De veras?
—¡Con toda mi alma!
—Pues júramelo por la de tu madre que está en la gloria.
En aquel momento una nube se rasgó en el cielo, pasó la ofuscacion en los sentidos del joven y se sosegó su espíritu acalorado. —Pura le miró sin temor y Julio pensó en la santa memoria de la que le dió el sér.
La cabeza de la serpiente estaba quebrantada con la firmeza de su juramento.
Hubo una pausa.
—¡Qué linda camelia! —dijo la niña, por decir algo.
—¿La quieres? —preguntó él, haciendo un movimiento para arrancarla del tallo.
—¡Oh! Nó, no la toques, —replicó deteniéndole con viveza.
—¿Por qué?
—Porque es de noche, y las flores también duermen.
—No lo creas, las flores no duermen en las noches de luna. Los jardines son pueblos despiertos.
Pura le miró.
—Sigue, —le dijo, —¿por qué callas?
—¡Qué sé yo! Pienso en el porvenir. Tengo fiebre, mi alma tiene sed y te amo. Esa luna me parece el sol de nuestros amores. Mírala, ángel mió, ¿no es verdad que es un sol muy triste! Parece que desde allá arriba nos contempla con la piedad de los cielos. Escucha. Tú también tienes fiebre. No te atreves á mirarme; y, sin embargo, —continuó, cogiendo la mano de su amada, —y, sin embargo, yo te adoro como á la Virgen de los altares. ¡Qué pálida estás, Pura!
—Es la luna, —balbuceó ella. —¡Tú también estás muy pálido!
—¡La luna! Tienes razon, —prosiguió el joven. —La luna y el amor. El reflejo del cielo y el reflejo del alma. Si las almas tienen color, el color de tu alma es el blanco trasparente y cándido de la luna. ¡Oh, Dios mió! —añadió con éxtasis, —vivir siempre así aunque la vida sea breve, mirándote sin cesar, enlazadas nuestras manos y sintiendo el curso feliz de la sangre por las venas, hacer un templo del hogar y del amor un culto, bendecir la creacion entera con los labios que te hayan besado, ¡esa es la felicidad!
Julio Suarez enloquecia, y la infeliz Pura, sintiéndose desfallecer, tuvo que apoyarse en el brazo de su amante.
—¡Julio! —dijo. —¡Julio, cuánto te amo!
—Tú eres mi primer amor, el único y el último. Sí. El último, —añadió el joven, como hablando consigo mismo. —Soy feliz, y, sin embargo, aún no lo soy bastante. Necesito alegrar mi espíritu. Es que tengo presentimientos. Es que cuando no te veo á mi lado me parece que el fantasma de la soledad tiende sobre mí sus alas de sombra. Pero te acercas, y la noche huye despavorida como si fueras el ángel resplandeciente de la aurora. ¡Repite, repite que me amas!
—¡Sí, sí, te amo; te amaré siempre, siempre! —contestó Pura, palideciendo cada vez más.
La luna se ocultó en aquel momento detrás de una nube. Veíase como una perla que se trasluce en una finísima concha de nácar.
Pura se puso á acariciar los pétalos de la camelia que estaba á su alcance.
Entónces la flor se meció como si en efecto despertára de un sueño dulcísimo, y los amantes distinguieron una cosa indiferente y natural para todo aquel que la hubiera observado sin ser víctima de la alucinacion en que ellos se encontraban.
La camelia, al columpiarse, dejó ver detrás de ella otra de distinto color que, doblando con su peso el débil tallo, descansaba sobre los pétalos de la primera.
—¡Mira! —exclamó Julio, tendiendo la mano. —¿No te dije yo que las flores no dormian en las noches de luna? Las flores, como nosotros, consagran estas noches al amor. Mira esas dos. ¡Oh, cómo se quieren! Estaban ocultas besándose y las hemos sorprendido. ¿Qué se dirán en ese beso?
La impresion que produjo en Pura aquella vista y aquellas palabras de Julio, fué rápida é indefinible.
Su respiracion se hizo anhelosa, sus ojos se cerraron.
—Julio, no sé qué tengo. Sostenme. Me siento mal, muy mal, ¡Dios mió! —y se llevó ambas manos al pecho.
Julio, asustado, la sostuvo en sus brazos cuando yá la pobre niña iba á desvanecerse y caer, miéntras que la Marquesa acudió desde el gabinete al escuchar aquellas frases, únicas del diálogo que llegaron claras y distintas basta ella.
En efecto, fuese por la violenta emocion que experimentaba, fuese un resto de debilidad de su pasada dolencia, ó yá (y es lo más cierto para los amantes del realismo) el ambiente que reinaba en el invernadero fuertemente saturado de distintas fragancias, Pura no se repuso en sus sentidos hasta que la llevaron al gabinete y respiró otra atmósfera, aunque templada, mas fácil y ligera.
Cuando Julio se retiró á poco rato, yá estaba completamente restablecida de su desvanecimiento.
Es inútil añadir que, á excepcion de tal incidente, el joven se despidió ébrio de amor y de felicidad.
Aquí debiera poner punto á este capítulo; pero no será sin que cite una frase, ó, mejor dicho, un hermoso pensamiento de autor, cuyo nombre no recuerdo ahora si existe ó nó, pero que vivirá siempre por su profundo ingenio:
—«Escribir con lápiz —dice —es lo mismo que hablar en voz baja.»
Deduccion. —Pueden hacerla los cajistas que reciben estas cuartillas, en que la conversacion que tuvieron los dos jóvenes está copiada con lápiz.
Pasó aquella semana, ó, mejor dicho, llegó el domingo, tercero en que nuestros personajes debian encontrarse reunidos, como de costumbre, en el hotel de Recoletos.
Pura no recayó en su fiebre, y desde la noche, de luna en el invernadero, pareció recobrarse en la tranquila posesion del cariño de Julio, aunque no recuperar su alegría.
La Marquesa pudo convencerse de que la noticia falsa, cuanto piadosa, de su próximo enlace con Cárlos Caballero fué bastante para disipar toda desconfianza de su sobrina, y buena prueba de ello era la cariñosa expansion con que ambas jóvenes volvieron á abrazarse.
En cuanto á Cárlos Caballero, sonrióse leyendo la crónica de salones de Plácido, que no estuviera mejor redactada para el logro de sus propósitos, aun cuando el mismo Cárlos la hubiese escrito.
La Marquesa se casaba en segundas nupcias y el elegido era su defensor. La murmuracion se retiraba, con la vergüenza de su derrota, ante un desenlace tan imprevisto.
Tocóle su turno á la curiosidad.
Se formó una especie de conspiracion á cuyo frente figuró la Condesa de Fuente-Hermoso; y, para saber de cierto que la voz pública no se engañaba, decidió ésta, en union de otras conjuradas, penetrar por sorpresa enmedio de la plaza, yá que no pudieran rendirla por médios más leales.
El ataque se verificarla de noche, como conviene á la estrategia de tales recursos, envolviendo al enemigo en un movimiento bien combinado, pues el mejor éxito de la empresa era rendirlo á discrecion.
Salieron espías en todas direcciones, y bien pronto se supo, sobornando á los centinelas y guardianes (léase porteros y criados), que Cárlos y Julio iban todos los domingos á casa de la Marquesa.
¡Oh felicidad! Plácido no cabia en sí de gozo. Tratábase nada ménos que de una sauterie, de una irrupcion en el hotel de Recoletos, de un baile obligado, impuesto por una turba de revolucionarios de frac y de innovadoras en trage de media etiqueta.
Una vez allí, la diplomacia femenil intervendría en la lucha, averiguando el secreto de Estado que tanto comprometía la tranquilidad de los curiosos; porque de ser exacto el rumor que corría yá tan autorizado del próximo enlace de la Marquesa, allí estaría Cárlos, y el amor no se oculta nunca en presencia de la mujer amada.
Tratábase, pues, de ver si eran indestructibles tales lazos y áun hubo dama que llevó el propósito de desbaratarlos.
Aquello era la Liga contra la Santa Alianza.
A poco de llegar Cárlos y Julio, y como obedeciendo á una señal convenida, toda aquella multitud elegante llegaba detrás de ellos, y durante más de una hora no cesaban de parar los carruajes delante del hotel, y desde el estribo saltaban al umbral mujeres hermosas, cuanto engalanadas, pareciendo cada lujoso tren un canastillo conducido hasta la entrada, donde se detenia para dejar su ofrenda de flores, brillantes, perlas y ricas telas, continuando despues su camino cerrado, oscuro y silencioso como abandonado y yá inútil nido de raso.
La Marquesa se declaró vencida; abriéronse de par en par las puertas de los salones; surgió la luz como por encanto en todos ellos, ántes desiertos y entónces poblados y recibiendo los crecientes ecos de conversaciones múltiples, convertidos en recinto de animados grupos.
La joven y hermosa dueña del hotel ni debió ni pudo creerse ofendida. Plácido, al entrar, pronunció, aunque mal, la palabra sauterie, que todos los sitiadores repitieron á coro, y María se sonrió, mostrando honrarse mucho con la distincion que recibia su morada.
También en los labios de Cárlos se dibujó una sonrisa, y miró á la Marquesa.
En el rostro de Julio se estereotipó un gesto de visible contrariedad.
¡Cosa extraña! Pura no pareció disgustarse, y más bien brillaba en sus ojos la alegría.
Oyéronse los primeros acordes del piano; se prepararon las mesas de tresillo, y la vejez se entregó á la locura del juego, miéntras que la juventud bailaba cerca de ella locamente.
Serian las doce de la noche y el baile continuaba.
Pura, que no habia rehusado ninguna invitacion, arrostrando el despecho de Julio, se acercó á éste y le dijo:
—El último wals lo bailaremos juntos.
—Yo no bailo esta noche, —replicó el joven con acento de enojo.
—Bailarás conmigo, —replicó ella.
—Es imposible, me voy.
—¿Y por qué?
—Por nada, pero me Voy; —agregó el enamorado con el tono de un niño que se enfada.
Pura le cogió una mano y se la estrechó.
—No te irás, —le replicó, empleando su voz más insinuante, —yo no quiero que te vayas así. Perdóname. He bailado con otros para que nadie extrañára verme bailar contigo. ¿Por qué te enfadas? Quédate, Julio, no estés triste, yá sabes que yo no quiero á nadie más que á tí, y si no pudiera quererte me moriría.
Y se alejó lanzándole una mirada cariñosa.
Julio, en efecto, no trataba yá de persistir en su decision y casi puede asegurarse que no estuvo jamás verdaderamente resuelto á cumplir estas amenazas.
Se desvaneció el fantasma de los celos, y esperó impaciente los preludios del wals.
Al fin resonaron éstos, llegó el apetecido instante, y Pura tornó á su lado feliz, risueña y enamorada como nunca.
Acercóse radiante de Cándidos encantos y mostrando en sus mejillas, vivamente coloreadas por la agitacion de los bailes anteriores, el fresco matiz de la juventud.
—Julio, —le dijo, —¿te acuerdas de la camelia blanca?
—¿La camelia del invernadero? ¡Oh, sí!
—Aún no está marchita. Vé y arráncala del tallo. La prenderé en mis cabellos para dártela al terminar el baile.
—¿De veras?
—Sí. Te la daré para que no me olvides nunca, —contestó Pura con extraño acento.
Julio cruzó rápidamente el salon, llegó al gabinete, penetró en el invernadero, cortó la flor, que ostentaba todavía sus blancas hojas aterciopeladas, y regresó con ella al lado de su gentil pareja en ménos tiempo del que empleamos en referirlo.
—¡Oh, qué hermosa y qué blanca es! —exclamó Pura admirando, con sencillez encantadora, los pétalos de nieve y prendiendo aquel adorno en las doradas hebras de sus rizos.
En tal punto comenzó el wals, un wals de Chopin, de melancolía infinita, sólo comparable á la que se desborda en nuestra popular malagueña.
Las parejas recorrieron el salon en rápidos giros, á compás de aquellas notas incitantes como el deseo, vivas como la juventud y alegres y embriagadoras como el chispeante Champagne.
La música del wals tiene un color: el color amarillo.
Acaso el lector sonría y no encuentre tal semejanza, pues sólo existe en los caprichosos símiles que á veces forma mi sobrescitada imaginacion.
Si yo me propusiera disculparme con una frase, bastábame observar aquí que la música del wals es siempre viva y las siemprevivas tienen el color citado.
Pero hay otras razones, que me reservo, para justificar —en mí por lo ménos —tan absurdo simil, y algunos tal vez las adivinarán más adelante.
Julio, aunque provinciano, bailaba igualando en soltura y maestría al madrileño más ducho en tal ejercicio.
Rodeó con un brazo el esbelto talle de Pura y partió feliz, sintiendo apénas el preciado peso que su adorada hacía apoyándose sobre su hombro, uniéndose ámbos jóvenes al confuso torbellino de las demás parejas.
Al partir, Pura le dijo en voz amorosa y baja:
—No descanses hasta que yo te lo diga.
El joven por toda respuesta estrechó dulcemente la suave mano que yá se enlazaba con la suya.
¡Oh! ¡La vida! Si vivir es gozar, ¿quién duda que Julio vivia en aquel instante eternidades de goces? Porque Julio, por vez primera, sentia la presion del desnudo y fresco brazo de su amada. —Los ondulantes rizos de ésta, agitados en la rápida vuelta, acariciaban sus labios de vez en cuando y su mutua respiracion anhelosa les envolvia en una misma atmósfera. —De los labios de Pura se exhalaba el aliento como suspiro castísimo y perfumado. —Acariciábanse, unidas las manos como dos palomas enamoradas, y mirábanse los ojos, y, al encontrarse ámbas miradas, parecian las pupilas de ella un cielo azul que se retrata en un lago.
Hollaban apénas la mullida alfombra de vivos colores.
El wals es como el giro de dos mariposas que se persiguen, formando estrechos círculos, rozando al pasar con sus alas el césped de la pradera. —Van unidas como si un hilo invisible las impidiera separarse, y no parece vuelo sino impulso del viento el que las mueve. —Parecen dos pétalos de una flor desconocida que á un mismo tiempo arranca y se lleva el huracán.
Julio, temiendo el cansancio de su pareja, intentó detenerse en dos ó tres ocasiones; pero ésta, al notarlo, exclamaba: —Nó, aún nó, no me canso.
Y le obligaba á seguir walsando con mayor rapidez.
Los que como ellos, y al par que ellos, habian empezado el baile fueron parándose unos tras otros y yá vários de los concurrentes se fijaban en la diestra pareja que, siguiendo incansable y sola, dijérase acometida de un loco frenesí. —Causaban miedo y vértigo el creciente movimiento y las rápidas vueltas de ámbos jóvenes. —Los que se preparaban á walsar de nuevo, dominados por la curiosidad, se detuvieron formando un círculo, dentro del cual, y recorriéndolo, Julio y Pura cruzaban con ligera y segura planta, sin dar muestras del menor cansancio.
—¡Bien! ¡Muy bien! ¡Bravo! Bravísimo! —les decian al paso los más entusiastas; pero ofuscados con el brillo de las luces y los vários colores de los trages de las damas, absortos en su amor, ni pudieron suponer que tales exclamaciones á ellos se dirigieran, ni observar que eran los únicos actores que quedaban en escena.
Julio empezó á sentir la extenuacion de sus fuerzas y el desvanecimiento de su cabeza.
—Descansemos, —dijo con voz entrecortada.
—¡Nó, todavía nó! —replicaba ella de nuevo, mirándole sin cesar con pupilas en que la ofuscacion luchaba yá por apagar un brillo insólito que las animaba.
Julio hizo un esfuerzo más, y queriendo evitar la embriaguez que yá le dominaba, cerró los ojos; pero antes éstos se fijaron en la cabellera de su amada.
La camelia empezaba á desprenderse é iba á rodar por el suelo.
—¡La camelia! —exclamó. —¡Dios mió! ¡Se va á caer!
Y quiso detenerse; pero la niña, adivinando esta intencion, llevóse la mano á la cabeza; y, rápida como el pensamiento, cogió la camelia colocándosela en los labios.
—¡Sigue! ¡Sigue! ¡Yá no se perderá! —y al decir esto ella misma le obligó á que acelerára el movimiento.
Julio cerró los ojos y siguió aquella danza fantástica.
Pero empezaron á zumbarle los oidos y apénas llegaba á escuchar las notas del piano.
—¿Sabe usted, —dijo á su pareja una lindísima muchacha, —cuántas vueltas han dado hasta ahora?
—Imposible.
—¡Oh! pues yo las he contado: cuando pasen por delante del piano llevarán noventa y nueve vueltas.
—Es un desafío, —añadió otro personaje que estaba por allí cerca.
—¡Admirable! —gritó un pollo en el colmo del entusiasmo coreográfico.
—Á mí me han dicho, —interrumpió un periodista, —que se han propuesto dar cien vueltas. Tantas como evoluciones políticas ha verificado La Correspondencia desde su creacion.
—¡Oh! pues entónces serán algunas más.
—Es curioso, —intercaló un médico, —pero si es lo que ustedes dicen, estamos presenciando una manifestacion contra Santa Ana, pero puede ser una manifestacion peligrosa.
—¿Por qué?
—Porque son unos locos y puede costarles una enfermedad que yo tendré que curar.
—¡Ah! pues si los cura usted, desde luego la locura de esta noche les sale cara.
Pero de improviso todas las conversaciones se interrumpieron.
La pareja volvia cerca del piano.
Era la centésima vuelta.
Un mismo pensamiento ocurrió á todos los espectadores.
—¿Se detendrán? —se preguntaron.
—Cuando estén delante del piano propongo un aplauso general, —prorumpió el pollo entusiasta.
—Sí, sí, aprobado, —dijeron várias voces.
Llegó el instante que esperaban todos.
—¡Ciento! —gritó la joven que contaba las vueltas de wals.
Pero á este grito, en vez de la ovacion contestó otro inmenso y unánime, clamor de sorpresa y de espanto en los salones.
Julio acababa de rodar sobre la alfombra como una masa inerte.
Pura, faltándole este apoyo, también cayó, aunque de rodillas, tendiendo una mano hácia el próximo piano, mientras que con la otra pretendió ocultar en su seno la camelia, que saltó de sus labios en un convulsivo golpe de tos.
Apesar del apresuramiento con que lo realizó, todos vieron, en los pétalos blancos de la flor, una rojiza mancha de sangre.
Guardóse la camelia al fin; y á la fina batista de su bordado pañuelo, que también se llevó á la boca, le cupo igual suerte en un segundo acceso de tos.
La Marquesa, que estaba en otras habitaciones, acudia, pálido el rostro como el mármol nuevo.
Abrazóse á ella Pura, tratando, aunque en vano, de incorporarse; y, atrayéndola hácia sí, la dijo al oido, con la sonrisa de una mártir:
—¡Cumplo la deuda sagrada de mi madre! Me muero lo sabía todo ¡Sé feliz!
María hizo un movimiento.
—Yo te lo suplico, y yá ves, ¡me muero!
Y perdió el sentido, miéntras que la Marquesa se ahogaba en la congoja del llanto.
El médico, que lo era de la casa, declaró al dia siguiente que Pura era víctima de una de esas tisis inevitables y rápidas como el rayo.
Tres meses despues decia La Correspondencia de España en la seccion de anuncios:
Por una de esas extravagancias del dolor, Julio, siguiendo un singular capricho, guardó cuidadosamente la camelia marchita y ensangrentada, envolviéndola, como una preciosa reliquia, en este triste anuncio que hemos copiado; pero antes de encerrar tales recuerdos en un estuche, al lado de las cartas de su muerta amada, cogió una pluma y trazó sobre el paquete esta sencilla y elocuente indicacion de lo que contenia.
Flor de invernadero.
—Tal fué Pura, —le dijo Cárlos, —flor delicada como la camelia, que no pudo resistir las libres auras de la vida.
—¡Ah, si hubiera sido flor de los campos! —replicó el atribulado joven, besando aquellos adorados objetos.
La losa de mármol que cae pesadamente cerrando el sepulcro de una persona querida, es en la existencia de los que se quedan como la piedra que lanza un muchacho enmedio de un rebaño de ciervos. —Estos, al sentir el ruido que produce al llegar al suelo, se desbandan asustados en opuestas direcciones y tardan mucho tiempo en reunirse por aquellos sitios. —Una vida que se desvanece como sombra, fantasma ó vapor que huye por los aires, y un cadáver que se desploma enmedio de nosotros, cambia el rumbo de nuestro destino, los sentimientos del alma y hasta parece que el corazon, horrorizado, empieza en sentido inverso la acompasada monotonía de sus palpitaciones. —Como medrosos cervatillos las gentes salen de la fúnebre alcoba donde el muerto queda solo, y con su soledad más muerto que nunca; y no contentos aún, de allí á pocos días trasládanse á otro albergue, quedando el antiguo hogar frío, desnudas sus paredes y abandonado, porque el mismo cadáver se aleja en hombros de séres desconocidos, únicos que á veces le acompañan, llevando con desembarazo é indiferencia el horrible peso de su ataúd por el olvidado camino del cementerio.
Ante este cuadro exclamó Bécquer, con versos de llanto:
Recuerdo, lector, que cuando murió mi madre, con esa curiosidad propia de la infancia, que sólo conservan despues las mujeres, logré coger las vueltas á las personas que formaban el duelo, escabullirme y penetrar sin ser visto en la habitacion donde estaba su castísimo cuerpo, entre amarillentos cirios que chisporroteaban al arder. —Mi madre estaba solar —El balcon que daba á la calle abierto, y la noche era fria. —Miré aquellas lívidas facciones, para mí tan queridas, y al resplandor de los cirios me pareció que rodaba silenciosa una lágrima por las mejillas de la muerta. —Me indigné ante aquella soledad que parecia abandono. —¡Y yo no podia sentarme al borde del ataúd! yo, su hijo, no podia hacerla compañía, me obligaba salir como habia entrado, furtiva é inmediatamente. —¡No me iré sin darla un beso! —pensé, y rápido como el pensamiento acerquéme de puntillas, y con mis labios infantiles la besé en la boca. —¡Estaba helada! —El instinto de mi candidez, la ignorancia de la muerte me hizo correr al balcon, cerrarlo herméticamente y salir con temor, pero vanagloriándome para mis adentros y satisfecho de lo que acababa de poner en práctica. —Á los pocos dias huíamos, mi familia y yo, de la casa en que ocurrió el fallecimiento.
Pero continuemos la novela.
Aun cuando yo tratase de traducir en palabras la desesperacion de Julio y la Marquesa y el sombrío dolor de Cárlos, me veria obligado á declarar infructuosas mis tentativas, pues no hay matiz que copie el llanto ni pluma que lo analice.
Pero en cambio ved, queridísimos lectores, cuál será mi sentimiento y hasta dónde llevaré los extremos de mi despecho, al considerar que el libro empezado no puede continuar, pues no siendo sus personajes hijos de la fantasía, sino cada uno de su padre y de su madre, como criaturas humanas que han existido ó tal vez existan, me colocan en el terrible y supremo trance de faltar á mi compromiso con los editores, por el cual estoy obligado á entregar cuatrocientas páginas de impresion tituladas Los Amores, ó, en caso contrario, resignarme á escribir las que desde este punto me restan, emborronando infinidad de cuartillas que pueden multiplicarse por infinitas trivialidades.
Hé aquí los obstáculos insuperables que me detienen.
Por la muerte de Pura el libro no tiene yá la heroina que le daba animacion y vida.
No puede terminarse tampoco en este punto, áun faltando á las bases del contrato editorial, porque el anterior suceso no es un desenlace.
Julio, ó lo que es lo mismo, el protagonista, tampoco tiene yá carácter de tal, y su personalidad será insignificante en el resto de la obra, careciendo de interés todos sus actos sucesivos.
Pero aún hay más, mucho más, infinitamente más.
Hay algo inaudito que no puedo dejar de mencionar sin faltar á la verdad histórica.
La Marquesa, cuyos sentimientos con respecto á Julio me hacian fundar en ella grandes esperanzas para mi salvacion y continuacion de esta historia, enciérrase en el hotel de Recoletos, haciendo voto de vivir en la soledad, el retiro y la oracion, para lo cual se niega á recibir á sus amigos, inclusos Julio y Cárlos.
En cuanto á este último, no parece apesadumbrarse por tal conducta de su prometida, y con esa frivolidad del hombre de mundo proyecta yá alegremente una excursion para el verano á las playas donde los elegantes se dan cita, y á los establecimientos balnearios más renombrados de toda Europa.
—¡Es posible! —exclamará el lector con el mismo enfurecido tono de los que dicen: Devuélvame usté el dinero.
Sí, desgraciadamente el hecho es cierto, y todo ello no tiene más que el escaso mérito de ser tan humano y tan verosímil como poco previsto en una novela.
Y Julio....
Pero conste que sólo por cumplir nuestros compromisos seguirémos contando cuanto despues pasó.
Y conste también que el autor reniega una y mil veces de haber creido personajes románticos á cuatro personas con quienes le unirá siempre la amistad más estrecha y sincera.
No se extrañe, en vista de esto, que á falta de otra cosa publiquemos las cartas y apuntes que hemos podido conseguir de la amabilidad de esos amigos nuestros.
La Marquesa á Cárlos.«Amigo mió:
«Procure usted olvidarlo pasado. Todo ello ha sido una horrible pesadilla, que sólo tiene de realidad la muerte de Pura. —¡Pobre niña! —Yo siento ahora que no me es posible ver á usted ni á Julio, y, sobre todo, á éste no quiero verle, porque me acuerdo de ella, y su presencia aumentaría mis remordimientos. —Necesito estar sola. —Me iré al campo, léjos, muy léjos de estos sitios. —Mi vida sin mi sobrina yá no tiene objeto, porque ella era el único sér que me ligaba á la existencia. —En cuanto á usted, espero que medite como yo he meditado. No hay yá entre nosotros compromiso alguno, porque la farsa yá tuvo un resultado nulo y un fin deplorable y contrario al que esperábamos. —Sabe que será siempre su mejor amiga,
María.«
La Marquesa á Julio.«Mi querido Julio:
«Ruego á usted comprenda mi dolor y tolere las resoluciones que éste me inspira. —Desde la muerte de mi marido, Pura fué el único sér que me acompañaba, haciéndome agradable una sociedad de la que me apartan mis inclinaciones y mi carácter. Por ella renuncié á vivir en el retiro de las gentes, pues comprendía que no fuera justo sacrificar á una joven, condenándola al aislamiento de todas las fiestas con que el mundo la brindaba. Muerta ella, es mi más ardiente deseo alejarme y buscar la tranquilidad que perdí y que tan grata me fué siempre. —Además, ustedes se amaban, y yo, que he sabido apreciar las hermosas cualidades que usted posee, he soñado tantas veces con esa union, ahora imposible; he deseado tan ardientemente poderle llamar hijo mió, en nombre de la madre de Pura y de la madre de usted, que los dos sufriríamos y aumentaríamos nuestro mutuo dolor al mirarnos solos frente á frente. —Así, no venga usted á verme, Julio, y procure dominar su abatimiento y buscar consuelo en la distraccion, en los viajes, —¿qué sé yo? —en algo que no le recuerde esta casa, donde tanta felicidad huyó para siempre. —Yo me quedo en ella haciendo votos por la de usted. —No me tache usted de crueldad por mi resolucion. —Comprendo que ahora necesita usted hablar de ella, y hablar conmigo más que con nadie. —La amistad de Cárlos no le bastará á usted. —Cuando se llora, los ojos están doloridos, y sólo la mano delicada de una mujer puede enjugar los hinchados párpados sin hacer daño alguno. —No nos verémos, es cierto, pero escríbame usted y yo leeré sus cartas como si fueran las de un hijo ausente é infeliz, y le diré en las mias cuanto mi corazon y mis deseos pueden expresar; y llenaré el papel estampando en cada renglon el nombre de mi sobrina, contándole á usted toda su historia, y le aseguro que nadie sabrá como yo hacerle á usted más llevadero el recuerdo de nuestro pobre ángel.
