Si algún día venís a la provincia de Asturias, no os vayáis sin echar una ojeada a Rodillero. Es el pueblo más singular y extraño de ella, ya que no el más hermoso. Y todavía en punto a belleza considero que se las puede haber con cualquier otro, aunque no sea ésta la opinión general. La mayoría de las personas, cuando hablan de Rodillero, sonríen con lástima, lo mismo que cuando se mienta en la conversación a un cojo o corcovado o a otro mortal señalado de modo ridículo por la mano de Dios. Es una injusticia. Confieso que Rodillero no es gentil, pero es sublime, lo cual importa más.
Figuraos que camináis por una alta meseta de la costa, pintoresca y amena como el resto del país: desparramados por ella vais encontrando blancos caseríos, medio ocultos entre el follaje de los árboles, y quintas, de cuyas huertas cuelgan en piños sobre el camino las manzanas amarillas sonrosadas: un arroyo cristalino serpea por el medio, esparciendo amenidad y frescura; delante tenéis la gran mancha azul del océano; detrás las cimas lejanas de algunas montañas que forman oscuro y abrupto cordón en torno de la campiña, que es dilatada y llana. Cerca ya de la mar, comenzáis a descender rápidamente, siguiendo el arroyo, hacia un barranco negro y adusto: en el fondo está Rodillero. Pero este barranco se halla cortado en forma de hoz, y ofrece no pocos tramos y revueltas antes de desembocar en el océano. Las casuchas que componen el pueblo están enclavadas por entrambos lados en la misma peña, pues las altas murallas que lo cierran no dan espacio más que para el arroyo y una estrecha calle que lo ciñe: calle y arroyo van haciendo eses, de suerte que algunas veces os encontraréis con la montaña por delante, escucharéis los rumores de la mar detrás de ella y no sabréis por dónde seguir para verla: el mismo arroyo os lo irá diciendo. Salváis aquel tramo, pasáis por delante de otro montón de casas colocadas las unas encima de las otras en forma de escalinata, y de nuevo dais con la peña cerrándoos el paso. Los ruidos del océano se tornan más fuertes, la calle se va ensanchando: aquí tropezáis con una lancha que están carenando, más allá con algunas redes tendidas en el suelo; percibiréis el olor nauseabundo de los residuos podridos del pescado; el arroyo corre más sucio y sosegado, y flotan sobre él algunos botes: por fin, al revolver de una peña os halláis frente al mar. El mar penetra, al subir, por la oscura garganta engrosando el arroyo. La playa que deja descubierta al bajar no es de arena, sino de guijo. No hay muelle ni artefacto alguno para abrigar las embarcaciones: los marineros cuando tornan de la pesca se ven precisados a subir sus lanchas a la rastra hasta ponerlas a seguro.
Rodillero es un pueblo de pescadores. Las casas, por lo común, son pequeñas y pobres y no tienen vistas más que por delante; por detrás se las quita la peña a donde están adosadas. Hay algunas menos malas, que pertenecen a las pocas personas de lustre que habitan en el lugar, enriquecidas la mayor parte en el comercio del escabeche; suelen tener detrás un huerto labrado sobre la misma montaña, cuyo ingreso está en el piso segundo. Hay, además, tres o cuatro caserones solariegos, deshabitados, medio derruidos; se conoce que los hidalgos que los habitaban han huido hace tiempo de la sombría y monótona existencia de aquel pueblo singular. Cuando lo hayáis visitado, les daréis la razón. Vivir en el fondo de aquel barranco oscuro donde los ruidos de la mar y del viento zumban como en un caracol, debe de ser bien triste.
En Rodillero, no obstante, nadie se aburre; no hay tiempo para ello. La lucha ruda, incesante, que aquel puñado de seres necesita sostener con el océano para poder alimentarse, de tal modo absorbe su atención, que no se echa menos ninguno de los goces que proporcionan las grandes ciudades. Los hombres salen a la mar por la mañana o a media noche, según la estación, y regresan a la tarde: las mujeres se ocupan en llevar el pescado a las villas inmediatas, o en freírlo para escabeche en las fábricas, en tejer y remendar las redes, coser las velas y en los demás quehaceres domésticos. Adviértese entre los dos sexos extraordinarias diferencias en el carácter y en el ingenio. Los hombres son comúnmente graves, taciturnos, sufridos, de escaso entendimiento y noble corazón. En la escuela se observa que los niños son despiertos de espíritu y tienen la inteligencia lúcida; pero según avanzan en años, se va apagando ésta poco a poco, sin poder atribuirlo a otra causa que a la vida exclusivamente material que observan, apenas comienzan a ganarse el pan: desde la mar a la taberna, desde la taberna a casa, desde casa otra vez a la mar, y así un día y otro día, hasta que se mueren o inutilizan. Hay, no obstante, en el fondo de su alma una chispa de espiritualismo que no se apaga jamás, porque la mantiene viva la religión. Los habitantes de Rodillero son profundamente religiosos; el peligro constante en que viven les mueve a poner el pensamiento y la esperanza en Dios. El pescador todos los días se despide para el mar, que es lo desconocido; todos los días se va a perder en ese infinito azul de agua y de aire sin saber si volverá. Y algunas veces, en efecto, no vuelve: no se pasan nunca muchos años sin que Rodillero pague su tributo de carne al océano: en ocasiones el tributo es terrible: en el invierno de 1852 perecieron 80 hombres que representaban una tercera parte de la población útil. Poco a poco esta existencia va labrando su espíritu, despegándoles de los intereses materiales, haciéndoles generosos, serenos, y con la familia tiernos: no abundan entre los marinos los avaros, los intrigantes y tramposos, como entre los campesinos.
La mujer es muy distinta: tiene las cualidades de que carece su esposo, pero también los defectos. Es inteligente, de genio vivo y emprendedor, astuta y habilidosa, por lo cual lleva casi siempre la dirección de la familia: en cambio suele ser codiciosa, deslenguada y pendenciera. Esto en cuanto a lo moral. Por lo que toca a lo corporal, no hay más que rendirse y confesar que no hay en Asturias y por ventura en España quien sostenga comparación con ellas. Altas, esbeltas, de carnes macizas y sonrosadas, cabellos negros abundosos, ojos negros también y rasgados, que miran con severidad como los de las diosas griegas; la nariz, recta o levemente aguileña, unida a la frente por una línea delicada, termina con ventanas un poco dilatadas y de movilidad extraordinaria, indicando bien su natural impetuoso y apasionado; la boca fresca, de un rojo vivo que contrasta primorosamente con la blancura de los dientes; caminan con majestad, como las romanas; hablan velozmente y con acento musical, que las hace reconocer en seguida donde quiera que van; sonríen poco, y eso con cierto desdén olímpico. No creo que en ningún otro rincón de España se pueda presentar un ramillete de mujeres tan exquisito.
En este rincón, como en todos los demás de la tierra, se representan comedias y dramas, no tan complicados como en las ciudades, porque son más simples las costumbres, pero quizá no menos interesantes. Uno de ellos se me ofrece que contar: es la historia sencilla de un pobre marinero. Escuchadla los que amáis la humilde verdad, que a vosotros la dedico.
Eran las dos de la tarde. El sol resplandecía vivo, centelleante, sobre el mar. La brisa apenas tenía fuerza para hinchar las velas de las lanchas pescadoras que surcaban el océano a la ventura. Los picos salientes de la costa y las montañas de tierra adentro se veían a lo lejos envueltas en un finísimo cendal azulado. Los pueblecillos costaneros brillaban como puntos blancos en el fondo de las ensenadas. Reinaba silencio, el silencio solemne, infinito, de la mar en calma. La mayor parte de los pescadores dormían o dormitaban en varias y caprichosas actitudes; quiénes de bruces sobre el carel, quiénes respaldados, quiénes tendidos boca arriba sobre los paneles o tablas del fondo. Todos conservaban en la mano derecha los hilos de los aparejos, que cortaban el agua por detrás de la lancha en líneas paralelas: la costumbre les hacía no soltarlos ni en el sueño más profundo. Marchaban treinta o cuarenta embarcaciones a la vista unas de otras, formando a modo de escuadrilla, y resbalaban tan despacio por la tersa y luciente superficie del agua, que a ratos parecían inmóviles. La lona tocaba a menudo en los palos, produciendo un ruido sordo que convidaba al sueño. El calor era sofocante y pegajoso, como pocas veces acontece en el mar.
El patrón de una de las lanchas abandonó la caña del timón por un instante, sacó el pañuelo y se limpió el sudor de la frente; después volvió a empuñar la caña, y paseó una mirada escrutadora por el horizonte, fijándose en una lancha que se había alejado bastante; presto volvió a su actitud descuidada, contemplando con ojos distraídos a sus dormidos compañeros. Era joven, rubio, de ojos azules; las facciones, aunque labradas y requemadas por la intemperie, no dejaban de ser graciosas; la barba, cerrada y abundante; el traje, semejante al de todos los marineros, calzones y chaqueta de algodón azul y boina blanca; algo más fino, no obstante, y mejor arreglado.
Uno de los marineros levantó al cabo la frente del carel, y restregándose los ojos, articuló oscuramente y con mal humor:
—¡El diablo me lleve si no vamos a estar encalmados todo el día!
—No lo creas —repuso el patrón escrutando de nuevo el horizonte,—antes de una hora ventará fresco del Oeste; el semblante viene de allá: Tomás ya amuró para ir al encuentro.
—¿Dónde está Tomás? —preguntó el marinero, mirando al mar con la mano puesta sobre los ojos a guisa de pantalla.
—Ya no se le ve.
—¿Pescó algo?
—No me parece…; pero pescará… y todos pescaremos. Hoy no nos vamos sin bonito a casa.
—Allá veremos —gruñó el marinero echándose nuevamente de bruces para dormir.
El patrón tornó a ser el único hombre despierto en la embarcación. Cansado de mirar el semblante, el mar y las lanchas, puso los ojos en un marinero viejo que dormía boca arriba debajo de los bancos, con tal expresión de ferocidad en el rostro, que daba miedo. Mas el patrón, en vez de mostrarlo, sonrió con placer.
—Oye, Bernardo —dijo tocando en el hombro al marinero con quien acababa de hablar;—mira qué cara tan fea pone el Corsario para dormir.
El marinero levantó otra vez la cabeza y sonrió también con expresión de burla.
—Aguarda un poco, José, vamos a darle un chasco… Dame acá esa piedra…
El patrón, comprendiendo en seguida, tomó un gran pedrusco que servía de lastre en la popa y se lo llevó en silencio a su compañero. Éste fue sacando del agua con mucha pausa y cuidado el aparejo del Corsario, y cuando hubo topado con el anzuelo, le amarró con fuerza el pedrusco y lo dejó caer muy delicadamente en el agua: y con toda presteza se echó de nuevo sobre el carel en actitud de dormir.
—¡Ay, María! —gritó despavorido el marinero al sentir la fuerte sacudida del aparejo: la prisa de levantarse le hizo dar un testerazo contra el banco; pero no se quejó.
Los compañeros todos despertaron y se inclinaron de la banda de babor, por donde el Corsario comenzaba a tirar ufano de su aparejo. Bernardo también levantó la cabeza, exclamando con mal humor:
—¡Ya pescó el Corsario! ¡Se necesita que no haya un pez en la mar para que este recondenado no lo aferre!
Al decir esto guiñó el ojo a un marinero, que a su vez dio un codazo a otro, y éste a otro; de suerte que en un instante casi todos se pusieron al tanto de la broma.
—¿Es grande, Corsario? —dijo otra vez Bernardo.
—¿Grande?… Ven aquí a tener; verás cómo tira.
El marinero tomó la cuerda que el otro le tendía, y haciendo grandes muecas de asombro frente a sus compañeros, exclamó en tono solemne:
—¡Así Dios me mate, si no pesa treinta libras! Será el mejor animal de la costera.
Mientras tanto el Corsario, trémulo, sonriente, rebosando de orgullo, tiraba vigorosamente, pero con delicadeza, del aparejo, cuidando de arriar de vez en cuando para que no se le escapara la presa. Los rostros de los pescadores se inclinaban sobre el agua, conteniendo a duras penas la risa.
—¿Pero qué imán o qué mil diablos traerá consigo este ladrón, que hasta dormido aferra los peces? —seguía exclamando Bernardo con muecas cada vez más grotescas.
El Corsario notó que el bonito, contra su costumbre, tiraba siempre en dirección al fondo; pero no hizo caso, y siguió trayendo el aparejo, hasta que se vio claramente la piedra al través del agua.
¡Allí fue Troya! Los pescadores soltaron todos a la vez el hilo de la risa, que harto lo necesitaban, prorrumpieron en gritos de alegría, se apretaban los ijares con los puños y se retorcían sobre los bancos sin poder sosegar el flujo de las carcajadas.
—¡Adentro con él, Corsario, que ya está cerca!
—No es bonito, pero es un pez muy estimado por lo tierno y sabroso.
—Sobre todo con aceite y vinagre y un si es no es de pimentón.
—Apostad a que no pesa treinta libras como yo decía.
El Corsario, mohino, fruncido y de malísimo talante, metió a bordo el pedrusco, lo desamarró y soltó de nuevo el aparejo al agua: después echó una terrible mirada a sus compañeros y murmuró:
—¡Cochinos, si os hubierais visto en los apuros que yo, no tendríais gana de bromas!
Y se tendió de nuevo, gruñendo feos juramentos. La risa de los compañeros no se calmó por eso; prosiguió viva un buen rato, reanimada, cuando estaba a punto de fenecer, por algún chistoso comentario. Al fin se calmó, no obstante, o más bien, se fue trasformando en alegre plática, y ésta a la postre en letargo y sueño.
Empezaba a refrescar la brisa: al ruido de la lona en los palos sucedió el susurro del agua en la quilla.
El patrón, con la cabeza levantada, sin perder de vista las lanchas, aspiraba con delicia este viento precursor del pescado: echó una mirada a los aparejos para cerciorarse de que no iban enredados, orzó un poco para ganar el viento, atesó cuanto pudo la escota y se dejó ir. La embarcación respondió a estas maniobras ladeándose para tomar vuelo. Los ojos de lince del timonel observaron que una lancha acababa de aferrar.
—Ya estamos sobre el bonito —dijo en voz alta; pero nadie despertó.
Al cabo de un momento, el marinero más próximo a la proa gritó reciamente:
—¡Ay, María!
El patrón largó la escota para suspender la marcha. El marinero se detuvo antes de tirar, asaltado por el recuerdo de la broma anterior, y echando una mirada recelosa a sus compañeros, preguntó:
—¿Es una piedra también?
—¡Tira, animal! —gritó José temiendo que el pescado se fuese.
El bonito había arrastrado ya casi todo el aparejo. El marinero comenzó a tirar con fuerza. A las pocas brazas de hilo que metió dentro, lo arrió de nuevo, porque el pez lo mantenía harto vibrante, y no era difícil que lo quebrase; volvió a tirar y volvió a arriar; y de esta suerte, tirando y arriando, consiguió pronto que se distinguiese allá en el fondo un bulto oscuro que se revolvía furioso despidiendo destellos de plata: y cuanto más se le acercaba al haz del agua, mayores eran y más rabiosos sus esfuerzos por dar la vuelta y escapar; y unas veces, cuando el pescador arriaba el cabo, parecía conseguirlo, remedando en cierto modo al hombre que, huyendo, se juzga libre de su fatal destino; y otras, rendido y exánime, se dejaba arrastrar dócilmente hacia la muerte. Al sacarlo de su nativo elemento y meterlo a bordo, con sus saltos y cabriolas salpicó de agua a toda la tripulación. Después, cuando le arrancaron el anzuelo de la boca, quedó inmóvil un instante, como si hiciese la mortecina; mas de pronto comenzó a sacudirse debajo de los bancos con tanto estrépito y furor, que en poco estuvo no saltase otra vez al agua. Pero ya nadie hacía caso de él; otros dos bonitos se habían aferrado casi al mismo tiempo, y los pescadores se ocupaban en meterlos dentro.
La pesca fue abundante. En obra de tres o cuatro horas, entraron a bordo ciento y dos bonitos.
—¿Cuántos? —preguntaron desde una lancha que pasaba cerca.
—Ciento dos. ¿Y vosotros?
—Sesenta.
—¡No os lo dije yo! —exclamó Bernardo dirigiéndose a sus compañeros.—Ya veréis como no llega a ochenta la que más lleve a casa. Cuando un hombre se quiere casar, aguza las uñas que asombra…
Todos los rostros se entornaron sonrientes hacia el patrón, en cuyos labios también se dibujó una sonrisa, que hizo más bondadosa aún la expresión de su rostro.
—¿Cuándo te casas, José? —preguntó uno de los marineros.
—Tomás y Manuel ya amuraron para tierra —dijo él sin contestar.—Suelta esa driza, Ramón; vamos a cambiar.
Después que se hubo efectuado la maniobra, dijo Bernardo:
—¿Preguntabais cuándo se casa José?… Pues bien claro está… En cuanto se bote al agua la lancha.
—¿Cuándo le dan brea?
—Muy pronto: el calafate me dijo que antes de quince días quedaría lista —repuso Bernardo.
—Habrá tocino y jamón aquel día; ¿eh, José?
—Y vino de Rueda superior —dijo otro.
—Y cigarros de la Habana —apuntó un tercero.
—Yo se lo perdonaba todo —dijo Bernardo— con tal que el día de la boda nos llevase a ver la comedia a Sarrió.
—Es imposible; ¿no reparas que aquella noche José no puede acostarse tarde?
—Bien; pues entonces que nos dé los cuartos para ir, y que él se quede en casa.
El patrón lo escuchaba todo sin decir palabra, con la misma sonrisa benévola en los labios.
—¡Qué mejor comedia —exclamó uno— que casarse con la hija de la maestra!
—¡Bah, bah! ten cuidado con lo que hablas —dijo José entre risueño y enfadado.
Los compañeros celebraron la grosería como el chiste más delicado, y siguió la broma y cantaleta, mientras el viento, que comenzaba a sosegarse, los empujaba suavemente hacia tierra.
Comenzaba el crepúsculo cuando las barcas entraron en la ensenada de Rodillero. Una muchedumbre formada casi toda de mujeres y niños, aguardaba en la ribera, gritando, riendo, disputando; los viejos se mantenían algo más lejos sentados tranquilamente sobre el carel de alguna lancha que dormía sobre el guijo esperando la carena, mientras la gente principal o de media levita contemplaba la entrada de los barcos desde los bancos de piedra que tenían delante las casas más vecinas a la playa. Antes de llegar, con mucho, ya sabía la gente de la ribera, por la experiencia de toda la vida, que traían bonito. Y como sucedía siempre en tales casos, esta noticia se reflejaba en los semblantes en forma de sonrisa. Las mujeres preparaban los cestos a recibir la pesca, y se remangaban los brazos con cierta satisfacción voluptuosa; los chicos escalaban los peñascos más próximos a fin de averiguar prontamente lo que guardaba el fondo de las lanchas. Éstas se acercaban lentamente: los pescadores, graves, silenciosos, dejaban caer perezosamente los remos sobre el agua.
Una tras otra fueron embarrancando en el guijo de la ribera; los marineros se salían de ellas dando un gran salto para no mojarse; algunos se quedaban a bordo para descargar el pescado, que iban arrojando pieza tras pieza a la playa. Recogíanlas las mujeres, y con increíble presteza las despojaban de la cabeza y la tripa, las amontonaban después en los cestos, y remangándose las enaguas, se entraban algunos pasos por el agua a lavarlas. En poco tiempo, una buena parte de ésta, y el suelo de la ribera, quedaron teñidos de sangre.
En cuanto saltaron a tierra, los patrones formaron un grupo y señalaron el precio del pescado. Los dueños de las bodegas de escabeche y las mujerucas que comerciaban con lo fresco esperaban recelosas a cierta distancia el resultado de la plática.
Una mujer vestida con más decencia que las otras, vieja, de rostro enjuto, nariz afilada y ojos negros y hundidos, se acercó a José cuando éste se apartó del grupo, y le preguntó con ansiedad:
—¿A cómo?
—A real y medio.
—¡A real y medio! —exclamó con acento colérico.—¿Y cuándo pensáis bajarlo? ¿Pensáis que lo vamos a pagar lo mismo cuando haya mucho que cuando haya poco?
—A mí no me cuente nada, señá Isabel —repuso avergonzado José.—Yo no he dicho esta boca es mía. Allá ellos lo arreglaron.
—Pero tú has debido advertirles —replicó la vieja con el mismo tono irritado— que no es justo; que nos estamos arruinando miserablemente; y en fin, que no podemos seguir así…
—Vamos, no se enfade, señora… yo haré lo que pueda por que mañana se baje. Además, ya sabe…
—¿Qué?
—Que los dos quiñones de la lancha y el mío los puede pagar como quiera.
—No te lo he dicho por eso —manifestó la señá Isabel endulzándose repentinamente;—pero tú bien te haces cargo de que perdemos el dinero; que el maragato siguiendo así nos devolverá los barriles… Mira, allí tienes a Elisa pesando; ve allá, que más gana tendrás de dar la lengua con ella que conmigo.
José sonrió, y diciendo adiós, se alejó unos cuantos pasos.
—Oyes, José —le gritó la señá Isabel enviándole una sonrisa zalamera.—¿Conque al fin, a cómo me dejas eso?
—A como V. quiera: ya se lo he dicho.
—No, no; tú lo has de decidir.
—¿Le parece mucho a diez cuartos? —preguntó tímidamente.
—Bastante —respondió la vieja sin dejar la sonrisa aduladora.—Vamos, para no andar en más cuestiones, será a real, ¿te parece?
José se encogió de hombros en señal de resignarse, y encaminó los pasos hacia una de las varias bodegas que, con el pomposo nombre de fábricas, rodeaban la playa. A la puerta estaba una hermosa joven, alta, fresca, sonrosada, como la mayor parte de sus convecinas, aunque de facciones más finas y concertadas que el común de ellas. Vestía asimismo de modo semejante, pero con más aliño y cuidado; el pañuelo, atado a la espalda, no era de percal, sino de lana; los zapatos de becerro fino, las medias blancas y pulidas; tenía los brazos desnudos, y, cierto, eran de lo más primoroso y acabado en su orden. Estaba embebecida y atenta a la operación de pesar el bonito que en su presencia ejecutaban tres o cuatro mujeres ayudadas de un marinero: a veces ella misma tomaba parte sosteniendo el pescado entre las manos.
Cuando sintió los pasos de José, levantó la cabeza, y sus grandes ojos rasgados y negros sonrieron con dulzura.
—Hola José; ¿ya has despachado?
—Nos falta arrastrar los barcos. ¿Trajeron todo el pescado?
—Sí, aquí está ya. Dime —continuó, acercándose a José,—¿a cómo lo habéis puesto?
—A real y medio; pero a tu madre se lo he puesto a real.
El rostro de Elisa se enrojeció súbitamente.
—¿Te lo ha pedido ella?
—No.
—Sí, sí; no me lo niegues; la conozco bien…
—Vaya, no te pongas seria… Se lo he ofrecido yo a ese precio, porque comprendo que no puede ganar de otro modo…
—Sí gana, José, sí gana —dijo con acento triste la joven.—Lo que hay es que quiere ganar más… El dinero es todo para ella.
—Bah, no me arruinaré por eso.
—¡Pobre José! —exclamó ella después de una pausa, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro;—¡qué bueno eres!… Por fortuna, pronto se concluirán estas miserias que me avergüenzan. ¿Cuándo piensas botar la lancha?
—Veremos si puede ser el día de San Juan.
—Entonces, ¿por qué no hablas ya con mi madre? El plazo que ha señalado ha sido ése: bueno fuera írselo recordando.
—¿Te parece que debo hacerlo?
—Claro está; el tiempo se pasa, y ella no se da por entendida.
—Pues la hablaré en seguida; así que arrastremos la lancha… si es que me atrevo —añadió un poco confuso.
—El que no se atreve, José, no pasa la mar —contestó la joven sonriendo.
—¿Hablaré a tu padrastro también?
—Lo mismo da; de todos modos, ha de ser lo que ella quiera.
—Hasta luego, entonces.
—Hasta luego; procura abreviar, para que no nos cojas cenando.
José se encaminó de nuevo a la ribera, donde ya los marineros comenzaban a poner la lancha en seco, con no poca pena y esfuerzo. El crepúsculo terminaba, y daba comienzo la noche. Las mujeres y los chicos ayudaban a sus maridos y padres en aquella fatigosa tarea de todos los días. Oíanse los gritos sostenidos de los que empujaban, para hacer simultáneo el esfuerzo; y entre las sombras, que comenzaban a espesarse, veíanse sus siluetas formando apretado grupo en torno de las embarcaciones; éstas subían con marcha interrumpida por la playa arriba haciendo crugir el guijo. Cuando las alejaron bastante del agua para tenerlas a salvo, fueron recogiendo los enseres de la pesca que habían dejado esparcidos por la ribera, y echando una última mirada al mar, inmóvil y oscuro, dejaron aquel sitio y se entraron poco a poco en el lugar.
José también enderezó los pasos hacia él cuando hubo dado las órdenes necesarias para el día siguiente. Siguió rápidamente la única calle, bastante clara a la sazón por el gran número de tabernas que estaban abiertas: de todas salía formidable rumor de voces y juramentos. Y sin hacer caso de los amigos que le llamaban a gritos invitándole a beber, llegó hasta muy cerca de la salida del pueblo y entró en una tienda cuya claridad rompía alegremente la oscuridad de la calle. En aquella tendezuela angosta y baja de techo como la cámara de un barco, se vendía de todo; bacalao, sombreros, cerillas, tocino, catecismos y coplas. Ocupaban lugar preferente, no obstante, los instrumentos de pesca y demás enseres marítimos; tres o cuatro rollos grandes de cable yacían en el suelo sirviendo de taburetes; sartas de anzuelos colgaban de un remo atravesado de una pared a otra; y algunos botes de alquitrán a medio consumir, esparcían por la estancia un olor penetrante que mareaba a quien no estuviese avezado a sufrirlo. Pero la nariz de los tertulianos asiduos de la tienda no se daba por ofendida; quizá no advertía siquiera la presencia de tales pebeteros.
Sentada detrás de la tabla de pino que servía de mostrador, estaba la señá Isabel. Su esposo, D. Claudio, maestro de primeras letras (y últimas también, porque no había otras) de Rodillero, se mantenía en pie a un lado cortando gravemente en pedazos una barra de jabón: la luenga levita que usaba, adornada a la sazón por un par de manguitos de percalina sujetos con cintas al brazo, y la rara erudición y florido lenguaje de que a menudo hacía gala, no eran parte a desviarle de esta ocupación grosera; diez años hacía que estaba casado con la viuda del difunto Vega, tendero y fabricante de escabeche, y en todo este tiempo había sabido compartir noblemente, y sin daño, las altas tareas del magisterio con las menos gloriosas del comercio, prestando igual atención, como él solía decir, a Minerva y a Mercurio. Tenía cincuenta años, poco más o menos, el color tirando a amarillo, la nariz abierta, el cabello escaso, los ojos salidos, con expresión inmutable de susto o sorpresa, cual si estuviese continuamente en presencia de alguna escena trágica visible sólo para él. Era de condición apacible y benigna, menos en la escuela, donde atormentaba a los chicos sin piedad, no por inclinación de su temperamento, sino por virtud de doctrinas arraigadas en el ánimo profundamente. Las disciplinas, la palmeta, los estirones de orejas y los coscorrones formaban para D. Claudio parte integral del sistema de la ciencia, lo mismo que las letras y los números; todo ello estaba comprendido bajo el nombre genérico de castigo. D. Claudio pronunciaba siempre esta palabra con veneración; elevándose de golpe a las cimas de la metafísica, pensaba que el castigo no era un mal, sino uno de los dones más deleitables y sabrosos que el hombre debía a la providencia de Dios. En este supuesto, el que castigaba debía ser considerado como ángel tutelar, a semejanza del que restaña una herida. Procuraba rodear los castigos de aparato, a fin de obtener corrección y ejemplaridad; nunca los infligía con ímpetu y apresuradamente; primero se enteraba bien de la falta cometida, y después de pesarla en la balanza de la justicia, sentenciaba al reo y apuntaba la condena en un papel; el penado iba a juntarse en un rincón de la escuela con otros galeotes, y allí esperaba con saludables espasmos de terror la hora fatal. Al terminarse las lecciones, recorría D. Claudio el boletín de castigos, y en vista de él, comenzaba, por orden de antigüedad, a ejecutar los suplicios en presencia de toda la escuela. Una vez que daba remate a esta tarea, solía aplicar algunas palmaditas paternales en los rostros llorosos de los chicos vapuleados, diciéndoles cariñosamente:
—Vaya, hijos míos, a casa ahora, a casa; algún día me agradeceréis estos azotes que os he dado.
En el lugar era bien quisto y se le recibía en todas partes con la benevolencia no exenta de desdén con que se mira siempre en este mundo a los seres inofensivos. Los vecinos todos sabían que D. Claudio vivía en casa aherrojado, que su mujer «le tenía en un puño:» no sólo porque su condición humilde y apocada se prestase a ello, sino también porque en la sociedad conyugal él era el pobre y su mujer la rica. La riqueza de la señá Isabel, no obstante, era sólo temporal, porque procedía del difunto Vega; toda debía recaer a su tiempo en Elisa; mas como ella la manejaba y la había de manejar aún por mucho tiempo, pues Elisa sólo contaba doce años a la muerte de su padre, D. Claudio pensó hacer una buena boda casándose con la viuda: tal era por lo menos la opinión unánime del pueblo. Por eso no se compadecían como debieran sus sinsabores domésticos; antes solían decir las comadres del lugar en tono sarcástico:—¿No quería mujer rica?… Pues ya la tiene.
—Buena marea hoy ¿eh José?
—A última hora. Bien pensé no traer veinte libras a casa.
—¿Cuántas pesó el pescado?
—No lo sé… allá la señá Isabel.
Ésta, que debía de saberlo perfectamente, levantó, sin embargo, la vista hacia Elisa, y preguntó:
—¿Cuántas, Elisa?
—Mil ciento cuarenta.
—Pues estando a real y medio, tú debes de levantar hoy muy cerca de veinte duros —dijo el primer interlocutor, que era el juez de paz de Rodillero en persona.
Elisa, al oír estas palabras, se encendió de rubor otra vez. José bajó la cabeza algo confuso y dijo entre dientes:
—No tanto, no tanto.
La señá Isabel siguió impasible cosiendo.
—¿Cómo no tanto? —saltó D. Claudio recalcando fuertemente las sílabas, según tenía por costumbre.—Me parece que aun se ha quedado corto el señor juez. Nada más fácil que justipreciar exactamente lo que te corresponde; es una operación sencillísima de aritmética elemental. Espera un poco —añadió dirigiéndose a un estante y sacando papel y pluma de ave.
La señá Isabel le clavó una mirada fría y aguda que le hubiera anonadado a no encontrarse en aquel instante de espaldas. Sacó del bolsillo un tintero de asta y lo destornilló con trabajo.
—Vamos a ver. Problema. Mil ciento cuarenta libras de bonito a real y medio la libra, ¿cuántos reales serán? Debemos multiplicar mil ciento cuarenta por uno y medio. Es la multiplicación de un entero por un mixto. Necesitamos reducir el mixto a quebrado… uno por dos es dos. Tenemos dos medios más un medio. Tienen el denominador común: sumemos los numeradores. Dos y uno tres; tres medios. Multipliquemos ahora el entero por el quebrado: tres por cero es cero; tres por cuatro doce, llevo uno…
—¿Quieres dejarnos en paz, querido? —interrumpió la señá Isabel, conteniendo a duras penas la cólera.—Estamos cansados de que lleves y traigas tantos quebrados y tantos mixtos para nada.
