Doña Blanca de Navarra
Crónica del siglo XV
FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA
Íbase precipitando el otoño de 1461 en los áridos brazos del invierno, cuando a la puerta de una choza del arrabal de Mendavia, pequeña villa de Navarra, donde tuvieron principio los extraordinarios acontecimientos que vamos a referir, se apareció una gentil y apuesta villana, que fue a sentarse en un banco de tosca piedra que al lado yacía, bajo el frondoso toldo de pámpanos y dorados racimos que coronaba el pajizo techo de la cabaña. Púsose luego a retorcer con su pequeña y delicada mano el pardo lino, sujeto a la recién labrada rueca; pero sus dedos, cuya blancura hacia resaltar el moreno copo, se mostraban algo torpes en tan grosero ejercicio.
Aparentaba la hilandera unos treinta años de edad; y por su altivo continente, y por la peregrina perfección y dignidad de sus facciones, hubiérasela tenido por una de aquellas matronas romanas, que desde los más elevados puestos de la república dominadora del mundo, pasaban sin pena a la oscuridad de la vida doméstica.
Contaba en aquella época la muy noble villa de Mendavia unos ochenta y dos vecinos cristianos, y algunos judíos, y pertenecía al muy magnífico señor don Luís de Beaumont, conde de Lerín, por la sencilla razón de que al rey don Juan II, que a favor de las revueltas y disturbios se burlaba ya de las cortes y de los fueros, se le había antojado quitársela a don Iñigo de Stúñiga su legítimo dueño. No hacia mucho tiempo que la villa tenía doble número de habitantes; pues, amén de los nobles, pasarían de mil los labradores; pero la guerras intestinas en que estaba ardiendo el reino de Navarra, asolaron de tal manera a Mendavia, que los vecinos pecheros quedaron reducidos a diez, y estos muy pobres.
Mencionamos este hecho para que el discreto lector, después de saber que en igual proporción se amenguaba la población de todo el reino; pueda hacerse cargo de lo mal parada que estaría entonces aquella monarquía.
Uno de los diez labradores pobres que habían sobrevivido a los desastres de una guerra civil, al parecer interminable, era Fortuño Garcés, que en compañía de Aldonza, su legítima consorte, ejercía aquella honrosa y venerable profesión, considerada entonces como una de las más viles y despreciables de la tierra. ¡Tal era el vuelco que habían recibido las ideas, cuando en tiempos no muy lejanos se vieron reyes que al empuñar el cetro, tenían que soltar la esteva de sus manos!
Pero ni su pobreza, ni su degradación social eran obstáculos poderosos a impedir que Fortuño y Aldonza tuviesen virtudes; y lo que es más, virtudes como la hospitalidad que suelen costar dinero.
Pocos días antes asomó tímidamente la cabeza por las bardas del corral la gentil labradora de quien vamos hablando, desconocida de toda la vecindad; y como este acontecimiento hubiese despertado la curiosidad ociosa, los honrados huéspedes decían a cuántos iban a informarse de lo que no debía importarles, que la recién venida era una cuñada de la tía de la suegra de un hermano suyo, avecindado en Dueñas, y que habiendo muerto el hermano de la suegra, de la tía de su cuñada, venía la infeliz a refugiarse al único abrigo que la esperaba... al seno de sus más próximos parientes! Quedaban ellos, al parecer, enteramente convencidos, lo cual no depone muy en favor de su caletre; bien que algunas crónicas afirman que, magüer no les satisfaciesen mucho que digamos tan incontestables razones, cuando menos guardaban silencio; lo cual demuestra que debía sobrarles circunspección y prudencia.
La misma soberana hermosura y melancólica dignidad del semblante de la castellana, bastaban también para imponerles respeto; y su mucha gravedad y retraimiento la ponían al abrigo de las murmuraciones.
Era la tarde, había llovido, y la forastera se hallaba enteramente sola en casa; y queriendo acaso respirar el aire del campo, o temiendo que la tristeza se apoderase de su corazón dentro de aquel angosto, oscuro y miserable recinto; salió con la rueca en la cintura a continuar su tarea fuera de la puerta de la cabaña; desde la cual, se descubría una dilatada pradera, que el Ebro regalaba con sus bulliciosas ondas, y que frondosas colinas coronaban subiendo en escalones gigantescos hasta convertirse en azuladas montañas. Bañaba la gallarda labradora las pardas hebras del lino más bien con lágrimas de sus ojos que con la humedad de sus labios, volviendo el rostro a cada instante; recelosa y estremecida al más leve rumor que en torno resonase, como corcilla temerosa que más de una vez ha burlado la activa persecución de los cazadores.
Pero como viese que nadie la miraba, como creyese vanos sus recelos, dejó caer el huso de las manos, sacó la rueca de la cintura, arrojándola con cierto majestuoso desdén, y tendió sus miradas por la dilatada llanura, elevándolas de vez en cuando al firmamento.
Brillaron entonces sus rasgados ojos con un rayo de melancólica alegría, y se dilataron ávidamente sus negras pupilas, como si quisiesen abarcar el inmenso panorama, y el encantador conjunto de aquella fecunda naturaleza.
El tosco, pero cándido lino de las tocas que le cubrían el seno, retemblaba como las blancas hojas del chopo, como la instable superficie de la cuajada leche, revelando la agitación de su pecho cada vez más extremada; hasta que no pudiendo contenerse, prorrumpió con lastimera voz en estas sentidas palabras:
—¡Qué hermoso es el campo, Dios mió, para quien puede verlo exento de cuidados, y disfrutar con tranquilidad y holgura de sus encantos! ¡Oh! si alguna cosa es capaz de hacerme olvidar los amargos días de mi pasada vida, es sin duda este suave perfume que exhalan las flores escondidas al abrir sus cálices sedientos cuando con plácida lluvia las regala el cielo! Bello es este ambiente que dilata mi pecho, esta luz que ilumina mi corazón; esta soledad que nada me hace temer. ¡Sola! ¡Dios mió, siempre sola, y a merced de extraños; contrariada en todos mis gustos, aun los más inocentes y sencillos; repudiada por mi marido; perseguida de muerte por mi padre, y privada hasta de los consuelos de un hermano, del único ser a quien amo y a quien sin duda por eso tan cobarde y vilmente han engañado para tenerle sumido en un calabozo! No hay en el mundo un palmo de tierra donde pueda ocultarme de mis perseguidores, y sin embargo... añadió estremeciéndose súbitamente al ocurrirla este pensamiento, y sin embargo... quizá todo cuánto veo, todo es mió!
Sin duda la posesión de lo que miraba no podía verificarse sin alguna terrible y nueva desgracia; pues que al tropezar su alma con aquella idea, había sentido una conmoción moral semejante a la conmoción física que se experimenta al contacto de un cuerpo electrizado.
—¡Carlos! prosiguió la labradora con los ojos arrasados de lágrimas ¡Carlos, hermano mió! ¿Se contentarán nuestros enemigos con retenerte a ti en prisiones, y con perseguirme a mí para privarme de la libertad? ¿Qué presiente mi corazón con esta melancolía que le devora? ¡Carlos! ¿Escucharás tal vez los sentidos acentos de tu hermana, sonriéndote de las amarguras del mundo, desde el lugar que Dios ha destinado a los justos para su descanso eterno? ¿Me habrás dejado en herencia con todos tus derechos, toda tu desventura?
Más dijera la gentil villana, más hubiese aclarado el enigma de sus primeras palabras, si creyendo escuchar algún rumor extraño no se levantara de repente.
—¡Gran Dios! exclamó con inquietud: siento pasos dentro de casa: será tal vez la pobre anciana que cuida de mí con tanto cariño. Mis enemigos ignoran que yo me oculto en este sitio: el miedo, el sobresalto en que vivo hace tantos años es quien exalta mi imaginación, y finge estos rumores.
La mano del sublime pintor de la naturaleza trazaba entonces al oriente un arco iris, y la villana quedose dulcemente embebecida contemplando aquel suave y magnífico meteoro, siempre consolador, y ahora más que nunca presago para ella de ventura.
Continuaban sin embargo los rumores. Dos caballeros completamente armados de pies a cabeza, habían penetrado en la casa por la puerta trasera que daba a los corrales, donde a la sazón Aldonza se encontraba.
Quiso la vieja dar voces; pero al verse con una daga en la garganta, tuvo que guardar silencio.
La disfrazada labradora hubiera sentido el roce de las armaduras, si en aquel mismo instante no le llamara la atención un gallardo mancebo, que por la parte del campo venía hacia ella, contemplándola con inefable dulzura.
Era este el hijo de Samuel, uno de los vecinos judíos de la villa, que al poco tiempo de la aparición de la castellana, se había convertido al cristianismo, bautizándose con el nombre de Jimeno; porque Jimena, se hacia llamar la desconocida.
Estos dos hechos referidos sencillamente, nos ahorran de algunos párrafos de ponderaciones hiperbólicas acerca del profundo amor que atesoraba el corazón del antiguo israelita. Sólo tenemos que advertir que su pasión, tal vez por ser tan grande, estaba contenida dentro de los límites del respeto. Acaso la villana descubrió la profunda impresión que su hermosura causaba; tal vez no la enojaba el descubrimiento, pero se guardaba muy bien de alentar una pasión imposible... desatinada, loca.
¡Pobre Jimeno, si hubiera llegado a sospechar el abismo que entre los dos se abría! Afortunadamente lo ignoraba, y la ignorancia es el bálsamo consolador, de la mitad del género humano.
Mientras fuera de la casa departían ambos amigablemente, uno de los caballeros observaba en el interior, por entre los calados hierros de la visera, el rostro de Jimena, y aun aplicando el oído, maldecía en sus adentros tal artífice, que había cargado la celada con tanto hierro, que le impedía entender ni una sola de las incompletas frases de la conversación de los villanos.
Todas las apariencias indicaban que el compañero del curioso observador, no tenía el mayor empeño en hacer descubrimiento alguno; pues limitándose a vigilar a la amedrentada dueña, daba de cuando en cuando evidentes señales de impaciencia, y aun de fastidio.
—Ella es, Sancho, dijo el primero en voz baja, y con acento conmovido.
—Imposible, mosen Pierres, contestó el aburrido con el mismo tono.
—¿Empiezas ya con tu sempiterna manía de contradecir?
—Empiezo y concluyo sosteniendo contra cualquiera bien-nacido, que esa no es la persona a quien buscamos.
—Pues qué; ¿la conoces, tú, Sancho por ventura?
—No la conozco, ni he menester conocerla.
—Pero; ¿sabes a quien venimos buscando?
—¡Voto al diablo! ¿Cómo queréis que lo sepa, cuando sólo me habéis dicho: «Sancho amigo, tal vez tengamos que andar a cuchilladas con los Beamonteses, porque vamos a robarles la más hermosa dama de las orillas del Ebro; sé que te pintas sólo para estos lances?...» Monto a caballo, vengo, y... ya no veo que eso tenga trazas de dama, si no de una miserable labradora, indigna de los honores de un rapto.
—¡Ah! si no tienes otras pruebas, Sancho, creo que te engañan las apariencias. Eso, como tú has dicho con tan enérgico desprecio, eso, que te parece una villana, es una señora.
—¡Imposible!
—Una gran señora.
—¿Me tenéis por un niño?
—Una princesa.
—¡Condestable!
—Y quizá, quizá es una reina.
—Proseguid, y acabaréis por hacerla diosa.
—Sancho hermano, si yo fuese partidario suyo, te diría: «esa es tu reina» y tendrías que hincarte, de rodillas delante de ella, y venerarla como a Dios, dijo mosen Pierres de Peralta, con todo el entusiasmo monárquico de aquella época en que se miraba a los reyes como divinos; y se les trataba peor que a humanos.
—¿Por quién tenéis, pues, a esa villana que no parece si no que os ha hechizado? preguntó el guerrero con la curiosidad y asombro suficientes, para venir a colocarse cerca del agujero desde donde miraba el condestable a los de afuera que platicaban sosegados.
—Si no me engañan mis ojos, que no la han visto hace muchos años, es la hija de nuestro señor rey don Juan II de Aragón y de Navarra.
—¿Doña Leonor de Fox?
—Doña Blanca de Navarra.
—¡Cómo! ¡La princesa de Viana!
—Sí, la hermana y heredera del infortunado y rebelde Carlos, príncipe de Viana, a quien el partido beamontés ha reconocido y aclamado por nuestro legitimo rey y natural señor.
—Os repito que no puede ser. La princesa doña Blanca debe estar ahora en no sé qué pueblo de Castilla... Y sobre todo, que sea, que no sea, poco se pierde en robarla, trasladándola por algunos días a vuestro castillo de Peralta, donde tendrá un hospedaje más digno o de su excelso linaje o de su hermosura.
—Es que si esta no fuese doña Blanca, de quien debo apoderarme en nombre del rey su padre, maldita la gracia que tendría exponernos por una villana a entrar en combate con toda la guarnición del castillo de Mendavia, reforzada ahora por la llegada del conde de Lerín.
—Pronto saldremos de dudas, dijo Sancho; y dando tres pasos en la choza y amarrando a la dueña por la garganta, con una sola mano, añadió brutalmente: ¡Ea! bruja maldita, dinos la verdad, o con dos dedos te ahogo lo mismo que a un pichón: ¿quién es la moza que tienes en casa?
—Señor, deuda mía es Aldonza, respondió temblando.
—Mientes, vieja de Satanás, le interrumpió Sancho, apretando un poco el dedo pulgar y el índice, que parecían una tenaza de hierro. Y no me chilles, continuó; que si aprieto un poco más, no vuelves a murmurar en lo poco que te falta de vida.
—¡Por Dios!... suélteme su merced... Señor caballero... Es cierto que no es parienta mía... pero, no la conozco... Créame vuesa merced: aquí la trajo un caballero... como vos... calada la visera; entregó un bolsón a mi marido Fortuño... habló con él... y se marchó sin descubrirse...
—¿Qué señas tenía? preguntó mosen Pierres.
—No le vi la cara... a fe de Aldonza... como no se la veo a sus mercedes.
—¿Era pequeño, no muy gordo... de voz áspera seca...?
—Sí, señor... si...
—¡El conde de Lerín! dijo Peralta. Sin embargo, todavía temo equivocarme. Es muy expuesto habérnoslas con toda la guarnición de la villa.
—¿Y por qué no si estamos armados?
—¿Pero no reparas que nos hemos metido en un pueblo rebelde que pertenece en cuerpo y alma a ese viejo conde de Lerín, cabeza del bando del príncipe y de la princesa de Viana contra el rey nuestro señor? ¿No reparas con esa tu terquedad, que Dios maldiga, que el pueblo más cercano de nuestro bando dista tres leguas mortales de camino más llano que esa pradera, y nos podrían dar alcance los mesnaderos del conde?
—¿Sabéis qué significa todo eso en buen romance?
—Significa, respondió mosen Pierres de Peralta, que desde el día en que se desposó doña Blanca en Valladolid con don Enrique de Castilla: no he vuelto a verla, y temo que su fisonomía se me haya despintado.
—¡Gentil modo de disculparse! repuso el obstinado Sancho: todo eso es miedo, y nada más.
—¡Voto a san Fermín, nuestro patrón bendito, exclamó mosen Pierres, como ira mal reprimida, que cuando acierte a salir de este pantano he de castigar tamaña insolencia!
—Pues de este pantano salimos muy fácilmente. ¿Tenéis duda de si es la princesa la apuesta villana que charla con ese mancebo que parece un novicio del monasterio de Leyre? Pronto voy a saberlo.
—¿De qué modo?
—Lo veréis. —Vamos, honrada bruja, añadió el áspero caballero, ¿cómo se llama esa rapaza?
—Jimena, señor.
—Pues bien; doy treguas un instante a tu garganta de pergamino, para que en alta voz llames a tu huésped.
—¡Jimena! gritó la anciana con trémulo y ronco acento, al que quiso dar cierta modulación particular, como si en esta palabra comprendiese un aviso, una reprensión, y una despedida.
La villana hizo un leve ademán como de alzar los hombros: volvió luego hacia la cabaña su rostro, dulce entonces y sereno, y tornó a decir adiós al ufano mancebo.
—¡Doña Blanca, doña Blanca! exclamó de pronto el atrevido guerrero con un acento que atronó el ámbito reducido de la choza.
Pero antes que hubiese pronunciado por segunda vez este nombre, ya la princesa, lanzando un grito agudo había echado a correr desatentada hacia la ermita de nuestra señora de Legarda, que se alza en medio de la pradera, y cerca de la cual pacía una torada.
Jimeno la seguía de cerca; procurando en vano detenerla con sus voces.
—¿Lo ves, pecador de mí? dijo el condestable: ¿ves como con tu maldita obstinación has ahuyentado la caza?
—Nada de eso, respondió Sancho con mucha calma; cuando la paloma se escapa de las redes; se coge una ballesta, y con la punta de un venablo se la sorprende en medio de su remontado vuelo.
—¿Qué vas a hacer, desdichado?
—A disparar contra ella. Al fin, ¿para qué la quiere el rey, sino para darla un jicarazo, como ha hecho con su hermano el príncipe de Viana?
—Es hija de tu rey, detente: es preciso apoderarnos de ella sin causarla el más leve daño. Tú no sabes... Es condición precisa para cierto enlace. ¿Pero lo ves? ya es tarde... Un novillo se desmanda de la torada... le sale al encuentro, la persigue... la acosa... la princesa ha caído de rodillas... el toro la acomete... ¡infeliz! ¡Infeliz! ¡Ya no hay remedio!
Un grito de terror salió de aquella choza, escapado únicamente de los labios de dos personajes que en ella se albergaban.
El soberbio animal bramando de coraje, y más irritado con la furia y los vivos colores del brial de la princesa; bajaba ya la testuz para clavar sus agudas astas, cuando el robusto mancebo que la seguía se interpuso repentinamente delante del toro, sosteniendo con él una lucha rabiosa y desesperada, que no hubiera podido continuar por mucho tiempo, sí, rápido como el relámpago y con agudo silbo no hubiese venido un venablo a enclavarse diestramente en el corazón del bruto, que doblando las rodillas bajo los hercúleos brazos de Jimeno, cayó revolcándose en su propia sangre.
Aquel venablo, como supondrán nuestros lectores, había salido de la ballesta de Sancho, que al oír exclamar a mosen Pierres de Peralta, que ya no había remedio para doña Blanca, sólo por probarle lo contrario, arrojó la flecha con indeferencia que lo hubiera hecho teniendo por blanco el pecho de la princesa.
Cayó esta desmayada con el susto y la agitación, y ambos caballeros pudieron fácilmente transportarla a la cabaña, desde la cual poniéndola en el razón delantero de uno de sus mejores caballos, a todo escape se encaminaron Ebro abajo.
Cuenta el coronista de esta peregrina historia que el recién convertido israelita se quedó como quien ve visiones: y aun añaden algunos manuscritos de un fraile de Irache, muerto en olor de santidad; que realmente le parecían fantasmas, o trasgos, o sombras de mal agüero los desalmados que tan inicuamente se apoderaron de doña Blanca. Y en efecto, aquella presteza en el obrar, aquella parsimonia en el decir, y aquella facilidad en hurtar princesas; más que cosas naturales y corrientes, debieron ser, aun para el buen fraile que sólo las supo de oídas, artes diabólicas y de encantamento: cuánto más para Jimeno, ante cuyos atónitos ojos pasaron como ensueños.
Magullado por el toro, exhausto de fuerzas, solo,y sin más armas que sus rozadas y desnudas manos; ninguna resistencia pudo oponer a los asesinos de su dicha. Empero a su propia debilidad é impotencia debió sin duda la vida, la cual, aunque en aquellos momentos no era para él un don muy apreciable, no debía sin embargo serle tan enojoso andando el tiempo.
Este tiempo anduvo muy pronto.
—Es preciso salvarla: es preciso vivir para derramar por ella hasta mi última gota de sangre.
Tal fue la resolución del gallardo joven al salir de su estupor: y en su fisonomía dulce y tímida anteriormente, aparecieron rasgos de valor, de audacia y energía, que dieron nueva expresión y nueva hermosura a su semblante.
Es admirable la facilidad que tiene el hombre para formar propósitos, y mucho más siendo malos; como es igualmente maravillosa la dificultad de cumplirlos, y sobre todo, cuando son buenos. Esta reflexión, que, por cierto, no es del monje de Irache, nos ha caído en mientes al transcribir las palabras del hijo de Samuel; el cual después de haberlas pronunciado, se mostró tan animoso como si nada le faltase para rescatar a la princesa y vengarla de sus enemigos.
Entre la cabeza y el corazón de un joven no media esa distancia aterradora de la reflexión, que los años van ahondando y convirtiendo en un abismo.
¿Adonde se han llevado a Jimena? ¿Quiénes son sus perseguidores? ¿Por qué la han arrebatado de casa de sus parientes? ¿Quién es ella? ¿Quién soy yo para liberarla? ¿Con qué medios cuento para el buen éxito de mi empresa?
He aquí las reflexiones que tuvo por conveniente omitir el mancebo.
A ninguna de ellas podía responder: he aquí el abismo abierto a sus plantas.
Mas para todas aquellas preguntas, tenía una respuesta vaga, instintiva y satisfactoria.
—Quiero saberlo todo: quiero salvarla, a costa de mi vida.
Jimeno, pues, tenía más de la mitad del camino andado para conseguirlo.
Y tal era la fuerza de su voluntad, que olvidándose de su magullamiento, de su cansancio y de su postración, con animosa faz y firme paso se dirigió a la cabaña.
—¡Aldonza! ¡Aldonza!... aun antes de llegar exclamó el mancebo con una voz tan llena y robusta, que para la vieja fue desconocida.
—¡Aldonza! tornó a llamar en el umbral de la choza.
—Pase... su merced... adelante, respondió en tres tiempos la buena mujer, que salió sollozando, y con la punta de su delantal en los ojos.
—¡A mí su merced! Pues qué, ¿no me conoces?
—¡Simón!... digo Jimeno; ¿No te han muerto?
—¡Ea! No es tiempo de andarse en lloriqueos, Aldonza: la interrumpió el mancebo con una superioridad y una firmeza, de que nadie le hubiese creído capaz. ¿Has conocido a esos hombres?
—No.
—¿Qué te han dicho?
—No sé lo que me han dicho: sé lo que me han hecho.
—¿Se han dejado olvidada alguna arma, alguna cosa?
—Me han puesto una argolla a la garganta.
—¡Oh! yo creo que te han trastornado el juicio, repuso el hijo de Samuel con impaciencia. Responde, prosiguió; responde por Dios. ¿Han dicho algo? ¿Qué nombre se han dado?
—¡Sancho! Sancho se llama mi verdugo, dijo Aldonza, cuyo más vivo recuerdo debía corresponder a su sensación más dolorosa.
—¡Sancho! Bien está. ¿Qué traza tiene ese hombre?
—Es un diablo vestido de hierro, y con unas fuerzas... ¡un terco que siempre está disputando!... yo nada comprendí; pero bastaba que el uno dijese haches, para que el otro dijese erres.
—¿Conque nada más sabes si no que uno de ellos se llama Sancho, que este Sancho es terco, forzudo y que disputa mucho?
—Nada más.
—¿Tiene tu sobrina o parienta, algún amante, algún enemigo que se llame Sancho? preguntó Jimeno con los ojos inflamados por la venganza.
—¡Desdichada de mí! ¡Quién me ha metido a recibir parientes que Dios no me ha dado!
—Pues, ¿quién es ella?
—¿Qué sé yo?
—¿Quién la trajo aquí? gritó Jimeno con energía salvaje.
La vieja le miraba con asombro, y apenas podía creer que tenía delante al humilde judío de antaño.
—¿Quién la trajo aquí? tornó a decir el joven con irresistible acento, haciendo una de esas preguntas que traen respuesta aparejada.
—Nuestro señor, el conde de Lerín, contestó Aldonza como si dejase caer un peso de su alma.
Apenas oyó Jimeno estas palabras, cuando sin pronunciar una sola, sin dirigir a la vieja una mirada, volvió súbitamente las espaldas: y con el mismo paso acelerado y resuelto que había traído, con la misma audaz expresión en el semblante, se apartó de la choza y comenzó a subir el agria cuesta que conduce al casco amurallado de la villa.
¿Cuáles eran sus intentos? ¿Ver acaso al condestable conde de Lerín, caudillo del bando agramontés, señor de aquella comarca, y más poderoso tal vez dentro de Navarra que el mismo rey contra quien se había rebelado?
Semejante proyecto, que ni aun en sueños le hubiera ocurrido días antes, ahora le parecía natural, sencillo y hacedero.
Pasó, pues, bajo la prolongada bóveda de la puerta del medio día, y se dirigió a la izquierda por una calle recta aunque angosta, que iba a desembocar frente de la fachada principal del alcázar, cuya última torre delgada y altiva como el pino que arranca del borde de un precipicio, hemos visto derribada a impulsos de un pensamiento revolucionario que se traga en un día el alimento de cien siglos.
Los honrados vecinos de Mendavia que tropezaban con Jimeno, quedaban contemplándole con cierto gesto que quería decir:
¿Qué tendrá hoy el cristiano nuevo, que pasa sin rubor delante de nosotros?...
Y encogiéndose de hombros se alejaban, medio asombrados, medio ofendidos.
Esta misma arrogancia debió servirle para que los centinelas, pajes y escuderos, por un movimiento instintivo le abriesen de par en par las puertas del alcázar.
Un rubicundo pajecillo, que, por lo que después veremos, debía de ser nuevo en la villa, entró en un salón espacioso, oscuro y modestamente adornado de bancos y sillones de encina; y volviendo la cabeza a todas partes, después de haber llegado al medio del aposento, dio algunos pasos para salir, por no haber encontrado lo que buscaba; cuando una ligera y oportuna tosecilla le hizo detener, echar mano a la gorra que traía puesta y dirigirse con respeto adonde primeramente se había encaminado.
—¡Señor Condestable!... dijo el paje a un hombrecillo que envuelto en una túnica forrada de pieles blancas, y sumido en un enorme sillón de baqueta, estaba escribiendo delante de una mesa todavía más enorme, sobre la cual llegaban horizontales los débiles rayos del crepúsculo vespertino.
Levantó el de las pieles la cabeza, y brillaron en la penumbra dos ojos pequeños, vivos y penetrantes.
—¿Qué hay? respondió el condestable de Navarra, o conde de Lerín con una voz seca, pero bronca y cavernosa, que parecía salir de un gigante tendido en el suelo.
Pero antes de pasar adelante, para evitar confusiones debemos advertir al lector, que entre los muchos males que acarrean las guerras civiles, ocasionan también por vía de compensación grandes bienes; y uno de ellos es que la república tenga a pares los principales empleos. No suele hallarse por esto mejor servida; pero en cambio nadie le quita el gusto de pagar doble número de servidores.
Tan Condestable de Navarra se creía y se cobraba mosen Pierres de Peralta, vasallo del rey don Juan; como el conde de Lerín que le hacía la guerra. Si hubiesen vivido en estos tiempos, a uno de los dos le habríamos aplicado el consabido epíteto de el titulado, o la muletilla de el ex; pero como pasa mucho de trescientos años la delantera que nos han tomado para venir al mundo, no nos parece prudente hacer inútiles y tardías innovaciones.
Anudemos ahora el hilo de nuestra historia.
—Perdonad, señor, dijo el impertinente pajecillo, no os había visto.
—A mí no se me ve, repuso el conDe cómo picado; pero se me siente.
—Señor, añadió el paje esquivando discretamente la cuestión, aquí ha llegado un mancebo vestido de pardo... así como de villano; pero tiene la cara de príncipe, y manda con tal imperio que no he podido menos de hacerle entrar...
—Hasta al zaguán.
—Hasta aquí.
—¡Bá! dijo el conde sonriéndose; pues si tú no has podido menos de hacerle entrar hasta aquí, no es cosa de haceros salir a ti y al príncipe por el balcón. Dile que pase adelante... con franqueza, sin temor alguno.
El paje salió temblando, después de haber hecho al conde profundas reverencias.
Aquella sonrisa, y tono chancero tan raros en su señor, le volvieron más pálido que la cera.
Sin embargo, no tenía el buen paje por que asustarse: eran natural efecto de uno de los pocos momentos de satisfacción interior de que gozan hombres tan bulliciosos é inquietos como el conde de Lerín.
Era don Luís de Beaumont tan buen guerrero, como eminente político; tan valiente como sagaz; pero tan desalmado como sagaz y valiente. Es una fatalidad que la fama de gran capitán y de consumado repúblico puedan ir tan raras veces acompañadas de la fama de hombre de bien.
Para pintar de un rasgo a este personaje diríamos que había sido el César Borja de su época, si el César Borja no hubiese existido en la época del condestable; y por cierto que cinco lustros después vino a morir a manos de los partidarios del conde, en el término de esta misma villa de Mendavia de que vamos hablando. Pero ya que no puede aplicársele calificación semejante, diremos con más propiedad y exactitud que el conde de Lerín era el César Borja de Navarra.
Acababa entonces de dar la última mano a una carta que había comenzado con visible satisfacción política, y concluido con notable satisfacción literaria; y en este feliz momento en que la ambición y el amor propio le sonreían a porfía, vino a interrumpirle el paje con su extraña embajada.
Apenas dirigió al criado las últimas palabras, tornó el conde a saborear, no sabemos si sus conceptos, o sus planes, y pasó los ojos por el pergamino que decía así:
«A nuestro muy caro, y muy amado, y egregio conde de Pallars.
»La nueva de la muerte del Rey Nuestro Señor, Carlos el IV (Q. D. H. E. G.) ha afligido nuestro corazón; y mucho más sabiendo que la voluntad de Dios no era de llamarlo para sí tan pronto; a no haberse interpuesto la mano de su hermana y de su madrastra, que con yerbas ponzoñosas han malogrado los grandes pensamientos que Dios nuestro señor había fundado sobre el infeliz monarca. También tenemos que lamentar los inauditos robos, asesinatos y tropelías que comete en nuestras tierras el bandido Sancho de Rota, que nos va privando de nuestros más leales amigos y cumplidos caballeros. Pero en medio de tanta calamidad, podemos consolarnos con la seguridad del triunfo de nuestra santa causa en cuyo nombre nos hemos apoderado de las buenas villas de La Guardia, San Vicente, Los Arcos, Lumbier y Viana, de cuyo castillo salió el altivo mosen Pierres de Peralta vestido de luto por una puerta, mientras entrábamos por otra cubiertos de gloria.
»Asimismo debemos al Señor la ventura de tener en poder nuestro a la muy ilustre princesa doña Blanca; a quien, como heredera de los derechos y títulos del rey Carlos, su hermano; debemos proclamar por reina nuestra y señora natural.
»Con este objeto tratamos de llamar a todos los ricos homes, prelados, títulos y buenas villas de Navarra, para reunirnos en Cortes y alzar sobre el pavés a la muy ilustre y magnífica princesa de Viana; por lo cual es preciso que vos tornéis desde esas tierras del principado de Cataluña a levantar el grito, para ver si alcanzáis más fortuna que hace cuatro meses; o de no, para ver si distraéis las fuerzas del rey don Juan, mientras las Cortes hacen su oficio en el reino.
»La desgraciada princesa doña Blanca, que a semejanza de su hermano Carlos, y por su mismo delito de heredar la corona, es perseguida desde su cuna, nada sabe de nuestros justos intentos; diré más, nada sabe de la muerte de su hermano. Ocultarle lo primero me ha parecido conveniente, por si su timidez y escrúpulos filiales pudiesen oponernos algún obstáculo; lo segundo, para mayor seguridad de lo primero, y... para no afligir aun más su lacerado corazón.
»Después de haberla sacado de prisiones, no ha querido encerrarse en uno de mis castillos, y prefiere vivir disfrazada de villana, con una familia pechera que la desconoce y con una libertad que nunca había disfrutado.
»Está segura, pues, y a buen recaudo, y con el favor de Dios y con el vuestro, presto dejará el tosco sayal de labradora para vestir la púrpura de los reyes.
»Avisad de todo a vuestro amigo y hermano, que queda rogando a Dios por vuestra salud. Dado en mi alcázar de Mendavia a quince días del mes de octubre de 1464...
»EL CONDESTABLE.»
Mucho antes que el autor hubiese terminado el repaso de su obra, Jimeno estaba en el aposento.
Sintió el conde el ruido de sus pisadas; pero sin embargo no levantó los ojos del pergamino hasta enrollarlo con prolijo esmero.
Esta distracción afectada, o calculada descortesía, sirvió de mucho a entreambos personajes: al entrante para reponerse de cierta turbación que le infundió la oscuridad de la sala, el respeto de la persona que tenía delante de sí, y un súbito rayo de luz que le hizo conocer lo arriesgado de su empresa, al Condestable para lanzar al recién llegado una furtiva mirada, de los pies a la cabeza.
—Adelante, dijo al mancebo que permanecía inmóvil cerca del umbral.
¿Cómo diablos has perdido de repente esa franqueza que te ha traído hasta las puertas de mi cámara?
—Señor, respondió Jimeno con sinceridad, he podido ser audaz hasta que os he visto.
Semejante respuesta hubiera desarmado al conde, aun en sus ratos de mal humor, que solían ser los más de su vida; considérese pues, cuán buen efecto producirían en los momentos presentes.
—Vamos, tienes talento y audacia; dos cosas que pueden muy bien estar separadas, repuso el conde acordándose de que en si propio estaban reunidas en grado tan eminente. Acércate, añadió suavizando la voz. ¿Quién eres?
—Soy el hijo del judío Samuel, vasallo de vuestra grandeza.
—¿Qué pides?
—Venganza... No, no señor; justicia.
—Vamos, esos honrados mendavieses, como son tan buenos cristianos, te habrán hecho alguna mala pasada, ¡pobre judío!
—Señor conde, Jesucristo es mi Dios.
—Tienes razón: te veo con el traje de cristiano, y te creía...
—Señor, dos soldados acaban de arrebatar a una mujer...
—¿Villana, eh?
—Sí señor, villana parecía.
—¡Qué travesura!... ¡Vamos! ¡Si esa gente no puede permanecer ociosa un sólo día! Está visto: tras de un asalto, una batalla; y luego una escaramuza; y luego... Te prometo que no han de tener tiempo mis soldados de entretenerse con semejantes bromas. ¿Y era hermana tuya?
—¡Oh! ¡Más que hermana!
—¿Tu esposa?
—Señor, respondió Jimeno con súbita energía, creyendo desplomar sobre el conde una montaña, como los dioses sobre los gigantes, para vengarse del desprecio con que había recibido la nueva del atentado. ¡Señor, esa mujer es Jimena, la que moraba en casa de Fortuño y Aldonza!
Quedó el mancebo con los ojos enclavados en el condestable, esperando ver la terrible explosión que en su concepto debía seguir a sus palabras.
El conde permaneció silencioso un momento: encogiose luego de hombros, arqueó las cejas, frunció los labios, y con el gesto más indiferente y el acento más tranquilo del mundo, contestó:
—No la conozco.
El hijo de Samuel, visiblemente desconcertado, dio un paso atrás.
La noticia que acababa de recibir don Luís de Beaumont, era la más funesta que a la sazón pudieran darle: echaba por tierra todos sus planes; le confundía, le anonadaba: y sin embargo ninguna impresión visible le había producido. Quizá en el fondo de su alma experimentó la más violenta sacudida; pero aquel hombre tenía sobre sí mismo el imperio suficiente para sostener la inmóvil serenidad de su semblante.
Así la superficie de los mares permanece alguna vez tersa y tranquila como un espejo, mientras el fondo se agita y hierve al impulso de corrientes encontradas.
César Borja, y ninguno más que César, hubiera podido hacer otro tanto; pero ni César ni nadie podía haber hecho más.
—Cuando entrasteis aquí, continuó el conde en el mismo tono, estaba concluyendo una carta: aguardad, que no quiero dilatar su envío.
Y sin esperar respuesta del atónito mancebo, se levantó el condestable con el rollo de pergamino en la mano, y por una puertecilla secreta salió con paso mesurado del aposento.
Al cruzar delante de Jimeno parecía realmente un enano; pero a los ojos del mancebo tomó las proporciones de un coloso.
—Vaya, pensó el amante de la princesa: tal vez se habrá contenido, temeroso de ser escuchado por indiscretos escuderos: pero en volviendo...
¡Dios mío! ¡Cuál será su furia!
Un minuto después tornó el condestable de Navarra arrastrando el ropón de pieles, y con su anterior serenidad y mesura.
—¿Cuánto tiempo hace que habéis abrazado la religión verdadera? le preguntó al joven, aproximándose a la ventana.
—Dos meses.
—¿Y quién os ha convertido?
—Jimena.
—¿Alguna monja?
—No, señor... ¡Jimena... esa Jimena!... se atrevió a decir el mancebo, cuyo asombro rayaba ya en estupefacción.
—¿Quién?
—La del rapto.
—¡Ah! se me había olvidado.
El conde volvió ligeramente la cabeza, y tendió sus miradas por los inmensos páramos que conducen a Viana.
—Se conoce que mi recuerdo le ha causado admiración, pensó Jimeno.
Está meditando en alguna resolución importante.
—Mucha uva se coge este año, dijo el conde, bostezando ligeramente.
—¡Señor!... ¿Y a mí me decís eso?
—Pues qué ¿no sois labrador?
—Pero... ¡Jimena, Dios mío, Jimena! ¿Dónde está? ¿Quiénes son sus raptores? ¿Cómo no tratáis de averiguarlo? ¿Cómo no los castigáis? ¿No somos vasallos vuestros? ¿No sois condestable? ¿No administráis justicia?
—¿Y qué tengo yo que ver con vuestras cuitas, raza de siervos, que os atrevéis a revolar cual miserables insectos en torno de nuestros alcázares, y a zumbar con inútiles lamentos? ¿No os dejamos brazos para defenderos, puñal para vengaros, y tierra donde sepultar a vuestros enemigos? ¿Ha de descender el señor a rescatar lo que os dejáis cautivar vosotros? ¿Ha de desvelarse por una honra que os niega Dios cuando os arroja al mundo?
—¡Oh! exclamó el hijo de Samuel con toda la rabia de cien generaciones oprimidas; tenéis razón: con brazos, con puñales y con sepulturas, nada tenemos que pedir a los señores: afortunadamente si Dios nos ha negado la honra, nos ha colmado de valor.
El conde escuchaba sus mal encubiertas amenazas casi con gusto, y dirigía alternativamente miradas escudriñadoras a la campiña y a su interlocutor.
—¿Qué camino han llevado los raptores? le preguntó con brusco, acento.
—Rió abajo.
—¿Eran caballeros?
—¡Caballeros debían ser! respondió Jimeno con amargura.
—¿Armados?
—De punta en blanco.
—¿Sabéis más señas?
—Uno de ellos se llama Sancho: es forzudo; terco, disputa mucho.
El conde se sonrió casi imperceptiblemente. No podía ignorar que había un Sancho en Navarra que tenía a gala la terquedad, y por orla de su escudo estas significativas palabras: QUE SÍ: QUE NO. Jimeno ignoraba que había pintado un personaje de un sólo rasgo. Todo el misterio estaba ya revelado para el caballero.
—¡Sancho!... ¡Sancho! repitió éste como si quisiese recordar alguna cosa: no hay acaso un hombre más vulgar en Navarra: ahí está si no ese famoso bandido Sancho de Rota, que...
—¡Bandido!
—Sí; bandido de las Bardenas; pero valiente, atrevido, temerario.
Decidme ¿era hermosa vuestra Jimena?
—Como un ángel.
—De fijo él es.
—¿Pues qué?... le interrumpió Jimeno con la furia de los celos.
—¡Oh! ¿No sabéis sus mañas? ¿No sabéis hasta donde extiende sus correrías para forzar las más apuestas doncellas de la ribera?
—¿Y se llama Sancho de Rota?
—Sancho de Rota; pero es muy valiente.
—¿Y anda por las Bardenas?
—Sí, hacia Tudela; pero advertid que es un demonio vivo.
—Señor condestable, gracias por la noticia. Es valiente, y no es caballero; puede ser enemigo de un villano.
El joven se alejó todavía con más resolución que la que trajo; pero con el corazón envenenado por el odio, por los celos, y por el ardiente deseo de venganza.
Cuando el conde le vio traspasar el dintel de la puerta exclamó con desesperación:
—Éste me libertará de Sancho de Rota; pero ¿quién podrá rescatar a la reina del cautiverio de su padre?
El conde, sin embargo, no se había descuidado.
Mientras con tan aparente indiferencia y frialdad, con tal desabrimiento estaba escuchando al antiguo judío; Carlos de Artieda, uno de los caballeros de su mayor confianza, salía con veinte lanzas, por orden suya, en persecución de los raptores, y Aldonza y Fortuño habían desaparecido de la villa de Mendavia.
Ignorase que hizo de ellos el conde: la historia no los vuelve a mentar.
Las Bardenas reales de Tudela montes erizados de robustos pinos y gigantescas rocas, que se extienden desde aquella ciudad al reino de Aragón, han sido célebres, por los bandidos que las han infestado.
Tan frecuentes y espantosos eran los crímenes que en aquellos pinares se cometían, desde los tiempos más remotos; tan antigua y tradicional la indispensable existencia de un capitán de salteadores en aquellas enmarañadas breñas; que en cinco leguas a la redonda se habían despoblado todos los castillos, caseríos y albergues de pastores, abandonados a merced de los bandidos; y los veinte y cinco pueblos comarcanos se habían unido en hermandad para perseguirlos mancomunadamente, siendo uno de los terribles artículos de aquel pacto: «que cogiendo a los malhechores infraganti, los ahorcasen, sin esperar orden del rey ni de la justicia.» Estériles fueron tan crueles disposiciones, quizá por su misma crueldad: íbanse sucediendo los bandidos de generación en generación, con el orden mismo, con la misma puntualidad que los príncipes se suceden en una monarquía, cuyo origen se pierde en la cuna de los pueblos.
El último rey de aquellas montañas, se llamaba Sancho de Rota, y había eclipsado la horrible fama de sus antecesores, por la muchedumbre y enormidad de sus crímenes, y sobre todo, por su descomunal arrojo y venturosa temeridad.
A mediados de octubre de 1461, desapareció aquel hombre desolador, espanto de los reinos de Aragón y de Navarra; y empezó a cundir el rumor de que había muerto en un combate: nueva no muy consoladora para los pueblos, que contaban de seguro con que el sucesor no tardaría en aparecer.
Efectivamente, no se hizo esperar mucho tiempo. A la cabeza de cien forajidos salió un formidable guerrero, que hizo enmudecer la fama de Sancho de Rota con el eco de feroces hazañas, que resonaban al par de generosas prendas. Poco podemos decir de su figura, pues rara vez levantaba la visera del casco, y jamás se desnudaba de su armadura: sólo por el valor se distinguía en el combate; y cuando su espada o lanza permanecían ociosas, su gentileza, y apostura justificaban la superioridad que sobre los demás ejercía. A guisa de noble y misterioso paladín, como si olvidase que mandaba una gavilla de salteadores, y no una compañía de soldados; había hecho pintar en su escudo un emblema que nadie podía adivinar.
Poco tiempo después de haber tomado el mando de aquella gente desalmada, y de haber sembrado el espanto y la consternación desde el Ebro a los Pirineos, y desde el Océano a Moncayo; no sin admiración y asombro de sus mismos camaradas, se le vio salir tranquilamente a la cabeza de su partida del áspero y quebrado terreno que nunca había abandonado, sino para rápidas y nocturnas correrías; y lo que es más extraño, se le vio descender a las inmensas llanuras de Peralta, sin ser de ninguno de los pueblos de la hermandad hostilizado.
Hasta entonces aquel reino de salvajes enclavado en otro reino civilizado, jamás había tenido otras alianzas que las del brazo con la espada; ni otros amigos que las cuevas, las rocas, los castillos abandonados, la espesura de los pinares y la aspereza de las montañas. El prisionero que ofreciese probabilidad de buen rescate; el caminante que llevase el bolsillo bien repuesto, eran sus enemigos capitales: jamás entre ellos se había alzado otro pendón que el del exterminio, ni otro grito que el de muerte. ¿Cómo, pues, atravesaban ahora las villas, con las lanzas en la cuja, o las picas al hombro que reflejaban los rayos del sol? ¿cómo los vecinos de aquellos desolados pueblos, lejos de cerrarles puertas y ventanas se asomaban a ellas, y les miraban con una expresión en que se confundían la curiosidad con el asombro, el terror pasado con el presentimiento de la tranquilidad futura, el dolor de antiguas heridas con la esperanza de no recibir otras nuevas?
Para satisfacer estas y otras dudas tendremos que volver caras a nuestra narración, en la que, sin saber cómo, habíamos avanzado inoportunamente.
Era uno de los días de la penúltima semana de octubre, cuando Sancho de Rota, preparado para cierto golpe de mano que se había de dar en uno de los pueblos del condado de Lerín, estaba aguardando la noche con suficiente dosis de impaciencia para maldecir veinte veces por minuto, la lentitud con que el sol iba descendiendo al mar Cantábrico.
El rey de las montañas se fastidiaba tan soberanamente en medio de sus rudos vasallos, armados de corazas de baqueta y de capacetes y yelmos de hierro empavonado, como el más poderoso monarca constitucional en medio de sus ministros responsables. Un hombre aburrido es la criatura más frágil de la tierra; incapaz de resistir a una tentación, como la tentación pueda sacarle de su fastidio.
Tentole, pues, el diablo a Sancho de Rota de perder el tiempo, ganando a sus vasallos todo el dinero que anteriormente les había distribuido.
También estos eran achaques de rey. Fernando el Católico y el emperador Carlos V se entretuvieron toda su vida en ganar a los nobles los maestrazgos, encomiendas y señoríos de que sus antecesores les habían colmado.
Uno de los elementos más poderosos del fastidio, es hacer todo lo que nos da la gana; pero esta regla no deja de tener sus excepciones. En la ocasión presente, en que Sancho de Rota halló en sus soldados materia dispuesta para secundar sus intentos, y comenzó a jugar a la puerta del castillo de Eguarás, un minuto después de haberlo pensado; preciso es confesar que le divertía el monótono ejercicio de vaciar y meter los dados en un canuto.
Había una razón para que así sucediese. Cada vez que el capitán de bandoleros arrojaba las piececitas de hueso sobre la mesa, se metía doscientas o trescientas monedas en el bolsillo; y como el hombre, magüer salteador de caminos, propende naturalmente al egoísmo, no era ningún obstáculo para que Sancho ganancioso se riera el ver rabiar a sus desdichados compañeros.
—¡Por vida del diablo, que el capitán sabe robar a los mismos de su oficio!
—¡Voto a san Caín, que me deja sin un cornado!
—¡Mil demonios me lleven, si esta noche no le mato!
Tal era el coro angelical que regalaba los oídos de Sancho de Rota, quien sin dársele un ardite por estas amenazas, contestaba.
—¡Ea, hermanos! ¿Tan presto os dais por desplumados? ¡Vergüenza tengo de mandar a gente tan pobre! Por Barrabás, que no sé donde sepultáis los caudales que os distribuyo. Vamos, gentecilla ruin, desahuchad el dinero que atesoráis sin duda para fundar monasterios.
Nadie sacaba un cornado.
—¡Cuerpo de Dios! ¡Al desquite, cobardes, pésia mi alma; que no sé donde meter tanta plata!
Todos permanecieron mudos.
—¡Voto a San Cernin de Pamplona, que aún queda día bastante para pensar en movernos de este sitio, y me haréis entrar al castillo a escuchar los lloriqueos de las rapazas que tengo ahí cautivas! ¡Ea! o jugáis, o voy a probar de desmentir aquel refrán de: «afortunado en el juego...»
—Veinte florines, dijo uno de los bandidos, vaciando sobre la mesa una bolsa de cuero, que arrojó luego con desdén.
El capitán meneó la caja de los dados con cierta sonrisa de satisfacción, dirigiendo codiciosas miradas al montón de dinero.
—Tres, dijo desocupando el canuto. Bajo es el número; pero tengo tal suerte que estoy seguro de que sacas el uno.
—Cinco, contestó el postor, tirando los dados sin haberlos movido apenas.
—¡Por Jesucristo vivo! ¿Lo veis cómo se tuerce la fortuna?
—¡Cuarenta florines! añadió el nuevo jugador.
—¡Ola! ¿Jugáis a la dobla? Van los cuarenta.
Todos los circunstantes comenzaron a interesarse por el contrario de su caudillo.
—¡Ocho! exclamó éste; ¡pobre diablo! Lástima te tengo!
—¡Nueve!
—¡Víctor! bien, bien! exclamaron todos sin poder contenerse, y por primera vez fijaron sus miradas en el ganancioso.
Sus armas eran conocidas, más no podían verle el rostro: tenía calada la visera.
—¡Ochenta florines!
—Demonio! gritó Sancho con voz de trueno. ¡Ochenta florines de oro! No ha habido mayor apunte en todo el día. Tienes el alma bien puesta.
¡Eh!; ¡Señor distraído!
El de la visera siguió silencioso.
Van los ochenta.
Meneó el capitán las piezas más de lo que solía, y las vertió con cierta suavidad.
—Blancos! todos blancos! gritó el concurso, apiñándose más y más en torno de la mesa.
Sancho de Rota se puso amarillo de rabia.
Su contrario cogió con calma los dados, y con su acostumbrada indiferencia los tiró al punto sobre la mesa.
—¡Veinte!
—¡Voto a veinte mil legiones de demonios que te lleven! No aguanta más el hijo de mi madre, dijo Sancho procurando salirse del corro.
No era fácil empresa: los bandoleros cada vez más interesados en aquella lucha que iba tomando tan gigantescas proporciones, se pusieron naturalmente de parte del inferior, y gritaron todos a una voz:
—¡Juego! ¡Juego! debes hacerle juego mientras ganes.
—En buen hora, respondió el capitán, que con toda su autoridad y poco respeto a las leyes divinas y humanas, no se atrevió a quebrantar las del pundonor. ¡Juro por San Fermín, patrón de Navarra, no separarme de aquí mientras tenga un sólo cornado!
Picado ya en su amor propio, fue mucho más allá de sus estrictos deberes.
—Ea, añadió con el canuto en la mano. ¿Cuántos pones?
Ciento sesenta florines, respondió con calma el encubierto.
—¡Ciento sesenta florines! repitió Sancho balbuciente. No importa: tú caerás. —¿Los ves? ¡Diez y siete! ¡Diez y siete, pobrecillo!
—¡Veinte, otra vez! ¡Veinte! gritaron todos, atónitos de una suerte tan obstinada.
Sancho calló: tiritaba de cólera: daba diente con diente: sentía un frío tercianario.
—¿Cuánto va? preguntó recogiendo los dados casi convulsivamente.
—Trescientos veinte florines, contestó el encubierto con toda impasibilidad.
—Espera... no sé... si tengo bastante: debe faltar...
—No importa: todo lo que tengas, contra los trescientos veinte florines.
—Bien está. Tiro.
Reinaba el más profundo silencio en medio de aquel centenar de hombres agrupados. Un puñetazo sobre la mesa, y una espantosa blasfemia, vinieron a turbarlo.
Siguieron luego rumores prolongados, y fuertes chicheos de los bandidos más próximos al centro, que mandaban callar para no perder una sola palabra de aquella escena.
El capitán sacó el número dos.
No había un sólo testigo de aquel extraño combate, cuyo corazón, no latiese con violencia; porque no había quien dejase de presentir una catástrofe.
Entretanto se preguntaban los malhechores al oído:
—Pero, ¿quién es el contrario del capitán?
—Chafarote. ¿No ves la cuchillada que recibió el otro día en el espaldar?
—Cierto; pero Chafarote tiene un aire así... un poco zafio... Y luego Chafarote no es hombre que se pasa dos minutos sin echar un trago, y a ese no le hemos visto remojar hasta ahora la palabra.
—Silencio, que tira.
Tiró en efecto los dados el de la visera, con tanta ventura como en los golpes anteriores.
Todos comprendieron que había algo de providencial en aquella constancia de la suerte, y comenzaron a contemplar al ganancioso cuasi con miedo.
Así lo indicaban al menos los hondos murmullos, los remolinos en que se agitaban, y el instantáneo impulso con que los bandidos se apartaron en torno suyo, manteniéndose a cierta respetuosa distancia.
—Me has arruinado, dijo el capitán con una calma mucho más terrible que su pasada furia.
—Todavía no, contestó su contrario.
—¿Quieres que juguemos la vida? repuso el bandido con una sonrisa traidora, que se perdió en la espesura de sus enormes bigotes.
—Nuestra vida podemos jugarla después; pero no a los dados.
—¿Qué tengo yo que excite tu codicia?
—Algunas buenas mozas encerradas en ese castillo.
—¡Bah! ¡bah! Todas ellas te las doy de barato, dijo Sancho con la misma sonrisa irónica que se adivinaba por el movimiento de su bigote, como el tránsito de una sierpe por la agitación de la yerba.
—No quiero tener nada que agradecerte, contestó sin inmutarse el afortunado jugador.
—Sea, pues; ¡voto al diablo! Pero entendámonos; ¿tú quieres poner contra las mujeres: es decir, contra el dinero que puedan darme por su rescate?
—Ese dinero no te pertenece: es de toda la compañía, y yo juego sólo contra ti.
—¡Tiene razón! Tiene razón, exclamaron todos.
Cuando viene en apoyo del interés, no hay cosa más popular en el mundo que la razón. El capitán comprendió que su contrario no se contentaba con arrebatarte los florines, si no la fama.
Sin embargo, aparentó no hacer caso. Había tomado una resolución, en la cual iban a hundirse tanto su rencor, como su envidia.
—Sepamos, pues, lo que se juega; repuso con una mansedumbre, que dejó atónitos a todos los que conocían su poca afición a las virtudes evangélicas,
—Se juega el derecho de retener a tus mujeres, hasta que vengan a ofrecer por ellas un rescate razonable.
—¿Y en cuánto tasas ese derecho, pesia mi vida? preguntó con desprecio el capitán, que no comprendía que pudiese tener valor el oficio de carcelero. ¿Ahí... en cualquier miserable par de florines?
—Lo taso en todo este montón de oro que te he ganado.
—¡En quinientos florines!
—En quinientos.
—¿Estás loco, perro ladrón?
—Mi capitán, tengo con que pagar todas mis locuras.
—¿Tiro?
—Tira.
—Perdí.
—Gané. ¿Tienes algo más que apostar?
—Sí, respondió Sancho con bronco acento: este puñal contra tu yelmo.
—¿Para qué tan singular apuesta?
—Para ganarte la celada, quitártela y conocerte.
—¿No conoces a tus soldados? ¿No conoces a Juan Marín, por otro nombre Chafarote?
—No, tú no eres Chafarote, aunque llevas sus armas y su ropa; y te juro por todos los once cielos, que del capitán Sancho de Rota jamás se ha de decir que perdió un cornado con un desconocido.
—¡Chafarote es! gritaron los más lejanos. ¿Pues no se está viendo? Si no se levanta la visera es porque estaba de facción en el robledal, y no quiere que lo castiguen por abandonar el puesto.
—Ese no es Chafarote, contestaron los más próximos; no tiene él esa labia, ni el alma tan bien templada.
Aquí el coronista invierte páginas enteras en discutir cual era el medio más sencillo de resolver la grave cuestión que suscitó Sancho de Rota; y al cabo de algunas tiradas de prosa, concluye diciendo que en su concepto nada había más expedito que levantar la visera del casco de aquel hombre problemático. Sin embargo, y con perdón sea dicho del mencionado autor, creemos que la historia resolvió mejor en esta, como en otras ocasiones, el desenlace, presentando en aquel punto, y en la cima de un repecho, nada menos que al verdadero Chafarote, o Juan Marín en persona aunque vestido de gregüescos, calzas, abarcas y tabardo, como pudiera el más honrado labrador de la montaña.
Al verle asomar con aquel traje de hombre de bien que contrastaba con su airecillo socarrón y malicioso; descargó sobre el infeliz una nube de rechiflas, dicharados y risotadas que hubiera bastado para dejar corrido a hombre de menos aprensión que Chafarote, el cual sosegadamente dijo:
—¡Vamos, caballeros! ¿a qué vienen esos aspavientos? ¡No parece si no que soy alguna bruja encorazada!
—Cuéntanos, cuéntanos como ha sido esa peregrina mudanza, añadieron algunos acercándose al recién venido.
—¿Cómo te has dejado desarmar? gritó con tono de autoridad Sancho de Rota.
—Poco a poco, hermano. ¡Voto a mil demonios, que a Roma no se va en un día, ni se ganó Zamora en una hora! Dadme acá un trago de lo tinto de Peralta, si queréis que sea hombre de provecho.
—No hay duda: el verdadero Chafarote, es el Chafarote que pide de beber; hizo notar un chusco, que no había leído a Plauto ni a Moliere.
Diéronselo; bebió, bebió, en fin, estuvo bebiendo... muy despacio: se limpió los labios con la manga del jubón, tosió y habló en estos términos:
—Estando de centinela vino hacia mi un aldeano. —¡Atrás! —Nada. Le apunto con la ballesta... zas! le yerro: se me echa encima en dos saltos, me acogota, me desnuda, me amarra a una encina, me pregunta mi nombre, se encaja mis vestidos y armadura. Y agur. Forcejeo, rompo mis ligaduras, me planto la ropa que había dejado, vengo... y santas pascuas.
Si el orador no fue elocuente, tampoco pecó de difuso.
—¡Un traidor!
—¡Un espía!
Tales fueron las exclamaciones en que prorrumpieron los facinerosos, desenvainando espadas o puñales, y volviéndose contra el desconocido.
—A ver quien lo coge, y me lo cuelga pronto de un roble, dijo el capitán.
Un bandido se atrevió a poner la mano en el hombro del encubierto.
Sacó éste un puñal, y con la rapidez del rayo se lo clavó en el pecho.
El bandido lanzó un grito inarticulado y ronco, y se reclinó sobre su matador, el cual dándole un empellón le arrojó a un lado ya cadáver.
Todo pasó en un instante.
—¡Cobarde! exclamó el desconocido, blandiendo el puñal rojo y humeante. ¡Miserable! Te he ganado el dinero, y las mujeres, he abatido tu orgullo, ¿y no tienes valor para quitarme la vida?
—Traidor, toma tu merecido le contestó Sancho con inaudita furia, descargando sobre la frente de su enemigo un tremendo mandoble con el hacha que tenía a su lado.
El desconocido quiso evitar el golpe desviándose; las armas le robaron la agilidad por su desgracia; se echó la mano a la cabeza, dio casi dos vueltas alrededor de sí, y cayó luego derribado con espantoso estruendo.
Un débil quejido femenil salió de una saetera del castillo.
Corría la sangre por los hierros de la visera del encubierto, a quien sin duda el hachazo le había partido el cráneo.
Los malhechores contemplaron este espectáculo casi con sentimiento.
Era cuánto podía esperarse de gente acostumbrada a semejantes horrores.
—Pues que, traidor ¿pensabas que es lo mismo jugar a los dados, que jugar a las armas con Sancho de Rota? ¿Pensabas que no tenía yo siempre la seguridad de este desquite? dijo el capitán hablando con el cuerpo tendido de su contrario, como si pudiese escuchar sus insultos para vengarlos.
Levantose de repente el desconocido con general asombro, echó entrambas manos a la cabeza, quitose el yelmo abollado que arrojo con rabia, y quedó descubierto el dulce y hermoso rostro de Jimeno que por boca y narices vertía sangre. El golpe no le había causado más que una conmoción cerebral que por algunos instantes le dejó aturdido.
Tornó el bandido contra él, creyendo partirle de un tajo la cabeza; pero esta vez desembarazado el amante de la princesa de aquella pieza del arnés que le turbaba la vista, pudo esquivar el golpe dando un brinco con la ligereza de un gamo, y cogiendo después al capitán por la cintura, como Hércules a Anteo, lo levantó con sus membrudos brazos hasta hacerle perder tierra, y le arrojó gran trecho de sí, antes que pudiera hacer uso de las armas.
—¡La misma, la misma suerte que conmigo, voto a bríos! escamó Chafarote: ahora no falta si no que le eche el pie encima, que lo ate, que lo amarre y lo vaya desnudando bonitamente. ¡Cuerpo de Dios! ¡Qué brazos de hierro! proseguía entusiasmado: soltadle, soltadle gigantes al mancebo, que así se los echa al hombro como costales de paja. Para mi santiguada, que no le hay más gentil en tierra de cristianos.
—Pero ¡diantres! El capitán se levanta... ¡Qué espumarajos! ¡Cómo revuelve el hacha! Huye el mancebo... —¡Cobarde! —Sí, échale un galgo.
En efecto, Jimeno apenas vio a su enemigo ponerse en pie y blandir el arma formidable, apretó a correr por la pradera; más no para abandonar el campo, sino para evitar el golpe y coger una enorme piedra con ambas manos. Esperó con ella a pie firme al capitán, que venía rugiendo de cólera, blandiendo el hacha con tan furioso ademán, que de un sólo tajo hendir pudiera un roble entero. Jimeno permaneció tranquilo, columpiando con ambas manos la pesada piedra, que despedida luego súbitamente con la fuerza de una máquina de guerra, fue a dar en la desnuda frente del bandido, que cayó de espaldas, lanzando un grito por las rocas de eco en eco repetido.
Abalanzose el vencedor al cuerpo de su contrario, y poniendo un pie sobre su brazo, pudo arrancarle el arma que aun empuñaba convulso, y separarle la cabeza del tronco de un sólo hachazo.
El Goliat de la montaña quedó vencido por el David de la ribera.
Un lienzo blanco se agitaba a la sazón por la misma angosta saetera de donde salió el gemido de mujer; y fuese por casualidad, o de propio intento, cayó el cendal al pie de la muralla del solitario castillo.
Jimeno lo vio: no dudó un sólo instante que su adorada Jimena se lo arrojaba, para que con él se enjugase la sangre y el sudor del rostro; como lo hizo en efecto, dirigiendo a la ventana ardientes miradas de amor y de gratitud.
—Ya no tenéis capitán, dijo enseguida a los bandidos, mudos de terror: yo quiero serlo: si alguien se atreve a disputarme el puesto, aquí lo aguardo.
Nadie se movió.
—¡Ea, pues! Si ninguno de vosotros es más valiente que yo, tengo derecho a ser obedecido. Voy a partir con vosotros mis ganancias, en fe de amigos y camaradas. Para vosotros el oro; para mí las mujeres.
Dijo arrogante Jimeno, y con el hacha en la mano se dirigió al castillo.
Los bandidos gritaron todos a una voz:
—¡Viva el nuevo capitán! ¡Vivan los hombres generosos y valientes!
Y al pasado terror y silencio, sucedieron los murmullos, la algazara, las hipérboles y aclamaciones.
Sólo entró, según los cronicones, el nuevo capitán de forajidos en la casa-fuerte o castillo de Eguarás, situado en el corazón de las Bardenas; y no entró sólo porque sus gentes le menospreciasen, y no estuviesen dispuestas a seguirle al cabo del mundo; si no porque tenían que cumplir con un precepto de la ley de Dios, y hacer una obra de misericordia: tenían que obedecer la orden superior de repartirse los quinientos y tantos florines, y enterrar al muerto.
Sin más guía, pues, que los presentimientos de su corazón, subió Jimeno al castillo, cuyas paredes ahumadas, y pintorreadas de figuras informes y obscenas, de yeso y de carbón, ofrecían un aspecto aun más repugnante con el hedor que exhalaban.
El edificio no desmentía la calidad de sus moradores.
Allí donde tropezaba Jimeno con una puerta cerrada, abríala de un sólo hachazo, y tras de todas creía escuchar la dulce voz de su querida, que con los brazos abiertos le llamaba.
¡Ilusiones todas de su ardiente fantasía! Algunas cautivas encontró que gemían en el fondo de los sombríos aposentos, algunos velos alzó con atrevida mano, creyendo que le robaban el afligido semblante de su amada: pero de todas partes se alejaba frunciendo las cejas con desesperación, y lanzando suspiros de dolor, hasta que un nuevo obstáculo que se oponía a su tránsito, hacia brotar en su pecho una esperanza nueva.
Cansado estaba ya de bajar y subir escaleras, de entradas y salidas, de vueltas y revueltas: mil veces había llamado a su amada en el umbral de cada habitación, y otras tantas le había respondido un silencio desconsolador. Devoraba en su alma pensamientos horribles y desesperados de venganza; cuando de manos a boca se le presentó Chafarote, que en aquel breve espacio había cobrado, bebido, jugado y perdido los dos florines y medio que le tocaron en el reparto.
—Mi capitán, le dijo servicial el bandido, echando mano a su montera de labrador. Si su merced quiere, yo le serviré de guía por este laberinto.
Juan Marín no era rencoroso ni vengativo; las hazañas de Jimeno habían borrado de su memoria el despojo de sus armas, y la usurpación de su nombre.
—Chafarote, preguntó el nuevo capitán, yendo derecho al objeto que allí le había traído, ¿sabes si Sancho de Rota estuvo ayer en Mendavia?
Chafarote se encogió de hombros, haciendo un signo negativo con la cabeza.
—Debió ir sólo con otro compañero, repuso el capitán.
—Bien puede ser.
—Y traer una mujer cautiva,
—Creo haberle visto conducir estos días una linda pieza.
—¿Una mujer como un ángel?
—No he visto ángeles, mi capitán... y francamente... no espero verlos; pero si los ángeles viesen a la rapaza de que hablo a su merced; de seguro que por mirarla volverían las espaldas al cielo.
El capitán dejó pasar sin correctivo hipérbole tan sacrílega; porque en su concepto, tan sólo la sin par hermosura de Jimena pudiera disculparla.
—¡Ah! Esa debe ser la que yo busco, dijo el mancebo, dejando escapar en un suspiro mucha parte de sus congojas. ¿Y donde está?
Venga su merced conmigo.
El capitán siguió a Chafarote por los oscuros ánditos de aquel edificio.
—¿No sabes si la cautivaron en Mendavia?
—¡En Mendavia!...
—Sí; ¿por qué te detienes?
—Porque su merced me hace recordar que esa muchacha hablaba no se qué cosas de Mendavia.
—Anda, anda, ¿no llegamos?
—Poco falta.
—¿Sabes si se llama Jimena?
—¡Voto al chápiro! ¡Jimena! respondió el bandido deteniéndose por segunda vez, y cogiéndose el labio inferior con la mano derecha, en ademán pensativo.
—Vamos, ¿qué? Pero, dímelo andando.
—Yo, a la verdad, cuando la vi estaba... así... un poco alegrillo... Suelo tener buen humor con frecuencia; pero juraría, que algunas de sus palabras me sonaron a cosa de Jimena, o de Jimeno...
—¡Aprisa! ¿No llegamos nunca? le interrumpió el capitán, tropezando en los talones de su guía.
—Estamos delante de la puerta.
—¡Oh!
El discreto lector puede considerar cual sería el mandoble que diera el amante con el hacha, para derribar la puerta.
—¡Jimena! ¡Jimena! exclamó al entrar el azorado mancebo, dirigiendo sus miradas a todas partes a un mismo tiempo.
Una mujer en pie dentro de la saetera, que daba escasa luz al aposento, avanzó con los brazos abiertos, y postrándose de hinojos delante del recién llegado, le abrazó las rodillas, y exclamó con lastimero acento:
—¿Sois vos? ¿Sois vos nuestro generoso libertador, a quien tantas infelices vamos a deber la vida y la honra? Os he visto desde esa ventana: he oído todas vuestras palabras: he admirado vuestro heroico valor: he comprendido vuestros nobles intentos. ¡Gracias, caballero, gracias en nombre del cielo! ¡Gracias en nombre de mi padre, que ha muerto sin vengarme!
El capitán cruzose de brazos con calma aterradora, y no respondió una palabra.
¡No era Jimena la que le abrazaba!
¡Calláis! prosiguió la prisionera poniéndose de pie: ¡Dios mío! ¿Me habré engañado? Al mudar, de dueño ¿habré cambiado tan sólo de verdugo? ¡Oh! No: ¡es imposible! Las palabras que escuché, las hazañas que he visto, son de un caballero, de un héroe; no son de un bandido.
—Chafarote, dijo el capitán, volviendo el rostro con un resto de esperanza: ¿es esta la mujer de quien me hablabas?
—Esta, señor.
—¿Hay más en el castillo?
—Todas las puertas he visto francas: de consiguiente...
—Está bien: vete.
—¿Qué digo a mis camaradas?
—Que se preparen para la expedición de esta noche.
—¿Quién ha de conducirnos?
—¡Yo! respondió el capitán con una expresión terrible de arrogancia y de despecho.
—¿Voto a mil diablos? se fue diciendo entre dientes el bandido: me temí que flaquease; pero se me figura que el mancebo tiene pelos en el alma, y que va a dejar atrás al mismo Sancho de Rota.
—Señora, dijo Jimeno a solas con la cautiva: os habéis equivocado; yo no soy caballero. Diré más: aborrezco a los caballeros, y creo que no se necesita serlo para portarse con valor y generosidad. Desde ahora estáis libre.
—Si no sois hidalgo por vuestra cuna, lo sois por vuestras virtudes, respondió la hermosa desconocida, con un entusiasmo que fuera dulce recompensa de la hazaña más grande de la tierra.
—Me han dicho que, hablabais de la villa de Mendavia, repuso el capitán, desviando modestamente la conversación, ¿queréis decirme si os han cautivado allí?
—Me dirigía a Mendavia; pero venía del Bearne cuando me cogieron los bandidos.
—¿Y a qué ibais a Mendavia, si puede saberse?
—Señor, iba a casarme, respondió la joven tiñéndose con los matices de la vergüenza, que en el rostro de las doncellas asoman, desaparecen, y vuelven a asomar, como la luz intermitente de los fanales.
—¿Veníais sola?
—Con mi padre, y con una anciana amiga mía.
—¿Dónde está vuestro padre?
La hermosa doncella quiso responder; pero los sollozos no se lo permitieron.
—¿Ha muerto? preguntó con interés el capitán.
—Defendiéndome... pero vos le habéis vengado.
—¿Y la anciana?
—También ha desaparecido, respondió con los mismos sollozos.
—¿Tanto sentís su muerte?
—Señor, a mi padre debía la vida, a mi amiga la felicidad.
—¿Vuestra felicidad... es decir, vuestro casamiento?
—Sí, señor.
—¿Y con quién ibais a casaros en Mendavia?
—con el hijo de Samuel.
—¿Qué decís?
—con Simón, hijo del judío Samuel.
—¿Con Jimeno?
—Sí, ahora se llama Jimeno: tenéis razón. ¿Le conocéis?
—Un poco... de vista; respondió Jimeno, que creía hallarse en un mundo distinto del mundo que habitamos.
—¡Oh! tengo seguridad de que si le habéis tratado alguna vez le habréis querido.
—Es honrado, es valiente, magnánimo, gallardo y apuesto como pocos.
—Exageráis quizá sus buenas partes.
—¡Oh! ¡No!
—¿Según eso le conocéis mucho? preguntó Jimeno, fijando sus atónitas miradas en el semblante de su futura.
Los ojos del mancebo, acostumbrados poco a poco a la oscuridad, veían y admiraban ya perfectamente toda la hermosura de la desconocida.
—No le he visto jamás.
—¡Ah! ¿Y sin embargo le alabáis con tanta seguridad?
—Sin haberle visto creo que le conocería.
—¿Cómo se os figura que es Jimeno?
—Señor, si no temiese que pudierais interpretar mis palabras por atrevidas o lisonjeras, os diría que Jimeno es parecido a vos.
—¡A mí! —¡Diantres! añadió el mancebo por lo bajo, excitado vivamente por tan singular aventura, ¿si seré víctima de una mujer astuta? ¿Si Jimena querrá poner a prueba mi cariño con este lazo? —Y Jimeno, repuso en alta voz: ¿sabe la ventura que le esperaba casándose con vos?
—Lo ignora.
—¿Y os conoce al menos?
—No.
—Pues entonces, ¿cómo os habéis expuesto a las incomodidades y peligros de un viaje, sin contar con la seguridad de la boda?
—La tenía.
—¿Conque estabais segura?
—Segura.
—¡Oh! En esto sí que me parece que os engañáis, dijo el mancebo con un suspiro, y acordándose de su amada.
—Estoy segura de no engañarme.
—¿Contabais con la voluntad de su padre?
—Todavía no.
Jimeno comenzó a sospechar que aquella mujer estuviese loca, y la miraba con ojos compasivos.
—¿Contabais con vuestra hermosura?
—¡Ah! ¡Menos!
—Pues, os juro que hace un mes no hubierais hecho mal en abandonar la suerte a vuestros propios encantos; dijo el mancebo, luchando con sus antiguos recuerdos, y sus nuevas impresiones.
—¿Y si podía hace un mes, por qué no ahora?
—¿Qué se yo?... respondió el capitán un tanto confuso; y luego añadió mudando de tono: —Pero si no contabais con él, ni con sus padres, ni con vuestros atractivos, ¿en quién fundabais tantas esperanzas?
—Ese es mi secreto.
—Advertid que si he sido generoso con vos, según vuestra propia confesión, estáis obligada a serlo conmigo.
—Pues bien, os lo diré todo: mi confianza se fundaba en la palabra de una anciana judía, que pasa por hechicera.
A pesar de la superstición tan común en aquella época, Jimeno no pudo menos de sonreírse como hubiera podido hacerlo un esprit fort de nuestros días.
—¿Conque ibais a casaros por arte de encantamento?
—No: iba a casarme por amor.
—¿Amáis a Jimeno? preguntó este conmovido.
—¡Oh! dijo la hermosa desconocida, con un suspiro que hubiesen enviado los más venturosos de la tierra.
Calló Jimeno: estaba aturdido; no sabía qué decir, ni qué pensar.
Si era mentira... ¡qué mentira tan amable! Si era verdad, ¡qué verdad tan peligrosa!
—He satisfecho vuestra curiosidad, caballero, repuso con melancólica dulzura la desconocida: no podía probaros en este momento de, un modo más eficaz, toda la gratitud que os debo por vuestros favores. Permitidme que haga uso de ellos saliendo de este castillo.
—¿A dónde queréis que os lleve?
—Al Bearne, a Mendavia, a cualquiera parte: ahora todo me es indiferente.
—¿Todo?
—He perdido a mi padre: he perdido a la amiga que nos acompañaba...
Ya nada tengo que perder.
—Pero... ¡Dios mío! ¿Habláis de veras?
—Esa pregunta me ofende, respondió con dignidad la bella prisionera.
—¡Perdonad, señora! ¡Pero, no sabéis cuán extraordinario es todo cuánto me está pasando!...
—Tal vez he sido sobrado fácil en confiaros mis secretos: pero me habéis dicho que conocíais a Jimeno: he visto trasparentarse en vuestra fisonomía, en vuestras acciones y palabras, un alma noble, un corazón magnánimo, y un valor a toda prueba: vuestro brazo me ha libertado del asesino de mi padre, y vuestra generosidad de los que pudieran atentar contra mi honra: venís a romper mis prisiones... ¡ah! yo no tengo otro medio de manifestaros mi agradecimiento, que depositando en vos la confianza que nos merece un buen amigo, un hombre honrado, y satisfaciendo la curiosidad o el interés con que os informáis de mí.
—¡Gracias, gracias! contestó Jimeno, que había escuchado a la joven con atención religiosa.
Importábale tanto saber a qué debía su confianza, como averiguar los límites de esta confianza misma.
—Decidme, por Dios, continuó después de un rato de silencio:¿quién os ha hecho amar a Jimeno?
—La judía.
—¿La hechicera?
—Raquel.
—¡Raquel! ¡Ah! dijo el mancebo, dándose una palmada en la frente; Jimeno tiene una tía que se llama Raquel.
—Esa misma. ¡Muy enterado estáis de su familia!... Debéis conocerle mucho.
—Casi tanto como vos.
—Nuevos títulos para merecer mi confianza.
—¡Oh! continuad dispensándomela; yo procuraré esforzarme por merecerla.
—¿Qué queréis que os diga?
—¿Esa Raquel, os habla mucho de mí... amigo Jimeno?
—A cada momento.
—Pero, ¿Con qué motivo?
—La pobre Raquel, respondió la joven, tomando súbitamente un aire compasivo, y un acento algo más trémulo y penetrante; la pobre Raquel es una anciana judía lubidrio y escarnio de sus semejantes. En su vida errante ha sufrido insultos, privaciones y martirios; y sólo para buscar un escudo contra los malos tratamientos, ha podido dejarse tener por hechicera. Así la temían algunos; pero nadie la amaba. Estaba yo sirviendo a la condesa de Fox en su castillo de Ortés, en Bearne, cuando llegó Raquel a nuestras puertas arrecida y casi muerta de hambre. Tanta lástima me dio la pobre anciana, que la subí a mi cuarto, la di de comer, enjugué sus húmedos harapos a la lumbre, y no contenta con eso, la insté para que fijase su residencia en el pueblo, comprometiéndome a partir con ella mi alimento y mis vestidos. Hízolo así, en efecto; y no podéis figuraros cuánta bondad, cuánta ternura descubrí en el fondo de su alma, que amamantada con la hiel de la desgracia, todavía se conservaba pura, fresca, y respirando generosidad y dulcedumbre. El antídoto que le preservó sin duda de la amargura, era la imagen de su sobrino Simón, el de Mendavia. ¡Cuánto le quiere! ¡Cuánto padece en no vivir a su lado!
—Pero, ¿cómo no fijó su residencia en Mendavia? ¿Cómo no se dirigió a casa de sus hermanos? le preguntó Jimeno.
—Los hermanos de Raquel repugnaban mucho que esta viviese en el pueblo; porque, según veréis luego, la anciana tenía tal dominio sobre ellos, que hubiera podido privarles hasta de su hijo. Raquel hacía, pues, el sacrificio de su dicha, por no comprometer la de su sobrino. Pero esto no impedía que de cuando en cuando desapareciese del Bearne, y que a pie, descalza, con un báculo por todo equipaje, atravesase los Pirineos hasta la orilla del Ebro; para contemplar de lejos a Simón que trabajaba en el campo, y jugaba a la barra con sus compañeros, aventajando a todos en fuerza y en destreza, como los sobrepujaba en gentileza y apostura.
—En efecto, me acuerdo... digo, creo haber oído hablar a Jimeno de una mendiga que, cuando él estaba solo y lejos del pueblo, labrando las tierras de sus señores; se le acercaba llorando, y le pedía limosna, y él partía siempre con ella el pan de sus alforjas... Contaba también que después solía encontrarse algunas monedas de oro en los bolsillos, en los aperos, en los surcos mismos que abría. ¡Ya se ve! Simón creía que aquel hallazgo era la recompensa que Dios lo enviaba por su caridad...
—¡No era si no el regalo de la hermana de su madre; no era si no el fruto de los ahorros y privaciones de Raquel! contestó la joven clavando sus ardientes ojos en el semblante tiernamente asombrado de Jimeno. Mi padre, escudero de don Gastón de Fox, el primogénito de los condes, miraba con igual cariño a la judía, la cual no tenía mayor placer que hablar de su sobrino. ¡Cuántas cosas nos decía de su bondad, de su valor, de su gallardía, de su ardiente corazón! —«¡Si vos no fueseis cristiana, repetía mil veces, con qué placer os vería unidos por eternos lazos! ¡Cuán venturosos pudierais ser! ¡Porque, Simón, Simón, proseguía, está predestinado por el Señor para cosas muy grandes! Simón ha de salir cuando yo quiera de la mezquina atmósfera en que respira: Simón puede ser un héroe; puede anonadar a los que le rodean... ¡Ama a Simón, hija mía, que Simón es digno de ti, y tú eres digna de un príncipe!» —Yo sin sentir iba participando del entusiasmo comunicativo de la anciana, y juntas soñábamos, juntas solíamos delirar. Mi imaginación sin embargo, no se detenía apaciblemente muchos momentos en el amor del hijo de Samuel; porque la religión ofuscaba con su divina lumbre aquella idea brillante.
Pero hace algunos días supo Raquel que su sobrino había abrazado de repente el cristianismo...
—¡Ah!
—«Inés, me dijo la anciana: hay un Dios que os ha criado el uno para el otro, y para cuya omnipotencia no existen obstáculos en el mundo, cuando quiere hacer rodar el destino del hombre por una pendiente. Simón es cristiano, y por más aflicción que me cause, conozco que Simón debía ser cristiano; porque Simón debía ser esposo tuyo.
—¿Eso dijo? la interrumpió Jimeno, como subyugado por las palabras de una sibila.
—Sí, eso dijo; y tomando su báculo añadió: —Vamos, vamos a decir a Samuel que mi voluntad es que su hijo sea tu esposo. Samuel tiene que callar y obedecerme, como Simón tiene que callar y obedecer a su padre.
—Era tanta la fe y autoridad de sus palabras, que no vacilamos en seguirla, mi desdichado padre y yo, mucho más desdichada, por haberles sobrevivido.
Tan imposible es decir como adivinar lo que a la sazón pasaba en el alma de Jimeno.
Llega a las Bardenas: se mete entre los bandidos: provoca a Sancho de Rota: triunfa de su rival, y cuando espera que el premio de su triunfo sea el rescate de Jimena; tropieza con una mujer que le retiene irresistiblemente, y con su acento de sirena, le hace olvidar por breves instantes, a la misma por cuya salvación arrostra tantos peligros al presente, y una perspectiva de crímenes y horrores para lo porvenir.
Crímenes sí: ¿qué hace el judío de Mendavia después de la muerte del capitán de bandoleros? ¿Tornar a la casa paterna con los vanos laureles de tan infructuosa proeza? Si para arrancar a Jimena de sus raptores ha menester muchos brazos, si para vengar la indiferencia y desprecio con que escuchó sus cuitas el conde de Lerín, tiene que ser tan poderoso y temible como el conde, ¿podrá desechar esta ocasión oportuna de ponerse al frente de aquellos hombres, instrumentos los más propios del odio y de la venganza?
No: para encontrar a Jimena, era menester ir de pueblo en pueblo, de castillo en castillo, quebrantando puertas, rompiendo cerrojos, penetrando hasta los más recónditos y misteriosos templos del pudor; y esto sólo es dado a un bandido. Era menester para vengarse del conde incendiar sus alcázares; destrozar sus pueblos; privarle de sus más bizarros capitanes; llevar el espanto hasta las puertas mismas de su castillo, y la muerte hasta su mismo techo; y para esto, no habiendo nacido un Pierres de Peralta, un mariscal de Navarra, mortales enemigos suyos, y tan poderosos como él; para esto, el hijo del hebreo Samuel tenía que ser capitán de bandoleros.
En disculpa de Jimeno, pudiéramos añadir que en aquellos tiempos había muy poca diferencia entre un señor feudal, cabeza de un bando poderoso, y un caudillo de malhechores. Ambos perpetraban los mismos crímenes, si no que los unos podían cometerlos impunemente sin exponerse más que a las represalias, y otros eran ahorcados in fraganti sin esperar orden del rey ni de la justicia, según se ha visto en el artículo del pacto de hermandad que en el capítulo anterior hemos copiado.
Jimeno, pues, revolvía en su mente todas estas ideas, pero las extrañas revelaciones de la cautiva les iban arrinconando y sustituyendo por otras más apacibles, como la aparición del día va desterrando las sombras de la noche.
Era demasiado joven para dar abrigo por mucho tiempo a recelos y sospechas; era Inés harto hermosa, para no ser fácilmente creída. No dudando, pues, Jimeno de la verdad de sus palabras y de la sinceridad de sus efectos que se presentaban revestidos con esos mágicos adornos de lo desconocido y misterioso; ¡cuán cerca estaba de ser alucinado! ¡Cuán cerca de ser vencido!
—Si amarla es tal vez para todos una ley irresistible, pensaba el mancebo, ¿será un deber para mí? Y esa Raquel, esa mujer miserable, cuyo nombre jamás han pronunciado mis padres delante de mí, aunque he podido sorprenderlo a veces en sus privadas conversaciones, ¿qué dominio ejerce sobre ellos? ¿Quién es esa anciana cuyo corazón lo dice, como a mí el mío, que he nacido para grandes cosas, a quien inspiro pensamientos tan audaces, como los que yo concibo.
Era imposible que Jimeno dejase de estimar a una persona que así lisonjeaba los nuevos sentimientos de orgullo y de ambición, que súbitamente se habían despertado en su pecho.
Y apreciando y queriendo a la protectora de la hermosa enamorada...
Volvemos a nuestro tema... ¡cuán cerca estaba de amar a la protegida!
Inés le contemplaba en tanto con grato asombro, no pudiendo comprender que sus palabras hubiesen causado tan profunda impresión a su libertador generoso.
Capaz era Jimeno de arrebatar el corazón de la doncella más esquiva y desdeñosa, que hubiese notado la arrogante sequedad de sus palabras, la serenidad y decisión de sus ademanes, su valor, su gallardía, y sobre esto el desprecio que hizo de la vida por libertar a las cautivas de Sancho de Rota. Nunca se arrostra bizarramente la muerte delante de una mujer sin recibir su admiración en recompensa; pero cuando la muerte se arrostra por la mujer que nos mira, la prez es su cariño.
Nada sin embargo predispuso tan favorablemente a la joven como ver la turbación que el relato de sus aventuras causaba a Jimeno. Aquel hombre de corazón de hierro, inflexible, audaz, que vino a dar muerte al capitán en medio de su pequeño ejercito, permanecía confuso, acobardado delante de su cautiva... ¿A qué mujer no le hubiera entonces asaltado el pensamiento de completar su triunfo, de avasallar al nuevo rey de las Bardenas, de convertir al león de las selvas en manso cordero que sigue los inciertos pasos de caprichosa zagala?
Inés tenía que luchar contra el soñado amor del sobrino de la judía; pero un amor fantástico debe oponer la misma resistencia a un amor real, que a la proa de un buque la bruma de los mares.
Al cabo de algunos minutos de significativo silencio, dijo el mancebo, con ánimo más bien de escuchar una disculpa que de oír una respuesta:
—¿Y no ha contado Raquel con que podía estar apasionado por otra mujer el corazón de Jimeno?
—Raquel sabía que el corazón de su sobrino había permanecido libre hasta entonces.
—Pero... desde entonces... ¡ah! ¿Cuántas mudanzas puede experimentar el corazón del hombre en un mes, en un día, en una hora?
—¿Sois vos amigo suyo? ¿Sois su confidente? repuso Inés dolorosamente herida por la primera punzada de los celos.
Como en los celos se interesa tanto el amor propio, y el amor propio es la parte del corazón humano que más presto se resiente; no es extraño que esta fuese la primera sensación de la joven. Mas luego miró al capitán: le pareció que por bueno que fuese el sobrino de la judía, no podía exceder a su libertador; o más claro: le parecía que el Jimeno real, era superior al Jimeno ideal, y añadió al punto en tono más humanizado:
—En efecto, creo que el corazón del hombre es susceptible de súbitas mudanzas, y creo también que si hay razón para argüirle por ellas, hay razón para argüirle por todas sus afecciones. Así, pues, no debéis vacilar en decirme, si vuestro amigo está enamorado.
—¿Qué lograríais con saberlo?
—Como ningún derecho tengo sobre él; como de todas maneras ya sin el apoyo de mi amiga, debo renunciar a su corazón, lograría saber que es feliz, y sabiéndolo, pudiera yo ser menos desgraciada.
—¡Qué generosa, o qué indiferente! exclamó Jimeno por lo bajo, casi con celos de sí mismo. —¿Conque renunciáis el amor de Jimeno? añadió, dirigiéndose a la prisionera.
—Abandono el intento de buscarlo.
—¿Por qué?
—Por que es inútil.
—Entonces, ¿a dónde queréis ir en saliendo de aquí?
—El pájaro que mientras permanece en la jaula, pierde sus padres y su nido; si le abren la puerta, sale, revolotea, goza un instante de la libertad; y vuelve a posarse en los alambres de la prisión.
—Según eso, ¿tornaríais a mi castillo? preguntó el mancebo casi con lágrimas en los ojos.
—¡Ah! ¿Quién sabe?...
—Pues, ¿no habéis dicho?...
—Pero si la jaula quedaba abandonada de su dueño, ¿qué había de hacer el pájaro dentro de ella?
—¿Ha de faltar nunca quien cuide de vos?
—Pero si en la jaula penetrasen los milanos mientras volaba libre la avecilla, ¿cómo ha de tornar esta a su morada, sabiendo que debe ser despojo de su voracidad?
—No, no: yo ahuyentaré de aquí a los malvados, que osen tocar el polvo que pisáis: ¡yo seré vuestro escudo, vuestro amparo, vuestro dueño! exclamó con tierno ahínco el capitán.
—Callad, por Dios, callad, que el ave está ya fascinada, y si llamáis con tan dulce reclamo, si la dirigís una mirada más, tal vez podrá caer en las garras del milano.
—¡Oh! no: habéis venido a mis brazos: la providencia os ha conducido... Raquel es un oráculo... yo he nacido para grandes empresas...
Yo he nacido para vos...
—¿Quién sois? ¡Dios mío! ¿Quién sois? gritó la joven, con respiración anhelante y entre cortada: ¿quién sois para hablar así?
—¡Jimeno, Jimeno! Tu corazón te lo ha revelado.
—¡Jimeno! ¡El de Mendavia! ¡Ah! es imposible tanta felicidad.
—Mírame en tu corazón... mírame aquí, y dime si no soy el mismo.
—¡Jimeno! repitió Inés, que vio unidos en este nombre el amor de su fantasía y el amor de sus ojos.
Los dos amantes permanecieron largo tiempo unidos con estrechísimo abrazo.
Separáronse después: Inés con la cabeza erguida, radiante de gozo: Jimeno con la frente abatida y el corazón despedazado por súbitos remordimientos.
—¡Adiós, Inés! decía al descender por la pendiente escalera del castillo.
—¡Adiós, Jimena! le repetía el eco de su conciencia.
Aquella noche, después de poner en libertad a todas las cautivas, menos a la más hermosa salió el capitán con los bandidos, y para sofocar sus negros pensamientos, incendió el alcázar del conde de Lerín, en Baigorri.
En las nubes que forma el humo sobre las llamas, creía el caudillo de los forajidos ver dibujadas las seductoras formas de Jimena, que, con las manos juntas, en ademán de orar se iba elevando poco a poco al firmamento, dirigiéndole dulces y melancólicas miradas, más bien que de reconvención, de resignación y ternura.
¡Desdichado el hombre que intenta borrar las huellas de una falta, con las pisadas del crimen!
La carta del condestable don Luís de Beaumont, al conde de Pallars, debió llegar a su destino, no sin alguna posdata, acerca del rapto de doña Blanca de Navarra. Así al menos es de suponer; por más que los coronistas guarden, sobre este y otros puntos impenetrable silencio.
Pero la carta, como todo lo que disponía el condestable, llegó en tan buena sazón a Cataluña; que celebradas ya las paces con el rey don Juan II de Aragón y de Navarra, y jurado príncipe de Gerona don Fernando su hijo, llamado después el Católico; comenzaban a esparcirse rumores siniestros, sobre la prematura y arrebatada muerte del simpático príncipe de Viana.
Rumores eran estos, que a pesar de la invencible aversión con que los catalanes miraban a don Juan, y sobre todo, a su segunda y execrable esposa, madrastra de don Carlos y doña Blanca; susurrábanse apenas como temeraria sospecha de envenenamiento, y en boca de los más rebeldes y atrevidos. Pero el conde de Pallars les fue dando cuerpo; ya soltando medias palabras y frases misteriosas; ya presentando con suma precaución documentos muy reservados, con el único fin de hacerlos públicos; convenciendo abiertamente a los reacios; encogiéndose de hombros con los crédulos y exaltados; contestando al uno con leve sonrisa, con un apretón de manos al otro, con una exclamación al de más allá, con votos y juramentos al de acullá: en fin, hízolo tan bien y de tal manera, que al cabo de poco tiempo, el susurro se fue convirtiendo en rumor, en ruido, en grito, en estruendo, y en estampido por último de la generosa indignación en que hervían los pechos catalanes, la cual estallando en el Rosellón, pasó rodando por todo el principado, como ruedan los truenos del uno al otro confín del horizonte.
Y como si la desastrosa muerte de aquel tan querido príncipe, no fuese bastante poderosa a romper el dique de tan impetuosas iras; todavía el conde de Pallars quiso acrecentarlas, aprovechándose diestramente de la desaparición de doña Blanca de Navarra, hacia quien volvían los ojos todos los partidarios de su hermano, sin que a ninguno le fuese dado clavar en ella sus miradas.
¿En dónde estaba la princesa? ¿Quién sabía de ella? ¿Existía por ventura? ¿La mano que suministró el veneno al príncipe don Carlos, se habría secado al perpetrar este crimen? ¿Habría reservado algunas gotas de ponzoña para la hermana? Si el tener legítimos derechos al trono era todo el delito del primogénito de Juan II, quien heredaba sus derechos, ¿no heredaba también su desastroso fin? Si el plan del rey era satisfacer la ambición desmedida de los hijos del segundo matrimonio, ¿no era una necesidad deshacerse de Blanca, como se había deshecho de don Carlos?
Estas reflexiones, por desgracia demasiado lógicas, acabaron de exaltar a los catalanes hasta el punto de creerse por todos de una manera positiva, que las almas de los príncipes hermanos vagaban todas las noches por las calles de Barcelona, arrastrando luengos sudarios, y clamando por la venganza con siniestras y profundas voces.
Hasta en el retiro del hogar doméstico, no había nadie que no escuchase a deshora gemidos inarticulados, suspiros confusos, ayes que parecían salir de la estancia inmediata, y que cuando allí se acudía resonaban en la que se dejaba: no había nadie que no viese cernerse juntas dos palomas con el cuello ensangrentado, y elevarse al firmamento, desde el palacio de los antiguos condes de Barcelona, dos lucecitas fosfóricas que despedían tristes y amarillentos resplandores.
Sadaz el conde de Pallars, y prevalido de la exaltación de los ánimos, pudo reunir en pocos días un ejército numeroso, y como la esposa misma del rey don Juan quisiese salirle al encuentro con el príncipe Fernando, su hijo, situándose en Gerona; dejose caer de improviso sobre esta ciudad, asediándola con ánimo resuelto de apoderarse a todo trance de la aborrecida madrastra.
Agitábase en tanto y con igual objeto el conde de Lerín en Navarra, auxiliado por los castellanos con quienes andaba en tratos; pero don Juan, que había recibido una gran suma de dinero del rey de Francia, Luís el Onceno, pudo levantar tropas y encomendarlas al mando de Gastón de Fox, su yerno.
Este ejército tenía que atravesar las Bardenas para ir de Navarra al Aragón, y luego a Cataluña, y en aquellas fragosas montañas podría encontrar no pequeñas dificultades, si a los bandidos se les antojaba situarse en un desfiladero para impedirle el paso.
No era muy temible que así sucediese; hacia mucho tiempo que los malhechores mostraban cierta predilección a los bienes y vida de los caballeros del bando del conde de Lerín, y casi podía considerárseles como amigos. Pero como los sitiados en Gerona pedían con tal ahínco los socorros de Navarra; era urgente acelerar el paso del ejército libertador, y prudente no exponerse a la contingencia del capricho de un capitán de salteadores, que podía ser ganado por las dádivas del condestable.
Envió, pues, emisarios el rey de Navarra a Jimeno, proponiéndole no perseguirle en seis meses si dejaba pasar las tropas sin oposición alguna; y el capitán de forajidos que a los pocos días de inútiles pesquisas y de estériles atentados para encontrar a su Jimena, se había cansado de escuchar en torno suyo lamentos y gemidos de víctimas de su venganza; no sólo admitió gustoso las proposiciones del monarca, si no que accediendo a despojarse de la investidura del rey de aquellas selvas, sometiose a don Juan con toda su gavilla, con la única condición de recibir los despachos de capitán de aventureros; especie de soldados trashumantes, que eran a los ladrones en aquella época lo que son hoy los corsarios a los piratas.
No es difícil de adivinar la acogida que encontraría semejante propuesta en el monarca; que no sólo aseguraba la neutralidad, si no que ganaba la amistad de un centenar de tigres, terror de aquellos bosques.
Asignoles sueldo con larga mano, concediéndoles además todo el botín que pudiesen coger a sus enemigos; y con estas seguridades, dio orden para que el ejército de don Gastón de Fox se moviese, internándose en los temerosos dominios de las Bardenas.
Divulgada la noticia por los pueblos comarcanos, fue recibida con inequívocas demostraciones de júbilo; y desde entonces pasaban los bandidos por las poblaciones sometidas al partido real, sin que les precediese el terror, sin que les acompañase el crimen, sin que les siguiese la desolación.
Gran golpe fue para el bando beamontés la sumisión de los bandidos, y el conde de Lerín con maquiavélica astucia, quiso cuando menos hacerla efímera, y aun trató de enemistar para siempre al capitán de aventureros con el rey de Navarra, valiéndose del siguiente ardid.
Una partida de osados beamonteses, disfrazados con los pocos uniformes y abigarrados trajes, é incompletas armaduras de los ladrones; se situó por orden del conde en una de las gargantas de las Bardenas, a la tardecilla del día en que pasaban las tropas reales: y disparando flechas y venablos contra la retaguardia, cayó sobre ella después de haberla puesto en confusión, para que creyendo el conde de Fox que los bandidos faltaban a su fe, pudiese derramarse por las montañas y tomar en ellos venganza.
Saliole demasiado bien este plan al condestable. El hijo del conde de Fox, que a semejanza de su padre y de la mitad de sus ascendientes, tenía Gastón por nombre, iba a la retaguardia del ejército con harto descuido, para que dejase de caer en la emboscada, y perecer envuelto por los partidarios del de Lerín, si en lo más crudo de la refriega no hubiese aparecido en su auxilio un formidable guerrero.
Mozo imberbe y novel, iba Gastón entonces a estrenar sus armas en la primera campaña, y muy pronto se dejó acorralar al pie de una roca por cuatro beamonteses que descargaban sin piedad sobre su arnés terribles y descomunales ajos, a que sólo hubiera podido resistir el fino temple de la armadura. A la primera arremetida cayó el caballo muerto a sus pies, sirviéndole de estorbo para la defensa: y aun cuando el mancebo fuese de condición de huir, antes de lo cual hubiera perdido cien vidas; érale también imposible tan vergonzoso recurso, porque a sus espaldas se alzaba un peñón tan alto como tajado. En este trance llegó el capitán de aventureros con algunos de los suyos.
Para acostumbrarse Jimeno al grave peso de la armadura, que tan incómoda le había parecido en su primer combate, mandose hacer una completa, de la cual, ni aun en momentos de ocio y descanso se desnudaba; y como su habitual y profunda tristeza le hiciese esquivo y huraño con sus mismos compañeros, raras veces levantaba la visera de la celada. Podía, pues, entrar en la lid sin desventaja alguna. Indignose el capitán de la superchería del conde de Lerín, y deseoso de lavar la mancha que momentáneamente había caído sobre su nombre, acometió con furia a los beamonteses, y derribando a los unos, magullando a los otros, hiriendo y espantando a los demás, se abrió paso con la punta de su lanza hasta el pie del peñón donde tan apurado se hallaba el hijo primogénito de Fox, nieto de don Juan II.
Conociendo los beamonteses la importancia de aquella presa, se habían amontonado en torno suyo para que no se les escapara; pero al ver sobre sí al terrible capitán de aventureros, conocido por la divisa de su escudo, y aun más por la pujanza de su brazo, volvieron contra él sus armas abandonando al imberbe mancebo que fatigosa y desmayadamente se defendía.
Jimeno derramaba en torno la muerte y el terror.
—¡Cobardes! gritaba a sus enemigos: ¡Traidores, que no podéis ser audaces, si no con el disfraz de los valientes; tomad, tomad el pago de vuestra superchería! —Ve, tú, villano, a ver si te vistes de aventurero del infierno. —Anda, tú, viejo zorro, que te conozco por el olfato. —Toma este bote, traidor, que no tienes de hombre de bien más que la ropa.
Así Jimeno como los héroes de Homero, y como todos los guerreros que más próximos están a la naturaleza, que no comprenden esos combates sin odio, esas luchas acompasadas y frías, en que ahora se ven envueltos millares de hombres; Jimeno, repetimos, insultaba durante la lid a los contrarios, que al fin tuvieron que emprender la fuga, para no quedar tendidos en el campo de batalla.
El hijo del conde de Fox, libre de todo peligro, salvado milagrosamente por el bizarro capitán, se abalanzó a sus brazos para manifestarle su vivo reconocimiento; pero Jimeno, que al ver huir a los enemigos permaneció a caballo, sueltas las riendas, la lanza en tierra, y la frente abatida, y lánguido el cuerpo, apenas fue de don Gastón tocado que ansiaba por estrecharle en su seno, cayó en sus brazos sin voz y sin aliento.
Su sangre corría por entre la cota y la gola, y una ligera abolladura de aquella parte del arnés indicaba que por allí había penetrado la punta de una lanza.
Tenía el mozo don Gastón de Fox, como todos los hombres bizarros de su edad, un corazón inflamable y propenso a súbitas y violentas afecciones, tan extremado en el amor como en el odio. Sintió, pues, vivamente la desgracia de su libertador y allá en el fondo de su alma le juró un agradecimiento y amistad de toda la vida, si es que la del capitán no había terminado en holocausto de la suya propia.
El conde don Gastón, advertido de las novedades que ocurrían tras de sí, volvió a reunirse a la retaguardia, poco después de terminado el combate, y su hijo le manifestó deseos ardientes de quedarse en Navarra para asistir al capitán de aventureros, su libertador, que por su causa quedaba peligrosamente herido.
No hubo remedio: tenía el mancebo una voluntad enérgica, y sobre todo un alma apasionada, y su voluntad se cumplió.
Marchó el conde a socorrer a los de Gerona, y su hijo acompañó a Jimeno, que fue llevado en parihuelas al célebre monasterio de la Oliva.
El hierro de la lanza había penetrado por la garganta: era peligrosa la herida, pero no mortal.
Cuando el capitán de aventureros abrió los ojos a luz, vio a su lado un joven gallardo y simpático que con semblante afectuoso besaba sus desnudas manos. Aquel joven era un príncipe; era el nieto de su rey, heredero presuntivo de la corona de Navarra, si como suponían algunos había muerto la princesa doña Blanca; pero, ¿no buscaban algo más en torno del lecho hospitalario las miradas inquietas de Jimeno?
¡Ah! ¡Cuán vivo era en su ánimo el recuerdo de una mujer! ¡Cuántos dolores le hacía sufrir su conciencia, mucho más punzantes que los de su herida!
¿Buscaban a Inés sus ojos por ventura?
No; el corazón de Jimeno no fue de Inés más que un sólo día, una hora, un sólo instante. El corazón de Jimeno fue de Inés como la paloma es del ave de rapiña que sabe fascinarla; pasa un momento y después, o la paloma ha perecido, o se esconde en su nido y aborrece al ave que la tuvo azorada con sus ojos. Inés fue dueña del corazón de Jimeno, como el magnetizador es dueño de las sensaciones de la magnetizada: desvanécese el fluido de comunicación, y ya entre aquellos dos seres no existe relación alguna.
Jimena, sí, Jimena; la princesa de Viana; doña Blanca de Navarra; esa mujer infeliz de quien se iba alejando más y más por sus compromisos, por sus relaciones, por sus amistades, y de quien cuánto más huía, más enamorado estaba; esa era la que los ojos del capitán anhelaban ver, cuando la vida tornó a su semblante, por tanto tiempo interrumpida.
El aventurero había ahuyentado de sí a la desdichada Inés con brusca indiferencia: había espantado el pájaro de la jaula; y el destino parece que tenía empeño en desviarle de la princesa, cuánto más le impulsaba a quererla.
Pero hemos prometido no entretenernos en este capítulo con amorosas relaciones, y no queremos seguir quebrantando nuestra promesa.
Trasladaremos, sin embargo, para concluir, las palabras del manuscrito del fraile de Irache, que al explicar este como otros puntos históricos, persiste siempre en su teoría de los encantamentos.
«...Cosa de brujería, dice, paréscenos aquesta afición descomunal; magüer non sea nuestro fablar de tan terrenales accidentes; por ende abastarnos debe sentar que Ximeno hovo menester de hechizos para adamar tanto a la fermosa villana.»
Por una senda estrecha y escabrosa de la falda del norte de los Pirineos, y con menos presteza de la que desearan, dos caballeros se dirigían una tarde del invierno de 1464 desde el interior de Navarra a la capital del principado de Bearne.
Cabalgaba el primero en un corcel de asaz impetuosos bríos, que mal su grado tenía que reprimir, por la escabrosidad del camino, abierto las más veces en peña viva, otras surcado por cauces desamparados de antiguos torrentes, y embarazado las restantes por robustos troncos de corpulentas hayas y altaneros pinos, aterrados por los huracanes.
Iba armado de punta en blanco, puesta la lanza en la cuja, y sujeta al brazo derecho con una correa; y con el izquierdo embrazaba una rodela de templado acero, en la cual estaba pintado un sabueso con el hocico cerca del suelo y en ademán de seguir la pista, con estas palabras por orla: «HASTA QUE LA ENCUENTRE.»
Montaba el segundo un Jaco alazán que, sin duda por la inveterada costumbre de andar por las montañas, y con una serenidad que sólo dan los muchos años, suelto y ligero como una cabra, saltaba de peñasco en peñasco y de precipicio en precipicio. Era su dueño un hombrón de unos cuarenta abriles, robusto y colorado, con áspera y cerdosa barba negra, ojos negros igualmente; pero alegres y pequeños: llevaba capacete de hierro, escudo y coraza de cuero, y una espada descomunal que para ser tan granDe cómo él, debió el artífice haberla estirado media vara.
Después de andar largo trecho, ocioso el acicate y tirante la rienda para sostener a los caballos que a cada paso hacían genuflexiones, llegando muchas veces a besar el suelo; quisieron picar un poco los caminantes en una llanura, a cosa de una legua de Ortés cuando de repente tiró el primero las bridas a su trotón, y levantando la visera dijo volviendo el rostro a su compañero, que siempre se mantenía a respetuosa distancia:
—¡Marín!
Marín saboreaba a la sazón el dulce néctar de una oronda bota que traía colgada ordinariamente del arzón, y que con harta frecuencia solía descolgar para estampar en ella sus ardientes labios. Tuvo, pues que suspender sus caricias, en medio de su más dulce embeleso.
—¡Chaforote! tornó a gritar el delantero con impaciencia.
—¡Señor!
—¿Que es eso? ¿Te quedas atrás?
—¡Cá! respondió tornando a colgar la bota, el buen Marín, llamado sin duda Chafarote por antitesis; no señor, si no que no puedo seguir. Este babieca, que Dios maldiga, sólo sirve para trepar por las rocas; pero en saliendo a lo llano no tiene sentido.
—Oye, Marín, ¿no sientes hacia el camino de san Juan de Pie de Puerto ruido de cascabeles, y de pisadas de caballerías?
—Vuesa merced debe tener los cascabeles en la cabeza, porque lo que es yo, no oigo palabra.
—Sin embargo, téngalos, o no los tenga, repuso el caballero, que sin duda estaba acostumbrado a las chanzas de Marín, yo siento el ruido cada vez más clara y distintamente; y es preciso averiguar de dónde procede.
—¡Señor, señor! vuesa merced tiene razón; esas deben ser acémilas que irán cargadas con tesoros para el rey de Francia, que diz que está entre san Juan de Luz y Fuenterrabía haciendo las paces. ¡Ay señor! famosa ocasión era esta, si estuviésemos en los pinares de las Bardenas, para echar el guante a esos regalos, por vía de merienda.
Apenas tuvo tiempo el buen Chafarote de acabar esta última frase; porque el caballero, echando atrás el brazo derecho, sacándole de la correa, y dando media vuelta a la lanza, fue a descargar con el cuento tan tremendo golpe en las espaldas de su escudero, que si este no acierta a poner delante la rodela, sin duda que no vuelve a mimar a su querida bota.
—¡Miserable! exclamó el caballero con trémulo acento, ¿aún no habéis llegado a comprender tú y tus compañeros que ya no estáis a las ordenes de un bandido, si no a sueldo de un capitán del rey?
Chafarote escondió la cabeza entre los hombros, se encorvó sobre el arzón delantero; encogió las piernas, y hubiera deseado en aquel momento si supiera matemáticas reducirse a la más mínima expresión.
Conociendo la condición iracunda y genio pronto de su amo, se guardó muy bien de replicarle; pero sintiéndose más de cerca el sonido de las campanillas, y el trote de las cabalgaduras, le dijo con voz humilde y ademán contrito:
—Señor, ¿quiere vuesa merced que me adelante un poco a ver si es alguna partida de rebeldes beamonteses, que han jurado hacernos tajadas si caemos en sus manos?
—No: hagamos alto en esta llanura, donde sería mengua tomar otras precauciones que las de enristrar lanzas: si son enemigos, no los llevaremos a la espalda, y si amigos, es regular que sigan el mismo camino que nosotros.
—Señor, ¿y puede saberse qué camino es el nuestro? Porque yo, maldito si entiendo lo que me pasa, desde que dejé de pertenecer al gremio de los ladrones, para entrar a servir de escudero a su merced.
—¿Echas de menos aquella vida?
—¡Ay, señor! respondió Chafarote con un suspiro lastimero: confieso que le tengo cierta inclinación. Beber y robar son mis...
—¡Chafarote!
—Basta, señor, no volvamos a las andadas: me contentaré con dedicar a lo primero toda la afición que profesaba a lo segundo.
—¿Cuando habías de tener la honra de hacer un viaje como el que ahora llevamos, siguiendo en la tormentosa profesión de bandidos?
—¡El viaje, el viaje! Señor, este es mi tema: ¿a dónde vamos?
—A Ortés.
—¿A la boda quizá?, preguntó el escudero con ironía.
—No te sonrías, insolente: a la boda vamos.
—¿A la boda del príncipe?
—Sí, hombre, sí. ¿Capaz serás de dudarlo?
—No, no, señor; se apresuró a responder Chafarote, yo no dudo jamás de lo que dice su merced, y sobre todo, cuando trae al lado un lanzón que como el brazo de Dios llega a todas partes, Pero, entendámonos: ¿vamos convidados?
—Convidados, hombre; convidados, por los mismos condes de Fox y príncipes del Bearne, hijos del rey don Juan, los cuales me han mandado un atento mensaje para que no deje de asistir a los desposorios de su primogénito don Gastón de Fox con madama Magdalena de Francia, hermana del rey don Luís el Onceno.
—Confieso, señor, repuso aturdido Chafarote, que a no ser para dar un limpión a la vajilla, jamás se me hubiera ocurrido presenciar antiguamente tan altos festejos. ¡Cuerpo de mi abuela, y como voy a sacar la tripa de mal año! Pero ¿cómo esos señores se acuerdan de mí, si no es para ahorcarme? añadió Marín haciendo de un plural un singular, sin duda por respeto a su señor, o por temor de su lanza.
—El novio don Gastón de Fox es mi mejor, mi único amigo; y siendo príncipe tan real y tan esclarecido, no se desdeña de tenerme a su lado.
Pero déjate de preguntas y mira el pelotón de gente que asoma allá por donde el sol se está poniendo.
Marín volvió en efecto la cabeza al Occidente, y en el alto de una vecina loma vio cuatro caballeros armados también de punta en blanco, y en medio de ellos una litera conducida por dos arrogantes mulas, cuyas cabezadas estaban llenas de campanillas y cascabeles, y coronadas de airosas garzotas, con cintas y perifollos de estambre de mil colores. Al lado de las cabalgaduras iban también dos fornidos villanos del país.
Podía dudarse si aquellos caballeros eran guardia de honor de la persona encerrada tal vez en la litera, o desalmados malandrines que mal su grado la llevaban cautiva.
Esta duda debía muy pronto aclararse; porque uno de la escolta se adelantó buen trecho al advertir el ademán resuelto de los que esperaban con lanzas en ristre.
No estaría aquella tierra en muy holgada y pacífica situación, cuando para ir a festejos de bodas, tomaban nuestros caminantes tanta precaución de armas ofensivas y defensivas, y tanto temían la aproximación de seres humanos.
En efecto, confiado el rey don Juan en sus propios recursos, o tal vez en su buena fortuna, no se aturdió cuando en todos sus vastos dominios brotaron simultáneamente terribles y numerosos enemigos. Su yerno, el conde don Gastón, ayudado de los principales caballeros de la facción agramontesa; de mosen Pierres de Peralta; de aquel famoso Sancho de Erviti, a quien hemos conocido en el rapto de la princesa; de Sancho Londoña y Beltrán de Armendáriz; obligó al conde de Pallars a levantar el cerco de Gerona, donde en tan terrible aprieto se vieron la reina y su hijo don Fernando. Pero los catalanes, que no desmayaron con esta, ni con otra posterior derrota, declararon al rey de Aragón y de Navarra traidor y enemigo de su patria; y como fuese desconocida, no sólo la morada, si no la existencia de doña Blanca, legítima poseedora de los derechos de su padre, a falta suya fueron a ofrecer los tres estados del principado de Cataluña al rey de Castilla, en odio al monarca don Juan, que se titulaba conde de Barcelona.
Algunos comentarios pudiéramos hacer acerca de este hecho notable de nuestra historia, si fuésemos a examinarlo bajo el punto de vista constitucional; pero dejándolos para ocasión más oportuna, diremos únicamente que el rey de Castilla admitió primero las proposiciones de los catalanes, y que después, pareciéndole cosa de sueño, según dice la crónica, respondió que sólo quería ser medianero de una buena paz, si dejaban sus diferencias con el monarca Aragonés al arbitrio del rey de Francia Luís el Onceno, que tenía en ciernes el proyecto de casar a su hermana Magdalena con el presunto heredero del trono de Pamplona.
Accedieron incautamente los catalanes a la propuesta, no sabiendo que era entregarse como un rebaño de corderos a la custodia y decisión del lobo; y mientras se publicaba la sentencia del árbitro, depusieron lealmente las armas.
No lo hicieron así los beamonteses de Navarra. El conde de Lerín, su caudillo, era harto avisado y astuto, para dejarse engañar tan fácilmente por apariencias de imparcialidad y justicia; y aunque solo,y desamparado de sus amigos de Cataluña, seguía en Navarra una guerra, si no tan ostentosa y formal como la del principado, de más ventajas al menos para las escasas fuerzas con que contaba, después de la desmembración que de ellas hizo para auxiliar al conde de Pallars.
He aquí, pues, explicados los justos motivos de recelo y desconfianza que asistían a nuestros caminantes para precaverse contra las guerrillas del bando enemigo, que si no infestaban el Bearne como Navarra, no era imposible que traspasasen la frontera.
—¿Quién va allá? gritó con bronca voz el caballero viniente a los expectantes.
—Navarra por Agramont, le contestó otra voz no menos robusta pero más sonora.
—¡Oh! somos amigos, repuso el de la escolta. Y si la fama de vuestra gallardía y la divisa de vuestro escudo no miente; sois el capitán de aventureros más valiente que ha conocido Navarra.
—El capitán de los Bardenas, contestó Jimeno modestamente.
—Me llamo Sancho de Erviti; repuso el recién llegado, alzando la visera.
—¡Sancho!
—Sí, ¿os choca ese nombre?
—No lo niego.
—¿Quizá supondríais que andaba... allá... por las montañas de Cataluña? pues amigo, las treguas me han arrojado de allí... Yo me pudro donde no hay guerra.
—¡Sancho!... ¿Sancho... de qué? repuso Jimeno, como afectado por una idea.
—¡Sancho de Erviti! ¡Qué diablos! No parece si no que os coge de nuevas el nombre de un infanzón de Navarra, dijo el caballero un tanto picado de que su ilustre fama no hubiese llegado a oídos del capitán.
—¡Sancho!... repitió este, no sé por qué tengo tanta predilección por este nombre.
—¡Voto al diablo! ¡Pues hartos Sanchos hay en el mundo!
—Muchos más había, replicó Jimeno con extraña sonrisa; muchos más había antes de haber empuñado yo mi lanza.
—¡Ola! ¿Conque tantos habéis despachado al otro barrio? ¡Voto al chápiro!
—¡Oh! ¡Bastantes!... ¿Y quién sabe si todos ellos sin merecerlo?
—Pues, hombre, que no os dé conmigo tan extraña manía.
—¡Con vos! ¿Y por qué?
—Andemos, si os parece, dijo el caballero desentendiéndose de la pregunta, al ver que los de la litera se acercaban demasiado.
—¿A dónde vais?
—Por ahí adelante.
—El mismo camino llevo yo, respondió Jimeno. ¿Y os detenéis?...
—En cualquier parte.
—Como yo... justamente. En cualquier parte.
—Con que... andemos, dijo Sancho, con visibles muestras de impaciente, y aun de contrariado por aquel encuentro.
—Vamos. ¿Pero a quién diantres lleváis en esa litera, don Sancho?
—A nadie... ¡A un arzobispo! añadió luego de repente, y con mucho misterio Sancho de Erviti.
—¡Pésia mi alma! ¡Y decís que es nadie un arzobispo!
—Pues tan arzobispo es como el de Tarragona, replicó Sancho, esforzándose en sostener lo que nadie le contradecía.
—Yo lo creo. Pero, deteneos: ¿sabéis, don Sancho, que oigo unos suspiros que me traspasan el corazón?
—¡Aprensiones! Vamos corriendo: hace un frío de mil diablos, y la noche se viene encima.
—¡Qué diantre! ¿Sabéis que vuestro arzobispo suspira como una monja?
Sancho perdió el color, y para disimular sin duda su turbación, dejó caer la visera diciendo:
—¡Arzobispo es, voto a mi alma!
—Así os lo parece, repuso con calma Jimeno: ¿Pero no es fácil que os hayan dado gato por liebre? ¿No es posible que lo que vos creéis un venerable prelado, no sea ni siquiera un triste monaguillo?
—Señor capitán, exclamó el caballero; yo sostengo mi palabra; porque sería la primera vez que Sancho de Erviti dejase de tener razón contra el mundo entero.
En esto se oyó una voz femenil que con lastimoso acento, capaz de conmover las peñas, salía de la litera, diciendo:
—¡Ay, mísera de mí!
—¿Sabéis, don Sancho, advirtió el aventurero, que estaba por rogar a vuestro arzobispo que saliese a bendecir estos lugares?
—¿Por qué?
—Porque se me figura que por aquí debe andar un alma en pena.
—Terco sois, señor capitán; pero habéis dado con la horma de vuestro zapato. Precisamente tengo yo vanidad en ser terco; porque me sobra valor cuando me faltan razones.
—En efecto, señor infanzón, repuso Jimeno con un tono de furia que se reprime; para llamaros Sancho, veo que disputáis demasiado.
—¿Qué queréis decir? —Pero... andemos.
—Andemos ahora, todo lo que os plazca.
—¿Decíais?...
—Decía que me agrada haber al fin tropezado con un Sancho, valiente, y que disputa mucho.
—Es mi genio; y como no puedo vencerme, he hecho gala de este defecto: mirad, mirad el mote de mi escudo.
—¿Qué quiere decir?
—¿No sabéis leer?
—No.
—Yo tampoco: pero sé, porque todos los clérigos me lo dicen... que aquí se lee: QUE SÍ: QUE NO; lo cual indica, que cuando los demás afirman una cosa, yo la niego; y cuando los otros niegan, yo afirmo.
—¿Sabéis, caballero, que he malgastado mis bríos con muchos Sanchos en este mundo, buscando un Sancho parecido a vos? ¿Sabéis que ha muerto un Sancho de Rota, sólo porque tenía alguna semejanza con un Sancho de Erviti?
—Y eso ¿qué significa? dijo este, tirando de la brida a su caballo.
—Andemos, andemos; ahora me toca a mí meteros prisa.
—Pero ese tono... esas palabras...
—Adelante. Quiero que satisfagáis una de mis dudas. ¿Cuando vais a cometer cualquier fechoría... así... de caballeros: cuando vais por ejemplo a robar doncellas... a Mendavia?...
—¡Cielos!
—¿Lleváis esa divisa, o preferís disfrazaros para no ser conocido con la armadura de vuestro escudero?
—Señor capitán, veo que lo sabéis todo y en nombre del rey...
—Señor infanzón, gritó el capitán, con la voz del torrente que rompe un dique y se precipita en catarata; lo que ignoro, lo adivino, y en nombre de Dios os pido me digáis que habéis hecho de Jimena, la villana de Mendavia, o sois conmigo en singular batalla.
—¡Paso, paso en nombre del rey! mañana juro venir a este sitio a castigar vuestra insolencia, le respondió con ira el infanzón.
—Sancho de Erviti, mirad mi escudo: ¡HASTA QUE LA ENCUENTRE! Mi corazón me dice que ya la encontré.
Volvió riendas súbitamente el capitán, y dando un espolazo al caballo, partió a escape hasta la litera.
—¡Caballero, doleos de mi! exclamó dentro una voz confundida por los sollozos.
Sancho había seguido a Jimeno.
—¡Adelante, adelante! gritó el hidalgo, picando con la punta de su lanza a las cabalgaduras.
Pero el capitán se había puesto en medio del camino con la lanza en ristre, y con firme acento, y ánimo decidido le dijo:
—¿Quién es esa señora que lleváis cautiva?
—Os empeñáis en saberlo, ¿no es verdad? contestó don Sancho.
—Sí.
—Es decir, señor capitán, que queréis que os lo declare por fuerza.
—Os digo que sí, replicó impaciente el caudillo de aventureros.
—Pues bien, señor capitán de ladrones; visto el empeño que formáis, os digo QUE NO.
—No dais un paso adelante si no la dejáis libre, cualquiera que ella sea.
—¿Cómo pensáis impedírmelo miserable bandido? repuso don Sancho de Erviti, arremetiendo furioso al caballero que le recibió con gentil denuedo.
Trabóse entonces un desigual y sangriento combate. Chafarote desnudando su formidable espada, se puso al lado de su señor, que entretenido con Sancho de Erviti y su paje, sin duda hubiera sido envuelto entre los cuatro de la escolta sin este auxilio. Al primer encuentro saltaron hechas astillas entrambas lanzas que habían tropezado en las rodelas; echaron luego los caballeros simultáneamente mano a las espadas; y tan tremendos y repetidos tajos se sacudían, que formaban un espantoso estruendo con las armaduras, como mazos de fragua que aplastan el hierro sobre el yunque. Saltó por fin de un mandoble el casco de don Sancho, y otro mandoble dirigido a la cabeza, que por fortuna se desvió sobre el hombro, hízole oscilar en la silla y caer luego en tierra con un fragor tan tremendo, como el de un roble de cien siglos derribado por el rayo. El caballo del capitán dobló entonces las rodillas, y derramando un río de sangre por la cabeza cerró para siempre los ojos, enclavados tristemente en su jinete.
Al tender este los suyos vio tres guerreros en el suelo: Sancho y uno de los escuderos de su comitiva, y el desdichado Marín, cuyo auxilio le había sido tan eficaz. La litera, los villanos y dos jinetes habían continuado su marcha, huyendo de aquel encuentro.
El capitán no tuvo tiempo siquiera para prestar auxilio a su escudero, y montando en el caballo de Sancho de Erviti, hundió las espuelas en sus hijares y a los pocos minutos alcanzó la litera.
Los dos escuderos que habían sobrevivido al combate, y que por orden de su señor seguían escoltándola, apresurando la marcha de las cabalgaduras, huyeron despavoridos apenas vieron de cerca al formidable capitán de aventureros, el cual echando pie a tierra, teniendo en la mano las bridas del caballo con sobresalto empuñó la aldaba de la puertecilla de la litera. El corazón le palpitaba con violencia: tenía cierta esperanza de ver a su Jimena.
Abrió por fin, y la que estaba dentro era una religiosa de la orden de san Benito.
—Señora, la dijo el caballero con respetuoso, pero tristísimo acento, sois libre: decidme ahora a dónde queréis que os lleve, y hasta poneros en salvo os iré acompañando al cabo del mundo.
La religiosa cubierta con el sagrado velo, no le respondió.
—Señora, volvió a decir, no tengáis miedo, soy vuestro libertador.
Siempre el mismo silencio.
Reparando entonces el capitán en su inmovilidad y en la extremada palidez de sus manos, se determinó a levantar el velo para ver si estaba desmayada. Ejecutó al principio esta operación con respetuosa timidez; pero viendo que nadie se lo impedía, echó de un golpe el lienzo a las espaldas de la desmayada religiosa.
