Quería olvidar unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación. ¡Aún suspiro al recordarlo! Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un recuerdo galante, cruel y glorioso, como lo tienen en la historia de los pueblos Thais la de Grecia, y Ninon la de Francia, esas dos cortesanas menos bellas que su destino. ¡Acaso el único destino que merece ser envidiado! Yo hubiérale tenido igual, y quizá más grande, de haber nacido mujer: Entonces lograría lo que jamás pude lograr. A las mujeres para ser felices les basta con no tener escrúpulos, y probablemente, no los hubiera tenido esa quimérica Marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría como las gentiles marquesas de mi tiempo que ahora se confiesan todos los viernes, después de haber pecado todos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
Por aquellos días de peregrinación sentimental era yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe en muchas cosas que ahora pongo en duda, y libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz, con esa felicidad indefinible que da el poder amar a todas las mujeres. Sin ser un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada, pero de amor juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás, Todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes, y no puedo menos de sonreír recordando que hubo una época lejana donde lloré por muerto a mi corazón: Muerto de celos, de rabia y de amor.
Decidido a correr tierras, al principio dudé sin saber a dónde dirigir mis pasos: Después, dejándome llevar de un impulso romántico, fui a México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un canto homérico, la tradición aventurera de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el Reino de la Nueva Galicia, otro había sido Inquisidor General, y todavía el Marqués de Bradomín conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolví atravesar los mares. Me atraía la leyenda mexicana con sus viejas dinastías y sus dioses crueles.
Embarqué en Londres, donde vivía emigrado desde la traición de Vergara, é hice el viaje a vela en aquella fragata «La Dalila» que después naufragó en las costas de Yucatán. Como un aventurero de otros tiempos, iba a perderme en la vastedad del viejo Imperio Azteca, imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones, de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente.
Aun cuando toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, apenas salía de mi camarote ni hablaba con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse el pasaje de herejes y mercaderes. ¡Ojos perjuros y barbas de azafrán! La raza sajona es la más despreciable de la tierra. Yo contemplando sus pugilatos grotescos y pueriles sobre la cubierta de la fragata, he sentido un nuevo matiz de la vergüenza: La vergüenza zoológica.
¡Cuán diferente había sido mi primer viaje a bordo de un navío genovés, que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al tercer día ya tuteaba a un príncipe napolitano, y no hubo entonces damisela mareada a cuya pálida y despeinada frente no sirviese mi mano de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corros que se formaban sobre cubierta a la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez y fino bigote negro, y allá encender el cigarro en la pipa de los misioneros armenios. Había gente de toda laya: Tahúres que parecían diplomáticos, cantantes con los dedos cubiertos de sortijas, abates barbilindos que dejaban un rastro de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles, y judíos rusos, y grandes señores ingleses. Una farándula exótica y pintoresca que con su algarabía causaba vértigo y mareo. Era por los mares de Oriente, con rumbo a Jafa. Yo iba como peregrino a Tierra Santa.
El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus macacos aulladores y sus verdes bandadas de guacamayos saludan al sol, me ha recordado muchas veces los tres puentes del navío genovés, con su feria babélica de tipos, de trajes y de lenguas, pero más, mucho más me lo recordaron las horas untadas de opio que constituían la vida a bordo de «La Dalila». Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos, cabellos azafranados y ojos perjuros. Herejes y mercaderes en el puente, herejes y mercaderes en la cámara. ¡Cualquiera tendría para desesperarse! Yo, sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi corazón estaba muerto, tan muerto, que no digo la trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas le resucitarían. Desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: Habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres, a poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta sepulturero y doliente. En la soledad del camarote edificaba mi espíritu con largas reflexiones, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte de llorar una infidelidad que hubiera cantado el divino Petrarca.
Por no ver aquella taifa luterana, apenas asomaba sobre cubierta. Solamente cuando el sol declinaba iba a sentarme en la popa, y allí, libre de importunos, pasábame las horas viendo borrarse la estela de la fragata. El mar de las Antillas, con su trémulo seno de esmeralda donde penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros de las hadas que habitan palacios de cristal en el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer viaje. Allá, muy lejos, en la lontananza azul donde se disipan las horas felices, percibía como en esbozo fantástico las viejas placenterías. El lamento informe y sinfónico de las olas despertaba en mí un mundo de recuerdos: Perfiles desvanecidos, ecos de risas, murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos y el aleteo de los abanicos mezclándose a las notas de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lilí. Era una resurrección de sensaciones, una esfumación deliciosa del pasado, algo etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias que los sueños nos dan a veces de la vida.
Nuestra primera escala en aguas de México, fue San Juan de Tuxtlan. Recuerdo que era media mañana cuando bajo un sol abrasador que resecaba las maderas y derretía la brea, dimos fondo en aquellas aguas de bruñida plata. Los barqueros indios, verdosos como antiguos bronces, asaltan la fragata por ambos costados, y del fondo de sus canoas sacan exóticas mercancías: Cocos esculpidos, abanicos de palma y bastones de carey, que muestran sonriendo como mendigos a los pasajeros que se apoyan sobre la borda. Cuando levanto los ojos hasta los peñascos de la ribera, que asoman la tostada cabeza entre las olas, distingo grupos de muchachos desnudos que se arrojan desde ellos y nadan grandes distancias, hablándose a medida que se separan y lanzando gritos. Algunos descansan sentados en las rocas, con los pies en el agua: Otros se encaraman para secarse al sol, que los ilumina de soslayo, gráciles y desnudos, como figuras de un friso del Parthenón.
Por huir del enojo que me causaba la vida a bordo, decidíme a desembarcar. No olvidaré nunca las tres horas mortales que duró el pasaje desde la fragata a la playa. Aletargado por el calor, voy todo este tiempo echado en el fondo de la canoa de un negro africano que mueve los remos con lentitud desesperante. A través de los párpados entornados veía erguirse y doblarse sobre mí, guardando el mareante compás de la bogada, aquella figura de carbón, que unas veces me sonríe con sus abultados labios de gigante, y otras silba esos aires cargados de religioso sopor, una música compuesta solamente de tres notas tristes, con que los magnetizadores de algunas tribus salvajes adormecen a las grandes culebras. Así debía ser el viaje infernal de los antiguos en la barca de Carón: Sol abrasador, horizontes blanquecinos y calcinados, mar en calma sin brisas ni murmullos, y en el aire todo el calor de las fraguas de Vulcano.
Cuando arribamos a la playa, se levantaba una fresca ventolina, y el mar, que momentos antes semejaba de plomo, empezaba a rizarse. «La Dalila» no tardaría en levar anclas para aprovechar el viento que llegaba tras largos días de calma. Solamente me quedaban algunas horas para recorrer aquel villaje indio. De mi paseo por las calles arenosas de San Juan de Tuxtlan conservo una impresión somnolente y confusa, parecida a la que deja un libro de grabados hojeado perezosamente en la hamaca durante el bochorno de la siesta. Hasta me parece que cerrando los ojos, el recuerdo se aviva y cobra relieve. Vuelvo a sentir la angustia de la sed y el polvo: Atiendo el despacioso ir y venir de aquellos indios ensabanados como fantasmas, oigo la voz melosa de aquellas criollas ataviadas con graciosa ingenuidad de estatuas clásicas, el cabello suelto, los hombros desnudos, velados apenas por rebocillo de transparente seda.
Aun a riesgo de que la fragata se hiciese al mar, busqué un caballo y me aventuré hasta las ruinas de Tequil. Un indio adolescente me sirvió de guía. El calor era insoportable. Casi siempre al galope, recorrí extensas llanuras de Tierra Caliente, plantíos que no acaban nunca, de henequen y caña dulce. En la línea del horizonte se perfilaban las colinas de configuración volcánica revestidas de maleza espesa y verdinegra. En la llanura los chaparros tendían sus ramas, formando una a modo de sombrilla gigantesca, y sentados en rueda, algunos indios devoraban la miserable ración de tamales.
Nosotros seguíamos una senda roja y polvorienta. El guía, casi desnudo, corría delante de mi caballo. Sin hacer alto una sola vez, llegamos a Tequil. En aquellas ruinas de palacios, de pirámides y de templos gigantes, donde crecen polvorientos sicomoros y anidan verdes reptiles, he visto por vez primera una singular mujer, a quien sus criados indios, casi estoy por decir sus siervos, llamaban dulcemente la Niña Chole. Me pareció la Salambó de aquellos palacios. Venía de camino hacia San Juan de Tuxtlan y descansaba a la sombra de una pirámide, entre el cortejo de sus servidores. Era una belleza bronceada, exótica, con esa gracia extraña y ondulante de las razas nómadas, una figura hierática y serpentina, cuya contemplación evocaba el recuerdo de aquellas princesas hijas del sol, que en los poemas indios resplandecen con el doble encanto sacerdotal y voluptuoso. Vestía como las criollas yucatecas, albo hipil recamado con sedas de colores, vestidura indígena semejante a una tunicela antigua, y zagalejo andaluz, que en aquellas tierras ayer españolas, llaman todavía con el castizo y jacaresco nombre de fustán. El negro cabello caíale suelto, el hipil jugaba sobre el clásico seno. Por desgracia, yo solamente podía verla el rostro aquellas raras veces que hacia mí lo tornaba, y la Niña Chole tenía esas bellas actitudes de ídolo, esa quietud estática y sagrada de la raza maya, raza tan antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo de la Asiria. Pero a cambio del rostro, desquitábame en aquello que no alcanzaba a velar el rebocillo, admirando como se merecía la tornátil morbidez de los hombros y el contorno del cuello. ¡Válgame Dios! Me parecía que de aquel cuerpo bruñido por el ardiente sol de México se exhalaban lánguidos efluvios, y que yo los aspiraba, los bebía, que me embriagaba con ellos...
Un criado indio trae del diestro el palafrén de aquella Salambó, que le habla en su vieja lengua y cabalga sonriendo. Entonces, al verla de frente, el corazón me dio un vuelco. Tenía la misma sonrisa de Lilí. ¡Aquella Lilí, no sé si amada, si aborrecida!
Descansé en un bohío levantado en medio de las ruinas, y adormecí en la hamaca colgada de un cedro gigantesco que daba sombra a la puerta. El campo se hundía lentamente en el silencio amoroso y lleno de suspiros de un atardecer ardiente. La brisa aromada y fecunda de los crepúsculos tropicales oreaba mi frente. La campiña toda se estremecía cual si acercarse sintiese la hora de sus nupcias, y exhalaba de sus entrañas vírgenes un vaho caliente de negra enamorada, potente y deseosa.
Adormecido por el ajetreo, el calor y el polvo, soñé como un árabe que imaginase haber traspasado los umbrales del Paraíso. ¿Necesitaré decir que las siete huríes con que me regaló el Profeta eran siete criollas vestidas de fustán é hipil, y que todas tenían la sonrisa de Lilí y el mirar de la Niña Chole? Verdaderamente, aquella Salambó de los palacios de Tequil empezaba a preocuparme demasiado. Lo advertí con terror, porque estaba seguro de concluir enamorándome locamente de sus lindos ojos si tenía la desgracia de volver a verlos. Afortunadamente, las mujeres que así tan de súbito nos cautivan suelen no aparecerse más que una vez en la vida. Pasan como sombras, envueltas en el misterio de un crepúsculo ideal. Si volviesen a pasar, quizá desvaneceríase el encanto. ¡Y a qué volver, si una mirada suya basta a comunicarnos todas las secretas melancolías del amor!
¡Oh románticos devaneos, pobres hijos del ideal, nacidos durante algunas horas de viaje! ¿Quién llegó a viejo y no ha sentido estremecerse el corazón bajo la caricia de vuestra ala blanca? ¡Yo guardo en el alma tantos de estos amores! Aun hoy, con la cabeza llena de canas, viejo prematuro, no puedo recordar sin melancolía un rostro de mujer, entrevisto cierta madrugada entre Urbino y Roma, cuando yo estaba en la Guardia Noble de Su Santidad: Es una figura de ensueño pálida y suspirante, que flota en lo pasado y esparce sobre todos mis recuerdos juveniles el perfume ideal de esas flores secas que entre cartas y rizos, guardan los enamorados, y en el fondo de algún cofrecillo parecen exhalar el cándido secreto de los primeros amores.
Los ojos de la Niña Chole habían removido en mi alma tan lejanas memorias, tenues como fantasmas, blancas como bañadas por luz de luna. Aquella sonrisa, evocadora de la sonrisa de Lilí, había encendido en mi sangre tumultuosos deseos y en mi espíritu ansia vaga de amor. Rejuvenecido y feliz, con cierta felicidad melancólica, suspiraba por los amores ya vividos, al mismo tiempo que me embriagaba con el perfume de aquellas rosas abrileñas que tornaban a engalanar el viejo tronco. El corazón, tanto tiempo muerto, sentía con la ola de savia juvenil que lo inundaba nuevamente, la nostalgia de viejas sensaciones: Sumergíase en la niebla del pasado y saboreaba el placer de los recuerdos, ese placer de moribundo que amó mucho y en formas muy diversas. ¡Ay, era delicioso aquel estremecimiento que la imaginación excitada comunicaba a los nervios!...
Y en tanto, la noche detendía por la gran llanura su sombra llena de promesas apasionadas, y los pájaros de largas alas volaban de las ruinas. Di algunos pasos, y con voces que repitió el eco milenario de aquellos palacios, llamé al indio que me servía de guía. Con el overo ya embridado asomó tras un ídolo gigantesco esculpido en piedra roja. Cabalgué y partimos. El horizonte relampagueaba. Un vago olor marino, olor de algas y brea, mezclábase por veces al mareante de la campiña, y allá, muy lejos, en el fondo oscuro del Oriente, se divisaba el resplandor rojizo de la selva que ardía. La naturaleza, lujuriosa y salvaje, aún palpitante del calor de la tarde, semejaba dormir el sueño profundo y jadeante de una fiera fecundada. En aquellas tinieblas pobladas de susurros nupciales y de moscas de luz que danzan entre las altas yerbas, raudas y quiméricas, me parecía respirar una esencia suave, deliciosa, divina: La esencia que la madurez del Estío vierte en el cáliz de las flores y en los corazones.
Ya metida la noche llegamos a San Juan de Tuxtlan. Descabalgué y arrojando al guía las riendas del caballo, por una calle solitaria bajé solo a la playa. Al darme en el rostro la brisa del mar, avizoreme pensando si la fragata habría zarpado. En estas dudas iba, cuando percibo a mi espalda blando rumor de pisadas descalzas. Un indio ensabanado se me acerca:
—¿No tiene mi amito cosita que me ordenar?
—Nada, nada...
El indio hace señal de alejarse:
—¿Ni precisa que le guíe, niño?
—No preciso nada.
Sombrío y musitando, embózase mejor en la sábana que le sirve de clámide y se va. Yo sigo adelante camino de la playa. De pronto la voz mansa y humilde del indio llega nuevamente a mi oído. Vuelvo la cabeza y le descubro a pocos pasos. Venía a la carrera y cantaba los gozos de Nuestra Señora de Guadalupe. Me dio alcance y murmuró emparejándose:
—De verdad, niño, si se pierde no sabrá salir de los médanos...
El hombre empieza a cansarme, y me resuelvo a no contestarle. Esto, sin duda, le anima, porque sigue acosándome buen rato de camino. Calla un momento y luego, en tono misterioso, añade:
—¿No quiere que le lleve junto a una chinita, mi jefe?... Una tapatia de quince años que vive aquí merito. Andele, niño, verá bailar el jarabe. Todavía no hace un mes que la perdió el amo del ranchito de Huaxila: Niño Nacho, no sabe?