—Mujer… ¿quieres que yo cuente por los dedos?… La ciencia…
—¡Bah, bah, bah!… aquí no estás en la escuela: hazme el favor de callar.
D. Claudio hizo una mueca de resignación, volvió a atornillar el tintero, lo sepultó en el fondo de la levita y se puso de nuevo a partir jabón.
Después de una pausa, el juez municipal mitigó el desaire de D. Claudio haciendo una apología acabada de la aritmética; para él no había mas ciencias que las exactas. Pero D. Claudio, aunque agradecido al socorro, se mostró contrario a las afirmaciones de la autoridad, y se entabló disputa acerca del orden y dignidad de las ciencias.
El juez municipal de Rodillero era un capitán de Infantería, retirado hacía ya bastantes años: vivía o vegetaba en su pueblo natal con los escasos emolumentos que el Gobierno le pagaba tarde y de mal modo: una hermana, más vieja que él, cuidaba de su casa y hacienda: era hombre taciturno, caviloso y en grado sumo susceptible; gozaba fama de pundonoroso y justificado: se le achacaban como defectos la sobrada rigidez de carácter y el apego invencible a las propias opiniones.
A su lado estaba un caballero anciano, de nobles y correctas facciones, con grandes bigotes blancos y perilla prolongada hasta el medio del pecho; el cabello largo también y desgreñado, los ojos negros y ardientes, la mirada altiva y la sonrisa desdeñosa: su figura exigua y torcida no era digno pedestal para aquella hermosa cabeza; además, la levita sucia y raída que gastaba, los pantalones de paño burdo y los zapatos claveteados de labrador, contribuían mucho a menoscabar su prestigio. Llamábase D. Fernando de Meira, y pertenecía a una antigua y noble familia de Rodillero, totalmente arruinada hacía ya muchos años. Los hijos de esta familia se habían desparramado por el mundo en busca del necesario sustento: el único que permanecía pegado al viejo caserón solariego como una ostra era D. Fernando, al cual su carrera de abogado no le había servido jamás para ganarse la vida, o por falta de aptitudes para ejercerla, o por el profundo desprecio que al noble vástago de la casa de Meira le inspiraba toda ocupación que no fuese la caza o la pesca. Vivía en una de las habitaciones menos derruidas de su casa, la cual se estaba viniendo abajo por diferentes sitios no hacía ya poco tiempo: servíanle de compañeros en ella los ratones que escaramuzaban y batallaban libremente por todo su ámbito, las tímidas lagartijas que anidaban en las grietas de las paredes, y una muchedumbre de murciélagos que volteaba por las noches con medroso rumor. Nadie le conocía renta o propiedad de donde se sustentase, y pasaba como artículo de fe en el pueblo que el anciano caballero veía el hambre de cerca en bastantes ocasiones.
Cuando más joven, salía de caza y acostumbraba a traer provisión abundante, pues era el más diestro cazador de la comarca; al faltarle las fuerzas, consagrose enteramente a la pesca; los días en que la mar estaba bella salía el Sr. de Meira en su bote al calamar, al chicharro, a la robaliza o a los muiles, según la estación y las circunstancias del agua: en este arte dio señales de ser tan avisado como en la caza; del pescado que le sobraba solía regalar a los particulares de Rodillero, porque D. Fernando se hubiera dejado morir de hambre antes que vender un solo pez cogido por su mano; pero estos regalos engendraban en justa correspondencia otros, y merced a ellos, el caballero podía atender a las más apremiantes necesidades de su cocina, la leña, el aceite, los huevos, etc., y aún autorizarse en ocasiones algún exceso: él mismo se aderezaba los manjares que comía y no con poca inteligencia, al decir de las gentes; se hablaba con mucho encomio de una caldereta singular que el Sr. de Meira guisaba como ningún cocinero. Pero llegó un día en que el pueblo supo con sorpresa que el caballero había vendido su bote a un comerciante de Sarrió: la razón todos la adivinaron, por más que él la ocultó diciendo que lo había enajenado para comprar otro mejor. Desde entonces, en vez de salir al mar, pescaba desde la orilla con la caña, o lo que es igual, en vez de ir al encuentro de los peces los esperaba pacientemente sentado sobre alguna peña solitaria. Cuando no venían, observaban los vecinos que no salía humo por la chimenea de la casa de Meira.
—¿Madre, no arregla la cuenta a José?… es ya hora de cenar —dijo Elisa a la señá Isabel.
—¿Tienes despierto el apetito? —contestó ésta, dibujándose en sus labios una sonrisa falsa.—Pues aguárdate, hija mía, que necesito concluir lo que tengo entre manos.
Desde que José había entrado en la tienda, Elisa no había dejado de hacerle señas con disimulo, animándole a llamar aparte a su madre y decirle lo que tenían convenido. El marinero se mostraba tímido, vacilante, y manifestaba a su novia, también por señas, que aguardaba a que los tertulianos se fuesen. Ella replicaba que éstos no se irían sino cuando llegase el momento de cenar. José no acababa de decidirse. Finalmente, la joven cansada de la indecisión de su novio, se arrojó a proponer a su madre lo que acabamos de oír, con el fin de que pasase a la trastienda y allí se entablase la conversación que apetecía. La respuesta de la señá Isabel los dejó tristes y pensativos.
Habían entrado en la tienda, después de nuestro José, otros tres o cuatro marineros, entre ellos Bernardo. La conversación rodaba, como casi siempre, sobre intereses; quién tenía más, quién tenía menos. Se habló de un potentado de la provincia, que acababa de adquirir en aquella comarca algunas tierras.
—¿Es muy rico ese señor conde? —preguntó un marinero.
D. Fernando extendió la mano solemnemente y dijo:
—Mi primo el conde de la Mata tiene cuatro mil fanegas de renta por su madre en Piloña. De su padre le habrá quedado poco: el mayorazgo de los Velascos nunca fue muy grande, y lo ha mermado mucho mi tío.
—Las doscientas fanegas que ha comprado en Riofontán —dijo el juez— son lo mejor del concejo: en veintidós mil duros han sido baratas.
—D. Anacleto estaba necesitado de fondos; su hijo le ha gastado un capital en Madrid, según dicen —apuntó D. Claudio.
—También a él le salieron baratas cuando las compró hace años —manifestó uno de los marineros.
—¿A quién se las compró? —preguntó otro.
D. Fernando extendió de nuevo la mano con igual majestad, diciendo:
—A mi primo el marqués de las Quintanas… Pero éste no tenía necesidad de dinero: las vendió para trasladar sus rentas a Andalucía.
—¿También ese señor es su primo? —dijo Bernardo levantando la cabeza y haciendo una mueca cómica que hizo sonreír a los presentes.
D. Fernando le dirigió una mirada iracunda.
—Sí señor, es mi primo… ¿y qué hay con eso?…
—Nada, nada —manifestó Bernardo con sorna,—que me pareció demasiada primacía.
—Pues has de saber —exclamó D. Fernando con exaltación,—que mi casa es dos siglos más antigua que la suya. Cuando los Quintanas eran unos petates, unos hidalgüelos de mala muerte en Andalucía, ya los señores de Meira levantaban pendón en Asturias y tenían fundada su colegiata y armada la horca en los terrenos que hoy son de Pepe Llanos. Un Quintanas vino de allá a pedir la mano de una dama de la casa de Meira, teniéndolo a mucho honor… En mi casa había entonces dotes cuantiosas para todas las hembras que se casaban… De mi casa salieron dotes para la casa de Miranda, para la de Peñalta, para la de Santa Cruz, para la de Guzmán…
—Vamos —dijo Bernardo sonriendo,—por eso se quedó V. tan pobre.
Los ojos de D. Fernando centellaron de ira al escuchar estas malignas palabras.
—Oyes tú, cochino, zambombo, ¿te he pedido algo a ti? ¿Qué tienes que partir en mi riqueza ni en mi pobreza? Has de saber que tú y yo no hemos mamado la misma leche, grandísimo pendejo…
—D. Fernando, sosiéguese V.—dijo D. Claudio.—La cólera es mala consejera.
—No le haga V. caso, D. Fernando —manifestó la señá Isabel.
—Paz, paz, paz, señores —exclamó el juez municipal levantando las manos con autoridad.
Bernardo reía cazurramente, sin dársele nada, al parecer, de las injurias que le vomitaba el Sr. de Meira. Estas escenas eran frecuentes entre ambos: el festivo marinero gustaba de mortificarle y verle encolerizado: después, se arrepentía de lo dicho, hacían las paces, y hasta otra. El anciano caballero no podía guardar rencor a nadie; sus cóleras eran como la espuma del vino.
—Madre, ya es hora de cenar —dijo Elisa aprovechando el silencio que siguió a la reyerta.—José tendrá ganas de irse.
La señá Isabel no contestó; su ojo avizor había descubierto, hacía ya rato largo, que D. Fernando trataba de hablar reservadamente con su esposo. En el momento en que Elisa volvía a su tema, observó que el Sr. de Meira tiraba disimuladamente de la levita a D. Claudio, marchándose después hacia la puerta como en ademán de investigar el tiempo: el maestro le siguió.
—Claudio —dijo la señá Isabel antes de que pudiesen entablar conversación;—alcánzame el paquete de los botones de nácar que está empezado.
D. Claudio volvió sobre sus pasos; arrimose a la estantería, y empinándose cuanto pudo, sacó los botones del último estante. En el instante de entregarlos, su esposa le dijo por lo bajo con acento perentorio:
—Sube.
El maestro abrió más sus grandes ojos saltones, sin comprender.
—Que te vayas de aquí —dijo su esposa tirándole de una manga con fuerza.
D. Claudio se apresuró a obedecer sin pedir explicaciones; salió por la puerta que daba al portal, y subió las escaleras de la casa.
—El señor de la casa de Meira necesita cuartos —dijo Bernardo al oído del marinero que tenía cerca.—¿No has visto qué pronto lo ha olido la señá Isabel? ¡Si se descuida en echar fuera al maestro!…
El marinero sonrió mirando al caballero, que seguía a la puerta en espera de D. Claudio.
—Señores, ¿gustan VV. de cenar? —dijo la señá Isabel levantándose de la silla.
Los tertulianos se levantaron también.
—José, tú subirás con nosotros, ¿verdad?
—Como V. quiera. Si mañana le viene mejor arreglar eso…
—Bien; si a ti te parece…
Elisa no pudo contener un gesto de disgusto, y dijo precipitadamente:
—Madre, mañana es mal día; ya lo sabe… tenemos que cerrar una porción de barriles… y luego la misa, que siempre enreda algo…
—No te apures tanto, mujer… no te apures… lo arreglaremos hoy todo —contestó la señá Isabel clavando en su hija una mirada fría y escrutadora que la hizo turbarse.
Los tertulianos se fueron, dando las buenas noches. La señá Isabel, después de atrancar la puerta, recogió el velón y subió la escalera, seguida de Elisa y José.
La salita donde entraron era pequeña, al tenor de la tienda; gracias a los cuidados de Elisa, ofrecía grata disposición y apariencia; los muebles viejos, pero relucientes; un espejillo de marco dorado cubierto con gasa blanca para preservarlo de las moscas; sobre la mesa dos grandes caracoles de mar, y en medio de ellos un barquichuelo de cristal toscamente labrado. Estos atributos marinos suelen adornar las salas de las casas decentes de Rodillero. Colgaban de las paredes algunas malas estampas con marco negro, representando la conquista de Méjico, dando la preferencia a las escenas entre Hernán-Cortés y Doña Marina; por bajo del espejo había algunas fotografías, con marco también, en que figuraba la señá Isabel y el difunto Vega poco después de haberse unido en lazo matrimonial; media docena de sillas y un sofá con funda de hilo, completaban el mobiliario.
Cuando entraron en la sala, D. Claudio, que estaba asomado al corredor, se salió dejándoles el recinto libre. La señá Isabel pasó a la alcoba en busca del cuaderno sucio y descosido donde llevaba las cuentas todas de su comercio; Elisa aprovechó aquel momento para decir rápidamente a su novio:
—No dejes de hablarle.
Hizo un signo afirmativo José, aunque dando a entender el miedo y la turbación que le producía aquel paso. La joven se salió también cuando su madre tornó a la sala.
—El domingo, trescientas siete libras —dijo la señá Isabel, colocando el velón sobre la mesa y abriendo el cuaderno,—a real y cuartillo. El lunes, mil cuarenta, a real; el martes, dos mil doscientas, a medio real; el miércoles no habéis salido; el jueves, doscientas treinta y cinco, a dos reales; el viernes nada; hoy, mil ciento cuarenta, a real y medio… ¿ No es esto, José?
—Allá V., señora; yo no llevo apunte.
—Voy a echar la cuenta.
La vieja comenzó a multiplicar; no se oía en la sala más que el crugido de la pluma. José esperaba el resultado de la operación dando vueltas a la boina que tenía en la mano. No el interés o el afán de saber cuánto dinero iba a recibir ocupaba en aquel instante su ánimo; todo él estaba embargado y perplejo, ante la idea de tratar el negocio de su matrimonio: buscaba con anhelo manera hábil de entrar en materia, concluida que fuese la cuenta.
—Son cuatro mil setecientos tres reales y tres cuartillos —dijo la señá Isabel, levantando la cabeza.
José calló en señal de asentimiento. Hubo una pausa.
—Hay que quitar de esto —manifestó la vieja bajando la voz y dulcificándola un poco— la rebaja que me has hecho en tu quiñón y en los de la lancha… El domingo me lo has puesto a real; el lunes a tres cuartillos; el martes no hubo rebaja por estar barato; el jueves, a real y medio, y hoy a real. ¿No es eso?
—Sí, señora.
—La cuenta es mala de echar… ¿Quieres que lo pongamos a siete cuartos, para evitar equivocaciones?… Me parece que pierdo en ello…
José consintió, sin pararse a pensar si ganaba o perdía. La vieja comenzó de nuevo a trazar números en el papel, y José a escogitar los medios de salir de aquel mal paso.
Terminó al fin la señá Isabel; aprobó José su propio despojo y recibió de mano de aquélla un puñado de oro, para repartir al día siguiente entre sus compañeros. Después que lo hubo encerrado en un bolsillo de cuero y colocado entre los pliegues de la faja, se puso otra vez a dar vueltas a la boina con las manos temblorosas. Había llegado el instante crítico de hablar. José nunca había sido un orador elocuente, pero en aquella sazón se sintió desposeído como nunca de las cualidades que lo constituyen. Un flujo de sangre le subió a la garganta y se la atascó; apenas acertaba a contestar con monosílabos a las preguntas que la señá Isabel le dirigía acerca de los sucesos de la pesca y de las esperanzas que cifraba para lo sucesivo; la vieja, después de haberle chupado la sangre, se esforzaba en mostrarse amable con él. Mas la conversación, a pesar de esto, fenecía, sin que el marinero lograse dar forma verbal a lo que pensaba. Y ya la señá Isabel se disponía a darla por terminada, levantándose de la silla, cuando Elisa abrió repentinamente la puerta y entró, con pretexto de recoger unas tijeras que le hacían falta; al salir, y a espaldas de su madre, le hizo un sin número de señas y muecas, encaminadas todas a exigirle el cumplimiento de su promesa; fueron tan imperativas y terminantes, que el pobre marinero, sacando fuerzas de flaqueza y haciendo un esfuerzo supremo, se atrevió a decir:
—Señá Isabel…
El ruido de su voz le asustó, y sorprendió también por lo extraño a la vieja.
—¿Qué decías, querido?
La mirada que acompañó a esta pregunta le hizo bajar la cabeza; estuvo algunos instantes suspenso y acongojado: al cabo sin levantar la vista y con la voz enronquecida dijo:
—Señá Isabel, el día de San Juan pienso botar la lancha al agua…
Contra lo que esperaba, la vieja no le atajó con ninguna palabra; siguió mirándole fijamente.
—No sé si recordará lo que en el invierno me ha dicho…
La señá Isabel permaneció muda.
—Yo no quisiera incomodarla… pero como el tiempo se va pasando, y ya no hay mayormente ningún estorbo… y después la gente le pregunta a uno para cuando… y tengo la casa apalabrada… lo mejor sería despachar el negocio antes de que el invierno se eche encima…
Nada; la maestra no chistaba. José se iba turbando cada vez más: miraba al suelo con empeño, deseando quizá que se abriese.
La vieja se dignó al fin exclamar alegremente:
—¡Vaya un susto que me has dado, querido! Pensé al verte tan azorado que ibas a soltarme una mala noticia y resulta que me hablas de lo que más gusto me puede dar.
El semblante del marinero se iluminó repentinamente.
—¡Qué alegría, señora! Tenía miedo…
—¿Por qué? ¿No sabes que yo lo deseo con tanto afán como tú?… José, tú eres un buen muchacho, trabajador, listo, nada vicioso. ¿Qué más puedo desear para mi hija? Desde que empezaste a cortejarla te he mirado con buenos ojos, porque estoy segura de que la harás feliz. Hasta ahora hice cuanto estaba en mi mano por vosotros, y Dios mediante, pienso seguir haciéndolo. En todo el día no os quito del pensamiento; no hago otra cosa que dar vueltas para ver de qué modo arreglamos pronto ese dichoso casorio… Pero los jóvenes sois muy impacientes y echáis a perder las cosas con vuestra precipitación… ¿Por qué tanta prisa? Lo mismo tú que Elisa sois bastante jóvenes, y aunque, gracias a Dios, tengáis lo bastante para vivir, mañana u otro día si os vienen muchos hijos acaso no podáis decir lo mismo… Tened un poco de paciencia: trabaja tú cuanto puedas para que nunca haya miedo al hambre, y lo demás ya vendrá…
El semblante de José se oscureció de nuevo.
—Mientras tanto —prosiguió la vieja,—pierde cuidado en lo que toca a Elisa: yo velaré porque su cariño no disminuya y sea siempre tan buena y hacendosa como hasta aquí… Vamos, no te pongas triste; no hay tiempo más alegre que el que se pasa de novio. Bota pronto la lancha al agua para aprovechar la costera del bonito. Cuando concluya, si ha sido buena, ya hablaremos.
Al decir esto se levantó: José hizo lo mismo sin apartar los ojos del suelo; tan triste y abatido, que inspiraba lástima. La señá Isabel le dio algunas palmaditas cariñosas en el hombro, empujándole al mismo tiempo hacia la puerta.
—Ea, vamos a cenar, querido, que tú ya tendrás gana y nosotros también. Elisa —añadió alzando la voz—, alumbra a José, que se va. Vaya, buenas noches, hasta mañana…
—Que V. descanse, señora —contestó José con voz apagada.
Elisa bajó con él la escalera, y le abrió la puerta. Ambos se miraron tristemente.
—Tu madre no quiere —dijo él.
—Lo he oído todo.
Guardaron silencio un instante; él, de la parte de fuera, ella dentro del portal con el velón en una mano y apoyándose con la otra en el quicio de la puerta.
—Ayer —dijo la joven— había soñado con zapatos… es de buen agüero: por eso tenía tanto empeño en que la hablases.
—Ya ves —replicó él sonriendo con melancolía— que no hay que fiar de sueños.
Después de otro instante de silencio, los dos extendieron las manos y se las estrecharon diciendo casi al mismo tiempo:
—Adiós, Elisa.
—Adiós, José.
Cuando la pesca anda escasa por la costa de Vizcaya, suelen venir algunas lanchas de aquella tierra a pescar en aguas de Santander y de Asturias. Sus tripulantes eligen el puerto que más les place y pasan en él la costera del bonito, que dura próximamente desde Junio a Setiembre. Mientras permanecen a su abrigo, observan la misma vida que los marineros del país, salen juntos a la mar y tornan a la misma hora: la única diferencia es que los vizcaínos comen y duermen en sus lanchas, donde se aderezan toscamente una vivienda para la noche, protegiéndolas con toldos embreados y tapizándolas con alguna vela vieja que les permita acostarse, mientras los naturales se van tranquilamente a reposar a sus casas. Ni hay rivalidades ni desabrimientos entre ellos: los vizcaínos son de natural pacífico y bondadoso; los asturianos, más vivos de genio y más astutos, pero generosos y hospitalarios. Cuando navegan se ayudan y se comunican cordialmente el resultado que obtienen: después que saltan en tierra, acuden juntos a las tabernas y departen amigablemente, apurando algunas copas de vino. Los vizcaínos son más sobrios que los asturianos; rara vez se embriagan: éstos, dados como los pueblos meridionales a la burla y al epigrama, los embroman por su virtud.
Uno de tales vizcaínos fue el padre de José. Cuando vino con otros un verano a la pesca, la madre era una hermosa joven, viuda, con dos hijas de corta edad, que se veía y deseaba para alimentarlas trabajando de tostadora en una bodega de escabeche. El padre de José trabó relaciones con ella, y la sedujo dándola palabra de casamiento. La bella Teresa esperó en vano por él: a los pocos meses supo que había contraído matrimonio con otra en su país.
Teresa era de temperamento impetuoso y ardiente, apasionada en sus amores como en sus odios, pronta a enojarse por livianos motivos, desbocada y colérica: tenía el amor propio brutal de la gente ignorante, y le faltaba el contrapeso del buen sentido que ésta suele poseer; sus reyertas con las vecinas eran conocidas de todos; se había hecho temible por su lengua, tanto como por sus manos. Cuando la cólera la prendía, se metamorfoseaba en una furia; sus grandes ojos negros y hermosos adquirían expresión feroz y todas sus facciones se descomponían. Los habitantes de Rodillero al oírla vociferar en la calle, sacudían la cabeza con disgusto, diciendo: «Ya está escandalizando esa loca de Ramón de la Puente» (así llamaban a su difunto marido).
La traición de su amante la hizo adolecer de rabia: hubiera quedado satisfecha con tomar de él sangrienta venganza. Las pobres hijas pagaron durante una temporada el delito del seductor: no se dirigía a ellas sino con gritos que las aterraban; la más mínima falta les costaba crueles azotes: en todo el día no se oían más que golpes y lamentos en la oscura bodega donde la viuda habitaba.
Bajo tales auspicios salió nuestro José a la luz del día. Teresa no pudo ni quiso criarlo: entregolo a una aldeana que se avino a hacerlo mediante algunos reales, y siguió dedicada a las penosas tareas de su oficio. Cuando al cabo de dos años la nodriza se lo trajo, no supo qué hacer de él; dejolo entregado a sus hermanitas, que a su vez le abandonaban para irse a jugar: el pobre niño lloraba horas enteras tendido sobre la tierra apisonada de la bodega, sin recibir el consuelo de una caricia: cuando lo arrastraban consigo a la calle era para sentarlo en ella medio desnudo con riesgo de ser pisado por las bestias o atropellado por un carro. Si alguna vecina lo recogía por caridad, Teresa, al llegar a casa, en vez de agradecérselo, la apostrofaba «por meterse en la vida ajena».
Cuando José creció un poco, esta aversión se manifestó claramente en los malos tratos que le hizo padecer. Si había sido siempre fiera y terrible con sus hijas legítimas, cualquiera puede figurarse lo que sería con aquel niño hijo de un hombre aborrecido, testimonio vivo de su flaqueza. José fue mártir en su infancia. No se pasaba día sin que por un motivo o por otro no sintiese los estragos de la mano maternal: cuando por inadvertencia ejecutaba la más leve falta, el pobre niño se echaba a temblar y corría a ocultarse en cualquier rincón del pueblo; mas no le valía: Teresa, encendida por la ira, con el palo de la escoba en la mano, iba por las calles en su busca, vomitando amenazas, desgreñada como una furia, seguida por los chiquillos, que gustan siempre de presenciar los espectáculos trágicos, hasta que daba con él y lo traía arrastrando para casa. Si algún vecino de buen corazón, desde la puerta de su vivienda la recriminaba por tanta crueldad, ¡eran de oír los denuestos y los insultos que salían vibrantes y agudos de la boca de la viuda contra el imprudente censor! el cual, corrido y avergonzado, la mayor parte de las veces se veía obligado a retirarse.
Asistió poco tiempo a la escuela, donde mostró una inteligencia viva y lúcida, que se apagó muy pronto con las rudas faenas de la pesca. A los doce años le metió su madre de rapaz en una lancha, a fin de que con el medio quiñón que le tocaba en el reparto ayudase al sostenimiento de la casa. Halló el cambio favorable: pasar el día en la mar era preferible a pasarlo en la escuela recibiendo los palmetazos del maestro: el patrón rara vez le pegaba, los marineros le trataban casi como un compañero; la mayor parte de los días se iba a la cama sin haber recibido ningún golpe: sólo a la hora de levantarse para salir a la mar acostumbraba su madre a despavilarle con algunos mojicones. Además, sentía orgullo en ganar el pan por sí mismo.
A los diez y seis años era un muchacho robusto, de facciones correctas, aunque algo desfiguradas por los rigores de la intemperie, tardo en sus movimientos como todos los marinos, que hablaba poco y sonreía tristemente, sujeto a la autoridad maternal, lo mismo que cuando tenía siete años. Mostró ser en la mar diligente y animoso, y ganó por esta razón primero que otros la soldada completa. A los diez y nueve años, seducido por un capitán de barco, dejó la pesca y comenzó a navegar en una fragata que seguía la carrera de América. Gozó entonces de independencia completa, aunque voluntariamente remitía a su madre una parte del sueldo. Pero el apego a su pueblo, el recuerdo de sus compañeros de infancia, y por más que parezca raro, el amor a su familia, fueron poderosos a hacerle abandonar, al cabo de algunos años, la navegación de altura, y emprender nuevamente el oficio de pescador. Fue, no obstante, con mejor provisión y aparejo, pues en el tiempo que navegó, consiguió juntar de sus pacotillas algún dinero, y con él compró una lancha. Desde entonces cambió bastante su suerte: el dueño de una lancha, en lugar tan pobre como Rodillero, juega papel principal; entre los marineros fue casi un personaje, uniéndose al respeto de la posición el aprecio a su valor y destreza. Comenzó a trabajar con mucha fortuna: en obra de dos años, como sus necesidades no eran grandes, ahorró lo bastante para construir otra lancha.
Por este tiempo fijó su atención en Elisa, que era hermosa entre las hermosas de Rodillero, buena, modesta, trabajadora y con fama de rica: si no la hubiera fijado, le hubieran obligado a ello las palabras de sus amigos y los consejos de las comadres del pueblo:—«José, ¿por qué no cortejas a la hija de la maestra? No hay otra en Rodillero que más te convenga.—José, tú debías casarte con la hija de la maestra; es una chica como una plata, buena y callada; no seas tonto, dile algo.—La mejor pareja para ti, José, sería la hija de la maestra…». —Tanto se lo repitieron, que al fin comenzó a mirarla con buenos ojos. Por su parte ella escuchaba idénticas sugestiones respecto al marinero, donde quiera que iba; no se cansaban de encarecerla su gallarda presencia, su aplicación y conducta.
Pero José era tímido con exceso; en cuanto se sintió enamorado, lo fue mucho más. Por largo tiempo, la única señal que dio del tierno sentimiento que Elisa le inspiraba fue seguirla tenazmente con la vista donde quiera que la hallaba, huyendo, no obstante, el tropezar con ella cara a cara. Lo cual no impidió que la joven se pusiera al tanto muy pronto de lo que en el alma del pescador acaecía. Y en justa correspondencia, comenzó a dirigirle con disimulo alguna de esas miradas como relámpagos con que las doncellas saben iluminar el corazón de los enamorados. José las sentía, las gozaba, pero no osaba dar un paso para acercarse a ella. Un día confesó a su amigo Bernardo sus ansias amorosas, y el vivo deseo que tenía de hablar con la hija de la maestra. Aquel se rió no poco de su timidez, y le instó fuertemente para que la venciese; mas por mucho que hizo, no consiguió nada.
El tiempo se pasaba y las cosas seguían en tal estado, con visible disgusto de la joven, que desconfiaba ya de verlas nunca en vías de arreglo. Bernardo, observando a su amigo cada día más triste y vergonzoso, determinó sacarle de apuros. Una tarde de romería paseaban ambos algo apartados de la gente por la pradera, cuando vieron llegar hacia ellos, también de paseo, a varias jóvenes: Elisa venía entre ellas. Sonrió maliciosamente el festivo marinero, halagado por una idea que en aquel momento se le ocurrió; hizo algunas maniobras a fin de pasar muy cerca de las jóvenes, y cuando le fue posible ¡zas! da un fuerte empujón a su amigo, y le hace chocar con Elisa, diciendo al mismo tiempo:—«Elisa, ahí tienes a José». Después se alejó velozmente. José confuso y ruborizado quedó frente a frente de la hermosa joven, también ruborizada y confusa.—«Buenas tardes,» —acertó al fin a decir.—«Buenas tardes,» —respondió ella. Y fue cosa hecha.
El amor en los hombres reflexivos, callados y virtuosos, prende, casi siempre, con fortaleza. La pasión de José, primera y única de su vida, echó profundas raíces en poco tiempo: Elisa pagó cumplidamente su deuda de cariño: mostrose propicia la astuta maestra: los vecinos lo vieron con agrado; todo sonrió en un principio a los enamorados.
Mas he aquí que a la entrada misma del puerto, cuando ya el marinero tocaba su dicha con la mano, comienza el barco a hacer agua. Quedó aturdido y confuso; el corazón le decía que el obstáculo no era de poco momento, sino grave. Una tristeza grande, que semejaba desconsuelo, se apoderó de su ánimo al sentir detrás el golpe de la puerta de Elisa, y quedar en las tinieblas de la calle. Cruzaron por su imaginación muchos presentimientos; el pecho se le oprimió, y sin haber corrido nada, se detuvo un instante a tomar aliento. Después, mientras caminaba, hizo esfuerzos vanos para apartar de sí la tristeza por medio de cuerdas reflexiones: nada estaba perdido todavía: la señá Isabel no había hecho más que aplazar la boda sin oponerse a ella; en último resultado, sin su anuencia se podía llevar a cabo.
Sumido en sus cavilaciones, no vio el bulto de una persona que venía por la calle hasta tropezar con ella.
—Buenas noches, D. Fernando —dijo al reconocerlo.
—Hola, José; me alegro de encontrarte: tú me podrás decir cuál es el camino mejor para ir al Robledal… mejor dicho, a la casa de D. Eugenio Soliva.
—El mejor camino es el de Sarrió hasta Antromero, y allí tomar el de Nueva, pasando por delante de la iglesia. Es un poco más largo, pero ahora de noche hay peligro en ir por la playa… ¿Pero cómo hace V. un viaje tan largo a estas horas? Son cerca de dos leguas…
—Tengo negocios que ventilar con D. Eugenio —dijo el Sr. de Meira con ademán misterioso.
Los labios del marinero se contrajeron con una leve sonrisa.
—Yo voy a entrar en la taberna a tomar algo. ¿Quiere acompañarme antes de seguir su viaje, D. Fernando?
—Gracias, José; acepto el convite para darte una prueba más de mi estimación —respondió el Sr. de Meira, colocando su mano protectora sobre el hombro del marinero.
Ambos entraron en la taberna más próxima y se fueron a sentar en un rincón apartado: pidió José pan, queso y vino; comió y bebió el Sr. de Meira con singular apetito; el joven le miraba con el rabillo del ojo y sonreía. Cuando terminaron, salieron otra vez a la calle despidiéndose como buenos amigos. El pescador siguió un instante con la vista al caballero y murmuró:
—¡Pobre D. Fernando! ¡Tenía hambre!
La figura de éste se borró entre las sombras de la noche. Iba, como otras muchas veces, a pedir dinero a préstamo. En el pueblo todos tenían noticia de estas excursiones secretas por los pueblos comarcanos; a veces extendía sus correrías hasta los puntos más lejanos de la provincia, siempre de noche y con sigilo. Por desgracia, el Sr. de Meira tornaba casi siempre como había ido, con los bolsillos vacíos; pero erguido siempre y con alientos para emprender otra campaña.
