Los siete infantes de Lara,
leyenda histórica tradicional
originalde
D. Manuel Fernández y González
Madrid:
Imprenta á cargo de C. González, calle del Rubio, núm 14.
1853.
HABÍA en Burgos casi al concluir el siglo décimo, un casaron de piedra, de ruda arquitectura bizantina, del cual no quedan ya ni cimientos, cosa que nada tiene de estraño, puesto que desde que sucedió la tremenda historia que vamos á relatar, han pasado no menos que ochocientos setenta y tres años, un mes y quince dias: como conocen, pues, nuestros lectores, el tiempo y los hombres han tenido espacio bastante, el uno para quebrantar y los otros para demoler, adicionar y trastrocar. Por lo tanto, el autor se ve en la imposibilidad de poner el dedo sobre el monumento, y decir á sus lectores: hé aquí donde empezaron los sucesos que os voy á referir.
Pero afortunadamente el autor tiene una pluma, que como la varita cabalística de un mago, reconstruye ruinas, resucita muertos, y pone en comunicación y trato íntimo á personas que ha muchos siglos murieron, y de los cuales ni aun el polvo queda.
Establecido este poder, vamos á dar á conocer la casa de que hemos hecho mención.
Ya en el año 874, época en que el caballero aleman Nuño Belquides fundó la ciudad de Búrgos, en unión con el juez de Castilla Diego Porcellos, padre de la hermosa Sullabella, mujer del dicho aleman Belquides, aquella casa era antiquísima, y tenia sobre sí bastantes indicios de haber sido construida por los godos en los primeros tiempos de su dominación en España: los árabes la habian mutilado en cierto modo, para imprimirla el gusto de su voluptuosa arquitectura, y en 980, época de nuestra acción, aunque los restauradores del pueblo español la habian purificado en gran parto del contacto árabe, la quedaban resabios y señales tan marcadas, como su ancho y labrado alero de alerce, su esbelta galería superior, sustentada en delgadas columnas cilindricas de alabastro, y algún agímez de arcos festoneados y caladas celosías.
Por lo demás, el tal casaron, denegrido ya por el tiempo, y sobre el que habian impreso su gusto tres pueblos y tres civilizaciones distintas, era lo mas sombrío que darse puede: su áspera fachada daba sobre uno de los puentes que hacen que la mitad de la ciudad de Búrgos se una con la otra mitad á despecho del Arlanzon que las separa, y al frente, á derecha y á izquierda, no tenia otros vecinos que casucas, la mayor parte de madera, y desembocaduras de estrechas y sombrías callejas.
Quien no hubiera sabido que aquella casa, cuya ancha puerta, cubierta de mohoso hierro, con su enorme escuson en que campeaban cuatro barras rojas en campo de oro, con yelmo coronado al timbre y vuelto á la izquierda, como en señal de bastardía real, con sus ventanas ojivas, sus agimeces árabes y sus estrechas saeteras, era el alcázar viejo de los jueces de Castilla, y que en ella vivía la hermosa y noble doña Lambra, prima carnal del conde soberano Garci-Fernandez, como hija bastarda que era del rey Garci-Sanchez, hermano de doña Sancha, esposa del famoso Fernan-Gonzalez, padre del conde imperante: quien no hubiera sabido esto, repetimos, hubiera creido que la tal casa, según su aspecto y su color local, no podia ser otra cosa que la morada de duendes ó trasgos, ó cuando mas de algún rico y famoso nigromante.
Tan cerrada se la veia de continuo y tan misteriosa.
Pero si se daba la vuelta por una tortuosa y estrecha calleja, y deslizándose á lo largo de unos fuertes tapiales, se llegaba á un portalón, generalmente abierto, y en el cual se veia vagar una numerosa servidumbre de escuderos y hombres de armas; si en el frontispicio gótico, que se veia á lo lejos de una calle de árboles, se alcanzaban á ver pages y doncellas que pasaban, entraban y salian ricamente vestidos; si en el balcón se divisaba ya juntas ó cada una de por si, dos damas jóvenes y hermosas, y tras ellas algún enamorado caballero, desaparecia la idea de los espectros y de los hechizos, y se concebia que la parte principal se habia condenado por triste, y dádose la preferencia á la del huerto, que abierto á un gran espacio, era inundado directamente por una alegre luz de mediodía.
Hemos sentado estos precedentes, porque debia ser recien venido á aquella casa un jóven caballero, que habiendo atravesado el puente que se tendia sobre el Arlanzon, ginete en un poderoso caballo negro, habia llegado á la puerta principal, y alzándose sobre los estribos para alcanzar al altísimo y mohoso aldabón, le habia dejado caer por tres veces con fuerza sobre la enorme cabeza de moro que le servia de apoyo.
Esto sucedia á la caida de la tarde de un dia del mes de mayo del año 880 de J. C..
Es fama que los vecinos de las miserables casucas inmediatas asomaron las cabezas á sus buhardas, maravillados de un acontecimiento que hacia muchos años no tenia ejemplo. Para ellos era una novedad que se llamase á aquella puerta, lo que parecia significar que el recién llegado no habia entrado nunca en aquella casa.
Los tres golpes resonaron dentro de una manera hueca y retumbante; pero pasó algún tiempo, y nadie contestó: el ginete volvió á alzarse sobre los estribos, y á asentar otros tres golpes sobre la cabeza de moro.
Sucedió por el momento el mismo silencio, pero poco despues se abrió levemente y sin ruido un agimez, y asomó por él una hechicera y rubia cabeza de mujer, ó por mejor decir, de niña.
Al verla, el ginete palideció de emocion, y esclamó con acento apasionado:
—¡Blanca! ¡Blanca mia! ¿Eres tú...?
—Sí, yo soy, Gonzalo; yo que te esperaba... que dudaba de que vinieses, contestó alentando apenas la jóven.
—¡No venir, y me llamabas tú...! eso era imposible... Esta mañana recibí tu carta, y en el momento bajé yo mismo á las caballerizas, saqué por un postigo el caballo, y sin avisar á mi padre ni á mis hermanos, monté á caballo, y no he cesado de correr. Solo así pudiera haber recorrido por senderos, temiendo ser visto por alguno de nuestros vasallos, las nueve leguas que hay de Salas de Lara á Burgos.
La jóven premio aquella fatiga con una dulcísima sonrisa y una ardiente mirada de sus magníficos ojos negros.
—¿Pero qué peligro es ese que te amenaza, Blanca mia, dijo el ginete, y del cual me dices en tu carta que solo yo puedo salvarte?
—Lo que importaba, Gonzalo, era que vinieses, y has venido... ya nada temo; pero es prudente que evitemos que nos vean hablando... ¡Oh! ¡Dios mio! entonces el mal no tendria remedio.
—Pero ¿qué sucede?
—Quieren casarme.
—¡Casarte! esclamó palideciendo el caballero. ¿Y con quién?
—Con Alvar Sanchez.
Hubo un momento de silencio, semejante al que causa una violenta é inesperada sorpresa.
—¡Con Alvar Sanchez! ¡con el pariente de doña Lambra, tan infame como ella, y tan traidor como ella...! ¡Oh! eso no puede ser, es imposible... imposible de todo punto, mientras corra en mis venas una sola gota de sangre de los Laras. Yo revelaré á mi padre...
—¡Oh! No, Gonzalo, no... es imposible...
—Imposible... ¿y por qué?...
—Esta noche... dijo con acento trémulo Blanca, cuando todos duerman, el mismo escudero que te ha llevado mi carta, entrará en tu aposento y te llevará á un lugar, en donde podamos hablar seguros. Entre tanto, adiós.
—Un momento, Blanca, un momento...
—Doña Lambra puede sorprendernos, dijo la jóven... y es necesario que nada sepa. Hasta la noche, Gonzalo mio. Adiós.
Y cerró la ventana.
Entonces el jóven que á pesar de la opinion de los vecinos, habia entrado muchas veces en aquella casa y sabia demasiado que por mas que llamase por aquella parte no le abrirían, espoleó á su caballo, tomó por una callejuela á su derecha, y llegando al portalón del huerto entró por él á tiempo que entraba otro caballero.
Al verle Gonzalo, palideció y el hombre que tal impresión le causaba, le saludó con una fria sonrisa de superioridad.
—¿Qué es esto? dijo. ¿Cómo es que tenemos la dicha de ver en Burgos al mas galan y afortunado de los infantes de Lara?
—La dicha es mía, primo Alvar Sanchez, contestó el jóven; y, sin duda, para que asi no lo comprendiérais, os habéis olvidado de que llego á la casa de mi hermosa y noble pacienta doña Lambra.
Mientras decían esto los dos nobles, algunos escuderos habian acudido solícitos á tenerles los caballos, habían echado pié á tierra y adelantaban por la calle de árboles hácia la entrada de la casa, mientras otro escudero corria desalado hácia ella.
—Mirad, mirad, dijo Alvar Sanchez: vuestra venida pone aquí en movimiento á todo el mundo, lo que significa...
—Que los criados de doña Lambra conocen bien el respeto que se debe á los parientes de su señora, y mucho mas cuando ese pariente es un Lara.
—Eso significa que los escuderos de doña Lambra están acostumbrados á escuchar continuamente vuestro nombre en unos hermosos labios.
—¡Ah! Pues mirad, ignoraba que era tan dichoso.
—¡Que lo ignorábais!.. pues yo hubiera creido que... venis con demasiada frecuencia, Gonzalo.
—Nunca se frecuenta demasiado la casa de una noble parienta.
—Sobre todo cuando esa parienta es hermosa, noble, rica y nos ama.
—Os juro por mi honor que no os comprendo.
—¡Oh descuido de la inocencia! esclamó con descortés sarcasmo Alvar Sanchez. ¿Será cierto que no habéis reparado?... ¡Vamos, es necesario tener lástima á mi prima! ¡Amar á un hombre que es tan ciego que no ve... lo que han visto todos...
—¿Y qué han visto?
—Lo que yo creia que vos habíais visto también, por lo que me he permitido entrar en este asunto... En fin, ya que he empezado, fuerza es concluir; primo, doña Lambra esta locamente enamorada de vos.
Alvar Sanchez posó una mirada insolentemente inquiridora en el jóven, que se detuvo en el momento en que ponia el pié en el primer escalón de la puerta de la casa.
—Siempre os he tenido en muy poco, le dijo con el rostro pálido y las mejillas trémulas de cólera; pero nunca hubiera creído que fuéseis tal, que os atreviéseis al recato de una dama que es mi parienta.
—¡Oh! ¡oh! ¿qué quereis decir, niño? esclamó ferozmente Alvar Sanchez.
—No quiero decir, sino que digo que me avergüenzo del parentesco, que aunque lejano, tiene con vos la casa de Lara.
—¡Por Cristo vivo!... esclamó Alvar Sanchez.
—Teneos: mirad la casa en que estamos, y sobre todo el motivo de nuestro desconcierto. Tiempo tendremos sobrado.
—¡Mañana!
—Sí, mañana.
—¿Donde?
—Donde vos queráis.
—Al salir el sol, en la fuente de los Almendros.
—Sea.
Y sin decir mas los dos enemigos subieron al par las anchas escaleras de mármol de la casa de doña Lambra.
Nadie habia oido su reyerta, y cuando entraron en la gran cámara donde doña Lambra estaba acompañada de Blanca, nadie los hubiera creido enemigos.
Doña Lambra Sanchez era una de esas mujeres que si se ven una vez, no se olvidan jamás: parecia que al crearla Dios habia destruido la forma en que la habia modelado, para que no pudiera producir otra mujer comparable á ella.
Por mas que nosotros nos esforcemos en describirla, no conseguiremos mas que hacer formar á nuestros lectores una imperfecta idea de lo que era: ni un pintor tendria recursos bastantes en su talento y en sus colores para reproducir la diáfana y nacarada blancura de sus mejillas, lo puro de su frente, lo poderoso y fascinador de sus negros ojos, lo brillante de sus cabellos, lo mórbido de su cuello, la gentileza de su talle y la majestad de su bizarra apostura; sus hombros, su seno, sus brazos, sus piés, que se veian á veces bajo la revuelta falda de su brial, eran admirables, y mas admirable aun el simétrico y dulce conjunto de estas partes, colocadas con una perfecta simetría: pero en aquella mirada ardiente y sensual se revelaba, en situaciones dadas, un fondo tal de perversidad y de dureza; en aquella boca purpúrea, aparecia á veces una sonrisa tan glacial, y en aquellas mejillas tan puras, una palidez tan lívida, que habia momentos en que un escultor no hubiera podido encontrar un modelo mejor para representar al arcángel rebelde.
En aquellos momentos parecia uno de esos vampiros sedientos de sangre humana, que se levantan de su tumba maldita, cuando al mediar la noche suena la hora de las apariciones y de los maleficios. Doña Lambra entonces justificaba su nombre[1].
Pero cuando su alma se sentia halagada por un placer cualquiera, cuando por su pensamiento pasaban ardientes ilusiones, entonces aquel semblante, aquellos ojos, aquella sonrisa, eran dulces, hechiceros, hasta hacer tomar á dona Lambra la apariencia de un angel.
Al entrar Gonzalo de Lara, doña Lambra tenia ese dulce y fascinador aspecto de que hemos hablado; se levantó del estrado en que estaba sentada junto á un grave y sombrío caballero y salió al encuentro del jóven.
—¡Oh! ¡bien venido seáis! le dijo: ¿á qué debo el placer de veros en mi casa? ¿Qué es de mi buen tio el conde Gonzalo Gustios..? Venid, Gonzalo, venid, sentaos aquí, junto á vuestro tio Ruy Velazquez, que tendrá como yo un placer en veros... Que os guarde Dios, primo Alvar Sanchez, añadió despues friamente, volviéndose al noble que tan duro choque acababa de tener con Gonzalo.
El jóven contestó afablemente al apasionado saludo de doña Lambra, adelantó hácia el estrado y estrechó friamente la mano de un caballero, como de cuarenta años, que estaba sentado en él, y que se levantó ceremoniosamente á la llegada del jóven.
Aquel hombro era Ruy Velazquez, señor de Bilaren, uno de los mas obstinados pretendientes de doña Lambra: su estado era rico, su alcurnia ilustre, y su parentesco poderoso, como hermano que era de doña Sancha Jimenez, esposa de Gonzalo Gustios y madre de los infantes de Lara.
Sin embargo, la hermosísima doña Lambra jamás habia contestado á sus demandas matrimoniales sino con vagas esperanzas, disculpándose con lo verde de sus años, que no pasaban de veinte y cuatro, y dando por pretesto que queria vivir algunos años mas libre, antes de someterse al duro yugo del matrimonio.
Ruy Velazquez sufria y se obstinaba, y lo que era peor, tenia celos, unos celos horribles, desesperados. El nombre de Gonzalo Gonzalez, el menor de los siete hijos del señor de Lara, estaba continuamente en la boca de doña Lambra, y pronunciado con una languidez tal, que no era posible dudar de que quien tanto repetia aquel nombre, tenia un constante recuerdo de amor para el hombre que le llevaba. Cuando delante de doña Lambra se elogiaba la gentileza, el valor ó la bizarría de alguno, la enamorada dama contestaba con calor:—cierto es cuanto se dice de ese caballero, pero no alcanza, ni con mucho, en gentileza, en valor y en bizarría á mi primo Gonzalo Gonzalez.
A fuerza de oir estos elogios y de observar cuán profundo era el amor que doña Lambra sentia por el mas jóven de los infantes, se fué labrando un ódio sombrío é irreconciliable en el alma de Ruy Velazquez, no solo hacia Gonzalo, sino también hácia su madre, hacia Gonzalo Gustios, hácia todos los hermanos: el rencoroso hidalgo hubiera roto de buena gana la amistad con sus parientes, aunque lo eran tan próximos, á no ser porque este rompimiento hubiera roto también la amistad que le profesaba doña Lambra.
El frágil lazo de una mujer era el que sostenia una buena inteligencia en las formas, entre el señor de Bilaren y el señor de Lara y su familia.
Por estas razones el semblante de Ruy Velazquez estaba letalmente pálido, su mano se estremecia de una manera leve, y sus palabras eran ceremoniosas y secas al saludar al jóven que por su parte no era mas afectuoso con su tio, por una razón de antipatia instintiva.
Ademas de las personas que hemos indicado estaban en la cámara de doña Lambra, habia otra, bella, dulce, semejante á una aparición de amores; una jóven como de diez y seis años, con cabellos rubios, ojos negros, tímidos, pudorosos, apasionados, semblante blanco, levemente sonrosado, de formas purísimas, cuello esbelto y talle gentil; vestia sencillamente de blanco y estaba sentada en almohadones á los piés de doña Lambra, con la mirada tenazmente fija en la alfombra desde que entró Gonzalo.
Esta jóven era Blanca Nuñez, hija de una lejana parienta de doña Lambra, y huérfana desde la cuna.
Parecía que de aquella hechicera criatura emanaba una atmósfera de pureza que la separaba de los objetos que la rodeaban y constituia un contraste enérgico con la exagerada y fuerte hermosura de doña Lambra.
A mas de estos personages, que por decirlo asi, formaban el grupo principal del cuadro, replegado sobre sus rodillas, por la parte esterior de una de las puertas de la cámara, oculto por los tapices y mirando por debajo de ellos, sin ser visto de nadie, habia un esclavo negro, que el conde de Castilla Garci Fernandez habia cogido á los árabes y regalado á su parienta doña Lambra: este esclavo era fornido, hermoso, relativamente á su tipo, y sus grandes y espresivos ojos negros en que apenas se veia el blanco, estaban fijos con una espresion intensa en su señora: vestia enteramente de rojo, con un trage ajustado que dejaba descubiertos sus robustos hombros, sus brazos y sus piernas, desde la mitad del muslo: calzaba sandalias de cuero, sujetas con cintas de lana rojas, y en su ancho cinturón se veia sujeto un largo puñal: últimamente, como en señal de esclavitud, rodeaba su cuello una argolla de plata.
La materia preciosa de la argolla, demostraba ademas que era el esclavo favorito, puesto que los otros la llevaban simplemente de cuero ó de hierro.
El aspecto de las personas que estaban sentadas en el estrado y alrededor de él, hubiera interesado á primera vista á un observador: doña Lambra, que de una manera tan favorable, tan apasionada, habia recibido á Gonzalo, no era ya la mujer de rostro puro, angelical, radiante de alegria: por el contrario, su boca se habia contraido fuertemente, y sus ojos se habian concentrado en una espresion dura, profunda, terriblemente fija en Gonzalo, que no veia aquella mirada, porque estaba absorto en una no muy discreta contemplación de Blanca, cuyos ojos estaban tenazmente inclinados sobre la alfombra: del mismo modo que el jóven no reparaba en la observación de que era objeto por parte de doña Lambra, esta no habia notado la displicente mirada que Ruy Velazquez pasaba alternativamente de ella al mancebo. Alvar Sanchez era el único que todo lo miraba, que todo lo veia, y el que mas recatado y prudente se mostraba. Algunas veces Blanca, como arrastrada contra su voluntad por una poderosa corriente de fluido magnético, levantaba la vista y posaba una ardiente mirada en los ojos de Gonzalo, que destellaban un relámpago de pasión: entonces doña Lambra, empalidecia y temblaba, Blanca se ruborizaba y volvia á clavar su mirada en la alfombra, y Alvar Sanchez decia para sus adentros:
—¡El rapaz es afortunado! ¡No son mas que dos, y las dos le aman! Los infantes de Lara tienden el vuelo alentados por el prestigio que les da su fama, y se meten en la jurisdicción de otros: será necesario cortarles las alas. Pues fortuna os mando, mancebo. Doña Lambra os ama y se siente desatendida; es orgullosa, irascible, y su orgullo os herirá, su ira os matará: sí escapais de doña Lambra, ahí queda mi buen amigo Ruy Velazquez, que es todo un lobo, y á quien hace sentir unos horribles celos la manera como os mira doña Lambra: Ruy Velazquez os hará pedazos, hermoso garzon; esto en el caso de que yo no os tienda mañana de una buena estocada en la fuente de los Almendros... y os tenderé, sí; os tenderé... los infantes de Lara tienen fama de diestros, fuertes y alentados... pero no importa, paréceme que de esta vez el altivo Gonzalo Gustios verá reducidos á seis sus hijos.
No sabemos á donde hubiera ido á parar el buen Alvar Sanchez con sus benévolos pensamientos, si no hubiera tomado la palabra Ruy Velazquez, que necesitaba decir algo para dar salida, aunque no fuese mas que con palabras rebozadas, á la cólera que ardia en su alma.
—¿Con que decididamente os venia á la córte, mi noble pariente? dijo, procurando dar á su voz la entonación mas cortés posible.
—Por ahora, solo he venido por un deseo que hace algunos dias me punzaba.
—¡Ah! ¡os punzaba un deseo!...
—Sí, ciertamente, y un deseo muy natural: hacia mucho tiempo que no habia visto á mi hermosa prima doña Lambra.
Blanca comprendió que en vez de Lambra debia entenderse Blanca; comprendiólo del mismo modo Alvar Sanchez, y la dulce niña no pudo contener una leve sonrisa de felicidad, ni el feroz hidalgo, cierto movimiento brusco que hizo crugir el sillón de roble en que se sentaba.
Habia pronunciado el jóven con una expresión tan intensa aquella galantería, que iba encaminada, aunque indirectamente á Blanca; habia acompañado á ella para disimular, tal mirada á doña Lambra, que esta, que estaba perdidamente enamorada del jóven, sintió arder su sangre como un volcan, y se escapó de sus ojos una mirada de fuego, mas de lo que debia imprudente, y que hizo bajar los ojos á Gonzalo, y morderse violentamente los labios á Ruy Velazquez.
—¡Oh! ¡Oh! murmuró para sí Alvar Sanchez: el buen pollo de azor conoce perfectamente el volateo... ¡Diablo!... Está en caza de una paloma, y finge seguir el vuelo de una garza real. ¡Oh! ¡oh! El buen Gonzalo Gustios ha sabido proveer de un buen ayo á sus hijos, y paréceme que estos aprovechan bien las lecciones del viejo cortesano Nuño Salido. Fingen de una manera admirable.
Ruy Velazquez interrumpió de nuevo los pensamientos de Alvar Sanchez, dirigiendo la palabra al jóven y haciendo un violento esfuerzo para dominar su conmocion.
—En verdad, en verdad, dijo, que la hermosura de doña Lambra es motivo bastante, no digo para hacer en pocas horas el camino de aqui á Salas de Lara, sino para venir desde la fin del mundo.
Doña Lambra ni aun se dignó contestar á esta galantería, que habia sido pronunciada por Ruy Velazquez con cierto sarcasmo, y dijo al jóven:
—¿Y cómo dejais á vuestro noble padre, primo mio?
—Mi padre, señora, contestó cortesmente Gonzalo, descansa de los cuidados de la córte y de las fatigas de la guerra, desengañado, convencido; hasta ahora solo ha probado amarguras.
—¡Amarguras el vencedor de Almanzor! dijo con ímpetu y casi con descortesía Ruy Velazquez. ¡Amarguras un hombre que ha sido recibido en Búrgos mas de tres veces al doblar de las campanas de la catedral, al son de triunfo de trompas y atabales, al lado del conde soberano, que ha salido á recibirle á dos leguas de los muros como se hace con un salvador de la patria!
—La espada de mi padre, tio, esclamó con ímpetu Gonzalo, ha brillado siempre desnuda por Castilla, ya contra los leoneses, ya contra los navarros, ya contra los árabes, y nunca ha estado sino por momentos en la vaina, y aun asi, tinta en sangre enemiga hasta el pomo.
—Sí, sí, ya sé que el conde Gonzalo Gustios es el primer caballero de Castilla, y me honro con el parentesco que he contraido con él por medio de mi hermana doña Sancha, su esposa: sé también cuanto mi noble cuñado se encuentra reproducido en sus siete valientes hijos, y me causa una alegria infinita poderme llamar su tio.
Gonzalo se inclinó ceremoniosamente.
—Por lo mismo, continuó Ruy Velazquez, no puede menos de estrañarme que un hombre, á quien ha favorecido la fortuna, dándole una nobleza que envidiarian muchos reyes, triunfos en la guerra, poder en el consejo, amor en su hogar, y por resultado de ese amor unos hijos tales corno los infantes de Lara, piense en destinarse al descanso, cuando aun no ha cumplido cuarenta y cinco años.
—Esa misma fortuna ha procurado á mi noble padre envidiosos y enemigos: enemigos de baja estofa, de esos que no se vencen con la espada, porque acometen como las yerbas parásitas, minando el edificio que las sostiene con sus raices, mientras traidoramente le halagan con sus brazos... lo mejor que se hace con esos enemigos, mi noble tio, es dejarles el campo para evitar una lucha rastrera, en que ningun hombre, que aliente en el corazon verdadera nobleza, puede entrar sin desdorarse. Por lo tanto, mi padre ha resuelto dejar su espada y su bandera á nuestro hermano mayor Diego.
—Pues guardáos de esas yerbas, mancebo, pensó Alvar Sanchez, mientras Ruy Velazquez devoraba la cólera que le habia caucado la transparente contestación de Gonzalo.
—En verdad, en verdad, dijo al fin conteniéndose, un padre que tiene tales hijos, bien puede descansar seguro de que no se amancillará la gloria de su nombre. Ahora bien, os dejo: ya cierra la noche, hermosa doña Lambra; el conde Garci Fernandez me espera: los leoneses no andan muy tranquilos: preténdese imponer de nuevo feudo á Castilla, y será muy posible, añadió volviéndose á Gonzalo, que el noble y valiente Diego Gonzalez lleve muy pronto la vencedora bandera de los Laras á las fronteras leonesas. Entretanto, y como creo que vos, mi gallardo sobrino, no dejareis tan pronto el hospedage de doña Lambra, os suplico...
—Podéis mandarme, señor... no he olvidado aun que sois hermano de mi madre.
—Pues bien, dijo Ruy Velazquez con una sonrisa sesgada: os mando que mañana me acompañéis á comer; os espero á la hora de tercia, en que acostumbro á hacer mi comida. ¿Ireis?
—Iré, señor.
—Adiós, pues, doña Lambra. Adiós, hermosa Blanca. Hasta mañana, Gonzalo.
Dicho esto, salió; y Alvar Sanchez, despidiéndose también, alcanzó á Ruy Velazquez en las escaleras.
—Habeis convidado á comer á vuestro sobrino, le dijo.
—Sí, pardiez, y si quereis ser de la partida...
—¡Diablo! ¡Las yerbas parásitas! ¡Diablo de mancebo! La palabra yerba os ha inspirado sin duda la idea de convidarle á comer.
—¿Qué quereis decir con eso?
—Nada digo, sino que están demasiado sobre sí los Laras para que no sea preciso cortarles los vuelos. Vos convidáis á comer á uno de ellos... yo también estoy citado con él para dar un paseo mañana al amanecer hácia la fuente de los Avellanos.
—Y vos ¿por qué?
—¿Cómo por qué? Gonzalo Gonzalez se ha puesto en mi camino.
—No os entiendo.
—Basta que yo me entienda.
—Pues yo digo que no es en vuestro camino en el que se ha puesto, sino en el mio.
—Vos, cuando se trata de mujeres, no veis mas de lo que teneis delante de las narices; pero yo... yo veo mucho mas.
—Y vos, ¿qué veis?
—Veo que las dos damas que hay en esta casa están enamoradas de ese garzón.
—¡Cómo!
—Doña Lambra le ama.
—¿Y él?...
—El, ni siquiera repara en sus amores, porque...
—¿Por qué?
—Porque está enamorado de Blanca.
—¡Ah!
—Ya veis, importa mucho que os acordéis de lo de las yerbas, si es que yo en mi paseo por la mañana, no logro...
—¡Silencio! Hé aqui que llegan nuestros escuderos; será bien que al salir tomemos cada cual por nuestra parte.
—Decis bien... no deben, al menos por esta noche, vernos juntos.
—Hasta mañana; voy á mandar disponer mi comida.
—Hasta mañana; voy á preparar mi paseo.
Dicho esto, los dos amantes celosos montaron á caballo, salieron del huerto, por el portalon, entro los serviles saludos de pages y escuderos, y partieron en distintas direcciones.
Ruy Velazquez no paró hasta llegar á una estrechísima calleja sin salida que terminaba en el muro de la ciudad, y en cuyo fondo se levantaba una desvencijada casa de madera, de dos altos.
En aquella casa vivia un médico judío, astrólogo judiciario, de quien el vulgo contaba cosas espantosas, á pesar de lo cual, la justicia del conde Garci Fernandez no habia llamado una sola vez á su puerta.
Esto acaso se esplicaba por la presencia en su casa de Ruy Velazquez, que, por hallarse retirado de los negocios el conde Gonzalo Gustios, privaba con el conde soberano.
Alvar Sanchez por su parte, tomó el camino de una de las puertas de la ciudad, salió al campo, siguió la corriente del Arlanzon, se internó en un espeso bosque, y á la media legua de camino llegó á un ensanchamiento de él, donde á la luz de la luna se veia una choza levantada entre breñas.
En aquella choza vivia un famoso capitan de bandidos.
Era la inedia noche; un profundísimo silencio envolvia la casa de doña Lambra: todo indicaba que sus habitantes estaban entregados al sueño.
Sin embargo, en una magnifica cámara, alhajada con estraordinario lujo, sentada en un sillón blasonado, apoyados los codos en una mesa y la cabeza entre sus manos, habia una mujer destocada y destrenzada, profundamente pensativa y densamente pálida.
Aquella mujer era doña Lambra.
El estado de desórden en que se encontraban su trage y sus cabellos y lo revuelto de las ropas de un enorme y ostentoso lecho que se veia en el fondo de la cámara, demostraban que le habia sido imposible alcanzar el sueño y que se habia levantado impaciente.
La espresion de dolor de su semblante, le hacia entonces dulce y maravillosamente hermoso: aquella mujer en la situación en que se encontraba, hubiera enloquecido al mas apartado de las influencias del amor: dos gruesas lágrimas surcaban sus megillas lentamente, y cuando habian caido sobre el rico tapete de brocado, otras dos las sustituian y se deslizaban de la misma manera lenta: aquel era el resultado de un dolor profundo, de una sed de amor insaciable que no se satisfacia, que ni aun era conocido, que habia domesticado aquella alma salvage, y que la hacia verter un llanto amargo, en cuyo fondo habia algo de esperanza.
Y no era aquel uno de esos amores caprichosos cuya causa no se concibe, sino como se conciben las vulgaridades y las aberraciones del espíritu humano: era un amor que tenia por objeto un ser noble, simpático, hermoso; un modelo de belleza en cuanto al físico, en cuanto á lo moral un modelo de caballeros: Gonzalo Gonzalez, el menor de los hijos de Gonzalo Gustios, reunia á una hermosura varonil, á un valor á toda prueba, á una generosidad sin tacha, un alma entusiasta, franca, noble, poética: aunque sus hermanos eran gallardos, alentados, nobles y generosos, ninguno como Gonzalo habia llegado á ser como el lote de amor ambicionado en general por las mas hermosas damas de la corte de Castilla: en las carreras era el mejor ginete, el primero que llegaba á la meta; en las sortijas, su lanza la que mas cintas arrancaba; en las cañas, el mas gentil y el mas diestro; en las justas, el que hacia medir á mas caballeros la arena de la tela: si se trataba de ejercicios de fuerza, rompia una lanza blandiéndola en el aire, ó ponia una barra mas allá del mas forzudo, y aun llevaba ventaja á su hermano mayor Diego Gonzalez, que era uno de los caballeros mas estimados por su fuerza y por su destreza en Castilla: si se trataba de alancear toros, no habia valiente fiera del Jarama que le impusiera espanto, ni dejase de revolcarse en su sangre, sin haber logrado tocar con sus terribles astas la piel de su caballo.
Y Gonzalo no tenia mas que diez y ocho años: su pura belleza no habia perdido aun ese delicioso y fresco matiz de la adolescencia, ni en su rostro se veia otra barba que un ligero, sedoso y negrísimo bigote: su cabellera se rizaba naturalmente en hermosos bucles, y sus anchos hombros, su noble estatura, su gallardo talle y la esbelta robustez de sus miembros, le constituían en un hermosísimo mancebo, que tenia todas las dotes necesarias para hacerse amar de una mujer.
Discreto, candoroso, con la franca mirada de sus bellos ojos negros, rico por su patrimonio, nobilísimo por su linage, y famoso ya por sus pruebas de armas, nada tiene de estraño que fuese universalmente codiciado de las damas: este mismo éxito le hacia mas deseable: doña Lambra le habia visto pasar, en los saraos y en los festines del conde de Castilla, indiferente ante las mas preciadas hermosuras: le habia visto vencedor siempre, siempre noble, siempre acompañado de su caballeresca cortesanía: habia adivinado que aquella alma de niño no habia amado aun, y ella que tampoco habia amado, porque no habia encontrado un ser digno de sus altivos amores, empezó á interesarse por aquel mismo primo, (á quien habia visto indiferente siendo niño cuando ya era ella mujer) en el momento en que el niño se hizo hombre: al interés siguió el deseo, al deseo el empeño, al empeño el amor; pero uno de esos amores que se arraigan profundamente en el alma, que la llenan toda, que son la perdición ó la salvación de una mujer, su destino, en fin: doña Lambra estuvo contenida en los límites precisos, mientras pudo dominar su amor; pero desde el momento en que aquel amor dominó á su razon, empezaron las demostraciones hácia Gonzalo, mas transparentes de lo que convenia á su decoro, y en una palabra, ella fué la que se puso en conquista de una manera decidida.
Gonzalo, tranquilo en su pureza de niño, no comprendió en las ardientes miradas de doña Lambra, en sus palabras apasionadas, en su conducta íntima, otra cosa que el amor de una parienta, y la correspondió con una sincera amistad. Doña Lambra sufrió aquella repulsa instintiva, y esperó: pero llegó un dia en que tuvo celos: Gonzalo que no habia reparado en la brillante hermosura de su prima, reparó en la cándida, tranquila y dulce belleza de Blanca Nuñez, y del mismo modo la pobre huérfana se inclinó hácia él, como la vid que tiende sus brazos para enlazarse al olmo. Emtrambos se comprendieron, entrambos se amaron mucho tiempo antes de decírselo, y cuando se lo confesaron, ya hacia mucho tiempo también que doña Lambra sabia que el corazon de Gonzalo no era virgen en amor.
Blanca fué la víctima inmediata: empezaron los malos tratamientos, las humillaciones, las crueldades de parte de doña Lambra, y llegaron á un límite insufrible: no hay enemigo mas terrible, mas encarnizado, mas cruel, que una mujer que se siente celosa y desatendida: Blanca sufrió y lloró; pero llegó un dia en que, en una de las solitarias entrevistas que les procuraba en el huerto de la casa de doña Lambra, un viejo escudero vendido al oro de Gonzalo, reveló á este todos los dolores que debia á su parienta: entonces no fué ya indiferente doña Lambra para Gonzalo; sintió hácia ella una verdadera pasión: pero una pasión terrible, el ódio: esa funesta antitesis del amor: si Gonzalo no hubiera sido tan generoso, doña Lambra hubiera probado una venganza terrible: pero era mujer, y el noble mancebo no concibió ni aun siquiera la idea de vengarse: él ignoraba que una mujer es á veces un enemigo mas fuerte, mas formidable que el mas terrible de los hombres.
La tiranía de doña Lambra solo le inspiró un pensamiento: el de salvar de ella á su adorada Blanca: pero esto no podia ser de otro modo que casándose con ella, lo que era muy difícil, atendida la diferencia gerárquica de los dos amantes, cosa que nunca hubiera encontrado allanada el orgullo de raza de Gonzalo Gustios.
Blanca era parienta por parte de madre de doña Lambra, y si bien esta era harto ilustre, por haberla reconocido como hija bastarda el rey de Navarra don Garci Sanchez, esto no bastaba para ennoblecer á su madre, que, aunque demasiado hermosa para hacerse amar de un rey, no pasaba de ser una villana, hija de un arquero de su guarda: por lo tanto, Blanca, parienta de ella, era villana y muy villana.
Esto dió ocasion á una nueva desdicha: Gonzalo Gonzalez sabia demasiado que su padre, aunque inflexible para un matrimonio por amor, cederia y consentiria en aquel casamiento, á trueque de no tener un nieto natural. Gonzalo, pues, abusó del amor de Blanca y de las solitarias entrevistas que le procuraba con ella su bolsa, siempre abierta, y la pobre niña, sin perder su candor ni su inocencia, se encontró en cinta á los diez y seis años.
Fatal resultado de las preocupaciones gerárquicas que han dado lugar á tantas desdichas.
Doña Lambra no habia podido apercibirse aun del estado de Blanca, y esto lo demostraba el enlace proyectado entre la jóven y su pariente Alvar Sanchez, que viniendo del mismo origen que Blanca, siendo hijo de un carpintero de Tudela y habiendo sido ennoblecido en Castilla, merced á los buenos oficios de doña Lambra, no encontraba obstáculo ninguno en casarse con una mujer que hablaba fuertemente á sus sentidos, y á quien, por otra parte, habia asignado un considerable dote su prima.
Doña Lambra, pues, solo conocia el amor de entrambos jóvenes, y esto era bastante para tenerla en el estado de desolación en que la hemos presentado á nuestros lectores.
Pasó algún tiempo sin que nada turbase la dolorosa abstracción de doña Lambra, hasta que se oyó un golpe recatado á la puerta de la cámara: aquel golpe se repitió una, dos y tres veces antes de que le escuchase la dama.
Esta so levantó de una manera nerviosa, se envolvió en un ancho manto rojo, fué á la puerta y la abrió.
Entonces entró el esclavo negro, que dijimos en el capítulo anterior estaba replegado tras una puerta fijando en doña Lambra una mirada avarienta á través de los tapices.
—¿has visto algo, Jamrú? le preguntó doña Lambra.
—Sí, sí, noble señora; dijo el esclavo temblando de emocion ante el aspecto incitante de la dama: como me mandaste, me puse en acecho junto á la puerta del cuarto donde se ha hospedado ese caballero.
—Bien, bien, y ¿qué has visto?
—Cuando la luna tocaba á lo mas alto del cielo, sentí pasos... me oculté... el viejo escudero Jimeno llegó á la puerta y llamó.
—¿Le abrieron?
—Sí.
—¿Y luego?
—Luego salieron á oscuras, y recatándose el hermoso caballero y Jimeno.
—¿Los seguistes?
—Sí.
—¿A dónde fué el infante?
—Al huerto.
—¿Y allí?
—Fué hasta el olmo grande, se sentó en el asiento de césped, y Jimeno lo dejó solo.
—¡Solo!... ¿y no fué nadie?
—Sí, sí, mi noble señora; poco despues llegó la niña Blanca.
—¿Y están alli?.. esclamó con la voz apenas inteligible doña Lambra.
—Sí, sí señora; allí están.
Doña Lambra fué á la mesa, tomó de sobre ella una pesada bolsa y la arrojó á los piés del esclavo que la recogió suspirando.
—Jamrú era en su tierra un gran guerrero, murmuró de una manera ininteligible: las doncellas de los labios de coral mendigaban una de sus miradas... la dama cristiana desprecia á Jamrú y le trata como á un perro.
Una ardiente lágrima surcó las negras mejillas del esclavo.
—Escucha, Jamrú, le dijo doña Lambra; vuelve á ocultarte en la galería y avísame cuando el infante vuelva á su aposento.
El esclavo salió despues de haber lanzado á hurtadillas una tímida mirada á doña Lambra, que envuelta en su manto parecia una fantasma roja.
Apenas salió el esclavo, doña Lambra recojió sus cabellos en una toquilla; se puso una túnica oscura, y salió desalada, sin luz, sin mas guia que sus celos, de su aposento; atravesó galerías, bajó escaleras y salió al huerto, y adelantó en paso lento y guardándose de la luz de la luna, entre las enramadas.
De repente, al revolver de una senda, por entre las espesuras, vió á poca distancia de ella un grupo iluminado por la luna, al pié de un gigantesco olmo; aquel grupo se componia de una mujer y de un hombre. La mujer era Blanca: el hombre Gonzalo Gonzalez. Ella le miraba con una rauda y purísima espresion de felicidad: él, arrojado á sus piés, estrechaba entre sus manos de una manera delirante, las pequeñas manos de Blanca.
Doña Lambra se sintió desfallecer; una nube sangrienta cruzó por sus ojos, su frente se cubrió de sudor frío; la sangro se agolpó violentamente á su corazon; vaciló, dobló las rodillas y cayó presa de un vértigo, lanzado un ronco gemido. Al fin hizo un poderoso esfuerzo, se levantó y fijó una mirada indescribible en los dos amantes: sus ojos tenían algo del fuego terrible que concebiríamos en los ojos de Satanás, sus dientes se entrechocaban, su cuerpo se avanzaba hácia los dos jóvenes como si hubiera querido devorarlos; por un momento tuvo impulsos de lanzarse sobre ellos... pero esto era confesarse conocedora de lo que según sus intentos, le convenia no dar á entender que conocía: luego quiso escuchar su conversación, pero no tuvo valor para oir palabras de amor á otra mujer en la boca de Gonzalo.
Durante algún tiempo, doña Lambra permaneció inmóvil como una estatua; despues se pasó la mano en un ademan desesperado, por la frente calenturienta, como si hubiera querido arrancarse de ella los pensamientos que la acosaban, y luego se apartó con un violento esfuerzo de aquel lugar y huyó hácia la casa esclamando:
—¡Yo me vengaré!
Pero á medida que se alejaba, parecia que recobraba su razón y su indomable voluntad se sobreponia á las circunstancias; cuando llegó á su dormitorio, su frente retrataba una calma glacial y sus ojos un decidido pensamiento: de repente aquellos ojos se iluminaron con una espresion ardiente é impura, se miró en su gigantesco espejo de plata, sonrió á su magnifica hermosura y esclamó:
—Aun me queda una esperanza... triunfaré... sí triunfaré.
Y siguiendo los consejos de su pensamiento, fue á un enorme arcon de cedro, le abrió; sacó de él un cofrecillo de sándalo, que puso sobre la mesa, y despues esplendentes vestiduras, sobre las cuales vertió esquisitas esencias; luego se desnudó y empezó á vestirse de nuevo; entretejió sus larguísimas trenzas negras con perlas, se ciñó sobre el desnudo y terso cuello un collar de diamantes, se puso sobre las dobles túnicas de lino y seda una magnífica túnica de brocado escarlata, de exajerado descote; rodeó sus deliciosos brazos con ajorcas de oro, y su reducida y cimbradora cintura con un joyel de rubíes; fué á uno de los búcaros que perfumaban la cámara con sus flores y adornó con ellas su seno y sus cabellos; cuando estuvo enteramente prendida, operacion que habia ejecutado con una precipitacion febril y que á pesar de esto habia dado un magnífico resultado, fué de nuevo al espejo y se contempló en él:
—Aun me falta algo, se dijo: si, es necesario que esta sombría espresion de disgusto, de cólera, que afea mi semblante, desaparezca; que estas lágrimas se sequen: no, aun todavía no es esto: aun es violenta mi sonrisa... ¡oh! ¡así, así! ¡como si fuera muy feliz, como si no tuviera celos!.. ¡celos! ¡celos yo! ¿Y de qué? ¿no soy la mujer mas hermosa de Castilla?... parece que cada dia que pasa presta nuevo brillo á mi tez, que mis encantos crecen... sí, sí, la vanidad no me engaña, soy muy hermosa.
Y doña Lambra, en efecto, estaba deslumbrante: sus ojos, enlanguidecidos por la fiebre, resplandecían con un fuego opaco, apasionado, intenso: su seno, levantado por la sobrescitacion de su aliento, producia una blancura deslumbradora, en contraposición del fuerte color escarlata de la túnica, y una morbidez encantadora, oprimida por su descote; sus brazos, saliendo de entre una nube de blanca seda, parecían modelados por el genio de la escultura griega, y sus húmedos lábios, la sonrisa que vagaba en ellos, hacian irresistible á aquella mujer.
—Sí, sí, triunfaré, dijo, solo con quererlo... Gonzalo me amará en el momento que yo le diga que le amo: su orgullo se verá satisfecho... ¡que ama á esa muchacha!... y bien, amor de niño... yo soy mas hermosa que ella, y tan pura como ella: por mi amor suspirarán los mas nobles caballeros de la córte, y si quisiera, el mismo Garci-Fernandez, el conde soberano de Castilla, caeria á mis píes temblando de amor: pero mi ambición es Gonzalo, y Gonzalo será mio, Gonzalo me amará... Su padre Gonzalo Gustios consentirá loco de alegría en esta unión; y yo no sé por qué he sufrido tanto: ¿sabia acaso Gonzalo, que yo lo amaba?... él es demasiado inocente, demasiado puro para haber comprendido mis palabras, mis miradas... ¡Oh! yo abriré su alma al amor, le envolveré en deleites, le enloqueceré. ¡Oh! ¡Gonzalo! ¡Gonzalo! ¡alma de mi alma! Amame si no quieres que mi alma se pierda... porque... si arrastro delante de tí mi pudor y mi orgullo, lo que sucederá despues... ¡oh! lo que sucederá despues, será terrible.
Apenas habia acabado de pronunciar doña Lambra estas palabras, y de dar un último toque á su peinado, cuando resonó un golpe á la puerta.
Doña Lambra fué á ella y la abrió: era el esclavo Jamrú, que al ver á su señora lanzó un gemido, permaneció un momento inmóvil y luego cayó de rodillas.
Doña Lambra se inclinó sobre él, le asió una mano y observó profundamente la vaga mirada que el africano posaba en su semblante.
—¡Oh! murmuró para si doña Lambra, tú también me amas, y el amor ha podido en tí mas que el temor: pues bien, yo te juro que, en último caso, tú serás mi puñal.
Y soltando con desprecio su brazo, añadió en voz alta con indecible altivez:
—Levántate, esclavo.
Jamrú se levantó trémulo y aterrado.
—¿Ha entrado ya en su aposento el infante?
—Sí, poderosa señora, balbuceó el negro.
—Vete, le dijo doña Lambra con imperio, y espérame.
Jamrú salió. Entonces doña Lambra, fué á la mesa, abrió un cajon, tomó de el una llave, salió de sus aposentos, recorrió una larga galería, y al fin de ella se detuvo junto á una puerta, puso la llave en la cerradura y abrió.
Aquella puerta era la del aposento donde se habia hospedado á Gonzalo Gonzalez.
La puerta volvió á cerrarse, y la galería quedó solitaria y oscura.
Paseábase Gonzalo Gonzalez en el aposento que se le habia destinado en la casa de doña Lambra, preocupado y abstraido en sus pensamientos de amor. Tenia ante sí hechicera, hermosa, enamorada, pura, á su adorada Blanca, la mirada dulcemente fija en él, estrechándole con una apasionada convulsión las manos, y poniéndose bajo su amparo, como un momento antes al pié del olmo grande del huerto. Gonzalo la repetía, como entonces, el juramento de amarla siempre, de salvarla, de hacerla su esposa á despecho de su padre y del mundo entero, aunque por ello fuese arrojado del hogar paterno, desheredado, reducido á poner su lanza á sueldo ó á mendigar con un laúd para atender á la subsistencia de Blanca.
Blanca era para él la existencia, la luz, la felicidad: con Blanca aceptaba el trabajo, las eventualidades de la pobreza: sin Blanca nada queria: hubiera desdeñado por ella á la mas hermosa infanta aunque le hubiera traído por dote el reino mas poderoso del mundo.
Gonzalo se habia resuelto y contaba por suya á Blanca: su impetuoso corazon no encontraba obstáculos, ó tenia por seguro el vencer los que se habian puesto á su paso: por lo mismo esperaba con ánsia á que amaneciese, para correr al punto de su cita con Alvar Sanchez, tenderle á sus piés, y sacar en seguida á Blanca de la tiránica tutela de doña Lambra, para lo cual los dos jóvenes se habian ya concertado.
Gonzalo lo encontraba todo esto llano y hacedero: en el número de los obstáculos que se oponían al logro de sus amores, no contaba el amor de doña Lambra: ni aun se acordaba de ella.
Pero cuando mas entregado estaba al dulce vuelo de su imaginación, sintió que una llave abria la puerta de su aposento, y despues vió adelantar una sombra, primero informe, despues deslumbrante por las joyas que cubrían sus ropas; aquella forma adelantó en paso trémulo, indeciso y vacilante, se detuvo á algunos pasos de Gonzalo, y dejó ver una mujer magníficamente prendida, cubierta la frente con las dobles plegaduras de un velo de seda y plata: inmóvil ante el jóven y temblorosa.
—¿Quién sois? ¿qué queréis? dijo Gonzalo maravillado de aquella aventura.
La dama echó atrás tímidamente su velo y dejó ver al jóven su semblante cubierto de rubor, cuya mirada se posaba tenazmente en el pavimento.
—¡Doña Lambra! esclamó el jóven haciéndose atrás.
—¡Tu esposa! esclamó doña Lambra, levantando la mirada y lanzándola sobre el atónito semblante de Gonzalo, con la fuerza y la brillantez de un relámpago.
El jóven se estremeció: aquellas dos palabras ¡tu esposa! habian sido pronunciadas con un acento tal, tan profundo, tan dulce, tan anhelante, tan apasionado, y al mismo tiempo tan tímido, que ellas solas equivalían á la mas ardiente declaración de amor. Y luego aquella mirada habia mostrado á Gonzalo, tales secretos de voluptuosidad, de amor, de sentimiento, de deseo; habia brillado de una manera tan intensa, tan poderosa y tan rápida, que el jóven se sintió vacilar, como un campeón que recibe en el combate un inesperado golpe, y se descompone por un momento y vacila en los arzones.
Doña Lambra sonrió de una manera dulcísima y adelantó hácia Gonzalo que se habia apoyado maquinalmente en una mesa, con la que habia tropezado al retroceder.
—¡Tu esposa, si! dijo doña Lambra, asiéndole una mano que el jóven en su aturdimiento no pensó en retirar, y estrechándola con pasión entre las suyas... ¡Oh! ¡y no habías comprendido mi amor, Gonzalo!.. ¿no es verdad que no le habías comprendido?
—¡Señora! balbuceó Gonzalo, asustado por la libertad de las palabras y de la conducta de su prima.
—¡Oh! en verdad que ha sido necesario que yo te ame mucho para atreverme... ¡Oh, si! esclamó con arranque doña Lambra... ¡por ti todo: el honor, la vida... la eternidad!... Mírame, Gonzalo, mírame: ¿no es verdad que nunca has visto una mujer tan hermosa como yo? ¿no es verdad?., pero tú eres mas hermoso... si... y yo, yo te amo con toda mi alma y he venido á decírtelo desesperada... loca.
—¡Apartad, señora! ¡apartad! esclamó Gonzalo rehaciéndose y como quien despierta de un sueño. ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo una parienta mia se ha atrevido á venir en alta hora al aposento de un hombre? Esto es imposible, no... yo debo estar soñando: vos no sois doña Lambra Sanchez... yo no os conozco.
Doña Lambra lanzó un gemido, soltó la mano de Gonzalo, retrocedió á su vez, se apagó la ardiente mirada de felicidad que antes brillaba en sus ojos, se borró de su boca la dulcísima sonrisa de amor que la habia embellecido, y una palidez mortal sustituyó al encendido color de sus megillas; al ángel habia sucedido el demonio.
—¡Que no me conoces! esclamó con voz ronca, ¡que me desdeñas!.. ¡Oh! habla terminantemente, Gonzalo... dime:—os habéis engañado, habéis sido una imbécil en amarme, una miserable, una mujer liviana en decírmelo... ¡Oh! concluye, por Dios, concluye; porque tu silencio me mata.
Gonzalo se sobrepuso á la situación, dulcificó su semblante, y acercando un sillón á doña Lambra, la dijo:
—Sentaos, prima mia, sentaos.
Doña Lambra dulcificó también su semblante, porque en el acento dulce con que el jóven habia pronunciado sus últimas palabras habia entrevisto una esperanza, y se sentó.
Gonzalo fué á la puerta, la cerró, puso sobre la llave su gorra para evitar que por un acaso fuese vista doña Lambra por la cerradura, y acercando un escabel al sillón de su prima, se sentó á sus piés.
—Prima, la dijo: ante todo es necesario que me confeseis que la situación en que nos encontramos...
—Es estraña... bien lo sé... esclamó con acento tembloroso doña Lambra; pero el estado en que se encuentra mi corazon, es horrible... horroroso... hace mucho tiempo...
—¿Y no teníais otro camino, señora? dijo Gonzalo. Si por acaso os han visto entrar... si os viesen salir... ¿No teníais siempre á mi padre?
—¡Tu padre! ¡decir yo á tu padre:—amo á vuestro hijo, á vuestro hijo que no repara en mi amor, á vuestro hijo que está ciego! ¡Mandadlo que me ame!—No, Gonzalo, no: una mujer que es altiva, noble, que se aprecia en lo que vale, jamás dice ciertas cosas sino al hombre que la enamora... y para ello es necesario llegar al estado en que yo me encuentro... al estado que solo sabrán Dios y yo... Hace mucho tiempo, primo mio, que te amo... hace mucho tiempo que me pongo á tu paso, que procuro aumentar con galas mi hermosura, que fijo mi mirada clara, elocuente en tus ojos, y tú has pasado indiferente siempre, sin recompensar tanto amor, sino con un frio y cortés trato de deudo, de amigo... ¡Oh! esto basta para hacer enloquecer á quien ama como yo... á quien como yo se vé cercada de adoradores... de enamorados á quienes odio, porque me obligan á escuchar palabras que solo quisiera oir en tu boca...esto basta, no digo para hacer posible el venirle á buscar con la soledad de la noche y decirte: yo muero, yo sufro una agonía lenta, horrible... no puedo sufrir ya mas... piensa de mí lo que quieras, pero sálvame, ámame... porque tu amor es mi vida...
Doña Lambra se detuvo aterrada por el esceso á que la habian llevado sus celos y su empeño, y Gonzalo, dominado, aturdido guardó un silencio de confusion.
—¡Oh! ¡estoy loca... loca!., esclamo desesperada por aquel silencio doña Lambra. Soy una miserable que arrastro mi honra á los piés de un hombre para que la pise... pero yo me vengaré... ¡oh, sí!..necesito amor ó sangre... ¡esto es horrible... horrible!..
Y se levantó y se encaminó á la puerta: Gonzalo permaneció inmóvil en su asiento. Doña Lambra se detuvo y volvió con cólera.
—¡Y me dejais partir asi! ¡Ni aun se os ocurre una escusa, Gonzalo! Esto quiere decir, no solo que os soy indiferente, no solo que me despreciáis, sino que me aborrecéis.
—Dios no nos ha destinado el uno para el otro, señora; dijo Gonzalo pronunciando con gran trabajo sus palabras. No os irritéis... debéis agradecerme el que viéndoos en la estraña situación en que os veo... no me aproveche de esa locura que domina vuestra razón.
La mirada de doña Lambra centelleaba fija, de una manera tenaz y amenazadora en Gonzalo.
—Sois tan poderosamente hermosa, señora, la dijo el jóven: vuestras palabras anuncian de una manera tan dulce y tan tentadora, que otro hombre... otro hombre abusaria de ese estado de embriaguez y de delirio en que os encontráis. Pero yo soy hijo de Gustios Lara... soy noble y leal y no puedo engañaros: vuestra belleza ha conmovido mi alma, la ha hecho arder.
—¡Gonzalo! esclamó doña Lambra en cuyo semblante apareció una espresion de ansiedad.
—Pero la ha hecho arder con un fuego impuro: mi amor para vos no hubiera sido amor, sino un torbellino que os hubiese arrebatado consigo, que os hubiera arrojado lejos de sí mancillada, y se hubiera alejado de vos... He conocido esto, y me he dominado; he pasado junto á vos indiferente, os he respetado... ¿Podéis pedirme mas, señora?
—¡He llegado tarde! dijo profundamente doña Lambra.
—Nunca, señora, hubiera pensado en ser vuestro esposo.
—¡Nunca!
—Nunca, no: vuestras pasiones me espantan.
—¡Oh! no me comprendes, Gonzalo, Gonzalo mio... Acaso has visto en mí, el mal brotando de mi mirada, la sangre, el esterminio... ¡Gonzalo! ¡Gonzalo! yo no era asi... ¡no! pero desde el dia en que me vi desatendida por tí, tuvo celos... creí que solamente el amor de una mujer...
—No he amado todavía, señora, dijo Gonzalo, procurando evitar con esta mentira, el peligro de que doña Larnbra sospechase sus amores con Blanca.
—No importa que no hayas amado: basta con que otra mujer te haya inspirado un afecto cualquiera, uno de esos afectos que no son sino un torbellino que llega, arrastra, destroza y arroja despues á la presa que ha arrebatado... bastaba con esto...porque esa misma desgracia me causa envidia. ¡Oh! ¿Qué me importan todos los tormentos del mundo y del infierno, si en medio de ellos puedo recordar una palabra de amor?
Doña Lambra se detuvo.
—Y los celos, Gonzalo, los celos despertaron en mi alma un sentimiento terrible; el sentimiento de la venganza... pero de una venganza como no la han pensado los hombres: y este pensamiento, eternamente fijo en mi alma, ennegreciéndola continuamente, la cambió, la hizo brotar á mis ojos representando esas pasiones que te espantan, Gonzalo: pero si tú me amaras, si mis celos desaparecieran... si yo supiera que era la única mujer por quien tu corazon latia... ¡oh! entonces yo seria un angel sobre la tierra y te deberia mi felicidad y mi salvación.
—Pues bien, señora, dijo Gonzalo: eso es imposible, porque es imposible que yo os engañe.
—¿Es decir que desprecias mi amor?
—No os desprecio, señora... pero... respetad los motivos que me obligan á no aceptar un enlace que llenaria los deseos de mi padre, y... que en otras circunstancias me haria... muy feliz.
—¡Tu padre!., sí... tu padre se llenaria de placer... los nobles de Castilla te mirarian con envidia... y tú, loco mancebo, desprecias lo que tu padre miraria como un favor del cielo, lo que otros mirarian como una felicidad, tratándose de ellos... ¿Me desprecias...? Pues bien. ¡Acuérdate, Gonzalo, acuérdate!
Un mar de lágrimas se agolpó á los ojos de doña Lambra; quiso contenerlas por orgullo; pero esta misma resistencia las hizo brotar con mas fuerza: se arrojó desesperada á la puerta; pero arrastrada aun por su empeño, por sus pasiones, volvió.
—Sangre y desdichas inmensas van á brotar de tu desden, Gonzalo, dijo mirándole con ojos suplicantes... y te amo tanto, que mi venganza me aterra... porque me vengaré, y mi venganza causará horror... ¡Oh! ¡no, no, Gonzalo mio! añadió como cerrando los ojos al terrible cuadro que le hacia ver en el porvenir su venganza... ¡Tú muerto!... ¡tú ensangrentado!... ¡tu hermosa cabeza lívida!... ¡Oh! no, no... ámame... engáñame... pero sé mi esposo... sálvame y sálvate... porque te mataré... si... te mataré... y tu muerte llenará de hiel mi alma... ¡Oh! ¡por compasion, Gonzalo! ¿No te he dicho que tengo celos?
—¡Es imposible! repitió con una calma glacial el jóven.
—Pues bien... mira, tú me has dicho que mi hermosura te conmueve... que te parezco muy hermosa... pero que me abandonarías... pues bien... mira, yo te amo tanto, que soy capaz de sacrificártelo todo... seré tu esclava, tu manceba... y luego, cuando yo te enoje... dímelo... dímelo sin temor... moriré, y te dejaré libre... ¡Gonzalo! ¡Gonzalo! tu amor es mi infierno... pues bien, yo lo acepto; pero engáñame... engáñame, y mátame despues.
—¡Vergüenza! ¡Infamia! esclamó el jóven: habéis contraído en hora maldita un empeño que no comprendo, y os obstináis hasta el punto de proponerme una bajeza... Estáis en vuestra casa, señora, y no sois vos la que debeis salir... pero saldré yo... yo, que no puedo tolerar que os arrastreis de ese modo... yo, que procuraré olvidar lo que ha sucedido aquí.
Y tomando su manto, fué á la puerta; y quitando la gorra de la llave, puso la mano en ella para abrir. Doña Lambra le asió convulsivamente por el manto.
—Me has despreciado como esposa, me has despreciado como manceba... y yo... ¿yo he podido llegar hasta este punto? ¡Bien! ¿Qué importa? Has querido que sea un demonio... lo seré... y estremécete... tus padres, tus hermanos, tú... tu raza entera... y ella... ella... la mujer que te ama...
—Esa mujer...
—Yo sabré su nombre, esclamó doña Lambra, como si en efecto no conociese á la amante de Gonzalo. Yo la buscaré... la encontraré... y la haré pedazos. ¡Oh! tú, los tuyos, todos... necesito inundar en sangre mi afrenta, mi rabia... y la inundaré.
—Hasta ahora, señora, esclamó Gonzalo irritado con aquella amenaza, solo os habia dicho que nuestra unión era imposible por razones vulgares... pero ahora es preciso que conozcáis esa razón... Hace mucho tiempo que os aborrezco, y que aborreciéndoos os desprecio, y á no ser como sois mujer, mi ódio me hubiera obligado á esterminaros.
—¿Con que me odias, me desprecias? esclamó con una feroz alegría doña Lambra. Pues bien, al fin te inspiro algún afecto... esto ya os algo... pero no me desprecies, Gonzalo, porque soy un enemigo terrible. Acuérdate de mi, acuérdate, y adios.
Y revolviendo violentamente la llave en la cerradura, abrió y salió. Su paso precipitado, violento, en que se revelaba el estado de su alma, se perdió muy pronto á lo largo de las galerías.
Gonzalo quedó petrificado, atónito, como aquel que acaba de ser presa de una horrible pesadilla; pero no podia dudar de ello: aun zumbaba en su oido la irritada voz de doña Lambra, aun quemaba sus ojos su mirada impura y chispeante, tentadora á veces, á veces amenazadora.
Empezaba entonces á amanecer. Gonzalo se pasó la mano por la frente como pretendiendo arrancarse de ella la impresión que le habia causado doña Lambra, y luego dijo como quien despierta de un sueño:
—Es necesario librar á Blanca de la cólera de ese demonio. ¡Oh, sí ella supiera!.. ¡me causa miedo esa mujer!., pero afortunadamente nada sabe... y tengo tiempo... Vamos, ya es de dia; pronto saldrá el sol, y el honor me llama á la fuente de los Avellanos. Concluyamos con Alvar Sanchez... y despues....Jimeno es leal... ella saldrá con un pretesto, acompañada del escudero, al medio día, y yo esperaré con los caballos en el prado del Rey... Ella partirá... y luego, para disimular, iré á comer á casa de mi tío Ruy Velazquez.
Y sonriendo á su triunfo, que contaba por seguro, salió, bajó á las caballerizas, mandó enjaezar su caballo, y salió de la casa: si al salir hubiera mirado á ella, hubiera visto en uno de sus agimeces el rostro pálido de doña Lambra, que le miraba alejarse con una espresion fatal.
Apenas se habia cerrado el portalon y perdídose en el silencio el sonoro ruido de la carrera del caballo del jóven, doña Lambra se arrancó con un violento esfuerzo del agimez.
Detras de ella, inmóvil y silencioso, estaba el esclavo Jamrú.
—Sígueme, le dijo.
El esclavo la siguió.
—¿Están preparadas la litera y los hombres de armas?
—Si señora, dijo el negro.
—Pues bien, Jamrú, entra, y haz lo que te he prevenido.
Doña Lambra señaló al esclavo la puerta de una habitación, junto á la que se habían detenido.
El esclavo entró. Poco despues se escuchó un agudo grito de mujer, al que sucedió un profundo silencio.
En seguida se oyeron pasos precipitados, y apareció de nuevo el negro, trayendo entre los brazos un cuerpo humano abandonado á si mismo, y envuelto en el manto rojo de Jamrú.
Doña Lambra marchó apresuradamente la galería adelante, seguida del esclavo con su carga, bajó unas estrechas escaleras, y se detuvo antes de llegar á una pequeña puerta, á través de la cual se veia un patinillo lóbrego y en él una litera, sostenida por dos mulas.
Allí se detuvo doña Lambra.
—¿Has hecho de modo, dijo al esclavo, que los hombres de armas no sepan lo que se encierra en la litera?
—Si señora: están al otro lado de esa puerta, contestó Jamrú, señalando una situada al fondo del patio.
—Bien: acaba.
Jamrú fué á la litera, la abrió con llave, metió dentro el bulto que llevaba envuelto en su manto, cerró, guardó la llave en su bolsa, y se volvió á doña Lambra.
—Toma, le dijo esta, sacando un frasco de plata de su limosnera.
—¿Y qué es esto, poderosa señora?
—Cuando hayas dejado la litera en un lugar donde nadie pueda encontrarla, te vuelves.
—Muy bien, señora.
—Entonces, en la primera venta que encuentres, haz beber á los hombres de armas vino, al que pondrás con disimulo lo que se encierra aquí.
—¡Señora! ¡noble señora! esclamó aterrado el negro.
Una ardiente mirada de doña Lambra, en que se espresaban mil impuras promesas, dominó al esclavo, que guardó temblando el pomo en su bolsa.
—Despues vuelves al sitio donde hayas dejado la litera, y haces de modo que nadie sepa, ni pueda saber jamás lo que haya sido de ella.
—Muy bien, señora, contestó el esclavo temblando de una manera mas visible.
—Vete, le dijo dona Lambra.
Y cerró la puerta por donde habia salido el negro, quedándose en observación tras sus rendijas.
El esclavo fué á la puerta situada al fondo del patio, la abrió, y poco despues entraron dos jayanes á pié y armados de todas armas, que montaron en las mulas que conducian la litera.
Esta se puso en marcha, cerróse la puerta; poco antes víó doña Lambra que seguian como escolta á la litera otros cuatro hombres de armas.
Doña Lambra subió precipitadamente las escaleras y se asomó á una ventana situada sobre una tristísima calleja, por donde se alejaban la litera y los soldados. Ninguno de ellos llevaba señal alguna que revelase de quien eran vasallos, y Jamrú iba envuelto en su ropon y cubierto el rostro con un antifaz.
Cuando hubieron desaparecido, doña Lambra se trasladó, loca, calenturienta, á su cámara; entró en ella, hizo pedazos al quitárselas sus magníficas vestiduras, arrojó con rabia las joyas, y se metió en el lecho murmurando:
—¡Ahora, miserable Gonzalo, busca á Blanca! ¡Búscala!
Entretanto Gonzalo, fuera ya de Búrgos, caminaba con ardor por una estrecha senda, atravesando campos cubiertos de verdura, en dirección á la fuente de los Avellanos, donde se habia emplazado la tarde anterior con Alvar Sanchez.
Su impaciencia le habia hecho acudir á la cita demasiado presto, y cuando llegó á la fuente de los Avellanos encontró el lugar desierto. Nada habia aun que decir de la puntualidad y del valor de Alvar Sanchez, puesto que aun no habia salido el sol.
Echó, pues, pié á tierra y se sentó al pié de unos frondosos álamos junto á la fuente..
Era el lugar agreste y solitario, pero pintoresco: la tierra y los árboles engalanados con el fuerte verdor de la primavera, estaban en perfecta armonía con el lánguido, puro y fuerte azul del celage, en que flotaban algunas nubecillas, teñidas ya de púrpura con los primeros rayos del sol, que aun no habia aparecido sobre el horizonte; murmuraba ruidosamente la fuente, rebosando de su tosco depósito de piedras berroqueñas, y estendíase en un ancho arroyo por la pradera; pero ni cerca ni lejos se veian habitaciones humanas, ni ningun ruido estraño á aquel sitio, turbaba su soledad.
Sin embargo, poco despues de haberse sentado Gonzalo Gonzalez, un hombre, con trazas de ballestero, de semblante rudo y feroz, apareció por una de las sendas, adelantó y llegó hasta el jóven, que por precaucion se levantó á su llegada.
El jayan le miró profundamente y por un instante, y luego dijo:
—¿Tendréis la dignación, señor caballero, de decirme cuál es el camino mas derecho para llegar á la buena ciudad de Búrgos?
El infante le señaló un sendero, y el rústico, despues de haberse quitado, como á su llegada, la caperuza, se despidió de él y se perdió entre los árboles.
Poco despues, el sol tocó las copas de los alámos mas altos, y como si solo hubiera esperado á esto, apareció por el mismo sitio por donde habia desaparecido el montero, Alvar Sanchez sobre un poderoso caballo.
Venia armado de todas armas, al par que Gonzalo solo llevaba por armas defensivas un túnico de mallas, y por ofensivas un puñal y una espada.
El infante frunció levemente el ceño ante el aspecto de Alvar Sanchez, que, viniendo armado de punta en blanco, á la cita de un enemigo que se hallaba lejos de su casa y que no podia proveerse por lo mismo fácilmente de armas, cometia una felonía.
Sin embargo, Gonzalo Gonzalez era valiente, contaba con su destreza y con la maestria de su caballo, y antes de que pudiese llegar Alvar Sanchez, montó y le salió al encuentro sereno, pero apercibido.
—¿Qué es esto, mi noble primo, dijo al verle, y así os salis desarmado de Búrgos, cuando los campos hierven de bandidos?
—¡Oh! ¿Con que es decir, que en los estados del conde de Castilla, no puede un hidalgo alejarse una legua de los muros sin un arnés á cuestas? Paréceme que exagerais, Alvar. Ayer en nueve leguas de mal camino por las montañas, y sin llevar mas armas que estas mismas, no me aconteció ningun desmán. Ahora mismo acabo de hablar con un hombre de mala traza, y nada tampoco me ha acontecido.
—Pues mirad, si os ha visto un hombre de mala traza y se ha alejado sin deciros esta boca es mia, soy de opinion que busquemos otro lugar mas seguro.
—¡Cómo! los espero para un asunto de honra, y lo primero de que me hablais es de peligros!
—Ya veis que vengo armado y vos no lo estáis, dijo Alvar Sanchez.
—Lo que me estraña en demasia, os lo confieso.
—He atendido á mi seguridad por parte de los bandidos: en cuanto á vos, estoy seguro de no medir mi espada con la vuestra.
—¡Sereis tan cobarde!...
—Ya sabeis que nunca he retrocedido ante el peligro, y que despues de nuestro pariente Ruy Velazquez, paso por la primera lanza de Castilla.
—Creo que no haríais mucho en añadir que despues de Gonzalo Gustios y de seis de sus hijos, porque no quiero contarme en el número.
—Sea como queráis, quiero concedéroslo todo, porque vengo por un amigo, no por un enemigo.
—¡Cómo! Despues de lo que aconteció ayer...
—Estoy seguro de que estareis hoy pesaroso de palabras que solo pudo haceros pronunciar un momento de mal humor.
—No creia por cierto...
—Teneis razón: yo nunca hubiera sufrido ni aceptado mas satisfacción que la sangre, acerca de un insulto de otro hombre. Pero en medio de nosotros están nuestro parentesco y doña Lambra.
—¡Doña Lambra!
—Os lo repito, doña Lambra os ama, lo que nada tiene de estraño; y no me perdonaria nunca el que vertiese vuestra sangre. Yo escusaré siempre tener por enemiga mia á esa dama, porque, os lo advierto, es un enemigo terrible. Ademas, yo no me perdonaria jamás el cubrir de luto, por la muerte del menor de sus hijos, á mi noble y buen pariente el conde Gonzalo Gustios de Lara. Nadie ha sido testigo de nuestra contienda, y por lo mismo me daré por satisfecho con que, hablando como parientes, me deis una ligera disculpa.
Centellearon los ojos del infante.
—Os vuelvo á repetir, dijo, que me avergüenzo de mi lejano y torcido parentesco con vos, y mucho mas desde que os veo tan cobarde.
Alvar Sanchez palideció, y levantó su pesada lanza de roble, dejándola caer sobre la cabeza del infante; pero este que, como hemos dicho, estaba apercibido, hizo botar su caballo; y la lanza, no encontrando objeto, cayó y se rompió contra la tierra.
Inmediatamente el infante desnudó su espada, revolvió su caballo, que era ligerísimo, caracoleó alrededor de Alvar Sanchez, sin que este pudiera alcanzarle con la espada, y le desjarretó el caballo gritando:
—¡Hé aquí lo que yo hago con los felones!
El caballo de Alvar Sanchez cayó cogiendo debajo á su ginete, que solo tuvo tiempo para llevar á sus labios un silbato y hacerle sonar fuertemente tres veces.
En el momento, por todos los senderos de la alameda aparecieron monteros-bandidos en número de siete, y avanzaron hácia el jóven, á tiempo que Alvar Sanchez, habiéndose desembarazado del caballo, se ponia de pié y embestia á Gonzalo.
—¡Ah miserable traidor! esclamó este acometiéndole espada en alto.
—¿Traidor, eh? dijo Alvar Sanchez con un gozo brutal: veamos si os las entendeis tan bien con estos buenos mozos como con la hermosa Blanca.
Gonzalo se sintió cercado, abrumado, combatido por todas partes, y solo tuvo tiempo para replegarse contra un álamo.
En tanto Alvar Sanchez gritaba:
—Cuidado con las ballestas, hijos: al que me dispare una sola jara, le crucifico: cojédmele vivo: aquí no se trata de matar... al menos por ahora... no queremos sangre, señor infante... ¡Hola! ¡Hola! Os defendeis como un león... pero... ¿qué es esto?
Lo que habia causado esta esclamacion de Alvar Sanchez, eran cinco caballeros, que ginetes en corceles de guerra y armados de todas piezas, habian aparecido tranquilamente en el claro como gente que sigue su camino; pero que, al ver la violencia que se cometia contra un hombre solo por tantos, se abrieron en círculo y avanzaron con las lanzas bajas en dirección al lugar de la contienda.
—¡Por Cristo vivo! esclamó el mas avanzado de los caballeros: ¿no es aquel hidalgo que se defiende nuestro hermano Gonzalo?
—¡Mis hermanos! esclamó Gonzalo con alegría.
—¡Los infantes de Lara! esclamó aterrado Alvar Sanchez.
En cuanto á los bandidos, apenas vieron sobre sí á los cinco caballeros, huyeron cuanto deprisa les fué posible, y se perdieron entre los árboles: quedó solo Alvar Sanchez, que no podia huir á causa de lo pesado de su arnés.
—¿Qué es esto? ¿Quién es el felón que se ha atrevido á insultarle, á acometerte, hermano mio? dijo Martin Gonzalez, el segundo de los infantes de Lara.
—Esto significa, dijo Gonzalo envainando su espada y limpiándose el sudor que corria por su frente, que nuestro deudo Alvar Sanchez y yo hemos venido á este sitio en demanda de un caballero con quien tuvo ciertas diferencias nuestro primo.
—¡Oh! ¡oh! ¡Y el cobarde, el miserable, esclamó Ruy Gonzalez el quinto de los hermanos, en vez de presentar el rostro al peligro, ha enviado bandidos!
Alvar Sanchez tuvo la cobarde impudencia de aceptar la generosa disculpa de Gonzalo.
—Estamos en unos tiempos, primos míos, dijo, en que hay que temerlo todo.
—Afortunadamente no os han herido mas que vuestro caballo, observó Fernán Gonzalez, el cuarto hermano; pero, por fortuna también, hemos traido nuestros escuderos, y el mio os dará su caballo.
En efecto, desembocaban en la pradera seis hidalgos que llevaban en sus vestas el blasón de Lara.
—Sí, si; preciso será que Alvar Sanchez vuelva cuanto antes á Burgos, dijo Gonzalo, á calmar la inquietud de los que bien le quieren: nosotros entretanto departiremos de asuntos que me conciernen y que me interesan harto, hermanos mios.
—Mucho será que aqui no se encubra alguna gran maldad, dijo profundamente Martin.
—De seguro no está lejos el caballero felón, dijeron con recelo Suero y Gustios Gonzalez que habian observado hasta entonces en silencio las alternativas de palidez, de despecho y de cólera mal contenidas, que habian pasado por el semblante de Alvar Sanchez.
—De todos modos, creo que debemos dejar en libertad de volver á Burgos á vuestro pariente: hacedme la merced de desmontar, señor Lope López, añadió volviéndose á uno de los escuderos que habian llegado, y de entregar vuestro caballo á este caballero.
—Os doy gracias, Gonzalo, dijo Alvar Sanchez, y jamás olvidaré lo que os debo: en efecto añadió, montando en el caballo de Lope Lopez, hago una notable falta en Búrgos, primos míos.
—Partid, pues, y en cuanto á ese caballo, podéis llevarlo con vos cuando vayais á la comida á que tengo que asistir, como convidado de nuestro buen tio Ruy Velazquez.
Alvar Sanchez se apresuró á despedirse, picó al caballo y se alejó al galope.
—Paréceme que nuestro primo se apresura mas de lo justo, dijo Gustios Gonzalez, el hijo de Gonzalez Gustios, que antecedia en edad á Gonzalo.
—Alvar Sanchez ha querido asesinarme, dijo profundamente el jóven.
—¡Ah! traidor, esclamó Martin, picando á su caballo.
—Tente, hermano. ¿A donde vas? gritó Gonzalo. ¿Quieres acaso que se diga mañana por nuestros envidiosos, que los infantes de Lara han acometido en cuadrilla á un enemigo?
Martin volvió riendas.
—He aquí, niño, dijo severamente, á lo que se espone el que se lanza al peligro sin esperiencia en el primer arrebato de la juventud. ¡Oh qué noche! ¡qué noche nos has hecho pasar, Gonzalo!
—Solo falta que me riñas, Martin, contestó tristemente Gonzalo, para las desdichas que me suceden desde ayer.
—Pero ¿á qué venir solo? ¿Por qué no avisar á uno de nosotros? ¿Por qué no fingir un pretesto y pedir licencia á nuestro buen padre, dijo cariñosamente Suero: anoche te esperamos en vano á la hora de la cena, á la hora del rezo, á la hora de recojerse: nuestros padres quedan allá con una ansiedad mortal... tenemos muchos enemigos y tú, el mas jóven de nosotros, eres el Benjamin de la familia como dice el capellan Pero Ponce. En fin cuando ya estábamos desesperados, pin saber qué hacer, ocurriósele á Gustios entrar en tu aposento, y en él encontramos esta carta.
Y Suero sacó de su limosnera la carta que habia escrito Blanca á Gonzalo, y que aquel en su precipitación habia dejado al partir sobre la mesa.
—¿Y sabe nuestro padre esto? esclamó palideciendo Gonzalo.
—Te hemos ahorrado ese sentimiento, dijo severamente Martin, y como sabíamos que debías estar en casa de doña Lambra, tomamos inmediatamente el camino, y por fortuna te hemos encontrado á tiempo.
—¿Y nuestro hermano Diego? dijo Gonzalo.
—Diego, contestó Fernán, so encuentra en este momento siguiendo una aventura.
—¿Siguiendo una aventura por estos sitios en que hierven los bandidos?
—¡Oh! nuestro hermano Diego es esperimentado y prudente, dijo con cierta reserva Martin.
—¿Y qué aventura es esa?
—¡Nada! un encuentro, sin duda, con una dama andariega, dijo Fernán. Lo que importa por ahora, es volvernos.
—Yo no puedo volverme tan pronto, dijo Gonzalo.
—¡Cómo! esclamaron los hermanos.
—Estoy convidado á comer por nuestro tio Ruy Velazquez.
—¡Convidado á comer por Ruy Velazquez, despues de haber sido emplazado por Alvar Sanchez! murmuró sombríamente Martin. Pues bien, un convidado convida á ciento; tan sobrinos de Ruy Velazquez como tú, somos nosotros; ¡romos, pues, todos; pero antes, hermanos mios, permitidme que yo haga cierta visita á un hebreo astrólogo y embustero, que conozco, en Búrgos.
—¡Que conoces un judio! dijo Fernán con estrañeza.
—Me curó en cierta ocasion en secreto una estocada adquirida en Búrgos por cierta noble dama que me hizo curar con recato en su casa, y el buen judio quedó tan prendado de mí, que me dijo:—Desde el momento en que conozcáis que doña T... tiene celos ó pretende deshacerse de vos, no vayais á su casa sin una buena cota de malla bajo la túnica, ni comáis con ella sin haber bebido algunas gotas del filtro que yo os dé. Paréceme que lo que me dijo el astrólogo, de la casa de la dama, puedo decirse á Gonzalo, de la casa de Ruy Velazquez.
—¡Ah! esclamó Gustios.
—¡Oh! pronunció Fernán.
Los demas hermanos guardaron un sombrío silencio.
—¡Hola! ¡Pedro de Rojas! dijo con imperio Martin.
Adelantó uno de los escuderos.
—Volveos al instante á Salas de Lara, y decid á vuestro señor que hemos encontrado á nuestro hermano Gonzalo en casa de doña Lambra.
—Muy bien, señor.
—Partid.
El escudero partió.
—Ahora hermanos, míos, tomemos el camino de Burgos, continuó Martin; yo conozco, separándose hácia la derecha del camino, una venta donde hay una ventera de buenos ojos, y que sobre todo, hace un salpicón y un guisado de liebre que no hay mas que pedir.
—¿Y nuestro hermano Diego? dijo como obedeciendo á un secreto instinto Gonzalo.
—Partamos, dijo Martin, que él nos encontrará.
Los seis hermanos partieron.—Todos iban pensativos y cabizbajos, como heridos por un mismo presentimiento, por un presentimiento fatal.
El orden de la narracion que nos ocupa, nos obliga á volver atrás un corto espacio.
Era poco antes de la salida del sol de aquel mismo dia. Seis caballeros, seguidos de otros tantos escuderos, caminaban á buen paso y en silencio por un escabroso camino de travesía, y tan estrecho, que se veian obligados á marchar á la deshilada, esto es: uno detras de otro.
Mientras anduvieron entre breñas, siguieron el sendero; pero cuando, bajando las faldas de una vertiente, se encontraron en llano, el que marchaba delante sacó su caballo del camino, y empezó á marchar á campo atraviesa, como para abreviar la distancia que aun les separaba de Burgos, cuyos torreones se veian á lo lejos.
Los de detrás siguieron al delantero, y no obligándoles ya el terreno á marchar en hilera, se reunieron en dos grupos: los caballeros delante, los escuderos á una respetuosa distancia detras.
Asi se aproximaron á un espeso encinar que les cortaba el camino, y al aventurarse en uno de sus estrechos senderos, se vieron obligados á marchar de nuevo en hilera.
De repente Diego Gonzalez, porque estos seis caballeros eran los infantes de Lara, refrenó su caballo, se detuvo, y volviéndose, hizo señal á los que le seguían de que también se detuvieran.
Lo que habia motivado esta accion de Diego de Lara, eran pisadas cercanas de cabalgaduras, que resonaban sobre un sendero cercano que se cruzaba con el que seguían, y eran aquellos tales y tan buenos tiempos de bandidaje y de aventureros, que nada tenia de estraña tal precaución en un hombre que habia ya mandado ginetes en batalla, y que habia adquirido fama de capitan prudente, y esperimentado. No sabía, pues, con quien tendria que habérselas, y aprovechando lo escabroso y cerrado de la, senda, que podia decirse le emboscaba, permaneció inmóvil y en silencio; los demas comprendieron que estaban en acecho y guardaron también un profundo silencio por su parte.
Poco despues Diego Gonzalez, empinándose en los estribos y mirando por entre el ramaje, vió lo siguiente.
Pasaron primero dos pesados hombres de armas, ginetes en fuertes caballos, descuidados y con la lanza en la cuja: poco despues otro ginete, enteramente encubierto y envuelto en un ropon rojo; luego una litera conducida por dos muías, y sobre cada una de ellas un hombre de armas; últimamente, cerrando la marcha otros dos ginetes armados exactamente como los anteriores. Nadie mas pasó. Cuando se hubieron perdido á lo lejos el ruido de sus pasos, Diego Gonzalez aguijó su caballo y dijo con negligencia:
—Alguna bendita abadesa ó buen abad que vuelve á su monasterio.
Y siguió adelante; ni él habló mas, ni nadie le preguntó.
Al fin, al poco espacio salieron del bosque, y se encontraron en un ameno campo, en el que desembocaban algunos senderos del bosque, y en el cual á lo lejos se veia una alta y frondosa alameda, por la cual atravesaba un camino.
—lié aquí, hermanos mios, que ya estamos cerca de la fuente de los Almendros, y por lo tanto sobre uno de los caminos de Búrgos: ¿qué pensáis que debemos hacer?
—Pienso, dijo Suero, que debemos esperar en un mesón de las afueras y enviar uno de nuestros escuderos á casa de doña Lambra á informarse si para allí nuestro hermano Gonzalo.
—¿Y no seria mejor, observó Rodrigo, ir directamente á casa de nuestra prima?
—Con los arneses al hombro, ¿no es verdad? interrumpió Fernán: como quien dice: aquí venimos con el hierro hasta los dientas, temerosos de que no haya sucedido algún entuerto á un Lara, ni mas ni menos que si fuese una doncellica melindrosa.
—Lo cierto del caso es, dijo Martin, que yo no las tengo todas conmigo: según la carta que hemos encontrado en el aposento de nuestro hermano, ama á Blanca Nuñez y es amado de ella: ella le llama para que la defienda de doña Lambra... y doña Lambra, lo sabemos todos, lo sabe nuestro padre, y esto le hace alentar proyectos de matrimonio, ama, según todas las muestras, locamente á Gonzalo. Si nuestro hermano ha cometido una imprudencia... doña Lambra... y esto no lo he dicho hasta ahora... será, capaz de todo.
—Doña Lambra, hermano, dijo severamente Diego, es nuestra parienta, y aunque no podemos decir que ese parentesco sea próximo, al fin tiene en sus venas sangre de los Laras: ningun Lara ha cometido aun una traición.
—Dios quiera, dijo aun insistiendo Martin, que esa mujer no nos sea funesta.
En aquel momento se oyeron pasos de cabalgaduras, y por uno de los senderos apareció la misma cabalgata que habia visto pasar Diego: pero sin litera: solo venían las muías y sobre ellas los dos hombres de armas.
Aquella gente pasó por los linderos del bosque sin ver, ó al menos sin demostrar que habia visto á los infantes de Lara.
Este hecho torció el rumbo de la conversación de los hermanos.
—¡Por nuestra señora de la Hoz! esclamó Diego, ¿qué han hecho esas gentes de la litera que llevaban?
—La habrán dejado en algún caserío, dijo Martin.
—No hay por aquí caserío, ni edificio, ni pueblo, en una legua á la redonda, repuso Diego.
—En ese caso, ellos sabrán lo que han hecho de ella, dijo Martin.
—Escuchad, hermanos, esclamó Diego: no se por qué me interesa esta aventura y voy en su demanda. Esperadme en la fuente de los Almendros, y si tardo, id á la venta de San Cristóbal, sobre el camino de Búrgos y esperadme alli.
—¿Y vas solo? dijo Fernán.
—¡Ira de Dios! ¿y qué ha de acontecerme?Id tranquilos y esperadme en uno de los dos lugares que os he dicho.
Y sin añadir mas, picó á su caballo y se metió de nuevo en el bosque.
Pero por mas que hizo por encontrar la senda que habían seguido los de la litera, le fué imposible dar con ella; tanto se cruzaban los senderos, las veredas y las trochas; aquello era un laberinto: por una, dos y tres veces partió de un sitio y despues de haber dado mil vueltas, volvió á encontrarse en él; el sol subia, y casi habia perdido la paciencia cuando escuchó cerca de sí agudos gritos de una mujer que pedia socorro; pero por la parte por donde resonaban era tan áspero el terreno y tan espesa la maleza, que era imposible al caballo atravesar por allí: el generoso infante no dudó un momento: echó pié á tierra y se avalanzó á un estrecho sendero: de repente al bajar de una quebradura se presentó á sus ojos un espectáculo terrible.
Era el estrecho centro de un enmarañamiento de árboles; en medio de él un negro atlético, con el collar de los esclavos al cuello, con un puñal desnudo en la mano, miraba con indecisión, con espanto, y al mismo tiempo con una espresion horrible, á una hermosa jóven, que asia brutalmente de un brazo y que se revolvia aterrada á sus piés.
Aquel esclavo era Jamrú, aquella jóven Blanca.
En el momento en que apareció Diego de Lara, pintóse una horrible decisión en el semblante del negro, y levantó el puñal sobre Blanca, que arrojó un agudo grito de terror.
—¡Infame! gritó el infante con voz de trueno, poniéndose de un salto junto á ellos y echando mano á su espada: suelta esa doncella ó eres muerto.
Al ver sobre sí un hombro armado, y singularmente el semblante de uno de los siete infantes de Lara, á quien tan bien conocía, Jamrú se dió por muerto, dejó caer el puñal; y soltando á Blanca, cayó de rodillas ó inclinó la cabeza en silencio, como el reo que espera el golpe del verdugo, mientras la desdichada jóven se asia al cuello de Diego sin dejar de mirar aterrada al esclavo.
—¡Oh! ¡Diego! ¡Diego! esclamó; defiéndeme de ese hombre.
—¿Quién eres? preguntó el infante al negro.
—Yo soy el esclavo Jamrú, señor, contestó temblando.
—¡Ah! ¿eres el esclavo de mi prima doña Lambra? En otros tiempos te he visto dominar á un potro salvaje, luchar con un toro y vencerle, arrostrar sin temor el peligro, y te tenia por valiente; pero me he engañado, un valiente no asesina mujeres, ni tiembla ante la muerte.
El esclavo se alzó y miró frente á frente al infante.
—Antes esponia la vida sin temor, porque me era insoportable... dijo, y ahora... tiemblo perderla... porque... porque ella me ama.
Diego creyó comprender toda la horrible verdad. Vió en aquel acto brutal, ejercido contra Blanca, los celos de doña Lambra, y una promesa de amores hecha por esta al esclavo en premio de su sumisión.
—¡Que ella te ama! dijo: ¿y quién es ella?
—Ella es mas hermosa que el sol que alumbra mi patria, dijo el esclavo: por ella la muerte me es horrible.
—Espera, espera, pobre Blanca mia, dijo Diego llevándola á una breña y sentándola en ella: nada tienes que temer estando conmigo, y yo necesito hablar á solas á este miserable.
Y apartándose á un lado con el esclavo, le dijo:
—¿Con que doña Lambra te ha ofrecido su amor por la sangre de esa desdichada?
Una espresion de asombro difícil de describir, se pintó en el semblante del negro.
—Un arcangel tentador ha tendido sobre mi sus alas, esclamó el negro, con el énfasis de los de su raza.
—Hablemos claro, esclamó impaciente Diego Gonzalez: ¿tú has traído aquí á esa dama por orden de doña Lambra?
El esclavo miró de una manera temerosa al infante y calló; pero una amenazadora y terrible mirada de Diego le hizo hablar.
—Si, señor; dijo.
—Para que la matases... añadió el infante.
—SI, señor; contestó con doble trabajo el negro.
—¿Y sabes qué causas han obligado á tu señora cometer esa infamia?
—Anoche la niña Blanca estaba en el huerto con el hermoso caballero: yo avisé á mi señora, y mi señora los vió: la hermosa castellana de la frente pálida, ama al bello garzón de las guedejas rubias... y el esclavo Jamrú ama á la altiva castellana.
—Es decir que doña Lambra aprovecha tu loca pasión para vengar sus horribles celos.
—Doña Lambra ama y mata... esclamó con dolor el negro, para quien era un objeto de envidia un amor tan terrible.
Diego Gonzalez quedó por un momento pensativo.
—¿Qué te ha dicho doña Lambra que hagas con la niña Blanca, despues que la hayas muerto? dijo al fin.
—Que la sepulte en un lugar donde ni aun las fieras puedan encontrarla.
El frió del horror pasó á lo largo del cuerpo del infante haciéndole estremecerse de piés á cabeza.
—Vete, y di á tu señora que has cumplido sus órdenes, dijo al esclavo.
—No volveré á ver á doña Lambra, sin llevar mi puñal ensangrentado... tú has salvado á la niña Blanca y tú me condenas.
—Escucha, dijo Diego Gonzalez: me importa mucho que la niña Blanca no vuelva á parecer, que nadie sepa qué ha sido de ella.
—¿Y no parecerá?
—No.
—Júramelo.
—Te lo juro por la vida de mi padre. Puedes volver sin temor á doña Lambra y decirla que Blanca ha muerto... engáñala bien... y goza sus amores... ¡Digno amante de tal miserable!
El esclavo se arrojó á los piés del infante.
—¿Qué haces? esclamó Diego.
—¡Ah señor! á Jamrú le desgarraban el alma los gritos y las lágrimas de la niña Blanca... Jamrú era allá lejos, muy lejos, donde el sol arde sobre el desierto, un gran guerrero, un valiente guerrero: Jamrú nunca ha matado mujeres... pero Jamrú ama á la dama de la frente pálida, y su espíritu está colgado de su boca... tú, señor, me has librado de un sueño eterno de sangre, porque yo hubiera visto siempre delante de mí una sombra roja.
—Alza y vete, lo dijo el infante.
Jamrú se levantó despues de besar la orla de la vesta de Diego, y fué al lugar donde estaba sentada Blanca y se arrodilló; la jóven se levantó aterrada y se amparó de nuevo de Diego Gonzalez: el esclavo se puso de pié, lanzo una profunda mirada de arrepentimiento á Blanca, y alejándose lentamente, se perdió en el bosque.
—¡Oh hermano, hermano mio! esclamó Blanca asiéndose convulsiva al cuello de Diego y mirándole con los ojos arrasados de lágrimas. ¡Qué sueño tan horrible! Porque esto es un sueño, ¿no es verdad?
—Si, este es un sueño de sangre, dijo tristemente el infante.
—¡Un sueño de sangre! esclamó trémula Blanca.
—¿Por qué me llamas hermano? la dijo dulcemente Diego.
Blanca se cubrió de rubor, y no se atrevió á contestar.
—Lo sé todo, lo adivino todo, pobre Blanca mia: vuestro amor ha sido loco, impaciente...
—¡Oh, Diego!
—Y esa unión es imposible... imposible de todo punto, esclamó con despecho el infante.
Blanca bajó la cabeza, se comprimio su corazon, y sus lágrimas corrieron en silencio.
—Imposible de todo punto, por dos razones, continuó con pena el infante: nuestro padre jamás consentiria en ese casamiento, y si Gonzalo se atreviera á hacerlo á pesar de su voluntad," le desheredaría... le arrojaria de su casa.
—¡Oh! ¡no! ¡no! esclamó Blanca, cuyo corazon se partía.
—Ademas, doña Lambra, al ver á Gonzalo tu esposo, le rodearia Velazquez de asechanzas, le mataría...
—¡Que le mataria doña Lambra! ¿Y Velazquez por qué?
—¡Pobre niña! tú adormida en tu amor y en tu inocencia, no has visto lo que todos hemos visto... no has comprendido que doña Lambra ama á Gonzalo.
—¡Que le ama! ¡que le ama ella! esclamó Blanca palideciendo aun mas que lo estaba... ¡que le ama!... ¡sí, es verdad!
Y la pobre jóven comprendió la razón de los malos tratamientos de doña Lambra, su ódio hácia ella, y su empeño en casarla con Alvar Sanchez: conoció ademas lo que hasta entonces no habia conocido: supo lo que eran celos y recordó estremeciéndose la magnifica hermosura de su rival: entonces le pareció que las corteses palabras con que Gonzalo habia encubierto su odio hácia aquella mujer, que sus dulces miradas, no eran el resultado del noble y desinteresado afecto de un pariente, sino hijas de un amor, que se lo recataba... al que se la sacrificaba... se creyó encañada, envilecida, abandonada y cayó sollozando en los brazos de Diego.
—¡Sí, si, Diego! esclamó con amargura, llévame de aquí á un lugar retirado; que todo el mundo me crea muerta... ellos se aman... ¡Dios mio! y se me ha engañado: sí, sí, llévame: no quiero oponerme á su felicidad... que se casen... ¡qué importa! yo huérfana, abandonada... deshonrada...
Blanca no ¡nido decir mas: su llanto se hizo histérico, desgarrador, y la fuerza de su dolor la hizo caer al fin sin sentido en los brazos del infante.
Diego de Lara fué cruel, ó por lo menos miró aquel asunto fríamente, por el lado de la razón, y no pretendió sacar de su error á Blanca. Por el contrario, se aprovechó de su desmayo, cargó con ella, buscó su corcel, la acomodó sobre el arzón, montó, y poniéndose en marcha, se perdió muy pronto entre las revueltas del bosque.
La venta de San Cristóbal, situada á media legua de Burgos, sobre el camino real de Asturias, era lo que podia llamarse un modelo de avance y de civilización para aquellos tiempos.
De construcción reciente, provista de estensas caballerizas, y de cómodos aposentos, tenia por objeto servir de asilo, no solo á traginantes y á viajeros sino también á los nobles castellanos, que habiéndoseles hecho tarde en el camino, no tenían tiempo para llegar á Burgos antes de que se cerrasen sus puertas, ó que bien sin este motivo, querían refrigerarse de la fatiga de un largo y penoso viaje, y quitarse el polvo, ó el barro de la caminata, para entrar de una manera conveniente y digna, en la corte de Castilla.
El dueño de esta venta era un francés, que se llamaba maese Ambrosio Bec-de-Aigle, nombre que por una casualidad justificaban sus narices, que en efecto parecían un pico de águila vieja.
Este señor habia venido como maestresala, entre la servidumbre de Mma. Argentina, hija del conde de Tolosa, que habia casado recientemente con el conde Garci Fernandez, y habiendo estado encargado de los gastos universales del camino, se habia dado tal maña, á pesar de no haber durado el viaje mas que un mes, que al poco tiempo del casamiento de su señora, pudo retirarse de su servicio y construir aquella venta á hostería, como él la llamaba, con todas las condiciones necesarias para llenar su alto objeto.
Estaba, pues, maese Ambrosio, amorosamente recostado al sol recibiendo con delicia sus rayos matinales en su voluminoso vientre, y bendiciendo á Dios porque el dia habia empezado trayéndole numerosos huéspedes, cuando un cercano ruido de pisadas de caballos, le sobresaltó agradablemente; y volviendo la cabeza hácia el lugar por donde sonaba el ruido, vió que este le producían seis caballeros bizarramente armados, que seguidos de otros cinco escuderos, uno de los cuales cabalgaba á grupas, á la venta se encaminaban.
Púsose de pié maese Ambrosio de un salto, y quitándose la caperuza de pieles, porque ya los hidalgos echaban pié á tierra, se le regocijó el alma toda, como siempre que paraban personas ricas en su casa.
—Bien haya mi buena fortuna, dijo, que me deja ver en mis umbrales á los nobilísimos infantes de Lara.
—Buenos dias, maese Ambrosio, dijo Gustios Gonzalez, tomando la palabra; nos vemos precisados á pasar algunas horas en vuestra hostería y espero que nos tratareis bien.
—¿Cómo bien, mis señores? Á cuerpo de rey, ni mas ni menos que si se tratara del emperador Cario Magno, respondió con énfasis el líos talero.
—¿Tendréis guisado de conejo?
—Y de conejo con cabeza natural, que no ha sido ni pegada, ni cosida. Ya sabéis, mis nobilísimos señores, que en mi casa ni se bautiza el vino, ni se da gato por liebre.
—¡Bien, bien! Acomodad á nuestros escuderos en el piso bajo, dijo Ruy Gonzalez; mandad dar un pienso á nuestros caballos, que bien lo han menester, y haced que nos abran la cámara grande.
—Me es imposible, señores, dijo con cierta compunción el hostalero: á haberlo sabido... pero esta mañana llegó un personage encubierto con muestras de principal, ó al menos asi lo demostraba su bolsillo, que se entró en mi casa con seis ginetes y se encerró con ellos en la tal cámara, de donde no ha salido nadie, á escepcion del encubierto, que aun no ha vuelto: tampoco puedo daros la cámara de la chimenea, porque en ella se ha aposentado un señor juez del consejo de la muy noble y leal ciudad de Burgos, que con un alcalde y su ronda de á caballo, vigila estos campos, que á decir verdad, no están muy seguros de bandidos.
Y mientras decia esto, habia atravesado, precediendo oficiosamente á los infantes, el piso bajo, subido unas pendientes escaleras de madera y parádose en el corredor delante de una puerta que abrió con llave.
—Pero si no puedo daros ninguna de las dos habitaciones antedichas, continuó el hostaiero con la locuacidad propia de los de su oficio, franqueando la puerta para que pasasen los infantes, os presento esta, que está recientemente entapizada, alfombrada y pintada, y que como veis tiene ventanas á dos caminos.
—Mucho lujo es este, maese, dijo Suero Gonzalez.
—Que quereis, señor: suele acontecer que este aposento se encuentre hidalgamente acompañado, y que mas de tres veces á la semana, mas de una nobilísima y hermosa dama se aposente en él, lo que os aviso para vuestro conocimiento, mis buenos señores; y ya veis que tratándose de tales personas, es necesario tenerlas un lugar cómodo y decente. Voy, con vuestra vénia, á enviaros á mi criada Andresilla, que es una linda moza, y que os servirá cumplidamente, sin dejaros nada que desear.
Y tras esto se salió, atravesó el corredor y se detuvo un momento á escuchar delante de una puerta.
—Es estraño, dijo: antes de que saliera el personage encubierto, charlaban y bebian y reían de una manera brutal estos desalmados, y ahora callan como difuntos, lo que prueba la bondad y la fuerza de mis vinos.
Y sin decir mas siguió adelante.
Poco despues, una jóven y robusta montañesa, colorada, cari-redonda y ojialegre, de ancha cadera y de alto pecho, cubria con limpísimos manteles una ancha mesa, en derredor de la cual se sentaron los cinco infantes de Lara presentes, y empezaron á despachar con gran apetito el guiso de conejos con cabeza (pie les habia hecho servir maese Ambrosio.
Cuando salió la muchacha, se detuvo como el hostaiero á la puerta de la cámara grande y escuchó:
—Yo no sé, dijo, por qué esas gentes enamoran á las mozas y las dicen requiebros, si se han de emborrachar hasta el punto de dormir como lirones.
El almuerzo de los infantes fué triste: parecia que un presentimiento funesto les preocupaba: sin embargo, bebían con un aplomo admirable, y con una frecuencia maravillosa, y no hablaban sino para alentar á Gonzalo, que apenas probaba bocado: sirvióles sucesivamente Andresilla, gigote, salpicón y jamón de oso; trájoles esquisito queso y leche caliente, y renovó por seis veces los frascos de vino: á pesar de esto, la taciturnidad de los infantes no se desterró: preocupábales el conocimiento de la pasión de su hermano Gonzalo, de la traición de Alvar Sanchez, y sobre todo el convite de Ruy Velazquez. Los generosos mancebos no podían esplicarse que nadie les aborreciese, y sobre todo les aflijia el encontrar una traición tan horrible en sus parientes.
Asi, pues, terminado el almuerzo, y como les dominase aun el humor tétrico, Suero y Ruy se arrojaron en un voluminoso lecho, que habia en uno de los ángulos de la habitación, y Fernán y Gustios se asomaron cada uno á una ventana, para atalayar la venida de sus hermanos Diego y Martín; mientras Gonzalo profundamente preocupado, permanecia junto á la mesa con los codos apoyados en ella, y la cabeza entre las manos, posicion que solo dejaba de tiempo en tiempo, para beber maquinalmente un sorbo de vino de un gran vaso de estaño que tenia delante.
Pasó mucho tiempo y llegó la hora de medio día: es decir una hora despues de aquella en que Ruy Velazquez habia convidado á comer á su sobrino, cuando Gustios gritó desde su ventana:
—lié allí á nuestro hermano Diego, que viene.
—Y he aquí á nuestro hermano Martin, que se acerca.
En efecto, por cada uno de los dos caminos, en cuyo ángulo estaba situada la hostería, adelantaba uno de los infantes. Martin venia de Burgos; Diego de la montaña.
Entrambos pasaron delante de la puerta, vieron á sus cinco hermanos asomados á la ventana que estaba sobre ella y entraron.
Poco despues estaban en la cámara.
—Por cierto, dijo Suero, que nos hemos olvidado de vosotros en el almuerzo, pero es de presumir que las tarteras de maese Ambrosio no hayan quedado vacias.
—¿Y para qué comer teniendo preparada nuestra comida? ¿Ya os habéis olvidado que somos convidados de nuestro tio?
—No seré yo quien coma en su casa... dijo Ruy.
—Ni yo.
—Ni yo.
—Ni yo, esclamaron los restantes.
—Recordad mi conocimiento con el médico judio, insistió Martin; mostrándoles un frasco de arcilla cuidadosamente tapado.
—Maldito yo si me fio de esos perros descreídos, dijo Suero.
—No me fio yo mas que tú, hermano; pero cuando las cosas se prueban...
—¿Y habéis probado?
—Ciertamente: el astrólogo mandó á una bruja que cojiese los dos gatos que tenia en su casa, despues de haber envenenado dos pedazos de carne y de haber preparado otro con este antidoto.
—¿Y qué sucedió?... dijo profundamente Riego.
—El astrólogo, continuó Martin, dió á comer un pedazo de carne envenenada á uno de los gatos, que le devoró inmediatamente: el animal empezó á mostrarse como ébrio y á dar vueltas sobre sí mismo: luego dió dos ó tres saltos y cayó muerto. Aquello era horrible.
—¿Y luego? preguntó Diego.
—Luego dió al otro gato la carne preparada con este filtro, y esperamos una hora; al cabo de ella, dió al mismo gato el otro pedazo de carne envenenada, la comio... y nada... absolutamente nada... esperamos otra hora y nada aconteció al animal... convencido de la eficacia de este filtro, le pagué... un poco caro en verdad... Me ha costado diez marcos de oro.
—Nunca es caro lo que sirve para guardarnos la vida, dijo, sin perder su gravedad Diego; pero no me satisfacen asas pruebas... esos judios charlatanes y embusteros, son generalmente unos insignes jugadores de manos.
—Bien: podremos probarlo por nosotros mismos.
—¿Y con qué?
—Con dos gallinas.
—Pues manos á la obra: ¡hola! Andrea, Andresilla.
—Pero eso es inútil, dijo Suero: leñemos un antídoto, pero no tenemos un tósigo.
—Y es cierto, esclamó desalentado Diego.
En aquel momento apareció Andresilla.
—Tráenos seis frascos de vino, dijo Diego.
La muchacha salió.
—Hiciste mal, Martin, dijo Diego, en no procurarte parte del tósigo para hacer la prueba por ti mismo.
—Eso hubiera sido esponerse á que el hebreo tomara por una farsa lo del antídoto y nos tuviera por tan envenenadores á los Laras como á Ruy Velazquez, esclamó con repugnancia Martin.
—Dices bien, hermano, observó Diego: y ¿qué hacemos ahora?
—No irá casado Ruy Velazquez, dijo Fernán. Asi se escusa todo.
—Eso seria dar á entender que sospechamos ó lo que es peor despues de lo que ha sucedido á nuestro hermano Gonzalo con Alvar Sanchez, que tenemos miedo.
—Pues no encuentro un camino, dijo Martin.
En aquel momento escucharon en la habitación inmediata gritos horrorosos: blasfemaba maese Ambrosio, daba alaridos Andresilla, y se oian voces roncas y desentonadas.
Los infantes no pudieron menos que trasladarse á la habitación donde aquellos gritos resonaban: era la cámara grande.
Y en verdad que habia motivo para las blasfemias de maese Ambrosio, para los gritos de Andresilla, y para la severa, ronca y amenazadora perorata del señor juez del consejo, que rodeado de sus soldados estaba en la cámara.
Tendidos ya aquí, ya allí, y muertos, lívidos, hinchados, estaban los seis hombres de armas, que Diego habia visto pasar por el bosque acompañando la litera en que iba encerrada Blanca.
Diego vió claramente que aquellas seis muertes se habian hecho para borrar el rastro de un crimen, y le aterró tanta perversidad en doña Lambra.
—¿Qué es esto que sucede aqui? dijo Diego, con la autoridad que le daban su linaje y su parentesco con el conde soberano.
—Sucede... noble y poderoso infante, dijo el juez, fornido y rechoncho personaje, cuya cabeza se escondia casi entre sus hombros; lo que sucede es que estamos en casa de un envenenador, que acaso estamos envenenados, esclamó con un visible terror el juez.
—¡Envenenador yo! esclamó todo sulfurado y colérico, maese Ambrosio... ¡yo envenenador!... esto es una calumnia de que pediré justicia el conde soberano... yo envenenador ¿y por qué no ha de serlo Andresilla, que es la que ha subido los vinos?