De pronto se interrumpe, y con un salto de salvaje plántaseme delante en ánimo y actitud de cerrarme el paso: Encorvado, el sombrero en una mano a guisa de broquel, la otra echada fieramente atrás, armada de una faca ancha y reluciente. Confieso que me sobrecogí. El paraje era a propósito para tal linaje de asechanzas: Médanos pantanosos cercados de negros charcos donde se reflejaba la luna, y allá lejos una barraca de siniestro aspecto, con los resquicios iluminados por la luz de dentro. Quizá me dejo robar entonces si llega a ser menos cortés el ladrón y me habla torvo y amenazante, jurando arrancarme las entrañas y prometiendo beberse toda mi sangre. Pero en vez de la intimación breve é imperiosa que esperaba, le escucho murmurar con su eterna voz de esclavo:
—No se llegue, mi amito, que puede clavarse...
Oírle y recobrarme fue obra de un instante. El indio ya se recogía, como un gato montés, dispuesto a saltar sobre mí. Pareciome sentir en la medula el frío del acero: Tuve horror a morir apuñalado, y de pronto me sentí fuerte y valeroso. Con ligero estremecimiento en la voz, grité al truhán adelantando un paso, apercibido a resistirle:
—¡Andando o te dejo seco!
El indio no se movió. Su voz de siervo pareciome llena de ironía:
—¡No se arrugue, valedor!... Si quiere pasar, ahí merito, sobre esa piedra, arríe la plata. Andele, luego, luego.
Otra vez volví a tener miedo de aquella faca reluciente. Sin embargo, murmuré resuelto:
—¡Ahora vamos a verlo, bandido!
No llevaba armas, pero en las ruinas de Tequil a un indio que vendía pieles de jaguar, había tenido el capricho de comprarle su bordón que me encantó por la rareza de las labores. Aún lo conservo: Parece el cetro de un rey negro, tan oriental, y al mismo tiempo tan ingenua y primitiva, es la fantasía con que está labrado. Me afirmé los quevedos, requerí el palo, y con gentil compás de pies, como diría un bravo de ha dos siglos, adelanté hacia el ladrón, que dio un paso procurando herirme de soslayo. Por ventura mía, la luna dábale de lleno y advertí el ataque en sazón de evitarlo. Recuerdo confusamente que intenté un desarme con amago a la cabeza y golpe al brazo, y que el indio lo evitó jugándome la luz con destreza de salvaje. Después no sé. Sólo conservo una impresión angustiosa como de pesadilla. El médano iluminado por la luna; la arena negra y movediza donde se entierran los pies; el brazo que se cansa; la vista que se turba; el indio que desaparece, vuelve, me acosa, se encorva y salta con furia fantástica de gato embrujado; y cuando el palo va a desprenderse de mi mano, un bulto que huye y el brillo de la faca que pasa sobre mi cabeza y queda temblando como víbora de plata clavada en el árbol negro y retorcido de una cruz hecha de dos troncos chamuscados... Quedeme un momento azorado y sin darme cuenta cabal del suceso. Como a través de niebla muy espesa, vi abrirse sigilosamente la puerta de la barraca y salir dos hombres a catear la playa. Recelé algún encuentro como el pasado y tomé a buen paso camino del mar. Llegué a punto que largaba un bote de la fragata, donde iba el segundo de a bordo. Gritele, y mandó virar para recogerme.
Llegado que fui a la fragata, recogíme a mi camarote, y como estuviese muy fatigado, me acosté en seguida. Cátate que no bien apago la luz empiezan a removerse las víboras mal dormidas del deseo que desde todo el día llevaba enroscadas al corazón, apercibidas a morderle. Al mismo tiempo sentíame invadido por una gran melancolía, llena de confusión y de misterio. La melancolía del sexo, germen de la gran tristeza humana. El recuerdo de la Niña Chole perseguíame con mariposeo ingrávido y terco. Su belleza índica, y aquel encanto sacerdotal, aquella gracia serpentina, y el mirar sibilino, y las caderas ondulosas, la sonrisa inquietante, los pies de niña, los hombros desnudos, todo cuanto la mente adivinaba, cuanto los ojos vieran, todo, todo era hoguera voraz en que mi carne ardía. Me figuraba que las formas juveniles y gloriosas de aquella Venus de bronce florecían entre céfiros, y que veladas primero se entreabrían turgentes, frescas, lujuriosas, fragantes como rosas de Alejandría en los jardines de Tierra Caliente. Y era tal el poder sugestivo del recuerdo, que en algunos momentos creí respirar el perfume voluptuoso que al andar esparcía su falda, con ondulaciones suaves.
Poco a poco cerrome los ojos la fatiga, y el arrullo monótono y regular del agua acabó de sumirme en un sueño amoroso, febril é inquieto, representación y símbolo de mi vida. Desperteme al amanecer con los nervios vibrantes, cual si hubiese pasado la noche en un invernadero, entre plantas exóticas, de aromas raros, afroditas y penetrantes. Sobre mi cabeza sonaban voces confusas y blando pataleo de pies descalzos, todo ello acompañado de mucho chapoteo y trajín. Empezaba la faena del baldeo. Me levanté y subí al puente. Heme ya respirando la ventolina que huele a brea y algas. En aquella hora el calor es deleitante. Percíbense en el aire estremecimientos voluptuosos: El horizonte ríe bajo un hermoso sol.
Envuelto en el rosado vapor que la claridad del alba extendía sobre el mar azul, adelantaba un esquife. Era tan esbelto, ligero y blanco, que la clásica comparación con la gaviota y con el cisne veníale de perlas. En las bancas traía hasta seis remeros. Bajo un palio de lona, levantado a popa, se guarecía del sol una figura vestida de blanco. Cuando el esquife tocó la escalera de la fragata ya estaba yo allí, en confusa espera de no sé qué gran ventura. Una mujer viene sentada al timón. El toldo solamente me deja ver el borde de la falda y los pies de reina calzados con chapines de raso blanco, pero mi alma la adivina. ¡Es ella, la Salambó de los palacios de Tequil!... Sí, era ella, más gentil que nunca, velada apenas en el rebocillo de seda. Hela en pie sobre la banca, apoyada en los hercúleos hombros de un marinero negro. El labio abultado y rojo de la criolla sonríe con la gracia inquietante de una egipcia, de una turania. Sus ojos, envueltos en la sombra de las pestañas, tienen algo de misterioso, de quimérico y lejano, algo que hace recordar las antiguas y nobles razas que en remotas edades fundaron grandes imperios en los países del sol... El esquife cabecea al costado de la fragata. La criolla, entre asustada y divertida, se agarra a los crespos cabellos del gigante, que impensadamente la toma al vuelo y se lanza con ella a la escala. Los dos ríen envueltos en un salsero que les moja la cara. Ya sobre cubierta, el coloso negro la deja sola y se aparta secreteando con el contramaestre.
Yo gano la cámara por donde necesariamente han de pasar. Nunca el corazón me ha latido con más violencia. Recuerdo perfectamente que estaba desierta y un poco oscura. Las luces del amanecer cabrilleaban en los cristales. Pasa un momento. Oigo voces y gorjeos: Un rayo de sol más juguetón, más vivo, más alegre, ilumina la cámara, y en el fondo de los espejos se refleja la imagen de la Niña Chole.
Fue aquél uno de esos largos días de mar encalmados y bochornosos que navegando a vela no tienen fin. Sólo de tiempo en tiempo alguna ráfaga cálida pasaba entre las jarcias y hacía flamear el velamen. Yo andaba avizorado y errabundo, con la esperanza de que la Niña Chole se dejase ver sobre cubierta algún momento. Vana esperanza. La Niña Chole permaneció retirada en su camarote, y acaso por esto las horas me parecieron, como nunca, llenas de tedio. Desengañado de aquella sonrisa que yo había visto y amado en otros labios, fui a sentarme en la popa.
Sobre el dormido cristal de esmeralda, la fragata dejaba una estela de bullentes rizos. Sin saber cómo resurgió en mi memoria cierta canción americana que Nieves Agar, la amiga querida de mi madre, me enseñaba hace muchos años, allá en tiempos cuando yo era rubio como un tesoro y solía dormirme en el regazo de las señoras que iban de tertulia al Palacio de Bradomín. Esta afición a dormir en un regazo femenino la conservo todavía. ¡Pobre Nieves Agar, cuántas veces me has mecido en tus rodillas al compás de aquel danzón que cuenta la historia de una criolla más bella que Atala, dormida en hamaca de seda, a la sombra de los cocoteros! ¡Tal vez la historia de otra Niña Chole!
Ensoñador y melancólico permanecí toda la tarde sentado a la sombra del foque, que caía lacio sobre mi cabeza. Solamente al declinar el sol se levantó una ventolina, y la fragata, con todo su velamen desplegado, pudo doblar la Isla de Sacrificios y dar fondo en aguas de Veracruz. Cautiva el alma de religiosa emoción, contemplé la abrasada playa donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los aventureros españoles, hijos de Alarico el bárbaro y de Tarik el moro. Vi la ciudad que fundaron, y a la que dieron abolengo de valentía, espejarse en el mar quieto y de plomo como si mirase fascinada la ruta que trajeron los hombres blancos: A un lado, sobre desierto islote de granito, baña sus pies en las olas el Castillo de Ulúa, sombra romántica que evoca un pasado feudal que allí no hubo, y a lo lejos la cordillera del Orizaba, blanca como la cabeza de un abuelo, dibújase con indecisión fantástica sobre un cielo clásico, de límpido y profundo azul. Recordé lecturas casi olvidadas que, niño aún, me habían hecho soñar con aquella tierra hija del sol: Narraciones medio históricas, medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza, tristes y silenciosos, como cumple a los héroes vencidos, y selvas vírgenes, pobladas de pájaros de brillante plumaje, y mujeres como la Niña Chole, ardientes y morenas, símbolo de la pasión que dijo un cuitado poeta de estos tiempos.
Como no es posible renunciar a la patria, yo, español y caballero, sentía el corazón henchido de entusiasmo y poblada de visiones gloriosas la mente, y la memoria llena de recuerdos históricos. La imaginación exaltada me fingía al aventurero extremeño poniendo fuego a sus naves, y a sus hombres esparcidos por la arena, atisbándole de través, los mostachos enhiestos al antiguo uso marcial, y sombríos los rostros varoniles, curtidos y con pátina, como las figuras de los cuadros muy viejos. Yo iba a desembarcar en aquella playa sagrada, siguiendo los impulsos de una vida errante, y al perderme, quizá para siempre, en la vastedad del viejo Imperio Azteca, sentía levantarse en mi alma de aventurero, de hidalgo y de cristiano, el rumor augusto de la Historia.
Apenas anclamos sale en tropel de la ribera una gentil flotilla, compuesta de esquifes y canoas. Desde muy lejos se oye el son monótono del remo. Centenares de cabezas asoman sobre la borda de la fragata, y abigarrada muchedumbre hormiguea, se agita y se desata en el entrepuente. Hablase a gritos el español, el inglés, el chino. Los pasajeros hacen señas a los barqueros indios para que se aproximen: Ajustan, disputan, regatean, y al cabo, como rosario que se desgrana, van cayendo en el fondo de las canoas que rodean la escalera y esperan ya con los remos armados. La flotilla se dispersa. Todavía a larga distancia vese una diminuta figura moverse agitando los brazos, y se oyen sus voces, que destaca y agranda la quietud solemne de aquellas regiones abrasadas. Ni una sola cabeza se ha vuelto hacia la fragata para mandarle un adiós de despedida. Allá van, sin otro deseo que tocar cuanto antes la orilla. Son los conquistadores del oro. La noche se avecina. En esta hora del crepúsculo, el deseo ardiente que la Niña Chole me produce se aquilata y purifica, hasta convertirse en ansia vaga de amor ideal y poético. Todo oscurece lentamente: Gime la brisa, riela la luna, el cielo azul turquí se torna negro, de un negro solemne donde las estrellas adquieren una limpidez profunda. Es la noche americana de los poetas.
Acababa de bajar a mi camarote, y hallábame tendido en la litera fumando una pipa, y quizá soñando con la Niña Chole, cuando se abre la puerta y veo aparecer a Julio César, un rapazuelo mulato que me había regalado en Jamaica cierto aventurero portugués que, andando el tiempo, llegó a general en la República Dominicana. Julio César se detiene en la puerta, bajo el pabellón que forman las cortinas:
—¡Mi amito! A bordo viene un moreno que mata los tiburones en el agua con el trinchete. ¡Suba, mi amito, no se dilate!...
Y desaparece velozmente, como esos etíopes carceleros de princesas en los castillos encantados. Yo, espoleado por la curiosidad, salgo tras él. Heme en el puente que ilumina la plácida claridad del plenilunio. Un negro colosal, con el traje de tela chorreando agua, se sacude como un gorila, en medio del corro que a su rededor han formado los pasajeros, y sonríe mostrando sus blancos dientes de animal familiar. A pocos pasos dos marineros encorvados sobre la borda de estribor, halan un tiburón medio degollado, que se balancea fuera del agua, al costado de la fragata. Mas he ahí que de pronto rompe el cable, y el tiburón desaparece en medio de un remolino de espumas. El negrazo musita apretando los labios elefancíacos:
—¡Pendejos!
Y se va, dejando como un rastro en la cubierta del navío las huellas húmedas de sus pies descalzos. Una voz femenina le grita desde lejos:
—¡Che, moreno!...
—¡Voy, horita!... No me dilato.
La forma de una mujer blanquea sobre negro fondo en la puerta de la cámara. ¡No hay duda, es ella! ¿Pero cómo no la he adivinado? ¿Qué hacías tú, corazón, que no me anunciabas su presencia? ¡Oh, con cuánto gusto hubiérate entonces puesto bajo sus lindos pies para castigo! El marinero se acerca:
—¿Manda alguna cosa la Niña Chole?
—Quiero verte matar un tiburón.
El negro sonríe con esa sonrisa blanca de los salvajes, y pronuncia lentamente, sin apartar los ojos de las olas que argenta la luna:
—No puede ser, mi amita: Se ha juntado una punta de tiburones, ¿sabe?
—¿Y tienes miedo?
—¡Qué va!... Aunque fácilmente, como la sazón está peligrosa... Vea su merced no más...
La Niña Chole no le dejó concluir:
—¿Cuánto te han dado esos señores?
—Veinte tostones: Dos centenes, ¿sabe?
Oyó la respuesta el contramaestre, que pasaba ordenando una maniobra, y con esa concisión dura y franca de los marinos curtidos, sin apartar el pito de los labios ni volver la cabeza, apuntole:
—¡Cuatro monedas y no seas guaje!...
El negro pareció dudar. Asomose al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas las estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de la luna: En la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volviose una o dos veces a mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que lanzaban en el silencio de la noche. Picó un cigarro con las uñas, y se acercó:
—Cuatro centenes, ¿le apetece a mi amita?
La Niña Chole, con ese desdén patricio que las criollas opulentas sienten por los negros, volvió a él su hermosa cabeza de reina india, y en tono tal, que las palabras parecían dormirse cargadas de tedio en el borde de los labios, murmuró:
—¿Acabarás?... ¡Sean los cuatro centenes!...
Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual: Seguidamente despojose de la blusa, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomole entre los dientes y se encaramó sobre la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinose el negrazo sondando con los ojos el abismo: Luego, cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza y desaparecer buceando. Tripulación y pasajeros, cuantos se hallaban sobre cubierta, agolpáronse a la borda. Sumiéronse los tiburones en busca del negro, y todas las miradas quedaron fijas en un remolino que no tuvo tiempo a borrarse, porque casi incontinenti una mancha de espumas rojas coloreó el mar, y en medio de los hurras de la marinería y el vigoroso aplaudir de las manos coloradotas y plebeyas de los mercaderes salió a flote la testa chata y lanuda del marinero que nadaba ayudándose de un solo brazo, mientras con el otro sostenía entre aguas un tiburón degollado por la garganta, donde traía clavado el cuchillo. Tratose en tropel de izar al negro: Arrojáronse cuerdas, ya para el caso prevenidas, y cuando levantaba medio cuerpo fuera del agua rasgó el aire un alarido horrible, y le vimos abrir los brazos y desaparecer sorbido por los tiburones. Yo permanecía aún sobrecogido cuando sonó a mi espalda una voz que decía:
—¿Quiere hacerme sitio, señor?
Al mismo tiempo alguien tocó suavemente mi hombro. Volví la cabeza y halleme con la Niña Chole. Vagaba cual siempre, por su labio inquietante sonrisa, y abría y cerraba velozmente una de sus manos, en cuya palma vi lucir varias monedas de oro. Rogome con cierto misterio que la dejase sitio, y doblándose sobre la borda las arrojó lo más lejos que pudo. En seguida volviose a mí con gentil escorzo de todo el busto:
—¡Ya tiene para el flete de Carón!...
Yo debía estar más pálido que la muerte, pero como ella fijaba en mí sus hermosos ojos y sonreía, venciome el encanto de los sentidos, y mis labios aún trémulos, pagaron aquella sonrisa de reina antigua con la sonrisa del esclavo, que aprueba cuanto hace su señor. La crueldad de la criolla me horrorizaba y me atraía: Nunca como entonces me pareciera tentadora y bella. Del mar oscuro y misterioso subían murmullos y aromas: La blanca luna les prestaba no sé qué rara voluptuosidad. La trágica muerte de aquel coloso negro, el mudo espanto que se pintaba aún en todos los rostros, un violín que lloraba en la cámara, todo en aquella noche, bajo aquella luna, era para mí objeto de voluptuosidad depravada y sutil...
Alejose la Niña Chole con ese andar rítmico y ondulante que recuerda al tigre, y al desaparecer, una duda cruel me mordió el corazón. Hasta entonces no había reparado que a mi lado estaba un adolescente bello y rubio, que recordé haber visto al desembarcar en la playa de Tuxtlan. ¿Sería para él la sonrisa de aquella boca, en donde parecía dormir el enigma de algún antiguo culto licencioso, cruel y diabólico?
Con las primeras luces del alba desembarqué en Veracruz. Tuve miedo de aquella sonrisa de Lilí, que ahora se me aparecía en boca de otra mujer. Tuve miedo de aquellos labios, los labios de Lilí, frescos, rojos, fragantes como las cerezas de nuestro huerto, que tanto gustaba de ofrecerme en ellos. Si el pobre corazón es liberal, y dio hospedaje al amor más de una y de dos veces, y gustó sus contadas alegrías, y padeció sus innumerables tristezas, no pueden menos de causarle temblores, miradas y sonrisas cuando los ojos y los labios que las prodigan son como los de la Niña Chole. ¡Yo he temblado entonces, y temblaría hoy, que la nieve de tantos inviernos cayó sin deshelarse sobre mi cabeza!
Ya otras veces había sentido ese mismo terror de amar, pero llegado el trance de poner tierra por medio, siempre me habían faltado los ánimos como a una romántica damisela. ¡Flaquezas del corazón mimado toda la vida por mi ternura, y toda la vida dándome sinsabores! Hoy tengo por experiencia averiguado que únicamente los grandes santos y los grandes pecadores, poseen la virtud necesaria para huir las tentaciones del amor. Yo confieso humildemente que sólo en aquella ocasión pude dejar de ofrecerle el nido de mi pecho al sentir el roce de sus alas. ¡Tal vez por eso el destino tomó a empeño probar el temple de mi alma!
Cuando arribábamos a la playa en un esquife de la fragata, otro esquife empavesado con banderas y gallardetes, acababa de varar en ella, y mis ojos adivinaron a la Niña Chole en aquella mujer blanca y velada que desde la proa saltó a la orilla. Sin duda estaba escrito que yo había de ser tentado y vencido. Hay mártires con quienes el diablo se divierte robándoles la palma, y desgraciadamente, yo he sido uno de esos toda la vida. Pasé por el mundo como un santo caído de su altar y descalabrado. Por fortuna, algunas veces pude hallar manos blancas y piadosas que vendasen mi corazón herido. Hoy, al contemplar las viejas cicatrices y recordar cómo fui vencido, casi me consuelo. En una Historia de España, donde leía siendo niño, aprendí que lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota.
Al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos. Yo crucé ante la Niña Chole orgulloso y soberbio como un conquistador antiguo. Allá en sus tiempos mi antepasado Gonzalo de Sandoval, que fundó en México el reino de la Nueva Galicia, no habrá mostrado mayor desvío ante las princesas aztecas sus prisioneras, y sin duda la Niña Chole era como aquellas princesas que sentían el amor al ser ultrajadas y vencidas, porque me miraron largamente sus ojos y la sonrisa más bella de su boca fue para mí. La deshojaron los labios como las esclavas deshojaban las rosas al paso triunfal de los vencedores. Yo, sin embargo, supe permanecer desdeñoso.
Por aquella playa de dorada arena subimos a la par, la Niña Chole entre un cortejo de criados indios, yo precedido de mi esclavo negro. Casi rozando nuestras cabezas, volaban torpes bandadas de feos y negros pajarracos. Era un continuado y asustadizo batir de alas que pasaban oscureciendo el sol. Yo las sentía en el rostro como fieros abanicazos. Tan presto iban rastreando como se remontaban en la claridad azul. Aquellas largas y sombrías bandadas cerníanse en la altura con revuelo quimérico, y al caer sobre las blancas azoteas moriscas las ennegrecían, y al posarse en los cocoteros del arenal desgajaban las palmas. Parecían aves de las ruinas con su cabeza leprosa, y sus alas flequeadas, y su plumaje de luto, de un negro miserable, sin brillo ni tornasoles. Había cientos, había miles. Un esquilón tocaba a misa de alba en la iglesia de los Dominicos que estaba al paso, y la Niña Chole entró con el cortejo de sus criados. Todavía desde la puerta me envió una sonrisa. ¡Pero lo que acabó de prendarme fue aquella muestra de piedad!
En la villa Rica de la Veracruz fue mi alojamiento un venerable parador que acordaba el tiempo feliz de los virreyes. Yo esperaba detenerme allí pocas horas. Quería reunir una escolta aquel mismo día y ponerme en camino para las tierras que habían constituido mi mayorazgo. Por entonces sólo con buena guardia de escopeteros era dado aventurarse en los caminos mexicanos, donde señoreaban cuadrillas de bandoleros: ¡Aquellos plateados tan famosos por su fiera bravura y su lujoso arreo! Eran los tiempos de Adriano Cuéllar y Juan de Guzmán.
De pronto, en el patio lleno de sol apareció la Niña Chole con su séquito de criados. Majestuosa y altiva se acercaba con lentitud, dando órdenes a un caballerango que escuchaba con los ojos bajos y respondía en lengua yucateca, esa vieja lengua que tiene la dulzura del italiano y la ingenuidad pintoresca de los idiomas primitivos. Al verme hizo una gentil cortesía, y por su mandato corrieron a buscarme tres indias núbiles que parecían sus azafatas. Hablaban alternativamente como novicias que han aprendido una letanía, y recitan aquello que mejor saben. Hablaban lentas y humildes, sin levantar la mirada:
—Es la Niña que nos envía, señor...
—Nos envía para decirle...
—Perdone vos, para rogarle, señor...
—Como ha sabido la Niña que vos, señor, junta una escolta, y ella también tiene de hacer camino.
—¡Mucho camino, señor!
—¡Hartas leguas, señor!
—¡Más de dos días, señor!
Seguí a las azafatas. La Niña Chole me recibió agitando las manos:
—¡Oh! Perdone el enojo.
Su voz era queda, salmodiada y dulce, voz de sacerdotisa y de princesa. Yo, después de haberla contemplado intensamente, me incliné. ¡Viejas artes de enamorar, aprendidas en el viejo Ovidio! La Niña Chole prosiguió:
—En este mero instante acabo de saber que junta usted una escolta para ponerse en viaje. Si hiciésemos la misma jornada podríamos reunir la gente. Yo voy a Necoxtla.
Haciendo una cortesía versallesca y suspirando, respondí:
—Necoxtla, está seguramente en mi camino.
La Niña Chole interrogó curiosa:
—¿Va usted muy lejos? ¿Acaso a Nueva Sigüenza?
—Voy a los llanos de Tixul, que ignoro dónde están. Una herencia del tiempo de los virreyes, entre Grijalba y Tlacotalpan.
La Niña Chole me miró con sorpresa:
—¿Qué dice, señor? Es diferente nuestra ruta. Grijalba está en la costa, y hubiérale sido mejor continuar embarcado.
Me incliné de nuevo con rendimiento:
—Necoxtla está en mi camino.
Ella sonrió desdeñosa:
—Pero no reuniremos nuestras gentes.
—¿Por qué?
—Porque no debe ser. Le ruego, señor, que siga su camino. Yo seguiré el mío.
—Es uno mismo el de los dos. Tengo el propósito de secuestrarla a usted apenas nos hallemos en despoblado.
Los ojos de la Niña Chole, tan esquivos antes, se cubrieron con una amable claridad:
—¿Diga, son locos todos los españoles?
Yo repuse con arrogancia:
—Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de Bradomín, y el otro todos los demás.
La Niña Chole me miró risueña:
—¡Cuánta jactancia, señor!
En aquel momento el caballerango vino a decirle que habían ensillado, y que la gente estaba dispuesta a ponerse en camino si tal era su voluntad. Al oírle, la Niña Chole me miró intensamente, seria y muda. Después volviéndose al criado, le interrogó:
—¿Qué caballo me habéis dispuesto?
—Aquel alazano, Niña. Véale allí.
—¿El alazano rodado?
—¡Qué va, Niña! El otro alazano del belfo blanco que bebe en el agua. Vea qué linda estampa. Tiene un paso que se traga los caminos, y la boca una seda. Lleva sobre el borrén la cantarilla de una ranchera, y galopando no la derrama.
—¿Dónde haremos parada?
—En el convento de San Juan de Tegusco.
—¿Llegaremos de noche?
—Llegaremos al levantarse la luna.
—Pues advierte a la gente de montar luego, luego.
El caballerango obedeció. La Niña Chole me pareció que apenas podía disimular una sonrisa:
—Señor, mal se verá para seguirme, porque parto en el mero instante.
—Yo también.
—¿Pero acaso tiene dispuesta su gente?
—Como yo esté dispuesto, basta.
Vea que camino a reunirme con mi marido y no quiera balearse con él. Pregunte y le dirán quién es el general Diego Bermúdez.
Oyéndola, sonreí desdeñosamente. Tornaba en esto el caballerango, y quedose a distancia esperando silencioso y humilde. La Niña Chole le llamó:
—Llega, cálzame la espuela.
Ya obedecía, cuando yo arranqué de sus manos el espolín de plata é hinqué la rodilla ante la Niña Chole, que sonriendo me mostró su lindo pie prisionero en chapín de seda. Con las manos trémulas le calcé el espolín. Mi noble amigo Barbey D'Aurevilly hubiera dicho de aquel pie que era hecho para pisar un zócalo de Pharos. Yo no dije nada, pero lo besé con tan apasionado rendimiento, que la Niña Chole exclamó risueña:
—Señor, deténgase en los umbrales.
Y dejó caer la falda, que con dedos de ninfa sostenía levemente alzada. Seguida de sus azafatas cruzó como una reina ofendida el anchuroso patio sombreado por toldos de lona, que bajo la luz adquirían tenue tinte dorado de marinas velas. Los cínifes zumbaban en torno de un surtidor que gallardeaba al sol su airón de plata, y llovía en menudas irisadas gotas sobre el tazón de alabastro. En medio de aquel ambiente encendido, bajo aquel cielo azul donde la palmera abre su rumoroso parasol, la fresca música del agua me recordaba de un modo sensacional y remoto las fatigas del desierto y el deleitoso sestear en los oasis. De tiempo en tiempo un jinete entraba en el patio: Los mercenarios que debían darnos escolta a través de los arenales de Tierra Caliente empezaban a juntarse. Pronto estuvieron reunidas las dos huestes: Una y otra se componían de gente marcial y silenciosa: Antiguos salteadores que fatigados de la vida aventurera, y despechados del botín incierto, preferían servir a quien mejor les pagaba, sin que ninguna empresa les arredrase: Su lealtad era legendaria. Ya estaba ensillado mi caballo con las pistolas en el arzón, y a la grupa las vistosas y moriscas alforjas donde iba el viático para la jornada, cuando la Niña Chole reapareció en el patio. Al verla me acerqué sonriendo, y ella fingiéndose enojada, batió el suelo con su lindo pie.
Montamos, y en tropel atravesamos la ciudad. Ya fuera de sus puertas hicimos un alto para contarnos. Después dio comienzo la jornada fatigosa y larga. Aquí y allá, en el fondo de las dunas y en la falda de arenosas colinas, se alzaban algunos jacales que entre vallados de enormes cactus asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce salían a los umbrales, é indiferentes y silenciosas nos veían pasar. La actitud de aquellas figuras broncíneas revelaba esa tristeza transmitida, vetusta, de las razas vencidas. Su rostro era humilde, con dientes muy blancos y grandes ojos negros, selváticos, indolentes y velados. Parecían nacidas para vivir eternamente en los aduares y descansar al pie de las palmeras y de los ahuehuetles.
Ya puesto el sol divisamos una aldea india. Estaba todavía muy lejana y se aparecía envuelta en luz azulada y en silencio de paz. Rebaños polvorientos y dispersos adelantaban por un camino de tierra roja abierto entre maizales gigantes. El campanario de la iglesia, con su enorme nido de zopilotes, descollaba sobre las techumbres de palma. Aquella aldea silenciosa y humilde, dormida en el fondo de un valle, me hizo recordar las remotas aldeas abandonadas al acercarse los aventureros españoles. Ya estaban cerradas todas las puertas y subía de los hogares un humo tenue y blanco que se disipaba en la claridad del crepúsculo como salutación patriarcal.
Nos detuvimos a la entrada y pedimos hospedaje en un antiguo priorato de Comendadoras Santiaguistas. A los golpes que un espolique descargó en la puerta, una cabeza con tocas asomó en la reja y hubo largo coloquio. Nosotros, aún bastante lejos, íbamos al paso de nuestros caballos, abandonadas las riendas y distraídos en plática galante. Cuando llegamos la monja se retiraba de la reja: Poco después las pesadas puertas de cedro se abrían lentamente, y una monja donada toda blanca en su hábito, apareció en el umbral:
—Pasen, hermanos, si quieren reposar en esta santa casa.
Nunca las Comendadoras Santiaguistas negaban hospitalidad. A todo caminante que la demandase debía serle concedida. Así estaba dispuesto por los estatutos de la fundadora Doña Beatriz de Zayas, favorita y dama de un virrey. El escudo nobiliario de la fundadora todavía campeaba sobre el arco de la puerta. La hermana donada nos guió a través de un claustro sombreado por oscuros naranjos. Allí era el cementerio de las Comendadoras. Sobre los sepulcros, donde quedaban borrosos epitafios, nuestros pasos resonaron. Una fuente lloraba monótona y triste. Empezaba la noche, y las moscas de luz danzaban entre el negro follaje de los naranjos. Cruzamos el claustro y nos detuvimos ante una puerta forrada de cuero y claveteada de bronce. La hermana abrió. El manojo de llaves que colgaba de su cintura produjo un largo son y quedó meciéndose. La donada cruzó las manos sobre el escapulario, y pegándose al muro nos dejó paso al mismo tiempo que murmuraba gangosa:
—Esta es la hospedería, hermanos.