Un estremecimiento general paralizó la lengua de Jimeno. Llevó inmediatamente la mano a la visera para levantarla, creyendo sin duda que sus calados hierros, ofuscando sus miradas, no le dejaban ver la realidad; se restregó los ojos como si despertase de un sueño, el pecho le temblaba bajo la coraza de hierro, los latidos de su corazón eran violentos...
—¡Es ella; no hay duda: es ella! exclamó el capitán con trémulo y profundo acento, y luego lanzando un grito de gozo inefable:
—¡Jimena! repitió, ¡Jimena mía!
El eco de su voz era tan fuerte, vibrador y penetrante, que no pudo menos de llegar al corazón de la princesa, la cual abriendo poco a poco sus párpados, mirando con asombro a su alrededor, clavó sus atónitas miradas en el semblante del mancebo que la contemplaba con dulcísimo arrobamiento, y prorrumpió también en entrecortadas voces:
—¡Ah!... ¿Qué es esto?... ¿Dónde estoy? ¡Él... sí... él... es!...
¡Jimeno! ¡Jimeno!
Y se arrojó a sus brazos.
Aquí esperábamos nosotros hallar en la crónica una florida, menuda, y atildada descripción de los afectos que debieron sentir los dos amantes después de tan larga ausencia, y cruel incertidumbre; pero nos encontramos con que los historiadores, ya por desidia, ya por ignorancia, se contentan con decirnos lisa y llanamente que no aciertan a explicar el cúmulo de sentimientos y de ideas que debieron asaltar el corazón y la mente de los susodichos enamorados. Los coronistas lo dejan al buen juicio de sus lectores; y, por Dios, que estábamos medrados si otro tanto hubiesen hecho con el resto de la obra.
Nota sin embargo un historiógrafo, que el recuerdo de la primera y única falta del capitán de aventureros, en dejarse alucinar momentáneamente por Inés, le turbaba un tanto el gozo presente, y daba a su fisonomía un aire menos satisfecho, menos jovial y comunicativo que el de la princesa, paloma inmaculada que podía ostentar el alma pura, como los copos de la nieve.
Lo malo es, que el referido cronicón toma pie con este motivo para moralizar pesadamente acerca de lo bueno que es ser siempre bueno; como si el autor, por santo que fuese, puesto en el caso que el capitán de aventureros... Pero sigamos el cuento; pues se nos antoja que los lectores han de tener más gusto en oír hablar a los dos amantes, que a todos los coronistas.
El capitán fue el primero en volver de aquel estático silencio.
—Pero, ¿qué es eso, Jimena? ¿Tú con hábito de religiosa? Por ventura, ¿te habré arrancado de un cautiverio para conocer que vives en otro distinto?
Blanca, en vez de contestar a esta pregunta, no menos admirada que su libertador, le dirigió la siguiente:
—Y tú, Jimeno, ¿qué cambio tan extraño has sufrido? ¡Si no acierto a dar crédito a lo que ven mis ojos! ¡Si parece imposible que el valeroso guerrero que acaba de libertarme de doble número de contrarios, sea el tímido mancebo que solía acompañarme en mi cabaña de Mendavia!
—Tan imposible por lo menos como que tú, sencilla labradora, huésped de las riberas del Ebro, vengas escoltada por tantos caballeros, y en una litera, que no la tienen mejor nuestros monarcas. ¿Qué transformación es esta?
—Parece, Jimeno, parece en efecto que estamos aun bajo la influencia de un sueño, del que nunca quisiera despertar. ¡Yo libre de mis perseguidores, yo dueña de mí misma, de mis palabras, de mis acciones; yo puesta en salvo por un hombre que me quiere por lo que a sus ojos aparezco, y no por lo que, me han dado los demás...!
—Sí, la interrumpió el capitán y su frente se iba oscureciendo con aquella triste nube de recuerdos, única que empañaba tan sereno y esplendente cielo de felicidad: sí, lo has conocido al fin: yo te amo y te amé desde el primer instante en que te vieron mis ojos. Este amor, como si fuese un rayo celestial, iluminó mi entendimiento, abrió a la fe los ojos de mi alma, y para identificarme contigo, quise que nuestras oraciones fuesen dirigidas a un mismo Dios; y que si no podíamos unirnos en la tierra, al menos en el cielo tuviésemos una misma morada. cuando por aventuras tan extrañas como increíbles, desapareciste a mis ojos, en el momento mismo en que acababa de librarte de una muerte desastrosa; faltó a mis ojos la luz, faltó la vida a mi corazón, faltó a mi alma la dicha y el reposo. Entonces experimenté un trastorno, una mudanza súbita en todo mi ser: me sentí audaz y valiente; resolví buscarte en todas partes, arrebatar a tus raptores la presa de entre sus garras... ¡ay! ¡Pero no creí que después de dos años de afanes y de lides, volvería a verte cubierta de un velo, de un escudo impenetrable para mi ventura!
La princesa se sonrió tristemente al escuchar estas últimas palabras.
Es verdad que ceñía su frente con el sagrado velo de las vírgenes del Señor; pero este obstáculo era quizá el menor que se oponía entre la heredera, o legítima dueña, por mejor decir, del trono de Navarra, y el hijo de Samuel, judío de Mendavia.
Tal era, sin embargo, la dulce melancolía y la ardiente pasión en que rebosaban las miradas de Jimeno; tan poco acostumbrada se hallaba doña Blanca al sincero lenguaje del afecto y del cariño, que embriagada como a pesar suyo, con aquel perfume deleitoso, y con los mágicos acentos del capitán, no tuvo valor para dejarle en el error de que el hábito que traía, encadenaba su corazón; ni menos aun para revelarle la elevación de su cuna, el abismo que le separaba; para pronunciar, en fin, una palabra que hubiera confundido por siempre, y anonadado a su amante.
Con trémula voz y semblante ruboroso, después de un momento de pausa, dijo a su libertador.
—Jimeno, el hábito que llevo vístolo por fuerza... soy libre, gracias a tu valor... enteramente libre; mis labios no han pronunciado otros votos que por la aventura de mis amigos y contrarios.
—¡Oh! basta, basta! respondió el capitán, que al arrullo de aquella voz había adormecido la de su conciencia: yo no puedo aspirar a tus amores: el empeño que manifiestan tus enemigos en perseguirte, el aparato de que te veo rodeada, el mismo porte distinguido con que apareces a mis ojos como una reina; todo eso me hace comprender que no eres tú lo que aparentabas en Mendavia. Mozo entonces sin experiencia, privado hasta de la facultad de pensar, porque mi alma toda estaba ocupada en sentir; durante estos dos años he reflexionado mucho, porque he padecido más. Tú debes ser cuando menos hija de algún hidalgo y bien nacida, porque los caballeros te escoltan y se dignan descender hasta robarte: es imposible que puedas abrigar amor alguno hacia el hijo de un judío, que no sabe si en este momento está cometiendo algún desacato hablándote como allá, bajo el emparrado de tu choza, como a la gentil villana de Mendavia...
—¡No, no; prosigue!, exclamó la princesa, a pesar suyo arrastrada por el dulce reclamo de aquel murmullo encantador; trátame como a tu igual: una vez te debo la vida, y otra mi libertad... ¡La nobleza de tu alma suple con creces la que pueda faltarte por tu cuna!
—Pues bien, repuso el caballero, como alentado por una vaga esperanza; tal vez como he dicho, seas hija de un hidalgo, o quizá de un caballero; en cuyo caso, yo, pobre reptil que me arrastro por el suelo que pisas, no tendré más ambición ni mayor contento que el de seguir a tu lado, como un perro tras de su amo, y dar la vida por defenderte; pero a lo menos podré levantar hasta ti mis ojos, podré pensar en ti sin que sea ofensa para el Señor, como lo fuera estando tú consagrada a su servicio.
Ahora, dime a dónde quieres que te conduzca porque la noche se aproxima, y es preciso pensar en retirarnos.
—Pero, ¿en qué país estamos? ¿A dónde me llevaban?
—Pues qué, ¿lo ignoras? ¡En los Pirineos! respondió con asombro el capitán.
—Anoche me sacaron del convento de San Juan de Pie de Puerto, con anuencia de la abadesa, cuatro caballeros cubiertos de hierro de los pies a la cabeza, y encerrándome en esta litera, tratándome con respeto, pero con increíble severidad, sin detenernos nunca en pueblo alguno, y sólo si en el campo el tiempo preciso para que comiésemos nosotros y las cabalgaduras; me han traído por estas montañas, sin que mis lágrimas ni mis súplicas pudiesen ablandar el empedernido corazón de mis raptores: ni una sola vez han levantado delante de mí la visera de su casco, ni una sola palabra han respondido a mis reiteradas súplicas.
—¡Es cosa singular lo que te sucede! Pero es necesario que no nos detengamos aquí por más tiempo. El sol acaba de ponerse y debemos buscar albergue donde pasar la noche. Afortunadamente no lejos de aquí tengo un amigo en cuya casa podrás permanecer segura: entonces me contarás tus aventuras, y me reservo también para la noche el referirte las mías.
—Entre tanto, respondió la princesa, yo meditaré el partido que me conviene seguir en esta ocasión.
Y entre ufano y melancólico, después de dirigir a la princesa una ardiente mirada, cerró el capitán de aventureros la puerta de la litera, y dijo a los villanos que la acompañaban:
—¡Adelante, muchachos! antes que cierre la noche es preciso que lleguemos a Ortés.
Los villanos se le quedaron mirando con aire entre socarrón y estúpido.
—¡A Ortés! todo el camino adelante, ¿no lo habéis entendido? repitió el caballero.
—¡Sí, señor! lo hemos entendido a Ortés: sea: respondieron los conductores.
Y encogiéndose de hombros con una sonrisa brutal, arrearon las mulas, y se dijeron el uno al otro:
—Caramba, Juancho, ¡para esto maldita la necesidad que tenía de haber despachado dos hombres al otro barrio!
—¡El diablo que lo entienda, Francho amigo! a nosotros sólo nos toca obedecer y callar.
Y mirando de reojo, tan pronto a la litera como el capitán, continuaron su camino.
Jimeno, radiante de júbilo y embebecido en sus amorosos pensamientos, ni escuchó estas razones, ni advirtió la sonrisa maligna de los villanos.
En medio de la oscuridad de la noche, templada por los serenos rayos de la luna, ocultos a veces tras de ligeras ráfagas que surcaban el espacio, alzábase el castillo de Ortés, perteneciente a los condes de Fox y príncipes de Bearne, despidiendo por los pintados vidrios de sus afiligranadas ventanas, nubes de fulgor y de perfumes, que parecían envolverle en cambiantes aureolas.
De cuando en cuando brotaban también raudales de tumultuosa y plácida armonía, de voces y risotadas, brindis y estallidos de vasos y botellas, estruendo y algazara, confusos, indistintos, fantásticos, casi diabólicos; y el alcázar todo parecía temblar bajo las cadenciosas plantas de numerosos danzadores.
Henchido estaba el venturoso castillo de la flor y nata de los gentiles hombres y caballeros de Francia, de los ricos-homes, grandes maestres, infanzones é hidalgos de Aragón, de Castilla y de Navarra.
Ostentaban los españoles anchas y majestuosas túnicas bizantinas de riquísimo paño de seda, y brocado de oro, guarnecidas con blancas pieles discretamente adobadas, con que solían en ocasiones solemnes honrarse y honrar a sus elevados huéspedes; mientras que los franceses, no sin cierto linaje de envidia que ha quedado escrupulosamente consignado en la historia, llevaban el traje corto, que tan común se iba haciendo en aquella época, aunque sin los brillantes y variados colores, con que los caballeros de otras naciones solían engalanarse.
Era debida tan magnífica concurrencia, no sólo a la elevada cuna de los novios, si no a la circunstancia de hallarse en la frontera el rey de Francia, y los embajadores de tres reinos, para la celebración de las paces entre Navarra, Cataluña y Castilla.
Todos a la sazón estaban amigablemente confundidos en el desorden con que siempre terminan las fiestas más bien preparadas, y en torno de mesas espaciosas, donde se veían esparcidas anchas y labradas copas de plata y oro, frascos enormes de vidrio, cubiertos con doble tejido de esparto, y restos de viandas y platos, que habían sobrevivido a la espantosa catástrofe, en que perecieron las aves más sustanciosas que pueblan los Pirineos, las reses más pingües de sus valles, los más exquisitos pescados del Océano, y hasta los delicados salmones truchas de las cristalinas aguas del Vidasoa y del Gabe.
El prolongado salón, teatro de las famosas hazañas de tan nobles caballeros, tan dispuestos y poderosos para acabar con interminables y compactas hileras de frascos de Peralta, Burdeos y Champaña como a derrotar las descreídas turbas de los moros de Granada; el salón, repetimos, colgado de rica tapicería veneciana, adornado con los retratos de los condes de Fox y de Bearne, demostraba ya el refinamiento a que la arquitectura gótica había llegado en aquella época, por el exquisito y menudo trabajo de la magnífica techumbre que, dorada por los más diestros artífices, parecía una ascua inmensa al rojo resplandor de las bujías.
Todos los sillones tenían en su respaldo recamadas las armas de los príncipes, compuestas de toros y roeles.
Entre los caballeros franceses, figuraban en primer término el duque de Borbón y mesire Juan de Rohan: al frente de los caballeros navarros el inflexible y duro mosen Pierres de Peralta, y el marqués de Cortes; y entre los castellanos sobresalía por su arrogancia y apostura don Ruy Díaz de Mendoza.
Pocas damas había en la desordenada estancia, que pudieran contener la ruda franqueza que reinaba entre aquellos señores: los ecos de dulces y lejanos instrumentos llegaban de cuando en cuando a sus oídos, atrayéndolas como un reclamo a los salones de baile. Pero fuese por distracción, por indiferencia, o por curiosidad, lo cierto es que una joven, dama de la condesa de Fox, permanecía en pie delante de una ventana, abierta para templar el excesivo calor del aposento, dirigiendo vagas y melancólicas miradas al astro de la noche.
Notablemente contrastaba la palidez y profunda tristeza de su rostro, su ademán reflexivo, y su actitud inmóvil, con el bullicio, movimiento, franqueza y alegría de los otros; más por fortuna suya nadie reparaba en aquella estatua de marfil antiguo, que parecía labrada por Fidias para apoyar su brazo en la cornisa de un sepulcro.
Hemos advertido ya la mezquina rivalidad que reinaba en punto a trajes entre españoles y franceses: estos en particular, dando sobrada importancia al lujo de los castellanos, no desechaban ocasión oportuna de zaherirlos y mortificarlos. El duque de Borbón, preciado de decidor, de buen mozo y de bizarro, acababa de contar una historia asaz impertinente, en la que se traslucía la intención de dejar no bien parada la galantería española.
Una parte del auditorio mostrábase amohinada, cuando el marqués de Cortes levantose con aire reposado y grave, y dirigiéndose al caballero francés:
—Señor duque, le dijo: lo que acabáis de contar maldita la gracia que tiene: sucesos algo más extraños y mucho más ciertos han acaecido el año de mil cuatro cientos y... no me acuerdo exactamente.
—¡Al caso, al caso! gritó mesire, Juan de Rohan, desocupando una ancha copa de oro de vino de Peralta, ¿qué nos importa la fecha?
—Probablemente lo mismo que la relación, dijo el duque un tanto, picado.
—Señores, prosiguió el marqués con mucha calma: era el año de 1442, hacia el mes de...
—Marqués, ¡por Jesucristo vivo! ¡Que no seáis machaca! ¡Vive Dios que me agrada la puntualidad!
—Mesire de Rohan, ¿quién os estorba que llenéis las copas de Peralta las veces que se os antoje?
—A la verdad que no adivino quien pueda ser capaz de tal audacia, contestó el caballero francés, y voy a hacer la prueba media docena de veces al arreo a ver si me equivoco.
—Proseguiré mi cuento, repuso el impertérrito marqués, sin provocaros a tales esfuerzos; porque os aseguro, mesire Juan, que vuestra cabeza no está para mucho. Acababa, pues de tremolar en Nápoles por vez primera el pendón Aragónés sobre el pendón de Francia; cuando el magnánimo Alfonso, uno de los mejores monarcas de este siglo...
—¡Alfonso el usurpador! ¡Alfonso el adúltero! ¡Basta! interrumpió el duque de Borbón con amargura.
—Francés sois, buen duque, y a fe que se os está conociendo hace rato. Nunca se llamará usurpador al príncipe que triunfe de sus enemigos y sepa conservar sus conquistas por tantos años como el rey don Alfonso de Aragón. ¡Adúltero! Tended los ojos en derredor de los príncipes y grandes señores de Europa, ¿quién de ellos será el inocente que pueda tirarle la primera piedra? Tenía el rey un esposa infecunda, respiraba la ardiente atmósfera de un clima abrasador, donde la celebrada hermosura del país no es comparable con la belleza de las mujeres: error fue, lo confieso, pero error que la pasión disculpa. Enamorose, pues, don Alfonso de una dama pobre y hermosa, que vivía en el Borgo, adonde iba el monarca disfrazado todas las noches. Hacia algún tiempo que en el rostro de don Alfonso se notaba una expresión particular: su inquietud era extremada; pero el júbilo de su corazón rebosaba en el semblante, dando a conocer que esperaba con sobresalto algún acontecimiento venturoso. Un día, por fin, avisáronle de que era padre. ¡Ah! ¡Padre un rey a quien el mundo entero le sonreía, a quien le faltaba la sonrisa de un hijo! ¡Padre un hombre cuya gloria con él se hundía en el sepulcro! Temblando de amor, de gozo y de impaciencia, embozado en su capa, y acompañado de uno sólo de sus más fieles servidores, fue a conocer y abrazar a su hija: porque en efecto, era una niña la que su amante acababa de dar a luz. Encontró la puerta cerrada: llamó a Raquel la judía, madre de leche de su querida, y no le respondió...
—¡Ah! exclamó entonces la dama de la ventana.
Nadie escuchó aquel suspiro.
—¡Tornó a llamar con la aldaba, prosiguió el marqués que logró cautivar la atención de su auditorio; y siempre el mismo silencio! El corazón de Alfonso latía con violencia: rujia la tempestad dentro de su pecho: furioso ya, llamaba con voces y con aldabazos a un mismo tiempo; con la fuerza de la desesperación desquicia la débil puerta, traspasa el dintel, llamando a voces a la madre y a su hijo, y sólo el eco de su voz resuena en aquellas lúgubres y tenebrosas habitaciones. Anduvo a tientas de uno en otro aposento, hasta que hollando sus pies un cuerpo humano tendido en tierra, estuvo a punto de caer: tentó con sus manos un cadáver... una mujer. ¡Qué angustia! ¡Qué horrible ansiedad! ¡Una luz, una luz! clamaba. Por una luz hubiese dado la mitad de su corona. —Un rayo de luna penetró entonces por la ventana abierta del aposento, iluminando las lívidas facciones de la dama! El grito pavoroso que lanzó el infortunado Alfonso, era capaz de conmover las entrañas más endurecidas. ¡Tenía a sus pies a la madre de su hija! —Quedó inmóvil de terror, y pasados algunos momentos despertó de su letargo, rugiendo como la leona que ha perdido sus cachorros, llamando a su amada, llamando a su hija, llamando a la hebrea, llamando en vano al cielo mismo, que se mostraba tan sordo a sus clamores, como todo cuánto le rodeaba.
—Desde que os oí mentar a la hebrea, me dio muy mala espina, dijo mosen Pierres de Peralta.
—Pero, ¿quién os ha contado tan peregrina historia? añadió Ruy Díaz de Mendoza.
—Nadie, respondió el marqués, yo mismo la he presenciado.
—¡Vos! exclamaron todos a un tiempo.
—Sí; yo acompañaba al desdichado monarca, yo fui el confidente de sus amores.
—Pero sepamos, repuso el duque de Borbón, si el cuento concluye tan bien como ha empezado.
—La relación, señor duque, ha terminado ya: jamás el rey ha logrado saber que ha sido de su hija, ni de la hebrea, el ama de leche de su amada.
—Bien está, prosiguió el implacable duque de Borbón: este cuento tiene al menos el mérito de poderse terminar con una moraleja: el rey don Alfonso de Aragón, había cometido un crimen, y Dios le castigó en su pecado.
—Señor duque, dijo el marqués, que estaba esperando esta salida para descargar de repente toda su amargura: si una flaqueza del corazón, merece tan espantoso castigo, ¿con qué tormentos podrá espiarse un delito cometido con tanta frialdad? ¿Qué merecerá el asesino de la querida de Alfonso, y el raptor de su hija?
El rostro del marqués, animado un tanto durante su relación, no dejaba de expresar un amargo resentimiento.
—Desearía saber, señor marqués de Cortes, por qué hacéis esa pregunta al duque de Borbón.
Porque el asesino fue un francés.
—¡Francés! exclamaron todos en tumulto, levantándose precipitadamente y arrojando mesas con frascos, viandas, y copas por el suelo.
—Sí; un francés pagado por el duque de Anjou.
—¿Y osaréis sostenerlo en todas partes? gritó desatentado el duque de Borbón.
—Donde quiera.
—¿Fuera del castillo?
—Fuera y dentro.
—¿Ahora mismo?
—¿Por qué no?
—Salgamos.
—Sí, salgamos.
Pero al tiempo de salir volvieron todos sus miradas al opuesto lado, y hallaron tendida en el pavimento, y en el hueco de la ventana, una joven que durante la relación había caído desvanecida, sin ser de nadie notada.
—¡Cielos! exclamaron todos.
—¿Qué es esto?
—¡Esta muerta!
—No, no, desmayada; contestó el marqués de Cortes, tomándola en brazos.
—Pero, ¿quién es?
—Una dama de la condesa.
—¡Inés!
—Sí, Inés; Inés creo que se llama, notó con indiferencia mosen Pierres.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Qué le han hecho?
—Eso es lo que tienen los cuentos del marqués de Cortes, que sólo sirven para asustar a mujeres y a chiquillos; advirtió su desapiadado antagonista.
—Que la saquen pronto de aquí.
—Esa Inés andaba ya malucha, hizo notar uno de los caballeros comarcanos. Desde que los bandidos de los Bardenas mataron a su padre, no ha podido volver en sí. Ha quedado flaca, descolorida, taciturna...
—¡Pobre joven!
—¡Oh! lo que es antes era una real moza: tan fresca..., tan colorada... tan...
—¡Pobre Inés!
—¡Lástima de muchacha!
—¡Debe de ser muy sensible!
—¡Cá! ¿Sensible? Serán los vapores...
—¡No, el calor!
—Tal vez el relente de la noche, el frío de la ventana, el aire colado.
—Nada de eso, el cuento, el cuento.
Inés fue trasladada a su habitación en brazos de dos criados.
Eco de las efímeras sensaciones producidas por su desmayo, eran estas palabras que fueron perdiéndose, apagándose poco a poco hasta morir en un diálogo insignificante, lánguido... frío... helado.
¡Desdichada Inés, que misterio había descubierto! ¡Qué secretos adivinado!
Como no hay mal que por bien no venga, produjo un buen resultado la desgracia de la doncella.
Serenáronse los ánimos sobradamente acalorados. El almirante de Francia, Juan de Rohan, que conservaba más juicio que sus amigos, a pesar de sus repetidas caricias a la copa, medió entre los quisquillosos caballeros, y la disputa terminó al cabo de algunos dimes y diretes, como suelen todas las de sobre mesa, con un brindis general, dirigido en esta ocasión a la bizarría española y a la galantería francesa.
El diablo, empero, que no duerme, hizo que uno de los ricos-homes que allí se encontraban preguntase al almirante por qué no quería pasar al salón del baile.
—Imposible, amigo mío, contestó el de Rohan.
—¿Cómo? no sois tan viejo.
—¿Extrañáis por ventura que en todos los saraos me aparapete con las botellas? no es por afición a la bebida, no: es por huir de la tentación de faltar a una promesa.
—¿De no bailar?
—Sí.
—¿Hecha a Díos?
No, a la más bella de todas las damas: a la más desgraciada de todas las reinas, a doña Blanca de Navarra.
Extraño fue el efecto de aquel nombre soltado tan intempestivamente en el palacio de Bearne, y en las bodas del primogénito de los condes.
Para nadie era un misterio que la madre del novio, abrigaba un odio mortal contra su hermana doña Blanca; sin cuya muerte, o formal renuncia al trono de Navarra, era imposible que aquella viviese, sosegada, y lo que es más, era imposible que Luís el Onceno hubiese consentido en enlazar a su hermana Magdalena con la familia de Fox.
¿Qué había sido de doña Blanca? Pocos o ninguno lo sabían; pero nadie dudaba, puesto que los desposorios iban a celebrarse aquella noche, nadie dudaba de que doña Blanca debía haber muerto envenenada como su hermano Carlos, o estar encerrada perpetuamente bajo la custodia de la condesa.
Verdadera imprudencia, temeridad inaudita era el pronunciar el nombre de una víctima en casa de los sacrificadores, y tal vez en el instante mismo en que se celebraba su holocausto.
—¡Qué recuerdos tan impertinentes! exclamó Pierres de Peralta con gesto avinagrado.
—Bien se conoce que estáis calamocano, le dijeron al francés sus compatriotas en voz baja: ¿A qué mentáis la soga en casa del ahorcado?
—¡Qué aspavientos son estos! respondió gritando el intrépido almirante, en cuya cabeza no dejaban los vapores del vino mucho lugar a la prudencia. Cuando la encantadora princesa doña Blanca de Navarra se desposó con el rey don Enrique IV de Castilla, tuve la honra inapreciable de danzar con la regia desposada, y terminado el paso, juré a la reina no volver a bailar con otra mujer en toda mi vida, para conservar indeleble el recuerdo de merced tan señalada. ¡Qué diantres! ¿No es... o no era la más hermosa dama que se ha sentado en el trono de Castilla?
Callaron todos los circunstantes entre atónitos y escandalizados; y el almirante aprovechándose de aquel silencio, interrumpido sólo por leves murmullos, prosiguió muy entusiasmado:
—Jamás se han visto mayores festejos que los que entonces se celebraron desde que, la princesa penetró por Logroño en el suelo castellano. ¡Con qué magnificencia, ostentación y bizarría se portó entonces el conde de Haro! ¡Aquella sí que era abundancia, aquellos sí que eran manjares sabrosamente aderezados, no para los personajes de la regia comitiva, sino para el pueblo entero! ¿Os acordáis, Ruy Díaz, vos que tan dignamente sostuvisteis justas por doña Blanca, os acordáis del pregón que mandó echar el egregio conde para que no se comprase nada en los mercados, si no que todos, ricos y nobles, pecheros y villanos, tomaran de balde cuánto se les antojara? ¡Cuán prendado quedé entonces del carácter castellano! En el alcázar de Briviesca había un salón convertido en verde prado de mullidos céspedes: otro figuraba un bosque donde se cazaban osos, jabalíes y venados con cincuenta monteros y numerosas traíllas de lebreles y sabuesos, y todas las fieras que allí se mataban venían a depositarse por trofeos a los pies de la augusta y hermosa doña Blanca, que sentada bajo un dosel de brocado carmesí, presidía todas las funciones.
Celebrábanse estas de noche con tanta multitud de luces, que no se echaba de menos la claridad del día. En otro salón se figuraba un anchuroso estanque lleno de peces de colores, surcado por dorados esquifes, donde pescaban con redes o anzuelos, las más hermosas damas y más bizarramente ataviadas. La gente toda rebosaba ventura y contentamiento, y ni una sombra de tristeza hacia presentir el tropel de desgracias que iban a sobrevenir a la infortunada princesa, que pisando flores y alfombras orientales, aclamada por todos los pueblos, y respirando ámbares y esencias, llegó hasta Valladolid, donde por espacio de cuarenta días se celebraron torneos con armas corteses o afiladas, que con tanto valor mantuvo don Ruy Díaz de Mendoza.
Todas las miradas se dirigieron entonces hacia el noble caballero que acababa de recibir los elogios del almirante de Francia, y como estuviese cerca de la puerta del aposento, se reparó en una dama de continente altivo, soberbiamente aderezada, que con los brazos cruzados y cierta sonrisa maligna en los labios, escuchaba con imponente calma la entusiasmada relación del almirante.
Ninguno de los circunstantes pudo contener una exclamación de sorpresa: el mismo Juan de Rohan dijo, un tanto cortado y conmovido:
—¡La condesa!
Tal era la influencia que aquella mujer de una belleza varonil, de audaz y penetrante mirada, sabía ejercer en el ánimo de los más ilustres varones de su tiempo.
—Sí, yo soy, dijo doña Leonor de Fox; acercándose lentamente al centro de aquel magnífico aposento: yo soy, mesire Juan de Rohan, que al oír los merecidos elogios que dispensáis a mi querida hermana doña Blanca, no he debido interrumpiros con mi presencia para que vos, sin duda por no ofender mi modestia, fueseis a suspender una relación que tanto me lisonjea.
Contrastaba de tal manera la crónica sonrisa de sus labios, con la dulzura y suavidad de sus palabras, que el almirante se quedó como sorprendido no sabiendo qué responderla. Sin embargo, dueña siempre de sí misma, continuó diciendo:
—Vengo también a daros una buena noticia, señor almirante; mi muy amada hermana doña Blanca de Navarra, esposa repudiada del rey de Castilla, debe muy pronto hallarse en este alcázar, para honrar con su presencia la boda de mi hijo.
—¡Será posible!
—¡La princesa aquí!
—¿De dónde sale?
—¿Qué ha sido de ella?
Con estas aclamaciones fueron acogidas las palabras de la condesa.
Conocían los caballeros el odio irreconciliable que separaba a las dos hermanas, y nadie podía dar crédito a tan extraña noticia.
—No dudéis, señora, que acabáis de darme una nueva que me colma de gozo, respondió por fin, con noble franqueza y leales sentimientos mesire Juan de Rohan. ¡Vuelva yo a ver a la excelsa niña, que no ha contemplado el sol de su ventura más que el día que precedió a los desposorios, y vuélvala a ver en brazos de una hermana con quien hasta ahora se había creído enemistada, y no podrá menos de palpitar este corazón como en los días de mi juventud!
—La veréis, sí, la veréis en brazos de su hermana, a quien acaba de ceder todos sus derechos a la corona de Navarra. Mas no creáis que hoy, al cabo de algunos años, podréis danzar sin faltar a vuestra galante promesa: la veréis con el hábito humilde de religiosa, preferir una corona inmortal que Dios reserva a las almas que perseveran hasta el fin en su servicio; a una corona que sólo puede soportarse como una carga, como una cruz que Dios nos impone.
A pesar de que en aquella época se envolvían hasta los crímenes en cierta fraseología de religión era demasiado procaz el lenguaje de la condesa.
Todos los caballeros, sin embargo, se apresuraron a darle mil parabienes; y ella, tomando el brazo de mosen Pierres de Peralta, desapareció, dirigiendo altivas y triunfantes miradas sobre la frente de la grandeza de tres reinos.
—Pero, condesa, ¿ha llegado ya? le dijo el caballero en voz baja.
—Vendrá pronto.
—Es que, según mi cuenta, ya debía estar aquí.
—Estará.
—Lo decís con un tono de seguridad...
—Condestable, repuso la condesa con una resolución que dejó confundido al caballero: ni el rey de Francia, ni su hermana Magdalena, quieren que el obispo don Nicolás de Chávarri les eche la bendición nupcial hasta que Blanca haya llegado a mi castillo. ¿Y creéis vos, conociéndome, que Blanca no ha de llegar?
—Llevamos una hora de noche.
—Diez minutos hace que he recibido un mensaje de Sancho de Erviti.
—Eso es otra cosa. ¿Y qué os dice?
—Un paje se adelantó una legua, para traerme la noticia del próximo arribo de su señor. Los centinelas del castillo, tienen orden de permitir la entrada a los caballeros que vengan acompañando una litera.
—¡Oh! Pues entonces podéis estar tranquila.
—Algo me falta, sin embargo.
—No puedo comprender...
—Mosen Pierres: soy madre, y no encuentro a mi hijo en todos los salones que voy recorriendo.
—Efectivamente... hoy estaba triste, y le echo de menos... ¿Queréis que le busque?
—No, dejad a su madre ese cuidado. Retiraos ya, condestable.
—Saludo a la nueva princesa de Viana.
—La reina futura de Navarra, sabrá premiar vuestros servicios y atenciones.
Hiciéronse entrambos una cortesía, y se retiraron por opuestos lados.
Los mismos rayos de turbada luz que alumbraban el camino de Ortés, a la princesa de Viana y a su valeroso libertador, penetrando por los pintados vidrios de los arcos ojivales de una galería baja del castillo, iluminaban la blanca frente de un joven de diez y ocho años, cubierta con un capirucho de terciopelo negro, con cintillo de brillantes. La mano derecha sobre la daga, y escondida la otra en los amplios pliegues del gabán, paseábase bajo las desiertas y sombrías bóvedas de aquellos medrosos claustros. Apuesto, bizarro, y de gentil presencia, mostraba en su semblante y en sus movimientos la viveza natural de sus pocos años; y el despecho y la tristeza de que se hallaba súbitamente revestido, daban bien a entender que aquella flor, recién cortada del tallo de su ventura, conservaba todavía sus antiguos matices y perfumes. Sus pasos eran precipitados unas veces, lánguidos otras y perezosos; y no pocas deteníase de improviso, inmóvil y triste como la estatua del dolor. Sin duda sus ademanes se amoldaban a la diversidad de sus pensamientos.
Como el eco repetía sus pisadas en los ángulos de la galería, no advirtió que una señora se acercaba con firme planta, quedándose en la oscuridad para contemplarle un momento.
Ni aun el roce del luengo traje de terciopelo que la dama arrastraba pudo sacarle de sus melancolías al aproximársele, hasta que le hizo estremecerse involuntariamente una voz seca y penetrante que de cerca le decía:
—¡Gastón!
—¡Madre!... Respondió el mancebo con más melancolía que asombro.
—¡Gastón, hijo mío! repitió doña Leonor con acento más suave: ¿qué haces ahí? ¿Qué tienes?
—Estoy pronto, señora.
—¡Oh! ¡Dices eso como si te anunciase que debías partir para el suplicio!
—¿No venís a anunciarme que el obispo nos aguarda al pie del altar? repuso el joven con amarga sonrisa.
—No, todavía no.
—¿Cómo tardamos tanto?
—¿Es impaciencia por ventura, hijo mío?
—¡Impaciencia!... Sí, tenéis razón. Ya que tan cortos instantes me habéis concedido de libertad, abreviémoslos: menos tendré que suspirar toda mi vida.
—¿Pero es este el sitio en que debía hallarte en estos momentos? le dijo la condesa en tono de dulce reconvención. Dos reinos se desnudan de su pompa; y por ensalzar tu himeneo, huérfanos quedan de sus más bizarras damas y de sus más claros barones: de luengas tierras viene al alcázar de Ortés la flor y nata de los caballeros, ¿y esquivas su presencia? ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? ¿Quién te ha ofendido? Siéntese desde aquí la algazara del festín, el estruendo de las danzas, el eco plácido de los instrumentos; el júbilo tiende sus alas por todas partes; y tú, por quien tantas fiestas se celebran, por quien se congrega tanta grandeza y tanta bizarría, ¿tú sólo has de parecer adusto y meditabundo, con una tristeza impropia de tus pocos años y de la dicha que todos te envidian?
—¿Y quién echa de menos, madre mía, respondió don Gastón con un suspiro, quién fuera de vos advierte mi falta en los salones? ¿Qué necesidad tiene nadie de mi presencia para su ventura? Dejad, madre querida; dejad que permanezca sólo. Aquí, al menos, ni se me escarnece, ni se me insulta.
—¡Escarnecerte! ¡Insultarte! No, no; ¡es imposible! El hijo de doña Leonor de Navarra insultado y escarnecido, no se hallaría tranquilo en este sitio.
—Sosegaos, doña Leonor. Las afrentas que han caído sobre mí, debo sufrirlas; el acero no puede vengarlas.
Pesaroso entonces el joven de las palabras que a su despecho se le habían escapado, asiola de la mano, y llevándola cerca de la vidriera de la galería, la dijo con ternura y efusión:
—¿Habéis convidado a mis bodas al hombre que estuvo próximo a la muerte por haber salvado mi vida; a mi amigo Jimeno, al capitán más valiente de Navarra?
—¿Al capitán de... de aventureros? No: respondió la condesa sin adivinar a dónde iría a parar Gastón con aquella pregunta.
—Os lo supliqué, madre mía: no lo habéis hecho, y me pesa de habéroslo recordado.
—Si te empeñas... si de eso nace tu tristeza...
—No: no importa. Mi dicha, como vos decís, no merece la pena de ser contemplada de cerca. —Pues bien, ahora que os encontráis aquí, madre mía, a solas con vuestro hijo; ahora que nadie nos ve más que el astro melancólico que contempla silencioso mi tristeza; ahora que sé que no ha venido el famoso caballero Jimeno de Acuña, a quien debo la vida, decidme: ¿hay algún corazón en los salones del alcázar que eche de menos al desposado?
—¿Puedes dudarlo? exclamó la condesa con asombro, y añadió luego con una tibieza que denotaba el poco convencimiento que tenía de sus palabras: Magdalena, tu esposa, está con la mayor inquietud...
—¡No! os engañáis, o por mejor decir, queréis engañarme; la interrumpió Gastón con energía. La altiva hermana del rey de Francia, la augusta princesa que a mis castillos, toros y roeles de Fox y de Bearne junta sus lises de oro, bien lo sabéis, madre mía, es incapaz de amar.
Necia, arrogante con el esplendor de su regia cuna, si tiene corazón, tan solamente late cuando el orgullo y la vanidad lo arrullan.
—Pero Gastón, le contestó su madre, con una calma que le dejó helado: ¿qué importa eso para tu dicha, qué importa, para que tú seas su marido, y cuñado del rey de Francia Luís el Onceno?
—¡Ah! tenéis razón, repuso el joven con amarga sonrisa; tenéis razón.
Nada importa. Si yo joven inexperto, doblo mi cuello a la coyunda del himeneo, desposándome con una mujer a quien desconocía, con una dama que puede brillar más bien por su altivez que por su hermosura, debo sin embargo sonreírme, vivir tranquilo, y creerme venturoso; porque esta mujer indiferente, y que tal vez puede llegar a serme aborrecida, es hermana del rey más poderoso de la tierra...
—¡Pobre mozo! Todavía ignoras que quien nace a la sombra de los tronos no nace para amar: que su himeneo no junta corazón a corazón, si no estados con estados.
—Mozo soy, decís bien, madre mía, pero de poco tiempo a esta parte he aprendido a mi costa lo que ahora queréis enseñarme: y también he logrado saber que aquel de los esposos que se presente con mayor número de blasones, o con más títulos de dignidad, aquel será siempre el amo, y tendrá por esclavo al otro consorte.
—¿Qué decís, hijo mío? le preguntó doña Leonor con sobresalto.
—¿No me entendéis?
—¡Gastón, Gastón, quisiera no entenderte!
—Tened la bondad de oírme, doña Leonor: suponed que vuestro hijo don Gastón, sin haber visto de su esposa más que la infiel imagen trazada por adulador pincel, cede a los ruegos con que le importuna una madre tierna y cariñosa. Quiero ser más franco todavía; suponed que cede también vuestro hijo, fascinado por un rayo de ambición que brilla súbito ante sus ojos, y promete esta noche su mano indiferente y yerta a una mujer, que le entrega también su mano tan indiferente y yerta como la suya. Verdad es que el don Gastón es primogénito de los condes de Fox y príncipes de Bearne: que su madre es hija del rey de Aragón y de Navarra don Juan II. Pero ¿qué son todos esos timbres para la hermana del rey Luís de Francia, cuyos ojos acostumbran a ver en torno suyo vasallos que ocupan tronos y arrastran púrpuras? ¿Qué es el condado de Fox? ¿Qué es el principado de Bearne? ¿Qué es el señorío de Moncada? ¿Qué es todo esto a los ojos de Madama Magdalena?
El orgullo y la altivez de la condesa se resintieron con tan acerbas palabras, y el orgullo y el amor propio heridos, despertaron en ella una pasión más noble, el amor maternal.
—¡Ella, ella, exclamó, menospreciar a mi hijo!
—¡Vuestro hijo, señora, se reconoce inferior a su mujer, y debe sufrir ese altivo desdén, esa arrogancia le humilla, que le abruma!
—No, no hubieras tú salido de mis entrañas para consentir en tanta afrenta: ¿pero qué te ha pasado? ¿Qué te ha dicho?
—¡Oh! cuando ella se digna desplegar sus labios en mi presencia, tan sólo expresa lamentos por lo perdido, desdenes por lo presente, temores por lo futuro,
—¡Calla, calla, hijo mío! cada palabra tuya es un puñal para tu madre. ¡Ella despreciar a mi hijo; ella tenerle en menos; ella desconocer los tesoros que su corazón encierra! Bien hace, sí; bien hace, mientras su oscura frente se confunde ignorada entre la muchedumbre de feudatarios.
Bien hace, sí; ¡más llegará el día en que el sol anublado aparezca de repente sobre un trono, y lance desde allí vivos rayos de luz que le deslumbren!
—Madre, madre, ¿qué queréis decir? le interrumpió Gastón, gozoso y espantado a la vez por el impetuoso arranque de la condesa.
—¡Nada! súfrelos hoy esos desprecios, y sepulta la cólera en el fondo de su corazón, que si en vasallos manda tu madre, todavía somos vasallos de un rey, todavía tenemos un superior sobre la tierra. Pero ceñirás muy pronto diadema, verás tan sólo a Dios sobre tu frente: a Dios tan sólo; y a nadie más. ¿Lo dudas? añadió Leonor, viendo que su hijo le escuchaba atónito y confuso.
—¡Oh! no, no quiero dudarlo, madre mía, nunca tuve mayor necesidad de creeros; una corona...
—La tendrás.
—¡Cielos!
—La tendrás. Pero entonces...
—Entonces, exclamó don Gastón, fulminando con sus ojos; entonces cogeré la regia púrpura, y arrojándola a los pies de mi esposa: «encubre tu arrogancia, le diré; encúbrela con ese manto que recibes de mi mano, en castigo de tu desvanecimiento.» ¡Ah! pero estos son delirios, madre mía ¿cómo es posible que lleguen a realizarse?
—Escucha, le respondió la condesa; tiempo es ya de revelártelo todo.
Veo que tu corazón emprende con entusiasmo el camino de nuestra elevación y grandeza: este camino está cercado de precipicios, está, tal vez, interceptado por importunos; pero el valor y la serenidad salvan los primeros, y hay medios para desembarazarnos de los segundos.
Don Gastón miró a su madre casi con miedo; pero fascinado por su ardiente mirada, no pudo abrir los labios.
La condesa continuó sin alterarse.
—Hija soy menor del rey de Navarra; para ascender al trono, delante de mí tenía dos hermanos; pues bien, el primogénito, Carlos, el príncipe de Viana, ha muerto, dijo Leonor con voz sombría; ha muerto en la flor de su juventud, como si el cielo hubiese querido imponerle un castigo, por haberse revelado contra su padre y su monarca.
Hizo aquí la condesa una pausa forzada; su frente, bañada en sudor frío, se arrugó imperceptiblemente, y un pensamiento sombrío atravesó por ella, como los negros nubarrones que surcan el firmamento, impelidos del soplo de las tempestades, y refrescan los campos abrasados.
Su hijo esperaba entretanto que llegase el fin de aquellas terribles revelaciones, como el jinete espera que su caballo desbocado le precipite en los abismos. Serena ya, doña Leonor continuó con firme acento:
—Muerto el príncipe de Viana, mi hermana doña Blanca es el único obstáculo, la única barrera que me separa del trono; y esa barrera también está salvada.
—¡Gran Dios! exclamó el príncipe con terror.
—No, nada temas. Esa reina repudiada, que imita en su conducta y en su ambición a mi hermano Carlos, que Dios guarde, no querrá obstinarse en seguir sus huellas hasta el fin de su carrera. No morirá como él; pero tendrá que hacer renuncia de su derecho, o vivir encerrada por siempre en este alcázar.
—¡Oh! ¡Madre! se atrevió a decir don Gastón, entre horrorizado y tímido, luchando con sus buenos sentimientos, y con el respeto filial, ¡madre! ¿y qué es una diadema, comprada a precio de tantos crímenes?...
—Una diadema es tu engrandecimiento sobre los que se engrandecen deprimiéndote: es la humillación de los que te humillan; es en fin... el término de nuestros deseos.
—¿Pero sabéis que cuando con ella ciña mis sienes, debe abrasarme como si fuera de hierro candente?
—Gastón, vanos son ya tus escrúpulos: cuánto digas viene tarde. ¿A qué debemos la señalada honra de que el rey de Francia consienta en que su augusta hermana se despose contigo, que no eres más que el hijo de un conde; contigo, que sin la muerte, o la renuncia de Blanca, nunca podrías pasar de ser hijo de un feudatario? Tiempo es ya de que lo sepas: un artículo de los contratos de esta boda, acordados entre el rey de Francia, y el de Navarra y Aragón, mi augusto padre, prohíbe terminantemente que la boda se celebre, mientras no esté en mi poder esa hermana rebelde, a quien no yo, si no mi padre y soberano quiere desheredar.
—¿Conque ya, según eso, tenéis a buen recaudo en el castillo a la princesa?
—Todavía no, contestó doña Leonor; pero ya lo ves, estoy tranquila.
Llegará esta noche sin falta alguna, y hoy mismo le revelaremos la muerte de su hermano; hoy mismo verá la orden secreta de nuestro padre, que la despoja de todos sus derechos, y la aconseja que los renuncie, si no quiere ser de ellos ignominiosa y públicamente desheredada: hoy mismo quedaré yo reconocida como princesa de Viana. El rey mi padre está ya con un pie en el sepulcro, y yo con otro sobre las gradas de su trono: déjame reinar siquiera quince días: déjame satisfacer esta necesidad, la única de mi vida; que entonces yo misma pondré sobre tus sienes la corona, que arrancaré de mi cabeza, y toda mi ventura habrá de cifrarse en verte sobre el trono, mirando con arrogancia y desdén a la mujer que te insulta.
—Vos reinaréis, doña Leonor, porque habéis entrado en la vereda que conduce al trono: yo, que me avergüenzo de dar en ella un sólo paso, yo no reinaré jamás.
Y tan humillado se consideró Gastón a sus propios ojos, que sin pronunciar una palabra más, sin levantar la frente sonrojada, encogiéndose de hombros, salió precipitadamente de la galería.
Despechada y mohína permaneció la condesa todavía algunos momentos, deshaciendo con sus inquietos dedos las perlas de un ceñidor, cuyas puntas casi le arrastraban; y ya se disponía a marchar, espantada de la soledad en que había quedado, y de las tinieblas que reinaban en el claustro, por la desaparición de la luna, cuando sintió pasos apresurados. y luego una voz alterada que le decía:
—¡Señora! ¡Señora!
—¿Quién es? ¿Quién me llama?
—Soy yo, condesa.
—¡Condestable! no os conocía... me habéis asustado. Vuestra voz...
Pero ¿qué traéis? ¿Qué conmoción es esa?
—Todo se ha perdido.
—¡Perdido!
—Sí, la princesa se ha salvado.
—¡Imposible! ¿Cómo? ¿En dónde? ¿Y la escolta? ¿Y Sancho?
—La escolta dispersada, Sancho muerto.
—¡Ah! ¡El conde de Lerín! Pero ¿cómo las guerrillas de facciosos se atreven a penetrar en mis estados? ¿Cómo las tropas?...
—No, no han sido tropas, no han sido facciosos.
—¿Pues quién?
—Un sólo hombre, un amigo nuestro.
—¡Válgame Dios, mosen Pierres, estáis delirando! ¡Un hombre sólo contra cinco! ¡Contra Sancho de Erviti...! no, no puede ser... la noticia es falsa, evidentemente falsa... Y ¿decís que es agramontés...?
—Digo que la noticia es cierta: que el caballero venía a las bodas; y que ahí está un escudero, que ha sobrevivido a la catástrofe para traernos tan buena noticia.
—Pero ¡si todos mis convidados están aquí! ¡Si ninguno falta...!
—¡Pues será el diablo, que me lleve! repuso mosen Pierres amostazado: el caso es que ahí está el escudero, y lo que es más, ahí está la litera vacía; porque las cabalgaduras se han venido solas a la querencia, y como los centinelas tenían orden de dejar pasar la litera...
—¡Mosen Pierres, estamos perdidos! exclamó desplomada la condesa.
—Acabáis por donde yo había principiado.
—Es preciso que algunos soldados de la guarnición del castillo, que los caballeros de más confianza, que los criados, los pajes... todo el mundo, salgan en persecución del infame...
—¿Nada más?
—Pero ¡Dios mío! ¿Qué hacéis con esa calma?
—Con esta calma, señora, he hecho cuánto se os ha ocurrido, y sólo me falta montar a caballo y tener la ventura de tropezar...
—¡Gracias, gracias, condestable! le interrumpió Leonor. Pero supongo que habréis ocultado...
—Nadie sabe el motivo de esta alarma más que vos y yo.
—¡Oh! si esa mujer llega a sentarse en el trono...
—¡Descuidad!
—Pero, si vuelve a mi poder... ¡Oh! ¡No escapará jamás! dijo la condesa, saliendo de la galería y apretando los puños en ademán cruel que revelaba la intención de un crimen.
Hallábase poco después paseando en los salones con aire de triunfo, saludando a uno y otro lado con leves movimientos de cabeza, y cortesanas sonrisas.
La tranquilidad, el gozo exento de temores que brillaba en el semblante de los convidados, el ansia con que se entregaban a los placeres del baile y de los festines, eran para la condesa motivos unas veces de consuelo, prenda segura de lo fugaz de aquella borrasca: y otros tormentos insoportables, sarcasmo sangriento con que el destino martirizaba su corazón.
Y no pudiendo sufrirlo, ni disimular su inquietud en ciertos instantes, salíase fuera del sarao para informarse con cautela de las novedades que ocurrían en el castillo, y volvía desesperada a los salones, despedazando con los dientes el blanco pañizuelo para detener el raudal de sus rabiosas lágrimas, que abrasando sus ojos al caer, hubiera revelado a los concurrentes tan infanda historia.
Así pasaron los minutos, así pasaron las horas de aquella noche: para los extraños rápida, risueña, vaporosamente deliciosa: para la dueña del alcázar eterna, cruel, angustiosamente agitada.
¡Oh! ¡Cuán caras cuestan las acerbas satisfacciones del crimen!
Dijimos en el penúltimo capítulo que la pobre Inés había sido conducida a su aposento, en brazos de dos criados; quienes, colocándola en un sillón un poco inclinado hacia atrás, para formar apoyo en el asiento y respaldo, pudieron trasladarla cómodamente, aun sin hacer ella nada de su parte, por no haber recobrado el uso de los sentidos. Verdad es que entonces omitimos tan minuciosas y prolijas circunstancias, y aun casi casi estábamos tentados a decir, que también ahora debíamos haberlas omitido; pero el discreto lector se hará cargo de que es muy difícil renunciar al placer de mostrarse tan enterado de cosas que pasaron hace trescientos ochenta y tres años. Fuera de que más de un erudito y anticuario tomará notas acerca de este acontecimiento, é invocará nuestro testimonio en su disertación futura sobre el modo de conducir a las damas descoloridas, cuando se desmayan en los salones. Esta consideración es muy fuerte: y tranquilizada ya nuestra conciencia, de suyo tímida y asustadiza; proseguiremos nuestra puntual historia, sin omitir un ápice, para no privar al género humano de las sabrosas y entretenidas disertaciones del anticuario.
Pero el caso es, que aquí cesan los pormenores, y las crónicas más pesadas, entre las cuales tiene el honor de contarse la presente, aun sobre la del ya citado y casi célebre fraile de Irache, no nos dicen si Inés se acostó, o si permaneció tal vez en el sillón, o si volvió presto de su desvanecimiento; ni si aquello fue un patatús, desmayo, vahído, deliquio, asfixia, síncope, o cosa por el estilo. Se contentan con decirnos que Inés se quedó sola, porque los criados tenían mucha gana de cenar; circunstancia que no desaprovechará el susodicho anticuario para probar que ya en el siglo XV se conocía el hambre.
Sin duda que en todos tiempos ha valido más estar solo,que mal acompañado; pues al poco rato de haber desaparecido los pajes, lacayos, escuderos, o ayudas de cámara, (que tampoco los distingue la historia) se oyeron frecuentes y prolongados suspiros en el cuarto de Inés, indicio claro de que esta comenzaba a volver en sí; y no transcurrieron muchos minutos sin que se abriese la puerta para dejar salir una mujer, cubierta con luengo manto negro, la cual con resuelto paso y anhelante pecho, se dirigía por los corredores a la anchurosa escalera principal.
Al llegar al primer tramo parece que le flaqueaban las rodillas, o que vacilaba su ánimo; pues, como si no pudiera sostenerse en pie, se apoyó en la balaustrada de piedra, en cuyos dos extremos descansaban dos leones de mármol sosteniendo sendos escudos de bronce dorado, con un castillo sobre un puente, orlado de seis roeles.
—¡Oh! ¡Qué débil me siento! exclamó aquella figura negra, con un gemido que se perdió entre los brindis y algazara del festín cercano: no sé si tendré fuerzas para llegar; pero es preciso verla, es preciso hacerla comprender que nada ignoro. ¡Ah! No tengo otros vínculos en el mundo: esme preciso llorar y morir en su regazo.
Y diciendo estas palabras, dio Inés algunos pasos distraída, hasta que vino a sacarla de sus pensamientos el ruido de algunas caballerías, que, con resonante casco, batían el marmóreo pavimento del patio.
Acababan de entrar por la puerta principal del alcázar, sin que los centinelas se opusiesen a su tránsito, dos cabalgaduras que conducían una litera cerrada, y en pos de ellas un arrogante caballero, que arrojándose de su alazán, miraba a todas partes, deseoso de tropezar con un alma viviente para dirigirle alguna pregunta.
No tardó muchos instantes en reparar en Inés, que descendía al patio lentamente por la alumbrada y magnífica escalera.
El caballero se adelantó con resolución y gallardía, y la dijo con precipitado acento:
—Señora, ¿no me diréis si aqueste es alcázar de los condes de Fox?
—¡Ah! exclamó Inés, vivamente conmovida por el metal de voz del recién venido: y luego añadió repuesta de su turbación:
—Sí... sí... este es.
—¿Os habéis admirado de la candidez de mi pregunta?
—No.
—¿Tal vez os ha sobrecogido?
—Puede ser.
—Perdonad, señora, si os he causado alguna sorpresa, o si detengo vuestros pasos; pero necesito saber si está el hijo del conde en el castillo.
—Sí.
—¿Tendréis la bondad de conducirme a su presencia?
—Estará entre los convidados... en la confusión del festín.
—¡Oh! Yo quisiera verlo solo,absolutamente solo,y que de nadie fuese notada mi venida...
—Es imposible.
—Designadme, por Dios, uno de sus más recónditos aposentos. No tengáis recelo, señora; yo soy su amigo, su íntimo amigo, don Jimeno de Acuña...
—¡Os conozco! exclamó Inés con un suspiro.
—¡Oh! Pues entonces, no dudo que...
—Venid conmigo.
—Esperad, señora, repuso el caballero con algún embarazo: no vengo sólo... traigo... una mujer...
—¡Una mujer!
El corazón de Inés comenzó a latir atropelladamente.
—Sí, una religiosa.
—¡Ah! ¡Una religiosa! repuso la doncella, como quien lanza un peso de encima.
—Sí, una monja de San Benito, a quien llevaban cautiva ciertos malandrines, de cuyo poder la he rescatado, y en nombre de la cual vengo a pedir hospitalidad.
—¡Siempre generoso! ¡Siempre valiente! repuso la dama, paseando sus vagos ojos por el pavimento, y sus fijos recuerdos por el castillo de Eguarás.
—Ya comprendéis, añadió el capitán, que debemos huir del bullicio...
—Venid conmigo.
—Que hemos menester silencio, y soledad...
—Venid, venid los dos.
El capitán apenas vio que su cautiva era comprendida en la orden, sin aguardar a que se la repitiesen, se encaminó a la litera, y abriendo la portezuela, dijo a la religiosa en voz baja:
—Ven, Jimena, ven: estamos en salvo.
—¿Cuyo es este castillo? preguntó la princesa.
—De un amigo, de un hermano. Pero, calla; apóyate en mi brazo, cúbrete con el velo, y vente.
Y precedidos de Inés a corta distancia, llegaron por oscuros y desiertos pasadizos a un aposento alumbrado por la incierta luz de una lámpara solitaria.
No se sintió más ruido en todo el tránsito que el de la armadura de Jimeno, que ensordecía el de los pasos; ni se usó de otro lenguaje, ni se expresaron más afectos que los que indicaban los latidos del corazón: acordes, armónicos, recíprocamente comprendidos en los dos amantes; irregulares, perdidos en la desventurada Inés, tristes y solitarios, como la lámpara de aquel salón abandonado.
—Descansa aquí, dijo el capitán a su compañera, reclinándola suavemente en un sitial de ébano, con todo primor tallado. Señora, añadió volviéndose a su guía, ya no tengo inconveniente en ver a mi amigo en medio de los festines; conducidme a su presencia, si queréis poner el colmo a vuestras bondades.
—Venid, respondió la dama, sacando su mano de marfil amarillento por debajo del manto, y con voz tan débil, que fue menester el auxilio de aquel ademán para ser comprendida.
El capitán tornó a seguir a la dama, y al llegar al umbral de la puerta, volvió la cabeza para despedirse de Jimena con los ojos.
Volvámoslos también nosotros al anterior capítulo, donde vimos a don Gastón de Fox huir de su madre, confundido y espantado por los crímenes que había visto, y más aun por los que había llegado a vislumbrar; los cuales ceñían su alma con una especie de círculo mágico, con una red metálica, como la de Vulcano, que le aislaban del mundo en que reinaban la paz, la virtud, los placeres honestos y tranquilos.
Salió Gastón apresuradamente de la galería; y como si aquella soledad no fuese bastante profunda para ocultar su horror y su vergüenza, dirigió maquinalmente sus pasos hacia un aposento retirado, donde solía morar, cuando no pensaba en perder su libertad de soltero. El instinto le hacía buscar pocos momentos antes de su aborrecido enlace, aquella habitación, que debía estar para él impregnada de gratos recuerdos.
No sin disgusto advirtió el traspasar el dintel que la estancia estaba iluminada: la luz es acaso el enemigo más importuno de nuestras penas.
Cerró la puerta tras de sí, y exhalando un hondo suspiro, exclamó con turbada voz:
—Estoy solo,enteramente sólo. ¡Así pudiera vivir apartado siempre hasta de lo que más amo! ¡Ah! ¿Se ha hecho para mí el amor, se ha hecho para mí la felicidad? ¡Tener que aborrecer a mi madre, como detesto a mi esposa! ¡No, yo no puedo consentir en este enlace sacrílego! ¡No debo subir a un altar, cuyos escalones ha labrado el crimen!
Y cayendo en una vaga distracción, especie de descanso que el alma encuentra siempre después de profundas meditaciones, sentose Gastón delante de una mesa en la que estaba abierto un hermoso libro de vitela matizado de prolijas y delicadas miniaturas.
Era el breviario en que solía rezar sus horas, devoción harto común en aquellos tiempos, para que de ella se escusase el hijo de la condesa.
Hojeábale maquinalmente, hasta que, fijando una vez en él sus distraídos ojos, y leyendo un versículo, le asaltó de improviso un extraño pensamiento: el de huir de su casa, y sepultarse para siempre en un monasterio, rompiendo cuántos lazos le ligaban con un mundo que le hacía aborrecibles a su misma esposa, a su propia madre.
Levantose agitado por estas ideas, revelándose la lucha de su corazón en su exterior desasosiego, y ¡cuál fue su sorpresa cuando al volver los ojos en uno de sus inquietos ademanes, vio alzarse en el fondo del aposento la imponente y grave figura de una religiosa, que con los brazos cruzados, parecía querer imponerle los mandatos del Señor!
Lanzó un grito el amedrentado mancebo; dio un paso atrás; echó mano a su espada; y a todos estos rápidos e involuntarios movimientos, siguió un instante de reflexión, en que se creyó bajo el peso de una celestial aparición: y cayendo de rodillas, con ambas manos en el rostro, repitió con trémula voz unas palabras que poco antes había leído:
—¡Hablad, Señor, hablad, que vuestro siervo escucha!
Nunca el alma está más dispuesta para la superstición que cuando se ve agobiada por el infortunio: fácil es entonces creer extraño y sobrenatural todo cuánto nos sucede. Abrumados por la terrible verdad del mundo real, nuestra imaginación anhelante siempre de consuelos, se complace en lanzarnos al mundo de las ilusiones, donde creemos ver brillar la hermosa luz de la ventura.
Por otra parte, aquella coincidencia de pensamientos ascéticos con la inesperada aparición de una mujer de hermoso y angelical aspecto y de gallardo continente, vestida de hábitos religiosos, era capaz de haber turbado pechos más firmes, a más maduros varones que don Gastón de Fox.
No menos rara y original era la situación en que se hallaba doña Blanca.
Extraña absolutamente a cuánto veía, sin saber dónde se encontraba, ni cuyo fuese el castillo que le servía de albergue, no podía comprender por qué conjunto de circunstancias, un caballero, joven, y cuya audaz expresión le hacía aparecer inaccesible al miedo, se arrodillaba en su presencia.
Asustada la princesa al ver su ademán, y al escuchar sus inexplicables palabras, huyó despavorida hacia la puerta.
—¿Quién sois? exclamó el de Fox, que comenzaba a salir de su alucinamiento.
—¡Abrid! ¡Yo quiero salir!
—¿Pero quién sois? ¿Quién os ha traído aquí?
—No lo sé; tengo miedo... ¡quiero salir de aquí!
—Tenéis razón para asombraros de mis acciones; repuso Gastón avergonzado de su debilidad: estaba muy lejos de esperar este encuentro al venir a mi habitación.
—¡Ah! ¿Sois el dueño de este castillo?
—¿No me conocéis?
—Nunca os he visto...
—¿No habéis venido a mis fiestas? ¿No me habéis visto en el sarao, y en los festines? ¿O soy tan desdichado, que ni aun los ojos de mis convidados se fijan en mí siquiera el día de mis desposorios?
—No sé si os desposáis; no sé donde me encuentro: soy una dama, que huyendo de sus enemigos, implora vuestra hospitalidad.
—Dios nos manda partir el pan con los huéspedes que nos honran; los huéspedes, señora, son los hijos del Señor que vienen a enaltecer nuestra casa. Mas, perdonad mi indiscreción: yo bien sé que las siervas de Dios salen alguna vez del monasterio, pero jamás caminan solas: ¿dónde está vuestra compañera, donde está vuestra hermana?
Esta pregunta acabó de turbar a la princesa. Cándida, inocente, érale imposible mentir; delicada, pudorosa, érale imposible callar.
—Quien quiera que seáis, exclamó doña Blanca, puesto que me dais hospitalidad, merecéis mi confianza: sabed pues, que soy dueña de mis acciones, desde el punto en que he podido huir de mis perseguidores, y que es una dama, no una monja, la que os pide amparo en vuestra casa.
—Mi casa es la vuestra, vuestros perseguidores son mis enemigos desde este instante.
—¿Sin conocerme? ¿Sin conocerlos?
—¿Qué importa, señora? Habéis traspasado el puente de nuestro castillo; habéis confiado en nuestra hospitalidad, y ya sois para nosotros una amiga, una hermana, una persona sagrada. Habéis entrado en esta casa derramando favores a su dueño: al llegar a este aposento mi corazón ulcerado se partía de pesar; y el dulce mirar de vuestros ojos, el eco blando de vuestro acento, han ido apaciguando poco a poco todos mis dolores. Un ángel, una santa, una de aquellas apariciones que Dios suele enviar a sus escogidos, os creí en mi primer asombro, en mi alucinación primera: veo que pertenecéis a este mundo, pero veo también que hay ángeles en la tierra. Jamás podré olvidar el beneficio que me habéis hecho, calmando mis tormentos. Vos me habéis reconciliado con la vida, me habéis reconciliado con el mundo, del que pensaba huir para siempre.
—¡Huir del mundo el día de vuestra boda! exclamó atónita la princesa.
—No estoy desposado aun.
—¡Ah! yo comprendía que la vida nos fuese tediosa algunos días después de los desposorios; pero no comprendo que así sea cuando van a verificarse; repuso doña Blanca, la esposa repudiada del rey don Enrique de Castilla. Pero abrid, añadió, abrid esta puerta: llevadme donde haya gente, donde no estemos solos.
—Señora, al venir aquí buscaba yo la soledad; pero con vos me presentaré ufano en los salones donde se ostenta la gala y la hermosura de tres reinos, y toda quedará eclipsada con vuestra presencia. Venid y veréis a mi madre la condesa...
—¡Condesa es vuestra madre!
—Sí, condesa de Fox, y princesa de Bearne.
—¡Gran Dios! ¿Dónde estoy?
—En Ortés.
—¡En su poder! ¡En su castillo!
—¿Pero qué tenéis, Dios mío, que parecéis aterrada?
Un horrible pensamiento asaltó entonces a doña Blanca: al verse conducida por Jimeno al mismo sitio adonde la llevaban sus raptores; al punto en que más podía temer; de donde debía huir a toda costa; al verse ahora abandonada en una habitación cerrada, y delante del hijo de sus más crueles enemigos, llegó a sospechar en la perfidia de su amante.
Perdonémosla esta falta: nada nos hace más injustos que la obstinación de las penas, los sufrimientos sin tregua renovados. En disculpa suya debemos añadir que más cruelmente taladró esta duda el corazón de la princesa, que la certidumbre de sus propios peligros.
—¿Es amigo vuestro, preguntó con decaído acento, un tal Jimeno, natural de la villa de Mendavia?
—¡Jimeno de Acuña, es mi mejor, mi único amigo!
—¿Es partidario vuestro? insistió en preguntar, aunque con miedo la religiosa.
—Sí; ¿pero a qué vienen esas preguntas?
—¿Es de vuestro bando?
—Es la mejor lanza que tenemos: él sólo ha derribado más beamonteses, que ramas corta el hacha del leñador.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Más beamonteses! es decir, ¿más amigos del príncipe don Carlos?
—Sí, de los que fueron amigos del príncipe de Viana.
—¡De los que fueron! se atrevió a decir doña Blanca, que ya comenzaba a temblar: pues qué; ¿han abandonado a Carlos sus fieles beamonteses?
—¿Pero de dónde salís vos, para ignorar que los amigos del príncipe don Carlos, proclaman ahora por reina a su hermana doña Blanca?
—¿Ha hecho renuncia Carlos en favor de su hermana?
—El príncipe don Carlos ha muerto.
—¡Ah! ¡Muerto! —¡pobre hermano mío!
Estas últimas palabras fueron pronunciadas con labio balbuciente, y voz ininteligible.
—¡Cielos! ¿Quién sois? ¿Qué tenéis? preguntó Gastón.
La princesa había caído al suelo desvanecida, y no podía responderle.
Mientras a solas departían doña Blanca y el hijo de la condesa, a solas también iban Inés, la seductora cautiva del castillo de Eguarás, y el capitán de aventureros. Ni Gastón conocía a la princesa, ni Jimeno podía imaginarse que se hallaba delante de aquella mujer de imaginación tan exaltada, de aventuras tan maravillosas.
En la precisión de olvidarnos, aunque por breves instantes, de unos ú otros; la historia, como el mundo, abandona a los caídos, yéndose en pos de los que salieron de aquella estancia.
Grandes deseos asaltaron a Inés de despertar los dormidos recuerdos del capitán, anudando aquella famosa alegoría del pájaro y de la jaula que había puesto el sello a su fugaz conquista; grandes deseos tenía también de saber las aventuras de Jimeno, después que tan cruelmente la había abandonado; grandes deseos, por fin, de conocer la causa de su extraño arribo, conduciendo al alcázar de Ortés a una mujer, que a pesar de sus monjiles, le parecía demasiado bella, para no ser temible: y si la dama de la condesa pudo resistir a los impulsos de su fantasía y a la tentación de curiosidad, no así al asomo de sus sospechas, al estímulo de sus celos.
—¿No me diréis, caballero; preguntó Inés: en pago siquiera de los pasos que estoy dando por vos, no me diréis cuál es el nombre de esa religiosa, a quien me parece haber visto en el monasterio de?...
—Se llama sor...
El capitán se quedó cortado.
—En efecto, con sor debe principiar el nombre de una monja, repuso Inés, sonriéndose amargamente debajo de su manto.
—Se llama... sor Jimena, añadió de pronto el capitán.
—¡Jimena! Es muy particular que tenga el mismo nombre.
—¿El nombre de quién? preguntó el caballero, entre curioso y asombrado.
—¡Jimena! repetía la dama con triste sonrisa. ¡Es muy particular que todas se hayan de llamar Jimenas!
—Pero ¿que os extraña?...
—¡Jimena! ¿Es esa por ventura la Jimena que conocisteis en Mendavia?
—La misma. ¿Pero cómo sabéis...
—¿La que habéis amado siempre?
—¡Siempre!
—¡Oh! ¡Ni siquiera el recuerdo de su falta le trae el recuerdo de su amor! murmuró la pobre Inés. —Y cuántos años hace, prosiguió, que ha profesado vuestra Jimena?
—Señora, no lo sé: acabo de encontrarme con ella; acabo de libertarla de sus raptores, creo que es libre, creo que me ama...
—¿Y creéis que os amará, cuando sepa que le habéis sido infiel? le dijo la dama con agitada voz.
—¡Dios mío! ese acento me hace recordar... ¿Quién sois?
—¿Creéis que os amará, cuando yo me ponga en su presencia? dijo Inés, alzando el velo, y descubriendo un rostro pálido y consumido, en que brillaban sus grandes y rasgados ojos, bañados también de un tinte amarillento que atestiguaba su dolor.
—¡Inés! ¡Inés! exclamó el mancebo con espanto, asiéndola una mano y fijando luego los ojos atónitos y compasivos en su semblante: ¡Pobre Inés, cuán demudada estas!
—Me has engañado desapiadadamente, y sin embargo te perdono; porque a ti te debo los únicos momentos de ventura que he disfrutado. ¿A dónde vas ahora? ¿A dónde has venido, insensato? ¿A buscar a tu amigo don Gastón, a buscar albergue en el castillo de la condesa?
Vuelve atrás, desventurado; que aquí no puedes encontrar si no mujeres como yo, que te inspiren odio, porque te recuerdan tus faltas; que te infundan sobresalto, porque de sus labios está pendiente tu felicidad: huye, que aquí no puedes ver si no perfidias, horrores y la muerte de lo que más amas: huye; ¡y acuérdate de que debes este aviso a la mujer cuyo corazón has destrozado!
—¡Ah! pero ¿qué peligros me amenazan, qué perfidias me rodean, cómo es posible que me hagas dudar de mis amigos, de mis hermanos?
—¡Huye sobre todo de la condesa y de su familia!
—¡Inés, Inés! explícame, por Dios...
—Ya es tarde, dijo la doncella secamente, viendo aparecer en el ángulo del claustro a Leonor altiva y arrogante.
Era uno de aquellos momentos en que la condesa huía de la gente, para dar rienda suelta a su llanto, que tuvo que reprimir ahora súbitamente al ver brillar en el fondo de aquellos tránsitos el arnés de Jimeno.
Imaginóse, al observarle armado de punta en blanco, que era uno de los guerreros que habían salido por orden de mosen Pierres en persecución de la princesa, y sus temores se convirtieron en esperanzas de recibir alguna grata noticia.
Aceleró, pues, sus pasos, y acercándose al capitán, le preguntó con ahínco:
—¿Me buscabais? ¿Qué noticias traéis? ¿Han parecido?
—Eso es lo que me estaba diciendo este caballero, me preguntaba por vos, por la condesa Fox; respondió Inés queriendo sacar al capitán del atolladero.
—Pues bien; aquí estoy, ¿que nuevas me contáis?
—¿De quién? preguntó Jimeno atónito.
—De los fugitivos, de Sancho de Erviti, de cualquiera. Y viendo que Jimeno callaba, añadió con impaciencia: ¿Os han enviado aquí para que me contempléis en silencio?
—No; he venido aquí para deciros, que he visto muerto por mis propios ojos a Sancho de Erviti y a dos escuderos suyos: que los demás se han dispersado, han huido temerosos de morder el polvo como sus compañeros.
—¿Y los fugitivos, y mi hermana, y su libertador, donde se ocultan?
—¡Vuestra hermana!
—Sí, ¿nada sabéis de ella?
—¿Es hermana vuestra la religiosa que venía cautiva en la litera?
—Sí, mi hermana, ¿no lo sabíais?
—¡Oh! pues entonces ¿qué podía temer de vos, si hubiese venido al alcázar?
—En efecto, nada podía temer de mí; repuso doña Leonor, con sardónica sonrisa, que hizo temblar al capitán de aventureros.
Inés se estremeció también: por su frente fría y descarnada caían gotas de sudor: miraba a Jimeno precipitarse de pregunta en pregunta, de palabra en palabra en un abismo, y aunque en él debía perecer su venturosa rival, quedaba expuesta la vida de Jimeno, a quien ella quería sacar incólume de aquel trance, aun a costa de su existencia, aun a costa de su venganza.
—Figuraos, caballero, le dijo con marcada y profunda intención, figuraos, ¡qué podía temer doña Blanca de Navarra, princesa de Viana, de la condesa de Fox?
—¡Ella! ¡Ella es doña Blanca! exclamó estupefacto el capitán.
—Este hombre es un imbécil; pero los imbéciles son los instrumentos más a propósito para mis planes: dijo la condesa a media voz mordiéndose los labios, y luego añadió en tono despreciativo: ¿y son esas todas las nuevas satisfactorias que me traéis?
—Nuevas satisfactorias ninguna, repuso Jimeno con cierto orgullo y resentimiento; porque el caballero que ha salvado a vuestra hermana es tan arrogante y tan temerario, que acosado como se vé por todos lados, y en medio de sus enemigos, desafía con su lanza al mundo entero, y ha jurado perder cien vidas que tuviera en defensa de la mujer que ha rescatado.
—¡Ah! ¿Le conocéis? ¿Sabremos quién es al fin?
—Sí, señora, él mismo lo va pregonando: es tan osado que no teme el decirlo; es Jimeno de Acuña, el capitán de aventureros del rey don Juan II de Navarra.
—¡El bandido! Basta, caballero, os agradezco la noticia, ya sé donde debe ocultarse mi hermana. La encontraremos, sí, la encontraremos, aunque sea necesario incendiar las selvas todas de las Bardenas.
—Excelente me parece este plan, y si queréis yo mismo iré a ponerlo por obra.
—¿Sabe mosen Pierres de Peralta esas noticias?
—Creo que las ignora, he querido comunicároslas antes que a nadie.
—Pues bien, volved al campo inmediatamente.
Al punto: pero no sabéis con cuántas dificultades he tenido que luchar para entrar y salir en este castillo... vuestros centinelas son tan rígidos... Si me dieseis una prenda...
—¿Cómo os llamáis?
—Garcés, ¿no le conocéis? saltó Inés de improviso, volviendo a sacar a Jimeno de un nuevo apuro.
—Garcés, añadió con tono firme el capitán, cuyos pocos escrúpulos en usurpar nombres ajenos son ya conocidos en nuestra historia.
—Pues bien, Garcés, tomad este anillo: con él podéis entrar y salir libremente en el alcázar; pero aprovechaos de esta facilidad para comunicarme a menudo las noticias que vayáis adquiriendo.
—Perded cuidado, condesa; me aprovecharé bien de vuestro salvoconducto.
Leonor se alejó presurosa, después de haberle entregado la sortija, temiendo que fuese notada su ausencia del sarao; y mientras llegaba a los salones regiamente aderezados, compuso las facciones de su rostro, cubriendo con la máscara de la tranquilidad, del júbilo y de la afable sonrisa, el hondo pesar, la negra inquietud que devoraban su pecho.
—¡Gracias, gracias! ¡Inés generosa! exclamó el capitán, cuando el ángulo del claustro le robó los últimos pliegues del manto que arrastraba la condesa por el pavimento. Te debo la vida... más que la vida...
—Sí, exclamó Inés con acento sublime y melancólico: me debes la vida de la mujer que amas: me debes la vida de mi rival.
—Que el cielo me perdone, exclamó Jimeno con tristeza y humildad; perdóneme Dios, si he puesto inadvertidamente mis ojos sacrílegos en una reina. No, doña Blanca de Navarra ya no es tu rival, Inés: Jimena ha muerto para mí: corramos a salvar a la princesa.
—Vamos, Jimeno, vamos; déjame apoyar por última vez en tu brazo, porque me siento desfallecer, y por este favor que me concedes, por los instantes de felicidad que me has dado, te ruego que ames a la reina de Navarra, como has amado a la villana de Mendavia.
—El capitán de aventureros alargó el brazo a Inés, que se apoyó en él, cruzando entrambas manos; y así se dirigían lentamente al aposento donde quedó la religiosa.
—¡Amarla! decía Jimeno, ¡imposible, imposible!
Si hubiese tenido alzada la visera, hubiera podido ver Inés dos gruesas lágrimas que rodaban por las mejillas del formidable guerrero.
—¡Ámala, Jimeno! Ten fe en las palabras de Raquel: ¿te acuerdas? «Ama a Simón, hija mía, que Simón es digno de ti, y tú eres digna de un príncipe» —Muda los nombres, y verás cómo te encuentras por mi desgracia digno de amar y de ser correspondido de la princesa.
Al hacer Inés este sublime esfuerzo de abnegación, brotaba el llanto a raudales de sus ojos, único consuelo, único alivio que sus penas habían experimentado desde su salida del castillo de Eguarás.
Y sin pronunciar una palabra más, llegaron a las puertas del aposento, y antes de abrirlas se sintió el tenue rechinido de la visera, y el estallido de un beso, último crepúsculo de un amor fugaz que se había hundido para siempre en un mar de desventuras.
Henos aquí ya frente a frente de Gastón y de la princesa: esta inmóvil, insensible, derribada como una estatua entre ruinas; aquel profundamente agitado, reciamente combatido por violentas pasiones.
Sublevóse indignado el corazón del joven príncipe al descubrimiento de las negras tramas que se urdían a costa de su ventura, y que, si antes de serle bien conocidas, pudieron fascinarle por algunos momentos; ahora las consideraba como intrigas miserables, inventadas sólo para satisfacer ambiciones que le infundían a la vez terror y desaliento.
Penetraba en el fondo de su alma, espejo fiel donde sólo se retrataban la hidalguía, la generosidad, el entusiasmo, todas las pasiones nobles, en fin, envueltas en una atmósfera brillante, en una necesidad comunicativa de amor y de gloria, que sienten más que nadie los hombres de su temple. Buscaba allí la imagen de la mujer en quien debía vincular su existencia; y la buscaba en vano. Sólo hallaba los gérmenes del odio, y desprecio que a corazones enteros infunde la ajena arrogancia y soberbia mal cimentadas. Buscábala, y en vez de encontrar allí la esposa querida, que venía a compartir con él goces y pesares; veía con estremecimiento la imagen de otra mujer muy más hermosa, con todo el encanto y misterio de una celestial aparición; una beldad desconocida; cuya mirada dulce y bondadosa; cuya expresión digna, sin ser altiva, triste sin ser amarga; realzaban más los inmerecidos desaires de la que aquella noche iba a ser su eterna compañera.
Era la primera vez que amaba; era aquella la primera gota de cariño que rebosaba de su corazón; amaba después de aborrecer; amaba cuando sus mismos sentimientos filiales estaban embotados; amaba, y aquel amor incipiente era el único lazo que le ligaba al mundo... ¡Oh! ¡Cuánto debía amar!
En pie, delante de la religiosa reclinada en un escaño, considerábase el ángel tutelar de aquella desvalida criatura; tendíala ufano las alas de su corazón; devorábala con los ojos, y no se atrevía ni a respirar siquiera, por no turbar aquel reposo plácido, aquel sueño fugaz, único periodo de su imperio sobre ella; único tal vez de su dicha. ¡Cuán lisonjero, cuán dulce no era para él amparar a una mujer hermosa, perseguida, que se acogía tímidamente bajo su sombra! ¡Cuánto no contrastaba su situación presente con su anterior situación! De protegido pasaba a protector; de agente de sangrientas intrigas, se había convertido en amparador de la inocencia.
Gastón no dudaba un sólo momento de la de aquella religiosa: tenía presentes sus palabras y sus miradas; y si no podía explicarse el efecto producido en ella por la noticia de la muerte del príncipe don Carlos, era porque no podía apartar de su memoria aquellas sencillas frases en que le había revelado que era libre.
—Es libre, se decía a sí propio, y todavía lo soy yo; dama, y yo mozo y caballero: ¿por qué no he de sacudir el yugo insoportable que me quieren imponer? ¿Por qué no he de mostrarme una vez indómito y resuelto, cuando de este esfuerzo depende la suerte de mi vida entera? Criminal fuera yo, y sobre criminal cobarde, prestándome a servir de dócil instrumento a planes inicuos, a bastardas ambiciones. La Providencia, sí, la Providencia ha conducido aquí a este ángel, por rumbos para mí desconocidos. La creí en el primer momento enviada de Dios, y enviada de Dios debo creerla ahora; no para apartarme de la humana sociedad, sino para reconciliarme con ella.
Tan diversos pensamientos y pasiones agitaban a Gastón, cuando el ruido de la puerta vino a sacarle de aquel arrobamiento. Fue su primer impulso el de estrechar a la princesa contra su corazón, como temeroso de que pudiesen arrancársela; pero reflexionó luego que ningún derecho tenía para retener un tesoro que no era suyo.
Acudió, pues, a la puerta con resignación y abatimiento; abrióla de par en par; y al ver un guerrero que permanecía en el dintel con los brazos cruzados, retrocedió con asombro, y exclamó con alterado acento:
—¡Dios mío! ¿Estoy soñando? ¡Jimeno!
—¡Cómo! ¿Sois vos? ¡Don Gastón! ¿Vos en este aposento?, ¡pese a mi alma!
—Dadme los brazos, amigo mío: entrad: venid en buena hora: ya no soy tan desgraciado, pues tengo a quien comunicar mis penas.
—Jimeno que algunos momentos antes se hubiera abalanzado al seno de su amigo, permanecía inmóvil.
—¿Estáis solo? le preguntó, dirigiendo furtivas miradas al fondo del aposento.
—¿Solo? No: estoy con un ángel, con una beldad hechicera. Entrad, os contaré la más extraña aventura que pudierais imaginaros.
—Pero, ahora recuerdo que ha preguntado por vos. Acercaos, amigo mío.
¿Sabéis quién es esa hermosa desmayada? ¿No me diréis quién la ha traído?
Al oír estas preguntas, asaltaron a Jimeno dudas crueles, algunas de las cuales, presto habían de quedar desvanecidas.
¿Era, el que tal demandaba, el poderoso dueño de un castillo, que antes de dar rienda a su generosidad, quería saber sobre quien iban a recaer sus favores; o era además el dueño de un corazón, más grande que su castillo donde no le embargaba para dar hospitalidad a un amor recién venido, el tenerle ya ocupado por el amor que debía profesar a su esposa? ¿Se había propasado don Gastón con alguna acción descortés delante de la princesa? ¿Sería cómplice de su madre? ¿Habría descubierto Blanca que se hallaba en casa de sus enemigos? Y si no, ¿por qué la tomara aquel desmayo?
Fijóse el capitán en esta última interpretación, y, como saben nuestros lectores, se fijó en la verdad; que alguna vez lo más favorable había de ser cierto. Pero aún quedaban en pie sus celos, avivados por el aturdimiento, por las incoherentes palabras del aturdido mancebo.
Resolvió, pues, Jimeno disimular y observar como prudente, y huir cuánto antes pudiese de un palacio, que ya miraba como el sepulcro de sus amores.
—¿Calláis? —¡Ah! prosiguió el de Fox: ¡no os sorprende su rostro! Sin duda la conocéis...
—¿Y quién diablos os ha dicho tal cosa? respondió fríamente el paladín de la princesa. Y haciendo una pausa, como para notar el efecto que sus palabras producían, prosiguió con cierta aspereza: —Y aun cuando lo supiera, ¿de qué os servirían semejantes noticias?
—¿De qué? ¡Ah! —Tenéis razón, amigo mío... Perdonad esta indiscreción... ¡Qué sé yo!... estaba alucinado... creí que...
No sabía el pobre de don Gastón cómo disimular su inquietud, ni cómo recoger las velas que había largado.
—Vamos, vamos, príncipe, dijo el capitán con gravedad, por disimular su enojo: debíais haber pensado más en su salud que en sus aventuras.
Y prosiguió dirigiéndose a la puerta:
—Entrad, Inés, y prestadla auxilio.
Entró la doncella con harta sorpresa de Gastón, cuya inquietud contrastaba con la calma y aplomo del recién venido.
Cerró este la puerta: echó la llave: cogió la lámpara: registró la estancia, para saber si había alguna otra salida: satisfecha su curiosidad dejó la luz sobre la mesa, y llevando al príncipe al ángulo más retirado del paraje en que estaban las damas:
—Ahora, le dijo, estoy pronto a satisfacer todas vuestras dudas.
El hijo de la condesa, conoció, sin duda, que había andado muy precipitado en descubrir sus sentimientos; y queriendo afectar ahora tanta indiferencia y serenidad; como pasión y aturdimiento había manifestado al principio, contestó:
—En primer lugar, quisiera saber por qué feliz casualidad os halláis en el castillo.
—¿Es curiosidad, o reconvención?
—¡Ingrato amigo! repuso Gastón con verdadero sentimiento: no guardéis, por Dios, una gravedad que me ofende, ni pronunciéis palabras que me hieren. ¡Reconvenciones por verte aquí, cuando eres el único a quien echaba de menos en mis fatales bodas! ¡Reconvenciones, cuando tan sentidas las dirigía a mi madre, porque no había cumplido mi encargo de convidaros!
—Estas últimas eran muy injustas: porque, tanto vos como vuestra madre, me habéis enviado un atento mensaje, convidándome a la boda.
—Mirad que estáis equivocado: yo sé de fijo que la condesa ningún mensaje os ha mandado.
—Pues yo no sé cómo lo dudáis, cuando estoy seguro de haberlo recibido.
—Extrañas cosas nos suceden, exclamó Gastón, con el pensamiento en la desconocida.
—Sin duda el cielo las dispone, añadió Jimeno, fijos los ojos en la religiosa.
—Y ahora ¿no me diréis quién es ella? —preguntó el mancebo.
—¿Lo ignoráis de veras?
—¡Oh! no me habléis con esa sonrisa, ni dudéis jamás de mi sinceridad: puedo cometer faltas, no bajezas.
Tampoco se dejó vencer Jimeno del tierno acento y sincero lenguaje de su amigo.
¡Cuánto debía sufrir para ser tan inflexible!
—Quien puede ser esa señora, yo no lo sé; dijo el capitán, pero lo que os puedo decir, y hasta referir menudamente, son las aventuras a las cuales se debe que haya venido a vuestro castillo.
—Sepa yo lo que vos sabéis, que lo demás lo averiguaremos juntos.
—Decidme ante todas cosas ¿amáis a esa mujer?
—Nunca supo mi corazón lo que era amar, hasta que mis ojos la han visto.
—¡Hola! ¿Conque no es un amor vulgar? ¿Es una pasión verdadera la que sentís? Pues bien, ¡ya me considero en el deber de revelároslo todo, todo!
Dijo el capitán semejantes razones con un acento tan particular, con una voz tan cavernosa, con una sonrisa tan maligna; que hubiera debido sobrecoger a quien no fuese un amante de quince años, en los ardientes arrebatos de su pasión primera.
Sentíanse en el pecho de Jimeno aquellos profundos bramidos que preceden a la erupción de los volcanes.
—Sí, pasión, verdadera, repuso el mancebo que no escuchaba otra voz que la de su corazón extraviado; pasión verdadera, que me hace rechazar a otra mujer, después de haberla tendido la mano para ser suyo; que es un aviso de la Providencia para apartarme de las combinaciones del crimen...
—¡Basta! le interrumpió Jimeno con voz atronadora.
—¡Par diez! ¿Qué tenéis?
—Digo que... basta eso para comprender que amáis demasiado; repuso el capitán, reprimiendo la furia de sus celos, y el horror que le inspiraba revelación tan sacrílega, hecha con el candor de una virgen.
Y volviendo luego a su tono sarcástico, prosiguió con afectada tranquilidad:
—Venía yo camino de Ortés con mi buen escudero Chafarote, cuando en un barranco, a cosa de media legua del pueblo, sentimos ruido de cascabeles y pisadas de cabalgaduras, hacia el arrecife de San Juan de pie de Puerto.
—¿De dónde?
—De san Juan de pie de Puerto, repuso el capitán, acentuando perfectamente las palabras.
—¿Venían de allí?
—De allí venían.
—Proseguid.
—A poco rato descubrimos un pelotón de gente: caballeros, pajes escuderos y mozos de cuadra, armados todos hasta el cogote, y escoltando una litera.
—Alguna dama de calidad, que venía a mis bodas...
—Dama era en efecto; porque tan pronto como nos hallamos a corta distancia, una voz femenil salió de la litera diciendo: «caballero, socorredme; que me llevan cautiva contra mi voluntad.»
—Y eso, ¿cuando ha sido?
—Hace pocas horas.
—Y vos, ¿qué hicisteis?
—¿Qué había de hacer? poner lanza en ristre; afirmarme en los estribos, y enderezando mi bridón hacia el que de capitán de aquella gente hacia, decirle con tono firme y ademán resuelto: —«Poned inmediatamente en libertad a esa doncella, o lo que fuere; o sois conmigo en singular batalla.» —La contestación no se hizo de esperar: el buen caballero no sufría semejantes indirectas; cargó sobre mí con toda su pujanza; pero, como en la embestida se ladease un tanto su trotón, que era tamaño como un dromedario, le metí la lanza por un costado y le salió por el opuesto.
—¿Le conocisteis?
—Sí.
—¿Quién era?
—Sancho de Erviti.
—¡Ah! ¡Sancho! ¡El amigo, y confidente de mi madre!
—Y bien, ¿qué?
—¡Proseguid, por Dios! ¡No sabéis qué cosas tan horribles comienzo a vislumbrar!
—Ya debéis suponer, continuó con terrible calma el capitán, que muerto el pastor, se dispersan fácilmente las ovejas, como allá nos decía el cura de mi pueblo. Los escuderos, pues, a los pocos botes de mi lanza, se fueron por donde más en mientes les vino; y sólo alguno que otro mal intencionado, se entretuvo en aporrear a Chafarote, a quien, concluida la aventura, encontré más molido que cibera.
—¿Y la dama?
—A eso voy. Abrí la portezuela, y me encontré con que había salvado a una desconocida. ¡Don Gastón! ¡Os juro por mi honor que lo era para mí! añadió Jimeno, con tono grave y solemne. —Y no sólo me era desconocida, si no que me hallé con que era una religiosa. ¡Figuraos qué gentil recompensa puedo yo esperar, como no fuese en el otro mundo! ¿No os reís del chasco, don Gastón?
El sarcasmo de Jimeno era demasiado acervo; era ya hasta insultante; pero el hijo de la condesa tenía la vida pendiente de sus palabras, y le escuchaba fascinado. No insultarle, hollarle hubiera podido entonces Jimeno, impunemente.
—Proseguid, le dijo con trémulo acento.
—La religiosa me confesó de buenas a primeras que no lo era: que sus más próximos deudos habían querido sepultarla en una celda...
—¡Callad! ¡Callad!
—Y que le llevaban ahora cautiva para envenenarla...
—¡Gran Dios! ¡Qué horror!
—Cierto, horrible cosa es; pero habéis de saber que los deudos de esa dama son gente abonada para todo: como que, según he sabido después, el hermano mayor de esa pobre religiosa murió también de un jicarazo...
—¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó el mancebo con desesperación: ¡amar yo por primera vez!...
—¡Sí! ¡Y amar a la hermana de vuestra madre! le interrumpió Jimeno con toda la furia, con toda la hiel, que había estado atesorando dentro del pecho: ¡y libertarla yo de doble número de enemigos, para traerla al mismo punto a que sus enemigos la llevaban!
—Consuélate, Jimeno: ¡la reina te perdona! dijo doña Blanca de Navarra, que merced a los cuidados de Inés, acababa de volver en sus brazos del desmayo, y que había escuchado las últimas palabras de su esforzado paladín.
—¡Oh! ¡Para mí no hay perdón! ¡Para mí es imposible que lluevan ya las bendiciones del cielo! exclamó anonadado el hijo de la condesa.
Terrible era en efecto la situación de este joven infortunado.
Acaba de sentir el amor, con toda la violencia con que esta pasión impera en un alma virgen: envuelto en las redes de una bastarda intriga, iba a ser arrastrado al altar para unir su suerte a la de una mujer aborrecida: cuando llegaba a comprender el precio inestimable de su libertad y el sacrificio inmenso que hacía a la ambición de su madre; se había enamorado del primer objeto digno de amor en que sus ojos tropezaron. Acababa de saber también, que este objeto sublime, era el blanco de los odios de su familia.
Parece que la Providencia, para refrenar los ímpetus de su corazón audaz, y previendo que las pasiones del mancebo romperían fácilmente los diques que suelen contener a otros hombres, había querido reforzar este dique con otro nuevo, robusto, insuperable, oponiéndole la barrera del respeto, después de la fidelidad que debía a su prometida esposa.
Sin embargo, faltaba todavía otro nuevo obstáculo, invencible para un corazón leal y generoso.
Era una lucha tiránica, en que los dioses del Olimpo, amagados por una pasión sacrílega y gigante, se complacían en echar montañas sobre montañas, para apagar el amor impío del mancebo.
Este nuevo obstáculo debía levantarse, si alguna vez llegaba Gastón a conocer la pasión de su amigo. Sin embargo, ¡cuántos esfuerzos debía hacer este por ocultarla!
Jimeno, el capitán de aventureros; Simón, el judío de Mendavia, que por el amor de una villana desconocida, é iluminado al mismo tiempo por la luz de la fe, abjuró la religión de sus padres; Jimeno, que tantas veces aventuró la vida en defensa de la gentil labradora; Jimeno, que tantos prodigios de valentía y de arrojo había hecho para convertirse en capitán de bandidos, y luego en capitán de aventureros; acababa de medir con una sola palabra el abismo que le separaba del imán de sus pensamientos, del único anhelo de su corazón.
«¡La reina te perdona!»
¡Ay! Entre la princesa de Viana y el hijo de Samuel: entre la heredera del trono, entre la legítima señora de Navarra y el antiguo salteador de caminos, había la misma distancia, que entre la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, el polvo y las estrellas.
Alguna vez sospechaba el capitán de aventureros, tanto por el porte distinguido de la villana, como por lo extraño de sus aventuras, que no debía pertenecer a la humilde y despreciada clase en que apareció primeramente a sus ojos; más por muchas riendas que soltase a su fantasía, nunca sus sospechas fueron más allá de tenerla por hija de algún hidalgo.
¿Qué efecto, pues, no debía producirle el inesperado descubrimiento de que la mujer, a quien había requerido de amores, a quien había tan familiarmente tratado, era nada menos que hija de un soberano, su reina y señora?
—¡Perdón, señora, perdón! exclamó, Jimeno postrándose delante de la princesa; y no atreviéndose a levantar los ojos para clavarlos en aquel augusto semblante, que hasta entonces había profanado con sus miradas.
—Alzad, Jimeno, alzad; contestó con dignidad la religiosa, y luego le advirtió con triste sonrisa: no conviene que vean de hinojos ante la proscrita al amigo de la condesa, al que más sangre ha vertido de los valientes defensores de mi pobre hermano.
¡Era verdad! Y confundido, anonadado con la verdad el capitán de aventureros, no tenía voz para replicar, ni aliento para erguir su frente.
La princesa interpretó desfavorablemente aquel silencio.
—¡Tú también, como los demás! exclamó con amargura.
Abrumado Jimeno por una sospecha tan injusta, herido en lo más vivo de su corazón, alzose con despecho; pero transcurrido apenas un sólo instante, clavó sus ojos en doña Blanca con inefable ternura; cruzó los brazos; raudales de lágrimas se lo agolparon a los párpados, y con trémulo acento exclamó, sin saber lo que se decía:
—¡Jimena! ¡Jimena!
Pero asustado de sus propias palabras, añadió de repente, con voz humilde y respetuosa:
—¡Señora!... ¡señora mía! ¿No me habéis conocido antes de ahora?
Aquella mirada de Jimeno, aquel acento que partía del corazón. Aquel recuerdo de bonancibles tiempos, hizo conocer a la princesa la injusticia de sus reconvenciones.
—¡Sí, sí! ¡Lo comprendo! ¡Perdonadme! ¡Era imposible que el noble corazón que conocí en Mendavia, se hubiese pervertido con el estruendo del combate! ¡Era imposible que quien tanto me amaba!...
—¡Callad, callad! Jimeno exclamó, mirando con terror a su amigo, tendiendo sus brazos a la princesa, como si hubiese querido recoger aquellas palabras.
Gastón levantó la frente de improviso, cual si una víbora le hubiera mordido el corazón; miró a su amigo con furor sombrío; quiso hablar, y dio una especie de aullido; lanzóse a la puerta; abrióla convulso y desapareció al instante, haciendo retemblar el salón inmenso al cerrarla de golpe.
—¡Huid, alejaos de aquí! dijo entonces Inés sobresaltada: ¡huid presto! yo voy a contenerle.
Y aquella alma generosa que parecía conservar algunos resplandores de vida, solamente para guiar a su ingrato amante; voló en pos del mancebo, como vuelan los ángeles custodios para detener la mano del hombre que se levanta para el crimen.
No tuvo Inés que dar muchos pasos. Había llegado Gastón, sin saber como, al punto donde principiaba a sentirse el estruendo armonioso del sarao, el bullir de las gentes, los reniegos de los pajes, y tal cual conversación acalorada de amantes descarriados, que tornaban al salón con las mejillas encendidas, y maldiciendo públicamente, ¡ingratos! al alarife que había hecho del vasto alcázar un verdadero laberinto.
Allí se detuvo el mancebo, como si la humana sociedad le presentase una línea que nunca debía atravesar: allí se detuvo por instinto, por ese mismo instinto que hasta aquel punto le había conducido.
Inés llegó turbada y anhelante, temiendo que en un momento de celoso despecho, pudiese revelar Gastón a su madre el paradero de la princesa.
—¡Señor! exclamó Inés al acercársele: ¿adónde vais?
—¿Y qué os importa? le contestó el mancebo bruscamente.
—¡Ah, señor! ¡Tened compasión de una mujer inocente y desgraciada! ¡Tened compasión de la hija de cien reyes, que de buen grado se trocara por la hija de un pechero! ¡Y respetad, sobre todo, la vida de un hombre, cuya sola falta es haber sido demasiado generoso!
—¿Y qué queréis que haga? preguntó confuso el príncipe.
—Lo que os dictaría vuestro leal corazón en momentos más serenos: ocultar a vuestra madre y mi señora el asilo de los amantes... Su vida está en vuestras manos...
—¡Tenéis razón! exclamó pensativo el mancebo, a quien por vez primera le acababa de ocurrir una idea de que Inés le suponía, no sólo capaz, si no en ánimo resuelto de llevarla a cabo.
—Si el logro de vuestra pasión es imposible, tened al menos la gloria y el consuelo de haberla sabido vencer: algo es, señor, para un alma desdichada, el que la persona que labra su desdicha le deba toda su ventura; prosiguió la dama con tierna melancolía.
—¡Oh! ¡Pero os habéis equivocado, Inés! ¡Habéis supuesto que yo!...
—¡Perdonad! pero al veros huir de su presencia...
—De su presencia, no: huyo de mí mismo: huyo de este corazón a quien todo el mundo desdeña: huyo... Pero ¡Inés! ¡Inés! el dardo viene conmigo enclavado, y cuánto más corro, más profunda va siendo la herida. ¡Inés! ¡Inés! ¡Si tú amases, tendrías compasión de mi!
—¡Ah! ¡Sí! ¡Yo no amo! repuso la doncella, con una sonrisa, más triste que el último rayo del sol que dora los bordes de una nube tormentosa. Es cierto, ¡yo no amo! ¡Por eso veis que mis mejillas compiten en colores y frescura con las rosas de primavera! ¡Yo no amo! ¡Por eso veis en mis ojos el reflejo de la felicidad! ¡Yo no amo! ¡Por eso veis mi frente más serena que las aguas de un lago en una noche de estío! ¡Yo no amo! ¡Por eso veis que mis ojos no vierten una sola lágrima; que la fiebre no enciende mis venas; ni los suspiros van consumiendo mi corazón! ¡Ah! ¡Yo no amo! ¡Por eso veis, que yo, pobre flor de un sólo día, no voy a caer marchita en la mañana de mi vida!
—¿También tú? ¡Pobre Inés!... ¿Pero has sentido jamás ese infierno de la vida que se llama celos?
—Señor, ¿os han dicho alguna vez que erais amado?
—¡Nunca!
—¿Os lo han demostrado con dulces miradas, con tiernas solicitudes, con transportes delirantes, con embriagadora sonrisa?
—¡Oh! ¡Jamás! ¡Jamás!
—Y después de haberos empapado en aquellas miradas, y de haberos arrastrado en el vértigo de aquellos transportes, y de haberos hechizado con el dulce reclamo de aquellas solicitudes, y de haber bebido en ardientes labios el néctar de aquella sonrisa, ¿os han abrevado de hieles, os han abandonado en el lodo de la ignominia, os han hollado con los pies, con aquellos pies cuyas huellas hubierais besado?
—¡La muerte! ¡La muerte sería preferible al dolor de tan negra ingratitud!
—¿Y habéis tenido en vuestras manos la vida del ingrato?...
—¡Ay! Eso sí.
—¿Ha estado pendiente su ventura de un paso, de una palabra, de un gesto, de una mirada vuestra?
—¡Sí! ¡Sí!
—¿Y os habéis detenido, habéis sellado vuestros labios, habéis cruzado vuestros brazos, habéis cerrado vuestros ojos, habéis conservado, en fin, la vida de ese hombre, para que otra mujer pueda enseñorearse de aquel corazón adorado?
—¡Inés, Inés! ¡Lo mismo que a mí me pasa!
—¿Y lo habéis visto delante de su rival triunfante y orgullosa?...
—¡Sí!
—¿Y los habéis dejado solos, y habéis huido de ellos, llevando grabadas con fuego en vuestra imaginación todas sus sonrisas, todas sus miradas, todas sus caricias?
—¡Sí, sí! ¡Allí están; allí están saboreando las delicias que nos arrebatan! ¡Allí están!... ¡Pobre Inés! ¡Tú también tienes celos como yo; pero como yo, no tienes sobre ti la maldición divina! A ti te queda el consuelo de la resignación; a ti te queda la esperanza de otra mejor vida; y las raíces que eche tu dolor en este mundo servirán para que extienda sus ramas en el cielo el árbol inmortal de tu ventura; pero, yo, yo que he principiado ofendiendo a Dios con un amor incestuoso, ultrajando las leyes de la naturaleza; yo, que he nacido de padres y de ascendientes criminales; yo cuyo primer afecto es un crimen; yo tengo que seguir en esta senda fatal por donde me arrastra mi destino. El árbol de la felicidad eterna, estéril debe ser en mi corazón.
—El cielo es grande, señor, y está abierto para todos. Dejémosles huir...
—¡Huir juntos! ¡Qué diferencia en nuestras almas! Tú puedes conformarte con la pérdida de lo que amas, tú puedes consolarte con su felicidad, yo no. ¿Por qué la Providencia ha encendido en mi corazón un volcán desconocido? ¿Por qué ha presentado delante de mis ojos esa mujer, antes de que su nombre me hubiera puesto la venda del respeto? ¡No! ¡Yo no puedo dejar de amarla! ¡Yo no puedo consentir en mi suplicio, no puedo ser mi propio verdugo! ¡Dejarlos huir, dejarlos que se embriaguen de felicidad, sin que el recuerdo de nuestra miserable pasión venga a turbarla un sólo instante!
—¡Cierto, cierto!
—Inés, mientras nosotros no podemos apartarlos de nuestra fantasía, ellos se dejarán llevar en bonancible impulso del viento de la prosperidad; ellos, enajenados de placer; ellos, arrullados por el amor, quedarán adormecidos en un éxtasis delicioso; y ni una sola vez despertarán sobresaltados con el ensueño de nuestra miseria; ¡y ni una sola vez pronunciarán nuestro nombre, ni consagrarán a nuestra desgracia un sólo recuerdo!
—¡Callad, por Dios! exclamó Inés, sin levantar sus tristes ojos, fijos en el suelo sin pestañear: ¡callad, que estáis renovando todos mis tormentos! ¡Oh! ¡Qué amargas son vuestras palabras!
—¡Tormentos sólo y amarguras puede ofrecernos ya la vida!
—¿Y ella en tanto?...
La voz de Inés era tan sombría, que quedó como apagada en su pecho.
Gastón dio algunos pasos.
—¿Adónde vais? tornó a preguntarle Inés con menos espanto, con menos energía que al encontrarle en aquel sitio,
—¡Inés! ¡Inés! exclamó el príncipe: hay familias predestinadas para el crimen, y la mía es una de ellas.
—¿Pero vais a revelar a la condesa?
Don Gastón guardó silencio.
—¡Una acción baja y cobarde! añadió Inés, recobrando su antiguo vigor.
—¡No! nada temas: salvaré a la princesa; pero su amante...
—¡Deteneos, deteneos! exclamó la dama, cayendo de rodillas, acompañando con el ademán sus perdidas voces.
Gastón estaba ya lejos, encaminándose al aposento, donde solos habían quedado los amantes perseguidos.
En vano Inés hizo esfuerzos para levantarse y correr tras él; las terribles y opuestas sensaciones que había experimentado, la dejaron tan débil, que no podía tenerse de pie, sin apoyarse en la pared.
—¡Oh! decía la infeliz con resignación cristiana: si han nacido el uno para el otro, ¿a qué turbar los designios de la divina Providencia?
Al poco rato sintió pasos lentos y resonantes, que el eco repetía por aquellas bóvedas: era Gastón que volvía taciturno, los brazos cruzados con desaliento.
—¿Qué habéis hecho? exclamó Inés estremecida.
—Cerciorarme de que se han fugado.
—¡Gran Dios! ¿Están en salvo?
—No, no te sonrías tan presto; por el contrario, creo que han corrido a su perdición.
—¿Por qué?
—Porque mi madre tiene dadas sus ordenes para que nadie salga del alcázar.
—¡Bendito sea Dios! exclamó Inés, y el júbilo parecía reanimar su vida, é iluminar su pálido semblante. ¡Bendito sea Dios! Jimeno tiene un salvo conducto, el anillo de la condesa: ya no peligra su vida; ahora no me importa perder la mía.
A esta sazón quedaron sobrecogidos los desdeñados amantes, por un rumor extraño: conmovióse el pavimento, retemblaron las vidrieras de la galería, y poco a poco se fue notando el estruendo de las pisadas, el estrépito de las armaduras, y hasta se llegaron a oír clara y distintamente el bronco acento de los guerreros, y la aguda voz de la condesa, que venía hablando con ellos acaloradamente.
—De nuevo nos han burlado, mosen Pierres, decía doña Leonor.
—Tan fijos los tenéis en el alcázar, como a estas horas está Sancho de Erviti en el infierno.
—¿Pero no veis que en ninguna parte parecen?
—Los tontos serían ellos en asomar las narices, si pueden esconderse.
—Pero ¿habían de ser tan locos y tan desesperados, condestable, que huyendo de mí, viniesen a mi misma casa?
—Ignoro, señora, si se les ha vuelto el juicio, o si han perdido la esperanza: lo que sé deciros es, porque yo mismo he tropezado con los villanos que traían de la rienda las cabalgaduras, que el buen paladín, desfacedor de tuertos, les dijo que enderezasen el paso a Ortés; y que si luego, por sospechas y por antojo, le vino en mientes el despacharlos, amenazándoles con sendos palos, si no tornaban atrás y le dejaban sólo; los centinelas deponen contestes haberle visto entrar escoltando la litera, y detenerse en el patio.
—Sí, pero en el patio está la litera vacía, y el caballo de Sancho de Erviti desmontado.
—¿Pues no conocéis, por San Fermín bendito, que habiendo quedado Sancho tendido en el campo, mal puede haber venido caballero en su bribón?
—¿Pero nadie ha visto al libertador, ni a la religiosa: qué es esto? ¡Dios mío! ¿Se los ha tragado la tierra? exclamó doña Leonor con impaciencia.
—¡Qué diablos! nadie los ha visto, porque nadie más que los centinelas se curan en un día de bodas de quién entra, ni de quién sale: y como habíais dado aquella orden maldecida, de que apenas se presentase una litera...
—¡Oh! es preciso confesar; condestable, dijo la condesa bajando la voz, que si ha venido aquí mi hermana, después de tan aciagos acontecimientos, Dios nuestro Señor protege mi causa, y la divina voluntad ordena que me siente en el trono de Navarra.
—Y eso que os ha puesto delante sobrados obstáculos la divina voluntad; repuso mosen Pierres maliciosamente, evocando recuerdos sangrientos, que hicieron temblar a la condesa misma.
—Ya sólo nos falta que registrar esta parte del alcázar; dijo Leonor, desviando la conversación.
—Y aquí está vuestro hijo que nos puede ahorrar tal vez algunos pasos.
—¡Gastón! exclamó su madre, reprendiéndole con una mirada lo huraño de su condición, lo esquivo de su conducta.
El mancebo, sin hacer caso de las reconvenciones de su madre, dirigió la palabra a mosen Pierres de Peralta.
—En efecto, condestable, cumplida razón puedo daros de lo que os trae inquieto.
—¡Ah! ¿Los has visto? exclamó la condesa, con gozo mal disimulado.
—Al apartarme de vos, estaba muy lejos de sospechar, que en mi antigua y apartada estancia, había de encontrar a doña Blanca de Navarra.
—¿Y con efecto, el malandrín es...? preguntó mosen Pierres.
—El capitán de aventureros, Jimeno de Acuña.
—¡Vamos, vamos! dijo la condesa dando algunos pasos hacia delante. Y con una carcajada añadió: veo que el ser valiente no estorba para dejar de ser discreto.
—No os apresuréis, señora, repuso el hijo con acento sosegado. Si hace poco los tenias en el castillo, ahora no podéis decir otro tanto.
—¡Cómo!
—Como que ya deben estar asaz lejos de esta morada.
—¿Habrás sido capaz tú, mal hijo?... saltó ciega de cólera la condesa.
—¡Ah! nada temáis de mí, soy hijo digno de tal madre; no he sido capaz de ser generoso.
—¡Perdona, perdona! ¡Gastón, hijo mío! pero... ¡por Dios! no te burles así de tu pobre madre: dime donde están...
—Señora, os lo he dicho ya; en el campo, disfrutando de esa libertad que Dios ha concedido a las aves, a los brutos, a las auras, y que vos queréis negar a una hermana.
—Pero ¿quién, quién ha sido el traidor, quién ha sido el infame que les ha dejado partir?
Y doña Leonor al pronunciar estas palabras, revolvía sus ojos, y se tornaba de todos lados, como basilisco que busca una víctima en quien fijar sus miradas, y repetía con furia:
—¿Quién ha sido el infame...?
—Vos misma.
—¿Yo?
—Vos, señora, vos.
—¡Oh! estás loco: andas muy sobrado con una madre: te burlas muy cruelmente de mis inquietudes: juegas con poco respeto con mi corazón...
—¡Basta, señora! mirad si en vuestra mano están todos los anillos que llevabais hace algunas horas.
—¡Ah!
—Mirad sí, con el que os falta, puede entrar y salir cualquiera libremente del alcázar.
—¿Conque Garcés?
—Garcés, señora...no sé quien sea Garcés. Pero Jimeno, Jimeno de Acuña se llama el que de vuestras propias manos ha recibido la sortija.
—¡O rabia! con él vi una mujer: ¡ah!... ya recuerdo: ¡Inés! ¡Inés!
En aquel instante mismo reparó la condesa en la cuitada doncella, que reclinada contra la pared, escuchaba temblando las amenazas de su señora.
Su señora.
Los ojos del basilisco habían encontrado la víctima que buscaban.
—Cualquiera ofensa que hagáis a esta doncella, me la hacéis a mí propio, dijo Gastón, interponiéndose con las dos mujeres.
No sabemos hasta qué punto hubiera servido a Inés el amparo del hijo de la condesa, si afortunadamente no se hubiera sentido a la sazón el choque de espadas, y gritería de combatientes, tras de los cuales se lanzaron precipitadamente todos los caballeros que componían la comitiva de la condesa.
Recordará el lector, si no es desmemoriado, que más de una vez hemos hecho observar la contradicción que había entre las razones del capitán de aventureros, y las de la condesa, y su hijo, en punto al famoso convite de boda; y aunque en achaque de palabras, más bien debíamos propender hacia las que atañen a la real familia, perdónenos nuestro monarquismo, si por hoy nos inclinamos a creer, que tanta verdad puede decir el hijo de un rey, como el de un judío. Sin embargo, como cuando uno afirma y otro niega, hay por fuerza error o mentira; nosotros, dejando a los ruines apresurarse a investigar dónde está la mentira, plácenos averiguar primero, si ha podido haber error.
Los reveses sufridos por el bando beamontés en Navarra, y por sus auxiliares de Cataluña, traían asaz descontento y deshumorado al conde de Lerín. Quejábase, con razón, de la simplicidad de Pallars en deponer las armas, mientras aparentaba el rey Luís de Francia hacer los oficios de medianero, árbitro y amigable componedor entre los rebeldes catalanes y sus amigos los castellanos, y el monarca de Navarra y Aragón.
El arbitraje salió, ni más ni menos, cómo se había imaginado el condestable; y la sentencia del astuto rey Luís el Onceno, era cosa arreglada ya muy de antemano con una de las partes, y que al de Lerín no cogió de sorpresa.
Sabía él que el francés trataba de emparentar con el rey don Juan, casando al nieto de este con su hermana Magdalena. Presuponía además que Luís el Onceno no era parte a empeñarse en un negocio del que no sacase honra o provecho; y como ninguna honra podía resultarle de enlazar a una hermana suya con el hijo de un conde feudatario, ni provecho alguno, teniendo, como tenían, los príncipes de Fox una hermana mayor delante de sí, heredera legítima del trono de Navarra; de aquí vino a deducir, que el rey de Francia contaba con cuántas seguridades son imaginables, para que la princesa de Viana no heredara la corona, y para que, removido tan principal estorbo, recayese esta en don Gastón de Fox, su futuro cuñado.
Sentados estos precedentes, la imparcialidad del árbitro componedor salta a los ojos: de un lado estaba el pueblo catalán, con el cual no le ligaban vínculos de ninguna especie; y de otro lado el rey don Juan, y un poco más lejos su hermana Magdalena. Disculpable fue por cierto el monarca francés, si decidió que los castellanos, que habían venido en auxilio de los rebeldes de Cataluña, saliesen del Principado más que de prisa: que los navarros entregasen a don Juan cierta cantidad de oro, la suficiente sin duda para ocurrir con desahogo a los gastos de la boda, y que los catalanes volviesen a la obediencia de su rey; en cambio de todo lo cual se les daba un amplio y generoso perdón de lo pasado, que de ninguna manera podía recaer sobre las cabezas, que al rey se le pusiese en el magín entregar al hacha del verdugo. Los que no alcanzaban disculpa para el conde eran los pobres corderos que habían puesto su honra y sus haciendas en manos del león.
Ni se detuvo aquí la severa justicia y la acrisolada imparcialidad de Luís el Onceno; si no que sacando a relucir ciertos viejos pergaminos, casi apolillados, probó con incontestables razones, que habiendo invertido Francia sumas considerables en ayudar a matar a uno de nuestros reyes, llamado por ella don Pedro el Cruel, y por el pueblo español, don Pedro el Justiciero; se debía agregar a la corona francesa, por vía de indemnización, la provincia de Guipúzcoa; con lo cual el rey Luís se daba por muy satisfecho, y nos hacia gracia de sus derechos como letrado, y no nos pedía ni un sólo maravedí por las costas del proceso.
Los españoles, gente de suyo bizarra y orgullosa, rehusaron con buenas razones admitir tan generosa oferta, y respondieron al francés: que para muestra de su absoluto desinterés é inaudito desprendimiento les bastaba la sentencia: y por lo tocante a los pergaminos podía tornar a enrollarlos buenamente y a sahumarlos, si quería, para que la polilla no hiciese en ellos más estragos, lo cual sería un dolor; porque tenía por averiguado, que el alma de Beltrán Claquin, asesino del rey don Pedro, no podría gozar de eterno descanso, si se perdían tan inapreciables documentos.
Estas y otras suposiciones fueron convirtiéndose en evidencia para el conde de Lerín, al ver los preparativos de boda, que en aquella sazón se hacían en el castillo de Ortés; y tomando sus medidas para tener conocimiento de todo, averiguó también que la princesa de Viana debía ser trasladada al castillo de Ortés y a poder de su cruel hermana, como condición precisa para el enlace del sobrino.
Paseabase el astuto conde en el ya conocido salón de su castillo de Mendavia, cavilando sobre los medios de favorecer a doña Blanca en la terrible cuita que debía sobrevenirla.
Era difícil entrar con gente armada en los estados de Bearne, y aunque pudiera extenderse a una correría; sobre insensata y arriesgada, era inútil empresa, por ignorarse el cuando, el cómo, ni de donde debía ser trasladada la reina; y locura aun mucho mayor el intentar un asalto, o sorpresa en el castillo de Ortés, poblado entonces más que nunca de valerosos y afamados caballeros.
No era hombre el conde de Lerín para andar cabizbajo y caviloso mucho tiempo. A los pocos minutos de meditación aparecía en sus labios una sonrisa, nuncio de un pensamiento feliz, o de una combinación refinadamente díabólica.
En este momento no sólo se sonrió, si no que enarcó las cejas, se dio una palmada en la frente, se estregó las manos, y dijo con cierta satisfacción, que, por hallarse solo,no tenía que disimular, como de costumbre.
—Por cierto que anduve torpe en no haber topado antes con semejante idea. —¿Ferrando? exclamó en alta voz.
Al poco tiempo se presentó en la habitación el pajecillo rubio.
—¿Qué manda su señoría?
—Ven aquí, perillán. ¿Quién es, entre toda la canalla de pajes, que, cuando no me coméis un costado me estáis royendo los huesos; quién es el más audaz, y sobre todo el más bellaco?
—Señor, contestó Ferrando con ciertas pretensiones más que arrogantes: creo que nadie podrá disputarme la supremacía de tan bellas cualidades.
—¡Magnífico! y tu respuesta lo prueba. Vamos a ver: ¿te atreves a pasar al servicio de los señores príncipes de Fox, mis capitales enemigos?
—Señor, mándeme vuestra grandeza tirarme de cabeza abajo por esas rocas, que sirven de cimiento a vuestro castillo; pero no salir de vuestra casa.
—¿Y si no fuese más que de industria?
—Entonces, y placiendo así a vuestra señoría...
—Pues bien, voy a mandar hacerte una librea blanca y roja.
—¿Los colores del conde de Fox?
—Justamente: te haré también una cota con sus escudos primorosamente bordados: en uno de ellos pondremos en campo de gules dos toros, siete roeles, y un castillo sobre puente de plata.
—¿Las armas del conde de Fox, del príncipe de Bearne y señor de Moncada?
—¡Víctor, Ferrando! exclamó el de Lerín; ostentas una erudición heráldica, que no esperaba de tus cortos años. —Al lado izquierdo pondremos otro escudo con las cadenas de Navarra, y las Barras sangrientas de Aragón.
—Cierto, porque habiéndose enlazado la casa de Fox con príncipes de la sangre...
—Es claro, no hay inconveniente en que coloquemos sobre sus blasones una corona real. Muy bien: apenas el recamador dé fin a su obra, te echaremos a cuestas esas galas, escogerás dos escuderos más, que se parezcan a ti en los galopines; y caballeros, tú sobre mi bribón, y ellos en sendas mulas, vais a las Bardenas...
—¡Señor!
—¿Ola? ¿Ya principias a ciar?
—¡Señor! ¿Y los bandidos?
—Los bandidos te respetarán, porque vas como faraute de los condes de Fox, cerca del capitán de la gavilla.
—¿Y si me conocen, y me desuellan vivo?
—Es que, habiéndote iniciado en mis secretos hasta este punto, repuso el conde, clavando en el paje sus ojos de águila, no puedes escapar, o de salir con lucimiento de la empresa, o de ser desollado vivo; por mí, si rehúsas llevarla a cabo; o por el capitán, si andas torpe en su desempeño.
Escoge.
—Señor, estoy por imitar a san Bartolomé cuánto más tarde me sea posible.
—Vas a las Bardenas; prosiguió con inflexible acento el de Lerín: te presentas al capitán de aventureros y le dices: «Señor capitán, los muy egregios y muy esclarecidos príncipes de Fox y de Bearne, me encargan de manifestaros su voluntad de que pongáis por obra su deseo; que no es otro, si no el de rogaros ahincadamente les hagáis la alta honra de asistir a las bodas de su muy amado hijo don Gastón con madama Magdalena, hermana del rey de Francia; en lo cual se considerarán muy honrados, y yo otro que tal, por haber cumplido su mensaje, con harta gloria mía, y complacencia suya.
—Señor, la lección me parece un poco larga para que yo la decore.
—Sin embargo, recuerda como suele tratar el conde de Lerín a los indiscretos y a los tontos, y estoy seguro de no tener que repetírtela otra vez para que tú lo hagas al capitán sin quitarle una tilde. Y por de pronto, para saber algo acerca de tu puntualidad, diligencia y buena memoria, no será malo que yo escoja los escuderos que han de acompañarte.
Y con un gesto severo, despidió el condestable de Navarra al pajecillo rubio.
Salió este, como de costumbre, pálido y turbado, y decía en sus adentros:
—¡Es mucho hombre el conde de Lerín! cuando más chancero y familiar está con uno, asoma luego las uñas y... so la piel de oveja, se muestra el león.
—Pues, señor; decía el conde tornando a pasearse: doña Blanca de Navarra debe hallarse en el castillo de Ortés el día de la boda: el capitán de aventureros no es capaz de desairar el cumplido mensaje de los príncipes; el capitán está perdido de amores por la reina, sin conocerla; es muy fácil que allí se vean, y mucho más, que en viéndose haga el bandido alguna de las suyas. ¡Magnífico! Por de pronto, les quito a los agramonteses su mejor lanza, con otras ciento más; y sin costarme un cornado, en cuerpo y en alma se pasan todos a mi bando. ¿Y quién sabe, si las fechorías del capitán serán tan extremadas, que de una manera descomunal torne a nuestro poder la reina doña Blanca? Por sí o por no, tendremos buen cuidado de acercarnos al castillo de Ortés algunos de sus buenos amigos y leales servidores. Vamos, que tener una buena ocurrencia, vale más que ganar una batalla.
Y después de semejantes razones, salió de la habitación a disponer los medios de llevar a cabo su pensamiento.
Si anduvo el conde de Lerín avisado en sus planes, nuestros lectores han podido verlo en la explanación de nuestra historia; y en la prosecución de ella, verán si fueron acertados sus cálculos de atraerse al capitán de aventureros, y de rescatar a la princesa.
Cuenta la historia, que la princesa de Viana, apenas se vio sola con el capitán de aventureros, comenzó a temblar; pero la historia no cuenta si fue de amor, de frío, o de miedo.
No era para menos el terrible apuro en que se hallaba. Tan cerca de sus crueles enemigos, sin poder permanecer un instante siquiera en aquella estancia de donde había salido airado y coloso el hijo de la condesa: sin poder huir, porque advertida ya Leonor de su llegada, habría redoblado las guardias y centinelas para impedirle la salida: sin poder echarse a la ventura por aquellos ánditos y galerías; porque siendo aquella la parte más retirada del castillo, adonde quiera que fuese, tendría que tropezar con gentes que no tardarían en delatarla: sin poder ocultarse entre la multitud, y confundirse con los demás convidados por sus hábitos religiosos...
