En la decadencia triste de la alegría humana a que principalmente se debe el aspecto fúnebre de las fiestas de Carnestolendas, parécenos desvaído cuadro de lejanas costumbres aquel que representa a Madrid electrizado por las corrientes saturnalescas que permite dentro de la Religión Cristiana el influjo de Quasimodo. Sin embargo, lo cierto es que para hallarnos en el Madrid de las aristocráticas Comparsas, de las infinitas estudiantinas formadas por estudiantes de verdad, de las gentes cultas y principales que se dignan prescindir, por un momento, de la seriedad de su condición y cubrirla con el raso del antifaz; para hallarnos con este Madrid engalanado con paganos oropeles, enloquecido por ruidosa alegría, trasfor-mado por un remozamiento tan pasajero como febril e intenso, no hay que retroceder muchos años. Ya era la Puerta del Sol lo que hoy es; y si aún no estaba convertida en un cocherón de tranvías, cientos de coches la llenaban de ruido y peligros; ya había empezado a sus-tituit el parisién sombrero a la mantilla española; ya lucía el gas en los faroles públicos y en los mecheros de las tiendas; ya había dejado de ser Madrid el poblachón más grande y pretencioso de las Castillas, para convertirse en una capital de nación civilizada.
Al trote de dos bestias andaluzas, finas de remos, de cabeza acarnerada, y, en ella, ojo inquieto y sanguíneo, iba una berlina del más elegante corte, y dentro una máscara, cuyo rostro ocultaba el embozo de seda roja de no sé qué extraño disfraz. Por encima de este rebocillo, que a duras penas sostenía, sirviéndole de armadura, el brazo de la máscara, veíase el comienzo de una nariz que, empezando tan bien, no podía menos de concluir en maravilloso remate; y algo centelleante al mismo tiempo que sedoso, algo que era luz y suavidad, una mirada de ojos negros y unas cejas tan negras como los ojos, sobre los cuales se alzaba una frente de ese matiz semi-moreno, se-mi-rosado, color de oro viejo, color de trigo limpio, ni muy grande ni muy pequeña, aunque entonces la hacían parecer más breve los rizados cabellos, dispuestos en original peinado por causa del disfraz; un gorrito de raso, puntiagudo, de forma de cono truncado, de cuya altura pendían cintas y cascabeles, daban término a la máscara. Destacábase sobre el acojinado raso de la berlina, blanco como las palomas que lo son, y se comprendía, por lo extremado y coqueto del lujo del coche, la principalidad y opulencia de quien lo ocupaba. El cochero era también de lo mejor que empuña riendas en Madrid, alto, esbelto, de elegancia británica, inmóvil y espetado en su asiento, donde regía los movimientos vehementísimos de las jacas con aplomo y solemnidad. Lacayo no lo llevaba la berlina, y así, con haber descrito lo que descrito queda, podemos, sin omitir nada interesante, avanzar en el relato.
Llegó el coche a la calle de Recoletos, que entonces acababa de salir de manos de arquitectos y lucía como joyas unas cuantas casitas a la francesa, que eran por aquellos años la última palabra de la elegancia. Detúvose ante una de ellas, abrióse la portezuela, saltó a tierra la enmascarada y pudo decirse que jamás pies tan pequeños caminaron tan de prisa, porque apenas habían pisado las anchas losas de mármol del portal, cuando ya se los oía taconear nerviosamente en la lustrada madera del piso principal. Sonó el timbre, se abrió la puerta, y con la misma velocidad impaciente y vertiginosa, la enmascarada cruzó un pasillo y abrió la puerta de un tocador, donde se precipitó... íbamos a decir como un rayo... como un rayo que oliese, en vez de azufre, a violetas.
—Mujer, eres de plomo; me tienes vestida hace un siglo —dijo la enmascarada a otra beldad que estaba en un confidente del tocador.
Si hay una lengua que describa al mismo tiempo y con una sola palabra el escenario y los actores, esa pido yo a mi pluma que emplee en este caso; porque de encomendar el análisis de la escena a los ceremoniosos y largos procedimientos del habla humana, habrá de perderse la frescura de la primera impresión y el efecto de la sorpresa que el más vulgar arte de componer novelas aquí reclama. Si hay un acento que sintetice en las palabras los contrastes y los refleje a través de los vocablos, ese acento quiero yo que vibre en estas líneas.
La habitación era pequeña, tendidas sus paredes de tela rosácea, con grandes ramos de flores estampados en ella, y honrábanla con los prestigios del arte dos paisajitos del gusto de Wateau, y un retrato de mujer hermosísima. De mármol rosa era la tabla del tocador; notable por su azulada tersura el espejo de cuerpo entero; y en los demás muebles, en mil detalles inexplicables y hasta invisibles, pero que impresionaban y herían la sensibilidad, en cierto perfume que flotaba en el ambiente, uno de esos perfumes que las mujeres de gusto inventan y componen como un poeta un soneto, advertíase no sé qué distinción suprema, no sé qué arte femenino, no sé qué sabias combinaciones de cosas inefables que hablaban a los sentidos y al espíritu, diciendo a los primeros: «¡despiértale! » y al segundo: « ¡en guardia! »
La dama a quien había dirigido aquellas palabras la máscara de la berlina yacía medio echada en el confidente, la cabeza hundida en blando almohadón de pluma, las manos colgantes, arrugado el magnífico peinador de encaje que la cubría, apoyados los pies en una torrecilla de cojines de terciopelo. Era muy hermosa, y su belleza fulguraba a través de la palidez ebúrnea de sus mejillas. Sus cejas, muy pobladas de bello, estaban contraídas por el dolor físico y la ira; en sus ojos azulados había un infierno de maldiciones, como si los diablos hubiesen dado un asalto al cielo. Pálidos sus labios entreabiertos, enseñaban una dentadura donde había que admirar reflejos de acero y la pequeñez del fruto de la piña.
—¡Para máscaras estoy! —repuso esta dama, sin dignarse poner sus ojos en la interlocutora.
Y de repente, juntando sus manos y entrecruando sus dedos en enérgico ademán, prorrumpió en nervioso llanto gritando:
—¡Soy la mujer más desgraciada!...
Cuando la pierrette (este es el disfraz qué llevaba la dama de la berlina), asombrada y confusa, iba a pedir una explicación de todo aquello, entró en el gabinetito un nuevo personaje, un anciano vestido de negro, calvo, con una vistosa y pesada cadena de reloj que le caía desde el cuello, donde a la antigua usanza daba dos vueltas un corbatín de raso. Este señor traía en sus manos una taza de plata llena de cocimiento de tila.
—Ea, señora —dijo en tono jovial— no hay que afligirse ni dar a las cosas más importancia que la que tienen... ¡qué demonches! esto les pasa a todas las mujeres... un mal rato que acaba pronto.
La pierrette repuso entonces:
—¡Ah!... de modo que lo que tienes es...
—Sí, señora mía —dijo el caballero vestido de negro a la pierrette—. Esta buena de Cleo no lo esperaba tan pronto, pero las cuentas de las mujeres siempre salen mal; además ha cometido algunas imprudencias; ayer mismo montó a caballo. Pero no hay que apurarse. Dios me ha dado estas manos —y enseñaba las suyas, largas, nudosas y velludas— para aliviar a las mujeres en tales trances
La pierrette conocía de reputación a aquel caballero, que no era otro que el gran Plazoleta, el primer comadrón de la villa, de moda entonces, y que, sin saber cómo, había pasado desde la modesta clientela de prenderas y esposas de empleadillos de la calle de los Estudias a la de empingorotadas damas y acaudaladas parturientas. Su larga experiencia y sus éxitos no interrumpidos prestábanle cierta orgullosa seguridad en el difícil arte que consiste en dar la última mano a la obra del amor. Era afable y risueño, y comunicaba a las pacientes su alegría contagiosa. Detrás de aquel hombre se veía siempre una cuna. Alguna dama le había puesto el sobrenombre de Don Bautizo, porque su habilidad tocóloga era tal, que en cuanto él entraba en una casa, la muerte se había quedado cesante en aquel barrio y había que avisar al cura para que empezase a calentar el agua del bateo, Algo de la robusta prepotencia engendradora de la naturaleza había en aquella ancianidad enérgica y sana, algo de la inocencia de las vidas nuevas que entre sus manos lanzaban el primer vagido. Era don Segismundo Plazoleta un señor profunda y superficialmente simpático, y su bondadoso corazón se le salía a los labios con las palabras, a los ojos con las sonrisas. Como él hubiera caído en el Averno de la antipatía por haber sido borrado del Universo el cielo de lo simpático, con él se hubiera podido reconstituir la silueta de los seres agradables.
—No crea usted que me asusto —dijo Cleo, interrumpiendo de improviso su llanto y deshaciendo el trágico nudo de sus dedos—. Lo que me aflige es que esto haya venido a coincidir con el lunes de Carnaval... ¡cuando tantas cosas teníamos en proyecto!... Pero, dígame usted, Don Bautizo: ¿cree usted de verdad que esto que tengo yo es el parto?
—¡Ca, no señora! —respondió sonriéndose el comadrón—, esto no es nada, una broma... detrás de la cual vendrá un rorro.
—¡Qué rorro! ¿Cree usted que yo he nacido para hacer el oficio de madre, para aguantar lloros de muchachos y limpiarles los mocos?
Plazoleta se sabía de memoria aquella buena de Cleo, y en vez de extrañarle su salida, lo tomó a risa como gentil donaire de niño o pueril desvarío de loco.
La pierrette dio un suspiro muy hondo, y dijo con acento dolorido:
—¡Qué exposición corremos tan grande!
—No cantes tú muy alto —exclamó Cleo—, porque donde menos se piensa... pero sáqueme usted de dudas, Don Bautizo. ¿No hace siete meses que estoy en cinta?... pues si esto es así, ¿qué parto va a ser éste?... El dian-tre del niño que llevo aquí dentro, me ha dado muchísimos malos ratos... ¿Quién se viste, qué traje se pone una para parecer persona y no un monstruo?...
Un grito muy agudo continuó el discurso de Cleo. El parto avanzaba rápidamente, pero no sin dificultades; porque, es preciso que lo digamos, era la primera vez que Cleo se veía en tal aprieto. Plazoleta había sido llamado un mes antes por el viejo duque de Ripamilán, en quien los años, vistiéndole de blanco, no habían podido enfriar los ardores de su corazón. El duque había dicho a Plazoleta que fuese a reconocer aquella señorita que, según su juicio, y por no haberle tenido, estaba en situación interesante. Plazoleta obedeció con aquella amabilidad propia de quien sirve a señores pródigos y ricos. Aun cuando estaba acostumbrado al lujo de sus ordinarios clientes, que eran de lo más granado y elegante de Madrid, quedóse absorto ante aquel boato oriental con que el duque de Ripamilán había adornado la casa de su querida. En cuanto a ésta, recibió al comadrón con una liberal franqueza y una ausencia tal de cumplimientos y melindres, que desde luego Plazoleta, maestro en debilidades humanas, entró en la confianza de la casa. Volvía todas las semanas, dando consejos higiénicos y preventivas disposiciones. Pero eran inútiles sus preceptos cuando se oponían en lo más mínimo a los caprichos de la mundana beldad, a su vida activa y agitada, al desordenado orden de fiestas que la componían; estériles fueron sus advertencias respecto aquel bárbaro corsé que por disimular la abundancia del vientre se ponía Cleo, con cuyas ballenas infanticidas traía estrujado al fruto de sus entrañas. Por monstruosa aberración de sus sentimientos, Cleo odiaba a aquel engendro, y si con la sangre que contra su voluntad le enviaba iban disueltas sus maldiciones, sin duda que en el nonato ser debían palpitar infernales instintos. Muchas veces había tenido sobre esto largos coloquios con su tía Leticia. Era Leticia una mujer por todo extremo flaca; había cumplido los cincuenta; sus dientes amarilleaban; su pelo rojizo empezaba a adquirir matices de plomo; tenía la frente deprimida, la nariz muy curva y con anchas ventanas; los ojos eran muy chicos, pero muy intensos en su negra mirada. Era andaluza de cerca de Sevilla, de donde, cuando aún no había cumplido los quince años, se fugó con un tratante en harinas que acertó a hacer noche en su casa. La familia de Cleo no había vuelto a saber de Leticia, y se la consideraba como muerta. En cuanto a Cleo, había oído hablar muchas veces a su padre, escribano de actuaciones en Sevilla, de aquella desventurada prófuga, de la cual se contaban horribles pecados de sensualidad. El escribano Pérez Lingorta, viudo y con dos hijas, era más amigo del naipe y del vino que de los protocolos y el papel sellado. Lo que de aquella alma dejaban sano el alcohol y el juego, lo acababa de roer Venus con sus preciosos y agudos dientecillos. Crecieron y embellecieron sus dos hijas, Cleopatra y Lucinda, con la libertad de dos cabrillas abandonadas en el soto. Muy pocos días iban a la escuela; de pequeñas jugaban a los soldados y al toro con los pilluelos de la calle del Entenado; y de mayores, las dos ventanas de la casita las tenían siempre asomadas a los antepechos, llenas de rosas las cabezas y de sonrisas los labios. No hubo cadete ni alumno de Justiniano que no pasease la calle del Entenado; aunque no se las conocía a las muchachas novio fijo, se sabe que traían muchos galanes al retortero. Se sabe también que sus corazones estaban en medio de la calle, y todo el que pasaba los cogía como se coge una flor, se huele un momento y se tira después porque estorba en la mano. Llegaban las noches portentosas de Andalucía, y en vez de encubrir con sus crespones aquel idilio-comedia, aquel sainete-poema, parecía que colgaban en rededor sus estrellas para hacer más visibles las entradas que a hurto y al recato en aquella fortaleza de la honestidad se daban. Y no fueron dos, sino muchos los ojos que vieron a un hijo del gobernador militar y a un fámulo del arzobispo repetir estos asaltos, no como quien va a gozar un contento prohibido, sino como quien de suyo lo tiene y por derecho lo saborea. Un día, el descarriado escribano hubo de sorprender algo, porque hubo en la casa voces más altas que la Giralda y trancazos más recios que los que descargó en la jornada memorable el sevillano Machuca: cuando se iba dio en llevarse la llave, dejando cerradas a las niñas. Por entonces aconteció que el escribano se sintió acometido de una afección a la vista. El mucho beber le iba dejando ciego, y una vez no sé qué sofocón le dieron en el Juzgado, que lo llevó al sepulcro sin sentirlo. Así murió el escribano Pérez, cuyo principal defecto fue poner a sus hijas nombres retumbantes y ser ciego de espíritu mucho antes de que empezara a serlo de los ojos.
Al llegar aquí hay una laguna en nuestros apuntes, porque nada dicen concreto sobre la suerte que la Providencia reservó a las huérfanas, aunque.de indicios vehementes se colige que, pasado el novenario mortuorio, las escenas idílicas de la casa de las dos ventanas resucitaron los buenos tiempos del Longo; y como el alcalde de barrio no estaba versado en letras griegas, impuso a las niñas unas correcciones disciplinarias muy enérgicas, que las desacreditaron completamente en el barrio y les obligaron a tomar el camino de Madrid. No tiene más galas la paloma que se alisa el plumaje con el pico en el borde de un canalón, que aquellas dos muchachas cuando llegaron a Madrid. La pobreza se había complacido en desasear su traje, en bordarlo de rasgones, en agujerearlo de sietes; de los pañuelos de seda que llevaban a la cabeza, ¡qué hermosas docenas de torcidas podían haberse hecho!; aquellos mantoncillos indescriptibles que envolvían sus talles... ¡qué bien empleados en limpiar el polvo de algún sitio muy sucio! Pero, en medio de cuadro tan mísero, no dejaban de brillar las dos beldades sevillanas, como brillaría un retrato de Van-Dick aun cuando fuera de esparto su marco. Lucinda, la mayor en edad, era rubia, con una constelación de pequitas en el promedio de la nariz; curva ésta, y de muy ágiles ventanillas, descansaba en un labio cuyo único defecto era el ser demasiado ancho, por cierto que lo compensaba lo rojizo de aquella boca y lo blanco de aquellos dientes. Era alta y delgada, y las privaciones, el hambre y otras causas habían convertido su esbeltez galgueña en demacración enfermiza. En cambio, Cleopatra rebosaba salud y robustez; más baja de estatura, de complexión más amplia, tenía en su línea general apetecibles redondeces, y en su boca bailaba siempre una sonrisa como una abeja en una flor. Eran sus ojos muy negros, muy grandes y muy hondos; sus pestañas muy largas, muy curvas y muy sedosas; fluyendo de todos estos aumentativos cierta atmósfera lumínica de mundanísima gracia y voluptuosísimo hechizo, que la envolvía como los nimbos a las cabezas de los santos. En lo moral era la alegría misma, al paso que Lucinda era la misma tristeza; y viéndolas juntas, la una jubilosa y la otra melancólica, no podía el observador menos de imaginar que la primera simbolizaba la chispeante vida del día sevillano, y la segunda la contagiosa y poética tristeza de la noche del Guadalquivir.
En Madrid las dos, el día sevillano brilló bajo el sol de la corte como una luz de gas en un congreso de bujías, llenó las calles por donde iba de resplandores y dejó estela de requiebros y deseos impuros. La noche del Guadalquivir pasó desapercibida entre estas noches brillantes de Madrid. Cleopatra era amiga del placer, pero de alma fría, mientras que Lucinda era una naturaleza apasionada, en la cual el amor tomaba todas las manifestaciones enérgicas, la mirada que sigue, la boca que sonríe, los labios que besan, los brazos que estrechan, el corazón que se muere si se le deja solo, los celos que estallan como una mina de pólvora... Después de andar la mísera Lucinda los malos pasos a que la conducían su flaca voluntad, su hermosura y su pobreza, y en muy pocas semanas, recibió la pasión y el martirio de la Venus callejera. Extrajeron de aquella muriente flor sus últimos aromas, y cuando en lo que fue Lucinda no quedaban ya más que flácidos y enfermos miembros, unos ojos llenos de ansiosas miradas y una voz ronca y áspera, la condujeron a cierto hospital madrileño fundado bajo la protección de un Santo notable por una llaga y un perro , y de allí a poco murió. Es de advertir que todo esto sucedió con tanta rapidez, que no mediaron dos meses entre la llegada a Madrid de las dos muchachas sevillanas y el entierro de una de ellas. Por mucho amor que tengamos a nuestras heroínas, no es razón que ocultemos sus debilidades; y si ellas, en vez de producir simpatías, producen al lector odio o asco, nosotros habremos cumplido nuestra misión de contar la verdad. Viene esta advertencia a cuento de que Cleopatra, así que se vio en Madrid, se olvidó por completo de su hermana. En un parador de la calle de la Aduana, donde se habían hospedado, conoció a un subteniente de reemplazo que la enamoró con mucho éxito. Cambió de domicilio, siguiendo a su amante, y esto fue causa de que ambas hermanas se separasen. De los brazos del subteniente pasó a los de un estudiante de Medicina; de los de la ciencia a los del arte, representado en un corista del teatro de la Zarzuela... Después, en nuestros apuntes, y encerrados todos ellos bajo una clave en que dice mes de Febrero, se cuentan siete nombres distintos: «Un provinciano recién llegado a Madrid.—Tres días de amor.—El dueño de una casa de préstamos.—Una comida en las ventas del Espíritu-Santo y cuatro noches de conferencias.—Un desconocido.—Una noche.—Equis.—Un rato... no, no es posible seguir; la verdad horrible, desnuda, hedionda se obstina en mostrarse, y no hay pudor retórico que la detenga. Un espía prusiano, sorprendido en los Vosgos por las avanzadas francesas, para no verse obligado a decir su secreto, se partió la lengua con los propios dientes... ¿Será preciso que tajemos el pico de nuestra pluma para que no se le escape la verdad?...
Hacía frío aquella noche; Cleopatra tenía hambre. Un viento huracanado que traía del Guadarrama muy malas noticias para los tísicos, agitaba sus vestidos y se empeñaba en arrancarla de la cabeza la toquilla de lana. Cleopatra había mejorado su traje; en cambio, su hermosura había palidecido; estaba más delgada, a trueque de cujeas gracias aquella vida agitada había dado extraña y febril lucidez a sus pupilas. Sus negros ojos, más grandes, más rasgados, más oscuros, más hondos, más imperiosos, dominaban sobre las facciones, y eran ya, y para siempre, señores de ellas. La última aventura amorosa de la muchacha había sido de aquellas que impone el hambre: toda la sutileza de Cleopatra no bastaba a encontrar en los detalles de aquel suceso uno solo que pudiese disculpar, como acaloramiento de las pasiones, lo que había sido un contrato con todas sus consecuencias. Algo de vergüenza, que estaba dormido en el fondo de aquel espíritu, despertó. Comparó Cleopatra los deliciosos crímenes de amor de la casa de las dos ventanas con las indignas bajezas de ahora; fue como comparar el néctar de los dioses con el aguardiente de los borrachos pobres. Hubo en aquel ánimo, que tan maltrecho y caído estaba, intenciones de erguirse y andar con paso firme por recta senda. La acosaba la más extrema necesidad; llevaba muchas horas de no probar bocado, y el hambre la mordía con sus dientes de fuego en las entrañas. La lucha entre el bien y el mal había tomado una nueva forma. Ahora Cleopatra luchaba entre el frío y el hambre. Si llevaba a una casa de préstamos su pañuelo, podría cenar aquella noche y comer al día siguiente: para satisfacer su hambre tenía que quedarse sin abrigo, con un frío de cuatro bajo cero.
No duró mucho el combate, porque empezó la muchacha a sentir desvanecimientos de debilidad, y puesta en tal trance, la resolución del conflicto vino por sí sola. Aprovechando un momento en que nadie transitaba por la calle de la Colegiata, desciñóse el mantón y lo dobló en cuatro dobleces: una oleada de viento frío envolvió a Cleopatra, sintió correr por sus espaldas y temblar en sü garganta estremecimientos nerviosos. Sin interrumpir su marcha, llegó a la calle de Embajadores, y en la primera casa de préstamos que vio entró rápidamente. Había allí, detrás del mostrador, una mujer delgada, alta, arropada con un pañuelo doble y que hacía calceta a la luz de un quinqué de petróleo que echaba más humo que luz. Expuso Cleopatra su objeto, medió el ajuste, siguió el regateo y concluyó el negocio con la redacción de la papeleta. La misma mujer cogió el libro talonario, y abiertas sus grasientas tapas, preguntó el nombre a la joven. Cuando ésta lo hubo dicho, la vieja tuvo un movimiento de asombro, y preguntó:
—Niña, ¿es usted, por casualidad, de Sevilla?
—Sí.
—Su padre de usted ¿era escribano?
—El escribano Pérez, que de Dios goce.
—Pues entonces eres sobrina mía —dijo la vieia sin que emoción alguna delatase en el acento la ternura que debía haber acompañado a tal escena.
Al reconocimiento de tía y sobrina siguió una conversación larga y tendida; después de las primeras frases, en que Cleopatra explicó su situación, en las palabras de su tía Leticia se advirtió que entraban el cariño y el buen deseo; y mientras hablaba la prestamista, teniendo entre sus manos las de la joven, interrumpía muchas veces el hilo del discurso para prorrumpir en requiebros y halagos que eran de todo punto ajenos al sentido de la conversación, y parecían responder a pensamiento oculto. Así, muchas veces, en tanto que Cleopatra narraba la muerte del escribano, la interrumpió la vieja exclamando: —«Hija mía, ¡qué manos tan suaves! ¡Qué ojos tienes, niña! ¡Eres un cielo! ¡Los hombres deben despepitarse por ti» —Y de esta suerte, con mirada de chalán que admira la grupa de bien cortado potro, o la de joyero que devora las luces de un brillante, la tía Leticia recorría las perfecciones de su sobrina, las medía y las pesaba, y a cada una dedicaba un elogio.
El resultado de todo esto fue que Cleopatra se fue a vivir con su tiita, como ella decía, y juntas la que empezaba su carrera y la que ya la había concluido y estaba en el cuartel de inválidos, se formó allí una liga, fuerte con las astucias de la anciana y bella con los primores de la joven.
¡Inocencia, candor, delicados dones de las almas elegidas, no tenéis gran cosa que hacer con estos personajes!... No llaméis a sus corazones pidiéndoles albergue. ¡Perdonad por Dios, otro día será!
En el barrio de Embajadores no le faltaron a Cleopatra novios; pero todos ellos eran de baja extracción y escueta bolsa, y Leticia los puso en franquicia bien pronto. Un día, un señor grueso, de negro y amorcillado bigote, de gran coram vobis y runflante prosopopeya, siguió a la muchacha cuando volvía de cierto recado; y cómo fue ello, no se sabe, pero sí que antes de acabar la semana, y aquel día era martes, Leticia había instalado a su sobrina en un piso segundo de la calle de Relatores con un mueblaje comprado de lance, pero vistoso, todo por cuenta del runflante caballero. La prestamista llevó a cabo la instalación con notable generosidad, pues todas las prendas de la casa las sacó de la suya, donde se las habían dejado por poco dinero, y el enamorado protector de Cleopatra las pagó a peso de oro. Pero no era éste el empleo que para las bellezas de su sobrina deseaba Leticia, sino que más altas empresas le procuraba.
A su oficio de prestamista, unía Leticia otro complementario del primero: era agente de ventas de las alhajas y trajes de las damas encopetadas. Entraba y salía en las más principales casas, conocía a mucha gentil señora de las que ilustran con sus nombres las revistas de salones. Explotaba la vanidad de las unas, la pobreza de otras, y hay quien añade que no era sólo joyas lo que vendía. Tan reservada era, que nadie había logrado de ella la más pequeña revelación. Sus servicios se pagaban con plata, su silencio con oro. Ignórase también, porque en esta historia los más curiosos detalles tienen que quedarse en el tintero, ignórase, decimos, cómo una mañana el runflante señor de los bigotes fue despedido por Cleopatra y ésta pasó a ocupar una preciosa casita en la calle de Recoletos y a ser la amante pública y oficial del duque de Ripamilán.
Necesarios antecedentes todos los narrados para volver de nuevo al punto de partida, a reanudar el relato en el punto aquel en que, redoblando los dolores del parto, Cleopatra lanzó un agudo grito, y éste coincidió con la entrada en la estancia de tiita Leticia. Bien se conocía por el traje de ésta que había mejorado mucho su posición, y que sobre ella se reflejaban los rayos del sol que tan gloriosa y triunfante tenía a Cleopatra. Leticia lanzó dos o tres suspiros, juntó las manos con muy compungido ademán, y plegando los labios, que por falta de muelas y dientes se encogían en mil arrugas, dijo:
—Pero, hija mía, ¿qué horrible percance es éste?
Todos la miraron, y el comadrón Plazoleta la contestó:
—Señora, no es percance, es el natural desenlace del estado en que esta señorita se encontraba.
Entonces Leticia, volviendo a juntar las manos, hizo con los labios una horrible mueca y apretó uno contra otro sus párpados, como si pretendiese llorar; gesto, actitud y esfuerzo que la pusieron cómicamente fea.
—Pero, ¡Dios mío! ¿Es que quieren ustedes que mire con indiferencia este deshonor de mi sobrina?... ¡Virgen de los Donados! Pues qué, si resucitara mi hermano el escribano, ¿no había de volver a morirse de ver así caída y desprestigiada la limpia familia de los Pérez Lingor-ta?... ¡Esta pobrecita Cleopatra, seducida por ese picaro duque, reducida a esta extremidad!... ¡Ah! No, aun cuando me costase la vida, he de procurar que su honor quede restaurado.
Tales eran los ordinarios discursos de doña Leticia cuando se tocaban estos puntos de honor; porque beneficiarse con los impuros triunfos de su sobrina, le parecía la cosa más natural del mundo; proporcionárselos y ayudarla en ellos, cosa corriente e imprescindible obligación, dada la base del parentesco; ¡pero abdicar ante la gente de la más exquisita severidad moral y del más suspicaz puntillo de honra!... antes que consentir en ello, hubiera dado los dos colmillos que aún quedaban en pie en las desiertas encías.
Tiita —gritó enfurecida Cleopatra, a quien los crecientes dolores traían desesperada y sin sosiego—. Déjese usted de canciones, que harto sé a dónde van a parar... ¡Ay de mí, que puedo pagar con la vida el lance en que me veo!
—¿Qué pagar con la vida? —repuso doña Leticia subiendo el diapasón de su voz—-. No se trata de eso, que tú eres una muchacha saludable y tienes en cada pelo de tu cuerpo fuerza para parir un regimiento de duquesi-tos... aquí me tienes a mí, que, en buena hora lo diga, tengo mi honor más entero que una onza... pero he pasado más con estos picaros dolores de ciática que una mujer que haya tenido treinta hijos con todos sus partos juntos... la Virgen Santísima de los Donados me ha dado fuerza para todo... pero esto es lo de menos... lo inicuo, lo infame... lo picaro —continuó doña Leticia, concentrando en ésta su palabra favorita toda la indignación verdadera o fingida de su alma— es que ese picaro duque se haya burlado de ti... porque yo bien me sé, y la Virgen Santísima de los Donados me quite la salud si miento, que si ese picaro duque no te hubiese dado palabra de casamiento, así lo hubieras tú dejado... ¡Jesús mil veces!... como yo que me arranquen las asaduras...
Algo extraño observó en la paciente el experimentado Plazoleta, cuando, después de tomarla el pulso, llamó a parte a doña Leticia y la dijo:
—Puesto que usted es pariente de esta señorita, no puedo ocultarle a usted que el parto presenta sus dificúltales... no es que sea peligroso... es, sencillamente, que la naturaleza tiene aún mucho que hacer en este cuerpo.
Doña Leticia le escuchó haciendo esfuerzos con sus párpados para llorar, porque una lágrima en tal sazón hubiera sido oportunísima.
—Y puesto que hay —siguió diciendo el comadrón— un caballero, un alto caballero, interesado en este asunto, no estaría demás que se le avisara.
—¡Y cómo avisarle!... Aquí ha de venir, aunque no quiera, el muy picaro, y ha de traerse al cura para que le case con mi sobrina.
—Bueno, señora; usted hará lo que le parezca; yo cumplo con hacer esta advertencia. A otra cosa: ¿Qué piensan ustedes hacer del nuevo vástago que se espera?
Viendo doña Leticia que Plazoleta era un hombre práctico y se iba al bulto de los argumentos, y conocedor de la verdadera situación de Cleopatra, dejaba a un lado las irrisorias peroraciones, le respondió:
—Si el duque le reconoce, le educaremos como a un Príncipe... pero si no le reconoce, a la Inclusa se irá como un caballero.
—¡Es decir, como un desdichado! —concluyó Plazoleta dando un suspiro—. Es cuanto tenía que decir a usted.
Doña Leticia se puso en movimiento, y a pie, porque no era ella capaz de gastar dos céntimos en un coche, con una incansable agilidad de alimaña, recorrió la villa y corte en busca del duque de Ripamilán. Estuvo en el Casino, de donde acababa de salir su excelencia; se fue al Senado, de cuyo cuerpo era secretario el eminente vejete, y también de allí hacía muy poco que acababa de partir; siguiendo nuevas indicaciones, se fue a Palacio, y allí sí que estaba. Le costó a la vieja toda su habilidad el que los porteros, ujieres y caballerizos la dejasen ascender la escalera de damas, cuyos peldaños parecían rechazarla, como carga impropia de su nombre. El duque era mayordomo de semana de su majestad, y precisamente entonces acababa de entrar de servicio. Hizo el duque que pasaran a su estancia a la horrible vieja, y como ésta le tenía ya acostumbrado a sus alardes de sentimentalismo y nobleza, la dijo, antes de que ella articulase palabra:
—¡Bueno, empiece usted por la segunda parte... ¿y Cleo?
—A eso vengo, excelentísimo señor —respondió doña Leticia poniendo una cara de servil complacencia—, la pobrecita está muy mala... se me muere... se me va de entre las manos.
—Pero, ¿qué es ello?
—El parto, señor, el parto.
Aquello del parto le había causado al duque muchas inquietudes. A veces había en esta novedad algo que le enorgullecía y regocijaba; pero las bromas de sus amigos y colegas del Grandis-Club le hacían sospechar si no habría en la gozosa obra algún colaborador anónimo.
—Pues... bien lo siento —repuso el duque—, pero lo que es ahora no puedo moverme de aquí. Voy a salir con su majestad.
Obtuvo doña Leticia la promesa de que el duque iría a la noche por casa de su protegida. Cuando volvió a ella la vieja ya no estaba allí la pierrette, cuyo nombre verdadero, aunque no el más exacto, era Virginia.
Deslizóse lo que quedaba de tarde, y la primera parte de la noche, en angustiosa situación. Los dolores crucificaban a Cleopatra. Pálida, exangüe, sudorosa, sintiendo que se le acababan las fuerzas y la vida, sin ánimo para resistir otro dolor, temiéndole como quien teme en él la muerte, y esperándole al mismo tiempo como quien espera en él la vida con la solución del apretado trance, estaba Cleopatra tan al cabo de su resistencia, que apenas se quejaba y como cuerpo muerto yacía en improvisada cama de parturienta.
Por fin, a las once llegó el duque. Venía empaquetado en su vistoso uniforme, muy bien arreglados sobre la nuca sus últimos cabellos, exhalando un aroma afeminado, propio de este ilustre heredero de los grandes capitanes de la Reconquista, que en zambras de mozas y torneos de naipes era como reproducía los casos heroicos de sus antepasados; tenía un aire paternal que daba gozo; no se adivinaba en él al verdoso y decrépito Tenorio sino después de haberle examinado cuidadosamente los rubios ojos de gorila llenos de lujuria, y los húmedos labios. Este señor duque de Ripamilán era casado, pero de común acuerdo con su consorte, mientras él vivía en Madrid, ella viajaba por Francia e Italia, rodeada de una turba de atachés de embajada, encargados, sin duda, de llenar cerca de la rolliza duquesa delicada misión. Los maldicientes llamaban a esta señora la Escuela de Diplomacia. De mes a mes tenían mutuas noticias uno de otro ambos cónyuges por el apoderado, que les daba cuenta de los respectivos despilfarros: ella, su excelencia la duquesa, se arruinaba entonces por un joven de lenguas de Seragebo , y él, su excelencia el duque, por la lindísima Cleopatra. Por fortuna de los dos, sobre esta corona de descrédito que los cubría estaba la corona ducal, sus rentas cuantiosas, la protección real y la omnímoda influencia de su dinastía.
El duque entró sin saludar, se acercó a Cleo, la cogió la mano y se la besó.
—¡Pobrecita mía! —la dijo—. ¿Sufres mucho?
Cleopatra apenas abrió los ojos para mirarle, y el duque, llamado por doña Leticia, salió al salón inmediato.
—Vamos a ver, señor duque —dijo Leticia—, de un momento a otro nacerá su hijo de usted.
—¿Cómo mi hijo, buena mujer?... No abuse usted de las circunstancias... A bas les paites...No me gaste usted bromas... Fas de rigolade.
—En lengua de cristianos habla, señor duque... Este pobrecito que va a venir al mundo... porque yo sé que va a ser niño, que las cartas me lo han dicho bien claro... ¿qué apellido va a llevar?
—El de su madre —respondió con frialdad el duque.
—¿Es decir, que usted se niega a reparar sus faltas?
—¿Qué más reparación quiere usted, vieja de los demonios, que cubrirles de riquezas?
—¿Y el honor, señor mío?
