Don Felipe el Prudente

Novela histórica

José María de Andueza

Capítulo I
Dos hombres honradísimos

Así tocaba á su término la primera mitad del siglo décimo sesto, cuando Cárlos primero de España y quinto de Alemania, acosado sin tregua por la rivalidad de su esforzado competidor Francisco, emperador de los franceses, concibió el temerario proyecto de atacar á éste en el corazón de los mismos estados, cuya posesión contaba ya como segura. Con cinco ejércitos formidables había invadido la Francia los dominios del héroe de Tunez y los de su aliado el duque de Saboya; el tesoro de Castilla se hallaba exhausto, y era necesaria una resolución magnánima para conjurar tan recia tempestad. El infatigable Cárlos nunca vacilaba ante el peligro: reunió en Monzon las Cortes de Aragon y Cataluña, y estas juraron al principe D. Felipe, otorgando al mismo tiempo al emperador un subsidio de quinientos mil ducados. Las de Valencia imitaron tan patriótica conducta, poniendo á disposicion del monarca un cuantioso donativo; y el rey de Portugal, cuya hija doña María acababa de casarse en Almería con D. Felipe, por poderes, aprontó para la proyectada espedicion otra crecida suma de dinero. Estos recursos, y la alianza ofensiva y defensiva que formó Cárlos con Enrique octavo de Inglaterra, lo animaron en su pensamiento de trasladarse a Alemania, con el objeto de abrir en persona aquella célebre campaña de diez años, la última de su gloriosa vida, coronada por brillantes triunfos y apenas oscurecida ligeramente por algunos reveses, que le asestó la fortuna, Deidad caprichosa, parecida á las mugeres, que alhagan á los mozos y abandonan á los viejos.

No hemos podido indicar con menos palabras a nuestros lectores la época en que dan principio los acontecimientos que vamos á narrarles: ahora es preciso que condesciendan en acompañarnos á las inmediaciones de un antiguo alcázar cuadrilongo, enclavado en el riñon de Castilla, no léjos del famoso monasterio de la Espina y estramuros de una poblacion, cuyo nombre, hoy olvidado, o muy poco conocido, figura sin embargo en nuestra historia desde el siglo décimo cuarto.

Era una fresca mañana de abril del año de gracia 1545: dos hombres, guerrero el uno, a juzgar por los arreos que lo cubrian, y villano el otro, segun daba á entender su humilde y asendereado trage, departian amigablemente, sentados en el césped, que servia de mullida alfombra á la falda de la eminencia, sobre la cual se hallaba situado el alcázar de Villagarcía de Campos. Acababan, de tocar á maitines en el monasterio de la Espina y el castillo feudal se destacaba sobre la colina, semejante á un fantasma, que se despoja de las negras vestiduras de la noche. En el dia es una fortaleza abandonada; ha seguido la mala suerte de, la monarquía española, y apenas puede reconocer el viagero entre sus ruinas, algunos restos de su pasado poderío. Y con todo, cuenta entre sus señores ilustre prosapia y su fundacion se remonta á los primeros tiempos de la restauracion asturiana. Propiedad mas adelante de la reina doña Maria, muger de D. Alfonso el onceno é hija de D. Alfonso el sesto de Portugal, lo entregó aquella señora en tenencia á Gutierrez Gonzalez de Quijada, y luego á la abadesa y convento de Santa María la Real de Valladolid. Andando el tiempo, hizo en su testamento don Juan primero merced de la villa y del alcázar al mencionado Gutierrez Gonzalez de Quijada, desde cuya época no volvió á salir del señorío de la familia de los Quijadas, hasta que faltando la sucesion directa de la misma, se posesionó de ambos la casa de Docampo, oriunda de Galicia, aunque establecida en Zamora. Corrieron una en pos de otra las desgracias de la monarquía, y fiel la vetusta fortaleza á los recuerdos consagrados por sus severas tradiciones, pasó de decadencia en decadencia, de los Docampos á los Villamizares, y desde los Villamizares á los Villazices, ó condes de Peñaflor, para sepultar por último su anterior importancia bajo el dominio de los nobles Valdecalzanas.

Pero ¿quién se atreve hoy á recordar sin rubor las descripciones que del castillo de Villagarcía ha leido en antiguos y empolvados cronicones? ¿Dónde están aquellos murallones imponentes, que desmoronados hoy por la injuria del tiempo, ostentan sin embargo algunos trozos de cuarenta piés de elevacion, sin que en ellos se descubran las primeras troneras? Sobre esos trozos arruinados se estendia una doble línea de tan importantes defensas; la de la parte mas baja, establecida á cincuenta piés de la base del alcázar, estaba destinada á la rnosquetería; la superior, cuya altura nos es imposible conjeturar, servía para los disparos de piezas gruesas en toda su estension. Tampoco se conserva resto alguno de los almenares ni matacanes de sus plataformas, aunque todavía flanquean su frente principal dos torres cuadradas de imponente apariencia, destrozadas en muchas partes hasta el pié de los murallones. El ancho foso, que aislaba la fortaleza, se halla completamente, cegado, y al ferrado puente levadizo, que daba paso a su entrada por la cortina del S. O., y que solo ofrece señales de existencia en los enormes ganchos de las cadenas dispuestos sobre el arco del porton, ha sucedido un miserable puentecillo de piedra. Como si no fuera bastante ultraje para tan venerables ruinas el injusto olvido, no ha faltado quien añada el escarnio á su desventura.

Los, dos hombres que platicaban en la pendiente ladera de Villagarcía examinaban, al parecer, la situacion de los negocios públicos, salpicando de vez en cuando su diálogo con razonamientos y conjeturas acerca de otros asuntos privados que, no por serlo, deben parecer menos interesantes á nuestros lectores. Nuestra conciencia de historiadores nos obliga á enterarles de una conversacion, que tal vez no será inútil, para que vengan en conocimiento de otros sucesos mas importantes.

El menos orgulloso de los dos políticos del siglo décimo sesto, aquel á quien hemos calificado de villano, era un joven como de diez y ocho á veinte años, fornido, de corta estatura, en una palabra, el tipo de lo que los navarros entienden por un hombre bajo, rechoncho y cuadrado. Tenia ojos negros de un brillo estraordinario, y los jugaba con admirable viveza y donosura, como para revelar á los demás la refinada malicia de su alma: por lo demás, y como él mismo aseguraba, nunca se mordia la lengua; de modo que hablaba a roso y belloso sin temer al rey ni á la santa Inquisicion, era incapaz de guardar un secreto y andaba siempre á caza de noticias, buenas o malas, á fin de recrearse con el placer de referirlas al primero que le deparaba á mano su fortuna. Vestia corto y estrecho saco de paño pardo, ceñido, á la cintura por tosca correa de cuero en bruto con hevilla de metal, calzon de lo mismo, polainas de pie de lobo basta media pantorrilla y zapatos abiertos en forma de sandalias, completando todo su ajuar una especie de montera ó caperuza de piel de nútria, que lo cubria la cabeza hasta la parte inferior de las orejas, un escapularía de la Vírgen de Monserrate, que llevaba pendiente del cuello y un grueso y nudoso garrote de encina, colocado á la sazon entre sus cruzadas piernas.

El otro personage aparentaba tener mas trastienda y conocimiento del mundo que su compañero. Cuando se le dirigia alguna pregunta acerca de su edad, contestaba con orgullo que habia venido al mundo el mismo año, en que el gran gobernador y santo cardenal Jimenez de Cisneros emprendió y llevó á cabo á sus propias espensas la conquista de Oran; y como ya desde entonces, a pesar de lo reciente del suceso, empezaba á agitarse entre el vulgo la duda de si aconteció tan memorable triunfo en el año de 1509, como hoy aseguran sesudos cronistas, ó si en el de 1516, como sostienen asimismo algunos modernos compendiadores, resultaba de la respuesta del taimado guerrero castellano, que unos le daban buenamente treinta Y. seis años de vida, al paso que otros no sentian el menor escrúpulo al creer que solo frisaba en los veinte y nueve. Hacíale no obstante traicion con liarta frecuencia su memoria, pues cuando relataba sus pasadas glorias militares, hablaba del asalto y saqueo de Roma por las tropas del duque de Borbon y de la muerte de este caudillo, como de hechos que habia presenciado y en los que tuvo no pequeña parte; de aquí deducia el malicioso villano de los brillantes ojos negros, que su interlocutor, fuese por vanidad pueril o por otros motivos que él no alcanzaba, habia dado en la flor de suprimir siete ú ocho años en su partida de bautismo. Por lo demás, era excelente camarada, complaciente, servicial, aficionado al mosto y á las buenas mozas, de ancha conciencia y de razonables puños: un amigo podia contar con él en apurados lances, pero los malos hábitos que habia contraido en el pillaje de la ciudad eterna le impedian, sin duda a mirar con poco escrúpulo los bienes agenos, supuesto que no perdonaba ocasion de apropiárselos contra la voluntad de sus dueños. Precisamente debia preocuparle algun proyecto de esta especie en aquella deliciosa mañana de abril de 1545, por cuanto las primeras palabras que pronunció, ó al menos, las primeras que podemos transmitir á nuestros lectores, fueron estas.

-Asegúrote, amigo Juan, y así Dios y Nuestra Señora de Monserrate te amparen y defiendan, que en esa pícara madriguera no hace mas que pudrirse, un hombre honrado. De mí sé decir que no he nacido para estar mano sobre mano paseándome por la plataforma del castillo, y que si el cielo no lo remedia, voy á morir muy pronto de puro fastidio.

El bueno de Juan miró de reojo al soldado, castañeteó con los dedos y murmuró sonriéndose:

-Esa no pega.

-¿Conque no crees que voy á dar mi alma á una legion de familiares, repuso el otro, si no me sacan de aquí?

-No, mientras te vea atravesar, a guisa de ladron, todas las noches el patio grande de la fortaleza, en busca de la hermosa Beatriz.

-Que si quieres, y llámenle tonto, esclamó el guerrero soltando la carcajada. ¿Quién te ha dado esas noticias?

-La ociosidad aguza el ingenio, y como por la misericordia divina, estamos de holganza hasta que vuelva mi señor el alcaide...

-Estoy en autos; has seguido mis pasos y despues de sorprender mis amorosas locuras...

-Y algunos besos, aplicados con estrépito en las sabrosas mejillas de la susodicha Beatriz.

-¿Eso mas? Ya voy esperimentando, querido Juan de Mesa, que eres mozo de provecho, y ya que la charla ayuda á matar el tiempo, voy á descubrirte cómo y cuando me enamoré de esa muchacha.

-Que me place: ya sabe el señor Diego Martinez que soy hombre capaz de guardar un secreto, y que por todo el oro del mundo...

-Mucho hay que hablar en cuanto a eso: pero doy muy poca importancia á mis galantes aventuras, y puedes divulgarlas á tu sabor, con tal que nada quites ni añadas á la verdad.

-Eso no; antes me vea empalado por judío.

-Basta y escúchame bien. Habrá poco mas de tres meses... justamente, el dia de los Santos Reyes; por cierto que nevaba á mas y mejor... Pues, como iba diciendo, ese mismo dia 6 de Enero aconteció que salí del castillo á las ocho de la mañana para llevar un recado de mi señora doña Magdalena al monasterio de la Espina. ¿Y qué te figuras que encontró al llegar á él, despues de haberme empapado en agua y nieve hasta los huesos? Nada menos que una brillante comitiva de ilustres damas y nobles caballeros, cuajados de oro y de terciopelo desde las orejas hasta los piés. Allí estaban, orando delante del altar mayor el conde de Melito D. Diego Hurtado de Mendoza y su muger doña Catalina de Silva, el apuesto caballero D. Ruy Gomez de Silva, que tanto dá en qué pensar á las hermosuras de la córte, si no mienten lenguas, el Viejo marqués de Los Velez, el consejero D. Pedro Fajardo, el marqués de la Fabara, el conde de Cifuentes, la condesa de Barajas, la marquesa de Aguilar y ¿qué se yo cuantos mas personages? Por supuesto, con la correspondiente añadidura de mayordomos, pages, escuderos, damas de honor, doncellas y criadas de mano.

-Te quedarias con la boca abierta.

-Nada de eso; he visto cosas mas estupendas en Aquisgran y en Ratisbona; aquello es boato, amigo Juan, y no han presenciado los nacidos aparato de tanto bulto corno el que ofreció la majestad de nuestro invencible emperador y rey el dia de su coronacion en Alemania; de esto hace ya unos veinte y cinco años y sucedió en la época de la guerra de las Comunidades de Castilla.

-Buena memoria tienes, observó el villano, para acordarte de todo eso, porque debias ser muy jóven entonces... pero prosigue tu relato del monasterio de la Espina.

Mordióse los lábios Diego Martinez, porque la cuestion de fecha s, presentada indirectamente por su interlocutor, le habia cogido de medio á medio: no tardó sin embargo en adquirir su habitual aplomo, y haciendo como si nada hubiese oido, continuó de esta manera:

-Así que yo ví aquello, dije á mi cola: no hay duda, compadre Diego de que aquí puedes alcanzar algun provecho: las altas y poderosas señoras son fruta prohibida para un pobre diablo, que solo ha traido á su pais honra y miseria; pero tal vez encuentres entro la gente de escalera abajo alguna pelinegra, que se prende de tu porte marcial. Y diciendo y haciendo, adelantéme hasta las gradas del altar mayor, mezclándome con la servidumbre femenina y dando de codo con gallardia y desembarazo á los impertinentes escuderos. Mi osadía obtuvo todo el efecto que anhelaba; cierta criadita de la condesa de Barajas fijó sus ojos en los mios; aproveché la ocasion y los puse en blanco, embidando la partida; ella no se hizo de rogar y quiso el resto con una sonrisa. Hubo despues lo de acercarme a ella, lo de saber que era huérfana de padre y madre, lo de ofrecerla mi proteccion y descansado servicio en Villagarcía, lo de confesarme que no podia tolerar por mas tiempo las impertinencias y caprichos de la señora condesa, y por último lo de concertarnos, ella para desertar de la casa de Barajas, y yo para presentarla y recomendarla en este castillo como parienta mia. Evacuada despues la comision que me habia llevado al monasterio, tuve otra entrevista con mi hermosa Beatriz, y en ella me descubrió que toda aquella magnificencia desplegada por los mas encopetados magnates del reino, en uno de los mas crudos y terribles dias del invierno, tenia por objeto ofrecer á la Madre de Dios y á su santísimo hijo, en aquel Santuario, que pasaba por milagroso, la persona de doña Ana de Mendoza de La-Cerda, de edad de cinco años, hija única de los esclarecidos condes de Melito, por la merced que les habia concedido el cielo de salvarla de una peligrosísima enfermedad. Añadióme que despues del mediodía debia ponerse en marcha toda la comitiva para Valladolid, y que si por mi parte estaba resuelto á libertarla de la penosa servidumbre de la condesa de Barajas, no teníamos tiempo que perder. Mi respuesta fué animarle á que se preparase en el término de media hora: transcurrida ésta, situéme con una acémila, que pedí de gracia en el monasterio, en la primera encrucijada del bosque, adonde á poco rato llegó Beatriz llevando un cofrecito de preciosas joyas y como, unos doscientos ducados en oro. Ya ves, querido, que mi espedicion no era enteramente desgraciada. Apoderéme del dinero y del cofrecillo, suponiendo desde luego que la condesa de Barajas podria tener algun derecho para reclamarlos, coloqué en la acémila á mi resuelta enamorada, y sin mirar hacia atrás, nos encaminamos á ese bendito castillo, al cual sin embargo no llegamos hasta la noche, por la sencilla razon de que fueron muy repetidas nuestras distracciones y paradas durante la travesía.

-Curiosísima y entretenida es por demas la historia del principio de tus amores, dijo Juan de Mesa, luego que su amigo hubo concluido de hablar, y solo me falta saber...

-¿El fin de la aventura? Habas contadas: como el señor D. Luis Quijada, mayordomo del rey y alcaide de Villagarcía estaba á la sazon, lo mismo que ahora, en Alemania, forjé una historia de parentesco para su noble esposa doña Magdalena de Ulloa, y esta señora admitió desde luego á su servicio á mi amada Beatriz.

-¿Y los doscientos ducados?

-Muy pocos quedan ya: los demás... pregúntaselo á las francachelas que he tenido en Valladolid y en Medina de tres meses á esta parte. En cuanto á las joyas del cofrecillo, no se han tocado aun, porque están reservadas para mejor ocasion.

-¿Y no recelas que mi señora doña Magdalena, matrona tan severa como prudente, descubra que la has engañado, y te obligue á tomar por muger á la que hasta ahora todos tienen por prima hermana tuya?

-Si lo descubre, será por tu medio; si pretende que me case con Beatriz... ¡qué diablos! Ancha es Castilla y buscaremos otro escondite.

-Y en ese escondite, por ignorado que esté, sabrá encontrarte nuestro alcaide D. Luis Quijada, cuando vuelva con el rey.

-Allá lo veremos y sonará lo que fuere: entretanto démonos la mejor vida que podamos, pues de lo contrario no contarémos muchos abriles en esta bicoca. ¡Ah! Y apropósito de buena vida ¿qué nuevas trajo anoche el mensajero Miguel de la córte?

-Todavia no he podido traslucirlas, pero han de ser por precision importantes, porque el mozo estuvo encerrado mas de dos horas con la Señora del castillo, y cuando salió de su cámara, ni una sola palabra respondió á las repetidas preguntas que le hicimos.

-De modo que no sabes si la importancia de las tales noticias, ó algunas otras razones mas poderosas le impidieron que os hablase.

-Por mi quebranta-huesos, que no te comprendo, dijo Juan con estrañeza y acariciando el garrote que tenia entre las piernas.

-Ven acá, y el diablo confunda tu estupidez, repuso Diego, algun tanto amostazado, porque queria que su compañero hubiese adivinado el sentido de sus palabras, sin verse precisado á esplicarlas. ¿No acabas de asegurar que Miguel del Bosque, ese bribonzuelo que nunca pierde de vista á doña Magdalena, permaneció anoche dos horas encerrado con ella en su misma cámara?

-Lo he asegurado: ¿y qué?

-Vamos, Juan de Mesa, eres la criatura mas imbécil de estos reinos y señoríos. ¿Son por ventura las nobles damas de nuestro tiempo de distinto barro que las de la corte de D. Enrique, á quien llamamos el Impotente?

-¡Cómo! ¿Supones que la honradísima esposa de mi Señor don Luis Quijada...

-¡Quieres callar y no mentar aquí nombres que para nada necesitamos! Yo no supongo; yo solo digo lo que dirá cualquiera, que no tenga el entendimiento en las suelas de sus zapatos. Y si no, veamos. ¿Qué piensas que diria yo á los criados de una muger asi, fuese la mas encopetada de la tierra, que me viesen salir de su estancia, despues de dos horas de plática? ¿No conoces, menguado, que mis palabras tendrian toda la apariencia de una disculpa y que los otros se reirian de ellas?

-Calla, calla por los cuatro Santos Evangelistas, esclamó el villano empuñando con fuerza su nudoso palo y poniéndose en pié de un salto, como impelido por un resorte. Si supiera que se ha cometido tan feo desacato contra la honra de mi Señor...

-¿Qué harias?

-Aplastaria la cabeza de, Miguel del Bosque contra las losas del patio principal del alcázar.

-Siempre quiebra la soga por lo mas delgado, murmuró Diego Martinez, añadiendo luego en voz alta: -Puede ser que yo esté muy equivocado y que Miguel sea el amante mas inocente y menos temible del mundo, asi como que ningun desaguisado amenace al limpio honor del ausente y confiado esposo: mas dime por tu vida, si se necesitan dos horas de encierro con una dama, para enterarla de las novedades que han ocurrido en la córte. ¿Qué diablos ha podido suceder en Valladolid para tanto misterio?

Iba ya Juan de Mesa á encolerizarse por segunda vez, acosado por las observaciones de Diego, cuando dirigiendo la vista por casualidad hacia el castillo, vio ondear en la mas alta de sus torres una bandera negra.

-¡Que es eso! dijo con asombro. ¡Qué sucede en el alcázar!

-Entremos en él y saldremos de dudas, le contestó su amigo.

-¡Si será esa la respuesta que no quiso Miguel darnos anoche!

-De todos modos no olvides lo que voy á decirte antes que dejemos este sitio: es una advertencia saludable, que acaso te será muy útil algun dia. Los dos hemos cometido ciertos pecadillos, que no perdonará seguramente el alcaide de Villagarcía, si llega á saberlos: yo, por ejemplo, tengo sobre mi conciencia la superchería del parentesco con Beatriz, sus amores y sobre todo los doscientos ducados y las riquísimas joyas de la condesa de Barajas; por tu parte, tampoco debes vivir muy tranquilo, porque te acusan, entre otras cosas que el tiempo puede sacar á luz, los dos garrotazos que diste á aquel pobre ermitaño, que enterramos entre los dos allá abajo, junto á las últimas empalizadas del castillo.

-Ya te dije quien era y que...

-Nadie te disputa que no tuvieras razon para hacer con él lo que hiciste, pero lo cierto es que quedó hecho, y que si llega á olfatearlo el Señor D. Luis Quijada, toda tu razon y tu buen derecho no le quitarán el vivísimo deseo de colgarte de una almena.

-¿Y tu advertencia saludable?

-Héla aquí. El mejor medio de desarmar á un enemigo temible es sorprender algun secreto que te importe guardar. Ahora bien: no seria del todo imposible que la ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa llegase á entender alguna cosa de nuestras fechorías, y si esto acontece, ya debes presumir que nos darán sin tardanza el merecido premio: á los dos, pues, nos interesa estar prevenidos y escudarnos con arma poderosa. Es asi que entre la castísima esposa del Señor D. Luis Quijada y el escudero Miguel del Bosque hay un secreto...

-Discurres como un inquisidor.

-Y que podemos probar, cuando fuére necesario, que han estado dos horas juntos y encerrados, por la noche en la cámara de...

-No prosigas, Diego; ya veo que he obrado mal al encolerizarme contra el pobre Miguel.

-No hay duda, Juan, no hay duda, porque de todo se saca provecho en este mundo. Sepamos ahora qué es lo que significa ese guiñapo negro que han puesto en aquella torre.

Estiró Diego las piernas al decir esto y se levantó con gran calma, como sintiendo que una novedad cualquiera lo obligase á abandonar el blando asiento de cesped, y ambos echaron á andar dirigiéndose al alcázar; el soldado haciendo comentarios sobre el partido ventajoso que le seria dado sacar de la situacion en que se hallaba, y Juan de Mesa pidiendo al cielo de todo corazon que no llegase el caso de tener que acusar á su Señora, ni de romper el espinazo á su buen amigo Miguel del Bosque.

Capítulo II
En que se prueba que el príncipe D. Felipe no hacía mas que llorar

La enlutada bandera, que estendia sus pliegues al viento en la torre mas alta de Villagarcía, anunciaba á los moradores de la poblacion una triste nueva. La infanta doña Maria, esposa del príncipe D. Felipe, que gobernaba en España durante la ausencia de su padre D. Cárlos, acababa de dar á este un nieto, pagando con la vida su ventura materna. La corte estaba de duelo y se habian mandado suspender las grandes fiestas y regocijos, con que todas las ciudades se disponian á celebrar el nacimiento del príncipe Cárlos, añadiéndose á la tristeza general que esparció tan infausto acontecimiento, el disgusto y zozobra de los ánimos, en vista de los últimos sucesos de la guerra de Italia. No era ya un misterio en Valladolid que el duque de Euguien habia atacado la importante plaza de Carignano en el Piamonte, despues de haber destruido en Cirinola al marqués del Vasto, haciendo en sus tropas tal destrozo, que este general perdió en el campo de batalla mas de doce mil hombres entre españoles, italianos y alemanes. La angustia y el desaliento se veian retratados en todos los semblantes; formábanse en el Campo Grande corrillos de gente ociosa, para condolerse de las calamidades públicas, y en las puertas de los templos y en las calles se hacian votos por la pronta vuelta del rey-emperador, á quien los noticieros suponian, cuando menos, en la misma situacion en que habian contemplado á Francisco primero de Francia, despues de la memorable victoria de Pavía. Las tiendas de los mercaderes se habian cerrado en señal de luto, el pueblo daba de mano á sus quehaceres y diversiones; todo en fin se aunaba en desconsolador concierto, para desmentir aquel antiguo dicho de los paisanos del famoso Pedro Ansurez: Villa por Villa, Valladolid en Castilla.

Tales eran las noticias que Miguel del Bosque, escudero de don Luis Quijada, habia llevado á su Señora; la bandera negra era la espresion del sentimiento, que la guardadora del alcázar de Villagarcía tributaba á la justísima afficcion del príncipe D. Felipe.

Si echamos una rápida ojeada por vetustos pergaminos conservados en el precioso archivo de Simancas, nos convenceremos de que la Pintia de los Voscos á Vacceos distaba mucho de ser lo que, andando el tiempo, fué el Valle-de-Olid ó de Lid de los Arevacos y Carpetanos, y muchísimo de figurar lo que figuró, cuando el rey D. Ordoño II de Leon tuvo por conveniente tomar á los árabes dicha poblacion en el año de 920, despues de reñidísima lucha. Tampoco en esta época alcanzó las ventajas que obtuvo de D. Alfonso VI en 1081, cuando este monarca la cedió en juro de heredad al magnífico y magnánimo conde D. Pedro Angurez, que se dedicó á engrandecerla, y á continuar en ella las obras emprendidas por el otro conde D Rodrigo Gonzalez Giron, de órden del rey de Castilla. Y al fin aconteció en Valladolid, despues de su preponderancia, lo que en los vastísimos dominios con que la católica Isabel primera, abrillantó las preciosísimas perlas de su corona: el génio de Colon descubrió el Nuevo Mundo; su cuerpo yace en un rincon de la Catedral de la Habana y el Nuevo Mundo se llama América, porque otro navegante le dió su nombre. Así en una capilla que existe en la nave del Evangelio de la catedral de Valladolid se conserva el sepulcro del conde Ansurez, al paso que las armas de la ciudad son Tres Girones pajizos en campo de gules, y en el timbre una corona con ocho castillos.

Mas sea de esto lo que fuere, y ya que no hemos tomado la pluma para enderezar entuertos de antiguos caballeros tratados con injusticia, debemos dejar consignado que, entre los grandes edificios de la córte de Castilla, descollaba como el mas colosal, como la obra unas atrevida de arquitectura, el que luego se tituló convento de San Benito y es en el dia una fortaleza sin objeto, aunque provista de grandes fosos, bien defendidas murallas y sus indispensables puentes levadizos. En aquel vastísimo palacio de inmensos corredores y de fuertísimas paredes descansaba á mediados del siglo décimo sexto el gobierno de los dilatados dominios españoles; y descansaba de todo punto el dia en que hemos visto á Juan de Mesa y Diego Martinez platicando á su sabor sobre el cesped, junto al alcázar de Villagarcía; porque, al decir de los mejor informados entre los que de noticias respiraban, el príncipe D. Felipe, inconsolable por la pérdida de su amada esposa doña Maria, y abrumado con el peso de las fatales desgracias de nuestras armas en Italia, habia caido en una especie de ensimismamiento, que le vedaba atenderá los negocios. El pueblo le compadecia y no osaba murmurar de su abandono, si bien anhelaba conocer la suerte que habia cabido á la persona del invicto emperador y á las conquistas hechas por sus armas en el territorio germánico. La oposicion que en aquella época y otras no menos gloriosas se hacia á los poderes públicos, era demasiado circunspecta y patriótica, para que se tradujese en quejas y mucho menos en motines: ademas, amaban los españoles al príncipe D. Felipe, porque era hijo de Cárlos, es decir, del monarca severo, pero justo, que miraba á sus súbditos como á hijos, y que nunca perdonó á los estranjeros la menor injuria ó atentado contra la hidalga nacion, á cuyo frente lo habia colocado la Providencia.

Hallábanse el mismo dia que hemos apuntado, junto al alfeizar de una ventana del palacio, tres magnates de la córte de Castilla, y la paso que aguardaban, al parecer, alguna órden que les permitiese penetrar en los aposentos interiores, examinaban con curiosidad, no tanto los primores del salon verdaderamente régio en que acababan de reunirse, como la actitud de los corrillos que formaba el pueblo delante del edificio. Despues de un silencio bastante prolongado, durante el cual pudo cada uno de aquellos personages convencerse, de que no se trataba de conjurar tempestades políticas, como las que veinte y cinco años atrás habian puesto en fermentacion á las principales ciudades del reino, el de mas edad dijo á los otros:

-Terrible golpe ha sido este, caballeros, porque la princesa doña Maria era el alma del gobierno de D. Felipe.

-¿Lo creeis así? preguntó al que habia hablado el que lo seguia en edad.

-Estoy ciertísimo de ello, respondió el primero, y tanto que, no bien sepa nuestro buen rey D. Cárlos la causa que hoy nos hace vestir de luto, se apresurará á dar la vuelta á España.

-Poquísima confianza os inspira segun eso el príncipe D. Felipe, Señor D. Gonzalo, repuso el segundo, y eso es mas de estrañar en vos que en otro alguno, ya que en todas partes os haceis lenguas de su acertada direccion en los negocios del Estado.

-Añadid, señor de Requesens, replicó D. Gonzalo sonriéndose, que el rey D Cárlos me ha colmado de mercedes y lo habreis dicho todo. Veo que no me habeis comprendido: nuestro muy amado príncipe D. Felipe acaba de perder una esposa que formaba todas sus delicias, y esta desgracia debe anonadar su espíritu y contener los impulsos de su voluntad: el monarca está ausente, sin que sepamos á punto fijo su paradero ni el de sus tropas, despues de la derrota sufrida por el marqués del Vasto, y... ved, señores; el pueblo participa de nuestra misma ansiedad, porque ¿qué lo queda al príncipe, muerta doña Maria, cautivo acaso el gran Cárlos y perdidas tal vez sus magníficas conquistas?

-Lo quedan aun su corazon y su cabeza, contestó con prontitud el mas jóven de los tres caballeros, que hasta entonces no habia despegado los lábios.

-Acabais de, espresar fielmente y con dos solas palabras mí íntimo pensamiento, Señor Ruy Gornez de Silva, observó cortesmente D. Gonzalo: el corazon y la cabeza son dos cosas preciosas, que hacen al hombre llevar á término arriesgadísimas empresas; nuestro príncipe no ha cumplido todavia veinte y cinco años y llegará á ser un gran Monarca; pero hablamos del tiempo presente y de las dificultades que por todas partes se presentan para atender á las necesidades del momento, y para conjurar las desgracias que nos amagan.

No bien hubo pronunciado estas últimas razones el anciano caballero, cuando abriéndose de par en par las dos hojas de la puerta del fondo del salon, dieron paso á la persona del cardenal Espinosa. Los tres magnates abandonaron al punto la ventana, adelantándose hacia el prelado. Echóles éste gravemente su bendicion y les dijo:

-El príncipe os aguarda para celebrar consejo, señores.

-¡Tan pronto! murmuró D. Gonzalo.

-Ya lo veis, repuso D. Luis de Requesens y Zúñiga.

-En efecto, observó D. Ruy Gomez de Silva; parece que está ya en accion la cabeza; ya veremos luego qué es lo que hace el corazon.

El cardenal Espinosa saludó á los caballeros y volvió á entrar delante de ellos en la cámara de D. Felipe.

Era este príncipe de menos que mediana estatura, endeble de piernas, de pocas carnes, velludo y de voz gruesa é imponente. Cuando se presentaron en su estancia los tres magnates leia unos despachos, que dejó sobre su mesa, para mirar de hito en hito á los que llegaban. Saludóles poco despues con afabilidad y tristeza y ordenándoles tomar asiento, les dijo:

-Huélgome mucho, caballeros, de haber sabido que os hallabais tan inmediatos á mi persona en ese salon, pues de esta manera no se hará esperar demasiado el parecer que habeis de darme sobre varios negocios de gran monta. Mi secretario D. Gonzalo Perez, tengo que cornunicaros una buena nueva, y felicítome por ello, porque al menos habrá hoy alguna alma contenta y satisfecha en la córte.

-Esa nueva, señor, por grande y alegre que sea, respondió don Gonzalo, no tendrá la virtud de hacerme sentir con menos fuerza y amargura las penas de mi príncipe.

-Habia olvidado y olvidáis vos tambien que os he llamado á todos para que me deis consejos, ajas no para que os aflijais conmigo, replicó D. Felipe. Señor cardenal, hacedme merced de leer en alta voz esas comunicaciones del marqués del Vasto.

Hízolo así el prelado, y los tres magnates quedaron oficialmente enterados de nuestros desastres en Carignano y Cirinola.

-Ninguna noticia tengo del emperador mi augusto padre, añadió el príncipe. ¿Qué pensáis que debe hacerse en tan apurado trance, señor de Requesens?

-Levantar sin perder momento un ejército de cincuenta mil hombres y atacar al emperador Francisco I en sus propios estados, contestó sin detenerse D. Luis. Debemos invadir desde luego la Lorena y poner sitio á la plaza de San Dicier, para que el Rey nuestro Señor pueda correrse al Piamonte y restablecer allí el imperio de sus victoriosas armas, en tanto que el enemigo atiende á la defensa de su territorio.

Miróle el príncipe atentamente por largo espacio, como si intentase penetrar sus mas ocultos pensamientos, y le dijo despues de aquel molesto exámen:

-Habláis como hombre de guerra, esforzado y decidido.

Y volviéndose luego hacia D. Ruy Gomez de Silva, añadió:

-Háganos conocer su opinion en tan árduo empeño el príncipe de Éboli.

-No estoy muy distante de pensar como el Señor de Requesens, respondió este; pero será menester que esos cincuenta mil hombres, antes de atacar al emperador de Francia, refuercen el ejército de nuestro rey D. Cárlos. Tengo tambien por seguro que en España no necesitamos fuerzas, contando, como contamos, al frente de los negocios con un príncipe, que trabaja en pró de la causa pública, cuando todos le juzgan sumido en el mas acerbo dolor.

-¿Eso dicen?

-No lo dicen, Señor: es el pensamiento unánime de un pueblo que ama á V. A.

-Basta. Díganos ahora su parecer el secretario de mi augusto padre y mio.

Don Gonzalo Perez se alzó de su asiento, clavó su mirada en la penetrante de D. Felipe y pronunció con decidido acento estas palabras.

-Señor, mi parecer es esperar.

Sonrióse el príncipe y levantándose dio por terminado el consejo: los tres magnates se despidieron de S. A., que permaneció solo en la cámara con el cardenal Espinosa y el pueblo siguió condoliéndose en el Campo Grande y en las calles y plazuelas, de la amargura y tristeza de su querido príncipe, á quien el dolor impedia tomar resoluciones decisivas, que enderezasen el mal sesgo de los públicos negocios.

-¿Conque creen que de nada me cuido porque he perdido á la princesa doña Maria? esclamó D. Felipe, cerrando la puerta de la estancia. Nada me habíais dicho de eso, señor Cardenal.

-Don Ruy Gomez de Silva ha exagerado la especie, contestó el Cardenal, y hubiera debido contentarse con decir...

-Don Ruy Gomez me, ha hecho un servicio de gran cuenta, poniendo en mi noticia de una manera indirecta las murmuraciones del pueblo: y por Dios Santo, que ese dolor inmenso que siente mi corazon os parecerá increible, cuando sepáis los trabajos que mi imaginacion ha revuelto en veinte y cuatro horas. Ahí teneis ese legajo, prosiguió D. Felipe señalando á Espinosa un monton de papeles que habia sobre la mesa: he contestado de mi puño y letra á todas las dudas presentadas por los gobernadores de las provincias, he dispuesto que se me pasen consultas sobre todos los asuntos de la competencia de los tribunales, y establecido las bases de una administracion equitativa, que con el tiempo dará buenos frutos. He hecho mas, señor Cardenal; he estudiado sobre el terreno las operaciones del ejército enemigo que persigue al marqués del Vasto, y os aseguro que estoy tranquilo.

-¿Tranquilo, Señor?

-De todo punto. He aquí la carta que escribo á mi augusto padre el emperador, aconsejándole que en vez de proseguir la guerra sin descanso, aproveche la primera coyuntura favorable para convocar una dicta en Wormes ó Ratisbona.

-¿Con qué objeto?

-Con el de tratar de los negocios de la religion y de las hostilidades contra el gran turco. Los príncipes protestantes de Alemania se ligarán sin perder tiempo, y esto liará que las tropas del Papa penetren en aquellos estados.

-¡Ah! Ahora comprendo...

-Que mi plan se reduce á ahorrar en la contienda del imperio germánico sangre española; á impedir, por la cooperacion de la Iglesia, los progresos de la heregía, y á contener la audacia de Francisco en sus empresas contra nuestros ejércitos. La presencia de un cuerpo de tropas del Papa amenazando á Ausgburgo, deja libre, á mi augusto padre para remediar el desastre de Cirinola, y me evita el cruel sentimiento de enviar cincuenta mil españoles mas al sacrificio.

Al espresarse de este modo el joven príncipe, ninguna señal de interior satisfaccion revelaba su impasible semblante; era sin embargo evidente que su corazon palpitaba con violencia, porque volvió á sentarse, despues de estrechar las manos de Espinosa entre las suyas.

-V. A. necesita entregarse al descanso, dijo el Cardenal, para volver con nuevo empeño á tan importantes tareas.

-Aquí duermo y aquí trabajo, murmuró el príncipe sonriéndose y dando dos golpecitos con la mano en uno de los brazos del sillon. Conviene sin embargo, añadió con la mayor naturalidad, que nadie se entere de mis entretenimientos sobre los negocios del Estado, porque los mismos que ahora se quejan ó murmuran de mi escesivo dolor, dirán, si llegan á saber en qué me ocupo, que busco distracciones á mi pena. Cuidad entretanto, señor Cardenal de remitir esa epístola á nuestro muy amado emperador y esos otros despachos á los gobernadores de las provincias. ¡Ah! llevad tambien un escrito que por ahí debe andar, y entregádselo al secretario D. Gonzalo Perez, que se holgará mucho al leerlo es el diploma que mi augusto padre le envia, legitimando á un su hijo llamado Antonio, que á lo sumo cuenta cuatro años de edad.

El Cardenal ordenó los diferentes papeles que acababa de indicarle D. Felipe, hizo á éste una profunda reverencia y, se retíro: al atravesar el salon, encontró á varios cortesanos que le detuvieron para informarse de la salud del príncipe; pero Espinosa, sin detenerse, movió la cabeza á derecha é izquierda diciéndoles:

-Estamos muy mal, si Dios no pone mano en esto: en aquella cámara no hay mas que lágrimas y suspiros.

-Y con todo, necesitamos otra cosa, señor Cardenal, replicó uno de aquellos señores con impaciencia. Muy santo y muy laudable es llorar por los muertos, pero los que están al frente de un Estado deben atender á la felicidad de los vivos.

-No hableis en tan descompuesto tono, señor D. Pedro Fajardo, repuso el Cardenal en voz baja y prosiguiendo su camino; pudieran escucharos y esto perjudicaria mucho á vuestra ambicion.

El cardenal Espinosa, joven á la sazon, era uno de los mas hábiles políticos de su tiempo. Hombre recto, de costumbres austeras y de una probidad intachable, habia logrado conquistar la confianza del emperador Cárlos V quien, apreciando en su justo valor sus no comunes dotes de gobierno, se lo recomendó eficazmente al príncipe D. Felipe, como consejero de gran valla, durante su ausencia. Pero D. Felipe, que valiéndonos de un dicho asaz vulgar, aunque gráfico para revelar de una plumada su talento, fué uno de los gobernantes que mas largo han cazado en este mundo, conoció en breve que el nuevo consejero, intachable como sacerdote y como particular, seguía las inspiraciones de Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo, que estaba al frente de la parcialidad de los flamencos, cuya rapacidad fué uno de los mas poderosos motivos del alzamiento de los Comuneros de Castilla. Así pues, como el príncipe no pensaba del mismo modo que el rey, en cuanto á la provision de los grandes cargos del Estado, miraba con prevencion al arzobispo Guillermo, y solo se valla del cardenal Espinosa con repugnancia y por no disgustar á su invicto padre. No se ocultaban á la sagaz penetración del consejero las disposiciones de D. Felipe, por lo que se dedicó afanosamente á ganar su voluntad por medio del estudio de su carácter, y al cabo lo consiguió con grandes ventajas para la española monarquía.

Pocas horas habian transcurrido desde que D. Gonzalo Perez recibió el despacho que legitimaba á su hijo, cuando fué llamado por el príncipe, á quien encontró leyendo por tercera ó cuarta vez nuevas comunicaciones, que acababan de llegarle. Al ver al secretario, le alargó la mano diciéndo:

-Vuestro consejo era sábio; debiamos esperar, y pésame en el alma la carta que hoy mismo he escrito al emperador mi padre.

-Segun eso. V. A. ha recibido satisfactorias nuevas... se atrevió á preguntar D. -Gonzalo.

-Todas las pérdidas de Italia se han reparado y... ¡cosa increible! El emperador ha hecho precisamente todo lo que nos ha propuesto hoy mismo D. Luis de Requesens.

-¡Cómo, Señor!

-Nomas, ni menos: ha atacado á Francisco en sus mismos Estados; ha invadido la Lorena y ha puesto sitio á San Dicier.

-Eso es admirable.

-Mas crecerá vuestro asombro, cuando sepáis el número de tropas con que ha acometido la empresa. Leed, D. Gonzalo, leed.

Don Felipe dió un despacho al secretario y éste exclamó despues de haberlo recorrido con la vista:

-¡Cincuenta mil hombres!

-Cincuenta mil, repitió el príncipe.

-Pero es precisamente la fuerza que D. Luis aconsejaba.

-¿Qué pensáis de todo esto? Habladme sin rebozo.

-Que D. Luis de Requesens y Zúñiga es un gran militar, un hombre honrado y un súbdito fiel del emperador.

-Qué D. Luis de Requesens y Zúñiga es un traidor y un malvado, gritó un hombre que acababa de entrar en la cámara por la puerta del salen.

Don Gonzalo dio dos pasos atrás, pero el príncipe permaneció impasible y dijo al recien llegado:

-Habeis acusado á uno de los mas intrépidos generales del emperador mi augusto padre, y vuestra alta dignidad de Arzobispo de Toledo no os releva de la obligacion, en que estáis, de presentar pruebas terminantes de vuestro dicho.

-Aquí están, respondió Guillermo de Croy, entregando á D. Felipe un papel doblado.

-Enteraos de eso, D. Gonzalo, repuso el último, pasando el papel al secretario.

Hízolo así éste con mucho detenimiento y dijo en seguida:

-En esta carta se asegura que D. Luis de Requesens y Zúñiga tiene conocimiento de todo el plan concebido por el emperador para invadir la Lorena y atacar á San Dicier.

-Respondedme en conciencia, señor Arzobispo, pronunció el príncipe con solemne acento. ¿Teneis noticia de lo que hoy mismo se ha tratado en consejo, al cual ha asistido el cardenal Espinosa?

-Puedo afirmar á V. A. que es la primera vez que oigo hablar de la celebracion de ese consejo.

-¿Lo juraríais sobre los santos Evangelios?

-Señor, sí; lo juraré, si V. A. lo manda.

-¿Y dónde están la traicion y la maldad de D. Luis, dando de barato que con efecto no ignore los proyectos del emperador don Cárlos?

-En su silencio para con V. A.

-¿Cómo sabeis que lo ha guardado?

-Lo sé, porque el pueblo nada ha traslucido de esos nobles intentos del guerrero emperador; lo sé porque el pueblo sigue desasosegado é inquieto, y porque V. A. no reservaría para sí solo la satisfaccion y el contento de tan importantes nuevas, despues de habernos participado las tristes y desconsoladoras que ha recibido de Italia.

Inmóvil y pensativo quedó el príncipe al escuchar los argumentos del Arzobispo, cuyas contundentes razones parecian incontestables. D. Gonzalo estaba como aterrado, pues costábale mucho trabajo imaginar que Requesens hubiese intentado captarse la confianza de D. Felipe, por medio de consejos y planes que no eran suyos y que estaban ya puestos en práctica. No solo era esto atentar á la gloria del emperador D. Cárlos sino hacer alarde á los ojos del príncipe de un tacto militar y de una esperiencia que no existian; cosas ambas que se hermanaban muy mal con el pundonor y reconocida fidelidad de D. Luis. Observando al fin que se prolongaba demasiado la profunda meditacion en que habia caido D. Felipe, rompió el silencio murmurando:

-Aquí hay algun misterio que no acierto á comprender, pero si V. A. me da su permiso...

-¿Cuál es vuestro propósito? le preguntó el Príncipe.

-Interrogar á Requesens, Señor.

-Bueno es el pensamiento, mas no ha de ser aquí sino en Villagarcía; conducidle vos mismo sin estrépito á ese alcázar, y pedid en mi nombre á la noble esposa de D. Luis Quijada que lo guarde en él.

-V. A. le prende sin oirle...

-Don Gonzalo, haced sin demora lo que os mando, que á nadie pesará de ello. ¡Ah! Leedme el nombre de la persona que firma esa acusacion.

-Juan Vazquez, secretario del duque de Alba.

-¿Cuándo la habeis recibido, señorArzobispo?

-No hace todavía una hora.

-Lo cual prueba que la ha traido el mismo espreso, portador de los despachos de mi augusto padre.

-Así deberá ser, señor.

-Está bien; en todo se hará justicia.

Estas fueron las últimas palabras que pronunció D. Felipe, pero al mismo tiempo echó una mirada penetrante, rápida y significativa al secretario. Éste la comprendió corno muy avezado que estaba á adivinar por un solo gesto los mas íntimos pensamientos de su amo y salió de la cámara seguido de Guillermo de Croy. Al bajar la escalera de palacio dijo éste último á D. Gonzalo:

-Poned á buen recaudo á D. Luis, no sea que se fugue, en cuyo caso dará mucho que sentir al príncipe.

-No hayais miedo de que tal haga, replicóle el secretario; por lo demás, señor Arzobispo, confiad en que no se torcerá la vara de la justicia.

Aquella misma tarde se dirigian hacia el castillo de Villagarcía tres personas: á dos de ellas conocen ya nuestros lectores; la otra era el espreso que habia traído al príncipe D. Felipe los recientes despachos del emperador su padre.

Capítulo III
El correo de Alemania

La parte interior del alcázar de Villagarcía formaba singular contraste con las belicosas obras que lo hacian tan temible, y desde luego se echaba de ver el lujo y delicado esmero, con que su alcaide habia atendido á la comodidad y al regalo. Atravesando el patio principal ó plaza de armas, habia al opuesto estremo una espaciosa escalera de piedra, que conducia á los primeros aposentos. Ocupaban estos el remate de una galeria casi oscura, á causa de la escasísima luz que en ella penetraba, por la desproporcionada elevacion de las ventanas y lujosos vidrios de dolores, y en la cual se paseaban dos ó tres criados de confianza, esperando tal vez algunas órdenes para los puestos de la fortaleza. Una puerta de grandes proporciones, que en esto se diferenciaba de otras muchas, practicadas á lo largo del corredor, daba á conocer la habitacion, á que daba paso, estaba destinada para las personas mas encopetadas del castillo.

Y así debia ser en efecto, porque aquella estancia era magnífica y demostraba el esquisito gusto de sus moradores. Adornaban las paredes, cubriéndolas de alto abajo, floreados tapices de Damasco, de los cuales pendian á trechos, en dorados clavos, algunos mal acabados retratos de D. Enrique el Doliente, de D. Juan II el Débil, de Enrique IV el Impotente y de los católicos monarcas D. Fernando y doña Isabel, descollando sobre todos un lienzo que representaba al gran cardenal Jimenez de Cisneros, en el acto de enseñar desde un balcon el almirante de Castilla, al duque del Infantado y al conde de Benavente la artillería que tenia á sus órdenes: al pié del lienzo se leian estas palabras: -«Hé ahí los poderes que me ha conferido el rey Nuestro Señor, para gobernar en su nombre.» Sobre un entarimado incrustado de piedras blancas y azules decoraban los costados de la habitacion ricas alfombras, que ostentaban, bordados en sedas y con bastante propiedad, todos los lances, azares y peligros de una cacería, formando gracioso juego con los toscos sillones de madera de encina, sobrecargados de figuras y cubiertos de seda carmesí de Utrecht. Por último, una disforme araba de plata maciza, en la que ardian todas las noches siete bugías, despidiendo azulada luz y deliciosa fragancia, colgaba de un artesonado matizado de guirnaldas sobre fondo claro, y una mesa, de mármol de Calatrao, de color negro con venas rojas, ocupaba el testero de la sala.

En ella se hallaba la muy ilustre castellana doña Magdalena de Ulloa, leyendo con avidez unas cartas que Miguel del Bosque habia llevado de Valladolid y en las cuales le aseguraba su esposo el alcaide, que pronto tendria la felicidad de estrecharla en sus brazos, cuando fueron á decirla que el superior de los monges del monasterio de la Espina pedia vénia para entrar en el castillo. Concedióla de buen grado doña Magdalena, y ordenó que fuese agasajado cual merecia por la fama de su virtud. Un cuarto de hora despues se encontraba el fraile delante de la señora de Villagarcía.

Era un hombre como de cincuenta años, seco, macilento, alto y encorbado; sus ojos hundidos, casi redondos y en continuo movimiento comunicaban á su rostro la apariencia del de un gato montés, confirmando esta semejanza una frente estrecha deprimida, oculta en parte, por la capucha. Ni un solo cabello crecia en su cabeza, pero caíale hasta el pecho una blanca barba, semejante á la que vemos en los bustos de los primitivos patriarcas de Israel, y llevaba los piés embutidos en gruesas sandalias que entorpecían sus pasos, cuya accion dependía al parecer de la fuerza que les comunicaba el grueso palo de enebro, que apretaba convulsivamente entre sus arrugados dedos.

-Sentaos, padre mio, le dijo la castellana con amable dulzura; descansad á vuestro sabor y comunicadme después el objeto de vuestra venida.

-Hija mia, respondió el monge con acento cavernoso, vuestros caritativos sirvientes han querido agasajarme, porque ignoran que el negocio que me trae es de vida ó muerte.

-¡Qué decis! exclamó asustada doña Magdalena: hablad por Dios.

-Lo que voy á revelaros es un secreto de confesion.

-¡Ah!... ¿Y podéis hacerlo?

-He martirizado mis carnes, hija mía, con la disciplina y con el ayuno pidiendo al cielo una inspiracion, y hace ocho dias que desgarra mis carnes un apretado cilicio con agudas puntas de hierro. Dios, solo Dios sabe los tormentos que mi alma padece, desde que un pecador contrito me reveló en el confesonario del convento de la Espina el terrible misterio que voy á declararos.

-Pero repito mi pregunta, padre mio. ¿Podéis faltar al secreto confiado á vuestro ministerio santo en el altar de la penitencia?

-No; no puedo en conciencia; mas decidime ¿debo consentir que el esposo engañe á la esposa y que el hijo adulterino entre en la casa de la matrona honrada?

-Por fin, murmuró la castellana, reponiéndose de la turbacion que le habian causado las primeras palabras del fraile: ya veo que no venis á anunciarme ningun asesinato.

-Si eso fuera, no hubiera salido del monasterio. ¿Teneis en mas por ventura la vida de un hombre que el deshonor de una familia?

-¡Oh! No, no, padre mio, pero... ¿qué parte me toca de vuestros anuncios? ¿Me importa tal vez ese secreto?

-!Si os interesa! ¿Pues á quién sino á vos, hija mia?

-¡Cómo! ¡Acaso mi esposo D. Luis Quijada, el mas pundonoroso caballero de Castilla!...

-Vuestro esposo el señor D. Luis Quijada olvida las obligaciones que os debe, y se entrega en Alemania á los desórdenes. Hace un año que conoció en Ratisbona á una dama de singular belleza, con la cual ha vivido con ilícito trato, y acaso no tardeis en tener la prueba á la vista, supuesto que el noble alcaide de Villagarcía y mayordomo del César, sé dispone para volver á España con el fruto de sus amores.

-Cesad, padre mio, cesad, gritó doña Magdalena desesperada y fuera de sí, porque acabáis de atravesarme el corazon. Nunca creí que debajo de ese sagrado hábito se anidase tanta crueldad.

-He luchado, hija mia, he luchado conmigo mismo largas noches, antes de resolverme á daros esta fatal noticia.

-¿Y qué tengo yo que ver con vuestros escrúpulos? Hubiéraisme dejado con mi ignorancia, y no que así acabáis de destruir para siempre mi ventura.

-¿Qué queréis, hija mia? Llevadlo con paciencia en cuanto á los sentimientos del alma, y aprovechaos del aviso para poner en salvo vuestros bienes, si ya no queréis que mañana pasen á manos de un advenedizo, estraño á vuestra sangre.

-Supuesto que tal es vuestro parecer, dadme tiempo para que yo me recobre y vea de proveer en este asunto como mejor cumpla á mis afectos y decoro, y decidme ahora, si os place, el nombre del penitente que os ha confesado tan agradable nueva.

-Lo ignoro á fé mia: solo sé que hará un mes que vino á Castilla, después de haber servido en las tropas reales que manda el duque de Saboya.

-¿Y no habeis imaginado siquiera que puede ser un impostor?

-Os he dicho que pronto os convencereis de la verdad. Ojalá resulte lo que decís, hija mia: ojalá que los timbres de la casa de Quijada no se vean manchados con la hedionda barra de los bastardos: con gusto daria el corto tiempo que me resta de existencia porque tal borron no hubiese caido en ellos. Ya veis, doña Magdalena, que, mi único fin en este negocio ha sido mirar por el honor de vuestro esclarecido linage.

-No importa, padre mio, debisteis aseguraros de que vuestro penitente no os engañaba.

-¿Y cómo, señora? El mismo dia de su confesion desapareció del convento y no he vuelto á verle.

-¿Ni habeis averiguado su paradero?

-Creo que sí.

-¡Ah!

-De mis informes resulta que desde el monasterio de la Espina se dirigió á este alcázar, donde, segun me aseguró tenia que ajustar ciertas cuentas. Desde entonces no ha vuelto á pasar por el camino del convento: ¿me comprendeis hija mia? por el único camino que tenia para ausentarse de estas tierras.

-¿Qué creeis pues?

-Que el penitente á quien dí la absolucion por sus pecados el dia 2 de Marzo se encuentra entre los servidores de vuestro castillo, ó que ha muerto en él: en este último caso, requiescat in pace.

-Si acontece lo primero, no será difícil encontrarle, contando con que recordeis sus facciones.

-Su persona ha quedado grabada profundamente en mi memoria, y no olvidaré en mucho tiempo su porte y andar desembarazado, á pesar del ropon de hermitaño que lo cubria.

-Hoy mismo examinareis detenidamente á todos mis criados y hombres de guerra; mandaré que se reunan en la sala de armas al toque de oraciones, y al paso que nos dirigís en el piadoso rezo por las almas de los que no existen...

-Entiendo, hija mia, entiendo, y no estraño vuestro afan en tan grave asunto. Dios os dé fortaleza en la adversidad.

-Me la dará, padre mio, me la dará, porque yo imploraré de veras á ese árbrito supremo de todas las misericordias. Os equivocais empero al pensar que solo ocupa mi mente la idea de mi esposo y señor Luis Quijada: vuestras palabras acerca del paradero de vuestro desconocido penitente excitan fuertemente mis sospechas, y nunca olvidaré que, al partir para Alemania el noble alcaide de Villagarcía, me dejó depositaria de su jurisdiccion, con el cargo de administrar en su nombre recta justicia.

-Yo es ayudaré, doña Magdalena, yo os ayudaré en lo que dependa de mi sagrado ministerio.

-Así lo espero y no me prometo poco de vuestra virtud y prudencia. Ahora, padre mio, es justo que descanseis, despues de reparar vuestras fuerzas.

Diciendo así doña Magdalena, cogió de un sitial un silbato de plata, que le servia regularmente para llamar á sus criados, lo acercó á sus lábios y sacó de él un sonido prolongado y agudo. Pocos minutos despues se presentó un escudero en la estancia de la castellana.

-Haz saber á Juan de Mesa, dijole esta á media voz, que aunque nuestro mayordomo Ramirez está enfermo desde ayer, necesitamos hoy abundante caza en la cocina del castillo; ya que hace sus veces, debe cuidar de que no falten sabrosos platos de perdices y conejos para el reverendo padre superior del santo monasterio de la Espina.

-El pobre Juan de Mesa se halla á estas horas asaz asustado, respondió el escudero inclinándose, lo cual no impedirá que, yo le comunique puntualmente vuestras órdenes.

-¿Pues qué azar ha tenido ese mozo? preguntó la castellana con interés.

-Parece que el mastin del muy reverendo padre ha tomado demasiado cariño á nuestro Juan, en términos que desde que le ha olfateado, lo sigue como su sombra, clavando en él sus encarnizados ojos.

-En efecto, murmuró el padre; he traido conmigo al fiel Bravo, que siempre me acompaña en mis escursiones fuera del convento: es un buen amigo, que solo hace daño á los que lo ofenden.

-Así es, y todos le acariciamos y se muestra complacido, pero aborrece á Juan de Mesa, sin que adivinemos la razon.

-Alguna tendrá el noble animal para obrar de ese modo, hijo mio, porque Dios no ha dado inútilmente el instinto á los brutos. ¿Creeis, Señora, añadió bajando la voz y acercándose á doña Magdalena, que el tal Juan de Mesa sea mi penitente?

-Imposible, contestó la castellana, ese mozo hace mucho tiempo que está en Villagarcía, y mi esposo lo llevaba siempre á sus cacerias en el monte de Torozos.

-¿Y dices, hijo mio, prosiguió el monge volviéndose hacia el escudero, que Bravo sigue todos los pasos de Juan?

-Y tanto que el muchacho, no sabiendo ya á qué santo encomendarse, se ha encerrado en su cuarto, sin que por eso se vea libre, de zozobra, pues no podrá salir sin encontrarse en la puerta con su enemigo.

-Libertadle, de ese suplicio, padre mio, dijo la dama al fraile.

-Bien, bien, vamos allá, repuso éste, haciendo al escudero una seña para que le guiase. Despues, como iluminado por un rayo de, luz, se detuvo, y al ver que el escudero salia de la estancia, dijo á doña Magdalena:

-Es preciso que el mastin pueda penetrar al toque de oraciones en la sala de armas.

-Obrad como quisiéreis, le contestó la matrona.

Y el fraile la saludó señalando al cielo con la mano.

No bien se vio sola, la castellana dé Villagarcía, cuando el reprimido dolor que destrozaba su alma, desde las primeras palabras que hirieron sus oidos con la infausta nueva de la infidelidad de su esposo, saltó el dique del orgullo y de la prudencia, que hasta entonces lo habian contenido, desbordándose con violencia en lágrimas y sollozos. Mesóse la infeliz sus hermosísimos cabellos, apretóse los puños, retorcióse las manos, blancas como el alabastro, y no pudiendo ya soportar el peso de tan honda pena, dio con su cuerpo sobre la alfombra de la cámara, rindiéndose á mortal desmayo. Dos horas estuvo allí privada de sentido, hasta que el sonido vibrante de una corneta la sacó de su letargo. Abrió los ojos, todavia anegados en llanto, miró hácia todas partes ruborizada, y convencida al fin de que ningun mortal habia presenciado el rudo estremo de su desesperacion, se levantó, serenó su semblante, arregló su tocado y abriendo un libro de devociones, esperó con aparente tranquilidad la visita, que el vigía de la fortaleza acababa de anunciarle.

No tardaron mucho en subir al alcázar los recien llegados: eran dos caballeros, seguidos de un hombre, al parecer, de clase inferior á la suya. Echaron pié á tierra y uno de ellos pidió ver á la guardadora del castillo, añadiendo que iba de orden del Príncipe gobernador del reino. Al oir esto, abriéronse todas las puertas, y enterada del caso doña Magdalena, salió hasta la galería á recibir al mensajero de su señor, en quién nuestros lectores habrán reconocido, sin mas señas, al secretario D. Gonzalo Perez, asi como en las dos personas que le acompañaban, al general de Cárlos V. Don Luis de Requesens y Zúñiga, y al correo portador de los despachos de Alemania.

-Señora, dijo el primero, á la esposa de Quijada, juego que entraron en la cámara: habéis de permitirme, antes que desempeñe la comision que para vos me ha dado nuestro augusto Príncipe, que me felicite y os dé el parabien por las satisfactorias nuevas, que sin duda habréis recibido de afuera: mi amigo, el señor alcaide de Villagarcía soporta, segun tengo entendido, con su acostumbrado valor y perseverancia las penalidades de la guerra, sin separarse un momento del lado del rey.

-Así es en verdad, señor secretario, y os quedo reconocida al contento que por ello me mostráis; os prometo que cuando escriba á Quijada, he de significarle la obligacion que, debe á vuestra cortesanía. Ahora enteradme, si gustais, de las órdenes de mi querido Príncipe, advirtiéndoos de antemano que serán ejecutadas como si el mismo Quijada estuviese aquí para hacerlas obedecer.

-Poco trabajo os costará ese empeño, mediando en el asunto la palabra de honor de D. Luis de Requesens.

-Palabra que de nuevo otorgo bajo mi fé de caballero, repuso este estendiendo su brazo derecho: nunca se dirá que por haber faltado á ella, empañó el mas leve disgusto la apacible serenidad de á una matrona tan ilustre, y tan acreedora á mi respeto y acatamiento, como la castellana de este alcázar.

Sonrióse melancólicamente doña Magdalena, al escuchar el galante cumplimiento de D. Luis, y preguntóle con tierna solicitud:

-¿Venís por ventura á llorar en estas tierras algun bien perdido, y habéis jurado no inquietar á las doncellas de mis dominios señoriales?

-Vengo preso, señora, de órden del Príncipe.

-¡Vos! ¡Ah! Ya comprendo: sois tal vez culpable por haber dado muerte en desafío...

-Me envian bajo vuestra custodia, por traidor.

-¡Oh! ¡Qué estáis diciendo, caballero! Un hombre tal que vos no comete tan negra felonía.

Pagó Requesens á la matrona con un profundo saludo la buena opinion que, acerca de sus sentimientos, acababa de manifestar, en tanto que añadía D. Gonzalo:

-El Príncipe me ha mandado que os entregue la persona de D. Luis de Requesens y Zúñiga, á quien podeis permitir razonable desahogo, una vez que me ha ofrecido no alejarse mas allá del bosque inmediato. Y al presente debo cumplir con vuestro preso cierto interrogatorio, que tambien se me ha prevenido, faltando solo saber cuál es la estancia en que...

-Aquí mismo, señor secretario, replicó la castellana levantándose de su sitial; de ese modo estaréis á vuestras anchuras, mientras doy las órdenes necesarias para hospedar á nuestro cautivo del modo que merece.

-Mirad, doña Magdalena que no he concluido con esto mi comision. El Príncipe D. Felipe ordena que guardeis encerrado en calabozo muy seguro á esa buena pieza. Y esto último lo dijo, señalando al Correo, que inmóvil junto á la puerta de la estancia, contemplaba á la castellana, sin apartar un instante la vista de su bellísimo rostro.

Miróle á su vez la dama y le hizo seña para que se adelantase, despues de lo cual, le preguntó:

-¿Cómo os llamais?

-Creo, señora, respondió aquel hombre con visibles muestras de turbacion, que mi nombre nada importa para que yo esté preso.

-Os equivocáis, replicó doña Magdalena: aquí se lleva un registro de todos los que entran, y de los que recobran la libertad.

-Pues bien; tened entendido que, al revelaros quien soy, es que entrego mi cabeza al verdugo; pero no he aprendido á servirme de la impostura, ni aun para salvar mi vida, y menos recurriré hoy á ella en presencia de una dama. Me llamo Mauricio, duque de Sajonia.

El asombro que esta declaracion causó á la castellana de Villagarcía y á los dos caballeros que con ella estaban, no puede espresarse con palabras. Requesens echó involuntariamente la mano al puño de la espada, y el secretario Perez dio un salto hacia atrás, como si lo hubiese mordido una serpiente. Estos estremos ninguna estrañeza causarán á nuestros lectores, cuando sepan que el elector de Sajonia fué desposeido de esta dignidad, é investido por ella en la dieta de Augsburgo por Cárlos V el duque Mauricio; que éste habia manifestado la mayor adhesion al emperador, al mismo tiempo que se entendia secretamente con sus implacables enemigos los luteranos, y que por último acababa de rebelarse contra su protector, aprovechando una tregua para pasar á España.

Doña Magdalena fué la primera que, cumpliendo con el deber que le imponia su cargo de guardadora del alcázar, tomó la resolucion que en tan difíciles circunstancias se hacía necesaria, por mas que repugnase á sus sentimientos.

-Sois, dijo al duque, un hombre, á quien el príncipe D. Felipe, mi señor, me manda custodiar, y voy á encerraros en la torre mas alta de esta fortaleza: el Príncipe dispondrá despues, lo que con vos haya de hacerse.

-No es muy difícil de adivinar, respondió Mauricio de con indiferencia: por lo demás, estoy á vuestras órdenes.

La castellana atravesó el salon y salió á la galería para tomar las disposiciones que requería el caso. Entre tanto permanecian pensativos D. Gonzalo y D. Luis, procurando adivinar el primero los motivos que habian traido á España al elector de Sajonia, y el segundo admirando interiormente la sangre fria de un personage, que no debia esperar merced de sus enemigos. Al fin el secretario se dirigió al duque diciéndole:

-Os requiero, en nombre del rey nuestro señor, para que respondais á mis preguntas.

-Preguntad cuanto os venga á las mientes, caballero, contestó Mauricio, que os juro por mi sangre no morderme la lengua.

-Declarad ante todo, si además de los despachos para el príncipe D. Felipe, habeis traído algun otro pliego.

-En efecto, he traido otro.

-¿Para el general D. Luis de Requesens?

-Bien sabe el general que no.

-¿Para quién pues?

-Para Monseñor Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo.

-¿Quién os lo entregó?

-Es historia larga, caballeros, pero básteos saber para satisfaccion de vuestra curiosidad que yo necesitaba venir á la córte de Castilla, y que á pesar de haber cesado las hostilidades en los estados de Alemania, no podia esperar del emperador un salvo conducto. Importábame además no ser conocido aquí, y esto solo podia conseguirlo presentándome como un hombre oscuro: dudoso estaba acerca de la eleccion del disfraz que tomaria para atravesar el campamento de los Imperiales, cuando la fortuna se brindó á favorecerme. Mis puestos avanzados cogieron á un correo que traia pliegos para el príncipe D. Felipe y una carta para el arzobispo, y al punto me decidí: el correo quedó prisionero, y yo he venido en su lugar, imaginando que nada tendria que temer, si desempeñaba fielmente mi comisión.

-¿Conoceis el contenido, de los despachos del Rey?

-Si los hubiese abierto, á lo cual me daban derecho las leyes de la guerra, no hubiera podido entregarlos, y si no los entregaba, me esponia á andar en dimes y diretes con vuestros alguaciles.

-¿Tampoco podeis decir quién escribió la carta para Guillermo de Croy?

-No por cierto; la entregué como los despachos, pero en ella lo aseguraban, segun me manifestó, que se fiase de mí, es decir del correo, y me descubrió sin rebozo que la trama estaba bien urdida, y que pronto quedaria vengado el duque de Alba de un rival temible que tenia en la corte.

-¿Pronunció el nombre de ese rival?

-No; ni pretendí conocerlo; poco me interesaba esa intriga.

-¿A qué habeis venido á la corte?

-Ese es mi secreto, que solo revelaré al príncipe D. Felipe, en persona y sin testigos.

-¿Conoceis la suerte que os espera?

-Sé que moriré á manos del verdugo, ó por medio de un veneno.

-Duque Mauricio, si repetís por escrito cuanto acabáis de declarar, os doy mi palabra de que os oirá, corno deseáis, el Príncipe mi señor.

-¿Y por qué no, aun cuando no me oiga?

-Vuestras razones pueden salvar á un inocente.

-Tanto mejor; venga recado de escribir y acabemos pronto, porque llega ya á mis oidos el estrépito de los hombres de armas que deben conducirme á la torre mas alta de esta pajarera. Si lo teneis á bien, hacedme una merced.

-Hablad, y si está en mi mano...

-Decid á esa noble dama que la fiereza hace malísimo maridage con la hermosura, y que para ir á la torre, solo necesito un escudero que me enseñe el camino: mientras tanto, yo escribiré y el general Requesens ayudará á mi memoria, por si algo se me olvida apuntar de lo que antes dije.

El Secretario se dirigió á la galería, y el duque Mauricio, sentándose sin ceremonia en el sitial de doña Magdalena, sacó papel de un enorme cartapacio forrado de pergamino que habia sobre la mesa, y se puso á redactar su anterior declaracion verbal.

-Yo soy, díjole Requesens, luego que hubo concluido de escribir, el hombre acusado de alta traicion, á quien vuestra firma salvará la vida. Entre soldados son muy sagradas estas deudas: señor Elector de Sajonia, ya sabeis que desde hoy nada puedo negaros, que sea compatible con mi honor y mi fidelidad al soberano.

-Solo exijo de vos que inclineis el ánimo del Príncipe á que me proporcione un veneno activo, que ponga fin á mis dias; si me toca la mano del verdugo, moriré dos veces.

-No han llegado todavia las cosas á ese estremio.

-Pero llegarán, no lo dudeis, si no consigo hablar á D. Felipe; porque estoy resuelto á no confiar mi secreto á ningun otro mortal.

-¿Y si le habláis?

-Podrá acontecer que nos entendamos.

-Pues le hablaréis ó perderé yo la vida.

Acababa apenas Requesens de pronunciar estas palabras, cuando volvió á entrar D. Gonzalo Perez seguido del llavero principal del alcázar. El duque Mauricio le entregó entonces su declaracion escrita y firmada, y haciendo una seña al llavero para que fuese delante, se retiró de la estancia, dirigiéndose á la torre que la castellana le habia destinado. D. Gonzalo leyó detenidamente la relacion del Elector, hallóla conforme á lo que antes habia espuesto de palabra y encareció á D. Luis la necesidad en que se hallaba de partir sin demora para Valladolid, á fin de enterar al Príncipe de todo. Convino en ello el general, á quien desde aquel momento dio su amigo por libre, con la prudente reserva de aguardar las órdenes de D. Felipe para su vuelta á la córte,'y fuéronse los dos á buscar á doña Magdalena para poner en su noticia lo que habian acordado. Halláronla en animada conversacion con el padre Superior del monasterio de la Espina, á la estremidad del puente levadizo de la fortaleza, y detuviéronse razonable distancia para no interrumpir su plática. La castellana los divisó á poco rato, fué á su encuentro y despues de escuchar las poderosas razones que espuso el secretario para no permanecer aquella noche en Villagarcía, aprobó su deterrninacion, exigiendo empero que su marcha se verificase despues de la comida, con que queria agasajar á tan distinguidos huéspedes.

Así se hizo; el banquete fué silencioso y conforme en un todo á las leyes de la etiqueta que habia importado de Alemania á Castilla el emperador D. Cárlos. Media hora despues de terminado, cabalgaba con direccion á Valladolid el honradísimo secretario Gonzalo Perez; el general D Luis de Requesens y Zúñiga tomaba posesion del alojamiento que se le habia dispuesto en el alcázar; el venerable monge de la Espina rezaba el rosario paseándose por las almenas, y doña Magdalena de Ulloa derramaba á solas copioso y amargo llanto recordando las traiciones de su ausente esposo.

Capítulo IV
El instinto de un perro, la astucia de un malvado y el dedo de Dios

Nuestros lectores no habrán echado seguramente en olvido á Diego Martinez, el amante raptor de la desenvuelta Beatriz, antigua criada de la condesa de Barajas. Si Juan de Mesa, al decir del escudero que acudió al llamamiento de doña Magdalena, durante el primer diálogo, que ésta tuvo con el fraile, no hallaba momento de reposo desde la llegada al castillo del terrible mastin, que á todas partes le seguia con tenaz perseverancia, la verdad nos obliga á asegurar que tampoco el héroe del saqueo de Roma se las habia todas consigo, y que andaba asaz mohino, preocupado y receloso de que la permanencia de D. Luis de Requesens en Villagarcía, aun cuando fuese en calidad de preso, le deparase una mala ventura. Y es el caso que en el primer capítulo de esta narracion, no hemos completado las noticias que tenemos acerca de tan interesante personage. Conviene, por lo tanto, saber, para que no cause admiracion el miedo que esperimentaba el buen guerrero, seductor de doncellas, que habia pertenecido á los tercios vencedores de Francisco Sforcia, cuando este tuvo que rendir el castillo de Milan; que despues entró á servir en el ejército del duque de Borbon; habiendo sido uno de los primeros en amotinarse por la falta de pagas contra los capitanes de las compañías y señaladamente contra Requesens, quien persiguió espada en mano á los revoltosos indisciplinados; y que por último, y á pesar de los esfuerzos del mismo jefe, se entregó, con otros muchos perdidos aventureros, á los mayores excesos en la capital del mundo cristiano, robando los vasos sagrados de sus templos y convirtiendo la ciudad en un teatro de sangrientas escenas de carniceria y desolacion. Despues de tan insignes proezas, desertó de sus banderas y regresó á Aragon, su patria, desde donde alistándose de nuevo en las tropas de Castilla, pasó á formar parte de la corta guarnicion del alcázar de Villagarcía.

En cuan Lo á Juan de Mesa, ya liemos visto que, para librarse de los amenazadores ojos de Bravo, habia recurrido al espediente de encerrarse, esperando que la permanencia de su terrible adversario no se prolongaria mucho en el castillo; pero transcurrieron, las horas y llegó la de la oracion, sin que el sañudo mastin abandonase la puerta del cuarto de aquel mozo, y este no tuvo mas remedio que abrirla, para cumplir una orden terminante de doña Magdalena, que lo mandaba presentarse en la sala de armas con todos los demás sirvientes y soldados del alcázar, á escepcion del vigia. El pobre diablo rogó entonces á dos de los primeros que no lo dejasen solo y espuesto á, alguna acometida del fiero animal; mas al ver ellos que este sacudia la cola y se preparaba á seguirles, se santiguaron, figurándose que era el diablo, y dejaron que-su compañero se las compusiese con él. El bueno de Juan se vió pues en la necesidad de dirigirse, muerto de miedo, á la sala de armas: al entrar en ella cobró algun aliento, imaginando que se prohibiria al perro la entrada en aquel recinto, pero frustósele esta esperanza, por cuanto Fortun, el escudero de mas confianza de la castellana, estaba instruido sin duda de lo que debia hacer, y dejó pasar libremente á Bravo al interior de la sala, en la cual se hallaban ya reunidos guerreros, doncellas y criados. á poco rato se presentaron doña Magdalena de Ulloa, el superior de los monges de la Espina y D. Luis de Requesens, haciendo cesar su llegada las conversaciones y comentarios, á que daban lugar entre aquella gente ociosa, las noticias que podria haber traido de la corte Miguel Bosque, así como la repentina aparicion en Villagarcía del fraile del cercano monasterio con su mastin, el tenaz empeño de este, de no separarse un punto de Juan de Mesa y la prision de uno de los mas valientes generales del rey. Colocáronse todos en dos filas á ambos costados del salon, dejando libre el de la puerta y ocupando el opuesto á ella la castellana con sus huéspedes, y así esperaron en profundo silencio la primera señal que anunciase el toque de oraciones. Observóse á muy poco tiempo por los actores de aquella escena muda, que el perro del monge abandonando de pronto á Juan de Mesa, junto al cual se habia formado, como si fuese uno de tantos domésticos de la fortaleza, atravesó rápidamente la sala, se detuvo á cuatro pasos de la fila de hombres que hacía frente á la suya, acercóse luego á un soldado, examinó atentamente su turbado rostro, olió su trage, y exhalando tres ahullidos lastimeros, que amedrentaron á los mas aninosos se volvió á su puesto. Aquel soldado era Diego Martinez.

-¿Habeis oido eso, señora? dijo Requesens en voz baja á doña Magdalena. Disponed que echen de aquí á ese hermoso animal, para que no interrumpa vuestra devocion.

-Dejadle, D. Luis, le contestó la dama, que no está aquí por falta de misterio.

-Creed, general, añadió el monge, que hoy ha conducido mis pasos á este alcázar el dedo de Dios.

-En efecto, voy sospechando que os interesa algun descubrimiento importante, repuso el primero; y sino... ved como tiembla aquel soldado... ¡Ah! Apostára á que he visto ese perillan en alguna otra parte: sí... no hay duda; lo conozco, mas no recuerdo bien en que tropas ha servido.

-Tengo oido decir que en las de Aragon, respondió doña Magdalena: el alcaide mi esposo lo trajo de Valladolid por haberle parecido hombre determinado. De todos modos, deseo que le examineis esta noche y no digais lo que saqueis en claro de su vida pasada.

-Así lo haré puntualmente por complaceros.

Aquí llegaban nuestros principales personages de su diálogo, cuando resonó en la sala el tañido de una campana, al mismo tiempo que el eco de la corneta del vigia anunció á los habitantes del alcázar la hora de oraciones. Prosternóse doña Magdalena, cuyo ejemplo siguieron todos los que en la sala de armas estaban reunidos: el monge hizo la señal de la cruz, dirigió al cielo una fervorosa oracion en latin y dio principio al rezo vespertino. No podemos asegurar que la devocion fuese aquel dia sincera en el castillo, porque habia un objeto en el que se fijaban los pensamientos y las miradas de los asustados moradores, objeto impasible é impotente, que no apartaba un instante los ojos de Diego Martinez se desviaba seis dedos de Juan de Mesa; objeto que, á causa de tan viva insistencia, no podia menos que dar al traste con las ideas, que en aquellos momentos debian ocupar todas las imaginaciones.

Termináronse al fin las plegarias á la Madre de Dios; el fraile pronunció una exhortacion, encareciendo la práctica de las virtudes y de los deberes religiosos; anatematizó á los incrédulos y á los malos cristianos, conminándoles con los castigos de la Santa Inquisicion, y por último echó á sus oyentes la bendicion de la Iglesia. Ya se preparaban estos á desocupar la sala, cuando adelantándose doña Magdalena con altivo continente, pronunció estas palabras:

-Nadie se mueva de su puesto. Juan de Mesa, aquí.

Apoderóse del mozo un frio glacial y á duras penas pudo andar los pasos que le separaban del centro de la estancia. Bravo, fiel á la consigna que á sí mismo se habia dado, le siguió sin vacilar, situándose á su izquierda, como si estuviese preparado para responder al interrogatorio de la noble matrona.

-Esplícanos, dijo ésta al aturdido villano, la causa de que ese mastin te persiga hasta el punto de que te hayas encerrado voluntariamente por no verle.

-¡Ah señora!... balbuceó Juan tiritando de miedo; no la sé... no la sé: yo estaba allí... junto al puente... cuando ese maldecido perro llegó al alcázar, y entonces... es decir... desde el punto que me divisó, se vino á mí, para no soltarme un momento.

-Lo cual significa que te conoce.

-En efecto... es muy posible, señora; me habrá visto algunas veces en el convento de la Espina.

-O en otra parte, murmuró el monge, sacando de la manga de su hábito un pañuelo manchado de sangre, que enseñó á Requesens.

-Por Dios que no comprendo, dijole éste...

-Se trata, repuso el fraile, de descubrir al perpetrador de un crímen horrible.

-En tal caso, paréceme, observó, el primero, que son dos los delincuentes. Pero, ¿qué se ha hecho del soldado, que tanto temblaba cuando se lo acercó el perro?

Al oir el monge esta pregunta, miró hacia el sitio que antes ocupaba Diego Martinez y notó que efectivamente no estaba ya en él, circunstancia que puso sin perder momento en noticia de doña Magdalena. Esta dejó entonces á Juan de Mesa, y dirigiéndose á los hombres de armas llamó al amante de Beatriz: nadie contestó. Hizo en seguida una seña al escudero Fortun y supo por él que no habia atravesado alma viviente la puerta de la sala.

-Regístrese todo y entregadme ese hombre, esclamó la castellana con imperioso acento: os lo requiero en nombre del Rey.

Los soldados y sirvientes se arremolinaron y dieron principio á una pesquisa, que no produjo el menor resultado, por lo que imaginando el monge que el único que podia, en aquella coyuntura, dar alguna luz acerca del paradero de Diego, era Bravo, desplegó el pañuelo ensangrentado y lo puso delante de los ojos del mastin, con gran admiracion y susto de todos. El efecto de la prueba no se hizo esperar mucho tiempo: Bravo se abalanzó furioso al pañuelo, lanzando un ahullido tristísimo, lo cogió entro sus dientes y abriéndose paso corrió á la puerta y desapareció de la sala.

-Seguidle, gritó el monge á los criados; su instinto admirable nos revelará la verdad.

-Sigámosle tambien nosotros, añadió doña Magdalena.

Y echó á andar, acompañada de Requesens: al llegar á la puerta dijo á Fortun en voz baja:

-Echa los cerrojos y barras por la parte de afuera: este es por ahora el calabozo de Juan de Mesa.

El último que abandonó la sala de armas fué el superior del monasterio de la Ermita.

Juan de Mesa habia permanecido como petrificado por el espanto en el mismo sitio en que le dejára la castellana, sin poder darse una razon exacta de cuanto acababa de suceder. El silencio que reinaba en torno suyo le hizo al fin reconocer que se encontraba solo, y entonces recordó, como si sacudiese de su imaginacion las sombras de pesado sueño las preguntas de doña Magdalena, la desaparicion de Diego Martinez y el pañuelo fatal; lo restante habia desaparecido de su mente porque el ahullido del mastin le habia obligado á cerrar los ojos y nada mas habia visto ni oido. Pero una vez recobrado de su mortal zozobra, entró en cuentas consigo mismo y conoció que estaba perdido, si no lo sacaba algun milagro de tan terrible situacion, porque el perro del monge era un acusador tan poderoso, que á fuerza de perseverancia y de persecuciones conseguiria al cabo, por mas que él se resistiese, hacerle confesar su secreto, á fin de ahuyentará su cruel é implacable adversario. Este pensamiento le impulsó á dirigir la vista á su alrededor, seguro de que encontraria la fascinadora mirada de Bravo clavada en su rostro; mas ¡cuál fué su sorpresa al asegurarse de que ningun testigo leia á la sazon en el libro de su manchada conciencia! Pudo al fin respirar el pobre mozo; pudo moverse y sobre todo pensar en los medios á que le sería dado recurrir para salvarse.

Examinó desde luego todos los rincones de la sala; en ninguno de ellos vió al aborrecido mastin; corrió á la puerta y la halló cerrada; encaramóse á una ventana... trabajo inútil, porque sus cruzados barrotes de hierro eran demasiado gruesos, para que cediesen á los desesperados esfuerzos de un hombre. No habia pues esperanza para Juan de Mesa, y el desaliento sucedió bien pronto en su angustiado corazon al débil rayo de luz que habia creido ver brillar para él, al considerarse abandonado de todos á su suerte.

-¿Conque voy á morir por asesino? esclamó dolorosamente y dejándose caer, mas bien que sentándose en el suelo. ¡Maldito ermitaño! ¡Maldito dia aquel en que te hallé! ¿Quién fué el demonio, enemigo mortal de mi salvacion, que te inspiró la idea de venir á Castilla, para que nos encontrásemos los dos? Vivieras y murieras en Alemania, como habias jurado al marcharte, y de ese modo no me hubieras obligado á quitarte la vida. En fin, lo hecho, hecho se está, como dice Diego, á quien el cielo favorece mas que á mí... ¡Ah! gritó entonces dándose una palmada en la frente é incorporándose de pronto. ¡Qué famosa idea acaba de ocurrirme! Diego Martinez estaba aquí con los demás, y sin embargo se ha escapado sin saberse cómo ni por dónde; de seguro que no habrá sido por la puerta, porque le hubieran visto. Pues bien; no hay remedio: esta sala tiene otra salida que yo ignoro, pero necesito buscarla á todo trance, si quiero evitar la miserable suerte que me aguarda.

Y Juan de Mesa, con el ahinco y la rábia que comunica al corazon la certeza de una muerte próxima, se dirigió á los tapices que cubrian de alto á abajo las cuatro gruesas paredes de la sala, los fué levantando en todas direcciones y los palpó de trecho en trecho, esperando á cada paso encontrar una puerta secreta ó una abertura que pusiese fin á los tormentos de su alma. Pero el cielo, sordo á, sus quejas, nada le deparó de lo que tan desesperadamente buscaba: jadeando de fatiga, pálido y desencajado, por la penosa lucha que habian trabado en su pecho el deseo y la imposibilidad de huir; iba ya á tenderse otra vez en el suelo, renunciando á toda tentativa y rechinando los dientes con fuerza convulsiva, cuando una carcajada clara y sonora, que llegó á sus oidos, le heló toda la sangre en las venas. Abrió los ojos desmesuradamente, erizáronsele los cabellos, cubrió todos sus miembros un copioso sudor frio, y creyó llegada ya su última hora.

¡Quién eres!... preguntó al cabo con voz tan desfallecida, que solo el lúgubre silencio de aquella estancia podia hacerla tener por eco de humana criatura. ¡Quién eres, quo así vienes á turbar mi espiritu con tu diabólico regocijo! ¿Acaso el alma del pícaro renegado, á quien despaché al otro mundo, á pesar de su ropon de penitente? Supongo que no vendrás á pedirme misas, porque debes estar ardiendo en los profundísimos infiernos, y tengo oido que nadie sale de esa halagüeña mansion. No; no buscas sufragios, ya lo sé; quieres divertirte á mi costa, ó tal vez probar mi valor, para saber si podré mirar cara á cara al verdugo. Si es asi, vuelve, vuelve á las hogueras infernales y déjame en paz.

Otra carcajada mas fuerte que la primera fué la contestacion que obtuvieron las razones de Juan. Este dirigió la vista hácia la parte de la sala, de donde parecia haber salido aquel estrepitoso escarnio contra su mala estrella, y observó distintamente que se movia una de las muchas armaduras completas y colosales que decoraban las paredes de la sala. Hincó una rodilla en tierra, rezó mentalmente el credo y gritó como un loco:

-Perdon, perdon. Yo lo confesaré todo al monge del monasterio de la Espina.

-Ese será un medio infalible para-que te ahorquen mas pronto, lo contestó una voz que no lo era desconocida. Al mismo tiempo se agitó de nuevo la armadura que tanto había trastornado á Juan de Mesa, inspirándole el primer acto de arrepentimiento, y éste vió salir de ella... á su buen amigo Diego Martinez.

-¡Cómo!... esclamó santiguándose. ¿No eres Satanás, ni el renegado en persona?... ¡Diego!... el mismo Diego... Y animándose mas y mas, á medida que se cercioraba de que no le hacían traicion sus ojos, añadió adelantándose hácia su amigo:

-¿De dónde sales? ó mejor dicho ¿por dónde has entrado á esta maldita sala que Dios confunda?

-Habla mas bajo, porque si te oyen, no habrá esperanza de salvacion para nosotros, le contestó el soldado, limpiándose el sudor que le corría por el rostro.

-¡Hola! ¿Conque, segun eso, podrémos librar el pellejo...?

-Mucho han de estudiar para que dén con nosotros... se entiende, si haces lo que yo.

-¿A qué se reduce?

-A encajonarte vivo dentro de una de esas armaduras de los antepasados del señor D. Luis Quijada; ahí nadie te verá, aun cuando te busquen dos horas por toda la sala.

-¡Demonio!... pero ese recurso debe ser muy sofocante.

-No digo que no, pero es mucho peor habérnoslas con el endiablado mastin del fraile.

-De modo que si vienen para conducirme á...

-No tienes mas que elegir el caballero que te convenga de todos esos que vés; en seguida te metes, por detrás, dentro de su cuerpo, y cátate como en tu casa.

-¿Y de esa manera has burlado tú las pesquisas que se han hecho para cogerte?

-Ni mas ni menos. Al ver la confusion que reinaba en la sala, producida por el llamamiento que hizo doña Magdalena de tu persona, traté de aprovecharla; los soldados que estaban junto á mi se adelantaron tres pasos para oír mejor lo que te decía la noble castellana, y yo entonces, deslizándome con disimulo á lo largo del tapiz, alcancé la primera armadura que estaba á mi derecha y me embutí en ella, del mismo modo que se meteria el diablo en una pila de agua bendita, si se encontrase comprometido.

-Todo está, bien, amigo Diego, todo está bien, pero me ocurre una dificultad.

-¿Cuál es?

-Que si bien estamos seguros de que no nos echen el guante en nuestras madrigueras, tambien, si permanecemos en ellas mucho tiempo, vamos á correr el riesgo de morir de hambre.

-Otro peligro mayor nos amenaza.

-¡Qué dices!

-Sí; el de que traigan aquí al mastin para que nos olfatee, ó nos sorprendan por pura casualidad, lo cual no será muy divertido para nosotros.

-¿Y qué debemos-hacer?

-Nada, Juan, nada; estarnos quedos y oido alerta. Se me figura que es todavía demasiado temprano para que Dios me abandone, y me dice el corazon que he de salir bien de este íntrincado negocio.

Al decir esto Diego Martinez, se acercó á la puerta, por habérsele antojado que oia ruido de pasos y de voces, lo cual era cierto, por que muchas personas, hablando con animacion y con un apresuramiento desusado, se dirigían, al parecer, por las diferentes galerías del castillo á la plaza de armas.

-Ya están aquí, dijo á su compañero: pronto... pronto á convertirnos en yelmos, corazas y escarcelas.

Juan no se hizo repetir dos veces la saludable advertencia, é imitando al astuto soldado, desapareció en un abrir y cerrar de ojos, empotrándose en el interior de una holgadísima armadura.

No habia aun tomado aliento en su escondite, cuando se descorrieron los cerrojos de la puerta y entró en la sala Fortun el escudero, seguido de hombres de armas y criados, para llevarse á Juan de Mesa, en cumplimiento de una órden de su señora,. Hé aquí lo que había ocurrido desde que los habitantes del alcázar salieron precipitadamente de aquella misma estancia en seguimiento de Bravo.

El mastin, apretando entre sus mandíbulas el ensangrentado pañuelo, atravesó las galerías, el patio principal y las obras esteriores hasta el puente levadizo, que estaba á la sazon levantado; detúvose un instante ante esta dificultad, pero no tardó en tomar una resolucion, que dejó estupefactos á los que iban observando sus movimientos. Trepó á la muralla por la primera rampa que vió, y sin cuidarse de la anchura formidable del foso, ni de la profundidad de sus aguas, saltó la distancia que separaba el castillo del campo abierto, sin abandonar la presa que llevaba, y se encontró fuera del recinto amurallado. Los criados corrieron al puente, aflojaron las cadenas y se precipitaron en tropel para alcanzar el intrépido Bravo, que salvando cercas y vallados, con el admirable instinto providencial que la naturaleza ha concedido á su raza, los condujo, dando casi la vuelta al castillo, hasta sus últimas empalizadas. Cuando llegaron á ellas los sirvientes, hallaron al fatigado animal escarbando la tierra con sus manos. Al ver á la gente del castillo, suspendió su trabajo y se fué á su encuentro, exhalando lamentables ahullidos, que helaron á todos de espanto; y viendo que nadie se movía para ayudarle en la comenzada tarea, se abalanzó á los mas cercanos y comenzó á tirarles de la ropa y aun á desgarrársela, como para obligarlos á secundar sus intentos, yendo y viniendo desde un punto del campo, en que había dejado el pañuelo, hasta aquel en que se habían detenido los de la fortaleza, sin saber á que resolverse hasta la llegada de doña Magdalena.

Presentóse esta á poco rato en aquel sitio, acompañada de D. Luis de Requesens y del superior de la Espina, á quien la emocion y la esperanza habían dado fuerzas para tan fatigosa escursion. En tanto que el buen monge calmaba como mejor podía los arrebatos y la impaciencia de Bravo, varios criados se dirigieron al alcázar, por una poterna inmediata á la empalizada, y volvieron con hachones de viento, para iluminar aquellos alrededores, sobre los que estendía ya la noche su enlutado manto. Entonces dijo la castellana:

-Intimo á todos absoluto silencio; la Providencia nos ha traído sin duda á este sitio para el descubrimiento de un gran crimen, obedezcamos los decretos de la Providencia.

-Manos á la obra, hijos míos, añadió el monge señalando el sitio en que el mastin había depositado el pañuelo: removed esa tierra, destrozada ya por las uñas de este noble animal, y en él encontraréis pruebas irrecusables de lo que buscamos.

La gente del castillo no esperó á oír dos veces aquel mandato: los mas se arrojaron al suelo y empezaron á sacar tierra con sus mismas manos; algunos entraron en el alcázar para salir un momento despues con azadones y palas de hierro, y otros se encargaron, por consejo de Requesens, de cortar ramas de los árboles mas cercanos, para hacer unas parihuelas. No tardaron todos en sobrecogerse de espanto: un ahullido lastimoso de Bravo, anunció el término de aquella silenciosa faena, y los hombres que levantaban la tierra se apartaron despavoridos, porque al resplandor de los hachones acaban de descubrir un cadáver.

Acercóse el monge al hoyo poco profundo en que se hallaba, examinóle atentamente, murmuró entre dientes una oracion por el descanso de su alma y dijo a la castellana:

-Declaro delante de Dios y en presencia de cuantos me escuchan, que ese hombre es el mismo penitente, que me confesó sus culpas el día 2 de Marzo en el monasterio de la Espina. Mirad, Señora; todavia no ha consumido la tierra el ropon de ermitaño que le cubría, y del cual os he hablado: solo me resta añadir algunas palabras, para convencer al mas incrédulo de que nada se oculta en la tierra a los ojos de Dios. Hace seis días que salí del convento, con objeto de poner en conocimiento de la muy ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa ciertas nuevas que ya no ignora; mas antes de penetrar en el alcázar, ocurrióme la idea de visitar sus alrededores, tanto para retardar una conferencia que nada podia tener de agradable, corno para recrear el ánimo en la contemplacion de las maravillas del Eterno. Llegué á esas empalizadas con la intencion de dar la vuelta al castillo, cuando de repente se detuvo asustado el mastin que siempre me acompaña. -¿Qué es eso Bravo? -díjele temiendo que hubiese olfateado algun mal encuentro para mí; mas el perro me respondió agachándose y alzando del suelo ese lienzo ensangrentado: en seguida dio tres ahullidos, corrió a este mismo sitio y comenzó á escarbar la tierra, dándome á entender con sus movimientos, que al pié de las murallas de los antiguos y fuertes torreones de Villagarcía existía oculto un misterio de sangre. Ya no quise ver aquel día á la noble señora de estos contornos; el descubrimiento de Bravo se enlazaba en mi mente con el recuerdo de las noticias que tanto podían interesarla. Volvíme pues al monasterio para meditar, para pedir al cielo que iluminase mi espiritu, y seguro al fin por sus divinas inspiraciones, de que mi presencia pondria en claro el paradero de mi penitente del 2 de Marzo, he venido hoy para encontrarle en el castillo vivo ó muerto. Mi mision ha concluido.

-Y ahora empieza la mia, repuso doña Magdalena con dignidad. Fortun, dirígete a la sala de armas con los hombres de armas que necesites y trae aquí á Juan de Mesa.

Fortun obedeció; pero ya hemos visto quo el villano acababa de convertirse en caballero armado de todas armas, cuando los que iban á-buscarle penetraron en la sala. Y como estos no le encontraron, por mas pesquisas que hicieron, tomaron el prudente partido de hacer saber á doña Magdalena que el diablo, cansado ya sin duda de las maldades del mozo, se lo habia llevado en cuerpo y alma, para que hiciese compañía a su dignísimo amigo Diego Martinez en las mansiones infernales. De este modo esplicaron desde entonces los moradores de Villagarcía la desaparicion de aquellos dos personages.

Se sacó pues el cadáver del ermitaño de la tierra y fué conducido en las parihuelas al castillo, á fin de darle religiosa y mas conveniente sepultura. Cumplido este piadoso deber; se registraron de nuevo las galerías, los patios, las murallas, en una palabra, todo cuánta inspiraba recelos de que pudiese dar asilo á un prófugo, y convencida por último la castellana de que los presuntos reos del crímen, que acababa de descubrirse, caerian al siguiente dia en su poder, rogó al superior de la Espina que no, saliese del alcázar hasta que esto se verificase, pues contaba con la eficaz coopercion de Bravo para averiguar su paradero. Mandó despues levantar el puente y que todos, á escepcion de los hombres de armas de servicio, se recogiesen, como todas las noches, despues de la cena.

Capítulo V
En que se evidencia que Diego Martinez y Juan de Mesa sabian cenar con apetito y batirse á oscuras

En el estremo de la oscura galeria, opuesto al que ocupaba la suntuosa cámara de doña Magdalena de Ulloa, habia una puerta, que daba paso al corredor en que estaban situados los retretes de sus doncellas. Cada una de estas tenia el suyo, y ninguna se cerraba por dentro, á fin de que pudiesen llegar á su conocimiento, sin detencion alguna, los recados y órdenes de su señora. Allí precisamente, á la entrada del corredor se hallaba la habitacion de Beatriz, moza resuelta y de desparpajo, si las habia, y capaz de trastornar con su coqueteria veinte cabezas mas sólidas que la de Diego Martinez. Con todo, debemos dejar consignado en honor de la verdad, que eran las doce de la noche, en que ocurrieron los acontecimientos que acabamos de referir, y aun no se habia acostado. Su desasosiego era evidente; iba y venia á lo largo de su cuarto, quedábase algunos momentos pensativa, asomábase otros á la ventana, que caía a la plataforma del alcázar, apretaba los puños y reprimia el llanto con todas sus fuerzas, por temor de que se oyesen sus sollozos, é intentasen sus compañeras de servicio averiguar la razon que los motivaba.

La razon está al alcance de nuestros lectores; su amante había desaparecido, y no era esto todo lo que tenia que sentir; su amante se había llevado probablemente el cofrecillo de alhajas, robado á su anterior ama la condesa. ¿Qué iba pues á ser de ella en Villagarcia, sin el decidido protector que lo había deparado su cariño? ¿Y cómo seria mirada en lo sucesivo por las demás doncellas y por la misma doña Magdalena la creida prima hermana de un hombre, acusado por todos los del castillo, como autor de un asesinato?

Beatriz había asistido al rezo de oraciones en la sala de armas y presenciado la terrible escena de Bravo con Diego Martinez, la mortal palidéz de este último y su evasion: desde entonces se perdía en mil conjeturas acerca de los medios de que el soldado se habría valido para evitar el castigo que le esperaba, y no pudiendo imaginar que lo hubiese logrado por medios naturales, sin ser visto ni sentido, concluía creyendo candidamente lo que los sirvientes aseguraban; esto es, que Diego Martinez se había evaporado por arte de Satanás y que estaba ardiendo en los infiernos.

Acosada la pobre é infortunada doncella por el temor supersticioso de su alma, por el recuerdo de un amor perdido y tan mal empleado, y aun mas, por el recelo de que, llegase á averiguar doña Magdalena la verdadera historia de sus relaciones con su supuesto primo hermano, no se había atrevido á acostarse, prefiriendo pasar, la noche en vela, entregada á sus cavilaciones. De pronto empezó á temblar, porque creyó haber oído pisadas en la galería; acercóse a la puerta del cuarto y conoció que no se había engañado; aquellos pasos se dirigían hacia el corredor. Iba ya á cerrar la puerta por dentro á pesar de las severas órdenes que lo prohibian, cuando dos hombres que acababan de llegar con el mayor silencio posible al estremo de la galería, penetraron en el corredor y un momento despues en el retrete de Beatriz. Uno de aquellos hombres; puso á esta la mano en la boca, para impedir que lanzase algun imprudente grito.

-Y ahora, dijo á la sobrecogida doncella, saca de tu dispensa particular, mi querida llorona, alguna cosa con que nos vuelva el espíritu al cuerpo, porque venimos muertos de hambre y de sed.

Beatriz le miró de hito, en hito, para cerciorarse de que, no era una vision del otro mundo el objeto que tenia delante de los ojos, cuando el otro añadió:

-¿Te figuras, hermosísima Beatriz, que somos dos ánimas del purgatorio? Pálpanos á tu sabor y te convencerás de que aquí hay carne y huesos; estos en abundancia verdaderamente, y aquella escasa, porque la horrible prision de que salimos nos iba convirtiendo en esqueletos.

-¡Ese tambien!... murmuró Beatriz con tembloroso acento, señalando al que acaba de hablar.

-Tambien ese, repuso el primero

-¡Ah Diego! No sé lo que vá á ser de nosotros.

-¡Ah, Beatriz! Fortalece un poco nuestros estómagos.

-Dime antes...

-Ni una palabra. He formado grandes proyectos, que el hambre vá borrando de mi imaginación.

Enteramente persuadida la moza de que el diablo no se habia llevado á Diego Martinez ni á Juan de Mesa, supuesto que estaban allí, á su vista en cuerpo y alma al parecer, y esplicándose de una manera que no acostumbran ciertamente los espíritus infernales, abrió una alhacena, sacó de ella pan, vino, un razonable trozo de cecina de venado, dos faisanes en salsa verde con ajos y cebollas, un enorme pedazo de pastel de palominos y algunas frutas, y lo puso todo á disposicion de los dos amigos. Abalanzáronse estos á las provisiones, como hombres condenados á una abstinencia forzosa de muchas horas, y devoraron en pocos minutos y en silencio á que la opípara cena, que les llegaba como llovida del cielo, saboreándola con sendos tragos, que restablecieron completamente el equilibrio de sus fuerzas. Pero como dos hombres, por mucho apetito que tengan, no pueden estar cenando eternamente, Juan y Diego enfrenaron el suyo despues de haber dado fin á los tesoros de la dispensa particular de Beatriz, a la que refirieron entonces el ingenioso ardid de que se habían valido en la sala de armas, para burlarse de la justicia de doña Magdalena.

-Hasta ahí lo comprendo perfectamente, díjoles la admirada doncella: pero ¿cómo ó por dónde habeis salido de la sala para llegar á mi aposento?

-Por la puerta, querida mia, por la puerta, repuso con gravedad Diego Martinez: has de saber que cuando volvió allá Fortun, acompañado de hombres de armas para buscar á Juan, segun creemos, á fin de proporcionarle encierro mas reducido, ó tal vez á quitarle la vida, que de esto no podemos responder, has de saber, repito, que se quedó patitieso, al cerciorarse de que habia volado su cautivo, y que se retiró con las orejas gachas seguido de sus hombres. Entonces cometió la mas insigne torpeza que cabe en escudero, y seguro estoy de que esta es la hora en que no la conoce. Convencido de que nada tenia ya que guardar en aquella sala ¿qué imaginas que hizo? Dejó la puerta como está siempre; abierta de par en par. Nosotros fuímos mas prudentes que él; unimos las dos hojas para platicar libremente, y decidir lo que mas nos importaba en aquel trance: es decir, que hemos permanecido en la sala de armas hasta que estuviesen dormidos cuantos habitan en el alcázar, y despues hemos venido á engullir tus sabrosísimos manjares.

-Pero... no podeis deteneros aquí, observó Beatriz, porque os cogerán sin remedio.

-Dios nos libre de semejante necedad, respondió Juan rascándose una oreja: ya quisiera verme á dos mil leguas de esta jaula.

-De eso se trata, y ahora mismo vamos á probar fortuna por última vez, añadió Diego.

-¿Qué es lo que piensas? le preguntó la moza, llena de angustia y de zozobra.

-Salir á campo raso y tomar las de Villadiego.

-¡Y yo!...

-Acabarás de una vez; demasiado sé que eres de buen temple.

-Es decir que me abandonas...

-Al contrario; te llevo conmigo y doy ese nuevo chasco á la señora de Villagarcía.

-Tu proyecto es una locura.

-¿Por qué?

-Porque está levantado el puente.

-Juan ¿qué te parece de esa dificultad?

-Gazmoñerías de mugeres. ¿Para qué necesitamos el puente, si tenemos la poterna? contestó el villano: mi parecer es que nos larguemos pronto, no sea que algun azar nos detenga en el castillo mas tiempo del que quisiéramos.

-¡Por la poterna! esclamó Beatriz horrorizada. No léjos de allí se ha encontrado...

-¿Qué? preguntaron los dos amigos á un tiempo.

-El cuerpo de un hermitaño.

-¡Demonio! murmuró Juan de Mesa; eso complica hasta cierto punto nuestro negocio.

-Nada, nada; ya estamos en salvo, le replicó Diego Martinez.¿Quién ha de figurarse que vamos á salir del alcázar, y á estas horas, atravesando las empalizadas? Ten presente una cosa; no hay sitio mas seguro para un viagero, que aquel en que acaba de cometerse ó descubirse un asesinato.

Esta sentencia del soldado decidió la cuestion. Beatriz por su parte, temerosa de las consecuencias que podia tener para ella en Villagarcía su intimidad con Diego, se decidió á acompañarle, y no tardó en hacer un lio de sus ropas. Su amante y Juan de Mesa sacaron del pecho aguzados puñales de que se habian provisto en la sala de armas, y los tres, andando de puntillas, se escurrieron del retrete al corredor y del corredor á la galería. Despues de haberla atravesado en toda su longitud, llegaron á la puerta de la estancia de doña Magdalena, y tomaron á la derecha para bajar al patio grande por la escalera principal. Aquel era el paso mas peligroso, porque tenian que presentarse al descubierto, esponiéndose á que algun centinela reparase en ellos desde la plataforma; pero la noche estaba afortunadamente como boca de lobo y ningun obstáculo tuvieron que vencer para penetrar, ó mejor dicho, para enterrarse en el estrecho subterráneo que desde el patio conducia, dando casi media vuelta al castillo, á la poterna que nuestros fugitivos buscaban. Dicho subterráneo se habia practicado entro la primera muralla interior y la plataforma, con el objeto de que sirviese para las salidas de la guarnicion en caso de sitio, y formaba varios recodos, ó especie de plazoletas, que hacian perder el camino al mas avisado, si no tenia conocimiento práctico de sus añagazas. Juan de Mesa rompia la marcha; seguíale Beatriz, é iba el último Diego Martinez, alentando á la asustada doncella y asegurándola que en breve se veria libre de cuidados.

-¿Habéis oido? preguntó el primero deteniéndose de pronto, como á unos treinta pasos antes de llegar á la salida de la poterna.

-No, respondió Diego acariciando la punta de su puñal. ¿Qué es ello?

-Un gruñido...

-¡Bah!

-Dígote que no doy un paso mas, por todas las almas que arden en el infierno.

-Y yo te afirmo que es necesario seguir adelante, porque de lo contrario estamos perdidos.

-¿Y sabes por ventura quién nos cierra el paso?

-Aunque sea el mismo Lucifer en persona.

-Peor, mil veces peor, amigo Diego; es la sombra del renegado...

-Los renegados no gruñen.

-Ya estoy, ya estoy; pero los espíritus pueden tomar todas las formas imaginables, y no sería estraño que ese viniese ahora del otro mundo en figura de perro.

-¡Perro dijiste!... Mucho me temo alguna mala pasada de la pícara suerte. ¿Sabes, Beatriz, si el monge del convento de la Espina duerme esta noche en el alcázar?

-En efecto, respondió la moza; todavia no se ha marchado.

Al mismo tiempo dio Juan un salto hacia atrás, porque otro gruñido mas fuerte que el anterior y que tambien llegó á los oidos de su compañero y de la doncella, le hizo temer por su vida.

-¡El es!... ¡El mastin del monasterio! pronunció el villano.

-Pocas palabras y al avío, repuso Diego adelantándose puñal en mano, en tanto que Beatriz, mas muerta que viva, se encomendaba á todos los santos del cielo, para que la sacasen de tan terrible aprieto.

-¿Qué intentas? le preguntó el primero.

-Haz lo que voy á decirte, si no quieres que perezcamos todos.

Hablaron en seguida los dos en voz baja, y un instante despues prosiguieron su camino, marchando ambos de frente y estrechamente unidos, no sin haber intimado á Beatriz que permaneciese quieta y silenciosa en el sitio á que acababan de llegar. Cortísima era ya la distancia que les separaba del campo abierto, cuando sintieron distintamente los pasos de un bulto que hácia ellos se dirigia; al mismo tiempo estendió el soldado el brazo izquierdo, levantándolo á la altura de su cabeza y presentando á su frente el lio de ropas de Beatriz; el bruto lanzó otro gruñido semejante á los primeros, abalanzándose con rabiosa furia á aquel objeto, pero Diego, sin darle tiempo para que reconociese su error, le introdujo con la mano derecha su puñal por la garganta, gritando á Juan de Mesa:

-Hiere.

El villano asestó su golpe en la oscuridad casi al propio tiempo que Diego, pero con tanta fuerza que el acero quedó clavado hasta el mango en el corazon del nocturno acometedor. Éste cayó al suelo como una masa, exhalando un doloroso ahullido, y quedó sin movimiento y sin vida.

-Victoria, dijo Diego, aunque á costa de mi cara; ven, Beatriz, toma tus guiñapos, que servirán para hacerme vendas, y huyamos de aquí, para que no nos sorprenda el dia en estos alrededores.

El aviso era prudente y no debía despreciarse. Apresuráronse pues á llegar á la poterna, la atravesaron y se vieron libres, porque el paso de las empalizadas no les ofrecia la menor dificultad. Tampoco tenian que temer por aquel lado la persecucion de los de la fortaleza, pues nunca se vigilaba, por lo mismo que era de todo punto imposible que un cuerpo de tropas enemigo se estacionase allí con máquinas de guerra y escalas para el asalto, sin pasar antes por el frente principal del alcázar. Nuestros fugitivos se guardaron bien de dar la vuelta á este, supuesto que lo esencial para ellos era alejarse del puente levadizo; asi pues se dirigieron rectamente al bosque, y allí vendó Beatriz una enorme herida, que las uñas del invisible y rabioso adversario del subterráneo habian abierto á Diego, rasgándole desde el nacimiento superior de la oreja izquierda hasta el medio de la barba. Concluida esta operacion, como mejor le fué dado á la doncella, pusiéronse de nuevo los tres en marcha, con el objeto de cortar el bosque por su parte mas angosta, pues de este modo podian hallarse, antes que amaneciese, en el camino de Valladolid. Todo les salió á medida de su deseo, por cuanto Diego que era hombre muy prevenido y siempre estaba preparado para todo evento, deseaba entrar en Medina y no en la córte, y lo consiguió sin que nada se lo estorbase. Aquel deseo era natural en un hombre que anhelaba darse buena vida, lo cual lo era imposible, si autos no sacaba de dicha villa el cofrecillo que la hermosa Beatriz había robado á la condesa de Barajas. El saqueador de Roma comprendió desde un principio, que aquel tesoro estaría muy espuesto en el alcázar de Villagarcía, y en una de sus escursiones á Medina, punto que lo agradaba para sus francachelas, y para matar el tédio del castillo, segun aseguraba, lo confió á cierta heredad en que vivía una lejana parienta suya, achacosa y ciega, enterrándolo sin que ésta lo sospechase, al pié de la mas ruinosa tapia del huerto. Allí pues fué á buscarlo, y allí lo encontró con gran contentamiento de Beatriz y de Juan de Mesa, á quien se prometió, en calidad de compañero inseparable de proezas é infortunios, una parte de la fortuna que el cofrecillo encerraba. Satisfechos pues los tres viajeros, emprendieron su ruta para la Mota del Marques; de la Mota pasaron á Madrid, de Madrid á Guadalajara, y una vez en camino de Aragon no se detuvieron hasta Zaragoza, en donde por fin respiraron á sus anchuras, persuadidos de que ya no tenían que recelar peligro alguno por parte de la justicia del Rey.

Serían como las ocho de la mañana del día que amaneció despues de su evasion, cuando el Superior del convento de la Espina y don Luis de Requesens entraron precipitadamente en la cámara de doña Magdalena de Ulloa.

-¿Qué noticias me traeis, señores? preguntóles ésta con tembloroso acento, que revelaba una noche de insomnio y de amargos padecimientos. ¿Están presos los delincuentes?

-Todo hace presumir que se hallan fuera del alcázar, respondió el general, pero tal vez no sea difícil tropezar con ellos. Si me dais vuestra licencia, dispondré una batida por el bosque, en tanto que nuestro reverendo padre os esplica...

-Hacedlo como gusteis, D. Luis, hacedlo, repuso la matrona, pues no quiero que se diga que, en ausencia de mi noble esposo, descuido el cumplimiento de mis deberes.

Marchóse Requesens y pocos minutos despues salió del castillo por el puente levadizo, al frente de los hombres de armas, internándose en el bosque, que Beatriz, Diego Martinez y Juan de Mesa habian atravesado seis ó siete horas antes.

Durante este tiempo decía el monge á la castellana de Villagarcía:

-Con arreglo á las últimas órdenes que anoche nos disteis, pareciónos á D. Luis y á mí, que no se lograría el objeto de nuestra vigilancia, si no poníamos junto á la poterna, único, punto, además del puente, para salir de la fortaleza, segun dijisteis, un centinela valiente á toda prueba. Nuestra eleccion tampoco podía ser dudosa, y recayó por consiguiente en mi fiel Bravo, capaz de habérselas con los dos bribones que buscámos. Yo mismo señalé al mastín el puesto que debia ocupar en el subterráneo, y seguro de que nadie lo atravesaria impunemente durante la noche en direccion al campo, me retiré con el general. Figuraos, hija mía, cuál habrá sido nuestro asombro, cuando al acudir, habrá una media hora, á la poterna, hemos encontrado á Bravo babado en su sangre y sin vida. Los infames han huido por allí y han armado alguna celada al perro.

-¿A qué hora, poco mas ó menos, preguntó doña Magdalena, colocásteis al pobre animal en el subterráneo?

-A eso de las once, respondió el fraile.

-Lo cual indica, observó la castellana, que los fugitivos salieron del alcázar hácia la media noche, ó tal vez mas tarde. Pero ¿en dónde se ocultaron hasta entonces?

-Preciso es, hija mía, averiguarlo, porque todo hace creer que han tenido cómplices.

No bien articuló el religioso estas palabras, cuando se abrió la puerta de la estancia y aparecieron en ella las doncellas de doña Magdalena, para noticiar á ésta que Beatriz se había fugado del alcázar, supuesto que en ninguna parte de él se la encontraba; añadiendo que en su retrete se veían los restos de un banquete nocturno y el ajuar en desórden.

-Ya está aclarado el misterio, padre mío, dijo la castellana al monge; Beatriz es prima hermanad del soldado Diego Martinez.

El fraile no respondió á esta observacion, contentándose con arquear las cejas en señal de incredulidad. De todos modos, tanto él corno doña Magdalena tuvieron que contentarse con la probable conjetura de que Beatriz había proporcionado á los dos bribones seguro asilo en su cuarto, durante las primeras horas de la noche. En cuanto á las ártes que aquellos pusieron en juego para escaparse de la sala de armas, el uno en presencia de tanta gente allí reunida, y el otro despues de encerrado en ella, secreto fué que nunca llegaron á penetrar los moradores del castillo.

Don Luis volvió de su espedicion al bosque, sin haber conseguido, otra cosa que fatigarse en vano; pero templo su disgusto un mensaje, que aquel mismo dia recibió doña Magdalena del príncipe don Felipe, para que dejase en libertad al valiente general de Cárlos V. Partió pues Requesens para Valladolid, no sin haber reiterado antes al duque Mauricio la promesa de una entrevista, á que éste daba gran importancia, y por su parte el Superior del monasterio de la Espina, á quien nada detenia ya en el alcázar, púsose en marcha para su retiro. La fortaleza volvió á su anterior sosiego; sus habitantes hablaron mucho al principio de la desenvuelta Beatriz, de los, crímenes atribuidos á Diego Martinez y á Juan de Mesa, del asesinado hermitaño y de la mala suerte del intrépido Bravo; pero el tiempo fué borrando estos recuerdos y la misma doña Magdalena, á fuerza de leer y releer las cariñosas epístolas de su ausente esposo, acabó por tranquilizar su espíritu, olvidando la infausta revelacion de los amores de D. Luis Quijada, hecha al monge por el infortunado penitente el dia 2 de marzo del año de gracia 1545.

Capítulo VI
Un político de diez y siete años á mediados del siglo decimosexto

Y hé aquí, que ahora nos hallamos de repente en 1556. La varita mágica del novelista produce estos milagros, y asi hace atravesar á sus lectores distancias inmensas con una plumada, como les obliga á dar por nulos todos los acontecimientos de medio siglo. Nosotros, sin prevalernos de las omnímodas facultades que nos competen, para enlazar, con arreglo á las leyes de nuestro capricho, las diferentes escenas de este drama, tenemos por conveniente suprimir en él un período de once años, lo cual ciertamente no es abusar de la condescendencia del público. Á pesar de tan sincera como espontánea declaracion, no queremos que se nos eche en cara la terrible acusacion de que dejamos á oscuras á los que esta historia lean, y por lo tanto vamos á decirles en cuatro palabras lo que habia ocurrido (que se relacione con nuestra narracion) desde que nos despedirnos del alcázar de Villagarcía, hasta el advenimiento de D. Felipe el Prudente al trono de España.

El gran competidor de Cárlos aquel rey caballero, que perdió todo menos el honor en la memorable batalla de Pavía, habia bajado al sepulcro. El duque Mauricio de Sajonia obtuvo del regente del reino D. Felipe una audiencia, solicitada en su favor con empeño por D. Luis de Requesens y por el secretario Gonzalo Perez: en ella propuso al Príncipe el tratado de Pasaw, y el Príncipe le concedió salvo conducto para que se avistase con el Emperador en Flandes, lo cual no tuvo efecto, porque el elector murió al llegar á sus estados, dos dias despues de la victoria que Cárlos obtuvo contra Alberto de Brandemburgo. D. Felipe se habia casado en segundas nupcias con Maria de Inglaterra, hija de Enrique VIII y de doña Catalina de Aragon, y por último acababa de ceñirse la corona de Flandes y Borgoña, que le cedió su padre con el gran maestrazgo de la órden del Toison de oro.

Algunas semanas despues, cansado el valiente Emperador de los caprichos de la fortuna, y decidido á abandonar completamente los negocios mundanos, abdicó tambien en favor de su hijo el príncipe D. Felipe la corona de España, reservándose únicamente una pension de cien mil escudos para las atenciones de su familia y para obras de beneficencia. Á su vuelta á Castilla, confirmó solemnemente en Valladolid la abdicacion que habla hecho en Flandes, y dirigiéndose á Estremadura, sepultó para siempre su ambicion y su grandeza en el monasterio de los Gerónimos de Yuste. Allí murió dos años despues, á la edad de cincuenta y ocho, seis meses y veinte y cinco dias.

De modo que ya no ignoran nuestros lectores los principales acontecimientos que habian tenido lugar en España antes de que comenzase su reinado el héroe de esta historia.

Entremos ahora en aquella cámara que ya conocemos del palacio de Valladolid, convertida despues en convento de San Benito, en la cual hemos asistido ya á un consejo, y veremos al nuevo monarca, ocupado en leer, como la vez primera, varios despachos que acababan de llevarle. Pero no estaba solo á la sazon, como cuando le presentaron despues del desastre de Cirinola el general Requesens, D. Ruy Gomez de Silva y su secretario Gonzalo Perez. Hallábanse en pié y á respetuosa distancia del Rey dos de aquellos personages, cuya suerte habia variado algun tanto, por cuanto el príncipe de Éboli era afortunado esposo, hacía ya tres años, de doña Ana de Mendoza de la Cerda, aquella niña que los condes de Melito llevaron con gran pompa y acompañamiento al monasterio de la Espina, el dia en que Beatriz dejó de ser doncella de la noble condesa de Barajas, y porque D. Luis de Requesens y Zúñiga, cuya lealtad y estensos conocimientos militares habia reconocido solemnemente D. Felipe, gozaba ya toda la confianza de este, á quien debia la alta dignidad de comendador mayor de Castilla. Quien faltaba en la cámara del rey era Gonzalo Perez, mas reemplazábale, al parecer, en sus funciones un joven como de diez y siete años, de amabilísimo carácter y apacibles modales, aunque delgado de carnes y algun tanto enfermizo. Á pesar de su corta edad y de su endeble constitucion física, revelaban sus miradas energía y audacia: habíase aficionado al estudio de las teorías de la política italiana, generalizadas en todos los estados europeos, y ellas habian comunicado á su alma una perseverancia asombrosa, que lo hacía mirar como cuestiones facilísimas de resolver los mas intrincados problemas de la diplomacia. Dotado de imaginacion viva y fecunda, era ya escritor elegante y elocuente, á la vez que muy versado en el despacho de los negocios, si bien no habia alcanzado aun el aplomo, el disimulo y la destreza, que tantas desgracias acumularon sobre su vida. Lo cierto es que sus discursos agradaban singularmente al monarca, quien conociendo desde luego el inmenso partido que podia sacar, para el gobierno del estado, de un hombre que entraba en la carrera pública con tan brillantes cualidades, alentaba su naciente ambicion, despues de haberse asegurado de su fidelidad Este joven que tanto prometia, y cuya desdichada suerte ha sido y es objeto en nuestros dias de investigaciones históricas, de encontrados juicios y de la mas tierna compasion, se llamaba Antonio Perez; era hijo natural del secretario Gonzalo Perez, fué legitimado por el emperador Cárlos V y llegó á ser el privado mas fiel y mas querido del rey D. Felipe.

Los historiadores, tanto nacionales como estranjeros, están y estarán probablemente en completo desacuerdo, hasta la consumacion de los siglos, respecto á la manera de juzgar á este monarca: los colores de sus paletas son tan diametralmente opuestos, que unos hacen de él un Salomon y otros un Tiberio. Quien asegura que era un político consumado, activo, inflexible, receloso, disimulado, vengativo y sobre todo suspicaz; quien consigna que el celo de la religion inspiraba todas sus resoluciones y que á ese celo posponía los mas dulces afectos del hombre y los deberes mas sagrados de la familia; este no se contenta con tan poco, y añade que era cruel y sanguinario por temperamento, que jamás perdonaba una injuria, que oia con deleite los alharidos de las víctimas que la Inquisicion inmolaba en sus autos de fé: aquel escribe... pero ¿á dónde vamos á parar? Nosotros, humildes novelistas, sin presuncion bastante para engolfarnos en las secretas averiguaciones que tanto trastornan los cerebros de las modernas inteligencias, nosotros, que hacemos mucho mas caso de la tradicion que de la historia escrita, nos guardaremos de decir lo que fué el rey D. Felipe, aunque nos consta de buena tinta que sus pueblos le apellidaron el Prudente; que supo restablecer en sus vastos dominios la armonia y el órden, no poco desquiciados; que administró recta justicia, reformó grandes abusos y escuchó siempre las quejas de sus súbditos, infundiendo temor á las leyes, respeto á la religion del país y acatamiento á la majestad régia..Por lo demás, su conducta en los sucesos que narramos suplirá el vacio de la autopsia moral de nuestra pluma.

Como ya hemos dicho, leia el rey unos despachos y el príncipe de Éboli y el comendador mayor de Castilla aguardaban en pié sus órdenes. En cuanto al jóven Antonio Perez, tenia fijas sus miradas en el severo rostro de su señor, como si intentase penetrar sus pensamientos. Esto, sin embargo, no era muy fácil, porque D. Felipe sabia ocultarlos, sin hacerse la menor violencia, cuando le importaba que no fuesen conocidos: á su vez poseia el don de adivinar las ideas de aquellos mismos que le examinaban. Fatigado, al fin, de la lectura que habia emprendido, ó no queriendo molestar por mas tiempo á sus tres fieles servidores con un silencio que iba haciéndose ya sobradamente pesado, separó los papeles y dijo á Requesens:

-¿Habéis visto hoy á la reina, comendador?

-He tenido esa honra, señor, contestó D. Luis.

-¿Y no os ha dicho que está celosa?

-Sí, señor; muy celosa del incesante trabajo de Vuestra Alteza.

-Pues vá á estarlo mucho mas, porque pienso ausentarme de ella, se entiende, añadió sonriéndose D. Felipe, si me dá su licencia para salir de España nuestro buen consejero D. Ruy Gomez de Silva.

-Señor, observó este con respeto; si el augusto padre de Vuestra Alteza no hubiese abandonado tantas veces nuestro suelo, tal vez no hubiera tenido motivos de quejarse de la fortuna, hasta el punto de acabar sus días en un tristísimo retiro.

-¿Qué decís á eso? preguntó el monarca á Antonio Perez.

-Señor, repuso el joven, cualquiera pensaría que á D. Ruy Gomez le sabe mal el que Vuestra Alteza sea rey de España.

Mordióse los lábios el príncipe de Éboli y lanzó al novel diplomático una mirada de basilisco. Antonio Perez la recibió con estóica serenidad y prosiguió diciendo:

-Mas como nadie puede suponer que se abrigue tan traidor pensamiento en el pecho de un servidor tan adicto á Vuestra Alteza, tengo para mí, señor, que el príncipe se opone á ese viage, porque tendrá que seguiros y abandonar á su jóven esposa.

Agradó mucho al rey el epigrama porque D. Ruy Gomez de Silva frisaba ya en los cincuenta años, al paso que doña Ana de Mendoza solo contaba diez y seis: pero deseando tranquilizar al primero, replicó sonriéndose:

-No hagais caso, príncipe, de las burlas de la juventud; el señor Antonio Perez llegará á vuestra edad, y verémos si entonces es tan dichoso como vos lo sois ahora.

Estas palabras proféticas de D. Felipe, y cuya terrible aplicacion ni él ni los que lo escuchaban podían sospechar que llegaria un dia á realizarse, cayeron como plomo derretido sobre el corazon del jóven. El rey observó que se habia puesto pálido; y pesaroso de haberle afligido, se apresuró á variar de conversacion.

-Habeis de saber, señores, dijo á sus cortesanos, que á pesar de la profunda veneracion con que acato á la Santa Sede y á nuestro santísimo padre Paulo IV, no he podido negarme á seguir el parecer de los teólogos y el de mi Consejo de Castilla para sostener, en Roma nuestros derechos. No sé si Dios me castigará, por haber dispuesto que el duque de Alba entre en los estados de la Iglesia, pero bien conoce la pureza de mis intenciones y que sí lo he hecho, ha sido lamentando la necesidad en que me ha puesto la silla apostólica, intentando en pleno Consistorio privar á la corona de España del reino de Nápoles. Por fin, nuestras tropas han llegado hasta las puertas de Roma y se ha propuesto á su general una suspension de armas de cuarenta dias, los cuales debemos aprovechar, supuesto que el duque de Guisa, al frente de veinte mil hombres, ha sitiado el castillo de Civitella y se entretiene con la esperanza de arrojarnos de Roma. ¿Adónde os parece que debemos ir?

-A Flandes, señor, respondió el comendador sin vacilar. Allí podrá Vuestra Alteza organizar, mejor que en otra parte, un respetable ejército, y con un auxilio de ocho ó diez mil ingleses conseguir brillantes triunfos.

-En otro tiempo os tuve, Requesens, por traidor, y hoy tambien os creeria tal, si hubiese yo comunicado á criatura humana mis proyectos. Imagino sin embargo que sois brujo, porque siempre adivinais. Hoy mismo parto para Flandes, señores, y en cuanto al refuerzo que el comendador juzga necesario, ya lo tengo pedido á Inglaterra. Durante mi ausencia proveerá á la administración del reino el Consejo de Castilla; D. Ruy Gomez de Silva mandará ejecutar sus acuerdos en nuestro nombre, y el señor Antonio Perez cuidará de la comunicacion de mis despachos al dicha Consejo, asi como de envíarme las consultas que este me hiciere. En cuanto á vos, comendador, deseo que no os separéis de mi, y por lo mismo os llevo á Flandes para aprovecharme de vuestras brujerias.

Aquella misma tarde se puso en marcha D. Felipe, á de Requesens y de cuatro criados, sin ostentacion ni preparativos: muchas ciudades del reino le creian muy tranquilo en Valladolid y saboreando la felicidad de ser rey, cuando ya se hallaba en Canibray, disponiendo aquellos valientes tercios que á las órdenes de Emanuel Filiberto, duque de Saboya, asombraron al mundo con sus proezas.

Aquella misma tarde tambien se entretenian en animada conversacion el nuevo secretario del rey, Antonio Perez y D. Ruy Gomez de Silva, paseándose al mismo tiempo á lo largo del vasto salon que procedia á la cámara de Su Alteza.

-Eso que me aseguráis, me parece increible, dijo el segundo parándose de pronto. No ignoro que el duque de Alba me aborrece, pero nada tiene que ver su ódio hácia mí con el empeño de separar á D. Luis del lado de D. Felipe.

-Requesens es hechura vuestra, observó el segundo.

-No hay duda, repuso el príncipe de Éboli.

-Ya lo veis; el duque de Alba corta las ramas para llegar al tronco.

-No llegará, os lo aseguro: poseo un secreto que puede trastornar todos sus planes y hundirle en el polvo.

-Si es así aprovechad el tiempo.

-¿Queréis ganar un buen amigo para siempre, señor Antonio Perez?

-Ya sé, D. Ruy, que sois muy capaz de serlo mio, desde el instante en que me conozcáis bien.

-Tal vez vuestro padre D. Gonzalo os diría...

-Mi padre me enseñó á respetaros, y pocos momentos antes de morir me aseguró que en vos hallarla un protector decidido.

-No os engañó, joven, no os engañó; solo que os habeis empeñado en hacer todo lo posible para que se cumpla su paternal deseo.

-Por Dios, príncipe, que no os entiendo.

-¿Conque no? ¿Pues no aprovecháis todas las ocasiones que se os presentan para zaherirme con vuestros punzantes sarcasmos? Hoy mismo y en presencia del rey ¿no me habéis puesto en ridículo, sacando á plaza, aunque indirectamente, mis años y los de doña Ana?

-¡Ah, príncipe! Si ese es mi gran delito á vuestros ojos, estoy pronto á cometerlo todos los dias.

-¡Cómo!

-¿Todavía no habeis caido en la cuenta?

-Esplicaos de una vez.

-Don Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli, creed que por grandes que sean vuestros títulos y merecimientos, el rey no os perdonará jamás que seais mi amigo y mucho menos mi protector. ¿No habeis estudiado su carácter? El fondo de este es la desconfianza...

-Empezais á abrirme los ojos.

-¿No habéis notado que ninguna señal de impaciencia ni de frialdad anuncia de antemano el cambio de sus inclinaciones ó afectos? Quiere á su lado hombres que difieran en talento y miras, y cuyas ambiciones se neutralicen; por eso conserva y alienta á dos partidos rivales. La altivez del duque de Alba le incomoda, pero sabe que sus consejos se oponen á los vuestros y esto le obliga á tolerarle: si llega á sospechar que os soy adicto, ó que mi padre me confió á vuestra influencia, nos perderemos los dos. Tolerad, pues, mis chanzonetas, príncipe, y no os quedeis corto conmigo con las vuestras: hé aquí el secreto de vuestra privanza y el de mi fortuna.

Don Ruy Gomez estrechó afectuosamente entre sus dos manos la derecha del jóven y dijo á éste:

-Sois el mas hábil político de estos tiempos: sigamos así, ya que me habeis probado que conviene, y seamos rivales en público y amigos en secreto.

-Me habeis hablado, repuso Antonio Perez, de que poseeis armas poderosas contra el duque de Alba.

-Juzgad vos mismo. El arzobispo de Toledo recibió hace años una carta, en la que se acusaba de traidor á D. Luis de Requesens, suponiendo que vendia al enemigo los planes de campaña del emperador.

-Don Gonzalo mi padre puso preso al general de órden del Rey. Veo que estáis enterado del caso. En efecto; todo se conjuró para hacer creer que D. Luis había recibido noticias de los proyectos del César contra la Francia, porque su pericia militar le hizo concebir y esponer en consejo los mismos que acababan de realizarse por nuestras armas, en la Lorena.

-Tampoco ignoro que el duque Mauricio, disfrazado de correo, fue quien trajo á D. Felipe ciertos despachos, y quien declaró la inocencia de D. Luis.

-A quien el Rey nombró despues Comendador Mayor de Castilla para indemnizarlo del disgusto que le habia causado cuando era regente del reino. Apuesto con todo, á que no ha llegado á vuestra noticia el nombre del que dirigió la trama contra tan valiente soldado.

-Juan Vazquez.

-Perfectamente... ¿Y ese Juan Vazquez?

-Es el secretario del duque de Alba.

-Lo era, señor Antonio Perez, porque hace años que está en la eternidad.

-Pero dejaria en este mundo algunas pruebas contra el duque...

-Irrecusables, amigo mio, y yo las tengo.

-¡Ah!

-Es una historia algo triste, pero os la voy á referir.

-Podeis creer que no perderé una sílaba devuestro relato.

-El duque de Alba, á pesar de su carácter artificioso y maligno, es el primer general de la monarquia española, lo cual no le impide consagrar á los placeres y locuras del amor el tiempo que le deja libre del servicio de las armas. Habeis, pues, de saber que entre todas las hermosuras, que engalaban la córte de Valladolid, antes que D. Fernando Alvarez de Toledo se embarcase para la gran espedicion de Túnez, era la mas celebrada dona Magdalena de Ulloa, que acababa de dar su mano al honrado caballero D. Luis Quijada, muy querido del Emperador, despues su mayordomo, y hoy señor del alcázar de Villagarcía. El duque, á fuer de soldado emprendedor, intentó repetidos asaltos contra el recato de aquella dama, que había cautivado su pecho; pero la fotaleza se mantuvo inespugnable, y despues de infructuosos, aunque reñidos ataques, tuvo que abandonar el cerco el enamorado sitiador, para dirigirse á la costa de África. Mas no os figureis que renunció por eso á sus esperanzas, porque la imagen de doña Magdalena, le siguió á todas sus campañas. Para abreviar mi cuento, os diré que por último, que habrá como unos once años se hallaba el bueno del duque en Ratisbona con el emperador, y habiendo sorprendido no sé que relaciones amorosas entre D. Luis Quijada y una dama principal de Flandes llamada Bárbara Blomberg, concibió el diabólico plan de malquistar á la señora de Villagarcía con su esposo. Por aquel mismo tiempo ocurrió lo de la carta del secretario Juan Vazquez. Don Fernando Álvarez de Toledo queria perder á todo trance a Requesens, cuya influencia y grandes conocimientos militares le causaban enojos, y así fué que hizo escribir á Velazquez aquella malhadada epístola para el arzobispo de Toledo.

-¡Miserable trama! esclamó Antonio Perez. ¡Enredo indigno de tan alta persona!

-No fué esa su única torpeza, prosiguió el príncipe de Éboli: despues de haber despachado la carta con un correo que, como sabeis, cayó en poder del duque Mauricio de Sajonia, quiso el de Alba que el mismo Juan Vazquez pasase á España é informase á doña Magdalena de los devaneos de su esposo; al efecto le encargó que se avistase con el Padre superior del monasterio de la Espina, respetable varon que murió hace dos años en olor de santidad, de modo que el secretario llegó un mes poco mas ó menos antes que el elector á Castilla, y disfrazándose de hermitaño, declaró al monge, bajo secreto de confesion, aunque sin dudar del resultado de su estratagema, todas las noticias que su amo lo habia encargado. Admirad ahora, señor Antonio Perez, los arcanos de la Providencia. Poco despues de haber salido Juan Vazquez del convento de la Espina, fué asesinado en las inmediaciones del alcázar. ¿No sospecháis quien le seguia los pasos?