¡Oh! ¡Cuánto sentía entonces no haber nacido bajo pajiza choza! ¡Cuánto suspiraba por la libertad de una condición humilde! ¡Cuánto echaba de menos el emparrado de Mendavia, y sus cándidas tocas, y sus toscos sayales, y el moreno vellón de su labrada rueca!
—Salgamos de aquí, señora: no perdamos un sólo instante; la dijo el capitán.
—Pero ¿a dónde, a dónde hemos de huir?
—Dios nos protegerá.
—¡Desventurada de mí! exclamó Blanca con turbado acento: si Gastón me descubre a la condesa, ¿quién podrá librarme de la muerte? ¿Quién me arrancará del poder de mi implacable hermana?
—¡Señora, respondió Jimeno, acordaos de que yo estoy en el mundo!...
Perdonadme, princesa, si tengo aun la audacia de querer salvaros.
—¡Ah! ¡Ya es imposible, Jimeno! ¡Es preciso resignarse a morir, y como no hay una mujer más desgraciada que yo, dejar la vida debe serme menos costoso que a nadie!
—¡Imposible! ¿Imposible para mí salvaros? exclamó Jimeno con ternura y resolución.
—Y sin embargo, repuso doña Blanca, anudando con las palabras sus anteriores razones, y con el pensamiento respondiendo a las dulces baladronadas de Jimeno: y sin embargo, nunca, nunca la vida ha sido más halagüeña para mí, que cuando con más rigor ha pesado sobre mi frente la mano de la desventura.
—¡Señora! dadme permiso para salvaros.
—¡Oh! sí: tú eres mi único amigo, y debo arrojarme en tus brazos.
—Pero advertid que son mis brazos los del hijo de un judío.
—Son los brazos de Jimeno.
—¡Gracias, señora! venid conmigo: me siento con ánimo y valor para salvaros contra el universo mundo. Venid; aquí hay una capa y un sombrero, que deben ser del hijo de la condesa; disfrazaos con ellos.—Bien: apoyaos en mi brazo. No tembléis, señora; no hayáis pavor; que Dios no ha hecho que os conozca de un modo tan desusado, para que yo mismo sea quien os lleve al punto de morir.
Y diciendo estas razones, y callando otras más tiernas, y practicando cuánto había indicado; salió Jimeno llevando del brazo izquierdo a la princesa mal encubierta, y la derecha mano sobre el gavilán de su espada, dispuesto a sacarla al menor asomo de peligro.
Detuviéronse los perseguidos amantes en el umbral de la puerta, tanto para ver si alguien les observaba como para reflexionar acerca del camino que convenía seguir; que no debía ser otro, si no el que trajeron.
Por fortuna suya, reinaba el más profundo silencio, y algunas lámparas de trecho en trecho colocadas, daban escasa luz a los desiertos corredores.
Sentíase tan sólo a lo lejos el sordo rumor del festín, y el mugido del viento que ondeaba en las almenas y agujas del alcázar.
—Por aquí; decía Jimeno.
—No, por este lado, replicaba la princesa.
—A la derecha.
—Creo que debe ser a la izquierda.
—Yo no sé... ¡Vine aquí tan distraído!
—Lo mismo yo; el gozo de verme en salvo... ¡y salvada por ti!
—Señora, por Dios os ruego, que no aumentéis mi confusión con semejantes recuerdos. ¡Haberos traído yo mismo aquí! ¡Aquí, donde se os preparaba la muerte!
—¿Y qué me importa ya, si te creo inocente? Amargo fuera en verdad morir diciendo: «¡En el mundo que abandono, no dejo una sola persona que no me haya engañado!»
—¡Venid! ¡Venid! ¡En el nombre de Dios, emprendamos un camino cualquiera! Tal confianza tengo en este instante en la divina Providencia, que todos ellos me parecen iguales, todos han de conducirnos a nuestra salvación.
—Sin embargo, Jimeno, dices eso como si lo creyeras, ¡lo dices como si Dios te inspirase, y te siento temblar!
—¡Oh! ¿Quién no tiembla junto a ti, Jimena?
—Sigamos, ¡ay! sigamos: yo quiero vivir.
Y con paso corto y detenido fue avanzando la casi entonces feliz pareja, unas veces por entre la oscuridad apetecida, y otras delante de la luz para ellos tan enojosa.
De repente sintió el capitán una presión y fuerte sacudida en su brazo.
—¿Sientes pasos? le preguntó la princesa.
—¡Nada!
—Yo sí: no hay duda.
—¡Esta maldita celada, que me tapa los oídos!... ¿Y hacia dónde?
—¡Silencio!
—Cobijémonos aquí, en la sombra.
—El reflejo de la armadura te hará traición.
—No importa; aquí veré venir de lejos a quien sea; y si necesario fuese, podré embestirle de improviso, y con ventaja.
Los pasos que resonaban eran de dos criados que venían platicando, y entendían sin duda de hacer alguna diligencia de su señora.
Contuvieron un tanto su apresuramiento, y el uno dijo a otro, tirándole de la manga:
—Oye, Fermín: ¿no divisas allá, en el fondo del tránsito, cabe el pasadizo de la torre, así, como dos especies de bultos, uno de los cuales despide a modo de chispas?
—Paréceme, Juan, que las chispas las tienes tú en la cabeza, con el vinillo de Peralta, que anda por los suelos en estos días de holgorio.
—No, pues, por más que digas, los bultos allí están, y allí se mueven por más señas.
—Y aunque así sea, respondió Fermín al medroso, ¿qué tiene de extraño que veamos bultos en estos parajes, cuando está la casa henchida de gente?
—Cierto, que nada tiene de particular.
—Mira, los bultos han desaparecido.
—Así me lo creo.
—Y sin embargo te paras.
—Confieso que tengo los pies como de plomo.
—¿Pero en qué consiste?
—¡Hum!
—¡Diantres! no me vengas con espavientos, porque...
—¿Por qué?
—Porque me irás metiendo tanto miedo como el que tienes sobre tu alma; y ya ves, si hemos de cumplir la comisión de la condesa...
—¡Cáspita con la comisión! ¡Bajar ahora a los sótanos, echar un candado más a la puerta falsa, y estarse allí de plantón para impedir el paso al mismo novio, al mismo príncipe en persona!
—¡Manías de mujer antojadiza! ¿A quién diablos se le ha de poner en mientes salir ahora por esa puerta falsa, almacén de telarañas, y guarida de murciélagos?
—¡De murciélagos!
—Sí, hombre, sí; ¿parece que tú también te paras?
—Animaluchos son estos, ¡vive Cristo! que no me hacen maldita la gracia. Desde que supe, que esa bruja judía, que Dios maldiga, se convierte todas las noches en una de esas inmundas bestias...
—¡Tate, tate! ¿Conque tú también te acuerdas de la bruja Raquel?
—Pues qué, ¿tú...?
—Mira, apenas he visto aquellos bultos y aquellos relumbrones, se me ha puesto en el magín que no debe andar lejos esa mujer endemoniada...
—¡Silencio, Juan, silencio! por aquí se han escurrido esos fantasmas, y es preciso hablar con más comedimiento.
—¿Por dónde?
—Por aquí; pero ¡cáspita! no vuelvas la cabeza: pasemos de largo.
—¿Por qué toses?
—¡Qué se yo! viene un airecillo colado...
—Caprichos son estos de la condesa asaz extravagantes: lo mismo que el tener tanta amistad, y tanto trato, y tanto aquel con una judía, con más años que Matusalén, y con más ribetes de bruja que de santa.
—Bien hace.
—¡Cómo! ¿Tú también, mal cristiano?...
—A Dios una vela y al diablo dos.
Los fugitivos amantes habían escuchado el murmullo de estas pláticas con sobresalto, y de algunos trozos de la conversación vinieron a deducir, que infundían por lo menos otro tanto miedo como el que experimentaban.
El corazón de Jimeno latía con violencia al oír nombrar a Raquel, el de Blanca al escuchar el nombre de la condesa.
Animáronse al ver la felicidad con que escaparon del primer tropiezo; y afirmándose cada vez más en seguir la dirección que habían tomado, se encaminaron resueltamente a lo largo del corredor, y sin saber cómo, se hallaron en un claustro colgado de tapices.
Esta circunstancia, y la de sentir más próximo el bullicio, les hizo conocer que ya se hallaban en la parte habitada del alcázar, y de consiguiente cerca de la puerta principal, por donde Jimeno, dueño del anillo de la condesa, pensaba salir sin tropiezo, ni dificultad alguna.
Era llegado el momento crítico de saber si la armadura del capitán y los hábitos de la religiosa, mal encubiertos con la capa de Gastón, darían que hacer a los transeúntes. Afortunadamente los monjiles eran negros, del mismo color de la capa; y fuese por esta circunstancia, o porque las gentes, con quienes comenzaban a tropezar, iban de prisa, ocupadas de sus negocios, y absortas sus imaginaciones; ello es que nadie les dijo una palabra, ni les dirigió tampoco una sola mirada.
Alentado con su primera fortuna, casi quería tentar el capitán de hacer alguna pregunta para averiguar hacia donde caía la puerta del alcázar; pero no se atrevió por no infundir sospechas, y determinó de seguir a la primera pareja, embozada en sus abrigos, que se retirase del sarao para su posada, seguro de que tomaría el camino más recto hacia la puerta, el menos sospechoso para los amantes.
Cuando en voz baja se estaban comunicando semejantes pensamientos, sintió la princesa una sacudida algo más brusca que la que ella había dado al capitán pocos minutos antes.
—¿Qué es eso?
Nada contestó Jimeno.
—¿Qué pasa? repitió Blanca.
Jimeno tampoco la respondió; pero empujándola, menos que suavemente, la hizo ocultarse detrás de las colgaduras, y en el hueco de una ventana, en medio de la cual se reunían por fortuna suya dos tapices.
—¿Pero qué sucede? ¡Dios mío! tornó a preguntar aturdida doña Blanca
—¡Silencio! dijo el capitán apoyando la rejilla de la visera en el oído de la princesa. —¿Oís esa voz?
—Sí; una voz de mujer.
—Es la condesa.
—¡Mi hermana!
—¡Silencio, por Dios, y serenidad!
—¡Oh! somos perdidos.
—¡No! no, confianza en Dios decía el capitán, apretando con su crispada mano la empuñadura de la espada. —¿Veis ese pedazo de brocado azul, que asoma un poco debajo del tapiz?
—Sí, sí.
—Es la punta de su manto.
La princesa quedó petrificada.
Sin embargo, un momento después, fuese curiosidad femenil, o fuerza de la sangre, doña Blanca quiso apartar un poco las colgaduras, y aplicar la vista.
—¿Qué hacéis? preguntó Jimeno con terror, asiéndola del brazo.
—¡Ah! dejadme... voy a conocer a mi hermana.
—Pero una imprudencia tal os puede costar la vida.
—Dejadme, no la he visto jamás, y es mi hermana.
—¡No! ¡No es vuestra hermana! ¡Es vuestro verdugo! ¡Es un tigre sediento de vuestra sangre!
—¡Ay! ¡Nos han mecido en una misma cuna! repuso Blanca con tierno acento, pegando su frente contra el tapiz.
Aunque por la abertura de una y otra pieza, podían pasar libremente los rayos visuales, la princesa apenas logró satisfacer su tierno afán, porque las lágrimas, cuajándose en los ojos, enturbiaron su vista.
—¡Oh! ¡Qué hermosa es! ¡Y qué impulsos tengo de salir y de arrojarme a sus brazos! decía la princesa, enjugando el raudal de su llanto, sin poder contenerlo.
—Guardaos bien de hacerlo: ¡os ahogaría entre ellos!
—Tenéis razón: esos mismos brazos han sofocado antes, a mi pobre hermano; pero... ¡no quisiera oír en este momento semejantes razones!
Mientras esto pasaba en el hueco de la ventana, la condesa departía en el claustro en bien diferente estilo con mosen Pierres de Peralta.
—Condestable, decía, no puedo creer lo que me contáis; pero, por sí, o por no, vamos a recorrer toda la casa, a no dejar piedra por mover. ¡Oh! ¡Sería mi ruina, sería mi perdición tamaña desventura, y no puedo, no quiero consentir en ella!
—Hacéis bien, y obraríais mejor en prohibir desde ahora, que salga ni una mosca del castillo.
—¡Oh! eso ya está mandado.
—Pues bien, emprendamos ahora una ronda escrupulosa por todo el alcázar, principiando desde aquí.
—¿Solos?
—Solos, ¡voto a Barrabás! Para una monja y para un diablo yo me basto, y aun me sobro.
—Sin embargo, ese diablo ha tenido que habérselas con toda una legión, y ya sabéis la cuenta que ha dado de ella. Mas avisado me parece buscar a los caballeros de nuestra confianza que han vuelto de vuestra inútil expedición, y puesto que son en bastante número, dividirnos en dos pelotones, para dar antes con antes con mi hermana.
—¿No la habéis conocido?
—¡Jamás!
—Mucho me temo, que si llegáis a verla, la conozcáis por breve tiempo.
—¡Pchst!
Doña Leonor al pronunciar esta interjección, se encogió de hombros, y frunció las cejas, sonriéndose de una manera tan espantosa, que hizo enmudecer a mosen Pierres de Peralta; y adivinando su gesto por el acento, sintió el capitán correr fuego por sus venas, y la princesa quedó yerta de terror.
Partiéronse los primeros; y queriendo tomar Jimeno opuesto rumbo, asió a la reina de la mano, y en el hierro ardiente de la suya sintió el mismo frío, que si hubiese abarcado una pella de nieve.
—¡Señora!
La princesa guardaba silencio.
—¡Jimena! ¡Jimena mía! ¡Vuelve en ti! ¡Dios mío! ¡Dios mío, en qué sazón!
—¡Abre, abre, por Dios, esa ventana, que me siento morir! exclamó con débil voz la princesa.
Jimeno abrió las hojas, haciendo el menos ruido posible.
La noche estaba lóbrega, el cielo encapuzado de negros nubarrones, la atmósfera mucho más templada de lo que podía esperarse en estación tan rigurosa, y ululaba el viento en las empinadas crestas del alcázar.
Al abrir la ventana el capitán, tendió los ojos por el pavimento, y vio que a la luz de unos hachones, los criados de la condesa estaban examinando la litera.
No había duda: aquel era el patio principal: la salida del alcázar estaba en una de sus frentes; en el claustro debía desembocar la escalera, y si la suerte seguía favoreciéndoles dos minutos más, como hasta entonces, gracias al talismán, de que se había desprendido la condesa, quedaban libres los amantes.
—¡Alienta, alienta, Jimena! Ya sé dónde estamos... nos faltan pocos pasos que dar... exclamó el capitán, volviéndose a la princesa.
El aire puro reanimó su faz; y las palabras consoladoras de Jimeno, habían refrescado su corazón con el aura de la esperanza.
Blanca se sintió con fuerzas para moverse; sacó discretamente la cabeza; la galería estaba desierta. Echan a andar, encuentran la escalera, descienden al patio, y dejan a la espalda muy entretenidos a los pajes y escuderos con la litera y el caballo de Sancho de Erviti. Después del patio tienen que atravesar un inmenso zaguán abovedado; a la derecha había una puerta, que daba entrada a las habitaciones del alcaide, otra a la izquierda con el cuerpo de guardia; delante de esta, y en torno de una hoguera, calentábase un grupo de soldados, cerca de los cuales, dos enormes mastines roían huesos y tragaban piltrafas de carne.
—¿Quién va? gritó el centinela, con voz aguardentosa.
—Amigos.
—¡Atrás!
—Os digo, hermano, que somos amigos... que somos de la casa: que traemos pase de la condesa, decía Jimeno avanzando poco a poco.
—¡Atrás, atrás!
Los mastines comenzaron a gruñir a los gritos del centinela.
—¡Oh! exclamó Jimeno para sí, lo que es con este bribón ya me entendería yo; pero ¡esos perros malditos, que pueden saltar al cuello de la princesa! —Hermano centinela, añadió en alta voz, no sé por qué os resistís a dejarme libre el paso, cuando traigo el propio sello de la condesa.
—Por aquí no pasa nadie, que no sepa la contraseña.
—Pero advertid, que el sello de la condesa da más autoridad.
—Atrás, ¡cuerpo de Cristo, si no queréis que os eche los perros encima, y os tire un ballestazo!
—No me opongo: veo que sois buen soldado y fiel servidor de la condesa; pero tened la caridad de llamar al alcaide, y veréis como al punto da orden para que salgamos.
—¡Eh! Manirroto, gritó el desapiadado centinela sin moverse, ve a llamar al alcaide, que aquí le buscan.
Un soldado se apartó de la hoguera y desapareció por la puerta de la derecha.
—¡Oh! ¡No hay remedio! exclamó Jimeno, si viene el alcaide y os ve con esos monjiles, nos conoce, y todo se ha perdido: es preciso que yo le hable a solas, que no os vea, y tal vez así pueda arrancarle la orden para entrambos. Permaneced un poco aquí, en esta sombra, detrás de esa pilastra, dijo el capitán, que había retrocedido hasta el patio.
—¿Me vas a dejar sola?
—Por breves instantes.
—¿Voy a separarme de ti?
—No hay remedio.
—¡Oh!
—¿Que tenéis?
—Crueles presentimientos.
—¡Esperanza en Dios, señora!
—¡Hace tanto tiempo que estoy esperando en vano! —¡Oh! ¡No nos separemos! ¡Muramos juntos!
—¡Morir!
—¡Morir!; ¡ah! tienes razón. ¡Tú no debes morir! Soy una insensata, que no he titubeado en contagiarte con mi desventura.
—¡Oh! no me digáis eso, cuando es forzoso que nos separemos, aun que por un instante.
—Pues bien, si es forzoso separarnos, por si nos vemos la postrera vez, te diré que te amo.
—¡Oh! ¡Doña Blanca!
—Doña Blanca, sí, lo mismo que Jimena.
—Ola, caballero; gritó un soldado, aquí tenéis al alcaide.
Volvió Jimeno con el rostro, haciendo un esfuerzo de valor, y vio no lejos un hombrecillo rechoncho, carrilludo, colorado y fresco, que vestía prolijas galas y bizarrías, y mascando a dos carrillos. Su vientre abultado y sus ojillos encendidos podían servir de termómetro, para indicar la altura de la cena interrumpida.
Índole tan mansa, y disposiciones tan pacíficas, desde luego tranquilizaron al capitán, y le infundieron aliento.
—¿Qué quiere su merced? le preguntó el alcaide, limpiándose los relucientes labios con la manga.
—Salir de aquí.
—¿Y vuesa merced tiene el santo?
—No.
—Pues entonces yo puedo tornar a la mesa, y su merced al sarao; y su merced perdone, pues por aquí no pasa su merced: yo lo siento, pero ¡hay órdenes tan severas! ¡No sé quién diablos anda por el castillo! Hace tres horas que estoy cenando, y me habré levantado más de veinte veces. ¡Son tan malas estas interrupciones en semejantes casos!... Esta noche de seguro tengo una indigestión.
—¿Conque sólo el que traiga la contraseña...?
—Sólo. Si vuesa merced quiere honrar mi pobre mesa, todavía no he llegado a los postres, y...
—Pero, decidme, hermano, y ¿si os presentase más que contraseña?
—¿Más?
—Sí.
—Difícilmente puede ofrecerme su merced cosa que inspire más confianza, como no sea alguna estampa del sello de mi señor.
—¡Mas todavía! exclamó Jimeno trémulo de gozo y de esperanza.
—¡Mas! no puede ser.
—El propio anillo con que se estampan los sellos.
—¿Y ese lo tiene vuestra señoría?
—Miradlo.
El alcaide le tomó en las manos, y después de haberlo observado atentamente por espacio de algunos segundos, se quitó la gorra, y dijo, con profundo respeto y admiración:
—Pero entonces, ¿quién es vuestra grandeza? ¿Por qué se detiene aquí vuestra excelsitud?
—¿Conque puedo pasar libremente?
—¿Quién lo duda, señor, quién lo duda? Verdad es que mi señora la condesa me ha dicho, que no deje salir un alma, si no repite ciertas palabras de contraseña; pero sería un desacato, un sacrilegio no hacer honor y mesura a sus propias armas.
—Bien, hermano, bien; exclamó Jimeno con visible conmoción: yo contaba con esta seguridad, y por eso he tenido paciencia para aguardar. Y luego prosiguió con aire de protección: pláceme ver, hermano alcaide, como sabéis cumplir vuestra obligación. Por supuesto, que como yo, podrá pasar libremente mi escudero.
—¿Quién lo duda, señor? viniendo acompañado de vuestra bizarría...
—Es claro, no debe haber dificultad alguna.
—Ninguna absolutamente.
—Pues bien, dad orden al centinela, que al punto vuelvo.
Alborozado el capitán tornó al patio apresuradamente, se acercó a la pilastra, y en voz baja, llamaba conmovido:
—¡Jimena! ¡Jimena!
Doña Blanca no estaba allí.
Dio vueltas en torno de la columna: hizo otro tanto alrededor de otras, temiendo haberse equivocado.
La princesa había desaparecido.
Agolpósele toda la sangre a la cabeza: sentía en sus oídos un extraño zumbido, como si se estuviese ahogando; agudas punzadas en el corazón; turbia la vista y la respiración entrecortada.
Uno de los escuderos de Sancho de Erviti, que había sobrevivido a la catástrofe, el que trajo al castillo las tristes nuevas de la muerte de su señor, anduvo observando a los furtivos en el claustro de los tapices: siguióles de cerca, dispuesto a denunciarlos en alta voz si el centinela no ponía obstáculos a su tránsito; pero al ver sola a la princesa, juzgó que no podía presentársele más propicia ocasión para apoderarse de ella.
Esta, o semejante desgracia presumió el capitán que debía haber acontecido. ¿Pero en donde estaba doña Blanca? ¿Qué rumbo había seguido?
Jimeno necesitaba saberlo y para saberlo preguntarlo; y poco le importaba ya que le costase la vida aquella pregunta.
Iba a dirigirla con imperio a los pajes y escuderos de la litera, a llamar a voz en grito a su Jimena, cuando sintió gemidos lastimeros que salían del fondo de una galería. El reclamo de la desgracia fue para él anuncio de ventura.
Lanzóse en pos de aquellos ayes, que cada vez le parecían ser más conocidos. Tras de los ayes iba sintiendo confusos rumores de acentos varoniles, y luego estrépito de pasos cortos y atropellados, y luego...
¡Oh! luego pudo ver a la princesa en medio de un pelotón de gente armada, que la llevaba casi arrastrando, y pugnaba por ensordecer sus lamentos con el estruendo de sus voces.
El capitán no contó sus enemigos para caer sobre ellos espada en mano, importaba poco tener un ejército delante de sí.
—¡Paso, miserables! les decía, ¡paso, cobardes, que os valéis de vil industria para apoderaros de una pobre mujer! ¡Paso, traidores, que os las habéis con quien tiene costumbre de salvarla!
La cólera daba a su brazo un vigor descomunal; sus golpes eran tan menudos como contundentes, y ni uno sólo perdido.
Volvieron cara sus contrarios, y eran tantos en número, que fueron arrinconando poco a poco al capitán. En el ángulo de la galería tuvo que reducirse a la defensa, que tampoco podía durar mucho tiempo, sí, como parecía natural, la falange se iba acrecentando conforme el estruendo de la pelea fuese llegando a oídos de los moradores del alcázar.
El círculo que con su acero trazaba Jimeno se iba estrechando más y más, mientras se robustecía la muralla enemiga que le separaba de la princesa; y a pesar de las ventajas que le daban su armadura y su valor, no había remedio, tenía que sucumbir en la lucha.
Sin embargo, no sucumbió.
A la espalda de los raptores vióse brillar una espada blandida por un brazo de hierro, que martillaba en ellos sin piedad.
—¡Cobardes! ¡Tantos a uno! exclamó el recién venido, jadeando de cansancio, sin duda porque acababa de llegar corriendo con toda su fuerza.
Los de la condesa volvieron el rostro a tan inesperado como milagroso refuerzo, y ¡extraño caso! ninguno contestó a sus golpes: todos clavaron en el suelo la punta de su espada, y le abrieron paso respetuosamente.
Era Gastón, a quien Dios le deparaba la fortuna de poder mostrarse con Jimeno tan valiente y generoso, como en las Bardenas lo fue su amigo con él en ocasión semejante.
Abrazáronse los dos, y juntos, y sin perder un instante, acudieron a doña Blanca, haciéndola salir de entre aquellos malandrines.
Guiados por el de Fox los dos amantes, subieron y bajaron escaleras, pasaron y repasaron corredores, para hacer perder la pista a sus contrarios; y por último, con harto asombro se hallaron dentro de la misma habitación de donde habían salido.
Echaron llaves y cerrojos: sentose doña Blanca en un sitial respirando con dificultad, postrada de fatiga; pero ni aun este descanso le fue permitido, porque al poco tiempo, se sintieron terribles golpes a la puerta, y la voz de la condesa, que llamaba a su hijo.
—¡Está visto! exclamó Jimena: ¡Dios no quiere que viva! no os canséis, ¡abrid! ¡Es preciso resignarse a morir!
—¡Todavía no! dijo don Gastón: ¡para vos aun hay consuelos allí arriba, y esperanzas en la tierra!... Y abriendo una puertecilla secreta, que comunicaba por una escalera con la muralla del castillo, le dio una llave, diciendo con ternura:
—¡Adiós, princesa! podéis salir con vuestro libertador: acordaos de que no todos los que quedan en el castillo de Ortés son enemigos vuestros.
—¡Gastón! ¡Hoy es la primera y última vez que nos vemos! ¿No tienes un abrazo para mí?
—¡Ah! exclamó don Gastón, precipitándose en su seno, y estrechándola contra su pecho.
Así permanecieron algunos instantes.
Los golpes se redoblaron en la puerta. Los gritos de la condesa eran cada vez más fuertes.
El capitán sufría mil tormentos.
Pero don Gastón, que había gozado un momento de ventura, creyó que el alma se le arrancaba del cuerpo, al desprenderse de los brazos de doña Blanca.
Por un sólo instante vaciló en su resolución: por un sólo instante cruzó por su fantasía la idea de la felicidad que podía disfrutar al lado de la princesa: pero haciéndose superior a sí mismo, repitió con acento dolorido:
—¡Adiós! ¡Adiós, para siempre!
Doña Blanca salió del aposento.
Jimeno iba en pos de su amada; pero le detuvo de repente don Gastón, diciéndole con voz sorda y profundamente conmovida:
—¡Jimeno! ¡Amigo Jimeno! ¡Perdóname por el dolor que sufro al apartarme de sus brazos, para entregarla a los tuyos!
El capitán de aventureros le apretó la mano, y se dirigió tras de la princesa.
Cerróse la puerta secreta, al mismo tiempo que la principal caía desquiciada en el pavimento, empujada por los robustos hombros de mosen Pierres de Peralta.
—Profundamente dormido estabais, don Gastón; dijo al entrar la condesa de Fox, dirigiendo en torno las penetrantes miradas del tigre en acecho; y a la verdad, que tan profundo letargo puso en alarma mi corazón de madre.
—Y ha sido efecto de vuestra impaciencia, contestó don Gastón vuelto de espaldas a la puertecilla, y no atreviéndose a dar un sólo paso, ha sido efecto de vuestra inquietud el tomar por asalto mi morada?
—¿A qué otra cosa puede atribuirse? Estos caballeros son testigos del sobresalto con que he sabido permanecíais... sólo... enteramente solo,después de no sé que combate de que me han hablado.
—¿Teníais miedo de que me sucediese alguna desgracia, que habéis venido acompañada de tantos caballeros, y de caballeros armados? añadió don Gastón señalando al escudero de Sancho de Erviti, que traía el arnés salpicado de sangre.
—Os habéis separado de nosotros con tal apresuramiento, que antes que pudiésemos alcanzaros, ya habías dado la batalla. Y luego tras de la Victoria, venir a sepultaros en estas soledades, me parece sobradamente modesto. Pero las modestias de un hijo no satisfacen el orgullo de una madre. Esta habitación además es muy sombría y desamparada; tiene, no debes dudarlo, comunicaciones peligrosas con la parte exterior del alcázar; y por eso, añadió la condesa con una sonrisa altanera, que contrastaba con la dulzura de su acento; para que no pudieseis vos temer nada de los muchos malhechores que vagan por estas comarcas, he mandado echar un candado, más a la puerta que está al fondo de la escalera.
—¡Cielos!
—¿De qué te asustas?
—¿Quién tiene esa llave?
—Yo.
—¡Vos!
—¿En qué manos ha de estar más segura que en las de una madre?
—¡Ah! lo conozco: lo sabéis todo, lo habéis escuchado todo.
—Me asombran vuestras razones, y me hacéis sospechar, hijo mío, que os habéis visto amenazado en esos ánditos secretos.
—No, por más que disimuléis lo sabéis todo, madre mía; pero también debéis saber los deberes de la hospitalidad.
Al decir estas palabras, don Gastón se aproximaba cada vez más a la puertecilla, queriendo poner un muro entre los fugitivos y sus perseguidores.
—Confieso que son un enigma tus palabras, hijo mío; pero el corazón de una madre, el instinto de su amor le anuncia alguna desventura.
Apártate, quiero enterarme por mis propios ojos...
Doña Leonor dio algunos pasos hacia la puerta.
Gastón permaneció inmóvil.
—Abre paso: yo te lo mando.
—No, no os puedo obedecer.
—Abre inmediatamente, repuso la condesa con imperio.
—¡Jamás! volvió a repetir don Gastón.
—¡Hola! ¡Caballeros, servidores míos! apartad de ahí a un hijo desobediente...
Don Gastón entonces desnudó la espada, y repuso con entereza:
—Quien quiera que se atreva a dar un sólo paso, habrá de medir su acero con el mío.
Todos los caballeros desnudaron sus espadas.
Doña Leonor se acordó entonces de que era madre, y viendo amenazado a su hijo por tantos enemigos, exclamó, poniéndose delante del generoso mancebo.
—No hay necesidad de derramar una gota de sangre. Los candados no se rompen fácilmente... hay además dos centinelas por la parte de afuera...
Es imposible que los fugitivos escapen por la puerta falsa.
—¡Saldrán por la principal! exclamó Jimeno, abriendo con estrépito y de par en par la puertecilla secreta. ¡Atrás! ¡Atrás, miserables! volvió a clamar con voz rencorosa, blandiendo en alto su tremenda y reluciente espada.
Apenas el capitán intrépido y valiente apareció en el umbral de la puerta, todos los caballeros dieron un paso atrás, sin ser dueños de reprimir aquel involuntario movimiento de sorpresa.
Su talla gigantesca; el templo de su armadura; el eco imponente de su voz, profundamente irritada; su arrojo; su decisión, y sobre todo, el alta fama de sus formidables tajos y descomunales proezas, que resonaba muy más allá de los estrechos límites del menguado reino de Navarra, justificaban aquel afecto súbito de su presencia.
Repuestos los caballeros de la primera turbación, hubieran arremetido todos juntos, o uno a uno, contra el audaz aventurero, impulsados por la voz de su honra mancillada en un sólo instante de vacilación, si no viesen al hijo de la condesa de Fox colocarse al lado del animoso paladín, el cual apretándole fuertemente la mano con la suya, revestida de hierro, le decía:
—¡Don Gastón! dejadme sólo: con la punta de mi espada he de abrirme paso por medio de esa turba de caballeros descomedidos, que se atreven a desnudar su acero contra el defensor de una dama.
—No, le respondió don Gastón con el rostro inflamado aun por el amor y la cólera: aunque sea vuestra toda la prez del combate, conmigo debéis partir los peligros.
—¿Los veis, que no se atreven a levantar su espada, porque estáis delante de mí? ¡Ea! ¡Alejaos don Gastón! dejadme solo,y veréis cómo se lanzan sobre mí, como lebreles sobre el jabalí de las montañas.
—Jamás abandonaré la defensa de mi huésped.
—Lo que hacéis con eso, don Gastón, es cerrarme la salida. Helos ahí inmóviles, con los brazos extendidos, como las hayas de los Pirineos: ¡Ea pues! o me dejáis, o les obligo a defenderse a cuchilladas.
—Mas prudente me parece aprovecharnos del respeto y consideración que me tienen, y que escudados por mí, salgáis vos y doña Blanca de este alcázar inhospitalario.
No hizo don Gastón esta propuesta en voz tan baja, que dejase de llegar a oídos de la condesa de Fox, la cual se alarmó vivamente por el aspecto que iba tomando aquella aventura.
Hallábase en un momento crítico de duda y de ansiedad.
Si permitía que los caballeros acometiesen al arrogante capitán, no podían hacerlo impunemente, tanto por la pujanza y valor desesperado del paladín, como por hallarse armado con todas las piezas del arnés; mientras que los demás, que no para combates, sino para fiestas y bodas estaban aderezados, vestían finas telas de lana y de brocado. El enemigo contaba también con la defensa de Gastón; y una madre no podía dar la señal de arremetida para una lucha, en que podía perecer su propio hijo.
Por otra parte, si Jimeno se determinaba a seguir los consejos de su amigo, era indudable que a la sombra y protección de este, la princesa y él saldrían sin resistencia del alcázar.
¿Que había de hacer la condesa en este caso? Adoptando el primer extremo, exponía a un inminente riesgo la vida de don Gastón, resignándose a tomar el otro rumbo, se malograban en un instante tantos años de esperanzas ambiciosas.
Era en vano apelar a la ternura, o interponer su autoridad para con el hijo, que en pocas horas había descubierto un abismo de maldad y crímenes, bajo las floridas alfombras que hollaba: era necesario poner en juego otros recursos; y sea dicho en honor del peligroso talento de la condesa, no tardó mucho tiempo en inventarlos.
—Hacéis muy bien, caballero, exclamó con un gesto de orgullo, y dirigiendo al soslayo una mirada de desprecio al valiente capitán de aventureros; hacéis muy bien en no querer medir vuestra noble espada con la de un villano mal nacido, de cuya ridícula arrogancia tenemos nosotros la culpa por haberle consentido a nuestro lado.
—Señora, contestó tranquilamente Jimeno a los calculados insultos de la condesa, sois mujer y vuestras palabras no me ofenden; pero si hay una lengua varonil que las repita, os juro que servirá de alimento a los perros de vuestra casa.
—Sin duda sabíais, continuó doña Leonor, sin contestarle, sin dirigirle siquiera una mirada: sin duda habéis llegado a saber, caballeros, que el famoso don Jimeno es hijo de un miserable judío.
—¡De un judío! exclamaron todos con horror.
—¡Hijo de un judío! repitió Gastón mirando a su madre con más ira que respeto, luego añadió: ¡desmentid Jimeno, desmentid esa calumnia, y reveladle vuestro apellido!
—¡Sí! ¡Que la desmienta, que lo diga, que revele quién es! repitió la mujer implacable, cuyo semblante rebosaba la satisfacción del ya previsto efecto de sus razones.
—¡Hablad, don Jimeno de Acuña! ¡Confundidlos con una palabra!
—No le llames Acuña, que como no es su apellido, tal vez no quiera responderte; llámale Simón Leví, hijo de Samuel, judío de Mendavia: llámale Jimeno, con cuyo, nombre se bautizó después.
—¡Cristiano nuevo! repitieron a una voz los caballeros.
—¡Sí, cristiano nuevo; pero tan bueno y tan honrado como cada uno de vosotros! exclamó por fin Jimeno ardiendo en ira; ¡y más valiente que todos vosotros juntos!
—Sí, cristiano nuevo, repitió la condesa con desdeñosa sonrisa, cristiano nuevo que para hacer penitencia de toda una vida de pecado mortal, se retira a la selva de las Bardenas reales de Tudela, y allí...
—¡Silencio! gritó el capitán vertiendo rabia por los ojos, que como brasas aparecían al través de los calados hierros de la visera.
La revelación que iba a salir de los labios de la condesa, era para él muy más tremenda que todas. No le importaba mucho verse despreciado por su cuna; Jimena la conocía ya: pero la princesa, que le veía armado de caballero, convidado a los regios desposorios y tratado de amigo por un príncipe, la princesa ignoraba su historia de dos años, y en aquella laguna de su vida ¡ay! ¡Cuántos sucesos había que podían afrentarle! ¡Cuántas circunstancias que referidas por otros labios, que no fuesen los de Jimeno, y vistos a la luz de otra antorcha que la de amor, pudieran ser padrón de su ignominia!
Doña Leonor le había hecho vituperio de sus amigos, ahora tenía que hacerle odioso y execrable a los ojos de la princesa; y el mismo terror de Jimeno, le marcaba con seguridad el camino del triunfo. Así, anudando sus anteriores razones, prosiguió con inflexible acento:
—Sí, en la selva de las Bardenas, en donde sustituyó...
—¡Silencio por Dios! tornó a gritar el capitán de aventureros, con voz menos arrogante.
—¡No, no me haréis callar, llegó la hora de revelarlo todo...!
—¡Oh! ¡Perdón, perdón... señora! exclamó el aventurero, cayendo de rodillas delante de la condesa.
—¡Levántate miserable! no quiero que el bandido, el sucesor del famoso salteador Sancho de Rota, llegue a tocar las orlas de mi vestido.
—¡Salteador de caminos!
—¡Bandido!
Estas exclamaciones que salieron con espanto de los labios de algunos caballeros, y de su amigo... y hasta de la princesa de Viana, acabaron de aniquilarle.
Alzose del suelo; envainó su espada, y cruzó los brazos con desesperación.
No tenía fuerzas, ni resolución, para marchar: no pensaba en nada; la afrenta había llegado a su colmo, y estaba a punto de caer muerto de rabia y de vergüenza.
Doña Leonor veía a sus pies la víctima espirante; pero era una hiena que tenía la complacencia de cebarse en los cadáveres.
—¡Ahí le tenéis!... este, que al venderse al servicio del rey de Navarra, se dio a conocer con el nombre de Jimeno de Acuña, vivió mucho tiempo capitaneando a los bandidos de las Bardenas... Vos, mosen Pierres, ¿no lamentáis todavía el saqueo de la villa de Milagro? ¿No escucháis aun el gemido de los sacerdotes del señor, asesinados al pie del altar, los gritos de las mujeres violadas, de los niños estrellados?
—¡Oh, no me recordéis sucesos tan espantosos!
—Pues ahí tenéis al capitán de aquella cuadrilla de asesinos.
—¡Señora! exclamó Jimeno, queriendo desmentirla: más el peso de la acusación era tan enorme que le abrumaba, y no tuvo aliento para añadir una sola palabra.
—Vos, marqués, ¿habéis olvidado el incendio de los campos de Tafalla?...
—¡Oh, jamás!
—Pues ese que pretendía medir con vos su acero, iba al frente de la banda de salvajes que en aquella confusión saqueó las granjas de los labradores, sus ganados y sus rebaños.
—¡Don Gastón! ¡Don Gastón, defendedme! exclamó Jimeno con voz ronca y desmayada.
—¡Apártate, miserable! le dijo su amigo, volviéndole la espalda.
—¡Doña Blanca!
La princesa no levantó su frente al escuchar aquella voz suplicante.
Ya no tenía Jimeno a dónde volver los ojos.
Dirigióse a la puerta de la habitación con paso firme y arrogante: parecía su continente el de un hombre tranquilo y sereno; pero dentro de la celada se ocultaba un semblante pálido como la cera, y por el que resbalaban dos lágrimas de rabia y de vergüenza.
Abrieronle paso los caballeros, alejándose de él a su tránsito como de un apestado.
Doña Blanca de Navarra quedó en poder de sus enemigos.
No se había separado el capitán gran trecho del aborrecido teatro de su ignominia, cuando en lo más oscuro de los pasadizos, resonó una voz temerosa que decía:
—¡Simón!
El caballero no se detuvo. Sin duda el ruido del viento y de la lluvia, que azotaban con ímpetu los robustos murallones del alcázar, bramando al atravesar los corredores, impidió que aquel acento llegase a sus oídos; o tan enajenado iba en sus propios pensamientos, tan envuelto en la nube de su oprobio, que ninguna otra sensación podía llegar hasta él, como no fuese la de su confusión y vergüenza.
—¡Simón! ¡Simón! repitió la misma voz.
Pero el capitán siguió su camino sin dar muestras de haberla oído.
—¡Jimeno! tornó a clamar con más ahínco, y saliendo de la oscuridad una mujer cubierta con un largo velo, se acercó al capitán, y poniéndose frontera de él, continuó:
—¿Será preciso, Jimeno, que venga a interrumpirte el paso; y que me olvide de un nombre de tan dulces recuerdos, para que respondas a mi voz?
—¿Quién eres?
—¡Ya me desconoces!
—¡Inés!
—¡Inés, la del castillo de Eguarás!
—¡Apártate! ¡No te acerques a mí! soy un leproso de quien todos huyen con horror.
—Me verás a tu lado, cuando todos huyan de ti; y me verás huir de ti cuando tengas quien te consuele.
—¡Gracias! ¡Gracias, Inés! respondió el aventurero, tendiéndole afectuosamente los brazos: no sabes el bien que me haces. Una gota de agua, para el labio que se abrasa de sed, es mucho mayor regalo que una corona.
—No sé si puedo aplacar la sed que te devora; no sé si puedo darte esa gota de agua que ansías; pero sí te daré la corona que desdeñas.
—No te entiendo.
—Yo puedo hacer que confundas a tus enemigos.
—¡Sí! ¡Con mi acero!
—No, con tu mirada.
—Inés, harto confuso estoy conmigo mismo; no me vuelvas el juicio con tus imaginaciones.
—Andemos aprisa, Jimeno, que vas a sentarte en un trono.
—¡Infeliz! ¡Infeliz! Sin duda está demente.
—Sí, loca debo ser, para llevar mi amor al extremo de hacerte dueño de la mujer que adoras.
—¿De la princesa?
—De la princesa, sí: conozco sobrado por mi desgracia el blanco de tu afición.
—¡Yo su dueño!
—Tú su esposo.
—¡Oh! ¡Deliras, infeliz! ¡Estás delirando! ¡Quieres burlarte de mí! ¡Tras de la afrenta el sarcasmo! Apártate, miserable; ¿no sabes que acabo de ser escupido, pisoteado, aplastado como un insecto asqueroso? ¿No sabes que nadie, ni la mujer que amaba, ha tenido una mirada de compasión para mí?
—Lo sé todo: he sido testigo de tu afrenta y humillación, como quiero serlo de tu enaltecimiento y de tu gloria: he tenido impulsos de lanzarme al medio de aquella estancia, y confundir y anonadar a tus viles enemigos con una sola palabra. Porque son viles, son infames, y despreciables calumniadores; no lo dudes, Jimeno: ellos saben quien eres tú, ellos te conocen mejor que yo misma, mejor que tú propio, y ellos sin embargo, se complacen en hundirte en la ignominia, para ver si en su fango te desalientas, te postras, y mueres ignorado.
—Pero siendo eso así, prorrumpió el capitán, que ya miraba a Inés con asombro y con respeto, ¿por qué te has detenido? ¿Por qué no has pronunciado esa palabra?
—Porque en aquella sazón hubiera sido acogida con estrepitosas carcajadas; porque hay palabras que, o no deben pronunciarse, o deben serlo por labios autorizados, o de pruebas irrecusables acompañadas.
—¡Inés! ¡Inés! Harás que yo te crea; harás que torne a creer en Dios, de cuya bondad he dudado un sólo instante; harás que no me arrepienta de haber dejado la falsa por la verdadera religión; harás que me admire de tu constancia, que me asombre de tu celo, que me pasme de tu ternura: harás, en fin, que yo te ame.
—¡Ay! ¡Eso no, Jimeno; y ahora menos que nunca! me ha costado muy caro el confundir un momento de lástima, de alucinación, y de cruel bondad, con ese amor ardiente, constante que tienes a la princesa, y que yo codiciaba.
—¿Pero qué palabras son esas? ¿Qué misterios son los que me rodean?
—Salgamos pronto de este castillo, y todo lo sabrás.
—Pero si tal es tu poder, ¿A qué salimos de aquí, dejando...?
—¿Dejando a tu Jimena en poder de sus enemigos, no es verdad? le interrumpió Inés con melancólica sonrisa. ¡Para que yo me fiase en sus palabras de amor! —La dejamos, porque así os conviene a entrambos: la dejamos para volver a verla muy presto. —Ahora muestra al centinela el anillo de la condesa.
En estas pláticas habían llegado a la puerta principal del alcázar, y Jimeno en vez de contentarse con manifestar el sello de los príncipes, arrojó desdeñosamente la sortija a los pies del centinela.
—Señor, le dijo este, vuestra señoría tendrá que esperarse un momento.
—Esperarme, ¿a qué? ¿Ni me será permitido huir de este infernal castillo?
—Señor, yo lo decía por el tiempo, mucho más infernal: ¿no ve su merced qué viento y qué lluvia?
—¿Qué importa? salgamos.
Inés se envolvió en su manto, se agarró del brazo del capitán, y azotados por la lluvia, pasaron el angosto puente levadizo.
—Y ahora, ¿a dónde vamos? preguntó Jimeno.
—A casa de Raquel.
—¿De mi tía?
—Cuando yo tuve la ventura de encontrarte, que el verte siempre lo es para mí, cuando descendía por la escalera principal, al tiempo en que entrabas tú con la litera, y te acercaste a preguntarme por el hijo de la condesa, acababa yo de oír la narración de cierta historia, que anudada con otras que me había contado mi buena madre Raquel, que así debo llamarla, me arrebató hasta el átomo postrero de una débil esperanza de ser tuya, de que podía estar impregnado mi corazón. No lo extrañes: había contenido un sólo día este bálsamo de la vida, y ni desdenes, ni desprecios, ni un año de olvido, fueron parte para que dejase de trascender en mi pecho aquella fragante esencia. Pero hasta entonces, Simón, no te había conocido; hasta entonces ignoraba que un nuevo abismo me separaba de ti. Repuesta un tanto de la turbación, que tan próspero y lamentable descubrimiento me causara, me dirigía con ánimo de reconvenir a Raquel...
—Pero ¿Raquel vive?
—Vive, sí; Sancho de Rota, que asesinó a mi padre, la dejó por humilde, la perdonó por pobre. Iba, pues, a reconvenirla por no haber sido franca conmigo, por haberme ocultado los nombres que figuraban en ciertas historias...
—Pero ¿qué nombres son esos? ¿Qué historias son?
—Ella, ella te las dirá.
—Por Dios, Inés, habla presto: mi ansiedad es grande; prefiero oírlo todo de tu boca.
—¡Ah! ¡La ambición! ¡La ambición! ¡Cuán pronto sustituís los hombres una pasión con otra!
—Inés, cuando el corazón de un mancebo acaba de sufrir los primeros desengaños, es muy grato encontrar ilusiones, que ocupen el lugar de las que se le han desvanecido. Acabo de perder un ángel que adoraba, un amigo en quien creía: pero si encuentro en ti una hermana, y en Raquel una madre, ya no será tan horrible el vacío que me circunda. En esto sólo se cifran mis deseos; aquí mueren ya mis esperanzas. Las promesas que me hacéis, son cuentos, que sólo pueden distraer un instante la imaginación de un niño.
—No son cuentos, son verdad, exclamó Inés con firme acento.
—¿Pues qué, tal vez las hechicerías de Raquel pudieran influir...? Advertid, Inés, que soy cristiano, y que mi religión rechaza los encantamientos.
—No es por encantamiento, ni por malas artes como tú debes subir al trono al par de la mujer que te ama. ¿Has olvidado por ventura aquellas palabras: «Simón es digno de ti, y tú eres digna de un príncipe.»
—¡Oh! explícamelas, por Dios.
—Entra, entra aquí, y de otros labios escucharás la relación.
Hallábanse en frente de una casucha, cuya puerta despedía vivísimos resplandores.
—¿En dónde estamos? exclamó Jimeno en alta voz.
—¡Voto a Cribas! ¡Señor, señor! Entre su merced por aquí, si quiere ser tratado a cuerpo de rey, exclamó una voz que salía del interior de la casa, y muy conocida del capitán de aventureros.
—¡Chafarote! gritó este con agradable sorpresa.
—Entre su merced, que aquí está ardiendo un robledal entero, y hay un vino que consuela.
Inés y Jimeno traspasaron el umbral de la humilde casa, cuya primera habitación era la cocina, ocupada casi toda por la anchurosa chimenea.
Sendos escaños de nogal extendíanse por el frente y a entrambos lados, y en medio ardía un haz de leña, cuya llama clara y brillante iluminaba las denegridas paredes.
En uno de los escaños estaba sentada una vieja de rostro seco y arrugado, cubierta la cabeza con una especie de turbante blanco con rayas azules, y los hombros con un manto de color indefinido.
Tendidos a lo largo de los bancos laterales, y al amor de la lumbre, dormían y roncaban dos rústicos montañeses.
La entrevista de Raquel con su sobrino Jimeno, fue al principio fría, severa; y hasta el mismo mancebo quedó cortado con tan inesperada seriedad. La anciana sin embargo, no pudo mantenerse mucho tiempo tan rigorosa; y cualesquiera que fuesen los motivos que le imponían tan extraña indiferencia, fueron cediendo ante el aspecto profundamente distraído y melancólico de aquel Simón a quien tanto había amado.
Informóse de su querida Inés acerca de los extraordinarios sucesos del castillo, mientras el capitán pasó a ver a su escudero Marín que estaba postrado en un lecho tan duro como pobre, en un cuchitril inmediato a la cocina. Quería Chafarote dar a su amo más conversación de la que había menester, y contarle como después de habérsele tenido por muerto, se incorporó en el campo de batalla, y ayudado de una vieja judía, que por allí al acaso vagaba, pudo llegar hasta aquella choza, donde la misma anciana le curaba las heridas; pero el capitán tornando a la cocina, sentose bajo de la chimenea, y sin quitarse una sola pieza del arnés, levantó la visera del yelmo para escuchar mejor la relación de la buena Raquel; la cual, mirándole ya de hito en hito con ojos de cariño y de asombro, cogiéndole con solicitud maternal sus frías manos entre las suyas secas y abrasadas, enderezó sus razones de semejante manera:
—Cierto principal señor amaba a una mujer a quien, si él excedía en grandeza, nadie aventajaba en hermosura. Enamorabala también otro galán, tanto más celoso, cuánto menos era por ella correspondido, y a su despecho el amante dichoso solía verla todas las noches, a hurto y recato del mundo entero. Era yo su confidente, y supe que la dama estaba próxima a ser madre: pero el desdeñado amador llego también a sospecharlo; y una noche, apenas la infeliz acababa de dar a luz un hermoso niño, llamaron a la puerta con golpes apresurados. Suponíamos que fuese el padre, que en alas de su impaciencia venía a estrechar en su seno al hijo recién nacido; cuando apareció en el umbral el receloso y aborrecido amante, que loco de celos y de furor al saber la verdad del caso, atravesó con su daga a la madre desventurada, la cual después de sus acerbos dolores, apenas había tenido tiempo de estampar un beso en los labios de su hijo.
—¡Cielos! ¡Qué horror!
—El bárbaro no quiso perdonar tampoco a la inocente criatura, y con el hierro teñido en la sangre humeante de la madre, fue a traspasar al hijo; pero yo detuve el golpe, que por fortuna sólo pudo alcanzarle ligeramente en uno de sus brazos.
—¡Gran Dios! exclamó Jimeno, poniendo involuntariamente la mano cerca del hombro izquierdo.
—¿Qué haces?
—Ayudadme, señora, a desnudar este brazal: creo que debo tener aquí una cicatriz...
—La he visto muchas veces, continuó Raquel, sonriéndose cariñosamente.
—¡Oh! ¡Continuad, continuad, por Dios esa historia!
—En los momentos de ciego furor, cualquier pequeño obstáculo que se atraviese, suele contener el crimen, suele atajar el curso de la desgracia; así fue que mi cuerpo colocado entre el acero del homicida y el inocente niño, bastó para salvar a este la vida. Horrorizado el asesino de su atentado, huyó apresuradamente, dejando anegado en sangre el cuerpo de la madre, que en los esfuerzos para salvar a su hijo, y en las convulsiones de la agonía, saltó del lecho, viniendo a espirar en medio del aposento. Esperaba yo que de un instante a otro apareciese el padre, demandándome a voz en grito por su amante idolatrada. Era yo hebrea; todos los demás cristianos: el amante favorecido ignoraba hasta la existencia de otro rival; las sospechas del asesinato podían recaer sobre mí: todos los de nuestra religión somos tratados bárbaramente por los cristianos: me horrorizaba la idea del tormento, y se me despegaban las carnes al presumir, que después de horribles padecimientos, podía espirar en una hoguera. Tomé, pues, al recién nacido en mis brazos: recogí los papeles y cartas de la madre, todo cuánto pudiera, en fin, justificarme, probar el origen y nacimiento del niño, y asegurar su vida y la mía: solamente para desorientar al padre, dije a un criado al apartarme que la dama había dado a luz una niña. Tuve facilidad aquella misma noche de embarcarme en una galera que salía para Barcelona: allí encontré a mi hermana Sara, casada con un judío llamado Samuel Leví, que había venido desde Navarra para negocios de mercadería; y manifestándome entrambos que hacíamuchos años estaban casados sin sucesión, siendo la esterilidad la nota más infamante para los judíos, me suplicó le concediese aquel niño, el cual pasaría por hijo suyo, cuando trascurrido algún tiempo se restituyese a Navarra con su esposo. Juzgué que no había medio más a propósito para encubrir el rapto todo el tiempo que me pareciese conveniente. Cediendo, pues, a esta consideración, consentí en desprenderme de la criatura, para que Samuel y su mujer lo cuidasen como hijo. Tenía también un verdadero placer en que aquel que había nacido para ser enemigo de nuestra religión, fuese instruido y educado en ella por sus hermanos.
—¡Cielos! exclamó Jimeno, que había escuchado a la hebrea con la más viva ansiedad; ¿pero ese niño soy yo?
—Tú lo dices.
—¿Quién fue mi padre? ¿Quién fue mi madre?
—Tu madre, Catalina Marini.
—¿Y mi padre? ¿Quién es mi padre?
—Tu padre se llama Alfonso el Magnánimo, rey de Nápoles y de Aragón.
—¡Gran Dios! ¡Hijo de un rey! ¡Y lo habéis callado tanto tiempo! ¿Dónde, dónde están esos papeles? ¿Dónde están esas pruebas? Dádmelas al punto: vengan: son míos: a mi me pertenecen.
—Esos papeles no están en mi poder.
—¡Ah! ¿Quién los tiene?
—Doña Leonor de Navarra.
—¡La condesa de Fox!
—Sí.
—¡Mi mortal enemiga! ¡Necio de mí, que he creído un sólo instante en mi ventura, cuando está vedada para mi corazón! Pero, ¿cómo me habéis desposeído de mis títulos, de mi nombre, de mi familia? ¡Oh! ¡Pronto, pronto, esos papeles! exclamó Jimeno cogiendo a Raquel por la garganta: ¡volvedme al punto lo que me habéis robado, o pereceréis a mis manos!
—¡Apártate, insensato! exclamó la judía con amargo y sosegado acento; no pagues con un crimen el servicio de haberte salvado la vida. ¡Así son todos los hombres! El primer paso que dan en el camino de la prosperidad es la ingratitud. Víbora, que calentaba en mi regazo, la primera muestra de haber recobrado la vida ha sido morder el pecho que te abrigaba.
—¡Oh! ¡Perdón, señora! exclamó Jimeno confundido.
—Yo debí haberte olvidado, apenas abandonaste mi religión, y sin embargo, te amaba, te fui a buscar, llevándote la felicidad en la mujer con quien debías unir tu suerte: porque la felicidad de este mundo, consiste en que el hombre marche siempre entre dos ángeles; a su izquierda, el ángel invisible que nos acompaña desde la cuna al sepulcro; a la derecha el ángel visible a quien puede dar el nombre de esposa. Tan noble es el alma de la que yo te destinaba, tan celestiales sus virtudes, tan peregrina su hermosura, que obcecado como estabas por otra pasión, al abrir los ojos un instante, le abriste el corazón para amarla. Pero ese amor de un sólo día, ha sido su vilipendio, ha sido su perdición, ha sido su desventura. La amaste como a la flor que se arranca, se marchita, se deshoja y se olvida... ¡Mírala! ¡Mira su semblante extenuado, sus ojos apagados, su sonrisa muerta, su color pálido...! ¡Recuerda como apareció a tus ojos, y contempla tu obra! ¡Infeliz! la has hecho desgraciada, la has herido de muerte, la has robado la esperanza, y sólo vive porque tiene el instinto de que puede ser útil todavía. Pues bien: esa víctima de tu capricho es el único ser que me ha compadecido, que no me ha despreciado, que me ha querido: es mi hija, es más que mi hija, es mi madre, es mi ángel, es mi Dios. Por ella hubiese dado yo mil vidas, y por su dicha el mundo entero. cuando tornó a mi seno, cuando vi sus lágrimas, y supe la causa de ellas, quise vengarla, poniendo en las manos de la condesa las pruebas de tu elevado nacimiento, solicitadas con tanto ahínco, con tantas instancias, desde que por algunas palabras mías llegó a traslucir la verdad. Tu aspecto, sin embargo, iba disipando la amargura de mi corazón.
Desconocía esos arreos que traes; te veía niño, llorando en mis brazos; te veía villano, jugando con tus compañeros: pero al asirme tú con esa mano cubierta de hierro, te he visto cristiano, pérfido amante, príncipe orgulloso, tratando, como todos, dura y despiadadamente a la judía, que ahora te desdeña.
Calló Raquel: todos guardaban profundo silencio, turbado tan sólo por el ronquido de los montañeses, que al parecer dormían a pierna suelta.
—¿De qué me sirve ser hijo de un rey, dijo por fin Jimeno con abatimiento, si no tengo modo de probarlo y todos me abandonan?
—Nunca te abandonaré, mientras te vea solo,exclamó Inés con persuasiva dulzura.
—¡Oh! ¡Ser yo hijo de un monarca, igual y superior a los que me han escarnecido, y no poder decirlo, no poder proclamarlo en alta voz, por carecer de pruebas!
—¿Quieres recobrarlas? dijo repentinamente la judía.
—A costa de mi vida.
—¿Qué harías con ellas?
—Mostrárselas a doña Blanca, y abrazarla: mostrárselas a la condesa y a sus secuaces, y arrojarlas al fuego.
—Pues bien, la condesa está dispuesta a devolvértelas.
—¿Todas?
—Todas.
—¿A qué precio? ¿Qué exige de mí?
—De ti, nada.
—¿De quién, pues?
—De la princesa, una corona.
—¡Oh! ¡Son quimeras!
—Por esos papeles que la princesa renuncie el trono de Navarra.
—¡Eso, nunca!
—Y como sabe el ascendiente que tienes sobre su hermana, está segura de que con una palabra tuya, doña Blanca firmará la renuncia a que se ha negado tantos años hace.
—¡Oh! ¡Pero esto se asemeja mucho a una trama!
—No digo que no lo sea.
—¿En que vos habéis tomado parte?
—Obedecí al impulso de la venganza, como ahora obedezco al sentimiento de la lástima que me inspiras.
—¡Jamás, jamás consentiré en que doña Blanca de Navarra, se despoje de sus derechos por enaltecer a un aventurero!
—Jimeno, te creí ambicioso.
—Y era sólo altivo.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
—Volver a las Bardenas, ponerme de acuerdo con los partidarios de la princesa, y entrar en Bearne con mis valientes aventureros, y arrasar el castillo de Ortés, si necesario fuese, hasta encontrar a la de Fox, y rescatar a doña Blanca.
—¿Y no sería mejor, dijo Raquel, que yo con maña procurase recobrar los papeles que habéis menester?
—¡Ah! ¡Raquel! ¿Seríais capaz de reconciliaros conmigo?
—Yo me reconcilio presto con todo lo grande y generoso.
—¡Gracias, madre mía! exclamó Inés que hasta entonces había permanecido tristemente silenciosa; os vuelvo a reconocer en esas palabras.
—¡Voto al diablo, que sus mercedes están hechos unos arbitristas famosos! exclamó a la sazón uno de los villanos, que estaban tendidos en el banco, incorporándose, desperezándose con rústica sencillez, y haciéndose luego cruces en sus bostezantes labios.
—¡Cómo! ¡Villano! ¿Nos has oído?
—De por fuerza, señor, puesto que no soy sordo, y sus mercedes hablaban alto.
—¿Qué gente es esta? preguntó el capitán a la judía.
—No lo sé, nunca pregunto el nombre de mis huéspedes. Llovía, buscaban un albergue, les ofrecí mi casa, no quisieron aceptar mi cena, y se acomodaron en ese lecho,
—No tenga recelo su merced, contestó el villano, no somos espías de la condesa; por el contrario, pensamos auxiliar a nuestra reina y señora doña Blanca.
—¿Cómo?
—Ahora con nuestros consejos, y luego con nuestro valor.
—¿Quién eres?
—Nada hace al caso mi nombre.
—Tu semblante no me es desconocido, repuso Jimeno, y creo haberte visto no se en donde.
—Tampoco importa nada para el caso que su merced me haya visto, o no, con tal de que no pierda el tiempo en proyectos descabellados. ¡Voto al chápiro! ¿Parécele a su merced que el alcázar de Ortés es de torreznos, que así se lo quiere tragar con una manga de aventureros? ¿O se le antoja, que si en él peligrase la reina de Navarra, su hermana doña Leonor la tendría en conserva, para cuando su merced llegase con su cuadrilla? —Y tú judía, ¿crees que la condesa aprecie en tan poco esos pergaminos y papelotes, para que, con todas tus artimañas y brujerías, imagines arrancárselos? ¿Y aunque invoques para eso al mismo diablo, no sabes que al lobo al lobo...?
—Pues bien, ¿cuál es tu plan?
—Señor, mi plan es mucho más sencillo. ¿Qué hace aquí la señora Inés? Perder el tiempo. Torne al alcázar, procure averiguar en qué parte del castillo han puesto a la princesa; si puede, que no lo creo difícil, póngase de acuerdo con ella, y aun con don Gastón, el mozo, avísenos de todo, y vaya introduciendo en el alcázar hasta una docena de hombres fieles, resueltos, temerarios, que en un santiamén se apoderen de la condesa, y rescaten a doña Blanca; la cual emprenderá la fuga, favorecida por media docena de caballeros, que la estarán esperando a la puerta.
—¡Magnífico proyecto! exclamó Jimeno, ¡vive Dios, que es como tuyo, rústico montañés! No nos falta más, para ponerlo por obra, si no a la docena de temerarios dentro del alcázar, y fuera de él la media docena de caballeros.
—Si os place que ahora mismo se presenten esos doce fieles y decididos servidores de la princesa de Viana, no he menester si no sacar este silbato, salir a la puerta, hacer una señal convenida, y al instante veréis aquí los doce, justos y cabales. Si queréis reconocer a los caballeros, venid conmigo, los iréis contando uno por uno.
—¿Pero, quién sois vos?
—Al frente de los primeros iréis vos, don Jimeno de Aragón; y al frente de los segundos, me quedaré yo, el conde de Lerín, dijo el montañés, quitándose la montera que tenía encasquetada sobre los ojos, y echando atrás el grosero tabardo en que estaba envuelto.
—¿Sois vos el qué...?
—Señor, le interrumpió el condestable con gravedad: no recuerde el príncipe las afrentas del villano.
—¿Y quién es vuestro compañero? le preguntó Jimeno, cortado por las palabras del conde.
—Mi compañero, repuso el de Lerín, es una persona conocida vuestra, y que os probará, que si habéis tenido la ventura de tornar a ver a la princesa, que si habéis podido salvarla, yo tengo alguna parte en vuestro contentamiento.
—¡Eh! ¡Señor dormilón! añadió el conde, hurgando con poca suavidad al villano. ¡Arriba! ¡Voto al diablo con la pereza! Vamos, ya os convenceréis, de que este por lo menos, duerme con demasiada buena fe, y pertenece a esa raza de hombres, que dejan a los demás el cuidado de pensar por ellos. —¡Ferrando! ¡Ferrando!
Esta vez acompañó el conde sus gritos con insinuaciones algo más eficaces, y el pajecillo rubio se levantó sobresaltado, estregándose los ojos y volviendo el rostro a la pared, para evitar el resplandor de la hoguera que le ofendía.
Jimeno conoció el faraute de la condesa de Fox.
Amigos ya, el conde de Lerín y el capitán de aventureros, se retiraron a un rincón del aposento, donde en voz baja concertaron su empresa.
Como primer indicio de su concierto, se vio salir a Inés al poco rato, y encaminarse apresuradamente al castillo de Ortés.
Volvamos a la princesa de Viana, a quien dejamos en poder de la implacable condesa de Fox, que por medios tan infames la había separado del capitán de aventureros.
Anonadada doña Blanca por aquel terrible golpe, dejose conducir maquinalmente por su hermana, que la presentó con el hábito de religiosa en medio del sarao, haciendo creer a todos que había renunciado, no sólo la corona de Navarra, si no también las pompas mundanales. Pero cuando la princesa, conociendo la superchería, quiso revelar a todos los concurrentes que le habían hecho vestir aquel hábito a la fuerza; que jamás sus labios, ni menos su corazón, habían pronunciado los votos religiosos; cuando quiso pedir el traje que la correspondía, y protestar contra la violencia de sus enemigos; doña Leonor la condujo a un aposento retirado, y dejándola en él, cerró las puertas, asegurándolas con llaves y candados. Tornó después serena y tranquila a los salones del convite, manifestando a los que habían notado la desaparición de la princesa, que no permitiéndole la austeridad de su nueva vida participar del bullicio y deleites de los festines, se había retirado a pedir al cielo concediese la mayor ventura a los desposados, cuyo fausto enlace quería autorizar con su presencia, para dar una prueba irrecusable de reconciliación con su hermana.
Los pocos caballeros que conocían la verdad de los hechos, estaban interesados en ocultarla; y de esta manera, y a favor de tan refinada hipocresía, de tanta audacia y maldad, la condesa de Fox pudo conseguir cuánto anhelaba. A los ojos del mundo su hermana había renunciado la corona y, para obtener los efectos de esta aparente renuncia, tenía en prisión a la princesa.
Sin embargo, don Gastón de Fox no había dado aun su mano a Magdalena; y después de las horribles tramas descubiertas, después de los extraordinarios acontecimientos de aquella noche, era más que probable que se resistiese tenazmente a dar un paso que tanto le repugnaba.
Prudente y avisada su madre, anunció a los convidados que habiéndose retardado tanto la venida de su muy cara hermana, por haber intentado unos malandrines apoderarse de ella mal su grado en el camino; no podía verificarse aquella noche la sagrada ceremonia, la cual tan sólo se suspendía algunas horas.
Así evitó los nuevos escándalos que debían originarse del desistimiento de su hijo, a quien pensó ganar en el corto plazo que había prefijado.
Para los grandes intrigantes, todas las cuestiones son cuestiones de tiempo.
Efectivamente, poco después de haber desaparecido los convidados, los cuales unos moraban en el alcázar y otros en la ciudad, doña Leonor se trasladó a la habitación de su hijo, y con lágrimas, con ruegos, con promesas procuraba convencerle.
Don Gastón, acosado de sus propios remordimientos, conoció que podía hacer un sacrificio no estéril para la princesa, sí, antes de resignarse a él, lograba obtener algunas concesiones en favor de la desventurada prisionera.
Ya que su enlace era una especie de inicua contratación, quiso comprar a precio de su libertad y de su ventura, alguna parte de lo que sus padres vendían.
—Bien, señora, dijo a su madre; daré mi mano a Magdalena; pero la princesa ha de ser tratada con las consideraciones que merece una hermana vuestra.
—¿Has podido imaginar nunca otra cosa de mí?
—Y tendrá una doncella de su confianza que la acompañe y la sirva.
—Te lo prometo.
—Por ejemplo, Inés.
—¡Inés! ¡La que contribuyó al engaño de la sortija!
—¡Qué! ¿Rehusáis? dijo Gastón, en tono de amenaza.
—No, sea Inés.
—¡Madre, madre mía! Puesto que comenzáis a parecer generosa, acabad por ser justa. Permitid que doña Blanca, hermana vuestra inocente, sencilla, sin ambición, viva libre, dueña de sus acciones...
—¡Oh! mucho pides, hijo mío, le interrumpió Leonor, con extraña sonrisa: conoces cuánto puedes en mi corazón, y abusas de tu poderío.
—Señora, prometédmelo. Ella no quiere reinar, lo sé, madre mía; quiere vivir, y vivir en libertad.
—Bien: no digo que allá... andando el tiempo...
—Presto, madre mía: no dilatéis un placer a vuestro hijo, y un consuelo a vuestra hermana.
—Estás muy exigente, amigo mío, dijo Leonor con la miseria sonrisa: ¡cómo conoces lo que vales!
—¡Ah! ¿Será posible que me concedáis?...
—Dentro de un mes.
—¡No, no! Es mucho plazo.
—Pues bien, sea dentro de cuatro días.
—¿Y por qué no mañana mismo?
—Hombre, no seas atropellado: es preciso que Blanca permanezca aquí, siquiera el tiempo que duren los festejos,
—Sea, pues.
—¿Conque mañana la boda?
—Y terminados los desposorios, la libertad de la princesa.
Leonor salió del aposento sonriéndose con aire de triunfo.
Gemía entretanto la malhadada reina, privada de libertad, y a merced de sus implacables enemigos, que habían dado ya terribles muestras de cómo sabían vengar el inaudito crimen de haberse anticipado algunos meses a venir al mundo, y a recoger un cetro, herencia de sus abuelos.
Abandonada y sola, deshecha en un mar de lágrimas, tendía los ojos en derredor, y sus anhelantes miradas estrellabanse contra las sombrías y silenciosas paredes de su habitación. Asomabase a la reja de aquella torre, y sólo veía a lo lejos las azules y empinadas crestas de los Pirineos, por donde ella quisiera vagar olvidada del mundo; y a una pequeña parte del cielo, término de sus padecimientos y de sus esperanzas; y las aves que cortaban rápidamente y a su antojo aquellas auras, aquel espacio, que nunca parece tan grande y magnífico, como desde las angostas rejas de una prisión.
Pero ni la pérdida de su libertad, ni la certidumbre de su muerte la afligían tanto, como el recuerdo de aquel Jimeno, a quien amaba, y a quien había visto ultrajado, confundido, vilipendíado delante de sus ojos.
Avergonzabase alguna vez la hija de cien reyes de haber puesto su afición en el despreciable hebreo, en el execrable bandido de las Bardenas, y se acusaba las más, la perseguida, la prisionera, la que debía al trono todas sus desventuras, acusabase de no haber tenido valor un sólo momento, para arrojarse a los brazos de Jimeno, cuando más cubierto estaba con el fango de la ignominia.
—¡Oh! exclamaba, ¡reina me persiguen y me encierran: amante de un judío y de un salteador, me hubieran despreciado como a él, y con él me hubieran dejado libre! Y luego añadía:—¡Oh!, ¡qué suerte tan miserable, pues tanto oprobio me parece preferible a tanta desventura!
En estas y otras imaginaciones pasó Blanca el resto de la noche, y la mañana del siguiente día. Alguna vez la interrumpieron las importunas visitas de una carcelera, cubierta con un manto, la cual le dejaba el necesario alimento; y se partía sin dirigirla una sola pregunta, una sola palabra. La princesa rehusaba probar aquellas viandas, ni aun aplacar la sed, que la devoraba; pues al acercar a los labios cualquier alimento, que viniese de aquella familia de envenenadores, hubiera creído que con sus propias manos iba a darse la muerte.
Esperaba la visita de su muda carcelera, para postrarse a sus pies y rogarla que la diese, no la libertad, si no un poco de agua pura, de la que ella participase; cuando se abrieron las puertas del aposento y apareció Inés, que con lágrimas en los ojos, la dio un estrechísimo abrazo, diciéndola:
—¡Consolaos, señora, vengo a llorar con vos!
—Aunque sea por algunos instantes, mi gratitud será eterna.
—No, no es por tan corto tiempo, repuso Inés, aunque yo querría que lo fuese; vengo a unir mi suerte con la vuestra, mientras permanezcáis en este castillo: vengo a vivir con vos, a llorar con vos, a conversar con vos, de lo que más puede complaceros.
—¡Cómo! ¡Tú también presa! ¡Tú también privada de libertad! ¿Será tal vez, tu único delito la compasión que mis angustias te han merecido?
—Mi prisión es voluntaria, princesa, o por mejor decir, no lo es: hace tiempo que rige mi alma otra voluntad que la mía.
—¿Quién, pues? ¿Quién te envía? ¿Qué quieren decir tus palabras? ¿Quién se acuerda de mí en el mundo?
Inés conoció que había andado muy imprudente en proferir aquellas expresiones.
—¡Señora, le dijo, vengo aquí por la voluntad de vuestra hermana!...
—¡No digas eso, Inés; te miraría con horror!
—El príncipe don Gastón acaba de desposarse con una mujer a quien aborrece, y el premio de este sacrificio, exigido por sus padres, es alguna mayor holgura y comodidad en vuestra prisión desde este momento, y la compañía de una persona que os ame. Y don Gastón, señora, ha creído que aquí en Ortés, nadie os amaba tanto como yo. Si don Gastón se ha equivocado, designad quien me suceda, y yo todavía os pediré de rodillas, que, además de vuestra predilecta, me permitáis permanecer con vos.
—¡Gracias, Inés! hace algunas horas que te conozco, pero me basta que merezcas la confianza de Jimeno...
—¡Ah!
—Su aprecio, su estimación.
—¡Ah! ¡Sí! ¡También a mí me basta su estimación y su aprecio! exclamó Inés dolorosamente herida.
—Inés, y para que la estimación de Jimeno te vaste y satisfaga, dime: ¿le conoces? ¿Le has conocido siempre? preguntó con inquietud la princesa.
La doncella creyó vislumbrar en estas preguntas una duda, un recelo acerca de la nobleza del alma de su adorado amante, y no pudo menos de contestar con cierta animación mal reprimida:
—¡Siempre, señora, le he conocido, siempre! y porque le conozco os digo, que la sonrisa de aprobación del hijo de Samuel, de Jimeno, del capitán de bandidos, del capitán de aventureros, puede halagar la vanidad de una reina.
—¡No sabes Inés con cuánto placer te escucho! ¡Ay! ¡No sabes cuán dulces son para mí las alabanzas de Jimeno, ni cuánta necesidad tengo de oírlas en este instante! Jimeno, Jimeno, saliendo de una raza maldecida, puede tener un alma noble, pura, inmaculada pero; Jimeno, capitán de bandoleros...
—¿Y por quién, señora, el tímido cordero de Mendavia, se convirtió súbitamente en león furibundo de las Bardenas? ¿Por quién? Nadie menos que vos puede echarle en cara sus espantosas proezas. Impotente para vengar el agravio que sufristeis en Mendavia, y más impotente aun para libertaros de enemigos, que debían ser muy principales, aunque le eran desconocidos; hizo esfuerzos, prodigios de valor, para hacerse también él terrible, fuerte, poderoso. Sus incendios no tenían otro objeto que el de arrasar castillos, para ver si rompía vuestras prisiones; sus saqueos pesquisas eran que hacíade casa en casa, para encontraros; sus muertes sólo venganzas de los que sospechaba que pudieran reteneros. Y en todas estas horribles hazañas no hacía más que castigar a los grandes señores de esta tierra, asolada tantos años hace por su desmedida ambición. Jimeno empuñaba el azote de la cólera divina, que crujía sin cesar sobre la frente de nuestros verdugos. Grande fue, señora, Jimeno como capitán de aventureros; más grande todavía que, como príncipe de Nápoles y de Aragón...
—¿Qué dices?
—¡Oh! ¡No sé, no sé lo que digo, señora! pero cuando a Jimeno se le ultraja...
—Pero has dicho... yo no sé que... de Nápoles... ¿habré oído mal?
—Sí, habéis oído que Jimeno es un príncipe.
—¡Cielos! ¡No te burles de mí!
—Príncipe de Nápoles y de Aragón.
—¿Habláis de veras?
—Hijo del rey don Alfonso el Magnánimo.
—¡Calla, Inés, que vas a matarme de gozo! ¡Inés! dime la verdad, no te burles de mí:... ¡mira que le amo!
—¡Oh! ¿Y habéis aguardado para decirme que le amabais a saber que, como vos, había nacido cerca del trono? prorrumpió Inés con exaltación.
¿Creéis que ahora no podéis sonrojaros de un amor, padrón hasta aquí de ignominia? ¿Por ventura, este descubrimiento puede disminuir la gravedad de sus crímenes, si crímenes ha cometido? ¿Por ventura vale más el alma del príncipe como vos le veis, que la del bandido como yo lo veo?
—¡Cruel estás conmigo, Inés! ¿Qué te ha hecho esta pobre mujer, perseguida desde la cuna, desamparada de todos, casada en sus primeros años con un hombre aborrecido, repudiada por él, arrojada de su tálamo a los pocos días con escándalo y con ignominia? ¿Qué te ha hecho esta mujer que no ha tenido más vengador que el cielo, que no ha pisado otro pavimento que el de las prisiones; que no ha sentido los arrullos de una madre; que se ve perseguida por su padre, amenazada por sus hermanos; qué te ha hecho, para que así la trates? ¡Oh! ¡Tan honda es mi desgracia, que hasta los que vienen a consolarme, tal vez contra su voluntad, truecan en insultos sus consuelos! ¡Ay! ¿Amas tú a Jimeno, por ventura? ¿le amas? Escucha, Inés; mi juventud ha pasado: perseguida, sepultada siempre en torres y calabozos, no he visto que nadie fijase en mí una sola mirada de amor; que nadie me sonriese dulcemente, siquiera por mi desgracia, ya que no por mi hermosura: porque, Inés, eso sí, hasta mis carceleros me han dicho que yo era hermosa. He llegado a esta época en que el alma se prepara a despedirse de los placeres, de los amores; y en este otoño de mi vida, y en la tarde de mi edad, hallé por fin las miradas, hallé las sonrisas desconocidas hasta ahora. Un mancebo, de condición humilde y de corazón elevado, me amó; ¡quizá para que yo midiese con una de sus palabras la profundidad del abismo, que hasta entonces me había separado de la ventura! Le amé también. ¿Y cómo no había de amarle, si mi corazón estuvo acumulando tantos años tesoros de ternura, para derramarlos en un sólo instante sobre el corazón de Jimeno? ¡Le amé, Inés, le amé! y sólo el hábito de ser desgraciada, y mi crianza y la costumbre de ver las cosas desde un puesto elevado, han podido hacerme injusta con él. Responde, Inés, ¿he podido ofenderte por este amor?
—¡Perdón, señora! Amo a Jimeno, es verdad; pero amo más su ventura, y por eso os amo también a vos.
—¡Ah! ¡Le amas, y le acompañas a todas partes! ¡Le amas, le has conocido siempre, y mereces su confianza, y le has recibido al llegar al castillo! ¡Y has seguido después sus pasos! ¡Y vienes tal vez para cumplir su voluntad, no la de la condesa! ¡Le amas...! ¡Ay, Inés! ¡Entre el inmenso catálogo de mis tormentos, hasta ahora no había conocido el de los celos!
—¡Celosa vos de mí, doña Blanca! ¡Callad por compasión, que me mataréis de dolor, si no me hacéis prorrumpir en carcajadas! ¡Celosa vos, cuando los celos han macerado mis carnes, me han robado los colores, el sueño, la tranquilidad! ¡Celosa vos, cuando me estoy alimentando de la ponzoña de los celos, que vos me suministráis! ¡Oh! ¡Basta, basta! ¡Haréis que me arrepienta del generoso intento que aquí me trae! Sabedlo, señora, sabedlo también vos. ¡Vengo aquí a proporcionaros la fuga, a entregaros a Jimeno, al Jimeno que yo adoro! ¡Vengo a restituiros a sus brazos, y a miraros partir juntos, para nunca más volverle a ver! ¡Veréisle cómo se aleja de aquí, sin tornar el rostro siquiera, para dirigirme una mirada de gratitud! ¡Veréis como jamás mi nombre sale de sus labios! ¿Y todavía tenéis celos de mí?
—¡Terribles, Inés, terribles! Tanta virtud, y generosidad, y abnegación, revelan un alma tan simpática, que es imposible deje de ser adorada por Jimeno. Y no sólo estoy celosa de ti, si no que en medio de tu amargura misma, te tengo envidia; sí, tengo envidia de un corazón tan noble: de una resignación tan cristiana, de unas virtudes tan consoladoras. ¡Ay, Inés! ¡Yo no sé en qué consiste!... quizá como en tantos años no he disfrutado un momento de felicidad, no acierto a desprenderme de ella, cuando con ella comenzaba a regalarme. Quisiera poder imitarte, quisiera hacer tus esfuerzos y sacrificios, pero soy demasiado débil... ¡Inés, arráncame el corazón, pero no me arranques la imagen de Jimeno!
—¡Conservadlo, señora, y sed dichosa con él! Mis sacrificios no son incompletos; y no sólo he renunciado al amor de Jimeno, antes de conocer su ilustre cuna; si no que después de verle tan encumbrado, vengo aquí a proporcionaros la fuga, a daros toda la ventura que podéis apetecer: la libertad y la posesión tranquila de su amor.
—¿Por qué eres tan buena, Inés? exclamó la princesa cruzando los brazos, y contemplándola con absortas miradas. ¡Ay! ¡Cuán humillada me siento a tu lado! ¡Cuánto no habría de enturbiar mi ventura, el recuerdo de que otra mujer la merecía más que yo!
—Por ahora, respondió Inés, con triste sonrisa, venid a disfrutar sin temor del escaso alivio que proporcionan a vuestras penas.
—¿A dónde me llevas?
—A esta cámara inmediata; más alegre, más espaciosa, más dignamente aderezada para una princesa.
—Las prisiones todas son iguales, Inés.
—No lo son todas, señora: las hay como esta, que no tienen más que una puerta: las hay como esotra, que tienen dos, por una de las cuales se puede descender al campo, y...
—Vamos, vamos al punto, le interrumpió doña Blanca, acudiendo al dulce reclamo de la libertad.
—A la solicitud de Gastón y al consentimiento de vuestra hermana, debéis también vestidos más propios de vuestro estado, que esos monjiles.
—¿Qué me importa? Inés, las galas me son odiosas.
—Las vestiréis sin embargo, porque esos hábitos pudieran haceros traición en la fuga.
—¡Inés, Inés! exclamó la princesa abrazándola: tan prevenida, tan cariñosa, tan resignada como una madre ¡y eres sin embargo mi rival!
—Venid, señora, venid presto; y si tanta bondad se anida en vuestro pecho, no tornéis a pronunciar el nombre de rival, y si queréis pagar mi sacrificio, sustituidlo con el de hermana.
—¡Sí hermana! ¡Hermana mía! ¡te doy este dulce nombre, que hasta ahora nunca ha salido de mis labios sin horror!
Y diciendo estas razones, entraron en la cámara inmediata, donde la princesa cambió de vestidos.
—Ahora, le dijo Inés, voy a procurar que Jimeno entre en el alcázar, con algunos partidarios vuestros.
—¿Para qué?
—Lo primero, para favorecer vuestra fuga; lo segundo, para que él se apodere de la condesa, y pueda recobrar a viva fuerza las pruebas de su nacimiento.
—¡Cómo! ¿Esas pruebas están en poder de mi hermana?
—Sí.
—¿Estáis segura de ello?
—Sí, señora.
—¿Y no tenéis otro medio para que las restituya, si no el de la fuerza?
—No ven otro los hombres más perspicaces.
—¡Oh! ¿Y vais a exponer a Jimeno entre tanta gente? ¿Y no habéis temido que se empeñe un combate desigual? ¿Tú, Inés, tú que tanto le amas, has podido consentir en ser tal vez el instrumento de su muerte?
—¡Oh! tenéis razón: no hacía más que obedecer sus mandatos; pero os juro, señora, que me afligía más la idea de este riesgo, que la de perder a Jimeno para siempre
—Inés, repuso Blanca con resolución: ve a llamar a la condesa, tengo una corona para comprar esos papeles.
—¡Cómo! ¿Firmaréis la renuncia?...
—Sí, la renuncia de todos mis derechos, de mi dignidad, de mi nombre, por dar a Jimeno el que le corresponde: por él me quedaré reducida a la condición vulgar; por él sería capaz de descender al puesto de donde se eleva.
—¡Ah, princesa! ¡Y tenéis envidia de mí! exclamó Inés, dirigiéndola una dulce mirada de inefable gratitud.
—Pronto, Inés, pronto.
La doncella salió apresuradamente.
Sentía doña Blanca un ardor, una sed terribles que la devoraban. En el ligero estremecimiento de sus mejillas, teñidas de viva púrpura, se notaban los síntomas de fiebre, producida por tantas, tan violentas, y tan encontradas sensaciones. Mil veces quiso aproximar a sus labios una de las copas, que los fraternales cuidados y desvelos de la condesa tampoco habían olvidado en aquel aposento, templado por la lumbre de una inmensa chimenea; pero otras mil la apartaba con horror, temiendo que en semejantes prisiones el pan que comiese, el agua que bebiese, el aire que respirase, pudieran estar emponzoñados.
En estas luchas y alternativas fue interrumpida por la presencia de doña Leonor, su hermana.
Notábase en el semblante de la condesa, una palidez y agitación desacostumbradas: era, empero, su sonrisa más dulce y afable que nunca, y las semejantes palabras que salieron de sus labios trémulos, aunque pronunciadas con un acento extraño, rebosaban ternura y mansedumbre.
—Blanca, dijo al entrar a la princesa, hame agradablemente sorprendido tu llamada: tengo que agradecerte el recuerdo que has hecho de tu hermana, y vengo aquí con el sólo afán de complacerte.
—Quisiera poder rechazar toda la ventura, que haya de venirme por tu mano, replicó la princesa con altivo desdén.
—Muy amargas son tus reconvenciones, hermana mía; pero por mucho que lo sean, no lograrás que cambie de propósito.
La de Fox se mordió los labios de despecho al decir estas palabras; pero reprimiéndose después de una corta pausa, continuó con aquella sonrisa, que iluminaba siniestramente su palidez.
—Merecida tengo, hermana mía, tanta aspereza; también es justo, sin embargo, que yo me anticipe a tus más ardientes deseos.
—¡Ah! ¿Los conoces ya? ¿Sabes lo que te pido?
—¡Ingrata! repuso doña Leonor con aire de reconvención: acabo de hacer un descubrimiento importante para tu dicha, me apresuro a valerme de él, ¿y con tanto rigor me recibes? —Lo sé todo, lo sé, prosiguió la condesa, con dulce abandono; amas a un hombre a quien hemos creído del más humilde linaje; ¡cuál debió ser tu gozo, cuando llegaste a saber que este hombre es digno de ti por su nacimiento!
—No he necesitado saberlo para amarle, respondió Blanca, que no podía vencer su desdén.
—Para amarle no, querida hermana; porque el corazón es libre, la voluntad ciega, y no disponemos a nuestro antojo de las afecciones: pero si no para amarle, para confesar que le amas; sí. Tu amor que ahora es un baldón que pesa sobre tu frente, será después una aureola que te circunde de gloria y de felicidad.
—Sé que tienes en tu poder las pruebas de su excelso origen, sé que teniéndolas le has calumniado villanamente, y ya debes saber tú a que precio quiero comprarlas: ea, pues, dime si te acomoda.
—Nada quiero. Muy pronto te las entregaré todas una por una; muy pronto podrá ser reconocido Jimeno como hijo bastardo de Alfonso V de Aragón, cuya circunstancia poca significación tiene en estos tiempos. De un bastardo de nuestro abuelo desciende el conde de Lerín, caudillo de tu bando; de un bastardo de otro abuelo nuestro desciende el marqués de Cortes, mariscal de Navarra, cabeza de mis partidarios. Bien puedes hacer públicos tus amores, y unirte para siempre sin mengua con el objeto de tu cariño.
—¡Ah!
—Tú, que siempre has sido desventurada, prosiguió Leonor, viendo que su hermana iba cediendo en su rigor, puedes recobrar con usura la dicha que el cielo te ha negado. Con esos papeles te daré también la libertad.
Salid, almas tiernas y enamoradas, salid a respirar en la atmósfera de los deleites: el espacio es vuestro, el tiempo es vuestro que sea también vuestra la fortuna.
—¡Hermana, hermana mía! dijo al fin con tierna efusión deslumbrada la princesa, ¿qué quieres en recompensa? Habla, responde. ¿Es mi vida la que anhelas? te la doy por una hora de ventura. ¿Mi corona? Extiende, extiende la renuncia, que yo la firmaré sin verla.
—Tu vida es muy preciosa para mí, respondió la condesa redoblando su afabilidad acostumbrada: tus años prósperos y dilatados serán el bálsamo que cicatrice las heridas abiertas por el remordimiento. La corona... sí.
Verdad es que todavía no ciñe tus sienes, querida hermana, y sería preciso derramar harta sangre para que tú llegases a sentarte en el trono.
Evitemos, pues, a nuestra patria tanta calamidad; renuncia tus derechos, escribe a los caudillos de tu bando, para que desistan de temerarios empeños. A ti, querida hermana, los goces sosegados de la vida doméstica, la luz brillante de los amores, el deleitoso perfume de las virtudes, el homenaje, el respeto de los buenos, una reputación sin mancha, una dicha sin término: a mí los azares, las inquietudes que se cobijan a la sombra del trono, el efímero esplendor que le circunda, las turbulencias, el desasosiego de la vida cortesana; y como único descanso, como único consuelo el engrandecimiento de mi hijo y el aprecio y el amor de mi hermana.
—¡Sí, sí! exclamó alborozada la princesa; de buen grado te cedo este puesto: contenta estoy de mi destino: ¿quieres más, Leonor?
—Sí, quiero más, respondió la condesa con voz sombría y apagada, quiero lo que nunca he conseguido... un sólo abrazo de mi hermana.
—¡Leonor! ¡Leonor! exclamó la princesa estrechándola contra su seno.
Y las dos hermanas permanecieron largo rato de aquella manera: doña Blanca sollozando con ternura, doña Leonor con los ojos enjutos, la mirada inquieta, torvo el semblante.
—Otro favor voy a pedirte también; hermana mía, exclamó la princesa; me estoy muriendo de sed... hace muchas horas que no he probado una gota de agua: perdóname si te pido que me des de beber, y que bebas tú también de mi misma copa.
—¿Por qué no, hermana mía? repuso Leonor con voz un tanto turbada por el gozo, o por el terror, ¿por qué no hemos de partir el alimento como acabamos de partir nuestros destinos? ¡Siéntate, pobre hermana mía! en el ardor de tus manos he advertido la calentura que te abrasa. Siéntate, añadiré al agua estas gotas de un licor, que refrescará tu sangre, y para que veas que es una medicina inocente y saludable, yo beberé primero la mitad del vaso.
Doña Blanca recordó entonces la muerte hacia su hermano, y no pudo menos de preguntar a la condesa con sobresalto:
—Y beberás tú de la misma copa, ¿no es verdad?
—La primera, respondió Leonor con dulce sonrisa: y brindaré en ella a nuestra unión y amistad eterna, añadió Leonor con voz serena, y acercando la profunda copa a sus estremecidos labios.
La princesa observó que había bebido casi la mitad del licor sin repugnancia alguna, y como agitada por un profundo pesar, cayó a los pies de su hermana, diciendo con sollozos:
—¡Perdón, hermana mía, perdón!
—¿Qué tienes? repuso la condesa, levantándola con una mano, y vertiendo al mismo tiempo, con la otra en la copa de oro un licor rojizo, contenido en uno de sus anillos.
—¡Perdón!
—¿Blanca, dime lo que te pasa? ¿Qué arrebatos son esos? ¿Qué te sucede?
Leonor, te lo confieso: he tenido sospechas de ti... la muerte de Carlos... nuestros odios, me hicieron dudar de la sinceridad de tu arrepentimiento, y aun creí que este fuese un lazo tendido para perderme.
—¡Para perderte! ¿Con qué objeto? ¿De qué manera?
—¡Sí! lo diré de una vez... creí... perdona, hermana mía! creí que esta copa pudiese estar emponzoñada.
—¡Cielos! ¡Qué horror! ¿Pues no has visto que he bebido la mitad? exclamó la condesa con estremecimiento.
—Sí, y por eso he conocido mi error; dijo la princesa; y tomando la ansiada copa en las manos añadió: —¡A la eterna reconciliación de dos hermanas, que han de amarse desde hoy en adelante, por lo que han dejado de quererse hasta aquí! ¡Hermana mía! ¡Por que el Señor te bendiga en tus hijos! ¡Por que te sientes en el trono de Navarra y te sucedan ellos! ¡Por que Dios te dé tal ventura que me ha negado, y se olvide de tus culpas, como yo olvido y perdono los agravios que me has hecho!
Y diciendo estas palabras la incauta, la sencilla, la angélica princesa, apuro el vaso.
La palidez del rostro de su hermana era entonces casi cadavérica, su agitación febril y convulsiva, quería apartar la vista de la copa, pero a su despecho tenía en ella fijos sus espantados ojos.
Si en aquel momento hubiese alzado los suyos doña Blanca, quizás habría llegado a traslucir un horrible crimen, pero tranquila, como la inocencia, dijo a su hermana saboreando el ansiado licor.
—¡Henos aquí ya para siempre amigas, para siempre hermanas!
—¡Para siempre! repitió Leonor con voz sombría.
—Ahora ve a traerme los papeles, y en seguida firmaré la renuncia.
—Los papeles aquí están, contestó la condesa poniéndose en pie, y sacándolos de su escarcela.
—¡Ah!
—Estos papeles, que valen tal vez un reino, sirven también para alimentar el fuego de esa chimenea que se va apagando; repuso la condesa arrojándolos a las llamas.
—¡Gran Dios! ¿Qué hacéis?
—Tu renuncia no la necesito, prosiguió Leonor sin alterarse: ¡ya es inútil!
Y se alejó del aposento.
Turbada y absorta quedó la princesa. Dirigió los ojos a la chimenea... ¡no había más que cenizas! La gloria, el enaltecimiento del hijo del rey don Alfonso habían pasado como un meteoro que en un instante cruza el espacio, é ilumina la redondez del mundo.
Jimeno quedaba para siempre reducido a su antigua y miserable condición.
Golpe tan imprevisto y súbito bastaba para confundir y anonadar a doña Blanca; pero aun le quedaba otro más fuerte. ¿Qué significaban las últimas palabras de la condesa, y más que sus palabras, su imponente calma, su mirada siniestra, su horrible sonrisa? ¿Habría dado un veneno a su hermana en aquella copa? Y si era así, ¿cómo había participado de la bebida? ¿Qué quería decir aquel ya es inútil, anunciado con voz seca, tajante y fría como el hacha del verdugo?
Aun permanecía inmóvil en la misma postura en que acababa de dejarla su hermana, cuando se abrió silenciosamente una puerta y apareció Jimeno embozado en una capa y seguido de Inés.
Lanzó Blanca un grito de sorpresa, o una exclamación de júbilo, o un gemido de dolor: no sabemos cual de estas sensaciones quiso expresar, o si las expresó todas juntas.
—¡Blanca, señora mía! exclamó Jimeno desembozándose, y descubriendo su armadura: el cielo se apiada de nosotros.!Ah! ¡No puedo expresar el júbilo que siento! ¡Vas a ser libre! ¡Vas a ser dichosa! Juntos saldremos del alcázar. Al pie de esta torre nos aguardan los más valientes y nobles caballeros de tu bando, el conde de Lerín y don Carlos de Artieda. ¡Ven, espíritu gentil, alma celestial, purificada en el fuego de la desgracia; ven a gozar de la inmensa dicha que nos aguarda!
—¡Jimeno! exclamó con dolorido acento la princesa: ¡Jimeno! y nada más pudo decir.
—¡Blanca! ¡Jimena mía! no demores un instante la salida; huyamos de este alcázar maldecido. Conozco el grande sacrificio que has querido hacer por mí: ¡renunciar al trono por conseguir las pruebas de mi nacimiento! Ya sé que Leonor se da con esto por satisfecha; porque Inés, este ángel sublime de abnegación y de virtud, a quien tanto debemos; Inés, a quien yo debía amar, si no te amase a ti: Inés me lo ha contado todo; Inés ha visto a la condesa meter en su escarcela tan preciosos documentos. ¡Oh! no te sonrías tan tristemente, Blanca mía; tu renuncia nada puede perjudicarte, como arrancada por la fuerza. Ven, sal de aquí, te llevaremos a Navarra, te sentaremos en el trono... ¡Jimena! ¿Has oído decir que yo era valiente? Hasta que me vea esgrimir el acero a la cabeza de tu bando, nadie ha podido conocerlo.
—¡Jimeno! ¡Jimeno! tornó a decir la princesa con lastimoso acento, que parecía el eco de la muerte: mírame a tus pies de hinojos...
—¿Qué hacéis, señora, qué hacéis? exclamó confuso el capitán viendo a Blanca arrodillada delante de sí.
—¿Pedirte perdón por no haber sido bastante fuerte para arrojarme a tus brazos en el trance de tu ignominia?
—¡Oh! ¿Quién recuerda?... alzad, señora, venid... no perdamos un instante.
—¡No! ¡No! ¡Yo no puedo salir de aquí!
—No os comprendo... ¿qué causa os puede detener en esta casa de maldición?
—¡Jimeno! repuso la princesa, señalando con la mano a la chimenea, ¿ves aquel montón de negras cenizas, que vuelan esparcidas al leve soplo del viento?
—¿Y bien, qué?
—¡Esa es tu gloria! ese es tu engrandecimiento... ¡esa es tu corona!
—¡Cómo!
—La condesa ha venido aquí para quemar a mi vista tus papeles.
—Ah! —Pero ¿que importa? Mientras no reduzca a cenizas vuestro corazón; mi gloria, mi orgullo, mi corona no habrá perecido.
—¡Ah! exclamó la princesa, turbios los ojos por el llanto; tu no sabes que mi corazón, mi corazón no puede ser tuyo por mucho tiempo!
—¡Dios mío! ¿Qué tenéis? ¿Por qué tembláis?
—Jimeno, en pago de la vida que tantas veces has expuesto por mí, en pago de los inauditos esfuerzos, de las increíbles hazañas con que has asombrado la gentileza y bizarría de tres reinos: ¿te parece si he correspondido dándote todo, todo mi amor, y queriendo sacrificarte mi honra?
—Señora, vuestra bondad no tiene límites, con una mirada vuestra hay para pagar sacrificios cien veces mayores que los míos.
—Pues bien, por todo ese amor, por toda esa bondad que me supones; te ruego encarecidamente que te marches...
—¡Ah!
—¡Que me dejes!
—¡Dejaros yo!
—Que te partas con Inés, y que la ames, ¡que la ames, Jimeno, como has dicho que podrías amarla, si yo no existiese!
—Advertid, señora, que esas son locuras, o son celos; y que ni unos ni otros vienen bien en estos momentos supremos, de los cuales depende toda una vida de felicidad.
—¡Ay! ¡Ni celos, ni locuras, ni felicidad! exclamó la princesa, con gemidos: ¡yo no puedo ser tuya, Jimeno! no puedo serlo ya, y quisiera que al partirte de aquí, me dejases el consuelo de saber que habías reparado la única falta quizá que has cometido!
—Venid, señora, repuso el capitán con impaciencia, cada vez comprendo menos vuestra determinación: hayáis, o no de ser mía, yo quiero salvaros, arrancaros de este sitio, coronar mi obra. Venid, o diré si no que reducido ya a mi antiguo y miserable estado, os avergonzáis de seguirme, y no queréis asiros de mi brazo por temor de que os manche.
—¡Jimeno! ¡Jimeno, calla ten piedad de mi! ¿No ves mi rostro? ¿No fijas en mí tus ojos? ¿No ves cuán horriblemente estoy sufriendo?
—Pero bien, si yo os perdono, si yo comprendo todo el orgullo de una princesa, porque también yo he sido príncipe una hora, ¿por qué sufrís? ¿Por qué lloráis? El golpe está dado, señora: yo beso la mano que me ha herido.
—¡Cruel! ¡Cruel, gritó con desesperación la princesa, el veneno de tus palabras es más activo que el veneno que tengo en mis entrañas!
—¡Dios mío! ¡Envenenada! —¡Sí! ¡Envenenada por mi hermana! ¡Con un infierno aquí dentro del pecho!... ¡sufriendo horriblemente!... ¡y no sintiendo mis dolores, porque te veía gozoso, porque te escuchaba amante, porque tus palabras tiernas y apasionadas iban destilando gota a gota un bálsamo en el corazón! ¡Y solo, solo cuando me has herido con una sospecha injusta, cuando has dudado de mi amor, de mi generosidad de la pureza de mi alma, sólo entonces he sentido este fuego que me abrasa, ese filtro que corroe mis, entrañas! ¡Jimeno, Jimeno! ¡Como ha sido mi vida, tal debía ser mi muerte! ¡Abandonada de todos y oyendo por último consuelo, ofensas y agravios de las personas a quienes más he querido!
—¡Perdón, Jimena, perdón!
—¡Sí, perdón! yo también diré como tú: —¡El golpe está dado, y beso la mano que me ha herido!
—¡Pero tu morir, tu morir, amada mía! ¡Oh! Es imposible, viviendo yo.
Voy a buscar a la condesa: yo la obligaré a que te devuelva la vida, exclamó Jimeno; abalanzándose como un tigre hacia la puerta que conducía al interior del alcázar.
Estaba cerrada.
Empujola con violencia, con terrible fuerza capaz de derribar un muro.
La puerta no cedía una sola línea.
—¡Oh! ¡Ven no te canses! ¡Ya, es inútil! ha dicho mi hermana, y ella nada dice en vano.
—¡Venganza, venganza! gritó el capitán: caballeros hay a la puerta del castillo que me ayudarán a vengaros.
—¡Ven, Jimeno! ¡Ven, Inés! ¡Y no os apartéis de aquí! ¡Que muera al menos en vuestros brazos!
Acercáronse junto al sitial en que estaba sentada la princesa, los dos antiguos amantes del castillo de Eguarás.
—¡Agua! decía la princesa, ¡dadme un poco de agua, que me abraso!
—¿Y si está envenenada? advirtió Inés.
—¿Qué importa ya? repuso la princesa con triste sonrisa, y apuró un vaso que la presentaban. —Y ahora, añadió después de haber bebido: ahora Jimeno ¿harás más justicia a mis deseos? ¿Dirás que me avergüenzo de ti, si te suplico por el Dios a quien voy a ver dentro de algunos instantes, que ames a Inés, que repares las faltas que con ella puedas haber cometido, que la des tu mano y la prometas ser su esposo?
—¡Pensad en vos, señora, y no penséis en mí! dijo Inés.
—Ah! ¡Déjame pensar en él! déjame procurar por su ventura porque, Inés, ¡yo sé que tú le amarás, como yo le hubiera amado! ¡Yo sé que tú le harás tan feliz, como yo le hubiera hecho! —¡Jimeno! ¡Por último favor vuelvo a pedirte que le des tu mano!
Jimeno alargó la suya, la princesa tomó la de Inés, y uniéndolas, exclamó:
—No os bendigo ahora, porque dentro de breves instantes voy a bendeciros más solemnemente desde el cielo.
Los amantes de las Bardenas derramaban copiosas lágrimas; y era tal su terror, y tan agolpados estaban en su corazón los más dulces, tristes é inefables sentimientos, que no podían expresarse de otra manera.
—El único consuelo que llevo al abandonar el mundo es haber hecho feliz a la que me ha tenido por su rival: dijo la princesa con débil, imperceptible acento.
—Para que yo fuese feliz, repuso Inés, sería preciso que vos no hubieseis sido tan desgraciada.
—Ahora dejadme recogida un sólo momento, que voy a pensar en Dios.
Dijo doña Blanca, y permaneció silenciosa algunos minutos, cubierto el rostro con ambas manos, debajo de las cuales, corrían lágrimas de arrepentimiento. Inés y Jimeno se hincaron de rodillas, pidiendo al cielo no desamparase en aquel trance a la angelical princesa.
Tan augusto y religioso silencio, fue interrumpido por el estrépito de la puerta principal, que se abrió de par en par.
Blanca levantó la frente pálida y serena como el mármol.
—¡Llegas a tiempo! le dijo a don Gastón que acababa de entrar.
—A tiempo vengo, sí: mis desposorios han terminado, llegó ya el plazo fijado por mi madre para romper vuestras prisiones: ya sois libre.
—¡Todavía no! contestó la princesa; llegas a tiempo para poder decir a tu madre que la perdono, y que le agradezco la libertad que me ha dado.
Después de los anteriores tormentos, la princesa había quedado en un estado de dulce languidez y de sosiego, en el cual no sentía ni el más leve dolor, y su alma desprendida con suavidad de aquel cuerpo inmaculado, voló al cielo, sin que la convulsión más tenue, el más pequeño estertor indicase el apacible tránsito de su espíritu.
La que había sido tan desventurada en este mundo, no debía sentir, si no anhelar otra vida sin duda más venturosa.
Muerta la princesa, todavía arrodillados Inés y Jimeno delante de ella, la creían conversando con el Señor en oración profunda.
Don Gastón permanecía en pie, aterrado con aquel espectáculo, que de una sola mirada había comprendido.
Cuando Jimeno se convenció de la verdad, cuando vio inmóvil y sin aliento a la mujer que tanto amaba, no pudo reprimir las iras de su pecho, y dirigiéndose a la escalera, por donde había penetrado; gritó con voz de trueno:
—¡Navarra por Beaumont! ¡Venganza, amigos, venganza!
Y no pudiendo contenerse, bajó hasta la puerta de la torre, y allí encontró al conde de Lerín.
—¡Venganza! repitió Jimeno.
—¿A dónde vais?
—¡Subid, subid presto! ¡Venganza contra la condesa! ¡Incendiemos el castillo! exclamaba el capitán de aventureros con los feroces instintos del bandido de las Bardenas.
—¡Para que dentro se abrase la reina!
—¡La reina ha muerto!
—Me lo temía. Pero, ¿estáis seguro de ello?
—¡Oh! ¿No veis mi dolor?
—Pues ahora, amigo mío, todos debemos dispersarnos.
—¡Cómo! ¿Y no subimos? ¿No la vengamos? ¿y permitimos que doña Leonor...?
—Doña Leonor será tu reina.
—¿Y eso dice el conde de Lerín?
—El conde de Lerín, mientras vivía el príncipe don Carlos, proclamó rey a don Carlos de Navarra: el conde de Lerín, mientras vivía la princesa doña Blanca, proclamó reina a doña Blanca de Navarra: y el conde de Lerín, que no tiene ahora rey ni reina a quien proclamar, sería muy sandio en dejar que sus enemigos le lleven esta inmensa ventaja.
Dijo así, y le volvió las espaldas aquel tan mal hombre, como eminente político.
Jimeno al verse solo,sacó su espada, y en una esquina de la muralla, la rompió con indignación, haciéndola mil pedazos.
Quince años han pasado desde la terrible y misteriosa catástrofe que acabamos de referir: quince años desde que la postración del reino de Navarra estaba indicando su próxima ruina: quince años desde la perpetración de un crimen, cuyo castigo parecía reservado al tribunal que falla por toda la eternidad.
Las naciones son un piélago que además del movimiento regular de las instables ondas, que agita apenas la superficie, sufre otro más lento y acompasado que remueve hasta las arenas del abismo. Este flujo y reflujo de los acontecimientos, es la esperanza de los pueblos desgraciados, que infunde valor, y fortalece el ánimo en la desgracia; es el temor de los dichosos, que ordena la prudencia en la ventura.
Pero los hombres han conocido la medida exacta del período ascendente y descendente de los mares, y sólo Dios tiene el compás con que se miden la prosperidad y decadencia periódica de los pueblos.
Cuando después de quince años nada de nuevo encontramos en aquel antiguo reino si no la intensidad y la exacerbación del mal, forzoso es convenir en que tan largo período no era el término de las calamidades de Navarra.
Las guerras civiles de Agramonteses y Beamonteses que estallaron en 1452 con el rompimiento del rey don Juan y de su hijo el príncipe don Carlos: y no se aplacaron con la muerte de doña Blanca de Navarra, también ahora existen en 1479: existen sin objeto conocido, sin un fin determinado: existen misteriosamente, con los inveterados odios que cada bando atesoraba; con la fuerza de la costumbre de veinte y siete años de revueltas; con la indomable altanería, con el turbulento espíritu, con la rudeza y la barbarie de una generación que nace, vive y muere en el estruendo del combate en los vaivenes del triunfo y la derrota, en la pestilente atmósfera de los odios ulcerados, de los campos teñidos siempre en sangre denegrida.
El conde de Lerín, don Luís de Beaumont es todavía cabeza del bando que lleva su nombre: mosen Pierres de Peralta y su sobrino el mariscal don Felipe de Navarra son también caudillos del bando agramontés.
Sin embargo, vamos a verlos juntos en el palacio de sus reyes: vamos a ver al primero, al enemigo mortal de don Juan, casado con una hija suya; y al segundo, al hombre de más confianza del monarca, excomulgado por el pontífice y perseguido por doña Leonor, tan fuertemente ligada a la política de su padre.
Los que actualmente leyeren esta crónica tendrán en nuestra historia contemporánea la clave para descifrar el enigma. Nosotros menos que nadie debemos extrañar semejantes anomalías: los bandos y los partidos en todos tiempos y lugares presentan un mismo aspecto, iguales vicisitudes, idénticos resultados; y esta es la razón porque hemos dado preferencia sobre otras a la pintura de una época, que si carece del atractivo de la novedad, puede servirnos en cambio de no pequeño ejemplo y enseñanza.
Pues que vamos a referir sucesos lastimosos, comencemos participando a nuestros lectores una noticia, que si ha de producirles la misma impresión que a nosotros, a no dudarlo debe ser muy desagradable. Fáltanos aquella clarísima antorcha que nos iluminaba en los más tortuosos y recónditos pasajes de la historia: fáltanos aquel faro que nos servía para dirigir nuestro incierto rumbo; aquel cicerone que nos contaba los pormenores más minuciosos, las anécdotas más simples, los más estupendos milagros y diabólicas brujerías, con aquella sencillez patriarcal, con aquella credulidad infantil, con aquel rubor virginal que más de una vez ha excitado nuestro asombro: en una palabra: no existe ya la crónica del fraile de Irache; su narración concluye precisamente en donde la nuestra comienza: en el mismo día, en la misma hora.
La de Tercia sería, cuando a la puerta de una celda del antiguo monasterio de Santa Maria de Irache, sonaron dos golpes, pausada, pero estruendosamente dados con el nudillo de los dedos, a fines del mes de enero de 1479.
A guisa de quien torna bruscamente de dulcísimos arrobamientos, con deslumbrados ojos y gesto avinagrado, levantó la moronda cabeza un monje benedictino, que arrellanado en su sillón de baqueta con dorados tachones, se había quedado traspuesto, no se sabe si en fuerza de la meditación, o de la madrugada.
Delante del sillón de Moscovia veíase un anchuroso bufete sustentado por haces de delgadas columnas; y en el bufete hasta media docena de pesados libros con prolijos corchetes y adornos de bronce, y un rimero de papeles sobre los cuales reposaba la tranquila y despejada frente del bienaventurado monje, que con la pluma en la mano, parecía estar observando fantásticas visiones, para describirlas a la voz del ángel, como San Juan las del Apocalipsis.
Si lo pausado de los golpes era indicio de respeto; lo fuerte y estruendoso desdecía del recogimiento de los claustros, y revelaba autoridad; y mientras el buen fraile, perplejo en este juicio, tomaba el partido de desperezarse, volvieron a sonar los desusados golpes, como si la persona que los daba se hubiese empeñado en demostrar que no tenía paciencia, ni mano de alfeñique.
Esta vez sin embargo escuchose a la par una palabra que templaba la rudeza del estrépito.
—¡Benedicite! dijo el de afuera.
—¡Deux! respondió el de adentro, bostezando.
Para entonces éste casi había recobrado sus facultades mentales, y pudo sospechar que habiendo transcurrido la hora de prima sin que la campana del coro le despertara, debía estar en ascuas el padre abad hasta informarse del motivo de la tardanza.
Alzose, pues, de su asiento en esta persuasión, cuando dentro del cancel, cerrado por una cortina de lana, sintió cierto ruido extraño, y más estrepitoso por cierto que el de las hopalandas de un fraile.
Echó mano temeroso a los papeles, que indudablemente debían ser a sus ojos la prenda más querida; y en esa actitud de la gallina que tiende sus alas en los peligros para cobijar a sus polluelos, recibió a un caballero que sosegadamente descorrió la cortina y se inclinó menos en ademán de reverencia, que para no tropezar en el dintel con el gocete del casco.
Era completa su armadura. Tenía celada, y no borgoñona, si no entera; gola, peto con ristre y espaldar; escarcelas y quijotes; brazales, guanteletes, espada sin guarda desde la cruz al pomo, para que sirviese con manopla; puñal y daga. Fuera del caballo, del escudo, y de la lanza, que tal vez había dejado en la portería del convento, tenía todas las piezas que los fueros exigían al infanzón que recibiese gajes del rey por mesnadero.
Arreos tan prolijos y tan pesados, de hierro empavonado con golpes de plata, llevábalos el recién venido con tanta soltura como gallardía; partes que fuera de su elevada estatura podían tan sólo descubrirse en su persona, puesto que toda ella estaba como encerrada en aquella cárcel ambulante, que arnés tenía por nombre.
Quiso el monje dar un paso adelante por cortesía; pero sin poder remediarlo, imprimió a sus tendones un movimiento tan contrario, que dio un paso atrás: fenómeno fisiológico debido a lo extraño de la presencia de un soldado en la celda de un fraile, y sobre todo de un soldado que hablaba latín.
Aunque no sea más que por disculpar el miedo y el asombro del religioso, bueno será advertir a nuestros lectores que espantadas las letras con el estruendo de las armas y con los feroces gritos de treinta años de horrores y de venganzas, habían desamparado el reino de Navarra, inmóvil en medio de la agitación intelectual en que bullían a la sazón Italia, España, Francia y Alemania.
Los clérigos y monjes apenas conocían otro libro que su Breviario y cuando los primeros eran nombrados canónigos, y los segundos abades, principiaban su carrera literaria, y no se desdeñaban de oír esciencia en el estudio de Tolosa, o de París, alargándose algunos decretalistas a las universidades de Alemania. Ignórase que por aquel tiempo hubiese en Navarra más escuela que una de gramática en Sangüesa, con prohibición terminante de establecer otra en ningún pueblo de la merindad. La villa de Lumbier solicitó diez años antes el mismo privilegio, que le fue negado por la princesa doña Leonor, gobernadora del reino y lugar teniente de su padre.
Como no todos eran abades, ni canónigos, para costear un viaje hasta Maguncia; ni tenían estímulo y paciencia para escuchar el macarrónico latín del Dómine de Sangüesa, de presumir es que la lengua del Lacio no sería muy familiar a los hijos del Pirene.
—¿El padre maestro Abarca? preguntó al entrar el discreto Soldado.
—Yo soy hermano: respondió el monje, un poco más alentado con el suave acento y mesura del caballero.
—Dígnese vuestra paternidad leer esta epístola, dijo el entrante, sacando de su escarcela de cuero un pliego que esparcía deleitosa fragancia.
—¡Una misiva! exclamó el fraile: ¡y de letra de mujer, si mal no me engaño! ¡y de mujer que sabe más de esencias y de perfumes que de cilicios y disciplinas!
Y en las macilentas mejillas del venerable asomaron unas tintas de carmín tan pudoroso, que no pudo notarlo el caballero sin sonreírse allá en sus adentros.
—Perdonad, hermano, continuó el religioso, sin licencia del abad no puedo abrir esta carta.
—Lo que es para abrirla no habéis menester del permiso del abad, ni de nadie, porque viene abierta: y si en leerla teméis faltar a la regla, no os acuitéis, buen padre, que licencia tengo yo para leerla por vuesa reverencia.
Eso me prueba, señor soldado...
—Pico más alto.
—¿Rico-home por ventura?
—Mas bajo: pero, en fin, llamadme por cualquier nombre, y por cualquier título y en cualquier idioma; que como a mí vaya enderezada la pregunta no temáis quedaros sin respuesta.
Mirole el fraile de hito en hito; fijó sobre todo sus miradas en las espesas barras de la visera, y como nada pudiese sacar en limpio, se estregó los ojos que, por cierto, no tenían la culpa de la impenetrabilidad del caballero, y prosiguió sus interrumpidas razones:
—Eso no me prueba, señor hidalgo, lo que ya vuestra presencia me había indicado...
—A saber, que soy algo más que un mensajero.
—Así es la verdad, contestó el padre Abarca, mirándole segunda vez en guisa de hombre que se pasmaba tanto de la arrogancia como de la penetración del incógnito.
—¿Conque tenéis escrúpulo...?
—Ninguno, puesto que por tan buen conducto ninguna mala tentación puede venirme. —Ante todo veamos la firma, añadió el fraile, desdoblando prolija y cuidadosamente el ancho papel de lino, como apreciador de un lujo caligráfico no común en aquella época. —¡Gran papel para tan pocos renglones...! ¡Cuántas cosas se hubieran podido escribir aquí! —Veamos la firma. ¡Leonor a secas! Esto es firmarse a lo príncipe.
—Es que son de una princesa las letras que estáis viendo.
—¡Cómo! ¡De la reina! exclamó el monje, echando mano a la frente para quitarse la capilla de la cogulla, cuando ni cogulla ni capilla tenía puestas.
—¡Reina... todavía no! replicó vivamente el caballero, y el timbre de su voz parecía haberse oscurecido al pronunciar estas palabras.
—¿Que no es reina? ¿Pues por quién doblan esas campanas, por quién entonamos lúgubre salmodia, y celebramos con negros paramentos si no es por el muy ilustre señor don Juan II de Aragón y de Navarra que acaba de fallecer en Barcelona?
—El martes de la semana pasada, a 19 de enero del año 1479, a los 82 años de su edad. ¿Queréis más pormenores para vuestra crónica, padre mío?
—¡Gracias!, dijo este, lanzando furtivas miradas a sus papeles.
Justamente, hermano, cuando llegasteis estaba meditando el juicio que había de formar de este gran rey, para terminar mi obra.
—El juicio es muy sencillo, contestó el desconocido. Ambicioso, manchado con todos los crímenes a que la ambición impele: adornado con todas las prendas que justifican la ambición, en el norte de la península es el representante de esa infame escuela política más artera que belicosa, que tiene por lema el respice finem, y que por mirar al fin se desentiende de los medios: personificada en Francia por Luís el Onceno, y por César Borja en Italia.
Calló el desconocido, y el fraile se quedó mirándole con los ojos desmesuradamente abiertos, no ya curioso, si no asombrado, y con un asombro que casi rayaba en estupidez. Un lego, un soldado le había explicado en un minuto lo que él no supo exponer en toda una noche de vigilia, terminada por un sueño beatífico.
Las opiniones del guerrero tenían ya sobrada autorización para que el religioso se desdeñase de consultarlas.
—Y después de la muerte del rey don Juan, preguntó; no existiendo ya don Carlos y doña Blanca de Navarra, quién puede disputar la corona a doña Leonor?
—¡Disputársela ya...! Nadie. Todos sus contrincantes han muerto...
¡Casualmente...!
—Entonces, ¿cómo la rehusáis el nombre augusto?
—En Navarra nadie reina hasta que las cortes le reconocen como rey, y le exigen el juramento, y los ricos-homes le alzan en el pavés, y los heraldos le proclaman.
—¡Ba! ¡ba! Distinciones son esas buenas para mosen Thibaut, mi catedrático de prima en Tolosa.
—Mosen Thibaut os diría que doña Leonor es reina de iure; pero no de facto: virtualiter; pero no formaliter.
—¡Jesús me valga, y nuestro glorioso predecesor san Veremundo, y nuestro padre y patriarca san Benito! exclamó el monje santiguándose. Asaz es para un seglar cortar el latín como el canónigo más aplicado; pero ¡haber estudiado sumulas...! ¡Confesad, señor, que con todo vuestro talante sois de la regla; que más en usanza está ver un monje soldado que un soldado monje!
—Leed la carta, si os place, padre maestro.
La carta estaba concebida en estos propios términos:
«Reverendo padre y muy especial señor:
«Sabed que al hacer de las presentes, magüer contristados y afligidos por la muerte de nuestro ilustrísimo padre (Q. D. G.) Estamos buenos, a la merced de Dios, el cual por su santa piedad quiera que así sea de vos, y de todos los de vuestra santa casa.
Otrosí; sabed que he menester de vos para un especial encargo redundante en gloria de su divina majestad y bien de este reino para lo cual debéis poneros inmediatamente encamino.
«Otrosí; sabed que el mensajero que os envió es persona de toda confianza y que debéis ateneros a sus razones.
Dado en el alcázar de Estella, a 22 días del mes de enero de 1479.»
Leonor
—¿Pero esta carta a quién se dirige?
—A vos, reverendo padre.
—¡Pero la reina no me conoce!
—Os conozco yo:
—¡Pero no veo aquí mi nombre!
—Os entrego yo el papel.
—¿Pero quien sois vos?
—Quien yo sea, la carta lo dice: un mensajero de toda la confianza de la princesa.
—Pero ¡vuestro nombre!
—¡Qué se yo! dijo el desconocido: ya os he dicho que respondería por cualquiera.
—¡Cosa extraña!
—¿Lo dudáis?
—¿Cuyo es el oficio de este día?
—El oficio de este día es de Difuntos, pero hacemos conmemoración de San Ildefonso.
—Llamadme Alfonso.
—¿Don Alfonso?
—De justicia, reverenda padre, no podéis negarme el don. Vos que, a fuer de coronista, tan entendido sois en materia de fueros, viéndome tan completamente armado de esta guisa, debéis suponerme por lo menos un infanzón, un mesnadero.
En hora buena, señor hermano, dispuesto estoy a reputaros por un obispo, y abad mitrado, cuánto más por hidalgo y caballero. Dígame pues el señor don Alfonso, si le place, las ordenes de la reina.
—Muy sencillas son las órdenes de la infanta. —Padre maestro: ¿no estáis escribiendo una crónica? Y en ese libro, que no tanto por modestia, como por conservar una imparcialidad que pudiera seros peligrosa, ocultáis a todo el mundo, ¿no os lamentáis de la suerte miserable de esta pobre monarquía, víctima de la ambición de los celos y rivalidades de dos familias? ¿No habéis recordado aquello de Omne regnum in se divisum desolabitur?
—¡Dios mío! ¡También la Biblia! murmuró el fraile, mirándole a la celada, como si en sus perfiles de hierro quisiese encontrar la fisonomía de aquel personaje misterioso: si su ciencia fuese más profana seguramente que le tendría por brujo.
—Como historiador filósofo y como religioso, prosiguió el caballero: ¿no habéis meditado sobre esto, y no se os ha ocurrido alguna idea?
—Sí señor, y aun con el conde de Lerín que es mi amigo, y muy devoto y protector de esta santa casa, he conferenciado muchas veces. Dijo el padre restregándose las cejas enarcadas, como si quisiese con el frotamiento hacer brotar la electricidad de su cerebro: y os aseguro que no me sé explicar por qué entre dos familias cristianas se perpetúan esos odios, esas guerras sangrientas... ¡Si al cabo fuesen judíos o paganos privados de la comunión de los fieles y de las gracias espirituales...!
Por muy prevenido que me pareciese estar el caballero acerca de la simplicidad del fraile de Irache, no pudo reprimir cierta sonrisa al ver las muestras de la filosofía histórica y de las elucubraciones del cronista.
—¡Magnífico! dijo para su celada: este es el hombre que necesito. —Pues bien, padre, prosiguió en alta voz; doña Leonor os escoge para remediar estos males.
—¡A mí!
—A vos, padre maestro.
—¿Para qué habéis dicho?
—Para que reconciliéis a las familias enemigas; para que extingáis esos bandos inveterados—, para que pacifiquéis el reino de Navarra; para que...