Armóse aqui una de Satanás: Andresilla gritó, gritó el hostaiero, gritó el juez, hasta gritaron los soldados y vino á sacarse en claro de tanto grito, que Andresilla solo habia sido la descubridora del crimen, dando parte á su amo que á pesar de haber llamado y rellamado á la cámara grande, nadie habia contestado; en consecuencia de lo cual, Maese Ambrosio habia subido y llamado, y no obteniendo contestación habia descerrajado la puerta y halládose con aquel estrago.
El juez escuchó gravemente esto, y no convenciéndole los descargos de los presuntos reos, mandó redondamente atarlos y conducirlos á la cárcel, cosa que se hubiera ejecutado á no haber intervenido como fiador Diego Gonzalez de Lara.
El juez desistió por lo tanto, y á beneficio de una mediana bolsa de oro que el infante le puso con disimulo en las manos, sacáronse secretamente los muertos, enterráronse por los mismos soldados de la justicia fuera de la venta, y nada se supo.
El hostaiero en la efusión de su agradecimiento, se negó á cobrar á los infantes el precio del almuerzo, y fué necesario que Diego Gonzalez se incomodase sériamente para que consintiese en cobrarlo.
Los infantes salieron poco despues de la hostería, con sus escuderos, y Diego de Lara que caminaba delante en dirección á Burgos murmuró:
—Ello ha sido terrible, poro ya sé de qué medio valerme para saber si nos podemos fiar del antídoto del judio.
Entraron en la ciudad por la puerta menos concurrida, y Diego Gonzalez encaminó á sus hermanos á un mesón solitario, eternamente desprovisto de huéspedes de dia, no pudiendo decirse lo mismo respecto á la noche.
Diego Gonzalez, no sabemos por qué, era muy conocido del dueño de la posada, y hubiera bastado para darlo á entender, aunque nosotros no lo hubiéramos dicho, el especial recibimiento de este. Quitóse la caperuza de la manera mas servicial, resplandecia en su rastro picaresco una alegría inequívoca, y esclamó con efusión:
—¡Oh, mil y mil veces feliz el dia que me deja ver en mi pobre casa á la flor, nata y orgullo de la caballería castellana; al noble, al valiente y galán señor Diego Gonzalez de Lara! Dejadme, señor, que tenga la honra de teneros el bridon, aunque robe este buen oficio á ese hidalgo vuestro escudero.
—Supongo que tu posada á estas horas estará tan sola como de costumbre, dijo Diego de Lara desmontando.
—Y aunque no lo estuviera, contestó el posadero, á quien las anteriores generosidades del infante hacían forzar su servicial carácter de dueño de casa pública; seria cosa para complaceros, de echar de mi casa á los que se hallasen en ella, aunque se encontrase en el número el limosnero del Papa, y tanto mas cuando tan bien acompañado venís, mi noble señor.
—Mejor es que no te veas obligado á recurrir á este ruinoso estremo: estos caballeros que ves conmigo son mis seis hermanos, y estos otros hidalgos nuestros escuderos.
Deshízose el huesped en cumplimientos, alborotó la posada llamando á los mozos y las criadas, hizo que los primeros condujesen los caballos á las cuadras, y las segundas preparasen una habitación digna á los infantes y otra por separado á los escuderos, despues de lo cual él mismo fué á instalar á los siete jóvenes en la destartalada habitación que les habia destinado.
—Verdaderamente, señores, dijo, me habéis cogido desprevenido, y por el momento no me atrevo á ofreceros viandas que para otros serian buenas, pero en las que no hay que pensar sino para cerrar los ojos y desecharlas, tratándose nada menes que de los siete nobilísimos infantes de Lara, flor, nata y orgullo.
Interrumpióle Diego.
—Para nada necesitamos de tus viandas, le dijo.
El posadero que pensaba hacer un lucro usurario, no pulo contener, á pesar de sus picardías, un gesto de desaliento y de desagrado, que no se escapó á la penetración de Diego.
—Pero si no necesitamos de tus viandas, dijo este apartan ole á un lado, necesitamos de tus servicios, y de servicios que si son bien desempeñados te producirán mas que lo que hubiera podido producirte la venta de todos tus endiablados guisos.
Volvió á resplandecer la alegría en el semblante del posadero, y la sonrisa que se habia helado de una manera seria un momento antes.
—Mandad cuanto gustéis, señor, dijo dando vueltas á la caperuza: ya sabéis que mi obediencia hácia vos no tiene limites. ¿Hay que llevar alguna cita ó billete?
Diego se apartó mas.
—Hay que ir á casa de doña Lambra Sanchez.
—¡Hermosísima doncella! esclamó el posadero abriendo enormemente los ojos.
—No se trata de amores: pero tú que eres todo un sabueso con tus puntas de curioso y de entrometido, debes conocer mucha gente en casa de esa dama.
—Conozco desde el mayordomo Pero Perez hasta el marmitón Lamprea, y desde la dueña Aldegunda hasta la fregona Mari-Sábelo.
—¿Entre esa gente conoces también al esclavo Jamrú?
—Pues mirad, señor, dijo el posadero desplomándose algo de la pretensiosa altura á que se habia elevado respecto á su conocimiento con las gentes de doña Lambra: ese perro herege es para mi la persona menos conocida que tengo; quiero decir, tan solo le conozco de vista; debe ser moro ó trogoldita porque nunca bebe vino, ni se rie, ni deja de mirar con unos ojazos que meten miedo; jamás ha pisado las puertas de mi casa, lo que por otra parte nada tiene de estraño, puesto que aquí no entran mas que personas nobles; lo que nunca sucede con el señor Ruy Velazquez ni con el señor Alvar Sanchez, que cada noche de Dios, y cuanto mas oscura sea, vienen, y por cierto con tales compañías que da envidia verlas.
—¿Pero sabes quién es el negro? ¿le conoces?
—¡Oh! eso sí señor.
—Pues entonces tienes todo lo que para el caso necesitamos. Ahora bien, es necesario que vayas al momento á casa de doña Lambra, y que por medio de cualquiera de los que allí conoces te avoques con Jamrú.
—Iré, señor, y me avocaré.
—Cuando le tuvieres frente á frente y en lugar en donde de nadie puedas ser oido le dirás: el caballero que os encontró cuando estábais acompañado de cierta persona, en cierto lugar esta mañana, está en mi casa y os manda que vayáis á verle. Obedeced, pues, que os importa.
—Así lo diré sin faltar palabra.
—Le dirás ademas: el mismo caballero quiere que llovéis con vos cierto esquisito licor que habéis dado á beber esta mañana en cierta parle á seis amigos vuestros. Obedeced también si no quereis que el caballero que os envia se valga, para obligaros, de vuestros seis amigos.
—Asi lo diré, señor.
—Y como es casi seguro que el esclavo se prestará á seguirte, le conducirás aquí. Asi, pues, parto y vuelve cuanto antes.
El posadero aseguró que cumpliria lo mas pronto y fielmente su encargo y salió murmurando:
—Maldito si entiendo ni una palabra de todo esto: pero bien, ello dirá.
Diego se volvió entonces á sus hermanos: estos estaban tristes, preocupados por las impresiones que habian recibido aquella mañana, particularmente á la vista de los cadáveres de los seis hombres de armas de doña Lambra.
Gonzalo singularmente se mostraba mas tétricamente pensativo que sus hermanos; era cerca, de medio dia, la hora de su cita con Blanca en el Prado del Bey, y se mostraba visiblemente impaciente y contrariado. Diego lo sabia todo, porque todo se lo habia revelado Blanca, escepto el estado á que la habia llevado su amor, y la escandalosa escena que habia acontecido la noche anterior entre dona Lambra y Gonzalo, que ella no conocía, y que era sin embargo la causado las desdichas que empezaban á acontecer.
Diego sabia, pues, que su hermano tenia una cita con su amante y una cita decisiva, y como sabia también que Blanca no podia asistir á ella, ni Gonzalo ir á casa de doña Lambra en su demanda, pensó, que este creyéndose desairado por la falta de la jóven, se ofendería, y que por pasagera que fuese su ofensa, podria servir de mucho para que pudiesen ganar tiempo y poner remedio á una pasión que no convenia de ningun modo al orgullo de los Laras.
—Paréceme, hermano mio, le dijo acercándosele y asiéndole cariñosamente una mano, que luchas con un pensamiento que te contraría... estás impaciente.
—Yo confieso, Diego, dijo Gonzalo, que te agradeceria el que me dejases ir á un cierto asunto, en el cual, cuando mas podré ininvertir una hora: hasta entonces no hago falta al convite de nuestro tío, y estaré de vuelta en el momento preciso.
—¿Y tal es ese asunto que no sufro demora? dijo disimulando Diego.
—Ninguna, hermano mio.
—En ese caso vete, y puesto que nada me dices acerca de eso asunto, respeto tu secreto; pero te aconsejaría, sí el asunto es de amor, que no fueses á rondar como un estraño la casa de doña Lambra.
—¡Oh! descuida, hermano mio: no me acercaré ni con mucho á la casa de nuestra prima.
Y tras esto, salió apresuradamente, y poco despues Diego le vió alejarse á lo largo de la calle..
—Yen acá, Martin, dijo Diego: tú amas á nuestro hermano, ¿no es verdad?
—¡Ira de Dios, Diego! esclamó ofendido Martin; ¿pues por quién estoy con el arnés á cuestas desde ayer? ¿por quién he ido hoy á la casa de ese judío condenado?... ¿Por quién estoy dispuesto á romperme la cabeza con Ruy Velazquez, con Alvar Sanchez y con todos los de su mala casta?
—¡Martin! ¡Martin! Dios quiera que el amor de Gonzalo no traiga grandes desdichas.
—¡Bah! Amor de niños, amor que se cura con la ausencia.
—¿Has olvidado tu primer amor, Martin?
—¡Mi primer amor! ¿Y cuál fué mi primer amor? ¡Ah! ¡Diablo! Sí, ya recuerdo: ¡una moza de cámara de la condesa viuda doña Sancha! ¡Una montañesa mofletuda!...
—No se trata de burlas, Martin: una mujer vulgar, plebeya, záfia, que se vende al oro, ó que se deslumbra con los amores le un caballero, por mas que sea hermosa y ame á su modo, no puede compararse con un ángel... y Blanca, la amada de nuestro hermano...
—Es verdad, dijo Martin, rascándose la estremidad de una oreja, y si Blanca nos amára á nosotros... no sé, no sé; pero es muy posible que nos encontráramos en la situación de Gonzalo.
—La situación de nuestro pobre hermano no puede ser peor: su casamiento con Blanca es imposible... imposible de todo punto... Blanca es pechera... la sangre de los Laras es demasiado ilustre para descenderá tal punto... por otra parte, Martin, esos amores han dado ya terribles resultados.
—¡Cómo!... ¡el amor habrá arrastrado á la pobre Blanca!
—Si hubiera acontecido lo que pareces indicar, Martin, el mal no tendria remedio: antes que todo, era preciso evitar que pudiera decirse que un hijo del conde Gonzalo Gustios, habia cometido una infamia seduciendo á una pobre jóven... No es de esos resultados de los que yo hablo... sino de oíros que no son menos funestos: doña Lambra tiene celos... doña Lambra ama á Gonzalo.
—¡Que le ama! ¡imbécil! y ha podido preferir á esa toquilla... ¡doña Lambra!.. ¡un asombro de hermosura, de gentileza! ¡rica como un judio, hija de un rey..! Mi hermano está loco, vive Dios... y si yo me encontrara en su lugar...
—Gonzalo hace bien en desdeñar á doña Lambra, dijo profundamente Diego.
—Sin embargo, nuestro padre se creeria satisfecho con que uno de sus hijos casase con ella.
—Lo mismo creí yo ayer... pero hoy... hoy... doña Lambra es un demonio, hermano, y un demonio esterminador.
—¿Y dices que hoy has conocido..? ¿Era olla acaso la dama de la litera?
—No.
—¿Iba en la litera?
—Nada tiene que ver la persona que iba en la litera con doña Lambra.
—Vamos... esto es un misterio, dijo Martin.
—Si, y un misterio tenebroso.
Martin conocia la firmeza de Diego y no insistió.
—Bien, le dijo, pero á pesar de tus juicios, en que creo que te engañas, si yo pudiera enamorar á doña Lambra me creeria el mas feliz de los hombres.
—Pues prueba á hacerlo, hermano; y si lo consigues, si un dia me dices: doña Lambra me ama, se rae habrá quitado un horrible peso del corazon.
—Pues bien: hoy empiezo, y tan pronto como que voy á soltar el arnés y á presentarme en su casa.
—Antes será, preciso que vayas al Prado del Bey.
—¿Al Prado del Bey?
—SI, allí encontrarás á Gonzalo: ocúltale entre los árboles y obsérvale sin ser visto: mira con quien habla, lo que hace. Si por acaso se encamina á casa de doña Lambra, estórbaselo en nombre de nuestro padre, y sí insiste... tú eres mas fuerte que él: nada respetes, desármale y tráele contigo.
Y Diego empezó á desarmar á Martin.
Los otros hermanos que, respetando á su hermano mayor Diego, habían estado hablando acaloradamente en otro estremo de la habitación, se acercaron al ver aquellos preparativos.
Permítanos el lector que ya que encontramos un hueco, ó por mejor decir, una ocasion de hacerlo, hagamos la semblanza de los infantes.
Diego, el mayor de ellos, tenia veinte y cinco años; no era tan hermoso como Gonzalo, pero le aventajaba en robustez de formas y en estatura, si no en fuerzas, aunque era casi un gigante; difícilmente se encontraria hoy un hombre que pudiese moverse, si se vistiera un arnés tal como la pesada armadura de hierro colado que llevaba sobre sí: era un tanto moreno, y en sus negros y grandes ojos, si bien se notaban generosidad y buenos instintos, habia una profunda espresion de prudencia, que casi tocaba en recelosa reserva, y una dureza y una altivez sin límites. Fanático por el honor, era muy fácil hacerle desnudar la espada por una sombra de insulto, y muy difícil, muy raro, el que aquella espada volviese á la vaina, sin haber hecho un cadáver, aunque debemos añadir que jamás la desnudaba sin la profunda convicción de que le obligaban á ello su honor y su derecho. Como hijo, respetaba ciegamente á su padre; sentia por él una admiración orgullosa, y por él so hubiera dejado quemar vivo. Como amigo, rara vez, y á pocas personas concedia su amistad; pero la amistad en él, tanto como el honor, como el valor, no conocia límites. Amaba á sus hermanos, con el amor de una madre y con la firmeza de un anciano que conoce que con la juventud es necesario ser á veces mas duro ó inflexible, cuando mas se la ama. Era, pues, su segundo padre, y tanto confiaba en él Gonzalo Gustios, que solia decir á sus amigos:
—Mi hijo Diego me alivia del miedo de la muerte: sé que puedo entregarle mi bandera, seguro de que la sostendrá mejor que yo, porque mi brazo empieza ya á cansarse, y que me reemplazaria dignamente respecto á sus hermanos. Todos son buenos y cumplidos caballeros, y tengo orgullo de ser su padre: pero Diego une á su juventud la prudencia de un anciano, y es en fin, la piedra fundamental de mi casa.
En cuanto al amor, Diego jamás le habia sentido; el amor es un yugo, y su carácter independiente le rechazaba: no podia decirse del mismo modo que era indiferente á la mujer, pero sabia gozar de sus encantos sin enamorarse, y gastar bizarramente su oro, mas que sus palabras, con altas cortesanas.
Cada cual tiene sus vicios, porque no hay hombre que no los tenga; pero Diego de Lara sabia satisfacer los suyos de una manera hidalga, y sin daño de tercero.
La dureza de su carácter le hacia indomable para todos: y si bien trataba con un entrañable afecto á sus hermanos, estos le respetaban un punto menos que á su padre, seguían sus consejos, y reconocían en él su derecho de primogenitura.
Así, pues, por costumbre y por carácter ejercia una autoridad marcada sobre sus hermanos.
Martin, el segundo, contaba veinte y cuatro años. Era rubio, blanco., pálido, con hermosos ojos azules, de espresion franca y entusiasta: delgado, esbelto, pero fuerte y á propósito para la fatiga: era un verdadero calavera, espíritu loco y confiado, que se arrojaba al peligro sin verle, y salia de él sin estremecerse, sin adquirir prudencia para lo sucesivo. Lo amaba todo, con tal que fuese bello, y lo abandonaba apenas lo conseguía. Sus triunfos en amor, sin embargo, no habian hecho ningun victima, porque siempre antes de llegar al caso de una formal conquista, encontraba en la mujer á quien rendia homenage algún defecto que le alejaba de ella. Martin necesitaba una mujer especial, bastante pura para llenar su alma entusiasta, y bastante discreta para prevenir sus inconsecuencias. Una sola le habia enamorado de veras; pero aquella mujer se habia mostrado siempre inaccesible aun á sus demostraciones. Aquella mujer era doña Lambra.
Pero este amor estaba tan dominado ya por la costumbre de no ser atendido, era tan superficial en amores el carácter de Martin, y su clara razón comprendia de tal manera que su prima no estaba al alcance de sus posibilidades amatorias, que aquel amor dormia replegado en el fondo de su alma, y si alguna vez se revelaba, la rebeldía, aunque fuerte, no duraba mas que lo que dura una tormenta de verano.
Por lo demás, Martin ora un cumplido caballero; esgrimia admirablemente una espada; sabia herir con la lanza donde mas oportunamente convenía; jugaba con el caballo mas bravo, y en cañas y sortijas no reconocia mas rival que su hermano Gonzalo que, según afirman de buena fe las crónicas, ni en esto ni en las demas dotes que constituyen un buen caballero, tenia par en el mundo.
Suero Gonzalez, el tercero de los hermanos, era uno de estos caractéres reconcentrados, melancólicos, apáticos, que necesitan de una ocasion para darse á conocer, y á pesar de que solo tenia veinte y tres años, de que era hermoso y gentil, y de estar enriquecido con cuantas cualidades son necesarias para ser bien acogido por el mundo, su prudencia y su parsimonia eran tales, que se bacía: muy difícil se presentase ocasion de que se demostrase lo que se ocultaba en el fondo de aquella mirada tranquila y dulce. Jamás so le habia visto acercarse á las mujeres mas que de una manera indiferente, ni posar en ellas sus miradas con mas interes que pudiera haberlo hecho en la cosa de fíenos valor, ya fuesen hermosas ó feas, jóvenes ó viejas. Gustaba del retiro: habia sido necesario que su padre se opusiera fuertemente á su deseo de entrar en el claustro: era, en fin, un filósofo en la acepción en que so toma vulgarmente esta palabra: hablaba ni mas ni menos que un anacoreta de las vanidades del mundo, y aun asi en pocas palabras; no habia llegado el caso de que derramase sangre, y si por algo se sabia que era valiente, fuerte, diestro y digno de llevar el nombre de Lara, era por sus pruebas de armas en justas y torneos. Sabia medianamente latín; rezaba sus horas en un breviario como un monge, se entregaba á paseos solitarios, y siempre que podia, hacia una vida de cenobita. Pero ni se escandalizaba de las locuras de sus hermanos menores, ni resistíalos preceptos de los mayores: era, en fin, un ángel fuerte con rivetes clericales y sus puntas de fanático supersticioso, y nada mas.
Fernán, Ruy y Gustios, los siguientes, un año menos cada uno que su antecesor, eran una trinidad tan semejante en cuanto á carácter, que solo los faltaba tener una misma figura para haber pasado por una triple y perfecta reproducción. Locos de atar, estaban continuamente de aventuras, y de aventuras peligrosas; con sus fueros señoriales, su orgullo de raza y el poder de suposición; valientes, arrojados, emprendedores, eran el espíritu de la diablura y el único motivo para que algunas veces retumbase irritada y severa la voz de Gonzalo Gustios bajo las bóvedas de Salas de Lara; pero eran siempre tales y tan originales las travesuras de los tres jóvenes, habia en sus almas tan noble y generoso fondo, que el buen Gonzalo Gustios se reia de buena gana de las fechorías de ellos, que nada tenian de deshonrosas, en el momento que volvia la espalda y no podian escucharle.
En cuanto á. Gonzalo ya hemos hecho su descripcion: su padre le amaba, según dijimos antes, como al Benjamín de su familia, y sus hermanos!e idolatraban. Todos conocían su superioridad en hermosura y en armas, y sin embargo ninguno le envidiaba: por el contrario, se hubieran dejado hacer pedazos por él.
Tales eran los siete infantes de Lara, los siete nobles y valientes mancebos de que se llamaba con orgullo padre, el mejor caballero de su tiempo: Gonzalo Gustios de Lara.
—¿Con que es decir, dijo Ruy (y volvemos al punto en que rodearon los cuatro hermanos á Diego y á Martin) que aquí hay secretos y encargos, y misterios que nosotros no podemos conocer?.. pues, vive Dios, que tan hermano de vosotros como nuestro es Gonzalo, y que si Fernán Gustios y yo lo tomamos á pecho, pondremos los misterios mas de claro en claro que la cabeza del santo abad del Almendralejo.
—Tú y tus dos camaradas, Gustios, dijo entre Agrio y dulce Diego, oiréis, vereis y callareis, cuanto sea necesario ver oir y callar, y cuando se os necesite obedecereis sin decir esta boca es mía.
—Ni mas ni menos que el buen monge don Suero, que está en aquel rincón rezando sus devociones, dijo Fernán.
—Paréceme, hermanos, que lo que hemos visto hoy, dijo gravemente Suero, basta y aun sobra para que pidamos á Dios por parientes que tanto se descarrian del buen sendero.
—Tiene razón, dijo Martin; hemos visto á Alvar Sanchez haciendo traición á nuestro generoso hermano Gonzalo; sabemos que nuestro lio Ruy Velazquez... ó creemos saberlo, pone asechanzas á su vida; hemos visto seis miserables asesinados, y si esto no es razón bastante para rezar, porque á mí me importa muy poco de que el diablo se lleve lo que es suyo, lo es para que nos preparemos á todo evento, y aflojemos las espadas en las vainas, para que no tarden en salir cuando sea necesario echarlas al aire.
—Siempre se debe levantar el corazon á Dios, antes de bajar la mano á la empuñadura de la espada, dijo profundamente Suero.
—¡Miserere mei Domine! esclamó con acento nasal Fernán: decididamente creo necesario echarte la cogulla, Suero, y hacerte abad del primer monasterio que fundemos en tierra de moros, para que nos dejes en paz. ¿Con que es decir que os vais, señor Martin? añadió viendo que su hermano, á quien habia desarmado Diego, tomaba la puerta de la habitación.
—Ni mas ni menos, señores míos. Apropósito: bueno será, que os desarméis también vosotros; sentiria que nos viesen cargados de hierro como si fuéramos á dar batalla: no hay motivo para tanto. Hasta despues, hermanos míos.
Dicho esto salió.
—¿Y nosotros, señor Diego Gonzalez de Lara, nuestro hermano primogénito, dijo Ruy con gravedad, no servimos para nada?
—Desarmaos y estad prontos, dijo brevemente Diego.
—¿Prontos á qué? repuso Ruy, empezando á desarmarse como cada uno de los otros.
—Por la primera vez en nuestra vida vamos á ejecutar una acción repugnante, respondió Diego, mientras se desarmaba.
—¡Una acción repugnante! esclamaron en coro y severamente los hermanos.
—Siempre es repugnante la violencia, dijo Diego.
—Una violencia...¿y sobre quién? preguntó Fernán que habia dejado de ser calavera desde el momento en que se entraba en un asunto sério.
—Es necesario probar si es cierto y eficaz este antidoto que el médico judío, ha dado á Martin.
—¡Ah! comprendo; dijo volviendo á su locuacidad Ruy: lo repugnante consiste en hacer violencia á un perro.
—Si, á un perro idólatra y condenado; pero hombre como tú y como yo, dijo gravemente Diego.
Borróse la sonrisa picaresca que mostraba poco antes la boca de Ruy.
—No te comprendo, hermano, le dijo.
—Pues espera un momento y me comprenderás, contestó Diego, que habiéndose asomado á la ventana, habia visto acercarse á la posada al posadero y á Jamrú, que venia cabizbajo, pensativo y un poco tardo detras de él.
. Poco despues, el posadero introdujo en el aposento á Jamrú.
—Tráeme dos jarras con agua, dijo Diego al posadero.
Inmediatamente fueron servidas las dos jarras.
—Ahora vete.
El posadero salió. El infante salió tras él y cerró, no solo la puerta del aposento, sino la de otro aposento anterior.
El esclavo, confundido, temeroso, estaba en un rincón.
—Acércate, Jamrú, le diju: tú, como africano, llevarás contigo algún tósigo.
—¡Señor! murmuró el esclavo.
—Y como asesino, el filtro con que has enviado á la eternidad á seis desdichados, añadió Diego bajando la voz, de modo que no pudo ser oido de nadie sino del esclavo.
—¡Señor! ¡señor! ¡por compasion! esclamó Jamrú. ¡No he sido yo! ¡ha sido ella! ¡ella! ¡el ángel de la tentación!
—Pues bien, pon en una de esas jarras la misma cantidad que pusiste en el vino de los soldados.
—¡Señor!...
—¡Pónla ó mueres! esclamó ferozmente Diego Gonzalez, arrancándose la daga del cinto y haciéndola brillar ante los ojos del esclavo.
Conocía demasiado Jamrú lo inflexible y duro del carácter del infante, y sacó de su bolsa un pomo de plata: el temblor que agitaba la mano del negro al verter el liquido que el pomo contenia en una de las jarras, lo estraviado de su mirada, el terror que se mostraba en ella, dieron á conocer á Diego Gonzalez que indudablemente aquel era el mismo tósigo que habia servido para envenenar á los seis hombres de armas.
Entonces Diego vertió en el otro jarro parte del antidoto, y despues dijo al negro señalándoselo:
—Bebe.
—¡Que beba, señor!
—Si, bebe, ó muere.
—¡Muerte por muerte!... esclamó aterrado el esclavo, prefiero la del puñal.
Diego Gonzalez no era hombre que gastaba mucho tiempo en réplicas: hizo una seña á sus cuatro hermanos, que se arrojaron sobre el negro y le sujetaron, no sin esperimentar desesperados esfuerzos.
—Hé aqui la violencia de que os hablaba, hermanos mios, dijo Diego entreabriendo con su puñal la dentadura fuertemente apretada de Jamrú, que á su despecho bebió del agua que contenia el antidoto; despues del mismo modo le hizo beber de la que tenia el tósigo.
Aquella era la mejor prueba que podia hacerse: una vez hecha, soltaron al esclavo, que sacudió sus robustos hombros como el león sacude su guedeja, y miró á los infantes con los ojos inyectados en sangre:
—lié aqui que yo no os aborrecía, les dijo: aunque uno de vosotros me diese motivo para odiarle... él no tenia la culpa... pero vosotros, que no sois mis señores, me habéis insultado... Jamrú era en sus playas un gran guerrero... Acordaos.
Y se dirigió á la puerta; pero Diego se le puso por delante.
—Aun no es tiempo que te vayas: espera.
El esclavo no contestó: se sentó sobre sus rodillas, se replegó en ellas, cubrió con sus brazos la frente y esperó inmóvil.
Diego le miraba con ánsia; los robustos hombros del negro se levantaban y se comprimían á impulsos de una respiración poderosa, llena de vida, como el temblor de una montaña, en cuyo seno se encierra un volcan. De tiempo en tiempo surgían de su boca roncas é ininteligibles palabras, y alguna vez levantaba la cabeza y posaba en los hermanos una mirada de tigre.
Y ellos le contemplaban de una manera fija, ansiosa, como esperando que las señales de la acción del tósigo apareciesen en él.
« Pero pasó mucho tiempo y nada aconteció. Diego recordó que desde que habia visto aquella mañana á los soldados vivos hasta que los vió muertos, habia pasado menos tiempo, y esclamó para si:
—El antidoto ha costado caro; pero en verdad que ese hebreo no ha engañado á Martin.
Despues de esto, fué á la puerta, la abrió, abrió la del aposento inmediato, entró y dijo al negro:
—Véte.
Jamrú se levantó lentamente y atravesó con gravedad el espacio que le separaba de la puerta, y parándose en ella y volviéndose á los hermanos, repitió:
—Jamrú era en sus playas un gran guerrero... vosotros le habéis insultado. ¡Acordaos!
Diego señaló con imperio la puerta al esclavo, y este salió despues de haber lanzado una furiosa mirada á los hermanos.
—Créeme, Diego, dijo Fernán; lo mejor que podíamos hacer con ese miserable...
—Es lo que hacemos... dejarle ir; contestó Diego. Ya nos ha servido para lo que podia servirnos, y sabemos que podemos ir á comer descuidadamente á casa de nuestro lio Ruy Velazquez.
Poco despues entró Martin que traia del brazo, pálido y desencajado á Gonzalo.
—¡Venganza! ¡Venganza, hermanos! esclamó Gonzalo apenas estuvo en el aposento.
—¡Venganza! ¿Y contra quién? esclamó Diego.
—¿Contra quién? ¡Contra doña Lambra!
—¡Contra una dama! ¡Contra una pacienta nuestra!
—Doña Lambra es una infame. ¡La ha asesinado!
—¡Que la ha asesinado! esclamó Diego mirando fijamente á Gonzalo.
—¡Que la ha asesinado!... esclamaron los hermanos.
—¿Pero á quién? ¿Qué asesinato es ese? dijo Diego.
—Es Blanca, mi amor, mi esposa.
—¡Blanca tu esposa, hermano! esclamó severamente Diego.
—¡Mi esposa ante Dios, si! ¡La esposa de mi corazon! ¡La madre de mi hijo!
—¡De tu hijo! esclamó retrocediendo Diego.
Un silencio de estupor se apoderó de los infantes.
—Y si no queréis ayudarme á vengarla, dejadme que la vengue solo., pero guardaos por vosotros mismos: anoche al rechazar las infames proposiciones de esa miserable, al despreciarla, me dijo: ¡me vengaré, y caerá tu padre, y caerás tú, y caerán tus hermanos!
Diego se encogió con desden de hombros.
—¡Pero ella! ¡ella! esclamó Gonzalo: yo la esperaba en el Prado del Rey para salvarla de doña Lambra, y en vez de ella, solo ha ido el escudero Jimeno que me ha dicho: la señora ha desaparecido, y nadie sabe de ella.
—Esa no es una prueba de muerte, hermano: doña Lambra puede haberla encerrado en un convento.
—No, no; los celos de doña Lambra matan.
—Pues bien, te juro, Gonzalo, prosiguió Diego, que la buscaré hasta encontrarla, y que si llego á saber que ha sido asesinada, la vengaré.
—SI, sí, la buscaremos y la vengaremos, esclamaron todos.
—Pero ahora, hermano, es necesario acudir al convite de nuestro tio, que te esperará impaciente, dijo Diego.
—¿Y qué me importa Ruy Velazquez? esclamó Gonzalo: os juro que nada haré, que en nada me ocuparé desde ahora sino en buscar á Blanca.
Nunca Gonzalo habia hablado con tanta resolución á su hermano Diego, á quien respetaba con el mismo respeto que á su padre: nunca sus hermanos le habian visto tan decidido: los ojos del jóven centelleaban; sus mejillas, densamente pálidas, temblaban agitadas por una cólera sombría, y acariciaba impaciente la empuñadura de su espada.
Diego comprendió que en el estado en que se encontraba su hermano, sobrevendria un acto de rebeldía á una nueva oposicion, y escitado por su prudencia y por su amor de hermano, se decidió á contemporizar.
—Venguémonos, dijo, ó por mejor decir, castiguemos las infamias que, solapadas hasta ahora, se han descubierto al fin en nuestros parientes; pero obremos con calma: disimulemos. Ellos están preparados, y por el momento nos llevan ventaja: nuestro padre se ha retirado de la corte, y Ruy Velazquez priva con el conde Garci-Fernandez: Ruy Velazquez es un lobo que, conociendo nuestro valor y nuestro poder, solo obrará sobre seguro; esperemos preparémonos: no porque esperemos dejará de ser mas segura nuestra venganza; pero por ahora es necesario disimular y ganar tiempo.
—¿Y á qué esa espera? esclamó impetuosamente Gonzalo.
—Ruy Velazquez dispone hoy del favor soberano, esclamó Diego; le será muy fácil quitarnos de la corte, haciéndonos ir contra las fronteras navarras, aragonesas ó árabes: en una guerra pueden cometerse impunemente grandes traiciones, y preciso nos seria obedecer, el conde soberano si nos mandase desplegar nuestra bandera, porque para los Laras lo primero es la lealtad y el honor: en una batalla se puede recibir un ballestazo por la espalda ó una lanzada al través, y creedme, hermanos mios, no faltarían asesinos á ese miserable que nos rodearan en un combate: creedme, lo mejor es preparar nuestro desagravio de una manera segura, y esperar hasta tanto... ¿Qué pensáis de esto, hermanos mios?
—En verdad, en verdad, dijo Martin, yo, á no escuchar mas que á mi cólera, acometiera de frente á Ruy Velazquez. Pero aunque tengamos razón, no tenemos pruebas, y pienso como Diego: debemos disimular y esperar.
—Es lo mas prudente, añadió acentuando las palabras el taciturno Suero Gonzalez.
Fernán, Ruy y Gustios se plegaron mal á aquella espera: sus cabezas de locos no concebían otro pensamiento mejor que azotar hasta hacerla morir á doña Lambra, apoderarse del miserable Alvar Sanchez y colgarle de los piés de una escarpia, y acribillar á lanzadas en duelo á Ruy Velazquez; pero dominados por la autoridad de Diego, por la firmeza de Martin y por la prudencia de Suero, unieron su voto al de sus hermanos, pero no sin jurar ardientemente á Gonzalo que le ayudarían á buscar á su pobre Blanca.
Gonzalo, pues, se vió obligado á doblegarse á las circunstancias: Diego hizo subir á los escuderos, y les mandó que les desarmasen: cuando estuvieron libres de los arneses, aparecieron los infantes bizarramente ataviados con sus camisotes de mallas y sus calzas de grana: preciso fué, sin embargo, enviar á casa de un sastre por sus gorras de noble, y á casa de un zapatero por seis pares de borceguíes de ante.
Cuando estuvieron provistos de estas seis prendas que no habían llevado consigo, y que costó gran trabajo encontrar, los siete hermanos, sin mas acompañamiento que sus bravos corazones y sus vencedoras espadas, salieron del mesón y se encaminaron tranquilamente á casa de su lio Ruy Velazquez.
Vivia este en un antiguo palacio cerca del alcázar condal, situado en el mismo punto que hoy ocupan las Carnicerías. Cuando estuvieron cerca, Diego se entró en una taberna[2].
Acudió desalado el tabernero al verá los siete hermanos, que eran muy conocidos en Búrgos, y se puso humildemente á sus órdenes. Diego pidió simplemente siete jarros de agua, que sirvió al momento aunque con estrañeza el tabernero.
Diego cerró la puerta, y en seguida vertió en cada uno de los jarros algunas gotas del antidoto que habia dado á Martin el médico judío, despues de lo cual cada infante bebió en su jarro respectivo. Abrió Diego, llamó, pagó espléndidamente al tabernero, salió y se encaminó directamente al cercano palacio de Ruy Velazquez.
Al llegar á su puerta, la numerosa servidumbre que llenaba su zaguan, se descubrió y se inclinó respetuosamente ante los infantes, que subieron las anchas escaleras de mármol, precedidos por dos viejos escuderos que llevaban sobro las vestas las armas de Ruy Velazquez.
En lo mas alto de las escaleras no fueron ya los escuderos, sino dos maestre-salas los que precedieron á los infantes á través de ostentosas cámaras, y llegaron al fin á un punto en que un grave mayordomo, hidalgamente vestido, y con una varita negra en las manos introdujo á los infantes en una recámara, en donde no habia nadie.
—Mi señor me ha encargado, dijo con acento respetuoso, que hiciera esperar al noble infante Gonzalo Gonzalez, y lo suplicase tuviese á bien perdonarlo si tardaba un tanto; y puesto que vosotros, mis nobles señores, acompañais á vuestro noble hermano, este mensage se hace estensivo también á vosotros.
Despues de esto, el mayordomo se inclinó profundamente y salió.
Los infantes se miraron con estrañeza, pero aun no habian tenido tiempo de decirse una sola palabra, cuando se levantó un tapiz y se presentó Ruy Velazquez con el rostro radiante de alegría, acompañado de Alvar Sanchez, que no se mostraba tan placentero.
—¡Oh! ¡bien venidos seáis, mis hermosos, mis valientes sobrinos! dijo estrechándoles con efusión las manos á uno despues de otro: en verdad que yo sentia un gran placer sabiendo que me acompañaría á la comida mi amado sobrino Gonzalo; pero este placer se multiplica al ver que me acompañareis todos, y seria colmado, si con vosotros hubiera venido mi noble cuñado el conde Gonzalo Gustios y mi querida hermana doña Sancha.
En vano Diego quiso encontrar doblez en la palabra ó en la mirada de Ruy Velazquez, que en aquel momento no representaba otra cosa que la franca satisfacción de un hombre que ama á sus parientes, y que se encuentra entre ellos.
Esto, sin embargo, en vez de hacerle perder su prevención, la aumentó, y le hizo contestar con acento ceremonioso.
—Por cierto, señor, que al abusar de vos, no esperábamos menos de vuestra noble cortesanía, y habiendo venido á Búrgos en seguimiento de Gonzalo, hemos creído que si teníais un placer en tener á vuestro lado por algunas horas á uno de vuestros sobrinos, este placer seria mayor si los teníais á todos.
Ruy Velazquez contestó alegremente á Diego, pero este sorprendió al mismo tiempo una mirada de lobo en los ojos de Alvar Sanchez.
—Vamos, sobrinos, vamos; ya veo asomar tras aquel tapiz la cabeza de mí maestre-sala Ruy Perez, que sin duda viene á decirnos que la comida nos espera. Vamos, pues; solo tendremos con nosotros á nuestro pariente Alvar Sanchez que está harto triste y ha menester de una alegre compañía.
Entretanto atravesaban algunas cámaras.
—Creo, Alvar Sanchez, dijo con cierto tonillo de intención Ruy Gonzalez, que hoy os habéis levantado con desgracia: vuestro plazo con el caballero felón que quiso dar tan buena cuenta de vos y de mi hermano Gonzalo en la fuente de los Almendros, es ya uno de esos lances que contrarían, que incomodan, que irritan... ¿Os ha sucedido alguna otra desgracia?
Habia dicho con tal naturalidad las anteriores palabras Ruy Gonzalez, que Alvar Sanchez, miserable y cobarde por índole, adulador y bajo cuando no podia ser dominador ominoso, contestó:
—En verdad, primos, que hay dias desgraciados: á mas del lance de esta mañana...
—¿Os ha sucedido un nuevo disgusto? dijo Diego.
—Sí, pardiez... figuraos que yo amaba á una dama, de quien si no era amado esperaba hacer mi esposa: pues bien, esa dama ha desaparecido de su casa de anoche á hoy, huyendo sin duda con un amante mas afortunado.
Diego se vió obligado á contener con una severa mirada á Gonzalo, de cuya boca salia ya una dura contestación á Alvar Sanchez.
—Y bien, dijo Diego, creo que esa dama os ha hecho una singular merced en huir á tiempo: mucho peor hubiera sido que esa escapatoria se hubiera efectuado despues de ser vuestra esposa.
—Eso hubiera sido asunto de teñirse las manos en sangre... cuando ahora solo es, cosa mirada á sangre fria, de alegrarse... y estad seguros, primos míos, que antes de mucho estaré completamente alegre y satisfecho.
Diego volvió á ver de nuevo una mirada lúgubre en los ojos de Alvar Sanchez, y tembló, no por si, sino por sus hermanos; para él era cosa segura que Alvar Sanchez estaba en el secreto del envenenamiento proyectado por Ruy Velazquez, y sentia una mortal inquietud, hija del temor de que el antidoto no fuese bastante eficaz para neutralizar la acción del tósigo. Pero ya estaban sentados á la mesa; el capellan de Ruy Velazquez habia bendecido los manjares, y no habia medio de retroceder sino provocando una situación ridicula, puesto que no habia pruebas de las intenciones de Ruy Velazquez.
Nunca fueron ni mas valientes ni mas serenos los siete infantes. Ignoraban á cada plato que se les servia si contenia la pócima mortal, y sin embargo comian de él descuidadamente y bebian, reían y charlaban con una alegría, que para el que hubiera conocido el estado de sus espíritus, hubiera parecido horrible. Hasta el taciturno y misántropo Suero so mostraba charlatan y decidor, y bebia contra su costumbre de una manera desmesurada.
Y cada uno de aquellos generosos mancebos tenia el alma transida de terror, no por su peligro propio sino por el de sus hermanos; y todos miraban, disimulando su ansiedad á Gonzalo, á quien amaban todos tiernamente, y que era el único que se mostraba un tanto contraido y sombrío.
Concluyóse ya bien entrada la tarde la comida, se levantaron los comensales y se trasladaron de nuevo á la recámara de Ruy Velazquez, que se mostraba satisfecho, en tanto que Alvar Sanchez no podia disimular su negro humor.
—Ahora bien, sobrinos mios, dijo Ruy Velazquez, haciendo adelantar un page con una batea de plata cubierta con un paño de brocada: aceptad estas bandas y preseas con que espero que os presentareis dentro de tres dias en Búrgos en la fiesta de mis bodas, acompañados de vuestra madre.
—¡De vuestras bodas! esclamó Diego con la estrañeza natural de quien recibe una noticia de tanto bulto.
Ruy Velazquez mandó al page que dejase la batea sobre una mesa y que se retirase, y dirigiéndose á sus sobrinos, despues de haberse sentado en un sillón y de haberles invitado á que se sentasen en torno suyo, les dijo:
—Hace mucho tiempo que yo amaba con toda mi alma á una ilustre dama parienta vuestra.
—¡Parienta nuestra! esclamó sin poderse contener Ruy Gonzalez.
—Sí, por Dios; á la hermosa, á la noble doña Lambra Sanchez.
Ruy Velazquez miró intensamente á Gonzalo, pero ni un solo músculo del apesarado semblante del jóven se contrajo.
—La amaba, continuó Ruy Velazquez, pero solo habia alcanzado vagas esperanzas, palabras ambigüas... nada en fin: y, admirad los caprichos mugeriles, sobrinos: esta mañana ful agradablemente sorprendido, cuando aun estaba en el lecho, por un mensage de doña Lambra. Nuestra hermosa parienta me suplicaba que para un asunto de grave interés me trasladase á su casa. Ful: doña Lambra me recibió, como nunca hermosa, como nunca afable.—Disponed nuestra boda, pues que tanto lo deseáis, me dijo... antes de tres dias quiero premiar vuestra constancia, vuestro amor, constituyéndome vuestra.
—De modo que, mi amado tio, dijo Ruy Gonzalez, que acostumbraba de antiguo á tomarse libertades con Ruy Velazquez, habéis rejuvenecido veinte años, y si el amor de doña Lambra sigue vais á convertiros en niño.
—La felicidad es la vida, señor burlón, contestó placenteramente Ruy Velazquez, y la mayor felicidad que podia avenirme era ser esposa de doña Lambra. Por lo tanto, y como supongo que vosotros sentireis, en parte, la misma alegría de que yo me encuentro poseído, os suplico que acepteis estas preseas y estas bandas, que sobre ser ricas y dignas de vosotros, las he ganado á punta de lanza, unas en batallas, otras en torneos.
Y yendo á la batea presentó á cada uno de los infantes una rica banda de seda, cada cual de su color, adorno y hechura, y siete garzotas de diamantes, que todas ellas por el gusto de su construcción habían adornado almetes ó tocas de caballeros árabes.
Los infantes recibieron las bandas, se las cruzaron sobre el pocho y pusieron las garzotas en sus gorras.
—Ademas, dijo Ruy Velazquez, yo me encargo de enviar con uno de mis farautes á vuestros padres la noticia de mi casamiento y la invitación de que me honren asistiendo á él; á vuestro noble padre destino este manto de púrpura y esta espada dorada que arranqué al walí de Zaragoza en Hariza, y á vuestra madre este collar de perlas que dejó en su tienda en la rota de Piedrahita la hermosa Ayela, favorita de Abd-el-Rajman.
—Gracias, gracias en nombro de nuestro padre, noble lio, dijo Diego: la casa de Lara procurará corresponder dignamente á la distinción que os merece, y yo en su nombre os felicito por la buena ventura que la suerte os concede uniéndoos á doña Lambra.
—SI en verdad: este ora el sueño de mí vida. Dios le cumple, y hoy mi corazon empieza á sentir de nuevo y á olvidar rencores pasados.
En estas palabras, dichas con una transparente intención, creyó notar una profunda buena fé Diego Gonzalez.
—Creed, señor, dijo, que nuestros padres y nosotros deseamos ardientemente que nuestra familia no tenga otros enemigos que los enemigos de la patria.
—¿Y quién podrá contrarrestarnos? dijo con orgullo Ruy Velazquez: en nosotros están las primeras lanzas de Castilla, los primeros blasones de la patria. ¿Quién, estando unidos, se atreverá á eclipsar el sol de nuestra grandeza?
—Quiera Dios, señor, dijo Martin, que ninguna nube opaca oscurezca ni por un momento los resplandores de ese sol: por nuestra parte os juramos que siempre, como hasta ahora, seremos buenos y leales, y que no vendrá la provocacion de nuestra parte.
Ruy Velazquez abrazó con una verdadera efusión á sus sobrinos, porque su casamiento con doña Lambra le hacia feliz, y hay muy pocos hombres que sean á un mismo tiempo felices y malvados.
Alvar Sanchez presenciaba esta completa reconciliación de una manera lúgubre: cuando Ruy Velazquez se separó de sus sobrinos, pretestando las urgentes obligaciones á que le sentenciaban la proximidad de su matrimonio y de su impaciencia, Alvar Sanchez le siguió.
—La fortuna os hace débil como un niño, le dijo.
—Los celos me han hecho injusto como un miserable, dijo severamente Ruy Velazquez, y no habéis tenido vos poca parte envenenándome el alma con vuestras horribles suspicacias.
—Pues mirad, nunca he recelado tanto como ahora.
—¿Querréis decirme la razón?
—Doña Lambra se casa con vos desesperada.
—Doña Lambra, al decirme esta mañana que me amaba, no mentía, porque no mienten los ángeles.
—Ved que doña Lambra, despreciada por Gonzalo, es un ángel rebelde, y tiene toda su maldad, toda su astucia.
—¡Despreciada doña Lambra!
—Doña Lambra ama furiosamente, antes que á su alma, antes que á su salvación, á Gonzalo. Gonzalo ha robado de su casa á Blanca, á mi prometida.
—¡Que ha robado á Blanca!
—No puede ser de otro modo, Blanca ha desaparecido... y doña Lambra se casa con vos... Recelad, recelad: lo mejor que pudiérais haber hecho hubiera sido hacer uso de las yerbas del médico judio.
—¡Oh! ¡qué horror! esclamó Ruy Velazquez: ¡á los siete!... ¡á los siete de una vez! sois un demonio, Alvar y luego no os creo... no... vuestra suspicacia os engaña... Doña Lambra no miente... para que fuesen falsas las palabras que me ha dejado escuchar, era necesario que hubiese poseído un poder sobrenatural.
—Sea como vos queráis: pero pedid un dia que no sea para vos el mejor de los espectáculos los cadáveres de los siete infantes de Lara ensangrentados á vuestros piés.
Entretanto el taciturno Suero Gonzalez decía profundamente á su hermano Diego en el mesón, mientras se ceñían de nuevo los arneses para volver á Salas de Lara:
—¡Doña Lambra se casa con Ruy Velazquez! Pues bien; nunca mas que ahora debemos estar prevenidos. Doña Lambra procurará vengarse... y si no lo evitamos se vengará.
Ocho dias despues el Coso de Búrgos, como so llamaba entonces á una gran plaza situada delante del palacio condal, y que ya no existe, presentaba uno de esos espectáculos que han dejado hace mucho tiempo de reproducirse, y que por lo tanto pertenecen á la historia donde es necesario ir á buscar su perdido relato.
Nos referimos á una de aquellas ostentosas fiestas caballerescas en que se corrían toros y cañas, se arrancaban sortijas á la carrera, se justaba lanza contra lanza ya con puntas corteses, ya con hierros de Milán, ó se fingía una batalla en uno de aquellos peligrosos juegos que se llamaban torneos.
Las góticas ventanas de la plaza del Coso habian desaparecido enteramente tras paños franceses y flamencos: el frontispicio del palacio condal estaba empavesado de banderas enemigas, arrancadas por los castellanos en batalla de entre cerrados escuadrones: los caballetes de los techos de pizarras de las casas se veian adornados de llámalas y banderolas: desde las ventanas de los primeros pisos hasta el nivel de la plaza, apoyándose en la barrera de una tela ó palenque de trescientos pasos de longitud por ciento cincuenta de anchura, corria una gradería de tablas, destinada á sostener una gran concurrencia.
A cada uno de los estremos de la liza, palenque ó tela, habia una barrera con poterna guardada por hombres de armas del conde soberano, y Iras esta barrera una magnífica tienda de seda á cada estremo: la que correspondía á la parte del palacio, era de los sostenedores ó capitanes de las fiestas: y la que correspondía á la entrada del Coso, á la parte opuesta, la de los aventureros ó conquistadores, esto es, la de aquellos que siendo caballeros de solar conocido, se presentasen á disputar á los mantenedores el premio concedido al que se mostrase mejor caballero en cualquiera de los ejercicios: en aquella tienda todo el que se presentase, encontraría armas ofensivas y defensivas, caballos y escuderos.
En la parto media de los costados habia dos cadalsos ó tablados altos, rodeados de una balaustrada dorada, cubiertos de ricos lapices, y sobre cada uno de los cuales, sobre un estrado con gradería, habia un dosel: el tablado de la derecha le ocupaban el conde Garci-Fernandez y su hermosa esposa Madama Argentina: los dos eran jóvenes, los dos hermosos; pero en sus tipos se notaba una marcada diferencia: el conde era franco, leal, benévolo: sobre la tersa frente de la condesa parecía estendida una nube fatal, y en sus poderosos ojos negros brillaba una chispa dura, sombría, amenazadora, que á duras penas se borraba con una forzada sonrisa.
Los condes ocupaban el lugar mas alto en dos sillones blasonados; detras de ellos, de pié, so veia la alta servidumbre de palacio: á, la derecha el conde Gonzalo Gustios, hermoso aun, rejuvenecido por sus hijos y tan semejante al menor de ellos Gonzalo Gonzalez, que solo les diferenciaba lo desigual de las edades y la gravedad que habia dado la esperiencia á Gonzalo Gustios, cuyos cuarenta y cinco años apenas se demostraban. Al otro lado, sonriente y satisfecho, estaba también de pié Ruy Velazquez, entrambos como altos consejeros y privados del conde.
Por bajo, en una grada, en semicírculo, estaban las damas de la condesa, y en fin, bajo un doselete colocado algunas gradas mas abajo resplandeciente de juventud y hermosura, se mostraba doña Lambra Sanchez como reina de la fiesta, rodeada de sus damas y de su corte particular, y asistida en guarda de honor por los siete infantes de Lara, armados con arneses dorados, cruzadas sobre el pecho las bandas que les habia regalado su tio, y sujetas entre las coronas de conde de sus yelmos las garzotas de diamantes que del mismo modo les habían sido regaladas. Á la derecha de la desposada y como la pariente mas próxima, estaba doña Sancha, su cuñada, madre de los siete infantes, que apenas contaba cuarenta años, y que era casi tan hermosa como doña Lambra.
En frente de este tablado habia otro, decorado con no menos ostentación y ocupado por tres ancianos caballeros espertos y probados en armas, que llenaban las funciones de jueces del campo: en el mismo tablado, en lugar mas bajo, estaban los heraldos con sus armaduras doradas y sus dalmáticas blasonadas; los persevantes, los farautes, los maceros heráldicos y demas oficiales de armas: en fin, mas abajo, en un ángulo, se veian escuderos destinados á servir á los caballeros que contendían en la tela, según las reglas de la caballería, y músicos, trompeteros y ministriles.
A lo largo de las barreras habia muchos tablados mas bajos, ocupados por damas y caballeros: los demas huecos los ocupaba el pueblo: se veian llenas las ventanas y hasta las pizarras de gentes que no habían podido colocarse en otra parte, y por último, resguardaban el campo estendidos á lo largo de las barreras, quinientos ballesteros de la guarda del conde de Castilla.
Era la hora de tercia, esto es, la hora correspondiente á la época del dia que contamos hoy entre las nueve y las doce de la mañana, y un sol radiante brillaba en una atmósfera despejada..
Como han podido comprender nuestros lectores, aquellas eran las fiestas de las bodas de Ruy Velazquez con doña Lambra, de las cuales habían sido padrinos, por una parte el conde y la condesa de Castilla, y por otra el conde Gonzalo Gustios de Lara y su esposa doña Sancha Ramírez.
Ya hacía cuatro días que duraban aquellas fiestas, y los burgaleses no recordaban haberlas visto jamás tan magníficas, ni aun cuando el casamiento del conde con la hija del conde de Tolosa; murmurábase, pues, del favorito Ruy Velazquez, cuya soberbia habia sabido obligar al jóven conde á tan dispendiosos gastos; y si algo recordaban los buenos habitantes de Búrgos en la fiesta pasada que fuera superior á la presente, era que en aquella habian sido mantenedores los siete infantes de Lara, á quienes el conde Garci-Fernandez habia armado caballeros en la misma ceremonia de sus desposorios. Recordaban que ningun aventurero habia logrado alcanzar un premio, y las buenas lanzadas, bizarrías y destrezas de los infantes, que no esperaban ver reproducidas por ninguno. Es verdad que Alvar Sanchez, sostenedor con otros seis caballeros de las fiestas, habia cumplido con su deber, ganando para sí y para sus compañeros todos los premios; pero habian faltado la gentileza, la bizarría y la limpia destreza de los infantes, que no habian entrado, sin duda, en campo por no contrarrestar al campeón de su prima doña Lambí a.
El primer dia de las fiestas se habian corrido catorce toros, y los animales habian sido bravos; las divisas lujosas, los peligros espantables: habian quedado sobre la arena mas de cuarenta caballos, y se habian sacado de la tela cuatro hidalgos muertos. Había sido, pues, una buena fiesta.
El segundo día se habian corrido sortijas, y entre mantenedores y aventureros se habian arrancado del árbol de plata cien cintas, llevando la ventaja los mantenedores.
El tercer dia habia habido cañas, y se recordaban aun con placer las vistosas maniobras de los ginetes, los rápidos remolinos en que se cruzaban los caballos, entrando y saliendo en el juego, y la nube de cañas que se cruzaban en los aires formando una vistosa apariencia con sus cintas y pendoncillos: últimamente, el dia cuarto había habido torneos y justas: en el primer juego habian sido gravemente heridos tres caballeros, espanzurrados dos y maltratados un sin número, y también habian vencido los mantenedores en las justas; treinta aventureros habian dejado su molde en la arena, dos mantenedores habian sacado brazos y piernas rolas, y uno habia perdido un ojo de un astillazo.
Aquello habia sido magnífico, y podía decirse que se habia visto ya todo lo que quedaba por ver, puesto que el egercicio del dia quin te solo consistía en acertar á la carrera el canto de un tablón colocado delante del estrado de los condes y de la reina de la (¡esta, canto, que al ser tocado, debia girar y presentar la cabeza de un moro piulada en su parte plana.
Ya habían pasado uno tras otro Alvar Sanchez y los tres mantenedores que habían quedado hábiles, y ninguno habia logrado tocar al tablón: entraron aventureros y tampoco lo consiguieron; volvieron á pasar y tampoco tocaron; repitióse; se pasaron las horas; creció el corage de los caballeros y el tablón continuó virgen: al fin el público se impacientó, y como el público nada respeta, silbó, pero de una manera terrible, estrepitosa.
Al escuchar la silba, Gonzalo Gonzalez, que estaba apoyado en la balaustrada del estrado no pudo menos de soltar la carcajada al ver el tristísimo é irritado semblante que presentaba Alvar Sanchez, mientras se limpiaba el sudor causado por las carreras. Aquella risa fué fatal. Alvar Sanchez que, como saben nuestros lectores, tenia mas de un motivo de ódio hácia Gonzalo, vió aquella risa, palideció, y volviéndose al infante esclamó con cólera:
Antes que reírse de nosotros fuera mejor probar que se tienen puños y destreza bastante para no ser silbados. De otro modo la risa de quien no se ha puesto á prueba, es tan despreciable como la de un rufián.
Gonzalo, que aborrecía de muerte á Alvar Sanchez, porque á él atribuía la pérdida de Blanca, palideció á su vez, lanzó una mirada de desprecio á su enemigo, y saltando del estrado antes de que sus hermanos pudiesen contenerle, se lanzó en la arena, fué á la tienda de los conquistadores y gritó trémulo de cólera á los escuderos:
—¡Una lanza y un caballo!
Gonzalo fué servido al momento, y apareció en la liza gallardo y gentil, blandiendo con cólera una lanza de roble y colocándose en el lugar desde donde debía esperar la señal de partir.
El pueblo, la nobleza, las damas al ver en la arena un infante de Lara, aplaudieron con frenes!; se vieron dotar por todas partes tocas y lenzuelos, y se redoblaron las demostraciones de entusiasmo de la misma manera que el público acrece en sus aplausos y vuelve á ellos al aparecer en la escena un actor célebre, á quien ha aplaudido en otras mil ocasiones y se le presenta de nuevo despues de una ausencia.
Aquel aplauso llenó de orgullo al conde Gonzalo Gustios é hizo sonreír benévolamente á Ruy Velazquez, que aun continuaba en buena inteligencia con los infantes de Lara; pero hizo palidecer y temblar de rabia á doña Lambra, y estremecerse de despecho á Alvar Sanchez y á los mantenedores.
Al fin sonó la señal de trompas, atabales y ministriles, y el infante, inclinado sobre el caballo, con la lanza terciada, pasó al galope por delante del tablón y del estrado, saludó á los condes, rompiendo al pasar delante de ellos la lanza en el aire, lo que le valió muchos y frenéticos aplausos; y tomando campo y arrebatando al pasar por delante del estrado de los jueces otra lanza que le presentaba un escudero, volvió, enfiló con el tablón, y partió á toda la carrera de su caballo; un momento antes de igualar con el blanco, estendió el brazo, lanzó rehilando la lanza, y pasó como un relámpago. La lanza se habia clavado profundamente en el canto del tablón, y giraba sujeta en él, zumbando con una rapidez maravillosa.
Gonzalo se habia escedido arrojando la lanza, y aun los mismos que le aplaudían creyeron que aquella muestra de portentosa destreza no podia tomarse mas que como una casualidad afortunada.
Así lo comprendió Gonzalo, y tomando otra lanza, partió de nuevo, cuando ya el tablón habia cesado de girar, y arrojó la lanza del mismo modo. Aquella segunda lanza dió en el mismo lugar que la primera; rajóse en astillas el tablón, y las dos lanzas cayeron al suelo. No satisfecho aun Gonzalo, tomó otra lanza, partió de nuevo, y rajó con la tercera lanza la astilla que habia quedado del tablón.
No se podia ya dudar de la seguridad y de los puños del infante, y el Coso estalló en aplausos: rompieron las músicas proclamándole vencedor, y Gonzalo, obligado por las leyes del juego á recibir de las manos de doña Lambra la rica sortija, premio de aquel dia, desmontó y fué á subir la gradería.
Alvar Sanchez se le cruzó en aquel momento, y le dijo con insolencia:
—Quisiera saber, primo, cuantos años de gloria os ha costado vuestro pacto con el diablo, á fin de que ayude á vuestro orgullo.
Gonzalo, ciego por aquel insulto, se volvió á Alvar Sanchez que por su mala ventura posaba en él una profunda mirada de ódio, su orgullo se sublevó, y sin acordarse de echar mano á la espada, cerró el puño y asentó con el guantelete un tan terrible golpe en el rostro á Alvar Sanchez, que este cayó por tierra siu sentido, arrojando sangre por boca y narices.
Aquella fué la señal de un combate. Doña Lambra, mas irritada que lo habia estado Alvar Sanchez, se levantó de su estrado y gritó:
—¡A mil ¡á mí! ¡vasallos de Barbadillo! ¡matadle! ¡matadle!
A los gritos de doña Lambra sus vasallos y algunos caballeros de su casa acometieron á Gonzalo, que desnudó su espada y les embistió.
Inmediatamente sucedió un tumulto espantoso: saltaron de todos los estrados caballeros á la arena, y hasta el pueblo tomó parte; Gonzalo Gustios y los seis hermanos de Gonzalo corrieron á su auxilio con las espadas desnudas. Búrgos se dividió en bandos, los amigos, los parientes, los vasallos de arabos contendientes se embistieron; las damas huyeron de los estrados, y sangre humana tiñó la arena de la liza.
El conde Garci Fernandez pretendió en vano apaciguar el tumulto; su voz no fué respetada: en vano Ruy Velazquez, que ninguna parle tenia en aquello, se revolvió entre unos y oíros, pronunciando palabras de paz. Aquel hecho estaba preparado de antemano por doña Lambra, y para hacerle sangriento y tenaz, bastaba con el ódio que se profesaban los contendientes.
Pero el éxito no podia ser dudoso: Gonzalo Gustios de Lara y sus siete hijos hubieran bastado para vencer á la turba mulla de doña Lambra, y se encontraban ayudados de sus vasallos, que desde hacia mucho tiempo estaban acostumbrados á vencer bajo su bandera.
Búrgos quedó cubierta de sangre: pero el señor de Lara con su esposa, sus hijos y sus gentes se volvió vencedor á su villa de Salas. Doña Lambra quedó en Búrgos devorando su rabia; Ruy Velazquez perplejo en cuanto á la causa de aquel desafuero, y Alvar Sanchez airándose la lesión causada en el rostro por su guantelete de Gonzalo.
Tal fin tuvieron las célebres fiestas de las bodas de doña Lambra.
La villa de Salas de Lara, señorío en los tiempos de que vamos hablando del conde Gonzalo Gustios, existe aun, pero con otro nombre. Hoy se llama Salas de los Infantes.
Entonces como ahora la tal villa era uno de esos poblachos que se ven hoy en Castilla la Vieja: existe la no pequeña diferencia entre su presente y su pasado, de ser hoy una villa muda, tranquila, en que solo se escuchan los ruidos de los aperos de los labradores, y de que entonces resonaban en sus calles los amases de los hombres de armas y las espuelas de los caballeros de la poderosa casa de la Hoz de Lara.
Tenia ademas lo que hoy no tiene: un enorme palacio-castillo, del cual no quedan ni aun los cimientos.
El tal palacio estaba situado en una pequeña eminencia, en un estremo de la villa, y su frontispicio, poterna ó entrada principal, como mejor queramos, correspondía á una enorme plaza destartalada, fea y orlada de casucas, que hoy tampoco existe, y sobre la cual hace siglos que pasa el arado, y se siembran hortalizas.
Por la parte posterior altos y fuertes tapiales encerraban en un gran espacio lo que ahora se llamaría parque, y entonces se llamaba buena y lisamente huerta.
En cuanto á lo que se llamaba pomposamente palacio, era mas bien una conglomeración de edificios de diferentes alturas y volumen, cubiertos de puntiagudos techos de pizarra, y cuyas paredes unas eran de piedra, otras de tierra y ladrillo, y las mas de tierra sola. Un muro esterior, bajo, robusto, almenado, cenia el edificio, y aquel recinto estaba abierto por una gran poterna flanqueada por dos torres sobro la plaza, y por un postigo sobre la huerta.
Estas dos entradas estaban defendidas cada una de ellas por un fuerte rastrillo y por un puente levadizo sobre la cava ó foso que circumbalaba al edificio y le aislaba de la plaza y de la huerta.
Era, pues, la casa solariega de los señores de la Hoz de Lara, un castillo feudal de los tiempos medios.
Y como los señores de aquellos tiempos eran al par que altivos caballeros, ricos labradores, aquel edificio era á un mismo tiempo fortaleza del guerrero, palacio del señor y granja del labrador.
Por lo tanto, y del mismo modo que por su poterna principal entraban y salían caballeros, escuderos, pajes, dueñas y hombres de armas, por el postigo entraban y salian bueyes, muías, carretas, aperos y labriegos.
Dentro del recinto se notaba la misma amalgama: junto al departamento de honor, esto es, de la parto que podia llamarse verdaderamente palacio, estaba la hospedería, y á la espalda de estos edificios, unidos entre sí y separada por un corto espacio, estaba la granja ó edificio rural, á la que estaban unidas las caballerizas.
Podia decirse sin exageración que la casa solariega del estado de Salas de Lara era mas grande que la villa.
Todo lo que se veia desde aquel palacio era de su Hoz ó jurisdicción, es decir: el señor del castillo podia meter la hoz de sus segadores en todas cuantas tierras alcanzaba á ver su vista desde la torre mas alta de su solar.
Esto valia la pena de llamarse señores.
En aquel castillo, dejado de los negocios públicos y entregado enteramente á las dulzuras domésticas, vivia el conde Gonzalo Gustios de Lara con su esposa y sus siete hijos.
El conde y doña Sancha ocupaban para sí solos todo un altivo torreon que miraba al norte, en el que se ponia los dias de solemnidad la bandera señorial, y que por lo tanto se llamaba la torre de honor.
En un departamento mas bajo, unido ó la gran torre y flanqueado por cuatro torrecilla que se unian de la parte superior por una bella galería gótica, vivían los infantes, cada uno de los cuales tenia una habitación completa y separada, y con ellos su ayo Nuño Salido. En aquel mismo departamento se reunían á comer en una gran cámara tres veces al día los condes, los infantes sus hijos, el ayo y el capellán, y con mucha frecuencia, en la comida mayor, el juez del consejo y el párroco.
Cuando este honor se estendia al médico, conocíanlo los habitantes de la villa en que durante ocho dias siguientes el buen físico andaba espetado y tieso, y no solo no saludaba á nadie, sino que ni aun á los de su casa daba los buenos días.
Esto demostraba que cuando de tal modo so enorgullecían los inferiores con una llaneza del conde, no eran estas muy frecuentes. Sin embargo; todos los vasallos de la villa y de la Hoz de Lara amaban á Gonzalo Gustios y á sus hijos, y so hubieran dejado hacer pedazos defendiéndolos.
De esto último daba muestra la animación de cierta especie que se notaba en la villa, y particularmente en la plaza del castillo, una tarde al ponerse el sol del primer domingo de junio del año 980, en que como hemos dicho, sucedía lo que referimos.
Grupos de pecheros, en cada uno de los cuales figuraba alguna persona notable del pueblo, tal como el juez del concejo, los concejales, el boticario, el médico, el cura, el escribano, el sacristan y el albeitar, estaban diseminados en los soportales y en las avenidas, mezclados con sus mujeres, sus hijas ó sus pacientas.
Esto era un dia despues del en que habían terminado de una niara tan formidable las fiestas de las bodas de doña Lambra. Asi, pues, eran el objeto de la conversación general aquellos acontecimientos.
El aspecto de los grupos era hostil: veíanse entre ellos brillar acá un capacete, allá una coraza; quién empuñaba una pica, quién se apoyaba en una ballesta, quién blandía un largo espadón, sin faltar muchos, y estos el mayor número, que rodeaban su cintura ó sus hombros, á manera de bandera con una fuerte honda de cuero.
Si se atendía á las conversaciones de aquellos grupos se notaba que no eran mas pacíficas que su aspecto.
—Os digo, decia un anciano mayoral de toros, que si pasó como lo cuentan...
—¿Cómo que si pasó? esclamó un rechoncho concejal., no, ¡si no preguntárselo al señor Alvar Sanchez!... ¡puñada mas redonda!
¡por Nuestra Señora de la Hoz! ¿habéis visto cuando se corta una encina por el pié y cae?... pues asi cayó el jactancioso; el señor Gonzalo es un hombre, todo un hombre, con mas fuerzas que el toro barroso de tu vacada, Artal.
—Pues bien, prosiguió el mayoral; estuvo muy bien hecho lo hecho ¡cuerpo de brios! ¡y cuánto me pesa no haber estado allí!—y el villano restañaba su honda en un ademan nada equivoco.
—No fue necesario que tú estuvieras, dijo el albeitar, que á pesar de llevar colgada á la espalda una descomunal espada, se apoyaba en una torcida y espantable tranca; nuestro señor y sus siete hijos hubieran bastado; todos estaban allí de mas. ¡No, si no que vengan horros á tomar las barbillas y á hacer visages á los siete infantes! Creo, y Dios me perdone si miento, que no mentiría en decir, que aunque no quedasen mas hombres que ellos en Castilla,.ellos solos la defenderían de los sarracenos.
—Y ellos solos la poblarían, dijo maliciosamente una vieja, guiñando el ojo á una mocetona, fresca, oronda y rolliza, que se ruborizó; ¡bendígalos Dios y qué hermosos son!
—El señor Gonzalo es un ángel, dijo la boticaria en una entonación que hizo fruncir levemente el ceño, y esto por respeto á la persona de que se trataba, al boticario, rechoncho y obeso personage de cincuenta años, que habia cometido un mes antes la imprudencia de casarse con una tegedora pizpireta y linda, de la que podia ser abuelo.
Y seria cosa interminable el relatar, el poner en diálogo todo cuanto allí se dijo, y se comentó, y se observó, y se juró y se amenazó. Preferimos decir lisa y llanamente por nuestra cuenta, las razones de aquella reunión armada y amenazadora en un día festivo, cuando, según costumbre inmemorial, semejantes dias se invertían en juegos y danzas, para prepararse descansando con una diversión honesta, de los trabajos de la semana pasada, á los inescusables trabajos de la venidera.
Gonzalo Gustios, sus hijos y sus vasallos, se habían encaminado en escuadrón cerrado á Salas, y antes que llegasen á ella aquella noche misma ya habia llegado la noticia del caso, no sabemos cómo ni por dónde, porque como la esperiencia nos lo demuestra todos los dias, las malas nuevas vuelan, como por sí mismas y con la velocidad del viento, abultando los sucesos y dándoles formas monstruosas. La villa entera, esto es, su poblacion, salió al camino á recibir á su señor, armada en pié de guerra, ni mas ni menos que si se tratase de una entrada de los árabes, y prorrumpiendo á un tiempo en vivas y en amenazas.
El conde tranquilizó á sus vasallos, les agradeció sus muestras de lealtad, y les mandó que se retirasen á sus casas, despues de lo cual so entró con sus gentes en el castillo, donde no se tomaron mas precauciones que las ordinarias, y si las hubo, nadie las conoció.
El conde Gonzalo Gustios se hubiera avergonzado de que hubieran podido decir que los acontecimientos de Búrgos habian puesto su casa en pié de guerra, por lo que se creyó que él y sus hijos miraban el peligro con la indiferencia de los valientes.
Y que habia peligro era indudable: decíase y so sabia en la villa, que el conde soberano habia recibido grande enojo del hecho de Gonzalo, y que enviaba un heraldo con un considerable número de lanzas á prender al conde y á sus hijos. Los habitantes de la villa velaron por sus señores, enviaron esploradores al camino de Búrgos, pusieron atalayas avanzadas en el campo, guardaron las avenidas de la villa, y velaron toda la noche como lo hubieran hecho por sus propias casas.
Nada, sin embargo, aconteció ni durante la noche, ni durante el dia; y al oscurecer, los grupos empezaron á disolverse: pero de repente, á los linderos de la villa, sonaron trompaste guerra y rumor de gente armada: los grupos volvieron á rehacerse, se agolparon á las avenidas, y vieron que no habia motivo de alarma; era un solo caballero montado en una mida, sin lanza ni arnés, ni mas armas que una espada, á quien acompañaban, al parecer solo por decoro y resguardo, dos trompeteros, dos persevantes y diez hombres de armas.
Aquel caballero era Ruy Velazquez, que, aunque se mostraba inofensivo y afable, no dejó de reparar en el aspecto duramente hostil que presentaba la villa.
Los grupos se abrieron para dejarle paso, y no faltó quien murmurase de una manera que pudo llegar á los oídos del altivo hidalgo denuestos y amenazas.
Ruy Velazquez siguió adelante impasible, como si nada hubiera oido; llegó á la poterna del castillo, y sin hacer sonar sus trompas, ni ostentar aparato alguno, pasó sobro el puente, que estaba echado con el mayor descuido, y como se acostumbraba á tenerlo todos los dias hasta que cerraba la noche; y dejando su servidumbre junto á la puerta interior, pasó del vestíbulo, se hizo anunciar al señor de Salas con un escudero, y subiendo las anchas escaleras, atravesó algunas cámaras, y entró al fin en una en que se encontraba Gonzalo Gustios de Lara entretenido en leerá su esposa un libro de cetrería.
Al entrar Ruy Velazquez, el conde Gonzalo se levantó ceremoniosamente, y le dijo con acento grave, ofreciéndole su mismo sillón:
—Bien venido seáis á vuestra casa, hermano.
Ya hemos dicho que Ruy Velazquez era, cuñado de Gonzalo Gustios.
—Bien venido espero ser, dijo el señor de Bilaren, rehusando el sillón del conde y sentándose sin ceremonia en otro cercano, puesto que vengo á fortificar la buena inteligencia que existía entre nosotros y debe existir como parientes, y que algunos creen rota por el desgraciado suceso de ayer.
—Creo que vos no tuvisteis parte alguna en ello, dijo sin cejar en su gravedad el conde, ni creo que mis hijos hayan provocado el lance; ya sabéis que los Laras, lo mismo que vos y que todos los que pueden llamarse dignamente nuestros parientes, no esquivan el echar al aire el acero, cuando es justo y necesario. Es cierto que mi hijo Gonzalo so rió de Alvar Sanchez.
—¿Y quién no habia de reírse? esclamó Ruy Velazquez, anticipándose al conde.
—En efecto, el pobre Alvar Sanchez anduvo desgraciado de una manera ridicula, lo mismo que los suyos.
—Por lo tanto no debió de haber tomado tan á pechos la risa de mi valiente sobrino.
—Gonzalo hizo mal, repuso severamente el conde, y ya le he reprendido por ello; pero la contestación de Alvar Sanchez á aquella... imprudente risa fué la contestación de un villano que no merece llevar espuelas de oro. Todo consisto en que las condiciones del nacimiento de doña Lambra (perdonad, hermano, pero es forzoso decirlo) nos ha hecho emparentar con gentes, que sin los amores del rey Garci-Sanchez de Navarra, nada serian mas que pecheros miserables, azotados por el látigo de un señor. Vuestra noble esposa, mi sobrina, es una alta y poderosa dama, como hija reconocida que es de un rey... pero por parte de su madre...
—El conde soberano Garci-Fernandez ha tenido en cuenta esas razones, hermano, y ha mandado salir perentoriamente de la corte á Alvar Sanchez con el protesto de que hace falta un capitan valiente y esperimentado en la frontera. Alvar Sanchez ha salido, pues, esta mañana con algunos escuadrones á poner en razón á los árabes, que andan demasiado sueltos: se han enviado con él á los que mas enemigos nuestros se mostraron ayer, y digo enemigos nuestros, porque mi esposa y yo no podemos menos de tener por tales á los que han puesto mano á su espada contra parientes á quienes amamos, y que nos llenan de orgullo.
—Nadie diría sin embargo, hermano, dijo hablando por primera vez doña Sancha, que mi hermosa y noble cuñada doña Lambra no tuvo la primera y principal parte en aquel escándalo. ¿Quién no oyó sus gritos? ¿Quién no recuerda la cólera con que gritó á sus vasallos, tratándose de un hijo mio:—¡prendedle! ¡matadle!
—¿De modo que vos creeis que doña Lambra se referia á Gonzalo? esclamó con asombro Ruy Velazquez.
—Lo creo como lo creyeron sus vasallos, que pusieron contra él mano á las armas.
—Pues los vasallos de mi esposa se engañaron, como te has engañado tú, mi buena Sancha. Doña Lambra, al decir prendedle, matadle, se referia á Alvar Sanchez.
—¡Ah! Pues mira, Ruy, nunca lo hubiera creido.
—Recordemos bien; doña Lambra al ver acometido á Gonzalo, se desmayó.
—¡Ah! si... es verdad... y ese desmayo...
—Ese desmayo me prueba que ama demasiado á tu hijo para pensar en su muerte.
La voz de Ruy Velazquez, á pesar de sus esfuerzos para dominarla, era un tanto lúgubre al pronunciar asías palabras.
—Fué, pues, una equivocación desgraciada, dijo Gonzalo Gustios, y no hablemos mas de ello: nosotros obramos ayer como debimos; si nos retiramos de la corte, corno hubiéramos podido retirarnos de un campo de batalla, hoy que nos satisface el conde soberano, que nos satisfacéis vos, que nos satisface doña Lambra...
—Doña Lambra, señor, me espera fuera de la villa con algunos de mis escuderos, y solo aguardad saber quesera bien recibida...
—¡Cómo! ¡Está á las puertas de mi villa una dama de nuestra familia, y espera!... exclamó Gonzalo Gustios levantándose al par que doña Sancha. ¿Qué, tan mala idea tiene doña Lambra de los Laras, que duda del buen acogimiento que pueden esperar en su casa hasta sus enemigos, cuando se presentan de una manera amistosa? ¡Hola! escuderos, dueñas! esclamó adelantándose á una puerta, á laque acudió alguna servidumbre: ¡el palafrén de la condesa! ¡sus pajes! ¡sus damas! ¡mi caballo! ¡mis escuderos! ¡Hola, Peralvar! Avisad á los infantes, mis hijos, que monten á caballo. ¡Al momento, al momento!
—No esperaba yo menos de vosotros, hermanos mios, dijo afectando una profunda conmocion Ruy Velazquez. No esperaba menos mi esposa. ¡Oh! ha pasado orando toda la noche, maldiciendo al importuno que nos ha traído á tal punto. Espero que de esta vez quedaremos colocados en la situación que debemos ocupar. ¡Una diferencia entre parientes tan cercanos por un advenedizo! ¡No, no, y cien veces no!
Entre tanto doña Sancha habia sido cobijada con un manto por sus dueñas, Gonzalo Gustios se había ceñido su espada y su gorra orlada con una corona de conde, y un maestresala anunció que ya estaban prontas las cabalgaduras.
Gonzalo Gustios, su esposa y Ruy Velazquez bajaron á lo que podia llamarse la plaza de armas del castillo: allí les esperaban un magnifico caballo, una hermosa hacanea, tenida por dos pajes, y una espléndida servidumbre: á tiempo que Gonzalo Gustios ayudaba á montar á doña Sancha, por el pórtico del edificio que servia de habitación á los infantes, aparecieron estos á caballo, acompañados de un venerable caballero como de sesenta años.
Aquel hidalgo era su ayo Nuño Salido.
Cabalgaba delante Diego, que avanzó hasta su padre, y despojándose respetuosamente de la gorra, dijo:
—¿Qué mandais á vuestros hijos, señor?
—Hé aquí á vuestro tio Ruy Velazquez, le contestó gravemente el conde.
—¡Ah! ¡Bien venido seáis, señor! dijo el infante templándose á la reserva de su padre.
—Vuestra prima doña Lambra Sanchez espera fuera de la villa.
—Bien venida sea nuestra noble prima.
—Acompañadnos, pues, para recibirla, si no como merece tan noble y hermosa persona, al menos como está en nuestra mano.
—¿Y no temeis que se nos quiera sacar de nuestra casa para una traición? dijo rápidamente Diego al oído de su padre.
Gonzalo Gustios hizo callar á su hijo con una mirada que equivalía á la respuesta mas esplícita.
Aquella mirada podia traducirse de la manera siguiente:
—Todo podrá ser; pero como triunfamos ayer, triunfaremos hoy.
Despues de esto, el conde espoleó á su caballo, y dijo á su gente:
—¡En marcha!
La comitiva pasó sobre el puente, y atravesó la plaza por medio de la poblacion entera de la villa, que al ver á sus señores, prorrumpió en ruidosas esclamaciones.
Ruy Velazquez notó que aquella multitud estaba armada, amenazadora, recelosa, y que cuando pasó la cabalgata, se precipitó en su seguimiento.
Entonces Ruy Velazquez se inclinó rápidamente hácia un escudero suyo, y le dijo:
—Garcés, haz retirar nuestra gente de modo que no pueda ser notada; por ahora es imposible: y luego añadió en voz alta de modo que pudo ser oido: partid y avisad á vuestra señora que el noble conde Gonzalo Gustios de Lara, su esposa y los infantes sus hijos, salen á recibirla.
El escudero partió al galope; notóse entonces que una especie de mozancon, desarrapado, de cabeza enormemente gorda y fisonomía estúpida, que habia ido hasta entonces trotando junto al caballo del alegre y casquivano Ruy Gonzalez, se separó de él, y con una rapidez maravillosa, avanzando á saltos y dando cabriolas como un insensato, se perdió en la dirección que Labia tomado el ginete de Ruy Velazquez.
La cabalgata siguió en silencio; las gentes de la villa, aunque apartadas, la seguían de una manera tenaz: todo público, toda reunión de hombres constituye una inteligencia que nunca se engaña: la conciencia colectiva en la multitud habia dicho lo mismo que su corazon habia dicho á Diego Gonzalez; y del mismo modo que habia pensado el señor de Salas, habia pensado aquella multitud:
—Si hay una traición, ¿qué importa? nosotros la ahogaremos en nuestros brazos.
Y siguieron adelante.
Al fin, en un caserío de los términos jurisdiccionales de la villa, encontraron los que iban en su busca á doña Lambra Sanchez, acompañada de poco resguardo..
Hablóla amorosamente el conde Gonzalo Gustios, abrazóla doña Sancha, saludáronla respetuosamente los infantes, incluso Gonzalo Gonzalez, que necesitó hacer un violento esfuerzo para ello; y tomándola en medio, se volvieron á la villa, entraron en ella, atravesaron la plaza y se perdieron dentro del castillo, cuyo puente se levantó en seguida, pero no antes de que se escabullese dentro entre los piés de los caballos, el mozancon imbécil de que hemos hablado.
El castillo, á los ojos de los habitantes, no mostró precaución alguna. Pero los buenos vasallos de la villa, cuidadosos por sus señores, se quedaron ocultos en los soportales de la plaza, prevenidos y dispuestos para lo que pudiese acontecer.
Poco despues, aquellos leales vasallos vieron ir y venir luces tras las ventanas de la torre de honor, y poco despues escucharon exhalarse de ella el ruido de un festín.
Era va muy Urdo cuando los infantes, acompañados de su ayo Salido, se recogieron á sus habitaciones.
Cuando despues de haber dado las buenas noches á sus hermanos, Ruy Gonzalez se encontró solo en su cámara, despidió á su page, y se asomó á uno de los balcones que daban sobre el huerto.
Era la noche densamente oscura, y del mismo modo las habitaciones que se veian desde el balcón de Ruy, situado en un ángulo, mostraban sus ventanas oscuras y silenciosas.
Ruy, ya fuese por costumbre, ya por armonizarse con los demas, ya porque quisiera observar desde su balcón, sin ser visto, entró y apagó la luz, volviéndose otra vez al balcón.
Entonces, en uno de los balcones (pie correspondían al estremo del otro lado interno del ángulo, que formaban los dos lienzos del departamento, vió una luz.
—Es estraño, dijo; aquella cámara está deshabitada, pero bien... ya comprendo, es una de las mejores de la casa y... sí, sin duda allí se ha hospedado á Ruy Velazquez y á doña Lambra: pero pudiera también suceder que hubiesen cedido esa habitación á uno de los caballeros de la casa de mi tio. ¡Diablo! paréceme, no sé por qué, que esta venida de doña Lambra encierra un misterio. Y eso maldito Alcaraban que no parece... ya lo creo, so habrá metido entre la gente menuda, y estará durmiendo un lobo.... Pues no, no; ¡por el bendito San Yago, que esa es su seña! el grito de un cuclillo.
En efecto, tres gritos de la sobredicha ave habían resonado en el huerto.
El infante entonces echó el cuerpo fuera de la balaustrada, y con la agilidad de un marinero se dejó caer al huerto, sirviéndose de los salientes del muro.
Avanzó recatadamente, y cuando estuvo á cierta distancia, silbó como una lechuza: oyéronse pasos recatados que se acercaron, y poco despues una voz que dijo:
—¡Sé mucho! ¡mucho! ¡muchas cosas, mi señor!
—Pues bien, maldito Alcaraban, calla mucho, mucho, mucho, hasta que estemos muy lejos de los muros.
—No podemos ir muy lejos, porque pronto daremos con el foso: y no hace aun bastante calina, mi buen y hermoso señor, para que nos chapucemos por pasarlo.
—No necesitamos ir mas allá.: aquí estamos ya bien: pero habla bajo: ¿qué sabes, Alcaraban?
—¡Mucho! ¡mucho! ¡mucho!
—Pues empieza á desembuchar.
—¿Por dónde empiezo, señor? ¿Por el señor Diego, vuestro hermano mayor?
—¿Has averiguado algo?
—Sé mucho, mucho, mucho.
—Pues bien, dejémoslo para luego, que ahora hay cosas mas importantes que tratar: ¿seguiste al escudero?
—Le seguí, y no me vió.
—Pero ¿tú has visto algo?
—¡Mucho! ¡mucho! ¡mucho!
—Mira, Alcaraban, como no me respondas pronto y redondamente, dejando tus malditos muchos para mejor ocasion, doy contigo en el foso y te chapuzo.
Alcaraban remedó picarescamente el estremecimiento y el castañeteo de dientes de una persona que recibe un chapuzón.
—Pues bien, mi hermoso señor, á pesar de que el escudero corría mucho, yo corrí mas que él, mucho, mucho, mucho mas que él.
Apenas habia pronunciado Alcaraban estos tres muchos, cuando lanzó un grito de dolor; el infante le habia asido de una oreja, y se la habia estirado hasta los hombros.
—¿Y á dónde fué el escudero? dijo el infante como si nada hubiese hecho.
—Me ha dolido mucho, muchísimo, señor.
—¡Alcaraban!
—El escudero se apartó del camino, y entró en el bosque de Salas.
—¿Y qué?
—En el bosque habia gente emboscada.
—¡Ah! ¡gente emboscada! ¿de qué género?
—Hombres de armas.
—¿Cuántos eran?
—Muchos, muchos, muchos, señor.
—¡Un número fijo!
—Mucho mas de cien hombres, mucho, macho mas.
—¿Pudiste oir lo que les dijo el escudero?
—Mucho que si, señor: les dijo: no es ocasion: aunque veáis pasar á nuestra gente, estad inmóviles.
—¡Ah! ¡ah! ¿y no oiste mas?
—Nada, nada, nada mas, señor.
—¿Seguiste al escudero?
—Mucho que sí, señor.
—¿Y dónde fué?
—A encontrar á esa hermosa dama, á quien acompañó ese esclavo tan negro y tan feo.
—¿Y qué pudiste saber?
—Quo el escudero habló con la dama.
—¿Y nada mas?
—Quo la dama puso muy mal gesto á lo que le dijo el escudero.
—Por esta parte estamos al corriente, y estoy contento de ti.
—Pues yo no lo estoy mucho, mucho, que digamos, de vos: hasta ahora no me habéis dado mas que un tirón de orejas que aun me escuece: antes érais mucho mas generoso, mi noble infante.
El infante metió la mano en su bolsillo y dió á Alcaraban una moneda; el malicioso confidente la reconoció al tacto, y esclamó:
—Pobre moneda para lo mucho que he trotado; mal año para mi ánima sino es un miserable cornado de suela de los que ya no pasan en el mercado.
El infante se echó á reír, arrancó aquella moneda á Alcaraban, la arrojó en el foso y le dió otra.
—¡Oh! ¡oh! esclamó con alegría el muchacho; esto es muy distinto: ¡un cruzado de oro!... ¡bien! ¡muy bien, señor!
—Pero no es solo por el trote presente, sino que te pago adelantado.
—Pero es muy poco para lo que puedo deciros, señor.
—¿Y qué tienes que decirme?
—Una cosa que atañe en gran manera al señor infante Gonzalo.
—Pide y habla.
—Otro cruzado, señor.
—Toma.
—Pues bien, ese negro, ese demonio que acompaña á la hermosa dama y que tiene unos ojazos tan relucientes, ha estado hablando con Gutierrez, el paje de cámara del señor Gonzalo, mucho, mucho, mucho tiempo.
—¿Y has podido escuchar algo?
—Nada: pero he visto mucho; el esclavo dió una bolsa al paje; al dársela, la bolsa cayó al suelo y sonó; era oro: mucho, mucho oro.
—¡Ah diablo! ¡por san Yago, mi patron! ¡Con que es decir, que el señor Gutierrez!... Toma otro cruzado, Alcaraban, toma.
—Muchas, muchísimas gracias, señor.
—Oye, Alcaraban: tú eres todo un lagarto, hijo.
—No os entiendo, señor.
—Quiero decir, que serás capaz de subir sin hacer ruido á aquel balcón, y ver sin ser visto lo que pase dentro.
—Sí que soy capaz, señor.
—Yo te he visto subir por la arista de una torre para cojer un nido de cigüeñas: anda allá, mira y dime lo que has visto.
Alcaraban partió, y poco despues volvió.
—¿Qué has visto? le dijo el infante.
—Mucho, señor, mucho: en primer lugar, he visto á la hermosa dama.
—¿Quién está con ella?
—Está sola.
—¿Qué hace?
—Llora.
—¡Llora! esto es estraño, pensó Ruy Gonzalez: ¡llorar doña Lambra! ¡Ah! ¡maldito, maldito amor!¡y el imbécil de mi hermano! Pero vamos, ya no tiene remedio. ¿Y no hacia la dama mas que llorar?
—Sí, sí, señor: de tiempo en tiempo escribía.
—Escribe sin duda á Gonzalo, pensó Ruy; y luego dijo volviéndose á Alcaraban: toma otro cruzado... este es porque calles y no digas á alma viviente lo que me has dicho... porque si hablas te corlo la lengua.
—Pues callaré mucho, mucho, muchísimo, señor.
—Vete.
Alcaraban desapareció sin ruido entre los Arboles.
Entonces el infante se encaminó al muro, situado bajo su balcón, trepó por él, se asió á la balaustrada, y entró en su cámara: cerró las maderas y llamó á su paje.
Presentóse este en seguida.
—Se me ha apagado la luz, le dijo.
El paje salió y volvió con ella encendida.
—Vé y búscame al paje Gutierrez, le dijo el infante.
El paje salió y volvió poco despues con un mancebo rubio y gentil, en cuyo semblante se veia pintada una espresion de asombro.
El infante se quedó solo con Gutierrez y cerró las puertas de la antecámara y de la cámara, de modo que nadie podia oir lo que allí se hablase. El paje se mostraba azorado; el infante miraba intensamente lo abultado de la escarcela de Gutierrez.
—Acércate, le dijo.
El paje dió un paso temblando.
—Acércate mas.
El paje se acercó; el infante asió su escarcela, se la arrancó y sacando de ella un bolsillo lleno de oro, le dijo en voz severa:
—¿A quién has robado esto?
El niño se echó á llorar.
—¿Quién te ha dado esto? añadió con mas dulzura Ruy Gonzalez.
—El esclavo de doña Lambra, contestó tartamudeando el paje.
—¿Y para qué te lo ha dado?
—Para que espere, y lleve una carta á mi señor.
—Bien: guarda ese oro..
El paje respiró libremente.
—¿Qué quereis que haga, señor? dijo comprendiendo que debia exigirselo algo.
—Quiero que me traigas esa carta antes de llevársela á tu señor.
—La traeré.
—¿Quién te ha de dar esa carta?
—Debo yo ir á recibirla.
—¿Cuándo?
—A la tercera vigilia[3].
—Bien, aun falta mucho tiempo: ahora es la media noche. Vete y ten presente que si no me traes esa carta, sabrá el conde, tu señor, que paga sueldo en su casa á un traidor.
—Descuidad, señor.
—Vete.
Ruy Gonzalez franqueó las puertas, echó fuera á Gutierrez, volvió, ocultó la luz, abrió el balcón, se deslizó de nuevo en el huerto, fué al muro sobre que se alzaba el balcón de la cámara que ocupaba doña Lambra, se asió á las asperezas de la pared, se aferró á la parte inferior de la balaustrada, y asi suspendido en el aire, miró al interior.
Doña Lambra no estaba ya sola; la acompañaba el negro Jamrú, que estaba echado á sus piés en un escabel. Doña Lambra le miraba como pretendiendo fascinarle. Una de sus blanquísimas y pequeñas manos estaba abandonada entre las manos de azabache de Jamrú. Aquello era repugnante.
Sin embargo, doña Lambra no parecía violentada, y Ruy Gonzalez llegó á sospechar si aquella terrible mujer amaria al esclavo. Tuvo impulsos el generoso mancebo de saltar dentro y vengar con la sangre del negro y de doña Lambra mezclada, la infamia de su parienta.
Pero el recelo de que doña Lambra no hiciese mas que esplotar en el negro una insensata pasión para vengarse del desprecio de Gonzalo, contuvo á Ruy, cuya fogosa imaginación hizo por la primera vez un milagro conteniéndose.
Doña Lambra y Jamrú hablaban de una manera sorda y acalorada.
Ruy Gonzalez lanzó toda su alma á sus oídos.
—Jamrú tiene celos, dijo el esclavo.
—¡Celos! esclamó con acento insinuante y astuto doña Lambra: ¡celos! ¿y de qué?
—Celos del hermoso caballero.
—Yo solo quiero vengarme, Jamrú: despues que me haya vengado... cuando hayan caido ellos... ellos que me han insultado, caerá también eso hombre, con quien me he casado para que me ayude á vengarme.
—Ya lo sabíamos por acá, noble parienta, pensó Ruy.
—Entonces, cuando esté libre de nuevo... libre y virgen... (Doña Lambra pronunció incitantemente esta palabra.) Porque bien sabes que Ruy Velazquez sufre aun mis caprichos... entonces seré tuya, tuya... enteramente tuya.
—Hé aquí tres tuyas, que valen menos, mucho menos que los eternos tres muchos de Alcaraban, pensó el infante.
—Entonces no amaré á nadie... á nadie mas que á tí, continuó doña Lambra, á ti que eres el único hombre que me ha dado pruebas de amor.
—Sin embargo, hermosa virgen de los sueños de Jamrú, el pobre esclavo sufre y el sufrimiento le mata.
—Sírveme y espera.
—¡Oh! ¡y cuánto tiempo hace que estoy esperando! Por ti maté á la niña Blanca.
—Silencio! esclamó doña Lambra, que temio que aquellas palabras saliesen por sí solas fuera de la cámara.
El infante se estremeció y sus cabellos se erizaron de horror.
—Por tí he sufrido los insultos de esos soberbios mancebos.
—Te juro que verás sus cabezas ensangrentadas.
—¡Oh! ¡cuanto tarda ese dia!
—En tu mano está apresurarlo.
—Suenan pasos, esclamó el negro alzándose de repente y poniéndose en una actitud respetuosa.
—Será Ruy Velazquez.
—¡Oh! ¡ese hombre! ¡ese hombre!
—Tú le odias demasiado, Jamrú.
—Como odio á todo el que te ama.
—Pero... ¿habrás sido capaz de darme en vez de beleño, tósigo?
—Te he jurado que esta noche un profundo sueño te libertará de Ruy Velazquez, y lo he cumplido.
—De modo que en el vino que acostumbra á beber todas las noches antes de acostarse...
—Ese vino le producirá un letargo profundo de que solo volverá á la salida del sol.
—Silencio: ¿tienes la carta?
—Si.
—¿Está pronto el page?
—Sí.
—Pues vete... ya está ahi.
Salió Jamrú y Ruy Velazquez entró en la cámara.
—¡Cómo! ¿Aun no os habéis acostado, señora? la dijo con estrañeza.
—No hay mas que un lecho, señor.
—¡Ya! y vos no habéis querido dar un escándalo pidiendo dos lechos, cuando solo hace seis dias que os habéis casado conmigo....
—Respetad, señor, mi timidez, mi pudor, esclamó con acento dulce, acompañado de una hechicera sonrisa, doña Lambra.
—Ya os dije desde el dia en que por primera vez os hablé de amores, que seria en todo, y respecto de mi, lo que vos quisiérais... soy un caballero y cumplo lo que prometo: será lo que vos queráis: ¡pero si vierais cuanto sufro! ¡qué tormento es para mí teneros á mi lado, veros tan hermosa, tan noble, tan pura, y no poder decir es mia...
—¡Vengadme ante todo! esclamó con arranque doña Lambra.
—¡Vengaros! si, os vengaré, señora, ó por mejor decir, vengaré los horribles celos que sufro: cuando me concedisteis vuestra mano, perdí el ódio que tenia á los Laras; pero cuando me sujetásteis á tan duras condiciones, volvió mi ódio hácia ellos, porque volvieron mis celos.
—¡Vuestros celos, señor!
—Amáis á Gonzalo, señora, le amais ahora mas que nunca.
—Si le amara, ¿me hubiera casado con vos? Si le amara ¿desearía su muerte?
—Os confieso, señora, que sois un misterio insondable para mí.
—El tiempo os hará ver claro en mi alma.
—Quiera Dios que ese tiempo pase pronto. ¿Ha dejado mi paje Garcés servida la copa?
—Si señor, vedla en aquella mesa.
Ruy Velazquez fué á aquella mesa, tomó una copa de plata cincelada, que estaba sobro ella, y bebió lentamente.
Los ojos de doña Lambra fijaban en aquel momento una estraña mirada de ansiedad y de temor en Ruy Velazquez, que despues de haber bebido se volvió reposadamente á su esposa.
—¿Conque es decir, esclamó con acento profundo, que nada soy aun para vos?
—Sois mi esposo, sois mi amigo, contestó doña Lambra con dulce sonrisa, tendiéndole la mano y mirándole fijamente.
Los ojos de Ruy Velazquez empezaban á cargarse, y su mirada se embotaba, por decirlo asi, dominado por el sueño.
—Bien, doña Lambra, bien, dijo con voz opaca: será lo que vos queráis; pero guardaos de querer lo que yo no os pudiera consentir... y puesto que os habéis obstinado en ese incomprensible capricho que me desespera, recojeos al lecho; yo dormiré en cualquier parle, en uno de estos sillones.
—En un mismo aposento! esclamó con un hechicero acento de pudor doña Lambra.
—Sea lo que vos queráis, señora, dijo Ruy Velazquez ya contrariado en demasía; pero procurad que esto no dure mucho tiempo. Que Dios os guarde y os dé buenas noches.
Dicho esto, besó la mano á doña Lambra, y de una manera vacilante, porque ya le dominaba el sueño, fué á una puerta, levantó un tapiz y desapareció tras él.
Doña Lambra fué á aquella misma puerta, levantó el tapiz y miró profundamente al fondo de la habitación á que aquella puerta correspondía. Ruy Velazquez se había arrojado sobre un sillón y dormía profundamente.
Doña Lambra le contempló un momento y despues atravesó apresuradamente la cámara, fué á otra puerta y esclamó con acento ronco:
—¡Jamrú!
Poco despues apareció el esclavo.
—¿ha bebido? dijo.
—Si, contestó doña Lambra.
—Entonces duerme.
—Sí, ven aca, mira.
Doña Lambra llevó al esclavo á la puerta de la cámara donde estaba Ruy Velazquez y le mostró al negro.
—Su letargo es profundo, dijo Jamrú, y no despertará hasta la salida del sol.
Doña Lambra cerró las dobles hojas de aquella puerta, dejó caer el tapiz, y dijo al esclavo:
—Ahora vé á esperar al paje del infante Gonzalo.
Jamrú salió de la cámara, dejando sola á su señora, que cerró, se puso delante de un espejo de plata, y empezó á ataviarse, no con el estraño lujo con que la hemos visto prenderse en otra ocasion; por el contrario, se adornó con la mayor sencillez, prendió algunas llores en su cabeza y en su seno, y dejó ver, entretanto, tesoros de hermosura á Ruy Gonzalez, que permanecía izado, por decirlo así, al balcón, asidas las manos á la parte inferior de los hierros, y apoyados los piés en el muro en una posicion violentísima.
—¡Qué hermosa! ¡Qué hermosa es esa mujer! dijo para sí suspirando Ruy. Parece imposible, imposible de todo punto que un cuerpo tan magnifico, tan encantador encierro un alma tan infame.
En aquel momento doña Lambra, cuya cabeza escandescia la fiebre, se encaminó al balcón, ansiosa de respirar el aire de la noche.
El infante se dejó caer á plomo al huerto; su caida produjo un ligero ruido, y doña Lambra se avanzó al balcón y miró profundamente al fondo; pero nada vió: el infante habia previsto esta mirada, y se habia agazapado al pió del muro.
—Es estraño: creí haber escuchado un ruido semejante á un cuerpo que hubiera caido del balcón: nadie, no hay nadie... es la fiebre que me devora la que me hace escuchar ruidos entre el silencio y ver formas estrañas entre las tinieblas. ¡Oh Gonzalo, Gonzalo! y cuán desdichada me haces.
Doña Lambra apoyó su frente en la balaustrada, se la oprimio el corazon, y rompió á llorar. El infante se deslizó en silencio á lo largo del muro, fué á su balcón, trepó por él, y poco despues llamaba recatadamente á la puerta de los aposentos de sus hermanos Fernán y Gustios.
Aunque era muy tarde, Gonzalo estaba en su cámara. Se habia acostado, pero el insomnio, la inquietud, el estado de escitacion en que se encontraba su alma, le habian arrojado del lecho como le hubieran arrojado de una máquina de tormento.
El infante se vistió de nuevo, se sentó junto á la mesa, apoyó los codos en ella y en las manos la cabeza, y permaneció inmóvil, profundamente pensativo, con la mirada sombría y la frente ceñuda.
En su pensamiento se revolvía una idea desesperada: el recuerdo de Blanca.
De Blanca, cuyo paradero ignoraba, de Blanca, que era la luz, el fuego de su existencia, y sin la cual no podia vivir sino como vivia entonces, entregado á un infierno de desesperación, de temor, de rabia, de celos. ¿Qué era de Blanca? Esta era la eterna pregunta que se hacia, y á la cual su amor daba soluciones horribles.
Habia llegado ya á uno de esos momentos en que no se puede sufrir mas, en que el alma estalla y adopta resoluciones desesperadas. Necesitaba saber á todo trance lo que era de Blanca, y ¿quién podia decírselo? Doña Lambra estaba en casa de su padre. ¿Y no le amaba doña Lambra? No podia tener duda de ello. Engañándola, mintiéndola, podia acaso sorprenderla, arrancarla su secreto. Gonzalo no sabia cómo, ni pensaba en la manera, porque en esas situaciones desesperadas la imaginación se resiste á concebir un plan, y si le concibe es descabellado. Gonzalo habia hecho cuanto habia que hacer: esto es, vencer su repugnancia de hablar á doña Lambra, de decirla amores, de hacerla desandar el camino del Odio, que ya habia recorrido.
¿POTO cómo ver á doña Lambra? Gonzalo, jóven é impetuoso, hubiera querido hablarla aquella misma noche; pero esto, pensando prudentemente, era imposible. Gonzalo comprendió con rabia que necesitaba esperar; y esperar no solo á que pasase aquella eterna noche, sino á que se presentase una ocasion, un momento favorable de entablar aquella conquista intencionada y traidora.
En otra situación Gonzalo se hubiera avergonzado del solo pensamiento de aquella intriga: educado por el ejemplo de su padre, en materias de honor era exagerado, si puedo suponerse exageración en el honor: la traición lo repugnaba, aunque se practicase para una acción justa y contra un enemigo infame; pero no hay hombro á quien las pasiones no arrastren, y la pasión de Gonzalo era una de las mas terribles: un amor de niño contrariado y violento, impreso en el corazon de un hombre.
Inútil es, pues, decir que estaba enteramente decidido.
Cuando con mas fuerza luchaba su imaginación por encontrar un medio que apresurase una entrevista con doña Lambra, sonaron recatadamente dos golpes, dados con la mano, en la puerta de la cámara. Fué necesario para que Gonzalo los oyese, que so repitiesen coa mas fuerza.
Oyólos al fin, fué á la puerta y abrió. Presentóse el paje Gutierrez, azorado y con un pergamino enrollado en la mano.
—¿Qué quieres á estas horas? le dijo con acento displicente Gonzalo.
—Dormía en mi aposento, señor... dijo con turbada voz el paje.
—Dormías... Y bien... ¿A. qué vienes? ¿Qué pergamino es ese?
—Han llamado á mi puerta, señor, me he levantado, y sin atreverme á abrir, porque no tenia luz, he preguntado qué me querían.
—Tomad, me han dicho, estas letras que os dejo por bajo de la puerta, y llevadlas al momento á vuestro señor el infante Gonzalo Gonzalez... le interesan... llevádselas. Las letras están aquí, señor, añadió el paje, entregando con mano trémula á su señor el pergamino.
—¿Y no pudiste conocer á la persona que te lo entregó? dijo Gonzalo dándole vueltas entre sus manos.
—No, no señor,.se alejó velozmente á lo largo de la galería apenas le hubo dejado.
—Bien: véte.
El infante quedó solo. Se acercó á la lámpara, desarrolló el pergamino y lanzó un grito de insensata alegría; era una carta de doña Lambra; un amante no hubiera sentido al leerla un placer semejante al que esperimentó Gonzalo, que aborrecía con toda su alma á aquella mujer.
Leyó y releyó el pergamino, en el cual estaban contenidas las palabras siguientes:
«Solo he venido á Salas de Lara, para esplicaros los escesos que tupieron lugar ayer; no quiero que me culpéis de cosas en las cuales ninguna parte be tenido; sé que me odiáis, pero sé también que sois caballero y que no faltareis á la cita de una dama, que nunca hubiera creído encontrarse como se encuentra hoy. Venid en el momento que leáis estas letras, y traedlas con vos. Mí esclavo negro os esperará en las galerías. Seguidle. El os conducirá hasta mí.—Doña Lambra.»
Inútil es decir que antes de que Gonzalo leyese esta carta, ya la habían leído sus hermanos Ruy, Fernán y Gustios.
Gonzalo sintió en su alma una impresión indescribible: el ódio, la esperanza, la cólera, se revolvieron al mismo tiempo en su corazon, y... ¡cosa estraña! un interés misterioso, un fuego satánico corrió por sus venas al recuerdo de su decisión de enamorar, aunque de una manera falsa, á doña Lambra.
¿Era este acaso el resultado de esas inconcebibles miserias del corazon, que nos arrastran, á nuestro pesar, á un polo opuesto á aquel en que nuestra voluntad nos coloca? ¿Era que la vanidad inherente al corazon humano, le hacia gozar de una manera misteriosa y recóndita, con los amores de aquella mujer, tan despreciada y al mismo tiempo tan tenaz, tan enamorada, tan desesperada?
No lo sabemos.
Gonzalo pensó, por la primera vez en su vida, en engalanarse para parecer mas bello: era entonces una mujer coqueta que añade á los encantos de su hermosura la ayuda del arte, pareciéndole todo insuficiente para lograr un loco empeño. Gonzalo quería dominar á doña Lambra, confiado en sorprenderla, y nunca, nunca habia cuidado con tanto esmero de su atavio.
Vistióse un sayo de púrpura forrado de pieles blancas, y bordado de oro y perlas; unas calzas de seda verdes, unos borceguíes de brocado, y repartió la cabellera en blondos rizós.
Y asi, sin gorra, puñal ni espada, armas que fuera ocioso llevar á la cita de una dama, salió de su cámara y se aventuró á oscuras por las anchas galerías, receloso y temblando, ni mas ni menos que un hombre que vá á cometer un crimen y teme ser sorprendido.
Al ruido de los pasos del infante adelantaron otros pasos al fondo de la galería. Al escucharlos, se detuvo Gonzalo y esclamó á media voz:
—¿Quién vá?
—Soy yo, señor; dijo una voz asimismo contenida: el esclavo Jamrú.
—¿Me esperabas?
—Si, señor.
—¿Quién te envía?
—La hermosa doncella de las trenzas negras.
—¡La doncella! esclamó para sí Gonzalo. ¿Qué es esto? Doña Lambra es casada. Yo no conozco su escritura. ¿Me habrá citado acaso, tomando el nombre de sil señora, algunas de sus damas?
Pero llegados ya á aquel punto, no había lugar de retroceder: Gonzalo adelantó hácia el esclavo y le dijo:
—Guia.
Oyóse el ruido de los pasos del negro que marchaba delante, y poco despues rechinó una puerta, se entreabrió y dejó ver una linea de luz.