Era la hospedería una estancia fresca, con ventanas de mohosa y labrada reja, que caían sobre el jardín. En uno de los testeros campeaba el retrato de la fundadora, que ostentaba larga leyenda al pie, y en el otro un altar con paños de cándido lino. La mortecina claridad apenas dejaba entrever los cuadros de un Vía-Crucis que se desenvolvía en torno del muro. La hermana donada llegó sigilosa a demandarme qué camino hacía y cuál era mi nombre. Yo, en voz queda y devota, como ella me había interrogado, respondí:
—Soy el Marqués de Bradomín, hermana, y mi ruta acaba en esta santa casa.
La donada murmuró con tímida curiosidad:
—Si desea ver a la Madre Abadesa, le llevaré recado. Siempre tendrá que tener un poco de paciencia, pues ahora la Madre Abadesa se halla platicando con el señor Obispo de Colima, que llegó antier.
—Tendré paciencia, hermana. Veré a la Madre Abadesa cuando sea ocasión.
—¿El Señor la conoce ya?
—No, hermana. Llego a esta santa casa para cumplir un voto.
En aquel momento se acercaba la Niña Chole, y la monja, mirándola complacida, murmuró:
—¿La Señora mi Marquesa también?
La Niña Chole cambió conmigo una mirada burlona que me pareció de alegres desposorios. Los dos respondimos a un tiempo:
—También, hermana, también.
—Pues ahora mismo prevengo a la Madre Abadesa. Tendrá mucho contento cuando sepa que han llegado personas de tanto linaje: Ella también es muy española.
Y la hermana donada, haciendo una profunda reverencia, se alejó moviendo leve rumor de hábitos y de sandalias. Tras ella salieron los criados, y la Niña Chole quedó sola conmigo. Yo besé su mano, y ella, con una sonrisa de extraña crueldad, murmuró:
—¡Téngase por muerto si llega a saber algo de esta burla el general Diego Bermúdez!
La Niña Chole llegó ante el altar, y cubriéndose la cabeza con el rebocillo se arrodilló. Sus siervos, agrupados en la puerta de la hospedería, la imitaron, santiguándose en medio de un piadoso murmullo. La Niña Chole alzó la voz, rezando en acción de gracias por nuestra venturosa jornada. Los siervos respondían a coro. Yo, como caballero santiaguista, recé mis oraciones dispensado de arrodillarme por el fuero que tenemos de canónigos agustinos.
Entraron primero dos legas, que traían una gran bandeja de plata cargada de refrescos y confituras, y luego entró la Madre Abadesa, flotante el blanco hábito, que ostentaba la roja cruz de Santiago. Detúvose en la puerta, y con leve sonrisa, al par amable y soberana, saludó en latín:
—¡Deo gratias!
Nosotros respondimos en romance:
—¡A Dios sean dadas!
La Madre Abadesa tenía hermoso aspecto de infanzona: Era blanca y rubia, de buen donaire y de gran cortesanía. Sus palabras de bienvenida fueron éstas:
—Yo también soy española, nacida en Viana del Prior. Cuando niña, he conocido a un caballero muy anciano que llevaba el título de Marqués de Bradomín. ¡Era un santo!
Yo repuse sin orgullo:
—Además de un santo, era mi abuelo.
La Madre Abadesa sonrió benévola, y después suspiró:
—¿Habrá muerto hace muchos años?
—¡Muchos!
—Dios le tenga en Gloria. Le recuerdo muy bien. Tenía corrido mucho mundo, y hasta creo que había estado aquí, en México.
—Aquí hizo la guerra cuando la sublevación del cura Hidalgo.
—¡Es verdad!... ¡Es verdad! Aunque muy niña, me acuerdo de haberle oído contar... Era gran amigo de mi casa. Yo pertenezco a los Andrade de Cela.
—¡Los Andrades de Cela! ¡Un antiguo mayorazgo!
—Desapareció a la muerte de mi padre. ¡Qué destino el de las nobles casas, y qué tiempos tan ingratos los nuestros! En todas partes gobiernan los enemigos de la religión y de las tradiciones, aquí lo mismo que en España.
La Madre Abadesa suspiró levantando los ojos y cruzando las manos: Así terminó su plática conmigo. Después acercose a la Niña Chole con la sonrisa amable y soberana de una hija de reyes retirada a la vida contemplativa:
—¿Sin duda la Marquesa es mexicana?
La Niña Chole inclinó los ojos poniéndose encendida:
—Sí, Madre Abadesa.
—¿Pero de origen español?
—Sí, Madre Abadesa.
Como la Niña Chole vacilaba al responder, y sus mejillas se teñían de rosa, yo intervine ayudándola galante. En honor suyo inventé toda una leyenda de amor, caballeresca y romántica, como aquellas que entonces se escribían. La Madre Abadesa conmoviose tanto, que durante mi relato vi temblar en sus pestañas dos lágrimas grandes y cristalinas. Yo, de tiempo en tiempo, miraba a la Niña Chole y esperaba cambiar con ella una sonrisa, pero mis ojos nunca hallaban los suyos. Escuchaba inmóvil, con rara ansiedad. Yo mismo me maravillaba al ver cómo fluía de mis labios aquel enredo de comedia antigua. Estuve tan inspirado, que de pronto la Niña Chole sepultó el rostro entre las manos, sollozando con amargo duelo. La Madre Abadesa, muy conmovida, le oreó la frente dándole aire con el santo escapulario de su hábito, mientras yo, a viva fuerza le tenía sujetas las manos. Poco a poco tranquilizose, y la Madre Abadesa nos llevó al jardín, para que respirando la brisa nocturna, acabase de serenarse la Marquesa. Allí nos dejó solos, porque tenía que asistir al coro para rezar los maitines.
El jardín estaba amurallado como una ciudadela. Era vasto y sombrío, lleno de susurros y de aromas. Los árboles de las avenidas juntaban tan estrechamente sus ramas, que sólo con grandes espacios veíamos algunos follajes argentados por la luna. Caminamos en silencio. La Marquesa suspirante, yo pensativo, sin acertar a consolarla. Entre los árboles divisamos un paraje raso con oscuros arrayanes bordeados por blancas y tortuosas sendas: La luna derramaba sobre ellas su luz lejana é ideal como un milagro. La Marquesa se detuvo. Dos legas estaban sentadas al pie de una fuente rodeada de laureles enanos, que tienen la virtud de alejar el rayo. No se sabía si las dos legas rezaban o se decían secretos del convento, porque el murmullo de sus voces se confundía con el murmullo del agua. Estaban llenando sus ánforas. Al acercarnos saludaron cristianamente:
—¡Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida!
Yo quise beber de la fuente, y ellas me lo impidieron con grandes gritos:
—¡Señor! ¿Qué hace, señor?
Me detuve un poco inmutado:
—¿Es venenosa esta agua?
—Santígüese, señor. Es agua bendita, y solamente la Comunidad tiene bula para beberla. Bula del Santo Padre, venida de Roma. ¡Es agua santa del Niño Jesús!
Y las dos legas, hablando a coro, mostrábanme el angelote desnudo, que enredador y tronera vertía el agua en el tazón de alabastro por su menuda y cándida virilidad. Me dijeron que era el Niño Jesús. Oyendo esto, la Marquesa santiguose devotamente. Yo aseguré a las legas que también tenía bula para beber las aguas del Niño Jesús. Ellas me miraron mostrando gran respeto, y disputáronse ofrecerme sus ánforas, pero yo preferí saciar mi sed aplicando los labios al santo surtidor de donde el agua manaba. Me acometió tal tentación de risa, que por poco me ahogo. La Niña Chole, que no podía creer la historia de mi bula, me recordó en voz baja que Dios castiga siempre el sacrilegio.
Después de los maitines vino a buscarnos una monja y nos condujo al refectorio donde estaba dispuesta la colación. Hablaba con las manos juntas: Era vieja y gangosa. Nosotros la seguimos, pero al pisar los umbrales del convento la Niña Chole se detuvo vacilante:
—Hermana, yo guardo el día ayunando, y no puedo entrar en el refectorio para hacer colación.
Al mismo tiempo sus ojos de reina india imploraban mi ayuda: Se la otorgué liberal. Comprendí que la Niña Chole temía ser conocida de algún caminante, pues todos los que llegaban al convento se reunían a son de campana para hacer colación. La monja edificada por aquel ayuno, interrogó solícita:
—¿Qué desea mi señora?
—Retirarme a descansar, hermana.
—Pues cuando le plazca, mi señora. ¿Sin duda traen muy larga jornada?
—Desde Veracruz.
—Cierto que sentirá grande fatiga la pobrecita.
Hablando de esta suerte nos hizo cruzar un largo corredor. Por las ventanas entraba la luz blanca de la luna. En aquella santa paz el acompasado son de mis espuelas despertaba un eco sacrílego y marcial, y como amedrentadas por él, la monja y la Marquesa caminaban ante mí con leve y devoto rumor. La monja abrió una puerta de antigua tracería, y apartándose a un lado murmuró:
—Pase mi señora: Yo nada me retardo. Guío al Señor Marqués al refectorio, y torno a servirla luego, luego.
La Marquesa entró sin mirarme. La monja cerró la puerta y alejose como una sombra llamándome con vago ademán. Guiome hasta el refectorio, y saludando más gangosa que nunca, se alejó. Entré, y cuando mis ojos buscaban un sitial vacío en torno de la mesa, alzose el capellán del convento, y vino a decirme con gran cortesanía que mi puesto estaba a la cabecera. El capellán era un fraile dominico, humanista y poeta, que había vivido muchos años desterrado de México por el Arzobispo, y privado de licencias para confesar y decir misa. Todo ello por una falsa delación. Esta historia me la contaba en tanto me servía. Al terminar, me habló así:
—Ya sabe el Señor Marqués de Bradomín la vida y milagros de Fray Lope Castellar. Si necesita un capellán para su casa, créame que con sumo gusto dejaré a estas santas señoras. Aun cuando sea para cruzar los mares, mi Señor Marqués.
—Ya tengo capellanes en España.
—Perdone entonces. Pues para servirle aquí, en este México de mis pecados, donde en un santiamén dejan sin vida a un cristiano. Créame, quien pueda pagarse un capellán, debe hacerlo, aun cuando sólo sea para tener a mano quien le absuelva en trance de muerte.
Había terminado la colación, y entre el sordo y largo rumor producido por los sitiales, todos nos pusimos en pie para rezar una oración de gracias compuesta por la piadosa fundadora Doña Beatriz de Zayas. Las legas comenzaron a levantar los manteles, y la Madre Abadesa entró sonriendo benévolamente:
—¿El Señor Marqués, prefiere que se disponga otra celda para su descanso?
El rubor que asomó en las mejillas de la Madre Abadesa me hizo comprender, y sin dominar una sonrisa respondí:
—Haré compañía a la Marquesa, que es muy medrosa, si lo consienten los estatutos de esta santa casa.
La Madre Abadesa me interrumpió:
—Los estatutos de esta santa casa no pueden ir en contra de la Religión.
Sentí un vago sobresalto. La Madre Abadesa inclinó los ojos, y permaneciendo con ellos bajos, dijo pausada y doctoral:
—Para Nuestro Señor Jesucristo merecen igual amor las criaturas que junta con santo lazo su voluntad, que aquellas apartadas de la vida mundana, también por su Gracia... Yo no soy como el fariseo que se creía mejor que los demás, Señor Marqués.
La Madre Abadesa, con su hábito blanco, estaba muy bella, y como me parecía una gran dama, capaz de comprender la vida y el amor, sentí la tentación de pedirle que me acogiese en su celda, pero fue sólo la tentación. Acercose con una lámpara encendida aquella monja vieja y gangosa que me había acompañado al refectorio, y la Madre Abadesa, después de haberle encomendado que me guiase, se despidió. Confieso que sentí una vaga tristeza viéndola alejarse por el corredor, flotante el noble hábito que blanqueaba en las tinieblas. Volviéndome a la monja, que esperaba inmóvil con la lámpara, le pregunté:
—¿Debe besársele la mano a la Madre Abadesa?
La monja, echándose la toca sobre la frente, respondió:
—Aquí solamente se la besamos al Señor Obispo, cuando se digna visitarnos.
Y con leve rumor de sandalias comenzó a caminar delante de mí, alumbrándome hasta la puerta de la celda nupcial. Una celda espaciosa y perfumada de albahaca, con una reja abierta sobre el jardín, donde el argentado azul de la noche tropical destacaba negras y confusas las copas de los cedros. El canto igual y monótono de un grillo rompía el silencio. Yo cerré la puerta de la celda con llaves y cerrojos, y andando sin ruido, fui a entreabrir el blanco mosquitero con que se velaba pudoroso y monjil, el único lecho que había en la estancia.
La niña Chole reposaba con sueño cándido y feliz: En sus labios aún vagaba dormido un rezo. Yo me incliné para besarlos: Era mi primer beso de esposo. La Niña Chole se despertó sofocando un grito:
—¿Qué hace usted aquí, señor?
Yo repuse entre galante y paternal:
—Reina y señora, velar tu sueño.
La Niña Chole no acertaba a comprender cómo yo podía hallarme en su celda, y tuve que recordarle mis derechos conyugales, reconocidos por la Madre Abadesa. Ante aquel gentil recuerdo se mostró llena de enojo. Clavándome los ojos repetía:
—¡Oh!... ¡Qué terrible venganza tomará el general Diego Bermúdez!...
Y ciega de cólera porque al oírla sonreía, me puso en la faz sus manos de princesa india, manos cubiertas de anillos, enanas y morenas, que yo hice prisioneras. Sin dejar de mirarla, se las oprimí hasta que lanzó un grito, y después dominando mi despecho, se las besé. Ella, sollozante, dejose caer sobre las almohadas: Yo, sin intentar consolarla me alejé. Sentía un fiero desdeño lleno de injurias altaneras, y para disimular el temblor de mis labios que debían estar lívidos, sonreía. Largo tiempo permanecí apoyado en la reja, contemplando el jardín susurrante y oscuro. El grillo cantaba, y era su canto un ritmo remoto y primitivo. De tarde en tarde llegaba hasta mí algún sollozo de la Niña Chole, tan apagado y tenue, que el corazón siempre dispuesto a perdonar, se conmovía. De pronto, en el silencio de la noche, una campana del convento comenzó a doblar. La Niña Chole me llamó temblorosa:
—¿Señor, no conoce la señal de agonía?
Y al mismo tiempo se santiguó devotamente. Sin desplegar los labios me acerqué a su lecho, y quedé mirándola grave y triste. Ella, con la voz asustada, murmuró:
—¡Una monja se halla moribunda!
Yo entonces tomando sus manos entre las mías, le dije amorosamente:
—¿Y esto te causa miedo?
—¡Oh!... ¿Quién será? Ahora entrega su alma a Dios Nuestro Señor. ¿Será alguna novicia?
Sonriendo diabólicamente, le dije:
—¡Acaso sea yo!...
—¿Cómo, señor?
—Estará a las puertas del convento el general Diego Bermúdez.
—¡No!... ¡No!...