—¡Pero, señor...! Repuso el fraile balbuciente: pero yo... ¡Cómo!
—Con fe y caridad: ya sabéis que el Señor dijo a sus discípulos que con fe trasladarían montañas, detendrían el curso de los ríos...
Pero, yo que de seglares no conozco apenas más que al conde de Lerín; ¡yo que sólo he estado en la corte cuando fui antes de ayer con la comunidad a dar el pésame a la reina doña Leonor! Y luego la reina dicen que está subyugada por un aventurero, por un favorito... a quien entonces me mostraron... y luego es preciso entenderse, con mosen Pierres de Peralta, que está excomulgado por la muerte que dio al obispo Chávarri! ¡Y tanto judío como hay en Navarra! ¡Tanto moro! ¡Y sobre todo tanto agote como nos infesta!
—Sin embargo Ester y Judit eran unas pobres mujeres...
—Basta, señor: en vuestro lenguaje conozco que sois algún santo prelado, y que os envía Dios...
Pronto lo habéis dicho: ¿que se yo si Dios o el diablo?
—¡Jesucristo! exclamó con espanto el religioso, que por una transición tan brusca como natural en el trastorno de su fantasía, principió a tener por salido de los infiernos al que creía bajado del cielo.
—Ya os lo dije antes, reverendo padre: ni tan alto, ni tan bajo: tenedme siempre por hombre y os daré las gracias.
—Descubríos, por favor, señor... ¡no sé cómo llamaros!
Decidme antes, vos, que sin ser abad ni canónigo habéis estudiado; vos, que sois bueno, puro, y sencillo de corazón; vos, que sin duda recibiréis los rayos de la inspiración divina sin que se adulteren al traspasar por el inmundo lago de una conciencia corrompida; decidme si el hombre puede secundar las miras de la Divina Providencia, auxiliarla, y...
¿Quién lo duda?
—Si el hombre, prosiguió el desconocido con calor y agitación: si el hombre puede impedir un bien parcial y momentáneo para llegar a un bien más sólido y perdurable...
—Impedir el bien es hacer el mal, y esto...
—¿Y si se trata de castigar al malvado, de estorbarle la consecución del fruto de sus crímenes?
—Al malvado sólo le castiga Dios en el cielo, y en la tierra las autoridades que representan a Dios.
—Pero supongamos una persona tan alta que no tenga superior en la tierra: supongamos un rey, padre maestro: ¿quién castiga a los reyes delincuentes?
—Dios tan sólo.
—¿En el otro mundo?
—Y en este. Los pecados de los reyes son el azote de su pueblo.
¡Oh! Basta, padre maestro, basta. Perdóneme Dios, si me revelo contra semejante doctrina: yo la veo, la toco; pero no la admito. cuando terminéis vuestra crónica no olvidéis esa sentencia terrible: los pecados de los reyes son el azote de su pueblo.
El acento con que don Alfonso pronunció estas palabras, revelaba cierta amargura, cierto resquemo de su alma, que aparecieron más claros cuando súbitamente levantó la visera, dejando ver el rostro de un hombre ya maduro, pálido, moreno, suavemente encendido por esas oleadas de sangre del corazón apasionado, cuyo embate se siente en el pecho entumecido, cuyo hervor se percibe en el acento, cuya espuma es el carmín que enciende las mejillas, cuyos reflejos son los ojos, centellantes y sombríos como los del caballero, dulces a un tiempo y rencorosos, nuncios de todas las venganzas, de todas las pasiones generosas, de todos los sacrificios, de todos los misterios.
¡Jesús, Dios mío! exclamó el padre, ¿sois vos el...?
Y sus labios se cerraron de pronto, como si hubiese querido cerrar la salida a una palabra imprudente que iba a deslizársele.
—Continuad, padre mío—repuso dulcemente el caballero: no soy yo de aquellos a quienes la verdad ofende: ¡Yo soy el favorito de la reina!
Difícilmente podía haber escogido doña Leonor de Fox una persona menos a propósito que el fraile de Irache, para la desesperada empresa de reconciliar a los bandos. Crédulo, sencillo, más acostumbrado al trato de los libros que al de los hombres, érale la corte un país desconocido, al cual se complacía en poblar de fantasmas, trasgos y encantamientos por el estilo de los que ha salpicado en su obra; inédita aun, por desgracia de las hilanderas y nodrizas, que hallarían en ella sabroso pasto para entretener la curiosidad de toda una escuela de párvulos.
Descollaban en el monje, sin embargo, ciertas cualidades, que si no le servían de mucho para suavizar las costumbres de los rudos señores feudales de aquella época, podían en cambio ser explotadas por manos tan hábiles, como las de su amigo el conde de Lerín.
Los coronistas de antaño, venían a ser lo que los periodistas de ogaño: curiosos, observadores, y muy dados a las ciencias cronológicas y chismográficas: y si a lo de periodista se agrega lo de fraile, no hay que decir si el nuestro tendría instintos de componedor y de casamentero. La puntualidad era a sus ojos la prenda más recomendable de un historiador; y el non plus ultra del mérito, marcar bien el año, el mes, el día de un acontecimiento, con los nombres y apellidos, y los pelos y señales de los que en él habían figurado.
Razón tenía el buen fraile: coronistas de su estofa y de la nuestra, son los picapedreros que labran a regla y compás las piedras sillares, para que venga luego el arquitecto que levante con ellas el alcázar soberbio de la historia.
Tan puntual en sus acciones como en sus escritos, era uno de esos hombres más prolijos y esmerados en negocios ajenos, que en los suyos propios; uno de esos para quienes no hay nada pequeño; que a todo consagran todo su celo, todas sus facultades, todo su tiempo.
Así fue que, mientras en cumplimiento de la regla, pasó a la celda abacial a pedir la venía al superior, iba cavilando en la paz; y en la paz cavilaba al acomodarse la cogulla, y encasquetarse el sombrero, únicos arreos que, amén del Breviario, llevaba para el viaje. Armado de esta guisa, descendió hasta la portería, acompañado de don Alfonso; y allí cabalgaron, el uno en su brioso corcel normando, y el otro en una mula tamaña como un elefante, sepultando los pies en sendos estribos, que pudieran servirles de albergue en caso de ventisca.
Este caso no estaba lejos. Menos de la mitad del camino habrían andado, seguidos a cierta distancia de un escudero y de un lego; los amos fortaleciendo el espíritu con graves meditaciones, y los criados refocilando sus cuerpos con tragos y tasajo; cuando del cielo aplomado que parecía estar sobre montañas de alabastro, comenzaron a desprenderse copos de nieve cuajados, impetuosos, azotando el rostro de los caminantes, a quienes el viento obligaba a suspender conversación y almuerzo.
Viento podía llamarse entonces: pocos minutos después ya merecía con propiedad el nombre de huracán. La nieve no descendía solamente de las nubes; brotaba también de la tierra con espantosos remolinos; cruzaba en todas direcciones, menuda, violenta, punzante; introduciéndose por todas las junturas del arnés, por todos los poros de los hábitos; robando el habla y la respiración a los caminantes, y aturdiendo, en fin, de tal manera a las caballerías, que insensibles al acicate, bajando la cabeza y agachando las orejas, se quedaron enclavadas y medio hundidas en un ventisquero, a riesgo de perecer con los jinetes.
Abarrancados allí, defendidos algún tanto del viento, sentían pasar por encima las oleadas que dejaban caer moles de nieve, como la tierra que va echando el sepulturero sobre el cadáver.
El peligro era inminente, cuando en el fondo de la revuelta atmósfera se dibujaron confusamente los contornos de una sombra, que rompiendo a duras penas la espesura de la nieve, y luchando contra el huracán, se acercó a los caballeros.
Era una mujer cubierta con un manto, y de tosca y posada túnica de sayal negro, que al ondear dejaba ver unos pies descalzos y amarillentos.
—¡Oh! ¡Lo esperaba! ¡Lo esperaba! exclamó el desconocido al verla.
Y ella sin responderle, sacó una mano pálida y descarnada, y asiendo el corcel por el bocado, le hizo andar fácilmente, y lo sacó de aquel peligro, llevándole a su antojo como un cordero. La mula del monje siguió al caballo del infanzón; y al caballo y a la mula, las caballerías de los criados.
Don Alfonso fue el único testigo de aquella misteriosa aparición: los demás con los ojos cerrados y la frente abatida, nada pudieron notar: dejábanse llevar por las bestias, renunciando a darlas dirección.
Confiados en el instinto de ellas, o en la Divina Providencia, su afán era tan sólo cubrirse bien el rostro, afirmarse en los estribos, y asirse con ambas manos del arzón para no ser aterrados por el torbellino.
—¿Quién sois? gritaba el caballero, cuando el viento se lo permitía: ¿quién sois? ¿A dónde me lleváis?
Pero sus palabras se perdían sin duda entre los rugidos del huracán, porque la mujer no le contestaba, ni volvía siquiera el rostro para dar a entender que percibía el eco de su voz.
—¡Siempre lo mismo! decía entre dientes el desconocido: ¡en todos los peligros, en todos mis apuros, en todas mis necesidades, y siempre lo mismo!
Muy presto se hallaron debajo de un cobertizo de dos vertientes, que se alzaba delante de la puerta de una ermita.
Allí pudieron todos respirar, abrir los ojos, soltar la lengua; pero el monje antes de practicar esta última diligencia, se hizo cruces y se deshizo en aspavientos, y prorrumpió luego en semejantes exclamaciones:
—¡Santa María me valga! ¡San Munio y San Veremundo, hijos de nuestra santa casa, nos asistan! Pues cuando creí, ¡Dios me perdone! que íbamos a caer en un derrumbadero ¿no nos hallamos delante de la ermita de la penitente?
—¡La penitente! dijo el caballero: ¿eslo por ventura la mujer que nos ha salvado?
La misma que estáis viendo, señor infanzón, y ante quien es ya irreverencia, y casi ingratitud que no nos hallamos postrado.
La indicación del religioso era demasiado oportuna para no ser al punto obedecida. Todos concibieron que por milagro estaban en salvo, y que debían humillarse ante la autora del milagro.
Nada más común en la edad media que esta especie de solitarios, imitadores de los anacoretas de la Tebaida, y que voluntariamente, o penitencia impuesta por el confesor, hacían una vida más austera que la de los claustros. Iban a expiar sus pecados, y de aquí les vino el nombre de penitentes.
Fundábanse cada día nuevas órdenes religiosas; erigíanse con incansable celo nuevos conventos: unas veces los monasterios iban a buscar a las ciudades, y otras las ciudades buscaban a los monasterios: y de esta manera la civilización se extendía, y se derramaba de las poblaciones a las selvas, y de las selvas a las poblaciones. Pero como si este gran movimiento social, muy semejante al movimiento económico del cuerpo humano, no bastase para llenar los altos fines de la Providencia, todavía, como complemento del sistema, se veían solitarios que penetraban en el corazón de las montañas más agrestes y desamparadas, llevando la sublimidad desconocida de las virtudes cristianas al hondo de las grutas; pegándose unas veces a las rocas, como el musgo, a las ermitas como la imagen, a los nichos de los grandes edificios urbanos, como el ave que planta su nido entre ruinas y ahuyenta con su presencia los reptiles que bullen alrededor.
Las mujeres sobre todo sobresalían en este linaje de empresas, para las cuales quizá se necesitaba más fuerza de imaginación, que robustez corporal; más sentimiento que convicciones. Tiernas y delicadas doncellas sepultábanse vivas en la impenetrable espesura de los bosques vírgenes, y manteniéndose de yerbas y de frutas, apenas daban treguas por breves instantes a la contemplación; y vivían, y morían ignoradas, desconocidas, olvidadas del mundo; hasta que un cazador descarriado, un caballero, conducido en un caballo desbocado; un sencillo pastor descubrían el cuerpo fresco y exámine de aquella penitente, muerta muchos años antes, cercada de suavísima aureola y de balsámica fragancia, y defendida por las fieras.
La solitaria se convertía en santa: la cueva en catedral o monasterio, y el bosque en población. Los monarcas colmaban la iglesia de riquezas, y la villa de fueros y franquicias.
Otras veces las anacoretas se consagraban al servicio de una imagen, al cuidado de una capilla dentro, o cerca de las ciudades. Vivían en el mundo y fuera del mundo. En él por la caridad ejercida en grado heroico; fuera de él por su absoluta abstracción de los negocios terrenales. Flores escondidas y misteriosas, cuya presencia sólo era conocida por la fragancia de sus buenas obras.
A esta última clase pertenecía la penitente de Nuestra Señora de Rocamador, llamada así porque cuidaba del aseo y ornato de esta famosa capilla, situada extramuros de Estella, en el camino de Irache. No vivía en la misma basílica, si no en una medio choza, medió ermita, apartada del camino y la ciudad, a la falda del monte, poblado entonces de corpulentos árboles y maleza.
—¡Gracias, señora, gracias! exclamó el caballero de hinojos ante la sierva de Dios: por libertarnos de un peligro, os habéis expuesto a perecer: nosotros a caballo, vos a pie: nosotros vestidos, vos descalza...
¡Bendiga Dios tanta caridad!
La penitente no respondió una sola palabra: sacó su mano debajo del manto, la misma mano pálida, extenuada y cadavérica, con la cual hizo un ademán para que entrasen a mejor abrigo.
Asiola don Alfonso, y la besó en señal de gratitud y de reverencia.
Creía encontrarla arrecida y helada: hallola trémula, ardorosa, calenturienta.
En medió de la cabaña ardían algunas ramas de encina, y alrededor se acomodaron los caminantes.
La blancura de las paredes y la disposición de aquel humilde tugurio, indicaba que por primera vez se había encendido fuego dentro de él.
Aquella lumbre no estaba destinada para la penitente sino para sus huéspedes.
Una gran cruz, una calavera y Breviario sobre una blanca y tosca mesa de pino, eran los principales adornos del aposento cuya severidad se templaba por una jaula, dentro de la cual gemía una tórtola; único objeto profano de aquel imponente recinto.
Santa mujer, dijo el caballero con persuasivo acento: en nombre de Dios os ruego me reveléis qué fin habéis tenido en salvarnos.
Tampoco despegó sus labios la penitente.
—¡Pardiez! respondió el fraile, viendo que ella no daba muestras de querer hacerlo: ¿qué fin ha de haber llevado si no cumplir con el precepto de la caridad?
—Tenéis razón; y soy un insensato en..., pero ¿nos conocíais por ventura? añadió el infanzón volviendo a dirigirse a la penitente: ¿cómo sabíais que nos hallábamos en peligro?
Como la ermitaña callaba, el monje, que ya se creyó con plenas facultades para servirla de intérprete, se apresuró a contestar:
—La caridad no hace distinción de personas; de consiguiente no ha menester de conocerlas. La sierva de Dios nos habrá visto venir del monasterio antes de la ventisca, y habrá salido al camino: o el Señor se lo habrá revelado si estaba en oración mental; o sin revelárselo habrá sido una vaga inspiración; o en fin... ¿No es así, venerable hermana?
Tampoco el padre Abarca, tenía por lo visto la virtud de hacer hablar a la solitaria.
—¡Oh! pues esas dudas que manifestáis, padre mío, y que a vos apenas os inquietan me traen a mí caviloso, y desasosegado.
El infanzón miraba alrededor; andaba buscando un pretexto para despedir a los criados, cuando los caballos comenzaron a relinchar muy oportunamente. El escudero y el lego, acudieron al reclamo. Dice la historia que ambos tenían por lo menos tantas ganas de dejar la compañía de sus amos, como sus amos de despacharlos: la historia no dice el por qué; pero se presume que más que los relinchos, oían ellos las voces con que les estaba llamando el almuerzo interrumpido.
—No lo extrañéis, señora; prosiguió el caballero, ya libre del auditorio que le molestaba: ese auxilio que he recibido de vos lo estaba esperando.
La encubierta hizo un movimiento de hombros, que pudo ser de sorpresa, indiferencia, o de incredulidad.
—Lo esperaba, sí, ¡como lo espero siempre, siempre! ¡En todos los trances de mi vida! repuso el caballero con fe y entusiasmo.
—¿Tan segura tenéis vuestra dicha? preguntó el religioso.
—Si dicha es, padre mío, ser invulnerable en la guerra; rico en la paz, salir ileso en todos los peligros; triunfante en todas mis empresas; confieso que soy el más dichoso de los hombres.
—¡Cáspita! ¿Y no os tenéis por venturoso, todavía, según el triste acento con que nos estáis refiriendo tantas maravillas?
—Para saberlo, me falta conocer de donde procede mi felicidad.
—¿De dónde procede el bien, si no del origen de todo bien?
—Es que yo, escuchadme, santa mujer, escuchadme, padre mío, que os lo digo como un desahogo del corazón oprimido; como una revelación que se hace a los pies del confesor, delante de personas que tan cerca están de Dios, por su ministerio y por sus virtudes: yo tengo una providencia particular que vela por mí, además de la providencia general que vela sobre todo lo criado, y de la providencia especial que vela por el hombre.
Yo me sonrojo cuando me apellidan valiente; porque ¿quién puede llamarse tal, si está seguro de vencer? Yo me avergüenzo si me aplauden por generoso: porque ¿quién da bastante cuando está seguro de que nada le ha de faltar? Hoy ha sido la penitente la que me ha salvado: mañana será un desconocido; después un caballero de alta guisa, y al otro día un miserable pastor: hoy es en Estella, mañana en París, en Maguncia, en Padua, en Salamanca: y si quiero seguir el rastro de estos beneficios, me pierdo, y me descarrío, y me abismo en conjeturas y confusiones. ¿Sabéis algo, señora? ¿Queréis descubrirme quién ha venido aquí a deciros que fueseis a salvarme? ¿Podéis aclarar mis dudas?
La penitente que permanecía en pie, cruzada de brazos cabizbaja, guardó también un silencio que por obstinado parecía misterioso.
No era sin embargo una estatua inmóvil é insensible: por la ligera oscilación del manto podían contarse los latidos de su corazón.
—¡Es inútil todo cuánto yo haga! ¡Está visto! dijo el caballero.
—Dejémosla, añadió el benedictino: sin duda ha hecho voto de silencio.
Hubo un momento en que todos siguieron su ejemplo.
El huracán seguía rugiendo y azotando las paredes de la choza, ya medió sepultada en la nieve.
El estruendo parecía más lúgubre, cuando las bocanadas de viento abrían con estrépito la puerta y la cruz oscilaba, y la calavera se estremecía, y ambas chocaban contra la pared con ruido seco y medroso...
En aquella ocasión también la tórtola ayudó a tan fúnebre armonía con sus gemidos profundos, tristísimos y monótonos.
Aquellos arrullos sacaron a la penitente de su distracción o enajenamiento; y solícita y tierna como una madre acudió al llamamiento del ave que se aproximó a los hierros de la jaula para recibir las fiestas y caricias de su compañera.
Viendo el infanzón tan entretenida a su huéspeda, desespero ya de arrancarla una sola palabra, y en un banquillo de haya sentose al amor de la lumbre, mientras pasaba la tempestad.
El fraile lo había hecho antes, y para no perder tiempo, se puso a meditar en la comisión que se le encomendara, y de la cual se había distraído demasiado para su genio.
—Decidme, señor infanzón, saltó de repente: ¿qué os parece de la hija mayor del conde de Lerín?
—¡Catalina! ¿Qué ha de parecerme que es la criatura más perfecta de la tierra?
—¡Y eso que no tiene apenas quince años...! Justamente la propia edad, decía el religioso, como respondiendo a sus pensamientos.
—¡Sí, quince años! exclamó el desconocido, con un acento de indefinible ternura y melancolía.
—Menos veinte y un días, añadió el puntual historiador: como que nació precisamente el mismo día en que murió la pobre doña Blanca de Navarra ¿Sabíais esa particularidad?
Ni con palabras ni con ademanes contestó el desconocido, que hasta entonces había dado muestras de la más delicada cortesanía.
—La penitente cesó de acariciar a la tórtola, y permaneció vuelta de espaldas a sus huéspedes.
—Pues sí, hermano don Alfonso; el mismo día del fallecimiento de aquella princesa, tan hermosa como desgraciada, vino al mundo Catalina de Beaumont; como si el alma de aquel ángel, antes de pasar al cielo, hubiese querido permanecer algún tiempo más entre nosotros en el cuerpo de otro ser no menos angelical.
—¿Y qué es del mariscal don Felipe de Navarra? ¿No se ha casado aun?
Tampoco respondió el desconocido; porque antes de que pudiese oír esta última pregunta, abrió la puerta de la choza, salió al cobertizo y desnudándose el guantelete de la derecha, se restregó los ojos cuajados de lágrimas, y cerrando la celada apresuradamente, para que su turbación no fuese conocida, tornó a ponerse la manopla y se reunió al reverendo.
También la penitente había llorado; porque en su túnica de sayal brillaban algunas lágrimas que reflejaban el color rojizo de la hoguera.
—Me hablabais, padre maestro... dijo al recobrar su asiento el caballero, con voz un tanto conmovida, pero blanda y cariñosa: me hablabais de...
—Os preguntaba si el mariscal don Felipe, cabeza de vuestro bando agramontés...
—No; me hablabais de doña Catalina de Beaumont, de la hija del conde de Lerín, que vino al mundo en el mismo día que subió al cielo doña Blanca de Navarra.
Justamente: a 12 de febrero de 1464.
—¿Y habéis hecho notar esa circunstancia en vuestra crónica?
—¿Pues cómo queríais que se me pasase por alto una cosa tan extraña, o por mejor decir tan providencial?
—¡Providencial! ¿Cómo entendéis esa palabra?
—Antes la expliqué, pero sin duda estabais distraído. ¿No os parece que en la creación de Catalina se ve muy claramente la mano de Dios, que le ha dado toda la hermosura, toda la bondad del corazón de la princesa de Viana, en el mismo instante en que el alma de esta volaba tras una dicha que el mundo le negó tan obstinadamente?
—¡Oh pitagórico estáis, padre maestro! exclamó el desconocido, con un alborozo que apenas podía disimular. ¿Y en ese sentido os habéis explicado en vuestra historia?
—Tengo una dificultad para responder.
—¿Cuál?
—¿Es el partidario de la reina doña Leonor quien me dirige la pregunta?
—¡Ah! reverendo padre, yo sé muy bien que el juicio de la pluma y el de la espada no siempre son el del hombre que las maneja. —En prueba de ello me veis a mí, favorito, según dicen, de la condesa de Fox, apreciar vuestra imparcialidad, prendarme ya de vuestro libro... ¡Ea! ¿Queréis entregarme el manuscrito para imprimirlo en las imprentas de París, o en la que acaba de establecerse en Valencia?
—¡Mi libro! ¡Mi libro en estampa! exclamó el fraile, como aturdido por un golpe inesperado.
—Sí; vuestra crónica del reinado de don Juan II.
—Pero decidme, hermano don Alfonso... yo no he visto libro alguno, así... hecho con esa especie de amanuenses de máquina... El padre abad iba a vender el molino harinero de dos muelas, que veréis luego sobre el Ega, y con su coste quería comprar el Catholi con Joannis Januensis y las Obras de San Agustín; pero la comunidad se opuso... porque ¿quién sabe si es de Dios o del diablo la invención de la imprenta?
—De todo puede tener.
—Eso es lo que decía el padre refitolero; y en caso de duda, añadía: ¿no vale más meter en casa buenos costales de pan, que no los enemigos malos?
—Pero ¿no quisierais vos que lo que escribís en el silencio de la celda, mañana amaneciese en mil diversas partes, en manos de un sin número de personas, que lo estudiasen, que lo admirasen, que lo aplaudiesen...?
—¡Mi crónica! exclamó el fraile casi llorando de gozo. Pero ¿qué habéis visto en ella para creerla digna de...?
El padre Abarca no se atrevió a decir de tanta honra.
—El buen juicio que habéis formado de doña Blanca de Navarra.
La ermitaña lanzó un suspiro; y la tórtola como si quisiese confundirlo tornó a sus arrullos.
—Yo he dicho sencillamente lo que todo el mundo reconoce: que doña Blanca era hermosa, pura, inocente... y que murió víctima de... de... de los celos de una dama de la condesa de Fox, llamada Inés, la cual locamente enamorada de un tal Jimeno...
—Sois muy exacto, muy veraz, y sobre todo muy honrado, para dar crédito en vuestra historia a tan infames calumnias.
—Hermano, todo el mundo lo dice: entre los partidarios de la reina, no hallaréis uno que la atribuya semejante crimen, que, según cuentan, ella es la primera en lamentar: y luego esa Inés ha desaparecido, esa Inés ha muerto sin proferir una sola palabra en defensa de su fama.
—Todo el mundo lo dice; pero la historia no es el eco de hablillas del vulgo, ni de calumnias de bandería. Yo estoy seguro, padre maestro, de que haréis justicia a la dama de la condesa de Fox; y que doña Leonor tendrá que responder más tarde a los terribles cargos de la historia, después de haber enmudecido a los tremendos cargos de Dios.
La penitente que había escuchado este diálogo con afectada indiferencia, jugando unas veces maquinalmente con la tórtola, y otras desatendiendo a sus cariñosos arrullos; la penitente que, vuelta siempre de espaldas procuraba detener con la punta de su manto el raudal de lágrimas que brotaba de sus ojos; como penetrada súbitamente de una idea, abrió la portezuela de la jaula, dejando escapar a la tórtola, que revolando primero en torno del aposento, huyó después al campo por la puerta que dejó de par en par abierta el caballero.
—¡Torpe de mí! exclamó el infanzón: ¡yo tengo la culpa si perdéis ese pobre animalillo!
Y como si quisiere remediar su falta, salió en pos del ave, pensando que el temporal no la dejaría volar muy lejos de la choza.
—¡Lástima de tortolilla! añadió el fraile sin moverse de su asiento.
—¡Ella volverá! dijo la penitente, rompiendo por primera vez el silencio con una voz dulce y melancólica ¡Ella volverá!
Y permaneció tranquila al lado de la jaula.
Volvió, en efecto, la tórtola a posarse en los alambres de la prisión: dio luego un brinco para plantarse en la puertecilla, y al ir a dar otro para descender al fondo, la cogió su dueña, la escondió debajo del manto, y allí debió colmarla de caricias, porque se oían confundidos los sollozos, los arrullos y los besos más ardientes.
Después de tan súbito arrebato de ternura, soltó con bruscos ademanes el inocente pajarillo, y cayó de hinojos delante de la cruz, descansando con ambas manos sobre la calavera.
Asustada el ave revoloteó un poco alrededor de su inconstante amiga, y dándola generoso ejemplo de fidelidad vino a posarse en sus hombros.
Así permaneció largo rato.
El tiempo se había serenado. El sol se asomó por entre las nubes, y vio la tierra engalanada con manto de armiño.
Los caminantes quisieron continuar su camino, y despedirse de su huéspeda y protectora; pero abismada sin duda en la contemplación, o trasportada en dulce arrobamiento, no escuchó la penitente sus corteses y agradecidas razones.
—¡Qué mujer tan extraordinaria! ¿Qué significará ese silencio, esa caridad y esa ternura? decía al partirse el caballero.
—¿Y esa tórtola? ¿No habéis pensado en la significación de esa tórtola?
—No he pensado que tenga nada de extraordinario.
—¡Pues más que de cosa mundana tiene trazas de ser el Espíritu Santo que ilumina a la tierra de Dios y conversa con ella familiarmente! contestaba el fraile.
Cuando los caminantes se alejaron de la ermita levantó la penitente el velo, descubriendo un rostro muy conocido de nuestros lectores, y exclamó sollozando:
—¡Perdón, Dios mío! ¡Perdóname si le amo todavía, como le amaba hace quince años!
No es muy largo, por cierto, el camino de Irache a la ciudad de Estella: los caballeros tenían andado más de la mitad, y si descomunales aventuras les habían sucedido en tan corto trecho, otras más extrañas les aguardaban antes de llegar a su posada.
Hallábanse ya cerca de los arrabales, cuando vinieron a distraerles de sus imaginaciones, desaforadas voces que, al parecer, salían de todos los corrales, chozas y caseríos del contorno.
—¡Eh! ¡Caballeros; a la izquierda...! gritaban.
—¡Atrás, atrás, buen padre, y la compañía!
—¡Cuidado!
—Dejadlos, que se den de hocicos con él.
—¡A la derecha, caballeros!
—¡A la izquierda; a la izquierda!
No era fácil obedecer órdenes tan contradictorias, y mucho menos adivinar el motivo de semejante algarabía.
El fraile se encogía de hombros; daba a sus labios la forma de un arco de medio punto; fruncía las cejas; abría los ojos, y ponía un gesto que significaba: «que me emplumen, si entiendo lo que pasa.» El caballero miraba al fraile, el fraile al caballero; y las voces seguían, y puertas y ventanas se coronaban de gentes de todas edades, sexos y condiciones, que acompañaban los gritos con ademanes y gestos descompasados.
Amostazado el infanzón, y menospreciando consejos y amenazas, hundió los acicates en los hijares del corcel para seguir adelante; pero el soberbio normando, tan dócil otras veces a menores insinuaciones, permaneció plantado, inmóvil, empinando las orejas, por única seña de vida, y dando ardientes resoplidos, y vertiendo arroyos de sudor, que evaporándose en medio de una atmósfera helada, subía en nubes de blanquísima niebla velando, ya parcial ya totalmente, la negra figura del aturdido caballero.
—¡Atrás, atrás, hombres del demonio! gritaban a una voz hombres y mujeres, ancianos y niños.
—¡El agote! ¡El agote!
—¡El agote! ¡Aquí, aquí un agote! exclamó el fraile asustado, haciendo recular a su mula muy buen trecho.
—¡El leproso! dijo el caballero, y levantando un poco la visera, que le impedía ver los objetos demasiado próximos, reparó en un bulto que tendido a sus pies, medio enterrado en la nieve, envuelto en harapos y con las hinchadas piernas descubiertas, parecía el cadáver de un ahogado, con todos los libores y tumefacciones de la asfixia.
Pero el que parecía cadáver lanzó un hondo y tristísimo gemido, diciendo luego con lastimera voz, apenas perceptible:
—¡Huid de mí, señor caballero, y si tenéis entrañas compasivas, matadme de lejos con la punta de la lanza!
El desdichado que por especial favor pedía la muerte, pertenecía a una clase de agotes, gafos o leprosos, que desde muy antiguo existía en Navarra, y de la cual hoy mismo se encuentran vestigios en el valle de Baztán. Componíase esta raza de todas las personas cuyos ascendientes hubiesen sido atacados de la lepra, o de aquellos que sin transmisión hereditaria la adquirían por contagio, por miseria y uso de alimentos mal sanos, harto común en época de hambres periódicas, de guerras interminables. Era la lepra de los agotes una enfermedad tan repugnante, que nadie podía atribuirla a causas naturales, si no a visible castigo de Dios por pecados propios o de linaje, y los que la contraían pasaban por lo más vil, infame, y despreciable de la tierra.
Los gafos mezquinos, según el fuero, tenían que pedir limosna sin entrar jamás por las puertas de poblaciones amuralladas, vagando por los campos, corrales, chozas y caseríos apartados. Tocar a un agote bastaba para ser reputado por tal: no se les daba a la mano la limosna, después de besada con humildad, como a cristianos; arrojábaseles con horror y desprecio, como a los animales inmundos: y ellos para no exponerse nunca a tocar a los que no fuesen de su casta, tenían que llevar unas tablas donde recogían el pan amargo de la caridad, decimos mal, del aborrecimiento.
Al pasar un agote por los arrabales era de ver a las madres llamar a sus hijos para que no se contaminasen con su contacto, y con su aliento: los amos a los perros para que mordiéndole no contrajesen la lepra: era de ver como todos retiraban de las puertas cántaros y vasijas para que el gafo calenturiento no bebiese de ellos; y como le abrían paso, y se apartaban, y le tiraban pronto la limosna antes que se acercase a pedirla, y le cerraban las puertas, y le maldecían, y de lejos, ¡siempre de lejos! con piedras y palos le maltrataban.
El odio a semejante raza reputada por maldita del cielo, llevábase a tal extremo en aquella época de superstición y de ignorancia, que los mismos eclesiásticos se negaban a conferir los sacramentos y auxilios espirituales a los agotes, que morían abandonados de Dios y de los hombres; hasta que en el año de 1517 acudieron a Su Santidad quejándose de los rectores y vicarios de las iglesias en cuya jurisdicción vivían. Ni los parias, ni los ilotas, ni los siervos de la antigüedad, ni los judíos en la edad media han sido nunca tan execrados, envilecidos, y abyectos como los agotes de Navarra y del Bearne.
—¿Quién eres? preguntó el caballero a la persona que tenía a sus pies.
—¡Un agote...! ¡No os acerquéis a mí...! Arrojadme un pedazo de pan, un vestido con que cubrir mis carnes, que me muero de hambre, de frío, y de dolor.
Aquella voz fue un dardo que atravesó el corazón del caballero, cuyo semblante se cubrió de mortal palidez, la cual para ocultar bajó la visera del casco.
El pueblo menudo, que así llaman los documentos de la época a lo que hoy nombramos plebe, pueblo bajo, o pueblo soberano, tenía los ojos fijos en los dos actores de tan terrible escena; y observaba con espanto la proximidad del caballero al infeliz leproso, y murmuraba de su imprudencia, o temeridad inaudita en permanecer, tanto tiempo al lado de una miserable criatura, maldita de Dios y de los hombres.
El temor empero comenzó a calmarse al ver que el desconocido se apartaba del agote, sin haberle tocado, y tendía tranquilamente la vista por la cuesta del monasterio de santa María de Irache.
—¡Matadme, por compasión, señor caballero! ¡Matadme, aunque tengáis que arrojar al fuego la lanza tinta en el veneno de mi sangre!
El infanzón permanecía inmóvil, sensible y taciturno, mirando al camino de Irache, sin hacer caso de las sentidas palabras del leproso.
—¡Santa María me valga! exclamó el fraile que había tomado el prudente partido de bajar del escenario, y de reunirse a los espectadores: ¡y Dios me perdone, hermanos, mis malos pensamientos, que así creí yo que se abrazaba con el agote como con su padre!
—Ni que estuviese loco, decían unos molineros, casi tan blancos como el suelo que pisaban.
—¡Abrazarse! ¡Vaya, vaya! gritaban otros, que por lo sangrientos, tenían trazas de pelaires: la mancha del agote, añadían gravemente, no se quita con lejía.
—Lo que sé deciros, hermano, es que ese hombre es un santo, y un sabio;... pero yo no las tengo todas conmigo, porque es abonado para cualquier fechoría... y... ¡Válgame santa María...! ¿Lo veis? —¡Dios mío! ¡Se pierde sin remedio! ¡Perdonadle, Señor! ¡No sabe lo que se hace!
El desconocido que estaba esperando a su escudero, apenas le vio cerca de sí, apeose, y arrojándole las riendas con ademán de príncipe, se encaminó con paso firme y erguida frente al lado del agote.
Su temeridad, fue más lejos: desnudarse de entrambos guanteletes, tirarlos al suelo, coger con sus desnudas manos, la mano hedionda y escamosa del leproso; y lo que es más, lo que no pudo verse sin un grito general y profundo de horror, de indignación y de asombro; levantar un poco la visera, y acercar a sus labios aquella misma mano, todo fue obra de un momento.
—Pero, señor, exclamaban algunos honrados vecinos, de los pocos a quienes el terror no embargaba la lengua: ¿no valía más que ese hombre se dejase colgar por el verdugo? ¡Así a lo menos le enterrarían en sagrado!
—Pero ¿quién es ese demonio del infierno...? preguntaban al fraile que seguía refugiado entre la multitud, protestando contra la complicidad y participación que suponérsele pudiera de tantas iniquidades. ¿Quién es? ¿Es cristiano? ¿Es navarro? ¿Sabe lo que es un agote? ¿Sabe que aquel miserable está dejado de la mano de Dios?
—¡Hermanos, hermanos! respondía el religioso por cuya frente caían gotas de sudor: ¡Jesús mil veces! ¡San Munio, y san Veremundo, y san Benito, y santa Escolástica, y san Mauro, y todos los santos y santas de mi regla me iluminen...! ¡Tan aturdido estoy yo como vosotros...! ¡Si yo me lo temía...! ¡Si yo nunca...! Figuraos, hermanos, que ahí donde os parece ver un soldado más aficionado a tajos, que a per signum crucis; más a votos que a letanías; más a buenos bocados que a malas letras, os halláis con un hombre que sabe más latín que el Domine de Sangüesa; más teología que el Magister Sententiarum: más ética que Aristóteles; más alquimia que Hermes; más Sagradas Escrituras que Oríjenes; más cosmografía que Tolomeo; más astrología que Merlín y más... ¡Miradle, miradle, que gentil manera de tomar el pulso, como si fuese Jehú el físico judío de doña Leonor de Navarra!
Con lo mucho que veían en el caballero, y con lo poco que entendían al monje benedictino; con las palabrotas de este, y con las atrocidades de aquel, había más que suficiente motivo para tener a uno de ellos por hechicero.
—¡Eso me huele a brujo! dijo magistralmente un zapatero que pasaba por muy entendido, porque así remendaba zapatos como heridas, y así cosía la piel de becerro como la del hombre.
—Tiene razón, maese Bernal: ¡hechicero, hechicero!
—Pues, ¡voto va...!
—Silencio, hermano, decía el fraile: no hay que echarle redondo.
—Pues digo, y redigo, y voto a bríos, y esto no es pecado, padre maestro; que todas las brujerías y mejunjes y latines del hidalgo, no le han de servir para quitarse de encima la maldición de Dios, por haber tocado al agote!
—¿A que está ya más hinchado que un odre, y más cubierto de escamas, que los barbos de ese río?
—Claro: tocar al leproso y coger la lepra, todo es uno.
—¡Cuanto me alegro de que los caballeros se tornen agotes!
—¡Y que vengan a pedirnos limosna!
—¡Y que los curas los echen de las iglesias!
—Ellos nos tienen por infames; pues bien, la lepra nos iguala a todos.
Entretanto seguía el guerrero observando al anciano con la mirada inteligente de un facultativo, y cuando las murmuraciones arreciaban, erguía la frente con noble orgullo, imponiendo silencio con su altivo continente, a la preocupada muchedumbre.
Había en sus miradas cierta expresión de grandeza, de compasión, de ternura y de propia satisfacción, que realmente le hacía superior a cuánto le rodeaba.
El que verdaderamente sentía una conmoción profunda, era el miserable, que próximo a rendir el último suspiro por desfallecimiento y miseria, de todos aborrecido, privado del trato y comunicación de sus semejantes, se veía tocado, consolado, fortalecido por un bizarro caballero, que desafiaba las preocupaciones vulgares, el inminente riesgo de una enfermedad hedionda y asquerosa, reputada generalmente por incurable.
Aquel agote era un anciano venerable, de blanca barba y cabellera, negros y hundidos ojos, nariz larga y afilada, mejillas pálidas y prominentes; tipo de una raza, si no tan abyecta como la de los agotes, perseguida también y bárbaramente sacrificada, sobre todo por los vecinos de Estella, que de un siglo atrás tenían la triste fama de ser sus más implacables perseguidores. En una palabra; tenía aquel desdichado la doble mancha de hebreo y de leproso. Aun entre los agotes, era el más vil de los agotes.
Por sus extenuadas mejillas, y venerables canas, corrían lágrimas de gozo, y agradecimiento. Alzaba los ojos al cielo, extendía los trémulos brazos en ademán deprecatorio; todas las bendiciones de Dios, todo el rocío de celestiales gracias, le parecían pocas para aquel ángel consolador cuyo rostro no podía ver.
—Fortún, gritó el infanzón a su escudero: mi gabán de pieles.
El criado desató de su caballo un envoltorio, sacó un gabán de riquísimo brocado, con vueltas y forros de piel de nutria, y en vez de entregarlo a su señor, se lo arrojó a los pies.
No quiso reparar este en semejante insolencia: sabía hasta que punto puede exigirse servicios a un mercenario; tomó en silencio el ropón, y con él abrigó al agote.
—Fortún, gritó después el caballero: dineros tienes, diligencia te sobra; compra pan y leche, y torna con el mandado adonde yo me hallare.
Con tanta más puntualidad y esmero cumplió Fortún estas ordenes, cuánto menos dispuesto estaba a la obediencia de otros mandatos.
Pero aquella voz hubo de excitar extraños efectos en el corazón del leproso, cuyo rostro y ademanes expresaban el colmo del asombro, y ansiedad; hasta que al verse en brazos de don Alfonso, que trató de trasportarle a paraje más abrigado, echó mano a la visera y lanzó un grito de terror, que fue de todos los circunstantes escuchado, dando margen a nuevos murmullos, a nuevos y más disparatados comentarios.
El agote pugnaba por desprenderse del infanzón, y este con palabras dulces y cariñosas pretendía calmar sus temores: y así permanecieron luchando algunos momentos, hasta que el anciano, derramando copiosas y dulcísimas lágrimas de consuelo, con efusión, con arrebato abrazó cordial y estrechamente al desconocido, que con tanta soltura como gentileza, con él en los hombros, avanzó hacia uno de los corrales más inmediatos.
Retrocedieron unánimes los circunstantes, y acudieron a la defensa de sus hogares amenazados con aquella plaga de maldición y pestilencia, cerrando las puertas y guarneciéndolas además de gente armada de palos, hoces, y horquillas; pero no pudieron evitar que el caballero y el agote penetrasen en un pajar abierto, cuyo dueño se hallaba bastante lejos para acudir a tiempo a la defensa de su propiedad.
El escudero llegó poco después con el alimento que había comprado, depositándolo en el umbral de la puerta, adonde vino a recogerle su amo; el cual, pasados algunos instantes, saliose fuera de la choza, lavose las manos con nieve, se acomodó los guanteletes, y como si acabase de tocar rosas purísimas del campo, y no leprosos y malditos, con gentil talante y bizarría desató las riendas, embrazó el escudo, requirió la lanza, y montó en el ya sosegado corcel, que a la más leve insinuación de las espuelas, se dirigió trotando gallarda y estruendosamente hacia las puertas de la ciudad.
Aquí fue el escándalo, aquí fueron los gritos, los alaridos, los remolinos, la furia, la algarabía y el terror de la chusma amotinada.
Podían comprender a duras penas que hubiese un hombre tan loco y rematado, de caridad tan heroica, o desesperación tan profunda que por capricho, desatino o simpleza quisiese prestar auxilios a un agote, con pleno convencimiento de hacerse reo de su mismo crimen; pero lo increíble para ellos era la audacia, y la poca aprensión con que aquel hombre intentaba mezclarse con los demás, y penetrar, contra todo fuero, en el interior de un pueblo, llevando consigo la mancha, el contagio, la maldición divina, convirtiendo la segunda ciudad de Navarra, corte a la sazón del reino, en población de agotes, de réprobos y malditos.
—¡Atrás! ¡Atrás! gritaron a un tiempo mil personas, cuyos ademanes indicaban hallarse dispuestos a detener al caballero más que con voces.
—¡Atrás el agote! ¡Muera! ¡Muera! proseguían, apoyando sus razones con chuzos, layas, hoces y piedras.
Bien sabía el infanzón que no hay tempestad más terrible, ni más desatada y desastrosa fiera que un pueblo irritado, sobre todo cuando nace su cólera de preocupación y fanatismo; bien sabía también que entre todos los pueblos de Navarra ninguno tan temible como el de Estella, que había dado el ejemplo de asaltar una noche el magnífico barrio de los judíos, los cuales amanecieron degollados; pero don Alfonso y sabio caritativo, como valiente y temerario, como si entre aplausos y vítores caminase, lanza en cuja, se dejaba llevar tranquilamente al paso que a su corcel le había placido tomar.
Una furiosa granizada de piedras que rebotaron con sonoro estrépito en la armadura, hízole comprender que aquella gente no dejaba pasar mucho tiempo entre el golpe y la amenaza. Resolviose pues a dejar la defensiva: empuñó la lanza, enristrola, apretó los hijares del caballo para arremeter; pero la gente huía de sus alcances, sin que por eso escampase la lluvia de guijarros que le cegaba, y le aturdía con el estruendo y mucho más al corcel que por desgracia no estaba defendido con paramantos de malla, como cuando entraba en los combates.
Erale imposible sostener la lucha, solo,y desamparado contra todo un pueblo, cuyas iras habían de redoblarse a medida que se vertiera sangre.
Quizá se asustó entonces de su propia temeridad, y comprendió cuán expuesto ha sido siempre desafiar de frente las preocupaciones populares.
Cercado por todas partes, sin poder revolverse, cerradas las puertas de la ciudad, podía herir sin embargo, podía matar; pero la muerte de uno, de dos, de seis, de veinte, no le daba la Victoria; la sangre sería nuevo pábulo al incendio en cuyas llamas estaba destinado a perecer.
—¡Ahora, ahora es cuando te necesito, invisible poder que me proteges! exclamó el desconocido, volviendo a todas partes los ojos, como si esperase alguna legión de espíritus en su socorro.
No vino una legión: vino tan sólo un hombre: que el poder divino no ha menester el aparato de que se reviste el humano poder, haciendo alarde de fuerza con el padrón de su debilidad: vino un hombre atravesando por medio de la revuelta muchedumbre, que le habría paso, con rumores apacibles, y ademanes sosegados: un hombre hacia el cual todos volvían las miradas, empinándose, encaramándose los de atrás en hombros de los de adelante, murmurando con respeto y curiosidad.
—¡El ermitaño! ¡El lego de la penitente! ¡El hermano de la Virgen de Rocamador!
Apareció en efecto, bogando en aquel mar tempestuoso un anciano de formidable talla, de barba entre cana y espesa, rollizo de rostro, sano de color, y con los ojos más vivos y traviesos de lo que a sus pardos sayales convenía. Llevaba en la mano un cepillo con una tosca imagen de la Virgen, curiosamente cercada de una guirnalda de flores artificiales, hechas por una mano tan primorosa como delicada.
—¡Ea, hermanos! exclamó el colosal ermitaño. La Virgen de Rocamador quiere hacer en este momento un milagro con ese pecador que excita vuestra justa cólera. ¿Veisle ahí más cubierto de lepra que el bribón de Cierzo que hurtó cien florines de los nuevos al rey Amaro, los cuales pertenecían salvo diezmos y primicias al profeta Liseo? Pues bien sólo porque este pecador ha cogido la lepra por un exceso de caridad, malentendida, se supone, y no por ninguna mácula de sus padres y abuelos, yo en nombre de mi ama, y mi ama en nombre de la Virgen de Rocamador, le mando que se quite las manoplas y los brazales, y que os enseñe su cuerpo, que está ya más limpio para estas fechas que una patena.
Apenas vio cerca de sí al ermitaño, no pudo reprimir el encubierto cierto movimiento de asombro; escudado empero con su celada se reía a su sabor de la jerga ininteligible de aquel santo varón; y no tuvo inconveniente en someterse gustoso a tales procedimientos, dejándose desnudar aquella parte del arnés, y levantar la manga de su riquísimo jubón, para que todo el mundo depuesto el temor y repugnancia, con religioso fervor y asombro, examinase las manos y brazos, súbitamente limpios de una lepra que jamás habían tenido.
—¡Gracias, Chafarote! dijo después de terminada tan prolija operación: cuida del agote como si fuera de mí mismo.
Y picando al bridón echó a correr hacia la ciudad, evitando los vítores de aquellas turbas, que aclamaban ahora al mismo a quien hubieran muerto pocos momentos antes, a no ser por el oportuno socorro del ermitaño.
Quedó este pensativo un rato, diciendo entre dientes:
—¡Qué diablos! ¡Sabe mi nombre! —Pues señor, esa ventaja me lleva: porque yo, maldito si sé cómo se llama.
No era hombre Chafarote de estarse las horas muertas cavilando en una cosa; fuera de que tenía otras muchas y más importantes que hacer en aquel momento, y una de ellas era el recoger las limosnas que, como por encanto, llovían en el cepillo de Nuestra Señora de Rocamador.
Grande era el movimiento de la ciudad de Estella, centro y emporio a la sazón de la industria y comercio de Navarra; o ruin muestra, por mejor decir de lo que entonces eran la industria y el comercio.
Contentábase la primera con sostener un gremio de pelaires o fabricantes de lana, que vivían alrededor de un batan de ocho pilas; y el segundo, desde la famosa degollina de los judíos, andaba como indeciso, y espantado, y fuera de quicio.
Dice la historia, y nosotros debíamos suponerlo, aunque la historia no lo dijese, que al degollar los cristianos de Estella a sus convecinos hebreos, y al incendiar sus casas, procuraron salvar de las llamas los inmensos tesoros que dedicaban estos al comercio; y que a consecuencia de la salida de madre de aquel Pactolo, la inundación alcanzó a todas partes, y la abundancia de metálico se hizo sentir en todos los mercados, hasta hacer caer los géneros en menosprecio. Pero no duró muchos años época tan venturosa. Al revés que en Egipto, a la abundancia siguió la escasez. El dinero en manos de los judíos era una pasta que fermentaba, y en manos de los fieles una bola de nieve que se derretía.
No provenía tampoco el movimiento de la ciudad, de la prisa que sus habitantes se daban para reedificar las muchas casas, que se había llevado el río cuatro años antes: no tenía el aspecto de orden, y regularidad, el murmullo silencioso de la vida fabril, semejante al de las abejas en la colmena: provenía únicamente de haber sido elegida la fidelísima ciudad de Estella para la solemne y magnífica ceremonia de la coronación.
Ajustadas treguas con los bandos, convenidos en aclamar por reina de Navarra a la condesa de Fox, las cortes debían reunirse muy en breve, y los ricos-homes de todos los partidos, los caballeros, obispos y abades, amén de los procuradores de las buenas villas, iban llegando a porfía en soberbios corceles, mulas o literas.
Merced a la confusión de forasteros, y al variado y sabroso pasto que la curiosidad encontraba; y merced sobre todo al sostenido escape del caballo, pudo nuestro infanzón al cabo de algunas vueltas y revueltas en sentido contrario, hacer perder la pista a los que le seguían vociferando el milagro de su curación; y cuando le pareció que nadie le observaba, parose delante de un antiguo edificio cerca de la incendiada judería, que jamás ha vuelto a reedificarse.
Formaba la puerta de la fachada un arco enorme de medio punto, con graciosas molduras en una y otra dovela; y del mismo arranque del arco, y a distancia de dos varas, salía de sendas repisas una especie de marco rectángulo, debajo del cual y sobre la clave del arco, campeaba un escudo de mármol. En uno de sus cuarteles se veían las cadenas de Navarra; en otro cuartel un castillo sobre una roca, y una escala elevada a la puerta del castillo.
Alrededor del escudo notábase esta leyenda «NO PORTA DE OTRO» lo cual quería significar, que aquel edificio tenía honores de palacio, de Cabo de Armería, y que su dueño estaba exento de cuarteles y donativos, y disfrutaba de asiento en cortes.
Entró el caballero con su corcel en un zaguán tan vasto como sombrío, y acudieron al punto pajes y escuderos, aspirando al honor de tener unos el estribo, y de recoger otros las riendas del fatigado bruto.
—¿Y el conde? preguntó el infanzón.
—Señor, respondió el Maestre Hostal, que así eran llamados los mayordomos de los palacios: el conde mi señor permanece todavía en Lerín.
—¡Ola! Maese Tomás de Galar, subid conmigo, y decidme que nuevas tenéis del conde.
—Del conde mi señor... yo le diré a vuesa merced; del conde, mi señor yo no sé más nuevas, si no que no debe tener ninguna; porque como el conde mi señor debe venir de un momento a otro, su merced comprenderá...
—¡Ah! ¿Conque viene el conde? ¿Y Catalina?
—¡Doña Catalina...! Yo no sé nada de doña Catalina... vuesa merced conocerá que yo... como soy...
—Sí, como sois mayordomo...
—Maese hostal, señor.
Bueno: como maestre hostal o mayordomo, debéis saber si el conde ha mandado aderezar las habitaciones para su hija.
—Pues nada: ni siquiera ha enviado aquí sus dueñas, y vuesa merced comprenderá...
—¡Qué diablos! repuso don Alfonso visiblemente afectado: ¡Tiene unas aprensiones el conde de Lerín! ¡Pobre niña, encerrada entre rocas y precipicios como los polluelos de la cigüeña...!
—Señor, ¿manda su merced alguna cosa?
—Sí: que deis un pienso a mi caballo, y una docena de palos a mi escudero, cuando venga.
—Está bien, señor.
—¡Ah! ¡Voto al diablo! Lo mejor se me olvidaba: que procuréis averiguar quién es un venerable ermitaño, recio, coloradote, mucha persona, que anda por ahí con un cepillo de la Virgen de...
—¡El hermano Juan! ¡Si no conozco otra cosa! Yo le contaré a su merced...
—No: no quiero que me contéis nada; prefiero saberlo todo de su propia boca...
—Es decir que vuesa merced quiere verle.
—Justamente.
—Le ofreceré en nombre de vuesa merced buenos tragos y limosna, y no haya miedo de que falte.
Para entonces, atravesando salas espaciosas, habían llegado a una pequeña recámara; y al abrir sus enormes y labradas puertas, el caballero despidió con un gesto al mayordomo.
Lanzó luego un profundo suspiro apenas se vio solo,y desnudando únicamente la cabeza y las manos, sentose delante de una mesa, con los puños en las mejillas, la frente inclinada y sombría, quedando sumergido en ondas meditaciones.
Al poco rato se presentó Fortún, el escudero.
—¡Ola! don villano, exclamó el infanzón al verle, ¿habéis recibido, ciertos gajes que de mi parte os ha debido entregar el maestre hostal del palacio?
—Sí, señor, y los he devuelto.
—¿Cómo?
—Ciento por uno, señor: bien es verdad que maese Tomás se detuvo en el primero.
—¿Hablas de los palos?
—De los palos hablo. Ese salario no lo recibo yo si no de mano de mi señor.
—Algo de esos humos te hubiera venido bien para ayudarme esta mañana.
—Señor; todo cuánto quiera vuesa merced contra cristianos, moros y judíos: ahora por lo tocante a los agotes, creo que lo mejor de los dados es...
—Pues bien: no te mando que te acerques ni le toques; pero sí que vayas a la taberna de enfrente del pajar, y que cuides que nadie se acerque ni moleste al anciano, y que cuando cierre la noche vengas a verme.
—Estos sí que son mandamientos racionales, se fue diciendo Fortún: ¡situarse uno en la taberna para cuidar agotes...! ¡Qué cosas tiene mi señor! ¡Y diz que sabe tanto! Los agotes ya se están cuidados por si propios, y no haya miedo de que nadie se les acerque; y si lo hubiese...
¡Cuidarle desde una taberna...! ¡A nadie se le ocurre eso más que a mi amo, que no bebe vino!
Tornó el infanzón a sus soledades y cavilaciones.
Ya no podía dudarlo: aquella providencia invisible y misteriosa que nunca le abandonaba, no era una bella creación de su fantasía, ni ensueño, ni alucinación, ni delirio: acababa de verla personificada, primero en la penitente, después en el ermitaño, en Chafarote. ¡Chafarote! ¡En qué abismo de recuerdos le sepultaba este nombre!
Una persecución de beneficios abate más el espíritu, que una persecución de desgracias; podemos oponer a estas la resignación que doblega la frente y las deja pasar por encima, o la altivez en que vienen a estrellarse; pero la felicidad ignorada, inmerecida, enerva, humilla y anonada.
Don Alfonso hubiera luchado constantemente contra la adversidad sin desmayar en la lucha; pero no podía resignarse a disfrutar tranquila y holgadamente de esos favores derramados por una mano invisible, por causas desconocidas, por fines ignorados.
¿A quién los debía?
No a la reina, estaba bien seguro de ello: no al conde de Lerín, porque el conde podía esconder su mano cuando hería; pero no cuando acariciaba.
Hacia mucho tiempo que el infanzón llevaba una vida errante, vagabunda; entregado con increíble afán unas veces a las profundas investigaciones de las ciencias, y otras al estruendo y aturdimiento de los combates, como si tratase de paralizar sus sentimientos con el hierro del estudio o de enmudecer sus dolores con el bullicio de las armas: hacíase llamar por distintos nombres, recorría diversos países, rehusaba por sistema todo linaje de amistades, de relaciones, y más aun de intimidades; y se complacía en vivir solo,desconocido de todos, haciéndose respetar por la superioridad de su talento, y por la pujanza de su brazo; y sin embargo su protector jamás le perdió la pista en medio de los tortuosos jiros, de las vueltas y revueltas, de las mudanzas, descarríos y contradicciones de una vida aventurera y misteriosa.
Aquella protección parecía sobrado poética, apasionada y generosa para que pudiese atribuirse, ni a la mujer manchada con horrendos crímenes, ni al hombre escéptico y frío, cuyo carácter era casi un anacronismo de su época. Tenía el caballero demasiado conocimiento del corazón humano, penetración bastante para comprender toda la idealidad, toda la dulzura y abnegación que revelaba aquella no interrumpida cadena de favores ocultos, tal vez pagados con ingratitud, con indiferencia, con olvido, ¡Cuán pocas veces se esconde la mano del hombre para derramar beneficios! ¡Cuán pocas veces la caridad resiste a los halagos con que la brinda el amor propio! El que dispensa un favor, se apresura a manifestarlo para recoger al menos el precio de la gratitud: sólo un ángel nos acompaña desinteresadamente de día y noche, y con su invisible diestra nos está indicando en todos los momentos la senda del bien, en lo más confuso y revuelto del laberinto de la vida humana.
¿No era por ventura muy semejante al ángel custodio el genio tutelar del caballero?
—¡Oh! ¡Si ella viviese! exclamó este súbitamente, cubriéndose los ojos con la mano para reconcentrar sus pensamientos, sus recuerdos, o desvaríos, o para ocultar una lágrima que se deslizó por sus mejillas.
—Afortunadamente, prosiguió levantándose y dando pasos apresurados: afortunadamente hoy he conocido el instrumento casual de que se ha valido esa mi providencia particular. ¡Chafarote...! ¡Si él supiese algo! ¡Si no hubiese obrado ciegamente! ¡Si conociese de donde viene el impulso que ha recibido...! ¡Oh! Yo recuerdo sus mañas... la bodega del conde está bien provista... por mucho que haya cambiado de costumbres, hay argumentos que siempre serán irresistibles para el antiguo soldado de las Bardenas.
Para que fuese más completo su consuelo las puertas del gabinete se abrieron lentamente y el maestre hostal del conde que debía traerle el antiguo salteador, apareciose con la caperuza en la mano.
—¡Ola! Maese Tomás de Galar, dijo al verle don Alfonso: ¿ha venido el ermitaño?
—El ermitaño, señor, ha volado, después de haber hecho el más estupendo milagro... ¡Figúrese vuesa merced que ha convertido en cristiano como nosotros a un agote!
—¿Y dónde ha ido?
—El ermitaño, señor, tiene que estar en todas partes.
—¿Y a qué venís aquí, cuando tan mal desempeñáis mis encargos?
—Lo que es el encargo de los palos, confieso que ha sido torpemente desempeñado; porque en vez de darlos los he recibido... Pero me hago cuenta de que para vuesa merced, lo mismo tiene... Vuesas mercedes necesitan que se dé una paliza; y que esta caiga aquí o allí... Digo que para vuesas mercedes tiene lo mismo.
—¿Y venís a contarme vuestras cuitas por ventura?
—No señor; para vuesas mercedes las cuitas de...
—Basta.
—Conozco que basta y que sobra: y sólo me resta poner en manos de vuesa merced esta carta que acaban de poner en las mías.
Tomola don Alfonso con ansiedad, abriola, y al conocer la letra, hizo un gesto de displicencia, y leyó rápidamente vuelto de espaldas al maestre hostal.
«El fraile ha venido: te doy las gracias por tu celo y prontitud en servirme. Ven a verme presto, y te hablaré de un pensamiento que se le ha ocurrido, muy feliz y conducente a nuestro propósito. Te espero con ansia... como siempre!»
No tenía firma el billete; pero no la necesitaba para el caballero que estrujó el papel en sus manos con una expresión tan siniestra que hubiera infundido miedo a quien atentamente le observara.
—Maese, dijo sentándose con una calma y sosiego que contrastaban con la impaciencia del que le llamaba: ¿habéis dicho que conocíais al ermitaño?
—Como a vuesa merced, caballero. Quiero decir, mucho más que a su merced; porque a su merced le conozco de ayer, como quien dice.
—¿Y al ermitaño?
—Al ermitaño le conozco... ¡Ca! ¡Mucho más antes! Figúrese vuesa merced que antes de ser ermitaño ya yo...
—¿Le conocíais? ¿Eh? ¿Y entonces...?
—Entonces era... ¡Señor, si en estos tiempos se ven cosas tan particulares! ¿Quién había de decir que un salteador de caminos había de hacer milagros como los del rey de Francia, que cura los lamparones? Pero...
—¿Pero el ermitaño...?
—Pues a eso voy, señor caballero: ahí donde vuesa merced ve un ermitaño... y ni tampoco es ermitaño, no señor, si no criado de ermitaño, o de ermitaña; porque el para poco en la ermita, y anda por ahí recogiendo limosna para alumbrar a la Virgen...
—¿Pero quién es él?
—A eso iba. Yo no sé si su merced, como extranjero... porque yo creo que su merced no es de esta tierra, que si no, no andaría preguntando... En fin, su merced hace bien: preguntando se va a Roma, y quien nada pregunta nada sabe. Pero no haga ese gesto su merced. cuando a mi me interrumpen no digo cosa de provecho. Pues sí, señor, hubo un famoso bandido hace diez y ocho años... no el primero que se llamaba Sancho, y era un bandido hecho y derecho; si no otro bandido tornadizo, de muy malas entrañas, y sobre todo judío. Sancho de Rota mataba y robaba, es verdad; pero al fin, era cristiano: el otro, amén de ladrón, era judío, y el rey difunto le perdonó, y le hizo capitán...
—Pero me estáis contando, maese Tomás de Galar, repuso con mucha calma el caballero: me estáis contando la historia del capitán, y yo os pregunto...
—Por su escudero; porque ese ermitaño, que hace milagros... ¡digo milagros! milagros él no los hace; no, señor: quien los hace es la penitente.
—¡Cómo! ¿Chafarote está con la penitente?
—¡Ola! ¡Ola! Pues digo que... ¿me está preguntando su merced por él, y sabe hasta su nombre, o su mote, o su apodo, o lo que se quiera decir, de cuando era bandido?
—Dejaos de observaciones impertinentes, y respondedme sin circunloquios...
—¿Circun qué? exclamó el maestre hostal, más asustado de la palabra que del acento y ademán del caballero.
—Que me respondáis lisa y llanamente: ¿qué tiene que ver el ermitaño, o llámase Juan Marín, o Chafarote, con la penitente?
—Señor, ¿pues no ha de tener que ver si es, como quien dice, su criado, o su lego; o su...? En fin, su merced que lo sabe todo, y que le conoce por su apodo y por su nombre y apellido...
—De manera que los milagros que hace el ermitaño...
—Son milagros de la penitente.
—¿Y quién es la penitente?
—¡La penitente! Señor, yo no sé decir más a vuesa merced, si no que es ella, ella misma, y no otra; y que no puede confundirse con nadie.
Preguntad a un pobre collazo, que no tiene para pagar las pechas a su señor; porque el año ha sido malo, y no ha cogido un grano siquiera: ¿quién le socorre? La penitente. —Preguntad a la mujer que en la guerra quedó viuda y cargada de familia: ¿quién la mantiene? La penitente.
—Preguntad al conde mi señor y al mariscal de Navarra: ¿quién les aconseja? La penitente. —En fin, yo no se decir más a vuesa merced, si no que la penitente es la que hace todo cuánto bueno se hace en Navarra.
—¿A todo el mundo?
—A todo: ella no conoce... bandos ni...
—Está bien, maese: disponedme la comida, y enviad por acá un par de pajes, que me quiten la armadura.
—Señor, el que ha traído ese billete, me advirtió que estaban esperando a vuesa merced con impaciencia.
—No importa, maese Tomás, no apresuréis por eso el condimento de las viandas.
Poco tenía que disponer la comida de uno de los caballeros de antaño, y aunque los navarros tenemos fama de comedores, preciso es reconocer, si atendemos a documentos antiguos, que semejante fama es muy moderna, o muy mal adquirida. Todo el gasto de un embajador navarro a principios del siglo XV, para sí, y para media docena de acompañantes, se reducía a seis sueldos diarios, y las viandas a peces, huevos, cebollas, aceite y vinagre, uvas y arvejas.
Nuestro desconocido que no era embajador, y que por lo tanto no tenía que comer por dos; por su nación y por sí mismo se contentó con un trozo de salmón, y nueces y avellanas de postre; más para despachar tan poca diversidad, y aun diremos tan corta cantidad de alimentos, invirtió mucho más tiempo del necesario; y dejaba verse en su lentitud que estaba haciendo, lo que sólo hacemos Dios y los españoles... tiempo para ir a alguna parte.
En medio de tan frugal comida, recibió una carta de la misma letra que la anterior, la cual no tuvo por cierto la misma acogida. Por el contrario, el caballero se sonrió con visibles muestras de satisfacción al verla.
Estaba concebida en estos propios términos:
«Desesperado estoy de esperarte, Alfonso mío, ¿qué tienes? ¿Qué te sucede? Ven, luego, luego, luego...»
Del contesto de esta epístola, deducen algunos escritores, dados a las investigaciones arqueológicas, que los tres luegos en los billetes no son una invención de los cortesanos enamorados del día; pero sea de esto lo que fuere, lo cierto es que el caballero muy sosegado, y un tanto risueño, dijo al mayordomo:
—Maese, hoy he madrugado mucho, y aunque no es mi costumbre, pienso dormir siesta. Si acaso vinieren con otra carta o recado, bajo pena de... de entregaros al brazo secular de mi escudero, no me despertéis.
—¿Y si viniesen nuevas de Lerín?
—¡Ah!... Si traen nuevas de doña Catalina, avisadme al punto.
Don Alfonso subió en seguida a su aposento; pero cuando el maestre hostal encargaba a los criados que no hiciesen ruido alguno para no despertar a su huésped, resonaban en la habitación de este, los pasos graves, lentos y acompasados de un hombre que se pasea embebido en profundas meditaciones.
Sentada estaba la infanta doña Leonor, en uno de los bancos de piedra de los alfeizares de cierta ventana del castillo mayor de Estella; apoyado el brazo en el pretil, los pies en un cojín de terciopelo, y la mano en la mejilla, por la cual se resbalaban algunas lágrimas, que nadie, ni ella misma se cuidaba de enjugar.
El sol, que hasta entonces había estado luchando con las nieblas de la mañana, enseñoreose, al fin de los cielos, y sus rayos, que reflejaban vivamente sobre la nieve de las montañas, se templaban al pasar por los pintados vidrios y cortinajes del aposento.
Todo indicaba que aquella habitación estaba preparada para recibir a un amante. Enormes leños de maderas olorosas ardían en la espaciosa chimenea de mármol, derramando suave calor en aquel ámbito, nublado por los perfumes, que despedidos en invisibles nubes de ricos pebeteros, subían a la dorada techumbre, donde competían los misteriosos reflejos de la luz del día, y la inquieta lumbre de las fragantes llamas.
La princesa, o por mejor decir, la reina; porque nosotros no nos preciamos de rigoristas como el infanzón; la reina doña Leonor, no es aquella mujer de belleza severa y casi varonil, de altiva mirada y de soberbio gesto y apostura, que conocen nuestros lectores: quince años han pasado desde entonces, y los años en ninguna parte imprimen más honda huella, que en el rostro de una mujer. El hielo del corazón, sin embargo, a semejanza del hielo material, tiene una virtud soberanamente conservadora, es el preservativo más eficaz de la decadencia femenil; y la condesa de Fox, al abrigo de aquella indiferencia calculadora y fría pudo retener, si no la frescura de su tez, los principales rasgos de su belleza; hasta que la fatalidad, digámoslo más cristianamente, la Providencia, le deparó un hombre que pudo al fin, inspirarla una pasión, tanto más honda cuánto más tardía; tanto más inquieta, recelosa y arrebatada, cuánto menores eran los títulos para ser correspondida.
Ella, la condesa de Fox, altiva, dominante: ella, de corazón helado, apercibida con el coselete de la ambición contra los dardos del amor había experimentado en pocos días esa repentina transformación que invade los menores rasgos de una mujer, cuando pierde la tranquilidad de su pecho, cuando goza sensaciones desconocidas y entreabre sus ojos por primera vez al mundo de la pasión, ora blandamente teñido por la rosada luz de la ventura, ora tristemente iluminado por el reflejo siniestro de la desgracia.
No era ya la mujer serena y para todo trance apercibida, en cuyo entrecejo se leían criminales intentos; en cuyas vigorosas facciones se dibujaban los contornos de la tenacidad; en cuyos fruncidos labios se anidaban eldesdén y la soberbia: aquella tigre indómita y rabiosa, lamía las manos del hombre que la maltrataba: aquella estatua de mármol lloraba, es decir, recibía el barniz de las lágrimas, que hace interesantes aun a las mujeres no hermosas.
El luto que llevaba por la reciente muerte de su padre, daba mayor realce a su tristeza; pero en su mismo traje, como en todo cuánto la rodeaba advertíase el deseo de agradar. Un ligero y gracioso tocado de gasa negra con azabaches, que le bajaban muy cerca del cuello, servía para engarzar aquel rostro donde se aparecían unas veces los rasgos de la ambición satisfecha, y otras eldesdén con que miraba los goces de la ambición. Quizá su infortunio le traía a su fantasía la imagen de otros infortunios: quizá pensó por vez primera que de aquella ventana donde estaba sentada, se había caído el príncipe don Teobaldo, hijo del rey don Enrique el Gordo, y que su aya se había precipitado detrás, queriendo detenerle, estrellándose ambos contra los peñascos que al alcázar servían de cimiento.
Jugaban como distraídos los dedos de su mano con los hierros de la vidriera, que, a pesar del intenso frío, permanecía muchas veces entreabierta; y aplicaba los ojos, desafiando el rigor de la atmósfera; y volvía a cerrar con impaciencia, arrepentida quizá de su debilidad, ú horrorizada de las tentaciones que le sugerían el verse despreciada por un aventurero, y el ejemplo de la nodriza de Teobaldo.
Aburrida por fin, y avergonzada de su insana pasión, alejose de la fatal ventana, y fue a sentarse al lado de la chimenea, cubriéndose el rostro con ambas manos, y diciendo a media voz con herido y entre cortado acento:
—¡Así son todas las cosas! ¡Tanto como he deseado ser reina...! ¡Tanto como he trabajado para serlo, y dentro de tres días van a coronarme, y nunca, nunca me he visto tan abatida, tan desesperada como me veo!
Doña Leonor ya no miraba a la calle; pero en cambio solía clavar los ojos en la puerta por donde era regular que entrase el que debía venir por la calle.
—¡Oh! ¡No viene...! ¡No me hace caso...! ¡Si yo pudiese arrancar del pecho esta vergonzosa pasión que me de devora...! ¡Vergonzosa... No hay duda...! ¡Si yo pudiese tornarme de veinte años! A los veinte años no esperaría tanto como ahora, aun cuando como ahora no me llamase reina.
—¡Brinda! gritó súbitamente, y la puerta principal se abrió poco después, dejando paso a una reverenda dueña de negras tocas.
—¿No ha vuelto el paje?
—Sí, señora.
—¿Y qué...?
—No le han pasado recado ninguno.
—¡Cómo!
—Le ha dicho el maestre hostal que estaba descansando, y que a no ser del palacio de Lerín no quería recibir ninguna nueva.
—¡Descansando! murmuró Leonor, y sus mejillas se encendieron como la grana, para tornarse luego pálidas y desencajadas. —¡Ah! sí, exclamó un momento después; no me acordaba de que la contraseña era esa... decirle que de parte del conde de Lerín...
—No, señora: de parte de doña Catalina.
—¡De Catalina!... ¡Sí... pues! ¡De la hija del conde...! ¡Eso quise decir!
—Está bien: no tengo prisa.
—Entonces, dijo la dueña podrán entrar; los batidores de moneda.
—¿Qué quieren?
—Dicen que no tienen tiempo, ni metales para acuñarla con el busto de vuesa alteza para el jueves, día de la coronación.
—Que se vayan, que se vayan, contestó la reina, que estaba reventando por llorar: me proclamarán con moneda de mi padre.
—¿Y los jurados, y el preboste de la ciudad, que vienen a dar el pésame á...
—Que vuelvan dentro de cuatro días, y me darán el parabién.
—¿Y mosen Pierres de Peralta?
—¡Nadie, nadie! ¡Quiero estar sola!
Leonor efectivamente tenía necesidad de estar sola; porque sus ojos cuajados de lágrimas desatáronse apenas la dueña cerró la puerta.
—¡Me aborrece! exclamó: ¡me desprecia! Y es preciso combatir esta pasión: es preciso que yo torne a ser la leona cuyos rugidos hacen temblar a todos. ¡Oh! ¡Volveré a sentir el placer de la venganza! Seré temida sin ser amada: saldrá de mi reino ese aventurero desconocido, nunca pondrá las plantas en mis dominios, y si yo conociese que otra mujer es la causa de ese desvío, de ese insultante desdén... ¡Oh! yo que no he perdonado a dos hermanos, ¿podría perdonar a una rival?
En aquel momento se abrió una puerta secreta, y apareció un embozado que con gentil talante se adelantó, después de haber dejado la capa en un taburete.
Traía un traje corto de brocado carmesí: un gabán airoso de paño negro hasta medio muslo, forrado de pieles de armiño, que volvían en ancho cuello por la espalda hasta terminar en punta por delante, y del tahalí encarnado pendiente una espada corta con rica empuñadura. Derribábanse las negras melenas de un bonete con vueltas de escarlata, formando en medio un pequeño pico en el cual brillaba un cintillo de piedras.
—¡Alfonso! exclamó la reina, al verle tan gallardo, tan bizarro, tan galán. ¡Alfonso! volvió a decir, olvidando todos sus propósitos, todas sus penas y amarguras: ¡cuánto has tardado!
—¿Qué es eso? ¿Estabais llorando, señora? la dijo el caballero, entre asombrado y dulcemente compasivo.
—Lloraba, sí: creí que no vendrías... temí... ¡Qué ratos tan crueles me haces pasar! —¡Oh! no te sonrías, Alfonso.
—¿Por qué no? repuso el caballero con aquella sonrisa entre burlona y lastimosa, que había llamado la atención de la reina: ¿por qué no, si veo en vuestras lágrimas la prueba más evidente de que soy amado?
—¡Te amo, sí, Alfonso mío! ¡Te amo con tanta más vehemencia cuánto más desgraciada me haces!
—¡Desgraciada vos! exclamó don Alfonso con aquella indefinible expresión de júbilo, de tristeza y de dulzura. ¿De veras sois desgraciada?
—Cuando estás a mi lado, cuando me miras así con esa ternura, con esa sonrisa que me hace mal, y me deleita y fascina sin embargo, entonces no soy desgraciada; pero cuando no te veo, cuando estoy esperándote, que es siempre que no te veo... ¡Ay! ¡Alfonso, Alfonso...! Mira, el único pensamiento de toda mi vida: mi único afán era llegar a ser reina, a sentarme en el trono de mis padres, a dominar desde esta cumbre todo cuánto mis ojos alcanzasen; pues bien, este deseo dentro de dos días será completamente satisfecho: mis dedos tocan ya esa corona que presto, sí, presto, y por largos años ceñirá mi frente. ¿No es verdad que dentro de tres días voy a ser coronada, y que en mi corazón hay vida para disfrutar por muchos años lo que tantos de afanes me ha costado? Pues si me diesen a escoger entre tu amor y un trono... ¿qué sé yo? No sabría cual escoger.
—¡No, sabríais cual escoger...! ¿Eh?
—¡Ingrato! ¿Te parece poco vacilar entre tu corazón y un trono, cuando no he vacilado entre...?
Detúvose aquí doña Leonor. En el arrebato de su pasión iba a revelar un terrible secreto que hubiera horrorizado al caballero.
—Sí; prosiguió la reina, y si tú me rogases, Alfonso mío, si tu insistieses, yo te sacrificaría... ¡hasta el trono mismo!
—¿Para qué? respondió Alfonso con una ingenuidad muy parecida al sarcasmo: ¿para qué, si Dios os ha destinado a reinar? Vos hija tercera del rey don Juan II, no podíais pensar siquiera en ceñir corona por los derechos de vuestro marido; porque os casaron niña todavía con un conde: teníais delante un hermano varón que ya contaba numerosa descendencia; pero ese hermano mayor quiso Dios que muriese en la flor de su edad, quiso Dios que cometiese algunas faltas y que su descendencia quedase desheredada. Teníais delante todavía una hermana mayor: aquella hermana legítima heredera del trono podía casarse, podía trasmitir sus derechos a quien quisiese, en virtud del testamento de vuestro ilustre abuelo don Carlos el noble; pero Dios, Dios que os ha predestinado para reinar, os allanó completamente el camino, y quiso que muriese doña Blanca sin hacer testamento, y envenenada por una doncella vuestra... llamada... llamada...
—¡Inés! añadió la condesa de Fox con una voz apenas inteligible.
—Inés, en efecto; la cual tenía celos de la princesa por sus amores con un tal... un tal...
—¡Jimeno! ¡Jimeno! añadió sobresaltada Leonor; pero ¿por qué me cuentas esa historia?
—Jimeno, es verdad; un bandido, un capitán de aventureros, un judío... Preciso es confesar señora, que fue muy culpable vuestra augusta hermana en enamorarse de...
—No; Alfonso, no fue culpable... Entonces me parecía un crimen amar... ¿Sabía yo por ventura lo que era amar? Ahora... Figurémonos un momento que fueses un pechero: ¿podría dejar de amarte como te amo?
—Bueno es, señora que fortalezcáis el alma con semejantes suposiciones; porque... vamos a ver ¿quién soy yo?
—Es verdad ¿quién eres tú?
—Don Alfonso de Castilla; un infanzón navarro, según el fuero, que nos concede este título a todos los extranjeros que podemos mantener un caballo, un arnés completo, un escudero y una lanza.
—¡Mi Alfonso! ¡El querido de mi corazón! añadió la reina.
—Bien está; pero entre un extranjero de los de lanza, caballo y escudero, y un querido de su alteza bien puede caber un... ¿qué diré yo? ¿Un villano? —Es poco; ¿un judío? Menos... ¡un agote!
—¡Oh! ¡Calla! ¡Qué horror! exclamó la de Fox con visible repugnancia: hablemos de... de...
—Anudemos señora mía, nuestra conversación. ¡Oh! confesad, doña Leonor, que la divina providencia os favorece de una manera privilegiada.
Estáis sola, no tenéis que compartir con nadie el mando supremo; van a cumplirse todos vuestros deseos de una manera superior a como los habráis concebido. —Vuestro esposo ha muerto: con nadie compartiréis el trono: vuestro hijo don Gastón ha muerto: nadie os hostiga para que dejéis el trono... Sería un crimen, señora, añadió el infanzón con tono grave: sería una oposición criminal a los deseos, a los decretos del Altísimo, impediros que reinaseis. Dios nuestro señor, teniendo en cuenta, sin duda, las lágrimas que os ha costado la muerte de vuestros dos hermanos: queriendo premiar vuestras virtudes, vuestra noble ambición concede hoy a Navarra, por tantos años sumergida en los horrores de una guerra civil, un reinado próspero, pacífico, y sobre todo prolongado. No, no me supongáis tan necio y tan temerario que por una vana satisfacción de amor propio oponga mi pobre corazón delante de las gradas del trono. ¡Reinad, señora, reinad, que Dios lo quiere!
Calló don Alfonso, y fijó sus ojos en la princesa que había escuchado sus razones las manos en el rostro cubriendo mal con ellas la turbación de su espíritu que se revelaba por el anhelar, por el bullir del pecho, y por algún sollozo mal reprimido que se escapaba del corazón desasosegado.
Hondas y penetrantes eran las miradas del caballero, y en su acento y sonrisa sarcásticos unas veces, y graves y sinceros otras, había una mezcla de burla sangrienta y de convicción profunda, y hasta supersticiosa, que difícilmente podemos decir a nuestros lectores que frases correspondían a cada uno de los diversos papeles que al parecer representaba aquel personaje incomprensible y misterioso.
Por fin apartó Leonor las manos de su encendido rostro, y en sus ojos se notaba la orla de púrpura que deja el llanto reprimido.
—¿Por qué lloráis, señora mía? preguntó don Alfonso con una suavidad encantadora.
No lo sé, dijo doña Leonor: ¡tengo tanta propensión al llanto desde que te conozco...! Ahora vierto sin duda todas las lágrimas que he dejado de verter en otro tiempo.
—¿Pero llorar cuando te digo tan dulces palabras?
Era la primera vez que el caballero la trataba con tanta familiaridad.
—¡Ay! ¡Esas tus dulces palabras me taladran el corazón!
—Entonces guardaré silencio.
—No: mayor martirio sería no escuchar tu voz.
—¿Por qué contradicción semejante?
—Porque yo quisiera ser a tus ojos impecable, inmaculada, de conciencia tranquila, sin remordimientos: quisiera ser un ángel; con su pureza de alma, ya que me falta la frescura de su faz; con su blanda sonrisa, ya que no tengo el carmín delicado de sus labios. ¡Alfonso, Alfonso! exclamó Leonor con un arrebato de sincera pasión: ¡yo no tengo más que amor ardiente, inmenso, y ese amor todo es para ti, todo!
—¿Y os pido más por ventura?
Pero yo que mido el abismo de mi pasión, contemplo también horrorizada el abismo de mis faltas. Tú, famoso ya entre todos los caballeros por tu valor y gentileza, eres un prodigio de discreción y de sabiduría; ¡tú merecías por galardón, Alfonso mío, no el amor de una reina, si no el de una niña angelical, pura, y sonrosada...! ¿Por qué no me has conocido en mi primera edad, cuando yo miraba la corona como una joya y el cetro como un juguete, y no había respirado en esa atmósfera impura de la ambición que va corroyendo las entrañas y marchitando la tez? ¿Por qué...?
—¿Pero qué importa, señora, si de todas maneras estáis segura de mí?
—¿De veras, Alfonso mío? exclamó Leonor, seducida con el encanto de estas palabras.
—¿Lo dudáis siquiera?
—No, no quiero dudarlo. Te creo, y persuadida de tu amor voy a revelarte mis planes. Verás, verás cómo he trazado el cuadro de mi vida de reina, de esa vida por la que tanto he suspirado.
—Escuchemos, dijo don Alfonso, con un placer verdadero, y dando a la expresión de su fisonomía curiosidad infantil: No sabéis cuánto me interesa el oíros.
—Arrimaré mi sitial hacia ti.
—Yo el mío, perdonad: sois mi reina, y mi señora.
—Dame tu mano.
—Sí, tenedla entre las vuestras. —Con que... vamos a soñar, añadió el caballero.
—No: vamos a pintar el cuadro de nuestra ventura; pero con colores...
—¡Brillantes, espléndidos...!
—Sí, pero verdaderos. En primer lugar tú me has de amar siempre...
¡Siempre...!
—Bueno: he de amaros... ¡siempre!
—En segundo lugar hemos de pacificar el reino; porque...
—Dejad el por qué, y vamos al cómo.
—El cómo es muy sencillo: mi padre, que Dios guarde, con el objeto de...
—Ya sé lo que vais a decir, añadió Alfonso, para sacarla de su empacho: vuestro padre que reinaba en Navarra y Aragón a un mismo tiempo, y que sin ceñir la corona de Castilla quería dominar allí más que en Aragón y Navarra; vuestro padre don Juan, en vez de trabajar por extinguir los bandos, parcialidades y divisiones de los grandes y ricos homes de este reino, fomentaba por el contrario la guerra y las rencillas, los odios y enemistades particulares para dominar más fácilmente en un país dividido, y del cual le alejaban sus ambiciosos proyectos en Castilla y Cataluña.
—¡Qué penetración! exclamó Leonor, apretándole suavemente la mano y lanzando una mirada de tierno asombro: Es cierto: mi padre que daba poca importancia al reino navarro me dejó por gobernadora y lugarteniente suya, con especial encargo de fomentar la guerra civil, de atizar la hoguera, si por falta de leña se apagaba.
—¿Y no habéis reinado bastantes años, señora, para perder el afán de reinar?
—¡Al contrario! exclamó Leonor como si la hubiesen tocado en lo más vivo de su llaga. ¡Al contrario! Ser reina gobernadora y lugarteniente de don Juan II, es sentarse en un potro, y no en un trono: es ser esclava a quien por capricho cubre el amo con la púrpura real; tener hambre y sed, y asistir atado a un convite en que se devoran manjares apetitosos, y licores exquisitos, cuyos aromas te halagan y acarician los sentidos, sin que nadie por compasión acerque un bocado, una gota a tus sedientos labios. Gobernar en nombre de otros es, en fin, sufrir todas las amarguras del mando, sin saborear ninguno de sus goces. ¡Oh! ¡Si yo no reinase ahora, sola, libre, tranquila, independiente, moriría desesperada; porque esto sólo ha servido para encender, para irritar mis deseos; para hacerme conocer en toda la extensión lo mucho que me falta que disfrutar! —¿Ves esta carta? añadió doña Leonor, sacando un papel de su escarcela: ¿esta carta que tengo siempre conmigo y que rasgaré a la hora de mi muerte, para que no quede rastro siquiera de semejante oprobio? Esta carta es de mi padre, y en ella está la prueba de mi humillación, de mi deshonra. Yo pedía al rey dinero para mis gastos; pues ni siquiera me daba lo necesario para vivir; y él me contesta que yo soy quien debo remitirle hasta doce mil florines, como lo hacia el príncipe don Carlos: yo acusaba a Juan y a Fortuño de Toledo porque se habían burlado de mi autoridad real; y él me contesta defendiéndolos abiertamente y amenazándome si los castigo, y colmándoles de mercedes: yo me quejaba de que los oficiales del rey estaban muy mal pagados, y que murmuraban de mí; y él me replica extrañándose de que no están repletos de oro, y haciéndome los cargos más inicuos: yo le pedía que de una vez declarase cuales eran mis facultades como reina gobernadora; y el me contesta con ambages y rodeos para tener siempre pretextos de acusarme, y me amenaza por último, ¡qué horror! con la misma suerte que a mis hermanos Carlos y Blanca que murieron envenenados. ¡Y esto es reinar! ¡Y esto es ceñir corona! ¡Alfonso, Alfonso! Ya estoy sola; pero... ¡cuánto ha vivido el rey!
—¡Pobre Leonor! exclamó el infanzón ¡verse obligada a desear la muerte de...!
—¡De todos mis deudos, de mi mismo padre!
Al pronunciar la princesa estas palabras, bajó los ojos al peso de sus remordimientos o de su vergüenza, y el caballero retiró su mano, haciendo un gesto de horror y desprecio, tan terrible quizá como los criminales secretos que estaba escuchando.
—Lo mismo que a mi padre, prosiguió Leonor, me convenía tener los ánimos divididos; más ahora que estoy segura de reinar... debo aspirar con todas mis ansias a conseguir la paz, y reconciliar a los bandos, para que mi dominación sea más amplia, y nadie turbe las dulzuras de mi reinado.
—Es decir, señora, repuso don Alfonso, con suave acento: que tanta sangre vertida por espacio de treinta años, tantas familias sacrificadas, tantos pueblos incendiados por asegurar vuestros indisputables derechos a la corona; nada deben significar, nada deben exigir cuando se trata de que vos disfrutéis sin temor, sin recelo, sin importunos clamores las delicias de un reinado para el que Dios nuestro señor os predestinó desde la cuna... ¿es esto lo que habéis querido decir?
—Sí, Alfonso, de lo contrario: ¿qué es el trono cuando unos lo combaten encarnizadamente y lo defienden otros? ¿Cuando los primeros no te obedecen, porque no reconocen tu autoridad, y los segundos tampoco te obedecen, porque con el achaque de la defensa mandan más que tú? ¡La paz y tu amor, Alfonso, son mis únicos deseos!
—¿Conque la paz y mi amor?
—Sí, muchos años de paz y de amor, muchos años de ventura.
—Corriente; pero estamos todavía como al principio: mi corazón es vuestro; ¿pero cómo arregláis eso de la paz?
—Tengo una idea.
—¡Una idea! ¡Cáspita! Veámosla.
—Pero no vayas a creer que es mía.
—Entonces ya dudo de que sea buena.
—Es del reverendo padre que ha venido de tu parte esta mañana.
—¡Calle! ¿Conque el fraile de Irache tiene también ideas...?
—Como suyas... los frailes todos pican en casamenteros.
—¡Ola! ¿Conque es un casamiento el medio inventado para conseguir la paz?
—Sí, la unión por medio de una boda de las dos familias rivales que hacen de cabeza de los bandos.
—El conde de Lerín es viudo; pero ya viejo y caduco... don Felipe de Navarra... Vamos, ese es mozo y bizarro, y... ¿Pero con quién diablos quiere casarle el fraile...?
—¡Con doña Catalina de Beaumont, hija del conde de Lerín...!
—¡Con Catalina! exclamó atónito el desconocido.
—¿De qué te admiras? Yo suponía que estuvieses de acuerdo con el fraile.
—¡El diablo cargue con el fraile y con...! ¿A quién se le ocurre una idea tan disparatada?
—Decid más bien una idea tan poco agradable para vos, añadió Leonor con alterado acento.
—¡Para mí!
—Sí, para vos, y a todos los amantes de Catalina.
—¡Ah! ¿Tenéis celos? ¿Tenéis celos de Catalina? repitió con gozo interior el caballero.
—¿No es una niña, Catalina?
—De quince años.
—¿No es una niña, sonrosada, dulce y hermosa?
—Es todo eso, y mucho más, dijo el caballero: es un ángel.
—¿Y no es verdad que cuando os halláis retirado en vuestra estancia sólo para los ángeles estáis visible?
—Vamos, veo que tenéis buen espionaje.
—¡Lo que tengo es rabia, celos, desesperación, vergüenza de amaros y de habéroslo confesado! replicó fuera de sí la princesa; y añadió luego al ver el no disimulado gozo del caballero. ¿Y esto os hace sonreír?
—Sí, porque veo que me amáis con vehemencia, como yo quería ser amado.
—No: no es por eso ¿que os importa un amor que no es el de una niña de quince años? ¡Me engañáis don Alfonso, me engañáis! ahora lo veo claramente: esa sonrisa es un insulto; esa reserva indiferencia: astucia vuestras caricias... ¡No sabéis, infeliz, no sabéis cuán fiera ha sido la venganza de doña Leonor de Navarra, cuando no ha tenido celos, y no podéis calcular cuán terrible será cuando los tenga!
—Ni vos tampoco podéis evitar, Leonor mía, dijo el caballero con su eterna sonrisa, que por ahora me ría de vuestras amenazas.
—Pues bien: se casará don Felipe con doña Catalina.
—¡Quien sabe!
—¡Se casará sí, porque los dos se aman! ¿Oís don Alfonso? ¡Los dos se aman!
—Lo siento por ella, respondió el caballero con la mayor calma: lo siento mucho por ella... es una dama a quien profeso singular cariño; un cariño casi paternal. —¡Infeliz! Lástima que se haya prendado de ese don Felipe: porque os aseguro, reina y señora mía, que no se casará con él.
—¡Alfonso, Alfonso! ¡No fulmines su sentencia de muerte! exclamó Leonor enteramente loca de furor: ¡Ay! ¡No sabes tú de lo que yo soy capaz!
—Lo sé muy bien, señora: lo adivino por lo que habéis sido, dijo el infanzón con frialdad, y salió del aposento cerrando la puerta con violencia.
—¡Alfonso! ¡Alfonso! gritaba doña Leonor arrepentida de sus palabras.
Pero Alfonso escuchó estas voces sin detenerse, y el que hubiera visto la satánica alegría que brillaba en sus ojos, no hubiera dejado de estremecerse, aun más que de las amenazas de la princesa.
—¡Oh! ¡Ese hombre no me conoce, exclamó Leonor: o es más perverso que yo, cuando se marcha tan tranquilo!
Era casi de noche cuando el mesnadero de la reina salió del alcázar, y acordándose de que tenía que dirigirse a las afueras de la población para recoger al anciano leproso, a favor de la oscuridad, se encaminó hacia su casa a ponerse la armadura que le hacía completamente desconocido.
En su casa encontró una carta, concebida en estos términos:
«El agote se halla en salvo, y mucho mejor cuidado que podía estar en tu poder. Ahora más que nunca me tendrás a tu lado: ahora más que nunca te ayudaré en tus empresas.»
Fortún el escudero vino luego casi beodo, como era de suponer, habiendo permanecido tantas horas en la taberna: ninguna razón supo darle de la desaparición del leproso: y don Alfonso quedó sumergido en hondas meditaciones a que daban lugar tan extraños y maravillosos acontecimientos.
Triste y sombría era la ermita de la penitente. A la espalda un peñón erguía su descarnada y angulosa cima que se adelantaba sobre los cimientos, sirviéndola de pabellón contra las tempestades, robándola los rayos del sol del medio día y los blandos soplos de las auras. Al frente la defendían contra los rigores del ábrego, robustas hayas, que aumentaban lo triste de aquella morada cuando el viento con seco son movía el áspero ramaje, o silbaba entre los pinos que tendían sobre ella sus brazos horizontales guarnecidos de franjas.
En medio de aquella muralla de troncos y granito, alzábase como temerosa la pobre cabaña, cuyo pajizo techo acariciaban las ramas que pendían de la roca. Tenía al frente un cobertizo, debajo del cual se cobijaba la puerta, con sendas piedras sin labrar por bancos a cada lado y el signo de nuestra Santa Redención sobre la dovela del arco ojival.
Es más que probable que al pie del peñasco brotase algún arroyuelo, que fecundase con sus ondas la vigorosa vegetación de aquel recinto: a la sazón todas las raíces, todas las hojas eran otros tantos hilos de agua; los surcos, arroyos; las hondonadas, torrentes.
Limpio y despejado el cielo, dejaba toda la influencia a los rayos del sol para derretir la nieve, y descubrir la faz amena de los campos, bajo cándidas tocas escondida: el austro con su blando aliento, también tomaba parte en esta empresa, a la cual tan sólo se oponían los blanquecinos vapores de los ríos y los valles.
Eran las ocho de la mañana: sentada la penitente en una de las peñas que yacían debajo del cobertizo, echado atrás el velo y con los brazos cruzados dirigía maquinalmente sus miradas alrededor, sin fijar la atención en ninguno de los objetos que se pintaban en sus pupilas.
Fuera de la choza los arroyos murmuraban: dentro de la choza la tórtola gemía. Llamaba con inútiles suspiros a la dueña, que desde la fatal aparición de los caminantes, ni la había dispensado una sola caricia, ni llevado un sólo grano para sustento, ni siquiera había querido sacarla de aquella cárcel oscura, para ver la luz naciente y aspirar las auras matinales.
Un sólo pensamiento llenaba el alma de la solitaria; una sola imagen veían sus errantes ojos; un sólo recuerdo profundizaba su memoria: fuera de este pensamiento, imagen, y recuerdo, nada existía para ella.
Hasta entonces la soledad y el tiempo la protegieron con su doble escudo contra las punzadas del dolor; la ermita pudo servirla de ciudadela contra el tropel de pensamientos mundanales que la acosaba; los cilicios de coraza, la oración de aliento; pero desde que él había penetrado en su retiro la fortaleza quedó desamparada, su defensora vencida: todo estaba impregnado en la presencia del caballero, todo hechizado.
Las auras no eran las puras auras del cielo que la traían el cántico de los ángeles; era la atmósfera que él había respirado: la choza no era el pobre nido de la paloma herida; era el recinto que le había servido de albergue: la cruz, la calavera no eran emblemas ascéticos y sagrados; eran objetos en que él había fijado sus miradas: y la soledad, la misma soledad tenía una voz muda, pero incesante, eco fiel de la voz del caballero; eco que repetía todas sus palabras, con todas las inflexiones del acento, con todo el encanto de armonía que les prestaba un corazón apasionado; eco tanto más profundo y penetrante, cuánto que nadie lo turbaba, ningún extraño rumor lo interrumpía.
El primero que vino a sacarla de sus hondas meditaciones fue producido por el roce de las ramas desnudas, y por el chasquido de pisadas fuertes en suelo fangoso.
Levantó la frente abatida, y apareciósele Chafarote.
—¡Aun estáis ahí, señora! exclamó compadecido el sota-ermitaño.
—¡Pues que...!
—¡Toda la noche! ¡Toda una noche de Dios... o del diablo, por mejor decir! porque estas noches de invierno, maldito lo que tienen de... ¡y en esa misma postura! ¡Y sin probar bocado! Ermitaño soy yo, voto a cribas, y me pinto sólo para rezar; pero, señora, ¡con buenos bocados y mejores tragos...! Para nada se necesita comer más y mejor que para hacer penitencia.
—¿Le has entregado el aviso? preguntó la penitente, sin hacer caso de sus consejos.
—No, señora.
—¿Cómo no?
—Porque viene él mismo en persona a este sitio, y aquí podéis decírselo todo de palabra.
—¿Aquí otra vez? exclamó la penitente, levantándose sobresaltada: ¡volver a verle! ¡Oh! No puedo, no quiero recibirlo.
—Pues mirad como ha de ser; porque él sube más que de priesa por esa loma.
—Bien está: márchate, déjame sola: procura que él no te vea.
Chafarote obedeció. La penitente cogió un carbón de la hoguera del día anterior, y en el blanco pino de la puerta escribió apresuradamente estas palabras:
Vuela a salvar a tu amada...
Traición... incendio en su palacio...
¡Ay de ella, si llegas tarde!
—¡No, no volveré a verle! ¡Perdería mi alma sin remedio! exclamó después, y cerró de golpe la puerta de la ermita, dejándola caer tras de sí como la losa de un sepulcro.
Al poco rato asomó un hombre entre los árboles, y con pasos presurosos se dirigió a la choza. Sacó una mano blanca y delicada debajo del embozo, y dio un golpe, diciendo al mismo tiempo con voz sonora y tranquila:
—¡Abrid, penitente, abrid en nombre de Dios!
Y como nadie le respondiese, aplicó el oído a la cerradura; miró luego a la puerta; reparó en las letras recién hechas; pero no se curó de disfrazarlas: volvió a llamar con el mismo resultado, y refregándose las manos bajo la capa, comenzó a pasear por el cobertizo, como si quisiese entrar en calor con el ejercicio.
—¡Qué diablos! Murmuraba entre dientes: estará en la iglesia de Nuestra Señora; y hoy como domingo... ¡voto va...! ¡Función tenemos para rato! ¡Cuántas misas tendrá ya en el cuerpo esa bendita mujer! Vaya por... Las que uno se deja...
El buen caballero se cansó muy pronto de pasear, y se sentó; y se cansó muy presto de estar sentado: tenía trazas de aburrirse al punto de todo. Acordose del letrero de la puerta, y por matar el tiempo, se empeñó en descifrarlo.
—A ver si me acuerdo de las lecciones del padre abad: ¡por vida de...
Que semejantes garabatos parecen escritos de mano de algún reverendo! Vuela á... Vamos, esto tiene trazas de ser alguna sentencia del evangelio Salvar á... ¡Diantre! ¡Pues no estoy tan torpe como creía! tu amada...
¡Demonio...! Traición... ¡Estoy en ascuas! incendio... en su Palacio...
¡Dios mío! ¡Este es un aviso del cielo...! ¡Ay de ella, si llegas tarde...! ¡Catalina! Catalina! exclamó, alejándose precipitadamente por el lado opuesto adonde había venido.
Pasaron algunos minutos, y por la pequeña vereda que conducía desde la capilla de la Virgen a la ermita, aparecióse un hombre de grande estatura, embozado hasta los ojos, y cubierta la cabeza con una gorra milanesa. Sólo se descubrían de su traje las botas de cordobán, sin espuelas, y llenas de barro.
Encaminose, como su antecesor, a la puerta de la choza: sus pasos eran empero graves y soseguados: sus miradas lo abarcaban todo. De una sola, y antes de llamar, leyó el aviso de la penitente; pero lejos de mostrar el aturdimiento del otro, se sonrió tristemente, y con un acento entre rencoroso, y tierno, y melancólico exclamó:
—¡Para mí no es esto...! ¡Para mí no hay amadas que salvar...! la mía ya nada tiene que temer... Y diciendo estas palabras, sacó también su mano, no para llamar, sino para enjugar una lágrima. Empujó luego la puerta suavemente, y viendo que no cedía, indeciso entre llamar o marcharse, volvió a leer aquellos renglones. Fijó su atención en lo reciente del escrito; creyó hallar alguna semejanza entre aquellos caracteres y los de ciertas cartas y avisos que recibía; recordó los grandes favores que el día anterior había merecido de la penitente; viniéronle al fin a la memoria las terribles amenazas de la reina, y ya no dudó un instante más de que para el se había puesto aquella inscripción.
—¡Penitente! ¡Penitente! gritó dando violentos y repetidos golpes a la puerta: ¡decidme, por Dios! ¿Es Catalina? ¿Es la hija del conde de Lerín?
Y el caballero detenía su aliento con el ansia de escuchar.
No podía dudar de que dentro de la ermita había gente, porque en el silencio de aquella profunda soledad se oía el sobrealiento de un pecho que pugnaba por ahogar los sollozos.
—¿Es Catalina? tornó a gritar: ¿es Catalina?
—¡Catalina! respondió una voz lúgubre y lastimosa que parecía salir de las entrañas de la tierra.
Don Alfonso no quiso saber más: como una exhalación se alejó de aquel sitio.
La ermitaña con el ansia de verle partir por entre los árboles, salió de la cabaña, dio algunos pasos; pero no pudo proseguir, y cayó desvanecida en medio del cobertizo.
—¡Dios mío! murmuró al caer: ¡volverle a amar como entonces, para sufrir como entonces el horrible martirio de los celos!
No podemos conformarnos con el modesto papel de cronistas, cuando los ojos de nuestra imaginación se tienden a su placer por los sencillos lugares que vamos a describir, por las escenas mucho más sencillas que vamos a trazar: sin embargo, nada hay en ellos de maravilloso, de sorprendente y notable, nada de raro y novelesco. Es un castillo el paisaje que se nos presenta, y dos o tres figuras tranquilas que al parecer gozan de una paz poco a propósito para enamorar a esos malos discípulos de Miguel Ángel, para quienes nada hay hermoso que no sea forzado y violento.
Es un castillo sobre altísimas rocas, casi verticalmente tajadas; nido de cigüeñas, suspendido sobre un abismo; corona condal de una frondosa y dilatada vega, por donde el Ega enfrena su curso hasta entonces espumoso, y serpentea alborozado al verse libre del angosto cauce de las montañas, y corre suelto entre viñedos, olivares y praderas, en que pacen numerosos rebaños bajo un cielo tendido y despejado. Es en fin un alcázar poético que participa de lo soberbio y áspero de una fortaleza, y de lo dulce y risueño de una casa de placer: es el primer escalón de los Pirineos, que de roca en roca se van elevando hasta la altura del Pico del Mediodía: es el borde primero donde vienen a morir las oleadas de aquel inmenso y fecundo lago de verdura y de flores, entre las cuales, con lejanos murmurios, surca el Ebro lento y majestuoso.
Pero este palacio no tendría para nosotros más encanto del que le presta su pintoresca situación, si la fantasía no se recrease en añadirle nuevos primores. Esa mansión amiga de las nubes y hermana de los vientos, es la morada de un ángel de pureza y candor; de una niña de quince años, blanca, dulce, risueña, sencilla en su aspecto y en sus adornos, como sencilla en su corazón. ¡Bello es el verla pasearse por el terrado, como paloma por la cornisa de una torre, vestida de blanca lana, con tocas también blanquísimas de cendal, que dejaban asomar unos cabellos casi negros, que en gruesas trenzas le caían de las sienes para ser recogidas con gracia detrás de las orejas, tan menudas como delicadas, revestidas de un cutis transparente, teñido de un carmín suave que estaba revelando vida, salud y tranquilidad! ¡Dulce es verla tender por la profunda vega sus azulados ojos con cierta expresión castamente voluptuosa, que estaba revelando un alma rígida y pura, y un corazón por extremo sensible y delicado!
Era su pecho un copo blanquísimo que las auras más leves de la desgracia conmovían, cuando llegaban a la mansión aérea los lamentos de la viuda por la pérdida del esposo, muerto al hierro de su hermano; los ayes de la madre, que echaba de menos en su regazo al hijo por quien sufrió tantos dolores; los alaridos de los pecheros que tornaban a sus chozas mutilados en una guerra, cuyo objeto no se sabía y cuyo término no se divisaba: todos estos gemidos del infortunio subían al terrado de Catalina de Beaumont, y eran recogidos por aquel ángel y presentados al Señor en sus oraciones, como ofrenda de las amargas flores del valle de la vida, bañadas con el rocío de sus lágrimas.
Cuando salía con sus dueñas por las calles de la villa, las mujeres se asomaban por puertas y ventanas para saludarla, los ancianos por ella consolados para enaltecerla; los niños para sonreírse de placer, y señalarla con el dedo; y todos para bendecir el Señor con lágrimas de gozo; porque no daba un paso sin derramar un consuelo, no abría los labios que no fuese para calmar un dolor, ni fijaba los ojos sino para adivinar y remediar un infortunio.
Pero sobre todo, manifestaba Catalina el mayor empeño en extinguir los odios inveterados, las enconadas rencillas de los bandos enemigos.
—Dejad, amigos míos decía a los hombres, dejad que nuestros padres se entienden allá con sus derechos, y ultrajes, y venganza; pero nosotros ¿por qué hemos de aborrecer a los que se llaman enemigos nuestros? ¿No viven dentro de nuestro propio reino, no hablan nuestro propio idioma, no adoran a un mismo Dios, no descienden quizá de un mismo trono que nosotros? ¿No se exponen ellos también como nuestros padres, hijos, o esposos a los mismos peligros en la guerra? ¿Saben ellos como nosotros por qué se pelean? En buen hora que en el ardor de los combates se persigan; pero cuando deponen las armas ¿por qué los hemos de aborrecer?
—Nosotras sobre todo, decía a las mujeres, debemos aplacar el odio y rencor de los hombres, en vez de fomentarlo. Día llegará en que la guerra cese, la paz se celebre y la unión se verifique y consolide; y en este día, creedlo, hermanas, nos pesará de todo el mal que hayamos hecho a nuestros contrarios.
Así decía Catalina reanimando sus consejos con un calor más íntimo, y vehemente del que solía manifestar en otras ocasiones; así decía, y al prorrumpir en semejantes palabras, su seno temblaba, y sus labios se estremecían, y sus miradas tenían algo de vago y de inspirado, que prestaba irresistible eficacia a sus expresiones.
Era por aquel tiempo muy grande su alborozo, porque los bandos enemigos habían firmado treguas, o sobreseimiento, como entonces se decía, por dos meses; conviniendo todos en proclamar por reina a la infanta doña Leonor, y coronarla con la asistencia de todos los principales caballeros de uno y otro partido, celebrando cortes que verdaderamente pudieran llamarse nacionales; pues hasta entonces cada bando juntaba las suyas, y unas a otras se llamaban recíprocamente rebeldes y facciosas, y dictaban leyes contradictorias.
Aunque joven doña Catalina, no lo era tanto que no hubiese visto más de mil treguas fenecidas, y aun rotas antes de tiempo, por el impaciente encono de los bandos, y nada debía prometerse de ésta en favor de una paz y concordia duraderas; pero sin embargo, fuesen presentimientos de que el actual sobreseimiento era la aurora de una reconciliación eterna, o fuese que en las fiestas reales pensase la hija del conde divertirse saliendo del encierro del alcázar, o fuese en fin que en Estella creyese hallar alguna persona que no solía ver en el castillo de Lerín, lo cierto es que no disimulaba su contento y que en su rostro brillaban las suaves tintas de la esperanza y de la ventura.
Uno de estos días serenos y apacibles, vio venir por el camino de Estella dos bultos a caballo. Por demasiado común y poco notable que fuese este accidente, no dejó de llamar su atención, de manera que ya no fue poderosa a retirar la vista de aquellos bultos que lentamente descendían de la montaña. De vez en cuando solía ver uno o dos caballeros montados en sendos corceles que pasaban a todo escape y siempre a tiro de ballesta del castillo, y uno de ellos al vislumbrarla en las almenas, sacaba un lienzo blanco, y agitándole con viveza, se alejaba más que de prisa, no sin volver el rostro y tremolar el lienzo en medio de la fuga.
Imaginose ver Catalina al misterioso caballero de los saludos, y sus mejillas encendidas a la sazón como la grana, y su pecho anhelante, hacían traición a su alma, que hubiera querido permanecer tranquila; pero ni el paso de los caballos era tan arrogante como solía, ni brillaba tampoco ninguna blanca señal en medio de la desesperada negrura de los bultos; los cuales se dirigían resueltamente a la villa, cosa que jamás a los otros acontecía.
Al cabo de no pequeñas angustias, vio claramente que los soñados caballeros se habían convertido en reverendos monjes benedictinos que paso a paso, y con más gana de lumbre y de reposo, que de saludos y carreras, subían la empinada cuesta que conduce al castillo de Lerín.
Apeáronse a la puerta, y reconocidos por los pajes y escuderos del conde, fueron llevados el uno a presencia de su señoría, y otro más modesta, pero más sabrosamente, cerca de los tizones, de la cocina, donde pudo satisfacer dos de sus más apremiantes y perentorias necesidades: calentarse y almorzar: templarse por dentro y por fuera.
No hay que decir si el lego envidió la suerte del padre maestro Abarca, porque él era y no otro, como habrán supuesto nuestros lectores, el recién llegado: sobre todo, cuando sentado en un escaño de nogal, debajo de la campana del hogar, le descolgaron una mesa que por uno de sus extremos estaba clavada a la pared, y tendidos los manteles al amor de la lumbre, le pusieron delante una liebre cogida el día anterior en el raso de Sesma; cuando rodeado de perros de todas castas, lebreles, galgos, sabuesos y conejeros, que le ponían el hocico en el borde de la mesa, o le daban zarpadas en las sandalias, o le gruñían cerca el hombro, y a este le tiraba un hueso mondo del cráneo, al otro un hueso limpio de costilla, y al de más allá el descarnado hueso de una pierna; así se hubiera trocado él por el padre maestro como por un patriarca. Considerábase un monarca hecho y derecho, cuyo solio era el alero de la chimenea, cuyo trono el escaño, cuyo escabe el hogar y cuyos cortesanos eran los perros de caza, que en medio de su bullir, de su gruñir y de su zarpar, con mejor índole que los cortesanos de don Juan II, se contentaban con huesos, y lo que es más con huesos mondos, limpios y descarnados.
Por desgracia no le duraron mucho tiempo tan altivos pensamientos. La voz del padre maestro vino a sacarle de aquellas dulces ilusiones, y lo que fue peor de aquellas sabrosas realidades, haciéndole tomar más que de prisa el mismísimo camino que había traído.
—Muy contento me parto de este castillo, hermano Gregorio, decía el padre Abarca frotándose las manos, no se sabe si de gozo, o de frío, o de ambas cosas a la vez
—Y yo también iría lo mismo padre maestro, si la estancia hubiese durado algunos minutos más.
—¡Qué bueno y que sencillo es el conde de Lerín! exclamó el reverendo.
—¡Bueno...! no digo que no; porque da muchas limosnas al convento; sencillo... podrá serlo; pero no tiene fama de tal.
—¡Figúrese, hermano, que él me suministra cuántas noticias necesito para mi crónica, y me confiesa... todo, hasta sus propias faltas...!
—¡Caramba, padre, a fe mía que si mis faltas hubieran de publicarse, trataría yo como el señor conde de ser el coronista de mis propias faltas!
—¿Sabe, hermano, que el conde de Lerín es de mi misma opinión con respecto a las causas de la guerra civil y al modo de terminarla? dijo el padre en cuyo bendito rostro apareció una sonrisa de vanidad y de ufanía.
—¡Oiga! ¿Conque el señor conde desea que la guerra se acabe?
—Lo desea, lo anhela con ansia.
—Pues entonces, replicó el lego con cierta socarronería; ¿cómo es que en veinte y siete años no ha querido terminarla?
—¡Porque... porque...! ¿Qué entiende el hermano lego de estas cosas? Lo cierto es que el señor conde quiere que todo se acabe, y pelillos a la mar, si me es permitida frase tan común. Lo cierto es que opina del mismo modo que yo que con el matrimonio de su hija con el mariscal de Navarra, y con la expulsión de los moros y judíos, y cuando no, como el mejor quiere, con la imposición de dobles pechas a las aljamas de una y otra casta, debe quedar el reino como una balsa de aceite.
—Y dígame, padre maestro; ¿qué dote ha de llevar el novio?
—Pues ahí está mi triunfo y mi gloria, exclamó el fraile alborozado: digo mal, y perdóneme Dios esta falta de modestia, ahí está el triunfo y la gloria de nuestra santa orden; pues se vale Dios de mi humilde persona para operar estos milagros. Figúrese, hermano, que el conde ha perdido sus mejores castillos, villas y lugares en esta guerra, y sin embargo no quiere nada del mariscal, si no que le restituya todos esos lugares, villas y castillos que son suyos.
—Que fueron suyos.
—Eso es, y que se los restituya previamente, mientras no se ajustan las condiciones de la paz. ¡Y suponían al conde tan codicioso, tan intratable, tan inaccesible...!
—Seguramente, padre, que es el hombre más principal de Navarra. Yo no mido a las gentes por su talento, por sus castillos, y vasallos, si no por su cocina; y por Dios, que la del conde de Lerín puede competir con la nuestra.
La historia pierde de vista a los caminantes, para volver los ojos al palacio de Lerín.
Cuenta pues, que el anciano conde, cuyo espíritu no se había enflaquecido ni enervado por los años, pasó a ver a su hija, y en breves razones le manifestó la necesidad que él tenía de asistir como rico-home a la coronación de doña Leonor, y a las fiestas reales, y la conveniencia de que ella permaneciese en el castillo de Lerín, sin participar, no ya del regocijo de la corte, pero ni de sus acostumbrados paseos y solaces fuera del palacio.
En breves razones, hemos dicho, no sólo porque la hija del conde no había menester de largas pláticas para obedecer a su padre; si no porque entonces los padres no solían gastar mucha prosa para hacerse obedecer de sus hijos.
Encargola el conde sobre todo que en su ausencia a nadie abriese las puertas del castillo, y que no dejase un sólo momento la compañía de sus dueñas, y se alejó con un caballero que apresuradamente había venido de la corte a darle ciertos avisos, y llevó consigo en dos acémilas los suntuosos trajes que se hizo para el día de las bodas.
Aunque bien guarnecida de guerreros la fortaleza de Lerín, quedó casi desamparada de pajes, que habían ido acompañando a su señor; el cual trataba de encubrir con la pompa exterior la situación apurada a que sus enemigos le tenían reducido
Ni aun de pensamiento murmuró Catalina de las severas disposiciones de su padre: tal confianza tenía en su previsión que no dudó un sólo instante de que fuesen las más acertadas; pero aquella misma persuasión le infundía mucha pena; pues temía que cuando su padre, que no soñaba si no en darla gusto, y que adivinaba sus menores caprichos, la rehusaba aquel solaz y esparcimiento, las paces no serían muy sólidas, ni la reconciliación muy sincera y perdurable.
Resolvió por lo mismo no sólo ejecutar las órdenes del conde, si no redoblar su rigor encerrándose en una torre del castillo.
Desde una reja contemplaba un día las nevadas cumbres que le ocultaban la ciudad de Estella, y aun creía que el viento del Este le traía el eco lejano del repique de campanas que solemnizaban la coronación de la reina, cuando sus vagas y melancólicas miradas se detuvieron en un jinete embozado que a todo escape subía al alcázar.
Al poco tiempo le avisaron sus dueñas que un caballero que no había querido bajar el embozo, alzar la visera, ni decir su nombre, solicitaba la honra de besar su mano, y que aguardaba delante del foso, porque no se le había querido echar el puente levadizo.
—Decidle, contestó Catalina que le agradezco la cortesanía; pero que no puedo recibirle en ausencia de mi padre.
—Señora, continuaron las dueñas: ese caballero insiste en veros, y dice que os importa mucho su mensaje, y que sólo a vos puede darle por ser cosa muy urgente y reservada.
—Decidle, replicó la doncella, que la corte no está lejos, y que allí encontrará a mi padre, a quien podrá contar todo cuánto me interesa.
Las dueñas no la importunaron con más recados conociendo su firmeza de carácter y escrupulosa obediencia filial; pero el caballero ya por la llanura, ya por la montaña anduvo rondando el alcázar; y cuando creyó encontrar la reja adonde se asomaba Catalina, sacó un lienzo blanco y le hizo ondear diversas veces, y aun juntó las manos en ademán de súplica, manifestando en sus acciones el mayor ahínco por verla más cerca para poder hablarla.
Pero la hija del conde, a quien en otra ocasión hubieran bastado algunas de estas demostraciones para subir al terrado, se alejó de la ventana por un sentimiento de delicadeza que le impedía permitirse en ausencia de su padre.
El caballero parecía desesperado de tanta esquivez, y después de rondar en vano el alcázar desapareció tristemente, perdiéndose con lentitud en el bosque de Baigorri.
Algunas horas después, las tempranas sombras de la noche habían confundido los objetos, y Catalina que de pechos en la ventana tenía los ojos fijos en el sitio donde había visto al caballero, notó que del pie de las rocas subían los dulces sones de un laúd, a los cuales se agregaron luego los ecos de una voz, no del todo mala, aunque trémula y turbada, que con toda claridad acentuaba esta coplilla, acomodándola como podía al compás y sonsonete de una conocida canción.
Aquella voz no conocida, aquella música desusada, aquella letra misteriosa y más de una vez repetida; la aparición del caballero del blanco lienzo, sus reiterados esfuerzos por hablarla llegaron a conmover a la tímida doncella de Lerín; la cual creyó ver en tal cúmulo de circunstancias el aviso de una persona amiga, que quería apercibirla para algún peligro.
Pero ¿qué género de peligro era este, si ella dentro del castillo se había reducido a vivir en una torre con las personas de su mayor confianza?
La voz empero continuaba.
¿Que quería decir aquel estribillo? ¿Era un ripio de la copla, o la indicación clara y terminante del género de muerte que, según el cantor, la preparaban?
Asustose entonces Catalina de verse sola, quiso apartarse de la ventana para llamar, pero sintió un calor extraordinario en el aposento, y un sordo estruendo a sus pies como el de una catarata; la luz de la luna no tenía fuerzas para romper aquella atmósfera densa, cargada de humo, y cuando el nocturno trovador iba a repetir su monótono estribillo:
¡Huye, paloma hermosa!
¡No mueras como incauta mariposa!
Sintiose el sonoro estruendo de un laúd estrellado contra las rocas, y en vez de la canción un grito desesperado:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego en el castillo de Lerín!
Catalina había caído desmayada al pie de la reja, que en medio de la oscuridad parecía la boca de un horno encendido.
Desde el amanecer del jueves veinte y ocho de enero, numerosas cuadrillas de vecinos y forasteros de la ciudad de Estella, cantando y retozando discurrían de un extremo al otro de la población, dividida más que por el Ega, por las rencillas y rivalidades de sus habitantes.
Tan dichoso era entonces aquel reino que sobre las disensiones originadas por la diferencia de castas y clases, conocidas por los nombres de agotes, collazos, villanos, francos, hidalgos, caballeros y ricos-homes; sobre las divisiones religiosas de moros, moriscos, judíos y cristianos nuevos y viejos; sobre las divisiones políticas de agramonteses y beamonteses, cada población estaba dividida en bandos parciales y famosos en la historia, de barrios contra barrios, como la Navarrería y los Burgos en Pamplona; de familias contra familias, como los Ponces y Learzas en Estella.
Aquel día, empero, los que se veían no más que en el campo de Batalla, y sólo se juntaban para acuchillarse; y sólo se conocían para aborrecerse, sin conocerse, quizá se aborrecían, paseaban juntos y abrazados por calles alfombradas de juncos y espadañas, bajo los arcos de triunfo bizarramente levantados, por entre ricos tapices y colgaduras, al son de tamboriles y músicas populares, al centuplicado estruendo de todas las campanas de la ciudad y de la comarca.
Dirigíanse en pelotones desde el alcázar, atravesando el río por dos puentes, hasta la plaza mayor. Allí estaba la iglesia de San Juan en cuya sala capitular se reunían las cortes: allí debía verificarse la imponente ceremonia de la jura y coronación de la reina.
Formaban las cortes tres estamentos o brazos: el eclesiástico, el militar o de la nobleza, y el de procuradores de las buenas villas. Cada uno de ellos tenía su presidente particular, el primero de los cuales presidía a todos. Este brazo, sin embargo, aunque más importante y privilegiado era el menos numeroso.
Componíanle el obispo de Pamplona, el prior de la orden de San Juan, el de Roncesvalles, y los abades de Iranzu, Oliva, Leire, Irache, Fitero y Urdax, y el deán de Tudela y algunas otras dignidades eclesiásticas. Su presidente era el obispo.
El brazo militar, o de los barones, presidido por el condestable, o por el mariscal en su defecto, formábase de los doce ricos-homes, y caballeros é infanzones cuyas casas tenían honores de palacio de cabo de armería; y por último el brazo popular o de las universidades, tenía en su seno a los procuradores de las buenas villas, o de pueblos que podían mandar uno o más diputados según fuero, aunque nunca con más de un voto.
Sentábanse los estamentos por su orden, y los mismos individuos de cada cuerpo, tenían de tal manera señalado su asiento, que el ocuparlo más arriba o más abajo, se hubiera considerado por una usurpación o por una afrenta.
Entre los modestos hábitos de los religiosos, y los vestidos mucho más modestos de los representantes de las buenas villas, brillaban los deslumbrantes trajes de los caballeros, cubiertos casi todos con luengo manto de escarlata de seda, y túnica de la misma tela que solía regalarles el monarca el día de su caballería.
Resplandecía en unos el collar de la orden de Buena fe, y en otros las insignias del Lebrel Blanco, que consistían en un lebrel de oro pendiente de una cadena cuyos eslabones tenían la forma de hojas de castaño. También el rey hacia el gasto de las divisas a los que honraba con estas condecoraciones.
Revestido de todas ellas el anciano conde de Lerín, que antiguamente gozaba del primer asiento entre los barones por la condestablía de que el rey don Juan le había desposeído en castigo de su rebelión, no ocupaba la silla de la presidencia, ni tampoco la segunda silla que correspondía de derecho al joven mariscal don Felipe de Navarra; pero inmediatamente después seguía la suya.
Aquellos dos primeros asientos del brazo militar estaban vacíos.
Mosen Pierres de Peralta, sucesor del conde de Lerín debía ocupar el primero, a no impedírselo la excomunión que sobre él pesaba, por haber asesinado con su propia mano al obispo de Pamplona don Nicolás de Chávarri, pero ¿qué significaba la ausencia del mariscal que a falta de mosen Pierres presidía el brazo de los barones?
Sabíase que el caudillo agramontés había llegado a Estella: que como deudo inmediato de la princesa se había hospedado en el alcázar: y como nadie le aventajaba en bizarría, a todas horas estaban arribando para él trenes y galas que pensaba lucir en las fiestas reales: ¿cómo pues no se presentaba a las cortes, si en el reloj de la iglesia acababan de dar las diez, hora marcada para la jura? ¿Era invencible repugnancia de sentarse hombro con hombro con su mortal enemigo el conde de Lerín, caudillo del bando contrario?
Tal fue la opinión general, harto probable en verdad, atendidos los antecedentes de entrambos caudillos: los odios que mediaban entre ellos no podían considerarse apaciguados por una tregua más política que cordial, más forzada que sincera. Teníalos separados una tumba: la tumba del padre de don Felipe, muerto alevosamente por una mano desconocida.
Malos presagios eran estos para los que anhelaban la perpetuidad de la tregua: los eclesiásticos se escandalizaban, los caballeros meneaban la cabeza, sonriéndose maliciosamente, y los procuradores de las buenas villas calculaban taciturnos cuántos hombres y pechas podría costar a los pueblos aquel asiento vacío.