—Pasad, dijo el negro al infante.
Gonzalo pasó; atravesó siguiendo á Jamrú dos habitaciones, y el esclavo levantando un doble tapiz, dijo al infante con voz ronca y temblorosa:
—He allí la hermosa doncella de las trenzas negras, que os espera.
Gonzalo adelantó, lanzando toda su vida á sus ojos: la mujer que estaba de pié en medio de la cámara, vestida con una rozagante y magnífica túnica de brocado blanco, partidos los cabellos en trenzas, desnudos los hombros y adornada en la cabeza y en el seno con flores, era doña Lambra.
Estaba pálida, estremecida, sobresaltada y como nunca hermosa. El dolor, la esperanza, el amor, habían dulcificado su semblante y dado á su mirada un brillo purísimo. Entonces doña Lambra era un ángel, ó por mejor decir, un demonio tentador que ostentaba por un momento toda su pureza, toda su dulzura perdida.
Al ver adelantarse á Gonzalo, pálido como ella, trémulo como ella, como ella encantador y hermoso, doña Lambra llevó la mano á su corazon, como si le hubiera herido un puñal, se estremeció visiblemente, palideció de una manera mortal, y lanzó un gemido.
—¡Oh! dijo para ¡sí se ha cubierto de galas para venir á verme! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¿Se habrá despertado su amor al verme esposa de Ruy Velazquez?
Y doña Lambra sonrió de una manera dulcísima, y destelló una mirada inmensa sobre Gonzalo.
Nadie hubiera creído que era aquella la misma mujer que el dia anterior habia señalado aquel hombre á sus vasallos gritándoles: ¡matadle!
Por un momento entrambos se contemplaron en silencio.
—¡Oh! gracias, gracias, Gonzalo, esclamó doña Lambra con la voz amortiguada por la pasión. ¡Gracias! ¡al fin has tenido lástima de mí!
Y doña Lambra sin esperarla contestación de Gonzalo, fué al balcón, corrió delante de él un tapiz, salió de la cámara, oyéronse cerrar con llaves algunas puertas, y volvió junto á Gonzalo.
Los dos jóvenes estaban, encerrados, solos en medio de la noche: la lámpara fulguraba una melancólica claridad, reinaba fuera un silencio profundísimo, y solo se escuchaba de tiempo en tiempo el acompasado y lánguido gorgeo de un ruiseñor.
—Nadie puede escucharnos, Gonzalo, dijo doña Lambra viniendo junto á él. Ruy Velazquez duerme, mi servidumbre también; tres puertas están cerradas entre nosotros y el esclavo que te ha traido.
Gonzalo guardó silencio, anonadado, confundido; pero doña Lambra notó que la dulce y melancólica espresion de su semblante no se había alterado.
—Tomad, prima mia, dijo Gonzalo dándola el pergamino que doña Lambra le habia escrito; si esta carta estuviera en mi poder podría teneros inquieta: no os perteneceis ya, señora.
Las mejillas de doña Lambra se cubrieron de rubor, tomó el pergamino que la daba Gonzalo, se acercó á la lámpara y le quemó.
—¡Que no me pertenezco, Gonzalo! esclamó doña Lambra despues que hubo volado la última pavesa del pergamino. ¡Es verdad! hace mucho tiempo que no me pertenezco; hace mucho tiempo que mi corazon no osmio. Ven, ven conmigo, Gonzalo; tengo que decirle muchas cosas... necesito justificarme á tus ojos, necesito que me perdones.
Y asiendo de una mano al jóven, le llevó á una especie de sofá, divan ó estrado que habia en un ángulo de la cámara: alli la distante luz de la lámpara llegaba de una manera estenuada, lánguida, dando á aquel hermoso grupo un tinte misterioso.
Gonzalo empezaba á sentir una fascinación estraña: los ojos de doña Lambra brillaban con un fuego opaco, su seno se agitaba poderosamente, su respiración era dificultosa, suspirante, encendida; sus manos asian temblando las manos del jóven: el demonio arrastraba al ángel: el mal triunfaba aunque momentáneamente del bien, y doña Lambra que comprendió la espresion de Gonzalo, so creyó amada, y su alma estalló en su palabra.
—¡Gonzalo! ¡Gonzalo mio! ¡vida de mi vida! ¿No es verdad que no has creído que yo le aborrezco? ¡no es verdad que cuando ayer... ¡oh qué horror, si te hubiesen muerto!., no pensemos mas en ello... tenia celos... unos horribles celos... y luego me veia encadenada á ese Ruy Velazquez, á ese hombre fatal... á ese hombre á quien aborrezco desde el momento en que so ha llamado mí esposo... yo no tengo mas esposo que tú: ni mi cuerpo ni mi alma son de nadie... ni lo serán... no, yo soy tuya, tuya, enteramente tuya.
—Pero sois casada, señora, esclamó Gonzalo rehaciéndose y procurando salir á todo trance de aquella situación á que le habia llevado su amor á Blanca.
—¡Casada sí! pero ¿qué importa?... ese hombre, te lo juro, Gonzalo... ese hombre aunque tú me desprecies otra vez, jamás... no, jamás... es imposible... antes morir... de Gonzalo... ó de nadie.
—Pero... ved... esto es horrible... ese hombre es mi lio, vos sois mi parienta... y yo...
—Una sola palabra, Gonzalo... ¿Me amas?
—¡Que si os amo! esclamó Gonzalo en quien aquella palabra despertó todo su ódio; ¡que si os amo!..
Detúvose Gonzalo; en aquel momento recordó á Blanca y añadió con un acento supremo que hacia convulsivo el odio...
—Sí, sí, prima mia, hermosa Lambra mia, yo te amo con todo mi corazon.
Doña Lambra lanzó un grito inmenso, sofocado, terrible, emanado del fondo de su alma; la felicidad la mataba: cayó entre los brazos de Gonzalo, apoyó la cabeza en su pecho, y rompió á llorar á raudales, como si todo su corazon se hubiera deshecho en lágrimas.
Gonzalo vaciló: aquel amor terrible acabó por inficionarle: doña Lambra era demasiado hermosa, su amor se espresaba de una manera demasiado elocuente para que un hombre en la situación en que se encontraba el jóven, no lo olvidase todo, su ódio, su amor: doña Lambra entonces era demasiado grande para que pudiese tener rivales; Gonzalo sintió rodar el vértigo en su cabeza; parecióle que un demonio tentador se habia apoderado de él, que se retorcía entre sus brazos, que le mordía, que gritaba de dolor, que lloraba de placer, y que una vez y otra volvia á apoderarse de él y á despedazarle, y á torturarle: hubo un momento en que Gonzalo despertó de aquel sueño embriagador; hizo un poderoso esfuerzo y se alzó.
Doña Lambra estaba reclinada sobre el divan con la boca sonriente; en sus labios vagaba una inmensa espresion de felicidad; sus ojos, medio velados por sus largas y entreabiertas pestañas, brillaban como si hubiera ardido en ellos todo el fuego de un volcan.
—¡Oh! ¡qué feliz soy! esclamó con voz opaca.
Gonzalo permaneció á alguna distancia de ella, inmóvil como una estátua, aterrado, sombrío.
Doña Lambra se levantó de repente, asió una mano del jóven, y lo dijo:
—¡Escucha! ¡Tú eres mi amante! pero es necesario que seas mi esposo.
Gonzalo retrocedió.
—Es necesario que la felicidad que me ha inundado esta noche, me inunde todos los dias, á todas horas... Escucha... es preciso que ese hombre coa quien me he casado celosa, desesperada, porque no te habia comprendido... deje de ser un obstáculo entro los dos.
Gonzalo se estremeció, y sus cabellos se erizaron.
—¡Ahora duerme! continuó doña Lambra... pero yo puedo hacer que no despierte.
El asombro, la indignación, el espanto enmudecieron á Gonzalo, quien hizo otro paso atrás.
Doña Lambra avanzó.
—Y no despertará: tú, ángel mio, te estremeces y dudas... porque no sabes que él quería matarte... ¡á mi Gonzalo!... ¡no! ¡no! ¡antes él!... Escucha... nadie lo sabrá... nadie creerá sino que ha muerto naturalmente... yo tengo filtros que matan sin dejar huella...
Gonzalo tuvo una inspiración, se contuvo: asió á doña Lambra de una mano, y la dijo:
—Si... sí... es necesario... ese hombre...
—Ese hombre morirá.
—Y Blanca... Mis locuras de mancebo la han llevado á una situación, de la que se valdrá con mi padre... si llega un dia en que se hayan de unir nuestros destinos... Mi padre me baria casar con Blanca á pesar de la distancia que nos separa... porque...
—¿Por qué? esclamó anhelante doña Lambra.
—Porque Blanca es madre, esclamó como con empacho y desprecio Gonzalo.
—¡Oh! pero tú no la amas.
—¡Amarla yo! ¡amarla yo existiendo mi Lambra, mi adorada Lambra! ¡No... no! ¡imposible! Es verdad que ha habido un momento en que he estado ciego... pero cuando te vi esposa de ese hombre...
—¡Oh! eso hombre suspira todavía por lo que tú posees... eso hombre morirá... como ha muerto Blanca.
—¡Que Blanca ha muerto! esclamó Gonzalo con un acento, del cual querríamos en vano dar una idea á nuestros lectores: tanto le alteraban el terror, el horror, la desesperación.
—Se habia puesto entre nosotros dos: esclamó doña Lambra.
—¡Oh! ¡miserable! ¡Y he podido llegar hasta el punto de poseerte, infame!
Y el infante sacudió furioso á doña Lambra, la arrojó á sus piés y buscó su puñal en la cintura.
Pero luego so horrorizó de su pensamiento; Gonzalo no sabia asesinar: quiso huir, pero doña Lambra se le arrojó por delante.
—¡Oh! ¡perdón! ¡perdón! ¡Gonzalo, yo la aborrecía! ¡tú la amabas! ¡tú la amas! ¡oh Gonzalo! Gonzalo... me has engañado, me has perdido, y yo te perdono... me has desgarrado el alma... pero mírame, Gonzalo, mírame por la última vez como me mirabas hace un momento; estréchame como entonces entre tus brazos y... mátame despues.
Gonzalo, inmóvil como un cadáver que por un milagro se tuviese de pié, con el corazon yerto, la mirada estraviada, vuelto de espaldas á doña Lambra, que de rodillas junto á él lloraba asida de sus rodillas, parecía el genio terrible que sentencia y condena.
Doña Lambra comprendió que no la quedaba esperanza, y se desplomó sobre si misma, se cubrió el rostro con las manos, y rompió á llorar.
En aquel momento, como una maldición, resonó una triple risa; se descorrió el tapiz que cubría el balcón, y aparecieron Ruy, Gustios y Fernán.
—Hé ahí, dijo Ruy, una ramera teñida en sangre, que se arrepiente tarde.
—Una Magdalena, para la que no hay perdón, dijo Gustios.
—Una mesalina burlada y escarnecida, dijo Fernán.
Los tres calaveras estaban, como suele decirse, en sus glorías: habían sorprendido un escándalo, y tenían sus razones para no dar á, aquella escena la importancia que la daba Gonzalo.
Allí las únicas victimas eran doña Lambra y... Ruy Velazquez que roncaba descuidadamente en la habitación inmediata.
En tal situación estaba Gonzalo, que no reparó en sus hermanos, ni oyó sus palabras; pero doña Lambra al recibir sus insultos, se levantó rugiente.
—¡Ah! miserables hermanos, os habéis reunido para burlarme...
Los dientes de doña Lambra rechinaban como los de una loba furiosa.
—Ese infame... y vosotros,—y señalaba alternativamente á Gonzalo y á los otros tres,—lodos... todos me pagareis mi afrenta.
—¡Oh! ¿qué es esto? dijo como quien despierta de un sueño Gonzalo.
—Esto quiere decir que venimos á darte la enhorabuena, hermano, en un lugar en donde por cierto no te negarás á recibirla, dijo Fernán.
—¡Salid! gritó furiosa doña Lambra.
—Si, saldremos, esclamó Gonzalo, arrancando su puñal á Ruy, pero antes dejaremos señalado nuestro paso con tu sangre.
—Basta con la que se ha derramado ya... esclamó gravemente Ruy interponiéndose... bastante lúgubre es ya este recinto para que aumentemos su horror... Doña Lambra está en nuestra casa y es una mujer; dejémosla por castigo el recuerdo de esta noche, su rabia Y sus remordimientos.
—¡Pero Blanca! ¡la sangre de Blanca!
—¡Blanca vive, hermano mio! esclamó Ruy.
—¡Que vive! esclamaron á un tiempo y de harto distinta manera Gonzalo y doña Lambra.
—Os lo juro por mi honor, mi buen hermano y mi noble prima.
—¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Gonzalo: ¡haced que eso sea verdad!
—Demasiada verdad es: y si quieres tener una prueba clara de ello, sígueme.
Ruy empujó hácia el balcón á Gonzalo, que no se hizo de rogar, y se descolgó por él. Siguiéronle Fernán y Gustios: Ruy adelantó entonces y dijo con sarcasmo á doña Lambra, que habia quedado alterada y muda en medio de la cámara:
—No os aflijais, mi hermosa prima: si Gonzalo no consiente en venir á visitaros, vendré yo, y la noche siguiente Fernán, y á la otra Gustios: no os respondo del mismo modo de los graves señores Diego y Suero; pero estoy seguro de que Martin no se hará esperar, si le llamais: si no os bastasen nuestros amores, ahi teneis á vuestro hermoso negro, y si aun este no fuese bastante, podéis contar con nuestros palafreneros: tocio se reduce á que lleneis su copa nocturna durante un raes á vuestro digno esposo Ruy Velazquez.
Y se encaminó al balcón, pero se detuvo. Doña Lambra le dirigió la palabra coa acento opaco y terriblemente tranquilo.
—¡Caballero que insultas á una dama! esclamó: ¡yo acepto la cita de los siete infantes de Lara, y juro á Dios y á mi honor perdido, que no ha de de pasar mucho tiempo antes que los vea juntos, pálidos... de amor al alcance de mi mano!
Ruy comprendió la amenaza de doña Lambra, lanzó una carcajada de desprecio, siguió hácia el balcón y se descolgó por él.
Doña Lambra se avanzó á aquel balcón y lanzó al fondo de las tinieblas una mirada terrible.
Despues atravesó fatídicamente la cámara, se arrojó en el mismo divan en donde habia sido tan feliz un momento, ocultó el rostro entre los almoadones, y lloró.
La mujer infeliz se sobreponía á la fiera sedienta de venganza.
Un momento despues estaban los cuatro hermanos en la habitación de Ruy. Gonzalo contrariado, impaciente, fuera de sí; Fernán y Gustios preocupa los por el aspecto de Gonzalo, y Ruy paseándose con una espresion de orgullo satisfecho, semejante á la de un general que acaba de hacer uso de una estrategia, cuyo éxito ha escedido á sus esperanzas.
—Sepamos, dijo deteniéndose de repente en medio de la cámara, ¿cuál es la razón de estar tan cariacontecidos?., yo no veo motivos mas que de risa... ¡Poder de Dios! sin pensarlo hemos alcanzado un triunfo que no era de esperar; nos hemos vengado de la única manera que un caballero puede vengarse de una mujer.
—Esa mujer es un demonio, esclamó con acento profundo Gonzalo.
Los tres hermanos soltaron una ruidosa carcajada.
—Pues no encuentro la razón de vuestra risa, dijo con cólera Gonzalo; y en todo caso esa risa tanto alcanza á doña Lambra, como á mi. Tan miserable he sido yo como ella.
—¡Bah! ¡bah! ¡bah! esclamó Ruy; ¿tendremos otro Suero en la familia? ¿Serás capaz de tomar por lo sério una aventura de que tú has sido el héroe afortunado?
—¡Hermanos! ¡hermanos mios! esclamó con dolorosa desesperación Gonzalo, tened lástima de mi; porque tengo un infierno en el corazon.
Desapareció la alegría de los tres infantes, como una nube oscura intercepta los rayos del sol.
—¿Estarás acaso enamorado de doña Lambra, Gonzalo? dijo con gravedad Ruy.
—Enamorado, no; no sé lo que siento por ella, hermanos mios... la aborrezco y la adoro... si vosotros la hubiérais visto como la he visto yo...
—Comprendemos, hermano... pero no comprendemos bien, cómo pueden unirse el aborrecimiento y el amor... ¿La matarías sin vacilar, Gonzalo? dijo Ruy.
—En un momento dado si... contestó con fiereza el jóven.
—Y á pesar de tu ódio, ¿estás seguro de que en vez de herirla, no te arrojarías loco de pasión en sus brazos?
—No, esclamó con con fusión Gonzalo.
—Te comprendo, hermano: doña Lambra ha tenido fuerza bastante para enloquecerte, y amas demasiado á Blanca, para no aborrecer á doña Lambra. Blanca, la pobre Blanca, ha sido fatal para tí.
—Blanca es un ángel de luz.
—Doña Lambra es un espíritu de tinieblas, pero hermoso, tentador, lleno de encantos satánicos á los que no has tenido fuerza para resistir... Doña Lambra, hermano, te adora; el volcan de su amor ha estallado y te ha abrasado en su fuego: el amor de doña Lambra te quema, te atormenta, pero te atrae... ¡Ira de Dios! esto es ya grave, Gonzalo... yo creia que tú... solo querías humillará doña Lambra, vengarte dulcemente de ella... y ella tu ha hecho pedazos... te ha atado á su carro... es necesario que no vuelvas á ver á esa mujer, Gonzalo... es necesario que vuelvas á ver á Blanca.
El nombre de la jóven fué un purísimo rayo de luz que rompió por un momento las tinieblas del alma de Gonzalo.
—¡Blanca! ¿y dónde está Blanca? esclamó con dolor.
—Blanca vive; estoy seguro de ello.
—Pero ¿quién te lo ha dicho?
—Nadie.
La esperanza de Gonzalo se desplomó.
—¿Os acordais del dia en que fuimos á buscar á Gonzalo? dijo Ruy á Fernán y á Gustios.
—SI; contestaron aquellos.
—Antes de llegar á la fuente de los Almendros, ¿no recordáis que encontramos en el camino una litera?
—SI.
—¿Que aquella litera iba resguardada por seis hombres á quienes mandaba otro encubierto en un ropon rojo?
—Si, si que lo recuerdo, dijo Gustios; y recuerdo también, que poco despues apareció aquella gente sin la litera.
—Y nuestro hermano Diego, escitado por esta circunstancia se puso en demanda de aquella aventura, dijo Fernán.
—Pues bien, señores míos, continuó gravemente Gustios; yo al ver tan triste, tan desesperado á Gonzalo, recordó que en la venta de San Cristóbal habíamos encontrado seis hombres envenenados y que sus arneses eran muy semejantes á los de los hombres de armas que resguardaban la litera; ademas el negro en quien probó Martin el antidoto...aquel negro es esclavo de doña Lambra... todos estos eran indicios, envié á casa de doña Lambra cierta persona de que yo me valgo.
—¿Y qué supo? dijo con ansiedad Gonzalo.
—Supo que habían desaparecido seis hombres de armas de la servidumbre de doña Lambra.
—¿Y no supo mas?
—Esto era ya bastante: entonces observé á nuestro hermano Diego, y he visto que de los seis días que han pasado desde entonces á acá, ha salido dos veces de nuestra casa solo y sin escudero, y ha estado fuera muchas horas. Ayer fué su segunda salida, y ya hubo quien le siguiera.
—¿Y qué has sabido?
—Pudiera saber mucho: pero necesitaba saber otras cosas mas urgentes: ahora bien, esperad un momento y sabremos lo que mi espía haya podido averiguar.
Ruy llamó á su paje de cámara y le mandó que fuese á buscar en las caballerizas á Alcaraban.
Poco despues, soñoliento y atónito, estaba Alcaraban delante de los cuatro infantes.
—Veamos lo que sabes acerca del lugar á donde ha ido el señor Diego Gonzalez, nuestro hermano mayor.
—¡Ah señor! sé mucho, mucho, muchísimo.
—Pues empieza.
—Cuando vuesa mercé me dijo: mi hermano, el señor Diego ha tomado, solo, el camino de Burgos, y es necesario que sepas á donde vá, partí y corrí, corrí, corrí...
—¿Y le alcanzaste?...
—Preguntando á acá., y repreguntando allá, á viandantes, venteros, supe que el señor Diego habia dejado el camino real y habia tomado el de la abadía de san Torcaz... porque pretender alcanzar á su merced, que iba, según dicen, como alma que lleva el diablo, era cosa de no pensar en ello, y eso que yo corría mucho, mucho, mucho.
—Pero, en fin...
—Llegué, y me colé de rondon en la casa del arcipreste, que vive junto la abadía en una casita muy cuca: yo llevaba mi tiorba, una vieja tiorba, mis nobles señores, con la que me ganaba la vida, y que estaba pidiendo á voces otra nueva; la templé como pude, y me puse á cantar el romance de Roncesvalles, con el valiente Bernardo y el gigante Roldan: entonces, ya sabéis que yo soy muy trovador, aunque no he podido comprarme un sayo de sedilla y un laúd; en fin, lo que hace al caso es que el arcipreste [4] se asomó á la puerta, y me hizo entrar para que me oyese su vieja manceba... una fea bruja perlática, mis señores. Y entre canto y danza, aventurando palabras, soltando embustes, saqué en claro que la abadesa de san Torcaz es tia de vuesas mercedes, señores infantes; que últimamente el señor Diego Gonzalez habia llevado al convento una dama, y que aquella dama, que era jóven y hermosa, vivía en la cámara de la noble abadesa.
—¿Y viste á esa dama?—clamó con impaciencia Gonzalo.
—Si que la ví, señor... pero para no causar sospechas, me despedí del arcipreste, que me dió por pago de mis cántigas un pedazo de pan duro y un torrezno frió, lo que me vino hermosamente para almorzar; tomé los linderas de un bosque cercano y me oculté en él: poco despues se abrió la poterna de la abadía y salió un caballero que picó á su caballo, y pasó como una saeta junto al lugar en que yo estaba oculto: aquel caballero era el señor Diego Gonzalez.
—¿Y no salió nadie á despedirle?
—¡Si por cierto! en una de las ventanas de la torre del homenaje de la abadía apareció una dama jóven, muy jóven: y muy hermosa, mucho, mucho, mucho, muy hermosa.
—¿Era blanca? dijo Gonzalo.
—Como una azucena; contestó Alcaraban.
—¿Rubia? insistió el jóven.
—Como un oro, repuso Alcaraban; y lloraba la infeliz, que daba compasion, mucha, mucha, mucha compasion.—Entonces dije para mi... aqui hay algo que interesa á mi amo el señor Ruy Gonzalez, y lo que puede interesarlo es esa dama: pues bien, como hemos entrado en casa del arcipreste, entremos en la abadía... Yo necesito verla de cerca y hablarla... y la veré... y la hablaré... ¿Pero cómo? Si yo me valia de mi tiorba, aunque me hiciesen entrar, de lo que estaba casi seguro, las buenas madres se situarían á escuchar mis romances y á ver mis cabriolas detras de sus celosías, y esto no era lo que yo deseaba; necesitaba introducirme, y aquí de la dificultad, porque habéis de saber, mis buenos señores, que la abadía de san Torcaz...
—Sí, ya sabemos que sus muros son fuertes, su cava profunda, sus torres altas, y que la guardan buenos ballesteros [5], dijo Ruy.
—Por lo mismo, continuó Alcaraban, mi empeño era dificultoso: pero puse el magín en tortura, y encontré un medio...
—Tan bueno como tuyo sin duda, dijo Ruy.
—Pero un medio desesperado y muy espuesto, señor.
—¿Cómo?
—Pensé en finjirme loco.
—¿Y para qué?
—Escuchen vuesas mercedes: me acerqué al foso por el lado de la huerta, y me monté en su barbacana; empecé á tocar desaforadamente mi tiorba, y á entonar con voz ronca unas veces, y aguda otras:
Yo soy el rey Burlabobos
de las islas del Engaño,
que por una doncellica
fuera de mis reinos ando.
Doncellica Pino-de-oro,
¿dónde estas, que no te hallo?
Mucho, mucho te me escondes;
de buscarte ya me canso.
Una roca respondiera
a las voces con que clamo
por los mis amores tristes,
por los mis amores sandios;
y tu, serpiente con haldas,
tu, basilisco adobado,
a mis quejas y suspiros
hecha estas de cal y canto.
Por tus desdenes perezco,
por tus desdenes me mato.
¡Dios su maldicion te envie!
¡Satanás te otorgue el pago!
En otra ocasion la estravagante trova de Alcaraban hubiera arrancado la risa á los infantes; pero estaban estos demasiado preocupados para reparar en lo ridículo de los cantares de aquella especie de trovador vergonzante.
—Acaba pronto, por Dios vivo, esclamó Ruy, y no nos desesperes con tus sandeces, Alcaraban.
—Es que yo, señor, no sé contar las cosas sino á mi manera, y se me corta la trama y se me aturde, y será peor, mucho, mucho, mucho peor.
—Pero en fin... esclamó impaciente Gonzalo.
—En fin, mi señor, ó mejor dicho, por fin y remate de mi trova y cuando ya me rodeaban algunos labriegos de las tierras del convento, y me miraban desde el adarve del muro algunos soldados, me levanté finjiendo gran desesperación, y rompí mi tiorba contra las piedras de la barbacana. Luego,—y aqui Alcaraban adoptó una actitud y una entonación dramáticas—di tres descomunales voces, y patatum... me tiré de cabeza al foso, que estaba mas frio de lo justo.
Alcaraban se detuvo para observar el efecto que el relato de su acción producía en los infantes, poro estos estaban acostumbrados á hechos de mas cuantía, y Ruy dijo de una manera glacial á Alcaraban:
—Sigue.
—Estúveme algún tiempo bajo el agua, continuó algo contrariado, Alcaraban, lo que no dejó de ser peligroso, porque...
—¡Cómo peligroso! ¡tunante! ¿Pues no te he visto yo chapuzarle en las balsas para buscar cangrejos, y estarte un siglo debajo...
—Pero el agua de los fosos estaba detenida, corrompida, y empezó á marearme. Por mas que digáis, señor, no sé lo que hubiera sido de mi, si como yo esperaba, no se hubiesen arrojado á sacarme, lo que no consiguieron sin algunos esfuerzos, porque me habia atascado en fango hasta las rodillas: allí se quedaron mis zapatos y mis pobres y viejas calzas.
Y Alcaraban mostró sus piernas y sus pies negros y desnudos, esclamando despues de un picaresco chasquido lingual:
—¡Mirad qué calzas tengo!
Ruy lanzó á Alcaraban una impaciente mirada de amenaza.
—Mi estratajema produjo el resultado que yo esperaba, continuó el muchacho: esto es, me introdujeron en la huerta de la abadía, y me arrojaron en un rincón del establo.
—¡Ah! ¡ah! ¿y lograste ver á la dama? esclamó Gonzalo.
—Mi primer cuidado, en cuanto me vi solo, fué escurrirme; y procurando no ser visto, me internó entre los árboles y logré sallar los tapiales de un jardinillo: allí me agazapé entre una enramada, y esperé.—A la tarde aparecieron en la puerta que conducía al jardín dos mujeres: era la una una monja bastante hermosa y como de treinta á cuarenta años.
—Nuestra tía, dijo Gustios.
—¿Y la otra? esclamó Gonzalo.
—La otra, continuó Alcaraban, era la dama jóven y hermosa, vestida de blanco, que vi por la mañana en la torre del homenage.
—¿Y pudiste hablarla?... insistió con doble interés Gonzalo.
—Ya estaba desesperado, porque la monja no se separaba de ella, continuó Alcaraban; pero cuando ya desconfiaba, asomó una novicia á la puerta, llegó á la monja, la habló algunas palabras, y la monja salió con la novicia dejando sola á la dama.—Entonces me acerqué recatadamente, y antes de que me viese, porque estaba muy pensativa, la dije: yo soy un trovador que sirvo á mis buenos señores los siete infantes de Lara.—La dama levantó del suelo sus grandes y hermosos ojos azules y los posó en mi, me examinó de piés á cabeza, y me dijo:
—¿Qué es de doña Lambra Sanchez?
—¡Doña Lambra! maldígala Dios, contesté: Doña Lambra se ha casado, y ayer en las fiestas de sus bodas quisieron matar en Burgos al señor infante Gonzalo.
La dama se puso muy pálida, y se estremeció toda.
—¡Cómo! ¿querían matar al esposo de doña Lambra? me dijo.
—¡Cómo al esposo de doña Lambra! repliqué. El esposo de doña Lambra es el señor Ruy Velazquez.
—Y entonces... ¿qué dijo entonces la dama? esclamó con ansia Gonzalo.
—Se puso alegre, y luego triste, muy triste... se echó á llorar, y se alejó de mi.—Entonces volví á saltar la tapia del jardinillo, me planté en la huerta, y pedí que me diesen de comer. Riéronme un pedazo de pan, echáronme fuera, tomé de prisa el camino de la villa, y... aquí estoy..
Quedaron por un momento pensativos los infantes: Ruy fué el que rompió primero el silencio.
—Alcaraban, dijo, nos ha servido bien, y sirviéndonos ha sufrido pérdidas.
Ruy fué á un armario, tomó de él un laúd de cobro dorado y algunas ropas, las que juntas con una bolsa entregó á Alcaraban.
—Tus deseos son ser trovador, le dijo: ahí tienes con qué serlo; con esa túnica de seda puedes hacerte el sayo y la caperuza: ademas llevas cuatro calzas atacadas y cuatro pares de buenos borceguíes: te falta un puñal: toma.
Ruy le entregó un hermoso puñal de hierro, con vaina y talabarte de cuero encarnado.
Alcaraban estuvo á punto de volverse loco: se apoderó del laúd, le templó, y acompañándose con él empezó á dar frenéticas cabriolas.
Ruy le asió de una oreja y le arrojó fuera.
Los cuatro hermanos quedaron solos en un conciliábulo misterioso.
Antes del amanecer salieron de Salas de Lara cuatro ginetes, delante de los cuales trotaba un trovador estrañamente vestido.
La abadía de San Torcaz era un antiquísimo edificio, de construcción anterior á la invasión de los árabes, situado en un estrecho valle, entre dos montañas, á tres leguas de Burgos.
Era como hemos indicado antes, y á un mismo tiempo un solitario asilo de mujeres consagradas á Dios; un templo y un castillo. De todo esto era señora alodial, con derecho de alta y baja justicia, de pendón y de caldera, con mero misto imperio civil y criminal, y cuantos fueros, exenciones y prerogativas usaban los infanzones de entonces, la muy noble, alta y poderosa señora doña Urraca Ramírez, prima, por parte de madre, de Gonzalo Gustios de Lara, y por lo tanto ha, aunque remota, de los siete infantes.
Ciertos amores desgraciados, que no son de nuestro propósito, habian llevado al cláustro á doña Urraca, que con el corazon seco ya por la desgracia y el desengaño, se habia hecho una monja ascética, atrabiliaria é inaguantable, á pesar de que era aun jóven y notablemente hermosa.
La dureza de su carácter se hacia sentir, no solo á las religiosas, sino también á los hombres de armas que resguardaban su abadía, á los funcionarios inmediatos y á los labriegos y menestrales de las tierras de San Torcaz, que vivían agrupados en miserables barracas al rededor de la abadía-castillo.
Doña Urraca, á pesar de la clausura, salía con frecuencia del monasterio á ejercitarse en un recreo violento á que era muy aficionada: la montería. Cuando la mala estación la impedia lanzarse á los bosques y á los cotos de su jurisdicción, hacia que en el corral del alcázar sus hombres de armas justasen ó se entregasen á otros egercicios violentos, y con mucha frecuencia se corrían en aquel mismo corral loros, lo que producía mas de una desgracia; en una palabra, la abadesa doña Urraca era un marimacho, siempre displicente, siempre sombrío, siempre intratable, que solo gozaba con espectáculos terribles, y que con su egemplo había hecho escesivamente masculina la femenina comunidad de que era superiora.
Pero prescindiendo de esto, doña Urraca era rígida en materias de castidad, pura como el fuego, dura para exigir á los demas el cumplimiento de sus deberes, y en cuanto á religión, piadiosísima, y y mas que piadosa fanática.
Asi es que practicaba de una manera exagerada la caridad, no por índole, sino por ser la primera y mas santa prescripción del Evangelio, que es amar como á si mismos á sus semejantes.
El carácter, pues, de la abadesa de San Torcaz, era un carácter hijo de la época; temíanla las monjas, temíanla sus vasallos, mostrábase con todos dura y austera, y no comprendiendo su alma debilidades de ningun género, era escesivamente severa con las debilidades agenas.
Sabíalo esto perfectamente el conde Gonzalo Gustios, y trataba á su parienta de una manera especial: iba solo de tiempo en tiempo y en ciertas festividades á la abadía, con su esposa y con sus hijos; trataba ceremoniosamente á doña Urraca, llamábala señora, y nunca su hospedaje se hacia molesto, porque jamás pasaba en la abadía mas que algunas horas. Doña Urraca, decía de él, con una entonación escesivamente orgullosa, que su señor primo era digno por su valor y por su nobleza de llevar una corona, y Gonzalo Gustios afirmaba que su prima doña Urraca era una santa, aunque una santa mas de un tanto áspera y mas de tres tantos indigesta.
Cuando Diego Gonzalez encontró á Blanca en el bosque, cuando despues de haberla libertado como sabemos de Jamrú, la tuvo sobro el arzón de su caballo, necesariamente pensó cuál Jugar seria mas á propósito para ocultar á su pobre prima: ciertamente que por aquellos alrededores conocía muchas gentes, que nada ansiaban mas que una ocasion de servir á los Laras; pero Diego queria un retiro seguro ó impenetrable, y se acordó de su tia, la santa y rígida abadesa de San Torcaz.
Tina hora despues estaba llamando con Blanca, á la poterna de la abadía que se abrió á su nombre, y entrambos jóvenes se encontraron poco despues en la gran cámara abacial, que ocupaba todo el ámbito de la torre del homenage y delante de doña Urraca que posaba alternativamente una severa mirada en ellos.
Diego á sus á su noble tia la necesidad que tenia de hablar reservadamente con ella; y doña Urraca le condujo á su recámara, se sentó gravemente en un sillón blasonado, y señaló en silencio otro á Diego.
—¿Qué significa esto? dijo con acento severo doña Urraca: ¿cómo una doncella que al cabo es nuestra parienta, se encuentra sola en vuestro poder, señor Diego Gonzalez de Lara?
—Mi noble prima y señora, contestó Diego, templándose al tono de la abadesa, acabo de salvar á esa desdichada de la muerte.
—¡De la muerte! esclamó doña Urraca, desplomándose un tanto de su gravedad. ¿Pues á quién ha podido hacer daño esa inocente?
—Doña Lambra tiene celos de ella..
—¡Doña Lambra! ¡que tiene celos doña Lambra! ¿y por qué?
—Mi hermano menor Gonzalo ama á Blanca.
—¿Y ha podido olvidar vuestro hermano, la distancia gerárquica que le separa de esa mujer?
—El amor, señora...
—El amor es un pecado, un vicio, esclamó con cierta indignación la tremenda abadesa.
—Vicio, señora, que todos alentamos, pecado que todos cometemos..
—¿Quereis acaso, dirigirme una reconvención, sobrino?
—De ninguna manera, mi respetable tia... solo quisiera que fuerais mas indulgente con una pasión que Dios ha puesto en nuestra alma, que llena nuestro corazon, que le rejuvenece con la felicidad, ó que le seca con la desgracia... Vos... si una lanza enemiga no hubiese muerto á... En fin... vos, señora, habéis amado... y la desesperación os ha traído al claustro.
—Si un tiempo amé á un caballero, para hacerle mi esposo, Dios quiso impedir que yo no me apartase de su servicio, y destruyó el obstáculo que se me habia puesto delante: despues en la soledad y en la meditación, he aprendido á despreciar las flaquezas y las debilidades humanas: no hay amor puro y digno mas que el que se siente por Dios, ni amante que mas recompense á quien le ama, que Dios.
—Ciertamente, señora, dijo Diego; pero no porque vos hayáis llegado á ese estado de perfección, debeis ser cruel con los que menos afortunados que vos, siguen perdidos en sus pasiones el camino del mundo.
—En una palabra, sobrino, ¿qué quereis de mí?
—Quiero que tengáis con vos, sin que nadie de nuestra familia llegue á saberlo, á Blanca Nuñez.
—¿Consiente ella?
—Sí señora.
—¿Y cuáles son las razones de ese misterio que se me pide?
—Razones poderosas, señora; si doña Lambra supiese que Blanca vivia, ningun poder humano la libraría del puñal ó del veneno.
—Paréceme que estáis mal prevenido contra nuestra noble parienta: contra una mujer, que á pesar de su maravillosa hermosura, nunca ha amado, y de quien tengo fundadas esperanzas vendrá á acompañarme en mi clausura.
—¡Monja doña Lambra! esclamó Diego, en cuyos labios apareció una amarga sonrisa;; monja ella, el espíritu de la impureza y del deleite!
—¡Sobrino! ¡sobrino! esclamó severamente doña Urraca, cuyos castos oidos se lastimaron con las últimas palabras de Diego.
—Perdonad, señora, dijo el infante... pero vos no conocéis á doña Lambra y es necesario dárosla á conocer. Doña Lambra ha desdeñado á los señores mas nobles, mas poderosos, y todo el mundo al ver que nada han podido con ella la juventud, la riqueza, el poder ó la hermosura de mil adoradores, ha dicho: doña Lambra acabará en un claustro: pero es porque nadie sabia que en el fondo de su alma se alimentaba una pasión profunda, ardiente, voraz; un delirio inmenso, un amor sin fin. Y esto amor, señora, le causaba mi hermano Gonzalo.
—¿Y qué esposa mas noble y mas digna podía esperar mi sobrino?
—Doña Lambra es una infame, es la mas vil, la mas horrible de las mujeres; una loba sedienta de sangre, señora. Ella ha sido la que, sorprendiendo el amor de Gonzalo y Blanca, amor fatal que no hemos podido preveer ni evitar, ella ha sido la que para desembarazarse de un rival, ha mandado á uno de sus infames satélites que la mate....
—¡Oh! sin duda el ódio os ciega.
—¡El ódio! Nosotros amábamos á doña Lambra, ó mejor dicho, yo la amaba; pero mis padres y mis hermanos no la conocen aun, y continúan mirándola como al ángel de nuestra familia... Yo la amaba, señora, habia comprendido la pasión que doña Lambra alentaba por Gonzalo, y ansiaba que llegase el dia en que pudieran ser esposos... pero entretanto he descubierto este horrible secreto y he conocido de una vez el alma de demonio que se encierra bajo la apariencia de ángel de nuestra prima. He salvado á Blanca, porque sin duda Dios me llevó á su lado cuando necesitaba mi ayuda... y como un casamiento entre Blanca y Gonzalo es imposible...
—Imposible de todo punto... esclamó con calor la abadesa; nuestra sangre no puede mezclarse, sin deshonra, á la sangre villana de los Nuñez.
—Pues bien, señora: el amor de Gonzalo es uno de esos amores impetuosos, decididos, profundos, que nada respetan... si Gonzalo supiese dónde se encontraba Blanca, arrostraría por el enojo de nuestro padre y se casaría con ella... Esto es necesario evitarlo á todo trance... es necesario que Blanca aparezca muerta para todos, y por eso os la traigo... Nos la guardareis, señora, porque vos estáis obligada á guardar el honor de vuestra familia, que es el vuestro, y le guardareis; es necesario que nada tampoco sepa mi padre.
—Os comprendo, sobrino mio, y veo con placer que sois un caballero digno del nombre que lleváis... habéis confiado en mi, y no habéis confiado en vano; teneis razón; es necesario que Blanca muera para el mundo, y morirá.
—Pero dulcificad esa muerte cuanto os sea posible, señora; la desdichada no tiene la culpa de que su nacimiento la separe de Gonzalo... le ama con toda su alma, es un ángel: ¡oh! si fuera al menos hija de un hidalgo de solar.
—Descuidad, Diego Gonzalez de Lara: habéis puesto en mis manos un sagrado depósito, y le guardaré. Esa desdichada tendrá en mi una madre.
—Tened en cuenta, señora, que Gonzalo, cuando la vea perdida, la buscará por todas partes.
—Le reto á que la encuentre.
—Sin embargo... una casualidad.
—No me separaré jamás de ella: dormirá en mi cámara, junto á mi lecho; me acompañará en el coro, y yo la acompañaré siempre. ¡Oh! las murallas de San Torcaz son espesas, están bien guardadas... y... no, no receleis: podréis decir, sin temor de engañaros, que mientras mi sobrino Gonzalo aliente osa pasión insensata, no sabrá, á menos que vos no se lo digáis, el lugar donde se oculta Blanca.
—Dios quiera que no nos burle el amor.
—El amor, por muy sutil que sea, no puede entrar en un lugar terrado si no le abren la puerta, y esa puerta no se le abrirá.
Hablaron algún tiempo mas la abadesa y Diego: salió este de la abadía, y doña Urraca empezó á poner en práctica su sistema de vigilancia. Blanca fué instalada en su misma cámara y por la primera vez, desde que era monja, doña Urraca hizo el milagro de mostrarse dulce y compasiva, y no habia en esto ni cálculo ni violencia; la pobre niña era demasiado dulce, demasiado infeliz, para no inspirar compasion, y la compasion es una de las pasiones que mas reblandecen el alma, por decirlo asi. Pero en punto á vigilancia, doña Urraca fué un Argos. Hacíase acompañar por Blanca al coro, y cuando la jóven espresaba el deseo de respirar el aire del jardín, acompañábala doña Urraca. A pesar de este asiduo cuidado, como hay una providencia particular que proteje á los que bien se aman, ya vimos de qué modo Alcaraban habia sabido introducirse en la abadía y llegar hasta la jóven.
Afortunadamente nada sospechó doña Urraca. Por otra parte, la noticia de que doña Lambra se habia casado con otro que no era Gonzalo, habia hecho concebir una esperanza vaga, misteriosa, á Blanca, y como la esperanza es la vida del amor, la infeliz niña so mostró mas tranquila, mas resignada, casi satisfecha: doña Urraca interpretó esto mal: creyó que Blanca, demasiado jóven para que pudiesen hacer profunda mella en su corazon las pasiones, empezaba á resignarse al claustro; acabó por creer que tenia en ella una monja, y fué ya mas descuidada, creyendo que habia desaparecido el peligro. Blanca pudo ya bajar sola al jardin y aun aventurarse de noche, mientras la abadesa estaba en el coro, por los sombríos claustros de la abadía, cuyo silencio solemne hablaba con un lenguage misterioso al estado de su alma.
Doña Urraca, pues, no recelaba nada.
Cuatro dias despues de la noche en que doña Lambra habia sido burlada de una manera tan cruel en la casa de Gonzalo Gustios por sus hijos, apareció poco despues del amanecer una estraña cabalgata delante de la poterna de la abadía; formaban aquella cabalgata cuatro reverendas dueñas montadas en vigorosos asnos, y un rodrigón vestido de negro caballero en una muía.
Las dueñas eran altas, robustas, enteramente encubiertas, y á mas del manto, llevaban sobre los rostros cumplidos antifaces: el rodrigón era zanquilargo, huesisaliente, desgarbado y un poco cargado de espaldas; su cabellera mas bien parecía un amontonamiento de estopa que cabellera humana, y sus inconmensurables narices parecían un añadido, una superposición, porque eran un escándalo de la naturaleza; narices que pareció haber visto Quevedo, cuando dijo:
«Érase un hombrea una nariz pegado...»
Por lo demas este hombre, cuya edad, á juzgar por las apariencias, era cuestionable; este hombre, decimos, tenia unos ojos maliciosos, burlones, intencionados, que hacian mirarle con cierta prevención; una boca, cuya sonrisa, idiota á veces, era espresiva como un epigrama, y un conjunto tal de formas y ademanes apicarados, que no podía menos de considerarse con estrañeza cómo aquellas graves y severas dueñas se hacian acompañar por un rodrigón de facha y fecha tan ambiguas.
Este hombre llevaba de una manera demasiado tiesa para un hidalgo una larga espada, y de un modo demasiado gentil para un escudero un laúd de cobre dorado que daba envidia verlo, según lo hermoso y bello que era, sujeto por una bandolera bordada á la espalda.
Cuando estuvieron delante de la poterna, en cuyo almenar, por lo temprano de la hora, no parecía alma viviente, el rodrigón, á falta de bocina, cuerno ó caracol, se echó el laúd adelante, y punteó una marcha guerrera: y eran tales, tan vibrantes, tan sonoras, de tal estension las voces del lamí, que poco despues de haber resonado sus vibraciones, aparecieron en los matacanes de la poterna dos atalayas.
—¿Qué quereis? dijo uno de ellos.
—Avisad á la muy alta, noble, poderosa y honrada abadesa de San Torcaz, dijo con voz gangosa el rodrigón, que cuatro nobles dueñas doloridas la piden licencia para hospedarse en la abadía.
Desapareció uno de los atalayas, llevó el mensage, y como la hospitalidad en aquellos tiempos, y mucho mas en un lugar sagrado, ora un deber á que nunca se faltaba, doña Urraca que acababa de levantarse, mandó que se recibiese á los demandantes, y poco despues el rodrigón y las cuatro dueñas estaban delante de la abadesa.
—Bienvenidas seáis, mis buenas señoras, dijo doña Urraca con su acento peculiar, breve y duro, despues de haber contemplado á aquellas cuatro fantasmas negras y de haber mirado con estrañeza su altura y su robustez.
Las dueñas no contestaron; pero en su lugar contestó el rodrigón con un gangoso acento de salmodia y despues de haber dado á su semblante y á su actitud una espresion conveniente.
—No os maraville, alta y poderosa señora, el silencio de estas ilustres dueñas, puesto que, aunque son hermosas, y garridas y jóvenes, y no tienen motivos para ocultarse, se ven precisadas á encubrirse hasta salir de una empresa en que se encuentran empeñadas por sus maridos, y hasta que venzan la cual, han hecho voto de no hablar á persona viviente, como asimismo de no viandar sino desde media noche en adelante hasta la salida del sol, por lo cual y habiendo sido esta santa abadía y noble castillo el lugar habitado que hemos hallado al ha de nuestra última jornada, hemos creído que debíamos pediros hospitalidad, puesto que no está bien que tan honradas y hermosas dueñas pasen el dia en un bosque á otro lugar indecente, como si fuesen villanas záfias y mal nacidas. Por tanto (y aquí se entonó el rodrigón), mis señoras esperan de vuestra nobleza les otorgue la merced de hospedarse en esta casa durante un día ó dos, ó los que menester fuesen, porque debo avisar á vuestra merced, y se lo aviso, que alguna de estas mis señoras anda mohína y mala, y con achaques fuertes á causa de sus amores, por lo cual nos hemos visto precisados á detenernos en distintas ocasiones, y mas de un algo, en nuestra jornada.
—¿Y podremos saber á dónde bueno es vuestra ida? preguntó doña Urraca, que á pesar de su carácter duro era cándida ó inesperta como una niña.
—Vamos en peregrinación á Compostela á besar el sepulcro del señor San Yago, dijo el rodrigón, porque al bendito santo plazca dar libertad al esposo de la mas dolorida de estas cuatro dueñas, que ha caído en podar de infieles.
Satisfízose con esta respuesta doña Urraca; mandó arreglar en la hospedería algunas cámaras, y las cuatro dueñas y el rodrigón se aposentaron en ellas.
Despues de esto todo siguió como de costumbre en la abadía, salvo la gran curiosidad que doña Urraca, que al fin era mujer, sintió por llegar á descifrar y saber aquella aventura tan estraña: la hospedería comunicaba con el claustro por una puertecilla que daba á una galería, por la que se bajaba al jardín, y doña Urraca pasó y repasó por aquella galería como por acaso, y creyéndolo así ella misma; pero en realidad impulsada por la curiosidad.
En una de estas ocasiones sorprendióla agradablemente el sonido de un laúd diestrísimamente tañido, que salía de la cámara que ocupaba el rodrigón. Doña Urraca escuchó algún tanto; pero parecióle indecorosa aquella escucha en ella, noble y poderosa señora, que podía muy bien gozar á sus anchas de una manera mas digna y cómoda de una diversión que era á la verdad inocente y licita, y de la que, por aquellos andurriales, no se disfrutaba todos los días.
Doña Urraca bajó, pues, al jardín; llamó á un paje, y le mandó que fuese á suplicar al rodrigón tuviese la bondad de apersonarse con ella.
Pero mientras el paje cumplía su cometido, pensó para sí doña Urraca, que por mas que tuviese grandes deseos de escuchar á un músico que tan bien rasgaba y punteaba, debia ser circunspecta y esperar ocasión en que disfrutar á solas y sin ser observada de nadie, de aquel placer inocente, lo que no podia conseguirse de dia, puesto que daban sobre el jardín todas las ventanas de las religiosas; pero afortunadamente el coro estaba muy distante de allí, y á la media noche, mientras la comunidad y la servidumbre femenina estuviesen en maitines, podia, pretestando una indisposición, quedarse en su cámara y escuchar libremente al músico.
Afirmóse, pues, en esta resolución á punto que se presentó el llamado, que se inclinó respetuosamente ante la abadesa.
—Háme dicho un paje, dijo el rodrigón, que vuestra nobleza....
—¿Erais vos quien tañía el laúd hace un momento en la hospedería?
—Yo era, vuestro indigno servidor, señora, contestó el rodrigón posando una profunda mirada en el semblante severo al par que cándido de doña Urraca.
—Pues sois un gentil y buen tañedor, maese, dijo la abadesa.
—Halágame mucho, mucho, mucho, haber encontrado gracia en vuestros oidos, noble y poderosa señora.
—Y decidme, maese, ¿teneis muchas obligaciones con esas dueñas?
—¡Oh! muchas, muchas, muchísimas, sonora.
—¿De modo que no consentiríais en quedaros entre mi servidumbre en la abadía?
—¡Oh! imposible, imposible; de todo punto imposible, señora.
—¿Aunque yo hablase á vuestras amas?
—Mis amas no hablan, ni pueden ser habladas, por su voto.
—Pero si yo les diese un buen escudero y un resguardo...
—El voto me comprende también, noble y poderosa abadesa.
—Es decir...
—Digo, que si vuestra grandeza quiere, yo me obligo á estar tañendo el laúd, desde ahora hasta que mis señoras me den á conocer por una seña, que debemos ponernos en marcha.
—¿Y cuando será eso?
—De dia no será, á buen seguro; pero de noche, puede acontecer á cualquier hora.
—Pues bien; estad preparado para el toque de maitines.
—Muy bien, señora.
—Entonces bajareis con vuestro laúd á este mismo sitio, donde yo estaré esperándoos.
—Bajaré.
—Entretanto tomad, en señal de mi aprecio...
Y le dió una dobla de oro de buen peso y valor, que el rodrigón guardó sin hacerse de rogar, y haciendo una profunda reverencia á la abadesa.
Levantóse esta, atravesó el jardin, subió las escaleras y atravesando la galería llegó á la puertecilla del claustro que habia dejado entornada, y la cerró por dentro con un cerrojo.
El rodrigón habia visto todo esto: fué á la puertecilla y la miró.
—No tiene cerradura, solo se cierra por dentro, dijo; de modo que podrá suceder muy bien que esta noche despues de maitines se quede esta puerta abierta.
Y tras este razonamiento se entró en una de las cámaras que ocupaba una de las dueñas.
Llegó la media noche: en el campanario de la abadía un sonoro esquilón tocó á maitines.
Poco despues, á lo largo de los sombríos claustros, á la opaca luz de las lámparas, se vieron deslizarse fantasmas negros.
Por un estremo apartado del mismo claustro, adelante, salió una sombra blanca y gentil y se perdió en la oscuridad.
Poco despues, por el mismo punto por donde habia aparecido la sombra blanca, apareció una sombra negra, adelantó, llegó á la puertecilla que ponia en comunicación al claustro con la hospedería; abrió con llave el cerrojo que la aseguraba, salió, volvió á cerrar la puerta, interponiendo un pedazo de cuero, como para evitar que el viento la abriese, y adelantó hácia las escaleras que conducían al jardín.
Inútil es decir que aquella sombra negra era doña Urraca.
Poco despues so oyó el sonido de un laúd.
Como sí aquel sonido hubiera sido una seña, abrióse una de las cámaras de la hospedería, y apareció una dueña que llevaba una lámpara encendida en la mano, y que revelaba en su andar algo de hombruno.
Llegó á la puerta de comunicación, la abrió, cuidando de interponer de nuevo el pedazo de cuero, y adelantó temerosamente, ni mas ni menos que un ladrón que va á cometer un hurto.
De repente la dueña se detuvo, y se vió un movimiento brusco bajo las ropas, como si una de sus manos se hubiese dirijido á su cintura: poco despues apareció una forma hechicera, que avanzaba descuidada, y que de repente se detuvo con espanto al ver ante sí aquella forma negra.
—¡Ah! ¡voto á San Yago! esclamó la dueña; ¡es ella! ¡ella! ¡Blanca! ¡pobre Blanca mia!
El terror de Blanca se desvaneció, porque en la voz de la dueña habia reconocido á Ruy Gonzalez.
—¡Rodrigo! [6] esclamó; ¿ores tú?
—Sí, yo soy, esclamó el loco; pero silencio: ahí está Gonzalo.
—¡Gonzalo! esclamó Blanca haciéndose atrás... ¡Gonzalo me ha abandonado!
—No perdamos el tiempo, Blanca, esclamó Ruy impaciente. Gonzalo te ama mas que nunca, y hemos venido á sacarte de este encierro, él, Fernán, Gustios y yo, con un bravo mozo que en este momento entretiene á la abadesa, nuestra noble tia.
—¿A sacarme de aquí? esclamó aturdida Blanca; pero ¿cómo?
—Vamos ante todo á la cámara de doña Urraca.
—Pero...
—De seguro, como es la hora de maitines, las doncellas estarán en el coro: por cierto que yo no esperaba fuese posible sacarte tan fácilmente é iba á ocultarme en la cámara de mi tia.
—¿Pero no está en ella doña Urraca? yo me he vuelto, cuidadoso por ella, porque se habia quedado enferma.
—Doña Urraca está gozando de un placer lícito, con el mismo misterio que si asistiese á la cita de un amante. ¿No oyes ese laúd?
—Sí, es verdad... pero ¿qué es esto? ¡Dios mio!
—Pronto, Blanca, pronto... á la cámara de doña Urraca, y no perdamos el tiempo.
Y asiendo á Blanca de una mano, la arrastró á la cámara, cuya puerta conocía, porque habia entrado muchas veces en ella [7].
—Pronto, esclamó Ruy Gonzalez cuando estuvieron dentro: vístete estas tocas de dueña, ponte esta saya, este manto y este mongil y haz de manera que no te arrastren las faldas.
Blanca comprendió á Ruy y se vistió las ropas: el infante quedó en su traje de hombre, armado con un camisote de malla.
—¿Y ahora qué hacemos? dijo Blanca: comprendo que este disfraz es para que yo pueda escapar; ¿pero cómo vas á salir tú?
—Yo por la puerta, y á caballo, acompañado de escuderos de doña Urraca.
—¡Oh primo, á cuanto te espones por mí!
—Yo no me espongo á nada. Concluyamos: yo me quedo aquí... tú vete á la hospederia, á la cámara grande, allí encontrarás á Gonzalo, á Gustios y á Fernán.
Blanca llevada hasta la puerta por Ruy, cedió, y arrastrada por su amor se encaminó á la puertecilla de comunicación.
Cuando Ruy la vio desaparecer por ella, entró en la cámara y se asomó al balcón que daba sobre el jardín La noche estaba serena, pero oscura; oíase entre el silencio la poderosa y lánguida vibración del laúd. Ruy la escuchaba con una impaciencia febril: tardábale el momento en que aquel laúd cesase de resonar.
—¡Oh! ¡oh! esclamó, todo parece que nos ayuda y sin embargo no aliento hasta que sepa que están fuera de los muros. Alcaraban vale un tesoro, y es travieso como él solo: con sus narices y su peluca postiza seria capaz de engañar al diablo, pero esa seña... esa seña que no suena... ¿en qué piensan Gustios y Fernán? Que Gonzalo se embobára, lo entiendo, porque los amantes no saben hacer mas que disparates: ¡pero ellos que no están enamorados!... ¡ah! ¡por fin!
Lo que habia producido la última esclamacion de Gonzalo, habia sido el sonido de un silbato que habia rasgado el espacio.
En aquel momento cesó de repente el laúd, y Ruy fué precipitadamente al lecho de Blanca, que conoció, por tener menos volumen que el de doña Urraca y menos lujo; se metió en él, corrió las cortinas y se cubrió la cabeza con las ropas.
Entre tanto pasaba en el jardín lo siguiente:
—lié aquí lo que yo decia á vuestra grandeza, esclamó Alcaraban, que ya le habrán conocido nuestros lectores, cesando de tañer en el momento que resonó el silbato; con mis señoras no hay que pensar en un momento de solaz ni de descanso.
—¿Es decir que vais á partir?
—Ahora mismo, á no ser que, como no es de esperar, vuestra nobleza se negase á franquearnos las puertas.
—Líbreme Dios de hacer tal violencia á mis huéspedes; puesto que os llaman, acudid á vuestra obligación y tomad: tañéis bien, muy bien y hacia mucho tiempo que no habia oido otro músico tal: si alguna vez dejais el servicio de vuestras señoras, tened presente que seréis siempre admitido al servicio de la abadesa de San Torcaz.
—No lo olvidaré, dijo Alcaraban, guardando el repleto bolsillo que le habia dado doña Urraca, y diciendo para sí, al notar su peso: ¡con tal que no sea de cobre!
La abadesa atravesó el huerto, subió las escaleras, abrió la puertecilla, recorrió el claustro, entró en su cámara, y abriendo el cortinage del lecho de Blanca, dijo tomando por ella á Ruy.
—¡Duerme! se ha curado completamente, ya no piensa en el amor.
Ruy en tanto trasudaba, no por si, sino porque si la abadesa notaba la sustitución, todo estaba perdido; pero doña Urraca dejó caer las cortinas, se adelantó á su reclinatorio y se puso á orar.
Pasó algún tiempo, durante el cual Gonzalo se hizo todo oidos: al Un se escuchó, viniendo fuera de los muros, el son de un silbato, tocado fuertemente tres veces, despues de lo cual se oyó tañer alegremente un laúd.
—¡Oh! ¡libre! ¡está libre! esclamó con alegría Ruy... el disfraz ha servido á las mil maravillas, y la burla que hemos hecho á nuestra nobilísima tia la abadesa, vale un tesoro... ¡ah! ¡diablo! pues ello es necesario que yo salga también; mi presencia entre estas benditas madres, dentro del claustro seria un escándalo... si yo pudiera escurrirme sin ser notado... pero ¡bah! esto es imposible; la abadía está bien guardada: pues mejor, romperemos de frente y ello dirá.
El infante se deslizó del lecho, y adelantó silenciosamente al centro de la cámara, improvisando con su loca imaginación una disculpa de su presencia en aquellos sitios.
De repente empezó á andar de acá para allá sin recatarse de ser sentido y esclamó en voz alta:
—¿Qué es esto? ¿en dónde estoy? ¡Fernán! ¡Gutierrez! ¿Pajes de Satanás ¿á dónde diablos os habéis ido?
A. estas voces doña Urraca solevantó sobresaltada del reclinatorio y al ver en su cámara á un hombre, lanzó un grito de terror.
Ruy fingió admirablemente otro grito de sorpresa.
—¿Qué esto? esclamó; ¿cómo es que me encuentro junto á vos, mi noble tia? Sí ¡es cierto! ¡vos sois mi tia doña Urraca... no hay duda!... ¡Señora!...
—¡Ruy Gonzalez! esclamó la atónita abadesa reconociéndole.
—Efectivamente, yo soy, señora, Ruy Gonzalez vuestro sobrino, hijo del conde Gonzalo Gustios vuestro primo en cuerpo y en alma.
—¿Qué hacéis aquí, caballero? esclamó severamente doña Urraca.
—Eso es lo que yo digo... ¿cómo es que me encuentro aqui?
—Señor Ruy Gonzalez, esclamó irritada ya doña Urraca, sepamos de una vez qué significa esto... ¿Cómo, por dónde y con qué objeto habéis penetrado aquí?
Ruy se encojió de hombros, se chupó los carrillos y abrió desmesuradamente los ojos.
—Yo debo haber venido aquí por arte de mágia, dijo.
—¡Cómo! esclamóla abadesa, doblemente admirada.
—¡Estáis segura, mi noble tia! dijo con un aplomo heroico Ruy, de que no teneis por enemigo un encantador.
—¡Os estáis burlando de mí, caballero!
—¿Qué os burlarme? para burlas estoy... ¡figuráos, mi noble tia, que hace un momento que me acabo de recoger á mi lecho en mi cámara, casado mi padre, en Salas de Lara.
—¿Desde cuándo acá, esclamó con cólera doña Urraca, mienten de una manera tan descarada los Laras?
—Mi buena y respetable ha, dijo gravemente Ruy, solo lo estraño de esta aventura puede autorizaros para ofender con una acusación de mentira á un caballero... pero escuchad y juzgad.
—Os escucho..
—Como os decía, acababa de acostarme y de dormirme, en mi casa y en mi lecho.
—Esto es increíble, esclamó la abadesa ya algo preocupada por el aplomo de Ruy... increíble... absurdo.
—Será todo lo que queráis, mi respetable ha, pero ello es que apenas me dormí soñé que un enorme dragón con alas de fuego, asia de mí, me arrebataba y me transportaba...
—¡Oh!
—Ya veis, mi noble tía, que por mas que el ejemplo de nuestro padre nos haya acostumbrado á mirar de una manera serena el peligro, hay situaciones estrañas puestas fuera de lo natural, que estremecen al corazon y le hacen sentir miedo...esto cabalmente me sucedió al verme en las garras del dragón; entonces me sobrepuse al terror, eché mano á mi espada, y di un golpe al mónstruo, que me abandonó y desapareció, lanzando rugidos horrorosos, que me hicieron despertar; y al despertar, juzgad de mi asombro al encontrarme en un lecho que no era el mío, cubierto por cortinages que yo no uso, y con un perfume estraño, un perfume semejante al que se desprende de una mujer hermosa.
Al escuchar aquella última frase, la abadesa corrió desalada al lecho de Blanca, y al verle desierto esclamó:
—¡Ella estaba aquí, yo la he visto durmiendo! ¡habia cerrado la puerta y la llave está en mi escarcela!... ¡qué es esto, señor, qué es esto!
No hay nada que tanto fascine como un error; doña Urraca se creia segura de haber visto durmiendo á Blanca en su lecho; no podía dudar de que nadie habia salido de la cámara; la registró toda, hasta detrás de las tapicerías, y no encontrando á Blanca, vaciló, dudó, y acabó por creer lo del encantado y toda la audaz charla de Ruy Gonzalez, que se felicitaba de que la candidez de su buena tia le ofreciese tan espedita salida.
—En un palabra, mi amada tia; dijo con doble aplomo el infante; esto significa que hay algún infame encantador, que envidioso de vuestra virtud...
—¿Qué quereis decir, caballero?
—¡Qué! ¿No pensáis que si otro que yo estuviese en este lugar, á estas horas, junto á vos, que sois tan hermosa?...
Doña Urraca se puso encarnada hasta lo blanco de los ojos, y es fama que se agolpó la sangre á su corazon como nunca la habia sucedido, por lo que instantáneamente se puso densamente pálida.
—Idos, sobrino, idos; dijo la abadesa, y á nadie digáis...
—¿Qué he de decir? señora, ¿qué he de decir?... ¿Pues qué no aprecio yo el honor de las damas de mi familia?
—Las damas de vuestra familia, señor Ruy Gonzalez, esclamó la abadesa picada en lo íntimo de su orgullo, son demasiado honradas...
—¿Quién lo duda? se apresuró á decir Ruy.... pero pedid á Dios, señora, que en adelante, el mismo malsin encantador que me ha traido aquí esta noche, no traiga otro hombro menos respetuoso que yo.
Y Ruy, que ansiaba verse cuanto antes fuera de la abadía, estrechaba cada vez mas la distancia que le separaba de doña Urraca.
Esta llegó á tener miedo y se apresuró á decir:
—Es necesario que salgáis, sobrino... y sobre todo, que calléis.
—Callaré, y de todas maneras callaría... hace mucho tiempo que no se cree en encantadores, y si yo refiriese esta aventura, aunque por respeto no me lo dijesen, me tendrían por embustero.
—Salgamos, si, salgamos; esclamó toda turbada y con voz trémula doña Urraca.
—¿Y cómo, ó por dónde vamos á salir, sin que me vean las gentes de la abadía? dijo con cuidado Ruy.
—¡Oh! por eso descuidad; la abadía ha sido antes castillo de moros y tiene minas que salen al campo, y que nadie conoce mas que yo y el capitan de armas.
—Pero ¿y las llaves?
—Las tengo yo.
—¡Oh! pues entonces, mi noble tia, concluyamos.
—Pero espliquémonos un tanto mas, sobrino, dijo la abadesa: ¿os habéis acostado en... vuestro lecho, con loriga, gorra, puñal y espada?
—He ahí otra de las maravillas, señora; yo me habia acostado como se acuesta todo el mundo. Ademas ¿qué se ha hecho esa persona que estaba en ese lecho?
La duda que habia concebido doña Urraca se desvaneció, y creyó en el encantador, en el diablo, en todo menos en la diablura de Alcaraban y de los cuatro hermanos.
—Y decidme, mi noble tia, dijo haciéndose el inocente Ruy, ¿y qué Blanca es esa á quien habéis nombrado cuando buscábais una persona en la cámara?
—Esa Blanca, era... ó es una de mis doncellas, caballero, esclamó disimulando mal su mentira doña Urraca: quiera Dios que no acontezca ninguna desdicha á esa infeliz.
—Protéjala, Dios, esclamó Gonzalo, afectando creer á doña Urraca: aunque yo tengo para mí, que esta fechoría del mago, porque mago debe haber sido quien la ha hecho, no ha tenido mas objeto que disfrutar los amores de esa doncella y vengarse de vos, que sin duda la guardábais estrechamente.
—Y os aseguro, sobrino, esclamó con cólera la abadesa, que solo el diablo ha podido arrebatármela... Ahora bien, ya no tiene remedio, lo ha permitido Dios y preciso es resignarse. Seguidme, sobrino; es necesario que salgais sin que que nadie entienda que habéis estado aquí.
Y la abadesa tomó de un armario un haz de llaves, y para evitar ser vista con Ruy, salió á oscuras de la cámara.
—Asios á mi manto, sobrino, para guiaros, dijo.
Ruy asió el manto y siguió á su tia.
—Hé aqui una pobre mujer, pensaba el infante, que sin tenerle, se ve obligada á usar de las mismas precauciones que si se tratára de echar fuera á un amanto... Dios quiera que este no sea un resbaladero para mi buena tia... solo tiene treinta años, es hermosa, y la virtud tiene sus límites... ¡Oh doña Urraca! ¡doña Urraca! ¿Quién os hizo guardiana de doncellas?
Entretanto atravesaron recatadamente el claustro, salieron por la puertecilla que ya conocen nuestros lectores á la hospedería, se aventuraron por estrechos callejones, en los cuales abrió doña Urraca algunas puertas, y Ruy sintió que bajaban una escalera de caracol, que al fin de ella atravesaban un estrecho pasadizo húmedo y frió, y al fin doña Urraca abriendo otra puerta, le dijo:
—Estáis en una cueva junto al Arlanza; salid de ella, y buscad asilo en alguna de las cabañas que encontrareis en la márgen. Quedad á Dios, sobrino; cuento de vuestra parte con una profunda discreción.
—¡Oh! ¡descuidad, señora! esta aventura es un secreto que queda entre los dos.
—Adiós, pues, Ruy, dijo la abadesa con una amabilidad poco usual en ella.
—Adiós, mi buena y hermosa ha, esclamó el infante con acento galanteador.
La puerta se cerró, dejando fuera al infante que, cuando se volvió para buscar por curiosidad aquella puerta, solo encontró tras sí un risco frió, muscoso y húmedo.
—Es una salida oculta, se dijo: y bien, lo importante es que Blanca está en poder de Gonzalo, que el pobre chico no se morirá ya de pena, que mi tia ha creído cándidamente mis mentiras, que por lo tanto se guardará muy bien de decir que ha estado un hombre en su aposento... y el señor Diego, el noble Diego, no sabrá cómo ó por dónde hemos dado con la pista de su prisionera... ese Alcaraban, hay que confesarlo, tiene astucia y arrojo... adelante, pues: me ha dicho doña Urraca que estoy en una cueva á orillas del Arlanza... á orillas del Alianza también deben esperarme ellos, que por cierto estarán bien ajenos de que yo vuelvo tan pronto... pero aun tenemos que hacer mucho, y es necesario concluir.
Ruy adelantó en el lóbrego espacio en que se encontraba, tanteando con su espada el terreno, y al fin se víó al aire libre, y escuchó la corriente del Alianza, por cuya márgen avanzó corriente arriba.
Entretanto doña Urraca aterrada, conmovida, irritada por la desaparición de Blanca, y sin poder olvidar la varonil hermosura de Ruy, ni su chispeante mirada, lloraba arrodillada en su reclinatorio.
—¡Oh Señor, Señor! esclamó; sobradamente has castigado mi loca curiosidad: aquel rodrigón era demasiado horrible, y tañía demasiado bien el laúd para que no fuese el diablo. Y luego aquellas cuatro formidables dueñas... ¡oh! ¡perdón, Señor! ¡perdón!... yo te prometo purificar enteramente mi alma, no volver á hablar con hombres, ni permitir ninguna libertad á la comunidad. Pero líbrame del diablo y de las tentaciones del mundo.
Doña Urraca cumplió su promesa. Cuando Diego Gonzalez, mas adelante, quiso entrar como de costumbre en el claustro, impidióselo un grave portero.
Díjosele que su merced, la alta y poderosa abadesa de San Torcaz habia cortado enteramente sus relaciones con el mundo.
Diego, pues, insistió por una, dos y tres veces sin obtener resultados: desesperó al fin, y no pudiendo obtener noticias de Blanca, supuso que la seguiría guardando la abadesa, y en muchos dias no volvió á dejar oir su corneta en la poterna de San Torcaz.
Antes de entrar de lleno en el asunto de este capítulo, bueno será que espliquemos en dos palabras algo que acaso encontrarán oscuro nuestros lectores: esto es, la trasmutación de los cuatro infantes y de Alcaraban en dueñas y rodrigón.
Cuando los cuatro hermanos, conocedores del paradero de Blanca, pensaron en librarla de su cautiverio, lo primero en que debieron pensar y pensaron, fué en las dificultades de la empresa, que como todas, exigía tiempo y dinero.
En cuanto á dinero, la esplendidez de su padre los tenia bien provistos; pero en cuanto á tiempo, esto era mas dificil: estaban bajo la inmediata férula de Nuño Salido, en el cual habia delegado el conde Gonzalo Gustios su autoridad paterna, y el buen Nuño jamás se separaba de ellos, ni los perdía de vista.
De presumir era que en compañía de Nuño Salido no podrían ni aun intentar su proyecto. Por lo tanto, Ruy se encargó de arrancar del severo ayo una licencia de ocho dias para ir al cercano castillo de un noble amigo, y tal maña se dió, que al fin alcanzó el permiso.
Una vez puestos en campaña los cuatro hermanos, con Alcaraban por añadidura, pensóse en el modo de penetrar en la abadía, y de ello fué el feliz inventor Alcaraban, que á los tres dias de estar ocultos en Búrgos, formando planes á cual mas descabellados, seles presentó en la misma guisa en que se presentó despues, acompañando á las cuatro dueñas en la abadía de San Torcaz.
Llevaba su negro traje de rodrigón, una enorme peluca de estopa y unas descomunales narices postizas: tan bien disfrazado estaba, que para que sus señores le reconociesen, le fué necesario darse á conocer.
Entonces sacó de un envoltorio que llevaba bajo el brazo cuatro trajes completos de dueña, les anunció que les esperaban cuatro robustos asnos y una mula, y que todo estaba dispuesto para un casamiento oculto en cierta hermita de la montaña para el caso probable de (pie Blanca fuese arrancada del poder de doña Urraca.
Ya hemos visto como esto sucedió, y estamos en el caso de seguir con nuestra narración adelante.
A poco trecho que Ruy anduvo por la margen derecha del Alianza corriente arriba, parecióle escuchar de lejos confuso rumor de voces de algunas personas que hablaban.
Entonces silbó de una manera particular y á su silbido contestaron algunos acordes de un latid.
—Ellos son, dijo Ruy, y apresurando el paso, encontró bien pronto á sus tres hermanos, á Blanca y á Alcaraban que le salían al encuentro.
Las ropas de dueña y los asnos habían desaparecido; cada uno de los tres infantes cabalgaba en un caballo, y sobre el suyo, estrechaba Gonzalo entre sus brazos á Blanca, y Alcaraban á pié con su traje de trovador, tenia un caballo del diestro en que montó Ruy.
A su llegada cruzáronse y acumuláronse unas sobre otras demandas y preguntas, á todo lo cual satisfizo Ruy, contando lo acaecido despues de la fuga de Blanca; lo que hizo reír á todos, inclusos los amantes, que como ya estaban reunidos no tenían motivos de tristeza.
Todo esto se hizo caminando de prisa en una dirección, en que servia de guía Alcaraban, estirando á compás sus largas piernas y acompañándose de tiempo en tiempo, para aliviar la marcha con su laúd.
Muy pronto so internaron en la montaña: Alcaraban adelantó á gran paso y al fin, cerca del amanecer, se detuvo en la cresta de una colina, y dijo:
—¿Veis aquella luz que se ve en la rambla, mis señores?
—Sí, contestó Ruy.
—Pues bien, aquella es la hermita del venerable hermano Alfon.
Gonzalo arremetió con su caballo hácia la luz, estrechando de una manera convulsiva á la jóven entre sus brazos.
—¡Oh Blanca mia! esclamó; dentro de un momento serás mi esposa.
—¡Tu esposa! esclamó Blanca con acento trémulo; y se echó á llorar.
—¿A qué ese llanto, vida de mi vida? esclamó Gonzalo. ¿No nos ha protegido Dios, haciendo que volvamos á vernos cuando nos creíamos perdidos el uno para el otro?... mira, nuestro matrimonio quedará cubierto con el mas profundo secreto; doña Lambra lo cree muerta, mi hermano Diego no podrá sospechar que yo he sido quien le ha arrebatado de San Torcaz en medio de este dulce misterio; gozaremos de nuestra dicha, y cuando nazca el inocente que alienta en tus entrañas, nos presentaremos con él á nuestro buen padre, que acabará por perdonarnos.
—¡Doña Lambra! esclamó con acento fatídico la jóven.
—¿Y qué nos importa doña Lambra? dijo Gonzalo, que se estremeció al recuerdo de aquella mujer.
—¡Doña Lambra! repitió con un acento mas lúgubre Blanca.
—¡Oh! en el momento en que la felicidad nos sonríe, no pensemos en esa mujer.
—Esa mujer es la desgracia, esclamó llorando aun la jóven... esa mujer te ama, Gonzalo, y se vengará de tu desden... esa mujer le matará y nuestro hijo será huérfano.
Y el llanto de la jóven se hizo mas desconsolado.
—¿Por qué entristecernos, cuando nuestras desgracias cesan, Blanca mia? Doña Lambra te estremece... ¿por qué? crees tú que la rasa de Lara no tiene poder bastante para contrarestar la enemistad de Ruy Velazquez y de su esposa. No, no, adorada mia; si doña Lambra se obstina, caerá vencida por nosotros.
—¡Quiéralo Dios! esclamó Blanca.
Entre tanto habian llegado al lugar en donde lucia la luz, que era un edificio de piedra, un pequeño templo gótico, al que estaba adherida una casita de tierra.
Al llegar á su puerta los infantes descabalgaron, Gonzalo desmontó en sus brazos á Blanca, y Alcaraban entró en la hermita.
Poco despues un religioso, mas venerable por su aspecto, que por su edad, que apenas rayaría en los cuarenta años, se presentó en la puerta, acompañado de un lego, que llevaba en la mano una lámpara de hierro, y seguido de tres al parecer hidalgos.
—Bien venilos seáis á mi humilde casa, señores infantes, dijo el hermitaño, y vos noble dama, entrad y descansad.
Entraron los infantes y Blanca, y Alcaraban, aunque á su despecho y por las leyes del decoro, se quedó fuera teniendo los caballos..
La habitación en que entraron los infantes y la jóven, el hermitaño y los tres hidalgos, era reducida pobre, pero limpia y cómoda. Blanca se sentó en un sitial, ruborosa y triste; y como no hubiese asientos para todo?, los hombres, incluso el hermitaño, permanecieron de pié.
—Yo soy quien os habló, padre, en la rambla de la Victoria, dijo Ruy, dirigiéndose al hermitaño: estos que veis conmigo son mis hermanos Fernán, Gustios y Gonzalo, y esta dama la que según os dije, debe ser esposa, si bien secretamente, de mi hermano Gonzalo.
—Las razones que os asisten, señor Ruy Gonzalez, dijo el padre Alfon, son bastantes para que, sobreponiéndonos á las vanidades mundanas que impiden este matrimonio, y considerando que ante todo debe evitarse la impureza y el escándalo, haya consentido en unir en uno á los que ahora ofenden á Dios y al mundo con sus amores. Pero ¿tan resuelto creeis al conde, vuestro padre, á no consentir en este enlace, que sea necesario ocultarle y hacerle contra su voluntad?
—Ya os dije, señor, dijo Ruy, las razones que me asistían, y os lo repito, me afirmo en ellas.
—Siendo asi, lo que el orgullo rehúsa lo hará la religión; estoy dispuesto, señores, y podemos pasar á la hermita.
—Estos tres hidalgos, hermano mio, dijo Ruy, dirigiéndose á Gonzalo, son Alvar Gudiel, Pero de Estremoz y Artal de Rivas, vasallos nobles de nuestro padre, que por las razones que he espuesto á los tres se han prestado á testificar tu casamiento.
—Os amamos demasiado para negarnos á ello.
—Nos acordamos liarlo de vuestros beneficios, para no serviros.
—Vos me habéis salvado la vida y la honra, dijeron á un mismo tiempo cada uno de los hidalgos.
—Pues adelante, señores, adelante, dijo Ruy, que estaba impaciente; ya se acerca el dia y es necesario que todo esté terminado á tiempo, para que no nos veamos obligados á andar de dia por campos y trochas, don le pidiéramos tener un mal encuentro.
Todos pasaron á la iglesia de la hermita, severo y pequeño edificio gótico, en cuyo único altar solo so veia un crucifijo de madera, alumbrado opacamente por una lámpara y dos blandones puestos en humildes candeleros de hierro.
El padre Alfon, monge benedictino que se habia retirado para hacer mas ascética su vida, á un lugar áspero y casi desierto, acompañado de un lego záfio, pasó al pobre presbiterio de la hermita, hizo arrodillar á los dos amantes, les dirigió una breve plática sobre los deberes recíprocos de dos esposos, rezó las preces del ritual, les fraudó que se enlazasen las manos, y despues de haberse asegurado de su mútua voluntad de ser esposos, levantó los ojos al cielo, pidió á Dios santificase su bendición y la hizo descender sobre las cabezas de los esposos.
Ruy no cabia en sí de alegría; el generoso Fernán tenia los ojos arrasados; Gustios miraba con una profunda espresion de afecto á su hermano y á Blanca; el rostro del sacerdote resplandecía con una espresion sublime, y los tres hidalgos so mostraban conmovidos: solo habia allí un semblante glacialmente estúpido é inalterable: el del lego.
En cuanto á Alcaraban, que lo habia presenciado todo desde afuera, á través de la rejilla de la puerta de la hermita, apenas vió que la ceremonia habia terminado, cuando sin darse cuenta del miramiento ni de la prudencia, esclamó á grito herido:
—¡Salve! ¡salve! que Dios bendiga á los novios y los prospere, y les dé mas hijos varones que pasos y sustos me ha costado el casarlos.
Como se ve, Alcaraban se atribuía, no sin fundamento, el honor de la jornada.
Y no paró en esto, sino que dando rienda suelta á su entusiasmo, soltó las bridas de las cabalgaduras y empezó á tañer su laúd de una manera tal y tan desaforada, que, espantados los caballos, diéronse á correr, y se vió en duras penas para cobrarlos aun con la ayuda del lego, que se habia hecho servicial y comunicativo, merced á algunos escudos que dejó caer en su mano el generoso Ruy Gonzalez.
Estendió en seguida el padre Alfon en un pergamino el acta del matrimonio, autorizáronla con sus sellos los tres hidalgos y los tres infantes, y Gonzalo entregó con aquella acta otro pergamino á Blanca. En aquel pergamino la declaraba como dote, parte de su señorío patrimonial, que constituía ya por sí sola una pingüe renta.
Un momento despues, los esposos, sus hermanos, los tres testigos y Alcaraban se encaminaban á un cercano castillejo, propiedad feudal de Artal de Rivas, uno de los testigos.
Allí debia morar oculta Blanca, y allí durante tres dias se celebraron unas silenciosas bodas. Hubo arroz y gallo muerto, danza de familia, en que se satisfizo de tañer el laúd Alcaraban, y á los ocho dias justos de haber salido de Salas de Lara los cuatro infantes volvieron á presentarse en el castillo, donde su padre, conocedor de su ausencia por Nuño Salido, les recibió como siempre abrazándoles y bendiciéndoles, sin concebir la mas remota sospecha: solo Diego Gonzalez se mostraba mas pensativo y silencioso que de ordinario y un tanto duro y receloso con Ruy.
Este por su parte, cuando veia el severo continente de su hermano mayor, se encogía de hombros, so sonreía maliciosamente y esclamaba:
—¡Ah, señor Diego! en verdad, en verdad, que no sois lerdo en esto de esconder damas; pero ¿qué quereis? nada se pierde en el mundo, y lo que no se encuentra, es porque no se busca bien.
Con gran asombro de los hermanos espedicionarios, encontraron aun á doña Lambra y á Ruy Velazquez en la casa de su padre, cuando volvieron á ella; y con mas asombro aun, notaron la cortesanía, el afecto, casi el placer, con que la ofendidísima dama los trataba á todos, hasta á los mismos que la habian insultado.
Parecía que habia olvidado enteramente la terrible noche en que de una manera tan cruel la habian escarnecido los infantes.
Ademas de esto, Huy, puesto en espectativa, sorprendió en doña Lambra, cuando esta creía que de nadie era observada, miradas en que habia un amor desesperado é intensísimo hácia Gonzalo.
Algunas veces notó que Gonzalo notaba aquellas miradas, temblaba, bajaba los ojos, y se ponía notablemente pálido.
Notó ademas el observador infante, que Ruy Velazquez observaba como él, y que como él lo comprendía todo: notó asimismo, que existía una estrecha intimidad entre doña Lambra y su esclavo Jamrú, y que el paje Gutierrez iba de acá para allá: acabó por reparar, en fin, que doña Lambra habia envenenado el corazon de su hermano Gonzalo; que sufria, que luchaba, que estaba próximo á sucumbir.
—¡Oh! pensaba Ruy, le estrecha como una serpiente y acabará por devorarle. Es necesario impedir esto á todo trance... es necesario apartarlos de una manera decisiva... pero ¿cómo? Ello dirá.
Y el infante se echó á buscar un medio, para evitar la fascinación que iba apoderándose enteramente de Gonzalo.
Y este tenia disculpa: el amor de doña Lambra era uno de esos amores que ocupan el alma entera, que subliman á una mujer, que la prestan recursos estraños. Mostrábase con Gonzalo humilde, resignada, triste, sin voluntad, sin orgullo, sin exigencias, como una esclava: la afrenta que aquella mujer habia recibido era tal por su magnitud que la purificaba poniéndola en la posicion de una mártir... y Gonzalo, comprendido al fin, aunque tarde, por la astucia de doña Lambra, estaba á su discreción.
Empezó por necesitar de la presencia de doña Lambra, y de una manera instintiva, sin que en ello tuviera parte su voluntad, la buscaba, se ponia á su paso... llegaron al fin á acercarse de modo que Ruy no pudo ya verlos; pero adivinó. Doña Lambra se mostraba satisfecha, feliz, orgullosa; rebosaba el contento de su alma, por sus ojos; miraba con una insolente espresion de triunfo á Ruy, y con una espresion sombríamente lúgubre á Ruy Velazquez. Ruy Gonzalez se estremeció, lo comprendió todo: Gonzalo embriagado por aquel amor satánico, habia sucumbido, y doña Lambra apagaba su sed de amor devorándole á raudales.
Hubo momentos en que Ruy se sintió á su vez fascinado y tuvo envidia de aquella punzante felicidad. Pero bajo su apariencia ligera, bajo su conducta casquivana, habia un fondo profundísimo de prudencia y una gran fuerza de voluntad; comprendió que la embriaguez iba apoderándose de él, y dominó aquella embriaguez, la subordinó á la razón, despojó á doña Lambra de sus atractivos, de sus incitantes artes, de su poder satánico, y la miró desde su punto de vista y como verdaderamente era: volvió á encontrar en ella á la mujer criminal, impura, sanguinaria, decidida á todo para llegar al logro de sus deseos; y fortalecido en esta posicion, en que no sin poderosos esfuerzos se habia colocado, pudo observar ya de una manera segura, sin que ningun género de fascinación engañase á sus ojos.
Entonces reparó que habia otra persona interesada en los amores de doña Lambra; un terrible personage, que devoraba en silencio su rabia, que sufría, que meditaba una venganza: observó ademas que doña Lambra estaba encadenada como un destino fatal á aquel hombre; que se veia obligada á sonreirle, á engañarle, á entretenerle como á un niño con una esperanza.
Aquel hombre era el esclavo Jamrú.
Ruy comunicaba estas observaciones á sus hermanos Fernán y Gustios, se reunía con ellos frecuentemente en consejo, y Alcaraban admitido á la confianza de los tres infantes, hasta cierto punto, era el eterno espía del esclavo y de doña Lambra.
El conde Gonzalo Gustios y su esposa doña Sancha, en vista de la conducta de doña Lambra y de Ruy Velazquez, acabaron por creer de nuevo en su amistad; Diego andaba un tanto receloso, y de tiempo en tiempo hacia sus visitas á la abadía de San Torcaz: pero como doña Urraca temía el tener que rendir cuentas acerca de doña Manca, evitaba el verse en el caso de darlas, negándose de todo punto á pretesto de retiro y de penitencia á recibirle y Diego se veia obligado á volverse como habia ido.
Martin se habia confiado también en la conducta de doña Lambra y de su esposo y habia vuelto á su vida de costumbre, esto es, á la caza y al galanteo; y Suero estaba mas entregado que nunca, á sus estudios piadosos.
Por lo tanto, los tres infantes que constituían, por decirlo asi, el cuerpo de seguridad y de vigilancia de la familia, podían dedicarse libremente á sus investigaciones, merced al descuido general.
Pero estas observaciones no valían gran cosa: doña Lambra seguía con su buen aspecto; Gonzalo había acabado por dominar la situación acostumbrándose á ella, y se mostraba tranquilo, tan tranquilo como antes de que empezaran los sucosos que hemos referido hasta ahora: hablaba con doña Lambra, ni mas ni monos que los demas de la familia, y solo se notaba en su frente una leve nube de tristeza; de tiempo en tiempo montaba á caballo, y precedida licencia de su padre, ó de su ayo Nuño Salido, estaba fuera de Salas de Lara dos días, con pretesto del convite de algún amigo comarcano.
Siempre que salía Gonzalo le seguía Alcaraban: siempre que Alcaraban volvía, declaraba formalmente que Gonzalo habia ido á visitar á Blanca.
Con pretesto de ser la estación de los calores, doña Lambra y su esposo habian pasado en el castillo de Salas de Lara, en el cual se encontraban indudablemente mas comodidades que en una casa enclavada dentro de una ciudad ya populosa, como lo era su casaron de Búrgos, cuatro meses, desde fin de mayo hasta fin de setiembre. Empezaba ya por lo tanto el frió, faltaba el pretesto, y era ya necesario para Ruy Velazquez, pensar en volverse decididamente á Búrgos. Es cierto que Ruy Velazquez temeroso de perder en su ausencia la gracia del conde soberano, merced á los amaños de otro cortesano mas allegado, habia faltado frecuentemente del lado de su esposa, siempre por semanas enteras para ir á Búrgos, cosa que no pensó en contradecir doña Lambra: por el contrario, cada vez que despues de haber estado tres dias en Salas, la anunciaba que tenia que partir, la hermosa dama so veia obligada á hacer un poderoso esfuerzo para no demostrar su alegría.
Inútil es que digamos á nuestros lectores, que sin duda han comprendido lo esclusivo y apasionado del amor de doña Lambra hácia Gonzalo, que Ruy Velazquez sufría todavía los singulares desdenes de su esposa. Al principio Ruy Velazquez lo atribuyó á pudor: despues á falta de amor: al fin como los amantes son con frecuencia imprudentes, conoció la verdadera causa: vió que Gonzalo era amado, y no solo amado, sino favorecido: al sentirse engañado, en el primer momento pensó en una ruidosa venganza; pero luego su crueldad de lobo y su frió raciocinio de cortesano, le aconsejaron que debia esperar para hacer mas terrible su venganza, y esperó. Resignóse en la apariencia á los singulares caprichos de su esposa, y puesto en observación, descubrió que habia otro hombre engañado, enamorado, dominado por doña Lambra, y á la que servia ciegamente de instrumento.
Este hombre era Jamrú.
Ruy Velazquez sonrió en el fondo de su alma á la venganza que la fatalidad le presentaba, y seguro ya de ella, dobló el tiempo de sus ausencias dejando mas libertad á los dos amantes.
Y decimos á los dos amantes, porque Gonzalo, á pesar de amar con una indecible ternura á Blanca, adoraba con un amor satánico á doña Lambra.
El alma ardiente de aquella mujer tentadora, habia logrado infiltrarse en el alma de Gonzalo, poro de una manera terrible; quemándola, consumiéndola en un fuego insaciable, impuro, inestinguible: doña Lambra le habia impuesto el deseo voraz de su hermosura, de las aspiraciones de su alma volcánica, de la continua abnegación de un amor sin limites, de uno de esos amores que no se conciben, sino cuando se sienten: Blanca habia quedado relegada en el corazon del jóven á la situación de una hermana á quien se ama tiernamente, ó por mejor decir, estaba dominado el amor de Gonzalo hácia la pobre niña, por la brillantez, por la intensidad de la pasión de doña Lambra, cuya hermosura acrecida por la felicidad, era cada vez mas tentadora: doña Lambra poseia un arte precioso para las mujeres; el de hacerse desear, el de renovar siempre con nuevos encantos el amor: y luego lo misterioso de sus entrevistas, su brevedad, las dificultades que era necesario vencer, la actitud de indiferencia que se veian obligados á mostrar delante de las gentes, todo contribuía á perpetuar sobre el jóven la fascinación, la embriaguez en que le habia colocado doña Lambra.
Blanca entretanto era infeliz, porque el alma de una mujer que ama tiene una esquisita sensibilidad que jamás se engaña para conocer hasta donde llega el amor del hombre amado. Ella comprendió que en otro tiempo Gonzalo era mas feliz junto á ella; que entonces no media el tiempo que estaba á su lado, y que nunca su mirada habia encontrado en la adorada frente de Gonzalo la tristeza que entonces la cubría. Blanca amaba demasiado para quejarse, y sufrió y calló, sin espresar siquiera una sospecha.
El tiempo es uno de los elementos mas poderosos para que se calmen las pasiones, y los cuatro meses de permanencia de doña Lambra en el solar de Lara, produjeron en todos los personajes de nuestra historia, escepto en dos de ellos, sus precisos efectos.
Ya hemos dicho que Gonzalo Gustios y su esposa acabaron por creer en la buena fé de doña Lambra y de Ruy Velazquez: los tres infantes observadores, se cansaron de observar y de no ver otra cosa que las apariencias, reveladas alguna vez por una mirada ó por un suspiro, de un amor intenso entre doña Lambra y Gonzalo; lo que demuestra que los amantes eran sagaces y recatados para procurarse, sus entrevistas. Gonzalo, que en los primeros dias de ser arrastrado á los amores de doña Blanca, por una fuerza superior á su voluntad, había sentido crueles remordimientos por la traición que hacia á Blanca y por su dignidad vencida, acabó por acostumbrarse á aquel estado de cosas: doña Lambra, loca por Gonzalo, resignada á todo por él, fué lentamente perdiendo su ódio á los infantes que la habían insultado: Diego Gonzalez se habia resignado á los caprichos de su tia, que le impedían ver á Blanca; habia transijido, como sus padres, con doña Lambra hasta cierto punto; esto es, hasta tratarla con cierta mesura, porque atendido el severo carácter de Diego, no era posible que amase ó apreciase á una mujer de quien sabia que habia llegado hasta el asesinato: Martin, que nada sabia de las inteligencias de su hermano Gonzalo con doña Lambra, la galanteaba, y la hermosa dama se mostraba con él comunicativa y coqueta: en una palabra, Suero, el misántropo Suero, ageno á todo, estudiaba cada vez con mas ardor sus textos latinos, y mortificaba á su padre con la demanda de que le encajase una cogulla.
Las dos únicas personas que como hemos dicho estaban escluidas de este acomodamiento general, eran Ruy Velazquez y el esclavo Jamrú.
Entrambos irritados por las dificultades que se oponían á su amor, habían llegado á hacerse feroces; entrambos sufrían, entrambos esperaban un momento de venganza, y debía llegar un dia en que estos dos hombres tan opuestamente separados por la fortuna, se unieran por una mujer con un lazo terrible, con la mutua sed de una venganza cruel contra dos seres aborrecidos; y decimos aborrecidos, aunque esto no pueda concebirse respecto á doña Lambra, porque el amor contrariado llega á un límite en que se convierte en un ódio estraño é implacable.
Tal era el estado respectivo en que se encontraban colocados nuestros personajes, por principios de octubre del año de 980.
En uno de los primeros dias de octubre, se notaba un gran tráfago en el palacio de Salas de Lara, tráfago que so transmitía á la villa: era al amanecer: los puentes estaban echados, los rastrillos abiertos, y por todas partes se veian pajes, monteros, halconeros, perros y caballos.
Mucho antes habian salido ojeadores á las vecinas selvas, y todo anunciaba un dia de montería, y de montería que debia ser magnífica á juzgar por los preparativos.
Las gentes de la villa se habian adherido á las gentes del conde, y podia decirse que estaba preparado á ponerse en marcha todo un ejército alegre y bullicioso.
Es indescribible la animación y el estruendo que se notaba por todas partes: á las voces de los hombres se unían los ladridos de los perros, el son de las bocinas, de los cuernos, y de los caracoles y el impaciente relinchar de los caballos. Hacía mucho tiempo que el conde Gonzalo Gustios no se entregaba á aquella diversión, y la gente se impacientaba porque aquello debia ser magnífico, según los preparativos que se habian visto.
Decíase que en un valle situado en el centro de las cercanas selvas, por medio del cual pasaba el Alianza, se habían levantado grandes tiendas, en las cuales todos los que quisiesen encontrarían manjares abundantes y vino á discreción; que despues de la montería habría danza y música delante de las tiendas de los condes, que se daría luego un dote á veinticinco doncellas pobres, y veinticinco sayos nuevos á otros tantos mendigos.
Todo esto se hacia para despedir con un magnífico festejo á la noble doña Lambra Sanchez que, pasados los calores, debia volverse á Búrgos con su esposo.
Esto significaba sin duda alguna, que Ruy Velazquez no era de la partida.
El atormentado esposo habia huido de unos lugares en que por mas que de él se recatase doña Lambra, los celos, aclarando la vista del noble, le hacian ver cosas horribles.
Por lo tanto, sus ausencias se habian hecho mas largas, y era pasado un mes desde su postrera partida á Burgos: á mas de esto, cuando fué necesario que doña Lambra se separase de sus parientes, porque era necesario que esto sucediese, puesto que se habia acabado el protesto del verano, Ruy Velazquez, disculpándose con los negocios públicos, suplicó á Gonzalo Gustios que le enviara á doña Lambra resguardada por sus hijos.
Doña Lambra por su parte, doblemente recelosa que Ruy Velazquez, habia enviado junto á él á su esclavo Jamrú con un delicadísimo encargo, de cuya importancia podrán juzgar nuestros lectores mas adelante.
En el momento en que el sol tocaba con sus primeros rayos las almenas de la torre mas alta del castillo, se oyó en la plaza de armas una alegre trompetería, y poco despues pasó como un vendaval sobre el puente un bizarro escuadrón de lanzas, que siguió la plaza adelante, y por una de las calles vecinas desembocó en el campo: seguia una nube de monteros con las ballestas al hombro, llevando parejas de sabuesos atraillados, que ladraban de una manera infernal: luego ballesteros de monte, halconeros con loo pájaros en el puño, podenqueros, batidores y demas gente necesaria para una montería: al fin, rodeados de sus pajes, de sus damas y de sus escuderos, aparecieron los condes, doña Lambra y los siete infantes de Lara. Al lado de la hermosísima dama, dominado y sujeto á su voluntad, marchaba Gonzalo Gonzalez magníficamente ataviado sobre un hermoso caballo blanco con paramentos rojos, llevando en el puño un soberbio azor mudado que se espeluznaba y batía las alas, ansioso de ser lanzado en caza de una pieza.
Sin saber cómo, doña Lambra y Gonzalo se habían pareado y aislado un tanto de los demas, como sucede siempre á los amantes.
En pos de ellos, notablemente recelosos y disgustados por aquella intimidad, iban los otros seis infantes, é inmediatamente el bravo Alcaraban con un vestido nuevo y reluciente y su magnífico laúd de cobre.
Cerraban, en fin, la marcha otra multitud de monteros, y por último, las gentes de la villa amigablemente mezcladas y revueltas.
Muy pronto Salas de Lara quedó silencioso y desierto, poblado solo por algunos viejos de piernas inútiles para seguir la montería y algunos atalayas que se paseaban en los adarves, fastidiados y mollinos, porque no eran de la partida.
Al fin se perdió á lo lejos el ruido de la montería hasta cesar enteramente.
Entonces, por un camino trasversal que se prolongaba paralelamente á la villa, á algunos tiros de ballesta de ella, aparecieron dos hombres ginetes en caballos negros: el uno de ellos iba cubierto enteramente por un arnés sencillo, y tapado el rostro por un antifaz de hierro para no ser conocido, porque en aquella época no se usaban aun los yelmos de encaje, ni se conocían las barras, ni las viseras. El aspecto de este hombre, por lo mohoso de su arnés, por lo abollado de su escudo, por la raza particular de su caballo alto, seco y huesudo, verdadero caballo de fatiga, era el de un aventurero ó un bandido, profesiones que en aquellos tiempos, y aun en otros mas avanzados, estuvieron estrechamente unidas: el otro hombre, ginete en un caballo semejante al de su compañero, iba envuelto en un sayo pardo con capuz, y de tal modo, que ni aun so le veian los ojos.
Aquellos dos hombres adelantaron á lo largo del sendero, y se detuvieron en una eminencia, desde la cual se descubría una gran estension de terreno.
Desde aquella eminencia vieron á las gentes de la montería á lo lejos diseminadas ya, penetrando en una espesa selva.
Cuando so hubo perdido hasta el último ballestero, el armado dijo al encapuzado:
—Adelante; y pues que sabes el lugar, guia.
El del sayo picó á su bridon, que partió á media rienda, y de la misma manera le siguió el del mohoso arnés.
Los caballos eran fuertes, y en poco tiempo llegaron á la selva por otro lado casi opuesto á aquel por donde habian entrado en ella las gentes de la montería, y adelantaron, si bien en paso mas lento por razón de lo áspero del terreno, por un estrecho sendero enteramente cubierto por las frondas de las carrascas, y que mas que otra cosa, parecía un pasadizo de la selva conocido solo de los bandidos y de las alimañas.
Era tal su enmarañamiento, que á veces el armado se veia en la necesidad de abrirse camino con su ancha espada asida de ambas manos.
Llegaron al fin á un punto en que les fué preciso dejar los caballos: el sendero se rompía en altas cortaduras, que eran inaccesibles á los animales: el armado y el del sayo desmontaron, alaron los caballos á un árbol, y siguieron á pié.
—¿Está muy lejos el lugar á donde vamos? dijo el del arnés.
—Pronto escucharás el rumor de la fuente, señor.
—¿Y estás seguro de que vendrán?
—Vienen aquí con mucha frecuencia solos, y será muy posible...
—Bien, dijo el del arnés; todo se reducirá á que si perdemos esta ocasion, busquemos otra.
Y calló.
Su compañero no habló ni una palabra mas, y siguió adelante á gran paso.
Poco tiempo despues se escuchó un sonoro murmurio, y al fin los árboles se aclararon, y nuestros singulares personajes adelantataron hasta una pequeña cortadura orlada de brezos y maleza, y penetraron entre el ramaje, agazapándose, ocultándose enteramente y arrastrándose como culebras hasta el borde de la cortadura.
Cuando estuvieron en él, se encontraron en posicion de ver cuanto habia bajo ellos.
Inmediatamente debajo de la cortadura, á la altura de una lanza, habia una fuente tosca, de que emanaba con abundancia un clarísimo raudal: dos olmos y algunas vides hacían sobre ella, entretegiéndose, una especie de pabellón natural donde no penetraban los rayos del sol: algunas piedras cubiertas de musgo y césped parecían como asientos naturales cu derredor de la fuente bajo aquel pabellón de verdura, y por su entrada, que por tallos y ramas cortadas recientemente denunciaba haber sido hecha por la mano de un hombre, se veia un delicioso valle abierto entre dos montañas, por el que serpeaba claro y ruidoso el raudal de la fuente, formando pequeñas lagunas y remansos, en las desigualdades del terreno que estaba enteramente cubierto de fresca, alta y lozana yerba.
Algunas cabras monteses pacían descuidadas, y de tiempo en tiempo un hermoso ciervo atravesaba triscando la pradera, apagaba su sed en la fuente y partía.
Pasó mucho tiempo sin que se turbasen la paz del valle y el sosiego de aquellos inofensivos animales: pero de repente todos levantaron la cabeza como si hubiesen escuchado una voz de alarma, aplicaron atentamente el oido y partieron con la velocidad del terror, en opuestas direcciones.
Algunos de ellos pasaron sobre los dos incógnitos que estaban agazapados y ocultos entre la maleza en el borde de la cortadura.
Lo que habia producido la fuga de los animales monteses era el ruido del galope de dos caballos que se acercaban á la pradera, y que al fin entraron en ella: al ver á los ginetes pareció que relucían como dos ascuas los ojos del armado tras las aberturas del antifaz.
Era uno de ellos doña Lambra Sanchez, hechiceramente vestida de caza, y el otro Gonzalo Gonzalez, hermoso y gentil, que miraba al cielo como siguiendo en él un objeto. Doña Lambra miraba á Gonzalo, y cuando este volvía la cabeza para hablarla, al ver fija en su semblante la intensa mirada de la dama, sonreía, pero de una manera apenada y fatal, como si el amor de doña Lambra fuese para él uno de esos tormentos á que nos adherimos, con los que gozamos sufriendo, y sin los cuales creemos que no podemos vivir.
Al fin pudieron ver los personajes observadores el objeto de la atención de Gonzalo: un magnífico azor descendió en anchos círculos trayendo en las garras una paloma que entregó á Gonzalo.
Gonzalo entregó galantemente la paloma á doña Lambra: la sangro de la avecilla tiñó la blanquísima mano de la dama, y no sabemos qué presentimiento terrible, qué impresión funesta causó en ella este vulgarísimo incidente: pero palideció y tembló.
—¿Os sentís mal, señora? la dijo Gonzalo desmontando y llegando á ella para ayudarla á bajar de su caballo.
—¡Oh, Gonzalo! ¡Gonzalo mio! esclamó la enamorada dama, dejándose caer en sus brazos: no sé por qué un funesto presentimiento, un presentimiento oscuro me estremece, desde el instante en que he conocido la necesidad de volver á Búrgos.
—Vuestra alma se ennegrece con facilidad, señora, dijo Gonzalo, y á esto y no á otra cosa, debeis los dolores que os amargan el corazon.
—¡Oh! no, no: yo no sufro dolores estando á tu lado, Gonzalo: mi alma entera se llena de tu amor y soy muy feliz, no hay nadie en la tierra tan feliz como yo.
Doña Lambra dijo estas palabras entrando por la abertura del pabellón que cubría la fuente y sentándose en una de las piedras; Gonzalo se sentó junto á ella: los dos observadores los veian y los escuchaban perfectamente.
—Y si eres tan feliz, Lambra mia, ¿por qué esa agitación, por qué ese insomnio con que te revuelves entre mis brazos?
—Tú no me amas, Gonzalo, como te amo yo: cuando olvido esto soy muy feliz, pero cuando lo recuerdo, mi corazon se hace pedazos.
—Tú has logrado, Lambra, que mi corazon arda continuamente en un fuego voraz, implacable, devorador: me aterrabas y sin saber cómo, sin poder defenderme, me acerqué á tí hasta unirme á tí... y nunca... nunca lo hubiera creído... ¡una mujer á quien he aborrecido tanto!... ¡y amarla como la amo!... ¡una mujer casada!... ¡Dios mio!
—Tú sabes que solo estoy desposada con Ruy Velazquez ante los hombres; tú sabes, que tú eres mi verdadero esposo... el único hombre á quien he amado, el único que puede llamarme suya... ¡Queme has aborrecido! ¡oh! momento ha habido en que te he aborrecido también y hubiera gozado con tu muerto... Si me casé con Ruy Velazquez, fué en uno de esos terribles momentos: si en las fiestas de mis bodas grité á mis vasallos señalándote: ¡matadle! estaba en uno de esos momentos desesperados... si mandé matará Blanca...
—¡Olí! ¡Lambra! ¡Lambra! por compasion...
—Pero Blanca no ha muerto, rae lo reveló una palabra imprudente de tu hermano Ruy, y Jamrú, á quien yo habia mandado que la matara, obligado por mi, me confesó que la habia salvado tu hermano Diego. Yo podia haber averiguado el lugar donde existe Blanca, haciéndote seguir, porque cuando tú faltas dias enteros de casa de tu padre vas á verla... sin embargo, te he hecho el sacrificio de mis celos, y Blanca vive: tus hermanos Ruy, Fernán y Gustios me han insultado de una manera sangrienta, y sin embargo, los he perdonado porque son hermanos tuyos... ¿Puedes pedirme mas amor?
—Yo te adoro, mas bien que te amo, Lambra; te adoro mas que te he aborrecido: por ti sufro una vida horrible, y cuando tus ojos se posan en mis ojos inflamados de pasión, mi cabeza arde, mi corazon se dilata, mi alma entera so conmueve, y loco, fascinado, muriendo de felicidad, caigo en tus brazos... y sin embargo, Lambra, has cometido crímenes...
—Por tu amor... La fatalidad me ha hecho un demonio, cuando si tú me hubieras amado desde el principio, como te he amado yo, seria un angel.
—Pero lo repito... siempre me ha horrorizado el faltar á la fé de caballero... y yo sucumbiendo á tu amor, ofendo á mi tio Ruy Velazquez.
—¿Qué nos importa Ruy Velazquez?... esclamó con desprecio doña Lambra... nada... menos que ese miserable esclavo que se ha atrevido á amarme.
—¡Oh! esclamó profundamente Gonzalo.
—Pero ha sonado mi hora... es necesario que yo sea libro para que puedas ser mi esposo y dar un nombre legítimo al inocente que alimento ya en mis entrañas... y lo serás...
—¡Oh! ¡Lambra! ¡Lambra! esclamó aterrado Gonzalo.
—Sí, lo serás: ese miserable esclavo á quien tengo dominado y engañado está en Búrgos... ¿y sabes á lo que ha ido á Búrgos?
Gonzalo palideció.
—A matar á Ruy Velazquez como mató á los seis hombres que acompañaron á Blanca.
—No; esclamó Gonzalo levantándose; eso no puede ser y no será.
—Eso habrá sido ya, esclamó con una espresion de triunfo cruel doña Lambra. ¡Qué! ¿ese hombre habia de estar colocado entre los dos, impidiendo mi felicidad, y no habia yo de esterminarle? No, no: Jamrú no hace mas que lo que yo quiero que haga; y cuando volvamos á Salas, estoy segura de que se me presentará para decirme: eres viuda.