Prosiguió José su camino hacia casa, a donde llegó a los pocos instantes. Halló a su madre en la cocina y cerca de ella a sus dos hermanas. Al verlas se oscureció aún más su semblante. Estas hermanas, de más edad que él, estaban casadas hacía ya largo tiempo; una de ellas tenía seis hijos. Vivían cada cual en su casa; el marinero sabía por experiencia que siempre que se juntaban con su madre, de quien habían heredado el genio y la lengua, caía sobre él algún daño. Aquel conciliábulo a hora inusitada le pareció de muy mal agüero; y él, que todos los días arrostraba las iras del océano, se echó a temblar delante de aquellas tres mujeres reunidas a modo de tribunal. Antes de que la borrasca, que presentía, se desatase, trató de marchar a la cama, pretestando cansancio.
—¿No cenas, José? —le preguntó su madre.
—No tengo gana: he tomado algo en la taberna.
—¿Has hecho cuenta con la señá Isabel?
Esta pregunta era el primer trueno. José la escuchó con terror, contestando, no obstante, en tono indiferente:
—Ya la hemos hecho.
—¿Y cuánto te ha tocado de estas mareas? —volvió a preguntar la madre mientras revolvía el fuego afectando distracción.
El segundo trueno había estallado mucho más cerca.
—No lo sé —respondió José, fingiendo como antes indiferencia.
—¿No traes ahí el dinero?
—Sí señora, pero hasta mañana que haga cuenta con la compaña, no sé a punto fijo lo que me corresponde.
Hubo una pausa larga. El marinero, aunque tenía los ojos en el suelo, sentía sobre el rostro las miradas inquisitoriales de sus hermanas, que hasta entonces no habían abierto la boca. Su madre seguía revolviendo el fuego.
—¿Y a cómo le has puesto el bonito hoy? —dijo al fin ésta.
—¿A cómo se lo había de poner, madre… no lo sabe? —contestó José titubeando.
—No; no lo sé —replicó Teresa dejando el hierro sobre el hogar y levantando con resolución la cabeza.
El marinero bajó la suya y balbució más que dijo:
—Al precio corriente… a real y medio…
—¡Mientes! ¡mientes! —gritó ella con furor avanzando un paso y clavándole sus ojos llameantes.
—¡Mientes! ¡mientes! —dijeron casi al mismo tiempo sus hermanas.
José guardó silencio sin osar disculparse.
—¡Lo sabemos todo!… ¡todo! —prosiguió Teresa en el mismo tono.—Sabemos que me has estado engañando miserablemente desde que comenzó la costera, gran tuno; que estás regalando el bonito a esa bribona, mientras tu madre está trabajando como una perra, después de haber sudado toda su vida para mantenerte…
—Si trabaja es porque quiere; bien lo sabe —dijo el marinero humildemente.
—¡Y todo por quién! —siguió Teresa sin querer escuchar la advertencia de su hijo.—Por esa sin vergüenza que se ríe de ti, que te roba el sudor echándote de cebo a su hija, para darte a la postre con la puerta en los hocicos…
Estas palabras hirieron a José en lo más vivo del alma.
—Madre —exclamó con emoción,—no sé por qué ha tomado tanta ojeriza a Elisa y a su madre. Aunque me case, por eso no la abandono. La lancha que ahora tengo queda para V… y si más le hace falta, más tendrá…
—¿Pero tú crees casarte, inocente? —dijo una de las hermanas sonriendo sarcásticamente.
—Nada tenéis que partir vosotras en este negocio —replicó el marinero volviéndose airado hacia ella.
—Tiene razón tu hermana ¡tonto! ¡tonto! —vociferó de nuevo la madre.—¿No ves que estás sirviendo de hazme reír al pueblo? ¿No ves que esa bruja te está engañando como a un chino para chuparte la sangre?
El pobre José, hostigado de tan cruel manera, no pudo guardar más tiempo la actitud humilde que tenía frente a su madre, y replicó alzando la cabeza con dignidad:
—Soy dueño de dar lo que es mío a quien me parezca. Usted, madre, no tiene razón ninguna para quejarse… Hasta ahora lo que he ganado ha sido de V…
—¿Y me lo echas en cara, pícaro? —gritó aquélla cada vez más furiosa. ¡No me faltaba ya más que eso!… Después de haber pasado tantos trabajos para criarte; después de quemarme la cara al pie de las calderas, y andar arrastrada de día y de noche para llevarte a ti y a tus hermanas un pedazo de pan, ¿me insultas de ese modo?…
Aquí Teresa se dejó caer sobre una silla y comenzó a sollozar fuertemente.
—¡Quiero morir antes de verme insultada por mi hijo! —siguió diciendo entre gemidos y lágrimas. ¡Dejadme morir!… ¡Para qué estoy yo en el mundo si el único hijo que tengo me echa en cara el pan que como!…
Y a este tenor prosiguió desatándose en quejas y lamentos, sacudiendo la cabeza con desesperación y alzando las manos al cielo.
Las hijas acudieron solícitas a consolarla. José, asustado del efecto de sus palabras, no sabía qué hacer; ni tuvo ánimo para contestar a sus hermanas, que mientras cuidaban de su madre se volvían hacia él apostrofándole:
«¡Anda tú, mal hijo! ¡Vergüenza había de darte! ¿Quieres matar a tu madre, verdad? Algún día te ha de castigar Dios…».
Aguantó el chubasco con resignación, y cuando vio a su madre un poco más sosegada, se retiró silenciosamente a su cuarto. Llevaba el corazón tan oprimido, que no pudo en largo espacio conciliar el sueño.
Con la llegada del nuevo día mitigose su pesar, y entendió claramente que no había motivo para tanto apesadumbrarse: el obstáculo que de noche le había parecido insuperable, a la luz del sol lo juzgó liviano; crecieron sus ánimos para vencerlo, y la esperanza volvió a inundar su corazón.
Y en efecto, los acontecimientos pareció que justificaban este salto repentino de la tristeza a la alegría. En los días siguientes halló a la señá Isabel más amable que nunca, favoreciendo con empeño sus amores, dándole a entender con obras, ya que no de palabra, que sería, más tarde o más temprano, el marido de Elisa. Ésta cobró también confianza y se puso a hacer cuentas galanas para lo porvenir, esperando vencer la resistencia de su madre y abreviar el plazo del casamiento.
Por otra parte, la fortuna siguió sonriendo a José. El día de San Juan, según tenía pensado, botó al agua la nueva lancha, la cual comenzó a brincar suelta y ligera sobre las olas, prometiéndole muchos y buenos días de pesca: vino el cura a bendecirla y hubo después en la taberna el indispensable jolgorio entre la gente llamada a tripularla. Encargose el mismo José del mando de ella, dejando la vieja a otro patrón, y desde el día siguiente principió a hacerla trabajar en la pesca del bonito. Ésta fue abundante, como pocas veces se había visto; tanto que nuestro marinero, a pesar de las sangrías que la señá Isabel le hacía en cada saldo de cuentas, iba en camino de hacerse rico.
¡Qué verano tan dichoso aquél! Elisa, a fuerza de instancias, consiguió arrancar a su madre el permiso para casarse al terminar la costera, o sea en el mes de Octubre. Y dormidos inocentemente sobre esta promesa, los amantes gozaron de la dulce perspectiva de su próxima unión; entraron en esa época de la vida, risueña como ninguna, en que el cielo sólo ofrece sonrisas y la tierra flores a los enamorados. El trabajo era para ambos un manantial riquísimo de placeres: cada bonito que prendía en los anzuelos de José y entraba saltando en su lancha, parecía un heraldo que le anunciaba su boda: cuando tornaba a casa con doscientas piezas bullendo sobre los paneles, pensaba que aquel día había dado un gran paso hacia Elisa. Ésta, dentro de la fábrica, no se daba tampoco punto de reposo; todo el día ocupada en vigilar las operaciones de pesar, cortar, salar, tostar y empaquetar el pescado; al llegar la noche ya no podía tenerse en pie; pero se dejaba caer en la cama con la sonrisa en los labios, diciendo para sí: «Es necesario trabajar de firme; mañana tendremos hijos…». La hora más feliz para Elisa era la que precedía a la cena; entonces llegaba José a la tienda y se formaba una sabrosa tertulia, que les consentía acercarse uno a otro y cambiar frecuentes palabras y miradas. Rara vez se decían amores: no había necesidad; para los que aman mucho, cualquier conversación va empapada de amor. De esta hora, los minutos más dichosos eran aquellos en que se despedían; ella con el velón en la mano, como la hemos visto la noche en que la conocimos; él de la parte de fuera, apoyado en el marco de la puerta; en estos momentos solían cambiar con labio trémulo algo de lo que llenaba por entero sus corazones, hasta que la voz de la señá Isabel, llamando a su hija, rompía tristemente el encanto.
Aun por el día gozaba la hermosa doncella de otra hora feliz: era la de la siesta. Cuando su madre, después de comer, se acostaba un poco sobre la cama, acostumbraba Elisa salirse de casa y subir a uno de los montes que rodean el pueblo a disfrutar de la vista y del fresco de la mar. A esta hora, en los días de Julio y Agosto, el calor era sofocante en Rodillero: la brisa del océano no penetraba más que en las primeras revueltas, dejando la mayor parte del lugar asfixiada entre las montañas laterales. La joven ascendía lentamente por un ancho sendero abierto entre los pinos, hasta la capilla de San Esteban, colocada en la cima del monte, y se sentaba a la sombra. Desde aquel punto se oteaba una gran extensión de mar, sobre el cual irradiaba el sol su fuego: el cielo mostraba un azul oscuro por la parte de tierra; por la del mar, más claro, trasformándose en color gris al cerrar el horizonte. Algunas nubes blancas e hinchadas se amontonaban por la parte de Levante, sobre el pico de Peñas, el más saliente de la costa cantábrica: éste y los demás cabos lejanos se mostraban apenas entre la faja gris del horizonte, mientras el de San Antonio, más cercano, detrás del cual estaba la bahía de Sarrió, recibiendo de lleno los rayos del sol, ofrecía grato color de naranja. Los ojos de Elisa iban presurosos a buscar en las profundidades del mar las lanchas pescadoras que acostumbraban a mantenerse frente a la boca de Rodillero, a larga distancia, borrándose casi entre la tenue ceniza suspendida sobre el horizonte. Contaba con afán aquellos puntos blancos, y se esforzaba con ilusión en averiguar cuál de ellos sería la lancha de su novio.—«Aquélla que va un poco apartada a la izquierda, aquélla debe de ser; se conoce porque la vela es más blanca; ¡como que es nueva! Además, a él le gusta siempre ir un poco separado y campar por sus respetos… No hay quien huela el pescado como él». —Y mecida por esta ilusión, seguía con anhelo las maniobras de aquella lancha, que ora se alejaba hasta perderse de vista, bien se acercaba. A veces advertía que tomaban todas el camino del puerto: entonces torcía el gesto, exclamando:—«¡Malo! hoy no hay mucho bonito». —Pero en el fondo de su alma luchaba el gozo con la tristeza, porque de este modo iba a ver antes a su amante. Aguardaba todavía un rato hasta verlas salir poco a poco del vapor ceniciento que las envolvía, y entrar en la región luminosa. Parecían con sus velas apuntadas, blancos fantasmas resbalando suavemente sobre el agua; y cual si obedeciesen a un signo hecho por mano invisible, todas se iban acercando entre sí y formaban al poco tiempo una diminuta escuadra. Cuando ya las veía próximas se bajaba al pueblo a toda prisa; a nadie daba cuenta, ni aún al mismo José, de aquellos instantes de dicha que en la soledad del monte de San Esteban gozaba.
El tiempo se iba deslizando, no tan veloz como nuestros enamorados deseaban, pero sí mucho más de lo que a la señá Isabel convenía. Ésta no podía pensar en el matrimonio de Elisa sin sentir movimientos de terror y de ira, pues al realizarse era forzoso dejar la fábrica y otros bienes de su difunto esposo en poder del de su hija. Y aunque estaba resuelta en cualquier caso a oponerse con todas sus fuerzas a esta boda, todavía le disgustaba mucho el verse obligada a poner de manifiesto su oposición, temiendo que el amor guiase a Elisa a algún acto de rebeldía. Por eso su cabeza, rellena de maldades, no se cansaba de trabajar arbitrando recursos para deshacer aquel lazo y volver sobre la promesa que le habían arrancado. Al fin pensó hallar uno seguro, mediante cierta infame maquinación que el demonio, sin duda, le sugirió, estando desvelada en la cama.
Había en el pueblo un mozo reputado entre la gente por tonto o mentecato, hijo del sacristán de la parroquia; contaba ya veinte años bien cumplidos y no conocía las letras, ni se ocupaba en otra cosa que en tocar las campanas de la iglesia (por cierto con arte magistral), y en discurrir solitario por las orillas de la mar extrayendo de los huecos de las peñas lapas, cangrejos, bígaros y pulpos, en cuyas operaciones era también maestro. Mofábanse de él los muchachos, y le corrían a menudo por la calle con grita intolerable: lo que más le vejaba al pobre Rufo (tal era su nombre) era el oír que su casa se estaba cayendo; bastaba esto para que los chicuelos le dieran en lo vivo sin cansarse jamás: donde quiera que iba, oía una voz infantil que de lejos o de cerca, ordinariamente de lejos, le gritaba:—«Cayó, Rufo, cayó». —Enojábase el infeliz al escucharlo, como si fuese una injuria sangrienta; llameaban sus ojos y echaba espuma por la boca, y en esta disposición corría como una fiera detrás del chicuelo, que tenía buen cuidado de poner al instante tierra por medio, cuanta más, mejor; alguna vez el exceso de la ira le había hecho dar sin sentido en el suelo. Los vecinos le compadecían, y no dejaban de reprender ásperamente a los muchachos su crueldad, cuando presenciaban tales escenas.
Sabíase en el pueblo que Rufo alimentaba en su pecho una pasión viva y ardiente hacia la hija de la maestra; esto servía también de pretexto para embromarlo, si bien eran hombres ya los que se placían en ello. Al pasar por delante de un grupo de marineros, le llamaban casi siempre para darle alguna noticia referente a Elisa: una vez le decían que ésta se había casado por la mañana, lo cual dejaba yerto y acongojado al pobre tonto; otro día le aconsejaban que fuese a pedir su mano a la señá Isabel, porque sabían de buena tinta que la niña estaba enamorada de él en secreto, o bien que la robase, si la maestra no consentía en hacerlos felices. También mezclaban el nombre de José en estas bromas; decían pestes de él llamándole feo, intrigante y mal pescador, lo cual hacía reír y hasta dar saltos de alegría al idiota, y poniéndole en parangón con él, aseguraban muy serios que Rufo era incomparablemente más gallardo, y que si no pescaba tanto, en cambio tocaba mejor las campanas. De esta suerte, al compás que iba creciendo en el pecho del tonto la afición a Elisa, iba aumentando también el odio hacia José, a quien consideraba como su enemigo mortal, hasta el punto de que no tropezaba jamás con él sin que dejase de echarle miradas iracundas y murmurase palabras injuriosas, de las cuales, como era natural, se reía el afortunado marinero.
Elisa se reía también de este amor, que lisonjeaba, no obstante, su vanidad de mujer; porque la admiración es bien recibida, aunque venga de los tontos. Cuando encontraba a Rufo por la calle le ponía semblante halagüeño y le hablaba en el tono protector y cariñoso que se dispensa a los niños: gozaba con las muecas y carocas de perro fiel en que se deshacía el tonto al verla: le prometía formalmente casarse con él siempre que obedeciese a su padre y no pegase a los chicos. Rufo preguntaba con expresión de anhelo:—¿Para cuándo? —Amigo, no lo sé —respondía ella,— pregúntaselo al Santo Cristo, a ver lo que te dice.—Y el pobre se pasaba horas enteras de rodillas en la iglesia, preguntando al célebre Cristo de Rodillero cuándo seria su boda, sin obtener contestación.—Es que todavía no quiere que nos casemos —le decía Elisa,— ten paciencia y sé bueno, que ya se ablandará.
La señá Isabel imaginó utilizar la pasión de este mentecato para romper, o por lo menos aplazar la unión de su hija con José. Un día salió paseando por las orillas de la mar, donde sabía que Rufo se hallaba a caza de cangrejos, y se hizo con él encontradiza.
—¿Qué tal, Rufo, caen muchos?
El tonto levantó la cabeza, y al ver a la madre de Elisa, sonrió.
—Marea muerta, coge poco —contestó en el lenguaje incompleto y particular que usaba.
—Vaya, vaya, no son tan pocos —replicó la señá Isabel acercándose más y echando una mirada al cestillo donde tenía la pesca.—Buena fortuna tiene contigo tu padre; todos los días le llevas a casa un cesto de cangrejos.
—Padre no gusta cangrejos… tira todos a la calle… y pega a Rufo con un palo…
—¿Te pega porque coges cangrejos?
—Sí, señá Isabel.
—Pues no tiene gusto tu padre; los cangrejos son muy ricos. Mira, cuando tu padre no los quiera, me los llevas a mí; a Elisa le gustan mucho.
El rostro flaco y taciturno del idiota se animó repentinamente al escuchar el nombre de Elisa.
—¿Gusta Elisa cangrejos?
—Mucho.
—Todos, Elisa; todos, Elisa —dijo con énfasis, extendiendo las manos y señalando la orilla de la mar.
—Gracias, Rufo, gracias; tú quieres mucho a Elisa, ¿verdad?
—Sí, señá Isabel, yo quiere mucho Elisa.
—¿Te casarías con ella de buena gana?
El rostro del tonto se contrajo extremadamente por una sonrisa; quedó confuso y avergonzado mirando a la señá Isabel sin atreverse a contestar.
—Vamos, di, ¿no te casarías?
—Usté no quiere —dijo al fin tímidamente.
—¿Yo no quiero? ¿Quién te ha dicho eso?
—Usté quiere José.
—¡Bah! si José fuese pobre no le querría: tú me gustas más; eres más guapo, y no hay en Rodillero quien toque como tú las campanas.
—José no sabe —dijo el idiota con acento triunfal, manifestando una gran alegría.
—¡Qué ha de saber! José no sabe más que pescar bonito y merluza…
—Y besugo —apuntó Rufo, pasando súbito del gozo a la tristeza.
—Bueno; besugo también, ¿y qué? En cambio tú pescas cangrejos y pulpos… y lapas… y bígaros… y erizos… y ostras. Además, tú pescas solo, sin ayuda de nadie, mientras José necesita que le ayuden los amigos: ¿quieres decirme lo que pescaría José si no tuviese una lancha?
—Tiene dos —volvió a apuntar tristemente Rufo.
—Bien, pero la vieja ya vale poco… ¡Si no fuese por la nueva!… Si no fuese por la nueva no le daría yo a Elisa, ¿sabes tú?…
Los ojos zarcos y apagados del idiota brillaron un instante con expresión de ira.
—Yo echo pique lancha nueva —exclamó dando con las tenazas que tenía en la mano sobre la peña.
—Porque José tiene obligaciones a que atender —siguió la vieja, como si no hubiese oído estas palabras.—Necesita alimentar a su madre, que pronto dejará de trabajar, mientras que tú eres libre: tu padre gana bastante para mantenerse; además, tienes un hermano rico en la Habana…
—Tiene reloj —dijo Rufo interrumpiéndola.
—Sí, ya lo sé.
—Y cadena de oro que cuelga, señá Isabel.
—Ya sé, ya sé; tú también la tendrías si te casases con mi hija. Serías amo de la fábrica, y ganarías mucho dinero… y comprarías un caballo para ir a las romerías con Elisa; ella delante y tú detrás, como va el señor cura de Arnedo, con el ama… y tendrías botas de montar, como el hijo de don Casimiro.
La vieja fue desenvolviendo un cuadro de dicha inocente sin olvidar ningún pormenor, por sandio que fuese, que pudiese halagar al tonto. Éste la escuchaba embebecido y suspenso, sonriendo beatíficamente, como si tuviese delante una visión celestial. Cuando terminó la señá Isabel su descripción, hubo un rato de silencio: al fin volvió a decir, sacudiendo la cabeza con pesar:
—¡Si no fuese por José! —Y se quedó mirando reflexivamente al mar.
Rufo se estremeció como si le hubiesen pinchado; puso el semblante hosco, y miró también fijamente al horizonte.
—Vaya, Rufo, me voy hacia casa, que ya me estará esperando Elisa; hasta la vista.
—Adiós —dijo el tonto, sin volver siquiera la cabeza.
La señá Isabel se alejó lentamente. Cuando estuvo ya a larga distancia, se volvió para mirarle. Seguía inmóvil, con los ojos clavados en el mar, como le había dejado.
Acaeció, como todos los años, que el número harto considerable de lanchas vizcaínas ocasionó, al fin de la costera del bonito, algún malestar en Rodillero. Eran tantas las embarcaciones que se juntaban por las tardes en la ribera, que los pescadores no podían botarlas todas a tierra; por muy arriba que subiesen las primeras que llegaban de la mar, las últimas no tenían ya sitio y se veían precisados sus dueños a dejarlas en los dominios de la marea, amarradas a las otras. Esto causaba algunos disgustos y desazones; se murmuraba bastante, y se dirigían de vez en cuando vivas reclamaciones al cabo de mar; pero éste no podía impedir que los vizcaínos continuasen en el puerto, mientras la comandancia de Sarrió no ordenase su partida. Las reyertas, sin embargo, no eran tantas ni tan ásperas como pudiera esperarse, debido al temperamento pacífico, lo mismo de los naturales, que de los forasteros.
Mientras el tiempo fue propicio (y lo es casi siempre allí en los meses de Junio, Julio y Agosto), todo marchó bastante bien; mas al llegar Setiembre, creció la discordia y la murmuración, con el peligro de las embarcaciones que quedaban a flote. Aunque el cielo se muestre sereno en este mes y el viento no sople recio, a menudo se levanta marejada, la cual procede de temporales que se forman en otras regiones apartadas. Estas mares gruesas, que reinan en aquella costa gran parte del otoño, inquietaban a los armadores, temiendo que la hora menos pensada rompiesen las amarras de los barcos, y diesen con ellos al través. No había más que bajar por la noche a la ribera para convencerse de que tales temores eran fundados. La mar hacía bailar a las lanchas; embestían unas contra otras duramente, y rechinaban cual si se quejasen de los testerazos, produciendo en el silencio y la oscuridad rumor semejante al de una muchedumbre agitada; parecía en ocasiones plática sabrosa que unas con otras tenían entablada acerca de los varios lances de su vida azarosa; otras veces disputa acalorada, donde todas a la vez querían mezclarse y dar su opinión; otras, grave y encendida pelea, en que algunas iban a perecer deshechas.
Un suceso desdichado vino al fin a dar la razón a los que más levantiscos andaban y con más afán pedían la salida de los vizcaínos. En cierta noche oscura, aunque serena, del citado mes, la conversación de las lanchas empezó a ser muy animada desde las primeras horas; pronto degeneró en disputa, que por momentos se fue acalorando; a la una de la madrugada estalló una verdadera y descomunal batalla entre ellas, como nunca antes se había visto. Los vizcaínos, que dormían a bordo, se vieron necesitados a ponerse en pie a toda prisa, y a maniobrar oportunamente para no padecer avería; más de una hora trabajaron esforzadamente impidiendo la ruina de muchas lanchas, tanto suyas como de Rodillero, y la deserción de otras, pues las sacudidas eran terribles, y había peligro de que los cabos se quebrasen. Al fin redobló de tal modo la furia de la marejada, que juzgándose impotentes para evitar una catástrofe, corrieron por el pueblo dando la voz de alarma. Acudieron al instante la mayor parte de los hombres y bastantes mujeres; cuando llegaron, algunos barcos se habían abierto ya a poder de las repetidas embestidas. Un vizcaíno llamó con violencia a la puerta de José.
—José, levanta en seguida; tienes perdida lancha.
El marinero se alzó despavorido de la cama, se metió los pantalones y la chaqueta apresuradamente, y corrió descalzo y sin nada en la cabeza a la ribera. Antes de llegar con mucho, su oído delicado percibió entre el estruendo de las olas un ruido seco de malísimo agüero. El espectáculo que confusamente se ofreció a su vista le dejó suspenso.
La mar estaba picada de veras; el trajín de las lanchas que habían quedado a flote era vertiginoso: las embestidas menudeaban; entre el rumor estruendoso de las olas escuchábase más claramente aquel ruido seco semejante al crujido de huesos. Uníase a este formidable rumor las voces de los hombres, cuyas siluetas se agitaban también vivamente entre las sombras, acudiendo a salvar sus barcos: increpábanse mutuamente por no evitar el choque de las lanchas; pedían cabos para sujetarlas; procuraban a toda costa apartarlas y dejarlas aisladas; gritaban las mujeres temiendo más por la vida de los suyos que por la ruina de los barcos; contestaban los hombres a sus llamamientos con terribles interjecciones: todo ello formaba un ruido infernal que infundía tristeza y pavor. La oscuridad no era tanta que no consintiese distinguir los bultos: muchos habían traído farolillos, que cruzaban velozmente de un lado a otro como estrellas filantes.
Repuesto José de la sorpresa, corrió al sitio donde había quedado su lancha nueva, que era la que estaba en peligro, pues la vieja se encontraba en seco. Su temor, sin embargo, no era grande, porque había tenido la fortuna de llegar a tiempo para anclarla detrás de una peña que avanzaba por el mar formando un muelle natural. Saltó en la embarcación más próxima a la orilla y de una en otra fue pasando hasta el sitio donde la había dejado; pero al llegar se halló con que había desaparecido. En vano la buscó con los ojos por la vecindad; en vano preguntó a sus compañeros; nadie daba cuenta de ella. Por fin uno que llevaba farol le gritó desde tierra:
—José, yo he visto hace rato escapar una lancha; no sé si sería la tuya.
El pobre José recibió un golpe en el corazón: no podía ser otra, porque las demás estaban allí.
—Si es la tuya, no pudo ir muy lejos —le dijo el marinero que estaba a su lado.—El poco viento que hay es forano; la mar la habrá echado en seguida a tierra.
Estas palabras fueron dichas con ánimo de darle algún consuelo y nada más: bien sabía el que las pronunció que con la resaca de aquella noche tanto montaba ser arrastrada por la mar, como echada a tierra.
Sin embargo, José concibió esperanzas.
—Gaspar, dame el farol —gritó al de tierra.
—¿Dónde vas?
—Por la orilla adelante a ver si la encuentro.
El marinero que le había consolado, movido de lástima, le dijo:
—Yo te acompaño, José.
El del farol dijo lo mismo. Y los tres juntos dejaron apresuradamente la ribera de Rodillero y siguieron el borde de la mar, registrando escrupulosamente todos los parajes donde pensaban que la lancha pudiera quedar barada. Después de caminar cerca de una milla entre peñas, salieron a una vasta playa de arena: allí era donde José tenía cifrada principalmente su esperanza: si la lancha hubiese barado en ella, estaba salvada. Mas después de recorrerla toda despacio, nada vieron.
—Me parece que es inútil ir más adelante, José —dijo Gaspar;—el camino de las peñas debe de estar ya tomado por la mar; está subiendo todavía…
José insistió en seguir: tenía esperanza de hallar su lancha en la pequeña ensenada de los Ángeles. Pero la ribera estaba, en efecto, invadida por el agua, y por mucho que se arrimaban a la montaña, todavía los golpes de mar les salpicaban. Uno de estos, al fin, bañó completamente a José y le apagó el farol. Entonces los marineros se negaron resueltamente a dar un paso más; nadie traía cerillas para encenderlo de nuevo; caminar sin luz, era expuesto a romperse la cabeza, o por lo menos una pierna, entre las peñas. José los animó a volverse pero negándose a seguirlos.
Quedó solo y a oscuras entre la montaña que se alzaba a pico sobre su cabeza, y la mar hirviente y furiosa, cuyas olas, al llegar a tierra, semejaban enormes y oscuras fauces que quisieran tragarlo. Mas a nuestro marinero no le arredraban las olas ni la oscuridad: saltando de peña en peña y aprovechando los instantes de calma para salvar los pasos difíciles, consiguió llegar, ya bastante tarde, a la bahía de los Ángeles. Tampoco allí vio nada, por más que se entretuvo buen espacio a reconocer una por una las peñas todas que la cerraban. Rendido, al fin, y maltrecho, con los pies abiertos, empapado y transido, dio la vuelta para casa.
Cuando llegó a la gran playa cercana a Rodillero ya había amanecido. El sol brillaba sobre el horizonte y comenzaba a ascender majestuosamente por un cielo azul y sereno. El mar seguía embravecido. El agua que bañaba la costa estaba turbia, como siempre que la marejada es de fondo, y se revolvía airada contra los peñascos de la orilla y los batía con fragor: unas veces los tapaba enteramente con un blanco manto de espuma; otras veces los escalaba llena de cólera y antes de llegar a la cima caía jadeante; otras, en fin, se contentaba con entrar al arma por todos sus huecos y concavidades para enterarse de si había allí algún enemigo escondido y darle muerte; y no hallando a nadie en quien cebar su furor, se retiraba gruñendo y murmurando amenazas para tornar de nuevo y con más bríos a la carga. Sobre la gran playa arenosa, venían las olas en escuadrones cerrados que se renovaban sin cesar; llegaban en línea de batalla altas y formidables sacudiendo su melena de espuma; avanzaban majestuosamente sobre la alfombra dorada, esperando encontrar resistencia; pero al ver libre el campo, se dejaban caer perezosamente, no rendidas a ningún adversario, sino a su misma pesadumbre y fortaleza. Y en pos de estas venían otras, y otras después al instante, y después otras, y así siempre, sin dar punto de tregua; y todavía allá a lo lejos se columbraban infinitas legiones de ellas que acudían iracundas y erizadas de todos los parajes del globo en socorro de sus compañeras.
La agitación inmensa del océano, puesto por arcana razón en movimiento; aquel vaivén confuso que se extendía hasta la línea indecisa del horizonte, formaba contraste singular con la serenidad riente del firmamento. José detuvo un instante el paso delante de las olas y contempló el panorama con la curiosidad del marino, la cual jamás se agota; no había en su mirada rencor ni desesperación. Avezados a tener su vida y su hacienda en poder de la mar y a ser derrotados en las luchas que con ella sostienen, los pescadores sufren sus inclemencias con resignación y respetan su cólera como la de un Dios irritado y omnipotente. En aquel momento le preocupaba más al marinero un barco que veía allá en los confines del horizonte, batiéndose con las olas, que su propia lancha. Después de observar con atención inteligente sus maniobras un buen rato, siguió caminando hacia el pueblo. Al divisar las primeras casas le asaltó una idea muy triste; pensó que la pérdida de la lancha iba a estorbar de nuevo su matrimonio ya próximo; y como si entonces tan sólo se diese cuenta de que iba medio desnudo y mojado, comenzó a tiritar fuertemente.
El daño causado en Rodillero por aquella gran «vaga de mar» (así llaman los pescadores a la mar alta), fue harto considerable: cuatro o cinco lanchas desbaratadas, y mucha parte de las otras con avería. Los vizcaínos, a quienes se suponía causantes de él, y lo eran en realidad, aunque de un modo inocente, andaban confusos y avergonzados; en cuanto la mar se aplacó, a los dos días del suceso, izaron vela para su tierra, dejando el puerto más despejado y el lugar tranquilo.