«Cuente usted con este cariño que le ofrezco, porque nada de lo que Pura amó puede serme indiferente.
María.»
—Es singular, —se dijo Julio despues de leerla, —por más que el estilo de la Marquesa conviene á su estado de viuda, creo que su juventud lo hace algo violento y falso. Esta carta no parece suya.
Y tomando pluma y papel, lanzó un suspiro antes de escribir la siguiente contestacion:
Julio á la Marquesa.«Tiene usted razon, amiga mia, es mejor no vernos. Gracias, gracias por su promesa de contestar á todas mis cartas. —Escribiré muchas, tantas como mis penas. —¡Oh, si supiera usted cuánto sufro! Pura fué un ángel, ¡pobre ángel de mi vida! —Hábleme usted de ella, es decir, escríbame usted su nombre en cada renglon, y por él le agradeceré á usted esa solicitud y ese cariño con que rodeó la infancia de la infortunada niña. —Marquesa, yo que soy huérfano como ella y que sin ella he quedado más huérfano que nunca, pido á usted de rodillas una resignacion que no tengo, porque estoy loco de dolor; pido para usted al cielo las alegrías y la tranquilidad que huyeron para siempre de mi alma. —Viva usted para que yo no muera. —Viva usted para que yo tenga el consuelo de compartir mi dolor con álguien y no recuerde á solas las ilusiones que engalanaron mi existencia y de que se revistió mi sér desde el primer dia en que amé á Pura, como se reviste y engalana de oro y sedas el albergue que ha de recibir á una mujer hermosa y adorada. —¡Ay! ¡yá no existe, Dies mió! —Murió, Marquesa, murió pronunciando tal vez mi nombre, unido al de usted, únicos séres á quienes amaba, dejándome en prenda una camelia ensangrentada, que está marchita y se deshace entre mis dedos, y una carta cuyos caractéres se irán borrando poco á poco con mis lágrimas. —Yo también deseo morir y me sorprendo al verme aún con vida y movimiento. —No puedo más. —Adiós, Marquesa, adios; conteste usted pronto á su desdichado amigo
Julio.»
Cárlos á Julio.«Querido Julio:
»En la tarde de ayer fui á verte, pero el camarero me dijo que no estabas y que todas las tardes salias. —¿Se puede saber, es decir, puede saber tu único amigo, qué ocupaciones tienes á esas horas? —He sabido que la Marquesa no recibe á nadie en su casa, y como yo estoy comprendido en esta orden, supongo que sufrirás igual suerte. Sentí en el alma no poder hablar contigo. —Mi principal objeto era darte un abrazo. —Esta noche salgo para el extranjero. —Si quieres despedirme, espérame en la fonda, pues como la Central está inmediata, iré ántes de la salida de los ómnibus y subiré á tu cuarto para verte ántes de marchar. —¿Por qué no vienes conmigo? —Te convendría viajar un poco. —Eso distrae algo, ó, mejor dicho, mucho. —Si aceptas mi oferta, como supongo que no te detendrán los preparativos de equipaje, arregla tu maleta de soltero, toma un billete y esta misma noche salimos juntos en direccion á París. —De todos modos, espérame, pues tengo que hablarte ántes de marchar y pedirte estrecha cuenta de la reserva que guardas con tu verdadero amigo
Cárlos.»—¿Conque vienes? —dijo el viajero, entrando en el cuarto que yá conocemos.
—Nó, prefiero quedarme, —replicó Julio.
—Como gustes, pero se me figura que un viaje de recreo, y, sobre todo, un viaje á París, es el mejor remedio para disipar tu melancolía.
—¡Oh! es que yo no sufro, Cárlos. Soy feliz, muy feliz con mi dolor y con su recuerdo. ¡Si vieras cuánto se complace mi memoria en recordarla! ¡Si supieras cómo descansa mi cabeza febril cuando se apoya sobre la sepultura!
—¡Ah! yá caigo. Ahora sé adonde vas y el secreto de esas misteriosas salidas de que me hablaba ayer el camarero.
—Sí, Cárlos, voy adonde está ella.
—Pero ¿estás loco?
—Nó, soy un huérfano, y junto al sepulcro de Pura rezo por su alma y por la de mi madre —
—Vaya, no seas niño, —interrumpió Cárlos, á quien conmovia profundamente la voz tristísima de su amigo; —créeme, yo no te aconsejo que la olvides.
—¿Y cómo olvidarla?
—Hay varios sistemas que son infalibles. Pero no es el caso decírtelos, —replicó con voz un tanto irónica. —Lo que tú debes hacer es venirte conmigo.
—Es inútil cuanto digas. Me quedo.
El camarero entró.
—Señorito, —dijo, —han traido esta carta para usted.
—¿Quién? —preguntó Julio.
—Un lacayo que dice ser de la señora Marquesa viuda del Rio.
Julio se arrepintió de haber preguntado.
En cuanto á Cárlos, se sonrió, porque el joven adoptó en su turbacion el color menos apropósito para disimularla. Su rostro se cubrió de un vivo encarnado al sentir descubierta su correspondencia secreta con María.
Pero cuando Julio bajó los ojos las facciones de Cárlos expresaron una dolorosa amargura.
El camarero añadió (esta vez, dirigiéndose al viajero):
—El mozo encargado de avisar á usted dice que el último coche de la Central va á salir para la estacion, y que se dé prisa el señorito si quiere llegar á tiempo. El equipaje yá está facturado.
—Sí, sí, nó te detengas, —agregó Julio levantándose; —adios, Cárlos, feliz viaje.
—Adiós, Julio.
Y ámbos jóvenes se abrazaron.
En cuanto Julio le vió desaparecer, rompió el sobre de la carta, que decia así, en contestacion á la suya:
La Marquesa á Julio.«Julio:
«Permítame usted que le llame así, como llamaría á mi hijo, puesto que yá me considero como su madre. Julio, por Dios, no se entregue usted á la desesperacion, piense algo en sí mismo, en su juventud, en el porvenir, en la vida. —La pérdida que ámbos acabamos de sufrir es irreparable. —Á mí, que llevo yá muy cumplida la mision que me impuse; que no tengo historias empezadas, porque yá he terminado la mia; que nada me resta de sueños y de ilusiones; que he inclinado mi espíritu ante el hecho, y que conozco cuanto el mundo y la sociedad reservan á la mujer en el hogar y la familia, á mí me corresponde reconcentrar el pensamiento, recordar á Pura y llorarla como lloro la muerte de muchos séres que como ella me rodearon. —Á usted le quedan todavía las esperanzas y la fé que alientan las ambiciones nobles y el confiado afan en el mañana. —En nombre de Pura, en nombre de su madre de usted, es preciso que me obedezca, que siga mis consejos y que no dé rienda suelta á sus pesares. —¡Oh! nó. No seré yo quien le hable á usted de Pura, revolviendo sin cesar en su memoria esta desesperacion que ahora la agita. —¡Que desea usted morirse? ¡cuántas locuras! —Viva usted, Julio, si no para el amor, pues comprendo que es imposible despues de haber amado tanto, para la gloria, para esa hermosa gloria que se rodea siempre de juventud y de talento. —Si no acepta usted mi proposicion de viajar, enhorabuena; pero dediqúese usted á las ciencias, á las artes, á las letras, que en cualquiera de estos estudios en contrará usted distraccion y legítimos lauros. —Los libros son los mejores amigos. —Entre usted de nuevo en la existencia, y, sin olvidar á Pura, sin olvidar su bendito recuerdo, mézclese usted entre la muchedumbre expléndida que lucha por alcanzar el premio en cualquiera de las nobles aspiraciones del alma. La muerte de Pura, al cabo de algunos años, será un dolor de su alma, que, serenándose poco á poco, le dejará para siempre un gran fondo de melancolía. Eso es bueno. —Pero domine usted la sobrescitacion nerviosa y moral en que se encuentra y busque esa paz que infunde el imperio sobre nuestra desgracia. —El viril esfuerzo se demuestra en estas circunstancias, así como también la cobardía y flaqueza de ánimo.
María.
»P. D. Le prohibo á usted que me llame Marquesa. Ese es mi nombre de ceremonia, y yo soy su mejor amiga.»
Julio a la Marquesa.«María: Si quiere usted que así la llame, si es usted mi segunda madre, no me hable usted del mundo, de la juventud y de la gloria. —El mundo mió no es este en que vivimos: hay otro muy apartado, muy silencioso, bello como la melancolía; hay una ciudad por cuyas calles penetro casi solo; sus habitantes, mudos é inmóviles, me ven pasar sin interrumpir mi dolor, y cada uno de ellos me parece un amigo á cuyo lado me siento, para llorar; y, á veces, cuando apoyo mi frente en sus severas formas, se refresca mi enardecida sien, porque son séres fingidos en el mármol, porque este mundo es el cementerio con sus estatuas blancas, con sus flores escasas y tristes, con sus árboles, que miran al cielo como las cruces de sus sepulcros, y con sus calles que pocos visitan. —¡La ciudad de los muertos! —Allí está Pura y allí voy yo todas las tardes para ver morir el sol, cuyos últimos rayos doran á fuego las letras de su epitafio. —Allí está también enterrada mi juventud, esa juventud que usted me recuerda y que me finjo como un sueño de la media noche. —En cuanto á la gloria, María, no la busco en la existencia. —Me habla usted de las letras y las artes. —¿Hay, acaso, poesía que exprese mi dolor? ¿Hay pincel que copie mi llanto? ¿Hay nota como mis sollozos? —¡La ciencia! ¿Qué puede enseñar á quien busca el secreto de una resurreccion? —Es verdad que todo eso he soñado, pero la mano ruda de la fatalidad me despertó y me encuentro de pié y sonriendo amargamente al recordarlo. —Yo aspiré á la fama y á los lauros, pero ántes á la felicidad y el amor. —Todo se quedó helado en mi frente cuando la recliné sobre la fria losa del sepulcro de Pura, y así quedaron, yertas y calladas, como esos ángeles de piedra que guardan la entrada de un mausoleo. —Muerta Pura, ¿qué mano alcanzará una corona para ceñirla á mis sienes?
«Cuando recibí su carta estaba despidiéndome de Cárlos. —Él también me aconsejaba, como usted, la distraccion, y pretendió que fuera su compañero de viaje. Va á París. Supongo el objeto de este viaje. Ustedes lo ocultan y les agradezco esta delicadeza. Terminado el luto de Pura será usted su mujer. —¡Ay! María, perdóneme usted, porque siento rencor al presentir que van á realizar ilusiones que yo he perdido. ¡Pobre ángel mió! ¡qué hermosa hubiera estado, vestida con las galas de desposada, palpitante y ruborosa bajo el velo blanco de la virgen, jurándome ante Dios, y al pié de los altares, la fidelidad de esposa, radiando en sus ojos la mirada de mi tierna compañera y de la madre de mis hijos! ¡Oh! ¡qué horrible es morir como ha muerto ella! ¡Qué doloroso este cansancio de vivir como yo vivo! Tiene usted razon. Yo también debo acabar una historia. María, hermana mia, madre mia, quiera el cielo conceder á mi amigo Cárlos, concederle á usted una felicidad que yo he deseado tan ardientemente.
Julio.»
La Marquesa se aterró al leer estos últimos renglones, y estuvo á punto de alterar su conducta y las órdenes dadas á su servidumbre y llamar á su lado al infeliz joven.
En el sobre escribió Cárlos:
A la Sra. Marquesa viuda del Rio.
Y la tarjeta estaba concebida en los términos siguientes:
La Marquesa á Cárlos.Cárlos Caballero. S. D. y ofrece en París. Hotel Brady. 81. Boulevard de Strasbourg. 81
«Cárlos:
Admiro y agradezco la prevision de usted, al dejarme, con su tarjeta de despedida, las señas de su domicilio en París. —Como usted ve, no se hace esperar la ocasion de utilizar sus ofrecimientos, ni la necesidad que me obliga á escribirle. —Julio sufre mucho. —Resuelta á no recibir visitas, tuve que hacer extensiva esta orden á usted y á él, mis únicos y mejores amigos, que en esta ocasion podian comprender mi dolor por la reciente y temprana muerte de mi sobrina. —Además, otras razones, que le será fácil adivinar, me hicieron necesario y conveniente evitar que Julio y yo nos encontrásemos en presencia el uno del otro, despues de ocurrida la desgracia. Sin embargo, yo creí poder conciliar esta severidad autorizando á nuestro infortunado amigo para que me escribiera, desahogando así sus pesares, y prometí contestar á todas sus cartas alentándole á tener resignacion y fortaleza. —Me ha escrito; pero ¡ay, amigo mió! por sus cartas he sabido cuánto sufre y cuántos esfuerzos ha hecho usted, inútilmente, para que le acompañára en ese viaje, que tal vez le procurase la distraccion de ánimo que necesita. —¿Por qué le deja usted solo? —Temo (pues sé los extremos á que lleva el dolor en imaginaciones tan juveniles y exaltadas como la suya) que acaricie, en un momento de delirio, algún proyecto insensato, y que lo lleve á término ántes de que usted y yo podamos acudir para evitarlo. —Yo no puedo recibirle yá en mi casa. —La maledicencia se aprovecharía de esta excepcion de la regla adoptada para con todas mis relaciones de amistad. —Además, tal vez esto no fuera bastante eficaz. —Lea usted los últimos párrafos de la carta suya, que acabo de recibir y que le incluyo adjunta, y vea si son ó nó fundados mis temores. —Acudo á usted, Cárlos, porque sólo usted puede inventar algún medio, con su experiencia y buen talento, para alejar la terrible idea de atentar á su vida que parece dominar al desdichado Julio. —¡Oh! eso sería horrible. —¿Por qué no le ha dicho usted que nuestra concertada boda es yá una cosa irrealizable, inventando para ello una historia que justificara á sus ojos tal ruptura? —Se finje nuestra felicidad, y tal espectáculo, contrastando con su desgracia, le impresiona profundamente. —¡Cuánto me ha hecho llorar esa carta en el párrafo en que se refiere á esto! —¡Con cuánta fé desea mi ventura! —Cárlos, amigo mió, por Dios, apele usted á todos los recursos imaginables, para arrancar á Julio de su dolor. Todo cuanto usted juzgue oportuno hacer en este caso, será de mi aprobacion; y sabiendo lo que me interesa la suerte y la vida del pobre joven, puede contar y medir por ello la gratitud que le deberé á quien le saque de tal estado. Creo que no defraudará las esperanzas y ruegos de su verdadera amiga
La Marquesa viuda del Rio.»
—¡Ah! ¡cuánto le ama! —pensaba Caballero al terminar la lectura de esta carta.
Quedóse un momento pensativo, buscando en su inventiva los medios de satisfacer cuanto María deseaba.
—Á fé mia, —dijo cogiendo á su vez la pluma, —si ella aprueba cuanto á mí me parezca oportuno resolver en este asunto, yo prometo que, de no haberse suicidado yá, Julio no será quien piense en la muerte, ni en la muerta, dentro de pocos dias. La medicina le dará la vida, pero puede matar ádos personas, al médico y á la enfermera.
Tornó á reflexionar, y, por último, exclamó:
—No hay otro recurso. Es preciso apelar á él ó desobedecer á María.... Obedezco.
Pero la receta merece capítulo aparte.
Cárlos á Julio.
«Querido Julio: Reclamo imperiosamente de tu amistad un favor que espero me harás, cumpliendo las instrucciones de esta carta religiosamente. —LaCondesade Fuente-Hermosa, de quien me habrás oido hablar en várias ocasiones, es una de las damas de la aristocracia con quien me unen, desde hace algún tiempo, lazos de amistad para mí muy preciados. —Por un olvido, natural en la precipitacion con que efectué mi viaje, no me he despedido de ella personalmente, como era mi deber ante la cordial intimidad que media entre esta familia y yo. —Puedes calcular mi desesperacion. —No hay disculpa posible. —Debo á los Condes de Fuente-Hermosa favores tales, que obligan mi eterna gratitud. —Te suplico, pues, con todo encarecimiento, ó, mejor dicho, te ordeno y mando que, en cuanto recibas ésta, vayas á casa de estos señores y les hagas una visita en mi nombre, procurando atenuar mi falta.
»Es el primero y único favor que te exige tu amigo
Cárlos.»
Cárlos á la Marquesa.«Adjunta, mi buena amiga, una carta que está dictada por mí y cuya escritura he pagado á una aventurera, á una infeliz mujer que he buscado con este objeto. —Con ella puede usted reparar mi falta de haber ocultado á Julio el rompimiento de nuestros amores ficticios. —Cumplo sus deseos, y por este mismo correo escribo á Julio, esperando que mi carta le obligue, al ménos por ahora, á desistir de cualquier pensamiento sombrío ó proyecto de suicidio, si es que lo tenía. —Marquesa, usted lo ha querido. —La prueba es ruda, la lucha empieza, ¡valor!
»Su afectísimo amigo y admirador,
Cárlos Caballero.
»P. D. Adjunta también la carta de Julio que me remitió en la suya y que devuelvo á usted, pues supongo deseará conservarla.»
La carta de la aventurera estaba escrita en español correcto, llevaba la fecha del dia en que Cárlos salió de Madrid y decia de esta manera:
«Excma. Sra. Marquesa viuda del Rio.
»Señora:
»LIe sabido que era usted la prometida de mi amante Cárlos. Como quiera que no puede querer á nadie más que á mí y es un hombre decidor y alegre que me encanta, hoy por hoy no estoy dispuesta á cederle, y para evitar y acabar de una vez he conseguido convencerle de quede bemos irnos á Paris á divertirnos, para lo cual salimos esta noche muy contentos. Espero que usted también lo estará por esta advertencia de su servidora
Elisa.»
Julio Suarez a Cárlos Caballero.«Querido Cárlos:
»He cumplido las órdenes de tu carta, aunque debiendo violentar mucho mis deseos de vivir olvidado de todo en la soledad, donde estoy más cerca de Pura y de su recuerdo. —La Condesa de Fuente-Hermosa me recibió con amabilidad extremada. —Disculpé tu olvido ante ella y salí excesivamente contrariado, pues este favor que tan imperiosamente exigias de mi amistad me obligará á no faltar á la cortesía. —Quiera Dios que el Conde de Fuente-Hermosa tarde mucho en devolverme la visita. —Yo, por mi parte, corresponderé á esta fórmula sabe Dios cuándo. Espero que no me molestarás (perdona mi franqueza) con nuevos encargos de esta índole, porque, áun á trueque de perder tu amistad, estoy resuelto á no cumplirlos.
Julio.»La doncella de la Condesa de Fuente-Hermosa se encontró en los pasillos de la casa con el ayuda de cámara del Conde, á quien iba buscando.
—Mi señora desea hablar á tu señor y le espera ahora mismo.
—Mi señor irá á ver á tu señora inmediatamente. Voy á decírselo.
Y aquellos dos enemigos domésticos se separaron.
Cuando el ayuda de cámara dió cuenta de su comision, el marido le contestó diciendo:
—Vísteme, —lo que era á la vez una orden y la expresion de su asentimiento.
Poco despues el Conde entraba en las habitaciones de su mujer.
La Condesa (tendiéndole la mano). —¿No es verdad que este año Madrid está muy aburrido?
El Conde (besando la mano de la hermosa). —Opino lo mismo que tú, Madrid está muy aburrido este año.
La Condesa. —Los teatros empiezan á cerrarse. La buena sociedad sufre en su mayoría las consecuencias de la guerra civil. No hay quien no tenga que lamentar una desgracia en parientes más ó ménos lejanos. El hijo de la Duquesa de Mártira, en cuya casa nos reuníamos los viernes, era teniente de artillería y acaba de morir de resultas de un balazo. Los Duques están de luto. La herida del Conde de Urrea parece que se presenta de gravedad, la curacion se prolonga y es probable que los lunes de nuestros amigos no se reanuden hasta el próximo invierno. Los acontecimientos políticos de Francia han hecho perder toda su brillante animacion á los domingos de la Condesa de *** La Baronesa está enferma y sólo algunos sábados da un té á sus más íntimos amigos. La viuda del Rio, con la muerte de su sobrina, no dará en mucho tiempo ninguna de aquellas preciosas fiestas que se celebraban en su casa de vez en cuando. Otras familias han salido yá para el extranjero. Muchas se preparan á la expedicion veraniega. ¡Esto es horrible!
El Conde. —Condesa, por mí no hay inconveniente en que los imitemos. Este año el punto de cita será Biarritz.
La Condesa. —Nó, Conde, todavía nó, es muy pronto.
El Conde. —Pues entónces, vámonos á París y esperarémos allí hasta la época de reunion de los bañistas.
La Condesa. —Apropósito, ¿sigue en París Cárlos Caballero?
El Conde. —Creo que sí.
La Condesa. —¿Has enviado una tarjeta á ese joven que vino á vernos por encargo suyo?
El Conde. —¿Á quién?
La Condesa. —Á Julio Suarez.
El Conde. —Nó.
La Condesa. —Me alegro, porque he pensado un proyecto.
El Conde. —¡Ah! ¿lo tienes pensado?
La Condesa (bajando los ojos). —Es decir, que se me ha ocurrido ahora mismo. No le mandes tarjeta y convídale á comer con nosotros. Así no estaremos tan solos.
El Conde. —No tengo inconveniente (levantándose).
La Condesa. —Y mira ¿por qué no vas hoy, y así puede comer mañana con nosotros?
El Conde. —¿Dónde vive? porque si está muy léjos…
La Condesa. —Todo lo contrario. Me acuerdo de lo que decia la tarjeta. Es en el centro de Madrid. Fonda de París, en la Puerta del Sol.
El Conde. —¡Ah! Pues, en tal caso, cuenta conmigo. Mañana será nuestro convidado.
Y ámbos esposos se separaron.
Julio Suarez se sorprendió de la visita del Conde de Fuente-Hermosa.
Éste le habló de diferentes cosas: entre ellas, del tiempo y del canal del Lozoya; de la civilizacion y de la última corrida de toros; de la filosofía krausista y del platero Ansorena; del excepticismo y de la próxima Semana Santa en Sevilla; de Cuba y de los discursos de D. Nicolás María Rivero; de la juventud y de los carlistas; de Castelar y del amor; terminando, al fin, su perorata, no con el obligado he dicho, sino del modo siguiente:
—Ha dicho mi mujer que la complacerla en extremo verle á usted mañana ocupando un sitio en nuestra mesa. Yo me he negado á invitarle por escrito, prefiriendo venir en persona y devolverle así la visita con que nos honró dias pasados, y á la que sentí no estar presente para haber conocido ántes á persona de conversacion tan amena.
Estas últimas frases parecian una burla, pues nuestro protagonista no tuvo en toda la disertacion del Conde, que hemos extractado ligeramente, más amenidad que la de los monosílabos de asentimiento.
Julio se inclinó.
El joven contestó excusándose, pero su adversario era temible y ducho en tales lides, de donde, tras cortas réplicas, no hubo medio sino de aceptar la galante invitacion, lo que hizo Julio con notoria violencia.
Acto continuo el Conde se retiró, despidiéndose hasta el dia siguiente por la tarde.
En la comida no se escasearon manjares exquisitos y las más delicadas clases del vino de Burdeos, no obstante ser Julio el único convidado.
Sirvióse el café en el gabinete, y, despues de saboreado, dijo el Conde:
—Amigo mió, yo siento en el alma que mis ocupaciones me impidan consagrarle esta velada; pero tengo una cita....
—¿Con quién? —replicó el inexperto Julio sin saber él mismo lo que decia, usando de esa confianza que tiene por base el Chateau-Laffitte y por término la intimidad del Champagne.
El Conde le miró con extrañeza.
La Condesa se sonrió y miró á su marido, que bajó los ojos y tartamudeó:
—Es una cita para tratar de asuntos políticos.... con unos amigos —en el Casino. Quizás acabe pronto Yo le ruego á usted que me espere. Volveré, y miéntras tanto....
—Sí, miéntras tanto —añadió la Condesa, —procuraré que este caballero no se fastidie durante las horas que está condenado á pasar aún con nosotros, y aunque mi pobre talento no puede prestar gran amenidad á la conversacion…
Julio cortó la frase con una enérgica y galante negacion, tendiéronse las manos anfitrion y comensal, y el primero de éstos salió á poco de la casa en direccion contraria á la del Casino.
Julio y Consuelo (tal era el nombre de la Condesa) quedaron solos, sin cruzarse una palabra entre ellos durante un breve espacio.
Debemos tener muy presente esta situacion, de que Julio, con su inexperiencia, no se apercibió en un principio.
Aprovechemos este silencio para que nuestros lectores conozcan á la Condesa de Fuente-Hermosa.
Consuelo era mujer de treinta años muy cumplidos, aunque su rostro conservaba todavía la frescura de la juventud. —Sus ojos negros brillaban, húmedos siempre, con esa mirada de la voluptuosidad, oscura, ardiente y profunda; y eran á veces aterciopelados, y á veces bruñidos como el azabache. —Pálida y ojerosa, con esa palidez elegante y provocativa, delatora del insomnio febril en la mujer, tenía en su cútis la trasparencia del nácar, la tersura del raso y la delicadeza del jazmin. —Era más bien baja que alta, como las mujeres de las tragedias de Shakespeare; y su pié y su mano se proporcionaban a su estatura: de admirables formas y de ligeros ademanes la gracia era distincion en sus movimientos y al verla andar, sentarse ó adoptar una actitud, se suponia que, si el mármol se animára, la Vénus de Médicis (no la de Milo) palpitada y viviría con la vida de la Condesa de Fuente-Hermosa.
Presentíase que aquella mujer moriría joven, porque, como las cortesanas, seguia el camino del placer, que es el atajo de la vida.