—Ese señor nada tiene que ver en esta casa... aumentaré la pensión que paso a Cleo... no serán diez, serán dieciséis mil reales mensuales .
—Justo es el aumento, señor duque; porque este trance en que mi pobrecita se ve, por usted es producido; pero el niño irá a la Inclusa.
—¡Cómo!
—Claro está. ¿Quiere usted que Cleo tenga siempre a su lado un testimonio de carne y hueso de su deshonra?
—Es su hijo.
—Y de usted.
—Eso es muy discutible.
La discusión hubiera continuado, a no ser porque Cleopatra dio un alarido estridente, desesperado, agudo, uno de esos gritos que atraviesan los tapices, las puertas, las murallas. El duque y Leticia entraron en la estancia. La pecadora iba a convertirse en madre; aún luchaba el nuevo ser con el no ser, y en sus últimas luchas tomaban los quejidos tremendos y pavorosos ecos. El duque, deplorando haber llegado en tan mala ocasión, sentía caerle por la frente gotas de sudor frío, y espantado, contemplaba el semblante de Cleopatra, donde ya parecía haber puesto su sello la muerte. Sus escasos cabellos, tan bien repartidos por el bisoñe, se desprendían del peguntoso afeite y caían sobre el cuello del frac.
—Médico —dijo el duque a Plazoleta—, sálveme usted a esta muchacha.
Cinco minutos no más trascurrieron en aquella situación asfixiante, angustiosa, y durante ellos tuvo el duque tiempo de repasar en su memoria revista a las relaciones de amor que le unían con Cleo. Sus juveniles arrebatos de primera hora, los primeros besos que habían trazado un programa de pasión volcánica, de que las frialdades de la vejez habían de rebajar tercio y quinto, la costumbre adquirida de gozar aquel deleitoso paraíso, formaban la parte agradable de sus recuerdos; después seguían las incómodas remembranzas del embarazo de Cleo, de sus insoportables y ruinosos caprichos, de sus iras contra el duque, a quien atribuía toda la culpa del incómodo estado, aquellos días de terror en que imaginaba que el desenlace de tanta perturbación sería la muerte... El linajudo y helado Lovelace se acordaba después de sus celos... ¿De quién?... Del vizconde de Fariña, del modisto francés que tomaba medida a Cleo de sus trajes; de un primo de la mundana, que la visitaba con frecuencia... Cerraba esta comitiva de recuerdos el fantasma de la muerte que iba tremolando el pendón del desengaño... Pero en ésto, Cleo lanzó un grito... ¡Éste sí que fue un grito!... Un niño... un niño... acababa de venir al mundo.
El duque, al ver que por entonces no tendría que habérselas con la muerte, sintió que le quitaban de encima del pecho una montaña de pesares y disgustos, y en un acceso de alegría histérica prorrumpió en llanto y en risas, gritó y palmoteo, y hasta creemos que, perdiendo el aplomo y seriedad que correspondía a un mayordomo de su majestad, disparó en una pueril y poco gallarda cabriola. En el colmo de su alegría sacó del bolsillo de la casaca su tarjetero, y sobre la misma jofaina de plata en que Plazoleta estaba lavando al recién nacido, dejó caer uno, dos, tres billetes de Banco... No dio más porque más no tenía... Eran las albricias del natalicio... En la duda de a quién iban dedicados, Leticia los sacó del agua, los secó y se los metió en el bolsillo...
Como sus obligaciones le llamaban a palacio, el duque dio un beso en la frente a Cleo, que transportada al lecho se había quedado dormida, y bajó la escalera. Cuando llegaba a la puerta de la calle y con el primer golpe de aire fresco se despejaron las ducales sienes del pasado arrebato, dijo para su capote de pieles, asomando a sus ojuelos de gorila una sonrisa volteriana:
¡Fichtre!... ¿Pues no he llorado?... ¡Como si estuviera seguro de que es mi hijo!
No fue un momento de inspiración de la piedad humana, sino obra de la hipocresía social la institución mal llamada benéfica de las Inclusas, si hemos de atenemos al cuadro que ante nuestra vista se presenta. La Casa de Maternidad del Santo Niño, fundada por un piadoso cristiano, y convertida, por el desbarajuste oficial, en una institución herodiaca, presenta, en aquella hora en que el sol se pone, un aspecto de aturdidor movimiento de ruidosa vida. En las estrechas escaleras y en las amplias salas acaban de encender los mecheros de gas que lucen opacamente en una atmósfera hedionda. Las paredes sucias, las baldosas rojizas, polvorientas y despegadas del cemento, las puertas viejas y mal ajustadas, las vidrieras rotas, las chimeneas que hacen humo y ante cuyos hogares de hierro encendido al rojo hay cañas sostenidas entre sillas y banquetas para que en ellas se sequen pañales y mantillas, los cánticos de las nodrizas que arrullan ásperamente algún niño, el llanto de otros que, hambrientos y helados, se agitan en las inmundas cunas... forman un conjunto desagradable que produce frío en el cuerpo y en el alma; el ahogo se apodera de los pulmones, y un sentimiento de pena del corazón. A esta hora es cuando cenan las nodrizas, allá abajo, en mal oliente cuadra, donde sobre una cocina de hierro cuece, en enormes cacerolas, un guisado piltrafoso de clara salsa, una comida capaz de imponer la dieta al más voraz. Cuando la campana avisa a las nodrizas, así como sedienta cuadriga de muías salen relinchantes y coceando del pesebre en busca del pozo, aquellas madres mercenarias abandonan a sus hijos pegadizos y van a saciar el instinto fiero del hambre. Los niños se quedan solos, unos pateando en las cunas, otros tiesos e inmóviles entre sus negras mantillas; los más crecidos jugando o riñendo, revolcándose por el suelo en la desnudez que precede a la hora de cubre-fuego. Mientras en estas alcobas se ven en tal ocasión infantiles miserias, escuálidos miembros, amarillentas caritas, bien pocas de ellas sanas, la mayor parte afeadas por la escrófula y erizadas de pústulas y granos, en el comedor se oye el diálogo brutal y cínico de las indignas mujeres que ponen remate a la obra de la generación por acaso con una lactancia insuficiente y regateada. Sucias manazas van y vienen del plato a la boca: todas las formas asquerosas del comer tienen allí su manifestación. En aquellos labios que chupan el zoquete de pan chorreando grasa, en aquellos dientes caninos que roen un hueso, en aquella supresión, de tenedores, servilletas y vasos, se ve a la humanidad retrocediendo desde los centros de civilización a los bosques vírgenes; se dibuja bajo la figura de la mujer cristiana la silueta angulosa de la hembra de las especies primitivas; se adivina un modo de ser incipiente de la raza humana, aquel en que se acortan las distancias que separan al Rey de la Creación de sus más viles súbditos.
Cuando llega este caso y suena la aguda campanilla puesta en el tomo de la calle anunciando que ha llegado a la Casa de Maternidad otro niño sin padres, hay refunfuños de mal humor en aquel conjunto de hembras, que tiene tanto de rebaño como de aquelarre. Es que entra en la inocente y desvalida colectividad de mamones un nuevo socio de hambre con el estómago vacío y los labios ansiosos. ¡A quién le tocará el turno! De dos a cuatro es la Ramoncha, de cuatro a seis la Repolida, de seis a ocho están encargadas de velar por los expósitos que lleguen la Robustiana y la Gerinelda, porque en estas horas es cuando llegan más niños; es la hora del crepúsculo, cuando las sombras encubren y disimulan la acción infame de abandonar el fruto de las propias entrañas.
Esta vez fue la Gerinelda, una asturiana de fisonomía becerril, boca que más bien era hocico, ojos insignificantes, pequeños y sin brillo, como si su misión apenas fuera otra que ver las cosas de más bulto; fue la Gerinelda la que recibió de manos de una Hermana de la Caridad un envoltorio palpitante, entre cuyas holandas apareció una carilla amoratada, y al mismo tiempo se dejó oír un llanto agudo, brioso y gangosuelo. Cinco minutos antes, la propia doña Leticia había puesto en el torno aquel niño. El oficial encargado del registro, dejando éste encima de la mesa y después de remangarle las mantillas para reconocerle el sexo, escribió en su libro algunas cifras, hora de llegada y ama a quien correspondía.
Nos faltan el tiempo y el espacio para narrar hora por hora la vida este niño, que fue bautizado con el nombre de Valentín del Hijo-de-Dios. La Gerinelda lactaba siete niños y les daba cuatro tetas en el día. Cogíalos de dos en dos con el desamor y rudeza con que lo haría el rústico que criase unos lobeznos robados de la guarida: sacaba de debajo de su sucio pañuelo dos zurrones negros, que nada tenían que ver con los primores que los poetas madrigaleros cantan del seno de Tisbe. Cuando llegaba la noche, la Gerinelda dormía como una bestia fatigada, y su ruidoso ronquido cubría el gañir de los pe-queñuelos, a quienes el ayuno tenía despiertos... Páginas como éstas habríamos de escribir tantas como días pasaron desde que Valentín del Hijo-de-Dios entró en el torno, hasta que seis meses más tarde fue sacado de la Inclusa para entregarle a una nodriza externa; páginas sólo interrumpidas en su odiosa monotonía cuando se le moría algún chico a la Gerinelda. El garrotillo y la disentería eran ministros y secutores de estas ejecuciones. El niño iba a la eternamente joven matriz de la tierra, más pía y amorosa que la que le había engendrado, y otro niño iba a completar el cupo de los que la Gerinelda criaba.
Un día, la sabia administración de la Casa de Maternidad del Santo Niño determinó que Valentín del Hijo-de-Dios fuese puesto en los brazos de una nodriza externa. Muchas mujeres de las provincias castellanas, especialmente de las que están cercanas a Madrid, acuden a las Inclusas y tornos para buscar en la lactancia de aquellos hijos del pecado un salario mísero, que nunca pasa de quince pesetas mensuales. El hambre de las campiñas, tan horrible o más aún que la de las grandes ciudades pero menos estudiada, porque aún no ha sabido organizarse en sociedades socialistas , lleva a estos centenares de mujeres al triste oficio.de la maternidad mercenaria. Isabel Recuero, mujer de un guarda de viñas de la provincia de Guadalajara, era la madre que el azar daba a Valentín del Hijo-de-Dios. En un principio, el cambio de aires, el salir de aquella atmósfera envenenada de la Casa de Maternidad, favoreció la salud del niño, y hasta parece que hubo en sus mejillas conatos de acarminarse; pero bien pronto la humedad de aquella choza, erigida con adobes, el aire infecto que en ella se respiraba —como que en la única habitación, inhabitable, estaba el pesebre de la burra, la corte del cerdo, el gallinero y montones de yerba puesta a secar cerca del hogar, donde se guisaba con los productos de la cuadra— empezaron a obrar en la criatura. Además, Isabel Recuero no tenía por arrobas la salud, padecía de reumas, y su constante humor negro parecía indicar que a esta dolencia era preciso añadir algo de atrabilis .
En continua reyerta con su marido, en quien no se explicaba el oficio de guarda de viñas, como no se explicaría un lobo pastor, lo cual significa que era muy dado al trago, la casa era un infierno. El matrimonio Recuero tenía un hijo de siete años, feo y mal intencionado como un hurón, y a él encomendaba Isabel el cuidado de Valentín cuando las necesidades de su pobreza la llevaban al inmediato pueblo dé Nidonegro, donde había mercado todos los lunes.
La madre en el mercado, donde llevaba sus hortalizas, el padre en la viña, quedaba Recuerillo amo y señor de la choza y ejercía sus funciones de dominio sobre Valen-tinín y Pistolo. ¿Quién era Pistolo? Un gato de pelo ceniciento, tuerto de un ojo, cuya pérdida había sido producida en cierto asalto a un palomar vecino y en contienda con un perro de caza. El guarda de viñas había servido al Rey y había formado parte del batallón de cazadores de Arapiles. Sabido es que el pueblo llama a estos heroicos legionarios con el burlesco nombre de pistólos; lo que no se sabe y queremos decirlo, es que Isabel, comparando las hazañas del gato con las de su esposo, había dado a la doméstica alimañeja el nombre de Pistolo.
Recuerillo paseó un rato a Valentinín, y como éste no se callaba, lo dejó en la mísera cama donde toda la familia dormía junta.
—¡Arre allá! —dijo Recuerillo— este incluserín nos va a volver locos... Ven acá tú, Pistolo; vamos a hacer los títeres.
Asió Recuerillo de un trozo de sarmiento y lo blandió como Alejandro su espada, no con menos orgullo y gentileza. Bien sabía Pistolo de qué se trataba, porque apenas vio a su amo en tal talle, encaramóse de un brinco en el agujero que había en la pared para salir el humo, y allí se estuvo con la cola echada encima del lomo y haciendo guiños con su ojo tuerto.
—¡Ah, tuno; ah, pillo!... venga usted aquí, señor Pistola.
Dio un tremendo latigazo en el suelo y amenazó al gato. Después, tirando a un lado el castigo, empezó a llamarle cariñosamente, siseando con los labios, mientras hacía con los dedos pulgar e índice de la mano derecha un gesto como de migar pan, y el gato acudió. Entonces Recuerillo le agarró de la piel del cuello, y llevándole en esta postura, con la boca abierta, los cobrizos ojos entornados, estiradas las extremidades y las garras fuera, hasta la cama donde Valentinín lloraba, gritó:
—Vamos a ver... saluda al público.
El público era Valentinín, y al ver al gato callóse súbito y echó las manos para cogerle. Recuerillo, después que hubo obligado a Pistolo a saludar al público, le sujetó entre las piernas, cogió un puchero, pasó una soga por su asa, y atando el otro cabo de ella al rabo del gato, dejó caer en el suelo animal y cacharro. Estábase aquél quieto de antemano, amedrentado, sin duda, de lo que allí iba a pasar; pero no era esto sólo lo que quería Recuerillo, y asiendo de nuevo el sarmiento, le arrimó sobre el lomo al pobre Pistolo dos latigazos, con los que partió el ani-malejo como un rayo arrastrando el puchero. Cerró Recuerillo la puerta, y quedaron los tres personajes en se-mioscuridad. Pistolo subía por las paredes, brincaba sobre las ollas, saltaba a la cama, se encaramaba en los palos del gallinero, y cuanto mayor era el ruido que hacía el puchero al reventarse en pedazos, más vertiginosas eran sus carreras, más rápidos sus saltos y más desesperados sus maullidos. Valentinín estaba absorto, con un rostro serio como el de un abad, distraído con aquel espectáculo como un César romano con el de la lucha de un tigre y un gladiador. Llegó en esto Isabel Recuero, y enterándose de la picardía que Recuerín le había hecho a Pistolo, empezó a dar voces amenazando al chico con no sé qué terribles castigos. Cuando iba a ponerlos por obra sobrevino el guarda de viñas, a quien llamaban de mote el Tío Miedo, porque éste, y no él era quien guardaba la viña, de la que faltaba muchas veces por acudir a la taberna. Venía borracho el cazador de Arapiles; tomóla con Isabel sobre si debía o no castigar a Recuerín, y armóse tal danza, que en mucho rato las lenguas no dejaron de escupir denuestos y palabrotas, y las manos de accionar furiosamente. Pistolo, con el asa del puchero atada aún al rabo, pero tranquilo ya y relamiéndose en un rincón; Re-cuerillo, con las orejas calientes e hilando lágrimas en silencio; Isabel, dándole teta a Valentinín y disuelta en su jugo su ira; Recuero, fumándose una tagarnina e insultando al gato... he aquí cómo terminaba muchas noches la vida de estas míseras gentes.
Pasó más de medio año, y un madrugada, un anciano de alta estatura, de luenga barba, detúvose ante la puerta de la choza. Era un caballero de Nidonegro. Isabel le conocía perfectamente de haber vendido muchas veces verduras a doña Ernesta, la hermana de este señor. Se le llamaba el Ingeniero, y decían de él que estaba algo guillado y que había perdido la cabeza queriendo descubrir el movimiento continuo.
—Buenos días —dijo con afable tono el anciano.
Dejó descansar en el suelo la escopeta que traía al hombro, sentóse en una peña y pidió un poco de agua. Otras varias veces volvió a casa de los Recuero, hacía fiestas a los dos chiquillos y se marchaba continuando sus paseos. Nunca traía en ellos otra caza que alguna urraca que se le había parado delante de la escopeta, y solía dejar estos pajarracos a Recuerillo o se los ponía en las manos a Valentinín, que con ansia los agarraba como sí quisiera desplumarlos.
Al volver de uno de estos paseos, el caballero dijo a su hermana:
—Ernesta, ahí abajo, en el barranco, vive una pobre gente en la miseria; tienen dos chicos, y en las caras de todos ellos se pinta el hambre; no estará demás que te acuerdes de ellos algún domingo.
Doña Ernesta estaba haciendo cierta obra de abalorios, y tenía entre sus manos una hebra de seda llena de ellos.
—Ya sé quiénes son... Él es un borracho, y ella tiene un genio como una hiena.
—¡Qué quieres pedirle, mujer, a la bestialidad y a la desgracia!... ¿Virtudes y buena educación?...
—¡ré a verlos.
Modestamente, pero sin que les faltara nada de lo necesario, vivían estos dos hermanos. Don Eleuterio Rubín había sido ingeniero mecánico, y en inútiles empresas, porque Dios no le había otorgado ningún talento práctico, había visto desmembrarse la fortuna heredada de sus padres. Espíritu puramente especulativo, allá se cernía en lo alto, y cuando, creyendo haber resuelto un problema, venía a la tierra con él en las manos, la más pequeña dificultad le destruía el fruto de sus cavilaciones. Con las formas pintorescas que caracterizaban su lenguaje, solía decir él mismo de sí mismo:
—Soy el don Quijote de la mecánica, y me empeño en conseguir quimeras imposibles. Si yo hubiese descubierto la ley de gravedad, no hubiera sido como Newton, viendo caer una manzana de un árbol, sino cayéndome desde una torre.
En cambio, doña Ernesta era un carácter práctico de virtuosísima condición, pero de áspera superficie, porque las desgracias propias, que como tales tomaba las de su hermano, la habían acibarado el corazón. Doña Ernesta permanecía soltera, y ya había cumplido los cuarenta y seis años. El ingeniero mecánico casó en sus mocedades muy enamorado de una hermosa señorita valenciana, que a los tres meses de la boda falleció de pulmonía. Esta horrenda catástrofe, que dejó a Rubín loco de amor y de desesperación, había arrojado un crespón sobre el restó de sus días, y en lo más secreto de su alma había un melancólico amor de ultratumba por la beldad del Turia, y algo de romanticismo en sus sentimientos. Cuando acaeció esta desgracia, dedicóse a la ciencia el viudo ingeniero, y entonces fue cuando concibió su primera idea del polispasto eléctrico, un sistemá de poleas ascensionales que se movían por sí mismas. El polispasto Rubín obtuvo el privilegio de invención; las Academias informaron acerca de él favorablemente, pero llevado a la práctica resultó imposible. Cuyo desengaño fue otro disgusto para don Eleuterio como el que había tenido al quedarse viudo, y aunque en distintos grados, del mismo género; la desilusión del que, cuando piensa abrazar algo en que ha puesto sus esperanzas de ventura, palpa el vacío. Creyó que había concluido su misión en el mundo; reunió los restos de su fortuna, que le aseguraban una vida modesta, y se fue a vivir con su hermana a Nidonegro, un histórico lugarejo de Castilla la Nueva, con mucho escudo en las fachadas de sus pobres y ruines casas y mucho espíritu altivo de hijodalgo amalgamado con la ignorancia y la miseria. Doña Ernesta, no sólo conservaba la fortuna heredada de sus padres, sino que una gestión de ella prudente y juiciosa se la había aumentado. No había en aquella casa distinción entre lo tuyo y lo mío; pero el ingeniero, hombre escrupulosísimo y delicado hasta el extremo, no consentía que las rentas de su hermana, que montarían a cuatro mil duros anuales, se invirtiesen en sostener las cargas domésticas; bien es verdad que desahogadamente podía sustentarlas con los propios ingresos. Tratábanse los dos hermanos con mucho amor, pero con mucho respeto. De la antigua etiqueta de las familias nobles, había quedado en su arcaica educación un delicado y sutil perfume de cortesanía, el cual, sin quitar a las fraternales relaciones cosa alguna de cuantas atañen al cariño, las hacía más agradables.
Doña Ernesta ejercía la caridad, no como una manirrota, sino como una persona cuerda y razonable. Su dar no era la dilapidación disfrazada de virtud, sino el resultado de un cálculo aritmético, con arreglo al cual la solterona distribuía entre los pobres la decímaquinta parte de sus rentas, a cuyo arreglo llamaba Rubín el presupuesto del cielo.
Fue doña Ernesta, y fue pronto, al zaquizamí de los Recuero. La notable señora llevaba su traje de merino negro, luto de que jamás se despojaba, y de él decía Rubín que era el luto de su mujer y de su polispasto. Negros también eran los guantes de doña Ernesta; ¿cómo prescindir de ellos sin atravesar la línea que separa las gentes de principios de cualquier tenderillo enriquecido? Éste era uno de sus apotegmas sociales. Otro era el que practicaba cuando, al salir de casa, acompañada de su vieja doncella Celedonia, ésta no iba al lado de su señora, sino un par de varas detrás, en testimonio público de la diferencia de clase. Y bien sabe Dios que no Labia en todas estas ideas intención alguna de humillar al prójimo, sino la perfectamente lícita y defendible de conservar prerrogativas que Dios había otorgado.
Cuando llegó doña Ernesta a la cobacha de los Recuero, eran las cuatro de la tarde; Isabel estaba peinándose al sol, y tenía a Valentinín tumbado en el propio suelo.
—Pero, buena mujer —dijo severamente doña Ernesta a la señora de Recuero—, ¿es ésta hora de peinarse?... ¡Cómo tiene usted al niño tirado en la tierra!... Pero aquí hay un olor insoportable.
—¡Qué quiere usted, señora! —repuso Isabel'sin dejar de peinarse, antes bien metiendo con más furia el grosero peine de cuerno entre las crines—. Los pobres no podemos valernos de otra manera.
—No, señora, no —replicó con energía doña Ernesta—. Se puede ser pobre y ser limpia. Esto es ofender a Dios... y este niño tan flaquito y tan encanijado, está diciendo con sus ojazos que hace mucho que no come.
—Sí, sí, comer..., ¿usted cree que se les puede dar de comer a estos incluserillos? Los trae una a su casa para que le ayuden a una... pues... vamos, y son la ruina de una. No le doy nada de comer... la teta, y basta, que eso es lo que me pagan, y mal.
—Pero, ¡bendita de Dios! —exclamó doña Ernesta, haciendo un gran aspaviento de cólera— ni eso es ser cristiana, ni eso es tener caridad... Trae, Celedonia... Trae el viverón.
Celedonia eta una buena moza, aunque ya algo agostada por el celibato y por sus cuarenta abriles. Tenía una larga cara, de facciones rectas y proporcionadas, pero sin pizca de expresión. Era uno de esos retratos que hay en todos los archivos provinciales y en todas las salas capitulares de los cabildos, y en cuyo marco lo mismo se ha podido escribir Sybila cumana que ha Agricultura. Salió del amplio bolsillo de su delantal un viverón de teto de vaca lleno de rica leche, que azuleaba tras del cristal. Doña Ernesta tomó el niño en su regazo, sentándose en una peña, y le arrimó el viverón a los labios. ¿Véis así como las acerbas bocas del mar tragan el caudal de los ríos?... Pues así trasvasó Valentinín el contenido de la botella. Ponía sus lindos ojos negros en la noble dama, y parecía querer comérsela también con ellos. La tarde estaba hermosa. Aquel grupito de olmos que por allá abajo indican el curso del Mozarambroz verdegueaba con sus alegres matices, y de entre sus copas entraban y salían catervas de pájaros. Las lomas, labradas en surcos paralelos, subían y bajaban en suaves ondulaciones, y en una de éstas se destacaba la silueta de un labriego inclinado sobre el arado y las del tronco de muías, los jarretes en tensión, las manos hincadas en la blanda tierra. Una nube amarillenta de forma circular centelleaba a la derecha, pareciendo envolver este conjunto en un acorde armónico, en que palpitaban no sé qué dulces melodías.
Doña Ernesta, durante muchos meses, volvió una vez a la semana al tugurio de los Recuero, y siempre llevaba unas cuantas pesetas para Isabel y su viverón lleno de leche para Valentín. Llegó el caso de haberse desarrollado en Nidonegro una epidemia diftérica que diezmó la infancia del pueblo. Uno de los primeros atacados fue Valentín. Doña Ernesta se informó del médico con interés, y éste le dijo:
—Ese pobrecito no está mal, y si tuviese madre y medios para vivir higiénicamente, se salvaría.
—¿De modo que en aquella cuadra asquerosa se morirá?
—Gomo tres y dos son cinco.
Doña Ernesta formó su plan, le consultó con don Eleu-terio, el cual lo aprobó completamente, y aquella noche misma Isabel Recuero y el expósito durmieron en casa de los dos hermanos. Por cierto que Isabel, que en su vida se había visto entre tan deleitable abundancia, devoró como una fiera, y habiendo en muy pocos días ganado en sustancia su leche, el chiquillo engordaba que daba gozo, y de un fideo se iba convirtiendo en una bola. El guarda de viñas no dejaba la ida por la venida, porque siempre que se presentaba en casa de doña Ernesta, la hermosa Celedonia le salía al encuentro apuntándole con una botella. En los primeros ocho días tuvo madama Recuero dos o tres indigestiones, porque abusaba de la pitanza. Recuerillo iba y venía desde la pocilga paterna al hogar de los Rubín, buscando ocasión de meterse en la cocina, donde jamás dejaban de obsequiarle con alguna golosina. Decía el Tío Miedo que aquello era como vivir en la gloria; tenía a la mujer mantenida de balde y agasajada como una reina, se la habían vestido de pies a cabeza, y refiriendo tanta fortuna a sus colegas campesinos, solía decir que por cinco ducados no daría él las galas que la señora Isabel llevaba encima. Ocurrió en este trance un acontecimiento del cual no ha hablado la historia ni ha dado que hacer a las agencias telegráficas, pero que tiene mucho interés en el encadenamiento de peque-ñeces que vamos refiriendo, es, a saber: que Isabel Recuero falleció de la noche a la mañana de una congestión cerebral; tan acostumbrada estaba su naturaleza a la miseria, al comer poco y malo, que la primera vez en que se sació, las venas le dieron un estallido. Muy amargos ratos pasó con todo esto doña Ernesta Rubín, y parecióle que la pesaban sobre las espaldas graves deberes, nunca hasta entonces sentidos. ¿Qué hacer con aquel Va-lentinín del Hijo-de-Dios?
—Eleuterio —dijo doña Ernesta pocas horas después de haber fallecido Isabel—, creo que es necesario buscar un ama para este pequeño, se nos va a morir de hambre, sería crueldad...
—Cierto —afirmó el inventor del polispasto—, busquemos un ama.
—El caso es, hermano, que para este encargo no me fío yo de nadie.
—Es difícil el encargo —repitió don Eleuterio, que tenía absoluta fe en cuanto pensaba y decía su hermana, disputándola como perspicua observadora.
—Y ello es que no sé si te molestaré con mi pretensión... pero creo que tú debías...
—Es verdad... yo debía...
—Sí, tú puedes fácilmente buscar un ama... el médico me ha hablado de dos... una es de Las Lanchas, la otra de Cenagal... lo malo es que ambas son solteras; y pensar en que yo alimente el vicio, es pensar lo imposible.
—Es verdad, las solteras...
—Pero puedes recorrer esos dos pueblos... hace muy buen día... te sirve de paseo... una legua para ti...
—Es verdad, una legua para mí... nada.
Rubín se puso en marcha, y el bastón en su diestra, el ancho sombrero de castor calado sobre las cejas, caminando y atusándose las barbas, llegó a Cenagal. Pasó sus verdes y palúdicos pantanos, donde por las noches la rana canta endechas a la luna y la fiebre acecha al transeúnte, ascendió su única calle, visitó sus principales casas. En todas partes le hicieron recibimiento correspondiente a su principalidad, y no hubo más remedio sino que probase el vino que en desportillados jarros le ofrecían, y que mascase las indigestas rosquillas de pasta áspera e insípida. Vio tres nodrizas que sin recato alguno le echaron los pechos a la cara, pero no le pareció ninguna de ellas capaz de inspirar confianza. «Una misión me ha dado mi hermana, y quiero cumplirla bien... yo quisiera una nodriza con dos pechos como dos ciudade-las, tan llenos de leche que estuvieran siempre derramándose... mala se pone la tarde; iré a Las Lanchas.»
Levantóse un vendabal huracanado, que muchas veces obligó a don Eleuterio a sujetar con la mano el sombrero, que se le volaba; luego una llovizna copiosa cayó de una nube gris, y puso al héroe del polispasto más mojado que rueda de molino. Caíale a chorros el agua por todas partes, cuando llegó a las primeras casas de Las Lanchas. Era éste un lugarejo de pura piedra, encaramado en alto risco y sin otra defensa contra los huracanes que la buena voluntad de los vecinos y el humo de sus chimeneas. Por fin, aquí encontró la nodriza que deseaba. Era la más estupenda bestia que puede imaginarse; alta como un granadero, ancha como una campana, bigotuda, con una fuerza capaz de dar envidia a una pareja de bueyes. Aunque completamente calado, sin sentir molestia alguna y muy satisfecho del éxito de sus pesquisas, volvió don Eleuterio a Nidonegro remolcando a aquel monstruo de la lactancia. Ya habían enterrado a Isabel Recuero, y el pequeñín lloraba como un desesperado pidiendo teta. La angustia de doña Ernesta no tiene explicación posible, ni tampoco la alegría que experimentó cuando vio a su hermano que traía del ramal a la vaca de leche.
—He pensado despacio— dijo doña Ernesta a don Eleuterio —qué clase de deberes hemos contraído con este niño expósito. Es negocio que merece examen atento.
—Es verdad que le merece —repitió don Eleuterio enjugándose con el dorso de la mano el agua que el húmedo sombrero había dejado en sus canas sienes.
—¿Podemos abandonarle?... Creo que no.
—No es justo.
—¿Debemos encargarnos de él en absoluto?... El caso es arduo.
—Y tan arduo.
—No sé qué te parecerá mi opinión —añadió doña Ernesta, ádvirtiéndose en su acento hondas vacilaciones— pero creo que, sin que esto suponga en nosotros sacrificios insostenibles, podemos recoger a este desventurado expósito, darle por caridad la lactancia, y después, o restituirle a lo Casa de Maternidad del Santo Niño, de que procede... o...
—O... es verdad.
—O seguir educándole y sostenerle a nuestro lado. ¿No gastamos en frivolidades y caprichos cantidades excesivas? Pues creo que nuestra posición nos obliga a esto y a más que esto.
Los hermanos Rubín, aun cuando no aceptaron legalmente como hijo adoptivo a Valentín del Hijo-de-Dios, tratáronle como hijo, y no tiene más amoroso celo el que es padre de verdad que aquellos señores con el incluse-rillo. Creció éste y engordó que era un portento. Su em-barnecimiento no tenía límites; empezó a dar los primeros pasos apoyándose con la espalda en las paredes; recorría despacito los pasillos; hacía pinos de silla a silla, y ya sabía irse él solo al rincón donde estaban los bastones de don Eleuterio a jugar con ellos y tirarlos. El objeto de todas sus ansias era un extraño juguete que había encima de una cómoda: dorado, coruscante, se componía de muchísimas ruedas... era un modelo reducido del polispasto de don Eleuterio. La atención que el mocoso prestaba a su invento, llenaba de orgullo al ingeniero que, en cogiendo en brazos al incluserillo, le devoraba a besos las sonrosadas mejillas, le ponía en pie sobre la cómoda, y diciéndole: «Tienes razón, hijo mío, esto era una gran cosa, hubiese dado una vuelta a toda la mecánica», le explicaba al por menor los detalles del artificio, haciendo girar sus ruedas con el índice.
Años, que pasáis rápidos o lentos, según se os teme o se os espera; primaveras, que venís a llenar de mariposas los bosques y de amores los corazones; inviernos helados, que con vuestras nieves fecundáis los surcos... hojas secas y pétalos nuevos, olor de cementerios y de jardines... cifras, fechas, cosas e ideas, que sois como marcas que el tiempo graba en cuanto vive... ¿queréis escribir aquí cómo pasasteis por el escenario de nuestra historia?... Corren meses y años; ya no es Valentín el niño sin sentido humano; ya discurre, ya se viste de hombre; negro traje le adorna, y una profunda seriedad reviste sus facciones de melancolía... Otro nuevo cambio de decoración: Valentín tiene catorce años, y ya se halla matriculado en el Instituto provincial con el nombre de Valentín Rubín y Larios, es decir, con los dos apellidos de don Eleuterio y doña Ernesta; pero no se ha separado de ellos, sino que estudia con el ingeniero, que encuentra paternal alegría en aquellas lecciones, donde apenas ha dicho una frase al mancebo, cuando ya ha encendido en su alma una idea. Esta perspicacia de Valentín, esta adquisividad ideológica de su alma, es el pasmo y el encanto de los dos hermanos. Ni uno ni otro han tenido hijos, y al sentir cómo bajo aquel invierno frío de su vejez palpita con rítmica melodía de amor el instinto de la paternidad, sus almas se remozan; doña Ernesta piensa que hay en este mundo algo más deleitoso, un placer moral más intenso y adorable que el cumplimiento de los fríos deberes de las religiones positivas, y aun que aquel aritmético administrar los propios sobrantes de la caridad cristiana; y don Eleuterio comprende que, aun cuando todos los polispastos del mundo se vengan abajo, puede haber dentro de los corazones sentimientos que perfumen la vida, ennoblezcan la juventud y santifiquen la edad decrépita.
Cumplió los catorce años Valentín, y era ya un mozuelo de espigado talle, muy galgueño de formas, de ojos oscuros y tristísimos, de pelo ensortijado. En su perfil estaba encerrada la silueta de un héroe romántico. No había, ni en su mirada ni en sus palabras, las ráfagas de locura que hacen en casi todos los hombres, de la infancia una aurora boreal, y de la juventud una tempestad de relámpagos.
A los quince años fue bachiller en Artes, y una noche, en que de sobremesa habían tratado los dos ancianos de elegir la carrera a que había de dedicarse el mancebo, éste les interrumpió con una inusitada salida.
—Mis queridos tíos (así los llamaba), estoy abusando de ustedes, y esto no puede continuar.
—¡Qué dices, niño! —exclamó asombrada doña Ernesta.
—Digo una cosa que pienso hace mucho tiempo —continuó con precoz seriedad el jovencillo—. Ustedes no son mis padres; entre ustedes y este hijo expósito no hay más relación que la que une a la mano que da con la mano que recibe... si ustedes insisten en no cansarse de favorecerme, yo no puedo permitir este abuso... infinito agradecimiento les guardo por lo que conmigo han hecho; no han procedido como padres, sino casi como dioses; me han dado muchas veces la vida... yo estaba destinado a ser carne de enfermedades y de crímenes, y ustedes han amasado mi espíritu con el suyo, ennobleciéndole y haciéndole incorruptible. Ahora quieren que elija profesión... ¿No les parece que cuadra mejor con mi estado verdadero un oficio humilde?
—Eleuterio —dijo doña Ernesta sintiendo que, a pesar de su severo estoicismo, el llanto acudía a sus ojos— , pero, ¿tú oyes?...
