SI el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los más espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero á la Universidad Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el rincón de la ventana, mientras crece y mengua su labor de calceta sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe; conoce á todos los camaradas, á los amigotes, á los antipáticos, á los estudiosos, á los holgazanes, á los asiduos, á los que hacen rabona casi siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y estudia su continente y su modo de responder al saludo de los discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes.—«¡Ay! Allí viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!... ¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar á Rogelio un aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no valen empeños, ni influencias, ni... Arre que le han de saber los chicos la asignatura tan bien como él. Pues para eso, que les deje á ellos la cátedra... y la paga. ¡Ay! Ahí tenemos al señor de Lastra. Jorobadito es un poco. ¡Qué gracia, las caricaturas que los muchachos le sacan en clase! Y se pasa de campechano. Ahí está pegándole palmadas en el hombro á Benito Díaz, el amigacho de Rogelio. Me parece uno de esos señores que dejan rodar el mundo. Bendito él sea. No sé qué se saca de disgustar á las familias y crucificar á los pobres rapaces.»
Suspendiendo el soliloquio, la señora se hincaba en el moño entrecano la aguja de calceta, rascándose los cascos ligeramente. De pronto la piel floja y rancia de sus mejillas se teñía de rosa vivo, como si una brisa de juventud le orease las facciones.
—¡Ay! Rogelio.
Salía el estudiante, envuelto en su capa de embozos de felpa carmesí, con el hongo un tantico ladeado y la mirada fija, desde el primer momento, en la ventana aquella. Por lo común sonreía; pero á veces, poniéndose muy formal, llevaba tres dedos al hongo, y estirando el brazo con movimiento de marioneta, remedaba el saludo de los gomosos en el Retiro. Contestaba la madre amenazándole con la mano abierta y descuajándose de risa, cual si fuese nueva una gracia consuetudinaria ya. Después, el muchacho platicaba tres ó cuatro minutos con algunos condiscípulos; de refilón se metía con el fosforero, la billetera, el naranjero de la esquina y los dependientes de la tienda más próxima, acabando por echar un requiebro á las criadas que charloteaban á la puerta; y al fin subía á su domicilio, esperándole en el recibimiento doña Aurora. Las primeras frases solían ser por este estilo:
—Mater amabilis... brinda el corporal sustento al fruto de tu vientre. Traigo un hambre que no la merezco. ¡Aaam! Si no llega pronto el bisteque, se producirán repugnantes escenas de canibalismo.
—Sí—decía risueña la señora;—ya vendrá todo á parar en que te comerás dos aceitunas y una hebra de carne. Anda, pistraco, señorito de la media almendra.
La habitación predilecta de la casa no era ni la sala, siempre abandonada y desierta, ni el despacho de Rogelio, ni el gabinete de la señora: era el comedor, muy próximo á la antesalita. Allí estaba el reloj de pared, que consultaba para las horas de clase Rogelio, perezoso en dar cuerda á su remontuar; allí la mesilla, donde el cesto de la labor y la media empezada desaparecían bajo números del Madrid Cómico, de Los Madriles y de todas las Ilustraciones habidas y por haber; allí el sofá bajo, ancho y cómodo y las vastas poltronas; allí, sobre el aparador, el reparito del estómago, botella de jerez y bizcochos, ó, en verano, frutas que el chico gulusmeaba; allí, en una copa, el ramo de lilas frescas, ó los claveles que se ponía en el ojal; allí el botijón trasudando agua, y el azucarero, y el frasco del jarabe ferruginoso, y el abanico japonés, y la novela empezada, con la plegadera entre las hojas, y algún libro de texto, maltratado, mucho más que por el uso, por el mal humor y displicencia con que lo cogían y soltaban. Allí, en fin, la chimeneíta, la que funcionaba tan bien, la que consolaba de las cátedras glaciales y los desmantelados patios y pasillos del templo de Minerva. ¡Con qué gusto se ponía Rogelio, al llegar de clase, al canto de la lumbre, sin desembozarse, extendiendo las palmas hechas dos carámbanos! El calor desentumecía sus tejidos, activaba su empobrecida sangre, y le daba fuerzas para pedir, entre chistosos regaños y súplicas mimosas, el almuerzo, sintiendo casi la puntualidad con que se lo servían, porque se le acababa el tema de sus humoradas y bromas. Aún no había él cruzado la puerta y ya estaba doña Aurora gritando:
—Fausta... Pepa... Que llega el señorito... Almorzar por el aire... Niño, el jirope de hierro... ¿Te cuento las gotas amargas?
—¿Qué mayores amarguras que las de la muerte por inanición? Usted, fámula encargada del ramo culinario, ¿se puede saber con qué deleitosos manjares piensa V. calmar hoy el hambre que me roe las entrañas? ¿Me ha destilado V. ambrosía celestial, néctar extraído del cáliz de las flores... ó callos y caracoles del Petit Fornos? ¡Sacadme de esta cruel incertidumbre!
Risas sofocadas en la cocina.
—¡Dénmele de comer á este loco, para que calle!
Sentados ya madre é hijo, contadas las gotas y tragadas también, venía el sopicaldo humeante, el par de huevos estrellados, abuñoladitos, y el bisteque, el cual precisamente había de traerse del café cercano. Sólo así lo comía Rogelio. Por mucho que se esmerase Fausta, la vizcaína, no conseguía desbancar al cocinero del cafetín. Llegaba el rico pedazo de vianda medio cruda, encerrado entre dos platos, con sus patatas sopladas, tierno, jugoso, apetecible. Mientras Rogelio trinchaba preparándose á despachar las tajaditas, su madre le observaba con inquietud y avidez, lo mismo que si nunca hubiese visto aquel tipo delicaducho, tan diferente del ideal de las madres gallegas. Veinte años espigados; palidez mate; ojos negros y alegres, pero de caído párpado y cárdenas ojeras; boca de espiritual dibujo y arqueada con finura, un poco amoratada de labios, con una dedada de bozo; nariz enjuta; pelo lacio y suave, del que suele llamarse de ratón; cabeza estrecha de sienes, garganta delgada, nuca con canal, muñecas planas y talle cimbrador, componían una figura no salida aún de la adolescencia y como detenida en su desarrollo por la clorosis que produce la vida de invernáculo, donde la planta necesitada de aire bravo y libre se ahila ó se seca. Así doña Aurora no podía disfrutar momento de tranquilidad con aquel hijo, si no precisamente enteco, al menos de complexión flaca y nerviosa, según revelaba su carácter, en que á la alegría propiamente infantil sucedían sin transición ratos de inexplicable abatimiento. Por eso le miraba comer, tan ansiosa como si cada buen bocado le cayese á ella en el estómago después de dos días de ayuno. Con el pensamiento le decía á la substanciosa carne: «Anda, fortaléceme á ese niño. Dale fibra, dale sangre, dale huesos. Házmele robustote, varonil, patrón. Que se vuelva un torito... aunque fuese así, á modo de un bárbaro... no importa, mejor, ¡ojalá! Mira que no me queda á mi otro cariño en el mundo sino este rapaz tan poca cosa.» Y agregaba en alta voz:
—Come, hijiño, come, que la carne, carne cría.
DOÑA Aurora tenía su tertulia, y vespertina—nada menos que un five o’clock, como diría algún revistero—sólo que sin tea, ni ganas de él; porque caso de ofrecer algo á los tertulianos, la señora de Pardiñas, muy chapada á la antigua, optaría por unas buenas magras de jamón, ó cosa análoga. Como los amigos de la señora sabían que no acostumbraba salir á la calle sino por la mañana, de manto y arrebujada en su rotonda de pieles, á visitas de confianza ó á compras, y que las tardes se las pasaba haciendo media en la ventana del comedor, acudían fielmente, atraídos por la chimenea, las poltronas, la intimidad y el hábito.
El mayor núcleo de relaciones de doña Aurora lo formaban compañeros de su difunto marido, magistrados, ó como ella decía en lenguaje profesional, «señores». Algunos, jubilados ya, eran los más constantes en acudir. Ciertos muebles del comedor teníalos vinculados determinada persona; la butaca de respaldo ancho se le reservaba á Don Nicanor Candás, el fiscal, aficionado á arrellanarse; la de gutapercha de asiento blando, á Don Prudencio Rojas; la de cretona rameada, á la vera de la chimenea, que nadie se la disputase al patriarca Don Gaspar Febrero; este venerable sujeto era el alma de la tertulia, el más vivo, rozagante y animoso de los concurrentes, á pesar de sus ochenta y pico de navidades y su pata coja, quebrada al saltar de un tranvía. El primer cuarto de hora de conversación solía consagrarse al estado atmosférico y á la salud; ninguno de los respetables señores estaba sin alifafes y goteras; algunos eran ya una pura ruina; y el lamentar achaques y discutir métodos curativos resultaba siempre de actualidad. Allí se llevaba el alta y baja de los catarros crónicos, de los dolores artríticos, de los flatos y las acedías de cada quisque, y se deliberaba, tan solemnemente como en otro tiempo sobre una sentencia, sobre las ventajas del salicilato y las pastillas pectorales.
Agotada la cuestión sanitaria—todo se agota—pasaban, casi siempre por iniciativa del señor de Febrero, á tratar otros asuntos más agradables. No podía sufrir el amable ochentón que se hablase tanto de botica, recetas y potingues.—«No parece sino que está uno con un pié en el sepulcro»—decía sonriendo y luciendo su brillante dentadura postiza. La conversación variaba de rumbo, pero casi nunca versaba sobre temas contemporáneos. Como gavota ejecutada por una abuela sobre viejo clavicordio, sonaba allí el anticuado ritornelo de las memorias y de las reminiscencias. Los diálogos solían empezar así.
—¿Se acuerda V.? Cuando me destinaron á la Gran Canaria, mandando Narváez...
O de este otro modo:
—¡Que tiempos! Lo menos diez años antes que se sustanciase la célebre causa Fontanelas... Aún no había nacido mi hijo mayor...
El señor de Febrero les iba á la mano también en esto de contar tristemente los lustros ya corridos, exclamando con juvenil viveza:
—Qué, si eso pasó ayer, como quien dice. En la vida de una nación, nada significan miserables veinticinco ó treinta años.
—Sí; pero en la de un hombre...
—Tampoco en la de un hombre, si Vds. me apuran. A los cuarenta, á los cincuenta llamo yo la flor de la edad.
—Hable V. por sí... Usted ha descubierto el elíxir de larga vida. Más fresquito que una lechuga. En cambio, los demás parecemos zapatillas, y estamos para que nos saquen en un carro al sol.
Con su muleta entre las piernas, Don Gaspar se reía, y como sacudiese la cabeza, relucían al reflejo del fuego los rizos argentados de su peluquín. Sentimos tener que pagar tributo á la exactitud descriptiva, consignando que llevaba peluca y dientes postizos el señor de Febrero: mas importa añadir que era tanta la verdad de su mentira, que eclipsaba á lo real, y engañaba al más lince. Revelando exquisito gusto y consumado arte, el anciano había encargado su peluca del color de la nieve, y la diadema de ligeros rizos canos que coronaba su frente de marfil era como majestuosa aureola, bien distinta de la tupida pelambrera con que los viejos verdes se obstinan en reparar el irreparable ultraje de los años. Asimismo la dentadura, hábilmente contrahecha, algo desigual y gastada, con una mellita en el lado izquierdo, se la pegaba á cualquiera. Con aquel pelo tan decorativo; con el rostro escrupulosamente afeitado, de facciones correctas, muy expresivas aún; con la pulcritud y dignidad afable de su persona, Don Gaspar recordaba las mejores cabezas del siglo XVIII, tal como nos las ha conservado la miniatura. Daba pena que no vistiese chupa de raso bordado. El traje de paño no le caía. Hasta la muleta de ébano, con almohadón de terciopelo azul, realzaba y completaba la autoridad de su presencia. A fuer de hombre de otras épocas que ya fenecieron, Don Gaspar, en cuanto veía mujeres, se encandilaba, y le chorreaban azúcar y miel los labios: hasta con la misma señora de Pardiñas, enteramente fuera de combate, no prescindía de sus formas, más que corteses, galantes y rendidas.
A aquel viejo que llevaba tan serena y elegantemente la vejez, le cosquilleaba en la vanidad de un modo grato oir á los contertulios, todos cascados, todos asmáticos y catarrosos, todos ostensiblemente calvos, que le decían en tono de envidia:
—Este Don Gaspar... es mucho cuento. Nos entierra á cuantos venimos aquí.
Otra satisfacción de amor propio muy grande era la de probarles la frescura y nitidez de su memoria: y la disfrutaba á menudo, porque en la tertulia de la señora de Pardiñas se hilaba continuamente el copo de los recuerdos, del cual salía una hebra de oro, pero oro amortiguado ya, como el de las antiguas casullas. Era la memoria de Don Gaspar una especie de armario de cedro, donde se guardaban perfumados, empaquetados, clasificados, íntegros, los sucesos, los nombres, las fechas y hasta las palabras.—«Este señor de Febrero es una cartilla vieja»,—solía decir doña Aurora. Cuando se discutía algo, apelábase al arbitraje de Don Gaspar.—«¿Verdad, señor de Febrero, que la causa Zaldívar, de Sevilla, se elevó á plenario en el invierno del 56?»—«No, señor, el 57: y por cierto que ocurrió eso hacia el 15 de Diciembre... digo mal, el 16, cumpleaños del amigo Don Nicanor Candás.»
—¡Pero, hombre!—exclamaba el aludido cuando llegaba á enterarse.—¡Reniego hasta de quien hizo su memorión de V.! ¡Pues no va este maldito gallego á acordarse de la fecha de mi cumpleaños, que yo mismo no me acuerdo nunca! Los años nadie me los ha de robar, con que no veo la necesidad de llevarlos por cuenta exacta.
Don Nicanor Candás, fiscal jubilado, asturiano, malicioso y presumido á fuer de buen ovetense; listo como una pimienta y más atravesado que una espina, daba mucho que reir á la tertulia metiéndose con el señor de Febrero, á quien llevaba la contraria por sistema, sin respetar sus fueros patriarcales y su decanato glorioso. Para mejor marear á su contrincante, adoptaba Candás un método raro, que no carecía de chiste. Fingíase sordo como una pared, y llevaba siempre en el bolsillo del gabán una trompetilla de plata que se introducía en el oído cuando le convenía responder acorde y rebatir al contrario, y que decía haber olvidado en casa cuando le daba la gana de contestar yéndose por los cerros sin atender á razones ajenas. Tal estratagema era de resultado seguro, y conseguía ponerle á salvo de todos los riesgos de la disputa. En su lenguaje, el señor de Candás era crudo y ordinario, tanto como Don Gaspar atildado, atento y melifluo, y por semejante modo de hablar desentonaba en la reunión. Ni era sólo por esto, sino también porque era el único que prefería las noticias de actualidad á los recuerdos, el único que vivía con un pié en lo presente, el único que traía á aquel enmohecido senado una corriente de aire callejero y de vida real. Don Gaspar, en tono agridulce, le llamaba «nuestro reporter».
La portentosa memoria del ochentón se confundía y embrollaba al tratarse de sucesos recientes, y Candás, aprovechándose de esta deficiencia en las admirables facultades del patriarca, siempre estaba tomándola con él.—«A ver,—decía,—cómo se iba á componer nuestro Don Gasparín para probar una coartada. Muy fuerte en todo lo que se refiere al ministerio Calomarde ó á la regencia de Espartero, y no sabe por dónde anduvo esta mañana misma.» Y remedando la voz de Don Gaspar, añadía: «¿Qué hice yo ayer tarde? Espérense Vds.. ¿Fuí á casa de Rojas? Me parece que sí... Digo, no, no. Estuve paseando en Recoletos. Con todo, no se lo juraría á Vds.»
Esta observación cómica relativa al patriarca, podía hasta cierto punto aplicarse á los demás tertulianos. Diríase que para ellos no existía lo actual, y sólo lo pretérito tenía vida y realce. Las noticias del reporter Don Nicanor las comentaban tres minutos, con esa tendencia pesimista que aflige á la edad senil; después volvían á subir corriente arriba, engolfándose muy á gusto entre las nieblas de los años desvanecidos. Quizá en esto influyese, además de la vejez, el carácter que imprime la magistratura, profesión cuya base son nociones científicas estratificadas ya, un derecho puramente histórico, en que el espíritu de innovación es una herejía, y en que se resuelven problemas jurídicos de hoy con el criterio de la ley romana ó del fuero visigodo. Así es que cabía comparar la reunión de casa de Pardiñas á una peña inmóvil en medio del mar de la existencia. No veían los excelentes «señores» que también en la polilla de los legajos palpitan gérmenes y late el ímpetu renovador: apegados á fórmulas vanas, creían custodiar un licor sagrado, cuando en sus manos no quedaba ya sino la ampolla vacía; y, al tratarse de novedades, en el mismo grado de heterodoxia ponían el uso de la barba, las audiencias de perro chico, el Jurado y la revisión de códigos.
AQUELLA asamblea de sonámbulos se despertaba y alborozaba al entrar Rogelio, quien, por las tardes, antes de salir á pié ó en coche, acostumbraba dejarse ver en la tertulia, riendo mucho de lo que ocurría en ella, pero sin malicia, con travesura de chico mimado. Habíale puesto de mote Inútil Club; á Candás, por su calva amarilla y enorme, le llamaba Laín Calvo; y al afeitado y galante señor de Febrero, Nuño Rasura. Las criadas repetían por lo bajo estos apodos. La misma señora de Pardiñas se reía en secreto, aunque aparentaba enfado diciendo al chico:
—Está muy mal que te burles... ¡Tanto como los pobres señores te quieren!
Sí que le querían. Al aparecer Rogelio, era como si algún rayo de sol dorado y caliente se deslizase en una de esas habitaciones cerradas, donde muebles, cortinas, papel y cuadros, han adquirido el desmayado matiz del polvo y la humedad. Todos los viejos amaban entrañablemente al chico: el uno le había visto en mantillas; el otro había asistido á su primera comunión; éste le traía juguetes cuando pasó la escarlatina; aquél, compañero de Sala é íntimo amigo de su padre, chocheaba recordando los dulces del bautizo... Si se dejasen llevar del primer impulso, á pesar de la orla negra que realzaba el arqueado labio superior de Rogelio, serían capaces de besuquearle los carrillos y traerle caramelos y cacahuetes. Para ellos era siempre el pequeño, el rapaz: cierto que, por un fenómeno natural de óptica, los excelentes tertulianos de la señora de Pardiñas propendían á seguir considerando como niños á los jóvenes, y como jóvenes á los machuchos. Se les oía decir, verbigracia: «¿Conque se murió Valdivieso? ¡Hombre, pues si estaba en lo mejor de la edad, si era un chico!» Y necesitaba intervenir el maligno asturiano, haciendo de la diestra embudo acústico, ó metiéndose la trompetilla: «¡Caray, caray con los chicos que sueñan Vds.! Valdivieso no cumplía ya los cincuenta.» «No tanto, no tanto.» «¿Que no tanto? Y los que mamó y anduvo á gatas.»
Al tratarse de Rogelio, extremaban la manía de no advertir que el tiempo pasa y hacerse los distraídos cuando suena el reloj. Cada año que ganaba en la carrera de Derecho, era para ellos un asombro: no le concebían abogado: quisiéranle deletreando todavía en la escuela. Lo cual no dejaba de amoscar al estudiante. Al regresar de una excursión de veraneo á San Sebastián, sucedió que le preguntase con la mejor fe del mundo el señor de Rojas:
—¿Cómo te habrás divertido, eh? ¡Todo el día corriendo y jugando por la playa!
Y el chico respondió, sin descubrir el amostazamiento sino con un mohín de pillería truhanesca:
—¡Vaya! Muchísimo. Hice agujeritos y chocitas con la arena. ¡Gocé más!
En el fondo, el buen corazón del chico se había apegado á la colección de honrados vejestorios que frecuentaba su casa. Aquel mismo señor de Rojas (por ejemplo), le infundía un respeto cariñoso, por su justificación y rectitud intachable. Si Temis descendiese á este bajo mundo, se hospedaría en casa del señor de Rojas, y encontraría allí altar y simulacro (de madera, según Candás). Estricto celador del sentido literal de la ley, Rojas marchaba por el angosto camino que veía, sin titubear, alta la frente y tranquila la conciencia. Persuadido de la altísima dignidad de su cargo, cubría las exigencias del decoro social á costa de una economía y una modestia inverosímiles de puertas adentro, comprendido y secundado en esta obra heroica por su mujer. No conocía influencias políticas, ni amistosas, ni de ninguna especie. Pasaron por sus manos asuntos en que se atravesaban millones, y la codicia, que no es sino instinto de conservación en forma de adquisividad, ni resolló siquiera. Por eso el severo nombre de Prudencio Rojas era pronunciado, ya con veneración, ya con la solapada y disolvente ironía que adopta el vicio para desacatar á la virtud. El cáustico Don Nicanor llamaba á Rojas fantoche del Derecho. Decía que todo en él era de palo, la inteligencia y el carácter; sin ver ó sin querer ver que esta clase de hombres, cuando las leyes fuesen perfectas dentro de lo humano, podrían, con su firmeza é integridad en aplicarlas, hacer reinar la edad de oro.
Muchas tardes, especialmente si hacía frío riguroso ó llovía ó nevaba, Rogelio, en vez de salir, se acurrucaba en el rincón del ancho sofá, y atendía á las soñolientas conversaciones de los viejos. Cuando podía, trataba de dirigirlas hacia un punto para él muy interesante: nunca se cansaba de oir hablar de su tierra, Galicia, de donde había salido muy pequeño. Casi todos los tertulios, ó eran de allí, ó allí habían pasado largas temporadas desempeñando puestos en la Audiencia de Marineda; y hacíanse lenguas de la benignidad y salubridad del clima, lo barato y sabroso de los alimentos, lo tratable y afectuoso de la gente, y la hermosura extraordinaria del país.
—No sé cómo nuestra amable amiga doña Aurora no lleva allá á este pollo para que conozca su cuna—decía el señor de Febrero sobando el cojín de la muleta.
—Si siempre estoy proyectándolo—contestaba la señora—y es de esos planes que tienen desgracia. La verdad, ustedes comprenden que hasta el día todo se me ha vuelto dificultades y tropiezos.
—Di que eres muy remoloncita, mater admirabilis—objetaba el hijo.—Por tu gusto serías árbol, para echar raíces donde te plantasen.
—Lo mismo que te llevo á San Sebastián, á Galicia te hubiese llevado, niño; pero no fué posible. ¿Crees tú que no me llama á mí la tierra? Los que allá nacimos... es tontería; no tenemos más ganas que de volver, ni perdemos nunca la querencia.
—Y los que no nacimos lo mismo—intervino Don Nicanor Candás, armado de trompetilla.—Ahora daba yo el dedo meñique por pasarme un año en Marineda; mejor me voy allá que á Oviedo ó á Gijón.
—Pero á mí—prosiguió la señora—siempre se me descomponía el plan, como si anduviesen en ello las brujas. ¿Tienes gana de volver á tu país antes de cerrar el ojo? Pues fastídiate, y aguarda hasta que te caigas de vieja. Verán Vds.:—y contaba por los dedos.—Primero: que la incompatibilidad. Deje V. su familia, su casa, sus bienes, y váyase V. á rodar de zeca en meca, con un niño pequeñito y que siempre fué delicado, de Oviedo á Zaragoza, luego, con lo de la Regencia, á Barcelona, luego al Supremo aquí... Mi matanza toda era decirle á Pardiñas: jubílate, hombre, jubílate, y volvámonos á la terriña, á no dejar por ahí nuestros huesos. Para vivir nos sobra con lo nuestro, y los hijos no son tantos que nos agobien. Pero... como ya saben Vds. lo que era mi pobre marido, que no es que yo lo diga...
Rumor de simpatía en la asamblea.
—Creía que en seguir la carrera hasta el fin consistía su obligación... ¡En nombrando al deber! En fin, tenía aquella idea y era preciso respetarla. Y después, como se puso ya tan malito...
Aquí la voz de la señora se enronquecía algo; llevaba la mano al bolsillo, y se sonaba, aplicando luego el pañuelo á los ojos.
—De manera—repetía suspirando y encogiéndose de hombros—que cuando llega la hora... Después, ya saben Vds. cómo me vi con mis cuñadas, y la de pleitos y de embrollas que me armaron. Creí que nunca me desenredaba. De allá me escribían los amigos antiguos: «Que vengas, que vengas, que en un día haces más desde aquí que desde ahí en un año.» ¿Qué quieren Vds.? Me daba miedo la diligencia. Con este reuma, pensar en embutirme en aquellos carricoches, que á lo mejor no tenían un cristal para un remedio... Así que se transigieron bien que mal las cuestiones y se devanó el ovillo de la testamentaría, cate V. que ponen el tren directo hasta Marineda... Pero ya se me había enfriado el alma, porque volver allá para encontrarse de esquina con toda la parentela...
—Mamá, con toda no. Muchos parientes, según tus mismas noticias, están de nuestra parte.
—Bah... Yo qué sé. En nuestra tierra, rapaz, es difícil saber quién está por uno y quién en contra. En ese particular he recibido desengaños atroces. A lo mejor te venden amistad mientras te clavan el cuchillo hasta el mango. La verdad se ha de decir: por allá no somos así... francotes y reales, como los castellanos viejos.
—Habla V. como un libro—asentía el señor de Candás, no desperdiciando la ocasión de sacar las uñas.—El gallego reunirá los méritos que V. guste; pero á retorcido y escurridizo y falso no le gana nadie. No contrate V. con él de palabra sólo, carapuche, que no tienen fe, ó si la tienen es púnica. Cómo será el gallego, que los gitanos no se atreven á colarse nunca por allí, temerosos de salir engañados.
—¡Cuidadito con insultar á la tierra!—decía festivamente Rogelio.
—Sí es cosa averiguada. A Galicia no va un gitano. Más chalanes y más socarrones son ellos que toda la gitanería junta. ¿Y en litigar? ¡Santo Cristo de mi pueblo! Nacieron pleiteantes. Le envuelven á V., home; el aldeano más rudo le da á V. cien vueltas.
—Eso prueba,—alegaba el señor de Febrero—que somos gente despabilada; no me lo negará V.
El señor de Candás, quitándose del oído el cañuto de plata á fin de no hacer caso de la observación y despacharse á su gusto, proseguía:
—Y hay tontines que llaman á los gallegos listos; yo lo que digo es que son maulas: si fuesen listos no andarían siempre hechos unos pobretes, comidos de miseria, roídos de envidia, sin salir nunca de pobres y de quejumbrosos. Son la casta de gente más llorona que he conocido. Todo se les vuelve pucherines y lamentos.
La tez de marfil del señor de Febrero se encendía un poco, porque le era imposible habituarse á las malignas descortesías de Laín Calvo.
—Eso es algo fuerte, señor Don Nicanor; repare V. que aquí estamos en mayoría los gallegos. ¿Le gustaría á V. que yo le repitiese ahora aquella vulgaridad de «asturiano, loco, vano, mal cristiano?»
—Hay—proseguía el fiscal imperturbable—una tanda de memos en polvo que se alborotan cuando oyen decir esto; pero ello es ya tan sabido, que de puro sabido se calla. El gallego tiene alguna penetración, corriente, sobre todo cuando se trata de discurrir maneras de jeringar al prójimo; y, sin embargo, ni sabe cultivar la industria, ni salir de aquella escasez en que vive. Le ve V. resignado con su mendrugo de pan de maíz, hecho un pelele, sin ropa, sin comer carne, sin beber vino una vez en el año... Le ve V. que con su fama de avispado, á veces parece más alma de cántaro que los mismos aragoneses. Es tacaño y ahorrará un ochavitu aunque se lo saque del pellejo con una raspa; pero no tenga V. miedo que discurra para agenciarse ese ochavo, ni que se anime á trabajar de veras por el aliciente de un duro. Nada: con tal que no le perturben en su rutina y en su haraganería... Así ve V. que ahora tienen esa red de ferrocarriles, ¿y para qué les sirve? No moverán el dedo para atraer á los veraneantes. ¡Aquel agrado, aquella limpieza de la gente donostiarra!
—A este Don Nicanor hay que matarle ó dejarle—objetaba furioso Nuño Rasura.—Como no atiende á razones... ¿Dónde está esa red ferrocarrilera de que habla? ¡Bonita red! Llena de agujeros. ¿Quiere que todo se haga en un día? Milagros sólo Dios. Todo se andará, con paciencia y tiempo. Mire ya mi Don Nicanor la importancia que va adquiriendo la bellísima Vigo. Aquel clima tan fresco, aquellas costas y aquellas rías son la admiración de la prensa. ¡Y aquellas mujeres... mejorando siempre lo que tenemos delante, pero mi buena amiga también es de allá! ¿Y aquel pescado tan especial? ¿Qué me dice V. de él?... Amiga queridísima doña Aurora, yo no he vuelto á comer sardina ni lenguados desde que me vine. Antes de la caída de O’Donnell, recuerdo que estábamos tomando baños en Marín, y nos trajeron á la puerta un rodaballo...
Aquí volvía el ochentón á hilar el copo de los recuerdos, y Rogelio, con el codo en el sofá y en la palma la mejilla, escuchaba embelesado. Parecíale que estaban contando alguna tradición de familia. El aposento y la tertulia adquirían aspecto de cariñosa intimidad: la atmósfera moral y material era templada: el mundo era mullido y acolchado como el almohadón donde reclinaba su cuerpo. Cada tertuliano era para él, si no un padre, por lo menos un tío carnal. En derredor suyo reinaba la más dulce seguridad; y así como en ciertas moradas lujosas se traslucen el ahogo y la escasez, en aquel comedor modestísimo se transparentaba el bienestar casero, la más dorada mediocridad que pudo soñar ningún poeta ni apetecer ningún filósofo. La armonía y la moderación son siempre hermosas, y Rogelio, sin definir esta belleza que le rodeaba, la sentía y se envolvía en ella como el pájaro en el plumón de su nido. Y mientras en la chimenea chisporroteaba la leña ardiendo, y de la cocina venía amortiguado el repique del almirez, y discutían los viejos y la madre activaba las agujas de su media, el muchacho, sumido en vaga contemplación, fantaseaba cómo sería aquel país bonito, aquella Galicia verde, llena de agua, de flores y de muchachas mimosas.
LA calle enterita, tiendas, puestos ambulantes, criadas y vecindad, conocía á Rogelio: como suele decirse, todo el mundo le debía un cuarto. Eranle familiares los establecimientos, ó, mejor dicho, humildes tenduchos de loza, ultramarinos, novedades, cordelería y periódicos, que se incrustan entre las viejas é imponentes casas solariegas de la calle Ancha, animada por la concurrencia de los estudiantes y por el ascenso y descenso de los tranvías.