Su palidez tenía un tinte amarillento, que es el dorado á fuego de las pasiones voluptuosas.
Estaba siempre llena de misteriosas melancolías, como una mujer que amó, que ama ó que amará muy pronto.
Si habia en sus mejillas un ligero sonrosado, era «como una gota de sangre de Diana sobre la nieve de las montañas,» que dijo el poeta antiguo.
En cuanto á lo que era el alma y el corazon de aquella mujer, eso lo sabrémos en el curso de este relato.
Callaba Julio, entretanto, aunque á su pesar y con suma violencia interior, porque en él habia algo que le hacía criticar, dentro de su pensamiento, todas las frases que preparaba para pronunciarlas, y que, sin darse cuenta de ello, le parecian inoportunas y á todas luces desprovistas de ese ingenio que los franceses elevan hasta el arte con el nombre de causserie.
Hablar cinco minutos á solas con una mujer hermosa es para algunos más difícil empresa que sostener una polémica con el filósofo más eminente. —Y es que las mujeres tienen la filosofía del amor. —Y, no obstante, sabemos de antemano que la mujer, en la soledad de dos, no es nuestra enemiga ni pretende serlo; el labio queda mudo, aunque puede pronunciar cualquier palabra sin correr el riesgo de que se comente ó se ridiculice, pues casi siempre los diálogos en tales entrevistas hacen el desairado papel de las orquestas en los bailes de máscaras. —Como éstas no se escuchan, porque los ojos y el pensamiento hablan otro lenguaje distinto del que usamos para los actos más necesarios cíe la vida, el cual toma entónces un carácter de extranjería que lo hace ininteligible.
Con el hombre se piensa en voz alta, y esto es más sencillo que sentir hablando (cosa que exige de nosotros toda mujer cuando sabe que no la odiamos y que no nos odia).
La Condesa, ó séase Consuelo, dibujando en su peregrina boca una plácida sonrisa, parecia gozarse en aquel silencio, miéntras que, recostada muellemente, miraba al joven, cuya turbacion aumentaba su mutismo.
Yá comenzaba á impacientarse Julio por aquel silencio; y, conociéndolo así á Condesa, abandonando su postura, dijo con tono de encantadora confianza:
—Si usted me permite, voy á buscar un precioso álbum que no veo aquí y que indudablemente estará en mi tocador. Es mi álbum predilecto. Verá usted qué bonitas y qué exactas son las copias de los mejores cuadros del Museo del Vaticano. ¿Es usted aficionado á la pintura? —y, al hacer esta sencilla pregunta, se levantó, apoyando con indolencia su breve mano en el hombro del joven, para lo cual fingió vacilar ántes de dar un primer paso.
—Sí, sí. La pintura. ¡Oh! la pintura es muy bella, —contestó Julio esforzándose en hablar, pues le embargaba una impresion semejante á un escalofrió, al sentir el dulce peso de aquella mórbida mano que pareció acariciarle.
Consuelo cruzó la habitacion, alejándose de él ligera como un ave, y volvió, á poco, con un álbum primorosamente encuadernado en piel de Rusia.
—Vamos á verlo, —exclamó alegremente sentándose junto al joven. —Tome usted.
Y saltando los broches, abrió el libro sobre las rodillas de Julio, se incorporó inclinando el cuerpo y bajando la linda y perfumada cabeza de manera que sus rizos atrevidos tocaron los labios de nuestro protagonista.
Entretanto, pasaba ella misma las hojas (pues el joven no acertaba á moverse) y relataba con gravedad graciosa el asunto de cada cuadro, dando felices muestras de su talento y de su inteligencia pictórica.
Acabóse el álbum sin más incidentes ni tropiezos que el yá mencionado de labios y rizos, y, cerrado que lo hubo la gentil narradora, dijo con un delicioso mohin de disgusto:
—Veo que no me es posible distraerle á usted.
Julio negó tres veces.
—Será preciso resignarse á pasar la velada hablando; pero ¿de qué?
—De cualquier cosa. El ingenio de usted encontrará conversacion interesante en los asuntos más pueriles.
—Gracias, —replicó la hermosa con tono de contrariedad.
Y enmudeció despues de esta palabra.
Hallábase Julio en situacion por extremo difícil.
La Condesa de Fuente-Hermosa parecia cederle la palabra en aquel punto y el joven ignoraba el uso que debiera hacer de tan preciado dón ante una mujer joven, bella y discreta, con la que sólo existia el efímero lazo de union de una comida. —Bien es verdad que Consuelo mostrábase dispuesta, y no poco, á la intimidad de más antiguas relaciones; pero Julio no fué bastante experto para comprenderlo así, porque hay una edad en el hombre compuesta de un pasado de humildad y timidez, pasado que constituye en él tal modestia, que á nada se atreve porque se mira inferior á cuanto le rodea, —En la infancia nos acostumbran á sentir, pensar y creer con relacion á los sentimientos, ideas y creencias de nuestra madre virtuosa y de nuestro padre honrado. —Imaginamos á este último el prototipo de la sabiduría humana, y á la primera la personificacion del amor. —Resultado inmediato es la apreciacion errónea de que todas las mujeres son bondadosas y de que todos los hombres tienen talento. —De aquí á creer que la mujer es más buena que nosotros, y que el hombre, en el mero hecho de serlo, lo sabe todo, no hay más paso que el de abrigar la íntima conviccion de que necesitamos una mujer que nos consuele en nuestros pesares y un amigo que guie nuestra ignorancia.
Es un aforismo lo de que la vanidad no existe en el hombre joven.
Aquello de juventud presuntuosa, es una frase inventada, como todas, para ganar el sufragio de los crédulos.
Julio, obedeciendo á esta ley casi general, estaba persuadido de su escaso mérito personal, y, por tanto, enmudecía con frecuencia ante inteligencias inferiores á la suya, que lograban imponérsele con las armas del charlatanismo. —Áun ántes de la muerte de Pura huia el trato social por estimarse con instruccion poco valedera para alternar en una conversacion de salones, y, frecuentemente, al emitir una opinion propia, se vio que se sonrojaba y balbuceaba como temeroso de abusar en la atencion de sus oyentes. —Dijérase que esperaba ver en boca de alguno de ellos una refutacion á Sus palabras, y siempre le causaba sorpresa verlas aceptadas como buenas.
En cuanto á las mujeres, todas, en su opinion, eran ángeles de carne y hueso, lo cual fuera más meritorio que tener la misma organizacion de los espíritus puros.
Era, pues, punto ménos que imposible que el joven entablase un diálogo lleno de animación y osadía con aquella dama aristocrática, discreta cuanto hermosa, viva cuanto dotada del más feliz ingenio.
Y, sin embargo, tenía que hablar.
Despues de una profunda y laboriosa reflexion, Julio acabó, como sucede siempre en tales casos, por caer en la candidez de que huia, exclamando, á falta de otra frase, la siguiente, compendio de su salvacion y esencia de sus meditaciones.
—Y —¿no tiene usted otro álbum?
Grandes esfuerzos hubo de necesitar Consuelo para no soltar una carcajada; pero lo consiguió, y dijo con cierta entonacion burlesca:
—¡Pues no he de tener! Tengo vários, pero son ménos entretenidos. Sólo contienen vistas de los países que he recorrido en mis viajes. Tengo uno de Suiza, otro de Italia y otro de las orillas del Rhin. Pero los verémos otra noche más despacio.
—Sin embargo —replicó Julio, que tenía gran interés en que los álbums habláran por él, —yo creo....
—Vamos, vamos, —replicó Consuelo como si se viera acometida de una idea repentina, —veo que, por una casualidad, he descubierto la aficion de usted; dejarémos para otra velada las vistas de esos países; pero, en cambio, voy á enseñarle á usted mi álbum de retratos. Este lo veo aquí, —y tendiendo el brazo, cogió uno que se hallaba sobre un velador próximo. —En él encontrarémos personas que nos son más conocidas que las orillas del Rhin.
—¡Oh! yo conoceré muy pocas.
—Mejor; yo, en cambio, conozco á toda nuestra sociedad madrileña. Prepárese usted á escuchar una serie de novelas en extremo curiosas.
Y, abriendo el nuevo libro, prosiguió:
—Convengo en que la fotografía ha sido un gran invento; pero no le va en zaga, apesar de su sencillez, la idea del álbum. Merced á ella, esta noche abro mis salones, le doy á usted una fiesta, —añadió mirándole con expresion de sultana, —y en breve verémos desfilar ante nosotros una multitud de personajes, impasibles y mudos, que no ridiculizarán mi trage de confianza, ni extrañarán no verle á usted de frac, ni podrán quejarse de las chanzonetas que les prodiguemos. Hé aquí unos verdaderos espíritus que se someten como esclavos á mi evocacion. El milagro empieza. ¿Me encuentra usted á mí algo de hechicera?
—Todo, señora, —replicó esta vez con acierto el joven.
—¡Oh! pues no quiero inspirarle á usted miedo. Veamos.
Y diciendo de este modo, Consuelo colocó el libro sobre su falda para que esta vez le tocára á Julio acercarse á ella.
Era el álbum de grandes dimensiones y de aquellos que pueden contener cuatro retratos en cada página; de donde resultó que, para ver bien los que habia en la página del lado opuesto á aquel en que Julio estaba sentado, tenía nuestro protagonista precision de inclinar el cuerpo hácia aquel sitio, aproximándose más aún á Consuelo. —¡Oh ciencia estratégica de la mujer de treinta años! —Siempre que tal cosa sucedia, Consuelo se erguia, aunque tan levemente, que el joven rozaba sin querer el trage de seda, prision de aquellas admirables formas.
La timidez de Julio no le permitió sospechar que en tales movimientos combinados hubiese más obra que la de la casualidad y de la confianza que Consuelo debiera tener en su caballerosidad y delicadeza.
Sin embargo, Julio, efecto, sin duda, de los exquisitos vinos de la comida, empezaba á sentir algo parecido á la embriaguez, aunque era una embriaguez lúcida y clara, en la que se sumergia voluptuosamente el alma como se hunden los miembros ardorosos de la cortesana en las perfumadas aguas que colman el fresco baño.
—Este es mi padre y ésta mi madre. Aquí está el retrato de una hermana mia; este otro es el de su marido. Este grupo son mis tres primas. Ese militar es mi tio X, y ésta su mujer, —iba diciendo la Condesa; y Julio, en tanto, aparentaba mirar, miéntras se recogia su espíritu para escuchar aquella voz argentina que le dirigia la palabra, sintiendo una extraña mezcla de punzante dolor y de placer desconocido.
—Esta soy yo, —terminó Consuelo, dejando, con la mayor naturalidad, de nombrará su marido, cuyo retrato ocupaba en el álbum el hueco colocado junto al suyo.
Julio, que no era osado á levantar la vista para contemplar el original (pues sintió dos ó tres veces, al intentarlo, algo del miedo que nos produce la predisposicion al vértigo), tuvo que mirar la copia fotográfica, donde el gracioso perfil de la Condesa parecia adquirir ó dar más realce, puesto en el óvalo abrillantado de la cartulina.
Era una hermosísima cabeza. Los ojos parecían mirar al joven y los labios le sonreían. El trage negro, entreabierto por delante, dejaba adivinar, con el deseo, el principio de un turgente seno, más incitante cuanto más recatado en la pureza de los tules.
La mano de la Condesa se posó en el álbum, y uno de sus sonrosados y aristocráticos dedos mostraba á Julio aquella obra maestra de Otero. Julio contemplaba la copia, sintiendo, á fuerza de mirarla, que su cerebro enloquecía; quiso levantar la vista y distraerla de tan provocativos encantos, pero sus ojos se encontraron con los de la Condesa, los bajó un punto y vió el mismo trage negro y entreabierto sobre el seno y observó que aquella morbidez palpitaba á su lado, tan cerca, que el aliento de Consuelo llegaba hasta su rostro en un suspiro tibio y perfumado; y ciego, delirante, trató de coger la mano, que la hermosa habia retirado, y encontró solo el álbum, cuya hoja se volvió siguiendo dócilmente el impulso de sus dedos..
Pero la timidez desaparece vencida por la locura; Consuelo le sonreía, y, en vez de alejarse, reclinaba cerca de él su desfallecido cuerpo, y húmedas y brillantes sus pupilas, mirábanle y prometíanle fáciles triunfos…
La mano de Julio llegóse á aquel rostro, y atrayéndolo hácia sí, besóla frenético en la agradecida boca.
Entónces cogió el álbum, que seguía abierto en la falda de la dama, con el intento de arrojarlo léjos de sí, pero ántes quiso contemplar de nuevo aquel retrato y complacerse en ver cómo palidecía ante el original.
No recordaba que la página se habia vuelto y que yá eran otras las fotografías de la inmediata.
Tropezaron, pues, sus ojos, allí donde creían encontrar el retrato de la adúltera, con las facciones de Pura, de su muerta amada; y junto á esta copia la de la Marquesa viuda del Rio, cuyos dos retratos parecieron reprocharle su conducta.
La emocion fué ruda y dolorosa.
El joven lanzó un grito, cerró el álbum violentamente, irguióse y se lanzó fuera de la habitacion, y á poco de la casa, dejando á Consuelo presa del mayor atonismo y de no menor despecho.
El Conde de Fuente-Hermosa oia que muchos poetas de salon comparaban á su mujer con la aurora de sonrosados dedos, pero ignoraba que su mujer abria las puertas de la noche.
El mundo decia al hablar de ella que su virtud era como su belleza, no se sabía dónde empezaban ni dónde tenian su término una y otra.
«María: ¿Me ha olvidado usted? —No he recibido contestacion á mi última carta y hace yá algunos dias que la escribí. —Durante este tiempo he sido feliz porque he sufrido y me he gozado en mis sufrimientos. —¡Ay! ¡qué se ha hecho de mi antiguo dolor tranquilo y resignado! —Hasta anoche existió. Pero hoy me parece que el mundo entero se desploma sobre mi frente vencida. María, tiene usted razon, vivir es luchar y yo sostengo yá una horrible lucha. —Necesito, no yá escribirla á usted, necesito verla, necesito que usted vea mis lágrimas de arrepentimiento por haber ultrajado la memoria de Pura. ¡Pobre ángel! —¡Ah! soy un criminal despiadado, y, si me contemplo, ámí mismo me doy asco. —María, por piedad, no me abandone usted, acuda en mi auxilio, porque desfallezco, porque voy á morir y la llamo en mi agonía. —Quiero confesar mi horrible falta á mi segunda madre. —Quiero tener cerca á mi ángel bueno, porque el malo me ataca y me encuentra solo y sin defensa. —Implore usted para mí el perdon de Pura. —Haga usted que su sombra no me maldiga.
Julio.»
Esta carta no tuvo contestacion.
La Marquesa á Cárlos.«¡Oh! ¿qué ha hecho usted? Nó, no es la prueba ruda, porque si lo fuera, tengo valor bastante para soportarla. —Usted no es amigo de Julio, porque los amigos no tienden lazos como usted los ha tendido á su noble y leal corazon, á sus ilusiones de niño y á su inexperiencia. ¡La Condesa de Fuente-Hermosa! ¡Ah! Si un escritor quisiera derramar algunas gotas de tinta para relatar los actos de su vida ennegrecería toda la historia de esa mujer infame. —No sé lo que escribo. —Estoy indignada. ¿Qué pretende usted? ¿Acaso es consolar un alma hundirla en el vicio? ¿y es, acaso, cicatrizar una herida aplicar cieno á la entreabierta llaga? —Le dejo á usted toda la responsabilidad de lo que le suceda á Julio. —También le dejo todos los remordimientos. Salgo de Madrid hoy mismo. —Es inútil queme escriba usted, porque ni recibo ni contesto desde hoy carta alguna.
La Marquesa viuda del Rio.»
Y, en efecto, en el hotel de la Marquesa se dijo que se habiamarchado; pero nosotros, en tiempo oportuno, sabrémos encontrar su paradero.
En cuanto á Julio, pasó tres dias presa de una violenta fiebre, que le obligó á permanecer en cama.
Al tercer dia se encontraba algún tanto aliviado de sus padecimientos físicos, pero se sucedió en su espíritu un estado de amargo desconsuelo, y en esta situacion se hallaba una tarde cuando penetró en su cuarto un camarero entregándole, no sin cierta malicia, un billete perfumado, retirándose discretamente ántes de que nuestro protagonista rompiera el sobre.
El billete estaba concebido en los términos siguientes:
«Julio:
«Mi cariño se sobrepone á mi amor propio, herido por su conducta, que no sé cómo calificar. —Necesito que hablemos. —Venga usted mañana á las dos de la tarde. —Estaré sola.«
No llevaba firma, porque era inútil. —Aquel billete era de Consuelo.
La impresion que le produjo á Julio fué de ira, y su primer ademan el de romperlo; pero inmediatamente se siguió el desprecio que le inspiraba la que con tal impudencia escribía, y estrujó el papel arrojándolo al suelo.
—¡Ah! —exclamó, —¿y es esta una mujer? Nó; Consuelo es la impureza y el adulterio, que pasea triunfante en pleno dia. ¡Y yo he podido olvidar un momento mis sueños y mis aspiraciones para besar el vicio, pareciéndome hermosa la fealdad del alma, rezando con la pecadora ante el profanado altar de los deseos livianos! ¡Maldita, maldita sea!
Quedóse pensativo y satisfecho de aquel arranque.
Parecíale que, de improviso, se curaba de su alucinacion, porque en aquel momento sus palabras eran el apostrofe de odio á su cómplice.
Experimentaba un alivio en sus remordimientos y creyó que la sombra de Pura le perdonaba, por lo que su alma se regocijó en aquellos insultos dirigidos á la que fué una hora la rival de la muerta.
—Consuelo, —dijo en voz alta, —¡te desprecio! Tus en cantos son yá mi hastío. ¡Miserable mujer! Yo no seré nunca tuyo. Yo soy de Pura. ¡Oh! no temas, —añadió elevando la vista como dirigiéndose á un sér de los mundos invisibles, —mi alma, mi cuerpo y mi vida te pertenecen.
Y por alardear de su valor cogió de nuevo el billete y empezó á leerlo con una sonrisa de desafío.
—¡Su cariño!... ¡Su amor propio herido! Es claro, el amor propio, pero no la dignidad, no la nobleza; estas son palabras sin sentido para ella: —¡que no sabe cómo calificar mi conducta! —¡Ah, tiene razon! Yo también me asombro de haber podido cometer la infamia de ser infiel á la que murió amándome. —¡Necesita hablarme! —¿Y no se ha sonrojado al escribir estos repugnantes renglones? —Quiere verme, me espera mañana. —Nó; no iré, no volveré á verla nunca. Y en cuanto á esta carta ni siquiera merece contestacion. ¿Creerá, por ventura, que yo he de caer en sus redes y que mi frivolidad es tan hedionda como sus vicios?
Despues de este soliloquio le ocurrieron nuevas reflexiones. —Sin darse cuenta de ello, efecto sin duda de la delicadeza de su alma, hubo en su interior algo que rechazaba todas las frases de sus labios como indignas de su caballerosidad.
Examinaba su lenguaje y lo encontraba innoble.
Una voz secreta le replicaba:
—Esa mujer merece compasion, merece gratitud tal vez. Esa mujer podrá no amarme, pero me perdona. ¿Y quién sabe? Yo soy el único criminal. Yo, el que osado la acaricié. Si tan sólo la liviandad hizo que recibiera y devolviera mis besos, ántes que los suyos fueron livianos mis labios. Acaso ella, como yo, fué víctima de un vértigo, de un arrebato. Tal vez se sintió también dominada por una situacion irresistible.
Y áun con mayor fuerza añadia:
—Un hombre honrado no debe negarse á dar á una mujer las explicaciones que con justicia reclama. Yo debo ir, implorar su perdon, rogarla que me olvide y que me perdone. Dice que estará sola. ¿Y qué importa? Si es verdad que únicamente me inspira indiferencia, si sólo vivo con el recuerdo de Pura, ese recuerdo me alentará. Luchando, el triunfo será más completo. Huir la prueba, huir el peligro es ser cobarde, es temer la derrota. Debo acudir á la cita, por si esta carta es un cartel de desafío.
Pero Julio, ante aquel pensamiento, sentia una emocion parecida al miedo, y tratando de ahogar aquella voz y de engañarse á sí propio, replicaba:
—Nó; no iré. Iré al cementerio. Yo no necesito probar nada. Yo no amo á Consuelo, ni siquiera la deseo. Lo sé. Estoy seguro de ello; y, si no fuera así, prefiero la fuga á la derrota. Pura ha muerto, y, aunque soy joven, quiero vivir en la vejez del amor.
Ignoraba nuestro protagonista que el amor no envejece nunca y que muere en la infancia.
Y, abrumado con esta batalla, ocultó el rostro con desesperacion entre las manos y pasó aquel dia besando la mustia camelia ensangrentada, como se besa un misterioso amuleto que inspira nuestra fé y nos devuelve la perdida confianza.
En cuanto á la carta de la Condesa permaneció en el suelo como un ascua ardiente que nadie se atreve á recoger con los dedos.
Aunque poco, y con un sueño ligero y agitado, durmióse al fin Julio aquella noche y despertó más tranquilo, pero también más temprano, al dia siguiente.
Salió por la mañana sin direccion fija, y en tanto el camarero cuidaba de la limpieza de su habitacion, y viendo en el suelo el consabido billete, lo colocó encima del mármol de la chimenea, no sin leerlo ántes en uso de la prerogativa que le concedia su cargo y el olvido y la ausencia de su dueño.
Las que no son madres.
Llegaron las dos de la tarde.
—Á esta hora —pensó Julio involuntariamente —me citaba Consuelo en su carta.
Y, persistiendo en su cobardía, añadió:
—No voy; no voy. Iré al cementerio.
Y tornó, como la víspera, al rudo batallar de los sentimientos contrarios.
Sin conocerlo, sin darse cuenta de ello, su pensamiento voló léjos, muy léjos del presente; recorrió, etapa por etapa, la gradacion de sus recuerdos, posándose en cada una de las sensaciones del ayer, y quedó por fin cerniéndose sobre el panorama de su vida anterior, como el águila en un punto del espacio.
Vió á su madre llena de juventud y de ternura, la miró compañera de sus juegos y de sus risas, viola despues muerta y se vió llorando y huérfano. Quiso huir, y encontró más allá á Pura como fantástica aparicion que le miraba con la mirada de los cielos, que le entregaba una camelia y caia desvanecida, miéntras que la flor se marchitaba entre los dedos del amante; lanzó un gemido y creyó que los aires lo repetían, y era que una dama, otra hermosa mujer vestida de negro, apareció delante de una tumba alzada en aquel país de los fantasmas. —Aquella mujer estaba de rodillas, de espaldas al joven. —Hasta él llegaba el rumor de sus rezos. —Volvióse ella de pronto, y mostrando en los ojos un inmenso reproche, le miró, le maldijo y huyó. —¡Era la Marquesa! —¡Era María! —Su segunda madre, que le habia abandonado.
Despues sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro y que una voz cariñosa le decia:
—No ha querido usted ir A mi casa, y aquí estoy yo. He dicho que tenemos que hablar y hablarémos, porque yo lo deseo y es preciso.
Julio se extremeció violentamente, porque el contacto era real y la voz tenía vibracion humana.
Parecióle despertar de un sueño, alzó los ojos y quedóse como petrificado viendo á la Condesa de Fuente-Hermosa, que se quitaba graciosamente una tupida mantilla y le hablaba acentuando cada una de sus frases con amarga reconvencion.
La Condesa (pues en efecto era ella), temiendo de lo que juzgaba escentricidad de Julio, que éste no acudiera á la cita, y cansada de esperarle, siguió el consejo de su impaciencia y salió de su casa, tomando un coche de alquiler y haciéndose conducir A la fonda de París, donde preguntó el número de la habitacion de Julio, y subió las escaleras entrando en el cuarto de éste, sin ser notado el ruido que produjo al cerrar tras sí la puerta, que encontró entornada.
Consuelo no pertenecía A la aristocracia y en ella solo tuvo acceso despues de su matrimonio con el Conde. Casóse no á impulsos del cariño, sino cegada por la ambicion: era uno de esos caractéres que no están bien con su propia vulgaridad. Ansiaba, desde lo oscuro de su vivienda, resplandecer al lado de aquellas hermosuras encerradas en palacios que de vez en cuando admiraba y odiaba viéndolas cruzar, como un meteoro brillante, vestidas de soberbias galas y conducidas en triunfo d través de las muchedumbres sobre los más lujosos trenes.
Prendóse de ella el Conde de Fuente-Hermosa, viudo y sin hijos á la sazon, y Consuelo quedó deslumbrada ante el título nobiliario y las riquezas de su adorador. Y á tal extremo llevó él su locura amorosa y ella sus fingimientos, que logró sus afanes, comprando la posesion de la que no pudo hacer su querida al precio de la corona condal, prostitucion con que ella se elevó al rango de esposa.
En cuanto á la hermosura de Consuelo era fascinadora, hasta el punto de justificar el apasionamiento del Conde en la primera época de su casamiento.
Su sér se templaba en todas las voluptuosidades que presintió de doncella y que formaban los sentimientos más grandes y los únicos, los absolutos que experimentaba. —Era toda ella naturaleza.
En ella la pasion no existia, pero sus deseos tuvieron la nobleza de las pasiones.
Su lascivia era tan delicada como el amor mismo.
Tenía el secreto de todas las liviandades, pero las embellecía al apropiárselas. —Dijérase un artista inimitable que modelaba en fango las esculturas de Cánova,.pintándolas luégo de blanco y haciéndolas pasar como hechas por un cincel sobre durísimo mármol.
En aquella mujer no era el alma superior al cuerpo; sus adorables formas tenían por esclavo al espíritu, porque el espíritu, con toda su inmortal hechura y todo su místico encanto, quedaba vencido y palidecía ante la belleza mortal, ante el modelado irresistible de la encarnacion en que se encerraba.
Palpitaba en ella lo humano divinizado, porque la divinidad parecía profanarse gustosa en su mundanal hechizo.. —Era, en fin, como una creacion satánica, que provocaba á Dios en singular desafío.
Como escribo para el mundo, supongo que éste no encontrará inverosímil lo anteriormente apuntado.
En cuanto á los que disientan de estas apreciaciones les ruego que prosigan leyendo y verán cómo es cierta y real la pintura, ó, mejor, les aconsejo que lean menos y que vivan más.
Decíamos que Consuelo penetró en la habitacion de Julio, y, mientras éste la miraba sorprendido, se quitó graciosamente la mantilla, sentándose despues en una butaca enfrente de la que ocupaba el joven.
Este no podia pronunciar una palabra, ni se movia siquiera, ni áun alzábalos ojos.
Tenía miedo de Consuelo y de sí mismo.