—Sí, un oficio humilde, para el cual la instrucción que ustedes me han dado ha de servirme de mucho. Además, yo no me siento llamado al ejercicio de profesiones difíciles. Soy apático, poco emprendedor...
En los ojos de don Eleuterio, que iban de una esquina a otra de la habitación, sin ser zahori pudiera haberse descubierto que el ingeniero del polispasto estaba deseando decir: «Cállate, angelical majadero, cállate; ignoras lo que vale tu espíritu, elegido por Dios para altas cosas. Deja las humildes para los humildes.» Pero don Eleuterio no se decidía a emitir opiniones aventuradas mientras no conocía las de su hermana, y ésta, con gran sorpresa suya, dijo al cabo de un largo espacio de meditaciones y silencio:
—Pues mira, tiene razón... aprenderá un oficio... ¿Te gusta el de relojero?... pues ése aprenderás... No creas que los hombres son más felices por ser más ambiciosos. Aquí tienes a tu tío, que hubiera sido mucho más afortunado si hubiera podido encerrar sus aspiraciones en límites prácticos. No te faltará nuestra ayuda. Por de pronto, tu mismo tío te enseñará la mecánica; pues aunque soy mujer poco versada en ciencias, se me alcanza que ésta ha de serte útil. Después irás a Madrid, a París si quieres, a que los grandes maestros de la relojería te enseñen.
Este diálogo fue decisivo en el porvenir del expósito. Don Eleuterio deploró al principio que no se decidiera el joven a abrazar uiia carrera universitaria; pero luego se alegró, porque de esta suerte le podría conservar a su lado. Empezó a enseñarle la mecánica, y sus conversaciones estaban llenas de terminachos que doña Ernesta no comprendía. Más bien que el lado práctico de la ciencia y lo que tiene de inmediatamente aplicable a las artes útiles, que era lo que más convenía a Valentín, el anciano le enseñó lo especulativo y teórico, la poesía de la mecánica. Juntos revolvían gruesos tomos escritos en francés e inglés, y discutían más bien como filósofos que como hombres de industria. De un encondrijo de manuscritos sacó don Eleuterio y le mostró al joven, con sabores y alegría, un tratado de cinemática que había compuesto en su juventud, sin pizca de razonamiento, pero con relumbrante estilo metafórico.
Leían y discutían, no como maestro y discípulo, sino como colegas, siendo de advertir que lo poco que había en aquellos debates que tocase en los linderos de la práctica provenía de Valentín, y que cuando los sueños y los arrebatos poéticos sacaban a ambos de los límites de lo posible, era don Eleuterio el autor de aquella impulsión extraña.
Los estudios mecánicos avanzaban rápidamente, y viendo don Eleuterio que iban a tener un término, no porque Valentín hubiera adquirido toda la ciencia necesaria, sino porque era cargo moral el no emplear aquella actividad juvenil, aquella clara percepción de ideas y de imágenes en algo útil, determinó buscar otro pretexto que prolongase la estancia del expósito en Nidonegro. Desde que Valentín había llegado a la edad de la razón, era su compañía el perfume de la vida de don Eleuterio. Era éste de aquellos ancianos que no se placen sino en el trato de los jóvenes, porque sus almas, dotadas de imaginación fantástica, necesitan, para sus excursiones imaginarias, ágiles espíritus capaces de seguirlos en ellas. La vida del joven y el viejo era metódica y acompasada, armoniosa y dulce. En sus paseos por las cercanías del lugar, en aquellos días en que el sol invernal dora los paisajes castellanos, don Eleuterio dejaba suelta la vena de sus inspiraciones mecánico-imposibles.
—¿Ves este riachuelo de Mazarambroz?... Nuestros buenos padres no han visto en él sino motivo de églogas. Le han inventado mil historias de Nereidas y Ondinas. Le han dejado correr ocioso e inútil, en vez de utilizar sus fuerzas... Ahí está como cuando salió de su fuente madre la primera gota de su caudal. Es, como todos estos alcarreñotes, holgazán y zafio... le permiten que se eche grandes siestas en las lagunas; y como la ociosidad es mala, de ese dormir de las aguas del Mazarambroz salen las tercianas del Cenagal... No, Valentín, no; el hombre no está en posesión de la naturaleza, ni es rey de ella mientras no se aprovecha de sus fuerzas... Aquí, en esta pendiente, pondría yo un gran motor hidráulico que pudiese ser el nervio, la bestia de carga de una gran fábrica de hilados... De esas lagunas sacaría yo tesoros de lino con que fecundar estas míseras tierras arenosas... grandes plantaciones de árboles de construcción... grandes arterias irrigatorias que llevasen el agua por la comarca... en una palabra, querido Valentín, que el Mazarambroz es un señorito inútil, un señorito de aldea, de quien nunca se hablará en el mundo, porque no trabaja para hacerse notorio... Apenas si el geógrafo de la provincia le marca en sus mapas con una línea de bermellón...
Valentín seguía con gusto las divagaciones de don Eleuterio, como siguen los jóvenes toda idea de grandioso mejoramiento y todo noble propósito de progreso. Lo que había de general, de abstracto, de ideológico en la conversación de don Eleuterio, le quitaba las enojosas contradicciones de las dificultades de aplicación. Este cariñoso e inteligente asentimiento de Valentín, era el más dulce manjar para el espíritu del anciano. Pero bien comprendía el ingeniero que aquello iba a tener un término inmediato, impuesto por el buen sentido de doña Ernesta, la cual empezaba a sentir remordimientos por la peligrosa holganza en que se tenía a Valentín, precisamente en la edad crítica en que la educación convierte a los hombres para siempre en laboriosas hormigas o en perezosísimas cigarras. Y don Eleuterio imaginó un ardid con que fue engañada doña Ernesta, o, hablando con propiedad, con que se dejó engañar esta señora. Dispúsose el ingeniero a enseñar a su protegido el dibujo y a imponerle en los rudimentos de la relojería.
—Pero ahora —decía don Eleuterio— vamos a trabajar de verdad, vamos a pasear menos y a estudiar más.
Vinieron de Madrid libros y aparatos, cartones y compases; se montó una mesa de dibujo y otra mesa de relojería. El espíritu de Valentín, ansioso de actividad y codicioso de aprender, se arrojó sobre un tratadito de relojería y devoró sus páginas. El anciano, poniendo a contribución su práctica de ingeniero mecánico, quiso hacer experiencias con un antiguo reloj de Lepaute que había en su gabinete, hermosa pieza del arte ginebrino, finamente trabajada, entre cuyas ruedas de acero el tiempo se desgranaba con sabia solemnidad. Hete aquí a Valentín y a don Eleuterio calados los monóculos y examinando pieza por pieza la anatomía del reloj, estudiando uno por uno sus dientecillos, haciendo observaciones sobre la dilatación de los diversos metales de las ruedas, interrumpiendo su faena para continuar sus habituales divagaciones... Pero este ardid sirvió no más que para dilatar por algunos meses la partida de Valentín. Al fin llegó este trance por todos temido. Doña Ernesta, haciéndose superior a sus propios deseos, y con uno de aquellos rasgos de buen sentido práctico que eran la base de su carácter, escribió a un gran amigo suyo de Madrid, y por su mediación obtuvo la entrada de Valentín en la relojería de los Valanda. Cuando todo estuvo arreglado, la señora advirtió a su hermano la decisión que había tomado.
—Es verdad —exclamó don Eleuterio— muy bien hecho.
Pero al pensar en que Valentín se marchaba, en que iban a interrumpirse aquellas sesiones científico-recreativas, en que iba a perder el único admirador que le quedaba en el mundo al polispasto, sintió inmensa amargura, hondo duelo. Cuando abrazó a Valentín para despedirle, tuvo un negro presentimiento: el de que no iba a verlo jamás... ¡Ah!, hubiera querido decirle: «No te vayas, Valentín, quédate...» pero estaba ante él doña Ernesta, y su severo rostro, en que veía retratado el deber, impuso silencio a su voz, ya que no a su alma... ¡Enamorado sin esperanzas de la beldad del Turia, sin defensa contra el fracaso del polispasto... sin Valentín...! muchas noches hacía que don Eleuterio no lloraba. Aquella noche lloró.
Los triunfos de Cleopatra Pérez continuaron en aumento. Después de su alumbramiento, que permaneció ignorado del público, porque la tropa de Venus oculta estos percances como un ejército sus derrotas, y tras muy breve convalecencia, su hermosura tornó a brillar más enérgicamente que nunca, y se completó, digámoslo así con una cosa que hasta entonces la había faltado: con un aplomo de matrona que servía de plinto a la estatua de sus gracias reunidas. Este despliegue de hermosura tenía en Cleo algo del rejuvenicimiento de la naturaleza por el mes de abril. Acaba de pasar el invierno; acaba de derretirse el hielo que ha convertido en turbios espejos los arroyos... El sol vuelve a mirar con amor a la tierra.
El primer hotel que se edificó en la Castellana fue el de Cleopatra. El duque de Ripamilán, su protector, sentía por ella una creciente adoración y a par de las bellezas de la cortesana, aumentaba la pasión del anciano.
No era solamente el culto del hombre sensual a las her- i mosuras de la carne; era, además, el desesperado amor j del decrépito por sus últimos días viriles. Tenía el du- i que la superstición de que, si se rompían sus relaciones con Cleo, si aquel tesoro de hermosura dejaba de ser suyo, iba a dejar de vivir, iba a desvanecerse su gallardía de viejo bien conservado... no habría sino enterrarle en su panteón familiar, o, lo que era peor, reducirse a la existencia senil, que tiene por único campo de acción la poltrona puesta detrás de la vidriera en el rayo de sol, y los cuidados hipócritamente cariñosos de una parentela de herederos.
Cleo era ignorante como la ignorancia misma; su única ciencia era la del amor; apenas sabía leer, y en cuanto a escribir, daba pena ver cómo salían de sus lindísimos deditos, torpemente agrupados para sostener la pluma, unas letras imperfectas, derrengadas, gruesas, que jamás conseguían decir una palabra con corrección. A pesar de que las cartas de Cleo no tenían, por lo mismo, nada de artísticas, el duque conservaba en una preciosa cajita las pocas que le había escrito Cleo: tenía el instinto de la coquetería, que suplía en su alma al talento y la instrucción, y ese instinto le mandaba no prodigar su correspondencia que, a pesar de las elegantes cifras, lujosamente estampadas en los pliegos, y del perfume de violeta que los impregnaba, no parecía provenir de una mujer principal, sino de una fregona que usaba para escribir a un sargento el papel de su señora. Digo que las guardaba el duque estas cartas y que no eran numerosas; la mayor parte pidiéndole dinero entre groseras zalamerías y diminutivos cariñosos. Nada más ridículo que una carta de una mujer joven a aquel esperpentoso caudillo de la vieja causa del altar y el trono, empezando con un «Periquito mío»: cualquiera, con sus sentidos cabales, hubiera tomado a burla, y a burla inicua, tal encabezamiento epistolar, pero al duque se le caía la baba, porque en su ceguedad amatoria imaginaba el muy tonto que no tenía a Cleo alquilada, sino seducida.
Uno de estos días de exaltación erótica, después de haber almorzado en el restaurant «Noruego» con su joven amigo Rodolfo, dijo el duque:
—¿Sabes, Rodolfo, que preparo una sorpresa a Cleo?
Rodolfo era un ser de cierta especie aún no clasificada, algo entre orangután y el hombre, moreno cetrino, flaquísimo, con el pelo negro peinado sobre las orejas en dos alas de pichón; la nariz curva y larga, tanto, que para él parecía escrito el soneto de Quevedo; oscuro bigote retorcido y dos solas bellezas en aquel conjunto de raquitismo y petulancia: los ojos, bien rasgados y negros, y los dientes, limpísimos, pequeños y cabales. Algo de la gracia del pilluelo, del desparpajo y el vocabulario de la gente taurómaca, un cinismo corrosivo, una habilidad en imitar la voz y los gestos de quien quería, constituían, en realidad, los méritos de Rodolfo, conocido con este solo nombre en el Madrid elegante, donde ejercía muchas clases de papeles. No se le conocía fortuna ni beneficio, se ignoraba su domicilio, y quien le quería buscar había de acudir al mostrador del restaurant «Noruego» o a la cuadra de la calle del Clavel, donde tenía su caballo a pupilo y una charret muy mona, en la que lucía su persona en los paseos.
—¿Una sorpresa a Cleo? —dijo Rodolfo.
—Y muy grande —continuó el de Ripamilán, encendiendo un habano en la cerilla que le ofreció el gar-qon—. Imagínate que la pobrecita estaba deseando una casa propia... No es que ella sea interesada: es que la humilla la comparación con esas otras muchachas que valen mucho menos que ella... mi primo Ribagorza tiene a la Sofía en un palacio... el duquesito de Tamajanes ha comprado un hotel a la Tirana... en fin, hasta mi cuñado Casabaja, que es más prieto que un nudo, ha dado hospedaje de rey a su muchacha... Hacía uno mal papel ya; así que le he comprado a Cleo un hotelito más abajo del Obelisco.
—Ya sé cuál es; uno que tiene un jardín delante y en él estatuas.
—El mismo... están acabándose las obras de instalación del mueblaje... quiero llevar hoy a Cleo a que lo vea... vente con nosotros, para que goces siendo testigo de su sorpresa, de su alegría, de su...
Salieron del restaurant el mozo y el anciano, y en el carruaje de éste fueron a buscar a Cleo.
Esta no tenía ganas de salir de casa, pero se decidió cuando Rodolfo la dijo:
—Ven, mujer; te tendrá cuenta.
Los tres en el coche iban bastante apretaditos, y las rodillas de Rodolfo tocaban demasiado cerca las de la cortesana. Ésta llevaba una de sus manos cubierta de guantes de gamuza, que le llegaban hasta el codo, en el pomo de oro del bastón del duque, y mientras el nobilísimo caballero sonreía, ponderando a Cleo la sorpresa que iba a recibir, la daba pellizcos en la barba gordezue-la y marmórea. Llegaron al hotel, donde un ejército de operarios acababa de dar la última mano a la morada. Era una construcción a la malicia, vistosa, pero frágil; el estuco reemplazaba el mármol, y se advertía en el conjunto y los detalles ese lujo falso, esa edificación de pacotilla, símbolo de las modernas costumbres y de la novísima arquitectura, que todo lo hace de prisa y mal. Cuando el duque dijo a Cleo que aquel hotel era para ella, el júbilo de la moza no tuvo límites. Abrazó a su protector delante de Rodolfo y de los operarios, le besó encima del bigote, y dejando encima de un mueble la sombrilla y los guantes que se había quitado, palmoteo como una loca, corrió por uno y otro salón, llevando detrás al duque, que la seguía difícilmente apoyado en su caña de Indias. Con la nerviosa impaciencia del niño que quiere gozar del juguete que acaban de entregarle, Cleo tomaba posesión de su dominios: se sentaba en todos los sillones; ahora se columpiaba en una mecedora con las piernas juntas y rígidas, para experimentar el ondeante impulso de aquel mueble; cuándo, irguiéndose súbita, iba a mirarse en un espejo; ya manoseaba las colgaduras juzgando de su mérito; ya tiraba de los sedosos cordones de las campanillas y las hacía sonar fuertemente... Descendió al piso bajo, vio las cuadras donde estaban ya los dos caballos de Tarbes que el duque le había regalado.
—¡Magnífico! —gritó—, esto es una delicia... tenerlo-todo bajo la mano... Ese tuno de Simón no me engañará más con la cuenta de la cebada...
Dio su vueltecita por el Parterre que rodeaba el hotel, y en cuyos macizos de boj ya verdegueaba el gazón, crecido en otra tierra y que debía marchitarse al día siguiente; examinó el cuarto de baño, y como el duque la dijese, con una sonrisa de sátiro, en sus amarillos ojos de mico, ciertos elogios más verdes que el gazón del Parterre, ella se le colgó al cuello y su desbordante alegría estalló en mil besos.
A todo esto, ya venía a buscar a la pareja Rodolfo, y se incorporó a ella cuando volvían, protector y protegida, por la cuadra. Rodolfo dio en las ancas de Fauno una amistosa palmada de conocedor del mérito de la bestia, y dijo a Cleo:
—Fauno cada día saca más las manos... en cambio este picaro Melindre parece un penco.
Subió el duque a dar ciertas órdenes al decorador, y entre tanto quedaron solos Rodolfo y Cleo.
—Este Argos —dijo Rodolfo— no te deja un momento.
—¡Si vieras que ya empieza a cansarme! —repuso ella con un suspiro de enojo.
Rodolfo la pasó el brazo por la cintura y la atrajo a sí con la brutal franqueza que emplea un gañán en acariciar una prostituta.
—No seas tonta... todos los hombres somos iguales, pero no todos podemos regalar hoteles.
El esplendoroso boato que en su nueva morada desplegó CÍeo, fue el acontecimiento de la crónica madrileña y preocupación de la gente elegante, que hablaron muchos días sobre esto, ya con envidia, ya con lástima.; Sobre el fondo dorado de aquella vida aristocrática, se destacaba singular y rudamente la mísera silueta de doña Leticia. No había querido ésta abandonar su traje mendi- ' cante ni su domicilio de la calle de Embajadores. Lo i único en que había modificado su antigua vida, era en que ya había dejado de ser prestamista, o, hablando con más verdad, que había cerrado su tienda de préstamos, conservando como vivienda el piso bajo de la casa, donde, sin pagar contribución ni sufrir las visitas molestas de los inspectores del timbre, seguía ejerciendo su industria, entre una clientela de antiguos parroquianos que acudían a dejar la lana entre la zarza, ojeados de todos aquellos barrios paupérrimos por el hambre y el vicio. Doña Leticia no había querido perder su independencia yéndose a vivir con su sobrina: así podía guiar mejor y utilizar más anchamente los esquilmos que hacía en la hermosa. En primer lugar, Cleo, de la pensión de mil duros mensuales que el duque la pasaba, daba a su tía el primero de cada mes cincuenta duros a guisa de limosna; después, en el trascurso del mes, doña Leticia, con aquel vocabulario lagrimeante y pedigüeño, que como nadie poseía, y en que cada palabra era un gancho, siempre venía a sacarle a Cleo otros veinte duros. En la desordenada vida del hotel, en las ruinosas fiestas que le alegraban, en las comidas suntuosas con que obsequiaba la pecadora a sus amigos, los mil duros del duque se desvanecían sin sentirlo. Entonces, Cleo apelaba a su pródigo amante, y sentándose encima de sus rodillas, haciéndole y deshaciéndole el lazo de la corbata con guiños y mohines de voluptuosidad, con palabras dichas al oído del viejo y que inflamaban en sus nervios la pólvora mojada de la ancianidad, arrancábale otro par de billetes de mil reales. El duque no se resistía, porque nada tenía de avaro; únicamente solía decir:
—Hija mía, yo te daría cuanto necesitas... pero estoy mal, estoy mal... la duquesa gasta mucho con su enfermedad, y nuestro apoderado se está haciendo intratable.
Verdaderamente, la duquesa dilapidaba una fortuna. Una afección al hígado la había acometido, haciendo de ella un monstruo por el barroso color de las mejillas y la hinchazón de las piernas. A su corte de atachés de embajada, había añadido ahora una caterva de médicos. En una estación balnearia de Alemania, donde había establecimiento hidroterápico y casa de juego, se dejaron, entre ella y sus favorecidos más de un millón de reales. La muerte cortó este camino de despilfarro. Los atachés de la duquesa la abandonaron cuando vieron su cuerpo frío y su bolsa enjuta.
El enviudar del duque hizo nacer quiméricos proyectos en el ánimo de Cleopatra. Doña Leticia fue quien sopló la llama de la vanidad.
—La he mandado a usted recado, tía -—dijo Cleo—, a ver si me hace usted favor de otras veces...
—Mal anda la cosa —exclamó, haciendo con sus belfos fofos un gesto de bolsa que se cierra—. Estoy por puertas....
—Pues no hay más remedio —afirmó Cleo—. Ayer di a la modista Fany mi última onza... hoy tengo que entregarla dos mil reales. Dice que no espera más, que si no la pago en seguida, le irá con el cuento al duque... le debo tres meses a Simón, y no me fío de él... estos cocheros tienen el honor de una entre las manos... en fin, tiene usted que buscarme ocho mil reales.
—¡Ocho mil!... receta, receta —interrumpió doña Leticia, entre una sonrisa y un jipido.
—Y no es eso todo, tía —continuó Cleo— quiero también que le busque usted dos mil reales a la pobre-cita Virginia.
Volvióse doña Leticia hacia la parte de la estancia que había señalado con su ademán Cleo, y vio a la buena de Virginia echada, más que sentada, en un sofá, muy descompuesto el traje y con la cara llorosa entre las manos.
—¿Qué te pasa, bendita? —preguntó Leticia, en cuyo espíritu, encendido como un infiernillo, echó su soplo la j curiosidad. j
—Nada: ese canalla de Pepito Migascalientes... la pobre Virginia estaba ahora con él... después de que la ha quitado las grandes proporciones, la ha sacudido una felpa de padre y muy señor mío..., ¡qué infame!, tiene los brazos la pobrecita Virginia, que se me han saltado las lágrimas de verlos: ¡vaya unos verdugones que la ha hecho, y además... una heridita en la mejilla!
Dando un gran suspiro doña Leticia, moviendo la cabeza acompasadamente, con cuya acción los músculos del cuello se mostraron tirantes bajo la piel como cuerdas de violón :
—He ahí —dijo— lo que os dan esos caballeratos con quienes os tratáis... si a la hija de mi madre la hubiesen puesto la mano encima, vaya, que no les arriendo la ganancia.
Aprovechando Virginia el efecto patético que había producido su desgracia en doña Leticia, descubrió la cara, cuyos primores había hollado el salvaje de Migascalientes, y añadió al relato de Cleo:
—Ya ve usted, señora, si soy desgraciada... ese pillo me ha puesto en la calle, y gracias que me ha dado tiempo de traerme un baúl con lo mejorcito que tenía... por eso yo quisiera que usted me hiciese el favor de buscarme algún dinerillo, porque, ¿dónde voy con mis huesos?
Interrumpió doña Leticia, al oír esto, el airado cabeceo, y suprimiendo de su voz todo acento de interés o de ira, para decir las palabras con toda frialdad y secura:
—Yo no puedo hacer nada en eso.
—Vamos, tía, no se haga usted de rogar.
—Pero, ¿es que crees tú, Cleo, que tengo yo los millones escondidos?... Lo poco que tú me das, me sirve para ir pagando las trampas que contraje por tu culpa cuando te recogí en mi casa toda guiñaposa y hambrienta.
Cleopatra se levantó, se acercó a su tía, y mirándola con fiereza a los ojos, la gritó, echándole las palabras a la cara:
—No se trata de eso, mujer... se trata sencillamente de que lleve usted algunas alhajas nuestras a sitio donde den por ellas bastante.
—Hablarás para mañana —lagrimeó la tía bajando la vista al suelo—. Malos están los empeños; pero con todo y con eso, haremos un esfuercillo..., ¿qué es lo que tenéis?
Virginia enderezóse en el sofá, presentando, en toda la fúnebre tristeza de su flagelación, el hermoso palmito, y sacó de una bolsita un estuche. Abriólo, y entre el terciopelo rojo fulguró una sarta de brillantes, de no muy gran tamaño, pero claros como auroras. Con sutiles dedos tiró de uno de los cabos de la sarta y la hizo ondear, arrancándole centellas y resplandores.
Mientras con fijeza codiciosa tenía doña Leticia los ojos puestos en la alhaja, dijeron sus labios:
—El diamante está perdido, hija mía, no tiene salida, no dan nada.
—¿Pero al menos dos mil reales? —preguntó con ansiedad Virginia.
—Veremos, veremos —refunfuñó la vieja, guardando en su faltriquera la alhaja—. ¿Y tú, Cleo?
Cleopatra abrió el cajoncito de un chiffonnier, y con la mano izquierda apoyada en la cintura, la derecha en el borde del cajón y los ojos abstraídos, permaneció un segundo. Después, abandonando esta postura meditativa, sacó dos cajas de piel de Rusia y se las entregó a su tía.
—Lleve usted eso... saben de memoria estas dos cajas el camino por donde van a ir.
Partió la vieja, y con la seguridad de que presto volvería trayendo remediadas sus desgracias, las dos mujeres vieron un pedacito de color de rosa en su cielo negro. Cleo invitó a Virginia a quedarse a comer con ella.
—Esta noche tengo al duque, que el pobre, con su viudez, no está bien que vaya a ninguna parte, y aquí se me encaja día y noche... viene también Rodolfo, y Elizondo; ya sabes que Elizondo te ha mirado con buenos ojos, y no me extrañaría... ¿quieres arreglarte un j poco?... yo te ayudaré.
Cleopatra no conocía la avaricia, aunque era sobrina de su tía, y cuando estaba de buen humor, gozaba con dar cuanto le pedían. Llevó a Virginia al tocador y la sirvió como de doncella, entreteniéndose en verla lavarse. Enorme palangana de plata, llena de agua perfumada con miel de Inglaterra, llevó frescura y consuelo a los brazos y la espalda de Virginia, donde los verdugones del vapuleo presentaban horribles señales. Migascalientes había zurrado a su querida con el látigo de equitación, y uno de sus tencazos había alcanzado por encima de la espalda hasta el seno derecho, donde describía un relámpago azul.
—¡Qué bruto! ¡Qué bruto! —exclamaba Cleo a cada nueva señal de martirio que iba observando en el cuerpo de Virginia.
El agua y los polvos de arroz encubrieron o disimularon el desastre. El arañazo de la mejilla, ése sí que no hubo manera de ocultarlo; y al ostentarse fiero y brutal en aquel cutis tan fino, recordaba la leyenda bucólica en que un silfo hiere a una rosa y deja en sus pétalos una cicatriz eterna. El peinado se le hizo la misma Virginia, y no sin habilidad dispuso el tesoro de sus cabellos, entre cuyas auríferas bermejeces parecía correr disuelta la luz.
A las seis llegó el duque, vestido de negro. Su rostro acalorado y sus ojos inyectados de sangre, indicaban que le había sucedido algo desagradable. Acababa de tener, en efecto, una contienda con su apoderado, porque cada día se presentaban nuevas cuentas que había dejado pendientes la difunta duquesa, y el apoderado las pagaba sin dilación. «Esto es saquearme, había dicho el duque.»
En busca de un rato de solaz, venía a casa de su querida. Poco después llegaron Rodolfo y Elizondo. Este último era coronel de caballería, estaba emparentado con ilustres familias y mandaba un regimiento de húsares. So bre el paño azul en que se destacaban los branderburgos y sardinetas del uniforme como un costillaje de oro, hacía contraste la cabeza gruesa y berberisca, no exenta de belleza varonil, con su pelo cortado a punto de tijera y un pequeño bigote. Mucho se alegró de encontrarse allí con Virginia, con quien se fue al piano, y mientras conversaban, ella en pie, apoyado un brazo en la caja del instrumento, él sentado en la banqueta al desgaire, una pierna encima de otra, preludiaba comienzos de piezas musicales, interrumpiendo la armonía con el diálogo. El duque se había dejado caer en una mecedora, y a su lado estaba Cleo, sentada en una silla de dorada armazón. Ella le exponía por quinta o sexta vez la necesidad de legalizar sus relaciones.
—¿Estás tú loca, muchacha? ¿Quieres que me apedreen los chicos?... ¡Casarme yo contigo!
—¡Ave María! —dijo Cleo— .¿No sabe todo el mundo que somos como marido y mujer?
—¿Qué tiene que ver eso con casarse?
Elizondo ejecutaba torpemente el principio del minuetto de Boccherini.
—¿Y ese arañacito? —interrogó Elizondo, mirando un momento a Virginia para volver a mirar a las teclas.
—¿Esto? No es nada.
Apoyando el pedal para cubrir con sus sonoridades lo que iba a decir, dijo Elizondo:
—Tiene usted que decirme que sí a tres cosas...
El pedal cesó de envolver en sus borrosas armonías las delicadas notas del minuetto, y Virginia soltó una carcajada.
—Nunca me has contestado la verdad —continuó el duque, en su conversación con Cleo—. ¿Qué hicisteis de aquel niño?
—¡Jesús! —repuso Cleopatra, haciendo un movimiento de disgusto—, no me acuerdo.
—¡Imposible parece que te burles de tu misma sangre! —dijo con amargura Ripamilán.
Elizondo daba porrazos en las teclas, haciendo sonar los acordes de la malagueña.
—Puesto que me ha dicho usted que sí, no tenemos más que hablar.
—Virginia tornó a su carcajada, enseñando aquellas dos curvas rojas de sus encías llenas de dientes blancos.
Rodolfo estuvo un rato arrimado al cristal del balcón, viendo cómo el punto ígneo del chuzo de un empleado de la fábrica del gas iba encendiendo los faroles. Cuando se acabó este espectáculo, siguió mirando a la calle, por hacer algo, y silbando los mismos aires que Elizondo tecleaba. Como la conversación de las dos parejas no parecía esperar la llegada de un tercero, se bajó a la cuadra a ver si Simón había seguido su consejo de ponerle vendas de lienzo en las patas a Melindre. En la escalera se tropezó con doña Leticia que volvía de su encargo.
—Vaya usted con Dios, espejo de las tías —dijo a la vieja—, la cual, sin soltar la barandilla de la escalera, volvióse para dirigir a Rodolfo una mirada sardónica de odio y desprecio.
Hizo avisar luego a Virginia y Cleo, y las dos salieron de la sala precipitadamente.
—Usted empieza y yo acabo —dijo el duque a Elizondo—, todo lo que tiene de alegre el empezar, tiene de triste el concluir.
—Yo soy pájaro volandero —-repuso Elizondo abandonando el piano... hoy me pongo en una rama, mañana en otra.
—Bien está eso cuando se tienen las alas jóvenes; pero, ¡ay, amigo mío!, ya llegará el día en que tenga usted que dar muchas gracias al árbol que le permita reposar en sus ramas.
—Entre tanto —afirmó con las brutales formas que le eran peculiares el joven coronel—, ya sabe usted lo que necesito: un regimiento de hombres que mandar y un regimiento de hembras a quienes obedecer.
Con grandes espavientos de admiración, relatando muy por menudo los incidentes de su empresa, doña Leticia dijo a Virginia:
—Hija, el empeño está perdido, no se puede hacer nada..., ¿creerás que sólo me han dado por tus brillanti-tos mil quinientos reales?
—Menos da una piedra —contestó Virginia cogiendo la cantidad y la papeleta.
—De ahí falta un duro —explicó doña Leticia—, lo he gastado en coche.
—¿Y de lo mío? —interrogó Cleo.
—A ti te he sacado once mil reales.
—¡Viva, viva mi tía! —gritó Cleo con júbilo.
—Pero oye, vence a los seis meses, y el interés es de veinticinco.
—¡Bah!
Cleo pensaba en que el duque sería el pagano. Dejando a Virginia con la vieja, salió rápidamente a la escalera, bajó al peristilo y vio a Rodolfo que, encasquetada la chistera, un cigarrillo en los labios y las manos cogidas por detrás de la espalda, paseaba en el Parterre muy filosóficamente, resignado al papel que aquella tarde le había cabido en suerte. Llamóle Cleopatra.
—Ven hombre, ven —dijo ella.
—¿Qué quieres, niña?
Subieron juntos la escalera, donde aún no habían encendido las luces.
—¿Cuánto necesitas?
—Muchacha..., ¿estás en fondos?
—¿Cuánto me dijiste?
—Tres mil reales, por de pronto.
—Tómalos.
—Oh, ¡qué buena eres, y cuánto te quiero!
—¡Tuno!
—¡Gitana!
Por distintas puertas entraron los dos en el salón.
Poco después se sirvió la comida. El comedor no merece descripción especial. La lámpara, la mesa, los aparadores, los trincheros, las colgaduras, los bodegones colgados en la pared, la vajilla, la plata, todo era bueno; j pero no había presidido a su elección un gusto inteli- I gente, ni el cuidado de una persona animada del deseo j de crearse un paraíso doméstico, donde bajo las alas del 1 arte palpiten las alegrías de la familia. En vano el duque I de Ripamilán, que aunque hombre de escasas luces, tiene un presentimiento del buen gusto nacido por com- i paración de lo que veía, había hecho algunas indicaciones: sustituyó unos pésimos cromos que representaban frutas j y pescados por unos bodegoncillos que, aunque malos, al j fin y al cabo eran obra de un pintor. La comida es buena; ! como que el cocinero Félix ha sido llevado a la casa por I el mismo duque. i
Devoradas las ostras, la sopa humeaba ya en los hondos platos, pero la alegría no iluminaba los rostros. Rodolfo, preocupado con escaparse cuanto antes de aquella desagradable reunión para ir a darle una buena vuelta a los ochavos de oro que palpitaban en su chaleco, como si el corazón se le hubiese metido en el bolsillo, no prestaba al concurso su ameno gracejo ni su sátira mal sana. Cleopatra trata de demostrar al duque que está enojada, y espera que el desenojo le cueste a su excelencia una gruesa prima. El decrépito tenorio está abismado en no sé qué pensamientos del color de la hulla, y además se siente malo; un ligero dolor en las sienes le aflige desde por la tarde. Virginia y Elizondo bromean y coquetean entre sí; ella se ríe en sonoras y estúpidas carcajadas de cuanto el coronel dice, y éste, representando el papel de Chevalier Servanl de aquella dulcinea, la ofrece su copa de Burdeos para que la pruebe, y muy sutilmente la pisa el pie bajo la mesa.
Cuando se celebraban estas comidas, que eran los más de los días, doña Leticia permanecía en otro cuarto, donde devoraba su ración a solas con gula y ansia. Irene, la doncella de Cleo, le servía la comida a la vieja, no de muy buena gana, pero obligada por el temor de caer en el desagrado de ella. Doña Leticia tenía sus monólogos mientras comía. Dirigía tiernos requiebros a la pechuga de ave, mientras con las desdentadas encías la trituraba; dejaba caer toda su gula en el fondo de la copa llena de vino, para luego bebérsela de un sorbo deleitable; fijaba sus ojos, llenos de avaricia, en los primores del servicio, y lamía el tenedor de plata como si quisiera trasladar a sus venas el noble metal. Desde el cuarto en que ella comía a solas, apenas se oía la conversación del comedor sino como un débil murmullo; pero, de repente, escuchó voces, gritos. Cleo, con voz alterada, gritaba:
—¡Irene, Simón, Félix!
Elizondo decía:
—Señor duque, ¿qué siente usted, qué sucede?
Oyóse el ruido de una copa de cristal que se rompía, y la caída de un cuerpo pesado en tierra. Renováronse las voces, las idas y venidas; sonó la campanilla fuertemente agitada... Doña Leticia entró en el comedor.
El duque había experimentado un vahído, había intentado levantarse, había hecho con cabeza y manos un gesto horrible de nadador que se ahoga, y, palpando en la mesa, había roto una copa llena de Burdeos, que se le había derramado en la pechera de la camisa... Después, y sin que tuvieran tiempo de acudir a sostenerle, cayó al suelo, rígido, crispados los dedos de las manos, la lengua fuera y oprimida por los dientes, los ojos en versión violenta, el rostro amoratado.
—¡Un médico..., un médico!