Pero con quien la emprendía Rogelio más á menudo, era con los cocheros simones, de los cuales existe un puesto en la plazuela de Santo Domingo. Rara vez salía de casa doña Aurora que el reuma ó el frío ó el calor no la determinasen á enviar por uno de aquellos vehículos tan destartalados y feos, pero tan cómodos y accesibles; ella les llamaba enfáticamente «sus trenes», y aseguraba riendo que siempre tenía el coche enganchado y á la puerta, con un cochero tan puntual, que no se hacía esperar una vez sola. Rogelio, á fuer de hijo único y rico, se permitía otros lujos, y su madre le pagaba la pensión de dos caballitos moscas y el alquiler de un milor flamante en casa del alquilador Agustín Cuero, para que los días festivos bajase al Retiro ó adonde le diese la gana (no consintiéndole caballo de silla por temor á un lance peligroso). Pero á la señora primero la matarían que usar de aquel tronco juguete: que la dejasen con sus pacíficos simones; á no ser algún día, por decoro y para hacer visitas, maldito lo que le importaba la farsa de que el coche estuviese más barnizado y el cochero llevase guantes y unas zaleas de carnero por los hombros. Con el uso frecuente y las razonables propinas, todo el personal cocheril de la plaza estaba á devoción de doña Aurora, y muy prendado de la buena sombra del señorito. Este no les dejaba vivir, máxime á sus paisanos, los gallegos, con quienes la tenía siempre armada. Decíales mil disparates acerca de su tierra; les tarareaba la muiñeira; les hablaba con la u, á guisa de sirviente de comedia de Ayala; y si por milagro llegaban á amoscarse, les decía:
—Auriga veloz, yo también soy galleguiño, maruso, de pralá.
A lo cual solían ellos responder:
—¡Qué señorito tan pavero!
Cuando venía á comprometer á alguno porque lo necesitaba su madre, desde una legua que le viesen ya estaban riéndose y bajando la alquila. Y él solía entrar en escena dirigiéndoles retahilas semejantes:
—Automedonte alígero, vapulea á tu fogoso corcel para que se beba la distancia hasta mi encantado palacio. Ya el generoso bridón tasca impaciente el dorado freno. ¿No ves cual le rocía de cándida espuma? Buloniu, ¿en qué estabas pensando que no me veías de venir?
—Señorito... estaba á leer La Correspondencia.
—¡La Correspondencia! ¿Qué profieren tus sacrílegos labios? ¡La Correspondencia! ¡Rabo de Satanás! ¡Una hoja revolucionaria, anárquica y nihilista! Arroja pronto ese veneno, antes de apropincuarte á la mansión honrada de los pacíficos ciudadanos. ¡Acude, corre, vuela, simón! ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Anda, burrachu, demagogo!
Cuanto mayores extravagancias ensartase, más se reían los cocheros.
Una mañana salió Rogelio, ya embozado en su capita hasta los ojos, pues las postrimerías de Octubre tenían la atmósfera en punto de sorbete, aunque el alegre sol madrileño brillase en todo su esplendor. Tratábase como siempre de buscar un cochecillo para doña Aurora. Al llegar á la esquina de la plazuela, divisó á uno de sus trenes predilectos: una berlina algo menos indecente, con forro de sagrén avellana no tan mugriento y sobado como el de la mayor parte de estos vehículos. El cochero, rubio, gordo, coloradote, atendía por Martín y era gallego. Rogelio venía llamándole con señas y gritos:
—¡Martín, el de la capa! ¡Ah de la imperial carroza!
Hablaba el simón con una mujer cuyo rostro no podía ver el estudiante; pero á la voz de éste se volvió, y Rogelio hubo de notar que era moza, no mal parecida, de aspecto humilde y vestida de luto.
—¡Señorito, qué cuaselidá!—exclamó Martín al conocer á Rogelio.—Esta joven (el cochero pronunciaba joven con g) viene en busca de la casa del señorito, y me preguntaba el camino ahora. Es paisana nuestra. Trae una carta...
—¿Quiere V. dejarme ver el sobre?—indicó el estudiante, que al dirigirse á la muchacha varió enteramente de modales y de tono.
La muchacha alargó el billete, que lo era, y bien chico.
—¡Calle! Es para mamá. Véngase V. conmigo; yo le enseñaré la casa. Tú, simón, sigue nuestra resplandeciente estela con tu carroza imperial, tirada por ese lánguido cisne.
—Dios se lo pague, señorito—dijo la muchacha con voz bien timbrada y dulce, y acento cantarín, como suelen tenerlo las gallegas ribereñas.—No necesita molestarse. Ya veo desde aquí el portal de la casa, que el cochero me lo señaló.
—Si yo también llevo ese camino. Ningún trabajo me cuesta.
Sin otra discusión, la muchacha rompió á andar, y Rogelio, por instinto, se colocó á su izquierda, como haría con una dama. A los diez pasos le pesaba ya de su galantería. En primer lugar, menuda chacota le arrimarían sus compañeros si acertaban á encontrarle acompañando tan cortés á una individua de pañuelo á la cabeza y saya lisa de merino. En segundo, Rogelio atravesaba esa edad en que un chico criado algo falderamente, en la casta atmósfera maternal, no puede evitar una impresión de cortedad penosa cuando trata con mujeres desconocidas aún. Cierto que las de condición inferior no le atarugaban tanto: las señoritas eran su muerte: siempre creía que se burlaban de él, que cuanto le decían era pura matraca, que no hacían sino tomarle el pelo, gozarse en su confusión y comentarla luego á solas, con maliciosa y despiadada ironía; pero ahora, al lado de la muchacha vestida de luto, experimentaba la misma turbación, porque, á pesar de su pobre traje, no tenía pinta de lo que se entiende por mujer ordinaria. «¿La diré algo? ¿Se reirá de mí? Más se reirá si me quedo mudo. No, la palabra hay que dirigírsela». Entonces se le ocurrió preguntar con suma formalidad:
—¿Quién le envía á mamá esa carta? ¿Lo sabe V.?
—Sé; sí, señor. ¿No he de saber? Las señoritas del general Romera. ¿No las conoce?
—¡Vaya si las conozco! El general Romera fué amigo de papá. Hace tiempo que no las vemos.
—Estuvo malita doña Pascuala, la mayor. Tuvo una cosa que le dicen enginas inflamadas. ¡Ay! Muy mala estuvo.
—Y ahora, ¿sigue mejor?—interrogó Rogelio por seguir hablando, aunque las anginas de doña Pascuala no le quitaban el sueño.
—Ya sanó de todo. Pues si no sanase, tampoco me marchaba yo de junta ella.
—¿Estaba V.... allí?—(Rogelio no se atrevió á decir sirviendo.)
—Sí, señor, desde que vine de allá.
—¿Conque galleguita?
—No tengo por qué negarlo.
—Ni yo tampoco, caramba.
—No, señor, por cierto. Es una tierra muy buena, mejor que la de Madrí y la de todo el mundo.
Rogelio sonrió, agradado del patriotismo de la muchacha, y comenzando á sentirse bien con ella, porque le parecía incapaz de burlarse de nadie. Estaban próximos á la casa: Martín, que se había adelantado, paraba su jamelgo, operación más fácil que la de obligarle á salir al trote, y, desde el portal, doña Aurora hacía señas á su hijo.
—Mamá, aquí te traen una amorosa epístola.
—¿Esta chica?
—Sí, señora... De las señoritas de Romera.
—A ver, venga. Puede que sea cosa de despachar acto continuo.
Pero apenas hubo roto el sobre, la señora se echó á reir.
—¡Qué chiflada estoy! Sin mis gafas... Rapaz, lee tú.
Desplegó Rogelio la misiva, y ahuecando la voz, comenzó así:
—«Alta y poderosa y sobajada señora; si la vuestra fermosura...»
—Mira, niño, lee formal, que aquí corre un frío de los diablos y con el reuma mis caderas no están para músicas.
En tono natural leyó Rogelio:
«Nuestra más distinguida amiga: La dadora, Esclavitud Lamas, manifestará á V. el favor que pide. Nosotras sólo podemos atestiguar que todo el tiempo que estuvo en esta casa, observó ejemplar conducta, sin faltar nunca á su obligación; tanto, que su marcha nos deja muy disgustadas, por no tener queja ninguna de ella, al contrario.
«Quedan de V. afectísimas sus antiguas amigas,
«Pascuala y Mercedes Romera.»
—¿No dice más, hijo?
—Trae una posdata tonta. No la leo, ea.
—¿Una posdata tonta?
—Sí; que por qué no me dejo ver, que ya estaré hecho un buen mozo... Las bobadas de cajón.
—Te lo estoy diciendo siempre, rapaz,—exclamó la madre con viveza.—Nunca subes diez minutos á casa de esas pobres señoras que te quieren tantísimo. Como que te han conocido así, hecho un muñeco. Pensarán que es culpa mía. Pues bastantes veces te hablo de ellas. ¡Pascuala y Mercedes! Si tú no vas iré yo.
—¡Pero, mater terribilis, si en cuanto piso aquella antesala me entra un sueño... y no hago sino bostezar!
—Pues son unas santas.
—¡Amén; yo no les quito su santidad; sólo digo que son tan pesaditas, tan patosas! Hablan á dúo como los alemanes de La Diva, «Rogelito, ¿qué tal la mamá? ¿Y los estudios?»—Al decir, así imitaba la voz cascada y el acento malagueño de las solteronas.
—Valiente pinturero estás tú,—murmuró la señora reprimiendo la risa.—No sé por qué te han de dar sueño Pascuala y Mercedes.
—Insondables enigmas del corazón humano. Arcanos profundos. En aquella dimora casta è pura flota en la atmósfera un beleño letal.
—¡Farsante!
Mientras duraba esta escaramuza entre la madre y el hijo, la muchacha esperaba inmóvil, sin levantar los ojos del suelo. Doña Aurora se hizo cargo y se encaró con ella.
—Hija, dispense V. Aquí dice que V. me explicará el objeto de su venida. ¿Quiere subir?
—No, señora... Por mí no se moleste. Aquí mismo...
—A ver, no tenga V. reparo. ¿Alguna recomendación?
—Recomendación, no, señora. Es que yo quiero entrar á servir en casa de V.... ó de otra familia gallega,—añadió después de una pausa.
Doña Aurora miró fijamente á la postulante, y creyó advertir que se ruborizaba un poco.
—¿Usted... no estaba contenta con las señoritas de Romera, según eso?
—Sí, señora; por contenta sí... y me parece que ellas también conmigo; ya lo ve por la carta que me dieron. Por lo que es de las señoritas, estaría yo en la santa gloria, que son muy buenísimas, no despreciando: Dios las florezca. Sólo que á las veces... hay personas buenas y no se hace uno con ellas. Esas señoritas son de allá de Málaga, en tierra de Andalucía, y tienen unas costumbres y unas comidas que yo no las entiendo. Hasta el habla suya es atravesada para mí. Cuando me mandan hacer una cosa y no comprendo, me quedo como si me leyesen la sentencia de muerte. Y luego, señora, la verdad por delante: el no estar entre gente de su tierra, ni oir mentarla nunca, le pone á uno el corazón muy negro. Por la metá de soldada y con doble de trabajo, quiero servir á una persona del país.
Lo dijo con tal persuasión, que se aumentó la benevolencia de doña Aurora, prendada ya del porte decente y honesto de la muchacha, tan distinto del desgarro que gastan las Menegildas madrileñas. Sólo que no veía claro aún en la historia: allí debía de haber algún intríngulis. Delante de la puerta, el simón chupaba su papelito, mientras el jamelgo bajaba la cabeza y estiraba los belfos, soñando con pienso abundante y prados deleitosos.
—Hija—advirtió la señora—yo voy á sentarme en el coche. Como no tengo sus años, me pesa el cuerpo y las piernas me bailan. De no subir, el coche sea conmigo.
La galleguita la ayudó á colocarse, y desde dentro, doña Aurora preguntó:
—Diga... Y estando V. tan pegada á la tierra, ¿cómo se vino de allá?
¡Ah! de esta vez no cabía duda: fué rubor, y rubor encendidísimo, el que tiñó los pómulos de la sirviente. Y al contestar—se necesitaba ser sordo, y sordo verdadero, para no percibirlo—tartamudeaba, sobre todo en las primeras frases.
—A las veces... tiene uno... que hacer aquello que menos le está pidiendo el corazón, señora... Somos hijos de la suerte. A mí me criara mi tío, el cura de Vimieiro. Dispuso el Señor de llevárselo; quedé sin arrimo. Para comer pan hay que trabajar. Era reina en mi casa; ahora sirvo. Alabado sea Dios, y nunca nos falten las manos y la salud.
—¿Cómo no entró V. á servir allá?—insistió la señora, que sobre una pista era más fina que el mejor sabueso. Y que la pista existía, no pudo dudarlo al ver que ya no era rubor, sino llamaradas de fuego, lo que pasó por el rostro de Esclavitud.
—No... no se me proporcionó—respondió con acento ahogado.—Luego, como allí todos me conocían, me daba vergüenza.
Doña Aurora Pardiñas recapacitó cosa de dos minutos, y endulzando el tono para suavizar lo áspero de la idea.
—Vamos á ver... Quien la recomienda á V. son las señoritas de Romera, que... que la conocen sólo del tiempo que estuvo en su casa. ¿No es eso? Pues sería conveniente... V. se hará cargo de ello... que tuviese aquí otras personas de allá, del país, para responder.
La muchacha titubeó un instante, y resolviéndose al fin, contestó:
—Me conocen el señorito Gabriel Pardo de la Lage y también la hermana.
—¿Rita Pardo? ¿La casada con el ingeniero? Pues si la trato mucho. ¿Y dice V. que la conoce?
No contestó la chica sino alzando la mano y el hombro como para expresar: «¡Bah! Desde que nací.»
—Bien...—murmuró la señora.—Francamente, hija, siento que deje V. á las de Romera. Mejor casa y mejores señoritas...
—No niego eso—replicó Esclavitud con mayor energía si cabe;—solamente que ya le he contado la verdad, señora, como si estuviese hablando con mi difunta madre ó con el confesor. Pegó conmigo la morriña, y si no salgo creo que se me revuelve la cabeza ó me voy derecha á la sepultura. Yo no comía. Yo me metía á cavilar por los rincones. Yo me fuí quedando morena, morena, y tan flaca, que la ropa se me cae. Yo de noche tenía unos aflictos como si me atasen una soga al pescuezo tirando mucho. Con esto y con todo me daba empacho descubrirme á mis señoritas. Lo conocieron ellas, y fueron las primeras en aconsejarme que, de no volverme á la tierra, que me metiese en alguna casa de gente de allá. «Hija, estás tan desmejorá que pareces otra». Mismo así me dijeron.
Al hacer esta narración, la barbilla de Esclavitud temblaba como la de los niños cuando reprimen la emoción que precede al llanto. Los ojos no se veían, porque los bajaba, según costumbre.
—Serénese—ordenó afectuosamente la señora. Iba entrándole una simpatía irresistible por aquella muchacha, de porte tan modesto y de corazón al parecer tan sensible. ¡Qué poco se parecía á las descocadas de Madrid, á las charranas de los barrios, chulapas sin pudor que no pueden estar en una casa decente! Justamente no hacía hora y media que la Pepa, la doncella, por un quítame allá ese polvo, se había desvergonzado poniéndose como una verdulera. Esta galleguita podría haber tenido... qué sé yo... cualquier desliz... porque lo de la escapatoria de su tierra no resultaba claro; pero el tipo era tan... vamos, tan de mujer de bien... Sabe Dios lo que le habría sucedido á la pobrecilla.
—Mire—declaró adelantando la cabeza por la portezuela—lo que es ahora mismo no le puedo contestar fijamente si la tomo ó no. Dése V. una vuelta mañana á estas mismas horas, y llame en el entresuelo. Me alegraría de que... pero hay que pensarlo. Si yo no pudiese, haré por descubrir alguna casa gallega... Dígame V. las condiciones, por si otra persona quisiese saber...
Esclavitud arrollaba entre las yemas del pulgar y el índice un pico del pañuelo de seda negra.
—Dios se lo pague. Por la soldada tanto me da un duro más como un duro menos. Al trabajo no le pongo mala cara. De cocinera no voy porque no sé estos guisos finos que se estilan ahora; sé las comidas de la tierra, así, sencillas. En lo demás me parece que daré gusto, lo mismo en limpiar, que en el repaso, que en la plancha. Lo que le pido es que en la casa que me busque, no haya... vamos... hombres que...
—¡Ya, ya!...—atajó doña Aurora. Y añadió bromeando:—Pero y entonces ¿cómo pretende V. mi casa? ¿No ha visto V. que en ella hay un hombre?
Señaló á Rogelio, que repuesto de su cortedad con la presencia de su madre, consideraba á la chica, reclinado en la portezuela del simón. Esclavitud siguió la dirección de la mano de la señora; por primera vez sus ojos, verdes, cambiantes, de mirada cándida, se fijaron en el estudiante: luego pronunció risueña:
—¿Este señorito es su hijo? Por muchos años... Dios se lo conserve. Este no es de los hombres que yo decía. Por ahora es un rapaz.
Demudóse Rogelio como si le hubiesen dirigido el más atroz insulto. Para disimular quiso reir, y la risa se le atascó en la garganta. Preciso es consignarlo: hasta sintió como el ardor de una lágrima en los ojos. Fué uno de esos instantes de rabia insensata y profunda, que alguna vez ha de sufrir el varón cuya infancia se prolonga más de lo justo; instantes en los cuales se apetece, como el mayor bien, poseer el amargo tesoro de la experiencia: dolores, desengaños, tribulaciones, luchas, enfermedades, canas, arrugas en el rostro, fracasos, traiciones de la amistad y del amor... todo, todo á trueque de oir la palabra reveladora, de gustar el fruto del bien y del mal, la eterna manzana dorada por un lado y sangrienta por otro. Todo por llenar el destino humano; todo por recorrer el ciclo de la vida.
CUANDO arrancó á andar el simón, la señora gritó á su hijo, que iba en el pescante: «Da las señas de Rita Pardo.» Rogelio obedeció, pero así que llegaron á la fea calle del Pez, donde vivía la señora del ingeniero, saltó á abrir la portezuela y dijo:
—No subo. Para esos informes que vas á tomar no me necesitas.
—¿Y á dónde te vas ahora?
—Por ahí,—respondió no sin alguna sequedad el estudiante, echando á andar y haciendo á su madre con la mano esa señal de despedida del hombre que se emancipa, algo semejante al nervioso aleteo del pájaro cuando le abren la jaula. Sin dar otra explicación, y embozándose más ceñido, desapareció en la revuelta de la primer esquina. La madre le siguió con los ojos mientras pudo: después suspiró y sonrió á medias.
—Algún día ha de ser...,—pensaba.—Está en una edad en que no se puede tirar de la cuerda mucho. Por supuesto que á mí no me la pega el pobriño: esto es un puro alarde de independencia: mirará cuatro escaparates, comprará seis ú ocho periódicos, dará unas vueltas con algún amigo que encuentre... y á su farmacia en seguida. Yo, si le viese fuerte, robusto, hecho un brutazo... otros á su edad tienen cada espalda y cada barbota negra que parece un tojal... El es así, tan finito, tan poquita cosa... Sácamele adelante, Virgen de los Remedios.
Las inquietudes maternales se apaciguaron cuando la señora, soltando el pasamano de la escalera, agarró el cordón de la campanilla para llamar en el tercer piso efectivo, con honores de principal, de Rita Pardo. Salió á abrir una niña como de once ó doce años, pálida, ojinegra, mal atusada y peor vestida, que en cuanto vió visita se escapó corriendo y gritando:
—¡Mamá! ¡mamá! La señora de Pardiñas.
—Que pase á la sala... voy inmediatamente...—respondió desde alguna oficina interior, cocina ó despensa, una voz de mujer. Doña Aurora, sin esperar el permiso, se dirigía ya al salón, modelo cumplido de la cursilería mesocrática, rebosando pretensiones y sin un solo mueble sólido ni artístico. Había dos ó tres sillas de felpa de colores variados, una étagère con estatuitas de fundición, cacharros vulgares, y algún objeto de plata, sin ningún mérito, que sólo por ser de plata estaba allí; una alfombra de moqueta mal barrida; dos retratos al óleo del señor y de la señora, en óvalo, con traje dominguero, y otras ridiculeces semejantes. Conocíase que la sala se ventilaba y aseaba poco, y la alfombra daba evidentes indicios de haber en la casa criaturas menores.
Al cabo de diez minutos, apareció la señora del ingeniero, Rita Pardo. Venía acabando de abrocharse una bata demasiado lujosa, de raso azul pálido con encajes crema, por encima de la ropa interior, sucia del trajín casero: acababa de pasarse la borla de polvos, y le sonaban los brazaletes. Aunque ajamonada y algo desbaratada de cuerpo, ni la maternidad ni la madurez habían podido eclipsar su picante hermosura; pero la coqueta á quien conocimos poniendo el plano inclinado á su primo el marqués de Ulloa, se había transformado en matrona circunspecta y barnizada de una espesa capa de decoro, bajo la cual sólo el ojo lince del observador podía descubrir á la mujer verdadera, invariable, porque las almas se tiñen, se disfrazan, pero no se renuevan. Saludó cordialmente á la señora de Pardiñas, con aquello de «Tanto bueno, Aurora... ¡Jesús! En esta vida de Madrid, se van los meses y ni sabe uno de los amigos... Me coge V. hecha una visión... Las mañanas son terribles: las pierde uno en atender á chinchorrerías y á recaditos... Cuánto va á sentir Eugenio...»
Apenas dejó doña Aurora entrever el objeto de su visita, Rita Pardo suspendió la charla, y atendió con una curiosidad evidente, pintada en sus voluptuosos ojos negros y en su boca dura y fresca. Prolongada serie de gestos ambiguos y de risitas sospechosas fué preludio al siguiente comentario.
—¡Qué me dice V., qué me dice V.! ¡Esclavitud Lamas, Esclavitud Lamas! ¡La del abad de Vimieiro! ¡Ta, ta, ta, ta, ta! ¿Y cómo ha ido á batir con V. Esclavitud Lamas? ¿No es una chica rubia?
—No sé si es rubia. Lleva pañuelo negro que le tapa la cabeza. Viste de luto riguroso, muy aseada. La traza excelente.
—¡Vaya, vaya! ¡Conque Esclavitud Lamas, señor! ¡Mire V., mire V.! Sí, es, como decimos allá, muy moinita, muy modosa: habla tan pacato y tan suave que á veces no se la oye. Huele desde cien leguas á sacristía y á incienso. ¡Una santita mocarda!
Doña Aurora iba escamándose más de lo justo con este prefacio: resolvió, no obstante, disimular y apurar la verdad, toda la verdad, siquiera el descubrirla doliese á su corazón, interesado por la chica.
—¿Conque V. la conoce mucho?
—¡Jesús! Como á los dedos de las manos. ¡Si la conozco! Ese cura Lamas Tarrío era muy amigote de casa, ya antes de que papá le presentase para Vimieiro, cuando servía el otro curato en la montaña. Siempre le teníamos de huésped, y muy aficionado á hacer regalos: que manteca, que quesos, que huevos en Pascua, que en Navidad capones... Papá le apreciaba, porque en la montaña corrió bastante tiempo con la cobranza de las rentas. En fin, él era todo nuestro. A papá le debió también favores... favores gordos, doña Aurora.
—Bien: lo que yo deseo saber es lo referente á la muchacha. Si no tiene ningún mal antecedente, si puedo admitirla en mi casa... para mí será una satisfacción. No estoy contenta con la Pepa, y esta chica me ha entrado.
Rita Pardo sonreía con malignidad, al paso que estiraba los encajes de su manga izquierda, un poco abarquillados por el uso. Enarcó las cejas é hizo un mohín de difícil interpretación.
—¡Pst! Buenos antecedentes, es un término muy elástico, como V. comprenderá. Los buenos para unos son... medianitos para otros. En eso, hay quien hila más ó menos delgado. Si á V. le gusta tanto la chica...
—¡No, poco á poco!—exclamó alarmada ya la señora.—Para mí los buenos antecedentes son... los antecedentes buenos, sin más acá ni más allá. Sea V. franca y dígame todo lo que sepa, que á eso he venido; y ya con la espina que V. me clava, no tomo yo la chica, ni coronada de gloria, sin que V. me explique...
Volvió Rita á dar tormento á los encajes, y suspiró como quien se ve en aprieto.
—Aurora... hay cosas de esas que... que por muy públicas que sean, no puede uno tomar sobre su conciencia el descubrirlas. ¿V. no está en autos, eh? pues sería muy feo que yo la pusiese. ¿Que no llegó á oídos de V.? Mejor; ventaja para Esclavitud. Y puede V. tomarla, que á mí se me figura que resultará una excelente doncella.
—V. se guasea, Rita,—dijo la señora dando vado á su impaciencia creciente.—Me envuelve V. el asunto en el misterio, me hace V. de él una montaña, y luego me sale con que puedo recibir á Esclavitud. No, hija; en mi casa no se recibe á la gente así, sin más ni más. Aclare V. el enigma, y entonces...
Al llegar la entrevista á este terreno, adoptó Rita una actitud que hasta rayaba en desatenta. Se hinchó de nariz y de pecho, se hizo atrás y empezó á negarse, con el acento de la dignidad ofendida y del pudor lastimado.
Cuando después de agotar los razonamientos, doña Aurora obtuvo por seca respuesta un «Lo siento mucho, pero es imposible», la señora hubo de levantarse, no cuidándose de reprimir el mal humor que le producían aquellos impertinentes tapujos. Ya murmuraba con cólera: «V. perdonará que haya venido á molestar», cuando, después de un fuerte repique de campanilla y algunos gritos infantiles en el recibimiento, entró en la sala la niña mayor,—la zangolotina de doce años,—saltando de júbilo y exclamando:
—Mamá, mamá, tío Gabriel.
Entonces la viuda de Pardiñas, con repentina inspiración, se afirmó en el suelo calculando:
—Esta es la mía. Ahora verás, gata hipócrita, maulona, farsanta.
ENTRÓ el comandante, vestido de paisano, metiendo bulla con la sobrinita, que era su ojo derecho, y trayéndola cogida de la cintura, como si fuesen á bailar un vals. En cambio, en el saludo que hizo á su hermana pudo notar doña Aurora esa sequedad muy parecida al desvío, que á veces consigue disimularse respecto de los indiferentes, pero nunca en familia. Después de las fórmulas y cumplimientos de rigor, la señora de Pardiñas, que no desmentía su raza en punto á diplomacia y tenacidad, insinuó como aquel que no quiere la cosa:
—Vaya, les dejo á Vds. Al fin no consigo saber lo que deseaba, y para eso... Su hermana de V. es reservadísima, señor de Pardo.
—A fe que no lo creí,—contestó redonda y duramente el artillero.
—Pues mire V., cada uno habla de la feria según le va en ella. Conmigo ha mostrado una prudencia... atroz.—Y, sin atender al gesto y la mirada de Rita, continuó impávida:—Un cuarto de hora hace que le pido informes de una chica paisana nuestra, Esclavitud Lamas, la sobrina del abad de Vimieiro...
Pardo prestó oído, como el que escucha algo que le despierta memorias confusas.
—Aguarde V., aguarde V... Vimieiro... Lamas... Lamas Tarrío... Ese cura era íntimo de papá. Rita sabrá cuanto á él se refiere; lo sabrá al dedillo. ¿Qué reparo has tenido en decirle á doña Aurora?...
Un caricaturista que quisiese representar la dignidad burguesa en su más enfática expresión, debiera copiar el rostro y la flexión de cejas de Rita, que señalando á su hija mayor, casi sentada en las rodillas del comandante, exclamó con acento profundo:
—¡¡La niña!!
—¡¡Y qué, la niña!!—respondió Don Gabriel remedando el tono dramático de su hermana.—¿Tenemos alguna de esas cosas terribles que no puede oir la inocencia; que ha parido la gata, pongo por caso?
—Gabriel, eres tremendo, hijo,—gimió Rita, alzando al cielo sus bellos ojos meridionales.—Una matándose por hacer de tus sobrinas lo que deben ser en sociedad, y tú empeñado... Manías de las personas; con eso no se puede.
—Ea, señores,—insistió la pesada de doña Aurora,—yo estoy á mi pleito. Rita, no diga V.; lo que es por la niña no dejó V. de darme esos informes. La niña no estaba delante; y sobre todo, con enviarla á otra habitación...
—Que es lo que voy á hacer ahora mismo. Eugenia, vete, hija, á estudiar el método de Concone.
La chiquilla salió á contrapelo, no sin obsequiar á su tío con dos ó tres carantoñas de despedida; pero ninguna escala ni ningún estudio reveló que se hubiese encerrado en el potro musical donde diariamente se descoyuntan las manos nuestras señoritas, dignas de mejor suerte.
—Verá V.,—recalcó doña Aurora,—ahora que podemos hablar libremente. Se trataba de que esa chica, Esclavitud Lamas, quiere entrar en mi casa á servir; y á mi sus tracitas me gustan mucho. Pero no sé sus antecedentes, ni el motivo por qué se vino de su tierra. Me huele á alguna historia rara todo ello. Su hermana de V. sabe la historia, y ni por Dios ni por los santos me la quiere contar. Ahí tiene V. nuestra batalla. Ya nos estábamos formalizando cuando V. llegó.
—La historia...,—dijo Gabriel limpiando nerviosamente sus lentes de oro y calándoselos con ahinco.—Aguarde V., señora, que si mi memoria de gallo no me juega alguna trastada... ¿Tú, Rita, ese cura Lamas Tarrío no es el que recogió una niña pobre? Dime la verdad, que si no, escribo hoy mismo á Galicia preguntando.
—¡Jesús, hijo, pero qué cosas tienes! Eres incapaz, y cada día que pasa... ¿No iba yo á decirte la verdad? Sí, ese Lamas fué, y ya que se te antoja abrir su sepultura y sacarle á la vergüenza pública, sácale tú, que yo no quiero semejante cargo de conciencia.
—Más cargo de conciencia es,—replicó Gabriel con vehemencia,—que la chica pierda su colocación por delitos ajenos. Doña Aurora, ahora le puedo yo contar á V. la historia enterita: por un cabo ha salido toda la madeja; en esto de historias sucede lo que con las tonadas antiguas, que si recuerda uno el primer compás, ya puede cantarlas enteras sin equivocarse. ¡Y le aseguro á V. que es una novela... vamos, una novela!
—Allá tú,—articuló Rita venenosamente emprendiéndola con los encajes otra vez.—Yo, ciertas cosas... Lavo mis manos.