-Empiezo á comprender el misterio de ese crimen.

-No se queria su muerte, sino que entregase la carta que él mismo habia escrito contra Requesens, la cual estaba entonces en poder del Elector disfrazado de correo: era preciso poseerla, pero el secretario se resistió resueltamente á darla y...

-Le hicisteis matar.

-¡Yo!

-¿Pues quién?

-Sospeché que él era la víctima, cuando D. Luis de Requesens, despues de su cautiverio de una noche en el alcázar, me refirió lo que allí habia ocurrido con los asesinos de un hermitaño.

-Pero las pruebas que poseeis,...

-Me fueron entregadas sin decirme que Juan Vazquez habia perecido. Hace mas de treinta años, señor Antonio Perez, que estoy mezclado en el manejo de los negocios, y no me hareis tan ciego ni tan falto de seso, que desconozca los ódios, las rivalidades y las envidias de los que hace mucho tiempo aspiran á gobernar el reino. Jamás me ha mirado el duque de Alba con buenos ojos y sé que está pronto á aprovechar la primera coyuntura para derribarme: por eso he opuesto la astucia y la prudencia á su orgullo y altanería; por eso he querido enterarme de sus secretos, para no tener que darle mas que un golpe certero. Siempre ha tenido á su lado un espía de Ruy Gomez de Silva, y hé aquí por qué Ruy Gomez de Silva supo los intentos de Juan Vazquez en su viage á Castilla. La detencion del correo y la venida del Elector fueron acasos que me favorecieron mas, porque yo buscaba una carta, y encontré apuntados en la cartera del secretario los proyectos amorosos del duque y los planes que fraguaba contra mí y contra los mios.

-Poco ha me dijisteis que soy el político mas hábil de estos tiempos, yo á mi vez os reconozco por el diplomático mas consumado de Europa.

-Con todo, amigo mio, tened presente una cosa que puede interesaros para mas adelante.

-¿Cuál es?

-Que los dos tenemos que aprender mucho de nuestro rey y señor D. Felipe el segundo.

-Si nos unimos estrechamente, echaremos por tierra á nuestros rivales en privanza.

-¡Pues qué! ¿No lo estamos ya? Os he confiado un secreto muy importante...

-Cuando yo tenga alguno que guardar, lo depositaré en vuestra prudencia. Entre tanto, no lo olvideis; es preciso que nos aborrezcamos de todo corazón.

-Y con toda el alma.

Al decir esto, volvió á estrechar con efusion el príncipe de Éboli la mano, del joven y saliendo del palacio, se dirigió á su morada lleno de satisfaccion, pues imaginaba que aun cuando él muriese, siempre dejaria al frente del partido que capitaneaba en la corte, un caudillo capaz de habérselas ventajosamente con el duque de Alba y con todas sus hechuras. Antonio le vio partir sonriéndose, y murmuró entro dientes:

-¡Pobre viejo! Se cree un sábio y me otorga su confianza, sin recelar que puedo venderle. ¡Oh! No haré tal por todos los tesoros de la tierra, mas tampoco conocerá el menor secreto mio, porque temo su locuacidad.

Hecho este propósito, salió del salon y llamando á un page de la Reina que encontró al paso, le advirtió que cuando Su Alteza le requiriese, no le llevasen recado á su posada y sí al convento de San Francisco. á él se encaminó sin detenerse y sin hacer caso de las demostraciones de respeto que le prodigaban, al atravesar las calles, todos cuantos sabian que aquel modesto jóven era el favorito del rey.

Capítulo VII
En el cual se esplica como puede entrar un amante en casa de un marido celoso

Cuando Antonio Perez-significó claramente á D. Ruy Gomez de Silva que no tenia secretos que guardar, no le habló como verdadero amigo: existia uno que atormentaba su alma sin dejarle momentos de reposo y ciertamente no debemos culparle por su falta de franqueza para con el encumbrado protector que le habia legado su padre, porque dejando á un lado la razon que ya conocemos, el secreto de aquel joven era de tal naturaleza, que el Príncipe debia ser tambien la única persona, á quien jamás hubiera osado confiarlo. El protegido del príncipe de Éboli amaba perdidamente á doña Ana de Mendoza, cuya belleza y donosura eran el embeleso de la corte, y su desasosiego crecia de punto, por cuanto ignoraba el resultado de las gestiones que habia puesto en juego, para conquistar el corazon de la mas rica dama de Castilla. Por lo mismo que Ruy Gomez le prodigaba todo su afecto, temía que su venganza estallase con mayor furia, si llegaba á descubrir lo que á él tanto importaba ocultar de su perspicacia, y esto le obligaba á valerse de prudentes precauciones, que no le comprometiesen ni burlasen sus esperanzas.

Entre el príncipe de Éboli y su esposa mediaba la diferencia de treinta y cuatro años de edad, circunstancia favorable para las locas pretensiones de un joven, que solo contaba diez y siete. Otras habia así mismo que alentaban sus deseos.

Don Diego Hurtado de Mendoza y doña Catalina de Silva habian entregado la mano de su hija, cuando todavia era esta niña, no á un esposo amante, sino a un pariente de gran valimiento en la brillante corte de Cárlos V, á un mentor del heredero de la corona. Semejante union no podia ser dichosa, porque D. Ruy Gornez hablaba de tratados y negociaciones, cuando doña Ana solo pretendia jugar á las muñecas. Esta oposicion de gustos ó inclinaciones habia de aumentarse, por precision, andando el tiempo, hasta convertirse en alojamiento y hastío. Bien es verdad que la princesa de Éboli no jugaba ya á las muñecas, pero en cambio sabia que era hermosa y de ilustre sangre, que por este lado nada tenia que agradecer á su esposo, que el príncipe podia pasar por viejo a, su lado, y que en la córte habia mas de un apuesto galán que suspiraba por ella. Era pues doña Ana coqueta y orgullosa, lo cual, y especialmente lo primero, exasperaba en alto, grado á D. Ruy Gomez, que tenia fama de marido celoso y de cumplido caballero.

Era ya muy cerca del anochecer cuando Antonio Perez, embozado en su capa hasta los ojos, llegó al claustro del convenio de San Francisco. Un lego que se paseaba con las manos cruzadas sobre el pecho, aguardaba sin duda á nuestro jóven, porque al oir sus pisadas se detuvo, y despues de saludarlo humildemente le dijo:

-Mi comision queda cumplida.

-Perfectamente, hermano, le contestó Antonio Perez: ahora solo Dio falta saber qué semblante presenta el asunto.

-Muy risueño, si he de juzgar por el de la doncella, repuso el lego. Tomó los diez escudos con muestras de muchísimo contento y me prometió maravillas.

-Ya; pero ¿y la entrevista?

-Tambien ha dicho que acudirá á la cita que Vuestra Merced le ha señalado.

-No quiero saber mas, hermano, pero reciba estos cuatro escudos, únicos que me quedan hoy del dinero que he metido en el bolsillo, y vaya á verme á mi posada para que le gratifique mas generosamente.

-Me doy por bien pagado, señor Antonio Perez, y solo deseo que el príncipe D. Ruy Gomez de Silva no entienda que ando en estos tratos.

-¿Qué tiene que ver el Príncipe con los amores de una doncella de su casa?

El lego guardó los escudos en la manga de su hábito, castañeteó con los dedos en el aire y murmuró, entrando al mismo tiempo en la iglesia:

-¡Cómo que yo acabo de nacer, para figurarme que el señor Antonio Perez pica tan bajo!

El jóven no oyó ó fingió que no habia oido estas palabras y se retiró del claustro. Al entrar en su posada le dijeron que un escudero del príncipe de Éboli habia llevado una carta para él: estremecióse con esta nueva y cubrió todo su cuerpo un sudor frio, porque supuso que la doncella de doña Ana le habia hecho traicion, enterando á su amo de los ataques que estaba sufriendo la fortaleza de su honor: desvaneciéronse empero sus temores luego que, solo en su cuarto, abrió la carta de su protector, la cual estaba concebida de esta manera:

«Señor Antonio Perez: Siempre que vuestro juizio os aconseje que mireys bien por vuestra seguridad, lo podreis hazer, encargando el recaudo della á la persona que entiendo nombraros, como la mas ressuelta y apropósito para negozios graves. Y la dicha persona es un cierto aragonés, que tiene por nombre Juan de Mesa, y es mozo avispado y de chapa, y él os espantará de buen grado al enemigo que os estorbe. Esto que al presente os escribo completa mi relacion desta tarde de la historia del hermitaño. Y nada mas se me offrece dezyros, porque ny yo debo hazerlo, ny vos soys como de entendimiento para dejar de comprenderme.

Vuestro afectísimo, servidor y buen amigo

El de Silva»

¡Ira de Dios con el voceador! esclamó el jóven, no bien hubo terminado la lectura de tan estraña misiva. ¿Qué necesidad tenia yo de saber el nombre del asesino de Juan Vazquez? ¿Me hallo por ventura en el caso de deshacerme de alguno que me moleste? Está visto que el Príncipe no es hombre, en quien yo puedo depositar mi confianza, si no quiero ver pregonados mis secretos por todas las trompetas de la fama. De nada me sirve hoy este papel, añadió doblándolo y acercándolo á la llama de la bugía que ardía sobre la mesa; mas asaltóle otro pensamiento distinto, y separando la mano de la luz, murmuró sonriéndose: -¡Quién sabe si D. Ruy Gomez será mañana mi mas implacable enemigo! Si tal llega á suceder, no me valdrá poco la conservacion de esta prueba. Guardémosla, que la Providencia no la ha puesto inútilmente en mis manos.

Despues de tan maquiavélica reflexion, metió la carta del Príncipe entre sus papeles de familia y luego de haber cenado con regalo, se acostó pensando en doña Ana y en el brillante porvenir que le brindaba la fortuna.

Las diez serian de la siguiente mañana, cuando una mujer como de veinte y siete años, de sonrosadas mejillas, pelinegra y de ademan resuelto, se dirigía hacia la orilla del Pisuerga. De vez en cuando detenia el paso para mirar hacia atrás, como recelosa de que alguno la siguiese, y al pasar junto á las pocas personas que encontraba, escurríase con ligereza, semejante á una ánguila, clavando la vista en el suelo y esquivando el rostro, á fin de no ser conocida. Despues de mil vueltas y revueltas, que daban á entender lo mucho que la importaba ocultar su paseo, llegó á la márgen del rio y allí hizo alto, porque observó que un hombre embozado, hasta entonces entretenido en contemplar los caprichosos giros de las cristalinas aguas, echó á andar hácia ella. Aquel hombre era sin duda el que buscaba, porque le esperó sin dar muestra alguna de temor, y aun manifestó cierta impaciencia porque, á su parecer, tardaba en reunirsele, impaciencia que se tradujo por un gesto significativo, y un movimiento de cabeza. El embozado, por su parte, no se hallaba menos interesado en recatarse de los curiosos que la casualidad podia conducir á aquel sitio, y caminaba despacio para acercarse á la mujer tapada, porque queria dar á su encuentro con ella las apariencias de un caso imprevisto. Reuniéronse por último los dos á la entrada de un bosquecillo inmediato al rio, y el embozado fué el primero que rompió el silencio, diciendo á su compañera:

-Ya veo que no inintió el buen lego de San Francisco, y cuento por ganados los cuatro escudos que le dí.

-Es decir que dais por perdidos los diez que ayer me enviasteis, replicó la tapada.

-En prueba de lo contrario, aquí tienes otros diez, contestó aquel poniendo en manos de ésta la suma que decia.

-Sois un enamorado generoso, si los hay.

-Y tu una bribona que liarás cuanto yo quiera.

-¿Quién lo duda? Sabeis conquistar las voluntades de una manera...

-Tu fortuna corre de mi cuenta, si haces que doña Ana corresponda á mi amor.

-¿Por qué he de engañaros encareciendo mis servicios? Sabed que no es muy difícil lo que me pedís.

-¡Ah! ¡Cómo así!

-Por lo pronto estad cierto de que mi señora tiene grandísimos deseos de trataros, porque el estafermo D. Ruy Gomez, ha hablado de vos y os ha puesto en los cuernos de la luna.

-¡Qué hombre tan imbécil! ¡Y se cree un gran diplomático!

-¿Qué decís?

-Nada, nada; prosigue.

-Como habeis oído, doña Ana os recibiria en su casa con mil amores, pero no se atreve á solicitar del Príncipe vuestra entrada en ella, porque es celoso como un puerco-espin.

-Buen remedio; que salga doña Ana, avisándome de antemano, y podremos vernos en otra parte.

-Es el caso que eso... supone desde luego una cita amorosa.

-No la supone, sino que lo es.

-Mas primero conviene averiguar si ella os tiene aficion.

-¿Pues no has asegurado...?

-Que rabia por gozar el irresistible hechizo de vuestra conversacion.

-¿Me adulas?

-¡Bah! No por cierto. Y... ya veis; el desear oiros no es amaros.

-¿Y qué debemos hacer para que me oiga?

-Estoy pensando en ello desde ayer, y no parece sino que vuestros últimos diez escudos han acabado de aguzar mi ingenio, porque he dado en el hito.

-Eres una doncella de gran provecho para los amantes, y una calamidad desastrosa para los maridos.

-¿Qué quereis? Cuando son viejos y regañones... Ademas, abrigo un alma compasiva, y no puedo ver, sin que se me parta el corazon, los malos ratos que pasa mi pobre señora.

-¡Ah! ¿Conque el de Silva la hace sufrir?

-En primer lugar, haceos cargo de su figura; un arcon sobre dos postes retorcidos, que tal es su cuerpo y tales son sus piernas: en segundo lugar, aquellos brazos, que mas bien pueden llamarse aspas de molino de viento: y luego su génio, y su interminable charlar del Rey y de la guerra, y sus alifafes, y sobre todo sus cincuenta años que cumplió por San Juan. ¿Os parece que todas esas prendas reunidas son apropósito para cautivar á una niña de diez y seis abriles?

-Pero ¿quién diablos te ha enseñado tanta filosofía?

-¡Oh! He visto ya el mundo, aunque no soy tan vieja como el príncipe de Éboli mi señor, y he tenido un maestro que ni pintado.

-Bien: otro día me contarás tu historia, que debe ser materia entretenida. Lo que ahora me interesa es saber lo que te propones intentar en favor mio. Decias que tu sutil ingenio...

-En efecto: si quereis tener entrada segura en casa de D. Ruy Gomez, pasad esta tarde por debajo de sus balcones, cuando el Príncipe y mi señora estén asomados para tomar el fresco, segun acostumbran todos los días.

-¿Y qué mas?

-Eso es cuanto teneis que hacer; el resto me toca á mí.

-Basta; cumplirá lo que me encargas.

-Os advierto que en presencia de mi señor os hagais el santo, porque observará hasta el modo con que respirais: nada de requiebros á la Princesa, porque el bendito esposo tiene narices de perro perdiguero y huele los galanes á la distancia de dos leguas.

-Seguiré en todo tus consejos, pues eres mujer que lo entiendes. Separémonos ahora para volver á la ciudad, y si alguna noticia tienes que comunicarme, ó si yo te necesito, ya conoces al lego Damian.

-No os dejaré, señor Antonio Perez, ya que tan buena ocasion se me presenta, sin demandaros una gracia.

-Dála por concedida, si está en mi mano.

-Se trata de la colocacion de un pobre diablo; honrado eso sí, por cuatro costados y soldado valiente de los tercios de Flandes: es primo hermano mio y hombre ya maduro, con la añadidura de cristiano viejo, como lo fueron sus padres en tierra de Aragon. Supuesto que gozais de tanto favor en la corte, segun he oido asegurar á D. Ruy Gomez de Silva, poco trabajo os costará sacar para ese desgraciado pariente alguna cosa.

-Tus razones me recuerdan el pensamiento que tengo de establecer casa propia en la ciudad y que pronto necesitaré un mayordomo. Presénteseme ese veterano de las tropas imperiales, y cuidaré de su establecimiento.

La doncella de la Princesa dió las gracias con remilgada coqueteria á su joven protegido, y reiterándole el encargo de que no faltase al paseo de la tarde por la calle en que vivia D. Ruy Gomez, se separó de él dirigiéndose á la ciudad con las mismas precauciones y rodeos, que habia puesto en juego para acudir á la cita. Antonio Perez dió algunas vueltas por el campo, hasta que imaginando que su deber lo llamaba á donde pudiese saber si habian llegado despachos del Rey para el Consejo, entró tambien en Valladolid y se encaminó al palacio del gobierno.

Al entrar en el salon que ya conocen nuestros lectores, encontró al cardenal Espinosa, que acababa de salir de la cámara de la Reina y le preguntó por la salud de S. A.

-Los médicos aseguran que la indisposicion es leve, le contestó el prelado.

-¡Cómo! esclamó Antonio Perez; ignoraba que estuviese enferma.

-Mal de ausencia, jóven; la repentina marcha del Rey la tiene triste.

-Siéntolo á fé de leal servidor.

-Y paréceme que todos tendremos que sentir antes de mucho tiempo.

-Esas palabras, señor cardenal, encierran algun misterio.

-Misterio, que estoy pronto á publicar á todas horas, señor Antonio Perez; la Reina padece y su enfermedad es grave.

-¿Qué me anunciais?

-Que los médicos de Su Alteza son unos topos; que esa pobre mujer se agosta poco á poco en Castilla.

-¿Y el Rey?

-El Rey la ama tiernamente, y nada ha visto, porque ella le oculta sus crueles sufrimientos, agravados hoy con una separacion tan brusca. Doña Maria creyó que el monarca de Castilla era un caballero galante, cortesano; amigo de fiestas y de zambras, y se ha visto en los brazos de un gobernante severo, celoso de las prerogativas de su régia autoridad, y atento únicamente á conservar y á administrar con rigurosa justicia los vastos dominios que ha heredado.

-Digan lo que quieran los que le motejan de cruel y de hipócrita, acabáis de trazar el verdadero carácter del rey D. Felipe.

-Carácter opuesto al de la Reina.

-¿Y decís que su dolencia es grave?

-Como que no tiene cura.

-¿Qué nuevas me dais del príncipe D. Cárlos?

-Es niño que piensa demasiado para su edad. Hace muy poco me preguntó, si el Rey su padre se encamina á Flandes con el propósito de quemar hereges.

-Yo creo que el farsante Baltasar Cisneros le tiene vuelto el juicio.

-Lo que puedo aseguraros es que aborrece con toda su alma á D.-Ruy Gomez de Silva, su ayo, desde que ha llegado á entender que su mujer es jóven.

-¿Y qué le importa eso á él?

-Es un capricho que se le ha metido en la cabeza. Tambien jura que apenas vuelva á España el duque de Alba, ha de morir á sus manos, porque se ha constituido en verdugo de los Paises Bajos.

-¿No os figuráis que si el Rey llega á enterarse de todas esas cosas, arrugará el entrecejo?

-Podeis vivir persuadido de que no seré yo quien las ponga en su noticia.

-Obrareis en ello con mucha prudencia, señor Cardenal, porque ese joven visionario dará que hacer á su padre.

-Y tambien á la Inquisicion.

-¿Eso mas?

-Es un herege, á pesar de sus pocos años.

-Cuando vos que sois voto en materias de Religion, lo decís...

-Ya vereis, ya vereis los frutos que con el tiempo dará el arbolillo.

Aquí llegaban de su diálogo nuestros dos cortesanos, cuando apareciendo en el salon un page de la Reina, anunció al Cardenal que Su Alteza le llamaba. Entró Espinosa en la estancia de doña Maria y Antonio Perez en su despacho, que era la misma cámara del Rey, á quien escribió sin perder momento y punto por punto la conversacion que acababa de tener con el primero. Poco despues se retiró á su posada, y como á media tarde salió, atildado con particular esmero, á lucir su gallardía y sus galas en la calle de San Francisco.

Hallábanse ya en el balcon de su magnífica casa, tomando el fresco, la bellísima doña Ana de Mendoza, de Silva y de La Cerda, y su muy ilustre esposo D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli. Multitud de damas y caballeros cubrian la carrera en direccion al Campo Grande, que en aquella época era el paseo de moda, y todos saludaban y hacian besamanos á los afortunados esposos, que cual dos tiernísimos amantes, platicaban afectuosamente, pasando revista á la nobleza de ambos sexos, que discurria por la ancha calle de San Francisco.

-¿No os parece, doña Ana, preguntó Ruy Gomez á la Princesa, que cuadra muy mal el regocijo de esos nobles y el alarde que hacen de sus galas con la partida del Rey y la enfermedad de la Reina?

-Sois la quinta esencia de la política y de la diplomacia, Príncipe, le contestó aquella sonriéndose con amable coquetería, y por lo mismo deseais que vistamos luto, porque D. Felipe se ha ido á Flandes á quemar protestantes. Ya veo que su ausencia os dá pena y que nada puede consolaros, pero esa no es bastante causa para que los demás estemos tristes: no todos tenemos que ocuparnos en los graves negocios del Estado.

A pesar de la ironía que revelaban las palabras de doña Ana, recibiólas Ruy Gomez como moneda corriente y quedó satisfecho de ellas: no queriendo, sin embargo, aparentar que, cedia sin réplica en la cuestion por él entablada, repuso con entereza:

-¿Y qué decís, señora, de las pocas simpatías que inspira á nuestros grandes la doliente situacion, en que se halla la reina doña María.

-Que esa indiferencia se esplica de un modo natural y sencillo.

-¡Cómo! No os entiendo.

-Con dos palabras podeis quedar enterado.

-Pronunciadlas.

-Es estrangera.

Miró Ruy Gomez á su esposa, porque, no acertó á rebatir una razon tan convincente, y se ruborizó al verse confundido por una niña. No era con todo el príncipe de Éboli hombre capaz de negarse, á proseguir una polémica, aun cuando se viese vencido á las primeras de cambio; así pues, volvió á la carga replicando:

-No ignoráis, doña Ana, el grande amor que Su Alteza tiene á la hija de doña Catalina de Aragon.

-Y de Enrique VIII, murmuró su esposa con marcada intención.

Mordióse los lábios Ruy Gomez, pero añadió con tenaz empeño:

-La madre de nuestra Reina es al cabo una princesa española,

-Y el padre un monarca inglés, observó doña Ana con imperturbable sangre fria.

Batido en sus últimos atrincheramientos, hizo todavia un esfuerzo el viejo diplomático antes de pronunciarse en retirada, y apeló á la sensibilidad de su esposa, contra las ideas que esta misma acababa de emitir como mujer de partido.

-Parece, dijo, que, á la pobre doña Maria aqueja una grave enfermedad: debemos compadecerla, que al fin es una dama y se halla en pais estraño.

-Eso sí, respondió al punto la Princesa; compadezco de todo corazon á la Reina, porque sufre. Por lo demás, hubiera debido atender á lo que hacía, antes de dar la mano al rey D. Felipe.

-Doña Ana... Doña Ana... Vos no podeis ignorar que ciertos matrimonios se conciertan...

Detuvo Ruy Gomez el final de la frase, entre, sus lábios, porque al oir doña Ana las palabras, vos no podeis ignorar, miró á su esposo, como la víctima, pronta á sucumbir, debe mirar á su asesino.

El Príncipe, sin embargo, no se dió cuenta de los sentimientos que imprudentemente acababa de despertar en la memoria y en el corazon de aquella jóven, cuyo himeneo habia sido tambien concertado, y creyó de buena fé que acaso se habría sentido indispuesta.

-¿Qué teneis? la preguntó con vivísimo interés: vuestro semblante se ha demudado.

-Vapores, contestó doña Ana, sonriéndose melancólicamente: esto pasará pronto.

-Siéntolo en el alma, repuso el Príncipe dirigiéndo la vista hácia el estremo de la calle, porque vais á retíraros del balcon, y he ahí que os privaréis de ver pasar al señor Antonio Perez, jóven de grandes esperanzas, hábil político y uno de los hombres á quienes el Rey mas quiero.

-¿Deseáis efectivamente que le vea?

-Aquí llega ya: mirad su noble apostura y me direis maravillas de mi protegido.

-¿Pues no habeis manifestado que el Rey...?

-Cierto; le tiene en grande estima, pero el secretario Gonzalo Perez, su padre, me lo recomendó poco antes de morir.

Al mismo tiempo que así hablaba Ruy Gomez, llegó Antonio Perez al portal de su casa, y habiéndose detenido un instante para saludar cortesmente á su protector y á la bellísima jóven que tan desasosegado le traía, iba á proseguir su camino, cuando saliendo dos hombres de aquel mismo portal, se atravesaron en la acera, en ademan de trabar refriega uno contra otra, y cogiendo en medio al jóven, le dieron tan terrible empujon, que fué á caer cuan largo era dentro del espacioso zaguan. Terminada esta hazaña, desaparecieron entre la multitud aquellos camorristas y nadie supo dar razon de ellos. Pero doña Ana de Mendoza dió un grito y abandonó el balcon llena de sobresalto; la doncella, que acudió al momento y se dio por enterada de lo que quería decir el grito de su señora, esclamó que era una inhumanidad no socorrer al hombre que había medido con su cuerpo el suelo del zaguan; y Ruy Gomez, persuadido por aquel grito y aquellas esclamaciones, llevado al mismo tiempo por la inclinacion afectuosa que le inspiraba Antonio Perez, y considerando que si le dejaba marchar sin enterarse del estado en que se hallaba, y sin hacerle al menos reponerse en su morada de tan inesperado accidente, se hablaria al siguiente día, en la córte de su mal proceder, ordenó al punto que bajasen al zaguan sus criados para socorrerlo y que le ayudasen á subir, alentándolo si lo habia menester, y diciéndole que, el Príncipe de Éboli, aunque enemigo suyo, le rogaba que dispusiese de su casa en aquel trance. Toda la chusma de sirvientes se puso en movimiento, pero la doncella fué la primera que bajo y encontró á Antonio Perez limpiándose el sombrero, y arreglando sus plumas, que habían padecido algun tanto en la brusca sacudida: por lo demás, nada indicaba que el joven hubiese sufrido la mas pequeña lesion, pues los hombres que con él tropezaron le empujaron con mas maña que fuerza, á fin de, que no se lastimase. Acercósele la tapada del Pisuerga, conteniendo la risa que rebosaba en todo su cuerpo, y le dijo precipitadamente:

-Señor Antonio Perez, he cumplido mi palabra y arriba os esperan; haced de modo que os duela alguna cosa, para que la mentira parezca verdad.

El jóven estrechó la mano de la doncella y siguió á los criados que llegaron á socorrerle, asegurándoles que de resultas de la terrible caida que acababa de llevar, tenia molidos, ya que no descoyuntados, todos los huesos. Ruy Gornez y doña Ana le salieron al encuentro en lo alto de la escalera, condoliéronse de su desgracia y le acompañaron hasta dejarlo sentado en un magnífico sillon de la estancia principal.

De este modo consiguió Antonio Perez poner los piés en una casa, cerrada herméticamente, para todos los jóvenes de la corte, merced á los desvelos con que el celoso y desconfiado Ruy Gomez de Silva atendia al cuidado de su honra.

Capítulo VIII
Un castellano á prueba de bomba

Un año hacía que el rey D. Felipe se hallaba en Flandes, pero el tiempo no habia transcurrido inútilmente para su actividad. El ejército español, confiado á la pericia del duque de Saboya, contramarchó rápidamente hácia la Picardia y sentó sus reales delante de San Quintin. No bien tuvo noticia de este estratégico movimiento el condestable de Montmoreney, cuando reuniendo todas sus fuerzas disponibles, voló en ausilio de la ciudad amenazada, pero se aproximó tanto á los atrincheramientos de los sitiadores, que su valor y su imprudencia lo perdieron. Se vió en efecto rechazado por todas partes, despues de desesperadas aunque infructuosas tentativas para abrirse paso hasta la plaza, y habiéndose pronunciado en retirada, fué atacado tan impetuosamente por la caballería del Rey al mando del conde de Egmont, que sus tropas se desordenaron, apelando á la fuga para salvarse y dejando el campo cubierto de cadáveres. La victoria no pudo ser mas completa para las armas españolas, supuesto que perecieron en tan sangrienta batalla el duque de Enghien, príncipe de la Sangre, el Condestable y su hijo primogénito, el mariscal de San Andrés, los duques de Montpensier y de Longueville y el vizconde de Turena.

A tan señalado triunfo siguióse la rendicion de San Quintin, cuya aguerrida guarnicion con su caudillo, el intrépido Coligni, quedó prisionera. Don Felipe, que había fijado su residencia en Cambray, se trasladó inmediatamente al teatro de las glorias de su ejército, al cual se manifestó sinceramente reconocido, y atribuyendo tan brillantes ventajas á la proteccion especial del cielo, por mediacion de San Lorenzo, en cuya festividad se habian conseguido, determinó construir en su nombre el monasterio del Escurial, que aun hoy es tenido por la octava maravilla.

Privado Paulo IV del apoyo de la Francia, tuvo que recurrir á los venecianos para que negociasen la paz entre el rey de España y la Santa Sede. El piadoso D. Felipe se apresuró á reconciliarse con el Papa, devolviéndole todas las plazas del territorio eclesiástico que ocupaba, y enviando al duque de Alba á Roma para que le besase los piés.

Al año siguiente se dió entre españoles y franceses la famosa batalla de Gravelinas, fatal para estos últimos y que obligó al duque de Guisa á retirarse de las fronteras de los Paises Bajos, para reconcentrar sus diseminadas fuerzas en la Picardia, á donde le siguieron intrépidamente Filiberto de Saboya y el valiente conde de Egmont. Iba sin duda á empeñarse una accion decisiva en las inmediaciones de Dourlens, cuando intervino el legado del Papa con sus buenos oficios, y alcanzó del rey D. Felipe una suspension de hostilidades, que en breve debia producir una paz durable entre las dos naciones.

Los preliminares del tratado de Chateau-Cambresis permitieron al Rey volver á España, por lo que partió de Zelanda y desembarcó en el puerto de Laredo, marchando en seguida para su córte de Valladolid, sin haber descansado un instante, pues acababa de recibir una terrible nueva: la reina doña María estaba agonizando.

La ciencia de los mas afamados médicos había combatido, aunque tarde, una afeccion que se calificó entonces de mal de ausencia, porque los castellanos dieron en la flor de burlarse del dolor que habia manifestado la Reina el día de la partida de su esposo: pero aquel mal hizo en poco tiempo rápidos progresos; la melancolía, el abandono de los encargados de curarle y su ciega ignorancia agravaron los síntomas, y cuando quisieron contener sus estragos, equivocaron el rumbo, porque no conocieron que en aquella preciosa existencia mas enferma estaba el alma que el cuerpo.

Don Felipe no abandonó un momento desde su llegada, el lado de su régia consorte, á la que prodigó afectuosísimas muestras de cariño, y precisamente se hallaba á la cabecera de su lecho con el mismo trage que tenía puesto, cuando abandonó la nave que le habia traído á su patria, á tiempo que se presentó en la estancia el príncipe D. Cárlos. Abrazóle el Rey con ternura y señalándole con la mano á la infortunada doña Maria, le dió á entender que había llegado á verle en mala coyuntura. Aquel niño de catorce años no se dió, ó no quiso darse por entendido de la advertencia, y empezó á quejarse al Rey, en voz alta, de la severidad de su ayo el príncipe de Éboli, y de la injusticia con que era tratado el cómico Cisneros.

-Ya me hablaréis de eso, mas tarde, le contestó D. Felipe sin inmutarse; ya veis, hijo mio, que necesito sosiego en estos instantes.

-Los reyes, repuso el joven con petulancia, solo pueden vivir sosegados cuando hacen justicia.

Don Felipe bajó los ojos y luego dirigió la vista á derecha é izquierda para observar si alguno mas que él había oido las palabras de su hijo. Las personas que ocupaban la cámara de la Reina se mantenian á respetuosa distancia de su lecho y esta circunstancia tranquilizó al monarca. Un movimiento de la moribunda le obligó á levantarse del sillon; examinó atentamente su rostro y en seguida llamó al cardenal Espinosa, á quien dijo en voz baja:

-Ejerced con la reina doña Maria vuestro sagrado ministerio: solo Dios puede hacer el gran milagro de prolongar sus dias.

Acto continuo hincóse de rodillas para responder á las oraciones que el cardenal empezó á recitar: antes de concluirlas, se oyó en la cámara un solloyo, al cual siguieron dos ó tres suspiros ahogados. La duquesa del Infantado corrió al lecho y miró tristemente al Rey que acababa de alzarse, del suelo, apoyado en el brazo del cardenal de Mendoza.

Todo había terminado, y la reina estrangera, como decía la princesa de Éboli, la hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragon ya no existía. Don Felipe, sin pronunciar una frase, cogió al príncipe, D. Cárlos por la mano y abandonó aquella estancia en que reinaba la muerte.

Ocho días despues de este triste acontecimiento, se hallaba doña Magdalena de Ulloa recamando un magnifico tapiz en el suntuoso salon del alcázar de Villagarcía. Ya no era la bellísima y arrogante matrona que, catorce años atrás daba órdenes terminantes á sus escuderos y hombres de armas; una tristeza profunda y resignada habia apagado el brillo de sus hermosísimos ojos y teñido de, mortal palidéz sus antes rosadas y frescas mejillas. ¿Qué desgracia había ocasionado tan estraordinaria variacion? Vamos á esplicarla.

No habrán olvidado seguramente nuestros lectores aquella visita que hizo á la antigua fortaleza el venerable superior del monasterio de la Espina, para afligir el corazon de su guardadora con la infausta nueva de la infidelidad de su esposo. Desde ese día todos fueron, tristes y melancólicos para la noble castellana, pues aunque el tiempo disminuyó la cruel amargura de tan insufrible tormento, el dardo punzante de los celos quedó clavado en su alma, y su intenso dolor, subordinado al imperioso freno que lo imponia el orgullo, iba minando poco á poca una existencia, consagrada al penosísimo cumplimiento de los deberes de esposa. Porque D. Luis Quijada no se encontraba ya ausente de Villagarcía, y los pronósticos revelados por el hermitaño al monge de la Espina se habían convertido en realidades. En efecto; el mayordomo del emperador Cárlos V había vuelto de Alemania hacía diez años, llevando consigo, á Villagarcía un niño de catorce, que presentó á doña Magdalena sin esplicar á ésta de qué familia procedia, aunque, rogándola con efusion y encarecido empeño que fuese para él una verdadera madre. El amor propio de la esposa ofendida se rebeló contra una súplica tan temeraria, pero la prudencia y su propio decoro impusieron silencio á la indignacion, que se preparaba á estallar en quejas. Tal vez una esplicacion sincera por ambas partes hubiera ahorrado muchísimos

Disgusto y sinsabores á la desventurada doña Magdalena, pero ésta callaba por dignidad y D. Luis Quijada por deber. Amábade á pesar de todo tiernamente, con la diferencia de que la esposa no tenia fé en el cariño de su esposo, al paso que este no adivinaba la causa del contínuo malestar y desasosiego de aquella. Crecia entre tanto el niño y aleccionado por el señor del alcázar, así en el equitacion como en el manejo de las armas, daba a entender que sería con el tiempo un guerrero afamado: la misma doña Magdalena, aunque convencida de que era fruto de los ilegítimos amores preceptora en el perfeccionamiento del habla castellana, que habia emprendido con notable ahinco; y no solo lo hacía por no disgustar á D. Luis, sino porque las altas prendas que el niño descubria y las bellísimas dotes que ya entonces le adornaban, iban borrando de su pecho, sin que ella lo advirtiese, la profunda, aunque secreta aversion, con que al principio le habia mirado. Pero las horas trancurrian melancólicas en el castillo, porque habia desaparecido la confianza del hogar doméstico y con ella la felicidad. Doña Magdalena, siempre en lucha abierta con sus hondos pesares, sucumbia visiblemente, porque se habia impuesto la terrible obligacion de ahogarlos en el fondo de su alma; D. Luis Quijada inquieto y atormentado procuraba, y procuraba en vano, inquirir el principio de un mal que destruia una existencia tan penosa para él; y el niño, que amaba afectuosamente á los dos esposos, se entristecia con ellos y lamentaba la poca ventura de aquella ilustre matrona que le servia de madre.

Ocupábase ésta, como hemos dicho, en una riquísima labor de tapicería; sus ojos estaban humedecidos por las lágrimas, único consuelo y alivio de su dolor, y de vez en cuando desahogaba fuertes suspiros la penosa opresion de su pecho. Queriendo huir de sus propios pensamientos, soltó de pronto la aguja, separó la recamada tela con un brusco movimiento, y abandonando su sitial, asomóse á la ventana de la estancia que caia al patio. Al mismo tiempo se bajó el puente y entraron en la fortaleza D. Luis Quijada y su díscipulo montados en arrogantes corceles: volvian de correr á rienda suelta por el campo saltando fosos y vallados, ejercicio á que daba grande importancia el señor de Villagarcía.

Un cuarto de hora despues se hallaba éste al lado de doña Magdalena, á la que referia los divertidos lances de aquella correría por las inmediaciones del castillo, en tanto que el jóven descansaba en su aposento de las fatigas del ejercicio.

-Mucho os afana esa tares, dijo á su esposa luego que hubo acabado su relacion y señalando al tapiz.

-¿Qué quereis D. Luis? Le respondió la castellana: me aburre la ociosidad y por eso trabajo.

-Si eso puede distraeros, lo apruebo de todo punto.

-Tambien me distrae mucho el que me hableis de la corte.

-Y ya sabeis que siempre estoy dispuesto á complaceros. ¿Qué no haría yo, mi amada doña Magdalena, para que desapareciesen esas nubes de tristeza que enlutan vuestro hermosísimo rostro?

-¡Cómo! ¿No haceis bastante?

-Se me figura que no, y de ello me acuso.

-Sois en estremo escrupuloso y veo que necesito tranquilizaros. Mi único deseo, mi única gloria, mi única ambicion consisten en que me ameis, como me amábais cuando os preferí a todos los jóvenes de la córte.

-¿Podéis dudarlo?

-No, D. Luis, no lo dudo y por eso os motejo de demasiado escrupuloso. Vos me amais y por lo tanto haceis cuanto en conciencia debeis para que yo sea venturosa.

Y sin embargo no lo sois.

-Pecais de injusto, supuesto que no es merecen fé mis protestas: mil veces os he repetido que me considero feliz, y que no cambiaría la dicha de estar á vuestro lado por la mayor que el mundo pudiera ofrecerme.

-¿Habláis lo que sentís ó pretendeis únicamente calmar mi desasosiego?

-Os digo lo que me dicta el corazon.

-Pero no trataréis de negar lo que ven mis ojos.

-¿Y qué ven?

-Que á pesar de mi amor, que á pesar de esa ventura que gozais á mi lado, no sois la misma que érais en otro tiempo. Vuestra hermosura se marchita, padeceis, llorais...

-¡Oh! Sin duda os inspira tan melancólicas reflexiones la cabalgata que os ha entretenido toda la tarde, ó tal vez la oscura noche que nos envuelve entre sus negras nubes. Miradme bien mañana, cuando el sol ilumine los torreones del alcázar, y veréis como encontrais en mí aquella tierna esposa que tanto os agradaba antes que os partiéseis para un reino estraño.

-¿Creéis por ventura, doña Magdalena, que hoy me agradais menos?

-Creo únicamente que vuestra imaginacion hace comparaciones, que no me son muy favorables, entre mi hermosura y la de las damas de Bruselas. Yo entre tanto me rio de vuestra ceguedad, lo cual prueba evidentemente el amor que me teneis.

-Esplicaos, por Dios, que no os comprendo.

-¿No asegurais que mis encantos van desapareciendo?

-Cierto y...

-¿Cómo quereis que los conserve? ¿Soy por ventura aquella jóven belleza tan celebrada cuando os dió su mano? ¿Pasan los años por una mujer sin dejar en sus gracias señales profundas de sus huellas? ¡Mi hermosura se eclipsa y lo estraña D. Luis Quijada, uno de los mas discretos caballeros de España! Confesad, esposo mio, que os estais rebelando, sin saber lo que hacéis, contra las leyes de la naturaleza. Quereis tanto a vuestro ídolo, que imaginais poder conservarlo siempre como cuando empezasteis á rendirle vuestras adoraciones, sin parar mientes en que ese pobre ídolo es de barro.

De este modo prosiguieron departiendo amorosamente los dos esposos hasta hora muy avanzada de la noche, sin que D. Luis consiguiese penetrar el doloroso secreto que martirizaba el alma de doña Magdalena, y persuadiéndose ésta mas y mas de que el acendrado amor de aquel habia sido reemplazado por una tierna solicitud. Anhelaba la castellana una esplicacion que pusiese término á sus incertidumbres, mas no queria provocarla abiertamente, por no perder el derecho de mostrarse menos ofendida cuando tuviese lugar, y hé aqui porque rebatia obstinadamente todos los argumentos de Quijada respecto á la tristísima situación en que se hallaba. Es muy probable que la luz del dia hubiese llegado a sorprenderles en su animado é interesante coloquio, si las doncellas de la matrona, que se presentaron en la cámara con el objeto de arreglar su tocado para la noche, no lo hubieran interrumpido. Levantóse D. Luis y mientras se acostaba su esposa, bajó al patio, de la fortaleza, examinó detenidamente si el servicio de vigilancia se hacia con puntualidad y dio sus últimas órdenes á los hombres de armas: despues volvió á subir, entró en la estancia, del la cual acababan de salir las doncellas, rezó sus acostumbradas oraciones, apagó la única luz que ardía á la sazon en el castillo y ocupó el lecho al lado de doña Magdalena.

Las dos serian poco mas ó menos de la mañana y todos los moradores del alcázar dormian á pierna suelta. Despiértase de pronto D. Luis Quijada, abre los ojos y observa que un resplandor estraño ilumina el salon; al mismo tiempo llegan hasta allí desaforados gritos y tristes lamentos. Abandona el lecho, vístese apresuradamente, sale á la estancia y abre de par en par las ventanas. Entonces cesan de todo punto sus dudas, y conoce que, ha estallado un incendio en el alcázar. En efecto; las llamas devoraban ya mucha parte del viejo castillo, y envueltas en humo densísimo se abrian paso por los corredores, amenazando invadir la galeria principal. Los hombres de armas, los escuderos y las doncellas habian huido á los patios y á la muralla, y desde aquellos asilos gritaban á sus señores que, se, pusiesen en salvo, pues érales imposible dirigirse á darles ayuda, por cuanto empezaba á arder la escalera grande que, á sus aposen tos conducia. En tal conflicto no vaciló el castellano de Villagarcía; el peligro era mortal para él, para doña Magdalena, y para el jóven que desde Austria le habia acompañado á Castilla, y que descansaba tranquilo en un aposento inmediato: mas á pesar de la cruel alternativa que, batallaba en su alma, á pesar de la terrible situacion en que se veía, pues no lo era dado salvar á un tiempo mismo aquellas dos prendas de su entrañable afecto, previno á su esposa que esperase confiada en la misericordia del cielo, corrió á la habitacion del joven, y cogiéndolo en sus brazos, atravesó con él, por medio del humo y de las llamas, bajó la escalera medio sofocado y lo entregó en el patio á sus servidores. En seguida, sin detenerse, sin casi tomar aliento, volvió á la escalera y confundiéndose de nuevo entre las negras nubes que las obstruian, desapareció de la vista de los hombres de armas.

Doña Magdalena quedó aterrada al ver que su esposo salía de la estancia, dejándola espuesta á toda la furia del destructor elemento. En aquel trance supremo para ella, adivinó la infeliz el secreto de un abandono, que imprimia un sello de infamia en los blasones de D. Luis; el veneno de los celos avivó con mas violencia que nunca los dolores de su alma y acercándose á una ventana, alzó los ojos al cielo y esclamó con desesperacion:

-¡No me ama! ¡Ya á salvar á su hijo y me deja morir!

En aquel instante llegaba D. Luis al patio con el joven; doña Magdalena le distinguió al resplandor de las llamas cada vez mas voraces y exhalando un grito lastimoso, rogó á Dios que se apiadase de sus tormentos y la hiciese morir cuanto antes.

Pero ¡cuál fué su asombro al ver entrar cinco minutos despues á su esposo en el salon!

-Venid, doña Magdalena, gritó éste con ronco acento; los momentos son preciosos.

-¡Ah, D. Luis! lo respondió la castellana ¿Para qué intentais sacarme de aquí? Huid solo; he visto ya todo cuanto tenía que ver.

-¿Estais loca, vive Dios? ¿Ignorais que el fuego nos cerca por todas partes y que antes que amanezca será un monton de escombros el alcázar de Villagarcía?

-Pues bien ¿qué os importa? Vuestro hijo está en salvo... dejadme á mi morir.

-¡Mi hijo! Señora... ¿qué pronunciais?

-Sí, D. Luis Quijada; supuesto que voy á perecer lo diré todo: vuestro hijo... el fruto de vuestros amores con la célebre Bárbara Blomberg.

-¡Doña Magdalena! Voy á daros satisfaccion cumplida bajo la fé de mi nombre y el honor de mis abuelos. Reconoced en mi discípulo y pupilo al señor D. Juan de Austria, hijo natural del católico emperador Cárlos V de gloriosa memoria, y hermano de nuestro augusto rey D. Felipe, á quien guarde Dios. Atreveos ahora á decirme que os deje morir.

Doña Magdalena no pudo articular una sola palabra al oír tan inesperada revelacion; la felicidad embargó su voz y las lágrimas y los sollozos fueron la elocuente espresion de su ternura: arrojóse á los brazos de Quijada, ébria de amor y loca de arrepentimiento; pero el caballero, atento siempre al peligro que les amenazaba, la obligó á moderar sus transportes cariñosos y sacándola del salon, tuvo el inefable consuelo de salvar su preciosa vida de los horrores del incendio.

El pueblo de Villagarcía albergó aquella noche á la ilustre matrona: el jóven austriaco no quiso separarse un momento de D. Luis Quijada, quien dando nuevas pruebas de imperturbable serenidad, dictó acertadísimas disposiciones contra el voraz elemento, cuyos estragos cesaron felizmente ya muy entrado el dia.

Dichosísimo acontecimiento fué tan desgraciado accidente para la noble matrona, ya que á él debió la revelacion de un secreto, que devolvió á su aflijido pecho la tranquilidad perdida. Cuando, despues de haberse reparado las destrozadas obras del castillo, volvieron á habitarlo los ilustres esposos con el jóven de Austria, doña Magdalena de Ulloa respiró feliz, y al examinar su corazon, lo sintió palpitar de gozo y de juventud, como en los risueños y floridos años de su existencia. La fidelidad de su esposo, tan solemnemente comprobada con el reconocimiento del hijo natural de Cárlos V, fué el bálsamo que cicatrizó sus llagas.

La nueva del desastre de Villagarcía llegó muy pronto á la corte. El rey D. Felipe, apesadumbrado con la amarga pena que, noche y dia te aquejaba por la pérdida de doña Maria, la oyó al parecer tranquilo, pero sus lábios temblaron cuando dijo á Antonio Perez, que acababa de darle puntual cuenta de aquel suceso:

-Disponed que se me presente el castellano D. Luis Quijada.

Iba ya el secretario del Rey á salir de la cámara, para cumplimentar esta orden, cuando el señor de Villagarcía se presentó en el umbral. Al verle se levantó D. Felipe, y cediendo, acaso por la primera vez de su vida, á una emocion y mas poderosa en aquel insante que su voluntad de hierro, estrechóle las manos con afectuoso interés. Acto continuo, miró á Antonio Perez, y éste comprendiendo lo que aquella mirada queria espresar, se retiró de la estancia, cuya puerta cerró el mismo Rey.

-Habeis adivinado, dijo en seguida á D. Luis, el deseo que tenia de hablaros.

-Señor, respondió el castellano, me ha traido á la presencia de Vuestra Alteza el cumplimiento de mi deber.

-Esplicaos, señor de Quijada, repuso D. Felipe con sosegado acento.

-El castillo de Villagarcía..

-Ha sido presa de las llamas; lo sé. Mas tampoco ignoro que debo su conservacion á vuestros esfuerzos. Ved si tenéis que comunicarme otra noticia.

-Esa es la única que debia poner en conocimiento de Vuestra Alteza, para someterme al castigo que merece mi torpeza ó mi poca vigilancia.

-No saldréis de aqui sin que se os imponga ese castigo.

A otro hombre de menos temple hubieran aterrado estas palabras del Rey: D. Luis Quijada las escuchó sin inmutarse. D. Felipe examinó atentamente á aquel constante y afectísimo servidor de su padre y murmuró entro dientes:

-Seis hombres como este en una nacion, y esa nacion será feliz.

Y luego añadió dirigiéndose á Quijada:

-Mirad bien si nada os queda que decirme.

-Nada, señor, contestó D. Luis.

-¿Quién ha perecido en el incendio de nuestra fortaleza de Villagarcía?

-Todos sus moradores se han salvado.

-¡Sus moradores! Supongo que allí solo se hospedaba en vuestra compañia la ilustre doña Magdalena de Ulloa.

-Sus doncellas, mis criados, la guarnicion del castillo...

-Es verdad, señor de Quijada, es verdad. Decidme ahora si sois dichoso con vuestra noble esposa.

-Dichosísimo, señor.

-Ya sé que os ama, pero vos...

-He asegurado á Vuestra Alteza de mi ventura.

-¡Como! ¡Amais á doña Magdalena!

-Vuestra Alteza lo ha dicho: la amo sobre todo encarecimiento.

-Señor de Villagarcía, malo es que finjáis con tan principal y apuesta dama, aunque puede serviros de escusa el deseo de conservar la paz doméstica: pero estáis hablando al Rey de Castilla, y al Rey nadie miente.

-Vive Dios, Señor, que no conoce Vuestra Alteza, al caballero D. Luis Quijada cuando tan terribles razones le dirije.

-El caballero D. Luis Quijada ha faltado á la fé conyugal; el caballero D. Luis Quijada amó perdidamente en Flandes á la hermosa Bárbara Blomberg; el caballero D. Luis Quijada conserva al lado de doña Magdalena de Ulloa un hijo, fruto de sus, ilegítimos tratos con la flamenca.

Mentís iba á gritar encolerizado el castellano de Villagarcía; mas contúvole el respeto que debia al Rey, y se contentó con cerrar los ojos y apretar los puños, para dominar su ira. D. Felipe le contempló largo espacio, gozándose al parecer en su confusion; pero considerando que era ya demasiada crueldad atormentar de aquella manera á uno de los mas leales caballeros de Castilla, rompió el silencio con estas palabras:

-Tened entendido, señor D. Luis Quijada, que el rey D. Felipe, nunca falta á sus palabras; he dicho que seréis castigado y vais á serlo: caballero, rodilla en tierra.

El de Villagarcía debia temerlo todo de un monarca, á quien amigos y enemigos juzgaban como á un tirano; y sin embargo aquel tirano (escribe el autor esta calificacion en letra cursiva, para dar un solemne mentís á los amigos y á los enemigos del Rey Prudente) no pudo hacer que el fiel servidor del heróico nieto de Isabel Primera palideciese: el alma de D. Luis Quijada era de un temple á toda prueba, y por lo mismo no titubeó en obedecer el mandato de su Rey. Hincó pues la rodilla con respeto, pero sin humildad, dando á entender que cumplia como buen vasallo, y que poco le importaba morir, con tal que su conciencia de nada le acusase contra su Rey y señor.

Éste se adelantó entonces hacía él; quitóse con gravedad el collar de la famosa órden de Borgoña (el Toison de oro), que ceñia su cuello, y pasándolo alrededor del de D. Luis, le dijo sonriéndose.

-Os ahorco por discreto, Señor de Villagarcía.

-¡Señor! esclamó éste fuera de si al ver el término de aquella temible escena. ¿Cómo es que Vuestra Alteza me concede tan señalada merced?

-Habéis sufrido que os insultase, por no faltar á la fé prometida, contestóle el Rey, y ese es el mas grande sacrificio que puede hacer un caballero. Levantaos, D. Luis. ¡Vivo Dios, que mi augusto padre supo elegir al depositario de sus secretos! ¿Creéis por ventura que yo ignoro que tengo un hermano? He querido probaros; he querido que faltáseis á vuestra palabra...

-Antes morir, repuso el de Quijada; antes merecer el desagrado de Vuestra Alteza, que es mil veces peor que la muerte.

-Así me lo aseguró el César.

-¡Cómo, señor!

-Leed, D. Luis.

Y cogiendo el Rey un papel de su mesa, lo presentó al caballero. Reconoció éste al momento la letra del invicto Emperador y leyó lo que sigue:

«Mi muy amado hijo y señor Rey D. Felipe de Castilla: los hombres expían en la vejez las locuras que cometen en la juventud: Yo, como hombre, no he de estar exento de esta ley, y así es que desde mi lecho de muerte, pago el tributo que debo por mis flaquezas, recomendándoos la persona de vuestro hermano D. Juan de Austria, hijo de Bárbara Blomberg, señora flamenca, cuya hermosura sirvió de lenitivo á grandes pesares del que os ha dejado en herencia la mas grande monarquía del mundo. No hay en este mas que una persona que pueda dar cuenta del jóven de Austria y es mi antiguo mayordomo mayor, mi fiel criado y mi celosísimo servidor D. Luis Quijada, pues oculto le tiene en el alcázar de Villagarcía, cuyo señorío te dí en feudo. Componeos con él, hijo mio y señor, de modo que le arranqueis el secreto, declarándoselo vos, porque pensar que él lo ha de decir, es pensar en lo escusado. Don Luis es muy caballero y á mas á mas testarudo, si los hay, como legítimo descendiente de Vizcainos: me juró no revelar la existencia de D. Juan de Austria, y cumplirá su palabra á todo trance. Haced vos, hijo mio D. Felipe, por vuestro hermano lo que creais que debeis á la memoria de vuestro padre= El monge de Yuste»

Quijada devolvió al Rey la carta de Cárlos V sin proferir una palabra: dos raudales de lágrimas bañaban sus mejillas y para disimular su profunda emocion se mordia sus espesos y largos vigotes. El rey D. Felipe permanecia impasible, pero queriendo dar tiempo al caballero para que se serenase, le volvió la espalda y comenzó á examinar varios papeles de la mesa. De pronto se encaró con don Luis y le dijo:

-Dentro de ocho dias saldré á una cacería: dicen que el monte de Torozos es abundante en corzos; allá irémos: mas como puede suceder que nos salga al encuentro algun lobo ó javalí, y no nos preciamos de valientes, contamos con vuestra ayuda. Os esperamos pues en dicho monte, pero... no vayais solo, añadió el monarca recalcando estas palabras y haciendo un gesto significativo.

Don Luis comprendió perfectamente lo que el Rey habia querido darle á entender; besóle la mano y salió de la estancia murmurando:

-Digno hijo de su padre: ya sospechaba yo que al fin llegaríamos á entendernos.

El Rey por su parte, luego que se hubo retirado el caballero, dijo entre dientes:

-El castillo de Villagarcía es un destierro, necesito tener á mi lado á D. Luis Quijada.

Capítulo IX
En el cual se habla mucho de una historia que no se cuenta

El autor de la presente historia teme, al llegar aquí, que sus bellas lectoras le critiquen, porque tiene en olvido al apuesto joven, que ayudado de las artimañas de Beatriz, consiguió franca entrada en casa de un hombre tan desconfiado y celoso como D. Ruy Gomez de Silva. Y el autor que no quiere descontentarlas, vuelve á ocuparse de Antonio Perez, considerando en efecto, que este nada ha hecho con ver á doña Ana de Mendoza, supuesto que hasta ahora no ha logrado ser correspondido por ella. Es pues el caso que Antonio Perez pensaba, tocante á este punto, del mismo modo que el autor, y por lo tanto discurria en sus adentros alguna traza que lo sacase de zozobra, ó mejor dicho, que lo alcanzase de la señora de sus pensamientos el anhelado sí, por que tanto suspiraba. La situacion especial de nuestro enamorado exigia, no obstante, grandes precauciones: érale preciso, en primer lugar, adormecer la vigilancia del príncipe de Éboli, quien á pesar de su edad, no estaba de humor de sufrir burlas y mucho menos ataques contra su honor: al mismo tiempo debia precaverse del Rey, que nunca transijia con el escándalo, si bien malas lenguas de la corte daban en murmurar que D. Felipe no era insensible á los encantos de la misma dama, que tan desasosegado traia á su favorito el secretario. Por último, hallábase este en el caso de ahuyentar las sospechas de un enjambre de rivales, que bullian en torno de las gracias de doña Ana, y que exaltaban á menudo la bilis de su malhumorado esposo. Abádase á lo espuesto la obligacion que tenia de dar vado á las órdenes del Rey, de anotar los despachos que habian de remitirse al Consejo y de asistir á las deliberaciones de este cuerpo consultivo, cuando el Monarca así lo ordenaba, y sacaremos en limpio que al buen Antonio Perez debian quedarle poquísimos segundos diarios de reposo, ya que tan repartido le llegaba el tiempo entre las vacilaciones de su amor y sus deberes.

Sea de esto lo que fuere, nosotros le encontramos ahora precisamente en uno de esos fugaces momentos de descanso... No; no es verdad; le hallamos, por el contrario, libre y desembarazado de los vastos cálculos políticos de su Rey, pero cavilando en su amor y no sabiendo á qué santo encomendarse para conquistar los favores de la bellísima doña Ana. Paseábase inquieto por su habitacion, dando á los diablos á Ruy Gomez, al Rey y á todos sus cortesanos, que tantos obstáculos oponian á su ventura, cuando abriéndose la puerta de par en par dió paso á un hombre mal encarado y resuelto. Es imposible fijar la edad que este desconocido podia tener, porque su fisonomía engañaba: lo cierto era que revelaba, su desembarazo cualidades de primer órden para dirigir y terminar arriesgados lances.

Antonio Perez se detuvo, al verle entrar sin ceremonia en su aposento, sentó, examinólo de piés á cabeza y le preguntó:

-¿Qué se os ofrece, buen hombre?

El intruso se cuadró, saludó militarmente al secretario íntimo del Rey, y dijo con la mayor soltura:

-Estais viendo, señor Antonio Perez, á un mónstruo de la desgracia. Figuraos que he hecho todas las campañas del gran emperador y que estuve en Roma y en Pavía. Mirad, añadió señalando con el índice de su mano derecha una larga cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara; mirad este miserable rasguño que me regaló Su Magestad el valiente Francisco I de Francia, cinco minutos antes de que cayese prisionero. Os juro por mi ánima, señor Secretario, que fué aquel un dia caliente para todos. Pero ¿qué importa? Despues de haber peleado como un leon en treinta batallas, despues de haber saqueado á Roma heróicamente, despues de haberme inutilizado para el servicio los mosquetes enemigos, héme aquí hoy, lleno de gloria y muerto de hambre, con muchas hazañas agenas y propias que contar y sin un pícaro maravedí para convidar á un amigo.

-Ya caigo en la cuenta, le interrumpió Antonio Perez, á quien había caido en gracia el estilo, á la vez fanfarron y humilde con que el desconocido acababa de anunciarse. Sin duda eres el recomendado de Beatriz.

-De esa perla de las doncellas, esclamó el ex-soldado, en quien desde luego habrán reconocido nuestras lindas lectoras al famoso Diego Martinez, el de Villagarcía. Soy además de recomendado suyo, su primo hermano, y hombre dispuesto á complaceros y serviros contra todo el mundo.

-Te admito desde este momento, y no te quejarás de mí, si eres fiel...

-¡Oh! De eso no se hable. ¿Queréis una prueba de mi lealtad? Las pruebas nunca sobran, pero he dicho ya que te recibo por los informes que tengo de Beatriz.

-Mi prima, señor Secretario, no tiene igual en la tierra y sirve tanto para un fregado como para un barrido. Yo agradezco, á fuer de buen pariente sus desinteresados oficios, pero es el caso que quiero valer algo por mí mismo. La gente honrada ha de llevar en sus acciones el testimonio de su conducta, y por eso os he ofrecido una prueba que os garantice mi adhesion.

-Consiento en ello. ¿Qué prueba es esa?

-Esa prueba es una historia vieja. Si os dignais escucharla...

-Habla.

-Antes de dar principio á mi narracion, permitidrne que os dirija una pregunta. ¿Sois amigo o enemigo del príncipe de Éboli?

-Enemigo. ¿Quién lo duda?

-Nadie; es decir todos lo creen así, menos yo.

-¿Y qué motivo tienes para opinar contra todos?

-Doña Ana de Mendoza asegura que su ilustre esposo, cuando habla de vos, os pone en las nubes.

-¿Quién te ha dado esa noticia?

-Mi prima Beatriz: si somos carne y uña...

-Bien; demos que no haya exageracion en lo que asegura doña Ana; eso probará que el Príncipe me quiere bien, pero no que yo haya dejado de ser su enemigo.

-Con todo; habeis pisado los umbrales de su casa.

-Un accidente desgraciado me obligó á entrar en ella: supongo que Beatriz te habrá referido... ¿Pero qué tiene que ver mi enemistad y la benevolencia de D. Ruy Gomez con tu historia?

-Era para deciros que así como habeis entrado una vez en su casa, entraréis veinte, si queréis. Mas esto no os conviene, señor Antonio Perez, si teneis empeño en pasar por enemigo de Silva: pero como al mismo tiempo estáis interesado en lo que atañe á alguna persona de su familia, conviene disponer las cosas de modo que, ya que no entreis vos en la casa, salga de ella la susodicha persona.

-Ya veo que eres pájaro de cuenta. Dime ahora si sabes qué persona es esa de que me hablas.

-Siendo como sois contrario de D. Ruy Gomez, y viviendo éste solo en amorosa compañía con su noble esposa la señora doña Ana de Mendoza, claro está que...

-Juguemos limpio, seó bribon, pues nada ignoras de ese negocio..¿Puedes hacer que doña Ana acuda á una cita?

-Distingo; si sois vos quien dá la cita, se mirará mucho en ello una dama tan principal, pero si soy yo...

-¡Tú!

-¿Qué os admira?

Quedó Antonio Perez pensativo, no sabiendo qué pensar de aquel hombre, que con tanto atrevimiento se mezclaba en sus mas recónditos secretos. De pronto se encaró con él y con atento imperioso le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Diego Martinez, contestó el soldado sin vacilar.

-Diego Martinez... repitió Antonio Perez; no recuerdo ese nombre. En fin comprendo que Beatriz te haya enterado de mis designios amorosos; pero necesito que me espliques de qué modo puedes lograr que doña Ana de Mendoza abandone su casa para hablar contigo en otra parte.

-No es eso, señor Secretario, no es eso: yo hablaré con la Princesa de Éboli cada y cuando me acomode y en presencia de los vigotes del mismo D. Ruy Gomez. Se trata únicamente de que yo la cite, en mi propio nombre, no en el vuestro, para que hable con vos.

-¿Pero cómo piensas conseguirlo?

-Para esplicarlo, necesito referiros la historia vieja que os he ofrecido.

-Estoy pronto á oirla. Ea; empieza pronto, y ten presente que no quiero digresiones.

-Habeis de saber que-despues del armisticio de Roma, vine á Castilla, y que de Castilla pasé á Aragon, mi patria.

-Adelante.

-De Aragon volví á Castilla.

-¿Es el cuento de nunca acabar? ¿Vas á decirme que de Castilla tornaste á Aragon?

-Nada de eso: permanecí de guarnicion en el castillo de Villagarcía.

-¡Ah! Prosigue.

-Gracias á Dios que he escitado vuestra curiosidad. En Villagarcía haciamos una vida de anacoretas, porque doña Magdalena de Ulloa no podia ver que los hombres de armas guiñasen el ojo á las criadas del castillo. Fuéme pues preciso buscar un amigo para entretener el ócio y le encontré.

-¿A dónde diablos vas á parar?

-A la historia. Mi amigo, era un mozo fornido, de malas pulgas y se llamaba Juan de Mesa.

Al oir este nombre se pasó Antonio Perez la mano por la frente y murmuró:

-¡Juan de Mesa!... No sé donde he oido hablar de ese mozo...

-Si no me hubiérais asegurado que aborreceis al príncipe de Éboli, os diria que...

-En efecto, esclamó Antonio Perez: y recordando al mismo tiempo la carta de D. Ruy Gomez, en que éste le hablaba de Juan de Mesa, como de un hombre determinado, con quien podia contarse para lances apurados, se mordió los lábios y dijo con indiferencia:

-Ese... Juan de Mesa debe ser algun escapado de galeras.

-Pero tiene buen puño, y si no que lo diga el de Silva.

-¡Cómo así! ¿Lo ha empleado alguna vez?

-¡Bah! Pues esa es la historia: fué una comision delicada, en la cual le acompañé.

-¡Tú tambien! gritó involuntariamente el secretario del Rey.

Las últimas palabras de Diego Martinez y el grito de Antonio Perez aclararon la recíproca situacion de estos dos personages: el primero comprendió desde luego que el amante de la Princesa de Éboli estaba enterado del nombre del asesino de Juan Vazquez; el segundo acababa de averiguar que tenia en su poder á un cómplice de aquel crímen, ó lo que es igual, que podia perder á D. Ruy Gomez, si llegaba el caso de tener que hacerlo. Deseando sin embargo asegurarse mas y mas de tan precioso descubrimiento, imaginó atraerse al soldado ganando su voluntad, y abriendo un cajon de su mesa, sacó un bolsillo y poniéndolo en las manos del fingido primo de Beatriz, le dijo:

-Si á otro que á mí hubieras revelado tus relaciones con Juan de Mesa, no tardarias en hacer conocimiento con el verdugo de Valladolid: pero recuerdo la recomendacion de tu prima y nada me has dicho. Toma para que te vistas como de casa, y dime ahora si Juan de Mesa vive.

-¡Pues no ha de vivir! respondió Diego Martinez sonriéndose y tomando el bolsillo. Cuando le necesiteis, estará á vuestras órdenes.

-Bueno, pensó Antonio Perez: ya tengo dos testigos irrecusables contra el de Silva, si fuere menester: fáltame ahora la prueba evidente de que él ordenó el asesinato de Juan Vazquez, pero su carta dice bastante y el tiempo vendrá en mi ayuda. Imaginando en seguida que si manifestaba grande interés en aquel asunto, despertaria las sospechas del soldado, y atormentado además por la idea de Doña Ana, con la cual se proponia aquel al parecer, proporcionarte una entrevista, volvió á entablar la interrumpida plática, diciendo:

-Sé que hace tiempo mataron junto á Villagarcía al secretario del duque de Alba; pero eso nada me importa.

-¿Ni os importa saber quien ordenó su muerte? le preguntó Diego Martinez con socarronería.

-Supongo que seria...

-Suponeis bien, señor Antonio Perez, y por lo mismo...

-¿Qué?

-Se me figura que ya nos hemos entendido.

-No á fé mía, á no ser que aludas á la cita con la Princesa...

-Perfectamente.

-Sin embargo, has asegurado que para lograrla necesitabas referirme una historia, y siempre te quedas al principio de ella.

-Ya: es que he conocido que la sabeis casi tan bien como yo.

-¿Conque es la de la muerte del hermitaño?

-¿Tambien estais enterado del disfraz que tomó Juan Vazquez?

-Por el mismo príncipe de Éboli.

-¡Ira de Dios! Pero ese D. Ruy Gomez, á quien el diablo arrastre, no tiene sentido comun.

-¿Por qué?

-Porque se ha puesto en vuestras manos.

-Nada tiene que temer; es un secreto entre caballeros, y tú mismo...

-Yo... es cosa muy distinta: huelo desde léjos, y cuando quieran echarme los cinco encima, ya estaré en Flandes.

-Nos quedaria Juan de Mesa.

-Estamos hablando en pura pérdida. No hay pruebas contra él ni contra mí, y el príncipe de Éboli nos salvaria en caso de aprieto, para evitar nuestras revelaciones.

-El príncipe de Éboli se perdería con vosotros. Pero dejemos eso, porque ni yo soy pariente de Juan Vazquez para vengar su muerte, ni pretendo hacer revivir un suceso, sepultado hace ya tanto tiempo en el olvido. Aunque contrario de Silva en política, en planes de gobierno y en los Consejos del Rey nuestro Señor, que Dios guarde ningun mal le deseo personalmente: jamás le acusaré, si el peligro de mi vida o de mi honra, espuestos por su culpa, no me obliga á ello. Volvamos ahora á la cita de doña Ana de Mendoza.

-Es escusado; contad con ella, con tal que cuente yo con vuestra proteccion.

-La tienes: tu suerte y la de tu prima corren desde hoy á mi cargo; pero quiero saber como vas á componerte para sacar á la princesa de su casa, sin que se alarme D. Ruy Gomez.

-¡Oh! La historia vieja hará prodigios.

-Esplícate.

-¿Para qué? ¿No entrasteis en su casa de un empujon? Aquel empujon ¿no fué una estratajema? ¿Por qué estrañais que otra estratajema traiga á la Princesa á vuestra casa?

-Pero la historia...

-La historia... la historia... ¡Eh! Dejadme obrar; la historia os proporcionará la cita que apeteceis, ó yo dejaré de llamarme Diego Martinez.

-Mucha confianza me inspira tu sutileza, y sin embargo no las tengo todas conmigo. ¿Conoces á doña Ana?

-La ví cuando era pequeñita; la llevaron sus padres con gran boato al monasterio de la Espina, para ofrecerla a. la Vírgen Santísima, (y aquí se santiguó el soldado) por cuya intercesion la habia librado el cielo de una agudísima enfermedad. Entonces estaba yo en Villagarcía y pasaba mis ratos de aburrimiento con Juan de Mesa.

-¿No la has vuelto á ver desde entonces?

-No; pero tendré en breve tan distinguida honra.

-¿Y cómo diablos quieres que sin conocerte, acceda la princesa nada menos que á una entrevista conmigo? Porque al cabo, parece que no piensas demandársela de mi parte.

-Ahí veréis. Yo pediré á la princesa una cita para vos, y la haré entender que todo lo ignorais, es decir, que no solicitais semejante favor. Ella vendrá á buscaros, á pesar de que no me conoce, y despues, que esto suceda, convendréis al menos en que la suerte os es propicia, merced al fecundo ingenio de vuestro humildísirno criado.

-Te aseguro que si eso haces, hemos de ver quien te toca en Castilla al pelo de la ropa. Te advierto con todo, que la Princesa es tan altiva, como hermosa.

-Mejor.

-Tan discreta y prudente, corno impetuosa en sus deseos.

-Mucho mejor.

-Acuérdate de que me ofreces demasiado. Si lo cumples, tienes tu suerte asegurada.

-Esperad confiado en los prodigios de la historia vieja.

Estas fueron las últimas palabras que se pronunciaron en tan estraña entrevista. Diego Martinez volvió á saludar militarmente al hombre, á quien ya podia llamar su señor, guardó entre cuero y carne, esto es, en el coleto que cubria su cuerpo, el bolsillo que habia recibido, dio media vuelta á la izquierda y salió á la calle con mas humos que un conquistador. Antonio Perez le dejó marchar, figurándose desde luego que el bolsillo obraria milagros en un carácter tan escepcional como el del soldado de las tropas imperiales. De allí á un rato cogió la capa y el sombrero y por las calles menos frecuentadas, se fué á buscar al lego Damian al convento de San Francisco.

Capítulo X
En el cual enreda de tal modo esta historia Diego Martinez, que ni el Diablo sabe por donde cogerla

El héroe de Roma y de Pavía se dirigió sin perder momento á casa de D. Ruy Gomez de Silva, no á solicitar de la princesa de Éboli la cita consabida en favor del secretario del Rey, como tal vez imaginará algun lector cándido, sino pura y simplemente á ver á su muy idolatrada Beatriz. Diego Martinez no era hombre vulgar; tenia muchas conchas, y habia formado su plan de campaña. Supuesto que, su querida doncella vivia en la córte, en la córte debia él fijar su residencia, aunque, á ello se, opusiese todo el poder del infierno: pero como podian contrariar su resolucion antiguos pecadillos; como el general Requesens, en otro tiempo su gefe, habia vuelto á Castilla y estaba enterado de su vandalismo en la ciudad eterna, y de su desercion despues de aquel saqueo memorable; como el castellano de Villagarcía andaba en dimes y diretes con el Rey, y por lo mismo residia mas en Valladolid que en el alcázar, era indispensable que el amante de Beatriz echase mano de ciertas precauciones que le pusiesen á cubierto de un golpe imprevisto. Necesitaba acojerse á la proteccion de un hombre de valentimiento y ganar esa proteccion con algun servicio señalado; y puesto al corriente, por la doncella de doña Ana, de la aficion de Antonio Perez á esta, así como de las dificultades que la suspicacia del Príncipe oponia al comienzo de unas relaciones, que tanto provecho anunciaban, trazó sus líneas y resolvió entrar á todo trance al servicio del secretario del Rey. Hízose pues recomendar por Beatriz como hemos visto, y en seguida determinó presentarse como hombre necesario.

No era muy fácil tampoco que D. Luis Quijada, ni el Comendador mayor de Castilla reconociesen á nuestro astuto aventurero al cabo de tanto tiempo. Se habia dado buena vida en tierras de Aragon, despues de haber partido honradamente con Beatriz y con Juan de Mesa las joyas que contenia el cofrecillo de la condesa de Barajas, y aunque mas viejo, representaba menos años que en aquella época, en que la cuestion de fechas solia ponerle en grandísimos apuros. Debia esta ventaja á sus buenas carnes y al nuevo traje que habia adoptado, entre militar y civil, con objeto de que las personas que de él llegasen á sospechar, no supiesen á que atenerse tocante á su condicion. Para completar, por último, las risueñas esperanzas que Diego Martinez abrigaba acerca de su porvenir, solo añadiremos una circunstancia preciosísima: la cicatriz que las uñas del mastin del monasterio de la Espina habian grabado en su rostro, le tranquilizaba completamente.

Con el puño izquierdo apoyado en la cadera, estirando con el pulgar y el índice de la mano derecha una punta de su retorcido vigote, y desafiando con sus atrevidas miradas á cuantos pasaban por su lado, llegó el veterano de los tercios imperiales á la morada de doña Ana de Mendoza. Atravesó el zaguan, subió, la escalera y so presentó en la antesala con sereno continente, sin que los criados de la Princesa estrañasen su marcial conducta, porque sabian que era próximo pariente de la doncella principal y además pasaban en su compañia divertidísimos ratos, oyéndole narrar las grandes batallas del emperador Cárlos V. Mas no bien se habia desembarazado de su sombrero y correspondido á los apretones de manos que la gente de escalera abajo lo prodigaba, cuando vio que su amada Beatriz entraba en la antesala con los ojos desencajados y sin aliento.

-¿Qué tenemos, prima? la preguntó con indiferencia, aunque desde luego receló algun contratiempo para sus planes.

-Tenemos una carta de Aragon, le respondió Beatriz, fingiendo una tristeza que no sentia, y en esa carta me dan la triste nueva de que mi pobre hermana está espirando. Ven á mi cuarto y leerás despacio lo mucho que ha padecido en su enfermedad la cuitada.

Beatriz no tenia tal hermana y bien lo sabia Diego Martinez; este comprendió al punto que la doncella queria hablarle á solas y que lo que tenia que decirle debia ser muy importante. Dejó pues á los criados en la antesala y siguió á Beatriz, murmurando en voz calculada para que aquellos le oyesen:

-Siempre tuve para mí, prima mia, que tu hermana habia de durar poco.

Tan pronto como entraron en el aposento de Beatriz, cerró esta la puerta y dejándose caer en un asiento, dijo á su amante:

-¿Sabes lo que ocurre?

-Negocio grave y apurado debe ser, cuando así te saca de tus casillas, contestó el soldado.

-Negocio fatal para nosotros, repuso la doncella.

-¡Bah! Por desesperado que sea, tendrá remedio.

-Estamos perdidos.

-¡Demonio!

-Perdidos; eso es... perdidos, si Dios no hace un milagro.

-Lo hará no lo dudes; pero ya es hora de que me espliques eso.

-¿Te acuerdas de la condesa de Barajas?

-¡Ah! ¿Conque por ese lado viene la tempestad?

-¡Quién me lo habia de decir!

-Pero esa mujer es vieja o poco menos.

-¿Qué importa?

-En fin, pichona mia, estamos perdiendo el tiempo como dos bobalicones. Refiéreme el caso y despues veremos lo que conviene hacer.

-La Condesa ha vivido mucho tiempo retirada de la córte en sus posesiones de Andalucía: ayer llegó á Valladolid y á la hora en que hablo contigo, se encuentra en el salon de mi ama la Princesa.

-¿Te ha visto?

-Si: doña Ana me ha llamado para darme órdenes y la Condesa me ha mirado con marcada atencion.

-¡Diablo!... ¡Diablo!... Es muy posible que te haya conocido.

-No hay cosa mas segura, porque al examinarme mudó de color.

-En tal caso, estás espuesta á pasarlo mal. Las joyas del cofrecillo no volverán á su poder, porque nadie es capaz de adivinar donde estarán á estas horas; pero ella querrá vengarse y hará presa en tu cuerpo para entregarte á la justicia.

-Es decir que no hay mas que huir de esta casa y tal vez de Castilla. ¡Dios mio! ¡Qué desgraciada soy! ¡Otra vez por esos mundos sin acomodo!

-Alto ahí, mi señora doña Beatriz; todavía no se ha muerto Dios de viejo, y no ha de decirse, que la prima hermana por cuatro costados del valiente Diego Martinez ha caido entre las garras de los corchetes del Rey nuestro Señor.

-Demasiado sé que no has de abandonarme; pero ¿qué partido he de tomar?

-El primero de todos, no salir de esta casa.

-¡Como! Esponerme á...

-Firme en tu puesto, Beatriz, ó todo se lo llevan los demonios.

-Pero...

-No hay pero que valga, y ahora déjame pensar un rato y combinar con sosiego mis planes de campaña. Te provengo que saldrán completos de mi caletre, si procuras refrescarlo con algun jugo benéfico, acompañado de ciertas tajadas que echar á perder.

Beatriz se levantó al punto, abrió una alhacena y sirvió á su amante un buen trozo de jamon cocido y medio frasco de vino añejo.

-Esto me recuerda, dijo el veterano, la sabrosa cena que tuvimos pocos momentos antes de salir del castillo de Villagarcía, en compañía del honrado Juan de Mesa. ¡Qué noche aquella!

-Aquellos polvos traen estos lodos, murmuró la doncella tristemente.

-Vamos, paloma, no te desconsueles así, que para mas te guarda en este mundo la misericordia de Dios.

-Cavila, cavila, querido Diego, forma tu plan, como has dicho, y luego hablarémos.

-¡Bah! No seas tontuela; mi plan está ya formado.

-¡Ah! ¿Y es bueno?

-Inmejorable, con tal que tengas serenidad.

-Haré todo cuanto quieras para librarme del riesgo que me amenaza.

-¿De veras? Veamos la prueba. Mañana mismo has de tener una entrevista con tu antigua señora.

-¡Con la condesa de Barajas!

-Es indispensable.

-¿Pero estás en tí, Diego? ¿No conoces que me hará prender?

-Nada temas: con tal que hables con ella, respondo de todo.

-¡Dios del cielo! ¡En qué aprieto vas á ponerme!

-A grandes males, grandes remedios, tortolilla de mi alma.

-¿Y qué he de decirla?

-Esa es harina de otro costal. Pide licencia á la Princesa para lo primero que te ocurra en la calle, y dirijete al convento de San Francisco. Allá voy á esperarte, y te instruiré de todo cuanto has de decir á la Condesa.

-¿Y por qué no me lo dices ahora?

-Porque ante todo es preciso no despertar sospechas, y los criados de doña Ana saben que el héroe Diego Martinez está mano á mano, hace media hora, en este aposento con su amable prima, la doncella Beatriz. Los muy zascandiles son capaces de imaginar que el parentesco no autoriza semejante abuso de confianza.

Diciendo así se levantó el soldado, limpióse el vigote con muchísimo esmero y salió de la habitacion. Encaminábase ya á la antesala, cuando se detuvo de pronto, y dándose una palmada en la frente, volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el cuarto de Beatriz.

-¿Sabes, dijo á esta, que tus trozos de jamon y tu pícaro mosto quitan el entendimiento á los hombres mas sábios del mundo? Figúrate que vas á tener ocasion de hablar á mi señora doña Ana para que te permita un rato de huelga, y he sido tan torpe que he olvidado un asunto muy importante.

-¿Cuál es? le preguntó Beatriz asustada. ¿Tiene relacion con el cofrecillo?

-Tiene relacion con la Princesa y el señor Antonio Perez, secretario del Rey nuestro Señor.

-¿Le has visto por fin? ¿Cómo te ha recibido? ¿Cuentas con servicio en su casa?

-¡Cuántas preguntas y cuánta curiosidad! Está visto que quieres dejar bien puesto el honor de tu bandera. El señor Antonio Perez es un caballero como pocos, y dócil como ninguno: no hay mas que apuntarlo las cosas para que las comprenda al dedillo, y haré de él un amante con fortuna.

-¡Ah! Cuéntame...

-Olvidas que es indispensable aprovechar el tiempo.

-Pero el asunto que habias olvidado...

-A eso voy, y para que no quedes descontenta por mi silencio, ten entendido que he ofrecido á ese galán mi proteccion.

-¿Estás loco? ¿Al señor Antonio Perez?

-Por supuesto. Querida Beatriz, si tú me ayudas, la princesa de Éboli y el secretario del Rey harán dentro de ocho dias todo cuanto se nos antoje: en cambio haremos nosotros que sean felices.

-Ya sabe el señor Antonio Perez que yo...

-Lo sabe y tu suerte está asegurada.

-De ese modo, ya puedo desafiar á la condesa de Barajas.

-Obrarás como yo te aconseje y nada mas; pero vamos á mi asunto. Cuando hables á la Princesa, hazle presente que tu querido primo hermano, Diego Martinez, guerrero de nota en los invencibles tercios de Italia y de Flandes, desea besar sus blanquísimas manos.

-Mas... no adivino...

-¿Y qué necesidad tenemos de que adivines? Cumple mi comision y no te pesará. Si ves que no agrada á doña Ana la entrevista que le propones con un hombre de mis prendas, puedes añadir que poseo un secreto que puede comprometer mucho con el Rey al príncipe de Éboli su esposo, pero que he jurado no revelarlo á nadie, porque vá en ello la vida. Esto allanará todas las dificultades.

-¡Ay Diego! El cielo nos saque con bien de estos enredos.

-Ni una palabra mas; nuestra seguridad y nuestra fortuna, estriban en tu visita á la condesa de Barajas, y en mi conversacion con la Princesa.

Y sin esperar la respuesta de Beatriz, que ya iba á soltarla, dio el aventurero la media vuelta de costumbre, pasó á la antesala, en la cual no encontró por fortuna á ningun criado, que le hiciese preguntas acerca de sus campañas, y dos minutos despues estaba ya en la calle. Enderezó sus pasos hácia san Francisco, punto en que habia citado á Beatriz, prometiéndose en sus adentros montes y morenas de los magníficos cálculos que había formado para dejar complacido al secretario del Rey, y para sacar á su comprometida amante del atolladero, en que acaso se, encontraba con la condesa de Barajas. Cuando mas embebido en sus pensamientos caminaba, quiso su estrella que encontrase frente á frente á D. Luis Quijada, castellano de Villagarcía y al comendador mayor de Castilla D. Luis de Requesens y Zúñiga, que se dirigían á palacio. Verles y concebir su fecunda imaginacion una idea arriesgadísima, fué obra de un segundo para Diego Martinez. Hízose á un lado con respeto, para dejar libre la acera á tan distinguidos personages, y cuando ya llegaban hasta él, se descubrió humildemente y dijo al general estas palabras:

-Un soldado inutilizado en la guerra bien puede rogar sin desdoro que socorra sus apuros el mismo que otras veces le condujo á la victoria.

Detuviéronse Requesens y el de Quijada al mismo tiempo, y el primero despues de examinar al soldado, lo preguntó:

-¿En dónde has servido, perillan?

-En Italia, señor, contestó con descaro Diego Martinez, y estuve en Pavía: en mi rostro puede ver mi general el refilon de la lanza del caudillo francés Bonnivet, que me derribó en tierra.

-¿Estuviste en la plaza, ó en el ejército combinado que atacó las trincheras enemigas?

-En la plaza con el esforzado D. Antonio de Leiva y con un hambre de tres meses: pero no bien empezó la batalla, abandonamos los muros, olvidamos que no habíamos comido carne de caballo hacía veinte y cuatro horas, y cargando sobre los escuadrones franceses, quedó el campo cubierto de cadáveres.

-Así fué en efecto, repuso Requesens; ya veo que eres un valiente. Y sacando del bolsillo dos monedas de oro las puso en la mano de Diego.

-No he de ser yo menos, cuando se trata de ayudar á un buen español, añadió el señor de Villagarcía dando al soldado otras dos monedas. Y hecho esto prosiguieron aquellos señores su camino.

Nuestro aventurero se deshizo el cuerpo á cortesías durante largo espacio, inspirando admiracion y respeto á las pocas personas que habian presenciado la anterior escena.

-¡Estuvo en la batalla de Pavía! esclamaba uno..

-¡Oh! murmuraba otro; cuando el Comendador Mayor le ha conocido, no se puede dudar.

-Preguntémosle, observaba un tercero, que cara tenia el emperador Francisco cuando cayó cautivo.

Pero Diego, que ya veia llover sobre sus costillas la curiosidad de aquellos moscardones desocupados, tuvo el buen criterio de dar fin á sus saludos y reverencias, poniéndose en marcha, no sin dirigir antes una mirada imponente á los que se proponian matar el ócio abusando de su paciencia. En vista de aquella actitud marcial, nadie despegó los lábios, ni se opuso á que desapareciese de la calle, porque todos temieron tropezar con la horma de su zapato.

Aquel era dia de encuentros para el amante de Beatriz. No bien hubo doblado la esquína del convento y cuando ya se proponia seguir hasta la entrada del claustro para aguardar allí á su ninfa, vió ocupado el puesto por dos bultos: poco trabajo le costó reconocer en el de menor estatura á un lego de San Francisco; el otro estaba embozado hasta los ojos y no era fácil para Diego adivinar quien fuese. De todos modos juzgó cosa prudente el detenerse en la esquina, desde la cual podia observar los movimientos del lego y de su interlocutor, sin esponerse á que estos pudiesen ver llegar á la doncella de doña Ana: hizo alto por consiguiente y esperó con paciencia el resultado de sus gestiones para presentarse á la última, y como ningun otro cuidado le aquejaba en aquellos momentos, se puso á silbar con notable perfeccion la marcha guerrera que entonaban los soldados de Cárlos V, cuando derrotaron en África á los cien mil hombres de Barbarroja, despues del asalto de la Goleta.

Una hora transcurrió sin novedad, ó lo que es igual, sin que el perfil de Beatriz apareciese por parte alguna: entretanto se habia marchado el embozado que platicaba con el lego y éste, que era buen Damian, á quien ya conocemos, permanecia en el umbral de la puerta, que daba entrada al claustro. Diego Martinez se adelantó paso á paso, como un raposo, con intencion de sorprenderle y averiguar por él el nombre del caballero, que acababa de dejar su compañía; pero Damian que no las tenia todas consigo y estaba ojo avizor, sintió que algo se movia por aquellas inmediaciones, volvió la cabeza, vió al soldado, y semejante al grillo, que se mete en la cueva, cuando atraidos por su canto monotono, acuden los muchachos para cortarlo la retirada, desapareció con ligereza en el interior del claustro.

Diego llegó hasta la puerta y meneando la cabeza, echó un voto redondo y murmuro entre dientes.

-Por mi santiguada, que ese pícaro no debe tener la conciencia muy límpia, cuando huye de mí.

Pocos instantes despues llegó Beatriz. Su amante corrió á recibirla y le dijo:

-¿Qué ha resultado?

-No puedo detenerme, mucho, porque mi señor ha llegado á casa con un humor infernal y doña Ana está en su cámara llorando á mas y mejor.

-Que me place, esclamó el soldado lleno de júbilo; eso es lo que yo quiero; que haya reyertas conyugales.

-Es que cuando llora la Princesa, repuso la doncella, tengo que, estar á su lado para consolarla.

-Y para saber la causa de su llanto; está entendido. Déjala que se desahogue un rato su afligido pecho y vamos á lo que importa. ¿Qué hay de mi entrevista con ella?

-Oyó tu demanda con altivo desden, pero no bien hablé del secreto de D. Ruy Gomez, me, dijo: puedes prevenir á tu primo que le recibiré mañana á las diez sin falta.

-Ya lo sabia yo, observó Diego Martinez retorciéndose el vigote con fatuidad. Seré exacto á la cita.

-Dame ahora tus instrucciones para mi visita á la condesa, le dijo Beatriz.

-Es justo; pero como hace hora y media que estoy aquí de centinela y además te espera mi señora doña Ana de Mendoza, vamos andando y te enteras de lo que has de decir.

-Ahora que me acuerdo ¿sabes á quién he encontrado en ese callejon de la vuelta?

-¿A algun embozado que, sin saber por qué, me ha fastidiado mucho?

-Embozado era.

-¡Ah! ¿Y qué direccion llevaba?

-Parecia como que se retirase de estos sitios.

-Él es.

-¿Le has conocido?

-No ¿y tú?

-Pues no faltaba mas; era el señor Antonio Perez.

-Me lo daba el corazon. ¿Qué diablos tendrá que hacer con los legos de este convento?

-Vaya... vaya... ¿Con qué le has visto con Damian?

-Con Damian ó con Judas.

-Mira: yo doy á Damian noticias de mi señora, y Damian...

-¿Se las transmite al Secretario del Rev? ¡Qué rodeos! ¡Qué miserias! Ya veo que los caballeros de Castilla no son muy duchos en achaque de amores. Ahora que hay aquí un aragonés, veremos si Diego Martinez solo hace mas que todos los legos juntos de todos los conventos habidos y por haber.

-Diego acompañó á Beatriz hasta la puerta de D. Ruy Gomez de Silva y la habló mucho, repitiendo una, dos y tres veces sus advertencias; pero hízolo en voz tan baja, que nunca ha podido averiguar el autor de esta verídica historia los pormenores de aquella, al parecer, interesante plática. Lo único que ha llegado á su noticia es que se retiró temprano á su posada con ánirno de establecerse al siguiente día en la de su protector Antonio Perez, y que aquella misma noche escribió á su buen amigo Juan de Mesa, residente en Zaragoza, la siguiente carta:

«Si tienes en alguna estima la cubierta de tus huesos, y no deseas contraer estrechísimas relaciones con la justicia del justicia Mayor del esclarecido reino de Aragon, desfigúrate las narices contra un poste, arráncate un ojo, ó córtate las orejas en cuanto recíbas esta carta, y sin encomendarte al Dios ni al Diablo, pon pies en polvorosa y no te detengas hasta la corte de Valladolid, en la cual te esperan buenos amigos y poderosos valedores. Y el motivo de esto es, que sé de buena tinta, que te acusan de un crimen que se cometió hace tiempo en Castilla, y que no tardará en ir á esa contra tu persona una requisitoria de la justicia del Rey nuestro Señor, que Dios guarde. Y no firmo esta epístola por razones que no necesito esplicarte: mas para que no ignores quien te da este saludable aviso, acuérdate de cierto perro mastin llamado Bravo, que olía desde muy léjos y no dejaba en paz á la gente honrada. Y pongo al final la señal de la cruz, para que cuando leas estas letras, no te inspire Satanás algun mal pensamiento, y eches á perder tu negocio y los agenos.»

Capítulo XI
Un poquito de historia

Retrocedamos ahora, un poco en nuestra narracion; y ya que en este momento no podamos satisfacer la curiosidad, que sin duda tendrán nuestros lectores, de saber el desenlace del plan preparado por Diego Martinez, para sacar de apuros á Beatriz, y para cumplir la palabra que, á guisa de protector, habia empeñado á Antonio Perez, no dejemos olvidado al personage principal, cuya memoria nos ha puesto la pluma en la mano, sin meternos á averiguar las operaciones de los demás, que á su sombra figuran, y sin cuidarnos de si al fin de la jornada, o antes, volverán á presentarse en escena.

Ya hemos visto que al heredar D. Felipe II de Castilla todos los estados de su padre Cárlos V, heredó tambien una guerra implacable contra la Francia, y que para sostenerla con gloria tenia los capitanes mas ilustres y los mejores soldados de Europa. En efecto, las jornadas de San Quintin y de Gravelinas habian esparcido el terror entre los enemigos del monarca español, y la última derrota puso al duque de Guisa en la precision de retirarse de la frontera de los Paises-Bajos, abandonando la importante plaza de Thionville. Reunió á sus fuerzas los desanimados restos del mariscal de Termes, vencido en Gravelinas por el intrépido conde de Egmont, y entrando en la Picardia con cuarenta mil hombres, se situó en unos cerros inmediatos á Pierre-Pont, en tanto que Emanuel Filiberto, duque de Saboya y el conde le esperaron acampados cerca de Dourlens, con propósito decidido de concluir la guerra, aniquilando de un solo golpe el ejército contrario. La suerte de Europa estaba pendiente de aquella batalla que debia ser sangrienta, y aunque todas las ventajas militaban en pró de los caudillos de D. Felipe, no deseaba este que sus huestes empeñasen la lucha, tanto por su natural circunspeccion, como porque mas bien queria conquistar una paz fecunda en grandes resultados para sus pueblos, que hacer esta imposible de todo punto, comprometiendo á sus súbditos en una guerra desastrosa, cuando llamaba toda su atencion el gobierno interior del reino. Tampoco Enrique II, sucesor del emperador Francisco, se sentia dispuesto á sufrir nuevos descalabros: San Quintin y Gravelinas habian sido para él dos amargas lecciones, y no queria de buen grado esponerse á mayores reveses, pues demasiado conocia que si las tropas del rey D. Felipe, no estaban ya sobre París, era deudor de esta merced á la generosidad y prudencia de su victorioso enemigo.

En vista de esta disposicion de los ánimos, intervino Paulo IV con sus buenos oficios, y esto bastó para que se firmase el armisticio, precursor de las negociaciones para upa paz duradera, entre España y Francia. La debida inteligencia de los sucesos que vamos relatando nos pone en el caso de enterar, aunque brevemente, á nuestros lectores, de las principales cláusulas del célebre tratado de Chateau-Cambresis. En primer lugar, las partes contratantes debian restituirse recíprocamente todas las conquistas hechas en la parte meridional de los Alpes desde el principio de la contienda en 1551: los franceses salieron notablemente perjudicados por este artículo; pero aunque pusieron el grito en el ciclo, fuéles preciso entregar al Rey de Castilla noventa plazas fuertes, tanto de Italia como de los Paises-Bajos, recuperando en cambio á Chatelet, Ham y San Quintin, cuya posesion solo servía de estorbo y de reconocido perjuicio á los españoles. Ademas, anhelando vivamente Enrique II estrechar su alianza con D. Felipe por medio de los vínculos de familia, le propuso por mediacion del duque de Montmoreney, y se estipuló en el tratado, el matrimonio de Madama Isabel, su hija primogénita, con D. Cárlos de Austria, hijo del rey de España y de, su primera esposa doña Maria de Portugal. Cuando se firmó el pacto, que ponia término á una guerra fatal para las dos naciones, y en la cual supo adquirir la infantería española la fama de invencible, contaba el Príncipe catorce años y solo trece su prometida consorte Isabel de Valois, que adquirió desde entonces el dictado de la Paz, con que la conocen los his!oriadores franceses, en memoria del fausto acontecimiento inaugurado en Chateau Cambresis, tan funesto despues para aquella desventurada Princesa.

En efecto, poco despues de haberse ratificado el convenio para una concordia definitiva, y de vuelta ya D. Felipe en su córte de Valladolid, se convenció de que habia obrado como padre y no como Rey, al ajustar las bodas de su hijo con la princesa de Francia. Era D. Carlos pundonoroso de carácter, violento en sus pasiones, generoso y liberal, arrebatado hasta rayar en díscolo, ambicioso y sobremanera gallardo en su persona. Sus detractores le atribuyen gratuitamente todos los vicios imaginables; los que se empeñan en presentarle como una víctima de la tiranía de D. Felipe aseguran, que fué un dechado de virtudes, Todos han exagerado la historia en este punto: á un continente agraciado y galan, á una fisonomía franca y afectuosa reunía aquel Príncipe un corazon altivo é indomable, y tambien un vehemente anhelo de tener parte en el gobierno del estado. El Rey conoció, aunque algo tarde, que D. Cárlos era el primero que se rebelaba contra su autoridad, zahiriendo sus disposiciones y mofándose abiertamente de los gloriosos hechos que ilustraban el principio de su reinado, y no tardó en descubrir que el cómico Baltasar Cisneros habia compuesto unas coplas, en que se daban al Príncipe los títulos de magnánimo y pacificador futuro de los Paises-Bajos, y al monarca su padre los de cruel y supersticioso. D. Felipe, que habia redactado con esquisito tacto los preliminares para las negociaciones de Chateau-Cambresis, y que estaba resuelto á sostener la paz á todo trance para dedicarse esclusivamente á la felicidad de su reino, vio con amargo dolor que los ocultos conspiradores de Flandes, donde á la sazon gobernaba en su nombre la duquesa de Parma, doña Margarita de Austria, su hermana, como hija natural de Cárlos V, le suscitaban en el seno mismo de su familia un enemigo terrible.

Amargos fueron para el Rey los primeros dias de su estancia en la corte, sin que bastasen á consolarle los recuerdos de los últimos triunfos ni la perspectiva de un porvenir brillante, que debia eternizar la historia. La reina doña Maria acababa de espirar, y el príncipe D. Cárlos habia elegido precisamente el instante en que aquella exhalaba su último aliento, para dar un público testimonio de que no respetaba el dolor de un esposo y de un padre. Este no pudo atribuir tan feo desacato á los pocos años de su hijo, ni á su natural aturdimiento, sino á los perniciosos consejos de las personas que le rodeaban. Examinóte, pues, á solas, con la sagacidad consumada que lo distinguia, y no se ocultó á su penetracion, que el golpe llegaba de los Paises-Bajos; por lo que, desentendiéndose de los afectos de padre, ó mejor dicho, fortalecido por estos mismos afectos, que le obligaban á no permitir que el Príncipe fuese instrumento de traidoras maquinaciones, cuyas tendencias político-religiosas conocia demasiado, le reprendió severamente, concluyendo por decirlo que le castigaria, á él mas que á ningun otro de sus súbditos, si reincidia en sus faltas.

Atemorizado D. Cárlos se arrojó á los piés de D. Felipe, mas avergonzado que arrepentido: el Rey, á quien prometió obedecer y acatar ciegamente, le abrazó con ternura, imaginando que aquella reprimenda bastaria para el arrepentimiento, y aprovechando la ocasion que se le ofrecia de alejar á su hijo de la corte, con el fin de separarle de las influencias que le asediaban, le propuso que pasase á la de Francia con ostentosa comitiva, para que conociese y tratase á la Princesa que, andando el tiempo, debia ser su esposa, si se cumplian las estipulaciones de la paz contratada. El Príncipe aceptó con júbilo el deseo de su padre y juró que desde aquel dia no tendria mas consejero que su instructor. Luis Vives, protesta que serenó completamente el ánimo de D. Felipe, pues se figuró que habia conjurado por aquella parte la tempestad, pronta á estallar contra él por los esfuerzos incesantes de los sediciosos flamencos.

Dispúsose con gran boato la partida de D. Cárlos, que fué recibido en París con la pompa debida al heredero del monarca mas poderoso y mas sábio de Europa. La entrevista de los prometidos esposos tuvo no obstante mas puntos de contacto con una tiernísima escena de familia, que con una presentacion oficial, esclava de la etiqueta.

Era Isabel de la Paz una verdadera maravilla en hermosura y gracia: un escritor español afirma que nunca se sentó en el trono de Castilla mujer tan bella; en su rostro angelical se retrataba la pureza de un corazon noble, y bondadoso, y los franceses, orgullosos con su posesion, solo consentian en perderla, porque sabian que habia de ceñir sus sienes la primera corona del mundo. Aquella lindísima flor de un siglo galante era la prenda de felicidad y ventura entre dos pueblos, y la nobleza de París, bajó los ojos ante el afortunado mancebo que se preparaba á embriagarse con sus deseosos perfumes. Así sucedió: el príncipe D. Cárlos no pudo contemplar tantos atractivos sin rendirles estasiado el culto de su adoracion; el amor penetró por la primera vez en aquel corazon fogoso y fué á herir de rechazo á la misma que lo inspiraba. Desde entonces tuvieron los tiernos novios frecuentes ocasiones para declararse las dulces sensaciones de sus almas, en medio de las brillantes fiestas que la ciudad de París daba al ilustre huesped estrangero, cuya juventud y prendas personales eran el embeleso de la corte; y aquellas ocasiones y las entrevistas que Enrique II cuidaba de proporcionarles con el objeto de asegurar la dicha de la Princesa, al mismo tiempo que procuraba un sosiego durable á sus estados, acabaron de inflamar sus corazones con un fuego que solo la muerte debia estinguir. Nacida y fomentada su pasion bajo la égida de los títulos mas legítimos, comunicada recíprocamente con todo el ardor de la inesperiencia, auguraba largos dias de ventura á aquellos felices séres, que se amaban como dos niños, con un amor que nunca llegarian á apagar los mas grandes obstáculos ni las mas imprevistas vicisitudes.

Don Cárlos escribió al Rey felicitándole por la paz de ChateauCambresis, que le hacia dichoso, y declarándole al mismo tiempo, que los enernigos de España lo serian siempre suyos. -«Señor y padre mio, decia en su epístola, la princesa Isabel de Valois será para Vuestra Alteza una hija y para mí un talisman. El tratado propuesto por el rey Enrique y aprobado por la sabiduría de Vuestra Alteza colma todas mis esperanzas: á él soy deudor de mi eterna felicidad, y á Vuestra Alteza de mi profunda gratitud, sumision y respeto.»

No pudo llegar esta carta en mas desgraciada coyuntura á la corte de Castilla. Cuando la recibió D. Felipe, se hallaba conferenciando con el presidente el cardenal Espinosa, acerca de los medios eficaces que debian ponerse en juego para estirpar de raíz la heregía en los estados de Flandes. Habíanse publicado por mandato del Rey severas disposiciones contra las erróneas doctrinas de Lutero, y fueron llevadas á cabo con inusitado rigor por los consejos del obispo de Arras, único ministro que dirigia la política de la duquesa de Parma: por lo cual exasperados los ánimos de los malcontentos, estallaron en amargas quejas, apoyadas, aunque secretamente, por el príncipe de Orange, y los renombrados condes de Horn y de Egmont, vocales del consejo de doña Margarita. El obispo Granwella, tan rígido como el monarca de Castilla en materias de religion, pero al mismo tiempo hombre arrebatado, colérico y orgulloso, insistió mas y mas en su sistema opresor, haciéndose tan insufrible á los flamencos por su dureza, que los tres consejeros mencionados informaron á D. Felipe de todo cuanto ocurria y pidieron la separacion del ministro. Pero D. Felipe no se dejaba alucinar fácilmente y dió largas al negocio: Granwella obtuvo al fin permiso para dejar á la Gobernadora, y cuando los descontentos creian haber triunfado, debilitando la autoridad real en Flandes, se encontraron con nuevos edictos, que léjos de mitigar el rigor de las primeras disposiciones, exigian su exacto cumplimiento. Entonces arrojaron la máscara los nobles, y rebelándose, abiertamente, firmaron un manifiesto para recomendar á los estatutos la falsa doctrina, y dirigieron al Rey una representacion por conducto del marqués de Mons y el baron de Montigny, quienes pasaron á la córte de Castilla, autorizados por doña Margarita á fin de hacer presentes á D. Felipe los agravios de sus poderdantes.

Don Felipe, que desde la cámara del palacio real de Valladolid abarcaba con su mirada de águila todos los dominios españoles, no solo estaba enterado de aquella embajada singular dispuesta por los rebeldes de Flandes, sino que sabía además, que el baron de Montigny era portador de una carta del conde de Egmont para el príncipe D. Cárlos. Este descubrimiento, debido á un aviso secreto dado al Rey por el príncipe de Orange, que aspiraba á la soberanía independiente de Flandes y veia en D. Cárlos un estorbo para la consecucion de su deseo, fué el hilo de aquella madeja de traiciones hábilmente desenredada por el soberano mas diplomático, en la buena acepcion de esta palabra, y mas previsor de Europa.

Acababa el Rey de leer la misiva del príncipe de Orange, cuando recibió la del príncipe D. Cárlos: dió esta al cardenal Espinosa despues de haberse enterado de su contenido, y le preguntó su parecer. El Presidente se holgó mucho al ver aquella prueba de la sumision de D. Cárlos á la voluntad paterna; pero D. Felipe que repasaba por cuarta vez la carta del de Orange, dijo con la mayor impasibilidad:

-Esa niña y los regocijos de París han dado al traste, por el pronto, con sus malas inclinaciones: nuestro corazon es un abismo; ya veremos si el Príncipe persevera.

-Esperemos en Dios, Señor, murmuró el Cardenal.

-Sí: Dios es mi única esperanza en la tierra, repuso aquel monarca que acababa de hacer temblar á toda la Europa, y cuyas crueles amarguras fueron un secreto para su siglo.

Al dia siguiente llamó el presidente Espinosa al cómico-poeta Baltasar Cisneros; y le hizo entender de órden del. Rey que en el término de dos horas saliese desterrado de la córte.

-Y andad con cuidado, le añadió, pues esto lo hace así Su Alteza por libraros de mayores males y en consideracion al favor que habeis obtenido del príncipe D. Cárlos.

El mismo dia dijo D. Felipe á su Secretario íntimo Antonio Perez:

-Buscadme un hombre de corazon, capaz de guardar un secreto, Si le hallais pronto, venid con él esta noche.

-Señor, respondió el Secretario, me parece que tengo lo que Vuestra Alteza desea.

-Es para una comision, observó el Rey, en que se arriesga la cabeza: si mi justicia le prende, aunque cumpla bien la comision por darme gusto, no espere que yo interceda por él.

Antonio Perez se retiró pensativo, pues conoció desde luego que se trataba de algun negocio grave. Por esta misma causa supuso que si él no daba con la persona que D. Felipe habia menester para llevar á término lo que se proponia, la buscarla por otro lado, acusándole al mismo tiempo de poco celoso en el cumplimiento de sus deberes; por lo que se trasladó inmediatamente á su posada, para preguntar si no habia llegado ya Diego Martinez. El aventurero no habia asomado por ella y la razon de esto era muy sencilla: aquel era precisamente el dia en que, como aseguraba con mucha formalidad, tenia cita con la princesa de Éboli; además eran las once de la mañana, y el secretario del Rey no debia por lo mismo perder la esperanza de echar la vista encima, antes de la noche, á su nuevo servidor.

Entretanto escribia el Rey á su hijo D. Cárlos, manifestándolo su deseo de que volviese cuanto antes á España. Y como sabia cuán sensible habia de ser para el Príncipe el separarse en aquellos momentos de su adorada Isabel de la Paz, procuró ganar su ánimo, prendiéndolo con el cebo de la ambicion: así pues le decia que su presencia era necesaria para asuntos de grandísima importancia, en los cuales estaba interesada la suerte del reino. De este modo salia tambien aquel profundo político al encuentro de la resistencia, que la exasperacion de D. Cárlos pudiese oponer á sus órdenes, evitando al mismo tiempo que los artificios de los flamencos le persiguiesen en París, donde con mas facilidad que en Castilla, lograrian tal vez convertir á su hijo en gefe de rebeldes.

El palacio del Louvre se cubrió de tristeza cuando se supo que el prometido esposo de la princesa Isabel lo abandonaba. Pero era preciso obedecer á D. Felipe, y el rey Enrique calmó la desesperacion de los jóvenes amantes, ofreciéndoles que interpondria todo su influjo con su poderoso aliado, para que el himeneo, única aspiracion de sus almas, consagrase cuanto antes el vehemente amor que sentian. Don Cárlos se separó de aquella niña con el corazon desgarrado, y los mas negros presentimientos le atormentaron durante el viage. Cuando llegó á Valladolid tenia calentura: el Rey se sonrió al verlo, pues lo juzgaba salvado, de un precipio y daba por ganada su partida contra los conspiradores de Flandes; mas al notar lo mucho que padecia, le abrazó tiernamente, y disponiendo que se acostase, le recomendó á los cuidados del insigne y virtuoso Luis Vives, y ordenó á sus médicos que no perdonasen medio alguno para aliviar su dolencia.

Capítulo XII
La princesa de Éboli muerde el anzuelo y la condesa de Barajas traga gato por liebre

Ya queda consignado que el dia en que el secretario Antonio Perez necesitaba indispensablemente á Diego Martinez, pues en él habia pensado desde que el Rey le previno que le procurase un hombre de temple y discreto, se hallaba nuestro héroe de Italia en casa de doña Ana de Mendoza. Esta señora que, como tambien sabemos, no amaba á su esposo, se sentia dispuesta á escuchar las relaciones del pretendido primo hermano de Beatriz, referentes á D. Ruy Gomez, con el único objeto de poseer un arma poderosa que la pusiese á cubierto de sus zelosas sospechas. La verdad es que la conciencia de la princesa de Éboli no estaba muy tranquila sobre este particular, pues el noble porte, las distinguidas maneras y el valimiento de Antonio Perez habían seducido su imaginación; y la especie de clausura en que vivía, merced al cuidado y recelosos desvelos del Cerbero que la guardaba, no hacía mas que avivar con mayor fuerza sus deseos de sacudir un yugo insoportable, o al menos de consolarse, siempre que le fuese dado conseguirlo sin esponer su decoro á las hablillas de las gentes entregando su corazon al hombre que preferia. Sus intentos no llegaron á cumplirse: doña Ana de Mendoza y de La-Cerda pasó por el martirio del escándalo; víctima de sus pasiones, sacrificada en los primeros años de su juventud, no supo ó no quiso resignarse con su suerte y su suerte fué digna de compasion.

Cuando Diego Martinez se presentó en su casa, daban las diez de la mañana. Esperábale la Princesa impaciente, supuesto que la doncella, para vencer su repugnancia á recibirle, había presentado con grandes proporciones el secreto que su primo tenia precision de revelar á la que tanto interés tenia en conocerlo. El veterano de Italia, queriendo sorprender con el primer golpe de vista á tan apuesta dama, había pasado una escrupulosa revista á sus propias galas, y satisfecho de sí mismo, atravesó guiado por Beatriz y con notable desembarazo, los principales aposentos de la casa de Silva, y penetró por último en la cámara particular de doña Ana. Esta hizo una seña á su doncella para que se retirase, y habiendo quedado sola con el soldado, le miró de piés á cabeza. El impertérrito Diego sostuvo aquel exámen con impávida serenidad, y despues, resuello á jugar el todo por el todo, se adelantó cuatro pasos y dirigió á la Princesa un saludo entre militar y cortesano, que la obligó á ruborizarse.

-No es esta la primera vez, á lo que parece, le dijo al fin doña Ana, que pisais ricas alfombras, y os veis en presencia de encumbradas personas.

-No por cierto, bellísima señora, contestó el bribon con desparpajo; he visto grandes cosas durante mis campañas, sin contar los mosquetazos de los enemigos de Castilla. Estuve en Ratisbona y en Aquigran cuando estas dos ciudades celebraron la coronacion del inolvidable emperador Cárlos V; mis pecados me llevaron despues al asalto de Roma puedo asegurar que me han tratado, como quien dice, de igual á igual, el gran Filiberto, el noble y sesudo D. Francisco de Alarcon, el intrépido Antonio de Leiva, D. Alvaro de Bazan y otros caudillos no menos ilustres. Ya veis, hermosísima Princesa, que no habeis admitido á besar vuestra blanca mano á un hombre vulgar: solo me resta añadir que tal como soy, me hallo dispuesto á serviros y complaceros hasta perder la vida.

Sonrióse, la Princesa del entusiasmo de Diego y le preguntó:

-¿Sois castellano ó flamenco?

-Aragonés, señora; aragonés por cuatro costados, repuso el veterano sin vacilar; de la tierra de los conquistadores, empezando por el famoso Jaime Primero y acabando por vuestro humildísimo criado Diego Martinez, que es un nombre tan bueno como otro cualquiera.

-Muy bien, observó doña Ana, no sin esperimentar algun sobresalto, al ver la resolucion y audacia de aquel hombre que, segun sus informes, poseia un secreto peligroso para la vida de don Ruy Gomez Beatriz, vuestra prima, me ha asegurado que...

-Perdonad, noble Princesa, la interrumpió Diego: si supiera que, mi prima Beatriz no correspondo dignamente á vuestros favores con una adhesion sin límites, la desharia entre mis manos. Ella me dice todos los dias que os ama, que se arrojará de cabeza á un pozo por daros gusto, porque sois noble, tierna, generosa, sin par...

-Basta, basta por Dios. ¿A dónde vais á parar? ¿Eso afirma mi querida doncella?

-Con juramento.

-Mucho se lo agradezco.

-Es que no me prueban nada sus razones, y quiero enterarme de si teneis queja de ella.

-Ninguna; al contrarío: conozco su mucho apego á mi persona y he de hacer en su favor cuanto dependa de mi crédito.

-Ya estoy tranquilo, porque me habeis quitado un peso del corazon.

-Dejemos ya ese asunto y dadme á conocer lo que os ha traido á mi presencia. Beatriz me ha dicho que es un secreto importantísimo.

-¡La pobre es tan pusilánime! ya se ve; como no está acostumbrada á grandes acontecimientos, se asusta hasta de su sombra. Ahora misino voy á esplicaros el misterio en dos palabras.

-Hablad.

-Hace diez dias que llegué de Aragon, y al saber que mi prima se hallaba á vuestro servicio, recordé una historia vieja, que me refirió hace mucho tiempo un pícaro á quien deseo ver ahorcado. En esa historia juega el principal papel vuestro ilustre esposo y mi señor D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli...

-¿Y qué?

-Y no osando hablar de estas cosas con tan iracundo magnate, que pudiera muy bien confundirme con un impostor, he preferido solicitar vuestra vénia.

-¿Y por qué deseáis que el Príncipe oiga esa historia?

-¡Válgame el gran turco, señora! Si no nos entendemos... yo no deseo que la escuche el señor D. Ruy Gomez, sino que la escucheis vos.

-Mas decidme para qué.

-Para vuestro gobierno, señora Princesa; para vuestro gobierno y para que eviteis el peligro que puede amenazar al Príncipe.

-Usáis un lenguaje, que á cualquiera otra mujer asustaria.

-Lo creo, y por eso mismo lo uso; porque sé que no os asusta á vos.

-En buen hora; podéis empezar vuestra relacion.

-¡Mi relacion! Decid mas bien la del señor secretario del Rey.

-¡Cómo.!

-Por supuesto; la del señor Antonio Perez

-¡Qué decís!

-Que el señor Antonio Perez tiene en sus manos el hilo de esa maldita historia vieja, y que el tunante que me habló de ella, solo me dijo que se referia á un asesinato...

-¡A un asesinato!

-Mandado ejecutar por...

-¿Por quién?

-No os impacienteis, señora; por el príncipe de Éboli.

-Imposible: el noble D. Ruy Gomez de Silva mi esposo...

-Acaso tengáis razon... yo nada aseguro... pero el infame Juan de Mesa, que en otro tiempo, robó un cofrecillo de joyas á la señora condesa de Barajas...

-¿Qué me decís?

-Esa es otra historia vieja. Pues es el caso, que el tal Juan de Mesa me enteró de varios pormenores; los cuales prueban como dos y dos son cuatro, que el señor de Silva anduvo en el fregado de aquella muerte.

-¿Y esos pormenores?

-En primer lugar, el muerto era un hermitaño.

-¡Jesus!

-En segundo lugar, no era lo que era, o lo que parecia; era cierto enviado de no sé qué personage: estas circunstancias las tiene muy reservadas para si el señor Antonio Perez.

-¡Otra vez Antonio Perez!

-Como que poseo toda la trama. Pero hay mas: hubo sospechas del crímen.

-¡Ah!

-Y un perro descubrió el cadáver del hermitaño.

-¡Qué horror!

-Y se hicieron pesquisas inútiles para prender á los asesinos. Yo no sé cómo diablos llegó todo el negocio á poder del señor Antonio Perez.

-¿Conoces al secretario del Rey?

-Desde ayer estoy á su servicio.

-¡Ah! Eso es algo, pues ya debes presumir que me toca conservar ilesa la honra de mi esposo, y que por lo mismo estoy en el caso de impedir que el señor Antonio Perez haga de tan terrible secreto un uso perjudicial.

-Esa es la razon que me ha movido para revelároslo.

Doña Ana sacó de uno de sus dedos el mas rico anillo que tenia y dándolo á Diego Martinez, le dijo:

-Me has asegurado que estás dispuesto á servirme á todo trance.

-Y lo repito, señora, sin que para ello necesitéis recurrir á la inagotable fuente de vuestra espléndida generosidad, respondió el soldado, admirando á la luz las bellísimas aguas de la preciosa piedra, que adornaba la alhaja.

-Pues bien: no ignores que me interesan dos cosas; la primera es conocer á fondo y con todas sus particularidades el secreto de que has hecho mencion; la segunda apoderarme de sus pruebas.

-En efecto, señora; eso es lo que os conviene.

-¿Lo crees fácil?

-Otra mujer ya lo hubiera conseguido, pero vos...

-Prosigue.

-No me atrevo á aconsejaros; vuestro decoro, vuestro orgullo, vuestra dignidad de Princesa...

-No importa; deja esas cosas á un lado, y aconséjame.

-Es que esas cosas se oponen á que sigáis mi consejo.

-Pero sepamos cuál es.

-Sumamente sencillo; consiste en que hableis vos misma al señor Antonio Perez.

-¡Yo! esclamó doña Ana temblando.

-Ya veis como yo tenia razon, observó Diego sonriéndose; hay cosas que una dama de vuestras prendas no puede intentar; y con todo...

-¿Qué?

-El negocio merece la pena de que algo se sacrifique: por otra parte el señor Antonio Perez no podría menos de aprobar el que os interesaseis de ese modo por el señor D. Ruy Gomez.

-¿Imaginas que querrá complacerme? ¿Que no me rebajará á sus ojos semejante determinacion?

-Estoy seguro de ello.

-¿En qué te fundas?

-En que esta mañana, cuando iba á entrar en su aposento para recibir sus órdenes, oí que hablaba solo: detúveme junto á la puerta, á fin de no interrumpir con mi presencia la espresion de sus afectos y. llegaron hasta mi las siguientes palabras. - «Declarar al príncipe de Éboli lo que de él sé, es una imprudencia que podrá costarme cara, pues no será estraño que intente sepultar el secreto en mi tumba. ¡Sí al menos lograse yo hablar á la Princesa! ¿Pero cómo? Su vigilante esposo no la pierde de vista...»

-¿Eso ha dicho el señor Antonio Perez?

-Os lo juro por mi nombre.

-Estoy resuelta: iré á buscarle.

-Pensadlo bien; no sea que...

-Repito que quiero hablar al secretario del Rey; y supuesto que estás á su servicio, dispon de tal modo las cosas, que nadie pueda sospechar...

-¡Oh! Si lo dejais á mi cuidado todo saldrá á las mil maravillas.

-¿Me lo prometes?

-Os lo juro...

La Princesa aseguró entonces á Diego Martinez que podia contar con su proteccion en la córte, y le despidió de una manera tan afectuosa, que salió encantado de aquella casa, tanto por haber llevado á feliz término la negociacion de la cita, que había ofrecido á Antonio Perez, como por haber descubierto en su entrevista con la Princesa, que esta dama llegaría á ser para él una mina de oro.

Luego que Beatriz dejó solo al soldado con su señora, trató de, aprovechar el tiempo, y cumpliendo con las instrucciones de aquel, se dirigió á casa de la condesa de Barajas, suponiendo que la conversacion de Diego Martinez con la esposa de D. Ruy Gomez duraría lo bastante para que ella pudiese ir y volver, sin que se reparase en su ausencia.

La condesa de Barajas, que ya no era joven en 1545, apenas conservaba en 1559 algunos restos de su pasada hermosura. Aficionada al lujo, á la ostentacion y á los placeres, se había disgustado de la corte, porque esta había sufrido una completa transformacion desde el advenimiento del hijo de Cárlos V al trono. Don Felipe era un monarca austero, dado á los negocios y á la administracion del reino; en torno suyo se respiraba, por decirlo así, cierta severidad religiosa, que hacia singular contraste con los hábitos de galantería y de bulliciosa animacion, importados del estrangero por los militares que-volvian de Flandes y de Italia: era natural que la córte reflejase en público las costumbres del monarca, y qué la monotonía alejase de ella á las personas, cuya obligacion no dependia directamente del servicio de palacio y cuyas rentas bastaban para entregarse independienternente á los goces, que no les era dado disfrutar en Valladolid. Á este número pertenecían, los condes de Barajas, cuyas posesiones en Castilla y Andalucía les ponían en el caso de desdeñar el mezquino porte introducido por la que llamaban etiqueta miserable y prudente del Rey, por lo cual se trasladaron á ellas, viviendo allí á sus anchuras, hasta que D. Felipe, instruido de las recomendables prendas y despejado talento del conde, le llamó para confiarle negocios importantes del estado. La Condesa abandonó con pesar los amenos vergeles en que tanto se solazaba y siguió á su esposo; pero habia olvidado completamente el robo del cofrecillo de joyas y la desaparicion de Beatriz de su servicio, cuando la presencia de esta en el salon de doña Ana de Mendoza, precisamente el dia en que la condesa habia ido á visitarla, despertó en ella el recuerdo de aquellos sucesos. No podia asegurar sin embargo, al cabo de catorce años, que la doncella de la princesa de Éboli fuese la misma que habia desertado de su casa desde el monasterio de la Espina; mas habiendo oido que doña Ana le llamaba Beatriz, se desvanecieron sus dudas: no quiso con todo revelar á la primera los malos antecedentes de aquella mujer, y se retiró de la visita con el propósito de castigarla, cuando llegase una ocasion oportuna.

Pero al saber que la doncella de su amiga la señora esposa de D. Ruy Gomez de Silva solicitaba de ella una entrevista, se frotó las manos de júbilo y esclamó:

-Ya la tengo en mi poder, y me las pagará todas juntas.

El espíritu de venganza... mas aun; el deseo de dar un disgusto á la princesa de Éboli, cuya belleza, encomiada por todos, no habia podido admirar sin envidia, animó su ajado rostro, y dando órden de que introdujesen á su antigua sirviente, la esperó, como espera un colono irritado al mísera esclavo, á quien no quiso otorgar misericordia.

Beatriz se presentó á la Condesa con humildad y respeto y aguardó su vénia para hablar: la dama examinó su persona de alto abajo desdeñosamente y por fin le preguntó:

-¿Qué mensaje me traes de parte de doña Ana?

-Ninguno, señora, respondió la doncella con timidéz; vengo á hablaros de mi misma.

-¿De tí?

-Sí por cierto, señora Condesa. ¡Qué desgraciada he sido!

-Yo no te conozco.

La amante de Diego Martinez estaba segura de lo contrario; pero era cómica de habilidad, y repuso al momento:

-Lo creo, señora Condesa: mis desventuras me han vuelto desconocida para todos, y á no ser por la proteccion de la señora princesa de Éboli... ¿Mas qué importa? ¿Es causa el que no me conozcais para que yo deje de aprovechar el instante que tanto anhelaba, de arrojarme á vuestros piés y de pediros perdon por haber abandonado en otro tiempo vuestra casa? ¡Ah! Esa falta, esa locura me perdió, y si entonces hubiera sabido lo que supe despues... porque, señora Condesa, yo soy Beatriz... miradme bien; la infortunada Beatriz de Frias.

Y hablando así, la doncella se habia arrojado á los piés de la Condesa. Ésta, al verla deshecha en lágrimas, se enterneció sin poderlo remediar, y un sentimiento de compasion ahogó en ella el orgullo de muger. Levantó pues á Beatriz y le dijo procurando endulzar algun tanto su severo acento:

-Vamos, vamos; me parece que eso que me cuentas sucedió, cuando yo era, como quien dice, una niña. (¡Cuando la Condesa estuvo en el monasterio de la Espina tenia ya treinta y seis años!), Beatriz de Frias... En efecto: me acuerdo muy bien que una bribona de ese nombre, doncella mia por mas señas, se escapó de mi servicio, robándome un cofrecillo con muchas joyas.

-Eso no, señora Condesa, eso no, esclamó Beatriz llorando á mas y mejor, pero al mismo tiempo con firmeza. ¡Oh! Nadie puede saberlo como yo; mas cuando llegó á mi noticia el caso y quise volver atrás para ponerlo en vuestro conocimiento, ya estábais en Valladolid, y cuando llegué, al cabo de mucho tiempo á esta ciudad, habláis partido para vuestras tierras. Desde entonces...

-Esplícate, esplícate, muger: no olvides, con todo, que el cofrecillo y tú desaparecísteis al mismo tiempo. Mal hice por cierto en llevarla á nuestra escursion fuera de la corte, pero ¿cómo habia de privarme de mis mejores y mas ricos adornos, si llegaba á necesitarlos? ¿No estaba alli la insufrible marquesa de Aguilar, que se habia empeñado en eclipsarme? ¡Ella! ¿Te acuerdas, Beatriz, de aquel esqueleto con faldas? Por ella llevé el cofrecillo, pues se nos dijo que los condes de Melito nos darian un baile por la noche en el castillo de Villagarcía, y me propuse que rabiase la de Aguilar. ¡Que si quieres! Para el sarao en el alcázar se necesitaba licencia del príncipe D. Felipe, que era ya tan intratable como ahora, y el señor D. Luis Quijada andaba con el Emperador haciendo la corte á las damas flamencas, en tanto que su esposa doña Magdalena de Ulloa pasaba los dias y las noches llorando. Vamos, muger, esplícame todo eso.

-¡Yo!

-¿Pues quién? ¿No has asegurado que nadie mejor que tú...?

-¡Ah! ¿Lo del cofrecillo?

-Se entiende: lo del cofrecillo y tu fuga, supuesto que volásteis juntos.

-Habeis de saber, señora Condesa, que un mal hombre (y de esto nunca me arrepentiré bastante) abusó de mi inesperiencia, ganando mi voluntad de tal modo, que hubiera ido al fin del mundo solo por darle gusto. ¡Pobre de mí! ¡Qué léjos estaba yo de sospechar que aquel amor habia de perderme!

Y Beatriz sollozaba amargamente al declarar sus-penas y no parecia sino que su corazon despedazado y oprimido buscaba el medio de salirse del pecho.

-Ea, ea, dijo la de Barajas; ya veo que te escapaste con tu seductor; sea en buen hora, ya que de la gente de tu ralea solo pueden esperarse liviandades. ¿Mas por qué, no te contentaste con ser ingrata á mis favores? ¿Por qué añadiste el crimen á tu desenvoltura?

-Escuchadme hasta el fin, señora Condesa: el paso que doy viniendo a buscaros, no bien habeis llegado á la córte, y la seguridad que tengo de que podeis vengaros y vengarme dé un mónstruo, son pruebas mas que suficientes de que os refiero la verdad. Mi pérfido amante me obligó á seguirle desde el monasterio de la Espina, y él fué tambien quien, sin que yo llegase á sospecharlo, se apoderó del cofrecillo, que habíais depositado en la sacristia. Declaróme seis dias despues lo que habia, hecho, como asimismo que debíamos pasar á Aragon para evitar los efectos de vuestra cólera, y habiéndole afeado su negro proceder y exigido que se os devolviese el cofrecillo, me golpeó fuertemente, aconsejándome que fuese á daros cuenta de su hazaña y dejándome abandonada en el mundo. Desde entonces he sufrido lo que hoy me es imposible referiros, el hambre y la miseria me pusieron en tan infeliz situacion que hubiera perecido, si una persona caritativa no hubiese recomendado al príncipe de Éboli, quien me recibió al fin en su casa al servicio de doña Ana.

-Todo eso puede ser verdad, observó la Condesa despues de haber reflexionado un rato; mas yo necesito averiguarlo.

-¡Oh! Es muy fácil, contestó la imperturbable Beatriz.

-No hay duda; muy fácil debe ser, supuesto que estás segura de que puedo vengarme; lo cual significa que, el ladron del cofrecillo o tu pícaro seductor caerán, si yo quiero en poder de la justicia.

-Eso, eso es lo que yo deseo. ¡Ah, señora Condesa! Si conseguís que le ahorquen, mataréis dos pájaros de un tiro, satisfaciendo vuestra ofensa y las mias.

-Está bien; solo necesito que me digas su nombre y su paradero.

-Se llama Juan de Mesa y se halla en Zaragoza.

-¿Cómo lo sabes?

-Por un prirno hermano mio, soldado de los tercios de Italia que se halla al servicio del señor Antonio Perez, secretario del Rey, á quien podeis pedir informes de su conducta.

-Mira, Beatriz; solo te haré una advertencia: voy á tomar mis medidas para que prendan en Aragon á ese bellaco y me lo traigan a Castilla; pero si me has engañado ¡pobre de tí!

-¡Engañaros, señora Condesa! Cuando hace catorce años dia por dia y hora por hora, que solo anhelaba encontraros para pediros perdon por mi ingratitud, y para revelaros el nombre del culpable. ¡Oh! Yo declararé siempre que fuero menester todo lo que pasó, y si quereis, mi primo Diego puede servir de algo. ¡Si supiérais las ganas que tiene de devolver a Juan de Mesa los golpes que me dió!

-Ya trataremos de eso a su tiempo. Retirate y a nadie hables de este asunto que me pondría en ridículo á los ojos del Rey y de sus obispos.

-Pero, señora Condesa, no me habeis dicho todavía que me perdonais.

-Sí, sí, te perdono, mas... con una condicion

¿Cuál?

-¿Tiene algun amante doña Ana de Mendoza?

-¡Dios mio!... ¿Qué decís? Si llegase á imaginarlo mi señor don Ruy Gomez...

-Yo no he dicho que lo tenga: te pregunto, si lo tiene.

-Muy escondido debe andar el duende cuando, yo no he dado con él.

-¿Y eres capaz de averiguarlo, si le hay?

-¡Ah! Eso sí.

-¿Y de confiarme el secreto?

-¡Qué no haré por vos! ¡Qué no haré para probaros que siempre soy vuestra antigua servidora, vuestra fiel Beatriz, arrepentida de su estravío!

-Dos palabras nada mas: es imposible que la princesa de Éboli esté sin galán, cuando todos dicen que es tan bella y cuando su marido parece un espantajo: procura indagar ese negocio, entérame de él y serás rica.

-Perded cuidado: voy á convertirme en centinela de mi señora y os traeré noticias de todo lo que ocurra.

Beatriz hizo una respetuosa reverencia á la Condesa y salió. En la primera esquina de la calle encontró a Diego Martinez que la esperaba.

-Oros son triunfos, murmuró el veterano acercándose á ella y mostrándole el anillo de doña Ana.

-¡Victoria! respondió la doncella: he conseguido el perdon por mis diabluras amorosas. ¡Pobre Juan de Mesa! De esta hecha, le ahorcan por ladron de joyas.

-Tiene amigos poderosos, repuso el primero estirándose con arrogancia.

-¡Ah! Un aviso por lo que pueda importar. La Condesa aborrece con toda su alma á doña Ana de Mendoza.

-Corriente: veremos el modo de esplotar tan importante descubrimiento. Ahora no te detengas, porque la Princesa puede necesitarte. En caso de novedad, un recado para el invencible Diego Martinez á casa del secretario del Rey nuestro señor.

-Adios, mala cabeza.

-Adios, buena maula.

Separáronse nuestros amantes y Diego se encaminó hacia el Campo Grande, sitio solitario á la sazon y apropósito para madurar sus proyectos. Entre los muchos que le bullian en la imaginacion, ocupaba entonces el primer lugar el de la entrevista de doña Ana con Antonio Perez, de cuyos pormenores estaba encargado. Formó pues su composicion de lugar, y luego que la hubo madurado a su sabor, volvió a perderse entro las calles de la ciudad, entró en una hostería, refociló convenientemente su estómago, y se dirigió al paseo principal, con ánimo de no volver a la posada de Antonio Perez hasta la noche, pues imaginaba que el Secretario estaria ocupado con el Rey en negocios graves.

Y el Secretario estaba dando su alma a Lucifer, porque Diego Martinez no habia aparecido por la posada en todo el dia.

Capítulo XIII
De como el príncipe de Éboli perdió la partida despues de haber dado en el blanco

Eran ya las ocho de la noche, cuando el dichosísimo amante de Beatriz tuvo á bien entrar en la habitacion de su nuevo amo. Antonio Perez no cabia en sí de impaciencia; pues conocia demasiado el carácter del Rey, para no temer su enojo, o cuando menos su desden, lo cual equivalia á un disfavor seguro, sino acertaba á cumplir su mandato. El tono conque don Felipe le había hablado le daba á entender, que el asunto de que se trataba era urgente é importante, y se desesperaba al ver que el único hombre, de quien en aquella circunstancia creia poder valerse para dejar complacido al monarca, se entretuviese tal vez en algun garito, cuando tanta falta lo hacía.

Al verlo jovial y risueño en el dintel de la puerta, no pudo reprimir un movimiento, de enfado, mezclado de alegría.

-Por fin, ya estas aquí, perillan, le dijo bruscamente. Me has hecho pasar las horas mas amargas de mi vida.

-No lo estraño, señor Secretario, contestó Diego Martinez con sorna; pero era tan delicada la comision que me ha tenido en continuo movimiento, sin dejarme tiempo para respirar.

-Ya: y al cabo saldremos con que no has hecho nada.

-¿Lo creeis así?

-¡Cómo! Habrás conseguido...

-Formad mejor opinion de mi, señor Antonio Perez, y tened entendido que no me duelen prendas, cuando se trata de vuestro servicio.

-Voy sospechando que he sido injusto contigo. Vamos; cierra esa puerta y cuéntame lo que ha pasado con doña Ana: procura sobre todo ser breve, porque te necesito para un negocio muy urgente.

-Nada tengo que referiros: la Princesa saldrá de su casa y vendrá á veros.

-¡Qué dices!... ¡Ah! ¡Será posible! ¿No me engañas?

-¿Con qué objeto? Yo siempre cumplo lo que ofrezco. Os repito, que vendrá aquí.

-¿Cuándo?...Cuándo?

-Cuando yo quiera.

Antonio Perez se quedó como petrificado al oir estas últimas palabras, que esplicó el soldado, diciendo:

-Estoy encargado de preparar su entrevista con vos.

Esta declaracion, que en parte dejó satisfecho al secretario del Rey, le causó al mismo tiempo visible disgusto, pues le ocurrió al momento la idea de que, tal vez aquella noche, dispondria el Rey de la persona de Diego, y no podria este atender al asunto de sus amores con el esmero y acierto de que acababa de dar tan brillante prueba. Mas como no tenia otro remedio por entónces que hacer de la necesidad virtud, trató de sondear a su agente, á fin de ver si lograba que se verificase su cita con la princesa de Éboli, sin desatender al servicio del Rey.