La lancha de José había sido la única arrastrada por el agua, lo cual llamó un poco la atención, porque las amarras de tierra no estaban rotas, sino que habían marchado enteras con el barco; esto no era fácil de explicar, suponiendo, como es lógico, que estuviesen anudadas. Cuando en la baja mar sacó José del agua el ancla de cuatro lengüetas que usan las lanchas, fue grande su sorpresa al ver que el cable no estaba roto por la fuerza de un tirón, sino por medio de cuchillo o navaja. En vano trató de explicarse de un modo natural aquel extraordinario fenómeno; todo el trabajo de su cerebro era inútil ante la realidad que tenía delante. Al fin, y bien a su pesar, brotó en su alma la sospecha de que allí había andado una mano alevosa. Pero esto le causaba aún mayor sorpresa. ¿De quién podía ser aquella mano? Solamente de un enemigo, y él no tenía ninguno; en el pueblo no había, a su entender, persona capaz de tal villanía. Y para no calumniar mentalmente a nadie, obrando con su acostumbrada lealtad, determinó no pensar más en ello, ni dar noticia del terrible descubrimiento. Guardolo, pues, en el fondo de su espíritu, haciendo lo posible por olvidarlo enteramente. La pérdida de la lancha no abatió su ánimo, ni mucho menos; pero las consecuencias que consigo trajo le llenaron de amargura.
La señá Isabel mostró tomar parte muy principal en su pesadumbre; se deshizo en quejas y lamentos; rompió en apóstrofes violentísimos contra los vizcaínos. En todas sus palabras dejaba, sin embargo, traslucir que consideraba muy grave el contratiempo.
—¿No es una vergüenza que esos zánganos forasteros sean los causantes de la ruina de los vecinos de Rodillero?…
Y dirigiéndose a José:
—No te apures, querido, no te apures por quedar arruinado… No te faltará Dios, como no te ha faltado hasta ahora… Trabaja con fe, que mientras uno es joven, siempre hay esperanza de mejorar de fortuna.
Estas palabras de consuelo, dejaban profundamente desconsolado a nuestro marinero, pues le advertían bien claramente de que no había que hablar de matrimonio por entonces. Y, en efecto, dejó correr los días sin soltar palabra alguna referente a él, ni delante de la maestra ni a solas con su novia. Pero la tristeza que se reflejaba en el rostro, acusaba perfectamente el pesar que embargaba su alma: hacía esfuerzos por aparecer sereno y risueño en la tienda del maestro, y procuraba intervenir alegremente en la conversación; mas a lo mejor quedaba serio sin poderlo remediar, y se pasaba la mano por la frente con abatimiento. Algo semejante le acontecía a Elisa: también comprendía que era inútil hablar de boda a su madre, y trataba de ocultar su desazón sin conseguirlo. En las breves conversaciones que con José tenía, ni uno ni otro osaban decirse nada de aquel asunto; pero en lo inseguro de la voz, en las tristes y largas miradas que se dirigían y en el ligero temblar de sus manos al despedirse, manifestaban sin necesidad de explicarse más claramente que la misma idea los hacía a ambos desgraciados. Lo peor de todo era que no podían calcular ya cuándo se calmarían sus afanes, pues pensar en que José ahorrase de nuevo para comprar otra lancha, valía tanto como dilatar su unión algunos años.
Mientras los amantes padecían de esta suerte, comenzó a correr por el pueblo, sin saber quién la soltara, la especie de que la pérdida de la lancha no había sido fortuita, sino intencional. La circunstancia de haber marchado enteras las amarras se prestaba mucho a este supuesto; además, se había sabido también que el cable del ancla no estaba roto, sino cortado. Teresa fue una de las primeras en tener noticia de ello; y con la peculiar lucidez de la mujer y de los temperamentos fogosos, puso en seguida el dedo en la llaga:
—¡Aquí anduvo la mano de la maestra!
En vano las comadres le insinuaban la idea de que José tenía en el lugar envidiosos de su fortuna: no quiso oírlas.
—A mi hijo nadie le quiere mal; aunque haya alguno que le envidie, no es capaz de hacerle daño.
Y de esto no había quien la moviera. Irritósele la bilis pensando en su enemiga, hasta un punto que causaba miedo: aquellos días primeros apenas osaba nadie dirigirla la palabra; se puso flaca y amarilla; pasaba el tiempo gruñendo por casa como una fiera hambrienta.
Por fin una vez se plantó delante de José con los brazos en jarra, y le dijo:
—¿Cuánto vamos a apostar a que cojo a la madre de tu novia por el pescuezo y se lo retuerzo?
José quedó aterrado.
—¿Por qué, madre? —preguntó con voz temblorosa.
—Porque sí; porque se me antoja… ¿Qué tienes que decir a esto? —repuso ella clavándole una mirada altiva.
El marinero bajó la cabeza sin contestar; conociendo bien a su madre, esperó a que se desahogara.
Viendo que él no replicaba, Teresa prosiguió, pasando de súbito de su aparente calma a una furiosa exaltación:
—Sí; un día la cojo por los pocos pelos que le quedan y la arrastro hasta la ribera… ¡A esa bribona!… ¡A esa puerca!… ¡A esa sin vergüenza!…
Y siguió recorriendo fogosamente todo el catálogo de los dicterios. José permaneció mudo mientras duró la granizada; cuando se fue calmando, tornó a preguntar:
—¿Por qué, madre?
—¿Por qué? ¿Por qué? Porque ella ha sido, ¡esa infame! quien te hizo perder la lancha…
—¿Y cómo sabe V. eso? —preguntó el pescador con calma.
Teresa no lo sabía, ni mucho menos; pero la ira la hizo mantener en aquel momento que sí, que lo sabía a ciencia cierta, y no teniendo datos ni razones que exponer en apoyo de su afirmación, las suplía con gritos, con insultos y amenazas.
José trató de disuadirla con empeño, representándola el grave pecado que era achacar a cualquiera persona una maldad semejante sin estar bien seguro de ello; pero la viuda no quiso escucharle; siguió cada vez con mayor cólera profiriendo amenazas. Entonces el marinero, atribulado, pensando en que si su madre llegaba a hacer lo que decía sus relaciones con Elisa quedaban rotas para siempre, exclamó con angustia:
—¡Madre, por Dios le pido que no me pierda!
Fue tan dolorido el acento con que estas palabras se pronunciaron, que tocó el corazón de Teresa, el cual no era perverso sino cuando la ira le cegaba. Quedó un momento suspensa; murmuró aún algunas frases duras; finalmente se dejó ablandar, y prometió estarse quieta. Mas a los tres o cuatro días, en un arranque de mal humor, rompió otra vez en amenazas contra su enemiga. Con esto José andaba triste y sobresaltado, esperando que la hora menos pensada se armase un escándalo que diera al traste con sus vacilantes relaciones.
Teresa no sosegaba tampoco, queriendo a toda costa convertir en certidumbre la sospecha que la roía el corazón. Corría por las casas del pueblo interrogando a sus amigas, indagando con más destreza y habilidad que un experimentado agente de policía. Al cabo pudo averiguar que, días antes del suceso, la señá Isabel había tenido larga plática con Rufo el tonto a la orilla del mar. Este dato bañó de luz el tenebroso asunto; ya no había duda: la maestra era la inteligencia y Rufo el brazo que había cometido el delito. Entonces Teresa, para obtener la prueba de ello, se valió de un medio tan apropiado a su genio como oportuno en aquella sazón. Buscó inmediatamente a Rufo; hallolo en la ribera rodeado de unos cuantos marineros que se solazaban zumbándole, y dirigiéndose a él de improviso, lanzando rayos de cólera por los ojos, le dijo:
—¿Conque has sido tú, gran pícaro, el que soltó los cabos de la lancha de mi hijo, para que se perdiese? ¡Ahora mismo vas a morir a mis manos!
El tonto, sorprendido de este modo, cayó en el lazo; dio algunos pasos atrás, empalideció horriblemente, y plegando las manos comenzó a decir lleno de miedo:
—¡Peldóneme, señá Telesa!… ¡Peldóneme, señá Telesa!…
Entonces ella se vendió a su vez; en lugar de seguir en aquel tono irritado y amenazador, dejó que apareciese en su rostro una sonrisa de triunfo.
—¡Hola! ¿Conque has sido tú de veras?… Pero de ti no ha salido esa picardía… eres demasiado tonto… Alguien te ha inducido a ello… ¿Te lo ha aconsejado la maestra, verdad?
El tonto, repuesto ya del susto y advertido por aquella sonrisa, tuvo la suficiente malicia para no comprometer a la madre de su ídolo.
—No señola; no señola; fui yo sólo…
Teresa trató con empeño de arrancarle el secreto; pero fue en vano. Rufo se mantuvo firme; los marineros, cansados de aquella brega, dijeron a una voz:
—Vamos, déjele ya, señá Teresa; no sacará nada en limpio.
La viuda persuadida, hasta la evidencia de que la autora de su infortunio era la señá Isabel, y rabiosa y enfurecida por no habérselo podido sacar del cuerpo al idiota, corrió derechamente a casa de aquélla.
Estaba a la puerta de la tienda cosiendo. Teresa la vio de lejos y gritó con acento jocoso:
—Hola, señá maestra, ¿está V. cosiendo? Allá voy a ayudarla a V. un poquito.
No sabemos lo que la señá Isabel encontraría en aquella voz de extraordinario, ni lo que vería en los ojos de la viuda al levantar la cabeza; lo cierto es que se alzó súbitamente de la silla, se retiró con ella y atrancó la puerta, todo con tal presteza, que por mucho que Teresa corrió, ya no pudo alcanzarla. Al verse defraudada, empujó con rabia la puerta gritando:
—¿Te escondes, bribona? ¿te escondes?…
Pero al instante apareció en la ventana la señá Isabel diciendo con afectado sosiego:
—No me escondo, no; aquí me tienes.
—Baje V. un momento, señora —replicó Teresa, disfrazando con una sonrisa el tono amenazador que usaba.
—¿Para qué me quieres abajo? ¿Para verte mejor esa cara de zorra vieja que te ha quedado?
Este feroz insulto fue dicho con voz tranquila, casi amistosa. Teresa se irguió bravamente sintiendo el acicate, y alzando los puños a la ventana, gritó:
—¡Para arrancarte esa lengua de víbora y echársela a los perros, malvada!
Algunos curiosos rodeaban ya a la viuda; otros se asomaban a las ventanas de las casas vecinas esperando con visible satisfacción el espectáculo traji-cómico que se iniciaba. En Rodillero las pendencias entre mujeres son frecuentísimas: es lógico, dado el genio vivo y exaltado de la mayoría de ellas: la mala educación, la ausencia de urbanidad propias de la plebe, no sólo hace que menudeen, sino que les da siempre un aspecto grosero y repugnante: además, en Rodillero, el asunto de las riñas tiene algo de tradicional y privativo; desde muy antiguo gozan fama en Asturias las disputas de las mujeres de este pueblo, y se sabe que no las hay más desvergonzadas y temibles cuando se desbocan. Así que, acostumbradas desde niñas a presenciarlas y a tomar parte muy a menudo, casi todas conocen bastante bien el arte de reñir y algunas llegan a ser consumadas maestras. Este mérito no queda oculto; se dice, por ejemplo: «Fulana riñe bien; Zutana se acalora demasiado pronto; Mengana da muchos gritos y no dice nada,» lo mismo que en Madrid se comentan y aquilatan las dotes de los oradores importantes. Había no hace mucho tiempo en Rodillero una persona que eclipsaba a todas las reñidoras del lugar y las derrotaba siempre que entraba en liza con ellas: era un hombre, aunque por sus gustos e inclinaciones tenía mucho de mujer; se llamaba, o se llama, Pedro Regalado, pero nadie le conoce allí por otro nombre que por el de el marica de D. Cándido. Teresa, aunque había reñido innumerables veces, no había llegado a adquirir, debido a su natural impetuoso, el grado de perfección que la retórica de las comadres exigía; aquel velar las injurias para herir al adversario sin descubrirse; aquel subir y bajar la voz con oportunidad, aquel manotear persuasivo, aquel sonreír irónico, aquel alejarse con majestad y venir de improviso con un nuevo insulto en la boca. La señá Isabel, por su posición un tanto más alta, descendía pocas veces a la palestra de la calle, pero era comúnmente temida a causa de su astucia y malevolencia.
—A los perros hace tiempo que estás echada tú, pobrecilla —dijo contestando sin inmutarse a la terrible amenaza de Teresa.
—¡Eso quisieras tú; echarme a los perros! Para empezar me quieres echar a pedir limosna, quitándome el pan.
—¿Qué te he quitado yo?
—La lancha nueva de mi hijo, ¡infame!
—¿Que me he comido yo la lancha de tu hijo? ¡No creía tener tan buenas tragaderas!
Los curiosos rieron. Teresa, encendida de furor, gritó:
—Ríete, pícara, ríete, que ya sabe todo el pueblo que has sido tú la que indujo al tonto del sacristán a cortar los cables de la lancha.
La maestra empalideció y quedó un instante suspensa; pero repuesta en seguida, dijo:
—Lo que sabe todo el pueblo es que hace tiempo que debieras estar encerrada, por loca.
—Encerrada, pronto lo serás tú en la cárcel. ¡Te he de llevar a la cárcel, o poco he de poder!
—Calla, tonta, calla —dijo la maestra, dejando aparecer en su boca una sonrisa,—¿no ves que se están riendo de ti?
—¡A la cárcel! ¡a la cárcel! —repitió la viuda con energía, y volviéndose a los circunstantes, preguntó enfáticamente:—¿Habéis visto nunca mujer más perversa?… La madre murió de un golpe que le dio esta bribona con una sartén, bien lo sabéis… Echó de casa a su hermano y le obligó a sentar plaza… A su marido, que era un buen hombre, le dejó morir como a un perro, sin médico y sin medicinas, por no gastarse los cuartos… que tampoco eran suyos; y si no mata a éste que ahora tiene, consiste en que es un calzonazos que no la estorba para nada…
En este momento, D. Claudio, que estaba detrás de su mujer sin atreverse a intervenir en la contienda, sacó su faz deprimida y más fea aún por la indignación que reflejaba, diciendo:
—¡Cállese V., deslenguada; váyase V. de aquí o doy parte en seguida al señor alcalde!
Pero la maestra, que refrenaba con grandísimo trabajo la ira, halló medio de darla algún respiro sin comprometerse, y extendiendo el brazo, le pegó un soberbio mojicón de mano vuelta en el rostro. El pobre pedagogo, al verse maltratado tan inopinadamente, sólo tuvo ánimo para exclamar, llevándose las manos a la parte dolorida:
—¡Mujer! tú, ¿por qué me castigas?
Teresa estaba tan embebida en la enumeración de las maldades de su enemiga, que no advirtió aquel chistoso incidente y siguió diciendo a la muchedumbre que la rodeaba:
—Ahora roba el dinero de su hija, lo que el difunto tenía de sus padres, y no la deja casarse por no soltar la tajada… ¡Antes dejará los dientes en ella!…
La señá Isabel lanzó una carcajada estridente.
—¡Vamos, ya pareció aquello! ¿Estás ofendida porque no quiero que mi hija se case con el tuyo, verdad? ¿Quisieras echar las uñas a mi dinero y divertirte con él, verdad? Lámete, pobrecilla, lámete, que tienes el hocico untado.
La viuda se puso encarnada como una brasa.
—Ni mi hijo ni yo necesitamos de tu dinero. Lo que queremos es que no nos robes. ¡Ladrona! ¡ladrona!… ¡ladrona!… ¡ladrona!
El furor de que estaba poseída le hizo repetir innumerables veces esta injuria, exponiéndose a ser procesada; en cambio la maestra procuraba insultarla a mansalva.
—¿Qué he de robarte yo, pobretona? Lo que tenías, ya no se acuerda nadie de cuándo te lo han robado…
—¡Ladrona! ¡ladrona! ¡ladrona! —gritaba la viuda, a quien ahogaba el coraje.
—Calla, tonta, calla —decía la señá Isabel sin caérsele la sonrisa de los labios.—Vamos, por lo visto, tú quieres que te llame aquello…
—¡Has de parar en la horca, bribona!
—No te empeñes en que te llame aquello, porque no quiero.—Y volviéndose a los circunstantes, exclamaba con zumba:
—¡Será terca esta mujer, que se empeña en que le llame aquello!… ¡Y yo, no quiero!… ¡Y yo, no quiero!…
Al decir estas palabras abría los brazos con una resolución tan graciosa, que excitaba la risa de los presentes. El furor de Teresa había llegado al punto máximo; las injurias que salían de su boca eran cada vez más groseras y terribles.
Por grande que sea nuestro amor a la verdad, y vivo el deseo de representar fielmente una escena tan señalada, el respeto que debemos a nuestros lectores nos obliga a hacer alto. Su imaginación podrá suplir fácilmente lo que resta. La reyerta prosiguió encendida largo rato y en la misma disposición; esto es, la señá Isabel esgrimiendo la burla y el sarcasmo, Teresa arrojándose a todos los denuestos imaginables; la acción acompañaba a la violencia de sus palabras; iba y venía con portentosa celeridad; daba vueltas en redondo como una peonza; sacudía los brazos en todas direcciones; desgarraba el pañuelo de la garganta que le sofocaba; todo su cuerpo se estremecía cual si estuviese sometido a una corriente magnética. Más de cien veces se alejó de aquel sitio, y otras tantas volvió para arrojar con voz enronquecida un nuevo insulto a la faz de su enemiga. Por último, rendida a tanto esfuerzo y casi perdida la voz, se alejó definitivamente. Los curiosos la perdieron de vista entre las revueltas de la calle. La señá Isabel, victoriosa, le gritó aún desde la ventana:
—¡Anda, anda; vete a casa y toma tila y azahar; no sea cosa que te dé la perlesía, y revientes!
Teresa padecía, en efecto, del corazón, y solía resentirse cuando experimentaba algún disgusto. En cuanto llegó a casa cayó en un accidente tan grave, que fue necesario llamar apresuradamente al cirujano del lugar.
Cuando a la tarde llegó José de la mar y se enteró de lo acaecido, experimentó el más fiero dolor de su vida. No pudo medirlo bien, sin embargo, hasta que su madre salió del accidente; los cuidados que exigía y la zozobra que inspiraba le hacían olvidar en cierto modo su propia desdicha. Mas al ponerse buena a los dos o tres días, sintió tan viva y tan cruel la herida de su alma, que estuvo a punto de adolecer. No salió de sus labios, a pesar de esto, una palabra de recriminación; enterró su dolor en el fondo del pecho y siguió ejecutando la tarea cotidiana con el mismo sosiego aparente. Pero al llegar de la mar por las tardes, en vez de ir a la tienda de la maestra o de pasar un rato en la taberna con sus amigos como antes, se metía en casa, así que despachaba los negocios del pescado, y no volvía a salir hasta el siguiente día a la hora de embarcarse.
Esta resignación mortificaba aún más a Teresa que una reyerta cada hora: andaba inquieta y avergonzada: su corazón de madre padecía al ver el dolor mudo y grave de su hijo: aunque no se hubiese apagado ni mucho menos en su alma la hoguera de la cólera, y desease frenéticamente tomar venganza acabada de la señá Isabel, empezaba a sentir algo parecido al remordimiento. Pero no fue parte esto a impedir que demandase judicialmente al sacristán reclamándole los daños causados por su hijo Rufo, el cual por su inocencia no era responsable ante la ley. Y como el hecho estaba bien probado, el juez de Sarrió condenó al cabo al sacristán a encerrar en casa al tonto y a resarcir el valor de la lancha a José. Lo primero fue ejecutado al punto; mas a lo segundo no era fácil darle cumplido efecto, porque el sacristán vivía de los escasos emolumentos que el cura le pagaba, y no se le conocían más bienes de fortuna: cuando el escribano fue a embargarle la hacienda viose necesitado a tomar los muebles, los enseres de cocina y las ropas de cama, todo lo cual, viejo y estropeado, produjo poquísimo dinero. Mas la sacristana debía de estimarlo como si fuese de oro y marfil, a juzgar por el llanto y los suspiros que le costó desprenderse de ello. Tenía esta mujer opinión de bruja en el pueblo; las madres la miraban con terror y ponían gran cuidado en que no besara a sus pequeños; los hombres la consultaban algunas veces cuando hacían un viaje largo para saber su resultado. Ella, en vez de trabajar por deshacer esta opinión, la fomentaba con su conducta, a semejanza de lo que en otro tiempo hacían algunas desdichadas que la Inquisición mandaba a la hoguera: la vanidad femenina puede llegar a tales extravíos. Decía la buenaventura por medio de las cartas o las rayas de la mano; sacaba el maleficio al que no podía usar del matrimonio; propinaba untos y polvos para ser querido de la persona deseada, y se daba aire de suficiencia y aparato de misterio que excitaba grandemente la fantasía de los pobres pescadores.
Al ver que le arrebataban de casa sus muebles, prorrumpió en maldiciones tan espantosas contra Teresa y su hijo, que consiguió horrorizar a los curiosos, que como sucede siempre en tales casos, habían seguido al escribano y al alguacil.
—¡Permita Dios que esa bribona pida limosna por las calles y la ahorquen después por ladrona! ¡Permita Dios que se le haga veneno lo que coma! ¡Permita Dios que su hijo vaya un día a la mar y no vuelva!
Mientras los ministros de la justicia desempeñaron su tarea, no cesó de invocar al cielo y al infierno contra sus enemigos. Los vecinos que se hallaban presentes marcharon aterrados.
—Por todo lo que tiene D. Anacleto —decía un marinero viejo a los que iban con él— no quisiera estar ahora en el pellejo de José el de la viuda. Hay que temer las maldiciones de esa mujer.
—No será tanto —repuso otro más joven y más despreocupado.
—Te digo que sí: tú eres mozo y no puedes acordarte, pero aquí están Casimiro y Juan, que bien saben lo que a mí me ha pasado con ella hace ya algunos años… Iba yo una tarde a la ribera para salir a la merluza, cuando me llamó para pedirme que llevase conmigo a su Rufo y le hiciese rapaz de la lancha. Yo me negué a ello, claro está, porque ese bobo nunca ha servido para nada. Se puso entonces como una perra rabiosa contra mí, y me llenó de insultos y maldiciones. Yo sin hacer caso seguí mi camino y entré a bordo: llegamos a la playa de la merluza a eso de las nueve y tuvimos los aparejos echados hasta el amanecer. ¿Querrás creer que no aferré más de tres merluzas? Las demás lanchas vinieron con cada ochenta, ciento y hasta la hubo de ciento treinta. Al día siguiente me sucedió poco más o menos lo mismo, y al otro igual, y al otro igual… En fin, muchacho, que no tuve más remedio que ir a su casa y pedirle por Dios que me levantase la maldición…
Los marineros viejos apoyaron lo que su compañero afirmaba. Cuando los demás vecinos tuvieron noticia de las tremendas maldiciones proferidas por la mujer del sacristán, también compadecieron sinceramente a José. La misma Teresa, al saberlo, se sintió atemorizada, por más que la soberbia le hiciese ocultar el miedo.
A la hora de comer, la señá Isabel, que lo había aprendido en la calle, se lo notició a su hija con extremado deleite.
—¿No sabes una cosa, Elisa?
—¿Qué?
—Que hoy fueron a embargar los muebles a Eugenia la sacristana por lo que hizo su hijo Rufo con la lancha de José… ¡Pero anda, que no les arriendo la ganancia ni a éste ni a su madre!… Las maldiciones que aquella mujer les echó no son para dichas… Creo que daban miedo.
Elisa, cuya alma impresionable y supersticiosa conocía bien la maestra, se puso pálida.
—¡Fueron espantosas, según cuentan! —prosiguió la vieja relamiéndose interiormente.—Que había de verles pidiendo limosna por las calles… que ojalá José necesitase robar para comer y le viese después colgado de una horca, o que saliese un día a la mar y no volviese…
Las manos de Elisa temblaban al llevar la cuchara a la boca, mientras su madre, con refinada crueldad, repetía una por una las atrocidades que por la mañana había proferido la sacristana. Al fin, algunas lágrimas salieron rodando de sus ojos hermosos. La maestra, al verlas, se indignó terriblemente.
—¿Por qué lloras, mentecata? ¿Habrá en el mundo muchacha más bobalicona?… ¡Aguarda un poco, que yo te daré motivo para llorar!
Y levantándose de la silla, la aplicó un par de soberbias bofetadas, que enrojecieron las mejillas de la cándida doncella.
Mientras tales sucesos acaecían, estaba feneciendo en Rodillero la costera del bonito; por mejor decir, había terminado enteramente. Corrían los postreros días de Octubre; el tiempo estaba sereno; la mar se rizaba levemente en toda su extensión al paso de las brisas frías del otoño; el cielo, a la caída de la tarde, se presentaba diáfano y pálido; algunas nubes de color violeta permanecían suspendidas en el horizonte; los cabos de la costa parecían más cercanos por la pureza del ambiente; cuando las ráfagas de la brisa eran más vivas corrían por la superficie del mar fuertes temblores de frío, cual si al monstruo se le pusiese carne de gallina.
Había llegado la época propicia para la pesca de la sardina, más descansada y de menos peligro que la del bonito. Desgraciadamente, aquel año se presentó muy poca en la costa, las lanchas salían por mañana y tarde y regresaban la mayor parte de los días sin traer sobre los paneles el valor de la raba que habían echado al agua como cebo. ¡Qué distinto aquel año del anterior, en que se pescaba en una hora lo bastante para tornarse a casa satisfechos; en que las gaviotas se cernían en bandadas sobre las barcas para recoger las migajas del botín; en que los muchachos, encaramados sobre las peñas, veían brillar de lejos la sardina en el fondo de las lanchas como montones enormes de lingotes de plata! Y no habiendo sardina, tampoco tenían cebo para salir al congrio y la merluza, ni pescar cerca de la costa la robaliza, el sollo, el salmonete y otros peces exquisitos. El hambre iba, pues, a presentarse muy pronto en Rodillero, porque los pescadores viven ordinariamente para el día, sin acordarse del siguiente. Algunos de ellos, no obstante, se defendían de la miseria persistiendo en salir al bonito, puesto que éste andaba escaso también, y se corría ya, por lo avanzado de la estación, grave riesgo en pescarlo: la mar, en esta época, se alborota presto; el viento, a veces, también cae de un modo repentino, y las lanchas necesitan alejarse mucho para hallar aquel pescado. José era uno de estos marineros temerarios; pero vencido al fin de las amonestaciones de los viejos y de su propia experiencia, que también se lo mandaba, determinó de suspender las salidas al bonito y dedicarse a la sardina, aunque con poquísimas esperanzas de obtener buen resultado.
Antes de emprender esta pesca se fue una mañana por tierra a Sarrió con el objeto de comprar raba. Había amanecido un día sereno: el mar presentaba un color lechoso: el sol se mantuvo largo rato envuelto en una leve gasa blanca; los cabos en vapor trasparente y azulado. Sobre la llanura del mar, el cielo aparecía estriado de nubes matizadas de violeta y rosa. A las diez de la mañana el sol rompió su envoltura, disipáronse las nubes, y comenzó a ventar fresco del N. E. A la una de la tarde la brisa se fue calmando, y aparecieron por la parte de tierra algunas nubecillas blancas como copos de lana: se indicó el contraste: a la media hora ya se había declarado. El viento del Oeste consiguió la victoria sobre su enemigo, y comenzó a soplar reciamente, pero sin inspirar cuidado. Sin embargo, su fuerza fue aumentando poco a poco, de suerte que a las tres soplaba ya huracanado. Los marineros que estaban en el pueblo habían acudido todos a la ribera. A partir de esta hora, fue aumentando por momentos la fuerza del vendaval. Comenzó a sentirse en el pueblo la agitación del miedo: un rumor sordo y confuso producido por las idas y venidas de la gente, por las preguntas que los vecinos se dirigían unos a otros. Las mujeres dejaban las ocupaciones de la casa y salían a las puertas y a las ventanas, y se miraban asustadas, y se interrogaban con los ojos y con la lengua.
—¿Han llegado las lanchas?
—¿Están las lanchas fuera?
Y unas después de otras, las que tenían a los suyos en el mar, enderezaron sus pasos hacia la ribera, formando grupos y comunicándose sus temores. Mas antes de que pudiesen llegar allá, el viento se desató violento e iracundo, como pocas veces se había visto: en pocos minutos se convirtió en un terrible y pavoroso huracán: al cruzar por el estrecho barranco de Rodillero, con ruido infernal, batió furiosamente las puertas de las casas, arrebató algunas redes que se hallaban tendidas en las ventanas, y arrojó remolinos de inmundicia a los ojos de los vecinos. Las mujeres, embargadas por el miedo, suspendieron toda conversación y corrieron desaladas a la playa: los demás habitantes, hombres, mujeres y niños, que no tenían ningún pariente en la mar, dejaron también sus casas, y las siguieron; por la calle no se oía más que este grito: «¡Las lanchas! ¡las lanchas!».
Al desembocar aquella muchedumbre en la ribera, el mar ofrecía un espectáculo hermoso, más que imponente. Los vientos repentinos no traen consigo gran revolución en las aguas por el momento, sino una marejada viva y superficial. Así que la vasta llanura sólo estaba fuertemente fruncida; brillaban en toda su extensión infinitos puntos blancos, surgiendo y desapareciendo alternativamente a modo de mágico chisporroteo. Pero los centenares de ojos clavados en el horizonte con ansiedad, no vieron señal ninguna de barco. Entonces una voz gritó:—«¡A San Esteban!… ¡a San Esteban!». —Todos dejaron la ribera para subir a aquel monte, que señoreaba una extensión inmensa de agua. La mayoría se fue a buscar corriendo el camino que por detrás del pueblo conducía a él; mas los niños y las pobres mujeres que tenían a sus esposos y hermanos en la mar, se pusieron a escalarlo a pico; la impaciencia, el terror, el ansia, les daba fuerza para trepar por las rocas puntiagudas y la maleza.
Cuando llegaron a la cima y tendieron la vista por la gran planicie del océano, vieron en los confines del horizonte tres o cuatro puntos blancos; eran las lanchas. Después fueron apareciendo sucesivamente otros varios, mostrándose unos y otros cada vez con más precisión.
—Vienen todas en vuelta de tierra, con el borriquete de proa solamente —dijo uno de los marineros que acababan de llegar.
—En vuelta de tierra, sí; pero a buscar pronto el abrigo de la costa: tienen la proa puesta a Peñascosa —repuso otro.
El grupo de los espectadores colocado en la cima del monte, se fue engrosando rápidamente con los que llegaban a toda prisa. El viento hacía tremolar vivamente los pañuelos de las mujeres, y obligaba a los hombres que gastaban sombrero a tenerlo sujeto con la mano. Reinaba silencio ansioso en aquel puñado de seres humanos: el huracán zumbaba con fuerza en los oídos, hasta aturdirlos y ensordecerlos: todos los ojos estaban clavados en aquellos puntitos blancos que parecían inmóviles allá en el horizonte. De vez en cuando, los marineros se comunicaban rápidamente alguna observación.
—La salsa les debe de incomodar.
—Phs… eso importa poco: por ahora, la mar no les hace mayor daño. Si consiguen abrigarse, no hay cuidado.
—Necesitan orzar mucho.
—Claro; todo lo que dé el viento…; y aun así, no sé si podrán meterse detrás del cabo.
Las lanchas, al fin, se fueron ocultando una en pos de otra donde el marinero decía.
El grupo respiró. Sin embargo, aquel consuelo se fue trocando poco a poco en angustia a medida que el tiempo avanzaba y los barcos no parecían sobre la punta de tierra más próxima a Rodillero, denominada el Cuerno.
Trascurrió media hora; el grupo de los vecinos tenía los ojos fijos en este cabo con expresión de anhelo: el viento seguía cada vez más soberbio y embravecido.
—Mucho tardan —dijo un marinero al oído de otro.