Mientras iban a buscarle, trasportaron al duque al lecho de Cleopatra; le arroparon, le aspergieron el rostro con agua fría. Cleopatra estaba aterrada; jamás había pasado por su mente la idea de la muerte rodeada de aquel espantoso aparato.
—¡Se muere! —balbuceó—, ¿qué va a ser de mi?
Elizondo daba a los diablos la circunstancia que le había hecho caer con su alegría y sus buenos propósitos de divertirse en medio de aquel drama, y Virginia miraba al húsar, como diciéndole: «Esto no impedirá que nuestras intenciones sigan adelante.»
El duque daba señal de vida; Rodolfo tuvo valor para aplicarle la mano al pecho, y advirtió que el corazón latía.
—Aún hay esperanza —dijo— , esto no será más que un accidente pasajero.
Llegó un médico de la Casa de Socorro inmediata, y examinó al duque.
—Señora —exclamó dirigiéndose a Cleopatra—, este anciano se muere.
—¡Jesús, mil veces!
—Tráiganme una jofaina.
Doña Leticia acudió a servir al médico, el cual, sacando de su estuche una lanceta, pinchó al duque buscando la sangre. Saltó un hilillo negruzco, denso, que fue a caer pesadamente en la reluciente vasija de plata, coagulándose en el acto; después, el hilillo disminuyó, acabó en una serie de gotitas que caían como perlas rojas en la jofaina. El médico dijo, abandonando el pulso del duque:
—Ha muerto.
No hubo una lágrima, no hubo un sollozo; el espanto y la sorpresa salió a los ojos de Cleo y doña Leticia; en los demás semblantes se retrató el disgusto que produce un accidente enojoso que pudiera haberse evitado. Rodolfo preguntó qué extraña y terrible enfermedad era aquella que asesinaba como el puñal.
—Una congestión... este señor, por lo que me parece, tenía un temperamento predispuesto al desenlace que hoy ha sobrevenido... ¡cómo ha de ser!
Durante los primeros momentos, todos permanecieron sin acción ni pensamiento; tan imprevisto era aquello y tantas dificultades presentaba para resolver la conducta que debía seguirse.
—Es preciso avisar a los parientes del duque —dijo Rodolfo—, no vayamos a contraer aquí una responsabilidad que no tenemos.
—Sí, sí, encárgate tú de ir a decírselo al duque de Begoña y a don Juan Robeña, por lo menos, que son los primos hermanos del duque.
Mientras discutían Cleo, Rodolfo y doña Leticia este punto, el cuerpo del duque se había enfriado; una espuma hervorosa había salido a sus labios, y la mancha violácea del semblante palidecía. Elizondo llamó aparte a Virginia, y la dijo, tuteándola:
—Chiquilla, ¿vamos a quedamos nosotros sin comer?
Una sonrisa iba a escapársele a Virginia; pero comprendiendo que era inoportuna, la contuvo, mordiéndose los labios.
—Vámonos al restaurant «Noruego» —continuó el coronel.
Sin despedirse de nadie hicieron la procesión del Niño perdido. Poco después salía Rodolfo a desempeñar su comisión. La mesa, cubierta de platos y en ellos la comida, que se había quedado helada, el mantel manchado de Burdeos por la parte en que estuvo sentado el duque, alguna servilleta en el suelo, las sillas en desorden, todo expresaba y componía un conjunto medroso del drama sobrevenido cuando menos se esperaba, de uno de esos desenlaces brutales y rápidos que detienen la vida y la hieren en el seno mismo de la alegría.
Dos horas o más tardó Rodolfo en buscar y encontrar a los egregios parientes del finado. Nadie sino Rodolfo, que conocía todos los escondrijos de Madrid y las costumbres de aquellos señores, hubiera podido dar con ellos. En el Casino, en el Real, en el baile de la Embajada rusa, por todas partes anduvo hasta que consiguió reunidos. Los tres personajes que iban en un carruaje con Rodolfo, eran el duque de Begoña, primo y cuñado del difunto; el vizconde de Cenagal el Alto, y don Juan Rubeña; este último, Magistrado del Tribunal Supremo, hombre docto y de severos principios.
—Pero, ¿dónde nos lleva usted? —preguntó—. ¿Dónde ha muerto ese desgraciado?
Don Juan Rubeña escuchó con tristeza el nombre de la cortesana mezclado con el relato de los últimos momentos de su pariente. Cuando los cuatro llegaron al hotel, Cleo y doña Leticia se mostraron llorosas y desesperadas. Penetraron todos en la alcoba de Cleopatra. El des- i file de aquellos señores por el comedor, donde aút¡ es- j taban sobre la mesa los restos del festín interrumpido, ¡ tenía algo de tragi-cómico que hacía daño. Su entrada en ! la alcoba de la cortesana; la presencia de aquellos tres hombres vestidos de frac entre los voluptuosos adornos de aquel altar de Venus, y el aspecto del muerto rígido y helado con aquella fea mancha de vino en la camisa hundido entre las revueltas sábanas; el heredero de ilustres glorías nacionales muriendo en el lecho de una prostituta, cuando había nacido para morir entre bendiciones de sacerdotes y sollozos de sus hijos; aquella mezcolanza feroz del Magistrado y grande de Espáña con el bohemio y la mujer pública, formaba un conjunto punzante, un cuadro horrible, y hacía pasar por el alma una lúgubre procesión de ideas desesperadoras.
Don Juan Rubeña puso su mano venerable sobre la sien helada del muerto.
—He aquí —dijo— cómo ha muerto don Pedro de Rubeña y Dietrich, séptimo duque de Ripamilán.
Estas palabras, dichas con triste severidad, sonaron en aquella alcoba mortuoria como un anatema, y pesaron como losa sobre todos los corazones.
Pero como en los hombres curtidos por toda suerte de impresiones éstas suelen dejar poca huella, cuando a la puerta del hotel el duque de Begoña y el vizconde de Cenagal el Alto se quedaron solos, antes de montar en su coche, el primero dijo:
—¡Qué guapa muchacha!
Don Juan Rubeña se dirigió solo y a pie a casa del apoderado del duque, a fin de prevenirle lo sucedido y disponer lo conveniente a las exequias fúnebres. Un grave dolor llenaba su alma.
—¡¡Qué indigno modo de morir! —exclamó, y continuó su camino.
Cleopatra no podía resistir tantas emociones, y se acostó en otro lecho que le dispusieron en el piso bajo.
En cuanto a Rodolfo, se desvaneció como una sombra. ¿Salió del hotel? ¿Quedó oculto en los pliegues de sus tapices o en la oscuridad de sus salones vacíos?... No se sabe.
¡Oh, virtudes cristianas! Puede la debilidad física o el egoísmo dejar desamparados a los muertos en esta última noche que pasan sobre la tierra; pero aún quedan espíritus heroicos que saben sobreponerse al propio dolor y saben distinguir piedad de sentimentalismo... sí; doña Leticia mandó acostar a los criados... ella sola velaría el cadáver del duque de Ripamilán. Pasó una hora, otra, otra... Entre el medroso silencio de la noche sólo se escuchaba el taconeo de algún transeúnte y la lejana voz del sereno. Doña Leticia estuvo despierta, sin orar, las manos cruzadas sobre el vientre, la mirada fija en los ojos del cadáver, que mal cerrados, reflejaban vidriosamente el resplandor de la lámpara de noche. La vieja se incorporó, prestó atento oído, y sigilosa, serena, avanzó al lecho. Allí volvió a detenerse y volvió a escuchar. Entonces levantó la colcha de damasco que cubría el cadáver. ¿Qué iba a hacer aquella mujer?... Con mano rápida y segura le palpó los bolsillos de la levita, encontró en uno algo que buscaba, lo sacó, era una carterita de tafilete, y abriéndola extrajo su contenido: un billete de banco... cerró la cartera, la puso en el bolsillo de la levita, tornó a cubrir el cadáver con el paño de damasco, y ya iba a retirarse cuando, advirtiendo que el duque tenía aún los ojos mal cerrados, con la misma mano que oprimía el billete apoyó en los párpados y los hizo cerrarse para siempre sobre las inertes córneas.
El reloj del comedor dio las tres, y la fanfarria venatoria que cada hora ejecutaba resonó como una carcajada burlona, estridente, cínica, que se reía de la pobre humanidad sujeta a tantos dolores y a tantas abyecciones.
Con los honores que correspondían a la alta prosapia de los Ripamilán, se le dio sepultura en el panteón de familia fundado por el primer duque en la iglesia de San Nepomuceno de Alcalá la Manca. Los periódicos conservadores dedicaron al fallecimiento del aristócrata los cuatro lugares comunes que son de rigor en casos semejantes. Cuando el ataúd de bronce estuvo en el frío seno del sarcófago, encima precisamente del esqueleto del segundo duque, que fue hombre de armas en el Perú, de donde, según la leyenda, trajo cuatro toneles llenos de oro, un olvido inmenso cayó sobre la memoria del excelentísimo señor don Pedro de Rubeña y Dietrich.
Cleopatra quedó en una situación dificultosa; había dilapidado las donaciones ducales, fiada en que nunca se agotaría aquella fuente; había dejado escapar su metálica linfa por los inútiles cauces de la prodigalidad. Vistió luto por el duque, y la sentaba a maravilla. La hermosa blancura, blancura de luna, de nácar, refulgía sobre los adornos del duelo con preclara arrogancia.
—¿Qué hacemos, tía? —preguntó Cleo a doña Leticia.
Ésta no podía contener su furor: imposible le parecía tanto despilfarro. ¿Cómo? La miserable no sólo había malversado su dotación mensual, sino que además había contraído deudas.
—Tú morirás en un hospital, perra.
Cleo contestó a la furia con la furia: siempre que doña Leticia se convertía en hiena, había en Cleo rugidos de leona.
—No grite usted... ¿he sido yo sola la que ha tirado el dinero por la ventana?... ¿no ha sido mi bolsa de usted?...
—¡Quién iba a pensar que el picaro duque te iba a dejar por puertas!... ¿Y cuánto debes?
Hizo Cleo un aspaviento aumentativo, y luego contestó:
—Muchísimo... el pajero de Alcalá me presenta una cuenta de once mil reales... Habrá que darle en pago los dos caballos.
—Pero, hija, si le costaron al duque dos mil duros.
—Pues Rodolfo ha ido por ahí a ofrecerlos y no dan por ellos más que diez mil reales. Debo a Chaulie, el joyero, cuatro mil pesetas de brillantes.
—¡Jesús, María y José! La paja y los brillantes te han arruinado.
—A Fanny, tres mil duros de vestidos y encajes.
—Encajes, vestidos, paja, brillantes... locura.
—Debo también a don Bartolo... porque no se lo he dicho a usted antes, pero al fin tendrá que saberlo... el usurero don Bartolo me ha prestado quince mil reales.
—¡Ah, perro! ¡También ha metido aquí su uña don Bartolín!... No me cuentes más cosas; tú quieres matarme... este es el día más negro de mi vida.
—Pues además hay otra cosa más gorda.
—No, no hay nada más gordo que don Bartolín viniendo aquí a quitarme a mí lo mío.
—El duque, últimamente, había tenido sus contratiempos pecuniarios... No ha dejado pagadas todas sus cuentas... Este hotel en que estamos, estos muebles, estos tapices...
—No, no acabes de decírmelo... déjame lo poquito de vida que aún me queda.
—... Todo esto es del concurso de acreedores del duque.
—Farfantón, tramposo... mira, mira, ponte tu man-tito viejo y vete a la calle a dar paseos arriba y abajo, que es por donde tienes que concluir... haz cuenta que no me conoces... ni soy tu tía, ni soy tu nada.
No es fácil pintar la inquietud febril, la ira, el desasosiego de doña Leticia, ni las mudanzas que había en su cara, ya encendidas y rojas como el reflector de un horno, ya pálida con una blancura papirácea; ni sus precipitados pasos por la estancia, ni el desorden de sus cabellos que, por entre los desajustados pliegues del viejo manto, rojizos y tiesos se encrespaban como la crin de una hiena furiosa.
—¿Está usted loca?
—¡No he de estarlo!... déjame, déjame... el hotel de los acreedores... don Bartolín... los caballos... nada, nada... vete al hospital o a San Bernardino, y allí muérete de lo que quieras, pero muérete pronto.
Llegó a esto Rodolfo, muy galán, con un traje de lanilia cuadriculada que parecía hecho con papel comercial, el sombrero de copa, de anchas alas, muy relucientes, y recios guantes de piel de perro en las manos, en las que traía un junquillo.
—Niña —dijo—, vengo a darte el pésame... Señora doña Leticia, saludo a usted respetuosamente... es usted el espejo de las tías... tararí... tararí... tirí,... pon... pon... además, traigo el encargo de ofrecer a estas damas un consuelo...
Doña Leticia, mientras Rodolfo hablaba y tarareaba, le estaba midiendo de arriba abajo, y mirándole a través de su pasión sórdida, le parecía un pigmeo.
—Déjese usted de bromas, caballerito —dijo la vieja—, que la situación de Cleopatra es muy angustiosa... y usted... y otros... como usted le han sorbido la sangre.
—Me lavo las manos como Herodes, digo, como Pila-tos. ¡Qué carambaina tengo yo que ver con que el duque haya reventado!... ¿hablaba usted de sangre?... donde entra una bruja, ya no hay sangre.
—¡So mequetrefe!
—¡Marizápalos!... voy a alquilarle a usted una escoba por horas.
—¿Quieren ustedes hacerme el favor de callarse? —exclamó con impaciencia Cleo, puestas ambas manos en la cintura y haciendo un movimiento de cabeza que delató, tras los hábitos señoriles, la educación de arroyo de la calle del Entenado de Sevilla—. Mi tía está de mal humor... tú vienes muy impertinente...
—Vaya, no te me enfades, prenda —interrumpió el mozo haciendo castañetear los dedos de su mano izquierda—, no me han dejado ustedes decirles el objeto principal de mi visita... Cleo, el Juzgado de la Audiencia te reclama.
—¡Jesús! —gritó la vieja—, ¡vas a la cárcel!
—No, señora —llamémosla así—, por esta vez no hace falta que le enseñe usted a su sobrina a salirse volando por las ventanas. El Juzgado de la Audiencia llama a Cleo como interesada en el testamento del duque de Ripamilán.
—¿Qué me dices? —interrogó Cleo con alborozada curiosidad.
—Don Juan Rubeña es el albacea del duque. Ayer se abrió el testamento, e ignoro sus disposiciones; pero cuando te llaman, no será para pedirte. Don Juan Rubeña quedó con el encargo de avisarte, pero es un señor así, algo raro... ya ves, a mí no me quiere dar la mano... y tampoco quiere venir a verte... ¿No querer ver a una muchacha tan bonita?... en fin, non ragionar di loor... ello es que don Juan Rubeña se lo dijo al vizcondesito del Cenagal... por cierto que... patapún... hoy le ha despampanado el caballo... el vizcondesito se lo dijo al duque de Begoña, el duque de Begoña a la Honorina... y la Honorina a mí... con que taratatí... ya está el cuento concluido.
—¿Pero no sabe usted nada? —dijo doña Leticia deponiendo prontamente su furor.
—Nada... Cleo, creo que debes vestirte... ponte un sombrero, un mantón, un velo, lo que quieras... te vienes conmigo, tomamos un simón... porque ya sé que Simón, el de aquí, se ha despedido y —continuó cantando— «esta noche no hay coche, porque...» y patapún, nos plantificamos en la escribanía... es la escribanía de Ezquerra. ¿Tú, qué te crees? Tengo yo una memoria de mistó.
Rodolfo y Cleo fueron, en efecto, al Juzgado de Audiencia, atravesaron los húmedos patios donde el nitro y el polvo iban cubriendo de manchas verdosas las columnatas y arquitrabes. Muchedumbre bullía por aquellas salas y pasillos. En sucios bancos, cuyos respaldos relucían del continuo ludir con toda suerte de paños y telas, había filas de gente esperando turno, quién impaciente, quién resignado y triste. Los rabulillas del Juzgado entraban y salían con la pluma detrás dé la oreja. De cuando en cuando dominaba el sordo murmullo de las conversaciones la voz de un alguacil que llamaba a alguna persona citada para un juicio. Cleo y Rodolfo pasaron i sin dificultad, suscitando la belleza y aparato de ella comentarios, chicoleos y miradas. En la escribanía los despacharon pronto. Un viejo muy seco y muy severo entregó ! a Cleo una copia del testamento, exigiéndole firma del; recibo. En el mediano monte de hojas de papel con que la curia había embrollado ya la testamentaría del duque, quedaron estampadas para siempre las patas de araña en que, andando los siglos, había de descubrir la Paleografía el nombre de la reina de Egipto.
—Toma, y lee eso —dijo Cleo a Rodolfo entregándole la copia.
Éste recorrió el papel (ya estaban dentro del coche que, como dicen los clásicos, los reintegraba al hotel), y pasando por alto las enojosas e inútiles fórmulas, llegó a lo sustancial.
—Oye, chica, oye lo que dice: «En la villa y corte de Madrid, sano de entendimiento...» ¡qué ilusiones!... «quiero... etc... que mis deudas sean pagadas y se liquide mi patrimonio...» «ítem más, habiendo en momentos de razonamiento, y de volver sobre los hechos de mi vida pasada...» ¡escucha, muchacha, escucha!... «habiendo... deseado quedar en paz con mi conciencia, quiero y mando que se practiquen las más escrupulosas gestiones para que la llamada Cleopatra Pérez Lingorta revele el paradero de un niño que de ella hube y que ahora reconozco...» ¡pero chica, esto es un folletín francés!... ¿Qué historia de chico es esta?
Llena de ansiedad, Cleopatra ordenó a Rodolfo que continuara la lectura.
—«Y si fuere habido este hijo mío, se le entregue la posesión de mi hacienda de campo llamada La Satirana, evaluada en cincuenta mil duros... y... y... que en este caso, sí su madre lo reconoce y vive con él, como cumple a una madre cristiana, gocen juntos el usufructo de ella. Proponiéndome, con esta disposición testamentaria, que la Cleopatra no tenga inconveniente en presentar al niño, aunque en ello le fuere el honor...»
Pálida estaba Cleopatra, y anhelosa respiración conmovía las curvas de su seno. Llegaba el coche al hotel. Rodolfo, meditabundo, silbaba maquinalmente un aire marcial... Doña Leticia quiso saberlo todo. Se lo dijeron en pocas palabras.
—El niño, la Inclusa... pero ¿qué es esto?
Cuando Cleopatra salió de su silencio fue para decir: —¡Qué estúpido viejo!
Detuvo el tren su marcha, y abriéndose la portezuela de un coche de primera, saltó sobre el andén de la estación de Nidonegro un caballerete muy lindo y compuesto: el gabán de verano pendiente del brazo izquierdo, que se ajustaba en graciosa curva a la cintura, un sombrero gris en la cabeza y a ratos en la mano derecha, porque el calor era grande y el sudor le corría por la frente. Cuando el tren continuó su marcha, el único viajero que había descendido en la estación de Nidonegro se acercó al jefe y le preguntó si estaba el pueblo cerca o lejos.
—Muy lejos —le contestó aquel funcionario—, más de media legua.
—¡Dios mío —exclamó Rodolfo—, media legua a pie con este polvo y con este calor!
Y miró con lástima las puntas de sus zapatos de charol y la impecable blancura de los puños de su camisa y de su cuello, perfectamente planchados.
—¿Habrá algún coche o algún otro medio de locomoción?
Pero el jefe, antes de recibir la segunda pregunta, se había alejado a dirigir la carga y descarga de ciertos wagones que venían cargados de corcho.
No tuvo, pues, quien le sacase de dudas. Vio que en la yerma planicie no se distinguía ni signo alguno de existencia humana, ni coche, tartana o caballería que pudiera utilizar el viandante. Un cartelón colocado en un poste de madera decía: «Por aquí se va a Nidonegro.» Y siguiendo la dirección de una mano negra, cuyo dedo índice se extendía señalando la áspera cuesta de la carretera, Rodolfo emprendió la caminata.
He aquí al empedernido cortesano, al barbilindo de Madrid sudando como un gañán. Ya tiene empapado su pañuelo en el sudor que le cáe de la frente y le brota de la mano. Ya es su camisa una cosa húmeda que chorrea por todas partes. El sol le funde el cerebro, a cuyas molestias considerables e insufribles para una persona criada con tanto mimo como Rodolfo, se une la intranquilidad de su espíritu, porque su misión es ardua, difícil, complicada y de éxito dudoso. Él ha confiado mucho en su labia, en su habilidad mundana, en cierto arte que tenía para tratar a las gentes y embaucarlas, en cierta sutileza de lenguaje que le permite exponer con frases ambiguas las cosas que no pueden decirse claramente. Además, imagina que aquellos viejos de Nidonegro han de ser un par de babiecas, dos viejos retirados del mundo e ignorantes de las artes que hoy ejercen los vivos.
No es preciso que nos detengamos a explicar en virtud de qué circunstancias había venido Cleopatra en conocimiento de que su hijo, aquel niño abandonado en la noche nefasta en que vino al mundo, estaba en casa de los hermanos Rubín. El registro de la Inclusa y torno del Niño de Dios, aunque enmendado torpemente y con muchas enmiendas, borrones y raspaduras, le sirvió de guía. Y una vez en Nidonegro, un parte remitido al alcalde por el gobernador puso en la pista verdadera a la amantísima madre, que estaba deshecha por recobrar el fruto de sus entrañas tanto tiempo abandonado.
Pero una vez averiguada la casa, presentábase una segunda dificultad, y no de poca importancia, y era el obtener de aquellos viejos, que le habían servido de padres al niño, que le habían dado educación, según de las noticias recibidas se colegía, le abandonaran fácilmente; y caso de que fuera preciso apelar, para reintegrarse Cleopatra en la patria potestad, al ministerio de la ley, si el niño no lo recibiría con enojo, y si no sería aquello causa de trastornos venideros y disgustos domésticos.
¡Ah! Cleopatra ansiaba, ante todo, las dichas familiares, las tranquilidades de un hogar honrado, donde todo sucede por sus pasos contados y sin que lo interrumpa una voz más alta que otra.
Nada, nada, era preciso que echase el resto el bueno de Rodolfo, que desde luego se brindó a ello, para conseguir de grado lo que obtenido por malas no podría parar en bien.
Vio el viajero un casuco, luego un grupo de árboles; a la izquierda una fuente en que estaban bebiendo dos bueyes; a la derecha una especie de convento abandonado, y al aproximarse el viajero salió una turba de pájaros que estaban picoteando en las parras que cercaban el edificio. A una asquerosa vieja que entre sol y sombra, sentada bajo el quicio de la puerta, vestida toda de harapos azules y pardos, estaba haciendo girar entre sus dedos grueso e índice el husillo de la rueca, preguntó Rodolfo las señas de los señores de Rubín. En efecto, bien pronto estuvo delante de la casa de los cipreses.
La tranquila plazoleta en que está situada la casa de los hermanos Rubín, y decimos está porque aún no la ha destruido la piqueta revolucionaria ni las reformas de la arquitectura municipal de Nidonegro, ofrecía en aquel momento un aspecto de paz delicioso. Todas las casas cerradas, con sus puertas y balcones bien entornados y por fuera blancas cortinas ajustadas en los hierros del balconaje, hacían pensar en felicísimas familias que, después del abundante yantar, dormían la siesta dulce y perezosa. A este rincón de dicha y comodidad dábale vida no más que una gallina, seguida de sus polluelos, que iban cantando, ella con voz gruesa y campanuda, y ellos con débiles pitidos, el poema del hambre y la guerra de las moscas. Picoteaban el suelo, y en las junturas de las piedras deteníanse a atisbar el paso de una hormiga descarriada.
Cuando entró Rodolfo en la plazoleta huyeron los pollos piando ruidosamente, la clueca pronunció cuatro o cinco esdrújulos de disgusto y siguió a la pollada. Entró Rodolfo en la casa de los cipreses, y muy pronto fue conducido por la hermosa Celedonia al salón principal, cuyos vetustos aunque limpios muebles produjeron una sonrisa desdeñosa en el que estaba acostumbrado a gozar de los suntuosos y magníficos mobiliarios de las casas de sus amigos. Don Eleuterio y doña Ernesta salieron a la vista, y como era costumbre, la insigne dama llevó la voz del diálogo:
—¿Qué desea este caballero? —preguntó doña Ernesta.
' —Señora, traigo una misión difícil y delicada; pero no hay más remedio que abordarla, y abordarla sin ambages ni rodeos.
—Usted nos dirá.
El ingeniero hacía gestos de asombro; miraba y miraba las ruedas de su polispasto, que debajo del fanal que las cubría sobre la cómoda parecían moverse, habiendo recobrado su fuerza semoviente por el asombro de aquella introducción.
—Ustedes, que son personas caritativas y cristianas, han hecho una gran obra de caridad...
—Ruego a usted que no hable de eso.
—Precisamente es de lo que vengo a hablar, señora mía. Ustedes han recogido un niño...
—En efecto, le recogimos porque su madre le abandonó. Iba a morirse de hambre y de miseria; nosotros le salvamos de su triste fin.
—Todo eso es cierto —continuó Rodolfo—, y por ello merecerán ustedes no sólo las bendiciones del cielo, sino el agradecimiento de la familia de ese niño.
—¡Cómo! —dijo don Eleuterio, no pudiendo ya contenerse— , ¿tiene ese niño familia?
Sí, sí, indudablemente; el polispasto estaba girando de una manera desusada y loca. ¿No había de girar, si aquellas impresiones hacían girar también el corazón de don Eleuterio, como si hubiera perdido sü centro de gravedad y se empeñara en buscar otro alojamiento más sosegado en cualquier parte del pecho?
Doña Ernesta miró con severidad a Rodolfo, y Rodolfo sintió que aquella mirada le penetraba hasta la médula de los huesos. Todo el discurso que había aprendido, todas las oraciones que había hilvanado para espetárselas a los viejos de Nidonegro en cuanto se hallara en su presencia y conseguir, en un arrebato de elocuencia, el triunfo que él se proponía, parece como que se desordenaron a la manera de un rosario cuyo engarce se rompe: cada oración se fue por su lado pegando tumbos y haciendo cabriolas. No supo qué decir. Se había metido torpemente en lo más espinoso de la exposición. Llegaba el momento de plantear y dar el desenlace, y héte aquí que se encontraba sin los recursos que el más vulgar dramaturgo posee. Miró a las esquinas de la habitación, miró a las ruedas, miró al polispasto: ¿qué demonio de maquinita sería aquella?; miró a don Eleuterio, en cuyos ojos brillaba la curiosidad y en cuyos labios trémulos palpitaba la emoción.
—Puede usted continuar —dijo doña Ernesta después de haberse gozado en la zozobra y el silencio de Rodolfo.
—Pues yo, señora... no sé... realmente es difícil... pero altos intereses... nobilísimos sentimientos... el natural deseo de una madre en recobrar a su hijo.
—¿Ha tenido madre este niño? —preguntó con acerada intención doña Ernesta.
—Ahora empieza a tenerla; porque, en resumen, señora, esta madre, por razones particulares y personalísi-mas, que nadie tiene el derecho de investigar ni menos de juzgar, tuvo que prescindir durante algún tiempo de su hijo. Hoy las circunstancias han variado; un deber de conciencia le manda llamar a su lado a ese niño. Yo traigo la misión de pedir a ustedes que entreguen a doña Cleopatra Pérez el niño que ustedes recogieron de manos de una nodriza de la Casa del Hijo de Dios. Mis averiguaciones son terminantes, y no dejan lugar a dudas. El niño a quien ustedes han otorgado este beneficio es el mismo que yo busco. De ustedes espero...
Doña Ernesta se levantó con viveza. Su hermano la imitó, como si el mismo resorte lo hubiera impulsado.
—No espere usted nada, señor mío. Hágame usted el favor de marcharse en el acto de esta casa. Ni el aspecto de usted es propio para esta comisión ni he visto jamás que las madres encarguen a los micos de buscarles los hijos que ellas han abandonado. ¡Liviandad y miseria! ¿Quiere usted saber algo más respecto a lo que usted, la madre a quien usted representa y la conducta de ella me inspiran? Haga usted el favor de tomar la puerta cuanto antes, y dígale usted a esa señora que no entrego al niño.
Don Eleuterio dio un gran suspiro, y levantando las manos al cielo, no como si hablara con las dos personas que estaban en la sala, sino dirigiéndose a Dios:
—¿Se puede de esta manera, señor mío, romper los vínculos que durante tantos años se han creado en las personas? ¿Puede la ley permitir esta infamia?
Rodolfo se sintió desconcertado. ¿Qué hacer, qué decir? Las más ingeniosas ocurrencias que antes habían cruzado por su cerebro no aparecían. En su inopia intelectual no acertó ni siquiera a decir cuatro palabras con que despedirse decorosamente. Tomó su sombrero y bajó la escalera; pero cuando estuvo en la puerta de la casa, libre de la presencia de los dos ancianos, recobró algo su presencia de espíritu.
—¡Caramba! —se dijo—, ¡pues si no he tocado la sonata de más importancia!
Y tornó a subir la escalera en el momento en que bajaba por ella doña Ernesta.
—Señora, dispense usted. No debía retirarme sin hacer una manifestación, que es el primer encargo de la madre de ese niño. Ustedes han tenido gastos considerables, la educación y mantenimiento de ese joven les ha producido considerables desembolsos. Pues bien: yo traigo el encargo de ofrecer a ustedes en el acto, como remuneración a su generosidad, la suma de dos mil pesetas.
El que hubiese mirado entonces la cara de doña Ernesta hubiera visto cómo el marfil se convierte en cera y la cera en rosa, porqué estos tres matices distintos colorearon sus mejillas en menos tiempo del que tarda en contarse. Y luego, por efecto de un impulso irresistible, levantó una mano, y ¡zas!
¿Qué es lo que pasó? La mejilla derecha de Rodolfo se puso encarnada, el sombrero cayó rodando, y detrás del sombrero fue dando tropezones Rodolfo, y sólo recobró el equilibrio cuando se encontró en la plaza al lado de su sombrero, lleno de polvo, entre el ejército de pollos que, asustados, piaban estruendosamente. ¿Quién es capaz de saber los detalles de esta escena? De la verdad de lo que allí había pasado, testigos fueron no más que la clueca y sus hijuelos, los cuales se encargaron de hacer correr por la vecindad los más extraños rumores respecto a la mala aventura de Rodolfo.
Cleopatra, cuando enterraron al duque, vistió luto; a los pocos días, cuando sobrevino aquella tremenda catástrofe que puso en grave riesgo su crédito, doña Leticia, asistiendo al tocador de la cortesana, le dijo que dejase a un lado los trajes negros y diese a su juventud y hermosura el vistoso marco de los trajes claros; hubo quien la vio engalanada con ellos, pero no pudo asegurar que durara mucho el engalanamiento; porque cuando sobrevino el testamento y las demás cosas que quedan relatadas, volvió el fúnebre pergenio del dolor, con lo que, en verdad, ni ganaba ni perdía la belleza de Cleo, que estaba con todos igualmente linda.
Don Juan Rubeña, el primo y albacea del duque de Ripamilán, tuvo necesidad de hablar con Cleo, y maravillóle tanto como su hermosura su ignorancia. Echó una sonda sobre aquel corazón, a ver si descubría o tropezaba con algún bajío, donde envuelto en los viciosos sedimentos hubiera síntomas de amor filial; tuvo la horrible certeza de que Cleo ni era capaz de improvisar un sentimiento que no comprendía ni poseía talento bastante para fingirlo. En dos palabras: aquel niño expósito, de que hasta entonces no se había acordado, que le estorbaba el día antes como a un ejército destinado a marchas forzadas la impedimenta de sus heridos, era el medio no más de conseguir prolongar la comedia de riqueza, la fábula de oro y vanidad en que vivía. No quiso insistir en sus disquisiciones él digno Rubeña, y encerrándose en reserva absoluta, decidió limitar sus funciones de albacea a lo puramente oficial.
Visitaron de nuevo a Cleo sus amigas, y fue la más asidua Virginia. Los latigazos de su Migascalientes no habían dejado señal; tampoco la había dejado su amistad de ocho días con Elizondo, que no gustaba de repetir sus pruebas de amor y se sentía acometido de una versatilidad erótica. ¡Pobrecita Virginia! Ahora se habían trocado las tornas, y era Dulcinea la que tenía que salir a buscar aventuras. También visitó a Cleo Honorina, que por entonces andaba en el apogeo de su boato y quería hacérselo sentir a la que fue su rival afortunada y veía entonces caída. El vizconde de Fariñas cortejaba a Cleo y se había quedado dos noches en la casa. Por cierto que a Cleo la molestó en un principio el tener que dormir en el mismo lecho en que había estado veinticuatro horas un cadáver; el frío de las sábanas le recordaba el frío del muerto, y se despertó una o dos veces, imaginando que tenía en la almohada, cerca de ella, la vieja cara del duque contraída por la hipócrita sonrisa. Pero esos terrores pasaron pronto, y se acostumbró, primero, al recuerdo, y luego el recuerdo se borró.
Una mañana, pocos días después de que regresara de Nidonegro Rodolfo, una señora entró en el hotel. Un par de varas detrás de ella venía la hermosa Celedonia, y nada más severo que el aspecto de doña Ernesta y su doncella destacándose en aquella casa del placer. Eran las once: almorzaban alegremente en el comedor que ya conocemos Cleo, Virginia, Rodolfo y el vizconde de Fariñas. Este era un caballero de alto talle, el pelo gris plateado, un monóculo preso entre los músculos de la órbita, y distinguido y ágil en su persona. Virginia le había dirigido varios avances inútilmente, porque el buen vizconde estaba ciego por Cleo, y mientras ésta y aquél conversaban, Virginia tenía que contentarse con Rodolfo. Se insultaban en broma y se tiraban miguitas de pan. Entró doña Ernesta seguida de Celedonia. La sorpresa de los comensales fue grande, especialmente la de Rodolfo, que sintió cierto hormigueo en la mejilla derecha. Cleo creyó que aquella dama era una de las que alguna vez que otra recorrían las casas elegantes recogiendo limosnas para los asilos benéficos.
—¿La señora de la casa? —interrogó doña Ernesta.
—Yo soy... —dijo Cleo— si pudiera usted volver a otra hora...
—No, señora —repuso la de Rubín—, yo no puedo venir aquí más que una vez, y esa obligada por graves circunstancias.
¡Cosa rara!... aquella misma cortedad que había experimentado Rodolfo en la casa del ciprés de Nidonegro, experimentaba ahora Cleopatra en presencia de doña Ernesta. Ésta continuó:
—Necesito hablar con usted.
—Pase usted al gabinete —repuso Cleo.
Cuando estuvieron solas, doña Ernesta exclamó:
—Yo soy la madre de Valentín.
Como si le hubieran echado al rostro un chorro de agua helada, así se quedó Cleo.
—¿Usted?
—Yo... sospechaba quién era usted... ahora no me cabe duda de que no es la mayor desgracia de Valentín el que usted le abandonara en el torno... lo es mucho mayor el que quiera recobrarle.
¡Otra cosa rara!... Así como Rodolfo, tras el primer momento de titubeo, se había hecho dueño otra vez de su cínica sangre fría, así Cleo, tras el primer momento de sorpresa, tuvo un arranque de ira.
—¿Viene usted a insultarme?
—No es posible insultarla a usted.
—¿Y con qué derecho entra usted en esta casa?
—Soy la madre de Valentín.