Y oprimiéndome las manos, comenzó a llorar. Yo quise enjugar sus lágrimas con mis labios, y ella echando la cabeza sobre las almohadas, suplicó:
—¡Por favor!... ¡Por favor!...
Velada y queda desfallecía su voz. Quedó mirándome, temblorosos los párpados y entreabierta la rosa de su boca. La campana seguía sonando lenta y triste. En el jardín susurraban los follajes, y la brisa que hacía flamear el blanco y rizado mosquitero, nos traía aromas. Cesó el toque de agonía, y juzgando propicio el instante, besé a la Niña Chole. Ella parecía consentir, cuando de pronto en medio del silencio, la campana dobló a muerto. La Niña Chole dio un grito y se estrechó a mi pecho: Palpitante de miedo, se refugiaba en mis brazos. Mis manos, distraídas y paternales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida.
Comenzaban los pájaros a cantar en los árboles del jardín, saludando al sol, cuando nosotros, ya dispuestos para la jornada de aquel día, nos asomamos a la reja. Las albahacas, húmedas de rocío, daban una fragancia intensa, casi desusada, que tenía como una evocación de serrallo morisco y de verbenas. La Niña Chole reclinó sobre mi hombro la cabeza, suspiró débilmente, y sus ojos, sus hermosos ojos de mirar hipnótico y sagrado, me acariciaron románticos. Yo entonces le dije:
—¿Niña, estás triste?
—Estoy triste porque debemos separarnos. La más leve sospecha nos podría costar la vida.
Pasé amorosamente mis dedos entre la seda de sus cabellos, y respondí con arrogancia:
—No temas: Yo sabré imponer silencio a tus criados.
—Son indios, señor... Aquí prometerían de rodillas, y allá, apenas su amo les mirase con los ojos fieros, todo se lo dirían... ¡Debemos darnos un adiós!
Yo besé sus manos apasionado y rendido:
—¡Niña, no digas eso!... Volveremos a Veracruz. «La Dalila» quizá permanezca en el puerto: Nos embarcaremos para Grijalba: Iremos a escondernos en mi Hacienda de Tixul.
La Niña Chole me acarició con una mirada larga, indefinible. Aquellos ojos de reina india eran lánguidos y brillantes: Me pareció que a la vez reprochaban y consentían. Cruzó el rebocillo sobre el pecho y murmuró poniéndose encendida:
—¡Mi historia es muy triste!
Y para que no pudiese quedarme duda, asomaron dos lágrimas en sus ojos. Yo creí adivinar, y le dije con generosa galantería:
—No intentes contármela: Las historias tristes me recuerdan la mía.
Ella sollozó:
—Hay en mi vida algo imperdonable.
—Los hombres como yo todo lo perdonan.
Al oírme escondió el rostro entre las manos:
—He cometido el más abominable de los pecados: Un pecado del que sólo puede absolverme Nuestro Santo Padre.
Viéndola tan afligida, acaricié su cabeza reclinándola sobre mi pecho, y le dije:
—Niña, cuenta con mi valimiento en el Vaticano. Yo he sido capitán en la Guardia Noble. Si quieres, iremos a Roma en peregrinación, y nos echaremos a los pies de Gregorio XVI.
—Iré yo sola... Mi pecado es mío nada más.
—Por amor y por galantería, yo debo cometer uno igual... ¡Acaso ya lo habré cometido!
La Niña Chole levantó hacia mí los ojos llenos de lágrimas, y suplicó:
—No digas eso... ¡Es imposible!
Sonreí incrédulamente, y ella, arrancándose de mis brazos, huyó al fondo de la celda. Desde allí, clavándome una mirada fiera y llorosa, gritó:
—Si fuese verdad, te aborrecería... Yo era una pobre criatura inocente cuando fui víctima de aquel amor maldito.
Volvió a cubrirse el rostro con las manos, y en el mismo instante yo adiviné su pecado. Era el magnífico pecado de las tragedias antiguas. La Niña Chole estaba maldita como Mirra y como Salomé. Acerqueme lleno de indulgencia, le descubrí la cara húmeda de llanto, y puse en sus labios un beso de noble perdón. Después en voz baja y dulce, le dije:
—Todo lo sé. El general Diego Bermúdez es tu padre.
Ella gimió con rabia:
—¡Ojalá no lo fuese! Cuando vino de la emigración, yo tenía doce años y apenas le recordaba...
—No le recuerdes ahora tampoco.
La Niña Chole, conmovida de gratitud y de amor, ocultó la cabeza en mi hombro:
—¡Eres muy generoso!
Mis labios temblaron ardientes sobre su oreja fresca, nacarada y suave como concha de perlas:
—Niña, volveremos a Veracruz.
—No...
—¿Acaso temes mi abandono? ¿No comprendes que soy tu esclavo para toda la vida?
—¡Toda la vida!... Sería tan corta la de los dos...
—¿Por qué?
—Porque nos mataría... ¡Lo ha jurado!...
—Todo será que no cumpla el juramento.
—Lo cumpliría.
Y ahogada por los sollozos se enlazó a mi cuello. Sus ojos llenos de lágrimas, quedaron fijos en los míos como queriendo leer en ellos. Yo fingiéndome deslumbrado por aquella mirada, los cerré. Ella suspiró:
—¿Quieres llevarme contigo sin saber toda mi historia?
—Ya la sé.
—No.
—Tú me contarás lo que falta cuando dejemos de querernos, si llega ese día.
—Todo, todo debes saberlo ahora, aun cuando estoy segura de tu desprecio... Eres el único hombre a quien he querido, te lo juro, el único... Y, sin embargo, por huir de mi padre, he tenido un amante que murió asesinado.
Calló sollozante. Yo, tembloroso de pasión, la besé en los ojos, y la besé en los labios. ¡Aquellos labios sangrientos, aquellos ojos sombríos tan bellos como su historia!...
Las campanas del convento tocaron a misa, y la Niña Chole quiso oírla antes de comenzar la jornada. Fue una larga misa de difuntos. Ofició Fray Lope Castellar, y en descargo de mis pecados, yo serví de acólito. Las Comendadoras cantaban en el coro los Salmos Penitenciales, y sus figuras blancas y señoriles, arrastrando los luengos hábitos, iban y venían en torno del facistol que sostenía abierto el misal de rojas letras. En el fondo de la iglesia, sobre negro paño rodeado de cirios, estaba el féretro de una monja. Tenía las manos en cruz, y envuelto a los dedos amoratados el rosario. Un pañuelo blanco le sujetaba la barbeta y mantenía cerrada la boca, que se sumía como una boca sin dientes: Los párpados permanecían entreabiertos, rígidos, azulencos: Las sienes parecían prolongarse inmensamente bajo la toca. Estaba amortajada en su hábito, y la fimbra se doblaba sobre los pies descalzos, amarillos como la cera...
Al terminarse los responsos, cuando Fray Lope Castellar se volvía para bendecir a los fieles, alzáronse en tropel algunos mercenarios de mi escolta, apostados en la puerta durante la misa, y como gerifaltes cayeron sobre el prebisterio, aprisionando a un mancebo arrodillado, que se revolvió bravamente al sentir sobre sus hombros tantas manos, y luchó encorvado y rugiente, hasta que, vencido por el número, cayó sobre las gradas. Las monjas, dando alaridos, huyeron del coro. Fray Lope Castellar adelantose estrechando el cáliz sobre el pecho:
—¿Qué hacéis, mal nacidos?
Y el mancebo, que jadeaba derribado en tierra, gritó:
—¡Fray Lope!... ¡No se vende así al amigo!
—¡Ni tal sospeches, Guzmán!
Y entonces aquel hombre hizo como el jabalí herido y acosado que se sacude los alanos: De pronto le vi erguido en pie, revolverse entre el tropel que le sujetaba, libertar los brazos y atravesar la iglesia corriendo. Llegó a la puerta, y encontrándola cerrada, se revolvió con denuedo. De un golpe arrancó la cadena que servía para tocar las campanas, y armado con ella hizo defensa. Yo, admirando como se merecía tanto valor y tanto brío, saqué las pistolas y me puse de su lado:
—¡Alto ahí!...
Los hombres de la escolta quedaron indecisos, y en aquel momento, Fray Lope, que permanecía en el presbiterio, abrió la puerta de la sacristía, que rechinó largamente. El mancebo, haciendo con la cadena un terrible molinete, pasó sobre el féretro de la monja, rompió la hilera de cirios y ganó aquella salida. Los otros le persiguieron dando gritos, pero la puerta se cerró de golpe ante ellos, y volviéronse contra mí, alzando los brazos con amenazador despecho. Yo, apoyado en la reja del coro, dejé que se acercasen, y disparé mis dos pistolas. Abriose el grupo repentinamente silencioso, y cayeron dos hombres. La Niña Chole se levantó trágica y bella:
—¡Quietos!... ¡Quietos!...
Aquellos mercenarios no la oyeron. Con encarnizado vocerío viniéronse para mí, amenazándome con sus pistolas. Una lluvia de balas se aplastó en la reja del coro. Yo, milagrosamente ileso, puse mano al machete:
—¡Atrás!... ¡Atrás, canalla!
La Niña Chole se interpuso, gritando con angustia:
—¡Si respetáis su vida, he de daros harta plata!
Un viejo que a guisa de capitán estaba delante, volvió hacia ella los ojos fieros y encendidos. Sus barbas chivas temblaban de cólera:
—Niña, la cabeza de Juan Guzmán está pregonada.
—Ya lo sé.
—Si le hubiésemos entregado vivo, tendríamos cien onzas.
—Las tendréis.
Hubo otra ráfaga de voces violentas y apasionadas. El viejo mercenario alzó los brazos imponiendo silencio:
—¡Dejad a la gente que platique!
Y con la barba siempre temblona, volviose a nosotros:
—¿Los compañeros ahí tendidos como perros, no valen ninguna cosa?
—La Niña Chole murmuró con afán:
—¡Sí!... ¿Qué quieres?
—Eso ha de tratarse con despacio.
—Bueno...
—Es menester otra prenda que la palabra.
La Niña Chole arrancose los anillos, que parecían dar un aspecto sagrado a sus manos de princesa, y llena de altivez se los arrojó:
—Repartid eso y dejadnos.
Entre aquellos hombres hubo un murmullo de indecisión, y lentamente se alejaron por la nave de la iglesia. En el presbiterio detuviéronse a deliberar. La Niña Chole apoyó sus manos sobre mis hombros y me miró en el fondo de los ojos:
—¡Oh!... ¡Qué español tan loco! ¡Un león en pie!...
Respondí con una vaga sonrisa. Yo experimentaba la más violenta angustia en presencia de aquellos dos hombres caídos en medio de la iglesia, el uno sobre el otro. Lentamente se iba formando en torno de ellos un gran charco de sangre que corría por las junturas de las losas. Sentíase el borboteo de las heridas, y el estertor del que estaba caído debajo. De tiempo en tiempo se agitaba y movía una mano lívida, con estremecimientos nerviosos.
Fray Lope Castellar nos esperaba en la sacristía leyendo el breviario. Sobre labrado arcón estaban las vestiduras plegadas con piadoso esmero. La sacristía era triste, con una ventana alta y enrejada oscurecida por las ramas de un cedro. Fray Lope, al vernos llegar, alzose del escaño:
—¡Muertos les he creído! ¡Ha sido un milagro!... Siéntense: Es menester que esta dama cobre ánimos. Van a probar el vino con que celebra la misa Su Ilustrísima, cuando se digna visitarnos. Un vino de España. ¡Famoso, famoso!... Ya lo dice el adagio indiano: Vino, mujer y bretaña, de España.
Hablando de esta suerte, acercose a una grande y lustrosa alacena, y la abrió de par en par. Sacó de lo más hondo un pegajoso cangilón, y le olió con regalo:
—Ahora verán qué néctar. Este humilde fraile celebra su misa con un licor menos delicado. Sin embargo, todo es sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Llenó con mano temblona un vaso de plata, y presentóselo a la Niña Chole, que lo recibió en silencio, y, en silencio también, me lo pasó a mí. Fray Lope, en aquel momento, colmaba otro vaso igual:
—¡Qué hace mi señora! Si el noble Marqués tiene aquí...
La Niña Chole sonrió con languidez:
—¡Le acompaña usted, Fray Lope!
Fray Lope rió sonoramente: Sentose sobre el arcón, y dejó el vaso a su lado:
—El noble Marqués me permitirá una pregunta: ¿De qué conoce a Juan de Guzmán?
—¡No le conozco!...
—¿Y cómo le defendió tan bravamente?
—Una fantasía que me vino en aquel momento.
Fray Lope movió la tonsurada cabeza, y apuró un sorbo del vaso que tenía a su diestra:
—¡Una fantasía! ¡Una fantasía!... Juan de Guzmán es mi amigo, y, sin embargo, yo jamás hubiera osado tanto.
La Niña Chole murmuró con altivo desdén:
—No todos los hombres son iguales...
Yo, agradecido al buen vino que Fray Lope me escanciaba, intervine cortesano:
—¡Más valor hace falta para cantar misa!
Fray Lope me miró con ojos burlones:
—Eso no se llama valor: Es la Gracia...
Hablando así, alzamos los vasos y a un tiempo les dimos fin. Fray Lope tornó a llenarlos:
—¿Y el noble Marqués hasta ignorará quién es Juan de Guzmán?
—Ayer, cuando juntaba mi escolta en Veracruz, oí por primera vez su nombre... Creo que es un famoso capitán de bandidos.
—¡Famoso! Tiene la cabeza pregonada.
—¿Conseguirá ponerse en salvo?
Fray Lope juntó las manos y entornó los párpados gravemente:
—¡Y quién sabe, mi señor!...
—¿Cómo se arriesgó a entrar en la iglesia?
—Es muy piadoso... Además tiene por madrina a la Madre Abadesa.
En aquel momento alzose la tapa del arcón, y un hombre que allí estaba oculto asomó la cabeza. Era Juan de Guzmán. Fray Lope corrió a la puerta y echó los cerrojos. Juan de Guzmán saltó en medio de la sacristía, y con los ojos húmedos y brillantes quiso besarme las manos. Yo le tendí los brazos. Fray Lope volvió a nuestro lado, y con la voz temblorosa y colérica murmuró:
—¡Quien ama el peligro perece en él!
Juan de Guzmán sonrió desdeñosamente:
—¡Todos hemos de morir, Fray Lope!...
—Bajen siquiera la voz.
Avizorado miraba alternativamente a la puerta y a la gran reja de la sacristía. Seguimos su prudente consejo, y mientras nosotros platicábamos retirados en un extremo de la sacristía, en el otro rezaba medrosamente la Niña Chole.
Juan de Guzmán tenía la cabeza pregonada, aquella magnífica cabeza de aventurero español. En el siglo XVI hubiera conquistado su Real Ejecutoria de Hidalguía peleando bajo las banderas de Hernán Cortés, y acaso entonces nos dejase una hermosa memoria aquel capitán de bandoleros con aliento caballeresco, porque había nacido para ilustrar su nombre en las Indias saqueando ciudades, violando princesas y esclavizando emperadores. Viejo y cansado, cubierto de cicatrices y de gloria, tornaríase a su tierra llevando en buenas doblas de oro el botín conquistado acaso en Otumba, acaso en Mangoré. ¡Las batallas gloriosas de alto y sonoro nombre! Levantaría una torre, fundaría un mayorazgo con licencia del Señor Rey, y al morir tendría noble enterramiento en la iglesia de algún monasterio. La piedra de armas y un largo epitafio, recordarían las hazañas del caballero, y muchos años después, su estatua de piedra, dormida bajo el arco sepulcral, aún serviría a las madres para asustar a sus hijos pequeños.