—Se habrán metido quizá en la concha de Peñascosa —contestó éste.
—O vendrán ciñendo la tierra sin soltarla.
Tenía razón el primero. Después de aguardar largo rato, apareció por el Cuerno una lancha con el borriquete solamente y a medio izar.
—¡Es la de Nicolás de la Tejera! —dijeron a un tiempo varias voces.
—¡Alabado sea Dios! —¡Bendita sea la Virgen Santísima! —¡El Santo Cristo hermoso los ha salvado! —dijeron casi a un tiempo las esposas y las madres de los que la tripulaban.
Y bajaron corriendo a la ribera para esperarlos.
Al poco rato, apareció otra.
—¡Es la de Manuel de Dorotea! —exclamaron en seguida en el grupo.
Se escucharon las mismas bendiciones y gritos de alegría, y otro golpe de mujeres y niños se destacó corriendo a la playa.
Luego vino otra, y luego otra, y así sucesivamente fueron apareciendo unas tras otras las lanchas. El grupo del monte de San Esteban iba mermando poco a poco a medida que las barcas entraban en la ensenada de Rodillero. Pronto quedó reducido a un puñado de personas. Faltaba una sola lancha. En la ribera, se sabía ya que aquella lancha no había de llegar, porque había zozobrado; pero nadie osaba subir a San Esteban a noticiarlo. Las pobres mujeres que allí estaban, esperaban con sus pequeñuelos de la mano, silenciosas, inmóviles, presintiendo su desgracia, y haciendo esfuerzos por alejar del pensamiento la terrible idea.
El sol se ocultaba ya entre rojizos resplandores: el viento aún persistía en soplar furiosamente: las aguas del océano dejaban de fruncirse y comenzaban a hincharse con soberbia. Las esposas y madres seguían con los ojos clavados en el mar esperando siempre ver aparecer los suyos: nadie se decía una palabra ni de temor ni de consuelo; mas, sin advertirlo ellas mismas, algunas lágrimas saltaban a los ojos: el viento las secaba prontamente.
Mientras esto acaecía en Rodillero, José caminaba apresuradamente la vuelta de él por la carretera de Sarrió. Como marino experimentado, comprendió a las primeras señales de contraste que iba a caer un viento peligroso. Al observar la violencia inusitada de las ráfagas, se dijo, lleno de tristeza:—«Es imposible que hoy no suceda una desgracia en Rodillero». —Y apretó cuanto pudo el paso. De vez en cuando se detenía algunos instantes para subir a alguna eminencia del camino y escrutar atentamente los horizontes de la mar en busca de las lanchas. Cuando el huracán llegó a su mayor poder, no le fue dado resistir la impaciencia: dejó el barril de raba, que había comprado, en manos de otro caminante que halló por casualidad, y se dio a correr como un gamo hasta perder el aliento.
Cuando alcanzó las primeras casas del pueblo, era ya muy cerca del oscurecer. Un grupo de chicos estaba jugando a los bolos en las afueras: al pasar por delante, uno de ellos le dijo:
—José; la lancha de Tomás se perdió.
El marinero detuvo el paso, y preguntó visiblemente conmovido:
—¿Dónde iba mi cuñado Nicasio?
El muchacho bajó la cabeza sin contestar, asustado ya y arrepentido de habérselo dicho.
José se puso terriblemente pálido, quitose la boina y comenzó a mesarse los cabellos, dejando escapar palabras de dolor y gemidos. Sigiuó caminando hacia el pueblo, y entró en él escoltado por el grupo de chicos y por otros muchos que se les fueron agregando.—«Ahí va José; ahí va José de la viuda:» —se decían los vecinos acercándose a las puertas y ventanas para verle pasar descolorido y con la boina en la mano. Al cruzar por delante de una taberna, salieron de ella tres o cuatro voces llamándole; y otros tantos marineros acudieron a detenerle, y le hicieron entrar: Bernardo era uno de ellos; otro el Corsario.
—Acaban de decirme que se perdió la lancha de Tomás… ¿No se salvó ninguno? —preguntó temblándole la voz, al poner el pie en la taberna.
Ninguno de los marineros esparcidos por ella, le contestó. Después de algunos instantes de silencio, uno le dijo:
—Vamos, José; toma un vaso de vino, y serénate: todos estamos sujetos a lo mismo.
José se dejó caer sentado sobre el banco próximo al mostrador, y metió la cabeza entre las manos sin hacer caso del vaso que su compañero le puso delante. Al cabo de un rato, sin embargo, alargó la mano para cogerlo y bebió todo el vino con avidez.
—¡Qué se va a hacer! ¡Vaya todo por Dios! —dijo al colocarlo otra vez sobre el mostrador: y limpiándose con la boina algunas lágrimas que le rodaban por el rostro, preguntó ya con voz entera:
—¿Y cómo fue eso?
—Pues nada, muchacho, se fueron a pique porque quisieron —le contestó uno.—Cuando veníamos todos con el borriquete medio relingado y con muchísimo ojo, y que no nos llegaba la camisa al cuerpo, vemos que Tomás iza el trinquete en el palo del medio… Me parece que no había acabado de relingar cuando ¡zas! dio vuelta la lancha…
—¿No quedó flotando alguno? —preguntó Bernardo.
—Sí; vimos tres o cuatro.
—¿Y por qué no los recogisteis?
—Porque pasábamos muy lejos de ellos… Detrás de nosotros y bien a barlovento venía Joaquín de la Mota… Pensábamos que él los recogería.
—¡Pensabais! ¡pensabais! —exclamó Bernardo indignado.—¡Lo que yo pienso es que debierais ir entre guardias civiles a la cárcel así que saltasteis en la ribera!
—¿Por qué, morral, por qué? —preguntó el otro lleno de ira.—¿Qué íbamos a hacer nosotros, pasando más de un tiro de carabina lejos de ellos? ¿Querías que por salvarlos a ellos nos ahogáramos todos?
—¡Ahogaros! ¡ahogaros!… ¡La lástima fue esa!… ¿Y por qué no arriasteis de plan la vela y no os acercasteis bogando?
—¡Cállate, burro, cállate! ¿Crees tú que estaba la mar para que hiciéramos dulces con ella?
—La mar estaba bella… un poco de salsa y nada más.
—¿Qué sabes tú lo que pasaba en la mar si estabas en tierra rascándote la barriga?
—La mar estaba bella, te digo… Y además, en último resultado, ¿por qué no disteis fondo y no aguardasteis a que ellos se fueran acercando a vosotros?
Mientras Bernardo y el otro marinero disputaban, José permanecía silencioso, teniendo la cabeza entre las manos en actitud de profundo abatimiento. Pensaba que su hermana quedaba con seis niños, el mayor de once años, sin más amparo que la capa del cielo: y por más que sus hermanas jamás habían sido buenas para él y le habían ocasionado muchos pesares, todavía les dedicaba en su corazón un cariño inmenso. La tabernera, gorda y linfática, le miraba con lástima y hacía esfuerzos por consolarle, presentándole de vez en cuando el vaso lleno de vino: él alargaba el brazo distraídamente para cogerlo y lo bebía hasta el tope, sin darse cuenta cabal de lo que hacía.
Cuando más encendida estaba la disputa entre Bernardo y su compañero, he aquí que se oyen fuertes gritos en la calle, y casi en el mismo instante entra en la taberna con violencia la hermana de nuestro marinero, la que acababa de quedar viuda, suelto el cabello, el rostro demudado y rodeada de sus hijos. Se abalanza a José y se arroja en sus brazos, rompiendo en agudos gemidos, que dejan silenciosos y graves a todos los marineros. Aquél la recibe también llorando. Cuando se separan, la mujer recoge sus niños, y, empujándolos hacia José, les dice, con cierta expresión teatral que repugna a los circunstantes, bien enterados de lo mucho que aquél había sufrido por su causa:
—Hijos míos, ya no tenéis quien os mantenga; pedid de rodillas a vuestro tío que sea vuestro padre; él, que es tan bueno, os amparará.
El noble marinero no advierte, como los demás, la hipocresía de su hermana; abraza a los niños y les besa diciendo:
—No tengáis cuidado, pobrecitos; mientras yo tenga un pedazo de pan, será vuestro y de vuestra madre.
Después se limpia las lágrimas y dice a su hermana:
—Vaya, llévalos a casa, que ya es noche.
Así que la mujer y los chicos salieron de la taberna, se enredó de nuevo la disputa sobre el percance de la tarde: poco a poco todos los marineros fueron tomando parte en ella, hasta no entenderse nadie.
José permanecía silencioso al lado del mostrador, apurando de vez en cuando el vaso de vino que la tabernera le presentaba. Al fin, tanto fue lo que bebió, sin advertirlo, que perdió la cabeza y fue preciso trasportarlo a casa, en completo estado de embriaguez.
Recogió, en efecto, a la viuda y sus hijos en casa y los mantuvo todo lo bien que le consentían sus escasos recursos. Pero éstos, en vez de aumentar, fueron disminuyendo: la costera de la sardina fue desdichada hasta el fin; no hubo apenas congrio ni merluza: cuando llegó la del besugo, por los meses de Diciembre y Enero, José estaba empeñado en más de mil reales, y aun le faltaba pagar cuatro barriles de raba, que ascendían a una respetable cantidad. Viéndose perseguido por los acreedores, se deshizo de su lancha, la cual por ser vieja y venderse con prisa, le valió poco dinero. Una vez sin lancha, no tuvo más remedio que entrar de simple compañero en otra, ganando como los demás, una soldada, que aquel año era cortísima.
Agregábase a estas calamidades la de no tener sosiego en casa. Su madre no sufría con paciencia los reveses de la fortuna y se rebelaba contra ella, armando por el más liviano motivo una batahola, que se oía de todos los rincones del pueblo. Dentro de casa, su hija, sus nietos y el mismo José, cuando llegaba de la mar, eran víctimas de aquella cólera que se le había derramado por el cuerpo y que la ahogaba. Por otra parte, la hermana casada no veía con buenos ojos que la viuda y sus hijos se estuviesen comiendo todo lo que había en casa de su madre y la dejasen arruinada, cuando ella no había sacado ni un mal jergón (eran sus palabras); y no dejaba de echárselo en cara siempre que podía, y de ahí se originaban pendencias repugnantes que convertían la vivienda en un verdadero infierno.
Para salir de él temporalmente, y no morirse de tristeza, nuestro desgraciado marinero asistía de vez en cuando a la taberna y se pasaba allí algunas horas charlando y bebiendo con sus compañeros. Poco a poco el vicio de la bebida, que tanto había aborrecido, se fue apoderando de él, y si no le dominó por entero como a otros, haciéndole olvidar sus obligaciones, todavía fue lo bastante para que en el pueblo se dijese que «estaba convertido en un borracho». La señá Isabel se daba prisa a propalar esta especie entre las comadres.
La miseria, el trabajo, la discordia doméstica, no serían poderosos a abatir el ánimo del pescador si a ellas no se añadiese la soledad del corazón, que es el desengaño. Educado en la desgracia, padeciendo desde que nació todos los rigores de la suerte, luchando con la ferocidad de la mar y con los caracteres no menos feroces de su madre y hermanas, poco le importaría un latigazo más de la fortuna si su vida no hubiera sido iluminada un instante por el sol de la dicha. Pero había tropezado con el amor en su monótona existencia, y había tropezado al tiempo mismo en que alcanzaba también el bienestar material. De pronto, bienestar y amor se habían huido: apagose el rayo de luz: quedó sumido en las tinieblas de la miseria y la soledad. Y si es cierto, como afirma el poeta, que no existe mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la desgracia, no es maravilla que el pobre José buscase un lenitivo al suyo y el olvido momentáneo de sus penas en la ficticia alegría que el vino comunica.
Desde la reyerta de su madre con la señá Isabel no había vuelto a hablar con Elisa, ni la había visto sino de lejos; en cuanto divisaba su figura (y era pocas veces porque se pasaba el día entero en la mar), se alejaba corriendo o se mezclaba en un grupo para no tropezar con ella, o buscaba asilo en la taberna inmediata. Al principio esto fue por vergüenza y miedo: temía que Elisa estuviese ofendida y no le quisiera saludar. Más adelante la maledicencia, que en tales casos nunca deja de andar suelta, trajo a sus oídos la noticia de que la joven estaba ya inclinada a despreciarle, que su madre había logrado persuadirla a ello, y que pronto se casaría con un piloto de Sarrió. Entonces por dignidad evitó cuidadosamente su encuentro. Los contratiempos que después padeció ayudaron también mucho a alejarle de ella: pensaba, y no le faltaba razón, que un hombre arruinado y con tantas obligaciones como él tenía, no era partido para ninguna muchacha, y menos para una tan codiciada como la hija de la maestra.
Así estaban las cosas cuando un día en que por falta de viento no salieron a la mar, le propuso su madre ir a Peñascosa, distante de Rodillero poco más de media legua: tenía allí Teresa una hermana que le había ofrecido patatas de su huerta y algunas otras legumbres, que en el estado de pobreza en que se hallaban, eran un socorro muy aceptable. Decidieron ir por la tarde y tornar al oscurecer, para que José no pasase en medio del día, cargado, por el pueblo. Aunque había camino real para ir a Peñascosa, la gente de este pueblo y la de Rodillero acostumbraba servirse, cuando no llevaban carro o caballería, de una trocha abierta a orillas de la mar; ésta fue la que siguieron madre e hijo cuando ya el sol declinaba.
Era un día trasparente y frío del mes de Febrero; el mar ofrecía un color azul oscuro. Como la vereda no consentía que fuesen pareados, la madre caminaba delante y el hijo la seguía: marchaban silenciosos y tristes: hacía tiempo que la alegría había huido de sus corazones. Cuando se hallaban a medio camino próximamente, en un paraje en que la trocha dejaba las peñas de la costa y entraba por un vasto y alegre campo, vieron a lo lejos otras dos personas que hacia ellos venían. Teresa no fijó la atención en ellas; pero José, por su costumbre de explorar largas distancias, no tardó en descubrir que aquellas dos personas eran la señá Isabel y su hija: diole un salto el corazón, pensando en que era forzoso tropezarse. ¡Qué iba a pasar allí! No se atrevió a decir nada a su madre y la dejó caminar distraída, con los ojos bajos; mas al fin ésta levantó la cabeza, y fijándose en las dos figuras lejanas, se volvió hacia él preguntando:
—Oyes, José, ¿aquellas dos mujeres no te parece que son la señá Isabel y Elisa?
—Creo que sí —respondió el marinero sordamente.
—¡Ah! —exclamó Teresa con feroz regocijo, y apretó un poco el paso sin pronunciar palabra, temiendo, sin duda, que el hijo tratase de estorbar el proyecto que había nacido súbitamente en su imaginación.
José la siguió con el corazón angustiado, sin osar decirle nada. No obstante, después que hubieron caminado algunos pasos, pudo más el temor de una escena violenta y escandalosa que el respeto filial, y se aventuró a decir severamente:
—Madre, haga el favor, por Dios, de no comprometerse ni comprometerme.
Pero Teresa siguió caminando sin contestarle, como si quisiera evitar razonamientos.
Un poco más allá, tornó a decirle aún con más severidad:
—¡Mire bien lo que va a hacer, madre!
El mismo silencio por parte de Teresa. En esto se habían acercado ya bastante los que iban y los que venían de Peñascosa. Cuando estuvieron a un tiro de piedra, próximamente, la señá Isabel detuvo el paso y vaciló un instante entre seguir o retroceder, porque había advertido la resolución nada pacífica con que Teresa caminaba hacia ella. Por fin, adoptó el término medio de estarse quieta. Teresa avanzó rápidamente hacia ella; pero al hallarse a una distancia de veinte o treinta pasos, se detuvo también, y poniendo los brazos en jarras, comenzó a preguntar a su enemiga en el tono sarcástico que la ira le hacía siempre adoptar:
—¡Hola, señora!… ¿Cómo está V., señora?… ¿Está V. buena?… ¿El esposo bueno también?… Hacía tiempo que no tenía el gusto de verla…
—¡José, ten cuidado con tu madre, que está loca! —gritó la señá Isabel con el semblante demudado.
—¡Ah, señora! ¿Conque después de haberle echado a pedir limosna y haberse reído de él, le pide V. todavía que la socorra? —Y cambiando repentinamente la expresión irónica de su rostro por otra iracunda y feroz, salvó como un tigre la distancia que la separaba de su enemiga, y se arrojó sobre ella gritando:—¡Tú me has vuelto loca, bribona!… ¡Pero ahora me las vas a pagar todas!
La lucha fue tan rabiosa como repugnante. La viuda, más fuerte y más nerviosa, consiguió en seguida arrojar al suelo a la señá Isabel; pero ésta, apelando a todos los medios de defensa, arrancó los pendientes a su enemiga, rajándole las orejas y haciéndole sangrar por ellas copiosamente.
José de un lado y Elisa del otro, se habían precipitado a separar a sus madres, y se esforzaban inútilmente por conseguirlo. Elisa tenía el rostro bañado de lágrimas; José estaba pálido y conmovido. Sus manos en uno de los lances de la faena, se encontraron casualmente; y por un movimiento simultáneo, alzaron ambos la cabeza; se miraron con amor, y se las estrecharon tiernamente.
Al fin José, cogiendo a su madre por medio del cuerpo, la levantó en el aire y fue a depositarla algunos pasos lejos: Elisa ayudó a levantarse a la suya. Unos y otros se apartaron siguiendo su camino. Las madres iban delante murmurando sin cesar injurias: los hijos volvían a menudo la cabeza para mirarse, hasta que se perdieron enteramente de vista.
Don Fernando, de la gran casa de Meira, se paseaba una noche, dos meses después del suceso que acabamos de referir, por el vasto salón feudal de su casa solariega. Alguien hubiera echado menos en aquel instante la artística lámpara de bronce, en consonancia con la majestuosa amplitud de la cuadra, o los primorosos candelabros de plata de un período más reciente; porque el pavimento no estaba llano, liso y extendido como en los siglos anteriores; ofrecía aquí y allá algunos agujeros, que aunque labrados por la planta nobilísima de los señores de Meira, y en este supuesto muy dignos de veneración, no dejaban de ser enemigos declarados de la integridad y salud de todas las piernas, lo mismo hidalgas que plebeyas. Pero D. Fernando los conocía muy bien, y los evitaba sin verlos, caminando con paso rápido de un cabo a otro de la estancia, en medio de las tinieblas.
Sus pasos retumbaban huecos y profundos en el vetusto caserón; mas los ratones, habituados desde muy antiguo a escucharlos, no mostraban temor alguno y persistían tranquilamente en su obra devastadora, rompiendo el silencio de la noche con un leve y continuado crujido; los murciélagos, con menos temor aún, volaban en danza fantástica sobre la cabeza del anciano con sordo y medroso zumbido.
En aquel momento, D. Fernando se hubiera metamorfoseado de buena gana en ratón, y acaso acaso, en murciélago. Por muy triste que fuese roer en la madera sepultado en un tétrico agujero, o yacer aletargado durante el día sobre la cornisa de una puerta, para volar únicamente en las lúgubres horas de la noche, ¿lo era menos, por ventura, verse privado de salir a la luz del sol y caminar al aire libre después de conocer las dulzuras de uno y otro? Pues esto, ni más ni menos, era lo que le acaecía al noble vástago de la casa de Meira, hacía ya cerca de un mes. ¿Y todo por qué? Por una cosa tan sencilla y corriente, como no tener camisa.
Hacía ya bastante tiempo que D. Fernando sólo tenía una; pero con ella se daba traza para ir tirando; cuando estaba sucia la lavaba con sus propias manos, y la tendía en un patinejo que había detrás de la casa, y después que se secaba, bien aplanchada con las manos, se la ponía. Mas sucedió que una mañana, estando la camisa tendida al sol, y el señor de Meira esperando en su mansión que se secase, acertó a entrar en el patio, por una de sus múltiples brechas, el asno de un vecino; el señor de Meira le vio acercarse a la camisa, sin sospechar nada malo; le vio llegar el hocico a ella, y todavía no comprendió sus planes; sólo al contemplarla entre los dientes del pollino se hizo cargo de su imprevisión, y sintió el corazón desgarrado; y la camisa también. Desde entonces D. Fernando no puso más los pies en la calle a las horas del día; repugnaba mucho, y no sin razón, a sus altos sentimientos feudales, presentarse sin una prenda tan indispensable ante los hijos de aquellos antiguos villanos, sobre quienes sus antepasados ejercían el derecho de pernada y otros privilegios tan despóticos, aunque menos ominosos.
Entre los hijos de aquellos villanos corría como muy cierta la voz de que D. Fernando estaba pasando «las de Caín». Y aunque el hambre se cernía como águila rapaz sobre la cabeza de casi todos los vecinos de Rodillero, no faltaban corazones compasivos que procuraban socorrer al noble caballero sin ofender su extraordinaria y delicadísima susceptibilidad. El que más se distinguía en esta generosa tarea era nuestro José, el cual apelaba a mil ardides y embustes para obligar al señor de Meira a que aceptase sus auxilios: unas veces le venía hablando de una deuda antigua que su madre tenía con la casa de Meira; otras muchas le mandaba pescado de regalo; otras, llevando las viandas en un cesto, se iba a cenar con él en grata compañía. D. Fernando, que conocía la precaria situación del marinero, rechazaba con heroísmo aquellos tan apetecidos socorros, y sólo después de largo pugilato, lograba José que los aceptase, volviendo la cabeza para no ver las lágrimas de agradecimiento que el anciano caballero no era poderoso a contener. Pero estos y otros socorros no bastaban algunas veces: había días en que nadie parecía por el lóbrego caserón, y entonces era cuando D. Fernando pasaba «aquellas de Caín» a que la voz pública se refería.
Ahora las está pasando más terribles y crueles que nunca. Hace veinticuatro horas que no ha entrado alimento alguno en el estómago del noble caballero; y según se puede colegir, no es fácil que entre todavía en algunas más, pues son las doce de la noche y se encuentran todos los vecinos reposando. A medida que el tiempo pasa crece su congoja: los paseos no son tan vivos; de vez en cuando se pasa la mano por la frente, donde corren ya algunas gotas de sudor frío, y deja escapar algunos suspiros que mueren tristemente sin llegar a todos los ámbitos del tenebroso salón. El último vástago de la alta y poderosa casa de Meira está a punto de desfallecer. De pronto, sin darse él mismo cuenta cabal de lo que hace, movido sin duda del puro instinto de conservación, abandona rápidamente la estancia, baja las ruinosas escaleras en pocos saltos y se lanza a la calle. Una vez en ella, se queda inmóvil sin saber a dónde dirigirse.
Era una noche templada y oscura de primavera: espesos nubarrones velaban por completo el fulgor de las estrellas. D. Fernando gira la vista en torno con dolorosa expresión de angustia, y después de vacilar unos instantes, empieza a caminar lentamente a lo largo de la calle en dirección de la salida del pueblo. Al pasar por delante de las casas vacila, medita si llamará en demanda de socorro; pero un vivo sentimiento de vergüenza se apodera de él en el momento de acercarse a las puertas y sigue su camino; sigue siempre, bien convencido, sin embargo, de que pronto caerá rendido a la miseria. Empieza a sentir vértigos y nota que la vista se le turba. Al llegar delante de la casa de la señá Isabel, que es una de las últimas del lugar, se detiene… ¿A dónde va? ¿A morir quizá como un perro en la carretera solitaria? Entonces vuelve a mirar en torno suyo y ve a su izquierda blanquear la tapia de la huerta del maestro: es una huerta amplia y feraz, llena de frutas y legumbres; la mejor que hay en el pueblo, o por mejor decir, la única buena. El pensamiento criminal de entrar en aquella huerta y apoderarse de algunas legumbres asalta al buen hidalgo; lo rechaza al instante; le acomete otra vez; torna a rechazarlo. Finalmente, después de una lucha tenaz, pero desigual, vence el pecado. D. Fernando se dijo para cohonestar el proyecto de robo:—«¿Pues qué, voy a dejarme morir de hambre? Unas cuantas patatas más o menos no suponen nada a la maestra; bastante tiene… mal adquirido a costa de los pobres pescadores».
Y he aquí cómo el hambre hizo socialista en un instante al último vástago de la gran casa de Meira.
Siguió la tapia a lo largo, torció a la izquierda y buscó por detrás de la casa el sitio más accesible para entrar. La pared por aquel sitio no era tan alta y estaba descascada y ruinosa en algunos trozos. Don Fernando apoyando los pies en los agujeros logró colocarse encima; una vez allí se agarró a las ramas de un pomar y descendió por ellas lentamente y con mucha cautela hasta el suelo. Después de permanecer algunos momentos inmóvil para cerciorarse de que nadie le había sentido, se introdujo muy despacito en la huerta. Lo primero que hizo en cuanto se halló entre los cuadros de las legumbres, fue arrancar una cebolla y echarle los dientes. En cuanto la engulló, arrancó otras tres o cuatro y se las metió en los bolsillos; después se volvió otra vez a paso de lobo hacia la tapia. Mas antes de llegar a ella percibió con terror que se movían las ramas del pomar por donde había saltado, y a la escasísima claridad de la noche observó que el bulto de un hombre se agitaba entre ellas y se dejaba caer al suelo, como él había hecho. D. Fernando quedó petrificado; y mucho más creció su miedo y su vergüenza cuando el hombre dio unos cuantos pasos por la huerta y se vino hacia él: lo primero que se le ocu rrió fue echarse al suelo: el hombre pasó rozando con él: era José.
¿Vendrá también a robar? —pensó D. Fernando; pero José dejó salir de su boca un silbido prolongado, y el señor de Meira vino a entender que se trataba de una cita amorosa, cosa que le sorprendió bastante, pues creía, como todo el pueblo, que las relaciones de Elisa y el marinero estaban rotas hacía ya largo tiempo. No tardó en aparecer otro bulto por el lado de la casa, y ambos amantes se aproximaron y comenzaron a hablar en voz tan baja que D. Fernando no oyó más que un levísimo cuchicheo. La situación del caballero era un poco falsa; si a los jóvenes les diese por recorrer la huerta o estuviesen en ella hasta que el día apuntase y le viesen, ¡qué vergüenza! Para evitar este peligro se arrastró lenta y suavemente hasta el pomar y se ocultó entre unas malezas que cerca de él había, esperando que José se marchase para escalar de nuevo el árbol y retirarse a su casa. Mas al poco rato de estar allí comenzaron a caer algunos goterones de lluvia, y los amantes vinieron también a refugiarse debajo del pomar, que era uno de los pocos árboles copudos y frondosos de la huerta, y el más lejano de la casa. Don Fernando se creyó perdido y comenzó a sudar de miedo; ni un dedo se atrevió a mover. Elisa y José se sentaron en el suelo uno al lado de otro dando la espalda al caballero, sin sospechar su presencia.
—¿Y por qué crees que tu madre presume algo? —dijo José en voz baja.
—No sé decirte; pero de algunos días a esta parte me mira mucho y no me deja un instante sola. El otro día, mientras estaba barriendo la sala, me puse a cantar; al instante subió ella y me dijo: «¡Parece que estás contenta, Elisa! Hacía ya mucho tiempo que no te salía la voz del cuerpo». Me lo dijo de un modo y con una sonrisa tan falsa, que me puse colorada y me callé.
—¡Bah, son cavilaciones tuyas! —replicó el marinero.
Guardó silencio, sin embargo, después de esta exclamación y al cabo de un rato lo rompió, diciendo:
—Bueno es vivir prevenidos. Ten cuidado, no te sorprenda.
—¡Desgraciada de mí entonces! Más me valiera no haber nacido —repuso la joven con acento de terror.
Ambos volvieron a quedar silenciosos. Elisa, cabizbaja y distraída, jugaba con las hierbas del suelo. José alargó la mano tímidamente, y, simulando también jugar con el césped, consiguió rozar suavemente los dedos de su novia. La lluvia, que comenzaba a arreciar, batía las hojas del pomar con redoble triste y monótono; la huerta exhalaba ya un olor penetrante de tierra mojada.
—¿Pensáis salir mañana a la mar? —preguntó Elisa al cabo de un rato, levantando sus hermosos ojos rasgados hacia el marinero.
—Me parece que no —repuso éste.—¿Para qué? —añadió con amargura.—Hace ocho días que no traemos valor de cinco duros.
—Ya lo sé, ya lo sé; este año no hay merluza en la mar.
—¡Este año no ha habido nada! —exclamó José con rabia.
Otra vez quedaron silenciosos. Elisa seguía jugando con las hierbecitas del suelo. El marinero le había aprisionado un dedo entre los suyos y lo estrechaba suavemente, sin osar apoderarse de la mano. Al cabo de un rato, Elisa, sin levantar la cabeza, comenzó a decir, en voz baja y temblorosa:
—Yo creo, José, que la causa de todo lo que nos está pasando, es la maldición que te ha echado la sacristana. ¿Por qué no vas a pedirla que te la levante?… Desde que esa mujer te maldijo no te ha salido nada bien.
—Y antes tampoco —apuntó José con sonrisa melancólica.
—Otros muchos lo han hecho antes que tú —siguió diciendo la joven, sin hacer caso de la observación de su amante.—Mira, Pedro el de la Matiella, ya sabes cómo estaba, flaco y amarillo que daba lástima verlo… todo el mundo pensaba que se moría. En cuanto pidió perdón a la sacristana, empezó a ponerse bueno y ya ves hoy cómo está.
—No creas esas brujerías, Elisa —dijo el marinero, con una inflexión de voz en que se adivinaba que él andaba muy cerca de creerlas también.
Elisa, sin contestar, se agarró fuertemente a su brazo con un movimiento de terror.
—¿No has oído?
—¿Qué?
—¿Ahí entre las zarzas?
—No he oído nada.
—Se me figuró escuchar la respiración de una persona.
Ambos quedaron un momento inmóviles con el oído atento.
—¡Qué miedosa eres, Elisa! —dijo riendo el marinero.—Es el ruido de la lluvia al pasar entre las hojas hasta el suelo.
—¡Me parecía!… —repuso la joven sin quitar los ojos de la maleza donde estaba oculto el Sr. de Meira, y aflojando poco a poco el brazo de su novio.
Mientras tanto, aquél sudaba copiosamente temiendo que José viniese a explorar las zarzas. Afortunadamente, no fue así: Elisa se tranquilizó pronto, y viendo a su amante triste y cabizbajo, cambió de conversación con ánimo de alegrarle.
—¿Cuándo comenzaréis a salir al bonito?… Tengo ya deseos de que empiece la costera… Me da el corazón que va a ser muy buena…
—Allá veremos —repuso José moviendo la cabeza en señal de duda.—Creo que saldremos dentro de quince o veinte días… ¿Qué vamos a hacer si no?…
—Comienza el buen tiempo… y vendrán en seguida las romerías… ¡Qué gusto!… La de la Luz es ya de mañana en un mes —dijo Elisa esforzándose por aparecer alegre.
—¡Qué importa que comiencen las romerías si yo no puedo acompañarte en ellas! —exclamó el marinero con acento dolorido.
—No te dejes acobardar, José, que todo se arreglará… Hay que tener confianza en Dios… Yo todos los días le pido al Santo Cristo que te dé buena suerte, y que le toque en el corazón a mi madre.
—Es difícil, Elisa… es muy difícil… Si no me ha querido cuando tenía algunos cuartos, ¿cómo me ha de querer hoy que soy un pobrete, y tengo sobre los hombros tanta familia?