—Valentín no tiene otra madre que yo —afirmó Cleo, y su afirmación, a pesar de la solemnidad con que fue hecha, no pudo armonizarse con el aire de odalisca de quien la profería.
—Una sola cosa tengo que decirle a usted —continuó doña Emesia—. Yo no puedo permitir que Valentín ven- j ga a esta casa; quiero a todo trance evitar que sepa que j es usted su madre... ha sido educado en la honradez, y j no quiero que muera de vergüenza al saber que debe la ' vida a una prostituta.
—¡Vieja estúpida, márchese usted! Si es necesario, me arrastraré por las calles; si es necesario, arrancaré a todos los hombres su consentimiento y haré que la ley se cumpla... Valentín es mi hijo, y vendrá a vivir con su madre.
—Lo veremos.
Una carcajada sardónica se oyó entonces detrás de la puerta, y abriéndose una de sus charoladas hojas, dejó pasar a doña Leticia. Venía sonriéndose; miraba de hito en hito a doña Ernesta; medíala de pies a cabeza y la fulminaba miradas llenas de rayos.
—¿Es la señora de Nidonegro?..., no es mal negocio el que quieren ustedes explotar... ese Valentín es rico... ¡qué virtud tan cómoda y tan útil la de prohijar expósitos millonarios!... así, así es como se ejerce la caridad cristiana.
Sintió doña Ernesta que el corazón se le encogía y luego ensanchaba, ensanchaba como si fuera a estallar: una oleada caliente subió a su rostro; sus labios temblaron buscando una palabra que hiriese, que injuriase, aguda como una daga y envenenada como el diente del crótalo. De aquel temblor convulsivo salió esta frase:
—¡Os completáis... al lado de una mujer como ésta, hacía falta una bruja!
Después, con voces descompuestas y perdiendo el aplomo de su severidad, gritó:
—Lucharemos, si queréis... vosotras lo tenéis todo: el oro para corromper a los jueces, la desvergüenza y la costumbre de engañar a los hombres. No importa, lucharemos.
Retrocedió hacia el comedor, seguida de Celedonia, y a grandes pasos desapareció. Cuando iba a perderse de vista tras el portier “, Rodolfo, levantándose iracundo, le hizo un gesto de amenaza... ¡Ah, Rodolfo, Rodolfillo, don Gerineldo, valiente!
Aquella misma mañana habían venido a Madrid don Eleuterio y su hermana. Sabían ambos que ya tenía cartas el juez en el asunto, y querían prevenir el fracaso de sus nobles deseos. Don Eleuterio fue a buscar a Valentín. En la modesta casa de huéspedes donde residía no estaba, porque apenas amanecía se iba al taller de relojero, donde permanecía hasta muy entrada la noche. Allí sí que le encontró el ingeniero, enfundado en su blusa de dril, el anteojo colgado sobre la mejilla, fijo en su obra con una tenacidad del que aspira a ser pronto dueño de las dificultades que la labor le ofrece. Su alegría no tuvo límites al ver a don Eleuterio; pero observando la tristeza en el rostro del anciano, se puso también triste, inquieto. Nada quiso decirle el ingeniero, y quedó en volver a buscarle por la noche.
Desdé allí fuése el inventor del polispasto a reunirse a su hermana, y, una vez juntos y comunicándose sus impresiones, que no podían ser más desastrosas, empezaron a temer en la realidad de su desdicha. Era de ver cómo discutían las probabilidades del negocio. ¿Era posible que la ley entregase al menor de edad a una mujer pública? Don Eleuterio sabía que el albacea del duque era un hombre ilustre en el foro y de proverbial rectitud. Vieron aquí una esperanza los dos hermanos, y decidieron visitarle. A los pocos minutos de haber adoptado esta resolución, estaban los dos hermanos sentados en dos butacas del gabinete del magistrado. Grande fue la consternación de éste cuando vio aquellos dos ancianos, y participó de su dolor paternal.
—Lo peor del caso es —dijo— que la ley es ciega por necesidad; no concibe el absurdo, la monstruosa y fenomenal excepción de que puede haber un padre indigno de sus hijos... esa Cleopatra es una cortesana; pero no hay manera de probar que sea mujer pública... tendrá blasonados prohombres que vayan al tribunal a deponer en su favor, y no habrá juez en el mundo que le niegue a su hijo... sí, me es dolorosísimo decírselo a ustedes: j prepárense a la horrible separación. j
—¡Pero entonces —exclamó sollozando doña Ernesta—; la ley es tan infame como esa Cleopatra, tan indigna como ella, una ramera, cuyos encubridores son los jueces! j
En medio de la compunción del rostro de don Juan: Rubeña hubo una sonrisa de lástima.
—Comprendo y disculpo, señora —dijo— que el inmenso dolor de usted ponga en su boca tales blasfemias.
El hombre de la ley que había vivido amorosamente con ella toda su vida, educado bajo su égida, confortado con su calor y nutrido con su savia, que había llegado a tener en su frase el laconismo del Código y en su conducta la frialdad de la letra escrita, no podía oír con gusto las palabras de doña Ernesta: comprendiendo las inicuas imperfecciones de la ley humana, la adoraba como el viejo guerrero la mohosa coraza que proclama como salvadora de la vida, aunque mil veces se ha abierto para dejar paso al hierro homicida.
Don Eleuterio estaba mudo, tan conmovedor en su silencio como doña Ernesta en sus arrebatos de ira e impotente indignación.
Así como creo —continuó el magistrado— que si los parientes y herederos legales del duque de Ripamilán quieren atacar la última voluntad en lo que se refiere al reconocimiento de ese joven su éxito ante los tribunales es seguro, porque el duque ha tenido ese hijo con la cortesana Cleopatra viviendo la duquesa. Es, pues, Valentín hijo adulterino, y la ley no permite su reconocimiento.
—¡Ah! —balbuceó doña Ernesta—, si eso fuese cierto... esa infame mujer nos dejaría a nuestro hijo.
—¿Ignora Valentín lo que sucede? —preguntó Rubeña.
—No hemos osado decírselo —repuso doña Ernesta.
—Pues estimo necesario que se le avise; porque al fin ha de saberlo, y es preferible que sea por conducto de ustedes.
Otra vez estalló en doña Ernesta la ola de llanto. No podía acostumbrarse a la idea de que Valentín dejara de ser su hijo, de que pasara a otra autoridad, ya que no a otro amor; había en el sentimiento de doña Ernesta celos de madre que pierde el cariño de su hijo, terrores de avaro que ve pasar a manos ajenas su tesoro. Luego la espantaba el ver el cándido espíritu del joven contaminado de las hediondeces de aquel hotel, oficina de prostitución y sucursal del infierno. Con maternales vaticinios, en que el razonamiento de lo lógico y la adivinación de lo porvenir se juntaban, veía a Valentín corrompido y desenfrenado, olvidando las alegres inocencias de Nidonegro y el techo familiar de los Rubín.
De casa de Rubeña fueron los dos hermanos en busca de Valentín, y sacándolo del taller se lo llevaron consigo. Ninguno de los dos ancianos se atrevía a iniciar la explicación. A los dos les daba miedo, no tenían valor de matar acaso para siempre la dicha y la paz de aquel espíritu.
En una modesta casa de huéspedes donde en sus temporadas de estancia en la corte había vivido don Eleuterio, es donde se aposentaron los dos hermanos. Allí fue con ellos Valentín, llevando en el alma el presentimiento de alguna desgracia. Antes de abordar con él la explicación, don Eleuterio y doña Ernesta discutieron de qué manera darle al muchacho la noticia de los graves sucesos que ocurrían.
Digamos, porque ésta es ocasión oportuna de decirlo, que Valentín, en la corta temporada que llevaba viviendo en Madrid, y al mismo tiempo que su cuerpo crecía, había experimentado en su alma nuevas sensaciones, en cuya vaguedad y misterio, tras las candideces de la infancia, se destacaban los escuetos perfiles de algo que debía ser la constitución moral del hombre. La educación de la casa del ciprés, aquella paz célica entre la severa doña Ernesta y el complaciente don Eleuterio, el no tratar con intimidad a otros muchachos, ni otra mujer en situación de amar o ser amada que la hermosa Celedonia, y ésta con las diferencias que separan el señorío y el estado servil, habían sido otras tantas cortinas, densos velos que, separando de los ojos del muchacho las realidades de la vida, habíanle tenido en un sueño infantil prolongado. Pero al llegar a Madrid, cuando por primera vez se encontró solo, empezó a encontrarse hombre. El crecer excesivo habíale dado proporciones aventajadas: el bozo rubio cubría sus mejillas y su labio de corte judaico. Era curva y noble su nariz y sobre las cejas, dos prominencias muy acentuadas imprimían a sus facciones cierto sello de altivez. Los ojos, los ojos sí que acreditaban su parentesco inmediato con Cleopatra. Eran, como los de la cortesana, vividos, negros, hustorios y por ellos pasaba, como pasa la sombra de la nube por el cristal del lago, la visible expresión de lo que decía o de lo que escuchaba. La ancha vida de Madrid imaginósele al principio agitado y tormentoso oleaje. Le daban miedo las grandes aglomeraciones de gente, y el rumor de los coches le impresionaba dolorosamente en los oídos. De día, el violento contraste de las calles, pobladas de abigarrada muchedumbre, las altas casas, el espectáculo del lujo, la riqueza de las tiendas, los cafés de la Puerta del Sol, que a él le parecían inmensos, con su hervor de conversaciones y el hálito tibio que salía de sus puertas y ventanas, abiertas por causa del rigoroso estío, todo este conjunto de cosas brillantes y ruidosas le amedrentaba y le entristecía. Huyendo de ello, apenas salía del taller, que estaba en la calle Ancha de San Bernardo, se dirigía a la casa de huéspedes de doña Emerenciana (donde se hospedaba), un sotabanco de la calle de Embajadores, y hasta allí le perseguía el rumor incesante y vario, sorda agitación de mar en calma, que era como la respiración de Madrid entregado a sus trabajos y sus placeres. De noche... ¡Oh, qué distinto modo de ser la noche!... Allá, en el mísero lugarejo, traía sombra y silencio; la humanidad, rendida por la fatiga del largo día de las campañas, caía en el lecho más bien como quien cede a la fiebre que como quien se entrega a gozoso descanso. Aquí, en la luminosa villa, traía la noche resplandores de gas que festoneaban las fachadas con encajes de oro... ¡qué inmensas distancias adivinaba o suponía Valentín en aquellas líneas de faroles que desde la Puerta del Sol salían para extenderse por las grandes arterias de la corte!... y aquel tumulto no interrumpido, y aquella creciente actividad, y aquel apresuramiento de los transeúntes, le hablaban al lugareño de una existencia grandiosa y no imaginada, para subsistir en medio de la cual creía que habían de ser débiles sus músculos, frágiles sus pulmones, torpes sus sentidos e insignificante toda su persona. Trabajaba sin descanso; pero, por desgracia, aquella imaginación, que las conversaciones de don Eleuterio habían llenado de hidrógeno, propendía a flotar... ¡Y vaya usted a pensar en aquellos poemas de la mecánica con que el ingeniero quería convertir la vida en el acompasado y sabio movimiento de una admirable combinación de ruedas!... ¡Vaya usted a pensar en esto, cuando el oficio a que a uno le destinan es a limpiar piezas herrumbrosas de viejos relojes descabalados!... Si, tenía razón don Eleuterio: una máquina sembraba, otra cocía el pan, otra lo daba digeridito, y todo para que sin el laborioso proceso de la digestión pudiera asimilarse a la sangre... Pero caramba, ¿por qué no inventaban otra maquinita para limpiar las ruedas viejas de los relojes?... Pues anda, que apenas harían falta maquinitas en Madrid para hacer la felicidad de tantísimos millones de personas como Valentín veía por las calles!... ¡Nada, nada, venga tierra de Segovia, y venga a darle con el cepillo!
Después, a la ignorante curiosidad del rústico mancebo le iba entrando cada día una idea nueva, y por cada error de ayer había hoy una nueva certeza de la verdad. Ya no le asustaba el ruido de los coches, ya sabía que aquella gente que iba por las calles llevaba poco más o menos un objeto parecido al suyo; que iban o volvían de sus oficinas y talleres, que se paseaban por el puro gusto de perder el tiempo... ¡toma!... o que iban a ver a la novia... En esto sí que la inocencia del mancebito no tenía límites; sólo sabía ciertas picardigüelas que no pueden detallarse sin que un color muy grande encienda las mejillas; que en esto de tratarse los muchachos y las muchachas hay tanto así de permitido y tanto así de pecaminoso...
pero, ¡vaya usted a definir dónde acaba lo lícito y dónde empieza lo prohibido! Por más que pensaba en ello Valentín, no daba en el quid del problema. Un día, al entrar en el taller, vio Valentín que el oficial primero estaba; hablando muy íntimamente con la criada del maestro, y le dio un vuelco el corazón y empezaron a silbarle los; oídos. La atracción de los sexos, a que la naturaleza fía j el problema de las especies, permanecía para él indistinta y oscura.
Ya se permitió unos paseítos de puro recreo, y con las manos en los bolsillos de su blusa, el sombrerito calado sobre las cejas, se paraba en los escaparates de las tiendas a ver aquellos objetos bonitos y brillantes, aquellas combinaciones de telas, el maniquí de cera que lucía una camisa muy bien bordada... ¡pues anda, que si el tío Eleuterio pescara aquella porción de instrumentos de física que había en un escaparate de la calle de la Montera, se hubiese vuelto loco de gozo!...
Aquel tunante oficial de relojería, empedernido en los azares de Madrid, convidó una noche al de Nidonegro a tomar café. Entraron en uno de la calle Ancha, donde vio Valentín una mesa de rabo, que tal le pareció el piano de cola. Precisamente cuando estaban sirviendo el café con las ventrudas y coruscantes cafeteras al oficial Roza-ga y a Valentín, le quitaron al piano la funda, y un joven melenudo se puso a teclear que era un disparate... ¡Valiente babieca el organista de Nidonegro! ¡Aquello sí que era tocar el piano, y no lo que hacía el viejo músico con la nariz abrumada por el peso de las gafas!... Valentín vio el señorío que entraba y salía en el café, y que a él se le figuró de lo más principal de la aristocracia. Había enfrente de Valentín una mujer sola que tomaba chocolate, vestida con rumbo, joven, como de unos veintiséis años, y no fea, con unos ojazos que echaban a todo el mundo unas miradotas muy grandes. El relojero Rozaga le dijo por lo bajo a Valentín:
—Mira, mira, cómo toma varas esa gembra.
¿Qué era aquello de tomar varas? ¿Dónde estaban las varas, que Valentín no las veía? En vano preguntó, porque Rozaga le dio por respuesta una sonrisa. La vistosa mujer de las varas miraba con insistencia a la mesa de los dos jóvenes, y no sabía Valentín si era a él o al oficial. Llevóse a su casa aquella noche mil dudas que resolver, mil misterios que profundizar, y envolviéndolos en oleadas de luz las miradas de la mujer de las varas, que había llenado el alma de Valentín de ojos negros y centellantes. Durmióse pensando en que tomar varas debía ser una cosa buena.
Pero si en ocasiones tomaba mal sesgo el pensamiento del muchacho, presto le refrenaba la condición noble y recta de su carácter, y una propensión no descifrada a lo bueno que tenían sus deseos, sus curiosidades de púbero bisoño, aunque flotantes por el azul de la fantasía, amarrados al hondo y grave calabrote del deber. Y no le ocupaban tales dudas y tales curiosidades sino por excepción, que él sólo tenía un pensamiento fijo: trabajar, hacerse útil a sus tíos, y empleaba en ello una febril impaciencia que llamó la atención del maestro.
Mucho le sorprendió a Valentín el viaje de sus tíos a Madrid. Doña Ernesta le había dicho muchas veces en Nidonegro que se portase bien, que anduviese muy derecho, porque si no iría por él a Madrid, y de una orejita lo volvería al lugar... ¡Dios mío! ¿Habrían sabido sus protectores aquello del café y lo de la moza que tomaba varas?
—Valentín —le dijo doña Ernesta cuando estuvieron solos en su estancia los tres—. Hemos venido para una cosa que te interesa mucho... tú no sabes quiénes han sido tus padres. Sólo se te ha dicho que habías sido depositado en una Casa de Maternidad... pues bien...
—¡Dios mío! —balbuceó muerto de ansiedad Valentín—. ¿Qué sucede?
—Sucede —continuó doña Ernesta con una severidad fría y serena— que tu madre te reclama.
Valentín se puso en pie.
—¡Mi madre! ¿Y quién es mi madre?
Había en estas palabras, dichas por los inocentes labios del muchacho conforme salían de su corazón, una terrible y acusadora intención. Don Eleuterio intervino, diciendo: j —Tu madre te reclama. Un día u otro, pronto, de to- i das maneras, será preciso que entres bajo su potestad. j En las pestañas del anciano brillaba la humedad de ¡ una lágrima. i
—Pero ¿cómo es que hasta ahora no he tenido noticia ¡ de ella?
Don Eleuterio se adelantó hacia Valentín, pudíendo leerse en su rostro la intención de revelarlo todo, de dar suelta a su dolor y a su indignación, de relatar aquella afrentosa e indigna historia; pero doña Ernesta, adivinando la intención de su hermano, exclamó:
—Secretos son esos que nosotros no podemos descubrir. Nos interesa a todos el que se sepa que nosotros te hemos enseñado a respetar el desconocido nombre de tus padres. Sean los que sean los motivos de su conducta, no puedes juzgarlos, sino respetarlos y callar.
Valentín se dirigió a don Eleuterio, se arrojó a sus brazos sollozando.
—Pero, ¿tengo que separarme de ustedes? ¿Ya no los podré ver?
Hubo un silencio lleno de dolores, un angustioso paréntesis, en que las lenguas estuvieron mudas y el llanto expresó todos los sentimientos. Doña Ernesta fue la primera en hablar.
—Tu padre ha nombrado a un digno caballero para que se encargue de estas cosas. Nosotros cumplimos con entregarte a él. Dentro de poco conocerás a este señor, y él te explicará lo que nosotros ni sabemos ni podemos decir.
Cambio de escena. Estamos en el despacho del magistrado. Antiguos muebles de severos tonos, dos retratos de familia pintados al óleo por un ignorado artista que había dado mucha importancia a los vuelillos de encaje, la cadena del reloj, las fibras de la caña de Indias, y se había pasado lo mejor de su vida detallando uno a uno los cabellos de la digna dama y el ilustre varón cuyos eran los rostros retratados. Estaban las ventanas entornadas, y una oscuridad casi completa dejaba indistintos los muebles, de los cuales sólo se advertían aristas brillantes, el fulgor acaso de la caoba barnizada o el cerco de una escupidera de latón puesta cerca de la mesa.
Cuando Rubeña vio a Valentín, no pudo reprimir un impulso de lástima hacia los pobres ancianos, que iban a perder una afección necesaria en la edad triste en que no es posible sustituirla. Mientras los señores Rubín conversaban con el magistrado en un gabinete inmediato, permaneció solo en el despacho el hijo expósito. ¿Qué pensó durante aquellos quince minutos de soledad? ¿Qué hablaron don Eleuterio, doña Ernesta y Rubeña?
Valentín.—¿Cómo será mi madre?... Dicen que soy rico... tendré coche... podré ir a Nidonegro montado en un caballo, y los chicos me rodearán con asombro... Todo esto me gusta mucho... pero, ¿no será posible que lo goce al lado de mis tíos?... Yo no quiero dejarlos. ¿Cómo me tratará mi nueva madre?... ¡Si no veré más a Celedonia!... Me voy a morir de tristeza... ¿Y por qué es esta prisa de mi madre en recogerme al cabo del tiempo?... No debe quererme ni una pizca... porque como no me ha visto... yo... la verdad es que... ¡ni esto!
Rubeña.—Sí, señores míos: si esa mujer desiste de sus pretensiones de patria potestad, este mozo volverá a su casa de ustedes... pero dudo mucho que eso suceda, por lo mismo que ella tiene un interés demasiado vivo en retenerle...—Doña Ernesta.—¿Y no es seguro que el contacto con la sociedad que rodea a esa... desgraciada... pervierta a Valentín?—Rubeña.—Mucho lo temo.—Doña Ernesta.—¿Y la ley consiente esto? ¿Y usted, albacea del duque, lo permitirá?—Rubeña.—Procuraré evitarlo; y si el escándalo llega a ser apreciable en términos legales, se nombrará un tutor y curador a Valentín, y ese tutor y curador seré yo. Hoy por hoy, represento la última voluntad del duque, y, discreta o indiscreta, trataré de cumplirla.—Doña Ernesta.—A usted fiamos la guarda de Valentín.—Don Eleuterio.¿Y cuándo va usted a entregarle a esa señora?—Rubeña.—Hoy mismo, dentro de una hora, en cuanto ustedes se marchen.—Don Eleuterio (muy agitado).—¿No puede usted dar un plazo?—Rube-ña.—¿Y qué se conseguiría?... El dolor de ustedes será lo mismo hoy que mañana.—Doña Ernesta.—Dice usted bien, señor Rubeña... Vámonos, Eleuterio.
Breve despedida siguió a este diálogo. Don Eleuterio abrazó muy fuertemente a Valentín.
—Nos veremos —le dijo—. No te apures. No te asustes. No te pasará nada malo. Cuidaremos de ti desde lejos como desde cerca.
Valentín sintió que se le hacía un nudo en la garganta; no supo qué contestar. Con ansiosas miradas siguieron sus ojos a los ancianos, que volviendo la cabeza se marchaban; hizo un supremo esfuerzo para no llorar, y cuando se quedó otra vez solo, porque el magistrado salió a despedir a los señores de Nidonegro, dejóse caer en una butaca, convulso, aterrado, dudando si vivía o soñaba.
Al llegar a la calle don Eleuterio, detuvo a su hermana, asiéndola de un brazo:
—¿Y te resignas así, con esa frialdad, a que le perdamos?
—¿Qué hacer?
—¿Quieres permitirme seguir mis impulsos?... Subo otra vez, llamo a Valentín, le hago venirse con nosotros por cualquier pretexto... nos le llevamos, le ocultamos... ¿Quieres?
—Eso no sería digno de ti ni de mí.
Por primera vez el pensamiento de don Eleuterio se sublevó contra su hermana:
—No —gimió—, tú no le quieres.
Y se alejaron de aquella casa silenciosamente.
Iba delante don Juan Rubeña, detrás Valentín... ¿cómo se llama, si ha cambiado tres veces de apellido?... del Hijo de Dios... Rubín o... Pérez... Seguía, digo, Valentín a don Juan Rubeña, y lentamente bajaron la calle de Alcalá y llegaron al palacio de Cleopatra: don Juan Rubeña, deseoso de acabar la enojosa misión; Valentín, ansioso y lleno de miedo, palpitando las lágrimas entre las pestañas y el corazón acobardado en el pecho. Cuando llegaron al hotel y se encontró Valentín en un salón cuyas paredes cubría lujoso papel de estampaciones auríferas, y cuyo mueblaje tenía el sello de la coquetería femenina y un perfume halagador y agradable, el corazón no le cabía en el espacio que la naturaleza le ha concedido. Don Juan Rubeña miró con interés el rostro del joven; fue una mirada del observador, curiosa y escudriñadora, de las que no se detienen en la corteza material, sino que ahondan y buscan lo secreto.
—Serénate, hombre —le dijo.
Intentó sonreír amablemente el muchacho, pero la contracción nerviosa de sus labios convirtió su sonrisa en una mueca triste. Entró en el salón una dama vestida de negro. Avanzaba sin ver, porque los ojos los llevaba cubiertos con un pañuelo como si llorase.
—Éste es su hijo de usted —dijo a la enlutada Cleo el magistrado.
Cleopatra Pérez, en silencio, descubrió el rostro, y a Valentín, trémulo, lloroso, estúpido, le pareció que estaba viendo un ser celestial. El ser celestial se acercó a Valentín y le abrazó sollozando. Sintió el muchacho aquel cálido rostro cerca del suyo, la opresión húmeda de unos labios que besaban fuerte y recio y el goteo de las lágrimas que le mojaban el cuello.
—¡Hijo mío! —gimió Cleopatra.
Don Juan Rubeña se marchó; quedaron solos madre e hijo, y ella, enjugando sus lágrimas, dijo a Valentín:
—Pero qué... Valentín... ¿no me das un beso? .. ¿Te han enseñado a despreciarme?
—¡Ah, no señora, no! —replicó Valentín, cada vez menos seguro de sus palabras—, es que... ya ve usted...
—Sí, sí —añadió Cleo, luciendo en su labio una sonrisa—. Comprendo... la sorpresa... el cambio de vida... pero es preciso que te serenes y te tranquilices... cuando yo te cuente mis desgracias, me tendrás lástima... todo lo que hay aquí es tuyo... todo esto es para ti... te vestiré como te corresponde, gozarás de la vida... y con tu cariño seré yo completamente feliz... siéntate aquí conmigo, cerca de mí... ¡qué mal hecho tienes el lazo de la corbata!... ya sabía yo que eras muy guapo y que todo te sentaba perfectamente... pero esta chaquetita es horriblemente fea... ¡pues no es nada!... con este pelo rizado, un peine y unas gotas de perfume, será ai cabeza el delirio de las muchachas... quiero que me quieras mucho, y que cuando haya gente delante me lo demuestres... quiero que no quieras a nadie más que a mí...
. ¿Quién es capaz de saber hasta qué punto el alma de la cortesana tomaba parte en las alegrías de la madre? Fieles cronistas de la historia externa e interna de nuestros personajes, hemos de decir, sí, porque ésta es la verdad, que Cleopatra, cuando vio a su hijo, tuvo un rapto de sincera alegría. No era la alegría que ella experimentaba cuando estrenaba un vistoso traje. Ni era tampoco la de la vanidad triunfante en una apoteosis de joyas y galas, viendo oscurecidas en sus resplandores, y pálidas de ira a las rivales. Era algo más hondo, algo que deleitaba secretos, delicadísimos nervios, vírgenes hasta entonces, y que habían permanecido inútiles y holgazanes en su organismo. Cleopatra admiraba la belleza de su hijo, le acariciaba con transportes maternales. El pobre y tur-badísimo mancebo sintió resolverse toda aquella varia y contradictoria tempestad de sus emociones en copioso llanto. Y al abrigo del seno de su madre, atraído y sujeto por el hermoso brazo de ella, lloró largo espacio. En esto entró Rodolfo:
—Taratatí... tití... ¿Éste es el heredero?... Je suis enchanté... Me alegro muchísimo de conocerle a usted... es usted un hombre hecho y derecho...
Correspondió Valentín al apretón de manos.
—Partamos de la base, Cleo, de que a este señorito es preciso pulirle.
E hizo con su diestra el movimiento del que esgrime un cepillo de carpintero.
—No seas tonto —repuso incomodada Cleopatra—, no necesita de tus consejos.
—¡Ah!, pardón, madame... quiero decir sencillamente que conviene enseñarle los hábitos de la sociedad en que ahora va a vivir... ¿Monta usted a caballo, Valentín?
Valentín quiso ser todo lo amable que podía en su respuesta.
—Pocas veces... en la yegua del cura he ido con mi tío a Mazarambroz.
—¡Ah! par exemple —continuó Rodolfo—, ¡qué simpático candor!... pero ya, ya aprenderá usted... en el picadero de Franchesqui harán de usted un jinete consumado... ¿y la esgrima... qué tal?
—Estás insoportable con tus preguntas —afirmó, de pésimo humor, Cleopatra—; para aprender todo lo que vosotros sabéis en cuatro días, no necesita más que querer... Ven, Valentín, ven, y verás tu cuarto.
Dejaron a Rodolfo solo en el salón, y subieron al piso segundo madre e hijo.
—Éste es tu cuarto, hijo mío. Tu cama es de palosanto... muy bonita; la colcha blanca te gustará... en el j cuarto de un joven, lo blanco sienta muy bien... Aquí tienes tu mesita... papel, tintero, plumas... sellos... Puedes escribir siempre que quieras a esos señores de Nido-negro; son muy buenos, se han portado contigo como unos padres... no... yo no te digo que los olvides.
Una alegría inmensa salió al rostro de Valentín.
—¡Cuánto me alegro de que me diga usted eso!... yo no podré olvidar a mis tíos por nada del mundo.
Cleopatra se mordió los labios con despecho. Abriendo la ventana del cuarto, dijo:
—Mira qué hermosas vistas...
Una oleada del ruido del paseo invadió el cuartito.
—Yo he comido ya, querido hijo. Te subirán aquí la comida; yo estaré mientras tanto acompañándote, y después te acostarás... ¡pobrecito mío! —continuó besándole de nuevo en la frente—. Es necesario que descanses de tantas emociones... y mañana... mañana, cuando estés más tranquilo, hablaremos de todo.
Sirvieron la comida al señorito, y se la sirvió la bonitísima Irene, por cierto que con mucho más agrado que el que empleaba en servir a doña Leticia. La verdad es que Valentín absolutamente no tenía ganas de abrir la boca, y Cleopatra le instaba en vano para que gustase los diversos platos. Era una comida muy elegante. Una sopa de perlas del Japón, cierta pasta trasparente como el cristal; un pescado en salsa tártara, que a Valentín, acostumbrado a la clásica cocina de Nidonegro, le pareció abominable; una pechuga de ave trinchada con gran delicadeza; dulces y confituras; vino que debía ser bueno y caro, pero que al muchacho le pareció amargo y picoso.
—¿Fumas? —preguntó Cleopatra a Valentín.
Éste la miró estupefacto, no sabiendo qué contestar. ¿Cómo su madre le permitía aquel feo vicio, que en Nidonegro estaba anatematizado?...
—No te ocultes de mí —continuó Cleo—, eso no tiene nada de particular.
Media hora después estaba el bueno de Valentín en su lecho. Pero no venía el sueño a visitarle; en vano cerró sus párpados, en vano arrojó los pensamientos de su cerebro. Como el bando de voraces gorriones que está gozando en la verde sombra de la morera los gustosos frutos, escapa cuando el espantajo de guiñapos se mueve, pero presto vuelve a las dulzuras del hambriento picoteo, así los pensamientos diversos, multicolores como el ropaje de un bufón, huían de Valentín bajo el imperio de su voluntad, para volver de nuevo más chillones e insidiosos... ¡Cuidado si había diferencia entre las cara de doña Ernesta y la de Cleopatra!... Aquélla era un conjunto de líneas rectas en que había una severidad que se salía por los poros de la piel como el perfume por los poros de la piel de Rusia; estotra era un conjunto de curvas muy graciosas, y como el olor de los estambres de la rosa, fluía de sus facciones una benevolencia que estaba diciendo: «¡Yo lo perdono todo!» Pues ¡ándate con la diferencia que había entre la hermosa Celedonia, con sus cuarenta años virginales a la espalda, y la bonitísima Irene, con sus dieciocho Mayos y su ciencia mundana, que ponía en cada ojeada y en cada guiño más ciencia de amor que ciencia de saber ponen Sorbona y Salamanca en aulas, libros y académicos caletres!... ¡Compárame, si quieres, el modestísimo catrecito de la casa del ciprés en Nidonegro con aquella cama, cuyo colchón de muelles se hundía sólo con el pensamiento de que iba uno a echarse encima, y perfumada como la chorrera de un indiano o el corsé de una novia!... Y si te atreves a seguir las comparaciones, ponme en un lado el cocidito de la aldea, la sopa que olía a yerba-buena, porque doña Ernesta tenía el culto de los aromas silvestres, las uvas de cuelga, arrugaditas como viejas y dulces como beso de amor a hurtadillas... y ponme en otro lado aquella sopa exótica, que parecía ser cristal cocido, y el otro pez grandón, hir-viente en una salsuca amarillenta, y el divino invento de derretir las patatas y convertirlas en una especie de pomada, que se servía en una fuente adornada de berros, y el vino, tan suave y tan traidor, que se entraba pidiendo limosna y luego tomaba por asalto las almenas del cerebro y salía en relámpagos a las aspilleras de los ojos...
Valentín comparaba, comparaba y no sabía a qué carta quedarse... No, pues aquella madre sin estrenar, que le había caído del cielo, no era ningún peligro, como se la habían pintado: ¡vaya un peligro con cara bonita!... ¡vaya un martirio disfrazado de comodidades, y qué potro de relajar tan blando, y qué ayuno tan bueno y sabroso!... Sí, sí; pero ¿y Nidonegro?... ¿Y aquella paz de la plazoleta, sólo alterada por el cacareo de las gallinas?... ¿Y la compañía de don Eleuterio, con su amistosa conversación, en que trataba a Valentín de igual a igual, sin pararse en que él era un sabio y el incluserillo un ignorante?... ¿Y el cariño que tras la severidad de doña Ernesta se adivinaba, como el aro entre las mallas de seda de una bolsa?... ¿Y la amabilidad amorosa de Celedonia, cuando fijaba en él sus ojos, que parecían dos moras vistas a través de un microscopio, negros, acuosos y salpicados de puntitos brillantes?... Iban y venían los pensamientos siguiendo esta trayectoria por el espíritu de Valentín. ¿Acabaría por entronizarse la nueva vida entre tantas turbaciones? Los esplendores de aquel hotel, con su Rodolfo, que prometía llevar al mancebo a paseo en buen caballo, y aquellas palabritas de Cleopatra augurando al joven un buen éxito entre las muchachas guapas, le tentaban, le seducían... además, ¿no le había dicho doña Ernesta, no le había repetido don Juan Rubeña que obedeciese y amara a su madre? Pero luego este encadenamiento de reflexiones se rompía, y la razón de Valentín aparecía enojada y experimentada el mozo algo así como remordimiento... ¿De qué? ¿Acaso estaba allí por su gusto?... ¿No le habían llevado por la fuerza? ¿Había olvidado ni un instante las dulces memorias de Nidonegro? ¿No tenía su corazón en la casa del ciprés?
Creyó oír una música lejana. En efecto, en el salón de Cleopatra tocaban el piano. Allí estaban el vizconde de Fariñas, Virginia y Rodolfo. Una alegría de sobremesa resonaba en sus carcajadas y chispeaba en sus ojos.
—¿Y no he de verlo hasta mañana? —decía Virginia.
La llegada de Valentín había sido solemnizada por todos aquellos caballeros y señoras.
Esperaban a Honorina, que había manifestado deseos de conocer a Valentín; y como Cleopatra hubiese ponderado la belleza del muchacho, Virginia se obstinó en verle. No, Cleopatra no consentía sandeces; era una imprudencia. Estaba decidida a que acabaran en su casa las locuras, había que tratar al mancebo con todo respeto. Pero Virginia insistía. Sin duda que Valentín estaba durmiendo: ¿qué mal había en que ella fuese a verle? Fariñas, medio borracho, aprobaba el plan de Virginia; y Rodolfo... taratatí... no se oponía; Cleopatra pulsaba el piano, y con aquellos dedos, poco ágiles en la rítmica danza de las teclas, destrozaba un wals de Keterer.