Cuando de tan diverso modo se estaba comentando aquel acontecimiento, resonó de repente con mayor estrépito el repique de las campanas, el ronco estruendo de los atambores, la algarabía de las trompetas, el agudo clamor de los víctores, el sordo murmullo de la gente arremolinada, formando todo una armonía profunda, atronadora, que producía tanto alborozo en el ánimo, como aturdimiento en los sentidos. Si fuéramos orientales la compararíamos al fragor de muchas aguas que se derrumban de los montes.
La reina llegaba.
El obispo de Pamplona don Alonso de Carrillo, presidente de las cortes, señaló una comisión que fuese a la puerta de la iglesia a recibir a doña Leonor y acompañarla hasta la sala de la asamblea nacional: después todo volvió a quedar en silencio,
Nadie quería hablar alto acerca de la reina, todos sin embargo murmuraban de ella.
Decían los beamonteses:
—Esta es la que ayudó a envenenar al príncipe de Viana, y cuatro años después emponzoñó por sí a doña Blanca de Navarra. ¡Dos fratricidios para reinar...! ¡¡¡Y reina!!!
Y los agramonteses añadían:
—Veinte y siete años de guerra hemos sostenido para que impere esta mujer, porque su reinado significaba el exterminio del conde de Lerín y sus secuaces, ¡y al cabo de los veinte y siete años viene hoy a coronarse entre los secuaces del conde de Lerín!
Los procuradores de las buenas villas movían tristemente la cabeza suspirando:
—Esta mujer es el vínculo de unión para todos los partidos: ya no hay derechos, ni regias ambiciones que levanten la frente para aniquilarnos ¿pero es posible que Dios bendiga esta unión que se forma para entronizar el crimen?
—¡Cuán incomprensibles, continuaban los eclesiásticos, cuán incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán investigables sus caminos, y sobre todo en la ocasión presente! Pero si permite el señor que reine esta mujer tan larga y venturosamente como ha menester la salud del pueblo, ¡qué abismo de incomprensibilidad no descubrirán los pobres y flacos juicios del hombre!
Con semejantes disposiciones de ánimo fue recibida en las cortes doña Leonor. El pueblo sin embargo, seguía gritando en la plaza, no porque la hija menor de don Juan II hubiese conseguido el triunfo sobre sus dos hermanos mayores; el pueblo gritaba, y hería los aires con voces de regocijo por ver mezclados y revueltos los parciales, que mutuamente se contaban las proezas y fazañas de que habían sido autores o testigos en uno y otro bando; por la singularidad de estar comiendo y bebiendo juntos los que ayer se perseguían y mañana vendrían a las manos; porque el pueblo navarro, en fin, es el más implacable como enemigo mientras tiene las armas en la mano, y el más leal como amigo cuando las depone.
Antes de la coronación de los príncipes, debían estos prestar juramento de guardar los fueros, usos y costumbres, sin cuyo requisito los caballeros y procuradores jamás hubieran pasado a jurarles fidelidad y obediencia.
El obispo Carrillo, vestido de pontifical se levantó, y dirigiéndose a doña Leonor, la dijo en alta voz:
—¿Vos queréis ser nuestra reina y señora?
—Me place, respondió de hinojos ante el prelado.
—¿Vos queréis ser nuestra reina y señora? repitió con más fuerza.
—Me place.
—¿Vos queréis ser nuestra reina y señora? dijo todavía el prelado.
—Me place.
Muy molestas, y muy escusadas debían ser estas tres preguntas del ritual para quien tantas ansias había mostrado de reinar.
—Reina nuestra, natural señora, prosiguió el obispo: conviene antes que lleguéis al sacramento de la sacra unión, facer juramento a vuestro pueblo, como lo ficieron vuestros predecesores los reyes de Navarra; é ansimismo el edicto pueblo jurará a vos lo que a los dictos vuestros predecesores juró.
—Estoy pronta, contestó la reina.
Entonces la presentó una cruz y el libro de los Santos evangelios, sobre los cuales puso doña Leonor las manos pronunciando el siguiente juramento, que le presentó escrito el notario mayor del reino.
«Nos Leonor, por la gracia de Dios reina de Navarra, condesa de Fox y princesa de Bearne, juramos a nuestro pueblo de Navarra, sobre esta cruz et estos santos evangelios por Nos manualmente tocados, es a saber, prelados, ricos-hombres, caballeros, hombres de buenas villas é a todo el pueblo de Navarra, todos sus fueros, usos, costumbres, franquezas, libertades et privilegios a cada uno dellos, ansí como los han et yacen, que ansí los mantenermos, et guardaremos, et faremos mantener et guardar a ellos, é a sus sucesores, en todo tiempo de nuestra vida, sen corrompimiento nenguno, mellorando et non empeorando, en todo ni en partida.»
Y como el acento de doña Leonor al pronunciar estas palabras no fuese bastante fuerte y seguro, el notario las repitió en voz alta, para que todos quedasen enterados, y ninguno tuviese la menor duda de que la reina les había jurado sus fueros, sin lo cual nadie la hubiera reconocido.
Terminada la lectura sentose doña Leonor, y como el brazo eclesiástico no juraba, se llamó al presidente del brazo militar.
Todos volvieron el rostro al asiento del mariscal de Navarra.
Estaba desocupado.
En la silla del condestable se había colocado la insignia de esta dignidad: una descomunal espada de dos filos guarnecida de plata, que representaba la espada de la justicia.
Hubo un momento de confusión y de conflicto. Llamose otra vez al presidente del brazo militar, y entonces el conde de Lerín se levantó gravemente y empuñando la espada del condestable, se sentó en el asiento del presidente, dejando en medio la silla del mariscal, y después de haber permanecido el tiempo suficiente para tomar posesión del nuevo destino, que con tanta audacia como travesura se acababa de conferir a sí propio; se adelantó a prestar el juramento con la misma calma y seguridad que lo hubiera hecho, cuando legítimamente ejercía aquel cargo de que fue desposeído por don Juan II.
Aplaudieron todos la presencia de ánimo del conde: la reina le confirmó en su dignidad con una mirada de gratitud, y él con tranquilo y pausado acento pronunció estas palabras:
—Nos, los barones de Navarra, y en nombre de todos don Luís de Beaumont, condestable del reino y conde de Lerín, en nombre nuestro et de todos los caballeros et otros nobles e infanzones del dicto regno, juramos a vos nuestra señora la reina, sobre esta cruz et estos Santos evangelios, por Nos manualmente tocados, de guardar et defender bien et fielmente, vuestra persona et vuestra tierra, et de vos ayudar a guardar, defender et mantener los fueros de Navarra a todo vuestro poder.
Habiendo jurado los caballeros, los procuradores de los pueblos lo hicieron en los términos siguientes:
—Nos los procuradores de las buenas villas en vez et en nombre nuestro, et de los vecinos, habitantes et moradores en aquellas, juramos sobre esta cruz et estos Santos Evangelios, por Nos tocados manualmente, de guardar bien et fielmente la persona de nuestra seinora la reina, et de ayudar a guardar el reino a nuestro poder, según nuestros fueros, usos, costumbres, privilegios, franquezas é libertades que cada uno de Nos habemos.
Terminada la ceremonia de la jura todos pasaron al templo donde la reina debía ser ungida con el óleo Santo. Doña Leonor en una cámara inmediata tuvo que despojarse de las regias vestiduras, y apareció poco después cubierta de seda blanca.
El obispo la ungió; y ella misma se acercó a la mesa del altar, se ciñó la espada, se colocó en las sienes la corona, y empuñó el cetro de oro.
Era llegado el momento de la proclamación. La reina tenía que ser alzada sobre el pavés por los doce ricos-homes del reino. El mariscal era uno de ellos... otro el conde de Lerín... ¿quien reemplazaba en el acto al mariscal?
La empresa no era fácil: no bien se pronunciaba el nombre de un caballero, cuando todos los demás protestaban contra él: cada cual hacia valer la antigüedad de su linaje, el mérito de sus servicios, y hasta se pronunciaban sordamente los epítetos de leales y rebeldes, y de vencedores y vencidos.
¡Triste aurora por cierto del primer día de un reinado que se anunciaba como de paz, unión y olvido! La desaparición del mariscal infundía a todos desasosiego: sus amigos temían por su vida: sus enemigos por la familia, tierras y hogares de cada uno, y todos se echaban en cara males, que tal vez no habían sucedido.
Cuando las querellas iban arreciando, y en el templo del Señor sólo resonaban murmullos de pasiones mundanales, oyose una voz dulcísima y femenil, como la del ángel de los náufragos que deja sentir su acento sobre los truenos, y con su aliento disipa las tempestades.
—Esperad, esperad, caballeros; el mariscal llegará muy presto.
Todas las miradas se volvieron al sitio de donde aquella voz parecía haber salido.
Una mujer cubierta con manto se alejaba por medio de la muchedumbre que le abría paso, y se inclinaba ante ella con respeto.
—¡Es la penitente! dijeron los más próximos a la mujer misteriosa.
—¡La penitente! repitieron todos con asombro.
—Por feliz presagio tengo yo que la santa de Nuestra Señora de Rocamador haya venido a mi coronación dijo suspirando la reina que hasta entonces no despegó sus labios más que para repetir maquinalmente las fórmulas rituales.
Nadie había sufrido tanto como ella; ni sentido tan crueles trasudores de angustia durante las sosegadas disputas: cada instante de demora era un siglo de tormento, y abultado por el miedo, cada pequeño estorbo un obstáculo insuperable. ¡Ella que procedía tan activa, tan atropelladamente que a los cinco días de haber recibido la noticia de la muerte de su padre había ajustado treguas, convocado y reunido cortes, y comenzado la coronación, ella estar detenida minutos enteros en medio de la ceremonia!
Para su completa tranquilidad se levantó un rumor entre la muchedumbre agolpada a la puerta.
—¡El mariscal! ¡El mariscal! exclamó la princesa.
Entró don Felipe apresuradamente y fue recibido con apacibles murmurios, que luego se fueron sosegando hasta quedar completamente desvanecidos. Reinaba profundo silencio: todos anhelaban oír las disculpas o revelaciones del joven caudillo, y tenían fijos los ojos en su semblante para adivinar por él la causa de aquella misteriosa tardanza.
Pudo sacarse en limpio de la fisonomía y talante del caballero, que sus mejillas estaban algo más encendidas que de ordinario; sus blondos y ensortijados cabellos un poco desordenados, y las hopalandas de gala vestidas apresuradamente: fuera de esto nada pudieron conocer sus más íntimos amigos.
Por lo demás, no se crea que sus ojos se bajaban avergonzados de la falta cometida, ni que sus modales indicasen turbación alguna; por el contrario, aquellos se dirigían audaces sobre la multitud con una altivez que demostraba sobrado desprecio de la opinión común, o mucha confianza y satisfacción de su conciencia: y eran estos naturales, sueltos y desembarazados.
Llegó delante de la reina, y ni siquiera murmuró por fórmula excusa ninguna.
—¿Habéis jurado guardar mis fueros y privilegios? la preguntó con bastante sequedad.
—Sí, contestó el obispo: la jura está terminada: tomad ese anillo para que ayudéis a levantar en el pavés a la reina: sólo falta la proclamación.
—¿Y quién ha presidido a los barones?
—El condestable de Navarra: contestó gravemente su enemigo el conde de Lerín, haciendo ostentación de las insignias de su dignidad.
—El caudillo agramontés no pudo reprimir un movimiento casi imperceptible de repugnancia; pero luego saludó a su enemigo con benévola sonrisa diciéndole:
—¡Ah! ¡Señor primo, adiós! Os daría la mano si me juraseis no haber sido vos el asesino de mi padre.
—Mejor será, señor primo, que se la deis a ese escudo, que al cabo ha podido serlo de muchas vidas, respondió el anciano conde, sonriéndose casi paternalmente y mirando a la reina, cuyo pecho latía de cólera y de impaciencia.
El mariscal volvió a mirarla con aquellos ojos atrevidos y casi crueles que solían hacer temblar a sus propios partidarios, y asió un anillo del escudo.
El conde de Lerín también miró a la reina con respeto y lisonja, y se puso del otro lado. En aquel momento los papeles estaban trocados: el agramontés parecía el enemigo de la princesa: el beamontés su defensor y partidario.
Cuando todos los ricos-homes tuvieron agarrado el escudo por los doce anillos, la reina se colocó en medio, y fue levantada en alto.
—¡Real, real, real! gritaron los heraldos.
—¡Real, real, real! contestaron a coro todos los circunstantes.
Entonces la reina derramó sobre su pueblo moneda; pero no acuñada con su busto y su nombre, como el fuero lo exigía: el cumplimiento de esta ley hubiera dilatado tres días más la coronación, y la prisa de doña Leonor era poco escrupulosa: una formalidad de más no valía para ella tres días menos de reinado.
¿Qué significaba tanta impaciencia? ¿Era tal vez un vago presentimiento de lo porvenir? ¿Era una voz secreta que le advertía que si no se apresuraba a reinar, no reinaría nunca?
Descendió del escudo y el obispo de Pamplona la condujo al trono erigido a la derecha del altar mayor, haciéndola sentar en él por primera vez, y entonó el Te Deum.
Los prelados, barones y procuradores de las buenas villas la besaron la mano, y se concedió luego esta honra al pueblo menudo que estaba dentro de la iglesia.
Doña Leonor sufría ya no sólo con paciencia, y firmeza, si no con gusto tan fastidiosas y prolijas ceremonias.
Era reina de Navarra: ningún requisito la faltaba para serlo: las cortes, los bandos, el pueblo la reconocía por tal, y como a tal la besaban la mano de rodillas; a ella que estaba sentada en el trono.
Semejante pensamiento hubiera bastado para inspirarla valor, fortaleza y aun alegría en un potro.
Las gentes que en larga procesión iban pasando delante de sus ojos y a quienes ella miraba sin ver, no la distraían un punto de su gozo y embeleso; y las bendiciones con que cada cual la incensaba al estampar reverentes labios en la regia mano, subían a sus oídos como gratos murmullos que arrullaban a sus propios pensamientos. Pero de repente se estremeció en su trono al escuchar una voz débil, pausada, apenas perceptible que la decía:
—¡Acordaos del día DOCE DE FEBRERO!
Era una mujer la que yacía a sus plantas. Leonor quiso hablar, dar un grito; pero la voz continuó:
—¡QUINCE AÑOS hace! ¡QUINCE días faltan!
—¡Ah! exclamó la reina despavorida, y dispuesta a pedir a sus archeros la detención de aquella mujer.
—¡QUINCE días! dijo esta por último: fría y reposadamente, como si desafiase todo el poder de la reina, a quien todos acataban; o como si con lo seco, y helado, y fatídico de las palabras quisiese aturdir, y fascinar, y hacer enmudecer a su víctima.
Así aconteció. La mujer se levantó grave y serena dejando caer un velo espeso sobre su frente y se confundió luego entre la muchedumbre.
Cuando la reina pudo volver en sí, tenía a sus plantas un gañan que la miraba con estúpido asombro, y la decía:
—¡Señora, Dios la dé a vuestra bizarría más años que al tío Antón que ya era viejo antes de la guerra!
—¡Basta ya, basta! exclamó la reina, levantándose con las facciones desencajadas y el semblante pálido: ¡A palacio, a palacio...!
La augusta dama tornó al alcázar como había venido: arrastrada en una carroza, y esforzándose por saludar y sonreír a su pueblo que la aclamaba.
Al llegar al puente la regia comitiva un caballero armado y calada la visera estaba esperando montado en un bridón. Miraba fijamente a todos lados como si buscase con afán a una persona.
Cuando pasó el conde de Lerín, le llamó con la voz, con la mano, ahincadamente.
—Partid, señor, partid: vuestro palacio está ardiendo.
—¡Lerín!
—Sí, Lerín.
—¿Y mi hija, mi hija?
—Preguntad a la reina que ha hecho de vuestra hija.
—¡Explicaos, explicaos, por Dios! exclamó el conde.
—¡Ea! no perdamos tiempo: dejad esta corte de traidores y asesinos: ¡a Lerín, a Lerín! dijo el encubierto picando río abajo.
El nuevo condestable antes de partirse volvió el rostro para saludar a la reina, sonriéndose afectuosamente, y con la misma sonrisa saludó a sus enemigos.
—¿Qué habrá ocurrido al anciano conde? preguntó doña Leonor al mariscal, que iba al estribo de la carroza.
—¡Quién sabe!
—Nada malo debe ser; porque se aleja sonriendo.
—Nada malo, en efecto: creo que el alcázar de Lerín está ardiendo por sus cuatro costados, y como al parecer no le quedan más que dos castillos...
—¡Dios mío! exclamó la reina: y ¿por qué descuido? ¿Por qué causa?
—Creo que debe ser algún descuido de nuestro bando: ¡porque el conde se ha sonreído tan dulcemente al mirarnos!
—¡Será posible! ¡Mariscal! exclamó la reina, dirigiéndole una terrible mirada.
—Poco a poco, señora, que ahora recuerdo que la sonrisa del conde, para nadie a sido tan dulce como para vos.
La reina inclinó la frente al peso de tan acerba reconvención.
El pueblo la seguía con vítores y aclamaciones, que casi se dirigían a un cadáver, a una estatua de mármol coronada.
Las doce del día era una de las horas más deliciosas para nuestros venerables abuelos. No se curaban, como los judíos, de que anduviese entonces suelto el demonio maeridíano, de que hablan los salmos; ni se les daba un bledo de que al medio día se enfureciesen las divinidades campestres que hacían temblar a los gentiles; llevaban ya seis horas de trabajo, y tenían una hambre muy antigua para pensar en otra cosa que en los medios de satisfacerla.
Sentábanse a la mesa con la última campanada: el capellán, o en su defecto, el padre de familias, bendecía breve y sumariamente los manjares; y ya podía hundirse el mundo entero, que ellos no se levantaban de allí en dos horas, como no fuese para recibir algún honrado huésped del castillo comarcano, o devoto peregrino que volvía de Compostela.
En esta hora nuestras ciudades semejaban en el silencio y soledad a Pompeya y Herculano de estos tiempos.
Tal era el aspecto de Estella el segundo día del reinado de doña Leonor de Navarra, cuando el reloj de San Juan daba las doce. Todos los caballeros de uno y otro bando, todas las damas de alta guisa se hallaban en el palacio sentados a la mesa del festín, a que la reina los había convidado.
La mala cara, las rencillas y los odios resisten muchas veces a los esfuerzos del raciocinio y de la elocuencia, y ceden a los arranques espontáneos de un brindis, a la franqueza que inspira el verse juntos, y participar de unos mismos manjares y regalos. Las enemistades políticas son protuberancias que desaparecen con el mutuo roce de los enemigos. La sociedad es el río que lleva rodando esos cantos esquinados, que chocando entre sí, se convierten al poco tiempo en suaves, redondos y pelados.
Doña Leonor sabía todo esto; sabía que no hay ceño que al comer no se desarrugue, y esta fue sin duda una de las principales razones que tuvo para semejante convite, además del influjo de la buena costumbre de nuestros mayores, que no imaginaban diversiones, que no tuviesen por base una soberbia comida.
La base de las presentes fiestas era muy sólida: podía sustentar con toda seguridad el edificio de la futura reconciliación de los partidos. El programa de aquella nueva era no dependía de los fáciles labios de un ministro, ni de la indiferente pluma de un escritor público, si no de los artículos de fondo de los escuderos de frutería, repostería y de cocina: la obra no sería muy delicada; ya hemos visto que los navarros en el siglo XV, en achaque de comidas, distaban menos de los tiempos antidiluvianos que de los siglos de Lúculo y de Careme; pero en cambio era tan bárbaramente abundante como la de Camacho, y tenía cierto carácter sagrado que le daba una fisonomía particular.
Los principales oficios del palacio real, inclusos los de provisiones, estaban servidos por clérigos; y de tal manera se había arraigado esta costumbre, que por más que los eclesiásticos fuesen dejando poco a poco empleos, que se avenían tan mal con la dignidad y decoro de su ministerio, todavía los seglares que les sustituyeron en la real servidumbre se llamaron clérigos: clérigos de botillería y de despensa, eran los bodegoneros, los despenseros reales. Una misma clase tenía la cura de almas, y la cura de los cuerpos.
Los escuderos trinchantes sudaban el quilo descuartizando a porfía reses y aves; los echanzones o coperos no tenían manos para descorchar frascos y botellas, y escanciar el vino: el pedido era inmenso, el consumo espantoso: doña Leonor podía estar muy satisfecha de la descomunal salida que tenía su obra de reconciliación positiva y de armonía práctica.
Doña Leonor, sin embargo, por más que tratase de ocultar la hiel de su corazón, sentía en su pecho una amargura que ni el bullicio, ni la algazara del festín, ni el aspecto de aquella reunión de enemigos que se divertían juntos, podía dulcificar.
En el brillante concurso faltaban dos personas: don Alfonso y el conde de Lerín: sin este toda la avenencia y cordialidad de los caballeros de distintos bandos, era más superficial y aparente que sólida, pues no participaba de ella quien con una voz, con un ademán podía turbarla: sin aquel, sin su amante ¡cuán poco le importaba a la reina, no ya la paz de Navarra, si no la del mundo!
Cualquiera de estas dos circunstancias bastaba para oscurecer su contento; pero las dos circunstancias reunidas equivalían a un verdadero martirio: su viva imaginación le hacía sentir que no era casual la simultánea desaparición de aquellas dos personas, y que a un tiempo mismo debían recibir un golpe funesto sus planes de reina, y sus planes de mujer.
Natural era que en la mesa se hablase del incendio de Lerín, y natural era que un acontecimiento tan extraordinario del que sólo se tenían noticias incompletas, fuese abultado, y desfigurado, y referido con tanta variedad, cuán varios eran los narradores. Quien aseguraba que la hija del conde de Lerín, desesperada del retraimiento en que su padre la tenía sumida, había pegado fuego ella misma al palacio para sepultarse entre sus ruinas: quien decía, por el contrario, que un galán despechado por los desdenes de aquella sin par hermosura, quiso tomar tan bárbara venganza, y presenciar la horrible muerte de Catalina con los brazos cruzados y calada la visera. Afirmaban otros que los castellanos habían entrado a sangre y fuego por el puente de Lodosa; pero contradecían esta opinión los que juraban haber visto a los soldados de Luís el Onceno de Francia: no faltaba quien hiciese autor de tantos desastres a un fraile, ni quien colgase, por último, el milagro al mismo conde de Lerín.
Entre tan diversas opiniones tres personas había en la mesa que no tenían ninguna, o que se guardaban de manifestarla: la reina, el mariscal y mosen Pierres de Peralta. Leonor miraba a don Felipe, como si quisiese darle a entender que sospechaba de él, o de sus parciales: don Felipe miraba a la reina, como echándola en rostro tan horrendo crimen, y mosen Pierres miraba al plato que tenía delante, como si le importasen un bledo el delincuente y el delito. En cambio el fraile de Irache hablaba por todos, esforzándose en probar, que mientras el reino estuviese infestado de moros y judíos, y sobre todo de agotes, a cada paso se repetirían tan lamentables sucesos.
Sin embargo, aunque descaminado asaz al discurrir sobre un origen, y al filosofar sobre sus causas, nadie anduvo más acertado que el padre Abarca en la relación de los hechos. He aquí la historia verdadera, según el coronista, que a fuer de tal, había tenido buen cuidado de inquirirla de testigos oculares.
La hermosa hija del conde de Lerín, para mayor seguridad y recato se había encerrado en una torre del castillo durante la ausencia de su padre.
Los pisos bajos de aquella torre servían de almacén de leña: allí principió el incendio. Catalina no lo advirtió si no muy tarde, cuando ya parecía imposible atajarlo, y al ir a salir del aposento, cayó desmayada.
Desesperada empresa era salvarla: la ventana de la habitación daba sobre el profundo precipicio del mediodía, y aunque se hubiese querido trepar por medio de escalas, una robusta reja de hierro impedía el paso al aposento. Por el interior del alcázar tampoco era posible llegar sin un inminente peligro y sin un esfuerzo prodigioso. El descanso de la escalera antes de la estancia de Catalina, estaba ardiendo, y había caído desplomado de manera que, delante de la puerta se veía un foso ardiente y profundo, como la boca de un volcán. Para llegar al aposento era preciso saltar por este abismo, atravesar por medio de las llamas, y como estaba cerrada la puerta, apoyarse después del salto en un angosto espacio que había delante del umbral, y detenerse allí para abrir, acaso violentamente la puerta, con el fuego a la espalda, y apoyado en un pequeño piso de tres palmos, que de un momento a otro podía flaquear y hundirse como el otro.
Considérese cual sería el peligro, cuando nadie osaba arrostrarlo por salvar a un ángel, que era el paño de lágrimas de sus vasallos, el ídolo de un pueblo, y el consuelo, recreo y vida del anciano conde de Lerín.
Los brazos al pecho y el rostro aterrado contemplaban todas aquellas horribles llamas que iban a consumir como un copo de lino la criatura más graciosa y dulce del universo, cuando un caballero que llegó presuroso repentinamente, sin vacilar, sin reflexionar siquiera en el peligro, y cubierto con riquísima armadura, con que mostraba ser persona muy principal, subió por la escalera precipitadamente con un hacha en la mano, llegó al borde de aquel pavoroso abismo, y aunque apenas se distinguía la opuesta orilla por el humo y el deslumbramiento, saltó al otro lado, abrió de par en par la puerta de un hachazo, y al poco rato reapareció en el umbral con un bulto blanco en los hombros, cuando ya las llamas le azotaban el semblante.
Detúvose allí: viósele vacilar un momento: no se atrevía a saltar el precipicio; tenía miedo; temblaba ahora, el mismo que pocos minutos antes había manifestado tanto arrojo. ¡Ay! no era extraño. Antes iba sólo; su vida le importaba poco, o por mejor decir, de su vida para nada se acordaba: ahora llevaba consigo una mujer: las dos existencias estaban íntimamente ligadas, eran inseparables: si las fuerzas le faltaban, si afirmaba mal un pie, si resbalaba una línea ¿qué sería de aquella dulce carga que sustentaba en los hombros?
El encubierto acaba de tomar una resolución. Deposita el precioso tesoro que arrebataba al incendio, y un grito de horror sale de boca de todos los circunstantes, que se imaginan que en la imposibilidad de salvarse los dos, atendía a conservar al menos su propia vida. ¡Pobre Catalina, cuales gemidos rasgaron entonces los aires creyéndola perdida sin remedio!
Pero el caballero no quiso salvarse sólo: tornó a empuñar el hacha y a descargar tremendos mandobles en una de las enormes hojas de la puerta, y cuando la sacó de quicio, se abrazó con ella; la levantó con fuerzas hercúleas, lanzándola con ímpetu sobre la boca del fuego a manera de puente.
Era preciso aprovecharse al punto de aquella tabla, que iba a ser devorada por las llamas: el desconocido volvió a tomar a la dama, y atravesó rápidamente el hueco; y por breves instantes, entre la vida o la muerte de entrambos sólo mediaba una tabla que cayó convertida en témpano de fuego, no bien el desconocido con la dama en los brazos, puso el pie en lo firme de la escalera.
¡Cuál exclamación de júbilo y de asombro pobló entonces el viento ensordeciendo el fragor de las llamas! Quedábale muy pocos obstáculos que salvar, y menores sobre todo que los pasados: llegó por fin al patio principal del castillo, y era de ver como todos le cercaban, le dirigían mil preguntas, le abrazaban sin conocerle; y cómo él sin pronunciar una sola palabra, depositó a la dama entre sus dueñas, y tornó al lugar del incendio para impedir su propagación, para salvar en lo posible el edificio, después de haber salvado a su angelical señora: y tanto hizo, y de tal manera animó a todos con su ejemplo, que hasta los más cobardes y desalentados acudieron, y dentro de algunas horas no había más señales del fuego, que el estrago causado en aquella torre del alcázar.
¿Quién era este hombre?
Nadie lo sabía; pues esquivando homenajes de gratitud y admiración, había, desaparecido repentinamente a los ojos de la multitud cuando comenzaba a ceder el fuego, y a disminuir el peligro.
Esta relación tan minuciosamente contada, fue generalmente creída; y ya desde entonces cayeron en olvido las demás historias: la presente reunía las condiciones necesarias para herir la imaginación, harto resabiada por lo maravilloso en aquellos siglos.
Pero la pregunta del fraile fue repetida a coro por su auditorio.
¿Quién era aquel caballero tan arrojado, y temerario, que había concluido y dado cima feliz a tan peligrosa aventura?
El reino de Navarra era bastante pequeño, para que nadie pudiese escudarse con el incógnito, y más teniendo trazas de caballero principal. Éralo este, según constaba de la relación: tenía una armadura rica, cuyo coste podía calcularse en unos cien florines, suma considerable, verdadero caudal para aquellos tiempos en que a la mayor parte de los caballeros les faltaba las mejores piezas del arnés, que tenían empeñadas en casa de algún mercader judío, y en que para ser reputado por infanzón bastaba, como hemos visto, poder presentarse en la guerra armado de todas armas.
Los que estaban a la mesa, eran casi los únicos que podían llevar tan espléndidos arreos; pero no todos los que allí se sentaban tenían hombros para sustentar aquel cúmulo de valor, de osadía, de temeridad, que se necesitaba para representar dignamente el brillante papel de protagonista de aquel misterioso drama: de los más afamados, era preciso entresacar aquellos que por sus odios de partido, no sólo no hubieran arrostrado la muerte por salvar a la castellana y el castillo de Lerín, si no que de buen grado habrían atizado el fuego que consumía los últimos restos del poder de su enemigo. El círculo de las probabilidades se iba estrechando poco a poco; pero todavía se redujo más, cuando los convidados se preguntaron mutuamente: ¿Quiénes faltaron de Estella el día del incendio? ¿Quiénes?
Tan sólo el mariscal de Navarra, y don Alfonso de Castilla.
Entre los dos caballeros la elección no era dudosa: el uno mortal enemigo del de Lerín, el otro aunque de distinto bando, extranjero, recién llegado a Navarra, y de consiguiente sin odios que satisfacer, amigo antiguo del conde; y naturalmente inclinado a superar dificultades, a lanzarse tras difíciles empresas. Unánime pues se pronunció la opinión en favor del mesnadero de la reina; y para que nada faltase al esclarecimiento de la verdad, fue confirmada por el mismo don Felipe de Navarra, que hasta entonces había presenciado silencioso, una discusión en que tantas veces su nombre resonaba.
Pero nadie, nadie lo creyó tan firmemente como la reina, la reina a quien tal vez algunos presumían adular enalteciendo las prendas, el heroísmo del caballero, y a cuyo corazón lanzaban sin saber dardos de celos. ¿Cómo había de dudar ella que el paladín de Catalina fuese el amante de Catalina? ¿Cómo había de ignorar lo que a los demás se les ocultaba, que en la menor circunstancia, en cada palabra que salía de boca del fraile de Irache, se estaba trasluciendo no un valiente, si no un enamorado, no un héroe, si no un amante? ¿Cómo podía desconocer que nadie, nadie si no Alfonso era capaz de tanta decisión, impavidez, e inteligencia?
¡Oh! ¡Alfonso, Alfonso, su pérfido amante había tenido en sus brazos a la niña de quince años, a la tierna virgen de Lerín, mucho más interesante después de su desgracia, que había conmovido aun a los más indiferentes, aun a sus propios enemigos! ¡Alfonso había respirado su aliento, oído sus sollozos, enjugado sus lágrimas! ¡Alfonso había estrechado contra su pecho aquella purísima azucena, y deleitádose con sus perfumes, y teñídose con el oro de su frente, y sentido en su caliente rostro el dulce frescor de sus lozanas hojas!
¡Oh! ¡Qué horribles tormentos experimentaba cuando los cortesanos decían, y lo decían a fuer de lisonjeros!
—¡Hazaña digna por cierto de su alta fama!
—¿Y quién es? ¿Quién es ese infanzón discreto y sabio como un monje...?
—¿Y valeroso como ningún caballero?
—¿Y galán y bizarro como pocos?
—¿Y rico, y generoso, y espléndido como ninguno?
—¿Si será algún príncipe desterrado?
—¿Un bastardo quizá del rey de Francia?
Mientras semejantes comentarios se hacían, la reina cansada sin duda de mostrar sereno y apacible rostro, se retiró a su cámara y pudo allí dar rienda suelta a su dolor inmenso.
¡Vano y más que vano, ridículo es mi empeño de retener más tiempo el amor de ese hombre! decía para sí la reina, después de dos días de reinado, de una noche de insomnio, de largas horas de tormento y cavilaciones.
Confesión humillante; pero no exenta de orgullo. Una joven hubiera dicho redondamente: «ese hombre se burla de mí, jamás me ha querido»; una mujer de su edad no podía imaginarlo siquiera. La razón consiste en que la primera no tiene ninguna, para temer el desvío, y le sobran muchas a la segunda para sospecharlo.
Las palabras del festín: «¡Es don Alfonso, es el infanzón el héroe del incendio! resonaban tan fatídicas en sus oídos como aquellas de la coronación: ¡Acordaos del día 12 de febrero!».
Grande constancia había menester contra una suerte tan desgraciada.
Su espíritu anhelante de felicidad y consuelo no desmayaba, empero: al encontrar obstruido el camino que emprendía, tornaba atrás para emprender otro nuevo, si no con mejor éxito al menos con mayor decisión.
Mientras los convidados se divertían en el sarao que vino en pos del festín, ella permanecía en un aposento lejos del bullicio, acompañada de tres personajes de nuestra historia. El uno mozo, galán, de fisonomía franca, de mirada noble a un tiempo y cruel, era don Felipe de Navarra. El otro un monje benedictino, cándidamente asombrado de verse en aquella reunión, y mirando de reojo, y casi con miedo, al tercer personaje, anciano de facciones duras y desabridas, de temperamento bilioso, muy poblado de barba, enjuto de carnes, recio de miembros, insensible físicamente a los trabajos, y moralmente a blandas y tiernas afecciones: llamábase mosen Pierres de Peralta.
No es extraño que el padre maestro Abarca, conocedor de sus mañas con respecto a la gente de iglesia, conservase a su lado la expresión y la actitud del ratón cerca del gato.
La conferencia era demasiado importante para que la reina como presidente, se excusase de la oración inaugural que debía instruir a todos del objeto de aquella asamblea. El objeto sin embargo era de todos conocido, y la oración podía muy bien ser escusada, si los hombres pudiésemos dispensarnos fácilmente de las fórmulas.
Pero los taquígrafos de aquellos tiempos, como los de ahora, solían extractar en dos líneas las oraciones más largas y mejor decoradas, y he aquí el brevísimo resumen que nos han dejado del discurso de la reina doña Leonor.
—Os he convocado aquí, señores, porque de nadie puedo esperar con más fundamento que de vosotros el auxilio y la cooperación eficaces para la grande empresa a que me llama Dios nuestro Señor.
El fraile hizo un movimiento de cabeza en señal de asentimiento: el mariscal permaneció inmóvil: al comienzo del discurso su imaginación estaba en otra parte y al final seguía en la misma: mosen Pierres arrugó el entrecejo, y dio cierto resoplido con la nariz, que se terminó con una sonrisa escéptica,
—Estoy resuelta, prosiguió la reina con voz seca y fatigada, efecto de dos días de sufrimiento y postración: estoy resuelta a consolidar la paz en mi reinado: es preciso que en adelante no haya agramonteses ni beamonteses, si no navarros en Navarra.
—Y no puede haber, señora, contestó el monje una resolución más cristiana, ni más conforme a la ley de Dios, ni a lo que nos enseñan las sagradas letras. Comenzaré desde el fratricidio de Caín a quien Dios maldijo, y le puso una señal en la frente... No, la señal no fue por el fratricidio, si no porque el Señor no quiso que nadie le matase, a pesar del fratricidio, lo cual prueba...
—Reverendo padre, exclamó Pierres de Peralta, interrumpiéndole: ¿sois por ventura abad de algún monasterio?
—No: todavía la misericordia de Dios...
—¿Ni sois obispo, ni cosa que lo valga? añadió con mal gesto el caballero.
—Soy un siervo de Dios y de los más humildes.
—¿Conque no tenéis ni una almena, ni un feudo, ni un vasallo de quien disponer?
—No señor.
—Pues entonces debe importaros lo mismo la paz o la guerra, que a nosotros de vuestros Caínes, y vuestras pláticas de cuaresma.
—Mosen Pierres, advirtió la reina, el padre Abarca que tenéis delante, es un santo religioso elegido por... por mí: dijo después de una brevísima pausa, durante la cual le asaltaron crueles recuerdos: elegido por mí, para negociar la perpetuidad del sobreseimiento...
—Vamos a ver, ¿y qué habéis hecho? preguntó Peralta.
—Yo, señores, respondió el benedictino, desviándose cuánto pudo de mosen Pierres: empiezo protestando que sólo el santo deber de la obediencia puede obligarme a que departa, converse y conferencie con este caballero, que está a mi lado, y sobre el cual, según dicen las tablas de los templos, pesa una excomunión mayor...
—¡Voto, a los once cielos! exclamó el excomulgado, que si no fuera porque tengo determinado de ir a Roma a que me absuelva el Padre Santo, forzábaos ahora mismo a que me absolvieses, si no queríais morir sin confesión.
—¡Señor caballero...!
—Señor fraile, o señor diablo, ruégoos que os dejéis de simplezas, y prosigáis o comencéis vuestro cuento, y cepos quedos con lo de la excomunión, y lo de Caín; pues, a fe mía, que por acá nada cae en saco roto, y peor es meneallo.
Prudente o temeroso el fraile, que las más veces suelen confundirse el temor y la prudencia, tamañito y redondo como un ovillo, prosiguió en estos términos:
—Señores, yo no puedo mirar la guerra si no como un azote de Dios por nuestros propios pecados, y he considerado que apartando de nosotros los pecadores, que son los agotes, los moros y los judíos...
—¡Los judíos! ¿Y si expulsamos a los judíos, quién nos presta dinero en adelante? dijo mosen Pierres.
—¿Y qué hacemos con expulsar a los infieles si la guerra es entre cristianos? observó la reina.
—Por eso proponía yo además, que para unir a los dos bandos, debíamos principiar por unir a los dos caudillos, y los dos caudillos se unen por medio del santo matrimonio.
—¿Cómo? ¿Queréis casar al mariscal con el conde de Lerín?
—Con su hija, señor caballero, con su hija.
—¡Famosísimo! Digo que me place el consorcio de la luz y de las tinieblas, del invierno y del verano, del cielo y del infierno. ¡Lerínes y Navarras! ¡Ja, ja, ja! Hace mucho tiempo que no me había reído de esta manera. ¿Y qué dices tú a eso, señor sobrino: que pareces uno de los siete durmientes; qué dices de esa boda?
—Digo, señor tío, respondió el mariscal, rompiendo por fin su silencio; digo que no me dé Dios otra ventura que esa boda.
—¡Ola! ¡ola! Veo que estás de mejor humor que aparentas. Acabemos, hermano religioso, si no habéis inventado otra medicina para la salud del reino por más desahuciado no doy un dinero.
—Pero, señor, exclamaba el fraile con ingenua admiración: ¡Si las partes aceptan! ¡Si el de Lerín consiente! ¡Si el mariscal lo desea...!
—¿Qué dices a esto, sobrino? preguntó mosen Pierres alarmado.
—Digo, señor, que esta es la verdad.
—¡Voto a mil legiones de demonios, señor sobrino...!
—Señor tío, sosegaos: que estáis delante de una dama y de una reina.
—¿Pero es verdad lo que estoy oyendo?
—La verdad es, para acabar presto, que estoy perdido de amores por Catalina de Beaumont.
—¿Y desde cuando? ¿Y cómo?
—El cuando y el cómo no hacen al caso.
—¡Pero con ella! ¡Con la hija del asesino de tu padre! ¡Tú llamar padre al conde de Lerín!
—No está averiguado que don Luís de Beaumont haya sido el matador del mariscal difunto, dijo la reina.
—No os expresabais así hace algún tiempo; se atrevió a replicar mosen Pierres.
—Sospechas de enemigos suelen ser injustas, repuso Leonor.
—El conde de Lerín no se halló de seguro en la sorpresa de Pamplona, donde pereció vuestro ilustre padre; así lo digo en mi historia: dijo el cronista.
—Reverendo padre: si algún día tenéis que tachar esa línea de vuestro libro y decir lo contrario, respondió don Felipe con acento firme y solemne, podréis añadir que el nuevo mariscal hundió su espada en el pecho del conde traidor al pie mismo del altar donde debía unirse con su hija, y si se averigua después de la boda, diréis que el mariscal saco la espada, y se cortó la mano que había dado a la hija del asesino de su padre; pero mientras no se averigüe, señor tío, de Catalina o de nadie.
—¡Cuerpo de Dios! exclamó el de Peralta: ¡esto tiene trazas de una conjuración! ¡Y yo no he sido llamado aquí para ser oído sino para escuchar mi sentencia! ¡Y todo estaba convenido y arreglado!
—Conmigo nada: si la reina ha tenido la feliz idea del enlace, sagaz anduvo en adivinar mis más ocultos pensamientos: yo mismo no hubiera acertado a expresarlos, ni menos a proponerlos: pero me lo dan hecho, y lo acepto, señor tío: lo acepto de todo corazón, por mí, y por mi bando.
—¡Ah! ¡Ah! dijo mosen Pierres, meneando la cabeza, los ojos casi cerrados, y sonriéndose amargamente: debí conocerlo cuando con tanta facilidad como injusticia se me ha despojado de mi dignidad de condestable...
—Estabais excomulgado, replicó Leonor disculpándose.
—Pero lo conocí antes, continuó el caballero desentendiéndose de la interrupción de la reina: y ni vos, señora, con vuestro real poder, ni tú, niño mimado y voluntarioso con ser cabeza del bando agramontés, ni vos, padre, con vuestras ocurrencias frailunas, podéis ya pensar en la paz, si no después de la ruina y exterminio del bando rebelde.
—¿Cómo es eso? preguntaron a un tiempo los tres.
—Habéis de saber, reina y señora mía, caro sobrino y reverendo padre, que yo también, por increíble que os parezca, yo también estaba dándome trazas para terminar la guerra que con escándalo dura tantos años; el por qué me lo sé yo, y la reina mi señora no debe tampoco ignorarlo. Pero mis trazas han sido muy diversas de las vuestras; aunque sí más eficaces. Ya yo tenía mis barruntos de que doña Leonor, una vez sentada en el trono de sus mayores, había de anhelar la paz a toda costa y a cualquier precio, y dije para mí: «démosla la paz, hecha como Dios manda, y esto menos tendrá que hacer la ilustrísima reina. El conde de Lerín está casi por tierra, más débil, más pobre que nunca: dos castillos o fortalezas le quedan de tantos como tenía todos los demás han caído en poder nuestro, por el valor y esfuerzo de mi sobrino el bravo mariscal, de quien yo no sospechaba debilidades que ahora veo: si dos castillos le quedan solamente, hagamos que los pierda, y no tendrá donde refugiarse, desaparece el conde, y en paz queda el reino; y no hay necesidad por cierto de gratos de boda ni de alianzas monstruosas y desatinadas que remueven hasta los huesos del sepulcro. Yo solo concibo el descanso cuando quedan exterminados todos mis enemigos. ¿No discurría bien, padre maestro?
—Acabad, acabad, mosen Pierres, dijo la reina con imperioso acento.
—He concluido, repuso el caballero con cínica insolencia: de los dos castillos que le quedaban al conde, ayer le quemé uno, y mañana le arraso el otro. De esta manera en un par de días os daré un reino pacífico, es decir, un reino todo agramontés.
—¡Todo vuestro!
—Todo de vuestra alteza. ¿No sois alteza cabeza del bando agramontés? preguntó Peralta con socarronería.
—Mosen Pierres, yo soy cabeza de toda Navarra, y si ahora mismo llamo a mis archeros, y les mando que os prendan, y a la Corte que os castigue, por incendiario, por alevoso, por desobediente por rebelde...
—Señora, paso; no digáis palabras, que por experiencia debéis saber que son vacías de sentido.
—¡Mosen Pierres! exclamó colérica la reina: ¡es que ahora no vive mi padre don Juan II que os protegía, y os conservaba a mi lado, como un guardián, para que me vigilaseis, como un tutor para que me dirigieseis! ¿Es que ahora no estamos en los tiempos en que sitiando yo a Sangüesa para cobrar los cuarteles, llegasteis vos con tropas vuestras y me hicisteis levantar el cerco, y entrasteis en la ciudad, y cobrasteis aquella pecha, no para mí, sino para mi padre?; ¡y yo tuve que marcharme humillada y escarnecida! ¡Es que ahora no estamos en Murillo, donde fui insultada por vos, mosen Pierres, insolente con una mujer, insolente porque mi padre os pagaba largamente tamañas insolencias! ¡Ahora el rey don Juan está en el sepulcro y yo en el trono; y soy reina propietaria, no gobernadora; y tengo mis guardias, y mis oficiales...!
—Esos guardias están puestos por mí, repuso el de Peralta casi amarillo de rabia reprimida: vasallos míos son esos oficiales colocados ahí por vuestro caro y amado padre, que está en gloria. Excomulgado, respétanme los curas y los frailes y cristianos más devotos, ¿Y no me han de respetar los demás, incendiario, es decir, representante del sistema de terror que es preciso seguir con los enemigos de la patria? Sabedlo, señora; los beamonteses, vuestros nuevos amigos, traidores son que tienen vendido el reino a vuestro hermano don Fernando de Aragón; y si los recibís en el seno, no hacéis más que calentar víboras arrecidas que os han de morder luego el corazón.
—¿Conque es decir que mi voluntad aquí no rige? ¿Que yo no soy obedecida? ¿Que vos, Pierres de Peralta, sois más que la reina de Navarra? ¿Que sois el verdadero monarca de estas tierras? ¿Que la reina forma treguas para que vos las rompáis el día que se os antoje? ¿Y para esto soy reina? ¿Para esto me aclaman y me coronan? pues yo mudaré mis guardias, yo pondré mis oficiales...
—¿Iréislos a buscar sin duda en el bando beamontés, que no puede perdonaros el...? repuso mosen Pierres con mayor insolencia.
—¡Silencio! ¡Los buscaré donde haya uno que me vengue de vos!
—De él os vengaré yo, señora; dijo el mariscal, alzando la frente a la sazón.
—¡Aquí, aquí tenéis una espada invencible! ¡Aquí tenéis un bravo caballero! exclamó Leonor con ufanía.
—¡No he menester de la espada, señora!: de palabra fue la ofensa, de palabra os vengaré.
El rico-hombre de Peralta le dirigió una mirada de ferocidad y asombro que el bizarro mariscal soportó sin pestañear; y afectando modales tranquilos y continente sereno, continuó en estos términos con acento algo turbado:
—Vos, mosen Pierres, vos segundo caudillo del bando agramontés, habíais dispuesto vencer al conde de Lerín, arrasando sus castillos durante una tregua que descansa en lo sagrado de mi palabra: para esto debisteis seducir criados del conde que diesen fuego al edificio, por la torre donde Catalina estaba encerrada: que esta dama pereciese allí, o que dejase de perecer, era un accidente que no alteraba vuestro plan; esto dispusisteis vos, solo,huélgome de saberlo, sólo; vos segundo caudillo agramontés; yo primer caudillo de este bando lo supe, casi milagrosamente, y volé a deshacer vuestra obra.
—¡Vos! exclamó la reina: ¿fuisteis vos por ventura...?
—Yo fui ¡vive Dios! yo fui quien salvó a la hija de mi enemigo.
—¿A Catalina? tornó a decir la reina con un gozo que ya no le cabía en las entrañas.
—A Catalina, y no sólo a Catalina, si no el castillo.
—¿Conque vos habéis sido aquel caballero encubierto?
—Sí ¿De qué os admiráis? Amo a Catalina, detesto la traición y la deslealtad.
—¡Ah! ¡Por qué no lo habéis dicho antes! exclamó Leonor con un gemido que le salía del hondo del corazón: ¡Qué tormentos me hubierais evitado!
—¡Señora...! repuso modestamente el joven mariscal.
—¡Oh! no prosigáis: os disculpo, os admiro... no habéis querido salir a recoger la copiosa mies de honores, de aplausos y de gloria, cuando los demás estaban espigando el campo que no les pertenecía. Esa bella acción merece una digna recompensa: vuestra será Catalina: mariscal, os doy mi palabra de reina: vuestra será Catalina; vuestros mis tesoros, vuestro mi reino. Mosen Pierres os perdono todo... porque, porque habéis dado ocasión a vuestro sobrino de mostrarse tan... tan bizarro, tan heroicamente generoso.
Leonor sabía disimular sus penas; pero no su gozo. Radiante de júbilo se acercó a un bufete, escribió dos líneas, llamó a un paje y le entregó el escrito.
Tornó en seguida a la conferencia; pero ya no sabía hablar de los asuntos del estado, si no de la aventura de Lerín. Pedía pormenores minuciosos a mosen Pierres, del modo con que se había gobernado para llevar a cabo su horrendo crimen, se los pedía y los escuchaba, como si de una acción indiferente se tratase. Volvíase luego al mariscal para departir con él acerca de los amores de Catalina; para ella nada había más interesante, nada más halagüeño que este cuadro, y sobre todo cuando en él se percibía alguna tinta de la afición de Catalina. ¡Oh! ¡Cuán honda era la herida de sus celos, cuando el primer respiro le parecía una felicidad soñada, insoportable!
Antes de levantarse los cuatro miembros de la asamblea, la mayoría para volver al sarao, y la minoría al monasterio, recibió Leonor aviso de sus confidentes de que el conde de Lerín, creyendo al mariscal don Felipe de Navarra autor del incendio, había llamado a los caballeros de su bando, sin duda para romper la tregua que apenas contaba una semana.
El mariscal y el monje quedaron consternados: mosen Pierres se sonrió con aire de triunfo; pero Leonor no tuvo alteración ninguna.
—¡No se aman! decía para sí con júbilo mientras los demás estaban comentando tan triste noticia: ¡él no ha sido su salvador! ¡No la ha tenido en sus brazos, ni por ella ha expuesto su vida! ¡Oh! ¡El vendrá aquí y de rodillas le pediré perdón de mis injustas sospechas! ¡Y yo que sin saberlo supuse que Catalina amaba al mariscal y decía la verdad! ¡Oh! ¡Verdad consoladora que me tranquilizas y me das la vida!
Gozaba por fin Leonor de un momento de ventura, después que tantas y tan largas horas de dolor habían transcurrido desde el logro de sus afanes. Había descargado de su corazón el insoportable peso de los celos y sentía el placer del alivio, placer casi material, y el primero de toda transición agradable del espíritu.
Iba a llegar su amante: acababa de escribirle que viniese, y acababa de recibir su contestación pronta, breve y satisfactoria. Verle y precipitarse a sus pies, y pedirle perdón ¡infeliz! de haber padecido tanto por él, y abrasarle en amor con la violencia de sus llamas, todo sería una misma cosa.
Veía luminoso, apacible y arrebolado, uno de los horizontes de la vida, y los demás no podían presentársele negros y sombríos: la luz de la felicidad irradia por todas partes, suaviza la aspereza de las tintas más oscuras: es imposible, en una palabra, ser felices en una cosa sin serlo en todas proporcionalmente: los dolores se mitigan, los temores se desvanecen, y la esperanza, pobre flor lánguida y marchita, se reanima, y desarruga sus pétalos a los primeros rayos del sol de la ventura.
Leonor segura del amante, consideraba también segura la paz, segura la corona. Para atormentar a don Alfonso, para hacerle sentir los rabiosos celos que la despedazaban, había supuesto que el mariscal era correspondido de Catalina, y por fortuna suya, la suposición tenía grandes visos de verdad: ¿qué importaba ya que el conde de Lerín rompiese los pactos de dos meses, si con una palabra de su hija podían reanudarse para siempre?
Cuando en mar tan bonancible se dejaba llevar su risueña fantasía sintió pasos por la escalera secreta, y el corazón de la reina comenzó a batir sus alas, al primer anuncio de la proximidad de su amante.
Sonaron tres golpecitos, y acudió a la puerta. Ya no podía aplicársele al corazón la metáfora de las alas: eran golpes de remo, eran redoblados golpes de maza los que ella sentía en sus entrañas: el júbilo le anudaba la garganta, y todo su cuerpo temblaba de amor y de impaciencia.
Abrió la puerta, y lanzó un grito de sorpresa. No era Alfonso: era una mujer vestida de negro y cubierta con un manto.
—¡Ah! exclamó Leonor asustada: ¿Quién sois vos? —¡Venís equivocada!
—No, no por cierto, contestó la recién llegada, adelantándose con resolución, y sin extrañar tan brusco recibimiento: vengo a buscaros, a vos, doña Leonor, condesa viuda de Fox y reina de Navarra.
—¡Venís a buscarme! Pues qué ¿me traéis algún mensaje? preguntó la reina con menos aspereza, imaginándose que podía ser alguna dueña enviada por Alfonso: ¿Venís a conducirme a cualquier otra parte?
—No, no, señora, contestó con calma la encubierta: bien estamos aquí: aquí os cojo, y aquí os hablo.
—¡Cómo! ¡A la reina ese lenguaje! ¡A mi hablarme tan familiar y descaradamente! —Descubríos.
—De poco os asustáis, doña Leonor: lenguaje más duro tenéis que oír de mis labios esta noche; porque será el lenguaje de la verdad.
—¡Descubríos! repitió la reina, más que con imperio.
—Me descubriré, señora, perded cuidado; repuso con el mismo acento frío y tranquilo la desconocida: pero os advierto que vengo a mandar, no a prestaros obediencia.
—¡Descubríos! exclamó Leonor, fuera de sí: descubríos, o si no vendrán mis guardias a arrancaros el velo.
—¡Ah! mucho afán tenéis de conocerme, ¡y por Dios, que nunca, nunca ha de pareceros tarde haberme conocido!
—¿Quién sois?
—¿Os acordáis del besamanos de ayer?
—¡Ah! ¡Sois vos!
—¡ACORDAOS DEL día DOCE DE FEBRERO!
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Esa voz... yo la conozco...!
—¡QUINCE AÑOS HAN PASADO! ¡QUINCE días FALTAN!
—¡Explicaos, explicaos por Dios! Toda una noche han estado resonando en mis oídos esas palabras fatídicas: no he dormido... no he cerrado los ojos...
—Y no los cerrarás mientras seas reina, porque yo salgo del sepulcro para abrir la puerta a tus remordimientos; y cuando los remordimientos invaden en tropel el corazón, no hay lecho donde se esté bien, no hay sueño tan pesado, que rinda los párpados; y si se duerme... ¡Ah! ¡No sois vos tan novicia en el crimen que no sepáis lo que es dormir con remordimientos!
—Pero, ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Quién me habla? exclamaba atónita, confusa la reina, tendiendo la mano maquinalmente en ademán de levantar el velo a la desconocida.
—Mucho afán tenéis por conocerme, cuando no traigo contra vos mayor defensa que mi rostro, mis facciones.
—¿Cómo?
—Levantar yo el velo, y caer vos aterrada delante de mí todo será uno. Acudid, acudid a la puerta, dijo con sarcasmo la encubierta; llamad a vuestros pajes, y escuderos; decidles que vengan a presenciar mi triunfo, a dar testimonio de que os han visto a mis pies... Pero... ¿Os sentáis? —Hacéis bien, doña Leonor, que tenemos mucho que hablar.
—¿Pero quién es esta mujer? exclamó la reina taladrando con la memoria los sucesos de quince años. ¿De dónde sale?
—¡Del sepulcro! respondió con voz fatídica la enlutada.
—¡Blanca! gritó de súbito Leonor: ¡Oh! Blanca no puede ser; repuso con las facciones desencajadas, pálida, de horrible aspecto, ¡mi hermana! ¡Es imposible...! porque mi hermana...
—¡Sí, tu hermana está bien muerta! ¿No es verdad? dijo con sangrienta sonrisa la desconocida: los venenos de la de Fox son infalibles... ¡Matan hasta la sombra! Si no, todavía temblaría en vuestras sienes la corona, todavía creeríais ver la mano de Carlos que os la arrancaba; la mano de Blanca que os la arrancaba; la mano de millares de víctimas que os la arrancaban; la mano de Jimeno que os la arrancaba; la mano de Inés...
—¡Inés! ¡Inés! gritó Leonor como herida de un rayo. ¿Eres tú? ¿eres tú? ¿De dónde vienes?
—¡Del sepulcro! tornó a decir: Inés no ha muerto con tu ponzoña: Inés puede resucitar.
—Pero Inés, murmuraba Leonor con una obstinación escéptica; Inés, despechada de celos se tiró al Gabe... Inés ha muerto; yo vi sus vestidos a la orilla... yo vi su cadáver...
—Y como visteis sus vestidos, y como visteis su cadáver, y como sabíais que los príncipes muertos ya no reinan, y que los suicidas calumniados no se levantan a defender su honra, por eso no vacilasteis en infamar la memoria de Inés, en manchar su fama; por eso dijisteis: «En buena sazón se ha desesperado: ella cargará con todo el peso de mi crimen: acusémosla de envenenadora... La princesa amaba a Jimeno correspondida, al mismo Jimeno amaba Inés desdeñada... ¿Hay cosa más natural si no que Inés se vengue de la princesa envenenándola, y que luego arrepentida, o temerosa del castigo se arroje al río más inmediato? ¿Quién podrá desmentir una fábula tan verosímil?»
¿No es verdad que discurristeis así, doña Leonor?
—Sí, respondió la reina, que había perdido ya la energía para disimular.
—¿No es verdad que no temíais que el sepulcro se abriese al cabo de quince años para desmentiros?
—No.
—¿Y qué creéis ahora?
—Nada.
—Firmad este papel: dijo entonces la encubierta, como queriendo aprovecharse de la postración a que calculadamente había reducido a la reina: firmad, añadió presentándola un escrito.
—¿Qué es esto?
—Una reparación a que en justicia estáis obligada: —Oíd. «Declaro yo, Leonor de Navarra que Inés de Aguilar, hija de mi escudero Juan de Aguilar, es inocente del crimen de que la he acusado: a saber, del envenenamiento de mi hermana doña Blanca de Navarra.»
—¡Imposible, imposible! dijo la reina... me cortarán primero la mano.
—La mano sola, no; la mano con el cetro, sí os la cortaré, como os neguéis a firmar.
—¿Cómo?
—Porque yo no me contentaré con defender a Inés; os acusaré a vos, reina de Navarra: saldré por esas calles pregonando vuestro crimen, y me creerán; porque los muertos no mienten, porque yo soy Inés, Inés vuestra dama: la desesperada, la muerta... ¿Me conocéis?
Y la encubierta levantó el velo, y mostró a la reina un rostro pálido, magro, consumido, un rostro de cadáver, si los cadáveres conservasen dos ojos grandes, vivos, fulminantes.
—¡Inés! ¡Inés! exclamó Leonor: ¡ha llegado mi última hora!
—No; todavía no. Firmad, o salgo de casa en casa, de pueblo en pueblo, publicando vuestro crimen, y como un espectro concitando el reino contra vos.
—Inés, soy muy criminal, lo conozco; pero... ¡ten compasión de mí!
—¡Compasión... compasión de vos, que no la habéis tenido de vuestros hermanos, a quienes emponzoñasteis; de Jimeno, de Inés a quienes horriblemente habéis calumniado! —Firmad: ahora mando yo, firmad.
—Inés, haré cuánto quieras; pero...
—Firmad, señora, repitió Inés con energía: yo no tengo guardias ni escudero para amedrentaros; pero tengo voz para sublevar al pueblo contra la envenenadora de sus príncipes...
—¡Escuderos...! ¡Pueblo...! murmuraba la reina, haciendo el último esfuerzo de resistencia, al verse acosada al borde del precipicio. —¡Oh! ¡Qué idea...!
—Firmad, repitió Inés con acento sepulcral y con el ademán de una fantasma. Firmad, o me lanzo en medio de vuestros festines...
—¡Inés! dijo la reina, exagerando su desfallecimiento: las fuerzas, me faltan, la sed me devora, voy a morir abrasada por la fiebre...
¡Por Dios! ¡Un vaso de agua...! ¡Y después... todo lo que quieras...!
—Así decía Blanca... Así decía vuestra hermana... ¡un vaso de agua pedía, y le distéis un vaso de ponzoña...!
—Dádmela a mí con tal de que beba.
—¡Yo! repuso Inés con fría sonrisa: ¿cómo he de daros lo que no tengo? Llamad a vuestros pajes...
—¿Consientes? dijo Leonor con un gozo mal disimulado.
—¿Por qué no? con tal de que vos me deis palabra de firmar después...
—¡Oh! sí: mi palabra real.
—Llamad a vuestros escuderos, dijo Inés con la calma, con la frialdad de la estatua del Comendador.
—A mis escuderos no, a mis dueñas basta, advirtió Leonor anticipando una disculpa.
La aparecida se encogió de hombros, como diciendo ¿qué me importa? Leonor observó con terror aquel ademán glacial. Tornó a mirar a Inés antes de acudir a la puerta; pero la antigua dama de su servidumbre había dejado caer el velo, y permanecía inmóvil en una actitud tranquila.
—¡Brianda! gritó la reina entreabriendo la puerta principal de su aposento.
Al poco rato llegó la dueña:
—¿Ves esa mujer que está en el fondo de la cámara, apoyada en el sitial y cubierta con el manto? —Mírala, por Dios, con disimulo...
—Está bien, ¡y qué...!
—Reuníos al punto todos mis criados en esta recámara inmediata, y cuando yo diere tres palmadas, entrar y apoderaos de ella.
—¿Tres palmadas?
—Sí, baja la voz.
—¿Todos los criados?
—Sí, mis escuderos principalmente; prevenles que de nada se asusten.
—¡Asustarse! ¿De qué?
—Nada: está loca.
La reina volvió a cerrar la puerta, y lentamente se fue acercando a la resucitada, que no había variado de postura.
—¿Habéis bebido? la preguntó Inés con un acento frío y penetrante como la punta de una espada.
Leonor quedó desconcertada con una pregunta tan sencilla: ni para cubrir las apariencias se había acordado de pedir el vaso de agua.
—¡Sí... Sí...! respondió balbuciente.
—¿Entonces os sentiréis mejor?
—Algo mejor.
—¿Con fuerzas para firmar?
—¡Oh! ¡Sí, para eso sí! contestó la reina, como queriendo desvanecer con su docilidad las sospechas que pudiera excitar su aturdimiento.
—Veo que la bebida os ha reanimado mucho, y que no sólo tendréis fuerzas para firmar, sino para copiar el papel.
—¿Para qué?
—Hace siempre más fe un documento escrito todo del puño y letra del que lo autoriza.
—Pero... eso no es lo pactado: repuso Leonor afectando resistencia.
—Pero eso es lo que yo quiero, y como habéis de hacer todo cuánto yo mande...
Mordiose los labios la reina, y luego encogiéndose de hombros murmuró:
—Es igual... Pero no: es mejor... así daré tiempo...
—Sentaos, dijo Inés: Bien: veo que el vaso de agua os ha vuelto las fuerzas...
—¡Oh! no abuséis de vuestra superioridad, exclamó la reina con voz dolorida; concluyamos presto.
—Me parece bien: os dictaré yo, dijo Inés, tomando el papel.
—Antes no sabíais leer, observó la reina a quien acababa de asaltar una idea, y clavó una mirada de lince en la tapada, maldiciendo del velo que cubría su rostro.
—En el sepulcro todo se aprende, y todo se sabe. Así pues haced buena letra y clara; la vuestra lo es generalmente; pero estáis delante de una maestra; os lo prevengo.
—Dictad.
—Declaro yo, doña Leonor de Navarra...
—Declaro yo... doña... Ya está.
Inés se acercó silenciosamente, y por encima de los hombros de la princesa seguía sus rasgos con los ojos...
—No: ahí no dice: doña Leonor de Navarra, dice: Inés de Aguilar...
—¡Ah! exclamó la augusta amanuense sorprendida. ¿Conque sabéis...?
—Sé corregiros la plana, reina y señora: no os apuréis: ese ha sido un desliz que puede remediarse fácilmente, tomando otro papel, y comenzando de nuevo.
No hubo remedio: después de aquella inútil tentativa, Leonor tuvo que copiar fielmente el escrito, y lo que es más, tuvo que firmarlo.
Inés lo recogió, y la dijo con su acostumbrado acento sarcástico:
—Señora, ¡que os aproveche el vaso de agua, y hasta dentro de catorce días! Y se disponía a marchar.
—¡Esperad, esperad! ¿Por qué decís dentro de catorce días? exclamó la reina despavorida.
—Ayer eran quince los que faltaban para el día doce de febrero.
—¿Y qué?
—¡Celebraremos juntas el aniversario de Blanca de Navarra!
Leonor daba vueltas como un árabe del desierto, como una tigre en el interior de la jaula: deteníase a veces al pasar delante de la puerta, y sintió a la sazón rumor de mucha gente que se esforzaba en guardar silencio.
Entonces la tigre que rondaba se volvió furiosa contra la pobre oveja encerrada en el círculo fatal de sus pasos.
—¡No, mujer, fantasma, o demonio, no: antes de ese día perecerás a mis manos! ¿Qué me importa un crimen más que ha de ser la losa sepulcral de todos mis crímenes? Morirás, ahora morirás de veras: morirás a mis manos; los que yo mato no resucitan. ¡Oh! ¡Necia, necia has sido en verdad, hasta el punto de que yo tengo casi tentación de perdonarte, de despreciarte por estúpida! ¡Quince años que has debido estar pensando en vengarte; quince años que sólo has tenido esta idea fija! ¿No te han enseñado más que venir aquí a turbar mi tranquilidad por espacio de una hora, para entregarte a mí para siempre; para irritarme y poner mi alma en sazón de que te mate sin remordimiento? ¡Lánzate a las calles, subleva el pueblo contra mí, emprende una cruzada contra tu reina; que yo con tres palmadas, con una voz tengo bastante para sofocar la tuya, para confundirte y anonadarte!
Inés no respondió, permanecía inmóvil: sacó luego sus manos pálidas de debajo del manto, y con fuerza y con pausa dio tres palmadas.
—¿Qué hacéis? exclamó la reina atónita de semejante resolución.
—¡Suicidarme! dijo Inés secamente.
La puerta principal se abrió con estrépito, y el aposento se inundó de pajes y escuderos, unos con armas, y otros sin ellas.
—¡A esa! ¡A esa! gritó la reina, como el cazador a sus lebreles, señalando a Inés con su diestra.
—¡Atrás! dijo Inés levantando el velo.
—¡La penitente! exclamaron algunos.
—¡La penitente! repitieron todos cayendo de hinojos y deponiendo las armas delante de la ermitaña de la Virgen de Rocamador.
—¡Paso! ¡Abrid paso a la sierva de Dios! dijo Inés, atravesando lentamente por medio de aquella turba, que parecía implorar su perdón.
Con el mismo grave continente, y firme planta salió Inés del alcázar de la reina, sin que hubiese puerta que no se abriese a su voz, ni frente que no se inclinase, a su presencia.
Dos embozados, uno en pos de otro leyeron las palabras que con precipitación escribió la penitente a la puerta de su albergue cuando la anunció Chafarote el próximo arribo de don Alfonso: estas dos personas concibieron unos mismos temores, interpretaron de igual modo aquel escrito, y se partieron para un mismo punto, decididas a salvar unos mismos objetos.
Los pasos del primero y más afortunado de aquellos paladines ya los hemos indicado. El noble mariscal acudió a Lerín, donde con suma astucia y vigilancia logró sorprender de boca de criados desleales el secreto del proyectado incendio. Intentó, de la manera que hemos visto, verse con Catalina, y no pudiendo conseguirlo, procuró avisarla por medio de cantares hasta que al ver las llamas arrojó el laúd para lanzarse a ellas y salvar a su amada.
Más detenidamente referiremos los pasos del segundo embozado: pero antes nos parece conveniente relatar un suceso que aunque mucho más antiguo, también atañe al Mariscal Felipe de Navarra.
Ocho años antes de esta época, en 1471, Pamplona estaba en poder del bando beamontés, con harto duelo y codicia de sus enemigos. Doña Leonor de Navarra, que acababa de ser nombrada gobernadora por don Juan II, tenía los más vivos deseos de fijar su residencia en la capital no sólo para mayor decoro y ostentación, sino para asegurarse de aquella ciudad, la primera por su nombradía, población y fortaleza. Dirigió un mensaje al conde de Lerín, mandándole que le abriese las puertas; pero el caudillo beamontés le respondió que si venía como reina propietaria, y legítima sucesora de la corona, mandaría alzar los rastrillos y pondría a sus pies las llaves de Pamplona, pero que si llegaba como reina gobernadora y lugarteniente de su padre, las puertas permanecerían cerradas.
Obraba el conde en consecuencia con sus principios y opiniones de bandería; pero además obraba sagazmente. Si Leonor tentada de la ambición, prefería el título de reina, se ponía al frente del partido beamontés, y ocupaba el puesto de sus dos hermanos Carlos y Blanca: si por miedo de su padre, no quería renunciar la regencia del reino por un trono de rebelión, don Luís había conseguido su objeto de conservar la capital, sin el desasosiego de tener el enemigo dentro de casa.
De buen grado hubiera aceptado Leonor la proposición del conde, y consentido en ser proclamada reina por el bando beamontés, si le hubiese creído bastante poderoso para sostenerla en el trono; pero como su padre era mal adversario, y como ella le había enseñado el modo de deshacerse de los hijos rebeldes; y sobre todo, como su padre pasaba ya de los setenta años, y no podía vivir mucho tiempo, creyó más cuerdo resistir a la tentación de reinar algunos meses antes, a riesgo de ser al punto destronada, y aguardar algún tiempo para reinar sin temor. No sabernos cual hubiera sido su resolución a presumir que el anciano de setenta y cuatro años podía vivir ocho más.
Consintió pues la gobernadora, mimada hasta entonces y favorecida por el de Lerín, en volverse atrás, al pie mismo de las murallas, humillada ante un señor feudal, malquista con un bando poderoso, para refugiarse a los brazos de otro feudatario, que acababa de humillarla en Sangüesa y Murillo, como ligeramente tuvimos ocasión de indicar en uno de los anteriores capítulos. ¡Tal andaba entonces la majestad, augusta mendiga cubierta con harapos de púrpura, y mantenida a expensas de sus grandes vasallos, con las limosnas que de castillo en castillo recogía!
El mariscal don Pedro de Navarra, y su tío mosen Pierres de Peralta, caudillos del bando agramontés, vieron el cielo abierto para reconciliarse con la reina, quien tales desaguisados tenía que perdonarles. El mariscal, sobre todo, tomó tan a pechos la causa de la gobernadora, que en albricias de su rompimiento con el bando contrario, la prometió poner a sus reales pies la cabeza del conde de Lerín y la ciudad de Pamplona.
Arrogante era el empeño; pero el agramontés se dio tan buena maña, que estuvo a punto de conseguirlo. Compúsose con uno de los regidores de la ciudad, llamado Nicolás de Ugarra, alcaide de una torre y guarda de la puerta contigua, el cual le prometió darle entrada, si con poca gente, y en el silencio de la noche, se llegaba al muro.
Escogiose para este golpe una temporada en que el conde de Lerín estaba ausente de la ciudad, recorriendo las tierras del condado.
Buscó don Pedro once hidalgos de los más valientes y decididos entre sus partidarios, y muy secretamente les citó para un punto, adonde todos habían de concurrir entrada la noche.
Tenía don Pedro un hijo mozo, llamado Felipe, el cual, solicitó el honor de acompañarle en aquella temerosa jornada; pero considerando sus pocos años, sonriose don Pedro paternalmente de semejante audacia, abrazóle, y se alejó encargándole que no se moviese del cuerpo de reserva que había de acudir a la ciudad, después que ellos se hubiesen apoderado de la puerta y torre que Nicolás de Ugarra iba a franquearles.
Así que las sombras igualaron los valles y montañas, los doce agramonteses se fueron reuniendo en una ermita cerca de Pamplona: el que llegaba decía una palabra de contraseña, y se incorporaba a los demás.
Una luz débil brilló en las almenas de la torre defendida por Ugarra; era la señal convenida para acercarse a la puerta.
Llegó el momento de partir, y al emprender la marcha, se hizo el recuento de la facción, que en lugar de doce constaba de trece.
—¡Traición! ¡Traición! exclamó el caudillo.
—¡Traición! repitieron todos, y debajo de las capas que llevaban para ocultar el brillo de la armadura, salieron a relucir sendos puñales.
—¡A ver! dijo entonces el mariscal don Pedro, todos han de revelar aquí su nombre, y al que yo reconozca, permanecerá a mi lado.
Once hidalgos fueron acercándose sucesivamente al caudillo, pronunciando un nombre conocido. Faltaba uno sólo: don Pedro se llegó al intruso, y le dijo:
—¿Quién eres?
—Amigo: respondió este, en voz baja.
—¿Tu nombre?
—No lo digo.
—¡Tu nombre! tornó a gritar con voz amenazadora.
El desconocido guardó silencio.
Lo que tu lengua calla, publicará mi espada, añadió el mariscal arremetiéndole con denuedo.
Resistiose valerosamente el intruso: no atacaba; se defendía tan sólo. Al cabo de un cuarto de hora, impacientes los agramonteses, quisieron terminar el combate, poniéndose de parte del mariscal; pero el amor propio del caudillo se había resentido demasiado, por la prolongación de la lucha, para admitir auxilio.
Tornó a la lid, cada vez más furioso al ver la serenidad y firmeza con que su contrario paraba los tajos más rudos y más diestros; pues no parecía si no que estaba dando una lección de esgrima, y que de antemano sabía el ataque, y tenía preparada la defensa.
Después de media hora de combate, clavó el mariscal en el suelo la punta de su espada, y rendido de cansancio, sudando a mares, y con anhelante acento dijo.
—Quien quiera que tú seas, me aventajas en destreza y valentía, y tan bravo caballero no puede ser traidor. Ven con nosotros.
—Sí, contestó el desconocido con voz clara y serena: contigo voy; porque un hijo no debe desamparar a su padre en el peligro.
—¡Mi hijo Felipe! ¡Mi hijo! exclamó el mariscal, abrazando a su adversario, y llorando de gozo y asombro. ¡Pardiez, que esta noche has dado famosamente tu lección de armas! —Amigos míos, prosiguió alborozado: nada habrá perdido nuestro bando, aunque yo muera: caudillo os dejaré que os haga olvidar mi nombre.
—Padre, contestó Felipe, disculpándose: me dejasteis por niño, y tenía gana de probaros que soy hombre.
Después de esta aventura se encaminaron todos en silencio a la ciudad.
La noche era oscura, tempestuosa; muy propia para semejantes empresas; y guiados de prácticos en el terreno, los agramonteses no supieron que se hallaban en la población, hasta que tropezaron en sus murallas. Nicolás de Ugarra los esperaba, echado el puente levadizo, y el postigo abierto. Entraron sin tropiezo.
Junto a la puerta del muro estaba la de la torre, de que debían apoderarse; pero su entrada era angosta y pequeña: sólo podían penetrar uno a uno. El primero que traspasó el umbral fue don Pedro de Navarra; en seguida su hijo, luego los cuatro más atrevidos: cuando los seis estuvieron dentro cayó del dintel un rastrillo que interceptó el paso.
Oyéronse entonces dentro de la torre confusos gritos y voces temerosas que decían:
—¡Traición! ¡Traición!
Al mismo tiempo resonaba por las calles de la ciudad el clamor de guerra de Navarra.
—¡Al apellido! ¡Al apellido! ¡Mueran los traidores! y viese venir un tropel de gente que cayó sobre los siete agramonteses que permanecían fuera de la torre.
No había duda, estaban vendidos; y aunque la salvación era imposible, resolvieron defenderse hasta el último trance, esperando el socorro de la reserva.
El socorro llegó: los agramonteses que vinieron de refresco al mando de mosen Pierres de Peralta ¡cosa extraña! entraron en la ciudad sin obstáculo ninguno; pero así que se vieron dentro, las puertas se cerraron, y de las casas, de los templos, de las torres, hasta debajo de la tierra brotaban partidarios del conde de Lerín, que hicieron horrible carnicería en sus enemigos. Cuenta la crónica que san Fermín, patrón de Navarra, se les apareció vestido de blanco y en medio de antorchas clarísimas, para contener la furia y el estrago. Mosen Pierres y algunos de sus amigos ganaron otra puerta, y pudieron escaparse por ella; pero el mariscal y su hijo quedaron encerrados en la torre.
Los de afuera al menos vendieron caras sus vidas; pero los de la torre, que ni espacio tenían para esgrimir la espada, tuvieron que rendirse a los muchos guerreros que guarnecían la fortaleza. Uno de ellos fue buscando en la oscuridad al mariscal don Pedro, caudillo del bando enemigo, y cuando le hubo conocido, le abrazó, con apariencias de la más dulce sorpresa.
Atónito el mariscal esperaba que su incógnito amigo soltase la voz, cuando en medio de tan afectuosas demostraciones sintió la fría y aguda punta de una daga, que el tierno y silencioso abrasador le introducía por entre la gola y el espaldar.
Cayó al suelo lanzando un ¡ay! tristísimo, sin tener tiempo de llamar a su hijo, cuyo nombre le quedó ahogado en la garganta.
Felipe, desarmado, ya no podía vengar a su padre; pero se lanzó frenético contra el asesino, le precipitó sobre el cadáver de su padre, buscó un arma cerca de sí, y no encontrándola, quiso ahogarle con las manos, desgarrarle con los dientes.
Uno y otro era imposible. El asesino tenía una armadura completa, y sus compañeros de traición hubieran venido al punto a socorrerle.
Don Felipe guardó para más tarde su venganza; y deseoso de conocer algún día al matador de su padre, se apoderó disimuladamente de la mitad de la hoja de la daga homicida, que había saltado al caer en tierra el caballero que la empuñaba.
El hijo del mariscal quedó prisionero en Pamplona, y a los dos días llegó don Luís de Beaumont a la ciudad. Presentose a don Felipe con una afabilidad que, lejos de ser un insulto a su desgracia, parecía el esfuerzo de un amigo para hacérsela olvidar. Llevole al castillo de Lerín, y allí permaneció cuatro años, tratado más bien como huésped, y amigo, que como prisionero y contrario.
A no ser por aquel comportamiento, a no ser por la certidumbre que había de que el conde de Lerín estuvo ausente de Pamplona, en la terrible noche de la sorpresa, don Felipe hubiera creído que toda aquella máquina, toda aquella intriga estaba dispuesta y dirigida por las hábiles manos del caudillo beamontés.
El bando contrario se había quedado sin jefe, y desairado a los ojos de la reina gobernadora: la flor de sus caballeros muerta: el sucesor del caudillo, prisionero; y por último, si fue la de Nicolás de Ugarra una doble traición, el traidor no convenía que viviese, y el traidor había muerto.
La puerta de la sorpresa fue conocida en adelante con el nombre de Puerta de la traición.
De la ermita de la penitente partiose también don Alfonso al castillo de Lerín.
Halló muy ocupado al conde en su armería, reconociendo, una por una todas las armaduras, acompañado de maese Arnal, artífice tolosano. Tenía ya separadas muchas piezas de arnés para componer, y espadas y lanzas para aguzar.
—¡Oh! señor don Luís, le dijo el infanzón, después de haberle abrazado: vos seguís, como cuerdo, el consejo de si vis pacem, para bellum.
—No sé de latines, respondió el conde, pero no considero perdido el tiempo que emplee en aprestos militares.
—¿No sabéis latín, y me habéis comprendido...? De buen grado trocaría yo mi latín por vuestra profunda penetración.
Don Alfonso al verle tan tranquilo, no quiso alarmarle repentinamente con las noticias que traía, pues si no las tuvo por falsas, cuando menos las juzgó prematuras, o exageradas...
—¡Tan belicoso, añadió: tan belicoso a los pocos días de haber firmado la tregua...!
—Amigo mío, llevo ya firmadas más treguas, que recibos a los judíos, y calculo a qué debo atenerme con respecto a la presente.
—¿Conque no creéis que pase de los dos meses jurados?
—Maese Arnal, preguntó el conde de Lerín al armero, alzando la voz para que pudiese oírle, desde el rincón donde estaba amontonando los trofeos de guerra: ¿cuánto tiempo tardaréis en componer toda esa balumba de piezas?
—Unos diez o doce días, contestó el artífice.
—Ahí tenéis la respuesta, dijo don Luís, volviéndose al infanzón.
—¡Diez o doce días! exclamó este casi con gozo: ¿y quién será el primero que falte a su palabra?
—El mariscal, si a él le conviene, y si me conviene a mí, también el mariscal.
—¡Pobre reino de Navarra! ¿Qué esperanza tenéis para él?
El conde se había empeñado en responder parabólicamente, y acercándose al armero, tomó un yelmo asaz mal parado, y dijo:
—Maese; ¿qué puede hacerse con esta pieza, que tiene ya más remiendos que zurrón de pobre, más claros que puerta de iglesia, y más agujeros que celosía de monjas?
—Fundirla, señor, y hacer otra nueva.
—Ya lo habéis oído, advirtió don Luís a su amigo, retirándose con él, de manera que maese Arnal no pudiera comprender la gravedad de sus sentencias.
—¿Conque pensáis como yo, señor conde, que moral y políticamente es imposible que Navarra pueda continuar independiente?
—Pienso que Navarra es un bocado apetitoso, aunque demasiado pequeño, situado entre Francia y Castilla, dos lebreles que tienen la boca muy grande. Hasta ahora gruñen, y se miran de reojo por ver quien se lo ha de tragar; y la mísera piltrafa sólo subsiste por la rivalidad de los que la codician; pero el día en que Francia se descuide, y Castilla alargue el hocico...
—Y vos, señor conde que comprendéis lo inevitable de este destino, trataréis sin duda de coger la vianda, y de tirársela a cualquiera de los perros, para que tenga que lameros luego la mano...
—Os sobra el latín, amigo mió; porque tenéis toda mi penetración; repuso el conde con sonrisa cortesana.
—Pero esta sonrisa se oscureció de repente, cuando maese Arnal se acercó respetuoso con una daga en la mano.
—Señor, le dijo: a esta pieza le falta la mitad de la hoja, y será preciso echársela nueva.
—Y será preciso echaros por la ventana abajo, por entremetido, y descortés: añadió el conde con el mismo tono.
—¡Señor! exclamó con miedo el artífice.
—¡Ea! Llevaos eso, y dejad la daga en su sitio; dijo el de Lerín, señalando el montón, y volviendo las espaldas.
—¿Es vuestra? Le preguntó don Alfonso con indiferencia.
—Yo no sé... sí... creo que fue mía, respondió don Luís con la mayor naturalidad.
—¿Conque según vuestros planes no hay que temer que caigáis en el lazo que se os tiende? dijo el mesnadero, haciendo por desviar la conversación.
—¡Lazos! ¡Lazos a zorro tan corrido y tan pelado!
—Sí, por lo mismo que os ven anciano y abatido.
—Viejo sí, pero abatido no.
—Por lo mismo que vuestros enemigos lo creen así, quieren...
—¿Pero qué quieren? Vamos a ver.
—Casar a vuestra hija con el mariscal.
—¡A Catalina! exclamó el conde manifestando la mayor sorpresa: ¡Donosa por cierto es la ocurrencia!
El infanzón tenía una clave para descifrar el enigma de los pensamientos del conde: cuando este se manifestaba sorprendido, no era señal de que realmente lo estuviese, si no que así le convenía aparecer.
—Donosa ocurrencia, tenéis razón; dijo el caballero: ocurrencia de fraile propiamente.
—¡De fraile!
—Sí, del padre Abarca... de vuestro amigo, el coronista de Irache.
—¡Mi amigo!
—Sí, tal: ¿Pues no recordáis que al recibir yo el encargo de buscar un religioso grave y autorizado para que negociase la perpetuidad de las treguas, la paz, y reconciliación de los bandos, vine a consultarlo con vos y vos, señor conde, me designasteis al monje benedictino...?
—Sí, yo os lo indiqué por letrado, por respetable, y sobre todo por tonto. Queríais vos cumplir el encargo de la reina, poniendo al mismo tiempo todos los obstáculos posibles a sus planes, y os indiqué un hombre sencillo...
—Hombre sencillo, es verdad: hombre a quien habréis hecho creer que es suyo y original el pensamiento de este enlace, después que os habrá costado no pocos esfuerzos infundírselo en el magín.
—Me suponéis un ingenio, dijo el conde modestamente; que me honra demasiado.
—Yo no supongo nada, don Luís amigo: el proyecto es muy antiguo en vos para que deje de estar bien meditado. No tenía Catalina mucho más de siete años cuando la disteis en este alcázar un compañero, casi un niño aunque hombre en apariencia: este amigo de la infancia era un prisionero de guerra, hijo de vuestro mortal enemigo; era el que saliendo de tan dulce cautiverio, debía heredar el título y dignidad de su padre. Por eso le tratasteis como hijo, para que con la dignidad no heredase también los inveterados odios de su familia. Confesad, mi buen amigo, que desde entonces os hizo sonreír la idea de esa boda, que tan espontáneamente ha propuesto el padre maestro Abarca.
Calló el conde al ver que la mitad de su secreto era conocido, y dijo luego, con ánimo de averiguar si el infanzón conocía la otra mitad.
—Pues bien, aunque os confiese que alguna vez se me haya ocurrido semejante pensamiento ¿creéis que soy yo quien más debe horrorizarse de que ahora traten algunos de llevarle a cabo?
—Vos, sí, vos conde de Lerín, que no conserváis más que una oveja del desmandado rebaño de vuestra familia, vos debéis horrorizaros de entregarla al león, por más que os digan que el amor le ha cortado las uñas y limado los dientes.
El conde respiró; pero como si todavía no se contemplase seguro añadió al punto.
—¡Yo! ¿Qué dificultades puedo oponerme racionalmente, cuando estoy pobre, y arruinado, y cuando para mí no medía la sangre de un padre...?
—¿Y por ventura, contestó don Alfonso, el padre del mariscal es la única víctima en una guerra de treinta años?
El conde quedó completamente satisfecho: nada sabía el infanzón del horrible misterio de la noche de Pamplona.
—En fin, dijo el conde: todo depende de las condiciones con que me ofrezcan la paz.
—¿Y seréis capaz de sacrificar la ventura de vuestra hija?
—¿Y si se aman? ¿No presumís vos que pueden amarse Catalina y el mariscal?
—No lo presumo, señor conde, lo sé con evidencia; como sé que vos habéis fomentado esta pasión que ha de atormentar el corazón de vuestra pobre hija; porque... ¡Ah, señor don Luís! ¡Demasiado sabéis vos que es imposible esa boda!
—¡Imposible! ¿Por qué? dijo el conde a cuyo pecho asomaban otra vez las sospechas.
—Es imposible, porque la unión de Felipe y de Catalina, después de treinta años de guerra, no es la unión de los bandos; porque no tenéis otra hija para mosen Pierres de Peralta; ni otras para Londoño, para Armendáriz, para los principales caballeros de Agramont; porque no hay castillos, tierras, ni dignidades en Navarra que basten a satisfacer la ambición de los partidarios de uno y otro bando: es imposible, porque prosiguiéndose esta lucha desde la muerte de don Carlos y doña Blanca sin un objeto noble, conocido y determinado, tampoco puede concluirse por un arranque generoso; porque no hay razón que nos obligue a la guerra, y no puede haber transacción que nos obligue a la paz: es imposible, porque vos, conde de Lerín, el único tal vez que abriga un designio político en medio de tanta ignorancia, desorden, é indisciplina; trabajáis en favor de la anarquía; peleáis por la disolución del reino; y las pasiones, los odios ulcerados, las ambiciones desmedidas, pelean por vos; y por vos pelea también el siglo cuya tendencia habéis adivinado; el siglo que va tragándose los feudos, los pequeños estados para fundir con ellos esas grandes monarquías, ese mundo nuevo que ha de salir del caos de la edad pasada. En fin, señor conde, casando a Catalina con el caudillo del bando enemigo, recobraréis de un golpe todas vuestras tierras y castillos, ganaréis cien batallas en un día; pero sacrificaréis la ventura de vuestra hija; porque arrastrado por el irresistible impulso de los acontecimientos, al otro día de la boda, tendréis que desnudar la espada contra el esposo.
—Mucho os interesa la suerte de Catalina; repuso el conde maliciosamente.
—¡Es que la amo, la amo de corazón!
—¿Y con el vidrio de los celos habéis vislumbrado sin duda lo porvenir?
—¡Celos! ¡Celos! exclamó el infanzón, con aquel acento profundo que tenía al hablar de lo pasado ¿vos que me conocéis me habláis de celos, y habéis podido imaginaros que en mi alma cabe una gota más de la purísima esencia que conserva hace quince años? Yo amo a Catalina: y porque la amo quisiera verla feliz en brazos de un esposo, cuya suerte no fuese la de pelear eternamente contra vos: la de mataros, o morir a vuestras manos; porque la amo, he pasado tanto tiempo a su lado ilustrando poco a poco su espíritu con la antorcha del saber, que yo he traído de las escuelas más famosas de Europa; y sólo de vos, sólo de un padre pudiera tener celos, porque mi amor a nada se asemeja tanto, como al cariño paternal.
—Padre no, respondió el conde, casi conmovido: seréis su hermano, para que yo pueda llamaros hijo.
—Pues bien, como tal os ruego que no viváis adormecido entre las flores de vuestro talento; pues quizá una sierpe traidora...
—Proseguid ¿qué os detiene?
—Voy a revelaros el objeto de mi venida. ¿Conocéis a la penitente?
—Es una santa mujer.
—¿Tenéis fe en sus palabras?
—Muchas veces me han servido sus consejos.
—Pues bien, escuchad el que acaba de darme: ¡corre a salvar a Catalina! ¡Traición! ¡Incendio en su palacio! ¡Ay de ella, si llegas tarde!
—¿Cuando?
—Hoy mismo.
—¿De palabra?
—Por escrito.
—¿Y habéis quizá pasado mal rato, pobre don Alfonso? exclamó el conde con una compasión casi olímpica.
—Volé a salvarla, temiendo...
—Pues ya veis, repuso don Luís con calma: en el palacio de Catalina no hay más fuego que el de las chimeneas; porque hace un frío de mil demonios: de la traición, os respondo yo, o por mejor decir la horca que se alza a mi puerta; y con respecto a la prisa, llevamos una hora de charla, y se me antoja que pudiéremos proseguir departiendo sosegadamente algunas más.
—¿Luego creéis que nada significa el aviso?
—Creo por el contrario que significa mucho, aunque no lo que parece: creo que mis enemigos no quieren que yo asista a la coronación de la reina; para que caiga en el desagrado de la hija, como caí en la desgracia de su padre: les place poder apellidarme rebelde, y conservar el monopolio del trono; y por eso quieren retenerme aquí, y han dado falsas noticias a la penitente, para que esta os las trasmita, y yo las sepa por conducto vuestro. ¡A Estella! ¡Pronto a Estella! ¡Aceleremos nuestra partida! Allí veremos a la penitente, y tal vez podamos averiguar el origen de sus enigmáticas palabras. Catalina quedará aquí en este mi mejor castillo, sin que nadie pueda verla durante mi ausencia.
Hicieronlo así: al otro día recibió el conde la visita de su amigo el fraile de Irache, y al siguiente partiose para la corte. Acompañado de don Alfonso fue a ver a la penitente: la ermita estaba cerrada: la sierva de Dios no respondía.
Cuando el conde de Lerín recibió el aviso del incendio, recordarán nuestros lectores que antes de marchar, saludó a la reina y a don Felipe de Navarra con afectuosa sonrisa. El mariscal llegó a comprender que cuando menos la reina, él, y su bando, no estaban libres de las sospechas del nuevo condestable: las sospechas sin embargo, no le parecieron temerarias: con respecto a doña Leonor, eran una confirmación de las suyas, y con respecto a su partido, ya hemos visto cuán fundados motivos había de pensar mal y de acertar sobre todo, si los crímenes de un caudillo pudieran imputarse a todo su bando.
En esto de malos juicios no se quedó corto el conde de Lerín, a quien su excesiva malignidad y desconfianza, habían extraviado en este lance; y ya llevaba una dosis más que suficiente de prevención contra el mariscal y mosen Pierres, cuando todos los informes, todas las noticias, vinieron a condenar al primero.
Los centinelas del castillo, sostenían que el caballero embozado que con tanto ahínco solicitó entrar en el alcázar, se daba cierto aire al mariscal, a cuyas órdenes habían ellos servido en otro tiempo.
Los honrados vecinos de la villa, juraban haber visto aquellos días un mendigo mozo, rubio, que no tenía trazas de lisiado. Otros recordaban que el embozado anduvo todo el día rondando el alcázar, y acercándose cuánto podía a las murallas, por la parte de la torre; y por último todos vieron que al estallar el incendio, dos criados del conde que habían estado departiendo con un desconocido, tomaban el camino de Castilla.
—¡Oh! dijo el conde: puesto que lo habéis querido; antes del tiempo prefijado, soltaré las cataratas del cielo, y vendrá el diluvio.
Y se puso a escribir un mensaje a don Juan de Rivera, comandante general de las tropas castellanas de la frontera.
—Mi brazo y mi fortuna, van desfalleciendo a la par; pero me resta el corazón. ¡Mariscal! ¡Mariscal! ¡No envidio, no, los bríos de tu juventud! ¡Pensáis abatirme porque me veis arruinado; pero el que hoy os infunde lástima, mañana os causará terror! —¡Sí! exclamó más sosegado, y en su tono habitual, después de una breve pausa: es preciso, amedrentar, aturdir con un sólo golpe a los que hoy han creído que la fuerza del conde de Lerín reside en estas cuatro paredes.
Y después de escribir aquel mensaje, se puso a redactar un bando de muerte contra el mariscal, poniendo precio a su cabeza.
Nada hemos dicho de la primera entrevista del conde de Lerín con su hija: escenas hay que la imaginación del lector se las figura, mucho mejor que el autor pudiera describirlas. Por más que don Luís tuviese un corazón frío, y un carácter duro y severo en el fondo, aunque dulce y flexible en la apariencia, hay ciertas emociones que hacen impresión en un mármol. Era padre, y no pudo menos de sentir vivísimo placer en abrazar a su hija, y en abrazarla enteramente sosegada, y restablecida de su terrible congoja.
Este segundo milagro debíase al autor del primero, según decían las gentes del castillo. El bizarro caballero del incendio, el ángel salvador de Catalina, después de haber desplegado en el primer peligro, un valor temerario, y una actividad y energía prodigiosas, lejos de retirarse a descansar sobre sus laureles, quiso ceñirse otros nuevos, y convertido en médico a la cabecera del lecho de Catalina, brilló por sus conocimientos, que debían causar doble asombro en aquella época de barbarie y de ignorancia. El hombre en quien se acumulaban tantas hazañas y prodigios era don Alfonso de Castilla. El mesnadero de la reina, recogía todas las coronas esparcidas aquel día; como Hércules recogió todas las proezas de los primitivos tiempos de la Grecia, como el Cid todas las glorias del siglo undécimo en Castilla; porque la imaginación popular es la que con menos personajes engendra mayores dramas; es la que crea los mitos, cúmulos de montañas de gloria con que el pueblo gigante lucha en grandeza con el supremo Criador.
Entre el mozo irreflexivo, que se lanza sin conocer el peligro en medio de las llamas, para salvar a la hija del conde; y el hombre maduro y prudente, que después de salvada, completa el triunfo del primero, y la restituye el aliento y la vida con oportunos medicamentos, y sanos y doctos consejos; los soldados y vecinos de Lerín no hacían distinción alguna.
Ciertas casualidades daban cuerpo y apariencia de verdad a esta ilusión. Presentose el mariscal cubierto con riquísima armadura y calada la visera; y arrancando a las llamas el tesoro más precioso que el alcázar encerraba, vino a depositarlo en brazos de las dueñas, y sin detenerse un instante, tornó a cortar los progresos del incendio. Al ver que cedía este de su intensidad y violencia, temeroso el caudillo agramontés de ser reconocido, quiso desaparecer, aprovechándose de la confusión y del desorden; y en esta sazón llega otro caballero tan ricamente armado, tan completamente encubierto, y al ver a Catalina desmayada en el regazo de sus doncellas, se olvida de las llamas, prescinde del grato efecto que produce su presencia, y sólo piensa en reanimar aquel bellísimo rostro virginal, en el que reconoce, no ya una perturbación pasajera de los sentidos, si no todos los síntomas de una verdadera asfixia.
Apartar a Catalina de aquel sitio; llevarla a paraje más fresco ventilado, libre del humo, del alboroto y confusión, fueron sus primeras disposiciones, a las cuales se siguieron otras más eficaces y que hacían honor a su talento. cuando la enferma pudo volver en sí, cuando sus párpados por primera vez se levantaron lenta y perezosamente, vio en el aposento el grave y pálido semblante de don Alfonso, que se inundó de dulce satisfacción al contemplar aquella primera aurora de la vida, apresurada por su saber y su celo. Dirigió a la enferma muy pocas, pero suavísimas palabras, y prohibió a las dueñas que la molestasen con historias y preguntas. El precepto fue traspasado apenas el preceptor volvió la cabeza. Catalina tenía tanto deseo de saber lo que había pasado, como sus dueñas de contárselo, y al poco rato, cuando el facultativo se acercó a la bella doliente, conoció por la inefable ternura de sus miradas, que la joven no ignoraba ya lo poco que por ella había hecho; y que le pagaba con una gratitud, que su buen corazón exageraba. No tardó mucho tiempo en presumir el infanzón que se le atribuían rasgos heroicos, que pudieran ser verosímiles, pero que estaban muy distantes de ser ciertos. Manifestar la verdad, deshacer aquel misterioso quid pro quo al vulgo de pajes, dueños y escuderos, hubiera sido una tontería, y revelar a Catalina la historia de aquel acontecimiento, cuando en él podía caber una gran parte al mariscal, cuyos amores tenía tanto empeño en destruir, no le parecía prudente; pero como su delicadeza no le permitía recibir elogios inmerecidos, ni su modestia escuchar los que podían tocarle, tomó el partido de alejarse de Lerín, no sin haber enviado antes al conde un mensaje participándole tan tristes sucesos.
Tres días habían pasado desde la coronación de la reina y del arribo del condestable a su habitual morada: en estos tres días pudo este madurar sus planes de venganza, y negociar la entrada de los castellanos con don Juan de Rivera, que se hallaba de observación en Logroño. Don Luís de Beaumont no desistía por cierto de su antiguo proyecto de boda; pero trataba de acelerarle ahora por distintos medios. Don Felipe había consentido ya; y según todos los informes, la llama del amor había prendido tan bien en su corazón, que no era de temer pudiese apagarse hasta consumirlo.
En esta sazón nada más perjudicial creyó el conde que el sistema de blandura y templanza. El terror, la violencia, la repentina explosión de una furia ocasionada por los rumores esparcidos contra el mariscal desde el incendio, debían producir efectos admirables, según los cálculos del conde, frío anatómico del corazón humano. Por otra parte, su debilidad, y postración eran innegables; si daba muestras de flaqueza, sus enemigos podían apercibirse más y más, echarse encima y abismarle de un sólo golpe.
El golpe no debía darlo el fuerte, el poderoso, si no el débil, el impotente: tal era el medio seguro de alucinar a sus contrarios.
Resolvió pues el conde publicar el bando de muerte contra el mariscal de Navarra. Catalina cuando lo supo, vino desolada a pedir misericordia para don Felipe, postrándose a los pies de su padre, el cual se encogió de hombros, y la dijo con indiferencia.
—¡Pchs! Que le maten, o que se case contigo... lo mismo tiene.
Y se alejó, dejando a Catalina pasmada de terror.
Apeábase en aquel mismo instante a las puertas del castillo el mariscal de Navarra, que al oír las tristes nuevas que de Lerín habían llegado a la reina, resuelta y atrevidamente se encaminó a la villa de su enemigo.
—¿El señor condestable de Navarra? preguntó Felipe con firme acento al centinela del puente.
—¡Sois vos! exclamó el soldado con asombro y benevolencia.
—Sí, yo soy: ¿me conoces?
—¡Pasad, señor, pasad! respondió el soldado, haciéndole los honores con su pica, y mirándole con curiosidad y respeto.
—Este, pensó don Felipe, ha servido sin duda en mi bando, y tiene deseos de volver: no es malo encontrar amigos en todas partes.
—¿Cómo te llamas? le dijo en alta voz.
—Sancho Garcés.
—Bueno, Sancho Garcés: no me olvidaré de ti, repuso el mariscal con aire de protección.
Salió luego el alcaide de aquella puerta, y el caballero no tuvo necesidad de concluir su frase de ¿el señor condestable de Navarra?
—A ver, gritó el alcaide, quitándose la gorra y mirándole con la mayor afabilidad: ¿quién enseña a este noble caballero la cámara del conde mi señor? —Bien que su merced debe saberla: ¿no es así?
El mariscal inclinó la cabeza en señal afirmativa; pero ¿sabía por ventura el mariscal si tenía cabeza?
Mucho era tropezar con un amigo en Lerín, pero ¡serlo suyo también el alcaide del castillo! ¡Serlo igualmente los soldados que le cercaron con ademán respetuoso, con rostro alegre y regocijado! Queriendo hacer la última prueba, dijo el caballero:
—¿Sabéis si el condestable podrá recibirme?
—¡Señor, os está esperando con los brazos abiertos!
—Pero ¿me conocéis? ¿Sabéis que soy...?
—¡Ah! Señor, en este alcázar todos conocen a su merced, y le aman de corazón, y le admiran...
—¡Qué todos me conocen y me aman...! repitió el mariscal atónito de semejante respuesta.
—¡Todos! ¡Todos! gritaron aquellos guerreros, a guisa de aclamación.
—Pues, señor, sea en horabuena: murmuró Felipe, sonriéndose dentro de su celada. ¡Así son las cosas! Aquí en la capital de mi enemigo; donde pensaba yo que el mejor querría verme descuartizado, todos me aman y me reciben con palmas! Puede ser que si vuelvo a Peralta, Tafalla y Pamplona, todos me apedreen. —¿Si estos serán milagros de la penitente? —En fin, tomemos el tiempo conforme venga, y no cantemos Victoria hasta el fin, que tal vez el camino se allana para entrar en nuevas dificultades.
Subió la escalera principal, tomó un corredor a la derecha, donde estaban jugando algunos escuderos, según antigua costumbre, que se conserva de lacayo en lacayo hasta nuestros días.
—Aquí se estrella mi ventura; dijo entre dientes el aturdido mancebo; y luego alzando la voz, preguntó como quien está resuelto a desnudar la espada, o tender la mano: ¿el señor condestable de Navarra?
—El señor conde os espera, le contestaron algunos.
—No hay duda, murmuró Felipe: he tropezado con una frase mágica de virtud escuderil y lacayuna, y con ella podré entrar al mismo infierno, como Pedro por su casa.
Prosiguió su camino con toda la importancia y gravedad de quien se cree bajo la protección de algún sabio encantador; y escuchó que los criados y escuderos decían:
—¡Este es! ¡Este es!
—Pero ¡Dios mío! exclamaba el mariscal: ¿podré saber quien soy yo? ¿Por quién me toman? —Porque es bobería pensar que don Felipe de Navarra, por mucho amor que tenga a la hija del conde de Lerín, ha de andarse por aquí, lo mismo que por su castillo de Cortes o de Tafalla. —¡Como no sea alguna industria del conde, para meterme poco a poco donde no salga jamás! ¡Oh! ¡Comienzo a creer, pésia mi vida; que he hecho una verdadera locura.
De criado en criado, y de pregunta en pregunta llegó Felipe delante de una cámara, en la cual creía hallar al conde Lerín.
Entró con tanta más resolución y serenidad, cuánto más fundadas iban siendo las sospechas de haber caído en un lazo.
—¿El señor condestable de Navarra? dijo por última vez, como quien pronuncia aquellas famosas palabras de Sésamo, ábrete.
—¿Quién le busca? respondió una voz duchísima y levemente agitada.
—El mariscal don Felipe de Navarra.
—¡Felipe! ¡Dios mío! ¡Don Felipe! exclamó una mujer cuyos blancos y delicados contornos se dibujaban en el fondo oscuro del aposento.
—¡Catalina! ¡Catalina! dijo el mariscal, lanzando un grito de gozo contenido por la prudencia.
—¿Señor caballero, a quien buscáis aquí?
—Al conde de Lerín.
—Estoy sola, repuso la doncella, por no decir: marchaos.
—El cielo no hay duda: el cielo me ha conducido milagrosamente a tu presencia. ¡Ah, a ti, a ti te busco...!
—Estoy sola, caballero, repitió Catalina con firmeza.
—Pues bien, llama a tus dueñas, a tus pajes, a toda la guarnición del castillo si quieres; pero déjame verte... ¡Por san Fermín bendito! Entrome aquí, por milagro o por brujería, y estoy dispuesto a no desperdiciar favores, vengan de Dios o vengan del diablo.
—Señor mariscal, os he dicho que estoy sola; y era bastante para que me hubieseis dejado; pero tengo que añadir, que aquí peligra vuestra vida, que os buscan... que van a poner precio a vuestra cabeza.
Ya la firmeza de Catalina flaqueaba al pronunciar estas palabras: su acento era trémulo, ardiente y precipitado.
—Tanto mejor para que me quede, repuso tranquilo el mariscal: el que me quiera encontrar que te busque.
—¡Felipe! ¡Primo mío...! exclamó la joven, abandonada a su propio corazón: huye de aquí: yo te lo suplico.
—¡Con amenazas a mí, Catalina! decía indignado el caballero: ¡a mí con infamias, calumnias y perfidias! —Lo dicho; ¡si me buscan, aquí me encontrarán...!
Y diciendo estas palabras levantó la visera, y tomó asiento.
—Pero ¿no te compadeces de mí, que estoy sola; y que no puedo llamar a nadie, porque el primero que te vea, te denuncia, o te mata?
—¡Pues, por Dios, que ya debía estar más muerto que mi abuela; porque no son uno, ni dos, ni tres los que me han visto y han conocido, si no toda la guarnición del castillo!
—¡Te han visto! ¡Te han conocido! ¡Oh! ¡Mariscal, mariscal, estás perdido, perdido sin remedio!
—Pero vamos a ver: yo he venido aquí para perder el juicio: todos en esta casa son pérfidos y arteros, y saben más que el diablo, o tu estás loca rematada. Siéntate Catalina... lejos de mí: te respetaré como si fueses un ángel; pero siéntate; vamos despacio. ¿Qué diablos he hecho yo para que en tiempo de treguas, se pregone mi cabeza como la de un ladrón, o falsario?
—¡Y lo preguntas, lo preguntas tú!
—¿Quién tiene más derecho que yo a saberlo?
—Repasa tus acciones, escudriña tu memoria.
—Catalina, al subir yo aquí, tus escuderos me hicieron dudar de quien yo fuese: ahora tú acabarás de confirmarme en que yo no soy, el mariscal de Navarra, violento, brusco si quieres; pero noble, honrado, y leal.
—Y ¿sales del otro mundo que así careces de noticias acerca de lo que ha pasado? No ves las paredes de este alcázar denegridas, una de las torres arruinada, los muebles en desorden la atmósfera impregnada de humo? ¿No sabes que hubo aquí un incendio?
—¡Cuerpo de tal! ¿Pues no he de saberlo?
—¿Y no sabes que estuve yo cerca de las llamas, en medio de la hoguera?
—Algo de eso debo haber oído; repuso Felipe sonriéndose.
—Pues bien: añadió gravemente Catalina: ese incendio no ha sido casual.
—También lo sé.
—Ha sido un crimen premeditado.
—En efecto, un crimen de bandería, de partido.
—¿Y lo confiesas?
—Lo confieso: ha sido un crimen que echaría un borrón indeleble sobre mi partido, si no...
—¿Y queréis que os diga más?
—¡Voto al diablo! ¡Pues hasta aquí, nada me habéis dicho que yo no supiese...!
—Pues bien, dijo Catalina, haciendo el último esfuerzo; sabed que yo no ignoro todo lo que vos sabéis, y que si antes quise evitaros un peligro inminente, ahora os dejo abandonado, don Felipe de Navarra, a vuestra propia vergüenza, a vuestros remordimientos.
Catalina se dirigió hacia la puerta: el mariscal la detuvo con sus palabras.
—Ahora os digo, doña Catalina, que no os marcharéis de aquí hasta descifrar el horrible enigma de esas palabras. Explicaos con claridad.
—Mi padre os supone autor de ese crimen; dijo tímidamente la doncella.
—¡A mí! ¡A mí autor del incendio! —Ya me lo habían dicho; pero le hice al conde el favor de no creerlo y de olvidarlo. ¿Y qué me importa de lo que piense tu padre? ¿Y tú, que piensas tú?
—Todos los vecinos de Lerín, tornó a decir temblando Catalina: todos los soldados del conde juran...
—Pero ¿pregunto yo por ventura que es lo que piensan y juran los vecinos y los soldados de Lerín? yo quiero saber lo que tu piensas: cual es tu opinión: ¡Qué has dicho al escuchar esas calumnias!... ¿Entiendes?
—Yo caí desmayada; nada vi, nada sentí, nada recuerdo. Ha sido una horrible pesadilla que todavía creo que me dura.
—Pero dime, Catalina: exclamó el mariscal con un acento que penetró como una saeta el corazón de la joven: ¿necesitas tú del testimonio de tus ojos para convencerte de mi inocencia?
—¡No, Felipe, no! contestó al fin la doncella, bañada en lágrimas y radiante de júbilo al mismo tiempo: ¡bien lo decía! ¡Contra mi padre, contra el mundo entero te defendía!
—¡Me defendías!... pues... ¡voto al diablo, Catalina! exclamó Felipe con orgullosa felicidad: ¿qué se me da a mí que el mundo entero me condene, si me defiendes tú?
—Si yo preferí aquellas palabras, añadió Catalina con un candor infantil, fue porque buscaba tus disculpas; porque yo quería proporcionarte la ocasión de que aparecieses a mis ojos, como ahora te veo, noblemente indignado...
—¡Indignado yo! ¿De qué? Mas aprecio yo tu testimonio, Catalina, que la fama que puedo tener en los tres reinos de España.
—Sí, pero mi testimonio no basta para detener la cólera de mi padre: y ¿si vieras cuán obcecado está contra ti? ¡Si vieras cuánto te aborrece! ¡Por más que hago yo...! ¡Ay! hasta el mismo amor que me tiene, cede en perjuicio tuyo. Por mí te persigue, por mi corre en pos de venganza, y no quiere convencerse de que mi vida es la tuya, de que nuestra vida y nuestra felicidad son las de la patria. ¿No es verdad, Felipe, que me amas y que anhelas la paz?
—¿Pues cual otro te parece que ha sido el objeto de mi venida? cuando salí de aquí, de este alcázar donde estuve tanto tiempo prisionero, tenía que cumplir con el terrible deber, de vengar a mi padre. Corrí como una fiera desatada, sembrando de cadáveres todas esas campiñas. Un pensamiento detuvo luego mi brazo, «¡quién sabe! decía yo: puede ser que en medio de tantas víctimas inútiles, se sonría impune el asesino.» Entonces me acordé de ti, por primera vez en mi vida pensé que nuestros amores podían servir para algo, y como si el cielo quisiese confirmar esta inspiración divina, una noche en que yo velaba por ti, como una tigre por sus cachorros alrededor de la cueva... ¡Qué se yo! La Providencia te puso en mis brazos...
—¿Qué estas diciendo? exclamó Catalina, como quien cae del cielo por aquella extraña salida.
—En mis brazos, Catalina, en mis brazos estuviste, y yo sentí los latidos de tu pecho, y acabé de abrasarme de amor, y volví loco, y no hallaba tranquilidad en ninguna parte; y cuando yo no sabía que hacer, ni qué rumbo tomar, un fraile, Catalina, ¡un fraile, pásmate! vino a decirme que por la salud de la patria era preciso sacrificarme y desposarme contigo. ¡Catalina! ¡Catalina, sacrificarme contigo! Yo le abracé, como te hubiera abrazado a ti; porque aquel religioso vino a dar expresión a mis deseos; remedio a mis males: la salud de la patria era mi propia salud; las combinaciones de la política el colmo de mi pasión! ¡Catalina, yo consentí en que habías de ser mía, y ya sabes que en consintiendo yo en una cosa...! Por eso cuando me avisaron de que tu padre quería romper las treguas, dije yo: «Voy a su castillo, voy a buscarle, solo,sin más compañía que mi espada; entraré en Lerín, y de allá no salgo jamás, o salgo con Catalina!»
—¡Felipe! ¡Felipe! exclamó la joven, con júbilo inefable: tus palabras me matarían de placer, si no sospechase que estabas loco. ¡Yo en tus brazos? ¡Tu pecho contra mi pecho! ¡No digas por Dios esos disparates, que me dan vergüenza y miedo al mismo tiempo!
—¿Pero qué? ¿No recuerdas...?
—¿Qué?
—¡Calla! tienes razón: ¡voto al diablo! ¿Cómo te has de acordar si estabas desmayada?
—¿Cuando?
—En el incendio.
—¿Y que tienes tú que ver?
—Tienes razón nada tengo que ver: no sería yo; sería algún encantador malandrín que tomase mi rostro, talante, y armadura. ¡Voto al diablo! ¡Pues ahora me hago cargo...! Eso de la armadura me hace pensar...
El secreto de haber entrado hasta aquí sin tropiezo, consiste ni más ni menos que en la armadura, que es la misma, la mismísima que entonces llevaba puesta...
—Pero ¡Dios mío! ¿Es cierto lo que estoy oyendo? ¿Eres tu quien me salvó de las llamas?
—¿Reconoces esta joya? dijo el mariscal sacando un collar de su escarcela.
—¡Es mía! ¡La tenía puesta! contestó trémula de gozo.
—¿Y no llegaron a tus oídos los ecos de una voz que desentonaba por el afán de hacerte comprender la letra?
—¿Eras tú?
—¡Catalina! ¡Catalina! Si otro te hubiera salvado, no le perdonaría jamás el haberte tenido en sus brazos.
—¡Alma generosa! ¡Noble y esforzado corazón! ¡Yo te debo la vida y mi padre decreta tu muerte! ¡Él te debe su castillo, y te paga con una declaración de guerra! ¡Dios mío! ¡Y serán capaces de poner en él las manos antes que mi padre sepa...! ¡Oh! Discúlpale ¡por Dios! te creía culpable... se trataba de su hija, a quien adora... ¡Perdónale mariscal...!
No prosiguió Catalina; porque vinieron a interrumpir sus sentidas razones, las trompetas, añafiles, y tambores que resonaban en la plaza del castillo.
—¿Qué es esto? dijo el mariscal lanzándose a la ventana.
—¡Oh! ¡Por Dios! ¡Por Dios, Felipe! ¡Apártate de ahí! ¡Apártate, que no te vean!
—Pero ¿qué es esto? La música cesa, un heraldo saca un papel...
—¡Apártate! ¡Es el pregón! ¡No escuches tu sentencia de muerte! ¿Oyes? ¡Cien florines por tu cabeza!
—¡Adiós, Catalina, adiós! me aparto; te obedezco: dijo el mariscal, y con su ademán siempre firme y resuelto, se encaminó a la puerta.
—¿A dónde vas? ¡Felipe! ¡Mira que te amo! ¡Tu vida es mi vida!
—Lo he dicho ya: o no salgo de Lerín, o salgo contigo, dijo el mariscal desapareciendo a los ojos de su amada.
Salió del castillo todavía con menos dificultades que para entrar había tenido. Ni un alma encontró en los corredores, ni un soldado a la puerta, como no fuesen los centinelas indispensables. Todos estaban en la plaza, adonde caía la fachada principal del palacio, y en cuyos cuatro ángulos se pregonaba con toda pompa el bando del conde de Lerín.
Marchaban delante seis timbaleros y cuatro trompeteros, cubiertos con sendas vestimentas verdes a modo de dalmáticas, y en ellas bordadas las armas del conde; los caballos enjaezados ricamente con gualdrapas de paño que casi les arrastraban; y seguían luego hasta veinte archeros todos con sus alabardas al hombro, excepto los cabos que llevaban partesanas. Detrás venían los heraldos a caballo con traje parecido al de los timbaleros; pero mucho más rico, algo más ancho y corto, y puesto por sobrevesta encima de la armadura. Una escolta de caballeros cerraba la marcha.
Detúvose la procesión en la avenida de la calle mayor, y los archeros formaron un ancho círculo, conteniendo a sus espaldas la muchedumbre apiñada. Los músicos suspendieron su algarabía infernal, para que pudiese oírse la voz de uno de los heraldos, que con acento enfático y solemne, sacando un pergamino, leyó de esta manera:
—«Nos, don Luís de Beaumont, conde de Lerín, y condestable de Navarra, por nos, y por la reina nuestra señora, que Dios guarde, a todos nuestros vasallos y fieles servidores: sabed y entended:
Por cuánto el mariscal don Felipe de Navarra ha roto el sobreseimiento por nos recíprocamente pactado, convenido y jurado...
—¡Mentís! ¡Mentís! gritó una voz airada y penetrante, que salía de en medio de la concurrencia.
—Por nos recíprocamente pactado, convenido y jurado, repitió el heraldo, y por cuánto el dicho mariscal, con su misma mano ha puesto fuego a nuestro propio alcázar de Lerín...
—¡Mentís! ¡Mentís! tornó a gritar aquella voz; y yo reto de villano, traidor y mal caballero a quien lo sostenga.
Otro heraldo acudió al sitio de donde el reto había salido; y no tardó mucho en dar con la persona que lo propusiera. Entre tanto el primer heraldo continuó impasible:
—Con su misma mano a nuestro propio alcázar... le declaramos traidor, villano y mal caballero, y declaramos asimismo exento de toda culpa y pena, a quien le mate, hiera o haga daño, así en su persona, como en su hacienda; antes bien le ofrecemos y juramos darle cien florines si nos lo trajese vivo o muerto; que así es conforme a lo que Dios manda, que los malos y perjuros sean exterminados y barridos de sobre la faz de la tierra. Dado en mi alcázar de Lerín a 31 días del mes de enero, del año del Señor mil cuatrocientos setenta y nueve.
El conde de Lerín.»
—¡Viva la reina! gritó un heraldo después que el primero terminó la lectura.
—¡Viva el conde de Lerín!
—¡Muera! ¡Muera! gritó el caballero, que por dos veces había interrumpido el pregón.
—¡Traidor! respondieron los soldados, volviéndose hacia el atrevido que así desafiaba a todos sus enemigos; pero se quedaron atónitos al reconocer por la armadura, al que había arrostrado tantos peligros por salvar a la hija del conde.
—¿Oís, heraldos? ¿Oís lo que yo digo? prosiguió el mariscal: yo reto de villano, traidor y cobarde a cualquiera de vosotros, cuerpo a cuerpo en singular batalla, con lanza y espada.
La multitud estaba muda de asombro al contemplar tanta audacia.
—¿El nombre del retador? dijo el heraldo.
—¡Mi nombre!
—Sí, vuestro nombre: nadie puede aceptar el reto de un desconocido.
—Pues bien: ¡yo soy el mariscal don Felipe de Navarra! ¿Me conocéis? exclamó el caballero, levantando la visera, y cruzando luego tranquilamente los brazos.
—¡El mariscal! ¡El mariscal! gritó la muchedumbre, retirándose confusa y temerosa, y dejando al caudillo del bando contrario solo,inmóvil como una estatua de hierro.
Así permaneció largo rato, tranquilo y sereno, mientras todo era confusión entre los soldados.
—¡Ea! venid, honrados beamonteses, venid: cualquiera de vosotros puede hacerse rico: con un sólo golpe podéis ganar cien florines... ¡Ea! venid; nada temáis; que yo no esgrimo nunca las armas contra villanos; la muerte prefiero a manchar mi espada con vuestra sangre.
Lejos de irritar a las turbas este lenguaje, acrecentaba el asombro, y simpatías que sin querer inspiraba aquel hombre, que abandonado en una plaza enemiga, cercado por todas partes de adversarios a quienes debía suponer sedientos de su sangre; ostentaba un valor que rayaba en inaudita temeridad, una serenidad inconcebible, y una nobleza de sentimientos, que hallaba eco profundo hasta en los corazones más vulgares.
Pero el mariscal hacía no sólo el brillante papel de héroe, si no el más modesto, aunque más interesante de víctima: todos llegaron a comprender al punto, que lejos de ser aquel hombre el incendiario del castillo, era el salvador de Catalina, de la tierna y querida doncella de Lerín, y el miedo, y la admiración se iban convirtiendo en respeto y cariño. Nadie se acordaba de los cien florines si no con indignación, y no el mariscal si no el que se le hubiese acercado en ademán hostil habría sido víctima de aquel pueblo noble y generoso. Súbitamente por la puerta principal del castillo, se vio salir sin armas al conde, que a pasos lentos se dirigía al grupo que tenía cercado al caudillo agramontés.
—¡Ah! ¡Señor primo! le dijo don Felipe al verle cerca de sí: ¿venís a ganar los cien florines? Ha sido menester que existieseis vos para que se encontrase un traidor, un desleal en todo el reino de Navarra.
—Ha sido menester que viniese yo, respondió el conde, para tenderos los brazos de amigo y conduciros en triunfo al castillo, que por vos permanece en pie, y a presencia de mi hija que por vos existe.
—¡Víctor! ¡Víctor el conde de Lerín! exclamó el pueblo, que simpatizó con aquella noble lucha de generosidad.
—¿Y el bando? preguntó Felipe.
—Queda anulado.
—¿Y la tregua de dos meses?
—Convertida en tregua de año y día.
—¿Y Catalina?
—Hace algún tiempo que Catalina vive sólo por vos.
—¡Oh! Volemos a su presencia.
—Esperad, esperad, señor mariscal, gritó el heraldo: vuestro reto está admitido.
—¿Por quién?
—Por un caballero, que os cita para mañana al Campo de la Verdad.
—¿Quién es ese caballero? preguntó el conde indignado: de seguro no será ninguno de los míos.
—El caballero, contestó el heraldo, revelará su nombre antes de entrar en el combate.
—Señor primo, dijo el mariscal con indiferencia, afortunadamente me deja tiempo mi enemigo para tornar a ver a Catalina.
Y los dos caudillos enemigos se abrazaron a vista de la multitud entusiasmada, y fueron a cobijarse bajo un mismo techo.
En el alcázar habían pasado entretanto escenas de distinta índole.
Un caballero embozado, al escuchar el arrogante reto del mariscal de Navarra, se acercó al heraldo, le dijo algunas palabras en voz baja, y en seguida, sin ser notado de la muchedumbre, se metió en palacio.
Bien se conocía que no era la primera, ni la segunda vez que entraba; porque resueltamente, y atajando por escaleras secretas, se dirigió al cuarto del condestable donde a la sazón se hallaba Catalina.
—¡Don Alfonso! ¡Don Alfonso! exclamó consternada la joven: ¿sabéis lo que pasa? ¿Qué me decís del mariscal de Navarra?
—¡El mariscal! contestó el caballero, sonriéndose con amargura: vamos, hija mía: ningún cuidado tengáis por él.
—Pero ¿no sabéis que acaba de marcharse de aquí...? añadió Catalina teñido el rostro con los arreboles del pudor. Había venido en busca de mi padre... ha sido casualidad encontrarme... yo quise dejarle sólo...
Pero... don Alfonso, no sé lo que me sucedió... no pude...
—Lo sé todo, Catalina; todo lo sé.
—¡Cómo! ¿Habéis oído quizá?
—Todo.
—¡Caballero! ¿Y quién os autoriza...? preguntó la doncella con gravedad.
—Vuestro mismo padre.
—¡Dios mío! yo voy a morirme de vergüenza... ¿mi padre sabe también...? dijo tímidamente: ¿ha escuchado mi padre...?
—Todo, os digo que todo.
—Y sin embargo, exclamó Catalina casi con indignación: y sin embargo, ¿ha publicado ese bando?
—No le ha publicado a pesar de haberle oído, si no por haberle oído, dijo secamente el infanzón.
—¿Conque tanto heroísmo, tanta generosidad, tantos beneficios no son poderosos a conmover el corazón de mi padre...? don Alfonso, no lo creo.