Elisa comprendió la justicia de esta observación; pero repuso con la tenacidad sublime que el amor comunica a las mujeres:
—No importa… yo creo que se ablandará. Tengamos confianza en el Santo Cristo de Rodillero, que otros milagros mayores ha sabido obrar…
La lluvia arreciaba con ímpetu; de tal suerte, que ya el árbol no bastaba a proteger a los amantes: las hojas se doblaban al peso del agua, y la dejaban caer en abundancia sobre sus cabezas. Pero ellos ni lo advertían siquiera, embargados enteramente por el deleite de hallarse juntos; las manos enlazadas, los ojos en extática contemplación.
Elisa logró al cabo ahuyentar la melancolía de su novio; su plática tomó un sesgo risueño; hablaron de los incidentes ocurridos en pasadas romerías, y rieron de buena gana recordándolos.
—¿Te acuerdas cuando Nicolás nos convidó en la romería de San Pedro?… Tú me dijiste por lo bajo:—«Hay que beberle todo el vino que saque…».
—Porque en seguida vi que el gran tacaño lo que quería era echársela de rumboso a poca costa.
—¡Qué trabajo me costó echar todo el vaso al cuerpo! Tú te lo bebiste en un decir Jesús… y anda que Ramona tampoco se portó mal del todo.
—Pero, cuando vio que Bernardo se lo iba a tragar entero también, ¿qué de prisa le echó mano, verdad?
—¡Como que ya no podía resistir más el pobre! —dijo Elisa rompiendo a reír.—Lo mejor de todo fue lo que decía para disculpar la porquería… «¡Ésa es una broma!… ¡yo no quiero bromas!…». Cuando se me representa la cara que ponía el infeliz al vernos apurar el vaso, me río como una loca, aunque esté sola…
Ambos reían en efecto, procurando no hacer ruido.
—Por cierto —siguió Elisa, fingiendo seriedad,—que tú más tarde te pusiste un poco alegre, y le diste un beso a mi prima Ramona.
—No me acuerdo.
—Sí; no te acuerdas de lo que no quieres.
—De todos modos, estando borracho, no sabe uno lo que hace.
—No se te ocurriría, sin embargo, echarte al agua.
—¡Claro!
—Pero se te ocurre besar a las muchachas.
—No estando borracho, jamás —afirmó resueltamente José.
—¡Madre mía, si en la hora de la muerte me pusieran a la cabecera tantos angelitos como besos habrás dado!
—Te irías sola para el cielo —repuso el marinero riendo.
La plática se trocaba en alegre disputa: los amantes se embriagaban con aquella charla sencilla hallando tan chistoso lo que mutuamente se decían, que no cesaban de soltar carcajadas, cuyo ruido apagaban llevando la mano a la boca. La noche, oscura y lluviosa, era para ellos plácida y grata como pocas.
Pero Elisa creyó percibir otra vez la respiración que antes la asustara. Se quedó algunos instantes distraída; y no queriendo decir nada a José porque no la llamase otra vez medrosa, optó por separarse.
—Ya debe de ser muy tarde, José —dijo levantándose.—Mañana tengo que madrugar… además, nos estamos poniendo como una sopa.
El marinero se levantó también, aunque no de buen grado.
—¡Qué bien se pasa el tiempo a tu lado, Elisa! —dijo tímidamente.
La joven sonrió con dulzura oyendo aquella declaración que el marinero no había osado pronunciar hasta entonces, y un poco ruborizada le tendió la mano.
—Hasta mañana, José.
José tomó aquella mano, la estrechó tierna y largamente, y contestó con melancolía:
—Hasta mañana.
Pero no acababa de soltarla: fue necesario que Elisa dijese otra vez:
—Hasta mañana, José.
Tiró de ella con fuerza, y se alejó rápidamente en dirección a la casa. El marinero no se movió, hasta que calculó que estaba ya dentro: luego escaló cautelosamente la cerca, montó sobre ella, y desapareció por el otro lado.
Algunos instantes después, salía de su escondite el Sr. de Meira mojado hasta los huesos.
—¡Pobres muchachos! —exclamó sin acordarse de su propia miseria y trepando con trabajo por el pomar. Y una vez en la calle, enderezó los pasos hacia su mansión feudal acariciando en la mente un noble, cuanto singular proyecto.
Pocos días después, D. Fernando de Meira se personó en casa de José, muy temprano, cuando éste aun no había salido a la mar.
—José, necesito hablar contigo a solas; ven a dar una vuelta conmigo.
El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque hasta entonces jamás se lo había pedido directamente: cuando el hambre más le apuraba, solía llegarse a él, diciéndole:
—José, a Sinforosa se le ha concluido el pan, y no quisiera tomárselo a la otra panadera… Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza…
Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviese muy apurado; de otra suerte, ni directa ni indirectamente se humillaba a pedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensar otra cosa, y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en el bolsillo, se echó a la calle en compañía del anciano.
Guiole D. Fernando fuera del pueblo, y cuando estuvieron a alguna distancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silencio diciendo:
—Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero, ¿verdad?
José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le sorprendió un poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquella pregunta.
—Phs… así así, D. Fernando. No estoy muy sobrado… pero en fin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazo de pan.
—Un pedazo de pan es poco… No sólo de pan vive el hombre —manifestó el señor de Meira sentenciosamente; y después de caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, y encarándose con el marinero le preguntó:
—¿Tú te casarías de buena gana con Elisa, verdad? José quedó sorprendido y confuso.
—¿Yo?… Con Elisa no tengo nada ya… Todo el mundo lo sabe…
—Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con Elisa; me consta —afirmó el caballero resueltamente.
José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación cuando D. Fernando le atajó diciendo:
—No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te casarías gustoso.
—¡Ya lo creo! —murmuró entonces el marinero bajando la cabeza.
—Pues te casarás —dijo el Sr. de Meira ahuecando la voz todo lo posible y extendiendo las dos manos hacia adelante.
José levantó la cabeza vivamente y le miró, pensando que se había vuelto loco; después, bajándola de nuevo, dijo:
—Eso es imposible, D. Fernando… No pensemos en ello.
—Para la casa de Meira no hay nada imposible —respondió el caballero con mucha mayor solemnidad.
José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquella ilustre casa.
—Nada hay imposible —volvió a decir D. Fernando lanzándole una mirada altiva, propia de un guerrero de la reconquista.
José sonrió con disimulo.
—Atiende un poco —siguió el caballero:—en el siglo pasado, un abuelo mío, don Álvaro de Meira, era corregidor de Oviedo. Había allí una casa perteneciente al clero que estorbaba mucho en la vía pública, y el corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con la oposición del Obispo y cabildo catedral, los cuales le manifestaron que de ningún modo lo intentase, so pena de excomunión; pero el corregidor, sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla de albañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al Obispo, alborótase su ilustrísima, convoca al cabildo y deciden ir revestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella; pero mi bisabuelo lo supo, ¿y qué hace entonces? Va y manda a allá al verdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todo albañil que se baje del tejado… ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!… Y la casa vino al suelo.
D. Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó de golpe el edificio clerical; mas José pareció enteramente insensible a esta proeza de los Meiras: seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que era lástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos los señores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unos cuantos para la señá Isabel.
—Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja —siguió el hidalgo,—¡hay que temblar!… Toma —añadió sacando del bolsillo un paquetito y ofreciéndoselo:—Ahí tienes diez mil reales: cómprate una lancha, y deja lo demás de mi cuenta.
El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano pensando que aquello era una locura del Sr. de Meira, a quien ya muchos no suponían en su cabal juicio.
—Toma, te digo; cómprate una lancha, y a trabajar.
José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto al ver que eran monedas de oro. D. Fernando, sonriendo orgullosamente continuó:
—Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?
—Veinte.
—¿Los ha cumplido ya?
—No señor; me parece que los cumple el mes que viene.
—Perfectamente: el mes que viene te diré lo que has de hacer. Mientras tanto, procura que nadie se entere de tus amores… mucho sigilo y mucha prudencia.
D. Fernando hablaba con tal autoridad, y arqueaba las cejas tan extremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y torcida, consiguió infundir respeto al marinero; casi llegó a creer en el misterioso e invencible poder de la casa de Meira.
—A otra cosa… ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?
—¿Qué lancha? ¿la de mi patrón?
—Sí.
—¿Para ir a dónde?
—Para dar un saleo.
—Si no es más que para eso…
—Pues a las doce de la noche, pásate por mi casa dispuesto a salir a la mar: necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás… Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar la compra de la lancha; ve a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.
Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador del señor de Meira; todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de su casa de qué modo habría llegado aquel dinero a manos del arruinado hidalgo, y se propuso no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase. Pero como los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo, no se pasaron dos horas sin que supiese que D. Fernando había vendido su casa el día anterior a D. Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía empeñada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. D. Anacleto pagó esta cantidad y le dio además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese, porque le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.
Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la hora, para ver lo que era. Un poco antes de dar las doce por el reloj de las Consistoriales enderezó los pasos hacia el palacio de Meira; llamó con un golpe a la carcomida puerta y no tardó mucho el propio D. Fernando en abrirle.
—Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?
—Debe de estar, sí señor.
—Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.
D. Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba en el zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado con cordeles.
—Es muy pesado, te lo advierto.
Efectivamente, al tratar de moverlo se vio que era casi imposible llevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.
—En hombros no podemos llevarlo, D. Fernando. ¿No será mejor que lo arrastremos poco a poco hasta la ribera?
—Como a ti te parezca.
Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa; apagó D. Fernando el candil, cerró la puerta y, dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaron lentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira iba taciturno y melancólico, sin despegar los labios: José le seguía el humor, pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar lo que aquella pesadísima caja contenía.
Fue necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha y, gracias a ellos, hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo. Entraron después, y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otras embarcaciones.
La noche era de luna, clara y hermosa; el mar tranquilo y dormido como un lago; el ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contra la voluntad del hidalgo, que pretendía tomar uno, y apoyándolos suavemente en el agua se alejó de la tierra.
El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.
—Basta, José.
El marinero soltó los remos.
—Ayúdame a echar este bulto al agua.
José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más, de descubrir aquel extraño misterio, se atrevió a preguntar sonriendo:
—¿Supongo que no será dinero lo que V. eche al agua, D. Fernando?
Éste, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto, suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:
—No; no es dinero… es algo que vale más que el dinero… Me olvidaba de que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho el favor de acompañarme.
—No se lo decía por eso, D. Fernando: a mí no me importa nada lo que hay ahí dentro.
—Desátalo.
—De ningún modo, D. Fernando; yo no quiero que V. piense…
—¡Desátalo, te digo! —repitió el señor de Meira, en un tono que no daba lugar a réplica.
Obedeció José y, después de separar la múltiple envoltura de lona que le cubría, descubrió, al cabo, el objeto, el cual no era otra cosa que un trozo de piedra toscamente labrado.
—¿Qué es esto? —preguntó con asombro.
D. Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, contestó:
—El escudo de la casa de Meira.
Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro y miraba de hito en hito al caballero, esperando alguna explicación; pero éste no se apresuraba a dársela: con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia adelante, contemplaba sin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto. Al fin dijo en voz baja y temblorosa:
—He vendido mi casa a D. Anacleto… porque un día u otro yo moriré, y ¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?… Pero se la vendí bajo condición de arrancar de ella el escudo… Hace unos cuantos días que trabajo por las noches en separar la piedra de la pared…: al fin lo he conseguido…
Como D. Fernando se callase después de pronunciar estas palabras, José se creyó en el caso de preguntarle:
—¿Y por qué lo echa V. al agua?
El anciano caballero le miró con ojos de indignación.
—¡Zambombo! ¿Quieres que el escudo de la gran casa de Meira esté sobre una fábrica de escabeche?
Y aplacándose de pronto, añadió:
—Mira, esas armas… repáralas bien… Desde el siglo XV están colocadas sobre la puerta de la casa de Meira… (no esta misma piedra, porque según se ha ido enlazando con otras casas fue necesario mudarla y poner en el escudo nuevos cuarteles, pero otra parecida). En el siglo pasado quedó definitivamente fijada con la alianza de los Meiras y los Mirandas… Son cinco cuarteles; el del centro es el de los Meiras: está colocado en lo que se llama en heráldica punto de honor… Sus armas son: azur y banda de plata, con dragantes de oro; bordura de plata y ocho arminios de sable… Tú dirás —añadió D. Fernando con sonrisa protectora,—¿dónde están esos colores?… Es muy natural que lo preguntes, no teniendo nociones de heráldica… Los colores en la piedra se representan por medio de signos convencionales: el oro, míralo aquí en este cuartel, se representa por medio de puntitos trazados con buril; la plata, por un fondo liso y unido; el azur, por rayitas horizontales; los gules, por rayas perpendiculares, etc., etc… es muy largo de explicar… Los Meiras se unieron primeramente a los Viedmas, y aquí está su escudo en este primer cuartel de gules y una puente de plata de tres arcos, por los cuales corre un caudaloso río; y una torre de oro levantada en medio de la puente; bordura de plata y ocho cruces llanas de azur… Después se unieron a los Carrascos, y aquí tienes a la izquierda su cuartel, partido en dos partes iguales: la primera de plata y un león rapante de sable; la segunda de oro y un árbol terrazado y copado, con un pájaro puesto encima de la copa y un perro ladrante al pie del tronco… Ni el pájaro ni el perro se notan bien, porque los ha destruido la intemperie… pero aquí están… Más tarde se unieron a los Ángulos: su cuartel es de plata y cinco cuervos de sable puestos en sautor… Tampoco se notan bien los cuervos… Por último, se unieron a los Mirandas, cuyo cuartel es de oro y un castillo de gules en abismo, sumado de un guerrero armado con alabarda, naciente de las almenas, acompañado de cinco roeles de sinople y plata, puestos dos de cada lado y uno en la punta… Todo el escudo, como ves, está coronado por un casco de acero bruñido de cinco rejas.
Nada entendió el marinero del discurso del señor de Meira; mirábale de hito en hito con asombro. El mar balanceaba suavemente la barca.
—De la casa de Meira —siguió D. Fernando con voz enfática— han salido en todas las épocas hijos muy esclarecidos; hombres muy calificados… Demasiado sabrás tú que en el siglo XV D. Pedro de Meira fue comendador de Villaplana, en la orden de Santiago, y que D. Francisco fue jurado en Sevilla y procurador en las Cortes de Toro. También sabrás que otro hijo de la misma familia fue presidente del Consejo de Italia: se llamaba D. Rodrigo: otro, llamado D. Diego, fue oidor de la real Audiencia de la ciudad de Méjico y después presidente de la de Guadalajara. En el siglo pasado, D. Álvaro de Meira fue regidor de Oviedo y fundó en Sarrió una colegiata y un colegio de primeras letras y latinidad; bien lo sabrás.
José no sabía absolutamente nada de todo aquello; pero asentía con la cabeza para complacer al desgraciado caballero, el cual se quedó repentinamente silencioso, y así estuvo buen rato, hasta que comenzó a decir, bajando mucho la voz y con acento triste:
—Mi hermano mayor, Pepe, fue un perdido… bien lo sabrás…
En efecto, era lo único que José sabía de la familia de Meira.
—Le arruinó una bailarina… Los pocos bienes que a mí me habían tocado, me los llevó amenazándome con casarse con ella si no se los cedía… Yo, para salvar el honor de la casa, los cedí… ¿No te parece que hice bien?
José asintió otra vez.
—Desde entonces, José, ¡cuánto he sufrido!… ¡cuánto he sufrido!
El hidalgo se pasó la mano por la frente con abatimiento.
—La gran casa de Meira muere conmigo… pero, no morirá deshonrada, José; ¡te lo juro!
Después de hacer este juramento, quedó de nuevo silencioso en actitud melancólica. El mar seguía meciendo la lancha. La luna rielaba su pálida luz en el agua.
Al cabo de un largo espacio, D. Fernando salió de su meditación, y volviendo sus ojos rasados de lágrimas hacia José, que le contemplaba con tristeza, le dijo lanzando un suspiro:
—Vamos allá… Suspende por ese lado la piedra: yo tendré por éste…
Entre uno y otro lograron apoyarla sobre el carel. Después, D. Fernando la dio un fuerte empujón: el escudo de la casa de Meira rompió el haz del agua con estrépito, y se hundió en sus senos oscuros. Las gotas amargas que salpicó bañaron el rostro del anciano, confundiéndose con las lágrimas no menos amargas que en aquel instante vertía.
Quedose algunos instantes inmóvil, con el cuerpo doblado sobre el carel mirando al sitio por donde la piedra había desaparecido; levantándose después, dijo sordamente:
—Boga para tierra, José.
Y fue a sentarse de nuevo a la popa.
El marinero comenzó a mover los remos sin decir palabra. Aunque no comprendía el dolor del hidalgo y andaba cerca de pensar, como los demás vecinos, que no estaba sano de la cabeza, al verle llorar sentía profunda lástima y no osaba turbar su triste enajenamiento. Mas el propósito de devolverle el dinero, no se apartaba de su cabeza, porque veía claramente que tal favor en las circunstancias en que se hallaba D. Fernando, era una verdadera locura: le bullía el deseo de acometer el asunto, pero no sabía de qué manera comenzar: tres o cuatro veces tuvo la palabra en la punta de la lengua, y otras tantas la retiró por no parecerle adecuada. Finalmente, viéndose ya cerca de tierra, no halló traza mejor para salir del aprieto que sacar los diez mil reales del bolsillo y presentárselos al caballero diciendo algo avergonzado:
—D. Fernando… V., por lo que veo, no está muy sobrado de dinero… Yo le agradezco mucho lo que quiere hacer por mí, pero no debo tomar esos cuartos haciéndole falta…
D. Fernando, con ademán descompuesto y soltando chispas de indignación por los ojos, le interrumpió gritando:
—¡Pendejo! ¡Zambombo! ¡Después que te hice el honor de confesarte mi ruina, me insultas! Guarda ese dinero ahora mismo, o lo tiro al agua…
José comprendió que no había más remedio que guardarlo otra vez; y así lo hizo después de pedirle perdón por el supuesto insulto. Formó intención, no obstante, de vigilar para que nada le faltara y devolvérselo en la primera ocasión favorable.
Saltaron en tierra y se separaron como buenos amigos.
Guardó el secreto de todo aquello José: así se lo había pedido con instancia D. Fernando. Volvió éste a prometerle que se casaría con Elisa si ejecutaba punto por punto cuanto le ordenase, y le hizo creer que del sigilo con que se llevase el asunto pendía enteramente el suceso de él.
Mediante la cantidad de seis reales cada día, halló el buen caballero hospedaje, si no adecuado a la antigüedad y nobleza de su estirpe, suficiente para no perder la vida de hambre, como no había estado lejos de acontecer, según sabemos. Y ¡caso raro! desde que se vio con algunos cuartos en el bolsillo, subió todavía algunos palmos su orgullo nobiliario: andaba por el pueblo con la cabeza erguida, el paso sosegado y firme, echando a los vecinos miradas muy más propias del Renacimiento que de nuestros días, saludando a las jóvenes con una sonrisa galante y protectora, como si aun ejerciese sobre ellas el ominoso derecho de pernada.
Donde quiera que la ocasión se ofrecía, brindaba a sus vasallos con alguna copa de vino, y a las vasallas con golosinas de la confitería. Pero hay que declarar a fuer de verídicos que los villanos y las villanas de Rodillero no aceptaban los favores de D. Fernando con aquel respeto y sumisión con que sus mayores en otros tiempos recibían los desperdicios feudales de la gran casa de Meira; antes parecía que al beber el vino y al tomar los confites lo hacían por pura condescendencia, por no herir la delicada susceptibilidad del hidalgo: y aun se advertía en todos ellos una cierta sonrisa de compasión, que a poderla ver, hubiera hecho estremecerse en sus tumbas a todos los hijos de aquella ilustre casa, al comendador de Villaplana, al procurador de las Cortes de Toro, al presidente del Consejo de Italia, etc., etc. Y por si esta sonrisa de compasión no fuese bastante para ajar el prestigio de su linaje, los comentarios que se hacían a espaldas del caballero eran mucho más humillantes todavía:—«Este pobre Don Fernando se figura que catorce mil reales no se concluyen nunca.—¡Cuánto mejor sería que con ese dinero pusiese una tiendecita y le sacase un rédito! —Nada; se lo va a gastar en cuatro días, y luego vamos a tener que mantenerlo de limosna».
Elisa, una de las feudatarias más hermosas que el señor de Meira tenía en Rodillero, era asimismo una de las más rebeldes. En vano el noble señor se esforzaba en brindarla protección siempre que la hallaba al paso; en vano la ofreció repetidas veces un cartuchito de almendras traídas exprofeso de Sarrió; en vano desenvolvía con ella todos los recursos de la más refinada galantería que recordaba los buenos tiempos de la casa de Austria. La linda zagala acogía aquellos homenajes con sonrisa dulce y benévola, donde no se advertía ni rastro de admiración o temor; y algunas veces, cuando los acatamientos ceremoniosos y las frases melífluas subían de punto, hasta se vislumbraba detrás de sus ojos tristes y suaves cierta leve expresión de burla. La verdad es que la naturaleza no había secundado poco ni mucho las disposiciones feudales de D. Fernando; al verle con su cuerpecillo contrahecho delante de la figura elevada y gentil de Elisa, la imaginación más poderosa y amiga de forjarse quimeras no podría seguramente representarse al señor del castillo delante de una tímida villana.
Por dos o tres veces la había preguntado, rompiendo súbitamente el hilo de sus discreteos clásicos:
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
La última vez le dijo:
—¿Tienes tu fe de bautismo?
—Me parece que sí, señor.
—Pues tráemela mañana. ¡Pero cuidado que nadie sepa nada! Yo he resuelto que tú y José os caséis a la mayor brevedad.
Al escuchar estas palabras volvió a aparecer en los labios de Elisa aquella sonrisa benévola y compasiva de que hemos hecho mención, y al separarse del caballero, después de un rato de plática, no pudo menos de murmurar:
—¡Pobre D. Fernando; qué rematado está!
Sin embargo, por consejo de José, que algo, aunque no mucho, fiaba en el poder de la casa de Meira, le llevó al día siguiente el documento. Nada se perdía en ello y se complacía al buen señor. La joven, que no tenía motivo alguno para fiar en aquel poder, como su novio, tomó el asunto en chanza.
Lo que tomaba muy en serio era la maldición de la sacristana; cada día más. En su alma candorosa, siempre había echado raíces la superstición: al ver ahora la constancia implacable con que la suerte se empeñaba en estorbar su felicidad, era natural que lo achacase a una potencia oculta y misteriosa, la cual, bien considerada, no podía ser otra que la malquerencia de aquella bruja. Para deshacer o contrarrestar su poder acudía a menudo en oración al camarín del Santísimo Cristo de Rodillero, famosa imagen, encontrada en medio de la mar por unos pescadores hace algunos siglos.
Pero en vano fue que en poco tiempo le pusiese más de una docena de cirios y le rezase más de un millón de padrenuestros; en vano, también, que se ofreciese a pasar un día entero en el camarín sin probar bocado, y lo cumpliese: el Santísimo Cristo, o no la escuchaba o quería experimentar aún más su fortaleza. El negocio de sus amores iba cada día peor: pensando serenamente, podía decirse que estaba perdido: José cada vez más azotado por la desgracia; ella cada vez más sometida al yugo pesado de su madre, sin osar moverse sin su permiso ni replicarle palabra.
En tan triste situación, comenzó a acariciar la idea de desagraviar a la sacristana, y vencer de esta suerte el influjo desgraciado que pudiera tener en su vida. Lo primero que se le ocurrió fue que José le pidiese perdón, y repetidas veces se lo aconsejó con instancia; pero viendo que aquél se negaba resueltamente a ello, y conociendo su carácter tenaz y decidido, se determinó ella misma a humillarse.
Una tarde, a la hora de la siesta, dejando la casa sosegada, saliose sin ser vista y enderezó los pasos por el camino escarpado que conducía a la casa del sacristán, la cual estaba vecina de la iglesia y, una y otra, apartadas bastante del pueblo, sobre una meseta que formaba hacia la mitad la montaña. Como iba tan preocupada y confusa, no vio a la madre de José, que estaba cortando tojo para el horno, no muy lejos del camino. Ésta levantó la cabeza y se dijo con sorpresa:—¡Calle! ¿a dónde irá Elisa a estas horas? —Siguiola con la vista primero y, llena de curiosidad, echó a andar en pos de ella para no perderla. Vio que se detenía a la puerta de la casa del sacristán, que llamaba y que entraba.
—¡Ah, grandísima pícara! —dijo con voz irritada.—¡Conque eres uña y carne de la sacristana! ¡Ya me parecía a mí que con esa cara de mosquita muerta no podías ser cosa buena!… ¡Yo te arreglaré, buena pieza; yo te arreglaré!
Sólo porque Elisa entraba en casa de la sacristana, ya era uña y carne de ella. Esta falta de lógica, siempre había sido característica de Teresa: la cólera ofuscaba enteramente el escaso juicio que Dios la había dado. Aparentaba despreciar la maldición de la sacristana, y su orgullo salvaje la impulsaba a desatarse en insultos siempre que de ésta se hablaba; pero en realidad, no había en Rodillero quien creyese más a pie juntillas en tales hechicerías.
Salió Eugenia a recibir a la joven, y se quedó grandemente sorprendida de su visita; pero al saber el objeto de ella, mostrose muy satisfecha y triunfante. Elisa se lo explicó ruborizada y balbuciendo. La sacristana, hinchándose hasta un grado indecible, se negó a otorgar su perdón mientras la misma Teresa y José no viniesen a pedírselo. En vano fue que Elisa se lo suplicase con lágrimas en los ojos; en vano que se arrojase a sus pies y con las manos cruzadas le pidiese misericordia; nada pudo conseguir. La sacristana, gozándose en aquella humillación y casi creyendo en el poder sobrenatural que los sencillos pescadores le daban, repetía siempre en actitud soberbia:
—No hay perdón, mientras la misma Teresa no venga a pedírmelo de rodillas… así como tú estás ahora.
Elisa se retiró con el alma acongojada: bien comprendía que era de todo punto imposible decidir a la madre de su novio a dar este paso; y viendo que la sacristana se negaba a levantarla, creyó aún con más firmeza en la virtud de su maldición.
Caminaba con paso vacilante, los ojos en el suelo, meditando en la desgracia que había acompañado siempre a sus amores: sin duda, Dios no los quería, a juzgar por los obstáculos que sobre ellos había amontonado en poco tiempo. El camino por donde bajaba era revuelto y pendiente; de trecho en trecho tenía algunos espacios llanos a manera de descansos.
Al llegar a uno de ellos, saliole inopinadamente al encuentro Teresa. Como a pesar del desabrimiento de las dos familias nunca le había demostrado la madre de José antipatía, Elisa sonrió para saludarla: pero Teresa acercándose, contestó al saludo con una terrible bofetada.
Al verse maltratada tan inesperadamente, la pobre Elisa quedó sobrecogida, y en vez de defenderse, se llevó las manos a los ojos y rompió a sollozar con gran sentimiento.
Teresa, después de este acto de barbarie, quedó a su vez suspensa y descontenta de sí misma: la actitud humilde y resignada de Elisa la sorprendió. Y para cohonestar su acción indigna, o por ventura, para aturdirse y escapar al remordimiento, comenzó a vociferar como tenía por costumbre injuriando a su víctima.
—¡Anda, pícara, ves a reunirte otra vez con la sacristana! ¿Estás aprendiendo para bruja? Yo te regalaré el palo de la escoba. ¡Vaya, vaya, con la mosquita muerta! ¡Y cómo saca los pies de las alforjas! ¡Yo pensé que no necesitabas salir fuera de casa para aprender brujerías!
Tal efecto hicieron sobre la infeliz muchacha estos insultos injustificados después de los golpes, que no pudiendo resistir a la emoción, se dejó caer desmayada en el suelo. Esto acabó enteramente de desconcertar a la viuda; y por un impulso del corazón, muy natural en su carácter arrebatado, pasó repentinamente de la cólera a la compasión, y corriendo a sostener a Elisa en sus brazos, comenzó a decirla al oído:
—¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla! ¡No hagas caso de mí, pichona!… ¿Te he hecho daño, verdad?… Soy una loca… ¡Pobrecilla mía! ¡Pegarte, siendo tan buena y tan hermosa!… ¡Qué dirá mi José cuando lo sepa!…
Y viendo que Elisa no volvía en sí, comenzó a mesarse el cabello con desesperación.
—¡Bestia, bestia! ¡No hay mujer más bestia que yo! ¡Santo Cristo bendito, ayúdame y socorre a esta niña!… ¡Elisa, Elisina, vuelve en ti, por Dios, mi corazón!
Pero la joven no acababa de salir del síncope. Teresa giraba la vista en torno buscando agua para echarle a la cara. Al fin, no viéndola por ninguna parte y no atreviéndose a dejar sola a Elisa, tomó el partido de levantarla en sus robustos brazos y llevarla a cuestas hasta una fuente que había algo más abajo. Cuando la hubo rociado las sienes con agua, recobró el conocimiento; la viuda se apresuró a besarla y pedirla perdón; pero aquellas vivas y extremadas caricias, en vez de tranquilizarla, estuvieron a punto de hacerla perder de nuevo el sentido; tanto la sorprendieron. Por fin, entre sollozos y lágrimas, pudo decir:
—Muchas gracias… Es V. muy buena…
—¡Qué he de ser buena! —prorrumpió Teresa con gran vehemencia.—Soy una loca rematada… La buena eres tú, mi palomita… ¿Estás bien?… ¿Te he hecho mucho daño?… ¡Qué dirá mi José cuando lo sepa!
—Fui a casa de la sacristana a pedirla que le levantase la maldición…
Teresa al oír esto comenzó otra vez a mesarse el cabello.
—¡Si soy una bestia! ¡Si soy una loca! Razón tienen en decir que debiera estar atada… ¡Pegar a esta criatura por hacerme un beneficio!
Fue necesario que Elisa la consolase, y sólo después de afirmar repetidas veces que no la había hecho daño, que ya le había pasado el susto y que la perdonaba y la quería, logró calmarla.
En esto ya la joven se había levantado del suelo: Teresa le sacudió la ropa cuidadosamente, le enjugó las lágrimas con su delantal, y abrazándola y besándola con efusión gran número de veces, la fue acompañando por la calzada de la iglesia, llevándola abrazada por la cintura, hasta que dieron en el pueblo. Por el camino hablaron de José (¿de qué otra cosa podían hablar de más gusto para las dos?); Elisa manifestó a Teresa que o se casaría con su hijo o con ninguno; ésta se mostró altamente satisfecha y lisonjeada de este cariño; se hicieron mutuas confidencias y revelaciones; se prometieron trabajar con alma y vida para que aquella unión se realizase, y, por último, al llegar al pueblo, se despidieron muy cariñosamente. Teresa, todavía avergonzada de lo que había hecho, preguntó a la joven antes de separarse:
—¿No es verdad, Elisina, que me perdonas de corazón?
—¡Bah! —repuso ésta con sonrisa dulce y graciosa.—Si V. me ha pegado, es porque puede hacerlo… ¿No soy ya su hija?
Teresa la abrazó de nuevo, llorando.
El suceso anterior, que pudo muy bien desbaratar los planes tenebrosos de la casa de Meira respecto a la suerte de Elisa y José, vino por su dichosa resolución a secundarlos. Porque a partir de este día, se entabló una firme amistad entre Elisa y la madre de su novio, la cual procuraron ambas mantener oculta por necesidad: veíanse furtivamente, cambiábanse rápidamente la palabra y se daban recados de José y para José; las entrevistas de éste con la joven continuaban siendo en las horas más silenciosas de la noche. En el pensamiento de los tres estaba el escogitar los medios de realizar el apetecido matrimonio contra la voluntad de la maestra, pues ya estaban bien convencidos de que nada lograrían de ella. Elisa se representaba bien claramente que la causa de aquella ruda oposición no era otra que la avaricia, el disgusto de entregar los bienes que pertenecían a su difunto padre; pero no sólo no lo confesaba a nadie, sino que hacía esfuerzos por no creerlo, y alejar de sí tal pensamiento: y aun se prometía muchas veces despojarse de su hacienda cuando llegase el caso, para no causar pesadumbre alguna a su madre.