Valentín escuchó la música, los gritos y las risotadas... después el piano enmudecido... oyó un ruido de pasos... ¡se acercaban a su alcoba!... una mano abría con mucho sigilo la puerta... ¿qué era aquello?... sin duda su madre, que venía a ver si estaba dormido. Cerró los ojos, fingiendo estarlo. Sí; una mujer, teniendo en la mano una bujía encendida, entró en el cuarto, se acercó al lecho. Por la línea que dejaban en claro los párpados que fingían el sueño, en un campo óptico rayado de líneas doradas por el entrecruzamiento de las pestañas, vio Valentín una cara hermosísima... no era su madre; era más joven y más guapa que su madre... unas pupilas negras, soñolientas y cargadas de amor: una nariz curva y una roja y fresquísima boca; un busto de graciosas líneas, que los pliegues ondulantes de una vaporosa tela blanca dejaban en la seductora indecisión de contornos de las siluetas entrevistas en sueños; un talle esbelto... La beldad que tantos méritos reunía miró a Valentín, y fue para él un instante de angustioso y deleitable tormento, que tenía algo de martirio y algo de caricia... la beldad se alejó, cerró la puerta muy quedito... ¿Era aquello cosa soñada por Valentín?... ¿Sucedió en el mundo de las realidades, o no fue sino caprichoso juego de una idea erótica entre las circunvoluciones cerebrales?... No está en nuestros apuntes la completa determinación de este suceso; pero sí que se abrió dentro de Valentín una ventana muy ancha y luminosa, y que por ella entraron deidades nunca vistas, de hermosura inmarcesible e inefable, ronda de silfos cabalgando en tallos de flores, mujeres vestidas de blancos ropajes... músicas de pianos bien concertados, carcajadas y ruidos de besos. Y el pobre Valentín, pensando, soñando o viendo todo esto, quedóse aterrado y lleno de deleite, y en las delicadas fibras de su alma sintió una vibración armónica, como la que el arco del virtuoso imprime a las cuerdas del violín.
Al despertarse a otro día, halló sobre una butaca un elegante traje. ¿Sería para él? Lo examinó despacio. El corte era distinguido, la tela buena; en un bolsillo del chaleco había un relojito de oro con una corona ducal esmaltada en negro y azul sobre la tapa; en el otro bolsillo había dos monedas de oro de a cinco duros. ¿También era esto para él? La llegada de Cleo, vestida de amplio peinador de encajes v. el cabello aún desordenado, pero graciosamente encerrado en redecilla de torzal azul, le sacó de dudas. Sí; todo aquello era para Valentín. Durante la noche habían sacado su traje viejo, v un sastre había en dos horas arreglado un rico temo inglés. Le sentaba como anillo al dedo, y con aquel traje, su airoso talle lucía mucho más.
—¿Qué quieres hacer hoy? —preguntó Cleopatra a su hijo.
—¿Yo?...
—Sí... di lo que deseas. Pasear, ir en coche al campo, si eso te gusta; ir al teatro por la noche... Ouiero darte gusto en todo... Mientras medito y resuelvo lo mejor para tu porvenir, goza, diviértete.
Tan ancha libertad se le ofrecía a Valentín que se atrevió a concebir y exponer un proyecto.
—Si usted quisiera... Apenas me he despedido de mis tíos.
—¿Tus tíos?
—Sí... ayer apenas les di un abrazo... Si usted me permitiera ir hoy a verlos a Nidonegro... volvería a la noche,
—No me explico que te guste ir a ese poblacho —-repuso disgustada Gleo—, pero si lo deseas, ve.
—Muchas gradas... Iré en el tren que sale a las nueve, y volveré en el de las siete.
Valentín salió todo lo aprisa que pudo, y bien pronto salía para Nidonegro en un vagón de segunda clase.
Tuvo el disgusto Valentín de encontrar enfermo a don Eleuterio. No había dormido en toda la noche, y una fiebre intensa le dominaba. Cuando vio al chico, incorporóse en el lecho; y en vez de preguntarle, como habían hecho doña Ernesta y la hermosa Celedonia el motivo de su venida, exclamó:
—Oye, Arquímedes... ya está resuelto... no había acertado con la razón hasta esta noche... ¡Noche feliz! —continuó dándose una palmada en la senil frente—. En su seno he encontrado la clave del problema... se ha abierto ante mis ojos como un libro de hojas negras... ¡en ellas, en ellas he leído el misterio!
Etupefacto quedóse Valentín de aquellas salidas, de aquel tono, y aún más de la lucidez extraña, fosforescente, de los ojos de don Eleuterio. Sentado en el lecho sobre los blancos almohadones, se destacaba su anguloso perfil quijotesco.
—Ya no hay dificultades —siguió diciendo don Eleuterio—, el polispasto triunfará... pero no es eso todo, querido Arquímedes; he encontrado el secreto de convertir en fuerzas útiles todas las que andan dispersas y holgazanas por la tierra... Todo, todo, la fuerza del transeúnte que recorre las calles, la fuerza del río, la del aire... quedarán reducidas, reunidas, condensadas, y esos torrentes de vigor, conducidos por un alambre, moverán ruedas, empujarán coches, sacarán los minerales de la mina... el grandioso y trastornador problema está aquí —y volvió a golpearse la cabeza.
Después de esta perorata, cayó en el lecho rendido, como si para condensar todas esas fuerzas dispersas hubiese agotado las suyas.
—¿Para qué te has marchado, Arquímedes, cuando más te necesitaba?
Fue Valentín a buscar a doña Ernesta en demanda de explicaciones de aquellas extrañas ideas, y halló a la buena señora llorosa.
—No sé lo que sucede —dijo ella—, mi hermano disparata sin cesar... yo creo que delira.
En el pasillo encontró el muchacho a la hermosa Celedonia, la cual, después de haberle regalado media docena de sonoros besos, le dijo con misterio:
—Yo me temo que el señor ha perdido el juicio... Toda la noche se la ha pasado hablando solo... desde mi cuarto lo he oído perfectamente... y no me ha dejado pegar los ojos... daba grandes voces... llamando a un tal Arquímedes para que le ayudara a no sé qué trabajo... y gritaba: «¡gira!, ¡gira!»... y todo era hablar de corrientes, de contracorrientes y de retecorrientes... ¡Ave María Purísima! Todas las desgracias han venido juntas; tú te vas, don Eleuterio se vuelve loco, la señora llora... Esto se va a acabar por la posta... el que no vaya al manicomio, irá a la sepultura.
Día amargo fue aquél para Valentín. Tanta desventura le afligía y le destrozaba el corazón. Cuando entró a despedirse de don Eleuterio, hallóle tan calmado, que no parecía el mismo de por la mañana. Le habían administrado un preparado de jaborandi que le había hecho romper en copioso sudor.
—Aquí me tienes, Valentín —dijo don Eleuterio con su dulzura de siempre—, en un charco de agua... pero esto ya ha pasado... ya verás cómo me pongo bueno en seguida... he tenido veinticuatro horas malas; pero todo ha sido fiebre... ¿sabes que hueles muy bien? Se conoce que tu madre te cuida... Ven a vernos con frecuencia... y, sobre todo, trabaja mucho.
Había en sus palabras, en el movimiento de sus párpados, algo que revelaba un cansancio extraordinario y una fatiga irresistible.
Despidióse Valentín y echó a andar hacia la estación. Sus pulmones respiraban con dificultad: tenía el corazón lleno de llanto. Sin darse cuenta de sus emociones, y sin que pudiera decir de dónde partían, le atenaceaban dolo-rosamente. Cuando el tren partió, a la primera trepidación de los cristales de las ventanillas sintió romperse una cosa dentro de su corazón, como un nervio estirado sin medida que da de sí y estalla cuando no puede más. En la crepuscular vaguedad de contornos que aquella hora ofrecía el paisaje, creyó que los árboles de la ribera estaban vestidos de luto, y que el Mazarambroz, al pasar por el puente del ferrocarril, le había dicho, entre los murmullos de sus aguas: «¡ya está aviado el que me quería hacer trabajar a mí!»
Por pronto que quiso Valentín llegar al hotel, eran ya las ocho de la noche y terminaba la comida con que Cleopatra obsequiaba todos los días a unos u a otros de sus amigos. Entonces el luto del duque había impreso a tales banquetes cierto sello de austeridad. Toda la austeridad compatible con las trufas, el champagne y el libertinaje. Cayó Valentín en el seno de aquella alegría lleno de cortedad y torpeza. Allí estaba Virginia, que en aquella época andaba bastante exhausta de recursos y se veía reducida a comer de gorra. La infeliz había descendido, desde el escalón en que se exhiben entre joyas las favoritas de los grandes, al en que están las favoritas de todos, pasiones de cinco minutos, caprichos de un día. Estaba también, ¡y cómo no!, el ínclito Rodolfo y el vizconde de Fariñas. En la puerta del comedor se quedó Valentín, no atreviéndose a dar un paso; pero las aclamaciones de todos le acogieron; Virginia se levantó a ofrecerle el brazo con una prosopopeya cómica muy chusca; y mientras los dos avanzaban, la cortesana sonriente y el mancebo avergonzado, Rodolfo, de pie encima de la silla y acercándose a sus labios una copa de champagne vacía, y empuñándola como si fuese una cometa, tarareó la marcha del Profeta. Sentóse Valentín entre Rodolfo y Virginia, y en honor del recién llegado se destapó una botella Clicqot, cuyo tapón saltó al techo ruidosamente. Mucho le extrañó a Valentín el que su madre no le preguntase por aquellos buenos señores de Nidonegro, y este desdén de Cleopatra por lo que más amaba él en mundo, fue la primera espina que se le clavó en el alma. Hicié ronle beber, y el líquido picante, que le hormigueó en el paladar, cayó por el esófago al mismo tiempo que una ! lágrima, disimulada con un gesto de alegría. La nueva li- i bación acabó por coronar la obra, que ya iba muy ade- j lantada cuando llegó el muchacho: Rodolfo, separándose ¡ de la mesa, pulsó el piano; y su voz, con que imitaba las ¡ guturales modulaciones de un clown, sonó, entonando los primeros compases del Miserere del Trovador.
—¡Hombre! —exclamó Virginia—Toca algo de provecho, que bailemos.
Obedeció el pianista, y un wals puso en movimiento a la alegre gente. El vizconde de Fariñas, con la atiplada voz que le había valido en los círculos aristocráticos el sobrenombre de la mezzosoprano, insistía en que Cleopatra bailase con él.
—No —dijo ella resueltamente—, es una inconveniencia; está aquí mi hijo.
—¿Qué importa?... ¿Qué hipocresías son ésas que se han apoderado de ti a última hora?
El vizconde, teniendo asida de las manos a Cleo, pugnaba por alzarla del asiento. Tuvo que ceder la virtuosa madre, y con una mano en el hombro del vizconde y la otra recogiendo la cola del vestido, lanzóse al wals. Entre tanto, Rodolfo gritaba:
—¡Que me canso, que me canso!... ¡Aprovechad los momentos, que mis walses son como la juventud: duran poco!
También Virginia quería bailar con Valentín, y sin andarse con rodeos, enlazó con su gordezuelo brazo el galgueño talle del mozo y le obligó a ponerse en pie.
—Yo no sé —dijo él.
—Pues yo le enseñaré a usted... eso se aprende en seguida.
No tuvo más remedio Valentín que entregarse a los brazos de Virginia. La verdad es que maldita la gana de baile que tenía Valentín, con las desventuras de que había sido testigo en Nidonegro y tanto y tanto motivo de desesperación como tenía sobre su alma; pero no había otro recurso... se le imponía el baile como un martirio, y una vez arrastrado a aquellas curvas de la danza entre los brazos de la odalisca, que le sujetaban y oprimían dulcemente, se abandonó a la situación. Bailaba despacito Virginia, no con las violentas y vertiginosas vueltas que Cleo, sino con pausa y tranquilidad. Los deleitosos apretones de aquellos brazos y el perfume que exhalaba el seno de Virginia, agitado y trémulo, o los vapores del Chicqot, se le subieron a la cabeza y se apoderaron del muchacho. Hubo en ello algo de la fascinación que en el viejo cuento de la Edad Medía ejercía la Odalisca-diablesa sobre los que la miraban. No fue consciente ni consentido aquel abandono. Perdido el juicio, sin razón ni memoria, toda el alma en los nervios, por los que circulaban torrentes de electricidad, Valentín fue durante unos cuantos segundos, que no llegaron a treinta, no el muchacho tímido y encogido, ni tampoco el audaz acostumbrado a gozar deleite: fue un ser en el cual coincidían los primeros estremecimientos de la pubertad triunfante, los primeros albores de la malicia amatoria; un esclavo de la materia, y nada más. A la séptima vuelta sintió que sus ojos se nublaban, que la sangre acudía pletórica a sus sienes, y en sus oídos las armonías del piano se centuplicaban y combinaban por extraña manera, como si estuviese escuchando estruendosa orquesta que ejecutara la angélico-infernal partitura del amor. Flaquearon sus piernas, y Virginia sintió que su caballero se le convertía en una estatua.
—¿Se pone usted malo? —interrogó Virginia deteniéndose.
Él balbuceó excusas.
—No, no es nada.
No era, en efecto, nada; pero a no ser porque Virginia le rodeaba con un brazo la cintura, hubiera caído al suelo. Por fortuna estaba la silla muy cerca. Sentóle en ella Virginia, trajo agua para que bebiera, y poniéndole cerca de los labios su propio pañuelo, fino como el pliegue de una uube y empapado en cierta esencia que producía viva sensación en el olfato, le invitó a aspirar, porque, según ella, aquello le repondría. La fatiga del camino, el horroroso calor del día, el haber bebido sin comer antes, todo esto era la causa de aquel trastorno pasajero. Y mientras Virginia daba estas explicaciones, miraba a Valentín con una sorpresa muy grande, y en sus mejillas se pintaba un rubor juvenil como el que acude a las de una doncella al oír el primer requiebro de amor.
Valentín, reclinado en la silla, teniendo en su mano y cerca de la boca el pañuelo de Virginia, dirigíala ojeadas de ansia y miedo, en que había la expresión de la sed con que un fatigado caminante contempla un vaso que rebosa un agua cristalina y helada, y además el terror del paja-rillo preso en las manos del cazador.
Sin advertir liada Cleo de todo esto, seguía bailando, y Rodolfo tocaba a más y mejor, repitiendo da capo al fine su wals.
—¡Que me canso, señores, que me canso! —decía tecleando con un furor de energúmeno.
Aceleró el compás y terminó su tocata con unos arpegios y acordes de sacristán de aldea.
Propuso el vizconde un nuevo brindis; ya estaba servido el café, y músico y danzantes acudieron a la mesa. En pequeñas tazas humeaba la infusión etíope, e Irene puso en el centro de la mesa la licorera, distribuyendo a cada comensal una de aquellas copitas, tan delgadas y finas, que vibraban al recibir el líquido.
—Valentía -—dijo el vizconde— no es ya un niño. Es preciso que salga de las faldas de las mujeres, para que se acostumbre al trato de los hombres. Mañana vendré por ti a las diez, para que vayamos a ver mis caballos... estoy acabando de construir la cuadra... ¡vaya una cuadra lujosa!
Dióle las gracias Valentín.
—Pero, ¿se va usted a molestar por mí causa? —dijo.
—No me llames de usted... solamente te llevo treinta años, y treinta años en nuestra vida son poca cosa. Tú por tú... yo te enseñaré lo que es el mundo; yo te enseñaré a adorar las mujeres y a despreciar a los hombres.
Soltó Rodolfo una gruesa carcajada.
—He aquí —dijo— cómo se opera en el vizconde la última transformación... ¿Te conviertes en Mentor de este joven Telémaco?
—Sí, y con mil amores... de árboles más torcidos he hecho yo astas de bandera... un hombre, amigo Valentín, que no se ocupe en serio de las mujeres y en broma del sexo fuerte, no merece ni el saludo.
—Pues, vizconde —afirmó Cleo—, cualquiera, al oírte, creería encontrar en ti a un rendido y ferviente adorador del sexo débil... y no eres sino uno de tantos amadores egoístas, incapaces de sacrificio.
—¡Sacrificio!... ¡amor!... palabras antagónicas... ¡Amor, felicidad!... ¡esto sí que es dos modos distintos de decir una misma cosa!... ¡el amor convertido en deber!... ¡Vaya, hija mía... al que tenga sed, dale una co-pita de fuego!
Volvió a soltar su carcajada Rodolfo.
—El vizconde hace frases... debe estar tronado... el ingenio sólo crece en tiestos pobres.
—Ante todo, Valentín... ¿tú tienes novia?
¡Jesús mil veces!, como diría doña Leticia; se puso Valentín del color de la granada: miró a Virginia, miró a Cleopatra, y bajó su vista sobre el mantel.
—¡Hombre, sé franco! —exclamó Cleopatra—. ¿Es algún pecado el tener novia?
—No solamente no es pecado —dijo Virginia—, sino que es virtud... porque dos corazones juntitos, alaban mejor a Dios que uno solo.
El vizconde calóse bien sus lentes, que le daban un aspecto de impertinente elegancia, y miró con atención al mozuelo.
—Te envidio, Valentín, te envidio... daría lo que me queda de mis rentas y mi título, y mi potro saltador...
—«... y el cenete más bizarro» —interrumpió Ro- i dolfo—, eso es una estrofa de Zorrilla o de Víctor Hugo. ' —Y tú un tonto en un tomo... Digo que daría todo I lo que tengo por ser Valentín durante este año que hoy empieza a contar él en su nueva vida... ¡ Qué sorpresas le aguardan!... ¡qué placeres!... ¡qué éxitos!... Chico, créeme, te rifarán las muchachas... lo que siente el hombre cuando por primera vez le dan un beso de amor, es la recompensa anticipada de todos los martirios que después sufre.
—¡Ea! —gritó Rodolfo levantándose, y levantando en su mano la copa del licor—. Bebamos al primer beso; y luego... bailemos. Primer tumo en el piano, yo; segundo turno...
Iba a decir a quién le correspondía el segundo turno, cuando se presentó en el comedor Irene, y acercándose a su señora le dijo misteriosamente al oído:
—¡Ahí están don Bartolín y doña Leticia!
Tuvo Cleo al oír aquellas palabras un sobresalto muy grande, porque la visita de don Bartolín nunca venía acompañada de cosa buena. Acudió rápidamente al llamamiento, y contrariadísima por aquella novedad, que rompía el placer de sobremesa tan bruscamente, llegó a su tocador, sobre cuyo fondo lujoso y alegre se destacaban las siluetas de doña Leticia y don Bartolín de una manera cómico-trágica. ¡Oh... don Bartolín!... No era el avaro de anguloso perfil, de rigor en la vieja literatura romántica; era obeso, superabundante, apoplético. Dos piernecitas cortas sostenían a duras penas y con ayuda de un bastón de roten la carga del abdomen, esférica, colosal, triunfante, coronando aquella obra maestra de la grasa un cuellecito corto y una cabeza minúscula, rasurada cuidadosamente, y en cuyo esferoide, de color anaranjado, chispeaban dos ojillos inteligentes y malignos. Al lado de don Bartolín, y en pie como él, estaba doña Leticia. ¡Vaya un contraste! Ella estaba aún más delgada que cuando por última vez la hemos visto. Las arrugas de su cutis habían aumentado, triplicándose sobre la demacración creciente; sus labios degeneraban en belfos, su nariz en pico de ave nocturna; sus ojos habían ganado cuanto había perdido el resto de la persona. Esa luz lambente de los pantanos y los cementerios, ésa era la luz que i fluía por entre los pliegues de sus párpados.
—¿Qué ocurre? —dijo con perentorio acento Cleopatra.
Don Bartolín hizo un gesto como para saludar, después avanzó su báculo y dio un paso torpe hacia adelante.
—Cosas graves, mi señora doña Cleopatra..., hemos sabido... ¡naturalmente!... el que cuida lo suyo, se desvela y procura averiguar la verdad... no se ofenda usted por lo que voy a decirle... porque a mí... ¡Santa patro-na!... porque a mí... Sacravarastolis... lo que menos me importa es el dinero... pero... vamos, que hemos sabido que en el Juzgado de la Audiencia está ya el escritico.
Y lo dijo con tono tal de solemnidad, misterio y terror, como si hubiese anunciado que estaban levantando un patíbulo para ahorcarlos a todos.
—¡Eh!, señor Bartolín, déjeme usted en paz... ¿qué escritico es ése?
—¿Cómo qué escritico es ése? —respondió don Bartolín cargando el peso de su persona sobre el roten, para hacer una torpe pirueta con los pies—, el escritico que presenta el conde de Cenagal el Alto contra el reconocimiento que el duque de Ripamilán ha hecho de su hijo de usted.
—¡Pues ahí es nada! —gimió doña Leticia, mirando, con asombro a su sobrina y no pudiendo ya contener las palabras, que hervían entre los pliegues de sus labios— que estamos arruinados, que no tenemos que comer..,, que este señor ha tenido la bondad de comprarme... porque ya recordarás, hija mía, que yo te he prestado en diferentes veces cerca de veinte mil reales... pues este señor ha tenido a bien comprarme estos créditos contra ti..., y lo que él dice... ¿cuánto puede valer el pagaré firma-, do por una señora que no tiene donde caerse muerta?... Todas aquellas pilitas de monedas de cinco duros que yo te entregué... ¡Jesús mil veces!... que representaban mis fatigas, mi trabajo, mi ir y venir como una ardilla... todo, todo lo ha consumido tu afán de lujo.
—Pero, ¿qué quieren decirme? —interrogó Cleopatra exasperada ya—, ¿qué es esto?
De aquella naranjita china que representaba el rostro de don Bartolín, salieron estas palabras:
—Sencillamente, mi querida doña Cleopatra, que usted vive en la creencia de que este hotel es suyo, de que esa magnífica hacienda, La Satirana, es de su hijo... ¡y no hay nada esto!... el conde de Cenagal el Alto, primo y cuñado del duque difunto, ha presentado una demanda, en la que viene a decir que el duque no ha podido reconocer a don Valentinín... claro está... ¿no recuerda usted, mi simpática y desventurada doña Cleopatra, que que Valentinín es hijo adulterino?... pues la sociedad no puede permitir ciertos desacatos... nada, nada, el juez dirá que ese niño, que ese joven no ha podido ser reconocido como hijo por el duque, y dicho se está que no ha podido dejarle como tal hijo su hacienda La Satirana. Resumen y fin de fiesta: que debe usted ir pensando dónde trasladarse... y a ese niño buscarle ocupación, porque de lo contrario va a pasar más hambre que rata de cuartel...
Aprovechando don Bartolín el silencio en que tal derrumbamiento de sus esperanzas había dejado a Cleo, continuó:
—Dice ésta —y señalaba con el dedo grueso de su mano derecha a doña Leticia— que acaso el juzgado entregue La Satirana a ese señor don Valentinín... ¡pero usted... usted no tendrá en ello más participación que la que le conceda la buena voluntad de don Valentinín... y esto es muy dudoso, porque lo probable es que el conde de Cenagal el Alto, que es muy avaro... ¡vaya un pecado feo!... y que tiene mala intención y buena influencia, que son las cosas que hay que tener en España, se lo lleve todo, hacienda, hotel.,, y, lo que es más triste, nuestros recursos... es decir, los de los inocentes que hemos prestado a usted dinero.
—Todo eso es un tejido de exageraciones —afirmó con ira Cleo.
—Sí... pero nosotros —continuó don Bartolín— no vamos a ver un cuarto.
—¿Y qué quieren ustedes que haga yo?
Doña Leticia se estuvo callada; se había sentado en un sillón, y se daba aire con un abanico.
—Póngase usted, doña Cleopatra, la mano en su pecho, y contésteme como si estuviese delante de Dios Todopoderoso... ¿Tiene usted alguna malevolencia contra mí?... ¿Quiere usted perderme? ¿Tiene usted el propósito de verme pidiendo limosna?
—No, hombre, no; yo no tengo semejante propósito ni se me ocurre tal idea... pero hábleme usted con franqueza...
—Pues a eso voy... Yo voy a perder más de 3.000 duros en esta operación... pero mejor es no perderlo todo... deme usted sus alhajas.
Cleo prorrumpió en una exclamación, que tenía la mitad de carcajada y la mitad de rugido.
—¿Está usted loco?
—Nada de eso —repuso don Bartolín, palpándose el minúsculo cráneo...
—¡Pues si mis alhajas valen más de 10.000!
—Valían... pero ahora... el mercado de brillantes está perdido... vendiéndolas con una suerte loca, podía usted darse por muy contenta con que la pagasen 4.000 duros.
—Pues no las doy —afirmó Cleo.
Don Bartolín miró a doña Leticia, y rascándose luego la mollera, respondió:
—Pues lo siento mucho, pero... mañana vendrán a embargarle a usted.
—¿Es que mi situación es tan desesperada? —preguntó Cleo.
—Desesperadísima, hija mía —afirmó doña Leticia—, el lujo te ha matado... has querido vivir como una reina... y eso tenía que conducirte a la ruina... créeme y hazle caso a don Bartolín, porque si no perderás más.
Procuró Cleo ocultar un sollozo, y después, mordiéndose las manos, en el colmo del furor y de la ira, gritó:
—¡Llévense ustedes cuanto quieran, ladrones!... ¿qué puedo yo contra ustedes?... ustedes se han enriquecido a mi costa.
—Tu madre —exclamó doña Leticia— te perdonará desde el cielo la injusticia que cometes con tu tía.
—Aprovechemos los momentos que quedan para arreglar este asunto —dijo don Bartolín, y sacó de su bolsillo una mugrienta cartera.
—Ésta es —dijo— la lista de las alhajas que tiene usted... De manera que ya puede usted ser sincera y no ocultarnos cosas de valor.
—Pero, ¿es que tiene usted esa lista de verdad?
—Sí, hija mía, sí... el que presta su dinero, lo estudia todo, lo medita todo... pues si no fuese así y nos fiáramos de la buena palabra de los caballeros y de las damas, iríamos a San Bernardino.
—¡Tía, tía, todo esto es obra de usted! —dijo con irritada voz Cleo.
—Un aderezo de brillantes—empezó a leer don Bartolín en su cartera—, venga.
—En cuanto a ése —dijo sonriéndose con desdén Cleopatra— no está en casa... está empeñado.
—Ya lo sé —replicó con mucha serenidad don Bartolín, continuando su lectura—, calle del Desengaño, 14... Vamos a otra cosa... brazalete de turquesas y záfiros... ése sí que está en casa.
Doña Leticia se acercó al chiffonnier, y señaló con el dedo, dando un gran suspiro; Cleopatra obedeció. ¿Qué iba a hacer? ¿Consentir que aquellas gentes entraran en su casa y la asaltaran en nombre de la ley? ¡No! Ella estaba segura de que al fin triunfaría. ¡Ah!, no se sabía bien todavía la importancia que tenía ella en el mundo, el influjo de sus buenos amigos... el prestigio de sus lindos ojos... Abrió el chiffonnier, y en su cajón principal apareció una torrecilla de estuches de terciopelo y tafilete.
—Este es —dijo, entregando uno de aquéllos a don Bartolín.
Abriéndolo, para cerciorarse de su contenido, dijo don Bartolín:
—Bien está... pulsera de oro... alfiler de perlas... so- ¡ litario... todo esto está en una caja.
Asombróse Cleo de la exactitud de los informes de don Bartolín, y mirando a su tía con una expresión de odio que hubiera bastado a encender una guerra civil en el Limbo, entregó la caja.
—Servicio de plata... aderezo de perlas y esmeraldas... abanico con paisaje pintado por Fortuny... varillaje de oro... tres pulseras imperdibles... un centro de plata... unos pendientes de diamantes, montaje antiguo... tqdo esto está tasado en dieciséis mil reales... hágame usted el favor de traerlo para que lo veamos.
—¿Qué es eso?... ¿quieren ustedes dejarme en la miseria?... ¿es que todo esto no vale nada?
Entonces dieron un golpecito en la puerta del tocador.
El vizconde de Fariñas quería saber si aquella conferencia iba a terminar antes de la madrugada, porque él estaba cansado de esperar. Cleo respondió que pronto terminaba, que le esperase en el comedor.
—Señora —continuó don Bartolín—, no crea usted que me voy a llevar esto sin formalizar un documento que autorice los derechos de usted... ni hay que dar a lo que estamos haciendo más importancia que la que tiene... según mi cuenta hasta ahora, las alhajas que tengo en mis manos sólo valen 36.000 reales... es preciso que me dé usted los pendientes de perlas que lleva.
—¿Quiere usted llevarse también las orejas?
—Jí... jí... jí... ¡vaya una gracia!... no, no; esto es serio. Y además, un relojito de señora con corona ducal de diamantes.
—¡No es posible —exclamó con dureza Cleo—, lo tiene Valentín!
—¡Ah!, pues no hay más remedio, porque si no, no hemos hecho nada... en 4.000 reales está tasado, y completa la cantidad que necesito como garantía... no crea usted que me llevo un capital... todo esto habrá costado mucho dinero... los... las personas que se lo han regalado le habrán dicho que vale un Potosí... pero... ¡Santa patronal... dos mil... dos mil duros es lo que vale, reloj inclusive... usted me debe a mí, por lo que yo la he prestado y por los créditos que me ha cedido Leticia, unos 63.000 reales... conque ya ve usted que aún me queda debiendo una barbaridad de dinero... si yo estoy seguro de que usted conseguirá arreglar sus negocios, y luego, sin trabajo... usted me reintegra y yo le vuelvo a usted estas bagatelas.
—Pero ¿cómo quieren ustedes -—interrogó sollozando Cleopatra— que le pida el reloj a mi hijo?
—Con cualquier pretexto... —indicó doña Leticia.
Tuvo que obedecer Cleo: así como el demonio de la sensualidad estaba en poder de ella, ella estaba en poder del demonio de la avaricia. Salió de la estancia, y en los pocos instantes en que estuvieron solos don Bartolín y doña Leticia, cambiaron unas miradas, unas sonrisas y unos gestos que no tienen expresión posible en nuestro vocabulario: gestos, miradas y sonrisas de triunfo, de alegría, de avaricia glorificada por el éxito... volvió Cleo trayendo el reloj de Valentín, a quien había llamado aparte para despojarlo de la alhaja con pretexto de compostura u otra añagaza análoga.
—Ahora —dijo Cleo, después que don Bartolín la hubo dado un documento de garantía que él llevaba prevenido—, márchense ustedes y déjenme en paz.
Tenía Cleo su plan formado: la avaricia habíala despojado a ella; ella iba a despojar al amor.
Mientras estuvo en su tocador Cleo, la alegría faltó del comedor; y como todo este diálogo que rápidamente hemos descrito ocupó a la cortesana durante media hora, el vizconde de Fariñas estaba de mal humor.
—¿Qué conferencias han sido ésas tan inoportunas?
—Mi tía... que quería que yo...
En vano, en su torpeza intelectual, buscaba Cleo una mentira que le disculpase.
Mirándola con fijeza y serenidad, Fariñas exclamó:
—¡Líos!
Esta palabra produjo en Cleo un sentimiento de vergüenza que nunca hasta entonces había salido del secreto antro de su conciencia. Estaba allí su hijo, y había oído aquella palabra, y había visto la iracunda severidad del vizconde, y había adivinado, sí... algo misterioso y terrible...
—¡Qué necio eres! —dijo Cleo al vizconde.
Por fortuna, Rodolfo intervino y propuso otro wals; sentóse al piano y preludió por segunda vez su wals de Keterer. El vizconde, enojado, había ido a acabar de fumar su cigarro al hueco de una ventana abierta, por donde entraba el ruido del paseo lleno de gentes. Cleopatra fue a buscarle. De aquella naturaleza, las sensaciones eran profundas, pero los sentimientos superficiales; fácilmente odiaba, y adoraba fácilmente; había tanta sinceridad en la manifestación de estas volubles ondulaciones espirituales, como falta de fijeza en ellas. No fue mucho, pues, que tras su ira de un minuto viniese una amable y obsequiosa atención para con el vizconde. Fue a buscarle a la ventana, mientras Virginia contaba a Valentín sus impresiones de Aranjuez, donde había estado pocos días antes.
—¿Qué tienes, tonto? —dijo Cleo al vizconde, envolviéndole en una mirada de fascinación.
—Que no me gustan esos secretos... que te quiero más clara, más trasparente.
Cleo apoyó sus brazos en el antepecho de la ventana, y con un gesto invitó al vizconde a ocupar el otro espacio de antepecho que quedaba vacante. Cuando estuvieron juntos, Cleo acercó su rostro al del vizconde, poniendo en aquel contacto todas las coqueterías, todas las malicias y todas las promesas.
—Mira, vizconde, esta noche, cuando todos se marchen, quédate, porque tengo que hablarte.
Dejándose acariciar el vizconde, dijo:
—¡Me extraña!... ¿No decías que tu hijo... que ahora?... vamos, no te entiendo.
—Y no me entiendes, en efecto: ¿qué te he dicho yo?, que te quedes, porque tenemos que hablar... ¿acaso es el hablar cosa inconveniente?
—Es que contigo el hablar es volverse loco —repuso el vizconde, en cuyo ánimo se disolvieron los últimos hielos del enojo bajo el ardor de aquellas caricias.
Siguieron aún un rato en la ventana, y entre tanto, Virginia y Valentín hablaban de Aranjuez y Rodolfo leía un periódico.
—Mire usted —decía Virginia al joven—, no hay en el mundo cosa más deliciosa que pasar un día en aquellos jardines... si yo fuese reina... porque aquello se ha hecho para una reina... para una reina que adore a un muchacho muy guapo... por aquellos paseos no hay nadie, no hay más que pájaros, unas sombras y unos trinos que caen de lo alto... y donde menos se piensa, unos bancos, muy escondidos, donde se puede descansar de la ansiosa fatiga que produce a dos que se aman el caminar juntos.
—¡Qué delicia! —exclamó Valentín, cuyo corazón ardía y se evaporaba en perfumes bajo los fulmíneos ojos de Virginia como el incienso puesto en el fuego.
—Sí —continuó la odalisca de los labios bermejos—. Todos hemos nacido para ser felices, pero no todos comprendemos la felicidad de la misma manera... yo no ambiciono el oro sino por lo que tiene de necesario para estas dichas.
Miró con atención a Valentín, y si hemos de analizar la verdad de estas escenas y sacar de ellas algún efecto novelesco, hemos de decir que Virginia no obedecía en estas conversaciones a otra intención que la de dejar fluir de su alma cierta condición romántica que le caracterizaba: ¿cómo hablar de poesía, de árboles, de pájaros, de amor con aquellos groseros y elegantes tenorios que iban a comprar hecho lo que no sabían hacer en las lonjas de Phrine? Desde su edad primera, desde aquella aventura inicial de su carrera mundana que le había hecho huir de la casa paterna en brazos de un violinista de Valencia, no había podido dar rienda suelta a su sentimentalismo; que en aquella mujer, junto a la carne loca vivía espíritu fantástico... ¿qué mejor oyente que aquel mancebito, ignorante aún de todas las cosas de amor, y sabedor de ellas, sin embargo?... Virginia, contándole estas cosas, gozaba en sus sorpresas, se deleitaba en las misteriosas agitaciones que revelaba el rostro de Valentín, y gozaba un placer nunca experimentado, nuevo, novísimo, virginal, en asistir al desperezamiento de aquella voluptuosidad dormida.
Mucho sintió que la tertulia se disolviera. Rodolfo se iba, Cleopatra mandó a acostar a Valentín con buenas palabras, y el vizconde se hacía el remolón, indicando su propósito de quedarse el último de aquel desfile.
«¡Vaya! —se dijo a sí misma Virginia—, me acostaré temprano... noche santa... con eso podré mañana madrugar y coger en su casa a doña Leticia... ¡a ver si esa picara vieja!...»