Yo confieso mi admiración por aquella noble abadesa que había sabido ser su madrina sin dejar de ser una santa. A mí seguramente hubiérame tentado el diablo, porque el capitán de los plateados tenía el gesto dominador y galán, con que aparecen en los retratos antiguos los capitanes del Renacimiento: Era hermoso como un bastardo de César Borgia. Cuentan, que al igual de aquel príncipe, mató siempre sin saña, con frialdad, como matan los hombres que desprecian la vida, y que, sin duda por eso, no miran como un crimen dar la muerte. Sus sangrientas hazañas son las hazañas que en otro tiempo hicieron florecer las epopeyas. Hoy sólo de tarde en tarde alcanzan tan alta soberanía, porque las almas son cada vez menos ardientes, menos impetuosas, menos fuertes. ¡Es triste ver cómo los hermanos espirituales de aquellos aventureros de Indias no hallan ya otro destino en la vida que el bandolerismo caballeresco!
Aquel capitán de los plateados también tenía una leyenda de amores. Era tan famoso por su fiera bravura como por su galán arreo. Señoreaba en los caminos y en las ventas: Con valeroso alarde se mostraba solo, caracoleando el caballo y levantada sobre la frente el ala del chambergo entoquillado de oro. El zarape blanco envolvíale flotante como alquicel morisco. Era hermoso, con hermosura varonil y fiera. Tenía las niñas de los ojos pequeñas, tenaces y brillantes, el corvar de la nariz soberbio, las mejillas nobles y atezadas, los mostachos enhiestos, la barba de negra seda. En la llama de su mirar vibraba el alma de los grandes capitanes, gallarda y de través como los gavilanes de la espada. Desgraciadamente, ya quedan pocas almas así.
¡Qué hermoso destino el de ese Juan de Guzmán, si al final de sus días se hubiese arrepentido y retirado en la paz de un monasterio para hacer penitencia, como San Francisco de Sena!
Sin otra escolta que algunos fieles caballerangos, nos tornamos a Veracruz. «La Dalila» continuaba anclada bajo el Castillo de Ulua, y la divisamos desde larga distancia, cuando nuestros caballos fatigados, sedientos, subían la falda arenosa de una colina. Sin hacer alto atravesamos la ciudad y nos dirigimos a la playa para embarcar inmediatamente. Poco después la fragata hacíase a la vela por aprovechar el viento que corría a lo lejos, rizando un mar verde como mar de ensueño. Apenas flameó la lona, cuando la Niña Chole despeinada y pálida con la angustia del mareo, fue a reclinarse sobre la borda.
El capitán, con sombrero de palma y traje blanco, se paseaba en la toldilla: Algunos marineros dormitaban echados a la banda de estribor, que el aparejo dejaba en sombra, y dos jarochos que habían embarcado en San Juan de Tuxtlan jugaban al parar sentados bajo un toldo de lona levantado a popa. Eran padre é hijo. Los dos flacos y cetrinos: El viejo con grandes barbas de chivo, y el mozo todavía imberbe. Se querellaban a cada jugada, y el que perdía amenazaba de muerte al ganancioso. Contaba cada cual su dinero, y musitando airada y torvamente lo embolsaba. Por un instante los naipes quedaban esparcidos sobre el zarape puesto entre los jugadores. Después el viejo recogíalos lentamente y comenzaba a barajar de nuevo. El mozo, siempre de mal talante, sacaba de la cintura su bolsa de cuero recamada de oro, y la volcaba sobre el zarape. El juego proseguía como antes.
Llegueme a ellos y estuve viéndoles. El viejo, que en aquel momento tenía la baraja, me invitó cortésmente y mandó levantar al mozo para que yo tuviese sitio a la sombra. No me hice rogar. Tomé asiento entre los dos jarochos, conté diez doblones fernandinos y los puse a la primera carta que salió. Gané, y aquello me hizo proseguir jugando, aunque desde el primer momento tuve al viejo por un redomado tahur. Su mano atezada y enjuta, que hacía recordar la garra del milano, tiraba los naipes lentamente. El mozo permanecía silencioso y sombrío, miraba al viejo de soslayo, y jugaba siempre las cartas que jugaba yo. Como el viejo perdía sin impacientarse, sospeché que abrigaba el propósito de robarme, y me previne. Sin embargo, continué ganando.
Ya puesto el sol asomaron sobre cubierta algunos pasajeros. El viejo jarocho comenzó a tener corro, y creció su ganancia. Entre los jugadores estaba aquel adolescente taciturno y bello que en otra ocasión me había disputado una sonrisa de la Niña Chole. Apenas nuestras miradas se cruzaron comencé a perder. Tal vez haya sido superstición, pero es lo cierto que yo tuve el presentimiento. El adolescente tampoco ganaba: Visto con espacio, pareciome misterioso y extraño: Era gigantesco, de ojos azules y rubio ceño, de mejillas bermejas y frente muy blanca: Peinábase como los antiguos nazarenos, y al mirar entornaba los párpados con arrobo casi místico. De pronto le vi alargar ambos brazos y detener al jarocho, que había vuelto la baraja y comenzaba a tirar. Meditó un instante, y luego, lento y tardío, murmuró:
—Me arriesgo con todo. ¡Copo!
El mozo, sin apartar los ojos del viejo, exclamó:
—¡Padre, copa!
—Lo he oído, pendejo. Ve contando ese dinero.
Volvió la baraja y comenzó a tirar. Todas las miradas quedaron inmóviles sobre la mano del jarocho. Tiraba lentamente. Era una mano sádica que hacía doloroso el placer y lo prolongaba. De pronto se levantó un murmullo:
—¡La sota! ¡La sota!
Aquella era la carta del bello adolescente. El jarocho se incorporó, soltando la baraja con despecho:
—Hijo, ve pagando...
Y echándose el zarape sobre los hombros, se alejó. El corro se deshizo entre murmullos y comentos:
—¡Ha ganado setecientos doblones!
—¡Más de mil!
Instintivamente volví la cabeza, y mis ojos descubrieron a la Niña Chole. Allí estaba, reclinada en la borda: Apartábase lánguidamente los rizos que, deshechos por el viento marino, se le metían en los ojos, y sonreía al bello y blondo adolescente. Experimenté tan vivo impulso de celos y de cólera, que me sentí palidecer. Si hubiera tenido en las pupilas el poder del basilisco, allí se quedan hechos polvo. ¡No lo tenía, y la Niña Chole pudo seguir profanando aquella sonrisa de reina antigua!...
Cuando se encendieron las luces de a bordo, yo continuaba en el puente, y la Niña Chole vino a colgarse de mi brazo, rozándose como una gata zalamera y traidora. Sin mostrarme celoso, supe mostrarme altivo, y ella se detuvo, clavándome los ojos con tímido reproche. Después miró en torno, y alzándose en la punta de los pies me besó celerosa:
—¿Estás triste?
—No.
—Entonces, ¿estás enojado conmigo?
—No.
—Sí tal.
Nos hallábamos solos en el puente, y la Niña Chole se colgó de mis hombros suspirante y quejumbrosa:
—¡Ya no me quieres! ¡Ahora qué será de mí!... ¡Me moriré!... ¡Me mataré!...
Y sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, se volvieron hacia el mar, donde rielaba la luna. Yo permanecí silencioso, aun cuando estaba profundamente conmovido. Ya cedía al deseo de consolarla, cuando apareció sobre cubierta el blondo y taciturno adolescente. La Niña Chole, un poco turbada, se enjugó las lágrimas. Creo que la expresión de mis ojos le dio espanto, porque sus manos temblaban. Al cabo de un momento, con voz apasionada y contrita, murmuró a mi oído:
—¡Perdóname!
Yo repuse vagamente:
—¿Que te perdone dices?
—Sí.
—No tengo nada que perdonarte.
Ella se sonrió, todavía con los ojos húmedos:
—¿Para qué me lo niegas? Estás enojado conmigo porque antes he mirado a ése... Como no le conoces, me explico tus celos.
Calló, y en su boca muda y sangrienta vi aparecer la sonrisa de un enigma perverso. El blondo adolescente conversaba en voz baja con un grumete mulato. Se apartaron lentamente y fueron a reclinarse en la borda. Yo pregunté, dominado por una cólera violenta:
—¿Quién es?
—Un príncipe ruso.
—¿Está enamorado de ti?
—No.
—Dos veces le sonreíste...
La Niña Chole exclamó con picaresca alegría:
—Y tres también, y cuatro... Pero seguramente tus sonrisas le conmueven más que las mías... ¡Mírale!
El hermoso, el blondo, el gigantesco adolescente, seguía hablando con el mulato, y reclinado en la borda estrechábale por la cintura. El otro reía alegremente: Era uno de esos grumetes que parecen aculatados en largas navegaciones trasatlánticas por regiones de sol. Estaba casi desnudo, y con aquella coloración caliente de terracota también era hermoso. La Niña Chole apartó los ojos con altivo desdén:
—¿Te convences de que no podía inspirarte celos?
Yo, libre de tan cruel incertidumbre, sonreí:
—Tú debías tenerlos...
La Niña Chole se miró en mis ojos, orgullosa y feliz:
—Yo tampoco. Tú eres un hombre.
—Niña, tú olvidas que puede sacrificarse a Hebe y a Ganimedes.
—No entiendo lo que quieres decirme.
—¡Mejor es así!...
Y repentinamente entristecido, incliné la cabeza sobre el pecho. No quise ver más, y medité, porque tengo amado a los clásicos casi tanto como a las mujeres. Es la educación recibida en el Seminario de Nobles. Leyendo a ese amable Petronio, he suspirado más de una vez lamentando que los siglos hayan hecho un pecado desconocido de las divinas fiestas voluptuosas. Hoy, solamente en el sagrado misterio vagan las sombras de algunos escogidos que hacen renacer el tiempo antiguo de griegos y romanos, cuando los efebos coronados de rosas sacrifican en los altares de Afrodita. ¡Felices y aborrecidas sombras: Me llaman y no puedo seguirlas!
Aquel bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas, es para mí un fruto hermético. El cielo, siempre enemigo, dispuso que sólo las rosas de Venus floreciesen en mi alma, y a medida que envejezco, eso me desconsuela más. Presiento que debe ser grato, cuando la vida declina, poder penetrar en el jardín de los amores perversos. A mí, desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.
Permanecimos toda la noche sobre cubierta. La fragata daba bordos en busca del viento, que parecía correr a lo lejos, allá donde el mar fosforecía. Por la banda de babor comenzó a esfumarse la costa, unas veces plana y otras ondulada en colinas. Así navegamos mucho tiempo. Las estrellas habían palidecido lentamente, y el azul del cielo iba tornándose casi blanco. Dos marineros subidos a la cofa de mesana, cantaban relingando el aparejo. Sonó el pito del contramaestre, orzó la fragata y el velamen flameó indeciso. En aquel momento hacíamos proa a la costa. Poco después las banderas tremolaron en los masteleros alegres y vistosas: La fragata daba vista a Grijalba, y rayaba el sol.
En aquella hora el calor era deleitante, fresca la ventolina, y con olor de brea y algas. Percibíase en el aire estremecimientos voluptuosos. Reía el horizonte bajo un hermoso sol. Ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como aliento de mujeres ardientes, jugaban en las jarcias, y penetraba y enlanguidecía el alma el perfume que se alzaba del oleaje casi muerto. Dijérase que el dilatado Golfo Mexicano sentía en sus verdosas profundidades la pereza de aquel amanecer cargado de pólenes misteriosos y fecundos, como si fuese el serrallo del Universo. A la sombra del foque, y con ayuda de un catalejo marino, contemplé la ciudad a mi talante. Grijalba, vista desde el mar, recuerda esos paisajes de caserío inverosímil, que dibujan los niños precoces: Es blanca, azul, encarnada, de todos los colores del iris. Una ciudad que sonríe, como criolla vestida con trapos de primavera que sumerge la punta de los piececillos lindos en la orilla del puerto. Algo extraña resulta, con sus azoteas enchapadas de brillantes azulejos y sus lejanías límpidas, donde la palmera recorta su gallarda silueta que parece hablar del desierto remoto, y de caravanas fatigadas que sestean a la sombra propicia.
Espesos bosques de gigantescos árboles rodean la ensenada, y entre la masa incierta del follaje sobresalen los penachos de las palmeras reales. Un río silencioso y dormido, de aguas blanquecinas como la leche, abre profunda herida en el bosque, y se derrama en holganza por la playa que llena de islas. Aquellas aguas nubladas de blanco, donde no se espeja el cielo, arrastraban un árbol desarraigado, y en las ramas medio sumergidas revoloteaban algunos pájaros de quimérico y legendario plumaje. Detrás, descendía la canoa de un indio que remaba sentado en la proa. Volaban los celajes al soplo de las brisas, y bajo los rayos del sol naciente, aquella ensenada de color verde esmeralda rielaba llena de gracia, como un mar divino y antiguo habitado por sirenas y tritones.
¡Cuán bellos se me aparecen todavía esos lejanos países tropicales! Quien una vez los ha visto, no los olvidará jamás. Aquella calma azul del mar y del cielo, aquel sol que ciega y quema, aquella brisa cargada con todos los aromas de Tierra Caliente, como ciertas queridas muy amadas, dejan en la carne, en los sentidos, en el alma, reminiscencias tan voluptuosas, que el deseo de hacerlas revivir sólo se apaga en la vejez. Mi pensamiento rejuvenece hoy recordando la inmensa extensión plateada de ese Golfo Mexicano, que no he vuelto a cruzar. Por mi memoria desfilan las torres de Veracruz, los bosques de Campeche, las arenas de Yucatán, los palacios de Palenque, las palmeras de Tuxtlan y Laguna... ¡Y siempre, siempre unido al recuerdo de aquel hermoso país lejano, el recuerdo de la Niña Chole, tal como la vi por vez primera entre el cortejo de sus servidores, descansando a la sombra de una pirámide, suelto el cabello y vestido el blanco hipil de las antiguas sacerdotisas mayas!...
Apenas desembarcamos, una turba negruzca y lastimera nos cercó pidiendo limosna. Casi acosados, llegamos al parador, que era conventual y vetusto, con gran soportal de piedra, donde unas viejas caducas se peinaban. En aquel parador volví a encontrarme con los jugadores jarochos que venían a bordo de la fragata. Descubríles retirados hacia el fondo del patio, cercanos a una puerta ancha y baja por donde a cada momento entraban y salían caballerangos, charros y mozos de espuela. También allí los dos jarochos jugaban al parar, y se movían querella. Me reconocieron desde lejos, y se alzaron saludándome con muestras de gran cortesía. Luego el viejo entregó los naipes al mozo, y vínose para mí, haciendo profundas zalemas:
—Aquí estamos para servirle, señor. Si le place saber a dónde llega una buena voluntad, mande no más, señor.
Y después de abrazarme con tal brío que me alzó del suelo, usanza mexicana que muestra amor y majeza, el viejo jarocho continuó:
—Si quiere tentar la suerte, ya sabe su merced dónde toparnos. Aquí demoramos. ¿Cuándo se camina, mi Señor Marqués?
—Mañana al amanecer, si esta misma noche no puedo hacerlo.
El viejo acariciose las barbas, y sonrió picaresco y ladino:
—Siempre nos veremos antes. Hemos de saber hasta dónde hay verdad en aquello que dicen: Albur de viajero, pronto y certero.
Yo contesté riéndome:
—Lo sabremos. Esas profundas sentencias no deben permanecer dudosas.