Ladeó ella un tanto la cabeza, para apoyarla en su blanquísima y linda mano, y se quedó también inmóvil mirándole profundamente.
—Julio, —pronunció con voz vibrante como una sonata, con acento en que se traducía la mayor excitacion nerviosa, al parque un tristísimo despecho. —Julio, ¿por qué huye usted de mí?
—Condesa yo…
—No admito disculpas. Quiero razones. Me ha ofendido usted, me ha herido, ¡oh! y como yo no creí que pudiera hacerlo hombre alguno. Sin embargo, arrostrando por todo, vengo no á pedir cariño sino á exijir la reparacion de una ofensa. Una palabra, una sola palabra me basta, pues, por mi desgracia, apesar de todo no puedo odiarle á usted. Nó, no puedo y lo siento..Maltratar el amor propio de una mujer como yo —añadió sombría —es atraerse la mayor y más segura venganza. Julio, no haga usted queme arrepienta de mi generosidad. No rechace usted mi perdon con el silencio.
Aquellas palabras envolvian una amenaza que irritó al joven; pero se contuvo. —Si otro hombre, que no una dama, las hubiera pronunciado, la contestacion hubiera sido un nuevo insulto. —Las consecuencias diferirían, pero el efecto que le causaron fué idéntico.
Irguió la frente, y, con mal reprimido enojo, dijo á Consuelo:
—Señora, hay cosas de que no debe pedirse explicacion, porque no pueden explicarse.
Mordióse ella los labios, comprendiendo que estaba en un engaño si trataba de amedrentar á su contrincante.
Quiso recuperar el terreno perdido, y, variando de tono, reparó su falta replicando de esta manera:
—Julio, es usted muy cruel, muy injusto conmigo. Me hace usted daño. Oiga usted, pues, á lo que he venido. Yo no aborrezco. Al principio sí, la otra noche, cuando usted salió, quede exaltada por el enojo. Soy mujer. Debe perdonárseme este odio, aconsejado solamente por mi vanidad, y este despecho que me produjo su brusco proceder. Pero fué un instante. Aquella noche, Julio, los dos estábamos locos. Ahora yo soy la única que sigue en la demencia. ¿Tengo acaso la culpa de que mi corazon, mi alma y mi vida yá no me pertenezcan? ¡Ah Julio! ¿por qué nos besamos? En ese beso usted no quiso darme más que la alucinacion de una hora. ¡Así son los hombres! Yo aspiré en él el alma de usted, presentí un cielo de ventura, olvidé mis deberes, mi honra, todo; y, en tanto, tal vez se acordaba usted de que yo era esposa, de que profanábamos con él la hospitalidad, y acaso el honor le hizo huir de aquellos sitios. ¡Oh! sí, porque la mujer cuando ama se identifica con el sér amado, le comprende y le adivina en el primer momento de su amor, como si le hubiera estado amando toda una vida, y yo sé que es usted el más noble y el más leal de los hombres, porque yo amo (y aquí bajó la vista ruborosa) con el cariño que nunca he conocido hasta ahora. Vea usted, Julio, que no vacilo al confesarlo, porque detrás de esta confesion viene el objeto que motivó mi cita y que motiva el estar yo aquí. Jamás, ¿lo entiende usted? jamás seré suya.
Julio, fascinado, la miró con supremo asombro.
—A eso he venido —continuó ella. —Quiero agradecerle á usted el haberme recordado mis deberes, el haberme procurado, tras de la lucha, el triunfo más santo que puede coronar mi frente. Gracias, Julio, gracias, y esté usted seguro de que no seré indigna de llevar la cruz que usted ha dejado sobre mis hombros. No mancillaré las honradas canas, el noble apellido del que me entregó timbres tan ilustres al pié de los altares. ¡Oh! bendito sea este amor, que, pudiendo degradarme, tanto me eleva. El arrepentimiento es más hermoso que la virtud misma, porque es la virtud de los culpables. Yo debo á usted mi arrepentimiento.
Consuelo, con la mirada fija en el cielo, húmedos y brillantes los ojos del abundoso llanto que aún corria por sus mejillas (llanto feliz que no interrumpió un sollozo y que bebieron sus labios en una inefable sonrisa), juntaba las manos, próxima al éxtasis de la plegaria, y recordaba á Magdalena ennoblecida ante un crucifijo.
Julio, que se entusiasmaba y conmovia violentamente ante aquella sublimidad de actitudes, de palabras y de espíritu, exclamó sin poderse contener, postrado de rodillas ante ella:
—¡Oh, perdon, Consuelo, perdon! Es usted un ángel. Es usted una santa. Yo soy el mísero, yo el infame. Yo no merezco ese amor del cielo. Yo se lo diré á usted todo. Yo necesito la piedad de usted. Yo también necesito llorar en brazos de alguien, como un desheredado, como un huérfano.
Las pupilas de la dama descendieron hasta él, que continuaba de rodillas, y con una de sus manos, compasiva y mórbida, acarició la cabeza del joven y le dijo, inclinándose, con infinita misericordia:
—¡Oh! pues yo seré tu madre, porque tú sufres mucho. Me lo dice mi corazon.
Julio se acordó de que habia dado ántes este título á la Marquesa, pero al repetir sus favores filiales no podia ser perseguido por los tribunales ordinarios.
Aquella otra voz que le hablaba modulando el acento de la confianza con infinita ternura, aquella caricia llena de pureza, el recuerdo que le trajo á la memoria la bondadosa entonacion de una mujer que adivinaba su des dicha y le brindaba con el alivio de sus pesares, con el bálsamo de salud, arrancaron un suspiro al pobre joven, y apoderándose de la mano que se le tendia, la llevó primero á su corazon y luego á sus labios, y, cubriéndola de besos, contestó con expansiva expresion:
—Sí; mi madre te bendice desde el cielo. Tú serás mi segunda madre. Bendita seas.
Continuaba Julio plagiándose á sí propio sin advertirlo en aquel instante.
La Condesapareció poseida de una alegría infantil. Estrechó fuertemente la mano de Julio, y, levantándole el rostro inclinado para sollozar, se quedó mirándole á los ojos como extasiada.
Julio trató de incorporarse, pero Consuelo le detuvo con un gesto y añadió enseguida:
—Nó; no te muevas. Quiero verte así. Ahora sé lo que yo he sentido por tí. No es el amor mundano. Hay en mi cariño pasion y castidad. ¡Ay! Yo no he tenido hijos, pero á mi alma le faltó siempre algo que supliera ese amor infinito, fuente de abnegacion. Es verdad, tú llenas ese vacío, tú eres desde hoy mi hijo. ¡Mi hijo! Yo tengo un hijo. Yo soy tu madre. ¡Así es como yo te quería!
Y se sonrió.
Un escritor clásico ha dicho que cuando la mujer sonríe nos engaña.
—Cuéntame, cuéntame tus alegrías, tus pesares. Quiero saberlo todo. Quiero conocer tu historia. Pero cuéntamela así, á mi lado, de rodillas.
Julio empezó su relato. —Exageró su dolor, el único que sentia, y refirió en todos sus detalles los amores con Pura, viéndose interrumpido frecuentemente por los suspiros de Consuelo, más que por los suyos propios; y, por ultimo, explicó la causa de haber abandonado á la Condesa, huyendo de ella despues del beso, denunciando como cómplice en su conducta el retrato de Pura, con el cual tropezaron sus ojos despues de haber profanado la memoria de la muerta.
Terminó cuando yá empezaba á anochecer.
Era forzoso separarse.
—¡Adiós! —pronunció Consuelo con acento de infinito pesar.
—Nó, adios nó. Hasta mañana. Mañana iré yo á verte, —replicó Julio, —y ahora bésame como me besaba mi madre.
Consuelo le atrajo hácia sí y le besó en la frente,.desapareciendo á poco en el largo corredor, seguida por los arrebatados ojos del joven.
Éste, al encontrarse solo, cogió el billete que estaba sobre la chimenea y que el dia ántes tuvo intenciones de romper. Entónces lo guardó fervorosamente como una reliquia.
Pasada esta escena de alucinacion se acordó Julio de que hablaba de tú á la Condesa, sin saber cómo, y se hubiera sobrecogido de su atrevimiento si no recordase, también de improviso, que la Condesa le tuteaba.
¿Y Consuelo? ¿Sentia cuanto expresó aquella tarde?
¡Quién sabe! ¡Tal vez sí! En el corazon de la mujer voluptuosa fructifica tímidamente la semilla del sentimiento; tal vez fructifica con más vigor y lozanía porque crece sin rivales y en el aislamiento.
La mujer que se arrepiente es la azucena, que se levanta más orgullosa y más blanca despues de la tempestad, ostentando en su cáliz la perla divina del amor.
!Quién sabe! ¡Quién puede encontrar en la enmarañada selva el manantial de donde brota el fresco arroyo que templa nuestra sed en el estío!
¿Cómo distinguir en medio de las tinieblas si está á nuestros piés el abismo ó la revuelta del sendero desde la cual se ven las luces del hogar en que nos esperan?
El que no tiene abnegacion es como una roca. Pero las rocas sirvieron á los druidas para alzar las religiosas aras en el santuario de los bosques.
¡Quién sabe!
«Querido Julio:
«Voy á darte una buena noticia. —El objeto de esta carta es anunciarte mi regreso. —Mañana salgo para esa. —París, en verano, es la actividad forzada al descanso. —Renuncio á mis viajes. —No quiero ir á Inglaterra ni á Italia, ni á ninguna parte más que á España, á mi querido Madrid, donde tengo que reparar mi ingrato proceder con mi único y verdadero amigo. —¡Pobre Julio! —¡Estás solo! ¡sufres! y, sin embargo, yo tuve la crueldad de dejarte entregado á tu dolor, de abandonarte cuando más necesitado estabas de mi amistad y de mi compañía. —¡Allá voy! —Te vendrás á vivir conmigo ó me obligarás á que yo me traslade á la fonda. —El caso es que estarémos siempre juntos. —Yo te acompañaré á todas partes. —Irémos al cementerio á ver el sepulcro de Pura, y te dejaré llorar, no estorbaré tu dolor, lloraré contigo, porque es muy legítimo y muy noble tu sufrimiento. —Aquel ángel te amaba como no te amará mujer alguna. Murió amándote. —¡Serías muy criminal si la dejáras abandonada, si no fueras á visitar su callada y fria tumba, si la dejáras sola, si no besáras el mármol blanco donde reposa el cuerpo de esa virgen! —Ella te ve desde el cielo y es el ángel de tu guarda. —Perdóname si te hago llorar, porque yo también lloro al trazar estas líneas. —Confío en que irás á esperarme á la estacion.
»Tu amigo,
Cárlos.»Julio leyó esta carta al dia siguiente de recibir la primera visita de la Condesa y cuando se estaba vistiendo para encaminarse á casa de esta última. —La leyó, y su contenido le produjo una alegría inmensa. —Julio que, como yá hemos dicho, habia estrechado insensiblemente los vínculos de amistad que le unian á Cárlos, sentia desde su desgracia mayor sed de cariño y se hallaba más necesitado que nunca de palabras que fueran lenitivo para sus pesares, sosteniendo su ánimo abatido y disipando su desaliento. —Encontrábase débil ante la lucha, y viendo que solo sucumbiría, era su afan apoyarse en un fuerte brazo, asegurar su valor y estrechar una mano amiga que le diera la resistencia de que carecia.
Cárlos era el gladiador nunca vencido, el maestro de cuyo ejemplo le vendría la enseñanza, y Julio, á su lado, sostenido por sus consejos leales, confiaba más en el triunfo.
Cierto era que, enmedio de la dicha que experimentó despues de la última entrevista habida con la Condesa, y yá descrita; enmedio de la admiracion y gratitud que le inspiró la conducta de ésta, y áun en aquel momento en que el amigo ausente regresaba para acompañarle en sus desventuras, tenía un oculto dolor y un desengaño nuevo.
Conservaba cierto rencor á la Marquesa á causa del injusto proceder, de la crueldad inconcebible con que le ha bla abandonado, demostrándole tal indiferencia á cambio del respeto y cariño con que él la consideraba.
¡Qué diferente era la conducta de Consuelo!
Consuelo no albergaba en su ánimo más que la abnegacion y el heroismo. —¡Consuelo no era mujer, era una santa!
Vistióse, pues, con gran premura y corrió á participar á su segunda madre (que por cuentas del lector resulta sella tercera) la noticia de la llegada de Cárlos Caballero.
Lo que no observó Julio fué que, apesar del estilo y de las sentidas frases que Cárlos escribía, no lloró, como éste daba por supuesto, al evocar el recuerdo de Pura.
Y, sin embargo, el idioma de las lágrimas es el único universal, el único que se habló ántes de la torre de Babel.
—Buenos dias, Julio, —le decia Consuelo un cuarto de hora más tarde tendiéndole cariñosamente una mano (que él llevó á sus labios) al verle entrar en su gabinete.
La Condesa estaba sola.
Julio, despues de sentarse junto á ella, sacó con infantil precipitacion la carta de su amigo, y, á impulsos de su gozo, explicó su contenido ántes de que ella la leyese.
Consuelo, al tener noticia de que Cárlos Caballero regresaba á Madrid, palideció.
Se apoderó de la carta con un ademan brusco y recorrió con avidez los renglones trazados por el ausente.
Despues se quedó un momento pensativa.
—De manera, —preguntó, —de manera, que tu amigo llegará mañana.
—Sí.
—¿Irás á esperarle?
—Es natural.
—¿Y despues?
—Despues hablarémos. Le hablaré como se habla á un hermano.
—Á un hermano que te abandona y que sólo vuelve á tí cuando se fastidia, —interrumpió la dama con acritud.
Julio la miró con asombro.
—¿Dudas de Cárlos? —dijo.
—No sé, —replicó ella entristecida, —no lo sé. Pero, sin embargo, es preciso desconfiar siempre. Prevenirse para no llevar un desengaño. Tú mismo puedes estar aleccionado por lo sucedido con la Marquesa. ¿Sabes, acaso, si merece Cárlos ese título de hermano que le das ahora?
—¡Yo! —murmuró Julio confuso y balbuciente.
—Eres muy joven, ó mejor, eres casi un niño. No conoces la vida. No te han enseñado nada los hombres. ¿Cuál ha sido la conducta de ese hermano para contigo? El mismo lo confiesa. Te vió triste y se alejó. El mero capricho de un viaje pesó más en su voluntad que el deber que le aconsejaba acompañarte.
—Sin embargo, léjos de mí se encuentra en la soledad y da en el arrepentimiento. Necesita mi cariño como yo necesito el suyo. Necesita mi compañía y vuelve y me pide perdon. ¡Oh! yo no tengo que perdonarle nada. Yo no soy egoísta. La amistad no exige el sacrificio del amigo por el amigo. Es preciso que sea mi hermano. Yá lo es. Es preciso que tú le quieras.
—No lo esperes, —interrumpió Consuelo con energía, —Cárlos Caballero será siempre para mí una persona conocida y nada más. Entre él y yo no puede existir más que el mutuo aprecio.
—Y ¿por qué? —insistió Julio.
—Porque tú no le conoces. Porque no me conoces á mí. Cárlos no siente, y yo, como mujer, busco en el mundo un eco de los gritos de mi alma. Por eso me veo impulsada hácia tí. Por eso me inspiras el cariño de un hijo. Porque tú sufres, porque tu espíritu se templa en todos los dolores. Porque eres más débil que yo y necesitas mi auxilio. Tú no sabes cuánta fortaleza, cuánta abnegacion encierra el corazon de la mujer. La mujer será el sexo bello, pero hay mujeres, casi todas, que sólo aman á los desgraciados. ¿Y qué hombre no lo es en la existencia? En cambio Cárlos, frío, sereno é impasible, rechaza siempre los cuidados y la tierna solicitud de una compañera. Cárlos no siente, no sufre, sus penas y sus alegrías no son nada comparadas con su soberbia satánica. Jamás brilló una lágrima en sus ojos.
—¡Oh, no lo creas!
—Sí. Su voluntad de granito le sirve de losa para sepultarlas en lo más íntimo de su sér. Los ojos le sirven para estar alerta contra el llanto y no permitir que este enemigo del reposo se acerque á ellos. Yá ves que conozco á ese hombre.
Julio enmudeció, porque las últimas frases de Consuelo eran, en efecto, exactas pinceladas que copiaron á Cárlos Caballero tal como él mismo lo había juzgado desde el primer dia.
—Tú quieres ser su amigo. Enhorabuena, —agregó la Condesa, —no trato de oponerme á ello. Pero en cuanto á mí te ruego que no le hables de este cariño que nos profesamos. Te lo mando. Si te preguntase (como lo hará), procura no hablar de mí más que con perfecta indiferencia. Di que nos vemos poco, y dílo con frivolidad.
—Pero no acierto á comprender, —interrumpió el joven, —por qué he de callar lo que tanto te honra.
—Te lo explicaré algún dia. No quiero tener secretos para tí.
—¿Temes acaso?
—Sí, temo. Temo que ese hombre me haga perder tu cariño. Temo que no comprenda este amor que me inspiras, en el que no hay sino santidad y pureza. Cárlos es un hombre de mundo. Cárlos no cree en nada. Tal vez se burlaría, tal vez…
—Eso nunca, —replicó Julio;con viveza.
—¿Quién sabe? Además, este es el único favor que te pido. Accede. Quizás tengas razon. Mi desconfianza podrá no ser justa, pero la tengo. Tengo miedo.
Julio esforzó sus argumentos en contra. —Hizo el panegírico de su amigo; pero todo fué inútil. —La Condesa le instó tanto, y tan hábilmente le hizo patente el peligro que habia en confiar á la reserva de un tercero el secreto mócente de sus relaciones, y todo ello aceptando desde luego que Cárlos era la delicadeza y la caballerosidad personificadas (cosa que tuvo buen cuidado de exagerar y repetir á cada momento), porque su perspicacia advirtió desde un principio el predominio que Caballero ejercía sobre el ánimo del joven, que éste último cedió, convencido de que su peticion y sus deseos eran absurdos y de que Consuelo, casada, joven y hermosa, estaba expuesta á la maledicencia si él se dejaba llevar de esas expansiones que le aconsejaba su inexperiencia del mundo.
Y aún hubo ocasion en que llegó á dudar de la desinteresada amistad de Cárlos.
¿Llevaba Consuelo algún plan en su obstinacion?
Nó.
Mis lectores comprenderán que Julio proponia la realizacion de un imposible. —Que la Condesa estaba obligada á rechazar tal proposicion, porque ante el sano criterio son siempre impracticables esos impulsos de fraternidad que animan al adolescente, que nos animan á todos (entiéndase bien), y que no son inverosímiles en el corazon humano, tan dado á soñar con lo verdaderamente grande, noble, bello y elevado.
¿Quién, al salir de la familia, desconfia de la sociedad?
—¿Quién es tan perverso que adivine la perversidad humana ántes de que ésta le haya herido? —Más aún: ¿quién abofetea al primer hombre que nos ofende, profanando así la mano que acaba de cerrar los ojos á nuestro padre moribundo?
Julio era un huérfano. —Un aprendiz de la vida. —Y era torpe su aprendizaje, porque hasta entónces vivió en la holgura que proporcionan esos lujos de cariño con que se rodea la infancia del hombre.
Para Julio los hombres no eran hombres, sino parientes, hermanos en Jesucristo ó en Adán.
Consuelo le brindó con el amor de una madre, le con movió invocando este bendito nombre y Julio se consideró como su hijo.
Cárlos le anunciaba su regreso, y el joven, que no tenía familia, que era el peregrino de todos los hogares, quiso formarse una, y, eslabonando la cadena dorada de sus ilusiones, pensó en que Cárlos sería" su hermano del alma y en que Consuelo, á quien tanto quería, no podia aborrecer á su mejor amigo, confundiéndose los tres en mutuas confidencias y mutuos sacrificios.
¿Hay alguno que no haya tenido este mismo sueño? —¿Hay algún desgraciado á quien el ariete formidable de la vida real no viniera á derribar de un solo golpe un castillo semejante á este, en cuyo escudo de entrada campean estas palabras del Evangelio: ‘Amaos los unos á los otros’?
Sólo hay un recurso para suprimir este lema.
Háganse las cunas de mármol, como se hacen los sepulcros, y grábese en todas ellas la inscripcion del Dante:
Y procúrese que el niño aprenda esta sentencia del poeta ántes que las oraciones de su madre.
No resistimos por más tiempo al deseo de trascribir las páginas escritas por Julio Suarez en el libro de Memorias de que yá tienen conocimiento nuestros lectores. —Ellas solas podrán dar á conocer los acontecimientos que siguieron al dia del regreso de Cárlos, y sólo ellas revelarán el estado de ánimo de nuestro protagonista y de los personajes que con él figuran en esta historia.
No debe extrañarse el estilo esmerado de tales documentos, pues yá sabemos que Julio tenía sus puntas y ribetes de literato y áun de poeta.
Hélos aquí por el orden en que fueron escritos.
«Martes 11 de.... de
«Cárlos también sufre. —Al bajar del tren en la estacion vino hácia mí con los brazos abiertos. —Me estrechó fuertemente contra su pecho, y cuando se apartó le miré y estaba llorando. —¡Pobre amigo mió! —Consuelo hace mal en dudar de su buen corazon creyéndole insensible. —Cárlos es un alma de acero; pero el acero, aunque no se quiebra, se dobla dócilmente. —Es recto y frió como la espada de los caballeros, pero como ella no hiere nunca sin nobleza, y cuando hiere, es defendiendo á la lealtad contra la villanía. Hoy, cuando le hablé de la Marquesa, me pareció que trataba de evadir mis preguntas, porque hizo variar la conversacion, que giró sobre otros asuntos. —Nos quedamos solos en mi cuarto despues de almorzar, y me pidió en seguida noticias de sus amigos los condes de Fuente-Hermosa. —Consuelo tuvo razon. —Me ha hecho sufrir un verdadero interrogatorio acerca de ella. —Yo le he contestado adoptando un tono de completa indiferencia, conforme convinimos ella y yo ayer tarde. —Veo en todo esto un misterio imposible de descifrar. Por grande que sea la perspicacia de Consuelo, ¿cómo pudo adivinarla insistencia que manifiesta mi amigo en saber detalladamente cuanto concierne á esta familia? ¿Qué interés tiene Cárlos en averiguarlo? —¿Qué le importa la Condesa? —Y, sobre todo, ¿qué le importa nuestra intimidad? —¿Qué motivos tiene para suponerla? —¿Cómo puede sospechar que nos una algún lazo más estrecho que el de una amistad frivola y ligera? —Entre esta mujer y este hombre, entre estos dos séres que hoy se reparten mi cariño, hay un secreto. —Esto es indudable. —Parecen temerse mutuamente. —Ayer, cuando Consuelo me prohibia que enterara á Cárlos del generoso cariño que ella me profesa, temblaba su voz como si tuviera miedo. —Hoy, cuando Cárlos pronunciaba el nombre de Consuelo y me miraba fijamente como tratando de leer el fingimiento de mi rostro, sus palabras tenian, no el temblor del miedo, sino el de la amenaza. Pero estoy delirando. —Si él me escribió con gran urgencia encareciéndome la amistad y el respeto que le inspiran los condes de Fuente-Hermosa, si á instancias suyas me pre senté yo á disculparle por su olvido en despedirse de ellos; si hoy mismo ha dicho que mañana irá A visitarles y que iremos juntos, mis reflexiones son vanas. —Tal vez en todo ello no existe más que la casualidad, tal vez ni se temen ni se odian. —Decididamente Cárlos vivirá en la fonda en un cuarto inmediato al mió, pues en vista de mi negativa en trasladarme á su casa, hoy mismo la ha despedido, y anda muy atareado con su ayuda de cámara dando las órdenes necesarias para su mudanza. —Otra de las cosas que me extrañan es este frenesí y encariñamiento que ahora me demuestra por vez primera desde que nos conocemos. —Pero ¿qué digo? no me extraña, me alegra, porque así estaré menos solo y debo aceptar, no con desconfianza sino con gratitud, su compañía.»
«Miércoles 12 de....
«Hemos ido juntos á casa de Consuelo. —Cárlos vestía con extraordinaria elegancia. —Cárlos estaba hermoso, con esa hermosura varonil que nadie como él posee y que desde el primer dia ejerció sobre mí ese influjo y esa atraccion que debe imponer á todos la lealtad, la nobleza y la distincion que revelan sus facciones. —He notado en Consuelo, no sin cierto disgusto, que es mujer que se prenda mucho de las exterioridades. —En toda la noche no ha dejado de mirarle un solo momento, y de escuchar con interés y manifiesta complacencia las menores palabras de mi amigo. —Yo no amo á Consuelo, puesto que acepté el cariño de madre con que me brindó, y, sin embargo, cualquiera diria que he sentido esta noche, que siento ahora mismo la mordedura del monstruo de los celos. —¡Celos yo! Imposible. —Yo no puedo estar celoso más que de la muerte. —Yo soy el amante infeliz de Pura. —Estoy delirando. —¿Para qué he de envidiar (dado caso que Cárlos y Consuelo se amasen) el que otro alcance favores que yo rechacé léjos de mí no há mucho tiempo? —¿Y por qué he de injuriar á esta generosa mujer suponiéndola capaz de adulterio?»
«Jueves 13....