Disimuló doña Aurora el gozo del triunfo; pero hembra al fin, miró á Rita de soslayo y pensó:
—Fastídiate, pinturera...
—Verá V.,—empezó el comandante.—Ese cura Lamas fué un infeliz, ignorantón como lo era entonces todo el clero rural, que hoy se ha civilizado mucho, y bastante zoquete; pero cumplía sus deberes parroquiales, y si tenía deslices los encubría bien: no puedes ser casto, sé cauto, como dicen ellos. Por cuanto una noche llega á la rectoral una chiquilla, de diez años poco más ó menos, que había quedado huérfana y vagaba pidiendo limosna: en una casa le daban un mendrugo de pan de maíz, en otra un poco de hoja del mismo maíz para tumbarse y dormir; aquí un pañuelo roto, allí unos zuecos viejos... Así vivía la desdichada. El cura se compadeció, y le dijo: «Pues quédate aquí; aprenderás las labores caseras..., tendrás vestido, cama y caldo caliente.» Dicho y hecho; la chiquilla se quedó...
—¿Y era Esclavitud?
—No, señora; no, señora... Aguarde V. Salió la chica habilidosa y despabilada: echó, como dicen allá, la morriña fuera..., y hasta se puso lozana y guapetona. Y,—aquí la voz del comandante adquirió tonos irónicos,—al desabrochar la flor de la nubilidad...
—¡Ay, Gabriel!...—respingó Rita.—Ciertas cosas se pueden contar de otro modo. No se necesita entrar en detalles que...
—¡Bah!—dijo doña Aurora.—Todos somos casados, y yo vieja. Ya estamos al cabo y curados de espantos, amiga. Siga V. ¿Qué vino después?
—Después vino Esclavitud.
Aunque la señora afirmaba estar al cabo, la noticia, dicha así de pronto, casi la hizo saltar en la silla.
—¡Aah!—pronunció, quedándose muy meditabunda.—Por eso la pobre... Bueno: ¿y después?
—¿Después?—recalcó fogosamente Rita, incapaz de contenerse, metiendo al fin cucharada.—Después mi papá se vió negro para amansar al Cardenal Arzobispo, el señor Cuesta, que estaba hecho un león. Como era tan virtuoso, aquel señor apretaba las clavijas y no permitía desmanes. Pues si no es lo que papá machacó en Su Eminencia, y hoy una súplica y mañana otra, sin licencias se queda Lamas Tarrío, y se pudre en la cárcel eclesiástica. Porque una cosa es que á un sacerdote se le escurra el pié y cometa gatuperios allá donde nadie lo sabe, y otra que esté escandalizando á los feligreses, y que críe la chiquilla en su casa á ciencia y paciencia de todo el mundo, y la traiga en brazos, y...
—Mi padre,—advirtió Gabriel interrumpiendo á su hermana,—con una mano machacaba en el Arzobispo, y con la otra martillaba en el culpable. A fuerza de exhortaciones pudo conseguir que la sirena saliese de la rectoral; pero Lamas seguía viéndola. Al fin papá se cuadró, le echó al cura unas pláticas que me río yo de las del capuchino más barbado, y pudo conseguir que enviase á la madre á Montevideo, á condición de que le dejasen la chiquilla.
—Sí,—volvió á entrometerse Rita,—bonito remedio fué: peor que la enfermedad. El hombre quedó más rabioso y más relajado de lo que estaba. Se pasaba las noches en vela llorando y gritando; le dieron unos arrebatos de sangre,—en casa por cierto,—que fué preciso aplicarle un golpe de más de cuarenta sanguijuelas; y la sangre salía negra como la pez. Creímos que se volvía loco: andaba por los corredores arrancándose los pelos, llamando á la individua, y diciéndole cosas babosas...
Cuando esto soltaba Rita, su hermano observó que las cortinas del gabinete contiguo se agitaban como movidas por un céfiro de curiosidad retozona, y casi se dibujaba en ellas el relieve de un hociquito atento.
—Mira,—advirtió,—ahora eres tú la que te metes en honduras. Todo eso no viene al caso. Despachemos pronto la historia, y deja que yo la acabe. El pobre Lamas se puso tan mal, que le dió lástima al mismo Arzobispo, el cual le llamó para animarle é infundirle deseos de penitencia. Y, en efecto, con el curso del tiempo, fué sosegándose, y hasta se portó bastante bien en lo sucesivo. Unicamente se le podía tachar de que criaba á la niña con mimos extremados; pero como el sentimiento de la paternidad, aun cuando atropelle toda ley divina y humana, tiene mucho de sagrado, la gente transigió. El presentaba á la chica diciendo que era sobrina suya. Como los hijos sacrílegos no heredan, el cura ahorró dinero, onza tras onza, para entregárselo en mano propia á Esclavitud; pero la chica, que ha salido muy remirada y muy devota y muy desinteresada además, al morir Lamas entregó todo ese dinero, en oro como lo había recibido, para misas y sufragios por el alma del pecador. Este solo rasgo le pinta á V. el carácter de la muchacha: pocas harían otro tanto, aunque hubiesen nacido en mejores pañales y más... ortodoxamente.
—Mi hermano, como tiene así la imaginación, pinta muy románticas las cosas.
—Señora de Pardiñas, palabra de caballero que ni quito ni pongo. Esa chica, según entiendo, sería capaz de irse á cualquier parte en peregrinación, descalza, para sacar del purgatorio el alma del cura de Vimieiro.
—Falta le haría,—advirtió Rita,—y también para la de su madre, que allá en América parece que se dió á la vita bona.
—¡Válgame el cielo, y qué inquisidores os volvéis los que nunca habéis carecido de consideración ni de pan!—exclamó Pardo, ya indignado seriamente.—Yo no peco de filántropo; pero ciertas cosas no me las explico en gente que alardea de cristiana, y va á misa, y reza. Buenos rezos son esos, buenos. ¿Así entiendes tú la caridad? Pues hija, afirmo que esa Esclavitud vale más que...
Se contuvo por fortuna, y añadió:
—Que otras personas. ¿Qué culpa tiene ella de las faltas de sus padres, diga V.? Y las está expiando como si las hubiese cometido. Hasta se expatrió, según veo, y juraría que es por vergüenza, por no estar donde la gente sepa y recuerde y diga...
—También juraría lo mismo—asintió con calor doña Aurora.—Ahora entiendo por qué se sofoca tanto cuando le hacen ciertas preguntas. Yo opino como V., Pardo, como V., que es buena; que tiene sentimientos nobles... y que esos rasgos la honran mucho.
—Sí, guíese V. por mi hermano. Admítala en su casa,—exclamó Rita con una carcajada impertinente, que salía de lo más dañado de sus hígados.—Tocante á dar consejos, Gabriel es una especialidad. Le tiemblo cuando pega la hebra con mi esposo. Si Eugenio se guiase por él, estaríamos pidiendo limosna. Cargue V. con esa chica, ya verá cómo sale con las manos en la cabeza. Entonces dirá V.: «Bien me lo avisó Rita Pardo.»
La señora pensaba para su rotonda de pieles:
—Aunque sólo fuera para hacerte tragar quina; falsa, maulona... Ya te he calado, ya.
Al salir Gabriel, esperábale en la antesala su sobrina mayor. La cogió por el talle, y subiéndola á la altura de su boca, entre risas de la chiquilla, le deslizó al oído:
—Las niñas buenas, para que tití Gabriel las quiera mucho, no atisban, no husmean, no se esconden detrás del portier... Obedecen á su mamá, porque es su mamá, y no les ha de mandar cosa mala... ¡Cuidadito con morder, lagartija! Las niñas buenas... son buenas. ¡Ay! ¡Mi corbataaá!
—¿Tití Gabriel, me llevas contigo?—arrullaba la zangolotina.—Contigo sí, contigo no..., contigo sí me iría yo. ¡Llévame, anda!
—A Leganés te llevaré... ¡Juicio! ¡Estudie V. la lección de francés! ¡Péinese V. ese felpudo! ¡Dé V. una vueltecita por la cocina, á ver qué hace la pobre chica esa! ¡A papá le gusta el rosbif muy poco hecho! ¡Cuide V. el rosbif de papá!
Al cruzar la puerta, el comandante le echó á la niña un beso volado, y ella pagó en seguida el envío.
DOÑA Aurora acostumbraba llevarle á su hijo el chocolate á la cama, porque, chapada á la antigua en muchas cosas, estábalo también en madrugar. Era un momento delicioso para la mamá chocha aquel del chocolate.
El rapaz, como ella le llamaba, tenía al despertarse ese regocijo sin causa, propio de los años primaverales, en que parece que cada día nuevo sale de manos del tiempo dorado y lindo, esmaltado de dichas, y en que el peso de recuerdos dolorosos no sujeta aún las alas vibradoras de la esperanza. Rogelio, que por las tardes padecía á veces un abatimiento nervioso, por las mañanas era un pájaro en lo vivo y juguetón. Hasta su charla se parecía al gorjeo de las aves cuando amanece y de los niños cuando abren los ojos. Sentada su madre á la cabecera, después de haber apartado las prendas de ropa esparcidas y los libros desparramados aquí y acullá, sostenía la bandeja para que no se volcase la jícara, donde el muchacho mojaba los rubios buñuelos, mientras esperaba turno un vaso de purísima leche. ¡Y qué de sudores y fatigas le costaba á doña Aurora el tal vasito! Ya podía ella dar quince y raya á todos los químicos del gabinete municipal: sin análisis, ni instrumentos, ni pamplinas, á simple vista, por el color y el olor, conocía los grados y cualidades de la leche toda que se expende en Madrid. ¡Como que sus esperanzas de ver engordar á Rogelio las cifraba en aquel vasito de leche bebido antes de clase, y en el bisteque engullido al salir de ella!
A la hora del chocolate era cuando se comentaban todos los sucesos de la víspera, las graciosas reyertas de Nuño Rasura y Laín Calvo, los chistes estudiantiles, el último crimen, el fuego de anoche, junto con los menudísimos acontecimientos de aquel hogar realmente tranquilo (como lo son tantos en la corte, á despecho de la superstición provinciana que considera á Madrid un torbellino ó vértigo perenne). Lo primerito que hizo Rogelio, la mañana que siguió al día en que vino á pretender la gallega, fué preguntar á su madre, con mal disfrazado interés:
—¿Qué tal? ¿Qué te han dicho sobre la cándida doncella... de labor?
Nada tenía la pregunta de importuna ni de extraña; sin embargo doña Aurora se quedó algo cohibida, fluctuando entre referir puntualmente lo averiguado ó callárselo. No; lo más prudente sería esto último. Se trataba de cosas graves, y si Rogelio no guardaba toda la discreción necesaria... Era preciso irse con tiento.
—Mira, ratiño, en primer lugar tengo que advertirte que he despachado á la Pepa.
—¿Hola? ¿Caen aquí los ministerios sin que me entere yo?
—Verás. Andaba muy engreída, muy respondona. Le planté la cuenta en la mano. Todo les aguanto menos que repliquen. Supongo que había novio por medio, que si no... La verdad: estoy harta de estas criadas de Madrid tan remontadas y tan insufribles con ese salero y ese desgarro. Prefiero una chica humilde, bien mandadita. Con una buena palabra me compran; no lo puedo remediar. Si vieses la tal Pepa, qué modos y qué remangos. Hecha un conejo de monte. ¡Ay! me parece mentira que se fué.
—Mater, basta ya de prolegónemos—exclamó el chico ensopando en la leche la lengüeta de un bizcocho.—Todo esto viene á parar en que tomas á la misteriosa enlutada. Te entró por el ojito derecho, y caá uno tiene sus debilidaes.
—No seas bobo. Lo que quiero es que el servicio ande corriente. Esa muchacha merece interés. Cuando yo lo digo...
¡Ay! propósitos de reserva, programas de discreción, temedle como al fuego á estas reticencias involuntarias, que abren de par en par la puerta á las confidencias absolutas. La señora quería callar: pero ¿quién calla después de soltar prenda? Ni la hubiese dejado vivir Rogelio. Además, doña Aurora, en el fondo, también deseaba relatar su triunfo, decir cómo había vencido á aquella pinturera farsantona de Rita Pardo. Tan dulce desahogo era el precio de la victoria. Hay un placer, cuyo origen no se define, pero á cuyo atractivo cede casi todo el mundo, en referir esos dramas hondos de la vida humana, que de rechazo nos tocan á todos, que tienen el don de interesarnos porque despiertan nuestros sentimientos de compasión y justicia, y al par nos ponen frente á graves problemas, sin obligarnos á resolverlos, sino sólo á considerarlos como consideramos en el teatro el argumento de una tragedia engendradora de terror y piedad. Rogelio, con el codo puesto en la almohada y los ojos muy abiertos, atendía afanosamente á la narración novelesca de su madre.
—Ya ves—advirtió ésta al concluir su historia—que á la pobre hay que tratarla con ciertos miramientos. Ella, dada su situación, no ha podido portarse mejor. Desinteresada como pocas, y aparte de eso religiosa y formal. Por lo que he sacado en limpio, ella se cree una hija de maldición, que anda cargada con los pecados de sus padres, y se abochorna de que allá la vean y recuerden lo ocurrido. Hay que proceder con mucho tino en como se le habla. Del padre no se puede ni indicar tanto así... Pues de la madre, aun menos... porque la muy picarona vive aún, y anda por esos mundos de Dios corriéndola...
—Vamos...—respondió Rogelio recobrando su buen humor—resulta que á la niña la miraremos como si fuese un hongo. Si alguna vez se trata de papás y de mamás, la diré: «Ya sé que V. no los tuvo nunca». ¿Te parece bien?
—¡Chiquillo, no me seas rematado! Cómete ese bizcochito más. Lo que quiero decir es que no le des bromas pesadas. Esas personas así, que sufrieron grandes desgracias, son más sentidas; se sobresaltan por cualquier cosa. ¡Yo desearía tenerla contenta!... En este Madrid y en el servicio que ofrece, coger una chica virtuosa y de tan buen avío, créeme que es una ganga. ¡Hay cada sargentona y cada lercha!
—¿Te parece que compre un ramito de flores para ofrecérselo galantemente cuando penetre en nuestra mansión?—preguntó el estudiante. Su madre le descargó un bofetoncito muy tierno, agregando:
—Lo que voy á comprar yo es un aguamanil y otras cosillas, porque aquella desencuadernada de Pepa me dejó el cuarto hecho una leonera, y esta muchacha tan aseada no va á encontrar ni donde lavarse las manos. Aguamanil, jabón, una mesita de noche... y un ruedo limpio para que con ese frío no salte de la cama sobre las baldosas, que están como la pura nieve. Mejor que un ruedo será un pedazo de alfombrita de moqueta: ¡la hay tan barata! Le voy á comprar también paño gordo para una chaquetita: me parece que no tiene abrigo: á cuerpo venía ayer... No sé cómo estará de ropa blanca. Siento haberle dado á la Pepa, no hará quince días, tres camisas preciosas.
—¡Bah! Con encargarle á París un trusó como el de la señora de Cánovas, por ejemplo... Diez docenas de elegantes peinadores y cuatro mil pares de medias de seda... ¿Bastará?
Doña Aurora salió temprano y volvió antes de las doce con sus adquisiciones hechas. Se complació en ver barridito el cuarto y colocados en su sitio el palanganero y la alfombra. Puso toallas limpias y sacó una colcha blanca de muletón, á fin de que la cama de hierro pareciese más cuca. Dió una vuelta, y al entrar de nuevo en el cuartucho no pudo menos de reirse á carcajadas. En un vaso de cristal azul lucía un ramillete de á dos cuartos: Rogelio, escondido detrás de la puerta, acechaba el efecto.
—¿Qué tal este timo? ¿Eh? ¡Ya tenemos buqué, caray, carapuche! como dice Laín Calvo. Es de gardenias: me cuesta diez duros. ¿Voy por alguna begonia? Haría muy bien un macizo al lado del aguamanil. Escribiremos la crónica después: «La alcoba se había transformado, al toque de la varilla de un hada, en frondoso jardín de invierno...»
Esclavitud fué recibida tan pronto como se presentó, á eso de la una: pero quiso ir á despedirse de las señoritas de Romera. No se instaló en su nueva casa hasta por la tarde, trayendo consigo un mozo de cordel, portador de uno de esos baúles gallegos forrados de piel de buey, que tienen cantoneras de hojadelata. Pesaba tan poco, que al llegar al pié de la escalera la muchacha se lo cargó á hombros y lo subió ella misma. En aquel baúl casi vacío traía todo lo que le tocara por herencia del abad de Vimieiro.
LOS primeros días estuvo como gallina en corral ajeno. Realmente, fuese debido á sus antecedentes históricos ó á la extraña enfermedad nostálgica que padecía desde su llegada á Madrid, la chica aparecía desmejorada y en un estado de caimiento que, si no la impedía trabajar con asiduidad y hasta con ardor, la quitaba esa valentía que hace insensible el trabajo. Su demacración era evidente, y aunque por las esbeltas proporciones del talle y por ciertos rasgos de su cara se revelaba muy joven, por el carácter, el estado de ánimo, la severidad de su continente, cualquiera podía calcularle la edad en veintiocho ó treinta.
Es de advertir que esta especie de murria y desaliento no le impedía cumplir estrictamente su obligación. Al contrario, Esclavitud realizaba el tipo de la criada modelo. Levantábase muy temprano, casi con estrellas, y antes de que la cocinera hubiese soñado en encender la lumbre, ya estaba ella arreglando todas las menudencias concernientes al desayuno de los amos. Desde el primer día se reservó la preparación de chocolates, y los hacía con esmero clerical. El secreto, que ya va perdiéndose, del tiempo, hervores y batiduras indispensables para que una solución de cacao salga aromática, ligada y substanciosa, lo poseía tan á fondo Esclavitud, que doña Aurora juraba no haber probado en su vida chocolate por el estilo. En barrer tampoco se quedaba atrás. Con el pañuelo atado á la curra y las sayas recogidas, pero sin gran alboroto ni mucho trasteo de muebles, barriendo manso, por decirlo así, nadie sería capaz de descubrir un átomo de polvo en los lugares por donde había pasado aquella inteligente escoba. El no sacudir con exceso, ni aporrear demasiado con los zorros, molestando á todo bicho viviente so pretexto de limpiar, era un mérito más á los ojos de doña Aurora, enemiga de la gente arrebatada y brusca. Pero donde la fámula nueva descollaba era en el repaso. Veíase que estaba menos acostumbrada á trabajos de fogón y á trajines caseros que á la labor sedentaria, en silla baja, junto á una ventanita. En dos horas despabilaba el canasto de ropa, y eran de admirar sus invisibles zurcidos, sus mañosas piezas, sus indestructibles presillas y sus firmes botones. Doña Aurora decía á las amigas:
—Hoy no recelo yo echar á diario la ropa buena. Con esta Esclavitud, ni una puntilla descosida, ni un bordado roto. Es una delicia verla con la aguja en la mano.
Pero al mismo tiempo, el carácter expansivo de doña Aurora no podía sufrir aquella reservada melancolía de la muchacha. Mientras más contenta estaba de su servicio, más desearía verla andar con ese aire ligero que revela alegre conformidad con la suerte que nos toca y la ocupación que desempeñamos. ¡Tantas consideraciones con la dichosa chica, y ella siempre enfurruñada y cavilosa! La señora de Pardiñas tenía en su bondad un elemento de egoismo, retoño natural de aquella bondad propia: al hacer un beneficio, deseaba cobrarse en el espectáculo de la felicidad ajena; y este gusto la dominaba tanto, que para vivir tranquila y satisfecha, necesitaba persuadirse de que lo estaban todos á su alrededor. En su determinación de admitir á Esclavitud, habían influido dos móviles: primero, llevar la contraria á aquella antipática de Rita Pardo: segundo, contentar á una chica de tan agradable aspecto como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia y reconciliándola con el destino, para ella funesto é implacable desde la hora de nacer. Y este segundo generoso propósito se le malograba, porque la chica no quería levantar cabeza ni abrir el alma á la buena suerte.
Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento, obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que «no tenía nada». La señora poseía un carácter franco, impetuoso y directo, de los que no abundan en el país galaico: daba salida inmediata á sus impresiones, y si no pudiese hacerlo, creería tener una pera de ahogo encajada en el gaznate. Sin detenerse más, acorraló á la muchacha junto á una ventana, sitio claro donde la sombra del pañuelo de seda negra no podía encubrir el estado de los ojos y el movimiento de la fisonomía.
—Hija, ¿qué te pasa?—la preguntó maternalmente á boca de jarro.—¿Tienes algún disgusto? ¿Estás enferma? ¿No te sienta la comida? ¿Te falta alguna cosa?
La muchacha se encendió, cosa que le sucedía en toda clase de emociones, y respondió bajito:
—No, señora, ¿qué me ha de faltar? Dios se lo pague.
—Pero vamos á ver, ¿es que tampoco aquí estás contenta? ¿Te tratamos mal? ¿La compañera no se porta como debe? ¿Necesitas más ropa de abrigo?
Como la muchacha guardase silencio, diciendo que no con la cabeza, dulce y obstinadamente, insistió la señora:
—Harás muy mal, te lo aviso, si te quedas con el embuchado dentro. Peor para ti si eres mema. Pudiendo estar á gusto no entiendo á qué vienen estos silencios y estas tonterías. A mí me agrada ver alrededor caras de Pascua. El gesto compungido, y más cuando no hay motivo ninguno, se me sienta en la boca del estómago.
Esto lo articuló ya con enfado, viendo el tenaz mutismo de Esclavitud. Al mismo tiempo discurría para sí: «La muchacha tiene las buenas cualidades de nuestro país, pero no le faltan los defectos. Es humilde, modosa y callada, pero también es algo zorrita, y no hay modo de saber lo que piensa ni lo que le pasa. Las chulapas de por aquí son unas caridelanteras y unas raídas, pero al menos son toros claros: al pan, pan, y al vino, vino; esto sí, esto no. Para un genio como el mío...»
En estos pensamientos estaba, cuando sonó la campanilla, y se oyó en el recibimiento la voz de Rogelio que volvía de clase. Instantáneamente las mejillas de Esclavitud se encendieron todavía más é hizo un movimiento instintivo, como intentando huir y esconderse.—«¡Ta, ta!»—discurrió la señora, iluminada por un rayo de sagacidad repentina.—«Ya había yo notado que el rapaz tenía con esta chica no sé qué. La habla tan secamente, cosa rara en él... ¡Vamos! la pobre está así amohinada, porque conoce que no le ha caído en gracia al chiquillo. Es preciso que yo arregle este cotarro; se ve que Esclavitud peca de susceptible, y cuando imagina que la miran mal...»—Insistió entonces en alta voz.—«Hija, pues mira que si estás á disgusto...»
—Yo no estoy á disgusto, no, señora—contestó Esclavitud con respeto y no sin firmeza.—Como los demás no estén á disgusto conmigo... Yo estoy perfectamente, lástima fuera. Pero otros...
—¿De dónde sacas eso?—replicó la señora mirándola fijamente.—¿Te he regañado desde que entraste?
—No, señora. V. es muy buena. Si yo no me quejo de nadie—repuso la chica.—Sólo tengo recelo, así, vamos... de no dar gusto. No dando gusto más quiero no estar. Para no dar gusto aún vale más meterse... en el infierno que sea, señora.
—Calla, calla, boba—gruñó su ama.—Ya se ve que das gusto. A tu repaso. Como me vuelvas á salir con pasmarotadas..., verás.
En cuanto pudo hacerlo todo lo sigilosamente que el caso requería, doña Aurora llamó á capítulo á su hijo.—«Te aseguro que el intringulis de esas murrias de Esclavitud es la cara que tú le pones... A Fausta le hablas de distinto modo... no lo notas tú mismo...; pero con Fausta armas siempre gresca y broma, y la otra, como te ve serio, claro, imagina que estás torcido con ella, y que no te da gusto, como ella dice... Te aseguro que la infeliz anda decaidísima, y que es capaz de enfermarse muy de veras. Son una tecla estas muchachas nerviosas. Y aparte de eso, como median los antecedentes de su... del cura, ¿eh? cada vez está la chica más sensible... Palabra, que me da lástima. Yo que tú le hablaría... así... con más afecto.»
El estudiante oía las palabras de su mamá, pero con el rostro vuelto hacia un cuadro, que parecía llamarle mucho la atención. Cuando tuvo que responder lo metió á barullo.—«Nada, que de esta noche no pasa...: compro una mandolina y le doy serenata á esa madamisela. Le voy á traer más flores y me pondré á ver si le hago unos versos del género de los de mi amigo Anastasio Cardona, con cada ripio así. La llamaré ninfa acuática y vago ensueño del poeta. Ya verás, ya verás... Ajustaremos paces la ilustre fregona y yo.»
En el fondo del corazón, Rogelio se sentía extraordinariamente envanecido y halagado por la queja de Esclavitud. Cuando tan á lo vivo la llegaran su secura y despego, era que la muchacha no le tenía por chiquillo, ó como ella decía, por rapaz. ¿Se apura ni se formaliza nadie por lo que dice ó hace un niño? Indudablemente le juzgaba todo un hombre, y hombre de cuyas acciones dependía el estado de su espíritu: tan á pecho las tomaba, que se resentían de ellas su humor y hasta su salud. En este pensamiento se deleitó Rogelio largo rato. Con todo, durante el almuerzo, á pesar de dos ó tres señas de su madre, no cambió de actitud respecto á la doncella. Sin saber por qué, le causaba empacho realizar la mutación delante de doña Aurora. Lo que hizo fué observar á hurtadillas á Esclavitud, la cual—sin duda por efecto de la excitación de su fantasía—le pareció muy demacrada, muy descolorida y más lánguida que un sauce. Al convencerse de esto, su noble alma juvenil se inundó de piedad; pero su orgullo, juvenil también, se estremeció dulcemente. «Pues por mí está de ese modo. Casi parece que me tiene miedo, según la precaución respetuosa con que me sirve...»
Acababa de retirarse á su aposento el estudiante para lavarse las manos, cuando tocaron ligeramente á la puerta, y á la voz de «pasen» entró Esclavitud, llevando en una batea de mimbres hasta media docena de camisas planchadas. Por efecto de la carga, que la obligaba á levantar los brazos, la muchacha lucía su fino talle y su andar compasado y armonioso. Iba á dejar sobre la cama las camisas y retirarse silenciosamente, á tiempo que Rogelio, llegándose á ella y amenazándola con la mano, exclamó:
—Vamos á ver como están de planchaditos esos puños. ¡Si les encuentro un solo candil!
Al oir la voz del señorito, Esclavitud se había sobresaltado, figurándose en el primer instante que la regañaban de veras; pero al levantar los ojos y fijarlos en la cara de Rogelio, comprendió que se trataba de una broma. Radió en su mirada tan sincera alegría; se dilató tan visiblemente su pecho; se esponjó de tal modo, en fin, que las excelentes entrañas del estudiante se conmovieron otra vez gratamente, y para disimular aquella emoción recargó la broma.
—¿Es justo que ande yo hecho un cesante, y que mis camisas parezcan la cara del apreciable señor Don Prudencio Rojas, alias Fantoche del Derecho? A ver: alce V. ese níveo cendal y enséñeme esas íntimas prendas de vestir. Si mis togas pretextas descubren las rayas de la senectud..., huya V. adonde no la alcance mi cólera vengadora.
En el rostro de Esclavitud, cada vez más regocijado, brillaba, al levantar el paño, cierta cariñosa malicia.
—A ver, señorito, á ver qué chata tiene que ponerles á estas pecheras. Ni el Rey las gasta más ricas.
—El Rey lo que gasta son baberos: no confundamos. ¡Enséñeme ese prodigio!
En efecto, estaban primorosamente planchadas, tan bruñidas y tersas, que fuera gollería pedir más.
—Bien; por esta vez le perdono á V. la vida. ¡Pero guay si acierta V. á descuidarse en el cumplimiento de tan sagrado deber!
—No señor, no señor. Vendrán cada día más blancas. Lo mismo que palomas.
—Dígnese V. decírmelo en gallego. Voy á dedicarme al estudio de ese idioma, porque en el griego y en el sanscrito ya estoy tan fuerte que les echo la pata á los profesores. ¿Cómo se dice paloma en gallego?
—¿Y es de allá y no lo sabe? ¡Vaya qué ser! Se dice pomba y también se dice suriña.
—¡Ay! ¡Eso de suriña, qué bonito es! Desde mañana lección de idiomas clásicos: V. será mi maestra. «Mademoiselle Suriña, profesora á domicilio». Pondremos un cartelito en el balcón y un anuncio en El Imparcial. Suriña, quite V. de ahí las camisas, que estorban. Guárdelas V. en el armario. ¡Eso!
—¡Ay, señorito, qué revuelto tiene el armario!—exclamó la muchacha apenas lo abrió.
—Pues á arreglarlo, Suriña. El arreglo de armarios forma parte de la lección de idiomas.
ELLO sería... ó no sería; pero no se puede negar que, después de firmadas las paces con Rogelio, el aspecto exterior de Esclavitud empezó á modificarse completamente. Sus ojos se reanimaron, sus mejillas florecieron, su voz perdió aquel tono dolorido, su conversación fué más expansiva; y sin alterar en nada sus ocupaciones, varió tanto su manera de desempeñarlas, que si antes parecía víctima resignada del deber, y su silueta tenía algo de aflictivo al proyectarse sobre las paredes de la casa, ahora su ir y venir, su resuelta actividad, la llenaban y regocijaban toda.
Doña Aurora no cesaba de felicitarse por este cambio. «¡Alabado sea Dios! Así me gustan á mí las caras, así. No puedo tragar á la gente que anda tristota y rostrituerta sin por qué ni para qué. ¿Lo ves, rapaz? Pues era por causa tuya, ni más ni menos. Ahora que la tratas campechanamente, mira cómo es otra.»