Mas aunque en ella y en José tal pensamiento estuviese presente, no acertaban a dar un paso para ponerlo en vías de obra; la rudeza del pobre marinero, y la supina ignorancia de las mujeres, no les consentía ver en aquel asunto un solo rayo de luz. En esta ocasión, como en tantas otras durante la Edad Media, fue necesario que el castillo viniese en socorro del estado llano. La casa de Meira, sin que ellos lo supiesen, ni menos persona alguna de Rodillero, trabajaba en favor suyo silenciosamente, con el misterio y sigilo diplomáticos que ha caracterizado siempre a los grandes linajes, a los Atridas, a los Médicis, a los Austrias. Más de media docena de veces había ido D. Fernando a Sarrió y había vuelto sin que nadie se enterase del verdadero negocio que allá le llevaba: unas veces era para comprar aparejos de pesca, otras para encargarse unos zapatos, otras a ver un pariente enfermo, etc., etc.; siempre mintiendo y engañando sútilmente a todo el mundo con un refinamiento verdaderamente florentino. Lo mismo Teresa que Elisa, no dejaban de advertir que la sombra del noble vástago las protegía; había señales ciertas para pensarlo: cuando cruzaba a su lado las dirigía hondas miradas de inteligencia acompañadas a veces de ciertos guiños inexplicables, otras de alguna palabra misteriosa como «esperanza;» «los amigos velan;» «silencio y reserva;» y así por el estilo otras varias destinadas a conmoverlas y sobresaltarlas; pero ellas la mayor parte de las veces no se daban por entendidas, o porque no las entendieran realmente, o porque no concediesen a los manejos diplomáticos del caballero toda la importancia que tenían. Sólo José estaba al tanto de ellos en cierta manera, aunque no mucho confiaba en su eficacia.
Un día D. Fernando le llamó a su posada, y presentándole un papel le dijo:
—Es necesario que firme Elisa este documento.
—¿Pero, cómo?…
—Llévalo en el bolsillo; provéete de un tintero de asta y una pluma… y a la primera ocasión… ¿entiendes?
—Sí, señor.
—Quedamos en eso.
Devuelto el papel al cabo de algunos días con la firma, el caballero le dijo:
—Es necesario que preguntes a Elisa si está dispuesta a todo; a desobedecer a su madre y a vivir fuera de su casa algunos meses, para casarse contigo.
Esta comisión fue de mucho mayor empeño y dificultad para el marinero. Elisa no podía decidirse a dar un paso tan atrevido. No el temor de cometer un pecado y faltar a sus deberes filiales la embarazaba, pues por el cura que la confesaba sabía que siendo la oposición de los padres irracional o fundada únicamente sobre motivos de intereses, estaba en su derecho faltando a la obediencia: pero siempre había vivido tan supeditada a su madre, tenía tantísimo miedo a su cólera fría y cruel, que la idea de aparecer en plena rebelión ante ella, la aterraba. Fue necesario que pasasen muchos días, que José la suplicase infinitas veces hasta con lágrimas en los ojos, y que ella se persuadiese a que no había absolutamente otro recurso ni otro medio de salir de aquella angustiosa situación y alcanzar lo que tan ardientemente deseaba, para que al fin viniese a consentir en ello.
Noticioso el Sr. de Meira de esta concesión, dijo a José en el tono imperativo propio de su rango:
—Esta tarde ven a buscarme; tenemos que hacer juntos.
José inclinó la cabeza en testimonio de sumisión.
—¿Te encuentras resuelto a todo?
La misma señal de respeto.
—Perfectamente: no desmereces del alto concepto que de ti había formado. En los asuntos arduos es menester que se aúnen la diplomacia y el valor…; entiéndelo bien. Tal ha sido lo que caracterizó siempre a mi familia: prudencia y decisión. El adelantado D. Alonso de Revollar, un ascendiente mío por la línea femenina, pasó en su época, y durante la guerra de América, por un consumado diplomático, y sin embargo, esto no dañaba poco ni mucho a su valor, que en ocasiones rayó en temeridad…
—¿Ya a qué hora quiere que vaya a buscarle? —preguntó José temiendo con razón que el caballero se descarriase, como solía acontecer.
—Después de comer… a la una.
—Pues con su permiso, D. Fernando… tengo que componer una red…
—Bien, bien, hasta la vista.
A la hora indicada fue el marinero a la posada del Sr. de Meira: al poco rato salieron juntos y enderezaron los pasos por la calle abajo en dirección de la ribera. Antes de llegar a ella, D. Fernando se detuvo delante de una casa algo más decente que las contiguas.
—Alto; vamos a entrar aquí.
—¿En casa de D. Cipriano?
—En casa de D. Cipriano.
El Sr. de Meira llamó a la puerta y preguntó si se podía ver al señor juez municipal. La vieja que les salió a abrir, hermana de éste, les dijo que estaba durmiendo la siesta. D. Fernando insistió: era un negocio urgente. La vieja, mal humorada y gruñendo, porque estaba lejos de reconocer en el señor de Meira derechos señoriales, se fue al cabo a despertar a su hermano.
D. Cipriano, a quien ya tenemos el honor de conocer por haberle visto en la tienda de la maestra, los recibió afablemente, aunque mostrando sorpresa.
—¿Qué hay de nuevo, D. Fernando?
Éste sacó del bolsillo de su raidísima levita un papel, lo desdobló con lentitud académica y lo presentó gravemente al juez.
—¿Qué es esto?
—Una solicitud de Dª. Elisa Vega pidiendo que se la saque del poder de su madre y se la deposite con arreglo a la ley, para contraer matrimonio.
D. Cipriano dio un salto atrás.
—¿Cómo… Elisita… la hija de la maestra?
D. Fernando inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
El juez municipal se apresuró a coger las gafas de plata que tenía sobre la mesa y a ponérselas, para leer el documento.
La lectura fue larga, porque D. Cipriano, en achaque de letras, se había andado toda su vida con pies de plomo. Mientras duró, José tenía los ojos clavados ansiosamente en él. El señor de Meira se acariciaba distraídamente su luenga perilla blanca.
—¡No sospechaba esto! —exclamó el juez levantando al fin la cabeza.—Y a la verdad no puedo menos de confesar que lo siento… porque al cabo la maestra y su marido son amigos… y van a llevar un disgusto grande… ¿Ha escrito V. esta solicitud, D. Fernando?
—¿Está en regla, señor juez? —respondió éste gravemente.
—Sí, señor.
—Pues basta; no hay necesidad de más.
D. Cipriano se puso pálido; después rojo. No había hombre de más extraña susceptibilidad en todo el mundo: una mirada le hería; una palabra le ponía fuera de sí: pensó que D. Fernando había querido darle una lección de delicadeza y se inmutó notablemente.
—Sr. D. Fernando… yo no pretendía… esas palabras… me parece…
—No ha sido mi ánimo ofender a V., señor juez. Quería solamente hacer constar mis derechos a callarme delante del funcionario… Por lo demás, V. es mi amigo hace tiempo y he tenido siempre un gran placer en tenderle mi mano. Basta que V. haya pertenecido a los ejércitos de su majestad, para que sea acreedor a la más alta consideración por parte de todos los hombres bien nacidos.
El tono y la actitud con que D. Fernando pronunció estas palabras debía semejar mucho al que usaban en tiempos remotos los nobles al dirigirse a algún miembro del estado llano, cuando éste entró a deliberar con ellos en los negocios del gobierno. Pero D. Cipriano, que no estaba al tanto de estos ademanes puramente históricos, en vez de ofenderse más, se tranquilizó repentinamente.
—Gracias, D. Fernando…, muchas gracias. Como yo aprecio tanto a esa familia…
—Yo la aprecio también. Pero vamos al caso: Elisa se quiere casar con este muchacho; su madre se lo impide sin razón alguna… porque es pobre, tal vez… o tal vez (esto no lo afirmo, lo doy como hipótesis) por no entregar la herencia del difunto Vega, con la cual comercia y se lucra. No hay otro medio que acudir pidiendo protección a la ley; y la muchacha ha acudido.
—Está muy bien. Ahora lo que procede, es que yo vaya a preguntar a la chica si se ratifica en lo que aquí demanda. En caso afirmativo, procederemos al depósito.
—¿Y cuándo?
—Hoy mismo… Esta misma tarde, si VV. quieren.
—Por la tarde, señor juez —apuntó José,—se va a enterar todo el pueblo y habrá un escándalo… Si V. quisiera dejarlo para después que oscurezca…
—Como quieras; a mí me es igual. Pero te advierto que es necesaria la presencia del secretario, y está hoy en Peñascosa.
—D. Telesforo estará aquí entre luz y luz —dijo el señor de Meira.
—Entonces no tengo nada que objetar. Al oscurecer les espero a VV.
—Ahora, D. Cipriano —dijo el señor de Meira, inclinándose gravemente—,yo espero que nada se sabrá de lo que ha pasado aquí…
—¿Qué quiere V. decir con eso, D. Fernando? —preguntó el juez, poniéndose otra vez pálido.
D. Fernando sonrió con benevolencia.
—Nada que pueda ofender a V., señor juez… Usted es un hombre de honor y no necesita que le recomienden el secreto en los negocios que lo exigen. Quería decir únicamente que en este asunto necesitamos el mayor sigilo; que nadie sospeche nuestro propósito, ni se trasluzca absolutamente nada.
—Eso es otra cosa —repuso D. Cipriano sosegándose.
—Quedamos, pues, en que después que anochezca nos espera V., ¿no es eso?
—Sí, señor.
—Hasta la vista, entonces.
El prócer alargó su mano al representante del tercer estamento.
—Adiós, D. Fernando: adiós, José.
Así que cerró la noche, una noche de Agosto calurosa y estrellada, D. Fernando, D. Telesforo (que había llegado oportunamente pocos momentos antes) y José, se dirigieron otra vez a casa del juez: subió D. Telesforo únicamente: aguardaron a la puerta el noble y el marinero: al poco rato salió D. Cipriano acompañado de cerca por su notable bastón con puño de oro y borlas, y algo más lejos por el secretario del juzgado. Los cuatro, después de cambiar un saludo amical en tono de falsete, enderezaron los pasos silenciosamente por la calle arriba en dirección a la casa del maestro.
Las tabernas estaban, como siempre a tal hora, atestadas de gente: por sus puertas abiertas se escapaba la luz y rumor confuso y desagradable de voces y juramentos: nuestros amigos se alejaban de ellas cuanto podían para no ser notados. El pobre José iba temblando de miedo: él, tan sereno y tan bravo ante los golpes de mar, sentía encogérsele el corazón y doblársele las piernas al imaginar cómo se pondría la maestra viéndose burlada. Más de veinte veces estuvo para huir, dejar que aquellos señores desempeñasen su tarea solos; pero siempre le detenía la idea de que Elisa iba a necesitar de su presencia para animarse. ¿Cómo estaría la pobrecilla en aquel momento? Al preguntarse esto José tomaba fuerzas y seguía caminando quedo en pos de los tres ancianos.
Cuando llegaron frente a la casa de la maestra, el juez se detuvo y les dijo bajando cuanto pudo la voz:
—Ahora voy a entrar yo solamente con D. Telesforo. Usted, D. Fernando, puede quedarse con José cerca de la puerta, por si hacen falta para dar valor a la chica.
Asintió el marinero de todo corazón, pues en aquel instante podía ahogársele con un cabello. D. Cipriano y D. Telesforo se apartaron de ellos; la luz de la tienda les iluminó por un momento: entraron. Un estremecimiento de susto y pavor sacudió fuertemente el cuerpo de José.
En la tienda de la maestra se habían congregado, como todas las noches a primera hora, unos cuantos marineros y algunas mujerucas, que rendían parias a la riqueza y a la importancia de la señá Isabel: estaban además el cabo de mar y un maragato que traficaba con el escabeche. La tertulia se mantenía silenciosa y pendiente de los labios del venerable D. Claudio, el cual, sentado detrás del mostrador en un antiguo sillón de baqueta, leía en alta voz a la luz del velón por un libro manoseado y grasiento.
Era costumbre entre ellos solazarse en las noches de invierno con la lectura de alguna novela: las mujeres, particularmente, gozaban mucho siguiendo sus peripecias dolorosas. Porque era siempre una historia tristísima la que se narraba, y si no los tertulianos se aburrían: una esposa abandonada de su marido, que a fuerza de paciencia y dulzura consigue traerle de nuevo a sus brazos; las aventuras de un niño expósito, que al fin resulta hijo de un duque o cosa que lo valga; los trabajos de dos enamorados a quienes la suerte persigue cruelmente muchos años. Había dos o tres docenas de estas novelas en Rodillero, que habían dado ya varias veces la vuelta al pueblo, siempre con el mismo éxito lisonjero y con un poquito más de grasa cada día en sus folios: todas «concluían bien:» era requisito indispensable. D. Claudio, que era muy sensible a las desgracias narradas y solía llorar con ellas, cuando estaba constipado nunca dejaba de proponer que se leyese, con objeto de desahogar un poco la cabeza.
Titulábase la novela que ahora tenía entre las manos, Maclovia y Federico, o las minas del Tirol: era una relación conmovedora de las desdichas de dos amantes que, habiendo nacido en egregia cuna, por el rigor de sus padres se ven precisados a ganarse el sustento con las manos. Federico y Maclovia se casan en secreto: el padre de ésta, que es un príncipe de malísimas pulgas, los persigue: huyen ellos, y Federico entra de bracero en una mina; su joven esposa le sigue con admirable valor; tienen un hijo; padecen mil dolores e injusticias: al fin el príncipe se ablanda y los redime de tanta desgracia, llevándolos en triunfo a su palacio. Las mujerucas, y hasta los hombres, estaban sumamente interesados y ansiaban saber en qué paraba. De vez en cuando alguna de aquéllas exclamaba en tono lastimero:
—¡Ay, pobrecita mía; cuánto pasó!
La compasión era siempre para el elemento femenino de la obra.
La señá Isabel cosía como de costumbre detrás del mostrador al lado de su fiel esposo; no parecía muy apenada por las desgracias de los jóvenes amantes. Elisa también estaba sentada cosiendo; pero a menudo se levantaba de la silla con distintos pretextos, descubriendo cierta inquietud que desde luego llamó la atención de la sagaz maestra.
—¡Pero muchacha, hoy tienes azogue!
No azogue, sino miedo y muy grande tenía la pobre. ¡Cuántas veces se arrepintió de haber cedido a los ruegos de José! Pensando en lo que iba a suceder aquella noche, sentía escalofríos; el corazón le bailaba dentro del pecho con tal celeridad, que se extrañaba de que los demás no lo advirtiesen. Había rezado ya a todos los santos del cielo y les había prometido mil sacrificios si la sacaban con bien de aquel aprieto.—¡Dios mío —solía decirse,—que no vengan! —Y a cada instante dirigía miradas de terror a la puerta. La señá Isabel observó que unas veces estaba descolorida, y otras roja como una amapola.
—Oyes, Elisa; tú estás enferma…
—Sí, madre; me siento mal —repuso ella vislumbrando con alegría la idea de marcharse.
—Pues anda, vete a la cama… será principio de un constipado.
La joven no lo quiso ver mejor, y soltando la obra que tenía en las manos, desapareció rápidamente por la puertecilla de la trastienda. Subió la escalera a saltos como si huyese de un peligro inminente; pero al llegar a la sala quedó petrificada oyendo en la tienda la voz de D. Cipriano.
En efecto, éste y D. Telesforo entraban en aquel instante.
—Buenas noches, señores.
—Buenas noches —contestaron todos.
La maestra quedó muy sorprendida, porque D. Telesforo hacía bastante tiempo que estaba reñido con ella y no frecuentaba la tienda. Después de un momento de silencio algo embarazoso, D. Cipriano preguntó con amabilidad:
—¿Y Elisita?
—Ahora se ha ido a la cama: se siente un poco mal —repuso la señá Isabel.
—Pues necesito hablar con ella dos palabritas —replicó el juez apelando siempre a los diminutivos.
La maestra se puso terriblemente pálida, porque adivinó la verdad.
—Bueno, la llamaré —dijo con voz opaca levantándose de la silla.
—No es necesario que V. la moleste; yo subiré, si es que no se ha acostado.
—Subiremos cuando V. quiera…
El juez extendió la mano como para detenerla, diciendo:
—Permítame V., señora Isabel… El negocio que vamos a tratar es reservado… El único que debe subir conmigo es D. Telesforo.
La maestra le clavó una mirada siniestra: D. Cipriano se puso un poco colorado.
—Yo lo siento mucho, señora, pero es necesario…
Y por no sufrir más tiempo los ojos de la vieja, se apresuró a subir a la casa, seguido del secretario.
El venerable D. Claudio, prodigiosamente afectado con aquella escena, dejó caer al suelo a la desdichada Maclovia, y ya no se acordó de recogerla. Abría los ojos de tal modo, mirando a su mujer, que era un milagro del cielo el que no se le escapasen de las órbitas. La maestra, inmóvil, clavada al suelo en el mismo sitio en que la había dejado D. Cipriano, no perdía de vista la puerta por donde éste había salido.
—Vamos —dijo al fin con ira concentrada, pasándose la mano por el rostro;—la niña está en el celo; hay que casarla a escape.
—¿Cómo casarla? —preguntó D. Claudio.
Su mujer le echó una mirada de desprecio, y volviéndose a los circunstantes que estaban pasmados sin saber lo que era aquello, añadió:
—¿Qué; no se han enterado VV. todavía?… Pues está bien claro; que ese perdido de la viuda necesita cuartos, y quiere llevarme a Elisa.
José oyó perfectamente estas palabras, y se estremeció como si le hubiesen pinchado. D. Fernando trató de sosegarlo, poniéndole una mano sobre el hombro; pero él mismo estaba muy lejos de hallarse tranquilo; por más que se atusase gravemente su luenga perilla blanca hasta arrancársela, la procesión le andaba por dentro.
—Yo creía —dijo uno de los tertulios— que eso había concluido hacía ya mucho tiempo.
—En la apariencia sí —contestó la maestra;—pero ya ven VV. cómo se las ha arreglado ese borrachín para engatusarla otra vez.
—Pero ese es un acto de rebelión por parte de Elisa, que merece un castigo ejemplar —saltó D. Claudio.—Yo la encerraría en la bodega y la tendría quince días a pan y agua.
—Y yo te encerraría a ti en la cuadra por borrico —dijo la señá Isabel, descargando sobre su consorte el fardo de cólera que la abrumaba.
—¡Mujer!… esa severidad… ¿a qué conduce?… Me parece que te ha cegado la pasión en este momento.
El rostro del maestro, al proferir estas palabras, reflejaba la indignación y el miedo a un mismo tiempo, y guardaba, aunque no esté bien el decirlo, más semejanza que nunca con el de un perro dogo.
Su esposa, sin hacerle caso alguno, siguió hablando con aparente calma.
—¡Vaya, ya se le contentó el antojo a la viuda!… Hay que alegrarse, porque si no, el día menos pensado se queda en un patatús.
—¡Pero quién había de decir que una chica tan buena como Elisa!… —exclamó una de las mujerucas.
—A la pobre le han llenado la cabeza de viento —dijo la maestra.—Se figura que hay en casa torres y montones y que todos son de ella… ¡No se van a llevar mal chasco ella y su galán!
—Señora Isabel —dijo el juez, que bajaba en aquel momento,—Elisa ha solicitado el depósito para casarse y acaba de ratificarse en su petición… No me queda más remedio que decretarlo… Siento en el alma darle este disgusto… pero la ley… yo no puedo menos…
La maestra, después de mirarle fijamente, hizo un gesto despreciativo con los labios.
—No se disguste V., D. Cipriano, que va a enfermar.
Una ola formidable de sangre subió al rostro del susceptible funcionario.
—Señora, tenga V. presente con quien habla.
—Con el hijo de Pepa la panadera —dijo ella, bajando la voz y volviéndole la espalda.
El capitán D. Cipriano era hijo, en efecto, de una humilde panadera y había ascendido desde soldado: no era de los que ocultasen su origen ni se creía deshonrado por esto; mas el tono de desprecio con que la maestra pronunció aquellas palabras, le hirió tan profundamente, que no pudo articular ninguna. Después de mover varias veces los labios sin producir sonido alguno, al fin rompió, diciendo en voz temblorosa:
—Cállese V., mala lengua… o por vida de Dios, que la llevo a V. a la cárcel.
La maestra no contestó, temiendo sin duda que el juez exasperado cumpliese la amenaza: se contentó con reírse frente a sus tertulios.
D. Cipriano, repuesto de su emoción dolorosa, o convaleciente por lo menos, dijo con acento imperativo:
—A ver… designe V. la persona que ha de encargarse de su hija mientras permanezca en depósito.
La maestra volvió la cabeza, le miró otra vez con desdén y se puso a cantar frente a sus amigas:
Tan tarantán, los higos son verdes.
Viendo lo cual D. Cipriano, dijo con más imperio aún:
—Venga V. acá, D. Telesforo… Certifique usted ahora mismo que la señora no ha querido designar persona que se encargue de tener a su hija en casa mientras esté depositada.
Después de dar esta orden, salió de la tienda y se fue al portal: allí estaba Elisa a oscuras y temblando de miedo. Cuando hubo hablado con ella algunas palabras, volvió a entrar.
—En uso de la facultad que la ley me concede, designo a Dª. Rafaela Morán, madrina de la interesada, para que la tenga en su poder hasta que cese el depósito.
Mientras D. Telesforo extendía estas diligencias, los marineros y las mujerucas comenzaron a consolar a la señá Isabel y a poner infinitos comentarios y glosas a la escena que se estaba efectuando: repuestos de la sorpresa que les había producido, se les desató la lengua de forma que la tienda parecía un gallinero.
—¡Pero cómo se atrevería esa chica a dar un paso semejante! —decía uno.
—Después de todo, ¿qué se va a hacer?… Hay que tomarlo con calma, señá Isabel… —decía una vieja que no le pesaba nada del disgusto que la maestra padecía.
—Por mí, si estuviera en su lugar —decía otra a quien le pesaba mucho menos— no me disgustaría poco ni mucho… Que la niña se quiere marchar de casa… ¡Vaya bendita de Dios!… Con darle lo que es suyo, estamos en paz.
La maestra la echó una rápida mirada de ira. La vieja sonrió con el borde de los labios: ya sabía que había herido en lo más vivo.
—Lo peor de todo es el ejemplo, D. Claudio —dijo el maragato.
—Tiene V. razón, ¡el ejemplo! ¡el ejemplo! —exclamó aquél elevando al cielo los ojos y las manos.
—A mí me daba en la nariz que Elisa tenía algún secreto —apuntó un marinero anciano.—Por dos veces la vi hablando con D. Fernando de Meira, camino del monte de San Esteban, y noté que en cuanto me atisbaron echaron a correr, uno para un lado y otro para otro.
—Pues otra cosa me pasó a mí —dijo el cabo de mar.—Iba una tarde hacia Peñascosa, y a poco más de media milla de aquí me encontré a D. Fernando, en gran conversación con Elisa, y noté que acababa de separarse de ellos la viuda de Ramón de la Puente.
—¡Ya me parecía que aquí había de andar la mano del señor de la gran casa de Meira! —exclamó la maestra.
Oyendo aquel insulto, D. Fernando no pudo contenerse y entró como un huracán por la puerta de la tienda, con las mejillas pálidas y los ojos centellantes.
—¡Oiga V., grandísima pendeja; enjuáguese V. la boca antes de hablar de la casa de Meira!
—¡No lo dije yo! —exclamó la maestra soltando al mismo tiempo una carcajada estridente.—¡Ya pareció el marqués de los calzones rotos! —Y encarándose con él, añadió sarcásticamente:—¿Cuántos zoquetes de pan le han dado, señor marqués, por encargarse de este negocio?
Los tertulios rieron. El pobre caballero quedó anonadado; la cólera y la indignación se le subieron a la garganta, y en poco estuvo que no le ahogasen; comprendió que era imposible luchar con la desvergüenza y procacidad de aquella mujer, y se salió de la tienda pálido y convulso. Pero la maestra, viendo que se le escapaba la presa, le gritó:
—¡Ande V., pobretón! Le habrán llenado la panza para servir de pantalla, ¿verdad? Ande, váyase y no vuelva, ¡gorrón! ¡pegote! ¡chupón!
El noble señor de Meira, al recibir por la espalda aquella granizada de injurias, se volvió, agitó los puños y tuvo fuerzas para preguntar:
—¿Pero no hay quien clave un hierro candente en la lengua a esa infame mujer?
Al decir esto recordaba, sin duda, los terribles castigos que sus antepasados infligían a los villanos insolentes. Pero en la tienda, estas aterradoras palabras fueron acogidas con una risotada general.
D. Telesforo, en tanto, había concluido de escribir. El juez, cada vez más ofendido con la maestra, dijo al secretario:
—Haga V. el favor de notificar a la madre de la joven que debe entregar la cama y la ropa de su uso.
—Yo no entrego nada, porque lo que hay en casa es mío —dijo la vieja poniéndose seria.
—Dígale V. a la señora —continuó el juez, dirigiéndose a D. Telesforo,—que eso ya se verá: por lo pronto, que entregue la cama y la ropa que la ley concede a la depositada.
—Pues yo no entrego nada.
—¡Pues se lo tomaremos! —exclamó D. Cipriano exasperado.—A ver: dos de VV. que vengan conmigo a servir de testigos…
Y señalando a un par de marineros, les obligó a subir con él al cuarto de Elisa. Ésta sollozaba en el portal escuchando con terror los atroces insultos que a ella, a su novio y a la familia de éste lanzaba su madre dando vueltas por la tienda como una fiera.
Al cabo de un instante bajó D. Cipriano.
—Elisa, sube conmigo a señalar tu ropa.
—¡Por Dios, señor juez! Déjeme V. por Dios! No quiero llevarme nada…
D. Cipriano, respetando el dolor de la joven y su delicadeza, no quiso insistir. Pero se fue a la calle en busca de José, le llevó arriba y le hizo cargar con la ropa y la cama de Elisa. Después sacó a ésta del portal, la colocó entre D. Fernando de Meira y él, y se dirigieron a casa de la madrina escoltados por el secretario y algunas mujeres y marineros que se habían juntado a la puerta de la tienda. José marchaba delante trotando con su grata carga.
Trascurrieron los tres meses que la ley señala para esperar el consejo paterno: no se pasaron tan alegres como podía presumirse. Elisa no estaba contenta en casa de su madrina: era una vieja egoísta e impertinente que no cesaba en todo el día de reñir con las gallinas, con el cerdo y con los gatos. Acostumbrada a este gruñir y rezar constante, pronto consideró a su ahijada como uno de tantos animales domésticos, y le prodigó los mismos discursos: de vez en cuando le echaba en cara directa o indirectamente el favor que la hacía; favor que la joven había prometido pagar cuando estuviese en posesión de sus bienes. Además, la rebelión contra su madre la traía pesarosa; sentía remordimientos; lloraba a menudo; más de una vez se sintió tentada a volverse a casa, echarse a los pies de señá Isabel y pedirla perdón. José la sostenía con su pasión enérgica y dulce a la par en estos momentos de flaqueza, tan propios en una hija buena y sencilla. No salía apenas a la calle: sólo a la hora del oscurecer, cuando su novio venía de la mar, hablaba algunos cortos instantes con él a la puerta de casa, delante de su madrina, quien no se alejaba un punto de ellos, más por el gusto de estorbarles, que para guardar a su ahijada. Tal vez que otra, muy rara, salían de paseo los tres por algún camino extraviado, de suerte que nadie los viese: la inocente muchacha imaginaba que su conducta era juzgada severamente en Rodillero, y que todos la reprobaban. No era verdad: los vecinos del lugar, sin faltar uno, hallaban justificada su resolución, y se habían alegrado no poco de ella: la maestra era generalmente odiada.
Hubo un suceso también que les impresionó dolorosamente, lo mismo a ella que a José, y que hizo bastante ruido en el pueblo. D. Fernando de la casa de Meira había desaparecido de Rodillero pocos días después de haberse depositado a Elisa; de nadie se despidió, y nadie supo a dónde se había dirigido: todas las indagaciones que se hicieron para averiguar su paradero, fueron infructuosas. José experimentó un gran disgusto: precisamente tenía ya ahorrados de la costera del bonito cerca de tres mil reales que pensaba darle en seguida a cuenta de los diez mil que de él había recibido, figurándose, no sin razón, que los dineros con que se había quedado de los catorce mil que D. Anacleto le había pagado por la casa, andarían muy cerca de concluirse. Volvíase loco pensando que acaso hostigado por la necesidad, y no queriendo de vergüenza pedirle nada, se habría huido por el mundo el buen caballero a quien tantos favores debía. Salió expeditamente él mismo en su busca, abandonando para ello lancha y trabajo; pero después de recorrer durante cuatro días todos los contornos y haber extendido la excursión a varios puntos distantes de la provincia preguntando en todos los parajes, viose necesitado a regresar sin saber nada. Esto le tenía muy apesadumbrado.
La costera del bonito había sido tan buena aquel año como el anterior: la lancha que José había comprado a un armador vizcaíno, trabajó admirablemente todo el verano: la compaña, en la cual figuraban como antes el satírico Bernardo y el tremendo Corsario, estaba contentísima, no sólo por las ganancias que percibía, sino por ver al pobre José, a quien todos apreciaban de veras, al cabo de sus desgracias y en vísperas de ser feliz. Repetíase sin notables variantes lo que pasaba en el comienzo de esta historia: Bernardo embromaba a sus compañeros, y en particular al Corsario, con faramallas divertidas como la de la piedra de marras: José no salía tampoco ileso de ellas. A menudo le preguntaba:—¿Pero cuándo vemos esa comedia, muchacho? Mira tú que se van a marchar los cómicos.—Todos estaban al tanto de lo que aquello significaba, y reían, recordando la promesa que José les había hecho el año anterior, de darles dinero el día de su matrimonio para ir a Sarrió a ver una función de teatro. La única diferencia, y de ello no les pesaba nada, era que este año había mucha sardina: los viejos, mientras ellos corrían por la altura aferrando bonitos, se mantenían cerca de la costa, con las barcas chicas, y mañana y tarde solían volver a casa cargados de pescado. En pocos meses había entrado mucho dinero en el pueblo: las fábricas de escabeche funcionaban noche y día; no se veían por la calle sino maragatos y carros atestados de barriles. El cuerno de la abundancia se había vaciado de golpe sobre Rodillero; y, como sucedía siempre en tales casos, en vez de separar una parte de las ganancias para comer en los días de miseria, todas se invertían en las tabernas y en el mercado. Entre los pescadores no se conoce apenas el ahorro; pero hay disculpa para ello: el peligro constante en que viven les arranca la facultad de prever, que tan desarrollada está entre los campesinos; el trabajo rudo y sombrío a que se entregan les hace apetecer con ansia los momentos de expansión y la alegría ruidosa que el vino comunica.
Sucedió lo que era de esperar: en pos de los bienes, los males. Terminada la costera del bonito, y también casi dando las boqueadas la de la sardina, quedaron las lanchas paradas algún tiempo esperando la merluza y el congrio. Los marineros, durante este tiempo de holganza, vivían en las tabernas o se paseaban en pandillas, según su costumbre, por las riberas de la mar escrutando y dando su opinión sobre las velas que cruzaban por el horizonte. En estos días se comieron lo que les restaba de los pingües quiñones del verano.