«Esta tarde Cárlos y yo hemos tenido un ligero altercado. —Hé aquí por qué. —Por la mañana recibí una carta de Consuelo. —¡Ah! Consuelo es un ángel. —Me recordaba que hoy cumplían tres meses de la muerte de Pura, de mi adorada Pura, y añadía: —«Julio, yo, á quien tú das el título de madre, quiero ser digna de él compartiendo los pesares y las alegrías de mi hijo. —Esta tarde debes ir al cementerio; pero no debes ir solo. —Yo quiero ir contigo para que reclines tu cabeza en mi hombro y llores sabiendo que mis ojos llorarán como los tuyos, que mi corazon participa de tu dolor. —A las cuatro estaré rezando de rodillas ante la tumba de nuestra muerta y esperándote.» —No faltaré, —me dije, —bendiciendo y besando aquellos renglones trazados por una mano compasiva, inspirados por el sublime espíritu de Consuelo. —Hoy hace tres meses que murió Pura, —me dijo Cárlos por la tarde, viéndome vestir y dispuesto á salir á la calle; —supongo que vas al cementerio. —Sí, —le contesté. —Irémos juntos. —Procuré disuadirle de tal propósito, pero insistió cada vez más, y, por último, viendo que mis ruegos eran inútiles, terminé con tono seco: —Deseo ir solo y no reconozco en tí ni en nadie derecho alguno para contrarestar mi voluntad. —Apénas pronuncié estas palabras estuve á punto de arrepentirme de ellas, pues Cárlos me lanzó una mirada tan llena de amargura, tan acusadora de mi ingratitud, que, apesar mió, bajé los ojos confuso y aturdido. —¡Oh! Sino hubiera mediado entre nosotros dos la cita de Consuelo, de buena gana le habria estrechado contra mi corazon, exclamando: —¡Perdóname, soy demasiado cruel y demasiado injusto; vén, vén á llorar conmigo, porque eres digno de toda mi amistad, porque desde hoy eres mi hermano del alma! —Pero me contuve. —Consuelo me esperaba. —Consuelo me prohibia hacer á Cárlos partícipe con ella de esa escena en que quería ser conmigo la única actriz. —Á poco rato salí de la fonda, dejando en mi cuarto al pobre Cárlos, sentado en una butaca, viéndome partir sin contestar siquiera con una palabra á mis frases de despedida. —Sentí, al dejarle en tal estado, un hondo remordimiento. —Pero fué pasajero. —Al penetrar en el cementerio, lo primero que vi fué una forma de mujer, completamente vestida de negro y arrodillada, besando la cruz del epitafio de Pura. —Era Consuelo. —No olvidaré nunca las emociones de esta tarde. —Cuánto he llorado! pero ¡qué fáciles corrían mis lágrimas al escuchar las palabras de ella, que llegaban hasta mí como bálsamo de salud para mis desgarradas fibras, que manaban pesar. —Al despedirnos, Consuelo me dió otro beso en la frente, llegamos juntos hasta la verja y subió al carruaje que la esperaba, y éste partió, dejándome allí, con bendiciones para mi ángel bueno que la siguieron, como mis ojos el blanco pañuelo que me dijo ¡adios! hasta la revuelta del camino desde la ventanilla del coche. —¡Cuánto has tardado! —me dijo Cárlos á mi regreso, invitándome á que me sentára á la mesa, que estaba yá preparada para la comida. —Estas fueron las únicas palabras que hubo entre nosotros. —El estaba sombrío. —Yo preocupado aún por el recuerdo de Pura y de Consuelo.
«Viernes 14....
»Cárlos me guarda rencor todavía por las duras palabras que pronuncié ayer tarde. —No ha venido á darme los buenos dias á mi cuarto, como tenía por costumbre, —El abandono en que me deja me hiere profundamente. —Dos ó tres veces tuve intenciones de ir á su habitacion y terminar esta reyerta, que sólo nace del exceso de cariño que me profesa. —Pero un orgullo necio me lo impide. —Seguramente no seré yo quien confiese mi culpa, porque, aun cuando la reconozco, en él estaba evitarme la vergüenza de declararme arrepentido. —He almorzado solo. —La soledad me puso en tal estado de melancolía y tristeza, que á las dos de la tarde no pude resistir á mi deseo de ver nuevamente á la mujer que tan bien sabe comprender mi alma. —Ella, —pensé, —me hará olvidar la cruel indiferencia de que me hace víctima Cárlos. —Me vestí y encaminé á casa de la Condesa. —Á su lado, y como por encanto, se disiparon todas las nubes que oscurecían antes mi sér. —Hemos hablado mucho. —Convine con ella en que tal vez fuera perjudicial para su reputacion vernos todos los dias en su casa. —Pero también ella se convenció de que yo no puedo pasar un dia sin verla. —No hay más que un medio, —me dijo; —puesto que yo tampoco puedo ir á sitio tan público como la fonda, y menos viviendo Cárlos en ella, debemos buscar uno donde yo pueda verte y hablarte, por corto tiempo que sea, sin correr el peligro de que las gentes se aperciban de ello. —¡Oh! Sí. Tienes razon, el mundo no concibe este cariño extraño, pero real y profundo, que entre nosotros existe. —Ambos somos jóvenes, —Es preciso, pues, que desde mañana busque yo el castísimo retiro de nuestros puros amores. —No el voluptuoso asilo en que se esconde á la mujer amada, sino el nido en que el hijo recibe las caricias y los besos de la madre.»
En efecto, al dia siguiente Julio Suarez alquiló un lindo piso tercero en la calle del Fomento, en una casa de reciente construccion, y mandó amueblarlo, escogiendo para la tapicería el color que mejor sentaba á la Condesa. —Veamos cómo relata él mismo la primera entrevista habida en tal lugar entre él y Consuelo.
«¡Dios mió, era verdad! —Conozco ahora que desde hace algunos dias mi corazon ha combatido con mi cabeza, que el alma se defendia de mis sentidos, y que éstos, en su lucha titánica, han escalado el cielo, triunfando de los dioses. —Ahora reinan en todo mi sér y cantan victoria sobre el desierto campo de batalla. —Sus gritos de triunfo llegan á mi conciencia monstruosamente acrecidos por la soledad y tiemblo al escucharlos. —¿Dónde esconderé yá el oprobio de mi derrota? —¿Dónde la vergüenza y el remordimiento? —Tan confuso fragor formaron mis virtudes y mis deseos materiales al choque de sus distintas armas, que desde el principio del encuentro me dejaron aturdido, me ensordecieron y embotaron mi sensibilidad hasta el punto de no saber darme cuenta de lo que en mí pasaba, y así he venido á rodar como una masa inerte en el fondo de la sima. —Sólo el golpe rudo de mi fatal caida me ha despertado, como despierta el dolor, de improviso, para ver con desesperada rabia la altura inaccesible desde la cual me arrojaron con traidor impulso. —¡Ah! —Maldita sea mi juventud, enemiga que lanza un grito de placer y me recibe á carcajadas y me abraza voluptuosa, con la furia de la bacante, viéndome salir echado ignominiosamente del templo cristiano de la pureza. —Yo soy el que profanó la imagen y la derribó del altar, y ántes era el escultor que modeló sus castísimos ropajes, y la colocó en el ara para el culto de un pueblo entero. —¡Ah! —Los poetas tienen razon; de la muerte brota la vida, siempre el dolor fecunda, y el recuerdo es el principio de una esperanza. —Sobre la rota clave del arco se mece el jaramago amarillo. —La vida es esa fábula de la antigüedad que engendra una abeja trabajadora en el cuerpo de la res muerta en el cansancio del arado. —¡Si yo fuera poeta! —¡Si en estos renglones pudiese dejar el sello candente de mis dolores y en el mundo la huella y el ruido de mis pasos, que hacen crujir la arena del circo! —Pero nó. —Yo no tengo la sublime abnegacion del genio. —Estas páginas son la compendiosa cifra de mi egoismo. —En ellas derramaré mis lágrimas una á una y sólo mis ojos, que las han vertido, podrán contarlas. —Me acobarda el ridículo. —¿Qué privilegiado valor puede haber en el que no lo tiene para vencerse á sí propio? —Escribo tan sólo para mí, porque la orfandad es un desierto donde nadie escucha las voces con que implora auxilio la caravana, y las palabras que no se pronuncian ó no se escriben son lágrimas ó son risas que nos ahogan, por haber derramado el gérmen de su vida en la estéril entraña que enferma al recibirlo. —¡Ah! ¿por qué si el alma de Pura era mia, todo mi sér no fué suyo para morir con ella? —Así mi alma que murió yace tendida y no siente que mi cuerpo airado, déspota de mis dias en la tierra, la pisotea. —Y es inútil que la llame con los más dulces nombres, inclinándome sobre ella como el viudo que besa la yerta frente de la esposa que fué su encanto. —Vete, —me dice el tirano, —vete, esto es hecho. —Yo soy el esclavo regicida. —Mi brazo, armado del puñal, ha roto mis cadenas, y con el mismo puñal hice saltar la corona, ensangrentando la altiva sien que la ceñia. —Este cadáver es mi venganza y el escabel de mi trono. —Tu alma murió. —Ahora reino yo en ti. —Levántate y olvida. —Y como el olvido es una lucha, estas palabras son, apesar mió, la señal que me ordena el combate, y arde mi sangre convertida en fuego, y corro al encuentro del adversario. —¡Ah! Consuelo, mis ojos saben que eres tú. —Si la voluptuosidad me diera fuerzas, aunque tanto deseo tus caricias, con un solo instante de mi odio te ahogaría entre mis brazos. —Sí, desde esta tarde, que por primera vez he conocido que la amaba, si es amor la fiebre que yá me domina, sólo su nombre resuena en mis oidos y mis ojos acarician sin cesar, aun cerrándose para no ver, los contornos de esa mujer, que parecen delinearse y avanzarhácia mí más precisos, burlando mi esfuerzo en borrar laimágen. —Como aparicion fantástica flota en el espacio y es en vano que yo pretenda cubrirla con dobles gasas, que todas se desgarran, y pasa á través de ellas acercándose cada vez más desnuda y provocativa. —Insisto en recordar á mis deseos, que son impuros, y que ella no ve en mí más que un desgraciado por quien siente el cariño de una madre. —Que me llama su hijo. —Que como á tal me besa en la frente. —Pero mis labios recuerdan otro beso, con el que mis sentidos la vieron más hermosa, y me prometen otro igual. —¿Qué diria Consuelo si supiera mi frenesí? —Y no obstante hay en mí algo que la acusa apesárele su inocencia. —Desde la noche de aquel beso, Consuelo no habia vuelto á abrazarme. —Su confianza en mí la ha perdido. —Hoy, al separarnos, me besó como siempre, pero me estrechó fuertemente contra su corazon, echándome los brazos al cuello. —Yo sentí sus formas palpitantes, que se unieron á las mias en aquella caricia llena de pasion y de abandono. —Dominé mi emocion y ahora me avasalla. —¡Dios mió! dadme fuerzas para romper este encanto, si es que no ha tomado yá, al agigantarse, toda la consistencia de la realidad.»
Las flores y los pájaros que nacen alegran la primavera; las golondrinas que revolotean, despidiéndose del alero donde dejan su nido, y las hojas secas que se agrupan al pié del tronco y lo besan ántes de partir envueltas en el torbellino, embellecen el mes de Octubre.
Trascurría éste yá, lo que quiere decir que pasó un mes próximamente, á contar desde la fecha que va al frente del anterior escrito de Julio.
Éste y Consuelo hallábanse sentados el uno frente al otro en el retiro que el joven buscó para defender y ocultar tales entrevistas á las miradas curiosas de los maldicientes. —Yá sabemos que era un piso tercero. —La escena tuvo lugar en el gabinete, desde cuyo elevado balcon se dominaban las casas de enfrente, y llegaban á verse, por encima de la ciudad, los alrededores de ésta poéticamente bañados por el crepúsculo. —Los rayos del sol poniente tornasolaban, con reflejos de vivo fuego, las cerradas vidrieras de alguna que otra casa distante y doraban con vigor las cúpulas de las iglesias. —Las veletas y las cruces de las torres despedían chispas de plateado brillo cuando el rayo fugaz del astro que se hundia lograba besar la parte en que el hierro no estaba oxidado aún. —Las copas de los árboles, que asomaban por encima de las tapias en los raros jardines, se engalanaban de esmeralda y oro, pues entre el verde follaje se destacaban yá tímidamente las primeras hojas marchitas.
El otoño tiene la voluptuosidad de la última caricia, del último abrazo con que nos ciñe nuestra adorada ántes de dormirse, reclinando cerca del amante la gentil cabeza en el revuelto lecho donde la hicimos nuestra. —El otoño es el amor que no muere de hastío porque busca nueva ternura en el recuerdo de la primavera. —Las nieves del invierno son las blancas colgaduras con que la discreta naturaleza cierra el lecho de los desposados hasta que despierten de su dulcísimo sueño con la aurora de un nuevo dia.
Julio Suarez, que era más poeta que los que lo tienen por gala y oficio (lo cual sucede siempre), pensaba todo esto mirando á Consuelo.
Nuestro protagonista yá no era el mismo joven de exaltada fantasía poblada de sueñes de color de rosa. —No era tampoco el sombrío rondador de una Julieta cuyo recuerdo velaba en su alma como lámpara que arde constantemente renovada por la solicitud piadosa de la esclava del culto. —Era y venía siendo tal y como nos le revela, en esta nueva crisis de su vida, el último apunte yá leido de sus memorias. —Era el hombre que sale de la adolescencia, sueltos los miembros, ágiles los movimientos y respirando con fruicion las libres auras de que le privaron los años de su encarcelamiento. —Y era más aún porque yá en él habia el primer terror y la primera soberbia. —Porque bajo el azote del huracán, alzaba la frente al cielo como desafiando al rayo que debia abrasarla, esperándolo resignado como el viajero que no puede guarecerse y que se ve sorprendido por la tempestad enmedio de los campos. —Los ángeles que se ven en los lienzos de Murillo tienen débiles y delicadas formas, pero tienen alas para volar y para huir al cielo. —Satanás, en cambio, cruza la tierra y arrastra bajo la planta de la Virgen sus robustos miembros, que revelan la fuerza humana, el vigor de un atleta siniestro, al que no importa verse despojado de la aureola divina. —Satanás será el Hércules en el cristianismo. —Con el pecado, Adán perdió la proteccion divina, y se encontró hombre capaz de proteger, á su vez, á la primera mujer que lloraba junto á él á las puertas del Paraíso.
Las madres duermen á sus hijos entonando monótonas canciones al compás con que se mece la cuna.
Las madres guardan este sueño de la inocencia y procuran que dure en nosotros más allá de nuestra infancia. —Cierran herméticamente cuanto puede llevar hasta nuestro oido el eco de tumultuosas pasiones y andan de puntillas en el hogar para no despertarnos bruscamente.
Pero el sueño que se prolonga mucho se parece á la muerte, y llega un dia en que la solícita carcelera se aleja un poco, y, aprovechando este descuido, el mundo nos saca de nuestro entorpecimiento y abrimos los ojos obedeciendo á su imperiosa voz, que nos dice: —¡Despierta!
Y despierta el niño, y el adolescente se convierte en hombre.
Los sentidos de Julio lanzaron un grito de admiracion y de libertad, embriagándose en la corporal belleza de Consuelo.
¿Qué fué del amor de Pura? —El recuerdo de su muerta amada quedó como un crepúsculo que se pierde en el ocaso. —Con él huyó también la purísima fragancia que perfumó el alma de Julio. —Y el joven saltó resuelto á la vida desde el sepulcro de la virgen, dejando en él su primera lágrima. —Así el tierno infante salta del lecho y queda sobre la cándida almohada la huella de su cabeza, y también el bendito escapulario que besó y colgó á su cuello al empezar la noche.
Sentia julio el alborozo del que tras un naufragio llega al puerto, pero á la vez experimentaba la honda melancolía de recordar á los que le dieron el adios al partir la nave. La nueva patria le brindaba un porvenir que iba buscando; la playa era risueña, pero en cambio estaba muy distante de la que dejó atrás, y era imposible volver, y era preciso olvidar á los seres que hasta entónces le fueron queridos y abrazar á otros que no conocía.
¡Consuelo!
Ciertamente aquella mujer era hermosa, era irresistible su belleza, pero Julio no amaba á Consuelo.
Cuando ella le miraba, el joven, enloquecido, cerraba los ojos como deslumhrado, la sangre corría por sus venas con ardiente impulso, estremecíase al estrechar las manos de la hermosa, al aspirar las rosas de su aliento, desmayaba de voluptuosidad escuchando el crujido de la ondulante falda, parecíanle las palabras que le dirigia notas tan incitantes como el canto de las bayaderas, y aquellos rojos labios, tan sólo una vez besados, fresco manantial que le brindaba donde apurar su sed de inextinguibles goces; pero cuanto más crecía esta bacanal de sus sentidos, cuanto más se embriagaba en las promesas de tan infinitos placeres, y, es más, cuando al fin, envuelto como en un oleaje de fue go, su corazon y todo su ser desmayaba vencido, el alma de Julio, plegando sus castísimas vestiduras, parecia huir y escalar temerosa una altura no invadida por las pasiones; y, una vez allí, sentada y pensativa, le miraba con lástima y hasta con asco, sin tomar parte alguna en tales delirios, que al fin se apartaban con un respeto profundo de la triste y solitaria peregrina.
En tal combate de encontrados sentimientos se hallaba nuestro protagonista empeñado en la tarde á que nos referimos.
Un mes hacía que, luchando de igual modo, pasaba dos ó tres horas diarias en aquel gabinete, y ante aquella mujer, mirándola á veces con la feroz mirada del criminal, sombrío y en silencio, no atreviéndose á caer de rodillas ante ella y exclamando al verla partir:
—¡Mañana, mañana la haré mia!
Y llegaba el dia siguiente. —Consuelo no parecia sospechar los tormentos que causaba, y, al ver su indiferencia, el valor de Julio daba lugar á una cobardía horrible, tenía miedo, miedo de sí mismo, repitiendo en su pensamiento:
—¡Nó, nó, porque si se niega, si se resistiese, la matarla!
Y esperaba.
—¿Te acuerdas, Julio, de nuestro primer beso? —dijo de pronto Consuelo, rompiendo el silencio que reinaba en aquella escena.
El joven se estremeció.
—Sí, —replicó haciendo un esfuerzo, —no lo olvidaré nunca.
—¿Nunca? —preguntó ella, —¿y por qué no? Yo lo recuerdo ahora para regocijarme de que nuestros sentimientos hayan tomado otro carácter más duradero. Si tú hubieras sido mi amante, si yo fuera tuya, tal vez nos atormentára algún cruel desengaño; y yo, que ahora puedo levantar mi frente con orgullo delante de mi marido, tendría que ocultarla avergonzada, y con el adulterio por remordimiento, en tanto que hoy vengo aquí confiada, y me separo de tí llevando en el alma la sola satisfaccion que produce el saber que con mi presencia, con mis palabras y hasta con mis caricias se disipan tus pesares sin que por ello pueda gritarme mi conciencia acusándome del más leve pecado.
Julio no respondió.
—¿Qué tienes? —agregó la hermosa Condesa, levantándose y yendo hácia él, —estás triste. Desde hace algunos dias observo que yá no me confias, como ántes, todos los sufrimientos que experimentas. Julio, eso no está bien. ¿No soy para tí la misma mujer de siempre? No te permito que sufras solo, —añadió, —eso es una ingratitud. Vamos, cuéntame lo que te sucede.
Y con un movimiento lleno de gracia y abandono se sentó en una silla baja aliado del joven.
A éste le pareció adivinar un reto en aquellas palabras, miróla más sombrío que nunca, y tuvo intenciones de esquivar su timidez; pero se encontró con la sonrisa de Consuelo, en la que se estereotipaba la más candorosa confianza.
—¡Oh! déjame, —prorumpió con acento enronquecido, —déjame. Es verdad, sufro mucho, horriblemente; pero no puedo decirte la causa. A tí ménos que á nadie.
—¿Cómo es eso? —le interrumpió la Condesa fingiendo un enojo encantador, —¿cómo es eso, señor mió? ¿Conque á mi ménos que á nadie? Ahora yá no ruego, exijo, mando que se me diga ese secreto. ¿Lo oye usted? Vamos, estoy dispuesta á escuchar, y cuidado con las mentiras.
Y, apoyando el mórbido brazo en una rodilla del joven y la gentil cabeza en la palma de su diminuta mano, quedósele mirando con fijeza apasionada.
No era posible imaginar atraccion más irresistible que la de aquel rostro, y Julio no tenía medio de apartar de él sus ojos, porque, colocada así la Condesa, estaba delante y en posicion más baja.
Toda la sangre afluyó violentamente al corazon de núestro héroe, produciéndole un vértigo tal, que rugió más bien que dijo con el acento de un ébrio:
—Pues bien. Tú lo has querido. Sea. —Y con uno de sus brazos rodeó el talle de la hermosa, que no opuso resistencia.
Julio enloquecia.
—¡Consuelo! ¡Mi Consuelo! —exclamó acercándose anhelante para beber en los labios de ésta el codiciado beso.
Pero ántes de que llegára á ellos la Condesase echó hácia atrás dulcemente; y, rechazándole con un ademan que semejaba una caricia,
—Si, yo soy tu consuelo, —replicó con frialdad, —siempre lo hallarás en mí. Te consolaré en tus penas como una madre.
—Nó, no es eso, —interrumpió Julio yá frenético, —no es eso. No me has entendido, ¡y es preciso que me entiendas!
—¡Ah, cuánto sufres esta tarde, pobre Julio mió! —contestó ella oponiendo mayores fuerzas para contrarestarle; —vamos, ten calma, tranquilízate. He prometido oirte, y te escucharé si no te exaltas. Dime, dime, ¿hace mucho tiempo que no vas al cementerio donde está enterrado el cuerpo de Pura?
El golpe fué violentísimo cuanto inesperado.
Julio lanzó un grito de rabia y de dolor, como el hombre que se ve herido por una hábil estocada.
Una chispa de luz cruzó el revuelto cáos de su cerebro.
—¡Qué iba yo á hacer! —pensó al escuchar el nombre de Pura; y, con un esfuerzo de voluntad extraordinario, agregó en voz alta:
—Tienes razon. Hace mucho tiempo, y no dejaré pasar un solo dia más. Mañana iré á verla. Déjame, no tengo nada. Yá es tarde, Consuelo, tenemos que separarnos. Vete. Adiós.
Y á los pocos minutos Julio quedaba solo, más sombrío y más atormentado que nunca.
Era el día siguiente á esta escena.
—Cárlos, ¿quieres acompañarme?
—¿Adonde vas?
—Á rezar por el alma de Pura.
Por única respuesta Cárlos se puso el sombrero y ambos amigos se encaminaron por las afueras de la puerta de Fuencarral hacia la entrada del aislado campo santo de la Sacramental de San Martin.
Aquella tarde Julio daba una cumplida satisfaccion á su amigo de las injustas reconvenciones y agrias palabras que le dirigió prohibiéndole visitar con él la tumba de su amada.
Y Cárlos demostraba que no guardaba en su espíritu animosidad ni rencor al joven por su anterior conducta.
¡Qué horrible es, queridos lectores, lo que debo dejar aquí consignado!
Pero estas páginas, que forman un libro, no son realmente más que un traslado, que debe ser fiel, de los acontecimientos que se enlazan en mi verídica historia.
Me limito, pues, á poner una nota en el márgen, nota que resume la siguiente fórmula oficinesca:
Es copia conforme.
Julio salió del cementerio horrorizado de sí mismo.
Julio, por primera vez, se postró de hinojos ante la tumba sin derramar una lágrima, sin exhalar un suspiro, y se alejó de allí con paso indiferente y desenvuelto ademan que le avergonzaba.
No se atrevió á mirar á Cárlos ni á dirigirle la palabra, temeroso de que éste le echára en cara el cruel olvido que tan pronto le dominaba.
Pero Cárlos, por su parte, pareció no apercibirse de nada, víctima a su vez de no sabemos qué reflexiones y sospechas que le asaltaron á la vista de un ramo de flores, frescas y recientes, que encontró aquella tarde arrojado sobre la losa del sepulcro de Pura.
«El que huye del peligro en él perece. —Sé que recibirá usted esta carta mia en el hotel de Recoletos, del que no ha salido ni pienso que saldrá para emprender su proyectado viaje, hábil estratagema que, para ocultarse, inventó usted hace poco y que hoy he descubierto en el cementerio. —Allí he visto un fresco ramo de flores depositado por la piedad sobre la tumba de una infeliz niña á quien en vida amaba usted con el cariño de una madre, porque era huérfana y en el mundo no contaba con más compañera, guia ni apoyo que con usted. —Marquesa, si el cuerpo yaciente de Pura cobrara voz y aliento, le reprocharia, como yo le reprocho, la conducta que sigue usted observando (aconsejada por no sé qué vanos escrúpulos) con Julio, á quien ella consagró todos los sentimientos y todos los latidos de su corazon hasta el último, y con usted misma, pues no vaciló en sacrificar su existencia por la felicidad de usted y por la de mi amigo. —Marquesa, está usted haciendo inútil el sacrificio de Pura, es más (perdóneseme esta acritud), está usted pagando con escasa gratitud ese sacrificio. —Julio, muerta Pura y abandonado por usted que le prohibió, como á mí, la entrada en su casa, camina hoy dia por una senda fatal, de la que es preciso apartarle. —Usted puede y debe hacerlo, porque yo no predomino hoy en su espíritu, furioso mar en que se agita ya el oleaje de las pasiones. —No niego en tal suceso mi parte de culpa, no trato de excusarme, pero yo no dejo sola á la víctima, y si perece en el trance pereceré con él, cumpliendo como noble y leal amigo. —Marquesa, todavía es tiempo; Julio no ha llegado á enamorarse de Consuelo, porque el amor es fuente de la vida y esa mujer es la muerte de todo sentimiento delicado y grande. —Su cariño es fuego y quema cuanto toca; diestra en inspirar gigantes deseos, sabe crear vivas llamas, pero no sabe conservarlas eternamente y se apagan á medida que crecen y se dilatan. —Su belleza exalta los sentidos y no satisface á los sentimientos. —Así y todo, si usted no acude pronto, Consuelo será fatal para Julio, cuya imaginacion de poeta y juvenil entusiasmo sobrescitará ella con mentidos halagos é infames caricias. —¡Quiera el cielo que usted y yo no tengamos que vivir algún dia intranquilos y perseguidos por el remordimiento, la más cruel de las torturas humanas, si nuestro amigo llega á ser víctima de las desgracias que presagio! —¿Quién sabe? —Medite usted, reflexione y estoy seguro de que unirá sus esfuerzos á los mios, y juntos salvaremos á Julio.
«Conteste usted á su afectísimo S. S., Q, S. P. B.,
Cárlos Caballero.»
La Marquesa á Cárlos.«Siento en el alma, amigo mió, los términos en que esta concebida su carta. —No niego el interés que me inspira Julio. —Yo no olvidaré nunca que iba á ser el esposo de Pura, á quien, como usted dice muy bien, servia yo de segunda madre. —Pudiera asegurar aquí que mi viaje fué un hecho y que he vuelto de él hace pocos dias, explicando así mi reserva con respecto á ustedes dos. —Pero no es verdad y está usted en lo cierto al asegurar, como asegura, que no he salido de Madrid. —Lo confieso sinceramente, y, al confesarlo, comprenda usted que insisto, apesar de su carta y despues de leerla y meditar cada una de sus frases, en permanecer como hasta aquí, sin que turbe nadie el retiro á que formé el propósito de consagrarme, sin que me lance fuera del aislamiento ningún incidente ni consideracion de ningún género. —No reconozco (y en usted ménos que en nadie) derecho para extrañar mi decision. —No ignora usted cuan ardientemente deseo la felicidad de su amigo. —Está usted en la creencia de que le amenazan grandes peligros. —Si fuera así, no vacilaría un momento y buscaría los medios de protegerle, de manera que ignorase él mismo de dónde venía esta proteccion. —Porque, —lo repito, —Julio y yo no podemos vernos sin que sufriéramos intensamente y sin que se agitasen y removiesen recuerdos de cosas que no están olvidadas, porque son imperecederas; pero que léjos uno de otro las sentimos ménos. —Descuide usted, amigo mió, porque le puedo asegurar que velaré siempre por él, y á ello dedico mi vida, único fin que me propuse á la muerte de mi desdichada sobrina, y apartaré de su camino los obstáculos que pudieran entorpecer la seguridad de sus pasos. —Tengo en esto un secreto é íntimo goce, al que no renuncio como no se renuncia fácilmente á la posesion tranquila del último bien que conservamos y que hemos salvado de un horrible naufragio. —Sé cuanto hace Julio, es más, sé cuanto piensa y cuanto siente, y sus menores pasos no me son desconocidos. —Sé muchas cosas que usted acaso ignore, sé adonde va todas las tardes, sé que vive sufriendo las horribles torturas de una pasion criminal; lo único que me hace, no temer, sino esperar como se espera á un enemigo, lo único que ignoro son los diabólicos intentos de la mujer que la inspira á sabiendas y que parece gozarse en avivar tan impura llama; pero el corazon de Julio, su nobleza y delicados sentimientos triunfarán en dia no lejano, y, si no fuera de este modo, confíe usted en mí, que no le abandonaré, y en usted mismo, que le defenderá con el ardimiento de su buen consejo, de su experiencia y de la amistad y el predominio que ejerce sobre su espíritu y que es mayor de lo que supone en su carta.