—¡Oh! ¡qué horror! esclamó levantándose indignado Gonzalo.
—¡Oh! ¡tú no puedes vivir sin mi amor, dijo con acento opaco y lánguido doña Lambra; lucharás, querrás apartarte, pero al fin vendrás á mí... y por mas que te horrorizen los crímenes á que me arrastre tu amor, caerás á mis piés, porque tu alma arde en mi alma: ¡oh! ¡cuánto te amo, Gonzalo!... ¡cuán feliz soy obligándote á que gimas por mi amor.
—Ese horrible crimen caerá sobre vuestra cabeza, señora, esclamó con horror Gonzalo.
—Ruy Velazquez quiso matarte: acuérdate: yo no soy mas que el brazo de la justicia de Dios, que no me pedirá cuenta de esa sangre. En cuanto á los hombres, nada sabrán; porque yo romperé la mano que me ha servido: yo haré que Jamrú baje á la tumba con mi secreto.
—¡Lambra! ¡Lambra! Un crimen lleva á otro.... y ese crimen seria inútil... yo no puedo ser tu esposo.
—¿Que no puedes ser mi esposo? esclamó palideciendo de una manera mortal doña Lambra.
—No...
—¡Lo serás, porque yo lo quiero! esclamó irritada la dama.
—No lo seré, porque es imposible... conténtate con devorarme, con matarme lentamente con ese amor infernal con que me has envenenado el corazon... pero ser tu esposo... ¡nunca! ¡imposible!
—¡Imposible! ¿y porqué?
—Para que fueras mi esposa seria necesario otro nuevo crimen, porque... ¡porque estoy casado con Blanca!
Doña Lambra no gritó, ni se retorció los brazos, ni exhaló una queja; miró de una manera mortalmente ansiosa á Gonzalo; sus ojos se estraviaron, dobló la cabeza, y la apoyó en sus rodillas.
Pero muy pronto la terrible alma de aquella estraña mujer se rehizo, se alzó colérica y rugiente, y se avalanzó á Gonzalo.
—¿Con que es decir que solo me has considerado como una manceba? ¿Con que es decir que acaso de acuerdo con tus infames hermanos has llevado á cabo una venganza infamo, previendo un dia en que mi amor, mi noble amor hácia tí produjera una prueba indudable de mi infamia, y cuando sabes que esa prueba existe, me dices que te has casado con ella? ¡Oh! ¡venganza! ¡venganza! afortunadamente Ruy “Velazquez ha muerto, el negro morirá y morirás tú y tus hermanos, y nadie sabrá mi deshonra, porque todos creerán d tu hijo hijo de Ruy Velazquez. ¡Oh! ¡oh! ¿y no te has aterrado al pensar en burlarme? Pues bien, Gonzalo, precávete, porque desde ahora mi venganza está sobre tí.
Doña Lambra se encontraba entonces en uno de aquellos momentos de rabia y de exasperación en que la han visto mas de una vez nuestros lectores, y durante los cuales se convertía en una fiera.
—Calmaos, señora, calmaos y disimulad al menos por decoro, dijo severa y dolorosamente Gonzalo: salgamos de aquí: oid, las cornetas suenan próximas; la montería se acerca, y no es bien que nos encuentren solos.
Doña Lambra salió maquínalmente sombría y fatal, y montó á caballo; Gonzalo montó también, llamando al azor que habia dejado solazarse suelto, y poniéndole en su puño.
No tardó mucho en aparecer un enorme javalí acosado por las jaurías, herido y perseguido de cerca por los cazadores y por los ginetes; en un momento la pradera estuvo cubierta de gente.
El javalí, herido de muerte, cayó en el centro; los perros se arrojaron sobre él, y los monteros llegaron, le degollaron y corlaron una de sus orejas, que fueron á entregar como en señal de vasallaje al conde Gonzalo Gustios, que con su esposa y sus otros hijos habian aparecido entre los cazadores.
Doña Lambra y Gonzalo se habian unido á ellos; el jóven por huir las miradas intencionadas y las palabras picantes de su hermano Ruy, echó pié á tierra, dejó su caballo á un escudero, y se fué á uno de los remansos que formaba la fuente en la pradera á bañar su azor.
Todo esto lo observaron los dos hombres que estaban tendidos en la espesura.
—Ahora es la ocasion, dijo el del arnés al del ropon.
—¿La ocasion de qué, señor? contestó el otro.
—Rodea la enramada y preséntate en la cacería.
El del ropon se desembarazó de él, y quedó descubierto el negro Jamrú, el esclavo de doña Lambra, con su traje colorado de los dias de gala, su collar de plata al cuello, y su puñal á la cintura.
—¿Y qué he de hacer allí? dijo temblando.
—¡Ah! esclamó ferozmente el armado: ¿qué has de hacer allí? ¿Acaso no lo sabes?
—Me matarán.
—Si no te matan ellos, le mataré yo.
—¡Oh! esclamó con acento ronco el negro poniendo la mano en su puñal.
El armado tendió al brazo del negro su fuerte manopla y lo desarmó.
—Vé, le dijo, y obedece.
—Me mandas, señor, que haga al infante el mayor insulto que puede hacerse á un caballero en Castilla.
—Ya sabes que tengo mi vida entre tus manos: ademas, ¿no ama al gentil caballero la hermosa dama de las crenchas negras?
El esclavo rugió, y una espantosa decisión se pintó en su semblante.
—Vé, Jamrú, vé, dijo el del arnés mohoso; vé y véngate.
El esclavo saltó de la enramada, dió un rodeo, llegó á la pradera y se acercó á doña Lambra. Al verle la dama, palideció, saltó del caballo, y se apartó un tanto con Jamrú.
—¿Está todo concluido? le dijo.
—Todo, señora.
—¡Ruy Velazquez!....
—Duerme en la eternidad.
—¡Oh! esclamó doña Lambra sonriendo de una manera horrorosa.
—Ya eres libre, señora, la dijo el esclavo.
Doña Lambra destelló una mirada altiva y fría sobre Jamrú.
—¡Oh! murmuró este al verse despreciado; ¡tú le sentencias! y se apartó bruscamente de doña Lambra.
—¿Qué quiere decir ese miserable? esclamó la jóven, siguiendo ansiosa con la vista al negro.
Y vió que este cogió le entre las yerbas de la pradera un cohombro, y la empapó en sangre del javalí.
Doña Lambra palideció enteramente: miró en torno suyo, buscando á alguno de sus servidores, pero á ninguno vió. Entonces avanzó hácia Jamrú, que avanzaba á su vez hácia Gonzalo. El infante estaba entretenido, bañando á su azor: los otros infantes habían observado la acción del negro; habían echado pié á tierra, y avanzaban como doña Lambra, aunque por distinto punto, hácia Gonzalo. Pero el negro les llevaba una gran delantera, y llegó junto á Gonzalo, cuando doña Lambra y sus hermanos estaban aun muy distantes.
—¡Oh! noble y poderoso señor, dijo Jamrú, puesto junto á Gonzalo y ocultando á la espalda el cohombro ensangrentado.
Gonzalo se volvió, y al ver al negro, se puso de pié.
—¿Qué quieres? le dijo.
—Quiero deciros que sois muy afortunado, para que no paguéis de alguna manera tanta fortuna.
—¿Qué es esto? ¿Desde cuándo acá los esclavos se atreven á los caballeros?
—Los esclavos son hombres, dijo Jamrú, y los hombres se vengan. Toma, mancebo, toma en el rostro un cohombro teñido en sangre de puerco.
Y arrojó el cohombro á Gonzalo, y le manchó el rostro con sangre.
Era aquel un insulto tenido por el mayor que podía hacerse á un hombro en aquellos tiempos. Tras aquel insulto siempre sobrevenía una muerte, si no era un cobarde el insultado: á un mismo tiempo desnudó Gonzalo su espada, y Jamrú buscó su puñal, pero no le halló: le habia dejado olvidado en la enramada donde le habia desarmado el del arnés.
Entonces tuvo miedo, y huyó hácia doña Lambra que estaba aterrada, inmóvil como una estatua, á poca distancia del lugar en donde acababa de acontecer aquel terrible suceso: Jamrú corrió á ella, y se abrazó á sus rodillas, buscando amparo. Los infantes avanzaron, y fatídicos, fatales, hundieron en silencio sus espadas en el cuerpo del negro, que lanzó un grito horroroso y cayó.
Doña Lambra cayó por otro lado desmayada en brazos de algunos de los suyos, que habían acudido á socorrerla.
Poco despues nadie habia en la pradera, mas que el negro, á quien habian dejado abandonado, para que sirviese de pasto á las aves carnívoras, y el del mohoso arnés, que le contemplaba con una atención profunda.
En cuanto á doña Lambra, dió tales muestras de desesperación en el castillo de Salas de Lara por lo acontecido, que nadie pudo sospechar que ella fuese la autora de tal insulto.
Mandóse á buscar al negro al lugar donde habia sido abandonado, por si aun vivia y podia averiguarse por él el autor de aquel insulto; pero cuando fueron, no se le encontró.
Nadie supo lo que habia sitio de él.
Cuando tres dias despues doña Lambra se traslado á Búrgos, Ruy Velazquez la recibió en sus brazos sonriendo, y la dijo dulcemente:
—Mi adorada Lambra, habéis venido á buen tiempo para encontrarme en Búrgos; si hubieseis tardado mas, acaso no me hubiérais hallado. El árabe amenaza las fronteras de Castilla, y me veo obligado á partir contra él, y como una dueña honrada durante la ausencia de su esposo debe considerarse viuda y dar al mundo grandes muestras de recato, paréceme que durante ella, que durará siete... ú ocho meses, será bien que viváis en claustro con nuestra noble parienta la abadesa de San Torcaz.
Doña Lambra quiso replicar, pero era tan intensa y sombría la mirada que tenia en ella fija Ruy Velazquez, que las palabras se helaron en su garganta.
Al dia siguiente doña Lambra, encerrada en una litera, fué conducida coa gran secreto á la abadía de San Torcaz.
Pasaron quince dias; durante ellos nadie supo lo que habia sido de doña Lambra, y era tal la fascinación que el alma y la hermosura de aquella mujer singular habían causado en Gonzalo, que sus hermanos vieron claramente cuanto dolor, cuanta desesperación encerraba su alma por su pérdida.
Llegó el caso de que se olvídase de ir á ver á Blanca Ruy confiaba en que el tiempo, mas poderoso que la razón, curaría aquella herida; que Gonzalo volvería al amor de Blanca, y que desimpresionado de doña Lambra, recordaría, como un sueño monstruoso, como una pesadilla horrible, lo que le habia acontecido con ella.
Y Ruy confiaba en el tiempo, porque estaba seguro de que Ruy Velazquez había comprendido la ofensa hecha á su honor por su esposa, y de que se había vengado de una manera secreta pero terrible.
Era de temer que Ruy Velazquez pensara en completar su venganza en Gonzalo, y acaso en toda su familia, y Ruy Gonzalez participó sus temores á su hermano Diego.
Diego despreció ó aparentó despreciar la enemistad de Ruy Velazquez.
Pasó algún tiempo, y nada indicó en el ofendido esposo que conociese su ofensa.
Ni él hablaba de doña Lambra, ni nadie le preguntaba por ella.
Llegó el invierno, y con él un dia, en que el conde soberano Garci-Fernandez envió un ginete; Salas de Lara, con un pergamino en que mandaba al conde Gonzalo Gustios que se presentase en Burgos.
Gonzalo Gustios montó al momento á caballo, acompañado de algunas lanzas y algunos escuderos, y aquella misma noche llegó á Burgos y se presentó en el alcázar.
No estaba en él el conde soberano.
Gonzalo Gustios estaba demasiadamente confiado en su lealtad, y era tal la tranquilidad de su alma, que ni aun sospechó que aquello fuese un desaire del conde Garci-Fernandez.
Ruy Velazquez procuró por su parte que nada recelara ¿u cuñado, le recibió con las muestras del mas leal afecto, y se encerró con él en una cámara del palacio condal.
—¿Para qué se me necesita con tanta urgencia, hermano? dijo Gonzalo Gustios á Ruy Velazquez.
—Las fronteras de los árabes están mal seguras, contestó Ruy Velazquez.
—¿Que están mal seguras las fronteras? Se habrá cometido alguna imprudencia por nuestros condes fronterizos: tenemos pactada una tregua de diez años con el califa llescham, y su hágib Almanzor, que en su nombre gobierna su imperio, es demasiado buen caballero para autorizar á sus walíes á que falten á los tratados.
—Almanzor, en el pasado estío, ha acometido y tomado algunas villas y castillos en Portugal y Galicia, á pesar de que tenia pactadas treguas con el rey don Bermudo. Es, pues, de temer que si no se rectifica y asegura de nuevo la tregua, seamos acometidos en la próxima primavera.
—¡Eso no es mas que una suposición!
—Cuando se trata de la seguridad de mi pueblo, una suposición basta.
—No lo niego, pero paréceme que el hágíb Almanzor no hadado ocasion para que so le ofenda: pedirle una nueva seguridad, escomo decirle: dudamos de tí.
—Bien lo veo, hermano: pero el conde Garci-Fernandez, avisado por los temores de algunos que no ven tan claro como vos, ni confian tanto en la fé musulmana, está decidido á que se lleve cuanto antes á cabo esta embajada.
—¡Ah! si el conde nuestro señor lo quiere, sea.
—Vos habíais el árabe tan bien como si hubiérais nacido en Córdoba; sois ademas el señor mas poderoso de los estados castellanos, y os habéis medido mas de una vez con el lamoso Almanzor, que os conoce y os estima. El conde, pues, al pensar para este encargo en vos....
—Me ha hecho una señaladísima merced, sobre las que ya me ha concedido.
—Ha pensado en su conveniencia: sabe que ninguno mejor que vos puede servir para evitar un próximo rompimiento con los árabes, que en estos momentos, preciso es confesarlo, podría sernos funesto.
—¿Y cuándo he de partir?
—En el momento.
—¡En el momento! esclamó Gonzalo Gustios mirando fijamente á su cuñado.
—Esas son las órdenes del conde.
—¿Y por qué no se me ha avisado para que me hubiera prepararado á ir á Córdoba de una manera digna de mi nombre y de mi estado? ¿Se cree que el conde Gonzalo Gustios de Lara puede sin desdoro presentarse como embajador en un país enemigo, rico y faustoso, ni mas ni menos que si fuese un hidalgo cualquiera?
—Su grandeza, el conde soberano, replicó con cierta sonrisa sesgada Ruy Velazquez, ha tenido en cuenta que sois su pariente y su primero y mas poderoso vasallo: no ha podido tampoco olvidarse de que como embajador representáis su persona, y ha hecho de manera que nada os falte en ostentación y en riqueza. Vuestra comitiva, hermano, será magnífica; y tanto, que mirad (y llevó á Gonzalo Gustios á una ventana que daba sobre un estenso corral): hé alli las acémilas y las lanzas que han de acompañaros.
Ofendido el conde de que nada so le hubiese prevenido, pero sin sospechar que en ello hubiese torcidas intenciones, se levantó de mal talante, fué á una mesa, tomó un pergamino, escribió una breve carta á su esposa y á su hijo Diego, noticiándoles su partida; la enrolló, la guardó en su escarcela, y dijo á Ruy Velazquez:
—Estoy pronto.
—Espero, mi buen hermano, que creareis que yo ninguna parte tengo en esta súbita partida: esto es cosa enteramente del conde: id, que yo quedo aquí: paréceme que por parte de la condesa Argentina se levantan favoritos, á quienes hacemos sombra, y tienen un gran interés en apartarnos de la córte. Han empezado por vos, que sois el mas poderoso, pero nos han avisado, y... os lo repito: yo quedo aquí.
—En cuanto á apartarme de la córte, dijo Gonzalo Gustios, que empezaba á sospechar una intriga en Ruy Velazquez, liarlo apartado estaba yo, para que nadie pudiese tener celos de mí: en cuanto á lo demás, la casa de Lara es demasiado fuerte para temer enemigos.
Despues los dos cuñados no hablaron de otra cosa que de la parte diplomática de la embajada: Ruy Velazquez dió al fin sus credenciales á Gonzalo Gustios, y le acompañó hasta la salida del alcázar, donde le esperaba ya la comitiva de la embajada, juntamente con la servidumbre que habia traído de Salas de Lara.
—¡Ferran! dijo el conde.
Adelantóse un ginete de su servidumbre.
—Lleva al momento, le dijo, esta carta á tu señora.
El ginete partió.
—Vosotros, hijos míos, dijo el conde á los demas, á caballo; á caballo, señores heraldos de Castilla; á caballo, trompeteros; á caballo, todos: empezamos nuestra embajada á Córdoba.
—¡A Córdoba! esclamaron con asombro los de la servidumbre de Gonzalo Gustios.
—¡A Córdoba! repitieron como un eco funesto los heraldos, los trompeteros y los soldados del conde.
—¡A Córdoba! murmuró de una manera sombría un hombre que estaba embozado en un manto á las puertas del alcázar.
El conde montó á caballo, y seguido de su escasa servidumbre y del acompañamiento de la embajada, salió de Burgos.
En aquel momento la campana del castillo retumbaba, tañendo á la queda.
Apenas se perdió en el silencio el ruido de las pisadas de la cabalgata, Huy Velazquez, que habia quedado inmóvil en las puertas del alcázar, puso enérgicamente la mano sobre el hombro al bullo embozado que indicamos.
—A caballo, le dijo: toma diez lanzas, y con ellas apodérate del mensajero que ha enviado el conde á Salas; mátale, y arráncale la carta que lleva. Lo que no ha sospechado Gonzalo Gustios, lo sospecharán sus hijos, y son demasiado fuertes los Laras para que no ganemos tiempo. Despues, sin perder un solo instante, á la frontera donde entregarás esta carta al walí Ayub.
Dicho esto, Ruy Velazquez entregó al embozado un pergamino y un pesado bolson, y desapareció por las escaleras del alcázar.
El embozado se perdió por las caballerizas.
Entretanto pasaron algunos dias, y ninguna noticia se tuvo en Salas de Lara; lo que demostraba que el embozado con quien habia hablado Ruy Velazquez, habia cumplido fielmente su encargo, matando á Forran y apoderándose de la carta de Gonzalo Gustios.
Este silencio causó una gran inquietud en la casa de Lara, y Diego Gonzalez pensó en trasladarse á Búrgos. Pero parecióle que esto podia interpretarse por temor, y se contuvo. Pasó aun mas tiempo, y al fin se cumplió un mes, sin que se hubiesen recibido noticias del conde.
Diego no pudo contenerse mas: jamás Gonzalo Gustios, ni aun estando en campaña, habia dejado de enviar frecuentes noticias de sí á su familia. Diego conocía la perversidad de su tio, y no dilató mas su marcha; pero por mas que su familia participase de la misma ansiedad, á nadie dijo el objeto de su partida.
Llegó á Búrgos, y no encontró en ella ni al conde, ni á Ruy Velazquez, y se víó obligado á recorrer diez villas y á invertir quince dias antes de poder dar con ellos.
El conde soberano tranquilizó á Diego, diciéndole el motivo de la partida de su padre; pero le retuvo consigo: recorrió uno tras otro todos los castillos, villas y lugares de su condado, y no volvió á Búrgos sino un mes despues del dia en que le encontró Diego Gonzalez.
Habían, pues, trascurrido dos meses y medio desde la partida á Córdoba de Gonzalo Gustios.
Cuando Diego volvió con el conde soberano á Búrgos, encontró en ella á su madre, á su ayo Nuño Salido y á sus seis hermanos.
Habia empezado ya el año 981.
Doña Sancha, Nuño Salido y los seis hermanos se tranquilizaron; vieron á Diego, y supieron de boca del mismo conde la partida, como embajador, de Gonzalo Gustios á Córdoba, y ya pensaban en volverse á Salas de Lara, cuando un incidente inesperado les detuvo.
Habia venido de Córdoba, en contestación A!a embajada de Castilla, un venerable árabe, wacir del califa Hescham, con un ostentoso acompañamiento y un magnifico presente, según la espléndida costumbre de los árabes con sus amigos, para el conde Garci-Fernandez: so habían asegurado las treguas, lo había sabido el pueblo, y habia habido grandes fiestas en celebridad de un acontecimiento que aseguraba á Castilla una paz de diez años de una manera solemne; y ya el noble Jucef-ebn-O'tsman, que así se llamaba el embajador árabe, se preparaba á marchar á Córdoba, cuando de repente el populacho armado y desenfrenado, mezclado á algunos soldados del conde, asalta su casa, entra, asesina al noble anciano y á su acompañamiento, y solo escapan algunos ginetes, dejados acaso de intento para que lleven á Almanzor la noticia de aquel atentado.
La causa que le habia producido, que habia dado en un momento en tierra con las estipulaciones, parecía en parte justificar aquel hecho: aquella mañana habían entrado por las puertas de Búrgos turbas de mujeres, de niños, de hombres, despavoridos, desolados, trayendo consigo lo que habían podido salvar de sus hogares: los árabes habían entrado por la frontera, llevando adelanto las tierras de Castilla á sangre y fuego, y adelantaban hácia Búrgos.
Tal trasgresion de los tratados era inesplicable, cuando residía en Búrgos una embajada de los árabes; pero el pueblo, en su veloz instinto, se esplicó de una muñera plausible aquella anomalía: habían retenido en Córdoba á Gonzalo Gustios, lo que demostraba que no estaban muy dispuestos á guardar la tregua; habían enviado á un xeque, de quien sin duda querían deshacerse, y aprovechando la confianza que aquella embajada debía inspirar á Castilla, habían aprovechado la ocasion que aquella confianza les procuraba, y habían roto por las indefensas fronteras.
Y no fué el pueblo solo el que creyó esto; lo creyeron los infantes de Lara, lo creyó Nuño Salido, lo creyeron los magnates; creyólo, en fin, el conde soberano.
Solo había una persona que sabia con seguridad á qué atenerse, y esta persona era Ruy Velazquez.
El pueblo, los magnates y el conde se engañaban.
Almanzor habia enviado con la mayor buena fé al xeque Jucef-ebn-O‘tsman; habia aceptado la tregua, y si habia retenido consigo á Gonzalo Gustios, habia sido como en rehenes de su embajador, porque no fiaba en la buena fé de Ruy Velazquez.
Aquello, en una palabra, habia sido cambiar cabeza por cabeza.
Pero como nadie sabia esto mas que Ruy Velazquez, el conde soberano se indignó, y se indignaron sus nobles, y se indignó toda Castilla: lanzóse espontáneamente un amenazador grito de guerra; corrieron todos á las armas, y la bandera de los Laras fué la primera que se desplegó tras la del conde, según antiguo fuero y costumbre.
Ruy Velazquez sonrió ferozmente en el fondo de su alma al ver desplegada aquella bandera.
Hay acontecimientos en que entra por todo la fatalidad.
La casa de Lara, la mas pujante del conde, estaba siempre dispuesta á la guerra: no acontecía lo mismo en las de los demas condes, y por lo general el conde soberano solo podia disponer en un apuro de los ginetes de su guarda. En aquellos tiempos no habia ejércitos permanentes: cuando se apellidaba guerra, cada señor reunía apresuradamente sus vasallos, y bien ó mal armados, acudian con ellos á su señor feudal, que hacia otro tanto con los de su señorío propio: se daba una batalla, y perdiérase ó ganárase, en seguida se derramaban, como se decía entonces, las gentes, ó lo que es lo mismo, se licenciaban.
El conde soberano de Castilla, como sus grandes y pequeños vasallos, no podia disponer de un solo ginete; pero la casa de Lara tenia prontos y apercibidos doscientos hombres de armas.
En esto consistía la fatalidad.
El árabe adelantaba; era necesario contenerlo, y el conde Garci-Fernandez mandó á Ruy Velazquez, que les saliera al encuentro con los siete infantes y los doscientos ginetes de la casa de Lara.
El conde soberano, al obrar de este modo, no hacia mas que seguir las sugestiones de Ruy Velazquez.
Ante el peligro de la patria, los generosos infantes lo olvidaron todo, su prevención, su ódio á Ruy Velazquez, su orgullo de raza, que en otra ocasion les hubiera hecho negarse á que otro, que no hubiera sido Gonzalo Gustios de Lara ó su hermano mayor Diego, hubiera llevado bajo sus órdenes su bandera.
Los hombres de armas estuvieron dispuestos en pocas horas, desplegada su bandera señorial, y prontos los siete valientes mancebos y su ayo Nuño Salido, que no se separaba de ellos ni en el peligro.
Abrazaron á su madre, á la que dejaron llorando con el corazon comprimido, y una fría mañana del mes de enero de 981, salieron de Búrgos y se encaminaron á buen paso á las fronteras árabes aragonesas, puesto que el walí de Zaragoza Atmet-ebn-Ayub, era el que habia roto la tregua.
En pocos dias llegaron á la frontera y no vieron en ella mas que algunos miserables caseríos abandonados, pero no encontraron un solo árabe, ni nadie los habia visto acercarse á la frontera. Según la voz pública, la tregua se habia respetado, y las noticias que habian llegado á Búrgos eran falsas: las gentes que se habian amparado de la córte habian mentido, y habian mentido los corredores que habian confirmado aquellos temores.
Ruy Velazquez á sus el mayor asombro, y se reunió en consejo con los infantes y con Nuño Salido.
El prudente ayo, fué de opinion que, puesto que los árabes no habian roto la tregua, debian volverse.
—¿Y cómo justificaremos la muerte del embajador de Córdoba? dijo Ruy Velazquez.
—Ahorcando y descuartizando á los que la han hecho, dijo Nuño Salido, y satisfaciendo de este modo al califa.
—Seria necesario hacer justicia en todos los ciudadanos de Búrgos, contestó con desabrimiento Ruy Velazquez.
—Los ciudadanos de Búrgos no han tenido parte en ello: han sido, recordadlo bien, mendigos, canalla y gente baldía, algunos soldados del conde soberano, y con ellos las gentes que decían haber venido huyendo de los árabes. Yo veo en esto una gran traición.
—¿Es que os espanta, y espanta á los siete infantes, entrar por la frontera musulmana? dijo severamente Ruy Velazquez.
—No se hable mas, esclamó impetuosamente Diego Gonzalez de Lara, levantándose al par con sus hermanos: la bandera de Lara ha llegado á la frontera agarena, y no retrocederá: hoy mismo entraremos en el territorio de Zaragoza.
Y él y sus hermanos se salieron de la estancia en que habia acontecido esta disputa: Nuño Salido les siguió macilento y turbado. Para él habia una traición manifiesta: pero calló, y se dejó arrastrar por sus señores, á quienes á su vez arrastraba el honor.
Al dia siguiente, Ruy Velazquez, Nuño Salido, los siete infantes y sus doscientos hombres de armas rompieron por la frontera.
Ya en tierras de Aragón á las faldas del Moncayo, cerca de la villa de Almenara, se estendian los campos de Araviana.
En la ocasion á que nos referimos, aquellos campos estaban cubiertos de nieve: era una friísima mañana de enero, y el sol, apareciendo entre neblina, lanzaba una luz pálida, sobre aquel inmenso sudario estendido sobre la tierra por el invierno.
Reinaba sobre aquel campo un silencio, y una soledad absoluta: ni en los caseríos, ni en las cercanas villas de Araviana y Almenara, se veia una sola persona, ni se exhalaba una sola columna de humo de sus hogares: tenian aquel silencio, aquella soledad, mucho de solemne y siniestro.
Al fin allá por la parle de Castilla, se oyeron trompetas de guerra y voces de hombres, y el sol arrancó fulgidos destellos de los limpios arneses de un escuadrón cerrado, que avanzó al paso por el camino de Araviana.
Sobre aquel escuadrón flotaba una bandera roja: era en fin, la mesnada del conde Gonzalo Gustios de Lara, á cuyo frente venian Ruy Velazquez, Nuño Salido, y los siete infantes.
Aquel escuadrón caminaba ya en territorio enemigo, en territorio árabe, y por lo mismo iba compacto y apercibido: algunos esploradores le precedían, y un centenar de ballesteros, que se le habían unido en la frontera, le flanqueaban.
Los esploradores y los ballesteros se internaron en las quebraduras situadas á las faldas del Moncayo, y el escuadrón hizo alto entre Araviana y Almenara.
Los gefes se reunieron en consejo.
Despues de aventuradas algunas opiniones, el prudente Nuño Salido tomó la palabra.
—Según las noticias que tenemos, dijo, el ejército del conde no se reunirá con nosotros sino dentro de quince días, y no es aquí donde debemos esperarle.
—¿Que no debemos esperarle aquí? dijo con acento de gran confianza Ruy Velazquez. ¿Y por qué? ¿hemos encontrado en la frontera un solo hombre que nos estorbe el paso? El Duero nos ha visto pasarle en medio de la soledad mas completa: algunos pastores que hemos encontrado, han huido delante de nosotros á las poblaciones, y mirad: las primeras que hemos encontrado, y señalaba á Araviana y Almenara, no tienen un solo soldado en sus muros...
—Guardad no esten preparados tras los adarves, mi noble tío, dijo Diego Gonzalez. Yo lié hecho muchas veces la guerra á estos perros, y sé á lo que tengo que atenerme con ellos: cuando en su territorio se encuentra este silencio, esta inacción, es porque preparan un golpe seguro. El buen Nuño Salido tiene razón: el ejército del conde tardará en reunírsenos lo bastante, para que ellos puedan levantarse en una de sus algaras, acometernos y destrozarnos: los árabes son valientes, están en su casa, el pais está muy poblado y nos destrozarán de seguro, si tardamos en retirarnos. Mi opinion es que debemos repasar el Duero, hacernos fuertes en cualquiera de nuestros castillos fronterizos y esperar en él al conde Garci-Fernandez.
—Allí, en su altura está el castillo de Almenara, dijo Ruy Velazquez: de seguro podemos apoderarnos de él, porque tendrá muy poco resguardo: Almanzor derrama sus soldados á la venida del invierno, y no los vuelve á reunir sino cuando llega la primavera: nosotros peleamos en todo tiempo: nuestros hombres están acostumbrados á sufrir los rigores del frio y del hambre, y ya sabéis que acostumbramos á recuperar en el invierno, las villas que hemos perdido, agoviados por la muchedumbre sarracena en el verano. ¿Y con cuánta gente hemos recobrado cada una de esas villas? Recordad, Diego: vos os apoderasteis el invierno pasado de Caltañazor, con cien arqueros.
—Llevaba máquinas; ademas de eso la fortaleza estaba mal abastecida, yo tenia noticias seguras y espias entre los árabes. Ahora no tenemos nada de eso, no sabemos nada, y es imprudente, de todo punto imprudente, obrar á ciegas.
—¿De modo que creeis que debemos retirarnos? dijo Ruy Velazquez, lanzando á hurtadillas una mirada ansiosa á las quebraduras, por donde habian desaparecido los esploradores y los flanqueadores.
—Creemos que debemos volvernos á la frontera y guardarla, dijo Nuño Salido: eso mismo os dije antes de pasar el Duero. Mis señores piensan lo mismo que yo.
Los infantes espresaron su conformidad con el parecer de su ayo.
—Bien, dijo Ruy Velazquez: esto es un consejo, y yo me atengo á su fallo, pero téngase presente que protesto.
Ruy Velazquez habia pronunciado sus últimas palabras de una manera dura y agriada.
—¡Que protestáis! dijo con estrañeza Diego Gonzalez: ¡acaso esa protesta envuelva una acusación de cobardía contra nosotros!
—Todo el mundo sabe, dijo con mal encubierta ironía Ruy Velazquez, que los infantes de Lara son valientes hasta la temeridad: pero nadie sabe hasta ahora, mis nobles sobrinos, que fuéseis tan prudentes como os estáis mostrando en este momento.
—Es que tememos una traición, dijo con dureza Diego Gonzalez: jamás hemos retrocedido ante el peligro, pero cuando el peligro no se conoce, cuando no se sabe de qué parto puede venir, cuando todo augura una derrota, el retroceder es no solamente prudente sino justo y necesario. Nosotros podremos en buen hora perder nuestra vida de una manera insensata, pero estamos obligados á guardar la de las gentes que siguen nuestra bandera, en la confianza de que no se les entregará como carne de cebo al enemigo.
Ruy Velazquez lanzó una nueva é intensa mirada á las faldas del Moncayo, y su rostro se iluminó con una feroz alegría.
—Ya es tarde para retiramos, como no nos retiremos huyendo, dijo Ruy Velazquez; mirad: nuestros campeadores vuelven á rienda suelta.
En efecto, algunos ginetes habian aparecido en las quebraduras, y avanzaban desalados hácia el escuadrón.
Poco despues aparecieron por los flancos de la montaña los ballesteros, retirándose en desorden, y al fin se oyeron en un estruendo atronador entre las breñas anadies y atakebiras, y apareció en la entrada del llano un escuadrón arabe, avanzando á rienda suelta hácia el escuadrón cristiano y lanzando de una manera feroz su tremendo grito de guerra: ¡Le galib-ile-allah! (Solo Dios es vencedor.)
Al ver á los árabes, sus enemigos naturales, la generosa sangre de los infantes se inflamó. Lanzaron sus caballos adelante y gritaron á los suyos:
—¡San Yago y Castilla! ¡Lanzas en ristre!
Y ellos y Ruy Velazquez y Nuño Salido y el escuadrón cerraron á rienda suelta, con las lanzas bajas y las adargas al pecho contra los árabes.
La taifa de estos, á cuya cabeza venían un anciano walí y un alférez con un estandarte verde, era menos numerosa y mas ligeramente armada, que el escuadrón cristiano. Los árabes, á escepcion de los ligeros jacos que les cubrían los pechos, y de sus enormes adargas de cuero, ni llevaban otras armas defensivas: flotaban á la carrera los estremos de sus tocas, y sus anchos alquiceles: blandían de una manera feroz sus largas lanzas, y atronaban el viento con sus gritos de guerra, que devolvían de una manera fatídica los ecos de la montaña: sus caballos eran pequeños y sin coberturas, aunque fuertes y ligeros como el viento. Por el contrario los hombres de armas de Lara, iban cubiertos enteramente de hierro, encubertados de malla sus caballos, y en mas número. Ademas les protegía una ballestería escogida que, formada á los lados de la batalla, disparaba incesantemente sobre los árabes.
Según la decisión con que avanzaban una contra otra entrambas huestes, parecía inevitable el choque; pero de repente los árabes se arremolinaron, volvieron grupas y escaparon á todo el correr de sus caballos hácia un desfiladero próximo.
Los infantes y Ruy Velazquez y el escuadrón siguieron al alcance, á pesar de los gritos de Nuño Salido, que decía:
—¡Guardaos! ¡deteneos! ¿No veis que nos llevan á una celada? Huyen para empeñarnos en el alcance: volved, volved, si no quereis morir sin gloria.
Pero fuese que las voces de Nuño Salido se perdieron entre el vocerío general, fuese que los infantes, empeñados en el alcance, no las atendiesen, siguieron adelante.
Como era de acerar, los ballesteros se quedaron muy atrás, y el escuadrón se desbandó en el alcance: en el momento en que llegaban los infantes á las quebraduras, un alarido inmenso retumbó en las breñas; cayó desde ellas sobre el escuadrón cristiano un huracan de saetas; aparecieron árabes á pió y á caballo en un número inmenso; cortaron la ballestería cristiana, se cebaron en ella, la degollaron, y cercaron el escuadrón.
Nunca se conoce mejor la valentía que en estas situaciones estremas: Diego Gonzalez comprendió el peligro en toda su estension; pero no se aterró: por el contrario, se alzó sobre los estribos, y gritó á sus hermanos y á sus hombres de armas:
—¡Aquí! ¡aquí todos! cerrad las filas: hoy es el dia de la muerte, y es necesario morir con honor.
El escuadrón se cerró: en aquel momento Diego mandó tocar á las trompas arremetida, y el escuadrón cristiano envistió, dando el frente á la llanura de Araviana.
Con pérdida de algunos hombres, y haciendo numerosos cadáveres en los árabes, el escuadrón rompió, y antes de que los enemigos que habian arrollado pudiesen rehacerse, tomaron distancia, y pudo Diego Gonzalez pensar en un plan de batalla; poro en un plan desesperado. Por todas partes asomaban enemigos: dos terribles taifas de caballería árabe avanzaban, viniendo de los castillos de Araviana y Almenara: parecía que el campo brotaba árabes, y la traición era ya manifiesta.
Ruy Velazquez, arrastrando consigo á los soldados que pudo, se habia pasado á los árabes.
—Ya lo veis, hijos míos, gritó Nuño Salido; ese infame Ruy Velazquez nos ha vendido: es necesario morir matando; poro es necesario procurar que se salve alguno de nosotros para vengar la sangre de Lara. ¡Oh! ¡infame! ¡infame!
—¡Pronto! esclamó Diego: hermanos, tomad cada uno veinte hombres, y romped por distintos puntos hácia la frontera. ¡Que no muramos todos, hijos míos! añadió, volviéndose á los soldados: pelead hasta morir. ¡Que Dios y la Virgen nos protejan, y á ellos!
—¡San Yago y Lara! esclamaron en un grito informe los soldados.
Pero los árabes no huyeron entonces: estendidos en círculo al rededor de los infantes y de sus soldados, en número de cuatro mil, estrechaban cada vez mas, y rechazaban de una manera terrible la feroz envestida de los pequeños escuadrones cristianos.
Muy pronto, por mas que hicieron los infantes, con los pocos que habian quedado de los suyos se encontraron acorralados: las lanzas eran inútiles, y echaron mano á las espadas: merced al finísimo temple de los arneses y á los duros paramentos de sus caballos, resistieron los primeros empujes: al fin las espadas fueron también inútiles, insuficientes, y apelaron á sus pesadas mazas de armas: no quedaban ya de sus soldados mas que un escasísimo número, que peleaban lejos de ellos: Nuño Salido y los siete infantes habian quedado solos: no habia caido ninguno de ellos, y tenian al rededor montones de cadáveres: cada vez que la maza de un infante se desplomaba sobre un árabe, caia este sin vida; por cada enemigo muerto cargaba diez enemigos vivos: y en una línea esterior, dejándose ver de tiempo en tiempo, según los accidentes del combate, asomaba la lívida cabeza de Ruy Velazquez que, no pudiendo hacerse oir, dejaba ver con su terrible y violenta espresion su ódio á los infantes.
V junto á aquella cabeza pálida, lívida, que lanzaba gritos inarticulados por el furor del esterminio, habia otra horrible cabeza con la mirada de tigre y los ojos inyectados de sangre; y aquella cabeza que miraba á los infantes, devorándolos con una mirada implacable, era la cabeza del negro Jamrú.
Hubo un momento en que pareció que cansados los combatientes, suspendieron el furor por un momento. Entonces se oyó la ronca voz del negro que gritaba:
—¡Oh! ¡oh! Hé allí á los nobles mancebos que asesinan á los esclavos indefensos en el regazo de las damas. ¡Oh! ¡oh! ha llegado el dia de la sangre: ¡acabad, buenos muslimes, acabad! ¡Le galib-ile-Allah!
Al escuchar el grito de guerra, se encendió de nuevo y con mas encarnizamiento el combate.
Nuño Salido fué el primero que cayó, abierta la cabeza de un hachazo.
—¡Oh! esclamó asiéndose á Diego... hijos mios, adiós... yo muero... ¡Quiera el Señor protejeros con un milagro!.. ¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡compasion para ellos!...
Y cayó muerto.
—¡Venganza! esclamó Diego Gonzalez, escitado por la muerte de su ayo, y con la misma valiente espresion que si hubiera tenido á sus espaldas un ejército.
—¡Venganza! esclamaron los otros hermanos, arrojándose como un vendaval sobre los árabes.
—¡Oh! ¡oh! esclamaba el siempre taciturno Suero, con la misma serenidad que si se traíase de un juego: bien puedo ya morir: llevo despachados treinta perros infieles á los infiernos. ¡Ah!...
Y cayó, para no volverse á levantar mas, herido en el cuello por el yatagan de un árabe.
Diego lanzó un rugido de dolor, y dejó caer su maza sobre el matador de su hermano, que rodó sin vida al lado de Suero.
—¡Oh! ¡hermano Diego! yo no no puedo mas, dijo Ruy Gonzalez, esgrimiendo ya sin fuerza la-maza... estoy herido en cien partes... defiéndeme.
Y cayó de rodillas á los piés de Diego.
Diego le cubrió un momento con su cuerpo; pero al ver á Gonzalo amenazado, corrió á él, le asió, le cubrió con su escudo, se replegó á un grupo de caballos muertos, y se defendió como ninguno se ha defendido despues. Los árabes empezaron á aterrarse, creyendo que un poder superior auxiliaba al castellano.
Sucesivamente se escucharon tres gritos de muerte, tres gritos de venganza lanzados por Fernán, Gustios y Ruy.
Solo quedaban Gonzalo espirante, Martin herido, pero fuerte é incansable, y Diego haciendo desesperados esfuerzos.
Martin, arrollando un grupo de árabes, se puso de un sallo junto á Diego, en el momento que se acercaba Ruy Velazquez.
—Rompamos, hermano, rompamos por esos infieles, esclamó, y esterminemos al traidor.
Martin no pudo acabar: un venablo se clavó en su frente, y rodó sin vida.
En aquel momento Gonzalo se desplomó de los brazos de su hermano, y cayó. Diego lo olvidó todo, y se inclinó sobre su hermano menor.
Estaba muerto.
Entonces, cuando Diego volvió la vista en torno suyo y solo vió árabes horrorizados de tanto estrago y cadáveres; cuando llamó á sus hermanos, y ninguno lo contestó; cuando vió á sus piés el pálido semblante de Gonzalo, arrojó la maza de armas como quien no teniendo otra cosa que guardar que su vida, la abandona por no fatigarse mas defendiéndola; hincó una rodilla en tierra, y levantó al cielo las manos teñidas en sangre de Gonzalo.
—¡Señor! ¡Señor! esclamó: ¡que esta sangre y la de mis otros hermanos y la mia caiga sobre la cabeza del infame que nos ha vendido! ¡Señor! ¡Señor! ¡haz que esta sangre se vengue por sangre de los Laras!
Diego habia podido pronunciar estas palabras por un acaso; al arrodillarse, algunos árabes se arrojaban sobre él, cuando un anciano de barba blanca, armado con lucientes armas, les gritó:
—¡Hacéos atrás, cobardes! ¿Vais á asesinar á un rendido, á un caballero desarmado y moribundo cuando dirige á Dios su última oración?
Los árabes se contuvieron; Diego que habia oido las palabras del anciano, levantó los ojos hácia él.
—¡Venganza! esclamó, tendiéndole las manos ensangrentadas! ¡venganza! tú tienes el rostro de leal y sin duda no conocías esta traición... ¡venganza contra los asesinos!...
—Si, te vengaré... esclamó el anciano: el califa sabrá que hay infames muslimes, walíes miserables, que empañan la espada del sultán vendiendo venganzas personales... Muere en paz, generoso mancebo: el xeque Eba-Chalib te jura que el califa te vengará.
Y el árabe se apartó lento y fatídico, como si no pudiese tolerar aquel espectáculo de dolor.
Diego vió alejarse con él su última esperanza, dobló la cabeza abatido y oró por sus hermanos.
Ni un solo árabe se atrevió á herirle: todos se alejaron de aquel campo de muerte, y corrieron á acabar con algunos soldados de Laia que aun resistían. En aquel momento un hombre vigoroso saltó por cima de los cadáveres y asió furioso á Diego, levantando un puñal sobre su cabeza.
Aquel hombre era el esclavo Jamrú.
—Acuérdate, le dijo el esclavo.
Diego le miró con desprecio.
—Tú me hicistes no ha aun un ano, una violencia, probando en mi un antidoto como si se hubiera tratado de un perro. Yo juré vengarme, nobles infantes, y os tengo á todos á mis piés muertos, ensangrentados: el soplo de vida que te queda es mio.
El infante no contestó.
—Hace tres meses, continuó Jamrú, me heristeis en el mismo regazo de doña Lambra, y solo me dejásteis porque me creisteis muerto. Pero Dios quiso que me acompañase encubierto, vuestro tio Ruy Velazquez: él me salvó. Al fin me cobro... al fin me vengo... ¡oh! y llevaré la cabeza de su amado Gonzalo á doña Lambra, y me vengaré de ella, y vengaré al mismo tiempo á Ruy Velazquez.
Y el negro se apartó de Diego, buscó entre los cadáveres el de Gonzalo, le cortó la cabeza con su puñal y la presentó lívida, horrible, sangrienta á Diego.
Dió un grito horroroso y cayó de espaldas: el negro se arrojó sobre él, le puso una rodilla en el pecho, y vivo aun, le cortó la cabeza: sucesivamente buscó á los otros infantes y del mismo modo los descabezó: entonces se apartó de aquel lugar, fué á su caballo, tomó de él un ancho saco, puso en él las siete cabezas, las cargó á la grupa, montó y se apartó del campo de batalla lanzando histéricas carcajadas; horrible é insultante alegría de una feroz venganza satisfecha.
Ruy Velazquez le seguía pálido, aterrado, inquieto, delante de algunos árabes, y se encaminaron al castillo de Almenara.
[]
Asió furioso á Diego, levantando un puñal sobre su cabeza.
Algunos días despues, doña Lambra se paseaba triste, pálida, enferma, por los claustros de la abadía de San Torcaz: hacia un frió intenso, y sin embargo, la infeliz no le sentia porque la devoraba la fiebre.
Para ella no habia esperanza, era una mujer adúltera castigada por su esposo: conocía demasiado á Ruy Velazquez y temblaba por Gonzalo y por el hijo de aquellos fatales amores, que llevaba en su seno.
Doña Urraca la trataba con su habitual dureza: las monjas escandalizadas ó mas bien envidiosas de su hermosura, se apartaban de ella, la miraban á hurtadillas y hablaban en voz baja, haciendo sufrir á la pobre reclusa un infierno.
Doña Lambra, pues, evitaba la presencia de todas, y se paseaba en lo mas retirado y oculto del claustro, devorada por su amor y su rabia.
Hé aquí por qué doña Lambra no sentia frió, aunque le hacia, y crudísimo.
La terrible fuerza de voluntad de aquella mujer, se revolvía, se comprimía, fermentaba, buscando los medios de una ocasion, y despues de la ocasion los de una terrible venganza. Cuando recordaba á Ruy Velazquez, su alma, por decirlo asi, se tenia de sangre.
Encerrada allí, nada sabia de cuanto pasaba en el mundo, y creía á Gonzalo vivo y feliz en los brazos de Blanca; porque aunque ya habia acontecido la batalla de Araviana, nadie sabia nada de ella en Castilla, porque no habia quedado un solo castellano que pudiera contarla, y Ruy Velazquez no habia vuelto á Burgos, ni aun pasado la frontera.
Creíase, pues, que el pequeño ejército avanzado, estaría esperando el grueso del ejército del conde soberano en las orillas del Duero.
Aunque doña Lambra no hubiese estado reclusa, nada hubiera sabido tampoco.
Agitábanse, pues, en su imaginación mil quiméricos proyectos que debían desvanecerse de una manera terrible.
Cuando mas entregada estaba á sus pensamientos de amor, de venganza y de esterminio, se la presentó un paje de la abadesa.
—Mi señora me envía á deciros, la dijo, que si quereis ver á un enviado de vuestro esposo, me sigáis.
Doña Lambra se estremeció al escuchar aquel mensage, porque nada que no fuera funesto esperaba de Ruy Velazquez.
A pesar de esto, siguió al paje: la impulsaba á ello un poder superior á su voluntad.
El paje abrió la puertecilla de comunicación del claustro con la hospedería que ya conocemos, abrió luego la puerta de uno de los aposentos, é introdujo en él á doña Lambra, dejándola sola.
Por el momento nadie pareció..
Poco despues se abrió una puerta interior y se presentó un hombre envuelto en un ropon negro, que adelantó lentamente llevando entro sus manos una caja de alerce entallada y matizada de arabescos: en su tapa, sujeta por un cordon de seda roja, pendía una llave negra.
Doña Lambra retrocedió aterrada al ver á aquel hombre, al reconocerle.
Aquel hombre era su esclavo Jamrú.
El esclavo que habia caido algunos meses antes á sus piés, atravesado por siete espadas, al que creyó en aquella ocasion muerto, que entonces creía una aparición fatal.
Pero la aparición adelantaba. No era una sombra: era un ser real, cuyos pasos sonaban, cuyo ropón rugía arrastrándose sobre el pavimento: era Jamrú que posaba en ella su mirada, atónita como siempre por su hermosura; Jamrú, cuyo robusto pecho se dilataba y se comprimía agitado por una emocion profunda; Jamrú, cuyos ojos lanzaron una mirada le tigre hambriento, al notar el avanzado aspecto de maternidad de doña Lambra.
La jóven se detuvo al fin, y Jamrú se detuvo también, siempre con la misteriosa caja en las manos.
Hubo un momento de silencio, durante el cual entrambos se miraron de una manera profunda.
Doña Lambra logró dominarse, pensó á sangre fría en el amor terrible del esclavo, y ansiosa de verse libre, se decidió á probar un nuevo engaño sobre Jamrú.
—¿Eres tú realmente? dijo con acento dulce: ¿vives, respiras, Jamrú? ¿No eres una aparición?
El acento de doña Lambra estremeció al miserable, cuyo insensato amor volvió con mas fuerza, cuanto estaba mas contrariado.
—Yo soy, señora, contestó con acento profundo y gutural.
—¡No has muerto! esclamó afectando una intensa alegría doña Lambra.
—Vivo por un prodijio: tú esposo Ruy Velazquez me salvó.
—¡Miserable de ti! esclamó doña Lambra. ¡No mataste á Ruy Velazquez, y sentenciándome te sentenciaste!
—Tú querías la muerte de Ruy Velazquez, para poderte unir al hermoso Gonzalo Gonzalez, dijo roncamente el negro.
—¡Unirme yo á él!
—Sí; no puedes engañarme, dijo Jamrú; yo llevé á tu esposo cubierto con un arnés de soldado á la fuente del Ciervo, y le oculté entre las enramadas: luego llegásteis los dos... los dos felices amantes, y lo confesaste todo á Gonzalo en el delirio de tu amor.
—¡Oh! ¡ciego y cien veces ciego! esclamó doña Lambra. ¡Amar yo á un hombre que me habia deshonrado, que me habia injuriado!
—Tu alma ardia en sus ojos.
—Yo mentía; lo confiaba para vengarme á mansalva, sobre seguro; si hubieras muerto á Ruy Velazquez, despues hubiera muerto Gonzalo; y si me hubieras vengado de los dos...
—¿Hubieras amado al esclavo?
—Le amaba ya.
—¿Y me amas todavía?
—¡Oh! ¡sí te amo! esclamó doña Lambra en el colmo del fingimiento, tendiendo sus brazos á Jarnrú.
El rostro del esclavo se tiñó de ese verde bronce que es la palidez de los negros; vaciló un momento, pero se dominó é instantáneamente volvió á sus ojos esa mirada de tigre.
—Harto me has engañado, dijo, para que me deje engañar otra vez.
—¡Oh! no te engaño: sácame de aqui, te seguiré á donde quieras; soy tuya... porque te amo, Jamrú.
—Sí, es verdad, imbécil y miserable esclavo; cree mis mentiras; sácame de aquí, burla de nuevo á mi esposo, para que yo pueda ver de nuevo á mi Gonzalo, á mi hermoso y adorado Gonzalo: que yo logre estrecharle entre mis brazos... y despues... despues te mataré para que no puedas revelar á nadie el lugar á donde haya ido á ocultarme con mi amante! ¿No es verdad que esto es lo que piensas, señora?
—¡Oh! ¡no! yo te amo y no miento, Jarnrú.
—¡Que me amas!
—Sí, solo á tí he amado; solo á tí amo, solo á tí amaré, esclamó forzando su finjimiento doña Lambra.
—¿Luego no has amado á Gonzalo?
—¡Nunca!
—¿Luego eran mentira tus palabras de la fuente del Ciervo?
—¡Sí!
—¿Querías vengarte de él y le confiabas?
—¡Si!
—¿Y despues que hubiera muerto Ruy Velazquez, le hubieras muerto á él?
—Sí, á él y á sus hermanos.
—¿De modo que sí vieras ensangrentado á tus piés, muerto, á Gonzalo, sentirías el placer de la Venganza?
Roña Lambra sintió desgarrársela el alma á esta sola suposición; pero dominándose aun, dijo con acento firme.
—Sí, la vista de su sangre me llenaría de placer.
—Ven pues, dijo el esclavo, yendo á una mesa y puniendo sobre ella la caja que tenia en la manos.
La cubrió con el cuerpo, pero doña Lambra oyó el ruido de una pequeña llave que abria una cerradura.
—Ven, señora, ven, dijo el esclavo con acento sobrenatural.
Doña Lambra se acercó. El esclavo tenia apoyada su mano derecha sobre la tapa de la caja.
—¿Aborreces á Gonzalo Gonzalez? la preguntó con acento fatídico.
—Si, contestó doña Lambra.
—Pues bien, veámoslo: si resistes á esa prueba, creeré que me amas y te sacaré de aqui.
—¿Y qué prueba es osa? dijo doña Lambra.
—Abre esa caja.
—¿Y en esa caja....
—En esa caja están tu venganza ó tu desesperación.
Doña Lambra tendió la mano á la cubierta de la caja: un presentimiento vago, uno de esos presentimientos que paralizan nuestro corazon y nos hielan la sangre, hizo temblar su mano: se dominó, abrió lentamente la caja y miró dentro.
Entonces arrojó uno de esos horribles gritos que muy pocos han oido; que si se llegan á oir, no se olvidan jamás; que vibran en nuestros oidos, llenándonos de pavor, porque nos trasmiten la desesperación, el dolor, la pasión á que aun no han dado nombre los hombres; la del sufrimiento en toda su intensidad, la del terror en todo su espanto, mil veces mas horrible que el que nos arranca el conocimiento imprevisto de una muerte inevitable; grito intimo del alma que muere, sin que el cuerpo se convierta en un cadáver; espantosa espresion de la desesperación eterna, lanzada en una sola nota, aguda, estrindente, como la del hierro que rechina contra el hierro.
Luego se quedó inmóvil, fria, yerta como una estátua; tendió las manos á la caja, sacó de ella un objeto, y le besó delirante, frenética: aquel objeto era la cabeza de Gonzalo Gonzalez.
Los árabes, según su costumbre, la habian canforado. Sin embargo, arrojaba un olor fétido; su carne estaba desmazazalada; sus cabellos viscosos; sus ojos, que nadie habia cerrado, aquellos negros ojos tan hermosos, tan puros otro tiempo, mates, vidriosos, repugnantes, y en su cuello se veia un borde horrible cubierto de sangre negra y coagulada.
Y á pesar de esto, doña Lambra besaba aquella cabeza y la cubría de lágrimas y caricias.
Hubo un momento en que la separó á toda la estension de sus brazos, la miró, lanzó un segundo y mas horrible grito, y luego sus lágrimas se secaron, dejó caer la cabeza, que rebotó, produciendo un sonido lúgubre; y luego doña Lambra lanzó una carcajada histérica, mucho mas horrible que sus gritos anteriores, y se alejó cantando una canción de amor.
Doña Lambra estaba loca.
El esclavo la vió alejarse, desapareció de sus ojos la terrible mirada de crueldad que antes los afeaba, y dos lágrimas, dos solas lágrimas rodaron por sus mejillas. Al vengarse, enloqueciendo á doña Lambra, se habia herido á si mismo; su alma estaba desgarrada, desesperada, y cuando desapareció la infeliz, esclamó con acento indefinible:
—¡Estaba escrito!
Luego recogió y miró con envidia aquella cabeza que habia recibido las últimas caricias de la única mujer que él habia amado, la guardó en la caja, y salió de la abadía.
Hé allí á Córdoba, la ciudad de los califas Omaiades: necesitarnos verla en el pasado con los ojos de la imaginación, porque si viérais hoy sus ruinas, nada encontraríais de la córte de Aaab-el-Rajman el grande, mas que una mezquita bautizada, á la que el tiempo y los hombres han robado, el uno sus estucos, sus ajaracas, sus arcos labrados á maravilla, sus alicatados y sus artesones: los otros sus lámparas de oro, sus alkatifas de oriente, la maksura de maderas y metales preciosos del califa, y el almimbar [9] lujosísimo de su gran faquí. No hallareis en esa ciudad casi desierta, si se compara con lo que fué en otro tiempo, con la Corthobah de los árabes, mas que algunos trozos derruidos de murallas y algunas cisternas: sus ochocientas mezquitas, cada una de las cuales tenia adjuntos un almarestan á hospital y una escuela, han desaparecido: han desaparecido las fuertes torres de su recinto, sus altivos palacios Meruan y Nogueit y sus jardines. No le queda mas que el nombre (á quien el vencedor ha impreso su sello de dominio corrompiéndole), su ardiente y puro cielo andaluz y su claro Guadalquivir.
Pero no importa: por esta vez pasamos por Córdoba, como quien dice de viaje y á la ligera; la atravesamos, seguimos la márgen del Guadalquivir abajo cinco millas, y nos encontraremos delante de unas frescas y sombrosas alamedas, y en medio de ellas veremos una ciudad maravillosa, que hoy no podéis admirar, porque no existe; en su lugar solo encontrareis algunos montones de tierra, cubiertos de yerba.
Aquella poblacion, ó por mejor decir, aquel alcázar, era Medinat Azahrah, construido por el califa Aaab-el-Rajman Anasir por amor á una su esclava favorita, de estremada hermosura, cuyo nombro habia puesto al palacio [10].
Si nosotros tomáramos por nuestra cuenta la descripción de aquella maravilla de la ostentación oriental del califa Anasir, de seguro muchos de nuestros lectores nos tacharían de exagerados, si no de mentirosos: cargamos, pues, la responsabilidad sobre los cronistas árabes, y para ello los copiamos:
Hé aqui el contesto árabe puesto en castellano:
«El rey Abderrahman solia pasar las temporadas de primavera y otoño en un apacible sitio á cinco millas de Córdoba, Guadalquivir abajo; y por la frescura y amenidad del lugar, por sus alamedas y espeso bosque, mandó edificar allí un alcázar con muchos edificios magníficos y muy hermosos jardines contiguos; y lo que antes habia sido una casa de campo, se tras formó en una ciudad. En medio de ella estaba el real alcázar, obra grande y de elegante fábrica. Mandó poner en él cuatro mil y trescientas columnas de preciosos mármoles, todas de maravillosa labor. Entraban cada dia en la obra seis mil piedras labradas, sin las de mampostería, que eran infinitas. Todos los pavimentos de sus tarbeas ó cuadras, estaban enlosados de mármol, con diferentes alicatados ó artificiosos corles: las paredes asimismo cubiertas de mármol con varios alizares á lajas de maravillosos colores: los techos pintados de oro y azul con elegantes atauxias y enlazadas labores: sus vigas, trabes y artesonados, de madera de alerce de prolijo y delicado trabajo. En algunas de sus grandes cuadras habia hermosas fuentes de agua dulce y cristalina, en pilas, conchas y tazones de mármol de elegantes y varias formas. En medio de la sala que llamaban del califa, habia una fuente de jaspe, que tenia un cisne de oro en medio, de maravillosa labor, que se habia trabajado en Constantinia, y sobre la fuente del cisne pendia del techo la insigne perla que habia regalado á Anasir el empedrador griego. Contiguos al alcázar estaban los grandes jardines, con diversidad de árboles frutales, y bosquecillos partidos de laureles, mirtos y arrayanes, ceñidos algunos de curvos y claros lagos, que ofrecian á la vista pintados los hermosos árboles, el cielo y sus arreboladas nubes. En medio de los jardines, en una altura que los dominaba y los descubría, estaba el pabellón del rey, donde descansaba cuando venian de caza: estaba sostenido de columnas de mármol blanco con muy bellos capiteles dorados: cuentan que en medio del pabellón habia una gran concha de pórfido, llena de azogue vivo, que fluía y refluia artificiosamente, como si fuera de agua, y daba con los rayos del sol y de la luna un resplandor que deslumbraba. Tenia en los jardines diferentes baños en pilas de mármol de mucha comodidad y hermosura. Las alkatifas (alfombras), cortinas y velos tejidos de oro y seda con figuras de flores, selvas y animales, eran de maravillosa labor, que parecían vivas y naturales á los que las miraban. En suma, dentro y fuera del alcázar estaban abreviadas las riquezas y delicias del mundo, que puede gozar un poderoso rey.»
Parece el sueño de un árabe errante por el desierto, que cree tener ante los ojos el jardín de Hiram, la descripción del palacio de Azahrah; tan maravillosa es: sin embargo, es necesario creer en ella, puesto que también han descrito la Alhambra de una manera portentosa, y su descripción rio ha llegado á espresar bien la belleza, la suntuosidad del edificio: los árabes llegaron en lo bello, en lo rico, cu lo maravilloso á donde ningun pueblo ha llegado, y estamos seguros de que los que hayan visto los monumentos árabes de Granada, no encontrarán exagerada la descripción del cronista árabe respecto á Medinat-Azahrah. De seguro no tuvo bastante fuerza de pensamiento para describir en todo su esplendor aquella obra estraordinaria, de la cual, sin embargo, solo nos queda una descripción mutilada é incompleta.
En aquel edem era donde se encontraba desde su llegada á Córdoba el conde Gonzalo Gustios de Lara.
El califa Hescham II, hijo del califa Al-Hhakem, era por entonces el gefe de los musulmanes de occidente, pero, califa en el nombre, el peso del gobierno y la gloria de las armas recaia en su hágib, el noble, el valiente, el grande Mojahmet-ebn-Abi-Amer-Almanzor (al-Manssur, el invencible): Hescham, encerrado en el serrallo desde su niñez, se habia hecho indolente, haragan, y afeminado entre mujeres; nunca dejó de ser niño, ni de entregarse aun en su mayor edad á los placeres de la juventud. Almanzor, eminentemente guerrero, y celoso de su autoridad, redujo al califa á una completa nulidad; le tuvo continuamente apartado de los negocios públicos, y le constituyó (según el dicho oportuno de un historiador contemporáneo) en alcaide de palacio. Á pesar de esto, Almanzor jamás pensó en apoderarse por usurpación del califato, aunque, adorándole el ejército y todo el imperio, no necesitaba para ceñirse la corona, mas que tender la mano y arrancarla de la frente de Hescham. No solamente no pensó en ello, sino que habiéndolo querido aclamar diferentes veces el ejército, rehusó con una severidad para la cual no hay elogio suficiente. Bastábanle sus triunfos y la aureola de gloria que circundaba al califato de Córdoba, bajo su mando.
Tal era el hombre que regia los destinos del pueblo musulmán español, como un califa de hecho, aunque á nombre de un califa abyecto é inútil.
Gonzalo Gustios de Lara habia sido en Búrgos, aunque en pequeña escala, lo mismo que era en Córdoba Almanzor: enemigos naturales estos dos valientes caudillos, so habian encontrado mas de una vez en batalla, y no era la primera vez que el señor de Lara habia ¡do á Córdoba.
Por lo tanto, entrambos se conocían: cuando Gonzalo Gustios, no habiendo encontrado en Córdoba á Almanzor, se trasladó á Medinat Azahrah, el noble y poderoso hágib salió á su encuentro una milla antes, le tendió la mano como á un noble conocido, que solo era enemigo por razón de religión y naturaleza; pero entre los cuales existia esa amistad que se fomenta de una manera precisa entre dos hombres valientes, nobles y generosos. Durante una tregua, Almanzor y Gonzalo Gustios se estrechaban las manos; una vez encendida la guerra, se combatían lealmente, como cumplía á dos tan grandes caballeros.
La ¡da de Gonzalo Gustios y su causa maravilló á Almanzor; aseguró al embajador de Búrgos que ni aun habia pensado en romper la tregua con el conde de Castilla, y que nada sabia de que los walíes fronterizos hubiesen faltado á ella.
Enviáronse corredores á Zaragoza, y súpose que ni un solo árabe habia pasado la frontera.
—Tú tienes enemigos entre los tuyos, conde, dijo un dia Almanzor á Gonzalo Gustios, despues de haber recibido el mensaje de los corredores; nuestras taifas han respetado la frontera, y no habia motivo para venirme á pedir una nueva seguridad.
—Si tengo enemigos, los venceré; contestó lacónicamente el conde.
—Sin embargo, valiente conde, ¿quién sabe siesta es una celada que te tienden? ¿Acaso no eres tú el mas fuerte y poderoso caballero de Castilla?
—Allá quedan mis hijos, dijo con una noble confianza Gonzalo Gustios.
—Sin embargo, cuando á un árbol se le hiere en la cabeza, las ramas del árbol se secan y mueren también; pero ¡por Dios resplandeciente! no he de servir yo de pretesto para que se haga una traición á un caballero.
Y Almanzor hizo llamar al xeque Jucef-ebn-Otsman, y le envió de embajador á Búrgos, quedándose en rehenes con el conde Gonzalo Gustios. Este por su parte, en el tiempo que estaba en Córdoba, no habia recibido noticias de su familia: los corredores que habia enviado con cartas é instrucciones, no habian vuelto.
Atribuyólo á lo largo de la jornada, y esperó tranquilo, porque incapaz él de una traición, no la concebía de los demas.
A pesar de contar ya cuarenta y seis años Gonzalo Gustios de Lara, era un hermoso y gentil caballero: habia pasado en él ese brillo de la juventud, que es tan poderoso auxiliar de la belleza; pero le habia reemplazado una gravedad magestuosa, que hacia del conde un hombre hermosísimo, melancólico, pensador. Sus negros ojos habian adquirido con la esperiencia y con la costumbre del mando, una de esas fijezas incontrastables, que dan tanta fuerza á la mirada; sus mejillas, densamente pálidas, orladas de una brillante barba negra; su frente magnífica, sus cabellos negros aun, sin una cana, lasos y rizados en anchas dudas; su continente noble y desembarazado, su voz varonil y sonora, sus ademanes, lo prudente y oportuno de sus palabras, todo él constituía la distinción y la dignidad de un príncipe.
Almanzor era ya un hombre entrado en años: su larga barba habia empezado á ponerse gris, y sus hermosos ojos pardos habian perdido el brillo exagerado de la juventud, pero so habian hecho dulces y pensadores; no gastaba joyas ni perfumes: cuando se le veia con su sencilla toca blanca, su ancha túnica talar de riquísima lana, su ancha faja de Persia, en la que se sujetaba su invencible espada, y su flotante almaizar, en medio de aquellos magníficos jardines, asido del brazo del conde Gonzalo Gustios, parecía un antiguo patriarca del Islam con la mirada resplandeciente de valor, la frente blanca y pálida, y la boca contraida por una ligera y dulce sonrisa.
Eran los dos estremos de un círculo rolo, que se tocaban en un punto, y aquel punto era la valentía, la prudencia y el honor.
Siempre que los negocios del imperio dejaban libre á Almanzor, buscaba al señor de Lara, y unas veces en montería, otras volateando aves, hablando con frecuencia de la guerra y del gobierno, nunca de religión, pasaban las postreras horas de la larde, vagando por los jardines de Azahrah. Luego, cuando cerraba la noche y despues de haber hecho en la mezquita la oracion de alajá, volvían á reunirse en las ostentosas cámaras que ocupaba Almanzor, y allí oian las doctas sentencias de los alimes de la mezquita, los relatos de gloria de los cronistas, y los inspirados versos de los poetas.
Algunas veces, ya muy avanzada la noche, solían oírse las vibraciones de un instrumento de cuerda, diestrísimamente tañido, con que se acompañaba una dulce y armoniosa voz de mujer, fresca y pura como las auras de la noche.
—Es mí hija Sayaradur [11], que entretiene su vela, solía decir Almanzor con cierto orgullo satisfecho, al notar que los que le acompañaban escuchaban con delicia aquella música deliciosa.
Todos celebraban á la noble cantora, y con frecuencia alguno de los poetas hacia una casida de versos á la pureza, á la inocencia, á la hermosura de Sayaradur, casida que valia al autor un magnifico regalo del adulado padre.
Gonzalo Guslios era el único que se mostraba parco en las alabanzas de la hija de su hospitalario enemigo, y para ello tenia poderosas razones.
¿Y qué razones podían ser estas?
Un dia que Gonzalo Gustios paseaba solo por los jardines, uno de los esclavos destinados á cultivar los flores, dejó caer al suelo al pasar junio á él un ramillete simbólico.
Entre los árabes y desde tiempo inmemorial, las flores hablan: es la primera escritura que aprende una mujer la ciencia que mas aprecia un mancebo enamorado. Un ramillete es una carta: todo en él tiene un valor de espresion; las flores, las hojas, los tallos rotos ó enteros, los cordones enlazados ó anudados, dobles ó sencillos, de este ó el otro color. Gonzalo Gustios conocía esta escritura, recogió el ramillete, y sus flores, sus hojas y sus cintas le dijeron:
«¿Por qué está triste el hermoso estranjero? ¿Ha dejado allá, tras de las montañas azules, á la amada de su alma, ó es que gime como la tórtola errante que aun no ha encontrado á su compañera? Si Allah quiere que su alma no arda en el recuerdo de otra mujer, la doncella de los ojos de luz le ama como el silencio á la noche, como el día al sol!»
Gonzalo Gustios leyó con desasosiego estas frases, guardó el ramillete en su escarcela, por evitarse lastimar con el desprecio á la que asi le declaraba su amor, si por acaso le observaba desde las distantes celosías, y solo se valió del cordon para hacer otro ramillete.
El ramillete del conde espresaba:
«El estranjero ha dejado allá, tras las montañas azules, á su esposa y á sus hijos: su alma está con ellos: tuerce tu rumbo, blanca paloma, y busca otro nido mas fresco y mas jóven: ahí yo no puedo amar á la hermosa doncella de los ojos lucientes.»
El esclavo se habia detenido á alguna distancia, esperando la contestación del conde: Gonzalo Gustios pasó junto á él, dejó en un arrayan el ramillete y una dobla de oro, y despareció entre un bosquecillo de sauces.
Aquel día Gonzalo Gustios entró pensativo en su aposento, y con pretesto de mal estar, permaneció en él hasta la noche.
Los agimeces de la cámara del conde, daban sobre un pequeño jardin, plantado de arrayanes y laureles; en el centro de él, una fuente de mármol dejaba oir continuamente, de dia y de noche, su lánguido murmullo: por aquella parte el silencio era solemne, y nada se oia á escepcion del surtidor de la fuente, y por la noche el canto de algún ruiseñor enamorado.
Frente á los agimeces de la cámara que ocupaba el conde, habia un magnífico mirador en el fondo del jardin, sustentado en columnas de alabastro y cerrado continuamente por espesas celosías, á que daban sombra velos de seda y oro.
Allí sin duda se guardaba, á juzgar por lo delicado y bello del mirador, por su cúpula dorada, por las telas preciosas que ondeaban en la? ventanas superiores, alguna hermosísima mujer; ¿pero quién era esa mujer? Gonzalo Gustios no se lo habia preguntado, porque no habia reparado en ello. Pero despues del acontecimiento del ramillete, es decir, aquel mismo dia, no pudo menos de reparar en aquellas singularidades, de sospechar que en el hermoso pabellón moraba una mujer, y que aquella mujer era acaso la hermosa doncella de los ojos de luz, que decia el ramillete.
Sin poderse esplicar la causa, y á pesar de su buena doña Sancha y de sus siete infortunados hijos, el conde estuvo toda la tarde en sus agimeces, mirando al pabellón misterioso.
Nada observó en él el conde: nada tampoco deseaba ver; le retenía allí una de esas causas misteriosas, que nos enclavan en un lugar, nos retienen en él, y del cual no nos apartamos sino por un impulso mas poderoso.
Llegó la noche, y el conde continuó en los agimeces. Una luna clara y refulgente, brillando en un espacio diáfano, inundaba de una lánguida luz el jardin. Aquella misma luna blanqueaba los campos de Araviana, donde yacian sangrientos é insepultos los cuerpos sin cabeza de los siete infantes de Lara.
El conde nada sabia: sabíalo Almanzor, como sabia el atentado cometido contra su embajador en Búrgos; sin embargo, nada habia dicho al infortunado padre; habia devorado el horror que le habia causado aquel horrible crimen; habia enviado á su hijo primogénito con un formidable cuerpo de caballería á prender al walí Ayub, que habia vendido la espada musulmana á la venganza de Ruy Velazquez: con el jóven guerrero habia partido el xeque Eb-Chalib, que cumpliendo su juramento de venganza y justicia hecho á Diego Gonzalez moribundo, habia traído la noticia de aquella horrible traición á Almanzor, y además iba con ellos un verdugo para cortar la cabeza al walí Ayub.
Despues, el jóven caudillo debia romper por la frontera, entrar á sangre y fuego en Castilla, vengar la muerte del embajador fascinado, y procurar vengar con la muerte de Ruy Velazquez la de los siete infortunados mancebos.
Almanzor no queria dar aquella funesta nueva á Gonzalo Gustios sino cuando le presentase las cabezas de los asesinos.
Por lo tanto el conde Gustios de Lara no sabia nada, y sin embargo ese sentimiento que aun no se ha definido, porque no se conoce su razón, que avisad nuestra alma de lo que no pueden percibir nuestros sentidos, que perteneced los misterios del espíritu, el presentimiento, un presentimiento oscuro, le prensaba el corazon y le comprimía como una mano de hierro. Y junto á aquel presentimiento, un impulso misterioso arrastraba, su alma hácia el pabellón vecino, y una esperanza misteriosa también dilataba su corazon comprimido.
Ya muy tarde se apartó del agirnez, llamó á su servidumbre, la despidió hasta el dia siguiente y se acostó.
Pero no pudo cobrar el sueño: una inquietud, hacia largo tiempo no esperimentada por él, le desvelaba: pensaba con una ansiedad horrible en sus hijos y les parecía verlos deslizarse lentos y fatídicos por el oscuro fondo de la estancia, uno detras de otro; acaso (¿quién podrá, asegurar que no?) eran realmente las sombras de los siete infantes, que libres de la presión de sus cuerpos, venían á ver á su padre.
Gonzalo Gustios no atribuía ni podía atribuir estos delirios, mas que á su amor por sus hijos, escitado por no haberlos visto en tanto tiempo.
El conde escitó mas su imaginación, cerró los ojos, y efectivamente los vió: jóvenes, hermosos, nobles, valientes, con la mirada radiante, llena de encendidas esperanzas: pero parecía flotar delante de cada uno de ellos un velo fatal.
De repente todos estos fantasmas huyeron de la imaginación del conde: allá desde el pabellón misterioso habia partido una lánguida armonía; el sonido de una guzla, y luego escuchó este romance, cantado por una voz argentina, dulce, pero timbrada por un melancólico dolor:
Malas hadas me trajeron de la vida al trance amargo
Arbol-de-perlas preciadas me llamaron por engaño:
En lagrimas de despecho las preciadas perlas cambio,
Y en mi sus rigores prueban, embravecidos, los astros:
Envidia tengo á las flores que se mecen en su tallo
Y á la dulce compañera se enlazan en juego blando:
Las brisas las acarician, del sol las alienta el rayo,
Les da el alba su rocio y los céfiros su halago:
Sola yo muriendo vivo; tristes lagrimas derramo,
Perlas que corren del alma, herida del desengaño. [12]
Este romance cayó, por decirlo asi, nota á nota, frase á frase en el alma de Gustios de Lara. Cantado á aquella hora, con tal sentimiento de amor, de languidez, y si se quiere de despecho, y en la situación en que se encontraba el conde, produjo en él un efecto maravilloso; levantóse y se asomó á sus agimeces: la luna daba de lleno en el mirador vecino: las celosías estaban abiertas: sentada en un estrado, pulsando aun indolentemente la guzla, habia una dama vestida de blanco, en cuyas anchas trenzas la luna arrancaba de la pedrería con que estaba tachonada lánguidos destellos.
El conde no podia ver su semblante, pero sin embargo era tan fantástico el efecto de aquella mujer reclinada entre almohadones á la luz de la luna, arrancando débilmente de una guzla suspirantes armonías, que un árabe la hubiera creido una aparición de amores, descendida para él del sétimo cielo.
Otro hombre, abusando de la noble confianza de Almanzor, que le habia puesto creyendo en su honor tan cerca de sus mujeres, habría bajado al jardin, se hubiera acercado al mirador y hubiera procurado empeñar una conversación de amores. Acaso esto era lo que provocaba la dama. Pero Gonzalo Gustios se acordó de que era cristiano, por lo que le estaban prohibidas mancebías con infieles; de que era huésped, de que tenia en fin una hermosa, digna y noble compañera en doña Sancha, y se apartó de los agimeces. Pero se apartó suspirando.
Era jóven aun y hermoso, y es necesario dispensarle esta tentación, puesto que supo vencerla.
La dama esperó sin duda á ver si el caballero que habia desaparecido del ajimez aparecía en el jardin. Pero como pasó bastante tiempo para que esto aconteciese y no aconteció, cerró despechada las celosías de manera que pudo oírlo perfectamente Gonzalo Gustios.
Este por su parte, no volvió á asomarse á los ajimeces de su cámara ni aun á abrir sus celosías.
No tardó mucho en saber que quien asi estaba enamorada de él, era la hija de Almanzor, y por esta razón, cuando el hágib hablaba con orgullo de Sayaradur, y los cortesanos que le rodeaban forzaban sus adulaciones, Gonzalo Gustios de Lara se mantenía en una prudente reserva.
Pasaron algunos dias y Gonzalo Gustios empezó á inquietarse seriamente de su larga permanencia en Medinat-Azahrah, y sobre todo de la tardanza de los mensageros que habia enviado á Castilla.
Espresó á Almanzor su determinación de marchar á sus estados, le compelió á que terminase los asuntos de interés recíproco para entrambos que le habian traido á Córdoba, y Almanzor le contestó sonriéndole amigablemente, que no habiendo vuelto su embajador de Búrgos, se veia obligado á retenerle en rehenes.
Gonzalo Gustios hubo de ceder á la fuerza de las circunstancias, y envió nuevos mensageros con cartas para su esposa y para su hijo Diego.
Pero apenas aquellos mensageros salieron de Medinat-Azahrah, fueron detenidos, y aunque no se les tomaron las cartas, se les encerró con ellas en una torre del muro de Córdoba, á pesar de que llevaban carta de seguro de Almanzor para que no se les detuviese en el camino.
El generoso hágib evitaba por cuantos medios estaban á su alcance, que Gonzalo Gustios conociese la estension de su desgracia. Cultivando de una manera íntima el trato del castellano, llegó á concebir por él un afecto de padre, un afecto protector, y juró por la piedra negra de la Santa Kaaba (juramento terrible entre los árabes), vengar sus desgracias al mismo tiempo que vengase el honor de Córdoba, injuriado con el asesinato de su embajador.
Nuevos corredores fueron á llevar al hijo de Almanzor estrechas órdenes para que llevase adelante la guerra. El jóven Abd-el-Melek contestó á su padre que habia envestido por tres veces La frontera, y otras tantas habia sido rechazado por el ejército de Castilla, mandado por el conde soberano.
No era Almanzor hombre que sufriese con calma el que fuese arrollada su bandera, y aunque no habia llegado aun la estación de la guerra, pregonó el Algihed ó guerra santa; reunió bajo los muros de Córdoba un ejército de cinco mil lanzas [13], y dejando al frente del gobierno á Mojanmet-Al-Madhi-bi-laj (el dirigido por Dios), primo del califa Hescham, á quien amaba y apreciaba tanto, por la perfecta hipocresía con que supo encubrir sus vicios, bajo apariencias y prácticas de virtud, que le habia destinado para esposo de su hija Sayaradur y acaso para el califato, en el caso de que muriese sin hijos el califa Hescham.
Despidióse del conde Gonzalo Gustios á pretesto de ir á sojuzgar al walí de Elvira Garbnat, que dijo haberse rebelado, y partió hácia las fronteras de Castilla, despues de haber encomendado eficázmente á su lugarteniente Mojanmet las mayores consideraciones hácia su noble cautivo, el conde castellano.
Por algún tiempo Al-Madhi-bi-laj trató á Gonzalo Gustios con la galante y caballeresca cortesanía de los árabes: sentábale á su mesa, compartía con él sus recreos, hablaban de la ciencia de la guerra y del mando, y se ejercitaban en las armas, en que ambos eran estremados.
Cuando el conde, ya demasiado inquieto por su larga estancia en Córdoba, pedía razones de ello á Mojanmet, este le contestaba como Almanzor:
« Aun no es tiempo de que vuelvas á los tuyos, puesto que aun no ha vuelto á Corthobah el xeque Jucef-ebn-O‘tsman.»
Gonzalo Gustios envió los últimos que le quedaban de su servidumbre á Búrgos, con cartas para su familia y para el conde soberano: pero Mojanmet, cumpliendo las instrucciones de Almanzor, hizo detener estos mensajeros como se babian detenido los otros, y los encerró.
El sonde Gonzalo Gustios habia quedado solo en Medinat Azahrah, y su servidumbre habia sido reemplazada por esclavos berberiscos.
Nada indicaba que estuviese prisionero: gozaba de una completa libertad; salia á montería cuando le venia en mientes, acompañado de una servidumbre digna de un príncipe; frecuentaba las iglesias nazarenas, hablaba largamente con el obispo cristiano y con los demas ministros del culto, sostenidos en Córdoba por la lealtad con que los árabes respetaban los tratados con los vencidos, y buscaba en la religión consuelos indispensables en su estado de ansiedad.
Muchas veces preguntaba á los sacerdotes cristianos, y aun á los musulmanes, á donde habia ido con su ejército Almanzor: pero el prudente hágib habia previsto esto, y no queriendo avisar á Gonzalo Gustios, habia preferido que el objeto de su espedicion fuese ignorado: los soldados se habían apartado de Córdoba sin saber á donde iban.
Algunas veces que el conde iba á Córdoba y la atravesaba para ir al distante barrio de los cristianos, parecióle que le seguía y le miraba con insolencia, un esclavo negro, que recordaba haber visto alguna vez, pero sin darse cuenta exacta de dónde ó cómo: una vez sorprendió hablando con él á uno de los esclavos de su servidumbre, y le preguntó quien era aquel hombre.
El berberisco le contestó disimulando su turbación.
—Es el desdichado Kaleb-el-Julani, á quien un amo cruel va á separar de su familia.
El berberisco mentia: aquel negro no era otro que Jamrú.
El conde, siempre caritativo, arrojó su bolsa á Jamrú, y siguió adelante: cuando Jamrú hubo perdido de vista al conde, arrojó con desprecio y cólera el bolsillo á una cisterna.
Gonzalo Gustios no volvió á encontrar en Córdoba al-esclavo.
Jamrú, sin embargo, iba con frecuencia por la noche á Medinat Azahrah, y hablaba larga y misteriosamente con el berberisco.
Por él sabia cuanto acontecía al conde.
Un dia notó Gonzalo Gustios que habia un nuevo esclavo en su servidumbre, que á todas luces no era ni árabe, ni africano, á juzgar por su aspecto, que pertenecía de una manera indudable á la raza originaria de los godos.
Aquel esclavo fué lentamente acercándose al conde y adquiriendo su confianza; Gonzalo Gustios vió al fin en él un compatriota desgraciado, hecho cautivo en la guerra diez años antes por los árabes y le ofreció rescatarle y llevarle consigo cuando se volviese á Búrgos.
Mientras acontecían estas cosas, un pensamiento fijo, que Gonzalo Gustios no podia desechar, le presentaba continuamente á la dama que habia visto á la luz de la luna en los miradores del jardín, fronterizos á sus agimeces: aquella lánguida hermosura, porque aunque el conde no habia podido distinguir su semblante á aquella dudosa claridad, un sentimiento intimo, mejor dicho, un instinto misterioso le decía que aquella dama era hermosísima; además ella se habia dado á conocer en el romance que habia cantado, pronunciando el nombre de la bija de Almanzor, de cuya estraordinaria belleza habia oido el conde cumplidísimos elogios á los cortesanos del hágib; aquella hermosísima dama, repetimos, desde el lance del ramillete no se habia dejado oir ni ver del conde. Las celosías de su mirador habian permanecido cerradas y silenciosas, y en vano Gonzalo Gustios, cediendo á un secreto impulso, habia observado aquellas celosías. Esto representaba dignidad en la dama, y aquel desden espontáneo tras el desden del conde produjo mas efecto en su alma, que lo hubiera producido una insistencia importuna.
Gonzalo Gustios no conocía á Sayaradur, y levantó un fantasma en su pensamiento; pero un fantasma hermoso, casi perfecto: primero sintió hácia aquel ser un sentimiento de amistad, despues un amor fraternal... al fin... al fin Gonzalo Gustios comprendió que amaba de una manera ideal, pero intensa, y so aterró: representósele de repente cuánto el deber le prohibía alentar aquellos amores: primero su esposa, luego el agradecimiento, la amistad que debia al generoso Almanzor; en fin, aquella misma mujer, á quien no podia amar sin mancillarla, puesto que no podia unirse á ella: además él iba á entrar pronto en la edad madura; podia ser cumplidamente padre de Sayaradur, puesto que esta, según habia oido al mismo Almanzor, solo contaba diez y ocho años.
Por todas estas razones Gonzalo Gustios comprimio su amor; perú el amor es una fuerza espansiva que puede comprimirse hasta cierto punto; pero que muy comprimida, se dilata de una manera poderosa, y estalla.
Si hubiese llegado el término de la embajada del conde y hubiera partido á Búrgos, de seguro, libro de la influencia de los lugares, de los objetos y de la atmósfera en que Sayaradur le habia dejado conocer su amor, el amor del conde hubiera empalidecido, se hubiera amortiguado y reducídose al fin á un recuerdo vago y dulce, semejante al que deja en nuestra alma un hermoso sueño.
Pero estaba escrito que Gonzalo Gustios no saliese en muchos años de Medinat Azahrah. Lo queria la fatalidad, y debia cumplirse.
Llegó un dia en que el amor debía dominar al conde, escitado por otra pasión. Mojanmet-Al-Madhi-bi-laj, que al principio no habia reparado en la vecindad de las habitaciones de Gonzalo Gustios con las de Sayaradur, reparó en ello de una manera inevitable y lógica. Almanzor le habia recomendado que tratase con las mayores consideraciones á su ilustre huésped, y que procurase que no llegasen á él las noticias de su horrible desgracia. Mojanmet-Al-Madhi-bi-laj cumplió religiosamente el mandato del hágib, aunque una secreta antipatía le separaba del conde: vióle triste, y atribuyó su tristeza á su larga separación de su familia; pero llegó un punto en que el jóven príncipe no pudo dudar de que estaba mas cerca del conde la causa de su melancolía. Se puso en observación, y le vió muchas veces apoyado en sus miradores, mirando de una manera ansiosa á los de Sayaradur, á los de la mujer destinada á ser su esposa, y sintió unos horribles celos.
I Los celos: esa tremenda pasión que envenena el alma, que hace que se aborrezcan dos hermanos, y que el hombre mas benévolo é inofensivo piense en el crimen! Al-Madhi-bi-laj era de suyo inclinado á la crueldad y malévolo y rencoroso, bajo el velo de virtud con que se cubria. Desde el momento en que descubrió que Gonzalo Gustios amaba á Sayaradur, juró vengarse de él de una manera terrible.
Pero no alteró su aspecto, ni sus palabras, ni sus costumbres respecto á Gonzalo Guslios: limitóse á apartarle con un pretesto de la vecindad de Sayaradur, y rogó al conde que cambiase de habitación, puesto que la que ocupaba necesitaba algunos reparos en su adorno y mueblaje.
Gonzalo Gustios comprendió entonces, á pesar del disimulo de Al-Madhi-bi-laj, que aquel hombre, ya esposo futuro de Sayaradur, habia comprendido el estado de su alma, que habia recelado al menos, y que le separaba de Sayaradur. El señor de Lara sintió también unos horribles celos; á su luz comprendió que amaba de una manera insensata á Sayaradur; y no pudiendo luchar con aquel amor, so entregó enteramente á él, y odió por la primera vez á un hombre.
Habíanle aposentado en un estremo enteramente opuesto al lugar pie ocupaba Sayaradur en el alcázar, y aun así, notó que se le observaba: su servidumbre habia variado enteramente, y ni aun habia quedado en ella el cristiano cautivo Gaspar.
Sin embargo, Al-Madhi-bi-laj le trataba con las mismas deferencias, con la misma solicita amistad que al principio, y aun frecuentaba mas su trato. Se comprende bien que prefería observar por sí mismo á que otros observasen por él.
Entre tanto Gonzalo Gustios, que habia llegado á contraer un empeño violento, perdió la paciencia, y esto le hizo imprudente: vagó por los jardines, se aproximó á las habitaciones de Sayaradur, y acabó por acercarse mas de lo que debia, en busca de un nuevo ramillete ó de mi incidente que le pusiera en comunicación con Sayaradur.
Pero pasaron algunos dias y nada aconteció: entonces el conde saltó por cima de la última valla de la prudencia, y se determinó á jugar el todo por el todo.
Una larde que volvia de la caza, se entró solo, provisto de un arco berberisco y de algunas flechas, por los jardines, á pretesto de disparar á las palomas que acudían en gran número á los estanques y á las frondas espesísimas de laureles. Gonzalo Gustios estaba considerado por los oficiales del palacio, como un principo de la sangre, y nadie le opuso dificultades, ni le siguió: vagó algún tiempo, mató algunas palomas, y al fin rodeando por un bosquecillo, llegó oculto por la enramada delante de un pabellón que correspondía al departamento de Sayaradur.
Uno de los agimeces estaba entreabierto: el corazon del conde latió violentamente, sacó una saeta de su aljaba, enrolló en su asta un pergamino, le ató con un delgado cordon de seda, armó el arco, apuntó y disparó: la flecha penetró silbando en el pabellón por la abertura del agimez.
El contenido del pergamino era el siguiente:
El estranjero vive en tinieblas y silencio de muerte, sin la luz de tu hermosura, y la armonía de tus cantares. ¿Por qué la hermosa doncella de los ojos de luz, condena al tormento de una muerte tarda y de una agonía cruel, á quien la ama antes que á su alma?»
El conde esperó á que alguna demostración lo indicase que habia sido visto y leido su billete, pero el crepúsculo fué condensándose cada vez mas, confundióse al fin con la luz de la luna, y almueden llamó á los fieles desde el almimbar de la mezquita á la oracion de alajá.
El conde esperó aun: pasó algún tiempo, y el agimez continuó desierto; al fin, contrariado, humillado, maldiciendo del momento en que habia llegado á Medinat-Azahrah, atravesó los jardines y entró en su aposento.
¡Pero cual fue su sorpresa, cuando al irse á sentar en el lugar que tenia de costumbre, encontró sobre el divan un precioso ramillete!
El conde le examinó flor por flor, hoja por hoja: su lenguaje era muy lacónico.
«Si tú me amas, yo te amo, decia, y estoy dispuesta por ti á todo. Espera á la media noche; un esclavo leal irá á buscarte y le conducirá á donde el amor te llama.»
El conde leyó, y volvió á releer el ramillete, dudando si daría crédito á sus ojos: pero no podia dudarse: el contenido era esplícito terminante. Gonzalo Gustios gozó, como gozamos todos cuando vemos vencido un gran empeño: y sin embargo, una inquietud oscura, un presentimiento funesto le entristecía: una voz secreta le decia de lo intimo de su alma, que debia contenerse antes de dar el último paso: apartarse de aquella senda, huir de ella: aquel era el grito poderoso de la conciencia, y sin embargo, el conde arrastrado por la fatalidad le desoyó.
Y ese sentimiento que nos impulsa á desear aparecer lo mas bello posible delante de una mujer amada, le obligó á buscar sus mejores ropas; engalanase con ellas, concediendo por la primera vez algun cuidado á su atavio.
Gonzalo Gustios, tan celoso siempre, tan rígido, tan apartado de la vanidad, cayó al fin ante el amor de Sayaradur, como Hércules ante el de Deyanira, como Sansón ante el de Dálila.
Y nunca esperó con tanta impaciencia, escepto cuando al frente del enemigo había esperado el toque de arremetida.: nunca el tiempo le pareció mas largo.
Al fin la luna llegó á lo mas alto del cielo y el vigilante gallo dejó oir su primer canto matutino.
Era la media noche, ó por mejor decir, el principio de un nuevo dia.
En aquel momento se levantó un tapiz, adelantó un esclavo negro y prosternándose delante del conde, lo dijo con acento servil:
—Noble y escelente señor: que el Dios altísimo y único te prospere.
—¿Me buscas?
—Busco á tu grandeza.
—¿Quién te envia?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—En los jardines espera un cautivo cristiano á tu grandeza.
—¡Gaspar! murmuró el conde, y siguió al esclavo.
Bajaron en silencio, entraron, en los vecinos jardines, y á poco que adelantaron por ellos, salió de entre un bosquecillo de mirtos un hombre.
Aquel hombre era Gaspar.
—Señor, le dijo, no perdamos tiempo: seguidme.
El conde y Gaspar adelantaron y el esclavo negro se volvió.
—¿Quién te envia? dijo el conde á Gaspar.
—Ella, señor.
—¡Ella! ¿y quién es ella?
—La hermosa bija del búgib.
—¡Sayaradur!
—Sí señor.
—¿Y cómo has podido...
—Yo estaba en su servidumbre, señor, antes de que ella os conociera. Su padre Almanzor sabia demasiado que yo seria fiel ó incapaz de corromper á su hija.
—Y al cabo...
—¡Ah señor! se trataba de vos, de un noble castellano, de un hombre bajo cuyas banderas va cautiva la victoria. Desde que supe que estabais como embajador en Córdoba, anhelé veros y hablé de vos á mi señora, ponderándola vuestro valor, vuestro poder, vuestras virtudes: entonces Sayaradur me dijo: quiero conocer á ese cristiano: haz porque yo le vea.—Sayaradur es exigente; hija del hombre mas poderoso del imperio, no sabe sufrir obstáculos á su voluntad.—Era de todo punto imposible, y su impaciencia la empeñó; su empeño la enamoró; antes de veros ya os amaba, y cuando os vió... fué un dia en que paseabais con el hágib por uno de los jardines á que daban los miradores de Sayaradur: yo la avisé, y corrió desalada á veros tras sus celosías: yo estaba junto á ella: al veros se puso pálida, y despues un encendido rubor cubrió su semblante: se agitaba su seno, temblaba toda: cuando desapareciste con su padre, se volvió á mi y me dijo:
—Yo amo al estrangero.—Sin saber porqué, aquella palabra me estremeció.
—Le amo, continuó Sayaradur, y soy su esclava: escucha, es necesario que ese cristiano conozca mi amor.
—¿Y cómo, señora? la contesté.
—Espera.
Sayaradur bajó á su jardín particular, cogió algunas flores, hizo un ramillete y me lo entregó.
—¿Y si no entiende el lenguaje de las llores, señora? la dije.
—Haz que ese ramillete llegue á sus manos: si le entiende le contestará, porque es noble y caballero y no hará el insulto de un desprecio á una dama: si rio le contesta, entonces nos valdremos de otro medio.
—¿Y si por acaso, no entendiendo el conde el significado del ramillete, le conserva, y le vé en sus manos tu padre?
—Sabrá mi padre que le amo.
—Eso seria terrible.
—Mi padre me ama mas que á su alma.
—Pero te tiene prometida al primo del califa.
—Jamás hubiera sido esposa por mi voluntad de Al-Madhi-bi-laj despues que he conocido á Gonzalo Gustios de Lara; me dejaría enterrar viva, antes que consentir en ese odioso matrimonio.
Fué precisa que me resignara á cumplir la voluntad de Sayaradur: busqué á uno de los jardineros que no comprendía el lenguaje del amor por medio de las flores.
—Y el esclavo hizo llegar hasta mi el ramillete, dijo conmovido Gonzalo Gustios.
—Cuando Sayaradur, continuó Gaspar, recibió vuestro ramillete, lloró, se irritó, se mesó los cabellos, y luego se pintó en su semblante una calma espantosa.—Le amo y será mio,—me dijo.
Aquella noche la advertí de que vuestras habitaciones estaban vecinas á las suyas, y que podían verse desde sus miradores vuestros agimeces, y una alegría insensata resplandeció en el rostro de Sayaradur, que tomó la guzla y fué á los miradores.
Cuando volvió, estaba pálida, desalentada, trémula; vuestro amor la habia enloquecido y vuestro desden la mataba. Durante muchos dias estuvo sin salir de su retrete; al fin un día me llamó y me dijo:
—He hecho de modo, comprando á fuerza de oro á un secretario de mi padre, que puedas entrar al servicio del conde Gonzalo Gustios de Lara.
Lo quería Sayaradur y fué.—Entró á vuestro servicio.—Todos los dias iba á darla noticias vuestras, y me escuchaba anhelante, cada vez mas enamorada.—El día en que Al-Madhi-bi-laj cambió vuestra servidumbre, Sayaradur se desesperó y fué necesario que yo hiciese poderosos esfuerzos para disuadirla de una locura: quería abandonar el palacio, haceros robar, llevaros á un lugar apartado... un hombro empeñado en un amor imposible, no hubiera llegado á tal estremo.—Al fin, esta noche se me presentó radiante de alegría.
—Gonzalo Gustios me ama, me dijo: mira.
Y me mostró un pergamino escrito por vos.
—Es necesario que yo le vea.
—¿Y cómo, señora? la contesté.
—En su servidumbre tenemos á nuestra devoción un esclavo.
—Poro el príncipe Al-Madhi vigila: no podemos fiarnos de ese hombre.
—Ese hombre, si le pagamos bien, será leal.
Fué necesario ceder como siempre, por temor de que la energía de su carácter no la llevase á un estremo lamentable. Sayaradur hizo precipitadamente un ramillete y me le entregó.—Hé aquí, señor, la historia de vuestros amores: quiera Dios que no os sean funestos.
El conde no contestó: en aquel momento llegaban á un pequeño postigo casi cubierto por un revestimiento de yedra. Gaspar llegó á aquel postigo, dió un ligero golpe con los dedos y el postigo se abrió. El conde Gonzalo Gustios se encontró en una galería oscura, mas allá de la cual se veia un pequeño patio, cuyas galerías estaban sostenidas por un gran número de columnas blancas, delgadas, esbeltas. La luna le alumbraba de lleno, y á su luz los arcos calados y festoneados, las pilastras labradas de menudas y matizadas labores, los aleros de cedro, la fuente de alabastro, en medio de la cual un ciervo de cobre dorado arrojaba artificiosos juegos de agua, los arriates llenos de llores; todo era allí maravilloso, y su efecto acrecía á la lánguida luz de la luna.
El esclavo llevó al conde por una de aquellas galerías, y llegó á una gran puerta dorada, matizada con preciosísimos arabescos, y llamó á su postigo: el postigo se abrió y dejó ver al conde una mujer jóven, vestida de blanco, de una hermosura resplandeciente, con una lámpara de oro en la mano.
Gonzalo Gustios creyó por un momento que aquella hermosísima doncella era Sayaradur; pero á tiempo Gaspar, como previendo la duda del conde, dijo:
—Déjame tu lámpara, Kinza[14], y adelántate.
La doncella dejó la lámpara á Gaspar, atravesó la magnífica cámara en que se encontraban, y desapareció.
—¿Y es mas hermosa que esa dama Sayaradur? dijo el conde impresionado aun por la hermosura de Kinza.
—Sayaradur es el sol, Kinza la luna; dijo lacónicamente Gaspar.
Y siguieron adelante.
Sucesivamente pasaron por cámaras y galerías, en las cuales se habia apurado la belleza, la ostentacion, las preciosidades; verdaderos milagros del arte, retretes encantados, dentro de los cuales era necesario pensar en las hurís.
Al entrar en una larga galería, se oyó el son de una guzla.
Gaspar y Gonzalo Gustios apresuraron el paso: de repente, en un oscuro tramo de la galería, la lámpara se apagó, y el conde y el esclavo se sintieron fuertemente asidos, y con los ojos y las bocas ceñidas por lienzos antes de (pie pudieran exhalar un grito.
Su resistencia fué inútil; fueron levantados por brazos vigorosos, y llevados fuera de allí. Gonzalo Gustios creyó percibir un ahogado grito de mujer. Luego sintió que le bajaban por unas escaleras, respiró un ambiente húmedo, oyó abrir candados, resonar cerrojos, y rechinar una puerta.
Luego le introdujeron en un lugar aun mas húmedo, le sentaron en un poyo de piedra, y sujetaron su pió derecho con un grillete. Después se alejaron, y una voz convulsiva esclamó:
—Gonzalo Gustios, el amor te llamaba, y tú por él olvidaste el honor y lo que debías á la generosa hospitalidad de Almanzor: pues bien, ya que como villano has obrado, como villano te trataremos. ¡Ay de tí, Gonzalo Gustios de Lara!
El conde creyó reconocer en aquella voz trémula é irritada el acento de Al-Madhi. Cuando se arrancó la venda que cubría sus ojos, se encontró entre tinieblas, aherrojado en un espacio húmedo é infecto.
Si al amanecer Gonzalo Gustios hubiera estado en la márgen del Guadalquivir, habría visto un hombre crucificado y espirante, y un saco de cuero que arrastraba la corriente.
Aquel hombre era el esclavo cristiano Gaspar.
Lo que encerraba aquel saco, una mujer.
Aquella mujer era Kinza.
Por mucho que nos esforzásemos, no conseguiríamos describir en toda su estension la rabia que se apoderó de Gonzalo Guslios al verse encerrado, aherrojado, tratado como un malvado, y en poder de sus enemigos.
Aumentaba esta rabia el pensar que habia sido traidoramente engañado, envuelto por su rival en una celada, acometido por una traición, y vencido antes de que pudiese reparar en que era atacado.
Gonzalo Gustios rugió, gritó, se irritó, procuró romper el hierro que le sujetaba; y no consiguiéndolo, pensó en poner fin á tan precario estado con arrancarse la vida. Poro en el momento en que iba á deshacerse el cráneo contra las piedras del muro, parecióle que allá, en la inmensidad de las tinieblas, brotaba una claridad turbia y dudosa que acrecía, y que en medio de aquella luz nebulosa y fantástica pasaban uno á uno sus siete hijos con las bocas lívidas y los ojos fijos y mates, y que cada uno de aquellos semblantes le miraba con amor.
V que sus bocas lívidas le decían:
—¡Espera, padre! ¡espera por nosotros!
Y el conde so aterró; comprendió que sil vida no le pertenecía, y esperó.
Su vida durante algunos dias fué la de todos los presos: impaciencia, deseo de que su soledad y su silencio se turbase por algún incidente: esperanzas, temor, rábia, desesperación, cansancio, y por fin de todo esto, un sueño inquieto, apenador, lleno de horribles visiones.
Dos veces al dia, un carcelero mudo, no por voluntad ni obediencia, sino porque tenia la lengua cortada, entraba al preso un pan negro y un cántaro de agua, limpiaba someramente el calabozo, y desaparecía.
El conde comprendió, pues, que se había prescindido de todas las consideraciones y que se le trataba con todo el rigor posible, lo que ya era por si mismo un mal augurio.
Sin embargo, pasaron muchos dias y nadie se presentó á interrogarle, ni apareció en el calabozo mas que el carcelero mudo.
Pasaron muchos días aun, y el conde se creía ya enterrado en vida, cuando en unas de sus entradas el carcelero se acercó al conde y le entregó un ramillete.
Los ojos de Gonzalo Gustios se nublaron y su corazon se agitó violentamente á la vista del ramillete: hizo un poderoso esfuerzo para dominar su conmoción y al fin pudo descifrar el ramillete simbólico:
«Espora, decia, le amo y soy tuya... esta noche al mediar.»
El carcelero se apartó silenciosamente y cerró.
El conde quedó solo, impaciente: primero quiso contar el tiempo por un cálculo sobre las palpitaciones de su corazon, pero su corazon era un mal medidor del tiempo: se agitaba, latia apresuradamente, se paralizaba; Gonzalo Gustios sufría un infierno.
Pero como todo tiene fin, su impaciencia le tuvo: oyéronse pasos en la escalera que conducía al calabozo, se abrió y apareció una mujer maravillosamente prendida, cubierta con un velo trasparente y con una lámpara de oro en la mano.
Aquella mujer se volvió al carcelero y le dijo:
—Espera en la puerta, y vigila: si sientes ruido de armas, si mi gente es vencida, abre las compuertas del río..
El esclavo hizo una señal de sumisión y se apartó al fondo de la puerta, en la que permaneció como un centinela de vista.
Entonces la mujer adelantó con una precipitación febril y se echó el velo á la espalda.
El conde creyó tener ante sí una aparición celeste: un ángel descendido en medio de un sueño; pero no era sueño: laque tenia delante era una mujer, un ser real y efectivo. El manuscrito que nos sirve de guia lindera su hermosura: nosotros la vemos en nuestra imaginación, pero desconfiamos de hacerla ver á nuestros lectores; necesitábamos para ello poseer el puro dibujo de Rafael y el encantador colorido de Murillo; tenemos, pues, que atenernos á la hiperbólica descripción del cronista árabe, que se estiende en las alabanzas de la hija de Almanzor.
«¿Habéis visto, dice, la blanca espuma que produce al derrumbarle de una altísima roca la catarata? menos blanca y pura es que su tez: las rosas de Hiram parecerían agostadas si se comparasen á sus mejillas, y esas ráfagas de color rojo que piula el sol en las nubes al trasponer los lejanos montes, menos rojo que su boca, que parece una pequeña banda de púrpura, que al entreabrirse deja ver dos líneas de inmaculada blancura; sus ojos son negros como el fondo del abismo, y sus cabellos del color de sus ojos: aquellos ojos brillan con el fulgor de un ástro cuando miran afablemente, abrasan el corazón como un volcan cuando miran enamorados, y penetran en el alma como agudas saetas envenenadas cuando miran con cólera: su frente hace sentir la magestad y la pureza, y todas estas partes juntas, las cejas de ébano, la nariz dulcemente encorbada, las mejillas de una dulce redondez, los lábios que sonríen ó suspiran, los ojos que enamoran ó hieren, los cabellos que se agrupan en trenzas, ríñeos, profusos, largos y brillantes, forman una cabeza semejante sin duda á la que Dios creó para la primera mujer: su cuello, y sus hombros, y su seno, y sus brazos son incomparables; su talle feble, delicado, cimbrador como una jóven palmera, sostiene esta suma de hermosura, y se asienta sobre otras perfecciones que solo conoce Dios que las crió. Arbol de perlas la llamaron, y no fueron mentirosos, porque cada uno de sus miembros, cada una de sus palillos, desde la rosada uña del pié, hasta el estremo del larguísimo cabello, era una perla preciada de hermosura: y como la hermosura se engrandece con las ricas telas, y las preciosas piedras, y los brillantes y preciosos metales, Arbol de perlas estaba deslumbrante con sus dobles túnicas de tela de oro roja y blanca, bordadas de aljófar y esmeraldas, y la costosísima gargantilla de su cuello, y los diamantes, y los balages que entrelazaban sus cabellos, y el velo de transparente gasa que en sus trenzas se prendía. Arbol de perlas parecía un arcángel del sétimo cielo, engalanado con las riquezas de la tierra, y mas preciosa y resplandeciente que ellas.—Y el alma de Arbol de perlas era mas hermosa que su cuerpo, y aquella alma, animando la mirada de sus ojos y la sonrisa de su boca, y dando magestad y elegancia á sus ademanes y á sus movimientos, aumentaba su hermosura hasta hacerla incomparable. Quien veia una vez á Arbol de perlas la amaba con un amor que no destruían ni el tiempo ni la ausencia. Aun despues del último dia, soñaban con su hermosura sus amadores, gimiendo por no haberla poseído en el oscuro ángulo de la tumba.»
El narrador árabe nos ha revelado que Sayaradur era la mujer pie estaba delante del conde Gonzalo Gustios de Lara.
Sayaradur se había atrevido á ir allí; pero una vez delante del conde, el pudor, la vergüenza del paso aventurado que daba, la embargaron la voz y permaneció ruborosa y trémula ante Gonzalo Gustios liste por su parte, habia enmudecido, maravillado por tanta hermosura; un fuego intenso, devorador, que nunca habia sentido, quemaba su ser; adelantó hácia Sayaradur, pero en aquel momento recordó á su esposa y á sus hijos, y retrocedió, semejante á los fuertes varones del cristianismo que arrastrados por la tentación, retrocedían con una firmeza sin igual, en el mismo momento en que iban á sucumbir á ella.