Y tanto como era otra. Hasta su físico había sufrido halagüeña metamorfosis. En señal de contento ó por otra causa que ignoramos, habíase quitado el pañuelo negro de la cabeza, dejándolo caer negligentemente sobre el cuello, cuya blancura extraordinaria realzaba el contraste con la negra seda. Su cutis era ahora el cutis de las gallegas jóvenes, una tez fresca que parece conservar el brillo de la humedad del suelo nativo, y afrenta, con las nacaradas tintas de las mejillas, la enfermiza palidez de las hijas de Madrid. Sus interesantes ojos verdes, con reflejos amarillentos, acentuaban el carácter primaveral y tierno de la hermosura de Esclavitud, asemejando su faz á un valle regado por dos cristalinos arroyos. Pero el adorno que verdaderamente agraciaba á la muchacha era su cabellera rubia, de un rubio algo tostado, con reflejos de oro que rielaban en lo más saliente de las simétricas ondulaciones ó conchas que fluían á uno y otro lado de la raya, como orla magnífica de la estrecha frente y la delicada sien. La rica mata colgaba partida en dos trenzas, ó se retorcía en rodete copioso; y si por la mañana aparecía lisa y hasta charolada por la mucha agua, único afeite de tocador que usaba Esclavitud, al ir corriendo el día y el trajín doméstico, se rebelaba, y fosca y suave á la vez, formaba al rostro un nimbo, parecido al de las santas de los retablos viejos. Y es que el tipo de Esclavitud, con aquel peinado sencillo y aldeano, recordaba las creaciones de la iconografía mística, ya en las tablas flamencas, ya en las primitivas pinturas italianas, á lo cual contribuía su aire modesto, sus ojos bajos, aquel olor á incienso y á sacristía que notaba Rita Pardo en ella. Cuando miraba de frente, sonriendo, se notaba la fisonomía de la campesina bajo el anguloso diseño de la virgen.
Todas estas perfecciones y gracias, con otras más cuyo inventario suprimo, las avizoró al través de sus espejuelos, y las reconoció y comentó y puso en las nubes el discreto ochentón á quien Rogelio llamaba Nuño Rasura, y nosotros con más respeto nombramos Don Gaspar. Ni aguardó para entonar el panegírico á que se verificase la transformación de la muchacha, sino que desde el primer día que ésta le abrió la puerta, empezó el gallardo viejo á babarse y amartelarse, dando jaqueca á los contertulios con sus elogios inmoderados, sus involuntarios madrigales, sus niñerías, y, para decirlo en frase del Fiscal, «sus golpes de archimemo».
—Vea V., vea V.—repetía el señor de Febrero levantando la hermosa testa orleánica, atusándose delicadamente los rizos de la peluca ó sobando el cojín de terciopelo de su muleta,—qué buen tino ha demostrado mi excelente amiguita doña Aurora, al elegir esta sirviente única dentro de su clase. En primer lugar, tan útil, tan precavida, tan laboriosa como parece. En segundo, con ese aire de honestidad y de recato. ¡Ah! Para mí, mérito grandísimo, ahora que se han perdido los buenos modales, y en la sociedad pululan las sargentonas y los marimachos. Allá en otros tiempos ¿se acuerda el amigo Candás? eran todas así: nada de estos descaros de hoy día.
—Sí, sí; por fuera mucho compás...—respondía el empecatado Don Nicanor, requiriendo la trompetilla.—Unas santinas de alfeñique. Y por dentro..., vamos, que ya se desquitaban. ¡Carapuche si se desquitaban! Como ya se me cayeron los segundos dientes..., no me fío de carinas de Virgen.
—¡Ay, que el amigo Candás se nos va por los cerros de la malicia! Eso sera allá en Asturias, en su tierra de V. Por la nuestra, no: ¿verdad, doña Aurora? Y confesémoslo, señores: en la mujer, así como el descoco y la tunantería repelen, este modo tan decente de presentarse, este aire tan modesto, abren más el apetito.
Aquí la señora de Pardiñas estuvo á punto de soltar el trapo á reir, porque Rogelio, desde su rincón, oyendo hablar de apetito, hizo una morisqueta y un guiño de pilluelo para subrayar aquellas lozanías del decano.
A los pocos días, la benévola admiración del señor de Febrero se convirtió en desatada curiosidad, comezón invencible de saber todo lo concerniente á «nuestra paisanita».
—¿De dónde la ha sacado V., vamos á ver?—preguntaba á la señora de Pardiñas, más con el centellear de los entornados y expresivos ojos tras los vidrios de los espejuelos, que con la voz.
—Me la recomendaron las de Romera, á quien V. debe de conocer.
—¡Aaaaah! ¡Mucho, mucho! ¡Romera, Romera! Sí, Romera.—Y ajustó los vidrios sobre la correctísima nariz.—Pero las amiguitas Romera—prosiguió con la insistencia del juez que abre una información y la machaquería del viejo que quiere enterarse—¿la han traído de Galicia? Porque, si no me engaño, no estuvieron allá nunca. ¿La familia de esta chica es gallega?
—Gallega, sí, señor—afirmó evasivamente doña Aurora.
—Será una familia decentita, ¿eh?—prosiguió el impertérrito Nuño Rasura.—Porque á eso me huele..., y yo tengo de aquí—añadió señalando á aquella escultural facción de su cara.—Ella, hablar, habla bien: sólo algún modismo... El aire es fino, adamado. ¿Conque familia decente?
—Decente, sí tal—tuvo que responder la señora, de dientes afuera.
—¿Pero artesanos? ¿Propietarios? ¿Empleaditos?
—No señor... Sobrina... (la voz de doña Aurora se atascó unas miajas) de un cura de aldea.
—¡Toma, toma, toma!...—articuló el decano enfáticamente.—¡Ya decía yo! ¡Sobrinita de un sacerdote! Boccato di cardinale: son unas muchachas muy religiosas, divinamente criadas... y de un orden á toda prueba. ¡Toma, toma!
La señora intentó echar la conversación por otro lado; pero nada es comparable al antojo de un niño, sino el capricho de un viejo. Don Gaspar acariciaba su muleta dándole vueltas, y al fin, sin poder reprimirse, indicó:
—¿Sabe V., amiguita Aurora, que, si así puede decirse, no le he visto bien la cara á esa muchacha? La antesala está un poco obscura. Y tengo curiosidad de convencerme de si en efecto se parece á una señorita de Vivero, preciosa por más señas, á quien le llamábamos los muchachos la Magdalenita..., allá el año de 34 ó 35. Si V. la mandase traer un vaso de agua... ó cosa así... con disimulo.
El guiño malicioso que trocaban madre é hijo fué interceptado al vuelo por Laín Calvo, quien exclamó haciendo cómicos aspavientos y renunciando momentáneamente al ejercicio de la sordera:
—¡Caray, doña Aurorina del alma! No llame á esa ninfa, no, que será V. responsable de la pérdida del amigo señor Febrero. En la edad de Don Gaspar, las pasiones hacen estragos, Prudencia, Don Gasparín, mire que hay cielo. ¿Refregarles por los hocicos las niñas bonitas á los calaveras? Es un pecado, home.
Cuando entró Esclavitud llamada con un pretexto cualquiera, nadie podía contener la risa, lo cual azoró un tanto á la muchacha, que no sabiendo de qué se trataba allí, se puso muy sofocada y por consiguiente más linda, con aquel encanto especial suyo, que procedía de un aire casto y humilde, bajo el cual se traslucía una firmeza rayando en apasionada obstinación. El señor de Febrero se la comía con los ojos. ¡Viejecito más chiflado! Tan pronto como Esclavitud pudo escurrirse, Laín Calvo secreteó á la señora de Pardiñas:
—Ay, ay...: la niñina será un tesoro..., pero á mí...—y se tocaba la nuez—aquí se me pone y de aquí no me pasa. Estas que todas se arrebatan cuando las mira uno, me escaman muchísimo. ¡Doña Aurora, ojo..., cuidado!
—No sé de dónde saca V. eso, señor de Candás—protestó la señora con enojo, herida en su gran simpatía por la muchacha.
—Estas así, que parece que no rompen un plato, son de la misma rabadilla de Lucifer—alegó el maligno asturiano.—Venden modestia, y dan terquedad; venden inocencia, y dan más truchimanería que el que la inventó. No se fíe, amiguina. Estas son de aquellas que dicen: «¡Ay Jesús! No me pidas el brazo que me escandalizo. Pero si te lo tomas... ¿cómo ha de ser? tendremos paciencia.»
—Señor Candás, hay ciertas indicaciones que se pueden calificar de viperinas—protestó frenético Nuño Rasura, pegando con la muleta en el suelo.—Cuando está en juego la honra del sexo hermoso, toda cautela es poca, y conviene ver por dónde se anda y lo que se dice y á quién se toma en boca, señores.
—Ya, ya—replicó el Fiscal, agarrándose á la sordera.—Ya entiendo que á V. también le dan en qué pensar estos tipos así. No en balde hemos vivido añitos, y se nos ha caído la segunda dentición y los pelos de la cabeza. Doña Aurora: diga, y ¿por qué vino á dar aquí esta princesa errante? ¿Algún Eneas de allá que la plantó? Huéleme á historia.
—No señor—declaró la señora de Pardiñas.—No se eche V. á pensar mal, que no acertará. Por muerte de... de su tío, tuvo que ponerse á servir...
—¿Desde cuándo?
—Pues hará medio año... poco más ó menos.
—¿Y ya ha corrido dos casas? ¡Malorum... malorum!
—¡Qué malorum! Nada de eso. La yerra V., Don Nicanor. Le entró á la infeliz una especie de nostalgia, de esa que suele atacarnos á los gallegos cuando salimos por primera vez de nuestra tierra..., y, al menos, quiso servir con gente de allá. Como Vds. los asturianos son unos descastados, no comprenden esto. Pregúntele V. á las de Romera si tienen queja de la muchacha; que de allí se vino para esta casa muy de Vds.
—¡Uy, uy! ¿eh? ¡Con que nostalgia! Romanticismos y dengues, ¡carapuche! Ahora sí que digo yo que á esta princesina la tendrá V. que llevar tila para los nervios todas las mañanas. No se le ocurre ni al diaño. En estando bien comida y bien tratada, no sé qué caray le importaba la nacionalidad de los amos con quien servía, home.
—Está V. equivocado—contestó airadamente el señor de Febrero.—Esta enfermedad, que se conoce por morriña ó mal del país, es terrible en mis paisanos, señor de Candás, y alguno conocí á quien le llevó á la hoya. No se ría V., que esto lo saben allá hasta los gatos; y si V. no lo sabe, apréndalo. A veces, con evocar un recuerdo del país, se cura. ¿Ignora V. lo que ocurrió con el quinto, enfermo en el Hospital de la Habana? Pues estaba el pobre hombre á punto de liárselas, y ¿con qué dirá V. que sanó, pero en seguidita? Pues con tocarle la muiñeira en la gaita de su país. Así, así; con la muiñeira.
—Home..., no fastidie, por el Santísimo Cristo se lo imploro. Estaría ese quinto más borracho que un templo. Jumera pura. Ya le curaría yo con solfa de varas de avellano.
—Mi Don Nicanor, con V. no se puede. Niega V. lo que los demás hemos visto... Más vale hacerse como V., el sordo. Doña Aurora, si la paisanita esa no le conviene á V..., yo, por una servidora así...
—¡Aquí de Dios! Que este home quiere robar á la bella Elena que V. ha descubierto. Atentado contra la moral pública. Diga que no, doña Aurora; mire que es cosa grave.
—Ya se ve que diré que no. Por la cuenta que me tiene. Estoy muy bien servida con Esclavitud para deshacerme de ella.
Rogelio había oído en silencio la discusión de Nuño Rasura y Laín Calvo. El se inclinaba hacia las indulgentes apreciaciones de su madre y del ex-presidente de sala: con todo, á veces le entraban impulsos de creer que el maldito asturiano calaba más y conocía mejor la vida. Por una ilusión frecuente en los que carecen de experiencia, la malignidad y el pesimismo le parecían la última palabra del saber humano. Aquella disposición suya á pensar bien, debía, en su concepto, originarse de lo poco que había vivido. «A mí cualquiera me mete el dedo en la boca»—deducía.—«Soy un chiquillo, y no me da la gana de seguir siéndolo.»
CRUZABA Esclavitud el pasillo, y oyó la voz de su señorito llamándola.
—¡Esclavita!
—Voy.
—Acude pronto... Tu intervención habrá de resolver un pavoroso conflicto.
La muchacha entró, y vió al estudiante de pié, en mangas de camisa, con el chaleco en una mano, y la otra muy apretada, lo mismo que si encerrase en ella algún tesoro.
—Ahora mismo, con la velocidad del rayo, acaba de saltarse de mi cuello este botón de precioso nácar... ¿Puedes adherirlo otra vez á su base sin atravesar mi garganta con el frío acero?
Sonrió Esclavitud, y registrándose el bolsillo, sacó alfiletero, carrete, dedal: este último era perforado por arriba y abajo, como los de las aldeanas. Se lo calzó rápidamente, y con igual presteza enhebró la aguja, dió el nudo, y cogió entre el pulgar y el índice la rodajilla de nácar. Arrancó el hilo que colgaba señalando el lugar del desperfecto; aplicó el botón, é introdujo la aguja... Aquí dieron principio las dificultades de la empresa. No era posible sacar la aguja airosamente, sin pincharle al señorito la barba, todavía rasa y monda cual la de una mujer. El fingía ayudar, y torcía la geta con mil festivos remangos y mucho de «¡ay! ¡socorro..., que me parten la carótida..., que me atraviesan la yugular..., que me practican la arriesgada operación de la traqueotomía sin tener garrotillo!» y la muchacha, risueña, pero sin perder el aplomo, sólo decía:—«Aparte un poco..., cuidadito ahora..., vuélvase..., pronto acabo...» Por fin, con ademán triunfante, dió alrededor del botón un sinnúmero de vueltas con el hilo, formando el pié; remató...
—¡Hurra! Victoria. Abróchamelo.
Los deditos menudos, picados de la aguja, recorrieron la garganta del estudiante, el cual despidió nuevos chillidos.
—¡Ay, ay, ay... Que me pelliiizcan!
Pero apenas estuvo abrochado el botón, murmuró como el que ruega para obtener una cosa muy importante y ardua:
—Esclava... Dígnate ceñir á mi cuello este dogal.
La muchacha tomó la chalina de seda, y al rodearla al cuello del señorito, se tropezaron las miradas de los dos. Mientras duraban las otras operaciones no había sucedido semejante cosa, porque Rogelio volvía la cabeza todo cuanto se lo permitían los accesos de risa que le entraban: ahora sí tenía que suceder, pues Esclavitud levantaba el rostro, y Rogelio, más alto, veía por fuerza, tan cerca que le mareaban, las dos pupilas verdes sembradas de puntitos de oro, y la raya del pelo, derecha, angosta y limpia, como surco que parte un campo de madura mies, y la cóncava frente, tersa y suave, y las venitas azules de las sienes y párpados. El aliento puro de la muchacha subía hasta la boca del estudiante, causándole un principio de embriaguez, como si hubiesen destapado una botella de oxígeno.
Fué asunto de un instante, pero instante en que por la intensidad de la sensación, Rogelio creyó vivir un año. La infancia, con su ligereza de mariposa, sus vagos horizontes de plata y azul, se quedó atrás; y la golosa juventud, la de insaciables labios, surgió tendiéndolos con afán á la copa eterna. La sangre de Rogelio, hasta entonces lenta, enfriada por la clorosis, saltó en las venas con impetuoso hervor, y refluyendo al corazón de golpe, volvió á derramarse encendida por el organismo. Un velo rojo, el que nubla las pupilas del criminal en el momento decisivo, cubrió también los ojos del estudiante, mientras le asaltaba la tentación brutal y furiosa de cerrar los brazos, comerse á besos la linda cabeza y deshacer á achuchones el cuerpo... La misma violencia del deseo paralizó su acción, y como Esclavitud había terminado el arreglo de la corbata, cuando Rogelio iba á ceder á la sugestión culpable, la muchacha se desviaba ya, colocándose á distancia conveniente para juzgar del efecto del lazo.
Fué como si se interrumpiese la comunicación del alambre con la pila. Rogelio volvió en sí, tan sobrecogido de terror considerando lo que había estado á punto de hacer, que sintió enfriársele las manos. «¡Qué atrocidad, Dios mío!... ¡qué disgustazo para mi madre!»
La noción moral, que á otros se les inculca como necesidad racional y deber ineludible, ó como religioso precepto, habíala recibido Rogelio por el conducto del sentimiento, en su educación faldera y mimosa de hijo único. Todas las ideas de decoro, de bondad, de rectitud, le llegaban por ese camino indirecto, pero dulce. «¡Ay, qué pena tendría yo, rapaz, si tú hicieses tal ó cual cosa! ¡Jesús, qué bochorno para mí si cayeses en esta ó en aquella falta!» Así es que, sin darse cuenta de ello, lo primero que Rogelio veía en sus actos era el efecto que podían producir en el corazón de su madre; y ésta fué también su primer idea, al disiparse el vértigo que le obscureciera la razón mientras tuvo tan cerca á la muchacha. Cuando Esclavitud hubo salido del aposento, el mismo recelo fué base de una honradísima resolución, la de evitar nuevas ocasiones y peligros más inminentes todavía. Tales propósitos son difíciles de sostener cuando se tiene el peligro en casa. A cada momento Rogelio sentía renacer su antojo primerizo, y como bocanadas de aire caliente, subírsele al cerebro los mismos vapores. En la mesa; al encontrar á Esclavitud en el pasillo; cuando le traía á su cuarto luz, recados ó ropa, no podía menos de devorarla con los ojos, detallando la perfección de su talle gentil, el misterio de su cerrado y honesto corpiño, la gracia de su ligero andar. Cuanto mayor y más vivo era su anhelo, más atado se sentía en presencia de la muchacha. Delante de ella le parecía imposible resolverse nunca á decirle nada que tuviese color de requiebro formal; y en cambio, de noche, á solas, desvelado, dando vueltas en la estrecha camita, juzgaba fáciles todas las empresas y razonables todos los despropósitos, y hasta—¡extraña forma del capricho apasionado!—creía tener una obligación, una especie de deber estricto de realizar lo que por el día consideraba un atentado y un acto de locura. «Después sí,—pensaba,—que nadie podrá llamarme chiquillo; y yo mismo me convenceré plenamente de que no lo soy.» Esta disparatada idea se desvanecía por la mañana, al traerle su madre el chocolate según vieja y afectuosa costumbre. Al ver entrar á doña Aurora con su bata de tartán y la bandeja en las manos; al saborear el primer bizcocho, el chico mimado sentía todo el influjo de la ley moral imponiéndose con fuerza apodíctica, y los principios desconocidos ó negados minutos antes, se le presentaban claros, demostrativos, evidentes. «Darle una pesadumbre á mamá, allá por fuera de casa, ya sería terrible, ya se me ponen los pelos de punta con solo imaginarlo... Pero, en fin, siempre resultaría más disculpable y más llevadero. Aquí mismo..., vaya..., es cosa inaudita. Aunque ella no lo pescase, á mí se me figuraría que me lo estaba leyendo en los ojos y hasta en el modo de respirar. Y lo pescaría, lo pescaría; ¿pues quién lo duda? Es muy pilla mamá, así con esas tracitas de bonachona. El dedo en la boca no se lo mete nadie. Me conoce tan bien, que aún no he acabado yo de decir las cosas y ya las ha guipado ella. Como que no le importa ni se ocupa de nada sino de mí. Dios quiera que no tenga escama ya...»
Así, aquel culpable de pensamiento estudiaba con atención el rostro de doña Aurora, temeroso de que alguna de sus miradas á Esclavitud le delatase. A veces se comprometía por dar en el extremo opuesto, afectando no mirar á la muchacha, evitando hasta el roce de su manga cuando le servía á la mesa. Verdad que este mero roce le sacaba de quicio, llegando á causarle una impresión dolorosa por lo intensa. Era el suyo deseo exaltado de la primera edad, que no sabe aún ni reprimirse ni abrirse camino hasta su objeto. Después de dos ó tres días de huir de la Esclavitud, ideaba un pretexto para ir á sorprenderla en el cuchitril donde planchaba y tenía las cestas del repaso; y una vez allí, no se le ocurría más que sentarse en una silleta, y engañar su violento capricho contemplando á la chica que, encendida y sudorosa, encorvado el brazo derecho en arco rígido, hincaba con esfuerzo la plancha en las pecheras ó los puños de las camisas. Cuando el ímpetu de abrazarla le acudía muy fuerte, Rogelio se levantaba y refugiábase en su despachito. Allí estaban, sobre el barnizado escritorio, los antipáticos libros de texto, impresos en papel de estraza, con tipos gastados y turbios, y despidiendo de sus mustias hojas y de su parda cubierta toda la secura de la aridez, todo el humo del hastío. Nunca le habían caído en gracia á Rogelio los tales librotes; pero ahora... Apenas intentaba abrirlos para repasar una conferencia, una niebla de aburrimiento pertinaz se le subía á la cabeza, y una especie de disolución moral se verificaba en su espíritu, en el cual cierta voz rebelde murmuraba vagamente herejías así: «Anda, hijo, déjate de pamplinas, reniega de esa ciencia oficial, manida, huera, sin jugo. La realidad y la vida son otra cosa. Eso con que pretenden alimentarte es un conjunto de vejeces, la cáscara de un limón exprimido ya por la mano diez y nueve veces secular de la Historia. Ha caducado cuanto estudias. Te quieren llenar el cerebro de restos momificados, de trapos polvorientos y de antiguas telarañas. Te quieren meter en la cabeza la vieja balumba jurídica, y que de un salto te encuentres en la edad de tus tertulianos, Laín Calvo, Nuño Rasura y el honrado Fantoche. Quieren que seas de palo como él. No, eres de carne y hueso; eres hombre; la vida te llama, y la vida á tu edad, á falta de un estudio que desarrolle la armonía de tus facultades, es... Esclavitud».
A estas indeterminadas reflexiones aquí traducidas en lenguaje claro y vulgar, el estudiante asentía bostezando, levantándose nerviosamente de la silla, cogiendo del estantito una novela ó el último número del Madrid Cómico, tumbándose sobre la cama, y tratando de distraer con una lectura hambrienta sus febriles ansias.
No tenía el recurso del cigarro, porque pertenecía á esta generación reciente que no fuma, y que llegará, si Dios no lo remedia, á desmayarse con el olor del habano, ni más ni menos que las damas británicas. Faltábale ese gran engañador de la impaciencia, ese gran consejero en las horas malas, ese poderoso sedante, esa distracción la más espiritual de cuantas puede ofrecer la materia. Un día pensó en ella mucho. «¿Qué me sucedería si fumase? Por de pronto, marearme. Quién sabe si echar los bofes... de fijo que sí. Luego, mamá conocería por el olor... No, peor es el remedio que la enfermedad.»
Esta idea del cigarro, que le halagaba porque tenía algo de calaverada varonil, trajo como de la mano otro expediente más fecundo en resultados y hasta de realización gratísima y fácil. ¡No habérsele ocurrido antes, cuando era tan sencillo, tan sencillo, y hasta tan natural y justo, y sobre todo tan útil para alivio del malestar presente! «Pues si lo raro es que yo no tenga ya una novia, señor. La tiene cada quisque: Benito Díaz, una preciosa; Cardona otra por quien bebe los vientos... Siempre me están diciendo que á qué aguardo para echarme la mía correspondiente. Pues les sobra razón. Así se me quitarán estas chifladuras y estos alborotos. Tomaremos novia, sí señor que la tomaremos. El tener novia no es cosa mala, ni aunque mamá lo averigüe se va por eso á disgustar. Un clavo saca otro clavo. Será la gran distracción...»
Creada ya la plaza, faltaba saber en quién recaería la provisión del empleo. Rogelio pasó revista con la memoria á todas las señoritas conocidas suyas. Unas eran feas, otras tenían ya su arreglito; ésta frisaba en los treinta; aquélla no salía de casa jamás; unas se burlarían de él; otras le pedirían cosas muy difíciles en prueba de cariño... Recordó que por una callejuela que desembocaba en la Ancha de San Bernardo, vivían frente á su casa tres ó cuatro chicas, descendencia de un empleado en el Ministerio de Ultramar. No eran malejas, en especial la menor, una rubita pálida que, cara, pelo y ojos, todo lo tenía de un color mismo, lo cual la favorecía, dándole cierto parecido con la infanta Eulalia. Rogelio la miraba á veces, recibiendo pago puntual de todas sus ojeadas sin que le quedasen debiendo ni una sola. «La rubita me conviene....», pensó el estudiante. «Ni necesito moverme del comedor...» En efecto: el mismo día que lo discurrió, á la hora del almuerzo, apostóse detrás de los cristales, con las vidrieras á cuchillo, y miró hacia los balcones del tercer piso de enfrente. Allí estaba la rubia, vistiendo una mañanita de percal de lunares, toda sucia y ajada; sobre la barandilla del balcón flotaban varias prendas de ropa íntima, en más que mediano uso, puestas á secar, y encima de una cómoda se veían frascos cubiertos de polvo, la jaula vacía de un jilguero, trapos, una bota inservible.—Al fijarse en aquel interior nada holandés, el plan de tomar novia que viviese allí se le frustró á Rogelio. Permaneció apabullado diez minutos. «Buscaremos por otra parte. Lo que es sin novia no me quedo yo; sólo faltaba...»
LA mañana de un domingo despertó á su hijo la señora de Pardiñas con la intimación siguiente: «Hoy haremos visitas. No hay más remedio: estamos en descubierto con todo el mundo. Es un escándalo. Ya he pedido el landó al taller de Agustín: dice que á las dos en punto lo tendremos á la puerta. ¡Ah!... ¿No sabes? Voy á ir, que si me miro al espejo, no me conozco. La modista me trajo ayer el vestido de terciopelo negro arreglado con pasamanería de azabache y puntillas; el sombrero igual está listo. Con que tocan á sacar el fondo del baúl. Te pasarás por la peluquería antes de almorzar: tienes el pelito muy largo».
Rogelio gruñó bastante, alegó dos ó tres ocupaciones indispensables aquel día, pero todo en broma, porque bien veía á la señora de Pardiñas resuelta á no acostarse sin haber ofrecido un gran holocausto en el altar de la sociedad. A los dos menos cuarto, Rogelio estaba acabando de abrocharse la primer fila de botones de su levita inglesa, delante del armario de espejo. Por fortuna era domingo, y, en tal día, frente á la Universidad es donde se puede estar seguro de no encontrar un estudiante para un remedio; que si no, menuda sofoquina le esperaba cuando los compañeros le viesen con aquel empaque, vestido de caballero, con guantes y chisterómetro. Acostumbrado á la pañosa y al hongo, le parecía en los primeros momentos, que ir de levita era así cómo salir de máscara. Allí estaba la chistera, reluciente, flamante, sobre la mesa del despacho, y los guantes también, y el junquillo, y el tarjetero de piel de Rusia, y el pañuelo con rica inicial bordada. De todos estos objetos se hizo cargo; ladeó el sombrero al colocarlo sobre la bien aliñada cabeza, y empezaba á calzarse los guantes, con el mal humor inherente á esta operación siempre enfadosa, cuando su madre entró.
—¡Jesús, máter admirábilis! Vienes hecha un brazo de mar. ¡Ole por las buenas mozas, las mujeres principales y el trapío!
Lo que venía doña Aurora era muy atarugada con las galas que sólo en ocasiones solemnísimas se determinaba á lucir. Que no la quitasen á ella de su mantito arrebujado, de su traje de merino y de su gran abrigo de pieles. Tanto embeleco era para condenarse. El peso del sombrero, con sus lazos empingorotados, la obligaba á bajar la cabeza; los aceros de la falda la ataban los muslos; en fin, ello no había más camino que someterse á semejantes impertinencias, por lo menos dos veces al año. Llevaba tarjetero, como su hijo, y además una lista de las casas donde se creía obligada á ir. También lucía, asomando por el manguito de marta, un hermoso pañuelo de encaje, perfumado con no sé qué extracto fino, y en las orejas dos buenos solitarios; el lujo modesto de una señora que no pretende sino guardar el decoro de su clase. Y, sin embargo, tal es el poder de la composición y del adorno en la mujer, que doña Aurora, con sus cincuenta y pico, parecía haberse dejado diez en la puerta del cuarto tocador, ostentando en la tez una animación agradable, y en el andar cierta majestad insólita.
Esclavitud venía detrás, trayendo un abrigo, que por si acaso enfriaba la tarde iría en el coche; y mostrando esa admiración solícita de los criados adictos en los días de gala con uniforme para sus amos, se puso á arreglarla el polisón y las aldetas del corpiño, y á sacudir imperceptibles motas de polvo en la parte inferior del volante. De pronto alzó los ojos, y exclamó cándidamente mirando á Rogelio:
—Virgen de las Ermitas... ¡El señorito qué majo!
—¿Verdad que está hecho un figurín? Rogeliño, vuélvete, vuélvete..., así. La levita te la han sacado pintada.
—¡Mamá!...—protestó Rogelio. Pero fué preciso dejarse mirar y remirar por Esclavitud, y aun consentir una mano de cepilladura en el cuello de la levita. Las pupilas de la muchacha le decían con inocente lenguaje que estaba bien. Le arregló los puños, y cuando bajaba la escalera todavía le gritó:
—¡Qué lástima! Lleva en la pierna derecha un poco de pelusa de la alfombra.
La primer visita fué á casa de Don Gaspar Febrero, porque la hija del respetable decano, casada con un comandante de Estado Mayor, se marcharía pronto á Filipinas, en compañía de su marido, destinado á Manila. Se habló de la navegación, del clima, de los baguíos, de la carestía de la vida allá, y del señor mayor que se quedaba solo aquí. Por fortuna, nunca había estado más tieso, más animoso, ni más rufo: aun ahora mismo acababa de salir á pié, agarradito á su muleta, ávido de tomar sol. Con estas buenas nuevas se despidieron de la morada de Nuño Rasura y pasaron á hacer otras visitas casi todas análogas, algunas de tarjetazo, las más agradables para Rogelio, que al acercarse á cada portal repetía entre dientes la consabida jaculatoria:
—Animas benditas, ¡que no estén en casa las visitas!
Pero ¡ay! Pegó el gran respingo al anunciarle su madre que ahora irían «un minuto» á casa de las señoritas de Romera, Pascuala y Mercedes.
—Madre mía, si es posible, pase de mí ese cáliz. Pero, ¡carapuche! como dice el sordo de conveniencia, ¿no ves que necesitaré pellizcarme así, para no dormirme?
—¿Tan curro como estás y no quieres lucirte con las buenas mozas? Anda, anda, da la orden: calle del Barquillo...