María.»Cárlos, en efecto, ignoraba las entrevistas de su amigo y Consuelo; pero esta carta en que se le descubrían le pareció un aviso de la Marquesa para que, con arreglo á él, se trazase un plan que desbaratara los de la Condesa de Fuente-Hermosa. —En cuanto á la obstinacion de María en que Julio continuase ignorando su paradero, causóle en el primer momento algo de ese placer que acompaña á la alborada de una esperanza, y es que el corazon humano aspira siempre á lo imposible y lo considera como probable forjando una ilusion por cada latido. —Pero este efecto fué rápido en el ánimo de Cárlos Caballero. —Leyó de nuevo la carta y pudo convencerse de que la pasion de María léjos de entibiarse habia tomado proporciones con la ausencia y los obstáculos creados por ella misma; comprendió que aquella mujer amaba á Julio con el amor de la desesperacion, con el mismo amor de que él estaba sufriendo, y que áun cuando fuera posible que el tiempo desvaneciera en el espíritu de la Marquesa contornos tan bien delineados, tonos tan vigorosos, allí donde se alzaba la imágen sólo encontraria el que osara penetrar altares derruidos, columnas rotas y melancólicas ruinas, que no aprovecharían para construir un nuevo templo. —Sucedió, pues, que la alegría brilló en el alma de Cárlos como uno de esos relámpagos que iluminan las noches oscuras de verano y que sepultan su fulgor en las tinieblas apénas nacen.
—¡Ah! —pensó sumido más hondamente en su habitual abatimiento, —soy un loco. Ella lo dice. Ella me muestra el sendero de la abnegacion. Ese es mi único goce. Es el último bien que conserva mi alma despues de su horrible naufragio. Momentos hay en que mi brutal egoismo me lleva á odiar a ese hombre á quien ella adora. ¡Oh! nó. Julio es mi hermano. Salvemos á Julio.
E irguiéndose al modo del que se propone vencer contando con su solo esfuerzo, se aprestó, más que dispuso, á salir, como respondiendo á un plan concebido en aquel instante, plan cuya ejecucion y consecuencias debian ser inmediatas.
De allí á poco entraba en el gabinete donde la Condesa de Fuente-Hermosa tenía costumbre de recibir las visitas de los que favorecia con el título de amigos íntimos.
Consuelo, á juzgar por su trage, se disponia á salir cuando entró Cárlos en la habitacion.
«Conozco que las fuerzas me abandonan cuando más energía y vigor necesita mi alma para luchar. —Conozco que sólo escribiendo estas páginas, para mí tan queridas, se templa mi debilidad en las puras aguas de la resignacion y alivio mis horribles torturas dejando aquí en estas hojas, que humedeciéndolas con su llanto sólo han de leer mis ojos, todo cuanto sufro y cuanto me sirve de eterno padecer en el mundo. —¡Oh! Nó. —Nadie. —Ni él mismo; pero ¿qué digo? —El ménos que nadie leerá este diario, que es mi único y mudo confidente. —Sin él yá hubiera sucumbido, porque mi corazon opreso estallada, y mi primera queja será el último suspiro de tan larga agonía. —Eloy he sufrido un golpe terrible. —Cárlos me ha escrito. —Ese hombre me aterra y le admiro. —¡Qué voluntad! ¡Qué dominio tan extraordinario ejerce sobre todos sus sentimientos! —¡Y cómo siente! —Su espíritu gigante tiene las pasiones de los héroes y las vence como aquéllos vendan las que experimentaban. —¡Oh, Dios mió! —¿Porqué siendo tanto el amor que me profesa, no me atrajo hácia sí haciéndome su esclava adorada? —¡Qué distinto sería mi corazon y qué feliz le haria al confesarme suya! —¡Y qué dulce debe ser esta confesion! —¡Y qué amargo el no poderlo decir!
»Nó, no es posible. —Siento que si le viera un solo instante mis labios me venderían, y todo mi sér exclamaría enagenado: ¡Julio, te...! —¡Ah, perdóname, Pura, hijamia, duerme en paz el sueño eterno que te envidio en mis noches de fiebre é insomnio! —No lo turbaré ni aun escribiendo por completo ese enigma de mi corazon que tú sola adivinaste en mal hora. —Pero nó. —Cárlos tampoco lo ignora. —Pura murió. —Cárlos no lo revelará. —Pero Cárlos vive; y, miéntras viva, tengo sobre mi frente el oprobio del mundo entero. —Soy criminal. —Yo he causado con mi fatal pasion la muerte de Pura y la desgracia de Julio. —Julio sufre por mi causa, —Y me aterra el decirlo, pero siento una amarga alegría al verle desgraciado. —¡Ah, qué loca soy! —No es su desdicha verse alejado de mí. —Su desesperacion tampoco nace del imposible amor que se profesa á una virgen muerta. —Desespera, porque sabe que si es inútil pretender conmover á unas formas rígidas y heladas, es más inútil querer reanimar el cadáver de un alma. —El alma de Consuelo es insensible. —¡Pobre Julio! —Pero nó. —Más infeliz será ella; más desventurada esa mujer, que no puede amarle. —Y es preciso acudir, volar hácia él, así lo dice la carta de Cárlos, y así lo siente mi deseo. —Es necesario salvar á Julio. —Tiemblo al pensar que su imaginacion exaltada enloquezca hasta el suicidio. —Debe ser muy cruel la que tiene á la merced de sus labios la vida de un hombre por quien otras darian la suya. —¡Oh! no me equivoco, no es cruel, es un placer embriagador, una terrible alegría, es la satisfaccion del ángel rebelde que vence un minuto á San Miguel y lo derriba, librándose del eterno peso de su planta divina con un extraordinario esfuerzo muscular. —Es el ensañamiento de las represalias. —Tanta infamia no quedará impune. —El usurpado triunfo será corto. —Cárlos y yo nos aprestamos al combate y nuestra es la victoria. —El mismo cielo nos protegerá. —Pura está en el cielo. —Pura bendice nuestra empresa.»
«Mañana mañana será mía. —Compraré su adulterio de grado ó por fuerza, lo pagaré con la adoracion de mi alma, y si esto no es bastante con el alma entera. —Por un solo dia de posesion le daré mi vida, porque yo no puedo vivir más que ese dia. —No es codicia de sus encantos, es deseo de vengarme de ella, de ella, que ha sepultado en mi corazon el puñal del olvido, asesinando en el refugio sagrado del recuerdo la imágen de Pura, la memoria de mi primer amor. —Ella, que me ha dado una infamia, debe pagar con una infamia su delito. —Ella ha cambiado mis lágrimas de tristeza enterneciendo en mis ojos la voluptuosidad y encendiendo en ellos la chispa del primer deseo. —Hay una escala, una gradacion de delitos. —El primero fué el olvido. —Pura no existe yá en el mundo ni en mi memoria. —El segundo debe ser el hastío. —Consuelo saciará la sed de mis sentidos ó morirá á mis manos. —Estoy loco; pero qué importa, si la razon no puede dar nunca el valor necesario para cometer un crimen. —Esta tarde, ante el sepulcro de Pura, se ha saciado el llanto de mis ojos. —Mañana, ante la expléndida belleza de Consuelo, saciaré la sed ardiente que me devora.»
Nuestros lectores tal vez adivinen yá algo de un misterio (no hablamos del que se refiere á la muerte de Pura) que se ha deslizado de nuestra pluma en una de las páginas anteriores, y de no ser así extrañarán la visita de Cárlos á su amiga la Condesa de Fuente-Hermosa, ó, por lo menos, el objeto que con tal visita se proponía, y que, á juzgar por las reflexiones que le hemos escuchado, no era otro que romper los lazos que unian á ésta con Julio, lazos que yá sabemos cuánto estrechaban y atormentaban el espíritu de nuestro protagonista, víctima yá de una pasion criminal, y, que según todas las apariencias, era agena á la misma Consuelo que supo inspirarla.
Vamos á satisfacer la curiosidad de los que la tengan.
Para ello presenciemos la entrevista de Cárlos y Consuelo, y escuchemos las palabras que entre ámbos se cruzaron, pues de tal indiscrecion no debemos arrepentimos.
Reanudemos la narracion de esta escena, repitiendo lo que terminaba el capítulo en que la dejamos apuntada.
Hablábamos de lo que hizo Cárlos despues de leer la última carta de la Marquesa, y decíamos:
«É irguiéndose al modo del que se propone vencer contando con su solo esfuerzo, se aprestó, más que dispuso, á salir, como respondiendo á un plan concebido en aquel instante, plan cuya ejecucion y consecuencias debian ser inmediatas.
»De allí á poco entraba en el gabinete donde la Condesa de Fuente-Hermosa tenía costumbre de recibir las visitas de los que favorecía con el título de amigos íntimos.
«Consuelo, á juzgar por su trage, se disponía á salir cuando entró Cárlos en la habitacion.»
Este último entró tan seguidamente, que aún no había terminado de anunciarle el criado y yá estaba detrás de Consuelo, que se hallaba de espaldas á la puerta, y que, al volverse, le vió frente á frente y estuvo á punto de lanzar un grito.
De esta manera Cárlos pudo sorprender la fisonomía de la Condesa ántes de que sobre el rostro cayera la máscara del disimulo.
Cárlos, como yá saben nuestros lectores, era un hombre de mundo.
Pero la Condesa era un adversario digno de él en un todo.
Era preciso desechar, como recurso inútil, la destreza y apelar á otros medios.
Tendióle ella la mano, que él estrechó con extremada galantería.
En tanto el criado, que aún estaba en el umbral, tuvo tiempo de retirarse.
Por fin quedaron solos. —No hubo entre ellos momentos de silencio de esos que acostumbran á poner los novelistas al principio de todo diálogo, y que creen tan indispensables como la mayúscula al comenzar un párrafo.
Hablaron, pues, sin vacilacion alguna, de diferentes é indiferentes cosas; pero hé aquí lo que pensaban:
Aprovechemos estos cortos instantes.
Cárlos, sin dejar de examinar el rostro de su bella interlocutora, pensaba en los medios de realizar el fin que se habia propuesto.
Conociendo que en toda empresa difícil, como aquella, la inspiracion del momento vale más que el plan mejor combinado de propósito, no se formó ninguno, esperando que las circunstancias vendrían en su ayuda.
Pero éstas no parecían dispuestas á servir sus deseos.
En vano se torturaba la imaginacion tratando de hallar una solucion satisfactoria.
La Condesa era mujer de quien se contaban multitud de curiosísimas historias galantes. —No ignoraba Cárlos ninguna de éstas, y tampoco ignoraba que en las pasiones inspiradas por aquella mujer, en la larga lista de sus adoradores, algunos figuraban con una cruz trazada con sangre. —Eran los suicidas.
La leyenda del vampiro, tiene, como toda leyenda, un inmenso fondo de verdad filosófica y una aplicacion en la vida práctica, aplicacion que se trasparenta bajo el brillante velo de lo fantástico.
Hay mujeres cuyas mejillas debieran tener la palidez del asesino, cuyo rostro estaría horriblemente demacrado por los remordimientos, y que coloran su belleza bebiendo con sedientos labios sangre de ocultas heridas, que cuidan de tener siempre abiertas sobre el corazon de sus víctimas, y que son fuentes de juventud y de frescura para el erial de su alma.
La detonacion del arma de fuego con que un hombre pregona su muerte, hace que las gentes acudan presurosas para ver cuál es el ídolo en cuyas aras se hacen sacrificios humanos.
Y si la deidad que el infeliz levanta sobre el pedestal de su destrozado cráneo es hermosa, nadie piensa en derribarla.
Por eso tienen sus druidas, la fortuna, la ambicion y la belleza.
La sonrisa en los labios de Consuelo era el enigma en los de la esfinge, y muchos que aspiraban á descifrarlo pagaban la curiosidad con su vida.
Cárlos Caballero, cuya experiencia, no nacida de los años sino de la observacion, hemos tenido yá ocasion de hacer conocer á nuestros lectores, habia juzgado acerca de aquella mujer ántes de que las circunstancias la pusieran en su camino. —En una página de su diario escribió, el primer dia en que conoció á Consuelo, lo siguiente:
«La Condesa de Fuente-Hermosa tiene, como sér humano, espíritu y materia. —Pero la materia no tiene sensibilidad en ella y su espíritu no tiene sentimientos. —Dijérase un águila cuyas rotas alas le impiden levantar el vuelo y que arrastra su majestad por el desierto.»
Pero hé aquí que, como yá hemos dicho, la fatalidad los colocaba frente á frente.
Cárlos se habia prometido solemnemente salvar á Julio de los brazos de aquella mujer, como el cazador que, viendo el peligro de su compañero, expone su vida para arrancarle de las garras de una pantera.
Cárlos, resuelto como nunca á llevar hasta el más supremo trance el amor-abnegacion y la pasion heroica que sentia, se juró la felicidad de la Marquesa áun á despecho de ésta.
La Marquesa amaba á Julio.
Era preciso que Julio optara entre amar también á la Marquesa ó…
Al llegar aquí, pensaba Cárlos con una mezcla de espanto y salvaje fruicion que tal vez se acercaba el momento en que tendida que matar á Julio.
Como se ve, bajo el negro frac moderno, de siniestra elegancia, palpita el corazon á veces con la misma violencia con que en la Edad Media llegó á estremecer las aceradas cotas, agitando el pecho de los caballeros.
Habia, no obstante, un solo medio; pero éste, tan vulgar y conocido, que Cárlos lo rechazó desde luego.
Si Consuelo estaba enamorando á Julio, era legal estratagema enamorará Consuelo.
Pero Cárlos sabía muy bien lo dificilísimo de la empresa.
Además, Consuelo no se dejaría prender en trama tan grosera.
Ella, además, sabía que Cárlos y la Marquesa viuda del Rio estaban próximos á contraer matrimonio.
Julio, celoso al ver la conducta de su amigo, podria mostrar á Consuelo, en un arrebato, alguna carta de la Marquesa referente á tal enlace, carta que, siendo dirigida á él y leida por Consuelo, pudiera dar á esta mujer, dotada de exquisita perspicacia, la clave de lo que hasta entónces se le presentaba como un enigma.
Julio no era capaz de descubrir la pasion que inspiraba á María, pero la mujer no se equivoca y descubre en el estilo y en las frases de una carta la pasion de otra de su sexo, por oculta que pretenda hallarse.
Y si la Condesa averiguaba esto, todo esfuerzo era inútil, porque todo estaba perdido. Cárlos, según se deduce de estas reflexiones, que tal vez parezcan á algunos un exceso de temor, era gran conocedor del corazon humano y más aún de las astucias femeninas.
Nada hubiera sido más fácil, es decir, más cómodo al que esto escribe, que modificar los sentimientos de Consuelo; presentarla vencida al fin, y entregada á Cárlos, enamorada de él con tanta mayor locura cuanto que este sería su primer amor, y de aquí hubiera surgido un inevitable desafío entre los dos amigos; hacer despues que muriera el Conde de Fuente-Hermosa y terminar la novela con dos bodas, ó sea dos moralidades, que servirian para defender á Los Amores contra los ataques de la crítica y llevarlos hasta el lector bajo la doble garantía de esos dos guardias civiles que fueran su custodia, llamando al uno Redencion de un alma (la de Consuelo), y al otro Premio á la virtud (la de María), todo ello sazonado, imitando á Perez Escrich, con estas palabras de Jesucristo: ‘«Amaos los unos á los otros.»’
Pero no es posible alterar la verdad de los hechos.
Diremos, pues, que Cárlos Caballero se despidió á poco rato de la Condesa, que deseaba yá impaciente la terminacion de esta visita importuna para acudir á donde Julio la esperaba inquieto, y que apesar de todo su talento y experiencia se dirigió nuestro personaje á la fonda sin haber conseguido aún encontrarla idea salvadora.
Aquella tarde Julio tampoco pudo abandonar su temor, y cuando vió llegar á Consuelo, sintió de nuevo que le abandonaba su osadía, mientras crecían sus sufrimientos..
El desdichado joven, entregado á la loca obstinacion de sus sentidos, demostraba de dia en dia, en la demacracion de su rostro y la calenturienta y extraviada fijeza de sus ojos, el tremendo batallar del espíritu y la materia, y la ventaja que esta última iba adquiriendo sobre su corazon.
Ya muy cerca de anochecido separábase la Condesa de su lado y salia del gabinete, dejándole presa de preocupaciones tan sombrías como las que le asaltaron despues de la entrevista anterior á ésta, que yá hemos descrito.
Una vez en la calle, á no ser por el tupido manto que ocultaba su rostro hubiérase visto en la fisonomía de aquella mujer una expresion diabólica de amor propio y venganza satisfecha.
Entretanto Julio recorría con agitado paso el gabinete, deteniéndose á veces para lanzar una mirada llena á la vez de odio, de amargura y de sarcasmo á sus descompuestas facciones, que reflejaba un espejo inclinado sobre el mármol de la chimenea:
—¡Ah! —se decia, —es inútil, no puedo, no podré nunca decirlo. Y, sin embargo, es preciso que esto termine de una vez. Soy un miserable. Pero no tengo valor para que ella escuche de mi boca la confesion de mi infame sentimiento. Nó, no lo diré. Prefiero mil veces la muerte. Prefiero consumir mi existencia con esta lenta fiebre que me devora.
Y sus ojos brillaban como ascuas encendidas por el soplo de sus deseos, que avivaba su imaginacion juvenil.
Enmudecía despues de estas ó parecidas frases y quedaba como abstraído en sus reflexiones.
De improviso, como respondiendo á lo que éstas le sugerían, prorumpia con desesperado acento:
—Nunca, nunca. Es necesario morir. Yo no quiero comprar mi vida á cambio de su adulterio, —añadia con verdadero terror.
Gruesas gotas de sudor asomaban á su frente, y, próximo á desfallecer, cayó sin fuerzas sobre la alfombra.
Allí se mesó los cabellos y se retorció como una serpiente, prorumpiendo en sollozos é invocando, aunque en vano, el nombre de Pura, y besando por último, con frenética embriaguez, el sitio donde se habían posado los diminutos piés de Consuelo.
Poco apoco el relente de la noche, que penetraba por el balcon abierto, refrescó su enardecida cabeza y le devolvió, si no la tranquilidad, al menos la aparente calma que necesitaba, y despues de tales torturas salió más sereno á la Calle y se encaminó á la fonda, donde yá gran rato hacía que le esperaba Cárlos.
LA PORNOCRACIA.
Julio Suarez, al levantarse de la mesa sin haber tocado apénas los manjares que le sirvieron, se lanzó de nuevo á la calle.
Subió hasta el Retiro y se sentó en un banco próximo al estanque, quitándose el sombrero para que el aire acariciara su frente descubierta.
La noche estaba clara, serena y apacible.
El lucero de la tarde iba á caer como una perla en el seno profundo de las aguas.
Apoyó la cabeza en el tronco de un árbol, y quedó inmóvil mirando al cielo, y entregado á sus pensamientos.
Así estuvo largo tiempo.
De vez en cuando sus labios se entreabrían, y, con un estremecimiento convulsivo, suspiraban un nombre; el de Consuelo.
Despues parecia como que aquellos mismos labios besaban algo que flotaba en el espacio.
Hay ocasiones en que una palabra nos da la clave del enigma.
El nombre ele Consuelo, que pronunció Julio tañías veces, y que en cada una de ellas aumentaba su desesperacion, vino á ser sin duda el talismán que buscaba para cesar en sus pesares.
—¡Consuelo! —exclamó de pronto con entonacion distinta, —sí, eso es, —prosiguió irguiéndose, —yo necesito un consuelo para mi dolor oculto. Es preciso olvidar á Consuelo.
Y se levantó con presteza, como quien se ve acometido de una idea salvadora.
Á poco rato cruzaba el Prado y subia por la Carrera de San Gerónimo, internándose en una de sus bocacalles.
En sus ojos, que inspeccionaban el rostro de todas las mujeres que pasaban por su lado, se veia, no la expresion del que busca el placer de la orgía, sino la del hombre que registra ansioso la caja en que está encerrada la pistola que destina al suicidio.
—Vén, —le dijo una desdichada pecadora, asiendo su brazo.
Julio se estremeció y la rechazó dulcemente.
—¿No quieres venir? —dijo ella, mirándole sin mostrarse ofendida.
Era hermosa como la melancolía, y ni en su voz ni en sus ademanes se notaba ese descaro del sér yá familiarizado con la degradacion.
Era tristemente joven.
—Toma, —replicó Julio sacando una cartera, —ahí dentro tienes oro, billetes, te daré más, mucho más, pero es preciso que te vengas conmigo.
—Espérame aquí, —contestó ella cogiendo la cartera y penetrando en el mal alumbrado portal de una casa inmediata.
Julio tuvo que apoyarse contra el muro para no caer al suelo. —Tenía fiebre.
—Vamos á donde quieras, —dijo la joven saliendo á los pocos minutos.
Ambos entraron en un coche de alquiler, que les condujo ala puerta de la casa que Julio habia destinado para lugar de citas con la Condesa.
Serian las once de la noche.
Julio, sentado enfrente de su mercenaria conquista, delante de una mesa cubierta de exquisitos vinos y manjares, bebia la última copa de Champagne.
Sus ojos encendidos delataban el efecto que el abuso y la variedad de bebidas producian en su naturaleza no acostumbrada á tales excesos.
Por sus venas corría la sangre ardiente con pletórico empuje. —Los vapores del vino ofuscaban su cerebro. —Pero mudo y sombrío, contemplaba á su compañera de orgía.
Esta le miraba entre risueña y temerosa.
La mujer, por abyecta y degradada que esté al pié de la escala social, siempre que encuentra en su camino á un desgraciado lo adivina.
Así, cariñosa y compasiva, se levantó, y, con una voz que sólo expresaba el sentimiento que la impulsaba, dijo corriendo hacia él y cogiéndole las manos:
—¿Qué tienes?
—Nada, contestó Julio dejando caer la frágil copa, que se rompió derramando su contenido sobre la mesa.
—Sí, sí, tú tienes algo, —agregó ella, y se sentó sobre sus rodillas, deponiendo el respeto inexplicable que le causaba su nuevo dueño.
Julio no trató de alejarla y rodeó con un brazo el talle de la hermosa (porque yá hemos asegurado que lo era).
Ella le miró con ojos impregnados de voluptuosidad y de abandono.
Era la primera vez que Julio estrechaba á una mujer entre sus brazos.
Una nube de deseos pasó por sus ojos.
Sintió un amor nuevo. —El amor que nos describe Chamfort, diciendo que es el cambio de dos caprichos y el contacto de dos epidermis.
—¿Qué tienes? —repitió ella.
Julio se sintió conmovido, y, olvidando la condicion de aquella mujer, como el sediento caminante que no repara en si es ó no límpida el agua que se le ofrece, exclamó:
—Soy huérfano.
El cuerpo cautivo entre sus brazos se estremeció violentamente. —En vez de un beso, cayó una lágrima sobre los labios de Julio.
—También lloras. ¡Oh! necesito que me quieras, —dijo el joven enloquecido.
—Sí, sí, yo te quiero, —agregó ella.
Julio la atrajo hacia sí y fué A estampar un beso en el seno, descubierto A medias, que palpitaba junto ásu corazon.
La belleza de la cautiva, y, sobre todo, su llanto, habían logrado por un instante hacerle retirar la copa de su amargura para cambiarla por la del placer, y, ¿quién sabe? —Tal vez tenía al fin á su lado la felicidad.
Pero Antes de" que la frenética boca llegara A la morbidez de las formas que acariciaban yá sus ojos, observó que se destacaba un papel prisionero entre éstas y el entreabierto corpiño.
—¿Qué es esto? —preguntó con una instintiva curiosidad.?
—Es una carta.
Julio no pudo dominar un impulso absurdo de celos.
—¿De quién?
—De mi hermana que está en un pueblo. Me escribe anunciándome que mi madre acaba de morir. Cosas de la vida.
Y una carcajada nerviosa acompañó estas palabras.
Julio se sintió presa de una emocion indescriptible.
La embriaguez de sus sentidos se disipó como por encanto.
—¿Cómo te llamas? —la preguntó.
—Consuelo, —respondió ella.
—¿Estamos conformes?
—¡Ay! señorito, tengo miedo. Yo no me atreveré asemejante cosa. Me lo van á conocer en la cara.
—Vamos, decídete; no seas niña. Ya ves que todo ello no es más que una broma.
—¿Usted me asegura que la señora Condesa...?
—Es un medicamento soporífero, y no ataca en lo más mínimo á la salud. La cantidad de opio que contiene es tan pequeña que sólo produce el sueño al cabo de tres horas. Para tranquilizarte del todo yo mismo voy á ensayarlo ántes delante de tí para que sepas el modo de usarlo. Trae. —Y Cárlos Caballero tomó de manos de la doncella de Consuelo una cajita de pildoras, que poco ántes le habia entregado.
La doncella le miró, no sin cierto temor, miéntras él desleia una pildora en un vaso de agua.
El agua no perdió su trasparencia cristalina con esta disolucion, y Cárlos, con perfecta calma, apuró el contenido del vaso.
—Si vuelves dentro de dos horas me encontrarás pro fundamente dormido. El mismo efecto le producirá á la Condesa. Y yo, gracias á tí, habré ganado la apuesta.
—¿Pero esa apuesta...?
—Yá te lo he dicho. La Condesa va todas ó casi todas las tardes á casa de unas amigas suyas. Dias pasados me encontraba yo allí de visita. La conversacion giró acerca del magnetismo. Tu señora dijo que no creia en él. Yo sostuve la opinion contraria y quise apoyar mis razones con hechos. Entónces ella me desafió á que la hiciera sentir los efectos del sueño magnético.