-Paréceme, dijo al veterano, que vas a encontrarte metido en un atolladero. ¿Cuándo te parece que reciba yo á doña Ana?

-Eso depende de circunstancias, respondió Diego. D. Ruy Gomez es un sabueso de largo olfato y hay que hurtarle las vueltas.

-Ya he dado en el hito. El Rey prepara una partida de caza; el de Silva le acompañará...,

-¿Y vos? ¿El secretario íntimo de S. A?

-Presentaré una indisposicion para quedarme en la ciudad.

-Muy mal pensada, señor Antonio Perez, muy mal. Es preciso que la cosa marche por otro rumbo.

-Es que ese dia podrá venir acompañada de Beatriz...

-¿Y qué?

-Que aunque tú no estés á mano...

-¿Por qué no he de estar?

-Porque podrá suceder que estés en otra parte. Atiéndeme bien: el Rey necesita un hombre determinado, capaz de llevar á buen término una comision secreta y peligrosa; yo me he acordado de tí, y he dicho á S. A. que creia tener el hombre que busca.

-Que me place; habeis obrado cuerdamente, porque esas cosas me entusiasman. ¿Sabeis de lo que se trata?

-No: eso te lo dirá él Rey; lo que puedo asegurarte es que, si estás decidido a cumplir sus órdenes...

-¿Pues no? Sean cuales fueron.

-Puedes hacer gran fortuna, porque D. Felipe, es agradecido y premia con largueza y liberalidad a sus servidores fieles.

-Os digo que cierro los ojos y embisto aunque sea con el Gran Turco.

-Te advierto de paso que, si de resultas del cumplimiento de esa comision reservada, caes en poder de la justicia; el Rey te abandonará a tu suerte.

-¿Esa tenemos? El negocio es algo peliagudo y merece meditarse.

-Sí; pero resuelve pronto.

-Cualquiera juraria que es un proyecto de asesinato.

-No lo creo, ó me engañan mucho mis observaciones acerca del carácter de S. A. Imagino mas bien, que intento descubrir alguna maquinacion contra el Estado, lo cual raras veces se consigue por medio del estrépito.

-En fin, he soltado una palabra y no la recojo; estoy pues dispuesto á encargarme de la comision del Rey, y muchas cabezadas tiene que darme su señora justicia, si me ha de hechar el guante. Presumo, por lo que me habeis manifestado, que S. A. necesita un hombre sin miedo, activo, previsor y capaz de escaparse de las uñas de Satanás. Pues bien; aquí estoy yo y manos á la obra.

-Mucho temo que tu decision sea perjudicial á mis amores.

-¿Cómo así? ¿Se os figura que no soy capaz de manejar dos intrigas á un tiempo?

-Mas puede llevarte tu comision fuera de la ciudad.

-¡Qué diablo! Pues es cierto, y yo no habia caido en la cuenta.

-No importa, primero es el servicio del Rey que mi negocio particular. Además, te queda tiempo esta noche para forjar alguna diablura que aleje las sospechas de D. Ruy Gomez, y aunque tu nos faltes, una vez enterada Beatriz...

-Ya... ¿por el lego Damian? No por cierto: el engañar a un marido no es cosa para fiada á gente de iglesia: el lego puede venderos y desembuchar lo que sabe y lo que ignora al primer escrúpulo que le asalto, o á la primera intimacion de su guardian. Ya pensarémos eso, y os prometo que, si os guiais por mi esperiencia, sereis el amante mas afortunado de Castilla.

-Vamos pues a ver al Rey; me ha prevenido que nos espera esta noche.

Y diciendo y haciendo, Antonio Perez y Diego Martinez bajaron a la calle y se dirigieron al palacio Real.

Casi al mismo tiempo tenia lugar en casa del príncipe de Éboli una escena, en la que nuestro osado aventurero representaba, sin sospecharlo, el principal papel. Ya sabemos, por lo que le dijo Beatriz cuando fué a noticiarle el resultado de su pretension tocante a su entrevista con doña Ana, que esta quedaba llorando, y que su esposo acababa de llegar hecho una furia; pero la doncella no pudo dar á su amante ninguna esplicacion que aclarase los motivos de aquella novedad, porque inquieta y turbada con el encuentro de la condesa de Barajas en el salon de su señora, y temiendo que su visita á la misma no produjese el efecto favorable que Diego al parecer se prometia, andaba tan fuera de sí, que nada observó en los primeros momentos de la llegada de D. Ruy Gomez á casa. Le vió entrar irritado en la cámara de la Princesa, de la cual salió de allí á poco, y Beatriz aprovechó aquel instante para rogar á doña Ana, que la concediese su permiso para visitar á una amiga enferma: la encontró llorando, pero como era, en tal ocasion, mas apremiante para ella el acudir a la cita del soldado, que el satisfacer su curiosidad, no bien obtuvo la licencia que solicitaba, corrió al convento de San Francisco, dejando para mas tarde el cuidado de averiguar el por qué de aquella conyugal reyerta.

Don Ruy Gomez de Silva llamado por el Rey á las ocho de la á informarse de su órden, de la salud del príncipe D. Cárlos. Halló a este en pié y en disposicion de beber un vaso de agua helada, que un page acababa de llevarle. Alarmado el buen magnate, le preguntó sencillamente, pero con el mas vivo interés y respeto, si no temia que aquella bebida le sentase mal, y sobre todo cuando hacía pocos momentos que habia abandonado el lecho, por la primera vez, desde su vuelta de Francia.

-Amigo Silva, le contestó D. Cárlos con impertinencia, quisiera que respondieses á otra pregunta que voy a dirigirte.

-Siempre estoy dispuesto a satisfaceros por afecto y por obligacion, repuso el de Silva inclinándose.

-Pues bien, prosiguió el Príncipe sin dejar en la bandeja el vaso que tenia en la mano: deseo saber por qué todos los viejos dan en la flor de meter su cucharada en lo que atañe á los jóvenes.

Don Ruy Gomez se quedó cortado y nada acertó á replicar, convencido de que habia desagradado á D. Cárlos.

-Y no es eso lo mas estraño, añadió este, sino que precisamente censuran las acciones de los jóvenes aquellos viejos, que mas tienen por qué callar.

-Señor, se atrevió á murmurar el de Éboli; si decís eso por este vuestro fiel servidor...

-Por ti lo digo, Silva, por ti, replicó el Príncipe. Si te figuras que con ser celoso como un turco haces bastante para guardar á tu muger, vive Dios que estás en el limbo. Ella es joven y preciosa; tú eres un Matusalén y una mómia. ¿Qué mas quieres? Mira; ya que tanto cuidas de mi salud, me toca corresponder á tu cariño, y así me propongo cuidar yo de tu honra.

-¡De mi honra, señor!

-Sí, de tu honra, comprometida, por un galan... ¡Já! ¡Já! ¡Já! ¡Pobre Silva!... ¡Cómo te la pegan!

-El respeto que os debo...

-Ya veo que eres un mentecato. ¡Qué cortesanos tiene mi augusto padre! Todos pareceis anacoretas, por lo que no es estraño que vuestas mugeres se desquiten de vuestras hurañas costumbres. En París es otra cosa, querido: allí no hay amor de escondite, porque no está prohibido en público; allí se goza, allí se vive, porque no hay un rey hipócrita, ni vasallos que se ocultan para abrazar á sus mugeres.

-¡Señor!... ¡Señor!... Reportaos... Ved que...

-¿Qué he de ver? Te tenia por hombre de talento, mas ya conozco, que he vivido engañado. ¿Imaginas que he de morderme la lengua con los que han aconsejado al Rey el destierro de mi buen poeta y amigo Baltasar Cisneros? Ese, ese solo vale mas que todos vosotros, mas que tú, mas que el presidente Espinosa, mas que el duque de Alba y mas que el de Feria: todos os hacéis viejos y así, cuando yo sea rey, será Cisneros mi primer ministro.

-Señor, pudo al fin decir D. Ruy Gomez, cuando seais rey, gobernareis vuestros estados como bien os plazca; mas ahora debeis respeto á vuestro padre, como su primer vasallo, y alguna consideracion á las canas de vuestros fieles servidores.

-¿Conque lo has tomado por donde pica y me vienes con un sermon? ¡Por el nombre que tengo! Ea; supuesto que no apruebas mi glacial desayuno, no entrará en mi estómago; recíbelo tu en la cara y marcha á tener cuenta de los devaneos de tú bella esposa.

Al decir esto, arrojó el agua que contenia el vaso al rostro del príncipe de Éboli, le volvió en seguida la espalda é hizo pedazos el vaso contra el suelo. D. Ruy Gomez se retiró sin proferir una queja, pero con el corazon ardiendo en ira: cuando se presentó al Rey para darle cuenta de la situacion en que dejaba al príncipe D. Cárlos, le dijo D. Felipe:

-Habladme sin rodeos, Silva: los médicos creen que mi pobre hijo padece una estrema debilidad.

-Os engañan, señor, ó se engañan á sí mismos, le contestó don Ruy con precipitacion: está mas fuerte y brioso que nunca; he pasado en su compañía un rato, que jamás olvidaré.

-Te parece que puedo instruirle, sin riesgo de su salud, en algunos negocios de estado?

-Riesgo hay en ello, señor, por ahora; el Príncipe necesita mucha distraccion y que no se le contraríe en sus gustos.

-Silva, creo prudente ese consejo.

-Seguidlo, señor, que no os pesará.

El príncipe de Éboli se retiró á su casa despues de haber tenido este corto diálogo con D. Felipe, y allí fué Troya. La tranquilidad y el aplomo con que habia hablado al Rey eran aparentes; el despecho, la rábia destrozaban su corazon y necesitaba un objeto cualquiera, para desahogar en él todo, el furor de que se hallaba poseido. Debemos advertir que D. Cárlos de Austria aborrecia á don Ruy Gomez de Silva por instinto, es decir, porque aborrecia á todos los consejeros de su padre, mas no porque creyese que lo habia causado perjuicio alguno con sus consejos. Al cardenal Espinosa, al duque de Alba y a Requesens les habia jurado ódio eterno; al primero por su empeño decidido en perseguir a Baltasar Cisneros y a los dos segundos por la enemiga que conservaban contra los descontentos de Flandes, á pesar de que cada uno de ellos pertenecia á distinta parcialidad política. En cuanto al de Silva, ya hemos dicho que D. Cárlos no se fundaba en razón de ninguna especie para distinguirle con su mala voluntad, y sin embargo era tal vez aquel magnate el mas antipático de todos los que al Rey rodeaban, para el voluntarioso Príncipe, que se complacía en mortificarle, aunque nunca lo habia hecho con tanta insensatez como entonces. Este fenómeno es bastante comun entre los hombres. Debemos con todo tener presente, no para disculpar el arrebato del colérico joven, sino para no estrañarlo, que siempre fué D, Ruy Gomez objeto de sus burlas y sarcasmos, por el único delito de ser marido de una dama tán joven y tan donosa como doña Ana. Ningun motivo habia tenido para atacar la reputacion de esta señora, pero se propuso incomodar á su esposo desde que le vio y supo que iba á informarse de su salud de órden del Rey, a quien no perdonaba el viage que acababa de hacer desde París y su dolorosa separacion de aquella Princesa, cuyo recuerdo lo atormentaba noche y dia.

El de Silva llegó, como hemos dicho, a su morada echando venablos, y dirigiéndose a la cámara de la Princesa, se dejó caer en un sitial.

-¿Qué teneis, señor? esclamó doña Ana al verle tan sofocado. ¿Qué ha sucedido?

-¡Qué ha de suceder, señora! respondió el m aguate con rábia.¡Qué quereis que suceda! Que habeis logrado lo que apetecíais; esto es, hacerme el escarnio de la córte.

-No os entiendo, D. Ruy.

-Lo cual no se opone á que mi honor padezca por vuestra liviandad.

-¿Qué es lo que osáis proferir? ¿Qué torpe lengua me, calumnia? ¿De qué me acusais?

-De que teneis un amante.

-Mentís villanamente.

-Os prevengo que el príncipe D. Cárlos lo asegura.

-Pues bien; miente villanamente el príncipe D. Cárlos; decídsolo así de mi parte.

-No... no miente... es imposible que mienta... ¡Ah! ¡Qué rayo de luz! Me parece que voy á descubrir vuestras intrigas amorosas y...

-Basta, señor: hicísteis mal en casaros con una niña, si no habíais de renunciar á las indignas sospechas, que siempre acompañan á los hombres de vuestra edad.

-¡Ah! ¿Me recordáis eso? ¿Y por qué jurasteis ser mi esposa al pié de los altares, si no habíais de guardar ileso el depósito de mi honra?

-Disculpa tendria en no hacerlo: no olvideis que...

-Acabad.

-Que fuí sacrificada.

Don Ruy Gomez se levantó, salió de la estancia, atravesó el salon y haciendo seña á un criado, al atravesar la antesala, para que lo siguiese, se encaminó hácia el puente Mayor, que enlazaba las dos orillas del Pisuerga y estaba situado no léjos del sitio, en que Antonio Perez habia tenido su primera conferencia con Beatriz. Allí se detuvo, y volviéndose de pronto hácia el criado, le preguntó:

-¿Qué gentes entran en casa, Fortun?

- Señor... balbuceó éste, figurándose que iba á descargar sobre él la tempestad.

-Quiero saberlo, insistió el magnate.

-A nadie he visto en ella.

-Piensa mejor lo que dices y no provoques mi indignacion: si me cuentas la verdad, te recompensaré.

-Como no sea el primo-hermano de la señora Beatriz...

-No hablo de ese... ¡Ah! ¡Qué idea! Sepamos que casta de pájaro es.

-¿Quién? ¿El señor Diego Martinez?

-¿Se llama así el primo hermano de...

-Sí, señor.

-Me parece haber oido ese nombre antes de ahora.

-Ha estado en la guerra y cuenta grandes hazañas.

-¿A quién sirve en la córte?

-Lo ignoro señor.

-Procura averiguarlo, y lo pondrás en mi noticia.

-Así lo haré.

-¡Diego Martinez! murmuraba el de Silva. ¡Ah! Ya caigo: es el bribon de quien me habló el pícaro Juan de Mesa, despues del asunto de Juan Vazquez. Y dirigiéndose de nuevo al criado, le preguntó:

-¿Qué señas tiene ese veterano?

-Es hombre de mal gesto y de mucho brío: tiene un chirlo que le coje media cara...

-¿Un chirlo? pensó D. Ruy Gomez: pues no es el que yo pensaba; al menos no recuerdo que Juan de Mesa me hubiese hablado de chirlo semejante. En fin, añadió mirando a Fortun; espía bien á ese hombre; cuando vuelva á casa, no le pierdas de vista y avísame.

Fortun, al ver que se alejaba el temido chubasco, respiró, y cobrando ánimo al considerar que su señor ponia en él su confianza, le informó de que aquella misma mañana habia pasado largo rato Diego Martinez en el aposento de la doncella.

-No hay remedio, decia el príncipe de Éboli, cuando se retiraba hacia la ciudad: el tal Diego es el corre, vé y dile de un amante encubierto y Beatriz la mediadora en los tratos de su ama. ¡Oh! Yo pondré orden en todo, porque ya veo que el príncipe D. Cárlos tiene razon: es preciso atender a los intereses de mi honra.

El pundonoroso Ruy Gomez habia dado en el blanco, sin mas antecedentes que su propia desconfianza, puesta en juego por las inconsideradas chanzonetas del hijo del Rey, y alarmada por sus celos, con la noticia de que habia un hombre que frecuentaba su casa. Beatriz habia aprovechado la salida de su señor para obtener de doña Ana la promesa de que recibiria al soldado, y despues de haber dado á éste tan buena nueva y recibido sus instrucciones para la visita que se proponia hacer á la condesa de Barajas, volvió al lado de su ama, y supo por ella la escena que acababa de tener con su esposo.

-Muy léjos estaba doña Ana de figurarse que la entrevista con Diego iba á convertirse en capítulo de acusacion contra ella, y sin embargo así sucedió. Al dia siguiente no pudo volver el de Silva á su casa hasta las ocho de la noche, hora en que el soldado se presentaba en la habitacion de Antonio Perez; Fortun estaba en acecho aguardándole en la escalera, y le dijo que el primo hermano de Beatriz se habia dejado ver.

-¿Cuándo? preguntó Ruy Gomez esperando que se aclarasen sus recelos.

-Esta mañana, á cosa de las diez.

-¿Con quién ha hablado?

-Con la señora Princesa.

-¡Infeliz! ¡Qué es lo que dices! Te pregunto con qué personas de mi casa ha hablado hoy ese hombre.

-Señor, ya lo he comprendido: llegó a la antesala, donde se hallaba la señora Beatriz, sin duda esperándole, porque le condujo al salon y luego al retrete de la señora Princesa. Despues salió la señora Beatriz...

El de Silva no quiso escuchar el fin de la relacion de Fortun. Precipitóse en la cámara de doña Ana, y mirando á ésta de hito en hito, prorrumpió en una carcajada convulsiva. La Princesa se asustó al principio, mas conociendo que aquel exordio presagiaba borrasca conyugal, se armó de valor para conjurarla y dijo a su marido:

-Os doy gracias, señor, porque al menos esta noche estáis mas tratable que ayer.

-¡Mas tratable!... ¡Mas tratable!... ¿Qué significa eso, señora Princesa? ¿Os figurais que estoy en ánimo de aguantar por mas tiempo tanto escándalo? gritó D. Ruy Gomez fuera de sí.

-¡Eh, caballero! No deis voces, repuso doña Ana.

-En efecto, señora; teneis razon: mis gritos pueden dar que decir a nuestros criados, á esos criados que han visto penetrar hasta vuestro retrete a un hombre oscuro, á un soldado, á un pariente de vuestra doncella.

-¡Ah! esclamó doña Ana riéndose. ¿Tambien teneis celos del pobre Diego Martinez?

-Señora; el pobre Diego Martinez representa indudablemente á otro galan mas estirado.

-Debo sacaros de ese error en beneficio suyo, que no mio. Diego Martinez se representa á si mismo.

-¡Cómo! ¡Sabéis lo que asegurais!

-¡Pues no he de saberlo!

-¡Doña Ana!... ¡Doña Ana de Mendoza y de La-Cerda!...

-Acabad de una vez.

-¡Hija y heredera de los condes de Melito!... ¡Princesa de Éboli!... ¡Ah! ¡Qué digo! mi nombre... mi nombre...

-Pero señor ¿os habéis vuelto loco?

-¡Es posible que á tal punto hayais descendido! ¡Qué á ese término haya llegado ya vuestra depravacion!

-¿Queréis callar, señor de Silva y no romperme mas la cabeza? Básteos saber que desprecio vuestros insultos, en gracia del trastorno que sufre vuestra razon.

-¿Pues no acabais de confesarlo?

Doña Ana, se encojió de hombros, miró al Príncipe con lástima y se dispuso á abandonar la estancia.

-¿No habéis manifestado clara y terminantemente que ese hombre... ese maldito Diego Martinez se representa a sí mismo? insistió D. Ruy Gomez.

-Lo he dicho y lo sostengo, repuso doña Ana.

-¿Y queréis todavia que dude de mi deshonra? ¿Queréis que no castigue vuestros bajos y miserables antojos?

-¿Sabéis que sois capaz de hacer perder la paciencia á un santo? ¿Qué tiene que ver vuestra honra con el primo-hermano de mi doncella Beatriz?

-Tiene que ver... tiene que ver... murmuró Silva confuso y avergonzado, pues empezaba á comprender que sus celosos arranques lo habián llevado demasiado léjos. Doña Ana observó la reaccion que se operaba en sus sentimientos, y no queriendo exasperarle cuándo le consideraba vencido, para que sus sospechas no cambiasen de objeto, ni le indujesen a fijarse en la persona que habia motivado la visita de Diego, dijo con la mayor serenidad:

-Cuando acuseis á doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, princesa de Éboli y heredera de los estados de Melito, no busqueis a su amante por el suelo: buscadle muy alto, señor; buscadle, si es posible, en una gerarquía, á la cual no os sea posible llegar. Dígoos esto, para curaros de esa locura en que habeis dado, todos los dias y á todas horas, de atormentarme y perseguirme con vuestras imaginarias y rídiculas conjeturas.

-¿Mas no me direis...? intentó preguntar D. Ruy Gomez, que á todo trance queria salir del aventurado trance en que imprudentemente se habia metido.

-Os diré, señor, le interrumpió la Princesa, conociendo el punto á que se dirigia la interpelacion, que ese veterano de los tercios de Italia se me ha presentado, por recomendacion de Beatriz, y que arrojándose á mis plantas, me ha pedido encarecidamente que interceda con vos, para que se le conceda una corta pension, ó se le coloque de modo que pueda ganar su sustento. Os diré que fué herido en la guerra, que cuenta muchas campañas, y que en él teneis un hombre honrado y un fiel servidor para todo cuanto se os ofrezca. ¡Ah! Os prevengo que un dia de estos volverá con un memorial que le he ofrecido entregaros, y en el cual solicitará del Rey la gracia que habeis oido: mas ya que no existo en el mundo, ya que no puedo servir de nada a los buenos y valientes servidores del estado, ni aun ejercer un acto de caridad y de justicia, sin esponerme á vuestros temerarios juicios y á calificaciones que rechazo con indignacion, diré a Beatriz que su pariente se dirija á vos, y que os presente su escrito.

Estas palabras fueron el golpe de gracia para D. Ruy Gomez, quien cayendo á los piés de doña Ana, la pidió perdon por los insultos y despropósitos que, segun aseguraba con humildad, había proferido su lengua en un arrebato de amor. Doña Ana lo levantó, selló con él de buen grado las paces y quedó muy satisfecha del corte definitivo que habia sabido dar á un negocio, que se había presentado bajo contrarios auspicios.

Capítulo XIV
De como D. Felipe sabia cazar á lo rey

Don Luis Quijada, á quien el rey D. Felipe habia manifestado su deseo de tenerle en la corte, se habia trasladado á Villagarcía eI dia mismo en que, yendo en compañía de D. Luis de Requesens, encontró en una calle de Valladolid á Diego Martinez. Todo era movimiento en el alcázar: doña Magdalena de Ulloa preparaba un riquísimo trage de corte para su esposo, en tanto que las doncellas disponian el suyo, que no ostentaba menos lujo y magnificencia. Habia llegado el momento de abandonar la antigua fortaleza y desde el amanecer se notaban en los aposentos, en las galerías y en los patios, el desórden y confusion que por lo regular preceden á una partida. Los soldados que daban la guarnicion al fuerte permanecian en sus puestos, porque con ellos no hablaban las órdenes del Rey, pero sentian dolorosamente separarse del noble castellano, que aunque rígido guardador de la disciplina, siempre les habia mirado mas como padre que como gefe. En cuanto á los criados de D. Luis, iban y venian de una estancia á otra con bulliciosa algazara, echábanse al hombro los fardos y maletones de viage y los bajaban al patio principal, entregándolos a los conductores, á cuyo cargo estaban las mulas, que debian trasportar á la ciudad los equipages de los señores y el del joven D. Juan de Austria, así como los de las doncellas y demas servidumbre particular: por espacio de cuatro horas reinó la mas espantosa anarquia en aquel patio, hasta que, desembarazado de los efectos que en él yacían unos sobre otros y esparcidos sin concierto, y habiendo partido por fin las caballerías camino de Valladolid, volvió á tomar su ordinario aspecto.

A eso de las nueve de la mañana se vió correr á toda brida hácia el castillo á un caballero, seguido de otros cuatro, y enterado de esta novedad D. Luis Quijada, bajó al patio con doña Magdalena y su díscipulo, y poco despues acudieron al mismo sitio las doncellas y sirvientes. Varios de estos sacaron de la cuadra, inmediata á la entrada de la poterna, una hermosísima hacanea de color de perla enjaezada con lujosa coqueteria, en la cual montó graciosamente la castellana, un tordillo aparejado con sencillez, que D. Luis señaló al joven y á cuya silla saltó éste sin poner pié en el estribo, y un soberbio alazan, cuyos vistosos y ricos adornos solo podian quedar eclipsados por los de la montura de un rey. En él cabalgó el señor de Villagarcía, y observando que los cinco caballeros que se habian divisado en el campo, llegaban casi á tocar el puente levadizo, hizo una seña con la mano hacia la muralla esterior, en la que se veian formados todos los hombres de armas, y al punto resonaron con estrépito los clarines del alcázar. Al atravesar el puente saludado por aquellos ecos marciales, el primero de los corredores gritó:

-¡Villagarcía por el rey D. Felipe!

Y todos los que le oyeron replicaron:

-¡Viva el Rey!

Aquel caballero era D. Mendo Quijada, sobrino del noble castellano D. Luis Quijada, é iba á tomar posesion del alcázar, para guardarlo por su tio, mientras este permaneciese en la corte, pues tal era la voluntad de D. Felipe, quien había dicho que no consentiria en ceder aquel importante puesto de Castilla á otra fidelidad que la de los Quijadas. D. Mendo se apeó en seguida y fué prestiroso á besar la mano á doña Magdalena y ella le abrazó con ternura: al hacer lo mismo con su tio, díjole este:

-¿Habeis dejado muy atrás á la comitiva?

-Apresuraos, le contestó D. Mendo, porque no tardará en llegar al monte.

Sin perder momento echaron a andar fuera del castillo doña Magdalena, su esposo y el jóven austriaco, seguídos de, tres doncellas y seis criados, montados estos y aquellas en sendas mulas, encaminándose hácia los senderos que, desde el pié de la eminencia, sobre la cual se levantaba el feudal alcázar, conducian al muy renombrado monasterio de la Espina. El resto de la servidumbre debía dirigirse á Valladolid en las mismas caballerías que habían llevado los equipages, cuando volviesen de retorno, con tal que D. Mendo no la necesitase, pues en este caso quedaba facultado por su tio para retenerla en Villagarcía.

Doña Magdalena no pudo separarse, sin enternecerse, de aquellos ya viejos muros, testigos mudos de sus pasadas penas y de su felicidad presente: mil memorias se agolparon á su imaginacion al abandonar su soledad apacible y querida, y bañaron su rostro sentidas lágrimas, cuando volviendo la vista hácia la imponente fortaleza, observó que la bandera real ondeaba a merced del viento en uno de los mas elevados torreones. La noble matrona murmuró un adios, que ahogaron sus sollozos.

Al pié de la colina esperaban á los ilustres viageros los sencillos habitantes de Villagarcía, quienes noticiosos de que, sus benéficos señores pasaban á vivir á la corte, se habían reunido para saludarles por última vez, dándoles de este modo la única prueba que podían del afecto y adhesion, que siempre les habían profesado. Don Luis Quijada no fué dueño de contener su emocion, al encontrarse cercado por una multitud que te victoreaba; mordióse los vigotes, arrojó puñados de monedas á los necesitados, y picando á su á lazan, abrevió aquella escena que afectaba su corazon generoso: doña Magdalena y D. Juan tuvieron que sufrir las mas cordiales demostraciones de cariño; y á duras penas consiguieron abrirse paso por medio del tropel que les bendecia, pidiendo al cielo para ellos largos días de contento y bienandanza.

Mientras esto acontecia en el feudo señorial de D. Luis Quijada y sus contornos, tampoco reinaba el sosiego en la corte. El rey don Felipe, sacudiendo el letargo, en que le contemplaban sumido muchos de sus cortesanos desde el fallecimiento de la Reina, había dispuesto una gran caceria que debía tener lugar en el monte de Torozos. Todos los grandes señores y los mas altos funcionarios habían de asistir á ella y hacer alarde de su magnificencia, así en sus trages como en los arreos de sus cabalgaduras: únicamente el Rey se había reservado el derecho de lucir un bellísimo vestido de cazador, sustituyendo no obstante el chambergo con una toquilla de tres plumas á la moda inglesa. Tambien estaban convidadas las damas de la primera nobleza, y escusado nos parece asegurar que contándose en este número la princesa de Éboli, la condesa de Barajas, la comendadora de Castilla, las duquesas de Feria y del Infantado, la altiva esposa del intrépido general D. Alvaro de Sande y otras muchas, cuyos preclaros nombres ó títulos ocuparían muchas páginas, el pensamiento del Rey se atribuyó desde luego á un propósito determinado de imitar en lo sucesivo las costumbres francesas. Decíase que D. Felipe estaba ya cansado de aquella etiqueta ridícula, que le enagenaba muchas voluntades; que había hecho entender al cardenal Espinosa su deseo, de que los tribunales del Santo Oficio se abstuviesen de mezclarse en atribuciones propias de las prerogativas de la corona, y que convencido por las razones del príncipe D. Cárlos, de que el rigor y la austeridad eran mas á propósito para merecer en el claustro, que para dar brillo y esplendor á un trono, quería probar á la corte de París, tan encomiada por el amante de la princesa Isabel de Valois, que despues de haberla humillado en los campos de batalla, era capaz de vencerla en galantería. Fácil es por lo mismo comprender que estas suposiciones y otras, que el capricho inesperado del Rey alimentaba, fueron acogidas, añadidas y comentadas, con muestras de grandísimo placer, por los que hasta entonces habían censurado el aislamiento del monarca y sus prescripciones inquisitoriales; así como dieron pávulo á la alarma y desasosiego entre los altos dignatarios de la Iglesia, quienes no se avenian á conceder que la gravedad castellana transigiese con las frivolidades francesas.

Eran las ocho y media de la noche, anterior al dia en que la partida de caza debia verificarse. El rey D. Felipe escribia de su puño y letra varias notas al márgen de una consulta del Consejo, cuando un page anunció á D. Pedro Fajardo, marqués de los Velez y Mayordomo mayor de la reina doña María. Hizo el monarca una seña y entró el magnate en su cámara.

-¿Qué ocurre de nuevo? le preguntó el primero.

El marqués era hombre reservado y taciturno, lo cual no le impedia creer que entendia como el que mas los negocios del Estado: debemos atribuir á su carácter poco comunicativo y muy conforme á la natural condicion del Rey, la estimacion en que éste le tenia y el aprecio con que escuchaba sus consejos.

-Señor, respondió á D. Felipe, despues de haberse cerciorado de que nadie mas que él podia escucharlo, el cardenal Espinosa y los inquisidores trinan que rabian; se asemejan en este instante á una legion de diablos, rehulléndose en el fondo de una pila de agua bendita.

-No os burleis de esas cosas, marqués, repuso el Rey se; severamente.

-Ya sabe Vuestra Alteza que soy buen católico, observó el de los Velez inclinándose; pero la irritacion de los ministros del altar y la alegria de los mundanos de la corte me han puesto, de buen humor.

-¿Pues qué dicen unos y otros?

-Los primeros dan por establecida en Castilla la heregía de Lutero, si Dios no lo remedia; los segundos creen firmemente que desde hoy pueden arrojar la máscara y entregarse públicamente al impulso de sus pasiones.

-¿Pero qué motivo alegan para fundarse en tan contrarios pareceres.

-La cacería, que Vuestra Alteza ha dispuesto para mañana.

-¡Qué ignorancia! Es decir que esa diversion inocente...

-Inocente en verdad, señor. Y sin embargo, los inquisidores la reprueban como un paso aventurado hácia la relajacion de las costumbres, y la corte vé en ella una esperanza, que la anima á sacudir el yugo de la moderacion.

-¡Por mi nombre, Fajardo! No parece sino que desciendo de reyes de mármol. Por ventura ¿no celebraron partidas de caza y se solazaron en ellas á su placer mi abuelo D. Felipe el flamenco y mi invicto padre el emperador D. Cárlos?

-Cierto, Señor; la privacion de esas diversiones es la única razon verdadera, que alegan las parcialidades del reino para estrañarlas.

-¿Y qué opinas tú de la cacería de mañana?

-Lo que no opina nadie, Señor.

-Veamos.

-En primer lugar, á escepcion de Vuestra Alteza y de cuatro ó seis personas, todos los grandes debemos presentarnos con trages de corte: en segundo lugar, están invitadas las damas de la nobleza...

-Acaba.

-Digo, Señor, que ataviados de esa manera y con el estorbo de tantas hermosuras, no abatiremos muchas fieras en el monte de Torozos.

-Pero en fin, pocas o muchas, la cacería...

-Es... ignoro los altos fines que se propone Vuestra Alteza, pero indudablemente es una cacería que conviene á los intereses del Estado.

-Veo que te has echado á adivinar, como los ministros de la Santa Inquisicion y los cortesanos. Mañana sabrás quien tiene razon.

Don Pedro Fajardo conoció al punto que D. Felipe deseaba quedarse solo y se retiró sin replicar: cuando llegaba al salon, encontró al secretario Antonio Perez, que llegaba acompañado de Diego Martinez. Este permaneció en la entrada del salon y el Secretario se adelantó hasta la cámara del Rey, á quien dijo:

-Señor, el hombre que Vuestra Alteza sabe, espera órdenes.

-¡Ah! ¿Conque os deberé ese servicio? -esclamó D. Felipe con júbilo. Es mas importante que lo que podeis imaginar. Señor Secretario; se trata de una gran trama, cuyo fin es hacer que la corona de Castilla pierda para siempre los estados de Flandes. Leed este despacho.

Y cogiendo tino de los pliegos que, al parecer sin orden, se veian esparcidos en la mesa que lo servia de escritorio, lo alargó á Antonio Perez. Era la carta del príncipe de Orange, quien panga ndo con pérfida traicion la amistad que lo conservaban los condes de Horn y de Egmont, y la esperanza que tenian en sus promesas todos los caudillos rebeldes de los Paises-Bajos, habia delatado al Rey toda la conspiracion, asegurándole al mismo tiempo que el baron de Montigny era, portador de un pliego del conde de Egmont para el príncipe D. Cárlos de Austria. Atónito quedó el Secretario, al enterarse de las perfidias que se habian puesto en juego en Bruselas, para arrancar de la dominacion española aquellas conquistadas posesiones, y no pudo reprimir una esclamacion de ira y de sorpresa.

-Todo se remediará, si el cielo no nos abandona, le dijo el Rey. ¿No me habeis hablado del hombre que os mandé buscar esta mañana?

-Está dispuesto á todo, Señor, contestó Antonio Perez.

-¿Sabe que arriesga su vida?

-Todo lo sabe.

-Y vos, señor Secretario, me respondeis...

-Como de mí mismo: es un veterano de Italia, Señor, hombre que tiene el alma á la espalda en cuanto á valiente; por lo demas, honrado si los hay en Castilla, y de mucha trastienda y desparpajo.

-Eso mismo se necesita y cuantas menos instrucciones lleve, tanto mejor; los secretos de estado deben reducirse siempre á muy pocas palabras. La comision de ese hombre consiste en salir al encuentro al baron de Montigny, y en apoderarse de la carta del conde de Egmont.

-Está bien.

-Pero sin violencia, sin que se derrame una gota de sangre, á menos que...

La mirada escrutadora que D. Felipe dirigió á Antonio Perez al pronunciar estas palabras, le convenció de que el Secretario habia comprendido su pensamiento.

-Supongo, le dijo en seguida, que estaréis preparado para la cacería de mañana.

-En efecto, Señor; ya he revuelto mi equipage para ataviarme con mis mejores galas, figurándome que en ello complaceré á Vuestra Alteza.

-Sí, sí; habeis pensado bien. ¡Ah! Cuidad de que no falten recursos al hombre de la comision, para las correrías que se verá precisado á hacer en busca de ese baron rebelde.

-Pierda Vuestra Alteza todo cuidado.

-El buen príncipe de Orange nos ha hecho un gran servicio, participándonos el complot de sus paisanos.

-No hay duda, Señor; mas presumo que ha obrado de ese modo, para apartar de su cuello el golpe de la justicia de Vuestra Alteza.

-Bien os juzgué, señor Secretario, cuando os tuve por perspicaz; estoy convencido además de que sois hábil político. El príncipe de Orange es el traidor principal de los Paises-Bajos; pero ha conocido que te observo desde mi oscuro retrete de Valladolid, y se pone en buen lugar, para hacernos la guerra en ocasion mas oportuna. Ya procuraremos que no llegue esa ocasion. Recomendad á vuestro hombre la mayor prudencia, y no olvideis asegurarle que será ahorcado, si le prende la justicia en el desempeño de su encargo.

-Lo único que él desea es servir fielmente á Vuestra Alteza.

-¿Cómo se llama?

-Diego Martinez.

El Rey cogió una pluma y apuntó este nombre en un papel. Despues se levantó y acercándose á Antonio Perez le preguntó:

-¿Qué pensáis de la gobernadora de los Paises-Bajos?

-Señor, respondió el Secretario sin vacilar, respeto como el que mas á la señora duquesa de Parma, pero se necesita hoy en Bruselas un carácter mas enérgico que el suyo.

-Bien, bien; habeis herido la dificultad y os agradezco que me hayáis hablado así de mi hermana doña Margarita de Austria. No quiero en mi córte aduladores, sino amigos fieles que me digan siempre la verdad, aunque sea contra mí o contra los mios. Ya trataremos pronto respecto á la persona que debe relevar á la duquesa.

Antonio Perez se reunió á Diego Martinez en el salon y le dijo:

-Vas á dar un golpe magnífico. ¿Tienes miedo á los flamencos?

-Menos que á los perros: echadme tres, echadme seis... echadme nueve, repuso precipitadamente el soldado.

-Solo con uno vas á entenderte, pero es hombre de pró.

-¡Uno!... ¡Qué miseria! ¿No habeis rezado ya por su ánima?

-No se trata de ánimas ni de rezos: escucha. El señor baron de Montigny.. acuérdate bien... de Montigny...

-Estoy... estoy... adelante.

-Debe llegar de un momento á otro á esta ciudad, y es indispensable que se presente sano y salvo en la corte, porque viene con seguro de la Gobernadora de los Paises-Bajos.

-De modo que nada tengo que hacer con él.

-Al contrario; vas á salirle al encuentro.

-¡Ah!

-Y á darte tal maña, que pase de su poder á tus manos una carta que trae de Bruselas.

-Ya; y esa carta...

-Es para el príncipe D. Cárlos de Austria.

-Está entendido el negocio; ese baron de Montigny es traidor al Rey y el Príncipe está á pique de serlo.

-Silencio, Diego, porque las paredes oyen.

-Se me ocurre una duda. Supongamos que no consigo engañar al flamenco, porque los de allá son en estremo desconfiados y maliciosos, tendré que recurrirala fuerza, porque la carta es lo primero...

-¡Oh! Sí; la carta antes que todo.

-Es decir que si el baron no se presenta sano y salvo en la corte...

-¿Cuándo piensas ponerte en camino? preguntó Antonio Perez al soldado desentendiéndose de la indirecta.

-Os lo diré mañana.

-No olvides que esta noche debes dar trazas para que yo logre la dicha de ver á doña Ana.

-Todo se andará: la señora princesa de Éboli...

-Schut... no hay que hablar tan récio.

-¿Hay moros en la costa?

-Hé ahí al señor D. Ruy Gomez de Silva, que acaba de poner los piés en el salon y se dirige á la cámara del Rey. Salgamos, ya que no nos ha visto, y tomemos cada uno por nuestro lado.

Al otro dia de mañana salia de Valladolid en direccion al monasterio de la Espina una lucidísima cornitiva, compuesta de damas y caballeros, á cuyo frente cabalgaba el rey D. Felipe en un soberbio caballo árabe de raza pura. Cuanto encerraba la corte en nobleza y hermosura figuraba al lado del monarca, que se habia propuesto ostentar una magnificencia y boato, pocas veces vistos hasta entonces. Con todo, aunque segun decian los mejor informados, el Rey y sus grandes iban de caza, los recamados trages de estos, las galas y adornos de las apuestas bellezas que amenizaban el cortejo, y los costosísimos y lujosos arreos de los corceles y hacaneas, guardaban ciertamente muy poca armonía con los azares y peligros de una diversion de aquella clase. En efecto, entre tantos cazadores, solo don Felipe y seis monteros que abrian la marcha merecian el nombre de tales, si hemos de atenernos á los trages que les cubrian: los monteros llevaban chambergo á la flamenca y el rey la toca inglesa que ya hemos mencionado.

Don Cárlos de Austria habia sido invitado por su augusto padre á la correría, cabalgata o fiesta campestre que tanto preocupaba á la corte en encontrados sentidos; mas habiéndose quejado de una gran debilidad de estómago, y hallándose todavía convaleciente de su enfermedad, obtuvo el permiso de quedarse en Valladolid, encometidado á la asistencia de su propia servidumbre. Escusado nos parece añadir, que el príncipe de Éboli y Antonio Perez eran de la partida, y que fieles á la consigna que se habian dado, de aparecer en público como enemigos, no se dirigieron un saludo, lo cual se traducia de diversos modos entre los cortesanos, suponiendo unos, que aquella recíproca aversion reconocia, por origen la diferencia de opiniones, que los dos rivales sustentaban en los consejos del rey, y sosteniendo otros, que se debia esclusivamente á los elogios que el Secretario habia hecho delante de muchas personas, de los encantos de doña Ana de Mendoza; elogios que, sabidos por el celoso D. Ruy Gomez de Silva, le habian puesto de mal talante contra el joven privado. El cardenal Espinosa, aunque desaprobaba interiormente el nuevo capricho de D. Felipe de salir al campo, abriendo así la puerta á otras locuras, en que no dejarian de incurrir los señores de la corte, iba á su lado con reposado continente, dispuesto á aprovechar la primera coyuntura favorable que se le ofreciese, para hacer ver al Rey las perjudiciales consecuencias que podian resaltar, para las costumbres, de una diversion llevada á cabo sin consulta y sin objeto. El monarca adivinaba punto por punto todos los pensamientos del presidente de su consejo, y sabia lo que se había hablado y se hablaba con motivo de aquella cacería; mas en vez de fruncir el ceño, revelaba su semblante una satisfaccion y contento, que raras veces se leian en sus facciones. Saludaba á las damas con galanteria, acariciaba á su corcel y á un decía en alta voz, con asombro de los que le rodeaban, que aquel era uno de los mas bellos dias de su existencia, porque, esperaba cazar como Rey.

Cerca ya del monasterio de la Espina, aproximóse á él Antonio Perez para pedirle órdenes, y D. Felipe le dijo sonriéndose:

-Señor Antonio Perez, aunque estamos de cacería, no por eso hemos dejado de pensar en los negocios. ¿Qué me decís de vuestro Diego Martinez?

-Qué ó yo soy muy torpe, o cumplirá bien, señor, le respondió el Secretario.

-¿Y cuándo pensáis hacer las paces con el príncipe de Éboli?

Antonio Perez no esperaba esta pregunta y se turbó un poco, pero repuso con respeto:

-Si Vuestra Alteza lo desea...

-¿Le guardais rencor?

-Ninguno.

-Pero él os aborrece, porque os tengo cerca de mi persona. El buen Silva tiene celos de su rey y de su esposa. Vedle allí que no se separa de doña Ana de Mendoza, y tal vez lo hace, porque sois de la partida.

-Señor, aunque el Príncipe se ha declarado mi enemigo, ignoro porqué razon, le tengo por uno de los mas fieles servidores de Vuestra Alteza.

-Eso sí, y me place que lo hagais esa justicia, señor Antonio Perez. Yo terciaré en vuestras diferencias y pronto os diré el medio, que he inventado para que seais buenos amigos.

La cabalgata descansó media hora en el monasterio de la Espina; cuyas rentas aumentó aquel mismo día el Rey, asignándole una fuerte pension sobre las de la corona. Despues se dirigió el acompañamiento hácia el monte de Torozos, en cuyas espesuras se internaron las damas. y los caballeros, lanzando desaforados gritos de júbilo, capaces de ahuyentar á todos los lobos de los alrededores.

Hacía poco rato que D. Luis Quijada y doña Magdalena de Ulloa y el apuesto mancebo, cuya venida á España había costado á esta última tantos dolores, se entretenian en agradable plática á la entrada del bosque por la parte de Villagarcía. El castellano oyó la algazara de la comitiva del Rey, y levantándose de la yerba, sobre la cual estaban sentados los tres, dijo alegremente:

-A cabalgar.

Doña Magdalena subió á la hacanea y el joven iba á saltar al tordillo, cuando D. Luis, deteniendo su accion y descubriéndose, le señaló el alazan.

-¿Qué significan estas muestras de respeto? le preguntó el jóven.

-Señor D. Juan, repuso el castellano, el tordillo viene hoy enjaezado como para un escudero, y yo quiero serlo vuestro: hacedme merced de montar el alazan, cuyos arreos no desdeñarla un príncipe.

-¡Ah! replicó el mancebo con entusiasmo. Me dais vuestro soberbio corcel, porque es fogoso, y quereis probar si he aprovechado vuestras lecciones? Os obedezco.

Y entregando las riendas del tordillo á D. Luis, montó el caballo de éste, adornado, como ya sabemos, con primor y magnificencia. Un cuarto de hora despues llegaron los dos esposos y el jóven austriaco á un espacioso claro, formado en el centro del bosque por la falta de varios árboles, que sin duda habían derribado los huracanes, y en el cual había reunido D. Felipe á sus damas y cortesanos. El señor de Villagarcía se arrojó del tordillo, ordenó al jóven que le imitase y señalando al monarca, le dijo:

-Señor D. Juan de Austria, hijo del invencible emperador don Cárlos, vuestro hermano el Rey de Castilla os aguarda. Rendidle homenage.

Atónito quedó D. Juan al escuchar tales razones; mas observando que D. Felipe se separaba de su comitiva para adelantarse hácia él, corrió á su encuentro seguido de D. Luis; hízole acatamiento descubriéndose y dobló la rodilla. Contemplóle el Rey conmovido y al mismo tiempo risueño, en tanto que el de Quijada observaba con ansiedad respetuosa el recibimiento que hacía á su querido discípulo, hasta que por fin, satisfecho D. Felipe por su exámen, pronunció estas palabras, que resonaron dulcemente en el corazon del amigo y confidente de Cárlos V:

-Levantaos, D. Juan... ¡Hermano mio! En vos hemos hecho hoy una buena caza.

Y echándole al mismo tiempo los brazos al cuello, le estrechó tiernamente contra su pecho.

De este modo quedó desde entonces reconocido como Príncipe de Castilla el hijo de Bárbara Blomberg. El objeto de la cacería real se habia logrado: los que antes censuraban al Rey le admiraron; los que esperaban que aquel paseo campestre fuese el anuncio de otras fiestas mas bulliciosas, patrocinadas por el monarca, quedaron confundidos. El cardenal Espinosa, por su parte, confesó humildemente que veia visiones.

Al punto dieron la vuelta á Valladolid, llevando el Rey á su lado derecho á doña Magdalena de Ulloa y á su izquierda á D. Juan de Austria. Seguíale D. Luis Quijada, mas orgulloso por el reconocimiento de su discípulo, que si hubiera conquistado medio mundo, y con él iba Antonio Perez como secretario privado, encargado de recibir de manos del noble castellano el acta y demás piezas justificativas del nacimiento y de los derechos que correspondian á don Juan. al apearse D. Felipe á las puertas de palacio, despidió cortesmente á las damas y caballeros de su séquito diciéndoles:

-¿No os aseguré esta mañana, que esperaba cazar como Rey?

Capítulo XV
En el cual se evidencia que Diego Martinez era tan buen cazador como el rey D. Felipe

Juan de Mesa, á quien no habrán olvidado nuestros lectores, vivia en Zaragoza, á la sombra de los fueros de Aragon, sin acordarse ya, ó al menos sin cuidado alguno de que la justicia de Castilla te molestase, por el crímen que habia cometido hacía tantos años, junto al alcázar de Villagarcía: pero cuando menos lo esperaba, recibió la carta de Diego Martinez, y empezó á entrar en cuentas consigo mismo. Debemos advertir que el soldado la habia escrito espresamente en términos alarmantes, para hacer pensar á su á migo que, se le buscaba como asesino de Juan Vázquez, siendo así que estaba espuesto, por la declaracion de Beatriz, á ser perseguido como ladron, á instancia y parte de la condesa de Barajas. Y como el bueno de Juan de Mesa ignoraba de todo punto que hubiese robado el cofrecillo, antes bien sabia á ciencia cierta que Diego y su amada eran los únicos culpables de aquel delito, que por lo demás habia sido provechoso para él, imaginó desde luego, y el contenido de la carta se lo aseguraba, que la justicia del rey habia descubierto su paradero y le andaba á los alcances. El partido que debia tomar no era dudoso: Diego le prometia el favor de señores poderosos en la corte y desde luego supuso que en ella podria permanecer con mas seguridad que en ninguna otra parte; por lo que, sin dar lugar á que llegase el temible exhorto á Zaragoza y le echasen el guante, hizo su hatillo, como suele decirse, encomendóse á la Vírgen de Monserrate, que no habia cesado de ser su abogada, y se encaminó hácia Castilla.

Despues que Antonio Perez se separó del Rey de vuelta de la cacería, se retiró aviloso á su posada, porque le daban mucho en que pensar algunas palabras que D. Felipe le habia dirigido. ¿Estaria tal vez enterado de su amor á doña Ana? Mas ¿cómo era posible que se fijase en esta suposicion, cuando solo Beatriz y Diego Martinez conocian su secreto? Por otra parte ¿qué signiticaba aquello de que el Rey le diria el medio, que habia inventado, para hacerle amigo de D. Ruy Gomez? El secretario discurria en vano sobre tan estraño incidente, y ya se arrepentia de haber separado al primo de Beatriz de su lado, en ocasion tan embarazosa para él, pues al menos hubiera tenido con quien consultar sus dudas y confusiones, si aquel no se hubiese apresurado á encargarse de la comision reservada del Rey.

Ignoraba sin embargo Antonio Perez que Diego Martínez no habia salido de la ciudad y quedó agradablemente sorprendido cuando, cinco dias despues, lo vio entrar en su aposento con aire de triunfo.

-Conozco por tu semblante, te dijo, que me has dejado en buen lugar con Su Alteza.

-En vos consiste, señor secretario, le contestó el veterano.

-¡En mí!... Veamos.

-Necesito un trage completo de caballero de la corte.

-¿Para qué diablos?

-Para cenar esta noche con el señor baron de Montigny.

-¡Qué dices! ¿Está en la ciudad?

-Y con su digno acólito el marqués de Mons.

-¡Tambien ese! ¿Cómo te has compuesto para...?

-La fortuna siempre favorece á sus hijos. Mi descubrimiento es un prodigio del cielo, y ahora solo falta el golpe maestro: descuidad, pero proporcionadme lo que os pido.

-Dime al menos en qué posada se hospedan esos nobles flamencos.

-Vive Dios que no lo sé en este instante.

-¡No lo sabes!

-¡Bah! No os inquieteis por eso: se hospedarán en la que yo quiera.

-Cada vez te entiendo menos.

-O en la que se te antoje á mi escudero.

-¿Pretendes burlarte de mi credulidad? El caso es mas sério de lo que imaginas.

-Hé aquí lo que ha pasado. En primer lugar confieso que, aunque os prometí ponerme en camino la misma noche en que fuimos á palacio, no tuvo valor para abandonar la ciudad, sin ver salir por sus puertas la magnífica cabalgata, que debia acompañar al Rey á su famosa cacería. Pasé, pues aquella noche con un amigo, y á la siguiente mañana, despues de haber contemplado á mi sabor á toda la corte reunida y mas bulliciosa que nunca, enderecé el paso hácia el convento de San Pablo.

-¿Con qué objeto?

-Habeis de saber que yo no habia formado todavia mi plan de campaña, para habérmelas con el señor de Montigny, y necesitaba recogerme para meditar; y sobre todo para no hacer paso de otro plan, que me trabajaba la mollera, sobre vuestra cita con la princesa de Éboli.

-¡Ah! ¿Y ese?

-Está ya terminado y pronto se pondrá en ejecucion: pero vamos á lo urgente. Como os he dicho, fuí á San Pablo, y no pude llegar en mas propicia coyuntura, porque en ese preciosísimo convento de Padres dominicos hallé sin querer lo que me proponia buscar.

-¿Encontraste por ventura...?

-Figuraos que, delante de la portada de la iglesia estaban dos señores muy encopetados, examinando con la boca abierta los primores que la misma contiene, Yo me adelanté con ánimo de entrar en el claustro, me llegaron á mis oidos ciertas palabras en flamenco, las cuales me obligaron á cambiar de idea. Uno de los caballeros había dicho al otro: -Creedme, marqués de Mons; ni vuestro título, ni el mío de baron de Montigny nos valdrán, si el Rey llega á averiguar lo que pretendemos hacer.-Entonces me escurrí hácia la puerta principal; mas en vez de penetrar en el templo, me oculté en la esquina que hace el último arco de la derecha con el muro esterior del claustro: desde allí podía oír sin ser visto aquel, á quien su compañero había nombrado marqués de Mons, parecia como estasíado con las labores y adornos de la fachada del convento, pues no hacía otra cosa que encomiar su artificio y hermosura, basta que por fin preguntó á su amigo:-¿Cuando pensais entregar eso al príncipe?-No lo sé, le contestó el otro; de todos modos no será hasta pasados unos días, y despues que espongamos al Rey las quejas de los Estados de Flandes: conviene adormecer las sospechas, y esto lo digo por si el Rey las concibe, con motivo de nuestra venida.

-Grandes nuevas son esas, señor comisionado, esclamó Antonio Perez, y el Rey se holgará mucho...

-Dejadme acabar, repuso Diego, pues falta lo mejor. Mas hubiera escuchado de aquella interesante plática, pero de repente se fijaron mis miradas en un objeto, que nunca pensé encontrar en semejante sitio, no pudiendo menos que atribuir su hallazgo á un milagro de la Providencia. Era un amigo, á quien conocí en mis años alegres y que entraba en San Pablo á oír misa, ó á pedir perdon de sus culpas, que algunas debe tener; y al punto, como si no me hubiera llevado allí otro pensamiento que el de sorprenderle, corrí tras él á la iglesia, abandonando mi escondite y la conversacion de los dos flamencos.

-Torpe por demas anduviste.

-No, sino muy avisado, porque el amigo de que os he hablado y que desde hoy será mi escudero, si así os place, quedó con el encargo de espiar á los caballeros flamencos, en tanto que yo me retiraba de San Pablo. Y como era necesario que yo recibiese avisos de mi agente para enterarme de todos los pasos, acciones y movimientos de los susodichos señores, y no convenía llamar la atencion en esta casa con idas y venidas misteriosas, me establecí en cierta hostería que conozco, y en la cual saben tratar á un hombre de provecho como cuerpo de rey allí supe muy pronto que el baron y el marqués se proponían visitar el castillo, de Simancas; y mi amigo, que es un sabueso de prueba, recibió órden espresa de seguirles, sin ponerse á sus alcances. En fin, es hora de abreviar este cuento, porque el tiempo corre que vuela: mi espía acaba de llegar de Simancas, asegurándome que Mons y Montigny vienen en pos, y que estarán muy pronto en Valladolid. Dadme pues uno de vuestros mejores trages, y mañana os lo devolveré sin un rasguño.

-Mas dime al menos lo que piensas hacer.

-Lo sabreis mañana, despues que esté hecho. ¿No considerais que el buen éxito del encargo del Rey depende de mi diligencia?

Acostumbrado ya Antonio Perez á las sutilezas y escentricidades de Diego Martinez, no insistió, contentándose con señalar á este sus trages, á la sazon colgados en varias perchas, para que eligiese, el que mas lo acomodase. El soldado escogió el mejor y envolviéndolo con cuidado, se dirigió á la hostería, de que había hecho mencion y en la cual le esperaba, como habrán presumido nuestros lectores, su amigo antiguo y fiel compañero Juan de Mesa. Este habia entrado en la ciudad aquella misma mañana, en que Diego debia abandonarla, y habiendo preguntado por su paradero en la posada de Antonio Perez, quien segun sabemos andaba de caza con el Rey, nadie supo darle razon de lo que pretendia. Afligido el pobre hombre, y figurándose tal vez que todos los corchetes de la corte andaban tras él, trató de buscar un refugio hasta la noche, en que con mas seguridad podria tomar lenguas y volver á la morada del veterano. Juan de Mesa no era lerdo, y desde luego imaginó que, por lo que pudiera acontecerle, era lo mejor para él tomar asilo en sagrado; con esta intencion se encaminó al convento de San Pablo, y ya iba á poner el pié en la iglesia cuando tropezó con su amigo, que estaba en acecho del baron de Montigny.

Luego que Diego Martinez llegó á la hostería, dio á Juan de Mesa su propio trage, y se atavió completamente con el de Antonio Perez. Nadie hubiera dicho sino que se había cortado espresamente para él, de modo que podía dar un chasco al esbirro mas perspicaz de aquellos tiempos. La operacion de los dos disfraces solo duró cinco minutos, y un cuarto de hora despues, cuando el baron, de Montigny y el marqués de Mons atravesaban por la calle de San Francisco, de vuelta de su espedicion á Simancas, se vieron detenidos por un hombre, mitad escudero y mitad soldado que de parte de su amo y señor el conde de Barajas, les rogaba se detuviesen un instante, pues no tardaría en reunirseles, para comunicarles asuntos de la mayor importancia. Casi al mismo tiempo apareció Diego Martinez, contoneándose con fatuidad y desembarazo, manejando la capilla tan gallardamente como pudiera hacerlo el mismo secretario del Rey y dirigiendo galantes saludos á las damas que encontraba al paso. Acercóse á los caballeros de Flandes con estudiado misterio, y sin darles tiempo para que lo preguntasen la significacion del atento recado que acababan de recibir, les dijo:

-Venid, señores, venid; se os observa desde hace cinco dias, y no sé si me espongo al hablaros en medio de la calle. Por lo pronto, hacedme merced de aceptar el alojamiento que os he buscado, por orden de la persona que sabeis, durante vuestra imprudente escursion á Simancas.

-Caballero, contestó con alguna desconfianza Montigny, ignoro si debemos... habeis calificado de imprudencia nuestro viaje de recreo á esa fortaleza, que se hizo célebre en la revuelta de las Comunidades de Castilla...

-¿Pues no? Tened por cierto que no falta en la corte quien asegure que ese viage ha tenido por objeto ganar al alcaide del castillo, para aseguraros un refugio en caso necesario. Pero seguidme, si gustais, nobles señores; déjeos yo al menos bajo techado, y se tranquilizará la persona...

-Dos veces habeis hablado de esa persona, observó el marqués de Mons.

-¡Eh! Ya que me obligáis á nombrarla, repuso con enfado el impasible Diego, os diré que el príncipe D. Cárlos de Austria quiere que sea de su cuenta todo el gasto que hagais en la corte. Vamos... vamos...

-¿Pero nos conoceis? le preguntó Montigny.

-Señor baron, murmuró el soldado con voz calculada, como para evitar que le oyesen las gentes que transitaban por la calle, ¿creeis que, cuando la mencionada persona envía al conde de Barajas á vuestro encuentro y al del señor Marqués, no sabe lo que hace? Os he citado vuestros títulos... ¿deseáis que pronuncie vuestros nombres?

-Basta, no es menester, señor conde, replicó el barón convencido; conducidnos á donde gusteis.

Diego, echó á andar el primero, siguiéndole los dos nobles flamencos y cerrando la marcha Juan de Mesa, que representaba á las mil maravillas el papel de escudero. Atravesaron dos o tres calles, dejaron á su derecha la plaza del Mercado, todo ello al decir del veterano, con el fin de desorientar á los curiosos ó á los espías del cardenal Espinosa, y por fin entraron en una de las mejores posadas de la ciudad. Instálados en ella los embajadores de Flandes separóse de sus personas el fingido conde de Barajas, pretestando que el príncipe D. Cárlos le aguardaba impaciente, para concertar el medio de recibirles en su cámara, sin inspirar recelos al ánimo suspicaz y caviloso del Rey, y ofreciéndoles que sin falta alguna volvería á acompañarles en la cena. Tambien les dejó su escudero, á quien bautizó de pronto con el nombre de Bastian, para que les sirviese como á él mismo, y se retiró á la hostería con el objeto de coordinar sus ideas y hacer tiempo hasta la noche.

Ya hemos visto que doña Ana de Mendoza se había reconciliado con su esposo, despues de una escena, en que no quedó muy bien parada la diplomática habilidad del último. Poco satisfecho de un resultado que de todos modos humillaba su orgullo, y pesaroso del golpe en vago que acababa de dar, acusando á la Princesa de liviana, sin pruebas bastantes para confundirla, no pudo menos de recordar con rábia el origen de una reyerta, cuya terminacion no dejaria de esplotar la parte contraria para mostrarse con él, desde entonces, mas exijente y caprichosa. Las palabras del príncipe don Cárlos se habían fijado en su alma con caractéres de fuego, y á pesar del infeliz éxito que había coronado su batalla conyugal, se empeñaba en creer que, pues aquel le había dicho, hallarse su honra comprometida por un galán enamorado, razon sobrada había tenido para maltratar de tal modo á un servidor tan fiel como él se juzgaba. Tocábale pues, por obligacion como marido, y porque debia conservar siempre su nombre puro de toda mancilla, descubrir el nombre y los proyectos del pérfido enemigo que á tentaba á su reposo, y se proponía conseguírlo, aunque para ello tuviese que apelar al mismo Rey de los insultos del Príncipe: medio infalible, á su juicio, de poner en claro la verdad.

Mas al ocurrirle esta reflexion, le asaltó una idea desgarradora. Doña Ana había esclamado con soberbia fiereza: - «Cuando acuseis á la princesa de Éboli, no busqueis á su amante por el suelo; buscadle muy alto; buscadlo en una gerarquía, á la cual no podais llegar.» -¿Cómo pues obligar á D. Cárlos á que confesase en presencia del Rey el nombre del galán de su esposa, siendo así que acaso el mismo Rey... D. Ruy Gomez no osaba detenerse en este cruel pensamiento, que daba al traste con su juicio, y pasaba los días y las noches en perpétuo martirio.

La Princesa por su parte, mucho mas diestra que el de Silva, presumió que en la corte debia haber algun oculto enemigo de su tranquilidad, y sin figurarse que una indiscrecion intempestiva é injustificable del Príncipe había trastornado á su esposo, hasta el punto de obligarle á vilependiarla en términos mas groseros que descorteses, creyó que quejándose al Rey de semejantes procederes, contendria otros peores á que tal vez se hallaba espuesta, y de todos modos haría conocerá la corte que sabía mirar por su dignidad ofendida, ya que hasta entonces ningun borron afeaba el claro lustro de sus blasones. Así tambien, aunque sin sospecharlo, iba á oponer un fuerte dique á las murmuraciones de la condesa de Barajas, cuya espedita lengua solo esperaba noticias de Beatriz, para cebarse en la reputacion de la Princesa.

Hemos hecho esta digresion, para manifestar á nuestros lectores que, no obstante la paz ajustada entre los nobles consortes, vivían desde su último altercado en un alejamiento, que daba que decir á sus criados, tratándose con fria, aunque ceremoniosa reserva. El Príncipe iba todos los días á palacio mas temprano, y volvía á su casa mas tarde que de costumbre, y doña Ana de Mendoza, sin desistir de su propósito de elevar un memorial al Rey, en desagravio de las ofensas recibidas, había preguntado á Beatriz, si su primo hermano tenia ya preparada la ocasión para la entrevista, que tanto deseaba con el secretario Antonio Perez. La doncella puso en su noticia, que Diego traía entre manos á la sazon cierto negocio de familia, y que en cuánto le viese, le recordaria con maña, tan imtante asunto.

Diego entro tanto no se descuidaba. No bien cerró la noche, cuando se presentó en la posada de los señores flamencos y haciendo seña á estos, porque el escudero estaba en la misma habitacion cubriendo la mesa para la cena, llevó á un lado al baron y te dijo:

-Cenemos pronto, si os place, para que quedemos solos cuanto antes, porque así os importa.

-¿Hay novedades? le preguntó Montigny

-Estupendas, contestó el improvisado conde.

Esto bastó para que apresurase el baron al escudero Bastian. Sentáronse por último los tres, é hicieron alegremente los honores á los sabrosos asados y esquisitos vinos, que en abundancia les fueron servidos. Despues ordenó el soldado á Juan de Mesa que les dejase solos, diciéndole:

-Vete, Bastian, vete, pues ya no te necesitamos, y estos nobles señores te dan su permiso para que refociles el estómago. No olvides decir al patron de esta posada de mi parte, que te trate bien, si quiere que la propina, al fin de cuenta, sea cosa de provecho.

El pícaro Juan de Mesa, que tenia hambre como siete, se aprovechó al punto de la licencia que se lo daba, para poner á contribucion forzosa la despensa del patrón, y si no mienten los apuntes que de su vida y hazañas poseemos, es indudable, que hizo en ella mas destrozo aquella noche, que un ejército furioso en una ciudad tomada por asalto.

Diego Martinez cerró la puerta de la estancia, sentóse de nuevo á la mesa y dijo á los flamencos:

-Señores, he visto al Príncipe, despues de nuestra separacion, y me ha prevenido os manifieste que está desesperado por vuestra venida.

-¡Qué es lo que escucho, señor Conde! esclamó el marqués de Mons. Cuando esperábamos...

-No me habeis comprendido, repuso el soldado con serenidad. El Príncipe siente que os halleis en Castilla, porque os han delatado al Rey.

-¿Quién? preguntó temblando Montigny.

- Desde Bruselas.

-Imposible.

-No tanto como os parece, o mas bien vais á decidir vos mismo, si en efecto os han delatado ó no. El rey D. Felipe ha recibido un pliego de Bruselas, en que le dicen que traeis para la persona, que antes be nombrado imprudentemente, una carta de otra cierta persona, que no nombraré, porque el eco de la voz puede salir por las rendijas de las paredes.

El baron de Montigny se puso pálido, y sintió que empezaba á correr por su frente un sudor frio: miró al marqués como para pedirle consejo, y alentado al verle mas furioso que abatido con tan fatal descubrimiento, se acercó al supuesto conde de Barajas y le dijo:

-¿Sabéis el nombre del que me ha hecho traicion? Porque efectivamente traigo esa carta.

-El Rey no ha declarado de quien ha recibido el aviso, respondió Diego en voz baja, para disimular su alegría.

-¿Y qué piensa?

-Ha significado á D. Cárlos... ¡Ira de Dios! Se me escapan los nombres de la boca por mas que la prudencia... En fin, le ha significado que, no bien tenga noticia de vuestra llegada, enviará alguaciles que os registren, y que si os encuentran la carta, os mandará ahorcar. Mirad vos ahora quienes son vuestros amigos de Bruselas, que están iniciados en el secreto, y sobre todo lo que mas cuenta os tenga en tan apurado trance.

-Lo que mas cuenta tiene á mi honor y á mi palabra empeñada es que la carta llegue á su destino. ¿Qué disposiciones alientan al príncipe D. Cárlos de Austria, respecto á los estados de Flandes?

-Las mas favorables: yo que soy su íntimo confidente, y que como tal tengo precision de recurrir á mil precauciones, para no hacerme sospechoso al Rey, puedo aseguraros que D. Cárlos iría en persona á Bruselas, si supiera...

-La carta que debo entregarle contiene cuanto desea saber. Mas... ¿cómo lograr que pase á sus manos, á menos, señor conde, que me favoreceis?

-Tengo órdenes terminantes para daros ayuda en todo y para todo, repuso Diego levantándose de pronto, pues temia que su rostro descubriese el contento que le retozaba en el cuerpo.

-Con todo, observó Montigny, sereis reo de lesa majestad, si al marqués y á mí se nos trata como rebeldes, con menosprecio del salvo-conducto que nos dio la duquesa de Parma.

-Señor baron, ya sé á lo que me espongo, y debo añadir que D. Felipe está dispuesto á hacer que os ahorquen, con salvo-conducto ó sin él: si eso sucede, seguiré vuestras huellas, caballeros, porque, me precio de adicto al Príncipe y soy flamenco de corazon.

-¡Ah! esclamó el marqués de Mons, rompiendo el silencio que, hasta allí habia guardado y tendiendo la mano á Diego: un aliado como vos vale un ejército de buenas lanzas.

-No me a trevia á daros la carta para el Príncipe, murmuró Montigny, por no esponerme á un desaire.

-No os la he pedido, respondió el soldado, por no esponerme, á malos juicios.

-Aquí la teneis, repuso el primero sacando la carta de una bolsa de seda recamada de oro, que guardaba en el pecho.

-Antes de una hora habré dado cuenta de ella, dijo el segundo metiéndola entre los pliegues de su ropilla, y mañana temprano, si al Rey no lo ha ocurrido que me espien esta noche, recibireis buenas nuevas. Y ahora, señor Baron dejaos registrar por los corchetes de la corte, si vienen á cometer tal desacato contra vuestra persona, y luego á fuer de embajador, quejaos á D. Felipe del atropello.

No bien hubo pronunciado estas palabras, estrechó cordialmente las manos á Mons y á Montigny, y salió de la estancia, al pié de la escalera de la posada le esperaba Juan de Mesa, á quien dijo:

-Aprieta el paso y á la hostería á mudar de trages: nos va en ello mas que la vida.

-¿Conque hay peligro? le preguntó el pícaro echándose á la calle.

-Le hay de muerte, contestó Diego Martinez, para cualquiera de nosotros, que no olvide lo que ha pasado aquí esta noche. Por lo demas, vive tranquilo, porque hemos puesto una pica en Flandes.

Capítulo XVI
En que se esplica el medio inventado por el rey D. Felipe, para reconciliar á D. Ruy Gomez de Silva con Antonio Perez

Don Felipe, á quien la historia conoce mas por la sábia administración de sus estados, que por las secretas amarguras de su corazon, había sondeado, con su mirada de águila el carácter del príncipe D. Cárlos, y no se hacia ilusiones cuando le consideraba como un rival de su poder aquel jóven impetuoso anhelaba reinar antes de tiempo, ó para esplicarnos mejor, pretendia tener parte en el gobierno de su padre, cuyas acertadas medidas era el primero en censurar. Sabia que las provincias de Flandes soportaban aduras penas la saludable tiranía castellana y que sus grandes señores, contagiados del error por las peligrosas doctrinas de Lutero, se habian confederado abiertamente, arrastrando á todo el pueblo, bajo el especioso protesto de la defensa y conservacion de sus leyes y privilegios, que suponían amenazados, así como daban por comprometida sériamente la seguridad de sus bienes. La osadía y el fanatismo de Felipe Marnix, señor de Santa Ildegonda, tenian en continua alarma y exaltacion á aquellos nobles, y el fuego de la propaganda se difundió con tanta rapidéz, que no solo á pareció en Bruselas un manifiesto anti-católico, suscrito por multitud de personas de todas clases y sectas, sino que sus autores lo circularon por Francia ó Italia, intentando así mismo que penetrase en Castilla, con las obras que profusamente dieron á luz, á fin de estender la falsa doctrina. Baltasar Cisneros, poeta despreocupado, cómico audaz y hombre de no vulgares conocimientos, habia llegado á tan alto grado de privanza con el Príncipe, que este consultaba con él todos sus pensamientos y acciones: por su conducto recibió de Francia algunos libros perniciosos, que trastornando sus ideas, amortiguaron hasta cierto punto sus creencias religiosas y consiguieron perturbarle la imaginacion, sobrado escitada por las persuasiones de su amigo y confidente. De aquí resultó que los descontentos de Flandes se encontraron, cuando menos lo pensaban, con un aliado poderoso en la córte, pues el Príncipe no hacía un misterio de sus opiniones, declarándose por su natural franqueza en abierta oposicion contra el gobierno de su padre.

El Rey, á quien la propaganda luterana daba mas cuidado que seis ejércitos enemigos, se vió en el caso de subordinar su política á la cuestion religiosa, para adquirir toda la fuerza de autoridad que necesitaba su administracion en las circunstancias mas difíciles, por que tal vez haya pasado ningun monarca. Estrechó sus relaciones con la Santa Sede, fué el primero en acatar y sostener los fueros y prerogativas de la Inquisicion, y no dejó resorte que no moviese para impedir que la nueva secta religiosa sembrase en sus dominios el desorden revolucionario. D. Felipe no fué un príncipe fanático, sino un hábil político, que supo á provechar los sentimientos del pueblo que gobernaba, para robustecer su poderío se atacaba en campo raso las doctrinas y preceptos de la Iglesia, que tan arraigados estaban entre los españoles, y al mismo tiempo se destruia la autoridad real con el incesante amago de una sublevacion, cuyo objeto era privar á España de sus gloriosas conquistas: la resolucion del biznieto de Isabel la Católica no podia ser dudosa y declaró guerra sin trégua á los luteranos, apoyado por la opinion pública, que se manifestó unánime por el respeto, por el cariño y por la veneracion con que siempre fué mirado.

Quiso pues dar ejemplo á los demas en la gran cuestion político-religiosa, á que consagró su gran talento y sus vigilias, convencido de que sosteniéndola con teson y perseverancia, afianzaria la tranquilidad en sus dominios, y á este patriótico pensamiento sacrificó sus placeres, sus distracciones, los mas dulces afectos del corazon, y hasta su salud y su vida. Indudable parece que quien tanto ponía para la felicidad comun tuviese el derecho de exigir que le imitasen aquellos que, por hallarse inmediatos á su persona, debian reflejar y transmitir al pueblo sus austéras costumbres. El heredero del trono fué el único que, rebelde á las amonestaciones paternales, se empeñaba en considerar como mártires á los conspiradores flamencos y al Rey como su verdugo. D. Felipe le habló al fin como Señor y desterró al cómico Baltasar Cisneros, y habiéndose humillado el Príncipe, ya hemos visto que se dulcificó el monarca y que el viaje á París del rimero, fué una especie de compensacion que alcanzó su docilidad. Pero el amor de D. Cárlos, que le habia dictado una carta sumisa para el Rey, alarmó de nuevo á este por su violencia, contra el dictámen del cardenal Espinosa, que auguraba bien de las respetuosas frases del mancebo; y la conducta que la privacion del objeto amado le hizo observar despues de su vuelta á Valladolid, los arrebatos á que se entregaba sin razones, que en cierta manera los justificasen, y su tenacidad en seguir defendiendo á los revoltosos de Flandes, convencieron al prudente D. Felipe, de que no debia ratificar un enlace, propuesto y aceptado con la condicion espresa de que doña Isabel de Valois habia de reinar en Castilla, pues hallábase firmemente persuadido, por desgracia, de que su hijo, enfermizo y endeble por naturaleza, esclavo de sus pasiones y dispuesto siempre á contrariar con sus excesos y con su exasperacion las mas saludables prescripciones, nunca llegaría á sentarse en el trono.

Absorto en estas meditaciones se hallaba el Rey, cuando Antonio Perez, radiante de alegría entró en su cámara. Una ojeada bastó al primero, para conocer que el secretario era portador de buenas noticias.

-¿Venís á darme cuenta de algunos despachos? le preguntó despues de breve pausa.

-Señor, contestó Antonio Perez; aquí tiene Vuestra Alteza lo que deseaba.

Y le presentó con respeto la carta del conde de Egmont para el príncipe D. Cárlos.

-¡Tan pronto! esclamó D. Felipe, apoderándose del pliego y dándole vueltas en las manos, como si con sus ansiosas miradas intentase adivinar los secretos que encerraba. ¿En dónde ha encontrado vuestro agente al baron de Montigny?

-En la ciudad.

-¡Ah! ¿Conque está aquí? Supongo que ese hombre... ese Diego Martinez se habrá conducido de modo...

-Nadie, ni aun el mismo enviado flamenco sospecha á estas horas que la misiva del conde se halla en manos de Vuestra Alteza.

-Premiarémos ese servicio como corresponde. Veamos ahora vuestro parecer, señor Secretario, sobre la persona que debemos enviar á Bruselas, para que allí gobierno en nuestro nombre. Mi hermana doña Margarita se ha dejado sorprender y engañar por el príncipe de Orange y por los condes de Horn y de Egmont, de tal modo, que es necesario pensar en su relevo. ¿Qué decís á esto?

-Se me figura, señor, que el Comendador Mayor de Castilla es el mas apropósito para ese cargo.

-Hé aquí, al señor príncipe de Éboli, que nos ilustrará en el asunto con su parecer, repuso el Rey, viendo entrar en la real estancia á D. Ruy Gomez de Silva.

-Señor, dijo este, ya que tengo la dicha de llegar á tiempo...

-Sí, le interrumpió D. Felipe; indicadme un buen gobernador para los Paises-Bajos.

-La eleccion está hecha, señor. ¿Quién otro mejor que el general Requesens puede sujetar á esos traidores revoltosos?

-No parece sino que os habeis puesto de acuerdo con mi Secretario, y eso que siempre son contrarios vuestros dictámenes; he aquí que los dos estáis hoy en desacuerdo conmigo. En Flandes se necesita rigor, mucho rigor, y el Comendador Mayor de Castilla, hombre como pocos para conducir las tropas al combate, no es apropósito para cerrar los oídos á los ruegos y á las lágrimas de los culpables flamencos. Escojamos á otro, señores.

-Yo propongo al duque de Medinaceli, replicó D. Ruy Gomez.

-Bien se está en su vireinato de Nápoles, murmuró el Rey.

-Yo al duque de alba, observó Antonio Perez, sin darse por entendido de la furibunda mirada que le lanzó el de Silva.

-Eso es otra cosa, esclamó el monarca levantándose: D. Fernando Alvarez de Toledo es un gran capitán y un político sin corazon. Dará buena cuenta de los luteranos de Flandes.

Aquí llegaba la plática, cuando presentándose un page, anunció al cardenal Espinosa, presidente del Consejo: hizo el Rey una seña y se adelantó el prelado, diciendo:

-Señor, el cielo envia á Vuestra Alteza por mi conducto la resolucion de un negocio doméstico, como para distraerle algunas horas de los graves cuidados que le ocupan. Se me ha encomendado que entregue á Vuestra Alteza este memorial.

Hablando así, puso un pliego en las manos de D. Felipe.

Este lo leyó, frunció el ceño, miró con enejo á D. Ruy Gomez de Silva y le dijo irritado:

-Os vais haciendo viejo, señor príncipe de Éboli.

-Señor... balbuceó el de Silva.

-Os repito que se conoce que os vais haciendo viejo, porque dais sobrada importancia á las imprudencias juveniles: pero sepamos... sepamos, añadió con mas dulzura, los pormenores de la última escena, que tuvísteis con el príncipe D. Cárlos.

-Si al menos Vuestra Alteza...

-Hablad, señor D. Ruy Gomez y obedecedme pronto, sin omitir en vuestra relacion punto ni coma.

El príncipe de Éboli se vió entonces obligado á referir todo cuanto le había ocurrido cuando fué á la cámara de D. Cárlos, para informarse de su salud de órden del Rey, sin callar uno solo de los insultos que el Príncipe le había prodigado, aunque atenuando todo lo posible el poco miramiento, con que le había oído espresarse respecto á su padre y señor. Despues que dio fin á su historia, preguntó D. Felipe á Espinosa:

-¿Qué os parece de la enmienda de nuestro jóven, señor Cardenal?

-Que estoy confundido, señor, respondió el prelado.

-Dad orden al duque de Alba para que se prepare á marchar á Bruselas mañana sin falta, y no olvideis advertirle que venga á recibir mis instrucciones.

El Cardenal salió, y el Rey prosiguió dirigiéndose á Antonio Perez:

-Mi hermana la duquesa de Parma me escribe, que ha dado salvo-conducto, al baron de Montigny, representante elegido por los estados de Flandes, para que venga á Castilla, á esponernos las quejas de aquellas ciudades. Es muy justo que oigamos sus reclamaciones, por lo cual os encargo que me presenteis al enviado en cuanto llegue á Valladolid.

Antonio Perez, como hombre acostumbrado á adivinar los pensamientos de su señor, cuando este solo tenía por conveniente enunciarlos en parte, se retiró tambien, dejándole solo con D. Ruy Gomez, que mas muerto que vivo, no sabía qué pensar de la reprimenda que acababa de recibir, y se daba á todos los diablos, discurriendo quién podría ser el autor del memorial entregado por el presidente del Consejo, y en el cual se le acusaba al parecer, si habia de atenerse al enojo con que el Rey le habló despues de su lectura.

-Voy á datos una gran noticia, señor de Silva, le dijo D. Felipe.

-Señor, replicó este; temia haber incurrido en el desagrado de Vuestra Alteza por alguna falta involuntaria.

-No os la perdonaría, repuso el primero con sequedad: las faltas, aunque sean involuntarias, en los consejeros de un Rey, son crímenes, porque de ellas puede venir el malestar de los pueblos: el monarca y aquellos en quienes él deposita su confianza no son hombres, sino ideas; ni tampoco deben tener corazon, con tal que no echen de menos buena cabeza. El martirio del cuerpo es poca cosa, príncipe de Éboli, pero el del alma... Si conoceis un varon, que haya nacido sensible, tierno, compasívo, amante y digno de ser amado, y sabeis luego que ese varon persigue, tortura, ahoga y mata esos mismos sentimientos dentro de su pecho... si sabeis, que cierra los ojos, por no mirar á la derecha ni á la izquierda, á fin de que nada le separe del fin que le señála la Providencia divina...compadecedle, pero no te juzgueis, porque nunca alcanzarían vuestras conjeturas á profundizar las dolorosas llagas que te atormentan.

Al decir esto el Rey estaba pálido, un temblor convulsivo agitaba sus lábios y el fuego brillante de sus ojos parecia como sostenido por una liebre devoradora. Cogió de la mesa el memorial, que tanto hacia padecer á D. Ruy Gomez-, y prosiguió diciendo:

-Aquí me aseguran que el príncipe D. Carlos, mi hijo, ha ultrajado á la señora princesa de Éboli en vuestra presencia, y la relacion que me habeis hecho del caso lo confirma. Las ofensas que habeis recibido son públicas, porque de ellas se han enterado el presidente del Consejo y el secretario Antonio Perez. Pues bien: públicas serán asimismo las satisfacciones que obtendreis. Os lo juro por mi nombre de D. Felipe.

El príncipe de Éboli iba á retirarse, temiendo abusar demasiado del abandono inusitado en que veia al Rey; mas este, serenándose de pronto, y apareciendo ante las atónitas miradas de su consejero tan impasible, tan frio y tan impenetrable como siempre, le dijo con sosiego:

-Os he prometido una gran noticia y no os la he dado.

-Es verdad, señor, repuso Ruy Gomez, sin poder darse cuenta de aquel cambio estraordinario, que en un segundo habia sufrido la fisonomía de D. Felipe.

-Es el caso que... no sé si os regocijareis tanto como yo.

-Vuestras alegrías no pueden ser para mí indiferentes.

-¿Seguis aborreciendo á Antonio Perez?

-Señor... no ignora Vuestra Alteza que siempre es de opinion contrariaala mia en el Consejo. Por lo demas, reconozco en él aun constante servidor de Vuestra Alteza.

-El Secretario asegura lo mismo de vos, y dos enemigos que se hacen justicia, no están muy léjos de entenderse. No se me oculta que hay una dificultad.

-¿Cuál, señor?

-Antonio Perez es joven y apasionado, y los que vean que os estrechais la mano, despues que os han tenido por adversarios irreconciliables, murmurarán, y de sus murmuraciones se resentirá vuestra honra.

-Vuestra Alteza discurre con notable sabiduría. No conviene que cese nuestra enemistad.

-Al contrario: es preciso que termine para siempre, porque tambien dirá muy pronto la corte, que si odiais al Secretario, consiste en que estais celoso de vuestra noble esposa.

-Señor, en tal caso...

-En tal caso, he tomado ya mi partido, y hé ahí la gran noticia de que antes os hablé. El secretario Antonio Perez se casará antes de mucho tiempo.

-¡Ah!

-Le destino la mano de una dama principal y rica, aunque no figura en la corte. Podeis hacer que circule la noticia,

Aquel mismo dia dispuso el Rey que el cardenal Espinosa, el Comendador Mayor de Castilla, el duque de Alba y Antonio Perez le acompañasen á la cámara del príncipe D. Cárlos, á la que fijé llamado el príncipe de Éboli. No bien se presentó éste, cuando D. Felipe ordenó á su hijo que se retractase; de las maliciosas palabras, con que habia empañado la honra de doña Ana de Mendoza; mas habiéndose negado resueltemente D. Cárlos á tan justa demanda, con asombro de todos los caballeros allí presentes, el Rey se descubrió y dijo con entereza:

-Las faltas de los hijos recaen sobre los corazones de los padres; y pues el príncipe D. Cárlos no quiere, pasar por la humillacion de confesar sus yerros, yo D. Felipe de Castilla, en su nombre, á vos D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli, miembro de mi Consejo de Estado, como esposo de la noble señora doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, os pido perdon por las ofensas que os ha hecho, con las imprudentes razones que os ha dirigido contra la estimacion de tan ilustre dama. ¿Estáis satisfecho, D. Ruy Gomez?

Este no pudo articular una palabra: conmovido y anonadado ante la grandeza de alma de D. Felipe, arrojóse, á sus piés y le besó las manos con efusion, en tanto que D. Cárlos se sonreía. con malignidad.

El Rey levantó al de Silva y sin mirar á su hijo, salió de la estancia, diciendo á sus cortesanos:

-Seguidme, señores.

Poco despues de esta ocurrencia tuvo el duque de Alba una entrevista secreta con el Rey; mas nada pudieron traslucir de ella los magnates del Consejo, y solo se supo que el general D. Fernando Alvarez de Toledo habia partido á las pocas horas camino de París, habiéndose suspendido por entonces su nombramiento para el gobierno de los Paises-Bajos, en el cual debia continuar doña Margarita de Austria, duquesa de Parma.

Al mismo tiempo se difundió por la corte, con la velocidad del rayo, la noticia del próximo matrimonio del secretario íntimo del Rey, y Diego Martinez fué el primero que la puso en conocimiento de la parte mas interesada en ella.

Antonio Perez creyó al punto que eran hablillas de gente ociosa; mas habiendo insistido Diego, asegurando que sabia aquella novedad por Beatriz, y que esta lo habia oido de los mismos lábios de su señora, como cosa dispuesta por el Rey, segun aseguraba don Ruy Gomez, procuró averiguar la verdad pidiendo esplicaciones al de Silva, quien le refirió punto por punto la conversacion que habia tenido con D. Felipe. Grande fué la desesperación del Secretario, al verse espuesto, si obedecia al Rey, á perder á la que amaba, y si se negaba á su mandato, á incurrir en su indignacion: disimuló no obstante, en presencia del príncipe de Éboli, el terrible efecto que producia en su alma tan inesperada nueva, y desde luego se propuso obrar con arreglo á las esperanzas que le ofreciese la entrevista con la Princesa. Á este fin encareció á Diego la necesidad de que aquélla se verificase lo mas pronto posible, y el soldado le dijo que ya habia pensado el medio de adormecer la vigilancia de D. Ruy Gomez, á fin de que doña Ana pudiese salir de su casa sin infundir sospechas en el ánimo del desconfiado esposo, abadiendo que solo le faltaba ponerse de acuerdo con Beatriz y con el mozo que le habia servido de escudero en el negocio de la carta de Montigny.

Satisfecho con esta promesa, fué Antonio Perez á ver al Rey con el objeto de descubrir sus intenciones, respecto aun asunto que tanto le interesaba poner en claro. D. Felipe recibió con afabilidad al Secretario y contra su costumbre, le hizo sentar, aunque nada tenia que dictarle.

-Iba á llamaros, le dijo, para confiaros un secreto de la mayor importancia, pero que dejará de serlo dentro de pocos dias. Ya sabeis que la princesa de Francia doña Isabel de Valois está prometida al príncipe D. Cárlos.

-Señor, contestó Antonio Perez, al observar que el Rey esperaba su respuesta, conozco bien el tratado de paz que se firmó en Chateau-Cambresis, otorgado por Vuestra Alteza al rey Enrique, y no ignoro que doña Isabel y el Príncipe se aman.

-Bien, murmuró el Rey; mas como, no sois un hombre vulgar, como en el despacho y conocimiento de los negocios me habeis dado pruebas de la estension de vuestras miras políticas, no debeis olvidar que los reyes y los príncipes, si han de cumplir bien y fielmente con el espinoso cargo que les ha encomendado la Providencia, se ven muchas veces en el caso de sacrificar las mas dulces aprehensiones del alma ante la razon del Estado.

-Es cierto, señor: un buen monarca es casi siempre un mártir en la tierra.

-Un mártir ignorado, repuso D. Felipe con acento sombrío; un hombre que pasa por ambicioso, por tirano, por cruel, mientras su corazon padece las penas del infierno, por los mismos actos que ejerce. Y ahora, miradme bien, señor Antonio Perez, y como si hablárais á un amigo, á un compañero, de vuestros placeres, decidme en puridad, si engolfado, como me veis, en la vasta administracion de mis dominios y en descifrar los enigmas y complicaciones de la política alemana, me juzgais capaz de enamorarme de una doncella de quince años.

-Creo, señor, replicó Antonio Perez, quien desde luego comprendió en todas sus partes el secreto importante del Rey, que Vuestra Alteza, cuando empuñó las riendas del gobierno, se ciñó una corona de espinas, creo que Vuestra Alteza amará todo lo que debe amar en provecho del Estado, aunque el corazón de Vuestra Alteza brote sangre.

-Si es así, habreis adivinado la comision que lleva el duque de Alba á París.

-Mucho me afligiria el haber pensado en ella, para no tener que admirar luego los acertados propósitos de Vuestra Alteza.

-Figuraos que no hablais con el Rey vuestro señor, y tened entendido que si adivinais mi pensamiento, nada podrá haber que yo os niegue.

-Nada podrá haber que yo os niegue, repitió Antonio Perez entre dientes con alegría, recordando que tenia en la mano el medio de impedir aquel aborrecido matrimonio, de que tanto se hablaba en la corte: y en seguida prosiguió en voz alta:-Vuestra Alteza ha pensado que el príncipe D. Cárlos no puede ser esposo de la princesa doña Isabel, sin que esta sea víctima de los arrebatos y violencias de un carácter indomable: las quejas de la esposa amotinarian otra guerra ala Francia contra Castilla, y otra guerra mas larga y sangrienta que la pasada, por cuanto el orgullo de la corte de Enrique tendría grandes reveses y humillaciones que vengar, desquiciaría toda la administracion de los Estados de Flandes, alentaria contra nosotrosalos rebeldes y sacrificaría nuestras mejores tropas, dando tristes dias de lutoaEspaña. Pero Vuestra Alteza no puede romper el tratado de Chateau-Cambresis sin esponerseasostener esa misma guerra desastrosa, aunque por diferente motivo, y en tan difíciles circunstancias, cuando por un lado apremia el rey Enrique para que se cumplan los pactos, por la impaciencia de doña Isabel su hija, y cuando presagia Vuestra Alteza el cúmulo de males, que de su union con el Príncipe deben necesariamente resultar...

-¿Qué es lo que hago? Veamos...

-Cumple Vuestra Alteza el tratado de Chateau-Cambresis, sin que D. Cárlos dé la manoala princesa de Francia.

-Esplicaos de una vez.

-Haciendo que la princesa de Francia sea reina de Castilla.

-Señor Antonio Perez, el duque de Alba, vos y yo somos los únicos depositarios de ese secreto. Os cumpliré en todo tiempo mi promesa; sois el único hombre de mis reinos, capaz de adivinarme. Acordaos siempre de que vuestro padre D. Gonzalo Perez me sirvió con una fidelidad sin ejemplo y que necesito una prueba de la vuestra.

-Mandad, señor; estoy dispuestoadar mi vida por Vuestra Alteza.

-Vuestro Rey, señor Antonio Perez, D. Felipe de Castilla que nada os oculta, que os mira comoahijo y comoahermano, vaacasarse sin amor y sin deseos de inspirarlo, porque así lo exige su deber, porque así se lo manda el cielo para la conservacion de sus estados. Es pues preciso que los que le ayuden en sus árduas y penosas tareas le imiten y se olviden de sí mismos, cuando el bien público se lo reclame. Os tengo tambien elegida esposa, y pronto dareis la manoala señora doña Juana Coello, para que, reinen la tranquilidad y el sosiego en mi corte.

Antonio Perez se sintió aniquilado al escuchar las últimas palabras del Rey, pues ellas le descubrieron, que si no estaba enterado de su pasionala princesa de Éboli, al menos la sospechaba con algun fundamento. No sabiendo cómo salir de aquel apuro, pues la ocasion era la menos apropósito que pudiera escoger para opónersealos deseos de D. Felipe, se levantó, é hincando una rodilla, le besó la mano.

-¿Os casareis con doña Juana? le preguntó el Rey.

-Señor, respondió Antonio Perez temblando, yo haré todo lo que Vuestra Alteza ordene.

-Sacrificaos, amigo mío, repuso D. Felipe, agradeciendo interiormente al secretario el martirio que padecía; sacrificaos, pues no ha de decirse que honro con mi aprecio y confianza al amante de la princesa de Éboli. Así callarán los cortesanos, convencidos de su misma impostura, y os estrechará la mano D. Ruy Gomez de Silva, alarmado contra vos por las imprudencias del príncipe D. Cárlos.

Y observando la palidez que cubría el rostro de Antonio Perez, añadió sonriéndose con tristeza:

-¿Qué quereis?... Yo tambien me sacrifico.

Capítulo XVII
De como Diego Martinez vió turbio y Antonio Perez y la princesa de Éboli oyeron claro

Pocos dias despues de los sucesos que acabamos de referir, había un movimiento estraordinario en casa del príncipe de Éboli. Producíalo la llegada de D. Ruy Gomez, que acababa de recibir órdenes del Rey, para que en compañia del duque del Infantado pasase inmediatamente á París, á reunirse con el duque de Alba. Nuestro celoso magnate habia mirado con malos ojos que este general permaneciese en la corte de Francia con una comision secreta, cuando su deseo era verlo en Flandes, luchando abiertamente contra los Estados y perdiendo en escaramuzas infructuosas contra los rebeldes su popularidad y su fama de invencible. Ya sabemos que el de Silva era enemigo personal del duque, y que capitaneaba en el Consejo y aun en público á la parcialidad que le era contraria. El Comendador Mayor D. Luis de Requesens era la persona que hacía, sombra en la corte á aquel caudillo, y como no ignoraba D. Ruy la enemiga secreta que dividia sus ánimos, no perdonaba medio de aumentarla, y á fin de suscitar al conquistador de los estados pontificios un rival temible en el gobierno, se unió, estrechamente á Antonio Perez. En una palabra, el príncipe de Éboli era gefe de un partido político, que propendia á la moderacion en todas las medidas, que el Rey tenia por conveniente enviar á consulta del Consejo, al paso que el duque de Alba se habia colocado al frente de los que con nada transigian, hallandose siempre dispuestos á votar disposiciones rigurosas en todos los negocios sometidos á examen. Contaba en sus filas esta parcialidad al cardenal Espinosa, presidente del Consejo, á D. Pedro Fajardo marqués de los Velez, que luego se pasó al campo enemigo, al prior D. Antonio de Toledo, al príncipe de Melito y al marqués de Aguilar y Zayas, mientras sostenian las opiniones de Silva el arzobispo de Toledo, Mateo Vazquez, que aspiraba á entrar, en la secretaría del Rey; el general Requesens, Juan Escobedo que luego fué secretario, de don Juan de Austria, y por último Antonio Perez, que mas bien era eco en el Consejo de la voluntad de su señor, que de sus propias convicciones.

La marcha á París del duque de Alba para poner en planta proyectos del Rey, que nadie habia llegado á averiguar, fué considerada por el príncipe de Éboli y su partido como un golpe de estado para las opiniones que defendían; mas cuando a los pocos dias llamó el Rey á D. Ruy Gomez y al duque del Infantado, para comunicales la resolucion habia tomado de contraer matrimonio con doña Isabel de Valois ó de la Paz, no conoció límites el contento de nuestro Viejo magnate. Era en efecto evidente que D. Felipe habia elegido á D. Fernando Alvarez de Toledo para el concierto de nuevas bodas, á fin de que el nombre y fama del enviado impusiesen respeto, hasta cierto punto, en la corte de Francia, é hiciesen consentir á Enrique en un arreglo, que no podia menos que lisonrjear al mismo tiempo su amor propio, supuesto que empleandolo tenia la firme seguridad de ver á su hija, al mes siguiente, sentada en el trono de Castilla, único objeto que el monarca francés se propuso al admitir las clausulas poco ventajosas del tratado de Chateau-Cambresis, el cual firmó, porque se ofrecia para doña Isabel la mano de D. Cárlos de Austria, como la del Príncipe, heredero de la corona de España. La Princesa fué sacrificada: Enrique de Francia, suscribió á las condiciones de Felipe de Castilla, y la prometida esposa del príncipe D. Cárlos recibió la orden terminante de ahogar su primer amor y la de prepararse á dar la mano al padre de su amante. No bien recibió. D. Felipe la nueva de que la comision del duque de Alba habia alcanzado el éxito apetecido, cuando llamó, como queda espuesto, al príncipe de Éboli y al duque del Infantado, y les previno que partiesen sin demora á París, para acompañar á la Princesa desde aquella corte hasta la frontera de España, en la cual debian celebrarse los desposorios. La política de. D. Felipe daba siempre participación en sus resoluciones á los dos partidos rivales de la corte, y de este modo estaba seguro de ser servido con fidelidad.

Don Ruy Gomez de Silva respiró, pues andaba cabizbajo y mal humorado desde la marcha del duque, alentó á Requesens y se dispuso á emprender un viage, que le daba esperanzas de reconquistar la preponderancia, que los ocultos designios del Rey le habian hasta cierto punto quitado, para dárselo a su enemigo político. Ignoraba el noble esposo de doña Ana, que su amigo y parcial Antonio Perez habia sido fiel, depositario del secreto matrimonial de don Felipe., así como no atendia el aumento de favor, que por momentos iba adquiriendo el secretario sobre todos los magnates de la corte: de lo contrario, hubiésele pesado muy de veras la confianza que de él habia hecho, cuando le hablo del asesinato de Juan Vazquez, secretario del duque de Alba, y, mucho mas de la carta que le habia escrito, recomendándole al pícaro Juan de Mesa, como hombre de quien podria valerse con seguridad, para quitar del medio al enemigo que le estorbase. Porque, en efecto, nuestros lectores están ya enterados de dos cosas importantísimas, á saber; que Antonio Perez tenia en sus manos la vida del príncipe de Éboli, y que amaba apasionadamente á doña Ana de Mendoza.

Habia llegado por fin el dia en que Diego Martinez cumpliese su palabra. El vencedor de Roma y de París, tenia ya imaginado un famosísimo plan con su satélite Juan de Mesa, para sacar de su casa al príncipe de Éboli y secuestrarlo por tres ó cuatro horas, durante las cuales hubiera podido su esposa,, advertida por Beatriz, pasar a la posada de Antonio Perez, con el fin, de averiguar el secreto, en que tan interesadas se hallaban la honra y la existencia de D. Ruy Gomez. Mas habiéndole manifestado la misma Beatriz, que este se preparaba para un largo viage de órden del Rey, renunció Diego a sus combinaciones atrevidas, no sin espresar cierto disgusto, al ver que la suerte le deparaba lo que él hubiera querido encontrar por sí solo y esperó con paciencia la salida del magnate. Inmediatamente que esta se verificó, previno á Beatriz que queria hablar á la Princesa y doña Ana sospechando desde luego el asunto de que se trataba, dió órden á la doncella para que introdujese á su primo.

Diego Martinez se presentó á la Princesa con el mismo desparpajo que la primera vez, mas ella le dijo aparentando sorprenderse:

-¿Sois vos?... ¡Ah! habia perdido la esperanza de volver á veros.

-Muy mal hecho, señora, muy mal hecho, contestó el veterano en tono de reconvencion. Os prometí cuidar de vuestros intereses, y un hombre de mis prendas nada ofrece en vano á una dama tan ilustre y tan bella como vos.

-¡Eh! Dejad á un lado mi hermosura, repuso doña Ana, y decidme el motivo que aquí os trae.

-Es que os prevengo, se atrevió á decir Diego, que si no fuéseis, como sois, la dama mas linda de Castilla, no haria por vos lo que hago: tened entendido que por la condesa de Barajas no me moveria desde aquí hasta vuestra antesala. ¡Oh! Una muger fea mata la voluntad mas incontrastable.

La Princesa no pudo reprimir la risa al escuchar el osado razonamiento de aquel hombre original; mas él, sin darse por entendido, prosiguió diciendo:

-Me habeis preguntado, noble Princesa, qué causa me ha conducido a vuestra presencia, y esto me hace creer que no os acordais de lo que os dije, cuando tuve el honor de hablaros por la vez primera.

-Si que me acuerdo, amigo mio.

-¡Ah! Pues en tal caso ¿cómo estrañais...

-Nada estraño: lo que quiero es saber...

-¿El motivo de mi venida? Si así vamos, señora Princesa, perderemos el dia en volver á empezar mil veces nuestra plática. Y como supongo que no deseais malgastar el tiempo inútilmente, os diré con lisura que estoy aquí, porque vuestro ilustre esposo el señor príncipe de Éboli se encuentra á estas horas caminando hacia París.

-Es que... eso ya me lo he figurado yo al veros entrar.

-Pues bien; paréceme cosa clara, que habré venido a deciros...

-¿Qué?

-Que el señor Antonio Perez se halla solo en su habitación; que Beatriz puede acompañaros hasta la posada; que debeis ocultar vuestro flexible y donoso talle con un largo velo y... sobre todo, que allí os esperara vuestro humildísimo criado Diego Martinez.

-¡Qué ejecutivo sois! Paréceme sin embargo que un secreto importante... que la vida de un esposo... son razones bastantes para escusar un paso imprudente.

-¿Quién lo duda?

-Mas... ¿no convendria que el señor secretario del Rey estuviese advertido, de que la princesa de Éboli quiere hablarle en interés de su marido?

-¡Qué torpe me haceis, señora! ¿Os figurais que habrá faltado tan indispensable requisito?

-¡Ah! ¿Conque me espera?

-Y no ha volado a besaros las manos, porque no debe poner los pies en esta casa durante la ausencia del señor D. Ruy Gomez de Silva.

Sonrojóse doña Ana al oir esta maliciosa observacion, pero estaba decidida. Despidió pues á Diego Martinez, asegurándole que pronto saldria de casa con Beatriz, y el veterano corrió a poner en conocimiento de Antonio Perez tan alegre noticia.

-Estad seguro, le dijo, que echará mano de algun pretesto para haceros ver que debia venir á visitaros. He hablado con ella, por ejemplo, de cierto asesinato cometido hace ya mucho tiempo junto al alcázar de Villagarcía, inspirándole curiosidad por la parte que en él pudo tener D. Ruy Gomez de Silva, y tal vez os pida esplicaciones...

-¡Cómo! esclamó Antonio Perez fuera de sí! ¡Qué has hecho!

-Poner á la Princesa en vuestros brazos.

-Pero ese secreto terrible...

¡Bah! ¿Teneis mas que descubrírselo como mejor os plazca? ¿Sabeis acaso vos mismo la verdad de ese secreto?

-Sé lo que el príncipe de Éboli...

-¡Oh! No receleis pintarle como un mónstruo á los ojos de su esposa, porque ella le aborrece.

-¿Cómo lo sabes?

-Lo sé por Beatriz, lo sé porque el Príncipe es viejo y feo, celoso y endiablado, si los hay. Lo que la Princesa queria era una disculpa para hablaros y ya la tiene; lo que ahora desea es saber algo que comprometa á D. Ruy Gomez para tenerle á raya, y eso... vos podeis decírselo.

-Eres el tunante mas despierto que he conocido.

-Os doy las gracias, señor Secretario.

-¿Y dices que la Princesa se prepara para venir?

-En esa intencion la he dejado.

-Está bien; lo que importa es que estés á la mira y...

-Así se lo he ofrecido.

-Mas tarde hablaremos de aquel otro negocio que me trae inquieto, y. tambien me guiaras á la posada en que se albergan el baron de Montigny y el marqués de Mons.

Diego salió para ponerse en acecho de la puerta de la calle, desde el primer descanso de la escalera, en tanto que Antonio Perez, ébrio de amor, se entregaba locamente á las mas risueñas esperanzas. Veia á la princesa de Éboli, acaso la mas graciosa dama de aquella época en Castilla, dispuesta á amarle, a embellecer con su cariño los hermosos dias de su juventud, entregados á la ambicion y á la árida tarea de los negocios públicos, y pensaba ya con cuanto placer correria á los brazos de tan encantadora sirena, para olvidar en ellos los enojosos cuidados, que incesantemente le imponian sus deberes en el Consejo y al lado del Rey. ¡Del Rey! al terminar esta reflexion, tan alhagueña para sus apasionados pensamientos, una nube de tristeza oscureció su frente y se estendió hasta su corazon. Don Felipe le habia elegido esposa... Don Felipe exigia el sacrificio de su libertad y de su dicha... ¡Y él, cobarde, hombre sin fé en sus propios sentimientos, habia consentido en inmolarse! ¿Qué era pues lo que iba á pedir á aquella muger idolatrada, conducida hasta él por la fuerza de un amor irresistible? ¿Con qué derecho iba á presentarse á sus ojos, para reclamar ese amor que no merecia? Desesperado cuando podia tenerse por el mas feliz mortal del Universo, anhelaba por momentos, y por momentos temia la llegada de la hermosa jóven, sacrificada por sus padres, como él lo sería pronto por el Rey, en las aras de un odioso himeneo, y queriendo huir de aquella cavilacion penosa, que daba al traste con todos sus sueños de ventura, o figurándose acaso que se le trastornase el juicio, si profundizaba con mas decidido empeño la honda sima en que su malandanza le habia precipitado, sentóse delante de su mesa, atestada como siempre, de libros, y cogiendo maquínalmente unos papeles, empezó adevorarlos con avidez, aunque sin poder darse cuenta de su contenido.

Pocos minutos habia que se hallaba en tan dolorosa distraccion, cuando se abrió la puerta. Era Diego Martinez, que despues de haber visto entrar en el portal de la posada á doña Ana de Mendoza y á Beatriz, subía aprevenir a su amo. Procuró en efecto llamar su atencion, aunque sin hablarle, porque le encontró leyendo y temió su enojo, mas viendo que de nada hacia caso, se encopó de hombros y murmuró:

-Ha escrito su declaracion amorosa, y la aprende de memoria para recitársela á la Princesa. Á fé que no gasté yo tantos remilgos con Beatriz en el monasterio de la Espina.

En esto vió entrar en la estancia á doña Ana, vestida con elegancia, pero sin lujo y cubierta con un largo velo, que ocultaba toda su gentileza y hermosura. La doncella habia quedado en la parte de afuera y no osaba adelantarse sin el beneplácito de Diego. Este que en las ocasiones mas difíciles era cuando hacia alarde de serenidad, se acercó respetuosamente a la dama, y dijo en voz alta, para que Antonio Perez sacudiese el letargo, que al aparecer embargaba sus sentidos:

-¡Ah! ¡La noble princesa de Éboli!

Y luego bajando la voz, añadió dirigiéndose á doña Ana.

-Entrad sin temor, señora, que yo me pinto solo para estos lances.

Y echándose fuera de la habitacion para reunirse con Beatriz, cerró la puerta con mucho tiento, diciendo para su sayo:

-Ya cayó el pez.

Dos horas despues se hallaban la doncella y su amante en el aposento de este último, pero habian agotado ya en sabrosa plática todos los recuerdos de los tiempos pasados. Beatriz empezaba á impacientarse porque su señora tardaba demasiado en dejar la estancia del secretario del Rey, pues conocia que tan larga ausencia de su casa, él dia mismo, en que por primera vez faltaba de ella don Ruy Gomez, seria comentada por los criados, y señaladamente por Fortun, en menoscabo de la reputacion de la Princesa. Diego se encargó por fin, no pudiendo negarse á los reiterados ruegos de la prudentísima doncella, de aproximarse á la habitacion de su amo y aun de hacerse oir, si era preciso. Estrella afortunada fué verdaderamente para Antonio Perez aquella que sugirió á Beatriz semejante pensamiento, porque no bien hubo salido de su cuarto Diego Martinez, para cumplir el deseo de su amada, cuando tropezó de manos a boca con un hombre embozado hasta los ojos, que se dirigia á la estancia del Secretario. Empezaba ya á cerrar la noche y en el corredor de la posada era aun mas oscura que en la calle; mas no convenia que ningun curioso, amigo ó enemigo de Antonio Perez, le sorprendiese á solas con una dama tan principal y tan conocida como la princesa de Éboli, por lo que avivando el paso, siguió a tientas por el corredor al embozado, y cuando este se disponia á abrir la puerta de la habitacion, le detuvo diciendo:

-Caballero ¿á quién buscais?

-Nada te importa; sigue tu camino, le contestó bruscamente el desconocido.

-Es que... precisamente me cerrais el paso, repuso Diego.

-Luego eres el criado del secretario de Su alteza.

-Acertasteis de medio á medio.

-Siendo así, pasa y abre la puerta, porque quiero hablarte.

-Aun cuando seais el diablo en persona, y á pesar de vuestros humos, no podréis lograr lo que exigis.

-¿Por qué, bellaco?

-Porque mi amo el señor Antonio Perez ha salido.

-¿Dices la verdad?

-Cercioraos por vos mismo, caballero, si gustais; mas tened entendido tambien, que soy un veterano de los valientes tercios de Italia y de Flandes, y que hasta ahora ni el mismo rey D. Felipe, á quien Dios guarde, ha puesto en duda la palabra de Diego Martinez.

-¡Ah!... ¿Te llamas Diego Martinez?... Basta... te creo... Dí á tu señor que el rey D. Felipe, á quien Dios guarde, me ha comisionado para que le prevenga, que esta noche sin falta quiere ver á los embajadores de los estados de Flandes. Toma ahora por la molestia que te he causado.

Al espresarse así el embozado, á largó á Diego un bolsillo bien repleto.

-Sepa yo al menos vuestro nombre, repuso el soldado cogiendo la pingüe propina, á fin de que pueda repetírselo al señor Antonio Perez.

-El Diablo... ¿Qué te importa? replicó el desconocido, empujándole para abrirse paso hacia la puerta.

Diego Martinez no perdió su aplomo por aquella acometida y preguntó al generoso, enviado del Rey:

-¿Queréis que os alumbre, caballero? aguardad un momento, pues es facil que os rompais la crisma contra esas paredes.

-No es menester, murmuró el desconocido, desapareciendo en la oscuridad.

Casi al mismo tiempo se abrió de par en par la puerta de la estancia de Antonio Perez, y apareciendo éste en el umbral dijo á Diego Martinez.

-Haz que venga tu prima para que acompañe á la señora princesa de Éboli.

La doncella, algo inquieta por la tardanza del soldado, acudia á buscarle, para saber de él sí su señora y el Secretario habian terminado la entrevista, y oyó las palabras del último:

-Aquí estoy, respondió avanzando.

La Princesa salió entonces de la habitacion: ama y criada se cubrieron con sus velos y bajaron hasta la calle, guiadas por Diego Martinez y guardando el mas profundo silencio. Luego que el veterano las vió alejarse, subió al aposento de Antonio Perez, á quien encontró pase andose precipitadamente y dando señales de la mas viva agitacion.

-Vamos, vamos pronto, esclamó reconociendo al veterano, mientras este encendia un velon del siglo XIV, que figuraba sobre la mesa. Llévame á la posada de esos malditos embajadores flamencos.

-En efecto, replicó Diego, un fantasma embozado ha venido con cierta orden del Rey...

-Todo lo hemos oido la Princesa y yo... todo. De buena nos has librado.

-¿Cómo así?

-¡Qué! ¿No has conocido al caballero que me buscaba?

-No: al marcharse me ha asegurado que era el diablo.

-Era el rey D. Felipe en cuerpo y alma.

-¡Demonio! ¡Y yo que le he hablado récio!

-No te pese, pues ya sabe que no has adivinado su nombre.

-Por eso sin duda me ha dado un bolsillo.

-Por eso, y porque te has dicho como te llamas.

-Así sera y ahora recuerdo que se amansó, cuando le he hecho saber, que ni el mismo Rey duda de la palabra de Diego Martinez.

-El hecho es, amigo mio, que me has evitado un duro cautiverio en el castillo de Simancas y á doña Ana de Mendoza la reclusion en un convento, hasta la vuelta de D. Ruy Gomez de Silva.

-Ya veis pues, señor Antonio Perez, que sirvo para algo en este mundo.

-Decididamente harás fortuna en la corte. Por lo pronto, ya cuentas con la proteccion de la Princesa y con la mia. Me has dado la vida y...

-Y supongo que tambien la felicidad.

-Debo creerlo, Diego, debo creerlo, aunque es grande y cruel el sacrificio que se me exige. ¡Ah! al pensar en esto, se me figura que voy á volverme loco, pues no parece sino que todos se han puesto de acuerdo para atormentarme. ¿Qué te parece á ti?

Antonio Perez olvidaba en aquel instante que nada habia confiado a Diego de cuanto le habia ocurrido en su entrevista con la Princesa, y el soldado, que, siempre estaba en guardia creyó que no era aquella ocasion oportuna de entrar en esplicaciones, por lo cual se limitó a responder á su amo vagamente, afirmándole que era negocio que bien merecia la pena de pensarse mas despacio.

-Dices bien, observó Antonio Perez: lo que ahora urge es presentar al Rey esos perros de Flandes. Echemos á andar.

Hiciéronle así y un cuarto de hora despues entraba el secretario de D. Felipe en la posada del marqués de Mons y del baron de Montigny.

Capítulo XVIII
Esplicaciones de amantes y hablillas cortesanas

Las últimas palabras que dirigió Antonio Perez a Diego Martinez, refiriéndose al coloquio que acaba de tener con la princesa de Éboli, requieren una corta esplicacion de nuestra parte. Vamos á darla, no sin disgusto, porque en ella dejaremos impreso uno de los mas feos lunares, que deslustran la noble sangre de la dama mas renombrada en Castilla, á mediados del siglo décimo sesto.

La historia nos ha precedido en el bosquejo físico y moral de la célebre doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, y lo que acerca de la misma llevamos apuntado, habra convencido á nuestros lectores, de que la sujecion en que vivia al lado de un hombre viejo para ella, celoso de su propia sombra y dispuesto á humillarla en su orgullo y en su hermosura, al menor recelo de que pudiese peligrar su honra, no era muy apropósito para contener dentro de los límites de la honestidad á una muger apasionada, altiva, que oia celebrar su belleza sin poder ostentarla, y que odiaba á su esposo por instinto y por venganza. En efecto: la hija de los condes de Melito se vio casada antes que conociese los deberes que el matrimonio impone, y esclava de la voluntad de un magnate ya achacoso, cuando se prometia gozar todos los placeres y dulzuras de la vida. Desde que se convenció de que su corazon no la pertenecia, de que no podia amar sin delito, de que la ambicion y el interés habian fijado su suerte, no pudo menos que mirar al príncipe de Éboli como á un verdugo cuya tiranía debia quebrantar cuando se le presentase una ocasion propicia. Su mismo orgullo le habia preservado de una caida, porque la ilustre dama, la belleza sin igual de Castilla no habia visto en la corte objeto alguno digno de fijar su atención, hasta que se presentó en ella Antonio Perez, á quien amó con delirio; pues todo cuanto se ha publicado por eruditos escritores, acerca de las relaciones de doña Ana con el Rey, fundado en que el duque de Pastrana era hijo de la primera y que en la corte figuraba el duque de P. como hijo del segundo, no pasa de ser una invencion gratuita, que no ha llegado á justificarse con documentos auténticos. Si nos hubiéramos comprometido á escribir la biografía de la noble heredera de D. Diego Hurtado de Mendoza y de doña Catalina de Silva, nos seria muy fácil probar, que no era santa de la devocion del Rey D. Felipe, quien hablando de ella en cierta ocasion la llamó vizca, porque lo era hasta cierto punto, aunque este defecto le hacía muchísima gracia., y no tuerta, como ha estampado en un estudio histórico un individuo de la academia francesa y secretario perpétuo de la de ciencias mórales y políticas. Pero prodigamos nuestra esplicacion.

El amor de doña Ana al secretario del Rey se había aumentado con las dificultades, y los suspicaces cuidados de Ruy Gomez hacian casi imposible toda comunicacion entre su esposa y su amado, sin que llegase á su noticia. Es verdad que Antonio Perez habia interesado á su favor á la doncella Beatriz, aun antes de saber que su pasion era correspondida, y que Beatriz, á la que la Princesa no habia confiado todavía enteramente su secreto, la hablaba a menudo de aquel galan, que suspiraba por ella, no contribuyendo poco á avivar el fuego que devoraba el corazon de la dama, con la enumeracion de las prendas que adornaban á su adorador,: pero las cosas hubieran permanecido indudablemente en lamentable atraso, á no haber terciado en el asunto el buen Diego Martínez, quien con su trastienda natural conoció á las pocas palabras de su supuesta prima el gran partido que podria sacar, patrocinando unos amores, cuya vehemencia prometia fecunda cosecha de intrigas y peripecias.

Ya saben nuestros lectores que á la parte activa puesta en juego por el impertérrito veterano, debió el secretario del Rey ver anudadas sus relaciones con la princesa de Éboli. Lo que ignoran es que esta dama, no bien se quedó á solas con el hombre á quien amaba, le descubrió sin rebozo y con poca cautela el verdadero móvil del imprudente paso, que acababa de dar.

Antonio Perez, a quien la esclamacion calculada de Diego habia sacado de la especie de letargo mental en que parecia sumido, se levantó de pronto, como si le hubiese picado una víbora, y maquínalmente, pues no acertaba en el primer instante á coordinar sus ideas, besó la mano de doña Ana y la condujo á un sitial. Ella, como si aquella prueba de galanteria puramente ceremoniosa, y de uso antiguo en Castilla, la revelase completamente una pasión, que no era para su corazon un misterio, dejóse arrebatar de la que sentia hácia el joven magnate: se alzó el velo, y clavando en él una mirada fascinadora, le dijo:

-Pues me veis aquí, Señor Antonio Perez, escusadme que me esplique.

-¡Ah, señora! contestó el secretario fuera de sí. ¿Cómo podré pagaros la honra envidiable que me dispensais?

-¡Cómo! replicó doña Ana sonriéndose con coquetería. ¿Pues no me han asegurado que me amais?

-¡Qué os amo, Princesa! Os han asegurado poco, ya que no os han dicho, que si no teneis piedad de mí, me mataré.

-¿Y creeis que á otro que á vos podria yo tolerar esas palabras? ¡Ah señor Antonio Perez! ¿Por qué no os conocí antes que...?

El recuerdo de Ruy Gomez la obligó á detenerse y cambió de pronto el curso de sus ideas: el diabólico pensamiento de imponer miedo á su esposo, cuando á ello se viese obligada, se presentó con toda su fuerza á la imaginacion de aquella encantadora muger, que murmuró lánguidamente:

-¿Conoceis el martirio de mi existencia?

-Lo adivino, respondióla Antonio Perez con angustia, pues pensaba al mismo tiempo en la dolorosa exigencia del Rey: estoy persuadido de que vivis atormentada y triste.

-No, no, esclamó con violencia doña Ana; mi vida es una desesperacion interminable, un infierno: salvadme de ese hombre aborrecido y...

-Sosegaos, Princesa.

-Y salvaos tambien vos mismo, si no quereis verme morir. ¿Ignorais por ventura que el príncipe D. Cárlos ha dicho al príncipe de Éboli que tengo un amante?

-Sé todo lo ocurrido en ese particular.

-¿Y por quién imaginais que lo ha asegurado?

-¡Será posible!

-Por vos, si, por vos. D. Cárlos está enterado de que... de que...

-Acabad, Princesa.

-De que me amais y de que os amo.

-¡Ah! Ya soy feliz, esclamó Antonio Perez arrojandose á los piés de doña Ana, la que despues de hacerlo levantar, le dijo:

-Hoy desconoce D. Ruy Gomez de Silva el nombre de mi galan, pero lo averiguará mañana, y ambos seremos víctimas de su despecho. El evitarlo está en vuestra mano.

-Indicadme el medio, Princesa, mas no olvideis que D. Felipe dió cumplida satisfaccion á vuestro esposo, y que este se dió por contento y agradecido.

-Tened vos presente que hizo el padre lo que no quiso hacer el hijo.

-¿Mas cómo ha podido llegar á noticia de D. Cárlos lo que á nadie hemos confiado, lo que hasta hoy no nos hemos dicho á nosotros mismos?

-¡Y qué! ¿No habeis rondado veinte veces mi calle? ¿No os tienen todos por enemigo de D. Ruy Gomez? ¿No hablais con mi doncella Beatriz? Os han espiado.

-¿Quién diablos?

-Acordaos de Baltasar Cisneros, consejero y privado del Príncipe.

-En efecto, no ha podido ser otro, y lo ha hecho para vengarse de los informes que siempre he dado al Rey acerca de sus manejos. Sí, Princesa; voy creyendo que nuestro amor tiene enemigos poderosos.

-No les temo, si me ayudais.

-¿Podeis dudarlo? ¿No disponeis de mi vida? Hablad, hablad, que yo tambien necesito vuestro ausilio para conjurar otra tormenta no menos terrible que me amenaza.

La Princesa soltó una carcajada infernal, como si se gozase interiormente en los obstáculos que se veia precisada á vencer, para conseguir el triunfo de su pasion insensata. Despues dijo á Antonio Perez con calma:

-Yo fuí la que dirigió al Rey sentidas quejas contra su hijo por conducto del cardenal Espinosa. ¿No debia salir en defensa de mi honra vilmente ultrajada? El Rey satisfizo á D. Ruy Gomez... ¡Oh! Es muy cierto; pero al mismo tiempo se ha empeñado en contrariarme.

-¡A vos!

-A mí: D. Felipe me aborrece, D. Felipe me ha insultado públicamente y nunca se lo perdonaré... pero tratemos de lo que mas importa. Vos, señor Antonio Perez, poseeis un secreto importantísimo que interesa al príncipe de Éboli.

-¡Yo!

-Vos. ¿Por qué lo negais? Se refiere á un asesinato...

-¡Ah! Teneis razon.

-¿No lo negais? Bien: ahora conozco que me amais. Decidme que, armado con ese secreto, podeis tener á raya á D. Ruy Gomez, y nada mas deseo saber.

-Princesa ¿juraisme amor eterno, suceda lo que suceda? dijo el secretario en el colmo de la exaltacion.

-Os lo juro, respondió doña Ana, dejándose caer en sus brazos. Ni los celos de Silva, ni el rencor de D. Felipe me impedirán ser dichosa.

Antonio Perez imprimió un ardiente beso en los entreabiertos labios de la Princesa. Diez minutos despues, que fueron un segundo de tiempo para los dos amantes, dijo doña Ana.

-Esa carta me entera de que D. Ruy Gomez pone á vuestra disposicion un asesino.

-El mismo asesino que quitó la vida, por su mandato, al secretario del duque de Alba, contestó Antonio Perez. La ambicion convierte al hombre en fiera: el duque de Alba amaba á doña Magdalena de Ulloa, señora de Villagarcía, y aborrece de muerte á don Luis de Requesens. El príncipe de Éboli ha jurado contrariar los planes del guerrero, y por eso ordenó y dispuso la muerte de Juan Vazquez. Este traia despachos importantes del duque contra la parcialidad política de vuestro esposo, y ahí teneis esplicado todo el misterio.

-Pero las pruebas... las pruebas de ese crímen...

-El asesino fué Juan de Mesa; su protector D. Ruy Gomez de Silva.

-Pero el príncipe de Éboli podia ignorar...

-Le protege como hombre determinado, y dispuesto á quitar del paso á un enemigo que estorbe.

-¡Oh! No basta... no basta...

-¿Lo creeis así, Princesa? Pues no os dé cuidado: tendrémos, cuando sea necesario, un testigo irrecusable.

-¡Ah! ¿Quién es?

-Diego Martinez, que sabe mucho mas que yo de esa vieja historia, como él la llama.

-Bien: ya tengo bastante para defenderme en mi casa. Habladme ya de vuestro cuidado, y decidme en qué os puedo valer.

-No os hagais la ignorante, doña Ana: D. Ruy Gomez os lo ha participado, Beatriz lo ha oido y Diego ha venido á atormentar mi alma con una nueva, que el mismo Rey D. Felipe...

-¿No es mas que eso? esclamó con cinismo la Princesa. ¿Por qué os afligís?...

-Temo perderos, murmuró Antonio Perez; pronunciad vos mi sentencia, pero sabed que vuestro amor es la primera necesidad de mi alma.

-Si quereis conservarlo, repuso la Princesa, casaos, como lo exije el Rey, con doña Juana Coello.

-¡Y vos misma me lo aconsejais!

-¿Por qué no? ¿Pensais por ventura que tendré celos de vuestra muger?

-¡Pero he de dar mi mano á otra!

-¡Bah! ¿No entregué yo la mia á D. Ruy Gomez? Sed mas diplomático, señor Antonio Perez: D. Felipe imagina que todo lo sabe y que todo lo puede: probemos que no alcanza su voluntad á humillar nuestros corazones.

-Es decir que debo...

-Sí, si; debeis anticiparos á los deseos del Rey: debeis hacer la corte á doña Juana y pedirla por esposa. Así podré yo levantar mi frente con orgullo, reírme de D. Felipe, desafiar á D. Cárlos de Austria y recibiros en mi casa, á despecho del príncipe de Éboli.

A este punto llegaba el animado coloquio de los dos amantes, cuando la voz del Rey, que se acercaba á la puerta de la estancia, resonó en los oidos de Antonio Perez.

-Estamos perdidos, dijo á la Princesa.

Doña Ana le abrazó estrechamente recomendándolo el silencio, y pronto se desvanecieron sus temores al oir el acento de Diego Martinez que detenia á D. Felipe.

Nuestros lectores están enterados del desenlace de esta escena.

Antonio Perez y Diego Martinez tuvieron la honra de acompañar aquella misma noche á los enviados flamencos hasta el palacio real. Nuestro aventurero, que temia ser reconocido por ellos, á pesar de la diferencia de trage, á causa de la cicatriz que le cruzaba el rostro, tuvo especial cuidado de seguirles á respetuosa distancia, en tanto que el secretario del Rey se desvivia por asegurarles la benévola acogida, con que sin duda iban á ser escuchadas por el monarca las reclamaciones de los Estados de Flandes. Llegados al gran salon que precedia á la camara de D. Felipe, se escabulló el soldado, y Antonio Perez se adelantó á anunciar á los embajadores; mas como nada ocurrió en aquella conferencia que merezca referirse, haremos gracia de ella á nuestros lectores, limitándonos, a asegurar, que el Rey escuchó con impasible calma las quejas de los descontentos contra sus severas disposiciones, y que despidió á los apoderados diciéndoles, que las sometería en breve á consulta del Consejo y que en todo se proveería con arreglo á justicia.

Don Felipe sin embargo habia decretado ya la suerte del baron de Montigny y del marqués de Mons, conspiradores audaces, que no habian temido arrostrar los mayores peligros y caer entre las garras del leon castellano, por servir á su turbulento partido. Despues de haber contribuido á la sublevacion de Gante y de las provincias de Frisia, Groninga, Zurphen y Over-issel, que fueron las que con mayor ahinco se opusieron á la ejecucion de las medidas de la duquesa de Parma, tomaron á su cargo la ímproba tarea de ayudar al conde de Egmont á contener las demasías del espíritu público, que habian escitado; pero sus esfuerzos fueron inútiles, y únicamente la promesa de que el príncipe D. Cárlos de Austria llegaria en breve aponerse al frente de los Estados, logró calmar algun tanto la efervescencia de los ánimos, que habia puesto en gran cuidado al gobierno de la regente doña Margarita. El baron de Montigny y su fiel amigo el marqués de Mons se dirigieron á Valladolid con la carta, de que ya tenemos noticia, del conde de Egmont para D. Cárlos, y ademas tenian instrucciones de la asamblea secreta de tos Estados, para persuadir al Príncipe de que, si no conseguia la investidura del gobierno de Flandes, investidura que solo tenia por objeto la emancipacion de las provincias del yugo de Castilla, debia resolverse á alcanzar, valiéndose de la fuga, lo que á su alto nacimiento se debia de justicia. Todos estos manejos habian llegado aconocimiento del Rey por conducto del príncipe de Orange, quien previendo la tempestad que se preparaba á descargar sobre todos los culpables, trató de guarecerse de ella en puerto seguro, curándose en salud. Fácil era por lo mismo conjeturar que la aparente tranquilidad de D. Felipe, en presencia de los enviados, revelaba el decidido propósito de castigar en ellos á los demás rebeldes, para hacerles comprender, por medio de un escarmiento terrible, el fin que les aguardaba, si no desistian de sus locas tentativas de independencia.

Seis dias despues de la entrevista de D. Antonio Perez con la princesa de Éboli, se enlazó el primero con la señora doña Juana Coello, dama de muy nobles prendas y esforzado corazon, que puso á prueba en las prolongadas desventuras que, andando el tiempo, cayeron sobre su familia. El Rey quiso honrar con su presencia la ceremonia del casamiento y concluida esta, dijo al secretario:

-Hasta hoy he sido vuestro Rey; desde hoy soy vuestro amigo. La noticia de que al matrimonio de Antonio Perez iba á seguir en breve el del rey D. Felipe cundió por la corte con admiracion general; pero lo que sacó de sus casillas á los hombres políticos de la época fué el saberse, que la prometida de D. Felipe era aquella misma princesa de la Paz, doña Isabel de Valois, cuya mano estaba asegurada para D. Cárlos de Austria por el tratado de Chateau-Cambresis. El mas interesado en este negocio ignoraba completamente la variacion que, sin consulta de su voluntad, iba á tener su suerte, pero crecian su irritabilidad y su despecho á medida que lo faltaba la correspondencia de la corte de Francia. En efecto; doña Isabel no escribia ya al amado de su alma, o si lo hacía, se interceptaban sus epístolas apasionadas, lo que era causa de que el Príncipe viviese en una exasperacion e impaciencia continuas. Nadie sin embargo se atrevia á ponerle de manifiesto la dolorosa verdad, porque todos esperaban algun terrible arrebato, no bien llegase á sus oidos, y el mismo cardenal Espinosa, que llegó en cierta ocasión á amonestarle y á hacerle comprender, con el mayor respeto, la sumision con que deben acatar los mortales, los inescrutables decretos del cielo, se vió espuesto á su furia y tuvo que huir de la estancia, antes que le alcanzase un taburete, que le arrojó el poco sufrido mancebo.

A pesar de todo, el Rey quiso proporcionarle un consuelo en la desdicha que le amenazaba, y mandó levantar el destierro al famoso Baltasar Cisneros, á quien hizo entender el presidente del Consejo, que podia volver cuando quisiese al lado del Príncipe, amenazándole al mismo tiempo con el Santo tribunal de la Inquisicion, si llegaba á inquirir que le llevaba algun libro pernicioso, de los que se publicaban en Alemania contra la autoridad del Sumo Pontífice y la de la Iglesia. El cómico-poeta se trasladó al punto á la corte desde Alcalá, donde residía esperando mejores tiempos, mas antes de presentarse á D. Cárlos, procuró indagar todas las novedades que ocurrian, para sazonarlas despues con la sal y pimienta de su agudo ingenio. Cuando se juzgó suficientemente enterado de las hablillas de la corte, fué á besar las manos de su querido protector, quien lo recibió con los brazos abiertos, esclamando:

-Por fin te han hecho justicia, amigo mio... á fé que no lo esperaba.

-Nada de eso, mi amado Príncipe, le contestó alegremente. Tal como aquí me vé Vuestra alteza...

-¡Eh! ¡Qué es eso! replicó D. Cárlos algun tanto amostazado:,yo no quiero tener esclavos entre mis servidores; trátame como siempre, á no ser que te hayas unido á mis perseguidores, para hacer que acabe de dar mi alma al diablo.

-Jamás... jamás, repuso trágicamente Cisneros.

-Ea pues; siéntate y hablemos de negocios.

-¿Conque tan mal os tratan, noble Príncipe?

-Figúrate que el Rey mi augusto padre ha pretendido que me humille en presencia de ese miserable príncipe de Éboli, á quien deseo romper una costilla; figúrate que el cardenal Espinosa, á quien no se la he roto porque ha andado listo, se ha empeñado en hacerme creer que soy un luterano empedernido; figúrate en fin que el duque de Alba, á quien mataré algun dia, si se me pone delante...

-¡Ah! ¿Conque ya lo sabeis?

-¡Qué! Yo no sé nada. ¿Hay algo de nuevo?

-No, sino que... ¿Habéis recibido cartas de París?

-¡Demonio! ahora lo comprendo todo. Ninguna ha llegado á mis manos, y sin duda has averiguado que el duque de Alba las intercepta.

-Imagino que no andais muy léjos de acertar.

-Me quejaré al Rey y pediré el destierro del duque, lo cual no le librará seguramente de una estocada. ¿Qué mas tenemos?

-El casamiento de Antonio Perez con doña Juana Coello. Ha sido cosa del Rey para que el príncipe de Éboli, que andaba zeloso del Secretario, se haga su amigo.

-¡Pobre D. Ruy Gomez! Me dá lástima... ¡Y yo tambien te he exasperado! Mira, Baltasar, de buena gana te hubiera pedido perdon, pero... vino el Rey á exigirlo con tanto aparato, que me negué á todo.

-¿Mas en qué ofendisteis á ese buen señor?

-Fué una humorada, un arranque de la irritacion de mi genio. Ya sabes que no puedo remediarlo, y que tú mismo no estás libre siempre de las consecuencias de mi mal humor. Á D. Ruy Gomez se le antojó que yo no habia de beber un vaso de agua y le bauticé con ella, enviándole con mil diablos á cuidar de su honra.

-¡De su honra, señor!

-Sí: se me antojó decirle qué doña Ana de Mendoza tiene un galan.

-¡Já! ¡Já! ¡Já! ¡Já!

-¿Por qué te ries así?

-Porque estoy pensando en el zipizape que el buen viejo habra armado en su casa.

-Dejemos eso. ¿Qué mas has averiguado?

-La llegada á la corte de dos enviados de las provincias de Flandes.

-¡Ira de Dios! ¿En que pais vivo? ¿Por qué se me ocultan esas noticias?

-Su idea se llevará el Rey.

-Pues yo tengo la mia. ¿Quiénes son esos señores enviados?

-El marqués de Mons y el baron de Montigny.

-¡Los mas acérrimos partidarios de la reforma! ¡Y están-en Castilla!... Dios los ampare, para que no caigan entre las uñas de los inquisidores. Mira, Cisneros, quiero que veas de mi parte á esos hombres, que de seguró han perdido el juicio, cuando se atreven á permanecer aquí.

-No lo creais, pues el Rey respeta su carácter de embajadores y ya los ha recibido en audiencia.

-Eso és otra cosa, y bendigo á la Providencia divina, porque ha inspirado á mi padre y señor tan acertado pensamiento. Con todo, bueno será que hables al marqués y al baron, quienes te darán nuevas recientes de las provincias descontentas.

-Así lo haré.

-Pregúntales tambien por mi tia doña Margarita de Austria. Y ahora, supuesto que se ha agotado la fuente de las hablillas y sucesos que has ido recogiendo...

-Falta lo mejor, noble Príncipe.

-¿Qué es ello?

-Armaos de fortaleza.

-¡Una desgracia!... Habla, Cisneros... habla... ¿Está el Rey enfermo? ¿Peligra su vida?... ¡Ah! Yo quiero verle... quiero abrazarle... quiero que me perdone mi ingratitud y que me eche su bendicion.