Sí, se fue, y Valentín se subió a su cuarto, y cada escalón que subía inclinábase sobre la balaustrada, inclinábase para ver alejarse a la odalisca de los cabellos rubios. Y la odalisca, cuando iba a desaparecer en la última vuelta de la escalera, se volvió, miró arriba, miró a Valentín y le dirigió una sonrisa conmovedora... quedóse el muchacho inclinado sobre la barandilla. Se acordó del relojero Rozaga y de la escena del café... pensó Valentín que era deleitable placer el tomar varas. Lo que el curso natural de la vida hubiese hecho lentamente en el ánimo del pobre Valentín, habían sido obra de pocas horas en aquella casa. La libertad de conversaciones de Cleo y sus amigos, contrastaba con la severidad del lenguaje de la casa del ciprés en Nidonegro. Si el muchacho tenía ya los sentimientos que acuden al alma cuando al cuerpo la pubertad en la vida de aldea, no había encontrado, no sabía en qué palabras se expresaban. Pero al mismo tiempo que el modo de ser de aquella sociedad nueva para él, la atmósfera del hotel, en que flotaba un gas voluptuoso, un gas erótico, el considerar que para aquellas gentes, desde Cleo a Irene, el amor era como ocupación indispensable de la vida, modificaban el modo de ser moral del muchacho, parecía que se resquebrajaba una corteza rústica que hasta entonces le había envuelto, y tras las fracturas surgía el mancebo con apetitos y delirios que iban creciendo rápidamente dentro de su ser. El mundo, visto desde la casa del ciprés, era un conjunto de hombres y mujeres, separados aquéllos de éstas por una barrera infranqueable. El mundo, visto desde el hotel de Cleopatra, se le presentaba a Valentín como una amorosa mescolanza de ambos sexos, agitada y regocijada por febriles corrientes voluptuosas. ¡Qué equivocado había vivido! ¡Qué errores los suyos tan grandes! ¿Cómo había podido vivir en tan disparatada ausencia de las cosas reales? Tan absurdas como eran las teorías de don Eleuterio respecto a la mecánica, eran las de Valentín sobre la vida.
Apagaron las luces de gas del vestíbulo, las de la escalera, las de los salones; sólo quedó encendido un candelabro lleno de bujías en la alcoba de Cleo. En la intimidad más completa el vizconde y Cleo, a solas consigo mismos y acompañados no más, él de sus arrebatos amatorios, ella de un plan preconcebido, dejaron transcurrir las horas.
—¿Qué tienes —preguntó el vizconde a Cleo— que no te veo alegre? Ya sabes que no gusto de que recibas mis caricias como un martirio.
—¡Martirio! —contestó Cleo, fingiendo reír—, no hay semejante cosa... ¡dulce martirio!
—Pícara... tú crees que puedes decirme impunemente chicoleos... has de darme un beso.
No los regateaba Cleo; el beso sonó. Quitóle ella al vizconde el cristalejo que llevaba encajado sobre su ojo derecho, y se lo puso con infinita gracia.
—Me has dejado sin vista —exclamó él entre carcajadas—, no es la primera vez que me robas los ojos.
Ella huyó de los brazos del vizconde por pura coque tería, por más incitarle, y él la persiguió; Cleo se ocultaba detrás de un portier, y cuando el vizconde, en su torpeza de miope, imaginaba que la cogía entre sus brazos, ella se escapaba diestramente de nuevo. Así corrieron varias veces de un extremo a otro de la alcoba, tropezando con los muebles, ella con la agilidad y las monerías de una gata, él con los izquierdos movimientos de un hombre que empieza a perder la soltura de su edad juvenil, riéndose a carcajadas uno y otro con una alegría estúpida.
—No huyas más, que me canso —dijo el vizconde—, y se sentó en un sofá.
Acudió Cleopatra, devolvió el lente al vizconde, y ella en pie y él sentado, se miraron un espacio sin hablarse, él sonriendo todavía, ella seria. Cuando el vizconde recobró su vista:
—Mira —dijo—, ya te vuelve la tristeza.
Entonces ella, adoptando una resolución, sentóse en las rodillas del vizconde, y exclamó:
—¡Sí, no puedo ocultártelo!... Paso por días angustiosos y tristes, y si antes no te he dicho lo que me sucede, es por no molestarte.
—Si sales por ahí, ya sé a dónde vas a parar —repuso Fariñas, retirando la mano que jugaba con la garganta de Cleo.
—¿No quieres que te lo diga? —interrogó ella duplicando sus halagos e inclinándose hacia su querido en un movimiento que hacía valer más la curva anhelante de su talle—, pues no hay más remedio, amigo mío, tienes que escucharme. Así como así, no podía ya ocultar más estas penas... ¿Tienes dinero?
Púsose el vizconde serio, y sus facciones se alargaron, dejando caer el cristalejo del rostro.
—No entiendo —dijo.
—Pues muy sencillo, el testamento del duque ha quedado muy embarullado... Hace muchos días que aquí no entra más que lo que he buscado pidiendo aquí y allá... Cuando se arreglen estos asuntos, no necesitaré de nadie, viviré independiente... Entonces podré ser tuya por amor; pero hoy es preciso que me ayudes.
—¿Y quieres mucho?
—Dos mil duros me hacen falta mañana.
Soltó el vizconde una carcajada de horrible ironía, de esas risas que hacen daño, que muerden como el diente y queman como el rayo.
—Hija mía, ya ha pasado ese tiempo para ti... ya no eres una niña; ya eres muy conocida; oficialmente has cambiado cuatro o cinco veces de dueño... sin contar la colaboración anónima que hay en esta obra... ten en cuenta esto... no habrá quien te dé dos mil duros.
Cuando acabó de decir esto el vizconde, se puso en pie Cleo, como si la hubiera empujado un resorte. Pasaron por su rostro la sorpresa, la ira, el despecho, el rubor. En pie frente al vizconde, mirólo de arriba abajo con desprecio.
—Lo que has comido en mi casa vale más —gritó ella...—, vete... hemos hablado bastante.
—No hay que ofenderse, señora —continuó él, redoblando la intención sarcástica de sus palabras—, ¿ha caído algún príncipe en la red? ¿Tengo algún competidor rico y afortunado?... ¡Pues decirlo sin ambages!... Con que me digas: «Vizconde, me ha salido un caballero que me da más...», ya estamos en otro lado... no es otro tu oficio.
Vierais cómo el hermoso perfil de Cleo se descompuso, hasta que pudo adivinarse bajo sus morbideces una silueta trágica y terrible. Púsose roja como la sangre, luego pálida como el miedo, tembló su cuerpo como si sus nervios todos hubieran recibido una descarga eléctrica.
—Vete —rugió ella—, vete, que te echo... te barro de mi casa.
—Tu casa es la de todo el que quiera pagarla, se al quila por horas como los simones.
—No me extraña tu conducta... ya sabía yo que eras un caballero de industria... blasón... desvergüenza.
Recibió esta rociada de insultos el vizconde como recibe un disparo de fuego una estatua. Seguía tranquilo, impávido, sonriente. Levantóse y se dirigió hacía la puerta.
—Dile a Rodolfo —exclamó, abrochándose el chaleco— que puede buscarte otro caballero pródigo... te perdono lo que te he dado... estabas pagada hasta fin de mes... conque ya ves si soy rumboso.
La irritación de Cleo iba creciendo; la respiración violenta entreabría su linda nariz, agitaba con desiguales movimientos su pecho; sus labios habíanse puesto morados, y los ojos, encendidos, habían secado el langoroso vapor húmedo de ellos. Las blancas ropas interiores con que esta escena la había cogido, dejábanle entrever las líneas del cuerpo dilatadas y rígidas por el furor. No era la misma mujer que minutos antes recorría la estancia saltando de aquí allá como un ave; era una furia, una eu-ménide, y al calor de su ira se habían desvanecido sus encantos. En aquella actitud, con aquel rostro, en aquel momento de abandono moral en que subían a la superficie los hediondos sedimentos del fondo, daba pena verla, daba rubor y daba miedo. Avanzó como para cerrarle el camino al vizconde, y éste la apartó suavemente con la mano.
Cleo le disparó nuevos insultos: eran frases sueltas, cortas, incisivas, candentes, raídas del vocabulario plebeyo como se raía Job sus gusanos; y el vizconde, avanzando lentamente y deteniéndose a cada paso para mirar a la cortesana y fulminarla miradas de altivo desprecio, llegó a la puerta. Allí, como si se le hubiese agotado el repertorio insultante, calló un instante; pero después acercó su rostro al noble, miróle fijamente y le escupió al rostro estas palabras:
—¡Fatuo!... ¡Viejo!
¡Oh!, esto sí que le tocó en lo vivo, esto sí que le hirió en el alma. Volvióse hacia Cleo, cogióla por una muñeca y se la oprimió con fuerza; después la empujó brutalmente, y se alejó de prisa. Cleo se tambaleó, perdió el aplomo, cayó al suelo, y al caer, entre los propios dientes se mordió el labio. Dio un grito, y sin levantarse del suelo se golpeó la cabeza, se desgarró la batista y sus hermosas perfecciones rozaron la alfombra; lloró, gritó, y enloquecida, furiosa, en el paroxismo de su odio, rodó convulsa y ebria de ira.
Mudando de escena, porque así lo exige el orden del relato, he aquí que nos encontramos con doña Leticia, que conversa mano a mano con Virginia. Muy madrugadora es la vieja, y no la ha sorprendido ciertamente en la cama la visita de la hermosa muchacha. Ésta va vestida de cualquier manera, porque en aquella hora no era cosa de sacar los trapitos elegantes; y como éstos habían venido muy a menos, porque las apremiantes necesidades de la vida le habían ido cercenando el vestuario, convenía economizar su uso.
El cuartucho de doña Leticia era de una pequeñez asfixiante y nada limpio. Mil cachivaches y trastajos de diversas procedencias lo llenaban, y de sus paredes pendían unas cuantas estampas de santos de pésima y chillona fotografía. Como todo el domicilio de doña Leticia estaba reducido a aquella sola habitación, no es extraño que se viera desde la puerta la cama, un viejo lecho de madera torneada en que algún buen caballero del siglo xvix dormiría la siesta.
—¿Qué es esto, hija mía; qué traes por aquí, hija mía?
—¿Qué he de traer, sino lo que sabe usted?...
—¿Pero es posible, hija mía, que no encuentres un caballero decente que te ampare?
—Tengo muy mala suerte, no sé hacerme valer.
—Bueno; ¿y qué quieres?
—Pues a ver si me puede usted vender este velo de encaje; porque, créame usted, no tengo que comer... gracias a Cleo, no me he muerto ya de hambre.
—No puedo, no puedo creerlo... ¡una mujer como tu!
—Pues si usted no me coloca hoy esta mantilla, no sé en qué pararán estas misas.
—Es que gastáis mucho... es que las modistas os saquean... ya ves lo mal que está mi pobrecita Cleo... sigo su ruina bien de cerca, con la diferencia de que ella es joven y guapa y yo estoy ya medio muerta... así que, hija, nada puedo hacer para servirte...
—¿Qué hago entonces, dígame usted?
—Tú verás.
Virginia no pudo contener un sollozo. Su tristeza era infinita, su pena inmensa, su apuro muy grande: ¿cómo resolver aquel miserable contratiempo, en que unos cuantos duros la librarían de la vergüenza? Inútilmente había apelado a sus amigos. Aquella muchacha no había tenido nunca buena mano para las cosas de la vida. En vez de ser un espíritu práctico, como Cleopatra, había sido y continuaba siendo la cigarra cantadora y perezosa, una alegría jubilosa en los días de triunfo, una cobardía y un apocamiento pusilánime en los días de desastre. ¡Ah, cómo obraban sobre el corazón de Virginia las monedas que tenía en el bolsillo! Si en éste palpitaba la carcajada del oro, ¡qué animación en el bello semblante, qué luz y qué dicha en las pupilas!... Quitábanle a aquella criatura ocho o diez años de encima y refulgía en ella la juventud, y sobre la juventud, como el sol sobre el agua, el regocijo. No era una mujer interesada, puesto que no guardaba el dinero ni le daba otra importancia que la que daba a las gracias de su cuerpo; y como éstas las prodigaba, las daba sin saber por qué. Así, aquella muchacha, sin cálculo, sin utilidad propia, había arruinado a dos caballeros. Era un elemento disolvente de los caudales: si ella miraba a un millón, se convertía éste en un ochavo. Tenía, pues, una reputación temerosa. Además, carecía de talento en absoluto, no sabía conducirse con los hombres. Era torpe y no sabía fingir: había bajo las artes aprendidas de la cortesana una sinceridad notable. Sus sentidos no podían ocultar el disgusto que le causaban las caricias de un viejo. Se entregaba como una mercancía, no como una mujer que finge amor. Si su espíritu hubiera ido camino del Paraíso, se hubiera quedado en el Limbo: si iba camino del infierno, habrían los diablos rechazado su pecado estúpido, su inconsciente prostitución, la ciega maldad de su ser, que vivía en la abyección como vive el sapo entre el fango: porque la naturaleza le ha puesto allí.
—Yo bien quisiera servirte —continuó doña Leticia—, pero no puedo. Lo poco que me queda es preciso que lo guarde, porque Cleo me lo pedirá... Y, ahí tienes tú, tendré que rasgar mi alma, hacerla pedazos, para que ella los vaya desfilachando.
—¡Dios mío! ¿Y qué hago yo? Me echarán hoy de la casa, sin remedio... Dios sabe dónde iré a parar... Déme usted algo, aunque sea poco... ahí tiene el velo, es bueno.
—¡Qué ca... ramba! —dijo doña Leticia rechazando con ira el velo que le ofrecía Virginia—. ¿Creéis vosotras que yo tengo obligación de sacaros de vuestros compromisos?... Pues no... Vete enhoramala, y no me incomodes otra vez.
Virginia se quedó aterrada. Bien creía ella que no obtendría nada de la bruja.
—Si al menos ese chico tuviese cariño a su madre...
—¿Quién?— preguntó Virginia.
—Valentín... Porque la hacienda del duque es suya.l. No habrá juez que se atreva a quitársela... Si ese chico tuviera cariño a su madre, viviría con ella... Don Bartolín y yo hemos hablado con el abogado... Es casi seguro que la pobre Cleo no conseguirá la patria potestad de Valentín por esas cosas... ¡ca...ramba!... ¡Jesús mil veces!... las leyes son unas grandes picardías... Dice el abogado que nombrarán un tutor y curador a Valentín que le administre La Satirana... Y lo que yo le he dicho a Cleo: si el chico la tuviera cariño... ella viviría tan campante... pero, sí, sí... ¡buenos y gordos! ese Valentín de todos los demonios se irá con esos dos viejos locos de Nidonegro, y su madre... ¡Vaya, yo me sofoco cuando me hablan de estas cosas!... Si yo hubiera sido Cleo... yo hubiera atraído al chico, yo le hubiera hecho cobrar cariño al hotel... Pero aquella Cleo tiene muy poco talento. Bien decía el difunto duque, que de las llamas goce... «Esto es una bestia muy hermosa...» ¡Vaya si le hubiera yo sabido atraer!... Si no de un modo, de otro... Porque no es cosa mala, sino al contrario, muy buena... buenísima... el que un hijo quiera a su madre. Y cuando se procure un bien tan grande que ¡Jesús mil veces!...
hasta los ángeles saltan de gusto allá arriba... todos los medios son buenos.
Hablaba doña Leticia paseando por la estrecha habitación, dando aquí un golpe con una sucia rodilla que traía en la mano para quitar el polvo, mudando de lugar unas cajas que había sobre la cómoda, sin mirar a Virginia que apenas la escuchaba, sumida por entero en el desastre de su situación. Aquello, más que diálogo, era un monólogo.
—Yo le hubiera buscado una novia —dijo doña Leticia, parándose delante de la Virginia para mirarle de hito en hito.
Ésta levantó la cabeza, y sus hermosos ojos, llenos de dolor y curiosidad, se encontraron con la cara arrugada, misteriosa, enigmática de doña Leticia.
—¿Una novia? —preguntó.
—Sí, una novia... Claro está, el chico no puede querer a su madre... ¡Jesús mil vecesI... ¡si la conoce de ayer mismo!... Pero está ya Valentín hecho un hombre... y si una muchacha guapa interviniera... ¡Oh! ¡Jesús mil veces! —exclamó alzando la voz y haciendo un movimiento nervioso con todo su cuerpo—. Diérame a mí el Señor un minuto de hermosura y tú verías a Valentín por nosotras... Sí, sí... así se acordaría él de Nidonegro como yo... ¿No ves, criatura, que yo tengo mucho mundo? Yo he visto aquellos ojos del muchacho, y no me cabe la menor duda... Hay allí mucho fuego y mucho ardor... ¡Entérate, mujer, entérate de lo que yo digo!
—Todo lo oigo, pero no lo entiendo.
—¿Qué has de entender? ¡desgraciada!... Me inspiras lástima... En ese palacio de tu cuerpo no vive un alma...
-—¡No sé, no sé! exclamó Virginia haciendo un esfuerzo por comprender.
-—Si tú... pero no... es inútil... Esto no es empresa para ti... ¿Te gusta Valentín?
—¡Ya lo creo! —dijo.
—Ese es otro inconveniente.
—Pues no sé qué es lo que usted...
—¡Lo que yo!... ¡Jesús mil veces!... Mira, Virginia...
Oye, escucha, atiende... haz un esfuerzo para entenderme lo que voy a decirte... Bien sabes cuántos favores te ha hecho Cleopatra, y creo que tú no los olvidarás... ¿Por qué no intentas?...
—¿Qué?... ¡Ay! mire usted, doña Leticia... que yo no entiendo una palabra, que yo no sé lo que va a su-cederme si tengo tanto tiempo la cabeza llena de dudas...
Lanzó una risita doña Leticia. ¡Qué risita! Era el áspero metálico sonido que produjo, comparable al rozar de una sierra y una piedra: con el gesto de sus ojos, que se cerraron, se abrieron, se volvieron a cerrar y a abrir, la escena adquirió un carácter trágico-cómico: tras el perfil de doña Leticia se dibujó otro perfil de aquelarre, el de ese ser que a través de las edades pasa por las costumbres y las literaturas, teniendo en una mano un corazón y en la otra un taleguillo de oro.
—¿Aún no entiendes?... Pues no estés con cuidado. Se trata de que hagas una cosa que has hecho muchas veces... ¿Por qué no hacerla?,.. Es una cosa santa, y en cuanto al medio... tiene nada de criminal... Valentín se volverá loco de alegría... Eres demasiado guapa para que...
—Sí, ya... ahora lo entiendo... Pues, sí... ¿Quiere usted que le diga que no deje a su madre?...
—¡Tonta!... ¡Estúpida!... No es eso: es preciso decírtelo con todas sus letras... No le cuesta a una persona decente el sonrojo de una declaración poco... Lo que quiero es que le enamores... que le atraigas... que ejerzas influencia sobre él... que emplees esa influencia en bien suyo y en bien nuestro... que ayudes a Dios a la santa obra de unir a las madres y los hijos...
—¿Yo?... gustarme, me gusta mucho.
—Sí, lo creo... pero no es cosa de que te entregues a tus gustazos, sino de que procedas con cautela... Yo te guiaré... Tú me obedeces... Si lo prometes, te tomaré el velo, te daré una onza por él... Bien sabe el Señor que hago un sacrificio... pero, ¡Jesús mil veces!... no, yo no quiero sino el bien de mi sobrina, que es como mi hija...
Virginia sonrió: en aquella onza que le daba la vieja, había para su espíritu el verbo de la alegría... y luego la idea de que Valentín... le cosquilleaba en el corazón... ¡Era tan guapo el chico aquel! ¡Y tenía una hermosura que ella no había conocido aún ni gustado: la inocencia, un perfume que exhalaba su cabellera y su boca fresquísima; su cortedad de genio, su turbación ante la mujer, su ignorancia celestial de las cosas del amor; aquel deseo incipiente, no bien definido, aquella voluptuosidad virginal emocionaban a la cortesana como a una niña apenas púber el ramito de violetas que le da su primo.
—No, no creas —continuó doña Leticia— que yo quiero nada malo... ¡No faltaba más!... Lo que quiero es que el hijo y la madre estén unidos... Y tú me tienes que dar palabra de que cuando lo hayamos conseguido darás tu papel por terminado.
Virginia prometió cuanto la vieja quiso. Tan contenta quedó ésta de la obediencia modosísima de Virginia, que le dio palabra de darla aquella alhajilla que un día de apuro le empeñó. Doña Leticia despidió a Virginia con una caricia y un requiebro.
Entonces empezó en casa de Cleopatra, o más que empezó volvió a reproducirse aquella existencia azarosa y mísera, farsa de opulencia, representación de lujo bajo cuyos oropeles se ocultaba la más triste escasez. Cleopatra se encontraba en una situación angustiosa. Cuando una puerta se cierra, ciento se cierran: Cleopatra no tenía a quien acudir. Don Bartolín la acosaba día y noche, la molestaba de continuo, por la mañana al levantarse y por la tarde al salir de paseo; cuando acababa la visita, y con ella el enojoso duelo entre el acreedor y la deudora, empezaba la llegada de cartas, en las que había demandas y amenazas, quejas e insultos. La modista había advertido a Cleo que, si antes de tres días no le abonaba el total de su cuenta, apelaría al embargo previsto. Don Bartolín, una mañana se llevó los caballos, y cuando Cleo pidió el coche, subió Simón el cochero, y con palabras bastante groseras, después de anunciarle lo sucedido, la pidió sus salarios.
—Puesto que aquí ya no hay coche —la dijo— yo estoy de más, señorita... venga mí dinero; me debe usted siete meses.
No eran sólo deudas grandes, como la de la modista, como la del joyero, la de don Bartolín: le acosaban tambien mil pequeños créditos: el ramo de flores, el servicio de emparedados, el champagne de la última fiesta, los salarios de Irene, la cuenta del gas, la contribución del hotel, una caja de guantes... los detalles todos de una existencia dilapidadora y sin orden, que va dejando detrás de sí una estela de delitos como la que deja de luz i un meteoro. Tenía Cleo momentos de fiereza y de ira. Todo se le ponía mal; el fracaso la conminaba. Hubo ocasión en que echaba la culpa de lo que ocurría al influjo funesto de Valentín, con cuya entrada en la casa había coincidido el desastre de la ruina. El muchacho paraba poco en el hotel: Rodolfo se lo llevaba aquí y allá, porque Cleo no quería en modo alguno que Valentín asistiera a una de aquellas escenas violentas y vergonzosas entre el que pide lo suyo y el que no puede dárselo. Unos días pasaba el muchacho la mañana en un picadero, donde Rodolfo iba a montar caballos, de gorra; las tardes solían pasarlas en una cervecería de la Carrera de San Jerónimo, en una reunión de sietemesinos y gomosos, cuyo lenguaje, cuyos gestos, cuya manera de vestir asombraban y confundían al lugareño de Nidonegró; las noches, unas en el teatro, otras en la citada cervecería, donde se hablaba únicamente de caballos y mujeres. Alguna vez, Rodolfo dejaba en medio de la calle a Valentín y desaparecía por muchas horas.
—Tú eres rico —le decía—; están dando las últimas plumaditas en el asunto de la testamentaría de tu padre... verás, verás el día en que te pongan en posesión de La Satirana... ¡Vaya una finquita!... taratatí, ti, ti... Tienes que llevarme convidado de caza... ¿para qué quieres tú trabajar?... Todo eso que me dices de la relojería y de aprender un oficio es una pura babiecada... Nada, nada, chico; lo que tú tienes que aprender es el arte de vivir con lujo y placeres... Con seis mil duros de renta, con esa carita que Dios te ha dado, vas a hacer verdaderos destrozos... Yo te aconsejaré.
El muchacho, bien escuchaba con complacencia este alegre programa, bien sentía remordimientos y el dejo amargo que producen los ensueños malos. Llevaba muchos días sin escribir a Nidonegro. ¿Qué sería de doña Ernesta, qué del ingeniero?... Por fuerza que ya estaban echando de menos las gallinas de la plazoleta y los pájaros del ciprés a aquel sabio Arquímedes con quien contaba el ingeniero loco para plantear y resolver sus problemas... ¿Pues y la hermosa Celedonia?... ¿Pues y el río Mazarambroz?... No; el muchacho se acordaba de todo esto; no sólo se acordaba, sino que todo esto llenaba su corazón y extremecía su alma.
Un día fue con Cleo a ver a don Juan Rubeña.
—Siento decirle a usted que el negocio se pone malo... El conde de Cenagal el Alto quiere llevar adelante la invalidación del testamento... Usted debe defenderse... Y, sobre todo, observar una conducta severa... Cualquier ligereza de usted sentenciaría el pleito en contra suya.
Dijo Cleo que Valentín estaba estudiando, que llevaba una vida de trabajo, y levantó tal máquina de embustes sobre este tema, que el pobre Valentín no sabía qué pensar, y hasta dudaba si era cierto lo que su madre decía; pero si, ¡buen estudio era el que hacía en la cervecería con los gomosos y en el picadero con los chalanes! ¡Como no fuera que ya había aprendido lo que significaba tomar varas!... En medio de su ignorancia, en medio de su candidez, sentía el muchacho un profundo y doloroso despego por aquella vida de fábulas, por aquel mentir sin tino, por aquel arcano de vergüenzas que él veía, o más propiamente hablando, que él adivinaba en el hotel, en doña Leticia, en su propia madre, en Virginia misma.
¡Vaya qué Virginia!... En esto sí que andaba dudoso el chico. Porque gustarle, le gustaba mucho Virginia; sentir a su lado unas cosas muy raras, un recogimiento en el corazón, una alucinación en los ojos y en el cerebro, sí que los sentía también... Pero al mismo tiempo, el muchacho comprendía en las libres maneras de la cortesana algo que le hería y molestaba muy hondamente. Se acordaba de aquel día en que en un jardín de Nidonegro vio una azucena, la primera que nacía en un inmenso plantío de ellos, y le dejó admirado el color blanco de sus pétalos, que parecían carne de nieve, y aquellos martillitos dorados que había en el centro, y aquel perfume mareante, fuerte, embriagador, que se apoderaba del alma... Y en su admiración no tenía cosa bella con qué comparar a la azucena; pero de repente vio enroscada entre los martíllítos de oro de la flor una oruga negra, peluda, asquerosa en su grosura, medrosa en su sueño y en su pereza... Sí, sí, he aquí la impresión que le producía Virginia... El color de los pétalos... el aroma embriagador... la repulsión de aquel animalejo escondido entre tanta hermosura... Valentín había notado que Virginia le miraba de un modo particular. No era así como le miraba la hermosa Celedonia cuando le daba sonoros besos en las mejillas; se parecían un poquito aquellas miradas a las que le dirigió Irene mientras le pegaba los botones del chaleco. Los ojos hermosísimos de Virginia se fijaban en los suyos, se dormían mirándole, se estaban quietos, muy quietos, como sin acción ni vida; pero de improviso surgía de aquella calma un relámpago, de aquel foco de rayos negros un centelleo vivísimo, de aquella mansedumbre una impaciencia nerviosa e inexplicable, y entonces era cuando Valentín advertía que su alma se turbaba, su corazón sentía un miedo y un placer, una pena y una alegría, un encanto indominable, al cual seguían siempre momentos de gran decaimiento y hasta de llanto cuando se quedaba solo.
Una noche dijo Rodolfo a Valentín:
—Vamos al teatro...
Aquella noche estaba Cleopatra de un humor malísimo. Valentín había sorprendido en sus ojos huellas de lágrimas. Siguió el muchacho al dandy, pero apenas habían llegado a la calle de Alcalá, cuando Rodolfo exclamó:
—Es muy temprano... mira, he pensado una cosa... ¿No te parece que debíamos ir a ver a doña Leticia?
—¡A doña Leticia!... ¿para qué?...
—Hombre, al fin y al cabo es tía de tu madre; no has ido a verla, es el espejo de las tías... te quiere mucho, se interesa mucho por ti y aún no has ido a su casa.
Accedió Valentín a lo que Rodolfo le proponía, y mientras andaban, iba éste explicando al muchacho la modestia honradísima con que vivía la pobre señora; asi que no le extrañó la pobreza de aquel tugurio.
—¡Válgame Dios! —exclamó la vieja recibiendo con mil zalamerías a Valentín— ¡qué guapo te estás poniendo!... ¿A dónde van ustedes?
—Al teatro.
—Pues aún es temprano... Mira, Valentín, podías hacerme un favor... Tengo que hacer una diligencia precisa, un encargo de tu madre... chico, cuestión de dinero... y no quisiera ir sola... si Rodolfo me acompañara... tú te quedarías un ratito guardándome la casa... en media hora estamos de vuelta.
Aunque a disgusto, accedió el chico.
—Aquí tienes unos libros para que te entretengas... hijo, no quiero dejar la casa sola, porque, aunque poco... temo que me roben mi pobreza... y sólo a un muchacho como tú, tan formalote y tan simpático... ji, ji, ji, ji... ¡Jesús mil veces!...
Taratatí... Rodolfo y la vieja salieron juntos.
Valentín, bastante contrariado y aburrido, se estuvo en la sala pasando revista a los cuadros, viendo andar el reloj, paseando por el pequeño espacio que dejaban libre los muebles. De repente llamaron a la puerta. Ya están aquí... Valentín abrió la puerta... anda... ¿quién dirán ustedes que era?... Les perdono las páginas que quedan por leer si lo adivinan... Pues nada menos que Virginia. Valentín se quedó cortado, y en ella, es preciso reconocerlo y declararlo, también se advirtió cierta turbación... Pero ¡y qué guapa venía!... Aquel pelo rubio formaba mil graciosísimos juegos; ya se recogía en ondas, ya se liaba en trenzas...
—Valentín, ¿usted por aquí? —dijo ella sentándose en el sofá y quitándose el manto—. ¡Cuánto me alegro!
Explicó el muchacho el motivo de estar él solo en la casa.
—Yo venía a ver a doña Leticia... a pasar un rato con ella...
Y después de decir esto, quedóse Virginia callada, la preciosa cabecita torcida sobre el bombro siniestro, los ojos fijos en Valentín.
Traía la muchacha un vestido negro de modesta tela, y su único adorno era un guardapelo muy pequeño y sencillo que bailaba, pendiente de una cinta de terciopelo, sobre un escote estrecho; un traidor escote que se movía, subía, bajaba con las agitaciones de la resoiración. Y el corte de aquel cuerpo, en donde la tela negra estaba rebosando carne, en los brazos, muy gruesos por el hombro y que luego se adelgazaban paulatinamente hasta terminar en una mano pequeña y afilada, ¡había tal luio de vida, tal poesía de contornos!...
—Me parece —dijo ella— que se aburre usted mucho.
—No.
—Se le conoce a usted en la cara... Cuando usted encuentre lo que necesita, verá usted qué distinta es la vida.
Valentín no tuvo valor para mirar frente a frente a Virginia; sin embargo, sentía un deseo grande de mirarla, de tomar de ella una, dos, tres mil varas, como decía el relojero Rozaga... Porque él estaba seguro de que, cuando Virginia le miraba, le ponía una vara... y aquellos rayos negros de sus miradas se le quedaban hincados en el alma con una vibración dulce y dolorosa al mismo tiempo.
—¿No tiene usted novia?
—No.
—¿De veras?... ¿No hay en el mundo ninguna mujer que le guste?
—¡Oh!, en cuanto a eso...
Rabiando estaba el chico por decir «me gusta usted muchísimo.... ¡Pero atreverse a decirlo!...
—Sea usted franco... ¿Por qué no me cuenta usted lo que le pasa?...
Tuvo valor Valentín para mirar a Virginia, y ¡qué cosas se leyeron el uno y el otro en las miradas! Ella se levantó para acercarse a Valentín; fue hacia él muy despacito, sin dejar de mirarle, le puso la mano en la frente...
—No hay más remedio que quererte —dijo.
Valentín no supo qué contestar; se contentó con coger aquella mano que había acariciado su frente y cubrirla de besos. Virginia entonces se sentó junto a Valentín, le enlazó con sus brazos, le atrajo hacia sí, le besó en los labios... Valentín sintió que la sangre se le convertía en pólvora, en pólvora incendiada... correspondió a las caricias... sonó la campanilla.
—Vamos —dijo Rodolfo entrando—, no estás mal acompañado.
Y envolvió en una mirada y en una sonrisa a Virginia y Valentín...
Al día siguiente se despertó muy tarde Valentín; pero su sueño no había sido tranquilo. Le habían cruzado remordimientos y visiones de amor. Sintió deseo de ir a Nidonegro. Llevaba muchos días sin ver a sus protectores, y la idea de pasar unas horas bajo el techo de la casa de doña Ernesta le tranquilizó en su inquietud moral.
Cuando dijo a Cleo su propósito, ésta respondió:
—¡iijo mío, no te puedo dar más que lo preciso para el billete... es más, tengo que pedirte un favor. ¿Por qué no le pides a esos señores que te presten algún dinero?... Ellos tendrán ahorros, no puede menos; ya sabes cuánto gastamos con el pleito dichoso... hijo mío, ese pleito me tiene arruinada... díselo a esos señores, explícales el motivo de mi petición.
También le contrarió mucho este encargo a Valentín. Llegó a Nidonegro, y doña Ernesta le recibió con lágrimas.
—¡Sube, y verás cómo está ese pobre Eleuterio!
Estaba echado en su lecho el ingeniero y cubierto con una manta, y al ver al muchacho se incorporó.
-—Ya sé a qué vienes... Vete, Arquímedes, déjame... No penetrarás mí secreto... has de morir de ira y de envidia... Ten entendido que mi plan está acabado, mis proyectos son perfectísimos... como las ruedas engranadas en los piñones del carruaje sólo necesitan un impulso para rodar, así, así mis ideas están engranadas unas en otras... la sublime mecánica puede funcionar... un impulso, un impulso no más... eso es lo que necesito.
—¡Don Eleuterío de mí alma! —dijo doloridísimo el muchacho—, ¿no me conoce usted...? Yo no soy Arquímides ni quien tal vio.
—¡Ah, sí! —exclamó don Eleuterio, dándose un golpe en la frente—, ya sé quién eres... te había confundido... eres don Plomo de Inercia, el causante de la pereza humana... ¡ah, tunante! ¡tú eres la perdición del mundo!... si por ti no fuera, los coches andarían sin caballos, las' locomotoras sin vapor, los molinos sin agua ni viento... j todo andaría por sí solo, por su misma condición...
Valentín cogió una mano a don Eleuterio.
—Tampoco soy ése —exclamó—, soy Valentín...
Hizo don Eleuterio un esfuerzo para recordar que se coligió por el gesto de sus facciones.
—Sí, es cierto —replicó, deponiendo la énfasis colérica de su anterior discurso—. Recuerdo de un Valentín... un buen muchacho... pero esto hace muchos siglos, esto se pierde en la noche de los tiempos... aún no había yo descubierto este gran sistema para el cual acabo de encontrar el nombre: el sistema de alistamiento y recluta de todas las fuerzas holgazanas de la tierra. ¿Conque eres tú ese Valentín? ¿conque eres tú ese muchacho?... Bueno, pues oye, que te lo contaré todo; pero me has de prometer no decirle nada a Arquímedes.