—¿Es decir...?
—Es decir, que yo me comprometí á hacer que se durmiera apesar suyo, y quedamos en que mañana por la tarde iríamos á esa misma casa con este objeto. Habrá gran concurrencia. Yo necesito salir triunfante. Se dormirá —
—¿Y usted puede hacer eso? —dijo la doncella, mirándole no sin cierto temor supersticioso.
—Yo no. Lo harás tú, siguiendo las instrucciones que te doy. ¿Estás enterada?
—¡Yá lo creo!
—Yá verás cuánto nos vamos, á reir tú y yo, que estamos en el secreto.
—¡Oh! cuando vuelva á casa la señora no dejará de contarme, miéntras la cambie el vestido, lo que le haya pasado. Y ¿cómo dice usted que se llama eso?
—Magnetismo.
—¡Já, já, já! ¿Conque una pildora en un vaso de agua...?
—Sí, durante el almuerzo.
—Justo; descuide usted. Despues de todo, nadie sabrá que he sido yo.
—Es claro.
—Conque, señorito, me voy —
Y le miró sin dar un paso hacia la puerta.
Cárlos se sonrió, y, cogiendo la cajita, la envolvió en un papel que sacó de su cartera, diciendo al ponerla en manos de la joven.
—Toma, y cuidado no vayas á tirar el papel, porque con él puedes hacerte un vestido..
Era un billete de quinientos reales.
—¡Ay, Dios mió! y sise me perdiera....
—Entónces vuelve mañana por la noche y te daré otro igual. Lo que no has de perder es la caja.
—¡Ah! eso no; pero el papel, de fijo, porque soy lo más descuidada —y haciendo un gracioso mohin salió de la habitacion que Cárlos ocupaba en la fonda, en la cual tuvo lugar el diálogo que hemos referido.
Á las dos horas Cárlos estaba dominado por un profundo sueño, efecto del opio, que él mismo había, presentido,.
Este capítulo es una consecuencia del anterior. —Seré breve, puesto que voy á defenderme. —Sin duda alguna al llegar á este punto tacharán, no pocos de los que leyeren, con la fea nota de pobre este recurso que yo mismo juzgo de antemano como trivial é indigno de la feliz inventiva de Cárlos Caballero. —YA se sabe, pues, que voy á defenderme de mí mismo. —Empiezo:
Si Los Amores fueran una novela completamente imaginativa, yo no me hubiera permitido nunca el anterior enredo. —Pero, lo repito, en este libro abundan los episodios históricos, y si bien todo él no se ajusta á la verdad de los hechos, es porque necesita ir revestido de cierta exageracion en los caractéres, pues nada es, a mi entender, tarea más inútil que la del escritor que se propone describir personajes cuyas pasiones y costumbres en nada se distinguen de las que caracterizan á los séres que andan por el mundo. —Con este propósito se llegaria á tal unidad, que tal vez algún dia todas las novelas se redujeran á una sola. —La primera que se publicára en dicho sentido.
El capítulo anterior es lo que se acostumbra denominar un sucedido. —En tal cualidad está todo su interés.
Ahora, yá conseguido mi objeto, dejo á la critica que ataque aquello que yo no he criticado en mi humilde libro.
Yo me inclinaré siempre con respeto ante la censura de los que considero con autoridad bastante para ilustrarme con sus consejos.
Y téngase entendido que no son pocos los que merecen esta pobre opinion mia.
Cuando pienso que estas páginas han de llegar á manos de críticos tan eminentes como Escosura, Balart, García Cadena y otros que ahora no recuerdo, sueño con la enseñanza con que ilustrarán mi inexperiencia y esta sola idea me regocija.
En cambio, cuando me figuro las bufonadas que se le ocurrirán á Zoilito, Clarin y otros pseudónimos no ménos ilustres de los redactores de El Solfeo, mi republicano enemigo (que no periódico), no puedo contener la risa que produce en mí la espectativa tan sólo de sus futuros chistes.
Porque es lo cierto que sólo ellos (no los chistes, los redactores) son capaces de enseñar lo que de seguro ignoran todos los escritores españoles.
Léase El Solfeo, que él aquilata en sus festivas columnas el verdadero mérito de Rubí, Alarcon, Campoamor, Molins, Cueto, Palacio, Cañete, Grilo y otros músicos y danzantes que el público cree estúpidamente nuestros primeros poetas.
¡Error lamentable, de que Clarín es la primera víctima!
Y Sánchez Perez la segunda.
Y yo, por haber escrito imitándoles, la tercera.
La infeliz compañera elegida por Julio para su orgía quedóse sorprendida ante la alteracion que sufrieron las facciones del joven al escuchar su nombre. —Pero mayor fué su sorpresa cuando aquél, levantándose de improviso y rechazándola bruscamente, se lanzó fuera de la habitacion y á poco bajaba las escaleras, dirigiéndose á la fonda y dejándola en el abandonado gabinete. —Pero, sin preocuparse mucho tiempo por tan extraña conducta, salió á su vez á las pocas horas de esperar inútilmente el regreso de Julio.
—¿Y qué me importa á mí ese hombre? —se dijo en medio de una carcajada nerviosa. —Con esta cartera —añadió escondiendo en su seno la que le diera nuestro protagonista —yá tengo para enviar á mi hermana el dinero que me pide para enterrar á mi madre.
Amaneció para Julio el dia siguiente tras una noche de insomnio febril.
Llegó la tarde y la hora en que debia acudir de nuevo á sus acostumbradas citas con la Condesa.
Obedeciendo á un sentimiento, natural en el estado de su ánimo, quiso retardar todo lo posible el momento de la entrevista.
Como quiera que la Condesa poseia también otra llave que abria la puerta de la habitacion que yá conocemos, éste se detuvo, conteniendo á duras penas su impaciencia, hasta juzgar que, según sus cálculos, Consuelo estaría yá esperándole.
«Señor Conde de Fuente-Hermosa:
»Una persona que tiene la honra de usted en mayor aprecio que la Condesa, quiere darle una prueba de este aserto; advirtiéndole que, para convencerse de ello, le bastará ir esta tarde á la calle del Fomento, número..... piso tercero, á las cuatro.»
«Marquesa:
«Para salvar á Julio es preciso que esta tarde á las cuatro se encuentre usted en un coche de alquiler á la puerta de la casa número de la calle del Fomento. —Á esa hora saldrá de dicha casa. —Dé usted orden al cochero para que le siga sin que nuestro amigo pueda apercibirse de ello. —Esta será la última carta que reciba usted mia. —Emprendo un largo viaje, con la decision de no volver.
«Acuérdese usted alguna vez de
Cárlos.»
La Marquesa, al terminar la lectura de esta esquela, se estremeció violentamente.
La concision con que estaba escrita le hizo sospechar que la vida de Julio corria un gravísimo peligro, y Cárlos declaraba explícitamente que sólo ella podia conjurar la catástrofe.
Cuál fuera ésta lo ignoraba; y la reserva que respecto á ello guardaba Cárlos aumentó su temor de que tal vez un momento de vacilacion la hiciese inevitable.
Así de la resolucion á la accion no hubo intermedio, y sin detenerse un punto obedeció ciegamente las órdenes de Cárlos y á las cuatro llegaba á la calle del Fomento un coche de alquiler, que se detuvo á corta distancia de la casa yá indicada.
En el coche estaba María.
de un drama social.
Pocos momentos antes llegaba Consuelo al piso tercero de la misma casa, en el que penetró merced á la doble llave que poseian ella y Julio.
Este último no estaba esperando, pero en cambio en el gabinete se veian restos de la cena celebrada por Julio con una desgraciada mujer la noche anterior.
A poco de entrar, Consuelo sintió que sus párpados se cerraban apesar suyo, y que un extraño sopor debilitaba su sér, la dominaba y confundia su inteligencia.
No tuvo tiempo más que para dejarse caer en una butaca y quedar profundamente dormida.
Entónces se descorrió un portier, y apareció Cárlos Caballero.
Dirigióse al balcon y se asomó.
Un coche de alquiler estaba parado á pocos pasos de la puerta de la casa.
—¡Ha venido! —se dijo; y, cerrando las puertas de crisales, entró de nuevo, colocándose delante de la hermosa, que seguia entregada á su extraño sueño.
Y, dibujándose en sus labios una terrible sonrisa, se inclinó, desprendiendo, con habilidad suma, el manto que cubría los hermosos cabellos de la Condesa.
En seguida hizo saltar los botones de la túnica que aprisionaba el seno de ésta, y desciñó la ondulante falda, dando a la beldad todo el aspecto de una divina bacante.
Consuelo parecia no sentir nada, y su cuerpo inerme tomaba la actitud en que Cárlos lo colocaba.
Ni áun se despertó al llamamiento del joven, que produjo la entrada de un nuevo personaje.
Era el antiguo ayuda de cámara de Cárlos.
—Yá lo sabes. Si oyes que abren la puerta, permaneces oculto. Si llaman, entónces sales á abrir, y te vas sin contestar una sola palabra, sea quien quiera la persona que éntre.
El criado se inclinó, y retiró, no sin lanzar ántes una rápida mirada al desorden del trage de la Condesa, mirada á que siguió una sonrisa, digna en un todo de Gil Blas de Santillana.
En seguida Cárlos, acercándose al espejo, procuró imitar en su persona aquel desorden que tanto resaltaba en su víctima.
Despues sacó un precioso puñal. —El puño era de oro, primorosamente cincelado. —La hoja, de bien templado acero, pero de tan cortas dimensiones, que más bien se creyera todo él un caprichoso é inofensivo juguete, que un arma terrible de asesinato.
Lo contempló un momento con las facciones espantosamente demudadas, y lo dejó como caido al azar sobre la alfombra, en sitio donde los postreros rayos del sol de aquel dia, que penetraban por el balcon, lo reflejaban con mil chispas brillantes, haciendo completamente imposible el que pasára desapercibido.
En aquel momento una llave rechinó en la cerradura.
Cárlos se arrodilló precipitadamente á los piés de la Condesa, y reclinó su cabeza en el seno de la hermosa. —No tuvo tiempo más que para lanzar una última y triste mirada á aquel rayo de sol, que parecia llegar al gabinete para darle una consoladora despedida, y al puñal, que adquiría un siniestro reflejo y le cegaba.
Al sentir los pasos del que se acercaba, cerrólos ojos y pareció también dormido.
Con un brazo rodeaba el talle de Consuelo.
Dijérase que Cárlos, para demostrar que era un buen director de escena, preparaba á Julio la sorpresa de uno de esos espectáculos que, realzados por fantásticas luces de bengala, anuncian los carteles de los teatros de verano con el nombre de cuadros vivos.
Julio entró en el gabinete.
—¡Ah! —exclamó con expresion de indefinible sorpresa y de infernal espanto, al ver á su amigo en brazos de la Condesa, ó, mejor dicho, abrazado á la Condesa.
Y quedó inmóvil, con la inmovilidad que precede al vértigo.
Tanto concentró su vista en aquellas dos figuras, que á su alrededor todo se oscureció.
El grupo de Cárlos y Consuelo parecióle que surgia de un foco luminoso, dejando la habitacion en tinieblas, y sobre este fondo negro se destacaban las dos figuras con espantosa claridad.
ha dicho Bécquer, y, en efecto, el espíritu de Julio se envolvió en espesísima sombra, se hundió en ella y perdió sus reflejos luminosos.
Era como un brillante desengarzado, que se desprende para caer y sepultarse poco á poco en las turbias aguas de laguna oscura.
Tras esta primera impresion, le dominaron las indecisiones que nacen en el hombre al encontrarse frente á frente de lo inesperado.
Entónces quiso sondear su espíritu. —Pero el brillante estaba yá hundido entre el cenagoso fondo de su desesperacion.
Adelantó un paso. —Un paso tan incierto, que, al mover la planta, cayó de hinojos, y áun hubo de apoyar las manos en el suelo para no rodar como un epiléptico á los piés de los culpables.
Pero una de sus manos se hirió profundamente, porque tropezó con el filo del puñal que estaba sobre la alfombra.
La sangre de su herida empañó el acero, y la vista de aquel arma, que no el dolor, le arrancó un grito salvaje.
Aquel grito empañó su conciencia.
Y se irguió, blandiendo sobre las cabezas de Cárlos y Consuelo el arma homicida.
Quedó con el puñal levantado sobre sus víctimas indefensas, y con el terrible deseo de herir á los dos de un mismo golpe.
Mientras tanto, á lo largo de la inmóvil hoja del arma se deslizó una gota de sangre, que, temblando en la punta, se desprendió, cayendo al fin sobre la nevada frente de Consuelo.
Julio se extremeció al ver aquella mancha sangrienta.
—¡Perdón, madre mia! —exclamó mirando á un punto en el azul espacio; —¡perdón! ¡Iba á ser asesino!
Pero no arrojó el puñal con instintivo horror. —Una inspiracion extraña se apoderó de su cerebro. —Por la profunda herida que el arma hizo en su mano continuaba brotando la sangre.
Arrancóse de la corbata un precioso alfiler de brillantes, y con él trazó sobre el acero estas tres palabras, escritas con aquellos rojos caracteres y con febril energía:
Venganza de Julio.Y dejando el puñal con el sangriento lema entre los cuerpos confundidos de Cárlos y la Condesa, salió de puntillas, temeroso de que su fuga los despertára.
En cuanto desapareció, Cárlos entreabrió los párpados, y de sus ojos se deslizó un silencioso raudal de lágrimas. —¡Ah! ¡gracias, Dios mió, por no haber querido que muriera odiándole! Ahora necesito vivir, porque yá es mi hermano. ¡Oh! la vida, ¡qué hermoso es vivir! —exclamó con arrebatado acento, —y deber la vida al que se la entregué como á un enemigo. ¡Oh! Julio, me has perdonado el horrible pensamiento de haber querido que compráras tu felicidad con un crimen. Yo viviré bendiciéndote.
De improviso sonó un fuerte campanillazo.
Aquel sonido llegó á interrumpir los anhelos de vivir de Cárlos Caballero, con las vibraciones de burla que diz poseia Mefistófeles al lanzar una carcajada.
Cárlos inclinó la cabeza con abatimiento.
—¡El Conde! —dijo con el mismo acento de terror que emplea la víctima al decir ¡el verdugo!
Oyóse abrir la puerta, y tras esto entró el Conde de Fuente-Hermosa.
La Condesa continuaba presa de su extraño sueño.
Ante ella aquellos dos hombres se miraron fríos é impasibles.
El marido no delató en su semblante la alteracion que debiera producirle la escena que miraban sus ojos.
Cárlos le volvió á mirar sorprendido.
—Lea usted, —dijo el Conde, entregándole un papel.
Cárlos reconoció el anónimo escrito por él mismo pocas horas ántes.
El Conde, al ponerlo en sus manos, inclinóse con exquisita galantería. —Ibamos á escribir con perfecto estoicismo.
Su interlocutor se maravillaba ante aquella serenidad inconcebible, que le impedia representar su papel de Love lace, papel eterno que prescribe el novelista á todo amante que recibe la inoportuna visita del esposo ultrajado.
—¡Esto es una infamia! —exclamó fingiendo una turbacion, que ignoraba hasta qué punto pudiera amoldarse á las circunstancias.
—Nó, es una verdad, —replicó el Conde sentándose é invitando al joven para que le imitára.
Éste así lo hizo, con ademan algo desconcertado.
Cárlos no temia por sí, pues estaba dispuesto, mejor dicho, resuelto ¿hacer el sacrificio de su vida.
Pero Cárlos temia que éste fuera estéril, no produciendo el condigno castigo á la Condesa.
Porque si el marido se apercibia de que su mujer era víctima de un letargo profundo, nada más fácil para ésta que demostrar su inocencia é inventar una historia (no exenta de verdad en cuanto á la forma) declarando que si se encontraba allí no era por su voluntad, sino conducida á viva fuerza, ó con engaño, ó aprovechando el estado de sopor que la dominaba.
Así es, que Cárlos, al sentarse, merced á un imperceptible movimiento de su mano, que estaba armada con el puñal, hirió débilmente el brazo de Consuelo.
Esta lanzó un grito agudo, y se despertó.
Vió primero á su marido y despues á Cárlos.
Bajó los ojos y vió el desorden de su trage.
Quedóse pálida é inmóvil.
—¡Ah! ¿qué es esto? —exclamó con turbada voz, procurando cruzar las manos sobre la desnudez de su seno.
—Esto es, señora, nuestra separacion.
La Condesa miró á su marido, pero no tuvo palabras ni accion para replicar.
—Sí, —continuó aquél, —nuestra separacion sin escándalo, y á la que daremos la menor publicidad posible. Nos separamos delante de una sola persona, —é indicó ¿Cárlos con un ademan, —persona que será testigo y juez en la causa que va á entablarse.
—Pero esto es una infamia, —balbuceó al cabo Consuelo, mirando á Cárlos.
—Sí, es una infamia que tiene su precio, —replicó el Conde con extraña entonacion; —pero de ese asunto tratarémos dentro de poco.
—Conde, —interrumpió el joven levantándose, —estoy pronto á pagar esa infamia....
—Siéntese usted, amigo mió, —reanudó su imperturbable interlocutor; —he dicho que respecto al precio discutirémos muy pronto; ahora lo más urgente para mí es demostrar las razones que me asisten para separarme de la que hasta hoy ha sido la Condesa de Fuente-Hermosa.
Cárlos Caballero le escuchaba atónito. —Parecíale todo aquello tan inverosímil, dadas las circunstancias, que no adivinaba el desenlace de la violenta escena en que el Conde llevaba la ventaja por la increible serenidad que fingia ó experimentaba.
Sentóse de nuevo y esperó.
—Ante todo, —continuó el Conde desabrochando su levita y sacando de un bolsillo interior de dicha prenda un paquete de cartas, —hé aquí los comprobantes. Señora, —exclamó con ironía, —las cartas de amor deben quemarse, siempre que el amor que inspira esas cartas es una pasion culpable. Todos los criminales procuran borrar los menores indicios que pudieran descubrir su crimen algún dia.
Y en seguida, dirigiéndose á Cárlos, añadió:
—Como quiera que yo no doy fé á la carta anónima, cuando recibí esta mañana la que usted yá ha leido, mi primer impulso fué el de despreciarla. Pero los términos en que estaba concebida me impusieron el deber de averiguar hasta qué punto pudieran ser ciertas las advertencias que en ella se me hacian. Dudaba del buen éxito de mis pesquisas, y, sin embargo, esperé. No creia que Consuelo, dado caso de ser culpable, tuviese la escasa cautela, suficiente para suministrarme ella misma los medios de asegurar mi conviccion. Contaba sin la vanidad femenina. Afortunadamente ésta ha venido en mi auxilio. Por mi orden un criado me advirtió de su salida, y, miéntras ella venía á esta casa, yo penetraba en sus habitaciones y hé aquí los diversos billetes que conservaba en un lindo cajoncito secreto; y no sin gran trabajo, poniendo en práctica toda mi habilidad, los he encontrado haciendo saltar la cerradura y destrozando un precioso mueble de escritorio. No se moleste usted, amigo mió, en la lectura de esos documentos, —terminó el Conde con el énfasis del abogado que perora en la sala de un tribunal, —su contenido es extremadamente curioso, es una historia de amor que termina con un suicidio. Abunda en detalles edificantes, que no me corresponde relatar porque atacan directamente á mi honra hundida, no sólo en cieno, sino en sangre por esa mujer.
Y el Conde pronunció estas dos últimas palabras con tal insulto, que Consuelo lanzó un rugido y prorumpió en impotente llanto.
—Ha dicho usted hace poco, —continuó el ultrajado marido, —que estaba dispuesto á pagar el precio de la infamia de Consuelo.
—Lo repito, Conde, —añadió Cárlos.
—No me negará usted el perfecto derecho que me asiste á fijarlas condiciones....
—¡Oh! desde luego.... —interrumpió el joven, creyendo que el marido trataba de llevar la cuestion al terreno acostumbrado en tales casos.
—Deme usted su palabra de honor, su palabra de caballero de que no se opondrá usted á estas condiciones, sean cuales fueren.
—¡Conde! —exclamó Cárlos con voz tonante y ofendido por tal desconfianza, —yá sabe usted que puede contar con ello.
—Queda usted, pues, comprometido, —agregó el Conde, —y yá no le es posible retroceder.
—Hable usted, —rugió Cárlos, que se contenia á duras penas.
—Pues bien, yo no me bato por esa mujer, porque mi desprecio no es odio.
La Condesa y Cárlos le miraron con extrañeza.
Aquélla presentia una nueva y más terrible humillacion.
Cárlos no queria conjeturar, porque adivinaba algo repugnante.
El Conde se levantó, y con acento imperioso dijo á su adversario:
—Como hombre de honor debe usted obedecerme. ¡Pague usted á esa mujer!
El joven quedó anonadado, miéntras la adúltera, lanzando un agudo grito, se cubria el rostro con ámbas manos.
—¡Conde! —balbuceó Cárlos.
—¡Pague usted á esa mujer! —replicó éste con mayor imperio.
El joven, ante el sagrado de la palabra empeñada, no tuvo otro recurso que obedecer.
Sacó de uno de los bolsillos de su trage un precioso portamonedas y de éste una moneda de oro; pero el implacable marido le detuvo con un gesto satánico:
—¡Es mucho! —dijo con frialdad terrible; y, cogiendo la moneda, sacó cinco duros en plata, que era su cambio, de los cuales se quedó con uno, y, entregando los restantes al joven, exclamó con el mismo tono despreciativo: —el precio de esa infamia es este.
Y un duro cayó sobre la adúltera y ésta rodó al suelo presa de una convulsion espantosa.
Dijérase que aquella moneda, aumentando extraordinaria é inverosímilmente su peso con la velocidad de la caída, se desplomaba sobre Consuelo y la abrumaba. —Tal cayó, con la irresistible y siniestra rapidez de la bala.
Cuando Cárlos se recobró de su estupefaccion el Conde habia desaparecido.
Cuando Consuelo volvió en sí, se arrojó llorosa y con el cabello en desorden en brazos de Cárlos.
Estaba decidido que aquella tarde Cárlos tuviera por enemigo, que desbarataba todos sus planes, á ese diablo moderno que se llama lo imprevisto.
Parecíale tan inverosímil la conducta de la Condesa, que un extraño remordimiento le hizo apartarla de sí y hablar en estos términos.
—Consuelo, el verdugo no siente compasion, y yo soy el verdugo. Usted no es víctima de mi rencor. Es usted la víctima que me ha señalado un deber. Era usted culpable y yo he sido el ejecutor de una altísima justicia.
Y contó rápidamente los medios empleados para conseguir los resultados que yá conocen nuestros lectores. —Flageló á aquella mujer relatando toda su escandalosa historia, pronunciando uno por uno los nombres de sus amantes; recordándola con indignado acento á los que vivian muriendo y á los que se suicidaron; llamó al suicidio de amor asesinato; la llamó homicida. —Dijo que al verla humillada no sentia el placer de la venganza, sino el que se experimenta con la reparacion de una ofensa. —Extrañó que el amor propio herido tuviera lágrimas para unas pupilas cuya brillante hermosura tenía fulgores de sangre en la mirada, como los ojos de la pantera en el desierto.
—Hoy pierde usted, por mi estratagema, la estimacion del mundo, el nombre de su marido y el amor de Julio.
—¡Cómo!
—Sí, Julio ha estado aquí antes que el Conde, y sabe usted lo que ha visto. Una mujer dormida en brazos de un hombre. La mujer era usted y el hombre era yo, su mejor amigo. Su desprecio ha sido su mejor venganza. Su venganza hela aquí.
Y Cárlos mostró á la Condesa el puñal en cuya hoja se leia el sangriento letrero.
Pero de nuevo se vió defraudado en sus esperanzas. —Consuelo no se indignó contra él. —El despecho de aquella mujer no tenía abatimiento ni lágrimas, cólera ni odio.
Parecia, por el contrario, que si en un principio se turbó todo su sér al verse lanzada rudamente á la sima del oprobio, la misma profundidad inconmensurable de aquel abismo fué tranquilizando su espíritu á medida que se hundia y alejaba de la altura, como la leve arista que, al desprenderse de nuestra mano, gira rápidamente en la atmósfera, y á poco, obedeciendo á todas las leyes de la gravedad, describe lentamente círculos cada vez más regulares en su caida y se posa al fin blandamente sobre la tierra con toda la serenidad que le prestó el espacio.
En cambio, Cárlos Caballero experimentaba una curiosa sucesion de sentimientos, que le llevaron de una mañera gradual hasta el punto de perder por completo la imperturbable presencia de ánimo que le conocemos, convirtiéndose en esclavo de una irritacion que le consumió hasta la demencia.
Cárlos no era un suicida, apesar de que le hemos visto exponer su existencia por dos veces á los rencores del adorador y del marido de Consuelo.
Cárlos amaba á la Marquesa viuda del Rio.
Cárlos odiaba á Julio.
El amor de aquel hombre era el cáos. —Pero no el cáos del principio. —Era el cáos del fin. —No la confusion de los elementos que empiezan á combinarse, sino la descomposicion de los que se separan. —Su alma, corno el Espíritu Eterno, flotaba sobre las aguas.
Era el amor á lo imposible.
La pasion que alcanza tales proporciones no llega nunca á la generosidad.
La desgracia es una mala semilla.
El desgraciado puede ser un héroe, pero el heroísmo, tiene mucho de temeridad.
Y la temeridad que nace del valor puede ser en ocasiones hija de la cobardía excesiva. —Entiéndase bien, hija bastarda.
El que se ve combatido por la suerte se encuentra siempre delante de un adversario tan formidable que á cada golpe le desarma y no le deja más egida que el egoísmo.
¡Terrible defensa!
El egoísta llega hasta la crueldad con la misma facilidad con que el leon domesticado vuelve al desierto.
Basta para ello una ocasion, y con frecuencia la primera es la más oportuna.
Así Cárlos Caballero, apesar de sus relevantes cualidades, no pudo eludir la esclavitud que le impusieron estas leyes fatales de la pobre naturaleza humana.
Creíase libre de tal influjo, y sin darse cuenta de ello, todos sus actos tendieron á demostrar lo contrario.
Conociendo que ella amaba á Julio se propuso desbaratar los planes de Consuelo; pero no deseaba la union de Julio y María. —No quería que ella (entiéndase siempre María) le debiera la felicidad.
Mejor dicho, no quería que Julio gozára de una dicha sin límites y sin sombras.
Quería morir ántes que ver aquel inevitable desenlace.
Pero no quería matarse.
Rechazaba la idea del suicidio, y, sin embargo, era suicida.
¿Por qué? —¡Quién puede penetrar tan hondo misterio!