Reservaba la casa de las solteronas una sorpresa al estudiante, en figura de la despabilada chiquilla que salió á recibir á los visitadores, y les convidó á pasar á la sala, anunciando que las tías «vendrían inmediatamente». Para decirlo hizo mil monerías con la cara y los ojos, que los tenía negros, chiquitos, vivarachos, muy parleros. Vestía la sobrinita de las de Romera un traje bastante rabicorto, indicio de que aún no había ascendido á la dignidad de la mantilla, y un mandil de peto, bordado de colorines alrededor: un lazo de cinta azul ataba la coleta de su trenza corta; y sus zapatitos usados, desflorados por la punta, indicaban la viveza de movimientos del pié menudo y arqueado que prendían. A poco rato salió Pascuala, la mayor de las solteronas, toda mocosa y acatarrada, declarando que su hermana no podía moverse del gabinete, por estar pasando un resfriado mayor aún, que requería evitar cambios de temperatura. «Mire V.: poner á mi hermana entre puertas, es como darle una puñalá». Luego presentó á su sobrina igual que hubiese presentado á un perrillo revoltoso, que alterase la soñolienta quietud de aquella morada. «Aquí tiene V. á mi ahijada Inocencia, la niña segunda de mi hermano Sebastián, el que vive en Loja... Nos la ha dejado el pobre aquí porque necesita arreglarse la boca; le ha nacío un diente montado sobre otro, y habrá que arrancárselo... Es muy ardilla; no puede estarse fija en un sitio; no hay calzado que le baste; por eso la ven Vds. tan mal de botitas...» Hechas estas aclaraciones, vino á cuento hablar de Esclavitud, y en atención á que no se podía tratar el asunto delante de «una criatura» y á que Mercedes deseaba disfrutar de la presencia de doña Aurora, las dos damas pasaron al gabinete, dejando solos á Rogelio é Inocencia. «Enséñale los álbumes y las vistas de Granada, niña», fué la orden que recibió la chiquilla al salir su tía de la sala.
Inocencia obedeció,—no sin hacer varias morisquetas á pretexto de llegarse á la mesa,—exclamando atropelladamente y con mucho ceceo:
—Venga V., venga V. á ver las estampas que dice tía Pascua. ¡Son más preciosas!
Aunque lo de ponerse á mirar estampitas le sabía mal al «caballero» de levita y chistera, por vergüenza de protestar se resignó, y ocupó una silla al lado de la chicuela, que, al abrir el álbum, le lanzó una ojeada inequívoca, incendiaria, con todo el descaro de los catorce años mal cumplidos. Ya al quedarse solo con la niña, le había ocurrido al estudiante que no pudiera deparársele ocasión más rodada y cómoda de echarse novia que la presente. Mortificábale un poco en su amor propio el que fuese tan chiquilla, porque una señorita de diez y ocho á veinte honraba más, y aquello olía á noviazgo de juego; pero al verla de cerca, con todos los indicios de la precocidad meridional, con su cuerpecito ya enteramente formado y su labio superior grueso y un poco remangado por el diente defectuoso, parecióle una mujer en miniatura, y dijo para sí:
—Me declaro.
Declaróse en efecto, sin más preámbulos ni ceremonias, con frases muy retumbantes aprendidas en zarzuelas y comedias, en periódicos y bromas de estudiantes. La chiquilla, sin mostrar la menor sorpresa, fingía seriedad, enrollando un pico del lazo de su trenza, traída adelante con afectación de lucir el pelo, haciendo á la vez mil mohines y dengues de coqueta de oficio. Como el estudiante alzase un poco la voz, la niña murmuró:
—¡Chisss... Que están ahí, en el gabinete!
Rogelio bajó el diapasón y apretó la súplica, aunque empezaban á cosquillearle unos fuertes impulsos de reir á carcajadas: y después de tres ó cuatro gestos negativos, la niña, sin más ni más, de golpe, dijo que sí.
—¿Me da V. una prueba de amor?—imploró Rogelio: y sin aguardar respuesta, se inclinó y la besó en el carrillo, figurándose que besaba el de una pintada muñeca, terso, rosado, insensible. Ninguna emoción, ni de placer ni de bochorno, reveló Inocencia al recibir el beso: antes cogiendo al estudiante por la solapa, indicó con mucha fe:
—Me parece que debemos tutearnos. Los novios de mis amigas se tutean con ellas.
—Bien, pues te tutearé... Ya te estoy tuteando.
Ella recalcó con el mismo empeño y apresuramiento:
—También debemos escribirnos todos los días: todos, sin faltar uno. El novio de mi hermana Lucía le escribe unas cartas así..., una por la mañana, otra por la tarde, que aún es más.
—Corriente. Nos escribiremos. Me entenderé con la criada para que traiga y lleve la correspondencia.
—Y me darás un retrato tuyo. ¿No tienes fotografías? A mí no han querido papás dejármela sacar, hasta que me arranquen el diente; pero puedo darte pelo para un medallón. ¿Me lo corto ya?—añadió jugueteando con las puntitas rizadas de la coleta.
—No... Cuando yo te dé el retrato.
La chiquilla se levantó rápidamente, y andando de puntillas, fué á la puerta del gabinete donde charlaban las señoras mayores. Regresó, con las mismas precauciones, gozosa.
—Creí que venía madrina. Pero no. Están de mucho palique.
Dicho esto volvió á ocupar su sitio al lado del estudiante, y transcurrieron dos ó tres minutos sin que se dijesen palabra. La chiquilla esperaba, sorprendida de que no se le ocurriese nada á su novio; y al muchacho, por más que discurría, no se le venía ni esto á la boca. Sólo continuaba teniendo ganas de reir, unas ganas disparatadas, y para no estallar se cubría los labios y la nariz con el rico pañuelo de bordada inicial. La novia reparó en el pañuelo, y observó vivamente:
—¿Qué letra es esa?
—Erre. Me llamo Rogelio.
—Ya te lo iba yo á preguntar. Siendo mi novio necesito saber cómo te llamas. ¿Qué pongo en los sobres de las cartas? Señor Don Rogelio...
—Pardiñas.
—Pardiñas, Pardiñas, Pardiñas...—Repitiólo muchas veces la muchacha, como si temiese olvidarlo; y después, encarándose con el estudiante, le interrogó con tono solemne:
—¿Nos hemos de casar?
Aquí ya Rogelio no pudo aguantar el acceso de risa nerviosa, y la dejó salir por la boca, por los ojos, por el cuerpo mismo, cogiéndose la cintura, que le dolía con la fuerza de las carcajadas. Y sollozaba, echado atrás en el sillón:
—¡Ay... ay... me muero, me muerooó!
—¿De qué te ríes?—preguntó algo picada la niña.—Pareces tonto. Dime si nos hemos de casar, ea.
—Por supuesto que sí. Es que soy muy tentado de la risa. Déjame reir, que si no me pongo malo.
Así que hubo desahogado, Inocencia le cuchicheó al oido:
—¿Pasarás mañana á las nueve de la mañana por esta calle? Yo estaré al balcón. A esas horas me asomo siempre á ver pasar la batería montada. Es muy bonita. ¿Tú qué carrera sigues?...
—Abogado.
—¡Lástima! No tienes uniforme.
A Rogelio, cuando iban terminando de bajar la escalera, le duraba aún la impresión burlesca del noviazgo, por lo cual no se cuidó de ofrecer el brazo, según acostumbraba, á doña Aurora. Un grito y un estruendo inesperados le helaron la sangre en las venas, al ver á la señora resbalar y precipitarse desde el último tramo yendo á caer sobre las baldosas del portal. Los grandes sentimientos tienen revelaciones supremas en las ocasiones supremas también; Rogelio ignoraba que hubiese cuerdas en su laringe y acentos en su voz para decir de un modo tan desgarrador y patético:
—¡¡Madre del alma!!
Saltó á brincos lo que su madre había rodado, y en un abrir y cerrar de ojos la puso de pié, la reclinó en sus brazos y la apretó contra el corazón, palpándola con delirio, para cerciorarse de que no estaba muerta ni tenía ningún miembro fracturado. De repente lanzó una exclamación de horrible susto.
—¡Sangre, mamá!... Hay sangre... ¿Por dónde sangras? Aquí... ¡Jesús, sangre!
En efecto, la cabeza había dado contra el filo de un peldaño, y asomaban unas gotas de sangre por la descalabradura. Aturdida como estaba la señora por la fuerza del porrazo, la angustiosa voz de su hijo la reanimó, y pudo decir con desmayado acento:
—No te asustes, rapaz. No fué nada... puedes creerme que no fué nada. Ya estoy así..., mejor.
—En esta portería no hay nadie... Voy á subir, á pedir vinagre, agua...
—No, hijo, no, por la Virgen... No llames, no alborotes. Llévame al coche poquito á poco. Para males y cosas así, cada uno en su casa.
Temblando y trasudando frío, Rogelio condujo á su madre, casi en vilo, al coche, y á pulso la subió, recostándola en la esquina, mientras le hacía aire con el pañuelo, pensando con terror: «¿Habrá habido conmoción cerebral?»
—A casa, despacito—ordenó al cochero que se inclinaba lleno de curiosidad para ver qué sucedía. Y sin poder reprimirse, Rogelio abrazó á la señora, formulando la pregunta de todas las caídas:
—¿Pero mamá, cómo hiciste?
—No sé, hombriño... el pié se me escapó; sería culpa de los tacones de las botinas nuevas... ó me prendería en el volante del traje.
—Culpa mía, que no te di el brazo. Soy un bruto. ¿Dónde te duele? ¿Qué tienes ahora, mamá?
—No sé... Parece que me entra un síncope—respondió con voz débil la señora.
De síncope eran las trazas, según el color mortal y el enfriamiento repentino. Rogelio estuvo á punto de gritar al cochero: «A una botica»; pero en esta incertidumbre y congoja, la señora volvió un poco en sí, hizo señas de encontrarse mejor, y el coche se fué acercando á la puerta de la casa. Al bajar Rogelio á su madre, ayudado del lacayo, la señora lanzó una queja.
—¿Qué te duele?
—Esta pierna... No, si no vale nada, no te apures.
Enterada al vuelo de lo ocurrido, Esclavitud, sin inútiles aspavientos, con actividad y destreza, se dió prisa en aflojar á la señora, aplicarle vinagre á las sienes, desnudarla después y acostarla en su cama bien mullida. Doña Aurora se quejaba de arcadas, de angustia, de opresión, de náuseas continuas, y deseaba arrojar; por lo cual el estudiante pensó aterrado: «¡Adiós! conmoción cerebral tenemos». Llamó aparte á Esclavitud y la dijo atropelladamente: «Ten cuidado. Yo voy por Sánchez del Abrojo, y no me vengo sin él».
Le trajo, en efecto, al cabo de dos horas; y el insigne médico, después de examinar detenidamente á la enferma y verificar un minucioso y hábil interrogatorio, tuvo que convenir en que había habido un poquito, nada más que un poquito, de conmoción cerebral... Unica terapéutica: quietud en la cama, silencio, dieta mientras no se aplacase el estómago. Las demás lesiones eran de escasa monta: la descalabradura de la frente no había pasado de la epidermis: la contusión en la pierna izquierda se reduciría á un cardenal más ó menos respetable. En suma, todo no valía nada. Quietud, y se acabó.
Para cumplir el programa del facultativo, realizóse en casa de Pardiñas esa mutación de costumbres y ese cambio de aspecto que introduce siempre la enfermedad. La vida se reconcentró en el estrecho espacio de la alcoba y gabinete de la enferma. Rogelio y Esclavitud se declararon allí en sesión permanente, él recibiendo visitas de amigos, ella mudando paños de árnica, trayendo tazas de tila, quemando espliego y haciéndose cargo de órdenes dadas en voz baja y llaves confiadas con misterio sumo. «Que no le falte nada al niño... Su sopicaldo, su jerez... Cuidado con calentarle la cama...» A estas advertencias, que Esclavitud oía religiosamente, seguían gemidos ahogados. «Ay, la maldita pierna, como me escuece... Se me parte la cabeza de dolor».
Ejercía Esclavitud sus funciones de enfermera con aquella asiduidad reconcentrada y muda que solía demostrar en todos los actos de la vida de relación. Salía y entraba sin que se percibiese el menor ruido de pisadas, ni crujido ó roce de ropa. Estaba en todo, y si faltaba de la alcoba, era á fin de manipular algún potingue en la cocina. Hasta se las arregló para tener tiempo de servir la comida á Rogelio sin desatender á la señora; pero de ella misma, no se averiguó jamás á qué hora había tomado algún sustento en aquel día memorable.
Adelantada ya la noche, y recogida la casa, preparó cuidadosamente una lamparilla y la colocó en el suelo, de modo que su luz no ofendiese la vista de la enferma: después tomó una silla baja, que colocó cerca de la cabecera y en la cual se instaló. Como Rogelio permaneciese en la butaca del gabinete, acercóse á él y le suplicó en voz muy queda: «Acuéstese, señorito; no esté así». La enferma, que había empezado á aletargarse un poco, entreoyó la súplica, y la esforzó más. «Rapaz, á ver si te acuestas... No estás acostumbrado á velar, te va á hacer mucho daño... No seas loco, acuéstate... Me cuida divinamente Esclavitud». Mas no hubo forma de convencer á Rogelio, y el pleito se transigió resolviendo que se le pondría en el suelo una cama volante. La galleguita acarreó con extraño vigor dos colchones; batió silenciosamente las almohadas, y con igual silencio hizo la cama en toda regla. Rogelio no se desnudó más que de la americana y el chaleco; así, á medio vestir, se deslizó entre las sábanas, notando entonces el quebrantamiento corporal que sigue á los grandes sobresaltos y á las emociones profundas. Al mismo tiempo un recuerdo bufo cruzó por su memoria:
—¡Calle! ¿Y mi novia? ¿Se asomará mañana para verme?
AUNQUE rendido por las fuertes impresiones de la jornada, y casi tranquilo porque veía á su madre en estado bastante satisfactorio, Rogelio tardó mucho en conciliar un sueñecillo, y dió no pocas vueltas antes de quedarse traspuesto. Ni consiguió adormecimiento profundo y reparador, sino un dormir agitado, lleno de pesadillas, soñando siempre que se caía; caídas rápidas, infinitas, interminables, con la angustia de no llegar jamás al suelo, y de ver desde arriba el punto crítico en que iba á estrellarse. En uno de esos esfuerzos dolorosos é involuntarios que se hacen durante el sueño mismo ó para terminar la pesadilla ó para cambiarla, despertó atónito, y no recordando al pronto cómo podía ser que se encontrase allí, á aquellas horas, acostado en la alcoba de su madre, miró á su alrededor.
Silencio absoluto. El cuarto estaba medio á obscuras, alumbrado por la lamparilla; la señora debía de dormir, porque se la oía respirar fuerte, roncar casi; y á su cabecera, el estudiante divisó á Esclavitud sentada, inmóvil, con los ojos abiertos y clavados en él, grandes y fijos. Un impulso irresistible le movió á llamarla, con voz de niño que, á causa de algún miedo nocturno, implora compañía.
—¡Esclavita! ¡Ps! ¡Esclavita!—cuchicheó.—Aquí.
Se acercó la muchacha, deslizándose como una sombra, y se inclinó hacia Rogelio.
—¿Duerme mamá?
—Y bien que duerme.
—Pues yo ahora estoy despabilado. Dame conversación..., así, bajito, para que no la despertemos.
—¡Ay, señorito! ¿Y si vamos á molestarla?
—Que no. Habla bien despacito... y de cerca.
—¿No le era mejor dormir?
—¡Quiá! ¡Si supieras qué cosas tan tristes soñaba! No, más quiero velar ahora. Ponte aquí.
—¿Dónde?
—Sentada aquí, en el suelo. Si no no podemos hablar bajo... y despertaremos á mamá.
Esclavitud aceptó la proposición incontinenti, y se tendió casi boca á boca con Rogelio, pero sin perder su aire púdico y reservado, manifestando bien en esto haber nacido en el país donde se ejecutan las acciones libres con más aire de decencia, y donde las mozas unen á la naturalidad bucólica el exterior honesto. El aliento virginal y fresco de la muchacha se mezcló por segunda vez con el del estudiante; pero le produjo una impresión muy diferente de la primera. Sea que el sustazo de la caída de su madre hubiese transformado todas sus sensaciones juveniles en sentimiento, sea que el lugar en que se encontraba no permitiese malas tentaciones, ello es que al tener tan próxima á Esclavitud y tan fácil cualquier desmán, ni se le pasó por las mientes intentarlo, y sólo notó una especie de efusión rara y cariñosa, un movimiento de ternura inexplicable, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Alargando la mano y apretando con violencia la de la chica, murmuró:
—Esclava, ¡por poco se muere hoy mamá!
—¡Gracias á Dios que no fué nada, señorito!—contestó la muchacha correspondiendo á la presión.
—¿Y si muriese, qué hacía yo, di?
No respondió Esclavitud, y obró sabiamente, porque el problema planteado era de los que no se resuelven con palabras. Estrechó aún más la mano nerviosa y febril, y sus ojos contestaron, en la penumbra, con larga mirada elocuentísima.
—Si muriese—prosiguió Rogelio dejándose arrastrar por aquel movimiento de sensibilidad involuntaria—ahí tienes; no me quedaba nadie en el mundo más que tú, nadie.
—¡Yo!...—balbució la muchacha, cuya diestra se estremeció en la del estudiante.
—Pues tú, y nada más que tú. Familia no la tengo; digo, allá en Galicia unas tías, con quienes estamos como el perro y el gato. Ya ves qué arrimo, chica. ¡Pues amigos...! ¡bah! dos ó tres... ahí en la Universidad... Amigotes que de poco sirven. Luego los viejos de la tertulia de mamá. Gran cosa. Todos van chocheando. Nada, Suriña..., tú y sólo tú.
Hablaba así Rogelio medio incorporado, para mejor dejarse oir de la muchacha; y la necesidad de bajar mucho la voz, hacía parecer más persuasivo su acento, dándole el tono apasionado y reprimido de una confesión. Persuadido él, persuadía al auditorio. No se encontraba en estado de medir la trascendencia y el efecto de sus palabras, ni menos sospechaba que la sensibilidad y la bondad pueden ser en determinadas ocasiones más funestas que la cólera y el odio. En su emoción había mucho de nervioso, y las frases salían de sus labios provocadas por una reacción del susto de la mañana, como sale el gemido al golpe del dolor, que ni sabemos medirlo, ni de qué manera lo hemos articulado. Lo mucho que tenía aún de niño rebosaba en aquel desahogo cariñoso, y ni él aspiraba á más, ni más podía prever, dado que en momentos tales quepa ejercitar previsión.
—Tú, Suriña—repetía entregándose á las manos que con vigor casi convulsivo oprimían la suya.—¿Verdad que tú me quieres, y que me quieres mucho?
Incapaz de responder con la boca, la muchacha afirmó enérgicamente con la cabeza.
—Ya lo sé. Si eso lo había adivinado yo; por eso te decía que no me quedaba nadie más que tú, y que á ti me arrimaba, ¿sabes? Aunque me dijeses que no, no te lo creería. Me quieres... y á mamá también.
—Pues es verdad—pronunció al cabo la chica recobrando el habla y apartándose un poco del estudiante.—Yo no sé qué me ha pasado á mí en esta casa, que le cogí así á modo de un cariño... un cariño muy grandísimo desde que entré por la puerta. Vamos, se me figuraba que estaba en la tierra otra vez. Como son personas de allá... En fin..., estas cosas me parece á mí que cuanto más quiere uno explicarlas, peor las explica. Lo que sé es que si me quedo con aquellas otras señoras, doy cabo de mí muy pronto.
—¿Y por qué estabas tan triste aquí los primeros días, Esclava?
—Verá... Porque pensé que V. me tenía tema.
—¡Yo tema!
—Sí señor. Cavilando en eso me vinieron unas melancolías muy hondas. Se me metió en la cabeza el verme...
—¿El verme?
—Le decimos allí así á uno... como un bicho, vamos, un gusano, una cavilación, para hablar verdad. Toda la santa noche pasaba á devanar la madeja... «¿Qué haré para que me pierda la tema el señorito? ¿Cómo me valdré para darle gusto?» Y lo más chocante de todo..., puede creerme, es tan verdad como que Dios está en el cielo..., que así tan negra como tenía el alma... no era como en la otra casa, no. De ésta no me querría ir ni hecha cuartos, más que de ella me echasen.
—Porque sabías que yo te quería, Sura.
—No señor, no; no lo sabía: á fe que pensé que aborrecida era. De la rabia que tomé me daban ganas de morirme.
—Yo sí que me muero de gusto con oírtelo. Ahí estás muy mal, chica. Pon la cabecita en mi almohada. Ahí va. Te la saco fuera para que te alcance.
Esclavitud apoyó la cabeza en la almohada sin desconfianza ni esquivez, y los dos permanecieron un instante silenciosos, saboreando el momento. La endeble luz de la lamparilla señalaba en realce las facciones de Esclavitud, marcando los claros con pálida blancura, los obscuros con un matiz uniforme, entre gris y rosa. Parecía un fino grabado, y Rogelio expresó su admiración así:
—Suriña, eres preciosa.
En esto doña Aurora suspiró hondo, y ambos se estremecieron, aunque su coloquio no pudiese en ningún modo graduarse de ilícito. La enfermera se puso de pié para enterarse de lo que ocurría. A los dos segundos estaba de vuelta.
—Duerme como una santa.
—Colócate bien otra vez. Quiero preguntarte una cosa. La mano. ¿Por qué te daba tan fuerte la manía de si me tendrías contento ó descontento?
—¡Ay! ¡No sé! Desde el primer día dije yo entre mí: si aquí no te quieren, Esclava, es que estás de sobra en el mundo. Ya viniste á él contra la voluntad de Nuestro Señor... Ya Dios te miró siempre con malos ojos... ¿No lo sabe, señorito?
—Sí que lo sé, Suriña... Pero eso es una atrocidad. ¿Cómo va á mirarte Dios con malos ojos?
La muchacha medio se incorporó de un salto, con los suyos muy abiertos, espantada de ver que ya sabían lo mismo que ella se disponía á confesar.
—No seas boba—murmuró generosamente Rogelio.—Tú qué culpa tienes, mujer. Eso me puede suceder á mí, á cualquiera. El nacimiento no lo escogemos. ¡Simple!
—¡Si viese cómo me trabaja eso allá dentro!...—articuló con vehemencia la muchacha, abriendo el corazón como si, próxima á desmayarse, desabrochase el corpiño para respirar.—Siempre estoy imaginando: «Esclava, á ti Dios no te puede querer bien. Nunca buena suerte has de tener, nunca. Ya desde que naciste estás en poder del enemigo, y buena gana tiene el enemigo de soltar lo que agarra. Por mucho que te empeñes en ser un ángel, estarás eternamente en pecado mortal. Ya lo tienes de obligación. Para ti no hay padre, ni madre, ni nada más que vergüenza cuando te pregunten por ellos. Y así, todo lo que hagas te tiene que salir del revés, y si te encariñas con una persona, peor, que Dios te ha de quitar aquel cariño.»
—Pues conmigo no te pasará nada de eso, Suriña blanca. Yo te quiero como si fueses hija del rey... Mamá también te quiere mucho; le entraste desde el primer día, ¿no sabes?
Esclavitud, al oir este aserto, levantó la cabeza, clavando la vista en el lecho de la señora. Su mirada y su sonrisa querían decir varias cosas importantes; pero Rogelio no estaba en disposición de prestarse á entenderlas. El estado de su ánimo no era á propósito para razonamientos, sino para dejarse mecer dulcemente por el afecto que necesitaba como sedación y medicina. Viendo que no le producía Esclavitud las malas tentaciones de otras veces, pensaba que su cariño se había depurado, y que aquel juego anómalo era lo más inocente del mundo. O para decir toda verdad: estaba en una crisis de sentimiento, y ni pesaba ni medía sus promesas y sus afirmaciones. Era para él uno de esos minutos de la vida en que se obedece á la naturaleza íntima, al egoismo secreto, y se cede al gusto de sentirse querido y de hacerse querer más aún: quien está triste busca el consuelo, y el hambriento la comida.
—Mamá te quiere mucho—repitió.—¿Parece que no lo crees? ¡Boba! Pues si ella misma fué quien me riñó porque te trataba así, un poco fríamente... al principio. Ella me dijo que estabas disgustada por eso.
Esclavitud bajó los ojos, sin duda para que delatasen sus pensamientos é intuiciones adivinatorias del porvenir.
—Mira—murmuró Rogelio—si vieses qué bien me encuentro así contigo. Hasta parece que me vuelven á entrar ganas de dormir, y ahora no habrá malos sueños ni boberías. Se me figura que dormiré lo mismo que un patriarca; pero hace falta que tú tengas la cachacita de estarte ahí al pié mío. Si te vas, me despavilo otra vez.
—No me muevo—respondió con firmeza la muchacha.—Así me quisiesen arrancar con tenazas, aquí me estoy.
—Bien, pues... me quedo dormidito. ¡Ay qué bueno!
Paladeando la primera y dulce cucharada de beleño que nos da el reposo cuando sigue á un gran sacudimiento moral ó físico, Rogelio preguntó todavía:
—¿Suriña?
—¿Qué?
—¿Me quieres mucho?
La respuesta la entreoyó nada más: por eso nunca estuvo bien seguro de que hubiese sido ésta, tan romántica é impropia de una aldeanita:
—Hasta la hora de morir.
NO obstante la explícita promesa, cuando Rogelio abrió los párpados después de un sueño tranquilo y bienhechor, vió á Esclavitud á la cabecera de su madre, sirviéndola una tacita de caldo. La señora, aliviada de la jaqueca, se quejaba mucho de la contusión en la espinilla. Poco después vino Sánchez del Abrojo, y le dió la razón asegurando que, según las trazas, aquella magulladura iba á presentar una degeneración erisipelatosa, por lo cual, para evitar los perniciosos efectos del frío sobre los tejidos, convenía la cama.—«Tampoco estaba yo capaz de levantarme aunque me diesen permiso», advirtió la señora. «Me encuentro como si me hubiesen manteado y pegado después una tunda con sacos de arena. No tengo hueso que bien me quiera. Ahora es cuando noto yo las resultas del batacazo.»
Rogelio tomó chocolate al pié de la cama de su madre, y manifestaba pocas ganas de moverse de allí; pero doña Aurora cayó en la cuenta en seguida. «¡Ay, ay, rapaz! A clase volando. Ya sabes que esos señores, y en particular Ruiz del Monte, no tragan las faltas de asistencia. Después llega el tiempo de los exámenes, y tenemos aquello de quién lo diría.»
Fué necesario, pues, sacudir la pereza, ir al cuarto, chapuzarse con agua glacial, embozarse bien y salir á la condenada fábrica de chocolate, como llamaba Rogelio á la Universidad, fundándose en que en ningún sitio muelen tanto. Al dejar la atmósfera templada de su casa, despejado por las abluciones matutinas, y sentir el frío de la mañanita en los ojos y en los labios, notó Rogelio como si se rasgase un velo de niebla, y los recuerdos del día anterior se definieron y se aclararon del todo. A tales horas, su novia, la chiquilla del sobrediente, estaría colgándose del balcón para ver pasar primero á la batería montada y luego á él. Una oleada de risa estremeció el pecho de Rogelio al acordarse de tal episodio. «¡Qué pava, como dicen los simones! ¡Vaya un modo que tuve de echarme novia!» Después acudieron las reminiscencias nocturnas. «Yo no sé cómo estaba: la caída de mamá me puso turulato. Le dije á Esclava unas cosas estupendas. Aquello sí que parecía verdadera declaración amorosa, por todo lo alto. Aquello sí. Y que me puse conmovido, y que si me descuido, me echo á llorar. No, pues ella también estaba en punto de caramelo. Pero, bien mirado..., nada de lo que nos dijimos compromete á ninguno de los dos. Son cosas que las suelta uno... así... porque hay momentos... Si me pusiesen ahora en el apuro de explicar cómo se las dije, no podría. Me salían de dentro. Quizá esto sea querer; lo que es lo otro... es pura guasa. Bien; al menos esto de ahora, caso que mamá lo averiguase, no le daría tanto disgusto como aquello que se me ocurría al principio. En lo de anoche no veo ningún mal». Y al cruzar un saludo á la puerta de la Universidad con el soñoliento bedel, sus pensamientos mudaron de dirección, y se le ocurrió: «Me luzco si hoy me preguntan la conferencia.»
Por la tarde se llenó la casa de amigos, que habían sabido el percance y venían «á ofrecerse». Hubo hasta dos ó tres señoras, á las cuales se permitió entrar en la alcoba y dar conversación á la paciente, porque en la cabeza no tenía nada ya, y en consecuencia no la molestaba el ruido. Ni faltaron los tertulianos de costumbre, que se quedaron en el gabinete, haciendo compañía al hijo de la víctima, como se llamaba á sí mismo Rogelio bromeando. Se habló de las consecuencias que pudo tener el golpe: se dedicó media hora larga á inquirir lo que sucedería si la señora, en vez de poner el tacón así, lo pone asado. Sólo Laín Calvo, representante, al par que de la malignidad, del buen sentido en aquella reunión senil, hacíase más que nunca el sordo, limitándose á atizar la lumbre y á mirar las láminas y caricaturas de los periódicos ilustrados. Dos ó tres veces sacó su trompetilla del bolsillo, é hizo ademán de limpiarla é introducirla en el conducto; y otras tantas la volvió á guardar, sin más consecuencias. Pero la prueba evidente de que oía á las mil maravillas, fué que á pretexto de enseñarle no sé qué dibujos de La Ilustración Ibérica, se inclinó hacia el estudiante y le dijo con una mueca más de granuja que de sesentón:
—Niñín, no sé cuándo acaban estos estafermos de darte la lata. Cuidado que están hoy más memos que de costumbre. ¿A qué vendrá andar discurriendo lo que pudo suceder si pasase lo que no pasó? Ahora cuadra bien aquello de «Si como le dió en el pié le da en la pata... la mata.»
Después se suscitó otra conversación, siempre relacionada con el magno suceso de la caída: y fué discutir si haría falta que alguna amiga se quedase á asistir á la enferma, porque para Rogelio no servían ciertos trajines; al fin no tenía experiencia, y era hombre. Pero aquí saltó Don Gaspar Febrero, llegando hasta robustecer sus aseveraciones con golpecitos del regatón de la muleta sobre el guardafuego de la chimenea.
—¡Pues si tiene la mejor enfermera que se habrá visto! ¡Señores! ¡Que no estará la amiguita doña Aurora bien cuidada con la simpática Esclavitud! De fijo que parecerá una Hermana de la Caridad. No se compadezcan de Aurora: compadézcanse de los pobres que no tendremos una Esclavitud á la cabecera si nos llega la de cerrar el ojo...
La tertulia en masa protestó, excepto Laín Calvo, el cual parecía muy entretenido en ajustarse la trompetilla.
—V., don Gaspar... ¡Pues si V. nos enterrará á todos! ¡Digo: apenas si está fuerte el hombre! Igual que un muchacho.
Meneó la cabeza Don Gaspar, pero con aire tan sereno y olímpico, con tanta vida en las correctas facciones, que más parecía un semidiós de la Grecia afirmando su inmortalidad, que un viejo de nuestra angustiada época anunciando la caducidad de la vida.