—Hacéis bien en no creerlo, porque el conde de Lerín se, ha enternecido de escucharos.
—Pero ¡Dios mío! entonces ¿qué pretende con ese bando?
—Probar la sinceridad del mariscal.
—¡Oh! yo no necesito de pruebas... ¿donde está mi padre...? ¡Dios mío! yo le infundiré todas mis convicciones, todo mi agradecimiento, todo mi amor.
—No busquéis ahora a vuestro padre, Catalina, le dijo el caballero con dulce severidad: el conde está preparando la farsa que ahí abajo va a representarse.
—¡Farsa!
—Sí, porque a vuestro padre no satisface una reconciliación modesta y oculta, hecha como un desahogo, como un arranque del corazón en el seno del hogar doméstico, vuestro padre quiere comprometer al mariscal, más que unirse al mariscal: y por eso le veréis salir al medio de la calle, y abrazar o dejarse abrazar por su enemigo en la plaza pública.
—Pero al fin, sea donde quiera, respondió Catalina, conformándose con todo lo que no fuese perder a su amante: don Alfonso, ¿vos me aseguráis que se abrazarán mi padre y Felipe?
—Vos misma podéis presenciar desde la ventana ese tierno y brillante espectáculo.
—Pero ¿os burláis de tan fausto acontecimiento?
—Me burlo, señora, contestó el caballero, ardiendo en noble indignación; me burlo de los torpes cálculos de una política que se precia de sagaz, de fina y previsora, y es pequeña, artera, miserable: me burlo de todo lo que es representación, farsa, mentira.
—¡Y qué! ¿Llamáis mentira, por ventura, a los amores del mariscal? dijo Catalina, clavando sus bellos ojos con inquietud en el ceñudo rostro de don Alfonso.
—No: no quiero engañaros; combato con armas corteses y leales: el mariscal os ama; al menos cree amaros con sinceridad, y vehemencia.
—¡Pues entonces...!
—¡Entonces...! ¡Ah! vuestro corazón podrá estar satisfecho; pero vuestra honra debe exigir más. El mariscal os ama; pero ese amor será explotado por un hombre frío, calculador y desapiadado hasta con su propia hija: el mariscal os ama; pero el conde de Lerín más que desposaros con el mariscal, quiere comprometer al mariscal: más que unirse a él, desunirle de los demás caudillos del bando agramontés; de mosen Pierres de Peralta, por ejemplo, cuyo brazo de acero se rompe, pero no se dobla jamás por estrechar a un enemigo. El mariscal os ama, y su amor vale al conde de Lerín los veinte castillos que se ha dejado ganar por el amante de su hija, aunque por ellos tenga que dar una prenda, cuyo rescate mañana le ha de costar arroyos de sangre; en fin, señora, el mariscal os ama, y vuestro padre, no podéis dudarlo, ha fomentado ese amor en cuyas llamas no busca el vivificante calor de la felicidad, si no ambición, honores, poderío, como busca oro el alquimista entre carbones encendidos.
—Callad, por Dios, don Alfonso; exclamó la joven, herida en lo más vivo de su inexperto corazón: callad; porque os expresáis con un fuego, con un acento que me persuade, me fascina, y me vence: y es cosa terrible tener que dudar del amor de un padre, y tener que desesperar del bien de mi patria, ¡yo que no tengo otros ídolos! Yo no sé lo que me pasa: yo me asusto de mi misma. ¡Sería bueno que no acertando a dudar de persona humana, comenzase por recelar de mi propio padre!
—¡Pobre Catalina! ¡Nevado cisne que surcas un charco tan cenagoso!
—Pero ¿a dónde, a dónde me arrastráis con vuestras palabras? ¿Queréis hacerme odioso el ser que me ha dado la vida?
—No, Catalina; para remediar esa horrible desgracia, para que no aborrezcáis a vuestro padre, vengo aquí resuelto a que me aborrezcáis a mí.
—¡A vos!
—Sí; como aborrece el niño al médico que con amargas pócimas restaura sus fuerzas y le torna a la vida. ¿Me veis temblar delante de vos, niña débil, indefensa y abandonada? ¡Ay! Es que el amor que os tengo me obliga a sacar el escalpelo tal vez para sajaros el corazón.
—¡Oh! ¡Yo tengo miedo! ¡Me hacéis estremecer!
—¿Haréis lo que os mande, pobre Catalina?
—Pero ¿qué vais a proponerme?
—Que renunciéis al amor del mariscal.
—¡Cómo! ¿Estáis loco? exclamó la joven, como si escuchase el mayor absurdo.
—Que no aceptéis su mano, si os la proponen.
—Callad, callad: eso es imposible.
—¡Imposible! Más imposible es todavía amarle y ser feliz.
—Le amaré y seré desgraciada, respondiole con un ligero movimiento de hombros.
—¡Oh! comprendo muy bien esa resolución sublime; comprendo la felicidad de la desgracia, cuando se ama y se padece por la persona amada; pero no puedo concebir esa resignación, cuando la propia desventura lleva en pos de sí la desventura ajena: ¿qué consuelo tendréis en ser infeliz, y en hacer con vuestra infelicidad la de la patria, y no sólo la de la patria, si no la de vuestro amante?
—¿Pues qué...?
—¡Ah! ¿Por qué no me creéis cuando os afirmo que haréis al mariscal tan desgraciado como vos? ¿No tengo por ventura ningún título para ser escuchado? ¿No sabéis Catalina, que yo aborrecía, que yo tenía graves motivos para detestar al conde de Lerín, y que por vos, por no privarme de la dicha de veros, transigí con él, y depuse mis odios, y te he servido como amigo, y le he proporcionado triunfos con mis consejos? ¿No sabéis que mientras estabais en la cuna peregrinaba yo por lejanas tierras, y teniendo poderosos motivos para aborrecer este suelo, venía de los más remotos confines sólo por veros, sólo por arrullaros, sólo por recibir una de vuestras infantiles caricias? ¿No sabéis que anduve cursando de escuela en escuela sólo por instruiros algún día, para que aventajarais en discreción y conocimientos a todas las damas de Navarra, como las aventajabais en hermosura? ¿Y no son estos títulos suficientes para que me creáis, para que estéis persuadida de que yo no puedo proponeros si no aquello que os conviene?
—¡Oh! pero... al hablarme... así... de... vuestro amor... murmuró Catalina con turbado acento.
—Os comprendo.
Catalina se puso encendida hasta la frente, y fijos los ojos en el suelo no se atrevía a levantarlos.
—Os comprendo, prosiguió don Alfonso con alguna severidad: al hablaros así, doy a entender que abrigo miras interesadas... que los celos tal vez...
—¡Ah! no, no, exclamó la joven, cada vez más avergonzada.
—¿Queréis que os pruebe la injusticia de vuestras sospechas, y la rectitud de mis intenciones?
—No, por Dios, perdonad; me habéis enseñado a dudar y ha sido providencial acaso, que sin quererlo yo, comenzase a dudar de vos.
—Hay un medio, prosiguió el caballero desentendiéndose de las palabras que acababa de escuchar: hay un medio para tenerme de parte vuestra, para convertirme hasta en patrono de esos amores.
—¿Cuál? Decidlo.
—La tregua se ha de dar por acabada.
—Yo no adivino...
—La paz general no se ha de proclamar en todo el reino hasta después de la muerte de doña Leonor.
—Ese es un plazo muy largo...
—¡Muy largo! exclamó don Alfonso con sardónica sonrisa: no ha de parecerle tanto a la reina de Navarra.
—Y además es un plazo muy vago, Fijemos un día.
—En buen hora. ¿Os parece el día doce de Febrero?
—No, no por cierto.
—Pues bien: decid al mariscal que rotas hoy las treguas no se anudarán hasta el día doce de febrero.
—Estoy segura de hacerle consentir; pero me aseguráis vos en cambio que él entonces no será desgraciado, ¿si llega a desposarse conmigo?
—Para eso falta otra condición.
—¿Cuál?
—Que os jure antes de la boda, que si en cualquier tiempo llegase a saber el nombre del asesino de su padre, os tendrá siempre a su lado, os amará como siempre, y mantendrá la paz y alianza juradas al conde Lerín.
—¿Por qué? ¿Don Alfonso, por qué?
—¡Por qué! ¿No habéis visto correr a torrentes la sangre navarra después que el mariscal, libre de sus dulces prisiones, salió de aquí sediento de venganza? Pues entre los escombros de una nación entera, sólo quería el mariscal sepultar al asesino de su padre; y el asesino de su padre vive todavía; vive y...
—¿Le conocéis?
—Sí, respondió el caballero, llevándola al hueco de la ventana: asomaos... El asesino es el que abraza en este instante al hijo de su victima.
—¡Mi padre! Exclamó Catalina, con un grito de terror, apartándose de la ventana.
—¡Sí! ¡El conde de Lerín!
—¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuán desgraciada soy!
—¿Comprendéis ahora mi afán, pobre niña? prosiguió don Alfonso con acento compasivo: yo que conocí el deber de amaros, desde el punto en que tuve noticia del día en que vinisteis al mundo, yo que miro en vos la imagen de un ángel querido que desde el cielo se está mirando retratado en el piélago del mundo: yo que la veo en vuestros ojos, en que ella también se ve: ¿podía consentir a sabiendas en el sacrificio de vuestra felicidad?
—Pero ¿es cierto, es cierto el horrible misterio que me habéis revelado?
—Escuchad: vuestro padre conservaba en su armería una daga partida por mitad de la hoja.
—Sí: me parece haberla visto en estos últimos tiempos.
—El conde la guardaba primero en Pamplona, después aquí, como un recuerdo de la noche en que pereció el mariscal don Pedro de Navarra.
—¡Como un recuerdo!
—Sí; porque vuestro padre mató con ella pérfidamente a su enemigo: cayó luego al suelo con ella en la mano, y el arma se hizo pedazos, uno de los cuales guardó el conde de Lerín...
—¿Y el otro?
—El hijo del mariscal.
—¿Felipe? —Pero ¡Dios mío! ¿Felipe sabe ya...? preguntó Catalina con terror.
—Nada: él conserva todavía el extremo de la hoja...
—¿Y mi padre el resto y la empuñadura? ¿Y ni mi padre sabe donde está la mitad, ni don Felipe quien tiene la otra? ¡Oh! continuó la joven, animada de esperanza: haciendo desaparecer la que mi padre conserva, jamás podrá saberse este secreto.
—¡Infeliz! ¡Infeliz! Aun cuando estuviesen cegadas todas las vías que conducen al descubrimiento de tan horrible secreto: aun cuando el sol de la justicia divina dejase de romper por esta vez las tinieblas de un crimen misterioso ¿no sabéis que otras personas os han precedido en vuestro proyecto?
—¿Pues qué?
—La daga del conde ha desaparecido el día del incendio.
—Pues bien; tanto mejor.
—¡Mejor! Mejor fuera, en efecto, si de allí se hubiese arrebatado con los mismos fines que vos pudierais llevar; pero nadie sabe quien ha hecho el hurto: no ha podido ser ladrón vulgar, porque no le movió la codicia, en el mero hecho de haber dejado piezas de mucho más primor: ha podido ser un amigo del conde guiado por nobles y generosos intentos; pero también ha podido ser, y es probable que haya sido, un enemigo que pretenda soldar los dos pedazos...
—¡Oh! pero eso sería infame: y sobre todo sería inútil; porque quién puede probar al mariscal que el arma pertenece al conde de ¿Lerín?
—Ni aun ese recurso nos queda; porque en el pomo hay un escudo, y ese escudo está dividido en dos cuarteles: el primero con las cadenas de Navarra: el segundo con un castillo sobre una roca, y una escala sobre...
—¡Ah! exclamó la joven consternada: ¡no hay remedio! —¡Gracias, gracias, don Alfonso!
—No me deis las gracias ahora; favores de esta especie llevan el fruto muy tardío.
—Pero ¿qué he de hacer? exclamó Catalina, rindiéndose sin condiciones.
—¿Oís? Sentís pasos precipitados, dijo el caballero aplicando el oído a la puerta. Son ellos: el conde y el mariscal... Vendrán a proponeros la boda... rehusad.
—¡Ah!
—¡Rehusad!
—Quisiera huir de su presencia.
—No, hija mía: ¡valor! y por un instante de pena os ahorráis muchos años de tormento.
El conde y el mariscal entraron al poco tiempo con las mayores apariencias de unión y amistad.
—Hija mía, dijo don Luís; con tono grave y al mismo tiempo regocijado: mi primo el mariscal don Felipe de Navarra, acaba de probarme que lejos de ser el aleve incendiario del castillo, ha sido el salvador de tu vida y de mi hacienda; y deseoso de poner término a nuestras comunes discordias ha prometido devolverme todas mis tierras, villas y castillos, y me pide tu mano, como prenda de la unión que ha de reinar de hoy en adelante entre las dos familias, y bandos que sostienen sus respectivas pretensiones. Catalina, tus sentimientos no me son desconocidos: yo acabo de abrazar a mi amigo: abraza a tu esposo.
El mariscal se precipitó a los pies de su amada, que permaneció inmóvil, fría; con los ojos fijos en el infanzón; el cual retirado en un ángulo del aposento, parecía estarla fascinando con su inalterable mirada.
—Vamos... hija mía... repuso el conde, el júbilo, la sorpresa..., cierto rubor también, te embargan los sentidos; pero ahí tienes a tu esposo.
—¡Esposo...! exclamó Catalina: sin apartar los ojos de su punto: ¡no...! No puede ser... es una cosa que... ¡Ay! ¡Jamás! ¡Jamás! repitió la pobre niña, cayendo desmayada en brazos de su padre.
—Pero ¿qué diablos ha pasado aquí desde que yo he salido? gritó amarillo de cólera el mariscal. ¿Qué repentina mudanza es esta? ¡Voto a Lucifer! ¿Quién ha venido aquí después de mí?
—¡Yo! dijo el infanzón adelantándose: ¡yo!
—¡Vos, don Alfonso! exclamó el conde.
—¿Vos, el infanzón desconocido?
—Yo, Señor mariscal, yo vine después que vos, y la he inducido a que no se despose con vos.
—¡Oh! ¡La amáis, la amáis, pésia mi vida!
—La amo mejor que vos; porque en lugar vuestro, señor mariscal, tendría el amor suficiente para olvidarme de que la amaba.
—Había jurado en Dios y en mi ánima no verter ya más sangre; pero aunque tenga de quebrantar cien juramentos ¡vive Dios, que voy a hartarme de la vuestra!
—¡Pues yo había jurado venceros y rendiros, señor mariscal; para exigiros palabra de desistir de vuestras pretensiones con Catalina.
—¡Oh! exclamó Felipe frenético: ¡y mañana tengo un duelo! ¡Maldiga Dios al desconocido que me retarda el placer de mataros!
—Maldición inútil, señor mariscal, contestó con mucha calma el infanzón; porque ese desconocido que aceptó vuestro reto soy yo mismo.
—Pues abreviemos el plazo.
—Me es indiferente.
—Salgamos pues.
—Salgamos.
—Pero ¿adónde vais insensatos? dijo el conde: ¿no veis, Felipe, que don Alfonso está sin armadura?
—¿Qué más da? respondió el mesnadero.
—Me quitaré yo la mía: dijo el mariscal.
—Mis heraldos no pueden consentir en que se alteren las condiciones establecidas en el primer duelo. Hasta mañana en el Campo de la verdad.
—Hasta mañana, contestó don Alfonso con la misma serenidad con que antes dijo: Salgamos.
Y dirigiendo a Catalina una mirada compasiva, se encaminó hacia la puerta del aposento.
—Esperad, señor infanzón, nos partiremos juntos, le dijo el mariscal.
—¿Para qué?
—Préciome de generoso, y cuando os veo marchar traspasado el corazón de celos, no quiero quedarme...
—¡Ah! respondió don Alfonso con una sonrisa más amarga que el primer desengaño del corazón: ¡Ah! quedaos; quedaos don Felipe: los ángeles que la ven sólo pueden darme celos.
Y se alejó, solo,triste; profundamente afligido.
—¡Lléveme el diablo si lo entiendo! se quedó murmurando el mariscal.
—Voy a explicároslo todo; le dijo el conde por cuya frente acababa de cruzar una idea infernal.
A un poco más tarde pero aquel mismo día supo el mariscal la historia del fingido don Alfonso de Castilla.
Recordaran nuestros lectores que el infanzón, después de haber socorrido al agote, con harta exposición de su vida; no escarmentando de aquel trance, quiso proseguir sus buenas obras, y trató de proporcionar al leproso medios de subsistir, tanto sin oprobio.
Con objeto de que nadie le molestara, y de impedir que saliese del albergue, si por ventura sus fuerzas se lo permitían, envió de observación a Fortún mientras llegaba la noche, a favor de la cual, y de la armadura, pensaba el infanzón sin darse a conocer trasportar al anciano a más seguro paraje.
El vigilante, como ya hemos dicho, por mandato de su señor, convirtió en garita la taberna más próxima y frontera del campo enemigo, y celoso en el desempeño de su encargo, ni un sólo paso dio en todo el día fuera del punto en que le habían colocado. Pero Fortún, que no era hombre, por lo visto, de permanecer mano sobre mano mucho tiempo, entretúvose en catar, comparar y analizar químicamente, y pasar por el alambique de su estómago, las diversas especies y variedades de vinos que allí estaban públicamente expuestos; y con tanto ardor, y tan ciega afición se entregó el buen escudero a sus sabrosas investigaciones, que arrebatado en alas del amor del arte, de las dulzuras de la filosofía sensual, se remontó a las abstracciones metafísicas de la filosofía peripatética, y por último se lanzó en cuerpo y alma al más completo arrobamiento de los sentidos, a que ha podido llegar ningún filósofo espiritualista.
Fácil pues hubo de ser a la penitente acudir a la morada del leproso, y sacarle de allí sin ser notada del vigilante escudero, que se encontraba a la sazón muy cerca del quinto cielo.
Condujo Inés al anciano dentro de la ermita, tras de cuya primera habitación, había socavada en la peña una profunda caverna, que recibía luz y ventilación por una claraboya casi diagonal, por donde sin mucha dificultad, podía salirse al campo. Aquella habitación independiente aunque sombría, fue destinada para refugio del leproso, que permaneció en ella sin ser notado, ni aun del mismo Chafarote.
Superior también el noble espíritu de la penitente a las preocupaciones vulgares, y arrostrando la repugnancia, el horror, en todos invencible, que inspiraba semejante enfermedad; con un valor que sólo es hijo de la más negra desesperación, o de la caridad más heroica, curaba aquellos pies hinchados y escamosos, lavaba las llagas y suministraba al enfermo, sanos, simples y bien preparados alimentos; con lo cual la enfermedad tenida entonces por incurable iba cediendo, y el agote, provisto de vestidos limpios y abrigados, hacia sus excursiones fuera de la ermita y podía, con alguna cautela, encubrir su miserable condición.
El anciano judío no sabiendo a que atribuir, tan incomprensible comportamiento, con lágrimas de gratitud importunaba a la penitente para que le manifestase el motivo de haber fijado en él los ojos y tratádole como hermano.
—No sabéis, le dijo Inés, cuántos favores debo yo a vuestros hermanos los judíos, a cuyas principales aljamas me dejó recomendada una hebrea, que ha sido para mi segunda madre: tendidos vosotros como una red de oro sobre la faz de la tierra, he podido conseguir con vuestro auxilio que nunca echase de menos mi brazo, una persona a quien yo debía proteger, donde quiera que se hallase.
—Pero yo soy judío, señora, y desde que mis hermanos han visto que la mano de Dios me ha tocado, huyen todos de mí para no contaminarse con mi contacto.
—Los judíos huyen, y una cristiana os ampara; para los hijos de Jesucristo, el más miserable es el que tiene más derechos a la caridad.
El anciano meneaba todavía la cabeza como si no hubiese quedado satisfecho.
—Pues bien, sabed que tengo un motivo más, y es que os llamáis Samuel, añadió la penitente, y habéis acogido y educado a un niño a quien pusisteis por nombre Simón.
—¡Simón! ¡Simón! ¡Ah! ¡Señora, el Dios de Abraham derrame sobre vuestra frente tantas bendiciones como en la del santo patriarca, y haga que resplandezcan vuestras buenas obras, como las estrellas del firmamento!
Y al decir estas palabras adoró Samuel a la penitente, poniendo los hinojos en el suelo, y besando la punta de su manto.
—Alzaos, Samuel: cuando yo os curo, Simón es quien os cura; cuando yo os consuelo, Simón es quien os consuela: no me bendigáis a mí, bendecid a Simón, y juntos estaremos bendiciéndole toda la vida.
Una tarde en que la penitente estaba sola en su pobre cabaña, sintió golpes a la puerta, y al mismo tiempo una voz alterada que decía:
—¡Abrid! ¡Abrid!
Desde la fatal aparición de don Alfonso, Inés había resuelto vivir más retirada que nunca: sondeando con una mirada los abismos de su corazón, había conocido que en el mar conmovido aun por una reciente borrasca, jamás podría haber calma, si por segunda vez aparecía en el horizonte aquel astro siniestro de horror y de tempestad.
Habíase negado por lo tanto, a franquear como solía, las puertas de la choza; y esta resolución era más firme sobre todo con aquellas personas que, por sus conexiones con Alfonso, podían desatar con una palabra imprudente los vientos de las pasiones que tan cuidadosamente como Ulises, tenía ella encerrados en lo profundo de su corazón. El mariscal, el conde de Lerín, el mismo infanzón habían acudido en vano a la ermita: llamaron a la puerta como pudieran llamar a la losa de un sepulcro: la misma soledad, el mismo silencio, la misma inmovilidad: si no que removida la losa sólo se encuentra ceniza, y derribada la puerta se hubiera hallado un volcán.
La penitente se encogió de hombros con indiferencia, al escuchar los redoblados golpes con que atronaban la cueva; pero los gritos de que eran acompañados la hicieron acudir presurosa:
—¡Abrid, señora! ¡Abrid pronto! decía la voz.
Era Chafarote, su fiel servidor. Jamás había llamado de aquella manera, no podía menos de ocurrir alguna importante novedad: y como la importancia de las cosas se cifraba para Inés en la relación, más o menos inmediata, que pudieran tener con Alfonso, fijó en él su pensamiento, abrió la puerta, y preguntó sobresaltada al ermitaño:
—¿Qué le ha sucedido?
—Le matan, le matan si no acudís presto, respondió Chafarote, bañado en sudor a pesar de lo crudo de la estación, y con un sobrealiento que le obligó a ser muy lacónico en sus primeras contestaciones.
—¿A él?
—A él... señora, a él...
—Pero ¿dónde? ¿Quién? ¿Por qué?
—¡Vamos! vamos de aquí...
—Bien, salgamos... condúceme tú... pero ¡responde, responde por Dios...!
—Por partes... señora... ¿Dónde? En el campo de la Verdad. ¿Quién? el mariscal; o por mejor decir... no el mariscal... si no el hombre más pérfido... ¿Por qué? Por esos diablos de amoríos, de los cuales no sé cómo ha de salir.
—¡Oh! exclamó Inés, con un arranque de caridad... o de pasión que no le dejaba parar mientes en sus celos: ¡qué no hiciese yo milagros, como el vulgo estúpido supone!
—¿Para ir, y ahogar a doña Catalina? ¿Eh?
—Para volar a salvarle.
—Pues bien, señora: volar es imposible, pero vamos andando... nada...
Paso tras paso... y sin volver la cara atrás.
—¡Desdichada de mí! Ahora recuerdo que el campo de la Verdad dista seis leguas de aquí. ¿No está entre Viana y Mendavia... en una gran llanura...?
—Sí, señora... digo... que... si señora, contestó Chafarote confundido; pero ese campo de la Verdad es el más famoso de todo el reino... allí se dan todas las batallas singulares... allí se celebran todos los juicios de Dios... ¡Ya se ve que sí! pero la verdad, es que la Verdad tiene muchos, campos... y que sin ir más lejos detrás de aquel cerro, cae uno tan bueno para romperse los cascos, como otro cualquiera.
Entre la gravedad de aquella situación y las palabras del ermitaño, había una especie de contradicción que la penitente conocía por instinto, aunque su razón no se había dado cuenta de ella.
—¡Oh! ¿Pues cómo vas tan despacio? ¿Pues cómo no vuelas, si tan cerca está el peligro?
Inés después de estas palabras se encaminó presurosa al punto indicado, saltando por arroyos, breñas, y asperezas. Débil por el rigor de sus ayunos y penitencias, postrada por el combate moral que su corazón estaba sosteniendo hacia quince años, y con mayor violencia hacia quince días; semejaba sin embargo un remolino que cruza raudo la superficie de la tierra, salvando todos los valladares, todos los abismos: sus músculos de acero conservaban toda su dureza y elasticidad. Chafarote cuyas penitencias ya hemos visto que no excluían los buenos bocados, de complexión recia, y sano de rostro, no tenía sin embargo la misma agilidad. Parábase a cada minuto, y con un sobrealiento no muy natural en la férrea armazón de su pecho, gritaba:
—¡Señora!... ¡Señora!... No puedo más.
—¡Oh! Nunca, nunca te he visto tan pesado: exclamaba Inés impaciente.
—Es que... si vos... tuvieseis encima... cinco leguas... digo...
—Pero ¿no me has dicho que detrás de aquel cerro?...
—¿Detrás de aquel cerro?
—Si... déjame: yo iré sola.
—¡Calle! ¿Dije detrás de aquel cerro?
—Sí, hombre, sí, apuntaste al montoncillo de la izquierda.
—No, señora. ¿Al de la izquierda? ¡Pues estábamos frescos! No, señora: es el de la derecha.
—Pues bien: yo iré sola, si estás cansado.
—Antes he de llegar yo, cansado y todo, como estoy, que vos con esa ligereza de liebre.
—¿Cómo?
—Como que yo se los atajos, y vos iréis dando mil rodeos.
—Guía tú, pues: pero ya que tengo que acomodarme a tu pesadez sácame de esta ansiedad.
—Corriente: pero... ¡hablar y andar...! ¡Oh, poco más despacio, señora que no puedo resollar! ¡Cuerpo de tal! Si parece que tenéis un pecho como esa cantera.
—¿Ahora te vuelves a mirar a la ermita? exclamó la penitente en tono de reprensión.
—¡Ca! No... No... Adelante... Y vamos a la historia. Pues, señor, figuraos que vuestro protegido pasó todo el día de ayer en Lerín.
—¡En Lerín!
—¡Pues!... en el castillo... al lado de doña Catalina, que parece que le tiene sorbidos los sesos... Pero la niña que gusta más de otro galán...
¡Ola! ¿Parece que ya no corréis tanto?
—¡Chafarote! contestó Inés deteniéndole con una mirada.
—La susodicha doncella, como iba diciendo, le hubo de dar lo que nosotros llamamos calabazas... en toda regla. ¿Estamos?
—¡Adelante, adelante!
—El mariscal, que es el novio favorecido, llega al palacio; se arregla con el padre de la niña: don Ji... digo, don Alfonso lo sabe; tropiézanse los dos rivales, y ¡se arma un zipizape...! Pero ¡qué demonios de cerro! ¡Si parece que lo teníamos encima, y está, según veo, en los quintos infiernos!
—Pero ¿qué sucede, que sucede a don Alfonso?
—Nada: quedaron desafiados en el campo de la Verdad. Pues, señor, yo lo supe todo, de pe a pa, como es mi obligación... Digo esa es la única obligación que me habéis impuesto hace algunos días, pero dije: sí, echadle paladines a don Alfonso, en punto a desafíos; que tiene trazas de engullírselos, como yo las costillas asadas que vende la tía Marisancha, que vive frente por frente de la capilla de Nuestra Señora.
—Despacha con tu relación, Marín y dime si falta mucho para llegar.
—Poco, señora, poco. Pues, como iba diciendo: maldita la aprensión que tuve yo por el tal reto; aunque se trataba de rivales tan esforzados como el señor mariscal de Navarra, doble contra sencillo apostara a favor de nuestro protegido. Y vos habríais hecho lo mismo señora, si por casualidad hubieseis visto aquellas muñecas, como cabo de azadón; aquellos puños, como maza de fragua; aquellas cuerdas nervios de toro, y aquella gentil manera de enristrar lanza contra toda la turba de vecinos de Estella, como yo le vi el día del milagro, cuando me mandasteis curarle la lepra... Dormí pues tranquilo en el mismo Lerín; donde en celebridad de la cosa, tuvo la buena ocurrencia mi amigo el tabernero, Jaime el Aragonés, de dar canilla a una cuba de trescientos. Yo decía para mí: ¡Cuerpo de tal! ¡Cómo voy a divertirme! Eso me recordará mis buenos tiempos... es decir mis tiempos malos... los tiempos de mis pecados, y de mi mala vida pasada. —Pero, señora, si corréis así voy a echar los bofes... yo reviento: yo no puedo seguiros.
—¡Oh! Me matas, Chafarote; exclamó la penitente; me matas con tu pesadez, y con tus impertinentes digresiones. Y no te interrumpo porque es peor: porque te conozco... pero dime pronto, por Dios, en pocas palabras: ¿se han batido?
—No, señora.
—¡Cómo! ¿El mariscal ha tenido miedo?
—Tampoco.
—¡Oh! Pues no digas nada contra el infanzón porque te diré que mientes.
—Ni contra el mariscal, ni contra don Alfonso, ni contra nadie.
¡Contra nadie! Sí: hay un hombre infame...
—¡Explícate, por Dios!
—Don Alfonso estaba esperando a don Felipe desde el amanecer: llega este, armado de punta en blanco; ¡ea! dije yo: aquí entra lo bueno, y el corazón me daba saltos, como ahora que estoy subiendo esta maldita loma.
—Detengámonos un poco.
—Se acerca al nuestro, a nuestro campeón, y le dice: «Creyéndoos ayer un caballero, admití vuestro reto; pero el conde de Lerín me ha probado que sois un mal nacido, y yo no quiero medir mis armas con gente de tan baja ralea.»
—¡Ah! ¡Infame! ¡Infame! ¿Eso le ha dicho? preguntó Inés, con un grito que partía las, entrañas.
—Eso le ha dicho, y prosiguió el mariscal: «para castigar la insolencia de haber osado poner los ojos en dama de tan alta guisa, conmigo, traigo una docena de escuderos, que os harten de palos.»
—¡Eso, eso le dijo, desventurado! exclamó Inés con los ojos desencajados por la ira.
—Eso le dijo; y luego sin dar lugar a la respuesta del caballero, que se quedó como herido de un rayo, picó al corcel que montaba, y tocando una bocina, se volvió a todo escape al palacio de su nuevo amigo el conde de Lerín.
—¿Y los escuderos? ¿Los escuderos?
—Los escuderos, señora, no eran así como quiera, criados del mariscal y amigos de una broma; eran soldados viejos y aguerridos mandados por el condestable, y que no llevaban orden de sentarle las costillas al pobre don Alfonso, si no de...
—¿De matarle?
—Claro, señora, de matarle: todo se ha de decir.
—¿Conque don Alfonso...?
La penitente no se atrevió a proseguir.
—No, ¡no ha muerto! Nada temáis. Yo acudí a su socorro.
—¡Tú, Chafarote!
—¡Yo, sí señora!
—¡Oh! ¡Cuánto, cuánto te debo! ¿Conque en nombre de Nuestra Señora, y con su devota imagen en la mano...?
—¡Cómo, en nombre de Nuestra Señora! exclamó Chaforote con cierta vanidad: santo y bueno que se invoque el nombre de la Virgen de Rocamador con gente cristiana y sencilla ¡pero entre desalmados servidores de un hombre tan desalmado! contra estos, señora, no hallé a mano otro remedio que apoderarme del primer caballo que se desbandó de la cuadrilla cuando el jinete vino al suelo al primer bote de lanza del caballero; coger la primera espada que topé en el suelo, y sin más armadura que este saco, ponerme al lado de don Alfonso, y más bien por lo descomunal y feo de mi talante, que por lo fuerte de mi brazo, espantar, y ahuyentar aquella banda de avestruces...
—¡Chafarote! exclamó la penitente con una mirada de profundo agradecimiento: ¡Oh! ¡Qué buen corazón! ¿Y don Alfonso?
—Don Alfonso... Señora... don Alfonso...! —¡Pero si no hay necesidad de correr tanto, voto a sanes!
—¿Cómo? ¡Qué no hay necesidad!
—No, señora: porque cuánto más corramos, más nos vamos separando de él.
—¿Qué dices? ¿No está en el campo?
—No, señora.
—¿Pues dónde?
—En la ermita.
—¿En la nuestra?
—En la misma, señora, en la misma.
—¿Pues a que hemos salido de ella?
—A hacer tiempo de que entrase.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Muerto? ¿Le han traído muerto?
—¿Qué ha de haber muerto? No Señora... pero...
—¡Acaba!
—Está herido.
—¿Mucho?
—Bastante: a lo menos su rostro no me gusta nada... ¡pobrecillo...! ¡Con una tristeza... con un abatimiento...!
—¡Dios mío! ¿Lloras, Chafarote, lloras?
—¿Pues no he de llorar, señora, si al levantarle la visera, cuando cayó del caballo abajo, vi ni más ni menos que...?
—¡Oh! ¿Qué vistes?
—¿Pues no lo sabéis? —Su rostro, el rostro de mi amo, del buen Jimeno, del hombre por quien me hubiera dejado acribillar a saetazos, y freír vivo, y... ¡Dios os lo pague, señora! ¡Dios os pague todo el bien que me habéis hecho obligándome a favorecer sin saberlo a don Jimeno! ¡Pobre amo mío!
—Pero ¡Dios mío!... Yo no puedo enfadarme contigo Chafarote, por tu buen corazón, por tu lealtad, por el cariño que le tienes. Pero ¿quién ha tenido la descabellada idea de separarme de la choza, de Jimeno, quizá cuando más me había menester?
—La idea ha sido mía, y de nadie más. Quedé sólo en el campo con él, y no sabía que hacerme, cuando llegó un judío también a socorrerle. Yo iba a rechazarlo, y más quería que pereciese allí que no que debiese favorecer a... Pero don Jimeno le vio... le dio la mano, le miró así... con unos ojos... que ¡vamos! yo me encogí de hombros y me dije: pues señor, en siendo gusto de mi amo, no ya de un judío del mismo diablo admito el socorro. Pero ¡A mí! ¡A mí sí que me dio la mano...! Yo creí que le acometía una congoja... Entonces me puse a reflexionar que si tal se había puesto sólo en verme, a mí que no soy nadie... que fui, como quien dice, su perro de presa... ¿que sucederá cuando vea a mi ama, cuando conozca a la dama del castillo de Eguaras? —Nada, nada: lo mejor es hacerle cabalgar, traerle poco a poco a la ermita, donde hallará todo lo necesario para su curación, y cuando estemos cerca, adelantarme yo a sacar a mi ama con cualquier pretexto, para que no presencie...
—¡Marín! ¡Marín!... Has hecho, bien: eres tan bueno como generoso; pero tornemos a la ermita: prevenida estoy ya... El no me conocerá... no, no levantaré jamás el velo; no pronunciaré una sola palabra; pero no me apartaré de su lecho... mi aliento le dará la vida; mi alma el alma... Yo me abriré las carnes con cilicios, para que Dios se apiade de él... yo moriré por que él viva... —Pero ¿quién está a su lado en este momento?
El judío, señora: ¡pues si dice que os conoce y que conoce la ermita por dentro mejor que vos! ¡Si sabe las sendas y atajos de estos contornos como si fuesen las calles de su aljama!
Las fuerzas le faltaban ahora a la pobre Inés para tornar a su albergue. ¡Qué luchas tan terribles le presagiaba su inquieto corazón! ¡Ay! Iba a ver a Jimeno, a Jimeno amante de Catalina, a Jimeno de quien ya no podía huir...
Sólo el ansia de serle útil, único móvil de las acciones de Inés, pudo darle fuerzas para llegar al albergue, por los nuevos huéspedes ocupado. Detúvose en el cobertizo sin atreverse a dar un paso más, pero Chafarote entró sin escrúpulos, ni ceremonias.
Desnudado completamente del arnés y con el jubón de armar, yacía el caballero en el pobre lecho de la penitente, de duras y desiguales tablas compuesto, sobre las cuales había tendido Samuel heno seco, agregando una manta que medio disimulaba tan lastimosa pobreza.
Mientras el ermitaño con industrias alejaba a la desprevenida Inés tomó posesión de la choza el anciano judío, que principió por desarmar al infanzón, acomodarle en el lecho de pronto aderezado, y dio fin a su diligencia vendándole las heridas, que, por fortuna, no eran tan graves como él y Chafarote se habían figurado.
Sentose luego cerca de su hijo adoptivo, que no acertaba a volver en sí del asombro que le causaba verse en la ermita, y con el agote, familiarizado, al parecer con todos cuántos objetos le rodeaban, y que obraba y disponía de ellos, como dueño.
—¿Conque ha sido la penitente, preguntaba Jimeno, la que os sacó del pajar adonde os llevé el día de la ventisca?
—Sí, ella completó tu obra; ella me recogió, y me dio hospitalidad, y acabará de darme la salud, y con la salud la dignidad de hombre.
—¿Y quién es ella? ¿Quién es esa mujer que se anticipa a todos mis pensamientos, que previene todos mis deseos, y que no me desampara en todas mis desgracias?
Samuel se encogió de hombros, y sólo supo responder:
—Es la penitente... yo no sé más.
—¿Y no tiene miedo de vos? ¿Ninguna repugnancia le inspiráis?
—Todos los días me cura con sus propias manos, y con el mayor agrado.
—¿Y sólo por Dios, por Dios tan sólo practica esas obras sublimes de caridad?
—Por Dios..., y por un hombre, a quien ella cree favorecer, favoreciéndome a mí.
—¿Y no habéis pensado quien puede ser ese hombre? preguntó el infanzón, menos conmovido por la curiosidad, que por la certidumbre de la respuesta.
—Tú: tú lo eres: hoy lo he conocido.
—¡Yo! ¿Por qué?
—Porque ella no tiene más ansia que tu dicha, porque ella al favorecerme tan sólo me hablaba de Simón...
—Pero ¿no sabéis su nombre? ¿No lo sospecháis siquiera? ¿No presumís qué relaciones pueden existir entre la penitente y yo?
—Sólo sé que la llaman la penitente, y que no la he visto jamás antes de ahora.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamaba Jimeno, con ambas manos en las sienes: ¡si Blanca existiese...! ¡Si existiese Inés...! ¡Ah! ¡Pero las dos han muerto! ¿Y podré yo ver a la penitente? ¿Podré verla? Decidle, que venga, padre mío, ¡si se esconde de mí...!
El agote se asomó con precaución a la puerta de la ermita, y volviendo el rostro respondió:
—No tardará en llegar. Adiós, hijo mío: no viene sola, y debo ocultarme; pues nadie sabe que en la ermita de la penitente se alberga un agote.
Jimeno aguardaba con ansiedad la aparición de la desconocida. Pero como su llegada se dilatase, mil imaginaciones y pensamientos le asaltaron; y medio incorporado en el lecho, con mustio y melancólico talante, parecía traspasado de dolor. Por segunda vez en su vida había sido vilipendiado, cubierto de oprobio, lanzado de entre los nobles, cuando más precisión tenía de vivir con ellos para llevar adelante sus ocultos planes. ¡Fatal si no le perseguía, pues una afrenta le impidió salvar en otro tiempo a doña Blanca, y hoy le impedía vengarla la misma afrenta!
En medio de tan amargos pensamientos, sintió ciertas cuidadosas pisadas cerca de sí, levantó perezosamente los párpados, y en sus ojos amarillos de desesperación brilló súbitamente un relámpago de alegría.
Tenía delante al escudero de las Bardenas.
—¡Chafarote! ¡Amigo mío! le dijo con tierna y lastimosa voz: ¡en qué estado vuelves a ver al capitán de aventureros!
Juan Marín no pudo contener las lágrimas, por más que en semejante prueba de ternura le pareciese ver comprometida su antigua fama de valiente.
—Señor, contestó con tal cual sollozo vergonzante: lléveme el diablo... si yo creía tornar a veros, ni de esa, ni de otra manera.
Pero...
—¡Vamos! no hay que afligirse... que Dios mejora las horas; y en poder está vuesa merced de quien podrá sacarle... aunque sea de los profundos abismos. Lo que yo siento es, que vuesa merced me vea... axial... tan... tan... Pero yo no lo puedo remediar. Señor... ¡hace quince años! Y su merced dirá que me he vuelto un mandria... un... ¡Ya se ve...! ¡Con estos hábitos, y con estas lágrimas!
—¡Chafarote! ¡Ven aquí! ¡Ven! repuso el caballero, profundamente conmovido: ¡ven, y abrázame! ¡Así, querido amigo, así! repetía Jimeno, teniéndole ya junto a su pecho.
—¡Amigo yo de vuesa merced! exclamaba Chafarote, orgulloso en su misma humildad.
—¡Amigo mío, sí; mi único amigo!
Eso no, ¡qué diablos! repuso el ermitaño enjugándose las barbas para que no quedasen indicios de su debilidad: en dejarme despellejar como san Bartolomé, por vuesa merced, seré amigo, pase; ¡pero amigo único...! Vuesa merced los tiene muy grandes, y poderosos...
—¿La penitente? ¿La penitente, por ventura? ¿Quién es? Tú la conoces: tú vas a satisfacer mi anhelo...
—Sí, señor: la penitente; de la penitente hablo; que esa fortuna tiene vuesa merced; pues si las heridas se agravan, y se empeña Dios nuestro Señor en llamarle para sí, capaz será la ermitaña de la Virgen de hacer un milagro, y de conservarle en el mundo contra viento y marea.
—¿Pero quién es, Chafarote, quién es esa mujer?
—Vuesa merced la conoce... así... vamos... de vista...
—¡Que la conozco yo!
—¡Mucho... muchísimo!
—¡Cielos! ¿Quién es? Yo no recuerdo... no adivino...
—Señor, señor, cálmese vuesa merced; porque con semejante agitación en ese estado pueden enconarse las heridas...
—¡Ay, amigo! exclamó Jimeno, suspirando profundamente; las heridas del cuerpo poco valen comparadas con las del corazón. Consuelos, satisfacciones, amigos como tú, semblantes conocidos sobre todo, semblantes de quince años atrás, he menester para sanar, no bálsamos, ni vendas. Estoy sólo en el mundo hace quince años; ni un amigo, ni una voz que me llame por mi nombre, ni una mirada que se fije en mí para penetrar en el abismo de mi corazón. Tengo un protector mudo, invisible, misterioso: pero tú eres el primero que me ha llamado por mi nombre, después de quince años; tú el primero que ha llorado por mí; tú, y ese anciano que ha venido acompañándome... Yo deseo conocer ese brazo, tan granDe cómo el de la Providencia que llega a todas partes... Yo quiero verla Marín; yo he menester en torno de mi lecho a todos mis amigos, para que su presencia disipe esta nube de infamia que me circunda... ¡Que venga aquí para consolarme! ¡Consuelos, consuelos a mi corazón si no queréis que desfallezca!
No le escuchaba ya Chafarote: había salido al cobertizo, donde Inés le estaba esperando con ansiedad.
—Entrad, señora, entrad, la dijo, asiéndola del brazo.
Chafarote en casos tan críticos dejaba a un lado ciertos miramientos.
—¡No, es imposible! Inés respondió temblando.
—¿Por qué a de serlo? ¿Qué tiene eso que hacer? Vamos. ¡Fuera escrúpulos! Entrad, y atrás ese velo.
—Marín ¿sabes tú lo qué me propones? exclamó la penitente con un acento que desgarraba el corazón.
—¡Toma! os propongo que le veáis; que os deis a conocer, os propongo sobre todo su mejoría, su consuelo, su salud; porque... como él dice: «yo no quiero medicinas, ni pócimas, ni brebajes ni demonios: yo quiero satisfacciones, semblantes conocidos...» ¿Oís? ¡Semblantes conocidos!
—¿Luego sabe quien soy yo?
—¡Ca! ¡No señora! Valientes tentaciones he tenido de decírselo; pero he querido dejaros ese gusto...
—¡Sacarme de aquí para que no le viera, y traerme ahora para que le vea!
—¡Pues así son las cosas! Ahora está ya preparado, y las heridas son lo de menos: lo principal es su profunda tristeza... ¡Caramba! ¡Si le hubieseis oído! Se nos muere, señora, se lo lleva el diablo, quiero decir, se lo lleva Dios, si no le quitáis de encima esos pesares.
—¿Y qué alegría puede infundirle un rostro seco, pálido, desencajado? ¿Qué consuelos un corazón que rebosa en amargura? No, Marín; cubierta con el velo, muda, siempre, día y noche permaneceré a su lado: nada le faltará: ni una madre velará por un hijo con tanto cariño como yo por él... ¡Harto hago en reprimirme, en estarle viendo, en recoger todos sus sollozos y gemidos, y en contener mis lágrimas y suspiros! ¡Harto hago en renovar todas mis heridas, todos mis dolores, y sufrir, y callar, y verle, y no morir mientras él viva!
—Pero si él lo que quiere es conoceros; si él ha menester de cariño.
—¡Ay! exclamó Inés, con un gemido profundo: pues entonces ¿por qué no le has llevado al alcázar de Lerín?
—Pues qué, señora: ¿no le amáis vos cien veces más y mejor que esa simple de Catalina Beaumont? ¿No habéis hecho por él más que todo el mundo junto? ¿Pues si no fuera por vos...? Vamos, señora, vamos; cuando él os conozca, cuando él os vea...
—Cuando él me vea, Marín, quedará mudo, yerto de terror. Pensará que soy una Sombra que salgo a pedirle estrecha cuenta de sus amores: y si mis labios, mis ojos nada le dicen, su propia conciencia le hablará con más amargura que yo; y lejos de serle grata mi presencia, renovará todos sus dolores; porque... porque, Marín, yo le perdono que ame todavía a doña Blanca de Navarra ¡pero que se olvide de Blanca, y que no se acuerde de mí!... ¡Oh! ¡Eso nunca!
—Señora, es preciso hacerse cargo, respondió filosóficamente Chafarote, de que cada cual tiene su alma en su almario, y que han pasado quince años, y quince años es más de lo que parece.
—¿Y han sido menos para mí?
—Y sobre todo cuando él os vea...
—¡Ah! ¡Cuando él me vea! exclamó la penitente con triste sonrisa: ¡cuando él me vea! ¡Sí, que mis extenuadas mejillas, mis ojos hundidos y apagados están para enamorar! ¡Sí, que ha de amarme! ¡Ahora que soy la sombra de mí misma, cuando me desdeñó llena de vida, de fuego y de juventud! ¡Sí, que ha de amarme con estos sayales, cuando me despreció cubierta de galas! ¡Sí, que ha de recoger las hojas secas, arrugadas, inodoras de la flor que pisó fresca, lozana y fragante! Marín, Marín, sólo cuando el dolor me postre y caiga muerta al lado de Jimeno, sólo entonces levantarás el velo y decirle podrás: «¡esta es Inés, esta es vuestra esposa!»
—El caso es, respondió Chafarote, entre confuso y enternecido, el caso es que yo... francamente... no he podido menos de...
—¡Cómo! ¿Le has revelado mi nombre? preguntó Inés con espanto.
—No, no por cierto: tanto como eso, no. Pero ya sabe que la penitente es quien le socorre y favorece en todas partes, y ¡tiene un ansia por ver a la penitente!
—¡Oh! No hay remedio... Dios lo dispone...
—¡Claro! si no entráis se nos muere, y si entráis...
—¡Moriré yo! añadió Inés: y dirigiendo al cielo una mirada deprecatoria, dejó caer el velo, y pasó adelante.
Graves alteraciones había sufrido el enfermo: tenía el rostro arrebatado y encendido: los ojos cristalinos; la mirada sombría y vaga, los labios secos y ardientes; síntomas todos de la calentura que de resultas de tantas conmociones le devoraba.
Entró Inés enteramente turbada: ni aun detrás del velo osaba fijar en él sus ojos: andaba maquinalmente, sentose cerca del lecho sin saber qué hacía, hasta que vino a sacarla de su enajenamiento la voz profunda y anhelante de Jimeno:
—¿Señora, sois vos mi ángel tutelar?
—¡Silencio! dijo Inés con tan débil acento, que no podía ser conocido.
—Decidme vuestro nombre para que yo le bendiga: mostradme el rostro para que yo le adore.
—Después.
—¡Después! ¡Ah! Me consuela esta promesa... Es la primera esperanza que concibo después de quince años. ¡Después! Teméis sin duda que me agite, que me exalte...
—Sí; añadió la penitente con una intensidad, que revelaba bien a las claras, la inquietud que le inspiraba el conocido arrebato de Jimeno, y el placer de haber sido tan pronto comprendida.
Pero el enfermo fuese por necesidad de desahogo, fuese por efecto de la fiebre, tenía una irresistible propensión a hablar y prosiguió en estos términos.
—¡Después y después he de veros! pero entretanto ¿qué será de mí? ¿Sabéis, señora, que mientras yo estoy aquí, dentro de estas sombrías paredes, tendido en este lecho, sin poder dar un sólo paso, otros están trabajando sin descanso, y se agitan, y se mueven, y no sosiegan hasta destruir mi obra, mi obra de quince años? ¡Oh! ¡Tal vez en este mismo instante, mientras digo estas palabras, Catalina pronunciará el sí delante del sacerdote, y el mariscal la recibirá en sus brazos para siempre! ¡Para siempre! Señora, si sabéis hacer milagros, dadme de repente la salud; dadme fuerzas para dos días... dos días no, seis, ocho, hasta el doce de febrero; que después no me importa morir. Vos que habéis penetrado todos mis secretos ¡vos sola podréis conocer los horribles tormentos que sufro! ¡Haber conservado la vida quince años para llegar aquí y verme como un león hambriento, y encerrado en una jaula, que siento a lo lejos los balidos del rebaño...! Y la reina será reina pacífica y holgadamente! ¡Y Catalina será esposa del mariscal! Señora, ¿de qué me ha servido vuestra protección, si ahora me dejáis en este lecho amarrado con las cadenas de la debilidad? ¡Agua, señora: un poco de agua! —Lo veis, prosiguió Jimeno con risa convulsiva: ¿veis cuán pobre, cuán miserable es el hombre? De beber os pido, cuando nada me importa todo lo que no sea partirme a Lerín, llegar al pie del altar... Pero me abraso... la sed me devora... —¡Ah! ¡Gracias señora, gracias!
La penitente estaba a su lado en pie, con una tosca, pero limpia taza de barro llena de agua fría y cristalina.
Jimeno bebió con afán, y mientras bebía clavó los ojos en su enfermera, que trémula y vacilante, tuvo que recostarse en la pared para no caer al suelo. El caballero apartó los sedientos labios de la vasija, y exclamó con inquietud:
—¡Tembláis como yo!
Inés calló: sus labios no dejaron escapar ninguna palabra; pero su corazón no pudo contener un profundo suspiro.
—¡Dios mío! ¿Suspiráis? ¿Quién sois? El después ha llegado: alzad este velo...
—¡Sosegaos! dijo Inés, con su voz natural, sin saber lo que hacía.
Jimeno dejó caer al suelo la taza, cada vez más sobresaltado, queriendo arrojarse fuera del lecho.
—¿Quién sois? Una palabra vuestra ha removido el fondo de mi corazón... Si deseáis mi vida... mi salud, pronunciad vuestro nombre...
Y alzad ese velo: la duda, la incertidumbre, la inquietud me matan.
—¡Jimeno! exclamó Inés, con un grito penetrante, y tendió la mano sobre el enfermo, como Dios sobre los mares cuando quiere amansar la furia de las olas.
El caballero se estremeció al escuchar aquel acento, y quedó inmóvil de estupor. Era la segunda vez que le llamaban por su nombre. ¿Y quién lo pronunciaba? Una persona desconocida cuya voz despertaba confusos, vagos, perdidos recuerdos, sepultados allá en lo más hondo de su corazón, bajo la losa de cien recuerdos posteriores.
—¡Esa voz...! exclamó Jimeno balbuciente: yo no sé... yo no sé...
Y al mismo tiempo cogió la mano tendida de Inés, llevola a sus ardientes labios, imprimiendo en ella un beso de fuego, y estrechándola convulso.
No podía la penitente resistir un instante más: se apartó del lecho sollozando, el pecho levantado y trémulo, como la espuma, la cabeza trastornada, el corazón herido de amor y retorcido por los celos; y refugiándose al seno de la religión, fue a caer junto a la mesa donde se alzaban la cruz y la calavera, y gemía también la tórtola dentro de la jaula.
¡La tórtola y la calavera! ¡Dos objetos que se contradecían, y rechazaban! Las vanidades del mundo, y el desprecio del mundo: el emblema del pecado, y del arrepentimiento: el amor y la muerte: la rosa y las cenizas: lo deleznable y efímero de esta vida, y lo eterno de la vida futura, concebida en el seno de la muerte.
Y puso las manos en la jaula, símbolo del amor, que por una contradicción del espíritu humano, Inés se había propuesto olvidar, llevando a su retiro la imagen del suceso, que más se lo recordaba al mismo tiempo que con ayunos y penitencias pedía a Dios se lo borrase de la memoria.
La portezuela se abrió de par en par, y la tórtola, personificación de una alegoría del castillo de Eguarás, se escapó de la jaula, revoló por el campo, y tornó al punto a posarse en los hierros de su blanda prisión, prefiriendo tan triste morada, a la luz, y libertad, sin las caricias de su amiga.
—¡Inés! ¡Inés! exclamó Jimeno iluminado por aquel recuerdo: ¡tu voz... oiga yo tu voz! ¡Que si no eres Inés, si ese pájaro, si esa jaula no representan la falta que cometí con Inés... yo me confundo, yo no sé quien podéis ser...! ¡Inés! —¡Ah! pero Inés ha muerto...
La penitente se levantó de improviso, echado atrás el manto, y sé acercó muda y anegada en lágrimas.
—¡Ella! ¡Ella! gritó Jimeno, fuera de sí, cubriéndose la faz con ambas manos: ¡Desgraciada...! ¡Apenas te conozco!
Y la ermitaña sin poder soltar la voz, ni contener el raudal de su llanto, fue a caer a los pies de su esposo.
¡Feliz ella que podía llorar! ¡Feliz mil veces, que con lágrimas iba destilando la ponzoña del dolor, mientras Jimeno, seco con el ardor de la fiebre, conservaba en sus entrañas los hálitos de la muerte.
Al cabo de un rato de profundo silencio Inés levantó la frente, y tendiendo los brazos hacia el enfermo exclamó:
—¡Jimeno! ¡Hazte cuenta de que sigo en el sepulcro...! ¡Nada te pido, y todo, todo te lo perdono!
Pero Jimeno contestó con una ruidosa carcajada que llenó de pavor a la penitente.
—Os parece, dijo luego con acento sarcástico: ¿os parece que me habéis asustado con llamarme villano, y mal nacido? ¿Lo niego yo por ventura?
—¡Jimeno! ¡Jimeno, amigo mío! gritó la pobre Inés: vuelve en ti... mira que soy yo...
—Oíd, oíd, señor mariscal, prosiguió el enfermo: sin apartar los ojos de un punto: no sólo soy villano, si no de raza de judíos. Y... acercaos, añadió con misteriosa voz, asiendo la mano de Inés: y no sólo de raza de judíos, si no de raza de agotes. ¡De agotes! ¿Me entendéis? Ved ahí a mi padre... cubierto de lepra... no hay remedio: el hijo tiene que seguir la suerte de sus mayores. ¿No es verdad que ha de ser esta una buena noticia para cierta persona? Pero guardaos de dársela antes del tiempo prefijado; y sobre todo, don Felipe, por Dios, ¡por el amor de Dios, os ruego que nada le digáis a Catalina!
—¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamaba la penitente, retorciéndose las manos de dolor.
—¡Qué! ¿Pensáis en esa perfidia? prosiguió el caballero cada vez más exaltado: ¿pensáis arrebatarme el cariño, la estimación de esa niña...?
—Pero ¿la amas, la amas tú después de haber amado a Blanca? preguntó Inés, queriendo apurar de un sorbo todo el cáliz de amargura.
—Pues ¿no he de amarla, si Blanca y ella son una misma cosa? Ella es Blanca ¿no lo sabíais? La pobre princesa dijo al morir: ¿qué ha de hacer Jimeno sin mí? Y suspendió su vuelo cuando se remontaba al trono de Dios, y tendió como el águila una mirada por toda la redondez del mundo, y vio a Catalina, hermosa, cándida, inocente, y al posarse en aquel cuerpo inmaculado, que acababa de escoger por morada, recogió sus alas y en ella vive, y en ella me espera hasta que los dos podamos subir juntos al cielo.
—Pero, ¡Inés, Inés, ingrato! ¿Inés, que ha sufrido tanto por ti?
—¡Ingrato! Señor mariscal, a mí no me irritan los denuestos, ni me afrentan las injurias. Yo gozo en el oprobio, que ha de vengarme de la infame envenenadora... cuánto más lodo tenga en mis manos, más podré mancharla: ¡pero, no me robes, por Dios, un sólo instante la estimación de Catalina!
—¡Jimeno! ¡Jimeno!
—¿Quieres amedrentarme pronunciando mi nombre? ¡Ola! ¿Conoces mis secretos? No importa: más terribles los sé yo: yo he jurado que Catalina no ha de ser tuya jamás: ¿lo entiendes? ¡Jamás! Y si te obstinas, yo me lanzaré al altar con la daga en la mano, con la daga partida, cuyo extremo conservas tú... La misma con que don Luís de Beaumont, el padre de Catalina mató a tu padre don Pedro de Navarra. ¡En prueba terrible voy a ponerte! Si después de saberlo todo, si después de conocer al asesino de tu padre, das un abrazo a Catalina... Mariscal, entonces vendrás a mi seno, te estrecharé como amigo, has probado que puedes ser digno esposo de ese ángel, que puedes hacerla feliz...
—¡Cuánto la ama! murmuraba la pobre Inés.
—Serás su esposo... Pero no lo seas como yo. También mi mano se enlazó con la de Inés, y Blanca, Blanca nos bendijo. ¡Pobre Inés! Hiciste de ella sangrienta burla, princesa: la diste mi mano al mismo tiempo que me arrancabas el corazón, para llevártelo contigo. La desposaste con un cadáver... ¡ja, ja, ja! —Bien es verdad que como ella no era más que un cadáver...!
—Inés ya no lloraba: se apartó del lecho clavando una dolorosa mirada en Jimeno que proseguía hablando sin notar su desaparición; y llamando la penitente a Chafarote, que prudentemente se había mantenido a la puerta, le dijo:
—Entra: cuida de tu amo... está delirando... conviene no disgustarle en nada y aguardar a que el cansancio le rinda, y entonces quizá pueda dormir. Cuida de él... como sabes hacerlo.
—¿Pero os vais?
—Sí.
—¡Oh! Tenéis un semblante como de difunta.
—Hace quince años que he debido morir.
Y diciendo estas palabras la penitente se alejó de la ermita.
Tiempo es ya de referir la historia de Inés y de Jimeno, desde el punto mismo en que la dejamos suspendida en la primera parte de esta crónica.
Recordarán nuestros lectores que la desventurada Blanca de Navarra, partiose de este mundo, cruel con ella más que con nadie, llevando el dulce consuelo de una conciencia inmaculada, y la persuasión de haber hecho feliz a la única mujer que por su causa había padecido y derramado lágrimas amargas. En sus postrimeros instantes complacíase en mirar unidos con vínculos indisolubles a los amantes del Castillo de Eguarás, y gozaba sobre todo en dejar completamente reparada la debilidad de Jimeno. ¡Pobre princesa cuyos menguados goces en el mundo, eran otras tantas ilusiones de su buen corazón!
El primer grito de Jimeno al ver volar el espíritu de Blanca a las regiones inmortales fue de venganza como expresión de la nueva época de su existencia. El alma inocente y pura de aquella mártir del dolor, apenas se habría posado en el cielo; no habría roto aun los etéreos muros que circundan el firmamento, cuando pudo llegar a sus oídos la explosión de aquel sentimiento exclusivo, que había de llenar por espacio de quince años el corazón de su amante.
Pero aquel sentimiento naturalmente expresado con la salvaje energía de un corazón ardiente, y duros hábitos y feroces instintos del capitán de las Bardenas; quedó comprimido, abrumado bajo el peso de la inesperada y fría respuesta del conde de Lerín: «Doña Leonor será tu reina.»
Quebrantó el inútil acero contra el muro del castillo; y viéndose vilipendiado, solo,sin amigos, sin partidarios, llegó a comprender que había tal vez una venganza más terrible que la de la espada, aunque no tan pronta, y sangrienta; y sin plan ninguno, pero con la firme decisión de formarlo, se alejó de aquel sitio, sin acordarse siquiera de que Inés quedaba en el alcázar, y se dirigió maquinalmente, sombrío y taciturno a la cabaña de Raquel: montó a caballo, y sordo a las ahincadas preguntas de Chafarote y de la hebrea, tomó el camino de los Pirineos.
Para satisfacer la irresistible propensión a la ternura, y desahogar su pecho del llanto que le inundaba, formó instintivamente intención de detenerse en los lugares que más vivamente pudieran recordarle sus malogrados amores: anduvo errante por el campo donde con tanto denuedo había rescatado a la princesa: maldijo su torpeza, o su mala estrella que le había encaminado al castillo de Ortés, y convertido en ciego instrumento de los perversos designios de la condesa de Fox: pasó después a San Juan de Pie de Puerto, y visitó el convento donde Blanca permaneció más de dos años encerrada de orden del rey su padre, que quiso obligarla a tomar el hábito de religiosa: de allí partiose a Mendavia, cuyas praderas y arrabales estaban impregnados para él de dulces y melancólicas memorias de los tranquilos años de su juventud, y de sus blandos y apacibles amores.
Poco antes de visitar aquellos lugares, pasó por Lerín, donde le fue preciso detenerse; y allí supo, sin preguntarlo siquiera, que la condesa, había dado a luz por aquellos días una niña. Recibió Jimeno esta noticia con indiferencia: verdad es que la hija del conde de Lerín era próxima deuda de su adorada Blanca, pero ¿qué relaciones mediaban entre esta y su familia, si no las de la víctima con los sacrificadores, las del milano con el ave a quien acecha, para clavar en ella sus garras? Llamole sin embargo la atención el júbilo con que los vasallos del conde recibían la nueva de aquel nacimiento, y la persuasión general y aventurada de la futura bondad y peregrina belleza de la niña recién nacida. Como todos hablaban en Lerín de aquel suceso, supo, no sin conmoción profunda, que había venido al mundo el día 12 de febrero, día en que se partió del mundo doña Blanca de Navarra; a la caída de la tarde, precisamente en la misma hora de aquel terrible infortunio.
Es indecible la impresión que hizo esta noticia en el ánimo del desventurado Jimeno: pareciole que tan extraña coincidencia nada tenía de casual, y que sus destinos estaban ligados con los destinos de la recién nacida, heredera quizá de las virtudes de Blanca, quizá de sus desventuras, quizá de su mismo espíritu. Si él consideraba como suyos los inanimados objetos que le traían a la memoria las acciones, o le pintaban la querida imagen de su Jimena ¿cuánto más suyo, cuánto más propio no debía figurarse un ángel que en el supersticioso arranque de la pasión creía dotado del alma, que del cuerpo de otro ángel había transmigrado?
Resuelto a no perder jamás de vista la suerte de Catalina, que así se llamaba la predestinada criatura, prosiguió el camino de Mendavia; y en compañía de su padre adoptivo, pasose días enteros llorando la muerte de Jimena, recordando las cándidas tocas de la fingida villana, la dignidad de su rostro, y la dulzura de su mirada que algunas veces le parecía estar viendo todavía.
Formó entonces el plan de venganza, que no era por cierto mezquino y vulgar, ni menos inspirado por los desprecios de Leonor, ni por la usurpación de los títulos y documentos que probaban su excelso origen; era un deseo de secundar los decretos de la Divina Providencia que jamás, o raras veces permite el triunfo del crimen, de la deslealtad y perfidia, y con nadie se muestra más severa que con los reyes, que suben al trono dejando atrás un reguero de sangre.
—Mientras Leonor no reine, dejémosla, se decía Jimeno, como si tuviese en su mano la balanza de los destinos: dejémosla; que bastantes tormentos tiene que sufrir quien no vacila ante los más espantosos crímenes para satisfacer sus ansias de reinar, y no reina. Los remordimientos de los crímenes inútiles, son el suplicio más horrible para el ambicioso. ¡Dejémosla, y tengamos de ella compasión! Pero si llega a sentarse en el trono, si ve cumplidos sus deseos; entonces sí, entonces será preciso que yo salga a probarle que sí puede saborearse el fruto de un crimen aunque acerbo, insoportable, ese fruto tiene una ponzoña que devora muy pronto la existencia.
Cada vez más firme en esta resolución determinó prepararse para el día de la venganza, ilustrando su entendimiento en los estudios, y robusteciendo su brazo en las lides. Antes de poner por obra su propósito, venciendo toda la repugnancia que te inspiraba el conde de Lerín, partiose a esta villa con ánimo de quedar con él en buena armonía, y de contemplar en la cuna por sus mismos ojos a la niña misteriosa amada ya sin serle conocida, supersticiosamente querida desde entonces, y mucho más cuando con la edad la vio revestida de todas las virtudes de Blanca.
Hechas las paces con la condesa de Fox, don Luís de Beaumont había vuelto de Ortés. Por él supo Jimeno que Inés, la olvidada Inés, acusada de haber envenenado a la princesa por celos de un capitán de aventureros, había huido del palacio, y que a los pocos días se halló su manto a la orilla, y su cadáver en el río. Supo también que con este suceso Leonor había cobrado aliento, y que la calumnia fue generalmente creída, si no en el fondo de los ánimos, al menos en la apariencia. Para que tuviese todavía más verosimilitud, la condesa había hecho grandes extremos por la muerte de su hermana cubriéndose de luto, lamentando su pérdida y celebrando sus exequias con toda pompa en la catedral de Lescar llevando su hipócrita insolencia hasta erigirla un mausoleo.
Terrible golpe recibió Jimeno con semejante noticia, pues a un mismo tiempo le confirmaba en la sacrílega perversidad de la condesa, y hacía renacer en su corazón la víbora de los remordimientos; como quiera que pudiese atribuir la desesperación de Inés más al abandono, a la orfandad en que la dejara, que a la mancha que sobre su nombre había caído.
Aceleró pues Jimeno su partida del suelo navarro que tan funestas memorias le avivaba, y con el doble objeto de embotar sus dolores y de apercibirse al día de la venganza, se dirigió a Castilla para consagrarse con afán al estudio y a las armas.
Sirvió en las cortes de don Juan II y don Enrique IV de Castilla, menguados reyes ambos, y esposo este de doña Blanca de Navarra, que fue por él arrojada del tálamo a los pocos días de sus bodas, para obtener la disolución del matrimonio: pasó también a los reinos de Aragón de Nápoles y de Francia, llevado a unos por el deseo de conocer la refinada y astuta política de don Juan II de Aragón y de Navarra y de Luís XI; y arrastrado al otro por el irresistible afán de contemplar el lugar de su nacimiento, y averiguar algo de su propia familia, a la cual no le era dado saludar como deudo: estudió en las universidades de Salamanca, de París, de Bolonia y de Alemania con el afán de hacerse superior a sus enemigos, y de aprovecharse un día de los secretos de la ciencia para sus proyectos de venganza, y tomaba parte en todas las guerras y torneos para mantener siempre la superioridad de su brazo que suele enervarse con la ociosidad de los libros; pero en todas partes hallaba sin buscarlos, amigos que venían a ofrecerle dinero y protección: en todas partes recibía consejos y advertencias, cuya utilidad no tardaba en reconocer; y donde quiera que estuviese, bajo cualquier disfraz que tomase, siempre su invisible protector le seguía constante como su propia sombra, y se manifestaba enterado de sus planes más ocultos, de sus más íntimos pensamientos.
También seguía por aquel tiempo don Gastón de Fox el hijo de la condesa, la vida errante y aventurera de su desventurado amigo. En vano quiso entregarse al bullicio y diversiones propias de sus pocos años y de su ilustre cuna, la imagen de Blanca le sorprendía en sus fugaces trasportes y mucho más cuando fatigado quería buscar amparo y solaz en el regazo de su madre. La mano con que esta acariciaba sus blondos y adobados cabellos, parecíale teñida en sangre, y huía despavorido del seno maternal. En los suspiros de su madre creía escuchar los gemidos de la inocente víctima de la ambición, y en los blasones de su esposa Magdalena creía ver el precio de la sangre fraternal.
Érale insoportable la vida en el seno de su familia, y deseoso de aturdirse en el estruendo de los combates, se internó en Francia, para tomar parte en la guerra civil llamada del Bien Público, que estalló entre Luís el Onceno y su hermano Carlos, duque de Guyena y de Berri. ¡Amargo desconsuelo para una madre que idolatraba en su hijo, verle partirse de su lado con el afán de olvidarla y de procurar lejos de su presencia, alivio a su desventura!
Pero la guerra civil de Francia terminose el año 1469 con la reconciliación de los augustos hermanos. Don Gastón había hecho en ella proezas inauditas: la desesperación le hacía temerario, y la temeridad le salvaba de los peligros. Ya el recuerdo de los crímenes del castillo de Ortés llegaba a su alma con tan débil impulso, como llegan a la orilla los últimos círculos que se extienden en el lago por la caída de una piedra: el eco de los últimos gemidos de la princesa de Viana sentíalos apenas entre los cánticos de la Victoria. Triunfante, glorioso y abrumado de laureles, creía estar en temple de soportar la presencia de su madre y de su esposa, y trató de volver a Navarra. Pero antes quiso despedirse del teatro de sus hazañas, y de sus compañeros de armas dejando bien sentada su reputación de valiente y diestro en las lides, en el célebre torneo de Liburna, celebrado para solemnizar la pacificación de Francia.
El se llevó la prez del combate, y los aplausos, y los corazones de todos: él fue derribando uno por uno sus contrarios, reputados como la flor de la caballería de aquellos tiempos. Los navarros sobre todo, mostrábanse ufanos de tener tal príncipe por heredero del trono de Carlos el Noble.
El último día de las fiestas y torneos, paseábase don Gastón delante de su tienda, que se alzaba al extremo de la estacada, sin que nadie osara medir con él sus armas. Los vencidos ayer, no querían exponerse hoy a la misma afrenta, y los que vieron por tierra derribados a los más valientes y animosos campeones, no querían tampoco acrecentar con sus armas los trofeos del vencedor.
El sol iba declinando, y los innumerables espectadores de aquel paso daban señales de cansancio: no parecía ningún paladín tan arrogante, o tan poco sabedor de las hazañas del hijo de la condesa de Fox, que se lanzase al medio de la arena para arrebatar con un sólo triunfo todos sus laureles al invicto príncipe navarro. Murmuraban los viejos de la falta en bríos de los mancebos de aquel tiempo: encarecían estos la destreza y valentía del mantenedor del campo, sobre todas las hazañas de que había memoria; y las damas callaban, para dejar a sus ojos expresar con muda elocuencia el asombro y el amor que les inspiraba el arrogante joven, que con los brazos cruzados, seguía paseándose impaciente delante de su tienda.
Próximo a espirar el término de las lides, anunciaron las trompetas un nuevo competidor. Entró este en la estacada cautivándose ya los aplausos, porque su presencia sola deponía acerca de su valor; y todos se preguntaban quién era el temerario que no temía arrostrar la mengua del vencimiento.
Nadie le conocía. Sabíase tan sólo que en aquel mismo instante acababa de llegar a la ciudad; y que atraído por la fama del torneo, sin descabalgar siquiera había corrido al campo, deseoso de romper una lanza con el primero que se presentase. Esta ignorancia explicaba su atrevimiento.
Y con el cuento de su lanza dio tres golpes en el escudo del príncipe, que montó rápidamente a caballo. Era la lid de armas corteses y embotadas, como en tales fiestas se acostumbra, y no solía acaecer más grave daño a los contendientes que la vergüenza y confusión de la derrota: la lucha fue pues en un principio, más bien de ostentación que de coraje. Íbanse acalorando sin embargo los combatientes con la prolongación de un triunfo, que cada cual se figuraba fácil y breve, y se irritaban mutuamente con palabras y exclamaciones que se perdían con el choque y estruendo de las armas.
Los concurrentes vacilaban entre el asombro y el temor al contemplar tan desusados bríos y encarnizamiento, por una y otra parte. Media hora llevaban ya de combate sin que se notase ventaja de ningún lado.
Diez lanzas iban ya rotas, y al verse Gastón sin la suya en la última embestida, pidió a su escudero la undécima, y arremetió con furia descomunal a su contrario, apuntándole al pecho, y partiendo a escape para derribarle en la carrera. No le engañó el ojo al invicto príncipe: certera fue la puntería, el hierro embotado de la lanza fue a dar precisamente debajo del ristre en la coraza del recién llegado campeón: y no había remedio; el hierro no podía resbalar, y el desconocido tenía que caer de espaldas cediendo al impetuoso golpe, si la lanza no saltaba en astillas, quedando en falso el que la empuñaba. Así sucedió: el contrario resistió el tremendo choque sin moverse de los arzones, como si el caballo y él fuesen de una pieza; y la lanza de Gastón saltó en pedazos, uno de los cuales, reverberando de la coraza del desconocido, vino de rebote a penetrar por la visera del príncipe, el cual con el asta enclavada, cayó al suelo maltrecho y hendida la cabeza.
La concurrencia, no recelando mayor calamidad que la humillación y vencimiento del príncipe de Navarra, aplaudía al vencedor con el mismo entusiasmo que pocos momentos antes al vencido. Las damas vertían pomos de azahar, y arrojaban ramilletes de flores en honor del caballero, que fue llamado por la reina del torneo, para recibir de sus manos la prez con tanta gloria conquistada; pero el triunfante paladín se cuidó más de socorrer a su contrario derribado; y apeándose con presteza acudió a sacarle el asta que había penetrado por la rejilla de la visera hiriéndole mortalmente.
—No habéis sido vos, le dijo el príncipe todavía orgulloso en su desgracia: no habéis sido vos el vencedor: yo solo he podido vencerme, y darme la muerte.
—¡Gastón! exclamó el caballero profundamente conmovido, al ver el rostro de su contrario.
—¿Quién sois? Decidme vuestro nombre... sepa yo al menos quien ha sido causa de mi derrota y de mi muerte.
—¡Yo soy Jimeno! ¡Yo soy el azote de vuestra familia...! ¡Yo soy el vengador de Blanca de Navarra...! He peleado sin conoceros... ¡ah! tenéis razón: yo no os he dado la muerte: es la Divina Justicia que me ha escogido por instrumento de sus altísimos decretos.
—¡Jimeno! ¡Jimeno! exclamó el príncipe moribundo: quítame ese guantelete, sácame ese anillo... y llévaselo a mi madre...
—¡A Leonor! ¡Yo presentarme a la condesa...!
—¡Sí, que también mi madre... como yo... habrá de tenerte presente en su último trance!
Dueño Jimeno del anillo del príncipe, tornó a cabalgar, y en vez de acudir ante la reina del torneo, partiose del palenque, y huyó de la ciudad sin descansar en ella un sólo instante.
Apenas desapareció el vencido, los ojos de la multitud se volvieron hacia el que en tierra yacía derribado. Sus escuderos se apresuraron a quitarle el yelmo, y al descubrir su rostro lanzaron un grito de terror.
¡Don Gastón de Fox había espirado!
Pocos días después fue con regia pompa enterrado en Burdeos y por mucho tiempo llorada su desgracia en todo el reino de Navarra, y en el medio día de Francia; pero el nombre del matador siempre pasó desconocido.
El vulgo ignorante atribuía a la casualidad tan inesperada catástrofe: la historia, y las personas enteradas en los horribles secretos de la casa de Fox a justo castigo del cielo.
Este suceso confirmó a Jimeno en su invariable propósito; pues le hizo entender que había adivinado, por decirlo así, el pensamiento de la Divina Providencia; y pasó muchos años esperando confiadamente en que Dios le llamaría para descargar su brazo, sobre el principal autor de aquellos crímenes.
De tiempo en tiempo solía aparecerse en Navarra, ya para contemplar de cerca a Catalina de Beaumont, para instruirla, y modelar su espíritu por el tipo de Blanca que nunca se apartaba de su mente, ya para informarse de la situación política del país, de las esperanzas, más o menos fundadas, que tenía doña Leonor de ceñir sus sienes con la corona de Carlos y de Blanca de Navarra.
Al comenzar el invierno de 1478, cuando el rey don Juan II había entrado en los ochenta y dos años de edad, Jimeno que acababa de verle en Barcelona, conoció en su semblante los síntomas de su próximo fin. Acudió presto a Navarra, armado de todas armas, provisto de corceles y escuderos para entrar, según el fuero en los goces y preeminencias de infanzón navarro. Solicitó servir de mesnadero de doña Leonor, aunque renunciando a los gajes que por tal concepto se le debían, y entonces fue cuando por vez primera se dejó ver de la condesa. Seguro estaba de no ser por ella conocido: Leonor no había visto su rostro más que una vez, y sólo por la visera de la celada, cuando en el castillo de Ortés le afrentó con tanta ignominia delante de la corte, delante de su amada, arrojando del alcázar por infame y mal nacido, al mismo cuyo ilustre origen ella más que nadie conocía. Pero el rostro de Jimeno había sufrido notables alteraciones en quince años de sombríos pensamientos, de soledad completa. Sobre todo su condición y sus modales eran distintos; de bruscos, francos y arrebatados, tornáronse suaves, fríos y reservados: su ingenio inculto mostrábase ahora con las flores de las ciencias adornado.
El rostro de Jimeno hizo, sin embargo, profunda impresión en el corazón de la reina, impresión extraña, indefinible que al principio le pareció de temor o de repugnancia, y que poco después quedó claramente marcada con el sello de las más irresistibles simpatías de la pasión más ardiente.
El primer salto de gozo que dio el corazón de Jimeno después de la muerte de la princesa de Viana, fue cuando su penetrante mirada sondeó el alma enamorada de la reina gobernadora: el amor había precipitado las desventuras de Blanca, el amor debía labrar su venganza. Desde entonces quedó convertido el infanzón en verdadero seductor. Si en la corte se aplaudía una hazaña, su autor era don Alfonso de Castilla; si se hablaba de galas, y de gentileza, de propósito para ensalzar a don Alfonso parecía; y si de ciencias y de estudios se trataba, los mismos abades reconocían superior a don Alfonso. Asediado el corazón de Leonor tan hábil como apretadamente, rindiose al fin, rindiose sin condiciones, pocos días antes de la muerte del rey.
Jimeno, como hemos visto, abusaba de su Victoria; bien es verdad que Jimeno había combatido, no para tener un prisionero, sino para tener un siervo, a quien atormentar caprichosamente y arrojar después al circo para pasto de las fieras.
La historia de Inés será mucho más breve: puede compendiarse en pocas palabras: hacerse olvidar de dos ingratos; el mundo y Jimeno; y no olvidarse jamás de Jimeno y del mundo: pagar el alma con el bien; tal fue el generoso pensamiento de Inés durante quince años, como lo había sido desde su fatal encuentro con el capitán de las Bardenas.
Al rumor de las calumnias esparcidas en el castillo de Ortés, huyó temblando a refugiarse en el seno de su querida Raquel, donde creyó encontrar a Jimeno; pero Jimeno, su esposo, había desaparecido, sin dejar para ella una sola palabra de consuelo; abandonándola y abandonando a Raquel, y a Chafarote, como si desde aquel instante quisiese romper con su pasado, y flotar errante y a merced de las olas del mundo; semejante a la tabla rota de un naufragio, perdida en el Océano.
No atreviéndose la afligida doncella a permanecer en la cabaña de la hebrea, donde pudiera ser hallada fácilmente por los satélites de la condesa, saliose fuera, y andaba orillas del río, devorando en su corazón los más crueles pesares, cuando sus vagos ojos se fijaron en un bulto que venía arrastrado en la corriente, y que se detuvo entre unos juncos y espadañas. Era el cadáver de una mujer ahogada, y cuyo rostro estaba horriblemente desfigurado: avínola entonces un negro pensamiento: quizá tenía delante un ejemplo de desesperación; tenía sobre sí un cúmulo de dolores insoportables, para sus débiles hombros, tenía el abismo a sus pies; con un sólo paso que diera sus padecimientos habían terminado. Pero Inés tenía también el cielo sobre su cabeza, tenía también ante sus ojos la imagen de Jimeno, a quien podía ser útil, en su soledad, en su tristeza, en su venganza; y no necesitó más para horrorizarse de aquella tentación, cayendo de hinojos, y pidiendo a Dios perdón, y fortaleza para soportar los padecimientos que la esperaban.
Entonces tomó la irrevocable resolución de separarse del mundo para siempre: aquel cadáver la sugirió una idea: la de morir enteramente para los hombres, y conseguir por este medio, que la impía Leonor cesase de perseguirla, y el mundo de pronunciar su nombre. Aguardó a que viniese la noche, se desnudó de su manto y de sus tocas, dejolos a la orilla, no lejos de la mujer ahogada, y se dirigió a la choza de Raquel para comunicarla su pensamiento. No quería entrar en un monasterio; porque no se consideraba enteramente libre para pronunciar los votos sagrados, después de sus desposorios con Jimeno: quería además vivir para él y favorecerle invisiblemente en todos lo peligros de su vida, y prestarle ayuda en sus buenos propósitos: su fecunda imaginación la presentó luego la idea de una cueva solitaria, de una existencia consagrada a la caridad, y a la oración: existencia que la daría cierto influjo, del cual podría aprovecharse en favor de su ingrato esposo. Pero este plan no podía llevarse a cabo mientras el cielo quisiese conservar la vida a Raquel.
Inés era demasiado generosa y delicada para anteponer sus gustos y sus proyectos, al cuidado de la anciana que la había servido de Madre.
Partiéronse las dos aquella misma noche, acompañadas del escudero, huyendo de las iras de Leonor; y en uno de los valles más retirados de Navarra, vivieron juntos, y con nombres supuestos, hasta la muerte de Raquel, que no se hizo esperar mucho tiempo.
Desembarazada Inés de este cuidado, pudo seguir su plan, y obtenida licencia del abad de Irache, ocupar una antigua ermita, cerca del santuario de Nuestra señora de Rocamador, a cuyo servicio se consagró con el fervor más puro. Chafarote tampoco la abandonó en su nueva vida; pero de las penitencias de su ama, sólo adoptó el sayal: los cilicios y los ayunos, los ayunos sobre todo, eran reglas impracticables para el antiguo soldado de las Bardenas. Raquel había legado a su hija adoptiva una suma respetable de florines, y sobre todo la había dejado tan recomendada a los judíos, que por su medio consiguió esta tener noticias de los puntos más remotos, y poner dinero en manos de ausentes. Así pudo favorecer a Jimeno, donde quiera que se hallase y comisionar a personas extrañas que siguiesen todos sus pasos. Desde el fondo de aquella oscura caverna, seguía como una madre los pasos de aquel hijo descarriado: adivinaba sus pensamientos, evitábale mil peligros con sus consejos; y persuadida de que era una empresa noble y santa la de castigar a la condesa de Fox, empleando el terror para despertarla del profundo letargo de sus crímenes, no había vacilado en asociarse también a los proyectos de Jimeno, desde el momento en que pudo vislumbrarlos.
Ahora los acababa de ver con toda claridad. Jimeno en su delirio le había revelado todo: Jimeno en el punto mismo de poner por obrar el pensamiento de su vida eterna, estaba tendido, postrado en el lecho, imposibilitado de dar un paso. ¿Qué había de hacer ella si no lanzarse fuera de la ermita, y empapada en el pensamiento y en los efectos de Jimeno, obrar como si fuera Jimeno mismo?
Verdad es que la mal extinguida llama de su amor, había brotado súbito de las cenizas, con la presencia de su amante; y que este amor venía acompañado de los antiguos tormentos de los celos; pero Inés no había olvidado las sublimes lecciones de abnegación que practicó quince años atrás. Inés, después de tantos sacrificios, no aspiraba ya al amor de un hombre: aunque este hombre se llamase Jimeno, no podía ser la recompensa de una pasión tan noble, tan pura, tan acendrada. Inés había sufrido tanto, que ya se deleitaba en sufrir: su pecho se apacentaba con dolores; porque su alma iba a salir de la cárcel de aquel cuerpo atormentado, acrisolado, para llegar sin mancilla al trono del Señor.
Salió Inés a impedir las bodas del mariscal con Catalina: es decir, a favorecer, según ella creía, los amores de Jimeno.
Pero el conde de Lerín no perdió un sólo instante para llevar a cabo su pensamiento; y desplegaba toda su energía y actividad en apresurar la boda de su hija. Los esfuerzos y afanes que le había costado arreglar este negocio, pues él no lo consideraba de otra manera, eran sólo comparables a los que hacíaa la sazón para marcar con sello indeleble la alianza de las dos familias más poderosas de Navarra.
Trabajó ante todas cosas en convencer a Catalina de que el amor a la patria le imponía el deber de sacrificar por ella su propia felicidad, si necesario fuese, y mucho más los vanos escrúpulos de su conciencia suscitados por el despecho y por los celos de un aventurero, que a pesar de su origen villano, recientemente descubierto, había osado levantar los ojos hasta la ilustre patricia de regia progenie.
No le quedaba al conde otro recurso que el de luchar abiertamente con don Alfonso de Castilla, y como la vida misteriosa de este personaje, y su conducta equívoca con la reina se presentaban tanto a la maledicencia, fácil le fue, si no persuadir, infundir al menos sospechas a Catalina contra el hombre que tan duramente se oponía al logro de sus deseos. Por otra parte, jamás la inocente niña se había imaginado que cabía en lo posible resistir formalmente los mandatos de un padre, y alarmados su piedad y respeto filiales, encerró en su corazón los terribles secretos que Jimeno le había revelado, y con un gozo no exento de sobresaltos, bajó los ojos, y prometió temblando completa sumisión a los preceptos de su padre.
Faltábale a este remediar otra desgracia: el reto del mariscal aceptado por don Alfonso. Sabía muy bien que don Felipe de Navarra era demasiado pundonoroso para aceptar, y cumplir religiosamente las condiciones del vencedor, en caso de ser derrotado en la lucha, y sabía también cuán grande era el valor y la destreza de su adversario, para dudar del vencimiento del mariscal. Si aquel duelo se verificaba, sufrían sus planes un completo trastorno: a pesar de la pujanza y bríos de su futuro yerno, sería vencido por su enemigo, y las condiciones de este que le obligaban a renunciar para siempre a la mano de Catalina.
—¡Si al menos fuese hombre de dejarle muerto en el campo! pensaba el conde, rascándose la oreja: pero... ¡Ca! se contentará con desarmarle, o con hacerle un rasguño, con botarle al suelo, y... todo está perdido.—Todo no... ¡qué diablos! No es hombre el conde de Lerín que consienta tan fácilmente en su propia ruina. Dos caminos de salvación me quedan todavía: uno de ellos sería hacer de modo que ese don Alfonso, o don Jimeno, o don Diablo, despachase al mariscal; pero... pero...
El conde se detuvo un rato acariciando esta idea en su imaginación y luego saltó de repente:
—Nada, nada: resistamos la tentación. Don Alfonso ha dado pruebas de ser tan pícaro como yo, y si él se ha empeñado, cual presumo, en vencer al mariscal, tan sólo para imponerle condiciones; no le sacaremos de sus casillas, ni con toda la artillería de mi alcázar: fuera de que, añadió encogiéndose de hombros, y cerrando casi del todo sus pequeños ojos de lince, para ciertas cosas nunca es tarde. Otro camino es el hacer imposible este duelo. Don Alfonso es mi enemigo, yo he roto con él: los enemigos claros, dice el refrán: claros en el sentido de que se vean bien, y claros en el sentido de que no estén muy juntos: es decir, que no sean muchos: de consiguiente, según este refrán, no hay inconveniente en entresacar del número de mis enemigos, que no es flojo, media docena de ellos... principiando por don Alfonso. ¡Vamos, esto es hecho!
Y restregándose las manos, después de dejar sosegada a Catalina salió en busca de don Felipe a quien había prometido explicar las aventuras de su rival.
Movido el conde nada más que de los escrúpulos de su meticulosa conciencia, y del acendrado cariño al mariscal, y reconocido celo por el lustre de su nombre, le declaró la historia de Jimeno, su origen infame, su profesión de bandido; recordándole también que del alcázar de Ortés había sido ignominiosamente lanzado: no hay que decir que el conde no pronunció una sola palabra acerca de los papeles quemados por la condesa de Fox, y los cuales probaban la ilustre cuna del antiguo capitán de bandidos.
Tan rígidos eran entender los caballeros en achaque de blasones y de linaje, que don Felipe se horrorizó de pensar que hubiera podido medir sus armas, sin saberlo, con un hombre semejante; y como los villanos eran reputados entonces por esclavos, quiso tratar como a tal al supuesto don Alfonso; al infame judío que había osado poner los ojos en Catalina, y aspirar a su mano. Al emprender la marcha para buscarle en el Campo de la Verdad, llevó consigo media docena de bellacos, y mal intencionados escuderos, para que castigasen la insolencia del impostor y le moliesen a palos, como hubiera podido hacer con uno de sus ínfimos vasallos. Pero a la media docena de los susodichos escuderos, la previsión del conde añadió otra media de gañanes diestros, aguerridos, y desalmados sobre todos los cuales llevaban ordenes más severas que las de aplicar a don Alfonso una corrección fraterna, puesto que se extendían hasta dejarle tendido en el campo, y en disposición de no volver a levantarse.
El mariscal dio la vuelta a Lerín después de su paseo por el campo de la Verdad; y un poco más tarde, llegaron los escuderos que sobrevivieron a la catástrofe, los cuales juraron y perjuraron al conde que habían dejado al retador tan muerto, por lo menos, como sus compañeros de expedición.
Tranquilo ya por este lado, pasó don Luís a la celebración de los contratos con el mariscal, que se mostró franco y generoso, cual de costumbre. El conde anduvo moderado: contentose por el pronto con los veinte castillos que había perdido, los cuales venían a componer como la mitad del reino. Muy buena parte de la otra mitad, pertenecía a su futuro yerno; de manera que el conde venía a ser con semejante alianza, mucho más poderoso que la reina, mucho más que todos sus enemigos juntos; sobre todo contando, como contaba, con la intervención y auxilios de su cuñado el rey don Fernando el Católico, que trabajaba en el proyecto de unir en sus sienes las tres coronas de Aragón, de Castilla y de Navarra.
Ya sabía el conde de Lerín que semejante alianza no podía ser duradera. Por mucha autoridad que tuviese el mariscal en su bando nunca lograría que ciertos caudillos siguieran su ejemplo; y por mucho amor que profesara a Catalina, no podría resistir al hábito de aborrecer, y a ciertas revelaciones que al fin y al cabo habrían de llegar a sus oídos; pero si él tomaba posesión de los castillos ¿qué le importaba que por la centésima vez ardiese la guerra en toda aquella pobre y decrépita monarquía? Mejor para él: dueño ya de la mitad del reino; tendría pretexto para conquistar la otra mitad, y llamar a don Fernando al solio de Navarra.
Entonces ya no sería el magnate de una corte pequeña, turbulenta y continuamente amenazada; sería el favorito de un monarca de tres coronas a quien había regalado una de ellas.
Perfectamente combinados los planes del conde, dependían sin embargo de una circunstancia: del enlace del mariscal: o reduciendo la cuestión a más sencillos términos, dependían de la entrega de las plazas fuertes, principalmente de las fronterizas de Castilla, como Viana, Lodosa, Cárcar y Azagra; y muy más especialmente del recobro de las dos primeras, sin las cuales sería difícil que las tropas castellanas de don Juan de Rivera, acantonadas en Logroño, pudiesen penetrar en Navarra, llamadas por el conde Lerín.
Señaló pues en los contratos como condición precisa, la entrega de los castillos de Viana y de Lodosa el mismo día de la boda, la cual se había de verificar a la mañana siguiente, muy en secreto, de manera que a todos sorprendiese la noticia, cuando ya el hecho se hubiese consumado.
Apenas firmó don Felipe los escritos que plugo al conde dictar, y apenas este se hubo apoderado de los papeles, cuando mandó llamar a los oficiales y caballeros de su confianza para que secretamente, provistos de los contratos que irían mostrando a los alcaides, tomasen posesión de los castillos del mariscal. Dado este golpe audaz, el conde arrostraba las consecuencias, poco temibles por cierto para él: sin duda el novio llevaría muy a mal aquella precipitación, que indicaba suma desconfianza; pero lo esencial para el suegro era la recuperación de sus estados; no el halago y contentamiento de una persona con quien no podía vivir en paz mucho tiempo.
La víspera de la boda marchó don Felipe a su castillo de Larraga, el más próximo de Lerín, para tornar muy de mañana a recibir las bendiciones nupciales, acompañado tan sólo de un par de amigos de toda su confianza.
Aquella noche no pudo el conde cerrar los ojos a pesar de toda su calma y frialdad, a pesar de la seguridad de sus cálculos. Nada debía inspirarle sin embargo temores ni recelos. El mariscal arrebatado por la pasión, no imaginaba siquiera que pudiese estar sirviendo de instrumento a los ambiciosos proyectos del conde: se había partido más enamorado que nunca: debía volver dentro de pocas horas radiante de amor y de felicidad, trémulo de impaciencia, ansiando dar la mano a Catalina, sin presumir ¡incauto! que daba con ella todo un reino al caudillo beamontés. Aunque quisiese arrepentirse de su primer impulso, nada más importaba; ya era tarde: su firma estaba al pie de los contratos, y autorizada con ella la devolución de los castillos. Con estos documentos iban los emisarios del conde de punto en punto reclamando las plazas, y poniendo guarniciones a su devoción. El conde sin embargo no tenía sosiego de cuerpo, ni quietud de ánimo: por más que procuraba divertir su fantasía no podía apartar de ella la imagen ensangrentada del mariscal don Pedro de Navarra, que envuelto en luengo sudario, se alzaba del abismo, y con su mano descarnada, separaba las manos de los amantes, arrodillados al pie del altar. Revolvíase el asesino, bañado en sudor en el frío lecho, y recordaba con miedo la desaparición del arma fatal con que perpetró el crimen en la torre de la traición, desaparición que había notado después del incendio sin que supiese a quien atribuirla.
Al pronto sospecho de Maese Arnal; pero se hubo de convencer de su inocencia, cuando le hizo una visita en su taller, y al hablarle de este asunto fijó sus ojos en la honrada fisonomía del artífice: los ojos del conde no se engañaban jamás.
Tampoco pudo conciliar el sueño otra persona en el castillo de Lerín; también por su fantasía cruzaba un tropel de imágenes; pero risueñas, blancas y tranquilas. Catalina de Beaumont había cedido más bien a los impulsos irresistibles de su corazón y al noble afán de calmar los dolores de su patria, que a los esfuerzos y mandatos del conde: Catalina miraba unidos aquel día, el bien del reino y su propio bien: Catalina que había escuchado con asombro y con dolor las hazañas del mariscal en la guerra, veía con inmenso júbilo su magnánimo desprendimiento en la paz. Las únicas alarmas de su pecho eran ciertas vagas inquietudes del pudor; ciertos pensamientos que pasaban como nubes encendidas por el límpido cielo de su frente virginal: temores indecisos que se transforman en confianzas; confianzas que se convierten en temores; sueños cándidos que acaban por teñirse en el arrebol de la vergüenza; presentimientos indefinidos de una vida que se desconoce; tierna despedida del solitario lecho que se abandona, testigo de tantas lágrimas, de tantos suspiros, de tantos ensueños dulces y venturosos, de tantas ilusiones, de tantos secretos, al parecer poco importantes, y que la mujer más franca no confía jamás a su mejor amigo.
Mas de repente, todo ese misterio de sentimientos que se agolpan al corazón de una joven, que va a desprenderse de la corona de azucenas virginales, se fue disipando para dar lugar a temores más pronunciados.
Catalina recordó las palabras de don Alfonso acerca de la muerte de don Pedro de Navarra; y por más desautorizado que el infanzón estuviese en boca del conde, la ilustre nieta de cien reyes comenzó a sospechar que si don Alfonso era villano, también los villanos podían decir verdad.
Tomó entonces una resolución que tranquilizó su ánimo, incapaz de disfrazar sus sentimientos: resolvió manifestar al mariscal todas sus sospechas, antes de pasar a recibir en la capilla del alcázar las bendiciones del sacerdote.
Si el mariscal a pesar de semejantes revelaciones la llevaba al altar, la dicha de Catalina no tenía límites. Catalina se lisonjeaba de que así sucedería: de todo dudaba menos del amor del mariscal. Se levantó, y se miró al espejo para confirmarse en este juicio; pero más que al espejo de cristal veneciano que tenía delante, se miró al espejo de su propio corazón, y su corazón ingenuo y apasionado le dijo que aguardase con sosiego.
En sus mejillas se notaba una dulce palidez, en sus ojos un placer que todavía no era sereno, en su pecho una inquietud que no nacía de temor, en sus labios unos suspiros que no eran de dolor si no de anhelo.
Sentose al tocador para aderezarse de boda: acompañábanla sus damas esmerándose en realzar la peregrina belleza de su rostro; y cada palabra de ellas que no comprendiese, cada rumor que a sus oídos llegase bastaban para encender y agitar su pecho, que se amedrentaba de la llegada de su amante, al mismo tiempo que ardía en ansias de verle.
Terminada la prolija operación de su tocado, blanca sencilla y pura como el armiño, desdeñando toda otra compañía que la de sus propias imaginaciones, estaba aguardando a Felipe en el antepecho de una ventana de donde se veía el camino de Larraga, y aunque rendida de cansancio, su impaciencia no la permitía permanecer sentada.
De repente, sintió pisadas fuertes, pisadas de hombre, y se estremeció de gozo y de inquietud.
Llamaron a la puerta... Ni voz tenía para responder. El que llamaba entró sin aguardar respuesta. Era su padre.
—¡Vamos, vamos! ¿Qué poca pereza has tenido este día? le dijo el conde, con aire jovial.
Catalina no podía hablar de vergüenza: bajó los ojos encendida como la cuna del sol. La rosada luz del alba, teñía sus blancas tocas de un color de ópalo suave: sus manos nacaradas deshacían las trenzas de oro de su largo cinturón.
—¡Qué bella! ¡Qué inocente! murmuraba el conde, contemplándola con ojos paternales: ¡oh! no es extraño que el mariscal haya perdido el juicio.
—¿No ha venido? preguntó tímidamente la doncella.
—No tardará en llegar: tiene que andar dos leguas de camino; de mal camino.
—No... No, si yo no digo... si no tengo prisa.
—Lo creo, dijo el conde con benévola malicia: lo creo.—Pero ¿cómo es eso? ¿Tú sin dueñas? ¡Sola en estos momentos!
—Sola, sola estoy mejor... ¡Ah! ¡Si mi madre viviera!
—¡Tu pobre madre! Es verdad: mucho debes sentir su falta en este día... Pero ¡como ha de ser! Tú has perdido una madre, y ganas un esposo; pero yo que perdí una esposa, pierdo también una hija...
—¡Oh! no, padre mío: nada perdéis aunque yo me case; pero ¿es verdad que voy a desposarme? preguntó Catalina con inquietud.
—Me parece que sí; dijo el conde sonriéndose tranquilamente.
—Pero... el mariscal no viene...
—Otros debían venir antes que el mariscal, dijo el conde entre dientes, dejando sola a su hija,
Así pasó algún tiempo la bella desposada, en cuyo corazón iba poco a poco arreciando la lucha del temor y de la esperanza.
El conde con semblante sereno y paso grave entraba cien veces y salía en el espacio de una hora; asomábase a la ventana; pero sus ojos no se fijaban en el camino de Larraga, por donde debía venir el mariscal, si no en el opuesto en el de Viana y de Lodosa. Las facciones inmóviles del anciano se contraían entonces con ciertas señales que en ningún otro significarían nada, y en él denotaban la mayor inquietud.
—Pues señor, no vienen, dijo una vez al separarse de la ventana.
—¿A quien más esperáis? le preguntó su hija.
—A nadie más que al mariscal.
—Habéis dicho no vienen.
—No suele decir ni palabra, ni letra de más; repuso el conde con alguna sequedad, hija de sus graves cuidados.
—¡Ah! ¡Padre mío! exclamó Catalina: confesad que os inquieta su tardanza...
—¿Cual?
—La tardanza de don Felipe.
—La tardanza... de... don... Felipe... repitió el conde maquinalmente, acercándose a la ventana, con la mano sobre los ojos, para quitarse los rayos del sol.—¡Ya no, ya no! añadió de repente, con energía y satisfacción.
—¿Le habéis visto? exclamó Catalina, precipitándose a mirar el campo.
Pero se quedó parada, fría, cuando tendiendo la vista por el camino de Larraga, le vio solitario, desamparado. Al mismo tiempo observó con inquietud el rostro de su padre: siguió con los ojos la dirección de sus miradas, que estaban fijas en un caballero armado, que a todo escape venía de Lodosa.
—¿Quién es? ¿Quién es ese caballero? Viene armado, viene de Lodosa...
Ese no puede ser Felipe...
—No, no es Felipe: pero es el que me trae noticia de que mis guerreros han tomado posesión de los castillos de Felipe..., dijo don Luís acudiendo a recibir al mensajero, con tal impaciencia aguardado.
Entretanto el mariscal, cuya falta tanto inquietaba a Catalina, no sentía menor anhelo de llegar a sus brazos.
Sin cuidarse de grandes galas y atavíos, lanzose fuera del castillo de Larraga, cuando asomaba el sol por el oriente. Los vivos colores de su semblante, la serenidad de sus miradas y la ufanía de su continente daban indicios de la ventura en que rebosaba su corazón.
Apenas descendió de la colina en que estaba situado el edificio, el generoso corcel, sin ser hostigado del acicate, emprendió una marcha ligera, a trote largo, gallardeándose con el bizarro dueño que sustentaba, dando ardientes resoplidos, sacudiendo las crines y encorvando la cola, ostentando, en fin todas sus gentilezas, como si conociese que llevaba el más apuesto caballero de Navarra, a los brazos de la más noble y hermosa doncella de la tierra.
La alegría de Felipe se acrecentó con las risueñas tintas de la mañana, en que se arrebolaban las crestas de los montes, la copa de los árboles, y el techo de los edificios.
Dos amigos le acompañaban; pero la grande felicidad es egoísta, es delicada, y no quiere exponerse a ser turbada con la comunicación.
Felipe se adelantó por instinto a sus compañeros: no quería hablar; no podía pensar, sentía nada más; miraba los cambiantes del sol, escuchaba embebecido el canto de los pájaros; recordaba confusamente todo lo pasado, y veía también en dulce confusión todo lo porvenir.
Así se fue internando en un bosque de robles y de pinos, por el cual atravesaba tortuoso el camino de Lerín; y al llegar a una encrucijada salió una voz que resonó bronca del medio de los árboles, haciéndole estremecerse involuntariamente.
—¡Alto, señor sobrino, alto ahí, si os place recibir los buenos días de un pariente!
Era la voz de mosen Pierres de Peralta, que desterraba a Felipe del paraíso de sus ilusiones.
El mariscal se puso más encarnado que un niño, sorprendido en alguna travesura propia de su edad.
—¡Vos por aquí, señor tío! exclamó con turbado acento.
—¡Caramba! ¡Y cuál madrugas con estas pícaras mañanas de invierno! dijo el de Peralta, plantándose en medio del camino: Yo por mí no lo siento; que ya estoy más curtido y amojamado que una cecina colgada al humo; pero ¡tú con esos colores de pastora, y esa tez de dama de estrado!
—Pues bien, tío; me alegro que estéis tan bueno y tan fuerte: tengo prisa... ya nos veremos... ¡adiós... hasta la vista! dijo el mariscal disponiéndose a proseguir su marcha.
—¿A dónde vais, señor sobrino, a dónde vais?
—¡Voto al diablo; señor tío, que ese tono me indica que el encuentro nada tiene de casual! Pues bien ¡pésia mi vida! veinte y cinco años tengo; padres no, tutores no he menester: voy donde quiero; hago lo que se me antoja; y adiós ¡adiós, por segunda y última vez!
—¡No tienes padres! ¡Infeliz! ¿Y qué ha sido de tu padre?
—Cuentas viejas son esas, que ahora no quiero recordar.
—¿Dónde está tu padre, te pregunto, rapaz mal aconsejado?
—Mi padre está ¡vive Dios! adonde vos iréis muy presto, si no me dejáis marchar.
—Sí; tu padre está en el sepulcro: y yo vengo a decirte cual ha sido la mano traidora que lo ha derribado.
—Patrañas sí que me contaríais, si yo tuviese aguante en escucharlas.
—¿Quién demonios te ha trastornado el seso de semejante manera? preguntó el anciano caudillo con rudo asombro.
—Hablemos claro, señor tío: yo voy a casarme con doña Catalina de Beaumont, mal que os pese, a vos, y a todo mi bando: y ahora vista la inutilidad de otras tentativas, queréis salirme por el registro de la muerte de mi padre, que está en gloria, achacándosela al conde de Lerín.
¿No es eso, señor tío? Pues adiós, y salís horro de mentira; porque os juro, y perdónenme vuestro parentesco y vuestras canas venerables, magüer que salpicadas con sangre del obispo; os juro que no os creo palabra, mientras no me traigáis pruebas.
—¡Por los cuernos de Barrabás...! exclamó Peralta, echando mano al pomo de la espada: Pero no quiero enfadarme, sobrino; me gusta tu lenguaje, franco y duro como el mío. Navarros somos de buena ley, y no ese renegado conde de Lerín, que tiene más de castellano que los ducados con que le paga su traición el rey Fernando. ¡Ea, pues! Franqueza con franqueza, mariscal, que no me gustan gazmoñerías, y sonrisitas, y palabras de miel, que llevan dentro la ponzoña: vas a casarte con doña Catalina; corriente... yo lo he sabido esta misma noche, y sin acostarme una hora siquiera, desafiando las tinieblas, la escarcha y el mal camino, he venido de Estella, ¡lléveme el diablo! que si tiene trazas de llevarme, sin otro objeto más que el de impedirte que te cases, y recordarte la promesa que hiciste hace tres días delante de la reina.
—¡Ah! ¡Ah! dijo Felipe, prorrumpiendo en una carcajada: ¿Conque nada más por eso lleváis ese mal rato, pobre tío...? Adiós, adiós, y tornad al lecho, por San Fermín bendito, que a vuestra edad son muy peligrosas las malas noches.
—¡Cómo ¿Tan descastado serás, tan villano y fementido, que después de tantos años de inútiles furores dejes ahora impune el asesino?
—Pero ¿quién es? ¿Quién es?
—Es el conde de Lerín, y me alegro; porque yo te he dicho siempre que aquella maraña de Pamplona no pudo ser urdida si no por el conde: Ugarra el regidor, de acuerdo estaba con el conde; y Ugarra pereció, porque los traidores no deben sobrevivir a la traición, y pereció con su secreto a manos del conde; y tú, y tu padre entrasteis en la torre, dejando fuera vuestros compañeros, porque os quiso dividir el conde; y allí en la torre estaba el conde, y allí fuisteis desarmados por disposición del conde; y allí tu padre indefenso murió asesinado por el conde...
—¡Callad, callad, mosen Pierres, que si fuera cierto lo que decís bebería toda la sangre del conde! pero ¿la punta del puñal homicida que traigo siempre conmigo, es también del conde por ventura? Mientras esto no me probéis, nada hemos hecho, señor tío.
—Eso es justamente, lo que vengo a probarte.
—¿Cómo?
—¿Cómo ha de ser, por vida mía? Presentándote la otra mitad que conmigo traigo yo también.
—¿La otra mitad del puñal...?
—Es daga.
—Veámosla, dijo el mariscal, desabrochándose el jubón y sacando la punta de un arma que traía en una pequeña bolsa.
Sus dedos trémulos y crispados no le permitían andar de prisa en estas operaciones.
—Aquí la tienes; repuso mosen Pierres, desenvainando una daga con la hoja partida casi por mitad. —Los dos pedazos deben ajustar perfectamente.
—Tiemblas como un azogado, y no podrás unirlos en toda tu vida.—Trae aquí...!—¡Míralos!
—¡No hay duda! dijo el mariscal, pálido como la cera.
—¡Toma! ¡Como que forman parte de un todo!
—Pero falta saber quien es el dueño de esta daga, quien la tenía.
—¿Pues no lo he dicho ya, voto al demonio?
—¿El padre de Catalina?
—Justamente.
—¿Y eso quién me lo asegura? ¿y eso quién lo prueba? preguntó don Felipe temblando; porque yo quisiera persuadirme aun de que mentís, señor tío.
—Mira el pomo, ¿conoces ese escudo?
—¡Las armas del conde de Lerín! ¡Esa daga, esa daga! ¡a mi me pertenece!
—No te la doy, si primero no me juras...
—¡Ah! ¡Muchos años hace que lo he jurado! repuso el mariscal con ronco acento y con feroz sonrisa: ¡sangre por sangre! ¡Vida por vida!
—Te reconozco al fin, sobrino: venga esa mano.
—No, mi mano se guarda para Catalina.
—¡Cómo! ¡Marido tú de la hija del conde!
—He ofrecido matar al asesino; pero también ofrecí casarme con la hija del conde...
—¿Y nada más, nada más que casarte con su hija?
—Y entregarle hoy los castillos de Viana y de Lodosa.
—¿Y eso también estas dispuesto a cumplir?
—¡Cuerpo de tal! señor tío ¿no es una promesa como todas?
—Sí, pero es promesa necia: una promesa que abre las puertas del reino a los castellanos; una promesa que eleva al conde sobre ti...
—¡Ah! repuso Felipe con sonrisa cruel: no temáis que don Luís disfrute mucho tiempo de los bienes que le cedo.—Adiós, señor tío: decid a esos caballeros que apresuren el paso.
Y dando un espolazo al caballo, prosiguió el camino de Lerín.
Mosen Pierres dejó pasar los amigos del mariscal, repitiéndoles la orden de alcanzarle inmediatamente; y cuando todos hubieron desaparecido, sacó un silbato, y haciendo una señal se vio rodeado de caballeros armados de punta en blanco.
—Sancho Londoño, gritó el de Peralta: ¡a Viana, a Viana sin perder un instante! decid al alcaide que no entregue el castillo por más que lleven ordenes escritas del mariscal: ¡Beltrán de Armendáriz, a Lodosa, con el mismo objeto! vosotros a Mendavia, Cárcar y Azagra, yo me quedo aquí con seis escuderos rondando las cercanías de Lerín.
—¿Y el mariscal? ¿El mariscal? preguntaron todos.
—El mariscal es ya nuestro, y cuando volvamos a reunirnos cada uno de vosotros presentará su castillo salvado, y él os presentará la cabeza del conde de Lerín.
Y como los cascos que lanza una bomba al estallar, volaron los caballeros partiéndose por diversos caminos.
Una hora después de tan fatal encuentro, y dos después de amanecido, entraba en el taller del armero maese Arnal, un caballero, embozado hasta los ojos, y que por el todo de las botas manifestaba haber andado a pie largo rato y no por muy buen camino, por más que sus doradas espuelas teñidas en sangre, diesen igualmente indicios de haber descabalgado recientemente.
El artífice tolosano que andaba errante de castillo en castillo, haciendo su agosto en las continuas guerras de Navarra, se había fijado por aquellos días en Lerín, para servir al conde, su buen parroquiano, cuya armería trataba de limpiar y componer en poco tiempo. Trabajaba, pues, sin descanso, ayudado de sus oficiales, cuando vino a interrumpir sus tareas la inesperada visita del caballero.
Llamole a parte el entrante, y con mucho misterio le dijo a media voz:
—Maese Arnal, os traigo una obra, que es preciso me la despachéis al punto.
—Como no sea una cosa de poca importancia, me será imposible servir a vuesa merced.
—Se trata de una daga cuya hoja se ha partido en dos pedazos.
—¡En dos pedazos! No hay más remedio que echarle hoja nueva.
—¡No, no! saltó de repente el embozado: es circunstancia indispensable la soldadura de la hoja: no la quiero de otra manera.
—¡Vaya un capricho! Pues una soldadura de esa especie ¿de que sirve a vuesa merced? Al segundo golpe...
—Me basta con el primero.
—Bien está: pero baste o no baste a vuesa merced, de todas maneras la operación, ora sea de echar hoja nueva, como yo creo preciso; ora...
—Maese Arnal ha de ser la misma.
—Ora sea de soldarla, no es operación de un momento; y yo estoy sumamente ocupado con la armería del conde mi señor, la cual tengo que dejar corriente dentro de pocos días, y... vamos, me es imposible servir a vuesa merced.
—¡No admito imposibles, vive Dios! repuso con firme acento el caballero. ¿Cuánto pensáis ganar con las composturas y remiendos de las armas del conde...?
—Señor, no le bajará al conde mi señor, de veinte florines todo el costo: por que... echad los ojos por esas corazas abolladas, por esos cascos hendidos, por esas manoplas...
—Bien; pues por la composición pronta, instantánea de esta daga, os doy cuarenta florines.
—¡Jesucristo!
—¿Os admiráis? Tomad, maese Arnal, tomad ese diamante por vía de anticipo, y desde este mismo momento, vais a poner manos a la obra; y no me separo de vos hasta que la hayáis rematado.
—¡Jesucristo! repetía maese Arnal atónito: confieso, señor caballero, que tanta largueza y bizarría me asombra, me confunde... ¿Y donde está la pieza?
—¡Tomadla! dijo el caballero, sacando de bajo de la capa la daga partida.
El armero se puso pálido, y rehusaba tomar en sus manos aquella arma, y daba vueltas al diamante, como si estuviese poco satisfecho de su adquisición.
—¿Qué tenéis?
—¡Esa daga, señor caballero...! dijo el artífice temblando.
—¿Qué? ¿Qué pavor os infunde esa daga? preguntó con brusca inquietud el embozado: ¿la conocéis por ventura?
Maese Arnal miraba a todas partes con recelo; pero no se atrevía a mirar frente a frente al caballero.
—¡Señor, esa daga...! ¡Mal haya mi suerte! Alguna bruja que mal me quiere ha debido traer por aquí a vuesa merced.
—¿Por qué? ¿Qué os sucede?
—¡Nada! Si yo fuese un desalmado capaz de comer a dos carrillos, como dicen, no me sucedería nada; porque tomaría el diamante de vuesa merced, y luego tomaría del conde...
—¿Del conde? ¿Del conde de Lerín?
—¡Oh! ya lo he dicho, señor: soy un hombre honrado, y pido perdón a vuesa merced, si... si...
—No cuarenta florines, sino ochenta; te doy cuánto tengo, todo cuánto me pidas, he de darte porque me expliques claramente el sentido de tus palabras...
—Las de su merced, señor, me hacen temblar... porque hablar estas cosas con un desconocido, y al mismo tiempo con un hombre tan generoso...
—Desconocido yo, no soy para ti, maese Arnal, que alguna vez has pasado por mis castillos... y... ven aquí, ven más lejos de tu gente: ¿me conoces? dijo el caballero descubriéndose con precaución.
—¡Don Felipe de Navarra!
—¡Silencio! ¡Maese, silencio! Ahora cuéntame todo cuánto sepas acerca del arma que te traigo: mira que en ello me va la vida ¡oh! ¡Más, más que la vida!
—Señor; yo solo sabré decir a vuesa merced que el conde de Lerín vino un día a mi casa, y con mucho misterio me encargó que averiguase el paradero de una cierta daga partida que le habían robado el día del incendio; y que si llegase alguno con ella a mi taller lo retuviese, y le diera secreto aviso...
—¿Conque es cierto?
—¿Cierto qué? ¿Cierto lo que digo? preguntó el honrado artífice, casi ofendido de aquella duda.
—No: te pregunto si es cierto que esta daga ha pertenecido al conde de Lerín.
—Señor, de mi tienda de Tolosa ha salido hace algunos años; aquí está mi marca; yo vendí esta pieza al conde: y nunca más volví a vérsela hasta que hace poco reparé que la tenía rota en la armería: la tomé entre otras armas para componerla; pero el conde me puso una cara de vinagre cuando yo se la presenté, y tuve que volverla cabizbajo a su sitio... La penitente de Rocamador me tenía encargado, que cuando a mis manos llegase una daga de esas señas le avisara; y fui aquel mismo día a dar parte a la sierva de Dios que sin duda milagrosamente la ha sacado de la armería.
—¡Pronto, pronto, maese! ¡Emprended la obra! ¡No sabéis cuánto me urge!
El artífice tomó los dos pedazos, y comenzó la operación de la soldadura.
Don Felipe permaneció en un rincón oscuro no lejos de la fragua donde se estaba derritiendo el oro con que el artífice, quiso hacer la obra, para que tuviese mayor consistencia. Tenía algo de diabólico el rostro del mariscal medio oculto en el embozo, é iluminado por el rojizo, y por intervalos, fuerte resplandor de la lumbre: sus ojos chispeaban de cólera y venganza, aun más que los carbones encendidos.
Al cabo de una hora la operación estaba completamente terminada.
El artífice entregó el arma al mariscal diciéndole:
—Cuide vuesa merced, señor caballero, de que al entrar no tropiece en hueso.
—Perded cuidado, el golpe irá derecho al corazón.
—La he afilado de modo que está deseando entrar...
—¡Oh! dices bien, replicó Felipe ¡está deseando entrar! Ahora maese, el diamante es vuestro... contad con mayor recompensa cuando os vea más despacio; y sobre todo, guardad acerca de esta visita el más profundo silencio.
Y diciendo estas palabras, embozado cuidadosamente, se encaminó por la cuesta abajo.
El artífice le siguió con la vista hasta que le vio perderse en el bosque de Baigorri, y dijo para sí:
—¡Cuerpo de Dios! ¡Creí que más cerca estaba el objeto de su venganza!
Medio día era pasado sin que el mariscal se apareciese en el castillo de Lerín. Lágrimas sin duelo corrían por las mejillas suavemente pálidas de Catalina, derramándose por los ricos vestidos de boda: mensajeros iban y tornaban; y sus palabras en vez de mitigar, acrecentaban su dolor: no había uno que le dijera: «yo he visto a don Felipe;» no había uno que no volviese con siniestra faz y melancólico talante. Sabíase tan sólo que el caballero saliera de Larraga muy de mañana, tomando el camino de Lerín; pero ¿qué le había sucedido en tan corto trecho?
Más abatida ya que temerosa, desesperada de su ventura, parecía haber agotado el raudal de su llanto, y trataba de resignarse a la ruina de sus mal cimentados amores, cuando súbitamente se abrió de par en par la puerta del solitario aposento, para dar la entrada al bizarro mariscal.
Las primeras palabras del amante, sus arrebatos de cariño, de pasión, más que nunca fogosa y arrebatada; poderosas eran a desvanecer todo linaje de sospechas, y calmar todos los dolores; pero cuando el gozo inesperado de verse dio lugar a la reflexión, Catalina fijó con tristeza sus enamorados ojos en el rostro de Felipe, cubierto de mortal palidez, y desfigurado por interiores combates.
—¿Qué tienes mariscal? preguntó la desposada: tu semblante casi siempre encendido está pálido; tus facciones serenas por lo regular aparecen desfiguradas... ¿Qué te ha sucedido? ¿De qué nace esta tardanza? ¿en dónde has estado?
—Nada: esto no es nada, tranquilízate Catalina... es la agitación del viaje... ¡he venido tan de prisa!
—¡Tan de prisa! ¡Y hace un siglo que estoy aguardándote! ¿Sabes tú que hora es?
—Sí, lo sé, y el ansia de llegar: el sentimiento de tenerte esperando... ¡y quizá tú habrás dudado de mí, por dos o tres horas de ausencia...!
La bella desposada bajó los encendidos ojos al peso de esta reconvención: no sabía mentir, ni disimular.
—¡Ah! ¿Conque has dudado de mi amor? No me conoces, Catalina. ¡Vida mía, no me conoces! ¡Ahora te amo más que nunca! cuánto más obstáculos se oponen a nuestro cariño, más se enciende y se acrecienta.
—¡Obstáculos! repuso la joven entre satisfecha y asustada: qué obstáculos se oponen a nuestra dicha, cuando... cuando se acerca el momento en que vamos a verla colmada? añadió con timidez.
—¡Ninguno que yo no supere y que yo no venza, Catalina! ¿No es verdad que vas a ser mía, mía para siempre, y que ni la tierra, ni el cielo podrán luego separar nuestras almas y desunir nuestros corazones? ¡Para siempre tuyo, para siempre mía...!
—¡Para siempre; para siempre! repetía Catalina con acento melodioso, con ojos fascinados.
—¡Pues bien, voto al diablo! dijo Felipe, tornando a su tono habitual: ¡Aprensiones fuera...! Y suceda lo que quiera, Catalina, siempre nos hemos de amar, y nunca, nunca dejaremos de ser el uno del otro.
—¿Suceda lo que quiera? preguntó la niña con temor.
—Sí; ¿qué nos importa a nosotros del mundo entero?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué temes?
—¡Temer yo! Nada, como yo te tenga en mis brazos, exclamó Felipe con exaltación. ¡Ea simplecilla! ¡Yo te amo, te adoro con ceguedad, con delirio...! ¡Yo no puedo vivir sin ti! ¡Oh! Ahora menos que nunca... ¿lo entiendes Catalina? ¡Sin ti me es imposible vivir!
—Sí, lo entiendo, mariscal: pero, yo no sé por qué contradicción del alma, tus ardientes protestas, tus arrebatos de pasión, lejos de satisfacerme y tranquilizarme... ¡me asustan, Felipe, me asustan, y me estremecen...!
—¡Estremecerte! ¿Por qué?
—¡Dices que ahora menos que nunca puedes vivir sin mí! ¿Pues qué ha sucedido de ayer acá?
—¡Pesia mi vida! ¿Qué ha de haber sucedido? Pobre corcilla de las montañas que te agitas al más leve rumor del ramaje sacudido, al aleteo de un pájaro.—¿Qué ha sucedido? Nada: nada que pueda hacerme renunciar a tu amor, a tu corazón, a la delicia de vivir en tus brazos: ¡nada!
Y al decir nada, los ojos del mariscal fulminaban odio y venganza, y su mirada era torva y sombría.
Tampoco se tranquilizó Catalina: tanta insistencia en las preguntas, tanta obstinación, era la voz secreta de los presentimientos que la hacían mirar con desconfianza las protestas de amor, y con miedo la misma impaciencia del amante.
—Felipe, Felipe, dijo después de un rato de silencio, siéntate: voy a decirte una cosa, que sin duda no te será grata, pero...
—¡Oh! Catalina, ¿no están aguardándonos al pie del altar? ¿a qué dilatar un sólo instante nuestra ventura? Después que seas mía podremos hablar con más confianza...
—No; lo que voy a decirte, sólo puedo revelártelo antes de que seamos esposos, para olvidarlo luego eternamente.
—Pues bien: te escucho; pero no me siento: sé breve.
—Después que saliste libre de las prisiones de este alcázar, corriendo en pos del matador de tu padre, blandiendo el acero que a tantos ha derribado, sediento de sangre ¿qué has sabido de aquella lastimosa noche de Pamplona?
Es imposible pintar la impresión que produjeron en el mariscal estas palabras.
—¡Catalina, Catalina! exclamó con acento profundamente irritado: ¿por qué me preguntas eso, desventurada?
—Demasiado sabía yo que esa pregunta había de levantar borrascas en tu pecho. Felipe, tú has abrigado sospechas contra mi padre, ¿no es verdad?
—¡Sí, sí! respondió el amante sin saber lo que le pasaba; he abrigado sospechas, que ahora... Felipe se detuvo.
—Pero el tiempo las ha desvanecido; más supongamos, Felipe, que hoy se renovaran...
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Sabes tú...?