¿Acaso Cárlos no se daba cuenta él mismo de la fuerza secreta que le impulsaba á poner en manos de su rival el arma deshonrosa del asesino?
Lo cierto es que, como yá hemos visto, corrieron de sus ojos dos lágrimas al ver la venganza de Julio Suarez.
Aquel llanto era de arrepentimiento.
Cárlos lloraba su crimen de haber incitado tan poderosamente á que un hombre cometiera un homicidio.
Las lágrimas redimen más almas pecadoras que las preces de todas las religiones.
Cuando Julio Suarez salió, se escuchó á poco el ruido de un carruaje que se alejaba.
¡Ah! yá no habia esperanza. —Ella y él (léase Julio) caminaban hácia horizontes más venturosos y le abandonaban á su desesperacion.
La extraña manera que tuvo el Conde de vengar la afrenta inferida en su honor por el adulterio de su esposa, le irritó sobremanera.
Cárlos llamaba á la muerte por segunda vez y la muerte no se le mostraba propicia.
A solas yá con la Condesa, sintió hacia aquella mujer el mismo despecho que se experimenta cuando el instrumento que elegimos para servirnos de él en un difícil trabajo se quiebra en nuestras manos, reduciéndolas á la inaccion.
Hé aquí porqué la apostrofaba tan duramente.
La serenidad con que la víctima acogió sus insultos le exasperó más todavía.
Aquella serenidad era al mismo tiempo inexplicable.
De aquí que todo su despecho se acreciera hasta el furor.
En el limpio cristal de su nobleza pasada veia su presente miserable.
Su conducta se le apareció de una manera extraña. —Vióse espectador de una singular escena. —Creyó, por un momento, que presenciaba una contienda entre un noble y un villano. —Este último, despues de los más groseros insultos, desarmaba á su adversario, y con aquella espada de los caballeros le apaleaba enmedio de la plaza pública.
La plaza pública era su conciencia, los contendientes el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo.
Este último era el maleante.
La primera era el hidalgo vencido, que huia enmedio de los gritos frenéticos de una torpe multitud que le silbaba.
El cobarde desapareció bien pronto.
Entónces Cárlos, no yá el personaje que conocemos, sino otro sér que con su mismo semblante ejecutaba actos distintos, se entregó á la más brutal embriaguez para celebrar su triunfo.
—¡Va victis! —esclamó lanzando una repugnante carcajada, —soy un infame y debo seguir esclavo de mi infamia. ¡Ah! tu marido tiene ideas excelentes. Pone precio á tu belleza maldita y hace que tus amantes la compren, no á costa de su sangre, sino á costa de su bolsillo. Tanto mejor. Serás mia porque te he pagado. Así nos vengarémos todos cada cual á su manera. Tu hermosura embellecerá nuestra venganza.
Y con los ojos inyectados en sangre avanzó un paso hácia la Condesa.
Ésta palideció siniestramente, pero levantándose le esperó.
—¡Ah! ¿qué es eso? —continuó Cárlos al observar el efecto que producian sus palabras. —¿Tratas de resistirme?
—Nó, no resisto. Soy tuya, —replicó Consuelo, y, adelantando á su vez, le echó los brazos al cuello repitiendo: —sí, soy tuya. Bésame.
—Tanto mejor, —dijo Cárlos, —y acercó su rostro al de Consuelo con la desesperada voluptuosidad del chacal de las junqueras.
Pero ántes de que sus labios se unieran sintió un frío mortal, que penetraba sus carnes, y cayó sobre la alfombra.
La mano de la Condesa, armada con el puñal, del que se habia apoderado sin que él lo notára, le hirió con vengativa fruicion, hundiéndole el acero por la espalda.
El abrazo era mortal.
—¡Por fin! —balbuceó Cárlos al caer.
—¡Sí, por fin! —rugió ella irguiéndose ante su víctima, —¡por fin me he vengado! Pero escucha. No quiero que mueras así. ¡Me he vengado de Julio!
—¡De Julio! —replicó el herido, que empezaba á percibir las palabras con extraña confusion, llegando hasta él como un lejano murmullo de la vida.
—Sí, de Julio. ¡Oh, cuánto le odiaba! Pero tú mismo has realizado mi venganza. Julio me ha visto en brazos de otro hombre. Julio me amaba. Yo queria su muerte. Pero ántes queria su desesperacion.
—¿Y por qué?
—¿Por qué? —replicó Consuelo. —Porque me despreció. Porque huyó de mí.
Y la Condesa contó cómo el amigo de Cárlos hirió profundamente su amor propio rechazándola y alejándose de ella bruscamente la noche en que por primera vez se unieron sus labios en un beso que iba á sellar un nuevo adulterio.
—Cuando me dejó sola lo comprendí todo. Vi en el álbum el retrato de Pura. Julio lo habia visto y se apartaba de mí, no loco de pasion como se habian separado otros hombres, sino loco de dolor. Lleno de odio y de repugnancia por mi impureza. Desde entónces juré vengarme. Juré que volveria á mis plantas. Juré enamorarle y devolverle afrenta por afrenta. ¡Oh! estoy segura de que al salir de aquí esta tarde llevaba el suicidio en el alma.
Cárlos no podia contestar. —El velo de la muerte oscurecía yá sus miradas.
Su rostro empezaba á adquirir una lividez imponente.
Entónces se vió una extraordinaria alteracion en el semblante de la Condesa.
—¡Oh! —gritó con suprema angustia, —¡vas á morir, Cárlos!
—¡Sí, por fin! —balbuceó el moribundo con una sonrisa inefable enmedio de su agonía.
—Escucha, —continuó ella, inclinándose sobre el cuerpo de su víctima, —escucha. Este es otro secreto que quiero que lleves á la tumba. Yo no he amado nunca, nunca, —repitió con dolorosa expresion, —nunca, hasta esta tarde. Yo te amo. ¿Lo oyes? Te amo.
Y le besó frenética en la boca.
—¡Yo muero! —exhaló él, á quien ahogaba aquella caricia.
—¡Mueres porque te amo! Mi amor es la muerte, —replicó Consuelo, mirándole con arrobamiento. —¡Oh! ¡qué hermoso estás así! —y, ciñéndole entre sus brazos, le besó con más ardor.
Pero al estrechar contra su seno aquel cuerpo ensangrentado, su mano tropezó de nuevo con el puñal.
Lanzó un grito de júbilo y lo arrancó de la herida.
—¡Gracias! —dijo Cárlos ántes de que su alma volára al cielo.
—¡Espera! —exclamó ella, y, rápida como el pensamiento, se hirió á su vez.
Lanzó otro grito, inmenso como su dolor; pero, ántes de morir, pudo arrastrarse hasta el cadáver y le cerró los ojos.
Cárlos no era yá desgraciado.
Consuelo no era yá infame.
Niéguese ahora que la muerte no es el principio de otra vida.
—Mi amor es la muerte. ¡Mueres porque te amo! habia dicho Consuelo á Cárlos antes de que su víctima exhalára el último aliento.
—¡Julio! ¡Julio! Mi amor es la vida. ¡Vive, porque te amo! decia en aquel mismo instante la Marquesa viuda del Rio precipitándose en el cuarto de Julio y separando de la sien de nuestro protagonista el arma con que éste iba á convertirse en suicida.
—¡María! —exclamó el joven, y corrió á llorar en brazos de su ángel salvador.
Ésta cayó desmayada, sucumbiendo á la terrible emocion que acababa de experimentar.
Purificacion á la Marquesa.
«Hé aquí las causas de mi muerte:
Una noche estábamos las tres en el gabinete donde cosíamos durante el dia. —Esta habitacion, situada en el piso bajo de nuestra linda quinta de recreo, daba acceso al jardin por una preciosa ventana, cuyo marco era una enredadera de campanillas azules. —Mi madre te contaba no sé qué historia de amores, que tú escuchabas estremecida. —Yo empezaba á dormirme, contemplando vuestros rostros inclinados, al través de mis párpados á medio cerrar con la pesadez del sueño de la infancia. —El murmullo de vuestra conversacion llegaba hasta mí confuso y parecido al monótono canto de la cunera con que me dormía en tu regazo. —Algunas palabras de vuestro diálogo me parecieron tan extrañas, que despejaron mi somnolencia. —Y con esa terrible perspicacia de todas las niñas, continué fingiendo un sueño que yá na tenía, y, con los ojos cerrados, no perdí una sola de las frases que se cruzaron entre vosotras. —Mi madre sacó de su seno una carta y te dijo, mostrándola: —Lee, hermana mia, lee y sabrás á qué extreme de infamia llega el hombre arrastrado por una pasion, cuando el alma y el corazon que la sienten no tienen honradez ni nobleza suficiente para dominarla. Mi única falta, —continuó mi madre, —ha sido hacerme ante todo esclava de mis deberes. Es verdad que le amé; él ha sido mi único amor; pero casada por nuestros padres con un hombre á quien respeto como á ellos, renuncié á mí misma, al tomar su nombre, y juré no faltar nunca al juramento de fidelidad que he pronunciado al pié de los altares. La víctima que se resigna al sacrificio no debe separar su garganta al sentir el filo de la cuchilla. Además, mi marido es el padre de mi hija. Soy madre. Esa carta de mi antiguo amante lía desatado la venda que hasta hoy cubrió mis ojos. Porque le he visto, no tal cual mi ilusion de niña se complacia en figurárselo, sino tal y como es en realidad. ¡Oh! María, —terminó mi madre, llorando, —el hombre que por la posesion de una mujer no vacila en perderla para siempre, no puede amar; no me ama, porque no amó nunca; ese hombre es un monstruo de deseos.
Tú leíste la carta, y ámbas os mirasteis aterradas.
—¿Qué hacer, María, qué hacer? Yá lo ves. Dice que esta noche vendrá, saltando las tapias del jardin. Aquí ¿comprendes? ¡á mi cuarto! Yá no debe tardar. ¡Ah! yo no tiemblo por mí. Antes que la vergüenza la muerte. No conseguirá una sola palabra suplicante. Pero el tiempo vuela. ¡Ah! las diez (en efecto, el reloj empezó á dar dicha hora), María: —gimió mi madre, desesperada. —Soy inocente, y sin embargo —
En aquel momento los cristales de la ventana saltaron hechos pedazos, y un hombre penetró en la habitacion.
Las tres lanzamos un grito al mismo tiempo.
Él, por su parte, quedóse suspenso al ver que mi madre no estaba sola.
Para explicar el fácil acceso que hasta allí se habia procurado, baste decir que la ventana no tenía más cierre que el de cristales, cosa muy común en las modernas quintas de recreo.
—Señora, —dijo el osado, dirigiéndose á mi madre, —ya ve usted que voy al fin sín reparar en los medios. Mejor hubiera sido dejar la ventana abierta, como lo advertí. Pero, por fortuna, no ha sido mucho el ruido.
—Salga usted de aquí, caballero, —dijiste tú, que encontraste en ocasion tan crítica toda tu presencia de ánimo.
Mi madre no tenía voz ni aliento.
En cuanto al invasor, empezó á desconcertarse viendo cómo se frustraba su plan con tus resueltos ademanes.
Y más imperiosamente repetiste la orden.
—¡Oh! no saldré. Sé que es indigno de mí cuanto estoy haciendo, pero no importa. Quiero vengarme y me vengaré; he sufrido mucho y por mucho tiempo. No es mia la culpa.
Y adelantó un paso en la habitacion.
Pero de pronto palideció intensamente, miéntras que mi madre se arrojaba desfallecida en tus brazos, diciendo:
—¡Oh! María, es él, mi marido, estoy perdida. Sálvame.
Hé aquí lo que pasaba:
El ofendido amante, abusando de la soledad del campo en que vivíamos, y sabedor de que mí padre estaba en la poblacion, donde le llevaron vários asuntos que tal vez le hicieran prolongar su permanencia en ella por algunos dias, ideó y realizó aquella sorpresa, contando con esta ausencia y presumiendo que le sería fácil atemorizar á dos mu jeres indefensas en aquel retiro, pues sólo teníamos por única servidumbre una doncella y el jardinero, viejo yá é inútil para resistirle.
El criado habia salido con mi padre, acompañándole á la poblacion.
Pero Dios, sin duda, hizo que los viajeros terminaran sus asuntos y se pusieran en camino de regreso aquel mismo di a.
El terror de mi madre y el del cobarde ladron de su honra nacia de que la verja del jardín se abrió en aquel punto, y amo y criado, echando pié á tierra, se acercaban hácia aquella misma ventana, gritando alegremente:
—¡Eh!¿qué es esto?¿Todavía no se ha acostado nadie en esta casa?
El burlador estaba burlado.
Todo su cinismo se retiró ante el miedo que le inspiraba aquel acento.
Era un miserable, que al fin se descubria.
—¡Mi marido! —repitió mi madre; —María, estoy deshonrada; sálvame.
—Nó, todavía es tiempo, corro á ocultarme; —replicó aquel vil hombre dirigiéndose á una puerta que daba paso á otras habitaciones.
—Quieto, —dijiste tú deteniéndole con violencia, —es usted un cobarde. Si no quiere usted morir obedézcame. Y tú, —añadiste abrazando á tu hermana, —tranquilízate. Yo te salvaré.
En esto mi padre llegó á la ventana y quedó espantosamente sorprendido ante la singular escena que presenciaban sus ojos.
Con una agilidad prodigiosa saltó por donde ántes lo hiciera el enemigo de su honra y de su reposo, y, lanzándose sobre él, le derribó al suelo á impulsos de la ira, con fuerza tal, que yo no pude reprimir un grito.
El vencido se levantó rugiendo de coraje ante aquel insulto.
Entónces tú, poniéndote entre ambos, y de rodillas delante de mi padre, exclamaste:
—¡Perdónale! ¡Detente!
—¡Suelta! —gritó más colérico el ultrajado esposo.
—¡Oh! nó, ese hombre…
—¡Acaba!...
—Ese hombre es mi amante.
Al mes siguiente de esta terrible escena te sacrificabas por la honra de mi madre, casándote con el Marqués del Rio, pues tal era el título que llevaba y escarnecía el antiguo adorador de mi madre, el osado y cobarde que tan en peligro puso la tranquilidad y el sosiego de una familia honrada. —¡Cuánto habrás sufrido viéndote unida á semejante sér!
Mi padre murió al año de aquellos sucesos, bendiciendo á su castísima esposa, que no tardó en seguirle, herida de muerte como estaba por el desencanto que sufrió con el proceder del que un dia revistiera con todas las galas que las vírgenes prestan á su amor primero. —Tú me recogiste y amparaste.
Yo quedé huérfana, y juré pagar por mi madre la deuda de gratitud que contrajo ella contigo.
Amas á Julio; Julio, que es tu primer amor como lo es el mió; lo adiviné, y me resigno y muero. —Perdóneme Dios este suicidio, porque mi muerte es necesaria para tu felicidad; también es necesaria para la suya. —Julio te amará. —Debo morir. —Sed felices y no hagais estéril mi sacrificio, porque ni tú ni él sois causa de mi muerte. —Para uniros no tendréis que saltar por encima de mi cadáver; basta con que os pongáis al amparo de mi alma, que desde el cielo os colmará de bendiciones. —No lloréis sobre mi tumba; id á ella para repetir vuestros juramentos de amor, con las manos entrelazadas, á la sombra del sauce que la cobije. —Tal es mi última voluntad. —Adiós; reza, y procura, cumpliéndola, el eterno descanso de tu sobrina
Pura.»La carta anterior contenia la última voluntad de Pura, y fué el justificante de María.
Julio la leyó con tal llanto y tales sollozos, que ni la misma Marquesa pudo conocer si eran de ternura, de arrepentimiento ó de alegría.
Nosotros sabemos que, si Julio lloraba, sus lágrimas brotaron á impulsos de estos tres sentimientos confundidos.
El corazon de Julio era el país de las ruinas, y los fantasmas de las mujeres amadas vagaban por el á todas horas.
La imágen real de su nueva salvadora, la imagen de María, llegó á tiempo de sentarse á la entrada principal del castillo que se arruinaba en la llanura.
La historia pasada de Julio era un país extraño en que viajaba á veces sin entender á nadie.
Despues de sus horribles deseos materiales, el joven recordaba con cierto horror á Consuelo; su amor, que se habia salvado del peligro, concentróse en María arrepentido y purificado.
La mujer es perfecta en todo, tanto en el mal como en el bien.
Consuelo era el amor libertino; María el amor.
Consuelo no podia amar, no amó nunca á Julio, porque, lasciva y voluptuosa, admiraba á esos hombres que pisotean el pudor de las mujeres y andan sobre él como sobre una alfombra de armiño.
El amor moderno no tiene compasion de los trages blancos.
Muchas mujeres sucumben. —Les llega su hora, ‘La hora del diablo’, como dice Enrique Heine. —Preguntad á Satanás, y él os dirá cómo se pierde el cielo.
Por lo demás, los libertinos aman á las Cándidas y los voluptuosos á las expertas.
Todas las selvas son vírgenes en el país del amor.
Julio, recorriendo la escala de sus recuerdos de amores pasados, era como el viajero de los cuentos árabes, que no se despierta más que de noche y sólo sabe de la lejana claridad de las estrellas. —Consuelo pasó por su vida sin ser más que un astro perdido á millones de leguas de su corazon. —María empezaba á ser su pasion meridional, alegre como un domingo, y si alguna voluptuosidad le inspiraban las admirables formas de su nuevo amor era una voluptuosidad castamente vestida de dia de fiesta.
La virtud de María tiene para el joven algo que serena el espíritu como los horizontes la mañana.
¡Ah! ¡La mujer!
Todas las mujeres son musas, musas de las pasiones y de los crímenes, de los heroísmos y de las miserias.
La mujer es el alfa y omega; la primera y la última palabra; el infierno y el paraíso; el mal y el bien; la caida y la redencion.
El hombre anda. —La mujer le guia.
La mujer es como el ángel rebelde, que se acuerda del cielo y que trabaja para el infierno: la mujer es una obra empezada por Dios y acabada por Satanás.
—¿Quién es ella? —decia el magistrado á cada proceso que se presentaba.
—¿Quién es ella? repiten con la sutileza de Quevedo todos los que quieren esplicar razonablemente la historia de los pueblos y la novela de las almas.
«En el Olimpo, el Dios del pensamiento es un hombre, pero Apolo no puede hacer nada sin las nueve musas» —que dice Arsenio Houssaye.
Elegidos ó réprobos, condenados ó redimidos, nuestro destino empieza en el Paraíso ó en Nazaret.
Todos descendemos de Eva ó de María.
Muchos están todavía en Belen.
‘¡Ab Jove principium!’ dice el clásico; pero si quiere que confesemos á Júpiter es preciso que en los antros de Creta nos detenga primero ante el grupo risueño de las nodrizas del dios pagano.
El mismo cielo carecería de calor y de luz sin esta presencia real de la mujer.
La lira de Apolo no empieza á vibrar hasta que azota sus cuerdas el aire que agita Dafne huyendo hácia los bosques. —Sin Isis, Osiris no sería más que la mitad de un dios y Sita hizo héroe al oscuro Rama. —Cuando el alma del viejo Fausto se escapa de las garras tenaces de Mefisto, flota incierta de esfera en esfera; en vano ofrecen todas ellas un refugio á la errante peregrina; pero encuentra á la que fué en el mundo Margarita, y se salva y entra en posesion de su destino feliz, entra en posesion del eterno femenino.
Volvamos á la tierra, porque la mujer no están sólo la reina de las alturas sagradas. —María la Egipciaca y Santa Teresa tienen hermanas.
Ved, desde aquí, el escuadron volante de las cortesanas del mundo, diosas de carne y hueso, que van al aquelarre de las pasiones.
Desde Eva, que no amaba bastante á su compañero Adán, y desde Zuleika, que amaba demasiado á José, los individuos y los imperios viven sujetos al capricho de las mujeres.
El Oriente y el Occidente se sublevan por Elena; Hércules se rinde ante Onfalia; Cleopatra subyuga á Antonio; Euridice arrastra á Orfeo hasta los Campos Elíseos; Viviana encarcela á Merlin; el cadáver de Fastrada encadena á Cárlo Magno sobre su tumba, y Beatriz eleva á Dante hasta los azules senderos del Paraiso.
No fué Hiram, fué Balkis la que edificó el templo de Jerusalen: la viuda adúltera de Niño fué la que levantó los pórticos de Babilonia: la cortesana Rodopa amontona las pirámides; y Tais, otra cortesana, quema el palacio de Persépolis.
¿Es Dios ó Satanás el que colabora con la Florentina en el 24 de Agosto de 1572?
Pero María, nuestra heroína, no figura al lado de estos grandes nombres.
María es el amor cristiano.
La antigüedad conoció á Cupido. —Los antiguos erigieron templos á Vénus (Vénus púdica y Vénus impúdica), á las cazadoras y á las bacantes; pero los antiguos no penetraron en el divino santuario del amor.
Nosotros no conocemos yá á las nueve Musas, pero sabemos de memoria todas las sublimes estrofas de esa musa moderna que se llama Pasion. —Aunque hemos erigido menos templos á la idea, hemos levantado piadosamente el altar del sentimiento.
En SafFo y Dido el amor tiene todas las violencias, todas las cóleras, los furores todos, pero no se enternece nunca hasta derramar lágrimas. —Se pierden, pero no lloran. —El fuego que las altera, que las devora, que las consume, es la voluptuosidad de la loba. —No es la sed del infinito la que las atrae; no es la compasion universal la que conmueve su corazon ante la desdicha humana; se ven, se encuentran bajo el yugo de los deseos que acaloran la sangre.
La mujer que nos ha entregado el cristianismo no quiere, á trueque de la corona de Dido, ni de la gloria de Saffo, atravesar ese infierno del amor pagano. —La mujer nueva, aunque sufre las mordeduras del monstruo de la lujuria, se desata y escapa con planta victoriosa del foso de los leones, por su aspiracion hácia el infinito. —Sabe que su verdadera patria está más allá de la selva tenebrosa que le oculta el cielo.
En la antigüedad, la mujer hacía entrar su cariño en el concierto universal del amor: en la vida moderna, la mujer hace que Dios éntre con su cariño en el corazon y en la inteligencia del hombre.
Hé aquí por qué hay ménos Mesalinas y abundan mucho las Teresas y La Vallieres.
La descriptiva es tan difícil, que á veces empleada de buena gana el cómodo recurso de los antiguos pintores, los cuales, cuando no sabian dibujar un objeto ó les parecia de imposible reproduccion, escribian en su lugar Currus venustus ó pulcher homo, según era un hombre ó un carruaje.
Pero es casi inútil, además de su natural dificultad, la descripcion de la dicha de dos enamorados.
¿Cómo se ha de pintar la felicidad sino deja más que recuerdos? —ha dicho Teófilo Gautier en uno de sus libros.
La felicidad de Julio y la Marquesa era inmensa, como todo lo que es único y primero.
Julio, cuya historia hemos descrito, habia tenido EL PRIMER AMOR y EL PRIMER DESEO, alcanzando por fin su primera pasion y sintiéndose como anegado en el cariño de María.
El verdadero amor es contagioso como una epidemia.
María es bella, lo sabe y descansa tranquila en la conciencia que tiene de sus omnipotentes encantos, como un guerrero que nunca se vió vencido.
María, aunque tiene mayor edad que su amante, es una mujer joven en toda la acepcion de la palabra.
Faltábanla aún veinte años para mentir acerca de la época de su nacimiento.
Yá lo he dicho en una de las páginas anteriores; el amor es como el poeta, que encuentra siempre versos nuevos con la misma poesía, además de que Julio Suarez, en realidad, no habia amado hasta entónces más que con el amor de niño á Pura, y con el deseo del adolescente á Consuelo.
Se me dirá que tiene algo de inverosímil ese cambio rápido de sentimientos de que adolece este protagonista, y ese olvido en que deja sus antiguas pasiones; pero téngase en cuenta que el amor no envejece nunca, muere en la infancia é infantiles fueron los amores de Julio, muriendo sin llegar siquiera á la virilidad.
Consuelo, cuyo recuerdo se iba borrando gradualmente de su imaginacion, no podia haber dejado en su existencia huellas profundas, porque la hermosa adúltera sólo dejaba con su amor pesares y amargas decepciones.
Pertenecia á esa especie humana de mujeres que, como el arcángel vengador, sonrien, pero matan; matan las almas, los corazones, los cuerpos: dijérase la degollacion de los Inocentes.
¿Sabéis quién fué Pura? Esa virgen de la leyenda que se acuesta castamente en la tumba cuando ve terminados sus sueños de amor.
Julio Suarez se habia detenido por fin en el camino de la vida, ante la virtuosa figura de María, con una especie de sentimiento religioso, como el viajero se detiene ante las montañas inaccesibles cubiertas de nieve y resplandores.
El lector echará de menos aquí los detalles que tal vez buscaba acerca de las diversas fases que siguió el cariño de la Marquesa y Julio.
Para no alarmar á los moralistas diré, como última palabra, que María y Julio se amaron tanto que no tuvieron tiempo al principio para pensar en su casamiento, y que al fin, cuando se amaron ménos, se casaron.
Sus noches fueron el secreto de los dioses, y sus dias el secreto de Polichinela.
En vários capítulos de esta obra he asegurado al lector que Los Amores son lo que por ahí se llama un sucedido.
Por si álguien duda de la veracidad de tales asertos, creyéndolos usanza de novelista, ahora que yá se conoce la historia de Julio Suarez procuraré trasladar aquí algunas pruebas concluyentes respecto á la existencia de su personalidad en otro mundo distinto del que le creó mi pobre fantasía.
He dicho que Julio era poeta, y para que no se me acuse de faltar él la moralidad de la referencia, como acusó un dia con suma gracia el señor Cánovas del Castillo á un diputado embustero, hé aquí algunas de las composiciones poéticas debidas á la pluma de Julio Suarez, de cuyo mérito no respondo, aunque sí del sentimiento con que están escritas:
Durante la parte del libro que lleva por título El Primer Amor escribió las siguientes poesías, dedicadas á Pura, que publico por el orden en que se ven coleccionadas hoy dia, de su puño y letra, en un legajo de papeles que guarda en su escritorio el marido de la Marquesa del Rio:
I.Las siguientes composiciones debieron ser escritas despues de la muerte de Pura, en el período de lucha y desesperacion que medió ántes de que nuestro poeta conociera á la Condesa de Fuente-Hermosa:
I.Las siguientes poesías están inspiradas por el Primer Deseo, ó sea escritas durante el período de vida de Julio Suarez que forma esta parte del libro.
I.Aquí terminan las poesías de Julio Suarez, que al encontrar su verdadera pasion en la Marquesa viuda del Rio, pagó tal merced casándose con ella y no buscando consonantes á tal union.
Hé aquí lo que se llama ser ingrato dos veces.