Don Cárlos se habia levantado despavorido y se lanzaba hácia la puerta de la cámara, pero Baltasar Cisneros, levantándose tambien, le detuvo diciendo:

-Tranquilizaos, señor; no es nada de eso. Su alteza disfruta muy buena salud y...

-¡Y qué! acaba, o voy á estrellarte contra esa pared.

-Y se casa.

El Príncipe se serenó al punto y contestó encojiéndose de hombros:

-Me has anunciado eso como una desdicha para mí: lo único que siento es que el Rey mi padre no me haya creido merecedor de su confianza. Si un nuevo matrimonio te hace feliz, yo me holgaré mucho al saberlo.

-Diz que vuelve á doblar el cuello á la coyunda por razones de estado, repuso el poeta con malicia.

-En tal caso, siéntolo por él.

-Mas... no me habeis preguntado el nombre de la novia.

-Es verdad: dímelo pronto.

-La princesa doña Isabel de Valois.

Don Carlós arrojó un grito que partia del corazon, abrió los ojos desmesuradamente, apretó los puños con rábia y no pudiendo resistir tan tremendo choque, cayó sin conocimiento en los brazos de su confidente, que lo condujo al lecho y salió en seguida de la cámara, dando voces en demanda de auxilios.

Capítulo XIX
En que el conde de Barajas se convence de que el baron de Montigny á quien nunca habia visto, le entregó una carta para el Príncipe

Dias y dias transcurrieron sin que en la corte ocurriesen novedades. El príncipe de Éboli y el duque del Infantado habian cumplido las órdenes del Rey, y se preparaban con el duque de Alba á salir de París, en compañia del cardenal de Borbon, el duque de Vandome y otros ilustres caballeros franceses, á quienes estaba encomendada la custodia de la princesa doña Isabel basta la frontera de España, al paso que la corte de Castilla hacia sus preparativos, para marchar al encuentro de la hija de Enrique de Valois. El matrimonio de Antonio Perez habia agotado las habladurías de los ociosos; la orgullosa doña Ana de Mendoza erguía su altiva frente, sin temor de que la murmuracion se cebase en su descrédito, y Diego Martinez contento y satisfecho de sí mismo, contando con el favor del Rey, á quien habia prestado un gran servicio, y sabiendo que tenia bajo su dominio al secretario, á la Princesa y á D. Ruy Gomez de Silva, se pavoneaba como un Bajá de tres colas, y compartía sus placeres y venturas, gastando y triunfando, con su inseparable Beatriz, cuyos ajados encantos le cautivaban todavía por costumbre, y con el pícaro Juan de Mesa, á quien podia necesitar cuando menos lo pensase.

Fácil fué á nuestro aventurero asegurarse de la fidelidad del antiguo villano de Villagarcía, haciéndole creer que efectivamente habian ido exhortos á Aragon, para prenderte por la muerte de Juan Vazquez, aconsejándole que no abandonase el nombre de Bastian, que él misino le habia dado para que le sirviese de escudero, cuando tuvo que representar el papel de conde de Barajas, y por último ofreciéndole decidida proteccion y amparo en los contrarios lances que te deparase la suerte. Por lo demás, Diego Martinez estaba persuadido de que con la ayuda de Juan de Mesa, haría que el príncipe de Éboli ahogase los procedimientos, que en cualquiera ocasion saliesen á luz, para averiguar el crímen cometido el dia 2 de marzo de 1315, como que era la persona á quien mas habia aprovechado, y por otra parte, las relaciones entre Antonio Perez y doña Ana le ponian en el caso de no temer desgracia alguna, y de alcanzar, antes que pasase mucho tiempo, una fortuna independiente, que le proporcionase una vejez descansada.

El soldado sin embargo tenia muy poco en cuenta el refran consabido, ‘el hombre pone y Dios dispone’, de modo que vivia descuidado y feliz, cuando precisamente se estaba formando una tempestad sobre su cabeza. Felizmente supo evitar que descargase, pero aceleró, á fin de librarse del peligro, el trágico fin de dos caballeros, cuya desgracia no olvidó sin duda el cielo, para exigir de ella, aunque mas tarde, tremenda responsabilidad á su autor.

No habrán olvidado nuestros lectores que la condesa de Barajas habia encargado á Beatriz, que averiguase si la princesa de Éboli tenia algun amante. No podia haberse dirigido en efecto á persona mas competente, para que la informase acerca de lo que anhelaba saber; mas la astuta doncella, aleccionada por Diego Martinez y por su propio interés, no se hallaba dispuesta á contentar la curiosidad de su antigua ama, vendiendo el secreto que tanto la importaba guardar. Pero á Beatriz convenia, al mismo tiempo, dar algun alimento á la murmuradora lengua de la Condesa, á fin de tenerla de su parte y hacerle olvidar la ingratitud, con que en otro tiempo pagó sus beneficios; por cuyo motivo iba á verla, cuando el servicio de doña Ana se lo permitia. La princesa de Éboli, por su parte, enterada de la envidia de la de Barajas, y del tenaz empeño con que buscaba un pretesto, para morder en su honra, habíala dado á entender el desprecio con que la miraba, diciendo á cuantos de ella la hablaban, que la Condesa, aunque hacia ya quince años que habia cumplido treinta y seis, era todavia por sus gracias y donosura, digna de los galanteos de un Rey.

Cierta mañana de uno de los dias que precedieron al de la salida de la corte para la frontera, se paseaba el conde de Barajas azorado é inquieto por el salon principal de su casa: la Condesa, negligentemente recostada en un sitial, miraba á su noble esposo de una manera, que daba á conocer sin la menor duda, que nada habia comprendido de cuanto él acababa de esponer, respecto á un engaño y usurpacion de nombre, usurpacion y engaño que exaltaban la bilis del cortesano: inmediata á la dama y en pié estaba la doncella de la princesa de Éboli, que acababa de entrar y que no perdia una sola de las razones, con que amenizaban su sociedad conyugal los dos opulentos esposos.

-Pero veamos, decia la dama con imperturbable sangre fria; se me figura que habeis hablado...

El conde prosiguió su paseo murmurando:

-Esto no puede quedar así... tengo enemigos, supuesto que quieren hacerme pasar por cómplice de los revoltosos de Flandes...

-¿Sabeis una cosa? le interrumpió su esposa, alzando la voz y estendiendo el brazo hacia él, para llamarle la atencion.

-¿Qué cosa es esa? preguntó el magnate, parándose de pronto y pasándose la mano por la frente.

-Que estais muy espuesto á volveros loco, si Dios no lo remedia.

-No sería estraño, señora Condesa, y creed que bien merece el asunto que un hombre de honor pierda el juicio, por averiguar la verdad.

-Mas... esplicadme, si os place...

-¿Pues no lo he esplicado ya veinte veces en menos de un cuarto de hora? Decid mas bien que no quereis entenderme, ó que dais escasa importancia á cuanto me habeis oido. Ya se vé; siempre andais ocupada en averiguar vidas agenas, y por lo tanto no advertis lo que ocurre á vuestro lado.

-¡Ah! ¿Decis eso porque deseo saber las aventuras de mi amiga doña Ana de Mendoza? Pues advertid á su noble esposo, cuando vuelva de Francia, que bien puede cortar la puntita de la lengua á la señora Vizca. ¿Ignorais lo que murmura de mí?

-Completamente, Condesa, porque no estoy para enredos de mugeres.

-Nunca estais para nada, Conde, y si no fuera por mi paciencia y resignacion, creo que nuestra vida seria vida de perros. Habeis de saber que la bachillera apuesta todos los dias, á que tengo ya cincuenta años.

-¿Y qué?

-Conde, Conde ¡qué es eso!... ¡Y qué! ¿Conque es verdad que soy un medio siglo? ¿Conque vos tambien os unis á doña Ana de Mendoza, para escarnecerme? Sois... un monstruo, un...

-¡Eh! Dejadme en paz con vuestros años y con los amantes de la Princesa, y buen provecho os hagan á las dos. ¿Soy por vetitura marido de vuestra amiga para que me vengais con esos cuentos? ¿Puedo disponer que no hubiéseis nacido cuando nacísteis? Mandad que digan á doña Ana que, si no llega á vuestra edad, tanto peor para ella, y negocio concluido.

-Bien... muy bien... cualquiera que os oiga dirá que teneis mi fé de bautismo á disposicion de todo el mundo, y que tratais á vuestra noble esposa como á un trasto viejo.

-¿Quereis ó no quereis dejarme pensar en asuntos mas graves? Para convenceros de mi razon, basteos oirme repetir, que tengo comprometido el honor, y que acaso peligra mi cabeza.

-¡Ah! Hé aquí lo que yo no habia entendido.

-Pues ya lo estais escuchando.

-Ea, pelillos al mar, Conde, y sepa yo de una vez...

-De veinte veces, si gustais, Condesa; pero no importa. Volveré á la historia, para ver si os ocurre el medio de cojer al culpable. Es el caso que, hallándose en su posada una noche los enviados de las provincias de Flandes, se les presentó un caballero muy bien portado, y les dijo que iba allí á departir con ellos, en nombre del príncipe D. Cárlos de Austria. Los embajadores le creyeron y, no atreviéndose uno de ellos á llevar personalmente al Príncipe cierta carta que traia de Bruselas, se la encomendó al tal, quien dijo llamarse el conde de Barajas.

-¡Já! ¡Já! ¡Já! No se llevaron mal chasco los señores flamencos, porque supongo que vos...

-¿Os reis, Condesa, de una suplantacion que puede costarme la vida? La carta no llegó á manos del Príncipe, y hoy mismo, hoy... ha venido á reclamármela de su parte el poeta Baltasar Cisneros, exigiéndome el silencio bajo palabra de honor, sobre todo lo ocurrido. Me encuentro por lo tanto entre la espada y la pared, pues D. Cárlos de Austria cree que me he apoderado de la carta traidoramente para entregarla al Rey, y este no me perdonará de seguro, las relaciones que se me suponen con los enviados estrangeros.

Beatriz no perdió una palabra del relato del Conde, porque ya tenia conocimiento de la buena pasada que Diego Martinez habia jugado al marqués de Mons y al baron de Montigny, aunque ignoraba que hubiese tomado, para llevar á término aquella superchería, el nombre del de Barajas. Alarmada del sesgo que revelaba el apuro de este último, procuró enterarse bien de todos los incidentes del asunto, fingiendo que prestaba la mayor atencion al discurso, que al mismo tiempo y en voz baja le dirigia la Condesa, para convencerla de que necesariamente debia tener uno ó tal vez varios amantes la princesa de Éboli.

-¿Qué me asegurais ahora? preguntó el cortesano á su esposa, que embebida en su odio contra doña Ana, habia escuchado con poco interés el conflicto, en que se veia el primero.

-Si quereis acertar en todo, respondió al fin la dama, haciendo un esfuerzo para recordar lo que acababa de oir, volvámonos á nuestras posesiones de Andalucía.

-¡Bah! ahora no se trata de irnos ni de quedarnos.

-¿Pues de qué se trata? ¿No habeis conocido ya que aquí somos blanco de la envidia de todos? ¿O se os figura que he de sufrir con paciencia, que la vizca me ultraje asegurando que nací en 1509?

-¡Otra vez, Condesa! Por todos los santos del cielo, que estais hoy rematada como nunca.

-¿No os conviene lo que propongo? Sea en buen hora; os daré otro consejo: descubrídselo todo al Rey.

-Es que ya os he dicho que he empeñado mi palabra al confidente del Príncipe.

-¿Sí? Vaya en gracia: volved las tornas al Rey y declarad al Príncipe la verdad.

-¿Qué verdad, señora?

-Que estais inocente de lo que ha sucedido.

-¿Y me creerá?

-Os creerá despues que se lo pregunte á los flamencos.

-¡Un careo! ¡Una confrontacion! Mal me esplico. ¡Un reconocimiento de mi persona! ¡Qué vergüenza para vos y para mí!

-Pues bien, si nada quereis hacer, estaos quedo, y dejad que se hunda el mundo entero y que nos coja debajo.

Aquí llegaban de su diálogo los dos esposos, cuando les anunciaron la llegada del cardenal Espinosa. Un instante despues entró el prelado, y habiendo hecho presente que tenia que hablar á solas con el Conde, este le condujo á otra pieza. La Condesa y Beatriz permanecieron en el salon haciendo comentarios sobre aquella novedad.

El Presidente del consejo, entre tanto, hizo saber al conde de Barajas que, noticioso el Rey de lo ocurrido en el negocio de cierta carta confiada á su lealtad hácia el príncipe D. Cárlos por el baron de Montigny, le enviaba para averiguar lo que hubiese acerca del particular. El Conde, que estaba ya fuera de sus casillas con las impertinencias de su muger, respondió con altanería:

-Decid al Rey que miente...

-Reportaos, por Dios, le replicó Espinosa.

-Decid al Rey que miente como un villano quien se atreve á sospechar de mí. Es muy cierto que amo al príncipe D. Cárlos de Austria, porque es hijo del Rey y porque ese príncipe, á pesar de todos sus defectos, tiene el mérito de su ódio hácia las pandillas de cortesanos, que se disputan el favor del monarca: mas decid á este, que desde el día que ofrecí mis respetos al príncipe D. Cárlos cuando volvió de París, no he vuelto á verle; decidle que no soy tan sándio, que me haya espuesto voluntariamente á incurrir en su indignación, estrechando relaciones con personas tan desconocidas para mí como los embajadores flamencos; decidle por último, señor Cardenal, que si el conde de Barajas, se hubiera encargado de la comision del baron de Montigny para el príncipe D. Cárlos, el conde de Barajas, estaria muerto á estas horas, ó el príncipe D. Cárlos tendria en su poder la carta, que ha traido á Castilla el barón de Montigny.

-Y sin embargo, señor Conde, el Baron y su amigo el marqués de Mons sostienen que el primero os entregó la carta.

-Imposible, señor Presidente, ó esos enviados no son caballeros: si persisten en acusarme, atravesaré sus pechos á estocadas.

-No sé lo que dispondrá su alteza, mas respondedme, porque os interrogo de su orden. ¿Fuisteis de parte del Príncipe al encuentro de los flamencos?

-No.

-¿Les buscasteis alojamiento, asegurando que D. Cárlos queria costear sus gastos, mientras permanecieron en la corte?

-Menos.

-¿Hicísteis comprender á los enviados el riesgo que corrian, supuesto que el Rey no ignoraba que eran portadores de una comunicacion peligrosa?

-¿Qué diablos de historia me estais: contando? ¿No os hé dicho ya que en mi vida ví á esos hombres?

-¿Ni recibísteis de ellos la carta para el Príncipe?

-Señor Cardenal, ¿os habeis puesto hoy de acuerdo con mi muy amada esposa, para hacerme que dé el alma á Satanás? ¡Ah! Me ocurre una idea. ¿Por qué no dirigís todas esas preguntas al señor D. Cárlos de Austria? Diga él si me ha dado semejantes encargos para los embajadores.

-El Príncipe se encuentra á la sazon en un estado, que no permite hablarle: la nueva del matrimonio del Rey ha trastornado su cerebro y es empresa algun tanto arriesgada el acemarse á él.

-Yo me acercaré, si me acompañais pues se trata de mi honra.

-No: pudiera desaprobarlo el Rey.

-¿Y qué me importa? El Rey sabrá despues que he dado ese paso para hacerle ver que en la familia del conde de Barajas nunca ha habido traidores.

-A mí solo me toca poner en su noticia vuestras respuestas.

-Mas...ya que no consentís en mi entrevista con D. Cárlos, ¿porqué no interrogais á su confidente Baltasar Cisneros?

-Ya lo he hecho.

-¿Y qué dice el poeta?

-Que el príncipe nada os ha ordenado, ni sabia la llegada de los embajadores.

-¿Y eso no convence á S. A.?

-No, porque los flamencos juran que pusieron la carta en vuestras manos.

-¡Ira de Dios! Yo les obligaré á desdecirse, probando que son unos impostores y menguados.

-Quedad en paz, señor Conde; estoy persuadido de vuestra inocencia, pero las pruebas que os acusan...

-Nunca han sido pruebas la falsedad y la impostura. ¿Queréis que os diga mi pensamiento?

-Mi deber es escucharos.

-Pues bien; imagino que todo es una fábula, en cuyo caso ya sé como hallar al culpable

-Esplicaos con mas claridad, si lo teneis á bien.

-Con mucho gusto. Creo que la tal carta no existe, y que por lo tanto no ha podido traerla á Castilla el baron de Montigny. Si no, contestadme: ¿quién la tiene? ¿No dicen los embajadores que me la han entregado?

-Es cierto.

-¿La he llevado yo al príncipe?

-Baltasar Cisneros afirma que no.

-¿Dónde está pues?

-En vuestras manos.

-¡Señor Cardenal!

-No puedo responderos de otro modo: mi consecuencia es lógica.

-Es absurda; yo os lo digo... yo.

El Cardenal se retiró para dar cuenta al Rey de lo ocurrido: dos horas despues fué llamado. por D. Felipe el conde de Barajas, y al pisar la real cámara no pudo ocultar su estrañeza, viendo que se le hacia un recibimiento afectuoso. Habia contado desde luego con la cólera del monarca, revelada por un rostro irritado y por el fuego de unas miradas, cuya fascinacion nadie podia sufrir con tranquilidad; pues aunque su conciencia no lo acusaba, conocia perfectamente todo el alcance de las intrigas cortesanas de los dos partidos políticos, que aspiraban á influir de una manera directa y eficaz en la marcha del gobierno. El Rey, pues, acogió al Conde con benevolencia, y despues de haberle dado á besar su mano, le preguntó con agrado:

-¿Estais dispuesto para seguirme con la corte á los confines de Navarra?

-Esa es mi obligacion, señor, le contestó admirado el de Barajas, y mi primer pensamiento es no faltar á ella.

-Os necesito ademas junto a mi persona cuando se celebre mi matrimonio, murmuró D. Felipe.

-Está bien, señor; V. A. me tendrá á su lado.

-El Cardenal presidente del Consejo os ha hecho saber que os acusan de una traicion imperdonable.

-Así es la verdad; suponen mis enemigos que el baron de Montigny me ha entregado una carta para el príncipe D. Cárlos.

-¿Teneis enemigos, Conde?

-Debo suponerlo, señor, en vista de lo que está pasando.

-Pero no ignorais que vuestros acusadores son los enviados de las provincias flamencas.

-Y eso es precisamente lo que mi razon no puede comprender; ya he manifestado al señor cardenal Espinosa mi opinion respecto á esos hombres, que se dicen caballeros.

Sonrióse el Rey y replicó al punto:

-Caballeros son, yo os lo afirmo, y de las mas altas familias de Flandes.

-Yo tambien me precio de descender de ilustre sangre, repuso el Conde animándose mas y mas, y creo que mi palabra vale siempre tanto como la suya, y en esta ocasion mucho mas.

-En fin, ¿qué es lo que de tan enredado negocio sacais en limpio?

-Lo mismo que he espuesto al presidente del Consejo de V. A.: me empeño en la idea de que la carta que se supone no existe, supuesto que en ninguna parte se encuentra.

-¿Os empeñais?

-Señor, sí.

-Pues no sabeis lo que decís. ¿Se os figura que los embajadores han de acusarse á sí mismos, tan solo por tener la satisfaccion de perderos?

El Conde bajó la cabeza ante una razon tan convincente.

-Además, añadió D. Felipe, tened entendido que la carta de que so trata está en alguna parte: aquí, por ejemplo.

-Y cogiendo un pliego cerrado de la mesa, lo mostró al Conde. Este se puso pálido, como si verdaderamente fuese culpable, y exclamó exasperado:

-¡Ah! ¿Conque efectivamente ha parecido? ¡Miserables! ¡Y se atreven á echar un borron sobre mi nombre!

Calmándose despues que hubo pronunciado estas palabras, prosiguió así:

-Doy mil gracias al cielo, señor, porque eso mismo basta y sobra para justificarme á los ojos de V. A.

-¿De qué modo? dijo el Rey.

-Ya que V. A. posee el cuerpo del delito, debe saber tambien que nunca ha pasado por mis manos.

-Lo que sé es que Montigny entregó esta misiva, para el príncipe D. Cárlos de Austria, al conde de Barajas, y que este, haciendo traicion á la buena fé del flamenco, ha procurado que llegue á mi poder.

El conde de Barajas estaba en un potro, pues queria responder á D. Felipe con un solemne mentís, y al mismo tiempo se veia privado de los medios de probar su inocencia, si no se le autorizaba para avistarse públicamente con los embajadores, á fin de poner en claro aquel negocio. Cuando la Condesa le habló de esto, aunque con relacion al Príncipe, se sublevó su orgullo, pareciéndole que se desdoraria, si llegaba á encontrarse en la dura necesidad de sufrir un careo con sus acusadores; mas despues de, haber reflexionado con detenimiento sobre la comprometida situacion en que se hallaba, se convenció de que aquel era el recurso mas espedito y seguro, á que podia apelar, para salir del atolladero. Con todo, si hubiera observado que el Rey habia proferido sus últimas palabras sin enojo, sin dar la mas leve señal de enfado contra él, fácil le fuera haber comprendido, que la clave del enigma no era ciertamente la que buscaba: pero á nada atendió, y fijo su pensamiento en una justificacion imposible, supuesto que D. Felipe no queria que se justificase, hincó una rodilla en tierra y dijo con entereza:

-Señor, no os pido gracia, porque no he cometido delito que empañe el lustre de mi fidelidad, así como tampoco he faltado al honor con los flamencos, quienes ninguna comision me han dado para el Príncipe. Pero ya que tan frente afrente se me acusa; ya que V. A. es el primero que me cree traidor contra unos hombres, que jamás me han visto ya que el mismo príncipe D. Cárlos imagina tal vez que la carta, que yo en su entender debia llevarle, ha pasado de mis manos á las de V. A., mi obligacion es aceptar el combate á que se me llama, y quedar en él triunfante, o morir de ignominia y de vergüenza. Disponga V. A. que los flamencos se presenten delante de mí, y si entónces son capaces...

-Conde de Barajas, alzad, y escuchadme bien, replicó D. Felipe secamente y clavando en su interlocutor una mirada fria é imperiosa. Os he dicho que vos recibisteis la carta del baron, y que para darme una prueba de vuestra lealtad la hicisteis llegar amis manos.

-Pero, señor...

-¿En donde está vuestro crímen? Al contrario; me servisteis bien...

-¡Y el Príncipe, señor!... ¡Qué dirá el Príncipe, si no logro justificarme!

-Justificado estais; yo apruebo lo que habeis hecho.

-¡Y la honra de mi nombre!¡Qué papel quiero Vuestra Alteza que represente en la corte, cuando todos los grandes y señores me tengan por reo de traicion y felonía!

-Los grandes y los señores se guardarán bien de dirigiros una mirada desdeñosa, cuando sepan que os nombro gefe principal de las tropas que deben acompañarnos á la frontera, para recibirá la reina doña Isabel.

-Mas... ¿no -advierte Vuestra Alteza, señor, que, se dirá...

-Advierto, Conde, que-sois terco en demasía, y que hoy teneis muy cerrado el entendimiento. Por tercera vez os digo que Montigny os dió esta carta para D. Cárlos. ¿Me oís? El flamenco os la dió y... ya sabéis lo demas.

La espesa nube que impedia al conde de Barajas ver claro en aquella intriga, empezó á disiparse, y no tardó en persuadirse de que el Rey estaba seguro de su inocencia, al paso que no queria que hiciese averiguaciones de ninguna especie. No insistió pues, y resignándose á pasar por culpable, acarició en su mente la última esperanza que le quedaba; la esperanza de que acaso el mismo que dejaba tan mal parada su honra, le ayudaría á recobrarla. D. Felipe, como si hubiera adivinado la lucha que sostenian en el corazon del caballero sus sentimientos de acrisolada lealtad, con los que lo aconsejaban la conservacion de su hidalga nobleza, le dijo al despedirle:

-¿Ignorais, Conde, que en el mundo no son las cosas lo que parecen, hasta que los acontecimientos las descubren? Esperad, como yo espero, que aun os queda por ver mucho.

El de Barajas se inclinó con respeto, y despues de besar la mano al Rey, salió de la cámara melancólico y pensativo.

Mientras esto acontecía, Diego Martinez, advertido por Beatriz de la conversacion que había tenido lugar entre la Condesa y su esposo, hizo llegar un aviso al marqués de Mons y al barón de Montigny, haciéndoles entender el peligro á que se hallaban espuestos, si persistian en sostener, que el conde de Barajas era la persona, á quien habian entregado: la carta para D. Cárlos de Austria. Los flamencos, al ver descubierto el objeto principal de su viaje a Castilla, trataron de ponerse en salvo, y pidieron ayuda al fingido conde de Barajas, para salir del terrible apuro en que se veian. Entonces volvió Diego á endosarse el disfraz con que les habia engañado la primera vez, les probó, como dos y dos son cuatro, que no debian fiarse de Baltasar Cisneros, quien por lo mismo que era muy adicto al Princípe, andaba siempre espiado por los satélites de don Felipe-, aseguróles que la carta del conde de Egmont se bailaba ya en poder del Príncipe, pero que habiendo sospechado el Rey alguna trama, por los arrebatos nerviosos del mismo D. Cárlos y las habladurías de su confidente, habia entrado en recelos contra los embajadores de los estados; por último les aconsejó que, pues la corte se disponia á marchar hácia la frontera de Francia, la siguiesen para quitar todo pretesto á las sospechas, y que una vez llegados á los confines de Navarra, escapasen á la ventura, lo cual les seria fácil conseguir, sin que nadie pusiese atencion en su falta. Los enviados hubieran preferido permanecer en Valladolid y huir, despues de la salida de la corte, con direccion á Vizcaya para repasar por aquella parte el Pirineo; mas se rindieron á las convincentes razones de Diego Martinez, y su ciega confianza les perdió.

Conviene dejar consignado aquí, que los flamencos á nadie habian declarado el secreto de la carta, á escepcion de Baltasar Cisneros. Este, cumpliendo con el encargo del Príncipe, se presentó á pedirles nuevas de su tia doña Margarita de Austria, y les espuso el riesgo que corrian permaneciendo en la corte. El baron de Montigny no quiso desaprovechar la ocasion que se le presentaba, de saber si el Príncipe habia recibido la carta, y habló de ella asegurando que la habia entregado al conde de Barajas. No fué menester mas para que Cisneros formase mil castillos en el aire, hasta que, en el fondo del negocio, dió por fin con la verdad, pues supuso que la carta habia sido confiada por el Conde al secretario del Rey Inmediatamente dió parte de sus sospechas al Príncipe, despues de haber dejado á los embajadores en una confusion que no acertaban á esplicarse, aunque decididos á aprovechar la primera coyuntura favorable para abandonar á España; y D. Cárlos cuyo maltratado corazon destilaba sangre y venganza, se deshizo en denuestos contra la que llamaba infernal traicion del Rey su padre. Las imprudentes é insensatas quejas del desesperado mancebo hicieron conocer á este la injusta acusacion de que era objeto el conde de Barajas, en quien con este motivo pensó para encomendarle mas tarde cierto plan que habia concebido; y con el fin de acercarlo mas á su persona, envió al cardenal Espinosa para que sondease el grado de su adhesion y fidelidad, haciéndole llamar poco despues, satisfecho de la nobleza de sentimientos, que habia manifestado en la entrevista con el presidente del-Consejo.

El conde de Barajas, á pesar de la afrenta con que se pretendia manchar su nombre, y del señalado favor que acababa de obtener del Rey D. Felipe, cumplió la palabra que habia dado á Baltasar Cisneros, que habia sido el primero en acusarle de traidor al Príncipe. Nadie supo jamás que el poeta amigo de D. Cárlos de Austria habia ido á reclamar del Conde la carta del gefe de los rebeldes de Flandes.

Capítulo XX
Los desposorios del rey D. Felipe

Empotrado en el corazon del Pirineo, entre riscos casi siempre cubiertos de nieve, que circunvalan el término, hácia la parte del norte, del valle montañoso de Aoiz, yace ignorado un pueblo, que no por poseer con justísimos títulos el nombre de villa, puede aspirar á la consideracion de los mismos que han oido hablar de sus antiquísimas glorias. La tradicion, que nos ha legado las famosas proezas de Bernardo del Carpio, no se ha perdido enteramente entre los belicosos y fieros navarros, y la batalla en que perecieron los doce Pares de Francia es tan popular en el antiguo reino usurpado por D. Juan II de Aragon á sus hijos el príncipe de Viana y doña Blanca, que en la vetusta y bien conservada colegiata de la villa, de que hemos hecho mencion, se conservaban hace poco mas de treinta años varias reliquias de aquellos héroes, cuyo marcial denuedo é increibles aventuras se encargaron de eternizar los romances.

El pueblo de Roncesvalles, célebre por la terrible jornada que de padres á hijos se ha ido atribuyendo á Carlo Magno y á sus caballeros hasta entonces nunca vencidos, estaba destinado en el año de 1559 á presenciar una de esas grandes solemnidades, que forman época en la vida de las naciones, pues el rey, D. Felipe habia dispuesto, que en la colegiata del mismo se celebrasen sus desposorios con la princesa doña Isabel de Valois. Todo era movimiento y animacion en aquellos contornos poco antes tan desiertos, y la pequeña villa, poblada en su mayor parte de ministros del altar y de varias familias de labradores, apenas podia contener y mucho menos dar abrigo á tantos señores y soldados, como de la corte de Castilla habian acudido, para asistir á la régia ceremonia. La Princesa, acompañada de los duques de Alba y del Infantado, del príncipe de Éboli y de los magnates franceses, encargados por Catalina de Médicis en su custodia, habia invadido, con la servidumbre que la seguia, casi todas las casas, dejando la colegiata á disposicion de Don Felipe y de los caballeros españoles. Las fuerzas de la escolta, á las órdenes del conde de Barajas, acamparon al raso, y la misma suerte cupo á muchos nobles, que no pudieron cobijarse bajo techado por falta de edificios; mas como solo se trataba de pasar una noche en Roncesvalles, no se creyó del caso llevar tiendas de campaña ni otros aprestos, que hubieran retardado la marcha de la corte.

El príncipe, D. Cárlos, que habia pensado prudentemente quedarse en Valladolid, á lo cual habia accedido el Rey, cambió de parecer por consejo de Baltasar Cisneros, quien le hizo presente que acaso en Roncesvalles se le presentaria ocasion propicia, para conferenciar con los enviados de Flandes, supuesto que estos señores se preparaban á seguir la corte hasta Navarra. Hay datos para creer, que el astuto cómico-poeta concibió un plan de evasion, de acuerdo con el Príncipe y los embajadores, segun el cual debia fugarse don Cárlos al mismo tiempo que ellos, por aquella frontera, penetrar en Francia disfrazado y dirigirse á Bruselas, para ser reconocido por su tia la duquesa de Parma y por los confederados descontentos, como gobernador absoluto de los estados de Flandes con independencia de España. El marqués de Mons y el baron de Montigny terciaron indudablemente en los tratos de esta traicion, y lo único que hasta ahora no ha podido averiguarse, es el grado de culpabilidad, que en ella tuvo el desgraciado amante de doña Isabel de la Paz. Por lo demas, el Rey seguia paso á paso todos los proyectos de los embajadores; y la repentina mudanza que observó en D. Cárlos, la certeza que obtuvo de que se habia propuesto acompañarlo á Roncesvalles, desde que llegó á sabor que los flamencos habian tomado la misma resolucion, y sobre todo las contínuas idas y vueltas de Baltasar Cisneros de la cámara del Príncipe á la posada de aquellos, y de esta á la del último, idas y vueltas referidas con asombrosa puntualidad á Antonio Perez por Diego Martinez, que vigilaba de su órden todas las acciones y movimientos del poeta confidente, fueron para el sábio monarca un rayo de luz.

Hasta entonces no habia querido abrir la carta del conde de Egmont; temia hallarse en el terrible deber de declarar traidor á su hijo, y temblaba cada vez que ponia ta mano sobre aquel fatal escrito, que tal vez contenia las pruebas de un crímen imperdonable. Mas era ya tiempo de conocer á fondo las tramas que se urdian contra el público sosiego, y de desbaratar unas maquinaciones alentadas por la impunidad y dirigidas, al parecer, á hacer que perdiese España unas provincias conquistadas con la sangre y el valor de sus mas generosos hijos. Despues que D. Felipe adoptaba un partido, nada en el mundo podia apartarle de él, y solo se vengaba en disponer los medios de llevarlo acabo. Reunió pues el Consejo al anochecer del dia anterior al de su partida para Navarra, y á él asistieron el Comendador Mayor de Castilla, el cardenal Espinosa, el marqués de los Veloz, el prior D. Antonio de Toledo, el príncipe de Melito, el marqués de Aguilar y Zayas y el secretario íntimo del rey Antonio Perez, además del que contaba como suyo el Consejo, y que á la sazon era Juan Escobedo.

Éste último abrió la carta que había llegado de Flandes y que el Rey puso en manos del presidente Espinosa, quien la pasó al Secretario del Consejo para que tomase nota. Hízolo así Escobedo, apuntando en el registro de consultas la fecha y firma del pliego, y lo entregó á Antonio Perez, como encargado de su lectura, por ser documento que Su alteza sometia á deliberacion, á los fines é conseqüencias que hobiere de produzir.

El escrito ponia de manifiesto todas las intenciones y planes de los rebeldes. No solo daba cuenta al príncipe D. Cárlos el conde de Egmont de los trabajos de la confederacion flamenca, establecida por el señor de Santa Ildegonda contra el gobierno de D. Felipe, sino que decía los medios que se habían puesto en juego, para adormecer la vigilancia de la regente, doña Margarita de Austria, é invitaba terminantemente al heredero de Castilla á que, siguiendo las instrucciones que llevaban el baron de Montigay y el marqués de Mons, arrancase del Rey su nombramiento de gobernador de Flandes, ó en caso de que no pudiese conseguirlo, huyese de España y pasase á Amberes, donde encontraría al conde de Horn y á otros parciales, encargados de darle la investidura suprema de los Estados, mientras él (el conde de Egmont) le haría reconocer en Gante y en Bruselas, á despecho de su tirano padre y de sus viles consejeros.

Terminada la lectura, respiró D. Felipe y dió gracias á la Providencia desde el fondo de su alma, porque ninguna frase de la carta indicaba que D. Cárlos de Austria tuviese conocimiento del complot. Púsose en seguida á consulta lo que había de hacerse, y el Consejo opinó por unanimidad que debia procederse contra el marqués de Mons y el baron de Montigny y considerarles mas bien como rebeldes que como embajadores, aprobando la determinacion primera, que el Rey había suspendido, de enviar á Flandes al duque de Alba, para que sujetase las provincias sublevadas. El Consejo sin embargo dejaba á la prudencia de Su Alteza la ejecucion de estas medidas, cuando las juzgase oportunas.

Estendida que fué por el secretario Juan Escobedo el acta de la consulta, la pidió D. Felipe y escribió al márgen estas palabras: ‘Hágase todo bien y plenamente, segun y conforme paresce á los de mi Consejo, para que aproveche al sosiego destos reynos. Don Felipe de Austria.’

Poco despues despidió á los magnates, que acababan de emitir una opinion tan ajustada á sus propias ideas, y haciendo llamar al conde de Barajas, le comunicó órdenes secretas, relativas al mando de las tropas que había puesto á su cargo, para que le escoltasen en su pacífica escursion al reino de Navarra.

Aunque este territorio pertenecía á Castilla desde el año de 1512, á consecuencia de haberlo conquistado D. Fernando el Católico, despues de la escomunion que lanzó el papa contra sus reyes Juan y Catalina, daba muestras del belicoso ardimiento que le había animado en la civil contienda suscitada por la ambicion de D. Juan II, en perjuicio del Príncipe de Viana. Pero al mismo tiempo sabían apreciar los navarros el gobierno justo de D. Felipe, y al tener noticia de que había pisado su suelo, le prepararon tantos triunfos y ovaciones, como puntos de descanso les fué preciso señalar hasta Roncesvalles: el Rey nunca olvidó sus agasajos y las muestras de adhesion y cariño que recibió durante su tránsito por aquella tierra, en que todos los hombres eran soldados cuando la defensa del país lo exigía, y aseguraba muchas veces que Castilla nunca seria presa de estrangeros, mientras conservase una union sincera con las provincias vascas.

Las vistas del rey D. Felipe II y de su prometida la princesa doña Isabel de Valois tuvieron lugar con toda ceremonia en la plaza pública de Roncesvalles: el príncipe D. Cárlos, pálido como un espectro, asistió á tan cruel martirio de los sentimientos amorosos que por tanto tiempo había acariciado con delicia, mas no dirigió la palabra á su perdida amante. Ella le contempló una vez... una sola vez, y tembló al observar que las miradas del Rey la perseguían con tenaz empeño, como si intentasen escudriñar los misterios de su corazon. Los naturales obsequiaron á los augustos huéspedes con danzas, corridas de novillos y partidos de pelota y de barra, habiéndose dispuesto para la noche, luego que se verificasen los desposorios, una soberbia funcion de fuegos artificiales, preparados por un afamado polvorista de Vitoria, ciudad clásica desde 1370 en este género de espectáculos.

Don Felipe recibió, despues de los juegos, las felicitaciones del cardenal de Borbon, del duque de Vandome y de otros caballeros franceses de la primera nobleza, y con gran acompañamiento pasó luego á dar el pésame á la princesa, por la fatal desgracia que habia puesto fin á los dias de su padre el rey Enrique. En efecto, á los pocos dias de haber llegado á París el príncipe de Éboli y el duque del Infantado, obsequió el infeliz monarca con unas magníficas fiestas á los enviados españoles, y habiendo salido ajustar el segundo dia con el conde de Montmorency, éste le atravesó un ojo con una astilla de su lanza, causándole la muerte, circunstancia que dilató la salida de la corte de Francia de doña Isabel, pues fué necesario que asistiese á la jura del nuevo rey Francisco II, que solo contaba diez y seis años de edad.

Entretanto llegó la noche, y toda la comitiva se dirigió al templo y los caballeros se apiñaron unos contra otros como pudieron, porque ninguno quiso resignarse á permanecer en la plaza durante la ceremonia, despues de haber caminado tantas leguas para presenciarla. No bien entraron en la colegiata el rey de Castilla y la Princesa, cuando de las góticas columnas que formaban los arcos rebajados del pórtico se destacó una sombra silenciosa, en direccion á la calle mas próxima: al mismo tiempo apareció otra sombra por el ángulo de la derecha del templo y siguió á la primera; esta se volvió de pronto y observando que la espiaban, se detuvo. Entonces la segunda sombra viéndose descubierta, se adelantó con respeto hácia el príncipe D. Cárlos, á quien acababa de conocer.

-Deteneos quien quiera que seais, dijo el mancebo echando mano á la espada: no me gustan corchetes á mis talones.

-Señor, no hay que impacientarse, replicó la otra sombra: soy...

-Basta, le interrumpió D. Cárlos, pues la voz te ha delatado; eres mi eterno perseguidor Alonso de Cabrera, y vive Dios que si no me dejas en paz esta noche...

-Mi obligacion es hallarme siempre cerca de V. A., para servirle y complacerle.

-Bien; sírveme y compláceme, alejándote ahora misino de mi.

-Es cosa que no puedo hacer. Pero... mirad; todo el séquito del Rey está ya en la iglesia... el altar mayor aparece iluminado y el resplendor de las hachas llega hasta nosotros. ¿Qué haceis aquí, señor?

-Estoy saboreando la dicha que me espera: no puedes menos de conocer que será muy grande, y el hombre debe prepararse para el placer, lo mismo que para el tormento.

-Mucho recelo que vuestro corazon desmienta esas palabras.

-Y yo te doy el saludable aviso de que guardes tus recelos para tí solo, pues aun cuando se conviertan en verdades, puede serle harto peligroso el manifestarlas.

-Si algo he dicho que os ofenda, debeis atribuirlo al vivo interés que me inspiran vuestras aflicciones.

-Gracias, señor gentil hombre de cámara.

-Y ese mismo celo, que me anima en el servicio á que el Rey me ha destinado cerca de vuestra persona, me ha hecho adivinar que padeceis.

-Gracias, señor astrólogo; mas no olvides que es algo perjudicial el estudio á que te entregas. La santa Inquisicion tiene el olfato muy largo.

-No es eso, señor, lo que quiero decir. Yo abomino á esa raza de judíos, cuyas sacrílegas artes ocultas persigue y castiga el santo tribunal; soy católico, apostólico, romano, pues de otro modo no me hubiera elegido el Rey para el distinguido cargo que ejerzo.

-Para espía de un herege corno yo. Gracias, señor adulador.

-No me conoceis, Príncipe; y con todo, es preciso que dejandoos guiar por mis saludables consejos, olvideis todo cuanto pueda recordaros tiernas memorias, y que os apresureis á acatar la soberana voluntad de un padre...

-Mientes, D. Alfonso; de un padre no, sino de un Rey. ¿Qué mas?

-He concluido, señor, ya que os enojais.

-Obras con prudencia: este es mal sitio para predicar un sermon, porque pudiera suceder... ¡Ah! Me parece que va á dar principio la ceremonia... Mira... mira... acércate mas..,.. mas aun...

-Me asustais... nunca os he visto tan demudado é inquieto.

-Fantasmas de tu imaginación: jamás estuve tan tranquilo. Pero ya es tiempo de...

-En efecto, acabais de recordarme mi deber; necesito dar órdenes para que los aposentos del Rey y los vuestros se preparen en Toledo con la mayor suntuosidad.

-¿Quién ha mandado eso?

-El Rey vuestro padre.

-Basta con decir el Rey; cuando habla un Rey, no habla un padre. ¿Cuándo te has separado de él?

-Pocos momentos antes de que se dirigiese al templo.

-¿Qué te ha dicho?

-Que allí os esperaba.

-Ya ves que estoy a dos pasos y que hasta ahora no tiene queja de mí. Mira: ahí, en presencia de Dios, se va á celebrar un matrimonio sacrílego.

-Señor ¿qué os atreveis á proferir?

-Lo que oyes; sacrílego y... maldito. ¿Ignoras que el sí de los desposados será la señal de mi condenacion eterna? ¿Que la bendicion nupcial arrancará de la bóveda celeste un rayo de cólera, y que ese rayo vendrá á caer sobre mi cabeza y la del culpable?

-Silencio, Príncipe, silencio... Las paredes y las esquinas de las calles tienen oidos.

-Sepamos ya lo demás que te ha dicho el Rey.

-Me ha prohibido, pena de la vida, que los embajadores de Flandes se os acerquen.

-¡Ah! ¿Teme acaso que mi tia la duquesa de Parma me ofrezca su mano por conducto del baron de Montigny, ó que yo vuele a ponerme al frente de los protestantes? Vamos, entra en la iglesia, que pronto te seguiré.

-¿Me empeñais vuestra palabra?

-Don Alonso ¿por qué me lo preguntáis? ¿Cuando he faltado á ella?

Cabrera hizo al Príncipe una profunda reverencia y se dirigió á la colegiata. D. Cárlos permaneció en el mismo sitio, observando á derecha é izquierda, como si esperase á alguno. No tardó en oir pasos al parecer de una persona que se acercaba con precipitacion, é imaginando que seria la que buscaba, se adelantó á su encuentro. Era efectivamente Baltasar Cisneros, que acudia á una cita concertada de antemano con el Príncipe.

-¿Qué hay de nuevo? le preguntó este, apenas le hubo reconocido.

-Doña Isabel de Valois no será esta noche esposa del Rey don Felipe, contestó el cómico en voz baja.

-¡Oh! esclamó D. Cárlos fuera de sí. ¡Ganar una noche! ¿Sabes, Cisneros, lo que eso significa? Significa no haber perdido enteramente la esperanza. Ven, ven, amigo mio... pero ¿está reunido todo el combustible?

-No hay que hacer mas, qué arrimarle un haz de paja encendido.

-Y ellos huirán del templo, en cuanto perciban el olor del humo. Sí... sí... dispongamos la luminarias, que han de alumbrar sus desposorios.

El Príncipe y su confidente, dichas estas palabras, se perdieron entre las callejuelas inmediatas á la colegiata, y poco despues entraron en ella por una puerta del costado opuesto al que formaba la fachada principal. D. Cárlos se internó el primero en un oscuro corredor, que conducia á la estrechísima escalera de caracol del campanario; el poeta le seguia ya, cuando un embozado, que se hallaba oculto en el corredor, le tocó en el hombro. Volvióse asustado, pues temia que se hubiesen espiado sus pasos, y temeroso de comprometer al Príncipe, guardó silencio. El embozado acercó los lábios á uno de sus oidos, para que el eco de las palabras que iba á pronunciar no resonase en la bóveda del edificio, y le dijo pausadamente:

-Ha llegado la hora, señor Baltasar Cisneros.; y así, conservad bien en la memoria lo que os digo. Un hombre vendrá á este mismo sitio despues que termine la ceremonia del matrimonio del Rey; al acercarse dará una palmada y vos ó el Príncipe le contestareis con otra. Entonces os conducirá al punto en que encontrareis cuatro caballos, y en él esperareis mi llegada. Supongo que-no tengo necesidad de pronunciar mi nombre.

-¿Para qué? respondió Cisneros, que habia conocido perfectamente al marqués de Mons. Decidme únicamente á donde vais ahora...

-Al templo, á reunirme con mi compañero de viage, para que el Rey y sus magnates puedan vernos.

-Id con Dios, que todo se hará segun lo habeis dispuesto.

El Marqués salió á la calle y desapareció. El cómico-poeta se apresuro á reunirse con D. Cárlos, y despues de trepar con no poco trabajo por aquella escalera, cuyas incesantes y rápidas vueltas les causaban continuos mareos, llegaron ambos al campanario.

El Rey entre tanto estaba impaciente, porque no veia entrar en la colegiata al Príncipe su hijo; mas habiendo divisado al gentil-hombre D. Alonso de Cabrera, lo llamó á su lado y supo por él que don Cárlos acababa de darle palabra de seguirle. Un cuarto de hora transcurrió sin que nadie supiese dar razon de su paradero, y al fin, cansado D. Felipe de aguardarle, ó suponiendo tal vez que se hubiese retirado á su alojamiento, por faltarle valor para presenciar los desposorios de la que habia sido su prometida, ordenó, que la ceremonia comenzase. Al punto rompieron los agudos y estrepitosos sonidos del órgano el sepulcral silencio que reinaba en la iglesia, y el humo del incienso perfumado se remontó en densísimas espirales, esparciéndose por las altas bóvedas de la casa de Dios. ¿Casi al mismo tiempo se presentó el príncipe D. Cárlos en medio de la corte, que lo recibió con gran contentamiento, y el Rey, su padre pago con una afectuosa sonrisa aquella prueba de respeto y obediencia á su mandato.

El humo del incienso se habia disipado ya, los augustos novios se disponian á pronunciar el voto que iba á ligarlos para siempre, y el cardenal Espinosa se apartaba del altar para exigirles el juramento y unir sus manos, cuando un sordo rumor, que llegó hasta los oidos del monarca anunció una siniestra noticia. El humo continuaba, pero era el del incendio que se habia declarado en el campanario y que difundia la consternación y él espanto entre la corte. El príncipe D. Cárlos, como si aquella nueva le hubiera sobrecogido, corrió hácia la puerta del templo dando gritos, pues esperaba que todos le siguiesen y que-la ceremonia quedase interrumpida; mas el Rey permaneció impasible en medio del tumulto que el susto y la zozobra habian originado, y nadie sé movió de su puesto. El cardenal, obedeciendo á una-mirada significativa de D. Felipe, terminó los preliminares de los desposorios, y echando la bendición á los novios, los-unió hasta la muerte. Cinco minutos despues salieron de la iglesia, seguidos de la brillante comitiva, y se cercioraron de que los labradores del pueblo, alarmados por las llamaradas que salian de la torre, amenazando consumir todo el edificio, habian volado á atajar los progresos del elemento destructor y lo habian conseguido, antes que se comunicasen á la planta baja.

El proyecto del Príncipe y de Baltasar Cisneros no produjo los resultados que apetecian, pues la ceremonia en vez de interrumpirse, se aceleró, y doña Isabel de Valois fué aquella, noche legítima esposa de D. Felipe el Prudente.

Don Cárlos de Austria se habia dirigido precipitadamente al encuentro de su amigo, á quien halló en el corredor oscuro que daba subida al campanario, esperando al hombre cuya llegada le habia anunciado el marqués de Mons.

-¿Ha concluido la ceremonia? Le preguntó el poeta. Hablad... ¿hemos logrado nuestro objeto?

-Se me figura que la corte habrá respondido á mis voces, abandonando el templo, respondió el Príncipe con turbado acento, y que al verse el Rey sin testigos...

-Mucho tarda el guia que nos han ofrecido, observó Cisneros. En fin, la colegiata de Roncesvalles ha vivido bastante tiempo, y si D. Felipe se acuerda de ella algun dia, mandará reedificarla.

Y como oyese al decir esto gran tumulto de voces que á ellos se aproximaban, añadió:

-¿Qué será eso? De todos modos, señor, estamos muy mal aquí.

-Pasemos al otro lado de, la calle, repuso el Príncipe.

Así lo hicieron, y no tardaron en ver en grupo de aldeanos que se dirigia en desórden hácia la puerta trasera de la colegiata, que acababan de abandonar. Eran los que acudian á apagar el incendio, que se habia manifestado en el campanario. Entre tanto pasaban las horas y el hombre del marqués de Mons no aparecia: D. Cárlos estaba desesperado, pues era para él un tormento mas cruel que la misma muerte la ignorancia, en que se veia, de los sucesos que habian de alentar ó destruir sus esperanzas. En este úllimo caso, queria huir para siempre de España, declararse protestante, ponerse al frente del gobierno de Flandes y arrancar aquellas provincias del poder de un padre, que habia arrancado la dicha de su corazon. Pero ¡cuántos combates interiores antes de resolverse á este estremo! ¡Cuántas amarguras antes de aceptar el suplicio de que Castilla le mirase como un Príncipe traidor!

Persuadido al fin de que, el emisario de Mons, que Cisneros aguardaba con tanto anhelo, habia vendido su secreto, ó habia tropezado con obstáculos insuperables para llegar hasta ellos, determinó abandonar el campo y encaminarse á la casa que le servia de mezquino hospedage. El poeta, aunque desarmado, se encargó de ir á vanguardia, como para prevenir algun encuentro desagradable, y de este modo llegaron, sin desplegar los lábios, al alojamiento, en el cual les esperaba impaciente D. Alonso de Cabrera.

-¡Ah! Por fin... esclamó este al ver al Príncipe. Temia que os hubiese acontecido alguna desgracia, y no osaba llegar hasta el Rey para comunicarlo mis recelos.

-Ya veis que no habia motivo para quitar el sueño á mi clementísimo padre y señor, replicó D. Cárlos afectando indiferencia. He querido ver si el incendio se propagaba y...

-Ha sido poca cosa, repuso, el gentil-hombre, y los vecinos de Roncesvalles lo han cortado; pero hay otras novedades.

-Referidmelas, si lo teneis á bien.

-El Rey ha dispuesto que al rayar el dia salga la corte para Toledo.

-Tanto mejor; este pais agreste acrecienta mi mal humor.

-Al mismo tiempo marcharán á Francia los magnates, que de orden de la regente Catalina de Medicis han acompañado á la Reina hasta aquí.

-¡A la Reina! esclamó D. Cárlos con ira.

-¡Pues qué, Señor! ¿Lo dudais?

-¡Cómo! ¿Lo es ya? ¿No se ha interrumpido la ceremonia de los desposorios?

-Al contrario: el Rey vuestro padre ha despreciado el peligro del incendio; la corte, aunque temblando, ha tenido que seguir su ejemplo, y... doña Isabel de Valois es á estas horas legítima esposa de D. Felipe de Austria.

Don Carlos apretó los dientes, cerró los puños y dando una fuerte patada en el suelo, murmuró con ronco acento.

-Desde hoy, ni paz ni trégua.

Dejóse caer en seguida sobre un escaño que en la habitacion habia, y abrumado por el peso de su horrible dolor, se oprimió las sienes fuertemente con sus manos. Don Alonso de Cabrera y Baltasar Cisneros le contemplaron largo rato, sin atreverse á dirigirle una palabra de consuelo. Mas habiéndoles hecho el Príncipe una seña, para que se fuesen á descansar, le dijo el primero:

-Señor, tengo la satisfaccion de anunciaros, que he cesado ya en el cargo de vigilante cerca de vuestra persona.

-Lo creo, respondió D. Cárlos melancólicamente. ¿Para qué necesita ya el Rey sondear mi corazon? ¿No ha matado todos sus sentimientos? Nada podrá descubrir en él.

-No es eso, Señor; ya sábeis que me habia prohibido, que los enviados flamencos se os acercasen...

-¡Ah! ¿Me permite que hable con ellos?

-¡Bah! Ha comprendido que mi vigilancia es inútil.

-Esplícate, porque no estoy en ánimo de descifrar enigmas.

-Este es muy fácil; dejo de pertenecer, de órden del Rey, á vuestra servidumbre, porque el marqués de Mons y el baron de Montigny han sido presos por el conde de Barajas.

-¡Ah! exclamaron á un tiempo el Príncipe y Cisneros: D. Alonso prosiguió:

-El Conde los ha sorprendido despues de salir del templo, cuando se disponian á huir; los dos van caminando á estas horas, con buena escolta, hacia el alcázar de Segovia.

-Todos los caminos se han cerrado para mi ventura, murmuró D. Cárlos con la calma de la desesperacion. Paciencia... paciencia.

Y entrando en la miserable alcoba que le estaba destinada, arrojóse vestido sobre el duro lecho, para pensar en su triste suerte.

Capítulo XXI
De como Diego Martinez enreda cada vez mas á varios personages de esta historia, arrojando chispas que conducen incendios

Diego Martinez, que habia hecho desistir á los flamencos de su proyectado viage á Francia por la parte de Vizcaya, sugiriéndoles la idea de verificarlo desde Roncesvalles, fué quien puso en conocimiento del Rey, por conducto de Antonio Perez, este último plan y el designio que aquellos magnates tenian de llevar consigo al Príncipe D. Cárlos. El soldado, desde que Beatriz le refirió la escena ocurrida entro el conde de Barajas y su esposa, andaba sobre aviso, pues temia que el primero intentase castigarle por haber osado tomar su nombre, y no tardó mucho en saber que efectivamente hacia pesquisas secretas para averiguar quién era el que habia engañado, por medio de una indigna superchería, la buena fé del baron de Montigny. Esto le obligó á reflexionar un poco, pues recordaba muy bien lo que su amo el secretario del Rey le habia prevenido, á saber, que si caía en manos de la justicia, quedaria abandonada á ella.

El resultado de sus reflexiones fué, que debia declarar la verdad á Antonio Perez, á fin de que éste arreglase el negocio con el Conde. Hízolo as, mas quedó de todo punto aturdido y desorientado, cuando el Secretario le dijo, que el de Barajas no se oponia á qué el Rey y la córte creyesen que en efecto, Montigny se habia fiado de su hidalguía y entregádole la carta del conde de Egmont. La conducta de D. Felipe, en: tan delicado asunto, le habia sido dictada por sus propias deducciones; pues no, bien llegó á su noticia que el príncipe D. Cárlos se desataba en injurias contra el conde de Barajas, asegurando que éste magnate habia abusado, de la confianza de los embajadores, arrancándoles la carta, cuando, comprendió en todas sus partes la pérfida estratagema, de que se habia valido Diego Martinez. Con todo, el Rey no podia, llegadas las cosas á tal extremo, declarar públicamente la inocencia del Conde, sin descubrir que él mismo habia encargado aquella comision á un hombre oscuro; y al paso que le pesaba ver al primero condenado por la pública opinion, admiraba la destreza del veterano de Italia, quien para asegurar el golpe, no habia tenido reparo, en apropiarse el nombre de uno de los pocos señores de la corte, contra quienes D. Cárlos de Austria, no, manifestaba encono.

Pero Diego, que no estaba en los secretos del Rey, ni podia adivinarlos, recelaba que el conde de Barajas le jugase alguna treta, y por lo mismo determinó cortarle las alas, valiéndose de las noticias que le habia dado Antonio Perez, aun cuando pagasen la pena de su travesura los pobres enviados de las provincias de Flandes.

Algunos dias antes que la corte partiese para Roncesvalles, pidió el veterano una audiencia al conde de Barajas, bajo protesta de que tenia que confiarle cosas de alta importancia. El Conde se la concedió al punto, y Diego se presentó á él con la sangre fria y desparpajo que le caracterizaban.

-Siento muchísimo, le dijo despues de saludarle con la mayor humildad, los disgustos é incomodidades que habeis pasado, ilustre Conde, por una bicoca, cuya esplicacion no ha podido daros el Rey nuestro señor, y que vengo á ofreceros con la mejor voluntad del mundo.

-No, entiendo una jota de lo que acabas de ensartar, le respondió el de Barajas afablemente; revélame tu nombre y acaso...

-Llámome Diego Martinez, repuso éste.

-Diego Martinez... murmuró el Conde; ahora entiendo menos lo que antes has dicho.

-Estoy al servicio del señor Antonio Perez, secretario íntimo de S. A.

-Eso ya es algo para mí, y sin embargo no puedo adivinar...

-¡Eh! Señor Conde, no os hagais el desentendido. ¿No habeis oído asegurar que el conde de Barajas entregó al Rey la carta, que trajo de Flandes el baron de Montigny?

-¡Insolente! Yo castigaré tanta osadía.

-No os impacienteis, pues llegará el día en que todo se sepa.

-¡Ah! ¿Con que puedes probar...?

-¿Que no fuisteis vos el que llevó á termino tan arriesgada aventura? Mejor que nadie... como que fuí yo.

-Tú.

-Pues es claro.

-¡Infame! Pagarás el atrevimiento de haber tomado mi nombre, para semejante engaño.

-Vamos, señor Conde; ya veo que no comprendeis el secreto.

-¿Qué secreto?

-¿Con qué os figuráis de buena fé, que es mia la idea de haberme convertido por unas cuantas horas en conde de Barajas?

-¡Cómo! ¿Quién ha podido imaginar...?

-¿Quién? ¿Pues no estáis de acuerdo con el rey en que vos...?

-¡Ah! ¡Qué sospecha!

-Aquí no hay sospecha que valga: ó vos ó el Rey me disteis prestado un título que se necesitaba, para adormecer á los flamencos. La prueba es que en poder del primero está la carta del conde de Egmont.

El conde nada tuvo que replicará estas observaciones, y quedó convencido de que todo había sido obra de D. Felipe. á pesar de esto, preguntó al soldado:

-¿Qué te ha movido á declararme la verdad? No habrá sido ciertamente la voluntad del rey.

-¡Oh! No por cierto, repuso Diego animándose, pues veia que su interlocutor había caido en la red. Os habeis visto en el caso de su condescender con Su Alteza para su mejor servicio, pero podíais tropezar fácilmente en alguna emboscada, si os empeñáseis en descubrir al culpable, lo cual seria pagar dos veces la pena por otro cometida. Ya debeis haber conocido que el Rey no es aficionado á ciertas averiguaciones...

-No hay duda, esclamó el de Barajas, recordando las palabras de D. Felipe; me ha prohibido hácerlas.

-Pues seguid el consejo y no os pesará. Su Alteza sabe quien sois y acaso os tiene en mas que á ningun otro caballero de su córte.

Las razones diestramente aducidas por Diego bastaron para que el conde desistiese de su propósito, pues vió en ellas una confirmacion de la confianza que hacía el Rey de su persona, supuesto que acababa de comunicarle órdenes secretas, con relacion al marqués de Mons y al baron de Montigny, las cuales debian cumplirse en Roncesvalles. Ya hemos visto que los embajadores, segun aseguró al príncipe D. Cárlos D. Alonso de Cabrera, habían sido presos y conducidos al alcázar de Segóvia.

Diego Martinez había triunfado de todas las dificultades que podian oponerse al acrecentamiento de su fortuna, pero su victoria quedó asegurada por completo, cuando le participó el secretario Antonio Perez, que debia vigilar de orden del Rey todos los pasos de Baltasar Cisneros. El soldado puso esta importante nueva en conocimiento del conde de Barajas, ofreciéndole darle puntual cuenta de cuanto ocurriese, y como así lo hizo hasta la salida de la corte para Navarra, quedó convencido íntimamente el segundo, de que en efecto el Rey era quién había dispuesto, que el nuevo espía se disfrazase con su nombre.

Durante la ausencia del Rey, habían quedado en Valladolid por su mandato, para atender á los negocios, el Comendador Mayor de Castilla, D. Luis de Requesens y Antonio Perez, con quienes proseguía su aprendizage en el gobierno el jóven D. Juan de Austria cuya precoz inteligencia y aventajadas dotes había sabido apreciar su hermano D. Felipe. La princesa de Éboli, que no estaba contenida por el respeto debido al ausente esposo, ni por el temor al Rey, daba rienda suelta á su pasion, pero Antonio Perez, mas prudente ó precavido, la disimulaba mejor, por cuanto debia guardar con su esposa Doña Juana Coello las consideraciones de marido, y no dar pábulo á hablillas, que pudieran malquistarte en el ánimo de su amo y señor. Las entrevistas pues eran secretas y en ellas terciaban Diego Martinez y Beatriz, á la que atormentaba inútilmente la condesa de Barajas, para saber de ella el número de amantes que tenia su ama. Fácil era sin embargo que la envidiosa Condesa adivinase la verdad, porque la conducta de Doña Ana de Mendoza, mas propia era para dar á entender á todos sus liviandad que para ocultarla; pero Diego siempre alerta, imaginando que en la insistencia de la de Barajas se encerraba algun misterio, y habiendo oido decir á Beatriz, que la tal dama se había empeñado en descubrir las intrigas amorosas de la Princesa, sin que por nada ni por nadie dejase de conseguirlo, hizo adoptar á la doncella el diabólico consejo de que diese á entender á la curiosísima matrona, que el galán de la Princesa era el Rey, pues con eso echaría un nudo á su lengua, y cesaria de una vez en un propósito que, tarde o temprano, la llevaría al esclarecimiento de la verdad.

Beatriz, que solo deseaba verse libre de las ridículas importunidades de la Condesa, fué á verla, segun tenia de costumbre, y sin hacerse de rogar la reveló el secreto en que habia convenido con el soldado. La de Barajas recibió la noticia con una sonrisa infernal, y sin manifestar á la doncella, acaso por la primera vez, los sentimientos de ódio que fermentaban en su corazon, la despidió satisfecha, diciendo que, pues D. Felipe no hacia escrúpulo de casarse y de amar al mismo tiempo á doña Ana, allá se las aviniese con la princesa doña Isabel de Valois y con D. Ruy Gomez de Silva.

-¿No te lo aseguraba yo? dijo Diego Martinez á Beatriz luego que se hubo enterado de la ocurrencia. La pícara vieja ha pisado una serpiente cuando le has dado la noticia, y ya no se atreve á respirar. ¿Cómo quieres que publique á voz en grito los galanteos del Rey? Vaya; hemos asegurado á la Princesa por esa parte, y solo falta que no sea tan loca y tan poco contenida. ¡Qué diablos! Es verdad que está en la flor de la juventud, y que su marido se parece á un judío con coroza; pero al fin, el mundo es el mundo, y no nos conviene un escándalo que la separe por fuerza del señor Antonio Perez, si queremos hacer nuestra fortuna con los dos. Acuérdate de que Juan de Mesa depende tambien nosotros, y que por lo mismo hay que trabajar para tres.

El razonamiento de Diego pareció muy bien á la doncella, mas no acertó á evitar que al día siguiente circulase por Valladolid la especie, de que el rey D. Felipe era el amante secreto de la princesa de Éboli; y tal crédito llegó á obtener, que escritores muy graves de nuestros días la consignan como cierta en estudios históricos de notable importancia, afirmando con referencia á datos espuestos por los enemigos mas encarnizados de aquel monarca, que uno de los actos mas terribles de su venganza le fué sugerido por sus rabiosos zelos. Ningun hecho sin embargo justifica esta acusacion, lanzada contra su memoria por los mismos que pretenden disimular las grandes faltas que cometió el príncipe D. Cárlos, mas bien por virulencia y fogosidad de sus pocos años que por malicia o premeditacion, y por los que no han escudriñado con calma los motivos, que dieron al rey Prudente los protestantes de las provincias flamencas, para ser tratados con un rigor, que hoy se califica de cruel y de bárbaro.

Pero dejando á un lado digresiones, en toda la ciudad se sabia que doña Ana de Mendoza era la favorita de D. Felipe, merced á la locuacidad de la condesa de Barajas, siendo lo peor del caso que la esposa de D. Ruy Gomez no se cuidaba poco ni mucho en desmentir semejantes rumores, si es que habían llegado hasta ella. No pararon aquí las consecuencias de la-ligereza y poca premeditacion de Diego, tanto mas estrañas, cuanto que era hombre que ataba perfectamente los cabos del mas difícil enredo, pues tampoco estuvo en sus manos evitar que la parcialidad política del duque de Alba, enemigo irreconciliable de la del Príncipe de Éboli, se aprovechase de aquel peligroso incidente, para descargar un golpe hábil y fecundo en resultados sobre la que estorbaba el desarrollo de sus planes de gobierno. No faltó pues quien escribiese al zeloso y honradísimo don Ruy Gomez de Silva, á Toledo, donde se hallaba la corte de vuelta de Roncesvalles, lo que en Valladolid corria ya contra su honor como moneda corriente, con los comentarios y suposiciones pérfidas que suelen acompañar por lo comun á ese género de confianzas. Tal vez en otro caso hubiera despreciado, ó tenido por torpe y villana el de Silva una comunicacion tan terminante y esplícita sobre la conducta de su esposa, pues por suspicaz y desconfiado que fuese, el anónimo de la misiva quitaba al contenido de esta mucha parte de su importancia: pero ella le hizo recordar las altaneras palabras de doña Ana, en la reyerta conyugal que habla tenido á causa de Diego Martinez, y despertó en su mente la idea adormecida que ya le habia atormentado anteriormente. Además ¿qué le decían desde Valladolid? ¿De qué acusaban á doña Ana? El escrito no era ni mas ni menos, que una crónica de las hablillas de la ciudad; luego no lo habla trazado un contrario, sino mas bien un amigo tal vez demasiado oficioso. Era pues indudable que D. Ruy Gomez habla sido juguete de la desenvoltura de la Princesa, y de su ciega fidelidad al Rey.

El pundonoroso caballero ardía en deseos de volver á la ciudad, mas la jura del príncipe D. Cárlos de Austria y la reunion de Córtes en Toledo, con tan plausible motivo, le obligaban á permanecer al lado de D. Felipe. Este, antes de dar la vuelta á su corte, habla dispuesto que su hijo fuese jurado y reconocido por heredero de la corona, medida sábia, de alta política y de pública conveniencia, cuando la reciente sublevacion de Flandes hacía presumir con fundamento, que D. Cárlos intentaba ponerse á su cabeza, y cuando la prision de los embajadores de aquellas provincias rebeldes daba á entender, que el gobierno de Castilla se proponía tratarlas como á país conquistado. El Rey quería á todo trance hacer comprender al Príncipe sus deberes para con el reino, que estaba llamado á regir, si tal era la voluntad del cielo, y trazar una línea que lo separase para siempre de aquellas afecciones anti-católicas, que halagaban su corazon inesperto. Si D. Cárlos se reconocia, si no era un ingrato, ó un traidor, debia abjurar de sus simpatías hacia la causa de los flamencos, que era enteramente contraria á la de su patria, pues una vez declarado heredero del trono, su propio interés lo aconsejaba unirse estrechamente á los grandes proyectos de su padre, encaminados á fortalecer el principio de autoridad, y á conservar en sus vastos dominios la pureza é integridad de la fé católica.

Debemos no obstante, convenir en que, atendido el carácter irritable é impetuoso de D. Cárlos, no había podido elegir el Rey ocasion menos á propósito para el logro de sus deseos y esperanzas. Cierto es que el Príncipe no se negó á que los grandes del reino lo acatasen como á su señor despues de D. Felipe, pero solo vio en aquellos homenages y en la encumbrada dignidad que las Córtes le otorgaban un nuevo escarnio. Aceptólos pues como si á nada le comprometiesen, y mostrándose de dia en día mas ofendido con el arresto de los que hablan llegado de Flandes, para libertarle de la que llamaba cautividad en que vivía, daba claramente á entender que, si era estraño á los planes fraguados por los ¡miembros de la confederacion de las provincias protestantes, al menos no merecian su desaprobacion. Además, el matrimonio del Rey habla levantado entre el padre y el hijo una muralla de aborrecimiento, que únicamente la muerte de uno de los dos podría derribar; aquel ódio, que la pérdida de una amante idolatrada hacia brotar sangre al corazon del Príncipe, debia revelarse en todos sus pensamientos, en todas sus palabras, en todas sus acciones, y el mismo D. Cárlos lo habia formulado con un laconismo espantoso, cuando esclamó en Roncesvalles: «Ni paz, ni trégua.»

Terminadas las fiestas de la jura, en las que la imperial Toledo obsequió á sus reyes con estraordinaria magnificencia, y despues de haber descansado D. Felipe aun tres días en el soberbio alcázar, que hoy ni es siquiera sombra que recuerde su esplendor pasado, partió la corte para Valladolid, sin que el desventurado Príncipe, por quien se habian celebrado Córtes y corrido brillantes justas, se encontrase mas aliviado en el cruel tormento que sufria. D. Ruy Gomez de Silva, por su parte, ya que no podía habérselas frente á frente con su poderoso rival, habla tomado su partido y estaba dispuesto á sacrificar la ambicion y los intereses de la política que sustentaba en el consejo, á trueque de vengarse, de la manera mas conveniente y decorosa para su nombre y fama. Pensaba pues pedir al Rey licencia para retirarse de la corte, y si no lo conseguia, espatriarse y pasar á Inglaterra; mas érale preciso provocar antes un acontecimiento público, que diese á entender á todos, que no era doña Ana de Mendoza, aun cuando estuviese protegida por el mismo D. Felipe de Austria, capaz de escarnecer impunemente al príncipe de Éboli.

No esperaba por cierto la ilustre heredera de la casa de Mélito el huracan furioso que amenazaba destruir sus placeres, ni purgar culpas que no había cometido; pero pesábale en el alma que la corte volviese á Valladolid tan pronto, porque preveia las nuevas dificultades que iba á oponer á sus comunicaciones con Antonio Perez la presencia de D. Ruy Gomez. La condesa de Barajas, por el contrario, nadaba en un mar de delicias, saboreando la idea de los disgustos, que el descubrimiento de los amores del Rey con doña Ana, acarrearia á esta última, tan luego como el escándalo llegase á noticia de su esposo. Entre tanto nadie pensaba en el secretario intimo de D. Felipe, al paso que él, dividiendo las horas del dia entre la Princesa y sus obligaciones con D. Juan de Austria y D. Luis de Requesens, se consideraba el hombre mas afortunado de la tierra.

Diego Martinez era quien andaba algo desasosegado por la maldita idea que habia sugerido á Beatriz, pues no bien dió principio en la ciudad la murmuracion sobre la intriga del Rey, cuando comprendió que la envidia de la condesa de Barajas, en vez de contenerse en los justos límites de la prudencia, se cebaba con mayor encono en la reputacion de doña Ana. Entonces buscó á la doncella para encargarle que previniese á su señora del riesgo que corria, si D. Ruy Gomez de Silva llegaba á entender algo de aquellos rumores; mas quedóse admirado y confundido, cuando ella le hizo saber, que doña Ana estaba resuelta á hacer frente á la tempestad y á separarse ruidosamente de su esposo, si este no la defendia de aquellas calumniosas imputaciones, añadiendo que en último caso apelaria á la proteccion del Rey.

El comendador de Castilla acababa de recibir un pliego de D. Felipe, en que este le ordenaba que un tribunal, presidido por el jurisconsulto Vargas y compuesto de cinco jueces, que el mismo Requesens debia nombrar, pasasen inmediatamente al alcázar de Segovia y entendiesen sin levantar mano en el proceso del marqués de Mons y el baron de Montigny. La carta del conde de Egmont, que D. Luis hallaria en la mesa del Rey, unida al acta de la última consulta del consejo, era el documento que habia de servir para los cargos que se formulasen contra los enviados flamencos, y Vargas quedaba encargado de tomarles sus declaraciones, asistido del secretario Juan de Escobedo.

La noticia de la resolucion de D. Felipe consternó á los pocos amigos con que contaba el Príncipe D. Cárlos, y tambien D. Juan de Austria, Requesens y Antonio Perez temieron ver envuelto en una causa de conspiracion al que acababa de ser jurado heredero del trono.

-Por mi parte, señores, dijo D. Juan al Comendador y al Secretario, creo que esos hombres deben callar, si algo saben que pueda dañar á D. Cárlos, y prepararse á morir como hombres de corazón.

-Yo recelo, repuso D. Luis, que al verse perdidos querrán al menos vengarse, arrojando sobre la frente del hijo de nuestro Rey la nota de traidor.

-Es que la nota de infames recaería tambien sobre la memoria de los que tal hiciesen.

-La desesperacion obliga á todo, señor D. Juan, observó Antonio Perez.

-Yo no quisiera ver eso en Castilla, murmuró el discípulo de Quijada, y antes que suceda pediré al Rey mi señor y mi hermano licencia para ir á pelear contra el pirata Dragut, que con sus estragos y rapiñas está asolando las costas del Mediterráneo y amenaza á Malta.

-Me haceis recordar, señor D. Juan, los despachos que se han recibido del Gran Maestre La-Valette, pidiendo auxilios á Su Alteza para contener las demasías del temible Dragut. No sé si debamos remitirlos al Rey á Madrid, que es donde debe hallarse á estas horas, ó aguardar su llegada para darle cuenta de ellos.

-¿Teneis noticia cierta del dia, en que hará su entrada en Valladolid?

Sonrióse el Comendador y respondió con viveza:

-Si algun fundamento tienen las voces que han llegado hasta mis oidos, no tardaremos en besar las manos á Su Alteza.

-Los que aquí nos hallamos, replicó D. Juan de Austria, somos tres de sus mas leales servidores; podemos por lo tanto hablar desembarazadamente, sin miedo de que nuestras razones puedan interpretarse de una manera injuriosa á nuestra fidelidad. Decidme con lisura, señor D. Luis, si esas voces, de que habeis hecho mencion, tienen algo que ver con las relaciones íntimas del Rey mi hermano y de la señora, princesa de Éboli.

-Así es, contestó Requesens prontamente.

-¿Y creeis vos en esas relaciones?

-¡Las aseguran tantas personas que se dejarian matar por el Rey!

-¿Y á vos qué os parece, señor Antonio Perez? preguntó don Juan al secretario.

Trabajo costó á este dominar la emocion que sentia; mas conociendo que si tardaba en emitir su opinion sobre tan delicado asunto, podria pasar por sospechoso en el ánimo de sus interlocutores, hizo un esfuerzo desesperado para vencer los pensamientos que en tropel acudian á su mente, y dijo con gran serenidad y destreza:

-La señora princesa de Éboli, segun lo que por ahí se refiere, es dama que no se resigna á sufrir con paciencia el inagotable cariño de D. Ruy Gomez, que es ya viejo y achacoso.

-No os salgais por el atajo, señor secretario, pues no por eso llegareis mas pronto. Ya sabernos aquí el pié de que cojea la bellísima doña Ana de Mendoza; mas eso no prueba que el Rey...

-Ciertamente que no; pero ello es que se asegura.

-Es verdad: y precisamente se asegura, cuando mi hermano D. Felipe se casa con la princesa doña Isabel, y cuando el príncipe de Silva se halla ausente. Si al menos se pudiese averiguar la fuente de esas calumnias...

-¡Ah! ¿Conque así las juzgais? esclamó Requesens.

-Así las juzgo. ¿Y por qué he de juzgarlas de otro modo? Se tiene en Valladolid por cierto, que el Rey y la esposa de Silva mantienen secretos amores... pero, ¿en que se fundan los que tal dicen? En lo que acabáis de esponer, señor secretario; en que doña Ana necesita un amante, porque se aburre con su esposo. ¡Y qué! ¿Por fuerza ese amante ha de ser el Rey? ¿Por qué motivo no os achacan á vos el muerto, señor Comendador Mayor?

-¡A mí!

-O á vos, señor Antonio Perez, prosiguió D. Juan, mirando de hito en hito al secretario.

-¡Qué es lo que suponeis, señor! repuso este visiblemente turbado.

-Sosegaos, pues yo nada supongo: paréceme indudable, que pues han elegido el nombre del Rey para esa intriga, y no el de ningun magnate de la corte, intriga política ha de ser y no de amores.

-Creo que habeis dado en el blanco, dijo Antonio Perez respirando con fuerza.

-Qué sabemos, si por este medio se intenta hacer que el virtuosísimo y honrado caballero D. Ruy Gomez de Silva se aparte de su fidelidad al Rey?

-¡Ah! murmuró irritado Requesens; todo se puede creer de don Fernando Álvarez de Toledo.

-Si el duque de Alba anda en el juego, muy espuesto está á perder la partida. Acordaos, señores, de que nuestra primera obligacion es mantener unida á la nobleza castellana alrededor del Rey; que la ambicion de unos y de otros, llevada fuera de los límites de la prudencia, puede costarnos á todos muy cara y sumir al reino en un abismo de males; que los enemigos esteriores están muy interesados en fomentar la discordia entre nosotros, y por último que debemos respetar y hacer que por todos sea respetado el nombre del Rey. Esto mismo diré al Príncipe de Éboli, al duque de Alba y á todos los grandes de Castilla, siempre que sea necesario.

Requesens y Antonio Perez se separaron del jóven austriaco, admirados de que á la edad apenas de quince años diese tan inequivocas pruebas de prudencia y de resolucion. El Comendador, recordando que D. Felipe les habia encargado su aprendizage, en la práctica de los negocios, dijo al secretario:

-Tened por seguro, que el discípulo aventaja á sus maestros.

Aquel mismo dia, dos horas despues de la conferencia de las tres personas encargadas del gobierno, llegó el rey D. Felipe á Valladolid.

Capítulo XXII
Del cual se deduce que el jurisconsulto Vargas era un excelente fiscal para formar un proceso de conspiracion

La descripcion de los regocijos públicos que se hicieron en la ciudad, para festejar á su nueva Reina, llenaria mayor número de páginas que el que nos hemos propuesto ocupar con el relato de los acontecimientos que vamos narrando: hubo torneos, corridas de toros, luminarias y fuegos de artificio por espacio de ocho dias consecutivos, y la piedad de D. Felipe no olvidó que al cielo debia las singulares ventajas, que sus ejércitos habian alcanzado en la guerra, así como el acierto con que hasta entonces regía su consumada política en la paz los vastísimos dominios de la corona, en los cuales nunca se ponia el sol.

No se crea sin embargo que vivió adormecido en la ociosidad, mientras duraron las fiestas. Su primer cuidado fué disponer que el duque de Medinaceli, virey de Nápoles, equipase en Mesina una fuerte escuadra, tripulándola con catorce mil hombres, y que con ella escarmentase á Dragut. Dióse á lavela aquella division naval haciendo rumbo hacia Malta, mas una tempestad y el furor de contrarios vientos obligaron al virey á arribar al puerto de Siracusa, punto infestado á la sazon por una cruel epidemia, que llevó al sepulcro á cuatro mil soldados españoles. Desde allí se dirigió la escuadra á la isla de Zerbi, no léjos de Trípoli, y la tomó al primer ataque; mas habiéndose detenido en ella las tropas para refrescar víveres y guarnecer el castillo, que de nada podia servirles en sus sucesivas operaciones, se aprovecharon los infieles de tan injustificable inaccion, para reunirse y aproximarse con ánimo de vengar su reciente derrota. Noticioso al mismo tiempo el infatigable Dragut, de que los españoles se proponian destruir su poder, juntó sus fuerzas marítimas, diseminadas en la costa de Berbería, y requiriendo al emperador Soliman, para que le auxiliase en la defensa de sus conquistas, se aprestó á hacer frente á la armada española. Cuando se disponia á avanzar hácia Zerbi, tuvo la fortuna de que se le reuniese la escuadra del almirante Piali, enviado por la Sublime Puerta en su socorro, y á este debió el pirata argelino salir, con mas gloria que la que esperaba, del laberinto en que imprudentemente se habia enredado.

El virey ignoraba completamente el paradero de su astuto enemigo, cuando este, reforzado por los navios de Piali, se presentó en las aguas de la isla de Zerbi, cuyo aviso llevó al duque una fragata de la órden de Malta, que estuvo en peligro de ser echada á pique. Reunido acto continuo el consejo de guerra á bordo de la Capitana, se dividieron las opiniones, siendo de parecer unos, que se debia aparejar para salir al encuentro de Dragut, y aconsejando otros que la retirada era el espediente mas seguro, para huir de tan inminente peligro. Pero en tanto que deliberaban los españoles sin decidirse por ninguna resolucion, se acercó á su escuadra el pirata por el frente, mientras Piali la envolvia por retaguardia. Entonces todo se convirtió en espantoso desórden, y cada buque solo atendió á su propia defensa, sin cuidarse del combate general que no existia, supuesto que ningun plan anterior lo habia anunciado.

Algunos navíos se salvaron á fuerza de vela, refugiándose en la isla de Malta, á cuyo punto fué tambien á parar el virey de Nápoles, despues de haber encomendado el gobierno de Zerbi al valiente don Alvaro de Sande; otros se estrellaron contra los escollos de la isla, o baron en sus peligrosos arrecifes, y los turcos mataron mil hombres, apoderándose de mas de treinta buques y de unos seis mil prisioneros. Así terminó aquella espedicion, destinada á limpiar el Mediterráneo del vandalismo de los que se llamaban Mendigos del mar, con descrédito de la pericia del virey de Nápoles y del almirante Doria.

Pero habia en aquel ejército, desprovisto ya de embarcaciones, un hombre intrépido á toda prueba, que habia jurado lavar la mancha de la derrota sufrida por las armas españolas. Era D. Álvaro de Sande, caudillo de corazon y de estraordinario arrojo, á quien no abatian jamás los reveses de la contraria fortuna. Conservaba ciertamente la fortaleza de Zerbi, pero el almirante Piali que la sitiaba por mar y tierra habia destruido sus fortificaciones. El hambre acosaba además á la escasísima guarnicion, que Sande habia podido reunir; de modo que los turcos, en número de doce mil hombres, contaban con otra victoria mas. Piali hizo al general español brillantes proposiciones para que rindiese la plaza, que solo era ya un monton de escombros; pero aquel las desechó con orgullo, y jurando que mas queria perecer gloriosamente espada en mano, que entregar el depósito confiado á su hidalguía, acometió furiosamente á los infieles en su mismo campo, tomóles peleando cuerpo á cuerpo tres trincheras, una en pos de otra, y despues de batirse desesperadamente, á la cabeza de sus pocos soldados, contra cuatro mil genízaros, que guardaban la tienda del almirante de Soliman, despues de abrirse paso, con pérdida de casi toda su gente por miedo del ejército sitiador, llegó cubierto de heridas y acompañado de dos oficiales, á bordo de un bergantin de guerra español, que estaba varado en la costa. Al amanecer del siguiente dia, vieron los enemigos al héroe sobre la cubierta del buque; armado con su espada y su rodela, aguardaba impasible que aquellos le atacasen para morir matando; pero Piali, asombrado por tan indomable denuedo, respetó su vida, se adelantó á él sin armas y le ofreció su mano. Don Alvaro de Sande fué victoreado por los diez mil turcos, que no habian podido vencer su constancia, y conducido poco despues cautivo á Constantinopla, el rey D. Felipe se apresuró á rescatarle, ofreciendo por su libertad todo cuanto Soliman pidiese.

Respecto á Flandes, no anduvo menos activo, pues envió á la Gobernadora prontos auxilios, con orden espresa de que pusiese en pié de guerra cinco regimientos de infantería y un cuerpo respetable de caballería. Doña Margarita secundó con acierto las intenciones de su augusto hermano, y cayendo impensadamente sobre Valenciennes, cuyos moradores habian declarado ódio eterno á los católicos, la obligó á que recibiese una guarnicion de las mejores tropas, despues de haber hecho sufrir la pena de muerte á los revoltosos mas notables, y prohibido bajo severas amenazas el culto de la religion protestante. Al sentir tan de cerca el castigo, que el irritado monarca imponia á su desobediencia, humillaron la cerviz muchas ciudades rebeldes, entre las que figuraba Amberes; pero el conde de Brederode exigió con altanería que la duquesa de Parma diese curso á una nueva peticion, en la cual debian formular sus quejas y agravios los descontentos, ya que el Rey habia desatendido la primera, enviada por el marqués de Mons y el baron de Montigny: la Gobernadora se negó á su exigencia, haciéndole saber que, habiéndose sublevado contra la autoridad real, habia perdido el derecho de demandar justicia contra los actos del gobierno. Exasperado Brederode con esta respuesta, rehusó someterse y pasó á Holanda para reunir partidarios: poco despues logró fortiticarse en la plaza de Vianem, mas la Duquesa regente envió contra él al general conde de Aremberg, y este obligó al gefe de los nuevos confederados á refugiarse sin combatir en Alemania. Así concluyeron por entonces las tentativas de aquellos estados, para sacudir el yugo de España.

El jurisconsulto Juan de Vargas, habia salido para Segovia con arreglo á las instrucciones del Rey, para dar principio al proceso de los embajadores flamencos. Ocupaban estos dos aposentos separados del segundo cuerpo de aquel impónente alcázar, asegurados por fuertes rejas de hierro cruzadas, y por puertas chapeadas esterior é interiormente con gruesas planchas del mismo metal. Los jueces se instalaron en el primer piso, y desde luego se ocuparon en la recapitulacion de los indicios, que hacian presuinir la culpabilidad de aquellos desventurados magnates, ya que la carta del conde de Horn, entregada por Requesens al presidente del tribunal, contenia los cargos de traicion á los cuales debian responder. Todo se habia dispuesto de tal modo, que parecia muy difícil, si no imposible, que los presuntos reos pudiesen librarse del terrible castigo que les amenazaba.

El baron de Montigny se habia conformado con su mala suerte y se preparaba á sufrir tranquilamente la pena que el Rey tuviese á bien imponerle; pues no dudaba que todos sus esfuerzos para evitarla serian inútiles. Ninguna queja salió de sus lábios contra don Felipe ni contra los que le habian hecho traicion, desde que fué preso en Roncesvalles hasta que entró en el alcázar, y únicamente allí manifestó su deseo de hablar al conde de Barajas, que lo habia conducido. Avisado este, y no teniendo órdenes que le impidiesen satisfacer aquel deseo, se presentó en el calabozo del baron.

-¿En qué puedo serviros, señor de Montigny? le preguntó tristemente, pues compadecia el mal término de los dos cautivos. Si es cosa que no se opone á la fidelidad que debo al Rey, decidla al punto y os prometo cumplirla: por lo demás, estad cierto de que tal vez nadie siente á estas horas tanto como yo vuestra desgracia y la de vuestro amigo.

-Nada os pido que no podáis hacer como buen caballero, le respondió con gravedad el flamenco: os he acusado y maldecido mil veces, señor conde de Barajas y por ello os requiero que me perdoneis. No sois vos la persona que me engañó, valiéndose de vuestro nombre, y esto mismo declararé á mis jueces para oprobio y mengua del rey D. Felipe.

-¡Oh! No hagais tal, desventurado, esclamó el conde, porque no alcanzareis misericordia.

-¿Y si callo?

-¡Quién sabe!

-Pues bien; callaré por no perder un resto de esperanza; no diré lo que se me ocurre sobre esa política misteriosa, que convierte á los hombres en espías de sus semejantes; no comprometeré al príncipe D. Cárlos, por cuyo servicio me encuentro así... ¡Y todo, porque me es necesaria la vida! ¡Todo por conservarla para mis pobres hijos, que me aguardan en Bruselas!

El Conde abrevió tan penosa entrevista, pues estaba persuadido de que la suerte de los dos embajadores de Flandes estaba irrevocablemente fijada.

Por su parte el marqués de Mons, que no participaba de los sentimientos de conformidad de su amigo, discurria sin descanso para encontrar un medio de librarse de su triste cautiverio. Habia examinado la reja y convencídose de la imposibilidad de huir por aquel lado; la puerta presentaba obstáculos insuperables, y además, por el largo y oscuro corredor, en que se hallaban situados su calabozo y el de Montigny, se paseaban noche y dia dos centinelas, que acudirian al menor ruido que se hiciese. Entonces le ocurrió la idea de ponerse en comunicacion con su compañero, cuyo calabozo solo estaba separado por un tabique de ladrillos, y sacando un puñal, que habia logrado ocultar en el pecho, cuando le prendieron, se puso á la obra, procurando abrir en el tabique, y como á dos piés del suelo del calabozo un agujero que, á fuerza de trabajo y constancia, conseguiria ensanchar de manera, que le permitiese pasar al otro encierro. El proyecto del Marqués, una vez alcanzado este primer triunfo, era sorprender al llavero, cuando fuese á llevar la cena á Montigny, dejarle encerrado en el calabozo de este y bajar al primer piso del alcázar, entregándose despues en brazos del destino, para que les deparase una salida. Si los centinelas acudian á la puerta del calabozo, antes que el llavero estuviese asegurado, uno de ellos moriria de una puñalada, ya que no fuese posible atraer á los dosal encierro, y cerrar la puerta despues de echarse ellos fuera: en el primer caso, solo tendrian que habérselas con el llavero y el otro soldado; pero recordaba Mons que el baron habia traido de Flandes una daga que tenia en grande estima, y era fácil que la conservase en su pecho, supuesto que el conde de Barajas, al proceder á su prisión en Roncesvalles, se habia contentado con pedirles las espadas: de este modo nada tenian que temer los dos esforzados caballeros de unos enemigos, que se considerarian dichosos, si lograban salvar sus vidas. Este plan de evasion era á todas luces arriesgadísimo; pero el Marqués conocia muy bien que, al ordenar D. Felipe su arresto y el de Montigny, sin tener para nada en cuenta su carácter de enviados de las provincias que reclamaban contra los actos del gobierno, daba seguro indicio de que no quería perdonar lo que llamaba y era efectivamente rebelion de los estados, y de que entraba en sus planes responder con las cabezas de los embajadores á sus enérgicas demandas. Así pues, perdida la esperanza de recobrar la libertad, seguro de que pronto pereceria en un cadalso, trató de jugar el todo por el todo, pareciéndole mucho mas noble morir dentro del alcázar, en nocturna refriega y á manos de un soldado, que no á las del verdugo en medio de una plaza pública.

Trabajó pues con ahinco, cubriendo con su cama el agujero, así como la tierra y los ladrillos que iba arrancando, cada vez que la fatiga le obligaba á descansar, á fin de que el llavero no se apercibiese de su faena, y en pocos días consiguió abrir un boquete, por el cual podía pasar al otro encierro, aunque venciendo no pocas dificultades. Advertido Montigny por las primeras capas de yeso que vio caer, y por el ruido sordo que sentía, comprendió el pensamiento de su amigo, le ayudó en la obra, desprendiendo los ladrillos que aquel movía con su puñal, y no tardó en oír su voz. Entonces acercó tambien su cama al agujero, y cuando llegó la noche tuvo el consuelo de abrazar al Marqués: éste le enteró del plan que había formado; pero el baron, mas prudente, no quiso aceptarlo sin mas detenida meditacion, pues imaginó desde luego que era una empresa desesperada. Convino sin embargo en que, segun el rumbo que llevaban las cosas, era indispensable que tomasen un partido, pues sabían por el llavero que habían llegado al alcázar los jueces que debian entender en su proceso; por lo cual le ofreció que pensaria sin descanso en el proyecto de fuga, y que si lo aprobaba, lo realizarian en la noche siguiente.

El cielo sin embargo habia dispuesto que no fuese así, pues no bien volvió Mons á su calabozo, cuando se encontró frente á frente con el llavero, quien no viendo al preso, acababa de llamar á los centinelas, para consultar con ellos el medio de encontrarle. Los centinelas entraban en el encierro, al mismo tiempo que el Marqués aparecía en él por el boquete: al verlos, echó mano al puñal y desesperado al considerar que se habían frustado sus esperan as de escaparse, lo volvió contra su pecho, clavándoselo en el corazon. Precipitáronse sobre él los soldados y el llavero, mas ya era tarde: el marqués pronunció poco antes de espirar estas palabras:

-Caiga mi sangre sobre la cabeza del rey D. Felipe, tirano de mi patria.

La llegada del llavero al calabozo del desventurado Marqués tenia por objeto conducirle al aposento, que ocupaba Juan de Vargas. Este se hallaba arrellanado en una gran poltrona, delante de una mesa, sobre la cual figuraban la carta del conde de Egmont, una relacion de la entrevista que había tenido el cardenal Espinosa con el conde de Barajas, firmada por el mismo Presidente del Consejo del rey y otros muchos papeles y legajos. El secretario Juan Escobedo se paseaba por la estancia, aguardando el instante en que compareciese el presunto reo, para estender su declaracion.

Cuando llegó el llavero con la noticia del suicidio del marqués de Mons, Juan de Vargas hizo un gesto de diabólica alegria y exclamó:

-Ya tenemos esa prueba mas de la culpabilidad del baron de Montigny: apuntaremos que, sorprendidos ambos cómplices en el acto de fugarse del alcázar, el señor de Mons se ha dado la muerte con un puñal que guardaba escondido, y que el baron, sin tiempo para hacer lo mismo, se ha entregado, despues de haber puesto vivísima resistencia. Traed al momento al señor de Montigny, añadió dirigiéndose al llavero, y cuidad sobre todo de que esta noche duerma en mas seguro encierro.

Retiróse el llavero y Vargas ordenó á Escobedo que pusiese en conocimiento del Rey lo que acababa de ocurrir. Hízolo así el Secretario y pocos minutos despues salió de Segovia, para Valladolid, un espreso con el despacho.

El baron de Montigny se presentó delante de Juan de Vargas con ánimo sereno. Acompañábanle cuatro soldados y el llavero, á quienes mandó el letrado que permaneciesen fuera de la habitación, y acto continuo dió principio al interrogatorio del modo siguiente:

-Decid vuestro nombre.

-¡Mi nombre! respondió el baron sonriéndose. Si lo ignoráis ¿Por qué me teneis preso en este alcázar?

-Os está prohibido dirigirme preguntas, murmuró el jurisconsulto: sepamos como os llamáis.

-¡Qué diablos! exclamó Montigny. Demasiado lo sabeis.

-Y dijo, prosiguió Vargas como dictando al Secretario, que por todos los demonios del infierno jamás declararia su nombre.

-Os advierto señor Juez, que yo no firmaré eso: aquí no hay demonios que valgan y así, poned desde luego mi título de baron de Montigny, embajador de los Estados de Flandes.

-En buen hora. Y dijo ser el baron de Montigny, enviado á Castilla por el conde de Egmont y demás rebeldes de la provincia de...

-Borrad también eso, porque no he nombrado al conde de Egmont ni tengo por rebeldes á mis compatriotas.

-Se subsanará la falta donde la hubiere. Y dijo que, por lo tocante al conde de Egmont, no le conoce...

-¡Ira de Dios, señor Juez! ¿Sabéis que eso pasa de raya? ¿Cuándo me habéis oido proferir semejante impostura? Si continuáis de esa manera, cerraré mis lábios.

-No os impacienteis tanto, señor de Montigny, que todo se remediará.

-Pues preguntad lo quisiéreis, y que el Secretario escriba mis respuestas sin vuestra ayuda; yo mismo se las dictaré.

-Vuestro deseo es inadmisible; se opone á lo que está dispuesto por el Rey nuestro señor.

-¿Y ha dispuesto el Rey que un juez de un proceso asegure, al dar cuenta de las declaraciones, lo contrario de lo que esponen los acusados?

-¡Ah! Luego por acusado os tenéis...

-¿Puedo dudarlo, desde que se me ha traido á Segovia?

-Y dijo, prosiguió Vargas inclinándose hácia Escobedo, que ya conoce el crímen de lesa majestad, por el cual se te acusa.

-Sois peor que el verdugo, señor Juan de Vargas: yo no he dicho tal.

-¿Pues qué habeis dicho? Mi obligacion es transcribir fielmente al secretario vuestras palabras.

-Y cumplis bien con vuestra obligacion.

-Ya lo estáis viendo, señor Barón, y siempre obro así, porque amo la justicia. En fin, pasemos adelante.

-No; no pasemos, si gustais; es preciso inutilizar todo escrito.

-¡Cómo así! ¿Os volveis atrás de lo declarado?

-¡Eh!... dejadme en paz con la declaracion, que contiene hasta ahora mas desatinos que frases.

-Despues la examinarémos: respondedme ahora categóricamente.

-Preguntad.

-¿A qué vinisteis á la corte de Castilla?

-A esponer al rey D. Felipe las justas quejas de los Estados contra los edictos.

-Escribid eso, señor Secretario, y no omitáis una letra. ¿A qué mas vinisteis, señor de Montigny?

-Me habeis hablado del conde de Egmont: pues bien; traje una carta suya para el príncipe D. Cárlos de Austria.

-Id anotando, señor Juan Escobedo. ¿Qué hicisteis de ella?

-Me fué sustraida vilmente, y entregada al Rey por medio de una infame traicion.

-Y dijo que usando el Rey, á quien Dios guarde, de la mas infame y vil trai...

-Alto allá, señor Juan de Vargas, pues volvéis á dar en la flor de vuestros comentarios: nada ha salido de mi boca, que pueda ofender á Su Alteza.

-¿Pues á quién?

-¡Cómo! ¿Conque no nin habeis comprendido? Muy cándido sois á fé mia.

-Acabáis de hacer mencion del Rey, uniendo su nombre al de una traicion infame: por lo tanto, está en su lugar lo escrito.

-Mentís, mal caballero, gritó Montigny, no pudiendo ya contenerse, y primero se me arrancará el corazon á pedazos, que obligarme á firmar ese fárrago de acusaciones contra mi mismo.

-Yo os doy palabra, le contestó el jurisconsulto, de que se tacharán todas las respuestas que no se ajusten exactamente á lo que os dicte vuestra conciencia.

-Hasta ahora, muy poco ó nada habéis aprovechado para el esclarecimiento de la verdad.

-Continuemos, si lo tenéis á bien.

-Estoy pronto á no ocultar nada de lo que sepa; mas exijo que no se tuerzan ni enreden mis razones, para agravar mi mala suerte. Y... creedme, señor Juan de Vargas; mas quiero morir, que aguantar por mas tiempo el suplicio que me estáis haciendo pasar.

-Sosegaos, sosegaos, pues ya trataremos de que no quedeis quejoso de nuestra exactitud.

-Eso es lo único que pido. Y ahora, preguntadme cuanto os diere gana.

-¿Conoceis el contenido de la carta del conde de Egmont?

-No la he leido.

-El conde dice en ella al príncipe D. Cárlos, que debe seguir las instrucciones que os dio de palabra.

-Bien: esas instrucciones eran que el Príncipe solicitase del Rey su padre el gobierno de las provincias flamencas; en ella ganaria mucho la causa de España.

-¿Y con la fuga del Príncipe, en caso de no acceder el Rey á su pretension?

-No entiendo lo que me preguntais.

-Y dijo, murmuró Juan de Vargas dirigiéndose al Secretario, que se negaba á responder á cualquiera pregunta que se te hiciese, tocante á la fuga de la persona, que no ignora el Rey nuestro señor.

Montigny, ciego de furor, iba á precipitarse sobre el juez, pero se contuvo de pronto, porque imaginó que al primer grito entrarian en la pieza los cuatro soldados y el llavero para sujetarle, haciéndole pagar harto caro el desahogo justísimo de su indignacion. Adelantóse sin embargo hácia la mesa y mirando de hito en hito á Escobedo, le dijo con mal reprimido enojo:.

-Hacedme merced de borrar eso, señor Secretario.

Este no sabia qué partido tomar, pues por un lado no osaba hacer frente á la exasperacion tranquila del flamenco, y temia por otro esponerse, si le obedecia, á las reconvenciones de Vargas.

-Borradlo, insistió el baron.

-¿No es lo mismo que habeis declarado? repuso el juez sonriéndose.

-No.

-¿Y por tan poco os apurais? Dejadlo como está, que es en beneficio vuestro.

-¿De qué modo? Esplicaos.

-Aunque os está prohibido dirigirme preguntas, una vez hechas, nada se opone á que yo os conteste.

-Hacedlo pues y... cuidado, porque no hemos de pasar de aquí.

-Os he aconsejado que dejeis la última respuesta como está, porque negándoos á dar esplicaciones sobre el proyecto que formasteis para sacar de España á D. Cárlos de Austria, no os molestaré ya mas.

-Pero me confieso delincuente, replicó con viveza Montigny, que hábia comprendido toda la alevosía de Vargas. Os requiero para que desaparezcan tan pérridas palabras del interrogatorio.

-Pensad, señor de Montigny, esclamó el letrado con imperio, en que algo se ha de poner.

-Poned lo que me oigais.

-No, sino lo que mas convenga al servicio del Rey, á quien Dios guarde.

-Haced lo que os cuadre; mas desde este instante no pronunciaré una palabra mas y mi declaracion será nula, porque no llevará mi firma.

-¿Y qué me importa? Constará que despues de haber declarado, tuvisteis miedo de sostener con vuestra firma vuestra confesion.

-¿Haréis eso, señor Juan de Vargas? gritó el baron fuera de sí, y metiendo la mano en el pecho para apretar el puño de su daga.

-Lo haré, respondió el jurisconsulto con la mayor sangre fria: escribid, señor Juan Escobedo.

Mas apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando el brazo del baron se alzó armado de su afilada daga sobre el juez de su proceso. Este, que no perdia uno solo de sus movimientos, se hizo atrás con la celeridad del rayo, y el arma homicida quedó clavada junto á una de sus manos que, para sostenerse, había dejado apoyada sobre la mesa. El secretario Escobedo se puso en pié al mismo tiempo y lanzando un grito, se precipitó sobre Montigny: al grito acudió el llavero seguido de los cuatro soldados y sujetaron entre todos al reo, que hacia increibles esfuerzos para desasirse de sus manos y apoderarse de la daga. Exhausto de fuerzas en lucha tan desigual, rindióse al fin jadeando y sin aliento: el mismo Vargas le maniató y dispuso que fuese encerrado en un calabozo subterráneo del alcázar.

Tres dias despues de esta ocurrencia, fué trasladado de órden del Rey al castillo de Simancas.

Capítulo XXIII
De como la princesa de Éboli y la doncella Beatriz lograron mistificar á D. Ruy Gomez de Silva

Ya hemos dicho que el Rey habia vuelto á Valladolid. La escursion que acababa de hacer para la celebracion de su matrimonio y las fiestas de Toledo, con motivo de la jura del Príncipe su hijo, se avenian muy mal con sus hábitos de trabajo y de retiro: por esta causa, procuró abreviar todo lo posible las que llamaba distracciones impuestas á su carácter por altas consideraciones de conveniencia para su reino, y desde su entrada en la ciudad, se entregó de nuevo con infatigable constancia á sus tareas administrativas.

El príncipe D. Cárlos, en pugna abierta contra las disposiciones últimamente adoptadas, para sofocar enteramente la rebelion de los flamencos, no disimulaba su ódio contra los individuos que componian el consejo del Rey; pero el duque de Alba era quien habia legado á inspirarle una aversion, justificada hasta cierto punto por sus ambiciosas miras, y por los temores que infundian en el ánimo del mismo Príncipe la crueldad, con que aquel caudillo se preparaba á castigar á los sediciosos. Asegurábase, en efecto, que don Fernando Alvarez de Toledo iba á marchar á Bruselas, pues adoptando D. Felipe el último parecer de su Consejo, habia nombrado ya al general, negociador de su matrimonio con doña Isabel de Valois, para el importante y espinoso cargo de gobernador de los estados flamencos, con amplias facultades para destruir de raíz la heregía y acabar para siempre con todos los confederados. D. Cárlos aborrecia al Duque por su orgullo, por lo mucho que habia contribuido á hacerle perder la mano de la princesa de Francia y porque se disponia á ser el azote de unas provincias, á las cuales miraba él con particular predilección. Baltasar Cisneros, que habia tenido la habilidad de ocultar sus manejos para la fuga del Príncipe, y que por no haberle seguido Diego Martinez á Roncesvalles, pudo sustraerse á su activa vigilancia, permanecia al lado de su jóven protector y fomentaba en el fogoso corazon de este unos sentimientos que debian serle fatales. No contento con inspirarle una enemiga mortal contra los que secundaban ardorosamente la política de D. Felipe, retrató al padre con las tintas mas negras, haciendo creer al mismo tiempo al hijo que la ternura de la Reina hácia su persona en nada habia cambiado. Para conseguir este objeto, fraguó á su manera una historia de las intrigas y maquinaciones, puestas en juego por el duque de Alba, de acuerdo con el Rey, para obtener el sacrificio de la desventurada doña Isabel, que suspiraba segun decia el cómico-poeta, al recordar aquellos dichosos dias, en que la era permitido entregarse á los dulces afectos de su alma. No necesitaba tanto D. Cárlos, para que en su pecho se inflamasen las mas encubiertas chispas de un amor violento. Saber que doña Isabel lo amaba todavía á despecho del poder de D. Felipe, era una felicidad que le hacia olvidar todos sus sufrimientos y amarguras; imaginar que acariciando una esperanza funesta, podia vengarse del Rey y de sus consejeros, era tambien su delicia y su único consuelo, en medio de la soledad á que voluntariamente se habia reducido, desde la vuelta de la corte á Valladolid. Entonces solo pensó en ver á la Reina, en renovar sus protestas y juramentos de Paris y en morir, si era preciso, por obtener de ella la declaracion de los tiernos sentimientos que su confidente Baltasar le había asegurado.

Mientras este último y el Príncipe discurrian los medios mas adecuados para conseguir su propósito, se representaba una escena de otra especie en casa de la princesa de Éboli. D. Ruy Gomez de Silva se reconocia impotente para luchar cara á cara contra un rey como D. Felipe, pero estaba resuelto á no consentir que su nombre sirviese de mofa y ludibrio entre los ociosos de la corte. Así pues, apenas pisó los umbrales de su morada, cuando mandó á Fortun, su criado de confianza, que avisase á los duques del Infantado y de Medina Sidonia, y al conde de Cifuentes, así como al marqués de la Fabara, parientes de doña Ana, diciéndoles que se sirviesen honrarle con su visita, para darles cuenta de un negocio grave, en que le iba la honra.

Despues, sin preguntar por su esposa, que no se cuidó por su parte de salirle al encuentro, contentándose con preguntar por su salud, se entró en una sala interior y comenzó á recorrerla precipitadamente, para aguardar á sus deudos y amigos. Difícil seria espresar fielmente la agitacion, la ira y el despecho que abrasaban el corazon del honrado esposo, desde que el infame anónimo había confirmado sus anteriores sospechas, respecto á la pasion criminal que suponia existir entre la Princesa y el Rey. La fidelidad que á este debia, como buen vasallo y como consejero, se presentaba algunas veces á su pensamiento, para hacerle vacilar en las reparaciones que exigia su honor tan pérfidamente ultrajado; pero había tomado una resolucion y estaba resuelto á llevarla á cabo, desentendiéndose de todos los deberes que lo imponian, tanto los intereses políticos de su partido, como los de su elevada clase. Bien conocía D. Ruy Gomez que su retirada de los negocios proporcionaría una victoria decisiva á la parcialidad del duque de Alba, pujante ya con el nombramiento de este general para el gobierno de Flandes; mas había jurado no sobrevivir á su deshonra, si no la vengaba públicamente, castigando al Rey del único modo que podia, y á su esposa de la manera que reclamaba su torpeza.

No se había dormido entre tanto doña Ana de Mendoza: advertida por Beatriz de la tempestad que la amenazaba, se proponia hacer frente al peligro. La incesante charlatanería de la condesa de Barajas habia descubierto por fin, á la doncella su empeño de arruinar á la princesa de Éboli, por medio del escrito anónimo dirigido á su esposo, y alarmada Beatriz, consultó tan espinoso asunto con su querido Diego Martinez. Este, despues de meditarlo profundamente, dijo á su amada, que la imaginacion no le sugeria mas recurso, que el de jugar alguna treta á D. Ruy Gomez, á fin de arrancarle la acusadora carta, negar despues la acusacion con altanería y descaro, en lo cual ayudaria el Rey, si era preciso, por un sentimiento de justicia, supuesto que, en efecto, aquella acusacion era una impostura de la Condesa, y hacer valer luego la misma carta, para obligar á D. Felipe á que castigase con severidad á la envidiosa enemiga de la Princesa. El plan era excelente, con tal que pudiera realizarse; mas su éxito dependia en gran parte de la casualidad. Diego sin embargo no desesperó de él, y para asegurarlo, ofreció á Beatriz que facilitaria á doña Ana otro escrito, que serviria de mucho en el negocio, si ella se daba maña para apoderarse del anónimo. La doncella dió parte á su señora del parecer de Diego, y la Princesa, apurada por el peligro, que iba arreciando, á medida que se acercaba el dia de la vuelta de Ruy Gomez, atormentó su ingenio, formó y desechó veinte proyectos, hasta que al cabo, con el ausilio poderoso de Beatriz y del veterano, se fijó en la idea de mistificar completamente al príncipe de Éboli, patentizándole la verdad por medio de un engaño. El plan acordado consistía en que doña Ana no debia presentarse á su esposo, á fin de evitar cargos poco agradables y acaso una ruptura definitiva; llegada la noche, y luego que D. Ruy Gomez se acóstase, había de registrar Beatriz sus bolsillos y buscar el escrito anónimo, que el zeloso caballero no era probable que hubiese depositado en otro lugar, metiendo en ellos la carta facilitada por Diego Martinez: de este modo, cuando el esposo intentase alzar el grito, presentaria como prueba de su deshonra la justificacion de la Princesa.

Pero doña Ana y su doncella se encontraron burladas con la pronta determinacion tomada por el irritado magnate, de convocar en su casa á los deudos mas próximos de la primera. Desde luego comprendieron que aquella junta de parientes solo podia tener por objeto el grave asunto que las ocupaba, por lo cual se prepararon contra todo evento, decidiéndose á que Beatriz, oculta detrás del tapiz que cubria una de las entradas de la estancia, en que se hallaba D. Ruy Gomez, espiase todos sus movimientos y asistiese á la conferencia que iba á celebrarse. Situóse pues la doncella con el mayor silencio en su escondite, y la Princesa la siguió, colocándose detrás de ella, con la carta de Diego Martinez en la mano, á fin de estar provenida para cuanto pudiese ocurrir.

Paseábase, como queda dicho, el indignado Silva por la sala: á la irritacion de su ánimo habia sucedido el abatimiento; á la cólera, la calma de la desesperacion. Veia con tristeza huir de sus manos el poder, y la satisfaccion de su orgullo desaparecia para siempre, dando por perdidos los ambiciosos proyectos, que en los consejos del Rey debian hacer temibles á sus amigos y parciales, y destruir la influencia del partido intolerante de la corte. Su mirada era sombría; sus pasos, aunque precipitados, vacilantes. Detúvose de pronto; su fisonomía tomó en aquel momento una espresion terrible y espantosa: sin duda recordaba con furor, que todos sus planes, que todas sus aspiraciones de gloria, que todos sus magníficos sueños de engrandecimiento, acababan de desvanecerse por la desenvoltura de una muger. Y como si dudase aun de la desgracia que le abrumaba, como si una ilusion engañadora hubiera fascinado sus sentidos, sacó la carta que habia recibido de Toledo aquella carta, que contenia la fiel pintura de su deshonra, y la devoró temblando, como si hasta entonces no la hubiese leido. Arrojándola despues sobre la mesa que adornaba la sala, apretando los puños y clavando la vista desesperadamente en ella, esclamó:

-¡Ella infiel!... ¡Infiel doña Ana de Mendoza!

Beatriz, que no perdia uno solo de sus movimientos, abandonó su escondite y se adelantó lentamente hácia la mesa con la carta de Diego Martinez, que acababa de entregarle la princesa de Éboli, manifestando en sus miradas el objeto de su peligrosa osadía. Bien hubiera podido estender una mano hácia el anónimo escrito y apoderarse de él, porque D. Ruy Gomez nada veia, ninguna cuenta se daba en aquel instante de cuanto ocurria á su alrededor, ni aun de sí mismo; mas no se atrevió á hacerlo, hasta que sucumbiendo el pundonoroso magnate bajo la abrumadora carga de los horribles pensamientos que le acosaban, se dejó caer, en una poltrona, cubriéndose el rostro con las manos. Entonces avanzó temblando la doncella, llegóse á la mesa de puntillas, y cogiendo la carta que habia fraguado la malignidad de la condesa de Barajas, dejó en su lugar la que llevaba y se retiró con mas atolondramiento que prudencia. El ruido de sus pasos, el movimiento del tapiz, ó acaso el estrépito de una puerta que acababa de cerrarse, sacaron al príncipe de Éboli del letargo moral en que al parecer se encontraba. Abrió los ojos desmesuradamente, paseó sus miradas por la estancia y fijándolas en el escrito, que divisaba sobre la mesa, murmuró melancólicamente:

-No es una pesadilla, no: creia soñar que mis recelos eran quiméricos temores, que mi honor no habia sufrido menoscabo: mas... hé ahí ese escrito, que revela mi afrentoso suplicio... que me hace morir.

Levantóse despues de haber pronunciado estas palabras, y acordándose de que tal vez no tardarian en llegar los personages, á quienes habia citado, hizo un esfuerzo y procuró serenarse, ó al menos revestir su semblante con la aparente tranquilidad que exigian las circunstancias. Cinco minutos despues hizo sonar el timbre de la sala, y habiendo acudido un criado, le preguntó D. Ruy Gomez si habia vuelto Fortun. La respuesta que recibió fué el anuncio de la llegada de los caballeros, que con tanta impaciencia estaba esperando.

Introducidos que fueron, invitóles Silva cortesmente á que se sentasen, y pasados los primeros cumplimientos de estilo, les habló de esta manera:

-Siempre me he figurado, señores, que los negocios de familia, en los cuales está interesada la honra, deben tratarse entre deudos, á fin de que no transpiren á la parte de afuera y su compostura llegue á ser mas difícil, despues de publicados. De honra es pues y de familia el negocio, que me obliga á convocaros, y en él os pido asistencia, no de obra, que ¡vive Dios! me sobran brios para satisfacerme yo mismo, sino de palabra y de consejo, para que nunca se diga, que D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli y sumiller de corps de Su Alteza el rey D. Felipe II, obró con precipitacion y con poco juicio, en cosa tan delicada y tan grave.

-Enumerad vuestros agravios, amigo mio, contestóle el marqués de la Fabara.

-Y nornbradnos la persona que dá ocasion á vuestras quejas, añadió el conde de Cifuentes.

-Eso es lo que necesitamos saber, dijo en voz baja el duque de Medina Sidonia.

Y el del Infantado murmuró entre dientes:

-Apuesto cualquier cosa, á que anda en el secreto la preponderancia de D. Fernando Alvarez de Toledo.

-Dejemos en paz al de Alba, duque, repuso D. Ruy Gomez con fingido sosiego. Os he dicho ya que el negocio es de familia, y así no ha de tratarse de política entre nosotros.

-En tal caso, replicó el de Cifuentes, solo nos habreis reunido como deudos de la señora princesa de Éboli.

-Así es la verdad.

-¿Y en qué ha podido ultrajaros nuestra ilustre parienta?

-Ya os he dicho que se trata de mi honra.

-¡De vuestra honra! Esplicaos, Príncipe.

-Con dos palabras basta. La señora doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, heredera del noble conde D. Diego Hurtado de Mendoza y de doña Catalina de Silva...

-Adelante, Príncipe.

-Es...

-¿Qué?

-Una muger despreciable, una muger liviana, una muger á la que no puede cobijar por mas tiempo el techo que me cobija.

-¿Teneis pruebas de lo que asegurais, D. Ruy Gomez?

-Si no las tuviera, no os hubiera molestado para pediros parecer sobre lo que debe hacerse con ella. Pero ¿no han llegado hasta vuestros oídos, nobles señores, las murmuraciones de toda la ciudad? ¿No habeis sabido que mi nombre anda de boca en boca entre los cortesanos, como el de un hombre apestado é indigno de pertenecer al rango que le distingue? Todos hemos estado ausentes de Valladolid, es verdad. Pero si al marido ha alcanzado la noticia de la liviandad de la esposa, ¿cómo es que no la habeis recibido vosotros, siendo como es tan pública y tan patente?

-Cuando las hablillas de la gente ociosa y mal nacida empañan la reputacion de altas personas, debemos desconfiar. Yo por mi parte las desprecio, y creo que en ello me seguirán mis nobles parientes. ¿Son esas las pruebas que teneis?

-No, señor conde de Cifuentes; tengo otras que desvanecerán todos vuestros escrúpulos.

-Mostradlas.

-Muy pronto las vereis. Mas... ¿no deseáis primero oír de mi boca el nombre del cómplice de doña Ana de Mendoza y de La-Cerda?

-Pronunciadlo, y si es verdad lo que decis, morirá á nuestras manos.

-Se llama... D. Felipe.

-¡Ah! esclamaron todos los caballeros levantándose.

-Sí señores, prosiguió D. Ruy Gomez con iracundo acento; la esposa de Silva, la esposa del príncipe de Éboli es la querida del Rey.

Los cuatro deudos de doña Ana quedaron aterrados al escuchar tan tremenda revelacion, pronunciada por un esposo ofendido, cuya influencia en los negocios públicos era tan importante y tan respetada. Miráronse con asombro, sin atreverse á replicar á D. Ruy Gomez, pues suponían que, cuando este acusaba al Rey, razon sobrada tendría para ello, supuesto que lo que acababa de descubrirles estaba completamente de acuerdo con las especies, que sobre el mismo asunto habían oído entre las personas de la corte. El príncipe de Silva, cuya traidora calma anunciaba el horrible sufrimiento interior que despedazaba su alma, no pudo prolongar por mas tiempo una situacion tan desgarradora y humillante para su orgullo; pero haciendo el último esfuerzo, dijo á los atónitos nobles:

-¡Pruebas exigís al Príncipe de Éboli de las acusaciones, que se atreve á lanzar contra su esposa y contra su Rey! ¡Pruebas de mis palabras! ¿No os imaginais que gustoso perdería mil veces la vida, por no verme en el caso de pronunciarlas? ¿No comprendeis que al acusarlos á ellos, me acuso á mismo? Pero... estáis en vuestro derecho; nadie acusa sin presentar pruebas.

Y señalando la carta que estaba sobre la mesa, añadió apartando de ella la vista:

-Allí las teneis... examinadla... decidme que castigo debo imponer á esa muger culpable.

El conde de Cifuentes cogió la carta, que indicaba D. Ruy Gomez y la leyó para sí, sin omitir una sílaba. Mirando despues con marcada intencion al irritado esposo, esclamó con voz de trueno:

-Vive Dios, que esas murmuraciones y cuentecillos de comadres que nos habeis referido, os han hecho perder el seso. ¿Habeis pretendido por ventura burlaros de nosotros?

-Leed, Conde, leed, murmuró el de Silva.

-He leido y releido, Príncipe, respondió el de Cifuentes, y digo y repito que estáis loco. Buscad otro escrito que contradiga á este, y entonces veremos en cual de los dos está la verdad.

-¡Córno! gritó furioso D. Ruy. ¿No veis en esas líneas...?

-Una justificacion completa de las malévolas acusaciones dirigidas contra la Princesa, por instigaciones de la condesa de Barajas. La persona que ha trazado estas letras asegura que la Condesa, instrumento vendido á la parcialidad del duque de Alba, aspira á malquistaros con el Rey, infamando á doña Ana de Mendoza, y esparciendo por la ciudad la falsa nueva de sus criminales relaciones con D. Felipe.

El príncipe de Éboli no pudo ya contenerse, arrancó la carta de las manos del conde de Cifuentes y la recorrió con la vista. Una nube oscureció sus ojos, sintió que las piernas no podian sostener el peso de su cuerpo y antes de dar con él en tierra, buscó refugio en un sillon, para la mortal congoja que le amenazaba por instantes.

-¡Pérfida! esclamó con angustioso dolor. ¡Ah! Sí... dejadme, señores, dejadme: doña Ana de Mendoza está inocente y yo...soy un mónstruo de ingratitud.

Al acabar de proferir estas palabras perdió el conocimiento; los deudos de la Princesa pidieron ausilio, llamando á los criados para que le condujesen á su lecho, y persuadidos de que el descanso era la mejor medicina para aquel quebrantado espíritu, se retiraron á sus casas, poco despues de haber recobrado D. Ruy Gomez el uso de sus sentidos.

Pero no habia terminado todavia el lance de la carta, y aunque la Princesa habia triunfado, no era hombre su esposo á quien se podia hacer creer fácilmente una superchería. Su primer pensamiento fué que doña Ana no ignoraba la existencia del escrito anónimo, y que por lo mismo ella era la que se habia dado trazas para quitárselo y dejarle otro, que evidenciase las calumnias publicadas contra su reputacion. Mas ¿de qué medio se habia valido para lograrlo? Esto era lo que no podia adivinar D. Ruy Gomez: pero bastábale la seguridad que tenia, de que la carta recibida en Toledo obraba en su poder, pocos momentos antes de la llegada de los cuatro caballeros parientes de su esposa, para persuadirse de que efectivamente esta habia representado el papel principal, en un enredo que no alcanzaba á esplicarse. Con todo, teniendo presente que la carta estaba sobre la mesa, imagino que una persona oculta debajo del tapete de la misma, no hubiera hallado grandes dificultades que vencer, para verificar una sustitucion, que acababa de ponerle en rídiculo con sus amigos, y entonces fué cuando recordó que habia oido durante su ensimismamiento ú olvido mental de todo lo existente, cerrarse con estrépito una puerta inmediata á la sala. Ignoraba que Beatriz habia llevado á feliz término, y con mayor riesgo de ser sorprendida, un plan concebido de pronto, y detrás del tapiz que cubria la puerta, por doña Ana; mas no podia dudar de que habia sido burlado por las artes de la refinada malicia de su liviana esposa.

Las nueve de la mañana poco mas ó menos serian del dia siguiente, cuando D. Ruy Gomez se presentó en la cámara de la Princesa. Su aspecto era severo é imponente, y se echaba de ver en la firmeza de sus pasos y en la resolucion enérgica de todo su continente, que estaba resuelto á poner fin, con una determinacion bien meditada, á la situacion, penosa é insufrible en que vivia.

La Princesa, al anuncio de tan inesperada visita, llamó en su ayuda todos los recursos de un ingenio fecundo en resoluciones aventuradas, y conociendo que en aquella coyuntura era mucho mas fuerte que su adversario, se replegó sobre si misma, semejante á la serpiente de cascabel, y esperó con paciencia el ataque, segura de morder con ventaja. Cuando entró en su retrete el de Silva, se ocupaba la astuta sirena en arreglar su tocado.

El magnate tomó asiento y ella le miró entre irritada y risueña. Lo cierto fué que, al contemplarla tan hermosa, casi se arrepintió el esposo del propósito firme que habia formado mas no tardó en recobrar toda su entereza, al verse objeto de las desdeñosas miradas de una muger, que debia pedirle perdon de las graves culpas, que contra él habia cometido. Recordó pues el objeto que á aquella estancia le conducia, y dijo á doña Ana con acento algo turbado por la emocion, pero que revelaba el empeño de que se le obedeciese:

-Escuchadme, señora.

Estas palabras resonaron en los oidos de la Princesa como un toque de rebato, y contestó al punto:

-Os escucho, señor D. Ruy Gomez de Silva.

-Así ha de ser como me habeis de nombrar en adelante, repuso este.

-Y vos á mí, replicó ella con arrogancia, doña Ana de Mendoza y de La-Cerda.

-En efecto, señora; desde hoy seremos estraños el uno para el otro.

-¡Oh! Ya lo somos bastante; mas... no me pesa que lo seamos mas.

-Vos lo habeis querido así.

-¡Yo, señor D. Ruy Gomez de Silva! Mirad bien lo que decis...

-Digo, señora, que así lo habeis querido.

-Pues bien; mentis. Vos sois quien, buscando pretestos en las quimeras que forma vuestra imaginacion, intentais hacerme pagar crímenes que habeis inventado. Sea en buen hora; acepto la expiacion de culpas que no tengo, porque vale mucho mas ser víctima que verdugo.

-De modo que negais...

-¿Qué he de negar? Veamos; acusadme.

-¿Cómo fué que ayer no salisteis á mi encuentro?

-Veníais irritado contra mí.

-¿Quién os lo habia hecho saber, siendo así que á nadie he confiado...

-Vuestro semblante os ha vendido.

-Dejemos á un lado las reticencias, señora. Aunque hoy nada puedo probaros, estoy convencido de vuestra infidelidad.

-¿Sí?... Sois muy ligero en acusar, señor D. Ruy Gomez.

-Yo no os acuso; os acusa la corte, os acusa la ciudad entera.

-¿Qué estáis profiriendo? ¿Cuál es mi crímen? Hablad de una vez.

-¿Lo ignoráis por ventura? ¿No os lo patentiza la carta que ayer me robásteis?

-¡Eso mas!... ¡Ah! ¿Conque ayer... os robé una carta?... ¡Dios mio!... ¡Qué iniquidad!

-Señora Princesa, conteneos por pudor; no añadais la desvergüenza á la desenvoltura.

-¿Sabeis, D. Ruy Gomez, que jamás podré perdonaros lo que acabáis de decir?

-¡Bah!... ¿Qué me importa? Me aborrecereis entre cuatro paredes, mas no en medio de la corte del rey D. Felipe.

-¿Qué significa eso? Esplicádmelo, si lo teneis á bien.

-¿No me habeis entendido, señora?

-¡Oh! sí desde que habeis entrado en esta cámara, solo me proponeis enigmas... Veamos, veamos lo que deseáis darme á entender con esas cuatro paredes.

-Que hoy mismo vais á ser conducida al monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas, que como no ignoráis, se halla situado á un cuarto de legua de la ciudad de Burgos.

-¿Y qué es lo que he de hacer allí?

-Aborrecerme cuanto se os antoje.

-Creed, señor de Silva, que para eso no, necesito emprender un viaje: estáis haciendo tales méritos, que me siento dispuesta á aborreceros en todo lugar.

-Es mi gusto que viváis allí encerrada, mientras yo exista.

-Yo os deseo muchos años, y como confío en que llegareis á una edad muy avanzada, no me acomoda despedirme del mundo por tan largo tiempo.

-Os he impuesto mi voluntad; obedecedme.

-Sobre vuestra voluntad hay otra.

-¿Cuál?

-La del Rey, á quien voy á pedir justicia.

-¡La del Rey!... ¡Ah! Sí... Y os la hará, doña Ana, os la hará por ser vos quien se la pedis.

-Os engañáis, señor: me la hará, porque la hace á todos.

-¿Persistís en no cumplir mis órdenes?

-Persisto.

-Sois, señora... una muger infame.

-Basta, D. Ruy, basta. Otra muger pagaria un asesino para que os atravesase el corazon: yo hago mas... mucho mas... os compadezco.

-Algo mejor obraríais justificándoos, que sosteniendo ese lenguaje, propio únicamente de una conciencia limpia.

-¡Justificándome!... ¿De qué?... ¿Cuáles son vuestros cargos? ¿No acabais de sentenciar á encierro perpétuo á la heredera de la ilustre casa de Mélito, sin que ella sepa los motivos de vuestra injusta saña?

-He sentenciado á la que hasta hoy ha sido mi esposa.

-Mas... ¿de qué la acusais? ¿Pretendéis juzgarla como diz que juzgan en Flandes los inquisidores de estado?

-Ya os lo he dicho, señora; os acuso de infidelidad.

-Esa no es acusacion.

-¿Pues qué es?

-Insulto, que pide venganza, y... me vengaré, si no me probais que soy lo que decis.

-Voy á probároslo, no por miedo, sino para que sepais, que poseo vuestro secreto. Negadme que el Rey es vuestro amante.

El príncipe de Éboli se habia figurado que estas últimas palabras desconcertarian á su culpable esposa. ¡Cuán grandes fueron su confusion y su aturdimiento, cuando esta, después de prorumpir en una carcajada, que nada tenia de fingida, esclamó sencillamente:

-¡Ah! ¿Y por eso habéis armado tanto estrépito? ¿Conque vos tambien, tan hábil, tan diplomático, os dejais prender en las torpes redes de la intrigante condesa de Barajas?

-Obra vuestra es la carta que, el conde de Cifuentes cogió ayer de la mesa, repuso el de Silva con prontitud.

-¡Eh! Id al diablo con vuestras cartas y embelecos, replicó doña Ana. Si fuera yo querida del Rey, no tardaria en pedirle el destierro de esa muger deslenguada y atrevida. Pedídselo vos y hareis un gran servicio al estado.

-Ya os he prevenido que toda la corte, que toda la ciudad...

-¡Gran milagro por cierto! La ciudad y la corte y vos y todos, no haceis mas que repetir lo que á la condesa se le ha antojado inventar. ¿Estais satisfecho?

-No.

-Pues aclarad vuestras dudas en otra parte y dejadme en paz.

-¿Partiréis para Santa Maria de las Huelgas?

-¡Encerrarme en vida! No conteis con que yo cometa semejante desatino: me basta el que cometí al llamarme esposa vuestra.

Don Ruy Gomez se levantó hecho un energúmeno, y lanzando á doña Ana una mirada de basilisco, salió de la cámara. La Princesa le miró á él tambien, como aceptando el desafio á que se la provocaba, y despues prosiguió entreteniéndose con su tocado.

Capítulo XXIV
Fórmase una tempestad contra la condesa de Barajas

El proceso formado al baron de Montygny se sustanció con asombrosa celeridad, y el jurisconsulto Vargas presentó á la aprobacion del Rey, la sentencia del tribunal de los cinco jueces contra aquel magnate. Pedíase en ella que fuese degollado en la plaza pública de Valladolid, para escarmiento de traidores y que se hiciese saber su castigo, por medio de pregon, en las principales ciudades de Flandes. D. Felipe reunió su consejo, y habiendo oido su parecer, se conformó con la sentencia, disponiendo por ser así su voluntad que se ejecutase al reo en el castillo de Simancas, donde se hallaba, en vez de conducirlo á la ciudad, en que residia la corte.

Terminado el consejo, quedaron solos en la real cámara D. Felipe y el príncipe de Éboli. Este último reprimia á duras penas las muestras del hondo pesar que laceraba su pecho; pero sostenido por el sentimiento de su dignidad, habia resuelto espone rse á las iras del monarca mas absoluto de Europa, á trueque de no vivir, síendo objeto de escarnio, ó tal vez de menosprecio, entre los señores de la corte. El Rey habia observado la preocupacion de su consejero, y al notar que permanecia en la cámara, despues de haberse retirado los demás individuos de la grandeza, á quienes dispensaba su confianza, juzgó desde luego que debia prepararse á escuchar de sus lábios alguna comunicacion importante.

Esperó pues á que se esplicase D. Ruy Gomez, mas viéndole perplejo, como si no se atreviese á ser el primero en romper la valla, salióle al encuentro con estas palabras.

-Mal término se ha buscado el señor de Montigny: hubiera deseado perdonarle, pero eso hubiera sido dar alas á los sediciosos flamencos. Respetemos los altos juicios de Dios.

-Señor, murmuró el de Silva, habeis procedido en justicia.

-Sombrío me pareceis, señor príncipe de Éboli, díjole D. Felipe.

-Es que no es para menos el cuidado que me obliga á abusar hoy de vuestra paciencia, repuso D. Ruy.

-¿Venís á darme quejas?

-Señor, no.

-¿A recomendarme algun buen servidor?

-Tampoco.

-¡Ah! Ya entiendo; no buscáis al Rey, sino al amigo: doña Ana de Mendoza ha irritado vuestro mal carácter con sus caprichosas manías; teneis zelos, Príncipe, y quereis que yo intervenga... ¿se os figura que soy rey de Castilla, para ocuparme de los negocios de todos los maridos, que se llevan mal con sus mugeres?

-No es eso, señor; yo no pretendo transaccion con la heredera de la casa de Mélito; pronto irá á un convento, aunque se opongan á mi voluntad ella y todos sus parientes.

-Mirad lo que haceis, D. Ruy... miradlo bien: doña Ana de Mendoza pertenece á una de las mas ilustres familias del reino. Con todo, si me probáis que os ha ofendido hasta tal punto...

-¿Qué hareis, señor?

-Tomaré por vos la demanda, y mandaré que en efecto llore en un claustro sus malas obras.

-Sabed, señor, que por su causa he perdido el honor y la estimacion pública.

-No lo creo, D. Ruy Gomez; ninguna muger es capaz de hacer semejante milagro.

-¿Y si esa muger tiene un amante?

-Aunque tenga ciento. No miro yo ese negocio corno lo miran los hombres sin seso y sin esperiencia; nunca será a mis ojos el esposo responsable de las faltas de su esposa, con tal que no contribuya á ellas.

-¡Ah! Yo hubiera dado mi vida, mi felicidad, por morir con honra.

-Y con honra morireis, yo os lo digo. No es dado á una loca mancillar los claros blasones de un hombre como vos.

-Sin embargo, señor... yo no puedo vivir así... este martirio es superior a mis fuerzas, porque en cada mirada creo adivinar una burla, un insulto... mi afrenta es pública, rey D. Felipe; concededme lo que vengo á demandaros, y os bendeciré.

-Tranquilizaos y hablad, príncipe de Éboli.

-Hasta aquí os he servido fielmente; mas...

-¿Qué quereis decir?

-Que me concedais licencia para ausentarme de la córte.

-¿Lo habeis pensado bien?

-Señor, si.

-Nunca fui traidor, rey D. Felipe, y nunca lo seré: la Francia ó la Inglaterra, un pais que sea aliado de España me concederá generosa hospitalidad.

-Mas... vuestra demanda revela que ya no quereis servirme.

-Es cierto.

-Que sois tal vez mi enemigo.

-No soy enemigo del Rey, por quien vertería gustoso toda mi sangre.

Al escuchar D. Felipe estas últimas palabras comprendió todo el misterio de la conducta del príncipe de Éboli. Era evidente para él, que este procedia así, á impulso de unos zelos insensatos, que algun astuto enemigo de su reposo procuraba fomentar en su alma. El Rey estimaba en mucho las altas prendas de D. Ruy Gomez, quien habia alcanzado por ellas repetidísimas y notorias señales de su particular aprecio supuso, por lo mismo, que el encono de los parciales del duque de Alba, no debia ser estraño á una intriga, cuyos resultados á nadie era dado preveer, aunque bien revelaban que se habian fraguado para dar el golpe de muerte á la influencia del partido contrario, lo cual no podia menos de redundar en perjuicio de los intereses públicos. Seguro en su conciencia de no haber atentado al honor de su consejero, aunque persuadido de que la conducta ligera y poco comedida de doña Ana daba lugar á cualquiera suposicion, le dijo:

-Bien hareis en encerrar á vuestra esposa, para que no dé escándalo en mi corte, siempre que os convenzais de un modo indudable de su liviandad y desenvoltura: mas yo me conduciria como un loco, si os otorgase la licencia que me pedis. Os la niego, pues, D. Ruy Gomez de Silva, porque os necesito á mi lado.