Gonzalo Gustios era caballero, y antes que caballero, cristiano y cristiano de la edad media.
Si Sayaradur hubiera sido cristiana, Gonzalo Gustios no se hubiera contenido, porque en su tiempo las mancebías no solo estaban toleradas sino reconocidas: apenas se encuentra un caballero, un prelado, ó un rey de la edad media, que no haya dejado una numerosa sucesión de hijos bastardos, reconocidos públicamente: pero Sayaradur era musulmana, y esta era una barrera insuperable que no se atrevía á salvar: es cierto que algunos reyes y caballeros tuvieron mancebas y aun esposas árabes, judias y moras; pero esto no habia acontecido sin llamar sobre sus cabezas la excomunión de un obispo, y á veces la del mismo papa: un excomulgado valía tanto, moralmente, como un leproso, y todos saben de qué modo se trataba y se consideraba á los leprosos en la edad medía.
Por lo tanto, el primer impulso del conde habia sido el de huir de Sayaradur, de la mujer que amaba, de la mujer á quien habia ido á buscar y por la que habia sido preso. Pero aquel impulso era violento, independiente de su voluntad, resultado Hita! de las creencias y de las costumbres de su época.
Pero como por fuerte que sea la razón, nunca lo es bastante para sobreponerse á las pasiones, el conde detuvo el paso que habia dado hácia atrás y miró con delicia, con arrobamiento, casi con éstasis, á Sayaradur.
—¡Ahí ¡señora! esclamó; ¡vos sola no os habéis olvidado del pobre cautivo, y descendeis hasta él como un ángel de luz!
—¡Olvidarte yo! esclamó Sayaradur non un acento tan dulce y tan apasionado, que hizo vibrar hasta lo mas recóndito el corazon del conde: ¿olvidarle yo, cristiano? Las hijas de mi raza no aman mas que una vez, pero su amor es eterno.
—¡Y has concebido por mi un amor semejante! ¡Oh! ¡Dios mio! ¿Ignoras quién soy? ¿No sabes que allá tras las montañas azules, tengo una esposa, tengo hijos?
tienes hijos! esclamó Sayaradur, palideciendo y dejando ojos dos brillantes lágrimas: ¡oh! porque tienes hijos, te tú no sabes el interés que me inspiras, cristiano... no, no lo sabes... ¡ójala que nunca lo sepas enteramente!
Sayaradur sabia la muerte de los siete infantes.
—¿Y por qué pides á Dios que jamás lo sepa?... dijo cuidadoso el conde.
—¡Oh! porque... los hombres sois ingratos, contestó turbada Sayaradur, sin saber qué contestar: cuanto mas os ama una desdichada mujer, tanto menos la amais.
—Ese amor es imposible entre nosotros, Sayaradur.
—¡Imposible!
—Lo impido el deber.
—¡El deber!
—Si... eres hija de Almanzor.
—Mi padre me tiene destinada á otro hombre, á un hombre que á la muerte del califa Hescham, sera califa. Pero mi alma le aborrece, y jamas sería su esposa, aunque no te hubiese conocido: despues de haberlo conocido, cristiano, no seré de nadie mas que tuya.
—¡Mia! ¡mia! esclamó con acento delirante el conde: ¡y esto es imposible, imposible de todo punto!
—Mi padre consentirá en nuestra unión, dijo Sayaradur.
—¡En nuestra unión! esclamó aterrado el conde.
—Sí, mi padre me ama, yo le suplicaré, lloraré... y el noble Almanzor consentirá.
—¡Eso es imposible: tengo esposa!
—Bien, yo no tendré celos de ella; la amaré como á una hermana, la amaró mas, porque la amas tú.
—¿Pero has olvidado, Sayaradur, que un cristiano no puede tener mas que una esposa?
—Pero un caballero cristiano que se convierta á la verdadera le del Dios altísimo y único, dijo tímidamente Sayaradur, puede ser noble, rico, respetado entre nosotros: puede tener muchas esposas.
El rostro del conde se nubló momentáneamente: luego repitió con acento triste.
—Ese amor es imposible.
—¡Imposible! ¿y quieres que te deje entregado al odio de tu enemigo?
—¡De mi enemigo!... ¡qué! ¿acaso tu padre...
—Mi padre es un varón justo y temeroso de Dios, y nunca hubiera faltado á su £é de creyente y de caballero... pero hay un hombre que sabe que yo te amo... y eso hombre es el que mi padre me destina para esposo, el príncipe Mojanmet Al-Madhi-bi-laj... y ese hombre...
—¡Ah! ¿Con que ese hombre es el que me ha reducido á este miserable estado, y ese hombre te ama?
—¡Y ese hombre te matará!
—¡Y qué importa!... mi brazo se ha cansado ya: las ingratitudes han secado mi corazon... si muero lejos de ellos, mis hijos me llorarán y me vengarán.
—¡Que te vengarán tus hijos!... ¿y si tú necesitas vengarlos?...
—¡Vengar! ¡que necesito yo vengar á mis hijos! ¡oh! ¡Dios mio! ¿y por qué?
—No, yo no he dicho que sea necesario vengarlos... pero podrá suceder... tú tienes enemigos en Castilla...
—Mis hijos los vencerán.
—¿Y te obstinas en morir mejor que en amarme?...
—¡Mejor que en amarle!... no, no Sayaradur... yo le amo mas que á mí mismo, mas que el ciego á la luz, mas que al agua el sediento... pero la edad, la religión, la patria, todo nos separa, Sayaradur; no queramos caer en el abismo pretendiendo salvarte... tu padre ¡oh! tu padre no te perdonaría jamás.
—Escucha, dijo Sayaradur; yo te amo hasta tal punto que... consiento en huir contigo... yo te sacaré de aquí... y luego le seguiré... no puedo ser tu esposa... pues bien, seré tu esclava; pero tú me amarás... ¿no es verdad? yo velaré tu sueño, te cantaré hermosos versos, y nunca estaré triste, nunca; ni cuando recuerde mi patria, mi padre, mis hermanos.
—¡Imposible... cien veces imposible! esclamó tristemente el conde.
—¡Me desprecias! dijo con irritación Sayaradur.
á tu padre, te respeto á tí misma, guardo mi honor. La Laras no se ha manchado jamás con una infamia, en infausto dia! esclamó llorando Sayaradur: espongo mi vida por salvarte! te digo mi amor y tú le desprecias hasta el punto de no quererme por esclava... Pues bien, cristiano, yo te sacaré de aquí, mal tu grado: tengo tesoros y gentes leales, y huiré de aquí llevándote conmigo á lo más apartado del Africa, y allí te guardaré para mí: te arrancaré hasta la última esperanza de volver á tu patria.
—Entonces, Sayaradur, te aborreceré.
—¡Ah! esclamó la jóven cubriéndose el rostro con las manos.
—Escucha, Sayaradur, escucha, esclamó el conde vencido por el amor y por la hermosura de la jóven. Un solo medio hay para que podamos amarnos.
—¿Cuál? esclamó con ansia Sayaradur.
—Conviértete á la verdadera fé... hazte cristiana.
—¡Cómo! ¡renegar de mi Dios!
—No; abrir los ojos á la luz.
—¡Nunca! esclamó con indignación la jóven.
—Entonces, déjame: líbrame del tormento de tu hermosura. El conde cristiano no amará jamás á una infiel.
Sayaradur miró por un momento de una manera terriblemente feroz á Gonzalo Gustios.
—¿Es esa tu última resolución? dijo.
—Sí; mi resolución irrevocable.
—¿De modo que no me amarás si no soy cristiana?
—No.
La jóven destelló de sus negrísimos ojos negros una nueva é intensa mirada sobre Gonzalo Gustios.
—¡Adiós! le dijo al fin.
—¡Adiós! contestó profundamente el conde.
Sayaradur se volvió, y lenta, grave, fatal, atravesó la reducida estension del calabozo, y desapareció por la puerta, que se cerró.
El conde oyó crugir uno tras otro los candados y los cerrojos, y quedó de nuevo solo, envuelto en las tinieblas, luchando en su pensamiento con un infierno de pasiones.
Entre tanto Sayaradur subía meditabunda y llorosa la escalera, atravesó un oscuro pasadizo, y al fin de él díó un bolsillo al esclavo.
—Desde mañana, dijo, cuidarás que nada falte al cristiano: lecho, fuego, luz, manjares agradables... me respondes con tu cabeza.
El esclavo se inclinó y Sayaradur se alejó acompañada de una doncella que la esperaba en aquel sitio, y atravesando algunas galerías y jardines, entró en su departamento y luego en su dormitorio, cu donde quedó sola.
Almanzor habia destinado á su hija las habitaciones mas ostentosas y bellas del palacio de Azahrah, y especialmente el dormitorio de Sayaradur era magnífico.
Era un gabinete circular rodeado de una galería sostenida en columnas de bronce dorado y esmaltado: sobre aquellas columnas descansaban arcos calados, casi aéreos, en los que se sustentaba una cúpula estrellada, orlada de ventanas caladas: las paredes de las galerías, el techo, el pavimento, labradas, matizadas, doradas las unas; su riquísimo artesonado, y de menudo y brillante mosáico los otros, reproducían por todas partes en inscripciones y cifras ocultas entre llores los versículos mas bellos del Korán, los mejores versos amorosos de los mas renombrados poetas árabes.
De la cúpula pendia una magnífica lámpara de ágata, velada por pabellones de encajes, y no tendiendo sobre los objetos sino una luz amortiguada y lánguida; de los festones de los arcos se suspendían jaulas de oro en que estaban aprisionados ruiseñores y otros pájaros de voz melodiosa; los velos dorados y matizados representaban escenas de amor, tomadas de la mitología griega: era aquella, en fin, la habitación de una virgen musulmana, guardada para el placer, y ningun lugar menos á propósito para que se calmara la amorosa inquietud de Sayaradur.
Aquella luz que destellaba en los dorados adornos lánguidos destellos; aquellas misteriosas inscripciones, aquellos incitantes tapices, todo, respiraba amor: el gran espejo de plata colocado como un techo sobre el diván de púrpura que la servia de lecho, reproducía su maravillosa hermosura, y allí, entregada á sus pensamientos, Sayaradur sintió ese placer inefable, que consiste en la concentración del deseo de un ser adorado: vió á Gonzalo Gustios, á quien su imaginación embellecía, no ya indiferente y severo, sino enamorado, trémulo de amor á sus piés, y sus labios repetían de una manera fatal:
—Sé cristiana y te amo.
Hubo un momento en que las ideas de Sayaradur tomaron un giro estraño; se levantaron sobre ella misma, la arrastraron á un espacio de sueños, á un porvenir harto distinto de aquel á que la habian destinado: Sayaradur habia roto el último freno del temor y del respeto, y se habia sobrepuesto á todo, escepto á su deseo y á su amor.
Y este pensamiento trajo de una manera lógica y precisa otros pensamientos, y aquella resolución otras resoluciones. Alzóse del lecho, se envolvió en una túnica de lino; y saliendo de su retrete, entró en otra cámara, que abrió con llave, y que no era menos rica y bella que la que habia abandonado.
Al rededor de aquella cámara habia grandes arcas de hierro que contenían los magníficos trages, las joyas, el tesoro, en fin, de Sayaradur.
La jóven abrió uno de aquellos cofres y sacó de él un precioso cofrecillo de sándalo; volvióse á su dormitorio, puso el cofrecillo sobre una mesa y le abrió.
Al abrirle brotaron torrentes de luz arrancados por el resplandor de la lámpara sobre las joyas que contenia.
—Este collar, dijo, ciñéndose uno asombrosamente rico y resplandeciente de gruesos diamantes montados con un gusto esquisito en medio de rosetones de perlas, era de la sultana Halleva; el califa lo regaló á mi padre, y mi padre á mi: dicen que vale sin el precio de la construcción trescientas mil doblas: estas arracadas, y miraba unas magnificas de diamantes y rubíes, fueron de la sultana Sobeya, madre del califa; valen casi tanto como el collar: y este ceñidor, que fué de la sultana Howara, vale doble que esas dos joyas: esto es un tesoro... ¿y para qué las quiero? alhajas tan ricas como estas tengo sobradas: mi padre no me preguntará por ellas, y si me pregunta ¿qué importa?., y luego lo primero es él... él, á quien adoro.
Sayaradur en seguida se puso á desclavar con gran trabajo, sirviéndose de su puñal y de los instrumentos que hubo á las manos, las gruesas piedras de las tres alhajas, y en esta operacion invirtió lo que quedaba de la noche: al amanecer, tenia encerrados en un saquito los diamantes, los rubíes, las perlas y los balajes que antes habian constituido aquellas magníficas alhajas: encerró los fragmentos restantes en el cofrecillo, el cofrecillo en el arca, se vistió y llamó á sus doncellas.
—¿Quien guarda la puerta de la Axarquia? [15]dijo.
—El walí, ebu-Zabu.
Sayaradur movió descontenta la cabeza y murmuró:
—Es un miserable que sirve con la obediencia servil de un perro á Al-Madhi. ¿Y la de Alguf?
—El walí Harum.
—Otro miserable.
—Y la de Alquibla.
—El walí Rajatul-laj. (Miento de Dios.)
—¡Oh! eso sí... haced venid al walí de la puerta de Alquibla.
No tardó en presentarse un jóven árabe, que se inclinó profundamente ante Sayaradur como ante una sultana.
—¿Estás dispuesto á servirme, Rajatul-laj?
—Mi vida es tuya, señora.
—Necesito cuatro hombres fieles.
—Los tendrás.
—Necesito ademas un vestido de caballero, un arnés con capacete con guarda luz, para no poder ser conocida, y caballo con arneses de guerra.
—¿Y cuando, señora?
—Al momento.
El walí iba á partir.
—Espera: que esos cuatro ginetes no sepan quién soy.
—No lo sabrán.
—Que me esperen con el caballo, en la puerta de la mina que sale á la rambla de Almohedin.
—Muy bien, señora.
—Vete y vuelve al momento.
Rajatul-laj se inclinó, partió y volvió antes de media hora: le acompañaba un esclavo que llevaba sobro las espaldas un cofre largo y estrecho.
El walí mandó al esclavo que dejase el cofre, y saliese.
Quedaron de nuevo solos Sayaradur y Rajatul-laj.
El walí abrió el cofre: dentro venían un magnifico arnés cincelado, dorado y matizado, y unas espléndidas vestiduras.
Sayaradur examinó las ropas y las dimensiones del arnés, y dijo:
—¿Dónde has comprado estas ropas y estas armas, que no parece sino que han sido fabricadas á mi medida?
—Son las galas y el arnés de fiesta de mi hermano menor Abdel, contestó lacónicamente el walí.
Sayaradur tomó los vestidos, entró en una habitación inmediata, y poco despues entró en el aposento donde estaba Rajatul-laj trasformada en un mancebo, pero en un mancebo inverosímil, si se nos permite esta frase, por lo hermoso.
A pesar del mágico poder de la hermosura de la jóven, el walí no á sus ni por un movimiento, ni por una contracción, que Sayaradur hubiese causado en él otra impresión que la que le habría causado la vista de Almanzor. En los árabes todo estaba subordinado al servilismo de su institución; hasta el amor.
Rajatul-laj sirvió de escudero á Sayaradur, y la armó, trasformándola en un pequeño guerrero; púsola un rico callan sobre las armas, ceñido con una faja de Persia, en que se sujetaban un yatagan y un puñal, y sobro el callan un almaizar blanquísimo. Cuando estuvo completo el disfraz de Sayaradur, nadie hubiera reconocido en ella una mujer.
Entonces la jóven tomó el saco, donde guardaba sus piedras preciosas, y mandó al walí que la siguiese: atravesó algunas habitaciones, bajó escaleras, y al fin abrió con llave una pequeña puerta de hierro, y entraron en una mina.
Siguiéronla: la mina era larga y estrecha: al fin, despues de una hora de marcha, hallaron otra puerta que Sayaradur abrió. Entonces se encontraron en una cueva, y saliendo de ella, en un bosquecillo de álamos, en medio del cual habia una fuente de piedra.
Aquella era la fuente de Almumenin.
El walí silbó cuando llegaron á aquel sitio, y en el momento salieron de una de las sendas de la espesura cuatro soldados árabes á caballo, dos de los cuales llevaban otros dos caballos del diestro.
—A caballo, walí, le dijo Sarayadur, y á Corthobah.
—¿Y qué he de hacer en Corthobah?
—Ir á la mezquita mozárabe.
—¿Y qué he de hacer allí?
—Hablar con el gran faquí de los cristianos.
—¿Y qué le he de decir?
—Que un príncipe árabe le espera en el aduar cristiano de la Algufia junto á las cabañas de los leprosos.
—¡Cómo, señora! ¿No temes contaminarte, vendo entre esos desdichados tocados por la mano de Dios?
—Vé, vé, buen Rajatul-laj, y di al faquí, que el príncipe árabe le espera para hacer una obra de caridad.
—¡Oh! ¡bendita seas tú, señora, que eres el consuelo de los afligidos y de los desesperados!
—Escucha: vé á toda la carrera del caballo, y cuando llegues á Corthobah, loma un palanquín cerrado, y tráete al faquí al aduar cristiano con toda la rapidez posible. Si te das prisa, el faqui llegará casi al mismo tiempo que yo, porque daré un gran rodeo para tomar el puente de Algufia.
El walí montó á caballo, y partió con la rapidez del viento á Córdoba por el camino mas corto. Por el contrario, Sayaradur atravesó un puente de madera, y tomó un gran rodeo hasta llegar á un camino opuesto; entonces tomó por aquel camino en dirección al rio, y anduvo por él durante dos horas.
Al fin se vió un magnífico puente, y al otro lado, sobre una altura, una poblacion miserable; gran trecho mas allá, corriente abajo del Guadalquivir, se veian algunas chozas diseminadas, junto á cada una de las cuales habia una cruz, y en aquella cruz un cepillo.
Sayaradur so encaminó á las barracas, y cuando sus habitantes vieron que se acercaban á ellos hombres, salieron á las puertas de sus albergues, agitando cada cual un acarraca, lo que producía un concierto, ó mejor dicho, un desconcierto chillón y desapacible.
Aquellos hombres eran leprosos, sentenciados á vivir aislados, apartados de todo roce con hombres y con animales que pudiesen contaminarse y llevar el contagio á las poblaciones. No podían hablar, ni espresar su necesidad mas que por medio de la carraca, y estaban del mismo modo obligados á hacerla sonar cuando encontraban á alguna persona, como para advertirle, como para decirle:
—Huye de nosotros, si no quieres contaminarle y ser como nosotros malditos de Dios.
El leproso era el pária de la edad medía: el que le tocase, el que hablase con él, si era visto, era lanzado de la sociedad y considerado como leproso, aunque no se hubiese contaminado.
Esta horrible enfermedad, á la que llamaban entonces, y aun llama ahora la gente vulgar mal de san Lázaro, anticipaba la muerte; una muerte mas horrorosa que la natural, porque era una muerte social, una muerte con sentimiento, con padecimientos inmensos, con humillaciones desesperadoras: un leproso era menos que un perro; era un ser que causaba espanto, del que todos se apartaban con horror, al que escuchaban desde lejos, al que se podia matar si bebia en una fuente ó en un arroyo, del que nadie tenia compasion, porque aquel mal se consideraba como castigo del cielo.
Esta preocupación era común entre cristianos y musulmanes.
Sayaradur por lo tanto, mandó á los cuatro soldados que so detuvieran, y se encaminó sola á la primera cabaña.
A medida que se acercaba á ella, el leproso que estaba á la puerta, agitaba con mas fuerza su carraca, á pesar de lo cual Sayaradur fué avanzando hácia!a cabaña.
El leproso, que era un anciano cubierto con un sayo de lana oscuro, creyó que sin duda el que so acercaba no comprendía lo que quería decir el sonido de la carraca, y le dirigió la palabra, esponiéndose por lo tanto á ser muerto en el acto.
—¡Apartate, apártate tú, cualquiera que seas! dijo: ¿no temes ser maldito como yo, si mi alíenlo abrasado corrompe tu sangre?
Sayaradur se detuvo ya á la puerta de la barraca, y echó pié á tierra..
—¿Por qué me has hablado, dijo dulcemente, cuando sabes que el hablarme te espone á la muerte?
—Porque soy cristiano, contestó el leproso.
—¡Ah! esclamó con admiración Sayaradur: y porque eres cristiano...
—Tengo caridad... contestó gravemente el leproso, retrocediendo hácia el fondo de la cabaña, á medida que se acercaba Sayaradur á él.
—¡Ah! y porque tienes caridad...
—Evito que un semejante mio perezca, á costa de mi propia vida.
Aquella caridad era sublime.
Sayaradur se maravilló ante aquella ardiente caridad del cristianismo, y arrastrada por ella, se despojó del guantelete, y tendió su mano al leproso.
El leproso retrocedió hasta tocar la pared de su barraca.
—¡Aparta, aparta, señor! gritó el leproso: ¡no provoques la cólera de Dios, no la desafies!
Sayaradur adelantó y esclamó:
—¡El Dios de los cristianos me salvará, si quiere que crea en él!
Y asió la mano del leproso.
—¿Quién eres? esclamó el anciano retirando precipitadamente su mano.
—Soy una mujer que ama, y que todo lo sacrifica por su amor.
—¡Oh Dios mio! esclamó el leproso; tú has hecho que del mal provenga el bien; tus juicios son inescrutables. ¡Bendito seas, Señor!
En aquel momento sonó una robusta voz á la puerta.
—¡Por Gabriel y todos los arcángeles del sétimo cielo, perro maldito y condenado! ¿cómo te atreves á hablar con una criatura?
Y desmontando del caballo quien habia pronunciado aquella palabra, desnudó su yatagan, y penetró en la choza.
Aquel hombre era el walí Rajatul-laj.
—¿Ha venido el faquí, cristiano? dijo gravemente Sayaradur, interrumpiéndole y adelantándose hácia él.
—Sí, noble señor.
—Sal de la choza.
Rajatul-laj retrocedió.
—Envaina el yatagan y sígueme..
—Pero ese infiel...
Ese infiel, Rajatul-laj, vale mas que tú y que yo. Y al salir de la choza arrojó en el cepillo de la cruz, un puñado de monedas de oro.
—¿Y has tocado al leproso, señora? dijo cuidadoso el walí.
—Le he tocado, porque...
—¿Porqué?., ¡por una imprudencia!... esclamó aterrado el walí. ¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¡tú no consentirás que la lepra sea la paga de tanta caridad!
—¿Dónde está el faqui cristiano?
—Hélo alli, señora, dijo el walí.
—¡Cómo! ¿y pe ha detenido temeroso de llegar á eses desgraciados?
—Le he mandado detener yo.
—Mándale que se acerque.
El walí hizo una señal á un anciano pobremente vestido, que estaba á alguna distancia apoyado en un báculo.
El anciano se acercó.
Su semblante era venerable, su mirada dulce, su apostura digna.
—¡Que Dios te proteja, noble mancebo, y te conceda prosperidades! dijo el anciano en buen árabe.
—¿Quién eres?
—Soy Teobaldo, obispo de Córdoba: me han dicho que un príncipe árabe me llamaba para hacer una obra de caridad, y he venido en el momento.
—¿Cómo entiendes tú la caridad?
—La caridad es la virtud que nos hace olvidarnos de nuestras propias necesidades para satisfacer las de los demas.
—¿Según eso, la caridad es una gran virtud?
—¡La caridad! esclamó con efusión el obispo, es el amor eterno, infinito creador; la caridad es la primera virtud del hombre, la virtud de las virtudes; quien tiene caridad, lo tiene todo; quien es caritativo es santo.
—¿Y la caridad es el cristianismo?
—SI.
—¿Según eso todos los cristianos son santos?
—Desgraciadamente no, contestó suspirando el obispo: desgraciadamente se encuentran muy pocos hombres de caridad ardiente y desinteresada: ¡oh! ¡si asi no fuese! Entonces el hombre no se teñiría en la sangre del hombre: entonces todos estaríamos unidos con el dulce lazo de la fraternidad.
—¿Y tú eres caritativo, puesto que eres cristiano?
—Yo vivo entre infieles, espuesto á la esclavitud, á la deshonra, al martirio, por no dejar sin pastor al rebaño que me ha confiado Dios: y sin embargo, no me atrevo á decir que tengo caridad.
—Mira, dijo Sayaradur, mostrándole á poca distancia á los leprosos, que puestos á la entrada de sus cabañas, ajitabau sus carracas con una unidad lúgubre y desapacible: esos desdichados están separados del mundo, son cadáveres que sienten el luego de la lepra en sus entrañas, la desesperación en el alma: todos huyen de ellos, todos los maldicen: les está prohibido acercarse hasta á los animales domésticos...
—La ley mira la caridad desde un punto mas alto que el hombre; la ley quiere prevenir un contagio funesto, y es cruel con el contagiado.
—Cruel, si; muy cruel, dijo Sayaradur: ¿quién duda que muchos de esos desdichados tendrán esposas, hijos, á los que no pueden ver, á los que no pueden acercarse? ¡Oh!esto es horrible, de todo punto horrible.
—La caridad puede hacer mucho por esos desdichados.
—¿Puede volverles la paz del alma, los goces de la familia?
—No: pero puede consolarlos.
—¡Insuficiente caridad!
—Dios los ha tocado con su mano: Dios sin duda los ha castigado: una caridad mal entendida que los pusiera en contacto con los demas hombres, seria un crimen: tocarlos es sentenciarse de una manera infructuosa al aislamiento, porque seria un crimen acercarse á los demas estando contaminados.
—¿De modo que verías morir á uno de esos infelices, le verias desesperado, entregado al dolor y no le socorrerías?
—¡Oh! si, aunque despues hubiose de quedarme en su cabaña como un hermano.
—¡Oh! esa es una santa caridad.
—Jesucristo amó á sus enemigos y los perdonó.
—¡Amar y perdonar á sus enemigos! ¡oh! eso es imposible.
—Hé aquí por qué es casi imposible la caridad.
—Pues bien: escucha, añadió Sayaradur apartándose mas con el obispo Teobaldo; yo quiero ser cristiana.
—¡Cristiana!
—Si, yo soy una mujer.
—¿Una mujer?
—Sí, añadió Sayaradur, apartándose mas, y descubriendo su semblante á Teobaldo.
El obispo exhaló un grito de sorpresa ante tanta juventud, tanta hermosura y tanto candor.
—Yo soy Sayaradur, la bija del grande y magnifico Almanzor.
—¿Y quieres ser cristiana?
—Si.
—¿Y quién ha hecho descender hasta ti la fé?
—El amor.
—¡El amor!
Sayaradur describió al obispo, con la fuerza y la lozanía de su imaginación oriental, su amor hácia el conde Gonzalo Gustios de Lara.
—¿Y sabes por qué le he amado? dijo: por caridad: yo conocí sus desgracias, desgracias que él no sabe todavía: vi un padre sin hijos, sin esposa; un cautivo sin patria, porque mi padre le retendrá aquí para que no pueda ir á su patria y reconocer toda la estension de su desdicha. Yo he dicho mis amores á ese hombre, y ese hombre me ha desdeñado porque no soy cristiana.
—¡Oh! ¿y es el amor, una pasión impura, la que te trae al cristianismo? dijo severamente el obispo.
—¡Oh! no, esclamó Sayaradur: yo le amo como se aman los ángeles, yo amo su alma; sí no puedo ser su esposa, seré su hermana: ¿no te he dicho que le amo por compasion?
—¿Y el señor de Lara te corresponde?
—He visto el amor en sus ojos, pero un amor puro y noble como el mío: yo quiero que nada nos separe, creer en el Dios que él cree, orar al Dios que él ora.
—¿Y no te aterra que tu padre?...
—¡Oh! no: seré mártir si es preciso.
—Has sido imprudente: has venido con personas que pueden sospechar...
—Solo una de esas personas me conoce: y esa persona es el walí que ha ido á buscarte á Corthobah: Rajatul-laj callará, porque aunque su respeto á mi padre le ha sostenido en los límites del respeto, yo sé que me ama.
—¡Oh Dios mio! ¡Dios mio! ¡y cuán incomprensible es tu providencia! ¡por cuán torcidos caminos trae.; al redil una obeja perdida!
—Escucha, dijo Sayaradur; yo he puesto mi confianza en el Dios de los cristianos, y he entrado en la cabaña de un leproso, he tocado su mano.
Y le mostró su hermosa y pequeña mano, que tenia aun descubierta.
El obispo, maravillado de tan sencilla fé, de tan intenso amor, de tan gran corazon, asió aquella mano y la estrechó contra su pecho con la efusión de un padre.
—Mira, añadió Sayaradur; hasta que he amado, hasta que he sufrido, no he comprendido el sufrimiento ageno; pero cuando he sentido en mi alma la sed del amor y la desesperación de no poder satisfacerla, me he acordado de la desesperación de los demás: lié allí, me decia, esos esclavos que labran mis jardines, que están lejos de su patria, lejos de los suyos, lejos de las prendas de su alma. Entonces para consolarme á mí misma acerca de aquel infortunio, busqué otros séres mas desdichados y los encontré: mis esclavos están tratados con humanidad, alimentados, vestidos, tienen la esperanza de ser rescatados... se les trata como hombres; pero estos miserable leprosos, separados del mundo, heridos por la mano de Dios, sin esperanza, sufriendo los horrores de una enfermedad incurable, despedazado el cuerpo por la lepra, el alma por la desesperación; insultados y maldecidos por todo el mundo... ¡Oh! son los séres mas desdichados de la tierra; todos los abandonan, sufren el hambre, la desnudez, el frió, la liebre... y he querido aliviarlos... he venido, y te he llamado... á ti sacerdote del Dios á quien adora el hombre á quien amo.
—¿Y como piensas aliviar á estos infelices? dijo conmovido el obispo.
—Quiero fundar un almarestan [16] para ellos en el mismo sitio en que están sus barracas.
—Pero si tu padre sabe...
—No, no lo sabrá. Pide licencia al califa en nombre de los mozárabes, de quien eres faqui: di que ellos harán á su costa el almarestan, y... toma: aquí hay un tesoro.
Y dió á Teobaldo el saco de seda en que guardaba la pedrería.
—¡Oh Dios mio! ¡Dios mio! esclamó el obispo: tiene la le de una mártir, y la dulzura de una santa.
—Yo no soy mas que una mujer que ama. Escucha: yo haré que el califa te conceda al momento la licencia: cuando la hayas obtenido, marcarás un surco con un arado en toda la estension que se vé desde la márgen del río hasta aquella verde colina, coronada de tejos en su anchura, y en su largo, desde el lugar en donde estamos hasta el puente.
Era una inmensa estension de terreno la que habia señalado Sayaradur.
—¿Y habrá bastante precio en este saco para todo eso? dijo el obispo maravillado por la grandeza del pensamiento de Sayaradur.
—En ese saco hay un tesoro, y despues de hacer lo que te diré, aun quedará para subvenir por muchos años al alimento de los leprosos. Escucha: luego traerás cuantos jornaleros encuentres; amontonarás materiales, rodearás de un muro ese terreno, abrirás una acequia en el rio, y la meterás dentro del cercado: ellos no pueden tocar á las aguas corrientes; pues bien, que tengan agua suya, y que esa corriente la beba la tierra del cercado sin salir de él. Luego en el centro levantarás el almarestan, de piedra, de un sol piso, y le liarás con habitaciones suficientes, limpias y cómodas; rodearás de jardines y de alboreas el almarestan; plantarás bosques de árboles, á cuya sombra puedan pasar los ardores del estio; y en medio de esos bosques liarás una mezquita cristiana, abierta de modo que puedan escucharte sin contaminarte, porque yo quiero que seas su faqui: cuando todo esto esté hecho, (pie ha de ser muy pronto, empleando cuantos hombres sean necesarios, pondrás muebles y lechos, y proveerás al edificio de todo cuanto requiere un almarestan.
El obispo escuchaba trasportado á Sayaradur, y tuvo impulsos de arrojarse á sus pies, porque en lo conmovido y febril del acento de la jóven, en la espresion de sus ojos, en todo su ser, en fin, se comprendía que no era aquel uno de esos votos con los cuales se pretende poner á usura el favor divino, sino el sentimiento espontáneo de un alma escesivamente compasiva, que se conmueve ante el sufrimiento de sus semejantes.
—Y luego, luego... dijo el obispo, cuando todo eso esté hecho, cuando se haya agotado el fruto de tu generosidad, cuando tú ya no existas, ¿quién alimentará, quién cuidará de los infelices leprosos? La caridad pública no acude mas que á la miseria que se muestra en su desnudez y en sus harapos; cuando la miseria tiene casa, nadie la compadece.
—Escucha: ¿ves á lo lejos aquel camino que llega hasta el rio, que no tiene por allí puente, y que los habitantes de la montaña se ven obligados á vadear con peligro de su vida? Pues bien; allí construirás un puente fuerte: yo haré que el califa conceda al almarestan para su sostenimiento un derecho perpétuo de pontazgo: la poblacion que viene por allí para ir á Corthobah es numerosa; viene cargada de legumbres y comestibles, y preferirá pagar un corto derecho, al largo rodeo que necesita para llegar á ese punto inmediato; además, yo haré que el califa destruya ose puente, y solo quede el de los leprosos.
—¡Ah! lo has previsto todo, señora, y eres una providencia para esos desdichados.
—Tú, en cambio, me instruirás en la religión cristiana.
—¡Oh! sí.
—¿Vendrás aquí todos los dias al amanecer?
—Vendré.
—Yo tendré á tu mandado un palanquín y cuatro esclavos.
—¡Oh! ¡no! Por salvar un alma, caminaría yo sin descanso sobre abrojos.
—Eres anciano y débil.
—Soy sacerdote de Cristo. No, no... nada aceptaré de tí; vendré: y vendré desde mañana.
—Pues hasta mañana, hombre de Dios.
—Que él te bendiga, señora; esclamó Teobaldo, no atreviéndose á bendecirla con la acción, por temor de infundir sospechas al walí que, aunque á larga distancia, miraba con recelo aquella larga entrevista.
Sayaradur se cubrió de nuevo la mano y el semblante, montó á caballo, y seguida de Rajatul-laj y de los soldados, se encaminó al palacio de Azahrah.
Teobaldo no dejó de fijar en ella una mirada de amor hasta que perdió de vista la cabalgata en una sinuosidad de la ribera.
Entonces se sentó en una piedra, y abrió el saco de seda: el resplandor de los brillantes y la belleza de las perlas, de los rubíes y de las esmeraldas le deslumbró.
—¡Un tesoro! esclamó: ¡un tesoro para emplearle en caridad! ¡Oh! ¡bendita seas tú, bija mia, bendita de los desdichados que van á deberte el consuelo, bendita en el nombre de Dios!
El obispo se puso de pié. Visitó una á una las cabañas de los leprosos, les consoló, y apoyándose en su báculo, se encaminó en paso lento á Córdoba.
La vida es una continua contraposición de luz y de sombra; la virtud lucha continuamente contra el crimen, y despues de una hermosa acción, nuestros ojos, nuestra alma, sienten sin transición de una manera brusca el horror de un hecho abominable.
Cabalmente estaba aconteciendo un ejemplo de esta verdad, en tanto que Sayaradur estaba ausente del palacio de Azahrah.
En el momento en que Sayaradur salia de él por las ruinas, un hombre envuelto en un alquicel blanco, sin toca ni almaizar, mostrando en el semblante las huellas del insomnio y de un disgusto sombrío, se paseaba meditabundo en una ostentosa cámara, con un pergamino en la mano, sobre el que arrojaba de tiempo en tiempo una indescribible mirada de cólera é impaciencia.
Aquel hombre era el príncipe Mojanmet-al-Madhi-bi-laj.
Aquella carta era una comunicación de Almanzor, que acababa de traer un correo de la frontera.
—¡Almanzor vence! esclamaba roncamente: el insulto que se nos hizo con la muerte de nuestro embajador, ha sido cobrado con torrentes de sangre castellana: volverá en breve: Almanzor ama al conde cristiano, le aliviará de sus hierros, le honrará: será capaz de darle á su hija... porque el conde no resistirá á la tentación... Yo mando aquí... podria hacer desaparecer á mi enemigo, por medio del tósigo, ó del puñal... Almanzor me pediría cuenta de él: aunque muriese naturalmente en su calabozo, del mismo modo me haría cargo de su muerte, la atribuiría á la prisión... es necesario que el cristiano esté libre cuando Almanzor vuelva... el cristiano callará, porque existe entre los dos un secreto... yo le hice prender ya dentro de las habitaciones de Sayaradur... esto podría servirme de disculpa... pero ese hombre... ese hágib tan severo, tan noble, tan fiel en sus promesas, acabaría por ver en la prisión del conde una venganza... él de seguro, no hubiera aherrojado á Gonzalo Gustios... no... le hubiera obligado á unirse á ella ó hubiera vengado su afrenta con su acero... es necesario, pues, que nada de esto sepa Almanzor... y nada sabrá... Sayaradur callará, Gonzalo Gustios callará, y yo me desharé en silencio de las gentes que me han servido... Pero es necesario que yo me vengue de una manera que no parezca que me vengo... y me vengaré: despues me finjiré indignado... pero mi venganza es horrible; horrible de todo punto: no sé por qué yo que no me he detenido, sino hasta el escándalo; dudo ahora y tiemblo, aunque estoy seguro de que nadie sospechará siquiera que he llegado hasta tal punto... me estremece... pero no tengo otro medio, un poder incontrastable defiende al conde... es cierto que me queda un camino... ponerle en libertad... retarle... medirme con él... si estuviese seguro de matarle... pero el conde os fuerte, diestro y valiente... yo también lo soy... pero la suerte, la suerte... ese poder caprichoso... ó la fatalidad... esa ley inmutable... si me venciese... el porvenir de un califato perdido... mi amor desesperado, mi venganza malograda... si estuviese seguro de matarle en campo leal, ante jueces, como caballero, yo diría á Almanzor: te he vengado matando á un hombre que asaltaba tu honor, y el hágib me tendería la mano, y acaso Sayaradur me amaría al verme vencedor de ese hombre á quien atribuye todas las grandezas, todas las prendas que hacen amar á nuestras mujeres... pero esto es aventurado... muy aventurado.... es necesario que me vengue de otro modo... ¡oh! ¡morir sin venganza, á manos de un hombro á quien aborrezco con todo el ódio que inspiran los celos! ¡no!... ¡no! ¡mil veces no!
Mojamnet inclinó la cabeza abatido, y siguió paseándose y lanzando furtivas miradas á la carta.
—Almanzor tardará poco: continuó, reducirá á una paz vergonzosa é impotente al castellano, y vendrá... Acaso, acaso ya ha pasado las fronteras! Es necesario concluir y concluir pronto.
Pintóse de nuevo la vacilación y la ansiedad en el semblante de Mojanmet.
—Hace ya mucho tiempo que otra venganza impaciente me asedia y solicita de mí que la permita satisfacerse: yo la he rechazado con horror, ese hombre está en Medinat Azahrah... pues bien... fuera dudas y suceda lo que quiera... venguémonos, permitiendo esa venganza, insuficiente para mi ódio por mas horrible quesea, pero la única de que puedo usar.
—Y yendo á la puerta, esclamó.
—¡Jael!
Inmediatamente apareció un esclavo egipcio, que no pasó de la puerta y se prosternó.
—Acércate le dijo Mojanmet.
El esclavo se acercó con los brazos cruzados y la cabeza inclinada y volvió á prosternarse.
—¿Está aun en la ciudad, tu amigo? le dijo el príncipe.
—¿Qué amigo, señor?
—El enviado del rumy.
—Si, señor.
Mojanmet fué á una mesa sumamente baja, y sentándose en un divan escribió en un pergamino.
Cuando hubo concluido, se levantó y le entregó al esclavo.
—¿Qué es esto, señor? dijo Jael.
—Esto es una órden para que dejen entrar á tu amigo en el calabozo del conde rumy.
—¡Ah! ¿y puede entrar como desea?
—Sí, Jael, sí: acompáñalo y lleva tú mismo esa órden: uno solo es el alcaide del calabozo; que solo él la vea.
—Muy bien, señor.
—Cuando hayais concluido...
—¿Qué, señor?
—Volverás á mi á entregarme este pergamino.
—Lo haré.
—Vete.
El esclavo salió sin volver la espalda, y desapareció.
Mojanmet quedó aterrado como aquel que ha dado el primer paso en un gran crimen.
—¡Oh! esclamó: ¡horrible! ¡horrible!... sangre por todas partes: pero también es horrible el estado de mi alma... yo la amo... la adoro... y ella... ella ama al cristiano... ¡Oh! seria capaz de incendiar al cielo y á la tierra... y reducir á polvo las luminarias del abismo si estuviese en mi mano... pero es preciso borrar las huellas... y las borraré ¡Athar! gritó.
Presentóse otro esclavo tan servil como el primero, y que como aquel no pasó de la puerta.
—Ven acá, le dijo el príncipe.
El esclavo se acercó y se prosternó.
—Me eres fiel y estoy satisfecho de tí; dijo Mojanmet.
El esclavo guardó un profundo silencio.
—Vé y espera en el corredor oscuro que dá al patio del Ciervo.
—Muy bien, señor.
—Al que pase por allí, sea quien fuere...
—¡Le mato!...
—Eso es... luego, cuando oigas mi silbato, recoges los cadáveres que hayas hecho, los arrojas por las compuertas al rio y lavas la sangre.
—Muy bien, señor.
—Vete.
El esclavo fué á salir por donde habia entrado.
—No, por ahí no... por aquí... espera ya.
Y abriendo una puertecilla, dió salida á Athar.
Mojanmet continuó paseando meditabundo por la cámara.
Dormía el señor de Lara sobre el monton de paja de su mazmorra, uno de esos sueños que no pueden buenamente llamarse sueños, sino letargos de un alma que cansada de un sufrimiento continuo y roedor, se replega, se entumece y por algún tiempo deja de pensar y de sentir; letargos interrumpidos, de los que se despierta con la cabeza escandecida por la fiebre, los oídos zumbando, la boca árida y seca, y durante los cuales se ven horribles visiones, séres monstruosos y sombríos, que ninguna relación tienen con los séres naturales; letargos que dejan el alma dolorida, comprimida, anonadada; que son el padecimiento físico de la enfermedad moral del espíritu; letargos llenos de terror, de ansiedad, de duda: infinitos en su fondo como el caos, como él misteriosos, como él apenadores.
El conde, entregado á uno de estos vapores horribles, se revolvía de tiempo en tiempo, y acaso surgían lágrimas de sus ojos, gemidos de su corazon.
Gonzalo Gustios luchaba con un amor misterioso, infinito, que le atormentaba, que era rechazado por sus creencias de cristiano y de caballero, por su amor á doña Sancha, por la pureza de su alma, que nunca habia abrigado ni aun el pensamiento de una traición. Acusábase de haber sucumbido, ya casi en la edad madura, á esa enfermedad del espíritu que se llama amor, á ese fiebre necesaria, á esa tendencia irresistible del corazon, por una mujer de quien podia ser padre: y sin embargo, á pesar de su conciencia aquel amor le halagaba: un misterioso instinto le unia á él como á una esperanza; una llama ardiente, intensa, dulce, abrasadora á la vez, parecía haber hecho presa en su alma, y estos pensamientos continuos de amor, de deber, de honor, puestos en lucha, desde la salida de Sayaradur de su calabozo, habian acabado por producir en él aquel estado de escitacion, y luego el letargo, la pesadilla con sus fantasmas, sus séres monstruosos y sus terrores.
En aquel sueño pasaron por su alma como reflejados por una linterna infernal, su esposa, sus hijos, sus veinte años de gloria, sus luchas de córte, cuanto de querido tenia en el mundo, cuanto de notable habia pasado en su vida; pero alterado, confundido, invertido, revuelto; su voluntad se resistía á la influencia del delirio, y sin embargo no podia lanzarle de sí; y era que la fiebre de su alma se había apoderado de su cuerpo, y lo torturaba, lo abrasaba, le hacía ver un mundo de fantasmas.
Hubo un momento cu que una de estas visiones demasiado horrorosa, le despertó haciéndole arrojar un grito: había visto á sus hijos uno detras de otro, marchando gravemente con las cabezas debajo del brazo; cada una de estas cabezas arrojaba un grueso chorro de sangro, y aquella sangre, amontonándose, subia y llenaba su calabozo: sucesivamente le llegaba á las rodillas, despues al vientre, luego á la cintura, al pecho, al cuello en fin; el conde so había subido á su asiento de piedra y la sangre había subido: se habia asido como un reptil á las asperezas del muro cuando habia podido, pero al fin la estension de la cadena le impedía subir mas, y entonces la sangre crecía y una tibia oleada tocó sus labios: entonces el horror de beber la sangre de sus hijos le despertó.
Pero despertó con uno de esos horrores fríos que crispan nuestros miembros, que herizan nuestros cabellos, que nos estremecen de los piés á la cabeza, y que nos obligan á dar gracias á Dios porque lo que hemos visto no ha sido mas que un sueño.
El conde Gonzalo Gustios era valiente, y lanzó de sí la influencia de aquella pesadilla, que rechazó por monstruosa: comprendió que aquella visión de sangre no habia sido otra cosa que un efecto de sus impresiones y de!a absoluta ignorancia en que estaba acerca de su familia; fortalecióse, pues, oró, y resuello á resistir cuanto le fuera posible aquel sueño que tan horrorosas imágenes le ofrecia, se sentó en el poyo de piedra del calabozo.
Pero habia una visión, un recuerdo, que ni aun despierto podia desechar, y aquel era el recuerdo de Sayaradur.
El conde recurrió de nuevo á la oracion, pero en aquel momento sintió ruido de pasos en las escaleras, se vió una luz por los resquicios de la puerta, oyó el ruido de un cuerpo metálico que dejaban en el suelo, y luego el de las llaves que abrían candados y cerrojos; al fin la puerta se abrió, apareció el alcaide mudo, y con él un bulto embozado.
El bulto entró con una linterna, que dejó sobre el pavimento, y se encaminó solemnemente al conde.
—¿Me conoces? dijo descubriéndose.
El conde le miró atentamente, despues de lo cual contestó:
—No te conozco.
—¡Que no me conoces!... sin embargo, he vivido en tu casa todo el tiempo que vivió en ella doña Lambra Sanchez.
El conde no conocía los amores de doña Lambra y de Gonzalo; se habia reconciliado buenamente con ella, y contestó:
—¿Te envía doña Lambra á mi?
—Sí, poderoso señor; por doña Lambra vengo, ella me trae.
—Y bien... concluye, esclamó Gonzalo Gustios: ¡adelante! hace una eternidad que no tengo noticias de mi familia.
—Yo te las traigo.
—Mi esposa...
—Tu esposa ora, ansiando tu vuelta.
—Mis hijos...
—Tus hijos han sostenido su fama de valientes.
—¿Y dónde están mis hijos?
—Tus hijos, Gonzalo Gustios, están en Córdoba.
—¡Oh! ¡hijos míos! ¡hijos míos! esclamó Gonzalo Gustios, alzando los ojos y los brazos al cielo, están aquí; han venido á verme.... porque no estarán cautivos, añadió el conde haciendo una transición repentina... ¡no, no lo habrá querido Dios!
—Tus hijos están mas libres que nunca, conde, dijo Jamrú.
—¡Oh! pues quiero verlos, quiero verlos al momento, ¡Oh! ¡hijos mios! ¡he creído perderlos, he tenido sueños horrorosos!... ¿y tú has venido con ellos?
—¡Oh! sí ¡los he traido con un amor y un cuidado infinitos, conde! los he ocultado como un tesoro, porque tus hijos han entrado ocultos en Córdoba.
—¡Ah! ocultos: han sabido sin duda que su padre está cautivo, y vienen á salvarle de la mala fé de los árabes.
—No acuses á los árabes de mala fé, conde: ellos no han hecho mas que asegurar unas rehenes para tomar satisfacción de un ultraje: el embajador árabe que fué enviado á Castilla despues de tu llegada á Córdoba, fué asesinado por el populacho de Búrgos.
—Pero el pueblo no asesina, si no lo impulsan.
—Y ya so ve que lo impulsaron, y le pagaron, y le instruyeron.
—¿Y quién fué el miserable...
—El miserable fué tu cuñado Ruy Velazquez.
—¿Mi cuñado?
—Si, el esposo de doña Lambra.
—Pero ¿qué interés...
—¿Qué interés? ¿Conoces tú que haya nada que tanto interese á un hombre como su venganza?
—Su venganza... No te entiendo.
—Ahora me entenderás. Doña Lambra amaba á tu hijo Gonzalo.
—¡Oh! que doña Lambra... ¿Y cómo se casó doña Lambra con Ruy Velazquez?
—Se casó para vengarse de tu hijo, que no la amaba.
—Pero esto es increíble, monstruoso.
—Sin embargo, os verdad; y tan verdad, que el infierno hizo que doña Lambra lograse fascinar á Gonzalo, y hubo amores y escándalos, hasta el punto de que Ruy Velazquez supo que doña Lambra estaba en cinta de otro que no era él.
—¡De otro que no era él!—esclamó el conde, que no podia concebir tal deshonra en su familia.
—Ciertamente: aquel hijo no podia ser suyo, puesto que Ruy Velazquez aun no ha llegado á ser marido de su esposa.
—Mientes, esclavo, esclamó indignado el conde; y miente el villano que te envia.
—No me envia nadie, repuso con una calma glacial el negro: he venido por mi mismo, como te dije, para traer á tus hijos.
El conde comprendió algo de terrible, de funesto, de falaz en el acento de Jamrú; recordó su visión desangre, y se estremeció.
—Dices que has venido á traer á mis hijos... esclamó: ¿y dónde están?... dime, ¿cómo has logrado entrar aquí?
—Es que aquí tienen también los Laras enemigos.
—¡Enemigos!... sí, enemigos miserables y viles, á quienes desprecio como te desprecio á ti.
—¡Ah! ¡ah! esclamó el negro sombríamente: harto desagradecido eres en despreciar á quien te trae las prendas de tu alma.
—¡Oh! tienes la cara de infiel y de descreído... sin duda vienes á aterrarme para servir á alguno... á algún poderoso príncipe de Córdoba... ¡Oh! ¡sí, eso es!... Pues bien, véte: dile que si no tiene mas medios que este para hacerme sufrir, todos sus esfuerzos son inútiles.¡Ah! ¡ah! y habia llegado á aterrarme por mis hijos.
—¡Tus hijos te escuchan, Gonzalo Gustios de Lara! contestó con un acento tan lúgubre el negro, que la carcajada de desprecio del conde se heló en su garganta..
—¡Que mis hijos me escuchan, esclamó; ¡que están ahí! ¡y sin embargo, no llaman á su padre!
Y Gonzalo Gustios avanzó cuanto le permitía la longitud de la cadena hácia el negro.
—¡Tus hijos! ¡que no te llaman tus hijos! esclamó con feroz sarcasmo el negro, ¡tus hijos están mudos!
Helósele la sangre al conde: el acento de Jamrú era lúgubre, uno de esos acentos en que vibran el ódio y la venganza que nos estremecen y que herizan nuestros cabellos. Miraba al negro de una manera atónita, y el negro se gozaba en aquella agonía mortal: la devoraba, la absorvia, y su ancha boca estaba contraída por una sonrisa horrible.
De repente salió; buscó un objeto detrás de la puerta del calabozo, y volvió á entrar: traía en las manos una fuente de plata, cuyo abultado contenido cubría un paño rojo. El conde asombrado, miraba aquel objeto, temblaba, estaba lívido, sufría una verdadera agonía.
—¡Hé aquí tus hijos, conde! dijo el esclavo poniendo sobre el pavimento la fuente, y descubriéndola.
Entonces aparecieron amontonadas, amoratadas, lívidas, hediondas las cabezas de los siete infantes de Lara.
El resultado fué horrible: Gonzalo Gustios, á pesar del estado en que se hallaban aquellas cabezas insepultas, las reconoció; alzóse en un movimiento terrible, estendíó los brazos, se crisparon sus miembros, se herizaron sus cabellos, so desencajó su semblante, y gritó con un acento sobrenatural, inmenso, desgarrador, acento en que parecía exhalarse toda su alma.
—¡Los siete! ¡los siete! ¡los siete!
Y como si no hubiera tenido fuerza ni vida para mas, cayó desplomado sobre el pavimento, como una res á quien acogote el carnicero.
El negro se alzó á su vez, desnudó su puñal, y se precipitó sobra el conde; pero se detuvo cuando ya levantaba el brazo para herir.
—No, no, dijo retirándose lentamente: matarlo ahora, seria hacerle un beneficio: es necesario que viva, que apure su desesperación.
Y acercando las cabezas al conde, salió sin dejar de mirarle hasta que desapareció en el fondo oscuro de la puerta.
Luego aquella puerta se cerró; rechinaron sus candados y sus cerrojos, y despues sucedió un silencio profundo.
Hay hechos en nuestra vida, que son para nuestros dolores lo que un bálsamo para una herida; refrescan, por decirlo asi, nuestra alma, la consuelan, la adormecen, la hacen olvidar por un momento sus afanes, sus cuidados, sus desgracias; esto, respecto á ciertas organizaciones, sucede cuando se ha practicado una buena acción, cuando se ha consolado á un ser mas infeliz, cuando se ha llevado á cabo un gran acto de caridad.
En esta situación estaba colocada Sayaradur: habia vuelto del aduar de los leprosos por las minas, la habia desarmado Rajatul-laj, habia cambiado de trage, y estaba indolentemente reclinada en uno de los divanes de su cámara.
Era el medio dia, y un sol resplandeciente iluminaba con un resplandor dorado las celosías y los calados de las ventanas de la cúpula; el corazon de Sayaradur se dilataba, gozaba como nunca habia gozado, y le parecía escuchar incesantemente una voz que le decia:
—Sé cristiana y te amo.
No hay poder que ejerza mas influencia en la sangre que el amor, y el amor habia convertido á Sayaradur; para ella el cristianismo era la esperanza, la fidelidad, el amor.
Hay momentos en que nuestra alma se aduerme en lánguidas delicias, en que parece que dejamos de ser lo que somos para convertirnos en seres mas espirituales: en que nuestro pensamiento reposa satisfecho en la contemplación de una existencia desconocida; situaciones que son otra cosa que el reposo, la espansion, la fruición, por decirlo así, del alma que parece abstraerse del cuerpo y reducirse á si propia: esas situaciones de que gozan raras veces en la vida, algunas almas privilegiadas, que parecen un remedo de ir á vida mejor, infinita, dulce, satisfecha, sin necesidades, sin afanes, sin pasiones, no son otra cosa que el sueño, el adormecimiento, por mejor decir, la elevación del espíritu. Quien se encuentra en tal situación, puede decirse que durante ella no pertenece á la tierra ni está sujeto á sus miserias, pero estas situaciones duran muy poco: una tibia oleada del viento de la vida basta para desvanecerlas, y como todo en esas situaciones es abstracto, al desaparecer ni aun su recuerdo dejan al ser á quien han poseído.
En esas situaciones es cuando mas se revela el carácter del ser que se encuentra en ellas: si es mujer, y mujer hermosa, su hermosura resplandece; parece que sus ojos brillan con un fuego divino; si es sábio, su mirada profunda, lúcida, pensadora, es un abismo de ciencia: si es guerrero, el fuego sacro del valor noble y generoso, destella de su semblante: si es poeta, esta abstracción es la inspiración, y por mas que sus ojos sean pequeños, por mas que los vicie el estrabismo, tengan los defectos que queráis, en esos sublimes momentos siempre encontrareis en ellos la chispa del fuego creador.
Inútil es decir, sabiendo que Sayaradur era hermosa y que estaba poseida de uno de estos arrobamientos, que su hermosura resplandecía.
Y entonces, nada mas puro que su alma: regenerada por la caridad, su amor al conde era caridad: porque hé allí la prerogativa de las virtudes: los placeres que nos hacen sentir, infinitos, inmensos, solo comprensibles para quien los siente, son tan puros como la causa que los motiva.
Y entonces el sol tenia para Sayaradur otro color mas bello; su luz un resplandor mas dulce, su ardiente álito parecía aspirar y respirar todo el aire de la creación; sus ojos dejaban partir por entre sus medio cerrados párpados, á través de sus largas pestañas negras, una mirada lúcida, densa, poderosa, irresistible: su cuerpo abandonado sobre el divan, con la cabeza apoyada sobre el hombro, abandonado el brazo sobre los almohadones, ostentaba encantos de inflexión, de esbeltez, de voluptuosidad, porque nada hay tan voluptuoso como el puro descuido de una mujer bella.
Así la blanca gacela que aun no conoce los peligros, se adormece entre la enramada, durante las ardientes horas de la siesta. Pero de repente se oye á lo lejos el ronco son de una bocina, ladridos de perros, gritos de cazadores: la gacela salta asustada de su lecho, se detiene, escucha, conoce el peligro, su corazon late apresurado, y huye llena de sobresalto.
Una voz que resonó á la puerta de la cámara de Sayaradur, fué (jara ella lo que la bocina y el estruendo de montería para la gacela.
Aquella voz que era la de una de sus esclavas, habia dicho:
—El escelente, magnífico y poderoso señor príncipe Mojanmet Al-Madhi-bi-laj, pide licencia á tu hermosura para verte.
Y á pesar de lo dulce del acento de la esclava, al pronunciar estas palabras, resonó en los oidos de Sayaradur, como el sonido tremendo de la trompeta del arcángel que nos ha de llamar á juicio el último dia.
El sueño, el dulce sueño de Sayaradur desapareció: dudó si recibiría ó no al príncipe, pero este que lo habia previsto y que solo se habia hecho anunciar para llenar una fórmula y no aparecer descortés, adelantaba ya.
—Bien venido sea el favorecido de Dios, el noble pariente del califa mi señor.
El príncipe llegó hasta el divan, tocó galantemente con su mano el almohadon en que Sayaradur apoyaba sus preciosos pies, besóle la mano, y dijo conteniendo, mal lo convulsivo de su voz.
—Que el Señor Altísimo y único, proteja y cubra de venturas á la luz del cielo, á la hermosa de las hermosas, á la incomparable Sayaradur..
Despues, acercó un almohadon y se sentó á los piés de la jóven á alguna distancia de ella.
Despues sacó de la parte interior de su jaqueta una gacela enrollada, y la entregó á Sayaradur.
—¿Y qué es esto? dijo la jóven reteniendo la gacela enrollada en la misma posicion en que la habia recibido.
—Es una carta del vencedor hágib, tu padre, al invencible califa Hescham.
Sayaradur desenrolló lentamente la perfumada y finísima gacela, y la leyó: á medida que leia, su semblante se mostraba alternativamente rojo y pálido, y el príncipe aspiraba con un interés profundo los accidentes que tenían sucesivamente lugar en el semblante de Sayaradur.
—Mi padre, mi noble padre ha vencido, y vuelve, dijo devolviendo maquinalmente la gacela á Al-Madhi.
—Esta tarde, cuando se escuchen en los alminares las voces de los muecines, llamando á los fieles á la oracion de Almagreb. El poderoso califa, mi señor, saldrá rodeado de su pompa de califa al encuentro del mas valiente y afortunado de sus vasallos. ¿Y qué hará entre tanto la alegría del mundo, la hermosa doncella, su bija?
—Esperaré impaciente á mi buen padre, contestó Sayaradur con voz insegura, porque no comprendía la intención de la pregunta de Al-Madhi.
—Creo, Sayaradur, que por mucho que ames al valiente y afortunado Almanzor, por esta vez quisieras que no hubiera vencido tan pronto.
—¿Y qué tengo yo que temer de mi padre?
—Tu padre podría saber que una noche el conde rumy, que había sobornado á dos de tus esclavos, tuvo el atrevimiento de acercarse hasta las puertas de tu cámara; puedo saber que un hombre que velaba por su honor... y por el de su hermosa hija, se apoderó del conde, le arrastró á un calabozo, é hizo matar á los dos esclavos traidores: puede saber...
—Mi padre, al saber la prisión del conde, le pedirá una estrecha cuenta, principo... porque has abusado de tu poder, has faltado á la confianza que en ti depositó mi padre; has herido en su libertad á un noble y valiente caballero, á quien debías respetar por su virtud, por sus desgracias, por la amistad que le concede mí padre.
—¿Y no le he respetado? Si otro hombro so hubiera atrevido á lo que se ha atrevido el conde, ¿dónde se podría encontrar su cadáver? Si Almanzor sabe que Gonzalo Gustios ha sido preso, sabrá también...—y Al-Madhi dió á estas palabras un marcado acento de amenaza,—que su bija, su altiva y noble hija, la esperanza de sus canas, la querida de su alma ha llegado hasta el punto de amar á un cristiano, de olvidar por él lo que debe á su honor, á su padre, á su religión.
—¿Creo que no te habrás atrevido á venir á insultarme? dijo Sayaradur levantándose con dignidad.
—Sayaradur, dijo con calma el príncipe; nunca las verdades han sido insultos: ¿es culpa mia acaso el que tu amor por ese cristiano no baya sabido contenerse? ¿Es culpa mia el que mis celos, la dignidad de tu padre, tu dignidad propia me hayan obligado á encarcelar al conde para impedir un estremo lamentable de que me hubiera visto obligado á responder á tu padre? No, Sayaradur. Yo podia sobreponerme á mi amor ofendido, á mi orgullo ajado; pero no podia olvidar lo que debia á la honra que Almanzor me habia dejado en depósito.
—¡Mientes! esclamó Sayaradur: tú, prendiendo al conde, no has hecho otra cosa que vengarte. ¡Vengarte! ¿y de qué?... ¿pues crees que jamás hubiera yo sido tu esposa, aunque te hubieses sentado sobre el divan del califato de Corthobah? Te engañas, Al-Madhi: hubiera preferido mil muertes... hay entre nosotros un abismo que nos separa. Tú eres traidor, receloso, fatal, y yo... yo no puedo mentir; yo no puedo ocultar mi ódio, ni violentar mi alma... tus celos son ridículos, puesto que yo ni le he amado, ni te amo, ni te amaré.
Al-Madhi palideció densamente.
—Hablas con tanta arrogancia, Sayaradur, porque eres hija del poderoso, del grande, del temido hágib Almanzor, del califa de Occidente, en una palabra: tú eres una verdadera princesa, porque de tu padre es el poder, la fuerza, las espadas de nuestro imperio: los demas, desde el califa Hescham abajo, somos verdaderos súbditos de tu padre; él hace la paz y la guerra; él decreta los impuestos; él escribe las leyes: su voluntad aquí es omnipotente.
—Y justa: si el califato de Occidente no so ha quebrantado ya con la guerra civil, si los cristianos están contenidos en las fronteras, á mi padre se debe... si tú aparentas lealtad, es de miedo... si tú me arnas, es porque crees que casándolo conmigo aseguras la voluntad de mi padre y con ella el califato... Pues bien, Al-Madhi, tú serás califa sin ser mi esposo, si Hescham muere sin hijos... por lo tanto, deja de amarme, no me atormentes mas con tu presencia, ni te entrometas en que yo ame ó deje de amar al cristiano.
—Yo le amo por tí misma, Sayaradur; adoro tu hermosura: por poseerla daría los imperios de Oriente y de Occidente... pero mi amor despreciado no quedará sin venganza. Ama al rumy, ámale; en la misma culpa encontrarás el castigo., y sálvale, sé su libertadora. ¡Qué! ¿no te estremeces de placer? ¿no tienes una sonrisa de agradecimiento para el que te entrega al hombre de tu amor?
—Tu misericordia para con el conde rumy es miedo, dijo con desprecio Sayaradur; temes que mi padre al volver te pida cuenta de esa prisión.
—Yo podría decir á tu padre: el cristiano so ha atrevido á tu honra.
—Mí padre hubiera creido mejor al honor de su amigo el conde cristiano y á las protestas de su bija, que á tus palabras de traidor.
—¿Es decir que nada te importa la libertad del conde?
—Mi padre le sacará de su encierro.
—¡Ah! pero yo puedo vengarme de ti, como me he vengado de él; dijo con rabia Al-Madhi.
—¿Que te has vengado de él? dijo alentando apenas Sayaradur.
—¡Oh! ¡cuánto le amas, y cuán dulce es herirá un rival odiado!
—¡Herirle! esclamó Sayaradur avanzando hácia el príncipe con la cólera de una pantera.
—Le he herido en el alma de una manera profunda, eterna: mis celos necesitaban mas que su sangre, su desesperación, y el conde está desesperado.
Sayaradur miró de una manera estraviada al príncipe, y una horrible sospecha pasó por su alma.
—¡Tú sabias la muerte de los infantes de Lara! esclamó con acento terrible.
—Sí, respondió Al-Madhi, sonriendo con una refinada crueldad.
—¿Y habrás sido capaz...
—He hecho mas que eso.
—¡Mas que eso! Acaba, acaba, miserable, si no quieres probar de cuanto soy capaz.
—Estoy admirando hasta qué punto puede llevar una pasión liviana á una dama como tú.
—¡Por todos los ángeles y por todos los cielos, infame, que mi padre sabrá quién eres, y cuánta villanía se encierra en un cuerpo de príncipe!
—En buen hora: sabrá también que su hija es una cortesana, y su amigo el príncipe cristiano, un miserable traidor.
—¡Sal de aquí!... gritó con un ademan soberanamente altivo Sayaradur: sal de aquí, y no insultes mas mis ojos con tu presencia... sal de aquí, infame, ó te hago arrojar por mis esclavos.
—Hé aquí hasta donde nos ha traido la debilidad, la abyección del califa: la hija de un hágib, de un vasallo, se cree con bastante poder, y lo tiene en efecto, para insultar al escogido de Dios, al príncipe de los creyentes, á las personas de sus deudos mas allegados... y bien: noble y poderosa señora, será preciso obedecerte; pero antes permíteme que te pregunte si no quieres que le sirva de guia á la prisión en donde gime tu amado.
—Quietes gozar hasta el fin en tu venganza, esclamó Sayaradur, ya que no puedes continuarla: pues bien, guia, te sigo; pero, ¡ay de tí, Al-Madhi! ¡ay de tí, si un dia cae sobre tu frente mi venganza!
Y tras estas palabras, Al-Madhi salió sombrío y fatal de la cámara, y Sayaradur le siguió anegando en su orgullo la ansiedad que la dominaba.
Y en silencio, el uno tras el otro, atravesaron cámaras desiertas, atravesaron galerías, bajaron escaleras, y se detuvieron al fin delante de la puerta de un calabozo: aquella puerta estaba franca.
Sayaradur temio una cosa horrible al ver tan abandonada la prisión de Gonzalo Gustios: habia olvidado que para retener allí al conde, bastaba con sus cadenas.
El príncipe abrió enteramente la puerta: entonces Sayaradur se estremeció, se nublaron los ojos, creyó que la vida la abandonaba.
Gonzalo Gustios de Lara estaba aun por tierra, sin sentido, y junto á él se veian en la fatal fuente de plata las siete cabezas de sus hijos.
Al-Madhi lanzó una horrible carcajada, y antes de que Sayaradur hubiese podido recobrarse de su horror, la dijo:
—Tú eres el único testigo de lo que ha pasado aquí; cuantos lo han sabido han muerto: ahora elije, ó entre que tu padre sepa cuanto has olvidado su honra, ó en meditar contra mí una venganza secreta.
—Bien, sí, callaré callaré.... Al-Madhi.... pero cuenta con mi venganza.... no la olvides por lenta que sea, porque te juro por la sangre de este noble caballero que has asesinado, que mi venganza se cumplirá.
Al-Madhi lanzó otra horrible carcajada, y salió.
Poco despues entraba en el jardin de sus habitaciones, y se aventuraba por una oscura galería. Á su fin habia un esclavo negro.
—¿Han pasado, Athar? preguntó al esclavo.
—Sí.
—¿Quiénes?
—El esclavo Jael.
—¿Quién mas?
—Un esclavo negro y el guardian de las prisiones.
—¿Qué de ellos?
El esclavo del príncipe le mostró un puñal ensangrentado, y le llevó hasta una compuerta abierta, hasta la cual habia un rastro de sangre.
—¿Y estaban bien muertos?
—Si señor.
—Vete.
Apenas el esclavo habia vuelto la espalda, cuando el príncipe se arrojó sobro él y le cosió á puñaladas por la espalda. Athar cayó sin exhalar un gemido. Entonces Al-Madhi le asió de una pierna, le arrastró hasta la compuerta y le arrojo á su fondo.
—Era el único testigo que me quedaba. Ahora que pruebe Sayaradur, si puede, que he tenido preso á su amante.
Luego subió á su aposento, tomó en el un cántaro, bajó, le llenó en la fuente del jardin, y se puso á lavar la sangre de aquellos cuatro asesinatos.
Despues de haber borrado aquel rastro de sangre, el príncipe se lavó las manos borrando los últimos vestigios de aquel horrible crimen.
Cuando solo la vista de Dios podia encontrarle en su conciencia, Al-Madhi llamó á su servidumbre, y se hizo ataviar con sus mejores galas para trasladarse á Córdoba.
Debia acompañar al califa para salir al encuentro de Almanzor, que volvía triunfante de la frontera cristiana.
Al-Madhi estaba tranquilo, alegre en el aspecto, comunicativo, afable: nadie hubiera sospechado en él la sangre que cubria su conciencia.
Al dia siguiente, los labradores de una alquería, á dos leguas de Medinat-Azahrah, vieron con asombro cuatro cadáveres sostenidos en un cañaveral de la rivera.
Uno de ellos era Jamrú, el terrible esclavo de doña Lambra Sanchez.
Almanzor acababa de entrar en Córdoba; la poblacion entera, llevando á su Trente al califa, al príncipe Al-Madhi, á los walíes, á los alimes, á los faqufs, á todo cuanto noble y categórico encerraba la córte de la España musulmana, habia salido á su encuentro. Muchas madres, al pasar los ginetes de Almanzor, no babian encontrado á sus hijos que habían partido con él, y cuyos huesos habían quedado blanqueando en las tiorras del cristiano; pero Almanzor había sostenido su renombre, habia vencido como siempre, y por mas que las desdichadas madres llorasen, los gritos de entusiasmo se sobreponían á sus lamentos, y las ahogaban.
Era cerca del oscurecer, pero por aquella noche las tinieblas fueron rechazadas de Córdoba por hogueras en las plazas, y por luminarias en los agimeces, en los aleros, en las torres de los alminares; no habia una calleja, por apartada y solitaria que fuese, que no arrojase resplandores, ni casa de donde no saliese rumor de zambra y fiesta.
Despues de orar en la aljama, Almanzor fué con el califa al palacio Meruan. Allí le salieron al encuentro las sultanas madre y esposa, las damas mas ilustres, las esposas de los caballeros de mas prez y fama: pero entre aquellas mujeres no encontró á su hija.
Preguntó á Al-Madhi por ella, y Al-Madhi le contestó que Sayaradur no se habia movido de Medinat-Azahrah.
Almanzor despues del festín imperial, no se detuvo un momento en Córdoba, y partió solícito en busca de su hija.
Pero cuando llegó, encontró sus aposentos abandonados, preguntó á sus esclavas, y solo pudieron decirle que aquella tarde habia salido á caballo, con el walí Rajatul-laj y una guarda de cuatro esclavos.
Almanzor supuso que su hermosa hija habría querido solemnizar su triunfante vuelta con una acción bénefica, que se habría alejado mas de lo justo, y que habiéndola sorprendido la noche en el camino, se habría detenido en alguna alquería.
La circunstancia de servirla de resguardo Rajatul-laj habia tranquilizado al anciano guerrero, que conocía bien el valor y la lealtad del anciano walí.
Almanzor, que jamás habia olvidado la amistad, fué despues á las habitaciones que habia ocupado Gonzalo Gustios; pero las halló desiertas, abandonadas, oscuras.
Preguntó y nadie le contestó, todos declararon que durante su ausencia habían visto las habitaciones cerradas y silenciosas.
Por mas que estrañase esto Almanzor, aun tuvo razones que oponer á su estrañeza; las habitaciones destinadas á Gonzalo Gustios, tenían un lado que, dando sobre el rio, de ninguna parte del palacio podían ser vistas: el conde tenia su servidumbre particular, y era muy posible que durante su ausencia se hubiese retraído.
Almanzor esperó al día siguiente para desvanecer estas dudas, y se retiró á su aposento y se entregó al descanso.
Pero nosotros que sabemos de una manera clara y detallada lo que aconteció despues de la salida de Al-Madhi-bi-laj, no queremos dejar en la misma duda que tenía Almanzor á nuestros lectores.
Apenas quedó sola en el calabozo del conde, Sayaradur, la valentía de su espíritu se sobrepuso á lo terrible de su situación; examinó detenidamente á Gonzalo Gustios de Lara, y merced á los conocimientos médicos que poseía, y que eran muy comunes entre los árabes, vió que el accidente del conde, aunque grande y de grande duración, era causado por el horror que debió causarle la vista de los ensangrentados restos de sus hijos.
Rápida como el pensamiento, Sayaradur se trasladó á sus habitaciones, y mandó llamar al walí Rajatul-laj.
Presentóse el walí, y Sayaradur se encerró con él.
—¿Puedo fiarme de tí? le dijo.
—Como de tí misma, señora, contestó con acento de queja el walí.
—Se trata de un servicio delicado.
—¡Y qué importa! ¿no debo todo lo que soy á tu noble padre, señora?
—Es que el servicio que te pido, pudiera ponerte en desgracia del hágib.
—¡Qué, es tal ese servicio que pueda deshonrar á un caballero!
—El primer deber de un caballero es amparar á los débiles y á los aflijidos.
—Manda, señora, contestó con una noble confianza el walí.
—Yo amo á un hombre, repuso Sayaradur cubriéndose de rubor.
El walí se hizo dos pasos atras.
—¿Y qué hombre es ese? dijo con acento de severidad.
—Ese hombre será mi esposo.
—Y bien, señora, añadió el walí mas tranquilo por el acento digno de Sayaradur; el que ha de ser tu esposo....
—Es un noble y valiente caballero, pero necesita ayuda: es el conde Gonzalo Gustios de Lara.
—¡Un cristiano!
—Yo soy cristiana.
—¡Tú! y el walí palideció densamente: ¡tú cristiana! ¡la primera dama del imperio! ¡la hija del hombre que es la espada invencible del Islam!
—Medita bien, Rajatul-laj, dijo la jóven con firmeza, que estoy resuelta á sufrir el martirio... yo te pido ayuda, porque necesito un alma generosa en que apoyarme; niégamela ó concédemela pero pronto, walí, pronto, porque no tenemos medio que perder.
—Manda, señora, dijo resolviéndose el walí.
—Sígueme, le dijo Sayaradur.
Rajatul-laj la siguió, y ella le llevó al calabozo del conde.
—Mira, le dijo.
—¡Un hombre muerto!
—No, un hombre desmayado: pero que si continúa en ese estado, puede morir.
—¿Y qué cabezas son esas?
—¡Esas cabezas!... ¡escucha! ¡ese hombre tenia siete nobles valientes hijos! ¡cuenta sus cabezas! ¡cuéntalas! ¡son siete! ¡la traición las ha cercenado, y la venganza ha traído esas siete cabezas al padre!
—¡Horror! ¡horror! esclamó el walí con la voz trémula de indignación.
—Ahora bien, dijo Sayaradur: este es el hombre que amo... este es el hombre que necesita ayuda... es necesario sacarle de aquí... embalsamar esas cabezas, guardarlas y conservarlas; busca un sitio retirado y seguro donde pueda conducirse á ese desdichado: sácale secretamente del alcázar; y cuando esto esté hecho, avísame.
Sayaradur salió, y se encerró en sus aposentos.
Aquella tarde Rajatul-laj se le presentó.
—¿Cómo continúa el cristiano? lo preguntó anhelante.
—Ha vuelto en sí, pero delira de una manera que causa horror: llama á sus hijos, exhala gritos de venganza, blasfema, está loco.
—¿Te ha visto alguien salir con él?
—He salido por las minas, acompañado de hombres de confianza que no sabian lo que conducían.
—¡Cómo!
—El conde cristiano iba en un cofre.
—¿Y el lugar es seguro?
—Es una alquería á la márgen del Guadalquivir, que heredé de mi padre; esta alquería tiene una entrada que dá sobre el rio... y por donde puedes asistir al conde sin ser notada.
—¿Y quién ha quedado con él durante tu ausencia?
—Mi hermano Adhel.
—¿Y tu hermano...
—Mi hermano conoce los deberes de un caballero.
—Quiero ir á esa alquería.
—Manda, señora..
Sayaradur se envolvió de los piés á la cabeza en un ancho haike, y saliendo por las minas se encaminó, en una litera, á la alquería de Rajatul-laj: cuando llegaron á cierta distancia, el walí fué á la márgen del rio y tocó una pequeña bocina: á su sonido salió de un cañaveral una pequeña barca y atracó en la rivera donde estaban Sayaradur y Rajatul-laj. El remero que la ocupaba saltó en tierra á una señal del walí; Sayaradur entró en la barca y se colocó en la popa; Rajatul-laj salló á la proa, empuñó los remos y vogó corriente arriba de una manera vigorosa.
Muy pronto la barca se ocultó á las miradas de los soldados que habian acompañado á la jóven y al walí: el cauce, estrechado por dos lomas, era profundo, orlado en sus orillas de álamos y cañaverales, de brezos y de maleza.
Durante algún tiempo la barca avanzó por aquella especie de emboscada: mas adelante, variando los accidentes del terreno, el rio se ensanchaba en una gran planicie, presentando un paisaje encantador, pero solitario; grandes cortinas de arbolado cerraban aquel paisaje: en lontananza, y en último término, se veian las azules crestas de las sierras comarcanas; hácia el medio de aquella planicie, sobro la rivera izquierda, se veia un estenso terreno cubierto de viñedos, olivos y árboles frutales; en el centro junto á la márgen de una pintoresca ensenada, se alzaba un lindísimo y pequeño edificio de placer; aquella era la alquería de Rajatul-laj, que forzó los remos, entró en la ensenada, atracó á un pequeño muelle debajo de un postigo, amarró su barca á una cadena, puso en la escalera que nacía en el muelle á Sayaradur.. saltó tras ella, y abrió con una llave, que sacó de entre su faja, la doble y ferrada puerta.
Sayaradur iba demasiado preocupada para reparar en las singularidades de aquella entrada quo, según estaba de escondida entre las proyecciones del edificio, sin ventana ni agimez que la atalayase, era sin duda, una entrada secreta destinada á galantes aventuras. Del mismo modo que no reparó en el exterior, tampoco reparó en la magnificencia del interior. Aquello era un pequeño y lindísimo alcázar, que nada tenia que envidiar en los detalles al palacio de Azahrah, y que hablaba por sí solo lo bastante en favor de la opulencia de su dueño, el walí Rajatul-laj.
Atravesaron las galerías de un pequeño palio; subieron unas escaleras, con peldaños de alabastro y paredes de mosáico, y al fin de ellas entraron en una galería calada, cerrada por celosías y cubierto el pavimento por una gruesa alkalifa ó alfombra, que apagaba el ruido de las pisadas.
Cuando llegaron al fin de aquella galería, Rajatul-laj llamó levemente con el puño de su gumia á una magnífica puerta de alerce, que cerraba un hermoso arco de arabescos dorados sobre fondos de cobalto y rojo.
Abrióse silenciosamente un postigo de aquella puerta y apareció un jóven árabe.
—Y bien, Adhel, dijo el walí, ¿dónde está nuestro sabio Muzay-Jacub?
—Junto al cristiano.
—Házle venir.
Sayaradur quiso pasar, la impaciencia la mataba: Rajatul-laj se interpuso dulcemente y la dijo:
—Sepamos primero, señora, si tu vista puede serle funesta.
Sayaradur contuvo su impaciencia, y poco despues se oyeron lardos pasos y apareció al fin un anciano cubierto con una larga túnica blanca, y rodeada la cabeza por una toca de lino.
Aquel anciano era el sábio médico de Almanzor y de Hescham, la celebridad científica del imperio musulmán, Muzay-Jacub, que habia venido de Medinat Azahrah, para atender á la salud del conde, llamado por Rajatul-laj.
El walí le saludó con respeto, Sayaradur con ansiedad.
—¿Qué noticias tienes que darnos, luz de la ciencia? esclamó la jóven: ¿el Arcángel Azrael [17] ha tendido acaso por desgracia sus negras alas sobre el cristiano?
—Los dias del rumy, contestó con acento grave el sábio, aun no están contados: el dolor envuelvo en tinieblas su espíritu, pero su vida es fuerte.
—¡Quiero verle! esclamó Sayaradur.
—Estrella de la hermosura, esclamó el sábio; ¿el poderoso, el grande, el magnífico Almanzor, no mirará con ojos de cólera el que la virgen de su familia, la esperanza de sus años, asista al estrangero?
—Tú callarás, dijo profundamente Sayaradur, como callará Rajatul-laj y nadie sabrá que la hija del hágib viene á ver á su esposo.
—¡A. su esposo! esclamó el médico haciéndose atrás admirado.
—Sí... yo quiero que calles... y escucha: si el conde pierde la memoria de lo que le ha acontecido... te haré poderoso, rico entre los ricos.
Y como muestra de su liberalidad puso en las manos de Muzay-Jacub una magnifica sortija de inestimable valor.
El sabio la rechazó noblemente.
—Deja tus dádivas, señora, la dijo, para los miserables judios que venden su conciencia: harto recompensado estoy con la generosidad de tu padre, y poseo por él mas de lo que es menester... ¡Amas al cristiano! (Dios ilumine tu razón y te aparte de la mala senda) pero no seré yo quien revele un secreto que tan noblemente me has confiado.
—¡Oh! ¡nobles, nobles y generosos los dos! esclamó Sayaradur mirando alternativamente al médico y al walí: sin vosotros ¿qué seria de mí, amigos mios?
Y con los ojos arrasados en lágrimas, Sayaradur siguió adelante; precedíala Rajatul-laj y seguíala cabizbajo y pensativo Muzay-Jacub: al fin de una galería, en la cual llamó á una puerta el walí, abrióse aquella puerta y apareció el jóven Adhel.
Sayaradur entró desalada en el aposento: en el fondo de él, en un magnífico lecho, habia un hombro pálido, desfigurado, con los cabellos revueltos, la boca espumante, los ojos dilatados y la mirada horriblemente fija. Sayaradur lanzó un gritó de espanto: apenas podia reconocer en aquel hombre á Gonzalo Gustios de Lara.
La jóven se arrodilló junto al lecho, asió una de las abrasadas manos del conde, y se inclinó para escuchar las roncas palabras que salían de sus labios.
—¡Los siete! ¡los siete! ¡los siete! esclamaba con un acento desgarrador Gonzalo Gustios.
—¡Oh! ¡es necesario que olvide, que olvide de todo punto! esclamó Sayaradur volviéndose violentamente al médico. El recuerdo de la muerte de sus hijos le matará.
—Olvidará, señora; pero solo por algún tiempo, dijo el médico.
—Y bien, ¿podrá volver á Medinat Azahrah?
—Imposible por ahora.
—No importa... que permanezca aquí, puesto que es preciso. ¿Y dices que ningun peligro corre su vida?
—Podrá perder la razón, pero la vida no.
—Es preciso que volvamos á Medinat Azahrah, dijo la jóven volviéndose al walí. Mi padre vendrá en mi busca... y si tardan... ¡oh! también buscará á Gonzalo Gustios... ¡Yen, ven conmigo, Rajatul-laj! ¡Yen ven tú también, Muzay! Es necesario que pensemos lo que hemos de decir á Almanzor.
Sayaradur se inclinó de nuevo sobre Gonzalo Gustios, cojió una de sus manos y la estrechó contra sus lábios.
Gonzalo Gustios se estremeció, y su mirada intensa, fija, vaciló por un momento como si le hubiese hecho sentir, á pesar de su sueño, el contacto de Sayaradur.
La jóven se alzó y se alejó; Gonzalo Gustios quedó entregado á su delirio esclamando:
—¡Los siete! ¡los siete! ¡los siete!
Al dia siguiente se presentó Rajatul-laj en Medinat-Azahrah, á punió de salir el sol, á la puerta de la cámara de Almanzor. El anciano hágib acababa de levantarse: el walí se hizo anunciar y fué introducido en el momento.
—Bien venido seas, mi valiente Rajatul-laj, esclamó Almanzor, ¿qué te trae tan de mañana?
—Noble y poderoso señor, dijo el walí inclinándose con respeto: vengo á mostrarle mi alegría y mi admiración por tus nuevos triunfos y á mas...
—¿A mas qué?
—Tú habías dejado en Medinat Azahrah un amigo.
—Es verdad, un amigo á quien busqué anoche, y cuyos aposentos encontré desiertos.
—Desde tu partida, señor, el conde rumy mora en mi alquería.
—¡Que mora en tu alquería! acaso le descontentaba su hospedaje en Azahrah.
—El conde estaba triste, muy triste, y Muzay-Jacub creyó que la situación de mi alquería....
—Bien, bien.... ¿y por qué no ha venido el conde cristiano á verme?
—Ayer, señor, montó uno de mis caballos con ese objeto... pero el bruto era violento, el conde no le conocía, so asombró, le castigó, y el conde sufrió una horrible caida.
—¡Cuando salía á recibirme! ¡Oh, este es un mal presagio!
—La vida del conde, señor, no peligra, y dentro de poco....
—No, no; yo iré á verle despues que haya visto á mi hija: tampoco la encontró anoche en el alcázar, pero he dormido tranquilo, porque me dijeron que habia salido acompañada por tí.
—Es verdad, señor: habia ido á reconocer un lugar á orillas del Guadalquivir, en el que quieren fundar los mozárabes un almarestan para los leprosos.
—¡Oh! noble y digno pensamiento... y mi hija, mi bija querida...
—Tu hija, señor, ha ofrecido al gran faquí de los cristianos, interponer su favor para que se les conceda el terreno que han menester, y á mas les ha dado como limosna un tesoro en joyas.
—¡Oh! ¡bendita sea la voluntad de Dios que rae ha dado tal hija! Ella será digna esposa de Al-Madhi, y una magnifica sultana.
Rajatul-laj se estremeció, y se despidió de Almanzor, salió de su cámara y se encaminó á la de Al-Madhi-bi-laj.
El príncipe se paseaba agitado por olla.
—Y bien, dijo con altivez al walí, ¿ha creído Almanzor tus mentiras?
—Yo no hubiera mentido, señor, contestó con dignidad Rajatul-laj, si no hubiese sido necesario mentir, para cubrir con un tupido velo lo que hasta aqui ha acontecido. Almanzor no sabrá que Gonzalo Gustios de Lara ha sido tratado horriblemente.... cuida tú de que no sepa tampoco que su hija ha enloquecido por el rumy.
Y el walí volvió las espaldas al príncipe que quedó murmurando:
—¡Pierdo á Sayaradur, pero juro á Dios, que mi venganza tan terrible hasta ahora, será horrorosa cuando pueda cumplirla enteramente!
Despues de esto salió y se encaminó á la cámara de Almanzor, que le llevó á la de su hija; luego montaron á caballo y fueron á visitar, en la alquería de Rajatul-laj, á Gonzalo Gustios de Lara.
Merced á un filtro elaborado por el sábio Muzay-Jacub, el conde enteramente vuelto en sí, les miró con una atención estúpida sin reconocerlos.
Habia perdido la memoria, y todo lo acontecido durante la ausencia de Almanzor de Medinat Azahrah, quedaba sepultado en un profundo misterio.
Mucho tiempo duró el estado de insensatez del conde: el filtro que le habia administrado el sábio Muzay-Jacub, habia sido para él el mejor bálsamo que pudiera haberse aplicado á las heridas de su alma.
Por prescripción del médico, continuó viviendo en la alquería de Rajatul-laj; allí, siempre que se lo permitían los asuntos del estado, iba á verle Almanzor.
Todos los días al oscurecer, una barca surcaba silenciosamente las ondas del Guadalquivir, impulsada por un jóven remero, y en su popa, envuelta en un haike, se veia una dama.
Aquel jóven era Adhel: aquella dama Sayaradur.
Abríase silenciosamente el postigo, y el jóven árabe y la hermosa niña atravesaban patios y galerías; despues Adhel abria una puerta, y Sayaradur quedaba sola con el conde.
Antes de la media noche volvía á subir, entraban de nuevo en la barca, llegaban á un lugar de la rivera, saltaban en tierra, montaban á caballo, se dirigían á Medinat-Azahrah, y entraban en el alcázar por las minas.
Aquel hombre era el príncipe Al-Madhi-bi-laj.
Almanzor, á la llegada de la primavera, habia pregonado el Algihed, y habia vuelto á campana.
El príncipe, pues, para completar su venganza, esperaba con impaciencia la vuelta de Almanzor.
Ya habia transcurrido año y medio desde la salida del conde Gonzalo Gustios, como embajador de Búrgos, y casi uno desde que Jamrú le habia presentado las cabezas de sus hijos.
El hospital de los leprosos estaba ya construido, habitado por sus miserables y desdichados huéspedes, que bendecían á quien los habia tendido una mano benéfica, y todas las tardes Sayaradur, en la capilla del hospital, á la vista de su obra de misericordia, escuchaba las palabras llenas de unción y de fé del obispo Teobaldo.
Sayaradur no solo estaba ya enteramente convertida, sino que hablaba con bastante soltura el castellano: solo la faltaba para ser cristiana el bautismo.
La nueva religión la habia trasformado; sus palabras, sus maneras, sus miradas se habían hecho mas tímidas, mas dulces; su cámara, sus retretes, sus dormitorios se habían trasformado: no era ya la voluptuosa morada de la virgen musulmana guardada para el placer, sino la severa y digna, aunque rica habitación de una virgen cristiana, que concibe la pureza inmaculada del alma, que siente lo espiritual del amor, que se enrojece ante un pensamiento impuro: para Sayaradur Gonzalo Gustios era ya una parte de su ser, con la cual necesitaba unirse, confundirse, pero como se unen y confunden en uno el esposo y la esposa. Su caridad no habia crecido, porque en ella era innata, instintiva; pero se habia regulado, se había sometido á la razón; y ora mas preciosa, porque jamás se ejercía en vano. El santo Teobaldo la contemplaba con orgullo, la llamaba su querida hija, y si alguna vez al mirarla se nublaban sus ojos y se cubrían de un velo severo, era al notar que no habia cedido en nada su empeño, su amor hácia Gonzalo Gustios, hácia un hombre casado: por el contrario, habia llegado á convertirse casi en un delirio.
Al-Madhi-bi-laj espiaba también estas entrevistas, y ya en su perfidia meditaba el martirio para el obispo Teobaldo como reo de prevaricación: Rajatul-laj y Abdel, que eran los encubridores y eternos acompañantes de Sayaradur, tenían también sin saberlo su parte en la gloriosa palma que guardaba á la santidad, á la fidelidad, á la caridad el implacable Al-Madhi.
Llegó al fin el tiempo en que cambiase la situación de nuestros principales personajes.
Por la influencia del medicamento administrado al conde por Muzay-Jacub, habia perdido la memoria; y como sin memoria no hay pasado, el conde habia sido durante aquel tiempo lo que un niño: sus recuerdos no pasaban mas allá de un dia en que habia abierto los ojos á la luz, y habia visto junto á su lecho á una mujer hermosa, anegada en llanto. Luego vió á un noble anciano mirándole con una ardiente compasion. El conde no reconoció ni á Sayaradur, ni á su padre: entrambos eran para él personas enteramente nuevas.
Pero el amor y la amistad empezaron á hacerse sentir en su corazon como pasiones puras, eternas, hijas inseparables del espíritu humano, ardientes, sin reserva, como las caricias de un niño: Sayaradur, radiante de hermosura, de amor y de alegría, creía asegurada su felicidad... Según ella, el conde había empezado una vida nueva, vida que le pertenecía enteramente. Almanzor, que nada sabia, no podia influir con una intención determinada en el conde; limitábase á compadecerle y á rodearle de cuidados, porque para él Gonzalo Guslios no era mas que un pobre insensato, que en fuerza de desgracias y con ocasion de una violenta caida, había perdido la razón.
Pero Sayaradur sabia que el conde no era otra cosa que una razón entorpecida, que necesitaba desarrollarse de nuevo, y procuró y logró dirigir aquel desarrollo en su provecho: á la manera que ella había aprendido de Teobaldo el cristianismo y el habla castellana, Sayaradur enseñó á Gonzalo Gustios su lengua árabe, que habia olvidado al olvidarla suya, al olvidarlo todo. Sayaradur esperaba á que el conde formulase en palabras el amor que la demostraba de una manera impremeditada, natural, instintiva, por decirlo asi, con los ojos, para huir recatadamente con él y con sus tesoros á un lugar distante y oculto, donde no pudiera hallarle su padre.
Pero Sayaradur no habia contado con una reacción: la memoria del conde no estaba muerta, sino entorpecida; y á medida que fué desarrollándose en él una nueva inteligencia, las impresiones del presente empezaron á mostrarle confusas relaciones con su pasado: lentamente fué disipándose la niebla que envolvía su espíritu: parecióle primero recordar su pasado como se recuerda un sueño: despues sus recuerdos fueron mas fijos: vióle Sayaradur gravo y profundamente pensativo, y al fin un dia en que estaban juntos contemplando el rio desde un agimez, un acontecimiento imprevisto vino á determinar la completa curación del conde.
Habia por aquellos tiempos, en las inmediaciones de Córdoba, una banda de malhechores, que habian tomado por nombre los Siete Durmientes: el número siete tenia un prestigio cabalístico tal entre los árabes, que se creían asistidos de un poder superior cuando basaban sus hechos sobre el guarismo mágico.
Los bandidos, pues, se creyeron invencibles constituyéndose en siete, y se entregaron á las mayores ferocidades: los caminantes, las pequeñas aldeas, las posesiones rústicas eran incendiadas y saqueadas sin piedad: el terror habia cundido en las tierras de Córdoba, y Almanzor se vió obligado á enviar gente que esterminase á bandidos tan sanguinarios, que eran ya por si solos un azote.
Los bandidos fueron perseguidos, encontrados, balidos y muertos, y el walí que los habia esterminado los descabezó y trajo sus cabezas á Córdoba.
Por una fatalidad, el camino se hizo por el rio, y para mostrar á los habitantes de las márgenes, que habian sufrido los desafueros de los bandidos, que so habia hecho justicia, el walí tuvo el pensamiento de levantar en la barca siete mástiles, en cada uno de los cuales clavó una cabeza.
Y asi, con las siete cabezas sangrientas y lívidas, arboladas en alto una tras de otra, pasó la barca por debajo del agimez en el cual estaban asomados el conde y Sayaradur.
Se ha observado que los accidentes de epilepsia, de mudez, de locura, causados por una gran impresión, por un placer, por un dolor, resisten tenazmente á los esfuerzos de la ciencia y solo desaparecen á presencia de una sensación semejante á la que los causó.
Esto cabalmente sucedió con Gonzalo Gustios: la vista inesperada de las siete cabezas (le los infantes de Lara, produjo en él una terrible locura, que solo se calmó á beneficio del filtro de Muzay-Jacub: la vista de las siete cabezas de los bandidos fué para él un rayo que rompió la densa niebla que envolvía su inteligencia: verlos y lanzar un grito horrible, fué cosa de un momento; se hizo atrás, se pasó las manos crispadas por la frente, como si hubiese querido arrancarse de ella una funesta pesadilla, y exclamó con un acento que hizo helar la sangre á Sayaradur:
—¡Mis hijos! ¡Mis hijos! ¿Dónde están mis hijos?
Aquello fué una sorpresa para la jóven: el conde hablaba en castellano, y la memoria, ese don fatal á veces, á veces la primera y mas consoladora facultad del hombre, brillaba en su mirada, que parecía vuelta hácia adentro, mirando á su alma, á sus recuerdos, á su pasado. La jóven se aterró y corrió al conde, temiendo que se hubiese vuelto loco: tan desencajado, tan descompuesto estaba su semblante.
—¡Sayaradur! ¿eres tú? esclamó el infeliz: tú no me engañas, no; ¿no es verdad? porque tú me amas, y yo... yo te amo también...
Sayaradur lanzó un grito de placer.
—¡Sí, yo te amo también, y tú no querrás engañarme!... ¡Mis hijos! ¿qué se han hecho mis hijos?
Sayaradur, sorprendida, cogida de improviso por aquel acontecimiento, no supo qué contestar, bajó los ojos y calló.
—Sí, sí; es verdad: esclamó el conde, en vano es que mi amor de padre quiera dudar... no, no puedo dudar... yo los he visto, sí; ¡los he tenido delante de mí!., ¡muertos!., ¡muertos!... ¡los siete! ¡horror!
El conde se cubrió el rostro con las manos y rompió á llorar como un niño.
Cuando el dolor se espresa por modio del llanto, raudal del corazon, las lágrimas son ya una especie de consuelo: el conde habia pasado ya por ese dolor que no llora, que comprime el corazon, le cierra, le tortura: verdadera y terrible agonía, que superior á veces á las fuerzas humanas, rompe ese mecanismo de nuestro ser, tan admirable, en que tan íntima y estrecha relación tienen el espíritu y la materia, tan fuerte unas veces, tan débil otras: se le vé estallar, por decirlo así, á la presencia de una impresión vulgar, en situaciones da das, y resistir otras al doble ataque de la enfermedad fisica, y del mas intenso padecimiento moral: organización misteriosa en que domina el dualismo, en que no se sabe quién impera, si el espíritu sobre la materia, ó la materia sobre el espíritu: dualismo que es la duda en la ciencia, la controversia en la filosofía, la perplejidad en la medicina: organización comprendida solo por Dios, que la formó, y regulada solo por la naturaleza, que jamás se engaña, que obra de una manera segura, porque es la ley inmutable y omnipotente, bija de Dios, y como su autor, sublime, infinita, incomprensible.
El llanto es una espansion, y como tal, un consuelo para el que sufre y para el que vé sufrir á una persona amada.
Sayaradur no era una mujer vulgar: habia asistido muchas veces á las doctas conferencias de su padre con los filósofos mas profundos, con los médicos mas sábios, con los naturalistas y los ideólogos mas célebres de Córdoba, cuyas escuelas, emporio del saber, habian recogido con avidez los tesoros de cien generaciones, y nutrídose con ellas: cuantos sistemas filosóficos habian pasado, conmoviendo á la humanidad, habian sido estudiados, controvertidos, analizados, deprimidos por los árabes de occidente; y aunque su dialéctica hubiese tomado la forma y el sabor de su teología, distinguíase por su elocuencia, por su precisión, por la fuerza de pensamiento y de imágen de las razas orientales. Sayaradur, pues, comprendió que el peligro habia pasado, que la naturaleza obraba en el conde con una admirable y justa progresión: que la razon, atacada rudamente al principio, y salvada por la naturaleza, no era la que recibía el golpe, sino el sentimiento: conoció, pues, que en el estado en que se encontraba el conde, ningun peligro habia en hacerle conocer toda la extensión de su desdicha.
Poro despues del filósofo, quedaba en Sayaradur la mujer: la mujer con su dulce y exquisita compasion, con la abnegación del amor, con todos los sublimes y delicados instintos de la caridad: un médico que solo hubiera atendido á la conservación del individuo, al ver que esta no podia ser afectada, hubiera sido esplicito, hubiera aclarado las terribles dudas del conde: pero Sayaradur tembló, calló en el momento; pero viendo despues que su silencio era tomado por el conde como una confirmación, se apresuró á romperlo.
—¡Tus hijos! esclamó: tus hijos están en Castilla, cristiano; mi padre los ha visto.
—¿Y dónde está tu padre, el valiente Almanzor?
—Está contra el cristiano.
—¡Oh! sí, es verdad: está contra el cristiano, dijo Gonzalo Gustios, mirando fijamente á Sayaradur: eso quiere decir que yo soy su cautivo.
—¡Tú su cautivo!
—Sí: tu compasion no puede engañarme, Sayaradur.
La jóven olvidada de todo, lanzó un grito de alegría al ver que el conde recordaba su nombre.
Gonzalo Gustios comprendió aquella esclamacion.
—Si, continuó, ¡lo recuerdo todo! ¡todo! he estado mucho tiempo sumergido en un letargo profundo... me acuerdo... fué ayer... se abrieron las puertas de mi prisión, y entró un negro, un horroroso negro, enviado por el infierno... me habló no sé qué de venganzas, de ódios pasados, de injurias... y luego... luego... ¡oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio!... ¡me presentó las cabezas de mis hijos!
El conde calló, como si el mismo horror de sus palabras le hubiera impuesto silencio, miró en torno suyo de una manera feroz, como buscando al causador de sus desdichas, y luego al verse entre aquellos muros matizados, labrados, calados, orlados con inscripciones del Koram, conoció su cautiverio.
—¡Oh! yo necesito salir de aquí... si, necesito salir de aquí para beber toda la sangre de Ruy Velazquez... ¡Y saldré, si, saldré!... tu padre, ó el honor es una mentira, ó me dejará libre para que yo vaya á vengar á mis pobres, á mis infortunados hijos ¡Señor! ¡Señor! ¿Si yo habia provocado tu cólera, ¿por qué no me esterminaste antes que dejar caer el rayo de tu justicia sobre ellos?
Hubo un momento de solemne silencio.
—¡Oh! ¡y qué nobles, y qué hermosos, y qué valientes eran! esclamó llorando el conde: ¡olí! ¡yo jamás he llorado, ni cuando murió mi padre! ¡Es, Señor, que nadase ama tanto como un hijo! ¡Es, Señor, que con cada hijo que nos arrebatas, nos arrancas un pedazo de corazon! ¡Pero esto no puede ser! ¡Tú no puedes haberlo permitido, Dios mio! ¡No, mis hijos no han muerto! ¡Es imposible! ¡Si hubieran muerto, yo hubiera muerto, yo no existiría; no: ¡poderoso Dios! ¡Dios vengador, vuélveme mis hijos si quieres que crea en tu bondad, en tu justicia.
—Pero... se atrevió á decir Sayaradur, tus hijos vivían, conde... tus hijos...
—Sí, mis hijos vivían allí (y señalaba al cielo), porque Dios no puede haber sido tan cruel, que despues de haberlos hecho sucumbir á la traición los haya condenado: sí, viven allí, y desde allí piden á su padre venganza... ¡venganza! ¡y la tendrán! ¡Yo soy el conde Gonzalo de Lara! ¡Yo tengo lanzas, valientes como leones, y mi brazo es invencible! ¡Venganza, Señor, venganza contra el asesino infame!...
—Mí padre te venga, conde, esclamó Sayaradur, arrastrada por la energía de Gonzalo Gustios: en este momento, acaso, corro la sangre del vil matador en los campos de Castilla.
—¿Y quién se atreve á robarme la sangre del infame? No, no; es necesario que yo vaya, es necesario que yo la vierta; quiero cortar por mi misma mano su cabeza, y presentarla á Castilla entera como muestra de mi venganza.
—Ya no puedes volver á Castilla, Gonzalo Gustios; dijo con acento dulce Sayaradur.
—¡Que no puedo yo volver á Castilla! ¿y por qué? ¿acaso tu padre...
—Si mi padre no te ha permitido volver, ha sido porque te esperan nuevas desgracias en tu tierra.
—¡Nuevas desgracias! ¿acaso mi esposa...
—Nadie sabe donde se encuentra, y tú has sido declarado traidor.
Gonzalo Gustios levantó los ojos y las manos al cielo en el colmo de la desesperación.
—¡Traidor yo!... y mi esposa... ¡Señor! ¡Señor! ¿á dónde van á parar tus iras?... ¿tu cólera se ha ensañado en los mios, y acaso no me has dejado la vida mas que para que me vea desamparado como el árbol á quien han cortado sus ramas? ¡Solo!... ¡solo en el mundo!
—¡Solo! esclamó con una ternura indecible Sayaradur; ¡solo! Qué, ¿acaso no soy yo tu hermana?
—¡Mi hermana! dijo el conde con el acento de un insensato... ¡mi hermana tú!... en otro tiempo te llamabas mi amante.
Sayaradur se estremeció: jamás la habia mirado el conde como entonces, y aquella mirada la causaba miedo.
—¡Estoy solo! ¡solo! Una enfermedad, un capricho de la muerte, y los años, la vejez pueden extinguir mi nombre: mis hijos han muerto... pero tú me amas, Sayaradur; ¿no es verdad?
Sayaradur guardó silencio; pero la mirada que destellaban sus ojos, el rubor que cubrió su semblante, fueron mas elocuentes que pudieran haberlo sido sus protestas de amor.
Gonzalo Gustios la asió por las manos y la miró con la profunda mirada de un insensato.
—Eres muy hermosa, esclamó: un hijo tuyo será, hermoso y valiente, porque tú has heredado sangre de héroes.
—Sayaradur, esclamó la jóven con entusiasmo, te adora; pero sabia que para que tú la amases, era necesario que fuese cristiana: Sayaradur quiere llamarse María y ser bautizada. El obispo Teobaldo ha enseñado á Sayaradur la religión y la lengua de su amado.
Y como para confirmar su dicho, Sayaradur empezó á recitar en castellano el Credo, esto es, la profesión de fé cristiana.
—¡Oh! tú serás mi esposa, esclamó Gonzalo Gustios estendiendo con avidez los brazos hácia Sayaradur, que se arrojó en ellos.
Despues, asustada de sí misma, se desprendió de los brazos del conde, y se lanzó fuera del aposento.
Apenas se vió solo Gonzalo Gustios, cayó de rodillas.
—¡Oh Señor! ¡Señor! tú que has permitido la muerte de mis hijos y acaso la de mi esposa; tú que has dejado que infames y malvados lancen sobre mi nombre una mancha de traición... si no has de permitir (pie yo rompa mi cautividad, si me han de sorprender la debilidad y la vejez antes de que pueda vengarme, concédeme un hijo: un hijo que satisfaga las canas injuriadas de su padre y la sangro de sus hermanos que clama venganza.
Durante algunos días el sabio Muzay-Jacub se vió obligado á cuidar de la salud del conde: no era su enfermedad la locura que le habia afligido durante tanto tiempo; era, por el contrario, el resultado de un furor reconcentrado, profundo, que le hacia tocar casi en la insensatez; de tiempo en tiempo aquel furor se amortiguaba, y Gonzalo Gustios quedaba profundamente pensativo. El esperimentado médico temio que volviese á recaer en la locura: pero esto no aconteció: el juicio del conde no vacilaba, ni su pensamiento se perdía en inútiles giros: en él habia solo una idea fija, la de la venganza, idea en que reposaba, y cuya realización lo hacia meditar profundamente.
La tardanza de Almanzor, que se entretenía en las tierras cristianas deshaciendo, con una série de no interrumpidas victorias, las ventajas alcanzadas por los españoles durante el invierno, desesperaba al conde: creía, y con fundamento, que Almanzor no le negaría una libertad que era para él entonces mas preciosa que nunca: salir de Córdoba, partir con la velocidad del rayo á Búrgos, irse en derechura al encuentro de Ruy Velazquez, y matarle como á un perro donde quiera que le hallase, y sin respeto á las consecuencias: hé aquí toda la ambición de Gonzalo Gustios, cuyo logro retardado le hacia sufrir un infierno de rabia y de desesperación.
Algunas veces pensaba en que su raza estaba extinguida, en que acaso le sorprendería la muerte antes de tener otro heredero de su nombre: atendidas las condiciones gerárquicas de la Apoca, en que tanto se apreciaba la sucesión, y despues de la sucesión la primogenitura, como medios de trasmitir un nombre ilustre á la posteridad, y, sin contar con esto, teniendo en cuenta ese amor de nosotros mismos que nos hace desear ardientemente vernos reproducidos en nuestros hijos; apreciados, pues, en su verdadero valor estos afectos, se podrá concebir que Gonzalo Gustios anhelase ardientemente tener un hijo en quien cifrar todo el cariño, todo el orgullo, todas las esperanzas, que se habían desvanecido con la muerte de los siete infantes.
Y en medio de esto, y acaso por esta causa, el pensamiento del conde se fijaba en Sayaradur; y acaso un amor intimo, un amor que no podia confesarse, hacia mas tenaz aquel recuerdo: sin embargo, el conde le rechazaba impulsado por fuertísimas razones: en primer lugar, Sayaradur era árabe; su sangre estaba mirada con menosprecio, por mas que fuese un menosprecio injusto, en Castilla, y ademas era bija de un hombre á quien Gonzalo Gustios solo debía beneficios: conteníale el recuerdo de su esposa; combatíanle la preocupación, el fanatismo y el ódio de los cristianos á los árabes, sus opresores: y sin embargo, una voz intima, irresistible, la voz del corazon que siempre obra de una manera independiente, se hacia oir muy alla en su alma en favor de Sayaradur.