El jarocho hizo un grave ademán en muestra de asentimiento:
—Ya veo que mi Señor Marqués tiene por devoción cumplimentarlas. Hace bien. Solamente por eso merecía ser Arzobispo de México.
De nuevo sonrió picaresco. Sin decir palabra esperó a que pasasen dos indios caballerangos, y cuando ya no podían oírle, prosiguió en voz baja y misteriosa:
—Una cosa me falta por decirle. Ponemos para comienzo quinientas onzas, y quedan más de mil para reponer si vienen malas. Plata de un compadre, señor. Otra vez platicaremos con más espacio. Mire cómo se impacienta aquel manís. Un potro sin rendaje, señor. Eso me enoja... ¡Vaya, nos vemos!...
Y se alejó haciendo fieras señas al mozo para calmar su impaciencia. Tendiose a la sombra, y tomando los naipes comenzó a barajar. Presto tuvo corro de jugadores. Los caballerangos, los boyeros, los mozos de espuela, cada vez que entraban y salían parábanse a jugar una carta. Dos jinetes que asomaron encorvados bajo la puerta, refrenaron un momento sus cabalgaduras, y desde lo alto de las sillas arrojaron las bolsas. El mozo las alzó sopesándolas, y el viejo le interrogó con la mirada: Fue la respuesta un gesto ambiguo: Entonces el viejo le habló impaciente:
—Deja quedas las bolsas, manís. Tiempo hay de contar.
En el mismo momento salió la carta. Ganaba el jarocho, y los jinetes se alejaron: El mozo volcó sobre el zarape las bolsas, y empezó a contar. Crecía el corro de jugadores. Llegaban los charros haciendo sonar las pesadas y suntuosas espuelas, derribados gallardamente sobre las cejas aquellos jaranos castoreños entoquillados de plata, fanfarrones y marciales. Llegaban los indios ensabanados como fantasmas, humildes y silenciosos, apagando el rumor de sus pisadas. Llegaban otros jarochos armados como infantes, las pistolas en la cinta y el machete en bordado tahalí. De tarde en tarde, atravesaba el patio lleno de sol algún lépero con su gallo de pelea: Una figura astuta y maleante, de ojos burlones y de lacia greña, de boca cínica y de manos escuetas y negruzcas, que tanto son de ladrón como de mendigo. Huroneaba en el corro, arriesgaba un mísero tostón, y rezongando truhanerías se alejaba.
Yo ansiaba verme a solas con la Niña Chole. La noche de nuestras bodas en el convento se me aparecía ya muy lejana, con el encanto de un sueño que se recuerda siempre y nunca se precisa. Desde entonces habíamos vivido en forzosa castidad, y mis ojos, que aún lo ignoraban todo, tenían envidia de mis manos que todo lo sabían...
En aquel vetusto parador gusté las mayores venturas amorosas, urdidas con el hilo dorado de la fantasía. Quise primero que la Niña Chole se destrenzase el cabello, y vestido el blanco hipil me hablase en su vieja lengua, como una princesa prisionera a un capitán conquistador. Ella obedeció sonriendo. Yo la tenía en mis brazos, y las palabras más bellas y musicales las besaba, sin comprenderlas, sobre sus labios. Después fue nuestro numen Pedro Aretino, y como oraciones, pude recitar en italiano siete sonetos gloria del Renacimiento: Uno distinto para cada sacrificio. El último lo repetí dos veces: Era aquel divino soneto que evoca la figura de un centauro, sin cuerpo de corcel y con dos cabezas. Después nos dormimos.
La Niña Chole se levantó al amanecer y abrió los balcones. En la alcoba penetró un rayo de sol tan juguetón, tan vivo, tan alegre, que al verse en el espejo se deshizo en carcajadas de oro. El sinsonte agitose dentro de su jaula y prorrumpió en gorjeos: La Niña Chole también gorjeó el estribillo de una canción fresca como la mañana. Estaba muy bella arrebujada en aquella túnica de seda, que envolvía en una celeste diafanidad su cuerpo de diosa. Me miraba guiñando los ojos y entre borboteos de risas y canciones besaba los jazmines que se retorcían a la reja. Con el cabello destrenzándose sobre los hombros desnudos, con su boca riente y su carne morena, la Niña Chole era una tentación. Tenía despertares de aurora alegres y triunfantes. De pronto se volvió hacia mí con un mohín delicioso:
—¡Arriba, perezoso!... ¡Arriba!
Al mismo tiempo salpicábame a la cara el agua de rosas que por la noche dejara en el balcón a serenar:
—¡Arriba!... ¡Arriba!...
Me eché de la hamaca. Viéndome ya en pie, huyó velozmente alborotando la casa con sus trinos. Saltaba de una canción a otra, como el sinsonte los travesaños de la jaula, con gentil aturdimiento, con gozo infantil porque el día era azul, porque el rayo del sol reía allá en el fondo encantado del espejo. Bajo los balcones resonaba la voz del caballerango que se daba prisa a embridar nuestros caballos. Las persianas caídas temblaban al soplo de matinales auras, y el jazmín de la reja, por aromarlas, sacudía su caperuza de campanillas. La Niña Chole volvió a entrar. Yo la vi en la luna del tocador, acercarse sobre la punta de sus chapines de raso, con un picaresco reír de los labios y de los dientes. Alborozada me gritó al oído:
—¡Vanidoso! ¿Para quién te acicalas?
—¡Para ti, Niña!
—¿De veras?
Mirábame con los ojos entornados, y hundía los dedos entre mis cabellos, arremolinándomelos. Luego reía locamente y me alargaba un espolín de oro para que se lo calzase en aquel pie de reina, que no pude menos de besar. Salimos al patio, donde el indio esperaba con los caballos del diestro: Montamos y partimos. Las cumbres azules de los montes se vestían de luz bajo un sol dorado y triunfal. Volaba la brisa en desiguales ráfagas, húmedas y agrestes como aliento de arroyos y yerbazales. El alba tenía largos estremecimientos de rubia y sensual desposada. Las copas de los cedros, iluminadas por el sol naciente, eran altar donde bandadas de pájaros se casaban, besándose los picos. La Niña Chole, tan pronto ponía su caballo a galope como le dejaba mordisquear en los jarales.
Durante todo el camino no dejamos de cruzarnos con alegres cabalgatas de criollos y mulatos: Desfilaban entre nubes de polvo, al trote de gallardos potros, enjaezados a la usanza mexicana con sillas recamadas de oro y gualdrapas bordadas, deslumbrantes como capas pluviales. Sonaban los bocados y las espuelas, restallaban los látigos, y la cabalgata pasaba veloz a través de la campiña. El sol arrancaba a los arneses blondos resplandores y destellaba fugaz en los machetes pendientes de los arzones. Habían comenzado las ferias, aquellas famosas ferias de Grijalba, que se juntaban y hacían en la ciudad y en los bohíos, en las praderas verdes y en los caminos polvorientos, todo ello al acaso, sin más concierto que el deparado por la ventura. Nosotros refrenamos los caballos que relinchaban y sacudían las crines. La Niña Chole me miraba sonriendo, y me alargaba la mano para correr unidos, sin separarnos.
Saliendo de un bosque de palmeras, dimos vista a una tablada tumultuosa, impaciente con su ondular de hombres y cabalgaduras. El eco retozón de los cencerros acompañaba las apuestas y decires chalanescos, y la llanura parecía jadear ante aquel marcial y fanfarrón estrépito de trotes y de colleras, de fustas y de bocados. Desde que entramos en aquel campo, monstruosa turba de lisiados nos cercó clamorante: Ciegos y tullidos, enanos y lazarados nos acosaban, nos perseguían, rodando bajo las patas de los caballos, corriendo a rastras por el camino, entre aullidos y oraciones, con las llagas llenas de polvo, con las canillas echadas a la espalda, secas, desmedradas, horribles. Se enracimaban golpeándose en los hombros, arrancándose los chapeos, gateando la moneda que les arrojábamos al paso.
Y así, entre aquel cortejo de hampones, llegamos al jacal de un negro que era liberto. El paso de las cabalgaduras y el pedigüeño rezo de los mendigos trájole a la puerta antes que descabalgásemos: Al vernos corrió ahuyentando con el rebenque la astrosa turba, y vino a tener el estribo de la Niña Chole, besándola las manos con tantas muestras de humildad y contento cual si fuese una princesa la que llegaba. A las voces del negro acudió toda la prole. El liberto hallábase casado con una andaluza que había sido doncella de la Niña Chole. La mujer levantó los brazos al encontrarse con nosotros:
—¡Virgen de mi alma! ¡Los amitos!
Y tomando de la mano a la Niña Chole, hízola entrar en el jacal.
—¡Que no me la retueste el sol, reina mía, piñoncico de oro, que viene a honrar mi pobreza!
El negro sonreía, mirándonos con sus ojos de res enferma: Ojos de una mansedumbre verdaderamente animal. Nos hicieron sentar, y ellos quedaron en pie. Se miraron, y hablando a un tiempo empezaron el relato de la misma historia:
—Un jarocho tenía dos potricas blancas. ¡Cosa más linda! Blancas como palomas. ¿Sabe? ¡Qué pintura para la volanta de la Niña!
Y aquí fue donde la Niña Chole no quiso oír más:
—¡Yo deseo verlas! ¡Deseo que me las compres!
Habíase puesto en pie, y se echaba el rebocillo apresuradamente:
—¡Vamos! ¡Vamos!
La andaluza reía maliciosamente:
—¡Cómo se conoce que su merced no le satisface ningún antojico!
Dejó de sonreír, y añadió cual si todo estuviese ya resuelto:
—El amito va con mi hombre. Para la Niña está muy calurosa la sazón.
Entonces el negro abrió la puerta, y la Niña Chole me empujó con mimos y arrumacos muy gentiles. Salí acompañado del antiguo esclavo, que, al verse fuera, empezó por suspirar y concluyó salmodiando el viejo cuento de sus tristezas. Caminaba a mi lado con la cabeza baja, siguiéndome como un perro entre la multitud, interrumpiéndose y tornando a empezar, siempre zongueando cuitas de paria y de celoso:
—¡Ella toda la vida con hombres, amito! ¡Una perdición!... ¡Y no es con blancos, niño! ¡Ay, amito, no es con blancos!... A la gran chiva se le da todo por los morenos. ¡Dígame no más que sinvergüenzada, niño!...
Su voz era lastimera, resignada, llena de penas: Verdadera voz de siervo. No le dolía el engaño por la afrenta de hacerle cornudo, sino por la baja elección que la andaluza hacía: Era celoso intermitente, como ocurre con la gente cortesana que medra de sus mujeres. El Duque de Saint Simón le hubiera loado en sus Memorias, con aquel delicado y filosófico juicio que muestra hablando de España, cuando se desvanece en un éxtasis, ante el contenido moral de estas dos palabras tan castizas: Cornudo Consentido.
De un cabo al otro recorrimos la feria. Sobre el lindar del bosque, a la sombra de los cocoteros, la gente criolla bebía y cantaba con ruidoso jaleo de olés y palmadas. Reía el vino en las copas, y la guitarra española, sultana de la fiesta, lloraba sus celos moriscos y sus amores con la blanca luna de la Alpujarra. El largo lamento de las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos. Los asiáticos, mercaderes chinos y japoneses, pasaban estrujados en el ardiente torbellino de la feria, siempre lacios, siempre mustios, sin que un estremecimiento alegre recorriese su trenza. Amarillentos como figuras de cera, arrastraban sus chinelas entre el negro gentío, pregonando con femeniles voces abanicos de sándalo y bastones de carey. Recorrimos la feria sin dar vista por parte alguna a las tales jacas blancas. Ya nos tornábamos, cuando me sentí detenido por el brazo. Era la Niña Chole: Estaba muy pálida, y aun cuando procuraba sonreír, temblaban sus labios, y adiviné una gran turbación en sus ojos: Puso ambas manos en mis hombros y exclamó con fingida alegría:
—Oye, no quiero verte enfadado.
Colgándose de mi brazo, añadió:
—Me aburría, y he salido... A espaldas del jacal hay un reñidero de gallos. ¿No sabes? ¡Estuve allí, he jugado y he perdido!
Interrumpiose volviendo la cabeza con gracioso movimiento, y me indicó al blondo, al gigantesco adolescente, que se descoyuntó saludando:
—Este caballero tiene la honra de ser mi acreedor.
Aquellas extravagancias producían siempre en mi ánimo un despecho sordo y celoso, tal, que pronuncié con altivez:
—¿Qué ha perdido esta señora?
Habíame figurado que el jugador rehusaría galantemente cobrar su deuda, y quería obligarle con mi actitud fría y desdeñosa. El bello adolescente sonrió con la mayor cortesía:
—Antes de apostar, esta señora me advirtió que no tenía dinero. Entonces convinimos que cada beso suyo valía cien tostones: Tres besos ha jugado y los tres ha perdido.
Yo me sentí palidecer. Pero cuál no sería mi asombro al ver que la Niña Chole, retorciéndose las manos, pálida, casi trágica, se adelantaba exclamando:
—¡Yo pagaré! ¡Yo pagaré!
La detuve con un gesto, y enfrentándome con el hermoso adolescente, le grité restallando las palabras como latigazos:
—Esta mujer es mía, y su deuda también.
Y me alejé, arrastrando a la Niña Chole. Anduvimos algún tiempo en silencio: De pronto, ella, oprimiéndome el brazo, murmuró en voz muy queda:
—¡Oh, qué gran señor eres!
Yo no contesté. La Niña Chole empezó a llorar en silencio, apoyó la cabeza en mi hombro, y exclamó con un sollozo de pasión infinita:
—¡Dios mío! ¡Qué no haría yo por ti!...
Sentadas a las puertas de los jacales, indias andrajosas, adornadas con amuletos y sartas de corales, vendían plátanos y cocos. Eran viejas de treinta años, arrugadas y caducas, con esa fealdad quimérica de los ídolos. Su espalda lustrosa brillaba al sol, sus senos negros y colgantes recordaban las orgías de las brujas y de los trasgos. Acurrucadas al borde del camino, como si tiritasen bajo aquel sol ardiente, medio desnudas, desgreñadas, arrojando maldiciones sobre la multitud, parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y sangriento. Sus críos, tiznados y esbeltos como diablos, acechaban por los resquicios de las barracas, y, huroneando, se metían bajo los toldos de lona, donde tocaban organillos dislocados. Mulatas y jarochos ejecutaban aquellas extrañas danzas voluptuosas que los esclavos trajeron del Africa, y el zagalejo de colores vivos flameaba en los quiebros y mudanzas de los bailes sagrados con que a la sombra patriarcal del baobad eran sacrificados los cautivos.
Llegamos al jacal. Yo ceñudo y de mal talante, me arrojé sobre la hamaca, y con grandes voces mandé a los caballerangos que ensillasen para partir inmediatamente. La sombra negruzca de un indio asomó en la puerta:
—Señor, el ruano que montaba la Niña tiene desenclavada una herradura... ¿Se la enclavo, señor?
Me incorporé en la hamaca con tal violencia, que el indio retrocedió asustado. Volviendo a tenderme le grité:
—¡Date prisa, con mil demonios, Cuactemocín!
La Niña Chole me miró pálida y suplicante:
—No grites. ¡Si supieses cómo me asustas!...
Yo cerré los ojos sin contestar, y hubo un largo silencio en el interior oscuro y caluroso del jacal. El negro iba y venía con tácitas pisadas, regando el suelo alfombrado de yerba. Fuera se oía el piafar de los caballos, y las voces de los indios, que al embridarlos les hablaban. En el hueco luminoso de la puerta, las moscas del ganado zumbaban su monótona canción estival. La Niña Chole se levantó y vino a mi lado. Silenciosa y suspirante me acarició la frente con dedos de hada: Después me dijo:
—¡Oh!... ¿Serías capaz de matarme si el ruso fuese un hombre?