La entereza del Rey quitó mucha fuerza á las convicciones del magnate; mas al fin replicó con amargura:

-Me condenáis, señor, al suplicio de presenciar todos los dias mi vergüenza.

-Príncipe de Éboli, repuso D. Felipe con intencion, sois un loco, un verdadero loco, pero teneis la fortuna de haber tropezado con un rey cuerdo. Id con Dios, y no penseis mas en esas estravagancias; que si la señora doña Ana de Mendoza tiene algun amante, yo lo descubriré, y entonces, al menos, sabreis la verdad por mi boca.

-¡Por vuestra boca, señor!

-Sí; y entonces tambien podreis castigar á vuestra esposa: antes no, porque... os lo repito, señor de Silva, hoy estáis loco.

Don Ruy Gomez salió de la cámara pensativo y cabizbajo: no bien llegó á su casa, cuando se encerró, despues de haber dado orden á Fortun de que á nadie introdujese en la estancia que habia elegido, para entregarse con entera libertad á sus cavilaciones.

Doña Ana de Mendoza no sospechaba que el Rey se habia comprometido con su esposo á averiguar los secretos de su conducta, pues de lo contrario nadie es capaz de imaginar lo que nuestra excéntrica dama hubiera hecho, para libertarse de tan odioso espionage. Pero D. Felipe no olvidaba su palabra, y media hora despues de la conversacion que habia tenido con su zeloso consejero, mandó llamar al secretario Antonio Perez.

Este encontró al Rey ocupado en poner de su puño algunas notas marginales á varias consultas pendientes; mas cuando D. Felipe le vio acercarse á él, suspendió su trabajo y le dijo:

-¿Cómo está de salud vuestra esposa doña Juana Coello?

-Muy bien, gracias á Dios, y con vivos deseos de besar las manos á Vuestra Alteza, respondió el jóven.

-Huélgome de ello, repuso el Rey: ya sé que sois dichoso en vuestro nuevo estado.

-No hay duda, señor.

-¡Ah! Si todos pudieran decir lo mismo... Os he hecho venir para que me ayudeis á conservar en mi servicio á un hombre honrado, y que hoy es amigo vuestro.

-Ya sabe Vuestra Alteza que ese deseo es una orden para mí.

-Oid el caso, señor Antonio Perez: el príncipe de Éboli ama como un niño á doña Ana de Mendoza, que á juzgar por los cuentos que corren, no es muy digna, que digamos, del afecto de su esposo.

El amante de la Princesa sintió que un sudor frio recorria todo su cuerpo, y á la verdad que semejante exordio no era para menos. Temblaba al pensar que el Rey, acusado injustamente por las hablillas de la corte, de que mantenia secretas relaciones con doña Ana, hubiese llegado á enterarse de la verdad de lo que sucedia, en cuyo caso podia dar por perdido el favor de que gozaba. Sin embargo, como nada hasta entonces le hacia creer que D. Felipe estuviese irritado contra él, dominó la emocion que le habia sobrecogido, reunió sus fuerzas para defenderse en caso necesario, y se propuso no dar á entender, en manera alguna, los encontrados sentimientos que la plática, apenas comenzada, debia sin duda despertar en su corazon.

El Rey prosiguió así:

-Parece que los ociosos ó los malévolos, que de todo hay, se han empeñado en que la señora princesa de Éboli tiene un amante, y en que ese amante soy yo. Don Ruy Gomez ha llegado tambien á entenderlo, y queria encerrar á su esposa en un convento; esto no me hubiera importado mucho por ella, como supondreis, pero si por sus deudos y amigos, entre quienes se cuentan muy probados servidores de mi casa y familia. Ya veis que semejante escandalo me hubiera perjudicado mucho, y no poco la determinacion que tambien habia tomado el señor de Silva, de ausentarse para siempre de la corte. Mas como un hombre como él es, y como yo quiero que sean todos los que obtienen mi confianza, no desiste fácilmente de sus propósitos, le he empeñado mi palabra de que descubriré el nombre de ese amante misterioso, si es que existe, y que lo sabrá por mí. Decidme pues, señor Antonio Perez, si anda todavia por ahí aquel discreto bribon, aquel Diego Martinez, que os dejó tan airoso en el asunto de los desgraciados embajadores flamencos.

-Vuestra Alteza puede disponer de él á todas horas, contestó el secretario, que vió el cielo abierto, al oir las útimas palabras del Rey.

-Pues es necesario, dijo este, que se encargue tambien de la satisfaccion que debo dar á D. Ruy Gomez.

-Lo hará, señor, porque es el hombre mas apropósito para el caso.

-Tened presente, sin embargo, que el Rey no ha de sonar para nada en tan miserable comision; se la encomendareis como cosa vuestra.

-Creo, señor, se aventuró á murmurar Antonio Perez, que todo ese enredo ha de ser un chisme fraguado por la condesa de Barajas; al menos, así se ha divulgado por la ciudad, y aun se añade...

-No os mordais la lengua, señor secretario.

-Que el conde de Cifuentes posee un escrito, en que se asegura que la de Barajas ha calumniado...

-¿Á quién?

-Á la princesa de Éboli, y...

-¿Á quién mas?

-Á Vuestra Alteza, señor.

-Mejor hubiera hecho con quedarse en sus haciendas de Andalucía, que en venir á embrollar mi corte. Si es como acabáis de decir, no permanecerá en ella mucho tiempo. Todo ello debe tener por único fin el obligarme á separar á D. Ruy Gomez de mi Consejo, mas no lo conseguirán, porque sé mejor que todos lo mucho que vale ese pobre viejo. Tampoco vos debeis quererle mal, señor Antonio Perez.

-Al contrario, señor; desde que me casé, me precio de ser su amigo, porque creo que lo es mio.

-Es preciso que no seamos demasiado severos con las debilidades humanas. El príncipe de Éboli es celoso, y ¿qué hombre en su caso no lo seria? Vamos; poned á vuestro Diego Martinez en campaña, ya que es tan amaestrado sabueso, y dadme noticias de lo que, vaya rastreando.

Aquel mismo dia supo la princesa de Éboli por Beatriz la conversacion que habia tenido Antonio Perez con D. Felipe y se preparó á vengarse de la condesa de Barajas. El Rey no conocia á esta bastante á fondo, para imaginar que la envidia le habia hecho suponer unos amores que no existian: por eso atribuia á intrigas políticas de las parcialidades encontradas, lo que solo era efecto del odio que la hermosura, la juventud y los encomios tributados á doña Ana de Mendoza, habian inspirado á su chismosa enemiga.

Pero quien se veia verdaderamente en apuros con la comisión del Rey era Antonio Perez, supuesto que no le quedaba mas recurso que engañarle ó descubrirse á sí mismo. Quedábale el de asegurar que el amante misterioso de la Princesa se ocultaba con tal cuidado que era de todo punto imposible dar con él; mas tambien estaba persuadido de que semejante disculpa no satisfaria á D. Felipe, y de que viendo este el mal resultado de las primeras pesquisas, trataria de averiguar, por otros medios, lo que anhelaba con un empeño tan decidido. Por fin, gracias á las persuasiones de Diego Martinez, que no consideraba el caso tan irremediable, corno los que en él jugaban una parte principal, convinieron doña Ana, Antonio Perez y Beatriz en que la primera pidiese al Rey una entrevista, por conducto del conde de Cifuentes su deudo, fundándose en el deseo que la animaba de patentizar su inocencia y de descubrir los intrigantes manejos, que habia empleado la condesa de Barajas contra su reputacion, y decoro. Como el conde poseia en efecto la carta justificativa, de la conducta de la Princesa, en la cual se revelaba el plan puesto en práctica por los amigos del duque de Alba, y se hacia figurar á la de Barajas como instrumento de un bando político, no debian temer que aquel magnate se negase á apoyar una pretension tan justa bajo todos aspectos, y cuyo resultado había de dejar indefectiblemente bien puesto el nombre de una dama á la que le unian estrechos vínculos.

Doña Ana no quiso retardar un instante la ejecucion del proyecto adoptado, ó hizo saber al conde de Cifuentes su deseo de presentarse al Rey y de hablarlo sin testigos. El Conde, airado hasta cierto punto contra D. Ruy Gornez, desde que le oyó proferir contra su esposa acusaciones, que luego no le fué posible probar, aceptó con gusto la comision que se le daba y puso en conocimiento de D. Felipe el objeto que se proponia la Princesa.

-Asegurad á vuestra noble parienta, contestóle el Rey, que yo mismo pasaré á visitarla, y que vos me acompañareis. Si ella viniese á mi cámara, se aumentarian esas hablillas, que algunos malévolos imprudentes han esparcido.

-Señor, repuso el de Cifuentes, doña Ana me ha manifestado que pretende veros á solas.

-Y á solas me verá, señor conde; iré de noche á su casa disfrazado y á guisa de galán favorecido, supuesto que se me abrirán las puertas: vos me guardareis las espaldas.

-¿Y D. Ruy Gomez, señor?

-Nada sospechará de nuestra ronda, hasta que yo mismo se la esplique. Cuidado, Conde, con el secreto, porque se aventura el decoro de una dama, y tampoco quiero que tenga apariencias de verdad esa murmuracion infame contra mi conducta. Yo tambien tengo esposa que guardar, y mal la guardaré entregándome á locos devaneos.

Enterada la Princesa del éxito de sus gestiones, dio parte de él á Beatriz para que se lo comunicase á Diego Martinez; por éste lo supo Antonio Perez, y todos esperaron con impaciencia el momento, en que el Rey les proporcionase la ocasion de dar el golpe á la condesa de Barajas.

Alejémonos ahora un poco de la corte, y volvamos la vista hácia el castillo de Simancas, donde yace encerrado en oscurísimo calabozo el baron de Montigny. No bien hubo aprobado el Rey su sentencia, en vista de la decisión del Consejo, cuando el jurisconsulto Vargas, encargado de hacerla ejecutar, se trasladó á la fortaleza, en compañia del secretario Juan Escobedo, y con escolta de corchetes y soldados.

Montigny, que habia perdido ya hasta la última esperanza de salvarse, supo la llegada de su juez y el aparato que llevaba; y no dudando que aquel seria el último día de su existencia, se dispuso á morir con valor. Despidiéndose estaba mentalmente de los queridos pedazos de su corazon, que habia dejado en Bruselas, y corrian por sus mejillas abundantes y amargas lágrimas, cuando abriéndose la puerta de su calabozo, vio en el umbral del mismo á Juan de Vargas y á su Secretario, seguidos de cuatro alguaciles que llevaban hachones encendidos.

-Ya observo que la nueva que os traigo no os cojera de susto, señor de Montigny, le dijo el primero con mal disimulado júbilo; vuestro llanto revela...

-Que soy hombre, le contestó con entereza el sensible caballero, al paso que vuestro jovial semblante descubre los sentimientos de un corazon de hiena. Pero si venis para conducirme al patíbulo, pronto estoy, y vereis si los esbirros de D. Felipe aprenden de mi á morir como valientes y como cristianos.

-No os deis tanta prisa, señor de Montigny, que todo se andará, repuso Vargas sonriéndose: lo primero que debeis hacer es confesar paladinamente vuestro crimen de lesa majestad, que por lo demás está bien probado, y pedir despues perdon al Rey nuestro señor, que Dios guarde.

-Vuestro oficio señor Juez replicó con calma el baron, es llevarme á la muerte; mas no pretendáis que yo mismo me deshonro, porque serán vanos vuestros esfuerzos. Si mi delito está patente ¿qué aventajáis con hacérmelo declarar? ¿Ni de qué puede servirme que pida perdon á vuestro amo, á quien nunca he sido traidor?

-Se trata de la salvacion de vuestra alma, señor de Montigny.

-¡Ah! De mi alma... Cuidad un poco mas de la vuestra, don Juan de Vargas, pues si obrais con todos los que caen en vuestras manos, como habeis obrado conmigo, presumo que debe ser muy embrollada la cuenta que tendreis que ajustar con Dios.

-Eso no os atañe: pensad en que os queda poco tiempo de vida.

-Desde el interrogatorio del alcázar de Segovia, no pienso en otra cosa.

-Yo sí; quiero que, pues os habeis perdido en este mundo, abjureis vuestros errores, para que no os perdais en el otro.

-¿Sois inquisidor?

-Soy católico, apostólico, romano.

-No, sino un verdugo despiadado é infame. Acabemos, porque la existencia es ya una carga para mí, desde que he tenido la desdicha de conoceros.

- Consolaos con que, si algun día voy á Flandes, pasarán por vuestro mismo trance los buenos amigos que os esperan.

-¡Oh! Matadme... matadme sin tardanza, que me inspiráis horror.

-Sepamos antes, si estáis pronto á confesar...

-No; nada confesaré... matadme, os digo.

-Si consentis en humillaros y en firmar una súplica de perdon...

-Menos, mucho menos; ya que de todos modos voy á perecer, no infamaré la memoria de mi nombre.

-¿Os negais pues á las dos demandas?

-Me niego.

-Llevadle, gritó Juan de Vargas, dirigiéndose á los alguaciles que lo acompañaban.

Dos de estos pusieron esposas al baron, que salió de su calabozo con sereno continente y firme paso, figurándose que iban á terminar sus padecimientos y amarguras. Mas no sucedió así, porque la refinada crueldad de Juan de Vargas lo había dispuesto de otro modo contra el tenor de la sentencia aprobada por el Rey. Condujeron pues los esbirros al desdichado caballero por un oscuro pasadizo, que terminaba en una puerta: abrióse esta de par en par y se cerró sin ruido, tan pronto como la comitiva hubo pasado el umbral. Entonces se encontró Montigny en una lóbrega estancia, por la cual discurrian varias sombras, hablándose en voz baja y preparándose tal vez alguna ceremonia inesplicable para él. No podía moverse, porque dos alguaciles le sujetaban los brazos, y por lo tanto esperó con paciencia la revelacion de aquel misterio. Por fin iluminó la habitacion el resplendor de cuatro hachas de viento, que aparacieron por una puerta secreta, y que eran las mismas que habian acompañado á Juan Vargas al calabozo del baron: entonces divisó éste á su terrible juez sentado delante de una mesa y á su derecha al secretario Escobedo. Presintiendo su corazon lo que semejante aparato significaba, se desgarró de dolor; un sudor frio, bañó todo su cuerpo y hubiera caido á tierra el infeliz, á no haberle sostenido con fuerza los esbirros que le guardaban.

Pero el desvanecimiento de Montigny duró breves instantes; el sentimiento de su propia dignidad infundió un valor heróico en aquella alma quebrantada. Se habia propuesto morir sin temblar, y juró entonces que ni un solo quejido lograria arrancarte la refinada crueldad de sus verdugos. Así, cuando dirigió una mirada hácia el centro de la estancia, donde yacian en monton cuñas y cuerdas, instrumentos inventados por la ignorancia y la barbarie, y dispuestos allí para atemorizarle, ó para hacerlo sufrir un doloroso martirio, ajitó sus lábios una sonrisa de desprecio.

-Acercaos, señor de Montigny, díjole por último Juan de Vargas; acercaos y tened entendido, que de vos depende que salgais de este mundo en paz.

Adelantóse el baron, siempre sujeto por sus dos guardianes á mas de maniatado, pero no profirió una palabra.

-Os requiero en nombre del Rey, prosiguió el juez, para que declareis todas las instrucciones secretas que os dio el conde de Egmont, relativas á la fuga del Príncipe D. Carlos de Austria.

-He declarado ya cuanto tenia que declarar, en ese y en los demas particulares del inicuo proceso que no habeis seguido, respondió Montigny con sosegado acento. Sé que voy á morir. ¿A qué pues volveis á lo pasado?

Decia bien el baron; su proceso estaba concluido y aprobada su sentencia de muerte, que ya debia haberse ejecutado: todo lo demas era hijo de la maldad de Juan de Vargas, que obraba de aquella manera con el reo, sin conocimiento del Rey ni del Consejo de Estado, y hacía su aprendizage de verdugo para llegar á ser en Flandes un monstruo de inhumanidad y de venganza. Al escuchar las razones del sentenciado, se revolvió como un energúmeno en su poltrona, y estendiendo el brazo, y señalando los aprestos de la tortura, esclamó con voz de trueno:

-¿Os parece que no tengo medios para arrancaros esa confesion?

-Probadlos, repuso el baron; probadlos, si tales son las órdenes que teneis.

-¿Declarais?

-No.

Vargas hizo una seña á los esbirros: estos llevaron á Montigny hasta el sitio destinado para su tormento y despues de tenderle en el suelo, le ligaron las piernas fuertemente con gruesos cordeles ensebados. En seguida se adelantó el verdugo, que hasta entonces habia permanecido oculto entre las sombras, y apoderándose de un mazo de madera y de una cuña, se colocó de rodillas á los pies del baron, al paso que los demas le tenian sujeto de modo que no pudiese moverse.

Entonces le dijo de nuevo el juez.

-¿Declarais?

-No, volvió á repetir el caballero.

Vargas hizo otra seña y el verdugo introdujo la caña, dando en ella un fuerte golpe con el mazo, entre los cordeles que atormentaban las piernas del flamenco. Este elevó los ojos abiertos al ciclo y oró mentalmente.

-¿Declarais? gritó otra vez el sanguinario jurisconsulto.

-No, murmuró Montigny, sin interrumpir sus plegarias silenciosas.

La segunda cuña, mas gruesa que la primera, hizo que los cordeles penetrasen en las carnes del infortunado baron, que no despidió el mas leve gemido.

Exasperado Vargas por tan increible resistencia, redobló su ferocidad, sin que con la tercera, ni con la cuarta cuña consiguiese su infame propósito. Pero la mas fuerte naturaleza tiene que ceder, cuando se multiplican en constante progresion los medios de destruirla, y Montigny descoyuntado, preso de los mas acerbos dolores, exhaló un hondo suspiro y perdió el conocimiento, cuando la quinta cuña, la mas gruesa de todas, destrozó los huesos de sus piernas.

La operacion del tormento habia terminado. Los esbirros llevaron al baron sin sentido á su calabozo y le prodigaron eficaces ausilios, para volverle á la vida. Cuando abrió los ojos, miró hácia todas partes con estrañeza, y reconociendo las paredes del encierro, en que habia pasado tan amargas penas, dijo con voz desfallecida:

-Gracias á Dios: al menos ahora no tardarán en hacerme morir. Juan Escobedo no habia asistido de buen grado á la escena terrible de la tortura, y cuando salió de la estancia con Vargas, manifestó á este su recelo de que el Rey no aprobase lo que acababa de hacer; mas el jurisconsulto le tranquilizó diciendo:

-Teneis poca esperiencia de estas cosas, amigo mio: si el Rey sabe lo que he determinado con ese rebelde, lo aprobará, porque la parcialidad del duque de Alba es la que hoy triunfa en el Consejo, ¿estáis? Y si no lo sabe, añadió comunicando á su acento una dulzura inesplicable, Juan Escobedo, secretario del mismo Consejo, llegará á ser, yo le empeño aquí mi palabra, secretario general del Gobierno de Flandes.

Al dia siguiente, cuando entraron en el calabozo de Montigny, para conducirle al suplicio, estaba luchando con una horrible calentura que lo devoraba. El delirio no le habia abandonado un solo instante durante la noche; pero al sentir el ruido que hicieron sus verdugos, se incorporó en su lecho de pajas, apoyando un codo en ellas y mirándoles con resolucion, preguntó:

-¿Es hora ya?

-Hora es, desdichado caballero, le contestó el sayon enjugándose una lágrima con el revés de la mano. El baron observó su enternecimiento, y le dijo:

-Vamos pues; llevadme, porque ya sabeis que mis piernas no pueden prestarme servicio. Y cuidado con que lloreis así al despacharme, porque podreis errar el golpe.

Un cuarto de hora despues fué degollado el baron de Montigny en la plataforma del castillo de Simancas. El verdugo, despues de repetir en voz alta la sentencia que lo iba apuntando Juan de Vargas, y segun la cual, el muy alto y poderoso rey de Castilla D. Felipe mandaba que aquel noble caballero pereciese en afrentoso patíbulo, por traidor y por rebelde, separó su cabeza del cuerpo al primer golpe.

Esta muerte fué el preludio de las terribles ejecuciones de Flandes.

Capítulo XXV
De como estuvo á punto el rey D. Felipe de ser aplastado por el galan de la Princesa

Nombrado el duque de Alba, gobernador teniente general de los estados flamencos, con la, misma autoridad que pudiera ejercer en ellos el monarca, se disponia á partir para Bruselas con numeroso séquito de jueces, á cuyo cargo debian correr las causas de los sediciosos. Esta noticia se esparció por la corte muy pocos dias despues de haber sido ejecutado el baron de Montigny, asegurándose al mismo tiempo, que D. Fernando Alvarez de Toledo habia elegido en primer lugar, al jurisconsulto Juan de Vargas, corno el hombre mas apropósito para secundar la política de esterminio, que pensaba poner en práctica. No fué ciertamente el príncipe D. Cárlos el último que se enteró de los planes que se proyectaban, como que andaba muy solícito Baltasar Cisneros en participarle todo cuanto podia exasperar su ánimo contra el Rey.

Don Cárlos, que en vano habia solicitado el perdon de Montigny, y que habia unido su muerte á los demas agravios de que se quejaba sin el menor comedimiento, se llenó de ira cuando supo que el duque de Alba se preparaba á emprender su viage, revestido con un título que inúltimente habia pedido para sí, por ser el heredero del trono, el único á quien estaban prontas á reconocer las provincias de Flandes. Prorrumpió en denuestos injuriosos contra su padre, hizo pedazos, ciego de cólera, cuanto halló á mano en su cámara, lloró, se mesó los cabellos y juró solemnemente que, si llegaba á reinar, ahorcaria sin distincion á todos los individuos del Consejo. Afortunadamente solo Cisneros fué testigo de tan locos arrebatos, que procuró calmar distrayendo la atencion del Príncipe hacia otros pensamientos, que afectaban sensiblemente á su irritado corazon. Hablóle en efecto de la Reina, y este recuerdo bastó para que D. Cárlos moderase su enojo, entregándose á la dulce esperanza de un amor tan insensato como criminal é imposible.

A punto estuvo sin embargo el duque de Alba de quedar sepultado en Castilla, antes de tomar posesion de su gobierno, por haber cometido la necedad de desafiar con su presencia el ódio adormecido, pero no apagado, del Príncipe. Estaba éste discurriendo de qué medios se valdría para asegurarse una entrevista á solas con doña Isabel de Valois, sin que el Rey lograse tener conocimiento de ella, cuando le anunciaron que D. Fernando Alvarez de Toledo solicitaba tomar sus órdenes de despedida, pues debia ponerse en marcha al dia siguiente.

Don Cárlos se estremeció al oír pronunciar el nombre de aquel caudillo, á quien tanto aborrecía, y al verle un momento despues entrar en la cámara, le miró de alto á abajo, sonriéndose diabólicamente.

-Señor, le dijo el Duque con respeto, mi deber me trae á recibir vuestras instrucciones antes de partir.

-¡Mis instrucciones! le contestó el Príncipe, dando á sus palabras un marcado acento de ironía. ¿Pues no teneis las del Consejo, y sobre todo las del Rey? Cuando yo lo sea,. las confiaré á hombres allegados á mi persona. A vos, general, solo tengo que haceros hoy un encargo...

-Disponed, señor... murmuró el caudillo algo cortado.

-Que arrojeis á las hogueras muchos herejes.

-Señor... nuca fui inquisidor.

-Pero vais á serlo, Duque; vais á ser peor que inquisidor y peor que verdugo.

-No penséis tan mal de mí, príncipe D. Cárlos; creed mas bien que en Flandes haré justicia á todos.

-¡Justicia! ¿Ignoro acaso lo que significa esa palabra en vuestra boca? Esa palabra significa persecuciones, tormentos, cadalsos... ¿Cómo os atrevéis á proferirla en mi presencia, despues de la promulgacion de los edictos sanguinarios aconsejados al Rey por vós, por vuestros amigos y por vuestros parciales?,¿Cómo hablais de justicia después del sacrificio de Montigny? Duque de Alba, ha ecos justicia á vos mismo, renunciando un cargo que me usurpais y para el cual no habeis nacido.

-Considerad, señor, que yo solo voy á Bruselas con el objeto de tranquilizar completamente aquellas provincias, para que despues paséis á gobernarlas con gloria y sin peligro.

-Yo no necesito de vuestra ayuda ni de la de vuestros jueces, para conseguir la pacificacion de Flandes. Lo que os proponéis hacer es una iniquidad, y no la llevaréis á cabo. Si no queréis incurrir en mi indignacion, llevad ahora mismo, sin perder momento, vuestra renuncia al Rey.

-Lo que me pedis es imposible, señor.

-¿Imposible, cuando yo os lo ordeno?

-Señor sí, porque antes que vuestras órdenes son las del Rey, y debo obedecer estas como buen vasallo.

Desesperado mas y mas el Príncipe por la moderacion de las respuestas del Duque, ya no fué dueño de si mismo al escuchar sus últimas razones. Echó mano á la espada que tenia junto al lecho, y acometiéndolo con furia, hubiera tal vez perecido D. Fernando; mas en tan crítica situacion no le abandonaron la serenidad ni la prudencia: arrojése de improviso sobre el Príncipe, le sujetó con fuerza los brazos, aunque procurando no lastimarle y pidió socorro á voces. Don Alonso de Cabrera y otros señores se presentaron al momento; el duque de Alba soltó á D. Cárlos, y se refugió entre ellos. Al observar la amenazadora actitud del Príncipe se retiraron todos en silencio, y él desfogó su rabiosa saña agujereando con su espada las ricas colgaduras, los espejos y casi todos los adornos que decoraban la habitacion.

Ninguna consecuencia tuvo este suceso; hablóse de él mucho en la córte, pero el duque de Alba se ausentó de ella, sin que el Rey se enterase del peligro á que lo habia espuesto el cumplimiento de sus deberes. Por lo demas, la llegada del temible general de D. Felipe á Flandes, causó profunda impresion en los ánimos de aquellos, naturales; mas de treinta mil comprometidos huyeron á Alemania, y el mismo príncipe de Orange, sabiendo que se habia proscrito su cabeza, á pesar de haber vendido, en la carta que dirigió al Rey, el secreto del viage de Montigny, buscó asilo en Inglaterra con designio de juntar refuerzos. Antes de espatriarse, renovó su alianza con el conde de Egmont y trató de persuadirle á que siguiese su ejemplo, para conjurar la tormenta que se preparaba: mas no pudiendo lógrarlo, se fugó solo, dirigiéndole, al despedirse de él, estas palabras proféticas.

-Quiera -Dios que no os arrepintais por no haber seguido mi consejo: en todo caso, si os pesa de ello, me temo que será muy tarde.

No bien se ausentó de las provincias el príncipe de Orange, cuando el duque de Alba hizo su entrada en Bruselas: al dia siguiente, poniendo en juego las pérfidas artes de una política disimulada, y propia para conquistarse mas enemigos que aliados, hizo llamar á los condes de Egmont y de Horn, so pretesto de consultarles acerca de las necesidades de los Estados y de los medios que debian ponerse en práctica, para afianzar su bienandanza y sosiego. Engañados los dos magnates por semejante deferencia, y no queriendo tampoco dar muestras de desconfianza, acudieron al palacio del gobernador, quien hollando las leyes de la hospitalidad, sin atenderá las observaciones de la duquesa de Parma; los hizo prender y encerrar en el castillo de Gante. Inútilmente protestaron enérgicamente contra el desafuero que se cometia en sus persona, alegando que, como caballeros del Tolson, solo podian ser presos y juzgados por sus pares: nada quiso oir el terrible representante de D. Felipe, por cuyo motivo, disgustada en estremo la gobernadora doña Margarita de Austria, que preveia las fatales consecuencias del nuevo rigor desplegado contra los descontentos, solicitó del Rey y obtuvo por último el permiso necesario para salir de Flandes.

El duque de Alba, dueño absoluto de este desgraciado pais, promulgó severísimas leyes y pasó órdenes secretas á los tribunales que entendian en las causas de religion, previniendo en todas que se ejecutasen al pie de la letra los edictos anteriores. Al mismo tiempo estableció por sí otro tribunal, llamado Consejo de Sangre, compuesto de doce jueces españoles y presidido por el jurisconsulto Juan de Vargas, con el objeto de que formase causa á cuantos directa o indirectamente, hubiesen tomado parte en los últimos disturbios. No satisfecho aun con estas medidas, declaró reos de alta traicion á todos los confederados que habian pedido al Rey la modificacion de los edictos, lo cual produjo tanto terror en los habitantes de las principales poblaciones, que estas quedaron casi desiertas.

El Consejo de Sangre de Bruselas se señaló entro todos los tribunales, por el horror y el espanto que infundian sus providencias; las primeras víctimas del duque de Alba y de Juan de Vargas fueron los condes de Egmont y de Horn, que perecieron decapitados con otros diez y nueve señores: el implacable juez del proceso de Montigny, cumplió la palabra que, por via de consuelo, habia dado á éste momentos antes de hacerle sufrir el tormento. En menos de quince dias se vieron enrodados, empalados, ahorcados ó quemados mas de doscientos nobles, figurando entre los primeros el señor de Bekerseel, cuya larga y dolorosa agonía llenó de consternacion á la ciudad de Gante.

La indignacion de las provincias fue general, al contemplar tantos suplicios, y todas las miradas se volvieron hácia el príncipe de Orange, que andaba errante de corte en corte demandando ausilios. El duque de Witemberg, el conde Palatino del Rhin y el landgrawe de Hesse le facilitaron por fin grandes sumas, para que levantase un ejército contra los españoles, permitiéndole al mismo tiempo reclutar tropas en sus estados. No se limitó á este alarde la resistencia, pues el conde de Nassau, hermano del Príncipe, reunió con la mayor celeridad á los espatriados flamencos y después de invadir la Frisia, se atrincheró en el campamento de Groninga. No esperaba el duque de Alba tan rápida irrupcion, y envió al conde de Aremberg para que observase los movimientos del enemigo; mas los soldados españoles, impacientes por llegar á las manos, obligaron al general á que empeñase una refriega desproporcionada, en la cual fueron envueltos, quedando en el campo mas de ochocientos castellanos y rindiéndose los alemanes á discrecion. El mismo conde de Aremberg pagó con la vida la indisciplina de sus soldados.

El duque de Alba salió de Bruselas contra los rebeldes, les dió vista en las alturas Gemnisen, y atacándolos con indecible furor, hizo en ellos espantosa carnicería, pasando á cuchillo regimientos enteros. El ejército del conde Luis de Nassau desapareció en aquella jornada como el humo. Volviendo entonces contra el príncipe de Orange, que se adelantaba por la orilla izquierda del Meusa, le fué siguiendo paralelamente por la derecha, calculando que pronto le faltarian los víveres y que sus fuerzas se disiparian por sí mismas. Así aconteció en efecto: después de haber recorrido los dos ejércitos rivales en paseo militar todo el Brabante y las provincias de Namur y de Henao, se encontró el Príncipe sin tropas que oponer á, su hábil competidor, viéndose precisado á retirarse á Francia con trescientos hombres. Don Fernando Alvarez de Toledo volvió á Bruselas, después de tan brillante campaña y sometió de nuevo con mayor empeño á los sospecho de rebelion á los tribunales de su justicia sanguinaria. Su crueldad, su errada política y su desmedido orgullo contribuyeron en gran manera á que por fin los estados flamencos sacudiesen el yugo de España.

Pocos dias habian transcurrido desde aquel, en que D. Cárlos acometiera al duque de Alba espada en mano. La princesa de Éboli, Antonio Perez, Diego Martinez y Beatriz esperaban con impaciencia la llegada de la noche, que pluguiese al Rey elegir para visitar á la primera. Llegó al fin, y D. Felipe avisó al conde de Cifuentes que estuviese prevenido. Al mismo tiempo llamó á don Ruy Gomez de Silva, y le hizo partir al alcázar de Villagarcía, con órdenes verbales para su nuevo alcaide D. Mendo Quijada, relativas á los indicios de descontento que empezaban á manifestarse entre los moros de Granada, quienes aunque al parecer se conformaban con las ceremonias esteriores del culto católico, mezclaban con ellas, cómo mahometanos de corazon, varias prácticas supersticiosas que habian heredado de sus padres. La intencion de D. Felipe, era alejar al príncipe de Éboli de Valladolid, para poder cumplir, sin que lo sospechase el zeloso magnate. la palabra que habia empeñado á doña Ana, por conducto de su deudo el de Cifuentes, y al mismo tiempo conseguir su deseo de que la guarnicion de Villagarcía se hallase apercibida para marchar, en caso necesario, á Andalucia pues no dejaba de inquietar al Rey la audacia de los moriscos. Don Ruy Gomez estrañó que se le nombrase para una comision, que convenia mejor, á un hombre de guerra; mas supo que Requesens partia para Segovia y el conde de Barajas para Toledo y Madrid con igual objeto; lo cual significaba que D. Felipe solo queria confiar sus instrucciones á las personas de su mayor intimidad; así pues mandó á su criado Fortun que se preparase, y se puso en marcha media hora despues de haber recibido las últimas advertencias del Rey.

El conde de Cifuentes, sabiendo que el Rey le necesitaba, para la noche del dia, en que se habia ausentado el príncipe de Éboli, sospechó el negocio de que se trataba; mas no creyó que debia advertir á doña Ana de la visita de D. Felipe, porque podia ocurrir que este cambiase de idea, y porque tampoco estaba enteramente seguro de lo mismo que, con grandes probabilidades de acierto, se imaginaba. Este descuido prudente del Conde ocasionó un lance, que estuvo á pique de dejar huérfana de su Rey á la española monarquía.

No bien supieron doña Ana de Mendoza y Antonio Perez la marcha de D. Ruy Gomez de Silva al castillo de Villagarcía, cuando concertaron una cita para aquella misma noche. Las nueve serian de ella, cuando el Secretario del Rey entró en la cámara de la Princesa, favorecido por Beatriz, la que después de haberle introducido secretamente, bajó á la calle á platicar con Diego Martinez, quien como ya debe suponerse, guardaba las espaldas á su amo y protector.

Doña Ana recibió á su amante con muestras de grandísimo contento, mas no le ocultó que hasta que tuviese efecto su entrevista con el Rey, no podia vivir tranquila.

-Esa condesa de Barajas, esclamó entre colérica y risueña, me ha hecho mucho mal: os juro que á la primera ocasion se lo he de pagar con las setenas.

-Vuestra victoria es segura, en cuanto veais á D. Felipe, dijo Antonio Perez.

-¡Oh! Sí; tengo pruebas bastantes para perder á esa chismosa; pero temo que la perspicacia del Rey saque el ovillo por el hilo.

-¿Qué significan vuestras palabras, bellísima Princesa?

-Significan que el Rey no tiene pelo de tonto y que es muy capaz de empeñarse en descubrir si tengo o no tengo algun amante.

-No temais eso: satisfecho de que la de Barajas os ha calumniado, no pasará adelante, aunque haya pensado y aun ofrecido lo que decís.

-¡Ofrecido!... ¡Ah! Sin duda sabéis algo y me lo ocultais por no afligirme...

-¡Cómo!... ¿Presumis, doña Ana...?

-Hablad... hablad... decidme cuanto hayais llegado á descubrir, porque estoy dispuesta á todo.

-Pues bien: tened entendido que el rey D. Felipe ha empeñado su palabra á D. Ruy Gomez, da que ha de averiguar quien es vuestro misterioso amante.

-¿Y lo conseguirá?

-Espero que no, si obramos con prudencia.

-Los medios de que dispone el Rey son grandes.

-No importa: los inutilizaremos.

-Mucha seguridad teneis.

-Como que las pesquisas se están haciendo por mi conducto.

-Esplicaos mas, si quereis que no me vuelva loca.

-El Rey ha dispuesto que Diego Martinez sea el sabueso, que olfatee á vuestro galan.

-¡Es posible!

-Como lo estais oyendo. Figuraos ahora, si podéis vivir sosegada.

-¡Ah! ¡Cómo me voy á vengarme de la infame Condesa!

-Lo que importa es que veais pronto al Rey.

-Demasiado lo conozco, mas nada puedo hacer para apresurar ese instante. D. Felipe ha dicho que señalará la entrevista, que vendrá á verme de noche...

A este punto llegaba la conversacion de los dos amantes, cuando abriéndose con estrépito la puerta de la cámara de la Princesa, se precipitó en ella Beatriz sofocada y sin aliento, anunciando que el conde de Cifuentes estaba en la antesala y pedia licencia para entrar. Segun el relato de la doncella, habla llegado con otro caballero embozado, que la aguardaba en la calle, por cuyo motivo, Diego Martinez, al verle introducirse en el portal de doña Ana, era de parecer que el señor Antonio Perez no perdiese un segundo en retirarse.

Terrible era la situacion en que este se encontraba, pues érale de todo punto imposible dirigirse á la escalera, sin encontrarse con el conde de Cifuentes, y esto equivalia á descubrir el secreto, que, tanto le importaba guardar. Por otra parte, la urgencia del caso tampoco daba lugar á detenidas deliberaciones; era preciso tomar un partido y este solo se presentaba cercado de riesgos, que necesariamente debian comprometer á la Princesa. Esta, pálida y desencajada, se retorcia las manos, convencida de que si salia al salon principal para recibirá su deudo, le obligarla á sospechar la circunstancia de ser acogido con tan inesperada etiqueta, y Beatriz iba y venia del salon á la cámara y de la cámara al salon, aturdida, desconcertada, y dando ya por perdido el fruto de tantos desvelos y cavilaciones, como lo tenian de costo los amores de su señora. El único capaz de sacar á los tres de tan hondo atolladero era sin la menor duda Diego Martinez; pero nuestro aventurero no estaba allí á la sazon para que fuese consultado, y á mayor abundamiento acababa de adoptar la prudente resolucion de alejarse algun tanto de la casa de D. Ruy Gomez, para no inspirar recelos al embozado acompañante del Conde. Dicho embozado se: habla detenido en frente del portal de la casa, y Diego le cedió el puesto de buen grado, luego que Beatriz corrió al encuentro del de Cifuentes, que subia ya los primeros escalones, echando á andar despacio y con su aire habitual de maton, como hombre á quien ningun temor infundia el verse sorprendido en amorosa cita.

Entre tanto, como nadie es capaz de estar esperando eternamente, el conde de Cifuentes dio en la flor de impacientarse en la antesala, viendo que ninguna invitacion recibia para que pasase adelante. Mucho mas tiempo hubiera aguardado, á pesar de todo, su cortesía; pero sospechaba con fundamento, que el embozado llegaria á cansarse por su tardanza, y esto lo incomodaba, al parecer, mucho mas que su mismo plantón. Así pues, considerando que lo serviria de disculpa con su hermosa parienta la importancia del negocio, que á verla lo habia llevado, enderezó sus pasos hácia el salon de recibo; Beatriz que lo sintió desde la puerta de la cámara de la Princesa, lanzó un chillido y corrió á esconderse detrás de las cortinas de la alcoba; doña Ana creyéndose de todo punto perdida y deshonrada, se abandonó á la deseperacion, y loca, sin fuerzas para disimular, ni para resistir el violento choque asestado contra su orgullo de muger y de esposa por un acaso fatal, cayó sin sentido en una poltrona; por lo que toca á Antonio Perez, al observar que se habia quedado sin auxiliares, pensó en sí mismo, y prefiriendo una desgracia al trance de hallarse sorprendido por el Conde en la estancia particular de la Princesa, se abalanzó á abrir las vidrieras del balcon, asióse fuertemente á sus hierros y de un salto se arrojó á la calle, que no distaba mucho del piso principal. Pero quiso su mala suerte que, al salvar la altura de los hierros, se quedó en ellos enganchada su capa, de modo que el Secretario del Rey cayó á cuerpo descubierto en medio de la calle, haciendo un ruido infernal, como si cayera de las nubes. El embozado, que habia oido el estrépito del balcon, y que poco despues vio desprenderse de el un cuerpo con la rapidez del relámpago, se santiguó devotamente, y requiriendo la espada, se adelantó á su encuentro. Antonio Perez observó el bulto negro que se le acercaba, y no reconociendo por su configuracion á Diego Martinez, desnudó el acero. Muy pronto tuvo necesidad de cruzarlo con el de su antagonista, pues este le acometió impetuosamente, aunque desde luego se echaba de ver, que mas bien queria examinar su rostro, que matarle. No era á la verdad fácil empresa lo primero, porque estaba la noche como boca de lobo; mas no lejos del sitio, en que los dos combatientes peleaban, el uno acosado furiosamente por los celos, pues creia habérselas con algun rondador de las gracias de la Princesa, é impelido el otro por el sentimiento de una curiosidad tan terca como inesplicable, se veia la luz de un farol que alumbraba aquellos contornos, aunque por su colocacion solo despedia hacia nuestros espadachines tal cual ráfaga incierta y vacilante, que aumentaba á sus ojos la oscuridad y el embarazo de sus bruscas acometidas. El embozado se convenció al fin de que no lograrla su deseo, mientras permaneciese tirando estocadas á la ventura, por lo que, acosando con nueva rabia á su contrario y haciéndolo perder terreno, á fuerza de esponerse él mismo á caer atravesado, apretóle mas y mas en direccion á la luz, luego que observó el primer resultado de esta acometida, y le dijo con mal disimulado acento:

-Os acosaré hasta la esquina del farol: quiero conoceros antes de mataros.

Antonio Perez se estremeció de piés á cabeza al escuchar estas palabras; conoció por la voz á su adversario y desde luego se tuvo por perdida, si este llegaba á ver su rostro. El ruido de pasos como de un hombre que se acercaba hácia ellos precipitadamente, le decidió, y aprovechando un instante, en que su enemigo. se detuvo para tomar aliento, dió media vuelta, corrióse por la ácera de la calle en direccion opuesta al farol y alcanzando una callejuela inmediata, huyó por ella desapareciendo del lugar del combate. El embozado intentó seguirle, pero á los primeros pasos se encontró con el conde de Cifuentes, quien despues de detenerle con respeto, le dijo:

-Dejadme, señor, el cuidado de castigar á ese insolente.

-Ya es inútil vuestro ausillo, noble Conde, le contestó el embozado, en quien nuestros lectores han debido conocer al rey D. Felipe. El insolente ha huido poniéndose así lejos del alcance de mi acero; mas tened entendido, que es el misterioso galán de vuestra ilustre parienta.

-¿Qué pruebas teneis, señor?

-¡Y me lo preguntáis! ¿No os parece bastante el haberle visto arrojarse, como si el diablo le hubiese prestado sus alas, desde el balcon de la Princesa?

-¡Ah! Si se las ha prestado, no ha hecho uso de ellas, supuesto que las ha dejado olvidadas en el balcon.

-¡Cómo así! Esplicadme lo que ha ocurrido allá arriba.

-Harto ya de esperar en la antesala, me dirigí al salon de recibo de doña Ana; al entrar en él, sentí ruido en su cámara y estrépito de cristales, y cuando me adelanté, ví el balcon abierto de par en par y á la Princesa sin sentido en una poltrona. Mi primer pensamiento fué esplorar el balcon, y en él encontré esta capa, que podrá servir para el descubrimiento del culpable; mas como al mismo tiempo sentí ruido de espadas en la calle, me contentó con dar voces á los criados de doña Ana, para que acudiesen á socorrerla, y me apresuré á bajar, imaginando que tal vez os hallaríais comprometido en algun imprevisto lance.

-Todo eso, Conde, quiere decir, que el amante estaba con la Princesa cuando entrásteis, y que no pudiendo salir por la escalera, sin tropezar con vos, no ha temido esponerse á quedar desnucado. Gracias doy á la Providencia divina, que me inspiró la saludable idea de aguardaros allí, en frente de la morada de D. Ruy Gomez: á no ser así, ese volador desalmado me hubiera hecho gigote con el peso de su cuerpo. En fin, Conde, retirémonos en paz, ya que esta noche hemos perdido la partida; y pues llevamos esa prenda del astuto galán, muy diablo ha de ser, para que se nos oculte por mucho tiempo.

Don Felipe y el Conde echaron á andar y poco despues se movió un bulto que, durante su diálogo, habia permanecido tendido cuan largo era en el suelo y á corta distancia de nuestros dos personages. Luego que estos desaparecieron por la esquina del farol, se levantó, y enderezando sus pasos hácia la casa de la Princesa, entró en el portal.

Doña Ana, socorrida por Beatriz, habla recobrado el conocimiento, y entonces supo por su doncella que el conde de Cifuentes se habia llevado la capa de Antonio Perez. El bulto que acababa de entrar en el portal, y que no era otro que nuestro famoso Diego Martinez, se presentó poco después en la cámara de la esposa de D. Ruy Gomez y confirmó el dicho, añadiendo que habia óido toda la conversacion del Conde con el embozado y que este era el mismo D. Felipe en cuerpo y alma.

-¡Y qué se ha de hacer ahora! esclamó doña Ana con desesperacion.

-Imposible es persuadir al Rey de que no existe el galán que busca, murmuró el soldado: harto haremos con evitar que dé con él.

-¿Eres capaz de conseguirlo?

-Soy capaz de todo, pero exijo como condición precisa que el señor Antonio Perez no os vea en ocho dias.

-Entiéndele con él y obra después á tu antojo.

-¿Y la capa? observó Beatriz.

-¡Oh! Merced á mi prevision, esa prenda no venderá á su dueño, porque ha sido espresamente comprada por mí, para que el Señor Antonio Perez pueda llegarse á esta casa sin ser conocido.

-En efecto, reposo la Princesa; no es la que suele traer en la corte.

-Como que esta noche la ha estrenado. Podéis vivir tranquila, señora, que todo, menos la muerte, tiene remedio en este mundo, y los héroes, como yo, no desmayan al primer revés de la fortuna.

Diego Martinez, despues de haber proferido con la mayor solemnidad esta sentencia, hizo una respetuosa cortesía á doña Ana, y se retiró á la posada, para conferenciar con el Secretario del Rey, que acababa de llegar y se daba á todos los diablos por los sucesos de aquella noche.

Capítulo XXVI
En el que se manifiesta que el rey D. Felipe sabia interpretar iniciales y D. Ruy Gomez morirse de puro honrado

A la mañana siguiente entró Antonio Perez en la cámara de D. Felipe, á quien encontró ocupado, como siempre, en los negocios de su reino. Llevábale varios despachos del Consejo, á los cuales faltaba el requisito de la rúbrica real, y el monarca le hizo seña para que los dejase en la mesa. Recordando después la comision que le habla dado para Diego Martinez, y el riesgo que habia corrido su persona por los desvaneos de la Princesa de Éboli, le dijo con sequedad:

-Mal sabueso teneis, señor Antonio Perez.

-Señor, contestóle este sosegadamente, si lo cree así Vuestra Alteza por lo de anoche, debe considerar que el conde de Cifuentes tuvo la culpa de que se echase á perder el negocio.

Sorprendido el Rey con semejante declaracion, miró con asombro al Secretario, y le preguntó en seguida:

-¿Tenéis por ventura conocimiento de lo que anoche sucedió?

-Si Diego Martinez no me ha engañado, debo creer...

-¿Qué? Hablad y nada os dejeis entre cuero y carne.

-Está bien, señor. Mi sabueso, que nunca descuida las comisiones que se le encargan, rondaba anoche los alrededores de la casa en que habita el señor príncipe de Éboli, y habiendo visto entrar en ella un embozado, le siguió.

-¡Hola! ¿Conque subió tras él?

-Ni mas ni menos, porque mi hombre no se para en barras. Tambien me ha dicho, que estuvo por alcanzarle en la escalera y prenderle.

-Ojalá lo hubiera hecho.

-Contúyole el temor de traspasar mis instrucciones, y así se limitó á observará aquel hombre que, cuando Diego llegó á la antesala, entraba en el salon de doña Ana de Mendoza y poco despues en su cámara particular. Mi agente se propuso entonces esperar, á fin de conocerle cuando saliese, ó seguirlo sin perder su pista por las calles de la ciudad hasta su posada; que era el medio mas acertado de averiguar su nombre, mas no pudo hacerlo, porque el buen conde de Cifuentes apareció casi de improviso en el salon, que afortunadamente para Diego estaba á oscuras, y atravesándolo sin verlo, penetró en la cámara de la Princesa. Al mismo tiempo hicieron gran ruido allá adentro, abrióse un balcon y mi hombre imaginó que el galan habia saltado por él, porque de allí á poco oyó la voz del Conde, que llamaba á gritos á los criados de la Princesa, para que acudiesen. Viendo entonces que el de Cifuentes se retiraba, entró de puntillas en la cámara, en la cual estaba sola doña Ana desmayada en un sitial, y trató de huir cuanto antes de aquella casa, para que cuando llegasen los criados no lo tuviesen por ladron. Así mismo me ha asegurado, que le pareció haber oido riña de espadas en la calle, pero que cuando bajó á ella, estaba todo tranquilo. Por eso he afirmado á Vuestra Alteza, que el conde de Cifuentes lo echó todo á perder, pues levantó la caza antes de tiempo.

-Me habéis convencido, señor Secretario; pero el Conde obró sin saber que vuestro sabueso andaba tan listo, y... al menos, me ha entregado una prenda, que se dejó el galan en el balcon.

-¡Ah! Pues ya tenemos dos, señor.

-¿Cómo así?

-Porque Diego Martinez encontró en el suelo de la cámara una cartera, que me ha entregado y que sin duda se cayó del bolsillo de nuestro misterioso fantasma, cuando emprendió la fuga por el aire.

-¿Y esa cartera?

-Aquí está, Señor.

Antonio Perez puso en las manos del Rey una preciosísima cartera ricamente bordada de oro por ambos lados: estaba vacia, de modo que no presentaba indicios de su dueño; pero en una de las tapas se veian estas tres letras L. T. S. recamadas con primor, y en la otra una corona de marqués y debajo de ella una F.

-Mucho hemos adelantado, dijo el Rey, despues de examinar la cartera con la mayor escrupulosidad. Con esto y con la capa del galan, creo que D. Ruy Gomez bien puede encerrar á su castísima esposa en el monasterio de las Huelgas. En cuanto al galan, es asunto que me pertenece.

-¿Ha acertado Vuestra Alteza con su nombre?

-Mañana os lo diré sin que me lo pregunteis. Y ahora tratemos de cosas mas importantes, porque es mengua que D. Felipe de Austria y el Secretario de estado se ocupen tanto en amoríos de mugeres.

El Rey guardó la cartera y en seguida dictó á su favorito diferentes órdenes, relativas al proyectó que hacía ya tiempo tenia formado, de trasladar la corte á Madrid. La historia, que todo lo sabe, no nos revela los motivos que tuvo el rey de Castilla para desentenderse de su ciudad natal y declarar capital de su reino á una poblacion, que carecia, como hoy dia carece, de las condiciones indispensables para tan alta honra. Esos motivos se fundaron principalmente en la situacion topográfica de la que hoy es coronada villa, respecto a las ciudades mas importantes del reino, y tambien á ciertos temores que abrigaba D. Felipe, en cuanto á la mayor seguridad de sus estados. No se le ocultaban en efecto las secretas negociaciones de Francia y de Inglaterra con el príncipe de Orange y el conde de Bossut, otro caudillo de los rebeldes de Flandes, que había conseguido burlar la vigilancia del duque de Alba y refugiarse en Alemania; creia por lo mismo que si volvían á levantar la cabeza los descontentos de los Paises-Bajos, se veian poderosamente ausillados por la primera de aquellas potencias, al paso que la segunda no dejaría de intentar algun desembarco en la costa de Cantabria, con el intento de entretener al monarca español en la defensa del interior del reino. Parecióle pues que debia prepararse con tiempo á las eventualidades que pudieran sobrevenirle, y que no se hallaba en el caso de dejar la corte abandonada al primer golpe de mano de una invasion estrangera. Valladolid, por otra parte, estaba demasiado léjos de ciertos puntos, que inspiraban sérios cuidados al Rey, y las órdenes tardaban mucho en llegar á todas las plazas de Andalucía y aun á las de Cataluña. Luego que se hubo decidido á, separarse para siempre de la ciudad que lo había visto nacer, estuvo indeciso en la eleccion, y pensó en Toledo, asiento de los reyes godos, madre de los pueblos como la llamaron los judíos trescientos años antes de la venida de J. C., patria del famoso Alí-Albucacem, del gran Joleus Joli y de los santos Hermenegildo é Ildefonso: muy poco duró sin embargo su incertidumbre, porque los dos montes, Somosierra y Guadarrama se ofrecieron á su imaginacion como dos defensas formidables para la corte, en caso de irrupcion enemiga, y este pensamiento prevaleció sobre todos los demás. Hubo tambien otra razon poderosa en favor de Madrid y fué, que esta villa, protegida por el emperador Cárlos V, á consecuencia de haber desterrado en ella unas pertinaces cuartanas que padecía, contaba con un regio alcázar, obra de los renombrados arquitectos Covarrubias y Luis de Vega, no satisfacia pechos, disfrutaba de grandes privilegios, y á los títulos de Muy noble y Muy leal, otorgados por don Enrique el Impotente, añadía los de Imperial y Coronada, que le había concedido el heróico progenitor de D. Felipe.

El resultado de las cavilaciones de este monarca, cuya penetracion abarcaba, al pasear su vista por Europa, el porvenir de una política, cuyo secreto consistía en el desmembramiento del territorio conquistado por las armas españolas, fue la inmediata resolucion de abandonar á Valladolid. Las órdenes que dictaba á su Secretario se dirigían á este objeto, y pronto se supo en la ciudad, que la antigua capital de Alfonso IV y de Enrique III iba á adquirir la gloria, de que hasta entonces había estado en pacífica posesion el mimado pueblo de Juan II. Toda la nobleza se dispuso á seguir al Rey y se manifestó satisfecha de un cambio, en el cual nada perdía, y que al cabo era para ella una ocasion de festejos y regocijos, por los muchos y variados que se preparaban en Madrid, para el recibimiento de las reales personas: no así las gentes del pueblo y las del comercio, que presentían la ruina de aquella poblacion hermosa, regada por los Esguevas y el Pisuerga, y cuyos amenísimos campos, sembrados por grandes arboledas, nada tenian que envidiar a, los páramos incultos de la nueva corte. Pero D. Felipe habia decretado la traslacion, y D. Felipe era, no solo árbitro soberano de España, sino que casi daba la ley al mundo. Así pues, lo que hoy costaría probablemente una revolución, ó acaso una guerra civil, se llevó á cabo en cuatro días, sin que nadie se atreviese á murmurar la menor queja.

Al día siguiente de haber publicado el Rey sus disposiciónes relativas á la mudanza de la corte, volvió D. Ruy Gomez de Villagarcía: su primer cuidado fué enterar á D. Felipe del cumplimiento de las órdenes que le había dado para D. Mendo Quijada, y ya se preparaba á salir de la real cámara, cuando deteniendóle aquel con un gesto significativo, le dijo:

-¿Nada me preguntais acerca de la comision que vos me teníais encomendada?

-Señor, le respondió el de Silva, figurándose desde luego que el Rey habia descubierto al galan de la Princesa, ¡hace tan poco tiempo que Vuestra Alteza me empeñó una palabra!...

-Os la empeñé con ánimo de cumplirla, repuso D. Felipe.

-Así lo creo, señor, murmuró temblando el de Silva.

-Y también creeréis, que una vez descubierto por mí el amante de doña Ana de Mendoza, no os lo ocultaría.

-Eso me ofrecisteis.

-Y si efectivamente he hallado al galan y os declaro su nombre ¿qué haréis, príncipe de Éboli?

-Señor, le mataré.

-¡Eso me decis!

-Eso os digo, señor.

-Mas tened presente que están en su fuerza y vigor las leyes contra los asesinos.

-No lo ignoro, pero yo no hablo en este momento al poderoso rey de Castilla D. Felipe de Austria, á quien Dios guarde, sino al mas noble, al mas honrado, al mas pundonoroso caballero español. ¿Qué hariais vos, señor, si un mal vasallo, atropellando todos los respetos humanos y divinos, pusiese los ojos en la hermosura y en la honestidad de la reina doña Isabel?

El Rey se estremeció involuntariamente al escuchar esta pregunta, que ya se habia hecho á si mismo con terror muchas veces, pensando en el príncipe D. Cárlos. Dominó sin embargo la emocion profunda, que las palabras de D. Ruy Gomez lo habian causado, y le contestó friamente:

-Tal vez, señor de Silva, encontraria en mi alma bastante valor para perdonar á mi rival.

-¡Para perdonarle, señor! ¿Ni aun lo desafiariais?

-En efecto; acaso apelaría á ese recurso, para desahogar mi cólera muriendo ó matando.

-Pues á él apelaré tambien yo.

-¿Estais en vos, Príncipe?

-Os lo juro por mi nombre: el que mata á otro en duelo no es considerado como asesino.

-¡Y qué! ¿Estais seguro de matar á vuestro rival?

-Si yo no le mato, él me matará.

-Es que no será lo mismo.

-Señor, para mí si.

-Príncipe, no teneis en cuenta que yo no quiero que os maten.

-¿Y para qué quereis que viva sin honra?

-Ya os dije, que no ha nacido doña de Mendoza para empañar la vuestra.

-Y sin embargo la empaña.

-Es verdad; mas podeis cortar los vuelos á sus amorosos caprichos.

-¿De qué manera?

-Encerrándola en el monasterio de las Huelgas de Burgos, porque al fin su culpa es cierta.

-¡Conque es cierta!

-¿Os hablaria yo así, si no lo fuese? Pero contentaos con el castigo de vuestra esposa.

-¿Y su cómplice?

-Eso me toca á mí: el marido meterá á la muger en un convento y el Rey á su vasallo en una fortaleza.

-¡Oh! Permitidme que me vengue, señor.

-Vengaos, D. Ruy Gomez, si podeis; mas huid de mi justicia.

-Huiré y si no... si esa justicia me alcanza, muera yo en un patíbulo, pero muera con honra.

-Haced como mas os plazca.

-Necesito vuestra ayuda, señor.

-¡Mi ayuda! ¡La ayuda del Rey para vengaros!¡Para matar á un hombre!

-¿Y qué he de hacer por mí solo? ¿Lo conozco por ventura?

-¿Quién os asegura que le conozca yo?

-Me habéis asegurado que doña Ana de Mendoza es culpable, y no lo hubiérais dicho sin pruebas.

-Pruebas tengo, príncipe de Éboli.

-¿Y os negais á dármelas?

-No; para vos las guardo.

Despues de pronunciar estas palabras, levantóse el Rey, y abriendo un armario que se veia en el fondo de la cámara, sacó de él la capa que Antonio Perez se habla dejado entre los hierros del balcon de la Princesa, y entregandolá á D. Ruy Gomez, le dijo:

-Ahí tenéis una de mis pruebas. ¿Conocéis al dueño de esa capa?

El príncipe de Éboli examinó aquella prenda con la desesperacion del tigre herido, y poco faltó para que la hiciese añicos entre sus manos. Despues de darle mil vueltas y revueltas, la dejó con ira sobre la mesa y murmuró con sordo acento:

-Es nueva: puede convenir á todos y á ninguno.

-Eso mismo he pensado, repuso D. Felipe.

Y sacando la cartera, que Antonio Perez, le habia entregado, añadió sonriendose:

-Veamos si sóis mas feliz con la segunda y última prueba que poseo del galán de doña Ana.

Apoderóse el de Silva de la cartera, como pudiera hacerlo un loco y esclamó:

-Señor, por la salvacion de vuestra alma, declaradme á quién pertenece.

-Haced lo que yo he hecho adivinad, contestóle el Rey.

Pero el príncipe de Éboli no fué mas afortunado esta vez que la anterior: la ira le cegaba, é incapaz de reducir á frio ó impasible cálculo un resentimiento tan diabólicamente rabioso, como el que sentia su corazon, se detuvo poco en las señales esteriores de la prenda, que oprimió con furia entre los descarnados dedos, esperando que las palabras de D. Felipe le revelasen el secreto que anhelaba conocer. Viendo al fin que su empeño nada conseguia, soltó la cartera con desaliento y saludando al Rey, díjole tristemente.

-Ya que soy tan torpe, señor, y que me negais vuestro ausillo, doña Ana de Mendoza me sacará de dudas.

-Contad con su orgullo, replicó el monarca.

-Cuento, señor, en este negocio con la fuerza de mi voluntad, contestó el de Silva.

-¿Os negais, Príncipe, á seguir mi consejo?

-Vuestro consejo, señor, será una órden que obedeceré fielmente, aunque me cueste la vida.

-Pues bien: como órden os lo doy. No menteis una palabra de este asunto á la señora princesa de Éboli, hasta que yo os avise. La corte, como sabeis, se traslada á la villa de Madrid. Disimulad vuestras quejas, que al fin algo debemos á la fidelidad de los deudos de doña Ana.

Don Ruy Gomez quedó aterrado al oir la voluntad del Rey y un frio glacial se apoderó de todos sus miembros. Cuando entró en su casa, solo tuvo tiempo para meterse en cama, porque le devoraba una horrible calentura, y aunque se le prodigaron los mas eficaces remedios, pasó todo el dia y la noche en un delirio espantoso. La idea de que el Rey pretendia dejar impune el crimen cometido contra su limpio honor, se habla fijado tan fuertemente en su cerebro, que se le trastornó la razón, sin que nada bastase á despojarla: hablaba de venganza, de sangre, de muerte; maldecia el nombre de doña Ana; llenaba de improperios á sus padres los condes de Melito, porque se la habian dado en matrimonio y pedia á gritos su espada para traspasar con ella el pecho del infame que le habia reducido á la desesperación.

No bien hubo salido el desdichado esposo de la cámara del Rey, cuando este hizo que llamasen al presidente Espinosa. El Cardenal se apresuró á obedecer el deseo de su señor, quien lo dijo con aquella tranquilidad, que mostraba siempre en las resoluciones importantes:

-Disponed que la condesa de Barajas salga desterrada de la corte.

-Señor se atrevió á murmurar el Presidente.

-Mucho siento afligir al Conde, repuso D. Felipe, pero es necesario poner coto á las bachillerías de esa muger.

-Si cree Vuestra Alteza que una buena reprension...

-No, Cardenal: eso le dará mas brios y se desalará en injurias; dirá que tenemos miedo, dirá... ¿Sabéis lo que es una muger luriosa que suelta la taravilla? Mas quiero habérmelas con todos los protestantes de los Paises-Bajos, ayudados por la Francia y por la Inglaterra, que con dos damas como la condesa de Barajas y la princesa de Éboli.

-¡Tambien doña Ana de Mendoza, señor!

-No: á esa la dejamos por ahora, que bastante desgracia tiene el buen D. Ruy Gomez, sin que nosotros hagamos público lo que debe estar callado. Y ahora decidme, señor Cardenal, si conoceis esto.

Diciendo así alargó á Espinosa la cartera que suponia encontrada por Diego Martinez en la cámara de la Princesa.

-Magnífico es el trabajo, señor, respondió el Presidente, despues de haber observado á su sabor los bordados de la prenda; apuesto á que bien valdrá...

-Sepamos de quien es, le interrumpió el Rey.

-¡De quién es, señor! ¿Cómo quiere Vuestra Alteza...?

-¿Pues no estáis viendo ahí, entre ese precioso recamado, unas letras?

-En efecto, y son, si no me engaño una L. una T. y una S.

-¿Y al otro lado?

-Una F. señor.

-Perfectamente. ¿Qué mas?

-O soy miope, o nada mas alcanzo.

-¿Ni tampoco esa corona de marqués?

-Así es la verdad, no habia caido en ello.

-Escuchad bien lo que ós prevengo, señor Cardenal presidente del Consejo, y no me pregunteis la razon de lo que voy á deciros. Don Lorenzo Tellez de Silva, marqués de la Favara ha de salir dentro de una hora de la corte para el alcázar de Toledo, donde permanecerá un año.

-Está bien, señor.

-Ahora no ignorais á quien pertenece esta cartera.

-¿Ha de ir con escolta?

-Nada de eso; nada que pueda escitar la curiosidad de las gentes. ¿Qué dicen los de Flandes del duque de Alba?

-Que en él les ha enviado Vuestra Alteza un azote.

-¡Quién mas que yo quisiera tratarles con blandura! Y al fin...

-No piense Vuestra Alteza en eso, señor: D. Fernando Alvarez de Toledo dará buena cuenta de aquellos hereges. El restablecimiento de la Santa Inquisicion ha empezado á producir escelentes frutos, porque al cabo, si ha de depender de sus rigores saludables, como firmemente creó, la estirpacion de la abominable secta de Lutero...

-Sí, Cardenal; tengo ya noticia de que el santo tribunal ha castigado á muchos...

Don Felipe, al pronunciar estas palabras se pasó la mano por la frente, como si intentase separar de ella algun insufrible peso: cerró en seguida los ojos, y permaneció silencioso por algunos momentos. ¿Oraba quizás mentalmente por las víctimas de la Inquisicion que, en Bruselas, en Gante, en Malinas y en Amberes, quemaba descontentos á centenares? ¿O meditaba la resolucion tardía que adoptó despues, de enviar á aquellos estados, en relevo del sanguinario duque de Alba, al templado y benigno D. Luis de Requesens y Zúñiga? Solo Dios lo sabe.

Agravóse entre tanto la situacion de don Ruy Gomez en términos que Antonio Perez, prevenido por Diego Martinez, creyó que era su deber no ocultársela al rey. Dirigióse pues á su cámara y puso en su conocimiento lo que acontecia. Don Felipe, que habia vuelto á anudar con el cardenal el hilo de una conversacion política, que desde el exámen de las cuestiones pendientes en Flandes, habia pasado al de las sordas intrigas que se agitaban en Lóndres y en Paris contra la preponderancia europea de España, escuchó atentamente la relacion del Secretario, y al saber que el príncipe de Éboli maldecia á su esposa, dijo tristemente:

-Aunque razon sobrada tiene para ello, debe perdonarla, para que Dios le perdone á él. Siempre imaginé que esta noble dama, á fuerza de locuras y devaneos, causaria la perdicion de uno de los mas leales y honrados magnates de mi reino. Solo una falta tengo que achacarle, y es la de haber amado con exceso á su muger. Id señor Cardenal, id á prestarlos auxilios de la divina religion, al que ha sido vuestro competidor en el Consejo y cuando la ciencia de los hombres abandone su cuerpo, consolad su alma inmortal con esa otra ciencia sublime ó infalible, que nos enseña á esperar en la misericordia del Señor. ¿Decis, señor Antonio Perez, que el caso es desesperado?

-Así se esplican los médicos, Señor, contestó bajando la vista el amante de la princesa de Éboli.

-Id, señor Cardenal, id, repitió D. Felipe conmovido, y acompañad al Presidente, Señor Antonio Perez, añadió dirigiéndose á éste. Si llega á recobrar el conocimiento y manifiesta deseo de verme, avisádmelo al punto; que allá iré como el amigo que vá á abrazar al amigo; mas... disponedlo de modo, que no salga al paso doña Ana de Mendoza: instantes solemnes son esos, y en ellos debe quitarse todo pretesto á la indignacion.

Espinosa y Antonio Perez se encaminaron á la morada de don Ruy Gomez, en la cual reinaban la tristeza y el desconcierto. Yacía el magnate de tal manera postrado, que parecia ya un cadáver: rodeaban su lecho la princesa de Éboli y sus mas próximos parientes, á escepcion del conde de Cifuentes que, casi testigo de la infidelidad de doña Ana, no quiso asistir á una escena tan lamentable, provocada por sus traiciones. Los médicos y los sirvientes, iban y venian asustados, sin darse razon de un accidente que todos deploraban, y cuando llegó el Cardenal, supo por los primeros, que el noble señor estaba agonizando. Espinosa se acercó á él y empezó á recitarle las oraciones que la lglesia consagra á casos semejantes; mas antes de que terminase la primera, abrió los ojos el príncipe de Éboli, exhalo un profundísimo suspiro y volvió á quedar aletargado, para no volver á respirar. Dormia ya el sueño eterno.

Antonio Perez abandonó aquella casa melancólico y desanimado: los remordimientos comenzaban á enseñorearse de su corazon. Presentóse al Rey, como se presenta el reo delante de un juez inexorable, y apenas encontró en su valor bastante fuerza para decirle:

-Todo ha concluido, Señor.

-¿Conque ha muerto ya ese buen caballero? exclamó D. Felipe.

-Acaba de espirar.

-Hágase en todo la voluntad de Dios. No olvidéis, señor Antonio Perez, que yo estimaba en mucho sus prendas, y así encomendadle en vuestras oraciones.

-Justísimo es, Señor, el sentimiento de V. A.

-Además, señor Secretario, el buen D. Ruy Gomez ha muerto por ser honrado en demasía.

Capítulo XXVII
Nuevas locuras del príncipe D. Cárlos de Austria

Cinco años hacía que el real alcázar de Madrid cobijaba en un suntuoso recinto al nieto de la infeliz doña Juana, de aquella reina, loca de amor, que pusieron de pantalla los Comuneros para levantarse en Castilla contra el poder de su hijo don Cárlos. No emprenderémos la descripcion de aquel soberbio edificio, cuya antigüedad databa de la dominacion de los moros en la comarca, y que fué, ni mas ni menos, uno de los muchos castillos que éstos levantaron para su defensa contra las armas cristianas. El invicto Emperador lo reedificó, tan luego como, apaciguados los disturbios interiores, cuyo último bostezo consistió en la sublevacion de los agermanados de Valencia, dispuso residir en Madrid. La fortaleza sufrió una transformacion completa, convirtiéndose en cómoda y aun magnífica morada de reyes, mas no así sus alrededores, que conservaron por mucho tiempo la agreste tradicion de la defensa que hizo en ellos D. Pedro el cruel contra su hermano y competidor D. Enrique conde de Trastamara. «Las cercanías del antiguo alcázar, dice un elegante é ilustrado escritor, y aun las del moderno palacio, hasta nuestros mismos dias, presentaban por todas partes un aspecto muy indigno ciertamente de la grandeza y decoro, propios de la mansion real. Barrancos y despeñaderos á los lados Norte y Poniente; mezquinas iglesias, tapias de huertos y conventos, y apiñado y pobre caserío, que la hacian poco menos que inaccesible por los lados de Oriente y del Sur. En vano Cárlos V. y Felipe II, á costa de crecidos sacrificios, hablan adquirido considerable estension de terreno á la parte Setentrional Occidente, desde la montaña que hoy se llama del Príncipe Pio hasta el rio y Cuesta de la Vega, y mas allá la inmensa posesion de la Casa del Campo, comprado á los herederos del licenciado Francisco de Vargas; en vano emprendieron obras considerables, desmontes y plantíos en toda aquella estension, y muy especialmente en el trozo que media entro palacio y el rio, convertido en un ameno parque, que luego fué destruido injustamente, hasta que lo hemos visto reaparecer de nuevo mas brillante en el reinado actual. En vano hicieron desaparecer algunos huertos y casuchos, así como tambien el convento de san Gil y la parroquia de san Miguel de la Sagra, que estaba junto á la puerta principal del alcázar, y que se derribó y trasladó á otro sitio, con el objeto de dejar desembarazada aquella y formar la esplanada, que hoy es plaza principal de palacio: todo lo que consiguieron fué hacerle algo mas accesible por este lado, y formar aquella plaza cuadrada con un cuartelillo para la tropa, y el edificio de las Caballerizas Reales, hoy la Armería, quedando abierta por la banda Occidental, hasta que en tiempo de José Napoleon se hizo la balaustrada de piedra; que la cierra y decora. Por lo que hace á los demás frentes del alcázar, permanecieron poco mas o menos ahogados que en un principio, con barrancos, precipicios, huertos, conventos y callejuelas.»

El Príncipe D. Cárlos no habia desistido de su propósito de sorprender á la Reina á solas, pero temia al mismo tiempo que un paso imprudente llegase á irritar al Rey hasta tal punto, que lo hiciese tomar severas medidas contra un amor tan insensato. Instigado por el infatigable Baltasar Cisneros, aguardaba una ocasion oportuna para realizar su plan, que consistia á la sazon en declarar su pasion á doña Isabel, y si se veia rechado, huir secretamente á Flandes y oponer sus esfuerzos y los de aquellos tenaces confederados, que andaban sublevando toda la Europa contra D. Felipe, á las armas victoriosas del duque de Alba.

El Rey, poco satisfecho de este caudillo, cuyas bárbaras ejecuciones habian exasperado á los flamencos, haciendo resonar en todas las provincias un grito de indignacion contra el gobierno de Castilla, pensaba ya en su relevo, cuando tuvo noticia de que los moriscos de Granada, mal avenidos con las prevenciones que se les habian hecho por el marques de Mondéjar, y en virtud de representaciones del Arzobispo de aquella diócesis, para que no celebrasen en secreto los ritos de su religion, se confabulaban en reuniones clandestinas y se allegaban prosélitos de las comarcas vecinas, con ánimo, al parecer, de acudir á las armas. Esto obligó á D. Felipe á separar su atencion de los Paises-Bajos, para dedicarse á contener un levantamiento, que podria llegar á ser formidable. Aumentábase entretanto la influencia de Antonio Perez, cuyos tratos con la princesa de Éboli andaban tan secretos, que el Rey no tenia de ellos la menor sospecha luego que hubo pasado á mejor vida el honradísimo D. Ruy Gomez, estuvo á punto de cumplir la venganza de aquel fiel servidor y encerrar á doña Ana en un convento, pero las consideraciones y miramientos que queria guardar á la buena memoria de su difunto consejero, le contuvieron, contentándose con dar á entender á la Vizca, como siempre la llamaba por desprecio, que no se presentase jamás en la córte.

Hallábase el Secretario cierto dia trabajando en la estancia del Rey, cuando un gentil-hombre anunció á éste que el señor D. Juan de Austria pedia su vénia, para besarle las manos.

-Venga en buen hora mi ilustre hermano, dijo el cazador del monte de Torozos; y al ver entrar al Príncipe, añadió:

-¿Sabeis que ha terminado ya vuestro aprendizage, hermano mio, y que ocupais en el Consejo la plaza que dejó vacante el pobre Príncipe de Éboli?

-El cardenal Espinosa, hermano mio y señor, respondióle don Juan, acaba de comunicarme vuestra voluntad, y vengo á agradecérosla con el alma, y á prestar juramento de haberme en mi cargo con arreglo á lo que Dios y mi conciencia me dicten. Tambien me trae á vuestra presencia el cuidado de un despacho que el marqués de Mondéjar me envia.

-¡Ah! exclamó D. Felipe palideciendo. ¿Habrán salido los moriscos al campo?

-Lo ignoro: el despacho está cerrado y dice en la cubierta; para el Rey nuestro Señor. Sobre la cubierta habia otra, que he roto, porque en ella se leia; para el señor D. Juan de Austria.

-Dadme eso, hermano, y veamos de una vez lo que en Granada ocurre.

Don Juan entregó al Rey el despacho. El marqués de Mondéjar, capitan general de aquella parte de Andalucía, participaba á S. A., que los moriscos habian empuñado las armas, eligiendo por gefe y rey á un descendiente de los monarcas de Granada, llamado D. Fernando de Válor, jóven de veinte y cinco años, de grande esfuerzo y nobles prendas, que habia dado el grito de rebelion con el nombre de Aben Humeya, propio de su familia. Decia además, que sus fuerzas se habian ido concentrando con el mayor sigilo en las cortaduras, escabrosidades y picachos de las Alpujarras, y que allá se dirigia él con ánimo de sitiarlos, concluyendo el mensage con hacer presente al Rey, que lo dirigia al señor D. Juan de Austria, para evitar que fuese interceptado por algunos de los muchos espías, que vagaban en aquellos contornos.

-Mucho se ha descuidado el Marqués, dijo D. Felipe despues de terminar la lectura del despacho, y no tiene que trabajar poco, si ha de reducir á esos perros infieles. ¿Qué os parece, D. Juan?

-Que ha debido obrar sin perder un instante, respondió el Príncipe, á fin de no dejarles tiempo para que se organicen.

-¿Qué hubierais hecho vos?

-Ocupar toda la costa; eso evitarla que recibiesen socorros de África.

-Bien pensado, hermano mio. ¿Qué mas?

-Formar sobre la marcha un cuerpo de tropas escogidas y acometer con ellas en sus mismas guaridas á esa muchedumbre que, hasta ahora, ha de andar á la desbandada.

-Señor Antonio Perez, enviad ahora mismo al marqués de Mondéjar las instrucciones que acaba de esponer el señor D. Juan de Austria. Hacedle saber así mismo, que me responde con su cabeza de su exacto cumplimiento y que dentro de quince dias, lo mas tarde, me ha de participar la entera sumision de los rebeldes.

El Secretario estendió las órdenes, firmólas el Rey y diez minutos despues partieron para Andalucía. Aquel mismo dia ocurrió en el régio alcázar una escena, que alborotó á todos los cortesanos, seguida de otra mucho mas terrible, que solo presenció D. Felipe: ambas fueron precursoras de un gravísimo acontecimiento, que la historia nos ofrece entre sombrias contradicciones.

Convenido el Rey de que el Príncipe su hijo mantenia secretas relaciones con el señor de Santa Ildegonda, caudillo de los descontentos refugiados en Alemania y aun con el Príncipe de Orange, que intrigaba en Francia para levantar tropas, y sospechando que el cómico Cisneros era el conducto de aquella correspondencia criminal, no quiso sin embargo separar á éste del lado de D. Cárlos, por mas que el presidente Espinosa se lo aconsejaba; pero dispuso que volviese á formar parte de la servidumbre del Príncipe el gentilhombre D. Alonso de Cabrera, caballero esperimentado por su fidelidad y dotado de muchísima prudencia. Con el objeto de que el malhumorado mancebo no concibiese la menor sospecha, ni su confidente llegase á desconfiar de D. Alonso, se previno á éste que se entendiese directamente con Diego Martinez, á quien debia comunicar todos los pasos del hijo del Rey, quien estaria al corriente de ellos por medio de Antonio Perez. Tambien Diego Martinez tenia el encargo da observar á Baltasar Cisneros y de sorprender sus secretos, si podia hacerlo sin escándalo.

Pero Baltasar no era hombre que se dormia en las pajas, y aunque nada recelo del héroe de Pavía, que pódia darle quince y raya en materia de astucia y disimulo, no pudo mirar con buenos ojos que D. Alonso entrase de nuevo en el cuarto de D. Cárlos. Calculó que semejante medida ocultaba alguna celada del Rey, y en consecuencia predispuso el ánimo del Príncipe contra el gentil-hombre. Incapáz el primero de disimular sus sentimientos, y mucho menos de oponer á una emboscada oirá, se propuso echar por el atajo y desenredarse de todos los espías de D Felipe, escarmentando al principal, para que se supiese de una vez, que no consentia el ser juguete de las desconfianzas de su padre.

Estaba pues platicando con su íntimo confidente, al parecer con la mayor tranquilidad, el dia que hemos señalado, pero ambos esperaban la llegada de su celoso vigilante D. Alonso de Cabrera, cuando en efecto se presentó este á recibir órdenes. D. Cárlos se levantó al verlo, y clavando en él sus miradas centelleantes, le preguntó:

-¿Cuánto os paga el Rey porque le deis cuenta de mis acciones?

-Señor, le respondió cortado el gentil-hombre, me dirije V. A. unas palabras...

-Las que merece un infame esbirro, repuso el Príncipe exaltándose mas y mas. Id ahora mismo, y decid al Rey, que renunciáis de buen grado el honor de servirme.

-Señor, pedidme la vida, replicó D. Alonso; mas no exijáis de mi lealtad, que desobedezca los mandatos de...

-Es que la vida os pido, si no hacéis lo que os ordeno.

Don Alonso tuvo por acertado no exasperar á D. Cárlos con nuevas palabras y trató de retirarse; mas no lo dió tiempo el jóven para cumplir su deseo, sino que se adelantó hácia él, y asiéndole furiosamente por el cuello del vestido, le arrastró hácia el centro de la estancia, gritando al mismo tiempo á Cisneros:

-Abre el balcon.

El poeta que no habia imaginado que se llevasen las cosas hasta el estremo, exclamó sobrecogido:

-Señor... Señor... ¿Qué se propone hacer V. A?

-Abrelo, miserable, ó mueres á mis manos, murmuró el Príncipe, apretando los dientes y sacudiendo con el puño fuertes golpes á D. Alonso de Cabrera, que no osaba resistirse ni quejarse.

Desesperado al fin, porque su confidente no le obedecia, soltó al gentil-hombre, abrió de par en par las vidrieras del balcon y volviendo á apoderarse de su presa, la arrastró con frenesí para arrojarla al patio del alcázar. Hubiera parecido indudablemente el buen caballero, ó aplastado contra las losas ó, lo que es mas probable, de una sofocacion, producida por la vergüenza, al verse tratado de aquel modo; mas quiso su buena suerte que, cuando mas empeñado se mostraba D. Cárlos en llevar á efecto su loco y bárbaro propósito, apareciese en su cámara el cardenal Espinosa. Cisneros entonces se tuvo por perdido y huyó; pero el Príncipe, exasperado mas y mas por la presencia del Presidente, abandonó á la víctima de su ciego furor, y echando mano á la espada, eligió otra mas sabrosa para él, y acometió al primer ministro del Rey. Don Alonso, al verse libre, apelo á la fuga; el Cardenal hizo lo mismo dando voces; acudieron muchos caballeros á sosegar al Príncipe, lo cual consiguieron á fuerza de súplicas, y la noticia de que habia perdido el juicio se esparció á los cinco minutos por la régia morada.

Don Cárlos, estenuado de fatiga, cubierto de sudor y rugiendo de cólera como un leon embrabecido, se dejó caer sobre el lecho. Dos horas después, se atavió con esmero, porque habiendo visto al Rey en trage de calle atravesar la galería, en que estaba situada su habitacion, imaginó que salia del alcázar para ir á rezar, como solia hacerlo, á la iglesia de Santa María, y desde luego tuvo por propicio aquel momento para lograr la entrevista, que tanto tiempo hacía anhelaba tener con su antigua amante. Esperó pues á que D. Felipe se alejase, y cuando le pareció que ya habria bajado al patio principal, abandonó su estancia furtivamente y se dirigió á la cámara de la Reina.

Hallábase esta ocupada en regar unos magníficos tiestos de flores, que adornaban su balcon y que habia recibido de París, cuando el ruido de los pasos del Príncipe, que se adelantaba sin anunciarse la distrajo, y creyendo que fuese el Rey, cerró el balcon y se volvió para salir al encuentro. Al reconocer á D. Cárlos, se detuvo, en medio de la cámara; una espesa nube cubrió sus ojos, tiñéronse sus mejillas de púrpura y empezó á temblar. El Príncipe se acercó á ella con resolucion, la contempló extasiado y devorándola con sus miradas, pudo al fin creer que, estándo á su lado, había conseguido su mayor ventura. Después, como si la terrible realidad se presentase á su imaginacion con los sombríos colores de la desgracia, desvió sus ojos inflamados del bellísimo rostro de doña Isabel, y fijándolos en el suelo, esclamó tristemente:

-Héme aquí ya, señora, tiempo era de que mi coraron estallase en quejas pero no; perdonadme, reina de Castilla, augusta esposa de D. Felipe de Austria: soy un insensato al hablaros así; mas... ¿sabéis los dolores que he devorado por vuestro olvido? Tan infame, tan vil me habéis juzgado, señora, para imaginaros que habia de aceptar con júbilo esta amarga suerte, á que me condenasteis? ¡Ah! Ni una palabra de consuelo habeis tenido para mí; ni una lágrima habéis derramado, al hundir un puñal en mi pecho. Jurasteis eterno amor á un niño, porque tambien érais niña entonces; pero la ambicion de reinar os acosó despues, y preferisteis la mano del Rey á la del Príncipe. ¿Qué decis á esto, señora? ¿No es verdad que debo conformarme, padecer en silencio y morir, porque se os antojó jugar con mi corazon? ¡Y todo sin devolverme mi palabra! ¡Sin darme cuenta de las tramas que se urdieron para arrebatarme la felicidad, y para hundirme en la desesperacion! ¡Haciéndoos cómplice de mis encarnizados enemigos!

La Reina, mas muerta, que viva, habia escuchado casi maquinalmente el primer arranque de las reconvericiones de D. Cárlos. A medida que este hablaba iban desapareciendo las rosas de su rostro, y antes de que concluyese, le cubria una mortal palidez. Pero al mismo tiempo sostenia sus fuerzas el temor de que los arrebatos del Príncipe la comprometiesen con un escándalo, y no quería tampoco que él la acusase injustamente de haber renunciado á su cariño, sin comunicarle las poderosas razones, en que se habia fundado el difunto Rey Enrique para concerniar su union con don Felipe. Figuróse pues inocentemente, que una esplicacion calmaria las iras reconcentradas del desesperado mancebo, y que convirtiéndose de acusada en acusadora, podria evitar una desagradable escena, cuyos resultados no eras fáciles de prever, si de ella se enteraba la corte. Estas reflexiones la animaron, y persuadida de que D. Cárlos iba á proseguir abrumándola con sus sarcasmos, le dijo:

-Antes de contestaros, necesito que lo hagais vos, Príncipe D. Cárlos, á la pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad, señora, murmuró el jóven algo desconcertado con tan inesperada salida.

-Decidme si sabe el Rey que estais en mi cámara.

-No he solicitado de Su Alteza ese favor; he venido á veros, porque... porque, señora, no he podido resistir mas... porque es imposible que me acostumbre á vuestro olvido.

-Dejad á un lado mi olvido, si os place, y oidme ahora.

-¿Qué alegareis en vuestra defensa?

-Nada como Reina, príncipe D. Cárlos: tenedlo así entendido: como muger, mucho.

-Bien se os alcanza, señora, que no he tratado de buscar á la Reina, sino á la muger que me amó en otro tiempo.

-No os acordeis de ella, yo os lo ruego, ya que no existe, ya que no puede existir para vos: aquí solo está la reina de Castilla. La Reina pues os declara, para satisfaceros, para que no acuseis desde hoy á la que fué princesa de Francia, que ya os hizo saber en su tiempo las variaciones que introdujeron vuestro padre y el suyo en el tratado de Chaeau-Cambresis, por mediacion del duque de Alba; que la Princesa os escribió devolviéndoos vuestra palabra, y vuestros empeños, porque se la hizo ver que su negativa iba á encender de nuevo la guerra entre...

-¡Ah! gritó el Príncipe frenéticamente. ¡Os engañaron! ¡Fuísteis sacrificada!

-Silencio, silencio, reposo doña Isabel de Valois con viveza; acordaos de que soy la esposa del Rey.

-¡Inicuos! ¡Malvados! repetia D. Cárlos con furor.¡Por qué no maté al duque de Alba la víspera de su marcha á Flandes!

-¿Queréis perderme? esclamó la Reina asustada.

-¡Ah! No... no... callaré: oiga yo de vuestros lábios las tramas de esos perversos descubridmelo todo, todo... y tal vez...

-No alimenteis quiméricas esperanzas. No hubo mas tramas que las razones que os espuse en mis cartas.

-Pero esas cartas... esos avisos vuestros... ¿á qué manos traidoras fueron á parar?

-¡Don Cárlos! ¿Suponeis acaso...?

-Señora, juro por el cielo, que nunca recibí letra vuestra, en que me anunciaseis mi cruel desventura; pero que mi confidente Baltasar Cisneros, fué el primero que me comunicó la fatal noticia de vuestras bodas, mucho después que estaban concertadas.

-Luego se interceptaron las cartas que os escribí...

-¿A quién las entregasteis?

-A D. Fernando Alvarez de Toledo.

-Y D. Fernando Alvarez de Toledo las enviaría al Rey. ¡Ah, duque de Alba! ¡Qué nécio fui dejándote escapar con vida de mis manos! Mas llegará la ocasion de que pueda vengarme de los perfidias.

-Tranquilizaos por Dios, Príncipe, y haceos cargo de que el duque debió obrar así, en cumplimiento de sus deberes.

-Doña Isabel... Doña Isabel... me estais asesinando.¡Sus deberes, decis! Pero teneis razon; olvidemos eso, ya que no me ha traido á vuestra presencia el afan de descubrir las vilezas de los consejeros del Rey. Me habeis asegurado que cedisteis porque os hicieron creer que, si no dabais la mano á D. Felipe, estallaria la guerra entre Francia y España. ¿No es verdad?

-Sí: eso me repitieron mil veces.

-¿Conque no hubo mudanza en vuestros sentimientos?

-¡Qué me preguntais!

-¡Oh! respondedme, sí no quereis que condene mi alma.

-Dejadme, Príncipe... dejadme por Dios.

-No; no os, dejaré, no saldré de aquí, no me separaré de vuestro lado, porque vos. me amábais, porque siempre me amásteis, porque todavía, me amais y me amareis siempre, á despecho del Rey y del mundo entero.

-¡Don Cárlos!...¡Don Cárlos!... Ved que estais loco, que no sabéis lo que decis... Si alguno llegase, por desgracia á escuchar vuestras razones, os costarian la vida, y á mí...

-¿Qué me importa la vida, cuando la juego por vuestro amor?

-¡Mi amor! ¿Puedo acaso disponer de él? Retiraos, Príncipe, y olvidadme.

-¡Olvidaros! En vano lo esperaríais. ¡Retirarme!!Oh! Lo haré al punto, doña Isabel, os obedeceré sin murmurar, si, me confesais que he leido fielmente en vuestro corazon, si consentis en ser lo que fué en mas felices dias la princesa de Francia, mi adorada amiga, mi amante...

-¡Vuestra amante!... ¡La esposa del rey de Castilla! ¡La esposa de vuestro padre! Nunca... nunca...

Don Cárlos habia hincado una rodilla en tierra, y sobrecogida la Reina se inclinaba hacia él para hacerte levantar, cuando moviéndose la cortina, que cubria la puerta de comunicacion entre la estancia de doña Isabel y la cámara del Rey, dejó ver la cabeza y parte del perfil severo de D. Felipe. Al mismo tiempo esclamaba el Príncipe.

-Me habeis dicho que os sacrificaron... que os vendieron... y eso significa que me amais, que sois desgraciada. Pues bien: yo os devolveré la felicidad, y vengaré vuestras ofensas y las traiciones que me han hecho. Escuchadme...

-Alzad Príncipe, alzad, le dijo la Reina con acento entrecortado por los sollozos.

-Escuchadme primero... he jurado dos cosas;:matar al duque de Alba y que seais mia.

No bien hubo pronunciado el Príncipe estas palabras, cuando la cortina se agitó con violencia: un momento despues desapareció el Rey, y doña Isabel y D. Cárlos oyeron el ruido de la puerta de comunicacion, que se cerraba con estrépito.

-Huid, huid, ó soy perdida, esclamó la primera.

-Nada temais mientras yo respire, murmuró el Príncipe levantándose y dirigiendo iracundas miradas hácia el aposento del Rey: llamadme en vuestra ayuda si os persiguen, y vereis entonces cuánto os ama este corazón que habeis desgarrado.

Conociendo sin embargo que era ya hora de que el Rey hubiese vuelto, y que doña Isabel se- encontraria en apurado trance si llegaba á sorprenderle en su estancia, accedió á sus ruegos y se retiró, no sin jurar de nuevo, que eternamente la amaria y que en cuanto volviese de Bruselas el duque de Alba, pereceria á sus manos.

La Reina habia esclamado: «huid, ó soy perdida;» pero ya era demasiado tarde, pues en efecto se habia decidido su suerte, y aquella puerta de comunicacion entre los régios consorte, que acababa de cerrarse con estrépito, no debia ya volver á abrirse para dar paso al irritado monarca. Este encerró en su pecho aquella entrevista, tan fatal para su esposa y para el imprudente jóven que la habia provocado, devorando con amargura una afrenta que no le era permitido vengar, sin poner en descubierto su decoro y sin desentenderse de los mas dulces afectos de la naturaleza y de la sangre. Pero el Rey supo aquella misma noche el peligro en que habia estado D. Alonso de Cabrera de morir á manos del Príncipe, y el desacato cometido por el mismo contra el presidente Espinosa, y se resolvió á contener sus imprudencias con una correccion rigurosa, afirmándose mas y mas en su determinacion, por la noticia que tuvo al siguiente dia de los insultos y mortificaciones, que el desalentado D. Cárlos habia hecho sufrir al duque de Alba. Antonio Perez fué quien le informó de esto último, asegurándole al mismo tiempo, con relacion á informes de Diego Martinez, que el proyecto de fugarse el Príncipe á Flandes, para ponerse al frente de los rebeldes, era asunto convenido entre él y su protegido Baltasar Cisneros, en caso de que saliesen fallidas en la corte ciertas esperanzas, de las cuales añadió el Secretario con mucha previsión y prudencia no le habia sido posible adquirir el menor conocimiento. D. Felipe adivinó aquellas esperanzas y se alegró de la ignorancia de Antonio Perez, á quien de seguro nunca hubiera perdonado, si hubiese podido persuadírse de que no era para él un secreto la insensata pasion de su hijo. El primer resultado de las cavilaciones del Rey fué la prision del cómico Cisneros, que fué encerrado, antes de que lograse dar aviso de su desgracia á D. Cárlos, en un oscuro calabozo del Santo Oficio. Antonio Perez redactó también una estensa Memoria o Relacion espositiva de todos los desafueros del Príncipe contra la autoridad del Rey, en la cual figuraban sus inteligencias con el príncipe de Orange, con su hermano Luis, conde de Nassau y otros caudillos rebeldes, la indignacion con que censuraba todos los actos del gobierno de su padre, escitando con sus palabras á la desobediencia y la traicion, el mal trato que daba á los mas leales servidores y magnates de la corte y las disposiciones que de acuerdo con Baltasar Cisneros, su espía y confidente, bien conocido por su adhesion á la doctrina de la religion protestante, habia tomado para escaparse á Gante, con ánimo de capitanear á los enemigos de Castilla y oponerse á los progresos de las armas españolas.

¿Inspiró al Rey un espiritu de misteriosa venganza, cuando dictaba al Secretario con cruel severidad los delitos de D. Cárlos? La historia no nos lo revela, y los detractores de D. Felipe no temen asegurar que quiso castigar en su hijo el amor que este tenia á la Reina. ¿En qué datos fundan tan terrible acusacion? No existe uno solo, porque ni el Rey lo dejó consignado, ni descubrió jamás a nadie lo que sabia acerca de tan doloroso secreto. Pero se añade que la pasion del Príncipe no era un arcano, que en la corte se hablaba de ella; y á eso responderemos que, si se hablaba, debia ser en voz tan baja, que los murmuradores mas osados no se atreverian á repetir las palabras que oyesen sobre tan espinoso asunto, al paso que las opiniones de los hombres mas graves de aquella corte austera eran unánimes, cuando condenaban la conducta política y religiosa del heredero de la corona de España. Bien se nos alcanza que D. Felipe, como hombre, estaba sujeto a las humanas flaquezas; mas también estamos seguros de que nadie puede tenerle por hombre vulgar, y de que los aficionados á la historia y al exámen de verídicos documentos, que ella muchas veces mira con desden, saben que como Rey, fué muy superior á esas mismas flaquezas, que vivió largos años en lucha contra sus naturales sentimientos, y que esclavo de la política que habia adoptado, todo lo sacrificó en sus aras. Los hombres pensadores han convenido en que fué un gran monarca; solo aquellos que siempre corren en pos de lo maravilloso le acusan de haber envenenado á su hijo y á su esposa. Pero no adelantemos los sucesos.

La Memoria del Rey pasó al Consejo, y en este anduvieron divididos los pareceres sobre lo que debia hacerse, por cuanto se trataba de un caso tan escepcional, como el de formar proceso al heredero del trono. No estaba, segun unos, la monarquía en circunstancias tales, que pudiese ofrecer sin peligro á la Europa, casi en su totalidad coligada contra ella, el espectáculo de una causa, que no dejaria de alimentar las esperanzas de los enemigos de Castilla, al ver que en su misma corte acaudillaba el Príncipe á un partido favorable á la reforma religiosa: pero el cardenal Espinosa, olvidando su acostumbrada prudencia, acusó de tibios á los consejeros, que no secundaban los pensamientos de D. Felipe, que habia hecho voto de desterrar para siempre la heregía de sus dominios; hizo ver que las demasías de D. Cárlos habian transpirado hasta el público, y que si se dejaban impunes, iba á relajarse la obediencia debida á la autoridad real, despreciada precisamente por el mismo que mas debia acatarla y sostenerla, por último, se esforzó en probar el principio de que el ejemplo de los príncipes es el regulador de la conducta de los pueblos, por lo que no sería estraño que estos, al abrigo de la traicion del hijo del Rey, intentasen renovar las conmociones que agitaron á Castilla y á Valencia durante el reinado de Cárlos V, ó quisiesen, como los moriscos de Granada, complicar, con nuevas rebeliones, la situacion en que se hallaba el gobierno respecto á las naciones estrangeras. Aquel celoso prelado que no habia tenido aun bastante tiempo para olvidar la brusca acometida del Príncipe, ó á quien cegaba acaso un fanatismo religioso, que hizo sombra á sus altas prendas como ministro, arrastró con su elocuencia la votacion del Consejo, y este acordó en su consulta, que se sometiesen así la Memoria del Rey, como la carta que ocasionó la muerte de Montigny, con las declaraciones forjadas por Juan de Vargas y otros documentos secretos, que probaban la culpabilidad de D. Cárlos en materias religiosas, al santo Tribunal de la Suprema Inquisicion.

Enterado D. Felipe de la opinion del Consejo, dispuso que este se la pasase por escrito, pues queria elevarla al conocimiento del Papa, antes de proceder á nada, que pudiese redundar en perjuicio de los grandes intéreses que le estaban encomendados. Al mismo tiempo encargó muy particularmente á D. Alvaro de Sande, uno de los pocos servidores del Rey á quienes D. Cárlos miraba sin marcada aversion, que procurase persuadir á este de sus errores, aconsejándole que mudase de vida y pidiese perdon á su padre de las faltas pasadas, único medio de reconciliacion que podia destruir todos los acuerdos tomados hasta entonces. D. Alvaro aceptó gustoso el papel de negociador, pero tuvo el desconsuelo de declarar á D. Felipe, que el Príncipe se negaba obstinadamente á humillarse, jurando que, por el contrario, se le habian hecho ofensas mortales, que jamás perdonaria.

Capítulo XXVIII
En el cual se evidencia que Diego Martinez era un gran pendolista

El pundonoroso marqués de Mondéjar dió cumplimiento á las órdenes del Rey contra los moriscos refugiados en las Alpujarras, pues si bien no concluyó con ellos á los quince dias, como se le habia mandado terminantemente, los tenia á los doce tan sujetos en las fragosidades de la sierra, despues de cortarles sus comunicaciones con la costa de África, embistió sus formidables posiciones con tanto arrojo, que al fin tuvieron que darse á partido y someterse. El capitan general de Granada recibió favorablemente á los diputados de los rebeldes y les ofreció que intercedería con el Rey para que fuésen indultados, si antes deponian las armas. Así lo hicieron ellos y Mondéjar les cumplió la palabra, dando cuenta de todo á D. Felipe y pidiéndole que usase de su real clemencia con los vencidos. Pero el presidente Espinosa fué de parecer contrario, empeñándose en llevar las cosas al estremo, como acontecia siempre que se mezclaba la religion con la política, por lo cual cedió el Rey á los escrúpulos del prelado y dispuso que, pues los moriscos se habian negado á desentenderse de las prácticas supersticiosas de sus padres, á observar exactamente las de la religion católica, á vestir á la usanza de los cristianos viejos y á servirse del idioma castellano, todos los prisioneros que pasasen de la edad de once años, fuesen vendidos como esclavos. Esta medida, que no esceptuaba clases ni sexo, exasperó hasta tal punto á los que eran sus víctimas, que se sublevaron de nuevo, entrando á saco varias poblaciones con la rabia de la desesperacion: alzaron sus pendones por Mahomel Aben-Humeya, proclamándole rey de Córdoba y Granada y se hicieron en pocos dias tan pujantes, que el Rey temió perder aquella tierra y que volviese á la dominacion mahometana.

Al mismo tiempo cundia la desercion, por falta de pagas, entre los soldados castellanos, y habiendo querido Mondéjar reunir sus tropas para marchar otra vez á las Alpujarras, se convenció de que no tenia fuerzas que oponer á los moriscos, y permaneció en la inaccion, esperando los socorros de hombres y de dinero que habia solicitado. Descontento el Rey de su conducta, le quitó el mando y nombró en su lugar á D. Juan de Austria, bajo la tutela y direccion de una especie de consejo militar, á cuyo exámen debia someter sus operaciones. Estas fueron ineficaces durante algun tiempo, porque mientras se discutian y aprobaban, transcurria el momento oportuno de su ejecucion; por lo que, mal avenido el jóven Príncipe con una lentitud que inutilizaba sus mas bien combinados planes, escribió á D. Felipe su hermano, pidiéndole ámplias facultades para obrar contra los moriscos. Concedióselas el Rey, en cuyo ánimo hicieron gran fuerza las razones del fogoso guerrero, y está apretó entonces réciamente á su competidor Aben-Humeya, que al fin pereció asesinado por Lopez Aben-Abó, caudillo feroz, conocido desde entonces entre los suyos con el nombre de Muley-Abdallá. Aquella guerra fué sangrienta y deplorable, pero á los dos años la terminó gloriosamente D. Juan de Austria, después de haber muerto en ella veinte mil españoles y mas de cien mil moriscos, y quedando asoladas las mejores y mas hermosas tierras de la corona de Castilla.

La situacion de Flandes empeoraba de dia en dia por los desaciertos y crueldades del duque de Alba y de su Consejo de Sangre. Es verdad que se concedió á los descontentos una amnistía general, confirmada por el Papa, pero fueron tantos los esceptuados de ella, que las provincias corrieron en masa á las armas. Brilla, capital de la isla de Voorn en la embocadura del Meusa, dió la señal, cuyo ejemplo siguieron Dordrecht, Flesinga y Zelanda: el general de D. Felipe quiso vengarse de estos levantamientos, que no habia sabido evitar con una política prudente y conciliadora; marchó sobre Roterdam ó hizo en los indefensos protestantes de esta poblacion una espantosa carnicería: los rebeldes, por su parte, sitiaron á Midlebourg, aunque sin fruto, y por mas que se defendieron desesperadamente en Turgow, también tuvieron que abandonar esta plaza; pero su flota, compuesta de ciento sesenta velas, atacó á la del duque de Medinaceli, que llevaba grandes refuerzos al duque de Alba, y después de un combate encarnizado, apresaron veinte buques españoles, viéndose obligado Medinaceli á guarecerse con los que le quedaban en el puerto de Slys.

Al mismo tiempo aquejaba á D. Felipe otro gran cuidado, que le traia inquieto, por las terribles consecuencias que podia tener para sus dominios, en caso de que esperimentase un revés. Los turcos se habian hecho dueños de la isla de Chipre, á pesar de la heróica resistencia de los venecianos, y por lo que podia traslucirse de sus inmensos preparativos, amenazaban con una invasion á todos los estados de la cristiandad, y muy particularmente á aquellos que bañaba el Mediterráneo. No bien tuvo noticia el Papa Pio V de tan formidables aprestos, cuando requirió á todos los príncipes cristianos, para que acudiesen al socorro de la Iglesia amenazada y a la defensa de sus propios dominios; pero aunque la razon y la política aconsejaban esta medida, la única salvadera en tan difíciles circunstancias, los gobiernos europeos estuvieron sordos á las exhortaciones del Padre comun de los fieles, y el único que acudió al llamamiento, no solo por altas miras de conveniencia, sino también por merecer mas y mas el renombre de Católico, que habia heredado de D. Fernando y doña Isabel, fué el rey de Castilla.

Confederóse al punto con el Papá y con los venecianos, y Mesina fué el punto designado para la reunion y aparejamiento de una escuadra, compuesta de doscientos sesenta buques de guerra, con la dotacion de cincuenta mil hombres entre marineros y soldados, cuyo mando se dio al joven D. Juan de Austria, que tan grandes servicios habia prestado en la guerra contra los moriscos de las Alpujarras. Gobernaba a la sazon el imperio otomano Selim, sucesor de Soliman, y,tan luego como supo que la flota cristiana habla zarpado, envió contra ella sus grandes fuerzas navales mandadas por el famoso Halí, terror de los mares, quien enderezó el rumbo hácia las costas de la Grecia. Encontráronse por fin las dos escuadras cerca del golfo de Corinto ó de Lepanto, no lejos de la isla de Cefalonia, y el héroe de aquella memorable jornada, sin cuidarse de que las fuerzas enemigas eran superiores á las suyas, dió la órden de embestir. La victoria de los aliados fué tan completa, que echaron á pique doscientas galeras turcas y entro muertos prisioneros tuvo Halí veinte y cinco mil hombres, habiendo perdido el mismo caudillo la vida en lo mas récio de la pelea: también quedaron en libertad unos veinte mil cautivos forzados, que los musulmanes habian destinado a las maniobras de sus buques. Los aliados perdieron diez mil combatientes, y en aquel dia tan glorioso para las armas de Castilla atestiguó su valor con su sangre y quedó manco el soldado Miguel de Cervantes Saavedra, honor y prez de las letras españolas.

Poco después de este señalado triunfo falleció Pió V y subió al pontificado Gregorio XIII, que disolvió la liga cristiana, lo cual alentó en gran manera á las provincias sublevadas de los Países-Bajos. Cara les salió su confianza, porque D. Fernando Alvarez de Toledo, cerrando los oidos y el corazon á todos los sentimientos de piedad, entregó al furor de una soldadesca desenfrenada las plazas de Malinas Y de Zupthen y dió fin á su odioso mando con una gran perfidia contra los míseros habitantes de Harlen. Esta ciudad se habia defendido encarnizadamente contra veinte mil hombres mandados por D. Fadrique de Toledo, hijo del terrible duque de Alba, y ya sus moradores, faltos de víveres, estenuados de fatiga, iban á arrojarse con sus mugeres y sus hijos por medio de las bayonetas enemigas, para abrirse paso ó perecer en ellas, cuando el caudillo español, compadecido de sus horribles sufrimientos, les intimó que se rindiesen, asegurándoles las vidas y eximiéndoles del saqueo, si aprontaban la suma de doscientos mil florines. Aceptaron los sitiados las proposiciones y D. Fadrique cumplió la palabra que les habia empeñado; pero á los pocos dias llegó su padre á Harlen y dispuso la muerte á mas de mil personas, al mismo tiempo que entregaba la ciudad al pillage de sus tropas. Esto acabó de decidir al Rey, quien le llamó á España, dándole por sucesor en el gobierno de los Paises-Bajos á D. Luis de Requesens y Zúñiga, Comendador Mayor de Castilla.

Hemos adelantado á nuestros lectores alguna parte de los sucesos acaecidos durante la tiránica dominacion del duque de Alba en aquel asolado territorio, á fin de que su narracion histórica no venga á interrumpir la de otros no menos interesantes que al mismo tiempo tenian lugar en la corte de Madrid.

Ya sabemos que la condesa de Barajas se hallaba desterrada y que el marqués de la Fabara, supuesto amante de la princesa de Éboli, discurria en el alcázar de Toledo sobre la pequeñez de las grandezas humanas. El buen magnate, que en nada habia ofendido al Rey, se daba también á los diablos por averiguar la causa de su prision, cosa a la verdad difícil, porque la causa, como no ignoramos, entraba en la categoría de un secreto de Estado. El Marqués en efecto era, segun imaginaba D. Felipe, quien arrebatando á D. Ruy Gomez la honra, le habia precipitado en el sepulcro; el Rey mismo además habia peleado contra él enfrente del balcon de doña Ana de Mendoza, y la precipitada fuga de D Lorenzo Tellez en lo mas recio del lance daba á entender claramente, que habia conocido á su adversario, y que por respeto se habia retirado, mas no por cobardía, supuesto que pasaba por hombre valiente y pundonoroso.

El marqués no pudo hacer otra cosa mejor, durante los cuatro primeros dias de su encierro, que dirigirse preguntas á si mismo, acerca de una desgracia tan imprevista para él, como para sus amigos. Al fin se acordó de que podia contar con el secretario Antonio Perez, á quien siempre habia dado señaladas pruebas de estimacion y buen afecto, y le escribió rogándole que asegurase al Rey de su lealtad y descubriese los motivos que habia tenido para darlo por morada el alcázar de Toledo, jurando al mismo tiempo por su honor y por la salvacion de su alma, que estaba decidido á preguntar á D. Felipe en qué habia delinquido, si de otro modo no lograba saberlo. Su carta alarmó desde luego al Secretario, quien llamó al punto á Diego Martinez, para consultarlo aquel nuevo contratiempo.

-Conozco bien al marqués, le dijo, y es muy capaz de llevar á cabo su propósito.

-Es probable que allí se aburra, repuso el veterano y que se empeñe en salir del escondite contra viento y marea.

-No es eso, Diego, no es eso; sino que al fin lo conseguirá.

-Lo dudo mucho.

-Yo no; y tengo por cierto que si pregunta al Rey lo que desea averiguar, me veré perdido. El Rey no quiere que se ponga en duda la justicia de sus acuerdos; mandará que se le presente el marqués, ó pasará él en persona á Toledo para confundirle, para demostrarlo con la cartera en la mano, que se ha hecho merecedor de mas severo castigo; y entonces...

-Todo eso puede suceder, señor Antonio Perez, porque se han visto cosas mas difíciles; pero no imagino que el negocio es tan apurado, que llegue á quitaros el sueño.

-Vamos por partes, y te convencerás muy pronto de lo contrario.

-Se me figura que es inútil todo cuanto vais á relatarme.

-No; no lo es; y si no respondeme. ¿Entregué yo la cartera al Rey, afirmando que tú la encontraste en la cámara de doña Ana?

-Ciertamente: en eso al menos convinimos.

-¿Te dije yo, cuandó buscabas con ahinco una prueba que alejase de mí toda sospecha de galanteo, que el marqués de la Fabara me habia regalado esa cartera, como prenda de buena amistad, el dia en que el Rey me nombró su secretario íntimo?

-Y me la mostrásteis por mas señas; y entonces os aconsejó la fábula, que ha convertidó al marqués en amante de la Princesa.

-Pues ya ves...

-Nada veo.

-¿No conoces que cuando el Rey enseñe la cartera á D. Lorenzo Tellez de Silva, este sostendrá que no es suya, sino mia?

-Sí; mas no podrá probarlo.

-No lo sabemos.

-Es que importa que lo sepamos.

-Pues bien: ignoro si el marqués conservará una carta, que le escribí cuando me envió la cartera, dándole gracias por el obsequio que me hacia.

-Esas cartas se rompen siempre.

-¿Y no puede hacer la casualidad...?

El soldado interrumpió á Antonio Perez con una ruidosa carcajada.

-¿Risa te causa el aprieto en que me ves? le preguntó este con enojo.

-Cuando yo me rio, señor Secretario, le contestó Diego, tambien debeis vos estar alegre.

-No te comprendo.

-¿Ni os figurais que acabó de encontrar el remedio para vuestro apuro?

-Esplícate.

-Voy á hacerlo. ¿Os acordais de Bastian?

-No. ¿Qué Bastian es ese?

-Un hombre de chapa, á quien el príncipe de Éboli tenia en grande estima. ¡Si pudiera hablar Juan Vazquez!

-¡Juan Vazquez!... Me recuerdas un suceso...

-Que pasó hace muchos años entre Bastian y un hermitaño que era, segun creo, secretario particular del duque de Alba.

-¿Pero qué tiene que ver una cosa con otra?

-Pronto habéis olvidado la historia vieja, y eso que á ella debisteis la primera entrevista con doña Ana de Mendoza.

-Diego ó demonio, estás abusando de mi paciencia; pero vive Dios...

-Ahora concluyo: entonces tenia Bastian otro nombre, se llamaba Juan de Mesa.

-Bien; ya sé que ese hombre asesinó á Juan Vazquez.

-Y me sirvió de escudero, cuando tuve que convertirme en conde de Barajas, para engañar al marqués de Mons y al baron de Montigny.

-¡El!

-Desde aquella noche se llamaba Bastian. Vamos, señor Antonio Perez, no seais tan quisquilloso, y tened presente que os le recomendó con mucha eficacia vuestro excelente amigo D. Ruy Gomez de Silva.

-Me escribió, hablándome de él como de un...

-Como de un buen servidor, capaz de todo; por ejemplo, capaz de sacaros del compromiso en que la cartera del marqués de la Fabara y su maldita epístola os han puesto.

-¡Qué es lo que me propones!... ¡Qué haga asesinar á D. Lorenzo Tellez de Silva!

-Teneis dias, señor Antonio Perez, en que es imposible entenderse con vos. ¿Quién os ha metido en la cabeza la idea, de que Bastian solo sirve para despachar á sus semejantes al otro mundo? Cuando le veais...

-No quiero verle... no... no quiero; despues de lo que sé, no podria mirarle sin horror.

-Respeto vuestros escrúpulos, con tal que os sirvais de él.

-Si respondes de que no atentará contra la vida del marqués...

-Respondo de que obedece puntualmente las órdenes que recibe.

-¿Cuáles son las que piensas darle?

-Una sola. El buen Bastian, sin moverse de Madrid, vendrá á esta villa desde Toledo con una súplica para el Rey, de parte del marqués de la Fabara. En ella confesará humildemente D. Lorenzo Tellez las culpas que vos habeis cometido, y se arrepentirá de ellas, jurando que no volverá á pensar en doña Ana mientras viva. Vuestra intervencion consistirá en hallaros casualmente en la cámara de Su Alteza, cuando anuncien á Bastian como portador de un mensage importantísimo, y en inclinar el ánimo del Rey á que eche tierra al negocio, poniendo en libertad al marqués, con prohibicion absoluta de que vuelva á hablarse de las causas de su prision. Si el Rey accede á vuestras razones, aconsejaréis al marqués el silencio, asegurándole que todo ha sido un error cometido por Su Alteza, del cual no quiere, por orgullo, que nadie se acuerde.

-Tu proyecto es ingenioso, si los hay, pero falta en él la parte principal.

-Veamos.

-Echo de, menos la súplica, que el marqués ha de enviar al Rey.

-¿Pues no os he indicado que Bastian la traerá de Toledo, sin haberse movido de la corte?

-Es decir que tú...

-De todo se aprende un poco en la guerra, y me precio de ser tan buen pendolista, como repartidor de tajos y reveses. Dadme acá esa desdichada carta del marqués, y si dentro de dos horas no os traigo una súplica en toda forma, y escrita y firmada tan de su puño y letra, que no haya mas que pedir, llamadme Zárfio, malsin y follon por cuatro costados.

-Dígote que si eso haces, amigo Diego, te tendré por el hombre mas estraordinario de estos tiempos.

-Allá lo veredes, señor Secretarlo. Entre tanto responded hoy mismo al marqués, aconsejándole que se guarde de molestar al Rey con sus impeninencias, pues estáis dando pasos para que se le permita volver á la corte.

Hizólo así Antonio Perez, convencido de la importancia del consejo y esperó el resultado de la habilidad de Diego, quien provisto de la epístola del marqués de la Fabara, fué á buscar á Juan de Mesa para darle las convenientes instrucciones. No le halló en la nueva hosteria en que solian reunirse, y por lo mismo trató de aprovechar el tiempo, poniéndose á estender la súplica que debia presentarse al Rey, con un aplomo y seguridad tan sorprendentes, que no parecia sino que toda su vida se habia dedicado á la improba tarea de falsificar documentos. Dos horas habia dicho al Secretario de D. Felipe que tardaria en dar fin á su trabajo, y cumplió con exactitud su promesa: cuando se lo entregó para que lo examinase, aquel no pudo menos de mirarle asombrado, y al comparar el memorial de Diego con la verdadera escritura de su preso amigo, tuvo por cierto que cuantos no estuviesen enterados de la superchería, debian confesar necesariamente que uno y otro habian salido de la misma mano. Trescientos ducados valió al héroe de Pavía aquella brillante muestra de su talento caligráfico; item mas, la promesa de recibir otros tantos, si su plan producia los resultados apetecidos.

Aquella misma noche regaló el opulento amante de Beatriz al honrado Juan de Mesa un vestido flamante de escudero y una opípara cena. El antiguo villano de Villagarcía no las tenia todas consigo, desde que supo que se le daba la arriesgadísima comision de engañar al Rey; pero la cena y el nuevo trage, con la añadidura de cincuenta ducados, que resonaron agradableinente en sus oidos, hicieron estupendos milagros en su conciencia. Diego se separó de él ya muy tarde, y antes de recogerse previno á Antonio Perez que no fallase del lado de Su Alteza á la siguiente mañana.

A las nueve de ella, segun costumbre, pasó el Secretario á recibir órdenes del Rey,pero quedó aterrado cuando D. Felipe le preguntó:

-¿Tenéis noticia de un hombre, á quien llamad Juan de Mesa? Lo primero que ocurrió á la imaginacion del amante de doña Ana de Mendoza fué, que toda su intriga se habia descubierto, y sintió tan terrible trastorno en todo su cuerpo, que solo tuvo ánimo para esclamar:

-¡Juan de Mesa, Señor!

-Ese es el nombre que me ha revelado D. Luis Quijada; como el de un grandísimo bribon, añadió el Rey.

-¡Don Luis Quijada! pensó Antonio Perez: esto nada tiene de comun con el negocio del marqués.

Y con acento tranquilo, contestó:

-Es la primera vez, si no estoy desmemoriado, que llega á mis oidos.

-Lo creo, señor Antonio Perez, repuso D. Felipe, que afortunadamente para su favorito, no habia separado hasta entonces sus miradas de un papel que tenia delante. No podéis recordar un suceso, que aconteció hace bastantes años junto al alcázar de Villagarcía: todavia no era yo rey de Castilla; aunque la gobernaba en ausencia del emperador mi augusto padre, á quien Diós corone de gloria; el vuestro D. Gonzalo Perez, hombre de probada fidelidad, merecia entonces toda mi confianza, así como habia merecido la del gran Cárlos V., y doña Magdalena de Ulloa, matrona de esclarecida virtud e ilustre nobleza, tenia á su cargo aquel castillo, mientras el honradísimo y muy leal D. Luis Quijada seguia en la paz y en la guerra al Emperador.

El Secretario se acordó al punto de la historia vieja de Diego Martinez, y tembló al pensar que Juan de Mesa no tardaria en anunciarse como escudero del marqués de la Fabara.

El Rey prósiguió diciendo:

-Por aquel tiempo se cometió en las inmediaciones de Villagarcía un horrible crimen: el secretario del duque de Alba, que habia venido á Castilla á descubrir ciertos manejos, fué asesinado, y el matador vivo aun y está en la corte. Es ese Juan de Mesa, que antes he nombrado: pero la justicia de Dios es mas grande é infalible que la de los hombres, y ha dispuesto que ese hombre, ese reconocido ayer por la antigua castellana del alcázar en que él servia. Su esposo ha venido á enterarme del caso.

-De modo, señor, que Juan de Mesa debe estar ya preso, se aventuró á responder Antonio Perez.

-Deberia estarlo, pero desapareció de la iglesia de Santa Maria, antes que doña Magdalena pudiese encontrar algunos alguaciles que le asegurasen. Lo difícil ahora es dar con él, porque habrá mudado de nombre, y acaso no haya en Madrid quien le conozca; pero su prision es importante, porque sin duda armó su brazo un enemigo de D. Fernando Alvarez de Toledo. Así pues, lo que seria imposible á mi justicia, puede conseguirlo vuestro sabueso, señor Antonio Perez.

-Si Vuestra Alteza lo dispone...

-Por dispuesto: encargad de mi parte ese negoci o á Diego Martinez, y aseguradle que si logra poner á buen recaudo á Juan de Mesa, le daré título de alférez, con quinientos escudos por una vez, y veinte de entretenimiento.

-Vuestra Alteza descuide, que todo se hará como mejor sea posible.

-Advertidle también, que doña Magdalena de Ulloa le dará las señas del criminal, si vá á pedírselas por mi mandato.

No habia acabado de pronunciar D. Felipe estas palabras, cuando se abrió la puerta y un paje anunció que el escudero del señor D. Lorenzo Tellez de Silva, marqués de la Fabara, acababa de llegar al real alcázar con un mensage urgentísimo de su amo. Un sudor frio inundó la frente de Antonio Perez, que hizo un movimiento como para retirarse; pero el Rey le dijo:

-Quedaos y sabréis lo que tiene que comunicarme el galán de la Vizca. Venga el mensage, añadió mirando al pago con aquella severidad que imponia respeto á los mas osados.

-Señor, respondió el paje tartamudeando de miedo, el escudero jura que solo saldrá de sus manos para pasar á las de Vuestra Alteza.

-Entre el escudero, repuso D. Felipe.

Desapareció el page con la ligereza de un galgo, y dos minutos después entró en la real cámara Juan de Mesa, convertido de villano en lucido escudero de casa principal, merced al trago que le habia regalado el mismo, que no tardaria en recibir la comision de prenderle. Presentóse con humildad, hizo desde la puerta una profunda reverencia al Rey, luego otras dos mas conforme iba adelantándose, y por último hincó una rodilla en tierra en señal de acatamiento, y esperó licencia del monarca para hablar. El que antes hubiese conocido al mozo, no podria menos de convenir que habia aprovechado á las mil maravillas las cortas lecciones de su incomparable maestro Diego Martinez.

Don Felipe le examinó con su mirada escrutadora y pareció que quedaba satisfecho de sus observaciones, porque le dijo con bastante afabilidad:

-Levántate.

Juan de Mesa obedeció con una ecsactitud enteramente militar.

-Listo eres, añadió el Rey. Sepamos como te llamas.

-Bastian, señor, para hacerme matar en servicio de Vuestra Alteza, respondió el villano con fuego.

-No te esplicas mal.

-Señor, crea Vuestra Alteza que siempre digo lo que siento.

-Bien, bien. ¿Sirves al señor marqués de la Fabara?

-Tengo esa fortuna, señor.

-Veo que eres agradecido. ¿Y qué hace el buen marqués en el alcázar de Toledo?

-Señor, se aburre y llora.

-Que se aburra entre cuatro paredes no es estraño. Pero... ¡llorar un Tellez de Silva!... ¡Ah! Si; ya lo entiendo y vos también lo enteddeis, señor Antonio Perez ¿no es verdad? Le persiguen tiernas memorias.

-Llora, señor, murmuró el fingido escudero, por haber tenido la desgracia de incurrir en la indignacion de Vuestra Alteza.

-¿Qué mensage te ha dado?

Juan de Mesa sacó del pecho el memorial escrito por el veterano saqueador de Roma, é hincando de nuevo la rodilla, lo presentó al Rey con respeto.

Don Felipe leyó muy despacio aquella sentida súplica, en que Diego Martinez habia agotado toda su elocuencia, y Antonio Perez que le óbservaba con disimulo notó en su rostro algunas seriales de enternecimiento. Despues la pasó al Secretario, y este la recorrió desde el principio hasta el fin, aunque no necesitaba hacerlo para enterarse de su contenido.

-Retírate, dijo el Rey al villlano, y aguarda en ese salon la respuesta que has de llevar al marqués.

Luego que se quedó solo con el Secretario, preguntó á este:

-¿Qué os parece que hagamos?

-Señor, respondió Antonio Perez, lo mejor es olvidar lo pasado, supuesto que ya no tiene remedio, y que ni el mismo Marqués entienda nunca la causa de su prision: así no podrá comunicarla á nadie, y no vólverá á andar en lenguas la honra de un servidor tan leal y pundonoroso como fué el Príncipe de Éboli.

-Habeis puesto el dedo en la llaga, porque mi deseo es que no vuelva á hablarse en la corte de tan triste asunto. Estended la orden de libertad para D. Lorenzo Tellez de Silva, y veremos si cumple la palabra que me empeña, de no volver á las atidadas con la vizca.

-La cumplirá, Señor, porque el marqués de la Fabara, aparte de las faltas en que ha incurrido, es muy caballero y no ha de decirse de él, que comete el grave desacato de faltar á lo que ofrece á Vuestra Alteza.

Merced á la estratagema urdida por Diego Martinez, salió el Marqués del alcázar de Toledo; pero se le intimó la órden de que jamás procurase averiguar la razon de su confinamiento, supuesto que en nada habia desmerecido de la gracia del Rey y que no habia sufrido aquel percance por motivos que interesasen á su honra. Así terminó el asunto de las iniciales de la cartera, con gran contentarniento de la princesa de Éboli, que celebró mucho la ocurrencia del soldado, riéndose de la ignorancia en que quedaba el Rey tocante al verdadero objeto de su cariño.

Capítulo XXIX
De como Diego Martinez convenció á Juan de Mesa de que habia muerto diez años antes

Antonio Perez esperimentó muy pronto las consecuencias de haber depositado sus secretos en un hombre astuto y arrojado, sin corazon y sin conciencia. No bien se separó del Rey, cuando llamando á Diego Martinez, le significó que tenia que comunicarle ciertas órdenes reservadas. Entraron ambos en la estancia del Secretario y éste, queriendo sorprenderá su mayordomo-confidente, le dijo:

-Bravamente nos ha salido la treta; mañana estará en libertad el marqués de la Fabara y por Dios y mi ánima te juro, que el Rey seguirá creyendo que anduvo con él á estocadas por causa de la Princesa. Te ofrecí ayer trescientos ducados, si el negocio de la súplica producia su efecto, y aquí los tienes. De modo, añadió alargando á Diego un bolsillo, que si ya no eres hombre acaudalado, muy poco debe faltarte.

-¡Oh! esclamó el veterano; si vuestros seiscientos ducados se convirtiesen en otros tantos de renta...

-¡Cómo! ¿Conque tienes ambicion?

-Trabajo para mí y para los demás.

-Quisiera entender lo que eso significa. ¿Tienes familia por ventura?

-¡Bah! ¿Queréis que deje morir de hambre al pobre Bastian? El trago que hoy ha lucido en Presencia de Su Alteza lo habéis pagado vos.

-¡Ah! Es decir, que parte de los trescientos primeros ducados...

-Se supone; el escudero del señor marqués de la Fabara no habia de entrar en la real cámara como un arrapiezo.

-Ya veo que nada te se escapa.

-Además tengo á mi prima Beatriz.

-Pero esa no necesita de tus auxilios.

-Si tal cosa imaginais, conoceis poco á las mugeres. Beatriz es como todas, y gasta como si los galeones, que llegan del Perú á los puertos de España fuésen suyos.

-Sin embargo, doña Ana se ha encargado de su suerte, y por mi parte...

-Convengo en lo que decis, señor Secretario, y así no me asusta el porvenir de mi prima; pero me impiden reunir caudal las presentes sangrías que hace á mi bolsa.

-Ahora me acuerdo de que puedo favorecerte por dos lados, si eres el hombre que yo me figuro.

-Esa noticia quiere espresar á las claras, que esperáis de mí otro servicio mas importante que el de la súplica.

-Yo no; el Rey.

-Os estoy viendo llegar desde el principio de esta plática.

-¿Sospechas cuál sea el servicio que exige?

-No por cierto, pero he comprendido que me necesita para algo, desde que habéis celebrado la buena pasada del Memorial.

-Lo seguro es que Su Alteza quiere recompensarte bien.

-Por dos lados, segun habéis dicho...

-Así es la verdad.

-¿Y qué no haré yo por Su Alteza, si en ello intervenís, señor Antonio Perez?

-Se trata de que ganes quinientos escudos.

-¡Quinientos escudos! Esa suma es capaz de dar al traste con la conciencia del diablo.

-Y el título de alférez con su correspondiente soldada.

-¡Ira de Dios! ¿Sabéis, señor Antonio Perez, que el Rey don Felipe es el mas magnífico de todos los monarcas de la tierra?

-Pero quiere ser obedecido.

-¡Oh! Y deja que sus buenos servidores se las entiendan con la justicia. En fin ¿qué es lo que debo hacer?

-Vas á desempeñar una comision que el Rey tiene por poco menos que imposible...

-Por eso me ofrece tan pingüe recompensa.

-Pero que es para ti de poquísimo trabajo.

-¿De menos trabajo que lo de la carta del señor de Montigny?

-¿Quien lo duda? Entonces tuviste que discurrir un plan.

-¿Y ahora?

-Ahora te avistas con un hombre, que no te es desconocido, lo llevas por ahí á dar un paseo...

-¡Demonio! Tambien anda el Rey en esos juegos?¿No considerais que si hago esa muerte, tendré que dejar á la pobre Beatriz abandonada en Castilla?

-El Rey no pretende que muera, al menos por hoy, el hombre de quien te hablo.

-¿Pues qué pretende?

-Lo dicho; que por medio de un engaño aciertes á poner su persona entre los alguaciles.

-Mas... ¿por qué diablos no le prenden ellos?

-Porque no lo conocen.

-¿Y el Rey?

-Tampoco, y eso que hoy lo ha visto.

-Se me figura que empiezo á comprender...

-Solo hay dos personas en la córte, que puedan señalarle con el dedo.

-¿Y esas dos personas...?

-Una eres tú, y la otra doña Magdalena de Ulloa, antigua castellana de Villagarcía.

-Ciertos son los toros; Juan de Mesa es el hombre, á quien debo prender.

-Así es en efecto...

-¿Y qué ha hecho ese honradísimo mortal?

-Mejor que yo lo sabes. El Rey tiene noticia segura de que en otro tiempo mataron al secretario del duque de Alba...

-Vamos; ya estoy en autos: se empeña en sacar al sol los trapos de la historia vieja.

-Y quiere hacer un ejemplar.

-Pero ¿quién ha podido decir al Rey...?

-Doña Magdalena vio ayer á Juan de Mesa en Santa Maria, y al punto lo reconoció.

-¡Imbécil! Por mas que le aconsejo que se desfigure el rostro, nada puedo lograr de su estupidez. Y luego ese afán de meterse en todas las iglesias.

-Diego, con su pan se lo coma; haz tu negocio y el del Rey, y así llegarás á ser hombre.

-¿Y si me niego á tomar á mi cargo la comision?

-Te pierdes y me pierdes.

-Sepamos por qué.

-Porque el Rey cree que nada hay imposible para tu astucia; porque sabe que Juan de Mesa está en Madrid, y que tú solo eres capaz de asegurar su persona.

-Me guardaré de hacerlo.

-¡Diego!

-Si os amostazais, tanto peor: no olvideis que Juan de Mesa os ha servido dos veces con el nombre de Bastian; además, te he prometido mi proteccion y la vuestra.

-¡La mia! ¡Aun ten presente que yo también puedo prenderle.

-Os desafío á que lo intenteis.

-Prendiéndote á tí primero.

-Habeis concebido una idea estupenda, señor Antonio Perez: prendedme, prendedme, y sí conseguís hacerme callar, quedareis á vuestras anchuras. Pero es el caso que yo tengo muy buena lengua, como no ignoráis, y que no la muerdo por apurado que me vea. Os juro que el Rey sabrá cosas, en las cuales no sospecha, como por ejemplo, el nombre del galán de doña Ana, que anduvo á estocadas con él, y la verdadera historia de la cartera que referirá, segun es de razon, el supuesto amante D. Lorenzo Tellez de Silva. Si eso no basta, me ayudará el mismo Juan de Mesa y veremos si el Rey niega que lo reconoce por el escudero del marqués, que lo ha entregado la súplica. ¿Estáis enterado? Prendedme cuando se os antoje, mas... cuidad por Dios de vuestra persona, porque no bien me echen mano los alguaciles, cuando Juan de Mesa, á quien no pódreis asegurar al mismo tiempo que á mí, enviará al Rey una relacion exactísima, que he compuesto y firmado de vuestros amores, con cierto documento al cual dará Su Alteza entera fé.

Pasmado quedó Antonio Perez de la audacia de Diego; mas como nada tenia que oponer á su razonamiento, juzgó prudente contemporizar con él, pues en efecto no dudaba de que el soldado podría perderle cuando quisiera, y eso que ignoraba toda la fuerza de las pruebas que poseia, para dar al traste con su privanza y tal vez para comprometerle mucho en el ánimo del Rey. Nuestros lectores no estrañarán el aplomo y la sangre fria del veterano, cuando sepan que aquella carta en que D. Ruy Gomez de Silva recomendaba al secretario de D. Felipe la persona de Juan de Mesa, como la mas ressuelta y apropósito para negozios graves, y cuyo contenido hemos visto en el capítulo VII de esta historia, se hallaba ya en poder del avisado amante de Beatriz, quien habia logrado sacarla, á fuerza de astucia y de trabajo, del cajon de la mesa en que su amo la guardaba con otros papeles importantes. El Secretario, sin embargo, creyó que no debla abandonar la partida sin echar el resto, ó lo que es igual, que estaba en su interés y en el del mismo Diego hacer que este abandonase la causa de su amigo: y así, dando á sus palabras una entonacion afectuosa, lo dijo:

-No parece, señor Rompe-cabezas, sino que nos vamos á despedazar aquí como dos tigres, cuando unas nos importa obrar de concierto, y con prudencia, ya que es uno mismo nuestro interés. He dicho que me seria fácil, prendiéndote, asegurar á Juan de Mesa; pero eso ha sido para convencerte de que debes entregarlo tú mismo en poder de la justicia. Si no lo echas el guante, creerá el Rey que no lo haces, porque no quieres, y aun sóspechará de mí, imaginando acaso que protejo á ese hombre, que al cabo mató á un agente del mayor contrario de mi parcialidad en los consejos.

-Mirad, señor Antonio Perez, repuso Diego con calma; todo cuanto acabais de relatar es muy santo y muy bueno; vuestros discursos, vuestras insinuaciones, ya lo sabéis, me aguzan el ingenio y al punto doy en el hito de las dificultades: vos recompensais mi sutileza con la generosidad de un emperador, y con decir esto, lo digo todo; pero aunque nada hicierais por mí, me conduciria yo como hoy lo hago. Ya veis si estoy pronto á serviros y complaceros en cuanto se os antoje, por imposible que os parezca... Pues bien; con la misma claridad y lisura os declaro, que todo el oro del mundo no me hará jamás cometer á sabiendas un desatino que pueda salirme al rostro; y desatino de marca mayor para vos? para mí seria la prision de Juan de Mesa.

-De modo que si llegas á persuadirme...

-Venid acá. Supongamos que ya está preso: su primera idea será vengarse de mí; de suerte que para evitarlo, tendré que tomar las de Villadiego. Adios mi fortuna y mis esperanzas de medro. Así y todo quedaríais vos, pues el picaro no dejaría de decir al juez de su causa, que me habéis protegido: además, el Rey no lo ignora, y con solo pronunciarse mi nombre asociado al de Juan de Mesa, tendrías sobre vuestra alma un malísimo negocio. ¿Pues qué dirémos de mi prima Beatriz, á la que el supuesto Bastian citaria como testigo irrecusable de cierta fuga del alcázar de Villagarcía? Por ese lado... ¡pobre princesa de Éboli ¿Creéis que la condesa de Barajas no pediria al Rey el levantamiento de su destierro, para venir á mostrarse parte en la causa, para perseguir á doña Ana como protectora de su antigua doncella, y para romper la cabeza á todo el mundo con el cuento de un cofrecillo de joyas que desapareció, no sé cuando, del monasterio de la Espina? Ya os diré algo de ese asunto en otra ocasion: lo que ahora importa es que desaparezca Juan de Mesa de Madrid, pues si otra vez llega á echarte la vista encima doña Magdalena de Ulloa y le prenden, os aseguro por el cielo, que doña Ana de Mendoza, vos, mi prima Beatriz y yo, estamos perdidos sin apelacion y sin remedio. Con solo pensar que, preso él, me han de coger á mí, tenéis bastante para decidir el pleito.