—La verdad es—intervino Laín Calvo—que todos estamos hechos unos pellejos podres, y que ya, si nos tocan, nos reducimos á polvillo como las momias del Perú. ¿No decía eso, Don Gaspar?
—Decía—le gritó Rojas—que para cuidar de sus males quiere á Esclavitud, la doncella de doña Aurora.
—¡Aire!—exclamó el sordo.—No, pues con los cuidados de una rapacina así, pronto se va un viejo á la sepultura, aunque esté hecho un roble, caray. A no ser que sea como el rey David...—Y añadió encarándose con Rogelio.—¿Qué dice á esto el rapacín de la casa? ¿Quiere cederles la niña guapa á los vejetes? ¿No protesta?
Ya por el modo como lo dijo, ó ya porque la conciencia de Rogelio tenía alguna razón para sobresaltarse, ó porque su inexperiencia y poca edad no le permitían aún el aplomo que se requiere en tales casos, Rogelio se puso como la grana (lo cual se notaba más en él por su morena palidez habitual), y contestó tartamudeando:
—No, yo... Yo... al señor de Febrero...—Y para su coleto decía:—«¡Sordo del diablo! Oyes tú más... Hasta oyes crecer la hierba.»
Los preparativos para la noche no se diferenciaron de los de la precedente, sin otra variación sino que, á fin de no viciar el aire, la cama de Rogelio se colocó en el gabinete, pero comunicada con la alcoba por medio de la puerta abierta. La enferma tardaba en coger el sueño, quejándose de dolores, de inflamación en la pierna dichosa, y de un molimiento inexplicable: Rogelio, al apoyarle la mano sobre la frente, notó algún calorcillo, observación que tuvo desvelado al estudiante, sin que dejase de alterarle también la idea de si Esclavitud iría ó no á darle un rato de palique, lo cual temía y deseaba. En esta zozobra se adormeció por fin; y medio entre sueños, hacia eso del amanecer, vió acercarse á la muchacha, que se inclinó y le dijo rápidamente: «No puedo apartarme de allí. Pide mucho de beber. Se queja que le duele aquí y que le duele acullá: es el mismo retumbo del golpe.» Y Rogelio, desalentado, murmuró: «Bien, Suriña.» Pero con aquellas malas nuevas ya no pudo volver á prender en un sueño seguido. ¿Habría peligro? ¿Sería principio de una fiebre? El médico, que vino temprano, le quitó la aprensión. «Todo esto es la repercusión de la caída. La calentura, insignificante. La inflamación la vamos á combatir... Deme V. papel. Esta tarde ya se notará la mejoría.» Por la tarde, en vez de la mejoría anunciada, se advirtió algún recargo, pero al anochecer se indicó el alivio, y á las diez la señora cenó con mucho apetito un ala de gallina. «¡Ay... alabado sea Dios!—decía.—Parece que se me han sosegado mis huesos. Sentía allá dentro una opresión... Rapaz, me parece que ya tenemos mujer.» A este alegre vaticinio siguió una calma profunda, y á cosa de la media noche doña Aurora gozaba de un descanso de convaleciente, tan profundo y apacible, que casi no se le notaba la respiración.
—Hoy sí que viene volando—pensó Rogelio, decidido á no adormecerse y sintiendo, á pesar de sus sofismas para no dar á aquello importancia ninguna, un rebullicio en el sistema nervioso, y en el corazón un desordenado latir.
VINO en puntillas, mostrando viveza y júbilo que contrastaban con su acostumbrada reserva, y se acurrucó en el piso como gata favorita al pié de la cama de su dueño. Este, sin embargo, no le dedicó sus primeras palabras, sino que instintivamente las consagró al verdadero amor de su vida, á la mujer que le había llevado en su seno y que reposaba allí á dos pasos.
—¡Pero ves qué gusto, Esclava! Mamá se ha puesto casi bien del todo. Parece mentira. Me ha dado un susto de órdago. Esta mañana, cuando me dijiste que estaba así... no pude dormir ya más.
Esclavitud, antes de contestar, miró al estudiante de un modo raro por lo penetrante y profundo.
—Bien que le recé á mi patrona la Virgen de la Esclavitud para que la señora se aliviase. Le ofrecí también una misa. Ya ve cómo la Virgen me ha hecho caso, señorito.
—¡Ya se ve! Tú debes de tener vara alta en el cielo.
—Sí, señor...—murmuró la muchacha.—La tengo. Para conseguir todo lo que es contra mí.
—¡Contra ti!—articuló Rogelio asombrado y un tanto receloso.—¿Y es contra ti el que mi madre sane?
—Como sanar...—balbuceó Esclavitud—como sanar... no, señor, y quiera Dios llevarme á mí antes que á ella. Pero en acabándose el mal, se acaba la vela, y en acabándose la vela... se acaban estos ratos.
La explicación halagó la vanidad de Rogelio, afirmándole una vez más que era querido, y no á la manera de los niños, sino del modo que quiere al hombre la mujer, punto en que consistía toda la gracia de tan singular comercio, que no se atrevía á llamar, ni aun en sus adentros, amoroso. Aquellas palabras, dulces por el mismo acento hosco y dolorido con que la muchacha las pronunció, impulsaron á Rogelio á alargar el brazo, y cogiendo la bonita cabeza de su amiga, la arrimó á su pecho y la estrechó con ternura. Esclavitud respiraba tan anhelosamente, que Rogelio la dijo en tono afectuoso:
—Ya te suelto... No quiero hacerte daño, ni sofocarte.
—Daño, no—murmuró la muchacha.—Daño, no.
Rogelio no volvió á estrecharla. Ninguna violencia tenía que imponerse para respetar á Esclavitud, allí, al borde de la cama de su madre, y en aquellas efusiones de carácter más fraternal que apasionado, cuyo verdadero sentido y objeto ni él mismo acertaba á definir. Sólo se deslizó á pasar la mano repetidas veces por el pelo rubio, revuelto y abundante. A la vista parecía más sedoso el pelo de Esclavitud; pero de todos modos, era muy agradable acariciar la madeja ondeada y tibia.
—¿No quieres dormir un poquito?—le propuso.—Llevas dos noches en vela y debes de estar molida. Si mamá rebulle te despierto. Yo al fin he de estar despabilado...
Negóse Esclavitud. ¡Velar tres noches! Gran cosa. Cuarenta días sin desnudarse había pasado á la cabecera del cura, en su última enfermedad, sin tomar otro descanso sino recostarse á ratos, en una silla vieja, á descabezar una siesta de cinco minutos... ¡Velar tres noches! Velaría ella un trimestre.
—Pues si no has de dormir, entretenme. Cuéntame algo.
—¡Ay, señorito... pues buena persona ha ido á buscar para contarle!... Quien no sabe nada...
—¡No has de saber, boba!... Háblame de allá, de la tierra nuestra. Tengo unas ganas atroces de que me cuenten de allí. Cuando salí era un tapón. Casi no me acuerdo.
Al oir nombrar la tierra, los ojos verdes de Esclava fulguraron en la obscuridad, como los de los gatos.
—¿No se acuerda nada, señorito?
—Te diré... Apurando la memoria, me parece que veo, así..., muchos campos verdes, y el mar muy alborotado y muy verde también... Ello es que si me acuerdo, es de un modo confuso. ¿Sabes lo que tengo más presente? Un marinero que me cogía en brazos para bañarme; á ese parece que le estoy viendo ahora mismo, más negro que la brea, y apestando á sardina.
—¿Y por qué no va allá á ver otra vez todo aquello?
—Este año, ó poco he de poder, ó he de convencer á mamá de que vaya. Pasaremos por Marineda y Compostela. Veremos la provincia de Pontevedra y la de Orense. Nos atracaremos de ostras y de langosta fresca. ¡Allí sí que sabrá á gloria! Te llevaremos. Ya verás.
—¿A mí?—articuló la muchacha meneando la cabeza.—A mí, ya verá como no.
—¿Por qué, tonta?
—Cuando se me pone una cosa en el corazón, acierto siempre; y se me ha puesto que ver no veo más la tierra.
—¡Anda, pájaro de mal agüero! Déjame salir del aprieto de los exámenes... y después... ¿Conque la tierra es muy bonita? Cuenta, cuenta. ¿Cómo es? Aseguran que es la más linda de todas las de España.
—Y de las del mundo todo, ya se lo dije—contestó con gran persuasión Esclavitud.—Si viese las rías de Pontevedra... quedaba lelo. ¡Si viese echar el cedazo de la sardina!
—Será precioso. Ya me estás abriendo el apetito. ¿Y las romerías, con su tamboril y su gaita?
—Vale más una fiesta de aquellas—aseguró muy formal la chica—que todas las diversiones de Madrid. Yo allá era bien alegre, y todos los domingos bailaba: aquí parece que se me ha caído la paletilla.
—¿Y qué es eso de la paletilla? Sepamos.
—Un hueso que tenemos en semejante parte—respondió señalando al pecho—que cuando se cae es como si le cayese á uno el alma: se va uno quedando mustio, mustio... vamos, así, muy triste, y amarillo, y sin voluntad de comer, hasta que después de algún tiempo, si no se la levantan á uno, se muere.
—¿Tú crees en eso, chica?
—Si es la verdad. Algunas personas dicen que todo lo de la paletilla es una brujería; pero yo he visto ya dos ó tres que se fueron al otro mundo, por no querer que se la levantasen.
—Pues Suriña, á veces parece que también se me ha caído á mí la paletilla dichosa, porque paso esplines y se me quitan las ganas de probar bocado. Tengo metido en la cabeza que así que vaya á la terriña me pondré magnífico, hecho un animal de gordo..., así.—Al decirlo inflaba los carrillos, para demostrar cómo pensaba ponerse.—Aquí siempre seré un fideo. Esta vida no es para echar buen pelo, no. Cuenta, anda, cuéntame de allá.
Esclavitud obedeció y empezó á contar sin orden ni genio descriptivo alguno, pormenores que, mejor que á la tierra, se referían á su biografía propia. «Siendo yo chiquilla, ocurrió esto y aquello... Una tarde que salí yo en Marín á la pesca de las xardas... Cuando yo aprendía á hacer encajes con los palillos... Un día que cocíamos la hornada en nuestro horno...» Esta misma personalidad de la narración le prestaba singular encanto para Rogelio. Al hablar la muchacha, parecióle que sus desvanecidos recuerdos infantiles tomaban cuerpo, se destacaban, y se le aparecían claros y distintos. El cuarto se llenaba de olores de campo, á menta, á anís, á hierba recién segada. La ilusión fué tan fuerte que arrimó á sí la cabeza de Esclava y la olió.—«Hueles no sé á qué... así como á flores, á aldea». Mientras la chica hablaba, se le ponía á él entre ceja y ceja, más fuerte que nunca, el capricho de ir allá. «Si no voy allá, no soy nunca hombre. Es lo primerito que he de pedirle á mamá cuando se levante. Es una rareza no haber ido ya á veranear allí, en vez de aquel San Sebastián, tan apestoso y con tanto gentío. En sentando los piés en la terriña, doblo y me pongo lo mismo que un becerro bravo.»
—¡Ay señorito!—murmuraba la voz de Esclavitud—¡qué fea y qué seca me pareció toda esa tierra que se pasa para venir aquí! ¡Jesús, María! Ni un triste árbol, ni un regato, ni una mata verde... ¿Cómo viven los labradores ahí?
—Mejor que allá, infeliz. Esta es la tierra que da el pan y el vino, mujer.
—¡Mi madre querida! En esa secura parece increíble que contenta esté la gente. Luego ¡faltarles la vista del mar! Cuando uno ve el mar, mismamente parece que ve la grandeza de Dios. ¿No es cierto que sólo Dios podía hacer aquella cosa tan grandísima? ¡Y lo que sale de él! ¡Aquellas conchitas tan monas; tantísimas clases de pescados; la sardina, que es el mantenimiento de los pobres!
—Hablas como un libro, Esclavita. No me extraña que diga tu apasionado Nuño Rasura...
—¿Quién?
—El señor de Febrero, mujer...
—¿El ancianito de la muleta?
—Ese... Pues dice que tú eres un tesoro. Has de saber que está muerto por ti.
—¡Bah!... No haga burla.
—De veras. Como que quiere llevarte consigo á su casa. Se cree que acabará por ofrecerte su blanca mano y su pata coja. Ha concebido por ti una insensata pasión, que le arrastrará al sepulcro en la flor de sus años, en la risueña edad de las ilusiones, á los ochenta y seis abriles no cumplidos.
—Bueno, bueno... Malpocado de señor, ni con sus piernas puede.
—Calla, ingrata mujer, ó mejor dicho, hipócrita. Nada conseguirás con disimular la profunda impresión que han hecho en ti sus rizados cabellos...
—Sí, de difunto—observó humorísticamente la muchacha.
—Las perlas de su dentadura, y la esbeltez de su talle. Pero no te compongas, infiel, que yo no te permitiré seguir á ese Tenorio. No harás traición á tus deberes, ó morirás á mis manos. Te arrancaré el corazón si me vendes.
Le deshizo cariñosamente las conchas del pelo, y murmuró bajito:
—Suriña no se va con el viejo. Suriña es para mí. ¿Quién se la quería llevar? Que se limpien, que se limpien. Suriña es mía.
DOÑA Aurora se encontró tan aliviada el día siguiente, que ya pudo levantarse un par de horas, y á la noche insistió y porfió en que su hijo no se quedase en el cuarto. «No me conviene», advirtió. «Te acuestas ni desnudo ni vestido; tardas en dormir; te entra el aburrimiento; te pones de palique con Esclavitud, que bien os oí anoche entre sueños, y luego amaneces desemblantado y desganado». Cuando la señora hablaba así, andaba la muchacha por el cuarto arreglando no sé qué cosas, y se volvió de espaldas precipitadamente, sin duda para recoger mejor la abrazadera caída de una cortina, operación en que se entretuvo bastante tiempo. En cuanto al estudiante, clavó en su madre los ojos, sobrecogido; pero aquella querida fisonomía, tan poco avezada á disimular sus impresiones y tan conocida para él en sus menores repliegues, no expresaba nada más que lo que en voz alta habían proferido los labios, y el estudiante, respirando mejor, accedió á retirarse á su cuarto aquella noche. No dejaba su madre de llevar razón asegurando que le faltaba sueño. En la edad del pleno desarrollo, no robustecido aún después de una niñez si no precisamente enfermiza, al menos delicada, su fina organización se resentía de cualquier cosa, y las tres noches de media vela le traían ya algo lacio. Sin embargo, al recogerse á su alcobita, experimentó una impresión de pena y de soledad. Acostumbrado á una atmósfera de ternura y de mimos, á andar envuelto en algodón en rama, era codicioso de cariño, y bastáranle dos días para contraer el hábito de aquellos tiernos y extraños coloquios, á deshora, con una mujer que le ofrecía tal cantidad de afecto y de adhesión, que ni su propia madre, al parecer, derramaba más profusamente el amor sobre su cabeza. Si Rogelio pudiese analizar al microscopio sus sentimientos, vería que buena parte del encanto de Esclavitud consistía en que allí él era quien mandaba, y que la mujer de veinticinco años que al pronto le tuvo por un chiquilicuatro, un rapaz, ahora estaba á sus órdenes, sumisa, como esclava verdadera. Con la madre, por más amante y tierna que fuese, Rogelio siempre se reconocía súbdito: la costumbre de respetar y obedecer se le imponía, manteniéndole en perpetua infancia. Con la doncella, podía en cambio satisfacer su pueril vanidad y á la vez su oculto y mal definido anhelo de vestir la toga viril, atributo de la dignidad humana.
Por eso le causó gran disgusto la interrupción de veladas tan sabrosas. A punto estuvo de escurrirse de puntillas á eso de la una, y sorprender á Suriña, para alegrarle aquella cara que se le había puesto de una legua. Pero ¿y si los cogía su madre? Creería todas las cosas malas; tendría una desazón horrible; recaería; acaso despacharía á Esclavitud... El instinto de cautela, que en los movimientos pasionales se despierta como contrapeso á la fiebre de las determinaciones radicales y de los insensatos extremos, le aconsejó cierto tino; y al otro día, como viese á Esclavitud descolorida y con las facciones afiladas, la acorraló en un rincón del pasillo, y la dijo entre bromas y veras: «Suriña, no me pongas esa cara de viernes. Esta noche me acordé mucho de ti, y de nuestra charla. Se me pasaban ganas de ir, pero no me atreví. Cuidadito, por causa de la pobre mamá. Anda, Esclava, sonríe á tu señor.»
Bastó esta pequeña satisfacción para que la muchacha apareciese con mejor semblante, y aun se manifestase en apariencia contenta y segura. Rogelio había hecho su composición de lugar, mitad por instinto de prudencia, mitad por filial respeto: «Ahora, que sane mamá del todo: que se reponga: á eso estamos. Mientras no se consiga verla fuerte y buena, que Esclavitud la cuide, y se acabó. Pero mamá se encuentra muy aliviada, y va á entrar en convalecencia: dentro de ocho ó diez días no quedará rastro del percance. Entonces tenemos tiempo de echar todos los paliques que se nos antoje. Porque mamá sale á la calle, ó se entretiene con su tertulia, y... perfectamente. Se lo he de decir á Sura para que se ponga más alegre todavía.»
Atisbó la ocasión propicia de comunicarle este agradable proyecto. Sujeta incesantemente en el cuarto de la enferma, Esclavitud aquellos días no pisaba el del estudiante: era preciso tomar por centro de operaciones el pasillo, y Rogelio se propuso esperar á la chica en él por la tarde, pues la mañana se le iba entre almuerzo y cátedras. Hacia eso de las cuatro, el entrar y salir de los amigos en la tertulia introducía en la casa cierta animación y desorden favorables al intento de Rogelio. Y la tertulia aquellas tardes se encontraba muy concurrida, porque el género de enfermedad de la señora, no incompatible con la charla y la bulla, imponía á sus amigos el deber de acompañarla. No sólo venían los «señores» sino también el personal femenino, compuesto casi todo de modestas amas de casa, que por carecer de la desahogada fortuna de doña Aurora, sólo de tarde en tarde podían permitirse el lujo de hacer visitas, no sin meditarlo antes á fin de darse á luz con la decencia conveniente en la familia de un magistrado. Aquella tarde vinieron dos señoras que acostumbraban dejarse ver muy poco: la del presidente de Sala D. Prudencio Rojas, y la del ex-Fiscal D. Nicanor Candás, por mal nombre Laín Calvo. Si un pintor quisiese simbolizar la Dignidad envuelta en los cendales de la Modestia, bastábale copiar fielmente el porte y rasgos de la señora de Rojas. Para quien no tuviese el alma dañada y torcida, ó embotada la sensibilidad, había algo en aquella mujer sencilla, socialmente insignificante, que obligaba con categórico mandato á inclinarse y descubrirse. En su abriguito de terciopelo negro ya raído, escrupulosamente limpio, trabajosamente puesto al aire de la moda después de ocho ó diez arreglos quizá; en su capota cuyos encajes descubrían el brillo de la plancha casera; en sus guantes nuevos, comprados para la circunstancia, de dos botones no más, de color sufrido y obscuro; en sus aretes antiguos,—una roseta de minúsculos diamantes;—en sus blancos cabellos, alisados y pegados á las sienes con el supremo decoro de una reina viuda que ha renunciado á agradar, se revelaba más valor, más sufrimiento, más secreto heroismo que en los harapos de ningún pordiosero, ni en el uniforme de ningún inválido, ni en el sayal de ninguna monja. El viviente comentario y tal vez la mejor clave de la rígida integridad del marido, era la aureola de paciencia doméstica y de serena aceptación del sacrificio cotidiano que resplandecía en la esposa. Lo que tenía Rojas de duro y leñoso en su modo de entender y rendir estrictamente la justicia, lo suavizaba la dulzura de su mujer, á quien Roma hubiese conferido el cargo de sacerdotisa de la piedad doméstica. Aquella matrona no había preguntado jamás, ni aun á sí misma, la razón de que su vida conyugal fuese un continuado acto de abnegación que duraba ya treinta y tantos años: sabía que en su casa se adoraba el inflexible simulacro del Deber poniendo en el mismo altar la estatua sobredorada de la Decencia, y sin una protesta se había consagrado al culto de ambos númenes.
No cabía mayor contraste que el de la señora de Rojas y la de Candás. Como en la magistratura se tienen muy en cuenta los antecedentes de familia, no es posible dudar que una esposa tan cursi, que según malas lenguas había sido posadera en Gijón, influía bastante en ciertas sombras que un tiempo empañaron el buen nombre del Fiscal, y era motivo para que sus compañeros, molestados por tener que seguir trato con ella, mirasen á su esposo con una prevención que crecía al fijarse en la incorregible mordacidad, burlón escepticismo y sordera intermitente del asturiano. La señora de Candás, gordinflona, con una lupia al margen del ojo izquierdo, muy empavesada, luciendo siempre vestidos llenos de faralaes y capotas que parecían garitas ó peroles, hablando medio en bable, llamando á su marido este, y contando delante de cualquiera indisposiciones propias para sepultadas en el silencio más profundo, era el tipo perfecto de la ordinariez incurable, enquistada, que resiste al buen ejemplo, al aire de la corte, al cáustico de la burla y al roce de la corriente del tiempo, que desgasta y pule, como la del mar, las piedras más toscas. Si Don Nicanor probó alguna vez á civilizar á su costilla, seguramente había renunciado á ello muchos años hace; y además, los compañeros aseguraban que para desasnar á Pachita tenía que empezar Don Nicanor por darse una mano de barniz á sí propio, y suprimir las crudezas de su conversación, el desentono de sus modales y el mal gusto de sus opiniones,—porque hasta las opiniones eran de mal gusto en el Fiscal, ó al menos lo parecían por la forma de expresarlas.
Lo evidente es que, encontrárase ó no al nivel de su Pachita,—y acaso sólo le llevaba de ventaja la agudeza del ingenio y la superioridad de la instrucción masculina,—Don Nicanor se mostraba á veces como avergonzado de su mitad. Quien se apostase aquel día en casa de doña Aurora y viese entrar primero al señor de Rojas y luego al señor de Candás en compañía de sus respectivas mujeres, podría, sólo con aquella observación, deducir la vida psíquica de ambas parejas y ambos hogares. Rojas había ofrecido á su mujer el brazo por la escalera, adelantándose á tirar de la campanilla; y, al cruzar la puerta, se hizo atrás cortésmente, no sin llegar después á tiempo de alzar el portier del comedor (donde ya había vuelto á instalarse la tertulia). En el modo de colocarse á su lado, en el de asociarse á sus protestas de interés por la salud de la madre de Rogelio, rebosaba la misma consideración, el mismo delicado sentimiento de reverencia familiar, si así puede decirse; y el magistrado, respetando á su compañera, mostraba respetarse á sí mismo. El señor de Candás, al contrario, entró con el sanfasón de todos los días, y por poco suelta á su mujer en el mismo rincón en que había colocado el paraguas. Parecía como si Pachita y su esposo se hubiesen encontrado por casualidad en la escalera, sin conocerse, ni haber sido presentados. Pero hubo más. Mientras el señor de Rojas, conversando en igual tono deferente con su mujer que con doña Aurora, no se movió del asiento hasta que la señora de Rojas hizo la clásica indicación, «cuando quieras, Prudencio, nos iremos hacia casa», el señor de Candás, de repente y cortando una arenga de Pacha sobre lo rancio y caro que era en Madrid el tocín, dijo con el peor estilo del mundo:
—Ea, Pacha, cállate y larguémonos, que es hora.
Salía el señor de Candás, sin duda para enseñar el camino á su mujer, que aún quedaba empantanada en los cumplimientos de despedida, á tiempo de espantar un grupo de dos personas que hacia el fondo del recibimiento se secreteaban con calor. Nadie ganaba al socarrón del astur en el arte de hacerse el sueco; pero ver... ¡carapuche si vió! Tanto, que al salir de la casa aún retozaba una risilla en las arrugas de su volteriana faz.
Lo que Rogelio le decía con tanto entusiasmo á la muchacha era esto:
—Suriña, la gran noticia. Este verano iremos allá... todos. Ya mamá me lo tiene ofrecido.
ENCONTRÁBASE la señora de Pardiñas completamente dada de alta y se discutía la oportunidad de una salida á pié, cuando cierta mañana, á la hora en que Rogelio tenía su clase de economía política, que para tales visitas era deshora, llegó Don Nicanor muy bien humorado y cordialísimo. Se hizo el sorprendido de no encontrar allí á ninguno de los acostumbrados tertulianos; á lo cual doña Aurora, que se consagraba á la fabricación de unas medias de abrigo, respondió muy cuerdamente que faltaban dos horas lo menos para la de la tertulia, y por consiguiente no tenía nada de extraño que la gente no hubiese llegado. Pero Laín Calvo no debió de oir esta observación, porque conservaba en el bolsillo la trompetilla, limitándose á formar con la mano un embudo acústico.
—¿Diga, Aurora, no ha notado una cosa?—preguntó después de repantigarse en la butaca, sobre cuyo ancho respaldo estaba ya señalada la forma de sus lomos.
Doña Aurora levantó las pupilas como el que dice:—«No; es decir, ¿yo qué sé? Haga V. él favor de explicarse».
—¿No se ha fijado el otro día... cuando vinimos de visita Pacha y yo...
—Sí, sí; ya... el viernes.
—¿La mujer de Rojas, qué abatida estaba?
—¡La pobre! No es muy animada nunca; pero tampoco se la ve displicente. ¡Mujer de más mérito! Vale un Perú.
—No, ella bien se esforzaba en hacer de tripas corazón: ¡pero se le conocía! Sobre todo, los que estábamos en autos.
—¿Pues qué ha pasado? ¿Tienen algún disgusto serio?—preguntó ya consternada la señora de Pardiñas, que estimaba y quería muy de verdad á la de Rojas.
—El Joaquín... el hijo, el juez... me le han vuelto á trasladar desde un extremo á otro de España, á los dos meses de la primera traslación, y estando su señora para dar á luz. Así se convencerán de que aquí no se puede hacer el quijote, ¡carapuche! ¡Mire que un rapaz que empieza la carrera, y para estreno se le ocurre tenérselas tiesas con un alto cacique de las agallas de Colmenar, á quien le guarda las espaldas el ministro del ramo! Ya verá, ya verá que no se pueden gastar bromitas con esos nenes. Y ya comprenderá lo que importan aquí legalidades. ¿Que no se puede trasladar á los jueces más que á instancia suya? Pues se pone en la Real orden: «A instancia suya», y tan guapamente. Ya hubo alguno á quien le encajaron la cesantía «á instancia suya». Y cuando protestó le salieron con «¿V. desacata al ministro?»
—Pero señor Don Nicanor, eso honra mucho á la familia de Rojas, y al muchacho, que por lo visto es de la escuela de su padre. Gente íntegra así, se ve ya muy poca. Yo nada entiendo; pero recuerdo que aquí se hizo conversación del asunto, y se dijo que querían que Joaquín Rojas se prestase á una picardía tremenda, á un despojo que importaba...
—¡Mire V.—añadió Laín Calvo prosiguiendo en su sordera—que ir un mequetrefe como él á cuadrarse delante del Ministro! Los Rojas tienen vena. Talis pater... Farol el padre, farol el hijo... Es decir, el hijo todavía más farol, aunque parezca mentira. Porque el padre al menos no se mete en camisa de once varas: al texto de la ley y se acabó. ¿Que el Código dice blanco? Pues blanco. ¿Que dice negro? Negro. Rojas es una máquina de aplicar la ley. Si la ley hoy trajese azotes, y cortar las orejas, andaría Rojas desorejando y vapuleando á la gente. ¡Pero el chiquillo!... Porque se ha leído unas chapucerías alemanas é italianas, traducidas en gringo, se las echa de sabiondo y de fi-ló-so-fo. ¡Fi-ló-so-fo un xuez! ¡Home, qué farolería!
—Pues á mí,—arguyó doña Aurora sin alzar la voz, porque sabía á qué atenerse respecto á la sordera del Fiscal,—me parece que en todas las profesiones puede un hombre portarse con dignidad y con decencia. Les tengo á los Rojas, por eso, una simpatía grandísima.
—Y claro,—siguió Laín,—ahora lo de cuartos anda mal. En aquella casa ni se enciende estufa, ni se come principio, ni se hace café. No le llega el sueldo para traslaciones; se ha casado con una chica que no tiene un ochavo, y así que la cosa apremie, ya bajará el gallo el señorito. La necesidad enseña más que las Universidades. Ya le domarán. Como un guante estará dentro de un año.
Persuadida de que no conseguía nada con protestar, doña Aurora continuaba menguando el talón de su media, limitándose á hacer gestos negativos, porque su genio vivaracho no le consentía asentir á las atrocidades del maligno sordo.
—Todos allá cuando rapaces empezamos por echárnoslas de plancheta... ¡y luego amainamos, vaya si amainamos! O si no, es querer pasar una vida miserable. Ya verá V. como el ramalazo que ha cogido á Joaquín le alcanzará también á su padre. Se la están armando con queso. No pasa el año sin que le jueguen alguna de puño: gorda. ¿No pueden trasladarle? le jubilarán. Yo no soy antiguallero como Don Gaspar y los otros; pero tengo que reconocer que en mis tiempos la magistratura dependía menos que ahora de la política. Las cosas vienen así, y hay que tomarlas como vienen. Estos señores están siempre en Belén, carapuche. ¡Memos en polvo! A bien que la camada nueva la entiende mejor. Aquí soy yo el único de la tertulia que vive en el mundo. Si no fuese la arrenegada sordera...
—A mí no me venga V. con sorderas,—protestó la señora.—Dios me libre de sordos así. Oye V. más que quiere. A mí déjeme V. de cuentos ¿eh? No nací en el año de los tontos.
—Y el que está más chiflado de todos,—advirtió Laín haciéndose el desentendido,—es el bueno de Don Gaspar. Ese ya, guillati por completo. Ha vuelto á la infancia. Tendremos que ponerle ama de cría, ó al menos niñera. Eso quiere y por eso suspira; y anda buscando robarle á V. la que V. escogió para su chico. Hablo formal; tan cierto como me llamo Nicanor, que le tenemos vuelto tarumba por su doncella de V., por la Esclava ó como se llame. Ningún rapaz de veinte se enamoraría tan fuerte de ella; estoy seguro de que á Rogelín no le entró así, home.
Al nombre de Rogelio, y sobre todo al percibir el tono en que lo pronunciaba Candás, la madre se estremeció, dejando caer en el regazo la calceta.
—Lo de Rogelín,—continuó con la misma bonachonería el sordo,—es tan natural en un rapaz, que sería para hacerse cruces si no sucediese. Claro: una mujer agraciada de veinticinco, y mimosina; un rapaz de veinte... ¿qué había de pasar, señores? Que hoy te miro, que mañana te toco... que el cariñín en el pasillo, que el retozo en la antesala... Rapazadas que se caen de suyo.