Cuando amamos ó deseamos una cosa que nos es inconveniente, ó que nos está prohibida, se establece naturalmente una lucha entre el corazon y la cabeza, entre el sentimiento y la razón. El corazon triunfa siempre; empezamos por asombrarnos de nuestro deseo; pugnamos por rechazarle, le combatimos, luchamos con tu cuerpo á cuerpo, y generalmente somos vencidos, sucediendo que despues del vencimiento encontramos natural y preciso lo que antes nos parecía monstruoso.
Y nada tiene de estraño, porque el sentimiento, hijo de la naturaleza, es anterior á la razón, hija de las convenciones sociales, y mas poderoso que ella.
Asi, pues, al cabo de algún tiempo de lucha, el conde se encontró enteramente sujeto á Sayaradur, no sin haber transigido con su orgullo, sin haberse concedido razones plausibles para obrar como estaba decidido á obrar, porque en lo que mas trabaja el hombre es engañarse á sí mismo.
Un acontecimiento funesto vino á precipitar de una manera doble la resolución del conde: la peste negra, terrible azote que de tiempo en tiempo solían traer á las costas españolas los navegantes de Asia, se habia desplomado como un terrible azote sobre Córdoba, ciudad cuya poblacion estaba apiñada en estrechas calles, con casas pequeñas, llenas de gente, y que por esta razón daba centenares de victimas cada dia al contagio: los faquls, los alimes y los doctores de la grande aljama y de las mezquitas ordinarias salian en largas procesiones: sacaba el obispo Teobaldo las reliquias de su iglesia mozárabe; y él y sus sacerdotes y sus feligreses con los pies descalzos, las túnicas desceñidas, un cordel al cuello y la frente cubierta de ceniza, atravesaban la ciudad, entonando los salmos penitenciales y cruzándose con los carros atestados de cadáveres, ó con alguna procesion de musulmanes ascéticos, que cantaban en son plañidero y lento aquella parte del Koram en que están reproducidas las lamentaciones de Jeremías: á pesar del conflicto, del espanto, no falló quien reparase en que los cristianos residentes en Córdoba fallaban á los pactos con sus vencedores, en que les estaba prescrito que no tocarían sus campanas, ni saldrían en procesion, ni espondrian sus imágenes á la vista pública, ni se entregarían á prácticas esteriores. Los descontentos fueron con la queja á Abd-el-Melek, hijo de Almanzor y su lugar-teniente durante su ausencia, y el jóven guerrero les contestó preguntándoles:
—¿Cuántas son las familias mozárabes?
—Doscientas, señor.
—¿Y cuántas las islamitas?
—Doscientas mil.
—¿A qué Dios oran los cristianos?
—Al Dios de Abraham y de Jacob.
—Uno y solo es el Dios de entrambos pueblos: dejadlos que oren: Dios á veces escucha las preces del que tiene su alma envuelta en las nieblas del error para abrir sus ojos á la luz con beneficios: ademas, ellos son los menos y nosotros el mayor número: ¿queréis que castiguemos á los que pronuncian nuestro nombre en sus oraciones con corazon sencillo y pura voluntad?
Los mozárabes fueron, pues, dejados en la libre práctica de sus ritos religiosos, y, cosa que pareció estraña, ni uno solo de aquellos sacerdotes que se cruzaban con los carros mortuorios, que entraban llenos de caridad en los cementerios á consolar á los que, moribundos aun, eran arrancados de su casa y puestos al lado de la hoya; crueldad que aconsejaba el terror: ni uno solo de estos valerosos y santos varones habia sucumbido, á pesar de que el contagio se cebaba en la poblacion con un furor inaudito.
Pero ni los versículos de la Biblia, ni las suras del Koram, pronunciadas al mismo tiempo con un fanatismo ciego, ni todos los esfuerzos higiénicos, ni las mas rígidas y crueles medidas sanitarias, tales como las de tapiar las calles infestadas, dejando así, no solo á los apestados, sino también á sus familias, sin socorros ni alimentos, relegados, cortados como se corta de un árbol una rama podrida, bastaron á contener el contágio, que saltó fuera de la ciudad y fué á acometer á Medinat Azahrah.
A los primeros casos de peste, Rajatul-laj corrió á las habitaciones de Sayaradur, se apoderó de ella, y la trasladó aterrado á su alquería, pensando que en aquel lugar aislado, refrescado por las brisas del rio, rodeado como por un inmenso muro por altos y frondosos bosques, seria acaso mas dificil el contágio.
Sayaradur, pues, se encontró viviendo bajo el mismo techo con Gonzalo Gustios de Lara.
Por mas que hubiesen sido buenas las intenciones del leal walí, no fueron eficaces; Sayaradur llevaba consigo el gérmen de la infección, y á las pocas horas de su llegada á la alquería, cayó atacada de una manera horrible por la peste.
En vano Muzay-Jacub, abandonando á todos sus enfermos, apuró los recursos de la ciencia: en vano Rajatul-laj, Adhel y Gonzalo Gustios afrontaron sin temor el contágio para que ningun socorro, ningun cuidado faltase á la hija del hágib: la terrible y misteriosa enfermedad avanzaba de una manera rápida, terrible: en algunas horas, aquella magnífica hermosura habia enflaquecido, su blanquísima tez se habia empañado, sus ojos se habían puesto fosforescentes con la fiebre, y por sus áridos y amoratados lábios salía continuamente un quejido ronco, continuo y un aliento abrasador.
Era la media noche: un silencio profundo envolvía la alquería: hacía un calor sofocante, y ni una brisa agitaba los árboles en las selvas vecinas: en una habitación en la alquería, á la inedia luz de una lámpara distante, se veia uno de esos grupos que si se ven una vez no se olvidan jamás.
Sobre un lecho, una mujer delicada, enflaquecía, alentando apenas, casi un cadáver; un anciano de larga barba blanca, sentado en el mismo lecho á su cabecera, con la mirada ardiente, fija, desesperada, sostenía con un brazo la cabeza de la enferma, y la hacia beber algunas gotas de un licor contenido en un pomo de oro: al otro lado, teniendo entre las suyas una mano de la moribunda, de rodillas, oprimiendo aquella mano contra sus lábios y cubriéndola con silenciosas lágrimas, un hombre vestido con el traje de los nobles castellanos: á los piés del lecho, de pié con los brazos cruzados y la mirada intensa, sombría, colérica, mirada de reto, como si hubiesen querido aterrar á la enfermedad, dos soldados árabes, jóven el uno, el otro de mayor edad: bajo sus mejillas sumamente pálidas, parecían temblar á un tiempo mismo el temor, el dolor, la cólera: eran dos reproducciones de Ayax, que mirando á la enferma blasfemaban y retaban al cielo.
La mujer era Sayaradur; el anciano Muzay-Jacub; Gonzalo de Lara el caballero castellano, y Adhel y Rajatul-laj los dos árabes que miraban con una sorda cólera y una desesperación infinita la agonía de Sayaradur.
—¡Agua! ¡agua! ¡tengo sed! ¡me abrasa la sed! esclamó la enferma con un acento ininteligible.
—¡Agua! esclamó tristemente el médico: eso seria lo mismo que arrojar el Guadalquivir entero sobre una cabaña incendiada.
—¿Y no hay remedio? esclamó con ansiedad Gonzalo Gustios.
—¡Dios! ¡solo Dios el omnipotente, el justo, el misericordioso! esclamó Muzay levantando los ojos nublados de lágrimas al cielo.
—¡Dios! ¡Dios! murmuró la enferma. ¡Oh! ¡me había olvidado de Dios, y voy á morir!
—¡Morir! ¿quién piensa en morir? esclamó con acento trémulo é impaciente Rajatul-laj.
—¡El bautismo! ¡que llamen á Teobaldo! esclamó esforzándose para ser entendida Sayaradur.
¡El bautismo! aquella palabra aterró á los tres musulmanes, y causó una sensación imposible de describir en Gonzalo Gustios.
—¡Qué! ¡no os movéis! ¿no vais? esclamó dulcemente la enferma: ¡quereis que muera desesperada!
Fué tan desgarrador el acento de Sayaradur, que los dos hermanos árabes se miraron perplejos por un momento: luego Adhel se apartó bruscamente del lecho, y fué hácia la puerta esclamando:
—¡Hola, esclavos! ¡mi lanza y mi caballo!
Rajatul-laj asió á su hermano por el alquicel.
—Córdoba está infestada enteramente, dijo; ir á ella es morir; uno solo podría no llegar, marchemos los dos.
Adhel estrechó las manos de su hermano, y entrambos salieron.
Era aquello magnifico: era hasta donde podían llegar la hidalguía, el valor, la compasion, la lealtad: en aquellas circunstancias en que los hijos abandonaban á los padres, los hermanos á los hermanos, el esposo á la esposa, la acción de los dos walíes era una hazaña, y una hazaña inestimable; porque el peligro que iban á arrostrar era uno de esos peligros inevitables, que acometen de una manera invisible, contra los que nada pueden el valor y la destreza, porque la mano que hiere es la mano de Dios.
Quedaron solos el médico, la moribunda y el conde.
Despues de las breves palabras que había pronunciado Sayaradur, habia vuelto á su letargo. Muzay-Jacub y Gonzalo Gustios callaban dominados por el dolor.
Pasó algún tiempo; el médico observaba tenazmente el pulso y el semblante de la jóven: Gonzalo Gustios contemplaba con ansiedad los accidentes de espresion del semblante de Jacub, buscando en él una esperanza.
Levantóse un tapiz de la cámara, y resonó tras él la voz de un esclavo.
—¡Señor! dijo.
—¿Qué quieres, qué buscas? esclamó impaciento el médico que observaba á la sazón por un síntoma un nuevo giro de la enfermedad.
—Abajo hay un judio que pretende hablarte, y que dice que trae consigo la vida de la señora.
—¡Un judio! ¡un charlatan! esclamó con desprecio el médico: uno de esos infames curanderos que se alegran á la presencia de la peste, y que con sus untos y pócimas son otra segunda peste. Echad fuera al momento á ese bribón, y si se resiste arrojadle de cabeza al rio con la caja de sus brevajes.
—¿Y porqué no probar un recurso estremo? esclamó Gonzalo Gustios, con el anhelo con que recibe todo lo que le ofrece una esperanza quien está viendo morir á una persona querida.
—¿Y para qué? dijo el médico. La ciencia es inútil, caso de que pueda comprenderse en la ciencia el medicamento de ese judio.
—¡Dios es incomprensible! dijo con calor el conde. ¿Quién sabe? Acaso ese hombre sea uno de esos sábios que nadie conoce... y en todo caso tú puedes con tu ciencia comprender si será prudente llar en ese hombre. Nada se arriesga, y por el contrario puede suceder...
—¡Dios, solo Dios! repitió el inflexible Jacub.
—¿Y si Dios se vale de ese hombre? ¿si Dios quiere hacer un milagro?....
Esta objecion no tenia réplica tratándose de un musulmán rígido como lo era Jacub; doblegóse aunque con repugnancia, y dijo al esclavo.
—Que entre ese hombre.
Poco despues entró en la cámara un judío viejísimo que parecía la representación viviente de tres siglos: tan demacrado, tan huesudo, tan tenido y árido en la piel so mostraba: adelantóse apoyado en un báculo, y con paso lento, se detuvo delante de Jacub.
—¿Tú eres el sábio médico del califa? dijo con voz vibrante en que habia algo de sarcasmo.
Muzay-Jacub le miró profundamente con esa espresion particular del hombre que debe despreciar á un impertinente y que en efecto le desprecia con su silencio.
—Tú no has pasado del vestíbulo del templo de la sabiduría, dijo el judío.
—¿Por quién me tomas? esclamó sin poderse contener ya Muzay.
—Por un médico que tiene delante de sí, dándose una récia batalla la vida y la muerte, y no sabe ayudar á la primera para que triunfe de la segunda.
—Cuando la mano de Dios hiere...
—Dios no hiere sino por medios naturales: Dios que á cada principio, á cada elemento, á cada sustancia ha dado un principio, un elemento y una sustancia contrarias, ha creado para cada tosigo un antídoto: todo consiste en tener ciencia bastante para buscar el principio enemigo del principio destructor: administrad á tiempo el antídoto, y si el tósigo no ha roto, no ha descompuesto, no ha ofendido los principios, los elementos, los medios de la vitalidad, la naturaleza se rehará ayudada por la ciencia.
Jacub que no era sistemático, ni malvado, ni vano, perdió su presunción al escuchar al judío, y sobre todo al reparar en su mirada en que brillaba una fé científica indudable.
—Pero aquí no se trata de un tósigo, sino de ese terrible y desconocido contágio que se llama peste negra.
—¿Y qué otra cosa son que tósigos el aire inficionado, el contacto mortal, los miasmas pútridos que se absorven y se aspiran, producen una fiebre ardiente, atacan la circulación, coagulan la sangre y la corrompen? ¿Qué mis pudiera hacer la yerba mas venenosa? Pero, me dirás: conocido el tósigo, puede analizársele, descomponérsele, buscar su contrario, su antídoto: ¿cómo analizar el aire?... es verdad; pero os queda el cadáver: examinadlo, analizadle, estudiad de qué manera, sobre qué órganos, sobro qué sustancia, con cuáles accidentes ha producido la muerte el contágio, y hallareis el tósigo por las huellas que ha dejado en el cadáver, lié ahí lo que yo he hecho: lié ahí que arrostrando la infección y las ignorantes y fanáticas leyes musulmanas que prohíben la inspección del cadáver, encadenando la ciencia y reduciéndola á no adelantar, arrastrándose de inducción ea inducción, sin pruebas prácticas, sin demostración, he llegado á obtener el antidoto y á desafiar al contágio.
Y para probar su dicho, el hebreo tomó una sudorosa mano de Sayaradur, y la puso en estrecho contacto con las suyas.
—Dime, esclamó Muzay, no satisfecho aun, mientras Gonzalo Gustios de Lara lanzaba toda su vida á sus ojos y á sus oidos: ¿está esa moribunda en estado da ser salvada?
—¡Moribunda! es verdad: entregada esa jóven á los sábios de las escuelas de Damasco y de Córdoba, es una verdadera moribunda: la fiebre crece, la inflamación está próxima, y la corrupción sobrevendría con la rapidez del rayo; y no hay tiempo que perder: una copa, una vasija cualquiera.
—Un momento: ¿cuáles son los principios constitutivos de ese antídoto, de ese medicamento?
—¿De qué me serviría el haber invertido todo un siglo en estudios ásperos, sufriendo la miseria, la desnudez y la oscuridad, si cuando he llegado á saber mas que vosotros, os revelo los secretos de mi ciencia?
—Entonces vete... yo no puedo administrar á ciegas un remedio que no conozco.
—¿Piensas que puede vivir mucho la enferma?... ¿tienes remedios en tu ciencia para salvarla?
—No; pero Dios y la naturaleza...
—Dios y la naturaleza la salvarán.
Y diciendo esto, fué á una mesa, tomó una copa de oro, vertió el medicamento que contenia, la limpió, la llenó hasta la mitad de agua, sacó un mugriento papel, le abrió, vertió en el agua una pequeña cantidad de polvos rojos, y el agua tomó inmediatamente un hermoso color de ópalo; agitó el líquido con una espátula de marfil, y se acercó al lecho.
Muzay, fascinado, le dejó hacer; cuando quiso interponerse, ya Sayaradur habia bebido la mitad del contenido de la copa.
—Ahora, dijo satisfecho el judío, desafio á la muerte: pero como nada hay tan incrédulo como los sábios, no pretendo huir el castigo, enciérrame: si esa dama muere, mi cabeza está pronta á responder... pero si no muere... es la hija de Almanzor, y quiero por su vida un tesoro.
—Lo tendrás, si se salva, contestó Muzay: entretanto ven conmigo.
El hebreo siguió á Muzay, y Gonzalo Gustios quedó solo con Sayaradur, examinando con una ansiedad indescribible su semblante: primero la jóven permaneció inmóvil; luego empezó á traspirar de una manera abundantísima: despues una espuma amarilla apareció en sus labios: al fin la atacó una convulsión lenta al principio, despues horrorosa.
Gonzalo Gustios tembló, se aterró, quiso gritar, y no pudo: parecióle que Sayaradur se le quedaba entre las manos, y tuvo una inspiración, la mas natural en su época, y que nada tendría de estraño en nuestros tiempos.
—¡Oh Señor! Señor, me habia olvidado de un relicario, que me trajo de Jerusalen un peregrino, con tierra del Santo Sepulcro,—y el conde se abrió precipitadamente las ropas, y deshaciéndose de una cadena de oro que llevaba al cuello con un humilde relicario de hierro, lo puso al cuello de Sayaradur.—¡Un milagro, Señor, por la sangre de mis pobres hijos, por mi dolor y por mis desprecios!
Pero á pesar del relicario y de la tierra del Santo Sepulcro, cuando volvió Muzay la convulsión seguia, y el sudor era cada vez mas copioso.
—¡Oh! ¡infame perro! esclamó el médico: ¡charlatan! ¡miserable! ¡vil! ¡asesino!... pero no... no... el asesino soy yo.
—¿Qué quieres decir, Jacub?
Jacub no contestó: con ojos dilatados, la boca entreabierta, con la espresion del asombro en su semblante, y en su ademan contemplaba á Sayaradur: de repente la convulsión habia cesado; el sudor era menos abundante y la respiración mas regular: Sayaradur dormía.
Entonces Jacub fué á la habitación donde habia encerrado al hebreo, le sacó con la mirada radiante de entusiasmo, le llevó al lecho, y le señaló á Sayaradur dormida.
—Eres un Dios, le dijo.
—No soy mas que un hombre que hace buen uso de la inteligencia que le ha dado Dios.
—Tuyo es cuanto quieras, cuanto pidas.
El hebreo fué á la mesa donde habia dejado el sobrante del liquido salvador, y le vertió.
—Cuando os sintáis atacados, llamadme, dijo: pienso vivir aqui, mientras dure el contágio.
—¡Cómo!... ¿y los que sufren en Córdoba?
—¿Quieres que venda por un precio vil la vida? yo no prostituyo la ciencia..
Y diciendo esto, salió.
Jacub salió tras él.
Gonzalo Gustios de Lara quedó mas confiado en la influencia de la tierra del Santo Sepulcro, y atribuyó aquello á milagro.
Hoy acontece también que se atribuye á una promesa, á un voto lo que se debe al médico, con lo que se prueba que el hombre ha sido, es, y será siempre el mismo.
A la terrible crisis de la enfermedad sucedió un sueno tranquilo: Muzay-Jacub apenas podia creer lo que veia: parecíale aquello un sueño, mas aun un milagro inaudito: el conde, ya lo hemos dicho, atribuía la salvación de Sayaradur á la influencia divina de la tierra del Santo Sepulcro.
Nosotros, en verdad, no nos atrevemos á decidir; ni somos médicos, ni estamos autorizados á decidir en una materia tan delicada y espinosa como la declaración de un milagro.
La verdad del caso es que la peste negra pasó sobre Sayaradur sin arrojarla al sepulcro, lo que si hubiera acontecido hubiera dado al traste con nuestra novela.
Afortunadamente quedó mucha vida á Sayaradur para influir en nuestro relato de una manera principalísima.
Al amanecer, cansados, cubiertos de sudor, volvieron Rajatul-laj y Adhel: con ellos venían el obispo Teobaldo, y como subdiáconos, dos monjes, Lotario y Arnesto.
Los tres sacerdotes entraron en la cámara: á su vista el médico y los dos walíes, que no habían tenido valor para resistir los deseos de Sayaradur, salieron tristes y sombríos de la cámara: para ellos desde entonces Sayaradur era una renegada.
Teobaldo se acercó con la solicitud de un padre al lecho, y al ver el horrible estado á que habia conducido la enfermedad á la jóven, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Ah! ¡hija mia! ¡pobre hija mia! esclamó.
Al sonido de la voz del obispo despertó Sayaradur, y posó en ti sonriendo la dulce mirada de sus hermosos ojos negros.
—¡Me habéis llamado para verla morir! esclamó el obispo engañado por la palidez y la demacración de Sayaradur.
—¡Morir! ¡no! ¡no, padre mio! esclamó la jóven, que habia oido las palabras de Teobaldo, á pesar de que las habia pronunciado en voz baja: ¡morir! ¡no! he sufrido mucho, mucho, padre mio: se me abrasaba el pecho; parecía que tenia metida la cabeza en un horno; me ahogaba la sed... pero ahora no sufro, no: por el contrario, gozo como aquel que despues de haber andado mucho tiempo con los pies desnudos sobre pedernales y bajo los rayos de un sol abrasador, descansa á la sombra de un oasis, y Dios me ha guardado la vida, y quiero ser agradecida á Dios, abjurando de mis errores y recibiendo el bautismo.
—¡Oh! ¡bendito seas, Señor, que por tan estraños caminos conduces el alma perdida al puerto de salvación!
—Dios no ha querido que esta dulce criatura muera sin ser cristiana, dijo el conde con el acento de una intensa fé. Dios ha hecho por ella un milagro patente.
—¡Un milagro! esclamaron los tres mozárabes.
—¡Oh! se revolvía de una manera espantosa., un miserable hebreo la habia dado no sé qué brebaje... la muerte se acercaba rápidamente de una manera horrible: entonces me acordé de que tenia conmigo en un relicario tierra del Santo Sepulcro; puse el relicario en su cuello, y en el momento cesó la convulsión... ¡se salvó!
—¡Milagro! esclamaron el obispo y los monjes.
La fama del módico hebreo acabó de hundirse: solo existia un hombre que le admiraba, y aquel hombre era Jacub.
—¿Y quereis recibir el bautismo, señora? dijo Teobaldo.
—Sí, sí, quiero ser cristiana: quiero adorar dignamente á Dios... creia que iba á morir, y te llamé, padre mio.
—Y héme aquí; noble conde, procuradme agua y sal.
El conde pidió los objetos indicados, que le fueron traídos en una fuente y una salvilla de oro. Teobaldo bendijo el agua, y mandó al monje Lotario que sostuviese á la enferma. Lotario, pues, era el padrino, y Arnesto y Gonzalo Gustios los testigos.
Entonces empezó esa augusta ceremonia que todos conocemos, y el agua de vida cayó sobre la cabeza de Sayaradur.
Su nombre cristiano fué desde entonces Maria del Milagro, á que se dejó como apellido el poético de Sayaradur.
La pobre jóven, débil por la enfermedad, fatigada, se dejó caer sobre el lecho, apenas acabada la ceremonia, y poco despues un tranquilo sueño se apoderó de ella.
El obispo la bendijo, y á sus su deseo de retirarse.
—¿Tan pronto, señor? dijo el conde.
—La peste nos espera en Córdoba, contestó Teobaldo, y no podemos dejar ni un momento á nuestros hermanos sin ayuda y consuelo.
A estas razones bajó el conde la cabeza, y llamó á Rajatul-laj, que apareció en la puerta contrariado y sombrío.
—El santo obispo quiere volverse á Córdoba, walí, le dijo el conde.
—Dispuesto estoy... sígueme, rumy.
—Adiós, Gonzalo Gustios, adiós, dijo el obispo: procurad no ser una causa de escándalo y de perdición para esa noble criatura.
El conde se arrodilló y besó una mano de Teobaldo, que salió acompañado de Rajatul-laj.
Gonzalo Gustios volvió junto al lecho de Sayaradur, y la contempló en silencio. Cuando esta despertó, le tendió los brazos débiles y enflaquecidos.
—¡Oh! esclamó: ya puedes amarme, porque ya soy cristiana!
La convalecencia de Sayaradur duró mucho tiempo: por mas que el medicamento del hebreo la hubiese librado de la muerte, fué necesario combatir el deplorable estado de debilidad en que la habia dejado la peste.
Lentamente fué desapareciendo el enflaquecimiento; volvió la tersura á la piel, el brillo á los ojos, el color á las megillas, y la suavidad á los cabellos.
Cuando Sayaradur pudo volver á Medinat-Azahrah, estaba mas hermosa que nunca, porque era feliz.
Gonzalo Gustios la amaba.
Y la amaba con el frenesí que dá la esperanza, con el deseo de ver reproducirse por medio de ella su estinguida raza: y este amor satisfecho, oculto en el misterio, embellecía cada vez mas á Sayaradur; y sin el recuerdo de sus hijos, Gonzalo Gustios hubiera sido completamente feliz.
Un dia que paseaban por el sendero de un bosque á la márgen del Guadalquivir, seguros de no ser vistos ni escuchados de nadie, Sayaradur se sentó en el tronco de un árbol, é hizo al conde que se sentase: entonces Sayaradur, cubierta de rubor, asió las manos al conde y murmuró algunas palabras trémulas en su oído.
Gonzalo Gustios lanzó un grito de alegría y esclamó:
—¡Eres madre! ¡quiera Dios que lo seas de un varón capaz de vengar á su padre y á sus hermanos!
Si los dos amantes no hubieran estado tan absortos en sus asuntos, acaso hubieran podido sentir un grito de alegría detrás de ellos, abogado apenas lanzado; un hombre que los habia seguido, recatándose entre los árboles, habia oido sus últimas palabras: aquel hombre era el príncipe Al-Madhi-bi-laj.
Espiraba el otoño, y la vuelta de Almanzor era inminente.
Los frios vientos y los aguaceros que preceden al invierno, habían purificado la atmósfera, arrastrando consigo la peste negra. Llegó al fin el ansiado dia en que musulmanes y mozárabes pudiesen entonar á Dios cánticos de gratitud y de alabanza, en vez de las doloridas y desesperadas súplicas que habían elevado hasta entonces en su santuario.
Volvió á Córdoba el califa, y Sayaradur á Medinat-Azahrah.
En los primeros dias del invierno, entró en Córdoba Almanzor de su campaña anual.
Pero aunque volvía como siempre victorioso, el pueblo no salió á recibirle sino en pequeño número, y aun asi macilento, mudo, horrible, compuesto de hombres estenuados, de mujeres (lacas, de niños enfermizos, de ancianos postrados, que si dejaban escuchar algún grito, era solo el de:
—¡Pan! ¡danos pan, caudillo vencedor! ¡ha desaparecido la peste y nos queda el hambre!
Almanzor atravesó consternado una ciudad casi desierta, llegó al palacio Meruan, y no se detuvo en él mas que para dictar algunas medidas urgentísimas en el estado en que se encontraba la primera ciudad, la córte del califato de Occidente.
La peste, como sucede siempre que domina este terrible azote, había dejado por heredera al hambre, que es otro azote no menos terrible. Almanzor abrió, no solo el tesoro del califa, sino también el suyo; hizo que las aljamas y las escuelas y los almarestanes entregasen el depósito de sus limosnas; acudió con remedios prontos, empleó las naves del estado en la conducción de cereales, y alivió de impuestos por un año á todos los pueblos que habian sido afligidos por la peste.
Despues de dictadas estas resoluciones y de hacerlas firmar por el califa; hecho cuanto por el momento podia hacer, sin tomar descanso alguno, montó de nuevo á caballo, y acompañado de alguno de sus caballeros, so trasladó con cuanta rapidez le fué posible á Medinat-Azahrah.
Sabia por un mensage de su médico Muzay Jacub, que su hija habia estado en los brazos de la muerte, y que habia sido arrancada de ellos por la sabiduría de un médico hebreo.
Almanzor no esperó á su vuelta á Córdoba para recompensar al médico salvador, y este recibió por órden del hágib una gruesa suma, casi un tesoro, con el que desapareció sin que nadie volviese á saber de él.
Pero Almanzor adoraba á su hija, habia estado á punto de perderla, y en su impaciencia de padre, por estrecharla en sus brazos, rasgaba los lujares de su negro caballo, esclamando:
—¡Vuela, Lucero-blanco! ¡vuela! ¡vamos á ver á Sayaradur!
Al llegar al pórtico del alcázar, una forma blanca y gentil se precipitó por el peristilo: era Sayaradur: Almanzor la estrechó delirante entre sus robustos brazos, y la llevó en ellos hasta lo alto de la gradería, donde habia otra figura inmóvil y pálida: era Gonzalo Gustios de Lara.
Almanzor atendió primero á su hija; la cubrió de besos y de lágrimas, la preguntó y la volvió á preguntar, y cuando se hubo satisfecho, cuando hubo dado salida á su espansion, se volvió al conde.
—¿Y tú también has estado enfermo, mi buen amigo? esclamó, estrechándole afectuosamente las manos.
—Mi enfermedad ha sido del espíritu noble, Almanzor.
—¡Del espíritu!... ¡la tristeza de verte separado de los tuyos!... y sin embargo, Gonzalo Gustios, aun no puedo dejarte volver á Búrgos.
—¿Y qué me espera en burgos? ¡Los ensangrentados restos de mis hijos, mi solar desierto, y una acusación de traición!
Almanzor palideció.
—¿Quién ha sido el villano?... esclamó con la voz trémula de rabia, mirando ferozmente en torno suyo... ¿quién ha sido el infame que tal te ha dicho?
—Las malas nuevas, hágib, penetran por las paredes, bajan hasta los calabozos, no hay lugar en que se esté á salvo de ellas.
—¡Cómo! ¿habrá habido algún traidor? esclamó el hágib.
Al-Madhi-bi-laj, que formaba parte del acompañamiento, palideció densamente.
—Si, dijo Gonzalo Gustios, devorando la mirada de Al-Madhi; ha habido un hombre que ha logrado llegar hasta mí, para cumplir una horrible é infame venganza, un hombre que me presentó las siete cabezas de mis hijos... un hombre que me dijo que habia sido declarado traidor en mi patria.
—¿Y quién ha sido ese hombre? esclamó Almanzor volviéndose nuevamente al príncipe.
—Lo ignoro, noble hágib, contestó dominando su mortal ansiedad Al-Madhi.
—Sí, el príncipe lo ignora, Almanzor; el hombre que llegó hasta mi, era un esclavo de Ruy Velazquez: sin duda el oro lo abrió camino hasta mi: en cuanto al príncipe Mojanmet, añadió el castellano volviéndose á Al-Madhi con una profunda calma, solo le debo muestras de la mas solícita amistad.
—¿Es este un cobarde convenio, pensó para si el príncipe mientras Gonzalo Gustios adelantaba apoyado en el brazo de Almanzor, y hablando familiarmente con él, ó este no es resultado mas que de un plan convenido entre Sayaradur y ese hombre? Acaso espera: ¡oh! esperad, esperad, que yo os juro que antes de que se haya cumplido vuestra espera, ya os habré yo dado el golpe de gracia.
Merced al profundo disimulo de los que pudieran haber amargado con una espresion imprudente la tranquila felicidad de Almanzor, esto no sospechó nada: acompañó á su hija hasta sus habitaciones, la abrazó, se despidió de Gonzalo Gustios, y entró en su cámara acompañado de Al-Madhi.
El principo, ocultando sus pasiones bajo un profundo disimulo, se mostró con Almanzor noble, franco, generoso, un modelo de caballeros: ponderóle el entusiasmo con que habían recibido en la córte las nuevas de sus victorias, á pesar de las calamidades dominantes; la impaciencia con que habia sido esperado, y los portentosos efectos que debían causar las sabias medidas que había tomado para aliviar á Córdoba del hambre.
Almanzor que hubiera mirado con desprecio á un adulador vulgar, no pudo menos de escuchar con suma complacencia los elogios al parecer sinceros del principo, y que prescindiendo de la doblez con que se hacían, eran justos y casi insuficientes, porque Almanzor era uno de esos héroes para cuyas hazañas, para cuya virtud, para cuya justicia, eran escasas todas las ponderaciones.
—Yo me siento feliz, continuó Al-Madhi, de poderte espresar cuánto el califa y los miembros del consejo, y los hombres de Dios están satisfechos de que eres la espada del Islam, la mas firme columna de la fé y la mas ajustada balanza de la justicia. Cuando sales de Córdoba, por mas que vayas á sustentar y á cimentar su poder, parece que se eclipsa el sol de la grandeza del imperio, que vuelve á destellar con nuevos y magníficos resplandores á tu vuelta; pero entre tantos corazones alegres hay uno triste, uno que gime, uno que ansia que brille para él el radiante sol de la ventura.
—¡El desdichado conde de Lara! esclamó Almanzor, que no habia cesado de pensar en Gonzalo Gustios.
—En verdad que ese buen caballero es muy desgraciado, dijo afectando una hipócrita compasion Al-Madhi: ha perdido sus hijos, su patria...
—Y está comiendo el pan de la hospitalidad entre enemigos, esclamó profundamente Almanzor.
—Todo eso es cierto: sin embargo, hay otro hombre mas desdichado en Medinat-Azahrah.
—¡Mas desdichado que el señor de Lara! esclamó con asombro Almanzor, que creia y con razón que á donde habían llegado las desdichas del conde era imposible llegasen las de ningun otro: ¿mas desdichado que Gonzalo Gustios? ¡Padre sin hijos, esposo sin esposa, patricio sin patria!
—Si, Almanzor, sí; hay otro hombre mas desdichado que él.
—¿Y merece sus desgracias?
—No.
—¿Y quién es ese hombre?
—Ese hombre soy yo.
—¡Tú... tú desdichado! ¡Tú... á quien espera de una manera probable el califato de Córdoba! ¡tú, aclamado por heredero á falta de hijos del califa Hescham, que enervado por los desórdenes, no los tendrá! ¡tú infeliz!
—Mi corazon desfallece, mi razón se estravía, porque sufro y espero.
—¿Y qué esperas?
—Espero á que el noble, el vencedor, el grande Almanzor me diga mostrándome á su hija, al cielo de hermosura, al conjunto de la discreción y de todas las grandezas humanas: hé aquí tu esposa:
—Sayaradur es muy jóven aun, contestó afablemente Almanzor.
—¿Y qué importa? ¿Acaso soy yo viejo?... ¿Acaso no me has puesto bastante á prueba para juzgar si merezco la ventura de llamarme tu hijo?
—Príncipe., tú estás llamado al califato.
—¿Y qué importa? ¿No eres tú el califa de hecho?
—Yo no soy mas que un siervo de Dios y del poderoso califa, mi señor.
—Sin ti, Hescham no ocuparía el trono de Occidente: sin tí, la guerra civil ardería en el imperio cordobés, y el cristiano no estaria contenido en las fronteras, ni nos pagaría parias ni tributos: tú eres la espada invencible del pueblo muslímico, el conservador de la ley, el amparador del imperio, el justo, el sábio, el liberal, el prudente: si tú, lo que es imposible, olvidases un dia que eres súbdito, serias califa... solo con quererlo. Tu alianza, pues, me honra: el pueblo islamita puede encumbrar y derrocar á los poderosos con la voluntad de Dios: un pastor puede ceñirse la espada del enviado de Dios, Mojanmet el escogido; pero solo Dios para muestra de su poder puede hacer un hombre como tú.
—¡Alabemos á Dios, que ha sujetado á mi espada la fortuna! esclamó con una admirable modestia Almanzor: ¡la vida y la muerte están en la mano del Señor fuerte y único! ¡él solo es vencedor! ¡Él puede revolver con una sola palabra los imperios, reducir el orbe á polvo, y hacer brotar de la nada cien y cien orbes mas grandes y maravillosos! ¡El hombre sobre la tierra no es mas que un átomo á quien impulsa inmutable el dedo de Dios!
—¿Y estará escrito que tu hija, la hermosa de las hermosas, sea la felicidad de Al-Madhi?
—¿Mi hija te ama? preguntó gravemente Almanzor.
—Mi respeto á su inocencia, á su virtud, me ha impedido preguntarle si mi espíritu debia alegrarse con la luz de sus ojos, ó gemir entre tinieblas.
—Mañana sabremos, príncipe, si Dios quiere que Sayaradur sea tu esposa.
Al-Madhi agradeció con las mas hiperbólicas frases la determinación de Almanzor, y con pretesto de dejarle libre para entregarse al descanso, salió de la cámara del hágib.
—He podido envenenarte el alma, amargar tus triunfos, desgarrarte el corazon, murmuraba atravesando una galería... pero aun no es tiempo... y sobre todo, es necesario que yo me encubra, que tome una ventaja... ella es madre... y bien... la venganza es mia.
Y tras estas palabras, desapareció entre las sombras de una columnata.
Pasó la noche.
Almanzor, madrugador de suyo, dejó el lecho al rayar el dia; se vistió y salió por una puerta escusada á los jardines, á pesar de que la mañana era fria.
Pero el cielo, ese hermoso y radiante cielo de Andalucía, que no tiene rival en el mundo, estaba despejado, límpido, ostentando su fuerte azul; al Oriente, la blanca y lánguida luz de la aurora empezaba á teñirse de un leve y purísimo matiz de púrpura; oíase en las enramadas de los jardines, el gorgear de mil familias de pájaros, que entonaban instintivamente á Dios un himno matutino. Mas allá de los muros de los jardines escuchábanse perdidos en la distancia esos cantos, maravillosamente sencillos y admirablemente lánguidos, que los árabes labradores entonaban siguiendo á sus yuntas; cantos magníficos que parecen inspirados por la sublime inmensidad del desierto, graves como él, como él magníficos, y que en ninguna parte parece deben producir mejor efecto, que en medio de las abrasadas ondas de movible arena, á cuyo compás, sin duda se adaptaron en su origen las inflexiones de aquel canto puramente oriental.
Almanzor aspiraba con delicia la impresión de cuanto veia, de cuanto escuchaba: cuando despues de una larga ausencia volvemos á nuestro pais natal, visitamos con la solicitud de un amigo los lugares que hemos visto en la infancia, en los cuales ha pasado nuestra vida: las impresiones que nos han causado, fijas alli, son nuestros recuerdos, nuestra existencia retrospectiva: ellos nos presentan nuestra niñez, nuestra juventud, nuestra virilidad, embellecidas con ese prestigio magno que dá el tiempo á los sucesos. Almanzor espaciaba su alma, la dilataba, gozaba en su presente merced á los recuerdos, y estos recuerdos, bellos, rientes, magníficos, llenos de felicidad y de gloria, producían una esperanza tan radiante como ellas.
Al pasar por debajo de una bellísima galería, el hágib levantó con amor los ojos hácia ella; aquella galería correspondía á las habitaciones de su querida bija: Almanzor se detuvo y miró estasiado á los cerrados agimeces: parecíale que veia en ellos á Sayaradur, á su dulce y cándida virgen, descuidada y feliz, dormida en los brazos de su inocencia. De repente la ilusión de Almanzor se realizó, abrióse una de las celosías, y hermosa y fresca como el alba, cuya luz la alumbraba, vestida hechiceramente de blanco, apareció en un agimez Sayaradur.
—¡Oh padre! ¡padre mio! esclamó con un dulcísimo acento la jóven. ¿Dónde vas tan de mañana? Ya empiezan á ser crudas las brisas del rio, ya los árboles se agostan y sus hojas caen. Detente, señor, y entra; mis retretes están calientes y perfumados, y tu hija ansiaba verte en ellos.
Almanzor dejó su paseo, se encaminó á la parte baja de la galería, y luego á una puerta que la misma Sayaradur abrió.
El hágib la besó en la boca, y un vivo carmesí que Almanzor tomó por conmocion y que en realidad no era otra cosa que el rubor de una mujer que no se creía digna de las caricias de un padre engañado, tiñó el semblante de la jóven.
—La mañana está dulce y templada, dijo Almanzor; aun no ha desplegado el invierno sus rigores; pronto saldrá el sol, y un pasco bajo sus rayos tibios, me seria delicioso, Sayaradur.
—¡Oh! sí; y esto me inspira un deseo: quisiera salir del alcázar á caballo, y aun lo tenia dispuesto: saldré, puesto que tú deseas lo mismo: solo que, en vez de acompañarme nuestro leal servidor Rajatul-laj, me servirá de resguardo mi valiente padre.
—¡Oh! cuán dulce guarda es la tuya, hija mia... pero puesto que estabas preparada, haz que saquen los caballos.
Sayaradur trasmitió á una esclava las órdenes de su padre, y asiéndose á su brazo, se encaminó con él en paso lento á través de los jardines á un postigo de la cerca, precedida de un esclavo que llevaba las llaves.
El estado de maternidad de Sayaradur, no era aun sensible á la vista; pero su talle habia perdido algo de su esbeltez, sus ojos tenían un brillo particular, y una ligera orla amoratada, y su paso tenia algo de lánguida lentitud, de pesadez: comprendíase que se alimentaba dentro de su ser un amor, cuyo fuego tenia mucho de divino, y que daba á sus miradas, á su respiración, á sus palabras, una ardiente y profunda espresion. Almanzor solo notó que la hermosura de su hija se habia hecho resplandeciente, incitante, peligrosa, por decirlo asi: pero no atribuyó aquel efecto á las ardientes sensaciones de la maternidad, sino al desarrollo de la naturaleza; para él la niña se habia convertido en mujer.
—Es necesario casarla, murmuró para si.
Sayaradur murmuraba entre tanto:
—Es preciso que yo me aparte de su vista... algún tiempo mas, y seria necesario que fuese ciego para que no conociese su deshonra.
Sayaradur, pesadamente apoyada en el brazo de su padre, llegó lentamente al postigo que abrió el esclavo.
Fuera, Rajatul-laj á pié, estaba junto á dos magníficos caballos que tenian del diestro dos esclavos; á alguna distancia habia veinte ginetes mandados por el jóven Adhel.
Almanzor tuvo el estribo á su hija, que montó; despues Rajatul-laj tuvo el estribo á Almanzor, que montó también; el walí saludó profundamente al hágib y á su hija, y entró por el postigo del muro que se cerró.
Sayaradur arrancó su caballo, arrancó el suyo Almanzor: Adhel y los veinte ginetes les siguieron á una respetuosa distancia.
A todas luces Sayaradur guiaba; por lo que su padre la dijo sonriendo:
—¡Por el Señor, benéfico y misericordioso, que esta es la primera vez que llevo tan hermoso adalid! [18].
—¿Te pesa de ello, señor?
—Pesarme, ¿y á dónde puede conducirme mi querida hija que no sea un paraíso?
—Pues mira, padre, voy á llevarte á un lugar de dolores.
—¡A. un lugar de dolores! esclamó con estrañeza Almanzor.
—Sí, al almarestan de los leprosos, junto al puente de Algufia, por el cual pasaremos, y pagaremos nuestro pontazgo... un pontazgo digno del poderoso hágib Almanzor y de su hija.
—¡Obi eres un arcángel, Sayaradur. Me llevas á hacer una buena acción.
—Es que quiero prepararte á la petición que te voy á hacer con la vista del dolor humano.
—¿Y qué petición es esa? dijo con algún cuidado Almanzor.
—Te ruego, padre, que no me mandes esplicarme, porque contrariarías á tu hija, á quien tanto amas: pero si quieres conocer pronto mi petición, aguijemos nuestros caballos.
Almanzor, por complacer á Sayaradur, no insistió y puso al galope á su cabalgadura, siguiendo á la de la jóven.
Muy pronto llegaron al sencillo, pero magnífico puente construido sobre el Guadalquivir á beneficio de los leprosos, á tres tiros de ballesta del hospital: dos torres macizas defendían las dos cabezas del puente, y en la de la orilla derecha un árabe gravo y silencioso estaba sentado junto á una mesa de piedra, encargado de cobrar el pontazgo, y cuatro soldados árabes parecían destinados á darle auxilio.
Al entrar Almanzor, su hija y su resguardo por el puente, los cuatro árabes so levantaron, empuñaron sus arcos y se formaron en ala. El recaudador se levantó también, y quedó de pió junto á la mesa apoyado gravemente en ella.
—Excelente, magnífico y poderoso, señor, dijo aquel hombre inclinándose profundamente ante Almanzor: no puedes pasar sin pagar pontazgo por tí y por los tuyos.
—¿Cuánto paga un labrador? dijo el hágib.
—Medio diñar.
—¿Y un soldado?
—Un diñar.
—¿Y un walí?
—Cinco diñares.
—Es decir, que cada uno...
—Paga según su clase y su fortuna.
—Toma, pues, el pontazgo de un hágib, y de la hija del hágib y de sus soldados.
Y Almanzor dió la garzota de diamantes de su toca al recaudador.
—¿Y cuánto vale esta alhaja? dijo el receptor.
—Esa alhaja vale dos millones de dinares [19]: dáme pues tu recibo.
El recaudador puso el recibo de un millón de dinares por el pontazgo de un hágib y de otro millón por su hija y de su guarda.
—Esto se tendrá presente, dijo Almanzor: de los pechos para establecimientos de caridad, nadie está libre. Un hágib, ó su hija ó su esposa que pasaren por aquí, pagarán un millón de dinares: el califa pagará dos millones.
—¡Ah señor! déjame escrita esa órden.
Almanzor, tomando un papel y una pluma de las manos del recaudador, escribió brevemente esta adición al arancel, la firmó en nombre del califa, y entregó el papel al recaudador, que se apresuró á clavarlo en la tablilla debajo del antiguo arancel.
Almanzor, Sayaradur, Adhel y los soldados pasaron.
—Con que pase dos veces en un año el hágib y una el califa, soy hombre rico dijo frotándose alegremente las manos el recaudador.
Sayaradur tomó un rodeo, y se encaminó á la capilla colocada en un altozano sobre el hospital de los leprosos.
Desde allí se veian algunos de aquellos desdichados á las puertas de sus celdas, calentándose al sol.
Sayaradur entró en la capilla; Almanzor la seguía; pero al ver el crucifijo de bronce que estaba sobre el altar, alumbrado por una lámpara, retrocedió.
—Este es un lugar de idolatría, dijo.
—No, es un santuario del Espíritu de Dios [20], de un varan justo, caritativo, sábio y bueno.
—La ley prohíbe las imágenes.
—Nosotros no venimos á orar á Dios, padre mio, ni á permanecer aquí: pero es necesario pasar por el santuario cristiano para llegar á ese terrado, desde donde se ve enteramente el almarestan.
Almanzor cedió y entró, pero antes de entrar se despojó por respeto del calzado, y atravesó la capilla con el mismo recogimiento con que hubiese pasado por la grande aljama, aunque lanzando una mirada furtiva al crucifijo y en paso rápido, como si hubiese temido contaminarse con el contacto de aquel pavimento.
Al fin el padre y la hija estuvieron en un pequeño terrado circular, desde donde se veia la estensa planicie en cuyo centro se alzaba el hospital.
Sayaradur invitó á su padre á que se sentara en un banco de piedra y se sentó á su lado.
—Estamos solos delante de Dios, padre mio, dijo gravemente Sayaradur: á nuestros piés tenemos en esos desdichados la miseria humana, y sobre nuestras cabezas el abismo de los cielos.
Almanzor alarmado por este introito, miró con asombro á su hija.
—¿Qué puedo pensar de lo grave de tus palabras, Sayaradur, hija mia? dijo.
—Padre, todo nace y todo muere, dijo la jóven cubierta de rubor, porque la costaba un inmenso esfuerzo el engañar á su padre: no hace mucho tiempo, esos árboles, ahora agostados, se engalanaban con su rico follage, verde como las esmeraldas; esos campos yertos hoy, estaban cubiertos de dorada mies, y las flores salpicaban las praderas; este cielo tan radiante y tan azul, se cubrirá dentro de poco de pesadas brumas, y rodarán entre ellas el aguacero y la tormenta....
—Pero y bien: Dios ha querido que asi sea: una estación viene tras otra estación, á un año sucede otro: Dios ha dado su verdor á la primavera, su ardor al estío, su pureza al otoño y sus escarchas al invierno: la naturaleza renace de sí misma y nunca muere...
—Pero la flor que se agosta no vuelve á tener fragancia ni matices: acaba antes que la primavera que la ha visto nacer; ¿qué importa que á la primavera siguiente nazcan de su mismo tallo otras flores si ella ha muerto ya?
—¡Sayaradur! ¡Sayaradur! ¿qué quieres decir con eso?
—¡Mira, señor! muchos de aquellos desdichados que se ven allá ahajo, son jóvenes, y sin la lepra serian hermosos: el fuego devora sus entrañas, son unos malditos de quien todo el mundo se aparta...
—Están heridos de la mano de Dios.
—Dios ha tocado también á mi corazon.
—¿Que ha tocado Dios á tu corazon, Sayaradur?
—Sí, Dios me ha hecho conocer mi propia miseria, por la miseria de los demas; Dios me ha dicho: las vanidades del mundo son menos que humo: el mas grande en la tierra es el mas pequeño á mis ojos: el mas grande á mis ojos es el que mas se acerca á mí, por medio de la humildad.
Almanzor se aterró.
—¿Acaso quieres apartarte del mundo, hija mia?
—Sí, sí señor, quiero consagrarme á Dios.
—¡Consagrarte á Dios! ¡apartarte de mi lado!
—En la soledad y en la penitencia está la perfección.
—¿Desde cuando piensas asi, Sayaradur?
—Desde que vi la miseria de esos desdichados.
—Pero este es un celo indiscreto, esclamó Almanzor... tú no te perteneces á ti misma, tú no has nacido para vivir aislada, sola, como una morabitha ascética, en el centro de un bosque, en una gruta, á la orilla de un torrente. No, tu padre tenia otras esperanzas contigo: tu padre te guardaba para que fueras esposa del príncipe Al-Madhi-bi-laj y sultana de Occidente.
—Pero mi buen padre no me sacrificará á su ambición.
—Dios te perdone la injuria que acabas de hacerme, Sayaradur.
—¡Ah! ¡padre mio!
—Yo no tengo ambición: si la tuviera, la hubiera satisfecho: pero amo á mis hijos y quiero asegurar su fortuna despues de mi muerte, que acaso no tarde.
—¡Señor! ¡Señor!
—Mi querida hija no amargará mi vejez, privándome de sus caricias, ¿no es verdad? Escucha, Sayaradur: cuando parto todos los años contra el cristiano, mi corazon se comprimo, y le hiela un presentimiento fatal: he llegado á tener miedo á la muerte... porque muriendo, no podría volverte á ver... y tú, tú no puedes separarle de mí, de tus hermanos... no, no, hija mia: eso no puede ser; yo no quiero que sea... tú no causarás ese dolor á tu viejo padre.
—Me he prometido á Dios, esclamó Sayaradur profundamente conmovida por el dolor de su padre.
Los árabes, exagerados en el fanatismo, respetan un voto hasta el punto de perder la vida, mejor que no cumplirlo: al saber Almanzor que Sayaradur se habia consagrado á Dios; se levantó aterrado y trémulo.
—Pero ese voto no es válido: tú no tienes voluntad... antes que la tuya es la voluntad de tu padre.
—Mi primer padre es Dios, contestó gravemente y conteniendo sus lágrimas Sayaradur.
Almanzor dejó la severidad, y apeló á las súplicas.
—Consultaremos los doctores de la ley, los alienes; consultaremos las estrellas, Sayaradur: acaso encontraremos un medio de invalidar ese voto.
—Le repetiré una y mil veces, porque ese voto es mi salvación.
—Pero al menos, esclamó vencido por sus creencias religiosas Almanzor, tú dilatarás cuanto te sea posible...
—Esta es la última vez que te veo, padre mio.
—¡La última vez!
—Al menos por ahora.
—¡Por ahora! esclamó Almanzor, de cuya alma renacía una esperanza.
—La naturaleza humana es Haca: acaso dentro de algún tiempo me sea insoportable el retiro y la penitencia.
—¡Tú, tan delicada, tan acostumbrada á las delicias de la vida!
—Por lo mismo no me he consagrado á Dios, sino durante dos años.
—¡Dos años! ¡dos años! cuán largo me va á parecer ese tiempo; pero ya no tiene remedio. ¿Y has elegido ya el lugar de tu retiro?
—Sí señor.
—¿Y vivirás en él sola?
—Sola... pero... yo no he prometido vivir de la caridad pública, sino separada del mundo: por lo tanto, señor, he elegido ya á la? personas que sin verme, puedan procurarme lo que haya menester... y tú no podrás menos de aprobar la elección de esas dos personas.
—¿Y qué personas son esas?
—El walí Rajatul-laj y su hermano Adhel.
—¡Ah! ¡nobles y valientes servidores!
—Harto sabia que tú aprobarías mi elección y escucha, señor: ya se acerca la oracion de adobar, y desde ella empieza mi voto. Es necesario que nos separemos.
—¡Ah! ¡hija mia! ¡hija mia! ¡Ojalá que no hubiese vuelto á Córdoba, y que una lanza enemiga me hubiera tendido en las tierras del cristiano, si no he de volverte á ver!
Ante el dolor de su padre, á quien adoraba Sayaradur, rompió á llorar, y estuvo á punto de arrojarse á sus piés y de revelárselo todo; pero el miedo y la vergüenza la contuvieron.
—¡Estaba escrito! murmuró entre sollozos.
—¡Cúmplasela voluntad de Dios! esclamó llorando también Almanzor.
Sayaradur cayó de rodillas á los piés de su padre.
—Podrá suceder que me vea en peligro de muerte, padre mio... podrá suceder que me muera... por si no te vuelvo á ver, bendice á tu hija, señor.
Almanzor puso sus manos trémulas sobre la cabeza de Sayaradur, levantó al cielo los ojos cubiertos de lágrimas, y esclamó con voz ronca y conmovida:
—¡Señor! ¡Señor! ¡tú, que abriste para tu pueblo las ondas del mar Rojo! ¡tú, que consolaste á José cuando estaba en el Fondo del profundo pozo! ¡tú, que te apareciste á Abraham en el ardiente horno! ¡tú, que Lodo lo puedes y que todo lo sabes, protege á mi hija y bendícela, como la bendice su padre!
Y luego la alzó en sus brazos, la besó en la boca, reclinó en su hombro la cabeza, y lloró.
Sayaradur conoció que si duraba aquella situación mucho tiempo, no tendría valor para seguir engañando á su padre; se apartó de sus brazos y le dijo:
—Es necesario que nos separemos: parte, señor, parte: deja conmigo á Adhel, y di á Rajatul-laj que empiece á servir á la consagrada á Dios.
Almanzor besó por última vez á su hija, la estrechó convulsivamente entre sus brazos, y haciendo un poderoso esfuerzo, atravesó la capilla, salió de ella, montó á caballo, mandó permanecer allí al jóven Adhel, y partió como un vendabal con los soldados.
Apenas se habia alejado Almanzor, cuando Sayaradur entró en la capilla y se arrojó á los piés del altar.
—¡Por tu pasión, por la muerte afrentosa que expiaste por el hombre! ¡Señor! ¡por tu divina madre, no me maldigas, ni me desampares porque le he engañado!
Luego se alzó pálida, aterrada, y miró á la puerta.
En ella estaba Adhel meditabundo y sombrío.
—Parlamos, walí, partamos, esclamó Sayaradur, porque sino partimos pronto, me va á faltar valor.
Adhel ayudó á montar á Sayaradur, y despues montó en su corcel de guerra murmurando:
—¡Quiera Dios que ese cristiano no nos sea á todos fatal!
Despues Sayaradur y el jóven walí se alejaron al galope de sus caballos, y se perdieron por una de las sendas de un bosque cercano.
Pasaron algunos meses: llegó la primavera: los antes despojados árboles ostentaban su vigoroso verde esmeralda: las brisas tibias y perfumadas, habian sucedido al cierzo helador del invierno; el sol inundaba con su esplendente luz color de oro los campos de Andalucía, transformados por una lozana vegetación en alfombras matizadas de colores; la naturaleza parecía despertar engalanada de un largo sueño.
Las calamidades públicas habian desaparecido también: solo la mayor estension de los cementerios y el luto de algunas familias, podían indicar que la peste y el hambre hablan pasado sobre Córdoba. La sábia administración de Almanzor habia curado las heridas de aquel pueblo combatido durante el estío anterior por tan terribles azotes: retumbaba el martillo de los talleres, el ruido de los telares, el álito de vida, en fin, de una industria pujante: las escuela? estaban llenas de escolares, y de todas partes acudían hombres armados para ponerse bajo las banderas de Almanzor, que según la costumbre musulmana y la prescripción de la ley, habia pregonado el Algihed, para llevar la guerra á los cristianos.
Córdoba, pues, se mostraba, como siempre, poderosa, industrial, rica, guerrera: el califa Hescham seguía dormitando entre sus esclavas á la sombra del harém, y el invencible hágib se aprestaba á desnudar su valiente espada, que no debia entrar en la vaina sino á la llegada del invierno, ennoblecida con nuevas victorias.
Pero por mas que Córdoba se hubiese rehecho de sus desastres, y aunque Almanzor se mostrase tranquilo, grave y entregado á los cuidados del gobierno como siempre, bajo aquel esterior de paz, el noble anciano guardaba una herida sangrienta, que nada podia cicatrizar, ni su gloria, ni las bendiciones de Córdoba, ni su poder; herida abierta fatalmente por Sayaradur.
Desde el día en que la jóven se habia separado de su padre en la capilla del hospital de los leprosos, Almanzor no la habia vuelto á ver ni á tener noticia de ella, ni conocía el lugar de su retiro. Rajatul-laj habia partido con una gruesa suma para atender á las necesidades de la consagrada á Dios, y tampoco se habia vuelto á saber del walí, ni de su hermano Adhel.
Almanzor, rígido en materias de religión, ni aun habia pensado en saber el lugar donde se habia retirado Sayaradur: ansiaba, sí, que llegase el dia del cumplimiento del voto, para estrecharla de nuevo entre sus brazos, y rogaba á Dios en sus oraciones que apresurase aquel dia.
Por otra parte, el saber que Rajatul-laj velaba por su hija, le tranquilizaba; tal concepto tenia del valor, de la virtud y de la prudencia del walí.
Gonzalo Gustios de Lara, apartado de todo trato y comunicación, vivia en la alquería de Rajatul-laj; Almanzor, considerando ya inútil la detención de los servidores del conde, que habian sido encerrados para impedir que fuesen portadores de malas nuevas, fueron puestos en libertad y enviados á la alquería al servicio del conde, de cuyos gastos so encargó generosamente el hágib.
De tiempo en tiempo estos dos generosos enemigos se veian: Almanzor no sabia á qué atribuir el embarazo del conde en su presencia, lo vago de sus palabras, su confusion. El anciano lo atribuía á la posición precaria del conde, porque ni aun remotamente podia pensar que Gonzalo Gustios tenia por qué avergonzarse delante de él.
Redoblaba, pues, su protección y sus consuelos, y no perdonaba medio para hacer mas tolerable al conde sus desgracias y sus destierros.
Pero si Almanzor, tranquilo con la conciencia de su honrado y generoso proceder, reposaba en el honor de los que lo rodeaban, y no daba por lo tanto una exacta interpretación al estado del espíritu del conde, habia junto á él una persona que no se engañaba, que sabia de una manera segura á qué atenerse, y que callaba sin embargo: aquel hombro era el príncipe Mojanmet-al-Madhi-bi-laj.
El sabia todo lo que ignoraba Almanzor: la causa del retiro de Sayaradur, el lugar en que se escondía y el estado en que se encontraba. Al-Madhi se habia constituido en espía de Gonzalo Gustios. Siguiéndole una noche, poco despues de la desaparición de Sayaradur, supo el lugar en que esta moraba.
Era este lugar una magnifica alquería, mejor dicho, un palacio, situado en el centro de un bosque desierto, dos leguas de Medinat Azahrah, corriente arriba del Guadalquivir. Nada faltaba allí á las necesidades ni aun á las superfluidades de la vida: hermosos jardines, aposentos magníficos, ostentosos mueblajes. Rajatul-laj habia comprado, por encargo de Sayaradur, aquella alquería, y en ella pasaba las noches y gran parte de los dias el conde Gonzalo Gustios de Lara, que en la soledad de la alquería de Rajatul-laj tenia tiempo y ocasion para consagrarse á sus amores.
Al-Madhi, siempre por sí mismo, sin confiar á nadie aquel espionage, usando de ingeniosísimos disfraces, ya de juglar, ya de buhonero, bajo los cuales era imposible que se le reconociese, habia seguido dia por dia la historia de aquellos misteriosos amores; habia devorado su impaciencia y habia visto al fin, con un gozo cruel, acercarse el momento de satisfacer su venganza.
Era uno de los últimos dias de abril: un sol resplandeciente inundaba con reflejos dorados los calados transparentes de la cúpula de la magnífica cámara de Almanzor en Medinat-Azahrah. El hágib, rodeado de sus valientes walíes, les daba las últimas órdenes para reunir las taifas de ginetes que debían partir al dia siguiente para la frontera, y daba sus instrucciones á su hijo Adhel-Melek, que durante su ausencia debia quedar como su lugarteniente en Córdoba.
Otro personage, sombrío, fatal, pálido, estaba apoyado en el alféizar de un agimez, apartado de los demás que rodeaban á Almanzor. Aquel hombre era el príncipe Mojanmet.
A medida que cada uno de los walíes recibía las órdenes de Almanzor, salía. Uno á uno fueron saliendo todos, y solo quedó Abdel-Melek que salió también. Almanzor se levantó entonces del diván, y fué alagimez donde profundamente preocupado se apoyaba Al-Madhi.
—Y tú, príncipe, le dijo Almanzor, ¿no tienes nada que encargarme, nada que decirme?
—¡Tengo que decirte tanto, contestó Al-Madhi volviéndose y dejando ver á Almanzor su densa palidez, que he esperado á que te dejen solo los tuyos!
—¿Y qué tienes que decirme?
—Cierra todas las puertas, noble Almanzor, porque las palabras que voy á decirte solo deben ser escuchadas por Dios, que sabe cuán verdaderas serán, y por ti, que necesitas mucho valor para escucharlas.
—¿Me anuncia acaso lo siniestro de tu semblante una desgracia?
—Una desgracia inmensa como el abismo.
—¿Desgracias en mi familia?
—Si.
—¿Ha muerto mi hija?
—¡Ojalá!
Almanzor fué precipitadamente á las puertas de su cámara, las cerró, y acercándose demudado á Al-Madhi, le dijo con voz sonante:
—¡Habla, príncipe, habla!
—Hace siete meses, (hoy se cumplen), dijo con acento cavernoso el príncipe, que tu hija Sayaradur desapareció de Medinat-Azahrah. Tú dijiste entonces á tus mas allegados, y entro ellos á mí, que tu hija se habia consagrado á Dios, y que se retiraba temporalmente, aunque no sabias el término, al desierto.
—Es verdad, dijo Almanzor; mi hija, usando de su libertad de conciencia, se consagró á Dios, y yo, como creyente fiel, no pude oponerme á su voto.
—¡Tú creiste el voto, y lo creyeron todos; pero yo no lo creí!...
—¿Que no lo creiste?... es decir...
—Tenia motivos para no creerle.
—¡Motivos! ¿Y qué motivos eran esos?
—Recuerda, hágib: cuando el otoño anterior volviste á Medinat-Azahrah, salió á recibirle tu hija; pero con ella, y al mismo tiempo, salió á recibirte otra persona.
—¡El señor de Lara!
—Si; Gonzalo Gustios de Lara, el cristiano, tu amigo, el hombre á quien sin cesar lías dispensado beneficios.
Almanzor palideció.
—¿Y por qué unes el nombro del señor de Lara al de mi bija?
—Solo te recuerdo un hecho. Escúchame á mi yo que, como te he dicho, tenia motivos para desconfiar del voto de Sayaradur, quise saber su paradero.
—¿Y lo supiste?
—Si.
—¿Y dónde mora?
—En una hermosa alquería á dos leguas de Medinat-Azahrah, en donde no falta ninguna de las comodidades de la vida.
—Pero ¿quién te reveló?...
—Lo averigüé yo mismo: me importaba guardar tu honor.
—¡Mi honor! esclamó con voz de trueno y echando mano á su espada Almanzor.
—Guarda tu cólera para los que te han hecho traición, Almanzor, no para tus amigos; contestó con una admirable sangre fria Al-Madhi. Yo me puse en acecho del conde cristiano, supo que salía todas las noches, y una de ellas le seguí recatándome, á pié, disfrazado de juglar, y siguiendo á larga distancia, á la carrera, la carrera de un caballo. Entonces vi que el conde paraba en el centro de un bosque, junto al postigo del muro de una alquería, que le fué abierto á su llegada: sabia ya dónde iba á parar en sus escursiones Gonzalo Gustios, y mas tarde, á fuerza de observación y perseverancia, supe que en la alquería moraba una dama hermosísima. Necesitaba verla para aclarar mis dudas; aumento mi disfraz, me fingí astrólogo y vi á la dama. ¡Era ella!
—¡Ella!...
—Sí, ora Sayaradur.
—¿Pero á qué engañarme mi hija?...
—Tu hija no se hubiera atrevido á presentarse delante de tí, como se presentó á mis ojos.
—Acaba, acaba de una vez... porque me estás dando tormento, Al-Madhi.
—Tu hija estaba en cinta y de una manera avanzada.
—¡Mientes! esclamó Almanzor en el colmo de la cólera.
—Tu hija en estos momentos, esclamó el imperturbable Mojanmet, estará dando á luz un hijo.
Almanzor no contestó; una palidez sombría cubrió su semblante; tembló, se nublaron sus ojos, y asiendo violentamente por una mano al príncipe, esclamó con acento terrible:
—¡La prueba! la prueba al momento, ó tu cabeza, Al-Madhi!
Luego fué á una de las puertas, la abrió y dijo á los esclavos de la guarda, que temblaron al ver el semblante letal del hágib:
—¡Dos caballos al momento!
Y salió rápidamente indicando á Al-Madhi con un enérgico ademan que le siguiera.
El príncipe le siguió; el escaso tiempo que fué necesario esperarlos caballos, Almanzor se mostró impaciente de una manera lúgubre.
Al fin los esclavos trajeron los caballos: salló en uno Almanzor, y cuando hubo cabalgado en el otro Al-Madhi, le dijo con acento trémulo de cólera:
—Puesto que has sido el espía, el descubridor y el denunciador de mi hija, guia, príncipe, guia.
—¡Solos, hágib! ¿No temes?...
—¡Qué! ¿quieres que lleve testigos que presencien la deshonra de mi hija? No, no; para vengarla, si es cierto, basto yo: guia, Al-Madhi, guia.
El príncipe clavó sus acicates en los flancos de su caballo, que partió, y tras él se precipitó Almanzor. Muy pronto se perdieron entre los bosques cercanos, haciendo retumbar en ellos el ruido de su rápida carrera, que al fin se perdió en el silencio.
En que prosigue el asunto comenzado en el anterior, y da fin la segunda parte.
Era el medio dia: la luz del sol, interceptada por dobles tapices, apenas alumbraba una estensa cámara en que habia reunidas algunas personas.
A pesar de lo avanzado de la estación y del templado clima de Andalucía, una chimenea alimentada con madera olorosa, perfumaba y templaba la cámara.
Sentado junto á la chimenea, profundamente pensativo, habia un hombre. Aquel hombre era Gonzalo Gustios de Lara.
Frente á él, cubierto de humildes vestiduras, canos cabello y barba, habia un anciano venerable, que por su solo aspecto hacia pensar en la virtud. Era Teobaldo, obispo de Córdoba.
Otro hombre, el walí Rajatul-laj, colocado entre un tapiz y un agimez, observaba atentamente un sendero abierto en el bosque que rodeaba la alquería.
Ultimamente, paseando por delante de la puerta, en la cámara inmediata, se veia al jóven Adhel á manera de guarda.
Tras el ancho tapiz de un alhamí ó alcoba, se adivinaban algunas personas mas, por sus voces que se oian contenidas: algunas veces aquellas voces parecían pronunciar un consuelo; otras, órdenes breves y rápidas: de tiempo en tiempo, entre estas voces se oia un profundo gemido de mujer.
Cuando resonaba uno de estos gemidos, Gonzalo Gustios palidecía, miraba con ansiedad al tapiz, y el obispo Teobaldo oraba en silencio, á juzgar por el movimiento de sus labios.
Pasó mucho tiempo sin que el aspecto de las personas que ocupaban la cámara cambiase, y sin que la mujer dejase de lanzar de tiempo en tiempo gemidos cada vez mas profundos, mas lastimeros.
Al fin se oyó un agudo grito de dolor, y luego otro y otro... instantáneamente y á un mismo tiempo se levantaron demudados el conde y el obispo, y salieron de detrás del tapiz y de la cámara inmediata Rajatul-laj y Adhel.
Los cuatro avanzaron hácia la alcoba: en aquel momento se oyó el llanto de un recien nacido, ese amargo tributo con que pagamos nuestra entrada en la vida, y que generalmente no es otra cosa que un presagio.
En aquel momento se levantó el tapiz, y apareció el sábio Muzay Jacub trayendo entre los brazos sobre un paño blanquísimo una criatura recien nacida.
—Dios, el altísimo, el amparador, el misericordioso te ha dado un descendiente, cristiano, dijo el médico al conde.
—¡Pero su madre! ¡su madre! esclamó anhelante el conde.
—El alumbramiento ha sido feliz: las buenas hadas han velado por Sayaradur.
Entonces el conde asió ébrio de gozo al recien nacido, y esclamó con acento profético:
—Hé aqui que Dios no quiere que mi raza se eslinga: tú serás el vengador de tu padre y de tus hermanos, hijo mio, y en ti se propagará mi raza en nobles generaciones.
Y luego besó al recien nacido, le bendijo, le entregó á una esclava y entró en la alcoba.
Sayaradur, pálida, descompuesto el hermoso semblante, parecía aletargada: dos esclavas jóvenes estaban junto á ella, cuidadosas é inmóviles.
Al aproximarse el conde, Sayaradur abrió los ojos y le miró con ternura.
—¡Oh! ¡cuánto he sufrido! dijo.
—María, María, Dios nos mira con misericordia, y quiere sin duda que seamos felices.
—¡Felices! ¡si, muy felices! dijo lánguidamente Sayaradur... ¡cuánto te amo! ¿Y nuestro hijo... nuestro hijo?... quiero verle... quiero ver si tiene la noble frente de su padre... quiero ver á mi hijo.
Muzay volvió á entrar con el infante, y le entregó á Sayaradur, que lloró, rió, lanzó gritos de placer, y cubrió á su hijo de besos y lágrimas.
—¡Oh, si! soy muy feliz: escucha, Gonzalo: nuestro buen padre, el santo Teobaldo, educará á este niño... le hará bueno y Del... cuando él pueda empuñar la lanza, tú ya serás viejo... pero no importa: el bravo Rajatul-laj y el valiente Adhel harán de él un caballero... tú le enseñarás honor... nuestro hijo será un héroe, porque tiene en sus venas sangre de Lara y de Almanzor.
Muzay presenciaba todo esto con el semblante pálido y sombrío: Sayaradur reparó con la perspicácia de una madre el fatal augurio que se pintaba en el semblante del médico.
—Tú eres sábio, Muzay... tú eres astrólogo, esclamó con una ansiedad maternal; las estrellas hablan para tí... ¿has visto algún signo de desgracia en la frente de mi hijo?
—Vuestro hijo os será fatal... no sé por qué, pero siento mi corazon oprimido por un terrible presentimiento; paréceme que la desgracia adelanta rápidamente hácia nosotros.
Y luego como inspirado, arrebató el niño á su madre, le envolvió precipitadamente en unos ricos paños, y dijo á Teobaldo:
—Toma, rumy, toma: tú eres un varón de Dios; pon esa criatura á cubierto de una desgracia que le pudiera acontecer.
—¡Una desgracia!
—¿Quién sabe?... ¿acaso Dios no revela, si asi es su voluntad, lo mas oculto?... Toma, rumy, toma y vete.
—¡Oh! si, sí; dijo Sayaradur: desde que esa inocente alionta tengo miedo... paréceme que vá á descubrir mi padre nuestro retiro y si lo encontrase aquí... ¡oh! vé, vé, Teobaldo; vé tú con él, Adhel.
—Y tú y todos, esclamó con voz de trueno Rajatul-laj, viniendo del agimez á donde habia vuelto cuidadoso: uno de los escuchas que habíamos puesto á la entrada del bosque, vuelve á rienda suelta... debe acontecer algo estraordinario...
—¡El hágib Almanzor y el príncipe Mojanmet! esclamó un soldado árabe entrando cubierto de polvo y de sudor en la cámara.
Hubo por un momento un silencio de terror.
—¿Vienen solos? esclamó Rajatul-laj.
—Solos, á menos que no los sigan sus gentes á gran distancia.
—¡Salvaos, salvaos! esclamó Gonzalo Gustios; ¡salvadla á ella, á mi hijo!...
Y sin decir mas, se apartó bruscamente del lecho, tomó su espada que estaba sobro un divan, y salió de la cámara, sin que le pudieran contener los gritos de Sayaradur, y cerró la puerta por fuera.
A medida que pasaba por una puerta, la cerraba del mismo modo. Al fin ¡legó á una galeria, y, al avanzar, encontró á dos árabes que adelantaban rápidamente.
Eran Almanzor y Mojanmet.
—¡Paso! ¡paso! gritó el príncipe desnudando su yatagan.
Gonzalo Gustios desnudó su espada, y antes de que pudiese llegar Almanzor, á quien Mojanmet, mas jóven y mas robusto, habia adelantado, ya habian cruzado los aceros los dos enemigos.
—¡Oh! esclamó Mojanmet, al fin llegó el dia de mi venganza.
—¡Y de tu muerte! esclamó lúgubremente el conde, y tendiéndose en una larga estocada, atravesó de parte á parte á Al-Madhi, que cayó lanzando un rugido.
Almanzor empuñó su alfange, y le hizo lucir al aire con la rapidez del relámpago.
—¿Con que es cierto, perro infiel? gritó el hágib, ¿con que mi hija?...
—¡Tu hija!... esclamó aturdido Gonzalo Gustios.
—¡Paso, paso, miserable!... ¡hazme paso, ó yo me lo haré sobre tu cadáver!
—Yo lo que haces, señor, esclamó Gonzalo Gustios de Lara cálmate y escucha.
—¡Escuchar! ¡escuchar, cobarde traidor! ¿qué has hecho de mi hija?
—Perdónanos, noble Almanzor, porque la fatalidad lo ha hecho.
—¡Que te perdone!., ¡miserable de ti!., ¡que te perdono la corrupción de mi hija!... ¡ponte en defensa!... en defensa... pronto, porque necesito toda tu sangre, y Almanzor no sabe matar sin peligro!
—¡Hiere, pues! esclamó Gonzalo Gustios arrojando su espada y cruzándose de brazos; yo he podido verter la sangre de un príncipe infame, pero no puedo herir al abuelo de mi hijo.
Almanzor, al oir la confirmación de su deshonra, palideció; un horroroso vértigo rodó en su cabeza, lo olvidó todo, y furioso, ciego, envistió á Gonzalo Gustios, que cayó por tierra herido en la cabeza al lado de Al-Madhi.
Almanzor saltó sobre él, y con el alfange ensangrentado, avanzó, abrió rápidamente las puertas, y llegó al ha á la cámara de Sayaradur.
Nadie habia en ella: el terror la habia dejado desierta: solo quedaban algunas ropas de Sayaradur y los indudables vestigios de su alumbramiento.
El hágib revolvió en torno suyo una mirada escandescida; sus ojos estaban inyectados en sangre: de repente lanzó un grito de terrible alegría: habia visto una puerta entreabierta, y tras ella habia oido un ruido vago como de una persona que huyera.
Almanzor se precipitó á aquella puerta, y se lanzó á una galería: al fin de ella encontró una escalera, y la bajó con la velocidad de un torrente que se derrumba; salió á un jardín, y vió á un árabe que se alejaba.
—¡Espera! ¡espera, Rajatul-laj! esclamó Almanzor reconociéndole... ¡Espera, ó por el arcángel Gabriel que he de tenerte desde hoy á mas que por traidor, por cobarde!
Rajatul-laj se volvió un momento; pero pensó en que tenia que morir ó malar al noble Almanzor, y este último pensamiento le estremeció y huyó hácia un postigo de los jardines, por el que desapareció.
Almanzor llegó á aquel postigo, le encontró abierto y salió al campo; un ginete so alejaba á rienda suelta, desgarrando los lujaras de su caballo.
Aquel ginete era Rajatul-laj.
Almanzor estendió hácia él los brazos desesperado, y gritó en toda la estension de su voz: „
—¡Vuelve, vuelvo, Rajatul-laj! ¡yo lo perdono! ¡yo perdono á mi hija! ¡pero vuélvemela, vuélvemela, en el nombre de Dios!
Rajatul-laj contuvo su caballo, volvió á media rienda, y cuando estuvo á corta distancia del hágib, esclamó desnudando su espada y saludándole con ella:
—Adiós, señor, adiós: no me maldigas, ni maldigas á tu hija—la fatalidad lo ha hecho... adiós, noble y generoso señor; toma mi espada, tómala y guárdala como el recuerdo de un servidor leal: que el Altísimo y Unico, en cuyo poder están las fuentes del consuelo, tenga compasion de tu dolor... Adiós, yo velaré por tu hija... y la protejeré.
Y diciendo esto, el walí arrojó su espada á Almanzor, revolvió el caballo y se alejó á rienda suelta, perdiéndose en la revuelta del bosque..
Almanzor lanzó un grito terrible, cayó de rodillas, y esclamó levantando los ojos y las manos al cielo:
—¡Señor, Señor! ¡ella ha deshonrado mis canas, ella ha empañado el brillo de mis victorias... ella me ha desgarrado el corazon... pero perdónala, Señor, como la perdona su padre!
Despues de esto, Almanzor, el terrible guerrero, el terror de los cristianos, el invencible, el fuerte, se doblegó sobre sí mismo y rompió á llorar como una mujer abandonada.
Corría el año de 998 de J. C. y 393 de la hegíra.
Almanzor era ya muy viejo; pero á pesar del recuerdo de aquella hija que había perdido, de la deshonra que pesaba sobre sus canas, que no habia olvidado un solo momento y que devoraba su corazon como un gusano roedor, se conservaba fuerte como una encina secular que herida por el rayo resiste aun el embate de las tempestades.
Durante el tiempo transcurrido desde que pasaron los sucesos en que terminó la parte anterior, es decir, en el espacio de diez y seis años, Almanzor habia sostenido con mas ardor que nunca la guerra contra los cristianos, procurando acaso por este medio olvidar sus desgracias domésticas. En el año 997 habia conquistado todas las villas y ciudades cristianas hasta el Ebro, habia entrado dos veces á sangre y fuego en Barcelona, y habia derrotado, bajo los mismos muros de León, los ejércitos reunidos del rey don Bermudo y del conde soberano de Castilla, Garci-Fernandez.
Ademas de la guerra interior, que así podia llamarse la empeñada entre árabes y cristianos, el califato de Córdoba habia sostenido otra guerra encarnizada en Africa contra las tribus berberiscas, que, faltas de fé, obstinadas en lanzar de sí la dominación árabe, se habían sublevado contra los Edrysytas, vasallos tributarios del califa de Córdoba. Una gran victoria alcanzada por Adhel-Melek (servidor del rey), hijo mayor de Almanzor, los habia reducido enteramente á la obediencia, y habia abierto á Almanzor las murallas de Fez, donde fué reconocida de nuevo la autoridad de los califas Omnyadas.
Esto dió ocasion á Almanzor para activar sus conquistas en la España cristiana. Reforzó su ejército con un numeroso contingente africano, y se lanzó como un vendabal sobre Portugal y Galicia. Envistió y tomó sucesivamente á Coimbra, Lamego, Braga y Tuy; adelantó al país gallego y tomó por asalto la ciudad santa de San Yago de Compostela, y arrancando á su basílica las campanas, las hizo conducir á Córdoba en hombros de cautivos cristianos, y las colgó boca arriba de las cúpulas de la grande aljama (mezquita principal), para que en ella sirviesen de gigantescas lámparas durante las oraciones de la noche.
Veinte y cinco años hacia que era hágib, y por cada año de su gobierno habia alcanzado dos victorias: el peso de la gloria habia fatigado ya su noble cabeza, y sin embargo, la herida abierta en su corazon por Sayaradur, aun no se habia cicatrizado.
Cuando al espirar el otoño, licenciaba sus tropas vencedoras y se volvía á Córdoba, incansable en sus pesquisas por hallar aquella hija adorada, como era incansable en sus acometidas á los enemigos de de Córdoba, apuraba cuantos medios estaban á su alcance por llegar al logro de sus deseos, esto es: lavar la única mancha que habia caído sobre su honor por los amores de su hija.
Al-Madhi habia sobrevivido á la herida que le causó Gonzalo Gustios de Lara, y habia buscado en vano á su enemigo para saciar en él su coraje: el conde habia desaparecido, y muerto ó vivo, ignorábase el lugar de su sepultura ó de su retiro. Del mismo modo que Sayaradur, Rajatul-laj y Adhel se habían perdido como gota de agua que cae en el Océano, y nadie habia vuelto á ver mas al obispo Teobaldo. No se sabia de su muerte, y por lo mismo no pudiéndose dar por huérfana la iglesia de Córdoba, un anciano y virtuoso abad, el monge Redgardo, regia condicionalmente la silla episcopal.
Un misterio profundo habia cubierto el destino de aquellas personas, y nada lograron aclarar, ni la solicitud de Almanzor, ni la venganza de Al-Madhi.
Pasó entre tanto el tiempo, y llegó el año 998. Almanzor á la llegada de la primavera, pregonó, según su costumbre ordinaria, el al-gihed, reunió sus huestes bajo su bandera y partió contra los cristianos.
Concentrados estos en las montañas de Asturias, cuna de sus libertades, lejos de aterrarse con los continuos reveses que les aflijian, por tan multiplicados desastres, se unieron en una alianza poderosa al solo anuncio de la llegada de Almanzor. Navarros y castellanos corrieron en masa á unirse con asturianos, gallegos y leoneses: empuñó las armas todo el que pudo llevarlas, y, bajo las órdenes del rey de León, don Bermudo el Gotoso, (pie á causa de su enfermedad se hizo conducir en una litera, y del conde de Castilla Farci-Fernandez, bajaron de las montañas, constituidos en un formidable ejército, al encuentro de Almanzor.
La Cruz y el Korán iban á medirse de nuevo en una de esas jornadas decisivas en que siempre triunfaron los cristianos, porque estos esfuerzos eran hijos de la desesperación, porque les alentaban á un tiempo la fé religiosa, el orgullo nacional y el amor de la familia, que estendido en mas ancho círculo, constituyo el amor patrio. Cruzada á que todos asistían; grito de angustia á que ninguno se hacia sordo; supremo esfuerzo de la desesperacion. Mal armados en la generalidad, agrupados en grandes masas, sin órden, sin concierto, sin mas guia que su valor, sin mas objeto que morir ó matar, estas inundaciones descendian de las montañas al llano en busca de un ejército aguerrido, disciplinado, acostumbrado á la victoria, regido por esperimentados caudillos, y llevando á su frente á Almanzor, al mayor capitan de su tiempo, al hombre que llevaba sujeta á sus estandartes la victoria.
El aluvión cristiano acampó una noche del mes de julio al rededor lo Caltañazor (Qala't-Al-Nossur, fuerte de las águilas), y al amanecer se dejaron ver en el llano las nubes de polvo que precedían al ejército de Almanzor. De un lado el reino de León y de otro el condado de Castilla, iban á ser testigos del terrible duelo. El ejército cristiano se componía en su mayor parto de peones, al paso (pie el árabe era casi en su totalidad de caballería: al avistarse las dos huestes, los cristianos se agruparon estrechando sus filas en cerrados pelotones, y los árabes lanzaron ese grito de alegría semejante al del águila que divisa una presa que está segura de destrozar entre sus garras. Almanzor dividió sus ginetes en masas de ataque, y las lanzó contra las inmóviles masas de los cristianos..
La batalla empezó sangrienta: á cada choque de los ginetes árabes, recibido por las picas y por las saetas de los cristianos, sucedía una mortandad horrible, sin que toda la pujanza de Almanzor lograse hacer retroceder las fuertes y cerradas masas de los cristianos. Escaramuzas, estrategias hábiles, rápidas maniobras, huidas falsas practicadas con una maestría admirable por la caballería árabe, todo fué inútil para poner en movimiento aquellos cerrados escuadrones: otro caudillo menos impetuoso que Almanzor, hubiera dejado de acometer y se hubiera circunscrito á presentar la batalla al enemigo; pero Almanzor no sabia dar muestras de vacilación, y la misma desventaja que la posicion de los cristianos hacia sufrir á los suyos, lo irritó; él mismo, á la caida de la larde, exasperado ya, cargó con su escuadrón de ginetes berberiscos sobre la masa mas numerosa, en cuyo centro estaban arbolados los estandartes reales de Navarra y Aragón, y el soberano del condado de Castilla.
A la ruda envestida de la caballería berberisca parecía que debia ser arrollado el escuadrón cristiano, como el viento arrolla las ojas secas: sin embargo, los ginetes se estrellaron contra la masa por una, dos y tres veces, como las irritadas olas del mar so estrellan contra una roca: y como estas al retirarse dejan sobre la arena una orla de blanca espuma, los berberiscos, al volverse para tomar campo y envestir de nuevo, dejaban al rededor de los cristianos una orla de cadáveres y de caballos.
Cerraba la noche: Almanzor probó un nuevo esfuerzo; reunió lo mas formidable de su ejército diezmado, y se lanzó como una tromba contra el cristiano; sostuvo la envestida, se mezcló en el combate, y solo logró hacer retroceder un tanto la masa acometida.
Entonces, lleno de heridas, imposibilitado para mandar, se retiró rugiendo como un león vencido.
Ni un solo cristiano le fué al alcance: los pocos walíes que le quedaban, dominados por el terror, abandonaron los reales, en que los cristianos encontraron al dia siguiente un rico botin, y condujeron á su caudillo á algunas leguas de allí, al valle de Beg-al-Korax.
Al volver en sí Almanzor, por el cuidado de sus médicos, miró en torno suyo y solo vió algunos walíes heridos y maltratados.
—¡Qué soledad es esta! esclamó, ¡qué se han hecho mis valientes!
—¡Han muerto! contestó gravemente un viejo walí nombrado Abdu'l-Abbas, que tenia un brazo en cabestrillo.
—¡Que han muerto! esclamó Almanzor incorporándose sobre las pieles de tigre de su lecho... ¡solo quedáis vosotros! ¿y mi bandera? esclamó echándola de menos en el sitio que solia ocupar en su tienda despues de las batallas.
—Has perdido tu bandera y tu atambor, hágib, esclamó con gran resignación Abdu‘l-Abbas.
—¡Dios solo es vencedor! contestó Almanzor: ¡El es dador de la prosperidad y de la adversidad! ¡El es Unico y Sábio! ¡El lo ha querido! ¡Estaba escrito!
Despues mandó salir á todos los que le rodeaban y se quedó solo: una lámpara de oro con aceite aromático iluminaba la tienda. Á su luz parecióle á Almanzor horrorosa la soledad que le rodeaba, y dominado por su desesperación no sentia el dolor de sus heridas.
—¡Vencido! ¡vencido! esclamó al fin con acento ronco: ¡vencido el invencible! ¡Ah, Señor! ¡y has guardado esta vergüenza á mis canas! Mi hueste destrozada, fugitiva, me mirará con estrañeza y dirá: ¿Dónde está el vencedor? ¡Ha perdido su atambor y su bandera! ¡no tiene voz con que llamar á su gente ni enseña que la guie! ¡su gente! ¡su gente está tendida allá, en Qala't-Al-Nossur!
Su primer derrota habia puesto á Almanzor en un estado de cólera imposible de describir: parecíale que aquel revés devoraba sus cincuenta victorias; que no era otra cosa que el primer paso de una es cala descendente, que le llevaría de derrota en derrota hasta la infamia: estaba tan acostumbrado á vencer, que le parecía imposible haber sido vencido.
—¡No; no me vencerán otra vez! esclamó en el colmo del furor; ¡mis soldados no volverán otra vez á encontrarse sin alambor y sin bandera! ¡No... no... un vencimiento es la muerte... si las heridas no me hubieran quitado el sentido, yo no hubiera salido del campo de muerte sino muerto!... ¡No... no... yo he muerto allí... mis soldados fugitivos, no han traído de Qala't-Al-Nossur mas que el cadáver de su caudillo... solo su cadáver encontraron!
Tras estas palabras, Almanzor guardó un total silencio: luego se arrancó los apósitos y vendajes, y se desgarró las heridas sin exhalar un solo gemido: despues se estendió sobre el lecho y dominando el dolor se puso á orar en voz baja.
Cuando los médicos que le asistían entraron en la tienda, lo encontraron espirante: entre sus manos tenía un medallón orlado de perlas, y en él un rizo de cabellos negros como el ébano: al acercarse los médicos murmuró un nombre y cerró los ojos á la luz por toda una eternidad.
El nombro que habia pronunciado el hágib al morir, habia sido: ¡Sayaradur!
Así pereció devorado por su cólera, en la desesperación del primer revés, el mas grande de los capitanes de que se enorgullecía el pueblo árabe: para formar su sepulcro, se recogió tierra de todos los campos de batalla en que habia combatido, y por una escepcion sin igual entre los musulmanes, se escribieron sobre el mármol de su tumba los nombres de las cincuenta victorias que habia alcanzado.
El nombro de Almanzor, es el justo, heróico de los árabes de Occidente. Ninguno como él fué valiente, generoso, justo, magnánimo, rígido en el cumplimiento de su palabra y de sus deberes. Sus acciones tocan en la epopeya: acorrala un dia en un desfiladero un número considerable de cristianos, y les manda que rindan las armas; pero viéndolos resueltos á morir antes que á rendirse, abre los escuadrones de sus soldados y los deja pasar salvos á reunirse al ejército cristiano, prefiriendo dar un refuerzo á sus enemigos á decretar la matanza de tantos hombres. Consigne su hijo en África una señaladísima victoria, y no se entrega en celebridad de ella á fiestas dispendiosas, sino que decreta la libertad de dos mil cautivos cristianos, y paga las deudas de pobres honrados. Cuando casa á ese mismo hijo, celebra las bodas con donativos á los hospitales y á las escuelas, y dota un número considerable de doncellas huérfanas. Tiene al alcance de sus manos la corona del débil Hescham, y la respeta. Fué un gran guerrero y un consumado político: los cristianos que combatían bajo sus banderas recibían paga doblo, y al dirimir una disputa entre un musulmán y un cristiano, favorecía siempre á este último: procuró desde el principio de su gobierno la paz interior de su patria, y la asentó con la fuerza de las leyes, con una buena administración y con continuas victorias en el esterior: aligeró las cargas de los pobres; honró á los sábios y á los ricos: protegió con una munificencia régia á los sábios, á cuyas escuelas no se desdeñaba de asistir como simple oyente, y protegió á los poetas, haciéndose rodear de olios y manteniéndoles á sus expensas con una generosidad digna de un califa. Sus elogios darían asunto para un grueso volúmen: en cambio, solo puede acusársele un defecto: el escesivo celo por su autoridad, que le hizo buscar vanos pretestos para decretarla muerte de su competidor el hágib anterior Ahmet-ebn-Sayd, y reducir á la nulidad al califa Hescham, enervándole con todo género de escesos y placeres. En cambio, bajo su gobierno no estallaron sediciones ni desórdenes, y durante él lo debió Córdoba la paz en el interior y la gloria en las fronteras.
El sentimiento acerbo que causó su muerte en el califato fué su mejor apología, y con razón le lloraron los árabes. Su reinado (pues tal nombre debe darse al gobierno de Almanzor) habia señalado el mas alto grado de su grandeza; fué también el terminó de ella, y el imperio, escapado de sus manos, cayó sin intervalo en su decadencia y su ruina.
Su muerte, por el contrario, colmó de alegría á los cristianos, que se veian libres con ella de su mas formidable enemigo; y tal fué la impresión que les causó el que Almanzor cayese á sus manos, que aun se conserva el estribillo popular en aquellos tiempos, y aun en los nuestros se pronuncia con orgullo: «En Caltañazor perdió Almanzor el atambor.»
Era una tarde del mes de mayo del año 1002 de J. C., os decir, cuatro años despues de la muerte de Almanzor.
En aquel punto, por uno de los desfiladeros de la montaña cercana á Córdoba, cabalgaban tres caballeros árabes.
El uno parecía contar setenta años: era fuerte, ágil, enérgico, y á poco trabajo, si le describiéramos, nuestros lectores reconocerían al walí Rajatul-laj: solamente se mostraba algo demacrado, y su barba, antes negrísima, se habia vuelto blanca como la plata: tras él y llevando al lado un jóven, marchaba un formidable árabe como de treinta y seis años, de semblante bronceado, ojos ardientes, barba negra y miembros robustos: este árabe era el walí Adhel: el jóven que marchaba á su derecha era un hermosísimo mancebo de veinte años, en cuyo semblante, que aun no mostraba en el lugar de la barba mas que un ligero y negrísimo bozo, se notaba un indudable aire de familia con los siete infantes de Lara.
Y en efecto, Mudarra, que así se llamaba aquel mancebo, era hermano de los siete infortunados infantes; era el fruto del amor de Gonzalo Gustios de Lara y de Sayaradur.
Pero era mas hermoso que lo fueron ninguno de sus hermanos, incluso Gonzalo, causa fatal de su nacimiento: el tipo godo de la familia de Lara habia sido un tanto alterado, ganando en energía por el contraste de los magníficos ojos negros y los brillantes y sedosos cabellos del jóven, semejantes en todo á los de Sayaradur; y decimos cabellos, porque, aun cuando los musulmanes por una prescripción del Koram no los usaban, Mudarra, que era cristiano, los llevaba agrupados en largos rizos, descansando sobre los hombros.
La belleza no escluia en él la fuerza: adivinábase esta en la robustez y en la feliz proporción de sus miembros, en la palidez biliosa de su semblante y en la fijeza incontrastable de su mirada; y sin embargo, sus manos, una de las cuales regia poderosamente al caballo que montaba y otra empuñaba una gruesa lanza, tenían morbidez, tersura, delicadeza de contornos: prescindiendo del tamaño, las hubiera envidiado una dama: tan hermosas eran.
Mudarra, en fin, en el conjunto y en los detalles, poseia una de esas hermosuras que fascinan; que son simpáticas, que cautivan en general el amor: de seguro, Mudarra habia nacido para ser adorado.
Aquellos tres hombres marchaban en silencio, y por la espresion de sus rostros se comprendía que iban abismados en profundos pensamientos. La noche avanzaba, y al fin cerró, oscureciendo esas últimas ráfagas rojas que deja Iras si el sol poniente.
La oscuridad se hizo al fin densa, y el caballo de Rajatul-laj que guiaba, marchaba ni mas ni menos que quien avanza entre tinieblas por lugares muy conocidos. Los otros dos caballos seguían instintivamente al de Rajatul-laj, que, á pesar de serle conocido el camino, marchaba muy despacio.
—¿Tardaremos mucho en llegar? dijo impaciente el jóven.
—No, Mudarra, no; dijo Rajatul-laj con afecto: ya estamos cerca: ¿ves aquella luz rojiza que brilla delante de nosotros, sobre nuestras cabezas, y que parece perdida en la inmensidad?
—Sí, la veo.
—Pues bien, aquella luz está en las ruinas de Hins-al-Gebel (castillo de la montaña): si no fuese la noche tan oscura, y nuestros caballos pudieran caminar mas deprisa, ya hubiéramos llegado.
—Quiera Dios que ya hayan llegado todos, replicó Mudarra.
—¿Y cómo no han de acudir?... ¿Crees tú, hijo mio, que se puede sufrir mucho tiempo la tiranía del califa Al-Madhi?
—¡Infame! murmuró Mudarra.
—Si, sí; ¡infame y cien veces infame! dijo Adhel... Mientras vivia su valiente abuelo, Mudarra, ocultó su ambición y sus vicios con una conducta hipócrita... despues... despues tu tio Abd-el-Melek no ha sabido contenerle, y se ha apoderado por traición de Corthobah: nuestras leyes dan la legitimidad al que vence, y Mojanmet es califa.
—Que pida ayuda á Dios ó al diablo, dijo ferozmente Mudarra Gonzalez.
—Ya subimos por la vertiente del castillo, y empiezan á distinguirse los restos de las torres y murallas de Hins-al-Gebel.
En efecto, los caballos trepaban con mas dificultad por una áspera pendiente: á poco que adelantaron por ella, se oyó una robusta voz entre los jaratas.
—¿Quiénes sois? dijo aquella voz.
—¡Hijos de la venganza! contestó Rajatul-laj.
—¡Que Dios os bendiga y os ayude! dijo la voz. Pasad.
Poco despues,.y habiendo sucedido en el camino tres señas semejantes á la anterior, nuestros viajeros pararon delante de un muro aportillado, en cuyo interior se veia una hoguera, y á su alrededor muchos hombres cubiertos con alquiceles blancos, que parecían otros tantos fantasmas.
Mudarra, Rajatul-laj y Adhel desmontaron, ataron sus caballos á un espino, y entraron por el portillo del muro en el interior de las ruinas.
A su llegada, todos los hombres que estaban sentados al rededor de las hogueras, ó que vagaban por las ruinas, se les acercaron.
—Dios os ayude, valientes caballeros, dijo un anciano de blanca barba: ¿cuál de vosotros es el hijo del cristiano?
—Yo, dijo Mudarra, adelantándose con altivez: ¿y tú quién eres?
—Soy el xeque Hiram-al-Saleki, de la tribu Masamuda.
—¿Has traído contigo tus berberiscos?
—Si, dijo Hiram; esperan en las cercanas quebraduras: ¿y tú has procurado que se nos abran las puertas de Corthobah?
—Nuestros amigos velan, Hiram, dijo Rajatul-laj: ¿tus berberiscos están apercibidos?
—Sí... nadie los creerá otra cosa que labriegos.
—¿Cuántos son?
—Quinientos.
—Dales órdenes de que so encaminen á Corthobah, y de qué entren por todas las puertas unos despues de otros.
—¿Y dónde encontrarán armas?
—A la media noche en la mezquita de Alí.
—¿Vosotros estareis allí?
—Sí.
—¡Es necesario ejecutar una cruda venganza!
—¡Sí! ¡sí! ¡sí! esclamaron los otros conjurados.
—¡Pues bien, amigos míos! habéis derrotado en Medinat-Azahrah al infame Mojanmet, que se ha encerrado en Corthobah, esclamó coa energía Rajatul-laj; nuestras fuerzas no son bastantes para sitiar la ciudad; valgámonos de la astucia; ya lo sabes, Hiram: esta noche tus berberiscos encontrarán armas en la mezquita de Alí, y esta noche el califa Hescham será devuelto al trono.
—¡El califa Hescham! esclamaron con asombro todos los conjurados; ¿pues qué no ha muerto?
—Nosotros tenemos el poder de resucitar á los muertos, dijo gravemente Adhel.
—¡Ah! ¡la muerte del legítimo califa ha sido una impostura! dijo Hiram.
—¡La impostura y el engaño son las armas de Al-Madhi! repuso Rajatul-laj; pero no perdamos tiempo; derroquemos al tirano, y tiempo nos quedará despues para referir sus infamias.
—¿Contaremos con amigos en Corthobah? dijo Hiram.
—Y con amigos poderosos: nada, pues, temáis. ¡Adiós, valiente xeque! ¡adiós, caballeros! ¡valor y confianza, y triunfamos!
Dicho esto, y despues de recíprocos ofrecimientos y saludos cambiados entre Mudarra y los gefes berberiscos, que le veian por primera vez, los tres amigos salieron de las ruinas, desataron sus caballos, montaron en ellos, bajaron al fondo de las quebraduras, y se encaminaron á gran paso al llano. Poco tiempo despues llegaron á la márgen del Guadalquivir, le pasaron por un puente, siguieron la corriente arriba, y al cabo de una hora se detuvieron junto á un estenso palacio.
Antes de que echasen pié á tierra, salió á su encuentro un hombre.
—¿Quiénes sois? dijo.
—Los hijos de la venganza, contestó Rajatul-laj.
—¡Bien venidos seáis, hermanos! dijo el hombre.
—¿Está dispuesto todo... Katu'l-Kerim?
—Todo, walí.
—¿Y el califa?
—Aun nada sabe... ahora mismo está jugando á las tablas con la hermosa Kethirah.
—¡Ah! ¡se le endulza el cautiverio! dijo Mudarra.
—Cosa estraña en Al-Madhi, que es cruel como un lobo; dijo Adhel.
—¡Entrad, entrad y juzgareis por vosotros mismos!... En verdad, en verdad, ¡qué califa mas débil!...
—¡Al fin es nieto del Abd-el-Rajman el Grande, le ha protegido y defendido mi abuelo! esclamó Mudarra, que con Rajatul-laj y Adhel seguía á Katu'l-Kerim.
Este, que jera walí ó gobernador del palacio, abrió una pequeña puerta de hierro, ó introdujo á los recien llegados: parecía que el palacio estaba desierto: ni un solo soldado habia en él, ó al menos no se veían.
Katu'l-Kerim precedió á los tres por una escalera de espiral, y al fin de ella, entreabíendo una puerta, les dijo:
—¡Mirad!
En efecto, despues de una antecámara y á través de la puerta de una cámara, se veia dentro de ella un hombre vestido con gran lujo, tendido en almohadones y jugando indolentemente á las tablas con una hermosísima esclava.
Aquel hombre hermoso, pero con una hermosura afeminada, y gastada ya, parecía contar treinta y nuevo años: su semblante lánguido, pálido, representaba la debilidad, la perplegídad de su carácter: aquel hombre era el nielo del gran Abd-el-Rajman, el pobre califa Hescham, el hombre menos á propósito para dar á conocer por sí mismo la grandeza de su abuelo, y que era una prueba palpable de la verdad que ha demostrado repetidas veces la historia, representada por el dicho de que se heredan los bienes pero no el genio.
Estaba tan distraído el ex-califa con su juego favorito y con la belleza de!a esclava, cuyas manos eran mas blancas y tersas que el marfil del tablero, que no sintió la llegada de los cuatro caballeros.
Advirtióle Kethirah.
—He aquí que vienen á interrumpirnos, señor, de una manera inoportuna; dijo con acento dulce y tranquilo.
—¡Que vienen á interrumpirme!... ¿y quién, quiénes son?... ¡Ali! ¡yo creo haber visto el semblante de alguno de estos!... ¡sí, si, por Allah! y miraba alternativamente á Rajatul-laj y á Mudarra.
—En efecto, noble y poderoso señor, dijo el viejo walí inclinándose; tu grandeza me ha conocido mucho.
—¡Es singular!... hace mucho tiempo, dijo el califa. Los viejos se ponen jóvenes y los jóvenes se convierten de reponte en viejos... tú eres Almanzor, dijo dirigiéndose á Mudarra... y tú, tú... añadió mirando á Rajatul-laj, eras uno de mis mas valientes walíes... tu nombre... no me acuerdo de tu nombre...
—Rajatul-laj, señor.
—¡Ah! ¡poderoso y magnifico nombre! ¡nombre de califa! En efecto, ¡eras tan valiente, que bien mereces tu sobrenombre de Aliento-de-Dios! pero te has puesto muy viejo; ¿has pasado alguna noche con las malas hadas?
—Es, señor, que hace veinte años que no me ves...
—¡Ah! ¡ah! ¡hace veinte años!... ¿y tú... tú, Almanzor... fué mentira acaso tu muerte? ¿te ha rejuvenecido alguna hechicera, ó vienes á visitarme desde el paraíso?
—Yo soy nieto de Almanzor, contestó con orgullo Mudarra.
—¡Ah! ¡ah! ¡eres el nieto de mi poderoso hágib!... pues mira, si te pareces á él en los hechos y en la prudencia como en el semblante, te nombro mi hágib.
—Con tu licencia, señor, dijo Rajatul-laj, dejemos oso: ahora solo so trata de que resucitéis.
—¿De que resucite? esclamó Hescham levantándose con gran estrañeza: ¿pues qué, me he muerto acaso?
—No, no, poderoso señor; Dios no lo ha querido; pero hace dos años que el califato de Córdoba os cree muerto...
—¡Ahí ¡ahí ¡se me cree muerto porque me he retirado del bullicio de Córdoba, y he dejado mi poder en manos de Abd-el-Rajman-ebn-Almanzor, para que lo administre enteramente como lo administró su padre!... ¿Qué queja tienen?... ¿no he elegido al hijo de Almanzor por mi sucesor, á falta de hijos?
—Sí, sí, señor, y eso ha producido tu muerte aparente. Mojanmet Al-Madhi-bi-laj, tu primo, se creyó despojado, tomó las armas, triunfé de Abd-el-Rajman, (pie tuvo la fortuna de huir, y sabiendo que tú estabas retirado en este palacio, hizo correr las nuevas de tu muerte, y presentó en Corthobah, con las vestiduras imperiales á un desdichado que tuvo la desgracia de parecértese... Aquel muerto falso fué enterrado en la rauda [22] de tus mayores, y todos te creen muerto.
—Pues mejor, mucho mejor, dijo el califa; así me ahorro de que alguna vez me atormenten con quejas y con pretensiones... ¡me creen muerto!... pues mira... yo vivo, y vivo bien: tengo aquí á mi adorada Kethirah... me dan excelentes manjares, y paseo, y cazo por estensos y apacibles jardines.
—Pero esos jardines, señor, están rodeados de un altísimo muro; este palacio no es mas que una sepultura.
—¡Una sepultura!
—Sí, si, señor: una sepultura en la que podrá suceder que encontréis una muerte real y efectiva; en que no podáis ver á la luz de vuestros ojos, ni cazar alondras en sus jardines, ni pescar truchas en sus estanques.
—¡Cómo! ¡pensarían en matarme! esclamó el califa acreciendo en palidez..
—El usurpador, el asesino, ha abusado del mando, ha despreciado tu valiente y leal guardia berberisca; y aquellos buenos soldados ofendidos en su orgullo y alentados por su tiranía, que le hace odioso al pueblo, han tomado las armas contra él. Ha habido mas de cinco batallas, porque á los berberiscos se han unido los descontentos, y al fin, hace tres dias, Al-Madhi ha sido vencido en los campos de Medinat-Azahrah y ha huido á encerrarse en Corthobah. Detrás de sus muros aun podría resistir, y cualquier suceso cambiar las cosas y asegurar á Al-Madhi; entonces... como se empieza á murmurar que tú no has muerto, podría suceder que ¡Mojanmet, tu primo, te matase de veras.
—¡Oh! ¡ob! ¿y cómo han sabido que yo no he muerto, si habían creido mí muerte?
—El buen Hiram-Katu'l-Kerim, tu alcaide, ofendido también por Al-Madhi, me lo ha revelado. Es preciso que te decidas y nos sigas, señor... Esta noche morirá Al-Madhi, y es preciso, para evitar una guerra civil, que te presentes en el trono.
—Pero... ¿y si os engañais?... ¿si esos rumores son falsos?
—¡Esos temores se han convertido ya en una realidad! dijo gravemente Katu'l-Kerim; mira esta gacela imperial, señor, que me ha sido enviada hoy con un confidente del califa usurpador, al que he encerrado en una mazmorra.
Hescham leyó el pergamino que le había entregado el walí.
«En el nombre de Dios altísimo y misericordioso, decía el califa de Occidente, á su muy leal y querido amigo Katu'l-Kerim, salud y prosperidad. El bien del imperio exije que muera Hescham. Mí siervo Cabul lleva consigo un pomo; vierte ese pomo en los manjares de Hescham: que de ellos coma también Kethirah; sepúltalos con secreto; pero envíame la cabeza de Hescham con Cabul.»
—¡Infame! ¡infame! ¿no le basta mi corona, quiere también mi vida y la de mí arcángel?
—Es, pues, necesario de todo punto huir de aqui, dijo Rajatul-laj; por el momento, la prisión de Cabul ha guardado tu vida, señor; pero cuando Al-Madhi note que Cabul tarda demasiado, podrá suceder que venga... ¡y sí viniese solo! pero vendrá harto acompañado y defendido. Elije, pues, entre seguirnos ó morir.
—¡Oh! ¡oh! ¡seguiros, seguiros mil veces!... sois leales y os recompensaré... y Kethirah me acompañará también, ¿no es verdad?
—¿Cómo habíamos de separarte, señor, de la amante de tu alma?
—¡Oh! ¡qué horror! esclamó Kethirah: ¡morir, y morir por haberle amado! Sigue á estos caballeros, señor, síguelos... porque si estamos aquí mucho tiempo, la querida de tu alma morirá de terror.
El temor de su esclava favorita hizo mas efecto en el califa que su terror propio: se entregó en manos de sus libertadores como un niño; se dejó disfrazar de rústico, trasquilar la negra barba y poner una ro la postiza; despues Kethirah se pintó el rostro, y la pusieron, en fin, tal que nadie la hubiera reconocido.