Quedóse aterrado Valentín: la desgracia estaba consumada. Aquel pobre señor estaba completamente loco. La terrible certidumbre le entró en el corazón como una espada. Cuando salió no tuvo valor para oír los sollozos de doña Ernesta. En el dolor de esta señora parecía tener algo de responsabilidad el muchacho. Delante de ella se sentía pecador y criminal, y no osaba levantar los ojos del suelo. Él también venía ya contaminado de las maldades de la casa de Cleopatra: él también tenía algo que echarse en cara, algo reprensible y despreciable. No era el niño candoroso e inocente: era el mancebo desatentado y frenético, en cuyo rostro habían puesto ya las pasiones su beso asqueroso.
Muchas preguntas le hizo doña Ernesta sobre la vida que llevaba en Madrid, y por primera vez en su vida fue capaz de mentir Valentín. Así como la atmósfera de sensualidad que reinaba en el hotel de Cleopatra se había apoderado del chico, de igual modo había anidado en su corazón el gusano de seda de la fábula. Mintió, dio explicaciones falsas, habló de los maestros que le enseñaban... ¡pues no es nada si dio detalles de un profesor calvo y con lentes negros, que le enseñaba el francés!... ¡Pues y de un cura rubio que llevaba un alzacuello de moaré, y había estado en Italia, y había tratado de tú por tú al Papa!... Así como Valentín se había asombrado de oír de boca de su madre aquella colección de mentiras que dijo la buena de Cleopatra, ahora se asombraba de sí mismo; pero puesto en el disparadero del engaño, y llevado de ,un instinto de equilibrio estético, concluía sus mentiras y las afiligranaba bordándolas de mil detalles, que a su lado parecía mentira la verdad.
Lo cierto es que Valentín no cometía tales atentados a la diosa desnuda por gusto, sino porque doña Ernesta quedara satisfecha y contenta; porque el ver al muchacho, a quien quería como hijo en buen camino, tenía seguridad él de que había de servirle de alivio a la desventurada dama en aquella catástrofe del juicio de don Eleuterio. Por esto, por esto fue por lo que el recto juicio de Valentín se permitió tales exageraciones.
—Dime, hijo mío —continuó preguntando doña Ernesta—, ¿y aquel caballero que tiene una nariz como un loro y unos bigotes gruesos, negros y retorcidos?
—Toma, pues ese enseña...
—Qué... ¿También es maestro ése?
—No; maestro... pero... ¡vaya! caballero más bueno...
Miró doña Ernesta con severidad al muchacho, y en aquella mirada el buen sentido de la señora quiso penetrar por entre la urdimbre de mentiras del chico. Éste se quedó desconcertado, pero oportunísimamente llegó la hermosa Celedonia a sacarle del atolladero. En otro aparte que tuvo con doña Ernesta, hizo el muchacho un esfuerzo supremo para pedirla dinero.
—Hijo mío... —dijo ella—, ¿Para qué lo necesitas?
Él acudió de nuevo a los expedientes de su imagina ción: explicó lo del pleito, hizo ver que Cleopatra había tenido que gastar miles de millones en escribanos y abogados. Doña Ernesta escuchó con atención, y cuando el chico hubo acabado, le dijo:
—Ten cuidado con no engañarme, Valentín. Ya sabes que en mí no cabe la doblez, y no sé por qué se me figura que tú dices algunas cosas que no son verdad.
¡Ah!, y cuán tentado estuvo Valentín de arrojarse a los pies de la severa y noble dama y confesarla su feísimo pecado diciéndola: «Sí, señora, sí; enciérreme usted en un cuarto, no me deje usted ir más a aquella casa, porque allí me están corrompiendo el alma, porque allí hay una mujer que me vuelve loco, un caballerete que me lleva a unos sitios muy malos, una vieja que me enseña a mentir... una caterva de gentezuelas que en un mes me han hecho olvidar todo lo bueno que me habían enseñado.» Pero Valentín supo detener este primer impulso, y en muchas ocasiones no seguir la inclinación primera del alma, que es perderse. No sé qué espíritu diabólico llenó de luz su alma, y volvió a las mentiras y convenció a doña Ernesta con arte tal, que la buena señora le entregó mil reales.
—Una sola condición te impongo: el día que en esa casa seas testigo de algún hecho escandaloso, vente en seguida. Tu cuarto está arriba lo mismo que cuando lo ocupabas.
Cuando regresó Valentín a Madrid, que fue aquella misma noche, Cleopatra lo recibió con alegría. Aquellos cincuenta duros, ¡poco era! pero ¡en qué ocasión venían, cuando el panadero, hasta el panadero se había atrevido a insultarle por cierto pico de panecillos no saldado! También estaba en el salón Virginia, y llamó aparte a Valentín para decirle que la acompañara. Él no supo qué contestar, ni hubo necesidad, porque doña Leticia, que asistía a la escena, intervino diciendo que sí, que a aquellas horas, las once de la noche, no debía ir Virginia sola por las calles. En resumen, salieron juntos Virginia y Valentín.
A través de aquella noche de mediados de septiembre celebraban su primera entrevista los ardores estivales y las ráfagas húmedas del otoño. En el majestuoso cóncavo espacio la luna brillaba espléndidamente, y en sus focos de claridad y en sus repliegues de sombra parecía un astro de madreperla que transparentase la luz del sol. Virginia se había mudado; vivía en un cuarto piso de la calle de Hortaleza, muy pobre, pero muy limpio y coque-tón. Caminando por los desmontes de la ronda, después convertidos en calles y paseos, entonces en un desierto impractible, decía ella:
—¡Qué noche tan hermosa!... dame el brazo.
Dióle el brazo Valentín, y con el brazo el albedrío. En la puerta de su casa, que estaba muy próxima, se detuvo ella, invitándole a subir: él se resistía, pero Virginia le aseguraba que no le echarían de menos, que le supondrían acostado y nadie se ocuparía en buscarlo.
¡Qué seducciones empleó Virginia en las pocas palabras que dijo a Valentín! No había en ellas habilidad, de que carecía la cortesana; había sólo lo que ponía su hermosura en el acento y en el modo de pronunciarlas. Valentín se dejó arrastrar, subió la escalera, que estaba ya oscura, y en uno de sus descansillos Virginia se detuvo para estrechar frenéticamente al mancebo y comunicarle con un abrazo los fuegos en que ella ardía. Abandonóse el joven, y su espíritu fue en aquel deleitoso brasero de voluptuosas llamas como seco tallo en fuego de era. Pero se abandonó esta vez ya con complacencia pecaminosa, más dueño de sí mismo, entregándose a Virginia todo, sí, cuerpo y alma, aunque conservando libre el juicio para discernir lo deleitable del crimen que cometía. Eran las cuatro de la mañana cuando salía de aquella casa. El remordimiento había llenado el alma del mozo, y comparando el júbilo de las once de la noche con la tristeza de la madrugada, acercóse al hotel con miedo, imaginando o presintiendo que aquel nuevo día que se preparaba iba a ser fatídico y terrible. Al entrar en el zaguán del hotel, notó que estaba la puerta entreabierta y tuvo que apartarse a un lado rápidamente para no tropezar con Rodolfo, que salía medio borracho, tanto, que ni siquiera re paró en Valentín. En la escalera estaba Irene esperando a Valentín. Preguntó éste si le habían echado de menos, aterrado de antemano con la feroz reprimenda que merecía su conducta libidinosa. Pero nada de eso: la señora se había acostado temprano, nadie se había enterado de la ausencia del señorito, que le miraba con ojos tristes; y como Valentín preguntara la razón de haberse encontrado en el portal a Rodolfo, Irene empezó a mirarle con ojos más tristes que antes.
Acostóse Valentín, y ya había sol en el horizonte cuando se quedó dormido; no llevaría dos horas de sueño cuando le llamaron. Fue Irene la que acudió a despertarle, y con el hechicero rostro contraído, la buena muchacha le dijo:
—Señorito, ¡por Dios, levántese usted!..., yo no sé lo que sucede... La señora está llorando... hecha una lástima... llora y ha tenido un accidente.
—¿Mi madre? —exclamó incorporándose en el lecho el mancebo.
—¡Pobrecilla!... Ha llegado un señor vestido de negro... dos alguaciles... están haciendo una lista de lo que hay en la casa... Pronto llegarán a esta habitación... Vístase usted... ¡pobre señorito!... cuando ha llegado usted al hotel ha empezado el desastre... antes sí que lo pasábamos bien aquí... pero ahora...
Mientras hablaba Irene, buscaba las prendas del traje de Valentín que hacían falta, y el muchacho, obligado por la fuerza de las circunstancias, íbase vistiendo delante de la doncella con una presteza y rapidez que excluía de sus impresiones los respetos del pudor y toda idea de malicia. Valentín experimentó la impresión que produce el empuje que a un mendigo le dan por la mañana los dueños de la casa en cuyo dintel ha dormido toda la noche. Sin duda alguna, aquel señor vestido de negro... aquellos dos alguaciles venían a ponerle en el arroyo y a decirle, entre mil términos judiciales: «Hospiciano, vete al Hospicio.» El temor se apoderó de su alma. Apenas entendió las explicaciones que daba la bellísima Irene ni las palabras turbadas e incoherentes de Cleo. Ésta se que-
¡aba de las injusticias de los tribunales, del gran atropello jue se llevaba a cabo en la propiedad de ella y en la de su hijo. Al ver a éste, que pálido y desencajado descendía al salón, le abrazó, le besó muchas veces, pareciendo Encontrar consuelo en aquellas inocentes caricias maternales. Pero no perdió mucho tiempo en estos desahogos. Si estaba en el salón el triunvirato de la ley haciendo el inventario de los muebles, ella se fue al gabinete, y en un saquito de mano que traía Irene iba escondiendo lo que sobre las mesas había de algún valor: un par de candelabros que representaban una escena idílica: Pablo y Virginia bajo la palmera; Dafnis y Cloe bajo el risco; más allá, en un velador, vio una cestita de plata, guardándola también. Detrás venía el ministerio de la ley, y delante ella, metiendo en un cestito lo que hallaba a mano. La serenidad y lentitud de aquellos magistrados y la ligereza con que procedía Cleo formaban un curioso contraste.
No sólo despojaban a la cortesana del mueblaje y del coche, sino del hotel. Varios de aquellos acreedores acudían de mano armada provistos de un mandamiento judicial, y entraban a saco como los bárbaros en Roma. Cuadros, colgaduras, arañas, butacas, lechos, todo fue encerrado en una estancia, su puerta precintada y nombrado depositario el mismísimo don Bartolín. Doña Leticia había previsto el caso: una señora que admitía señores solos, pero que no tenía casa de huéspedes, recibió en el sagrado de su hogar a Cleo y Valentín. Pero para ello era preciso emplear recursos extraordinarios; y como Cleo no tenía ya ni un céntimo, las alhajas salvadas de aquel diluvio fueron a su vez para aquella familia tabla de salvación. El nuevo y provisional hospedaje de los náufragos era una sala y dos alcobas de la calle de Hortaleza, no lejos de la casa en que ocupaba un sotabanco Virginia, con cuyo motivo de vecindad menudeó Valentín sus visitas a su adorada, en una de cuyas visitas la sorprendió acompañada de Elizondo. La cortesana explicó a Valentín muy satisfactoriamente aquella visita cuando se quedaron solos, y al inocente chico, más que los argumentos, las caricias le convencieron. Mordió por primera vez Valentín ese amargo fruto de los celos, que le dejó en los labios una acerba y desagradable impresión y en el alma arrebatos de ira, Fue un momento, un momento nada más lo que duró aquella tempestad y porque luego las caricias de Virginia la apaciguaron, persistió domado en sus odios, dulcificado en aquellas acerbidades espirituales. Cuando aquella agitación espiritual pasó, y en el vaso amoroso de su corazón fueron depositándose los sedimentos, cristalizó su amor a Virginia en una forma visible, ' él se dio cuenta por vez primera de lo que hasta entonces no había sido otra cosa que un instinto.
—¡Ay de mí! —se dijo a sí mismo—, ¡yo adoro a Virginia!... ¿Qué cosa tan grande y tan terrible es esta que dentro de mí se levanta como un fantasma en un cementerio?
A esta impresión primera sucedió otra. ¿Qué le sucedía a su madre? ¿Cuál era el estado de aquel malhadado pleito? ¿No era indudable que los enemigos le ganarían? Una adivinación de la verdad de lo que ocurría le hizo temer grandes males; le hizo ver lo burdo, lo asqueroso, lo malsano de aquella sociedad que le rodeaba; le hizo comprender la abyección de Rodolfo, el rebajamiento de doña Leticia, la miserable condición de Cleopatra. A medida que encontraba hediondo todo aquel conjunto de misterios, de desvergüenzas, le parecía plácida, deleitosa la paz de Nidonegro. Pero no: si aquí había que llorar la ausencia de toda idea del bien, allí había que llorar la inmensa desgracia de don Eleuterio. Y al ver cómo todas las puertas se le cerraban, cómo todos los corazones que le habían brindado amor y cariño lloraban lágrimas de pena o de vergüenza, le acometió un sentimiento que nunca hasta entonces había experimentado: un desprecio negro de la vida, un asco de aquel traidor desfile de los días suyos, que le había llevado del seno de una madre, impura a los brazos mercenarios de una nodriza sin cariño. En medio de este caos de ideas, una resolución surcó, su cerebro: se decidió a salir de aquella cueva de bandidos, de aquel antro repugnante. Volvería a la relojería, pediría trabajo a su maestro, le conmovería con su desgracia, obtendría su protección... Sí; esta resolución arraigó en su alma prontamente; se sintió con las fuerzas de su recta y sana voluntad, y el buen criterio que le inspiraba le dejó tranquilo y contento de sí mismo... Pero en esto llegó Virginia... Venía a buscar a Valentín; le llamó aparte, se le llevó consigo, y cuando estuvo con él en la calle... Entonces Virginia le cogió del brazo, le llevó a su sotabanco, y a solas con él, le cogió con frenesí de amante y transporte de madre que acaricia a su hijo. Deshecha en lágrimas, exclama la hermosura de pelo, de oro:
—Valentín mío. Yo no puedo más; yo moriría de pena si no te comunicara lo que me pasa... Te adoro; quiero ser tuya, tuya sólo... Pero debo dinero a un miserable, a un viejo asqueroso, a un don Bartolín... ¿Quieres tú... que te deje, que ese sapo...? ¿Quieres que te abandone para colmar de caricias a ese viejo repugnante?... Pues mira, Valentín de mi vida... me amenaza con meterme en la cárcel si no accedo a sus sucios apetitos... ¡Qué asco!... Yo, en un día de desgracia... le vendí una alhaja falsa... Él sabía que la alhaja era falsa, pero me la tomó como buena mediante un documento en que constaba mi debilidad... mi... estafa... Ahora me pide ese cerdo con cara de usurero que sea su querida... ¡su querida!... o si no, me hace encausar...
—¿Su querida?... ¿Tú, querida suya?... No, no... sólo mía —balbuceó Valentín, enloqueciendo de celos, de indignación, de amor.
—¿Y cómo salvarme?... No tengo a quién acudir,.. Doña Leticia se niega a prestarme un cuarto... Yo robaría... robaría las arracadas de la Virgen... las estrellas de oro del cielo... con tal de librarme de ese ogro sediento de mis besos, hambriento de mis caricias... Pero, ¿a quién pedir lo que nadie puede darme? Yo no quiero ser de nadie más que tuya... tuya... de mi Valentín.
—¡Mía!... ¡Mía!... —repitió él estrechándola frenético, besándola en los labios, deshaciendo las ondas rubias de su pelo.
—¿Puedes tú salvarme?
Valentín lanzó un grito que más pareció rugido.
—Mataré a ese miserable.
—No... Eso no es posible... eso no resuelve nada... Tres mil reales nos salvarían mejor... Ése es mi precio hoy.
—¡Qué vergüenza! ¡No tengo más que mi alma!
—Vale mucho más; pero ahora... ¿Por qué no les pides a tus tíos?... ¿Por qué no vas a Nidonegro?...
Sintió Valentín que le penetraba en su alma, abrasada de entusiasmo, de ira, de amor, un puñal de hielo. No se atrevía. ¿Con qué palabras arrancar a doña Ernesta más dinero? ¿Cómo engañarla otra vez? ¿Cómo manchar con otra mentira aquel cariño desinteresado de los nobles viejos?... No, él no se atrevería jamás... Pero Virginia iba a tener que entregarse a aquel repugnante viejo. ¡Oh, qué asco! ¡Oh, qué violento odio! ¡Oh qué insensata sed de sangre y besos invadió el alma del joven!... No era ya nada para él ganar aquel imperio de belleza y gozarle, y arrojarse en las ondas de amor y perfume de Virginia como el silfo de la leyenda en las ondas de aroma de la flor... Ya no le bastaba esto; ahora quería recibir en uno todos los besos que pudiesen darle aquellos labios encarnadlos como una cereza, aromados como hojas de rosa... para que nadie sino él pudiera gozar de ellos. ¡Y a aquel vejete cínico, a aquel inmundo sujeto!... ¿Quieres besos?... pues toma uno, mil y diez mil cachetes que caigan sobre tus mejillas y te enmienda en ellas el rubor de que no es capaz tu alma... Esta lucha se prolongó más de media hora. ¿Iría a Nidonegro? ¿No iría?... Al fin fue... Lo que mujer quiere, si no lo quiere Dios, lo quiere el diablo. Urgía el tiempo... Virginia debía aquella misma noche, o entregar los tres mil reales, o entregarse a don Bartolín. Esta lentejuela de la usura sentía que le aguijoneaba el cuerpo una comezón erótica vivísima por aquella muchacha. Muchas veces la había cortejado, pero sin éxito. Era como un mico haciéndole la corte a la Venus de Milo... Ahora la Venus de Milo había caído en poder del mico... El babuino preparaba su venganza... ¡Horrendo martirio!... ¡No admitía espe-:a!... Virginia acompañó al chico a la estación del ferro-;arril; tal era el desbarajuste de aquella casa, que nadie idvirtió la ausencia de Valentín. Cleopatra había salido 3iuy temprano con Rodolfo; aún no había vuelto... Quedó de acuerdo Virginia con Valentín en que volvería a buscarle a la hora de llegada del tren...
Eran las nueve y media de la mañana cuando llegó a Nidonegro el joven. Mientras subía hacia el pueblo, procuraba reunir todos los esfuerzos de que era capaz su alma. ¿Obtendría su propósito? ¿Engañaría a doña Ernesta? El día estaba nublado, el cielo lluvioso; nubes rasgadas y filamentosas vagaban por el espacio como restos de un naufragio por la playa alborotada.
En el portal de la casa del ciprés se encontró a Celedonia.
—¿No sabes lo que pasa? —le dijo ella—, don Eleuterio está muy grave... ¡Dios mío, qué desgracia!
En efecto; una fiebre nerviosa, no interrumpida desde cuatro días antes, arruinaba la economía del anciano. El inmenso desbarajuste de su cerebro daba grima; hablaba sin cesar, a borbotones... explicaba sus planes, parecía poseído de una locura furiosa... se golpeaba el cráneo... llamaba a Arquímedes...
—¡Valentín! —gimió doña Ernesta—, no te vayas... acompáñame... avisaremos a tu madre... No me dejes sola en esta angustia.
¡Dios mío!... ¿Qué iba a hacer Valentín? ¿Cómo atreverse a pedirle dinero a doña Ernesta, interrumpiendo con un nuevo dolor su dolor asesino? Y aun supuesto que obtuviera aquel dinero, ¿cómo escaparse, cómo dejar a la desventurada señora?... ¡Oh!... mil muertes sufrió en una hora... De todas partes de la casa se escuchaba el hablar sempiterno y disparatado de don Eleuterio, sus invocaciones a Arquímedes. Corrió Valentín al patio, donde el ciprés, negro, escueto, rígido, parecía allí inmóvil pabellón de la muerte, índice que marcaba el cielo, donde las nubes tormentosas aligeraban su marcha sacudidas por el huracán.
Dos veces fue el médico en el espacio de dos horas Según su juicio, la desorganización de aquella naturaleza avanzaba rápidamente; temía un desenlace funesto y cercano; era inútil la ciencia para luchar con un desequilibrio general en que predominaba el elemento nervioso. Celedonia y doña Ernesta estuvieron rezando mucho rato en la sala, puestas las dos de hinojos, enviando toda su alma al cielo en una oración suprema llena de desesperaciones y angustias, dolorosa y febril. Y el tiempo pasaba, y Valentín veía que ya sólo faltaba una hora para la saj lida del tren. ¡No, no era posible!, no encontraría la fórmula para hablar a doña Ernesta de aquella vil petición de dinero. No es que él permaneciera indiferente ante la desgracia horrenda de don Eleuterio; sus lágrimas le ahogaban, su tortura era espantosa. Él hubiera querido que en su espíritu sólo hubiera un estremecimiento de dolor con que corresponder al dolor de doña Ernesta; pero ¿cómo arrojar de su corazón aquel infierno de pasiones que le torturaban? Él hubiera querido que no se levantasen entre nubes sangrientas la figura de la odalisca rubia y de aquel viejo sátiro; pero no podía desprenderse de un sentimiento que en su alma vibraba y latía más que en ningún otro. ¡Alejarse de allí, dejar en su soledad y en su tristeza a doña Ernesta! ¡Qué vil ingratitud, qué indigno hecho! ¡Merecía que los hombres le escupieran, que los maestros en las escuelas enseñasen a los chicos a odiar su nombre, que desde el cielo bajara una maldición a aniquilarlo!...
Mas dejar que la hora del tren pasase, oír el silbato de la locomotora resonando en la campiña, ver el penacho de humo disiparse en el aire y con él sus esperanzas todas... ¡Ah!, esto equivalía a entregar a Virginia al ogro hambriento de besos... perder aquel amor que era su vida toda... algo cien y cien veces peor que la muerte y cien muertes, que el desprecio de uno y todos los hombres, que el odio de la tierra y las maldiciones del cielo...
Hubo consulta de médicos; varias personas de las más notables del lugar fueron a visitar a doña Ernesta y a ofrecerle sus servicios en el funesto trance, quién por cu-iosidad, quién movido de piedad real y cristiana...
Y el tiempo seguía pasando, y aquel reloj de Lapaute, :uyo mecanismo se sabía de memoria Valentín, contaba con implacable serenidad el tiempo... ¡momentos de angustia infinita, inexplicable, tan horribles como todos los dolores juntos!... y Valentín, víctima de ella, angustiado y sin saber qué solución dar al conflicto. Si se decidía por quedarse, por olvidar a Virginia, le parecía asirse a un clavo ardiendo que calcinase los músculos de sus manos e hiciera correr por sus miembros relámpagos de fuego... Si se decidía por abandonar aquella casa y volver a Madrid, de un modo o de otro se apoderaba de su alma una gran vergüenza de sí propio...
Las últimas palabras que le había dicho Virginia vibraban aún en sus oídos; parecían escritas en su corazón: «por ti robaría yo las arracadas de la Virgen, las estrellas de oro del cielo...» ¡Esto era amor, ésta era una pasión frenética... una ola de luz, de fuego, de perfumes!... ¿Por qué las circunstancias se oponía a ello? ¿Por qué tenía Valentín que maldecirla o maldecirse?... No era suya la culpa si tales circunstancias concurrían en su vida. No, no abandonaría a Virginia. A través de los infiernos, vomitando maldiciones y peligros, pasaría él con su corazón en la mano para ir a ofrecérsele a Virginia...
Notó que estaba solo en la sala. Miró a su alrededor, vio la cómoda abierta... una sierpe de fuego centelleó en su cerebro... algo vergonzoso, indigno, bajo, nació en su espíritu. El reloj dio las cinco. Un minuto más tarde y no llegaría al tren, y Virginia estaría perdida para siempre... Acercóse al cajón abierto, vio una caja de latón donde él sabía que doña Ernesta guardaba el dinero; levantó la tapa y cogió un puñado de monedas centelleantes y rubias; sepultólas en su bolsillo; cogió otro puñado y otro; echó a correr sin despedirse de nadie, sin decir a dónde iba, presa de todos los vértigos del crimen primero, el de la velocidad después... Y en su alma una voz misteriosa como que se complacía en cantarle: «¡Yo tam bien, yo también he robado para ti las estrellas de oro del cielo!»
¡Triste y angustioso camino el suyo! El crepúsculo en volvía los accidentes de aquel paisaje familiar para Valéntín. Cada uno de los recuerdos de su infancia, que iban unidos a las estribaciones de aquella montaña azul, a las ondulaciones del río; aquel grupo de casas recostadas sobre el molino, donde tantas veces había merendado con don Eleuterio; todas estas partes de aquel conjunto, que formaban líneas y colores, se retrataban sombríamente en la imaginación de Valentín. En la grande turbación de sus facultades mentales, en que había algo de la alucinación de la embriaguez y algo del terror supersticioso, creía Valentín que el molino tomaba forma corpórea, y echando a un lado el capacete de plomo, dejaba salir de su puerta, contraída como la boca de un epiléptico, insultos y desprecios. Cada una de las suaves lomas erguía su curva para mirar con desprecio a aquel muchachuelo indigno; todo el paisaje adquiría movimiento y voz para arrojarle de su seno.
El tren corría, corría sin cesar; en aquella su carrera loca había algo de semejanza con la carrera frenética del espíritu de Valentín. ¡Adiós, Nidonegro!... ¡Adiós, río noble Mazarambroz! ¡Adiós, grupos de castaños y olmos!... ¡Adiós, torre egregia que ocultas las lenguas de bronce de la religión divina!... ¡Ya no es digno de vosotros, ni de escuchar la voz augusta del campanario, ni de descansar a vuestra sombra, ni de respirar vuestra limpia atmósfera!... Tuvo Valentín un momento de arrepentimiento tan profundo, tan vivo y tan intenso, que todas las fuerzas de su ser parecieron fundirse en un solo pensamiento de piedad. Si este esfuerzo colosal, gigantesco, prepotente, del alma de Valentín, hubiera podido tener en el mundo de la materia el mismo vigor y la misma energía del mundo moral, por su virtud sola, el tren se hubiera detenido en su marcha vertiginosa, la locomotora hubiera en vano patinado con sus ruedas calientes y envueltas en humo sobre los rails... y aquella enorme cantidad de materia y aquella enorme cantidad de fuerza se hubieran quedado estáticas y quietas, suspendidas del cielo por el hilo invisible de un pensamiento de perdón...
Pero no... ¡qué barrera de hielo se levanta entre lo moral y lo material!... Ella separa los propósitos de las obras... y como el tren por su vía, el pensamiento de Valentín, encadenado de nuevo por un cúmulo de seducciones, continuó por la pendiente que le solicitaba.
A las ocho llegaba el tren a Madrid. Saltó Valentín ligero al andén, esperando encontrar allí a Virginia, según había convenido con ella. Pero no estaba: en vano recorrió con sus ojos aquel desfile de personas que salían de los vagones; por parte alguna descubrió el rostro adorado.
«Sin duda me espera en su casa —pensó Valentín.»
Y se encaminó a la calle de Hortaleza, rápido, ansioso de llegar cuanto antes. ¡Quién sabe si él llegaba tarde, quién sabe si ya se había cumplido la desgracia que amenazaba a todos! Alas hubiera querido tener en los pies, porque el ordinario vehículo de la impaciencia cree que son de plomo hasta las plumas.
Llegó por fin, subió al sotabanco, tiró de la campanilla... mucho tardaron en abrir la puerta: oyó pasos de alguien que se acercaba al ventanillo, y al cabo de un rato franquearon la puerta. Apareció Virginia muy demudado el semblante.
—¿Has llegado ya?
Sorprendióle a Valentín la pregunta y el tono en que fue dicha.
—¿No habíamos convenido en ello? Creí encontrarte en la estación.
—No ha podido ser —dijo con despego Virginia.
Creyó Valentín que aquella mujer no era la misma mujer que por la mañana le había estrechado enloquecida entre sus brazos, por quien había hecho el terrible sacrificio de sus honrados sentimientos, por quien se había mutilado la mitad del alma.
Y como por su actitud pareciese ella poco dispuesta a invitarle a entrar, Valentín añadió:
—Traigo lo que necesitas.
—¡Ah!, sí, bueno... tráelo.
El joven hizo pasar de sus manos a las de Virginia tres pilas de monedas de oro;ella las escondió prontamente en el bolsillo de su falda.
—Quiero que hablemos -—dijo él.
—Ahora no es posible —repuso Virginia con severidad.
—No entiendo... ¿Qué te sucede? ¡Qué mudanza advierto en tus palabras!
Soltó Virginia una graciosísima risita, y replicó:
—Niño... no seas bobo.
En estas palabras puso Virginia algo de caricia y algo de desdén.
A esto, desde la habitación contigua, una voz ronca de hombre gritó:
—¡Virginia! ¿Quién está ahí?
Hosco, terrible, con cólera varonil y tremenda, Valentín se apoderó de una mano de Virginia, y sus labios repitieron la misma pregunta que otros labios habían proferido en la habitación inmediata.
—¿Quién está ahí?
Virginia no pudo dar explicaciones; suplicó a Valentín que no entrara, que se fuera, que volviera más tarde; pero Valentín, sin hacer caso de sus palabras, apartóla a un lado y penetró en la sala. Allí, echado en una mecedora, en la actitud de abandono del que está en su casa, se halló con Elizondo, de cuyos desdeñosos labios se escapó una mueca burlona.
—¿Qué es eso, caballero? —dijo irónicamente y sin moverse de su posición indolente.
No contestó Valentín; adivinó lo que allí sucedía, la escena que su inoportuna llegada había interrumpido, el papel desairado que él representaba. En su amor virginal de niño, aquella ofensa le hería vivamente. Volvióse para mirar a Virginia, y como sorprendiera que los ojos de ella y los de Elizondo cambiaban una sonrisa irónica, su ira, sus celos, su desesperación, estallaron en un flujo de palabras incoherentes, insultantes, vengativas. Oíale Elizondo columpiándose en la mecedora, y tanto mayor era la ira del muchacho cuánto mayor la serenidad despreciativa del coronel.
—No sabía, Virginia— dijo al fin Elizondo—, que te hubieses dedicado a la lactancia:
Y como advirtiera en Valentín el movimiento de un perrillo faldero que tratara de abalanzarse sobre un león, levantóse de la mecedora, cogió al muchacho por los brazos, levantólo dos veces del suelo, y sin dejar de sonreírse, lo llevó a la puerta de la escalera, le dejó caer a plomo sobre los pies, y antes de soltarle de aquella opresión férrea en que redujera al mancebo a la inmovilidad, le echó al rostro estas palabras:
—Hijo mío... ¿quiere usted dos azotes para irse a la cama?
Con esto cerró la puerta y Valentín se quedó ante aquel obstáculo, hirviéndole en el corazón todas las furias del infierno, estúpido de ira, en un paroxismo de rabia que le arrebató el juicio y hasta el movimiento. Aún permaneció algunos minutos en aquella inmovilidad, incapaz de discernir, sin poder dar dirección a su odio ni a su venganza. Después, bajó la escalera, llegó a la calle y allí se paró otra vez.
¿Qué era lo que había sucedido? ¿De qué inicua y sangrienta burla había sido objeto? ¿Hasta qué extremo de ridiculez había llegado? Su impotencia ante aquel centauro le humillaba, le humillaba más que puede humillar al hisopo la altura del ciprés. Y Virginia, ¿qué había hecho en su defensa? Al pensar en ella, sintió Valentín frío y quedóse como quien cae de lo alto y de cabeza.
Una necesidad de venganza empezó a palpitar entre tantos sentimientos encontrados.
Vio pasar por la calle a Rodolfo, que sorprendido de verle allí a tales horas, le preguntó:
—¿Qué ha sido de ti?... Tu madre te buscaba... Anda, vete a casa y verás cosa buena... ¿Estás preparado a las emociones fuertes?... Pues entonces no te detengas, anda, anda chico, ya sabes que he tenido por ti simpatías; pero ya... por supuesto, ya sabrás que el pleito se perdió... en fin, no quiero darte malas noticias; pero al fin y al cabo has dé saberlo... no, no, que te lo digan ellas... no quiero cobrar fama de pájaro de mal agüero, taratatí... i conque hasta otra, joven.
Valentín apenas comprendió lo que don Gerineldos j le decía, ¿Aún más desgracias? ¿No estaba el cielo can- I sado de enviarle una tras otra tantas seguidas...?
Guando-Valentín llegó a la casa en que su madre se hospedaba, no tuvo fuerzas ni para subir la escalera. Sus sentimientos y sus ideas se mezclaban y confundían como las líneas y los colores en la vaguedad crepuscular. Su cuerpo estaba también fatigado y maltrecho, y en sus hombros pesaban, con las zozobras de aquel horrible día, las angustias de tanta desventura reunida.
Cuando entró en casa de Cleo, ésta se vestía con gran esmero, auxiliada por doña Leticia, que recogía en pliegues lá sobrefalda, acomodándola en menudos pabellones.
—¿Te parece —dijo la vieja—-, te parece que esto está bien? ¿A qué vienes; después de una parranda larga, a vivir aquí de gorra?
Cleo no se dignó interrumpir la operación que hacía para mirar a su hijo. Éste balbuceó excusas por su larga ausencia.
—No —repuso doña Leticia—, pues puedes irte. Ahora las cosas han cambiado mucho... Mira, Valentín; necesitamos toda la bondad de nuestra alma para no meterte en la cárcel.
Valentín se quedó aterrado, inmóvil, mudo. ¿Qué significaba aquello?
—Todo se ha descubierto —continuó doña Leticia—. Sabemos ya que eres tal hijo de Cleopatra, que eres el instrumento de unos planes muy lucrativos que tenían fraguados los de Nidonegro, que querían engañarnos, meternos un hijo postizo... ¿Oyes?... El pleito ha sido detenido... merced a una digna transacción entre el conde de Cenagal el Alto y Cleo... Conque ya sabes... a buscar otra madre, porque lo que es ésta... Ésta no comulga con ruedas de molino... Oye... y di a los ridículos vejetes que otra vez lo hagan mejor...
Valentín se puso rojo primero, pálido, de color calcáreo después.
—Entonces... entonces... yo... mi madre...
—La tendrás, sin duda, porque no hay hijo sin madre... pero no está aquí... Conque hemos concluido... La comedia ha terminado... Tú, que representabas el papel del hipo perdido, estás en libertad... Andandito... Has cumplido tu misión.
Cleo seguía abotonándose el vestido, no sin esfuerzo de los dedos, que tenían que tirar la tela para encerrar el ubérrimo caudal del seno.
—Y yo... ¿a dónde?... ¡Dios mío!...
El desventurado Valentín sintió que faltaba aire a sus pulmones, tierra a sus píes... Se habían cerrado todos los caminos. Golpeóse la frente, se estrujó las manos una con otra... Salió, y ebrio de dolor, enloquecido, delirante, vio en el pasillo una ventana abierta sobre el patio... Agarróse desesperadamente al balaustre, inclinó su cuerpo hacía fuera, abandonó su peso... ¡Horror! Cayó pesadamente, y al recibirle las losas del patio, sonó un estallido seco de huesos rotos. La caída y la muerte fueron instantáneas.
—¡Dios mío! —gritó doña Leticia saliendo al pasillo—. ¡Qué deshonor!... ¡Qué vergüenza! Vendrá el juez... ¡Ah, malvado inclusero!
Cleo, asustada, pálida tras la capa de polvos de arroz que cubría su rostro, se dejó caer en una butaca.
La gente acudía a la casa, llegaban los agentes de orden público corriendo; y pensando en que aquello la detendría en casa, pensó Cleo con ira en aquel miserable muchachuelo, que le hacía faltar a una cita, la primera que había dado al conde de Cenagal el Alto.