La señora saltaba en el asiento lo mismo que un muñeco de resorte.
—¿V. sabe lo que está diciendo?—exclamaba.—¿Le parece á V. bien lanzar esas cosas tan serias porque sí, sin prueba ni fundamento ninguno? ¿No hay más que echar la lengua á paseo y caiga el que caiga? Rogelio... ¡infeliz criatura! ¡que no es capaz de semejantes trastadas en casa de su madre!...
—Bueno, si yo comprendo que V. le dé poca importancia y lo meta á risa, porque son demoniuras que la edad las trae consigo...; y por eso, cuando el otro día los pillé en la antesala muy entretenidos, hechos un caramelo, díjeles para mi saco: «Eso, niñines, á divertirse, que es ley de Dios.» Pero si pienso en el otro estafermo, con sus ochenta del pico, todo derretido en babas...: home, le bajaría los calzones y le daría una mano de azotes en el tafanario, por archimemo.
¡A doña Aurora sí que se le pasaban ganas vivísimas de ejecutar la misma operación con el empecatado sordo! ¡Contar aquellas enormidades, y contarlas de aquel modo traidor, que ni daba lugar á rectificaciones, porque con la farsa de la sordera podía decir cuanto se le antojase, sin atender á las razones en contra, ni aun á los mentís! Era para envenenarse la sangre de rabia... Era una burla supina, descarada, insufrible. ¿Y ella había de aguantarla? Eso sí que no. La bilis de la señora de Pardiñas se alborotaba: la sangre le hervía en las venas. «Sordo infame, sordo de mentirijillas, revoltoso y chismoso de verdad, raposa malvada y astuta, ahora te lo diré de misas.» Levantóse del sillón, y acercándose rápidamente á Laín Calvo, le metió la mano, con la destreza de un tomador de oficio, en el bolsillo del gabán, sacando el estuche que contenía la trompetilla. Y antes que el sorprendido Fiscal pudiese evitar el ataque, doña Aurora había sacado el cañuto de plata encajándolo en el conducto auditivo del asturiano, acercado la boca y gritado con toda su fuerza:
—Para mí póngase V. siempre la trompetilla, ó si no determínese á oir lo que le contesto. Eso de Rogelio y Esclava lo inventa V. con su maliciota condenada, ¿oye? Mi niño no seduce á las criadas de la casa de su madre, ¿oye? La gente no anda tan suelta ni tan descarada como V. la pinta, ¿oye, oye? Y las personas decentes se diferencian ¿oye? de los pillos. Y yo no soy tan borrica ¿oye bien? que si semejantes cosazas me pasasen por delante de las narices las fuese á consentir. Y á mí me gusta poco la gente maligna ¿oye? porque siempre echo la cuenta ¿oye? «Piensa el ladrón que todos lo son.»
Acabada la filípica, la señora se dejó caer toda sofocada y nerviosa en el sofá: y el astur, llevándose ambas manos á su amarillenta calva, exclamó con acento dolorido:
—Carapuche, Aurorina... Me ha roto el tímpano... Con otra como ésta me deja sordo.
PERO apenas el truhán de Laín Calvo se hubo ido, y calmádose un poco la indignación y la cólera dando lugar á la reflexión, doña Aurora, ejecutando su movimiento favorito de rascarse el moño con una aguja de la calceta, llegó á formular categóricamente el indefectible «¿por qué no?» de todas las desconfianzas. Sin necesidad de gran perspicacia, sin poseer la aguda malicia del Fiscal, con sólo las nociones más elementales del sentido común, bien podía venirse á la memoria é imponerse al entendimiento todo aquello de «el fuego junto á la estopa...», con lo otro de «entre santa y santo...», etcétera. Y por una serie natural de razonamientos, propios de su buen sentido, llegó la señora á caer en el extremo contrario á su primer impulso, acusándose de confiada en demasía, de necia y simple, porque ni una sola vez se le había ocurrido la posibilidad y aun la probabilidad de cosa tan obvia, hasta que se la indicara una persona maliciosa y extraña, cuando ella tenía obligación de precaverla á tiempo. «Las mamás padecemos esta pícara manía, de pensar que los niños siempre han de ser niños... y los años vuelan, y ellos llegan á hombres, y el bigote no nos pide permiso para crecer... Cuando no creemos que siguen siendo chiquillos, damos en figurarnos que ya son viejos y formales como nosotros..., otro imposible, otra bobada... La edad pide lo suyo, y es una majadería no sospecharlo siquiera... Lo malo aquí es que tenemos al enemigo en la plaza. ¡Y lo he metido yo misma! Nada, le abrí la puerta y le dije:—Pase V. Sobre que la situación es poco decente, desairadísima para mí, he duplicado el peligro y la gravedad de todas las consecuencias que pueden sobrevenir... ¡y tanto como pueden! Ello es que yo no esperé nunca que Rogelio fuese toda, toda la vida un santo; pero esto... así, á domicilio...»
Otra rascadura en el moño le sugería el contrapeso lógico de tales reflexiones. «Es muy creíble que el tiñoso del viejo haya calumniado, por el gusto de calumniar, á mi nene y á la pobre Esclava. Yo no tengo tan mal ojo para conocer á las pájaras de cuenta, y Esclava me gustó, me llenó precisamente por su tipo formal y modesto. Verdad que los antecedentes de familia no la abonan, y que tiene mala sangre por los cuatro costados; pero eso... en eso se lleva uno chascos grandísimos: la gente no es como los pimientos, que salen gordos ó ruines según la semilla. Nada, aquí no tenemos sino un caminito que seguir. Observar, no dormirnos y procurar que el muchacho se distraiga por ahí fuera. Según lo que vaya pescando, así haré. Yo no voy á cometer la barbaridad de echar á la chica de buenas á primeras. Si todo ello resultase paparrucha de Don Nicanor, sería un cargo de alma. Y si es verdad, podía alborotárseme el chico... y tendríamos una... Estas primeras chifladuras y tonterías de los rapaces les entran muy fuerte. Andarse con tiento. Aurora, figúrate que eres de policía y que te mandan seguir la pista de un crimen... Ojo alerta, calma y mala intención.»
Ningún programa se cumplió más al pié de la letra. Dedicóse la señora desde aquel mismo instante á reparar el tiempo perdido: tan confiada y noblota como fué antes de concebir recelo alguno, tan suspicaz y escamona se volvió desde que la sospecha vino á hacerle cosquillas con sus dedos rápidos y fríos. Espiaba con destreza y con un sosiego perfecto, sin dejar salir al exterior las preocupaciones del ánimo. En toda mujer, en la más sencilla y franca, hay un polizonte en germen; los hábitos de disimulo contraídos desde la niñez les hacen fácil el oficio.
Para no alarmar ni poner sobre aviso, discurrió doña Aurora no vigilar á los dos presuntos culpables, sino á uno solo: porque si éste comunicaba al otro sus temores respecto al espionaje, el otro los disiparía asegurando no haber notado cosa alguna que alarmar debiese. Y en efecto, en el presente caso no puede negarse que, vigilada Esclavitud, sobraba atisbar á Rogelio. Así se practicó. La señora, usando de un derecho indiscutible, estudió minuto por minuto las acciones, pasos y movimientos de su criada. Supo á qué hora se despertaba; qué hacía después de levantarse; cuántas veces y con qué fin entraba en el cuarto de Rogelio; en qué empleaba la tarde; á qué se dedicaba mientras duraba la tertulia; cuándo se recogía y en qué momento soplaba la luz. Y,—preciso es confesarlo,—al pronto el resultado de estas averiguaciones fué completamente negativo. Esclavitud, no bien salía de su cuarto, se consagraba como siempre á los chocolates, y después á su aseo personal, sin acicalarse ni hacerse esos moños de figura de sorbete, único lujo de las domésticas madrileñas. Para arreglar y asear las habitaciones de Rogelio, despachito y alcoba, escogía las horas que el estudiante pasaba en clase, ó en paseo: nunca iba estando él. Esclavitud no salía los domingos sino á misa; por consiguiente, tampoco veía á Rogelio fuera de casa. Durante la tertulia, Rogelio no se movía de su rincón del sofá, ni la muchacha abandonaba su cesta de repaso, excepto para abrir la puerta. Y las noches, en que á no venir algún estudiante amigote de Rogelio, éste leía periódicos ó salía á los teatrillos á ver una pieza, Esclavitud se las pasaba en su cuarto, cosiéndose su propia ropa, ó dedicándose á faenas análogas. Nada se descubría que pudiese dar pábulo á ciertos recelos, y la señora se dormiría tranquilamente, si sus condiciones de observadora fuesen más vulgares.
Pero no era ella mujer á quien se le pasasen por alto varias cosillas insignificantes en apariencia, y en realidad muy significativas y aun escamativas para una mamá avispada; cabos sueltos tras los cuales suele salir toda una madeja larga y enredadísima. Estos indicios, señales ó guiones para las pesquisas de la celosa madre, eran del género siguiente. A la hora de almorzar, al traer Esclava las píldoras ó el jarabe ferruginoso, al presentar á Rogelio sus manjares preferidos, establecíase alguna vez (y que no se lo negasen á doña Aurora, que ella bien lo había guipado) un trueque de miradas lánguidas de carnero á medio morir, ó encendidas y chispeantes. Al llamar el estudiante á la campanilla y levantarse Esclavitud para abrir la puerta, la muchacha mostraba un apresuramiento que estaba muy lejos de manifestar cuando tiraban del cordón los vejestorios tertulianos; es evidente que conocía al señorito en el modo de llamar y hasta de subir las escaleras. Si Esclavitud planchaba ropa de Rogelio, hacíalo con primor y esmero muy especiales; y este mismo síntoma podía advertirse en el arreglo de la habitación y en el servicio de la mesa. Algunas noches, al salir de casa Rogelio, la muchacha le esperaba en el pasillo, y trocaban breves frases, pero en voz tan baja que no podía oirse el diálogo: esto mismo ocurría por la mañana al regresar de clase, y siempre que no estuviese en la antesala doña Aurora. Por último, y este indicio era de los más elocuentes, Rogelio se había resistido dos ó tres veces á acompañar á su madre para salir, y aunque por fin cedía, iba asaz mohino y con las orejas gachas.
Ni más ni menos que esto percibió la señora: ello bastaba y aun sobraba quizá para tenerla en ascuas ó inspirarla deseos de resolver del mejor modo posible aquella ambigua situación y desenredar la madejita, que amenazaba ser con el tiempo un enredo de dos mil diablos. No se atrevía á moverse de casa por no facilitar ocasiones peligrosas; pero esto puede hacerse un día, dos, tres; no prolongarse todo un invierno, á menos de criar moho. Rogelio había manifestado ya repetidas veces gran extrañeza viendo suprimidas las correrías matinales en simón. «Máter, estamos abocados á presenciar graves trastornos si continúa tu retraimiento y sigues desdeñando á las áureas carrozas que al pié de los muros de nuestro palacio esperan que te recuestes muellemente en sus recamadas alcatifas para dedicarte á tus matutinos quehaceres. Prepárase imponente manifestación en que tomarán parte diez mil Faetontes de punto; pronunciáranse discursos en la dulce lengua del trovador Macías y en la jerga elocuente del duque Pelayo. Tienen pedida la palabra Martín el Buloniu y José el Cabaleiro. El Gobierno ha adoptado precauciones, y el duelo se despedirá en la taberna.»
Los tertulianos, informados del retraimiento de la señora, también se creían obligados á soltar su discurso de higiene. «Amiga doña Aurora, no hay que apoltronarse. Cuidadito con criar humores, que después dan que sentir. Míreme V. á mí: la salud de que gozo y la buena disposición en que me encuentro, las debo á mi costumbre de que no pase día sin salir y sin andar á pié regulares distancias. Menos de una legüecita, no se esparce la sangre. Yo, desde que me rompí el hueso, ando más.» Estos consejos eran del excelente Nuño Rasura. «Muy conveniente considero el ejercicio», añadía el señor de Rojas, con su sentenciosa formalidad de costumbre, «para el cuerpo, y si Vds. me apuran, para el alma. Andando, se distrae... vamos, el espíritu. No hay como un paseíto, y si uno se aburre, lo mejor que puede hacer es contar las piedras, los árboles ó los números de las casas.» A doña Aurora, tales advertencias acababan por sacarla de tino. «Es monomanía la que tiene todo el mundo de aconsejar y de cuidarle á uno, sin saber ni lo que le conviene ni dónde le aprieta á uno el zapato. Estos señores parece que se empeñan en que aquí suceda... lo que no debe suceder. Vaya, con razón dice aquel truchimán de Don Nicanor que están en Babia todos ellos.»
No obstante, doña Aurora iba persuadiéndose de que la encerrona era insostenible, y la irritaba pensar que tal vez se tomaba un trabajo excusado, porque la inclinación de los muchachos no llegaba á extremo que justificase tantas precauciones; y de llegar, el impedirles que se viesen á solas era como poner puertas al campo. Ocurriósele entonces un expediente para salir de dudas y medir la magnitud del riesgo. Mandó fabricar secretamente un llavín para la puerta de su piso; y ya provista de él, salió á la calle de mañana en uno de sus trenes, el de Martín por más señas; y despidiéndolo al poco rato, volvió á su casa á pié, abrió sin hacer ruido, y se dirigió, pisando blandamente, al cuarto-leonera, donde supuso que debía encontrarse Esclavitud. Así era. La halló haciendo labor, como de costumbre, tranquila, con el aire reconcentrado y pensativo que la caracterizaba.
—¿Dónde está el señorito?—preguntó doña Aurora de súbito, sin dar tiempo para que la Esclava adoptase precaución alguna.
Y la criada, alzando el rostro sereno, ó más bien melancólico, respondió:
—Me parece que estudiando en su cuarto ¿Cómo entró, señora? No he sentido la campanilla.
—Es que salía Fausta—explicó doña Aurora atropelladamente, cogida en el garlito lo mismo que si fuese ella la culpable. Hasta sintió encendérsele los carrillos. ¡Aquello era lo que se llama un parchazo! ¡Tantos misterios y tantos preparativos de llavín, para encontrarse con que en casa no sucedía nada de particular, y que cuando pensó sorprender un pecaminoso coloquio, sólo encontraba la calma y el orden! Y sin embargo, no se convencía, no señor: que se convenciese el diablo. «¿Será esta chica más lagarta de lo que me figuro? ¿Me estará envolviendo sin yo pensarlo? ¿Se reirán de mí los dos? Porque las miraditas y los coloquios al entrar y salir, y las pocas ganas que tiene mi niño de echarse á la calle... eso no me lo quita nadie de aquí; lo he visto, y lo que veo... nada, que lo veo, y ya pueden predicarme después frailes descalzos. Con salirme fallida esta emboscada, en vez de sosegarme creo me voy sobresaltando muchísimo más. No, pues yo no me dejo meter el dedo en la boca. Para defender á mi hijo, todos los medios humanos he de apurar; á mí no me cogen desprevenida: por si ó por no... Me da miedo esta muchacha. La veo yo así..., no sé cómo, pero no me gusta. Tiene un carácter muy de allá, que todo se lo guarda, y no hay nunca seguridad con ella, porque no se descubre. Pues á pillo, pillo y medio. Deja, deja, que yo te buscaré la salida; y ha de ser salida decorosa, sin que te puedas quejar; al contrario, has de tener que darte por satisfecha. Y ahora..., un clavo saca otro clavo, los rapaces son rapaces... Voy á proporcionarle entretenimiento á Rogeliño. Voy á darte una rival... y bien bonita. Espérate, rapaza...: contra treta, retreta; ya encontré quien ha de desbancarte.»
Y EN efecto, ni veinticuatro horas tardó la madre en arreglarle á su hijo una entrevista con la rival de Esclavitud. El punto de cita fué en la propia morada de la susodicha rival, morada obscura y que olía medianamente, como suelen oler todas las habitaciones de gente de su laya; por lo cual, para que Rogelio se enterase bien del talle y porte de su nuevo quebradero de cabeza, hubo que sacarle al patio sin ningún artificio de coquetería, y aun pudiéramos decir que en estado de casi total desnudez, pues no cubría sus esbeltas formas sino una manta vieja que el dueño del taller de coches, Agustín Cuero, se apresuró á levantar á fin de que nada velase sus encantos.
Era una monada de jaca andaluza, alazana con cabes negros, de cabeza chica y enjuta, de nerviosos remos, de lucio y acopado casco, de pelo irisado á fuerza de estar brillante, de entreabiertas fosas nasales más suaves que la seda, de ojo lleno de fuego y dulzura; joven, leal, gallarda, animosa; un animal de esos que honran á la raza caballar española con la hermosura de su estampa y la inteligente generosidad de su carácter. Agustín Cuero no le escaseó elogios hiperbólicos, fingiendo que se enternecía al desprenderse de tan rica pieza.
—Le aseguro á la señora que otra más bonita no se pasea hoy por la Castellana. No tiene una maca siquiera. Y es una santa, es una seda, la maneja un niño de pecho. Con toda la sangre que le sobra, no es capaz de una mala partida. Así es que un hombre le toma ley, vamos, y parece que cuando uno la vende es como si se le llevasen á alguien, es un decir, de la familia.
—Sí—respondió la señora metiéndose á chalana—pero también no me negará V. que esta clase de caballos no está ahora de moda. Los elegantes tienen una legua de pescuezo y son de figura de mondadientes.
—Bueno, los ingleses...; una moda redícula, como muchas que hay; y esos son para ciertos señoritos y con ciertas circunstancias... pues. Para el Hipódromo y esas farsas. Una jaca como la que está viendo la señora siempre tendrá partido. Bien emperrado que anda el Baraterín en comprármela; en pleito estamos porque no quiere llegar al precio que yo le pongo. Ahí el señorito podrá decirlo.
—Es verdad, mamá—afirmó Rogelio mientras halagaba el anca de raso del simpático animal.—Soy testigo. Agustín le pidió lo mismo que á ti, y el torero la dejó quedar por diferencia de dos onzas, y está chalado por ella. La anda rondando; ¡le hace más visitas!
—Pues que no la ronde, que es tuya—exclamó la mamá decisivamente, recreándose en ver el rostro extático de su hijo, que al oir esta palabra divina, con un impulso de esos que no se calculan, echó los brazos al cuello de la jaca, y le plantó un achuchón completo en el hocico negro y suave.
Convenido ya el precio y la hora de cobrarlo, doña Aurora indicó algo sobre el cuidado de la jaca, proponiendo á Agustín dejársela en pupilaje; pero Rogelio, excitado, casi convulso de felicidad, no permitía hablar á nadie, ni tomar resolución alguna. «Tú no sabes, mamá... Yo me encargo de eso, déjame á mí... Sí que he de pasarme yo un día solo sin enterarme de cómo anda la jaquita mía... Todas las mañanas y todas las tardes la he de ver á la señora jaca... Te digo que lo dejes de mi cuenta...» Acabó doña Aurora por acceder y otorgarle plenas facultades. «Bien, pues allá tú...» Cuando se trató de poner nombre á la jaca, el muchacho, sonriendo, murmuró: «La llamaré Suriña».
Los afectos cardinales del alma humana dictan á veces rasgos de maravillosa inspiración: la señora había comprendido, iluminada por el amor maternal, que tratándose de un hombre de veinte años, y menor aún que su misma edad, no hay rival mejor contra una hembra que un caballo bonito. El caballo no es solamente distracción de un par de horas al día, sino ocu pación y preocupación constante, desde que amanece hasta que anochece. Enterarse de lo que come, y de si le roban ó no la cebada; ver si está limpio y se han practicado con él todas las operaciones de tocador—y el tocador de un caballo fino lleva casi tanto tiempo como el de una mujer primorosa; luego, esa comunicación afectiva que se establece entre el jinete que por vez primera disfruta el goce de un caballo, y el animal; esa ternura que nace de la posesión; ese trueque de monerías, el azúcar robado al almuerzo para ir á dárselo, el pan fresco escondido en el bolsillo del chaleco, la dicha que produce el relincho de júbilo del animal cuando su penetrante olfato y su delicada percepción le dicen que el amo se acerca con la golosina... Después, las inquietudes por la salud—un caballo ocasiona tantas como un niño chico.—«Señorito, esta jaca no sé qué tiene... hoy no ha comido el pienso. Le noto los ojos tristes.—Señorito, hoy la jaca no ha...» ¡Quién lleva lista de los innumerables achaquillos que puede padecer una jaca! Después de tan múltiples cuidados, aun queda otro orden de ellos, relacionados con lo que podemos llamar las galas de boda de la equitación: el galápago de la mejor piel de cerdo, crujiente, diminuto, mono; el sudadero de rico fieltro con cifras inglesas; los acerados estribos; la sutil cabezada, que deja lucir toda la gracia de la gentil cabeza; y para el jinete, el látigo de puño de plata cincelado; los guantes del Tirol; el ajustado calzón de punto; las botas muelles; la corbata con herraduras blancas sobre fondo gris... Todo distracción, todo embeleso en la encantadora luna de miel del muchacho con su jaca. ¡Y qué emoción al sacarla! ¡Qué vanidad al lucirla con los amigos! ¡Qué inexplicable deleite al pasearla en las frondosas arboledas de la Moncloa, al ver acercarse un carruaje en cuyo fondo se reclina una bella enlutada, y bajo la fascinación del mirar de la gentil desconocida, ostentar la montura, hacer piernas, caracolear y lucir su gallardía cubriéndola de espuma y sudor! ¡Qué placer ir variando de aires, ya el rítmico paso, ya el animado trote, ya el ardiente galope; y al halagar con cariñosa palmada el cuello del obediente bruto, sentirle resoplar de placer, estremeciéndose todos sus sensibles nervios y su vigorosa y enjuta musculatura, como talle de jovencilla al rodearlo el brazo de ágil pareja y disponerse al vals!
Indudablemente, lo de la jaca sí que había sido gran recurso é idea feliz, hija al fin de la experiencia, y muy superior á aquel ardid vulgar de echarse novia, que se ofreciera al candor de Rogelio como arbitrio soberano para curar su incipiente enfermedad amorosa. Ahora no necesitaba su madre pedirle que saliese, ni inventar pretextos con que echarle á la calle. Espontáneamente no hacía el chico más que ir y venir de su casa á la cuadra de la favorita. El invierno cejaba ya; los últimos días de Marzo eran, á pesar de la mala fama de este mes versátil, claros, templados y hermosos; y todas las tardes, desde las tres, salía Rogelio á gozar de los primeros soplos primaverales, ya solo, ya con amigos, ya con el picador, volviendo al anochecer dominado por una sana fatiga física, embriagado de aire puro, libre de molicies y malas sugestiones, penetrado de la alegría del paseo. Entre esta veta de actividad que su madre había descubierto, y el estudio, indispensable porque la época de los exámenes se acercaba amenazadora, ¿cuándo ni cómo había de encontrar tiempo de atender á la Esclava?
No por eso se dormía la madre, ni abandonaba el bien concebido plan de defensa. Un día, Don Gaspar Febrero, habiendo madrugado algo más que los otros tertulios, vino á quedarse á solas con la señora de Pardiñas, y según costumbre, trajo la conversación hacia Esclavitud, elogiándola de tan desatinada manera, que la señora sintió cierta desazón en los nervios.
—Pecisamente—dijo doña Aurora cuando el anciano la permitió meter baza:—tenía que indicarle á V., á propósito de esa chica... Pero prométame que me responderá con franqueza absoluta, como amigos viejos que somos ya.
—¡Pues no faltaba más! Mi simpática Aurora, ¿cuándo no?... ¿En qué puedo servirla?
—Verá V.... Una cosa que se me ha ocurrido aquí por la mañanas cuando estoy sin gente y el rapaz en clase... Como V. se va á quedar muy mal, creo yo... así que Felisa emprenda su gran viajata á Filipinas..., yo..., en mi deseo de que no eche V. tan de menos esos cuidados á que está acostumbrado ya... ¿no le parece á V.?
—Veamos, veamos. Siendo de V. la idea... V. discurre siempre muy juiciosamente, amiguita...
—Como me ha dicho V. tantas veces que le agrada el modo de servir de Esclavitud...
El gallardo anciano hizo un brioso movimiento de halagüeña sorpresa, afianzó sus espejuelos, se apoyó en la muleta, inclinándose hacia adelante; y desatentado, trémulo, sin acertar á formar los períodos, exclamó:
—Amiga, amiga, amiga... ¿Qué me dice V., qué me dice V....? ¿Ha reflexionado antes de hablar? ¡Desprenderse V. de ese tesoro! ¡de ese tesoro! Me llena V. de agradecimiento, sí, señor... pero en conciencia... no, no puedo consentir... ¡A dónde llega la amistad! Ahora lo veo, Aurora... No, pero yo no soy un egoista... No, V. no habrá meditado... ¿lo dice V. formal, formal?
Sintió la señora el aguijón del remordimiento ante esta gratitud extemporánea, y se dió prisa á añadir:
—Mire V., si sería conveniente para mí también; hasta para mí. Hay su parte de egoismo, Don Gaspar; no es todo virtud. Como este año proyecto llevar á Rogelio á que conozca nuestra tierra...
—Razón de más, amiguita, razón de más. No puede V. prescindir de una servidora semejante viajando. Están muy malos los tiempos... Ahora, con las Higinias que corren, ¿quién suelta una Esclavitud.... ¡ah! una Esclavita de esa marca! ¿V., V. lo ha pensado, lo que se dice pensar?
Al hablar así, Nuño Rasura pegaba saltos en su butaca, y hacía con la muleta el molinete. Sus ojos brillaban; su cuerpo se erguía como de un muchacho, y afanoso sobrealiento agitaba su esternón. «Dios nos asista» pensó doña Aurora: «á este señor le voy á tener que recoger del suelo con cucharilla.» Y como guardaba silencio aparentando hallarse conmovida por los argumentos del buen señor, éste añadió de pronto, con energía, á manera de niño que se deja convencer para tomar un juguete:
—Pero es decir... ya comprendo que la amiguita lo ha meditado bien, en el mero hecho de proponérmelo á mí. Conozco que tiene fundamento lo que V. alega: mucho, mucho, Aurora... viajando, se va mejor solo: el hijo con la mamá... claro, perfectamente. Pues por mí... basta que sea indicación de V.: acepto, acepto... ¿oye la amiguita? acepto.
Doña Aurora discurría: «Cierto que á veces irrita un trucha como Don Nicanor, que tiene la malicia por arrobas y es capaz de pensar mal de su propia madre; pero también estos inocentones, que nunca se enteran... vamos, hay días en que le ponen á uno los nervios como cuerdas de guitarra».
Vencidos ya los escrúpulos de Don Gaspar, él mismo combinó y desarrolló el plan de campaña: al ausentarse la hija, Esclavitud entraría á servir al padre en concepto de ama de llaves. El ochentón añadió, estregándose repetidas veces las manos:
—Que no se entere Candás... No quiero bromas inconvenientes.
NADA transpiró de esta conjuración doméstica. Guardó silencio doña Aurora, porque las mujeres saben callar muy bien si se lo proponen y si están en juego intereses de su corazón; y Don Gaspar se cosió los labios, porque temía más que al cólera á las cuchufletas é insinuaciones del Fiscal, y otro tanto—revelemos estas interioridades—á la fiereza de su hija Felisa. La cual, suspicaz como una esposa, alarmada por los instintos de elegancia, sociabilidad y galantería del anciano, se había dedicado á buscarle lo más feo, zafio é intratable del ramo de maritornes, porque siempre veía perfilarse en el horizonte la fatídica silueta de una madrastra. Hasta que Felisa emprendiese su viaje hacia la quinta parte del mundo, no se atrevía el viejo ni siquiera á indicar el propósito de llevarse consigo á tan dulce y linda sirviente. Costábale mucho trabajo reprimirse y esperar, porque su senectud era niñez antojadiza é impaciente, y cuando tardaba en cumplírsele un deseo, á dejarse llevar de sus impulsos, hubiera pateado. El desahogo que tomaba era cogerle las vueltas á los tertulianos para encontrar sola á doña Aurora, y hablarle difusamente, como hablan los viejos, de sus planes, de lo bien que iba á estar con él Esclavitud, de todas las atenciones que le prodigaría, de lo fácil que es servir un nombre pelado, con otras cosas del mismo jaez. Y cuando por haber gente delante no podía explayarse el buen señor, dirigía á su «amiguita respetable» miradas y guiños de inteligencia, le sonreía sin motivo y en fin buscaba salida á aquella plenitud de espíritu digna de otra más ardiente edad. «Dios nos conserve el juicio», reflexionaba la señora. «No sé por qué nos pasmamos de que se chiflen los rapaces, cuando los señores mayores se ponen así. Aun á los rapaces mismos no les da tan fuerte. Voy á comprar unos pañuelos tamaños como la Sábana Santa, para limpiarle las babas á este bendito señor. El diablo me lleve si no está rabiando porque la hija tome las de Villadiego para recoger á Esclavitud más corriendito. Si yo no supiese que por otra parte es una persona buenísima, y que la muchacha tampoco me parece capaz de una mala partida con él, tendría algún reconcomio. Porque nadie es capaz de saber á dónde llegan estas cosas, y si le da por casorio ó una barbaridad semejante...» La idea era tan bufa, Don Gaspar casado con una muchacha de veinticinco, que la señora de Pardiñas se rió sola, y el monólogo acabó por una rascadura de aguja de calceta en el moño, y este corolario: «Yo no tengo culpa si llega á suceder algún caso estupendo. Proporcionarle una buena colocación á una buena criada, no es delito. Lo que siento es que esa empalagosa de Felisa Febrero nunca acaba de tomar el tole para Filipinas.»
Era verdad que se daba una calma en emprender el camino, hecha para freir la sangre á quien tuviese genio menos pronto que doña Aurora. Lo que la impacientaba y desesperaba era que ya iba acercándose la época de exámenes, después de los cuales tenía determinado salir á Galicia; y ni dejar á Esclavitud ni llevársela le parecía factible. Don Gaspar traía noticias del éxodo de su hija, con cara más alegre cuanto más se acercaba el plazo. «Ya está arreglando baúles... Se ha enterado de salidas de vapores... El jueves, ó á todo tirar el sábado, andando para Cádiz...» Por fin, un día llegó con el exterior más radiante, más olímpico que nunca, bajo la aureola de sus hermosos rizos blancos. «Amiguita doña Aurora, esta tarde se nos va...» Convínose en que por respetos humanos se dejarían transcurrir dos ó tres días sin hacerle la primera intimación á la sucia y tosca extremeña que asistía á Don Gaspar, y en significar á Esclavitud el cambio de su destino. «La amiga doña Aurora se encarga de eso...», indicó el ochentón. Pero aunque dejando su espíritu encomendado en manos de la señora de Pardiñas, como al día siguiente, en ocasión de dar el higiénico paseo cotidiano á la pata coja, cruzase la Puerta del Sol y pasase por delante de la confitería de La Pajarita, no pudo reprimirse, entró, é hizo pesar medio kilo de caramelos y bombones. Los guardó furtivamente en el bolsillo interior del gabán, y al llamar en casa de Pardiñas y abrirle Esclavitud la puerta, miró alrededor, echó mano á la faltriquera, y sacando el alcartaz, se lo pasó á la muchacha como podría pasarle un billete amoroso. «Fresquitos», fué lo único que en su grata turbación acertó á decir entregando la dádiva.