-¿Y qué hemos de hacer? preguntó Antonio Perez, convencido de las razones del veterano.

-No ignorais, contestó este rascándose la oreja, pues acababa de dar con la solucion de la dificultad, que sé escribir medianamente, y que la mano que ha trazado la súplica, últimamente presentada al Rey, es capaz de hacer otros milagros semejantes. Imagino por lo tanto que debeis probar á Su Alteza la imposibilidad en que me hallo de cumplir sus órdenes y que, en consecuencia, la antigua castellana de Villagarcía, la noble esposa del estirado don Luis Quijada, tiene los ojos al revés.

-¡Estás loco! ¿Cómo pruebo yo tamaños disparates?

-Con un escrito que haga constar la muerte de Juan de Mesa, acaecida hace diez años.

-¿Y ese escrito?

-¿No teneis por ahí la firma de algun escriba ó fariseo del Justicia Mayor de Aragon?

-Sí, poseo muchos documentos certificados de aquel gobierno.

-Venga uno, aunque su rúbrica sea mas enredada que nuestro mismo negocio; entretened al Rey, mientras yo me arreglo con ella, y todo se compondrá. Por lo demas, cuando digais á Su Alteza que Juan de Mesa no existe, ya estará el pobre tan mudado, que no podrán conocerle ni doña Magdalena de Ulloa ni la madre que le parió.

Antonio Perez adoptó, aunque de mala gana, el nuevo espediente discurrido por Diego Martinez, pero no tenia mas recurso que entregarse ciegamente á la voluntad de hierro de aquel hombre fecundo en enredos y bellaquerías. Le tenia otorgada su confianza, cuando le juzgó capaz de hacer que la princesa de Éboli correspondiese á su amorosa pasión, y sufria el yugo de su privanza, para que no se descubriesen secretos que le interesaba guardar.

Las inquietudes del monarca de Castilla se aumentaban por momentos, pues temia que empezase á decaer su preponderancia europea, en fuérza de la perseverancia con que los sectarios de la reforma religiosa se coligaban contra el catolicismo, cuya causa había abrazado con tanto ardor como convencimiento. Los negocios de los Paises-Bajos no habían mejorado con la presencia de Requesens en aquel gobierno, antes bien esta alentó desde luego á los enemigos de Castilla, infundiéndoles esperanzas de un triunfo decisivo, que mas de una vez estuvieron próximas á realizarse. Los caudillos rebeldes no se descuidaron: hicieron cundir la voz de que la retirada del duque de Alba era una señal de impotencia, y que pronto dejaría de funcionar su aborrecido Consejo de Sangre, contra cuyos desmanes protestaba la humanidad entera, publicaron tambien que el nuevo gobernador de los Estados era precisamente uno de los que con mas empeño se habían pronunciado en el Consejo de Castilla contra las ejecuciones sangrientas de su predecesor; que no debia temérsele, y que solo iba á Bruselas con el objeto de salvar las tropas españolas de una derrota completa, por haberlas dejado comprometidas en espediciones aventuradas el terrible caudillo, que contaba por proezas y victorias los horrores cometidos contra indefensas poblaciones.

El Comendador Mayor de Castilla tuvo que luchar con otro obstáculo mas grande, que el que oponla al cumplimiento de sus deberes la imponente actitud de las fuerzas enemigas. La indisciplina era general entre las suyas, y la insolencia con que se conducian en las ciudades, en que entraban sin resistencia, lo había convencido de la justicia con que el pais obraba, levantándose en masa contra la dominacion española. Su primer cuidado fué dar órdenes severas para reprimir el pillage, y para hacer entrar en la obediencia á unas tropas, acostumbradas á todo género de escesos; pero esto le robó un tiempo precioso, que sirvió de mucho á los gefes de la sublevacion, para concertar sus vastos planes de resistencia.

Envió después Requesens socorros á la plaza de Midlebourg, que sitiaban los protestantes hacía diez y ocho meses, pero el príncipe de Orango envió su flota al encuentro de la contraria y esta fué batida: Midlebourg tuvo que capitular, aunque la guarnicion salió del castillo con todos los honores de la guerra. Poco despues consiguieron las armas de Castilla, á las órdenes de D. Sancho de Avila, con señalado triunfo, cerca de Mooch, contra el conde Luis de Nassau; este, su hermano Enrique y el conde Palatino perecieron en la refriega, después de haber perdido cinco mil hombres. No sacó el caudillo español todas las ventajas que desde luego se habla prometido de esta jornada, porque las tropas se amotinaron contra él, pidiendo á gritos sus pagas atrasadas, nombrando nuevo gefe y entrando amotinadas en Amberes. La distribucion de cien mil florines sofocó su descontento, y por fin marcharon al sitio de Leide, cuando ya se había perdido la flota equipada para esta espedicion, por haberla sacado del puerto Adolfo Haustede, á fin de que no se apoderasen de ella los sublevados.

La amnistia publicada á poco tiempo no tuvo resultados satisfactorios, porque esceptuaba á los que no renunciasen el protestantismo y no quisiesen volver al gremio de la Iglesia católica. Por último, D. Luis de Requesens invadió la Zelanda, puso sitio á Zurich-Zea, capital de la isla de Schowen, y la tomó al cabo de nueve meses; pero esto fué el último servicio que prestó al rey D. Felipe y á su patria. Los disgustos ocasionados por la terrible posicion en que agenas faltas le habian impedido á encontrarse, la insuficiencia de los medios con que contaba, no solo para contener al enemigo, sino para estirpar los abusos y aun los crímenes, que se cometian á la sombra de una administracion desacertada y funesta, y en fin, su completo desacuerdo con el Consejo de Sangre, que anulaba á fuerza de providencias insensatas todas sus disposiciones encaminadas á la pacificacion de las provincias insurreccionadas, minaron su constitucion y le condujeron al sepulcro. Aprovechando el príncipe de Orange el desaliento que su muerte habia infundido entro los enemigos, entró en la ciudad de Gante, cuando los españoles se preparaban á saquearla: su presencia la libertó de los españoles, que huyeron á sorprender la plaza de Alost y devastaron todo el pais inmediato.

Estas noticias no eran por su naturaleza muy apropósito para tranquilizar á D. Felipe, quien conociendo que era preciso tomar una resolucion decisiva, confió el gobierno y dirececion de la guerra de los Paises-Bajos á su hermano D. Juan de Austria. El terrible Consejo de Sangre quedó abolido, lo cual daba á entender que la parcialidad, en otro tiempo capitaneada por el príncipe de Éboli, gozaba del favor del Rey; pero Juan Escobedo, secretario del consejo de Su Alteza, y que tambien lo habia sido del proceso de Montigny, fué nombrado con el mismo cargo, por influjo de Juan de Vargas, para acompañar al Príncipe á Bruselas: esto queria decir que D. Felipe se habia propuesto tener al lado de su hermano un testigo, que no agradaba en manera alguna al arzobispo de Toledo, á Mateo Vazquez, que pronto iba á ser secretario de su Alteza, y á Antonio Perez, que se preparaba á ocupar de hecho, ya que no en el nombre, el rango del primer ministro, el cardenal Espinosa. De este modo neutralizaba el monarca de Castilla, cuya política era invariable, la influencia de un partido, que no contaba ya con adalides tan ilustres como D. Ruy Gomez de Silva y Requesens, con la preponderancia de otro, cuyo principal caudillo D. Fernando Alvarez de Toledo estaba, al parecer, en desgracia.

Pero mucho antes que las desastrosas nuevas de los Paises-Bajos llegasen al Rey, para obligarte á entregar su gobierno al vencedor de los moriscos de las Alpujarras, cuya naciente ambicion no dejaba de mirar con algun recelo, se habian calmado ya los temores de Antonio Perez, respecto al encargo que habia recibido para que Diego Martinez prendiese á su buen amigo Juan de Mesa.

En efecto: ochó dias despues de la última e interesante conversacion que tuvo con el héroe de Roma, y en la cual no quedó muy bien parado su orgullo, hizo saber á D. Felipe, por medio de un documento en debida forma espedido desde Zaragoza, que Juan de Mesa, el asesino del secretario Juan Vazquez, habia muerto hacia ya diez años. El Rey examinó la prueba, y dispuso que aunque Diego Martinez no habia puesto en poder de la justicia al criminal, por la susodicha causa, se le contasen los quinientos escudos prometidos, supuesto que habia hecho todo lo humanamente posible para cumplir su comision, dejando tranquila la conciencia de su Alteza por aquella parte; y que en cuanto al título de alférez, se le otorgaria despues del primer servicio que se le encomendase.

Diego Martinez recibió los quinientos escudos, se frotó las manos y corrió á la hosteria de su devocion, que servia de arresto provisional á Juan de Mesa; porque ha de saberse que por disposicion del veterano, no habla salido de ella desde el dia en que el último se propuso darle por muerto. El motivo de esta prudente medida es tan fácil de comprender, que no necesita esplicación.

-Hemos puesto otra pica en Flandes, dijo al villano su carcelero, y cátate ya como si no hubieras nacido.

Juan de Mesa le miró con asombro, porque nada entendia de aquel guirigay; pero al fin repuso gruñendo:

-Si no me esplicas por qué causa no veo el sol hace ocho dias, rompo la promesa que te hice y me echo á la calle.

-Eres tan záfio y tan camello como cuando estábamos en el cuchitril de Villagarcía, contestóle-biego con dignidad. ¡Cómo se entiende! ¿Conque sudo sangre para que tu pescuezo no contraiga estrecha amistad con la cuerda, y tú erre que erre en que te han de ahorcar? No te detengo... sal cuando quieras y el primer corchete que pase te echará los cinco y la garra: pero... ¿qué importa? Tendrás el gusto de que te cuelgen y que nos cuelguen á todos. ¡Ira de Dios! ¡Y que un hombre de bien y valiente como yo se esponga á pasar las penas del Purgatorio por semejante puercoespin!

Estupefacto quedó Juan de Mesa con el arranqne de su compañero; mas queriendo saber á todo trance á qué atenerse, y atemorizado al mismo tiempo por lo que acababa de oir, preguntó entre colérico y humilde:

-¿Pues qué hay de nuevo?

-Una bagatela; que la noble esposa de D. Luis Quijada lo ha visto, le respondió el soldado.

-¡Doña Magdalena!

-Y no solo te ha visto, sino que te ha conocido.

-Es lo único que yo necesitaba ahora.

-Y te ha delatado al Rey.

-¡Miserable de mí!

-Y el Rey ha mandado que lo prendan muerto ó vivo, por aquella fechoria del hermitaño.

-Cesa... cesa, por los cuernos de Satanás, y haz de modo que salga sin ser visto de esta maldita corte.

-¿A dónde quieres ir?

-A Aragon... á los infiernos... léjos... muy léjos de aqui.

-En Aragon hay una requisitoria, pues supongo que no habrás olvidado la carta que te escribí desde Valladolid, y en cuanto á emprender un viage hacia los infiernos, se me figura harto peligroso, porque no estás bastante preparado. Mira, Juan paréceme en efecto, que algun dia ese ha de ser el paradero de tu alma; mas antes es preciso que haga méritos en este mundo, sin que tu afición á visitar iglesias consiga libertarla de las uñas de aquel que ha poco nombraste. Entre tanto, permanecerás en Madrid, donde estás mas seguroque en ninguna otra parte.

-¡Mas seguro, cuando los corchetes andan olfateando mi persona!

-Si hubieras hecho lo que mil veces lo he aconsejado, no te verias en semejante apretura; pero lo que es ahora...

-Ya veo que necesito hacer algo, pues de lo contrario mal pleito me aguarda. Estoy por escaparme á Flandes.

-Es decir, que por huir de la horca, quieres dar con tu cuerpo en la hoguera. ¿Sabes, Juan, que aquel famoso mastin llamado Bravo, que quedó tendido en la poterna del alcázar, la noche de nuestra fuga, discurria mucho mejor que tú?

-No me recuerdes esas cosas, Diego; no me las recuerdes, porque soy capaz de meterme un puñal en el corazon.

-¡Ah! Tienes remordimientos... Con tu pan te lo comas, porque yo no me meto en la conciencia del prójimo: haces bien; hijo mio, haces bien; así rabiará Satanás, y para habérselas contigo, tendrá que convocar á todos sus negros familiares. Ea: hablemos como hombres y desecha la idea de pasar á Flandes, porque si en Castilla hace colgar el rey D. Felipe á los bribones como tu, allí los tuesta la santa Inquisicion, y váyase lo uno por lo otro.

-¿Qué es pues lo que me própones?

-Lo que te he propuesto mil veces; lo que vas á hacer por fuerza. ¿Vés este chirlo que me hizo en la cara el buen Bravo, conociendo sin duda lo mucho que, andando el tiempo, me habia de servir?

-Pero, ¿cómo me desfiguro?

-¡Bah! Yo te traeré una especie de ungüento, que suele componer Beatriz destilando ciertas yerbas, y te untarás con él el rostro dos ó tres veces seguidas.

-¿Y qué acontecerá?

-Que tu rostro se llenará de manchas negras.

-¿No habrá peligro?

-Ninguno: con eso y con un parche en un ojo, podrás desafiar las miradas de doña Magdalena de Ulloa y las de todos los lebreles de la justicia del Rey.

-Venga el ungüento, si él ha de salvarme.

-Y tanto, que sin su auxilio no hay esperanza para tí. Apropósito, para convencerte de ello, tengo que darte una noticia.

-¿Cuál es?

-Que no eres mas que un cadáver.

Juan de Mesa dio un salto hácia atrás esclamando:

-¡Demonio! ¡Qué estás diciendo!

-Que hiciste la última mueca hace unos diez años.

-¡Yo!

-Tú, tú mismo, el mismísimo Juan de Mesa. ¿Lo dudas?

-¿Pues no he de dudarlo?

-Haces mal, supuesto que te lo aseguro yo.

-Pero, hombre...

-Déjate de peros y de observaciones; hace diez años que exhalaste el postrimer suspiro, saliendo en paz de este mundo, y así consta en un documento que se ha presentado al Rey nuestro Señor.

-¿Quién diablos ha podido atreverse á ello?

-El secretario Antonio Perez.

-¡Ah! Conque tú... gritó el villano, comprendiendo al fin la nueva estratajema de su amigo.

-Yo... yo... replicó este con orgullo. ¿Quién habia de ser? Figúrate ahora que los esbirros ó doña Magdalena tropiezan contigo por esas calles, cuando saben y les consta que estás enterrado en Aragon... ¿eres capaz de imaginarte la zambra y el tumulto que se armará en la corte.?

-Me has convencido, Diego, y así... no tardes con el ungüento, porque si estoy mas tiempo encerrado, no respondo de mi paciencia.

-Daca esos cinco por tu docilidad, y toma esos cincuenta para que hagan digna compañia á los otros cincuenta de mas baja ley.

Y diciendo así el soldado, apretó cordialmente la mano de Juan de Mesa, y puso en ella el número de escudos que acababa de indicar. Recomendóle de nuevo que no se diese á luz, hasta que las manchas negras y el parche le desfigurasen completamente, y despues de vaciar con él un buen jarro lleno del afamado mosto que producen los viñedos de Valdepeñas, lo dejó entregado á sus pensamientos.

Tres dias después se hubiera muy bien guardado doña Magdalena de Ulloa de sospechar que Juan de Mesa era el mismo villano, que estuvo á su servicio en Villagarcía.

Capítulo XXX
Pruébase en el que los celos de un hombre astuto venren muchas dificultades

Ya tenemos noticia de la opinion que formuló el Consejo sobre la consulta del Rey, relativa á la conducta de su hijo D. Cárlos de Austria: el parecer del Papa fué en un todo semejante al que habia emitido el cardenal Espinosa, y D. Felipe, aunque con amargo sentimiento y visibles muestras de repugnancia, ordenó que pasasen las pruebas al tribunal de la Inquisicion. Finalmente puede inferirse lo que el Santo Oficio dispondría acerca de un asunto, que se le presentaba mas con carácter religioso que político, á pesar de que las faltas del Príncipe solo merecían la segunda calificacion. No se atendió sin embargo á su desobediencia, á sus miras ambiciosas, al empeño que siempre habia manifestado de tener participacion en el gobierno, al despecho con que habia obrado contra la autoridad real, contra la dignidad del presidente Espinosa y contra el decoro del duque de Alba; estos yerros pasaron por alto á los ojos de los fanáticos inquisidores, ó cuando mas, los tuvieron por dignos de severa reprension. Lo que dió gran importancia al próceso de D. Cárlos fué el própósito que se entreveia de su fuga á las próvincias de Flandes, con intento de ponerse á la cabeza de los protestantes, para asegurar en aquellos dominios el triunfo de la religion reformada. Este era un crímen que no podia perdonarlo el tribunal de la Fé: la carta de Montigny, que de nada acusaba al Príncipe, y que no habia llegado á sus manos, se consideró como prueba suficiente de su apostasía, y la declaracion forjada por Juan de Vargas en el alcázar de Segovia, como tenaz é impía persistencia en negar la parte que al acusado correspondía en el proyecto fraguado por los embajadores del conde de Egmont contra el catolicismo y sus defensores.

El tribunal, despues de interpretar de la manera que le pareció mas conveniente á sus miras las diferentes piezas que se le habian remitido, dió auto de prision cóntra el príncipe D. Cárlos de Austria, mas como el caso era escepcional y para haber al presunto reo se hacía indispensable allanar la real morada, lo cual no podia llevarse á cabo sin espresa autórizacion y mandato del Rey, mandó el Inquisidor Mayor que compareciese en el Santo Oficio el presidente Espinosa, si Su Alteza á ello no se oponia, para notificarlo el auto. Obedeció el Cardenal, precedida la venía de D. Felipe, mas este, pesaroso ya, y arrepentido de haber aprobado la consulta del Consejo, le dijo al dársela:

-No olvide el Santo Tribunal que va á formar proceso al heredero del trono de Castilla y al hijo del Rey. La precipitacion es mala consejera; yo me holgaré mucho, si su acuerdo no se opone á los privilegios é inmunidades del príncipe D. Cárlos.

Enterado Espinosa del auto de prisión contra este, espedido por los inquisidores, hízoles entender los deseos del Rey; mas el Inquisidor Mayor le contestó al punto:

-El tribunal estima conveniente el auto acordado, en vista de las pruebas irrecusables remitidas por el Rey nuestro señor: el Consejo ha decidido que el proceso debe formarse por la jurisdiccion eclesiástica, y al conformarse Su Alteza con tan acertada opinion, ha mostrado una vez mas el profundo respeto con que acata la religion y los fueros de sus ministros. El príncipe D. Cárlos se ha hecho culpable del crímen de protestantismo, y debe ser entregado por el Rey al Santo Oficio.

-El Cardenal dió cuenta á D. Felipe de todo lo ocurrido y le entregó el auto. El Rey lo recibió temblando; mas serenándose de pronto, murmuró entro dientes:

-Ya lo esperaba, los inquisidores no tienen hijos.

Y alzando la voz y dirigiéndose al presidente, añadió:

-Pase el auto acordado por el Santo Tribunal á consulta de mi Consejo.

-Señor, repuso Espinosa con respeto, el Inquisidor Mayor está aguardando el cumplimiento de su providencia.

-Queréis decir, señor Presidente, que aguarda mi decision sobre ella, replicó enojado D. Felipe.

-Señor, he repetido á Vuestra Alteza sus mismas palabras.

-Pues id, y repetidle las mias.

El cardenal salió de la real cámara cabizbajo, y reunió el Consejo. D. Felipe llamó á Antonio Perez y entregándole el auto de la Inquisicion, le dijo:

-Enviad eso al Consejo, con encargo de que despache sin demora la consulta. Ahí veréis que el Santo Oficio me pide la persona del Príncipe...

-¡Cómo, señor! esclamó el Secretario. ¿No le basta la concesion de Vuestra Alteza para que forme su proceso?

-No le basta, señor Antonio Perez, supuesto que intenta sacar á D. Cárlos de mi jurisdicción y sujetarle á la suya. ¿Deberé consentirlo?

-De ninguna manera. D. Cárlos de Austria es hoy el legítimo heredero del trono de Castilla, pues como tal fué jurado en las cortes de Toledo, y está por lo tanto en posesion de privilegios é inmunidades, de que solo la justicia de Vuestra Alteza, después de oidas otras cortes, puede privarle. Nadie sino Vuestra Alteza puede decretar la prision del Príncipe; nadie, señor, por alta que sea su jurisdiccion, puede atropellar la real morada, sin cometer el gravísimo delito de lesa majestad. ¡El príncipe D. Cárlos en las cárceles del tribunal de la Fé! Será un escándalo en Europa.

Mucho consuelo proporcionaron al Rey las razones de Antonio Perez; pero recordando la votacion del Consejo en la anterior consulta, repuso:

-No todos opinan como vos en tan delicado negocio: el presidente del Consejo, por ejemplo, no quiere que tengamos dimes ni diretes con los señores inquisidores.

-Si Vuestra Alteza me da su beneplácito, iré al Consejo, no como vocal del mismo, sino como representante de la autoridad real, y esforzaré mis argumentos para convencer al señor Cardenal y á cuantos con él piensan, de que el tribunal del Santo Oficio se ha entrometido en las prerogativas de Vuestra Alteza, echando por tierra las del Príncipe.

-¿Y osareis poner en pugna á mi Consejo con la Suprema Inquisicion?

-Haré, señor, que el Consejo devuelva el auto á Vuestra Alteza, consultando que no debe accederse á la demanda de la Inquisicion.

-¿Y si no lo conseguís, señor Antonio Perez?

-Me quedará el recurso, á fuér de leal servidor, de aconsejar á Vuestra Alteza que no se conforme con el parecer del Consejo. Ese cuerpo, señor, ha producido todos los frutos, que de su sabiduria se esperaban. Muertos los ilustres D. Ruy Gomez de Silva y D. Luis de Requesens y Zúñiga, ausente en los Paises Bajos el Señor D. Juan de Austria, ha quedado sin sus principales cabezas y no hace otra cosa que seguir, como manso cordero, por donde el señor Cardenal quiere llevarlo.

-De modo, observó maliciosamente el Rey, que no os pesaria de su reforma...

-Señor, respondió con tranquilidad el secretario, la creo necesaria, para el seguro de la autoridad real, aun cuando sea yo el primero á quien Vuestra Alteza despojo de su cargo.

-No me parecen desacertadas vuestras ideas, señor Antonio Perez. Llevad pues el auto al Consejo, y haced de modo que este lo desapruebe: si nada alcanzais del presidente Espinosa, le direis estas palabras; el Rey lo ha dispuesto así.

Gozoso salió Antonio Perez de la real estancia, porque acababa de obtener sobre el Cardenal una victoria decisiva; pero era mucho mas brillante la que le aguardaba en el Consejo. En vano Espinosa, de acuerdo con el Inquisidor Mayor, encareció la necesidad y la conveniencia de obedecer los mandatos de la Suprema, pintando con los mas negros colores todas las acciones del Príncipe, con el objeto de obtener una votacion unánime, que obligase á don Felipe á conformarse, entregando inmediatamente la persona de su hijo al Santo Tribunal de la Fé. El secretario del Rey, que habia hablado en particular á los consejeros, desbarató con fácil elocuencia todos los argumentos y sofismas del prelado, defendiendo los privilegios de la corona y los del Príncipe: convino en las faltas de este, pero sostuvo al mismo tiempo que las habia cometido contra la autóridad real, y no contra la religion, añadiendo que debiendo conocer de ellas el Consejo y las provincias de la monarquia representadas por sus cortes, y de ningun modo la jurisdiccion eclesiástica, sólo un escrúpulo de conciencia habia decidido á Su Alteza á aprobar la primera consulta, ya que el Consejo, obedeciendo dócilmente al señor cardenal, habia dispuesto con demasiada precipitacion, que pasasen las pruebas de los cargos que existian contra el Príncipe, á donde no debian estar. Sostuvo por último que, si D. Cárlos de Austria era justiciable en opinion del Consejo, y si este temia que se fugase de España, se hallaba en el caso de aconsejar al Rey, que pidiese al Santo Oficio la devolucion de las piezas que se le habian remitido, y que cuidase él mismo de la seguridad del Príncipe, arrestándole de la manera mas cónveniente al decoro de la persona y á los sentimientos paternales, que siempre habla manifestado.

El lenguaje deAntonio Perez fué incisivo y severo para los que lo escuchaban, sobretodo para el cardenal Espinosa, quien desde luego adivinó por él, cual era la voluntad del monarca. Pero arrebatado de su celo por la religion, ó de su orgullo como presidente del Consejo, cometió un error indisculpable, intentando vencer en la lucha al Secretario, esto es, al Rey mísmo, sin comprender que aquella imprudencia iba á costarle la privanza que gozaba. Lleno de ira, sofocado ó incapaz de contenerse por mas tiempo, tomó la palabra, y despues de tratar duramente al jóven político, porque pretendia dar lecciones á los hombres encanecidos en la gobernacien del reino, le dijo:

-Tened por seguro, que no son buenos para estar al lado de un Rey como D. Felipe de Castilla los que se aprovechan de su debilidad, para obligarlo á cometer desaciertos.

-Este apóstrofe, que así se dirigía al Rey, aunque embozadamente, como á su favorito, no mereció la aprobación de los individuos del Consejo. Antonio Perez contestó á él con otro mucho mas punzante para el prelado.

-Peores son aquellos, repuso, que abrigando profundos resentimientos contra un Príncipe, se constituyen en perseguidores suyos.

La alusion á la acometida de D. Cárlos contra Espinosa, el dia en que este se salvó huyendo de su espada, le exasperó hasta tal punto que llamó judío y herege á su contrario, como la mayor injuria que en aquel tiempo podia dirigir un hombre á otro. La sesion fué casi tan borrascosa y tan poco digna de aquel alto Cuerpo, como algunas que se celebran en nuestros ilustrados dias, en pueblos que pasan por los mas adelantados del mundo. Hubo tumulto, llovieron las invectivas y algunos señores, que hasta allí habian soportado con disgusto la dominacion del Cardenal, aprovecharon la ocasión para hablar de sus rentas y del boato que ostentaba como primer ministro, muy poco en armonía, segun se esplicaban, con la humildad evangélica de S. Pedro y de sus primeros sucesores.

Esto era atreverse á mucho en el siglo XVI y en pleno Consejo; un Auto de Fé podria muy bien ser el resultado de tan terrible censura contra una dignidad de la Iglesia, que contaba desde luego como ausillar al Inquisidor Mayor de Castilla. Los que acababan de formular en presencia de Espinosa una acusacion dictada por el odio secreto que le tenian, comprendieron al punto que habian ido demasiado lejos; todas las miradas se volvieron entonces hácia Antonio Perez, pues conocian que solo con la ruina del Cardenal conseguirian eludir el compromiso en que les habia puesto su intempestivo alarde de independencia. Aquel fué precisamente el instante que eligió con habilidad el Secretario, para descargar el golpe de gracia sobre su enemigo.

-Señores, dijo con imperioso acento, estamos malgastando un tiempo precioso, y es la voluntad del Rey que se despache en breve esta consulta. ¿Es justo que por nuestras disensiones demoremos el cumplimiento de nuestros deberes? El Consejo conoce mi voto en tan grave asunto; aquí está escrito y firmado de mi puño y letra, y solo aguardo saber si se aprueba, para unirlo al auto acordado del Santo Oficio y someterlo á la aprobacion de Su Alteza.

Quiso hablar Espinosa, pero estaba trémulo de cólera y una mirada de Antonio Perez decidió á los demás consejeros, quienes se apresuraron á firmar su parecer, que les presentó redactado con arreglo á lo que habia sostenido en su réplica al discurso del Cardenal. Este, cuyo nombre debia ser el último que figurase en el documento, se negó á estamparlo, pero echó mano á la pluma con despecho y escribió en pliego aparte: Debe proveerse en todo, como lo pide el Santo Tribunal. = presidente, el cardenal Espinosa.

Antonio Perez unió este pliego y el suyo al auto acordado, rubricó los dos al pié como secretario del Rey, puso á todo la correspondiente cubierta, escribiendo en ella Para El Rey Nuestro Señor, Que Dios Guarde, y sellándola con el del Consejo, fué á poner en manos de D. Felipe el resultado de tan importante sesion.

Enterado el último de cuanto habia ocurrido en el Consejo, aprobó lo consultado por la mayoría y comisionó á su gentil-hombre D. Alonso de Cabrera para que fuése á ponerlo en noticia del Inquisidor Mayor, á quien escribió también de su puño y letra, pidiéndole los documentos que obraban en su poder, como pruebas contra el príncipe D. Cárlos. Pero el Rey contaba sin la huéspeda, ó lo que es igual, sin el teson del Presidente y gefe de la Suprema, con cuya aquiescencia no dudaba que allanaria todas las dificultades; quedóse pues sorprendido, cuando D. Alonso de Cabrera le hizo saber, de parte del Inquisidor Mayor, que su demanda ajaba al tribunal de la Fé y que en conciencia no podian sus individuos obedecerla. Al escuchar D. Felipe tan estraña respuesta, volviése hácia el presidente Espinosa, á quien acababa de llamar despues de haber despedido á su Secretario, y con irritado acento le previno que inmediatamente partiese para Roma. Conociendo el prelado que su privanza habia concluido y qué si no obedecia al punto no tardarian en descargar sobre él todas las iras del enojado monarca, bajó la cabeza en señal de sumision y salió de la real cámara, pues preferia el destierro en la capital del orbe católico á una prision de Estado. El gentil-hómbre del Rey, testigo involuntario de la caida de Espinosa, voló á buscar al Secretario y se la refirió, dándole cuenta al mismo tiempo del mensage del Inquisidor Mayor, que la habia motivado; pero casualmente se hallaba Diego Martinez en el aposento de Antonio Perez, cuando D. Alonso fué á llevarle tan importantes nuevas, y á este acaso debió D. Felipe la terminacion de un conflicto entre su regia autoridad y el poder asombroso del Santo Oficio, terminacion en la que por el pronto ni él, ni Antonio Perez, ni D. Alonso de Cabrera, ni el mismo Diego Martinez pensaban.

Y aconteció que aquel mismo dia, entre dos luces, dirigiéndose el veterano hácia la casa de doña Ana de Mendoza, que estaba situada enfrente de la iglesia de Santa María, para matar el tiempo platícando con Beatriz, vió dos bultos que, al parecer, en sabrosímo cóloquio seguian la dirección de la calle, en sentido opuesto al que él llevaba. Figuróse desde luego que uno de aquellos bultos no le era desconocido, y en efecto, no bien hubo apretado el paso, cuando reconoció á la doncella de la princesa de Éboli. Cerciorarse de que no se engañaba y sentir en su córazon la afilada punta del aguijon de los celos, fué obra de un segundo; y es preciso advertir que cuando Diego estaba celoso, lo cual le habia sucedido raras veces, pues tenia completa confianza en la fidelidad de Beatriz, lo estaba con su correspondiente acompañamiento de rabiosa ira, la cual despertaba en él un vivísimo deseo de armar camorra con todo el mundo. Impulsado pues por sus instintos belicosos, ciego de cólera, sin encomendarse á Dios ni al diablo y, lo que era mas en aquellos tiempos, sin hacerse cargo de que el individuo que acompañaba á su tórtola vestia trage talar, alcanzóle cuando menos podia imaginárselo, y cayendo sobre él como una bomba, le descargó tan descomunal puñetazo en la cabeza, que el pobre paciente creyó llegado el fin del universo: hubiera dado indudablemente con su cuerpo en tierra, pero su terrible acometedor lo sostuvo aferrándose á su pescuezo con furia, y haciéndole guardar el equilibrio, con la idea de imposibilitarle toda defensa, y desahogar en su cuerpo libremente la saña, de que estaba poseido. Pero Diego, entre sus bellisimas cualidades, tenia la de calmarse tan pronto como se encolerizaba, y en aquella ocasion, bastó un chillido de Beatriz para dar al traste con toda su firmeza. Chilló en efecto la doncella echó á, huir con intento de refugiarse en casa de la Princesa; el soldado soltó entonces el pescuezo del semi-ahogado galán, quien al verse libre, en vez de vengarse de su enemigo, hizo esfuerzos para córrer calle abajo: Diego que acababa de hacer presa en Beatriz, vio que el galán trataba de desaparecer de la escena, y abalanzándose de nuevo á su cuello, hubiera puesto término á sus dias, á no esclamar la primera desecha en lágrimas:

-¡Qué haces, infeliz! ¡A un eclesiástico!

-¡A un familiar de la santa Inquisicion! añadió la víctima de los bruscos ataques del veterano, al notar que los dedos de este le dejaban libre la respiración.

-¡Mil demonios me arrastren! repuso Diego, haciéndose cuatro pasos atrás. Ya ven que me he metido en malísimo negocio: pero ¿por qué no lo habeis dicho antes? ¿Cómo quereis que yo adivinará, que un santo varon como vos se habia de divertir en hacerme rabiar á estas horas? Vamos, padre mio; conozco que anduvo algo impaciente y os pido que me perdonéis el primer arranque de mi mal humor, que he tenido hoy en tódo el dia; absolvedmo de buena voluntad, juradme que no volveréis á perder el juicio por esta bribona, y si me necesitáis para un caso apurado, ya sabéis por esperiencia que no tengo mal puño.

-Eres un hombre brutal, primo Diego, replicó la doncella, y los dedos te se antojan huéspedes. No mereces que te mire á la cara. ¿Quién te ha dicho que el señor D. Damian me requiebra? ¡Pues qué! ¿No puede una muger honrada hablar en la calle, y á vista de todos, con sus antiguos amigos, sin que estos se espongan á perder la vida, por antojo de un desalmado?

-¿Sabes, prima, que para predicar un sermon te pintas que no hay mas que pedir? ¿Cuándo ni de donde debo sacar yo que el reverendo padre es antiguo amigo tuyo? ¿Ha llegado su nombre á mis oldos alguna vez?

-Sí, por cierto; en Valladolid.

-¡En Valladolid, eh! Apuesto á que quieres hacerme tragar gato por liebre.

-Haya paz, hijos mios, dijo á la sazon el eclesiástico, pues en, efecto lo era por su trage, temiendo que su antagonista se amostazase otra vez y volviese á las andadas con su pescuezo. Yo perdono de todo corazon á tu primo el atolondramiento de cabeza que me ha causado, y así no le impacientes mas.

-Beatriz, gritó Diego enfureciéndóse de nuevo á pesar suyo, estoy óbservando que este buen padre te tutea, como si toda su vida...

-¿Y por qué no ha de hacerlo? contestó la doncella.

-Has asegurado que he oido pronunciar su nombre en Valladolid. ¿Cuándo?

-Muchas veces.

-¿A quién?

-Al señor Antonio Perez y á mí.

-Mientes, mala víbora, embaucadora, y así creo que es sacerdote, como yo judío.

-¿Conque nunca te hablé del lego Damian del convento de san Francisco?

-¡Damian!... ¡Damian!... Espera un poco... Sí; ahora recuerdo era el que servia para comunicar al galan de doña... ya me entiendes las noticias que tú le dabas.

-El mismo; ahí le tienes.

-¡Es posible, reverendisimo padre! Mucho habeis subido y os doy el parabien. Ea; echadme la bendicion y no os volvais á acordar de lo pasado, ya que os he acometido equivocadamente.

-Bien pudiérais haber reparado en mi trage, dijóle el antiguo lego, alargándolo la mano en señal de reconcillacion.

-¡Qué diablos! ¡Para reparar en trages estaba yo! Pero... ¿cómo es que...?.

-¿Me encuentro en Madrid, cuando me dejásteis allá en el convento del Cam po Grande?

-Justamente.

-Voy á decíroslo en dos palabras. El Reverendísimo Inquisidor Mayor es hermano carnal de una gran Señora, á la que sirvió en sus buenos años de dueña la abuela de la tia de mi madre; y como yo estaba muy triste entre los Padres de San Francisco, desde que Valladolid se quedó sin córte, halló medio de que la dama me recomendase á dicho Inquisidor Mayor; este me mandó llamar y satisfecho del examen que hizo de mi persona, recibióme en su casa, en la cual he sabido darme tan buena maña, que...

-Sois el familiar de confianza del Inquisidor Mayor, exclamó Diego, á quien acababa de ocurrir en aquel instante una idea tan diabólica como atrevida.

-Así es, contestó el cura Damian. ¿Por qué lo habéis dicho?

-Porque si teneis un poco de corazon y no os falta astucia, se os puede ofrecer un negocio lucrativo, que al mismo tiempo os gano la proleccion de altas personas.

-Eso no es de despreciar; ya sabéis que la principal virtud del sacerdote es la pobreza evangélica, pero...

-Estoy al corriente, descais faltar al voto, aunque proponiéndoos hacer penitencia y pedir perdon á Dios.

-Nada de eso: puedo adquirir todos los bienes de este mundo sin escrúpulo de conciencia, porque todavia no he dicho misa.

-¡Ah! ¿Conque no he aporreado á un cura verdadero?

-No, hijo mio, pero has hecho otra cosa mas abóminable; has querido ahogar al gefe de los familiares de la Suprema, al favorito, al factotum del Inquisidor Mayor.

-¿Conque... favorito, eh?... Mira, Beatriz, retírate, porque si el señor D. Damian no rehusa la compañia de un hombre valiente, deseo servirle de escolta y tratar con él ciertos asuntosde la mayor importancia.

Obedeció la doncella después de despedirse del antiguo lego y de su belicoso amante, y de recomendarles eficazmente que fuesen buenos amigos. Ellos entónces echaron á andar dirigiéndose hacia la calle Mayor y guardando un silencio absoluto.

El nombre del Inquisidor Mayor pronunciado por Damian y la dichosa circunstancia de ser este su ojo derecho inspiraban á Diego Martinez fuertísimas tentaciones de mezclarse en un negocio, que no sole habia encomendado y que, si le salia mal, ó si se descubria su intervencion en él, podia conducirle rectamente á la hoguera del Santo Oficio. No habia olvidado aquello de que el Rey no le protegería contra su justicia, si esta Señora llegaba á prenderle en el desempeño de alguna comision que él mismo lo hubiese dado, y no esperaba por cierto que fuése mas bondadoso, intercediendo en su favor con los inquisidores, sabiendo como sabia que estaba irritado contra ellos. Así y todo, deseaba el veterano jugarles una treta, que no dejaria de agradecerle D. Felipe con régia liberalidad, ya que el encuentro con Damian y la posicion que este ocupaba respecto la Suprema lo habian traido á la memoria los apuros, en que ponia al Rey la negativa del Inquisidor Mayor, en cuanto á devolver los documentos relativos al príncipe D. Cárlos. Lo difícil para el era entablar la conversacion con el familiar del Santo Oficio y conducirla á un resultado satisfactorio; pero tanto discurrió su fecundísimo caletre, que al fin encontró lo que buscaba; por lo que, no queriendo desperdiciar un minuto, ni tener tiempo para arrepentirse, y procurando descubrir el terreno, antes de aventurarse imprudentemente en un mal paso, preguntó á Damian:

-¿Podéis darme alguna noticia del farsante Ballasar Cisneros?

-¡Si puedo! ¿Os interesáis acaso por ese herege? le respondió aquel.

-¡Interesarme yo! repuso el veterano santiguándose. Dios me libre de semejante tentacion: soy soldado apostólico, católico, romano y he hecho la guerra contra los protestantes y contra los turcos que valen algo mas que ellos. Pero como ese negocio del príncipe mete tanto ruido.

-Y meterá mas, si el cielo no lo remedia. Os digo en confianza, por el parentesco que tenéis con Beatriz, todo lo que ocurre. El farsante Cisneros no está cargado de cadenas ni sumido en oscuro calabozo, como aseguran las gentes: tiene la Inquisicion por cárcel y departe y se solaza á su placer con los familiares y los dependientes del Santo Oficio; ya le han tomado tres declaraciónes y no tardará en salir libre, salvo alguna penitencia saludable para purificacion de sus culpas, porque los inquisidores se han convencido de su inocencia en materias de religion.

-¿Pues no acabáis de acusarle de heregia?

-Eso ha sido, porque me sorprendisteis al pronunciar su nom bre; habéis de saber que no á todos se puede decir lo que sucede allá dentro, y cuando algun curioso nos dirige preguntas indiscretas...

-Bien, bien: la discrecion es una virtud y no lo olvidaré, señor familiar. Para dar principio á mi conversión, os declaro que nada pretendo inquirir acerca de esas novedades que hoy entretienen á todo el mundo. ¿Qué me importan Cisneros ni el príncipe D. Cárlos?

-Vos sois primo de Beatriz, á la que conozco hace mucho tiempo, y por lo mismo no perteneceis al número de los curiosos, que se empeñan en escudriñar los misterios del tribunal de la Fé. ¡Si supiérais cuánto que hacer me está dando ahora mismo!

-¡Quién! ¿El Tribunal?

-¡Bah! De ninguna manera: el príncipe D. Cárlos.

-¡El Príncipe! Si me tentara el demonio de la curiosidad, os preguntaría... porque no entiendo jota de eso... pero no: respeto vuestra prudente reserva...

-Es que á mí no me acomoda que imagineis que he dicho algun disparate. En verdad, no me he esplicado con exactitud y he ahí la razon de que no hayáis comprendido mis palabras. Ahora repito que no me dá que hacer el príncipe D. Cártos, sino su proceso.

-Lo cual significa que estáis encargado de él. Os aseguro que me interesan muy poco los negocios agenos.

-¡Oh! La cosa es mas séria de lo que pensáis.

-¿De veras?

-Figuraos que no estoy encargado del proceso, pero que ahora mismo voy á recojer de la mesa del Tribunal un legajo de documentos importantísimos para formarlo; los documentos que pide el Rey, y que el Tribunal no quiere devolverle.

Diego contuvo á duras penas la esclamacion que iba á escaparsele al escuchar estas razones; mordióse los lábios, tosió fuertemente para no descubrir su emocion, y murmuró con indiferencia:

-Mas seguro está ese legajo en la mesa del tribunal, que en ninguna otra parte.

-Os engañáis, amigo mio: de los cinco inquisidores que lo componen, dos han opinado que deben remitirse al Rey esas piezas.

-¿Y qué?

-Que el Rey quiere á toda costa poseerlas, como lo atestigua el haber desterrado hoy mismo al cardenal Espinosa, por haber defendido en el Consejo los privilegios de la Santa Inquisicion; que puede interesar en el asunto á los dos inquisidores disidentes, y que como nunca falta un Judas...

-Aquí el Judas vas á ser tú, de grado ó por fuerza, pensó Diego, al mismo tiempo que decia en voz alta:

-En tal caso, debeis cumplir las órdenes de vuestros superiores.

-Las del Superior de todos, amigo mio; las del Inquisidor Mayor, y... vais á ayudarme.

-¡Yo! Estáis soñando, reverendo padre, y esto lo digo para cuando canteis misa, que pido á Dios-sea lo mas pronto posible. Mas ¿de qué puedo serviros en la comision que llevais?

-De mucho. ¿No me habeis ofrecido vuestra escolta? ¿No sereis capaz de defenderme contra cualquiera que, siguiéndome los pasos, sospeche lo que voy á sacar del tribunal y quiera arrebatármelo?

-Eso sí, por todos los rayos del sol que ahora se niega á alumbrarnos: aunque no me agrada meterme en honduras con los alguaciles de la Justicia del Rey, estoy pronto á hacer frente á una docena de ellos y a despacharlos a cenar con Lucifer, antes que uno solo os mire con mal gesto. Todo irá en descargo de mi conciencia y del mal trato que me debeis, por haber querido mi mala estrella que os encontrase con mi prima Beatriz.

-Acepto la promesa, y de paso os digo que los zelos convierten al hombre, á esa imágen de Dios, en bestia.

-¿Conque suponeis...?

-¿Que Beatriz es vuestra amante? ¡Toma! Si ella misma acababa de declarármelo, cuando llegasteis como un toro feroz.

De buena gana hubiera aplastado Diego al familiar por sus impertinentes comparaciones; pero no quiso echar á perder lo que tan adelantado tenia; y así se contentó con responderle:

-Ya que por ella lo sabeis, es inútil que yo lo disimule.

-Bien, amigo mio, bien; el amor honesto no se opone a la salvacion del alma; es sin embargo indispensable que la Iglesia lo legitime por medio del matrimonio. Beatriz no es ya niña, aunque todavia tiene buen ver, y por lo mismo...

-Os entiendo perfectamente, señor D. Damian, y para probaros que sé aprovecharme de vuestras advertencias, os doy formal palabra de casarme con mi prima, el dia mismo en que recibais las últimas órdenes sagradas.

-Quedais aplazado y no estareis mucho tiempo soltero, porque supongo que no sois viudo. Entre tanto, amigo mio, desterrad de vuestro corazon esa perversa desconfianza, esos zelosos arrebatos, que encienden vuestra sangre, y que á nada bueno conducen...

-Al contrario; siempre aprovechan para cosas que uno á veces no imagina... por ejemplo, para encontrar amigos como vos...

-Sí; después que se descargan sobre su cabeza sendos puñetazos. ¡Ah! Ahora recuerdo otra circunstancia de nuestra entrevista en presencia de Beatriz. ¿No me hablásteis de cierto negocio que puede valerme mucho y alcanzarme la proteccion de encumbrados personages?

-Vaya si os hablé; y os vendrá como de molde. Mas hé aquí que ya llegamos á la Inquisicion, y si nos detenemos para que os pueda esplicar el asunto de que se trata, será fácil que se fije en nosotros la atencion de los que pasen por nuestro lado. Ademas, tampoco debeis dormiros, si habéis de dar cumplimiento al mandato del Inquisidor Mayor.

-Os espresais como un libro y así solo deseo que no olvidéis...

-¿Qué he de olvidar? No bien salgamos del Tribunal... porque supongo que os acompañaré hasta...

-No; eso no es permitido: ahí no entran mas que los acusados, los jueces y los familiares. Me esperareis en la puerta principal de entrada y cuando me veais doblar la esquina de la calle...

-Entiendo: haced lo posible por no tardar demasiado.

-Descuidad, que en cuatro brincos despacharé mi comisión. ¿No conocéis que me dá alas el empeño de saber la que vais á proponerme?

-Eso me gusta, que la mireis desde el principio con buenos ojos. Os juro que, segun os he indicado, os enteraré de todo, en cuanto volvamos a reunirnos.

Aquí terminó el diálogo de nuestros dos personages, porque se hallaban ya junto á la terrible mansion de no pocos desgraciados, que lamentaban dia y noche en lóbregos y misteriosos encierros su separacion del mundo de los vivos, y mas que todo la ignorancia en que estaban sus familias de la horrible suene que les habia deparado el cielo. El familiar se dirigió al interior, y Diego Martinez, de centinela en la puerta, no tuvo mas remedio que atenerse al recurso que siempre le servia para matar el tiempo en casos semejantes. Comenzó pues á silbar su favorita marcha guerrera, aquella con que en otro tiempo entretuvo en Valladolid cierto planton, que lo dio su prima junto á la esquina del convento de San Francisco; mas no habia llegado al quinto compás de la marcial música, cuando sintió sobre sus espaldas una mano y al mismo tiempo oyó una voz que le decia:

-¡Sacrílego! Sígueme y llevarás lo que mereces por tu irreverencia.

Volvióse el soldado con precipitacion y vio en el umbral de la casa terrible una figura negra, semejante á un espectro: reconoció en ella á un dependiente del Santo Oficio, y desde luego supuso que si se mostraba débil podía darse por perdido. Con todo, como era hombre de gran trastienda y estaba firmemente resuelto á no dejarse prender en ningun caso, para que nunca sacase su última fechoría á colacion las anteriores, esquivó el cuerpo echándose al medio de la acera, y desde allí apostrofó al esbirro diciéndole:

-¿Quién le manda al diablo meterse en dibujos con la gente honrada? Sepa de una vez para siempre que mi música es muy cristiana y muy católica; como que la tocaban todo; los pífanos de los tercios de Flandes en las grandes batallas contra los hereges.

-¿Llegais ahora de allí? le preguntó el de la Inquisicion, humanizándose algun tanto al escuchar tan convincente réplica.

-De allí llego, contestó el héroe de Roma y de Pavía.

-En tal caso, no estraño vuestra falta; pero tened entendido que aquí no se silba, que no se canta, que no se habla mas que lo puramente necesario.

-¡Es algun templo ese portal?

-Es mas que templo; es la entrada al Santo Oficio, al tribunal de la Suprema Inquisicion.

-Una de la dos cosas está de mas.

-¡Qué escucho! ¡Conque está de mas la Inquisicion! esclamó el de la casa, animado de un celo verdaderamente evangélico. Ahora verá el herege los galgos que voy a echarle encima.

Y el espectro, dando media vuelta, se dirigió hacia el interior, como para pedir auxilio. Diego sin embargo no abandonó su sangre fria habitual; corrió á él antes de que tuviese tiempo para abrir la puerta, por donde habia entrado el familiar Damian, y abrazándole cuerpo a cuerpo, le dijo:

-Cepos quedos, seo compadre, ó le convierto en mómia antes de cinco minutos. ¡Herege á mí! Si no mirára que hay Dios, y sobre todo que hay una santa Inquisicion, le dejaba aquí mismo patitieso, para enseriarte á distinguir á un cristiano de un turco. ¿No me habeis asegurado, cuerpo de mí, que en este portal solo se habla lo preciso? ¿Por qué pues, debiendo darme ejemplo de discreción, malgastais palabras, llamándole entrada al Santo Oficio y al tribunal de la Suprema Inquisicion? ¿No son una misma las dos cosas? Pues una de las dos está de mas. He ahí lo que no habeis comprendido.

-Se lo esplicaréis a vuestros jueces, reposo el esbirro, procurando desasirse de los brazos de Diego; pero aquellos brazos formaban unas tenazas alrededor de su cintura, y mas dispuestos parecian a destrozarle el espinazo que a soltar su presa. Afortunadamente se descorrió un cerrojo en la parte interior del edificio y el ruido de una puerta llegó á los oidos del veterano; esta circunstancia le obligó á moderar el sistema de presion que habia adoptado contra su antagonista, quien comenzó á dar voces: abrióse al mismo tiempo la puerta principal de entrada y apareció Damian entre los dos contendientes. Diego soltó entonces al esbirro, y en tanto que este cobraba aliento, referió al familiar lo que con él le habia acontecido.

-Váyase adentro y cumpla mejor con sus obligaciones, dijo Damian al asombrado dependiente de la Inquisicion. ¿No sabe por esperiencia que los hereges y los judíos nunca andan por estos barrios?

El esbirro bajó la cabeza y se retiró. Diego y el familiar salieron a la calle y el primero preguntó al segundo.

-¿Habeis encontrado lo que buscábais?

-Aquí lo llevo, le contestó Damian; mas permitidme que os reprenda por vuestro proceder con un criado del Santo Oficio. Es verdad que se ha equivocado teniéndoos por herege... con todo, amigo mio, esos arrebatos que os trastornan el juicio son efectos de la desesperada pasion celosa que domina á vuestra alma. Os habeis acostumbrado á mirar las cosa á vuestro antojo, y es que los celos dan al traste con vuestra razon. Cuando os repito que á nada bueno conducen...

-Si tal, contestó el veterano con socarronería: sirven para vencer muchas dificultades.

-Ea, dejemos eso aparte, que ya os ireis enmendando con el favor de Dios, y habladme del negocio consabido.

-¡En la calle, señor D. Damian! ¡Para que los curiosos puedan enterarse del caso y todo se lo llevo la trampa!

-¿En dónde pues?

-Dejaos guiar por-mi esperiencia, que muy pronto estaremos en sitio cómodo, donde departir á nuestras anchuras.

-Bien; así como así, no entregaré mi legajo al Inquisidor Mayor, hasta que se retiren los señores de su tertulia...

Y ambos tomaron la direccion que plugo á Diego elegir. Les dejaremos seguirla á su placer, porque ninguna prisa tenemos de averiguar lo que pasó entre ellos, y porque nos están llamando otros acontecimientos mas importantes.

Capítulo XXXI
Un secreto de Estado

Despues de haber intimado D. Felipe al cardenal Espinosa la órden de su destierro á Roma, entró en cuentas consigo mismo, y sabiendo que podia acudir con toda seguridad al Consejo, en el cual no campeaba ya la influencia del prelado, apeló á él sin perder momento, por conducto del secretario Antonio Perez. Enterado este del proyectó que el Rey habia concebido, para frustrar los que intentase poner por obra la Inquisicion, con la que no le convenia romper abiertamente, dirigió una sesion de media hora, cuyo único objeto fue un acuerdo unánime, aconsejando al monarca lo mismo que él proponia, aunque sin haberlo manifestado. El plan de D. Felipe era arriesgado y espuesto, pero echaba por tierra el auto acordado del tribunal del Santo Oficio, que pretendia someter a su jurisdiccion esclusiva la persona del príncipe D. Cárlos. Algunos escritores han calificado de inhumana crueldad la prision de tan desdichado joven, dispuesta y llevada á cabo por su propio padre. ¿Hubiera obrado el Rey con mas acierto abandonando al Príncipe á las consecuencias de un proceso misterioso, seguido por jueces, cuya animadversion al presunto reo era notoria? La verdad es que se condujo en tan difíciles circunstancias como padre y como gefe de Estado, asegurando á su hijo contra las tentativas que, para apoderarse de él, osasen fraguar los inquisidores, y permitiendo que estos hiciesen todas las averiguaciones necesarias tocante á sus creencias religiosas, ya que poseian documentos preciosos, á cuya entrega se negaban y que D. Felipe no queria arrancarles de una manera poco conveniente á su autoridad, por la pública pugna que estableceria entre el altar y el trono.

Reposaba tranquilamente D. Cárlos en su lecho, cuando abriéndose á eso de media noche de par en par la puerta de su cámara, dió paso al Rey, que se adelantó seguido de varios monteros de Espinosa, armados como para un combate, é hizo una seña á don Alonso de Cabrera. Éste se apoderó entonces de la espada del Príncipe y salió á la galería, en donde permaneció hasta la terminacion de, aquella escena; en tanto que el duque de Feria, el marqués de Aguilar y Zayas y D. Pedro Fajardo, marqués de Los Velez, guardaban la entrada, para impedir que los cortesanos de servicio se acercasen, impelidos por la curiosidad ó por el cariño, a su jóven y augusto amo.

El ruido que los monteros hicieron al penetrar en la estancia despertó al Príncipe, que incorporándose en el lecho sobrecogido, y mirando con espanto en torno suyo, encontró la severa fisonomía de su padre, cuyos ojos parecian corno clavados en su rostro. Don Felipe meditaba sin duda en aquel instante tan amargo para su corazon la funesta necesidad, á que le habian obligado las locuras del mancebo; pero se estremeció involuntariamente, cuando oyó decir á éste con melancólico acento:

-¿Qué es esto, Señor? ¿Voy á morir por ventura?

El eco de su voz resonó, como si saliera de un sepulcro, en los oidos del Rey, que respondió temblando:

-No permita Dios semejante desgracia. Príncipe D. Cárlos, quedais preso en vuestra cámara, porque tal es mi voluntad: someteos á ella para evitar mayores males, y haced cuanto os aconseje el duque de Feria, á quien he encomendado la guarda de vuestra persona.

Retiróse cabizbajo de la estancia, despues de haber pronunciado estas razones, con los monteros de Espinosa que le habian acompañado y dejó en ella al duque de Feria, caudillo de alto renombre, cuyas grandes prendas militares habia aprendido á respetar el mismo D. Cárlos, aunque no ignoraba que era uno de los mas adictos y constantes servidores de su padre.

Don Alonso de Cabrera llevó la espada del Príncipe á la cámara del Rey, quien habia tenido la precaucion de no dejársela, temiendo que en un rapto de desesperación atentase contra su vida; pero el duque de Feria recibió encargo de consolarle, haciéndole comprender, aunque sin descubrirle los motivos, que todo aquello se habia hecho para su mayor bien y seguridad, segun se le instruiria en tiempo y ocasion convenientes.

Al otro dia envió D. Felipe un recado al Inquisidor Mayor, para advertirle que su hijo quedaba arrestado y sujeto á la jurisdiccion real, segun acuerdo del Consejo, que habia aprobado, con el objeto de no dar pábulo por su parte á la disidencia entre la autoridad y los fueros de la Santa Inquisición, que, era el primero en sostener. Despues de cumplir esta que consideraba como obligacion de conciencia, y de espedir correos á Roma y á Alemania con la noticia del suceso, se disponia á llamar á Antonio Perez, cuando se presentó éste á su vista.

-Ya veis, le dijo el Rey, que todo se ha llevado á efecto sin alarmar á la corte. No se quejará el Santo Oficio de mi ternura paternal, pues sabe á estas horas que el Príncipe está preso. ¿Creéis que se empeñe todavia en disputarme su persona?

-Creo, señor, contestó el Secretario, que el tribunal de la Fé callará, dándose por muy contento, y que no volverá á incurrir en el desagrado de Vuestra Alteza.

-Dios lo quiera así; mas yo no confio en ello tanto como vos; tengo mas esperiencia.

-Dios lo ha querido ya, señor. El Santo Oficio no posee á estas horas una sola prueba contra el príncipe D. Cárlos de Austria.

-¡Qué me decis! ¿Y los documentos que con harta imprudencia se le enviaron?

-Aquí están, señor; ninguno falta.

Antonio Perez entregó al Rey el legajo que el familiar Damian habia sacado de la Inquisicion; abriólo D. Felipe y después de examinar todas las pruebas de los cargos que podian hacerse a su hijo, esclamó:

-¡Quien creyera, señor Antonio Perez, que en estos papeles hay bastante para condenar á muerte al heredero de un trono! Pero no os detengais un momento; id á casa del Inquisidor Mayor y dadle las gracias en mi nombre por este servicio, si es que ya no lo habeis hecho, al recibir de su mano los documentos; decidle que me huelgo infinito por la determinacion que ha tomado, y que...

-Señor, le interrumpió el Secretario, mire Vuestra Alteza que está en un error, si imagina que el gefe de la Suprema me ha entregado las pruebas.

-¿Pues quién ha sido?

-Quien menos pudiera figurarse Vuestra Alteza; mi sabueso...

-¡Diego Martinez!

-El mismo, señor. Si notemiera ofender á la divina Providencia, diria que nada hay imposible para ese hombre.

Don Felipe se incorporó como impelido por un resorte, pues le parecia imposible aquello mismo que estaba escuchando. Miró y remiró el legajo de papeles que Antonio Perez acababa de llevarle, dudando de que fuesen las pruebas que tan desasosegado le traian, procuró buscar en su mente una esplicacion á las últimas palabras del Secretario, y no hallándola por mas que atormentaba su imaginacion, volvió á sentarse y preguntó á este:

-¿Cómo ha sido eso? ¿De qué recursos se ha valido ese astuto veterano de Italia, para prestar un servicio tan importante?

Iba ya Antonio Perez á satisfacer la curiosidad del Rey, refiriéndole lo que sabia por Diego Martinez, cuando anunciaron la llegada de un correo de los Paises-Bajos, portador de interesantísimas nuevas. Esto cambió el curso de las ideas del Monarca, que recibió de manos del marqués de los Velez un abultado pliego: rompió su cubierta con ansiedad, comenzó la lectura de los despachos que contenia, y á pocos instantes estaba tan engolfado en ella, que parecia como si no existiesen el Príncipe D. Cárlos, el tribunal de la Inquisicion, ni los peligrosos documentos que yacian esparcidos sobre la mesa.

Don Felipe no podia haber hecho eleccion mas acertada que la de su hermano D. Juan de Austria para el gobierno y conservacion de las provincias insurrectas. Era hijo de Cárlos V, cuya memoria recordaban con respeto y amor todos los Estados; su lealtad y nobleza le habian ganado el afecto y las simpatías de las tropas y de los pueblos, y por último la fama de sus victorias parecia una prenda segura de la obediencia, que no tardarian en prestar al trono de Castilla las diez y siete provincias, unidas recientemente por la pacificacion de Gante. Pero el Príncipe abrigaba al mismo tiempo ambiciosos designios, que despertaron en su aguerrido pecho el glorioso combate de Lepanto, la conquista de Tunez y la destruccion de los moros de las Alpujarras, y queria para sí una soberanía independiente. Ya el Papa Pio V se habia adherido hasta cierto punto á este plan, y aun escribió a D. Felipe, ponderándole la conveniencia de que se llevase á efecto; pero el Rey no tuvo por acuerdo prudente semejante idea, pues solo entendia de que el arrojo de su hermano se emplease en servir y hacer prosperar los intereses de España. Desde entonces temió que algunos consejeros estraviasen á D. Juan, y habiéndole significado el jurisconsulto Juan de Vargas, que aquellos pensamientos de propia elevacion y grandeza le habian sido sugeridos por Soto, colocado cerca de su persona por D. Ruy Gomez de Silva, á poco de haberse hecho reconocer en la corte, inutilizó completamente su influencia, disponiendo que Escobedo acompañase al Príncipe, por la mismo que se tenia confianza en su fidelidad, y era apropósito para dirigir al de Austria por senda mas aceptable para las miras de D. Felipe. Ya hemos dicho que llevaba el encargo especial de espiar las acciones y los proyectos de su gefe y señor, y ahora debemos añadir que el Rey, á fin de que su hermano no entrase en sospechas, si le quitaba enteramente de su lado al Secretario Juan de Soto, concedió á este el empleo de pagador de las tropas de ocupacion en los Paises-Bajos.

A pesar de las grandes prendas del nuevo gobernador, las provincias confederadas no se avinieron á someterse á sus órdenes, porque los caudillos que las excitaban á sacudir el yugo habian prevenido fuertemente la opinion en contra suya y de los españoles. El príncipe de Orange, tan profundo político corno incansable capitan, entorpeció todas sus determinaciones, desbaratando los cálculos que llevaba dispuestos para hacer entrar bajo el yugo de Castilla á los mas pertinaces disidentes, y aunque habló á los Estados con templanza y blandura, ofreciéndoles el completo olvido de lo pasado, se obstinaron ellos en mirarle como enemigo, negándose abiertamente al embarque del ejército español, para que este no pudiera dirigirse contra las provincias de Holanda y de Zelanda, y exigiendo que se retirase por tierra á Italia. Desesperado don Juan de Austria al verse sin recursos, sin autoridad, sin noticias de la corte, sin medios derestablecer la preponderancia de las armas españolas ni la dominacion del Rey en una gran estension de territorio, que acababa de declararse independiente, se arrepintió, aunque tarde, de haber aceptado aquel gobierno y sobre todo una posicion, que no le ofrecia término alguno satisfactorio para su ambicion ni para su gloria. Pidió con instancia y aun con vehemencia que se le relevase del mando, asegurando que ‘le importaba la vida, la honra y la salvacion de su alma el dejar los Paises-Bajos; que no tardase el Rey su hermano en resolver, á fin de que él no perdiese las dos primeras y con ellas el fruto de sus servicios pasados y futuros; y que en cuanto á la última, era tan grande su desesperacion, que corria mucho riesgo’. No se limitó á estas razones, sino que cansado de esperar, convencido de que se le tenia abandonado y no aviniéndóse su fogoso carácter con el desairado y ridículo papel, que representaba su impotencia á los ojos de un enemigo orgulloso y temible, volvió á escribir diciendo, que si no se atendian sus quejas, volveria á España ‘cuando menos se catare y aun cuando pensase ser castigado á sangre’, pues preferia arrostrar un caso de desobediencia á las órdenes del Rey, por no arrostrar un caso de manifiesta infamia.

El secretario Juan Escobedo, por su parte, burló las esperanzas de D. Felipe, pues en vez de óbrar como se le habia encargado y poner en conocimiento de Antonio Perez los proyectos que fraguase D. Juan de Austria, se atuvo á este, secundando sus miras con empeño y perseverancia. Llegó á-noticia del Rey efectivamente que solia ir con frecuencia y en secreto á Roma con comisiones del Príncipe, y estrañábase que él nada dijese de aquellos viages en su correspondencia; mas no tardó en averiguarse el motivo, convenciéndose D. Felipe, de que su hermano no renunciaba á sus propósitos de engrandecimiento personal. D. Juan no podia contar ya con el reino de Tunez, que habia vuelto á caer en poder de los turcos, y por lo tanto imaginó apoderarse de Inglaterra, ya que su soberana era protestante, suponiendo que se veria ayudado en su empresa por todos los príncipes católicos de Europa. El Papa acogió bien el proyecto, porque veía en el príncipe de Austria un enemigo irreconciliable de los turcos y de los nuevos hereges, y ahenlaba tambien sacar partido de sus esfuerzos y nombradía en provecho de la Santa Sede. Todo llegó a saberse, porque el nuncio de Su Santidad en la córte de España, dijo cierto dia á Antonio Perez:

-Acabo de recibir de Roma un despacho, y en él se me previene que hable al Rey en favor del señor D. Juan de Austria de la manera que me aconseje un tal Juan de Escoda ó de Escovedo, que es el que ha arreglado el negocio con-el Santo Padre á fin de que Su Alteza apruebe la espedicion contra la Inglaterra y sea colocado el Príncipe en ese trono.

Grandes fueron el asombro y la ira del Rey, cuando su Secretario le dió cuenta estrecha de lo que pasaba; pero en las circunstancias difíciles que rodeaban al ejército de los Paises-Bajos, juzgó prudente y hasta necesario no darse por entendido, respecto á los ambiciosos planes de su hermano, y mucho menos desaprobarlos en público, pues temia que una negativa formal le diese motivo ó pretesto para cometer algun desacierto, que perjudicase á la retirada de las tropas y á las nuevas medidas, que debia tomar para proseguir con decision las operaciones. Contentóse pues con aplazar el proyecto de invasion, y sin comprometerse á nada, dió permiso a D. Juan para que, despues de terminada la pacificacion que se le habia encomendado, llevase acabo su pensamiento sobre la Inglaterra, disponiendo de las tropas españolas, con tal que los Estados generales de Flandes no se opusiesen á su embarque.

Por los demás, para que se comprenda con claridad la trama, de que fué víctima el desleal Escovedo y que tal vez hubiera alcanzado á D. Juan de Austria, á no haber muerto este insigne capitan en su campamento de Nemours, después de haber conseguido en Gemblurs anonadar por última vez á los enemigos de Castilla, baste saber que el primero llegó á Madrid enviado por el segundo, para esponer sus quejas y reclamar prontos y eficaces auxilios, y que á los pocos dias de su estancia en la córte, tuvo la desdicha de descubrir los secretos amorosos de la princesa de Éboli con Antonio Perez. Juan Escovedo habia sido page del conde de Melito, padre de doña Ana de Mendoza, y su primer cuidado fue presentarse a ésta, después de haber cumplido con el Secretario del Rey la comisión que traia de Flandes, para ofrecerlo sus respetos, como criado que habia comido su pan. No tardó sin embargo en sospechar que las frecuentes visitas de Perez, que ya no se recataba tanto para ver a su amante, encerraban algun misterio, y recelando por instinto que el Secretario le perjudicaba en el ánimo de D. Felipe, quiso poseer armas para combatir su influencia en caso necesario. Tanto observó, con tal ahinco siguió los pasos y estudió las palabras de cuantos podía n contribuir al aclarar sus dudas, que al cabo no le quedó ninguna, acerca del secreto que con incansable afan buscaba. Quiso no obstante adquirir una prueba de lo que por tan seguro tenia, y á este fin, hallándose cierto dia á solas con la Princesa, que le recibía sin desconfianza, hizo con maña que la conversacion recayese sobre el Secretario del Rey.

-Os hablo de Antonio Perez, dijo á doña Ana con marcada intencion, porque tengo para mí que su persona os pone en mal predicamento con las gentes.

-No os entiendo, Escovedo, replicó la Princesa. turbándose algun tanto.

-Pues bien pudiérais entenderme, senora, repuso el Secretario de D. Juan de Austria. Dígoos á fé de hombre de bien, que siempre que en la córte se nombra á la princesa de Ébóli, se repite al mismo tiempo el nombre de Antonio Perez.

-¿Y qué sacais de tan estraña observacion?

-Nada saco mas que le que oigo. Se murmura mucho de una intimidad, que corre por muy segura para vuestro descrédito.

-¡Cómo! ¿No soy dueña de mis acciones, y por fuerza he de sujetarme á los caprichos de los maldicientes?

-Cierto: nadie hay que pueda iros a la mano en lo que hagais, porque vuestra voluntad os pertenece, pues sois viuda. Pero Antonio Perez no se halla en el mismo caso, pues tiene muger legítima. Cuidad pues de vuestra honra, y no deis lugar á esas hablillas que se ceban en vuestra reputación para destrozarla.

-¿Os vá algo en el negocio, señor Juan de Escovedo? le preguntó doña Ana enfurecida.

-Me vá el deseo de salir por la buena memoria del desventurado D. Ruy Gomez de Silva, vuestro noble esposo; me va la obligacion que tengo de mostrarme agradecido á los favores que debí en otro tiempo á vuestros ilustres padres.

-En efecto; ya sé que fuisteis escudero de D. Diego Hurtado de Mendoza.

-Fui su page, señora, y nunca me avergonzaré de confesarlo.

-Pues bien, señor Juan Escovedo, tened por sabido que los escuderos y los pages nada tienen que decir, en lo que hacen las señoras como yo.

-Veremos si cuando el rey D. Felipe se entere de lo que pasa, le respondéis lo mismo, señora Princesa.

Tales fueron en sustancia las últimas razones, que mediaron entre doña Ana de Mendoza y Escovedo, y ellas decidieron la suerte de éste último.

Enterado el Secretario del Rey del peligro que le amenazaba, trató de anticiparse á él y puso en conocimiento de D. Felipe nuevas tramas supuestas que achacó á D. Juan de Austria, y de las cuales aseguraba haberse hecho eco en la córte su mismo enviado. Díjole haber averiguado que el Príncipe proseguia sus negociaciones con Roma sobre la espedicion de Inglaterra, y que además andaba en inteligencias y tratos ocultos con los de Guisa, para confederarse entre sí, sirviéndoles de protesto la defensa de las dos coronas: por último irritó al Monarca refiriéndole, que Juan Escovedo aseguraba á los amigos de D. Juan, que siendo dueños de la Inglaterra, se podrian apoderar fácilmente de España, tomando la entrada de la villa de Santander y el castillo de la dicha villa, así como estableciendo un fuerte en la peña de Mogro, como recordando que despues de haberse perdido España por D. Rodrigo, la recuperó D. Pelayo desde los montes. El Rey creyó que debia ponerse coto á las traiciones de Escovedo, así como al Príncipe, quien en todas sus cartas escribia estas palabras: dinero y mas dinero y que venga Escovedo, por lo que dispuso que se pidiese parecer á D. Pedro Fajardo, marqués de los Velez, su consejero de Estado, como hombre que estaba al corriente de todos estos negocios, consultándosole en debida forma sobre el caso y acerca de la resolucion que convendria tomar en tan grave asunto. El mismo Antonio Perez fué el encargado de someter al marqués todos los escritos originales que D. Felipe poseia, verdaderos unos, y falsos otros, y el mismo dia que lo hizo, tuvo cuidado de asegurar á la princesa de Éboli, que pronto se verian libres del importuno censor de sus amores, cuyas revelaciones era preciso ahogar en su garganta antes que las publicasen sus lábios.

El marqués de los Velez, aunque poco satisfecho de que se hubiese sometido á su reconocida prudencia y á sus luces aquel importantísimo secreto de Estado, lo examinó concienzuda y detenidamente, dando principio por la enumeracion de los diversos planes que habian empezado á urdirse desde los Paises-Bajos, de acuerdo con la córte de Roma, en interés del Príncipe, sin que se hubiese contado con el Rey. A este argumento siguieron el enojo y disgusto que no disimularon los autores de la empresa, al convencerse de que D. Felipe no entraba en sus miras, en cuanto á la espedicion de Inglaterra; la segunda trama que propusieron al Papa desde Flandes, encaminada al mismo objeto, y de la cual tampoco dieron conocimiento al Rey; el proyecto de abandonar el mando y pacificacion de los Estados insurrectos, tan solo porque habia fracasado el de invasion á Inglaterra; los tratos misteriosos, seguidos con los Príncipes de la casa de Guisa; el designio de pasar á Francia, prefiriendo vivir como aventurero en esta nacion con seis mil infantes y mil caballos á la ventaja de ocupar los mas altos puestos en Castilla, y por último las descompuestas razones, con que el vencedor de Lepanto esplicaba en sus cartas el descontento y la desesperacion que sentia, quejándose en todas ágriamente del abandono en que se le dejaba, á merced de un enemigo imponente.

Entre los papeles puestos á disposicion de D. Pedro Fajardo, figuraba una carta de Juan Escovedo, y en ella decia éste al mismo Antonio Perez desde Bruselas, que D. Juan anhelaba dejar aquello y volverse á España, para gobernar el reino con los de su parcialidad, que su apetito era silla y cortina, esto es, la consideracion y tratamiento de Infante, concluyendo con estas razones significativas: «ayudemos al señor D. Juan en todo aquello que la sea grato; cuando sea menester, él mismo servirá nuestros planes.»

Era de dia jueves santo, cuando el marqués de los Velez se presentó al Rey, después de haber terminado su cometido. D. Felipe que se estaba preparando para asistir a los divinos oficios en la iglesia de Santa Maria, se inmutó al ver á Fajardo en su cámara: de allí á pocos instantes le ordenó que cerrase la puerta, asegurándola por dentro, y haciéndole seña para que se acercase á él, le preguntó:

-¿Habéis venido á esponerme vuestro parecer en el negocio del príncipe D. Juan de Austria?

-Vuestra Alteza ha acertado, Señor, le contestó con entereza el consejero.

-Hablad pues, díjole el Rey; y señalando un crucifijo de oro que adornaba la estancia, añadió: juradme primero por Dios y por la pasion de Nuestro Santísimo Redentor Jesucristo, que lo que vais á declararme es lo mismo que os dictan vuestra conciencia, vuestro honor y la fidelidad que me debeis.

-Lo juro, murmuró el marqués de los Velez, estendiendo el brazo derecho hácia el crucifijo.

-Esplicaos ahora.

-La traicion, Señor, es tan clara como la luz del dia, mas no es el culpable el señor D. Juan de Austria. Hay sin embargo motivos suficientes para temer alguna desgracia por su parte, ó que lleve á cabo la ejecucion de algun proyecto aconsejado por Escovedo. Los Estados peligran, y la perdicion del Príncipe, es inevitable, si ese hombre vuelve á su lado. Mas no se puede hacer que sea juzgado por haber vendido la confianza de Vuestra Alteza, porque secretas fueron las instrucciones que llevó y su publicacion exasperaria a D. Juan, que al fin puede, si se le apura, causar mucho daño. Mas tampoco es posible permitir que Escovedo abuse de la impunidad, con que la proteccion del Príncipe le ampara, para fraguar nuevos proyectos contra la majestad del trono, y así...

-Continuad, repuso D. Felipe, observando que vacilaba el magnate al esponer su pensamiento.

-Señor, añadió D. Pedro, recobrando su entereza, ¿no es este un secreto de Estado?

-Sí, y como secreto de Estado ha de terminarse.

-Pues bien; la resolucion es sencilla. Juan Escovedo es culpable de alta traicion.

-Y creis...

-Que debe morir.

-Imagino, marqués, que vuestro exámen no admite dudas... que vuestra sentencia...

-Señor, he jurado ante esa sacrada imágen de Jesucristo crucificado, que mis palabras serian la fiel espresion del grito de mi conciencia.

-¿No os figurais que pueda encontrarse entre las pruebas de sus traiciones alguna razon, que hasta cierto punto las escuse?

-Vuestra Alteza tenga por seguro que, si estando con el Sacramento en la boca me pidieran parecer, cuya vida y persona mporta mas quitar de por medio, la de Juan Escovedo, ó cualquiera otra de las mas perjudiciales, votára que la de Juan Escovedo.

Quedó pues resuelta definitivamente la muerte del favorito de Don Juan de Austria, cuyo designio tuvo oculto el Rey sin confiarlo á nadie y aplazándolo para ocasion oportuna. Quiso no obstante, atormentado por los escrúpulos de conciencia que le asaltaban desde que concebió tan terrible propósito, consultarlo con el célebre casuista Fray Diego de Chaves, y al efecto le rogó que examinando el caso, le manifestase su opinion en términos generales, pero tan claros, que los pudiese comprender el mas lego en la materia. Hízolo así el padre confesor, y escribió lo siguiente:- «Le advierto, segun lo que yo entiendo de las leyes, que el Príncipe seglar, que tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, como se la puede quitar por justa causa y por juicio formado, lo puede hacer sin él, teniendo testigos, pues la órden en lo demas y tela de los juicios es usada por sus leyes, en las cuales él mismo puede dispensar... No tiene culpa el vasallo que por su mandado matase á otro, que también fuese vasallo suyo, porque se ha de pensar que lo manda con justa causa, cómo el derecho presume que la hay en todas las acciones del Príncipe supremo.»

La princesa de Éboli, que deseaba vengarse de la libertad con que Escovedo habia censurado sus amores, no perdia ocasion de escitar a Antonio Perez contra él, y el Secretario, temiendo que llevase á efecto la amenaza de descubrir al Rey sus relaciones con la Princesa, andaba desasosegado, sin saber qué partido tomar, pues el plan de matar á su enemigo permanecia secreto entre don Felipe y el marques de Los Velez. El amante de doña Ana era de parecer que se enviase á Escovedo á Flandes, ya que tan formal empeño manifestaba D. Juan de Austria por tenerle á su lado; mas no tardó en mudar de opinion, conociendo que con su ausencia de la córte no se evitarían las revelaciones que pudierá dirigir al Rey. La idea de quitar de en medio al protegido del Príncipe se habia presentado, como desesperado recurso en necesidad estrema, á su imaginacion, pero nunca la acogió con deseo de verla convertida en hecho, por cuanto esperaba que D. Pedro Fajardo aconsejaria á D. Felipe la prision de Escovedo ó su estrañamiento de España: mas como si una de estas dos cosas llegaba á verificarse, no por eso quedaría él menos espuesto á su venganza, creyó que podria sortear bien aquel peligro, teniendo una esplicacion con el mismo á quien tanto temia, en la cual le fuera fácil ofrecerle medios para que evitase por su parte él enojo del Rey.

Buscó pues á Escovedo, y después de encomiar su fidelidad á don Juan de Austria, le dijo:

-Obrais seguramente como quien sois, agradeciendo al Príncipe con importantes servicios, la mucha estima en que os tiene; pero recelo que vuestros trabajos para persuadir al Rey sean inútiles y que os acarreen algun grave disgusto.

-Estraño que me hableis de esa manera, le contestó el antiguo page de la casa de Mendoza, pues siempre os he juzgado como enemigo mio, aunque en vuestras cartas á Flandes siempre habeis protestado otra cosa.

-¿Y qué causa ha habido para que dudeis de mi sinceridad? repuso el Secretario del Rey.

-¡Me lo preguntáis, cuando estoy viendo que todas mis súplicas para que se envien auxilios á mi Señor son inútiles!

-¡Y me culpais por semejante abandono!

-¿Pues á quién he de culpar? ¿No sois quien dispone de todo?

-Mal conocéis al Rey nuestro Señor, si imaginais que mis consejos pueden torcer el menor de sus designios.

-Acaso habré sido injusto con vos, señor Antonio Perez, pero no es menos cierto que se han malogrado grandes empresas, que don Juan no puede sostenerse del modo que hoy está, en medio de tres ejércitos enemigos, sin mas ayuda que su valor y la protección del cielo.

-Lo sé muy bien, y siéntolo á fé mia tanto como vos; mas... ¿qué puedo hacer? ¿No os habéis convencido ya, de que el Rey no quiere acceder á la espedicion sobre Inglaterra?

-Me he convencido de que la aplaza para mejor ocasion.

-¿Y qué ocasion más favorable que la buscada por el señor don Juan de Austria? Desengañaos de una vez; el Rey no aprueba esa tentativa y es en valde encarecerle su conveniencia; pero como al mismo tiempo teme disgustar sériamente al Príncipe, camina en el asunto con pies de plomo. ¿Me habeis comprendido ahora?

-Empezais á abrirme los ojos.

-Y se me figura, señor Juan Escovedo, que no volveréis á cerrarlos, cuando oigais lo que voy á añadir. No estáis á estas horas encerrado en un castillo, por miramientos del Rey hácia vuestro protector.

-¡Qué escucho! ¡De qué me acusan! esclamó Escovedo palideciendo, como que no tenia la conciencia muy tranquila.

-Lo ignoro, respondió hipócritamente Antonio Perez, pues cuando he querido averiguarlo, pronunciando vuestro nombre en presencia del Rey, ha fingido no escucharme. Es un secreto de Estado entre el Rey y el marqués de Los Velez.

-¡Un secreto de Estado! ¡Atentarán contra mi vida sin oirme!

-No lo creo; pero temo que se os prive de la libertad y que desaparezcais de la córte, cuando menos lo penseis, sin que nadie entienda cual es vuestro paradero.

-¡Ira de Dios! Me presentaré al Rey y me oirá.

-Vais á precipitar vuestra desgracia. Su Alteza os dirá, que os mira como un buen servidor de su muy amado hermano, y luego... cuando os encontréis satisfecho en vuestra posada... cuando creais que nada debeis temer...

-Pero ¿por qué no se me juzga á la luz del dia?

-Porque vuestro proceso irritaría el ánimo del señor D. Juan de Austria; porque su nombre tendria que figurar en él: ya os he dicho que se procura contemporizar con sus disgustos y desentenderse, por ahora, de sus amargas quejas.

-¿Qué es pues lo que me aconsejáis?

-Que marcheis á Flandes sin perder tiempo: allí estareis seguro y servireis al Príncipe mucho mejor que aquí.

-El Rey sospechará...

-Sospechará que vos habeis sospechado alguna cosa acerca del secreto de Estado; se morderá los lábios y... nada mas.

-Os confieso, señor Antonio Perez, que me asaltan sérios temores de ser preso, antes que pase la frontera.

-Fácil seria que sucediese, á no ser yo vuestro amigo: pero llevaréis un despacho del Rey para D. Juan; un pliego insignificante, que hará respetar vuestra persona en todas partes.

Juan Escovedo estrechó con efusion las manos del Secretario del Rey y le dijo:

-Me salvais tal vez de la muerte, y habéis de otorgarme otra gracia.

-Hablad, hablad, le respondió Antonio Perez, y si está en mi poder concedérosla, contadla por vuestra.

-Que me alcancéis el perdon de la señora Princesa de Éboli.

-Si en algo la habéis ofendido, sabrá olvidarlo, cuando conozca los apuros en que os veis.

-Nada mas deseo. En este mismo instante voy á dejar la posada en que vivo, y á buscar otra de la cual no saldré á la calle, á no ser por la noche para evacuar ciertas diligencias antes de partir. Desde ella os avisaré el dia de mi marcha, a fin de que me remitais el despacho, que debe ser mi salvo conducto.

-Hacedlo así y contad conmigo.

El favorito de D. Juan de Austria se separó del amante de doña Ana con el corazón henchido de ira contra el Rey, á quien juraba un ódio eterno. El infeliz ignoraba que no le sería dado satisfacerlo, ni aun salir de la corte, para enterar á su protector de los recelos que de sus grandes y heróicas prendas se tenian. El mismo que acababa de sugerirle el pensamiento de que partiese a Flandes, vendiéndole un servicio, con el objeto de evitar que hablase al Rey de sus amores, estaba destinado por los decretos de la Providencia para impedir su viage.

Capítulo XXXII
Muerte del príncipe D. Cárlos de Austria

El rey D. Felipe el Prudente, cuyos cuidados y cavilaciones se aumentaban de dia en dia, en fuerza de hondos pesares y atenciones gravísimas, podia olvidar ciertamente la historia o relacion, que Antonio Perez se preparaba á referirle, sobre el modo con que habian caido en poder de Diego Martinez los documentos relativos al Príncipe D. Cárlos. Ya sabemos que esto no tuvo lugar, por la llegada de unos despachos de Flandes, cuya lectura habia interesado desde luego al monarca. Mas corno nuestros lectores no se hallan en el mismo caso, debemos, para su satisfaccion, volver al punto en que dejamos al héroe de Italia con el antiguo lego del convento de San Francisco de Valladolid.

El buen Damian no habia inventado la pólvora, y para familiar de la Inquisicion era un verdadero topo: malicioso como hombre de baja ralea, dejábase llevar á las primeras de cambio por las razones del primer bribon que encontraba á mano, y desde luego creyó que, en el amante de su amiga Beatriz, lo acababa de depaparar el cielo una fortuna hecha y derecha. No se le ocultó ciertamente que el fogoso Diego podia pasar por uno de los mas decididos matones de la época; asunto era este que su propia esperiencia no le permitia poner en duda; mas lejos de asustarle, halagaba su vanidad. ¿Qué otro nombre merecian mas justo y significativo que el de matones, aquellos semi-diablos aventureros de nuestras guerras de Italia y de Flandes que, cubiertos de gloria, de cicatrices, y de miseria, volvian á la corte á pretender y á repartir cuchilladas cuando se les miraba al soslayo? El familiar del Santo Oficio, debia con razon vanagloriarse de haber estrechado sus relaciones con el veterano, y así procuró darle gusto en todo lo que no se opusiese al cumplimiento de sus deberes. Por eso le siguió como un cordero, sin imaginar que su nuevo amigo se proponia jugarle una mala partida.

Condújole Diego Martinez por estrechas callejuelas, hasta la hosteria que servia de morada á Juan de Mesa, y este recibió á los dos amigos con muestras de grandísimo contento; no tardó en comprender, por una disimulada seña del veterano, que habia negocio, y cerrando la puerta de su aposento, á fin de evitar que en él penetrase el viento frio que soplaba, ofreció de cenar á los recien llegados.

-Sepamos primero á qué atenernos en cuanto á tus provisiones, amigo Bastian, lo dijo el soldado. El señor D. Damian familiar del Santo Tribunal de la Fé, favorito del señor Inquisidor Mayor, y aspirante á las ordenas eclesiásticas, es ó debe ser persona de paladar esquisito, y no es cosa de presentarle manjares comunes. Quédese la gazófia para los gañanes como tú.

-Puedo presentar al reverendo, replicó el villano, un plato razonable de carnero.

-Estamos en cuaresma, hijo mio, murmuró por lo bajo el familiar.

-Si el carnero está asado y es de pesca, repuso Diego Martinez, merece consideracion por nuestra parte. Supongo padre Damian, que teneis la bula de la Santa Cruzada. En cuanto a nosotros, somos soldados, y soldados de fortuna, lo cual habla mucho en favor de la carne: además el Papa, nos concedió indulgencia plenaria, por haber comido carne de caballo, y de rata en el sitio de San Quintin, y todas estas razones reunidas quieren dar á entender, que sin el menor reparo podemos engullir carnero asado en cuaresma. Venga pues esa res, pero venga entera, que hay aquí dientes y muelas para todo; y no nos andemos con miserias respecto al mosto, porque hace frio, y si el padre Damian no calienta su estómago, como es de ley, se quedará en ayunas de cierto asunto, que he prometido esplicarle.

-Eso, eso, esclamó el familiar; empecemos por el asunto y despues...

-Orden en todo, le interrumpió Diego. El amigo Bastian no nos perdonará el perjuicio que vamos á ocasionarle, si por engolfarnos en nuestro negocio, llega a quemarse el carnero. Ea; la cena cuanto antes, pues de lo contrario, el hambre y la sed me obligan á jurar en turco.

Damian nada tuvo que replicar á tan convincentes pruebas. Juan de Mesa, conociendo que el carnero y el vino, debian representar un papel muy importante en el golpe, que Diego sin duda se habia propuesto, llamó al hosterero y le previno que queria ser tratado, en compañia de sus ilustres comensales, como cuerpo de rey.

-¿Qué medida del tinto he de traer? preguntó el hosterero.

-Llamadle moro, y que sea viejo, cantestóle el veterano. Por lo demás, servidnos como españoles que somos por los cuatro costados, pues si el jugo nos contenta al primer embite, pondremos á contribucion la bodega.

Pocos minutos despues se hallaban Diego Martinez, el familiar, y el villano sentados alrededor de una mesa, cubierta con limpio, aunque remendado mantel, sobre la cual figuraba en ancha y prolongada fuente de estaño, un sabrosísimo carnero asado, con aderezo de pimienta negra, peregil y zanahoria picada, al uso francés. El veterano acordándose de la galenteria italiana, destrozó al pobre animal, y sirvió una pierna entera al ex-lego de San Francisco: en seguida colocó otra en su propio plato, y dejó que Juan de Mesa se despachase á su gusto.

Éste último llenó el vaso del familiar y le dijo:

-A la buena de Dios y comience la fiesta, reverendo padre; no me hagais un feo, ya que os regalo de buena voluntad.

-No lo espereis de mí, hijo mio, repuso el familiar; y alzando el vaso con valentía, lo desocupó de un tope.

Diego y Juan se miraron, porque aquel embite prometia mucho; en efecto, si á la cabeza de Damian le faltaba chirúmen, sobrábale consistencia, y con justicia podia asegurarse, que era una cabeza á prueba de bomba. Pronto se convenció el soldado de que tenia de habérselas con un bebedor de toda ley, pero no se arredró; sirvióle vaso tras vaso, incitándole con pullas, hizo que el villano repitiese las dósis, para que el reverendo no entrase en sospechas; mas viendo que ni aun aquello bastaba para abatir su fortaleza, apeló al gran recurso, al irresistible espediente que trastorna con un solo golpe la razon del catador empedernido. Cogió su jarro y el de Damian, y entregándolos al hosterero, le previno que los llenase hasta los cuellos; pero dirigióle una seña con disimulo, y aquel truchiman, como estaba acostumbrado á las buenas mañas de nuestro héroe y las de su compañero, comprendió al punto lo que se queria dar á entender.

Llegaron los dos jarros, pero uno de ellos estaba vacío, y este fué precisamente el que colocó el hosterero al lado de Diego.

-Siga la danza, gritó Juan de Mesa alegremente; ya veo que podeis darme quince y falta para treinta, porque todavia me encuentro á la mitad de mi racion, y estoy viendo Inquisidores y estrellas por todas partes.

-No mentemos la soga en casa del ahorcado, señor Bastian, murmuró el familiar sonriéndose; si no soy Inquisidor, estoy en buen camino para serlo.

-Y en otro mucho mejor para cantar misa, y para absolvernos de nuestras culpas, añadió el veterano. Ea, señor D. Damian, si queréis que seamos esta noche uña y carne, lo cual os vendrá de perillas, hacedme la razón en el desafio que os propongo. Habéis de saber, que hasta ahora nadie en el mundo ha rayado tan alto como yo en achaque de empinar el jarro. Cojed el vuestro, ya que no me cedeis la primacía, y véase cual de los dos lo desocupa mas pronto sin tomar aliento.

-Qué me place, contestó Damian.

Y empuñando el jarro, se dispuso vigorosamente á la contienda. Diego Martinez lo imitó arrimando el suyo a la boca, y Juan de Mesa, dió tres palmadas diciendo.

-A la una... á los dos... á las tres...

Dió principio la batalla, y ambos adalides, poseidos del mas ardiente entusiasmo, permanecieron como unos diez minutos con los ojos clavados en el techo de la hostería jarros en ristre. Diego aparentaba que bebía, pero se había propuesto perder; Damian bebía a destajo, porque se empeñaba en ganar. Y ganó en realidad, pues fué el primero que puso el jarro en la mesa, apellidando victoria; poco después hizo el soldado lo mismo, confesando que las delicias y el descanso de la córte, habian enervado su valor de otro tiempo.

El familiar fué proclamado vencedor, mas no pudo resistir á tan terrible prueba; sin tener en cuenta las anteriores libaciones, habia tragado una buena azumbre de vino manchego sin respirar, y sus ideas empezaron á oscurecerse; pidió mas vino, dierónselo con mil amores, turbóse mas y mas su razon, y no tardó mucho en jurar por las llamas del infierno, que la mesa, sus amigos, el hosterero y la hosteria, con todos sus trevejos, daban vueltas alrededor, como si aquello se hubiese convertido en un baile de brujas. Juan de Mesa, a quien el veterano dió ciertas instrucciones al oído, desapareció entonces del aposento, y un cuarto de hora después, recordó el segundo á Damian, que era muy tarde y que podría suceder que el Inquisidor Mayor le estuviese esperando. El pobre ex-lego entendió á medias el aviso; levantóse maquinalmente, y salió á la calle sostenido por el amante de Beatriz, que se encargó de guiar sus pasos en la oscuridad; mas no bien penetraron en la primera callejuela, cuando vieron que les cerraba la marcha una figura colosal, vestida con larga túnica blanca y armada de sendo garrote. Diego soltó el brazo del familiar, y le dijo:

-Fantasma tenemos, y contra semejantes bichos no hay esfuerzo humano que baste.

-La Virgen Santísima me ampare y me defienda, esclamó Damian, a quien el miedo empezaba á despejar. ¿Qué hacemos?

-Huir, repuso el veterano. ¿No veis que nos amenaza con una lanza formidable?

-Tengo para mí que os equivocais: será algun garrote con sus correspondientes nudos.

-Asegúroos que es lanza, padre Damian.

-Si no podéis verla desde aquí.

-¿Y vos?... ¡Ira del cielo!

-Tampoco; pero tanto monta: sostengo que debe ser garrote.

-Sea lo que quisiéreis; pero hé aquí, que viene hácia nosotros... Dispersion general.

Y era verdad lo que decía el soldado. La figura blanca se adelantó hácia ellos en ademan amenazador, y antes que tomasen una resolucion decisiva, alargó un brazo y sujetó al familiar por el manteo. Diego que tal vió, echó á correr como alma que lleva el diablo, mas fue á tropezar con un guardacantón y agazapándose, hizo como que daba con su cuerpo en tierra y gritó con tristísimo acento.

-Padre Damian... padre Damian... absolvedme de todos mis pecados, si podeis, porque soy ánima del Purgatorio.

Pero el padre Damian se encontraba en el mas terrible apuro, y veía caer á cada instante sobre su cabeza el arma fatal de aquel nocturno enemigo, á quien desde luego tuvo por el diablo. Convencido al fin de que se había quedado solo y de que Diego, cuya voz lastimera acababa de oir, habia pasado á mejor vida, se santiguó devotamente y pidiendo auxilio al terror que hacía tiritar de frio todo su cuerpo, desembarazóse poco á poco del manteo, que no pensaba soltar la figura blanca, y dando de pronto un salto hácia atrás, para que no le alcanzase su lanza ó su garrote, puso pies en polvorosa, atravesando a la ventura, aturdido y en sotana calles y plazuelas, sin detener su carrera hasta que llegó á casa del Inquisidor Mayor, despues de haber corrido el riesgo de estrellarse veinte veces.

No bien desapareció de la callejuela, cuando Diego Martinez se levantó con gran cachaza, y riéndose a carcajada tendida, dijó á Juan de Mesa:

-Has representado el papel de fantasma á las mil maravilla, y supongo que te has quedado con el botin.

-Aquí está el manteo, le respondió el villano.

-Y entre cuero y carne he de encontrar lo que busco.

En efecto: el veterano habia observado que, al entrar en la hosteria con Damian, ocultaba éste entre la tela y el forro de su manteo el legajo de los documentos, que el Inquisidor Mayor esperaba aquella noche: al punto concibió su plan para apoderarse de él sin aparecer culpable, y despues de haberlo alcanzado, como hemos visto, juzgó oportuno retirarse de aquellos sitios, antes que llegasen á recorrerlos, por casualidad, los esbirros de la Justicia del Rey, á quienes el familiar acertase á referir lo que acababa de sucederle.

Diego entregó aquella misma noche el legajo a Antonio Perez. Damian después de haber coordinado sus ideas, se arrojó a los pies del Inquisidor Mayor, puso en su noticia la aparición del diablo y juró por la salvacion de su alma, que éste habia atravesado de parte á parte a un valiente soldado que le acompañaba, y que habia huido llevándose su manteo. El superior le examinó detenidamente, y sabiendo que el veterano era primo de la doncella de doña Ana de Mendoza sospechó que el Secretario del Rey andaba en el ajo y que todo habia sido estratagema, de acuerdo con el Rey, para sacar las pruebas contra el Príncipe D. Cárlos del poder de la Inquisicion. El familiar sufrió un encierro de tres meses y seis penitencias disciplinarias por su descuido, estuvo quince dias á pan y agua por su intemperancia y no probó carne en un año, por haber comido demasiado carnero en un viernes de cuaresma.

Volvamos ahora al rey D. Felipe. ¿Qué despachos eran aquellos, que habia puesto en sus manos el marqués de los Velez y que tan poderosamente llamaban su atencion? Una nueva perfidia contra D. Juan de Austria. Acusábasele por segunda vez de que negociaba con los de Guisa tratado secreto y en alto grado perjudicial á los intereses de España, supuesto que dichos Príncipes exigian el reconocimiento de la independencia de los Paises-Bajos, inclusas las provincias de Holanda y Zelanda, ofreciendo en cambio sus esfuerzos y auxilios al Príncipe para la conquista del trono de Inglaterra, sin necesidad de que á ella cooperase el Rey católico. Asegurábase además que, habiendo consultado D. Juan á Escovedo sobre tan importantísimo negocio, este último le habia respondido desde Madrid, dónde á la sazon se hallaba, que no se fiase de las promesas del Rey su hermano, pues todas eran dictadas por Antonio Perez, e iban dirigidas a perjudicar al Príncipe, así en su hacienda, como en su fama de esforzado y de batallador: que por estas razones, parecíale muy conveniente el propósito de entrar en segura alianza con los de Guisa, y emprender desde luego la espedicion tantas veces concebida y nunca llevada á término, ya que cuanto mas se dilatase, mas padeceria con las cosas de Flandes la honra de su Señor.

En los mismos despachos se daba asimismo cuenta de rumores que corrian, sobre tratos concluidos con referencia á Inglaterra y á Escocia, suponiendo, ó mejor dicho, afirmando el autor de la noticia que un escoces, que habia estado algun tiempo al servicio de D. Juan y muy adicto á Escovedo, le habia referido que, entre los papeles cogidos al Obispo irlandes llamado Fray Patronius, que salió de Roma con el objeto de provocar disturbios y alborotos en su país, los cuales fueron remitidos á la reina Isabel, se hallaba una investidura del reino de Inglaterra hecha en persona del señor don Juan en Roma. A estas alarmantes nuevas, se añadia por último, que el embajador de Venecia no tenia el menor reparo en asegurar públicamente, que D. Juan de Austria y los de Guisa habian convenido en el matrimonio del primero con María Estuardo y en el de el Rey de Escocia con la hija del duque de Lorena.

La trama de estos despachos era esclusiva del jurisconsulto Vargas, que disgustado contra el príncipe D. Juan, porque no lo habia permitido apelar, por segunda vez en Flandes, á sus acostumbrados medios de rigor y de intolerancia para la pacificacion de las provincias, daba cuenta al Rey de algo que sabia, aunque pintándolo con negros colores y salpicaduras de su propia cosecha, á fin de vengarse y hacer resaltar mas y mas el cuadro de las traiciones, que se achacaban al caudillo principal de los ejércitos españoles. El pérfido juez y atormentador de Montigny no tuvo reparo en proponer á Escovedo, que abandonase la causa del Príncipe y se convirtiese de protegido y hombre de confianza, en acusador suyo; mas habiendo rechazado con indignacion tan infame papel el favorito de D. Juan, incurrió también en el desagrado de Vargas, quien dió claramente á entender á D. Felipe, aunque con maña y astucia, que Escovedo terciaba desde la corte, con sus consejos y advertencias, en las negociaciones misteriosas que se urdían á la sombra y con menoscabo de su real autoridad.

Como la suerte de Escovedo estaba ya decretada, el Rey solo trató ya de que cuanto antes tuviese efecto, persuadido de que cuantos mas días viviese, mayores serían las faltas y desaciertos de D. Juan, á quien habia imaginado sujetar á un proceso, tan pronto como lo permitiesen las circunstancias especiales de los Paises-Bajos. Llamó pues á Antonio Perez, pocos dias después de aquel, en que éste habia ofrecido á Escovedo su proteccion para que pudiese pasar á Flandes, y le dijo:

-¿Jurais obedecerme en cuanto yo os mandáre?

El Secretario se estremeció involuntariamente, pues ignoraba las intenciones de D. Felipe; pero reponiéndose al punto y llevado de la curiosidad de saberlas, mas que del deseo de ejecutarlas, si bien resuelto en último caso á jugar el todo por el todo, contestó con firmeza:

-Señor, lo juro.

-Voy á confiaros un secreto de Estado, que interesa á mi honra y dignidad, y al interés y sosiego de estos reinos; pero os va la vida, si llega á traslucirse.

-Señor, repuso Perez, mi vida pertenece á Vuestra Alteza y me atrevo á sostener que nadie me aventaja en fidelidad.

-Voy á poner á prueba la que me tenéis, señor Antonio Perez.

-Está bien, Señor; he jurado obedecer á Vuestra Alteza.

-Escuchad lo que os prevengo. En la corte hay un hombre peligroso, que debe desaparecer.

Antonio Perez empezó á temblar, recordando que él mismo habia llevado los despachos primeros, relativos a D. Juan de Austria, al marqués de los Velez.

El Rey prosiguió:

-Este hombre ya me habéis entendido.

-¿Ha dispuesto Vuestra Alteza que se le encierro en un castillo? preguntó el Secretario, no queriendo confesar que habia adivinado.

-No. Es preciso que nunca pueda defenderse, repuso D. Felipe, porque si hablase, comprometeria á altos personages.

-Lo cual significa, que debo hacerle prender cuando esté mas descuidado, á fin de que sea conducido á la frontera...

-Hoy andais torpe, señor Antonio Perez: desde la frontera, se pasa á Francia y á los Paises-Bajos, y desde allí se fraguan tramas inícuas contra el trono.

-¿Irá desterrado a las Indias; Señor?

-De las Indias se vuelve. Sabedlo de una vez; el hombre de que se trata ha de morir, sin que nadie entienda de donde ha procedido el golpe, y vos lo habeis de disponer como mejor os plazca.

-Os juro de nuevo, Señor, que así será. Lo único que me falta...

-Es el nombre del culpable; ya lo sé. Se llama Juan Escovedo.

-¡El Secretario del Señor D. Juan de Austria!

-El pérfido consejero de mi débil hermano. Id con Dios, y componeos de tal suerte, que yo quede satisfecho, supuesto que no os han de faltar recursos para el caso. Y... no lo olvideis; su vida ó la vuestra.

-Fiadlo de mí, Señor, que yo arreglaré el negocio del mejor modo posible. Solo pido que no se precipite, para que no me esponga á echarlo á perder.

-Tomaos el tiempo necesario, pero, no desperdicieis mucho, porque importa que el asunto no sufra demasiadas dilaciones.

Retiróse Antonio Perez pensativo de tan estraña conferencia, y largo rato permaneció en su aposento, de codos sobre la mesa, sin saber qué partido tomar. Pero el Rey habia dicho terminantemente: su vida ó la vuestra; no habia pues remedio que pudiese salvar á Escovedo; era preciso que quedase sacrificado... Otro pensamiento infernal cruzó también por la mente del Secretario del Rey. Escovedo habia amenazado á la princesa de Éboli con la cólera de D. Felipe, echándole en cara sus amorosos devaneos; muerto él, no habia que temer en cuanto al descubrimiento de aquellas relaciones. Perez se fijó algun tiempo en esta idea, para cohonestar la traicion, con que debia proceder contra el mismo, á quien habia sugerido el proyecto de salir de España. No habia duda... el Rey abogaba en pró de sus mas queridos intereses, y no parecia sino que se empeñaba en patrocinar á todo trance sus locuras con doña Ana de Mendoza...

-Desde la frontera se pasa á Francia y Flandes, repetia sordamente, y desde allí se fráguan maquinaciones, es decir, se puede escribir á D. Felipe una relacion de las sospechas, que D. Juan de Austria concibió, cuando la condesa de Barajas supuso que el Monarca galanteaba á la Princesa... de las Indias se vuelve... ¡Oh! Sí: y se vuelve con ánimo deliberado de perder á aquellos á quienes se juzga por enemigos; y se habla sin miedo y sin consideraciones, porque solo se atiende al placer de vengarse; y todo se sacrifica... honra, hacienda y vida... Sí... sí; el Rey me enseña el camino de mis deberes... su interés es el mio... su conservacion es mi conservacion... Escovedo vá á morir.

Muchos dias transcurrieron sin embargo, sin que se tomase determinacion alguna, pero entre tanto se llenó la córte de tristeza y desconsuelo, y una noticia que embargó todos los ánimos corrió de boca en boca. El Príncipe D. Carlos de Austria, habia muerto en aquella cámara del alcázar, que le servia de prision. Los noticieros dieron con este motivo en la flor de suponer, que un veneno activo habia puesto fin á los dias del desdichado mancebo, y no faltó tampoco quien asegurase, que habia sido degollado. Lo último era tan absurdo, que los rumores que lo propalaban, no tardaron en desacreditarse completamente, en fuerza de las seguridades del duque de Féria, cuya veracidad nadie osaba poner en duda. Éste caudillo, mas que guardador, fue compañero inseparable del Príncipe, desde la noche de su arresto, hasta la de su muerte, y estaba por lo mismo, mas enterado que otro ninguno, de cuanto habia ocurrido. Lo del veneno, es una acusacion mas verosimil, porque pudo perpetrarse el crímen sin conocimiento del duque de Féria; mas suponiendo que hubiese existido ¿á quién debe ser achacado? ¿Al Rey, como muchos pretenden en nuestros días, ateniéndose á las acusaciones misteriosas que entonces se hicieron y que quedaron consignadas, mas como testimonio de lo que hablaban las gentes, que de lo que se sabia?

Si los historiadores se hubieran puesto de acuerdo al narrar las verdaderas causas de la prision de D. Cárlos, no echaríamos de menos el silencio que guardan, acerca de los accidentes de sus últimos momentos. Solo nos dicen que el Rey, irritado por sus faltas y traiciones, le arrestó; añaden que se mantuvo inflexible, así como sordo el Príncipe, á las amonestaciones de los que le rodeaban, y terminan afirmando, que murió de resultas de una hidropesía, producida por la grande cantidad de agua helada, en que hacia consistir su principal alimento. La historia escrita de este modo, deja en pié todas las dudas. La novela es mas logica en sus deducciones, cuando modestamente espone que, pues D. Felipe puso preso á su hijo, para librarle de las iras de la Inquisicion, contra cuyo poder se pronunció con firmeza, no estaba en sus intereses, dejando á un lado los sentimientos de padre, el convertirse en verdugo. ¿A qué fin arrancará otros la víctima, para sacrificarla él? Si anhelaba vengarse, porque le creia su rival, ¿no le hubieran vengado mejor, los tormentos del Santo Oficio? Para imaginar que obró con D. Cárlos, desde un principio, del modo que lo hizo, con la idea de hacerlo perecer después, es necesario escribir, á renglon seguido, que fué un monstruo. No; no lo fué, y en esta parte le hace justicia la historia. D. Felipe hubiera sido capaz de dar á su hijo, por el bienestar del reino; pero no ha existido un padre, que arranque á su hijo de la jurisdiccion de un tribunal, para asesinarlo; para salvarlo, sí.

En caso de que el Príncipe hubiese muerto envenenado, ¿quién pudo ser el culpable? ¿La Inquisicion? No tenemos pruebas bastantes para dar una respuesta afirmativa. Lo único que ha llegado á nuestra noticia, que se relaciona hasta cierto punto con nuestras conjeturas es, que el día siguiente al del fallecimiento de D. Cárlos, fue puesto en libertad Baltasar Cisneros, y que tanto el Príncipe, como él, quedaron absueltos por el delito de heregía, de que se les habia acusado. ¿Por qué el Santo Oficio no declaró antes esta absolución?

-La córte se vistió de luto, el Rey se mostró aflijidísimo y dió cuenta al Papa de la desgracia que acababa de sobrevenirle: la Reina quiso acercarse á él para ofrecerle sus consuelos de esposa, mas D. Felipe mandó que la dijesen, que le bastarian los consuelos de la religion, para fortalecerle en aquel contratiempo y en los demás que le habia enviado y lo enviase en lo sucesivo, la divina Providencia. Habia hecho juramento de no volver á platicar con doña Isabel de Valois, y lo cumplió.

Es lo cierto que D. Cárlos no pudo llevar con paciencia su arresto, y que los prudentes consejos del duque de Féria no consiguieron calmar sus furiosos arrebatos. Dos dias después de haberle notificado el Rey que quedaba preso, preguntó si podria ver á la Reina, y habiéndosele contestado negativamente, no quiso comer, y á pesar de las cariñosas instancias del Duque, estuvo cuarenta y ocho horas sin probar alimento, sosteniéndose con agua helada, que bebia ávidamente con esceso. Noticioso D. Felipe de su terquedad, fué á verle, le reprendió con dulzura, y á fuerza de ruegos consiguió de él la promesa de que comería. Así lo hizo en efecto, pero en tanta abundancia, que lo atacó una indigestion, irritándose su estómago en términos, que no tardó mucho tiempo en declarársele una fiebre maligna, complicada con hidropesía de humores.

Los médicos dieron cuenta al Rey de la desesperada situacion de su hijo, haciéndole saber al mismo tiempo que solo el poder de Dios podria sacarle de ella. El Príncipe no mostró la menor pesadumbre cuando le dijeron que iban á cesar sus padecimientos en este mundo. Resignose á la voluntad Suprema, pidió un confesor y se preparó para morir cristianamente, dando muestras evidentes de grandísima devocion y de arrepentimiento por las faltas que habia cometido. Envió después al duque de Féria á decir al Rey, que si deseaba la salvacion de su alma, pasase sin perder momento á echarle la bendición. D. Felipe, con el corazon despedazado, corrió al lado de D. Cárlos, y éste le pidió perdon humildemente por todos los disgustos y sin sabores que le habia causado, recibió su bendicion paternal y espiró casi en sus brazos, á la edad de veinte y cuatro años no cumplidos. El duque de Féria, D. Alvaro de Sande, D. Alonso de Cabrera y el conde de Cifuentes sacaron al Rey de la cámara y dejaron la custodia delcadáver del Príncipe á cargo de los Monteros de Espinosa.

Tal fue el fin desgraciado de D. Carlos de Austria, de quien algunos escritores entusiastas han pretendido hacer un héroe, y que ha sido escarnecido por otros fanáticos, de una manera que nunca justificaron sus faltas. El amor y una ambicion prematura le ocasionaron todas sus desdichas: por lo demas, nadie duda hoy de su inocencia, tocante á los proyectos que se le achacaron, respecto á las sublevaciones de Flandes.

Capítulo XXXIII
Una vida á cara ó cruz y muerte por Auto de Fé

Despues de la pérdida de su hijo, tuvo que lamentar D. Felipe la de su esposa y la de su hermano. Doña Isabel de Valois bajó al sepulcro, con el pesar de que D. Felipe la creyese culpable, con el remordimiento de haber causado, aunque involuntariamente, la muerte del príncipe D. Cárlos.

Hemos dejado á D. Juan de Austria en una situacion dificilísima respecto á los Estados de Flandes. Su osado competidor, el Príncipe de Orange, no habia cesado de sacar partido del inconcebible abandono en que el gobierno de Madrid tenia al héroe de Lepanto, y procuró estrechar alianzas, que debian poner en grande apuro al Rey de Castilla. Enrique III, sucesor de Cárlos IX en el trono de Francia, tenia demasiado á que atender en su reino, para mezclarse directamente en los embrollados negocios de los Paises-Bajos; pero habiendo sido solicitado por el de Orange, permitió que su hermano, el duque de Anjou, entablase negociaciones con las provincias confederales, y en efecto se estipuló un tratado, bajo la condicion de que todo el territorio comprendido desde la orilla del Meusa hácia la parte de Francia, seria para el Duque.

Anhelando los Estados estender mas y mas sus alianzas, invitaron con el mismo objeto á la Reina de Inglaterra, que les envió sin tardanza poderosos auxilios en armas y dinero; pero temiendo el enojo de D. Felipe, procuró engañar á éste, por medio de un embajador, que partió de Londres para asegurarle, que su única intencion era impedir la union de aquellas desesperadas provincias á otra potencia. El Rey de España era mas diplomático que todos sus enemigos; conoció el golpe que le amagaba, y sin embargo no se dió por resentido, á pesar de la pérfida intervencion de Isabel de Inglaterra en asuntos que no correspondian á su gobierno. Resuelto con todo á obrar con decision, y creyendo tener graves motivos para desconfiar de su hermano, hizo que pasase á Flandes un respetable refuerzo de tropas; mandadas por el príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, para que unido al ejército de D. Juan, atacasen con vigor á los rebeldes. De tan sábia combinacion resultaron la sangrienta batalla de Gemblurs y la rendicion á las armas españolas de las plazas de Lovaina, Nivelle, Sichem y casi todas las demas del Hainanlt y del Brabante. Enardecido con estas victorias, avanzó D. Juan de Austria contra el rebelde conde de Bossut, que habia reunido y atrincherado ventajosamente en las orillas del Demer las reliquias de su ejécito, destrozado en los campos de Gemblurs. Desgraciadamente para el Príncipe, acababan de llegar al Conde los refuerzos de Inglaterra y los de muchos destacamentos flamencos que le enviaba el de Orange, y se propuso contener los progresos de su enemigo. D. Juan, que solo consultaba con su valor en las grandes empresas, le atacó desesperadamente, empeñándose en forzar las líneas formidables que tenia al frente, contra la opinion de Alejandro Farnesio, pero fué rechazado tres veces con gran pérdida de hombres, y combatida ya de noche su retaguarda por otro cuerpo de los Estados, que se presentó inopinadamente en el lugar de la pelea, no tuvo mas remedio que emprender la retirada, y guarecerse al abrigo de la fortaleza de Namur.

Desde allí escribió de nuevo á España pidiendo auxilios y la vuelta de su secretario Escovedo; pero nada alcanzó su terquedad, sino disgustar mas y mas al Rey. Entonces se desarrollaron en él los padecimientos que hacia tiempo le aquejaban, y falleció de sus resultas en su campamento, cuando aun no habia cumplido treinta y dos años.

Tambien se ha atribuido esta muerte al rey D. Felipe, suponiéndose por algunos poco escrupulosos escritores, que dispuso envenenar á su hermano, porque temia su ambicion y los resultados que podia producir su proyectado matrimonio con María Estuardo de Escocia. No era el soberano de Castilla tan ignorante ni tan poco cuidadoso de los intereses de su autoridad y de sus Estados, quer fuese á com prometerlos con una venganza qué, despues de relevar á D. Juan por el príncipe de Parma, hubiera podido tomar con mas seguridad y sosiego.

Mientras estas cosas acontecian en los Paises-Bajos, no dejaban de ocurrir en la córte novedades. El Rey, como sabemos, habia dado á Antonio Perez el encargo de matar á Escovedo, y el Secretario, después de profundas reflexiones, convino al fin consigo mismo en que, mas provechosa era para él aquella muerte que para nadie, pues así quedarla cerrada para siempre la boca que pudiera divulgar el secreto de sus amores. Determinó pues llevar á efecto la orden de D. Felipe, y conociendo que el único hombre de confianza de quien pódia valerse, era Diego Martinez, consultó con él el caso. El soldado, sabiendo que el Rey lo habia dispuesto, ofreció al Secretario unos polvos que, echados en vino producian una muerte lenta, y efectivamente fue á pedirlos á un boticario, íntimo amigo suyo, que acababa da llegar de Molina de Aragon.

Antonio Perez, á quien Escovedo acababa de pasar aviso, previniéndole que podia enviarle el despacho prometido, pues pensaba salir muy pronto de la córte para ganar la frontera, pasó á verlo y lo invitó á comer en su propia casa para el siguiente dia, aconsejándole que no se diese tanta pena para emprender su viage, por cuanto estaba él trabajando á fin de que todo lo de Flandes quedase arreglado del mejor modo posible. Escovedo nada sospechó; antes bien satisfecho y agradecido á los favores del Secretario, ofreció acompañarle en su mesa, para gozar por mas tiempo de su compañía y trato.

La tentativa de Antonio Perez salió mal, porque los polvos no produjeron las consecuencias que esperaba; pero dos dias despues del convite se sintió muy malo Escovedo, aunque sin caer en la cuenta de lo que podia ser, hasta que llamando á su médico, declaró éste que se hallaba envenenado. No tardó sin embargo en arrojar el tósigo en muy pocas horas, quedando enteramente aliviado de los dolores que habia sentido, y recayendo las sospechas del crímen en su esclava María del Rosario, la prendieron por hechicera envenenadora, encerrándola en la Inquisicion.

En vista de haberse desgraciado el intento, llamó Antonio Perez á Diegó Martinez y le preguntó:

-¿Estas decidido á ganar el título de alferez y una gratificacion tan pingüe, que te permita vivir con holgura?

-Ya es mia, Señor Secretario; hablo de la gratificacion, porque el título de alferez se me debe de justicia, por mis servicios anteriores, le contestó el veterano con arrogancia.

-Lo tendrás; fia en mi palabra y esplicame tu pensamiento.

-Es muy sencillo: ya que el señor Juan Escovedo, tiene el alma tan dura, que se resiste á los polvos de mi boticario, será preciso sacarla de su cuerpo, abriendo en él un buen portillo.

-¿Has imaginado el medio?

-El que acabáis de oir; no conozco otro mas seguro.

-Lo que me impoda saber, es el nombre del que ha de dar el golpe.

-Escuchadme; en primer término, cuento con el amigo Bastian, á quien conocisteis cierto dia en la cámara del Rey, y que es capaz de presentarse delante de vos, para haceros jurar en conciencia que nunca lo habeis visto.

-En efecto; no se me ha olvidado la carta del Príncipe de Éboli, en que me hablaba de Juan de Mesa, como hombre aproposito para desembarazarse de un estorbo.

-Eso es; y el señor Juan Escovedo nos estorba á todos; al Rey, porque aconseja mal al señor D. Juan de Austria, á vos, porque se toma demasiado interés en la honra de mi señora doña Ana de Mendoza; y á mi, porque os estorba á vos, y á Juan de Mesa, porque me estorba á mí.

-Es decir, que Juan de Mesa hará con el señor Juan Escovedo lo que hizo con el Secretario del duque de Alba.

-Tengo además otros dos pillanes de pecho empedrado y mano lista.

-¿Cómo se llaman?

-Bueno es que lo sepáis, porque habrá que darles recompensa. Miguel del Bosque antiguo criado de doña Magdalena de Ullloa en el alcázar de Villagarcía, merece mi confianza y la de Juan de Mesa; por otra parte, un tal Insausti, mozo timorato si los hay, y siempre dispuesto á comerse los santos de todas las parroquias de la córte, ha obtenido la aprohacion de Miguel, por aquello de que donde pone el ojo, clava la punta del puñal.

-Hágase todo con secreto, y ofrece á esos bribones lo que te parezca.

-Así conviene; es preciso contentarlos para que no tiemblen cuando llegue el caso. Por lo demás, vivid tranquilo; que muy brujo ha de ser el señor Juan Escovedo, si logra escapar con vida de cuatro diablos como nosotros.

-Miradlo bien priniero; no sea que os enredeis al tiempo de ejecutar esa muerte, por precipitaros todos.

-No lo temais: la cosa debe hacerse uno á uno; de modo que si hasta el primer golpe, no se descargarán los otros tres.

-¿Cuándo tendrá lugar esa escena?

-Hoy es sábado santo: el lunes de Pascua.

-¡Pasado mañana!... No me parece mal. Mañana temprano saldré yo para Alcalá con permiso del Rey, y allí estaré tres dias. Harás de modo que yo sepa lo ocurrido.

-El pícaro de cocina Juan Rubio os llevará la nueva.

-¡Qué estás diciendo! Secreto de tal importancia no es para fiarlo á ese hombre.

-¡Bah! ¿Se os figura señor Antonio Perez, que acabo de nacer? Juan Rubio irá á deciros de mi parte, que se me han acabado los dineros que me entregasteis para el gasto, y vos, entenderéis lo demás.

-¿Entenderé que ha desaparecido el estorbo?

-Sí por cierto; pero si añade Rubio, que mi prima Beatriz trata de presentar un memorial al Rey, vendréis volando á favorecernos porque eso significará que alguno de los cuatro campeones ha caido en poder de la justicia.

-¿Y quién me enviará á Juan Rubio, si eres tú el preso?

-¿Qué os importa? El irá.

-Es que no quiero que se trasluzca la menor sospecha.

-Mas no podeis impedir que mi prima recurra á vuestra proteccion, cuando sepa que me han echado el guante, suponiéndome autor de un asesinato.

-Es verdad, y al punto vendré á ampararte. Con todo, toma bien tus medidas...

-¿A quién se lo decís? ¿Creéis que nos acomode andar en juegos con la gente de pluma de vuestros tribunales?

-Mal negocio tendríamos entre manos, aunque al cabo salieseis con bien del aprieto.

-Os aseguro, señor Antonio Perez, que no me agradaria hacer conocimiento con maese Diego Ruiz, porque necesito conservar mi respiracion libre y espedita.

Aquí terminó el diálogo del Secretario del Rey con su confidente. Este, á fin de no perder tiempo, se dirigió á la hostería de Juan de Mesa, y no habiendo encontrado en ella al villano, supuso que habria salido á avisar á sus amigos Insausti y Miguel del Bosque, con arreglo á ciertas instrucciones anteriores que él mismo le habia dado. Esperó pues su vuelta, para que todo quedase convenido entre ellos, y á fin de calmar la impaciencia que le acosaba, trabó conversacion con la moza de la hostería, que era sin duda la mas despierta de todo el contorno. Ella no se hizo de rogar, porque conocia al soldado, y además porque rabiaba por dar rienda suelta á la sin hueso; así pues, no bien nuestro aventurero mostró deseos de saber lo que acontecia por el barrio, cuando la villana esclamó, dándose mucha importancia:

-Por ventura ¿no vive en la córte el señor Diego? ¿O tendrémos que enterarle de la gran fiesta que se prepara para el lúnes?

-¡Para el lunes! dijo el veterano; nada he oido decir.

-¿Conque no? repuso la moza animándose. Pues gracias á la tia Brígida, que me ha traido la noticía, puedo contentar su curiosidad, á fin de que no pierda la funcion.

-¿Pero qué funcion es esa?

-Ahí que no peco; señor Diego Martinez. ¿Qué funcion ha de ser, sino la que nos vá á dar la Santa Inquisicion?

-¡Hola!... ¿Procesion tenemos?

-Y procesion con coraza. ¿No habeís oido hablar del Auto de Fé?

-No... ¿qué es ello? Brasero, ó simplemente ceremonia?

-Brasero, brasero y un buen dia para los cristianos. ¿Habeis llegado á entender la historia del envenenamiento de un tal... Se me ha olvidado el nornhre, pero diz que es amigo ó hechura del señor D. Juan de Austria... Aguardad... se llama... Escudero... una cosa por el estilo... ¡Ah! Ya caigo... Escovedo. Pues señor, tenia en su casa una maldita esclava, y esta esclava, á pesar de su benditísimo nombre del Rosario, le ha dado hechizos y venenos, de modo, que el hombre no ha muerto por un milagro de nuestra Señora de Almudena, á la que ya habia encomendado su alma. Maria del Rosario ha ido á parar al Santo Oficio, y segun asegura la tia Brígida, esta noche sufrirá el tormento, y pasado mañana la quemaran viva, sin que le valgan sus sortilegios y hechicerías.

Diego Martinez no quiso escuchar mas: si la relacion de la moza era cierta ¡de cuánto tenia que acusarse y arrepentirse! Entró en el aposento de Juan de Mesa con los cabellos erizados, y sintió en su corazon un dolor tan agudo, que estuvo á punto de prorumpir en gritos. Serenóse por fin, á fuerza de reffecsionar, y convencido de que sus remordimientos en nada aliviarian la mala suerte de Maria del Rosario, los ahogó como pudo, recordando que la muerte de Escovedo iba á hacerle feliz, y que por lo mismo debia consagrar á ella toda su inteligencia y astucia. La presencia de Juan de Mesa, que acababa de llegar con Miguel del Busque é Insausti, dio el golpe de gracia á sus escrúpulos, reconciliándole consigo mismo.

Tan pronto cómo aquellos tres tunantes entraron, cerró Diego silenciosamente la puerta de la habitacion y les dijo;

-Me parece que es escusado hablar de lo que tenemos que hacer; así pues, tratemos del mejor medio de despachar cuanto antes el asunto.

-Juan nos ha asegurado que se trata de un golpe seguro, y que ese golpe se pagará bien, murmuró Miguel del Bosque.

-Yo lo fio, repuso el veterano.

-Con eso está dicho todo, añadió Insausti, y por mi parte solo deseo que se me diga, si ha de hacerse la cosa con ballestilla, pistolete ó estoque.

-Con estoque, respondió Diego; cada cual llevará el suyo.

-¡Para uno cuatro! Si nos prenden, merecemos que nos ahorquen.

-No; es pura precaucion, para que la víctima sucumba; estaremos apostados de trecho en trecho, del modo que os daré á conocer, y cuando el que debe morir se acerque al primero...

-Está entendido.

-Si el primero le yerra, acudirá el segundo y despues por órden los otros dos.

-Una duda me ocurre, replicó Juan de Mesa, y es de la mayor importancia.

-Oigámosla, le contestó Diego.

-Es preciso señalar los puestos que debemos tener. El último es el mas ventajoso de todos, y el peligro en este caso ha de repartirse con arreglo á justicia, para que no haya queja.

-Tu observacion viene de molde, amigo Bastian, y así ¿qué os parece que hagamos?

-Yo me pondré el primero, si es menester, dijo Insausti.

-No, no, refunfuño Miguel del Bosque; echemos suertes y así nos conformarémos con la que el cielo nos depare.

-Bien pensado, esclamó Juan de Mesa. ¿A qué suerte jugamos nuestros puestos?

-A cara ó cruz, respondió el Veterano.

-¡Viva Diego Martinez! gritaron todos: á cara ó cruz... á cara o cruz...

-Silencio, que las paredes oyen, dijo el soldado, y la moza de esta hostería es mas curiosa y bachillera que todos los doctores de Salamanca. Juguemos el negocio á cara ó cruz, ya que aprobáis mi parecer, pero estadme atentos: el primero que acierte, será el primero que acometa á nuestro hombre; el segundo se echará sobre él, si no ha caido, y lo mismo harán los otros, cuidando ademas de guardar las espaldas á sus compañeros.

Y sacando una moneda de plata, que por un lado ostentaba las armas de Castilla y por el otro el busto del rey D. Felipe, hízola bailar y dar vueltas en el hueco de su mano cerrada y arrojándola en alto, preguntó á Insausti.

-¿Cara ó cruz?

-Cruz, contestó aquel sin vacilar y clavando sus ojos de basilisco en la moneda, que despues de haber dado contra el techo, bajaba con rapidez á posarse sobre la mesa, que ocupaba el centro de la habitacion. Los cuatro corrieron hacia ella, y un rayo de satisfaccion iluminó las feroces facciones de Insausti. Tenia motivo para mostrarse reconocido á la suerte, porque la moneda presentaba á vista el escudo de castillos y leones.

Repitióse la operacion y tocó el segundo lugar á Miguel Bosque, el tercero á Juan de Mesa y el cuarto á Diego Martinez.

Distribuidos ya los papeles, que aquellos hombres honrados debian desempeñar en el drama preparado por D. Felipe y por Antonio Perez, resolvieron beber á la salud de la alta persona, que habia tenido tan dichosísima ocurrencia, para que ellos pudiesen ganar algunos cientos de ducados ó tal vez alguna otra cosa mejor. No volvió á hablarse entre ellos del asunto, porque el veterano abrió la puerta y llamando al hosterero, le ordenó que se diese trazas de refrescar sus gargantas. Bebieron pues largo y tendido hasta que cerró la noche, y entonces se dirigieron, platicando alegremente de los públicos acontecimientos del dia, hácia la plazuela de Santiago, perdiéronse en el laberinto de callejuelas, que en ella desembocaban, y por fin se detuvieron no lejos de una esquina, en la cual habia un farol.

Diego Martinez señaló á sus amigos el sitio, previniéndoles que, no lo olvidasen, pues á él habian de acudir el lúnes por la noche: mas habiéndole espuesto Juan de Mesa lo muy arriesgado que se presentaba el lance, por cuanto la luz del farol podria descubrirlos fácilmente, replicóle el soldado, al mismo tiempo que apuntaba con la mano hacia una esquina que se veía á su derecha:

-Sé muy bien lo que dispongo señor Bastian: este sitio alumbrado está mas solo, que otros muchos de la córte que vemos á oscuras.

Y dirigiéndose á los demás añadió:

-Os digo que por allí viene todas las noches, y que aquí se ha de hacer el negocio.

Dicho esto, se retiraron los cuatro, citándose para el lúnes de Pascua por la noche.

Las diez de la mañana serian del Domingo, cuando de un imponente y majestuoso edificio, situado precisamente en el mismo sitio, que hoy ocupa la casa número 4 de la que fué calle de la Inquisición y se llamó luego de Maria Cristina, salia un lúgubre cor-tejo. En la fachada de aquel edificio se leía este terrible lema: Exurge Domine, et judica causam tuam. La puerta principal estaba abierta y por ella desfilaba, dirigíéndose hácia el centro de la villa, una procesion de PP. Dominicos con velas verdes encendidas. Iban, en dos hileras y entre ellas llevaba un sacerdote el magnífico estandarte de El Cristo de la agonía, que únicamente se sacaba del convento de Santo Tomas en las grandes solemnidades. Detras de la preciosa imágen del Salvador marchaban gravemente seis Inquisidores con velas amarillas, que exortaban á una muger para que confesase sus culpas, amenazándola con las llamas del Infierno, si persistia en su obcecacion é impenitencia. Pero aquella pobre, muger no oia sus crueles amonestaciones: era una jóven de diez y ocho años tostada por el sol africano, de cútis tan terso y lustroso como el ébano, de esbelto talle y hermosísimos ojos, que se fijaban con sobresalto en la silenciosa multitud, que presenciaba con respeto y reverencia tan imponente espectáculo. Parecia como alelada, y seguia maquinalmente el impulso de los vigorosos brazos de dos esbirros que la llevaban; asemejábase á un cadáver, al cual se obligase a caminar por su pie hacia su tumba. El tormento que acababa de sufrir en la sala de torturas del Santo Oficio habia quebrantado sus huesos; y nada veía, nada escuchaba mas que los agudos, dolores que trastornaban su razon, impidiéndole el natural y consolador desahogo de la queja. Seguia á la joven otro grupo de Inquisidores haciendo corte al Inquisidor Mayor, gefe de la Suprema, y cerraban la comitiva los familiares del Santo tribunal. No bien llegaron estos últimos á la calle, cuando la puerta de la Inquisicion se cerró con estrépito y un piquete de mosqueteros del Rey, que se hallaba apostado junto á ella, echó á andar detras del triste acompañamiento.

La moza de la hostería en que moraba Juan de Mesa no se habia informado con esactitud del dia en que habia de celebrarse el Auto de Fé: dijo á Diego Martinez, con referencia á su vecina la tia Brígida, que se preparaba para el lúnes, pero se equivocó de medio á medio, porque el tribunal misterioso dispuso que fuese el Domingo de Pascua, con el objeto de dar mas aparato y grandeza al horrible alarde de su venganza. Avisados los PP. Dominicos de Santo Tomas, pasaron al Santo Oficio con el estandarte que representaba enclavado en la Cruz al Dios de las misericordias, en cuyo nombre iba á consumarse una iniquidad, y desde allí volvian á su convento procesional mente, acompañando á la infeliz María del Rosario, á la inocente esclava de Juan Escovedo, sentenciada por hechicera y envenenadora á ser quemada viva.

Dos horas tardó la procesion en llegar á Santo Tomas: allí tuvo que resignarse la supuesta criminal á pasar por un nuevo martirio; desnudáronla públicamente y la ataviaron con la túnica y la coroza sembrada de llamas de los réprobos. Mas ¿qué era aquello para la desventurada María del Rosario, que no tenia ojos para llorar, ni corazon para sentir? Terminada esta ceremonia, subió al púlpito un religioso de la orden de Predicadores y dirigió á la insensible víctima una eshortacion furibunda, en la cual hicieron los demonios y los tormentos eternos el papel principal; la intimó de nuevo que confesase en alta voz sus delitos, para que la misericordia divina se compadeciese de su alma, y por último, observando que la jóven se mostraba sorda á los torrentes de su seráfica elocuencia, lleno de santa indignacion, y sin averiguar las causas de aquel silencio, de aquella ausencia de vida y de animacion en el espíritu de la sentenciada, la declaró contumaz, relapsa y poseida del angel infernal de las tinieblas.

Entónces comenzó otra vez la procesion del Auto de Fé, saliendo del convento por el mismo órden que habia entrado en él, para dirigirse á la Plaza Mayor, en la que se levantaba un grande tablado. El Rey, la Reina (aun que en balcon separado) los magnates, las principales damas de la corte y los caballeros de la villa, esperaban su llegada con religioso recojimiento. Colocóse el Cristo de la agonia enfrente del tablado. Los PP. Dominicos, los Inquisidores, los familiares del Santo Oficio, y á la cabeza de todos, el Inquisidor Mayor, formaban semicírculo detrás de la sagrada Imágen, y cuando Maria del Rosarlo empezó á subir la escalera del tablado empujada por los esbirros que la sostenian, entonaron todos con melancólico acento:

-Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam.

Acto contínuo, el fiscal mayor del tribunal de la Fé, leyó la sentencia que éste habia fulminado contra la pobre esclava: nuestros lectores saben ya que debia ser quemada viva, y queremos ahorrarles las monstruosas consecuencias, que constituian el fallo de aquel proceso precipitado, inconcebible, absurdo, y verdaderamente horrible, en el cual nada se habia justificado, ni podia justificarse contra la víctima que se llevaba al sacrificio. Acabada la lectura, los PP. de Santo Tomás y los Inquisidores apagaron las velas, y por disposicion del Inquisidor Mayor fué entregada la esclava de Escovedo á la justicia ordinaria del Rey.

El lugar destinado para la hoguera ó brasero de los hereges, judios y hechiceros, estaba á las afueras de la puerta de Fuencarral. A él condujeron los esbirros á Maria del Rosario, seguidos de una multitud de curiosos, que anhelaban presenciar los últimos instantes de aquella desventurada: el pueblo, que la juzgaba bruja, la maldecia durante el tránsito, y á duras penas podia contener la escolta el furor de la muchedumbre. Dios, sin embargo, apiadado de su inocencia, permitió que los dicterios que se la dirigian, no atormentasen su alma; la insensibilidad, con que habia salido del calabozo de la Inquisicion, acompañó á la infeliz hasta el suplicio.