Kethirah se transformó en hombre y se dió encargo de conducirla á Mudarra, lo que, segun afirman viejos pergaminos, no desagradó á la hermosa odalisca. Asimismo Katu'l-Kerim se disfrazó de labriego, y poco despues, el califa en un asno, Kaltu'l-Kerim en otro, Kethirah sobre el arzón del caballo de Mudarra, y en pos de ellos Rajatul-laj y Adhel, caminaban hácia Córdoba.
Al fin llegaron y entraron sin ser notados por la puerta de la Axarquia, y se perdieron en un oscuro laberinto de callejas.
Poco despues, y por cada una de las puertas de Córdoba, diseminados en grupos, entraron los quinientos berberiscos de Hiram-al-Saleki, él y sus compañeros.
Cuando se cerraron las puertas, la mayor tranquilidad reinaba en la córte de los califas de Occidente.
Ya habia entonado el gallo su canto á la media noche, cuando se abrió un postigo del palacio Meruan, y salieron dos hombres rebozados en anchos alquiceles.
No transitaba nadie por las calles: de tiempo en tiempo se encontraba un guarda nocturno.
Los dos embozados tomaron la dirección del barrio de la Axarquia.
Antes de llegar á una gran casa, cuya inmensa mole se alzaba junto á la mezquita de Alí, los dos bultos se detuvieron junto á una esquina.
—¿Es allí? dijo el uno.
—Sí, poderoso señor, contestó el otro.
—¿Y por qué no entramos?
—Es necesario esperar la señal.
—¡Ah! ¡la señal! ¿Y qué señal es esa?
—Una lámpara puesta en un agimez, que ahora no vemos por la oscuridad de la noche.
—¿Y es hermosa esa mujer?
—Es un prodigio... y á mas su ciencia...
—¿No me dijiste que el que la posea estará al abrigo de las desgracias?
—Su juventud se prolongará, su salud será fuerte, y su vida llegará á contar un siglo; su muerte será dulce, un sueño de amores: durante su vida, si es soberano, vencerá á sus enemigos; su pueblo será fuerte, rico y poderoso, y su nombre pasará á la posteridad rodeado de una aureola de gloria.
—¡Cuánto tarda en aparecer esa señal!
—Daymarah no acostumbra á dejarse ver antes de la media noche.
—Pero esa es la hora en que aparecen los gnomos y los vampiros.
—También es la hora en que visitan á los buenos creyentes las buenas hadas.
—Daymarah no es otra cosa que una mujer.
—Sí, poro una mujer que ha viajado con su sábio maestro Jucef-ebn-Karth-Karth, y ha visitado las tumbas de Egipto y las grutas del Nilo. Allí ha bebido los raudales de la ciencia, y solo cuando ha sido maga, cuando ha adornado su hermosura con la poesía, la música, el baile y la lectura, ha pensado en destinarse á un poderoso rey... el Shah de Persia la ha ofrecido un hermoso palacio y un tesoro, y le ha rehusado, porque el Shah es viejo, iracundo y feo: el califa de Damasco le daba los jardines de Basora con sus baños y sus alcázares y el hilo de perlas mágico que llevaba en sus cabellos Fatimah, la hermosa madre de Mojanmet, profeta de Dios, á quien él bendiga; pero el califa de Oriente ha perdido en un combate la punta de la nariz, y por esta sola razón Daymarah le ha desdeñado: habláronla de tu hermosura, de tus prendas, y se ha decidido: há dos dias que está en Corthobah; ha tenido ocasion de verte en la mezquita imperial, y se ha enamorado de tí.
—¿Con que esa maravillosa hermosura tiene poder para prolongar la vida y embellecerla?
—La señal... hé ahí la señal... podemos acercarnos, señor; pero te advierto que debes entrar tú solo.
—¡Oh! no quede por eso; vamos.
En efecto, habia aparecido una lámpara en un agimez de la casa misteriosa, á cuya luz se veia un rico tapiz de púrpura y oro en el interior.
Los dos rebozados se dirigieron á un ángulo de la casa, y uno de ellos llamó á un pequeño postigo, queso abrió en el momento, y apareció tras él un viejo alto y seco, envuelto en una negra opalanda, de semblante largo, demacrado, lívido, feo, con pequeños ojos hundidos en el cráneo, y en medio de ellos una enorme nariz, cuyo estremo se encorvaba sobre una boca semicircular, por debajo de la cual, partida en dos mechones, se veia una barba larga y rala, del color del lino medio quemado, y tenia la cabeza descubierta y enteramente afeitada.
Aquel hombre hizo una mueca, que sin duda era su sonrisa habitual, y al entreabrirse su boca, dejó ver por única dentadura cuatro dientes colocados arriba y abajo en el centro, blancos y afilados como los colmillos de un tigre.
—Este es el sábio Jucef-ebn-Karth-Karth, dijo el uno de los embozados al otro; síguele.
—¿Es este el elegido de la hermosa Daymarah? dijo el horrible viejo.
—Sí, contestó uno de los embozados.
—Sígueme, pues, dijo el viejo.
El otro embozado vaciló ante la fea catadura de aquel hombre que no parecía otra cosa mejor que la imagen de Satanás.
—Sí entras con recelo, dijo el sábio Jucef con gravedad, lo habrás perdido todo: Daymarah no gusta de los cobardes.
Aquella observación pareció picar al embozado á quien se dirigía.
—Guia, dijo al horrible viejo, aunque hubieras de conducirme al infierno.
Jucef cerró el postigo, y el otro embozado quedó fuera.
Entonces aquel hombre se deslizó á lo largo del muro de la casa, dobló una esquina, atravesó una pequeña plaza, y llamó á una puerta: aquella puerta era la de la mezquita de Alí.
Cuando aquella puerta se abrió, apareció tras ella un bulto informe.
—¿Quién eres? preguntó.
—Hijo de la venganza.
—Bien venido seas, hermano, contestó el de la mezquita, franqueando la puerta. Pasó el embozado, y el otro cerró la puerta.
—Ásete de mi haike, y sígueme, dijo el que habia abierto.
—¿Han venido ya todos? dijo el que habia entrado.
—Sí.
—¿Hiram-el-Saleki?
—Si.
—¿Y sus veinte walíes con sus berberiscos?
—Si.
—¿Y Rajatul-laj y Adhel con el jóven rumy?
—Sí.
—¿Y no ha venido nadie mas?
—Si por cierto; ha venido un labriego viejo, un jóvencillo y un rústico, cada cual en un asno.
—El califa, Kethirah y Katu'l-Kerim murmuró de una manera ininteligible el que habia entrado.
Siguieron adelante por medio de un vestíbulo oscuro.
—Llévame á Rajatul-laj, dijo el introducido.
El introductor varió entonces de ruta; tornó á ta derecha, y se aventuró por un pasadizo, al fin del cual habia una luz.
Poco despues entraron en una pequeña sala abovedada, alumbrada por una lámpara pendiente del techo: el guia cerró la puerta por donde habían entrado, y dijo al otro:
—Espera aquí.
Luego salió por otra puerta, que cerró, y el recien llegado quedó solo, pero por poco tiempo: no tardó en abrirse la segunda puerta, y apareció en ella Rajatul-laj.
Al verle el hasta entonces encubierto personaje, dejó caer el capuz y el embozo de su alquicel, y dejó descubierto el semblante.
Era un hombre de cincuenta años, de espresion reflexiva, ojos grandes, nobles y elocuentes, y color moreno y pálido, que anunciaba su origen berberisco.
—¡Oh mi noble y leal amigo Sydy-Balhkan! esclamó Rajatul-laj, yéndose á él con los brazos abiertos y estrechándole con efusión en ellos. Creo que Dios nos proteje.
—Dios lidia por los suyos, mi buen amigo Rajatul-laj. El lobo ha entrado en la trampa.
—¿Y no recela?
—No: su ambición y sus pecados le tienen ciego.
—¿Y hay en la trampa cebo que pueda entretenerle?
—Va te he hablado de Daymarah.
—Sí, pero... él es astuto.
—Daymarah es hermosa, muy hermosa y muy ladina. Yo no te he dicho mas sino que contaba con una mujer y con un hombre. Pues bien, el hombre es mi médico; el sábio Jucef-ebn-Karth-Karth, codicioso y ruin, y capaz de meter la cabeza en un hormiguero de Egipto, si tiene esperanzas de sacar pegada á las narices una dobla.
—Puede hacernos traición.
—¡Oh! no: me teme demasiado para esponerse á probar el filo de mi yatagan.
—¿Y ella?
—¡Oh! ella es una esclava mia, la mas hermosa de mis esclavas; una muchacha de catorce años que encontré en un bazar de Fez hace dos años en poder de un judio; es bayadera [23]. Baila de una manera incomparable una danza que ella ha inventado, que se ¡lama la Mariposa-, le fascinará: ademas la muchacha, que como te he dicho, es muy perspicaz y muy graciosa, está amaestrada por mi: se fingirá maga: ya hemos hecho la experiencia, y te confieso que á mí mismo, que era el autor de la fábula, me hizo dudar: le he hecho aprender algunos conjuros y algunas palabras de la cábala, y cuando sea preciso que aparezca tu jóven amigo, aparecerá naturalmente. El mayor sacrificio que hago en esta empresa es esponer á una eventualidad á Daymarah, porque es una loca...
—¡Oh!
—Pero no importa; el lobo está encerrado, y lo último que podría suceder seria que yo tuviese el sentimiento de vender á Daymarah, ó lo que seria mas triste, de encerrarla en un saco y arrojarla al Guadalquivir.
—Una vez que ya está dentro, no tenemos tiempo que perder, Sydy-Balhkan.
—¿Están avisados nuestros amigos de Corthobah?
—Al primer son de las atakebiias los muecines [25] subirán á los alminares y llamarán á la insurrección á los creyentes en nombre de Dios. Entonces los barrios de Axarquia y de Algufia se levantarán en masa, y si los de Adobar y Alquibla, donde se aposentan los soldados de Al-Madhi, se resisten, los entrarán á sangre y fuego.
—Entonces á la obra, dijo Rajatul-laj: sígueme.
Siguióle Sydy-Balhkan, y la puerta se cerró tras ellos.
No pasó mucho tiempo; antes de que saliesen de la mezquita de Ali, con gran silencio, una multitud de hombres armados, que rodearon la casa, ó valiéndonos del dicho del berberisco, la trampa en donde habia entrado el lobo, otra multitud tomó las avenidas y esperaron en un silencio profundo ocultos en la sombra de la noche.
Veamos entre tanto lo que pasaba en el interior de la trampa.
En un salón ó cámara, como mejor queramos, de bellísimas proporciones, de bellísimos adornos, alhajada con suntuosos muebles y ricas alfombras, alumbrada por una gigantesca lámpara de oro calado, cubierta en sus claros por preciosas piedras trasparentes, que haciendo pasar la luz por todos los colores del prisma, lanzaba á las paredes labradas de oro, azul, rojo y negro una luz fantástica: en el fondo de un alhamí ó alcoba, sostenida por columnas de alabastro, de cuyo artesonado pendían dos lámparas de ágata, estaba reclinada sobre almohadones de damasco blanco bordados de oro y seda carmesi, una mujer, mejor dicho, una niña, medio adormida, en una posición voluptuosa, y vestida con una gala y belleza tales, cuales eran necesarias para que sus ropas contrastasen dignamente con su hermosura.
Aquella lánguida y delicada belleza, semejante á una vaporosa aparición de los cielos, era Daymarah.
Tenia entre sus manos una guzla de marfil y ébano con incrustaciones de oro y plata, de la que arrancaba como al descuido tristes y suspirantes armonías: sus negrísimos y brillantes cabellos partidos en trenzas, salpicadas de perlas y diamantes, estaban unidos por una rica corona de llores de oro esmaltadas de blanco y azul, imitando rosas y violetas: pendían de sus pequeñas orejas magníficas arracadas, cuyos anchos liaros, cuajados de pedrería, descansaban en la dulce curvatura de sus hombros desnudos; ceñia su mórbido y blanquísimo cuello en triples vueltas, que acababan en esos estremos que descendían sobre su seno, un maravilloso alhaite ó gargantilla de perlas; un precioso caftan de brocado color de rosa, oprimía su alto seno y su escasa cintura, y una doble falda de damasco verde y rojo bordada de oro, y adornada de guirnaldas de flores, apenas la llegaba á la mitad de sus bellísimas piernas, adornadas con ajorcas de oro, cubiertas de signos cabalísticos; sus brazos desnudos tenian dobles brazaletes junto al hombro y en el antebrazo, y en sus pequeñas manos se mostraban los preciosos dedos cubiertos de riquísimos anillos: últimamente, un pié de niña grueso y encorvado se encerraba en un chapín, que de seguro daría envidia por sus dimensiones á la andaluza mas satisfecha de sus estremidades inferiores.
En cuanto al semblante, renunciamos á la descripción: sin ser lo que se llama una hermosura perfecta, habia en él tan dulce blancura, tan negras cejas, tan elocuentes y chispeantes ojos; era su nariz tan graciosa, su boca tan fresca, su dentadura tan blanca, su barba tan redonda y su sonrisa tan puramente sensual, tan insinuante, tan picaresca, por decirlo asi, tan confiada en su poder; era tal la espresion de aquella niña tentadora, que si tuviéramos el talento de hacerla sentir á nuestros lectores, nos espondríamos á lo que no queremos, y por lo tanto nos abstenemos de hacer la prueba.
Baste decir que Daymarah era un travieso demonio con faldas..
Junto á si tenia en un estremo del diván, y sobre una pequeña mesa redonda, ropas é instrumentos tales como astrolabios, cuadrante, y planetarios, y al otro estremo un brasero con fuego, junto al cual estaba de rodillas y arrojando de tiempo en tiempo perfumes, una esclava negra, jóven y también hermosa, vestida simplemente con un roponcillo rojo y adornados con corales el cuello, los brazos y los cabellos.
Sydy-Balhkan habia colgado de la bayadera, de su esclava favorita, lo mas rico y bello de su tesoro, y la había colocado en un cuadro digno de su hermosura.
Los musulmanes eran todo lo que se quiera; pero es preciso confesar que en lo concerniente al amor eran sibaritas, espléndidos, y, sobre espléndidos, de un gusto esquisito.
Poco despues de haber entrado en la casa el encubierto que habia sido llevado á ella por el berberisco Sydy-Balhkan, el horrendo médico ebn-Karth-Karth, abrió la puerta de la cámara, y adelantó hácia Daymarah.
—¿Qué quieres, aborto del infierno? le dijo la jóven.
—Aborto del infierno ¿eh? sin embargo, bien te regalas con los perfumes que fabrico para ti, y con los bálsamos divinos que dan á tu tez tanta frescura: eres ingrata, muchacha.
—Qué quieres, amigo mio; tus bálsamos y tus perfumes son esquisitos; pero se pueden perdonar por no ver tu rostro de macho cabrio. Si tienes que decirme algo, dímelo y vete, porque tu vista me hace mucho mal.
—Ya está ahí.
—¡Ah! ¡está ahí! ¿es decir que ya empiezo á ser maga?
—Sí.
—Entonces, vete, y que entre cuando quiera; y escucha: si tienes que venir otra vez, ponte un velo como si fueras una morabitha: vamos, es preciso ser muy valiente para enseñar una cara tan fea.
El sábio salió rabiando, y Daymarah se quedó riendo.
No tardó en abrirse la puerta y en aparecer un hombre envuelto enteramente en un alquicel; miró en torno suyo con recelo, y al ver á Daymarah, deslumbrado mas por su hermosura que por sus joyas, que lanzaban de si torrentes de luz, adelantó rápidamente hácia ella.
Daymarah habia adoptado el continente grave que convenia á una maga, y aunque la favorecía mucho mas que la gravedad su dulce sonrisa, sin embargo, estaba tan hermosa con la severa espresion de su boca, y la lija y profunda mirada de sus ojos negros, que el hombre encubierto tembló, bajó su alquicel, y como arrastrado por un impulso superior á su prudencia, como ansiando conocer el efecto que su semblante causaba sobre la que creía maga, se descubrió, desenvolviéndose de su ancho alquicel y dejando descubrir su trage, que era ostentoso y magnífico.
Aquel hombre era el califa usurpador, Mojanmet-al-Madhi-bi-laj.
Al verle, el semblante de Daymarah pareció inspirarse; dejó su indolente posicion y se levantó con una hechicera lentitud.
—Yo veo delante de mi, esclamó con una voz dulce y sonora que tenia la entonación de un cántico: yo veo delante de mi un elegido de Dios: en su frente resplandece la magestad, y la noble llama del valor arde en sus ojos: ¿qué quiere de su sierva el elegido de Dios?
—¡Cómo! ¿me conoces, sultana de las hurís?
—Yo soy maga, mi madre era hada y mi padre genio: yo soy hija de la luz y de la armonía... mi alma ansiaba amor, y he buscado á mi escogido allá en las apartadas regiones donde el encantado jardin de Hiram aparece al errante peregrino... y cuando yo preguntaba al semoun que pasaba sobre mi cabeza: ¿dónde está el amado de mi alma? el semoun me decia: signe, sigue adelante; mi imperio no alcanza á las regiones donde el amado de tu alma habita: mi aliento de fuego no ha sacudido la frente de sus árboles siempre verdes, ni ¡agostado el cáliz de sus flores de eterno perfume: allí son tibias las brisas, azul el cielo, yen ninguna parte brilla con mas pureza mi padre el sol: sigue, sigue, hija de los sueños; sigue hácia el Occidente: allí, sobre un trono poderoso so asienta el amado de tu alma.—Y yo, seguía y seguía.—Y cuando el resplandeciente astro se perdía entre mares de fuego tras los inmensos limites del desierto, yo preguntaba al sol:—¿Está muy lejos aun el amado de mí alma? y el sol me decía:—¡Sigue, sigue! ¡oh!!tú cuyos ojos brillan mas que mí siempre ardiente pupila! ¡sigue! aun muchas veces apagará su sed tu camello en el camino antes de que veas la frente de tu amado: y cuando hayas pasado las Angosturas de los dos mares, cuando mi faz haya lanzado á la tuya una luz radiante, cuando me hayas visto sin vapores rojos, flotando en un espacio límpido y azul como el záfiro; cuando hayas visto delante de tí una ciudad de mil cúpulas y hayas entrado en el mas rico santuario que ha levantado al señor Alláh la gratitud de los creyentes, entonces habrás visto al escogido de tu alma, á la luz de tus ojos, á la alegría de tu corazon.
Y Daymarah se sonrió de una manera, que la sangre de Al-Madhi corrió en sus venas como la lava de un volcan.
Daymarah, pues, era una actriz consumada, una actriz sublime, uno de esos genios privilegiados que saben colocarse en la situación precisa del papel que desempeñan.
Aunque Mojanmet como musulmán no hubiera sido entusiasta y supersticioso; aunque no hubiera estado dominado por sus creencias, á pie establecían la existencia de las hadas, de los genios, de las apariciones, de los espíritus eternos, que alguna vez descendían del sétimo cielo y tomaban formas humanas para adelantar á los buenos creyentes su parte de paraíso sobre la tierra, hubiera creido á Daymarah una aparición divina. Tal era el prestigio que la rodeaba, tal el completo electo del lugar en que se encontraba, de las joyas y de las ricas vestiduras que la embellecían, de los perfumes que la rodeaban, como una encantada atmósfera, de su hermosura, que resplandecía con el fuego de la inspiración y del amor, un blanco humo emanado del braserillo en que la esclava etiope arrojaba sin cesar perfumes, la envolvía en una nube trasparente y completaba el efecto. Al-Madhi lo olvidó todo: la situación precaria en que se encontraba, reducido su imperio á Córdoba, rodeado por el califato insurrecto, amenazado, vencido, sin poder contar mas que con la cuestionable fidelidad de algunos miles de africanos mercenarios: solo vívia para la hechicera mujer que tenia delante: sus pensamientos no pasaban mas allá de ella; su vida entera estaba concentrada en el reducido espacio de aquella estancia mágica.
—¡Oh ¡tú, la mas hermosa de las mujeres! esclamó: mí lengua no tiene palabras para espresar lo que mi alma siente: mi corazon desfallece, mis ojos ciegan con el resplandor de tu hermosura.
—Tu hermosura es el alimento de mi alma, que al fin reposa como la nave maltratada por la tempestad en el seno del puerto amigo... ¡Oh, señor, señor!... ¿qué hará tu esclava para inundarte de felicidad?
Al-Madhi dió un paso hácia ella, y estendíó ansioso sus brazos; pero Daymarah se deslizó entre ellos como una serpiente, y Al-Madhi fascinado, dió un paso vacilante, y, comprimiéndose con una mano temblorosa el pecho, fué á caer sobre el divan.
Daymarah se acercó entonces á la mesa, y le mostró un cuadrante.
—He consultado tu horóscopo, luz de mis ojos, dijo indolentemente, reclinándose en el precioso mueble.
—¿Y qué te ha dicho mi horóscopo? dijo Al-Mahdi.
—Los espíritus invisibles han hablado: el hombre de tu amor, me han dicho, sufre y teme bajo la dura mano del destino.
—Mis vasallos me son rebeldes.
—Tú los has azotado con tributos.
—Necesitaba oro para hacer la guerra.
—Necesitabas oro para tu codicia.
—Los bienes de mis vasallos son mios.
—Pero si tú abusas de lo tuyo, llegará un dia en que nada tengas... ademas... no has tomado solo la hacienda de tus siervos... has manchado el honor de sus esposas y de sus hijas.
—Mi alma estaba sedienta de amor, y buscaba la mujer de mis sueños.
—Dios ha oido mis ruegos, y se ha compadecido de ti... Dios ha levantado la espada de la justicia que estaba suspendida sobre tu cabeza.
—¡Oh! esclamó Al-Madhi: ¡Dios! ¡Dios!
Y en su semblante apareció una espresion de espanto.
—Estás triste, señor, y tu amada quiere disipar las nubes de tristeza que envuelven tu espíritu... yo arrojaré sobre ti raudales de alegría... espera, señor, espera... voy á recrearte con una armonía de los cielos.
Y Daymarah tomó el haike que estaba sobre la mesa, y se envolvió en él de los piés á la cabeza: luego tomó una varita negra, fué á una de las columnas y la tocó con la varita, haciendo resonar un sonido metálico. Inmediatamente sonó una lánguida música, y una voz dulcísima cantó el siguiente romance:
En dulce prisión de seda, que la defiende y la guarda,
Durante el invierno vive la mariposa preciada:
Allí, entre blancos cendales, oculta sus ricas galas,
Y el fulgente sol espera que á las selvas deshojadas
Dá, con su ardiente influencia, rico manto de esmeraldas:
El prado se borda en flores y la caduca montaña
Lentamente se desprende de su mortaja de plata:
Las nieblas huyen del cielo, que en radiante azul se esmalta,
Y el genio de las delicias, de su boca perfumada,
A queso enamoren suelta, los céfiros y las auras.
Entonces la mariposa su prisión rompe, y las alas
De azul de púrpura y oro, bale, y gira, y se levanta
Ya al tallo donde la rosa su dulce perfume exala,
Ya al jazmín, que la alla roca entapiza, y ya se baja
Al césped, y á la violeta, que púdica se recala,
Besa y voluble abandona, por descansar, loca y vana,
De un tulipán en el cáliz, que, orgulloso de su carga,
Blandamente la columpia y cutre sus hojas la abraza.
Siempre inconstante, le deja; gira otra vez y se para
Un momento; en nuevos giros de flor cu flor, juega y salta;
Con su hermosura orgullosa, que en sus linfas la retrata
Una fuente, de las flores huye descontenta, y vaga
Como el que errante camina en busca de una esperanza.
Sigue en tanto su camino por las celestes campañas
El claro sol; el ocaso se tiñe de ardiente grana,
Y el astro su frente esconde del ancho mar en las aguas.
La luna blanca aparece sobre las sierras lejanas,
Luz misteriosa que enciende en su lámpara de nácar
Dios, y en lánguidos reflejos el cielo y la tierra baña.
Y aun vuela la mariposa, mientras las llores descansan
Doblando sobre su tallo las corolas delicadas;
Vuela, vuela entre el silencio solitaria y apenada
Por un ser que aun no conoce y ya en amores la abrasa;
Que asi el amor increado vive y germina en el alma.
Como en el mirab eterno el fuego de Dios se guarda.
Vuela, y vuela; de repente alegre bale las alas;
Una luz, un punto rojo, que allá, de distante alcázar
En la altiva torre brilla, es quien su contento causa.
A la luz el vuelo tiende; sigue, sigue; una ventana
Abierta mira y Iras ella, la ardiente luz que la encanta;
Se acerca loca, anchas vueltas describe en torno la llama;
Su dulce calor la alienta: en su luz, enamorada,
Los ojos fija, se ciega, estrecha el vuelo insensata,
Y la luz, á quien adora, sus alas de seda abrasa.
Asi, buscando á mi amado, probé del amor las ansias,
Y antes de hallarle, en mis sueños, mire su faz adorada.
Asi, yo, de su hermosura en redor giro y mi planta,
Cada momento mas débil, hácia sus brazos me arrastra.
Si he de hallar la muerte en ellos, me será la muerte grata,
Que muerte de amor es vida, y muerte la vida infausta
Del que enamorado llora un amor sin esperanza.
En tanto cantaban fuera de la habitación el romance anterior, Daymarah, que se habia lanzado al centro de la cámara, empezó una danza voluptuosa: primero, envuelta en el haike, parecía una de esas sombras blancas que nos Ungimos en las nubes, vaporosas, fantásticas, que se van desenvolviendo y tomando figura? caprichosas. Daymarah se desenvolvía del larguísimo haike, que estendido y recogido rápidamente por sus brazos, la hacia tomar caprichosas figuras altas y estrechas á veces, á veces anchas y flotantes: hubo un momento en que, enteramente desprendido el haike, flotó á su alrededor como una de esas largas cabelleras de las nubes; rodeó como un círculo su cabeza, su frente como una corona de nieblas, sus hombros como un chal; al fin Daymarah arrojó sobre la alfombra la blanca lela: se animó su danza, su cuerpo se encorvaba sobre el pavimento, ó se elevaba sobre la punta de sus piés; sus brazos se cruzaban sobre su pecho, ó se levantaban sobre su cabeza; se estendian, se doblaban sobre sus caderas, se agitaban en mil caprichosos y fantásticos juegos; sus piés, veloces y diestros, seguían el compás de la música, rápido á veces, lento é indolente otras, y estendian y agrupaban el haike, que parecía una nube bajo un serafín: llegó un momento en que la música se hizo mas voluptuosa, y Daymarah empezó á describir anchos círculos, tocando siempre á su paso á Al-Madhi: al fin este no pudo contenerse mas; so levantó y corrió tras Daymarah, que so escapaba de sus brazos, iba hácia él, le burlaba, le cansaba, le rendía: hubo un momento en que, rendida ya la bailarina, estuvo á punto de ser cogida: entonces retumbó fuera un estraño estruendo de atakebiras, añafiles y atabales que tañían á un tiempo en son de guerra.
—¡Ah, por fin! ¡gracias al Señor! esclamó la bailarina, ya no podia mas.
Y lanzándose al divan, se dejó caer en él desplomada, jadeante, cubierta de sudor.
Al-Madhi-bi-laj en tanto, aterrado por el toque de guerra que retumbaba cada vez con mas fuerza, corrió á un agímez y miró á fuera: un confuso hervidero de hombres se sentia al pié de los muros de la casa, y en aquel punto se escuchó una voz clara y distinta, la voz del mueden de la mezquita de Ali.
—«Creyentes, gritaba, despertad; despertad y empuñad el luciente acero. Ha llegado la hora de la venganza y de la justicia. Corred al combate en el nombre de Dios, el Altísimo y Único, creyentes de la ley: levantad en vuestros brazos al legítimo califa Hescham-ebn-Al-Hhaken-ebn-Abd-el-Kajman; Dios lo quiere, Dios lo manda: exaltad al escogido de Dios y llevad hasta sus piés la cabeza del usurpador Mojanmet.»
—¡Oh! ¿qué es esto? ¿qué os esto? ¡traición! ¡infame traición! esclamó Al-Mahdi, y avanzó furioso hácia Daymarah, que antes de que llegase á ella corrió á una pequeña puerta, escapó, la cerró y esclamó tras ella riendo:
—¡Ah! ¡ah! ¡el lobo conoce la trampa! Pues bien, ¡abulia, maldito! ¡abulia! yo he concluido ya, y me voy á descansar.
Sonó otra larga é insolento carcajada, que se alejó antes de perderse.
Al-Madhi fué á la puerta por donde habia desaparecido Daymarah, y la golpeó furioso.
—No te esfuerces, miserable, dijo una robusta voz á la otra puerta de la cámara, porque no saldrás de aquí sino muerto.
Al-Madhi so volvió y vió delante de sí un mancebo con trage que tanto era árabe como castellano, con una larga espada desnuda.
Aquel mancebo era Mudarra, que posaba en Al-Madhi una profunda mirada de ódio y cólera.
—¿Qué quieres aquí, rumy? dijo Mojanmet, calificando como cristiano á Mudarra al ver su larga cabellera negra.
—¿Que qué quiero? Quiero tu cabeza.
—¡Mi cabeza! ¡ah! ¿Eres el verdugo de los rebeldes?
—Yo soy Mudarra [26].
—¿Y qué me importa? esclamó con desprecio Al-Madhi.
—Soy hijo de Gonzalo Gustios y de María del Milagro Sayaradur.
Un vértigo rodó por la cabeza de Al-Madhi al escuchar aquellos dos nombres, y echando mano á su yatagan, le desnudó con cólera.
—¡Ah! ¿eres hijo del infame cristiano y de la vil ramera?
Mudarra palideció densamente, pero se contuvo.
—¡Mi madre! ¡mi pobre madre ha muerto! esclamó con acento conmovido: ha muerto en el destierro, oculta, temerosa de tí; pero antes de morir me ha revelado las desgracias de mi Familia: me ha hecho conocer á mi padre anciano, y me ha mostrado las cabezas de mis hermanos, los siete infantes de Lara: las cabezas que tú ¡infame! hiciste presentar á mi padre infeliz, burlándote impíamente de la humanidad, de (ajusticia, de la venganza de Dios. Pero ha llegado el dia en que aparezca el vengador de tanta infamia, de tanto crimen, y ese vengador está delante de ti; soy yo: tú hiciste ver á mi padre las cabezas de sus hijos... yo le liaré ver la luya: defiéndete, vil asesino, porque el nieto de Almanzor, el hijo de Gonzalo Gustios, el hermano de los infantes de Lara no sabe asesinar.
Al-Madhi no contestó: lanzó un rugido salvaje, y acometió furioso á Mudarra, que recibió su acometida y la rechazó.
El duro y lúgubre son del acero resonó en aquella cámara donde poco antes habian resonado las lánguidas armonías de una danza voluptuosa. Los dos hombres que allí se disputaban la vida eran valientes, diestros, vigorosos, ágiles; pero Mudarra era mas sereno: Al-Madhi, escitado por las voces del mueden de la cercana mezquita, que pregonaba la insurrección en nombre de Dios, acometía á Mudarra ciego de furor: hubo un momento en que en el rostro de Al-Madhi apareció una horrible sonrisa: una mancha de sangro habia aparecido en la blanca vesta castellana de Mudarra.
—¡Oh! ¡oh! esclamó probando un segundo golpe: paréceme que no serás tú quien presente mí cabeza á Gonzalo Gustios.
—¡Tu cabeza es mía! esclamó Mudarra con voz profunda, parando un formidable fendiente de Mojanmet, y, antes de que pudiese acudir á la parada, le hundió la espada hasta la cruz en el pecho.
Al-Madhi lanzó un horrible grito; vaciló un momento, y al sacar Mudarra la espada de la herida, cayó sobro el blanco haike de Day-marah.
Mudarra desnudó su puñal, se arrojó sobre Mojanmet, le puso una rodilla en el pecho, le despojó de la loca, asió su cabeza por el mechón de cabellos que tenia en su parte superior, y haciéndose sordo á los alaridos, le descabezó con su puñal.
Al levantar Mudarra aquella cabeza, aun hermosa, la alzó á la lira de la suya: un ancho chorro de sangro manchó la alfombra, y los ojos de Al-Madhi se revolvieron por un momento de una manera horrible en sus órbitas.
—¡Hé aquí, esclamó con el inmenso placer de una venganza que empezaba á satisfacerse, la cabeza del vil perseguidor de mi madre, del infame que desgarró el corazon de mi padre! ¡Hé aquí que Dios me ayuda, dejándome cobrar una cabeza por las siete de mis infelices hermanos! ¡Oh! y también cobraré las otras... Doña Lambra y Ruy-Velazquez... sí... las cobraré... juro á Dios que mi venganza será horrible.
Luego envolvió la cabeza en el haike de Daymarah, y despues fué al alhamí, descolgó una de las lámparas y la puso en el agimez.
Del fondo de la plaza brotó una esclamacion informe.
Entre tanto Mudarra asió vigorosamente el tronco aun caliente de Al-Madhi, y le puso sóbrela balaustrada del agimez: á sus pies en la plaza, alumbrada por antorchas, habia una multitud rugiente que al ver á Mudarra con su lúgubre carga, calló de una manera profunda.
—¡Hé aquí, buenos muslimes, leales creyentes, al usurpador y al asesino! gritó el jóven.
Y empujando al cadáver con brazo vigoroso, lo arrojó entre la multitud, que se apoderó de él en medio de frenéticas aclamaciones á Mudarra.
El cadáver fué arrastrado por las calles de la ciudad, que estaban henchidas de gente, como pudiera haberlo estado en medio del dia.
Al mismo tiempo en la mezquita imperial, el berberisco Hiram-al-Saleki presentaba á un admirado concurso, vestido con sus ropas y sus atributos de califa, al débil Hescham, al que se creyó resucitado, y que fué conducido en triunfo al palacio Meruan.
Entretanto, tres hombres caminaban apresuradamente hácia el barrio de la Axarquía, y no pararon hasta una casa que se abrió á su llegada: aquella casa estaba en el centro de la jurisdicion cristiana, junto á la iglesia mozárabe.
Al reflejo de la luz que llevaba el cristiano que les habia abierto, pudo verse que aquellos tres hombres eran, Mudarra, Rajatul-laj y Adhel.
El primero llevaba bajo el brazo un envoltorio blanco manchado á trozos de sangre.
Subieron á una severa cámara y se encontraron delante de dos ancianos, El uno fuerte aun, pero pálido y triste, era Gonzalo Gustios de Lara: el otro, doblegado ya por los años, cadáver viviente á quien apenas quedaba un hálito de vida; era el obispo Teobaldo.
—¡Bendecidme, padre mio! esclamó Mudarra, arrodillándose delante del conde.
Gonzalo Gustios le levantó en sus brazos.
—Y vos, santo anciano, añadió Mudarra encaminándose al sillón donde puede decirse yacia el obispo, desechad vuestro temor: ya podéis regir en paz la iglesia que Dios os ha confiado, porque el tirano que os amenazaba con el martirio, ya no pertenece á este mundo.
Y diciendo esto, desenvolvió el haike de Daymarah y levantó, suspendida por el mechón de sus cabellos, la cabeza de Al-Madhi.
Teobaldo cerró los ojos con horror. En cuanto al conde, miró profundamente aquella cabeza, y esclamó levantando los ojos al cielo:
—¡Bendito seas tú, Señor, que me has dado en mi último hijo el brazo vengador de mi familia!...
Pero al bajar los ojos para saborear su venganza, vió la mancha de sangre y la rasgadura de la vesta sobre el pecho de Mudarra, y palideció y tembló.
—Esa cabeza te ha costado sangre, hijo mio; acaso herido y herido de muerte...
—No, no afortunadamente, noble conde, dijo Rajatul-laj; es una herida muy leve, Dios no podia permitir que el valor, la generosidad, y la justicia sucumbiesen ante el crimen.
—¡A Burgos, padre mio! ¡á Burgos! esclamó Mudarra: solo hemos cobrado una cabeza, y necesitamos mas. Ruy Velazquez y doña Lambra están en Burgos.
—Sí, si, partiremos hoy mismo, hijo mío... pero ¡ay! mi partida es triste, dolorosa.
—¡Ah, señor!...
—Si, volvemos á nuestra patria, pero dejamos aqui un adorado recuerdo.
El conde se cubrió el rostro y rompió á llorar: luego esclamó con acento desgarrador:
—¡Dejamos aqui el cadáver de tu madre!
Han pasado algunos meses. No estamos ya en las sombrosas y siempre verdes márgenes del Guadalquivir, sino en los campos que fecunda el Arlanza.
Entre las quebraduras de un estrecho valle por cuyo fondo pasaba este rio á una distancia igual de la villa de Salas de Lara y del monasterio de San Torcaz, caminaba á la caída de la tarde de un dia de verano, un jóven con trazas de montañés, pobremente vestido, pero de continente altivo, por mas que ni en su trage ni en sus maneras se comprendiese en él osa nobleza característica, que en otros tiempos se llamaba nobleza de raza, y que no era otra cosa que el sello de la costumbre de mandar y de ser obedecido.
Este jóven podría contar, por su aspecto, veinte y dos años; era robusto, de buena estatura, bien proporcionado y hermoso, pero con una hermosura bravia y salvage. El color moreno de su tez no era otra cosa que el resultado del continuo azote del sol, del viento y de la lluvia, puesto que á través de su gavan, entreabierto á causa del calor, se veia un pecho de una blancura intensa; sus cabellos, aunque enmarañados por descuido, se comprendía que eran brillantes y sedosos, y sobre todo, negrísimos como sus ojos, sus cejas y su barba.
Su trage era pobre y rudo: consistía en una gorra de lana con pluma de halcón; un gavan de piel usado y aun roto por algunas plegaduras; unas calzas de lana azules, y unas abarcas sugetas á las piernas por filamentos de cuero. Ceñía su talle, esbelto y fuerte, un ancho cinto de piel de toro, en el que sugetaba un ancho y largo puñal, y del que pendía una bolsa de piel; de una bandolera colgaba á su espada una especie de zurrón y una aljaba llena de flechas, y en la mano llevaba un largo arco de fresno con la cuerda entezada.
Este hombre marchaba despacio, aventurándose por las quebraduras, y su marcha era lenta, acaso por el peso de un cervato muerto con que iba cargado, acaso por la abstracción á que le reducían los profundos pensamientos que se revelaban en la espresion de su semblante duro y contrariado.
A primera vista, por su trage, por su aspecto, por su rudeza, por la bravia y sesgada mirada de sus ojos, pudiera habérsele tomado por un bandido ó por un cazador montañés; tanto convenía su apariencia á lo uno como á lo otro.
Sin embargo, cierto tinte de sufrimiento y de desgracia, impreso sobre aquel semblante tan jóven, cierto signo fatal marcado como una maldición sobre su frente, podían hacerle á veces interesante, cuando destellaba de sus poderosos ojos una mirada de desesperación, de agonía, que revelaba lo apesarado de su alma.
El cazador, ó el bandido, como mejor queramos, siguió en paso lento las quebraduras arriba, despues de haber dejado á gran distancia el curso del Arlanza, y llegó al fin á la meseta de una roca, en la que junto á una fuentecilla de nacimiento, apoyada en una cortadura como una construcción parásita, como un nido de golondrina, habia una choza compuesta de ramas de árboles y tierra.
Algunos graznidos estridentes y desapacibles saludaron al jóven, y oyóse un aleteo poderoso y tenaz: eran media docena de halcones hambrientos que desde sus perchas saludaban la llegada de su señor.
Era como hemos dicho la caida de la tarde y los últimos rayos del sol poniente teñian la roca en que estaba construida la cabaña con un color fuertemente rojizo, mientras negras masas de sombra se recostaban en las penumbras: desde allí por entre las quebraduras se veia á la derecha la villa de Salas de Lara sobre un collado, y á la parte opuesta, casi perdido ya entre las nieblas de la tarde, el monasterio de San Torcaz.
Antes de entrar en la cabaña, el jóven lanzó una mirada profunda y llena de ódio hacia Salas de Lara, y otra llena de desesperación en la línea del monasterio: despues de lo cual entró en la cabaña, arrojó su carga en tierra y miró en torno suyo.
—No está: dijo... pero ¿á dónde vá á estas horas, sola, abandonada, espuesta á las cuadrillas de los jueces?... es necesario poner término á esto: desde la llegada de esos estrangeros, apenas para en la choza... ¡oh! y esto es imprudente... muy imprudente... la quemarian viva.
Al pronunciar esta última frase, el jóven se estremeció.
—¿Y todo por qué? dijo despues de un momento de silencio: porque estas buenas gentes de los contornos no pueden creer que una mujer tan desdichada, tan pobre, que la mayor parte del tiempo está loca, sea otra cosa que una bruja. Afortunadamente esto nos defiende: nadie se atreve á pasar por el barranco, ni los jueces del conde soberano se atreven á venir aquí á apoderarse de nosotros, temerosos de que nos defienda una legión de diablos.
Mientras el jóven decia estas palabras y se despojaba de sus arneses de caza, los halcones seguían graznando y aleteando de un modo espantoso, sujetos por sus trabas á las perchas.
—Tened un poco de paciencia, mis buenos amigos: dijo el montañés: aprended de mi... yo también estoy hambriento... hambriento del corazon, y sufro y callo y espero... y eso que espero sin esperanza... eso que el esperar me mata... callad, pues, amigo mío, si no quereis que la cólera de que vengo lleno, se vuelva contra vosotros y os retuerza el pescuezo, sin reparar en si sois buenos ó malos cazadores.
Pero como quiera que los alígeros no entendían las palabras del jóven, y el hambre hablaba á sus estómagos de una manera poderosa, escitada por el olor del cervato, seguía el graznar y el aletear y el revolverse en una barabúnda infernal.
El jóven, despues que se hubo quedado en trage de casa, por decirlo asi, fué á un hogar retirado en el fondo de la cabaña, arrojó en el un haz de leña, hizo fuego, y le encendió: luego desnudó su cuchillo y se puso á desollar y á despojar la pieza: colgó la piel de una escarpia, soltó los halcones, les arrojó las entrañas del cervato, y luego cortó un pernil de este, se acercó al hogar, atizó el fuego y se puso á asar el cuarto de cervato, mientras los halcones se entregaban fraternalmente y con una voracidad maravillosa á la satisfacción de su hambre.
Pasó algún tiempo, durante el cual no se oyó otra cosa que el chirriar de la carne sobre la llama, el picotear de los pájaros y los profundos suspiros del jóven, hasta que uno de los halcones, magnifico animal de la raza neblí, se alzó olvidando la comida, herizó el plumaje, batió las alas, y lanzó un agudo graznido; poco despues los otros cinco pájaros imitaron á su compañero, graznaron simultáneamente, y con las alas estendidas se lanzaron á la puerta de la choza, como pudiera hacerlo un perro vigilante.
—No, pues no es ella, dijo el jóven: si fuese ella, el Atrevido solo hubiera avisado su llegada: algún peligro se acerca. ¡Hola! ¡eh! gritó el jóven: já sus perchas, y silencio, mala ralea!... aquí... aquí... veamos si se consigne haceros callar.
Y silbó da un modo particular.
Los halcones magníficamente amaestrados, sallaron cada cual á su percha, y el jóven despues de haberlos atado uno por uno, tomó su arco, armó en él una Hecha, y se puso en la puerta de la cabaña. Los halcones entretanto, aunque callados, prestaban una gran atención y se encontraban inquietos.
Poco despues apareció entre las quebraduras un caballero anciano, con riquísimo trage de campo, apoyado en un bastón alto y fuerte, con espada al costado, puñal á la cintura y cadena de oro al cuello. Al verle, el montañés dió un paso fuera de la cabaña, armó su arco, forzó su tensión y apuntóla flecha al que se acercaba.
—¿Quién sois y qué quereis? le dijo.
—Dejad vuestras armas, dijo reposadamente el caballero; vengo solo, y no es por cierto temible un viejo.
—No importa: si no me decís quién sois y qué queréis, no pasareis de ahí ni para avanzar ni para retroceder.
—Soy el señor de Salas de Lara.
—¡Ah! ¿sois el favorito del conde Garci-Fernandez, el lamoso Ruy Velazquez?
—¡Yo soy!
—¿Y qué me quereis?
—Hablar con vuestra madre.
—Yo no tengo madre, dijo el jóven.
—Pues qué, ¿es vuestra la mujer que habita esta choza?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabéis? dijo con estrañeza Ruy Velazquez, que él era.
—Ya os he dicho que no: y cuando tal os he dicho, es porque no es mas ó porque no quiero deciros mas.
—Bien: estáis en vuestro derecho, mancebo; pero eso no impide el que me recibáis, como debe recibirse á quien viene á visitaros con buena voluntad.
—Y vos...
—he tenido noticias de vuestro valor, y pienso aprovecharlo, si vos quereis.
Meditó un momento el montañés y al fin dijo:
—Entrad, entrad, y hablemos.
Ruy Velazquez entró, y se sentó en un tosco sitial de madera, que le presentó el jóven.
El antiguo y traidor enemigo de los Laras habia cambiado notablemente su aspecto; no era ya el hombre enérgico, fuerte, decidido, sino un viejo cansado, débil, en cuyo semblante se veia vacilación, miedo, bajo una densa y enfermiza palidez: parecía que la mano de Dios le habia herido, y que la maldición estaba sobre su frente; sus ojos habían adquirido una espresion recelosa y estraviada, y cualquier ruido imprevisto, estraño, le hacia estremecerse.
El jóven examinó profundamente al poderoso magnate.
—Vos tenéis en vuestra mano el poder del conde, le dijo; dicen que Castilla es vuestra.
—¿Por qué me hacéis esa pregunta?
—Os la hago, porque si el asunto para que necesitáis mis servicios, es tal que podéis ennoblecerme y hacerme rico y señor, dándome un castillo y una bandera, os serviré: si no, es inútil que perdáis el tiempo en hablarme, porque no os serviré.
—¡Quereis ser noble y caballero mesnadero! dijo Ruy Velazquez.
—Por llegar á serlo, daria mi alma al diablo.
—¿Pero cuáles vuestra familia?
—No la conozco.
—¿Que no la conocéis?
—No.
—¿Quién os ha criado?
—Una mujer que vive en esta choza, en compañía de un anciano hermitaño que murió hace mucho tiempo, cuando yo era muy niño.
—¿Y de dónde os trajo esa mujer?
—No me trajo: por el contrario, una mañana me encontró el hermitaño, desnudo, envuelto en nobles pañales, y con un pergamino, en que decia: «no está bautizado, bautizadle, llamadle Gonzalo, y criadle en caridad.»
—¿Os llamais Gonzalo? esclamó estremeciéndose Ruy Velazquez.
—Si; Gonzalo-el-Rojo.
Ruy Velazquez posó una intensa mirada en el semblante del Rojo, y fuese que el nombre de Gonzalo hubiese avivado sus remordimientos, fuese que su imaginación viciada se crease una mentira, parecióle que en el Gonzalo que tenia delante, habia un estraño parecido con el Gonzalo que habia asesinado: se estremeció al principio, pero luego su alma de lobo devoró una alegría horrible por su objeto.
—¡Oh! ¡oh! repuso: si, es mejor... mucho mejor... ¡mi venganza, que yo creía terminada, dura aun! Y bien, añadió alto, ¿nada habéis podido averiguar acerca de vuestros padres; no os dejaron ninguna señal?
—Ninguna absolutamente.
—¿Y... cómo habéis vivido?
—La mujer que me recogió y me crió, me alimentó mientras vivió el hermitaño, á espensas del varón, que indudablemente era un santo, puesto que partía con nosotros sus limosnas.
—¿Y no habéis nunca tenido sospechas de que aquel santo varón y la mujer que le acompañaba fuesen vuestros padres?
—¡Obi no: el hermitaño era muy viejo y muy débil. Además, si yo fuera hijo de la señora, me amaría... y... me aborrece... estoy seguro de ello.
—¡Que os aborrece... y os alimenta!
—Sí... y no he podido nunca darme razón de esta contrariedad: pero desde hace algunos años yo soy quien la alimento á ella.
—Pero si esa mujer es tan pobre... ¿cómo ha podido?...
—Esa mujer ha tenido cuanto ha necesitado: el terror de la comarca ha atendido á nuestra subsistencia.
—¡El terror de la comarca!
—Si: despues de la muerte del hermitaño, y sin saber por qué, esta roca que antes se llamaba la Peña-Santa, porque en ella han vivido y muerto muchos anacoretas, se encontró de repente con el nombre de la Peña-Maldita. No sé por qué, creyeron que la señora era una bruja.
—¡La señora! ¿Por qué llamais así á la mujer que os ha criado?
—Porque no conozco su nombre, y porque ese es el nombre con que desde niño, me ha acostumbrado á que la llame.
—¿Y es en efecto bruja?
—No, no señor: es una pobre loca, una mujer castigada, sin duda, por Dios: de noche, particularmente cuando es nublada y tempestuosa, lanza horribles gritos, pronuncia palabras inarticuladas; su boca se cubre de una espuma amarilla; sus ojos se ponen rojos, y grita de una manera horrorosa: ¡venganza, venganza contra el asesino!
—¿Y nunca os ha dicho la señora, la razón de su deseo? esclamó dominando su terror Ruy Velazquez.
—Despues que sale de esos terribles accidentes, de nada se acuerda. Un dia le preguntó el nombre de quien quería vengarse, y me contestó: «no es tiempo todavía... espera; cuando sea tiempo, tú me vengarás.»
Una mirada de ódio, rápida como el relámpago, que no pudo notar el jóven, destelló de los ojos de Ruy Velazquez.
—No la he vuelto á preguntar mas, continuó Gonzalo, aunque esos terribles accidentes se repiten con mucha frecuencia: algunos pastores la oyeron, hace mucho tiempo, y la creyeron bruja y endemoniada; desde entonces, como un tributo para aplacarla, y para que no maleficie los ganados y las sementeras, ponen allá abajo, en el fondo del barranco, pan, leche, carne, ropas, cuanto es necesario para vivir; pero ninguno se atreve á pasar por delante de nuestra choza, ni acercarse á ella á diez tiros de arco á la redonda.
—¿Y estáis seguro de que es una demencia, y no trato con los espíritus infernales, lo que pone en tal estado á la señora?
—No lo sé, dijo Gonzalo, porque algunas veces, yo... que nunca me aterro, he llegado á tener miedo.
—¿Y deseáis apartaros de ella?
—Si lo deseara, me hubiera apartado ya, porque soy libre.
—¡La amais!
—La tengo agradecimiento, ella me ha criado, ella ha sido para mi mi madre...
—¡Y os aborrece!
—Misterios del corazon.... misterios que no comprendo.... yo la aborrezco también, y sin embargo, no la abandonaré nunca.
—Y si os pidiese que la vengáseis, ¿la vengaríais?
—Si.
—¿Fuese cual fuese su venganza?
—Si; si me dijese: «el conde soberano me ha ofendido... ¡mátale! clavaria una saeta en el corazon del conde.
—¡Oh! ¡oh! esclamó Ruy Velazquez.
—Ahora bien, caballero, decidme, ¿para qué me quereis?
—Escuchad, dijo Ruy Velazquez, fijando una mirada profunda en el jóven: hace muchos años, vivia en la comarca un poderoso conde; tenia por hijos siete valientes y nobilísimos infantes, la suerte le habia colmado á manos llenas de favores, y era feliz; pero como la suerte es inconstante, sucedió que fué enviado de embajador á Córdoba; despues, sus siete hijos... los siete infantes de Lara, sucumbieron en la batalla de Araviana á los árabes, y sus cabezas fueron enviadas á Córdoba: Gonzalo Gustios fué declarado traidor, y confiscados sus estados.
—He oido contar esa historia, dijo Gonzalo-el-Rojo, y por cierto que todos se lastiman de la suerte del conde.
—¿Y os habéis lastimado vos?
—Yo no me lastimo de nada... de nada... ni aun de mis propias penas.
—Como os decia, prosiguió Ruy Velazquez, los estados del conde Gonzalo Gustios fueron confiscados, y poco despues, el conde soberano me los donó en premio de leales servicios. Entre estos estados estaba la casa solar de la villa de Salas de Lara: pues bien, cuando yo pensé en habitar aquel palacio, no hubo uno solo de mis servidores que se atreviese á entrar en él.
—¡Cómo! ¿pues qué tenia aquel palacio para hacerle tan terrible?
—Decíase en la villa, que todas las noches, desde la muerte de los siete infantes, se oían profundos gemidos en el palacio: que la condesa doña Sancha, aterrada, habia ido á refugiarse al convento de San Torcaz, al lado de su prima la abadesa doña Elvira: que despues se habian visto vagar por los adarves del palacio, y saltar de una torre á otra, siete fantasmas blancas que llevaban las cabezas debajo del brazo... esto dicen que se repite cada siete dias, y aunque sea una patraña soñada por algún asustadizo vecino de la villa, ha llegado á creerse de tal modo que el palacio ha estado desierto durante veinte y dos años.
—¡Y bien! dijo Gonzalo-el-Rojo; ¿qué tiene que eso que ver con el servicio que necesitáis de mí?
—Tanto tiene que ver, como que quiero que vos que sois valiente y nada asustadizo, me desencanteis ese palacio.
Agitó un leve temblor al jóven.
—¿Tendreis vos miedo también? dijo Ruy Velazquez notando aquella conmocion.
—Os confieso que no me agrada mucho el ir en busca de almas del otro mundo.
—¿Y si yo os dijese que los que ahora viven en el palacio no son almas del otro mundo, sino personas de carne y hueso?
—Podéis engañaros.
—No; yo no me engaño: yo no creo en esas supersticiones: mala, malísima fama tiene vuestra cabaña, y no obstante, yo he venido á ella.
—¿Y por qué no vais del mismo modo á ese palacio?
—Me veria obligado á entrar solo, y en él encontraría enemigos terribles.
—¡Ahí ¿y creeis que yo seria bastante para apoderarme de vuestros enemigos?
—No; vos solo, no: pero yo os pondré en estado de que podáis entrar bien resguardado.
—Escuchad: ya os he dicho que no os serviré sino á gran precio.
—Es decir, ¿quereis ser señor de vasallos?
—Ved vos si el servicio que he de haceros merece esa recompensa.
—Y si os los doy, ¿me servireis fielmente?
—Ya os dije que por ello daria mi alma al diablo.
—Pues bien, no hablemos mas de ello: desde este momento sois señor de Piedrahita, con su villa, castillo, jurisdicción y términos.
Alzóse Gonzalo-el-Rojo al escuchar estas palabras y esclamó:
—Y yo os juro que en el momento en que esté en posesion de esos estados, iré al palacio de Salas de Lara, y aunque sea el mismo diablo el que os impide habitar en él, le prenderé y os le presentaré asido por los cuernos.
—Además, y puesto que habéis dicho que por ser noble y rico y señor de vasallos venderíais vuestra alma á Satanás, figuraos que con Satanás estáis hablando, y hacedme una escritura de servirme en cuerpo y en alma en cuanto os mandare.
—Sola una condicion.
—¿Cuál?
—Os serviré durante un año, despues del cual no podréis pedirme ningun servicio.
Meditó un momento Ruy Velazquez.
—¡Un año! es tiempo sobrado, murmuró: durante él, ó venzo y mato, ó soy vencido y muero.
Y luego añadió alto:
—Acepto: sea vuestro empeño durante un año; ¿sabéis escribir?
—Sí: me enseñó el buen monje hermitaño.
—Entonces concluyamos á prevención he traído conmigo un tintero y dos pergaminos; yo me obligaré en el uno á haceros señor de Piedrahita, ó jibaros el valor de aquellos estados: vos os obligareis en otro á estar á mi servicio, á mi merced, durante un año.
—¡Sea! dijo Gonzalo-el-Rojo; y tomando un pergamino escribió sobre su rodilla la obligación que le dictó Ruy Velazquez.
Este á su vez llenó el otro pergamino, y cuando emtrambos estuvieron satisfechos respectivamente de su contenido, los canjearon.
—Tomad, dijo Ruy Velazquez dándolo un bolsillo lleno de oro: con este dinero comprad en cualquiera de las villas cercanas, armas, ropas y caballo, y buscadme mañana en Búrgos en mi casa. Ya habré yo arrancado al conde soberano la cédula de donacion en feudo de los estados de Piedrahita, y podréis tomar posesion de ellos. Hasta mañana.
—¡Hasta mañana!
En aquel momento el azor neblí lanzó un graznido.
—¡Ah! dijo Ruy Velazquez reparando en los pájaros: ¡ya se conoce vuestra propensión á la caballería! Teneís con vos pájaros que solo puede usar un noble, y cuya posesion costaría á un villano dar en la horca.
—En la roca maldita se puede tener todo lo que se quiera. Pero prescindiendo de esto, si quereis conocer á la bruja, como la llaman los pastores de los contornos, ó á la señora, como ella me ha mandado llamarla, esperad, porque el graznido de su halcón anuncia que se acerca.
—¡Oh! ¡oh! ¿acaso sea aquel bulto que adelanta entre las rocas?
—Si, si; ella es... dijo Gonzalo-el-Rojo.
Y apenas habia acabado de pronunciar estas palabras, cuando entró en la cabaña una mujer alta, pálida, (laca, horrible, desgreñada, mal vestida con un andrajoso hábito, apoyada en un largo bastón nudoso.
—¿Qué estranjero es este? dijo clavando la fría mirada de sus hundidos ojos en Ruy Velazquez, y esclamando en el momento con visibles señales de haberle reconocido: ¡asesino! ¡asesino! ¡asesino!
Ruy Velazquez miró á su vez profundamente á la mujer y esclamó:
—¡Ella! ¡ella! ¡vive aun! ¡oh!
Y aterrado, trémulo, se lanzó fuera, se dió á correr por la vertiente abajo, y so perdió entre las tinieblas de la noche, que durante su permanencia en la cabaña, habia cerrado densamente oscura.
Aquella mujer singular, quedó gritando entregada á un horrible acceso de locura:
—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!
Nada mas dijo; nada respondió á las preguntas del jóven.
Toda la noche la pasó paseando por la cabaña como una fiera, y gritando de tiempo en tiempo:
—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!
Al dia siguiente, y mientras la loca, rendida por una noche de horrible vela, se rendia al sueño, Gonzalo-el-Rojo salió para ir en busca, primero de ropas, armas y caballo, y despues de Ruy-Velazquez.
Aquella noche no volvió el jóven á la cabaña; pero en vez de él, apareció Ruy-Velazquez al frente de algunos hombres de armas, se apoderó de aquella mujer estraña, la hizo vendar los ojos y poner una mordaza, la metieron en una litera y partieron.
La cabaña de la bruja quedó abandonada, y los halcones hambrientos, graznando de una manera horrible, atados á sus perchas.
Por mas que la superstición y la ignorancia hiciesen ver en general visiones á las buenas gentes de aquellos tiempos, por la vez á que nos referimos, los habitantes de Salas de Lara habían visto cosas realmente espantosas en el palacio de sus antiguos señores, abandonado desde la partida de los infantes contra los árabes, y enteramente desierto desde el punto en que Gonzalo Gustios de Lara fué declarado traidor y secuestrados sus bienes por el conde de Castilla.
Poco despues de la época en que el anciano conde, su hijo Mudarra Gonzalez, los walíes Rajatul-laj y Adhel, y los cristianos cautivos que habían rescatado y armado, y les servían de resguardo, atravesaron la frontera cristiana, empezaron á verse en el palacio cosas bastantes para poner espanto.
Por ejemplo, una noche en la plataforma de la torre de honor, apareció un fantasma blanco que agitaba sus brazos, largos como la aspas de un molino de viento, y lanzaba de tiempo en tiempo lúgubres gemidos; otras noches, tras una de las ventanas de la sala-rica [27], se veia el reflejo de una luz que aparecía y desaparecía por intérvalos iguales, dejando al desaparecer la ventana en tinieblas. Otras veces, y esto era lo que mas aterraba á los vecinos, la campana del palacio daba siete lentas campanadas de tiempo en tiempo, y doblaba á, muerto. Finalmente, otras noches aparecían siete sombras blancas, inmóviles y sin cabeza sobre los matacanes del rastrillo.
Esto tenia una significación clara para los habitantes de la villa; según solemne declaración del escribano, que habia estado renegado algún tiempo entre los árabes, y habia aprendido un tanto de astrología y de cabala, aquellos estraños fenómenos, las sombras, las luces, los dobles á muerto, el crugido de cadenas y las voces lastimeras no eran otra cosa que la señal clara de que se acercaba el dia de la justicia y de la venganza.
Pero esta declaración no impidió el que quedasen deshabitadas todas las casas desde donde podia verse el castillo, y que la plaza situada delante de él criase yerba en fuerza de no ser pisada.
Como estamos seguros de que nuestros lectores no creen en duendes ni aparecidos, nos vemos precisados, para justificar las estrañezas que se veian en el palacio, á trasladarnos á los alrededores de la abadía de san Torcaz, á una bella casita de campo, situada en el centro de una huerta y rodeada de¿un vallado.
Si entramos en aquella casa una serena tarde de primavera, lo primero que encontraremos será un hombre como de cuarenta años, sentado sobre un poyo de piedra bajo un emparrado, zanquilargo, estrecho, huesudo, de rostro largo y flaco, pero de espresion picaresca, que toca con una rara habilidad ya punteando, ya rasgando las cuerdas metálicas de un laúd de cobre dorado: este hombre vestía de una manera rara y pintoresca; llevaba una caperuza de seda azul y encarnada de una forma muy semejante á un gorro frigio, una especie de dalmática de colores chillones, unas calzas azules y unos borceguíes de ante: cruzaba su pecho una bandolera, y de un puñal de acero sujeto á su cintura pendía una bolsa enorme, destinada sin duda á contener toda clase de objetos.
Este hombre sin disputa era trovador, pero trovador que habia dado ya al arte los mas bellos años de su vida.
Por estos rasgos característicos habrán conocido sin duda nuestros lectores al antiguo Alcaraban, al antiguo pillastre, al instrumento del infortunado Ruy Gonzalez de Lara: el tiempo habia pasado por Alcaraban sin alterarse esencialmente; salvo algunas arrugas, algunas canas y algunos momentos de tristeza, era el mismo Alcaraban de antaño.
Con la práctica y el estudio se habia hecho un trovador consumado; rimaba como el mejor provenzal, era un escelente músico, y sobre todo, tenia una gracia sin igual para las jácaras y demas composiciones del género picaresco.
Pero lo que mas honraba á Alcaraban, no eran sus dotes intelectuales, sino sus cualidades morales: Alcaraban era un espíritu fuerte, y su abnegación llegaba hasta el heroísmo: el pobre mendigo que pedia limosna cantando, habia agotado sus fuerzas trabajando, andando de acá para allá, poniendo en aprieto su imaginación para producir cantares y trovas que llamasen la atención pública y le produjesen dinero bastante para atender á la subsistencia cómoda de su pequeña familia.
Porque Alcaraban tenia familia, y una familia que le honraba; y eso que no habia conocido padres, ni hermanos, ni parientes: su familia consistía en dos seres débiles, protegidos y amparados por él, en dos mujeres, una de las cuales era madre de la otra, á cuya familia se añadía una rústica criada para servirlas, y un labriego que cuidaba de la pequeña huerta.
Alcaraban tampoco se había casado: aquellas dos mujeres le eran absolutamente estrañas en parentesco, aunque intervalo ligadas con él por vínculos de agradecimiento.
Alcaraban, á pesar de que todo lo que ellas poseían era adquirido por él, las trataba con un ciego respeto, con un respeto de vasallo: sí los siete infantes de Lara hubieran resucitado y hubiesen penetrado en la pequeña casa de Alcaraban, no hubieran sabido de qué manera recompensarle, porque aquellas dos mujeres eran Blanca Nuñez, la esposa de Gonzalo Gonzalez, y su hija Estrella, pobre niña que habia nacido despues de la muerte de su padre.
Por algún tiempo, despues del desastre de la casa de Lara, Artal de Rivas, que como recordarán nuestros lectores, se habia hecho cargo de Blanca, la tuvo en su castillo; pero cuando Gonzalo Gustios fué declarado traidor, cuando llegó hasta la omnipotencia el poder de Ruy Velazquez, Artal de Rivás se aterró, creyendo que Blanca y su hija podian ser para él una fatalidad; y aunque no las lanzó de su castillo, las recluyó temeroso de todo el mundo; empezaron las displicencias y esas incomodidades sordas que tanto hacen sufrir á los que reciben un beneficio, y llegó al fin el caso de que se hiciese á Blanca insoportable su residencia en el castillo.
Y como las malas nuevas corren con la rapidez del fuego, y como Artal de Rivas habia dejado de ser solicito y cuidadoso, llegó un dia en que la pobre Blanca supo, estremeciéndose, que era viuda.
Esto acabó de amargar su suerte; temio á su vez, no por sí sino por su hija Estrella, y pareciéndole poco seguro el castillo y poco firme la lealtad de Artal de Rivas, resolvió huir. ¿A dónde? No lo sabia. Ella solo confiaba en la providencia de Dios.
Y Dios la puso bajo su amparo, personificando su providencia en Alcaraban, en el pobre trovador errante que de tiempo en tiempo, de vuelta de sus escursiones por las provincias cercanas, iba á ver á la esposa y á la hija de sus antiguos señores. Cuando cu su última visita encontró á Blanca desolada, cuando á fuerza de talento la arrancó la confesion de su estado, el pensamiento que concibió Alcaraban, rápido, espontáneo, emanado del fondo de su alma, le engrandeció, haciendo de él un gigante; porque hay empresas, cuyo solo pensamiento honra, porque para ellas se necesita valor, abnegación, constancia y fuerza de voluntad. De este género era el pensamiento de Alcaraban.
Se trataba, no ya de ofrecer un mezquino apoyo á dos seres infortunados, sino de mejorar su situación; de emanciparlas, de protejerlas, de procurarlas una vida si no opulenta, cómoda y honrada: esto era superior á las fuerzas de Alcaraban, y sin embargo, su razón midió los límites del proyecto que le habia sugerido su entusiasmo, y no se aterró.
—Y bien, se dijo: ¿qué importa?... Velaré, trabajaré... trabajaré cien veces mas; me dedicaré todo entero á ellas, y Dios me ayudará: si mis trovas y mi laúd no bastan... yo soy fuerte y valiente, y me haré aventurero... ahora hay guerra en todas partes, y donde hay guerra, hay presas. ¡Bah! sí, lo que el hombre se propone, lo consigne con tenacidad y valor, si no se ha propuesto un disparate... y yo... yo... conseguiré mi propósito, ó moriré.
V despues de este pensamiento formulado para sí, dijo á Blanca:
—Sufrid un mes mas, un solo mes... pasado ese tiempo, yo volveré por vos y por vuestra hija.
Y sin esperar la réplica de Blanca, escapó.
Aquella misma noche se dedicó á componer una trova, capaz de llamar la atención de una manera marcada: esperimentado ya en el oficio, conocedor del gusto del público, creó una monstruosidad, considerada desde el punto de vista de la gaya sciencia, pero llena de chocarrerías y de recursos de mal género, bastantes para hacer brotar la risa de las bocas de la multitud: aquella noche no durmio, y ansioso de conocer el efecto de su obra, se lanzó al amanecer á la plaza de Salas de Lara, en donde en un momento la alfombrilla que le servia de estrado, se vió rodeada de curiosos.
Alcaraban empezó temblando, como un poeta, como un artista que confia su porvenir al éxito de una primera obra que se ha trabajado con el aplomo que requiere una prueba decisiva de capacidad: á las primeras frases, á las primeras armonías, la multitud rió frenéticamente y aplaudió con entusiasmo; llovieron monedas de cobre, de cuero y de estaño sobre su alfombrilla, y Alcaraban, orgulloso con su triunfo, lleno de esperanzas, recogió su limosna, plegó su alfombra,?e echó el laúd á la espalda y se encaminó á Burgos.
—Todos los gustos son iguales, se decia; lo que ha gustado aqui gustará, allá... pero allá hay mas número; allá se puede ganar mucho: ¡á Burgos! ¡á Burgos!
Alcaraban caminaba con un ánsia febril, y mediante á su prisa y á lo largo de sus piernas llegó al medio dia á Burgos.
Allí en los mercados, en las plazas, en las encrucijadas, al pié de las picotas, delante de los palacios y de los templos, en los sitios mas concurridos, en fin, estuvo tañendo y cantando hasta la hora de la queda: cuando se encerró en un negro aposento de un apartado y mezquino mesón y contó el dinero que le habia producido su obra, halló que habia ganado en solo aquel dia, doble dinero que el sueldo de un mes de una lanza aventurera.
A pesar de esto, Alcaraban que ya era hombre de obligaciones, fué económico por la primera vez de su vida, como por la primera vez también habia sido activo, y solo comio pan, queso y agua.
—Pero, se dijo al echarse en el negro y estrecho gergon que le habían puesto por cama, lo que aplaude el popular, lo reprueba la nobleza; si yo cantase asta jácara en un festín del conde soberano, ó en un castillo feudal, me harían matar á palos por insolente... estar reducido á tarines y maravedises, es condenarse á marchar lentamente: es necesario que caigan en mi bolsa escudos de oro: esos no puedo procurármelos sino arrancándoselos á la nobleza: tengo buena voz, canto bien, taño bien, y la nobleza tiene orgullo; pues bien, adulemos el orgullo de la nobleza cantándole hazañas: para ella es necesario trabajar de otro modo; pues bien, trabajaremos, pero para trabajar bien es necesario descansar…, descansemos pues, y luego Dios dirá.
Alcaraban se dedicó todo entero á su obra de misericordia: el enemigo mas terrible que tenia que vencer, era su indolencia, y la venció: Dios complacido de su noble empresa, le ayudó; cuanto era mordaz, chocarrero, lascivo, truhán, punzante en sus obras para la multitud, fué un sublime apologista, un verdadero cantor de córte para la nobleza: las hazañas del guerrero crecían bajo su rima y su laúd; las monedas de oro cayeron en su bolsa, tuvo escelentes lechos en casas y castillos nobles, y admitido á la mesa de los escuderos, se regaló con ricas viandas y poderosos vinos: esplotando al pueblo y á la córte, á fuerza de trabajo, de novedad y de originalidad, logró antes de un mes echar el sólido cimiento de su proyecto.
Temeroso por el momento de que una gran proximidad á Burgos pudiese denunciar á Ruy Velazquez la existencia de Blanca y de su hija, fuése á la villa de Carrion, y en ella, en sus afueras, arrendó una alegre y linda casita; la amuebló modestamente pero con Comodidades; puso una vaca en su establo, gallinas en el corral, y tomó una sirvienta montañesa. Luego compró dos robustos asnos; tomó á sueldo durante ocho dias diez ballesteros de oficio para que sirviesen de resguardo á Blanca y á su hija, que ya contaba dos años, y se trasladó al castillo de Artal de Rivas.
Renunciamos á detallar las dificultades, la resistencia que encontró por parte de Blanca, y los brillantes recursos de razón, de imaginación con que al fin la obligó á seguirle: la madre y la hija se vieren al fin instaladas en la casita de Carrion, y Alcaraban se encontró regenerado, ennoblecido á sus propios ojos. Lo que acababa de hacer equivalía para él á una difícil conquista; y en efecto ¿qué cosa mas difícil que conquistar una posicion tolerable cuando se la ha acometido desde el terreno de la miseria?
El buen éxito de sus primeros esfuerzos le dió valor; no fué ya solo Castilla el teatro de los cantares de Alcaraban: oyéronlos sucesivamente Navarra, Cataluña, Aragón, Galicia: cantaba en cada pueblo sus glorias nacionales; levantaba con la poderosa mágia del poeta los muertos de sus tumbas, divinizaba sus hazañas; era, en fin, un hombre respecto del cual se prescindía de la figura en gracia de su ingenio. Alcaraban habia llegado á ser un verdadero trovador, un cantor de glorias: encontró ridículo su nombre, y, poeta popular, adoptó un nombre nacional y se llamó Castilla; ya no cantaba en las plazas públicas sino sobre las alfombras y bajo los artesones de los palacios: si alguna vez trabajaba para el pueblo, lo hacia anunciar por pregón de dos sirvientes que le acompañaban, á son de trompeta, en la puerta de la posada donde vivia; y el que queria oirle, se veia obligado á pagar á la puerta un precio lijo y generalmente alto.
Solo le faltaba un título académico para dar el último toque á su nombradla, y se trasladó en mayo á Tolosa y ganó la rosa de oro en el primer juego floral de la Academia provenzal, por lo cual se le espidió certificación de doctor en la gaya sciencia. Esto le dió realce; su fama cundió y el nombre del trovador Castilla fué conocido por todas partes en la España cristiana. Por donde quiera pasaba recibía oro y aplausos. Asi el ciego Homero, aunque en una escala mayor, recorría la Grecia, haciendo brotar el entusiasmo patrio á cada vibración de las cuerdas de oro de su lira.
Porque los trovadores de la edad media, no eran otra cosa que pequeños Homeros, en cuyos laudes se encerraba el fuego sacro del patriotismo, del amor. Sin los trovadores, acaso no hubiera llegado atan alto punto el espíritu caballeresco de la edad media.
Hoy tenemos también trovadores; pero han cambiado de carácter: la imprenta que ha matado tantas cosas, ha matado los laudes, los sayos de grana, las bordadas bandoleras; solo queda un torpe remedo en los ciegos de esquina: las cuerdas de la lira de los verdaderos trovadores son hoy caracteres de plomo fundidos.
En tiempo de Alcaraban, la trova se hallaba en su mas alto grado de esplendor; un trovador de genio podia prometérselo todo de su imaginación, de su voz y de su instrumento: eran verdaderos poetas, que cantaban lo que de memoria componían.
Alcaraban, que, como hemos visto, se habia desarrollado de una manera inesperada, llegó á ser relativamente rico: no le satisfizo ya tener para sus protegidas una casa alquilada: como ya habían pasado muchos años, como Manca estaba sola en el mundo, y la habían desfigurado las penas, de manera que hubiera sido imposible reconocerla, no creyó peligroso acercarse mas á Salas de Lara; compró un pequeño espacio de terreno, junto á la abadía de San Torcaz, levantó en él una casita mas grande y cómoda, y trasladó á ella y á las dos damas, que ya se habían acostumbrado á su protección.
Tal era el hombre que estaba sentado á la puerta de la casa, tañendo su laúd dorado, y vestido en traje provenzal.
Un poco mas adentro habia dos mujeres bordando en un bastidor una rica bandolera, ya casi concluida, y escuchando con placer á Alcaraban que ensayaba una preciosa trova, que tenia por asunto la batalla de Cobadonga.
Una de las mujeres, la de mas edad, que parecía ser de Treinta y ocho á cuarenta años, era una beldad ajada por un dolor continuo, cuyas huellas se notaban en lo escandescido de sus ojos, en la demacración de su semblante, en lo afilado de su nariz, en lo árido de su boca, en lo entrecano de sus cabellos: imposible hubiera sido reconocerá la Blanca Nuñez que presentamos en la primera parte de nuestra historia: el dolor por la muerte de su esposo, dolor siempre vivo é intenso como un gusano roedor en su alma, habia aniquilado su ser: una tisis lenta y cruel la consumía, y su blancura habia llegado á ser diáfana; su hija Estrella asesinaba involuntariamente á su madre, porque la pobre niña era un retrato exacto de Gonzalo Gonzalez, pero embellecido, con esos encantos indefinibles de la mujer, el pudor, la timidez, el candor, la afabilidad, el brillo puro de la mirada, la delicadeza de las formas, lo terso y trasparente de la tez.
Estrella era rubia como su madre, y tenia los ojos y las cejas negras como su padre; era alta, robusta, pero esbelta, admirablemente contornada, con un cuello voluptuoso, sobre el que balanceaba al andar su cabeza como abrumada por el peso de su riquísima cabellera, con un seno de purísimas formas; con unos brazos, unas manos y unos piés modelados con una belleza sin igual.
Y sobre todo esto habia altivez de raza, porque ella sabia muy bien, que era hija de Gonzalo Gonzalez, nieta de Gonzalo Gustios, descendiente de una familia de héroes: á pesar de su-orgullo de raza, era dulce, caritativa; amaba á su madre como á su propio ser, y sentia hácia Alcaraban, hácia el humilde trovador, una verdadera veneración. Pobre por las desgracias de su madre; retirada del mundo, en donde ella podia haber encontrado amores; defendida por su orgullo del amor de los villanos que la rodeaban, Estrella no habia amado, pero guardaba en su alma un tesoro de amor, que debia brotar á la primera mirada de un hombre digno de ella.
Alcaraban tenia la culpa del estado ambiguo de Estrella: Alcaraban habia hecho nacer el orgullo en su alma al educarla; y si alguno hubiese hecho un cargo á Alcaraban por ello, hubiera contestado de seguro, lo que él se habia contestado á sí mismo cuando se habia pedido cuenta de la educación que habia dado á Estrella:
—Dioses justo, y no puede permitir que la familia de Lara sucumba sin encontrar justicia: el dia de la justicia llegará, y con él el de la restitución, el de la vindicación: Estrella es la última descendienta de los Laras, y es necesario que el dia de la justicia encuentre en ella una dama, una verdadera señora, sobre cuya frente no desdiga y salte una corona feudal.
Y con arreglo á su pensamiento, Alcaraban procuró que Estrella fuese una dama, y á despecho de la sencillez de costumbres de su madre, Estrella lo fué.
Representémonos una rica-hembra á quien los bandos civiles, una rebeldía de su padre ó los amaños de sus enemigos, han obligado á huir de la cólera de un rey, á reducirse, confiscados sus bienes, á un sencillo traje de lana, á una pobre casa, á una vida oscura, á la fidelidad de algunos antiguos criados; pero que sobre todo esto conserva de una manera marcada sus nobles maneras y su altivez de raza, y tendremos un trasunto de Estrella Gonzalez de Lara.
Alcaraban se habia encargado, como hemos dicho, de la parle noble de su educación; él mismo la habia acostumbrado al orgullo, llamándola siempre señora, y tratándola con el mayor respeto. Las ausencias de Alcaraban empezaban en la época en que entonces empezaba la guerra, esto es, en la primavera, y como la guerra, concluían á la llegada del invierno, en que se volvía con sus protegidas, trayendo el oro que habia ganado con su laúd en las ciudades, los castillos y los campamentos.
Y entonces, durante aquella larga estación del año, Alcaraban se dedicaba á enseñar á Estrella cuanto él mismo sabia, que era mucho para su tiempo; porque Alcaraban á mas de leer y escribir correctamente, sabia latín, lo que era ya entonces una gran ciencia, el arte heráldica, otra ciencia muy apreciada, historia, y un tanto de astrologia, la que le habia sido enseñada por el abad de san Pablo en Burgos, que le habia enseñado latin; conocía mas que medianamente la historia de su pais, conocimiento que habia adquirido por necesidad en fuerza de su oficio de cantar glorias nacionales; como músico, era una singularidad, y ya hemos dicho que era uno de esos grandes poetas populares, que saben enaltecer de una manera enérgica y entusiasta las glorias nacionales; á mas de esto, Alcaraban, durante su permanencia en los castillos de la nobleza y en los campamentos, habia aprendido á cabalgar, á justar, á manejar la espada y la ballesta: pues bien, todo este caudal de saber adquirido por él durante muchos años, le trasmitió á Estrella, que le aventajó muy pronto; singularmente en la ciencia de trovar ó en la gaya sciencia, como se decía entonces, Estrella era consumada, y Alcaraban solía decir estático, despues de haber oido una trova cantada por ella al laúd, que nunca la divina ciencia habia sido tan honrada como entonces, que se exhalaba de un ángel.
Estas dotes de Estrella la habían procurado muchos amantes: aventureros ricos los unos, nobles los mas; pero Estrella tenia en su corazon guardado como un dulce misterio, un ser á quien amaba y que no era otra cosa que la reproducción de sí misma: sueño purísimo de amores, ardiente ilusión que animaba su mirada, que influía en su existencia, como un fuego sacro, cuyo reflejo divinizaba casi su hermosura; pasión pudorosa alimentada en sí misma; depósito de ternura que se condensaba cada vez mas, y que solo necesitaba la aparición de un ser real que estuviese en armonía con el ser fantástico de aquel culto misterioso para trasformarse (le un amor de los sueños en un amor real, en uno de esos amores intensos, poderosos, que nada puede apagar ni estinguir sino la muerte, y que parece deben continuarse en la otra vida.
Sin saber por qué, sin podérselo esplicar, Estrella estaba segura de la existencia de aquel ser, y le esperaba, le guardaba fidelidad, como una esposa pura y casia que espera la venida del esposo: asi concebimos esos amores del alma, esas pasiones reconcentradas que vienen á constituir á veces la vida, las aspiraciones, el sentimiento entero de las mujeres y de las que nos han dejado ejemplos, cada cual con arreglo á su tiempo y á sus creencias, Safo, la gran poetisa de los griegos, en la edad antigua; Eloisa, otra poetisa del amor en la edad media, y santa Teresa, la gran inspirada por el amor de Dios, tan poetisa como las anteriores, y mas casta, mas pura que ellas, santa en fin.
Cuando pretendemos encontrar lo sublime de las grandes pasiones, siempre las encontramos en la mujer, en ese ser mal comprendido, cuya debilidad es ficticia, que cuando se la eleva sobre la degradación á que la ha condenado la tiranía del hombre, suele ser grande hasta el heroísmo.
Estrella era una de estas heroínas: bajo las condiciones en que se encontró Safo, su lira hubiera producido tan enérgicas vibraciones, tan sentidas quejas, como la de la victima de Leucades, encerrada en el Paracleto; sus cartas á su amante hubieran sido mas dignas y apasionadas que las de Eloisa; y á haberse enamorado de Jesús, habría llegado á la santidad como santa Teresa.
Todo esto era resultado de las impresiones que habia recibido desde la cuna: su madre, menos formada que ella para regular las sensaciones, las esperimentaba de una manera natural, si se quiere mas profunda, porque en ella eran una necesidad y no una trasmisión. Estrella habia adivinado en su madre un amor profundo, esclusivo, intenso, eterno, que llenaba toda su alma, ó que por mejor decir, era su alma entera; Blanca, sin esperanzas ya de satisfacer su amor en la tierra, le habia traspasado á su hija; veia en ella á Gonzalo, adoraba en ella á Gonzalo, y aquellos amores puros como el fuego, amores á un tiempo de madre y de amante, consumían lentamente su ser como el fuego consume la presa en que se ceba. Estrella se formó bajo la influencia de este ardiente amor, y amó, primero á su madre, con todo el amor de su imaginación virgen y entusiasta; despues, desde la primavera de su vida, desde los quince años, desde el momento en que se abrió un nuevo vacío en su corazon, vacío que no podia llenarse con el amor materno, amó instintivamente á otro ser; soñó con él, le hizo semejante á sí misma, le envolvió, le refundió en su alma, y á los veinte y dos años, durante siete de sueños de amor, su pasión misteriosa, por mejor decir, su necesidad de amar, llegó á ser para ella una sed ardiente, una especie de locura, un paroxismo continuo.
Muchas veces, mientras leia en un libro, mientras bordaba, mientras tocaba el laúd, su mirada se reconcentraba, se lijaba, se alzaba de sobre el manuscrito, de sobre el bordado: su mano dejaba de volver las hojas, de mover la aguja, de vibrar las cuerdas, cuya armonía, á medida que la abstracción de la jóven iba creciendo, se apagaba lentamente hasta estinguirse como un suspiro.
Y entonces su mirada, que no veía, que estaba abismada en la inmensidad, vuelta, por decirlo así, para adentro mirando á su alma, y dejando ver su alma entera, se inundaba de lágrimas, brillaba de una manera divina, y podia decirse que transfiguraba su hermosura, haciéndola digna de un ángel.
Y es que el amor es lo único que posee de divino el corazon humano; el amor, que es la virtud; el amor, que os la caridad; el amor, que es la razón de la creación; el amor, que os el lazo reproductor sin el cual no podría concebirse la eternidad; el amor, que es Dios y que no debe confundirse con esas necesidades impuras, con esas pasiones bastardas á quienes también por una falta de clasificación se da el nombre de amor.
Todos amamos; pero puede decirse sin temor, que el verdadero amor, el amor que ennoblece á un ser y le eleva á la condícion mortal, el amor del alma, ha sido sentido por muy pocos, y aun asi, de una manera pasajera, muriendo enlodado, mancillado, envilecido por el amor de la materia, forzoso tributo de nuestra imperfecta condición.
Fácil es de concebir, que los hombres que podían ponerse en con tacto con Estrella, eran los menos á propósito para hacerla bajar de la altura á que la habia elevado su espíritu, hasta el amor material, ardiente, impuro, que su hermosura inspiraba á cuantos la veian.
Hubo, sin embargo, un hombre que la amó, con un amor elevado á la altura de las aspiraciones de Estrella: aquel hombre no habia visto en la jóven una mujer; por mejor decir, no habia adorado en ella la forma, sino el espíritu. Aquel hombre era Gonzalo-el-Rojo.
Viéronse por la primera vez en una encrucijada de la vecina selva de San Torcaz; Estrella, aventurada en un rastro, con la ballesta armada, sobre una pequeña hacanea se habia adelantado á Alcaraban que la acompañaba. De repente se presentó ante sus ojos un hombre; el cervato que Estrella perseguía, se habia aventurado por un jaral impenetrable á la cabalgadura de la jóven, y su mirada estaba fija con una ávida espresion de deseo contrariado en el lugar por donde habia desaparecido la res. Gonzalo-el-Rojo palideció al ver á Estrella, sin intervalo, sin premeditación, de una manera instintiva, irresistible, la amó, é inmediatamente sintió la necesidad de servir sus deseos. Todo esto fué obra de un momento; Gonzalo azuzó dos lebreles que lo seguían, se lanzó con una rapidez increíble por el jaral, y antes de que la jóven, desesperada de volver á hallar el cervato, encontrase á Alcaraban, Gonzalo apareció de nuevo entre el jaral, y arrojó á los piés de Estrella, el cervato muerto, atravesado el corazon por una flecha, mientras fijaba en la jóven una mirada intensa.
Estrella comprendió aquella mirada; sus ojos destellaron un relámpago de altivez y de orgullo; se nubló su pura frente, y revolviendo su hacanea, se alejó lentamente de Gonzalo, no como quien huye, sino como quien desdeña y se aparta de la persona desdeñada.
Gonzalo quedó inmóvil en el lugar en que se encontraba, y en vez de irritarse, una espresion de desaliento apagó la valiente llama de sus ojos, que se llenaron de lágrimas: dobló la cabeza abatido, meditó un momento, y luego se irguió, lanzó una mirada inmensa á la jóven, que se alejaba, y la siguió á lo lejos murmurando:
—Mi pobreza, mi aspecto te han hecho rechazarme: pues bien, sepa yo donde puedo encontrarte... que despues yo te juro que llegará un dia en que tu altivez no se humillo al fijarse en mí tus miradas.
Gonzalo supo donde vivía Estrella, y desde entonces, sin ser notado, sin ser visto, veló de noche y de dia junto á la casa, con la vista fija en la luz que hasta cierta hora brillaba en la ventana del aposento de Estrella, escuchando algunas veces con delicia los bellos y sentidos cantares con que entretenía la jóven su vela, acompañándose con un laúd: si Estrella salia al campo á esparcirse, ó iba á caza ó al templo de la abadía de San Torcaz en los dias festivos, sin ser visto, la seguía también Gonzalo, á quien este espionage proporcionó un consuelo: sí Estrella no le amaba, tampoco amaba á otro, ó al menos si amaba, el hombre de su amor estaba ausente.
Pero llegó un día en que el alma de Gonzalo sintió la influencia mortal de ese veneno que se llama celos: Estrella amaba; el hombro de su amor se dejaba ver muchas veces con ella: Gonzalo le conocía, y había jurado su muerte.
El hombre á quien amaba Estrella, y que parecía locamente enamorado de la jóven, era Mudarra Gonzalez, su tio.
¿Cómo se habian encontrado? lió aquí lo que vamos á contar á nuestros lectores, en cuyo relato encontrarán la razón de las fantasmas y singularidades, que emanando del palacio de Salas de Lara, tenían aterrados á los vecinos de la villa.
Un dia en que por caminos de atraviesa, que hacían mas breve la jornada, so dirigía Alcaraban á burgos á caballo, provisto de su laúd y de su mejor trage provenzal para asistir á un festín del conde Garci-Fernandez, encontró de repente ante sí, al revolver un barranco, una cabalgata compuesta de dos ancianos, un hombre ya entrado en años, un mancebo hermosísimo y algunos soldados.
Todas estas gentes iban á caballo, y en cuanto á los primeros, parecían nobles y principales.
Como nada tenia esto de estraño, y semejantes encuentros avenían á cada paso á nuestro trovador, al ver el aspecto de aquellos ricos señores, Alcaraban, que se habia hecho avaro y no perdía una ocasíon de ganar dinero, se detuvo delante del mas anciano, que parecía naturalmente el gefe de aquella gente, y con la caperuza en la mano, le dijo:
—¿Quiere el noble caballero descansar un momento y escuchar una trova del famoso doctor en la gaya sciencia, conocido en toda España con el nombre de Castilla?
—Por conocido que seas, amigo mio, dijo el anciano, tu nombre no ha llegado á mí; canta, sin embargo, que no es razón que te destruyamos tu esperanza de ganancia, pero sin detenernos, puesto que nos interesa llegar antes de la noche al fin de nuestra jornada.
Mientras el mas anciano decia estas palabras, Alcaraban pasaba alternativamente una mirada de él al mas jóven de los señores.
—Es estraño, se dijo... juraría... pero no puede ser... y sin embargo... probemos, probemos... si ellos son, no tardaré mucho en saberlo.
Y revolviendo su caballo, se puso respetuosamente á la izquierda del anciano, y sacando de su funda el laúd, le templó, y despues de toser y escupir, dijo como exordio de su canto:
—Os voy á trovar, señores, una lastimosa historia, que por lastimosa nunca he querido cantar; pero me pareceis recien llegados á Castilla, porque no os conozco, aunque es bien que sepáis que yo conozco por razón de mi oficio á toda la nobleza castellana, y de ella recibo dones y mercedes; y por no haceros esperar mas, escuchad mi trova, que pienso que os ha de parecer bien, ó no entiendo yo una palabra del arte de trovar.
Y limpiándose de nuevo la garganta, empezó:
Grande estruendo y gritería
De Burgos suena en la plazo:
Diz que alarbes han entrado
las fronteras castellanas.
El conde Garci-Fernandez
A sus capitanes llama,
Y apoyado en su bandera
De aqueste modo les habla:
„Hidalgos y caballeros,
„En cuyos hombros descansa
„El honor de mi corona
„Y la salud de la patria:
„Escuchad esos clamores,
„Con que nos piden venganza,
„Por su honor nuestras doncellas,
„Nuestros viejos por sus canas,
„Que el sarraceno insolente.
„Sin temor pisa y ultraja.
„No queráis que se deshonren
„Ociosas nuestras espadas,
„Que piden rojo vestido
„De vil sangre musulmana.
„La tregua han rolo, y con ella
„Nuestra noble confianza;
„Descansando nos sorprenden
„Sin soldados y sin armas.
„¿Quién de vosotros iria
„Con mi enseña á la campaña
„Mientras levanto mi hueste
„Contra el alarbe que avanza?
„Tened en cuenta, mis nobles,
„Que vuestros blasones mancha
„La sangre que sin defensa
„El alfange infiel derrama.
„¿No respondéis? ¿No hay ninguno
„Que quiera llevar sus lanzas
„Como el rayo á la frontera
„Ganoso de prez y fama?
„¿Ya no hay honor en Castilla?
„¿Tanto el temor os embargo
„Que buscáis infame vida,
„Y despreciáis muerte honrada?
„—No es miedo, señor, replican,
„El que nuestras lenguas ala;
„Sangre que verter nos sobra,
„Pero soldados nos fallan.„
„—Trescientos delante miro,
„El conde grita con rabia;
„Cuando la patria peligra,
„No hay pensar sino en salvarla.
„Yo por último soldado
„Iré en aquesta jornada:
„Capitan cualquiera sea:
„¡Sus, á caballo y en marcha!„
Oféndense los magnates
Del conde con las palabras,
Y que son descomedidas
En recio alarido claman.
Todo es confusion y voces;
Quién pone mano á la espada,
Quién satisfacciones pide,
Y quién se sonroja y calla;
Cuando en medio del tumulto
Se ven entrar por la sala
Siete valientes mancebos
Armados de todas armas.
Y al conde, que en sus cortinas
De cólera tiembla, acatan,
Y de este modo le dicen
En las diestras las espadas:
„Dános, señor, tu bandera,
„Y no lemas que con mancha
„Te la volvamos huyendo,
"O la perdamos sin fama.
„Déjanos que de Castilla
„Volvamos en la demanda;
„Uno contra diez seremos,
„Contra ciento, si no basta.
„En la plaza nos espera
„A punto nuestra mesnada,
„Que ha jurado dar las vidas
„Antes que dar las espaldas.
„Para vencer al alarbe,
„Solo tu enseña nos falla,
„Que quitarla no queremos
„Del vencimiento la palma.
„Si entregárnosla no quieres
„Irá la nuestra en su falta,
„Que junto á la de Castilla
„Ha vencido en cien batallas.
„Eso, señor, te pedimos;
„En nuestro pedir descansa,
„Y en que son los que lo piden
„Los siete infantes de Lara.„
Baja el conde de su silla
Y á los mancebos abraza,
Y dándoles su bandera,
Los bendice, llora y marchan.
A los alarbes hallaron
En los campos de Arabia na
Y perdieron las banderas
Del conde y de su mesnada.
Mas si á Burgos no volvieron
Las enseñas cautivadas,
Volvieron sin las cabezas,
Dentro de fúnebres cajas,
Y en hombros de sus vasallos,
Que lutos de honor arrastran,
En su noble sangre tintos,
Los siete infantes de Lara.
Desde el momento en que Alcaraban nombró en su romance los siete mancebos, el semblante del anciano se alteró, sus ojos se llenaron de lágrimas, inclinó la cabeza sobre el pecho, como doblegado por el dolor, y el mancebo que le acompañaba palideció de cólera; los otros dos personages miraron con recelo al músico, y como por acaso adelantaron sus cabalgaduras y tomaron en medio á Alcaraban, á cuya penetración no escapó ni uno solo de estos incidentes.
—Ellos son, esclamó el trovador; es cierto que he tenido que acordarme de mi buena fama para no darla un golpe mortal con una mala trova... ello, en fin, puede pasar, y sobre todo, va sé á qué atenerme. Ellos hablarán.
En efecto, apenas hubo acabado Alcaraban su romance, cuando el anciano irguiendo la cabeza y devorando su dolor le dijo:
—¿Y habéis sido testigo de esa triste historia, á os la han referido?
—No solo he sido testigo, señor, sino que he tomado mucha parte en ella, contestó Alcaraban.
—¡Que habéis tomado parte! esclamó con admiración el anciano.
—Sí por cierto, y una parte importante: á no ser por mí, la raza de los Laras hubiera acabado con los siete infortunados infantes.
—¿Que la casa de Lara no se ha estinguido? esclamó anhelante, ¿y qué pruebas teneis de ello?
—Por mas que yo tenga pruebas, y aunque vos pareceis un noble y honrado señor, ya veis que yo no puedo arrojar así, como quien arroja un romance de pública plaza, los secretos de una noble familia.
—¿Y si se os probase que pueden asistirnos derechos?...
—Solo á una persona confiaría yo los secretos de mis señores.
—¿Y qué persona es esa?
—El conde Gonzalo Gustios de Lara.
Meditó un momento el anciano, y luego dijo:
—Pues bien, si para hablar necesitáis hacerlo al conde Gonzalo Gustios, hablad, porque Gonzalo Gustios os escucha.
—¡Oh! sí, sí, esclamó Alcaraban; ya sabia que érais vos el noble, el valiente, el desgraciado padre de mis señores; pero necesitaba que me lo dijéseis vos mismo. -.
—Pues bien, hablad, hablad: ¿dónde están los descendientes de la casa de Lara?
—Cerca de nosotros, señor: al salir de estas quebraduras en una casita junto á la abadía de San Torcaz.
—¿Y quiénes son esos descendientes?
—Una hermosa y noble jóven, de la cual os enorgullecereis, señor.
—¡Una jóven!
—Sí; una jóven que es vuestra nieta.
—¡Nieta mia!
—Sí, hija legítima del menor de vuestros hijos, el señor Gonzalo Gonzalez, y de Blanca Nuñez, su esposa.
—¡Mi hijo Gonzalo esposo de Blanca Nuñez!
Alcaraban refirió al conde cuanto sabia acerca del matrimonio de, los dos amantes, y cuando hubo concluido, guardó un absoluto silencio acerca de cuanto habia hecho por la viuda y por la pobre huérfana..
—¡Oh! llevadme, llevadme al momento, esclamó el conde, en quien las desgracias, como sucede siempre, habian matado el orgullo, y que ya miraba desde un punto de vista distinto de aquel desde donde lo hubiera visto en sus tiempos de prosperidad el matrimonio de su hijo con una villana; llevadme, llevadme que yo la vea pronto. ¿Cómo se llama?
—Estrella.
—¡Estrella!
—Sí, y es una estrella de luz. Es una viva imágen de vuestro hijo Gonzalo, hermosa como él, noble como él, valiente como él: cuando os digo, señor, que os llenará de orgullo al verla vuestra nieta.
Mudarra, que él era el jóven de quien hemos hablado, y que habia escuchado esta conversación, sintió una sensación inesplicable al escuchar el nombre y los elogios de su sobrina, y anheló que llegase el instante de juzgar, si aquellos elogios eran exagerados.
No tardó mucho en cumplirse su deseo; Alcaraban, por sendas estraviadas, despues de haber dejado ocultos en el bosque de San Torcaz los soldados que acompañaban á Gonzalo Gustios, llevó á su casa al conde, á Mudarra, á Rajatul-laj y á Adhel que eran las otras dos personas que los acompañaban.
Alcaraban, como hemos dicho, habia dudado al ver al conde; pero Blanca Nuñez no dudó; Gonzalo Gonzalez se parecía demasiado á su padre para que el amor de Blanca no reconociese á primera vista en los rasgos generales, á pesar de su vejez: del mismo modo comprendió que Mudarra pertenecía á la familia.
—¡Ah, señor, señor, esclamó arrojándose á sus pies; al fin parecéis, durante tanto tiempo os hemos creído muerto!
Gonzalo Gustios la levantó en sus brazos, y se arrojó en ellos: parecíale que abrazando á la mujer á quien tanto habia amado Gonzalo, abrazaba á su hijo.
Blanca sollozaba, el conde lloraba, Mudarra se sentía arrastrado por un cariño instintivo hácia Blanca, los dos árabes estaban conmovidos, y Alcaraban, en un rincón de la estancia, rascaba su laúd y esclama, mientras de sus ojos se desprendían dos enormes lagrimones:
—Sí, esto era preciso que sucediese alguna vez: Dios no podia permitir otra cosa: ya están aquí y el dia de la reparación y de la venganza que yo esperaba, ya ha llegado. Veremos ahora cómo se compone el señor Ruy Velazquez.
Pasó, en fin, aquel primer momento en que todo sé concede á una espansion muda, y al fin el conde dijo á Blanca:
—¿Y tu hija y mi niela?
—¡Vuestra nieta, señor! ¡la reconocéis por vuestra nieta!
—¿Acaso no es hija de mi Gonzalo y de su esposa?
Blanca cayó de rodillas, agoviada por la felicidad que sentía.
—¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡ahora ya puedo morir, puesto que mí Estrella tiene una noble familia! ¡Oh! ¡ven, ven acá, hija mia! esclamó alzándose y viendo á Estrella que habia aparecido en la puerta de una habitación inmediata; ¡ven, hija mia, ven, este es tu abuelo, el conde Gonzalo Gustios de Lara!
Y asió á su hija de la mano y la presentó al conde.
Estrella, dominada por la sorpresa, se ruborizó; el conde, al verla junto á sí, lanzó un grito indescribible, y esclamó.
—¡Ah! ¡Gonzalo! ¡Gonzalo mío!
En efecto, tanto se parecía Estrella á su padre, que el conde creía tener delante de sí á su hijo.
Entretanto, Estrella y Mudarra se habian contemplado y se habían estremecido: Estrella creyó al verle que se realizaban sus sueños, que Dios le presentaba, al fin, el hombre de su amor. Mudarra se estremeció por la primera vez, y sintió dentro de su alma un afecto desconocido.
Aquello era que los dos jóvenes habian nacido para amarse, y apenas se veían, se amaban.
Pasados los primeros momentos, ó por mejor decir, desde el instante en que Alcaraban pudo llamarse dueño de sí mismo, adelantó hácia el conde, y con la caperuza en la mano, le dijo:
—Todo esto es muy bueno, muy satisfactorio, muy dulce, señor; pero no por eso debemos olvidar, que estáis, aunque villanamente, tachado de traidor, que vuestro enemigo Ruy Velazquez no desaprovechará la ocasion de apoderarse de vos para saciar su venganza, y que por lo tanto, es necesario que os ocultéis hasta que luzca el día de la justicia.
Alcaraban tenía razón, y el condeno pudo menos de conocerla.
—Sí, sí, es verdad, dijo el noble anciano, mía traición cobarde me ha hecho pasar por infame á los ojos de mí patria y del noble conde Garci Fernandez... Decis bien, es necesario ocultarnos en un retiro seguro., pero en donde...
Alcaraban quedó por un momento pensativo.
—¿En dónde? dijo al fin: en el palacio de Salas de Lara.
—¡En el palacio de Salas de Lara! esclamó el conde. ¿Acaso no está apoderado de él Ruy Velazquez?
—El palacio de Salas de Lara está deshabitado, dijo Alcaraban: se cuenta en la villa que está habitado por fantasmas, y el cobarde y traidor Ruy Velazquez ha huido de él.
—¿Pero, qué fantasmas son esas? dijo el conde que era como buen cristiano de la época, terriblemente supersticioso.
Alcaraban se sonrió de una manera sutil, y dijo:
—Esas fantasmas no eran otra cosa que yo mismo, que durante algún tiempo que estuvo el palacio abandonado, entré en él, hice sonar cadenas, voces, alaridos y estraños estruendos: dejé ver luces, figuras blancas y negras, y al fin logré inspirar tal terror al infame Ruy Velazquez, que no se atrevió á poner la planta en el palacio. Ahora aparecerán de nuevo las luces, las sombras y demas espantos, y juro á Dios que estaréis en el palacio tan seguros, como si estuviérais en los desiertos de Africa.
Aprobóse despues de una madura deliberación el proyecto de Alcaraban, que le puso inmediatamente en práctica: desde entonces empezaron á verse las apariciones de que hemos hablado anteriormente, y al fin, el conde, su hijo Mudarra, Rajatul-laj, Adhel, los soldados y las acémilas, en una de las cuales iba la caja en que estaban guardadas, las cabezas, ó mejor dicho, las calaveras de los siete infantes, entraron en el palacio durante una oscura noche.
Al aspecto de su antiguo solar, el corazon del conde se comprimio: los patios cubiertos de yerbas, las paredes entapizadas de plantas parasitas, los sonoros ecos que respondían á las pisadas al atravesar las desiertas galerías; las aves nocturnas, que huían graznando ante el reflejo de las luces, todo representaba la soledad y el abandono.
Sin embargo, esta soledad era la que convenía á la seguridad de Gonzalo Gustios: instalóse al fin en el palacio y él se preparó á poner en ejecución sus proyectos.
Entretanto, Mudarra, que no era conocido, salía del palacio de noche en compañía del Alcaraban, é iba á visitar á sus parientes á la casita de San Torcaz.
No tardó mucho el jóven en salir del palacio, todos los dias antes del amanecer, trasladándose inmediatamente á casa de Estrella, y no volviendo á Salas de Lara sino cuando habia cerrado la noche.
Estrella habia encontrado al hombre de su amor, y se entregaba sin reserva á la felicidad. Mudarra estaba locamente enamorado de la jóven, lo que halagaba á su viejo padre, y al verlos juntos vagando por por los alrededores de San Torcaz, era necesario esclamar:
—Hé ahí dos amantes dichosos.
Había, sin embargo, un hombre que añadía esta frase.
—Pero no toserán mucho tiempo.
Aquel hombre era (Gonzalo-el-Rojo.
Apenas habia mediado el dia siguiente al en que Ruy Velazquez y Gonzalo-el-Rojo se habian concertado en la cabaña de la bruja cuando un jóven se presentó en Burgos en la casa del viejo magnate.
Este no le reconoció á primera vista; el nuevo y rico trage de caballero que llevaba el jóven le habia transformado, parecía mas hermoso y mas gallardo, y solo en su mirada se comprendía lo feroz de su carácter.
Ruy Velazquez le introdujo en su recámara, se encerró con él y le dijo:
—En verdad, en verdad, amigo mio, que os pintan á las mil maravillas las nobles galas que vestís, y á legua se conoce que venís de raza de caballero: decidme en confianza, ¿nada sabéis de vuestro origen?.
—Ignoro por qué me hacéis esa pregunta, cuando ya os dije anoche que no lo sabia.
—Sin embargo, pudiérais haber tenido motivos para ocultar vuestro nombre.
—Si yo tuviera un nombre, no hubiera tomado el que vos me dais... pero permitidme á mi vez: ¿por qué os obstináis tanto en saber quién yo sea.
—He encontrado dificultades en el conde Garci-Fernandez para que conceda á un desconocido el título y el señorío que anoche os ofrecí: me he visto obligado á mentir por la primera vez de mi vida, á atribuiros hazañas y servicios en pro de Castilla que no habéis hecho; en fin, he apurado todo mi poder, y aquí teneis la cédula de donacion é investidura del señorío de Piedrahita.
—Si hasta ahora no hecho servicios á mi patria, yo se los haré tales, que no tenga el conde Garci-Fernandez motivos para arrepentirse de haberme ennoblecido.
—Espero que empezareis por servirme á mi, dijo Ruy Velazquez con la autoridad de aquel que habla con un esclavo que ha comprado, del mismo modo que os he dado esa cédula, en la que fijáis de una manera tan ansiosa la vista, (en efecto, Gonzalo devoraba el contenido de un ancho pergamino de que pendia un sello de plomo, que le habia entregado Ruy Velazquez), os la puedo quitar.
—Justo es que os sirva, señor, puesto que me pagais á buen precio mis servicios; pero tened en cuenta que solo estoy obligado á serviros durante un año, transcurrrido el cual, estaré libre de mi empeño.
—Os juro que quedareis libre antes, mucho antes: ahora bien, y puesto que se os ha hecho noble y señor, y (pie por consecuencia se os hará caballero, estáis en el caso de sostener con honra vuestro blasón y vuestra bandera: ¿qué medios teneis para ello?
—Ya habéis dicho que soy valiente.
—No basta eso; es necesario también ser diestro: bien comprendo que sabréis lanzar oportunamente un halcón y cortar la carrera con una saeta á una pieza mayor; ¿pero sabéis del mismo modo romper una lanza y sosteneros en los arzones?
—Sé cabalgar, y aunque nunca he justado, tengo puños de hierro, y estoy seguro de que en poco tiempo...
—Bien, desde hoy justareis todos los dias dos horas con uno de mis escuderos que es diestro y valiente, y en pocos dias os adiestrará en el uso de la lanza, del escudo y del hacha de armas.
—¿Y para qué esa precipitación?
—Un noble siempre debe estar dispuesto: según me ha ofrecido el conde soberano, él mismo os armará mañana caballero; las honras que tan sin motivo se os han concedido, las riquezas que acompañan á esas honras, vuestra gallardía, y vuestra natural altivez, encontrarán sin duda envidiosos en una corte guerrera de suyo, en donde una prueba en armas es un juego, y podría suceder que alguien os insultase...
Palideció Gonzalo al solo anuncio de un insulto.
—Quien se atreviese á insultarme, no lo haría mas que una vez, esclamó.
—Sin embargo, os veríais obligado á castigar ese insulto como un caballero, esto es, espada contra espada ó lanza contra lanza. Creedme, señor Gonzalo de Piedrahita (que asi os debeis llamar desde ahora), es prudente, necesario, que cuanto antes os pongáis en estado de sostener dignamente vuestro nombre. Quedaos por el momento, mientras se os prepara una posada digna, como huésped en mi casa; nada tengo que deciros; sois libre en ella como lo seríais en la vuestra; si quereis sentaros á mi mesa, sentaos; si quereis vivir independiente, vivid: desde ahora os servirán dos de mis escuderos, y puesto que sabéis cabalgar, y que como jóven querreis lucir vuestras galas y vuestra gallardía, siempre encontrareis un caballo en mis cuadras á vuestra disposición; gastad, enamorad, galantead, procurar dar lucimiento á las ricas rentas de Piedrahita; haceos reparable en la córte, que se hable de vos: sobre todo procurad que los hombros os respeten; seguid mis consejos, y os juro que habéis hecho suerte.