Contrariedad y esfuerzo y tragadura de saliva costó á doña Aurora desempeñar la ingrata tarea de soltársela á Esclavitud. Hubiese preferido tener que darle la nueva de una gran desdicha, como muerte de un ser querido ó revés de fortuna: porque al cabo, en semejantes males no le correspondería á la señora parte de responsabilidad ni tanto de culpa, mientras en esta mera traslación de domicilio y cambio de amos, la señora, con su rectitud natural que sólo podría torcer la corriente del sentimiento, adivinaba algo de crueldad y dureza que era obra suya, aunque procediese de móviles justos, de los que no desoye ninguna madre prudente. «Es hasta cuestión de conciencia para mí», pensaba, á fin de cobrar ánimos. «Fuí inadvertida trayéndole á Rogelio la tentación al alcance de la mano: Felisa Febrero, en esto, ha mostrado tener más mundo, pues ni siquiera á los ochenta y pico de su padre les arrima la mecha. Demasiado bueno es el niño, cuando ya no se me ha emberrenchinado atrozmente. No, no, mejor es ponerse una vez colorado que ciento amarillo. Hoy se la suelto. Así que Rogelio salga á clase...»
Encierra el tono de la voz humana misteriosos avisos, que en situaciones dadas revelan todo lo que oculta el alma, antes que las palabras lo digan. La sencilla frase «Esclavitud, ven», que tantas veces al día oye una criada de su ama, resonó esta vez de un modo particular en el corazón de la gallega. Toda su sangre afluyó al centro de la vida orgánica, y cuando entró en la habitación donde la esperaba su señora, el fondo y la esencia de lo que iba á oir le eran ya conocidos intuitivamente.
No estaba doña Aurora en el comedor, sino en el despacho de su hijo, al cual solía ir en ausencia de éste para escribir alguna carta ó sacar alguna cuenta, si ocurría, y quizá por satisfacer ese instinto de curiosidad inquieta propio de los afectos exclusivos que llegan al grado de pasión. Hizo sentar á Esclavitud en una silla próxima, y empezó á hablar sin mirarla á la cara, jugando con una cajita de plumas, de donde las iba sacando para alinearlas sobre la mesa. «Todo el mundo tiene que amoldarse á las circunstancias. Con el viaje á Galicia, no había medio... Moverse tres personas no es como moverse dos, claro está. La casa del señor de Febrero era la mejor colocación que una muchacha como ella podía desear; una ganga... No sería doncella, sino ama de llaves... Se le guardarían toda especie de consideraciones... El trabajo de servir á una persona sola no había de matarla; complaciendo un poco al señor aquel tan excelente, estaría como en la gloria, casi lo mismo que si hubiese encontrado una familia. Por último, Don Gaspar también era de la tierra: no tenía Esclavitud por qué pasar malos ratos, como en la otra casa...»
Así que hubo alegado todas estas razones, sintió un alivio interior, y sin dejar de prestar en apariencia gran atención á las hileras de plumas, miró con el rabillo del ojo á la muchacha. Esclavitud permanecía inmóvil en su asiento, con las manos cruzadas sobre el regazo, los piés juntos y bajos los ojos: tampoco ella entregaba fácilmente aquel espejo de los movimientos del alma á disposición de la curiosidad.
—Bien, ¿qué dices?—articuló al fin la señora que comenzaba á impacientarse, como siempre que encontraba resistencia pasiva.
—¿Yo qué quiere que diga?—respondió Esclavitud con voz sorda, pero tranquila al parecer.
—Sí ó no; si te gusta la casa que te ofrezco, ó si quieres tú buscar otra á tu modo y á tu idea.
Hubo una pausa, y, por último, la muchacha respondió con acento incoloro á fuerza de ser contenido:
—Si no corre mucha prisa, daré la contestación mañana ó pasado.
«Te veo», pensó la señora. «Tú quieres hablar antes con el niño. Bien, aquí estamos todos para lo que pueda ocurrir. En guardia me tienes, y de centinela. Por de pronto yo procuraré que no le cojas á tergo. Andaremos, como quien dice, barba sobre el hombro.» Sin embargo, aquella tarde no tuvo más recurso que salir,—contra su costumbre,—á despedir en la estación del Mediodía á Felisa Febrero, de esas pejigueras de sociedad que no se pueden rehuir y siempre caen en el momento más inoportuno. Rogelio también había salido á caballo; pero quizá por la necesidad de repasar las lecciones, más apremiante á medida que los exámenes se venían encima, hizo corto el paseo; y al entrar en su casa, aun animado de la correría, abanicándose con el hongo gris, y girando el látigo, fué cuando Esclavitud le agarró de la manga y le empujó casi hasta su despacho, acorralándole contra la mesa misma en que doña Aurora había ordenado por la mañana los ejércitos de plumas.
—¿Qué pasa, Suriña? ¿Qué tienes?
—¿No le decía yo que no iba á Galicia este año, ni en jamás? Su mamá me despide... Me deja en casa del señor de Febrero.
—Pero, ¿qué estás diciendo? A ver, á ver, cuenta...
La muchacha refirió lo que sabía. Sus ojos estaban secos, y sólo algo temblorosas su boca y barba. Su seno anhelaba precipitadamente, y en su modo de narrar y de explicarse, en aquella desesperada demanda de auxilio que hacía como náufrago que saca la cabeza por encima de las olas, había una vehemencia y un desorden que contrastaban con su habitual compostura, y que trastornarían á cualquiera aunque no tuviese los pocos años y la inexperiencia de Rogelio. Mientras balbucía «no, no puede ser, tú no te irás, qué tontería...», sus brazos ceñían involuntariamente el talle gentil de la muchacha, y el estremecimiento interior de deseo de hacía cuatro ó cinco meses renacía más brioso, infundiendo á su alma vigor para rebelarse, protestar y defender á la Esclavita como se defiende lo que nos pertenece y forma la substancia de nuestro vivir. «Pero vamos á ver, no entiendo cómo le ha entrado ese arrechucho á mamá... Por fuerza le han ido con algún chisme... ¿Y por qué, y de qué...? Nosotros ¿qué motivo hemos dado, Suriña? Si desde la enfermedad de mamá no nos hablamos casi: si tú ni pones aquí los piés... Es una cosa rarísima, y no ha de quedar así... Yo lo arreglaré; ¡qué habías de irte! No, hermosa...» Alentada y resucitada por estas promesas, Esclavitud se apretaba contra el corazón de su amigo, queriendo incrustarse en aquel refugio para que nadie la arrancase de allí; y Rogelio, con transporte juvenil é irresistible, la cubría de caricias, tratando de alzarle la cabeza para buscar sus labios. Tocaron á la campanilla, y la primera vez no oyó el repique ninguno de los dos. Al segundo, enérgico y airado, Esclavitud se estremeció, y, con movimiento simultáneo y brusco, se desunió la pareja. La muchacha se arregló el pelo, se ajustó temblando el pañuelo de seda que le rodeaba la garganta.
—Voy á abrir, que es la señora.
VIENDO á su hijo aquella noche, á la hora de comer, distraído, pálido y hasta un poco seco al hablar, la señora pensó al punto: «La tenemos armada. Ya se lo ha encajado aquella buena alhajita». También pescó al vuelo miradillas furtivas, azoradas y elocuentes; pero se aguantó, discurriendo para sí: «Según Don Nicanor, en este mundo hay que hacerse el tonto un cuarto de hora todos los días; ahora á mí me han doblado la ración, y tendré que hacerme la tonta algunos meses.» Hízose, pues, la tonta, como si no advirtiese el estado de su hijo, á quien preguntó con muchísimo interés noticias de la jaca y de la cochera, y de los habituales compañeros de sport. Así que se alzaron los manteles, sacó otra conversación muy socorrida y de palpitante actualidad, á saber: los exámenes. «Rapaz, allá para el miércoles ó jueves, me parece que te tocará el turno, de manera que esta semana me espera á mí un ajetreo regular... Porque la verdad es que con esos señores no sabe uno á qué carta quedarse. ¡Si todos fuesen como Contreras! Ese sabe ponerse en la razón. Sólo que este año todavía no te cae por banda Contreras. Con los demás es un lío; si se oye á unos y á otros, hay para marearse. Lastra quiere que le bajen la cabeza, que le rindan el tributo de la recomendación, y que todo el mundo tenga que agradecerle. Ruiz del Monte parece que es al contrario: si le hablan por un chico, le toma tirria, y le aprieta hasta reventarlo. Tú sabrás si es cierto; á mí me lo contó tu amigachillo Díaz, el que escribe romances... De Albirán se susurra otra cosa: que no desatiende recomendaciones, pero con su cuenta y razón, según de quien procedan... Lo más seguro será que repases, niño.»
—Ya repaso, mamá—contestó lacónicamente el estudiante.
Corrió la noche sin que se le pudiese sacar otra palabra. Revolvía las revistas ilustradas, los periódicos del día; los tomaba y los dejaba, cambiaba de asiento pasando del sillón al sofá y del sofá al sillón; suspiraba hondo, y, en fin, daba todas las señales de desazón posibles, sin cuidarse de que se viese, ó más bien pareciendo que deseaba lo advirtiese su mamá. Al fin, cuando ésta le dijo «¿no sales hoy á un actito á Lara?» exclamó con tono duro y resuelto:
—No; voy á acostarme. Me duele un poco la cabeza.
La señora le oyó taconear en el corredor y batir la puerta de su despacho.
—Lo dicho; la tenemos. Yo he cometido una falta grave. Debí no resolver este cotarro hasta pasados los exámenes, un par de días antes de la marcha... Ha sido una borricada mía. Ya se ve; el deseo de salir del atolladero prontito... Pues no; hay cosas que vale más llevarlas por sus pasos contados. Veremos si la puedo enmendar y dar tiempo al tiempo. Si no, voy á tener al rapaz desquiciado cuando más necesita la cabeza firme. Una prórroga... A ver si consigo encajárselo en la cabeza á Don Gaspar. Es fácil que sea más arduo hacer entrar en razón al viejo que al niño. ¡Qué complicaciones! Aquella falsona de Rita Pardo decía bien... Conviene mirar mucho á quién mete uno en su casa.
Hubo entonces en el pequeño drama doméstico, intimo, que ya tocaba á su desenlace, uno de esos entreactos, como treguas momentáneas, durante las cuales los actores, aparentando dedicarse á otros intereses ó distraídos efectivamente por ellos, no pierden de vista, sin embargo, el asunto capital, y viven, por decirlo así, en perpetua representación, guardando silencio acerca de lo que más ocupa su alma, sin que este silencio engañe á nadie. La señora atendía sólo á ganar días, calmando la impaciencia pueril de Don Gaspar Febrero con moratorias que justificaba la proximidad de los exámenes y la imposibilidad de quedarse en aquel momento sin doncella; Esclavitud aguardaba, ocultando en lo más profundo del pecho una esperanza tenaz, basada en las palabras y ofrecimientos de su amigo; y Rogelio, preocupado, agitado, acechaba inútilmente la ocasión de decir algo, ¡algo muy formal y en tono muy firme!, á su madre. La verdad ante todo; si la señora le facilitase esta ocasión, el estudiante se vería perdido para aprovecharla. A medida que pasaba tiempo, la dosis de valor atesorada en el primer instante iba disipándose como un frasco de esencia cuando queda destapado. Es indecible el pecho que necesita un buen hijo para ponerse frente á frente de una buena madre, y realizar un acto que en cierto modo le manumite, pero que le desgarra las fibras más íntimas del corazón. Tanto se unen y confunden el deber natural, la costumbre y hasta aquel disculpable egoísmo que nos aconseja entregarnos sin reserva en manos de quien más que á sí mismo nos ama, que el romper ese lazo constituye un acto de supremo vigor, uno de esos esfuerzos que quebrantan una voluntad si no es de acero bien templado. Contra un padre severo hay siempre energía; sus propios rigores entonan; pero una madre como la de Rogelio, que no había tenido más pensamiento que su hijo, que le había rodeado de tal solicitud, ahorrándole hasta el trabajo de discurrir y el esfuerzo de desear; una madre viuda, delicada de salud, y que había ejercitado el arte de adelantarse á los gustos de su hijo, consiguiendo así que la voluntad de éste no adquiriese nunca el temple recio que dan las privaciones y las luchas, era un adversario con quien Rogelio no tenía fuerzas para medirse. «Si ella misma sacase la conversación...», pensaba el estudiante. Pero ¡quiá! La verdad es que si ella la sacase... sería lo mismo. Lo único á que se atrevía era á la protesta muda, á hacerse unas veces el triste y otras el malhumorado y fosco. «Mamá, por no verme así, es capaz de cualquier cosa...», calculaba con su lógica de niño mimado. Sólo que mamá sabía distinguir de juguetes.
El incidente de los exámenes contribuyó á enflaquecer más todavía su resolución. Entre el repaso, los temores del mal éxito y las idas y venidas de los amigos que le traían, por decirlo así, relación del estado barométrico de las notas, Rogelio se encontró fuera del círculo mágico con que nos rodea la idea fija amorosa, y á no ser por un par de ojos verdes que de vez en cuando se fijaban en los suyos, hasta hubiese olvidado aquéllo, que, por raro fenómeno de óptica, le parecía todos los días menos inminente—siendo así que lo era más, pues la salida á Galicia estaba irremisiblemente señalada para después de los exámenes.
Y éstos llegaron, y se encontró Rogelio con dos asignaturas aprobadas; pero en una—la más ingrata y antipática para él—le cayó como una ducha fría un suspenso. «De estas calabazas ya sé yo quién tiene la culpa...», pensaba la madre, mirando al través de la puerta entornada á Esclavitud, que pasaba un plumero á los cuadros del saloncito. «En esto paran las guilladuras; pero, ¿qué le vamos á hacer? cada edad trae lo suyo. En Septiembre ganará lo que pierde ahora; bien joven es; con tal que esté sano... Y seamos justos; la jaca también me lo levantó de cascos en esta temporada última. Verdad que más vale así. De la primavera acá no me quejo. Bien se ha portado la jaquita... Merece una libra de azúcar.»
LA última noche que la familia Pardiñas pasó en Madrid antes de marchar á su tierra, vino mucha gente á decirles adiós, y se formó una pequeña tertulia animada y sin etiqueta. A fines ya de Junio, el momento más hermoso para salir y buscar sociedad era realmente entre diez y once de la noche, cuando corre un sano aire fresco hasta por las abrasadas callejuelas del Madrid antiguo, del que ni tiene arbolado ni casi goza los beneficios del riego municipal. Bajaron las vecinas del segundo, sobrinas de un brigadier de ingenieros, y acudió también la marquesa viuda de Andrade, paisana de doña Aurora, señora guapetona y maja, bastante conocida en los círculos aristocráticos, y acostumbrada por consiguiente á recogerse tarde. La señora de Pardiñas, al encontrarse rodeada de visitas, se dedicó á agasajarlas lo mejor que pudo y supo, dejando girar libremente la conversación, que versaba sobre cosas del país donde iba á volver después de tantos años. La Marquesa, alegre y rozagante, habló de irse pronto á Vigo, y enseñó un brazalete nuevo, con zafiros y brillantes, dando á entender que había en él cierto misterio. «Esta anda otra vez con intenciones de maridar—pensó doña Aurora.—¿Quién será el galán? Dios se la depare buena.»
Rogelio había abandonado la reunión impensadamente, sin decir oxte ni moxte. La retirada no se le pasó por alto á su madre, pero sobre que no podía evitarla, descubrió otros motivos de resignarse: «Pocas son las malas fadas; al fin mañana nos vamos...» Esclavitud aún se le figuraba un peligro y un compromiso, pero ya muy remoto. «Mañana á estas horas estaremos cerca de Avila... ¡Cuándo oiré el silbato del tren!»
Se recogía Rogelio á su cuarto, impulsado por vagas esperanzas de ver á la chica, explicarle su actitud de aquellos días, y la imposibilidad de proceder de distinto modo, de evitar la marcha y de sublevarse. Presentía que Esclavitud, no desperdiciando la ocasión, vendría pronto; y á fin de que comprendiese que estaba allí, encendió luz con mucho derroche de fósforos y taconeo, abrió cajones é hizo chirriar dos ó tres veces la puerta. A llamarla no se atrevía por temor al fino oído de su madre, pues, según su frase paradójica é hiperbólica, «oía mejor que el sordo Candás».
No aguardó largo trecho. A los diez minutos tocaron á la puerta, y antes que dijese «adelante» entraba Esclavitud. La claridad del quinqué puesto sobre la mesa del despachillo que precedía á la alcoba y cuarto tocador del estudiante cayó sobre el rostro de la muchacha, y Rogelio observó mejor que nunca cómo en una quincena había empalidecido y se había demacrado, afinando y espiritualizando su tipo, que ahora podría servir de modelo para esas imágenes labradas en cera, donde se encierran los huesos de alguna mártir desconocida.
Rogelio se llegó á Esclava y le tomó la mano: ardía de calentura.
Sin decirse palabra, con unánime impulso, miraron alrededor, buscando un mueble en que sentarse reunidos. No lo había en el despachito, alhajado con un sitial y media docena de sillas; y sin reflexionar se refugiaron en la alcoda, donde Rogelio, cogiendo á la muchacha por el talle, la obligó á sentarse en la cama. Tampoco entonces hablaron hasta transcurrir un tiempo que no bajaría de cinco minutos. Rogelio apretaba y acariciaba aquella manecita algo endurecida por el trabajo y muy picada de la aguja, como queriendo comunicarle la frescura de sus palmas y quitarle el ardor de la fiebre. Pero no se le ocurría nada, sino las vulgaridades consoladoras de todas las despedidas; y al fin, pareciéndole raro callar más, se resolvió á emplear tan mala moneda.
—Suriña, tontiña, mujer, no me estés así... Mira, he reflexionado mucho; he cavilado más que tú. No se conseguiría nada con llevarle á mamá la contraria ahora. Le daríamos un disgusto muy grande; acaso se nos pondría enferma, pero no mudaría de resolución. Ten paciencia. Dentro de tres meses, ó menos aún, estamos de vuelta aquí, y nos veremos, porque en casa del señor de Febrero andarás mucho más libre que en ésta. Ya sabes que yo te he de querer siempre, boba. No me la pegues con el tierno Nuño Rasura. Anda, tontiña, paloma, no me estés así. Mira que me vas á poner muy triste.
Esclavitud no contestaba sino moviendo la cabeza negativamente, con obstinada melancolía. Luego respondió, en voz bastante entera:
—Alegre no puedo estar. Pero tampoco estoy triste. No se apure. Sólo que tengo la cabeza... así... como si me anduviese por dentro de ella una cosa mala.
—Mujer, ¡Suriña!
—Sí, señor. Yo estoy aquí, ¿eh? ¿Le estoy oyendo? ¿Le respondo? Pues estoy como si oyese á una persona... de allá, del otro mundo, que me habla.
—¡Válgame Dios!—exclamó el estudiante estremeciéndose.—Más quisiera que llorases. Si llorases no estarías tan maniática, Sura. Llora y desespérate, pero no digas esas cosazas.
—Yo lloro por dentro. Por fuera no. Ni una lágrima puedo echar. Ya estuve lo mismo otra vez, cuando murió mi padre—repuso apaciblemente la muchacha, sin que ni ella ni Rogelio subrayasen aquel nombre de padre que acaso por primera vez articulaba Esclavitud sin rebozo ni perífrasis.
—Hija, te encuentro algo enferma. ¡Ay, ay, ay! Tienes calentura. Las manos tuyas abrasan. Dame palabra de que mañana vas á ver á Sánchez del Abrojo.
—No, señor, no es enfermedad. Más buena no estuve nunca. Son avisos.
—Mujer, calla por Dios. Estás diciendo unos disparates...
Arrimó el rostro al de la muchacha y la besó tiernamente en las heladas mejillas, sin que ella hiciese movimiento de resistencia. Al contrario, pareció más conforme y adoptó un tono casi confidencial y franco para decir á su amigo las extravagancias siguientes:
—Rogelio, hay cosas que avisan los difuntos á los vivos; no le quepa duda. Tres días antes de morir mi padre, vi un pájaro grande, negro, al pié de mi cama. Ayer vi otra vez el pájaro: iba tan de prisa que no sé por dónde se escapó; pero lo vi, tan cierto como que aquí estamos. Yo no vuelvo nunca más á la tierra: nunca más. Ya se verá; y entonces ha de convencerse y dirá: «Esclavitud bien me lo avisaba». Si tuviese tan seguro un millón de onzas, ya estaría discurriendo dónde las iba á guardar para que no me las llevasen los ladrones. Esta noche...
Bajó mucho más la voz, y al oído de Rogelio murmuró:
—Un perro, en una casa de ahí al lado, estuvo hasta que amaneció ventando la muerte.
—¡Jesús, mujer!—exclamó Rogelio por segunda vez, ya fatalmente impresionado con aquella conversación extraña.—Tú estás loca ¿No ves, Suriña, que en Madrid se mueren ó agonizan cada noche infinitas personas? Figúrate: si los perros anunciasen todo eso, trabajo les mando. Se convertirían en cuarta plana de La Correspondencia. Lo que tienes, Sura, es que estás afectada porque nosotros nos vamos y tú te quedas. También yo ando hace muchos días disgustado con el viajecito. He pasado ratos feroces. Después he reflexionado... y... me parece que es mejor conformarse con esto de ahora, porque si alborotamos la enredaremos más. Suriña, tres meses. Dentro de noventa días (y aun puede que no tanto), me tienes aquí. Mi primer visita es para doña Sura. Anda, no estés así. Te quiero mucho, hermosa. Ya convenceremos á mamá. Todavía no me has dicho hoy que me querías. ¡Anda!...
Con el movimiento de un niño que pide halagos, acercó su mejilla á la boca de Esclavitud, y ésta, sin protesta alguna, como el que ejecuta una acción hija de la costumbre, puso en ella los labios. Estaban como las palmas, secos y ardientes, y á Rogelio le pareció que le arrancaban la piel, con sensación más bien dolorosa que placentera. Sólo que las caricias eran un recurso para que aquella última y penosa entrevista fuese algo menos intolerable, y el estudiante, á falta de razones que consolasen á la pobre abandonada, acudió á los halagos, sin que en el primer momento le animase otra intención menos limpia y noble. Corrió bastante tiempo—y él mismo no acertaría á explicar el por qué de esta tardanza, anómala si se examina bien lo incitante de la hora y sitio y la ceguera de los pocos años—antes que se le despertase una sed criminal y ardiente. Cuando la embriaguez le ofuscó, saltó de la cama y fué á dar vuelta á la llave de la lámpara, sin conseguir por eso obscuridad completa, pues un rayo de luna primaveral, entrando por la vidriera del despacho, lo bañaba en luz fantástica, azulada y soñadora. Al recobrar, entre la pálida penumbra, los labios donde la fuerza de la ilusión juvenil le movía á creer que se dejaba presa el alma á cada aspiración del aliento, ya no los soltó, ni acaso los soltaría aunque viese allí á su madre, que representaba para él el Deber, y el Deber amado, el único que se impone á las almas tiernas. Pero el recuerdo y la conciencia de ese Deber fué lo primero que acudió á su mente al despertarse, y corriendo á la puerta, escuchó, volvió azorado, y exclamó en tono suplicante:
—Suriña, Suriña, se me figura que oigo despedirse en el pasillo á la Marquesa... Si esa se va, es que no queda nadie... Mamá se cuela aquí derechamente, de fijo... A ver, á ver si puedes escurrirte con maña. Adiós, vé despacito, que no te sientan... ¿eh?
La muchacha obedeció pasiva, como en todo, sin reclamar, en la premura de su aquiescencia, ni el último abrazo. Rogelio volvió á encender la lámpara, cuya mecha igualó cuidadosamente. Corrió también la vidriera de la alcoba, y de pié ante el gran armario de luna, se atusó y se sacó la raya con un peinecillo. Después metió las manos en los bolsillos del pantalón y se miró un rato, atentamente, estudiando con curiosidad irreflexiva su propia cara; hablando con sus ojos en el espejo, como para convencerse de que, disipado aquel vértigo, la individualidad persistía, y no quedaba para siempre en su persona no sé qué de otra, una huella que no se podía borrar y que iba á delatarle. Luego, la imagen de su madre volvió á oprimirle el corazón; pero disipó instantáneamente sus recelos un arrebato de alegría nerviosa; y el neófito, corriendo á la ventana, la abrió, se dejó bañar por la pura atmósfera nocturna, y agarrado á los hierros de la ventana, respiró con avidez.
ANTES faltaría el sol en los cielos, que Don Gaspar á las cuatro de la tarde con un cochecillo, para llevarse á casa su futura ama de llaves. Se le dijo que Esclavitud había salido ya en la misma dirección, y el viejo, con esta noticia, se metió otra vez en la berlina destartalada, mandando al cochero «que arrease bien.» La impaciencia no le permitía ir andando con su pata coja.
En los últimos momentos llamara doña Aurora á Esclavitud, poniéndole en las manos, amén de su salario, una buena propina, á cuyo obsequio añadió el de unos aretes con turquesas. «No quiero que se vaya descontenta. Cuidado que la noto desemblantada á la infeliz. Me parece que estaba encariñada de veras con el niño, por lo cual es cada vez más conveniente mi resolución. Me da lástima, y conozco que es una tontería que me la dé: ¡qué arrimo como el que encuentra! Le hago un favor grandísimo: lo que me tranquiliza es eso. Lleva una canonjía...»
Así y todo, la señora no podía reprimir cierta desazón, cierta amargura íntima, una lástima inmensa, que después tradujo por doloroso presentimiento. «Mire V. que compadecerla cuando estoy tan segura de que le he proporcionado lo que más podría desear una muchacha de su clase...» Y así lo creía en efecto la señora de Pardiñas. Como les sucede á muchas personas bondadosas incapaces de odiar y hacer daño, no quería reconocer que miraba ante todo á la conveniencia de su hijo, por más justo que le pareciese y en efecto fuese este móvil, y trataba de atribuir su conducta al interés de la misma Esclavitud.
La tranquilizó un poquillo oir en la cocina á Fausta que embromaba á Esclavitud cantándole sotto voce aquello de «Y hoy sirvo á un abuelo... que está chocho y lelo... y yo soy el ama...»
—Tiene razón Fausta. El ama será en casa del señor de Febrero. Como no lo sea de más...
Salía el tren de Galicia á las siete y treinta y cinco, y á esa hora tan bonita, precursora del anochecer, en el andén de la estación del Norte no cabía la multitud afanosa y regocijada de viajeros y de amigos que los despedían, envidiando éstos á los que se marchaban á ver tierras hermosas, respirar aire salino, gozar el fresco, vivir mejor, en clima templado y salubre, algunos meses. No había escenas tristes: no era el adiós del marinero, ni la partida del soldado, ni la nostálgica despedida del emigrante: los que se iban, excitados y gozosos; risueños en su dentera los que se quedaban... Sólo hacia el extremo del tren, á la portezuela de un coche de primera, se divisaba un grupo de cinco personas que trocaban abrazos prolongados; componíase de dos hombres, mozo el uno y el otro viejo ya, cabizbajos, pero erguidos de cuerpo, y tres señoras, dos jóvenes y una de pelo blanco, que aplicaban frecuentemente el pañuelo á los ojos enrojecidos. Dentro del vagón estaba un ama con niño de pecho. Laín Calvo se acercó á doña Aurora y le dijo señalando al grupo:
—¿Ve allí á los Rojas? Faroles hasta el fin, hasta la muerte. Al hijo me lo han vuelto á trasladar á Marineda por aquella historia consabida de farolerías con el ministro, y mas que sepa perecer de necesidad, viajará en primera por el decoro de su cargo. Tiene á la mujer otra vez embarazada... y bien adelantadita en meses. A otra traslación dice que dimitirá... Y á Rojas ya me lo pillaron, ¿no sabía? Recibió la jubilación hace una semana.
—¡Qué me dice V.!—exclamó con pena sincerísima la señora.—¡Válgame Dios! ¡Pobrecitos! Esa infeliz de Matilde Rojas, cuándo encontrará un hombre de bien que la quiera sin un cuarto de dote! Le digo á V. que todo el camino iré pensando en esta familia. ¡Qué mundo, Don Nicanor!
Doña Aurora intentó dirigirse al grupo y estrechar la mano de las señoras de Rojas: pero ya no era hacedero, porque sonaba la campana de aviso, bufaba la máquina, y corrían de un lado á otro las carretillas con equipajes facturados para cargarlos. Rogelio, desde el vagón, alargó la mano á su madre, que subió despacio, riendo porque se le había enganchado un volante en el estribo; y entre la primer arrancada del tren se perdió la voz de Laín Calvo que gritaba:
—¡Cuidado con las niñas de Vigo, Rogelín que son de rechupete, home!
El tren, oscilando con suavidad, activaba su marcha. Caía la tarde con serena magnificencia, y Rogelio, asomado á la ventanilla, creía divisar ya los frescos valles galaicos, los castaños frondosos, el azul festón de las rías orlando la tierra más bonita del mundo.
En cambio no vió, del otro lado del andén, á Esclavitud, que seguía con los ojos el tren hasta que se alejó grandioso y raudo. Cuando ya no fué posible columbrar ni un copo del penachillo de humo negro, la muchacha, estremeciéndose como si tuviese frío, retrocedió lentamente hacia la ciudad, bien resuelta á que el sol, que se ponía en aquel instante, no volviese á levantarse para ella nunca, nunca.
Dejemos á la infeliz, porque al cabo no podríamos quitárselo de la cabeza. Si consultamos sobre este drama á Don Gabriel Pardo, que es amigo de generalidades pedantescas y se paga de malas razones por el afán de pretender explicarlo todo, nos dirá que el extravío mental que conduce á la muerte voluntaria, es muy propio del sombrío humor de la raza céltica, esa gran vencida de la Historia: como si cada día y en cada provincia de España no trajese la prensa suicidios así.
FIN