Su tumba estaba preparada con haces de leña cruzados y sobrepuestos de modo, que formaban un paralelógramo hueco; sobre él se estendia un tablado semejante al de la Plaza Mayor, con un poste en el centro, al cual debian sujetarse los brazos y las piernas de la sentenciada. Hecha esta operacion con Maria del Rosario, el verdugo prendió fuego á la leña resinosa, cuyas llamas no tardaron en consumir la débil barrera, que las separaba del cuerpo de la jóven, que al punto se vió envuelto por su voracidad.

Entónces se oyó un grito lastimero, profundo, desgarrador, un grito que habia partido del alma, y que heló de espanto á todos los espectadores de tan bárbara escena. Las llamas se habian cebado en las delicadas carnes de la esclava; la intensidad del dolor acababa de devolver á aquel inanimado cuerpo un resto de existencia, y al sentirse vivo reveló toda su amargura, todos sus padecimientos todo el horror de su situacion con un grito, con un solo grito, que resonó en el espacio, como la mas elocuente protesta, contra el fanatismo, contra la ferocidad sanguinaria de sus jueces.

Después de aquel grito de la hechicera... nada. Las llamas acabaron de consumir el cuerpo de Maria del Rosario, en medio de las imprecaciones de aquellos mismos, á quienes su último lamento habia hecho estremecerse.

El tercer dia de Pascua por la mañana, cuando empezó á divulgarse en la corte el asesinato de Escovedo, aseguraban las gentes en voz baja, que Maria del Rosario habia perecido inocente; en prueba de lo cual habia dispuesto Dios el justo castigo de su amo, que la habia sometido al fallo del tribunal de la Fé. He aquí la opion pública del siglo XVI. Los mismos que escarnecieron á la esclava cuando caminaba al brasero, la ensalzaron dos dias despues, como víctima espiatoria de ageno delito. Mucho de eso acontece en nuestros tiempos ilustrados. ¿Por qué pues no hemos de condenar la supersticion é ignorancia de los que han sido?

Cuando supo Juan Escovedo que se habia ejecutado la sentencia, dijo alegremente:

-Se me ha aliviado el corazon: sin duda me favorece la Providencia divina, pues ha permitido que se haya descubierto su execrable crímen. Habia pensado llevar á Flandes á esa maldita muger, y de cierto me hubiera envenenado.

De Juan Escovedo podia decirse con razon, que tenia ojos, y que no veia en torno suyo.

Capítulo XXXIV
Como descubrió al Rey doña Ana de Mendoza lo que tanto interés tenia en ocultar

Dos horas antes de que saliéra de la Inquisicion el fúnebre acompañamiento de Maria del Rosario, partió para Alcalá el Secretario del Rey, despues de haber asegurado á este que tenia tomadas todas sus medidas, á fin de que el mal consejero de D. Juan de Austria pagase muy en breve su merecido.

El héroe de Túnez, de las Alpujarras y de Lepanto, se hallaba entonces en los últimos dias de su gloriosa y agitada existencia, mas nada se sabía en España del triste presagio que acababan de formular los médicos, á cuyo empirismo se habia confiado, de modo que cuando D. Felipe se prometia, que los esfuerzos reunidos de su belicoso hermano y del príncipe de Parma conseguirian inutilizar completamente las tramas de la reina Isabel y su cooperacion directa en la guerra, ya las tropas españolas habian sufrido el descalabro, que tiñó con su generosa sangre las aguas del Démer, y el príncipe D. Juan yacía cadáver en aquel campamento de Namur, que sirvió de refugio á sus vencidas huestes.

Al mismo tiempo, redoblaba sus trabajos la Inglaterra, para contrarrestar en Flandes el poder de D. Felipe, y á fuerza de oro y de intrigas, logró que cuarenta mil alemanes, á las órdenes del príncipe Casimiro atravesasen el Rhin, con el objeto de que embistiesen, en cómbinacion con las tropas del duque de Anjou, á los valientes tércios de Castilla. Pero el duque, que habia tomado el pomposo título de protector de los Paises-Bajos, y que ocupaba las cercanías de Mons con un cuerpo de ejército respetable, no aceptó de buen grado la concurrencia de los alemanes en sus operaciones, y retardó el momento de emprender una marcha decisiva, cuya gloria y provecho deseaba esclusivamente para sí. Enfriáronse desde luego las relaciones en apariencia cordiales, de los dos caudillos, y su lentitud dió lugar á Alejandro Farnesio, quien por la muerte de D. Juan de Austria acababa de ponerse al frente del ejército español, para salir otra vez á campaña, animando con rápidas correrías el espíritu abatido de sus soldados por la última derrota y el ardor guerrero de algunas poblaciones, que temian quedar abandonadas á la rapacidad de los franceses y alemanes. El resultado de los movimientos de aquel prudente capitán, justificó sus grandes talentos militares y políticos, pues cuando las fuerzas del príncipe Casimiro pretendieron entrar en las ciudades católicas de los Estados, estas mostraron una actitud amenazadora, cerráronles las puertas, y en vez de suministrarles los víveres y auxilios que pedian, embistieron contra ellos y los rechazaron. Al saber estas nuevas el duque de Anjou, tembló por su propia seguridad; mas quiso salir de dudas y se acercó á las mismas ciudades con ademán pacífico; pero ellas le trataron del mismo modo que habian tratado á Casimiro, alentadas por las posiciones estratégicas de Farnesio, quien obtuvo la singular ventaja de poner en fuga á dos ejércitos, sin que sus soldados disparasen un solo tiro, ni siquiera fuesen vistos por sus contrarios. En efecto; los alemanes y los franceses no tuvieron mas remedio, que dejar libre el pais, y retirarse á los suyos.

Alejandro Farnesio no perdió el tiempo en perseguirlos, sitio en fortalecer mas y mas el prestigio de sus armas, por lo cual estrechó la plaza de Maestrich, aunque no quiso asaltarla hasta el último estremo por no hacerse odioso á sus habitantes. Por fin se apoderó de ella á los tres meses de sitio, é inmediatamente entró en negociaciones ventajosas con las provincias del Artois y del Hainault, cuya defeccion causó tan viva zozobra al príncipe de Orange que, para neutralizar su influencia, celebró en Utrech un tratado de alianza ofensiva y defensiva, en el cual entraron dicha provincia y las de Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres, Flandes y el Brabante. Esta union, sin embargo, fué mas embarazosa que útil al consumado político protestante, y conociendo la falsa situacion en que acababa de colocarlo la actividad de su digno rival, el profundo pensador príncipe de Parma, propuso á éste que se entablasen conferencias en Colonia, para tratar de la pacificacion definitiva de los Estados.

Alejandro Farnesio le contestó, que para conferenciar con el enemigo, necesitaba el beneplácito del Rey, y despachó un correo á D. Felipe. Era el primero que lograba penetrar en España desde el desastre de D. Juan de Austria, en las orillas del Démer: todos los demás habian sido interceptados por el príncipe de Orange y por el duque de Anjou.

Diego Martinez no se habia esplicado con matemática esactitud, cuando señaló á sus tres cómplices en el crimen de que estaba encargado, la esquina por donde debia llegar Juan Escovedo. Era cierto que por ella solía retirarse en direccion á la calle Mayor; mas hizo la suerte que la noche del lúnes de Pascua tomase distinto rumbo.

El favorito de D. Juan de Austria, á pesar de las seguridades que habia recibido de Antonio Perez para que no se apresurase á partir, persistia en su viage á Flandes, porque un presentimiento le decia que no se hallaba seguro en Madrid: deseaba sin embargo no dejar á sus espaldas enemigos que pudiesen dañarle; y como no dudaba del resentimiento que necesariamente habia de abrigar contra su persona la Princesa de Éboli, no obstante la satisfacción que la habia dado por medio del Secretario del Rey, quiso antes de ponerse en marcha, tener una entrevista con ella, y á este fin se encaminó hacia su casa al anochecer. Doña Ana de Mendoza habia salido, por lo que Escovedo determinó esperarla por no volver otro dia, mas Beatriz, que por algunas palabras de Diego Martinez habia sacado en limpio lo que aquella noche iba á suceder, así como el lugar en que el veterano y sus amigos se hallarían, bajó á la calle á las nueve, hora en que la Princesa aun no se habia retirado, y corrió sin detenerse á la plazuela de Santiago. En ella encontró á Insausti y á Miguel del Bosque, y sospechando que fuesen los cómplices de su amante, preguntóles por él.

-No le conozco, le respondió Insausti con la mayor seguridad.

Y ya Beatriz iba á pasar de largo, cuando llegó Diego Martinez y al verla preguntó:

-¿Qué es esto? Aquí no necesitamos mugeres.

-He venido á buscarte, repuso la doncella, para advertirte que la persona que aguardas se halla á estas horas en casa de la señora Princesa de Éboli.

-¡Ah! esclamó Diego. ¡Y yo que he recorrido todo ese infierno de callejuelas, porque me tenia en cuidado su tardanza. ¿Saldrá pronto de allí?

-Está esperando á doña Ana.

-¿Y doña Ana?

-Se fué temprano á visitar á su amiga doña Catalina de Herrera, y no ha vuelto.

-Es pues indispensable variar el plan de operaciones. Retírate al punto y ten mucha cuenta con lo que voy á prevenirte. Cuando el señor Juan Escovedo se disponga á salir á la calle, abre con disimulo el halcon de la cámara de la Princesa y coloca en él una luz.

Beatriz partió con toda diligencia, así para que no se notase entre los criados la escapatoria que acababa de hacer, como para disponerse á cumplir la órden terminante que acababa de darle Diego Martinez. Este habló en voz baja á Insausti y á Miguel del Bosque, quienes se adelantaron por la calle Mayor, hasta colocarse el primero junto á la estrecha callejuela del Camarin de Santa María, al presente de la Almudena, y el segundo algo mas abajo hácia la puerta del Arco. El soldado y Juan de Mesa, siguieron sus pasos y se quedaron á la vista, de modo que les fuese fácil acudir en su ayuda, y estorbar el paso de quien llegase á impedir sus intentos.

No tuvieron que impacientarse mucho tiempo en aguardar. Viendo Juan Escovedo que era tarde para recogerse y que la Princesa no llegaba, encargó á Beatriz un atento recado para ella, y después de repetir dos ó tres veces, que no dejaría de ofrecer sus respetos á doña Ana de Mendoza antes de abandonar la córte, se dirigió á la escalera. La doncella entró inmediatamente en la estancia de su señora, abrió el balcon, que estaba frontero precisamente á la iglesia de Santa María la Real y puso en él un farol encendido. Insausti que vió la señal, se preparó y dijo á su compañero:

-Miguel ¿ves aquel resplandor? Es la mala estrella del señor Juan Escovedo. Avisa á los otros.

Miguel del Bosque dió un silbido: el Secretario de D. Juan de Austria lo oyó cuando traspasaba el umbral de la casa de doña Ana, pero no hizo alto en ello. Enbozóse en su capa y echándose á la otra acera, que estaba mas clara, porque los rayos de la luna daban allí de lleno, tomó la calle en direccion al Arco. Apenas llegaba á la esquina de la callejuela del Camarin de Santa María, vió moverse una sombra: detúvose... y recelando algun mal encuentro, procuró desviarse del edificio, que hoy pertenece al duque de Abrantes y fué antes propiedad de la ilustre familia de los Palomares; mas la sombra no lo dió tiempo para realizar su propósito y le acosó, saliendo al medio, contra la callejuela. Al mismo tiempo le preguntó una voz:

-¿Sois el señor Juan Escovedo?

-¿Qué me quereis? dijo éste.

Insausti no replicó; pero levantando el brazo, descargó un golpe fiero que atravesó de parte á parte el corazon de aquel. Ni un ay, ni un quejido exhaló al caer sobre las losas. El asesino huyó, seguido de Miguel del Bosque, por la misma callejuela del Camarin. El último se separó poco después de su compañero, y variando de direccion llegó á la hostería en cuerpo, por haber perdido la capa en la fuga; pero Insausti anduvo desorientado mas de dos horas por diferentes calles, hasta que al fin encontró á Diego Martinez y á Juan de Mesa que le buscaban con empeño, y todos tres fueron á la hostería, donde hallaron á Miguel del Bosque. El soldado pidió á Insausti el estoque, que aun llevaba éste ensangrentado, y lo arrojó al pozo 8 que habia en el patio.

El pícaro de cocina Juan Rubio habia llegado á entender algo de lo que se tramaba, y al ver entrar á Diego á deshora en la estancia de Antonio Perez, le preguntó con descaro:

-¿Se han despachado ya los negocios que el señor Juan Escovedo trajo de Flandes?

Miróle el soldado con atencion, y conociendo desde luego que podia contar con él, le dijo:

-Si eres discreto, puedes hacer esta noche tu fortuna.

-¿Qué mas quiero, yo que serviros? murmuró el mozo. Ya sé que el señor Escovedo ha debido morir esta noche.

-¿Por qué lo sabes?

-Porque os he visto en largas pláticas, con mi pariente Insausti.

-¡Ah! Conque sois... Y supongo que Insausti nada te habrá ocultado. Bien: vas á partir ahora mismo para Alcalá, donde se encuentra desde ayer el señor Antonio Perez, y le dirás, que ya no me queda un solo escudo de los que me dió para el gasto de su casa y criados.

-¿Tanto urge ese viaje?

-Es de la mayor importancia y ya verás como no te pesa.

Juan Rubio cumplió fielmente el encargo, y cuando al dia siguiente comprendió el Secretario del Rey por sus palabras, que Escovedo habia perecido, sin que la justicia se hubiese apoderado de ninguno de los cómplices en su muerte, se frotó las manos de júbilo. Después, como consecuencia ó complemento del plan que tenia dispuesto, volvió á Madrid y procuró contentar á los quo habian prestado á D. Felipe tan peligroso servicio, proponiéndolos al mismo tiempo alejarlos de la córte. Miguel del Bosque recibió cien escudos de oro con la orden de pasar á Aragon, en donde no tardarian en llegarle otras mercedes:10 Juan de Mesa é Insausti, se ocultaron por unos dias, y Antonio Perez les dió por fin, para ellos y para Miguel, títulos de alférez en los tércios de Nápoles: pero el mejor trato fué nuestro antiguo villano de Villagarcía, pues obtuvo por recomendacion de Beatriz, un destino en la administracion de las haciendas que en aquel reino poseia la princesa de Éboli,11 y además el regalo que le hizo Antonio Perez de una alhaja de oro y otras cosas. Tanto él, como Insausti, salieron secretamente de Madrid veinte dias después del asesinato de Escovedo, y habiéndose reunido en Zaragoza con Miguel del Bosque, marcharon los tres á Italia:12 pero después siguió su pista y ejemplo el pícaro Juan Rubio, recompensado tambien con largueza; de modo que no quedaban en la corte mas personas interesadas en que no se descubriese el perpetrado delito, que el Rey, su Secretario intimo, la princesa de Éboli, Diego Martinez y la doncella Beatriz.

Pero la opinion pública señaló desde luego al verdadero culpable, y la familia de Escovedo se empeñó en buscarlo, aun cuando se escondiera en las entrañas de la tierra. Don Pedro Escovedo, hijo del infeliz Secretario de D. Juan de Austria, habló á Mateo Vazquez, que ya habia entrado á formar parte en el gabinete particular de D. Felipe: enemigo solapado de Perez, envidioso de su gran influencia y poderío, imaginó el ambicioso hijo del asesinado Secretario del duque de Alba, que ya era ocasion de perder al mas terrible sostenedor de la política de D. Ruy Gomez y Requesens, y que ningun peligro habia en atacar de frente y por todos los medios imaginables al odioso favorito. Tomó pues al punto á su cargo la demanda de la familia de Escovedo, y después de concertarse con Pedro Velandi, Diego Nuñez de Toledo y Pedro Negrete, que andaban haciendo diligencias para averiguar el nombre del autor de aquel alevoso crimen, apoyóla enérgicamente cerca de D. Felipe, á quien escribió la siguiente carta:

«Señor: mucho se esfuerza en el pueblo la sospecha, contra el primer Secretario de Vuestra Alteza, de la muerte del otro, y dize que no las trae todas consigo, (como suelen dezir) que assy anda á recaudo su persona, despues que sucedió, y que un juyzio que se ha hechado, dize que lo hizo matar un grande amigo suyo que se halló en sus honrras, y por una muger; y el dia que entró á ver la del dicho Secretario á la del muerto, diz que la del muerto, levantó la voz echando maldiziones á quien lo habia hecho y de manera que se asustó mucho; y si Vuestra Alteza fuesse servido de preguntar con secreto á Negrete, qué se dize desta muerte, y qué sospecha él, creo que convendria, y preguntadle las causas que tuviere para lo que dixere, aunque no me ha dicho, nada; pero yo he entendido de otra parte, que él habla en ello, y por satisfazer á los ministros, y á la república, que tan escandalizada está del negocio, y divertir opiniones, que andan muy malas, y de muy dañosa conseqüencia, conviene mucho que Vuestra Alteza mande apretadíssimamente, que se siga y procure por todas las vias y modo posibles averiguar la verdad.»13

Tan fuertes razones, espuestas con tan desusada valentía, hicieron honda impresion en el ánimo del Rey; mas no era por cierto el profundo disgusto público que en ellas se anunciaba, lo que mas en cuidado le ponia, sino la idea de que el asesinato de Escovedo se habia llevado á cabo por causa de una muger.-¿Qué muger puede ser esta? se pregunfaba D. Felipe. No debo presumir ningun loco devaneo en la honradísima doña Ana de Coello y Bozmediano: tampoco he oido nunca que Escovedo la tratase... No son pues zelos de marido, los que han obligado á Perez á tomar tan á pechos ese negocio, en el cual he sido obedecido con tanto ahinco como precipitacion... No hay duda: aquí hay un misterio que es necesario aclarar.

Estas dudas atormentaron de tal manera su corazon, que durante algun tiempo siguió en la marcha de tan intrincado asunto, una marcha vacilante é indecisa y sin tomar resolucion alguna. Escuchaba con agrado á MateoVazquez, á fin de averiguar lo que con tanto empeño queria saber, y al mismo tiempo parecia como que se concertaba con Antonio Perez, al cual no ocultó la gravísima acusacion de que era blanco por parte de sus irreconciliables enemigos, aunque empeñándolo su palabra de no abandonarle en trance tan apurado.

-Señor, le dijo el Secretario, la primera vez que hablaron de tan desagradable negocio: muchas son las pesadumbres que me abruman desde que quedó hecho lo que ya sabemos, y esas pesadumbres quebrantarian una peña. Lo mejor de todo seria mandar que se me encoroce, que al fin en ello vendré á parar, en pago de haber sido un fiel vasallo.

-Debeis tener hoy muy mal humor, le contestó el Rey con familiaridad y cariño; mas no deis por seguro lo que acabais de decir.

-Es que temo Señor, insistió Perez, quien á pesar de todo andaba desasosegado, como decia Mateo Vazquez, que cuando mas tranquilo esté, si puedo estarlo, me han de abrir una herida mortal mis enemigos, porque su envidia obra contra mí, y sé por buen conducto que no sosiegan.

-Dejadles que se revuelvan, repuso D. Felipe, pues de nada les valdrá. Y ahora decidme sin rebozo, si es que lo ignorais, el nombre de esa muger que Mateo Vazquez cita en su carta; porque os juro, que si llegamos á convencerle de impostura, sabré encerrarlo en un castillo por toda su vida.

-Eso debe ser una nueva perfidia que le ha sugerido su ódio, Señor. ¿Qué muger ha podido influir en un suceso, que se habia consultado al marques de los Velez? Exáminese á D. Pedro Fajardo y él declarará si mientras tuvo en su poder las pruebas de culpabilidad de Escovedo, le hablé una sola vez.

-No creo que os acusan de haber influido en la determinacion que tomé, sino de haberla preparado.

-Confieso, Señor, que no entiendo loque mis enemigos quieren suponer.

-Yo sí; suponen que la princesa de Éboli ha sido la causa principal de esa muerte.

-¡La princesa de Éboli! esclamó Perez con una sorpresa tan natural, tan verdadera, que el Rey no pudo menos de convencerse, de que doña Ana de Mendoza nada habia hecho para precipitar el desgraciado fin de Escovedo.

-Sosegaos, Señor Antonio Perez, le dijo, despues de haber meditado prófundamente: hoy mismo se echará tierra á todo, si D. Pedro de Escovedo y Mateo Vazquez no son unas fieras.

-Lo son, Señor, lo son, replicó el Secretario.

-Verémos, insistió D. Felipe, veremos si tienen bastante arrojo para seguir acusando á la Princesa.

-¿Y qué necesidad tienen de ello? Lo que desean es mi ruina y perdicion.

-Ni una ni otra conseguirán: yo os lo afirmo.

Antonio Perez no se dio interiormente por satisfecho, pues conocia que si comenzaban las averiguaciones, se vería muy espuesto á que el Rey descubriese sus tratos amorosos con doña Ana: así pues, hizo de la necesidad virtud y le rogó que, para desarmar de una vez á sus perseguidores, y á fin de que no se hablase mas del malhadado asesinato que tan en lenguas andaba y tan inquietos traía á todos, le permitiese retirarse de los negocios, con la única recompensa de haber merecido su estimacion.

-De esa manera, dijo, cesará el encono de la familia de Escovedo y Vuestra Alteza no se verá molestado á todas horas por Mateo Vazquez.

-No lo permita Dios, repuso D. Felipe; las cosas seguirán como hasta aquí, y se pondrá órden en todo.

-Al menos, Señor, dispóngase que se me encause solo, pues no hay para qué empeñarse en mezclar en mis cosas á la viuda de don Ruy Gomez de Silva. El secreto y la órden que recibí, para hacer lo que hice, quedarán á cubierto de toda pesquisa y mis contrarios nada podrán probarme.

Esta resolucion tan generosa, tan hábil y tan osada.conmovió al Rey, quien le preguntó afablemente:

-¿Estáis bien cierto de que no posee la familia de Escovedo prueba alguna?

-Ciertísimo, Señor, contestó sin vacilar Antonio Perez: ninguno de los que tuvieron parte en el caso ha sido preso, y todos ellos se hallan en Italia.

-¿Qué habéis hecho de Diego Martinez?

-En Madrid está.

-Disponed que se aleje, como los otros, concediéndole antes todo cuanto pida.

Dos dias después de esta conversacion, se decidió D. Felipe á salvar á Antonio Perez; y viéndose acosado por Mateo Vazquez, que representaba en el asunto con indecible tenacidad los vengativos intereses de la familla de Escovedo, llamó de nuevo á su Secretario y le previno que confiase á D. Antonio de Pazos, obispo de Córdoba y Presidente entonces del Consejo de Castilla, los motivos que habian ocasionado la muerte del protegido de D. Juan de Austria. En seguida dió órden al Presidente, para que entendiéndose con D. Pedro Escovedo y con Vazquez, hiciese de modo que el primero retirase sus acusaciones y el segundo no persistiese en su enemistad contra Perez.

Don Antonio de Pazos cumplió bien y fielmente el encargo pacífico que se le habia encomendado: fue á buscar á D. Pedro y después de anunciarle, que no era su ánimo afligirle con recuerdos dolorosos, pues solo queria cumplir una obligación sagrada, le dijo:

-El Rey me ha entregado los memoriales vuestros y los de vuestra madre, en que pedís justicia de la muerte de vuestro padre, contra el secretario Antonio Perez y contra la Señora Princesa de Éboli; y me manda que os asegure, que se os hará justicia cumplidísima, sin escepcion de personas, ni de lugar, ni de sexo, ni de estado. Pero primero os quiero yo aconsejar, que mireis bien qué fundamento y recaudo teneis para la provanza, y que sean tales que esteis disculpado de la ofensa hecha á esas personas. Porque no siendo muy bastantes y muy disculpable por ello vuestra querella...

-¿Qué acontecerá, Señor Presidente? preguntó D. Pedro algo turbado.

-Se convertirá la demostracion contra vos, repuso el obispo, por ser doña Ana de Mendoza la persona que es, y su estado y alta clase mucho de reverenciar, y Antonio Perez el que también es por hijo de sus padres, y abuelos tan antiguos criados de nuestros Reyes, y por el distinguido lugar que ocupa.

-Ignoro si hallaré pruebas que justifiquen lo que de esas personas se asegura por todos, replicó el hijó de Escovedo; lo que si sé es que no hay en la corte un solo individuo que las juzgue inocentes.

-Pues la errais completamente, Señor D. Pedro: hay uno, y ese soy yo, que ós afirma en confianza y en verbo de sacerdote, que la princesa de Éboli y Antonio Perez están tan sin culpa como vos mismo.

-Si así es, murmuró el jóven convencido por la dignidad y aplomo del prelado, yo doy mi palabra por mí y por mi madre de no hablar mas de aquella muerte, ni contra el Secretario ni contra doña Ana.

Mateo Vazquez no quiso acceder á lo que de él se exigia, y tanto trabajó para que un primo hermano del difunto Escovedo se mostrase parte en el negocio y acudiese al Rey, que este se vió otra vez perseguido y mortificado con nuevas instancias. De nada pues le habia servido, que D. Pedro se hubiese apartado de su propósito de pedir justicia.

La princesa de Éboli, enterada de cuanto ocurria, se dirigió á D. Felipe con un escrito, cuya altivez le ofendió, y fué causa de que se decidiese á abandonar la defensa de Antonio. Perez. Hé aquí esta famosa carta, en la cual se revela todo el carácter de doña Ana:

«Señor: Ese perro moro de Mateo Vazquez, que Vuestra Alteza tiene agora á su servicio, publica que los que entran en mi casa merezen perder la grazia del Rey: y no le basta esta desvergüenza, sino que él y los suyos han pasado mas adelante, como á dezir, que Antonio Perez mató á Escovedo por mi respecto, y que él tiene tales obligaciones á mi casa, que cuando se lo pidiera, estuviera obligado á hacerlo; y habiendo llegado esta gente á tal y estendídose á tanto su atrevimiento, está Vuestra Alteza obligado, como Rey y caballero, á que la demostración desto sea tan clara, que llegue adonde ha llegado lo primero. Y si Vuestra Alteza no lo entendiere asy, y quisiere que aun la autoridad se pierda en esta casa, como la hazienda de mis abuelos y la grazia tan merezida del príncipe, y que sean estas las merzedes y recompensas de sus servicios, con haber dicho yo esto, me habré descargado de la satisfaccion que debo á quien esoy. Y suplico á Vuestra Alteza, que me vuelva este papel, pues lo que he dicho en él es como á caballero y en confianza de tal, y en sentimiento de tal ofensa.»

-Ya he adivinado el misterio, esclamó D. Felipe, luego que hubo leido las anteriores lineas. Y mirando de hito en hito á su confesor Fray Diego de Chaves, añadió:

-¿A qué castigo se ha hecho acreedor el hombre que me ha estado engañando por tanto tiempo?

-Señor, le contestó el religioso, no sé de lo que se trata.

-Se trata, padre mio, de que me absolváis de un horrendo crímen; se trata de que hice matar á Escovedo, y Escovedo estaba inocente de los delitos que se le atribuian; se trata de que Antonio Perez es el galán encubierto de la princesa de Éboli, el mismo á quien acometí espada en mano una noche, por castigar las ofensas que recibia el honor de D. Ruy Gómez. Absolvedme, padre mio, absolvedme por mi ceguedad, y pedid al cielo que se apiada de ni¡alma la misericordia de Dios.

El Rey habia caido á los pies de Fray Diego; este después de echarle su bendicion, le ayudó á levantarse y sosegó su espíritu con palabras consoladores. Poco despues le preguntó con interés.

-¿Quién ha hecho á Vuestra Alteza, hijo mio, tan importantes revelaciones?

-Este escrito, respondió D. Felipe: en él se exhalan las quejas que arranca la desesperacion del alma de esa muger culpable; yo las he adivinado y... pronto, muy pronto espero tener pruebas de todo. Padre mio ¿quereis concederme una gracia?

-Mandad, Señor, repuso el fraile.

-Deseo que veais al marques de la Favara y que le digais de mi parte, que tengo que consultar con él un gravísimo negocio.

Fray Diego se retiró al punto. El Rey fijó entonces la vista en un pliego sellado de negro que hacia poco habia recibido, y que por distraccion no habia abierto aun: rompió la cubierta, recorrió ávidamente los renglones que contenia, y levantándose de pronto, dijo con tristeza:

-¡Muerto D. Juan de Austria!... Gracias á Dios que está allí Alejandro Farnesio... ¡Y Juan Escovedo ha perecido inútilmente!... ¡Ah, señor Antonio Perez! Me habeis engañado vilmente... habeis hecho que bajase á la tumba el honrado D. Ruy Gomez de Silva... no habeis temido mi indignación, ni mi poder... El golpe que os abrume será terrible.

Capítulo XXXV
Por qué Antonio Perez no durmió en su casa la noche del 28 de julio, y por qué la princesa de Éboli madrugó el dia 29 mas de lo que hubiera deseado

Habíase negado Diego Martinez á alejarse de Madrid, á pesar de todas las instancias que Antonio Perez le habia hecho de parte del Rey; pero una circunstancia alarmante le obligó á mudar de parecer y á decidirse á poner tierra en medio de su persona y la justicia. Fue el caso que, como dos horas despues de haber leido D. Felipe el arrogante escrito de la princesa de Éboli, comisionó á Mateo Vazquez para que con todo sigilo buscase al veterano, y le advirtiese de su parte, que por ningun motivo ni pretesto se ausentase de la córte, aun cuando el Secretario se empeñase en ello. El enemigo encarnizado de Perez se apresuró á desempeñar su comision, y como prueba de la importancia de su mensage, puso en las manos del amante de Beatriz una buena bolsa repleta de oro.

Nuestro héroe sacó en limpio de tanta generosidad y de la advertencia que se le hacia,que lo mejor para él era seguir el consejo de su señor, cuyos negocios debian hallarse en muy mal estado. No perdió un instante por lo que podia suceder; reunió todos sus efectos y haciendo un lio con ellos, lo llevó á la hosteria en que se habia jugado á cara ó cruz la suerte de matar á Escovedo: despues se dirigió á casa de la Princesa para concertarse con Beatriz; mas en ella le esperaba un terrible contratiempo. La doncella de doña Ana de Mendoza acababa de ser presa y conducida á la Inquisicion.

El lector no habrá olvidado seguramente que doña Magdalena de Ulloa, la noble esposa del mentor de D. Juan de Austria, habia reconocido á Juan de Mesa en la iglesia de Santa María. Como á los pocos dias supo por D. Luis Quijada de parte del Rey, que el presunto matador de Juan Vazquez habia fallecido en Aragon, no volvió á acordarse de aquel incidente, pero continuó, frecuentando el mismo templo, en que le parecia haber visto al villano del alcázar de Villagarcía. A él iba también muchas veces la princesa de Éboli acompañada de Beatriz, y quiso la mala fortuna de esta, que un dia se encontrase con la ilustre matrona al tomar agua bendita. La doncella se estremeció al reconocer á su antigua ama, y procuró perderse de vista entre los fieles que llegaban á misa; mas no lo hizo tan pronto, que su fisonomia dejase de despertar vagos recuerdos en la memoria de doña Magdalena, que siguió sus pasos con disimulo, por haber observado que el objeto de su curiosidad se arrodillada al lado de doña Ana de Mendoza. La castellana se colocó detrás de las dos, arrimándose á una columna, cuya sombra podia favorecer su pesquisa, y como no habia llegado todavía el sacerdote que debia oficiar, empezó á coordinar sus confusas ideas acerca de aquella muger. En esto oyó que la Princesa decia alguna cosa á la doncella y que esta le contestaba; y prestando la mayor atencion, alcanzó á escuchar las siguientes palabras de doña Ana:

-Has de saber, Beatriz, que Escovedo era muy deslenguado y hablaba muy mal de las mugeres principales; persuadia tambien á los frailes que predican en esta iglesia, para que dijesen cosas y palabras de malicia, que pudieran darme pesadumbre; por eso asegura la cuentona de su muger que yo lo mandé matar.

Esto sucedia precisamente cuando el Rey estaba leyendo el escrito de doña Ana; pero doña Magdalena de Ulloa no necesitó oir mas: el nombre de Beatriz, pronunciado por la Princesa, habia disipado sus dudas y desde luego reconoció en ella á la fugitiva del alcázar. Supuso tambien que su primo, ó el soldado que por tal pasaba, no andaria muy lejos de ella, á no ser que, como Juan de Mesa, hubiese pasado á mejor vida; y tomando su partido, salióse de Santa Maria y se fué á buscar al Inquisidor Mayor. Noticioso este de que en casa de la princesa de Éboli habitaba una muger llamada Beatriz, que por haber huido de Villagarcía con los asesinos de un santo hermitaño, podia suministrar grandes luces sobre aquel horrible crímen, que habia quedado impune; sabiendo además que doña Magdalena de Ulloa era persona principal y tan mirada y noble en sus procederes, que por ningun respeto humano se avendria á levantar un falso testimonio semejante, dió auto para prender á la doncella, como complicada en proceso de muerte alevosa inferida á un siervo de Dios, y comisionó sin demora á dos familiares para su cumplimiento.

Nada pudo doña Ana de Mendoza contra el decreto del gefe de la Suprema. Beatriz, á pesar de sus gritos y de su desesperacion fué sacada á la calle: allí la esperaba un carruago celular que la condujo á los secretos calabozos del Santo Oficio, y Diego Martinez debió felicitarse por no haber llegado media hora antes á buscarla, porque seguramente hubiera intentado alguna calaverada en su favor.

No se desanimó sin embargo nuestro aventurero. Resuelto á huir aquella misma noche, quiso al menos dejar á su amante protectores, que por su propio interés, consiguiesen sacaria del mal paso en que se veia. Atravesó la antecámara de la Princesa y dió su nombre al primer sirviente que encontró al paso: cinco minutos despues, que fueron para su impaciencia cinco siglos, entró en la estancia de la hermosa viuda de D. Ruy Gomez.

Doña Ana no acertaba á darse cuenta de los motivos que habian ocasionado la prision de su doncella: solo podia decir que dos familiares del Santo Oficio la habian hecho enterarse á una orden, por la cual se les mandaba proceder inmediatamente contra la persona de Beatriz. El soldado juró y perjuró que aquello no podia ser por la muerte de Escovedo; mas no siéndole fácil adivinar el delito contra la Religion, de que se acusaba á su supuesta prima, echó por el atajo y dijo á la Princesa:

-Lo que importa es que no quede abandonada á sí misma en tan amargo trance, y yo supongo que vos os interesareis con empeño en favor suyo.

-Mucho mas acertado me parece que deis antes algunos pasos, para descubrir lo que le ha metido en tal aprieto, lo contestó doña Ana, que no queria mezclarse en el negocio, ni disgustar á Diego con su negativa.

-Yo, señora Princesa, repuso este, estaré antes que amanezca el dia de mañana á algunas leguas de la corte, si Dios no dispone otra cosa. El tiempo está de tormenta por Madrid y no deseo que me coja el huracan.

-Decidme pronto lo que ocurre, replicó la de Éboli levantándose azorada.

-Ocurre que el Señor Antonio Perez asegura, que el Rey quiere que me marche, y esto será por si me prenden, á fin de que yo no cante claro. Como que sóy el único que ha quedado... Ocurre además que el Rey me ha enviado á Mateo Vazquez, para que no me mueva de aqui, aun cuando el Secretario quiera obligarme á ello, lo cual me dá á entender que mi persona peligra y que se asegurarán de ella, cuando lo juzguen necesario. Ya veis que no debo descuidarme.

-¡Oh! No hay duda: alguna trama ha urdido ese pícaro Vazquez, que no tiene en las venas una sola gota de sangre cristiana: bien haceis en huir y... cuanto mas lejos os vayáis será mejor.

-¡Bah! No lo entiendo yo así; en cualquiera parte donde me encuentre, estaré á dispósicion de Su Alteza, pero no me acomoda que me prendan sus esbirros.

-¿Qué quereis dar á entender?

-Una friolera: que si me dais vuestra palabra de sacar á mi pobre prima Beatriz del poder de la Inquisicion, os empeño la mia de que nunca tendrá Mateo Vazquez, la menor prueba de la muerte de Escovedo.

-¿Cómo pretendeis que yo me meta en el negocio de esa muger, que á caso á estas horas se vé acusada de heregía?

-Es que si no os meteis en él, me meteré yo en otro.

-¿Me amenazáis, señor Diego?

-Apuesto á que no lo creeis, señora Princesa. Lo que hago es proponeros un trato sencillísimo.

-¿Cuál?

-La libertad de Beatriz, por vuestra seguridad y la del señor Antonio Perez.

-¿Y si no me acomoda andar en dimes y diretes con los inquisidores?

-Os prenderán á los dos.

-¡A mí! exclamó doña Ana con ira. ¡A la ilustre heredera de Mendoza y de La-Cerda!... ¡A la princesa de Éboli!

-A la amante del secretario Antonio Perez, murmuró Diego sin que el respeto le contuviera.

La Princesa se puso pálida; acababa por fin de coruprender la horrible situacion en que se hallaba, y no pudo resistir tan duro golpe. Desapareció su orgullo, las lágrimas asomaron á sus ojos y se dejó caer en su sitial sollozando.

Diego Martinez se acercó á ella y la dijo con asombrosa osadía.

-Por Dios santo que no os conozco, señora. ¿Se trata de cerrarme los lábios á tan poca costa, y vacilais? Figuraos que puedo escribir al Rey todo cuanto ha ocurrido entre vos y el Secretario, desde el dia en que faltó póco para que os sorprendiese en su posada de Valladolid, hasta la fecha; añadid á esto que pocos minutos antes de que Escovedo, cayese, no muy léjos de aquí, un farol colocado en uno de vuestros balcones... en ese... avisó á los asesinos el momento, en que la víctirna salia de vuestra casa...

-Yo no estaba en ella, le interrumpió doña Ana, enderezándose como movida por un resorte.

-Pero estaba Beatriz, y esta circunstancia sobra para que Mateo Vazquez os enrede en el negocio. Aseguran malas lenguas, que es el fariseo mas ladino de las Españas. Mas dejemos aparte lo del asesinato. ¿No teneis bastante con lo primero? Contad también con que mi prima hablará, y con que no permanecerá mudo D. Lorenzo Tellez de Silva, quien, como sabeis, estuvo preso en Toledo, por haberse dejado la capa en los hierros de vuestro balcon, y por haber reñido con el Rey en la calle. ¿No imaginais que sus declaraciones probarán cuanto yo diga?

-¡Qué! ¿No temeis, hombre sin entrañas, la cólera de Antonio Perez ni la mia?.

-Cuando os haga prender, señora Princesa, me hallaré fuera del alcance de vuestro brazo: cuando la justicia se apodere del Secretario del Rey, no seré para ella su cómplice, sino su acusador. ¿No os he prevenido que me ausento esta misma noche?

-Señor Diego Martinez, ¿ignorais de lo que es capaz una dama ofendida y tan indignarnente tratada? ¿Quién me impide dar una voz para que acudan mis criados y os entreguen á la justicia?

-Hacedlo, señora, si creeis que eso pueda salvaros.

-No... no me salvará; pero me vengaré. ¿Qué puede hacerme el Rey? ¿Encerrarme en un claustro? A vos, señor valiente, puede hacer D. Pedro Escovedo que os ahorquen. ¿Pretendéis acusarnos después que salgais del reino? No; no saldréis, vive Dios...

Los ojos de doña Ana despedian rayos cuando pronunciaba estas palabras, y Diego Martinez conoció que se habia aventurado mucho, pues no puso en duda, atendida su soberbia, que llevaria á cabo su propósito. Pero el temple de nuestro héroe era digno de rivalizar con el de su antagonista, y por todo el oro del mundo no se hubiera suavizado en ocasion tan crítica y desesperada. Dirigióse á la puerta del salon con desenfado y la cerró por dentro; hizo lo mismo con la de la cámara, y volviendo al lado de la Princesa, dijo resueltamente:

-Hablemos, si gustais, como buenos amigos y como cómplices en el asesinato del señor Juan Escovedo.

-¡Cómo cómplices! gritó doña Ana, procurando acercarse al balcon.

Diego la detuvo y estrechando su mano con galantería, la obligó á sentarse al otro estremo de la estancia, colocándose respetuosamente en pié delante de ella.

-No debe oirse desde la calle lo que tengo que revelaros, prosiguió diciendo con horrible calma. Como cómplices vamos á tratar, no lo dudeis... ¡Cuando yo os lo afirmo!...

-Afirmad cuanto se os antoje... matadme si quereis... replicó la Princesa, retorciéndose los brazos con desesperacion. Nunca se probará que tuve parte en ese crímen.

-Señora, repuso el soldado clavando en doña Ana sus ojos de hiena, miradlo bien y repasad conmigo la lista de los que deben responder á Dios de aquel hecho. El Rey, el marqués de Los Velez, el señor Antonio Perez, mi humildísima persona, los amigos Insausti, Miguel del Bosque y Juan de Mesa...

-Callad. ¿Qué tengo yo que ver con esos nombres?

-No he concluido, señora: despues de ellos siguen el vuestro y el de Beatriz.

-Sois un impostor, mas no os temo: podreis vender al Rey mis secretos y los del Secretario... En buen hora; me desterrará de la corte... me enviará á las Huelgas...

-Os equivocáis de medio á medio; si alguno muere por el asesinato de Escovedo, morireis tambien, y en Italia está Juan de Mesa, que no me dejará mentir.

-¡Juan de Mesa!... ¡Cómo!... ¿Estáis enterado...?

-De todo, señora Princesa, de todo, porque siempre me preparo en tiempo para lo que puede venir. Juan de Mesa, á quien hace muchos años encargó vuestro esposo, el príncipe de Éboli, la muerte del secretario de D. Fernando Alvarez de Toledo, ha recibido de vuestras manos, por la de Escovedo, magníficos presentes y un empleo en la administracion de vuestras haciendas de Nápoles. A pesar de esto, hablará cuando yo quiera.

Al escuchar doña Ana tan terrible revelacion se consideró perdida sin remedio, si no entraba en un arreglo amistoso con aquel hombre, que podia disponer de su suerte y de la de su amante. Fácil le hubiera sido dar voces y hacer, si Diego no la mataba, que acudiesen sus criados ó gentes de la calle, que forzando las puertas lograsen socorrerla; mas nada adelantaba con tal escándalo y antes bien precipitaria un desenlace espantoso para ella, por las declaraciones del soldado. Convencida de su impotencia, sin fuerzas ya para luchar, recurrió al espediente de enternecer á su enemigo, dispuesta en último caso á concederle cuanto quisiera, por lo que, anudando el hilo de sus ideas y subordinando estas al imperio de la necesidad, exclamó despues de meditar profundamente:

-¿Conque tanto deseais verme morir?

-¡Yo! repuso Diego, quien conoció, por el tono de la Princesa, que habia conseguido la victoria. Dios me libre de tan ruin pensamiento. Lo único que deseo es que no os espongais vos misma á caer en el precipicio: para hacéroslo comprender bien, he tenido que hablaros con franqueza, ya que tan interesado estoy en vuestros secretos.

-Como me habeis ofrecido nada menos que la horca...

-¡Bah! No hagais caso de mis arranques de mal humor, porque desde el lance de la callejuela del camarin, me he vuelto tan caprichoso y tan descontentadizo como un turco. Suponed que nada os he dicho; que parto de la corte para que Mateo Vazquez no se salga con el intento de prendernos á todos; que vuestro secreto y el del señor Antonio Perez es una cosa sagrada, y salvad á mi querida Beatriz.

-¡Vuestra querida!

-Ó mi prima, si os place mejor.

-Mas... ¿qué he de hacer para alcanzarlo?

-Poca cosa: escribid al señor obispo de Córdoba, para que se interese con el Inquisidor Mayor y vereis maravillas.

-Ahora recuerdo que D. Antonio de Pazos debe muchas obligaciones á mis nobles padres.

-Añadid, señora Princesa, que hoy es presidente del Consejo de Castilla, merced á la influencia del señor Antonio Perez.

-En tal caso, no dudo que acceda á sus ruegos y á los mios, y si el Inquisidor Mayor...

-El Inquisidor Mayor se halla hoy dispuesto á hacer un santo del herege mas empedernido, si el Obispo de Córdoba se empeña en ello, porque aspira á dominar al Rey por medio del prelado. Beatriz saldrá sana y salva de la Inquisicion, si vos quereis; y como es indispensable que querais, resulta que todos viviremos felices.

-Mejor será que yo hable al Presidente y que el Secretario del Rey apoye mi demanda. Descuidad, señor Diego, que voy sin perder un instante á hacer vuestra diligencia.

-Contad vos con el silencio de Juan de Mesa y con el mio.

Estas fueron las últimas palabras de Diego, que se despidió de doña Ana, bien persuadido de que esta seguiria al pié de la letra sus instrucciones, ó mas bien sus mandatos, para la libertad de Beatriz. Ritiróse á la hostería, y fiel al compromiso que acababa de contraer, creyó conveniente instruir á Antonio Perez de la órden que el Rey le habia enviado por conducto de Mateo Vazquez. Mas no atreviéndose á ir en su busca, por temor de que le prendiesen, cogió la pluma y le escribió la siguiente carta:

«Señor Antonio Perez: atinado anduvisteis al aconsejarme que hurtase mi cuerpo de las pesquisas que pudieran hazerse, porque habeis de saber, que vuestro enemigo Vazquez, ha venido á mí de parte del Rey, para que no me vaya, aunque vos me lo mandeis, y por añadidura me ha entregado una buena bolsa, llena de escudos de oro. Catad que el tal Vazquez, se propone hacer de mí un nuevo Judas, para que os venda, y yo imagino esto por la bolsa y por los escudos: y, como no lo alcanzará de mí, porque no estoy de humor de danzar en la cuerda, ni obligaros á que danzeis vos, ni tampoco mi señora la princesa de Éboli, ni otras honradísimas personas, voy á ponerme en marcha en cuanto os despache la presente, que debe serviros de advertencia y consejo para todo. Y tengo para mi coleto, que el Rey anda estos dias, como diz que anduvo el ángel malo, cuando el muy glorioso San Miguel le arrojó del cielo; que si no mienten libros se quedó largo espacio entre las nubes y la tierra, antes de tomar el partido de irse á los profundos abismos. Don Felipe de Castilla, anda ansi, entre dar gusto á Mateo Vazquez y el deseo de no sacrificaros, lo qual os pone en grandísimo aprieto, porque la familia del difunto Escovedo se mueve mucho, y al fin y postre, os perderán unos y otros. Pidóos tambien humildemente, que atendáis á quanto os dixere mi señora doña Ana de Mendoza que hagais en favor de mi prima Beatriz, la qual ha sido presa hoy mismo por los inquisidores, porque ansi trabajareis en vuestra propia ventaja. Y ahora andad con tino en vuestros negocios, que han menester no poca cordura y trastienda, pues he brujuleado para mis adentros, que os halláis en grave peligro de la vida y de la hacienda. Escribidme á Zaragoza con el nombre de Roque de Almagro, si en algo necesitais mi ayuda, que yó os afirmo que no os faltará.=Y parto deste infierno, pidiendo á Dios que os saque con bien de las uñas de Mateo Vazquez, siendo en todo apuro y malanlanza vuestro humildísimo criado==Diego Martinez.»

En seguida llamó al hosterero y le encargó que saliese y le comprase sin tardanza un jaco de buenas piernas. Al anochecer tenia ya terminados sus preparativos de viage, y así después de entregar al mismo hosterero la carta para el señor Antonio Perez, Secretario del Rey, y de gratificarle generosamente, se dirigió á la puerta de Guadalajara y partió de Madrid, con el propósito de burlar todas las pesquisas, que Maleó Vazquez intentase poner en juego para prenderle.

Media hora después recibió el amante de la Princesa de Éboli la epistola que le habia dejado escrita, y sin perder momento pasó á ver á doña Ana: allí supo que ésta habia ido á hablar con el Presiden te del Consejo, por lo que no dudó de que se trataba de algun asunto grave, en el cual debia hallarse interesado. Volvió pues á su casa, resuelto á preguntar al Rey en el siguiente dia lo que debia temer ó esperar de su protección ó de su justicia, en vista del encarnizamiento con que Mateo Vazquez persistia contra él, á pesar de haberse apartado de la demanda la muger y el hijo de Escovedo, y en todo caso á decirle que le permitiese retirarse de su servicio, pues no queria ser por mas tiempo blanco esclusivo de las persecuciónes y mala voluntad de un hombre que nada tenia que entender en el negocio.

Don Felipe habia decretado en su mente la ruina del favorito, desde el punto en que creyó adivinar por la imprudente carta que le habia dirigido la princesa de Éboli, sus amorosas relaciones con esta dama. Importábanle poco las repetidísimas instancias, en que no cejaba Mateo Vazquez contra el matador de Juan Escovedo, y aun hubiera querido de todas veras echar tierra á tan desagradable negocio, porque temia que en él llegase á sonar su nombre. Mas lo que no perdonaba á Antonio Perez era que le hubiese engañado por tanto tiempo; que hubiese consentido en casarse con doña Juana Coello, á fin de ocultar su ílicito trato con doña Ana de Mendoza y no esponerse á perder su privanza, y por último la infame doblez con que habia sabido hacer recaer sobre el marqués de la Favara todas las sospechas. Este último, como ya sabemos, fué llamado por el Rey, á quien no tuvo reparo en declarar que la cartera, causa inocente de su prision en el alcázar de Toledo, era ni mas ni menos que una prenda de amistad, regalada al Secretario: D. Felipe no necesitó saber mas, para convencerse por completo de la perfidia de aquel hombre, á quien tanto habia enaltecido, y así se propuso abandonarle á su suerte.

Pero antes de que esto sucediese, érale preciso llamar cerca de su persona á algun otro, que pudiese reemplazarte en su confianza y buen afecto, así como en la direccion de los graves asuntos de la monarquia, y pensó en el cardenal Granweta, hijo del canciller del emperador Carlos V, que fue virey de Nápoles, y residia en la corte romana. Don Felipe le escribió para que con la mayor premura emprendiera su viage á España por Genova, punto en que encontraría las galeras de Juan Andrea Doria, prontas para transportarle á Cartagena; y para encarecerle mas su impaciencia, añadió estas palabras de su puño: Quanto mas presto esto fuere, tanto mas holgaré dello.

Este pliego remitido desde Madrid á 30 de marzo estaba refrendado por el mismo Antonio Perez, que ignoraba las secretas intenciones del Rey. Por su parte el cardenal Granvvela, que ya frisaba en los sesenta y tres años de edad, quedó asombrado al recibirlo, y antes de abandonar á Roma, donde descansaba tranquilo de sus pasadas fatigas, para trasladarse á la capital de las Españas, á sucumbir tal vez bajo el grave peso de un gobierno vastísimo, consultó el caso con el Papa. Temia ademas esponerse al ódio de los castellanos, enemigos de estrangeros, y á las malas ártes é intrigas de los cortesanos, á quienes no dejarla de irritar su repentina elevacion, acrecentando en su alma estos recelos el conocimiento que ya tenia de la peligrosa amistad de un monarca como D. Felipe. Pero Gregorio XIII, que á la sazon ocupaba la silla de San Pedro, solo atendió al interés que reportaría á la Santa Sede el conservar al lado del Rey un ministro tan fiel y tan entendido, en circunstancias difíciles para la iglesia, por la pugna subsistente entre el partido católico y el protestante, y fué de parecer que Granwela aceptase.

Hízolo este así y saltó para Civita-Vechia, donde se embarcó para España, aunque decidido á tomar parte únicamente en la política esterior y á mantenerse estraño á los negocios interiores del reino. Su travesía fue penosa y larga; mas por fin arribó á Cartagena, y desde allí se encaminó á la corte en compañia de D. Juan Idiaquez, á quien Antonio Perez habia hecho salir hacía ya tiempo de la Secretaria de Estado, por considerarle un rival temible, y que habiendo sabido que su contrario se hallaba próximo á caer en desgracia, determinó volver á la corte y presentarse al Rey.

Pocos dias después de la llegada de Granwela, pasó el confesor de D. Felipe á proponer á la princesa de Éboli, de parte del Rey, una transaccion con Mateo Vazquez en el asunto de Escovedo; pero ella se indignó de semejante proceder y respondió á Fray Diego:

-Mucho estraño ciertamente que Su Alteza me envie un recado semejante, con persona tan virtuosa y digna como vos.

-Señora, repuso el religioso, el Rey desea que cubra el olvido todo lo pasado, y que no se publique en la corte y fuera de ella, que el señor Antonio Perez hizo matar á Escovedo por causa vuestra.

-Decid al Rey de mi parte, replicó con altanería doña Ana, que él sabe mejor que nadie por qué murió Escovedo, y que es una impostura lo de ese perro judío de Vazquez, que no desciende de cristianos: decidle tambien, que no es mi persona para andar en tratos ni conciertos de amistades con persona tal, ni lo sufre la ofensa que me ha hecho.

-Ved, Princesa, contestó Fray Diego con calma, que me encargais palabras muy duras, para los oidos de un rey. Yo no las repetiré, á fin de que ellas no lleguen á ser ocasión de pesadumbre para vos. Hacedme saber únicamente, si aceptais la concordia, con que os brinda el señor Mateo Vazquez.

-Nada quiero de ese infame renegado, á quien Dios confunda, exclamó la Princesa.

Fray Diego de Chaves se retiró de su presencia confundido.

Antonio Perez, presintiendo el golpe que le amenazaba, y despechado también en vista de la ingratitud con que D. Felipe retribula sus importantes servicios, dejando que Mateo Vazquez le persiguiese con encarnizamiento, á pesar de las palabras que le habia dado asegurándole su proteccion, le escribió diciendo: «que él soltaba al Rey la palabra de la satisfaccion, de lo que él sabia y perdonaba sus ofensas, pues el Rey queria sufrir las suyas... con solo que lo dejase retirar y apartar de tales persecuciones, con su buena gracia en señal de su fé, y en lugar de carta de bien servido.»

No faltó sin embargo en la corte quien aconsejase bien á doña Ana y al Secretario. El obispo de Córdoba, á quien los dos habian acudido para alcanzar la libertad de Beatriz, y que por su parte tenia ya mucho adelantado con el Inquisidor Mayor sobre este asunto, les hizo entender el peligro en que se hallaban, si no se avenian á un arreglo con Mateo Vazquez y con el pariente de Escovedo, que habia salido á la palestra; exhortóles á la paz con su adversario, aun cuando supiesen de cierto que este les calumniaba; díjoles por último que hablaria al Rey y á Vazquez, si para ello lo autorizaban, y tanto fue lo que el buen Presidente trabajó en sus ánimos, que al cabo se mostró la Princesa menos implacable en sus resentimientos y Antonio Perez se dispuso á anunciar al Rey el dia 29 de julio su resolucion de reconciliarse con su perseguidor. Más ya era tarde; porque el 28 por la noche cayó para siempre de la gracia de D. Felipe.

Las once serian, cuando hallándose en compañia de su esposa doña Juana Coello y Bozmediano, llamaron á la puerta de la calle. Asomóse un criado al balcon y habiendo preguntado: -¿Quién vá?... le respondieron desde abajo: -Ábrase á la justicia del Rey, nuestro señor.

Doña Juana se arrojó asustada á los brazos de Perez, á quien amaba en estremo, y por algunos instantes se convirtió aquella casa en una verdadera y fiel imágen del caos. El Secretario, aunque conmovido, conservó su serenidad; pues no pudo imaganarse que con tanto sigilo se hubiese decretado su prision, y mucho menos que el Rey le arrancase de su morada á aquellas horas y sin oirle, por un motivo, cuyo secreto le interesaba á él mas que á nadie tener guardado. Dió pues orden de que se abriese sin tardanza á la justicia, tranquilizó como mejor pudo á su tristísima esposa, que presagiaba los acerbos males que lo prevenia la suerte, y comenzó á pasearse por la habitacion, no sin pedir mentalmente al cielo que le concediese sus auxilios, para soportar con valor cualquiera desgracia, que pudiera sobrevenirle.

A pocos momentos se la presentó el alcalde de corte Alvaro García de Toledo, y después de saludarle cortesmente, le dijo:

-Me habéis de perdonar, señor Antonio Perez, si vengo á molestaros en hora y ocasion tan intempestivas; pero me obliga á ello una órden apremiante del Rey nuestro señor.

-Cumplidla, señor alcalde, lo respondió el Secretario, que yo también la acataré como buen vasallo.

-Así lo creo, repuso Alvaro García, y por eso he venido á vuestra casa sin escolta de indiscretos alguaciles.

-¿De qué se trata?

-Mucho siento anunciároslo...

-Yo os ahorraré esa pena; venis á prenderme.

-Tal es mi encargo especial.

Doña Juana lanzó un gemido angustioso; el Alcalde se acercó á ella y la sosegó diciendo:

-Nada temais, señora, por vuestro noble esposo, porque si mal no he oído las razones del Rey...

-¡Ah! esclamó Perez. ¿Conque el rey D. Felipe os ha dado la órden?

-¿Pues quién había de dármela? contestó Alvaro García, que no habia comprendido la amargura de aquella esclamacion.

-Si os place, enteradme de ella.

-Os mando, me ha dicho, que paseis esta noche á las once á casa de mi secretario, el señor Antonio Perez, y le intimeis que se os entregue preso...

-¿Y asegurais á doña Juana Coello que nada debe temer por mí?

-Lo repito, porque el Rey ha añadido que le duele en el alma esta necesidad, en que le ha puesto Mateo Vazquez

-Es que Mateo Vazquez, á poco que se le dejo, pondrá al Rey en la necesidad de ahorcarme.

-No digais eso, por Dios, que yo confio en que vuestra desgracia pasará pronto.

-Estáis en un error, señor Alvaro: tengo muchos enemigos envidiosos de mi privanza, y todos se unirán á Mateo Vazquez para acabar de perderme.

-Tambien os quedan buenos amigos, y yo sé de buena tinta que el Presidente del Consejo aboga con calor en vuestra defensa.

-Ya sé que el señor óbispo de Córdoba es un prelado virtuosísimo; pero ¿qué ha de hacer solo contra el vizcaino Idiaquez, á quien protege el cardenal Granwela? Señor Alvaro, desde que os he visto esta noche abriga mi alma crueles presentimientos.

-Observad al menos que un hombre como vos no debe dejarse abatir por la desgracia, y que estáis apesadumbrando con vuestro dolor á vuestra noble esposa.

-Vuestras palabras me alientan; vamos pues... mas... decidme primero dos cosas: á qué castillo vais á conducirme, y si me es permitido llevar lo necesario para la muda y aseo de mi persona.

-No os molesteis, porque mi seriora doña Juana Coello atenderá desde mañana á cuanto hayais menester, como si estuviéseis aquí.

-Ahora sí que no os entiendo, señor Alvaro.

-Entendedme, ya que os aseguro que no saldréis de la córte.

-¿Pues adonde vamos?

-A mi casa y la vuestra, que vá á tener la honra de albergaros.

Antonio Perez estrechó las manos al compasivo Alcalde de corte, abrazó á su esposa, que mas trarquila al saber, que no le llevaban á una prision de Estado, dió las gracias á Alvaro Garcia por su noble comportamiento, y bajó con este á la calle, en la cual les esperaba un coche. Al poner el pie en el estribo, dijo á su guardian:

-Se me habia olvidado entregaros mi espada.

-Guardadla, señor Secretario, guardadla, le contestó aquel, porque vais á casa de un amigo.

Al amanecer del siguiente dia salió D. Felipe del alcázar, acompañado del marqués de la Favara y del conde de Chinchon: seguíales á corta distancia otro coche y después de haber entrado en la calle Mayor, se detuvo éste delante del portal de la princesa de Éboli. El conde y D. Lorenzo Tellez de Silva se separaron entonces del Réy y llamaron á la puerta de doña Ana. Abriéronles al cabo de un cuarto de hora y un criado les preguntó quienes eran:

-La justicia del Rey, contestó el marqués de la Favara, á quien satisfacia vengarse del arresto que tan sin culpa habia sufrido en el alcázar de Toledo.

Franqueóseles la entrada y subieron. Media hora despues volvieron á bajar: el conde de Chinchon daba el brazo á la princesa de Éboli: el marqués abrió la portezuela del coche y entraron los tres en él. Entonces preguntó el cochero:

-¿Cuál es la direccion?

-A la fortaleza de Pinto, le respondió D. Lorenzo.

El coche rodó con rapidez, y el rey D. Felipe lo vió partir desde el quicio de una puerta de la iglesia de Santa Maria.

Capítulo XXXVI
De qué modo dió principio el rey D. Felipe, á su venganza contra Antonio Perez

Retrocedamos un poco en nuestra narracion.

El Rey no lloró mucho tiempo á la desgraciada doña Isabel de Valois: á los pocos meses de haber bajado esta al sepulcro, dió la mano á su sobrina doña Ana de Austria, cuya entrada en Madrid dejó por mucho tiempo memoria entre sus habitantes, por haberse derribado entonces la famosa Puerta Cerrada, cuyo nombre subsiste todavia, aplicado al sitio que ocupó, y en el cual se ve hoy una Cruz de piedra, sin duda como recuerdo del límite que por aquel lado alcanzaba la corte. Dicha puerta era tan angosta. y tortuosa en un principio, que formaba varias revueltas sumamente peligrosas para la gente honrada, pues ni los que entraban por ella podian evitar el encuentro imprevisto de los que salian, ni estos librarse de ser asaltados por los primeros, cuando menos lo esperaban. Llamóse en lo antiguo Puerta de la Culebra, nombre significativo, cuyo emblema figuraba en su arco, y luego tomó el que dejamos apuntado, porque estuvo cerrada mucho tiempo, pues los facinerosos se escondian allí y robaban y capeaban á los vecinos pacíficos, ocasionando muchas desgracias, robos y muertes. Por fin hubo necesidad de demolerla para el suntuoso recibimiento de la reina doña Ana, que fué acogida con grandes regocijos públicos por todas las clases de la poblacion madrileña.

Las conferencias de Colonia, entabladas por Alejandro Farnesio, y el príncipe de Orange con el beneplácito de D. Felipe, no produjeron resultado alguno ventajoso, porque el general español se mostró inflexible respecto á las cuestiones religiosas: sepa ráronse por consiguiente los negociadores y se prepararon de nuevo á decidir la contienda, en que estaban empeñados, por medio de las armas.

Entre tanto habia muerto D. Sebastian, rey de Portugal, en los campos africanos, y ocupaba aquel trono su tio el cardenal don Enríque, que solo sobrevivió al primero un año escaso. La ley de primogenitura llamaba á la sucesion del reino á D. Felipe y luego á la duquesa de Braganza, pero habia otros competidores, siendo el principal, ó el mas osado de todos D. Antonio, prior de Crato. A pesar del ascendiente que éste tenia sobre el pueblo portugués, apoyó el Rey de Castilla sus derechos en un manifiesto, por medio del cual se declaró soberano de toda la Pinínsula; al mismo tiempo levantó tropas en España y en Italia, y pretestando una ruptura con el rey de Marruecos, equipó una fuerte escuadra para llevar á cabo su proyecto.

Los regentes que habia dejado D. Enrique anhelaban acceder á los deseos de D. Felipe, pero el pueblo de Lisboa se declaró en favor de D. Antonio y le proclamó rey de Portugal. No bien llegó á Madrid esta noticia, cuando el Rey hizo llamar al duque de Alba, que vivia retirado en Úceda desde de su llegada á Flandes, y poniendo á sus órdenes un ejército de treinta mil hombres, le ordenó la conquista de aquella tierra. D. Fernando Alvarez de Toledo no dio mas que dos batallas; pero fueron tan decisivas, que bastaron para dejar bien, y fielmente cumplimentado el encargo que habia recibido. El prior de Crato, huyó á Francia después de haber sido derrotado en Alcántara y en las inmediaciones de Viana, paró después en las islas Azores con objeto de organizar la resistencia de las mismas, llevando una escuadra de sesenta velas con seis mil hombres de tropas, que la proporcionaron los auxilios de Francia y de Inglaterra; pero atacado de improviso por la armada española, al mando del marqués de Santa Cruz, quedaron apresadas ó destruidas casi todas sus naves y las islas sujetas á la dominacion española.

Los flamencos por su parte no se intimidaron con el aumento de poder, que la conquista de Portugal proporcionaba á D. Felipe, á pesar de que la union llamada de Utrech no producia en su favor los resultados que, se habian prometido. El príncipe de Orange, que nunca descansaba, consiguió al fin que los Estados declarasen su separacion absoluta de la autoridad del Rey, é invistiesen con la soberanía de las provincias á un principe estrangero. La eleccion recayó en el duque de Anjou, á propuesta del mismo príncipe de Orange y por recomendaciones de la reina de Inglaterra, que ofreció grandes auxilios á los Estados, y D. Felipe puso inmediatamente á precio la cabeza del arrogante caudillo de la insureccion flamenca, que tantas veces habia hecho traicion á su soberano y á sus propios amigos.

Alejandro Farnesio sitió á Cambray con las pocas fuerzas que le quedaban, pero tuvo que retirarse á la llegada del duque de Anjou. Este, despues de reducir Chateau-Cambreis, pasó á Inglaterra con el intento de solicitar la mano de la orgullosa Isabel. La pérfida Princesa, empeñada en minar la gran preponderancia de D. Felipe, sin atreverse á correr los riesgos de una guerra abierta, entretuvo las esperanzas del ambicioso é improvisado Rey de Flandes, y luego, sin realizarlas legitimamente, á pesar del escándalo que, produjo en la corte de Londres la intimidad en que con él vivia, le regaló una gran suma de dinero, que tuvieron qué aprontar los mercaderes protestantes de la City, y una buena escuadra, para que diese la ley á España en los dominios sublevados. El duque arribó á Flesinga y en seguida se dirigió á Amberes, donde fué recibido con estraordinaria pompa y entusiastas aclamaciones.

El duque. de Parma, siempre sereno en medio de los peligros que lo cercaban por todas partes, no perdió la coyuntura que se le ofrecia, de descargar un buen golpe. Reunió apresuradamente sus tropas, las pocas que lo llegaron de España y de Italia, y emprendió las operaciones, amagando á un mismo tiempo diferemes puntos estratégicos, situados á grandes distancias: de este modo logró tener en espectativa al príncipe de Orange, que no supo fijamente á donde acudir, hasta que por medio de ataques sucesivos y sábiamente combinados, se apoderó de Chateau-Cambresis, de Minobe y de Gesbec, obligando á las tropas confederadas á retirarse de sus líneas de defensa, y á meterse en el campamento de Gante.

El duque de Anjou, único caudillo que podia oponerse á Alejandro Farnesio, pues acababa de recibir de Francia un refuerzo de echo mil hombres, creyó que convenía mejor á su dignidad y á los fueros de la soberanía, oprimir al mismo pueblo, que aclamaba su nombre como el de un libertador. Entró, valiéndose de miserables artificios, en Dismunda, Dunquerque y otras varias ciudades; pero los habitantes de Amberes corrieron á las armas, degollaron dos mil franceses, y hubieran esterminado á todos los restantes, sin la intervencion del príncipe de Orange, que logró apaciguar aquella revuelta. Los Estados se manifestaron poco satisfechos de la conducta de su nuevo rey, pero cediendo á la influencia del príncipe Guillermo, celebraron con él un tratado de reconciliacion y amistad. El duque sin embargo, escarmentado por la enérgica actitud de sus súbditos, no se consideró seguro en Flandes, y retrocedió hasta Calais con la mayor parte de sus fuerzas. Alejandro Farnesio, que observaba á sus dos contrarios, dispuesto á aprovecharse de la mas pequeña falta que cometiesen, se puso en movimiento, alcanzó al mariscal de Biron, la derrotó cerca de Stemberg, y tomó esta ciudad, así como las de Dunquerque, Zutphen y Nieuport, despues de haber sometido á Ipres y Brujas.

Cuatro meses habían transcurrido desde aquella noche, en que Antonio Perez fue preso. Alvaro García de Toledo le trataba con la misma distincion que si no hubiera perdido la gracia del Rey, y viendo que este no daba orden para que se entablase inmediatamente proceso alguno contra el Secretario, se figuró que no duraria mucho tiempo su desgracia. D. Felipe, lejos de molestarle, y mucho menos de perseguirlo, dispuso que el Arzobispo de Toledo visitase de su parte á doña Juana Coello, con el fin de tranquilizar su ánimo, dándolo seguridad de que lo que habia hecho en nada podia perjudicar á la honra ni á la existencia de su marido, supuesto que el único motivo de su arresto, era su desavenencia con Mateo Vazquez.

También se apresuró á dar esplicaciones satisfactorias á los duques de Medina Sidonia, del Infantado y de Cifuentes, unidos á la princesa de Éboli con lazos de parentesco, acerca de la resolucion que habia tomado, de hacerla conducir á la fortaleza de Pinto, diciéndoles que doña Ana era el estorbo que impedia la reconciliacion de Vazquez con Antonio Perez, sin la cual nunca podría darse por terminada la guerra, que habia suscitado el desagradable acontecimiento de la muerte de Escovedo.

A pesar de la benevolencia con que D. Felipe doraba al parecer la caida de su favorito, este no pudo conformarse con tan brusco cambio de fortuna. Aquel vergontoso arresto, la pérdida de su privanza, el triunfo de sus implacables enemigos, y el desaliento y el temor de que su situacion empeorase, le abrumaron de manera que cayó enfermo con calentura. No bien lo supo el Rey, cuando mandé que dejase la casa del alcalde de corte, para pasar á la suya propia. Este fué un gran consuelo para el infeliz valido destronado; pero mucho mas grande fué el que recibió algunos dias despues, cuando se le presentó D. Rodrigo Manuel, caplian de la guardia de D. Felipe, para exigirle pleito homenage de ser amigo de Mateo Vazquez, y de que ni él, ni sus deudos, ni sus amigos, le ocasionarian daño en tiempo alguno. Antonio Perez creyó que iba á cesar para él aquel estado de incertidumbre y de angustia, que tanto tiempo le atormentaba, y ofreció y juró al Rey, todo lo que este quiso. D. Felipe sin embargo, habia jurado no perdonarle, y abrigaba proyectos, cuya ejecucion le convenia dilatar por algun tiempo. Ocho meses estuvo detenido en su casa con guardias de vista el amante de doña Ana de Mendoza: al fin pareció que el Monarca se habia aplacado, porque se retiraron los vigilantes, y por último se le concedió permiso para salir á misa y pasearse, así como tambien para que recibiese visitas, con tal que no las devolviese.

Nada de esto satisfacia completamente á Antonio Perez, que orgulloso y poco precavido, aspiraba á reconquistar de nuevo su privanza, anhelando vengarse de sus contarios. Nada sin embargo pudo conseguir, porque el Rey no acababa de pronunciarse ni en favor suyo, ni en el de Mateo Vazquez, que le asediaba sin tregua ni descanso, para que dispusiese el proceso contra su enemigo. El viage que hizo entonces para tomar posesion del reino de Portugal y coronarse en Lisboa, dió treguas al deseo que tenia de terminar tan enojoso asunto de una manera, que hiciese comprender á Perez todo el encono, toda la indignacion, que en su alma habia despertado el descubrimiento de su alevoso y calculado proceder.

Doña Juana Coello no se desanimó: con una abnegacion heróica y á pesar de hallarse embarazada de ocho meses, partió para Lisboa, á fin de arrojarse á los piés del Rey, y pedirle que, como caballero, hiciese entender á Mateo Vazquez, la sinrazon con que obraba, y le órdenase el sobreseimiento de un negocio, que si llegaba á publicarse con los nombres de los que en él habian tenido parte, no saldria ciertamente muy bien librado el mismo D. Felipe. Pero este contaba con excelentes espías para saber desde las orillas del Tajo cuanto pasaba á las del Manzanares, y no bien recibió aviso de los intentos que llevaba la mujer de Perez, cuando llamó al alcalde Tejada, que le habia acompañado á Portugal, y le dio orden para que la prendiese en el camino.

Tejada se trasladó inmediatamente á Aldea Gallega, llegando á esta poblacion media hora antes que doña Juana Coello; al entrar la virtuosa matrona en la posada prircipal, se vió rodeada de alguaciles. Sobrecogióse de susto, y habiendo preguntado si aquella escuadra de esbirros se dirigia contra ella, se adelantó el alcalde Tejada para declararle, que quedaba presa.

-¿Por qué causa? le preguntó con altivez la esposa de Antonio Perez. ¿Ignoráis por ventura que voy á Lisboa al encuentro del Rey mi señor?

-Por eso mismo, y de su órden os prendo, murmuró el alcalde.

Doña Juana tuvo que obedecer, así á este mandato, como al que llevaba Tejada de exigir de ella una declaracion sobre las intenciones, que se suponian en Antonio Perez contra Mateo Vazquez, y sus deseos de matarle, por haberse mostrado su acusador público en el asunto de la muerte de Escovedo; pero tanto la afectaron aquellos rigores y el aparato desplegado contra su persona, que malparió el mismo dia, y estuvo algunos mas en grave peligro de perder la existencia.

Tejada avisó al Rey esta novedad desde Aldea Gallega, y cuando se presentó á él en Lisboa, observó que le miraba con enojo, sin que acertara á darse cuenta de la causa que lo producia, supuesto que él no habia hecho mas que cumplir exactamente su voluntad. D. Felipe, que sentia en el alma haber sido obedecido con tanto empeño, tratándose de una señora tan principal y de tan elevados pensamientos, le preguntó:

-¿Qué me traeis?

-Señor, le contestó Tejada temblando, es la declaracion de doña Juana Coello y Bozmediano.

-Dádmela, repuso el monarca, y tened entendido que si esa dama pierde la vida por el susto que la habéis causado, mandaré que os ahorquen.

Diciendo así cogió la declaracion, la arrojó al fuego y la dejó quemar en presencia del aturdido alcalde, á quien no volvió á dirigir la palabra. El recuerdo de tan estraña escena produjo desde entonces en el pobre Tejada estremecimientos nerviosos, que le duraron toda su vida.

El Rey envió al Padre Rengifo á Aldea Gallega, con encargo especial de decir á doña Juana, que en cuanto se lo permitiese el estado en que se hallaba, se volviese á Madrid con toda comodidad y sosiego, pues él la empeñaba su palabra de caballero en el pronto despacho del negocio de su marido, así que los asuntos de Portugal le permitiesen regresar á su corte de Castilla.

No tardó en verificarse esto último, ni le fué posible tampoco á Mateo Vazquez disimular la impaciencia que tenia de ver á D. Felipe, á fin de asestar nuevos golpes al corazon del caido Secretario. El Rey lo recibió sin manifestar en su severo rostro señal alguna que revelase sus miras favorables ó adversas, respecto á la lucha entablada; pero adivinando por el júbilo de aquel hombre implacable, que iba á escuchar alguna nueva de interés, relativa á Antonio Perez, le dijo:

-Se me figura, señor Mateo Vazquez, que no habéis perdido el tiempo durante mi ausencia.

-Al contrario, señor; lo he aprovechado para acabar de conocer al traidor, que tantas veces ha abusado de su poder y valimiento. Ya no pueden oscurecerse ciertas cosas, ni el escarmiento atemoriza á ciertas conciencias.

Este exordio estudiado del enemigo de Perez excitó la curiosidad del Rey, que repuso con vehemencia:

-Esplicaos. ¿Qué habeis descubierto?

-Señor, respondió Vazquez, al Secretario que dispuso la muerte de Escovedo, porque nunca he creido que la ejecutase con su propia mano, han servido muy poco las enseñanzas de su desventura, ya que con tan escasa modestia hace alarde de las grandes riquezas que posee.

-Eso es dejarme en tinieblas, replicó D. Felipe. Hace mas de año y medio que pedis justicia en nombre de la familia de Escovedo, y otro tanto que todos se quejan porque no se os atiende; y hasta ahora, no habéis presentado un solo hecho que pruebe vuestras acusaciones. ¿Queréis por ventura que mande empalar vivo al señor Antonio Perez, porque se os antoje decir, que él ordenó aquella muerte?

-El la ordenó, Señor... murmuró Vazquez.

-Justificadlo, si podeis.

-Señor, eso llegará á su tiempo.

-Pues hasta entónces, reportaos y no acuséis al hombre, contra quien nada probais.

-Puedo, señor, probarle otros delitos, que ha cometido en ausencia de Vuestra Alteza.

-¿Cuáles son?

-Antonio Perez es muy poco precavido y sin duda se ha propuesto mofarse de su propia desgracia, probando que el valimiento es cosa provechosa para las malas conciencias. El mismo género de vida lleva ahora que antes; sus gastos son enormes y tales, que ningun príncipe le iguala en ellos; en las comedias tiene palco magníficamente entapizado, y mantiene en su casa escandaloso juego de veinte doblones de saca y cuatro de posta, dando casi todas las noches cena con grande ostentacion de platos y de viandas.

-Mal hace en burlarse así de mi justicia, señor Mateo Vazquez; pero se pondrá órden en ello.

-Es seguro, senor, que de todas estas cosas se murmura en la corte y en la vilia, que urge tomar una determinacion.

-Habeisme dicho, que, esos delitos pueden probarse. ¿De qué modo lo entendeis?

-Preguntando al almirante de Castilla, á D. Antonio de La-Cerda, al marqués de Auñon y al señor Octaviano Gonzaga, que no me dejarán mentir, porque son los que acompañan en el juego al desatentado Antonio Perez.

-¿Estais cierto de todo?

-Señor, si no fuese verdad que el secretario ha amontonado inmensas riquezas, vendiendo los cargos públicos al que mas daba, como en pública almoneda, consiento en que mi cuerpo sea enrodado.

-Y enrodado será, si vuestro ódio os incita á calumniar al que en tan alta estima he tenido. Id con Dios, que en todo se hará justicia.

Pocas horas después se hallaba el Rey en la cámara de doña Ana de Austria, en cuya compañia y trato se consolaba de las grandes contrariedades y enojosos cuidados de su difícil y complicado gobierno. La conversación de los régios esposos era animada, y desde luego se conocia que el objeto principal de ella versaba sobre alguna súplica de la Reina, á la cual se resistia D. Felipe, aunque sin enfado, antes bien con todos los miramientos y atenciones debidas á la persona, que con generoso empeño procuraba convencerte.

-Mirad, señor, decia la Reina, que la Princesa me lo jura por escrito.

-Y vos, señora, replicaba el monarca, habeis dado fé á su juramento.

-¿Qué quereis que haga? Una dama tan ilustre como doña Ana de Mendoza no puede mentir.

-Se os ha escapado una palabra, que prueba toda la bondad é hidalguía de vuestro corazon; mas yo quiero enmendaros la plana: donde pusisteis no puede, poned no debe, á fin de que nos entendamos.

-¿Suponeis que ha osado negarme la verdad?

-No lo supongo; lo doy por cierto y seguro ¿No se ha atrevido á pedirme mil veces justicia contra sus calumniadores? ¿No pedí perdón á D. Ruy Gomez de Silva, por mi hijo el desventurado D. Cárlos de Austria, y todo en vista de un escrito que me dirigió la princesa de Éboli? ¿No se me quejó contra su mismo esposo? ¿No ha vuelto á quejarse despues de Mateo Vazquez? Señora, esa muger ha dado la muerte al mas hon rado magnate de Castilla y ha perdido para siempre al hombre, en quien habia depositado toda mi confianza.

-Pero esas relaciones... esos tratos secretos de doña Ana con el secretario Antonio Perez, ¿no son supercherías forjadas por sus enemigos?

-Preguntádselo al marqués de la Favara, á quien encerré en el alcázar de Toledo, porque me hicieron creer que era el galán de la Princesa, el mismo que saltó una noche desde su balcón á la calle y que se defendió espada en mano de mis acometidas. ¿Y sabeis quien acusó al marqués, señora? El galan verdadero de doña Ana; el secretario Antonio Perez: ese fué el que saltó y el que huyó de mí al conocerme. Todavia he de conservar la capa, que el conde de Cifuentes se encontró enredada entre los hierros del balcon de doña Ana de Mendoza.

-¿Y qué pensáis hacer de ella?

-Tenerla encerrada en Pinto.

-Pero allí se aburre, señor..

-Váyase por lo mucho que se ha holgado en la corte, haciendo rabiar al noble Silva.

-¿Imagináis que, si es verdad enantorse habla contra ella, no se habrá arrepentido de sus locuras?

-¿Cómo ha de haber hecho eso, si las niega?

-Mas yo debo responder á su súplica...

-Es justo: habeis intercedido en favor de la culpable.

-Señor ¿quereis que me arroje á vuestros piés para arrancaros su perdon?

-No os lo consentiria yo... Esa muger es indigna de tan alta protectora...

-¡Ah! Permitid que una buena obra sea el feliz anuncio de mi venida á España; ese anuncio me promete muchos años de felicidad.

-Señora... Señora... doña Ana de Mendoza os ha seducido. ¿De qué no es capaz esa vizca? Mas... decidme, ¿la creeis inocente?

-¡Llora tanto la infeliz en su fortaleza de Pinto!

-Llora, porque ya no puede hacer de las suyas.

-Señor, no debeis insultar su desgracia: Hoy son muy poderosos sus enemigos...

-Es decir que para vos...

-No os lo negaré, señor; la princesa de Éboli es una víctima de sus maquinaciones.

-¿Y si os pruebo que D. Ruy Gomez de Silva se mostraba sobrado clemente, cuando queria encerrarla en el monasterio de las Huelgas?

-Si eso haceis, no volveré á despegar mis lábios en favor de doña Ana.

El Rey hizo resonar el timbre de la cámara, y al punto se presentó un page, á quien dijo el primero.

-Llamad á D. Rodrigo Manuel, mi capitan de guardias.

No tardó este en presentarse, y D. Felipe le dió órden terminante de que fuese á buscar al señor Antonio Perez, y no volviese sin él.

El capitan de guardias encontró al caido privado disponiéndose para asistir á un banquete, que daba á sus amigos el presidente de Castilla; mas no bien se hubo enterado de la voluntad del Rey, esclamó frotándose las manos.

-Gracias os doy, señor D. Rodrigo, por tan alegre nueva; que alegre y muy alegre debe de ser para mí el momento que la suerte me depara, para que pueda convencer á Su Alteza de las imposturas de Vazquez. Vamos, vamos sin perder minuto, para que no se retarde mas de lo necesario la satisfaccion de mi venganza.

Cuando entró Antonio Perez en la cámara de la Reina, se hallaba este sentada junto á una ventana, que caia al patio principal del alcázar. D. Felipe hizo seña al capitan para que retirase y mirando fijamente al Secretario, le dijo:

-Os he llamado señor Antonio Perez, porque la Reina desea que la señora princesa de Éboli se restituya á su casa y familia; mas como para que así se haga, es preciso que su inocencia aparezca tan clara y brillante como la luz del sol, declaradnos cuanto sepais acerca del caso que nos ocupa.

El amante de doña Ana de Mendoza hizo acatamiento á la Reina y al Rey, y contestó:

-Negocio es ese, señor, tan grave y de tanta consecuencia, desde que la terquedad de Mateo Vazquez lo ha embrollado, que acarreará grandes males, si no se corta en tiempo.

Antonio Perez creia que D. Felipe, le hablaba de la intervencion que habia podido tener la viuda de D. Ruy Gomez en la muerte de Escovedo: al oir la Reina su respuesta, apoyó la frente en una de sus manos y quedó pensativa, y el Rey volvió á mirarle de hito en hito, porque queria que Perez adivinára lo que no se atrevia á declarar. Viendo al fin que necesitaba recordarle cosas pasadas, para hacerte conocer el objeto de aquella entrevista, te dijo con sombrío acento.

-Mateo Vazquez entiende en el negocio de la muerte de Escovedo y allá se las haya: bien sabeis que doña Ana de Mendoza no está detenida en Pinto por ese suceso. ¿Jurais que D. Lorenzo Tellez de Silva ha sido su amante?

Antonio Perez conoció que estaba perdido sin apelacion; acordóse de Diego Martinez, de aquel confidente tan fecundo en engaños, pero al mismo tiempo leia en el irritado semblante del Rey, que era ya de todo punto imposible adormecerle de nuevo. En tan angustioso apuro, perdió la serenidad que tanto le habia favorecido en los mas arriesgados lances de su azarosa vida, y arrojándose, a los pies de la Reina, esclamó desesperadamente:

-Señora... Señora... á Vuestra Alteza me acojo.

-Está bien, levantaos, repuso D. Felipe con bondad. Eso es lo que yo pretendia de vos y ahora estoy satisfecho, porque la Reina sabe lo que deseaba saber. Retiraos en paz, y tened entendido que acabáis de hacer una buena obra.

Obedeció Antonio Perez y marchó á su casa sin comprender lo que significaba la conducta del Rey, aunque persuadido de que nada ignoraba de sus misteriosas relaciones con la Princesa. Despues de largas meditaciones que entretuvieron su imaginacion el resto del dia y toda la noche, entrevió la terrible suerte que le esperaba, si no ponia cuanto antes en salvo su persona: en efecto, la vacilacion del Rey en determinar que se instruyese proceso contra su Secretario, habia consistido hasta entonces, en que carecia de una prueba irrecusable de sus traiciones; á la esplicacion del marqués de la Favara necesitaba añadir las que pudieran suministrarle el mismo Perez ó su cómplice dona Ana, y la confusion del primero, su humildad á los piés de la Reina, su abatimiento y vergüenza, al exigírsele juramento sobre los amores de la princesa y Tellez de Silva, completaban el convencimiento de un Monarca que jamás transigió con la falsía, y á quien tantas veces habia engañado el presuntuoso favorito.

Resuelto este á salir de la corte, quiso antes escribir á Diego Martinez, quien con el nombre de Roque de Almagro residia pacíficamente en Zaragoza, y aplazó su viage por dos dias; esta detencion fué fatal para él y para su familia.

El misino día de su entrevista con la Reina, dió D. Felipe órden verbal y secreta á Rodrigo Vazquez de Arce, presidente del consejo de Hacienda, para que en el término de veinte y cuatro horas le presentase una sumaria informacion acerca de la fidelidad de Antonio Perez, como ministro. El resultado patentizó su corrupcion, por cuanto Luis de Oyera, caballero de Santiago, D Juan Gaetan, mayordomo mayor, el conde de Fuensalida, D. Pedro de Velasco, capitán de la guardia española, D. Fernando de Solis y el Arzobispo de Sevilla declararon unánimemente su venalidad, sus inmensos gastos y además su intimidad estrecha con la princesa de Éboli. Probósele asimismo que al morir su padre, Gonzalo Perez, nada le habia dejado, y que poseia sin embargo una fortuna y tren de casa y servicio, que nunca habian guardado proporcion con los emolumentos de su destino. Quien mas daño lo hizo fue Luis de Overa, asegurando que él mismo le habia remitido cuatro mil ducados por el título del mando de la infantería italiana, espedido á favor de Pedro de Médicis; que recibia todos los años de Andrea Doria una gratificacion, para que atendiese á sus asuntos en el despacho del Rey; que los señores estrangeros y los mismos príncipes, que pretendian algo en la corte de España, se dirigian á él con largueza, por medio de grandes regalos, para que les favoreciese, diciendo públicamente, que mas querian dar al secretario íntimo del Rey lo que habian de gastar en Madrid para conseguir sus fines, que permanecer esperando muchos meses y aun años las gracias y mercedes, que aquel les alcanzaba en un dia.

Don Felipe en vista de lo que arrojaba el sumario mandó arrestar á Perez en su propia casa, inmediata á la iglesia de San Justo, pero con mas rigor que la primera vez, y le hizo condenar por concusionario: he aquí la curiosa sentencia, que pronunció el Consejo sobre tan escandaloso asunto:

«El Licenciado D. Tomás de Salazar, del Consejo de Castilla por la Santa y general Inquisicion, Comisario general de Cruzada etc. Por cuanto el Rey nuestro Señor desea saber y conocer la manera con que le han servido los Secretarios de la Corona de Castilla, así como la fidelidad, integridad y celo, con qué ellos y sus oficiales han procedido en el ejercicio de su ministerio y cargo, ha ordenado que se sometiesen a la visita, comisionándonos al efecto; y después de algunas diligencias previas, en virtud de las cuales hemos juzgado oportuno notificar a algunos de ellos los cargos que les resultaban, y despues de verificada la notificacion, oidos sus descargos, terminado el procedimiento de visita, el Rey á resuelto que se nombren jueces, para que todos reunidos examinen y revean el referido procedimiento y den su fallo conforme á justicia.»

«Y habiendo considerado los cargos y descargos del Secretario de Estado Antonio Perez, despues de consultado con el Rey nuestro Señor, el dicho Perez ha sido condenado á encierro y prision en la fortaleza que el Rey sea servido señalar, por espacio de dos años y mas, si lo cree conveniente; y á ser desterrado por diez años á treinta leguas de la corte, quedando suspenso por este tiempo de sus empleos, y que ambas penas se dejen a la discreccion del Rey y sus sucesores; contándose, en el dicho destierro el tiempo de la prision y arresto en la fortaleza, y en caso de infraccion se doblará la condena. Otro si. En los siguientes nueve primeros dias pagará, devolverá y restituirá doce millones, doscientos veinte y cuatro mili setecientos noveinte y tres maravedises, en la forma y manera siguiente: 2.070,385, que recibió y le enviaron de Nápoles, por cuenta de la Señora doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, salvo el derecho que pueda alegar para recibir de la dicha princesa cierto censo, que supone pertenecerle y está impuesto sobre sus bienes; Item, ocho colchas nuevas de terciopelo carmesí, recibidas de la dicha Princesa y en el mismo estado que le fueron entregadas, á no ser que prefiera dar por cada una de ellas, 300 ducados, reservando al dicho Perez su derecho contra la Princesa, para exigirlo que en cambio supone haberla dado; Item cuatro piezas de plata procedentes de la venta del conde Galvez, y que recibió de la dicha princesa, tales y tan buenas como estaban cuando las recibió, á no ser que por ellas pague 44.370 maravedises; Item, una sortija con un rubí, que recibió de la dicha princesa, á menos de que pague por ella 198.750 maravedises; a fin de que todas las sumas y objetos susodichos se entreguen y remitan a los hijos y herederos del príncipe D. Ruy Gomez, ó por ellos á quienes pertenezcan; Item, un brasero de plata, que recibió del Señor D. Juan de Austria, en el mismo estado en que lo recibió, ó en cambio 700 ducados; y por otros varios cargos y faltas que resultan de la sumarla y están probados 7.371.098 maravedises, aplicado todo al fisco y á la cámara del Rey.»

Al mismo tiempo que así se procedia contra el desgraciado Antonio Perez, fué conducida doña Ana de Mendoza al monasterio de las Huelgas de Burgos. Su empeño de justificarse y de reconquistar su perdida influencia para perseguir á Mateo Vazquez y sacrificarlo á su venganza, la obligó á dirigirse á la Reina, esperando que por su medio consiguiria aplacar las iras de D. Felipe. Lo único que logró fué empeorar su situacion y la de Antonio Perez, dando lugar con su impaciencia el procedimiento de visita y á la nueva prision de este, asi como á sus propios tormentos y á la desesperacion de verse encerrada en un claustro.

Capítulo XXXVII
Un Reverendo Padre Franciscano y su Lego en emboscada

Una vez arrestado en su casa, suspendió Antonio Perez la realizacion de su proyecto de fuga, hasta que recibiese respuesta de Diego Martinez á la carta que le habia escrito: pero el Rey, dispuesto ya á castigarle con todo rigor, dió órdenes estrechas contra su persona. Mateo Vazquez, que no perdonaba medio ni ocasion de dañar á su enemigo, fué tambien el primero á quien ocurrió que este podia sustraerse á la justicia de Castilla, con solo dirigirse á Aragon é invocar los fueros y privilegios de aquellas leyes protectoras: por lo tanto pidió a D. Felipe que fuese custodiado en sitio mas seguro que el que ocupaba, y en consecuencia recibieron los alcaldes Espinosa y Alvaro García de Toledo comision secreta de sacar á Perez del lado de su muger, y de conducirle al castillo que su incansable perseguidor indicase.

Los comisionados hallaron al preso en compañia de doña Juana Coello y del Arzobispo de Toledo, que habia ido á visitarle. Al verle; se levantó todo turbado, y encarándose con Alvaro García, le dijo:

-De mal agüero es vuestra presencia en mi casa, señor Alcalde.

-Así es, señor Antonio Perez, le respondió este con tristeza, pero esta vez no os irá tan á gusto como la otra.

-¿Conque vais á llevarme?

-Eso se me ha prevenido y en secreto.

-¿Sabéis que voy creyendo, que Mateo Vazquez ha de conseguir del Rey que me descuarticen vivo? Mucho poder ha alcanzado en poco tiempo.

-¿Qué quereis que os diga? Juego de azar es la privanza, en el cual se pierde, cuando mas seguros estarnos de ganar.

-Dígalo yo, señor Alvaro.

-Mucho me duele vuestra desgracia y algo bueno diera yo, porque otro desempeñára esta comisión que traigo; mas no ignorais que la obligacion de mi destino es obedecer ciegamente la voluntad del Rey.

-La del Rey, sí; mas no la de ese miserable judío.

-Si el Rey me envia ¿tengo yo, señor Antonio Perez, derecho para averiguar por qué lo hace?

-Señor Alcalde de corte, muy bien discurrís en eso, más no se os oculta, que todo lo que me sucede es por sugestiones de un malvado, que aspira á ocupar mi puesto.

Alvaro García nada repuso á esta observacion. Perez entonces le preguntó temblando:

-¿A qué prision de Estado vais á llevarme?

-Os lo diré cuando lleguemos á ella, le contestó el Alcalde.

El Secretario se retorció las manos con angustia, perdió el color y se dejó caer casi aniquilado en un asiento. Doña Juana se levantó del suyo y corrió hácia, él para darle ausilio e infundirle valor, y viendo que Espinosa se adelantaba, colocóse delante de él y esclamó:

-No deis un paso mas para arrancarte de mí, si no quereis que me arroje á vuestro cuello y os ahogue. Decid de mi parte al rey D. Felipe, que no es esto lo que me ofrecieron de la suya en Aldea Gallega, y que si preso sale de la corte el señor Antonio Perez, que tantos servicios le ha prestado, presa irá con él su noble esposa doña Juana Coello.

-Tranquilizaos, hija mia, y creedme que es mucho mejor obedecer al Rey, para adquirir el derecho de apelar á su justicia, murmuró el Arzobispo de Toledo, procurando contener á la irritada matrona.

-Callad, doña Juana, añadió Antonio Perez levantándose, y como absorto en alguna idea que dominaba en su imaginacion; he oido decir que todos los males de esta vida tienen remedio, y el mio tambien lo tendrá. Ahora pido á estos señores que me dejen hablar a solas cinco minutos con el señor Arzobispo, de cosas que atañen á mi salvación.

Los alcaldes respetaron el dolor del hombre, cuya voluntad habian acatado tantas veces y se hicieron atrás, retirándose hasta la puerta de la estancia. El Secretario aprovechó aquel momento en que no podian oirle, para decir al Arzobispo, en tanto que doña Juana observaba á los enviados del Rey:

-¿Creeis que puedo evitar esta desdicha, acogiéndome al amparo de la Iglesia?

-Creo que debeis intentarlo, si os es posible. Mas... ¿cómo hacerlo? le contestó el Prelado.

-Ahora mismo lo veréis, replicó Perez con viveza. Solo os ruego que entretengais a esos hombres, mientras pongo en ejecucion mi proyecto.

Y volviéndose hácia los alcaldes añadió:

-Dadme vuestra licencia para tornar mi capa y mi sombrero, señores; he dicho al señor arzobispo, tocante a mi salvacion, cuanto tenia que decirle y en breve estaré á vuestras órdenes, para que cumplan las del Rey.

Diciendo así, se retiró de la estancia y entró en una pieza contigua, en la cual había una ventana que daba á San Justo, y cuya elevacion era de unos nueve piés; descolgóse por ella y bajó á la iglesia; mas considerando que si no se daba prisa en sus gestiones, podrían sacarle de ella sin faltar á la jurisdiccion eclesiástica, se dirigió sin perder momento a la sacristia y habiendo encontrado al Cura mayor, le enteró del caso. Cuando corrian los dos á cerrar las puertas, vieron en el templo al Arzobispo, quien sospechando lo que Antonio Perez acababa de ejecutar, se había despedido de doña Juana y de los alcaldes. Cansados estos de esperar la vuelta del Secretario, manifestaron al fin su admiracion á la afligida esposa: doña Juana entonces imaginó que el Arzobispo y Antonio Perez habian urdido alguna trama, y á fin de ganar tiempo, dijo á Alvaro García:

-No os inquietéis por la tardanza; pues si al cabo le llevais hoy, sabe Dios por cuanto tiempo, ¿por qué estrañais que manifieste apego á todos los objetos que se presenten á su vista? Las mismas paredes le detendrán para que se despida de ellas. Aguardad, que yo le traeré, para que le robeis, sin compasion, á mis lágrimas y á mi cariño.

La esforzada matrona penetró en el aposento que se comunicaba con San Justo, y quedó convencida de que su esposo se había salvado. Su júbilo no pudo permanecer encerrado en su pecho, y estalló con un grito: corrieron los alcaldes temiendo alguna horrible desgracia, mas ella les salió al encuentro, diciéndoles:

-Podeis informar al rey D. Felipe de Castilla, que el secretario Antonio Perez, se ha amparado bajo la santa jurisdiccion de la Iglesia.

Aterrados escucharon esta nueva Espinosa y Alvaro García de Toledo; mas como no osaban presentarse á D. Felipe para darle cuenta del mal éxito de su cornision, trataron de ver si podían llevarla á cabo apoderándose del prófugo. Echáronse precipitadamente á la calle, y después de reunir una escuadra de alguaciles, se acercaron á San Justo y requirieron al Cura Mayor en nombra del Rey, para que abriese las puertas. Inútiles fueron su persuasiones y su porfia, los sacerdotes reunidos ya en el templo se negaron á la demanda, y entonces Espinosa dispuso que se violentase una de las entradas: hízose así con auxilio de una palanca, la puerta cedió, y los alguaciles penetraron en la Iglesia, á pesar de las excomuniones y anatemas que, al huir en todas direcciones, les lanzaban los asustados clérigos. Los alcaldes seguidos de su escolta, registraron los confesionarios, los rincones de los altares y la sacristia buscando al fugitivo, hasta que por fin, al cabo de á una hora de esfuerzos y de pesquisas infructuosas, dieron con él en un desvan de la iglesia, y de allí le bajaron cubierto de polvo y de telarañas. De nada sirvieron entonces las nuevas protestas del Arzobispo y de los curas, que amenazaron á Alvaro García con un motin popular. Espinosa sacó á Antonio Perez de San Justo, le hizo entrar en un coche y rodeado de buena escolta, partió con él á la fortaleza de Turruégano. El vecindario se alborotó, á la primera noticia de que los esbirros de la justicia del Rey acababan de profanar el templo, declarándose contra el derecho de asilo, y aunque dejó pasar el coche que conducia al Secretario, por temor á la custodia de los mosqueteros que llevaba, apedreó á Alvaro García de Toledo y á sus alguaciles, persiguiéndoles hasta la calle Mayor y descalabrando á algunos de ellos.

Tan desagradable asunto tornó en seguida sérias proporciones, pues se promovió larga y reñida competencia entre la justicia seglar y la religiosa. Fueron acusados los dos alcaldes por el fiscal eclesiástico de haber escarnecido los fueros e inmunidades de la iglesia, y en vista de todo lo actuado, reunidos el juez apostólico y el vicario general dieron sentencia contra ellos, disponiendo que volviesen á depositar el preso en S. Justo. Enterado D. Felipe de cuanto ocurria, mandó inmediatamente á los jueces eclesiásticos que se inhibiesen de la causa, reprendió severamente al vicario, hizo salir de la corte el Arzobispo de Toledo, y dispuso que el Consejo de Castilla, diese por no pronunciadas las censuras y excomuniones, que se habian lanzado contra sus alcaldes y alguaciles.

No bien supo Diego Martinez en Zaragoza las últimas ocurrencias de Madrid, cuando determinó pasar de nuevo á Castilla con ánimo de enderezar todos los entuertos que se habian cometido. Grandes eran estos, en opinion del héroe de Pavía. En primer lugar, Antonio Perez habia andado muy torpe en dejarse prender, cuando tenia á su disposicion todos los medios necesarios para evitar su desgracia: por otra parte, no entraba en sus cálculos la resignacion con que la princesa de Éboli se habia sometido á la voluntad del Rey, permaneciendo encerrada en la fortaleza de Pinto.

-Esa dama, decia al buen veterano, al repasar la carta de Antonio Perez, ha perdido todo su temple; el Secretario tambien se deja abatir por el primer revés de la fortuna... ¡Qué hombre!... ¡Qué muger!... Es necesario que yo vaya á poner órden en sus negocios, ya que ellos han fomentado los mios. ¡Oh! El agradecimiento por delante, señor Diego Martinez, y supuesto que doña Ana y el Secretario han hecho todo lo que han podido en favor de Beatriz, justo es que yo corresponda á su fineza. Iré á la córte sin temer al Rey, ni á Mateo Vazquez, ni á los Inquisidores; sacaré al Secretario de su casa, contra el parecer de todos los guardianes del mundo, y á la Princesa, del cascaron de piedra en que la han metido, por demasiado confiada; aporrearé si es necesario, al Inquisidor Mayor, y á todos sus familiares, para que me entreguen la persona de Beatriz sana y salva, y luego... Dios proveerá.

Apenas hubo concluido este monólogo, que la audacia acababa de inspirarle, cuando abriéndose la puerta del aposento que ocupaba, en uno de los mas ocultos hospedages de la capital del antiquísimo reino de Aragon, dió paso á un personage, cuya catadura no era muy apropósito para tranquilizar á nuestro aventurero. No podia distinguirse su trage, porque le cubria de alto á bajo una capa á la usanza española, y lo tapaba el rostro un sombrero de anchas alas, que tuvo especial cuidado de encasquetarse mas al entrar. Diego le examinó con recelo y aun dió algunos pasos hácia atrás para acercarse al sitio en que tenia sus armas, lo cual excitó la hilaridad del recién llegado, quien soltando la carcajada, esclamó presentándolo su mano:

-Vive Dios, que de aquí en adelante no ha de decirse que el hábito no hace el monge. ¿Tan corto de vista se ha vuelto ya el señor Diego Martinez, que no conoce á sus antiguos amigos?

El primer movimiento del soldado fue abalanzarse, por única respuesta, al desconocido, desembozarle y echar su sombrero atrás.

-¡Providencia divina! gritó luego que le hubo visto la cara. ¡Juan de Mesa en Zaragoza!

-Ni mas ni menos, repuso el villano, y cuenta... que no he venido solo.

-El cielo lo trae de Italia, para que me ayudes á salvar á la princesa de Éboli y al señor Antonio Perez, le dijo Diego en voz baja.

-Algo he oido del peligro que corre el Secretario, porque Miguel del Bosque se las promete felices con las promesas que le han hecho.

-¿Promesas? Esplícate, Juan... pero antes cerremos esa puerta.

Hízolo así Diego, sentáronse los dos amigos y el villano de Villagarcía tomó la palabra diciendo:

-Necesito saber, antes que pasemos á otra cosa, por qué motivo se han empeñado los pillos de esta maldita posada, en que el señor Diego Martinez no se hospeda en ella.

-¡Bah! contestó el veterano, por la misma razon que negaba el consabido hosterero de Madrid, que Juan de Mesa se aposentase en su miserable pocilga.

-Lo cual significa que has tenido razones de gran peso para abandonar tu nombre.

-¿Quién lo duda? Ya te las esplicaré: bástete saber por ahora, que aquí soy conocido por Roque de Almagro.

-Pues bien, señor Roque, tened entendido que para llegar hasta vos, he tenido que atropellar en la escalera á cuatro badulaques, que me impedian subir.

-Allá se las hayan eso prueba que en Italia has echado humos de conquistador.

-En Italia se vive á lo rey, amigo mio, y ya estoy rabiando por volverme á esa tierra de promision, donde corren con mas abundancia que en Castilla y Aragon los dineros de España.

-¿Por qué diablos has venido?

-¡Toma! ¿No has dicho antes que el cielo me trae?

-Eso es bueno para que yo lo crea, pero no me esplica tu viaje.

-No quiero ocultarte que salí de Italia, siguiendo á Miguel del Bosque.

-¡Ah! ¿Conque está en Zaragoza?

-Si prosigues de ese modo haciéndome preguntas, no nos entenderemos.

-Cierro mis lábios y nada me ocultes, porque nuestros negocios exigen hoy entera franqueza y mútua confianza.

-Algo embrollados deben andar, amigo Diego, y así, escúchame bien. Luego que llegamos á Nápoles, quedamos Miguel y yo en los tercios que dan guarnicion á aquella ciudad, y el alférez Insausti pasó á su compañia que estaba en Palermo, y allí murió.

-¡Ah! Un testigo menos, murmuró el soldado.

-Le mataron de dos puñaladas, prosiguió diciendo Juan de Mesa, no sin dirigir, á su interlocutor una mirada escrutadora; es decir, que recibió con las setenas el golpe que dió al señor Juan Escovedo. Yo, como sabes, me metí en la administracion de las haciendas de la señora princesa de Éboli, y no he perdido el tiempo: lo peor es que me ha durado poco, porque la justicia del Rey ha embargado aquellos bienes, de resultas de los embrollos que ha habido en la corte con doña Ana. Mas no para aquí la historia; sino que un dia fue á verme Miguel del Bosque, á fin de noticiarme que iba á pónerse en marcha para la corte. Díjome que habia recibido carta con salvo conducto de un tal Mateo Vazquez, al presente secretario del Rey, en la cual le ofrecia grandes mercedes y regalos si se presentaba en Madrid á declarar contra el señor Antonio Perez; añadíale el mismo Secretario, que al rey D. Felipe no le importaba saber quienes ejecutaron la muerte de Escovedo, sino solo quien la mandó hacer, y si la princesa de Éboli tuvo de antemano conocimiento de ella, con tantas y tan fuertes y tentadoras razones, para convencerte de lo mucho que le importaba someterse á los deseos de su Alteza, que el alferez Bosque, despues de jurarme que mi nombre no sonaria para nada en el asunto, se resolvió á cumplir lo que se le ordenaba. Yo le vi partir de Nápoles, y te confieso que desde aquella hora, no tuvo un momento de reposo. ¿Quién me aseguraba á mí que Miguel, una vez entre las manos de los jueces de Castilla, no cantaria claro? Entonces me acordé de tí, y dije con resolucion: á España, á buscar á Diego Martinez, único hombre capaz de discurrir lo que convenga á todos. Al dia siguiente pedí mi licencia al virey, pretestando que mi anciana madre se hallaba poco menos que agonizando y que queria abrazarme por la última vez, y me embarqué para Barcelona. Allí tomé lenguas de Miguel del Bosque y me enteraron que dos dias antes de mi llegada, se habia dirigido á esta ciudad; púseme en marcha, y al entrar en Zaragoza, hace veinte y cuatro horas, olfateé dos buenas nuevas: la primera fué, que el que con tanto afan me obligaba esponerme á ser ahorcado por seguirle, habia caido enfermo y no podia cóntinuar su viage á Castilla; la segunda, que Diego Martinez se encontraba disfrutando de completa salud en este suelo de valientes.

-¿Cómo te gobernaste para saber tanto en tan poco tiempo? le preguntó el soldado sonriéndose y estrechando su mano.

-De lo primero me informaron en la posada que ocupa Miguel; de lo segundo me convencieron mis propios ojos.

-¿Me has visto en la calle?

-Anoche seguí tus pasos hasta este pícaro alojamiento.

-Perfectamente, Juan; eres hombre de resolución, y has salvado nuestras cabezas de las garras del verdugo. Ese Mateo Vazquez, que debe tener algo de brujo, segun el acierto con que huele las personas que pueden suministrarle buenos informes, es el descreido perseguidor del señor Antonio Perez, de la princesa de Éboli, y de cuantos hemos tenido arte ó parte en el miserable asunto, que no hay para que mentar. Se ha encargado de la demanda de la familia de Escovedo, y anda revolviendo el mundo para dar con los autores de aquel hecho. ¿Por qué estoy en Aragon? Porque quiso ganarme para las declaraciones con un bolsillo de oro. ¿Sabes lo que determiné? Cojer el bolsillo, mudar de nombre y venirme á la tierra. Creéme, Juan: nuestro cómplice Miguel, vá á meternos á todos en un mal paso, porque lo harán cantar de grado ó por fuerza.

-No le harán, replicó vivamente el villano.

-¿En qué te fundas?

-En que para algo he salido yo de Italia.

-Es preciso caminar con tiento.

-Por lo pronto, descansemos en Zaragoza hasta que nuestro alferez se halle en disposicion de pasar á Castilla. He tomado cuarto en su misma posada, y saldré detrás de él de la ciudad.

-Los dos irémos, Juan, los dos, para convencerle de que es un necio.

-Y luego que estemos fuera, apretaremos el paso y... á quien Dios se la diére...

-No, no, por todos los santos del Paraiso.¿Quieres que se nos cierren las puertas de los fueros de Aragon?

-No te entiendo.

-Escúchame bien. Seguiremos á Miguel del Bosque, paso á paso hasta el territorio de Castilla, y una vez allí, tendremos con él las esplicaciones necesarias. De ese modo nuestra retirada será segura en caso de aprieto.

-Ya decia yo que sin tu auxilio, era iniposible que saliese bien de tan intrincado enredo.

-Prudencia y no dormirse. Yo estaré prevenido á todas horas del dia y de la noche.

-Me ocurre una idea, dijo Juan de Mesa levantándose.

-Oigámosla, repuso Diego imitando aquel movimiento.

-Antes de venir á buscarte, he comprado dos yeguas.

-Bien pensado, porque así no nos cansará el camino.

-Es que voy á hacer con ellas lo que se llama en la guerra, armar una emboscada.

-Ahora soy yo, quien no te entiende.

-Se me figura que puede servirnos de algo el discurso de que esas yeguas lleven las herraduras al revés.

-¡Demonio! esclamó Diego fuera de sí y abrazando á su amigo; desde que partiste á Nápoles, has aguzado prodigiosamente el ingenio. ¡Las yeguas herradas al revés!... ¿Sabes que has descubierto una mina de oro? Haz lo que has imaginado, que ya verás en breve los milagros que produce tu invencion.

Separáronse aquellos dos hombres honradísimos; Juan de Mesa para volver á su posada y tomar las disposiciones convenientes que habian quedado acordadas, y Diego Martinez, para darse trazas de que Antonio Perez pudiese fugarse de Madrid, así como de Pinto la princesa de Éboli, pues ignoraba que la justicia del Rey, habia encerrado con mayor seguridad, á estos dos personages de nuestra historia. En cuanto á Beatriz, tenia ya formado su plan y confiaba triunfar, á buenas ó á malas, del encono de los Inquisidores.

Ocho dias transcurrieron, sin que el veterano recibiese el menor aviso de su amigo Juan, y no pudo resignarse á esperar mas tiempo. Echóse á la calle resuelto á dirigirse á su posada, cuando le vió llegar sofocado y sin aliento. -¿Qué tenemos? le preguntó, temiendo algun desastre.

-No hay tiempo que perder, le contestó el villano: nueatro compañero se ha puesto en marcha hace media hora, en un buen jaco.

-Al avio, y Dios y la Virgen Santísima del Pilar nos ayuden. ¿Están listas las yeguas?

-Y también nuestros disfraces.

-¿Qué significa esa mojiganga?

-Que vas á convertirte, no bien nos encontremos fuera de la ciudad, en el muy Reverendo Padre Almagro, de la órden de San Francisco, y yo, en el devotísimo lego Bastian.

-Qué me place. ¿Y á dónde están los arreos necesarios para tan sábia transformacion?

-Ocultos en el saco que lleva una de las dos yeguas.

-Adelante y cúmplase la voluntad del cielo.

Un cuarto de hora después, caminaban á trote largo dos frailes franciscanos en sendas cabalgaduras con direccion á Castilla; mucho debieron fatigar á sus bestias, porque al cabo de cinco dias se hallaban muy descansados en el comedor de una venta solitaria, situada entre Pastrana y Villavieja, en término y jurisdiccion de Guadalajara.

El sitio era apropósito para una celada, porque la venta, único, albergue que podía encontrar el viajero en muchas leguas á la redonda, tenia dos salidas; una que daba al camino, y otra por la parte del monte. En aquel momento no habia en ella mas personas que nuestros aventureros y la ventera, mujer de unos treinta años, fresca, morena, y dispuesta á no decir, esta boca es mía, cualesquiera que fuesen los acontecimientos, que turbasen la monotonía de su morada. Su marido se hallaba á la sazon ausente en el mercado de Villavieja y ella fué la que acogió á los fingidos religiosos, no sin sonreirse maliciosamente después de haberles examinado de piés á cabeza; lo cual daba á entender que estaba acostumbrada á recibir en su casa todo cuanto á la providencia de Dios le parecia bien regalarle, bajo la capa de parroquiano.

Diego Martinez y Juan de Mesa, estaban, como hemos, dicho, en el comedor de la venta, donde acababan de dar fin á una sabrosa refaccion de conejos guisados, cuando llegó hasta, ellos el acompasado ruido de los pasos de una caballería.

-Este debe ser, dijo el segundo; prevengámonos.

-Ya lo sabes; se trata de convencerle, repuso el soldado: acordémonos de que fué nuestro amigo en Villagarcía.

No pudieron proseguir, porque al mismo tiempo llegó á la venta Miguel del Bosque: era pues evidente que los que salieron en su seguimiento de Zaragoza se le habian adelantado en el camino.

La ventera introdujo al alferez de los tercios de Italia en el comedor, y él saludó á los dos frailes cortesmente. Al mismo tiempo se levantó Juan, cerró la puerta y echó el cerrojo, circunstancia que no pudo menos de estraflar el recién llegado y que le obligó á preguntar á Diego:

-Tengo para mí, reverendo padre, que vuesiro lego sueña con ladrones ¿eh?

-Y por si sois uno de ellos, señor Miguel del Bosque, le contestó el veterano alzándose la capucha que le cubria el rostro, ha tomado sus precauciones.

-¡Qué veo! esclamó Miguel palideciendo. ¡Tú aquí!... ¡Tú en ese trage!...

-Y yo tambien, añadió el lego desbabriéndose y mirando con ojos de tígre á su cómplice traidor.

-¡Juan de Mesa! gritó éste, santiguándose como si hubiera visto aparecer al enemigo del género humano. ¿En dónde estoy?

-En tierra de amigos, si eres hombre razonable, dijole con calma Diego Martinez.

-¿Y de lo contrario?

-En una emboscada.

Capítulo XXXVIII
Una discusion, cuyo razonamiento no tiene replica

Y ahora discutamos, prosiguió díciénd o el amante de Beatriz, desentendiéndose del asombro que revelaba el semblante de su interlocutor.

Este registró con una mirada todos los rincones del aposento y se convenció de que le era imposible evadirse por la única ventana que en ella habia, porque estaba muy alta. Hizo pues de la necesidad virtud, echó mano con un desenfado verdaderamente militar al taburete mas próximo á su persona, sentóse cruzando las piernas de modo que no le embarazase la espada, y murmuró entre dientes:

-Discutamos.

-¿A qué has venido á España? le interrogó el veterano.

-Eso no es discutir, respondió Miguel, retorciéndose el vigote.

-Yo lo diré por él, repuso el antiguo villano de Villagarcía.

-Silencio, señor alferez Juan de Mesa; contentaos con guardar la salida y no os metais en dibujos. Señor alferez Miguel del Bosque ¿por qué habéis abandonado vuestras banderas de Nápoles?

-Ese lo sabe, contestó el preguntado.

-Y yo no lo ignoro. Habéis hecho este viage, seducido por las promesas de un bribon que quiere perdernos; venis á delatarnos.

-Nada de eso: en Nápoles juré á Juan de Mesa, que nada tendria que temer de mis declaraciones.

-¿Qué necesidad tenemos de que declares?

-El Rey lo quiere.

-No hay tal: quien lo quiere es el bribon que te ha escrito para engañarte.

-Lo mismo da, y en cuanto á engañarme, estás en un error: tengo salvo-conducto.

-También lo tenian el baron de Montigny y el marqués de Mons, que eran personages de mas valía.

-Se me ha ofrecido, que nada se hablará en la causa, acerca de los que mataron á Escovedo.

-Pues entonces ¿de qué se hablará?

-De los que lo prepararon.

-¿Los conoces tú?

-Sé que fueron el señor Antonio Perez y la princesa de Éboli.

-¿Cómo harás para probarlo?

-Eso no me toca á mí.

-¡Imbécil! ¿Conque no te toca probar una acusacion? ¿Imaginas que el señor Antonio Perez, la princesa de Éboli, los jueces y el Rey están en el deber de pasar por lo que digas?

-Allá lo veremos.

-No; no lo veremos allá, porque es necesario que lo veamos aquí. Cuando acuses á las personas que has nombrado, te pedirán la justificacion de tu dicho, y tú, so pena de sufrir el suplicio del tormento como testigo falso, declararás que te buscó para matar á Escovedo el hombre de confianza del Secretario del Rey, esto es, un tal Diego Martinez, que, por ahora no desea meterse en honduras con los señores alcaldes de corte; y para que te lo crean, apelarás al testimonio del alferez Juan de Mesa, añadiendo que el de Insausti es completamente inútil para el proceso, supuesto, que ese valiente camarada ha pasado á mejor vida. He ahí lo que sucederá en cuanto llegues á Madrid; de modo que vamos á danzar todos en el negocio.

-No danzaréis; lo he prometido y lo prometo ahora, si es necesario.

-Ven acá, mal aconsejada criatura. ¿No te he hecho ver que, si no citas nuestros nombres, serás tenido por testigo falso y sobornado? ¿Conoces algun otro medio de probar contra el señor Antonio Perez lo que pasó? ¿Crees que los dolores de la tortura serán menos fuertes que tu voluntad?

-El miedo os hace ver visiones; pero yo os afirmo que las cosas no llegarán á ese estremo.

-¿Conoces á Mateo Vazquez?

-Nunca le he visto.

-Pues bien; guárdate de verlo, porque si te atrapa, no te librarás de la horca.

-Al contrario; espero obtener muy pronto su favor.

-Delatándonos...

-Dios me libre de semejante tentacion.

-No te librará, no te librará y nos perderás todos, y también á la pobre Beatriz.

-¡A Beatriz! ¿De qué modo?

-Sin duda ólvidas que Mateo Vazquez te llama para que acuses á la princesa de Éboli.

-Es verdad.

-¿Y por dónde sabes tú, que esa ilustre dama tenia conocimiento de lo que íbamos á hacer con el Secretario de D. Juan de Austria?

-Yo diré lo que el señor Mateo Vazquez me dicte.

-Mateo Vazquez no ignora que aquella noche alumbró la escena un farol, colocado en uno de los balcones de doña Ana de Mendoza.

-Si tan adelantado está...

-Señor alferez Miguel del Bosque, no echeis por el atajo, porque vive Dios, que por mucho que me adelanteis, os he de alcanzar. Tambien salisteis antes que nosotros de Zaragoza y os dejamos dormido en la Almunia.

-En efecto; allí me dijeron que habian pasado dos frailes...

-No nos distraigamos, porque el asunto es mas peliagudo de lo que parece. Mateo Vazquez os apuntará lo del farol, para enredar á la Princesa; mas como Beatriz lo puso allí, la princesa enredada será mi prima...

-Por parte de Adan, señor Diego Martinez.

-Por parte del diablo, si quieres; eso á nadie le importa. Ya nos tienes pues á todos bajo la férula de la justicia, sin que te libres de ella.

-¡Bah! Te repito que sueñas de puro miedo.

-Y yo te juro, que nada de lo que piensas declarar será cierto.

-Tanto mejor para todos.

-Tanto peor, tanto peor, porque nos enredarán por culpables, siendo inocentes.

-¡Inocentes! Ojalá...

-Te pesqué á la primera, compadre. ¿No has asegurado que la justicia solo busca á los que dispusieron la muerte de Escovedo?

-Esa es la verdad.

-¿La dispusimos nosotros?

-Por lo mismo, nada debemos temer.

-Segunda parte: tampoco la dispusieron el señor Antonio Perez ni la princesa de Éboli.

-¿Conque no? ¿A quién harás creer semejante absurdo?

-A cualquiera que no sea un necio y un vendido. A fé que hoy eres el único hombre de cuantos pisan el suelo castellano, que no sepa á qué atenerse respecto de ese negocio.

-Pero... ¿no te encargó el Secretario que nos buscáras y reunieras para dar el golpe?

-¿Quién lo duda?

-Pues no necesito mas, para tranquilizar mi conciencia.

-¿Y qué me responderás cuando yo ponga al cielo por testigo de que el señor Antonio Perez recibió esa comision de otra persona?

-¡El! Esos son cuentos.

-Eso y únicamente eso es lo que debes decir á Mateo Vazquez, para que tu alma no se pierda.

-¡Ah! Ya estoy en autos; se metió en el atolladero por dar gusto á la Princesa.

-Por obedecer al Rey.

-¡Al Rey! ¿Por qué entonces se le persigue en su nombre?

-Porque las felicidades de este mundo son pasageras, amigo Miguel; porque D. Felipe de Castilla no aborrece al que preparó de su órden la muerte de Escovedo, sino al amante de doña Ana de Mendoza.

-Sea lo que fuere, me lavo las manos: tengo salvo-conducto del Rey y me veré con Mateo Vazquez.

-¿Estas seguro de ello?

-Casi seguro.

-¿Y si yo te lo prohibo, por tu bien y por el nuestro?

-¿Y si yo os ofrezco á los dos salvo-conducto igual al mio para volver á la corte, y para que nadie pueda tocaros al pelo de la ropa?

-Necesito mas.

-Se os harán mercedes.

-Juan de Mesa y yo somos ricos, y á mas á mas, agradecidos. Ojalá pudieras decir otro tanto.

-¿Qué es lo que deseais?

-La libertad del señor Antonio Perez, la de doña Ana y la de Beatriz.

-¿Están esas gracias en mi mano?

-Está en tu mano y en tu obligacion morir defendiendo á los que te sacaron de la miseria, ¿Qué eras cuando yo te busqué en la corte? ¿Qué tenias cuando jugamos á cara ó cruz la suerte de asesinar á Escovedo? ¿Quién te sacó el título de alferez?¿Quién te llenó de oro confiándote como á Juan un empleo lucrativo y tentador en unas riquísimas haciendas de Nápoles? Ahora elige: ó nosotros, ó Mateo Vazquez.

-He jurado fidelidad al Rey.

-¿Hasta el punto de llevar á la horca á tus protectores?

-Ignoro lo que será de ellos: me llama el Rey y debo obedecerle, presentándome en la corte.

-Mira, Miguel del Bosque; si me conoces á fondo, habrás comprendido que cuando tomo una resolucion, no soy capaz de cejar en ella por nada de este mundo.

-¿Y qué has resuelto hoy?

-Salvar á las personas, que tanto derecho tienen á nuestra eterna gratitud.

-Sálvalas en buen hora; yo no te suscitaré el menor obstáculo.

-Tu viage á Madrid es el principal de todos.

-¡Ah! ¿Y pretendes...?

-Impedirlo á todo trance.

-Sepamos como.

-Aquí hay recado de escribir, y por lo mismo no se necesita incomodar á la buena ventera. Acércate á esa mesa, si lo tienes á bien y apunta con cuidado lo que voy á dictarte.

-¿Qué es ello?

-Una epístola para el señor Mateo Vazquez, diciéndole que has consultado maduramente el negocio con un reverendo padre de la órden seráfica de San Francisco, y que éste te ha hecho ver con irresistible claridad, que la ingratitud es el mas abominable de todos los vicios; que en consecuencia, has determinado echar á tu boca una mordaza y volverte á tu compañia de Nápoles, ó adonde quieras, pues en esta parte puedes mentirle á tu antojo. Por último añadirás para que no crea que te mamas el dedo, que si tanto empeño tiene en averiguar quien mandó la muerte de Escovedo, puede preguntárselo al Rey nuestro señor, quien le enterará de todo, si tal es su suprema voluntad.

-¿Y si me niego á emborronar el papel con semejantes embrollos?

-Hay otro camino: no escribas una palabra y vuélvete á Zaragoza, firmándome un documento, en que conste que Mateo te ha sobornado.

-¿A dónde vais vosotros?

-A Madrid.

-Iremos juntos.

-Imposible. Escribe lo que he dicho á Mateo Vazquez, ó marcha á Zaragoza.

-Ni lo uno, ni lo otro, si nome veo en, peligro de muerte.

-Muy torpe eres, si no te has convencido, de que ese peligro te amenaza desde el principio de esta discusion.

-¡Cómo! ¿Pensais asesinarme?

-De seguro, si no te avienes á lo que te propongo. ¿Imaginas que solo por pasatiempo, ó por sorprenderte y alegrarte un rato en esta maldita venta, hemos endosado la capucha de frailes franciscos? Te advierto que nuestro amigo Juan está ya que no puede con su impaciencia, y que mas de una vez me he visto en el caso de contener su arrojo con mis miradas, desde que nos ocupa tan importante asunto.

-De modo que... efectivamente me habeis armado una celada.

-De la cual no saldrás con vida, si persistes cinco minutos mas en tu negativa á nuestros deseos.

-¡Ira de Dios! Sois los mas fuertes y reniego de mí, por no haber echado mejor mis cuentas desde Nápoles. ¿Quién diablos, me sugirió la idea de participar á ese desconfiado mi venida á España?

-No blasfemes, Miguel del Bosque, porque los minutos están contados. La divina Providencia te ha puesto en nuestro poder, para que no cometas un horrendo crímen.

-He dicho ya que sois los mas fuertes; héme aquí pues; dispuesto á todo, con tal que no me estorbeis mi viage á la corte.

-Negado, amigo Miguel, porque una vez allí, harás que nos prendan, y de nada servirá lo que hoy escribas si quieres creerme...

-Os empeño mi palabra, de que solo me detendré en Madrid dos dias.

-En dos dias se pueden cometer mil horrores: ya no nos fiamos de tí, sin pruebas.

-Pedídmelas.

-Dirígete hácia Burgos, penetra en el monasterio de las Huelgas y saca de él á la princesa de Éboli, llevándola á Aragon.

-¿Y el Santo Oficio?

-Si no aceptas, tú lo perderás. Ea; escribe, porque estamos perdiendo un tiempo precioso.

-A la buena de Dios, y salga lo que saliere.

Al pronunciar Miguel del Bosque estas palabras, se levantó mas en vez de acercarse á la mesa, como esperaba Diego Martinez, le vió llegar hacia su asiento, armado de una daga que debajo de la capa habia tenido oculta hasta entonces; el soldado saltó como una pantera hasta la pared, pero antes que pudiese desnudar el puñal para defenderse de tan brusca acometida, sintió clavarse en su hombro izquierdo el frio acero de la daga de su enemigo. Este, viéndole caer en tierra, se volvió furioso para matar á Juan de Mesa; pero el villano le acometió con tan desesperada furia, que empezó á arrepentirse de haberse dejado dominar tan fácilmente por la cólera.

Entonces dió principio entre los dos alféreces de los tercios de Nápoles una lucha encarnizada, horrible, sin trégua ni descanso; una lucha silenciosa, en que menudeaban los golpes, los quites y las retiradas; una lucha, en que el vencido tenia que morir. No duró mucho tiempo: Juan de Mesa llamó diestramente la atencion de su contrario con un falso ataque, y cuando Miguel del Bosque, iba á defenderse desplegando toda su destreza, hízose atrás con rapidéz, avanzó en seguida sin detenerse á tomar aliento, y cayendo sobre él como un rayo, le embainó su puñal en el pecho.

-¡Confesion! esclamó el infeliz doblando una rodilla.

-Toma, le respondió el villano, asestándole otro golpe en el corazon, que le hizo rodar á sus pies.

Inmediatamente corrió hacia Diego Martinez, que habia perdido el conocimiento por la violencia de la puñalada que le habia dejado sin accion. Su herida no era peligrosa, porque la punta de la daga habla penetrado poco en la carne, merced al movimiento natural que hizo de agacharse al reconocerse sorprendido, y que disminuyó en gran manera la fuerza misma del arma. Cuando abrió los ojos y vio á su lado á Juan de Mesa, un sentimiento de júbilo feroz iluminó su semblante:

¿Cuántas le has dado, querido Juan? le preguntó apoyándose sobre el brazo derecho.

-La primera fué mortal, pero repetí la segunda para rematarlo, murmuró aquel con sordo acento.

-Bien, hijo mio, bien; nos has salvado á todos. Ayudame ahora á sentarme por ahí, véndame como puedas este alfilerazo y llama á la ventera, para que entre todos echemos tierra á ese judío.

El villano encontró en las alforjas, que á prevencion llevaban, lo necesario para curar á su amigo, mas antes quiso lavarle la herida: cogió pues la capa de Miguel del Bosque, cubrió su cadáver con ella después de arrastrarlo á un rincon del comedor, y abrió la puerta para pedir agua á la ventera. Esta, que hacía rato habia sospechado el género de entretenimiento á que se entregaban sus huéspedes, estaba cantando á la entrada de aquella madriguera con tan desaforadas voces, que hubieran bastado para resucitar á un muerto, si los muertos fueran capaces de resucitar por la virtud del canto; pero al oir que la llamaban, calló de pronto y se presentó en la pieza que acababa de ser teatro de la desesperada refriega.

-¿Qué se os ofrece, Reverendo Padre? preguntó á Juan de Mesa, dirigiendo hácia todas partes curiosas miradas.

-Agua, un cántaro de agua, contestó el villano, para restregar el hombro del Superior y... añadió señalando al suelo, para limpiar esas manchas.

-¡Ah! ¿Conque tan pesada ha sido la broma? preguntó la buena muger, aparentando una inocencia angelical.

-¡Eh! Nos hemos divertido á nuestro sabor. Ya se vé...somos gente ociosa, cuando no nos obligan las austeridades del monasterio...

-¿Y el otro que llegó después? Se habrá ido por la ventana por no pagar el hospedage.

-No hay cuidado, que aquí hay quien pague el gasto que hubiera podido hacer en tres meses. Lo que importa es prepararle una buena cama, porque está roncando como un prior.

-Atendamos primero al rasguño, dijo á esta sazon Diego, porque ese otro no tiene prisa.

La ventera se acercó al cadáver de Miguel, levantó la capa, lo contempló breves instantes, y volviéndolo á cubrir, respondió sin inmutarse:

-No; no tiene prisa; tiene sueño pesado. Lástima es que mi hombre se haya ido á Villavieja.

-¿Por qué, patrona?

-Porque... porque entiende de cuentas mejor que yo, y vuestra diversion debe valer algo.

-Puedes ponerlo precio, y no se regateará, con tal que ese bulto desaparezca cuanto antes.

-Si quereis levantarlo, no tencis mas que seguirme: lo otro queda á cargo de vuestra generosidad ó de vuestra conciencia.

-Corriente: venga el agua y despues nos entenderemos.

Media hora despues estaba perfectamente vendada la herida de Diego Martinez y lavado el suelo del comedor. Juan de Mesa cogió el cuerpo de Miguel por la mitad del cuerpo; el amante de Beatriz, aunque débil por la sangre que habia derramado, hizo un esfuerzo y lo sostuvo por las piernas con el único brazo que tenia disponible, y la ventera, cuyo primer cuidado habia sido cerrar la puerta que daba al camino, les guió por la salida que conducia al monte. Metiéronse en una arboleda, dejaron el muerto á la intempérie, mientras Juan de Mesa abria una fosa en aquella tierra blanda y movediza, y levantándolo otra vez, le dieron sepultura. Terminada la operacion, dijo Diego:

-Esto me recuerda otros tiempos, lego Bastian.

-Ya... ya... repuso este; cierto hermitaño y cierto castillo.

-Y cierto mastin, añadió el soldado. Entonces éramos mas jóvenes. ¡Cómo ha de ser! Cuando Dios dispone una cosa, ya sabe, lo que hace.

-Y tanto como lo sabe... pero vámonos de aquí y si os parece, Reverendo Padre Almagro, prosigamos nuestra ruta.

-No por cierto; necesito descansar bien esta noche, y nuestra buena ventera nos proporcionará cena y camas; ya se supone que la cuenta ha de hacerse á su gusto.

De vuelta al comedor de la madriguera, no tuvo por qué arrepentirse Diego Martinez de la resolucion que habia tomado. La ventera trató á los dos amigos como á dos arzobispos, y les puso camas tan limpias y tan mullidas, que pudiera envidiarlas el mismo rey D. Felipe. La noche se pasó en un sueño; el soldado se encontró al siguiente dia con bastantes fuerzas para soportar la fatiga del viage y sobre todo para almorzar, lo cual, segun el sábio parecer de Juan de Mesa, era prueba segura de pronta curacion.

Después de haber refocilado convenientemente el estómago, y mientras el villano atendia á la refaccion de las yeguas, dijo Diego á la ventera.

-Hija mia, nosotros nos retiramos ya al convento, donde pediremos á Dios por tu bien y por la prosperidad de tu casa. ¿Has formado ya tu cuenta?

-Ya os enteré ayer, Reverendo Padre, respondió aquella sonriéndose, de que muy poco se me alcanza en esas cosas. Tasadlo vos todo con arreglo á... á vuestro bolsillo.

-Eres una perillana como hay pocas, repuso el veterano, pasando su brazo alrededor del talle de su interlocuta. Conque... ¿con arreglo á mi bolsillo?

-Padre... padre... eso es pecado, gritó la última, haciendo como que se resistia á aquella dulce presion.

-¿De veras, hija mia?... Pensemos un poco... Veinte ducados por comida, cena, camas y forrage para las caballerías... ocho ducados por lavar un alfilerazo y un suelo... cuatro ducados por cantar á la entrada de la venta... cincuenta ducados por la cama de un condenado... cincuenta ducados por callar... ocho por haber adivinado que no somos frailes... y cien mas por un beso. Total, doscientos cuarenta ducados. ¿Estás contenta?

-Contentísima: sois un bribon con fortuna.

Diego contó á la ventera la suma indicada y estampó en sus mejillas, no uno, sino media docena de besos, que ella no le cobró por generosidad.

Pocos momentos despues cabalgaban los dos amigos camino de Madrid.

Capítulo XXXIX
El combate de los alguaciles, y las primeras lágrimas de Diego Martinez

A pesar del encono de Mateo Vazquez y del empeño que ya empezaba á manifestar el Rey contra Antonio Perez, no se podia perseguir á éste como autor de la muerte de Escovedo, porque faltaban pruebas en su daño: pero su incansable enemigo se habia propuesto perderle á todo trance, y solo esperaba la llegada de Miguel del Bosque, para dirigirle un golpe mortal. Miguel sin embargo, no debia llegar á la córte, tomo saben perfectamente nuestros lectores, y Vazquez sospechó que habia sido burlado, aunque ignoraba el terrible recurso á que se habia apelado para impedir la comparecencia de aquel irrecusable testigo. Resuelto pues á obtener la prueba que necesitaba, no sosegó un instante en sus maquinaciones, y tanto y con tanto ahinco trabajó, que hizo ver claramente al Rey, la conveniencia de que Perez entregase las órdenes secretas y las cartas que de él habia recibido, sobre el asesinato del Secretario de D. Juan de Austria, lo cual se lograria fácilmente, prendiendo á su muger y á sus hijos. Así se hizo en efecto, y doña Juana Coello quedó arrestada en su casa, hasta que pusiese en manos de los enemigos de su esposo los mencionados documentos.