—Y decidme, señor, ¿cuando iré á desencantar vuestro palacio de Salas de Lara?
Meditó por un momento Ruy Velazquez.
—¡Mi palacio de Salas de Lara! dijo: ¡ah! ¡es verdad! ¡me habia olvidado del encanto del palacio! Ello, en fin, poco me importa por ahora... es un casaron deshabitado, donde hace muchos años que no entro, y que he abandonado enteramente á las lechuzas, á los murciélagos y á los duendes... dejemos, pues, á los duendes en quieta y pacífica posesion... por ahora no me incomodan demasiado; el dia en que sea necesario, yo enviaré á mi palacio algunas cruces y ahuyentaré á los fantasmas. Entretanto, Gonzalo, obrad en mí casa como obraríais en la vuestra, y os dejo: me llaman mis obligaciones al lado del conde; preparaos, porque esta noche debeis velar vuestras armas, y mañana sereis armado caballero.
Ruy Velazquez llamó á uno de sus altos servidores y le encargó que llevase al jóven á la habitación que se le tenia destinada: la casa que ocupaba entonces Ruy Velazquez, era la casa de Doña Lambra, que describimos al principio de nuestra historia, y la habitación destinada á Gonzalo, la misma en que vimos reunidos á doña Lambra, á Blanca, á Ruy Velazquez, á Gonzalo Gonzalez, y Alvar Sanchez.
El jóven nunca habia visto tanto lujo: acostumbrado á su pobre cabaña, á lo escueto y árido de la Peña Maldita, á lo bravio de los bosques que la rodeaban, á sus halcones, á su ballesta, á sus ejercicios montaraces, se encontró mal entre aquellos tapices, sobre aquellas alfombras, delante de aquellas severas y nobilísimas estátuas, enmedio de aquel sombrío fausto, en fin. El hubiera preferido un castillo roquero, de paredes denegridas y fuertes muros, y la compañía de algunos feroces soldados á la de aquellos solícitos sirvientes que le asistían.
Porque no habia sido su propensión al lujo y á los placeres lo que habia hecho ambicionar á Gonzalo ser rico y caballero, sino su eterno sueño: Estrella: él creía haber sido desamado por pobre, y buscaba el brillo: despues habia encontrado un rival, y ansiaba vengarse.
Tardábale el tener un momento de libertad para ir á los alrededores de la casa de Alcaraban, para esconderse en el bosque, y allí, desde su apostadero de costumbre, ver á Estrella pasar apoyada del brazo de Mudarra, hablando dulcemente de amores; pero Gonzalo no pensaba ya en esperar de una manera estéril: por el contrario, siniestros proyectos le agitaban, sin que se fijase en ninguno: meditaba, volvía á meditar; dudaba, luchaba sin resolverse, sin encontrar un remedio eficaz para conseguir sus amores ó su venganza.
En estos pensamientos le encontró la noche: á una hora avanzada despues de la cena, Ruy Velazquez le dijo:
—Se hace necesario que seáis cuanto antes caballera; mas tarde sabréis por qué: por lo tanto, no es posible dilatar mas la ceremonia: el conde Garci-Fernandez consiente en armaros mañana por la mañana á la hora de prima, y para esa hora es necesario que hayais velado vuestras armas, confesado y comulgado: por falta de tiempo, os servirán la túnica y la estola de que yo me serví para semejante acto, y que ya habia servido á mi padre. Venid conmigo.
Ruy Velazquez tomó una lámpara y salió, precediendo al jóven que le siguió. Bajaron una estrecha escalera, atravesaron un corredor oscuro y entraron en una lóbrega capilla en que ardia opacamente una lámpara. Junto al altar habia un arnés tranzado, y junto al arnés dos escuderos, uno de los cuales tenia en las manos una túnica blanca, y otro una espada. Ruy Velazquez hizo una breve plática al jóven acerca de la manera cómo debía vetar sus armas; le puso la túnica blanca y la estola, le entregó la espada, y saliendo despues con los escuderos, le dejó solo en la capilla.
Era la hora alta, el silencio solemne, la capilla tétrica y sombría; mil pensamientos acometieron al jóven en medio de aquel silencio y de aquella soledad.
¿Para qué le quería Ruy Velazquez? Esto era lo que no podia explicarse, pero cuando se le compraba á tan alto precio y con tales condiciones, debía ser para un asunto importante... y luego los duendes del palacio de Salas de Lara... Gonzalo, como hombre que habia vivido en un lugar marcado con un nombre fantástico por el fanatismo vulgar, sabia á qué atenerse en cuanto á brujas, aparecidos y seres sobrenaturales, y no creyó en los duendes de la casa solar; conocía ademas, como la conocía todo el mundo en Castilla, la historia de los siete infantes de Lara; sabía que Ruy Velazquez estaba acusado por la opinion pública de haber sido su asesino, de haber hecho que no volviese de Córdoba el conde Gonzalo Gustios, y de haberse apoderado de sus bienes. En Castilla se creia extinguida la familia de Lara, y que solo quedaba de ella doña Sancha, viuda ya y vieja, é incapaz de tener hijos.
Sin embargo, el pensamiento de Gonzalo se fijó en una idea tenaz, y casi adivinó el objeto de Ruy Velazquez al llenarle de honores, al hacerle rico y caballero. ¿Quién sabe, se decia Gonzalo, si los siete infantes en vez de ser muertos, solo fueron cautivos por los árabes, y si los ensangrentados cadáveres que vinieron sin cabeza á Burgos despues de la batalla de Arabiana no eran otra cosa que una falsificación de Ruy Velazquez? ¿Quién sabe si aquellos duendes, que tanto inquietan á este magnate, no son otra cosa que los siete infantes de Lara, que libres por un acaso del cautiverio, vuelven á Castilla á vengar las desgracias de su familia con la muerte y la ignominia de quien las causó? Es cierto que esta familia está agoviada bajo una acusación de traición; pero hay un tribunal superior á los tribunales humanos, el tribunal de Dios, que juzga y sentencia por medio de la prueba del duelo. Ahora bien, Ruy Velazquez está ya viejo y achacoso, y los infantes deben estar en la fuerza de su pujanza. Si se presentasen ante el conde soberano, acusando á Ruy Velazquez de felonía y calumnia, sería preciso á falta de otras pruebas, y aunque las haya, sobre ellas, apelar al juicio de Dios, esto es, á las lanzas y á los puños: Ruy Velazquez, odiado por todos, no encontraría un campeón que le defendiese sino comprándolo, y me ha comprado á mí; esto es indudable: pues bien, defendámosle, sirvámosle: esto es muy justo, puesto que me ha colocado en una posicion, desde la cual puedo ó lograr el amor de Estrella, ó vengarme de su desden.
¡Estrella! este nombre quemaba al pronunciarle los lábios del jóven, como el recuerdo de la hermosura de Estrella quemaba su corazon: Gonzalo-el-Rojo, en vez de dedicarse á la oracion y á la contemplación para prepararse á recibir bajo el amparo de Dios la órden de caballería que, transcurridas algunas horas, debía conferírsele, solo pensó en Estrella y en el hermoso y jóven caballero que la acompañaba en sus solitarios paseos por el bosque de San Torcaz, y que tan amante y tan amado parecía. Gonzalo sentía una impaciencia voraz porque llegase la hora de la ceremonia y concluyese, para quedar libre y poner en práctica un pensamiento que habia brotado de su cabeza, y hacia estremecerse y arder á su corazon.
Pero el tiempo era inflexible y tirano; parecía que hacia mas lento su paso para Gonzalo, exasperando su impaciencia: y es que el tiempo no tiene medida, es que nosotros pasamos por el tiempo en vez de pasar el tiempo por nosotros, y de una manera tanto mas lenta cuanto mayores nuestro deseo de llegar al plazo prefijado: hay situaciones en que un minuto tiene, ó parece tener, la duración de un siglo.
Avanzaba, pues, lentamente la noche: de tiempo en tiempo Gonzalo, acostumbrado por su vida selvática á contar las horas por las estrellas, reloj eterno, tan antiguo como la creación, é inalterable y preciso como todas las obras de Dios, de tiempo en tiempo, decimos, Gonzalo se asomaba á una ventana y miraba al firmamento.
—¡Aun la media noche! Aun queda mucho tiempo para el alba... ¡esto es desesperarse! No rae acuerdo de haber pasado nunca una noche peor.
Pero de repente y como si un acaso se hubiera encargado de distraer su impaciencia, á lo lejos, en la misma linea de habitaciones que ocupaba la capilla, se oyeron gritos agudos, semejantes á los de una persona demente.
Gonzalo se estremeció: habia reconocido en aquellos gritos, á la mujer que le habia criado, con quien habia vivido toda su vida en la cabaña de la bruja, en la Peña Maldita, y le habia acostumbrado á llamarla señora.
Los gritos se repetían y á veces eran una salmodia lenta, grave, dolorida, como la queja de un alma desesperada: otras veces ahullidos como los de una fiera.
Por mas que el sentimiento que aquella mujer inspiraba á Gonzalo, fuese duro, cruel, apenador, casi de ódio, motivado por las circunstancias y por la educación estraña que aquella mujer habia dado al jóven, sin embargo, debajo de aquella repulsión, de aquella antipatía, habia un profundo y misterioso sentimiento de amor, que hasta entonces el jóven no habia esperimentado: fué necesario que Gonzalo concibiese en una situación de eminente peligro á la señora, para que aquel sentimiento, hasta entonces desconocido, se levantase del fondo de su alma; pero al levantarse aparecía de una manera enérgica, decidida, violenta como lo eran todas las pasiones del jóven; quiso acudir al socorro de aquella mujer, y se encaminó á la puerta de la capilla, y la encontró fuertemente cerrada; llamó y nadie le contestó; gritó y sus gritos retumbaron repetidos por cien ecos, como en un edificio deshabitado.
Gonzalo hubo de resignarse, rugiendo, á esperará que amaneciese, para aclarar enérgicamente aquel misterio.
Entretanto permítannos nuestros lectores, que supongamos en ellos curiosidad por saber la causa de aquellos gritos, y que suponiéndola, nos traslademos con ellos á otro lugar de la casa de doña Limbra, en don le acontecía una escena terrible.
Era una habitación húmeda, cuadrada, de pequeña estension, de bóveda rebajada, construida con una piedra parda, por cuyas junturas brotaban yerbas rígidas y retorcidas, por las cuales filtraba agua que se corrompía en hediondos charcos en el desigual pavimento; el ambiente fétido de aquel calabozo, mojaba, empapaba los cabellos en una humedad viscosa, y hacia temblar de frió al que permanecía bajo su influencia algunos minutos: en los agujeros de las paredes de la bóveda y del pavimento, parecian asomar cabezas de reptiles, que se revolvían en sus nidos, produciendo con sus duras y rígidas escamas, un rumor ténue, desapacible, que aumentaba el frió y el horror de aquel espacio.
Sentada en un ángulo, cubierto de harapos, con los piés desnudos sobre el pavimento encharcado, habia una mujer, que á pesar de lo horroroso de su demacración, y de su lívida é impura palidez; de sus ojos sepultados profundamente en sus alvéolos; y estraviados por la espresion de una locura intensa; de sus cabellos canos, sucios, ralos y enmarañados; de sus anchos hombros y sus brazos huesudos, cubiertos solamente por la piel; de su espalda encorvada, sus lábios hundidos y lívidos, y su boca desprovista de dientes; de su nariz afilada y roja por la punta; de su frente sombríamente arrugada; que á pesar de este estado ruinoso, repetimos, no podia desconocerse por ciertos rasgos generales, que en su juventud debia de haber sido enérgicamente hermosa: cubríala apenas una túnica harapienta y rasgada en mil partes, de lana y de color indefinible, como único vestido; sus cabellos estaban sueltos y enmarañados, y sus uñas, desmesuradamente crecidas y largas, al estremo de sus crispados dedos parecian las garras de una fiera.
Delante de ella, de pié, estaba Ruy Velazquez, no menos feo y alterado que ella en la figura, pero convenientemente vestido y aliñado: sin embargo, parecía que la mano de Dios habia lanzado de igual modo su maldición sobre aquellas dos frentes sombrías y ceñudas bajo cada una de las cuales parecía arder el fuego de un infierno.
El calabozo y estas dos figuras malditas, se veían trabajosamente á beneficio de la luz de una linterna que se hacia opaca, aislada, por la densa atmósfera del calabozo, y chascaraba de una manera desapacible luchando con ella.
El diálogo que cruzaba entre estas dos personas era estraño: era la conversación de dos locos; porque habia momentos en que Ruy Velazquez parecia verdaderamente privado de la razón, cosa que acontecía siempre que algún objeto le recordaba su historia de amor desesperado, de celos, de deshonra, de asesinato: doña Lambra por una parte, Blanca Nuñez por otra, los siete infantes de Lara, el conde Gonzalo Gustios, eran otros tantos fantasmas rojos y amenazadores que le acusaban ante el irremisible fallo de su conciencia y le enloquecían.
Ya sabemos cómo habia arrancado aquella estraña y á todas luces desdichada mujer de la Peña Maldita, y acabamos de saber á dónde la habia conducido. ¿Con qué objeto? Los sucesos lo esplicarán de una manera horrible.
La presencia de aquella mujer le hacia temblar: esperimentaba junto á ella un martirio horroroso, que en vano nos esforzaríamos por describir; uno de esos tormentos que se agitan y revuelven en el fondo de la conciencia, retorciendo el alma, torturándola, desgarrándola, despedazándola, haciéndola brotar continuamente hiel y sangre, si se nos permite que para esplicarnos materialicemos el alma: una congoja fria, inconsolable, desesperada, un arrepentimiento que no es arrepentimiento, un dolor íntimo y agudo, una horrible venganza, en fin, que se vuelve con todos sus horrores acrecidos y sublimados sobre quien la ha puesto en práctica.
Y si toda esta espantable suma de afectos y sufrimientos desesperados hacia sentir á Huy Velazquez la vista de aquella mujer, era porque creia ver en ella el esqueleto viviente y maldito de aquella doña Lambra que tanto habia amado; de aquella fatal hermosura, cuyo amor satánico hácia Gonzalo Gonzalez habia causado la ruina de la casa de Lara, y la condenación anticipada sobre la tierra de Ruy Velazquez; y ante aquella ruina de un ser, otro tiempo seductor y adorable, siquiera fuese solamente por lo casi divino de sus formas, Ruy Velazquez sentia renacer como un fuego inextinguible, su amor, sus celos, su rabia, su desesperación, su venganza: para él, por efecto de lo conturbadas que se encontraban sus facultades mentales, aquella mujer no era una nauseabunda y repugnante vieja, sino la doña Lambra de veinte y dos años antes: y cosa estraña, fuese ó no fuese aquella mujer doña Lambra, Ruy Velazquez causaba en ella una fascinación semejante, era el mismo hombre odioso manchado con la sangre de los Laras, era el infame lobo que había despedazado su alma, y sus ojos brillaban como carbunclos, fijos en Ruy Velazquez, y sus cabellos se herizaban como la crencha de un león furioso, y sus lábios contraídos temblaban, y su voz convulsa y estridente gritaba de intervalo en intervalo:
—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!
Porque aquella mujer, en fin, era doña Lambra Sanchez.
Cada vez que doña Lambra apostrofaba á Ruy Velazquez, este lanzaba una carcajada tan insensata como los gritos de la loca, y se estremecía como ella, y como ella lanzaba de sus hundidos ojos un brillo sombrío.
—No habia acabado de vengarme, dijo una vez, y sentia sed de venganza... ¡Oh! ¡oh! una horrible sed: yo hubiera querido que él hubiera tenido sangre bastante, sangre inagotable, para haberla bebido gota á gota; una vida inmortal, para haberle condenado á un tormento eterno... yo creía acabada mi venganza... pero me quedan la madre y el hijo... si... la madre loca... el hijo infame... vendido á mi... ¡Oh! ¡oh! el hijo de Gonzalo Gonzalez "se volverá contra su abuelo... contra su abuelo, que ha vuelto para que yo acabe de devorar la sangre que queda de los Laras: ¡el abuelo y el nieto! ¡oh! ¡oh! y acaso, acaso el tio y el sobrino... alégrate, Lambra, porque vamos á despedazar lo que queda de esa raza maldita: alégrate... luego me alegraré yo solo, porque cuando los haga despedazar, te despedazaré á tí.
—¿Quién habla aquí de Gonzalo? dijo doña Lambra sonriendo, con acento dulce y aplicando el oido como si hubiese escuchado una armonía deliciosa... ¡Gonzalo! ¡Gonzalo! callad... ¿no oís... no oís?... es su hermosa voz, que canta amores á su Lambra... callad... callad... dentro de poco estará en mis brazos... ¿no ois? son sus pisadas silenciosas, pero inquietas é impacientes... ¡Oh! ¡oh! Ruy Velazquez duerme... duerme... imbécil... ¿y pudo creer que yo le amaría amando á mi Gonzalo?... ¡Oh! ¡oh! es él... él... vedle... vedle qué hermoso... qué enamorado... ven, Gonzalo mio... ven... amado de mi alma...yo te amo mas... ven... ven... la sed de tu amor me ahoga... mi corazon se abrasa... ¡Gonzalo! ¡Gonzalo mío! ven, que yo tenga tu cabeza entre mis manos y tu boca... ¡Oh! ¡qué horror!... tu boca esta Iría... tus ojos impuros, tu cabeza destila sangre corrompida...
Doña Lambra se alzó... miró con una espresion horrible ¡V Ruy Velazquez, que se estremeció, y estendiendo hácia él sus bruzo-; descarnados, gritó con voz enronquecida y terrible:
—¡A mi! ¡á mi! ¡vasallos de Barbadillo! ¡á mí! ¡venganza! ¡lo tengo aqui! ¡al infame! ¡al asesine! ¡apoderaos de él! ¡despedazadle lentamente! ¡pero no le matéis! cada dia un tormento: saquémosle la infame sangre... pero poco á poco... ¡quiero saborear mi venganza! ¡quiero chuparla... esprimirla!.. ¡no le mateis!.. no... ¡la muerte es el descanso... y yo quiero que sufra!... ¡que sufra... que sufra cuanto me hace sufrir!
Y doña Lambra acometió á Ruy Velazquez, que la rechazó con energía, y lanzándola de sí, la hizo caer sobre el pavimento.
—¡Oh! ¡oh! dijo Ruy Velazquez soltando una insensata carcajada: no eres tú la que te vengas, sino yo... no eres tú la que martirizas, sino yo... yo... yo soy quien gozo lentamente mi desagravio... mi terrible desagravio... Escucha: tu hijo Gonzalo se me ha vendido en cuerpo y alma, como hubiera podido venderse al diablo... Gonzalo Gustios está en Salas de Lara y le acompaña un noble y valiente mancebo, en cuyas venas corre sangre de los Laras... ese mancebo... acaso muy pronto me acusará de felonía y de traición... y yo., yo que soy ya viejo para medirme en campo cerrado... tendré un campeón en tu hijo, Gonzalo-el-Rojo, que es valiente y feroz; y vencerá... vencerá, porque la traición ayudará á sus fuerzas... ¡Oh! ¡qué dulce será que so despedacen mutuamente los Laras, y so vierta su sangre en defensa del verdugo de su familia, de su padre... de la infame mujer que me engañó y me escarneció!... ¿no te estremeces, Lambra? ¿no tiemblas por tu hijo Gonzalo?
—¿Y dónde está mi hijo Gonzalo?... esclamó la loca con amarga sonrisa... ¡Ah! sí... me acuerdo... hubo un dia en que huí de un monasterio triste y sombrío: atravesé campos y breñas y selvas: estaba en cinta... la fatiga me rendía... mis piés se ensangrentaban sobre el camino... llegué á una roca y caí sin fuerzas... cuando volví en mi, un hombre caritativo, un santo hermitaño me habia amparado... junto á mi habia un niño... ¡muerto! ¡muerto!...
—¡Muerto! esclamó con desesperación Ruy Velazquez: pues ¿y Gonzalo? ¿quién es Gonzalo?
Si Ruy Velazquez hubiera tenido entonces mas dominio sobre si mismo, si hubiera estado menos preocupado, hubiera podido notar que en los ojos de doña Lambra brillaba un destello de razon.
—¡Muerto, sí, muerto! esclamó la desdichada estremeciéndose: mi ángel duerme al pié de la cruz de la hermita... Despues, despues... una mañana, al pié de la misma cruz, apareció un recien nacido abandonado... ¿quién sabe de quién era hijo?... el hermitaño le recogió y yo le crié... mas le aborrecí porque me recordaba á mi hijo... á mis amores... le aborrecí y le aborrezco.
—¡Maldición sobre mí! esclamó Ruy Velazquez, engañado por el Ungimiento de doña Lambra... Pero y bien, si no puedo estender mi venganza hasta tu hijo, la desplomaré toda sobre tí.
—¡Sobre mí!... yo te desprecio, Ruy; tú no me puedes hacer mas desdichada que lo que ya me has hecho.
—Por lo mismo puedo terminar mi venganza de una manera terrible..
Doña Lambra soltó una insensata carcajada.
—Sí, sí: di cuanto quieras; pero no por eso es menos cierto que todos te creen bruja.
—¡Bruja! ¡bruja, yo!
—¡Si, sí por cierto! te entregaré al obispo de Burgos, que reunirá para juzgarte un tribunal de frailes... y te sentenciarán á la hoguera... y escucha: yo haré de modo que cuando hayas de ser quemada viva, sea vencido por Gonzalo-el-Rojo ese jactancioso mancebo que ha traido de Córdoba Gonzalo Gustios... ¡Oh! entonces, cuando en el juicio de Dios haya sido vencido y condenado Gonzalo Gustios de Lara, le haré subir á tu hoguera, para que perezca contigo... é!, tu noble tio, contigo, su infame sobrina.
—¡Quemada! ¡quemada viva! esclamó con horror y con miedo doña Lambra.
—Sí, en Castilla se quema á las brujas y á las hechiceras.
—¡Oh! ¡no! ¡no! tú no lo harás, Ruy; tú te acordarás de que me has amado.
El terror triunfaba de la debilidad de la mujer, y doña Lambra se arastraba sobre el fango del pavimento á los piés de Ruy Velazquez.
—¡Que te he amado! esclamó: ¡sí! ¡te he amado con toda mi alma, y esta es tu sentencia!... Si yo no te hubiera amado, no me hubiera ensangrentado tanto en mi venganza.
Era tan decidido y tan lúgubre el acento de Ruy Velazquez, que doña Lambra acabó de aterrarse y empezó á gritar de una manera horrible pidiendo socorro: el terror la volvió á sus frecuentes accesos de locura, y canto, rió, exhaló alaridos, y llegó hasta el punto de que Ruy Velazquez, feroz ó implacable, hiciese venir á su gente y la pusiese una mordaza.
Aquellos gritos, aquellas imprecaciones, aquellos insensatos cánticos eran los que habia oido confusamente Gonzalo-el-Rojo en la capilla donde velaba sus armas.
—Ferrante, dijo Ruy Velazquez á uno de sus escuderos; siempre me has sido leal.
—Y os lo seré mientras viva, señor, contestó el sirviente.
—¿Conoces á esa mujer?
—Esa mujer, señor, es...
—Silencio... olvida que la conoces.
—Lo olvidaré.
—Y escucha: llévatela tú solo... apártala de aquí, y en cuanto amanezca, entra con ella en la ciudad.
—¿Y qué he de hacer, señor?
—Presentarla al obispo.
—¡Ah!
—Cuando la presentes, dirás que de vuelta de Salas de Lara á Burgos has encontrado á esta mujer en el camino... declara y jura como hidalgo y como cristiano, que es la bruja de la Peña Maldita.
—Lo haré así, señor.
Doña Lambra se revolvió desesperada; pero á una seña de Ruy Velazquez, Ferrante la levantó en alto como si hubiera sido una pluma, y la sacó del calabozo.
Ruy Velazquez se encaminó sombrío y meditabundo á sus habitaciones, y como era cerca del amanecer, empezó á ataviarse para la ceremonia.
A la salida del sol, llegó á casa de Ruy Velazquez el conde Garci-Fernandez, rodeado de sus magnates y de sus guardias, y entró en la capilla donde ya habia confesado y comulgado Gonzalo-el-Rojo.
Celebróse una misa solemne, y al fin de ella, segun las costumbres y las férmulas establecidas para dar la órden de caballería, el conde armó caballero á Gonzalo-el-Rojo, y el celebrante bendijo su espada, su escudo y su bandera.
El jóven era desde entonces vasallo tributario del conde de Castilla, y por lo tanto señor de horca y cuchillo, respecto á los vasallos de su señorío de Piedrahita.
Cuando despues del banquete que siempre seguia á estas solemnidades se encontraron solos Ruy Velazquez y Gonzalo-el-Rojo, preguntó al primero:
—¿Me quereis decir, mi noble padrino y protector, quién gritaba tal y tan desaforadamente en vuestra casa esta noche pasada á la hora de la segunda vigilia?
—¡Ahí dijo Ruy Velazquez: ¿habéis oido?...
—¿Y cómo no habia de oirlo?... la noche era silenciosa...
—¿Y no habéis adivinado... por mejor decir, no habéis conocido quién pudiera ser?
—¿Era la señora?
—Pues bien, no os habéis engañado.
—¿Y cómo ha venido aquí?
—Era lo mas natural que yo creyese que os interesabais por ella.
—Pues mirad, esta noche al oiría gritar como si la amenazase un peligro, he conocido lo que no habia conocido hasta ahora.
—¿Y qué habéis conocido? dijo con cuidado Ruy Velazquez.
—Que la amo; que la amo como si fuera mi madre.
—¡Oh! no me habia engañado, dijo Ruy Velazquez; y pensando en ello y atendiendo sobre todo á la humanidad, hice irá algunos de los mios á la Peña Maldita, y la han traído á mi casa. ¿Cómo dejar abandonada á aquella infeliz anciana?
—¡Ah! os doy las gracias, señor, y esto acaba de obligarme á serviros.
—No hablemos mas de ello, dijo Ruy Velazquez; ataviaos, puesto que sabéis que hemos de asistir al sarao que con motivo de vuestra entrada en la órden de caballería, y de ser vos mi ahijado, nos dá el conde soberano en su palacio.
Mientras el jóven se consagraba á su atavio, Huy Velazquez habló algunos momentos con su escudero Ferrante.
Cuando Huy Velazquez y Gonzalo salían de la casa, Ferrante se les presentó consternado.
—¿Qué sucede? le preguntó Ruy Velazquez.
—Una desgracia, señor, contestó el escudero.
—¿Pero qué desgracia es esa?
—La mujer que conducimos ayer desde la Peña Maldita ha desaparecido, aprovechando sin duda un momento de distracción de quien la guardaba.
—¡Oh! por eso no os dé pena, dijo Gonzalo; se habrá vuelto á la Peña Maldita.
Y tras estas palabras, Huy Velazquez y el jóven, noblemente acompañados, se encaminaron al palacio del conde.
Pasaron algunos días; durante ellos continuaron las apariciones en el castillo de Salas de Lara y las escursiones de Mudarra al bosque de San Torcaz.
Estas escursiones se habían hecho ya diarias: el enamorado jóven salia antes del amanecer del palacio, y volvía bien entrada la noche: en estas escursiones, que hacia siempre á caballo, le acompañaban Rajatul-laj y Adhel, que al llegar á San Torcaz se quedaban á cierta distancia, adelantando el jóven solo.
Mudarra se aventuraba en el bosque por un sendero ya conocido, y á poco que adelantaba por él, le salia al encuentro una hermosísima dama sobre una hacanea; detrás de la dama, á pié, venia un hombre alto, delgado y zanquilargo. Aquella dama era Estrella, aquel hombre Alcaraban.
En el momento en que los dos amantes se avistaban, echaban mutuamente pié á tierra, y Alcaraban, que á pesar de la autoridad casi paterna que podia haberse abrogado como protector de ambas damas, jamás se habia levantado de la humilde posicion de servidor de los Laras, tomaba del diestro á los caballos, y seguía á los amantes como guarda y escudero de Estrella.
Esto no impedia que los enamorados jóvenes hablasen cuanto quisiesen de su amor y de sus esperanzas: Alcaraban confiaba demasiado en la virtud y el orgullo de Estrella y en el honor de Mudarra, para no inquietarse por aquellas largas conversaciones en voz baja, por aquellas ardientes miradas, por la languidez con que Estrella se apoyaba en el brazo de su amante. Aquellos amores estaban autorizados, de una parte por el conde Gonzalo Gustios, y de otra por Blanca Nuñez; y si Mudarra no entraba en la casa de Alcaraban, no era ciertamente porque le estuviese vedado, sino por evitar que una imprudencia cualquiera descubriese el incógnito de Mudarra, de que aun no era tiempo de prescindir: se esperaba un momento en que Mudarra debia presentarse al conde soberano á exigir una reparación justa para su padre, y aquel momento aun no era llegado.
Aquel momento se preparaba en la soledad del palacio de Salas de Lara.
Entre tanto Estrella y Mudarra daban libre rienda á su amor: habían nacido el uno para el otro, y á los pocos dias de conocerse, se adoraban: nunca se rindió al amor un homenage mas completo, ni jamás dos amantes estuvieron mas satisfechos el uno del otro. Alcaraban gozaba de una manera inesplicable, y solia decirse en sus momentos de orgullo, contemplando á los dos jóvenes:
—A mi, á mi se me debe este feliz enlace: sin mi, el señor Gonzalo de Lara no se hubiera casado con Blanca, y despues de la muerte de los siete infantes y de la desaparición del conde Gonzalo Gustios, Blanca y su hija hubieran perecido bajo la venganza de Ruy Velazquez, á no haber sido por mi laúd y por mis trovas: los acontecimientos que han sucedido por allá al conde, han contribuido á que mi magnifica Estrella, mi noble y altiva señora, encuentre un esposo digno de ella: dificil hubiera sido encontrar en Castilla un mancebo tal y tan valiente como el señor Mudarra Gonzalez: ello es cierto que son parientes en grado ilícito, y que si un obispo ó el papa tomasen en ello mano, su casamiento seria disuelto; pero ¡bah! ello es preciso que sea... y luego la costumbre... todos los dias vemos que se casan príncipes que son tios y sobrinos, primos ó cuñados... la Iglesia no se mete en esto sino á petición de las partes... y en verdad, en verdad, que mejor fuera que la Iglesia proveyese en ello, y tendrá alguna vez que hacerlo... mas vale autorizar con ciertas restricciones, que disolver lo que solo se rompe lastimando afectos é intereses.
Alcaraban, en su tiempo, conocía ya la necesidad de las dispensas re, estamos dispuestos á sostenerle en campo abierto ó cerra do, como caballeros, lanza contra lanza, espada contra espada, á pié, á caballo, uno contra uno, ó dos contra ciento, contra mil, contra toda Castilla, fiados en nuestra razón, en nuestro derecho, y en el juicio de Dios.
Levantóse un sordo rumor en la córte: el conde se sentó en su sillón, y miró profundamente á Rajatul-laj.
—Siempre, le dijo con benevolencia, habéis tenido los árabes fama de jactanciosos. Bien sabéis que no faltan en la cristiandad caballeros que, puestos con vosotros en trance de batalla, tengan puños y brios bastantes para venceros. En cuanto á lo de que cumplis la fé de vuestra palabra, preciso es concedéroslo; pero nonos neguéis iguales virtudes. Si sois, como decís, caballeros, y lo probáis, vuestro dicho será atendido, y se os concederá la prueba del duelo...
—El testimonio de nuestra caballería está en nuestra espada, esclamó roncamente y adelantándose Adhel.
—Y cuando asi no fuese, gritó á su vez Mudarra, basto yo, cristiano y caballero, hijo de castellano, para probar la traición de que acuso al infame Ruy Velazquez.
—¿Y tú quién eres? esclamó con desprecio Ruy Velazquez.
—Yo soy nieto del grande Almanzor é hijo del valiente conde Gonzalo Gustios de Lara: yo soy el hermano que Dios ha concedido á los siete infantes de Lata para vengarlos; y como tal, en nombre de mi padre, prometiendo probanza del derecho que me asiste como su hijo, te pido licencia, señor, para acusar, para retar al cobarde asesino.
—Aquí no hay mas que un hombre que tenga derecho á esa acusación, esclamó todo trémulo de ira y de miedo Ruy Velazquez, y ese hombre es Gonzalo Gustios de Lara.
—Noble conde soberano, dijo Mudarra estendiendo el brazo hácia su padre, valientes castellanos, santos prelados, mirad á vuestro antiguo amigo y compañero: en otro tiempo, bien lo sabéis, su lanza era una de las primeras, si no la primera, que se enristraba por Castilla: ¿hay alguno que no reconozca la fama de valiente de mi padre?
—¡No! ¡no! ¡no! esclamó á una voz toda la córte.
—¡Oh! ¡gracias, señores, gracias! continuó Mudarra: en otro tiempo era fuerte y vigoroso; pero contempladle ahora: la vejez, las desgracias, la deshonra injusto, han agoviado su noble cabeza; han debilitado su cuerpo, casi han cegado sus ojos: el conde Gonzalo Gustios de Lara, terror otro tiempo de sus enemigos, es ahora menos temible que un niño: pero vivo yo, yo, que estoy en la fuerza de mi brío y de mi juventud, yo, que soy su hijo. ¿Y habrá alguno que niegue al hijo, jóven y robusto, el derecho de vengar la deshonra de su padre anciano y el asesinato infame de sus siete hermanos?
—Nadie, contestó enérgicamente el conde; nadie, valiente mancebo: en cuanto á vos, aunque no necesitamos mas que lo que hemos visto para creer que sois hijo de nuestro vasallo el conde Gonzalo Gustios, salvo que probéis vuestra descendencia de él, os concedemos el derecho de acusación contra cualquiera que hayais necesidad de interponerla; por lo tanto, y en virtud de nuestra licencia, acusad.
Mudarra adelantó al centro de la sala y dijo con acento solemne:
—Castellanos, mesnaderos, hidalgos, los aquí presentes y los por venir, escuchad, escuchad: Yo, Mudarra Gonzalez, caballero, cristiano católico, apostólico, romano, hijo del conde Gonzalo Gustios de Lara y de María del Milagro Sayaradur, hija del grande, del honrado Mojanmet-ebn-abi-Amer-Almanzor, hágib del poderoso califa de Córdoba, ante el alto, poderoso y vencedor conde de Castilla, de quien me confieso vasallo, y de todos vosotros, en uso de mi derecho, acuso al nombrado Ruy Velazquez, caballero, primero: de traición contra el conde, mi señor, por haber fingido, en pro de sus ruines intereses, una entrada de los árabes por la frontera, produciendo con esta falsa nueva conflictos, en los cuales fué asesinado un embajador árabe, por cuyo asesinato fué detenido en Córdoba el conde Gonzalo Gustios, mi padre: segundo: de asesinato felón contra los siete infantes de Lara, llevándoles, bajo pretesto de salvar la patria, á una muerte meditada y con desventaja: tercero: de calumnia contra el conde Gonzalo Gustios de Lara, mi padre, á quien, valiéndose de falsas pruebas, hizo declarase traidor el noble conde soberano: todo lo cual, para evitar tardanzas y procedimientos, pido que se sujete á la prueba del duelo; y por lo tanto, le llamo traidor, infame y mal caballero, y le reto y desafio á muerte en palenque cenado ó campo abierto, por sí ó por medio de apoderado ó campeón, si en razón á sus años no se creyese á propósito, ni con fuerzas para una prueba de armas; y en prueba y en señal de duelo á muerte, sin tregua ni perdón, en nombre de Dios y de Santa María, su madre, y con la venia del conde, mi señor, le llamo traidor, felón é infame, y le arrojo á la cara un guante de caballero.
Y tal como lo habia dicho Mudarra, su pesada manopla fué á herir el rostro de Ruy Velazquez, que vaciló un momento, y luego adelantó trémulo, recogió de sus piés la manopla, y dijo con acento ronco:
—Yo te devuelvo, loco mancebo, tus insultos y tu guante con el mio (y dicho esto, lanzó á Mudarra su manopla de hierro y su guante de gamuza, que Mudarra recogió en el aire antes de que pudiese tocarle); te reto á mi vez por medio de campeón, y pido al conde, mi señor, señale un brevísimo plazo para el duelo.
—Dentro de tres dias, dijo el conde, despues que el acusador haya probado su descendencia y su caballería.
Y el conde fué á bajar las gradas del dosel.
—Esperad, señor, le dijo Mudarra; aun me queda una acusación.
—¿Una acusación? ¿Y contra quién?
—Contra aquel hombre.
—¿Contra Gonzalo de Piedrahita? dijo el conde mirando al que le habia marcado Mudarra.
—Sí, poderoso señor.
—¿Y qué pedís contra él?
—Le acuso de traición.
—¿Por qué causa?
—Por un asunto de honor.
—Y yo digo que mientes, esclamó Gonzalo con cólera, arrojando su guante al jóven.
—Acepto, esclamó Mudarra, y os pido, señor, que señaleis para esta segunda prueba el mismo dia.
—Concedido, dijo el conde; y bajando del trono, mandó que se diese hospedage y guardia en su mismo alcázar á Gonzalo Gustios de Lara, á Mudarra, á Rajatul-laj y á Adhel, despues de lo cual despidió la córte.
Ruy Velazquez estaba en una de esas situaciones desesperadas en que el criminal de mas sangre fría se aterra ante un desenlace oscuro, terrible, en que presiente la mano de Dios hiriendo su cabeza; habia hecho lo posible por esterminar á sus enemigos y por completar su venganza: pero de repente, y cuando menos lo esperaba, se le habian presentado aquellos enemigos, trayendo en las canas y en el dolor de Gonzalo Gustios un testimonio de su infamia; en Rajatul-laj y Adhel, dos testigos de la inocencia del conde, y en Mudarra, tu formidable brazo vengador. Es mas, Ruy Velazquez, cortesano viejo y esperimentado, habia conocido en la audiencia solemne, dada á Gonzalo Gustios de Lara, que el conde soberano y la córte entera se habian puesto de parte de sus enemigos.
En esto habian influido, por una parte, las desgracias de Gonzalo Gustios, su historia sin tacha, hasta que se cebó en su nombre la calumnia; lo estraordinario de dos árabes aducidos como únicos testigos posibles en un juicio de lealtad contra un castellano que habia residido veintidós años en Córdoba; los amores providenciales del conde con una hija del famoso Almanzor, amores que parecía haber permitido Dios para que un nuevo hijo, valiente y generoso, sustituyese la pérdida de los siete infantes de Lara; el noble aspecto de Mudarra, su noble indignación contra el asesino de sus hermanos, su hermosura, la pureza con que hablaba el dialecto de Castilla y la ardiente fé con que se habia declarado católico: acaso mas que nada hablaba en favor de Gonzalo Gustios de Lara la envidia, el antagonismo que inspiraba á los ambiciosos el favor omnímodo que respecto al conde Garci-Fernandez gozaba Ruy Velazquez, y este no habia podido desconocer esta suma de elementos desfavorables acumulados contra él.
Sin embargo, como lo último que pierde un infame, es la confianza en la infamia. Ruy Velazquez, en el corto espacio que le quedaba, apeló á todos los medios, á todas las asechanzas; á la seducción de las mas hermosas mujeres para Mudarra, contando con ellas para hacer caer á aquel jóven, que era la única defensa de Gonzalo Gustios, en un lazo; al tósigo, al puñal: pero como si Dios hubiese querido volver contra el asesino sus propias armas, Mudarra supo, no solamente esquivar estas traiciones, sino también hacer que se vislumbrasen, que se murmurase de ellas, y que llegasen casi justificadas á noticia del conde soberano.
Gonzalo Gustios habia probado la verdad de la procedencia de Mudarra, y los walíes Rajatul-laj y Adhel la identidad de sus personas: por lo tanto, el conde habia señalado un plazo de tres dias, plazo irrevocable, dentro del cual debia llegarse á la prueba del duelo, y en consecuencia de ello habia empezado á levantarse un campo cerrado en la plaza mayor de Burgos.
Entre tanto Ruy Velazquez, jugando el todo por el todo, y resuelto á terminar de una vez su venganza ó á caer con ella, activaba cuanto le era posible, y de una manera indirecta, el proceso que el obispo habia fulminado contra doña Lambra, acusada de hechicera, y unión y pacto monstruoso, como bruja, con el diablo. Ruy Velazquez no aparecía para nada en el proceso, que se instruía con la mayor actividad; pero llegó el caso en que las declaraciones, los dichos incoherentes y los delirios de la acusada, demostraron, sin que á nadie quedase la menor duda, que aquella mujer era doña Lambra Sanchez, esposa de Ruy Velazquez, á quien se creia muerta, y por quien habia llevado públicamente luto su marido.
Este no pudo menos de tomar parte, y una parle activa en el asunto; pero no la tomó en contra, sino en favor de la acusada: empezó respetando la jurisdicción del tribunal del obispo, y sometiéndose como católico á su fallo; pero procuró probar por cuantos medios estaban á su alcance que doña Lambra estaba loca, que en tal concepto debia considerársela, y no como bruja ni hechicera; pidiendo, en lin, el sobreseimiento del asunto y la entrega de su esposa, para que pudiera ponerla en cura. Pero el obispo, fanático, y sobre todo, envuelto en las tenebrosas maquinaciones de Huy Velazquez, arrastrado por el testimonio de los pastores y labriegos, que habían considerado á doña Lambra como bruja, sentenció que lo que en doña Lambra parecía locura no lo era, sino la posesion que habia tomado de su cuerpo el espíritu maligno; que la acusada estaba convencida como hechicera y bruja, y que como tal debia morir, y moriría de muerte en fuego.
Mientras doña Lambra, que en medio de su demencia tenia largos intérvalos de lucidez, tuvo esperanzas de que acaso Ruy Velazquez, por el honor de su nombre, por un resto de su antiguo amor, la salvaria, calló V nada reveló al tribunal acerca de los crímenes de Ruy Velazquez; pero cuando la notificaron la horrible sentencia que la destinaba á las llamas, cuando perdió su última esperanza, lo reveló todo: sus amores con Gonzalo Gonzalez, los hechos y la venganza de Ruy Velazquez contra la familia de Lara, su reclusión en la abadía de San Torcaz, su huida de ella y el nacimiento de su hijo Gonzalo. Pero las revelaciones de doña Lambra solo sirvieron para causar un escándalo en la córte, sin salvar á la acusada; puesto que el tribunal eclesiástico declaró, ex catedra, que las revelaciones de doña Lambra no eran otra cosa que una falsedad inspirada por el demonio que estaba apoderado de su alma.
La desventurada no tuvo otro medio que apelar al juicio de Dios, último y supremo recurso á que podia asirse un sentenciado en la edad media.
Por una coincidencia estraña, Gonzalo-el-Rojo nada sabia de esto: conocía, si, la prisión de la señora, prisión de que Ruy Velazquez habia sabido mostrarse estraño con el jóven, afirmándole que doña Lambra habia sido presa al huir de su casa. Por otra parte, Gonzalo no podia saber nada, puesto que todos los dias antes de amanecer salia de Burgos, y no volvía sino bien entrada la noche.
Estas ausencias del jóven consistian en que iba á ver á Estrella al lugar á que la habia conducido.
Nadie conocia el paradero de la jóven; en vano Mudarra, escitado por su amor y por las lágrimas de Blanca, la había buscado por todas partes; en vano Alcaraban habia puesto en juego todos los recursos de su traviesa imaginación; en vano se habia espiado á Gonzalo-el Rojo. Este parecía haberse hecho invisible, no se le veia y se valia de tales precauciones para salir de Burgos y volver á entrar, que era imposible haberle á las manos.
Sabíase que moraba casa de Ruy Velazquez; pero la circunstancia ele hallarse emplazado públicamente con Mudarra, le hacia inviolable, segun el código del honor caballeresco, observado rígidamente por los Laras.
Mudarra, pues, se resignó á esperar el momento del duelo, que ya estaba próximo; pero sin embargo, una cruel ansiedad le aterraba: ¿lograría arrancar al infame robador de Estrella la noticia de su paradero, y caso de que se la arrancase, no habría sufrido ningun ultrage el honor de la jóven?
Lo implacable del misterio respondía á los temores de Mudarra; pero si para él no tenia respuesta, para nosotros es diferente: nosotros podemos penetrar con los ojos de nuestra imaginación en todas partes, y podemos decir á nuestros lectores lo que había sido de Estrella.
Era la víspera del dia en que debía llevarse á electo la prueba del duelo, en la plaza de Burgos. Huy Velazquez habia pasado muchas horas de aquel dia en uno de los corrales de su casa, encerrado con Gonzalo-el-Rojo y con cuatro feroces escuderos, que, como el jóven, estaban armados hasta los dientes y á punto de combate. Algunos corceles de batalla estaban atados á una reja, y en el suelo se veian lanzas y armas de todas clases. Aquello no era otra cosa que una escuela práctica.
Los cuatro escuderos que habia elegido Ruy Velazquez para dar lecciones á Gonzalo-el-Rojo, eran escesivamente bravos y forzudos, y, sobre todo, escelentes hombres de armas: Ruy Velazquez les habia prometido, si ponían al jóven en disposición de vencer con ventaja, hacerlos caballeros y enriquecerlos, si Gonzalo-el-Rojo vencía. Por lo tanto, los escuderos apuraron toda su esperiencia de soldados viejos. Primero justaron los unos con los oíros, haciéndose dar terribles caídas, y le mostraron cuantos recursos ofrecía el arte de justar para sorprender al enemigo; la huida de costado y el golpe de través en el momento del encuentro; la lanzada al rostro, la manera de herir deliberadamente al caballo del contrario, haciendo parecer el golpe inevitable y casual; las mil estrategias del combate á pié; las caídas falsas; una multitud de traiciones, en fin, simuladas, arteras, opuestas al valor y á la nobleza, y que se usaban con mucha frecuencia, al decir de las crónicas, en aquellos tiempos.
Gonzalo justó á su vez, y demostró que habia aprovechado las lecciones de sus maestros: era un escelente ginete, tenia unos formidables puños, y nada dejó que desear á Ruy Velazquez. El ensayo de armas duró todo el dia, y los escuderos salieron todos golpeados, rendidos, ensangrentados. Ruy Velazquez se retiró satisfecho y seguro de que su campeón triunfaría al día siguiente, y Gonzalo-el-Rojo aprovechó aquellos momentos de libertad para ir en busca de Estrella.
El jóven salió recatadamente de la casa de Ruy Velazquez, y se perdió en las oscuras calles: al pasar por la plaza de las Carnicerías, sorprendióle un inusitado son de trompetas, el resplandor de luces que desembocaban por una de las avenidas en la plaza. Detúvose impulsado por una estraña curiosidad el jóven, y vió que desembocaba en la plaza un faraute del obispo, acompañado de un secretario, precedido de un trompetero, resguardado por algunas lanzas y rodeado de hombres y muchachos que llevaban hachones encendidos: este cortejo se detuvo enmedio de la plaza; junto á la picola, rodeólo una multitud de curiosos, y despues de haber sonado por tres veces las trompetas, el faraute gritó, repitiendo las palabras que leia en un pergamino:
«Nos, don Fray Sancho de Vargas, obispo, por la permisión y la misericordia de Dios, de la muy noble, leal y católica ciudad ¡de Burgos, á todos los que las presentes vieren y entendieren, salud y bendicion apostólica.—Sabed que habiendo sido juzgada como culpable de hechicería, brujería y pacto con Satanás, ante nuestro tribunal eclesiástico, doña Lambra Sanchez, esposa del muy alto y ponderoso señor Ruy Velazquez, y convencida con pruebas y testimonios bastantes de estos infandos crímenes, habiendo sido por ellos sentenciada con arreglo al sagrado derecho de la Iglesia á muerte de fuego, la acusada, usando de un derecho reconocido y practicado, y bueno y justo, y que como tal la hemos concedido, ha apelado de nuestra sentencia al alto juicio de Dios, mediante la prueba del duelo, entre caballero armado en trance de muerte contra caballero armado. Y habiendo Nos requerido á la acusada que nombre campeón que su derecho defienda, y habiéndonos contestado que no conoce persona que por ella lidie contra el sostenedor nombrado por Nos, salvo si la misericordia divina le depara el tal campeón, Nos mandamos, condolidos de la acusada, griten este pregón en las plazas, puertas y lugares públicos de Burgos, para que lo referido llegue á noticia de todos, por si hay algún caballero caritativo que quiera tomar demanda por la sentenciada; bien entendido que el que tal demanda tomare sobre sí, habrá de presentarse mañana en el campo cerrado en la plaza mayor de esta ciudad, armado de guerra, en tranca de muerte; debiéndose tener presente que si á la hora de sesta no se presentare campeón, y aunque se presente, si no probare que es caballero y católico, apostólico, romano, se declarará la acusada abandonada por Dios; y entregada por Nos al brazo secular de la justicia humana, será cumplida nuestra sentencia. Y para que á noticia de todos llegue, lo mandamos pregonar y fijar en la puerta de las Iglesias y en los parages públicos.»
Dicho esto, el secretario se apeó de su mula, y acompañado de dos frailes, fijó un largo pergamino en el tablado de la picota.
Hecho esto, volvieron á sonar las trompetas, y el cortejo siguió adelante.
Comprendíase, en el poco plazo que concedía el pregón, en haber esperado á la noche, en dejar á oscuras el edicto, que el obispo no quería que arrebatasen su presa á la justicia divina, y solo obligado por las leyes que concedían á todo acusado apelar al juicio de Dios, llenaba una fórmula vana.
La multitud se dispersó maldiciendo á la bruja, y solo quedó un hombre aturdido y atónito en la plaza. Aquel hombre era Gonzalo-el-Rojo.
—¡Con que esa doña Lambra sentenciada á muerte de fuego, esa muger que me ha criado, esa infeliz que acaso es mi madre, es esposa de Ruy Velazquez, y acaso Ruy Velazquez es mi padre! ¡Oh! ¡Doña Lambra tendrá campeón..! ¡sí!., ¡y es necesario que yo aclare este misterio... necesario de todo punto!
Y Gonzalo se puso en demanda de la cárcel del obispo.
Al fin, preguntando acá y acullá, pudo dar con ella, hizo llamar ¡ti alcaide y le anunció que el Gonzalo de Piedrahita, caballero y señor de horca y cuchillo, habiendo oido el pregón en que doña Lambra apelaba al juicio de Dios en la prueba del duelo, se presentaba como su campeón y pedia hablar á solas con la acusada.
Fueron y vinieron mensages al obispo, y al cabo de dos horas de espera, Gonzalo fué introducido en una lóbrega y triste capilla.
En olla, delante de un altar en que ardían al pié de un crucifijo de bronce, dos velas de cera verde, cargada de cadenas que la agoviaban con su peso, sentada en un escaño, sola y temblando de frió, estaba la infeliz doña Lambra. Necesario era haberla conocido en su juventud para reparar en el violento contrasto que existía entre la magnifica hermosura de otros tiempos y aquella repugnante vieja, loca, horrible, cubierta de harapos, sentenciada á morir en una hoguera.
Gonzalo se estremeció, y doña Lambra al reconocerle lanzó un grito inmenso.
—¡Venganza! ¡venganza, hijo mio! gritó: ¡quieren asesinará tu madre! ¡él... el infame, el que asesinó á tu padre, y á tus hermanos!
—¡Vos mi madre! ¡vos! esclamó Gonzalo aturdido.
—¡Sí: yo soy tu madre... yo!... ¿no lo crees? esclamó con ansiedad doña Lambra; ¡pues mira, es verdad, Dios lo sabe... como sabe también que nunca he sido bruja ni hechicera!... ¡es él... él... el infame que me asesina! ¡es él... él... á quien en mal hora hice mi esposo!...
—¿Era vuestro esposo y no es mi padre? esclamó trémulo Gonzalo.
—¡Tu padre! ¡tu padre ese miserable! esclamó doña Lambra con horror.. ¡no, no!... ¡él no ha sido mi esposo mas que en el nombre!... ¡mi esposo... mí verdadero esposo... el esposo de mi alma, fué Gonzalo Gonzalez de Lara, tu padre I...
Al escuchar aquella revelación, la sangre se heló en las venas de Gonzalo.
—¿Con que Gonzalo Gustios de Lara es mi abuelo? esclamó.
—¡Si, tu abuelo... tu noble abuelo... mi tio!... Corre á él, Gonzalo, hijo mío!... búscale, que me defienda, que me salve, aunque no sea mas que por el amor que me tuvo su hijo Gonzalo!
—¡Pero esplicaos, esplicaos, madre mia!... ¿cómo siendo noble, rica y hermosa no fué vuestro marido Gonzalo Gonzalez?...
—¡Oh! ¡oh! ¡Gonzalo amaba á otra, esclamó roncamente doña Lambra, y se casó con ella!... ¡con Blanca! ¡con mi prima Blanca Nuñez!
—¿Y pudisteis olvidaros de vuestros deberes?...
—¡Oh! ¡hijo mío! ¡hijo mio! ¿por qué castigas de una manera tan cruel la debilidad de tu madre? ¿porqué la sonrojas cuando vá á morir quemada?
—¡No, no moriréis! ¡no moriréis, porque os defiendo yo!
—¡Tú, tú, hijo mio! ¡Es verdad! ¡eres valiente, muy valiente; pero no eres caballero!
—Si, madre mia, lo soy; caballero y poderoso: me llamo Gonzalo Piedrahita, y soy señor de vasallos.
—¿Y quién te ha hecho caballero?
—Ruy Velazquez.
—¡Oh! ¿Ruy Velazquez te ha hecho caballero?... ¡Oh! sí, lo recuerdo... ¡el infame, al amenazarme con la muerte de fuego... me dijo no sé qué horribles cosas!... ¡sí... que un hijo de Gonzalo Gustios le retaría, acusándole de asesinato y de traición... y que tú... tú... nieto de Gonzalo Gustios... ¡serias el que le defenderías del duelo!... ¡Olí! ¡el infame quiere beber toda la sangre de los Laras... valiéndose de un Lara!... porque tú.... aunque eres bastardo, eres Lara también... ¡Infame! ¡infame! ¡asesino!
—¡Os juro, madre mia, que os vengaré! los juro que Ruy Velazquez caerá... y mis parientes también!... ¿Acaso no saben quién sois y que estáis acusada, amenazada de una muerte horrible?... ¿Acaso ese jactancioso Mudarra, no es también pariente vuestro?... ¿Qué me importan mi abuelo... ni mi tio? ¿no abandonan ellos á mi madre?... ¿no es mi madre lo primero para mi?
—¡Oh! ¡oh! esclamó doña Lambra, que era tan enemiga de los Laras como Ruy Velazquez; ¡sí, si, que caigan!... ¡me insultaron!... ¡oh! ¡aun me acuerdo todavía...! ¡sí, si... que caigan todos!., ¡quedemos nosotros solos!... ¡solos... solos!
—¡Y caerán! esclamó Gonzalo: ¡caerán, madre mia, todos los que han cansado nuestras desgracias! ¡Oh! ¡mañana será un gran dia, un dia de triunfo!...
—¡Y el infierno se alegrará, sí! esclamó lanzando una espantosa carcajada aquella horrible mujer: Ruy Velazquez quiere quemarme viva, y Gonzalo Gustios me abandona!... pues bien; ¡que caigan, que caigan ante el brazo vengador de mi hijo!
—¡Caerán! Ahora dejadme partir, madre mia: aun tengo mucho que hacer; hasta mañana.
—¡Sí, sí, hijo mio! ¡vé, vé y que Dios te bendiga!... porque Dios no puede menos de bendecir á los hijos que espolien su vida y su alma por su madre.
Y doña Lambra hizo un esfuerzo para levantarse con el peso de sus cadenas, y se arrojó llorando en los brazos de su hijo.
Gonzalo, conmovido, dominado por tantas impresiones, lloró también, y como si le avergozase aquel llanto, se apartó de los brazos de su madre y salió.
Poco despues escribía, en la habitación del alcaide, en un pergamino lo siguiente:
«Reverendo padre en Cristo y mi señor, obispo de Burgos: Gonzalo de Piedrahita, caballero y señor de horca y cuchillo, se declara campeon de doña Lambra Sanchez, y se medirá por su inocencia en duelo mañana á la hora de sesta, si Dios le dá triunfo, contra Mudarra Gonzalez, caballero, en su duelo á muerte por Ruy Velazquez.»
Gonzalo salió; apenas se habia alejado de la cárcel, cuando sonaron en la puerta de ella tres robustas aldabadas.
El alcaide, maravillado de que llamasen á aquella hora, fué á abrir, y encontró ante si un hermoso mancebo hidalgamente vestido, á quien acompañaba un escudero.
—¿Es esta la cárcel del obispo? dijo.
—Esta es, señor: ¿qué quereis?
—Leed esta órden de su Reverencia.
El alcaide leyó, deletreándole, un pergamino que le entregó el recien llegado.
Aquel pergamino decia:
«Per Afán de Vidaura, nuestro alcaide: por las presentes, dejareis entrar y conversar á solas con la sentenciada al noble caballero Mudarra Gonzalez, que nos ha pedido la gracia de que le declaremos )campeón de doña Lambra Sanchez.»
—Está visto, dijo para sí el alcaide: sin disputa es una hechicera que se vale de sus malas artes para procurarse campeones; y si esto sigue así, pronto tendrá esa maldita un ejército: entrad, caballero, entrad, y que Dios os ayude.
Y dicho esto, requirió su haz de llaves, dejó entre puertas al escudero de Mudarra, y condujo á este á la capilla donde estaba doña Lambra, dejándole solo con ella.
El jóven adelantó y miró con una profunda espresion de lástima á doña Lambra.
—¿Quién sois? ¿qué quereis? le dijo esta.
—Soy pariente vuestro, y quiero salvaros.
—¡Pariente mio!
—Sí, primo vuestro.
—Mi primo... ¿sois acaso?...
—Soy Mudarra Gonzalez, hijo de Gonzalo Gustios.
—¿Y decís que quereis salvarme?
—Si.
—¿Quién os envía?
—¡Mi padre!
—¡Misericordia de Dios! esclamó doña Lambra, abrumada por el peso de la generosidad de los Laras.
—Mucho daño habéis hecho á nuestra familia con vuestros insensatos amores hácia mi hermano Gonzalo, señora, dijo conmovido Mudarra; poro al fin sois mujer, parienta nuestra: os amó mi hermano, y no podemos dejaros morir miserablemente.
Los malos instintos de doña Lambra borraron la primera impresión de agradecimiento que la habia hecho sentir la generosidad de Gonzalo Gustios, y su orgullo se sobrepuso á todo.
—Os agradezco, caballero, dijo, á vos y á vuestro padre vuestra buena intención; pero es inútil: tengo ya un noble y valiente campeón.
—Sabemos, señora, por habérnoslo dicho el obispo, contestó cortesmente Mudarra, que un hombre infame, un miserable, ha tenido milagrosamente el pensamiento de defenderos; pero el señor Gonzalo de Piedrahita no os defenderá, porque es campeón de vuestro vil esposo contra mi padre, y yo, usando de mi derecho, le mataré.
Al oir aquel aserto pronunciado con una convicción profunda, doña Lambra creyó ver á Gonzalo-el-Rojo muerto: se la herizaron los cabellos, se alzó rígida y pálida: sus ojos rodaron en sus órbitas; quiso hablar, y cayó desplomada al suelo como herida por un rayo: Mudarra la contempló horrorizado un momento, y luego salió, no sabiendo si doña Lambra quedaba muerta ó viva. Llamó al alcaide, y profundamente conmovido se alejó de la cárcel del obispo.
Entre tanto Gonzalo-el-Rojo corría por la márgen del Arlanza, rigiendo un fogoso potro. Como á dos leguas de Burgos, se detuvo en una rambla profunda, y llegó á la puerta de una torre solitaria.
Una vez alli, lanzó un agudo silbido.
Poco despues se abrió una puerta, y apareció un hombre con trazas de bandido.
—Alumbra, le dijo secamente Gonzalo.
El hombre cerró la puerta, y precediendo al jóven, le llevó pollinas ruinosas escaleras á una cámara denegrida.
En ella, inmóvil, silenciosa, sentada en un escabel, junto á una mesa en que ardía otra lámpara, había una mujer.
Aquella mujer era Estrella Gonzalez de Lara.
Por algún tiempo Gonzalo, contemplando extasiado á Estrella, guardó un silencio profundo: la jóven estaba tan abstraída, tan preocupada, que por el momento ni sintió sus pasos, ni reparó en él: al fin alzó los ojos; se pintó en ellos una espresion de cólera, palideció y se estremeció, pero no dijo ni una sola palabra...
—¡Siempre el desprecio, ese desprecio que me irrita, Estrella! dijo Gonzalo trémulo á un tiempo de temor y de cólera; siempre ese silencio tenaz... y sin embargo, estás en mi poder, y te respeto; te respeto como si fueras mi hermana, y te amo como se ama á los ángeles.
Estrella hizo un movimiento de impaciencia.
—Pero esto es necesario que concluya, Estrella; es necesario que seas mi esposa, añadió con firmeza el jóven.
—¡Tu esposa! ¡tu esposa yo, vil asesino! esclamó con acento del mas alto desprecio Estrella.
—Esta es la primera vez que me hablas desde que te tengo en mi poder, dijo tristemente Gonzalo, y solo me hablas para insultarme. No comprendes hasta qué punto puede arrastrar un amor como el mio: no sabes que cuando se ama como yo te amo, se llega al caso desesperado de esponerlo todo: la vida, la salvación del alma, porque un rival dichoso no consiga la posesion de la mujer que amarnos. Tú no amas como yo; tú no has nacido para amar.
—Es verdad, dijo con su eterna altivez Estrella; yo no he nacido para amar á un hombre oscuro, á un cazador errante, á un bandido, á un miserable que se me presenta al fin ennoblecido por el crimen.
—¡Oh! ¡oh! esclamó Gonzalo, en cuya alma nació una esperanza; ¿y si yo fuese noble entre los nobles, si yo descendiese de la familia mas ilustre de Castilla... si yo lo sacrificase todo por tí, mi empeño con Ruy Velazquez?... pero es ya tarde, tarde... he recibido cara á cara el reto de Mudarra, le he contestado, y mañana... ¡oh! mañana él ó yo habremos dejado de existir; él ó yo habremos sido declarados infames.
—¿Qué, os vais á medir en duelo?... esclamó Estrella anhelante.
—Sí: Gonzalo Gustios de Lara ha acusado de felonía y traición á Ruy Velazquez: Mudarra es el mantenedor de la acusación, y yo soy el campeón de Ruy Velazquez.
—¡Oh! ¡no ha muerto Mudarra! ¡ha escapado de tus asesinos! esclamó con alegría Estrella.
—El demonio le ha protegido, y le ha librado de mi odio; pero mañana, mañana nadie lo libertará de mí: uno contra otro en campo cerrado, caerá ante mis plantas... y entonces si no eres mia, sabré que él tampoco lo poseerá.
—Mudarra te matará, dijo con una seguridad indescribible Estrella...
—¡Oh! ¡oh! si tú no has de amarme, mejor me seria morir: ¡si tú supieras lo horroroso de ese duelo...! yo lo ignoraba todo... pero esta noche... esta noche mi madre me ha hecho una revelación horrible: si sucumbo, ¿quién defenderá á mi madre?... y si venzo... ¡oh! si venzo, habré causado la muerte y la deshonra de mi abuelo.
—¡De tu abuelo! ¡de tu abuelo! esclamó anhelante Estrella: ¿no es el conde Gonzalo Gustios el que debe morir como traidor, si tú vences?
—Sí, esclamó estremeciéndose Gonzalo.
—¿Y ese hombre es tu abuelo? esclamó trémula Estrella.
—Si, contestó con acento casi ininteligible Gonzalo.
—El conde tuvo siete hijos...
—Si, sí; es verdad: y uno de ellos amó á mi madre...
—¿Y quién es tu madre?
—Mi madre... mi madre es doña Lambra Sanchez, esposa de Ruy Velazquez.
Estrella conocía la historia de los amores de doña Lambra y de Gonzalo Gonzalez, y al escuchar la revelación de Gonzalo-el-Rojo, se puso de pié pálida, aterrada, convulsa, y fijó una mirada indescribible en el jóven.
—¡Tu padre! ¡el nombre de tu padre! esclamó.
—Mi padre era el menor de los hijos de Gonzalo Gustios; mi padre era Gonzalo Gonzalez de Lara.
—¡Misericordia de Dios! esclamó Estrella cayendo de rodillas.
—¡Sí, es horrible! esclamó Gonzalo interpretando mal la esclamacion de Estrella. ¡Nacer bastardo, no conocer á sus padres, y cuando se les conoce, conocerlos tarde! ¡verse obligado á verter la sangre de sus parientes!., ¡oh! ¡esto es horrible, desesperado!
¡Horrible, sí!... ¡pero esto es imposible! ¡Dios no puede haberlo permitido!... ¡debes haberte engañado!... no, es imposible que tú seas hijo de Gonzalo Gonzalez de Lara... porque...
—¿Por qué?
—¡Porque entonces somos hermanos!... esclamó con angustia Estrella.
—¡Hermanos!... ¡hermanos!... ¿tu padre acaso...
—Mi padre era Gonzalo Gonzalez... esposo de mi madre Blanca Nuñez.
Este nombre fué un rayo para Gonzalo: trémulo, absorto, anonadado, permaneció algunos instantes contemplando á Estrella; luego se alzó del escabel donde se habia sentado, y acercándose á ella, la levantó en sus brazos y la estrechó en ellos.
—¡Oh! esclamó llorando; ¡ahora comprendo la pureza de mi amor hácia tí! ¡Dios no ha permitido un crimen!... y sin embargo, ¡oh Dios mio! ¡ese hombre! ¡ese hombre!... ¡ese Mudarra!
—¡Oh! es que Mudarra es nuestro tio.
Gonzalo se apartó violentamente de Estrella y gritó desesperado:
—¡Estoy maldito de Dios! ¡no puedo evitar ese terrible duelo! ¡fatalidad! ¡fatalidad! ¡Para salvar á mi madre, me veo obligado á matar á mi tio, á mi abuelo, á sepultar en la infamia y en el dolor á mi hermana!... ¡pero mi madre! ¡mi madre es primero! ¡Adios, Estrella adiós!
Y salió frenético de la cámara.
Antes de salir de la torre, habló rápidamente algunas palabras con el bandido que le habia abierto: luego montó á caballo, y á rienda suelta se encaminó á Búrgos y se perdió en las tinieblas.
Gonzalo y Ruy Velazquez pasaron una noche horrible.
Al amanecer, un inmenso gentío llenaba un palenque alzado en la Plaza Mayor de Búrgos; aquel palenque era imponente: tenia trescientos piés de largo por ciento cincuenta de anchura: una fuerte barrera le cerraba: desde aquella barrera hasta los balcones y ventana" de los primeros pisos, habia graderías y andamios: en el estremo del palenque que correspondía la parte donde estaba situado el palacio condal, habia un magnífico estrado destinado al conde soberano y á los magnates de la córte: en un Angulo de aquel estrado estaba arbolado el estandarte soberano de Castilla: frente á este estrado, en el estremo opuesto, habia otro destinado para los jueces del campo, y junto á él, en un astillero, lanzas de batalla, guardadas por escuderos: en el costado izquierdo de la plaza habia otros estrados, destinados, el uno para Ruy Velazquez y sus deudos, y el otro para el conde Gonzalo Gustios de Lara: el primero, apareció rodeado de escuderos, maestresalas y servidores, pero ni un solo pariente: el segundo, el conde Gonzalo Gustios, acompañado de Blanca Nuñez, que se mostraba desolada, de Adhel, de Rajatul-laj y de Alcaraban, que no habia olvidado su laúd: detrás de él, sin armas, estaban los cristianos que habia traido de Córdoba, y á sus piés habia un estandarte enrollado en su hasta, y de cuyos blasones no podia juzgarse.
Ultimamente, aislado sobre la arena del palenque, habia un cadalso con gradería, en el centro del cual se veia un asiento, una escarpia y un tajo, y debajo haces de leña.
Entrábase al palenque por dos poternas abiertas á los costados y resguardadas por arqueros del conde soberano, y en fin, doscientos ballesteros, estendidos á lo largo de la barrera, aseguraban el campo.
Antes de que llegase la hora de tercia [28] oyéronse por entrambas poternas atabales y trompetas, y por la de la izquierda, acompañado de pages y escuderos, entró Mudarra Gonzalez, armado de todas piezas, en trance de guerra, ginete en un magnífico alazan árabe engualdrapado de acero. Atravesó lentamente el palenque, llegó ante el estrado del conde, hizo arrodillar al bruto, y pidió permiso á Garci-Fernandez para hacer pregonar su reto por medio de sus farautes.
El conde lo concedió, y dos oficiales de armas, llevando solide el pecho un escudo blanco, en señal de luto, en vez de las armas de Lara que debían llevar, venciendo Mudarra, repitieron á son de clarin la misma acusación que Mudarra habia hecho á Huy Velazquez delante de la córte: inmediatamente se abrió la poterna de la derecha, y entró por ella Gonzalo-el-Rojo espléndidamente acompañado, armado con un arnés fuerte sobre un corcel de batalla engualdrapado, y mostrando el semblante pálido como el de un cadáver: dirigióse también al estrado del conde; y desmontando e hincando una rodilla, pidió al conde, con voz sonora y clara, licencia para recoger el guante de Gonzalo Gustios de Lara y aceptar el reto sustentado por Mudarra.
El conde concedió la licencia, y los farautes, recogiendo el guante y haciendo sonar sus trompetas, desmintieron en un solemne pregón la acusación de Gonzalo Gustios, y aceptaron el reto en nombre de Ruy Velazquez y por medio de su apoderado y campeón Gonzalo de Piedrahita.
Iban á bajar los jueces de su estrado para llenar las formalidades del duelo, cuando por la poterna de la derecha resonaron salmos penitenciales, y poco despues aparecieron dos largas filas de penitentes negros con cirios verdes en las manos; y al verlos, el inmenso gentío levantó un grito unisono y atronador.
—¡La bruja! ¡la bruja! gritaban unos.
—¡La condenada que ha apelado al juicio de Dios!
—Dicen que esa maldita tiene dos campeones.
—Serán dos demonios que ha evocado con sus conjuros.
—¡Que no la concedan la apelación!
—Han aprovechado el dia para no tener que hacer el palenque de nuevo.
—¡A la hoguera, á la hoguera con ella!
Y cada cual gritaba lo que primero le venia en mientes, mientras entraba en el palenque la procesión y se agrupaba al rededor del cadalso.
Tras los penitentes negros venian monjes benedictinos que llevaban á la cabeza una enorme cruz verde; despues venia el clero parroquial con sus estandartes; luego el clero catedral con la cruz del obispo, y al fin el obispo bajo palio, rodeado de las dignidades: luego, á pié, vestida de blanco y descalza, entre dos agonizantes, venia doña Lambra, rodeada de arqueros del obispo; y tras ella, rodeado de escuderos y pages, y seguido de lanzas, un membrudo caballero llamado Ginés del Vado, conocido por su ferocidad, y á quien Ruy Velazquez habia comprado para sostenedor de la sentencia del tribunal del obispo contra doña Lambra.
El obispo, con las dignidades de la catedral, fué á ocupar un lugar reservado á la Iglesia en el estrado del conde soberano; doña Lambra subió trémula la gradería del cadalso, siempre asistida pollos agonizantes: los penitentes negros y los benedictinos rodearon el cadalso, y Ginés del Vado quedó delante de él con la lanza en la cuja y rodeado de sus pages y escuderos.
Solo entonces, cuando los farautes del obispo se adelantaron al centro del palenque é hicieron sonar sus trompetas, se restableció el silencio.
Todos atendieron al pregón del tribunal eclesiástico.
En él se decia que habiendo sido sentenciada doña Lambra á la hoguera por herejía, brujería y pacto con el diablo, habia apelado al juicio de Dios; y que habiéndosele concedido campo para aquel dia, su causa se decidiría por la prueba del duelo á la hora de sesta [29]; que el mantenedor del tribunal era el piadoso caballero Ginés del Vado, y los campeones de doña Lambra, los nobles caballeros Gonzalo de Piedrahita, señor de Piedrahita, en primer lugar; y si este no pudiese tomar la demanda, ó no acudiese á ella, en segundo lugar, Mudarra Gonzalez de Lara; faltando el cual, se daría por indefensa á la sentenciada, y se cumpliría la sentencia.
Este pregón causó una gran sorpresa en el auditorio; sorpresa natural al ver que eran campeones por una misma causa dos caballeros que se iban á poner como enemigos en batalla en trance de muerte por otra causa distinta; esto acreció el interés: la alta y poderosa nobleza de Burgos y el bueno y leal popular tenian una Cesta magnifica, y sobre todo interesante: cualquiera de los dos caballeros que triunfase, habia de producir la muerto en cadalso por traidor de uno de los dos ancianos que estaban en sus respectivos estrados, y despues de esto debían pelear con el defensor del tribunal del obispo.
Esto produjo notables apuestas; ni mas ni menos que hoy se hace en las carreras de caballos, en las riñas de gallos, en las luchas de fieras: las apuestas, á nuestro modo de ver, hijas del interés y del espíritu de contradicción, son tan antiguas como el mundo: por lo que ha llegado á nuestra noticia, los griegos conocían las apuestas, y las practicaban en los juegos olímpicos, en los circos, en los estadios: del mismo modo los romanos apostaban por los gladiadores, por los carros, por todas las luchas, en fin, hasta por los mártires que eran arrojados en el circo á las fieras: es necesario conceder que ni aun entre los romanos llegó nunca la apuesta al alto grado de esplendor á que la han elevado en nuestros días los ingleses: hoy se apuesta por todo.
A pesar de no ser los habitantes de Burgos ni romanos ni ingleses, las apuestas fueron numerosas y considerables, aunque no de dinero, porque el dinero, en el estado de penuria en que se encontraba Castilla, era el artículo mas raro y escaso que se encontraba: pero se apostaban bueyes contra caballos, perros contra halcones, ballestas contra espadas; y los que nada tuvieron ó se atrevieron á apostar, apostaron papirotazos y tirones de orejas. Hasta hubo, en individuos de distinto sexo, apuestas de amor, la mejor de las apuestas, puesto que en caso de pérdida ó ganancia, y partiendo del supuesto que nunca hacen apuestas de amor sino los que bien se quieren, las pérdidas y las ganancias eran comunes.
El ajuste de las condiciones de estas apuestas entretuvo la impaciencia pública, y dió lugar á que los jueces del campo bajasen al terreno y llenasen su deber.
Primero recorrieron toda la tela ó espacio del palenque, golpeándola con los bastones, para asegurarse de que el piso era firme por igual, sin hoyos ni celadas; despues reconocieron las armas y los caballos de los dos combatientes, para cerciorarse de que no se llevaban ventaja; exigieron á cada uno de ellos juramento de que no llevaban amuleto, ni prenda mágica sobre si, por la que pudiesen vencer de una manera reprobada por las leyes de la caballería; despues de lo cual les partieron el sol, es decir, les colocaron á una distancia igual del centro del palenque, y heridos de igual modo por la luz del sol para evitar que el reflejo de las armas influyese en contra de cualquiera de ellos, dejaron dos escuderos hidalgos asidos á las bridas del caballo de cada uno de los caballeros, y se retiraron á su estrado, desde el cual enviaron un faraute al conde, participándole que habían llenado cumplidamente sus funciones, y que los adversarios podían medirse de igual á igual con arreglo á las leyes del duelo.
Entonces el conde hizo una seña á los músicos, y en aquel mismo momento sonaron con espantable estruendo ministriles, trompetas y tambores.
Al primer toque, los caballeros enristraron las lanzas, apercibieron las bridas y se adargaron; al segundo, se afirmaron en los estribos, y se inclinaron sobre el arzón delantero: al tercero, los escúdelos soltaron las bridas, y el rey de armas del campo gritó con voz estentórea en francés, según el uso de aquellos tiempos:
—Legeres allér, legeres allér, é fair son debér [30]
Apenas pronunciada estas palabras, Mudarra y Gonzalo-el-Rojo claváronlos acicates en los flancos de sus caballos, que partieron á rienda suelta: si Gonzalo hubiera sido tan buen justador como Mudarra, indudablemente se hubieran encontrado; pero Gonzalo perdió la dirección y se cruzó con Mudaría sin tocarle, pasando junto á él á la distancia de un cuerpo de caballo.
Ruy Velazquez palideció: Gonzalo habia olvidado sus lecciones de caballería, y especialmente el último y duro ensayo del dia anterior: los que habían apostado en favor suyo se inquietaron, y los que en contra, hicieron ventajas en sus apuestas: Gonzalo Gustios veia con placer que su hijo era un buen caballero, (pie no se habia apartado de la línea recta, y que aventajaba en seguridad y práctica á su adversario, mientras Mudarra esclamaba colérico:
—¡Ah! ¡Ahí me has hecho perder el primer golpe, mal ginete, mala lanza: pues bien, si tú no puedes encontrarme, yo te buscaré.
Y revolvió su caballo sobre Gonzalo, que le salia de nuevo al encuentro.
Si aquella hubiera sido una justa, los jueces hubieran obligado á los dos enemigos á colocarse de nuevo en su puesto; pero era un duelo á muerte, y despues de la señal de rompimiento, cada cual debia manejarse como mejor supiese, salvo Felonía ó traición: el caballero traidor ó felón seria declarado vencido.
Merced á la destreza de Mudarra, se encontraron rudamente á la tercera vuelta: el choque fué formidable, la lanza de Mudarra atravesó la adarga de Gonzalo, quedando embarazada en ella hasta el punto de hacerla arrojar al jóven, y Gonzalo rompió su lanza en astillas contra el escudo de Mudarra, que le arrojó al ver á su enemigo sin aquella defensa.
Esta acción del generoso jóven, fué agriamente censurada por los que habian apostado en su favor.
—Eso no está bien hecho, decia un obeso mercader: si ha alcanzado ventaja contra su enemigo, á sus puños se lo debe... eso, ó yo no entiendo de caballería...
—Vos lo habéis dicho, esclamó un escudero flaco y grave: no entendeis una pizca de caballería, maese Baltasar. El señor Mudarra Gonzalez es todo un hombre hidalgo y no quiere ventajas de ninguna especie.
—Pues mirad, dijo exacerbado el mercader: han empuñado las hachas de armas, y les hacen notable falta los escudos: mirad, mirad si decia yo bien, el campeón de Ruy Velazquez ha desguarnecido de un hachazo el almete del señor Mudarra Gonzalez: miradle, le ha dejado con la cabeza descubierta; y ved: el señor Gonzalo de Piedrahita no ha arrojado su almete, y hace bien: veamos ahora cómo se las compone el señor Mudarra: esto es cosa concluida, al primer hachazo... báh, y no lo siento por los tres corderos que he apostado en su favor, sino por su padre... ¡ah! ¡ah! ¿qué es esto?
—¡Qué ha de ser! dijo un matón: que el señor Mudarra es mucho mas ginete que el señor Gonzalo de Piedrahita, y que como tiene la cabeza descubierta, hace caracolear su caballo al rededor del de su enemigo, hasta que logre hacerle caer de costado, en una de esas violentas revueltas á que se vé obligado porque no le tome la espalda el señor Mudarra. ¿No lo decía yo? Mirad: caballo en tierra. ¡Cuando os digo que apostaría yo mi espada y mi coselete de Milán en favor del señor Mu larra! ¡Cuando os digo que ginete como él! brazo como el suyo... valor mas sereno...! vamos, vamos, negocio concluido... el señor Gonzalo de Piedrahita no dura el tiempo que se necesita para rezar tres credos.
En efecto, habia sucedido asi como lo habían dicho los espectadores, cuyas palabras acabamos de apuntar: Mudarra al encontrarse sin casco ni escudo, con la cabeza descubierta, sin defensa, había recurrido á la única que le quedaba, esto es, á evitar que el hachado Gonzalo le alcanzase, girando al rededor de su caballo con una velocidad y una destreza increíbles: si Gonzalo-el-Rojo hubiese tenido bastante esperiencia, hubiera hecho lo mismo en sentido inverso, y necesariamente se hubieran encontrado; pero fuese que le dominase el estado terrible de su espíritu desde la revelación de Estrella, fuese que le faltase destreza ó pericia, se redujo á revolver su caballo de una manera violenta: el animal obedeció dos veces, á la tercera falseó, y al querer Gonzalo hacerle dar una vuelta violenta, cayó de costado arrastrando á su ginete.
Levantóse un alarido inmenso en la plaza. El corazon de las personas interesadas inmediatamente, en aquel duelo, se conmovió violentamente. Doña Lambra lanzó un grito de horror por su hijo; Ruy Velazquez se estremeció y miró con terror al cadalso, donde junto á doña Lambra, apoyado en su hacha, estaba el verdugo: Gonzalo Gustios levantó los ya casi ciegos ojos al cielo, como dándole gracias. Gonzalo en tierra, cogido por su caballo, no podia levantarse: Mudarra con arreglo á las leyes del duelo, podia herirle á mansalva, matarle: aquello, como habia dicho muy bien el aventurero, era asunto concluido.
Pero nadie contaba con una nueva generosidad de Mudarra: el valiente jóven echó pié á tierra, fué al lugar donde estaba su escudo, le tomó, le embrazó, arrojó el hacha de armas, desnudó la espada, y se fué derecho al lugar, donde yacían por tierra Gonzalo y su caballo; pero en vez de herir á su enemigo, le desembarazó del estribo derecho, que era el único que estaba descubierto, y castigó al caballo, que se alzó dejando á Gonzalo en tierra.
—Levantaos ¡vive Dios! esclamó Mudarra, y concluyamos pronto: la hora de sesta se acerca, y espera á cualquiera de los dos que venza un nuevo duelo.
Gonzalo se puso de pié con trabajo, y no aprovechando aquella nueva muestra de generosidad de Mudarra, le embistió con el hacha de armas en alto.
Entonces fué cuando pudo juzgarse de la destreza y del valor de Mudarra; suelto y ágil como un tigre, digno discípulo de Rajatul-laj y Adhel, que le miraban ébrios de orgullo desde el estrado de su padre, se encogía, se estiraba, avanzaba con una velocidad increíble, atacaba incansable, hería con la ligereza del rayo por los falsos de la armadura, y no habia logrado darle su enemigo un solo golpe, cuando ya le habia herido cíen veces, aunque ligeramente, y la sangre corría en abundancia por bajo de su armadura.
En fin, cansado Mudarra de demostrar lo fácil que le era vencer á su adversario; que jugaba con él como el gato juega con el ratón antes de devorarle, le esperó en una de sus furiosas y descompuestas acometidas, se inclinó, cubierto con la adarga, y mientras el hacha de Gonzalo resvalaba en ella, le encajó una estocada por la juntura de la gola y el coselete.
Gonzalo, al sentir la punta, dió un salto hácia atrás; vaciló un momento, dió algunos pasos trémulos, y cayó.
Entonces Mudarra fué á él, le puso un pié en el pecho y en el rostro la punta de su espada.
—¡Confesad, le dijo, que habéis sido traidor, y que como vos lo es Ruy Velazquez, vuestro defendido!
—¡Inclinaos, inclinaos, caballero, y escuchadme antes de que sobrevengan los jueces! esclamó con acento débil Gonzalo.
Mudarra hincó una rodilla en tierra y escuchó al moribundo.
—Estrella es mi hermana, dijo.
—¡Vuestra hermana! esclamó admirado Mudarra.
—¡Sí: soy hijo de doña Lambra y de Gonzalo Gonzalez de Lara! ¡Dios castiga en mi las faltas de mis padres! ¡Escuchad, escuchad! Tomad una sortija que tengo en la mano derecha; id con ella á dos leguas de Burgos por la orilla derecha del Arlanza; allí hay una torre medio arruinada; allí está Estrella... ¡oh! ¡me siento morir á esa sortija... os servirá... para que os la entreguen... ¡Mi... madre!... ¡defended á mi madre!...
Quiso hablar mas y no pudo: el desdichado se revolvió en las últimas convulsiones de la agonía; sus ojos rodaron fríos y vidriosos, y espiró á tiempo que llegaban los jueces.
Mudarra se inclinó sobre el cadáver, le arrancó la manopla derecha y de ella una sortija; luego, cumpliendo penosamente con su deber, desnudó su puñal, arrancó el casco á Gonzalo, le asió por los cabellos y le cortó la cabeza.
Luego se alzó con ella, pálido, conmovido, y gritó con voz sonora mostrando la cabeza sangrienta á la multitud que callaba aterrada:
—¡Hé aquí el juicio de Dios! ¡El conde Gonzalo Gustios de Lara es inocente, y Ruy Velazquez fementido y traidor!
Un horrible grito, uno de esos gritos que no pueden concebirse bien si no se escuchan, rompió el silencio general: todos miraron al lugar donde habia resonado aquel grito, y vieron á doña Lambra que fijaba en Ruy Velazquez y en la cabeza de su hijo, alternativamente, una sombría y centelleante mirada, mientras luchaba por romper las ligaduras que la sujetaban al madero.
—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino! gritó atirantando sus ligaduras, avanzando su cuerpo hácia adelante, y fijando en Ruy Velazquez, al que aseguraban ya los arqueros del conde soberano, una mirada indescribible; luego lanzó una insensata carcajada, y al fin se desplomó sobre su asiento, y dobló la cabeza sobre el pecho.
Todo esto pasó en un momento, antes de que Mudarra tuviese tiempo de soltar la cabeza de Gonzalo, que el horror desprendió de sus manos.
Sucedieron entonces tantas cosas á un tiempo, que nos es imposible hacerlas sentir con su completo efecto á nuestros lectores.
En el estrado del conde Gonzalo Gustios, un alférez desplegó su bandera señorial como en muestra de que, absuelto por resultado del duelo de los crímenes que se le habian imputado, entraba de nuevo en el goce de sus derechos: por el contrario, un alcalde de justicia, rodeado de sus ministros y auxiliado por los arqueros del conde soberano, se apoderaba de Ruy Velazquez, que debia morir acto continuo degollado: por otra parte, los dependientes del obispo corrían á doña Lambra, á quien habia acometido un desmayo: Gonzalo Gustios, no pudiendo resistir á pesar de sus ultrages, el terrible espectáculo de su venganza, bajaba de su estrado y se retiraba. Mudarra fué á besar las manos del conde soberano, y si no se retiró también de la plaza, fué porque necesitaba permanecer en ella como campeón de doña Lambra; pero entretanto se concluía la terrible ejecución, se ocultó en una casa próxima, esquivándose de ser testigo del sangriento acto, y dando coa esto una nueva muestra de su generosidad al pueblo de Burgos; pero permanecieron allí el conde, la córte, el obispo, los jueces del campo y los soldados, cumpliendo con su deber, y el pueblo entero sujeto por la curiosidad; siendo de notar que no desertó de los estrados una sola llama: solo huyeron de ellos los amigos de Ruy Velazquez.
Este, entretanto, trastornado por el terrible golpe que acababa de sufrir, pálido de terror, no pudiendo sostenerse apenas, habia sido llevado, sostenido en brazos dedos monjes benedictinos, al cadalso donde estaba doña Lambra, y donde le esperaban el tajo y el verdugo.
Sentóse al pié del patíbulo, y empezó á confesar. La confesion fué larga, dilatada por el miedo, por la esperanza de que el conde le perdonase; pero el conde no podia perdonar en una causa sentenciada por Dios. Al Un, perdida toda esperanza, subió vacilante las gradas del patíbulo, donde ya, junto al tajo, estaban el tronco y la cabeza de Gonzalo-el-Rojo.
—¡Oh! ¡maldita seas tú, que me has traído á este trance! esclamó al pasar junto á doña Lambra.
—¡Ah! ¡no la maldigais en estos momentos! dijo uno de los religiosos; ¿no veis que la desdichada ha dejado de existir?
—¡Muerta! esclamó Ruy Velazquez con una espresion de venganza repugnante: no has podido resistir la vista de la sangrienta cabeza de tu hijo... ¡oh! ¡maldita! ¡maldita! ¡maldita seas!
Luego, como si tuviese miedo á la vida y no á la muerte, se arrodilló junto al tajo, dobló sobre él la cabeza y dijo al verdugo:
—¡Hiere!
Pero por desgracia de Ruy Velazquez el verdugo tenia que hacer otra cosa antes que degollarle; esto es, atarle las manos y vendarle los ojos.
Hay situaciones en que los momentos son siglos: durante aquellas terribles formalidades, Ruy Velazquez recordó con terror su vida entera: sus amores con doña Lambra, su casamiento con ella, sus celos, sus injurias, su venganza: cuando el verdugo le vendó los ojos, parecióle que se desplegaban ante él los campos de Arabiana; que de enmedio de un hacinamiento de cadáveres se levantaban los siete infantes de Lara, sangrientos, insepultos, y que cada uno de ellos, llevando su cabeza entre las manos, la levantaba sobre la suya, y dejaba caer un chorro de sangre tibia: delante de la muerte, aterróle su venganza; sintió por primera vez remordimientos; se arrepintió y murmuró con angustia:
—¡Perdón!
Y como si la infinita misericordia de Dios solo hubiera esperado aquella lágrima de arrepentimiento y aquella palabra de dolor, apenas la habia acabado de pronunciar, cuando el hacha del verdugo cayó sobre el cuello de Ruy Velazquez, y su mano, que tenia asida la cabeza por los cabellos, la alzó en alto mientras el rey de armas gritaba:
—¡Hé aquí cumplida la justicia de Dios!
En otra ocasion el pueblo se hubiera dispersado; pero la muerte de doña Lambra, causada al ver la cabeza de su hijo por uno de esos dolores que matan, no habia cundido entro la multitud, y se esperaba la prueba del duelo por la inocencia de la hechicera.
Mudarra Gonzalez lo creía del mismo modo, y apenas el alarido del pueblo le demostró que la ejecución se habia cumplido, cuando montó á caballo, y entró en el palenque, precedido de sus pages y de sus escuderos; pero reparó con estrañeza que delante del cadalso no estaba ya como mantenedor de la sentencia del tribunal del obispo Ginés del Vado. Un faraute vino á esplicarle la causa de su desaparición.
—Perdonad, caballero, le dijo; podéis retiraros: Dios ha sentenciado ya respecto á doña Lambra: la desdichada ha muerto.
—¡Cómo! ¿Se habrán atrevido, estando interpuesta una apelación ante la justicia de Dios?
—La mano de Dios ha herido á la acusada: ha muerto por un accidente estraño, al mostrar vos la cabeza del vencido.
—¡.Infeliz madre! murmuró Mudarra, comprendiéndolo todo; pero añadió: aun queda su memoria; si no puedo salvarla de la muerte, la salvaré de la infamia.
El faraule fué con esta contestación al obispo, y el obispo declaró que el juicio de Dios estaba manifiesto en la muerte de la acusada, y que no podia haber nuevo juicio, añadiendo la observación siguiente, que hizo morderse los lábios á Mudarra:
—Podéis dar gracias á Dios que no ha demostrado su fallo, haciéndoos morir á manos del mantenedor de su justa causa; cosa que hubiera oscurecido vuestro gran triunfo en defensa de vuestro padre.
Mudarra hubo de ceder y retirarse, no sin gran alegría de Ginés del Vado, que estaba en el estrado del obispo, y veia con inquietud aquellas contestaciones; porque el que, por efecto de su educación y de sus costumbres, no creia mucho en la infalibilidad del tribunal, temía, y no sin motivo, con arreglo á las muestras que habia dado anteriormente de sí Mudarra, no salir vivo de sus manos.
Solo quedaba que llenar una horrible formalidad, y el obispo se apresuró á llenarla, mandando poner fuego á los haces de leña apilados debajo del cadalso.
Muy pronto una lengua de fuego so levantó en los aires y desapareció: levantóse otra mayor; luego otra y otra, acreciendo siempre, y al fin so alzó una rugiente hoguera, envolviendo en un humo espeso al cadalso.
Y ¡cosa horrible! aquella hoguera devoraba á un tiempo al asesino, á la adúltera, al hijo del adulterio, sobre cuya cabeza habia caído de una manera fatal la culpa de su nacimiento.
Podia decirse que aquella hoguera devoraba una historia de horrores.
A la caída de la tarde, el palenque estaba abandonado, y solo se veia dentro de él un humeante y negro monton de cenizas.
Aquellas cenizas representaban la cruda y terrible venganza del asesinato de los SIETE INFANTES DE LARA.
Desde que Gonzalo-el-Rojo habia hecho la terrible revelación que ya conocen nuestros lectores, á Estrella, esta habia esperimentado un sentimiento de horror y de ansiedad indescribibles; habia pasado las noches anteriores luchando con el sueño, recelosa de ser sorprendida, constituyéndose en guarda de sí misma y resuelta á la muerte antes que á la deshonra: se habia negado á tomar otros alimentos que huevos ó fruta, que ella misma, cuidadosamente escoltada por cuatro bandidos, iba á coger á los árboles de la rivera; ni satisfacía su sed con otra agua que con la corriente del rio, porque temía que en otros alimentos se la diera un narcótico: habia pasado dias crueles, noches de insomnio; pero la noche en que supo que Gonzalo era su hermano, y que al dia siguiente iba á probarse en un duelo á muerte con Mudarra, la pasó orando y llorando.
Al amanecer creció su ansiedad: asomada á una desguarnecida ventana de la torre, tenia lija la mirada, ansiosa y escandescida por el llanto, en las lejanas torres de Búrgos, como si hubiera pretendido saber, mirar lo que pasaba dentro de sus muros; cualquier ruido, emanado de los campos circunvecinos, le parecía son de trompetas, rumor de combate: en las ráfagas del viento que se quebraba en la torre, se fingia suspiros: si alguna vez el viento, aumentando su fuerza, agitaba las copas de los pinos, creía escuchar el sordo murmullo del pueblo de Búrgos que asistía al juicio de Dios.
Los campos, el cielo, las nubes, el sol tenían para ella un color lúgubre; veia agüeros en algún gavilan que, entregado á su caza diaria, perseguía á las palomas torcaces; y los pasos lentos y acompasados del bandido que la guardaba en una galería cercana, crispaban sus nervios.
A medida que el tiempo avanzaba, que el sol subía, aumentaba la ansiedad, el insoportable, el indescribible estado del alma de Estrella: lleváronla el almuerzo á la hora acostumbrada, y no almorzó; llegó la hora de sesta, lleváronla la comida, y no comio. Parecía alimentarse con el espacio que abarcaban sus ojos, mirando á Burgos.
Llegó al fin un momento en que Estrella creyó morir á impulsos de la duda, de la ansiedad: una columna de negro humo se habia levantado tras los muros de Búrgos: era el humo de la hoguera en que se consumían los cadáveres de doña Lambra, de Ruy Velazquez y de Gonzalo-el-Rojo: Estrella no sabia á qué atribuir aquel humo, de enmedio del cual se alzaba de tiempo en tiempo, como un relámpago, una espiral roja y luminosa. Estrella no sabia cómo considerar aquel humo: ¿era una hoguera? ¿era un incendio? ¿se había amotinado el pueblo de Búrgos? ¿era doña Lambra, ó su hermano, que se quemaban, ó era pasto de ella, Mudarra, su adorado Mudarra, vencido en duelo por su hermano?
El horror crispaba los cabellos de Estrella; sus miembros temblaban como los de un epiléptico; estaba pálida como un cadáver, y su intensa mirada de horror estaba fija en aquel humo implacable y mudo que se elevaba, se estendia como un penacho, flotaba al impulso del viento, y dilatándose en anchas ráfagas, se perdía en los aires.
Y aquel humo tenaz continuaba aterrándola; llegó la puesta del sol, y aunque mas débil, aquel humo subía, subía.
Al fin disminuyó lentamente, y luego se estinguió del todo. No quedaba nada mas que un campo desierto, una ciudad muda en lontananza; tras ella, unas áridas montañas azules, y despues la inmensidad azul, muda, fatídica, eterna: en las ardientes ráfagas que suceden á la puesta del sol, Estrella veia á un tiempo fuego y sangre; y en las nubes, teñidas con su vivo reflejo, sangrientos fantasmas sin cabeza: tanto sufrimiento acabó por no hacerla sentir nada: fria y muda como una estátua, sostenida simplemente por el alféizar de la ventana, no daba otras señales de vida que el abrasado aliento que salia por sus labios áridos y entreabiertos, la mirada lija y atónita de sus grandes ojos, y un estremecimiento nervioso y rápido que pasaba por ella de tiempo en tiempo.
Ni veia, ni oia: si hubiera visto y oido, no hubiera dejado de percibir, poco despues de haberse estinguido el humo de la hoguera, la violenta carrera de tres caballos con sus ginetes, que avanzaban á rienda suelta hácia la torre: cuando llegaron, Estrella en pié, sin verlos ni sentirlos, estaba aun en la ventana con la mirada atónita, inmóvil, lija en Burgos.
Los tres hombres que habían llegado eran Mudarra, Rajatul-laj y Adhel, en cuyos semblantes se notaban las terribles huellas de las impresiones dolorosas que habian esperimentado, y una ansiedad no menor que la de Estrella.
Al desmontar los ginetes, les salió al encuentro el mismo bandido con quien habia hablado la noche anterior en secreto Gonzalo-el-Rojo.
—¿Qué quereis? dijo, dirigiéndose á Mudarra.
—¿Sois, contestó trémulo el jóven, el guardian de aquella dama?
Y señaló á la ventana donde inmóvil, pálida, casi sin vida, estaba Estrella.
—Sí señor, contestó el bandido. ¿Quién os envia?
—Un desdichado que en este momento está ante el tribunal de Dios.
—¡Ha muerto en el duelo! esclamó sombriamente el bandido.
—Dios le ha sentenciado.
—¿Traéis alguna señal?
—Sí, vedla aquí.
Y Mudarra mostró al bandido una sortija, que este examinó cuidadosamente.
—Voy á abandonar en este momento la torre, dijo aquel hombre, con mis compañeros, y esa dama es vuestra, del mismo modo que es mía esta sortija.
—Juradme antes por la salvación de vuestra alma que ningun mal ha acontecido á esa dama, dijo con acento amenazador Mudarra.
—Responda de ello el hombre que ha muerto, dijo secamente el bandido; y volviendo las espaldas, desapareció.
Lanzáronse tras él en la torre Mudarra y los dos árabes; cuando entraron en la habitación donde se encontraba la jóven, esta acababa de caer por tierra sin fuerzas, no pudíendo resistir mas su terrible estado.
Mudarra y sus dos amigos corrieron á socorrer á Estrella, y entretanto los bandidos desalojaron la torre, y se alejaron.
Ya entrada la noche, sobre el camino de Burgos á Salas de Lara, se veia un caballero que llevaba delante de sí, sobre el arzón de su caballo, una dama; la luna llena, brillando en un ambiente despejado, iluminaba la sonrisa de felicidad y la mirada de amor con que se contemplaban extasiados el caballero y la dama.
Eran Estrella y Mudarra.
Detrás de ellos, en silencio y como en escolta, iban dos caballeros árabes.
Eran Rajatul-laj y Adhel.
Algunos dias despues una procesion fúnebre salia del palacio de Lara, sobre el cual ondeaba su antigua bandera señorial, oscurecida un dia por la traición, y restaurada al fin por Mudarra. Marchaban delante los frailes de la villa, luego la clerecía, despues todos los escuderos, pages y servidores de la casa de Lara, arrastrando luengos lutos. Luego, sobre los hombros de cuatro hidalgos, venia una caja cubierta con un paño de brocado en que estaban bordadas las armas de la casa de Lara. Otro hidalgo, en pos, llevaba otra caja infinitamente mas pequeña. La primera caja contenia los cráneos de los siete infantes; la segunda el de su ayo Nuño Salido. Seguia el conde soberano Garci-Fernandez con la córte, y entre ella Gonzalo Gustios de Lara, llevando á su lado á su esposa doña Sancha, que habia dejado la abadía de San Torcaz, donde habia estado retraída durante el cautiverio de su esposo: acompañábanla Blanca Nuñez y su nieta Estrella Gonzalez, seguian Mudarra, y sus nobles amigos Rajatul-laj y Adhel, los señores principales de Castilla, y al fin la guarda del conde soberano, y la mesnada de Gonzalo Gustios, entre la cual, alegre y satisfecho, armado de su laúd, iba Alcaraban.
El fúnebre cortejo se encaminó á la iglesia y entró en ella; los dos árabes, en obsequio de sus amigos castellanos, entraron, aunque con gran violencia; pero se escondieron en una oscura capilla. Inmediatamente empezó el funeral, predicó retumbantemente el obispo de Búrgos, escitando la admiración de los circunstantes; comparó á los infantes de Lara con todo lo que encontró comparable y no comparable á ellos, en las Sagradas Escrituras, y la ceremonia concluyó sepultando las dos cajas en la pared del fondo de la capilla del lado del Evangelio. Aun dicen que se conservan hoy dichas cabezas en aquel sitio, con los cuerpos de Gonzalo Gustios y de su hijo bastardo Mudarra Gonzalez, en la iglesia mayor de Santa María, de la villa de Salas de los Infantes.
No pasó mucho tiempo sin que tuviesen lugar en la misma iglesia otras dos importantes ceremonias: la primera fué la adopcion que doña Sancha, esposa de Gonzalo Gustios, hizo de Mudarra.
Hé aquí como Mariana refiere esta ceremonia:
«Prohijóle, otro si, doña Sancha su madrastra: la adopcion se hizo míe esta manera, aunque grosera, memorable... metióle por la manga de una muy ancha camisa, y sacóle la cabeza por el cabezón; lióle paz en el rostro, con que le pasó á su familia, y recibió por su hijo de esta costumbre salió el refrán vulgar: entra por la manya y sale por el cabezón [31].»
La segunda ceremonia fué el casamiento de Mudarra y de Estrella; del cual fueron padrinos el conde soberano y la condesa su esposa: dícese que en el banquete nupcial cantó su mejor trova Alcaraban, y que despues de él, Rajatul-laj y Adhel se volvieron á Córdoba.
Esta adopcion y este casamiento produjeron grandes fiestas, que se repitieron cuando en término perentorio dió á luz Estrella un hijo á Mudarra, y un nieto-viznieto á Gonzalo Gustios. Este hijo se llamó Ordoño, y fué el progenitor de los Manriques de Lara, cuyos descendientes que vienen hasta nosotros, pueden decir con orgullo, que alientan en sus venas, salvos cruzamientos imprevistos ó ignorados, la mejor sangre árabe y castellana, como que es la de Almanzor y la de los Siete Infantes de Lara.
La procedencia de este nombre, como la de la tradición que nos ocupa, es indudablemente árabe. Lambra no es otra cosa que la corrupción del nombre árabe Hamra precedido del artículo al Al-Hamra significa: la roja. Sabido es que los nombres personales entre los árabes son, en general, sobrenombres calificativos: que doña Lambra fue una mujer cruel, implacable, sangrienta, en fin, consignado está en la tradición: ademas este nombre aplicado á un famoso edificio árabe, por el color de la tierra con que fueron construidos sus muros, existe en nuestros dias, corrompido exactamente como el de doña Lambra; este edificio es la Alhambra, nombre que descartando de él la primera letra, tiene un sonido enteramente igual al de aquella dama: ademas el guarismo siete, aplicado á los infantes, guarismo fatal de los árabes; el envió de Gonzalo Gustios á Córdoba ; su prisión allí; sus amores con una hermana de Almanzor; el nacimiento, á causa de estos amores, de Mudarra; la venida de este á Castilla, para vengar en Ruy Velazquez la muerte de sus hermanos, indican de una manera demasiado clara que el primero que se ocupó de este asunto fué un escritor árabe: nuestros cronicones, escritos sin crítica, transcribieron con igual fé la parle puramente histórica, y las novelas y romances de que están salpicadas y adornadas todas las historias árabes, y de aquí la multitud de cuentos, tradiciones y hechos fabulosos de que está plagada la historia general de España del P. Mariana.
Lejos del autor la idea de hacer pasar por enteramente fabulosas tradiciones y personas que son, por decirlo asi, la parte bella de nuestra historia, la que mejor hace concebir el carácter español, solo sí quiere decir que la mayor parte de esas tradiciones están abultadas, y que muchas de sus personas no son: otra cosa que seres que realmente han existido, sobre cuyos hechos ha levantado bellísimos edificios la poesia popular, convirtiéndolos en verdaderos mitos representantes del carácter de un pueblo y de una época. ceros, hasta hacer tomar á doña Lambra la apariencia de un ángel.
En aquel tiempo los nobles entraban en estas casas sin reparo, puesto que en ellas, con arreglo á las costumbres de la época, habia un departamento destinado para los hidalgos y caballeros, en que no podía entrar un villano sin esponerse á ser castigado con azotes.
Esta hora se contaba desde las doce de la noche hasta la mitad del tiempo que debia tardar en amanecer.
4 Este nombre, que pertenece hoy á una dignidad eclesiástica, se usaba entonces para calificar á los demandaderos ó guardianes de conventos de monjas, y muchas veces á gobernadores ó alcaides de castillos, de lo cual se encuentran ejemplos en la crónica general del rey don Alonso el Sabio.
En los tiempos á que nos referimos, no podia concebirse una abadía ó monasterio, cuyo abad ó prior, abadesa ó priora, no fuesen señores de vasallos, tierras y cotos, con cuyas rentas se sostenían: además el temor de las entradas de los árabes y de las depredaciones de aventureros y bandidos liada que estas abadías ó monasterios, situados en despoblado, estuviesen murados y defendidos por hombres de armas: en la edad media la religión se apoyaba en la espada, y era muy frecuente ver en una batalla con el arnés ceñido á un arzobispo, obispo ó abad, que al par que eran pastores de almas, eran señores de vasallos y capitanes de soldados.
Ruy es diminutivo de Rodrigo.
En aquellos tiempos no era tan rígida la clausura, y podríamos citar egemplos de saraos y tiestas en conventos donde penetraban en la clausura, no solo mugeres seglares, sino también hombres: á tal estremo llegó mas adelante esta perversión de las reglas., que conocidos son de todos los que saben historia, los prodigiosos esfuerzos que costó á Fray Francisco Gimenez de Cisneros, la reforma de las órdenes religiosas. que habian llegado á una corrupción increíble.
Especie de gabinete portátil con ruedas, donde asistía á los actos religiosos el califa.
Almimbar: lo mismo que púlpito.
Esta esclava, cuyo nombre nos ha trasmitido la historia, se llamaba Zahrah, (flor): de su nombre el alcázar se llamaba Medinat-Azahrah: esto es, la ciudad de la flor.
Schallabradur, esto es: Arbol de perlas.
Hemos impreso este romance á la manera que los escriben los árabes, que de cada dos de nuestros versos hacen uno.
13 Debemos advertir que en la edad media una lanza no representaba una sola persona; cada lanza de hombre de armas, iba acompañado de dos ginetes armados á la ligera y de tres á cinco hombres de á pié. Asi, pues, suponiendo el minimum de peones á las lanzas de Almanzor, su ejercito constaba de quince mil caballos entre hombres de armas y ginetes, y de treinta mil peones.
Kinza, tesoro.
La Axarquia entre los árabes es la parte de Oriente, Alguf la del Norte, y Alquibla la del Mediodía.
Hospital.
Arcángel de la muerte.
Adalid, nombre árabe, que significa guia.
Un diñar era una pequeña moneda de cobre de valor ínfimo que no tiene correspondencia entre nosotros.
Asi se llama á Jesucristo en el Koram, y se le considera como Profeta pero inferior á Mahoma.
Estribillo popular.
Rauda, panteón.
Bailarinas públicas que van acompañadas de un juglar, y bailan en las plazas sobre una alfombra que llevan consigo.
Instrumentos de percusión de cobre, semejantes á nuestros timbales.
Voceadores que llamaban á la oracion desde los alminares ó torres de las mezquitas.
Para comprender el sentido de la contestación del jóven. es necesario saber una Mudarra (Al-Mudharrah) en árabe, significa el vengador.
Llamábase también cámara de tumor, salón de homenage, salón de embajadores ; era, en una palabra, la habitación destinada en los castillos y palacios señoriales, como en los alcázares reales, Vi las grandes recepciones y solemnidades.
De las 9 á las 12 de la mañana.
De las 12 á las 3 de la tarde.
Lo que equivale á: partid caballeros, y haced vuestra obligacion.
Mariana, libro VIII, cap. IX.