—¡Oh! mi corazón todo lo adivina: esas sospechas hoy se han renovado: yo no sé cómo: ignoro si son justas o injustas... porque, mariscal, sólo el Supremo Juez está seguro de no equivocarse en sus fallos: las apariencias suelen desviar al hombre más recto del camino de la verdad; pero lo cierto es que tus dudas se han renovado..., esa agitación lo revela... ¡Oh! si yo he desconfiado un sólo instante de tu amor, tú también, tú también has luchado con la venganza que te mandaba huir de mí; pero, al fin, has venido, y... dime, Felipe, dime con sinceridad sea o no sea culpable mi padre ¿me amas tú? ¿Me darás tu mano con la confianza, con el amor, con la lealtad con que yo te entrego la mía?
—¡Amarte! ¡Si yo te amo, vida de mi vida! ¿Pues no me ves aquí perdido de amor? ¿No me ves a tus plantas, pidiéndote en cambio de mi existencia, que no demores un instante mi felicidad?
—¡La mía es ya completa desde ahora! ¡Felipe! ¡Esposo mío, ni una sombra la empaña...! ¡Oh! ¡Ven a mis brazos! exclamó Catalina, no pudiendo contener el raudal de amor que se desbordaba de su tierno corazón.
Felipe estrechó por un instante a su desposada: era el primer abrazo de una virgen: era el primer favor de una amante, puro como las auras de la mañana: era un deleite espiritual, un contentamiento inefable; era un soplo de castísimo ardor que purificó su corazón barriendo de él las frías nieblas de la venganza.
El mariscal cayó a los pies de su amada; trémulo de amor, y asustado al mismo tiempo de los horribles proyectos que había concebido: cayó confundido, anonadado ante aquel ángel de candor y de virtud, penetrando con una mirada en el pecho bondadoso de Catalina, y tornando a mirar el suyo propio: viendo en aquel una delicadeza, una lealtad sin mancilla; viendo en este engaño, doblez, horrible mezcla de amor y de venganza.
Porque Felipe traía consigo la daga fatal que había taladrado las entrañas de su padre: Felipe después de recibir las bendiciones nupciales, pensaba huir del alcázar con su esposa, no sin haberse vengado del conde: para favorecer esta fuga tenía el mariscal apostados doce caballos en el inmediato bosque de Baigorri: Felipe creía separar la causa del padre de la causa de la hija, Felipe con el puñal humeante en sangre del asesino quería lanzar el grito de guerra... y en el alucinamiento de sus pasiones creía justo, natural este proceder, que ahora, visto al rayo de luz que se desprendía del virtuoso y noble corazón de Catalina, le parecía odioso, desleal, y funesto sobre todo para la ventura de su esposa.
—¡Catalina, Catalina! Yo también voy a ser franco... exclamó: yo también quiero ser digno de ti.
Y al decir estas palabras, precursoras de la ingenua confesión de sus faltas, sintiéronse pasos en la cámara inmediata; y avergonzada la doncella de sus extremos de amor, se deslizó de entre los brazos del mariscal huyendo a su tocador, con pretexto de componerse para la ceremonia; pero en realidad, por ocultarse a los ojos de un extraño, y si pudiera ser a los ojos de su propia conciencia.
Terrible vuelco dio a Felipe el corazón al ver entrar al conde de Lerín, al asesino de su padre.
Traía la faz risueña, el continente reposado, serena y apacible la mirada. Honrábase aquel día con su larga túnica de escarlata, y el manto y las insignias del Lebrel: una gorra de terciopelo con cintillo de brillantes cubría sus nevados cabellos: indicaba su traje hallarse ya dispuesto para acompañar a su hija a la solemne ceremonia.
No quiso dirigirle el mariscal una sola palabra, temeroso de que en la vibración del acento se conociese la ira que hacíapalpitar con violencia su alborotado corazón. El conde tampoco despegó los labios: se contentó con lanzarle de soslayo una mirada rápida, instantánea, pero profunda, que bastó para hacerle comprender la situación del ánimo de Felipe, sin que tampoco dejase de ver la daga que traía al lado: después se acercó a la ventana, y tendiendo los ojos por el campo sin fijarlos en ninguna parte; dijo con la mayor indiferencia, y sin volver siquiera el rostro, ni apartarse de aquel sitio:
—¡Qué diablos! Aún no se han secado los caminos después que se fue la nieve.
Nada tuvo que oponer el mariscal a tan importante y grave observación.
Era la vez primera que se veían, desde la ausencia del día anterior aquellos dos mal apaciguados adversarios. Después de las inquietudes que la tardanza del mariscal había inspirado a la hija del conde, ni una palabra tenía este de amistosas reconvenciones, ni una mirada de sorpresa, ni siquiera una sonrisa de satisfacción. Mucho era para generosidad, poco para resentimiento.
Don Luís prosiguió en el mismo tono frío y sosegado.
—¡Cómo os habréis puesto con esos lodazales!
Tornose, luego de espaldas a la luz, recostado levemente en el antepecho de la ventana. El mariscal había reparado su descuido tapando la daga con el vuelo de su gabán.
—En efecto añadió el conde: traéis las botas perdidas; y aún noto que vuestro gabán está salpicado. ¿Queréis quitároslo?
—Bien estoy así; dijo por fin el mariscal, encubriendo con más cuidado la daga que traía a la cintura.
—Lo mismo que vos han venido los mensajeros de Viana y de Lodosa: me han dicho que hay trozos intransitables, y por supuesto, que ya están en mi poder los fuertes de aquellas villas, según lo pactado. ¡Ya se ve! ¡Como no tenemos en Navarra más arrecife que el de Francia a Santiago de Galicia!
—¡Ah! ¿Conque ya están en poder vuestro los castillos de Viana y de Lodosa? Veo que habéis madrugado mucho, señor conde, repuso el mariscal disimulando en lo posible la alteración del acento.
—Lo pactado es eso, si mal no me acuerdo, dijo el conde con la mayor indiferencia: creo que esos dos castillos debían serme entregados el mismo día de la boda.
—Pero la boda no se ha hecho.
—No será ciertamente por culpa mía ¡Ya se ve! ¡Cómo están los caminos tan fatales...!
El mariscal iba amostazándose ya de aquel tono burlón y hasta provocativo del conde, y debajo del gabán acariciaba el puño de la daga recién compuesta. Pero el anciano caudillo de Beaumont le miraba con una sonrisa falsa, que parecía dar a entender que ninguno de sus movimientos se escapaba a su penetración: y proponiéndose apurarle la paciencia prosiguió:
—¡Ah! Olvidábaseme deciros, don Felipe, que mis gentes... acabo de recibir el aviso, también han tomado posesión de las villas de Cárcar y de Losarcos.
—Señor conde, pues si mal no recuerdo, no rezan los contratos ¡voto al diablo! que esas villas hayan de pasar a vuestro poder, precisamente el día de la boda; y si mal no me engaño, en el mero hecho de señalarse este día para las primeras, se excluyó a las segundas.
—¡Qué queréis, señor mariscal! repuso don Luís con tono y ademanes fingidamente lastimeros: deploro amargamente que mis gentes sean torpes que no hayan interpretado bien nuestros pactos. ¡Torpeza de hombres! ¡Habrase visto...! —En parte los disculpo: los caminos están...
—¡Lléveos el diablo con los caminos! murmuró Felipe.
—Los caminos están intransitables, repitió con afectada soflama el conde de Lerín: y no dan gana por cierto de andarse por ahí todos los días pisando charcos. Para llegar a Viana tenían que atravesar mis gentes por Losarcos; y Cárcar dista un paso de Lodosa. En fin, lo que yo admiro es que con un modo de tomar posesión y de mudar guarniciones tan en abreviatura, tan por ensalmo, no hayan hecho otro tanto con la villa de Mendavia, que está entre Viana y Lodosa, con Allo, Arroniz y Dicastillo...
—¡Señor conde! exclamó con ira al mariscal.
El anciano le miró de reojo, y procuró reprimir una sonrisa de triunfo que estuvo a punto de hacerle traición.
—¡Torpeza todo, pura torpeza de mis gentes! Me está dando al corazón que para estas horas, todos esos pueblos han vuelto a mis dominios!
—Pues ¡vive Dios, señor conde! que semejante prueba de desconfianza, semejante ofensa...
—¿No seríais vos quién la sufriese? dijo el conde interrumpiéndole: harías bien a ser mía la culpa. Pero ¿contaba yo por ventura con emisarios tan torpes, o tan diligentes que despachasen en un día la tarea de semanas enteras? —Porque, no lo dudéis, señor mariscal; nada quiero disimularos: gente es esa que parece haber tomado a destajo el recobro de mis villas y fortalezas, y ¡lléveme el diablo, si no despachan antes de veinticuatro horas!
—¡Cómo! ¿Conque antes de estar ligado a Catalina con vínculos eternos, antes de haberme entregado vuestra hija, habréis tomado ya todo cuánto teníais que recibir?
—Bien; pero vos no tenéis si no alargar la mano, y Catalina es vuestra!
—¿Y si no alargase la mano para estrechar la de Catalina? ¿Y si justamente irritado de tanta perfidia...?
—Entonces, se apresuró a manifestar el conde: quiere decir que yo nada habría perdido.
El mariscal se mordió los labios, revolvió sus miradas vengativas, y desenvainó la daga hasta la mitad: más ocurriósele de pronto que la única insolencia del conde debía tener por objeto precipitar su furia y hacer abortar sus planes antes de la boda, y por lo mismo esforzándose en reprimirse, dijo:
—Está bien, señor conde: lo que yo quiero es que no se retarde un instante más la sagrada ceremonia. Por otra parte, tenéis razón... ¡Qué diablos! ningún motivo tengo de enfadarme. Al fin y al cabo los castillos iban a ser vuestros, y que lo sean hoy o mañana poco importa ¿no es verdad? Lo principal es la ventura de Catalina y la mía propia.
No hizo mucha gracia al conde de Lerín este cambio de tono, pues conoció que había sido comprendido. Sin embargo, ni siquiera se notó la menor arruga en su entrecejo, ni mudanza alguna en la expresión de sus ojos.
—¡Bien! ¡Bien! exclamó con repentino alborozo: os vuelvo a ver como sois; generoso, desprendido, ocupado sólo en la felicidad de mi hija. ¿Qué importa que los castillos estén guarnecidos de agramonteses o beamonteses, si al fin ahora todos somos navarros? Felipe, se acerca ya el instante en que vas a ser mi hijo, ¿lo entiendes? mi hijo repitió el conde, con profunda intención: ¿por qué no tiendes los amorosos brazos a tu padre?
El mariscal, amarillo de cólera, repuso balbuciente:
—¡Mi padre! ¡Mi padre, justo Dios!
—Ocho años hace que vives en orfandad, que perdiste al pobre don Pedro, a quien yo respetaba por su valor y quería por deudo: todo mi afán es hoy por ocupar su puesto en tu corazón.
—¡Callad! ¡Callad! exclamó el mancebo, temblando de pies a cabeza.
—¡Llámame padre, Felipe! ¡Permite que yo te estreche en mis brazos como hijo querido...!
—¡En vuestros brazos! ¡En vuestros brazos que estrecharon traidores a mi padre! dijo al fin el mariscal dando rienda a la furia que le sofocaba.
—¿Qué decís, hijo mío?
—¡Oh! ¿Lo habéis querido, señor conde, habéis querido precipitarme: habéis estado hostigándome, irritándome, provocándome? ¡Pues bien lo habéis logrado! pero ¡juro a Dios Soberano, que os ha de pesar, señor conde! Nada me importan los castillos, nada cuánto poseo; porque yo me quedaré sin ellos; pero ¡voto a Satanás, que vos señor conde no os habéis de aprovechar de una almena!
Y la cólera del mariscal era tan arrebatada al pronunciar estas palabras, que la voz, casi ininteligible por ronca, le faltó en aquel punto, y con los ojos como centellas, el rostro lívido, los labios espumosos, parecía un tigre asaetado dentro de una jaula.
El conde permaneció inmóvil: amenazaba derrumbarse el edificio de su engrandecimiento; pero él ni siquiera perdió el color, ni movió los párpados.
—Pues, señor, dijo aprovechándose de aquella pausa: me habían dicho que erais de genio pronto y de condición irascible; pero nunca os juzgué tan extremado!
—¡Sí, aparentad, señor conde, prosiguió exaltado el mariscal: aparentad una calma que no tenéis! De nada puede ya serviros. Arrojad la máscara; que os he conocido ya. Llegó la hora, señor conde, llegó la hora de la venganza. Yo la dilataba para después de ser esposo de Catalina: doce caballos iban a venir a favorecer la fuga y conmigo tenía el arma que ha de daros la muerte...
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! exclamó el conde con una risa que quería significar; nada nuevo me dices. cuando se tiene cabeza para fraguar esos planes, es preciso arrancarse el corazón, pobre don Felipe.
—Reíos, sí, reíos: si os parece que todavía no estoy bastante ciego, insultadme, precipitadme en el abismo; pero en ese abismo hemos de caer juntos, y toda vuestra astucia, vuestra temeridad, vuestra confianza, no podrán impediros de rodar conmigo.
—Pero, ¿estáis loco, mariscal? preguntó el conde con cierto asombro tranquilo. ¿De qué me acusáis?
El mariscal miró alrededor con inquietud; cerró luego las puertas del aposento, y echando atrás las alas de su gabán, volviose al conde, y le dijo con hondo acento:
—¿Conocéis esta daga?
—Hace rato que os la he visto.
—¿Siempre ha sido vuestra?
—Siempre.
—Pues bien; esta daga la llevaba un caballero en la noche de Pamplona, y como habéis confesado que a nadie si no a vos ha pertenecido, vos erais ese caballero!
—No podéis probarlo.
—¡Oh! señor conde, muy olvidado estáis del cielo, cuando así desafiáis la justicia eterna, cuando tan seguro vivís de que las tinieblas que envuelven a los crímenes ocultos son por siempre impenetrables. con esta daga iba armado el brazo de un cobarde caballero, que buscó en la oscuridad de la noche y en la estrechez de una torre a don Pedro de Navarra ya desarmado: con los brazos que vos queríais tenderme, le estrechó como una sierpe venenosa: con esa daga que confesáis ser vuestra, y que siempre lo ha sido, le abrió las entrañas, con esta daga cayó al suelo el traidor, y con ella dio sobre las duras losas del pavimento, y saltó la hoja quedando partida en dos pedazos: el uno le guardasteis vos, infame, y el otro el hijo de don Pedro. ¡Yo, yo, señor conde! yo le guarde con la esperanza de que Dios se valdría de este medio para descubrir el asesino: yo guarde la punta recientemente quebrada, todavía caliente con la sangre de mi padre; yo la he llevado toda mi vida cerca del corazón para no desmayar en la venganza: y Dios, Dios, que no puede consentir en la impunidad de los crímenes, Dios ha puesto la otra mitad en mis manos...
Y... ¿la veis? ¿La veis? gritó el mariscal desenvainando el fatal acero, y blandiéndole como el ángel la espada de fuego con que defiende las puertas del paraíso: ¿la conocéis? ¡Es la misma que ha registrado las entrañas palpitantes de mi padre!
—¡La misma! ¿Y qué? respondió sereno y audaz el conde de Lerín.
—¿Qué? gritó frenético el mariscal al escuchar semejante provocación: ¡que si este acero ha traspasado las entrañas de mi padre, ahora le toca desgarrar las vuestras!
Y cual si fuese un roble derribado por el huracán, dejó caer el brazo duro y tremendo sobre el corazón del conde.
La daga se quebró por la soldadura, y la punta saltó vibrando sin haber penetrado una línea.
Debajo de las hopalandas de seda, llevaba el prevenido conde de Lerín una finísima y flexible cota de malla, con la cual hubiera desafiado la punta del mejor templado y diamantino acero.
Don Felipe quedose mortal, desarmado y con la daga en la mano.
Hubo un momento de patético silencio.
Dos golpecitos suaves y vivos dados por una mano delicada, sonaron a la puerta por donde Catalina había desaparecido.
—¿Oís? dijo el conde, como si nada hubiese pasado: es mi hija, mi pobre hija que viene dispuesta para la sagrada ceremonia. Envainad esa daga... serenaos, y ¡vamos!
Alzó los ojos el mariscal: mirole de hito en hito, con ojos atónitos, y dijo confuso y alterado:
—¡Cielos! ¡Al altar ahora...!
—Ahora sí, ahora mejor que antes: yo maté a vuestro padre y vos salvasteis a mi hija: ahora habéis querido asesinarme, y sin embargo os doy la hija que habíais salvado. Estamos iguales.
Y diciendo estas palabras el conde de Lerín abrió la puerta a su hija que entró palpitando de gozo y de cándidas gasas adornada, blanca y hermosa como Venus al salir de entre la espuma de los mares.
Apoyada en una tosca y sencilla cruz de piedra delante de la capilla de Rocamador, una mujer de luengo manto cubierta, permanecía inmóvil, la noche anterior a los sucesos que acabamos de referir. El viento de los Pirineos barría las ráfagas más leves de aquella magnífica alfombra, que huellan sólo plantas inmortales; y los diamantes que la tachonan ostentaban esos vivos y trémulos fulgores debidos a lo diáfano de la atmósfera, de la cual se desprendían convertidos en escarcha, los invisibles vapores de la tarde.
Tan insensible como el granito que la servía de apoyo, ningún movimiento oponía la solitaria mujer a los rigores del hielo; y semejante inmovilidad, causaba más extrañeza cuando, el aire agitaba las orlas de su negra túnica, descubriendo unos pies blancos como el mármol, calzados de pequeñas sandalias, que apenas cubrían su desnudez.
Después de un rato de espera, sonaron las duras pisadas de un embozado, que murmurando entre dientes, se acercó a la cruz, y poniendo el pie derecho en el escalón que de cimiento la servía, sacó la mano para santiguarse y alzar el ala del sombrero; operaciones ambas que practicó muy en abreviatura.
—¡Santas y buenas noches! dijo el recién llegado.
—Dios os guarde, mosen Pierres: contestó Inés sin variar de postura.
—¡Voto al demonio...! ¡Perdonad, señora!; pero hace un frío de mil diablos, y no puede uno pasarse sin algún juramento que otro. cuando estoy delante de vos, procuro reprimirme; ¡empero la escarcha maldita! —¿Y qué ocurre para llamarme tan a deshora?
—Muchas cosas que vos ignoráis sin duda cuando vivís tan descuidado.
—¿Es algún desaguisado que nos ha hecho el zorro de Lerín, en desquite de aquella niñería de su castillo...? ¡Pésia mi alma...! Mas en verdad, que antes de pasar adelante, tenemos que detenernos en este capítulo. Yo, magüer excomulgado, según me dicen los monjes, hago tan buenas obras de cristiano como otro cualquiera; y una de ellas es dar limosnas sin tino, para que vos las distribuyáis según os plazca, y venir a consultaros en todos los negocios graves que me ocurran. ¿Y qué cuenta me dais vos?, ¡por vida de...! ¿Qué cuenta me dais de la confianza que os hice acerca del incendio del castillo de Lerín? ¡Porque yo sospecho que habéis sido quien dio el aviso al mariscal, para que Satanás se lo llevase todo!
—Mosen Pierres, hace mucho tiempo habéis debido conocer que no transijo con los crímenes.
—¡Pardiez! yo quisiera que un reverendo abad me sacase de la duda, sobre si puede llamarse crimen todo lo que sirve para exterminar a nuestros enemigos; y mucho más cuando a la circunstancia de enemigos nuestros, reúnen la de ser enemigos del rey y de la patria... En cuánto a mí, señora, no tengo en ello ningún escrúpulo; bien es verdad que gozo de cierta fama de ancho de mangas, en achaques de ciencia...
—Señor caballero, dijo la penitente: no tenemos mucho vagar para estas cosas: sabed que si no os dais prisa, vuestro bando recibe dentro de pocas horas un golpe de muerte: sabed que acaso esta misma noche, o mañana, a más tardar, se casa vuestro sobrino don Felipe con la hija del conde.
—¡Cuerpo de tal! exclamó Peralta con un movimiento de sorpresa, yo tenía mis barruntos del trastorno mental de mi sobrino; pero, ¡voto al diablo! que no creí verlo tan rematado.
—¡Ea, pues! ya lo sabéis, y ahora os toca impedirlo.
—¡Impedirlo! ¡Fácil es eso siendo tan testarudo mi sobrino! Pero ¡voto al demonio! ¿Hay si no llamar al apellido y caer todos sobre el castillo, y abrasar en él al yerno, y al suegro, y a la hija, y al diablo que se los lleve a todos?
—¡Pobre mosen Pierres! dijo Inés, con un acento de compasión que hirió profundamente el amor propio del caudillo agramontés. En vez de acometer pensad en defenderos; que el conde de Lerín no habrá consentido en la boda sólo por complacer al mariscal: el uno entrega su hija, el otro sus estados, ¡pobre mosen Pierres, que acaso para estas horas forméis parte de los feudatarios del conde de Lerín!
—¡Por san Fermín bendito, por san Sol, y san Saturnino, y por todos los santos y santas del reino de Navarra, que si otra fuera la lengua que semejante blasfemia ha proferido, ya la hubiera arrancado! ¡Adiós, señora, adiós y gracias por el aviso!
—¿A dónde vais?
—No lo sé... haré cualquier desatino, revolveré medio mundo, no sé lo que haré, pero os juro que la boda no se verificará!
—Venid acá, mosen Pierres: ¿sabéis la historia de la sorpresa de Pamplona?
—¿Y qué diablos importa, que yo la sepa, si no hay medios de convencer al mariscal de lo que allí pasó?
—Tomad, repuso la penitente, sacando debajo del manto la daga del conde de Lerín: ahí tenéis un argumento el que jamás podrá resistir el hijo del mariscal don Pedro de Navarra.
—¿Qué es esto?
—Es el arma con que don Luís de Beaumont asesinó en Pamplona al padre de Felipe. Tomadla: la parte que le falta, la lleva consigo el mariscal.
Y dejando la daga en manos del asombrado y agradecido caballero, entró la penitente en la capilla de Nuestra Señora.
Entre tanto el delirio febril de Jimeno había terminado con un sueño tranquilo y profundo, que restauraba sus fuerzas y restituía al cerebro todo su vigor. Chafarote más acertado que la penitente, permitió al enfermo decir cuánto se le antojase, sin molestarle con inútiles interrupciones y preguntas. Seguía el sistema médico de dejar obrar a la naturaleza: es decir, de no hacer nada, que es lo mejor que los doctores suelen hacer. cuando le vio rendido de sueño, tendiose también a los pies del lecho, y luego principió a roncar, soñando que se hallaba en las conocidas selvas de las Bardenas, al lado de su valiente capitán.
Los primeros rayos del sol vinieron a despertarles. Jimeno se incorporó recordando confusamente cuánto había pasado; pero la presencia del antiguo escudero, y el aspecto de aquellas pobres y sombrías paredes fueron disipando poco a poco las nieblas de su espíritu, al cual tornaron el desasosiego, la tristeza, y el abatimiento. Tentose luego el cuerpo, como si quisiese cerciorarse de que no le faltaba alguna cosa, y cuando tropezó con un bulto, a modo de caja, que llevaba en el jubón, se sonrió amargamente.
Lo que más le atormentaba, y le hacía hervir la sangre, era el verse tendido en el doliente lecho, cuando más necesidad tenía de moverse y agitarse, para desbaratar los proyectos de sus enemigos, y dar cima a sus planes tan hondamente meditados.
En uno de sus arrebatos saltó del lecho, creyendo que el hervor de su espíritu daría bríos a su cuerpo, para lanzarse fuera de aquel albergue solitario, estrecha cárcel de sus arrogantes pensamientos.
Levantose en efecto, y convencido al punto de su debilidad y de su postración, tuvo que apoyarse en brazos de su escudero, para dar algunos pasos y salir al cobertizo, anhelando más claridad, ámbito más dilatado, aire libre, lejanos horizontes.
Estella se ofreció a sus ojos con sus castillos, sus adarves, y torres, y penachos de humo, que ondeaban sobre los tejados. En lo más elevado de la falda meridional de la montaña, descollaba el castillo mayor, donde la reina moraba. Allí estaría, en aquel instante mismo, recibiendo acaso la visita del mariscal o del conde de Lerín, de cuyos labios pendía el secreto de la existencia de Jimeno... ¡Oh! que no pudiese volar al lado de Leonor para prevenirla, para impedir el descubrimiento de un misterio en que se fundaban todos sus proyectos!
Pero también en otro punto, también en Lerín era indispensable su presencia: Catalina habría recibido quizá la bendición nupcial, y el conde, autor de las últimas desventuras de Jimeno, ¡el conde estaría gozándose en su obra...!
¡Y él, enfermo, imposibilitado de dar un paso, ignominiosamente escarnecido, él se hallaba en aquel retiro, condenado casi a presenciar su ruina, sin poder alargar una mano para detenerla! ¡Y la penitente, Inés, su protectora, también Inés le desamparaba!
Pero Inés llegó cerca del anochecer en el mismo instante en que Jimeno comenzaba a desconfiar de la que siempre había sido su escudo.
—¡Jimeno! exclamó al entrar con una satisfacción inefable, inspirada por la visible mejoría del caballero.
—¡Ay! ¿Eres tú, Inés? respondió este, con un sentimiento indefinible de gratitud de asombro, de interés y de pena. ¡Pensé que me habías abandonado!
La penitente venía más pálida y extenuada que de ordinario: su postración era tal que cayó rendida de cansancio en uno de los bancos de piedra, tendidos a la puerta de la ermita.
Jimeno auguró siniestramente de semejantes extremos:
—Inés, añadió, ¿qué tienes? ¿Qué malas nuevas me traes?
—¡Malas nuevas! exclamó la penitente, con un acento débil aunque profundamente tierno: para traerte más desventuras, no hubiera vuelto Inés a su ermita.
Impaciente el enfermo quiso levantarse de su asiento y acercarse a su protectora; y sólo tuvo fuerzas para ponerse en pie, recostado contra la pared, pero Inés con una agilidad increíble en su quebranto acudió al lado del caballero.
—¡Oh! ¿Qué me traes? ¿Qué me dices? exclamó este conmovido: ¿qué consuelos tienes reservados para un corazón inaccesible a la alegría?
—Sosiégate, Jimeno, yo te contaré despacio... he andado mucho... hace algunos días que ni como, ni duermo...
—¿Por mí?
—¿Qué tiene de extraño? Hace quince años que sólo vivo por ti.
—¡Oh! ¡Inés!, contestó Jimeno cortado; pero luego añadió: ¿Y qué has conseguido?
—Todo cuánto deseas.
—¡Será posible! ¿Conque mientras yo dormía, mientras yo restauraba mis fuerzas en tu choza, tú has hecho...?
—Lo mismo que hubieras hecho tú.
—¿Lo mismo?
—Sí; en primer lugar a toda costa hubieras impedido que Catalina y don Felipe recibiesen las bendiciones nupciales. ¿No es eso?
—Sí, sí, eso lo primero; contestó el infanzón con un acento penetrante, que traspasó las entrañas de la desventurada Inés.
—Pues bien: Catalina no se ha casado, ni se casará nunca con el mariscal. ¡Jimeno, Jimeno! ¿Estás contento?
—¡Oh! ¿Será posible? exclamó el caballero, con gozo no disimulado: ¿podré dar crédito a tus palabras?
—¡Ay! ¡No podrían salir de labios menos sospechosos que los míos! exclamó la pobre doncella de Eguarás.
—Deja que bese tus plantas... ¡Inés, mi ángel tutelar!
—Siéntate, Jimeno; no puedes tenerte en pie .
—¡Cuando yo me afligía y me desesperaba, tu desbaratabas los proyectos del conde con sólo dar un paso! Pero ¿qué has hecho?, ¿qué ha sucedido? ¿Será cierto que el cielo te ha sucedido la potestad de hacer milagros?
—Hace pocos días vino aquí un hombre que, cual suelen muchos, quería consultarme acerca de sus negocios: no estaba yo en la ermita, y fue para él y para mí grande fortuna; pues desde que tú pisaste estos umbrales había resuelto no abrir a ningún hombre la puerta. Bajó a la capilla de Nuestra Señora, y allí me encontró. Era un honrado artífice tolosano, que hace muchos años compone las armas de los principales caballeros de Navarra
—¿Maese Arnal?
—Maese Arnal, en efecto, que había recibido en mi ermita algunos consejos que le fueron saludables, y por ellos me estaba muy agradecido, tenía encargo de darme noticia de un arma partida por la hoja...
—¡Ah! ¿Sabías tú?...
—Sí; después que don Felipe de Navarra salió de prisiones en el alcázar de Lerín, vino a verme, y a rogarme descubriese el paradero de un puñal o daga partida, cuya punta conservaba todavía, tinta en sangre de su padre: deseosa entonces de evitar las fatales consecuencias de este hallazgo, hablé al armero a cuyas manos supuse naturalmente que iría a parar la daga, si el dueño trataba de componerla. Pero no fue así: el dueño sin duda para que su secreto no fuese descubierto, prefirió guardarla rota, inútil, y escondida en su armería, hasta que el mismo maese Arnal la vio casualmente en el castillo de Lerín, y vino al punto a darme parte de su descubrimiento. Le encargué guardase el mayor silencio: marchose el artífice, y dio orden al mismo tiempo a Chafarote para que en la primera ocasión, por sí o por medio de otras personas de su confianza se apoderase de aquella arma que, según mis cálculos, podía ser muy útil para nuestros planes. Esta ocasión se hubo de presentar muy oportuna cuando estalló el incendio en el palacio de Lerín... Anoche en tu delirio me indicaste claramente cuales eran tus deseos acerca del uso que podía hacerse de esa daga... yo la tenía en mi poder... y ahora...
—¡Qué! ¡Prosigue!
—Ahora está en manos del mariscal.
—¡Ah! ¿Conque no sólo has destruido la boda? ¿Hasme vengado también, Inés? ¿No es cierto?
—¿Vengarte?
—Sí, el conde de Lerín, el infame autor de mi mayor desventura, el que conociendo mi excelsa cuna ha concitado a don Felipe contra mí; el pérfido y artero causador de mi deshonra; mi asesino, en fin, ¿habrá perecido a manos del hijo de don Pedro?
—No, Jimeno: sólo Dios es dueño de la vida del hombre: mi protección te sigue a todas partes; pero cuando levantes el brazo para herir, yo tenderé mi manto sobre tus víctimas. Poco después de recibir Felipe en sus manos la prueba del crimen perpetrado en la noche de la sorpresa, recibía también el conde el aviso de vivir apercibido...
—¡Inés! ¡Inés! exclamó Jimeno, profundamente conmovido y asombrado: ¡tú eres mi hermana, tú eres mi madre, tú eres el ángel de mi guarda...! ¡Yo soy indigno de tan tiernas solicitudes; pero tu corazón es magnánimo y generoso para todos...! ¡Ven, Inés, y dame los brazos!
—¿Los brazos? repuso la penitente con triste sonrisa: ¿no tienes otra recompensa que tus brazos para quien acaba de quebrantar la insuperable barrera, que iba a separarte de la mujer que amas?
—¿De la mujer que amo? repitió Jimeno con sorpresa: ¿tú que me conoces, has podido suponer que amaba a Catalina?
—¡Oh! Yo no lo supongo: yo lo he visto por mis propios ojos: yo no puedo dudar de lo que veo. Tus arrebatos de ayer, tus alegrías de hoy; la sonrisa con que has escuchado mi relato de hace un instante; ¿qué son si no exhalaciones de la llama que arde en tu corazón? ¿Qué es tu impaciencia, si no celos mal contenidos? ¡Jimeno, Jimeno! Basta: no hablemos más en eso.
Amabas a Blanca, y yo te conduje a sus brazos: amabas a Catalina, y yo te la devuelvo.
—¿Y de veras, Inés, de veras has creído que amaba a Catalina? ¿Y creyéndolo has hecho eso por mí?
—¿Por qué no? Yo he nacido para velar por ti, y para sufrir por ti.
Dios ha puesto en mi corazón una llama de amor que no se extingue; y en el tuyo una ingratitud que nunca cede: mi destino es amarte, y el tuyo es hacerme padecer. Yo no me quejo: yo me resigno. ¡Dichosa yo si las penas que hoy he sufrido pueden proporcionarte satisfacciones tan completas como las que hoy has experimentado!
—¡Inés! Comprendo toda la sublimidad de ese pensamiento: comprendo toda la crueldad de mi pecho; pero ¿qué culpa tengo yo de los tormentos que se forja tu ardiente imaginación? Si me perdonas el amor de Blanca, si me perdonas ese amor perenne y triste como el ciprés que brota del sepulcro, Jimeno es digno de ti.
—Pero... por Blanca enamoras a Catalina: en ella la ves; en ella la adoras...
—Sí, la veo en ella, que es su imagen, y a las imágenes no se las tributa el culto de adoración. —Créeme Inés: la ficción, el engaño, la falta de franqueza serían indignos de tu amor, de la nobleza de tus sentimientos, de la sublimidad de tus resoluciones. Mi pensamiento principal es el castigo de Leonor, y después la dicha de Catalina. La reina quería la paz por un sentimiento egoísta: para saborear tranquila y sosegadamente el fruto de treinta años de guerra: si para impedir esta paz mentida fuese menester sacrificar la ventura de la hija del conde de Lerín, no habría vacilado. Pero afortunadamente la verdadera felicidad de Catalina está reñida con ese enlace, resultando de los cálculos de un hombre frío y sin corazón: y sólo he tenido que combatir esa apariencia halagüeña que ofrece el amor del mariscal a Catalina. Créeme, Inés, ella no puede robarme un átomo del generoso relumbre que ha dejado en mi corazón el amor de Blanca de Navarra.
—¿De veras, Jimeno, tan sólo conservas amor a doña Blanca?
—Tan sólo.
—¿A nadie más?
—A nadie, Inés, a nadie. En prueba de ello, si el mariscal después de conocer al asesino de su padre fuese capaz de amar a Catalina, me verías patronizar esos amores.
—¡Jimeno! exclamó con tierna sonrisa la pobre penitente.
—Y si los amores del mariscal no pueden resistir a tan dura prueba, me verás emplear la grande influencia que tengo con la reina, para que el heredero de su trono se despose con Catalina...
—¡Dios mío! ¡Qué peso acabo de lanzar del corazón!
—Porque si no la veo feliz con su amante quisiera verla reinar; Inés, ¡tan sólo falta una diadema en la frente de Catalina, para que sea completa su semejanza con Blanca de Navarra!
—¡Jimeno! ¡Jimeno! exclamó Inés, con inefable sonrisa de un gozo que debía participar algo del gozo de los bienaventurados, porque era el gozo de la virtud: te creo, sí, y te doy las gracias; porque me has comprendido; porque no me has humillado. Temblando estaba, Jimeno, de que movido de lástima me hubieses disfrazado tus verdaderos sentimientos, me hubieses dirigido alguna palabra de cariño. ¡Ah! No lo has hecho: me has conocido; y siempre conservas tu dignidad, siempre el aprecio de tu pobre Inés. ¡Jimeno! ¡Jimeno, yo gozo y me deleito en que ames a Blanca de Navarra, a la pobre princesa que se dignó llamar hermana a la dama del palacio de Ortés, y que siendo yo su rival, con sus manos casi yertas con el frío de la muerte, unió las nuestras! ¡Bendita sea tu constancia, Jimeno! ¡Bendito sea tu amor a doña Blanca de Navarra! ¡Mucho sufrió la infeliz en esta vida de peregrinación, pero mucho ha debido gozar desde el empíreo al ver que el hielo de los años no ha entibiado el ardor de tu corazón! —¡Jimeno, Jimeno ven, apóyate en mi brazo... entremos a la ermita: postrémonos ante la imagen de la cruz, para pedir a Dios juntos, por la princesa de Viana.
Entraron en efecto, y puestos de hinojos delante de la cruz, derramando dulces y copiosas lágrimas, permanecieron en oración los antiguos amantes del castillo de Eguarás.
—¡Blanca, Blanca! decía Jimeno: pídele a Dios que me conceda volar a su lado, después que haya cumplido la terrible misión que me confía la Divina Providencia.
—¡Hermana, hermana! exclamaba la penitente; pues que a ti me parezco en lo desventurada, pídele a Dios que me asemeje en lo dichosa.
Entrambos se levantaron.
—Ahora, dijo Inés, ahora que Blanca nos está mirando yo soy, Jimeno, la que te tiendo los brazos.
Todavía con llanto en los ojos, el caballero estrechó un instante contra su pecho el casto seno de su antigua desposada.
Un testigo recién llegado presenciaba esta escena tan tierna como sencilla.
—¡Cuerpo de tal! exclamó Chafarote, haciendo extremos de alegría: ¡así me gusta y lleve el diablo las penas y los ayunos, y esta vida de recoletos! —Pero suspendan vuesas mercedes esos extremos; porque hacia aquí se dirigen yo no se qué bultos descomunales, a modo de cabalgaduras, con una especie de litera, dentro de la cual debe venir algo parecido a una mujer encantada, y más envuelta en cierto genero de manto que la cubre, estoy por decir de los pies a la cabeza, que los santos en semana de pasión...
—¿Acabarás de una vez con tu maldita charla? le dijo el infanzón interrumpiéndole: ¿qué es eso?
—Es una litera para ti; le respondió la penitente.
—¡Para mí!
—Sí, para conducirte a otro sitio, donde estés con más comodidad y puedas recobrar tu salud.
—¿A dónde?
—Al palacio de la reina.
—¡Al palacio de la reina! ¡Dios mío! ¡Nada más me faltaba en este instante, que hallarme al lado de Leonor!
—Y como estabas imposibilitado de dar un paso, ella viene a llevarte.
—¿Ella?
—Sí, la reina de Navarra.
—¿Llamada por ti?
—Llamada por mí.
—¡Inés! ¡Inés! exclamó el caballero: ¿cuando tendrán término tus bondades?
—Cuando tenga término mi vida.
—¡Ah! ya no anhelaba más que dos cosas, y tú Inés, las has conseguido por mí. Pero ¿qué influencia tienes sobre la reina? ¿Cómo la traes hasta tu misma choza?
—Con un reclamo que podrá servirte de mucho, y que ahora mismo voy a poner en tus manos.
Y diciendo estas palabras, entregó la penitente un papel a Jimeno.
Este lo desdobló leyendo rápidamente:
—¡Gran Dios! ¡Cada vez me dejas más asombrado! ¡No hay duda! ¡Esta es la letra de Leonor...! ¡Aquí te absuelve a ti... se condena ella misma...! ¡Oh! lo verá el coronista... el fraile de Irache... la historia hará justicia con la impía condesa de Fox... será con ella tan severa como el cielo... ¡Oh! guardémoslo.
Jimeno sacó una cajita de ébano que se abría con un resorte y metió en ella el papel diciendo:
—Entre en el archivo de la venganza.
—Guárdalo, sí; es el tesoro de mi fama: en tus manos deposito mi honra.
—¡Y yo que desconfié de la Divina Providencia porque suponía que me desamparaba cuando más eficazmente me favorecía!
—Por eso la desesperación es el mayor de los crímenes.
—¡Oh! Cada vez tengo más fe en la misión que desempeño: Inés voy a partirme a palacio... ha llegado ya la hora terrible de la expiación... tú sabes mi pensamiento... el día doce de febrero será el décimo quinto aniversario de la muerte de Blanca, y el décimo quinto y último día del reinado de Leonor: la muerte de la implacable envenenadora está decretada para aquel día... entre tanto no ha de disfrutar un sólo instante de las dulzuras de reinar... no ha de dispensar a sus pueblos ni un sólo beneficio, para que su memoria sea de todos execrada. ¿Lo entiendes? ¿Seguirás ayudándome en esta empresa?
—Sí, te ayudaré como siempre; pero a tus planes sólo tengo que hacer una corrección: la vida de la reina está bajo del amparo de la Divina Justicia; el día en que se arrepienta de sus crímenes, aquel día nos hemos vengado noblemente: el día en que viertas una sola gota de sangre, aquel día te desamparo.
—¡Oh! Pues bien, repuso Jimeno, después de un instante de terrible silencio: no morirá Leonor; no morirá; pero te juro que ha de anhelar la muerte como un remedio de su desdicha. —Chafarote ponte en acecho: antes que lleguen esos bultos, avísame.
El ermitaño salió de la choza.
—Ahora, Inés, prosiguió Jimeno; quisiera hablar con Samuel, el anciano leproso a quien has dado hospitalidad.
La penitente se acercó a la puerta de la cueva, hizo una seña, y al poco rato se presentó el agote.
—Samuel, le dijo el caballero: voy a partirme al palacio de la reina: tomad esta sortija y os dejarán entrar adonde yo esté: ocultad vuestras manos: poneos vestidos nuevos y largos de manera que vuestra enfermedad no sea conocida.
—Bien está.
—¿Sabéis quien soy yo?
—Sé que eres el hijo del rey de Nápoles.
—Pues yo os digo, Samuel, que no tengo otro padre que vos.
Mientras el judío y el infanzón tenían este corto diálogo, que prosiguió en secreto, Inés estaba a la puerta de la ermita esperando el aviso de Chafarote, y volviendo el rostro advirtió a Jimeno:
—Ya llegan.
El agote volviose a la cueva, dando la mano a su hijo adoptivo, que se despidió diciéndole:
—Hasta que nos veamos en palacio.
Al poco rato arribó la litera al cobertizo; bajó de ella una mujer encubierta: entró en la ermita, lanzó un grito de gozo al ver a Jimeno y luego salió con él, sirviéndole de apoyo, y los dos juntos entraron en el carruaje, que descendió por el mismo camino que había traído.
Era ya muy de noche cuando llegaron a las puertas de la ciudad.
Quizá no haya olvidado el lector la terrible entrevista de Leonor y la penitente, después de los regios festines. Aquella misma noche recibió la reina la visita de su amante mesnadero. Bien había menester por cierto de semejantes consuelos, la que acababa de sufrir una súbita explosión de todos sus remordimientos; la que se había dejado arrancar una declaración que la sujetaba al capricho de mujer tan poderosa, resuelta y ofendida.
Pero ¡cuán fugaces eran estos consuelos!
Jimeno quería renovar en ella los tormentos de Prometeo; y después de devorar sus entrañas con eldesdén, los celos y remordimientos, tornaba a formárselas, con halagos y esperanzas, para volver a roerlas, para tornar a formarlas; para que el buitre insaciable de la venganza hallase tormentos inextinguibles en que cebarse.
La enamorada princesa pudo conservar algunas horas después de la visita, el grato recuerdo de las postreras y suaves palabras del amante, y aquel eco dulcísimo calmaba sus inquietudes, y adormecía sus dolores, hasta que fueron desvaneciéndose tan blandas impresiones, al embate de nuevos temores y recelos.
Alfonso había quedado en tornar al día siguiente, y Alfonso no tornaba: había jurado escribirla en caso de que cualquier obstáculo imprevisto le impidiese volver a sus brazos, y no escribía: y así pasó un día entero de largas y mortales horas, y pasó también otro día y otro, sin que Alfonso pareciese. ¡Cuan inquieta anduvo Leonor, y cuán desasosegada inquiriendo de todos su paradero!
Suponíale unas veces tornadizo y veleidoso, y otras víctima de sus propios enemigos: pasósele también por la imaginación que la penitente habría puesto en sus manos aquel fatal escrito, y que don Alfonso creyéndola fratricida, no podría menos de mirarla con aborrecimiento, con horror.
Era la noche del tercer día de congojosa incertidumbre cuando la dama de honor anunció la llegada de un mensajero.
—¡Mensajero! ¿De quién? ¿De Alfonso por ventura? preguntó la reina, levantándose con ansiedad,
—Es un antiguo escudero suyo; respondió doña Brianda.
—¿Viene de su parte? Hacedle entrar.
—No, señora; antes de ayer se me presentó quejándose de que su amo le despidió a los ocho días de estar en su compañía, reemplazándole con Fortún, el cual también ha sido despedido, si no reemplazado: y yo le quise emplear en servicio vuestro.
—Hacedle entrar, repitió Leonor impaciente. Pero luego deteniendo a la dueña con una mirada la dijo: interrogadle vos, doña Brianda, mi impaciencia va a delatarme... yo escucharé desde esa recámara.
—En tal caso, señora, valdría más que yo le oyera sin testigos, y os refiriese después...
—¡Oh! ¿Temes algo? repuso la reina, a quien los presentimientos la hacían entonces suspicaz.
—Creo que el mensajero viene de Lerín.
—¡De Lerín...! no importa... escucharé.
Y se retiró en seguida al aposento indicado, dejando la puerta medio entornada. Como estaba oscuro podía ver con toda seguridad por el hueco.
Al poco rato entró un hombre de mediana edad, vestido de pardo, y quedó sorprendido de verse en aquella magnífica estancia.
—¿De dónde venís? le preguntó Brianda.
—Vengo de Lerín, del campo de la Verdad, de muchas partes.
—¿Habéis visto a vuestro amo?
—¡Pluguiera al cielo, señora, que no lo hubiese visto!
—¿Por qué? ¿Qué mal os ha hecho? ¿Tan vengativo sois que por haberos dejado...?
—Señora, no es eso: todo se lo hubiera perdonado y cien palos de añadidura, al verle como lo he visto... herido, maltrecho, desmayado...
Sintiose a la sazón un gemido sordo en la puerta de la recámara.
—¿Qué me decís? Esas heridas serán muy leves, por supuesto; ese desvanecimiento, pasajero: y al decir estas palabras Brianda, hacía al escudero ciertas señas, que el buen hombre no se tomaba la molestia de interpretar.
—¡Leves, señora leves! Mi amo no desfallece jamás, ni cae derribado del caballo por heridas de poco más o menos.
—¿Y dónde las ha recibido?
—En el campo de la Verdad.
—¿En reto?
—En reto, sí, señora; pero en reto pérfido y villano, por parte del mariscal de Navarra; reto de doce hombres contra uno, sí, señora, y él se ha defendido como un león, y ha dejado tendidos a cuatro; pero aunque tuviese la coraza de San Miguel Arcángel, y la lanza de San Jorge, y el caballo de Santiago ¿qué demonios queríais que hiciese contra doce? ¿Contra doce malandrines mandados por el mariscal?
Oyose en la puerta una cosa muy parecida al rechino de dientes.
—Señor villano; dijo Brianda con un acento que quería ser grave y severo, y era alterado y conmovido: estáis dirigiendo terribles acusaciones contra el caballero más principal de Navarra. ¿Cómo es posible que el mariscal se haya batido en duelo con don Alfonso, que es de su propio bando? ¿Y cómo es posible sobre todo que el reto no siendo cuerpo a cuerpo, y con armas iguales, haya podido ser admitido y llevado a cabo por el mariscal?
—Cómo se ha hecho, no os lo diré; pero lo que sí podré afirmaros, es que, sea como fuere, así ha pasado.
—¿Y sabéis el motivo del duelo?
—¡Toma! por sabido se queda. En Lerín estuvieron los dos caballeros, de Lerín marcharon...
—Basta, basta, exclamó la dama interrumpiéndole: vendréis muy cansado ¿no es verdad?
—¡Y tanto, señora! desde aquí a Lerín, de Lerín al campo de la Verdad, del campo aquí. ¿Y todo para qué? para ver a mi amo traspasado a lanzadas y no poder socorrerle ¡malditos amoríos, señora! ¡Malditos amoríos!
—Basta, habéis dicho bastante: voy a mandar que se os disponga la cena; venid conmigo.
Entonces se abrió la puerta de la recámara, y apareció Leonor con el semblante inmutado, Brianda se levantó.
—¡Señora! murmuró como si quisiese darla un consejo.
Pero la reina desentendiéndose de aquella especie de reconvención, se dirigió al escudero, y sin rodeos de ninguna especie le dijo:
—Habéis manifestado que el motivo del duelo era sabido, y es preciso que lo digáis claramente.
—Señora, contestó turbado el mensajero: mi amo y el mariscal están prendados de una misma dama; de doña Catalina de Beaumont.
—Mirad bien lo que decís, repuso la reina, mordiéndose los labios para reprimir su despecho: mirad bien lo que decís; porque doña Catalina de Beaumont es deuda mía, y su honra es mi honra.
—Pues yo, señora, ¿en qué la ofendo? contestó sencillamente el escudero.
—Es que vos no sabéis sin duda que la hija del conde de Lerín, se desposa con el mariscal don Felipe de Navarra; repuso Leonor disfrazando su curiosidad y sus celos, con la capa del parentesco y la justicia.
—Por lo mismo, señora, don Alfonso no ha podido consentir...
—¿En qué? preguntó la reina con indignación: si no queréis que os cuelguen de una almena, para ejemplar castigo, habéis de explicármelo todo, y ¡temblad de proferir una sola palabra, que no pueda pasar por el crisol de un examen riguroso!
De esta manera Leonor podía saberlo todo, sin que su curiosidad pareciese sospechosa.
—Señora, contestó el mensajero; encargado de averiguar en qué se entretenía mi amo, le he visto entrar en el alcázar de Lerín, le he visto asomado en una de las ventanas del castillo, con doña Catalina de Beaumont.
—¡Con Catalina! ¿Estás seguro?
—Seguro, señora, seguro.
—¿Y el mariscal también estaba entonces en la villa?
—El mariscal entonces estaba en la plaza de la villa, haciendo las paces con el conde, y ambos entraron luego en el alcázar; y al poco rato salió de allí don Alfonso, tomando el camino del campo de la Verdad, y al día siguiente muy de mañana se verificó el duelo.
—¡Oh! ¡No hay duda! ¿Y ese duelo...?
—Ha pasado ni más ni menos como lo he referido.
—¿Y don Alfonso estaba solo?
—Sólo; hasta que una especie de fraile, o de ermitaño, que no es la primera vez que le favorece, vino a socorrerle.
—¿Y el mariscal fue tan pérfido que se acompañó de mucha gente?
—Doce hombres conté, señora, entre muertos y vivos.
—¿Los habéis visto?
—Sí, los he visto, pero llegué tarde; mi caballo no corría tanto como los de esos desalmados tras de los cuales salí de Lerín; el campo de la Verdad es muy dilatado; llegué a verlos huir después que derribaron a don Alfonso; llegué a ver alzado del suelo a mi amo por aquel fraile, y por un judío que debía ser un médico sin duda y le ayudaba en tan caritativa empresa: me acerqué a ellos, les ofrecí mi auxilio, alegando para ello el título de antiguo escudero. Esta circunstancia pareció chocar sobre manera al ermitaño. —¡Hola! me dijo ¿Conque habéis sido escudero de este bravo infanzón? —Sí, hermano, le contesté; y sepa que si no lo soy todavía, es porque mi amo tiene la costumbre de mudarlos como camisas. —Yo lo creo, me replicó; don Alfonso debe estar muy resabiado en achaque de escuderos: ha debido tener alguno con quien hiciese buenas migas; y si el arcángel san Rafael bajase a servirle como a Tobías, se me figura que de él se había de cansar tan pronto como de vos. —Y luego tomando del suelo una lanza añadió. —¡Largo, señor escudero! ¡Largo de ahí; pues al tomar el hábito, no hice más voto que el de no dejar en el mundo escuderos de don Alfonso con vida!
—¡Cómo! ¿Y por temor del fraile ignoráis donde se alberga el caballero?
—No, señora, no quise entrar en una lucha imprudente, y me contenté con ir tras ellos, siguiéndoles la pista.
—¿Y a dónde fue a parar?
—¡A la ermita de la penitente!
—¡A la ermita de la penitente!
—Sí, señora.
—¿Y permanece allí?
—Sí, señora.
Nada más necesitaba saber doña Leonor. Según hemos visto tres sospechas la asaltaron al notar la desaparición de don Alfonso: primera de que por otra mujer la olvidase, principal temor de las amantes de cierta edad, bajo fundamental de la poco agradable sinfonía de sus amores: segunda de que le sucediese una desgracia; y tercera y última de que la penitente le revelara quien había sido la envenenadora de doña Blanca de Navarra. Leonor tenía la fortuna de que de estas tres sospechas, dos cuando menos estaban plenamente confirmadas, y una es probable que lo estuviese dentro de pocas horas.
Tres furias vomitadas del averno no le habrían atormentado tanto como los celos, el peligro de su amante y el temor de merecer su odio y desprecio. Perpleja estuvo la reina por no saber adonde debía acudir primero con el remedio: pero el corazón tiene una lógica superior al entendimiento, y el corazón le dijo que entre las dos noticias completamente seguras, la más segura parecía ser la de las heridas y afrenta de su amante; y que las probabilidades de la revelación que la penitente pudiera hacer, se disminuían mucho apresurándose a salvar la vida del infanzón gravemente comprometida.
Ella también había menester descargar la rabia de su pecho sobre cualquiera: había menester de vengar a su amante: la venganza es una pasión que prende fácilmente en un corazón enamorado: la venganza es la primera sangría que se recetan los poderosos ofendidos para aliviarse del mal humor.
Acordose de que era reina, y murmuró a sus solas:
—Hasta ahora no he ejercido ningún acto de soberana: la corona sólo me ha traído sinsabores, angustias y tormentos. ¡Ea, pues! Usemos de nuestras facultades: si no para dirigir, sírvame el cetro para castigar...
Voy a ser reina; voy a probar que nadie en Navarra es más poderoso que el monarca. ¡Que tiemblen, que tiemblen esos vasallos arrogantes, que se creen superiores a los reyes, porque reyes ha habido tan débiles que se han dejado imponer el yugo de los Barones feudales —¡Brianda! exclamó llamando en alta voz.
Presentose otra vez la dama favorita:
—El gobernador de Estella que venga al punto.
—Mosen Tristán de Mauleón acaba de llegar al alcázar.
—¡Oh! Dios me lo depara: que venga, doña Brianda, que venga.
La dueña desapareció; y no tardó muchos minutos en presentarse el hidalgo agramontés de la montaña de Navarra. Era un mozo de veinticinco años, mediano de cuerpo, recio de miembros, lleno de cara; de facciones duras y franca fisonomía. En sus miradas se distinguía la serenidad y en su elevada frente la firmeza.
—Mosen Tristán de Mauleón, le dijo la reina, con toda la dulzura que le fue posible reunir en aquel instante, que por cierto no era mucha: mosen Tristán, vos sois...
—Baztanés, señora.
—Sí, os conozco; pero no quería deciros eso, si no que sois valiente, resuelto y decidido.
—Decidme, si bien os place, lo que queréis, respondió el hidalgo navarro, casi ofendido por semejantes lisonjas, por más que fueran merecidas: soy vuestro súbdito más leal...
—Lo sé, mosen Tristán, sé que tengo en vos, uno de mis mejores vasallos.
—Súbdito, señora.
—¡Pues! Eso quise decir; sois uno de mis súbditos más fieles; prueba de que así lo creo es el encargo que voy a encomendaros. Se trata de castigar a un caballero... y de traerlo arrestado.
—Nombrádmelo señora, y me partiré al momento.
—Es preciso que tomes veinte lanzas, porque es un caballero muy principal.
—Bien, tomaré veinte lanzas.
—Y sobre principal, es, o parece haber sido muy valiente,
—En ese caso, si es tan valiente como decís, os pediré permiso para que me dejéis partir solo,repuso Tristán con altivez.
—No, no, dijo la reina, medio sonriéndose de la arrogancia del gobernador: si se tratara de pelear, os hubiera mandado sólo; pero se trata de traerle preso, y es preciso llevar escolta.
—Cumpliré vuestras ordenes, señora. ¿Y a dónde he de dirigirme?
—Al castillo de Lerín.
—¡Oh! ¿Es el conde? Iré, señora, iré; aunque quisiera que mandaseis otro más diestro en caza de raposos.
—No, no es el conde de Lerín; es el mariscal don Felipe de Navarra.
—¡El mariscal de Navarra! ¡Ah! señora, dignaos elegir otra persona para semejante comisión.
—¡Cómo! ¿Rehusáis obedecerme! exclamó colérica la reina, a quien semejante resistencia la cogía de sorpresa.
—Antes he dicho que yo era súbdito de vuestra majestad, ahora os declaro que soy vasallo de don Felipe de Navarra.
—¿Conque dentro de mis reinos hay quien mande más que yo?
—Antes que a vos, señora, he jurado pleito homenaje al mariscal.
—¿Y el mariscal, miserable, no me ha jurado hace cuatro días, en la iglesia de San Juan, fidelidad y obediencia?
—Eso atañe al mariscal.
—¿Conque yo no soy obedecida en mi reino?
—Lo seréis, señora, mientras no mandéis contra fuero: yo el primero estoy dispuesto a derramar mi sangre por vos; pero no contra caudillos de mi bando. Los fueros permiten que cualquier hidalgo pueda elegir en Navarra el señor que le acomode: que todo home pueda tomar, é esleyer quoal seinnor quisiere, dice la ley, si mal no me acuerdo. Y no sólo tienen los hombres este privilegio si no los pueblos: Espronceda era una villa que pertenecía al caballero Gonzalo Martínez de Moreutin, y apenas sus vecinos se hicieron francos, eligieron por señor a don Carlos de Francia, ilustre abuelo de vuestra majestad. Así los reyes, señora, si quieren conservar los pueblos a su obediencia, tienen que gobernar a gusto de los pueblos; y los mismos feudatarios procuran gobernar mejor que los reyes, para que sus feudos no se les escapen a refugiarse al trono.
—Mosen Tristán, exclamó furiosa Leonor: para oír más a menudo vuestras lecciones, quedaréis arrestado en palacio.
El hidalgo inclinó respetuosamente la cabeza, y la reina lo entregó al oficial de guardia.
Leonor hizo después otras tentativas inútiles. Unos por lealtad, otros por miedo, y los más por estar convencidos de la imposibilidad material de arrestar al caudillo del bando más poderoso, todos se negaron a admitir el encargo.
La princesa bufaba de cólera.
—¿Y esto es ser reina? decía, paseándose desatentada por su aposento: ¡Mentira, mentira! Los verdaderos reyes de Navarra son el mariscal, el conde de Lerín, y mosen Pierres de Peralta; y yo soy un espantajo a quien han cubierto de púrpura, y corona, porque así les conviene; porque la corona no puede ceñir a un tiempo tres cabezas, y es preciso que haya un monigote que la sostenga, y que no excite la rivalidad de ninguno de los tres. ¡Oh! ¡Y para esto tanta sangre, tanto veneno, tantos hermanos en el sepulcro, tantos años de guerra, y ahora tantos y tan crueles remordimientos! —¡Oh! ¡Si yo fuese hombre! ¡Si yo enristrase lanza y embrazase escudo! ¡Si yo pudiese derribar uno a uno todos esos miserables bastardos, escoria de la sangre real, que quieren competir en grandeza, ya que en quilates tienen que ceder al precioso metal de que han salido! ¡Si yo tuviese un hombre más valiente que todos ellos que los humillase, que los hundiese...! ¡Oh! Soy una pobre mujer, una pobre viuda... ¡Si yo tuviese un marido... un marido como don Alfonso! ¡Él con su brazo invencible, yo con mi frente indomable! ¡Desdichada, desdichada de mí! Si miserable soy como reina, más miserable soy como mujer. Esos bandidos feudales, reconocidos por la ley, tienen armas para robarme tierras y castillos, y tienen hijas para robarme los amantes. —¡Oh! el heredero de mi trono es casi un niño, nada puede hacer, nada! Pero si no tengo hombres que venzan a los hombres, mujer soy que sabrá vencer a las mujeres.
—¡Sí, sí!, exclamó revolviendo los ojos como una bacante: mis armas no se han embotado: el que confeccionó la ponzoña de Carlos y de Blanca no ha muerto! ¡Catalina! ¡Catalina! ¡Desdichada de ti, porque el águila real de Navarra acaba de clavar en ti sus ojos desde el firmamento de su trono, para vengar en ti los celos de don Alfonso, y las ofensas del mariscal!
—Dicen que naciste cuando espiraba doña Blanca, dicen que te pareces a Blanca... mucho mayor será tu semejanza con ella dentro de pocos días.
Y diciendo estas palabras, trémula de ira, sentose delante de una mesa de nogal, toscamente tallada, y se puso a escribir una carta; pero su agitación nerviosa no le permitía formar la letra con aquella perfección que todos en ella reconocían.
—Aguardemos, aguardemos un rato, dijo la reina para sí: estas cartas deben escribirse de mano maestra; de lo contrario, el conde que es tan suspicaz podría adivinar la turbación de mi alma por la forma de la letra.
—¿Quién sabe si le bastaría esta clave para descifrar el enigma? —¡Doña Brianda! exclamó luego, procurando reprimir su agitación. —Mi médico; dijo apenas la dama se apareció en el umbral de la puerta.
—¿Estáis mala, señora? preguntó la dueña con inquietud.
—Un poco... ya sabéis... esos malditos dolores de estómago: pero se me pasará pronto... decid a Jehú que venga.
Leonor en efecto padecía habitualmente del estómago, pero como habrá presumido el lector, no eran los dolores físicos los que le impulsaron a llamar al judío.
Entró este después de un cuarto de hora, vestido con el traje propio de su raza; y desde la puerta hizo a la reina una profunda reverencia a la oriental.
Era un anciano de larga y espesa barba blanca: de cejas muy pobladas y casi rectas, debajo de las cuales estaban sepultados dos ojillos redondos y muy vivos: nariz aguileña y muy inclinada sobre los labios que desaparecían bajo el bigote. cuando cerraba los ojos parecía un mago: su rostro era digno y severo; cuando los habría semejaba una lechuza, y en ellos asomaban las pasiones más vulgares: el miedo y la avaricia.
La reina le hizo señal de que podía acercarse.
—Me han dicho que la preciosa salud de vuestra alteza se ha resentido...
—Te han dicho mal, Jehú... verdad es que siento alguna pequeña incomodidad... pero eso no vale nada. Te he llamado para otra cosa. Tú eres médico de mi malogrado hermano el príncipe don Carlos, y le suministraste la ponzoña...
—¡Señora! exclamó temblando el médico: ¡señora! ¡Por el Dios de Abraham...!
—Nada temas, Jehú: solos estamos. La ponzoña de mi hermano Carlos, que esté en gloria, le hizo sufrir mil dolores, por espacio de ocho días, y a nosotros mil inquietudes de ser descubiertos. Después te tomé a mi servicio, y te he colmado de riquezas; te pedí un veneno para mi hermana doña Blanca, que de Dios goza, un veneno activo, y que no hiciese sufrir tanto como el otro, y me diste uno tan eficaz, que con la cantidad que pudo encerrarse en un anillo de oro había lo suficiente... para...
—Para despachar a una familia entera, aunque fuese más dilatada que la de vuestra alteza.
—Pues bien; ahora te pido un veneno: que mate con lentitud o con brevedad, no me importa; pero que mate sin dolor, que mate sin dejar señal aparente, y sobre todo que mate con seguridad.
—Vuestra alteza dispone de mí como de un siervo: yo soy el barro, vuestra alteza el alfarero: vuestra alteza puede hacer de mi ciencia y de mis manos lo que le plazca. Vuestra alteza puede contar, dentro de breves días, con la ponzoña que me pide; pero necesito hacer grandes gastos...
—¿Cuánto necesitáis?
—Primeramente un líquido compuesto de los simples más raros y costosos.
—¡Bien! ¿Cuánto gastarás en procurarte estos simples?
—Cien florines.
—¡Ba! dijo Leonor arrojando condesdén sobre la mesa un bolsillo lleno de oro: muy moderado estás, Jehú.
—Sí: pero vuestra majestad no sabe que para quitar a ese líquido la virtud aljídica, o sea de causar dolores, es preciso pasarlo por un tamiz de polvos de carbón...
—Y bien... repuso la reina con cierta sonrisa: ¿cuánto pides por el carbón?
—Mil florines.
—¡Mil florines! ¿Estas en tu juicio Jehú? ¡Mil florines por ese carbón...! Vamos eso es una burla, y te juro por mi nombre, que no estoy para sufrirlas.
—Señora, cuando vuestra majestad sepa que esos polvos tienen que ser de diamantes reducidos a carbón...
—¿De diamantes?
—Sí, señora: los diamantes se transforman en carbón.
—¿Y ese carbón es indispensable?
—O yo soy un pobre ignorante en alquimia; dijo con vanidad el médico judío o la ponzoña, tal como vuestra majestad la pide, no puede confeccionarse sin este requisito.
—Está bien, contestó la reina: mil florines yo no tengo, y aunque quisiese ordenar nuevas pechas para sacarlos, la operación sería muy lenta, pero tendrás cuántos diamantes, haya menester, aunque fuere preciso quedarme sin corona. De una joya voy a disponer antes, sin embargo.
—¿Para quién señora? exclamó el insaciable judío, creyendo que Leonor iba a dársela de adehala.
—Para la misma persona que me hace convertir las restantes en carbón.
Y con un ademán despidió al judío.
Luego más sosegada redactó la carta, esmerándose tanto en la expresión de los conceptos, como en la formación de los caracteres, y llamando a la dueña la dijo:
—Escoged de mis joyas la de más valor, y remitidla al punto con esta carta a mi amada sobrina doña Catalina de Beaumont, hija del condestable de Navarra.
Un mensajero llevó ambas cosas al alcázar de Lerín.
Avergonzado y confuso dejamos al mariscal de Navarra. Ciego de cólera con las provocaciones del conde, por primera vez acababa de dirigir un golpe, contra quien no tenía en la mano acero para contestarle. La inesperada magnanimidad de su anciano adversario, y la presencia de Catalina, risueña, tranquila, inocente, cubierta con el velo virginal, formaba tal contraste con su situación violenta, que no fue poderoso a levantar los ojos del suelo, ni pronunciar una sola palabra para defenderse.
—Aquí me tienes Felipe, le dijo Catalina con un acento dulcísimo y sonoro como el eco de los valles: ¿Te parezco bien? añadió con un candor que excluía todo resabio de vanidad.
El conde para entonces había salido prudentemente del aposento, presumiendo que el mariscal tendría que dar a Catalina algunas explicaciones acerca de su visible agitación. El mariscal se contentó con exclamar sin alzar los ojos del suelo:
—¡Oh! ¡Catalina!
—¿Cómo? ¡No te atreves a mirarme!
—Sí, verte, escucharte, vivir a tu lado, es mi única delicia.
—Lo dices eso con un tono... ¿Estás enojado quizá porque he tardado mucho?
—¡Antes, antes debías haber venido!
—Sí; pero esas damas en cogiéndome por su cuenta en el tocador...
¡Dios mío! ¡Cuán demudado estás! ¿Qué tienes, Felipe? ¿Ya no me amas?
—¡Más que a mi vida! ¿Qué es la vida comparada con tu amor? Nada: nada hay en el mundo que pueda debilitar mi cariño.
—¡Oh! entonces nada temo.
—¡Sí! porque tu conciencia está tranquila, Catalina; pero la mía no me permite acompañarte al altar, y tenderte una mano... que no está pura, una mano...
—Vamos, vamos; repuso la tierna virgen, clavando en el mariscal una mirada seductora: yo te absuelvo de todo: no creía en verdad que fueses tan escrupuloso.
—Escrupuloso yo, ¡pésia mi alma! dijo Felipe enseñando sus dientes blanquísimos al sonreírse amargamente.
—¿Sabes a quien te pareces, Felipe? A los reos que van al suplicio, y por retardar algunos instantes su muerte, se confiesan cien veces en el camino.
—Si yo pido que se retarde algunos instantes la ventura mayor que ningún mortal ha disfrutado, es porque de ella soy indigno, porque sería una profanación, un sacrilegio...
—Pero ¿de veras quieres suspender la boda? exclamó Catalina recelosa; y luego casi con lágrimas en los ojos prosiguió diciendo: bueno... yo no tengo prisa... ¡cuando tú quieras...!
—¡Oh! no sospeches, por Dios... Ea! ¡Voy a revelártelo todo, voto al diablo, todo!
—Sí; yo también anhelo por salir de una vez de semejantes misterios.
—Acuérdate, Catalina, de que antes que tu padre nos interrumpiera quise hacerte una confesión.
—Lo recuerdo.
—Pues bien, iba entonces a decirte que conocía al asesino de mi padre.
—¡Gran Dios! ¿Le conocías?
—A no dudarlo.
—¿Te han entregado una daga?
—Ahí, la tienes, dijo Felipe, señalándole al arma que yacía en el suelo: yo la traje conmigo.
—¿Con qué objeto, Felipe? No sería con el de ofender a mi padre.
—Era con el de vengar al mío.
—¡Con el de vengarle! ¡Desdichado! gritó con horror la pobre doncella de Lerín: ¡y yo que iba a recibir la mano, que poco después se había de teñir en la sangre de aquel a quien debo la vida!
—¿Lo ves, Catalina? sería un monstruo, si a las pocas horas de haber concebido semejante proyecto, no me hubiese arrepentido. Al verte, al oírte, se disipó la nube de sangre que me circundaba; pero te marchaste, y tu padre me provocó, tu padre me insultó, tu padre quería precipitarme... y tu padre me precipitó!
—¿Qué dices?
—Que alcé mi mano, y...
—¡Infeliz! ¿Por qué no has huido antes de volver a verme? ¿Qué has hecho de mi padre?
—¡Oh! Nada temas, tu padre estaba seguro. Sí, de otra manera no me hubiera provocado. ¡Oh! yo le doy gracias, Catalina, porque me ha hecho conocer el abismo en que iba a sepultarme. Esta es mi confesión, Catalina... Ahora en tus manos está mi suerte, tú puedes absolverme o condenarme: no quería renunciar tu mano, ni la venganza: he aquí desenvuelto el último pliegue de mi corazón... nada me queda que decirte; conozca al matador de mi padre, y le perdono, tú me conoces cual soy...
—Y te perdono también, exclamó Catalina, con un acento solemne, y compasivo.
—Catalina, no falles por lástima de mí, ni por contemplación tampoco a las desventuras de la patria; que contigo o sin ti, juro, por la fe de caballero, no desenvainar jamás mi espada por nuestras civiles discordias.
—No, mariscal, es el fallo del amor que disculpa tus extravíos, y comprende el valor de tus promesas, la generosidad de tu alma: nunca, Felipe, nunca te han visto mis ojos más grande que ahora, después de tu franqueza, después de tu resolución.
—¡Nunca, nunca he sido tan venturoso como lo soy ahora, Catalina, esposa mía!
—¿Piensas tú que los que yacen en la tumba se deleitan con la venganza? ¿Piensas tú que el humo de la sangre derramada puede llegar hasta la morada de las almas?
—¡No, no, mi padre debe complacerse en mirarme unida a ti, que tanto te pareces a los ángeles!
—Los muertos no se aplacan con los gritos de la venganza; proseguía Catalina inspirada por el amor y el patriotismo, si no con la armonía de dos enemigos que enmiendan, aunque tarde, el error del que murió aborreciendo a su hermano.
—¡Oh! ¡Paloma inmaculada! Ven, por segunda vez, ven a mis brazos; y para que nuestra boda selle a la par nuestra ventura, y la ventura de la patria, déjame salir de aquí.
—¿Salir de aquí?
—Déjame deshacer mi obra: en pocas horas había hecho algunos preparativos de guerra: quería, ciego de mí, arrancarte de los brazos de tu padre, y llevarte a mis castillos, después de haberme vengado; y ahí, en el bosque de Baigorri, deben hallarse algunos amigos míos que tal vez se acerquen impacientes... Déjame remediar estas imprudencias, antes de que sean conocidas.
—Sí, debes partir: pero yo no sé porque me estremezco.
—¡Estremecerte, vive Dios! ¡Ánimo, Catalina!, esas son aprensiones.
—No; estos son presentimientos.
—¡Qué presentimientos, ni qué diablos! ¿Dudas de mí, esposa mía?
—No, primero dudaré del sol que nos alumbra.
—Pues en ese caso ¿qué temes?
—Nada, en verdad.
—¡Adiós, Catalina, adiós, esposa mía!
—Felipe ¿me amas...?
—¿Si te amo? Tu amor ha domado las más violentas pasiones de mi corazón. ¿Cabe mayor triunfo?
—Tienes razón, vete, pues, Felipe; pero ¿prometes volver presto?
—Volveré cuando sea digno de ti; cuando pueda presentarme con la frente erguida. ¡Y no me das un abrazo de despedida!
—¡Ah! ¡Por última vez!
No es la primera que nosotros hemos dicho que el conde de Lerín había mandado a sus guerreros, que tomasen posesión de los pueblos y fortalezas que el mariscal debía entregar el día de la boda, amén de aquellos cuya posesión quedó aplazada para más tarde. En esta operación estaba el secreto de la gran jugada, con que aquel tan buen político quería sorprender a los dos grandes y poderosos monarcas, que cercaban el tapete, ansiosos por tomar en sus manos la baraja.
Los guerreros iban cumpliendo sus órdenes con tanta presteza como ventura; de manera que mañana y tarde, apenas hacia el condestable otra cosa que ver llegar mensajeros que le traían pliegos concebidos poco más o menos en los términos siguientes:
«En este mismo día quedó entregado el castillo de Viana al muy noble caballero don Carlos de Artieda; a 3 de febrero del año del Señor 1479. El alcaide,
Pablo de Zúñiga.»
«Yo, Sancho de Ubago, entregué la villa de Losarcos, en vista de ordenes expresas del mariscal mi señor, a Diego Martínez de Meneses.»
«Por no saber firmar pongo esta cruz.
Sancho de Ubago.»
«Tampoco firma Meneses por la misma razón; pero lo ha visto, y está conforme, y pone el sello de cera con el pomo de su daga.»
«La guarnición del castillo y puente de Lodosa queda relevada con tropas del conde de Lerín. Hoy día 3 de febrero del año de gracia 1479.
Juan de Goñi.»
Algunos documentos de esta especie, que por lo lacónico daban muestras de no estar, extendidos por letrados, ni escribanos, carecían de las dos firmas: es decir, la del alcaide entrante, y la del saliente; pero semejante falta de formalidad no podría argüir más que la prisa con que se ejecutaban aquellas maniobras; y hubiera sido ridículo exigir tantos requisitos para un aviso puramente confidencial.
Tranquilo sobre este punto y regocijado el conde con el buen éxito de sus planes, recibió un aviso de distinta índole que los anteriores: su futuro yerno don Felipe de Navarra, según la penitente le prevenía tenía en su poder la daga misteriosa, y conocía los secretos de la noche de Pamplona, por todo lo cual le aconsejaba que viviese apercibido.
Sonriose el conde tranquilamente al saber esta noticia: vistiose una finísima cota de malla enteramente ajustada al cuerpo; encima se acomodó el jubón, y sobre este la túnica y manto de caballero, como solía hacerlo en los días más solemnes, y en tiempos en que ejerció su alto oficio de condestable, o supremo juez del reino: y seguro ya de que la hoja más bien templada se estrellaría contra su cuerpo, quebrándose como si fuese de vidrio; con eldesdén en los labios, y la tranquilidad que nunca le abandonaba en las ocasiones más críticas, pasó a ver al mariscal con ánimo de cerciorarse del aviso, y resuelto a provocar a su enemigo, haciendo abortar sus planes.
Este papel sabía representarlo el conde a las mil maravillas: sagaz por extremo, frío, insolente y artero, pocos esfuerzos necesitaba hacer para que un mozo de condición iracunda, de impresiones prontas y vivas, rompiese el valladar de la prudencia y la reserva.
Vímosle al principio indiferente mientras estaba observando; y luego provocador, insolente, hipócrita, cuando sus observaciones le confirmaron en la verdad de las noticias recibidas; y luego, grande, generoso, magnánimo, cuando el mariscal acababa de incurrir en una falta que le hacía bajar los ojos de vergüenza, un instante después de cometida. El mariscal era un autómata en manos del conde el cual por medio de los secretos, pero infalibles resortes del corazón humano, arreglaba todos los movimientos del hombre artificial, y le hacía echar mano a la daga, blandirla, y descargar el golpe, en la ocasión, y hasta en el punto mismo en que más le convenía.
De esta manera don Luís de Beaumont, no sólo se quitaba de encima el incómodo peso de una oculta amenaza, si no que cobraba una superioridad real sobre su enemigo, y le maniataba con las únicas cadenas que pueden sujetar a un noble corazón: la generosidad, y el agradecimiento. Desde el punto mismo en que Felipe descargó el golpe de la venganza, el conde le consideró por más suyo, que el último de sus vasallos.
Ocurrió sin embargo un suceso que le hizo cambiar enteramente de opinión.
Apenas salió del aposento donde los novios quedaban. Presentósele su antiguo y fiel partidario Carlos de Artieda; el cual según hemos visto estaba encargado de tomar posesión del más importante de los castillos que el bando beamontés se le restituían por la boda.
—¡Oh! le dijo sorprendido el conde de Lerín: Tan pronto os habéis cansado de la buena villa de Viana? ¿A quien habéis dejado en el castillo?
—Al demonio que nos lleve a todos, señor condestable, respondió de mal humor el caballero.
—¡Qué diantre...! Mucho os pesa del paseo militar que habéis dado esta mañana. Estos caballeros que no se quitan el arnés, ni para acostarse con su mujer, no quieren moverse de sus castillos, como no sea para andar a tajos y mandobles. Amigo mío, confesad, sin embargo que la madrugada nos ha valido más que una batalla.
El conde hablaba un poco más que de ordinario, lo cual era en él indicio de buen temple. Carlos de Artieda medía la habitación a grandes pasos, a cada uno de los cuales, acompañaba un bufido en tono agudo, y votos, reniegos y pésetes en tono grave. Aquella música dio mucho en que pensar a don Luís de Beaumont.
—¡Cómo! exclamó: ¿serán capaces de habernos jugado alguna mala pasada?
—Y jugado, y ganado, señor conde; jugado y ganado, que es lo peor.
—Pues qué... ¿Pablo de Zúñiga...
—Pablo de Zúñiga es un bribón de siete suelas, y todos los agramonteses unos villanos; y nosotros, señor don Luís unos benditos, por no decir majaderos, que nos hemos dejado embaucar de semejante canalla.
—Vamos a ver, don Carlos: relatad pronto lo sucedido, no nos pongamos a chillar como mujeres, por cosa que tal vez importe un bledo.
—¡Que importa un bledo! ¡Bueno! si tenéis esa calma; si tan poco os importa... ¡bueno! si el castillo de Viana vale para vos, como la choza que levantan los segadores para sestear... ¡bueno!
Y el caballero recién venido seguía paseándose, y bufando y votando, y haciendo sonar las espuelas y la armadura con estrépito.
El conde le quiso seguir en sus descomunales paseos; pero anciano y de baja estatura tenía que ser pasicorto, y se quedaba siempre a la mitad de la línea por ambos extremos.
—Vamos a ver: ¿Conque se ha perdido el castillo de Viana?
—Por más perdido no doy un cornado.
—¡Perdido! ¿Conque aquellos malandrines no acatan ni obedecen las ordenes del mariscal?
—Toma si las acatan... ¡voto a mil pares de demonios! ¡Toma si las obedecen!
—Explicaos, por Dios, don Carlos: ¿habéis entrado en el castillo?
—Sin dificultad ninguna.
—¿Mostrasteis la orden de don Felipe?
—Fue mi primera diligencia.
—¿Y luego?
—Luego pedí las llaves del castillo a Pablo de Zúñiga, y al alcalde las de la villa; y aguardándolas estaba en el terrado de la fortaleza... Ya sabéis que se entra a piso llano, ni siquiera habíamos descabalgado, yo ni las veinte lanzas que conmigo llevaba. Pues, señor, tardaban, tardaban y tardaban, y a mi me iban llevando ya mi diablos de tanto aguardar.
Mirábamonos unos a otros los beamonteses, y aunque ninguno quería soltar palabra, sin embargo, no quise tenerlas todas conmigo: alcé la voz y dije:
—¡Eh! ¡Caballero!... ¡esas llaves, vienen o vamos nosotros por ellas!
Y como al dar la voz levantase yo la visera del casco vi... Vos sabéis, señor conde, la disposición del castillo, puesto que vuestro ha sido por tanto tiempo; sabéis que entrando por la puerta del norte, que es la principal, se sale a un descubierto a modo de terrado, coronado de almenas, y que sobre él se levanta a la espalda el cuerpo principal del castillo con sendas torres a una y otra banda; pues bien en estas torres y en toda la parte superior de la fortaleza vi cien puntas de ballesta, con bodoques unas, con saetas otras: vi cien bocas de arcabuces que todas estaban apuntando segura y holgadamente a nuestros pechos; y tras de estas puntas y tras de estas bocas, vi sendas cabezas de agramonteses, oí la voz del alcaide Pablo Zúñiga que con cierta risita que me quemaba la sangre, muy reposadamente me decía:
—«Amigo Artieda, castillos cuya toma ha costado tanta sangre, no se devuelven así por medio de esos garabatos que me habéis traído.»
—«Cuerpo de tal, don villano, respondí yo: traición es esta que ha de costaros muy cara; y ha de ser sonada la venganza que tome el conde de Lerín.»
—«Mesuraos, mosen Carlos, repuso, callad que si suelto la voz, cien pelotas atraviesan vuestro pecho. No queremos nosotros haceros desaguisado alguno...»
En fin, señor Condestable, no tengo paciencia para repetir tantas sandeces é insolencias como me dijo: de todas ellas vine a deducir que don Felipe de Navarra os ha engañado villanamente; que mientras esos contratos suscribía, daba ordenes para que los castillos no os fuesen entregados, ni aun con su propia firma; y que el alcaide quería retenernos por espacio de tres o cuatro horas para que no pudiésemos daros aviso...
—¡Qué, diantres! exclamó el conde rascándose detrás de la oreja.
—Pero yo, prosiguió Carlos de Artieda, no tuve aguante para estarme allí tomando el fresco al aire libre; me arrojé a la puerta, la derribé, y aunque acribillados a ballestazos salimos al coso, y de allí fuera de la villa, con más ganas de volver sobre ella y descuartizar a Pablo de Zúñiga con todos los agramonteses, que de venir a relataros tan pesado cuento.
—Pero al fin.
—Al fin... ¿Qué diablos habíamos de hacer cuarenta hombres contra la plaza? Agachar las orejas y tomar el camino de los Arcos.
—¡Guardeos Dios! gritó al partirme Pablo de Zúñiga.
—«Y a vos y a Viana! hasta que caigáis en nuestras manos, le respondí yo sofocado de rabia».
—¡Oh! Tenéis razón, Carlos de Artieda, sonada ha de ser la venganza que tomemos; y os juro que alguien que yo me sé, ha de oír esas últimas palabras antes de su muerte: dijo el conde Lerín. Pero vamos adelante. En Losarcos al menos encontraríais a Diego Martínez de Meneses, que acababa de tomar posesión a nombre mío...
—¡Bien informado estáis, voto a bríos, de lo que pasa, señor Condestable...!
—Pues qué ¿también en Losarcos...?
—En Losarcos también.
—Mirad que he recibido un pliego sellado, con las armas de Diego Martínez de Meneses.
—Es claro: Diego Meneses ha caído prisionero, ha sido desarmado, y...
—¡Con que también esa villa!
—Esa villa, como todas; porque el plan ha sido general, tan vasto como el nuestro.
—¡Vaya...! ¡Tiene chiste la ocurrencia de haberme molido a recaditos, y avisos, y mensajes todo el día! exclamaba el conde de Lerín con sonrisa venenosa: vamos... no puedo quejarme: hanme dado a conocer las firmas de todos los alcaides y gobernadores, del mariscal... autógrafos importantes, que tendré presentes toda mi vida. Afortunadamente el mariscal está en el alcázar... y juntos podremos reírnos de...
—¿Qué está aquí don Felipe?
—Sí, aquí está el mariscal, y voy a darle las gracias por sus donosas ocurrencias.
—¿Y casado ya?
—No; todavía no, repuso el conde sosegadamente: y por cierto que me acomoda esta tardanza; pues antes de entregarle la mano de mi hija, será preciso que me apresure a contestar a los alcaides, cuyos avisos he recibido...
—¡Contestarles, vive Cristo! ¿De qué modo?
—Remitiéndoles la cabeza del mariscal don Felipe de Navarra.
La soberbia fábrica de los ambiciosos proyectos del conde de Lerín, acababa de ser demolida: nunca en mejor ocasión pudo nadie decir que había fundado castillos en el aire. Iban llegando desbandados, sus guerreros; sin armas unos, aporreados otros, desmedrados todos; clamando venganza, y maldiciendo la perfidia del mariscal, nunca más inocente, como sabe el lector, nunca más ajeno a las intrigas que se le atribuían.
Carlos de Artieda tenía razón en asegurar que el plan de los contrarios sería tan vasto como el del conde, y que si tiempo no les faltaba, por diligencia y escrúpulos no dejarían de oponerse a que en manos de los beamonteses cayera una sola almena del mariscal.
Los emisarios de Lerín eran recibidos en todas partes con muestras de sumisión y respeto a las ordenes que traían; pero no bien ponían el pie dentro de la fortaleza considerábaseles prisioneros. Entonces los alcaides o gobernadores extendían un parte, y tal vez obligaban al jefe beamontés detenido, a que también lo firmara, o le cogían la espada, estampando el sello del pomo; y un soldado desconocido llevaba este documento al castillo de Lerín, reventando el caballo para ganar las albricias del afortunado conde, que en un día recobraba cuánto había perdido en diez años de guerra.
Debe decirse en honor de mosen Pierres de Peralta, que suponen ser autor de semejante industria, que después de algunas horas de encierro, dio suelta a los prisioneros, que humildes y cabizbajos volvieron a los estados del caudillo beamontés.
Por lo mismo que este, en el hecho de apresurarse a tomar posesión de todas las fortalezas en un día, se mostraba suspicaz, desconfiado y aun contrario al espíritu de los contratos celebrados; por lo mismo que tenía merecida semejante burla, le escoció más que otra alguna. Había caído en la trampa dispuesta por él para sus enemigos.
Entró sin embargo tranquilo en el aposento de su hija, con su eterna y casi maquinal sonrisa de mal agüero buscando como el zorro de la fábula, el ciervo por cuyas astas se había de encaramar y salir de aquella sima.
Con una sola mirada registró toda la cámara, y de cólera se pusieron blancos sus labios, al ver que don Felipe no estaba al lado de la bella desposada.
Esto no obstante preguntó con voz dulce y sosegada:
—¿Y el mariscal, hija mía?
—El mariscal... contestó Catalina un tanto confusa: no sé cómo deciros...
—¿Que ha salido?
—Que vendrá luego.
—¿Conque se ha partido? repuso el conde alzando la voz.
—Sí, padre mío, pero nada temáis.
—¿Quién te ha dicho que yo puedo temer?
—Es que lo sé todo: acaba de confesármelo.
—¡Acaba de confesártelo! dijo don Luís clavando en su hija una mirada penetrante, como la del águila, y siniestra y falsa como la de la hiena: ¿Luego hace poco que ha salido de aquí?
—En este mismo instante.
—¡Bueno! ¡Bueno! exclamó el conde y se salió del aposento.
Al cabo de algunos minutos volvió, con la misma expresión en el rostro; pero, sin que en él se advirtiese notable diferencia, parecía más claro si es posible decirlo así.
—Vamos a ver, dijo anudando la conversación: ¿qué te ha confesado tu futuro esposo?
—¡Todo, padre mío, todo!
—¡Todo! Eso es muy vago: todo puede ser una interminable cadena de crímenes, y puede ser una niñería.
—¡Oh! no hagáis pasar a vuestra hija querida por la vergüenza de repetirlo: vos le habéis perdonado, y yo también le he concedido mi perdón. ¿No es verdad que don Felipe tiene un corazón excelente, y que todos sus extravíos proceden de su buen corazón?
—Es un mozo muy bueno, muy franco y muy sencillo —¡Ah! ¿y esta daga tirada aquí por los suelos qué significa? añadió el anciano conde clavando los ojos alternativamente en el arma y en su hija.
—Todo lo sé, padre mío: todo lo sé.
—¿Y eso es todo lo que te ha confesado Felipe?
—¿Pues qué más, Dios mío? preguntó asustada Catalina.
—¿Cabe más por ventura? Yo preguntaba sencillamente si de nada más le remordía la conciencia? Es una pregunta de costumbre... entre confesores.
—Felipe ha dicho que se marchaba... a deshacer yo no sé que enredos.
—¡Ah! ¿Conque también anda en enredos? —No hay duda; ¡él es! murmuró el conde con rabia.
—Quería... diré mejor, quiso en un momento de delirio, romper las treguas, proseguir la guerra...
—Mucho, mucho me alegro.
—¿De qué os alegráis?
—De su conversión, y arrepentimiento, y hasta de que se haya marchado de aquí; porque... hija mía, de todos modos la boda tenía que suspenderse.
—¡Tenía que suspenderse! No lo entiendo.
—Pues nada tienen de oscuras mis palabras: quiero decir que estuviese o no Felipe en el alcázar, tenía que suspenderse la boda.
—¿Por que? preguntó Catalina con inquietud.
—¿Por qué...? ¿por qué...? Porque la reina lo manda; dijo el conde de repente, y como si acabase de tomar una resolución.
—¡La reina! ¿Y por ventura se opone la reina a nuestro enlace?
—¡Ca! La reina no se opone, ni puede oponerse: el conde de Lerín con sus dos castillos tan solo,con los restos de su grandeza, es por lo menos tan granDe cómo la reina de Navarra. Pero lejos de oponerse doña Leonor, en prueba de su aprobación, y cariño, te envía un magnífico regalo de boda, y desea ser la madrina, para lo cual nos ruega que vayamos a la corte.
—¿De veras, padre mío?
—Aquí tienes la carta que acabo de recibir.
—¿Y Felipe? ¿Quién le participa esta novedad...?
—Eso corre de mi cuenta.
—¿Le avisareis?
—No; ya está avisado. Apenas he sabido de tus labios que don Felipe se había partido, he mandado a Carlos de Artieda para que le alcance en el camino, y le... y le prevenga de todo.
—¡Cuan bueno sois, padre mío! —Dadme la carta, si os place.
—Toma: puedes leerla.
Catalina leyó en alta voz:
«Muy egregio, y muy magnífico Condestable de Navarra.
»Por cuánto la fama, que no cesa en sus pregones, ha traído a mis oídos la nueva del matrimonio de mi muy cara y muy amada sobrina Doña Catalina de Beumont, con el preclaro y nobilísimo mariscal de mi reino; yo me he por extremo regocijado; porque muy ahincadamente deseo la ventura de la dicha mi muy cara sobrina, y la pró de mis vasallos, que no podrá menos de acaecer y sobrevenir con semejante ayuntamiento.
»Por ende mandoos esa joya en señal de mi contento, y muy encarecidamente os ruego que vengáis a mi corte para ser yo la madrina de las sobredichas bodas, si no estuvieran celebradas: en cuyo caso también os ruego que vengáis ansimismo, para más tomar placer y esparcimiento.
»Rogad a Dios por mi salud, que yo muy humildemente quedo rogando por la vuestra. De mi alcázar de Estella, a dos días del mes de febrero, día de la purificación de Santa María Virgen, y quinto de nuestro feliz reinado, del año del señor 1479.»
Leonor.
—¡Ah! dijo la doncella con las mejillas frescas y encarnadas como la rosa de abril, iremos a Estella ¿no es verdad, padre mío?
Pero en vano estuvo aguardando la respuesta. Volvió el rostro y vio a su padre que departía con un caballero.
—¿Conque no le habéis podido atrapar, don Carlos? decía el conde.
—Para cuando yo monté a caballo, él salía del bosque de Baigorri, respondía el caballero.
—Hemos perdido la primera baza, amigo mío.
—¿Queréis que rete al mariscal, a mosen Pierres, a todos los caballeros contrarios? ¿Que lo llevemos todo a sangre y fuego?
—No, ahora más que nunca conviene mostrarnos sosegados, y amigos.
Vamos a echar el resto en la segunda baza.
Carlos de Artieda, se alejó refunfuñando, y maldiciendo entre dientes aquel juego que tan mal les daba. El anciano conde se volvió a su hija, que le estaba mirando con la carta en la mano: y, como si hubiese estado atendiendo a sus razones, y no a las del caballero que se alejaba, la dijo:
—¿Preguntabas, hija mía, si hemos de ir a Estella?
—Así es la verdad; pero creí que no me habéis oído.
—Sí, te estaba escuchando; y aunque así no fuere había adivinado tus deseos con sólo mirarte a la cara. Pierde cuidado, hija mía: mañana mismo iremos a Estella.
—¡Mañana mismo!
—Sí, voy a disponer la partida, dijo el conde, alzando del suelo la famosa daga con que había dado muerte al padre del mariscal.
En efecto al siguiente día salieron de Lerín el padre y la hija: esta en una litera morisca de primorosos dorados y celosías; aquel a caballo y seguido de respetable escolta.
Más que palacio real semejaba el castillo mayor de Estella, después de las fiestas reales, un vasto mausoleo.
Las damas y caballeros de la corte no habían vuelto a pisar desde entonces los sombríos escalones de granito, que daban al edificio la apariencia de una cárcel de estado. Los hijos de Leonor, infantes de Navarra, hacia mucho tiempo que estaban lejos de su madre: ni allí moraba tampoco la princesa de Viana doña Magdalena, viuda de Gastón de Fox: en aquel sepulcro, sólo yacía un cadáver; la reina.
Yacer, que no vivir, era pasar interminables horas bajo aquellas cenicientas bóvedas, ceñuda la frente, los ojos inquietos, los labios por el recelo contraídos, y el rostro macilento: yacer, que no vivir era no escuchar otro rumor que el eco de sus pasos, no ver más que centinelas mudos, y no sentir los goces de la familia, con la cual no tenía la reina más vínculos que sus crueles remordimientos. En efecto, después de la muerte del hijo primogénito, de aquel Gastón a quien amaba tanto, y por cuya causa perpetró quizá los mayores crímenes, ningún placer hallaba en la compañía de sus hijos, cuando recordaba la gallardía y la destreza de pensamientos de Gastón; y antes por el contrario, le infundía temor el pensamiento de que ellos quizá tendrían la misma prisa de heredar a su madre, que tuvo ella de heredar a sus hermanos.
Moraban, pues, fuera del reino con pretexto de las perpetuas y turbulentas guerras que le desgarraban, y Leonor tan sólo departía, con Brianda de sus tristes amores, y con Jehú de alquimia y de medicina, de pócimas para sus dolencias, de venenos y triacas.
Esta existencia era mucho más miserable desde el día de su coronación: hasta ahora todo lo que había logrado con ser reina, era ser más desgraciada. Ya hemos visto de qué manera escarnecían su autoridad aquellos señores feudales, muy más que ella poderosos; ya hemos visto de qué manera la penitente le hizo escribir una declaración, que implícitamente revelaba quién había sido el asesino de Blanca de Navarra: con aquel documento se había puesto en manos de una mujer, a quien no podía perseguir, por no exponerse en la primera tentativa a la publicación de un secreto, que tanto la importaba mantener oculto.
Tres días después de la entrevista con la ermitaña recibía Leonor una carta concebida en los términos siguientes:
«La que tiene en su poder un documento escrito de vuestro puño y letra, os ruega que inmediatamente acudáis a la ermita en litera para que os tornéis a palacio con un herido, que dice ser mesnadero vuestro y llamarse don Alfonso de Castilla.»
No había menester la reina seguramente de la conocida amenaza, que iba envuelta en el recuerdo de la declaración, para acudir al socorro de su amante. El mensajero que llevó noticias del herido confirmó como se ha visto la carta de Inés; o la carta de Inés vino a confirmar las noticias del mensajero; punto que todavía la historia no tiene averiguado, aunque nosotros seguimos como más probable la opinión de que la carta llegó después del mensaje; pero sea de esto lo que fuere, lo cierto es que Leonor, furiosa de celos, tuvo tentaciones de abandonar al infanzón a su propia suerte, y lejos de socorrerlo, se alegraba, o cuando menos ella se decía a si propia que se alegraba de sus heridas, y de su muerte... Y entre tanto mandaba poner la litera y los instantes se le hacían siglos, y mandó prepararle habitación, y estaba anhelando que cerrase la noche; y en fin, ella misma se metió en la litera, y fue a la ermita, no queriendo encomendar a nadie el encargo de traer a Jimeno.
En el corto trecho que hay desde Rocamador al castillo, ni una sola palabra pronunció la reina, ni un sólo instante apartó de sus ojos el velo, casi inútil por la oscuridad de la noche. Apeóse Jimeno en el patio principal, de donde fue trasladado a un aposento en la planta baja del edificio.
Nada faltaba allí de lo que podía servir para alivio, comodidad y regalo del doliente huésped: una cama blanda y suntuosa, y un médico famoso, el mismo Jehú sentado a la cabecera, la dueña favorita dispuesta a traerle todos los brebajes, y alimentos que ordenaba el físico; una soberbia chimenea que desparcía saludable calor en aquella atmósfera que se resentía de las escarchas de la noche; libros y papeles en las mesas, que estaban allí para halagar sin duda la afición del caballero. Bien se conocía que todo estaba dispuesto por una mujer que se desvelaba por darle gusto, y cautivar su corazón. Y así como nada faltaba, tampoco sobraba nada; puesto que Leonor, por un sentimiento de delicadeza, no había vuelto a presentarse delante del herido a quien debía acusar severamente, o con las palabras, o con el silencio.
Así pasó la primera noche: así pasó otro día, y otro, y otro, con harta desesperación de Jimeno que no se había dejado llevar a palacio por el mezquino deseo de ser curado más presto, si no por ver a Leonor y permanecer a su lado para evitar que sus enemigos pudiesen delatarle.
Quería prevenirla contra semejante alevosía: ardía también en deseos de averiguar la suerte que definitivamente había cabido a Catalina; y así, cada vez que Brianda, el médico, o los criados entraban en el aposento, trataba de informarse de ellos acerca de los sucesos del castillo de Lerín, y Brianda le respondía:
—Callad, por Dios, señor caballero, callad por Dios, no sabéis el daño que causan vuestras palabras.
—¡Daño! ¿A quién? ¿Por qué?
Y la dueña bajaba la voz y decía con misterio
—Ella os está escuchando.
—Pues bien, llevadme a su presencia.
—Imposible, señor infanzón, imposible.
—Pero; si yo estoy aliviado, si yo puedo salir de aquí...
—¡Salir! repitió Brianda, meneando la cabeza con aire de duda.
—Si Jehú lo ha dicho; no puedo hacer grandes esfuerzos, vestir la armadura; pero sí levantarme, andar.
—Silencio, por Dios, don Alfonso; la reina nos escucha: no se aparta un momento de aquí. ¡Oh! ¡Cuanto os ama! ¡Y cuánto la hacéis padecer!
—Pero, decidme por Dios, repuso Jimeno, bajando la voz: decidme si soy huésped, o prisionero.
—Ni uno, ni otro: estáis aquí detenido.
—¿Cómo?
—En diez o doce días no podéis moveros de aquí.
—¡En diez o doce días! exclamó Jimeno como herido de un rayo; diez o doce días son toda mi existencia: dentro de diez o doce días lo mismo me da estar preso que libre, muerto que vivo. Pero ¿por qué esa detención? ¿Por qué esa tiranía? ¿Por qué ese plazo?
—¿Por qué? respondió Brianda, mirándole con ojos compasivos: porque amáis a Catalina, y Catalina está en el alcázar.
Nada más dijo la dueña; y se alejó temerosa de haber dicho demasiado.
Ni de propósito escogidas, era posible pronunciar razones más terribles en la situación de Jimeno.
La primera idea que le ocurrió, la que con más obstinación se fijó en su mente, fue que el conde de Lerín habría venido a la ciudad acompañando a su hija, y revelado a la reina el verdadero nombre de su amante, haciéndola ver que don Alfonso de Castilla, el infanzón de Navarra, era Jimeno, aquel antiguo capitán de aventureros enamorado de su hermana, el mismo a quien ella tan despiadada y pérfidamente afrentó en Ortés delante de los principales caballeros del reino. Una vez sabedora de este secreto, Leonor podía penetrar muy fácilmente los ocultos designios del mesnadero, y así se explicaba él su detención en aquella cámara, que ya reputaba por cárcel, y el plazo de doce días de que Brianda acababa de hablarle. El, que había estado anhelando quince años por hallarse delante de Leonor, ya reina de Navarra, en el aniversario de la muerte de Blanca; él que pensaba aparecer a sus ojos como supremo juez que había de pedirla estrecha cuenta de todos sus crímenes aquel terrible día, estaba sujeto al capricho de su víctima.
Ni dos minutos seguidos podía consentir Jimeno en semejante calamidad; su corazón se rebelaba; su entendimiento no podía comprender cómo la Divina Providencia, que no consiente la impunidad de los crímenes; podía condenarle a la suerte que a Leonor estaba preparando, y se proponía luchar y reluchar a brazo partido con su destino, romper sus prisiones, salir... ¿y qué? ¿qué hacia, apenas cicatrizadas sus heridas, conocido de la reina, sin amparo, sin medios de llegar a ponerse frente a frente de su enemiga, apercibida contra la venganza? No había remedio, sus planes habían fracasado: era preciso inventar otros, y ponerlos al punto en ejecución, aunque fuesen violentos y terribles. Para vencer a su enemigo, tenía que aniquilarlo.
¿Y a todo esto, qué hacia en Estella Catalina? ¿Habrían vuelto a hacer las paces el conde y el mariscal? Penetrado de los proyectos de don Luís de Beaumont, todo lo temía: para el anciano condestable la alianza del mariscal era una condición indispensable.
—Pero sin embargo, pensaba Jimeno: casados el mariscal y Catalina, no es probable que estuviesen en Estella, antes bien los enamorados esposos buscarían el retiro y soledad de sus castillos, la reina tampoco tendría celos, o cuando menos no serían tan punzantes: y el resultado es que, según las palabras de la dueña favorita, Catalina está en el alcázar y Leonor más que nunca celosa. ¡Dios mío, Dios mío! y ahora recuerdo aquellas palabras suyas, «¿yo que no he perdonado a mis hermanos, podría perdonar a una rival?» ¡Oh! parece que tengo presentimientos de alguna terrible desgracia, mi corazón no está tranquilo; y tiembla, tiembla por esa inocente y desgraciada niña, que tanto se asemeja a Blanca de Navarra!, ¡Dios mío! ¿Si tendrá su mismo fin? ¿Si como yo fui causa involuntaria de la muerte de Blanca, también fatal, irresistiblemente daré muerte a Catalina?
—Lo veo claramente, proseguía Jimeno consternado: Dios me castiga por haber recurrido a una superchería para castigar a la reina. Yo me he fingido amante suyo, y para más atormentarla la he dejado creer que amaba a Catalina; ¡y en ella se venga! ¡Y si Catalina perece, yo, yo seré responsable de su muerte ante el tribunal de Dios. ¡Oh! ¡Cuán errados, cuán ciegos andan los hombres que abrigan el sacrílego intento de torcer o dirigir los altos designios de la Divina Providencia! ¡Yo buscaba el castigo del criminal, y descarga el golpe sobre la cabeza del inocente! ¡Fatalidad, fatalidad, o por mejor decir, Providencia, Providencia!
Pero Jimeno que conocía su error al cabo de quince años, no estaba dispuesto a retroceder en la senda que había emprendido. Todos sus esfuerzos apenas alcanzaban a detenerle un instante para volver a caer más rápido, en aquella sima, cuyo fondo ya divisaba.
Pensó en la fuga; pero ante todas cosas era preciso tener presente que según las razones de Brianda, Leonor estaba en acecho, y espiaba, quizá, todos sus pasos, movimientos; y era probable que a la primera demostración de fuerza, a la primer tentativa para huir, la reina llamara a sus guardias y redoblara la vigilancia, y haría más dura y estrecha su prisión. Convenía, pues, no excitar sospechas, meditar con calma una resolución, y llevarla a cabo con presteza, y energía.
Desde luego le parecieron preferibles los medios suaves a los violentos; la astucia y seducción, a la fuerza.
El aposento, situado como hemos dicho en la planta baja del edificio, tenía una sola ventana defendida por doble reja: y era una locura pensar en quebrantar las gruesas y sólidas barras de hierro: además de que, fuese casualidad, fuese disposición tomada de propósito, debajo de aquella ventana siempre había visto un centinela. La habitación por un lado comunicaba con otra, tan defendida como la primera, y por otro con el interior del palacio. Esta última puerta por donde entraban y salían Brianda y Jehú, tenía muy sólidas cerraduras, y era más que probable que tras de aquellas puertas hubiese otras.
Escapar a viva fuerza, era imposible. Verdad es que empuñaba espada, pero carecía de armadura. Como medio de intimidación tenía en su poder la declaración de la reina en favor de la penitente; pero encerrado en aquella cárcel ¿de qué le servía tan importante documento?
Lo único que sacó en limpio de tantas cavilaciones, fue que por entonces no podía tomar resolución alguna: que era preciso a toda costa procurar saber más noticias, y que estas noticias, debía adquirirlas, sin olvidar un sólo momento que la reina estaría escuchándole.
A pesar de todas sus reflexiones, conoció que no le quedaba otro recurso que el fingimiento y la seducción, si la reina ignoraba aún quién era su favorito: y la desesperación o la conformidad si la reina le conocía.
Tornó entretanto la dama.
—Doña Brianda, le dijo el infanzón al presentarse: bien conocéis que es imposible continuar de esta manera: ¿queréis encargaros de recibir una carta?
La dueña volvió la cabeza impremeditadamente hacia la puerta, y Jimeno conoció que Leonor estaba cerca.
—¡Una carta! ¡Siempre estáis pensando en salir de aquí! Pues qué, señor caballero ¿tan mal se os trata?
—Mal, no por cierto: he recobrado la salud, me veo asistido por el médico más famoso...
—Como que era el más querido del señor don Carlos, que de Dios goza, príncipe de Viana.
—Y con esmero cuidado por la más amable de todas las damas de honor de la reina...
—Gracias, por la lisonja, don Alfonso; pero la carta... por Dios os ruego que desistáis formalmente de salir de aquí, hasta dentro de algunos días.
—Bien está, doña Brianda: me resigno: he dicho mal; me acomodo: pero esto no implica para que yo desee escribir...
—¡Escribir, escribir! dijo la dueña regañándole casi maternalmente, ¿a quién? ¡a Catalina! ¡Pues...! ¡A Catalina!
—No, no, señora.
—¿Al conde de Lerín, vuestro amigo?
—¡Mi amigo! repitió Jimeno recogiendo la expresión, y mirando fijamente a la dama: tampoco. Vamos, os engañáis en disimular vuestra perspicacia: no es a Catalina, no es a mi amigo el conde de Lerín, es a la reina doña Leonor.
Jimeno recalcó un poco la palabra amigo, para convencerse de la sinceridad de Brianda. Esta respondió sencillamente:
—¡Ola! ¿Conque es para la reina? —¿Vais a rogarle que os deje en libertad, sin duda?
—No, voy a darla gracias, por su hospitalidad, y a rogarla que se digne verme.
Brianda hizo también un segundo movimiento para volver los ojos hacia la puerta, y en su rostro se pintó cierta satisfacción. Era la primera vez que al enfermo se le ocurría dirigirse a Leonor.
—¿Tenéis escrita esa carta? pregunto la dueña con interés.
—¡Ah! no contaba yo con vuestra bondad; perdonadme, señora.
—¿Por qué no? Nada más natural, nada más justo que desear salir de aquí...
—Os habéis olvidado de que yo no pido mi libertad: pido tan sólo que la reina no me prive de su presencia.
—Es verdad, señor caballero, que tanto rigor... vamos... es excesivo.
—¿Creéis que acceda Leonor?
—¡Qué sé yo! dijo Brianda; pero al mismo tiempo bajó los párpados con cierta sonrisa que quería decir: no está deseando otra cosa.
Tenía Jimeno demasiada penetración para conocer que la dueña no mentía.
—Os aseguro, prosiguió el caballero, con una intención muy marcada: os aseguro que si Leonor supiese los misterios que mi corazón encierra, no se mostraría tan rigurosa conmigo.
—¡Misterios! exclamó Brianda con curiosidad y sencillez.
—Sí, misterios: ¿No os parece, señora, que yo soy un hombre extraño... raro... misterioso?
—Sí, en efecto: vuestra conducta con doña Catalina...
—Pues, señor, está visto: dijo el caballero para sí; nada sabe la reina, o por lo menos nada ha dicho a Brianda acerca de mi verdadero nombre.
—También presume la reina que no sois franco, que la ocultáis alguna cosa; añadió la dama con toda naturalidad.
—¡Lo presume! ¿Luego con vos ha departido acerca de mí?
—Algunas veces.
—¿Y ha conocido lo que pasa en mi corazón?
—Sí, ha conocido que en vos pasa algo de extraordinario.
Jimeno clavaba en la dueña unas miradas con las cuales quería taladrar su celebro de parte a parte.
—¡Algo de extraordinario!
—Sí, como por ejemplo: es imposible dejar de conocer que vos amáis a la reina... o que cuando menos que la amabais.
—No, que la amo; repuso Jimeno con un acento frío y penetrante,
—Pues bien, al mismo tiempo no puede negarse que amáis a Catalina de Beaumont.
—¡A Catalina de Beaumont! —Es verdad: no puedo negarlo: yo mismo lo dije a doña Leonor.
Brianda hizo su acostumbrado movimiento de volver el rostro hacia la puerta, y al mismo tiempo dirigió al caballero una mirada suplicante.
—La amo, prosiguió Jimeno sin darse por entendido; la amo con un amor que no excluye otro amor, con un cariño de hermano, de padre, que no me permite consentir en esa boda con el mariscal; pero que no es obstáculo para ninguna otra. Por ejemplo, Brianda: ella descendientes de reyes: sobrina de la reina ¿no merecía ser esposa de un infante de Navarra?
—¿De veras, consentiríais en que Catalina se desposara...
—Con cualquier otro que no fuera el mariscal.
—Yo no entiendo, pero me parece muy buen proyecto ese del infante de Navarra...
—¡Magnífico...! digo, como yo no sé lo que ha pasado estos días... Como ignoro si Catalina está libre...
—Libre: todavía no se ha casado.
—¡Oh! pues si todavía no se ha casado; yo me encargo de convencer a la reina... y he de conseguirlo, a fe de Alfonso de Castilla.
Ninguna impresión extraña hizo a la dueña este nombre pronunciado adrede por Jimeno para ver el efecto que producía.
—¡Dios mío! exclamó Brianda: para que el día fuese completo no me faltaba si no que me explicaseis que es lo que guardáis con tanto cuidado en una cajita de ébano.
—¡Ola! ¿Conque habéis reparado en eso doña Brianda...?
La dueña hizo un movimiento de cabeza que significaba, «no soy yo, es la reina.»
—No desmentís por cierto, a vuestras tocas; añadió el infanzón, en tono placentero: ¿Y qué os imagináis que puede haber en esa cajita?
—¡Qué se yo! recuerdos de amores.
—Efectivamente.
—¡De veras!
—Veo que vuestra curiosidad se redobla, y quiero apresurarme a satisfacerla, antes que sea más viva.
Jimeno sacó de su alcoba la caja de ébano que le vimos en la ermita de la penitente, y apretando un resorte, hizo saltar con fuerza la tapa.
La dueña se aproximó para ver mejor lo que el estuche contenía.
—¡Papeles! exclamó.
—Sí, cartas de amor; de las cuales me permitiréis que sólo os muestre la firma.
—Será escusado, por que no sé leer.
—No importa: estoy seguro de que esta letra no os es desconocida.
—Esos garabatos se parecen a los que hace la reina, mi señora.
—En efecto aquí dice: Leonor de Navarra.
—¿Y ese anillo?
—Para conocer cuyo ha sido, no habéis menester de muchas letras; dijo el infanzón, tomando en la mano una sortija de oro.
—Tiene un escudo de armas.
—Acercaos a la luz: ¿en ese escudo no veis un puente?
—Sí.
—¿Y sobre el puente un castillo?
—Bien claro se ve; y alrededor siete monedas.
—No, son siete roeles. ¿No conocéis ese escudo?
—¡Ah! las armas de la condesa de Fox!
—De los condes de Fox, en efecto.
—¿Conque, según eso, la sortija también es de doña Leonor?
—Nadie más que ella puede reclamarla.
—¡Ah!; ¡con cuánto placer os estoy escuchando! —¿Y esos pomitos?
—Esos ya no son objetos de amor. Son más bien objetos de medicina: triacas, elixires... y cosas por el estilo. He vivido en Florencia, en Roma y en otras partes; y no podéis figuraros cuán útiles pueden ser, donde quiera que tanto se abuse de los venenos como en aquellas cortes.
—¡Oh! don Alfonso, don Alfonso, exclamó la dueña azorada: un ángel parece que ha dictado mis preguntas, y vuestras contestaciones. Dadme la carta.
Infería Jimeno de todo lo dicho que el conde de Lerín no había revelado el secreto de su nombre, pero ¿no podía suceder lo contrario, y que Leonor, por no exponerse a tanta humillación delante de su misma favorita, guardase en lo profundo de su corazón las revelaciones del conde?
Resuelto a seguir el rumbo que se había trazado, y que tan buenos descubrimientos le proporcionaba, Jimeno escribió apresuradamente la carta y se la entregó a la dueña.
Mucho había sacado de esta última conversación, y quedó por lo tanto de ellas muy aficionado.
—Bien, se decía el infanzón; he examinado un testigo; otro falta todavía. —Brianda, prosiguió en alta voz: he vuelto a resentirme un poco de las heridas; si de paso encontráis a Jehú... decidle que...
—¡Ah! ¡Dios mío! exclamó la dueña de repente, y como si el nombre de Jehú le hubiese despertado un recuerdo: lo mejor se me olvidaba... Vos que sois tan docto, y que lo sabéis todo ¿queréis decirme para qué sirve el carbón?
—¡El carbón! repuso Jimeno atónito de semejante pregunta, y luego añadió con sencillez: yo no sé que sirva más que para la lumbre.
—No, no eso: yo quería saber que puede hacerse con él... ni es tampoco eso lo que tenía que preguntaros, si no... si no... qué propiedades tiene.
—¡Ah! ¡Qué propiedades tiene!
—Sí, el carbón de diamantes.
—¡El carbón de diamante! exclamó Jimeno con verdadero asombro.
—¿Es verdad que los diamantes se convierten en carbón? —A mí se me figura imposible... ¡una cosa tan blanca y tan dura!
—Pues sin embargo, es cierto.
—¡Jesús! será cosa de brujería: no puede menos.
—Es un arcano de la ciencia de muy pocos conocido: maravillome yo de que ande en boca de mujeres, cuando yo creía ser tal vez el único... ¿Y quien os ha revelado?
—Por Dios, no me dirijáis preguntas, a que no puedo responder.
—Tenéis razón observó Jimeno... no debo dirigiros preguntas, en cambio responderé a las vuestras.
—Pues bien: decidme que propiedades tiene el carbón de diamantes.
—Las mismas que otro cualquiera.
—¡Las mismas! ¿Estáis seguro de ello? replicó Brianda, no pudiendo contener una sonrisa de satisfacción.
—Enteramente seguro. —Pero me dejáis maravillado.
—Y vamos a ver; ¿para qué sirve el carbón?
—El carbón purifica los líquidos, evita la corrupción, absorbe la humedad.
—¿Y lo mismo un carbón que otro?
—Lo mismo.
—¡Oh! Noticias muy buenas llevo a la reina, señor caballero: me parece que muy presto vais a conseguir la libertad.
Brianda se alejó.
Por si acaso la reina le estaba observando evitó Jimeno aparecer caviloso, y después de dar algunos pasos indiferentes se tendió en el lecho, para reflexionar sin que nada le distrajese.
—Meditemos con calma, decía el caballero para sí invocando en su ayuda la profundidad de su talento, toda la fuerza de su imaginación: tal vez son estos los instantes críticos en que debe resolverse el problema de mi vida entera
Para la dueña es indudable que las cosas están en el mismo estado que tenían antes de mi encierro: yo soy don Alfonso de Castilla, el mesnadero de la reina; el amante más o menos ingrato: no importa... el amante de Leonor. Catalina no se ha desposado con el mariscal: no hay otra diferencia si no que la hija del conde está en Estella. ¿A qué ha venido? —Eso es lo que tengo que averiguar.
El caballero después de reflexionar algunos momentos, durante los cuales repitió una por una todas las preguntas y respuestas de su última conversación, añadió:
—Nada, absolutamente nada de lo que acabo de oír puede darme a conocer a qué ha venido aquí la hija del conde, sin embargo, eso del carbón es sumamente extraño: la pregunta ha sido dirigida cuando yo nombré a Jehú; de consiguiente tiene relación con el judío. Esto es claro como la luz del día. ¿Quién si no él ha podido penetrar ese arcano de la alquimia, a muy pocos revelado? ¿quién si no él ha podido hablar de semejante materia con la reina? Nadie. Pues bien: ¿quién es Jehú? —Médico de la reina Leonor, médico antes de la condesa de Fox, y muy antes médico del infortunado príncipe de Viana. Carlos murió envenenado por su madrastra y hermana; Jehú le asistió en su última enfermedad; Jehú pasó después al servicio de la hermana; luego Jehú fue su cómplice, Jehú suministró el veneno a su amo el desventurado príncipe. La hermana menor de Carlos envenenó también a Blanca de Navarra; yo vi, yo vi el rostro lívido de aquella desdichada, sus labios denegridos, yo recuerdo el último estertor de su agonía: todas esas señales quedaron fijas en mi mente; y después, a fuerza de estudio he llegado a conocer la clase de veneno con que Leonor mató a su hermana: lo tengo bien conocido, y no me equivoco, no. La condesa de Fox había bebido del mismo vaso y del mismo licor que Blanca: el envenenamiento fue posterior: fue rápido... no era aquella una sustancia vulgar que pudiese prepararse por manos inexpertas... Jehú era entonces médico de Leonor... y es muy probable que Jehú confeccionase la bebida. ¡Probable! ¡Probable! No: es casi seguro. En esta época de barbarie, en este reino donde todos los estudios se cifran en el manejo de las armas, ¿quién podía conocer ese ácido si no el médico judío? Ahora bien: ¿para qué habrá mentado a Leonor eso de los diamantes? Para darla alguna medicina o alguna ponzoña: esto es indudable. Jehú es codicioso: pintada se ve en su rostro la avaricia. Prevalido de la ignorancia que reina aun entre caballeros y cortesanos, habrá querido arrancar a Leonor una gran cantidad de diamantes. Debe ser una gran cantidad; pues de lo contrario, la reina no se habría alarmado hasta el punto de concebir sospechas de ser engañada, y querer que yo la saque de dudas. Leonor no es pródiga; tampoco es miserable... ¡oh! por algunas joyas más o menos, ella no andaría en semejantes pesquisas. En efecto debe ser una gran porción de diamantes la que el médico finge emplear... o en alguna medicina, o en algún veneno.
Aquí esta mi duda: examinemos este punto: veneno o medicina, tiene que ser aplicado a gravísimos casos: o para remediar un intenso dolor, una enfermedad casi desesperada, o para satisfacer una terrible venganza; pues de lo contrario Jehú no sería tan necio que en una ocasión ordinaria, fuese a proponer tan costosos medios, o remedios. A Constantino, por ejemplo, sólo le propusieron el baño de sangre de niños, cuando se hallaba ya desahuciado: los reyes de este palmo de tierra que se llama Navarra, no tienen tampoco el bárbaro lujo, los espléndidos caprichos de Cleopatra, ni de la mujer de Craso, que disolvían perlas orientales de incalculable precio en una copa, para que sus amantes tragasen de un sorbo miles de sestercios. Es preciso que haya una enfermedad grave, mortal, de manera que entre la probabilidad, de vivir sin diamantes, o de morir con ellos, no pueda la reina titubear un instante. Ahora bien: ¿Leonor se halla en este caso? No: ella no tiene otros padecimientos físicos que sus dolores de estómago: si no fuese así, ¿andaría acechándome por estos alrededores? ¿Habría llegado a observar que yo guardaba una caja? En el rostro de Brianda que tan mal sabe disimular, ¿no habría conocido yo la novedad? Y además ¿qué fin podía tener en ocultarme la verdad? Ninguno: la reina, pues, no está gravemente enferma: ella tampoco tiene un grande interés en conservar la vida de nadie, como no sea la mía, que ya no corre ningún riesgo; de consiguiente, no se trata de un remedio para salvar la vida, se trata de un veneno para quitarla. ¿Y contra quién se dirige esa mujer implacable? ¿En donde se fijarán sus ojos de basilisco? ¿En cuya frente se posará esa mano de muerte? Inés, Catalina y yo, podemos ser por ella considerados como enemigos. En cuánto a Inés, no hay que pensar: su soledad, su modo de vivir la pone a cubierto de semejantes asechanzas; y para envenenarme a mí, que estoy reducido a participar exclusivamente de los alimentos que ella quiere darme, nada más fácil, nada más sencillo que suministrarme en ellos la ponzoña: en la situación en que me encuentro, mi vida no vale por cierto muchos diamantes: bien barata puede comprarla.
Queda sólo Catalina. ¡Oh! Catalina ha venido engañada a la corte por esa mujer, que mira en ella una rival, tanto más aborrecible, cuánto más bella, cuánto más joven y angelical aparece a sus ojos. Leonor quiere vengarse: habrá pedido un veneno disimulado... tal vez habrá oído hablar del acqua toffana de Florencia, y habrá exigido que Jehú... y Jehú valiéndose de la ocasión... ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! esto es: no hay duda: horribles desgracias me está presagiando el corazón, y la culpa no será de nadie: será mía: enteramente mía.
Revolvíase en el lecho el caballero, bañado de sudor frío. Su inquietud era tan viva, que no le permitía pensar, ni permanecer más tiempo en inacción.
¡Él, que tanto amaba a Catalina, él, que tanto se interesaba por su dicha; él, que tantos años había estado velando por su suerte, ilustrando su alma y formando su corazón; él que veía en aquella niña el trasunto de su adorada Blanca de Navarra; él, verse fatalmente arrastrado a ser causa de su muerte!
Levantose del lecho apresuradamente, y se paseaba con inquietud por el sombrío aposento, rugiendo sordamente como león encerrado en una jaula.
Se acercó a la reja, para ver si podía hablar con el soldado que estaba de facción en aquel punto.
Hízole señas con disimulo; le suplicó que se acercara; pero el centinela le volvió bruscamente las espaldas.
El caso era ya desesperado; Jimeno comenzaba a dudar de la bondad de Dios, que lo abandonaba en los momentos más críticos, y decisivos; pero este pensamiento sacrílego pasó como un relámpago por su mente.
De la desconfianza en la Divina Providencia pasó el caballero a la desconfianza de sí mismo, al desaliento.
—¿Quién sabe si yo soy el llamado para cumplir esta misión? ¿Quién sabe si yo, lejos de favorecer, he entorpecido los designios del cielo?
Entonces tornó al lecho y cayó de rodillas.
Oró fervorosamente un rato pidiendo a Dios que le iluminara en aquel terrible conflicto, y después de la oración sacó la caja de ébano, y anduvo registrando uno por uno todos los objetos que contenía.
—Aquí están, se decía: aquí están mis armas ofensivas y defensivas: con esto puedo restituir la salud a Catalina, y vengarme de Leonor. Pero es preciso saber a punto fijo qué veneno han dado a la hija del conde; y es preciso que el cielo ponga en mis manos a la reina. Encerrado aquí ¿de qué me sirve todo esto?
Jimeno volvió a cerrar la caja, y añadió:
—Aguardemos, aguardemos algunos instantes más. ¡Ah! ¿Quién sabe si todo depende de un sólo momento?
Comenzó a pasear otra vez, no pudiendo calmar la terrible ansiedad de su pecho.
De repente sintió pasos fuera de la habitación.
La llegada de cualquiera persona era para Jimeno un motivo de júbilo: en el caso en que se hallaba, nada más terrible para él que el silencio, la soledad, el desamparo.
Sentíanse los pasos cada vez más próximos, y luego el ruido de la llave, y los cerrojos.
Tornó Jimeno la cabeza, y se halló frente a frente de Jehú.
—Ola, señor caballero, le dijo el médico: hánme asegurado que os habéis resentido de las heridas.
No pudo ver Jimeno sin estremecimiento aquel personaje, que con su venerable apariencia, tantos crímenes ocultaba. Procuró sin embargo reprimirse, y le dijo con toda la tranquilidad que pudo fingir:
—No, Jehú; ya estoy más aliviado.
—Veamos el pulso: nervioso... acelerado: vos habéis menester...
—De nada, Jehú, de nada: estoy completamente bien, repuso Jimeno, bajando la voz: y si os he llamado ha sido porque, encerrado ha tantos días en esta habitación, naturalmente deseo hablar con alguien, y sobre todo con una persona tan docta, como vos en los secretos de la naturaleza.