Era una noche tempestuosa del mes de diciembre. Los guardianes de doña Juana se habian retirado al aposento en que solian descansar; los hijos del desgraciado Secretario del Rey, dormian profundamente; todo estaba tranquilo y silencioso en aquella triste morada, cuando llamaron con precaucion á la puerta de la calle. La esforzada matrona, que en aquellos momentos pedia al cielo misericordia y amparo contra las grandes penalidades que afligian su angustiado corazon, se levantó del reclinatorio en que oraba, acercóse á una ventana, la abrió muy despacio,y rigistró la calle en medio de la oscuridad, con ansiosas miradas. No tardó en distinguir dos bultos junto á la puerta de su casa, y sin duda también uno de estos reparó en ella, porque separándose de su compañero y mirando hácia arriba, dijo con mesurado acento:

-Cualquiera que seais, hacedme la merced de decir al señor Antonio Perez, que ha llegado á la córte su buen servidor Roque de Almagro.

Al oir este nombre, se estremeció doña Juana; mas no perdió su serenidad y contestó al punto:

-Aguardad.

En seguida cerró la ventana, y cogiendo el velon que iluminaba la estancia, salió de esta de puntillas y bajó al zaguan. Un instante después entraban en él Diego Martinez y Juan de Mesa.

-Chut... silencio, les dijo la matrona.

-¿Qué teneis, señora? preguntó el soldado aturdido. ¿Dónde están vuestros criados, que os dejan bajar de ese modo, para que abrais á unos pobres viajeros como nosotros?

-Los criados... casi todos han desaparecido, respondió suspirando doña Juana: me quedan dos guardianes, que me ha puesto la generosidad del Rey.

-¡Presa! ¿Pues y el señor Antonio Perez?

-En la fortaleza de Turruégano.

-¡Ira de Dios! ¿Conque venimos tarde?

-No alceis la voz; pueden oiros...

-Es verdad... no es hora tampoco de esclamaciones. ¿En qué sitio de la casa habeis aposentado á esos hombres?

-En la estancia de atrás.

-¿Estais segura de que se hallan en ella en este instante?

-Sí, y aun presumo que dormidos, porque han cenado bien y bebido mas.

-¿Qué te parece amigo Juan?

-Que esos guardianes son muy estúpidos, observó el matador de Miguel del Bosque, y que custodian mal á mi señora doña Juana.

-De modo que podemos reirnos de su vigilancia, repuso Diego: algo semejante á eso pensaba yo ahora mismo.

-¿Qué intentais? murmuró temblando doña Juana.

-Una cosa muy puesta en razon; sacaros á vos y á vuestros hijos de vuestra casa y conduciros á Aragon.

-Imposible: mi esposo pagaría demasiado cara mi fuga; podeis sin embargo prestarle un servicio de la mayor importancia.

-Hablad, señora, porque venimos dispuestos á todo.

-Seguidme con mucho tiento.

Doña Juana guió entónces á nuestros aventureros á la habitacion que solia ocupar Antonio Perez, y señalándoles dos baules que en ella habia, les dijo:

-Ahí está lo que se busca; ahí existen las cartas y las órdenes que el Rey dirigió á Perez, mandándole que hiciese lo que hizo como buen vasallo. También encontraremos la consulta del marqués de Los-Velez, sobre aquel tristísimo asunto.

Y abriendo los baules, añadió con el júbilo que lo inspiraba la idea de salvar á su marido:

-Cojed esas pruebas, guardadlas en vuestro poder y huid con ellas á Aragon.

-Vengan al punto, replicó Diego Martinez, mas para buscarlas, necesitamos vivir sin zozobra y guardar antes á vuestros guardianes.

Dicho esto se salió de la habitacion y dirigiéndose, como práctico que era en todas las de la casa, á la que ocupaban los dos alguaciles del alcalde de corte Alvaro García de Toledo, encargados de no permitir la comunicacion de doña Juana con persona alguna, la cerró por la parte esterior, dejándolos presos en ella, y se guardó la llave. Cuando volvió al lado de la matrona, encontró á esta examinando los papeles de los baules, y á Juan de Mesa con el oído pegado á los cristales de la ventana, que daba á la calle.

Mas de dos horas duró la operacion del rebusco, y terminada que fué, los dos amigos se repartieron los importantes documentos, cuyo secuestro hubiera dejado infaliblemente sin defensa á Antonio Perez, y juraron á su esposa no perdonar medio ni diligencia para sacarle del aprieto en que se veia. En seguida se despidieron de ella y ya se hallaban muy cerca de la escalera, cuando hirió sus ojos un vivo resplandor que, al parecer, partia del zaguan. Al mismo tiempo llegaron hasta sus oidos algunas voces susurradas con misterio y alarmados por tan inesperada novedad, se detuvieron para dar aviso á doña Juana de lo que ocurría: esta recordó entonces que al recibir á Diego Martinez y á su acompañante se habia dejado entornada la puerta de salida á la calle, circunstancia que indujo á los últimos á figurarse que, tal vez algunos hombres desalmados, conociendo que en aquella casa podrían hallar buen botin, se habían metido de rondon en el zaguan, con el propósito de saquearla. Nuestros dos valientes no temian habérselas con gente de malas mañas, por lo que después de tranquilizar á la matrona, avanzaron resueltamente hácia la escalera, espada en mano. Al mismo tiempo la subian cuatro hombres, capitaneados por otro que llevaba en la mano izquierda un farol encendido, y que al sentir los pasos de los otros, preguntó con imperioso acento:

-¿Quien baja?

-El diablo y su cuadrilla, le contestó Diego precipitándose sobre él y haciéndole rodar mas de una docena de escalones.

La escena quedó á oscuras de repente, porque el farol se rompió, apagándose la luz. Los que subian desenvainaron por instinto sus aceros, y no osando valerse de ellos en medio de las tinieblas, por no acometerse los unos á los otros, empezaron á lanzar horribles maldiciones y á pedir favor en nombre del Rey. Diego Martinez y Juan de Mesa, que conservaban toda su sangre fria, acometieron con rábia á sus enemigos, repartiendo á derecha e izquieda sendos tajos y reveses, y avanzando siempre para abrirse paso. Llegaron por fin al zaguan, en tanto que los, otros subían muertos de miedo, pues creian habérselas con algun ejército de condenados, y sin detenerse un instante se echaron á la calle. Esta se hallaba desierta, por lo que, envainandosus espadas los dos amigos, apretaron el paso y se dirigieron á la hostería que los servia de puerto de refugio, y en la cual se había jugado á la suerte la estocada de Juan Escovedo.

Mientras ellos se ponian en salvo, los dos alguaciles que custodiaban á doña Juana Coello despertaron al infernal estrépito, que armaban los cinco hombresque acababan de subir: saltaron al punto de sus lechos, vistiéronse á toda prisa y corrieron á abrir la puerta del aposento. Mas ¡cuál fué su asómbro cuando se vieron encerrados! Desde luego imaginaron alguna traicion tramada por los amigos y secauces de Perez para libertar á doña Juana, y conociendo que si se llevaba á efecto, iban á incurrir ellos en una grave responsabilidad, que seguramente no les perdonaría el Rey, empezaron á dar grandes voces y golpes á la puerta, apellidando justicia y amenazando matar á todo el mundo. Aquel nuevo tumulto llamó la atencion de los que habian subido, cuyo gefe les dijo:

-Aquí están los que han hecho armas contra nosotros; ya son nuestros.

Y dirigiéndose á los encerrados alguaciles, añadió:

-Abrid con mil demonios, menguados, y rendios con armas y bagages, si no quereis morir.

-Abrid vosotros, infames traidores, gritó uno de aquellos, para que os demos vuestro merecido.

El gefe de los cuatro acometadores hizo saltar con la punta de su daga la cerradura de la puerta, y esta se abrió con estrépito. Los dos alguaciles se precipitaron furiosamente sobre los de la parte de afuera: estos se mantuvieron firmes procurando cerrarles el paso, pero como les rodeaba por todos lados densísima oscuridad, peleaban á la ventura sin saber á punto fijo el número de sus contrarios. Los gritos se sucedian á las corridas, las corridas á las estocadas, las estocadas á los juramentos y maldiciones, llegando hasta tal punto la confusion y la batalla de tan infernal escena, que ninguno de los comprometinos en ella acertaba á comprender, si atacaba á un contrario o á un amigo.

Doña Juana habia huido á su estancia y la cerró por dentro: asomóse después á la ventana, vió que dos hombres salian del portal, y examinaban la calle, desapareciendo de ella á los pocos momentos, supuso que eran los dos leales y valientes servidores de Antonio Perez, y observando por el estruendo que llegaba hasta sus oidos, que la zambra proseguia dentro de su casa, apagó la luz y se retiró al aposento interior, en que dormian sosegadamente sus hijos y sus dos criadas.

Hora es ya de que nuestros lectores conozcan la causa de aquella estraña irrupcion de los cinco hombres en la pacífica morada del secretario del Rey.

Mateo Vazquez, su implacable perseguidor, tenia muy buenos espías en la corte, y uno de ellos, apostado constantemente en una esquina de la calle del Cordon ó de los Azotados, fue á póner en su noticia, que dos hombres sospechosos se habían detenido al pie de las ventanas de Antonio Perez, cuya puerta se les acababa de abrir. Oir esto y disponer que los primeros alguaciles que pudo tener á mano fuesen á registrar la casa en nombre del Rey, fué para él deliberacion de cinco minutos: pero los cinco representantes de la Real justicia no tenian los mismos motivos de encono contra el desgraciado valido, que Mateo Vazquez, y opinaron prudentemente que, pues parecia que se habian abierto aquella noche las cataratas del cielo, tanto montaba registrar la casa en cuestion dos horas antes, como dos horas despues. Aguardaron pues á que cesase el diluvio, que caia sobre Madrid, y cuando creyeron que ya podian atravesar, sin peligro de ahogarse, las inmundas callejuelas y derrumbaderos peligrosos de la gran villa, volaron al cumplimiento de su comision. Ya hemos visto que los traidores que buscaban habian hecho una retirada heróica, y que engañados por las voces de los dos alguaciles encerrados, merced á la provisora trastienda de Diego Martinez, se habia trabado á oscuras, entre unos y otros, la mas desesperada refriega, que se conoce en los fastos alguacilecos de España.

El cansancio y sobre todo la falta de batalladores puso fin á sus estragos: dos combatientes, impulsados por un mismo pensamiento y hartos de repartir, á la suerte, cuchilladas mortales, corrieron por fin á la escalera: entónces cesó de todo punto la tremenda refriega. Aquellos hombres salieron juntos á la calle, huyeron de ella, como si una legion de negros familiares les fuera pisando los talones, y no pararon hasta dar con el primer farol encendido. Entónces, á la luz vacilante y opaca de aquel cascajo de hoja de lata, mas apropósito para proyectar sus sombras sobre el asesino, que para dirigir los pasos del hombre honrado, se examinaron y se reconocieron.

-¡Cómo es esto! exclamó uno de ellos: tú no ibas con nosotros al registro de la morada del señor Antonio Perez.

-Ni tú eres mi compañero, contestó el otro, encargado como yo de la guarda de doña Juana Coello.

-¿Qué se han hecho mis cuatro amigos? repuso el primero.

-¿Y el que estaba conmigo dentro de la casa? añadió el segundo.

-Gracias á Dios, he sacado el pellejo sano y salvo.

-Y yo tambien.

-Precisamente hay algo de brujería en lo que ha pasado.

-Es que yo no sé lo que ha pasado; solo puedo afirmar, que tú y los tuyos nos habeis acometido.

-Ya; porque para nosotros érais los dos traidores que buscábamos.

-¡Ah! ¿Conque buscábais traidores?

-Se entiende. ¿Quién os encerró en aquel aposento?

-Hombre... pues es verdad... ¿quién nos encerró? ¿No fuisteis vosotros?

-Nosotros os abrimos, haciendo saltar la cerradura.

-También es verdad, y de ello deduzco que nos encerraron otras personas.

-¿Por qué tú y tu compañero nos acometisteis en la escalera?

-¡Virgen Santísima! ¿Nosotros?

-¿Pues quién?

-¿Qué se yo? Nosotros dormíamos tranquilamente y...

-No hay remedio; repito que ha habido brujería. Vamos á dar cuenta de todo al señor Mateo Vazquez.

A la mañana siguiente pasó el alcalde de corte García de Toledo á casa de doña Juana, y procedió á un registro de todas las habitaciones: en una de ellas, teatro de la sangrienta lid de la noche anterior, se encontraron cinco cadáveres de cinco alguaciles, y aunque los dos, que habian quedado con vida juraron que todos habian muerto bien y lealmente en defensa de la justicia del Rey, este dispuso que doña Juana Coello fuese tratada con mayor rigor, amenazándola con encierro perpétuo á pan y agua, si no entregaba los documentos que podian justificar á Perez.

Doña Juana, obedeciendo una orden de este, escrita con su propia sangre, y segura de que todos los papeles importantes estaban en poder de Juan de Mesa y de Diego Martinez, entregó cerrados y sellados los dos baules al confesor de D. Felipe: Fray Diego de Chaves, sin embargo, se negó á abrirlos y embió las llaves al Rey. Y como no se examinaron desde luego aquellos preciosos depósitos, no solo consiguió la noble matrona que se la dejase en completa libertad, después de haberse desprendido de ellos, sino también que sú esposo, á cuya salud sentaba muy mal la estrecha reclusion en el castillo de Turruégano, fuese trasladado á la aposentado en la casa del cardenal Cisneros, que todavía, subsiste en la calle del Sacramento, con vuelta á la plazuela llamada de la Villa.

Diego Martinez supo tan satisfactoria nueva con indecible júbilo, y en tanto que llegaba á la corte el secretario del Rey, dió á Juan de Mesa las instrucciones convenientes para que, dirigiéndose hácia Burgos, sacase de grado ó por fuerza del monasterio de las Huelgas á la princesa de Éboli y la condujese inmediatamente á Ara gon. Partió el villano llevándose una de las yeguas herradas al revés, decidido á desempeñar fielmente su comision, por arriesgada que fuese, y el soldado permaneció en Madrid con la otra, para dedicarse con empeño al proyecto que tenia formado de sacar á Beatriz de las garras de la Inquisicion.

Tres dias despues de la descomunal batalla de los alguaciles y á la caida de la tarde, entraba en el imponente recinto del Santo Oficio, un religioso agoviado por la edad, y cuyos trémulos pasos y blanca barba le daban todas las apariencias de un santo. Introducido respetuosamente por un familiar en la sala de audiencias, pidió hablar al señor Inquisidor Mayor, o al que hiciese sus veces, por ser negocio de conciencia el que allí le llevaba, y tan urgente, que no permitia la mas pequeña demora. Avisado el presidente del tribunal, ordenó que el religioso fuese conducido á la estancia en que él se hallaba, por lo que le fue preciso atravesar dos ó tres corredores oscuros, y rozarse en aquella tenebrosa incursion con varias sombras silenciosas, que cruzaban por su lado y desaparecian, sin que pudiese averiguar por donde. Despues de dejar á sus espaldas cuatro salas colgadas de negro, el familiar abrió la puerta de una, que estaba iluminada por la luz de cuatro velas verdes de cera, y le dejó sitio para que se adelantase, retirándose acto contínuo. Una mesa grande, sobre la cual ardían las velas en pesados candeleros de bronce, un Inquisidor que estaba escribiendo, media docena de sitiales, un enorme Crucifijo y algunos cuadros, entre los cuales sobresalia un Santo Domingo de cuerpo entero, fueron los primeros objetos que llamaron la atencion del fraile. El Inquisidor, sin interrumpir su trabajo, le señaló con la mano izquierda un sitial, pero él, á pesar de los achaques, propios de la vejez, que lo abrumaban y del cansancio que padecia, permanecio en pie, correspondiendo á aquella invitacion muda con una grave y profunda reverencia. El Inquisidor concluyó su trabajo, dejó la pluma en el tintero y dirigiéndose al religioso, despues de examinarle con escrupolosa atencion, le dijo:

-Vuestra Reverencia, segun me han informado, tiene que consultar al Santo Tribunal de la Fé acerca de un caso gravísimo. ¿Se trata de alguna duda sobre los misterios de la religion?

-No, padre Inquisidor, sino de una confesion que se se me hizo hace ya muchos años en el monasterio de la Espina, respondió el fraile.

-¿Quién fué el penitente?

-Una muger, que hoy se halla presa por delito de heregía, en las cárceles del Santo Oficio.

-¿Su nombre?

-Beatriz de Frias.

-¿Se refiere esa confesion al crímen de que se la acusa?

-Se refiere á un asesinato cometido en la persona de un virtuoso hermitaño.

-¿Cómo sabe Vuestra Reverencia que Beatriz de Frias está encerrada en la Inquisicion?

-Lo he oido decir á un criado de la señora princesa de Éboli, que estaba presente cuando la prendieron.

-Decia Vuestra Reverencia que la confesion de esa muger...

-Voy á esplicar á Vuestra Paternidad mi pensamiento. Si esa muger, si esa Beatriz de Frias, que por tanto tiempo ha vivido sin temor de Dios, ha declarado lo que sabe acerca de la muerte del hermitaño, mi venida es inútil; pues si Dios no ha hecho un milagro tocándola en el corazon, si no ha permitido su divina Providencia en sus inescrutables juicios, que ella declare, para castigarla mas y mas por su obcecacion impía, en tal caso mis exhortaciones y el recuerdo del crimen que me confesó en el convento de la Espina, con la pintura de los horribles pormenores que lo acompañaron, harán tal vez que se arrepienta y que ponga en noticia del Santo Tribunal lo que éste ignore de tan tristísimo secreto.

-El celo de Vuestra Reverencia por la gloria de Dios no quedará sin premio. Esa muger es una herege convicta, porque desde el dia en que llegó á esta santa casa, no ha hecho mas que maldecir de su suerte, lo cual es lo mismo que rebelarse contra el Dios de las misericordias. El Tribunal de la Fé admite desde luego á Vuestra Reverencia como testigo contra Beatriz de Frias,para que de este modo tenga mayor fuerza la declaración.

-Vuestra Paternidad no olvide que lo importante para el descubrimiento de la verdad no es mi declaracion, sino la de esa endiablada muger: mientras ella niegue...

-¿Qué importa? Tenemos el tormento.

-Pero el tormento no os revelará los cómplices que ella tuvo en aquel execrable crímen. ¿No es mejor que declare, haciéndola creer que yo puedo declarar lo que ella me confesó, y que sufra despues las penas merecidas por su impenitencia? Reflexiónelo bien Vuestra Paternidad, porque de esta suerte mañana, hoy mismo acaso, si es que existen y se hospedan en la córte, podrán dormir en los calabozos de la Santa Inquisicion los desalmados autores de la muerte del hermitaño.

-¿Y si se obstina, como hasta ahora, en no decir lo que sabe?

-Mucho lo dudo; mas si tal cosa sucediese, yo pediria las licencias necesarias para revelar al Santo Oficio el tenor de la confesion de Beatriz?

-¿Jura Vuestra Reverencia por Dios y por los Santos Evangelios que hará lo que dice?

-Si juro.

-¿Cómo se llama Vuestra Reverencia?

-Todos me conocen por el Padre Roque de Almagro.

-Ahora mismo verá Vuestra Reverencia á Beatriz de Frias. Despues proseguirémos nuestra plática en la sala grande del Tribunal.

El Inquisidor se levantó, hizo resonar un timbre y al punto se presentaron dos familiares, á quienes habló en voz baja. El Padre Almagro, aunque con mucho trabajo, siguió pausadamente á aquellos hombres, que le condujeron por un laberinto de corredores y de puertas, al parecer interminable, hasta que por fin se detuvieron debajo de una bóveda oscura. Uno de los familiares descorrió tres cerrojos, uno tras otro, de una estrecha puertecilla practicada en el muro de aquella especie de húmedo y lúgubre subterráneo, y dijo al religioso:

-Vuestra Reverencia puede entrar.

-¿Y qué debo hacer para salir? le preguntó el Padre Roque, que era hombre muy precavido.

-En el rincon de la izquierda de este calabozo hay otra puerta, y esta es la llave, respondió el familiar, dándole una que sacó del bolsillo.

-¿Adónde conduce esta puerta?

-Rectamente á la sala grande del Tribunal, por un pasadizo tan oscuro como los demás que hemos atravesado.

El fraile entró en el calabozo y sus conductores, después de cerrar la puerta y echar los tres cerrojos, se marcharon. Cuando el ruido de sus pasos hizo comprender al primero que se hallaban á razonable distancia, sacó de la manga de su hábito una linterna, yesca, piedra, eslabon, y una pajuela: dos minutos despues tenia luz y examinaban sus atónitos ojos aquel sepulcro, á fin de cerciorarse de que no se ocultaba en él algun espía. Era un cuadrilongo de quince piés de largo por nueve de ancho, que no recibia por parte alguna la menor claridad, y cuyo único respiradero, era una abertura enrejada de pie y medio en cuadro, practicada en la parte mas alta del muro de la izquierda, que formaba por el esterior la pared derecha de uno de los corredores tenebrosos de aquel trético recinto. Las paredes presentaban á la vista de nuestro religioso algunos letreros escritos con sangre y no pocas manchas que la humedad habia dilatado, y cuyo color indefinible le horrorizó más de rabia que de espanto: los únicos muebles de tan hedionda mansion consistian en un banco roto, una cubeta de pino con agua y un miserable jergon de paja húmeda, sobre el cual yacía la infortunada Beatriz.

-Hija mia, murmuró el Padre Almagro acercándose á ella, luego que estuvo seguro de que se encontraba solo en el calabozo: la divina Providencia no te desampara, supuesto que todavia te quedan amigos en el mundo.

Beatriz hizo un movimiento, porque el sonido de aquella voz penetró sin duda hasta su alma; pero dijo al mismo tiempo melancólicamente:

-Imposible... ¿Cómo ha de ser él? Me engañan mis deseos...

-Nada hay imposible para Dios, hija mia, repuso el fraile, que temia darse á conocer demasiado pronto. Su omnipotencia ha formado hombres, cuya voluntad es de-hierro. ¿No conoces á alguno, Beatriz?

-¡Diego!... ¡Diego! exclamó la infeliz sollozando.

-Calla... no me nombres así... repuso el soldado aplicando la mano derecha á la boca de su amada, para impedir que gritase: acuérdate de que aquí soy el Padre Roque de Almagro y de que vengo á salvarte.

-¡A salvarme!... No... no... á verme morir; á recibir mi último suspiro.

-De nada desesperes, Beatriz, porque aun puedes ser dichosa. Mira: en ese rincon hay una puerta y yo tengo la llave; es verdad que conduce á la sala del tribunal, pero no importa; desde el tribunal se sale á la calle y en ella estaremos los dos antes de media hora, aunque tenga que pegar fuego á la Inquisicion y hacer un Auto de Fé con todos los inquisidores. Levántate... sígueme... ¿No tienes confianza en mi?

-Solo en Dios, querido Diego, solo en Dios, á quien pido me perdone los grandes pecados que he cometido.

-¡Beatriz!... ¡Beatriz!... El arrepentimiento es una cosa muy santa y muy buena; yo tambien me arrepentiré algun dia, si Dios. no lo dispone de otro modo para mi condenacion; pero el tiempo vuela, y es preciso que salgamos de aquí á todo trance. Ven... huyamos...

-Déjame morir en paz. ¿No ves que no puedo moverme... que me va faltando el aliento?

Diego sobrecogido, anhelante, con una angustia mortal en el corazon, hincó una rodilla en tierra y acercó la linterna al rostro de Beatriz. Estaba lívido; sus ojos apagados no tenian movimiento; brotaba de los poros de su frente un helado sudor; sus lábios secós murmuraban tal vez misteriosas palabras de contricion sincera: todo anunciaba que el alma de la pobre muger se preparaba á abandonar en breve aquel cuerpo aniquilado por los padecimientos.

-Háblame, Beatriz, dijo el soldado con desgarrador acento. ¿Qué sientes? ¿Dónde está tu mal? ¡Oh! Yo te sacaré de aquí en mis brazos, y me abriré camino á puñaladas.

-¡Mi mal! balbuceó la desventurada. ¡El tormento!... ¡Los cordeles!... ¡Las cuñas!...

-¡Tigres! gritó el veterano, rugiendo como una pantera., ¡La han asesinado!... ¡La han puesto en la tortura!...

-Dos veces, suspiró Beatriz casi imperceptiblemente.

Diego pegó su rostro contra el suelo y lloró amargamente de desesperacion. Aquellas eran las prinieras lágrimas que habia derramado en su vida. Beatriz hizo un esfuerzo supremo; levantó un poco la cabeza, juntó las manos convulsivamente en actitud de orar, y esclamó:

-¡Diego!... ¡Diego!... ¡Dios mio!... ¡Vírgen Santísima! tened piedad y misericordia de mí.

Estas fueron sus últimas palabras. Diego se levantó; sus ojos estaban secos y sus párpados enrojecidos como ascuas ardiendo; las primeras lágrimas de su vida se los habian abrasado. Cerró piadosamente los de su amada, colocó en sus manos el crucifijo, que llevaba pendiente del cordon de su hábito, y dirigiéndose á la puerta del rincon de la izquierda, que le habia indicado el familiar, la abrió y salió con la linterna encendida al oscuro pasadizo, que conducia á la sala grande del tribunal de la Inquisicion.

Mas ¡cuál fue su asombro al encontrar allí, á cuatro pasos de la puerta que acababa de entornar, á un familiar del Santo Oficio! Al punto conoció que estaba perdido irremisiblemente, si aquel hombre le habia espiado, como lo daba á entender su presencia en aquel sitio, por cuya razon no vaciló en tomar una resolucion heróica. Pasó rápidamente por su lado, como si no lo hubiese visto, ó como si se hallase acostumbrado á semejantes apariciones; mas no bien le tuvo entro su persona y la puerta del calabozo de Beatriz, cuando volvió sobre sus pasos y levantó la linterna para reconocerle el rostro. Al punto retrocedió exclamando:

-¡Damian!... ¡Damian aquí!

El familiar avanzó hácia el soldado, y dijo sonriéndose con malicia:

-¿Cómo es que Vuestra Reverencia sabe mi nombre?

-¡Pues qué! ¿No habéis adivinado el mio? le preguntó Diego.

-Jamás he visto á Vuestra Reverencia hasta ahora, pero esperaba...

-¿Qué?

-La salida de Vuestra Reverencia de ese calabozo.

-¿Con qué objeto?

-Con el de conducir á Vuestra Reverencia á la sala del tribunal. Esa es la orden que he recibido del Padre Inquisidor presidente.

-Padre Damian, la muger que yace en ese encierro acaba de espirar.

-No lo estraño; se le ha aplicado dos veces el tormento en ocho dias; pocos escapan de esa prueba.

-¿Pero no conocíais á esa muger?

-No: solo el tribunal sabe los nombres de los presos, y el registro en que se apuntan es un libro secreto. ¿Ignoráis que la curiosidad se castiga en esta casa con las penas mas terribles?

-¿Habeis oido mi conversacion con esa muger?

-Tampoco; mas no ocultaré que han llegado hasta mi ciertas palabras...

-¿Y esas palabras?...

-Me han hecho sospechar que Vuestra Reverencia no es lo que parece.

-Padre Damian, os creo y me entrego á vuestra prudencia para que me procureis la salida de este infierno, sin pasar por la sala grande del tribunal. Esa infeliz muger, que á estas horas es un cadáver, se llainaba Beatriz de Frias...

-Beatriz... Beatriz de Frias... ha dicho Vuestra Reverencia...

-Sí; Beatriz, vuestra amiga Beatriz, la doncella de la princesa de Éboli.

-¡Jesus!... ¡Jesus!... ¡Es posible!... ¡La pobre Beatriz en la Inquisicion!... ¡Y sin saberlo yo hasta ahora! Si dicen que la que ocupa ese calabozo es una herege convicta.

-Si estaba convicta, ¿por qué lo han dado tormento? ¿Por qué la han hecho morir á fuerza de martirios?

Al paso que pronunciaba el soldado estas palabras, se desató la blanca y poblada barba postiza que le cubria mas de la mitad del rostro, y alumbrándose con la linterna, añadió en voz baja:

-¿Me conoceis ahora, padre Damian?

Este examinó mentalmente á su interlocutor y empezó á temblar, porque acababa de acudir á su memoria un vago recuerdo.

-¡Cómo! prosiguió el fingido fraile. ¿Ya no os acordáis de Diego el veterano, del primo de Beatriz?

-¡Señor!... ¡Señor!... ¡Misericordia! gritó el pobre Damian, cayendo de rodillas. ¡El alma del condenado que se llevó Satanás en aquella funesta noche!... ¿Qué me quieres?... ¿Qué te hice yo en este mundo, para que así vengas desde el otro á atormentar mi espiritu?... Vade retro... Por la señal de la santa cruz... Si buscas misas, yo te diré todas las que necesiten tus pecados, porque ya he recibido las sagradas órdenes... Vete... vete...

-Sosegaos, padre Damian, repuso Diego con impaciencia, y pensad que no hay tiempo que perder. Yo no soy ánima del Purgatorio ni cosa que lo valga: tampoco me llevó el Demonio, cuando vuestro pavor os hizo correr sin manteo por todas las calles de la corte; tocadme, si os place, y os convencereis de que aquí, á vuestro lado, teneis al mismísimo Diego en carne y hueso, como visteis la primera vez.

-¡Qué! ¿No desaparecísteis en aquella callejuela entre las garras del enemigo malo? se atrevió á decir el acongojado familiar.

-Allí no hubo mas enemigo que vuestro miedo, padre Dmian, le replicó Diego. Ea; levantaos y sacadme de esta horrible mansion de asesinos.

-¡Misericordia!... Si no os llevó el demonio en cuerpo y alma, no tardará en hacerlo por vuestras blasfemias.

-Ese es otro cantar, que Satanás y yo entonarémos algun dia á estocadas. Vamos, padre Damian, no me hagais perder los estribos, porque á malas soy peor que el mismo demonio.

Levantóse Damian, aunque no enteramente tranquilo, en tanto que el soldado volvia á juntarse la barba, y murmuró con acento compungido:

-Con tal que seais realmente Diego y no su sombra, disponed de este miserable pecador.

-Así me gusta, respondió el veterano. Guiadme hasta la puerta de salida y no os pesará.

-Tenemos que entrar primero en la sala grande, observó Damian.

-No me acomoda ese arreglo, porque razones particulares me obligan á huir del sitio en que me aguarda el Inquisidor Presidente.

-No hay otro camino.

-Pensadlo bien, padre Damian. ¿Veis esta daga?

Y le enseñó la que llevaba oculta debajo del hábito.

-Ahora caigo... murmuró el familiar, convencido por aquel irresistible argumento... seguidme.

Y echó á andar á lo largo del pasadizo.

-Poco á poco, dijo Diego agarrándole por el brazo; marcharémos juntos, para que yo no tropiece en esas tinieblas; y ahora tened muy presente, padre Damian, lo que voy á advertiros. Si me sacais sano y salvo á la calle, contad con un bolsillo de buenos ducados; si me conducis al poder de los Inquisidores, contad con una buena puñalada en el corazon.

El padre Damian, cuyas intenciones mas bien eran hostiles que favorables al soldado, reflexionó un momento, mas al fin se decidió por el bolsillo. Condujo al amante de Beatriz rectamente por el pasadizo, y antes de llegar á su estremo, esto es, á la puerta de la sala grande del tribunal, se detuvo delante de otra mas pequeña, practicada en el muro de la derecha, cuya longitud seguian, y dió tres golpes en ella, al paso que Diego empuñó la daga, movimiento que no se escapó á la atencion del familiar. La puerta se abrió, y un dependiente de la Inquisicion se descubrió con respeto al ver á nuestro venerable Fray Roque de Almagro. Pasó este, siempre asido á su acompanante, y ambos entraron en otro pasadizo mas ancho y no tan oscuro como el que acababan de dejar, por lo que Diego apagó su linterna, seguro de que se hallaban cerca de la salida. En efecto, al fin de aquel pasadizo habia otra puerta, que empujó Damian, y se encontraron en el portal de aquella tenebrosa morada.

-Seguid adelante sin chistar hasta el convento de Santo Domingo, le dijo Diego, si no quereis morir: allí os cumpliré puntualmente mi palabra.

Los esbirros del Santo Oficio, que al amor de la lumbre de un enorme brasero, entretenian sus horas de ócio en el zaguan de la casa, se levantaron para hacer reverencia al religioso: este les echó su bendicion sin soltar á Damian, en cuyo brazo parecia apoyarse como para seguir sus vacilantes pasos. Así salieron los dos á la calle y tomando hacia la izquierda, bajaron la que hoy se llama cuesta de Santo Domingo, y cerca ya de este monasterio, sacó Diego un bolsillo y lo puso en manos de Damian, alejándose de él precipitadamente. El familiar examinó las monedas una á una, y seguro de que su buena ley no permiticia que se convirtiesen en carbones encendidos, como dádiva del diablo, las guardó encojiéndose de hombros.

Capítulo XL
El tormento y la fuga

Complicábanse entre tanto mas y mas los negocios de Flandes, ofreciendo á las armas españolas una série de triunfos y de penalidades sin cuento. Guillermo de Nasau, príncipe de Orange, acababa de morir asesinado, y su hijo Mauricio era demasiado jóven ó inesperto para luchar contra el duque de Parma. Viendo este caudillo que eran ineficaces sus medidas de conciliación para atraer á los confederados á la obediencia, movió sus tropas, haciendo que Malinas, Gante, Bruselas y casi todas las demás plazas del Brabante y de la Flandes se sometiesen al yugo de Castilla. Los Estados rebeldes conocieron que su resistencia sería inútil, sin el ausilio de alguna potencia estrangera, y por lo mismo solicitaron el de la reina Isabel de Inglaterra, que envió á Holanda á su favorito el conde de Leicester con fuerzas respetables, y puso á las órdenes de Francisco Drake una escuadra, la cual causó grandes estragos en la costa de Galicia y en las islas de Cabo Verde y de Canarias.

Don Felipe no podia permanecer indiferente, en vista de la conducta de la corte de Lóndres, y resuelto á castigar las repetidas traiciones de la reina Isabel, mandó equipar en Lisboa una poderosa armada, superior á cuantas habian surcado los mares, pues se componía de ciento y treinta buques con veinte mil hombres de desembarco. Esta escuadra, llamada La Invencible, se hizo á la vela mandada por el marqués de Santa Cruz-, aunque por fallecimiento de este, quedó muy pronto á las órdenes del duque de Medinasidonia: al doblar el cabo de Finisterre se vió combatida. por un fuerte temporal, que hizo en ella bastantes destrozos, pero que solo fue un débil anuncio de los que esperimentó poco tiempo despues en las costas de Holanda. Los elementos se conjuraron contra el heróico denuedo de nuestros marinos y soldados; una furiosa borrasca dispersó los buques, los desmanteló y muchos se estrellaron contra aquellas costas enemigas. En vano batallaron los esforzados españoles para contrarestar los terribles embates de las embravecidas olas; en vano se opusieron á los reiterados ataques de las escuadras combinadas de Holanda y de Inglaterra, que aprovechándose de tan horrible desastre, atacaron en detall á nuestros destrozados bajeles; la ruina de La Invencible fué completa, y los pocos buques que se salvaron del naufragio y del enemigo, huyendo por el norte de Escocia, llegaron á los puertos de España en estado tan miserable, que la corte, al saberlo, quedó sobrecogida de espanto. El Rey fué el único que conservó su serenidad al oir tan infausta nueva, y cuando el presidente del consejo de Castilla la puso temblando en su conocimiento, respondió aquellas memorables palabras, que ha consignado la historia:

-Yo no envié mi armada para que combatiese contra los elementos, sino contra los ingleses. Hágase en todo la voluntad de Dios.

Esta desgracia para nuestra patria coincidió con otros dos sucesos importantes, á saber, la muerte del célebre Alejandro Farnesio, duque de Parma, y la vuelta á Madrid de Antonio Perez, contra quien parecia que D. Felipe deseaba suavizar sus rigores, desde que su esposa doña Juana habia hecho entrega de los baules al confesor D. Diego de Chaves. No era así sin embargo, porque Mateo Vazquez esperaba que el Secretario, privado de sus documentos, no podria presentar pruebas que justificasen su obediencia al Rey en el proceso, mandado formar sobre, la muerte de Escobedo; que por lo mismo sería muy fácil condenarlo, por calumniador de su amo y Señor, y que con su suplicio, quedaria satisfecha la animosidad de cuantos aborrecian al antiguo favorito.

Para llevar á cabo el infame propósito de Vazquez, que dirigia todos los procedimientos, mostrándose á un mismo tiempo juez y parte en la causa, se proveyó á los pocos el auto siguiente:

«Aviendo hecho al Rey nuestro Señor relacion, que parecia aver sido Antonio Perez, en órden á la muerte del secretario Juan de Escovedo con voluntad y consentimiento de S. A., y que parecia conveniente que pareciesen este consentimiento, en el processo para descargo de Antonio Perez, y poderle conforme á esto absolver de todo, como era justo; y assimismo seria necessario se mostrassen las causas del, para que no se ofenda punto, de reputacion de S. A. y su gran christiandad; convino en que assi se hiciesse, y mandó que supiessen del dicho Antonio Perez las causas dichas, pues él era el que las sabia, y avia dado noticia á S. A., y la averiguacion y probanza que avia dellas»

A tan inícuo proceder, añadió Mateo Vazquez una precaución necesaria para no dejar al Rey en descubierto, y que en todo caso debia contribuir á asegurar el éxito de sus maquiavélicos planes. Así pues al pié del auto esterior, se leian estas palabras.

«Y en quanto, si se pondrian en el processo, ó no, (las causas que alegase Perez haber tenido para disponer la muerte de Escovedo) avissaria despues (el Rey) lo que fuesse su voluntad.»

Procedióse en seguida al registro y exámen de los papeles del Secretario, y la cólera del Rey contra éste volvió a despertarse con nueva y mas terrible fuerza, cuando supo que en ninguno de los dos baules se habia encontrado documento alguno, relativo al asesinato del valido de D. Juan de Austria. Mateo Vazquez no se descuidó en aprovecharse de la indignacion de D. Felipe, á quien pintó la conducta de Antonio Perez, como consecuencia de una trama calculada, con el objeto de infamar á su soberano ante las córtes de Europa, por medio de la publicacion de órdenes y cartas, que no habian parecido. El Rey, a pesar de todo, no quiso desmentir en tan apurado tránce, el dictado de Prudente que sus súbditos le daban, y entregó á Vazquez una órden escrita de su puño, y concebida en estos términos:

«Podreis decir á Antonio Perez de mi parte, y si fuera menester enseñadle este papel, que el sabe muy bien la noticia que yo tengo de aver él hecho matar á Escovedo, y las causas que me dijo, que avia para ello; y porque á mi satisfaccion y á la de mi consciencia conviene saber, si estas causas fueron, ó no, bastantes, y que yo le mando que las diga, y de particular razon dellas, y muestre, y haga verdad las que ansi me dixó, de que vós teneis noticia, porque yo os las he dicho particularmente, para que aviendo yo entendido las que assi os dixere, y razon de que os diere dello, mande ver lo que en todo le convendria hacer. Madrid etc. -Yo el Rey.

Al mismo tiempo se redobló la vigilancia sobre Antonio Perez, habiéndosele trasladado, como queda dicho, desde su casa de la calle del Cordon á la que construyó, á principios del siglo XVI el cardenal regente Fray Francisco Ximenez de Cisneros en la del Sacramento. Los alguaciles Erizo y Zamora recibieron órdenes estrechísimas de guardarle con todo rigor, sin permitirle hablar ni tener la menor comunicacion con persona alguna; ni aun ellos mismos debian dirigirle una sola palabra, bajo pena de la vida. Cuando le enseñaron el mandato escrito del Rey, comprendió que lo que se pretendia era que se acusase á sí mismo, dejando á salvo la responsabilidad de D. Felipe, que se habia guiado por la famosa consulta del marqués de los Velez, ó que en otro caso, presentase esta y los demás papeles, que obraban en poder de Diego Martinez y Juan de Mesa, segun le habia informado su esposa, para ocupárselos y condenarle por falsario y forjador de calumnias contra la persona del Monarca. Resuelto á no desprenderse de sus preciosas pruebas y á morir, si necesario fuese, dejándolas á su familia como una herencia de su venganza; contestó al presidente del Consejo que, salvo el acatamiento y reverencia que le merecian las palabras del Rey su Señor, nada tenia que decir tocante á la muerte de Juan Escovedo, en la cual no habia intervenido para nada. No se contentó con esto, sino que recusó ágriamente la competencia de Mateo Vazquez en aquella causa, por haber aceptado los poderes de la familia de Escovedo, lo cual le hacia aparecer, en concepto de todos los hombres imparciales, como un instigador apasionado y vengativo, á cuya voluntad se sometian tan escandalosos procedimientos.

Mateo Vazquez, no bien supo esta respuesta enérgica del valido destronado, aconsejó hipócritamente al Rey que, á fin de quitar todo pretesto á la maledicencia de los amigos de Perez, nombrase por acompañado en la causa á persona desinteresada y merecedora de que se le confiase tan delicado negocio. Pareció á D. Felipe muy puesto en razon el dictámen, y dió el encargo de activar el asunto al Licenciado Juan Gomez, de su cámara y consejero. Pero éste, que veía en Mateo Vazquez al sucesor de Antonio Perez en los favores y privanza del Rey, se prestó dócilmente en sus inspiraciones, como seguro camino para medrar, e insistió repetidas veces y siempre con mayor empeño, á fin de que el procesado declarase los motivos que habían ocasionado la muerte de Escovedo, y convenciese á la justicia de su necesidad y urgencia. Perez insistió en su negativa, asegurando que ninguna confesion sacarian de él, pues ignoraba todo lo que habia acontecido en aquel tristísimo asunto; mas como se queria á todo trance obtener de él las pruebas, cuyo paradero ignoraban sus enemigos, acordaron estos apelar á la fuerza, ya que de buen grado no podían alcanzar lo que apetecian. En su consecuencia dispuso Juan Gomez que los alguaciles Zamora y Erizo echasen á Perez una gran cadena de hierro y le pusiesen grillos, y aunque el infeliz Secretario, por medio de su esposa, pidió al Rey que se los quitasen, alegando que por el mal estado de su salud, no lo era posible soportarlos, fué desechada su súplica.

Desde entonces solo pensó doña Juana de Coello, en concertar con Diego Martinez el medio mas seguro de proporcionarle la fuga á Aragon, empresa temeraria en las circunstancias que le rodeaban, y que sin embargo se realizó, aunque no tan prontoque impidiese un doloroso acontecimiento, preparado por la perfidia de Mateo Vazquez contra la aborrecida víctima de su encono.

En efecto, pocos dias despues de haberse negado D. Felipe á los ruegos del Secretario para que le aliviasen del enorme peso de la cadena y de la sujecion de los grillos, se presentaron en la sala que le servía de encierro sus perseguidores Mateo Vazquez y Juan Gomez.

-Venimos, le dijo el último, á intimaros que respondáis á las preguntas que se os hagan, conformes á lo dispuesto por la órden del Rey nuestro Señor.

-Al Rey nuestro Señor, cuya voluntad reverencio como buen vasallo, contestó Perez, han informado mal los que se empeñan en que yo sé algo sobre la muerte de Juan Escovedo.

-Mirad, repuso el licenciado, que el mismo Rey asegura con su firma, que está enterado de que vos hicisteis matar á Escovedo, y de que lo disteis cuenta de las razones que para ello habia. Nadie pues ha dirigido á S. A. la menor acusacion contra vos.

-Si así es, replicó el Secretario, yo pido perdon con toda mi alma á las personas, de quienes habia sospechado.

-De ese modo descargais vuestra conciencia, y solo falta que declareis...

-Nada tengo que declarar; ya os lo he dicho muchas veces; aténgome pues á lo que siempre he sostenido.

-¿Y qué contestais á la seguridad, con que el Rey afirma vuestra participacion en aquel asesinato?

-Que es hombre, y que como tal puede engañarse.

-Por última vez os requiero, para que confeseis las causas que, en vuestro ánimo, hicieron necesaria y urgente la medida de matar al secretario de D. Juan de Austria, nombrando á las personas, que os ayudaron en el hecho.

-No os molesteis en pedirme un imposible; el Rey nuestro señor sabe perfectamente, ya que tan conocedor se muestra de tan grave negocio, que Juan Escovedo no murió por consejo mio. Decídselo así de mi parte, y que me cumpla lo que me tiene ofrecido, de no abandonarme nunca al resentimiento de mis contrarios.

-Señor Antonio Perez, ¿es esa vuestra única respuesta?

-¿Por qué lo dudais? Si otra tuviera que daros, hiciéralo desde el primer dia, sin dejárosla aguardar hasta hoy.

-Pongo en vuestra noticia que, si persistis negando, voy á poneros á cuestion de tormento.

-¿Imaginais por ventura que las confesiones arrancadas por el dolor contendrán la verdad? La carne es flaca, señor Juan Gomez, y hará todo cuanto dispongais de ella; pero el alma, ese espíritu, ese soplo de Dios, protestará contra una declaración que la naturaleza reprueba.

-No estoy aquí para empeñarme con vos en una controversia filosófica, sino para cumplir las órdenes del Rey. O declarad, ó preparaos á sufrir el tormento.

-Preparado estoy á todo. Dios me tendrá en cuenta, para descargo de mis culpas, lo que el verdugo me haga padecer.

Inmediatamente pasó Mateo Vazquez á una pieza inmediata, de la cual volvió á poco rato con el escribano Antonio Marquez y Diego Ruiz el verdugo, que en ella estaban esperando su aviso. Instado de nuevo el desdichado Perez para que confesase lo que de su boca se pretendia oir, y habiendo rehusado someterse á aquella exigencia, con una entereza que á todos dejó maravillados, fué puesto al tormento. Hé aquí cómo se verificó este, segun el relato oficial del Proceso manuscrito, llamado de los Archivos de negocios estrangeros, que se fulminó contra el secretario del Rey don Felipe II.

«Y luego incontinente, los dichos jueces (Vazquez y Gomez) dijeron, que quedando en su fuerza y vigor los indicios y probanzas, del suceso, y sin moverla ni alterarla en cosa alguna, solo para que declare lo que se le pide, le mandaron poner á cuestion de tormento; y si en el moriesse ó lesion de algun miembro le sucediesse, fuesse por su culpa y cargo; y dixó lo que dicho tiene, y que por dos cosas no podia pasar por el tormento; la una por ser hijodalgo, y la otra por el daño ó lesión que resultasse en su persona, atento á estar tullido de las largas prisiones y sufrimientos pasados. Y luego los dos señores le mandaron sacar los grillos y cadenas, y recibió juramento para que declare lo que se le pide; y por no delarar, le fué mandado desnudar en carnes por Diego Ruiz, berdugo, y solamente quedó con unos zaragüelles de Holanda. Y no estando presente el berdugo, fué tornadó á á percibir por los dichos jueces que declare todo aquello que se le manda, con apercibimiento de que se le daria tormento de persona y cordel. Y dixó: que respondia lo que tenia dicho. Y luego, estando presente la escalera y aparejos del tormento, por el dicho Ruiz, berdugo, le fueron cruzados los brazos al dicho Antonio Perez uno sobre el otro, y le fueron comenzando á dar una buelta de cordel en ellos, el cual dió grandes voces, diciendo:

-¡Jesus!... ¡Jesus!... Yo no tengo de decir nada, y he de morir en el tormento, y que no tengo de decir nada, sino morir.

Y dando grandes gritos, dixó:

-Hermano, que me matas.

Lo cual dixó muchas veces; y á esta sazon tenia dadas cuatro bueltas de cordel. Y fué tornado á requerir por los dichos señores, que declarase lo que se le mandaba, y dando grandes voces y gritos, dixó:

-Yo no tengo que decir. Que me mancan el brazo... Vive Dios que estoy manco del brazo y lo saben los médicos. Señor... por amor de Dios... que me mancan la mano... ¡Por Dios vivo, señor Diego Ruiz!... christiano es vuestra merced... Hermano... por amor de Dios... que me matas... que no tengo de decir mas.

Y fué tornado por los señores jueces á requerir que responda. Y no dixó mas que:

-Hermano, que me matas... señor Juan Gomez... Por las llagas de Dios, acábenme de una vez... Déxenme, que quanto quisieren diré... Por amor de Dios, hermano... que te apiades de mí. Y luego dixó que le quitassen de como estaba y lo den una ropa, que el declarará: y esto fué teniendo ya ocho bueltas de cordel, y aviendo comenzado á declarar lo que adelante se dirá, y mandó al berdugo que se saliesse fuera de la pieza donde se daba el dicho tormento... Quedando á solas con el Licenciado Juan Gomez y yo el escribano...»

En efecto, Antonio Perez vencido por cruelísimos dolores, con el cuerpo destrozado y sin esperanza de salvarse del suplicio, se confesó autor del asesinato de Escovedo, añadiendo que se habia llevado á cabo por mandato espreso del Rey, en virtud de consulta informada por D. Pedro Fajardo, marqués de Los Velez.

Despues de la terrible escena del tormento, le asaltó una calentura que le tuvo postrado quince dias, durante los cuales se le representaba á todas horas con vivísimos colores la triste y funesta suerte que le habian deparado la perfidia de sus enemigos y la venganza implacable de un monarca, á quien tantas veces habia hecho traicion. Ya no podía engañarse; despues de la tortura le esperaba el cadalso, porque si presentaba pruebas escritas en apoyo de sus últimas declaraciones, le despojarian de ellas, para que fuese de todo punto imposible su justificacion, decididos como estaban, tanto el Rey como Mateo Vazquez á llevar las cosas hasta el último estremo. Tiempo era pues de que pensase en la fuga, si no queria morir en afrentoso patíbulo, pero, ¿cómo habia de lograrlo, cuando los esbirros que le guardaban no te perdian de vista?

Doña Juana sin embargo habia dispuesto y Diego Martinez aprobado un plan de evasion, que exigia parte de ambos y del mismo Antonio Perez tanto arrojo como serenidad y prudencia; mas como era indispensable aprovechar los momentos, el soldado empezó desde luego á ponerlo por obra.

Una mañana observó el preso que los dos guardianes, que acababan de entrar de servicio para la vigilancia de su persona, cuchicheaban con mucha animacion á la entrada del aposento que le servia de cárcel, en aquella misma casa del cardenal Cisneros, donde habia sufrido el suplicio del tormento. Aunque su fiebre habia desaparecido, no salia de la cama, porque el doctor Torres, médico de gran reputacion, á quien habian llamado para que le asistiese, y que estaba con doña Juana, sostenia que el enfermo necesitaba esmeradísimos cuidados, si habia de vivir. Desde su lecho pues oyó el último, que los esbirros se ocupaban al parecer en cosas que podian interesarle, porque llegaron hasta él estas palabras que pronunció uno de ellos:

-Acepto la partida; doscientos ducados cuando entre aquí doña Juana Coello, y trescientos mas cuando salga el señor Antonio Perez.

Este se agitó en su cama, y aun hizo ademán de levantarse; pero sus guardianes corrieron hácia él para impedirselo, y el mas alto y de mas edad de los dos, le dijo:

-Quedo, quedo por Dios, pues teneis tanta calentura como un condenado, y es muy fácil que al poner el pié en el suelo exhaleis el alma.

Miró el Secretario á aquel hombre; mas apenas hubo reconocido su rostro, lanzó un grito, exclamando:

-¡Diego Mar...!

No pudo concluir la palabra, porque el soldado le puso la mano en la boca, diciendo:

-Os presento á este honradísimo amigo, que vá á ayudarnos en un negocio de bastante dificultad.

-Pero, ¿qué es esto? preguntó Perez asombrado. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por qué en vez de crueles y despiadados carceleros, encuentro hoy favorecedores en mi terrible infortunio?

-Eso consiste, le contestó Diego, en que no todos los dias son iguales. Yo por ejemplo, que hace años me vanagloriaba con el título de conquistador de la Italia, que despues he sido vuestro confidente, y que no ha muchos dias fuí fraile, soy ahora, por la gracia de Dios y por la recomendación de vuestro amigo el señor obispo de Córdoba, Presidente del consejo te Castilla... soy... adivinadlo, si sois capaz.

-Alguacil de uno de los alcaldes de corte, repuso el preso.

-Ni mas, ni menos, para sacaros de aquí.

-¿De qué modo?

-Todo está preparado. Mi señora doña Juana Coello ha alcanzado del Rey, por valimiento del doctor Torres, permiso para asistiros en vuestra dolorosa enfermedad. Reposad cuanto pudiereis durante el dia, porque esta noche tendreis que caminar mucho y aprisa. No tardará en llegar vuestra esposa, acompañada por uno de los alguaciles, que guardan la puerta de la calle: la órden es que cuando se retire de aquí, la custodie uno de nosotros dos, hasta su morada. ¿Habeis entendido ya de lo que se trata?

-No, por Dios santo...

-¡Eh! ¿Qué importa? observó el otro esbirro. Mi señora doña Juana Coello lo esplicará detenidamente al señor Antonio Perez: lo que nosotros debemos hacer es vólvernos á nuestro puesto, antes que suban y nos sorprendan aquí.

Pareció bien á Diego este prudente consejo, por lo que, dejando al preso entregado á sus reflexiones, se retiró con su compañero á la entrada de la sala. Media hora despues apareció doña Juana con un alguacil, que hizo entrega de su persona á los dos que custodiaban á Perez y desapareció al punto. La esforzada matrona se adelantó hácia el lecho de su esposo, despues de dirigir á Diego una espresiva mirada de gratitud; este comprendió aquella mirada, y de acuerdo con el otro esbirro, cerró la puerta de la sala.

Nadie supo lo que pasó en ella durante el dia, pero Diego contó á su compañero de vigilancia los doscientos ducados prometidos. Despues que cerró la noche, se abrió la puerta y salió del encierro una figura cubierta con negro manto, que dijo al traspasar el umbral:

-¿Quién de vosotros me acompaña?

-Andad, mi noble señora, que ya os sigo, contestó el soldado poniendo en manos del alguacil un bolsillo con tres cientos ducados.

-¿Están cabales? preguntó el esbirro.

-Cuéntalos, si no lo crees, repuso Diego.

-Nada de eso; me fio de tí y te deseo un buen viaje.

El veterano y la figura enlutada bajaron al portal, y lo atravesaron por medio de un enjambre de alguaciles apostados en él, medida que habia adoptado Mateo Vazquez, no tan solo para impedir toda comunicacion entre el preso y las personas que pudiesen valerle, sino tambien con la idea de trasladar al primero á cárcel mas segura y estrecha, tan pronto como para ello alcanzase el beneplácito del Rey.

Diego con su ad latere apretaron el paso y llegaron sin tropiezo á la que hoy es Plazuela de la villa, donde les esperaba un mozo con dos caballerías: entonces habló el soldado por la primera vez desde que salieron de la prision, diciendo:19

-Animo y confianza en Dios, señor Antonio Perez: aquí tenemos dos buenas yeguas herradas al revés, pues he reemplazado con otra la que el buen Juan de Mesa se llevo á tierra de Burgos, para cierta espedicion. Silencio y corramos, sin pensar mas que en huir de esta maldecida corte.

Antonio Perez abrazó estrechamente á Diego sin proferir una palabra: montaron ambos precipitadamente y corrieron treinta léguas, sin mas descansos que los precisos, para que las cabalgaduras no reventasen, y por fin llegaron al deseado reino de Aragon, en el cual podian respirar libremente, porque sus privilegios é independencia colocaban á nuestros fugitivos fuera del alcance de los tiros y persecuciones del irritado D. Felipe.

Al siguiente dia de la salida de Perez, se descubrió que su noble esposa le habia facilitado la evasion, vistiéndole con su propio trage y quedando presa en su lugar. Toda la corte celebró tan heroico rasgo de amor conyugal, porque desde que el Secretario habia perdido su privanza, no tenia envidiosos; mas no bien llegó á noticia del Rey, cuando dispuso que doña Juana Coello fuese encerrada en la cárcel pública con todos sus hijos, y que marchasen con toda diligencia correos á Calatayud, para que la justicia de esta ciudad se apoderase del profugo, antes de que consiguiese pasar el Ebro.

Capítulo XLI
In pace

Aun cuarto de légua de Búrgos, celebre patria de D. Pedro el Cruel, de D. Enrique III el Doliente, de doña Leonor de Aragon, del famoso conde Fernan-Gonzalez, de Rodrigo Diaz de Vivar, terror de la morisma, y de los grandes Jueces Lain Calvo y Nuño Rasura, se levanta un imponente y magestuoso edificio, cuyo orígen se remonta á los primeros tiempos de la encarnizada contienda que, durante el reinado de Alfonso VIII de Leon, aunque III de Castilla, sostuvieron los Castros y los Laras. Dicho monarca, vencedor de Jacob Aben-Jucef el Miramamolin en la sangrienta jornada de las Navas de Tolosa, que tuvo lugar el dia 16 de julio de 1212, entró triunfante en Toledo, entre las aclamaciones del pueblo y del ejército, para disponer que se celebrase en su magnífica catedral una fiesta solemne, que desde entonces quedó instituida, con el nombre del Triunfo de la Cruz, á fin de eternizar la memoria de una victoria tan señalada.

La reina doña Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra, habia hecho voto de edificar un monasterio, si Dios, compadecido del terrible desastre que acababan de sufrir las armas cristianas en la batalla de Alarcos, le dispensaba su poderoso auxilio contra los orgullosos infieles, en la nueva cruzada dirigida por el Papa Inocencio III á los valientes guerreros españoles, franceses, alemanes é italianos: el éxito mas completo coronó sus piadosas esperanzas y á su decidido empeño se debió que Alfonso VIII mandase erigir el célebre monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas cuya abadesa ha ejercido, hasta hace poco tiempo, con autoridad apostólica, la jurisdiccion eclesiástica sobre doce conventos, trece villas-cincuenta lugares, y sobre el antiguo hospital, que hoy se llama, del Rey, y se construyó inmediato al monasterio para asilo y descanso de romeros.

En una espaciosa celda, aunque demasiado estrecha para contener toda la amargura de su corazon, lloraba perdidas felicidades doña Ana de Mendoza, ilustre princesa de Éboli. La hija de los condes de Melito, la descendiente de los La-Cerdas, la orgullosa duquesa de Pastrana, embeleso y encanto, en otro tiempo, de la corte castellana, yacía encerrada entre las paredes de un convento, recordando los dias pasados y maldiciendo los presentes y desesperándose al pensar en los venideros. Su único deseo era morir ó sustraerse á la terrible cautividad á que se veía condenada; el pesar y la rábia, mas que los años, habian ajado su hermosura, y no teniendo que esperar nada de sus deudos, que la habian abandonado al resentimiento del Rey, por no esponerse ellos mismos á su enojo, queria al menos, antes de entregarse al último acto, con que imaginaba poner término á aquella situacion insufrible para su soberbia, tentar por sí misma todos los medios, que pudieran proporcionarle alguna esperanza de fuga. Ignoraba de todo punto los infortunios de Perez y de todo cuanto habia ocurrido en la corte, desde el dia fatal en que fué conducida á la fortaleza de Pinto por el conde de Chinchon y el marqués de la Favara; por consiguiente, procuró informarse de la madre abadesa de todo aquello que podia interesarla, aunque sin descubrir la menor curiosidad, antes bien dando á entender, que solo dictaba sus preguntas el caritativo deseo de saber noticias de sus parientes y amigos: para desorientar mas y mas á la superiora, solo le hablaba del obispo de Córdoba, presidente del Consejo de Castilla, del Arzobispo de Toledo, del conde de Cifuentes, de los duques del Infantado y de Medina Sidonia, y de otros magnates adictos al Rey, ó unidos á su propia familia por los vínculos de la sangre.

Pero la abadesa no se dejaba engañar fácilmente; conocia por esperiencia las seducciones del mundo, habia estudiado el carácter de la princesa de Éboli, y estaba segura de que esta era capaz, á poco que se la hostigase, de pegar fuego al monasterio de las Huelgas. Por lo mismo la trataba con una dulzura verdaderamente maternal, figurándose que doña Ana atribuiria sus condescendencias á los miramientos debidos á su clase y familia, en lo cual se equivocaba lastimosamente, porque la viuda de D. Ruy Gomez, habia llegado á comprender que se le tenía miedo, y esta seguridad era por sí sola una ventaja muy grande, que se proponia utilizar cuando llegase el caso.

El domingo de Ramos del año de gracia de 1591 se veía el suntuoso templo de Santa Maria la Real de las Huelgas lleno de forasteros. Multitud de peregrinos, de militares, de religiosos y de nobles señores de la antigua corte de Castilla, asistian con recogimiento á los divinos oficios, que se celebraban con una ostentacion y aparato, dignos del alto objeto á que iban dedicados. Las monjas presenciaban todas las ceremonias desde su enrejado coro y unian sus argentinas voces á los ecos sonoros del órgano, entonando el Benedictus qui venil, con tal espresion de júbilo, que el auditorio parecia arrobado; en tanto que un romero, cubierto con su ancho ropon y su esclavina sembrada de conchas y de imágenes del apóstol Santiago, y con su sombrero de anchas alas pendiente del nudoso palo de viage, que empuñaba su nervuda diestra, dirigia escrutadoras miradas al través de la doble reja, que separaba á las madres del público. Aquel peregrino tenia el rostro sembrado de manchas negras; mas en vez de recatarse para ocultarlas, á fin de no llamar hácia su persona la atencion de los fieles, complaciase por el contrario en ostentar su fealdad, como si abrigase el pensamiento, ó mas bien el deseo, de ser reconocido por alguna religiosa, supuesto que no separaba sus ojos de la ferrada celosía, junto á la cual se habia colocado desde el principio de la funcion.

Su voto quedó completamente satisfecho, suponiendo que fuese el que le hemos atribuido; porque casi al fin del Evangelio, al pronunciar el sacerdote que representaba al cronista San Mateo las palabras emisit spiritum, y cuando todos los asistentes á las sagradas ceremonias de la Pasion, inclusos los celebrantes y las esposas del Señor, se postraban en tierra, un papel en forma de rollo empujado con fuerza desde la parte interior del coro, fué á caer á los pies de aquel hombre singular. Al verlo se dibujó en sus lábios una satánica sonrisa de triunfo; lo cogió del suelo y antes que pudiesen observarse sus movimientos desapareció de la iglesia. Media hora despues se hallaba en el reducido albergue que habia encontrado en la ciudad, y leia y releia aquel papel misterioso, que solo contenia estas palabras.

«Juan, te he conocido y reclamo tu ayuda para recobrar mi libertad... A las doce de la noche, al pié de la segunda reja, que dá al camino del bosque.» ==Doña Ana.

-Está bien, murmuro Juan de Mesa, á quien desde luego habrán conocido nuestros lectores bajo el humilde trage de romero; pasarémos una mala noche, dos, tres, veinte y ciento, si es menester; pero sin descuidar nuestras precauciones, á fin de no caer en malas manos. El ropon y la esclavina me guardarán de salteadores y asesinos, y mi buen puñal de dos filos hará milagros con los que intenten prenderme en nombre del Rey, por robador de monjas. Con eso, con mi yegua y con el talego de escudos que me acompaña, tengo bastante para salir de todos mis apuros.

Despues de hacerse á sí mismo estas juiciosas reflexiones, pidió de almorzar, y concluido que hubo su abundante refrigerio, echose á dormir, porque tambien se acordó de que, cuando llegase la noche, tendría que caminar un cuarto de légua, amen de permanecer alerta debajo de las enrejadas ventanas del Real monasterio de las Huelgas.

La noche llegó por fin, y Juan de Mesa salió de la ciudad, caballero en su yegua; soplaba con fuerza el frio viento del norte, y la humedad que empapaba su rostro le hizo creer que, cuando cesase, se desataria á torrentes la tempestad. Esta circunstancia podia favorecer mucho el plan de fuga, que sin duda tendria ya formado la princesa de Éboli, pues no era creible que ningun ser racional se aventurase á cruzar por aquellos sitios con tiempo tan borrascoso y á horas tan poco favorables para la seguridad del viagero; alentado pues nuestro alférez de los tercios de Italia por la esperanza fundadísima que tenia, de no encontrar quien estorbase su proyecto, puso al trote la yegua, y en menos espacio del que pensaba, se halló junto á la fachada principal del gigantesco edificio, término de su caminata noct urna. Volviendo en seguida hacia la derecha, y costeando el monasterio, se dirigió hácia el bosque, que se estendia como una légua desde la misma orilla del camino, y no bien entró en él, por el ángulo que allí formaba uno de los muros laterales de Santa María la Real con el opuesto al de la fachada, cuando divisó la segunda reja que iba buscando. Al mismo tiempo que se detenia para cumplir el mandato de doña Ana de Mendoza, hirió sus oídos el sonido de una voz destemplada y bronca, y el viento le llevó las siguientes palabras, que parecian salir de la parte mas intrincada del bosque.

-¿Quién te asegura, Martin, que esa madre enviará desde Aragon lo que ofrece, porque la ayudemos á huir del monasterio?

Era evidente que las personas que hablaban eran dos; pero por mas que Juan de Mesa aguzó sus sentidos, no pudo pescar la contestacion que el llamado Martin había sin duda dirigido á su interlocutor. Tentado estuvo de penetrar en el bosque para descubrir, si la pregunta de éste tenia algun punto de contacto con el proyecto que allí le habia conducido.

-En todo caso, pensó como hombre que entendia el negocio, saldré de dudas y no dejaré curiosos á retaguardia.

Apeóse con el mayor sigilo para poner por obra su pensamiento, ató al primer árbol que le deparó la suerte la brida de la yegua y desnudando el puñal, se preparaba ya á perderse en la espesura, cuando dieron las doce en la torre del monasterio, y la campana grande del mismo empezó á tocar á maitines. Juan de Mesa no se movió pensando en la princesa de Éboli, á la que temia ver comprometida por la presencia de los hombres del bosque, pero habiendo observado que estos se, dirigian hacia él, sé previno para cuanto pudiera ocurrir.

-No nos ha engañado la madre, dijo uno de ellos; ahí esta nuestro peregrino.

-Alto ahí, quien quiera que seais, gritó Juan de Mesa, resuelto á jugar el todo por el todo.

-No levante tanto el gallo el buen romero, repuso el que hasta entonces no habia hablado, y díganos sencillamente, si es cierto que se le ha mandado situarse, á las doce en punto de esta pícara noche, al pié de la segunda reja.

-Antes de responder á esa pregunta, contestó el fingido peregrino, necesito conocer á quien me la dirige.

-Cosa muy puesta en razon; me llamo Gines y soy el jardinero del monasterio de Santa Maria la Real; este otro, que ves junto á mí, es mi hermano Martin.

-Sea en buen hora; aquí teneis á quien buscais, si es que buscais al hombre, que á las doce debe hallarse en este sitio.

-¿Tienes el encargo de acompañar á una religiosa hasta la frontera de Aragon?

-¡A una religiosa! Dios me libre de andar en pleito con los señores del Santo Oficio.

-¿Pues á que has venido?

-A recibir instrucciones de una dama, que no ha pronunciado sus votos.

-Es igual. Esa dama va á salir del convento.

-¿De qué modo?

-No podemos esplicarlo, sin estar seguros de que se nos cumplirán las ofertas que se nos han hecho.

-Sean cuales fueren, contad con ellas.

-¿Quien nos las fia?

-Yo. ¿Cuánto os ha prometido esa dama?

-Mil ducados, que nos enviará desde Aragon.

-Nada de eso: yo os los contaré esta noche.

-Ese es otro cantar. Y pues hemos arreglado satisfactoriamente el negocio, procedamos por órden. Tú y Martin permaneceréis aquí sin chistar, mientras yo me dirijo por la huerta hácia la escalera interior del primer claustro. Cuando las religiosas, despues del rezo de maitines, se retiren del coro, oireis un silbido; estad alerta, porque será la señal de que ha llegado el momento decisivo, y poco tardaré en reunirme á vosotros.

Gines desapareció á lo largo del muro, á cuyo estremo se hallaba la puerta del jardin de las monjas, que se comunicaba con la huerta. Entre tanto que se alejaba, dijo Martin á Juan de Mesa:

-Supongo que esa buena cabalgadura, si he de atenerme á lo que no ha mucho manifestaste, es la portadora de los mil ducados, que debemos recibir mi hermano y yo por la velada de esta noche.

-En efecto, ahí están, respondió el alférez, y ademas habrá para beber, si todo sale á medida del deseo. Pero ¿qué es lo que se propone el bueno de Gines? ¿Arrebatar á esa dama en medio de la comunidad?

-¡Bah! repuso Martin: eso no sería muy difícil; pero mañana tendrias á tus alcances una legion de cuadrilleros. La dama, como tú dices, no saldrá del monasterio por la puerta.

-¿Pues por donde?

-Por la ventana; están ya limados los hierros y bajará perfectamente.

-¿Habeis contado con que conserve su serenidad en tan arriesgada tentativa?

-Es cuenta suya.

-¡Cómo! ¿No temeis que pierda la cabeza, ó que la zozobra la ocasione algun vértigo? ¿Y si se estrella?

-Yo solo sé que bajará por esa ventana, que está encima de nosotros: Ginés se ha entendido con ella y...

-No... no; esto no puede quedar así, esclamó Juan de Mesa, porque temo una desgracia.

Y al pronunciar estas palabras echo á correr hácia la puerta del jardin.

-¿Adonde vas? le preguntó Martin.

-A evitar que tu hermano realice tan descabellado proyecto, contestó el alférez sin detenerse.

-¡Y los mil ducados perdidos! ¡Y la propina! gritó el otro corriendo tras él.

Los dos llegaron casi al mismo tiempo al jardin; atravesáronlo precipitadamente, divisaron al otro estremo de la huerta la escalera que daba acceso á los claustros, treparon por ella y... ya profanaban la clausura, cuando resonó en el interior del monasterio un agudo silbido. Pocos segundos despues apareció el hermano de Martin, y al ver á este y al peregrino en disposicion de internarse en el convento, soltó una maldicion y les dijo:

-¡Infames! ¿Qué buscais en este sitio? La religiosa va á descolgarse... no perdamos un minuto.

-No, le gritó Juan de Mesa enfurecido, es preciso que no se descuelgue, porque vá á morir.

-Tú serás el que mueras tostado por la Inquisicion, si pasas adelante, repuso Ginés agarrando al alférez por un brazo y obligándole á retroceder.

Volaron los tres al sitio en que por la primera vez de su vida se habian reunido aquella noche. Juan de Mesa, con el alma entre los dientes, clavó sus miradas en la segunda reja, y al mismo tiempo tropezaron sus pies con una escala de cáñamo, que desde ella descendia al suelo.

-¿Es fuerte? preguntó á Ginés.

-La he trabajado yo mismo, le contestó Martin, y ya pueden echarle quintales de peso.

-¿Aguantará el de dos personas?

-Aunque sea el de seis, con tal que no se desprenda de arriba.

-De arriba no hay miedo, observó Gines, porque acabo de sujetarla como corresponde.

-Ea pues, repuso Juan de Mesa, aguantadla vosotros tirante, para que no bambolee y me destruya los sesos contra el muro, pues voy á subir.

Y haciendo la señal de la cruz, puso por obra lo que habia dicho, con una decision y arrojo que confundió á los dos hermanos. Estos agarraron el estremo de la escala y la sostuvieron en toda su tirantez, separándose un corto trecho del muro y formando con ella la figura de un plano inclinado; mas no pudieron menos de estrañar que su compañero, despues de haber trepado hasta la reja de la celda de doña Ana, permanecia junto á ella inmóvil. Por último, en lugar de ver salir á la dama, como esperaban de un instante á otro, vieron que Juan de Mesa, abandonando la escala penetró de pronto en la celda, arrojandose hacia arriba con un brusco movimiento. Despues nada pudieron observar, pero oyeron gritos, juramentos e imprecaciónes que les helaron de espanto, y que les probaban evidentemente que la fuga de la dama habia sido descubierta. Al cabo de un cuarto de hora, apareció de nuevo en la reja el intrépido Juan y gritó á los de abajo:

-Firme la escala.

-No hay cuidado, le respondió Martin disfrazando la voz.

El digno émulo de las glorias de Diego Martinez se deslizó entonces desde la ventana hasta el suelo con la ligereza de una ardilla, pero temblaba todo su cuerpo. Sin duda habia ocurrido en la celda de doña Ana de Mendoza alguna cosa terrible, porque Juan de Mesa, al poner los pies en tierra firme, sujetaba entre los dientes su puñal ensangrentado.

-¿Qué has hecho de la dama? murmuró Gines sobrecogido, observando que había bajado solo.

-Vuestros planes han fracasado completamente, repuso el alférez con ronco acento y escondiendo el puñal: huyamos...

-¿Hay pelígro para nosotros? le preguntó Martin.

-De muerte segura, si nos cogen.

-Pero ¿qué ha pasado allá arriba?

-Nada me pregunteis... nada pretendais averiguar... vosotros no teneis la culpa, ni... la Providencia lo ha dispuesto... ¡Pobre princesa de Éboli!

-¿Donde se halla ahora?

-¿Dónde?

-Sí

-En el in pace.

-¡Santo Dios! esclamaron los dos hermanos llenos de horror.

-Tomad... tomad... les dijo Juan de Mesa, poniendo en manos de Gines un bolsillo, que sacó del talego de oro que llevaba oculto entro los aparejos de la yegua: lo habeis ganado bien y fielmente. Encomendad á Dios el alma de la señora doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, porque vá á espirar en el horrible subterráneo del Monasterio.

Estas fueron las últimas razones del peregrino: inmediatamente cabalgó en su yegua, y saliendo de la vereda del bosque, tomó el camino de Aragon.

Gines y Martin se alejaron tambien de aquellos sitios, y despues de consultarse en voz baja sobre lo que deberian hacer, determinaron continuar al servicio del monasterio como si nada supiesen de los proyectos de fuga fraguados por doña Ana, y esta resolucion le salvó de toda responsabilidad, porque nadie sospechó de ellos.

Hé aquí ahora lo que habia ocurrido.

Instruida la madre abadesa por una religiosa, de que la princesa de Éboli habia entablado comunicacion, por medio de un papel escrito, con el peregrino, que inmediato al coro asistió á los divinos oficios de la mañana, se propuso no perderla de vista. Doña Ana, sola en su celda, examinó detenidamente, y sin saber qué la espiaban por la cerradura de su puerta, la escala que le habia proporcionado el jardinero y con cuyo auxilio pensaba huir aquella misma noche. Desde aquel momento se contaron sus pasos y movimientos con tal perseverancia, que despues de terminados los maitines, y cuando la infeliz amante de Antonio Perez se dispónia á poner el pié en la escala, que durante el rezo de las religiosas en el coro, habia sujetado fuertemente Gines á dos gruesas y bien remetidas escarpias, se vió sorprendida por toda la comunidad, que entró precipitadamente en su celda con luces y llevando al frente á la abadesa. Doña Ana quiso resistirse y hablar, pero las monjas se arrojaron sobre ella lanzando á todos gritos y la maniataron. Aquel era precisamente el momento en que Juan de Mesa, por medio de und violenta sacudida entraba en la celda; pero al mismo tiempo se encontró frente á frente con el abad D. Gil de Fuentes y Herrero, que tenia su morada en el edificio, como director espiritual de las madres. Estas arrastraron á la Princesa fuera de la celda, á pesar de sus gritos, y cerraron la puerta por la parte esterior, dejando al abad sólo con el alférez en medio de la mas profunda oscuridad. El último entonces sacó su puñal y agarrando á D. Gil por el cuello, le dijo con rábia:

-Vais á morir si no me entregais esa dama.

-Matame, sacrílego infame, porque doña Ana de Mendoza no volverá á ver la luz del sol, murmuró el abad. Está condenada al in pace.

-Abrid la puerta, para que la arranque del poder de esas brujas, ó clavo mi puñal. en vuestro corazon.

-La princesa de Éboli morirá de hambre, yo lo he dispuesto.

Juan de Mesa fuera de sí, hundió el acero en el pecho del abad, apenas le oyó pronunciar estas palabras. D. Gil cayó en tierra desplomado sin exhalar un quejido, y su asesino se dirigió á la reja para huir por la escala, Ya sabemos lo demás.

Capítulo XLII
Los dos motines populares del siglo XVI en Zaragoza

Los correos de D. Felipe llegaron tarde, para que D. Manuel Zapata, caballero de Calatayud y gentil-hombre de la boca del Rey, pudiese prender á Antonio Perez, pues éste se habia acojido ya, como á seguro asilo, al monasterio de dominicos de San Pedro Martir, desde el cual partió Diego Mantinez con toda diligencia á Zaragoza, para invocar en favor del prófugo el privilegio de los Manifestados, que con arreglo á los fueros Aragoneses debia someter su causa al tribunal supremo del Justicia Mayor de aquel reino. Aunque Zapata, auxiliado por el lugar-teniente del gobernador, que acudió al punto desde Zaragoza á Calatayud, se empeñó en sacar á Perez del convento á viva fuerza, no pudo conseguirlo, porque se presentó antes que aquella autoridad, el diputado del reino D. Juan de Luna, haron de Purroy, seguido de cincuenta arcabuceros, para colocarle bajo el amparo de las leyes Protectoras del Justicia. Diego Martinez, que le habia acompañado, sublevó al pueblo, que acudió invocando sus libertades, en apoyo del barón, y éste condujo entonces á Antonio Perez á la cárcel del Fuero de Zaragoza.

La constitucion política del antiguo reino de Aragon se diferenciaba tanto de las formas de gobierno de Castilla, que sus moradores se consideraban y eran en efecto independientes, á pesar de que reconocian la autoridad Superior de uno de los Monarcas mas absolutos que ha tenido España. Nadie ignora que los reyes de Castilla no podian llamarse reyes de Aragon, si antes no juraban solemnemente guardar y hacer guardar, los privilegios é inmunidades de aquel suelo libre, que había aprendido á sostener sus derechos, haciéndolos respetables y altamente provechosos para sus hijos. Así, cuando el soberano prestaba, con la cabeza descubierta, el juramento requerido ante el gran Justicia Mayor, este magistrado le dirigia aquellas significativas palabras, que las actas del archivo de Aragon han conservado en sus paginas: ‘«Nos, que valemos tanto como vos, y todos juntos mas que vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que nos guardeis nuestros fueros y libertades, y sinon, non.»’ En ellas quedaba consignado el principio de que, si el Rey violaba los privilegios de los Aragoneses, estos podian insureccionarse legalmente contra él, á la terrible voz de ¡Contrafuero! que ponia en conmocion á toda aquella tierra.

Por lo demás, ningun cuerpo grande ó pequeño de tropas podia penetrar en el territorio Aragonés, porque el país, por medio de Cortes compuestas de individuos del clero, de la primera nobleza, de la nobleza de segundo órden y de los hidalgos de las poblaciones, se custodiaba, se administraba y se juzgaba á si mismo, sin mas apelacion que el recurso de queja ante el Justicia Mayor, encargado de velar por los intereses generales y particulares, y de suspender todo procedimiento que no se ajustase estrictamente á las leyes.

Hallábase Antonio Perez en la cárcel llamada de la Manifestacion ó de la Libertad, cuando D. Iñigo de Mendoza, marqués de Almenara, encargado en Zaragoza de gestionar ciertas pretensiones encaminadas á estender la dominacion de D. Felipe, se presentó ante el tribunal del Justicia Mayor, pidiendo con arrogancia la entrega del preso, para que fuese conducido á Madrid. Don Juan de La Nuza, ilustre descendiente de la respetable familia, á la cual hacía ya ciento cuarenta y dos años, que el pueblo Aragonés habia confiado el encargo de dirigirle, desde que en el de mil cuatrocientos cincuenta, distinguió con tan señalada honra el rey del Alfonso el Magno al famoso D. Ferrer de La Nuza, ejercia á la sazon la suprema magistratura, y contestó á la demanda del marqués con la entereza propia de quien estaba en la obligacion de respetar y hacer que se respetasen los fueros del reino. Mediaran con este motivo ágrias contestaciones; mas tan luego como supo Mateo Vazquez, que todos los esfuerzos del comisionado se estrellaban ante el decidido y constante denuedo del Justicia Mayor, hizo publicar la sentencia que hacia tiempo habia fulminado secretamente contra Perez, y que se proponia presentar á la á probacion del Rey en ocasion propicia: esta ocasion habia llegado ya, y D. Felipe aprobó el inucuo fallo, suscrito por el Licenciado Juan Gomez y por un primo hermano del incansable perseguidor del amante de doña Ana. Hé aquí su contenido literal, segun aparece en el Proceso manuscrito.

«En la villa de Madrid, corte de nuestro Señor D. Phelipe segundo (que Dios guarde) a primero dia del mes julio del año de 1590: Visto por los Señores Rodrigo Vazquez de Arce, presidente del consejo de Hacienda y el Licenciado Juan Gomez del Consejo y camera, el proceso y causa de Antonio Perez, Secretario que fué del Despacho universal, dixeron, que por la culpa que de todo ello resulta, lo debian de condenar y le condenaban, pena de muerte natural de horca y a que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada, y despues, de muerto, le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero, y sea puesta en un lugar público, y corno qual peresciere a los dichos señores jueces, y del nadie sea osado á quitarla, so pena de muerte: condenaron le en perdimiento de todos sus bienes que aplicaron para la real camera y fisco, y para las costas personales y procesales, que por su causa se han hecho. Y así lo pronunciaron, mandaron y firmaron. == El Licenciado Rodrigo Vasquez.==El Licenciado Juan Gomez.»

En vista de este proceder, conoció Perez que era ya tiempo de justificarse sin guardar miramientos á nadie; por lo tanto escribió el célebre Memorial del hecho de su causa, y como comprobantes de cuanto en él referia, produjo ante el Justicia Mayor la famosa consulta del marques de Los Velez sobre el precepto de la muerte de Escovedo y las cartas de letra del Rey acerca del mismo asunto; documentos que, como ya sabemos, habia confiado doña Juana Coello á la fidelidad de Diego Martinez y de Juan de Mesa.

Reunidos estos dos grandes bribones en Zaragoza, despues de la malograda tentativa del último, para sacar á la princesa de Éboli del monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas, se habian conquistado el afecto del pueblo bajo, por el empeño con que sostenian públicamente los derechos de Antonio Perez, ligados de tal manera con las inmunidades de aquellos habitantes, que no se podia tocar á los primeros, sin destruir las segundas. El objeto del veterano era sublevar, si el Rey no se daba á partido, al reino de Aragon contra Castilla, conociendo perfectamente que no quedaria solo en la empresa, porque nobles y plebeyos estaban prontos á un rompimiento, si llegaban á peligrar en lo mas mínimo sus libertades. Diego pues y su amigo Juan, necesitaban el ardor de las masas contra la obediencia que debian al Rey, y al mismo tiempo observaban los pasos y seguian el hilo de las intrigas que D. Iñigo de Mendoza ponia en juegó, para apoderarse de la persona de Antonio Perez y entregarlo á la saña de sus mortales y encarnizados enemigos.

El Justicia Mayor de Aragon absolvió al ultimo de toda culpa respecto el asesinato del secretario Juan Escovedo, y el marques de Almenara, viendo perdida la causa de D. Felipe en tan escandaloso asunto, formó el mas infame plan de venganza, que pudiera ocurrir á un vil adulador de su amo. Supo que Juan de Basante, profesor de gramática latina y griega, y Diego Bustamante, antiguo criado de la casa de Silva, visitaban con mucha frecuencia al preso y ganó la voluntad de ambos á fuerza de oro. Por este medio obtuvo contra el perseguido Secretario una denuncia de heregía, pues, aquellos hombres vendidos supusieron haberle oido palabras gravísimas contra la Religion y sus ministros, y las refirieron al Inquisidor Molina de Medrano. Al punto se le formó nuevo proceso, que se remitió á la Inquisicion general de Madrid; la Suprema entonces dió su censnra, calificando de heréticas todas las proposiciones que se habian sometido á su exámen, y el Inquisidor general D. Gaspar de Quiroga y los Licenciados D. Franciscó de Avila, D. Juan de Zúñiga y Gil de Quiñones resolvieron, que Antonio Perez fuese conducido á las cárceles secretas del Santo Oficio de Aragon. El correo, portador de este decreto, solo tardó dos dias desde Madrid hasta Zaragoza, y no bien lo recibieron los de esta ciudad, cuando fulminaron el siguiente acuerdo:

«Nos, los Inquisidores especialmente delegados por la autoridad apostólica contra la herética pravedad y apostasia en el reino de Aragon, comprendida la ciudad y obispado de Lérida, mandamos á vos, Alonso de Herrera y Guzman, alguacil deste Santo Oficio, que luego que recibays esta órden, vayays á essa ciudad de Zaragoza o á donde sea necesario, y prendays el cuerpo de Antonio Perez, secretario que fue del Rey nuestro señor, donde quiera que le hallaredes, aunque sea en yglesia o monasterio o otro lugar sagrado, fuerte, privilegiado; y assi preso y á buen recaudo le traed á las cárceles deste Santo Oficio, y le entregad al alcayde dellas, al qual mandamos lo reciba de vos por ante uno de los notarios del secreto... Dado en el palacio real de la Aljafería de la ciudad de Zaragoza.--Ldo. Molina de Medrano.--Dr. Antonio Morejon.--Ldo. Hurtado de Mendoza.»

Presentáronse ocho familiares con el alguacil Alonso de Herrera en la cárcel de la Manifestacion, para apoderarse del preso; pero nada pudieron conseguir del alcaide, que se apoyaba con teson en las disposiciones terminantes de los fueros, y en vista de su resistencia enviaron los Inquisidores un mandato apremiante á D. Juan de La Nuza, para que hiciese cumplir su órden. El Justicia Mayor, de acuerdo con sus cinco tenientes, micer Gerónimo Chalez, micer Martin Baptista de La Nuza, micer Juan Gasco, micer Juan Francisco Torralba y micer Gerardo Claveria, dispuso, por no disgustar al marqués de Almenara con quien habia hablado del caso, la entrega del preso, y así se ejecutó, pasando Perez de la cárcel de la Libertad á la de la Aljafería, lo cual era lo mismo, ó acaso mucho peor para él, que caer bajo la terrible autoridad del Rey D. Felipe.

Pero no se tomaron tan secretamente estas disposiciones, que tardasen mucho tiempo en conocerlas Diego Martinez y Juan de Mesa. Al punto se pusieron en accion, y en tanto que el último reunia á sus parciales, cuyo número se aumentaba incesantemente con todos los descontentos, á quíenes el grito ¡Contrafuero! hacia que abandonasen sus mas sagradas ocupaciones, avisaba el primero á la nobleza y corria á la plaza del Mercado, en la cual se hallaba situada la cárcel de la Manifestacion. Acababan de llevarse á Antonio Perez, cuando el veterano llegó á ella sofocado y sin aliento: salióte al encuentro el alcaide, temiendo algun acontecimiento estraordinario, y le preguntó fingiendo serenidad:

-¿Qué se dice por los barrios? ¿Por qué correis así?

-Vais á saberlo, le contestó Diego, arrojando un voto redondo. Se dice en los barrios que sois un imbécil y un traidor á los fueros, por haber entregado la persona de Antonio Perez á esos judíos Inquisidores, y yo corro y correré mas, si Dios me ayuda, porque se me ha puesto en el magin tostar en su madriguera á todos los doctores, licenciados, notarios, familiares y alguaciles del Santo Oficio.

-¿Ignorais, cuerpo de mí, esclamó el alcaide, lo que me ha obligado á desprenderme del preso?

-El miedo á la hoguera; está entendido.

-Nada de eso, seo guapo, que yo soy demasiado aragonés para temer á los frailes de Castilla: pero tampoco quiero que se me acuse sin razon, y así, podeis publicar en voz muy alta, que he obrado en virtud de orden del Justicia Mayor.

-¡Del Justicia Mayor!

-Ni mas ni menos; solo de esa manera hubiera yo cedido el preso á los Inquisidores.

Diego Martinez quedo aterrado, porque presentia el suplicio inmediato de Antonio Perez, si el pueblo no protestaba contra las disposiciones de su primer magistrado. Decidido á echar el resto, iba á reunirse con Juan de Mesa para cerciorase de las fuerzas con que podian contar, cuando al retirarse de la plaza, vió que un grupo de nobles se dirigia en tumulto hácia el palacio del Justicia Mayor. Componíanlo D. Miguel Martínez de Luna, conde de Morata; D. Luis Jimenez de Urrea conde de Aranda; D. Juan de Luna, baron de Purroy; D. Martin Espés, baron de Laguna; D. Diego Fernandez de Heredia, baron de Bárboles y hermano del conde de Fuentes; D. Martin de La Nuza, baron de Biescas; D. Iban Coscon; D. Pedro Sesse; D. Pedro de Bolea y otros muchos magnates y señores, que se habian declarado hacía ya mucho tiempo en favor de Perez, porque habian conocido desde luego, que una vez acojido éste á los privilegios de Aragon, los ulteriores procediinientos del Rey contra su persona, solo podian tener por objeto declarar la guerra á aquellos mismos fueros, en que descansaban las instituciones del reino.

Supuso el soldado que los nobles iban á pedir á D. Juan de La Nuza la libertad del preso, y al punto imaginó con su natural travesura y perspicacia, que habia llegado el momento de hacer temblar al Rey de Castilla. En efecto; podia suceder que aquellos magnates consiguiesen lo que pretendian, y que Antonio Perez volviese á la cárcel de los Manifestados; mas no por eso dejaría de verse espuesto á ser llevado otra vez á los calabozos del Santo Oficio, tan pronto como el Rey declarase al Justicia Mayor ser esta su voluntad: era pues indispensable revestir la petición de los nobles de un aparato imponente; era preciso que la salida de Perez del palacio-sepulcro de la Aljafería no fuese una concesion, sino una victoria de los que sostenian las inmunidades aragonesas. Diego, pues, no perdió un instante; voló al sito en que sabia que le esperaba Juan de Mesa con dos mas decididos partidarios de su causa, y dando el grito de libertad, se puso decididamente á su cabeza. Al punto estalló por todos los barrios de la ciudad un furioso motin: los parciales de Castilla fueron perseguidos y maltratados, los nobles amenazaron al Justicia Mayor por la debilidad que habia mostrado en el hecho de disponer la entrega de Antonio Perez á los Inquisidores, y el marqués de Almenara tuvo que encerrarse en su palacio, al cual pegó fuego la multitud y derribó sus puertas, formando arietes al efecto con gruesas vigas. El pueblo pedia la libertad de Antonio Perez y el castigo de los infames que habian hecho traicion á los privilegios del reino, y D. Juan de La Nuza., conociendo que el único medio de aquietar los ánimos era quitarles todo protesto de revuelta, dispuso que D. Iñigo de Mendoza le siguiese en calidad de preso á la cárcel de la Manifestacion, por convenir así al servicio del Rey. Salió efectivamente el marques, acompañado del Justicia Mayor y del asesor Torralba, rodeándole ademas su Secretario, su mayordomo y otros individuos de su servidumbre, custodiados por los cinco tenientes del gran magistrado: al principio parecia como que los amotinados trataban de respetar la desgracia del magnate castellano, mas no bien llegó la comitiva al frente de la magnífica iglesia de la Seo, cuando apareciendo de pronto Diego Martinez al frente de las turbas y precipitándose furiosamente sobre el marqués, gritó con voz de trueno:

-¡Muera el traidor!... ¡Muera el renegado!... ¡Vivan nuestros fueros y libertades!

Esta fué la sañal de un espantoso tumulto. Diego hirió al marques, que no pudiendo sostenerse, hincó una rodilla en tierra; mas el rabioso veterano se habia propuesto no dejarle con vida y le asestó una terrible cuchillada en la cabeza, en tanto que su compañero Juan de Mesa, acaudillando á los mas alborotados, daba muerte á los demás caballeros del sequito de D. Iñigo. Este, contuso, ensangrentado, exánime, no pudo ser conducido á la Manifestacion por los caballeros aragoneses que la ampararon contra los sediciosos, y quedó depositado en la cárcel Vieja, que estaba inmediata á aquel sitio, y en la cual murió de las muchas heridas que habia recibido.

Dispersados ó muertos casi todos los castellanos, se dirigieron los revoltosos á la Aljafería, pidiendo á los Inquisidores con horribles alharidos la entrega de Antonio Perez, y habiéndose resistido el Tribunal del Santo Oficio á tan imperiosa demanda, D. Pedro de Sesse y Diegó Martinez hicieron llevar carretadas de leña y acercarlas al palacio, con el firme propósito de incendiarlo.

-Hipócritas desalmados, ministros de Satanás, que no de Dios, gritaba el veterano con todas sus fuerzas; poned en libertad á los presos, ó vais á morir abrasados, como haceis morir á los demás. Abrid las puertas y salgan todos los infelices, á quienes atormenta vuestra saña contra el género humano, ó preparaos para el suntuoso y solemne auto de Fé, que nos proponemos celebrar en vuestros cuerpos.

Y uniendo la acción á las palabras, cogió un tizon encendido y arrojandolo sobre un monton de paja y de leña, que el pueblo acababa de hacinar delante de la puerta principal de la Aljafería, añadio dirigiéndose á los mas inmediatos:

-Soplemos todos, para que las llamas doveren esa caverna de bandidos hambrientos de nuestra carne. ¡Abajo la Inquisicion!... ¡Libertad y fueros!...

La divina Providencia habia dispuesto en sus inescrutables juicios que triunfase la causa de Diego Martinez, sin que ésta alcanzase la indecible satisfaccion de saborearse con la victoria. En efecto; cuando lleno de ardor y de entusiasmo se adelantaba hacia la puerta del palacio de la Inquisicion, para atizar el voraz elemento que debia consumirla, se abrió una ventana enrejada del edificio, resonó un tiro de arcabuz y el veterano de Flandes y de Italia, el mas fiel y constante servidor de Antonio Perez, así en la prospera como en la adversa fortuna, recibió un balazo en la sien derecha, que le dejo cadáver, sin darle tiempo para proferir un quejido.

Horribles imprecaciones y blasfemias poblaron el aire; Juan de Mesa, rugiendo como un leon desesperadó, gritó venganza, y el pueblo, como movido por un solo resorte, se abalanzó á las puertas, las hizo pedazos, y sediento de sangre, penetró semejante á un torbellino, por los inmensos corredores de la Aljafería, esterminando porteros, esbirros, familiares ó Inquisidores. Todos los que no lograron ocultarse en los subterráneos secretos de aquella lúgubre mansion, perecieron asesinados; la muerte del impertérrito Diego Martinez, decidió el triunfo en favor de los amotinados de Zaragoza, y Antonio Perez salió del oscuro calabozo que ocupaba en la Inquisicion, á guisa de conquistador y desafiando todo el poder del Monarca de Castilla.

A pesar de esto, siguió el consejo de los caballeros aragonoses mas adictos á su causa, y para probar que nada temia de las leyes de aquel reino, contra las cuales no era su ánimo rebelarse, volvió á entrar voluntariamente en la cárcel de la Manifestacion, y escribió á D. Juan de La Nuza asegurándole que se sometia de buen grado á su tribunal, mas no así á los del Rey y mucho menos á la sanguinaria enemiga del Santo Oficio. El Justicia Mayor, que ya habia dado pruebas de debilidad durante el curso de tan deplorables sucesos, y que entonces se hallaba aquejado de la grave dolencia, que le condujo pocos dias despues al sepulcro, vió en la sumision de Perez un medio seguro para templar la ira del rey don Felipe y de apartar de su patria el rayo vengador que no dejaria de lanzar sobre ella, en cuanto se enterase de la abierta rebelion del pueblo contra todos los representantes de la autoridad. Trató pues secretamente con los principales magnates acerca de la conveniencia de que Perez volviese á las cárceles de la Inquisicion, antes que penetrase en el reino un ejército castellano, al cual sería imposible oponer la menor resistencia, y aquellos señores, asustados de su propia obra, ofrecieron aquietar al pueblo y hacer de modo, que éste no se mezclase de nuevo en las determinaciones acordadas, para llevar á cabo la trasladacion del preso.

Los sediciosos sin embargo, llegaron á entender estos manejos por medio de Juan de Mesa, á quien advirtió de todo el caballero D. Martin de La Nuza, despues de haber declarado al Justicia Mayor, que ‘nunca consentiria en que se engañase al pueblo aragones’. Consecuencia de la intriga que se habia urdido, para dejar mal parada la causa de los fueros, fué el nuevo motin que estalló en Zaragoza el día 21 de Setiembre de 1591. D. Martin de La Nuza, D. Diego de Heredia y D. Juan de Torrellas, observaban desde la casa de éste último, cuanto pudiera ocurrir delante de la cárcel de los Manifestados, mientras que Juan de Mesa, con buen golpe de gente animosa y resuelta, se habia apostado en el portal del palacio de Heredia, para acudir á donde fuese necesario. Precisamente, y á pesar de las mas enérgicas protestas de Antonio Perez, le estaban poniendo grillos, para llevarle con mayor seguridad á la Aljafería en el coche que al efecto le estaba esperando, cuando D. Martin de La Nuza, no pudiendo contener su impaciencia, se echo á la calle armado de una espada y rodela y llamó al pueblo en su ayuda: el pueblo acudió al punto atacando á las tropas que obstruian la entrada de la calle Mayor, de modo que el esforzado D. Martin, despues de ponerlas en precipitada fuga, desembocó por la puerta de Toledo en la plaza del Mercado. Al mismo tiempo acaudillaba Juan de Mesa, mosquete en mano, á los mas decididos alborotadores y habia atrevesado con ellos la calle de la Albarderia, apoderándose tambien de la plaza del Mercado, cuyo suelo regaron con su sangre los que la defendian. Las tropas se encontraron entonces entro dos fuegos y no tuvieron mas recurso que á pelar á la fuga para salvarse; lo mismo hicieron las autoridades, que habian acudido al sitio de la refriega y los esbirros y el teniente asesor, que se proponian guardar á Antonio Perez, solo tuvieron el tiempo preciso para escaparse por los tejados de la cárcel y de las casas inmediatas, hasta guarecerse en el palacio del Justicia Mayor.

Juan de Mesa y los suyos rompieron las puertas de la Manifestacion, sacaron á Perez en triunfo y lo dejaron en casa de D. Diego de Heredia. A la caida de la tarde, libre en fin, despues de tan largos y tan crueles padecimientos, montó á caballo el célebre exsecretario de D. Felipe II, y seguido de su fiel servidor y entre las aclamaciones y vivas de aquel pueblo generoso, que habia identificado con su defensa, la defensa de sus libertades, salió de la capital de Aragon por la puerta de Santa Engracia, dirigiéndose hácia el Pirineo, para refugiarse en los estados de Bearne, sometidos á la autoridad de la princesa Catalina, hermana de Enrique IV de Francia.

Varia é inconstante se le mostró la fortuna despues de su emigracion: sosteniéndose de una pension que le habia señalado dicho monarca francés, íntimo amigo y confidente del conde de Essex, que disponia á su capricho de la política de la Gran Bretaña, tomó una parte activa en todas las maquinaciones que los gobiernos de Europa urdieron contra el rey D. Felipe de Castilla, hasta el fallecimiento de este príncipe, y murió por ultimo en Paris abandonado y proscrito, sin haber alcanzado el consuelo de abrazar á su esposa y á sus hijos, que gimieron por muchos años en duro cautiverio, pagando con sus virtudes y su inocencia las culpas del esposo y del padre.

Capítulo XLIII
El brazo justiciero del Rey, la gran fiesta del Santo Oficio y la voluntad de Dios

Quince dias despues de estos acontecimientos se reunia en Agreda, villa fronteriza de Aragon, un ejército castellano, cuyo mando confió D. Felipe á D. Alfonso de Vargas, general esperimentado y hombre duro de corazon, dándole el encargo de ocupar á Zaragoza y de castigar ejemplarmente á su nobleza. Tiempo hacia que el Rey aguardaba una ocasion propicia para destruir los fueros de aquel reino independiente y altivó, imitando en esto á sus predecesores. El emperador Cárlos V. arrancó á los castellanos sus libertades, desde el dia en que fueron vencidos los Comuneros en la batalla de Villalar, y si los aragoneses las conservaban, debian indudablemente esta ventaja á la fidelidad que habian guardado en todas ocasiones á su rey D. Fernando el Católico: por lo demas, la historia consigna aquellas célebres palabras de Isabel primera:

-«Mi mayor gusto será que los aragoneses se alboroten, porque así me darán ocasion para quitarles sus fueros».-Su biznieto D. Felipe heredó estas aspiraciones de la gran reina.

El amago de una invasion puso en alarma al pueblo y á la nobleza de Zaragoza; todos se prepararon para la lucha y la diputacion permanente del reino declaró traidor al general Vargas y le condenó á muerte, si llegaba á pasar la frontera con sus tropas: pero ningun auxilio les llegó de Valencia ni de Cataluña, á pesar de los requerimientos que se hicieron á estas belicosas comarcas, con arreglo á convenios estipulados por los tres paises, para el caso en que fuese invadido cualquiera de ellos. Formóse no obstante en Aragon atropelladamente un ejército de resistencia á las órdenes de D. Juan de La Nuza, que acababa de ser nombrado Justicia Mayor por muerte de su padre, dándosele por maestro de campo al esforzado D. Martin de La Nuza, que tanta parte habia tenido en las últimas. sublevaciones. Únicamente Teruel y Albarracin se levantaron haciendo causa comun con Zaragoza, por lo que era fácil preveer el desastroso fin de una contienda, en que estaba empeñado el prestigio de la autoridad real, contra los escasos recursos de los pocos, que se habian comprometido á contrariarla.

Vargas entretanto avanzó al frente de doce mil infantes, dos mil hombres de caballeria ligera, llamada lambien de arcabuceros montados y numerosa y bien provista artillería. La diputacion permanente de Aragon mandó que se tocase la campana grande de La Seo en señal de rebato, D. Juan de La Nuza enarboló el estandarte de San Jorge y despues de revistar sus fuerzas, salió al encuentro del enemigo: mas no bien se hubo situado á distancia de tres leguas de este, cuando conoció la imprudencia que habia cometido, pretendiendo luchar en campo abierto con el reducido é indisciplinado tropel que le seguia, contra la aguerrida hueste de Castilla; y añadiendo á su primera falta otra mayor, abandonó su posicion, y en vez de retirarse á Zaragoza para defenderse allí con tenacidad, se marchó solo á uno de sus castillos, huyendo de la pelea y dejando á merced del general de D. Felipe no solo el estandarte de San Jorge, sino la misma cota con las armas de Aragon, que llevaba puesta.

Los sublevados, al verse sin gefes, pues el diputado del reino D. Juan de Luna y el Jurado de Zaragoza apelaron tambien á la fuga, se desbandaron y corrieron á la ciudad, en la cual entró Don Alfonso de Vargas sin que se le opusiese la menor resistencia, de modo que llevó á cabo la ocupacion del reino sin disparar un arcabuz. Su primer cuidado fue convocar á los diputados y asesores; pero estos, como si se encontrasen todavia en situacion de hacerse temer, oponiendo el escudo de sus hollados privilegios á la fuerza de las armas, se negaron á toda deliberacion, mientras permaneciesen en el territorio aragones las tropas estrangeras. Don Felipe entonces juzgó oportuno acelerar la ejecucion de sus planes y envió á Zaragoza al comisionado regio Gomez Velazquez, de la orden de Santiago, quien desde luego procedió á la prision del duque de Villa-Hermosa, descendiente de los antiguos reyes de Aragon, así como á la del Justicia Mayor D. Juan de La Nuza ya la del conde de Aranda.

Acto continuo y con la idea de atemorizar á todos, la venganza del Rey eligió por primera víctima al magnate que personificaba las glorias y la independencia de su patria. De nada sirvió á Don Juan de La Nuza la debilidad que había mostrado al frente del ejército de resistencia, y aunque no era él, sino su padre, quien ejercia la suprema magistratura de Aragon, cuando ocurrieron las revueltas ocasionadas por las persecuciones de Perez, se lo notificó que se preparase á morir.

-Eso es imposible, esclamó exasperado y dirigiéndose al comisionado Velazquez. ¿En dónde está mi proceso?

-En la rebelion de Zaragoza, le contestó el terrible ejecutor de la voluntad de D. Felipe.

-Pero ¿quién es el juez que ha pronunciado tan inícua sentencia? preguntó con alguna turbación el caballero.

-El mismo Rey, le dijo su impasible ejecutor.

-Leedmela, porque si no lo hiciereis, creeré que os valeis de su nombre para asesinarme.

Gomez Velazquez desdobló un papel que en la mano llevaba y leyó estas palabras:

‘«En recibiendo las presentes, prendereys á D. Juan de La Nuza, Justicia de aragon, y tan presto sepa yo de su muerte como de su prision: hareysle luego cortar la cabeza.»’

-¿Qué significa tan estremado rigor? gritó D. Juan fuera de sí. Nadie puede ser mi juez ni condenarme, sino córtes enteras, rey y reino.

Inútiles fueron para el desventurado magnate estos tardios alardes de independencia, porque pocos momentos despues de aquella escena fue conducido desde el palacio de Vargas á la casa de Don Juan de Torres, y entregado con buena guarda á los Padres de la Compañia de Jesus, para que le auxiliasen y fortaleciesen, hasta sus últimos momentos. Aquella misma noche se levantó un patíbulo, en el centro de la plaza del Mercado, y según el documento auténtico que tenemos á la vista «á los 20 de Diciembre, á las diez de la mañana, estando apercibida, y junta mucha gente de caballeria y infanteria, y tomadas las calles, sacaron al último de los Justicias del reino de Aragon, vestido de luto, con unos grillos en los pies, y lo metieron en un coche, y dentro del los padres y frailes de la Compañia, que le ayudaban á bien morir. Lleváronle desde las casas de D. Juan de Torres, donde estaba preso, hasta la plaza del Mercado, donde estaba el cadabalso. Llegados y subidos en el cadahalso, despues de haber hablado con su confesor, y buelto á confesar, puesto de rodillas, le taparon los ojos con un tafetan, y le cortaron la cabeza... Le llevaron á enterrar al entierro de sus passados con grande sentimiento del reino de Aragon y ciudad de Zaragoza.»

Para que nada faltase en el imponente aparato, con que tuvo efecto aquella precipitada ejecucion, se fijó un poste sobre el tablado y en él un cartel que decia:

«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á este cavallero por aver sido traidor y tomado las armas contra la autoridad de su rey y señor natural, saliendo contra él al campo con pendon, bandera y aparatos de guerra, y por alborotador y conmovedor desta ciudad y de las demas universidades deste reyno y de los reynos comarcanos desta corona de Aragon, so color de fingida libertad. Mandándole cortar la cabeza, y confiscar sus bienes, y derribar sus casas y castillos, y demas desto se le condena en las penas en derecho establecidas contra los tales».

‘Con La Nuza fué condenada á muerte y ajusticiada la justicia de Aragon’, escribia Antonio Perez enérjicamente, y nosotros añadirémos, que su suplicio aterró á todo el reino y fué la señal de otras no menos sangrientas escenas. El duque de Villa-Hermosa, que no habia tenido parte en los disturbios de Zaragoza, fué decapitado en Burgos; el conde de Aranda evitó la misma suerte, muriendo en el encierro de la cárcel de Alaejos; los barones de Purroy y de Bárboles perdieron sus cabezas en la plaza pública de Zaragoza, y ademas condenó el tribunal del Rey á la pena de ser degollados al baron de Biescas D. Martín de La Nuza, que logró huir á Francia, á D. Martin de Bolea, baron de Sietamo, á D. Miguel de Gurrea, á D. Juan de Aragon, á D. Antonio Ferriz de Lizana, á Dionisio Perez de San Juan, á Francisco Ayerbe, á Juan de Mesa, y á otros muchos caballeros, labradores y vecinos de la capital de Aragon, cuyos castillos y casas se demolieron completamente.

No se limito á la severidad de D. Felipe el grande infortunio que pesó sobre la desgraciada Zaragoza, porque las crueldades de la Inquisicion dejaron muy atrás los rigores del gobierno. Trescientas setenta y cuatro personas se vieron citadas por el tribunal de la Fé, y de ellas cayeron ciento veinte y tres bajo su mano de hierro, por haberse fugado las demás. Los presos sentenciados á muerte de hoguera llegaron á setenta y nueve, y entre ellos figuraba tambien el nombre de Antonio Perez, á quien los Inquisidores Zamora, Velarde de la Concha, Reves y Moriz de Salazar hicieron falsamente descender de un tal Antonio Perez de Ariza, judio convertido y quemado en Calatayud, por el delio de haber judaizado despues de su conversion. El Santo Oficio declaró desde luego al ex-Secretario del Rey convicto de herege fugitivo y pertinaz, y de fautor y encubridor de hereges, lanzando contra él sentencia de excomunion mayor, y relajando su cuerpo, si pudiere ser habido, á la justicia y brazo seglar, para que se ejecutase en él la pena que merecia. «Y porque al presente, concluia la declaracion, la persona del dicho Antonio Perez ausente no puede ser habida, mandamos que en su lugar sea sacada al auto una estatua que la represente, con una corona de condenado y con un San Benito, que tenga de la una parte las insignias y figura de un condenado, y de la otra un letrero con su nombre: la cual estatua sea entregada á la justicia y brazo seglar, para que la mande quemar ó incinerar. Y declaramos por inhábiles y incapaces á los hijos y hijas del dicho Antonio Perez y á sus nietos por línea masculina para poder aver, tener y poseer dignidades beneficios y oficios así eclesiásticos como seglares que sean públicos ó de honra; y no poder traer sobre sí ni sus personas oro, plata ni perlas, piedras preciosas, corales, seda, chamelote, paño fino, ni andar á caballo, ni traer armas, ni ejercer ni usar de las cosas arbitrarias á los semejantes inhábiles prohibidas así por derecho comun como por leyes y pregmaticas destos reynos y instrucciones del Santo Oficio».

A las ocho de la mañana del dia 31 de Diciembre dió principio la ejecucion de la terrible sentencia; los setenta y nueve infelices, condenados á ser quemados vivos, fueron conducidos á la plaza del Mercado entre numerosa cohorte de familiares, corchetes y arcabuceros, cerrando la marcha la efigie de Antonio Perez con la coroza y el San Benito pintados de diablos y de llamas, entre las cuales se leia esta inscripcion: Antonio Perez. Fué Secretario del Rey nuestro Señor, natural de Monreal de Ariza; por herege convencido, fugitivo, relapso. Los alharidos de las víctimas llenaron de consternacion y espanto á la sobrecogida ciudad durante aquel horrible dia, de eterna memoria en los anales de Aragon, porque el tremendo auto de Fé, la sanguinaria y repugnante fiesta de los caníbales del Santo Oficio no terminó hasta las nueve de la noche.

La independencia Aragonesa yacía moribunda; los suplicios habian dominado la arrogancia de un pueblo altivo, digno de mejor suerte, y las cortes de Tarazona, convocadas por el Rey y presididas por D. Andres de Cabrera y Bobadilla arzobispo de Zaragoza, dieron el golpe de gracia á sus privilegios ó inmunidades. Los señorios que á un conservaban exenciones feudales quedaron desde entonces incorporados á los bienes de la corona, y convertido el palacio de la Aljafería en fuerte ciudadela, recibió tropas castellanas, para sostener en caso necesario á las autoridades y tribunales, que estableció en la poblacion sometida la absoluta voluntad de D. Felipe.

De este modo quedó incorporado el territorio Aragonés á la monarquia española.

Seis años despues de estos acontecimientos se ajustó la paz por el tratado de Vervins, que hicieron indispensable al Rey de Castilla sus grandes achaques y la situación enmarañada de los negocios europeos. La Francia recobró en consecuencia todas las plazas que los españoles habian conquistado en la Picardia, y los inolvidables tercios de la península ibérica, que habian hecho temblar á los ejércitos mas aguerridos del mundo, descansaron por algun tiempo de sus gloriosas fatigas. Enrique IV por su parte renunció todos los derechos que habia adquirido sobre Cambray, y este arreglo permitió á D. Felipe llevar á cabo el proyecto, que hacía tiempo habia formado, de transmitir la soberania de los Paises-Bajos y la del condado de Borgoña á su hija mayor doña Isabel, uniéndola en matrimonio con el archiduque Alberto.

Agraváronse deo pronto las dolencias del Rey, que ya contaba setenta y dos años de edad, y quiso antes de entrar en cuentas con la justicia del cielo, dejar arreglados todos sus negocios en la tierra, para no volver á pensar en ellos. Era á la sazon su favorito el marqués de Denia y con su conversacion se consolaba de las amarguras que el gobierno de sus vastos estados lo habia hecho devorar en silencio, por ocultar bajo la firmeza del monarca la debdidad del hombre.

-Duro he sido, dijo al marqués el dia 1 de Setiembre de 1598, duro en demasía con el secretario Antonio, y bendigo á Dios porque le proporcionó amparo fuera de estos reinos.

-Yo ruego á Vuestra Alteza que perdone á su familia, se atrevió á contestar el magnate, á quien siempre habian condolido mucho los infortunios del antiguo privado.

-Sí, repuso el Rey; perdonada queda desde hoy, para que Dios me perdone; en prueba de que asi lo mando, destituyo á su implacable enemigo Mateo Vazquez de la presidencia del Real Consejo de Castilla, que le concedí, porque atizó constantemente mis deseos de venganza, siendo mi voluntad que salga al punto de la corte y no pueda acercarse á ella en veinte leguas, ni en diez á la ciudad de Valladolid.

-Señor, los deseos de Vuestra alteza quedarán cumplidos; y en cuanto á Antonio Perez...

-En cuanto á Antonio Perez, ya dejo á mi hijo y sucesor el príncipe D. Felipe las instrucciones convenientes, para que se valga de sus grandes conocimientos diplomáticos y le emplee en Italia conforme al rango que á mi lado ocupó, pues su vuelta á España podria resucitar antiguas pretensiones de vasallos contra la corona, que ya terminaron felizmente, aunque con sobrada efusion de sangre. El señor Antonio Perez se perdió por una muger liviana, marqués, y... ya sabreis el castigo que esa muger recibió del cielo.

-He oido hablar vagamente de que intento fugarse del monasterio de las Huelgas.

-¿Nada mas llegó á vuestra noticia?

-Nada mas.

-Tened pues entendido que la abadesa y las religiosas de Santa María la Real sorprendieron á la princesa de Éboli en el acto de escaparse por la ventana de su celda, cuyas rejas habia limado, y la condenaron al in pace.

-¿Era por ventura profesa?

-No, y las madres del convento de las Huelgas darán cuenta á Dios de su muerte.

-¿Conque murió allí, Señor?

-De hambre, marqués... de hambre; así me lo escribió la abadesa, añadiendo, que en la celda de doña Ana de Mendoza encontraron muerto á puñaladas al abad del monasterio. Esto prueba que la Princesa tenia cómplices; pero ya solo nos resta hacer votos, por que Dios la haya perdonado el mucho mal que hizo en el mundo. El mayor de todos fué la perdición de Antonio Perez.

-Señor, ya que tan benigno y clemente se muestra Vuestra alteza para con ese hombre que tanto le ofendió, ¿no otorgará á su infortunada familia algun recurso con que pueda vivir?

-Quiero que á doña Juana Coello y Bozmediano, á ese modelo de esposas ultrajadas, á ese dechado de virtud y de amor conyugal, se le restituyan todos sus bienes y los de su marido; quiero que Mateo Rodrigo Vazquez devuelva á su hijo Gonzalo Perez veinte mil escudos, que tomó de una renta concedida por el papa Gregorio al dicho Gonzalo, y que se emplearon en persecuciones contra doña Juana; quiero ademas, y esta será una cláusula de mi testamento, que D. Felipe mi sucesor interponga todo su valimiento y si necesario fuere, su incontrastable voluntad, para que el tribunal del Santo Oficio de Aragon revoque la sentencia que subsiste contra Antonio Perez y su descendencia. ¿Creeis, marqués de Denia, que de este modo podrá alcanzar misericordia ante la justicia divina?

-No lo dudo, Señor: V. A. ha mirado siempre por la gloria de la santa Iglesia católica, y ha perseguido constantemente la heregía.

-Mis vasallos no me juzgarán así despues de mi muerte, que harto tarda en llegar, porque los dolores del cuerpo roban la resignacion del alma. Dirán que fuí cruel y sanguinario, que me recreaban los lamentos de las víctimas, sacrificadas por el fanatismo religioso, y que la guerra de Flandes dejó exhausta á España de hombres y de dinero. ¡Mis vasallos desconocerán lo que he sido en la tierra!

-Señor, la posteridad os hará justicia.

-¿Y sabrá la posteridad, que sin ese rigor contra los hereges, la secta de Lutero se hubiera enseñoreado ya de España? Sabrá que á cada nueva que me enviaba el Consejo de Sangre de Bruselas, se me estremecia dolorosamente mi corazon, y que yo, monarca poderoso de dos mundos, me arrastraba por el suelo de rodillas, macerando mi cuerpo y pidiendo al Altísimo que se apiadase de los flamencos y de mí? Sabrá que, sin mi constancia en sostener esa guerra contra los sublevados de las Provincias de la Confederacion, hubieran caido sobre España todos los ejércitos de Europa?

-Tranquilícese V. A. Señor, que bien lo ha menester.

-Tranquilo estoy, marqués, y espero sosegado la sentencia de mi suerte futura, porque mi conciencia me dice que he cumplido con las amargas obligaciones de rey, algo mejor que con los deberes de hombre. ¿Pero es hombre por ventura un rey? ¿No debe sacrificar su corazon y su vida á los altos fines que le impone la sabiduria de Dios? Faltas grandes he cometido; mas espero de la divina clemencia el perdon de todas. ¡Ah! ¿Se realizará mi esperanza? El porvenir... el porvenir... ese insondable abismo me aterra, porque al fin no soy mas que una pobre criatura, un miserable pecador, á quien el soplo de la muerte despojará pronto de toda su gradeza y poderío.

-Melancólicos son esos pensamientos, Señor, no hable V. A. de morir...

-Al contrario, señor de Denia, al contrario; quiero hablar del próximo fin que me aguarda, porque estoy preparado á el hace tres años.

-¡Tres años!

-Nadie lo sabe y vos sois el primero que lo oye. Tres años hace que no es la gota el mayor de mis padecimientos físicos...

-¿Pues cuál es, Señor?

-La calentura lenta que me ha consumido poco á poco. Y siempre me habeis visto, sereno é impasible, trabajar sin descanso noche y dia, y dirigir todos los negocios como en los floridos tiempos de mi mocedad. Esta es tambien la obligacion de un Rey.

-Pero, Señor, es necesario atender Inmediatamente á V. A... Los médicos...

-Os lo prohibo, marqués; la Europa sabrá que he firmado moribundo el tratado de Vervins, cuando sepa mi muerte.

-Descanse al menos V. A., abandone esta estancia...

-En breve la dejaré, porque mis dias están contados, y tengo ya apartados de mi alma, todos los pensamientos de vivir. La muerte no me espanta, antes bien la aguardo como el término dichoso de mis afanes; asústame lo que hay despues de ella, y la cuenta estrechísima que he de dar á Dios, de todas las acciones de mi existencia.

Seis dias despues, el 13 de Setiembre, yacía postrado D. Felipe en el lecho, que iba á cambiar por el sepulcro. Hallábase á su lado el Príncipe heredero, y á respetuosa distancia contemplaban mudos y tristes los últimos instantes de aquel consumado político, D. Cristobal Moura, tesorero y guarda joyas del alcázar, D. Francisco Gomez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, que de favorito del padre iba á pasar á ser primer ministro de su hijo y duque de Lerma, el archiduque Alberto cardenal y arzobispo de Toledo, yerno del moribundo y otros grandes señores. El Rey tenia clavados los ojos en la puerta de la real estancia y á cada ruido que sentia, preguntaba:

-¿Es mi confesor?

A las doce llegaron los físicos y le dijeron que era preciso abrirle una llaga en la pierna izquierda, para que desahogase por ella los humores concentrados, y recibiese alivio en sus dolores acerbos.

-¿Me hará vivir mas esa operacion? preguntó D. Felipe con serenidad.

-Es posible que así suceda, señor, le contestó el archiduque, y Dios manda que atendamos á vuestra conservación.

-Vos sabeis todo eso, cardenal, repuso el Rey: resígnome á la voluntad del Todo-poderoso, aunque tengo por cosa cierta y segura que voy á morir.

La operacion fué larga y dolorosa, y D. Felipe, léjos de encontrar el menor lenitivo á sus tormentos, los padecia cada vez mas agudos; pero ni una sola queja exhalaban sus lábios, antes bien parecia que su alma se recreaba en tan martirizadora agonía. El Príncipe le preguntó, cuando le sajaban la pierna:

-¿Os duele mucho, señor?

-Hijo mio, le respondió el Monarca, mas me duelen mis pecados.

Y dando en seguida á sus palabras una entonación solemne, añadió:

-He querido, Príncipe, que os halleis aquí á esta hora, para que veais en lo que paran todas las grandezas y monarquias de este mundo. Ya veis como Dios me desnuda de la gloria y magestad de rey, para daros á vos esta investidura. Dentro de pocas horas me pondrán en una pobre mortaja, hijo mio... Ya se me cae de la cabeza la corona. y la muerte me la quita para dárosla á vos. Tiempo vendrá tambien en que esta corona se os caiga de vuestras sienes, como ahora se desprendo de las mias. Vos sois mancebo y... yo lo he sido... mis dias estaban contados y hoy terminan... Dios, solo Dios sabe la cuenta de los vuestros, que tambien se acabarán. Os recomiendo la guerra contra los infieles y la paz con la Francia.

Al llegar á este punto, acometió al Rey una congoja, y creyendo el Príncipe, heredero que todo habia concluido, dijo á D. Cristobal de Moura:

-Entregadme la llave dorada del retrete, en que están las joyas de la corona, ó mas bien, ponedla en manos del marqués de Denia.

-Señor, contestó el tesorero del alcázar con respetuosa firmeza, no lo haré mientras el Rey viva, si él no me lo manda.

A poco rato volvió en su acuerdo D. Felipe, y enterado de lo que acababa de ocurrir, miró á su hijo con tristeza, y ordenó á Moura que entregase la llave á quien muy pronto iba a ser su señor natural, y que le pidiese perdon.

Despues, viendo entrar en la cámara a su confesor Fray Diego de Chaves, se animó su rostro, y le dijo:

-Venid, padre mio, venid á sacarme de este mundo de amarguras y de desengaños. Sea todo en remision de mis enormes culpas.

Habló acto contínuo de la proximidad de su muerte, comparándola con el tránsito de la corte desde una miserable aldea á la capital mas suntuosa y espléndida, y oyó con fervoroso recogimiento las religiosas y sentidas exhortaciones de Fray Diego. A las tres de la tarde pidió con ahinco que le administrasen la extremauncion, y concluida esta imponente ceremonia, dijo al archiduque:

-Dareis á la infanta mi hija, la imágen de nuestra Señora, que veis pendiente de mi cuello. Me la regaló mi madre la emperatriz y la he traido conmigo por espacio de cincuenta años.

Y dirigiéndose á su confesor añadió:

-Me atareis las manos con una cuerda que suba hasta mi cuello y le dé vuelta, de modo que sostenga sobre mi pecho una cruz de madera; con ese crucifijo he de morir, pues con otro semejante murió el emperador mi padre y señor.

Estas fueron las últimas palabras que pronunció el rey D. Felipe II de Castilla, á quien la historia apellida El Prudente. Murió sosegadamente a las cinco menos cuarto de la tarde del mencionado dia 13 de setiembre de 1598 á la edad de setenta y dos años y en el cuarenta y dos de su reinado.

Epílogo

No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague

Mucho tiempo habia transcurrido desde que el débil y afeminado Felipe III habia puesto á disposicion de un privado incapaz la suerte de la trabajada monarquía española, cuando en una tempestuosa noche de diciembre, llamaron con fuerza a la puerta principal del solitario monasterio de la Espina. Los religiosos estaban á la sazon ocupados en sus devociones de comunidad, y el superior dijo á un lego octogenario, que se daba sendos golpes de pecho:

-¿No ha oido, hermano?

El lego se levantó y sin contestar una sola palabra se dirigió á la puerta con vacilante paso.

-¿Quién viene á interrumpir á estas horas nuestro recojimiento? preguntó autos de abrir.

-Un caballero estraviado, que se dirige al alcazar de Villagarcía, le respondieron desde afuera. La noche está tenebrosa y necesito un guia, á quien recompensaré con largueza.

El lego abrió murmurando:

-Si sois lo que decís, pasareis aquí la noche, y mañana, si Dios no dispone otra cosa, os acompañaré al castillo.

El personage, que encontró hospitalario abrigo en el monasterio de la Espina era un hombre de cincuenta años, alto, flaco, de noble porte y distinguidas maneras. El anciano lego, con la correspondiente vénia del superior, cuidó de su persona, ofreciéndole sabrosa cena y blanda cama, dejando que otro mas jóven se encargase de la cabalgadura, que hasta allí le habia conducido. A la siguiente mañana y apesar del helado viento que soplaba con espantosa furia, insistió el viagero en su idea de dirigirse á Villagarcía, y recordó al oficioso hermano la promesa que le habia hecho de enseñarle el camino.

-Ignoro, le dijo, por qué motivo deseo que no me dejeis partir solo; y aunque no se me oculta que obro con poca prudencia al proponeros esa escursion, pues os halláis en edad muy avanzada, y apesar de que no dejará de tener esta santa casa otro guia mas á propósito para la fatiga del camino, el corazon me asegura que nuestra compañía ha de ser hoy para mí de buen agüero.

-Dios lo haga, hermano, repuso el lego sonriéndose de una manera estraña; y en cuanto al camino y á mis años, no paseis la menor pena, porque aunque viejo, todavía estoy fuerte, y además conozco perfectamente todas las veredas en diez leguas á la redonda.

-¿Sois del pais? le preguntó el caballero.

-He vivido en él en mi mocedad.

-¿Y despues?

-En la corte, en Italia, en Aragon, en Francia... para venir á dejar mis huesos en este retiro.

-Yo tambien he disfrutado de los placeres de la corte y del favor del último Rey: al presente soy un desterrado.

-¡Ah! ¿Sois tal vez enemigo del duque de Lerma?

-No: mi desgracia fué obra de D. Felipe el segundo de Castilla.

-Otras muchas labró el rey Prudente.

-Es verdad, mas pongámonos en marcha, si lo teneis á bien.

Hiciéronlo así cabalgando el caballero desconocido en su buena mula, y el lego en otra mucho mas humilde y enjaezada como para recorrer las aldeas del contorno, en demanda y qüestacion de provisiones para el convento. Despues de haberse adelantado por la ladera del bosque y viéndose en campo raso, tomaron un sendero que serpenteaba entre la nieve, formando sobre ella una inmensa linea curva en diversas direcciones, aunque á trechos quedaba interrumpida por los hundimientos del terreno y los montones de nieve que la ocultaban á la vista. El lego, sin embargo, proseguia la caminata, seguro de no equivocarse, y su compañero no dudaba de que, en efecto, le habia deparado la suerte un excelente guia.

-Debeis haber frecuentado estos sitios muchas veces, le dijo al fin, reanudando el hilo de su anterior conversación.

-Muchísimas, caballero, aunque hace largos años que estuve en Villagarcía.

-¿Sabeis si todavia está esa fortaleza á cargo del alcaide don Mendo Quijada?

-¡Bah! ¿Pues no murió ese noble señor, combatiendo al lado del valeroso D. Juan de Austria?

-No; el que dió su vida por defender la de su esforzado pupilo fué el buen caballero D. Luis Quijada, tio carnal de D. Mendo.

-Vos debeis saber esas cosas mejor que un pobre lego, que está ya con un pié en el sepulcro: mas... ahora que me acuerdo ¿qué se hizo la ilustre matrona doña Magdalena de Ulloa, esposa del gran mayordomo y confidente del emperador D. Cárlos?

-El dia mismo de la fuga del secretario Antonio Perez á Zaragoza, renunció voluntariamente al mundo, retirándose al convento de religiosas de la Encarnacion de Madrid.

-¡Ah! ¿Y Antonio Perez?.

-Ha muerto en pais estraño, en la capital de Francia y está enterrado en el convento de los Celestinos. Su muger doña Juana Coello y sus hijos han conseguido que se les devuelvan todos los bienes secuestrados, y gozan ya de las preeminencias que corresponden á las familias ilustres de España, cómo si el antiguo ministro de Felipe II no hubiera sido un infame traidor y un asesino.

-¿Le odiabais?

-Motivos poderosos tengo para aborrecer á su familia.

En esto dieron vista nuestros entretenidos viajeros al alcazar de Villagarcía, al mismo tiempo que esclamaba el cortesano:

-¡Oh! Si el alferez Miguel del Bosque no hubiera perecido asesinado por sus amigos Juan de Mesa y Diego Martinez!

Sonrióse el lego y preguntó á su acompañante, mirándole de una manera diabólica:

-¿Qué hubiera pasado?

-No me veria hoy sin títulos y honores; no triunfarían doña Juana Coello y sus hijos.

-Pájaros de cuenta debieron ser esos bribones, que habéis nombrado.

-Fueron los asesinos del secretario Juan Escovedo.

-Oí hablar de ese lance en otro tiempo. ¿Qué fué de los tales?

-Ya os he dicho que á Miguel del Bosque le dieron sus dos cómplices de puñaladas, porque vino de Italia a declarar su crímen y el de Antonio Perez; Diego Martinez, el mas revoltoso y endemoniado de ellos, tuvo gran parte en la primera sublevacion de Zaragoza y murió en la refriega, y Juan de Mesa, que también anduvo en la danza y era un pícaro redomado y muy dañino, siguió la fortuna de Antonio Perez: ignoro su paradero desde la muerte del antiguo Secretario.

Subian entonces el caballero y el lego la falda de aquella eminencia, sobre la cual se hallaba situado el antiquísimo castillo, y en la que vimos sentados y departiendo amigablemente, al principio de nuestra historia, á Juan de Mesa y á Diego Martinez, de quienes los dos viageros acababan de hablar. Cuando iban á acercarse al puente levadizo, se detuvo de pronto el cortesano y dijo á su guia:

-Antes de entrar en la fortaleza, deseo visitar sus últimas empalizadas, y si podéis conducirme á ellas...

-¡Sus últimas empalizadas! repuso admirado el lego.

-Sí: quiero cumplir un voto que hace mucho tiempo ofrecí: paréceme que han de estar hácia la derecha.

-Ese es el camino mas corto.

Al pronunciar el lego estas palabras parecia como que temblaba sobre la mula; mas no queriendo descubrir su emocion, echó por la cerca inmediata al muro, á fin de dar la vuelta al castillo.

-¿Sabéis hermano, le preguntó el caballero espoleando á su cabalgadura, si en frente de las empalizadas que buscamos, hay una poterna, que da entrada al alcazar?

-¿Por qué me hablais de cosas que nunca ví? le contestó su guia con destemplado acento.

-Como conocéis las veredas de tal modo, que no parece sino que las teneis en la uña...

-Conozco las que conozco.

-Perdonadme si os he enojado, inadvertidamente, porque al pensar en esas empalizadas, que yo tampoco he visto en mi vida, se me oprime el corazon.

El lego caminaba receloso, mas ya no podia escusarse de seguir la cerca que rodeaba el alcazar, porque se esponia, retrocediendo, á descubrir algun secreto que sin duda le importaba mucho guardar. Resignóse pues interiormente á lo que la suerte le deparase, y prosiguió la marcha en silencio, aunque acosado por graves y muy sérios temores. Al cabo de un cuarto de hora llegaron por fin á las empalizadas, y adelantándose el caballero, se descubrió con respeto y esclamó enternecido.

-Hermano, doña Magdalena de Ulloa me dijo la verdad; allí está la poterna del castillo, y hé aquí la cruz de piedra que la noble matrona mandó colocar para memoria eterna de un infausto suceso.

Diciendo así, echó pie á tierra y se arrodilló con respeto delante de la cruz. Tentado estuvo el lego de aprovechar la ocasion y desaparecer picando á su mula, pero consideró que la del caballero era mas fornida y de mejores piernas; encontrábase además sobrecogido de terror y un temblor nervioso agitaba todos sus miembros, al examinar con espantados ojos aquellos sitios, que no le eran tan desconocidos, como poco antes habia dado á entender. El caballero se levantó, una vez terminadas las oraciones que tal vez habia dirigido al cielo por el eterno descanso de alguna persona querida, y se acercó al lego diciendo:

-¿No rezais, hermano, un padre nuestro por el alma del que aquí enterraron dos cobardes asesinos?

-¡Del que enterraron ahí! replicó dando diente con diente el gula y sin coordinar sus ideas. ¿Quién os asegura que debajo de esa cruz encontró el mastin del monasterio el cuerpo del hermitaño?

-¡Cómo! esclamó el primero examinando atentamente á su interloculor, cuyo rostro sembrado de manchas negras no le presentaba el menor indicio de lo que empezaba á sospechar. ¡El hermitaño habeis dicho! ¡Habeis hablado del mastin del convento de la Espina! ¿Quién sois?

-¡Oh! gritó el lego desesperado y dejándose caer de la mula. ¿Por qué me lo preguntais? ¿Por qué me habeis traido al horrible teatro de mi primer delito?

-¡Tú!... ¡Tú, miserable! repuso el cortesano con ira y sujetando al viejo entro sus brazos. ¡Tu nombre! ¡Tu nombre es lo que yo necesito!

-Dejadme... dejadme... he vivido sin verla muchos años... pero ahora... en este instante... la terrible sombra del hermitaño me persigue... me acosa... miradla... ahí está... junto á la cruz

-Sí... sí; quien quiera que seas... te maldice, porque sin duda tuviste participacion en el horrendo crímen, que recaerá entero sobre tu cabeza, ya que tus cómplices han muerto. ¿Sabes quién soy?

-Lo sé... lo sé... eres la sombra irritada de Juan Vazquez, del Secretario del duque de Alba.

-No, malvado; soy el hijo de aquel que aqui pereció vilmente asesinado... soy Mateo Rodrigo Vazquez, el eterno enemigo de Antonio Perez y de los suyos.

-¡Mateo Vazquez! murmuró el lego cayendo en tierra desplomadado. ¡Perdon para Juan de Mesa!

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El primer Auto de Fé que celebró la inquisicion de Madrid, despues del advenimiento al trono del rey D. Felipe III, fué el del asesino de Juan Vazquez. Le quemaron vivo cuando cumplia ochenta años, por la muerte que cometió á la edad de diez- y nueve. El sitio de la ejecucion fue el mismo en que hoy se vé la cruz de Puerta Cerrada.

FIN