Pero el invierno no se presentó benigno. Cuando empezaron a salir al congrio y la merluza, volvían la mayor parte de los días sin nada o con muy poco pescado. Además, en varias ocasiones sintieron algunos latigazos del Noroeste, que les puso en cuidado. Dejaron entonces de pescar, y aguardaron que llegase la época propicia para el besugo. El mes de Diciembre siguió aún más rudo y tornadizo que el de Noviembre; mas como no había otro remedio que ir a la mar, bajo pena de morirse de hambre o salir a pedir limosna por las aldeas, cosa que solamente hacían en el último aprieto, comenzaron a trabajar en la pesca del besugo, aunque recelosos y prevenidos para cualquier evento. El tiempo fue de mal en peor: algunos días serenos llegaban que les hacían concebir esperanzas de mejoría; pero al instante se cambiaba y volvía a mostrarse con cariz feo y huraño. Cierta especie propalada por el lugar les infundió aún más recelo: se decía que un muchacho había visto varias noches salir de la ribera tres de las lanchas, tripuladas por hombres vestidos de blanco, y que al cabo de dos o tres horas las veía entrar de nuevo solas. No es fácil representarse el terror que esta noticia produjo en el pueblo, sobre todo entre las mujeres: los hombres también estaban tristes y medrosos, pero lo disimulaban.
A la general tristeza que en el pueblo reinaba, y de la cual participaban, no en pequeña porción, Elisa y José, se añadió para éstos una desgracia que les conmovió hondamente: se supo de modo evidente que D. Fernando de Meira había sido encontrado muerto en un camino de sierra, allá hacia la montaña de León. Se dio por supuesto entre los vecinos que el caballero iría a buscar dinero a réditos por la noche, según su costumbre, y se habría matado de una caída; pero algunos, sin respeto a la memoria del comendador de Villaplana, del procurador de las Cortes de Toro, del presidente del Consejo de Italia y del oidor de la Audiencia de Méjico, aseguraban que D. Fernando iba pidiendo limosna y se había muerto de hambre y de frío. Sea de esto lo que quiera, su muerte causó en todo el pueblo triste impresión, porque era universalmente querido. Elisa le lloró como a un padre, y José anduvo muchos días caviloso y taciturno. Pero al cabo, los preparativos de boda consiguieron secar las lágrimas de ambos y ocupar exclusivamente su atención. Habían pensado casarse en los primeros días de Diciembre; mas no fue posible por algunas dificultades que el cura puso y necesitaron vencer; y también porque no hallaron casa. José no quería de modo alguno vivir con su madre, pues conociéndole el genio, sabía que Elisa iba a tener disgustos, por más que aquélla ya la amase entrañablemente. Quedó aplazado el matrimonio para año nuevo. Los preliminares, tan sabrosos siempre para los enamorados, no lo fueron tanto en esta ocasión por las particulares circunstancias en que se hallaban y por la atmósfera de tristeza que pesaba sobre el pueblo.
El tiempo vino tan recio y la desconfianza de la marinería era tanta, que reunidos los patrones de las lanchas, acordaron velar todas las noches tres de ellos, para reconocer atentamente el estado de la mar y del cielo, y en vista de sus observaciones, decidir si se había de llamar a la gente o no. Además, como generalmente se salía antes de amanecer, se previno que la lancha que saliese primero o fuese delante pusiese una luz en la proa, en caso de que hallase peligroso el continuar, la cual serviría de señal a las otras para volverse al puerto. Dos noches antes del suceso que vamos a narrar le tocó a José hacer la guardia con otros dos; vieron malo el cariz y no quisieron avisar. Pero como hacía ya algunos días que estaba la pesca parada y comenzaba a dejarse sentir el hambre, algunos murmuraron en la taberna de esta determinación; el día había mejorado un poco, aunque no mucho. Por la noche se quedaron de vela otros tres patrones, los cuales vacilaron mucho tiempo antes de dar al muchacho la orden de revolver, porque el semblante era feo y sucio como pocas veces; mas al fin la dieron, pensando en la miseria de la gente o temiendo acaso las murmuraciones.
José fue uno de los primeros que llegaron a la ribera.
—¡Ave María, qué barbaridad! —exclamó, mirando al cielo.—¡Vaya una noche que han escogido para salir a la mar!
Pero era demasiado prudente para alarmar a sus compañeros, y demasiado bravo para negarse a salir. Se calló, y ayudado de sus compañeros botó al agua la lancha: como estaba la más próxima, quedó a flote y aparejada la primera. En cuanto la compaña estuvo a bordo, comenzaron a bogar. Eran más hombres que en el verano, lo cual sucede siempre, tanto porque en el invierno la gente no se reparte en otras faenas, cuanto porque a causa de las frecuentes calmas, es preciso que haya bastantes remos en las lanchas. En la de José iban catorce.
Después que se hubieron apartado del puerto una milla, José dio la orden de izar vela. Las lanchas asturianas llevan siempre cinco, que son por orden de magnitud: la mayor, la cebadera, el trinquete, el borriquete y la unción, las cuales se combinan diversamente según la fuerza del viento: la unción, que es la más pequeña, lleva este nombre terrible, porque se iza sola cuando están a punto de perecer.
—¿Qué izamos, José? —preguntó uno.
—Los trinquetes —respondió éste secamente.
Los marineros pusieron la cebadera en el medio y el trinquete en la proa, pues tal era lo que la orden significaba.
La noche estaba oscura, pero no encapotada; el cielo se mostraba despejado a ratos; las nubes negras y redondas corrían con extraña velocidad, lo cual manifestaba claramente que el viento soplaba huracanado arriba, por más que abajo no se hubiese aún dejado sentir con fuerza. Esto tenía sumamente inquieto y preocupado a José, quien no apartaba la vista del cielo. Iban todos silenciosos y tristes; el frío les paralizaba las manos, y el temor, que no podían ocultar, la lengua; echaban también frecuentes miradas al firmamento, por donde corrían cada vez con más furia las nubes; la mar estaba gruesa y sospechosa.
Así caminaron un cuarto de hora, hasta que José rompió de súbito el silencio lanzando una interjección.
—…¡Esto es una porquería! ¡Hoy no salen a la mar ni los perros!
Tres o cuatro marineros se apresuraron a decir:
—Tienes razón.—Es un tiempo cochino.—Está bueno para los cerdos, no para los hombres.
—Por nosotros, José —concluyó diciendo uno,—no sigas adelante… Si te parece, da la vuelta…
José no respondió: siguió callado unos minutos hasta que, levantándose de pronto, dice en tono resuelto:
—Muchacho, enciende ese farol… A cambiar.
El rapaz encendió el farol, y lo colocó en la proa con visible satisfacción. Los marineros ejecutaron la maniobra, satisfechos también, aunque sin mostrarlo.
La lancha comenzó a navegar orzada hacia Rodillero. Al instante vieron encendidas, allá a lo lejos, unas después de otras, las luces de todas las lanchas. Esto significaba que todas habían visto la señal y se volvían al puerto.
—¡Si no podía menos! —dijo uno.
—¡Quién va con ganas a la mar hoy! —dijo otro.
—Pero esos borricos de Nicolás y Toribio, ¿por qué mandaron revolver?
Se les había desatado la lengua a todos. Mas después de caminar un rato hablando, observó José por sotavento el bulto de una lancha que pasaba no muy lejos de la suya, sin luz en la proa.
—Alto, muchachos —dijo.—¿Qué diablos es esto? ¿A dónde va esa lancha?
—Pregunta.
El patrón se puso en pie y haciendo con las manos una bocina, gritó:
—¡Ah de la lancha!
—¿Qué quieres, José? —contestó el de la otra, que le conoció por la voz.
—¿A dónde vas, Hermenegildo? —preguntó José, que también le había conocido.
—A la playa —repuso el otro acercándose cuanto pudo.
—¿Pero no habéis encendido los faroles después que yo lo puse?
—Sí, pero conozco muy bien a este pueblo: te habrán enseñado los faroles, sin hacer maldito el caso… ¿Cuánto me apuestas a que todos los barcos amanecen hoy en la playa?
—¡Malditos envidiosos! —exclamó José por lo bajo, y dirigiéndose a la tripulación:—A cambiar otra vez… El día menos pensado va a haber una desgracia por estas cicaterías…
Los marineros ejecutaron la maniobra de mal humor.
—¿No te dije muchas veces, José —apuntó Bernardo,—que en este pueblo cualquiera se queda tuerto porque el vecino ciegue?
El patrón no contestó.
—Lo gracioso es —observó otro— que esos babiecas piensan que van a engañarse, cuando aquí al que más y al que menos, le duelen los riñones de saber con qué bueyes ara.
—La risa será cuando nos veamos todos, así que amanezca —añadió un tercero.
—Ya veréis si cualquier día sucede algo —dijo otra vez José,—cómo no ha de faltar a quien echar la culpa.
—Eso siempre —repuso Bernardo con gravedad cómica.
Después de estas palabras reinó silencio en la lancha. Los marineros contemplaban taciturnos el horizonte: el patrón observaba cuidadosamente el cariz y se mostraba cada vez más inquieto, apesar de que hubo un instante en que el cielo apareció despejado casi por entero. Pero no tardó en cubrirse de nuevo. Sin embargo, el viento no soplaba duro sino arriba: hacia el amanecer también aquí se calmó. La aurora fue triste y sucia como pocas: la luz se filtraba con enorme trabajo por una triple capa de nubes.
Cuando llegaron a la playa, vieron en efecto a casi todas las lanchas de Rodillero que ya habían echado al agua las cuerdas y pescaban no muy lejos unas de otras. Hicieron ellos otro tanto después de arriar las velas, y metieron a bordo durante dos horas algunos besugos; no muchos. A eso de las diez se ennegreció más el cielo y cayó un chubasco que arrastró consigo un poco de viento: a la media hora vino otro y el viento sopló más fuerte. Entonces algunas lanchas recogieron los aparejos, e izaron vela poniendo la proa a tierra: las demás, unas primero y otras después, siguieron el ejemplo.
—Para este viaje no necesitábamos alforjas —dijo un compañero de José, amarrando de mal humor el puño del borriquete a la proa.
Estaban a unas diez o doce leguas de la costa. Antes de haberse acercado dos millas a ella, vieron que el cielo se ennegrecía fuertemente hacia el Oeste: fue tal la negrura, que los marineros se miraron unos a otros despavoridos.
—¡Madre del alma, lo que allí viene! —exclamó uno.
José había mandado desde el principio, por precaución, izar los borriquetes, esto es, el trinquete en el medio y el borriquete a proa. Miró fijamente al Oeste: la negrura se iba acercando rápidamente. Cuando sintió en el rostro el fresco que precede al chubasco, se puso en pie gritando:
—¡Arriar en banda escotas y drizas!
Los marineros, sin darse cuenta tan cabal del peligro, se apresuraron, no obstante, a obedecer. Las velas cayeron pesadamente sobre los bancos: y fue bien a punto, porque una ráfaga violentísima cruzó silbando por los palos y empujó con fuerza el casco de la embarcación. Los marineros dirigieron una mirada a José, que era un voto de gracias y confianza.
—¡Cómo has olido el trallazo recondenado! —dijo uno.
Pero al dirigir la vista al mar, observaron que una de las lanchas había zozobrado: otra vez volvieron los rostros a José, pálidos como difuntos.
—¿Has visto, José? —le preguntó uno con voz ronca y temblorosa.
El patrón cerró los ojos en señal de afirmación. Pero el rapaz que estaba a proa, al enterarse de lo que había ocurrido, comenzó a lamentarse a voces.
—¡Ay Virgen Santísima! ¿qué va a ser de nosotros? ¡Madre mía! ¿qué va a ser de nosotros?
José, encarándose con él, los ojos centelleantes de cólera, gritó:
—¡Silencio, cochino, o te echo al agua ahora mismo!
El chiquillo, asustado, se calló.
—Traed el borriquete al medio y la unción a proa —ordenó después.
Así se hizo rápidamente: José arribó cuanto pudo, teniendo cuidado de no perder la línea de Rodillero: la lancha comenzó a navegar con extraordinaria velocidad, porque el viento soplaba impetuoso y cada vez más recio. No se pasaron muchos minutos sin que se levantase una formidable marejada o mar del viento, que les impidió ver el rumbo de las otras lanchas: a intervalos cortos llovía copiosamente. La salsa les incomodaba bastante y fue necesario que varios hombres se empleasen constantemente en achicar el agua; pero José atendía más al viento que a ésta: soplaba tan desigual y traidoramente, que al menor descuido estaba seguro de zozobrar: otras dos veces se vio precisado a arriar de golpe las velas para eludir la catástrofe. Últimamente, viendo la imposibilidad de navegar con dos velas, mandó izar sola la unción. Los marineros le miraban consternados: a varios de ellos les temblaban las manos al ejecutar la maniobra.
—Hay que arribar del todo —dijo José, con la voz ronca ya por los gritos que había dado.—No podemos entrar en Rodillero. Entraremos en Sarrió.
—Me parece que ni en Sarrió tampoco —repuso un viejo por lo bajo.
—Nada de amilanarse, muchachos: ¡ánimo, que esto no es nada! —replicó el patrón con energía.
Desde el momento en que se resignaron a no entrar en Rodillero y pusieron la popa al viento, éste ya no dio cuidado, máxime llevando tan poquísimo trapo. Pero el mar comenzaba a inspirar mucho miedo: la marejada, ayudada de la mar gruesa de la noche, se había convertido en verdadera mar de fondo, terrible e imponente. Los golpes que recibían por la popa eran tan fuertes y continuados, que al fin hubo necesidad de orzar un poco, presentando el costado a las olas: de otra suerte corrían peligro inminente de que la lancha se anegase: así y todo, muchos de ellos no cesaban de achicar agua. El movimiento de ésta seguía aumentando; las olas eran cada vez más altas; la lancha desaparecía debajo de ellas y por milagro volvía a salir. Uno de los golpes les llevó el timón: José tomó apresuradamente el que tenía de reserva; pero al engancharlo, otro golpe se lo arrancó de las manos y metió dos o tres pipas de agua a bordo.
El rapaz volvió a exclamar sollozando:
—¡Ay, madre de mi alma, estamos perdidos!
José le arrojó la caña del timón, que había quedado sobre el banco, a la cabeza.
—¡Cállate, ladrón, o te mato!
Y viendo en los rostros de algunos compañeros señales de terror, les dijo echándoles una mirada feroz:
—¡Al que me dé un grito, le retuerzo el pescuezo!
Aquella ferocidad era necesaria: si el pánico se apoderaba de la compaña y dejaba un instante de achicar, se iban a pique sin remedio.
Para sustituir al timón, puso un remo en la popa. Con las velas izadas, es de todo punto imposible gobernar con el remo; pero como no llevaban más que la unción, pudo, a costa de grandes esfuerzos, sujetar la lancha. Cada golpe que recibían, metía una cantidad extraordinaria de agua a bordo; y apesar de que un hombre, trabajando bien, puede achicar con el balde una pipa en ocho o diez minutos, era imposible echarla toda fuera; les llegaba casi siempre cerca de la rodilla. José no cesaba un momento de gritar, con la poca voz que le quedaba:
—¡Achicar, muchachos, achicar! ¡Ánimo, muchachos!… ¡achicar, achicar!
Una oleada llevó la boina a Bernardo.
—¡Anda —dijo éste con rabia,—que pronto irá la cabeza!
La situación era angustiosa: aunque procuraban disimularlo, el terror se había apoderado de todos igualmente: Entonces José, viendo que las fuerzas les iban a faltar muy pronto, les dijo:
—Muchachos, estamos corriendo un temporal deshecho; ¿queréis que acudamos al Santo Cristo de Rodillero para que nos saque de él?
—Sí, José —contestaron todos con una precipitación que mostraba la congoja de su espíritu.
—Pues bien; le ofreceremos ir descalzos a oír una misa, si queréis… Pero es menester que esto sirva para darnos valor… Nada de asustarse. ¡Ánimo y achicar, achicar, muchachos!
La oferta les dio confianza y siguieron trabajando con fe; de tal modo que en pocos minutos echaron la mayor parte del agua fuera y la lancha quedó desahogada. José observó que el palo del medio les estorbaba.
—Vamos a desarbolar del medio —dijo, y él mismo se abalanzó a poner las manos en el mástil.
Pero en aquel instante vieron con espanto venir hacia ellos una ola inmensa, alta como una montaña y negra como una cueva.
—¡José, ya no hay comedia! —exclamó Bernardo resignado a morir.
El golpe fue tan rudo, que hizo caer de bruces a José, batiéndolo contra los bancos: la lancha quedó inundada, casi entre aguas. Pero aquél, aunque aturdido, se alzó bravamente gritando:
—¡Achicar, achicar! Esto no es nada.
¿Qué pasaba en Rodillero?
Las pocas lanchas que habían obedecido a la señal de José, regresaron al puerto antes del amanecer: sus tripulantes quedaron corridos y pesaroso al ver que tan ruinmente se les había engañado; mucho más con la matraca que las mujeres les dieron en casa.
—¡Siempre habías de ser tú el tonto! ¿Cuándo acabarás de saber con quién tratas, hombre de Dios? ¡Ya verás qué marea hoy… ya lo verás!
Ellos callaban, según su costumbre, reconociendo la verdad que las asistía, y haciendo juramento interior de no caer otra vez en el lazo.
Pero al entrar el día se modificó un poco la opinión: era tan triste el aspecto del mar, y el cariz tan feo, que ya no les pesó mucho de la holganza. Cuando envuelto en un chubasco se sintió en el pueblo el primer ramalazo del Noroeste, algunos se volvieron a sus esposas sonriendo:
—¿Qué te parece? ¿Te gustaría que anduviese por la mar ahora, verdad?
Les tocó entonces callar a ellas. El segundo ramalazo, mucho más fuerte que el primero, puso en conmoción al vecindario. Acudieron hombres y mujeres a la ribera, y desde allí, a despecho del agua que caía a torrentes, subieron a San Esteban. El miedo y la zozobra se pintó tan pronto en todos los semblantes, que advertía bien claramente del desasosiego supersticioso que había reinado en el lugar todo el invierno. Las mujeres miraban con el rabillo del ojo a los marineros viejos: estos torcían el hocico. Algunas se arrojaban a preguntar:
—¿Hay cuidado, tío Pepe?
El tío Pepe, sin apartar los ojos del horizonte, contestaba:
—Muy bueno no está… Pero la mar no dijo todavía «aquí estoy».
Lo dijo, sin embargo, más pronto de lo que se pensaba. La tormenta vino repentina, furiosa; la mar se revolvió en un instante de modo formidable, y comenzó a romper en los Huesos de San Pedro, que era el bajo más cercano a la costa: al poco tiempo rompió también en el Cobanín, que era el más próximo por el otro lado de la ensenada. La muchedumbre que coronaba el monte de San Esteban contempló con pavor los progresos de la borrasca: algunas mujeres comenzaron a llorar.
Sin embargo, no había aún motivos para afligirse, al decir de los prácticos; el puerto se hallaba enteramente libre; con tal que no zozobrasen (y esto era cuenta de ellos, pues estaba en su mano el evitarlo), podían entrar sin peligro en Rodillero. Alguno apuntó:
—¿Y los golpes de mar? ¿Tendrán tiempo a achicar el agua?
—¡Vaya si hay tiempo!… Pero no parece más que no hemos visto mares hasta ahora! No hay pueblo como éste para alborotarse por nada —dijo un marinero bilioso.
La energía con que pronunció estas palabras hizo callar a los pesimistas y tranquilizó un poco a las mujeres. Desgraciadamente, duró poco su triunfo: a los pocos minutos la mar rompía en el Torno, otro de los bajos de la barra.
Cerca de la capilla de San Esteban había una casucha que habitaba un labrador encargado por el gremio de mareantes, mediante un cortísimo estipendio anual, de encender las hogueras que servían de señal en los días o noches de peligro. Este labrador, aunque se había embarcado pocas veces, conocía la mar como cualquier práctico. Después de observarla con atención un buen rato y haber vacilado muchas veces, sacó de la corralada de su choza una carga de retama seca y tojo, la colocó en lo más alto del monte y la dio fuego. Era el primer aviso para los pescadores.
Elisa, que se hallaba entre la muchedumbre, cerca de su madrina, al ver la hoguera sintió que el corazón se le apretaba; acordose de la terrible maldición de la sacristana, y todos los presentimientos tristes y terrores supersticiosos que dormían en su alma, despertaron de golpe. Procuró, no obstante, reprimirse, por vergüenza, pero comenzó a recorrer los grupos escuchando con mal disimulada ansiedad los pareceres de los marineros: cada frase la dejaba yerta.
Entre las gentes se hablaba poco y se miraba mucho; el viento les azotaba la cara con las últimas gotas del chubasco. La mar crecía rápidamente: después de romper en los Huesos de San Pedro, en el Cobanín y en el Torno, rompió también en otro bajo más separado de la costa.
—¡Rompió en la Furada!… Manuel, puedes encender otra hoguera —exclamó un marinero.
Manuel corrió a casa de nuevo, trajo otra carga de tojo y la encendió cerca de la primera. Esto era señal de peligro inminente: si los que estaban en la mar no se daban prisa a meterse en el puerto, se exponían a que se les cerrase pronto.
—¿Se ve alguna lancha, Rafael? —preguntó una joven, por cuyas mejillas rodaban dos gruesas lágrimas.
—Por ahora no; la salsa nos quita mucho la vista.
Ni una vela parecía en el horizonte: el afán, la angustia embargaban de tal modo a los espectadores, que se pasaban algunos minutos sin que una voz se alzase entre ellos: todos tenían la vista clavada en el Carrero, un corto espacio que la barra de Rodillero tenía libre, y por donde las lanchas entraban a seguro cuando la mar estaba picada. Elisa sentía algunas gotas de sudor frío en la frente, y se agarraba fuertemente a su madrina para no caerse.
Así trascurrió un cuarto de hora. De pronto de aquella muchedumbre salió un grito, un lamento más débil pero más triste que los rumores del Océano. Una ola acababa de romper en el Carrero. La barra no era ya más que una franja espumosa: el puerto estaba cerrado.
Manuel, pálido, silencioso, fue a buscar una nueva carga y la encendió al lado de las otras dos. La lluvia había cesado enteramente y las hogueras ardían animadas por el viento.
Elisa, al escuchar aquel grito, se estremeció, y por un movimiento irresistible semejante a inspiración, se alejó corriendo de aquella escena, bajó a saltos el sendero de los pinos, atravesó el pueblo solitario, subió la calzada de la iglesia y llegó desalada y jadeante a sus puertas. Se detuvo un instante a tomar aliento; después hizo la señal de la cruz, dobló las rodillas y sobre ellas entró caminando por la nave del templo hasta el altar mayor; pero en vez de parar allí torció a la derecha y comenzó a subir penosamente la escalera de caracol que conducía al camarín del Cristo. Era la escalera de la penitencia y sus peldaños de piedra estaban gastados ya por las rodillas de los devotos; las de Elisa cuando llegó arriba chorreaban sangre.
El camarín era una pieza oscura, tapizada de retratos y ofrendas, con una ventana enrejada, abierta sobre la iglesia, por donde los fieles veían la veneranda imagen los días que se oficiaba en su altar. El Santo Cristo se hallaba, como de ordinario, tapado por una cortina de terciopelo: Elisa corrió con mano trémula esta cortina y se prosternó. Poco rato después, unas tras otras, fueron entrando en la estancia muchas mujeres y prosternándose igualmente en silencio. Algún sollozo, imposible de reprimir, turbaba de vez en cuando el misterio y la majestad del adoratorio.
Por la tarde aplacó un poco la mar, y gracias a esto pudo, aunque con peligro, entrar un grupo numeroso de lanchas en Rodillero: más tarde entraron otras cuantas, pero al cerrar la noche faltaban cinco: una de ellas era la de José. Los marineros, que sabían a qué atenerse acerca de su suerte, porque habían visto perecer alguna, no se atrevían a decir palabra y contestaban con evasivas a las infinitas preguntas que les dirigían: ninguno sabía nada; ninguno había visto nada. La ribera siguió llena de gente hasta las altas horas de la noche; pero según avanzaba ésta, iba creciendo el desaliento. Poco a poco también la ribera se fue despoblando; sólo quedaron en ella las familias de los que aún estaban en la mar. Al fin éstas, perdida casi enteramente la esperanza, abandonaron la playa y entraron en el pueblo con la muerte en el alma.
¡Horrible noche aquélla! Aún suenan en mis oídos los ayes desgarradores de las esposas infelices, de los niños que llamaban a sus padres. El pueblo ofrecía un aspecto sombrío, espantoso: la gente discurría por la calle en grupos, formaba corros a la puerta de las casas; todos se hablaban a voces. Las tabernas estaban abiertas, y en ellas los hombres disputaban acaloradamente, echándose unos a otros la culpa de la desgracia. De vez en cuando, una mujer desgreñada, convulsa, cruzaba por la calle lanzando gritos horrorosos que erizaban los cabellos. Dentro de las casas también sonaban gemidos y sollozos.
A este primer momento de confusión y estrépito, sucedió otro de calma, más triste aún y más aciago, si posible fuera. La gente se fue encerrando en sus viviendas, y el dolor tomó un aspecto más resignado. ¡Dentro de aquellas pobres chozas, cuántas lagrimas se derramaron! En una de ellas, una pobre vieja, que tenía a sus dos hijos en la mar, lanzaba chillidos tan penetrantes, que las pocas personas que cruzaban por la calle se detenían horrorizadas a la puerta; en otra, una infeliz mujer que había perdido a su marido, sollozaba en un rincón, mientras dos criaturitas de tres o cuatro años jugaban cerca comiendo avellanas.
Cuando Dios amaneció, el pueblo parecía un cementerio. El cura hizo sonar las campanas llamando a la iglesia, y concertó, con los fieles que acudieron, celebrar al día siguiente un funeral por el reposo de los que habían perecido.
Pero hacia el medio día corrió la voz, sin saber quién la trajera, de que algunas lanchas de Rodillero habían arribado al puerto de Banzones, distante unas siete leguas. Tal noticia causó una emoción inmensa en el vecindario: la esperanza, muerta ya, renació de pronto en todos los corazones. Tornaron a reinar la confusión y el ruido en la calle; despacháronse propios veloces para que indagasen la verdad; los comentarios, las hipótesis que se hacían en los corrillos eran infinitos. El día y la noche se pasaron en una ansiedad y congoja lastimosas; las pobres mujeres corrían de grupo en grupo, pálidas, llorosas, queriendo sorprender en las conversaciones de los hombres algo que las animase.
Por fin, a las doce llegó la nueva de que eran dos lanchas solamente las que habían arribado a Banzones. ¿Cuáles? Los propios no lo sabían o no querían decirlo. Sin embargo, al poco rato comenzó a cundir secretamente la noticia de que una de ellas era la de José, y otra la de Toribio.
Allá, a la tarde, un muchacho llegó desalado, cubierto de sudor y sin gorra.
—¡Ahí están, ahí están!
—¿Quiénes?
—¡Muchos, muchos! ¡Vienen muchos! —acertó a decir con trabajo, pues le faltaba respiración.—Estarán ahora en Antromero.
Entonces se operó una revolución indescriptible en el pueblo: los vecinos todos, sin exceptuar uno, salieron de sus casas, se agitaron en la calle breves instantes con estruendo, y formando una masa compacta, abandonaron presurosos el lugar. Aquella masa siguió el camino de Antromero, orillas de la mar, en un estado de agitación y angustia que es difícil representarse. Los hombres charlaban, haciendo cálculos acerca del modo que habrían tenido sus compañeros de salvarse: las mujeres iban en silencio arrastrando a los niños que se quejaban en vano de cansancio. Después de caminar media legua, en cierto paraje descubierto, alcanzaron a ver a lo lejos un grupo de marineros que hacia ellos venían con los remos al hombro. Un clamor formidable salió de aquella muchedumbre. El grupo de los pescadores respondió ¡hurra! agitando en el aire las boinas. Otro grito de acá; otro en seguida de allá. De esta suerte se fueron acercando a toda prisa y muy pronto llegaron a tocarse.
¡Escena gozosa y terrible a la vez! Al confundirse el grande y el pequeño grupo, estallaron a un tiempo ayes de dolor y gritos de alegría. Las mujeres abrían los ojos desmesuradamente buscando a los suyos, y no hallándolos, rompían en gemidos lastimeros y se dejaban caer al suelo retorciéndose los brazos con desesperación: otras, más afortunadas, al tropezar con el esposo de su alma, con el hijo de sus entrañas, se arrojaban a ellos como fieras, y permanecían clavadas a su pecho sin que fuerza en el mundo fuera bastante a despegarlas. Los pobres náufragos, objeto de aquella calurosa acogida, sonreían queriendo ocultar su emoción, pero las lágrimas les resbalaban, a su pesar, por las mejillas.
Elisa, que iba entre la muchedumbre, al ver a José, sintió en la garganta un nudo tan estrecho, que pensó ahogarse: llevose las manos al rostro y rompió a sollozar procurando no hacer ruido. El marinero sintiose sujeto, casi asfixiado por los brazos de su madre: mas por encima del hombro de ésta, buscó con afán a su prometida. Elisa levantó el rostro hacia él y sus ojos se encontraron y se besaron.
Pasado el primer momento de expansión, aquella masa de gente tornó a paso lento hacia el pueblo. Cada uno de los náufragos viose rodeado inmediatamente por un grupo de compañeros, los cuales se enteraban por menudo y con interés de las peripecias de la jornada: sus mujeres iban detrás; algunas veces para cerciorarse de que los tenían vivos les llamaban por su nombre, y al volver ellos el rostro no tenían qué decirles.
Aquella misma tarde se convino dar gracias a Dios al día siguiente con una solemne fiesta. Resultó que casi todos los marineros salvados habían ofrecido lo mismo, oír misa descalzos en el altar del Cristo: era una oferta muy común en Rodillero en los momentos de peligro y que venía de padres a hijos. Y en efecto, a la mañana siguiente se reunieron en la ribera, y desde allí, cada compaña con su patrón a la cabeza, se encaminaron lentamente hacia la iglesia descalzos todos y con la cabeza descubierta. Marchaban graves, callados, pintada en sus ojos serenos la fe sencilla y ardiente a la vez del que no conoce de esta vida más que las amarguras. Detrás marchaban las mujeres, los niños y los pocos señores que había en el pueblo, silenciosos también, embargados por la emoción al ver a aquellos hombres tan fuertes y tan ásperos humillarse como débiles criaturas. Las viudas, los huérfanos de los que habían quedado en la mar iban también allí a rogar por el descanso de los suyos: se habían puesto un pañuelo, un delantal, una boina, cualquier prenda de color negro que les fue posible adquirir en el momento.
Y en la pequeña iglesia de Rodillero el milagroso Cristo les aguardaba pendiente de la cruz, con los brazos abiertos. Él era también un pobre náufrago, libertado de las aguas por la piedad de unos pescadores; había probado como ellos la tristeza y la soledad del océano y el amargor de sus olas. Doblaron la rodilla y hundieron la cabeza en el pecho, mientras la boca murmuraba plegarias aprendidas en la niñez, nunca pronunciadas con más fervor. Los cirios de que estaba rodeada la sacrosanta imagen chisporroteaban tristemente; de la muchedumbre salía un murmullo levísimo. La voz cascada y temblorosa del sacerdote que oficiaba rompía de vez en cuando el silencio majestuoso del templo.
Al concluirse el oficio, Elisa y José se encontraron en el pórtico de la iglesia y se dirigieron una tierna sonrisa; y con ese egoísmo inocente y perdonable que caracteriza al amor, olvidaron en un punto toda la tristeza que en torno suyo reinaba, y en viva y alegre plática bajaron emparejados la calzada del pueblo, dejando señalado, antes de llegar a casa, el día de su boda.