El judío se humilló, murmurando algunas frívolas palabras de obligada modestia.
—¿Qué concepto habéis formado de la alquimia? preguntó el caballero: ¿os habéis dedicado a buscar la piedra filosofal?
Jehú tendió alrededor una mirada recelosa, y luego respondió encogiéndose de hombros:
—¡La piedra filosofal! Esas investigaciones no las hacemos nosotros los judíos, que buscamos el oro en el trabajo, en el comercio, en todas partes donde honradamente puede hallarse: los cristianos, señor son los que desconociendo las verdaderas fuentes de la riqueza, se lanzan a los misterios, a la magia para encontrarla.
—Pero venga el oro por magia, venga por un descubrimiento científico ¿le admitiríais vos?
—Yo para mí, señor caballero, nada necesito; la reina me mantiene...
—¡Ah! Pues entonces dijo el infanzón, guardo mi secreto, si es cierto que nada necesitáis...
—¡Nada para mí! respondió el judío, abriendo de una manera muy significativa sus verdes ojuelos: sin embargo ¡nuestros hermanos sufren tan crueles persecuciones...! ¡Se ven tan oprimidos, tan vejados!
—Entiendo; ¡la caridad os obliga a dedicaros a un arte, en que yo he hecho grandes adelantos...!
—¡Vos! exclamó con asombro y curiosidad el médico: ¡vos! ¿Habéis dado con esas palabras mágicas, que es preciso pronunciar en el momento crítico de la transmutación del cobre?
—¡Ola! ¿Conque vos tampoco sois extraño a los misterios de...?
—Por mera curiosidad, señor caballero, confieso que algunas veces en mi laboratorio...
—¿Tenéis laboratorio?
—Completo, señor caballero, completo.
—Crisoles, retortas, tubos capilares, redomas, alquitaras...
—¡De todo, de todo!
—¡Oh! pues entonces, amigo mío somos felices.
—¡Felices! somos felices; es decir que somos ricos.
—Sí, respondió Jimeno; porque desde ahora mismo vamos a formar una compañía mercantil para la explotación...
—¿Del oro?
—De una cosa más preciosa que el oro.
—¿Más?
—Sí, el diamante.
—No entiendo; repuso Jehú perdiendo el color.
—¡Oh! pues es muy sencillo. Yo don Alfonso de Castilla, caballero infanzón al servicio de la reina de Navarra, y vos Jehú, médico de su alteza, fundamos una compañía para la fabricación de diamantes... ¿Comprendéis? Yo pongo en esta compañía mi talento, mi invención, y vos ponéis vuestras redomas, crisoles y retortas...
—Pero se trataba del oro, señor caballero, ¡del oro!
—¿Y vos que preferís, brillantes ú oro?
—Lo que más pronto podamos adquirir: en la alquimia he trabajado mucho... mucho.
—Y no habréis conseguido nada.
—Cierto.
—Porque la piedra filosofal, amigo mío, es una mentira, con un error; pero error que en vez de difundir tinieblas por el mundo, le ha iluminado de verdades. ¡Cuántas propiedades nuevas no habréis descubierto en los cuerpos al hacer esa infinidad de experiencias, de combinaciones! ¿Eh?
—Sí.
—¡Cuántos medicamentos, cuántas sustancias letales!
—¡Oh! ¡Muchas! Yo comparo el mundo a mi laboratorio: para una triaca hay cien ponzoñas: para un medio de dar la vida, mil de quitarla.
—Pues bien: corriendo tras esa ilusión del oro por medio de la piedra filosofal, he dado con una realidad mucho más preciosa, mucho más brillante.
—¿Cuál? Decídmela, exclamó Jehú, con una mirada de asombro y de codicia.
—¿No lo recordáis? —El diamante, el diamante artificial.
—Pero ¿cómo siendo el diamante una sustancia simple... pura...?
—Os engañáis, Jehú: el diamante puede descomponerse, puede reducirse a carbón.
El judío miró al caballero como si quisiese descubrir segunda intención en sus palabras; pero Jimeno las pronunció con naturalidad y sencillez, confirmándolas con la expresión de su semblante.
—¡Ola! ¿Sabíais ese secreto? preguntó el médico.
—¿Y a vos tampoco os coge de nuevas?
—Hasta ahí todo lo sabía.
—Pues sabíais la mitad que yo.
—¡La mitad!
—Sí, porque vos sólo sabíais que del diamante se hace carbón; conocimiento estéril, añadió Jimeno, alzando un poco la voz: porque, decidme: ¿qué consigue el hombre con destruir una materia preciosa para formar con ella otra que nada vale? ¡Destruir, matar, aniquilar! He ahí la ciencia. Que el carbón sea de diamantes, o sea de una astilla ¿qué más da?
—¡Silencio, por Dios!
—¿En qué se distingue un carbón de otro?
—Por el Dios de Moisés, bajad la voz, señor caballero.
—Tenéis razón; pueden escucharnos, y esta conversación no deben oírla los profanos: vuestro secreto es estéril, repito, sólo sirve para destruir; pero el mío es fecundo, sirve para crear: vos de los diamantes hacéis carbón, yo del carbón hago diamantes.
—¿Cómo?
—El cómo es el capital que yo pongo en esta empresa, y vos...
—¡Eso...! decidme ¿qué pongo yo?
—Los instrumentos.
Pero es muy poca cosa, y no me daréis más que una mínima parte de las ganancias.
—La mitad, Jehú, la mitad.
—¡Dios mío! ¡La mitad! ¿a que puedo atribuir generosidad semejante?
—El pobre y el rico pueden ser generosos, si se desprenden buenamente de lo que tienen; pero aquel que es inmensamente rico, aquel cuyos tesoros jamás podrán agotarse, no puede ser generoso, amigo mío, porque nunca sus dones harán mella en su fortuna.
El judío quedó deslumbrado al escuchar estas palabras; los ojos parecían saltársele de gozo, y por un instante se creyó dueño de todo el oro del universo.
—¿Y eso es de veras? ¿No me engañáis? ¿No queréis fascinarme?
—Esta noche misma podremos hacer la prueba.
—¿En dónde?
—En vuestro laboratorio.
—Pero ¿cómo habéis de salir de aquí?
—Esa es cuenta vuestra.
—¿Cuenta mía?
—Justo: es una parte del capital que ponéis en esta empresa, parte que agregada a vuestros crisoles y alquitaras, os dará derecho a la mitad de los productos; es decir a la mitad de todas las riquezas del mundo, puesto que al fin y al cabo todas han de ser nuestras.
—¿Y la reina? ¿Qué dirá la reina?
—De vuestra cuenta corre que la reina no sepa nada: trabajaremos de noche y dormiremos de día: yo de todas maneras siempre estaré preso, de noche en vuestro laboratorio, de día en este aposento.
—Bien está; pero tengo que imponeros una condición.
—Veámosla.
—Juradme que si alguien os pregunta... la reina por ejemplo, si el carbón de diamante sirve para confeccionar cierta clase de venenos...
—¡Cierta clase de venenos! Paréceme, Jehú, que debe ser todo lo contrario.
—No importa, a los intereses de nuestra compañía, conviene que así lo digáis.
—¡Ah! si conviene a nuestros intereses yo soy muy leal, como socio, y jamás haré nada que nos perjudique: decidme, si os place, a qué clase de veneno fingís mezclar ese ingrediente; para corroborar enteramente nuestra industria.
—A los venenos lentos, que matan infaliblemente, pero que matan al cabo de muchas días.
—Ya entiendo: una sustancia letal, activa, mezclada en cierta dosis, con sustancias inocentes que vienen a producir una enfermedad común, un ataque de nervios, por ejemplo...
—Esa, esa misma.
—Y vos queréis que si la reina me pregunta cómo se hace esta bebida, le conteste yo... ¡Pues! Entiendo. Podéis estar tranquilo: ahora, sin embargo, tengo ya que imponeros otra condición.
—¡Cómo! ¿Queréis tal vez que partamos mis diamantes?
—No, amigo mío, exclamó Jimeno sonriéndose: no os asustéis de tan poco cosa, nosotros no partiremos vuestros diamantes, si no los míos. Mi condición es otra: en lugar de ese líquido que suministráis a la reina, le habéis de dar este otro que tengo aquí preparado.
Y diciendo estas razones sacó Jimeno de su cofrecito de ébano, un frasco que contenía cierto líquido blanquísimo.
El judío lo tomó en sus manos, lo aplico a la nariz y exclamó:
—Esto es amoniaco líquido.
—Justamente.
—El contraveneno de...
—Justamente.
—Pero entonces, la reina no conseguirá lo que desea.
—Justamente, repitió Jimeno encogiéndose de hombros.
—Y yo perderé mi reputación, mi valimiento con ella.
—Y si no hacéis lo que os mando repuso Jimeno con terrible calma: perderéis los diamantes de la reina, perderéis los míos, y luego perderéis la vida.
—Bien está, bien está; seréis obedecido; respondió Jehú temblando.
—Hasta la noche, pues.
—Hasta la noche.
—¡Ah! se me olvidaba, añadió Jimeno: devolvedme ese pomo: vos debéis tener esa preparación en vuestro laboratorio.
El anciano de venerable barba y grave continente partiose con pasos vacilantes y agitado el cuerpo por un estremecimiento nervioso, que se redoblaba cuando a su fantasía asaltaban estas tres imágenes: los diamantes de la reina: los del caballero: el peligro de su propia existencia.
—¡Oh! no hay duda, exclamó Jimeno, apenas Jehú desapareció; todo lo sé, todo lo he descubierto... Este ha sido mi principal objeto... Ahora la libertad... ¿cumplirá el judío sus promesas? No estoy seguro... y por otra parte faltan muchas horas para la noche... y entre tanto... ¡Era preciso ver al conde de Lerín!
En aquel momento se oyó una especie de canticio, y un sonido metálico hacia la ventana.
—Era el centinela que estaba paseándose por la parte de afuera, y que, sin duda por casualidad, tropezó en la reja con la punta de la pica que llevaba al hombro.
—¡Si yo pudiese ganar a este hombre! decía el caballero: ¡Si pudiese inspirarme bastante confianza para que llevase al conde un aviso...!
La pica del centinela volvió a chocar otra vez contra la reja, y un soldado, envuelto en un ropón de lana burda con capucha, se acercó a la ventana, mirando con precaución al interior del aposento.
Pareciole a Jimeno que aquel hombre no se asomaba por curiosidad únicamente, y que tenía intención de decirle alguna cosa: acudió a la reja, y apenas el centinela le vio encaminar sus pasos en aquella dirección, tornó a sus paseos y canticios.
El caballero se acercó a la ventana, y vio un hombrón, que le miraba de reojo con una expresión particular.
Cuando el centinela pasó delante de la reja, suspendió por un momento su cántico, y dijo en voz baja y precipitadamente:
—¿Estáis solo?
Y volvió a cantar.
—¡Sólo! respondió Jimeno asombrado de aquella escena casi cómica.
—¿Podré hablaros con libertad? preguntó el soldado, suspendiendo su canto, pero no sus paseos, mientras pronunciaba estas palabras.
—Hablad, hablad: nadie nos oye.
—¡Cuerpo de Dios, señor capitán, que habéis hecho un pan como unas hostias! ¡Voto al diablo, decía el centinela sin atreverse a mirar a la reja, que su merced ha andado más torpe...
—¡Chafarote!
—Eso, eso; no hay si no dar voces... ¡turú... turú... turú! Para que nos oigan los que van a venir a relevarme... ¡tala... rara... ran! y que después de tantos apuros todo se lo lleve el diablo... ¡ton... torón, torón...!
—¡Ea! déjate de cánticos, amigo mío: acércate y hablemos despacio.
—Sí, acércate, para que la reina, o sus damas, o sus oficiales que nos están observando, vengan y me cojan, y me desuellen. ¡Cuerpo de tal, que su merced se ha metido en un fregado...! ¡Por los cuernos de Barrabás...!
—Chafarote, no perdamos el tiempo con esos juramentos...
—Es que desde que colgué los hábitos para disfrazarme de soldado, ¡qué se yo...! ¡Siento así una especie de...! ¡Tengo ganas de darme un hartazgo de votos y porvidas...! ¡Como he tenido que ayunar tantos años...! dígame su merced: ¿está ahí de grado o por fuerza? ¿Está entretenido o preso? ¿Enfermo o sano?
—¿Puedes dudarlo? Estoy preso, contra mi voluntad: a todo trance es preciso que de aquí me saques.
—Saldrá su merced de ahí... ¿que más quiere? Vamos, dígalo presto, que ya me parece sentir los pasos de los que vienen a relevarme...
—¿Qué sabes de Catalina?
—Que está en Estella.
—¿Buena?
—Bastante malucha.
—¿Se sabe lo que tiene?
—¡Hum! ¡Hum! respondió Chafarote: lo que es la penitente no lo ignora.
Y al decir esto el centinela llevó el dedo pulgar a los labios, alzó la mano, y abrió la boca en ademán de sorber alguna cosa.
—¡Oh! es preciso que avises a su padre antes de todo... es preciso que venga aquí, ¿lo entiendes? que venga al punto a verme, por si yo no puedo salir.
—Otra persona lo sabe ya, que se interesa por la suerte de doña Catalina, más que de su padre.
—¿El mariscal?
—El mismo.
—¿Quién se lo ha dicho?
—¿Quién? La que da todos los remedios, todos los consuelos, la que todo lo olvida por hacer bien... la santa de Dios... la penitente.
—No basta: es preciso que también lo sepa su padre; y que además de saberlo, pueda remediarlo. Acércate, Chafarote: pon la mano en la reja con disimulo... Bien: toma este frasquito... dáselo al conde... Es el contraveneno para su hija. ¿Me juras que el conde o Catalina lo tendrán en su poder antes de una hora?
—¡Lo juro con mil pares de... de santos! Pero yo no he menester de jurar cuando me lo dicen... si no así... cuando me sale de adentro. ¡Ea! Vuesa merced por cuidar de los demás no piensa en sí mismo... ¡Bueno andaría el negocio si no hubiese personas en el mundo que se desvelasen, y se rompiesen la crisma por vuesa merced...!
—¡Chafarote! ¡Chafarote! exclamó Jimeno con profunda gratitud.
—¡Inés, Inés! repuso modestamente el buen escudero, y luego añadió: adiós, que van a venir a relevarme, y antes de esa operación tengo que hacer otra: la de dejar la pica y el tabardo a un antiguo camarada que está oculto en esa garita, y es el verdadero centinela.
Poco tiempo después de haber desaparecido Chafarote, se abrió la puerta de la prisión y entró la reina.
Grande violencia tuvo que hacerse Jimeno para reprimir el odio y la profunda indignación que los nuevos crímenes de Leonor hacían brotar de su pecho: pero la consideración de que en un sólo momento de abandono podían frustrarse sus bien encaminados proyectos, bastó para contenerle.
Venía la reina lujosamente ataviada; pero más flaca y pálida que nunca. Bien se conocía a primera vista que había sufrido horriblemente desde que no se dejaba ver de su amante.
—¡Alfonso! ¡Alfonso! exclamó con voz seca y agitada: vengo a ver qué quieres.
—¡Qué quiero! contestó Jimeno, dulcificando su voz cuánto le fue posible: quiero veros, señora, nada más que veros a mi lado.
—¡Ay! ¿Es verdad, es verdad que me has llamado?
—Sí, he cometido esa indiscreción, o he tenido esa debilidad, sentaos, mi señora, sentaos: razón es que suavicéis un tanto las duras cadenas de un prisionero.
—¡Prisionero tú, señor de mi vida! ¡Prisionero tú, que tienes a la reina por esclava!
—Si sois mi esclava, confesad que tenéis un amo muy benigno, o poco impertinente; pues hasta ahora nada os ha exigido, nada os ha mandado.
—Pero en cambio se ha deleitado en atormentarme, estrujar mi pobre corazón.
—No sé cómo: encerrado en estas cuatro paredes: ¡doliente, sin ver a nadie, sin hablar a nadie...!
—¡Y sin embargo, cuánto he padecido!
—En efecto, señora, noto que estáis muy desmejorada: hallo en vuestros ojos una nube de tristeza... y en todo vuestro semblante... un no se qué...
—¡Gran Dios! exclamó la reina asustada: ¿Notas eso, de veras, Alfonso? Y vamos a ver ¿qué piensas de esto? ¿Qué te figuras que puede ser?
—Me figuro que estáis padeciendo mucho, dijo el infanzón con acento compasivo; y luego, encogiéndose de hombros añadió con viveza y naturalidad. Y no es para menos, Leonor, no es para menos: el trono tiene sus goces, y delicias; pero también sinsabores y amarguras...
—¡Goces! ¡Delicias! No los he conocido desde que soy reina. —Los celos, los celos han traspasado horriblemente mi pobre corazón: hanme vuelto loca, Alfonso mío, loca de veras. En estos días en que me creías lejos de ti, y olvidada de ti, no te desamparaba un sólo instante: te estaba viendo, y escuchando; y recogía todas tus miradas, todas tus palabras; y cada vez que tus labios se abrían para preguntar por Catalina, o por el conde, o por las personas que pudiesen tener relación con ella, mil puñales herían mi corazón. Los celos sin embargo no son nuevos en mí; celos tengo desde que te amo; pero ¿no piensas tú, Alfonso, no piensas que los síntomas que observas en mi semblante no pueden producirlos únicamente los dolores morales?
—¿Qué queréis decir, señora? ¿Estáis enferma?
La reina hizo un gesto espantoso, que procuró templar con una amarga sonrisa.
Jimeno comprendió lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, que estaba recibiendo el castigo más atroz, y al mismo tiempo el más sencillo y natural, de manos de la divina providencia.
—¿Qué piensas tú? dijo ella: ¿qué piensas tú? ¿Estoy, o no estoy enferma?
—A la verdad, señora, que los dolores morales socavan muy aprisa nuestra existencia; pero, si he de hablar francamente, yo creo que esos síntomas no tanto son de padecimientos del alma, como de dolores físicos.
—¡Don Alfonso, don Alfonso! No os equivocáis: mi alma padece; pero mi cuerpo está martirizado.
—¿Esos dolores quizá...? ¿Esa pequeña enfermedad de que os solíais quejar algunas veces...?
—Sí, esos dolores ahora me matan. Pero, dime tú, que sabes tanto como los doctores... mira bien mi rostro... ¿no reparas en esa órbita azulada que cerca mis ojos? ¿En la sequedad de mis labios? ¿No observas ciertas ligeras manchas que asoman...?
—Ha gran rato que lo he advertido, repuso Jimeno, abriendo desmesuradamente los ojos, y meneando la cabeza con aire melancólico: y si no estuvieseis rodeada de personas tan fieles, tan leales... Diría...que... tal vez...
—¡Acaba! ¡Acaba! exclamó la reina con terror.
—Diría que tal vez... estabais...
—¿En qué te detienes? ¿Por qué no confirmas mis sospechas? ¿Por qué no dices con claridad que estoy envenenada?
—¡Envenenada! ¿Por quién? No lo creáis. Ello es que ciertas tintas que noto en la frente... ese estremecimiento... ese...
—¡Oh! No tengas duda, Alfonso, no tengas dudas: tus palabras acaban de convencerme: ¡estoy envenenada!
—Pero, envenenada ¿cómo? ¿En la comida, en la bebida... por casualidad, de propio intento?
—Hace algunos días que lo sospecho: hace algunos días que no pruebo otra bebida que agua cogida con mis propias manos, ni otras viandas que las que comen antes que yo todas mis damas; pero hay venenos que matan por aspiración, por inhalación, por simple contacto: los hay que matan dentro de muchos días, y que producen enfermedades que tienen nombre conocido, y que nadie suele atribuir a la ponzoña.
—Veo que estáis muy enterada...
—Sí, lo estoy por mi desgracia; porque este mismo conocimiento sólo sirve para quitarme el sosiego, para hacerme suspicaz y recelosa, para atormentarme más y más.
—Pero, señora ¿quién puede haber en vuestra corte capaz de perpetrar ese crimen?
—Todos, respondió la princesa con una expresión de terror: todos. El que se sienta en un trono, tiene por enemigos a cuántos le rodean: de todos debe desconfiar.
Jimeno se sonrió, y en su interior reconocía y adoraba la mano de la Divina Providencia que en el mismo delito impone la pena al delincuente.
—¿De qué te sonríes, Alfonso? exclamó la reina: ¿no te mueven a lástima mis tormentos?
—¿Pero los sentís, de veras?
—¿Qué importa que no los sienta, si hay venenos que matan sin dolor...?
—Me sonrío, señora, porque mis estudios me ponen en el caso de burlarme de semejantes asechanzas. Vos estáis muy enterada de los medios de matar; yo por el contrario me he dedicado a la ciencia consoladora de volver la vida, o de retardar la muerte: en una palabra vos conocéis los venenos; yo las triacas: vos estáis asustada de vuestros conocimientos, y los míos me hacen sonreír tranquilamente, como lo estáis viendo.
En efecto; el antiguo capitán de aventureros se sonreía; pero de una manera que hacíatemblar a la reina.
—¿Qué quieres decir? preguntó esta con inquietud.
—Que viváis tranquila, señora: yo me felicito de poseer el secreto para restituiros la salud.
—¿Será posible? ¡Oh! ¡Cuánto, cuánto tengo que agradecerte, Alfonso!
—No exageréis el agradecimiento, señora.
—¿Qué no lo exagere? ¡Ay! ¡Ahora más que nunca tengo apego a la vida! Ahora que soy reina, ahora que me amas, ahora que tengo ciertos proyectos... te juro, Alfonso, que jamás he deseado tanto vivir.
—Pues no dudéis, señora, de que Dios satisfará tan justos deseos; no dudéis de que el cielo me ha inspirado el pensamiento de haceros llamar, para que me revelaseis vuestras sospechas. —Vamos, calmaos, doña Leonor, y manifestadme qué clase de envenenamiento es el vuestro.
—¿Lo sé yo, por ventura?
—Lo sospecharéis al menos: si no habláis con franqueza será imposible salvaros.
—¡Imposible!
—Absolutamente.
—Pero, si yo no tengo certeza, si no hago más que sospechar... porque mis dolores de estomago de día en día se aumentan, por instantes voy enflaqueciendo, y estoy desfigurada, y vos mismo habéis conocido que tenía síntomas...
—En efecto; pero ¿habéis andado estos días con alguna sustancia venenosa...?
—Sí, pero con mil precauciones.
—¿Y qué tósigo era ese? ¿Quién lo ha compuesto?
—Jehú, que me lo entregó muy tapado en un pomito de cristal veneciano.
—¿Contenía un licor claro?
—Sí, sí.
—¿De olor fuerte, como de almendras amargas?
—¡Es el mismo! ¡El mismo!
—Traedme al punto ese pomo, dijo el caballero, con un tono que indicaba la urgencia de ser obedecido.
—Aquí está, repuso la reina, sacándolo del pecho.
Jimeno lo estuvo observando atentamente a la luz, y se estremeció.
Pero procurando ocultar su estremecimiento, clavando en Leonor una profunda mirada, la dijo gravemente:
—Señora, de este pomo habéis vertido dos o tres gotas.
—Sí, sí, respondió la reina temblando... por un descuido... me dejé caer al abrirle tres gotas encima.
—¡Encima! No: ¿queréis saberlo que es este licor? —Que traigan uno de los perros de presa que soléis tener en vuestras guardias.
La reina obedeció maquinalmente.
Su temor y sus remordimientos no la dejaban oponer resistencia alguna a los mandatos del hombre, en cuyas manos había puesto la vida.
Salió a la puerta del aposento; dio una orden y volvió a entrar.
Entre tanto Jimeno abrió el pomo que estaba cerrado con un taponcito de oro, con cera y pergamino; tomó una pluma, y lo dejó todo en una mesa de mármol.
Al poco rato se presentó un escudero que traía un perro enorme, sujeto con una cadena de hierro, atada al collar.
El perro que hasta entonces había seguido al criado, manso como un cordero, forcejeaba para huir, y aullaba siniestramente al entrar en el aposento, como si el instinto le hiciese conocer la triste suerte que le esperaba.
Jimeno sin embargo, calmó su inquietud con mil caricias que el animal recompensó lamiéndole la mano.
—Observad, señora, observad, dijo el caballero.
Entonces sumergió la pluma en el frasquito, tomó una gota del cristalino licor que contenía, y tocó al perro con ella en la punta del ojo.
El animal cayó muerto, como herido de un rayo.
La reina se estremeció.
El escudero despavorido sacó arrastrando, al que dos minutos antes había venido dando saltos y brincos de alegría.
—Ahí tenéis, señora, lo que es este veneno: una sola gota mata como una puñalada en mitad del corazón. Si tres gotas os hubiesen caído encima, ¿qué sería de vos, señora? No hay una sustancia más activa; ni espíritu más corrosivo. Ni un arcabuz, ni una ballesta, ni una espada, son tan eficazmente terribles. Con este pomo en la mano os abriríais paso por medio de una multitud empeñada en deteneros... Ahora bien, si queréis que os dé remedio para vuestros males, decidme primero qué habéis hecho de las gotas que aquí faltan.
—Las he disuelto en una gran cantidad de agua, preparada por Jehú...
—Y sospecháis vos... preguntó Jimeno, ya satisfecho, y no queriendo llevar su curiosidad más adelante: ¿sospecháis vos, que tal vez os hayan hecho participar en dosis excesivas de esa agua... que sin duda la querríais usar como medicamento?
—No; segura estoy no haber participado de esta bebida, a no ser que Jehú...
Leonor se detuvo.
—¡Cómo! ¿Creéis capaz a Jehú...?
—¡Oh! exclamó la reina recordando la muerte de su hermano el príncipe don Carlos: si hay quien se lo pague bien...
—Pero ¿quién tiene interés en vuestra muerte...?
—¿Quién tiene interés en heredar mi corona?
—¡Triste corona por cierto, doña Leonor, triste corona que aún no se ha calentado en vuestras sienes, y ya os abruma con pesares!...
—¡Alfonso! ¡Alfonso! ahora no se trata de reinar, se trata de vivir... Yo estoy envenenada ¿lo oyes? yo desconfío de todo el mundo, de mi mismo médico, y he puesto en tus manos mi salvación.
—Bien está, señora, bien está; dejadme preparar el remedio: habéis puesto vuestra vida en mis manos, y tengo que dar cuenta de ella al autor de todo lo criado. Entretanto, guardaos bien de manifestar temores, y a Jehú sobre todo. Por el contrario, mostraos con él más que nunca afable y serena. Es necesario ser muy prudente con hombres que tienen en su poder estas armas, dijo el caballero tomando el pomo en las manos.
La reina se alejó, y como si hubiese comprendido toda la fuerza y extensión de las últimas palabras de Jimeno, dejó las puertas francas, y mandó retirar todos los centinelas.
Mucho sintió don Luís de Beaumont la burla que los agramonteses le habían hecho: procuró sin embargo, no darse por entendido y aprovechándose de la oferta de Leonor, se trasladó con su hija a la corte para recobrar por influjo cortesano, lo que había perdido.
El enamorado mariscal, conociendo entretanto que le era imposible volver a los brazos de Catalina, sin deshacer la intriga fraguada por mosen Pierres, fue recorriendo todas las fortalezas que, según contratos de boda, debía recobrar don Luís de Beaumont, y en unas partes con persuasión y con halagos, y en otras con autoridad y firmeza, pudo conseguir al cabo de algunos días, que los castillos estuviesen a disposición del conde; quedando comprometidos los alcaides con juramento escrito, a entregarlos a la persona que el mariscal designara.
Hasta entonces, ni había osado presentarse, ni escribir a Catalina.
Las apariencias de una falta de lealtad, le tenían como encogido, y avergonzado, pero el día en que pudo recoger la obligación escrita de los alcaides, y tuvo seguridad de que las tropas del conde sin resistencia alguna podían tomar posesión de las plazas, partiose a la corte, muy en secreto, dirigiéndose disfrazado al palacio del conde de Lerín.
Antes de presentarse al padre de su amada quiso averiguar lo que en ausencia había pasado. Por fortuna suya, dio con maese Tomás de Galar, que si bien pesado como ninguno en sus relatos, tenía la habilidad de no dejarse nada por decir, y aun de decir más de lo que pensaba.
Mortal quedó al saber que Catalina no hacía más que llorar y gemir, con una melancolía que nada podía disipar, y que al día siguiente de su arribo se había sentido enferma.
Según los informes del maese hostal del conde, la enfermedad de Catalina si bien no la causaba dolores, ni la obligaba a guardar cama, le iba consumiendo de tal manera, que ya no era la sombra de si misma. Su padre había llamado al médico más famoso de todo el reino, que estaba al servicio de la familia real hacía más de treinta años, le había colmado de oro para interesarle más vivamente en la salud de su hija; pero, según Tomás de Galar, el conde quedaría arruinado, y la salud de doña Catalina nada adelantaría, porque...
—¿Por qué? le preguntó Felipe, procurando ocultar su profunda conmoción: ¿Por qué? ¿Maese creéis mortal la enfermedad?
Y el mariscal aguardaba la respuesta del mayordomo, con la misma ansiedad que si fuese un oráculo.
—Lo que es mortal, no señor, decía maese Tomás de Galar: yo no me figuro que muera tan pronto; pero... vamos... no estoy bien con que los cristianos se pongan en manos de esos perros judíos, que desconocen a nuestro Señor Jesucristo; y sobre todo no estoy conforme con que se les colme de oro con tanta largueza, cuando nosotros no vemos un dinero por un ojo de la cara.
—Pero bien, maese; ¿conocéis algún fiel cristiano que sepa tanto en medicina como Jehú? Ese es el caso.
—Ni en medicina ni en nada; por que esos perros parece que a fuer de hijos de Satanás, tienen hecho pacto con su padre... y eso que hay cristianos, por ejemplo, don Alfonso de Castilla... que saben más que el mismo demonio... Y ahí está la penitente que cura por milagro... y otros muchos hay que tienen oraciones muy buenas para toda clase de enfermedades.
Al oír estas palabras ocurriósele una idea al mariscal.
—¡Ah! le dijo: señor maese Hostal, vos me hacéis recordar de una oración muy buena que me enseñó una religiosa, muerta en olor de santidad...
—¡Ola! ¿De una monja?
—Abadesa, maese Tomás, abadesa, y de las huelgas de Burgos, nada menos, que profundamente agradecida a cierto regalo que yo había hecho al monasterio, me pagó superabundantemente enseñándome esa oración...
—¡Ola! ¡Si bien decía yo, que los cristianos no necesitan recurrir a los físicos judíos...!
—Pero esta oración no sirve para toda clase de enfermedades, sino para aquellas que provienen de una pasión de ánimo...
—¿De veras? Pues eso... precisamente eso, es lo que tiene doña Catalina. Pasión de ánimo... Yo no me acordaba; pero eso... Vamos, dadme la oración... y a la enferma con ella.
—La oración no la traigo conmigo; pero la tendréis dentro de pocos momentos... y de seguro, si con todo secreto la ponéis en manos de doña Catalina, para que la rece todas las mañanas en ayunas, al cabo de pocos días la veis tan hermosa, tan fresca y sana como antes.
El caballero partiose al punto a escribir lo mejor que pudo un aviso a Catalina participándole su llegada a Estella: y sus deseos de presentarse al conde, para probarle cuán inocente estaba del engaño de los castillos; y cuán dispuesto a cumplir todas sus palabras.
A este billete, que en forma de oración, entregó a Maese Tomás de Galar, le contestó Catalina que aquella misma tarde podía presentarse en su palacio, pues, ella como hija obediente, había puesto la carta en manos del conde, y con su aprobación le mandaba a llamar.
Del palacio del conde se dirigió Felipe al de la reina en busca de Jehú.
Ocupaba el médico una parte de los sótanos del alcázar: en las primeras habitaciones solía recibir a las gentes que le buscaban, en las interiores nadie había penetrado aún.
Allí tenía su laboratorio: allí guardaba sus tesoros. Mil veces se notaba la desaparición del anciano por espacio de dos o tres días creíasele muerto; registrábanse en vano aquellos sombríos aposentos; y al cabo de largas horas de encierro, se le veía salir hostigado por el hambre, consumido el rostro, pálido como el oro que contaba y revolvía, y con los ojos recelosos y a un tiempo satisfechos, del avariento que tiene el orgullo de un sultán, y la timidez de un esclavo.
El mariscal acudió a Jehú esperando hallar en sus palabras alguna esperanza acerca de la salud de Catalina, y conociéndole bien, llevó consigo cuanto dinero y joyas pudo haber a las manos.
Jehú para suministrar un veneno a Catalina había empobrecido a la reina, y por curarla trataba de agotar los tesoros del conde de Lerín y del mariscal, y aun quizá los decantados diamantes de Jimeno.
Difícil era en verdad quedar bien con personas que hacían tantos sacrificios para obtener tan diversos resultados; pero el anciano judío había sabido elegir un medio entre ambos extremos; y consistía en prolongar la enfermedad de Catalina hasta dejar igualmente exhaustos a unos y otros.
Felipe, después de hacer sus regalos al médico, oyó el con mayor júbilo las seguridades que le daba acerca de la mejoría de Catalina.
Todas las seguridades del mundo eran pocas, sin embargo, para el enamorado caballero.
Después de haberse consultado con la ciencia, acudió a la religión: y si en la primera encontró egoísmo, doblez y falsía, halló en la segunda verdad, sencillez y consuelo.
Del alcázar regio se dirigió a la humilde choza de la penitente.
Inés no vio en Felipe al hombre que había puesto a Jimeno a punto de morir: al que tal vez con su imprudente y precipitada conducta era la causa de todos aquellos trastornos: vio tan sólo al amante afligido que acudía a la sierva de Dios en busca de socorros y consuelos, para el ídolo de su corazón, y resolvió proporcionárselos, cuán eficaces había menester.
Desengañole en primer lugar acerca de la enfermedad de la desventurada niña, blanco inocente de las iras, y envidia de la reina: después salió de la ermita, con Chafarote dejando al mariscal que aguardase allí, mientras con el mayor afán se dedicaban a poner remedio en todo.
No tardó mucho tiempo en volver Chafarote.
Venía gozoso, jadeando como de costumbre, por la prisa en subir la cuesta; y con un ademán casi regio, puso en manos de don Felipe el pomo del contraveneno.
El mariscal enternecido de júbilo y de agradecimiento abrazó al ermitaño, y en la efusión de su gozo le prometía mil recompensas.
—Poco a poco, señor caballero, le respondió Chafarote con dignidad; por esta acción no quiero premio alguno: harto lo tengo en decir a vuesa merced, que esa medicina se la debéis al hombre a quien habéis afrentado en el campo de la Verdad.
—¿Al aventurero de las Bardenas...?
—A don Alfonso de Castilla, respondió Chafarote, sin poder contenerse; o por mejor decir, al príncipe don Jimeno de Nápoles y de Aragón, hijo bastardo de don Alfonso el magnánimo.
—¡Al amante de Catalina...!
—No; al amante de Blanca de Navarra; al que después de haberla amado como debéis saber, es incapaz de amar a otra mujer, de aquella manera; al que ama a Catalina como hija, y a la penitente como hermana... ¿Lo sabéis? —Pues, señor: todo se me ha escapado: nada ignoráis... pero es difícil contenerse en ciertas ocasiones... si queréis mostrarme alguna gratitud por los pasos que he dado este día, olvidad, por Dios, todo cuánto acabo de deciros.
No era esto fácil al mariscal de Navarra: las palabras del ermitaño le habían humillado, y las llevaba profundamente grabadas en su corazón.
Partiose cabizbajo de la ermita, pensando en los medios de reparar su imprudente ligereza, y esta idea le hubiera inquietado mucho tiempo, si la impresión de vergüenza, no la hubiese disipado el gozo de ir a ver a Catalina después de tantos días, y de tantos acontecimientos, llevándole la vida, y la honra.
Volvamos al conde de Lerín, que seguía levantando el alcázar de su privanza sobre la ruina de sus malogrados proyectos.
Todos los días convidaba a comer la reina a sus ilustres deudos, y parecía sumamente obsequiosa con Catalina.
Tranquila estuvo el primer día la doncella de Lerín, esperando ver a lo menos pensado, aparecer al amante, que bajo los reales auspicios iba a llevarla al altar: el pudor y timidez natural la tenían muda y aun detenida en sus miradas: y sólo furtivamente volvía el rostro cuando en las regias estancias resonaban pasos gallardos y varoniles, y escuchaba con la mayor atención, pero con la cabeza baja, cuando Leonor y el conde departían acerca de sus amores.
Pasó el día, sin embargo, en el más profundo silencio, en la más completa ignorancia acerca del mariscal de Navarra. Ni lo había visto, como esperaba, en palacio, ni de él había tenido noticia alguna. Su corazón comenzó a perder el sosiego, con el presentimiento de alguna desgracia. En su rostro apacible ayer y sonrosado, aparecían las huellas de aquella primera pesadumbre. En todo su cuerpo sentía un malestar, cual nunca lo había experimentado, una especie de ardiente, pero lenta inquietud, que se acrecentaba conforme las horas iban pasándose en silencio, y soledad para la pobre niña, que ninguna otra conversación anhelaba que los dulces coloquios de Felipe, ninguna otra compañía que la de su noble desposado.
En vano Leonor procuraba distraerla, y en son de mitigar sus penas, no permitía que se apartase un punto de su compañía; el mal estar de Catalina iba en aumento, su melancolía minaba sordamente aquella existencia lozana y vigorosa, que arrullada por las suaves auras del amor, parecía imperecedera.
La salud, la frescura de aquel cuerpo virginal eran al parecer puramente espirituales: eran el vislumbre del alma que se trasparentaba inmaculada, y fuerte en la suave corteza que la envolvía; puesto que el primer dolor del ánimo hacia recogerse marchitos y arrugados los pétalos de aquella flor delicada.
Tales eran las conjeturas del conde de Lerín: tal el juicio que por las apariencias podía formarse; pero el lector ya sabe la verdad: no eran todos pesares del ánimo, había mucho de sufrimientos físicos: no podía atribuirse toda la culpa al noble y pundonoroso mariscal que no osaba ponerse delante de su amada sin reparar la falta en que sus gentes le habían hecho incurrir; mucha parte de la culpa podía recabar para sí la implacable Leonor, que tenía dentro de su alcázar al hombre a quien tan apasionadamente amaba, y a la doncella soberanamente hermosa y adorable, de quien le suponía ciegamente enamorado.
Todo favorecía los inicuos planes de Leonor; hasta la ausencia, la supuesta ingratitud del mariscal venían a justificar el decaimiento de Catalina, debido principalmente a la ponzoña que con tanta seguridad como lentitud, iba devorando sus entrañas.
Después de tres comidas con la reina, la muerte de la hija del conde podía retardarse; evitarla era imposible.
Fácil es de suponer que Leonor se mostraría muy amable con el conde de Lerín en semejantes circunstancias. Su mayor anhelo era ocultar su crimen, con el manto deslumbrador de los favores. Ella nada se atrevía a negar; él todo lo quería: débil la una, exigente el otro, figúrese el lector cuán medrado andaría este en su privanza cortesana.
Hallábase en el caso de un niño mimado y voluntarioso, que en medio de una tienda de juguetes todo se le antoja, y en la imposibilidad de llevárselo todo, llora y se irrita; pues la misma abundancia y facilidad de satisfacer los gustos daña a la elección.
Tan pronto concebía el pensamiento de casar a su hija con el heredero de la corona de Navarra, y tentaba las disposiciones Leonor, lo cual no manifestaba en ello el menor inconveniente, pues nadie mejor sabía hasta que punto le comprometía semejante promesa. Pero don Luís de Beaumont desechaba al instante semejante proyecto, conociendo que el trono navarro estaba tan vacilante, que al sólo amago del rey Fernando el Católico caería para siempre desmoronado.
Tornaba luego a sus antiguos planes de regalar al rey de Aragón una corona, que por la pendiente natural de los sucesos iba rodando a sus augustas sienes. Para esto era menester que el conde ensanchara sus propios dominios, y que debilitara a sus contrarios. La reina podía concederle algunas pechas; podía donarle algunos pueblos, pero mientras los agramonteses poseyeran sus antiguos castillos el conde podía ser grande, pero no tan poderoso, como quería y había menester.
Del conocimiento de su debilidad brotó con nueva fuerza el odio a los que a tal extremo le habían reducido.
Para un hombre sagaz y artero, no hay mayor ignominia que la de ser vencido con sus propias armas. El escozor del chasco de los castillos era a la sazón más vivo que nunca: la afrenta tal, que le sacaba los colores al rostro: y como creía al mariscal autor de su derrota, el odio que le inspiraba un hombre semejante, era el rencor profundo, implacable del amor propio ofendido. Era antipatía, vergüenza, envidia.
Y con disposiciones tan favorables para la ventura de su hija, estaba un día en su casa de Estella, meditando en los medios de acabar de una vez con el mozo atrevido que tan vergonzosamente lo había humillado, y en semejante sazón se le presentó Catalina.
Venía la noble joven apoyada en el brazo de una de sus dueñas, y con un papel en la mano.
En medio de la palidez y hundimiento de sus mejillas, notábase en sus ojos un rayo de purísima alegría, y cierta sonrisa que hacíatiempo que no brillaba en sus labios.
El conde se levantó asustado al verla fuera de su aposento: Catalina sin pronunciar una sola palabra, le alargó el papel, dejando caer al mismo tiempo dos lágrimas de sus ojos.
Era el gozo que de aquella manera se rebosaba de su corazón enamorado.
Después de hacer sentar a su hija, leyó el conde el papel, que estaba concebido en estos términos:
«Catalina, ya soy digno de ti; ya puedo presentarme sin rubor delante de mi esposa. Urge mucho que nos veamos: ¿cuando quieres que vaya?»
—Esta misma tarde puede venir; dijo el conde a sus hija, la cual fijos los ojos en el semblante de su padre, procuraba adivinar la impresión que el billete le producía.
—¡Ah! ¿Conque vos le recibiréis...?
—Sí, Catalina, sí, yo mismo le recibiré: ningún cuidado tengas por eso; repuso el conde con una expresión tranquila, que dejó a su hija del todo satisfecha.
Esta le besó la mano con respeto y cariño, aceptando su brazo para salir del aposento.
El mismo don Luís, a pesar de sus años, dictó la respuesta al billete del amante: él mismo la entregó al mayordomo, y no contento con tantas solicitudes, trató de preparar al mariscal una acogida digna del entrañable amor que la profesaba.
Con este fin se vistió interiormente de su cota de malla, y tomó la famosa daga de Pamplona. Esta daga no tenía la hoja compuesta, como cuando por algunas horas perteneció a don Felipe de Navarra: el conde en lugar de remiendos y añadiduras, había mandado aguzarla, sacándole una punta como la de un dardo.
Había dispuesto también que conforme avanzase el mariscal en el castillo fuesen cerrándose las puertas, y situándose detrás de ellas dos escuderos, de manera que el enamorado galán no pudiese tener queja de que no le guardaban la espalda.
Hechos estos y otros preparativos, el conde se sentó cerca de un bufete en una cámara por la cual tenía que pasar forzosamente don Felipe para ver a Catalina, y sumida la cabeza entre las pieles de su larga túnica, con la frente ceñuda, la actitud sombría, una mano en la daga que yacía en la mesa y otra en la mejilla, estaba esperando que el mariscal apareciese.
Para fortalecer su alma en aquel terrible trance, el anciano revolvía en su mente todas las injurias de Felipe, y singularmente la afrenta hecha a él en la persona de su amigo Carlos de Artieda, en el castillo de Viana, el que más le importaba adquirir, por ser la clave de sus proyectos con los castellanos.
Resolviose pues acabar de una vez con el caudillo agramontés: su privanza con la reina le escudaba contra las consecuencias de tan horrible atentado. Para perpetrarlo escogió su misma casa. En ninguna parte podía ocultarse menos el matador; pero en ninguna parte podía tener el crimen más disculpa.
Un señor feudal era soberano en sus estados: un padre de familias era dueño irresponsable y absoluto dentro de su casa; y, si este señor feudal, a un tiempo padre de familias, tenía una hija hermosa y joven, considérese cuánta razón no le darían las leyes, las costumbres, y la opinión común, contra un mozo galán y enamorado.
Llegó Felipe al palacio del conde y con el ansia de ver a Catalina tan sólo preguntó por ella.
Los pajes y escuderos que aguardaban a la puerta, se mostraron muy poco dispuestos a complacerle, según las instrucciones que del conde habían recibido.
Al fin, después de largos altercados, le dejaron subir, como si fuesen vencidos por la importunidad del impaciente mancebo.
Notaba este que detrás de sí todas las puertas se cerraban; pero ningún temor manifestó, y sólo extrañaba que se le recibiera con tantas precauciones, como si fuese furtiva su introducción en casa de la mujer que dentro de algunas horas iba a ser su esposa.
Entró, por fin, súbitamente en un aposento casi oscuro, y mucho más para los ojos acostumbrados a la luz de las demás habitaciones.
Aquí se detuvo el mariscal, sin saber por dónde había de continuar su camino.
La puerta de esta cámara se cerró como todas.
No sabía que pensar Felipe de aquellos misterios, y ya el corazón comenzaba a latirle receloso, cuando en medio de la oscuridad sintió moverse un pequeño bulto que se levantaba de un sillón.
—¡Don Luís...! exclamó el galán, queriendo conocer al conde por su baja estatura, y por sus hopalandas.
—¡Ola! ¡Don Felipe! exclamó el anciano condestable, avanzando hacia el entrante con los brazos abiertos.
Cuando el mariscal le vio cerca de sí, más hecho a la oscuridad, le dirigió una mirada inquieta y desconfiada. Pero aquella mirada le tranquilizó.
Las manos del conde estaban vacías: ninguna arma pendía de su cintura.
Por una reacción muy propia de la condición del joven y apasionado caballero, la desconfianza se trocó en abandono, y el recelo en gozo y efusión.
Felipe recordó en un instante todas las faltas que había cometido con el conde, y las que no había cometido, y que sin embargo le podían ser imputadas, y abriendo sus brazos exclamó:
—¡Ah, señor primo! ¡Adiós!
—¡Y a vos, y a Viana, mal caballero! respondió el conde cuando le tuvo abrazado, y con una rápida maniobra, sacó la daga de la manga izquierda del ropón, y se la clavó debajo de la nuca.
Un grito agudo, horrible, inarticulado, salió de los labios del joven y traspasando las paredes llegó al corazón de Catalina que con impaciente gozo estaba esperando que su amante apareciese.
Lanzose la tierna niña fuera de su cámara, atravesó un corredor, abrió una puerta que dio luz a sombrío aposento, en medio del cual se alzaba la fatídica figura de su padre con la daga en la mano, roja y humeante, y Felipe a sus pies, revolcándose en su propia sangre.
—¡Infeliz! ¡Infeliz! ¿Qué habéis hecho? exclamó Catalina precipitándose sobre el moribundo, y queriendo volverle el alma con sus miradas.
—Llegas a tiempo, Catalina, dijo Felipe con desmayado acento: ¡Catalina...! Estás envenenada... La reina te mata...
Y luego llevándose la mano al jubón, sacó del pecho un pomo de cristal, y unos papeles, y alargando el primero a su amada, añadió:
—Toma: bebe: es tu único remedio. Yo te lo traigo... pero, quien me lo ha dado para ti es don Alfonso de Castilla. —Señor primo, continuó después de una corta pausa: ¡ahí tenéis los castillos que fueron vuestros!
El conde no tuvo valor para alargar la mano: Catalina recogió el frasco y el papel.
Arrojó con desdén el pomo que se quebró en el mármol del pavimento; é hizo trizas los papeles, que fueron a empaparse en la sangre de Felipe.
—¡Nada, nada sin ti! dijo Catalina con resolución.
El conde horrorizado de semejante espectáculo se alejó sin decir una palabra.
El día de la venganza se acercaba.
Mientras tan horribles sucesos se verificaban en el palacio del conde, otros no menos terribles, pero más ejemplares, se estaban preparando en el alcázar.
Jimeno que por un instante había vacilado en su antigua resolución de castigar con mano fuerte el crimen cometido con Blanca de Navarra, sentía ahora hervir su sangre de cólera y de indignación al ver completamente demostrado el nuevo asesinato intentado por Leonor, que proseguía impávida su camino de iniquidad y de exterminio.
Dueño del pomo, de donde había salido el veneno de Catalina de Beaumont, satisfechas todas sus dudas acerca de los autores y cómplices del crimen, tuvo necesidad de quedarse sólo para deliberar sobre su venganza,
Había prometido a la penitente respetar la vida de Leonor; pero después de esta promesa la reina por un nuevo atentado se había hecho digna de un tremendo castigo: sólo la muerte podía atajarla en tan sangrienta carrera.
Sentado estaba Jimeno, cabizbajo y profundamente pensativo.
Parecía un juez que después de haber oído al reo y testigos, a solas con su memoria y su conciencia, tiene que pronunciar un fallo de muerte, y sin embargo de que la ley está terminante y el delito más claro que la luz del mediodía, medita, cavila profundamente, toma cien veces la pluma, y se estremece, y firma al cabo de largas horas de angustiáis y sudores.
En su mano estaba el cuerpo del delito; aquel frasco con cuyo licor había envenenado la reina a Catalina. Allí faltaban tres gotas, las cuales por más diluidas que fuesen en otras sustancias inocentes, bastaban a llevar al sepulcro a la niña angelical, cuya mano sólo se había extendido para remediar desgracias, por cuya frente jamás habían pasado nubes sombrías de destrucción, si no blancas ráfagas de esperanza y consuelo.
—No hay paz, decía el caballero, luchando con ciertos vagos temores de su conciencia: no hay misericordia con semejante monstruo. ¿Por qué tiemblo? Deber es de todos los hombres exterminarlo, como a dañina fiera... ¡Sí! ¡Tu hora ha llegado, Leonor! Morirás, morirás con el veneno que diste a tus dos hermanos, morirás con el veneno que has dado a Catalina, morirás quizá con el veneno preparado por las mismas manos que han preparado todos tus venenos. ¡Carlos, Blanca, Catalina! yo voy a vengaros, si... Quizá me he detenido demasiado... Si mi mano se hubiese extendido antes de ahora sobre esta mujer, tendríamos que lamentar menos víctimas.
Jimeno ya no parecía un juez severo y frío. Las pasiones habían invadido en tropel aquel ámbito, donde sólo debían penetrar el recuerdo de los hechos, y la voz de la ley.
—¡Infeliz, infeliz! proseguía: te has puesto en mis manos: ¡huyendo de tus perseguidores has venido a refugiarte a la caverna del tigre que te acecha hace quince años!; ¡Miserable, miserable de ti! Te crees envenenada porque has estado envenenando toda tu vida; porque tienes grabada en tu corazón aquella sentencia que nos condena a morir con el instrumento con que matamos. Sí, el que asesina con yerro, con yerro debe perecer, el que envenena, que muera envenenado. ¡Ah! Leonor, Leonor, tú misma me estás indicando tu suplicio. Sí, tu muerte será la de Carlos, el príncipe de Viana; la de Blanca de Navarra; la misma que tendría Catalina, si yo no te hubiese atajado en esa horrible senda.
En lugar de darte un remedio para esa enfermedad, que sólo existe en tu imaginación, que es obra de tus remordimientos, yo te daré la verdadera ponzoña. Aquí, aquí la tengo preparada hace muchos años...
Y el infanzón al decir estas palabras, sacó de su caja de ébano otro pomo, que contenía un licor tan claro y cristalino como el primero.
—Aquí la tengo; pero tan bien medida, tan bien proporcionada, que según las gotas que te haga beber puedo hacerte espirar en el instante que me convenga; y morirás, morirás infaliblemente en el mismo día; en la misma hora en que murió tu hermana doña Blanca. De algo han de servirme mis estudios, mis investigaciones de quince años. Leonor, Leonor, así como Dios ha dicho al mar: «no pasarás de aquí», de la misma manera te digo yo: «no pasarás del día doce de febrero: quince años después de la muerte de Blanca de Navarra; quince días después de haber ceñido una diadema que tantas ansias, y crímenes te ha costado.»
—¡Eres muy orgulloso, Jimeno! exclamó detrás del caballero una voz dulce y conocida.
—¡Inés! repuso el infanzón guardando los pomos de cristal, como si tratase de ocultar un delito.
—Dios ha dicho al mar: «no pasarás de aquí;» porque Dios pudiera decirle: «avanza, y cubre otra vez el mundo con el diluvio;» pero tú ¿cómo te atreves a señalar límites a la vida del hombre, cuando no puedes prolongarla?
Mirola el caballero con respeto y asombro, y abrumado con el peso de aquella reflexión, bajó los ojos, y dijo sin saber lo que se decía:
—¡Has estado escuchando, Inés!
—Si... he venido aquí para prestarte amparo: he abierto puertas que siempre han estado cerradas... he llegado silenciosamente... hablabas alto para ensordecer la voz de tu conciencia: te he escuchado, y vengo ahora a reforzar el grito interior de tu alma: no me escuches a mí, Jimeno, escúchate a ti mismo.
—¿Y hemos de perdonar a semejante fiera?
—¿Tienes derecho de absolverla, si Dios la condena?
—No, no.
—Pues entonces tampoco lo tienes para condenarla, si Dios la absuelve.
—¿Pero no sabes sus nuevos crímenes? ¿No sabes que Catalina tiene que morir como Blanca de Navarra?
—Todo lo sé, Jimeno: consuélate; los designios del malvado no siempre se logran... Catalina está ya salvada... yo misma he visto entrar al mariscal en el palacio del conde, llevando el remedio que tu has dado a Chafarote.
—¡Oh! Bendito sea Dios que ha permitido que lleguemos a tiempo. Pero nuestra solicitud, nuestra buena diligencia no excusa el crimen de Leonor; y Dios no puede consentir...
—¿Y quién es el hombre para entremeterse en los juicios de Dios?
—¿Y al cabo de quince años que no tengo otro afán, ni otro pensamiento has de venir tú a debilitar mi resolución, a infundirme dudas, a enervar mi brazo...?
—¡Ah! dijo la penitente: poco influjo tiene mi voz en tu corazón, demasiado lo sabes; pero no son las palabras de la pobre Inés las que te hacen reflexionar, y te detienen al borde del abismo en que vas a precipitarte; es la voz de tu conciencia, es la del ángel custodio, cuyo grito nunca es más agudo y penetrante que cuando se levanta la mano para el delito.
—¡Oh! Tienes razón, Inés, tienes razón. Yo quería aturdirme con palabras, evocar sombras, imágenes terribles, renovar mis heridas para disculparme a mis propios ojos; y sin embargo temblaba, y me sentía débil y rendido. Pero ¡haber estado meditando quince años un proyecto; haberle acariciado por tanto tiempo, haber vivido tan sólo al impulso de semejante idea, y llegar el momento de la ejecución, y vacilar, y creer injusto y cruel, lo que he tenido por justo durante quince años!
—Así es el hombre, Jimeno: se enamora de un objeto, le consagra toda la ternura de su corazón, todos los instantes de su vida: por él lo desprecia, lo olvida todo: y llega el momento de recoger el fruto de tanto amor, de abnegación tan grande, y conoce que ese fruto es insípido, es amargo; que no merecía el menor de los sacrificios, el ansia, el suspiro más leve. Así es el hombre: levanta el alcázar de su ambición a costa de su tranquilidad, y ventura: reviste con toda magnificencia el esqueleto de las grandezas humanas; y cuando quiere sentarse a gozar de tan pomposas decoraciones, alza por casualidad la punta del velo deslumbrante: descubre la miseria, la podredumbre interior, y se sonroja, y justamente indignado de aquel engañoso aparato, le sacude un puntapié, y viene al suelo en un instante la obra de toda la vida. Jimeno, Jimeno; jamás se conoce si un edificio está en falso, si tiene deformidades, hasta que llega a punto de terminarse: cuando se quitan los andamios, cuando nos apartamos a reposar y a verle de lejos, entonces, amigo mío, nos desengañamos de que en una cosa despreciable hemos consumido el tiempo, la paciencia y el dinero.
—¿Y el malvado ha de sonreír, ha de explotar la inacción del bueno? ¿Ha de quedar impune, se ha de gozar en la seguridad que le da la rectitud de los hombres honrados...?
—No, Jimeno: la sonrisa del malvado es el fulgor del rayo que le mata. Déjale: la vida pasa como un sueño: él despierta en un lecho de espinas, de sudores y congojas: el bueno en un lecho de rosas inmarcesibles y eternas delicias.
—¿Y qué he de hacer, qué he de hacer en el caso en que me encuentro? preguntó Jimeno ya vencido por las firmes palabras y persuasivo acento de la penitente.
—¿Qué has de hacer? Nuevo Prometeo has osado arrancar el rayo celestial de las manos de Dios; pues bien, restitúyele el fuego que le has robado. Tú no eres dueño de la vida de Leonor, y has querido privar al Señor del derecho que tiene de disponer de ella; desiste pues de tu venganza, déjasela a la Providencia; que en manos de la Providencia la venganza se purifica y se convierte en justicia.
—¡Después de quince años...!
—¡Después de quince años habrás aprendido algo que no sabías! que las venganzas por largo tiempo meditadas, que los planes de muerte mejor concertados, o los frustra el accidente más leve, o tal vez un movimiento inesperado y súbito del corazón.
—Pero, si yo no te hubiera visto; si hubieses tardado una hora en venir aquí; Leonor se habría presentado, y pedido el remedio de sus males, y habría bebido este licor en suficiente dosis para espirar el día doce de febrero...
—No, Jimeno: al tiempo de alargar tu mano con la ponzoña, Blanca se te hubiera aparecido, te hubiera inspirado horror a semejante perfidia...
¡Tú asesino, Jimeno! ¡Tú asesino para vengar un asesinato! ¡Jamás, jamás!
—¡Blanca! ¡Blanca! exclamó el caballero levantando los ojos con respeto y ternura.
—Invoca su nombre dulce y santo: invoca la memoria de aquella mujer angelical. Si Blanca existiese, si Blanca te viera con el veneno en la mano: ¿qué haría, Jimeno, qué haría?
Grande impresión hicieron estas últimas palabras en el ánimo del caballero. Quedose mirando a Inés fijamente como indeciso: sacó luego del pecho los pomos que había escondido; se acercó a la ventana; vertió el licor que contenían, y los arrojó en seguida, volviéndose hacia Inés que le contemplaba con inefable júbilo.
—Esto es lo que haría Blanca, mi pobre Blanca de Navarra, para vengarse de su hermana.
Dos lágrimas de gozo caían por las extenuadas mejillas de la penitente.
—¡Jimeno, Jimeno, yo en nombre suyo te bendigo!
—Ahora, Inés, repuso el caballero con voz solemne y triste pero sosegada: te doy gracias por los innumerables favores que te debo. Este último sobre todo, quedará para siempre grabado en mi memoria... has evitado que cometa un crimen... Después de la resolución que he tomado, mi corazón oprimido hace quince años late ya tranquilo, y mi pecho respira con libertad y desahogo. Inés adoro la mano de la Divina Providencia... no me es dado vengarme de Leonor, y al cielo remito este encargo doloroso...
Mi misión en el mundo está cumplida... yo no puedo hacerte feliz... yo nada tengo que hacer con la reina... ¡he arrancado a Catalina de las garras de la muerte...! ¡Adiós, adiós, Inés...! ¡Adiós, esposa mía! Tú has trazado el rumbo que debo yo seguir...
Y diciendo estas palabras, cogió la gorra el infanzón, y sin ceñirse la espada, sin volver atrás los ojos, se disponía a marchar.
—¿A dónde vas, Jimeno?, le gritó Inés profundamente conmovida: vuelve... no huyas cobarde a la primera derrota... todavía te resta mucho... El cielo, es verdad, te impide atentar a los días de Leonor; pero te manda permanecer a su lado para detener su brazo, que no está fatigado de crímenes... Has perdonado a la reina; pero no la has convertido... Has salvado una vez a Catalina; pero no la dejas exenta de los peligros que hasta ahora la amenazaban. No, no está cumplida tu misión: mientras Leonor no quede imposibilitada de ser mala, o sinceramente arrepentida de haberlo sido, ni tú ni yo debemos apartarnos de su lado.
—¡Ay! exclamó Jimeno: yo quería descansar demasiado pronto. Conozco todo lo que me falta que sufrir. —Para tener a Leonor sumisa a mi voluntad como un perro de caza, para convertirle en una esclava mía yo tenía cierto proyecto... antes de separarme de la ermita había dicho a Samuel que viniese a verme.
—Samuel ha venido, pero jamás ha podido penetrar hasta aquí... había las ordenes más severas para que nadie se acercara... pero yo...
—¡Tú también, Inés! ¿Tú también en esta ocasión como en todas te has anticipado a mis deseos?
—Sí, Jimeno... yo he podido llegar hasta aquí por una puerta falsa...
Samuel ha venido; conmigo... Samuel está ahí esperando tus órdenes...
—¡Oh! ¡Cuanto te debo, Inés, cuánto te debo! exclamó Jimeno maravillado ya del profundo amor de aquella mujer.
—A mí, nada, repuso con modestia la penitente, a Dios, todo. cuando el hombre tiene la presunción de enmendar los decretos del cielo, todos son yerros, contradicciones, y desaciertos: pero cuando lo pone todo en manos de Dios, este, con poca fatiga le da su obra completa y terminada.
—Pues bien, amiga mía: hemos tomado ya nuestra resolución: haga Dios lo que quiera; pero hagamos nosotros lo Dios que quiere.
—Bien, Jimeno: te reconozco en esa noble y cristiana resolución.
—Una duda me queda, Inés.
—¿Cuál?
—¿Qué es lo que Dios exige de nosotros? o más bien: ¿cuál es mi deber en este momento?
—Vigilar a la reina; no como el león infernal y rugiente que busca a quien devorar; sino como el ángel que está dispuesto a detener el brazo que se extiende para sacrificar alguna nueva víctima.
—Y será preciso fingir, Inés, continuar fingiendo, cuando ya no se piensa en la venganza.
—No más ficciones: al bien siempre se va por el camino recto y despejado: la verdad, Jimeno, la verdad en tu boca, es un plan más sabio que ha de producirte mejores resultados que tus calculados engaños.
—Había yo pensado en eso, dijo el infanzón.
—Y yo también; puesto que vengo con Samuel.
—¡Vienes con Samuel...! ¡Inés! ¿Y no te estremeces?
—No.
—¿Y dices que no eres vengativa?
—No me mueve la venganza.
—¿Y ese castigo no será más terrible que la misma muerte?
—La muerte, respondió Inés gravemente, es un ejemplo, más que castigo: contiene a los demás, pero no corrige al que la sufre. Leonor tiene una conciencia encallecida, y para que nuestras palabras le causen impresión, es preciso que sean muy altas y terribles. Por eso me presenté yo por primera vez a sus ojos de una manera misteriosa; por eso cuando te descubras, es preciso descubrirte por entero...
—¿Y si nadie nos oye el castigo no será completo, y la lección será perdida?
—Nos oirá también otra persona, a quien he mandado se acerque a estos aposentos.
—¿Quién?
—Mosen Pierres de Peralta.
—Basta.
—Sí, con muchos testigos la falta sería irremediable.
—Estoy dispuesto, Inés, estoy dispuesto.
—Siento pasos, dijo la penitente. ¡Es la reina...! Adiós Jimeno...
Yo haré entrar a Samuel cuando lo necesites.
Y dirigiéndole una mirada que no podemos decir, si era inflamada por el fuego del amor, o por un rayo purísimo de caridad, abrió Inés una puerta perfectamente disimulada en la pared, y desapareció a los ojos del asombrado caballero.
Quedó Jimeno algún tiempo sobrecogido por un pasmo interior, pero los pasos de la reina vinieron a sacarle de su enajenamiento.
—¡Oh! ¡Dios mío! exclamaba interiormente: dos mujeres han podido hacerme cuán dichoso puede ser un hombre en la tierra... las dos se han sacrificado por mí... y sin embargo he sido el hombre más desdichado...
¡Oh! ¿Quién puede tener esperanza de ser feliz en este mundo miserable?
Leonor se presentó a sus ojos, como el genio del mal, cuyas negras alas habían traído el viento abrasador que marchitó las flores de su ventura.
Leonor venía ansiosa de recibir el remedio de sus dolencias.
—¿Tienes eso? dijo al entrar, clavando con inquietud sus ojos en el rostro sombrío de Jimeno.
Este levantó apenas sus párpados, y después de una mirada de triste indiferencia, preguntó con sencillez:
—¡Eso! ¿Y qué es eso?
—¡El remedio, la triaca! repuso Leonor alarmada de tan frío recibimiento.
—¡Ah! Sí; no me acordaba ya. —No, señora, no lo tengo.
—¡Cómo!, ¿Todavía no has podido prepararlo?
—No pienso en ello, señora.
Mirábale la reina de hito en hito, y con el rostro desencajado.
—¿Que no piensas en ello? exclamó ¿pues que tú también me desamparas? ¿Tú me dejas perecer?
—Por el contrario, nunca he hecho más en favor de vuestra vida que en este momento.
—¡Dejándome morir! Explícame, por Dios, este enigma.
—Poco tiene que explicar, señora: el enigma consiste en que no estáis envenenada, y no estándolo, los remedios que tomaseis pudieran alterar gravemente vuestra salud.
Un rayo de luz, interior parece que vino a despejar en aquel instante el nublado rostro de la princesa.
—¡Que no estoy envenenada! Sin embargo, hace una hora me dijiste aquí que tenía síntomas...
—Pues bien; repuso Jimeno interrumpiéndola: hace una hora que estoy reflexionando acerca de vos, y después de profundas meditaciones, un deber de conciencia me obliga a deciros que el veneno sólo existe en vuestra imaginación...
—¿Y los dolores que siento?
—Señora ¿y por qué atribuís a veneno los dolores que sentís, y no a cualquier otra causa...?
—¡Qué sé yo...!
—Debierais saberlo; contestó Jimeno gravemente.
—No me dirijas tú también amargas reconvenciones, precisamente en el momento en que mayores y más insignes pruebas de amor venía a darte.
—Tengo ya bastantes, doña Leonor.
—Tú sí; que tan tibiamente me amas; pero yo, que no puedo vivir sin ti; yo que quiero tenerte siempre a mi lado, y engrandecerte...
—¡Engrandecerme! exclamó Jimeno encogiéndose de hombros con incredulidad: ¡y engrandecerme teniéndome siempre a vuestro lado!
—¿Te parece imposible? ¿No es verdad? dijo la princesa sonriéndose, como quien tiene preparada una sorpresa.
—Me parece inútil.
—¿Inútil? No: ¡Si tu supieras, Alfonso, los esfuerzos, afanes y sacrificios que me ha costado el reinar!
—Creo haberlos adivinado.
—¡Y si supieras qué cosa tan miserable es reinar como yo reino; vivir como yo vivo!
—Lo presumo por vuestros temores, imaginaciones, y recelos... En fin, aunque tarde, doña Leonor, ¡lo habéis conocido!
—Yo creía ser dichosa llegando a sentarme en el trono, y el trono es un estorbo para mi felicidad: yo creía ser poderosa, vengarme del tiempo en que tuve que sufrir los caprichos de mi padre, y soy más débil que el último de mis vasallos. De todos desconfió, recelo de todos: cuando mis cortesanos me cogen la mano para besármela, me estremezco; porque hay venenos que matan por el contacto: cuando me regalan una flor, jamás quiero sentir de cerca su fragancia, porque hay venenos que matan por aspiración: aunque me apetezca la vianda más sabrosa y mejor aderezada, jamás la acerco a mis labios, sin que hayan participado de ella mis servidores. Por desconfiar de todo el mundo, desconfío de mí misma, cuando pienso en ti; y nadie, nadie puede despreciarme, tanto como yo me desprecio. Y en cambio de tan horribles tormentos; ¿qué es lo que disfruto? ¿Quién reina en Navarra? ¿Quién manda en mi reino? —Todos menos yo, todos: mosen Pierres de Peralta, don Felipe de Navarra, don Luís de Beaumont, ¡todos menos la reina!
—Veo que sois bastante desgraciada, la dijo el caballero, dulcificando un poco su tono.
—¡Oh! pero yo no puedo conformarme con esta miseria: quiero salir de ella; lanzar ese yugo: abatir el orgullo de esos miserables bastardos de la sangre, dominarlos, ser reina, hacerles sentir el peso de mi cetro; y al mismo tiempo quiero estar segura de ti, que nunca te apartes de mi lado, y confesar tu amor a la faz del mundo; enorgullecerme con él...
—Basta, señora, basta de quiméricos proyectos, dijo secamente el infanzón: inventad los medios que gustéis para sujetar al conde, al mariscal, a mosen Pierres de Peralta; pero advertid que yo no puedo representar por mucho tiempo el papel de favorito de la reina. Hasta ahora, Leonor, he vivido fuera de vuestro palacio; pero desde el momento en que vos queréis detenerme aquí... Basta, señora, basta: no pensemos en locuras.
—Todas esas dificultades quedan resueltas, si mi pensamiento se pone por obra.
—¡Todas!
—Sí, todas, contestó la reina con firmeza.
El caballero iba a replicar encogiéndose de hombros: ¿qué me importa? pero se acordó en aquel instante de que su misión no había concluido, y que le convenía aun conocer a fondo todos los proyectos de aquella mujer, a quien no podía mirar sin horror.
—Explicaos, señora, explicaos, le dijo al fin, con un gesto que parecía ser de curiosidad.
—Ya lo sabes, Alfonso: el amor y la ambición son las dos grandes necesidades que siento: dominar sin rivales, y amarte sin ellos, el colmo de mi ventura.
Pero bien; ese pensamiento...
—Antes de pasar a explicártelo, y para que tú lo comprendas, es preciso que yo te encarezca mi amor.
—¡Oh! ¿Para qué? ¿Para qué? repuso Jimeno interrumpiéndola con ese tono de indiferencia y de hastío que había tomado hacía rato.
La extremada pasión de Leonor, la misma preocupación de su espíritu, parece que la ofuscaban hasta el punto de pasársele por alto las frías y desdeñosas respuestas del caballero.
—¡Para qué! dijo: para que tú puedas disculpar mi audacia; para que tú me comprendas...
—Pues bien, decid lo que gustéis, señora... pero decidlo presto.
—Con una sola palabra.
—Os escucho.
—¡Alfonso!
—¿Qué?
—Quiero casarme contigo.
—¡Conmigo! ¡Casaros conmigo!
—Sí, lo he dicho, y estoy decidida, resuelta.
—¿A ser mi esposa?
—A ser tu esposa.
La proposición era tal, que no pudo menos de hacer salir a Jimeno de su apatía.
—Pues qué, le dijo: ¿pensáis abdicar?
—¡Abdicar! ¡Abdicar! ¿El qué?
—¡La corona!
La sangre arrebatósele rápidamente al rostro: Leonor, abriendo con espanto sus encendidos ojos exclamó:
—¿Yo? Abdicar yo el trono, que me ha costado tantas inquietudes, y tantos sobresaltos, tanto oro, tanta sangre... ¡Eso nunca!
—¿Y os habéis imaginado, reina de Navarra, replicó Jimeno condesdén: os habéis imaginado que yo puedo consentir jamás en un casamiento oculto?
—¡Oculto! No.
—¿Qué queréis entonces?
—Un casamiento público y solemne: quiero hacerte rey, Alfonso, rey de Navarra; sentarte en el trono, como yo me siento. ¿Lo comprendes ahora? Tú, que por tu valor y saber eclipsas a todos los hombres, tú darás prestigio a la autoridad real: tú vencerás la astucia del conde de Lerín, la bravura del mariscal, la aspereza de mosen Pierres de Peralta. Uno a uno los iríamos derribando: sus castillos serían nuestros castillos: vasallos nuestros sus vasallos. Sin ti se hunde el trono de Navarra; contigo se salva; y salvado el trono, dándome tú en realidad el poder que sólo tengo en apariencia: yo te amaría con toda la fuerza de mi corazón, viviría siempre contigo; no temería que Catalina de Beaumont me robase una sola de tus miradas; y como mujer y como reina sería la más feliz del universo.
—Pero, señora... ¿estáis loca? ¡Yo, simple infanzón, yo mesnadero vuestro, yo con vos casado, con vos en el trono!
Y Jimeno la miraba en efecto con atónitos ojos, queriendo descubrir en ella un ramo de locura.
—Jamás he discurrido con más cordura.
—¡Yo, un hombre oscuro...!
—Por lo mismo.
—¡Un extranjero!
—Mejor.
—Una persona a quien nadie conoce.
—Tanto mejor, Alfonso, tanto mejor.
—¡Ni vos misma!
—Yo no te conozco; pero te amo.
—¡Oh! De veras, señora, de veras, creo que estáis trastornada.
—Alfonso, Alfonso mío, escucha... ven aquí... más aquí... que nadie nos oiga. Es un secreto... es un misterio terrible el que voy a revelarte, y por lo mismo he querido hacerlo en este aposento, donde nadie puede oírnos.
—Y Leonor al decir estas palabras miraba a todas partes con una mezcla de amor, de audacia y recelo: y cogiendo fuertemente con su crispada mano al caballero, llevósele cerca de la reja.
Un momento después, cuando ya la reina y Jimeno en el hueco de la ventana, habían comenzado a departir misteriosamente, moviéronse las cortinas de brocado que ocultaban la puerta principal, y discretamente asomó la cabeza el conde de Lerín, que había salido de su casa, despavorido con la muerte del mariscal y el envenenamiento de Catalina.
La expresión de su rostro no era la que solía ser: fría, dulce y maligna al mismo tiempo; notábase por el contrario una mirada de terror y de venganza, presagio de fatales y terribles acontecimientos: y como la mano del conde descansaba entonces sobre el puño de la daga, no había duda de que aquella acción respondía instintivamente al pensamiento que le dominaba.
En efecto, arrastrado por el primer impulso de ira y dolor al ver tan inminente la muerte de su hija, salió corriendo de su palacio en busca de la envenenadora, resuelto a no volver si no con el remedio o la venganza.
Los escuderos le habían dirigido hacia aquel aposento; y sorprendido de escuchar la voz de Jimeno, se detuvo en el dintel de la puerta: cogió al vuelo algunas expresiones, que restituyeron a su fisonomía el aire habitual de astucia y malignidad.
Entretanto Leonor situada dentro de los anchos alfeizares de la ventana, decía al infanzón con voz entrecortada:
—Ahora que nadie nos oye, escucha, Alfonso... Verás, verás cómo puede verificarse fácilmente todo eso que te ha parecido sueño y locura.
Aquí se detuvo la reina haciendo otra segunda pausa, como si le costase terribles esfuerzos lo que iba a decir, o como si anduviese buscando expresiones adecuadas a su pensamiento.
Jimeno creía que no iba a llegar nunca la misteriosa revelación, y dijo con impaciencia:
—Proseguid, señora, proseguid.
—Hace muchos años... muchos... quince lo menos, que llegaron a mi poder los documentos de cierto mozo aventurero, que pasaba por hijo de un judío.
Jimeno tuvo que reprimir un movimiento de asombro al oír aquellas palabras. Clavó en Leonor una mirada, y quedó enteramente tranquilo.
—Continuad, la dijo.
—Este mozo aventurero, que se creía descendiente de tan inmunda raza, era un príncipe nada menos.
—¡Un príncipe!
—Sí, era un bastardo del rey de Nápoles, don Alfonso el Magnánimo.
—¡De veras! exclamó Jimeno, que necesitaba desahogar su pecho de alguna manera.
—Sí: recién nacido todavía, fue robado por una judía llamada Raquel; vivió como villano entre labradores; y cuando mi hermana doña Blanca, que de Dios goza, andaba fugitiva, y disfrazada con los sayales de villana, ese aventurero...
—¿El príncipe?
—¡Pues! se enamoró de ella perdidamente.
—¿Y ella?
—¿Mi hermana?
—La princesa.
—Ella se prendó también de la bizarría de aquel mancebo.
—¿Conocisteis a ese príncipe?
—Le vi tan sólo una vez, y esa con la visera calada, y por breves instantes.
—¡Con visera! ¿Pues no me habéis dicho que era judío, y villano y...?
—Es que después hubo de abrazar nuestra religión; y por no se qué proezas, los famosos bandidos de las Bardenas lo eligieron capitán de su gavilla; y luego se puso a sueldo del rey mi padre, a guisa de capitán de aventureros.
—Es una historia curiosa.
—Este capitán llegó a ser amigo de mi pobre hijo Gastón, que de Dios goza, por haberle salvado la vida en un encuentro, y pudo entrar en mi castillo de Ortés, donde yo tenía una dama llamada Inés, que también quedó perdida de amores del aventurero.
—¿Del príncipe?
—Sí, del príncipe bastardo. Inés era mujer de gran corazón, le amaba con delirio, y tenía celos de mi hermana. ¡Alfonso! ¡Tenía celos...! Alfonso, yo la disculpo si intentó los mayores desatinos: si perpetró los crímenes más espantosos.
—¡Crímenes!
—Sí, respondió la reina temblando.
—¿Ella?
—¡Inés, Inés!
—Proseguid, señora, pues francamente, hasta ahora ignoro adonde vais a parar, ni qué tiene que ver esta peregrina historia con nuestro futuro matrimonio.
El conde de Lerín entre tanto, interesado vivamente en esta conversación, y no considerándose seguro en la puerta donde podía ser visto por cualquiera que llegase, se escurrió silenciosamente hacia la alcoba, deteniéndose a escuchar detrás de las cortinas.
—¿Habéis sentido pasos? preguntó la reina.
—¡Aprensiones! respondió Jimeno, creyendo que mosen Pierres de Peralta habría llegado.
—Sin embargo...
—Iré yo mismo a verlo, y a cerrar la puerta, repuso el infanzón, con ánimo de que no fuese descubierto uno de los ocultos espectadores de aquella escena.
Acudió en efecto, pero no había nadie; y por si acaso llegaba luego mosen Pierres, dejó la puerta entornada solamente.
—Hablad, señora, dijo, volviendo al hueco de la ventana: decidme que crímenes ha cometido Inés.
—Ella, ella fue, exclamó la reina en voz confusa: ella fue la envenadora de mi hermana doña Blanca... ¡Los celos! ¡Oh! ¡No sabes tú de lo que es capaz una mujer celosa...!
—Ya lo estoy viendo, replicó el infanzón con siniestra sonrisa.
—Ella fue también la que se apoderó de los papeles que probaban el excelso origen del aventurero...
—¿Del príncipe?
—Sí; del príncipe.
—Que se llama...
—Jimeno.
—Bueno es saberlo, para mayor claridad del relato.
—Inés era muy amiga de Raquel, y pudo conseguir de la judía los documentos de Jimeno, y llevada también de rabia y despecho al verse despreciada por su amante, quemó todos aquellos papeles.
—¡Ella! ¡Ella!
—Sí, ella. ¿Pues quién quieres que fuese?
—De manera que el pobre príncipe se quedó reducido a la miserable condición de judío; porque todos sus papeles, todos fueron presa de las llamas.
—No.
—¿Cómo?
—La que arrojó los papeles...
—¿Inés?
—Pues era más precavida que todo eso... arrojó al fuego delante de Jimeno ciertos escritos; pero no los verdaderos: ella dijo: ¿quien sabe si algún día pueden serme útiles?
—Muy fríamente discurría, y mucho calculaba Inés para estar tan enamorada, y celosa. —Pero al fin, ¿acertó en sus cálculos? ¿Esos papeles le fueron útiles?
—A ella no; porque... porque... falleció al poco tiempo; pero yo...
—¡Ah! ¿Los tenéis vos?
—¡Los tengo, los tengo!
—¿En poder vuestro?
—¡En mi mano! exclamó Leonor, con aire de triunfo, sacando de su escarcela un legajo bastante abultado de cartas y declaraciones auténticas.
—¡Dádmelos! ¡Míos, son míos!
Y Jimeno se los arrebató de las manos, y rápida y convulsivamente los repasaba uno por uno, murmurando con labio trémulo:
—¡Oh...! ¡No hay duda! ¡No hay duda!
Y por la mente del caballero cruzó un rayo de ambición que deslumbrándole por un instante, vino a morir en las tinieblas de su corazón.
—¿Por qué tiemblas, Alfonso, por qué tiemblas?
—¿Por qué? porque he llegado a comprender todo vuestro pensamiento.
—¿Lo has comprendido? ¡Oh! Dime ahora que soy loca, dime que estoy soñando...
—No lo diré; porque vuestra intención es...
—¿No lo has adivinado? repuso la reina, que sentía cierta repugnancia en explicarse claramente.
—Sí; pero...
—Tú tienes la misma edad, poco más o menos, que tendría ahora aquel aventurero.
—¿El príncipe? —La misma.
—Bien: pues...
—¿Pero Jimeno ha muerto?
—Desde entonces nadie ha vuelto a saber de él.
—¿Y creéis que haya muerto?
—No lo dudo.
—Pues bien, tengo su misma edad: ¿y qué?
—Tú eres extranjero, desconocido, nadie sabe de donde has venido: jamás te oí hablar de tus parientes...
—Aunque os pese, Leonor, os confesaré francamente que soy bastardo.
—¡Cómo él!
—Lo mismo que el príncipe.
—¡Oh! puesto que Dios Nuestro Señor quiere que la semejanza sea tan grande...
—Es mayor todavía, señora: yo también desciendo de hebreos...
—¡Judío! ¡Tú judío! exclamó la reina con espanto.
—Judío de origen, como el príncipe; pero no de secta: estoy bautizado, Leonor, y creo en Jesucristo... creo en Dios, y ahora con fe más viva que nunca.
La reina quedose un rato pensativa, con los ojos fijos en el suelo; pero levantó el rostro de repente, diciendo con resolución:
—¿Qué importa que tu origen sea despreciable si vas a renegar de tu origen? ¿qué importa lo que hayas sido, si vas a ser otro hombre? La Providencia dispone que te parezcas algo al mismo que vas a representar.
—Es que la Providencia ha dispuesto que me parezca más que algo señora: porque yo, no sólo tengo la edad de Jimeno, si no que soy bastardo, como Jimeno: judío, como Jimeno: aventurero, como Jimeno...
—¡Cielos!
—Capitán de bandidos, como Jimeno...
—¡Calla; calla!
—Capitán de aventureros, como Jimeno.
—¡Ah! ¡Ah!, ¡ah! ¿Quieres burlarte de mí, no es verdad? ¡Alfonso! dijo Leonor con una risa que traspasaba el corazón de dolor.
—Enamorado de Blanca, como Jimeno; prosiguió el caballero imperturbable.
—¿Qué es esto? ¡Dios mío!
—Querido de Blanca, como Jimeno: amado de Inés, como Jimeno: y escarnecido por vos, como Jimeno.
Leonor ya no pudo pronunciar una palabra más. Mirábale con los ojos del reptil aplastado por el pie de un gigante, y que sacando la cabeza, se retuerce, y vierte rabia imponente en su agonía: quería reírse, blasfemar, tomarlo a broma, asesinar con la vista al hombre cuyas palabras le desgarraban las entrañas; y no podía hacer nada: hasta que las lágrimas se le agolparon a los ojos, y exclamó con hondo y herido acento:
—¡Alfonso! ¡Alfonso!
—¡Jimeno! ¡Jimeno!
—¡Es imposible! ¡Es imposible! dijo la reina cayendo de rodillas, como desplomada.
—¡Imposible! Miradme bien, señora: recordad el día en que de rodillas también, delante de vos, con lágrimas también os pedía un caballero que detuvieseis una palabra que iba a salir de vuestros labios; aquella palabra era una calumnia, un baldón, una horrible afrenta, y nadie mejor que vos lo sabía: me llamábais infame, villano, judío, cuando teníais en vuestro poder, en vuestra escarcela quizá, papeles que acreditaban al hijo de un monarca; y allí, delante de los caballeros más principales de Navarra, allí delante de mosen Pierres de Peralta: y lo que fue más cruel, y doloroso, allí, delante de una mujer, delante de mi amada, me escupisteis el rostro, me pisasteis sin compasión, me escarnecisteis sin duelo, y fue tal mi vilipendio, que aquel ángel de bondad que presenciaba semejante afrenta, mi Blanca idolatrada, recogió con miedo sus alas tendidas sobre mí.
—¡Jimeno! ¡Jimeno!
—Sí; yo soy Jimeno, que viene a deciros que Blanca de Navarra ha sido envenenada por vos; ¡por vos, y no por vuestra dama Inés de Aguilar! y por si osáis ponerlo en duda, aquí traigo; aquí está vuestra misma declaración. ¿La veis? Yo soy Jimeno, que arrastrado por la fatalidad, o por la mano de la Providencia, mató, sin saberlo, a vuestro hijo don Gastón en el torneo de Liburna... ¡aquí, aquí está el anillo que al espirar me entregó vuestro hijo querido! Yo soy Jimeno, que después de quince años de desvelos os he hecho incurrir en la misma falta que os escandalizaba en Blanca de Navarra; amar a un villano, aventurero y desconocido. Yo soy Jimeno, que ha sufrido con paciencia vuestras horribles caricias, porque le convenía vivir a vuestro lado, para enturbiar vuestra dicha, para desbaratar vuestros planes, para turbar ese descanso, que no por bien de los pueblos, si no por vuestras interesadas miras queríais prepararos. Yo soy Jimeno, que aquí, encerrado en estas doradas y brillantes prisiones, ha conocido que estabais envenenando a Catalina de Beaumont como a Blanca de Navarra: porque era bella, como Blanca; virtuosa, como Blanca; porque presumíais que me tuviese algún cariño, como Blanca: lo he conocido, sí, y lo que es más, he tenido la fortuna de evitarlo. Yo soy Jimeno que aquí, en esta caja, de donde han salido la justificación de Inés y el anillo de Gastón, os tenía preparado un veneno...
—¡Ah!
—Sí, un veneno con el cual habíais de espirar el día doce de febrero, aniversario de la muerte de Blanca: quince años después de su muerte, quince días después de haberos sentado en el trono que pertenecía a Blanca de Navarra.
—¡Envenenada! ¡envenenada!
—No: he tenido compasión de vos: la muerte más que castigo para el que la sufre, es un ejemplo para el que la presencia: yo no quiero parecerme a vos, no quiero destruir a mi enemigo, quiero que se arrepienta y que viva. En este instante estáis sintiendo un peso, una opresión, una angustia inexplicable; y es que la mano de Dios os aprieta el corazón para ver si hace saltar de él una sola lágrima de arrepentimiento: en este instante se han abierto los cielos, y vuestros ojos han recibido nueva luz, y ven claramente la enormidad de vuestros crímenes, en este instante...
—¡Basta! ¡Basta! exclamó Leonor con voz desfallecida, bajando los ojos al peso de sus horribles padecimientos y terrores, y tornando luego a levantarlos ardientes, pero secos y procaces.
—No, basta, no: reina de Navarra, estabais enamorada de mí, a pesar de mi dudoso origen, a pesar de mi nombre desconocido; porque dueña de estos papeles, pensabais ennoblecerme, elevarme hasta la real familia en el momento que os conviniese: vuestro amor, no era como el de Blanca, que me creía villano, y me amaba sabiendo que nunca podría yo renegar de mi origen, cualquiera que fuese: es decir, señora, que siendo para vos una falta vergonzosa tener afecto a un hombre oscuro, no vacilabais en incurrir en esa falta, porque podíais ocultarla con un crimen: con la usurpación de un nombre, con una superchería, con un robo. Es decir, señora, que incurríais en una bajeza, sólo porque esta bajeza no podía ser conocida. Es decir, que no teníais valor para presentaros tal como sois: que por no aparecer viciosa, preferíais ser corrompida: que habéis presumido degradarme fácilmente hasta el extremo de ser cómplice vuestro: es decir, que estos papeles eran la blanquísima y brillante losa de alabastro con que pretendíais ocultar la hediondez que se encierra en el sepulcro de vuestro pecho... ¡Oh! ¡No será de esta suerte! Venid, acercaos a la chimenea...
—¿Qué vais a hacer? preguntó aterrada la princesa.
—Os he arrancado la máscara, y es preciso que nunca volváis a serviros de ella. ¡Al fuego, pues, al fuego!
—¡Los papeles!
—¡Sí, los papeles, todos, todos los papeles!
—¡Imposible! ¡Imposible!
—¿Por qué?
—¡O príncipe, o villano! ¡O rey, o nada!
Jimeno la miró con una expresión de profundo desprecio, y luego, elevando religiosamente los ojos al cielo, contestó.
—Ella ya no es princesa, ya no es mujer, es un ángel que está gozando de Dios: y ¿qué puede importarme ya la humillación o la grandeza, la vida o la muerte?
—¡Alfonso, Alfonso! ¡Príncipe de Nápoles!
—¡Cómo! gritaba Jimeno con una sonrisa más amarga que la hiel: ¡Judío para Blanca, y príncipe para vos! ¡Afrentado con ella, y con vos esclarecido! ¡Jamás!
Dijo el caballero, cerca ya de la chimenea, adonde le había seguido la reina de rodillas, y con rápido ademán, que expresaba al mismo tiempo la mayor indiferencia, arrojó los papeles, que fueron al punto devorados por las llamas.
—¡Perdida, exclamó Leonor; estoy perdida!
Al mismo tiempo como evocada de entre las sombras de la tarde, que ya comenzaban a ocultar los ángulos del aposento, se apareció una figura colosal de pálido rostro y de facciones duras, ceñida la cabeza con turbante blanco, y arremangado el brazo, lívido, y cubierto de lepra.
Era Samuel que se acercaba silenciosamente, dejándose ver súbitamente con toda claridad, cuando las llamas vivificadas por los papeles de Jimeno, difundieron trémulos y rojizos resplandores por toda la estancia.
—¡Este hombre! tornó a gritar la reina con nuevo terror: ¿quién es este hombre? ¿De dónde sale?
—¡Este hombre es mi padre! dijo el infanzón: es Samuel, es el hebreo que me crió en Mendavia: este es mi padre, ¡el padre de aquel a quien queríais tener por esposo, y sentar en el trono de Navarra!
—¡Oh! ¡Qué horror! ¡El cielo me castiga! ¡Sí! ¡Por compasión, Alfonso! ¡Cállalo, ocúltalo! ¡Guarda silencio...! ¡Que nadie lo sepa...! Si quieres riquezas... pero no, tú las desprecias... Dignidades... ¡tampoco! ¡Que te ame, que te ame todavía...! ¡Menos, menos! ¡Oh! Dime qué es lo que deseas... yo soy reina... Si quieres que me mate, Jimeno, si quieres que renuncie el trono... dímelo, dímelo presto, y serás obedecido. Pero ¡por Dios! que nadie sepa quien eres... que todo quede oculto.
—¡Ah! El orgullo, el orgullo ahora. Os avergonzáis de haber amado a un judío, honrado, hombre de bien, y no teníais vergüenza de casaros con un villano, que robaba un nombre que no era el suyo; un título que no le pertenecía... ¡Leonor! No lo sabes todo: no has medido aun el abismo de la justicia divina: este que ves aquí; este hebreo cuya presencia te causa pavor, es todavía a los ojos del vulgo, más despreciable que un judío.
—¡Más! ¡Más!
—¡Es un agote, Leonor, es un agote!
—¡Piedad! ¡Piedad!
—¡Es un agote! Y yo le abrazo, porque es mi padre. ¿Lo veis? Desde este momento, el amante, el favorito, el futuro esposo de la reina de Navarra, es un leproso, es un agote también. El hijo hereda la enfermedad y la ignominia de su padre; ya sabéis el fuero, el que toca al leproso, queda leproso.
La reina estaba inmóvil, de rodillas, con los brazos extendidos, los ojos fijos, abiertos casi hasta formar un círculo, muda de espanto, de terror.
Ni un grito, ni un ¡ay! salió de su boca. Parecía una estatua sepulcral.
Pasaron algunos momentos de terrible silencio. Leonor comenzó a dar señales de vida por un ligero estremecimiento nervioso que sintió desde los ojos a los labios, y que le hizo mover estos con un gesto maquinal, como si quisiera expresar una sonrisa. No pudo, no, forzar su boca a la sonrisa; pero un momento después prorrumpió en una carcajada, y dejó escapar algunas palabras, que parecían el veneno que brotaba de su herido corazón.
—¡Lo has dicho todo! —Ya no te temo, añadió levantándose: eres mío.
—¡Infeliz! ¡Infeliz! El secreto que han escuchado estas paredes, en ellas ha de quedar ahogado. ¡Infeliz! ¡Infeliz! para que esta escena fuese tan terrible como te figurabas, te han faltado testigos.
—Aquí tenéis uno, exclamó Pierres de Peralta, con voz profundamente conmovida, entrando por la puerta principal del aposento.
—¡Jesús, mil veces! gritó Leonor despavorida.
—Nada, nada temáis, señora: como mujer, me inspiráis horror y desprecio; como reina, respeto todavía y reverencia. Nada temáis de mí: seré mudo, mudo para siempre: pero no sois vos, si no la patria quien tiene que agradecer el eterno silencio de este testigo.
—¡Aquí tenéis otro! exclamó la penitente, apareciendo por el lado opuesto.
—¡El infierno os ha vomitado!
—Ciega sois, reina de Navarra, contestó Inés; si no veis aquí la mano de Dios. Nada temáis de mí, sí olvidáis en adelante por el oficio de reina el de verdugo, si por hacer bien a vuestros vasallos, dejáis de hacer mal a vuestros enemigos. ¡Nada temáis! Dios consiente en que permanezcáis sentada en el trono; pero amarrada en él de pies y manos: Dios ha colocado dos abismos debajo del solio: el abismo del mal y el abismo del bien: este lo tenéis abierto; el otro cerrado, y no podéis levantar la losa que lo cubre, si no contáis con el auxilio de mis brazos.
—¡Y de los míos! gritó sarcásticamente a la sazón el conde de Lerín, saliendo de la alcoba.
Leonor no dijo nada: la rabia, la vergüenza, el despecho la sofocaban. Dirigía a Jimeno torcidas miradas de hiena, mientras este comenzaba a espantarse de lo enorme del castigo.
—Doña Leonor, prosiguió el conde de Lerín: yo no vengo a deciros que viváis sin temor; ni a ser generoso con vos: habéis envenenado a mi hija, y vengo a pediros su vida: vuestro bando me ha despojado de veinte pueblos, y vengo a reclamarlos: y cuidado, doña Leonor, que ni os perdono el suspiro más leve de mi pobre Catalina, ni os hago merced de una sola almena de mis castillos.
Mosen Pierres de Peralta fue el primero en romper el silencio.
—Señor conde, le dijo, frunciendo más que de ordinario el ceño de su adusto semblante: bien sabéis que os aborrezco de corazón: que he puesto y seguiré poniendo todos los medios posibles para acabar de arruinaros y perderos, para arrojaros del reino de cuyo sosiego y prosperidad sois el único estorbo: también sabréis, o si no sabedlo ahora, que no ha sido mi sobrino don Felipe de Navarra el que se opuso a la entrega de los castillos, el que despachó con cajas destempladas a vuestros mensajeros: he sido yo solo el autor de tal desaguisado y antes de cederos un palmo de terreno, dispuesto estaba a dejarme hacer pedazos...
Interrumpiole don Luís con un gesto de impaciencia que significaba: «¿qué diablos me importa de todo lo que estáis diciendo?»
El de Peralta lo comprendió, y dijo sin detenerse:
—A eso voy, señor conde. Ya sé que no tratáis de disputarme la presa a viva fuerza; confiáis en vuestra astucia y refinada maldad más que en las armas, y hacéis bien, señor conde: con estos medios infames sacaréis más partido que peleando noblemente. Ahora mismo no habéis titubeado entre la deshonra de una mujer, de un trono, de una dinastía, de un reino, y la recuperación de algunos castillos y fortalezas que debéis a la munificencia de esa misma dinastía. El silencio que los demás han ofrecido generosamente, queréis venderlo vos: pues bien, aunque bastante caro, os lo compro, señor conde, os lo compro: vuestros son los castillos: mía es la gloria de haber salvado el honor del trono de Navarra.
—¿Y mi hija? exclamó el conde de Lerín: para cerrar el trato me falta la vida de Catalina ¡Leonor, Leonor! ¿Qué habéis hecho de mi pobre hija? Vino sana, fresca, alegre y sonrosada; y está enferma, macilenta, triste y consumida. ¡Oh! ¡Devolvédmela con sus hermosas mejillas, con sus serenos y apacibles ojos, con su aliento embalsamado! ¡Devolvédmela, Leonor, y si no diré que habéis envenenado a vuestros dos hermanos, a mi hija, y que Dios no puede consentir que en el trono de Navarra se siente, no ya un verdugo, sino una agote!
—¡Ah!
—Sí: lo sois, doña Leonor. ¡Si vuestro amante es leproso, vos que habéis vivido con él, vos que lo habéis retenido tantos días en vuestra casa, agote sois también! ¡Agote! ¡Agote!
Es imposible describir el terror que causaron estas palabras en el ánimo de la reina.
La penitente se apresuró a decir
—Sosegaos, señora, Catalina está salvada.
—¡No! ¡No! contestó el conde: el licor que debía curarla no ha llegado a sus labios.
—¡Cielos! exclamó Jimeno.
—Lo ha vertido.
Un grito de espanto salió a un tiempo de boca de todos. Sólo mosen Pierres de Peralta permaneció tranquilo: su sensibilidad no pasaba de los límites de su patriotismo.
—¿Tenéis algún resto de ese licor? preguntó a Jimeno.
—Ni una gota.
—¿Y sin ese remedio Catalina perece?
—Infaliblemente.
—¿Y quién podrá proporcionarlo?
—En Navarra nadie, si no Jehú.
—¿Qué Jehú?
—El médico de la reina.
—Pronto a buscarlo, señora, dijo mosen Pierres a Leonor. Guiad vos a su laboratorio.
La reina obedeció como una autómata. Tras ella fueron el conde y mosen Pierres de Peralta.
En el aposento se quedaron la penitente, Jimeno y el agote.
—Inés, dijo el príncipe bastardo: algo grave, y extraordinario ha pasado en el palacio del conde...
—He adivinado tu pensamiento, y por eso he permanecido aquí... adiós, Jimeno... voy al lado de Catalina.
Y desapareció la penitente por la puerta falsa.
—Vos, padre mío... idme a esperar a la ermita.
Samuel se partió también por el mismo sitio.
—Heme aquí solo,solo,exclamó Jimeno, ¡he roto yo todos mis vínculos con el mundo! ¡No, todos no...! Todavía me queda uno que no se rompe si no con la muerte... Todavía puedo hacer algún beneficio a mis semejantes.
Y el príncipe agote marchose en pos de la reina y de los caballeros, siguiendo sus pasos de lejos, como un perro derrengado, que por sus inmundas llagas ha sido arrojado de casa por el amo.
El conde de Lerín iba recogiendo en el tránsito noticias acerca del paradero de Jehú, cuyos conocimientos científicos eran a la sazón tan importantes. Habíanle visto algunos criados descender a su habitación subterránea, después de la visita de la mañana, y se le creía dentro de su laboratorio.
La esperanza de hallarle presto, y la seguridad de obtener la medicina después de hallado, era la única prisa de consuelo que en día tan borrascoso penetraba en el corazón de aquellos tres personajes: con la salvación de Catalina se arrancaba a la reina la espina más honda y punzante de sus remordimientos: el conde de Lerín conseguía cuánto deseaba: mosen Pierres conservaba incólume la monarquía de Sancho el Bravo.
Bajaban, pues, taciturnos y sombríos a la cueva del médico, sin dirigirse recíprocamente una mirada. La reina llegó primero a la puerta de las habitaciones subterráneas, y dio un golpecito creyéndola cerrada: el conde vino en seguida y aguardó a que respondiesen; pero mosen Pierres, que fue el postrero, tornó a llamar con un golpe, que podía pasar por verdadero empujón, y la puerta que estaba entornada solamente, giró sobre sus goznes rechinantes, y con sonoro estrépito fue a chocar contra los gruesos paredones de una galería abovedada.
—Está, está dentro, dijo el de Peralta.
—Ahora falta que... añadió el conde receloso.
—Nada hay que temer: somos bastante ricos; contestó el primero.
La reina seguía taciturna.
Eran vastas aquellas bóvedas que el judío había escogido para oficinas y habitación, y por lo mismo no extrañaron el silencio y soledad que en ellas reinaba: creyeron que el hombre fatídico, semejante a un Dios infernal, que en lugares tan pavorosos preparaba la salud o la muerte de los seres que vivían en un mundo superior, debía habitar en los más retirados aposentos.
Uno a uno registraban aquellos ánditos medrosos y desamparados, desnudos de adornos y aun de muebles, y sólo ocupados por esqueletos de toda especie de animales, montones de piedras informes, plantas más o menos lacias o secas, crisoles, redomas, alquitaras, hornos, tubos, retortas y otros instrumentos de una ciencia, que tenía entonces por objeto la investigación de un error, y que con el tiempo se había de convertir en manantial fecundo de verdades.
Jehú, sin embargo, no parecía.
Recorrían una vez, y otra vez aquellos aposentos dando voces, y deteniéndose a escuchar; el eco repetía sus palabras, pero nadie respondía. No acababan de persuadirse de que el médico hubiera salido dejando abierto su laboratorio; pero al fin se convencieron de tan triste verdad. Un consuelo les quedaba, sin embargo: la noche estaba ya muy avanzada: era imposible que Jehú tardase en volver.
Dejaron a la puerta dos criados, y la reina y los caballeros subieron a tomar informes más exactos acerca del judío, a quien se buscaba por cien parajes al mismo tiempo. Todas las noticias eran contestes: todos los mensajeros estaban conformes: Jehú no parecía en ninguna parte: Jehú debía estar en su cueva.
Bajaba otra vez al subterráneo, el conde de Lerín, y se volvía de la puerta, desengañado por los dos criados que estaban de centinela y que no habían visto entrar a nadie.
Era inconcebible aquel misterio, y era horrible sobre todo aquel martirio: los instantes pasaban... las horas trascurrían: el veneno iba haciendo estragos en las entrañas de Catalina, y el único que podía suministrarla el remedio, en ninguna parte se encontraba. Nadie sabía de él... ¿Se lo había tragado la tierra?
Esta suposición que parecía exagerada, era sin embargo casi materialmente cierta.
Ya saben nuestros lectores que Jehú guardaba sus tesoros en una cueva más recóndita y profunda todavía que su laboratorio. Esta cueva no tenía puerta, y se bajaba a ella por una trampa que se abría con cierto resorte.
Por ella descendía el judío al subterráneo, donde en un arca enorme de hierro guardaba todas sus riquezas.
El envenenamiento de Catalina había sido un negocio muy lucrativo para él; por preparar la ponzoña, la reina le había dado todos sus diamantes; por suministrársela, oro sin tasa; por el remedio, oro también; y joyas el mariscal y el conde de Lerín: la cueva del hebreo no podía contener las aguas de aquel Pactolo inagotable, que corría con el ímpetu y abundancia del torrente.
Un hombre, sin embargo, podía secarlo con su palabra, como secó el Señor con su soplo las aguas del diluvio. Este hombre era Jimeno. Más sabio que el judío había penetrado el secreto de los diamantes de la reina, y podía delatar aquel robo, y el crimen cometido con Catalina de Beaumont. Estas premisas bastaban para que el médico sacase la consecuencia de que, a todo trance, era preciso acabar con la vida de un hombre que poseía secretos tan peligrosos. Había sin embargo una pequeña dificultad en seguir este consejo. Jimeno sabía también el secreto de hacer diamantes: ¡Cómo renunciaba un avaro a las probabilidades de hacerse dueño de este descubrimiento!
Jehú tenía bien guardadas todas sus riquezas, y la misma solicitud empleaba en esconder un dinero, que un tesoro; pero el recelo de perder una prenda querida acrecienta el cariño que la tenemos: infunde deseos de verla, de contemplarla, de asegurarse de su posesión, y de lo vano de los temores concebidos. Bajó pues a su laboratorio el anciano hebreo, después de su entrevista con Jimeno: encendió una antorcha, abrió la trampa, levantó la losa, dejola caer como la de un sepulcro, y descendió rápidamente al fondo del subterráneo. Veinte escalones habría bajado, cuando vio en un rincón el arca de hierro intacta, sola, bien conservada.
Entonces levantó la frente, y lanzó a lo alto una mirada de triunfo y alegría que traspasando el doble subterráneo, era un insulto dirigido al mundo que se agitaba encima; el mismo Dios que se cierne sobre todos los mundos.
No le cabía duda de que sus tesoros estaban íntegros, desde el momento en que había visto el arca. Estaba construida esta de manera que todo el que fuese a meter una llave, a levantar la tapa, a posarse encima, quedaba preso irremisiblemente entre dos brazos de hierro que salían de repente y le sujetaban contra el plano vertical. Únicamente el judío poseía el secreto de abrirla sin exponerse a semejante peligro, y por lo mismo una mirada de lejos bastaba a tranquilizarle: sus tesoros allí estaban intactos. Nadie, nadie había profanado con sus codiciosas miradas aquellas riquezas, nadie las había disminuido, ni aun con el roce de sus manos.
Por un instante le ocurrió el pensamiento de volverse atrás... pero estaba tan cerca de aquellos tesoros queridos... sintió tal ansia de tocar el oro, contarlo, y examinar el brillo de los nuevos diamantes, que como el ciervo sediento a la fuente, se precipitó al arca y con los ojos inflamados, las manos trémulas, el corazón palpitante cayó de rodillas, y la dio un abrazo tan ardiente como el primero de un esposo enamorado, y con los labios sobre la fría plancha, permaneció desvanecido algún rato en semejante postura. Levantó luego la frente bañada de sudor, y quiso tocar el resorte para abrir el arca, y adorar sus tesoros; pero sentía a sus espaldas una opresión extraña: trató de alargar los brazos para apartar de sí aquel peso, aquel obstáculo desconocido, y no pudo volverlo atrás.
Entonces creyó el médico que la humedad y el frío de la cueva le habrían producido alguna parálisis, y procuró levantarse. ¡En vano, todo en vano! Dos brazos de hierro le estrechaban: ¡como si el arca fuese sensible a sus caricias había pagado un abrazo con otro abrazo! Preso estaba en sus propias redes; cogido en la trampa que para los demás había preparado.
Inútiles eran sus esfuerzos para escapar de entre aquellos arcos de acero que le oprimían contra sus tesoros... ¡Nadie, nadie mejor que Jehú sabía que no podría salvarse, si Dios no le enviaba alguna persona que de allí le sacara!
Creyó al principio que fuese una enfermedad, imaginose luego que los ladrones le habían sorprendido durante su letargo, y apretaba convulsivamente el arca, como estrecha una madre contra su seno al hijo perseguido; y conforme iba apretando, los arcos de hierro iban saliendo y afirmándose, y sujetándole más y más hasta el punto de ahogarle. Entonces conoció su situación, y dando un grito pavoroso, cayó desmayado de terror.
Muchas horas pasaron sin que volviera en sí: al fin levantó poco a poco los párpados... la antorcha se había extinguido... la oscuridad era completa. El judío no se acordaba de lo que había pasado, pero sentía el frío y tan conocido contacto del arca: se vio junto a sus riquezas, al lado de sus delicias, de todo cuánto en el mundo de más precioso había...
Solía quedarse dormido al pie del arca, y creyó que ahora le había sucedido otro tanto. En medio de la oscuridad veía el brillo de los diamantes, y los amarillentos reflejos del oro, pero sus labios estaban secos, su lengua pegada al paladar, sus fauces duras y ardientes... tenía sed horrible, y era preciso subir al laboratorio. ¡Oh! ¿Quién es capaz de describir el grito que lanzó el anciano cuando fue a levantarse y se encontró pegado, aplastado contra la plancha, destinado a morir de sed, de hambre al lado de aquellos caudales que bastaban para sustentar ejércitos enteros? Para encontrar algún consuelo lamía en el hierro las gotas de sudor que le caían del rostro, y la frialdad del metal apaciguaba su sed por un momento, para irritarla más...
¡Cuán horribles tormentos le hacían sufrir aquellos ingratos tesoros que a costa de tantas privaciones, de tantos crímenes había amontonado! ¡Por un vaso de agua daría la mitad de sus diamantes! ¡Un vaso agua!
La imaginación más exaltada no puede formarse ilusiones más ricas, más dulces, más regaladas, como las que el anciano veía al través del vaso de agua fresca, pura, cristalina. Arroyuelos trasparentes; cascadas espumosas que salpicaban de perlas márgenes floridas, que retrataban iris de suavísimos colores; torrentes estruendosos, grutas, manantiales, ríos cristalinos... ¡el mar! Pero el mar negro, profundo, inconmensurable... el mar semejante a Dios en lo sereno y terrible; le trajo a la memoria los crímenes que había cometido: las negras olas se tornaron rojas, el agua en sangre: allí flotaban Carlos el príncipe de Viana, Blanca de Navarra, Catalina de Beaumont, pálidos espectros que resaltaban en el fondo de un cielo tempestuoso, surcado por algún relámpago, que el hebreo creía ser el ojo del Señor.
Pero conforme las horas trascurrían, la sed y el hambre se le hacían insufribles: parecíale que la cueva estaba poblada de víboras que le roían las entrañas... Y al apartar de sí aquellos inmundos reptiles, se desgarraba el pecho con las uñas, y era tanta su sed que se chupaba con avidez la sangre en que se empapaban las yemas de los dedos. En medio de tan horribles tormentos le pareció sentir una vez pisadas sobre la losa que cerraba la entrada de la cueva... ¡oh! ¡Qué alegría tan profunda sintió en su corazón...! Quiso gritar; pero su voz era ronca, débil, y desmayada...
Tan sólo producía un berrido inarticulado que se apagaba dentro de aquellos gruesos murallones. No había esperanza, no había misericordia, y el judío blasfemaba, maldecía de Dios y de los hombres, del oro y de los diamantes. ¡Oh! ¡Cuántas buenas obras omitidas, cuántos beneficios olvidados, cuántos goces perdidos representaba aquel cúmulo de preciosidades que no valían ahora un pedazo de pan, una gota de agua! Pero las pisadas continuaban con pequeños intervalos de silencio: conocía Jehú que la habitación había sido invadida por gentes que le andaban buscando, y que no atinaban con la entrada de la cueva, con el resorte de la losa.
¡Cuan caras pagaba ahora sus excesivas precauciones, su cuidado, sus desvelos para conservar aquel montón de oro que dentro de poco tendría que abandonar! Pero a las pisadas siguieron golpes... no había duda... estaban abriendo la entrada... habían oído los gritos del pobre anciano... se habían compadecido de él... bajaban ya... estaban cerca... la reina... sus escuderos... ¡oh! Ya nada, nada tenía que temer... se había salvado... ¡con todos sus tesoros...! El hebreo ya no se acordaba de sus peligros, de sus horribles tormentos... se habían salvado sus riquezas; pero estaban descubiertas... estaban expuestas a las codiciosas miradas de los extraños... ¡Oh! ¡Qué abrazo tan doloroso dio entonces el judío al arca poco antes menospreciada...!
—No, ¡no hay nada aquí...! gritaba... piedras minerales, tierra...
Para medicinas... ¡nada... nada! dijo haciendo un esfuerzo para gritar y el eco repetía sordamente sus últimas palabras:
¡Nada, nada!
El miserable se detuvo a escuchar conteniendo su respiración: volvió los ojos hacia las escaleras y... ¡nada! ¡Nada!
Todo era pura ilusión de su fantasía. Nada más que hambre, sed, pero sed ardiente, devoradora que ya no se entretenía con la sangre del pecho desgarrado, que buscaba una fuente en cada dedo mordido, magullado entre los dientes... ¡Nada...! ¡Nada...!
Tres días habían pasado: hacíanse las más vivas diligencias para encontrar al judío... Catalina se iba consumiendo como una lámpara abandonada... Jehú no parecía, y nadie, nadie atinaba con el remedio para la hija del conde de Lerín...
Pero lo más extraño del caso era que del laboratorio de Jehú se veían salir de noche siniestros resplandores, y humo de la chimenea de sus hornillos: los escuderos colocados a la puerta no habían visto entrar a nadie, y cuando llamaban a gritos desde afuera, nadie tampoco les respondía. Creyose que los diablos después de llevarse en cuerpo y alma al médico judío se habían apoderado de sus instrumentos y esqueletos para confeccionar untos mágicos destinados a los duendes, trasgos, brujas y fantasmas; y no había fuerza humana para que nadie penetrase en aquel recinto defendido por la superstición.
Una mujer fue la única que desafiando tan extendidas y arraigadas preocupaciones se atrevió a dar este paso. La penitente. Entró sola, tranquila y confiada, y salió al poco rato con un pomo de cristal en la mano.
—Ahí tenéis, le dijo al conde de Lerín: ahí tenéis el remedio más eficaz para vuestra hija. Llevádselo al punto, y con tal de que conserve un soplo de vida, está salvada.
En vano preguntaron todos a quien se debía este milagro: en vano quisieron informarse de la suerte de Jehú. Inés taciturna cogió a Leonor, y llevósela consigo hasta la puerta del laboratorio.
—Entrad, señora; la dijo con una voz a que no podía resistir.
La reina entró temblando conducida por la penitente. Al poco rato percibió un bulto. Era Jimeno:
Jimeno nada dijo a la reina: asiola de la mano, levantó la losa de la cueva, cogió una antorcha, descendió hasta el fondo del subterráneo, y cuando Leonor miraba atónita a todas partes, el infanzón señaló con el dedo el cadáver de Jehú, que tenía aun en los sangrientos labios sus propios dedos medio comidos.
Leonor lanzó un grito pavoroso, y retrocedió algunos pasos.
—Si este era cómplice, no más, exclamó Jimeno: ¿qué reserva Dios para el autor del crimen?
La reina cayó en los brazos de Inés, como herida de un rayo.
De la cueva del judío, subió la reina en brazos de Jimeno y la Penitente hasta la puerta del laboratorio, y de allí hasta su lecho, conducida por los criados. Tornó de su desmayo, más bien por los agudos dolores que sentía en el estómago, que por los remedios que le aplicaron.
Cuando se vio en su aposento, y recordó lo que acaba de suceder, cuando sintió en toda su fuerza horribles punzadas de dolor, ninguna duda tuvo de que había sido envenenada. Llamó a Brianda, y la intimó la orden de que nadie entrase en su habitación, ni sus propios hijos, a quienes suponía tan impacientes por heredarla; ni los médicos que podían estar ganados por sus enemigos, como Jehú por ella para envenenar al príncipe don Carlos. Brianda sólo tenía el triste privilegio de escuchar sus profundos ayes, y gritos desgarradores: Brianda... pero la reina no excluía a Brianda de sus recelos; y no acercaba a sus labios una medicina, un vaso de agua, sin que la dueña hubiese bebido la mitad.
Leonor, que de antemano tenía preparadas algunas tiacas para el caso temido de ser emponzoñada, las fue apurando todas en poco tiempo, con tan mal éxito, que sus dolores se acrecentaban, su postración era cada vez más visible, y ya su rostro consumido se iba cubriendo con las sombras de la muerte. ¡Qué extraño era, si además de los padecimientos corporales, su espíritu estaba acongojado, atribulado por las terribles imágenes que cruzaban delante de su lecho; si los remordimientos le roían las entrañas, si ninguna memoria dulce venía a suspender por un sólo instante aquella gran máquina de tormentos que martirizaba por fuera a un mismo tiempo todos sus miembros, y por dentro todas las potencias de su espíritu! cuando sus labios no exhalaban ayes, cuando no proferían imprecaciones, dictaban órdenes tiránicas de prisiones, de suplicios, de muerte contra aquellos a quienes, por un instante, sospechaba autores o cómplices del crimen que con ella se había cometido.
Brianda ni se tomaba el trabajo de repetir estas ordenes a los caballeros que estaban esperando en las próximas habitaciones noticias de la salud de doña Leonor. ¿Quién se encargaba de ejecutar estos decretos, tal vez lanzados contra los mismos que habían de llevarlos a cabo? Así pasó la primera noche, noche cruel, interminable de dolores espantosos, de angustiosa agonía. Amaneció por fin un nuevo día, y la pobre dueña conoció que era imposible pudiese prolongarse más aquella existencia tan derruida.
Abrió las puertas que conducían al lecho, y se detuvo en la primera con ánimo de contener el tropel que se precipitaría por ver a la reina moribunda ¡Ay! ¡Nadie, nadie traspasó el umbral de la desgracia! Los hijos de Leonor estaban fuera del reino; mosen Pierres de Peralta, después de haber entregado los castillos al conde de Lerín, había marchado, celoso siempre de la conservación de la monarquía, a traer a Navarra al príncipe heredero de la corona. Felipe estaba muerto; los demás eran, o caballeros demasiado orgullosos para aguantar mucho tiempo los caprichos y desaires de la reina; o cortesanos que volvían la espalda al sol que ya no podía calentarles.
Brianda estuvo esperando en vano: nadie entró, únicamente vio llegar con paso grave una mujer cubierta de negro, la cual se acercó silenciosa al lecho de Leonor.
—¡Inés! ¡Inés! exclamó la reina: ¿Vienes a gozarte en mi dolor, a insultarme?
—No; contestó la penitente: estáis sola, desamparada: el conde de Lerín después de haber asesinado al mariscal, anda ocupado en ocultar su muerte hasta tomar posesión de los castillos: mosen Pierres de Peralta, viendo que os faltaban pocos días de vida; para que el trono no quede vacante un sólo momento, para que vuestro hermano don Fernando no se aproveche del interregno, ha ido a traer de Bearne al príncipe Febo, que debe sucederos: los caballeros de la corte, asustados de vuestros gritos, amenazas é imprecaciones, han huido del alcázar... y cuando todos os abandonan vengo yo a buscaros; vengo a traeros lo que habéis menester...
¡Un médico y un confesor!
—¡Un médico que me envenene! ¡Un confesor que me maldiga!
—No, exclamó Jimeno entrando a la sazón: si os hubiera envenenado no habríais llegado a ser reina, y no estaría tan tranquilo como me veis, mirándome en el espejo de vuestras propias desventuras. ¡Leonor! No es la mano del hombre la que os mata: herida estáis por el rayo de la justicia divina. Bebidas puedo daros que mitiguen vuestros dolores; remedios eficaces para vuestra enfermedad, ninguno. Sólo vengo a deciros que os restan pocas horas de vida. Para vos no hay salud en el mundo; pero aquí tenéis un confesor, que os alcanzará la salud eterna.
Y detrás de Jimeno apareció con sus hábitos de Benedictino el padre maestro Abarca.
—¡Oh! ¿Conque no hay remedio para mí? exclamó confusa la reina.
—Ninguno.
—¿Y tengo que morir a las tres semanas de haberme coronado?
El fraile de Irache levantó la cabeza al escuchar estas palabras, y como si saliese de profundas meditaciones, dijo de repente.
—¡Incompletas, señora, incompletas! Vuestra alteza fue coronada el día 28 de enero, a las once menos cuarto de la mañana, y hoy estamos a 12 de febrero.
—¡Doce de febrero! exclamó la reina con terror.
—Sí, señora, repuso el coronista: de manera que hoy es el décimo quinto día del reinado de vuestra alteza.
La reina cambió de expresión al escuchar estar palabras. Seguía aterrada; pero su terror no era de desesperación.
—Acercaos, dijo al caballero con voz desfallecida: juradme por el alma de Blanca de Navarra que muero yo de muerte natural: que no he recibido sustancia alguna venenosa.
—Lo juro señora, exclamó Jimeno: juro por el alma de aquel ángel que está gozando del Señor, que morís de un cáncer que os devora interiormente, y no por ninguna ponzoña.
—Jimeno, prosiguió la reina incorporándose: querías vengarte de mí; pero Dios te ha vengado mucho mejor que tú pudieras desearlo. Quince años hace hoy que maté a mi hermana doña Blanca de Navarra, y Dios me mata en su mismo aniversario. Dios ha permitido que reine quince días, y que en esos quince días no haya dado un sólo decreto, como soberana. La historia no recogerá ni un sólo documento en que aparezca mi firma de reina propietaria: ningún beneficio he dispensado a mis pueblos: sólo he sido reina para sufrir horriblemente: memoria dejará mi reinado; pero será de maldición. ¡Solo,sólo Dios podía haberme castigado de tan ejemplar manera!
—Señora, exclamó Jimeno enternecido: si esas palabras son de sincero arrepentimiento, ¡perdóneos Dios como al morir os perdonó Blanca de Navarra... como os perdono yo!
—¡Como os perdona también Inés de Aguilar! exclamó la Penitente.
—Como os perdona Catalina de Beaumont, repitió la hija del conde de Lerín, que conducida por Brianda, entró a la sazón cubierta con un saco de penitente.
Todos cayeron de rodillas: la reina quedó aterrada al ver el semblante desfigurado de su víctima postrera.
—Todos, todos son mejores que yo quisiera, dijo la enferma con la desesperación de un réprobo.
El fraile de Irache indicó a los circunstantes que podían retirarse y se quedó sólo con la reina.
Al cabo de una hora, viendo Jimeno que no salía, asomó la cabeza, y vio al padre Abarca con una pluma en la mano.
—¿Qué hacéis? le preguntó el caballero.
—¡Ah! dijo el coronista como sorprendido: iba a tomar apuntamientos acerca del día y hora en que ha espirado la reina doña Leonor, para completar mi crónica.
—¡Cómo! ¿Ha muerto?
—El día doce de febrero, a las tres y media y algunos minutos de la tarde.
—Padre maestro, en vuestra crónica figuro yo como uno de los principales personajes... no os vendrá mal leer mis memorias.
—¡Mal! Por el contrario, tendré en ello el más sabroso placer de mi vida!
—Pues bien, tomad, añadió el caballero, sacando unos papeles y entregándoselos al historiador: es lo único que me queda que hacer por Blanca de Navarra.
El fraile leyó rápidamente el título que decía: Memorias de don Jimeno de Nápoles, hijo bastardo del rey don Alfonso el Magnánimo.
—¿Sois vos? exclamó el fraile.
—Ahí en ese libro soy el amante de Blanca, soy el príncipe de Nápoles: aquí en Navarra soy un agote... en Granada adonde me parto, seré un soldado cristiano, que morirá muy presto peleando contra los enemigos de nuestra santa religión.
Cuando salió Jimeno del aposento mortuorio, halló abrazadas a Inés y Catalina. Acababan de tomar las dos una misma resolución: la de entrar juntas en el mismo convento de San Juan de Pie de Puerto, en que habitó doña Blanca de Navarra.
Jimeno las acompaño hasta que fueron recibidas en el monasterio, y se despidió de aquellos dos ángeles que lo prometieron pedir a Dios siempre juntas por su ventura.
—¡Por mi ventura! respondió el caballero con melancólica sonrisa.
¡Sí! ¡Pedidle sobre todo que no difiera mucho tiempo mi ventura!
Y desapareció Jimeno profundamente triste, pero sin derramar una sola lágrima.
No le sucedía lo mismo a su fiel amigo Chafarote, a quien llevaba consigo, más bien como compañero de armas, que como escudero.
—¡Cuerpo de tal! exclamaba el buen ex ermitaño: ¡llorar yo como un chiquillo, y por segunda vez delante de vuesa merced!
—Deja que entremos en una batalla, y no tardarás en llorar la tercera.
—Señor, ¿y no sería bueno, antes de que llegara ese caso, vengarnos del conde de Lerín que después de haber causado las principales desgracias de su merced, al fin y al cabo, en eso de los castillos, se ha salido con la suya?
—Déjalo, Marín: si aquí abajo hubiese una perfecta justicia, no tendríamos que buscarla en el cielo.
Jimeno y Chafarote pasaron en efecto al reino de Castilla, después de haber recogido a Samuel, que sanó al poco tiempo.
El joven monarca que sucedió a doña Leonor, llamado Febo por su peregrina hermosura y gentileza, murió tres años después. Era muy aficionado a tocar la flauta, y al acercarla un día a sus labios se sintió repentinamente herido de un mortal veneno.
Ocupó al trono su hermana doña Catalina, casada con Juan Labrit.
Estos reyes no murieron envenenados, ni era menester que así perecieran, puesto que cayeron destronados por las tropas de Fernando el Católico, llamadas por el conde de Lerín.
Pero de estos sucesos hablaremos, con el favor de Dios en otra obra.