—No...
—¿De matarlo a él?
—Tampoco.
—¿No harías nada?
—Nada.
—¿Es que me desprecias?
—Es que no eres la Marquesa de Bradomín.
Quedó un momento indecisa, con los labios trémulos. Yo cerré los ojos y esperé sus lágrimas, sus quejas, sus denuestos, pero la Niña Chole guardó silencio, y continuó acariciando mis cabellos como una esclava sumisa. Al cabo, sus dedos de hada borraron mi ceño y me sentí dispuesto a perdonar. Yo sabía que el pecado de la Niña Chole era el eterno pecado femenino, y mi alma enamorada no podía menos de inclinarse a la indulgencia. Sin duda la Niña Chole era curiosa y perversa como aquella mujer de Lot convertida en estatua de sal. Pero al cabo de los siglos, también la justicia divina se muestra mucho más clemente que antaño, con las mujeres de los hombres. Sin darme cuenta caí en la tentación de admirar como una gloria linajuda, aquel remoto abolengo envuelto en una leyenda bíblica. Era indudable que el alto Cielo perdonaba a la Niña Chole, y juzgué que no podía menos de hacer lo mismo el Marqués de Bradomín. Libre el corazón de todo rencor, abrí los ojos bajo el suave cosquilleo de aquellos dedos invisibles, y murmuré sonriente:
—Niña, no sé qué bebedizo me has dado que todo lo olvido...
Ella repuso, al mismo tiempo que sus mejillas se teñían de rosa:
—Es porque no soy la Marquesa de Bradomín.
Y calló, tal vez esperando una disculpa amante, pero yo preferí guardar silencio, y juzgué que era bastante desagravio besar su mano. Ella la retiró esquiva, y en un silencio lento, sus hermosos ojos de princesa oriental se arrasaron de lágrimas. Felizmente no rodaban aún por sus mejillas, cuando el indio reapareció en la puerta trayendo nuestros caballos del diestro, y pude salir del jacal como si nada de aquel dolor hubiese visto. Cuando la Niña Chole asomó en la puerta, ya parecía serena. Le tuve el estribo para que montase, y un instante después, con alegre y trotante fanfarria, atravesamos el real.
Un jinete cruzó por delante de nosotros caracoleando su caballo, y me pareció que la Niña Chole palidecía al verle, y se tapaba con el rebocillo. Yo simulé no advertirlo, y nada dije, huyendo de mostrarme celoso. Después, cuando salíamos al rojo y polvoriento camino, divisé otros jinetes apostados lejos, en lo alto de una loma: Y como si allí estuviesen en espera nuestra, bajaron al galope cuando pasamos faldeándola. Apenas lo advertí me detuve, y mandé detener a mi gente. El que venía al frente del otro bando daba fieras voces y corría con las espuelas puestas en los ijares. La Niña Chole, al reconocerle, lanzó un grito y se arrojó a tierra, implorando perdón con los brazos abiertos:
—¡Vuelven a verte mis ojos!... ¡Mátame, aquí me tienes! ¡Mi rey! ¡Mi rey querido!...
El jinete levantó de manos su caballo con amenazador continente, y quiso venir sobre mí. La Niña Chole lo estorbó asiéndose a las riendas desolada y trágica:
—¡Su vida, no! ¡Su vida, no!
Al ver aquella postrera muestra de amor me sentí conmovido. Yo estaba a la cabeza de mi gente, que parecía temerosa, y el jinete, alzado en los estribos, la contó con sus ojos fieros, que acabaron lanzándome una mirada sañuda. Juraría que también tuvo miedo: Sin desplegar los labios alzó el látigo sobre la Niña Chole, y le cruzó el rostro. Ella todavía gimió:
—¡Mi rey!... ¡Mi rey querido!...
El jinete se dobló sobre el arzón donde asomaban las pistolas, y rudo y fiero la alzó del suelo asentándola en la silla. Después, como un raptor de los tiempos heroicos, huyó lanzándome terribles denuestos. Pálido y mudo vi cómo se la llevaba: Hubiera podido rescatarla, y, sin embargo, no lo hice. Yo había sido otras veces un gran pecador, pero entonces al adivinar quién era aquel hombre, sentíame arrepentido. La Niña Chole por hija y por esposa, pertenecía al fiero mexicano, y mi corazón se humillaba resignado acatando aquellas dos sagradas potestades. Desengañado para siempre del amor y del mundo, hinqué las espuelas al caballo y galopé hacia los llanos solitarios del Tixul, seguido de mi gente que se hablaba en voz baja comentando el suceso. Todos aquellos indios hubieran seguido de buen grado al raptor de la Niña Chole. Parecían fascinados como ella, por el látigo del general Diego Bermúdez. Yo sentía una fiera y dolorosa altivez al dominarme. Mis enemigos, los que osan acusarme de todos los crímenes, no podrán acusarme de haber reñido por una mujer. Nunca como entonces he sido fiel a mi divisa: Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo.
Encorvados bajo aquel sol ardiente, abandonadas las riendas sobre el cuello de los caballos, silenciosos, fatigados y sedientos, cruzábamos la arenosa sabana, viendo eternamente en la lejanía el lago del Tixul, que ondulaba con movimiento perezoso y fresco, mojando la cabellera de los mimbrales que se reflejaban en el fondo de los remansos encantados... Atravesábamos las grandes dunas, parajes yermos sin brisas ni murmullos. Sobre la arena caliente se paseaban los lagartos con caduca y temblona beatitud de faquires centenarios, y el sol caía implacable requemando la tierra estéril que parecía sufrir el castigo de algún oscuro crimen geológico. Nuestros caballos, extenuados por jornada tan penosa, alargaban el cuello, que se bajaba y se tendía en un vaivén de sopor y de cansancio: Con los ijares flácidos y ensangrentados, adelantaban trabajosamente enterrando los cascos en la arena negra y movediza. Durante horas y horas, los ojos se fatigaban contemplando un horizonte blanquecino y calcinado. La angustia del mareo pesaba en los párpados, que se cerraban con modorra para abrirse después de un instante sobre las mismas lejanías muertas y olvidadas...
Hicimos un largo día de cabalgada a través de negros arenales, y tal era mi fatiga y tal mi adormecimiento, que para espolear el caballo necesitaba hacer ánimos. Apenas si podía tenerme sobre la montura. Como en una expiación dantesca, veía a lo lejos el verdeante lago del Tixul, donde esperaba hacer un alto. Era ya mediada la tarde, y los rayos del sol dejaban en las aguas una estela de oro cual si acabase de surcarlas el bajel de las hadas... Aún nos hallábamos a larga distancia, cuando advertimos el almizclado olor de los cocodrilos aletargados fuera del agua, en la playa cenagosa. La inquietud de mi caballo, que temblaba levantando las orejas y sacudiendo la crin, me hizo enderezar en la silla, afirmarme y recobrar las riendas que llevaba sueltas sobre el borrén. Como la proximidad de los caimanes le asustaba y el miedo dábale bríos para retroceder piafante, hube de castigarle con la espuela, y le puse al galope. Toda la escolta me siguió. Cuando estuvimos cerca, los cocodrilos entraron perezosamente en el agua. Nosotros bajamos en tropel hasta la playa. Algunos pájaros de largas alas, que hacían nido en la junquera, levantaron el vuelo asustados por la zalagarda de los criados, que entraban en el agua cabalgando, metiéndose hasta más arriba de la cincha. En la otra orilla un cocodrilo permaneció aletargado sobre la ciénaga con las fauces abiertas, con los ojos vueltos hacia el sol, inmóvil, monstruoso, indiferente como una divinidad antigua.
Vino presuroso mi caballerango a tenerme el estribo, pero yo rehusé apearme. Había cambiado de propósito, y quería vadear el Tixul sin darle descanso a las cabalgaduras, pues ya la noche se nos echaba encima. Atentos a mi deseo los indios que venían en la escolta, magníficos jinetes todos ellos, metiéronse resueltamente lago adelante: Con sus picas de boyeros tentaban el vado. Grandes y extrañas flores temblaban sobre el terso cristal entre verdosas y repugnantes algas. Los jinetes, silenciosos y casi desnudos, avanzaban al paso con suma cautela: Era un tropel de negros centauros. A lo lejos cruzaban por delante de los caballos islas flotantes de gigantescas nínfeas, y vivaces lagartos saltaban de unas en otras como duendes enredadores y burlescos. Aquellas islas floridas se deslizaban bajo alegre palio de mariposas, como en un lago de ensueño, lenta, lentamente, casi ocultas por el revoloteo de las alas blancas y azules bordadas de oro. El lago del Tixul parecía uno de esos jardines como sólo existen en los cuentos. Cuando yo era niño me adormecían refiriéndome la historia de un jardín así... ¡También estaba sobre un lago, una hechicera lo habitaba y en las flores pérfidas y quiméricas, rubias princesas y rubios príncipes tenían encantamento!...
Ya el tropel de centauros nadaba por el centro del Tixul, cuando un cocodrilo que en la otra orilla parecía sumido en éxtasis, entró lentamente en el agua y desapareció... No quise hacer más larga espera en la playa, y halagando el cuello de mi caballo, le fui metiendo en la laguna paso a paso. Cuando tuvo el agua a la cincha comenzó a nadar, y casi al mismo tiempo me reconocí cercado por un copo fantástico de ojos redondos, amarillentos, nebulosos, que aparecían solos a flor de agua... ¡Aquellos ojos me miraban, estaban fijos en mí!... Confieso que en tal momento sentí el frío y el estremecimiento del miedo. El sol hallábase en el ocaso, y como yo lo llevaba de frente, me hería y casi me cegaba, de suerte que para esquivarle érame forzoso contemplar las mudas ondas del Tixul, aun cuando me daba vértigo aquel poder de los caimanes para no dejar fuera del agua más que los ojos de monstruos, ojos sin párpados, que unas veces giran en todos sentidos y otras se fijan con una mirada estacionaria... Hasta que el caballo volvió a cobrar tierra bajo el casco, lanzándose seguro hacia la orilla, no respiré sin zozobra. Mi gente esperaba tendida a lo largo, corriendo y caracoleando. Nos reunimos y continuamos la ruta a través de los negros arenales.
Se puso el sol entre presagios de tormenta. El terral soplaba con furia, removiendo y aventando las arenas, como si quisiese tomar posesión de aquel páramo inmenso todo el día letargado por el calor. Espoleamos los caballos y corrimos contra el viento y el polvo. Ante nosotros se extendían las dunas en la indecisión del crepúsculo desolado y triste, agitado por las ráfagas apocalípticas de un ciclón. Casi rasando la tierra pasaban bandadas de buitres con revoloteo tardo, fatigado é incierto. Cerró la noche y a lo lejos vimos llamear muchas hogueras. De tiempo en tiempo un relámpago rasgaba el horizonte y las dunas aparecían solitarias y lívidas. Empezaron a caer gruesas gotas de agua. Los caballos sacudían las orejas y temblaban como calenturientos. Las hogueras, atormentadas por el huracán, se agitaban de improviso o menguaban hasta desaparecer. Los relámpagos, cada vez más frecuentes, dejaban en los ojos la visión temblorosa y fugaz del paraje inhospito. Nuestros caballos con las crines al viento, lanzaban relinchos de espanto y procuraban orientarse, buscándose en la oscuridad de la noche bajo el aguacero. La luz caótica de los relámpagos, daba a la yerma vastedad el aspecto de esos parajes quiméricos de las leyendas penitentes: Desiertos de cenizas y arenales sin fin que rodean el Infierno.
Guiándonos por las hogueras, llegamos a un gran raso de yerba donde cabeceaban, sacudidos por el viento, algunos cocoteros desgreñados, enanos y salvajes. El aguacero había cesado repentinamente y la tormenta parecía ya muy lejana. Dos o tres perros salieron ladrando a nuestro encuentro, y en la lejanía otros ladridos respondieron a los suyos. Vimos en torno de la lumbre agitarse y vagar figuras de mal agüero: Rostros negros y dientes blancos que las llamas iluminaban. Nos hallábamos en un campo de jarochos, mitad bandoleros y mitad pastores, que conducían numerosos rebaños a las ferias de Grijalba.
Al vernos llegar galopando en tropel, de todas partes acudían hombres negros y canes famélicos: Los hombres tenían la esbeltez que da el desierto y actitudes de reyes bárbaros magníficas, sanguinarias... En el cielo la luna, enlutada como viuda ideal, dejaba caer la tenue sonrisa de su luz sobre la ruda y aulladora tribu. A veces entre el vigilante ladrido de los canes y el áspero vocear del pastoreo errante, percibíase el estremecimiento de las ovejas, y llegaban hasta nosotros ráfagas de establo, campesinas y robustas como un aliento de vida primitiva. Sonaban las esquilas con ingrávido campanilleo, ardían en las fogatas haces de olorosos rastrojos, y el humo subía blanco, feliz y cargado de aromas, como el humo de los rústicos y patriarcales sacrificios.
Yo veia danzar entre las lenguas de la llama una sombra femenil indecisa y desnuda: La veía, aun cerrando los ojos, con la fuerza quimérica y angustiosa que tienen los sueños de la fiebre. ¡Cuitado de mí! Era una de esas visiones místicas y carnales con que el diablo tentaba en otro tiempo a los santos ermitaños: Yo creía haber roto para siempre las redes amorosas del pecado, y el Cielo castigaba tanta arrogancia dejándome en abandono. Aquella mujer desnuda, velada por las llamas, era la Niña Chole. Tenía su sonrisa y su mirar. Mi alma empezaba a cubrirse de tristeza y a suspirar románticamente. La carne flaca se estremecía de celos y de cólera. Todo en mí clamaba por la Niña Chole. Estaba arrepentido de no haber dado muerte al incestuoso raptor, y el pensamiento de buscarle a través de la tierra mexicana se hacía doloroso: Era una culebra enroscada al corazón, que me mordía y me envenenaba. Para libertarme de aquel suplicio, llamé al indio que llevaba de guía. Acudió tiritando:
—¿Qué mandaba, señor?
—Vamos a ponernos en camino.
—Mala es la sazón, señor. Corren ahora muchas torrenteras.
Yo tuve un momento de duda:
—¿Qué distancia hay a la Hacienda de Tixul?
—Dos horas de camino, señor.
Me incorporé violentamente:
—Que ensillen.
Y esperé calentándome ante el fuego, mientras el guía llevaba la orden y se ponía la gente en traza de partir. Mi sombra bailaba con la llama de las hogueras, y alargábase fantástica sobre la tierra negra. Yo sentía dentro de mí la sensación de un misterio pavoroso y siniestro. Quizá iba a mudar de propósito cuando un tropel de indios acudió con mi caballo. A la luz de la hoguera ajustaron las cinchas y repararon las bridas. El guía, silencioso y humilde, vino a tomar el diestro. Monté y partimos.
Caminamos largo tiempo por un terreno onduloso, entre cactus gigantescos que sacudidos por el viento, imitaban rumor de torrentes. De tiempo en tiempo la luna rasgaba los trágicos nubarrones, é iluminaba nuestra marcha derramando tibia claridad. Delante de mi caballo volaba, con silencioso vuelo, un pájaro nocturno: Se posaba a corta distancia, y al acercarme agitaba las negras alas é iba a posarse más lejos, lanzando un graznido plañidero, que era su canto. Mi guía, supersticioso como todos los indios, creía entender en aquel grito la palabra judío, y cuando oía esta ofensa que el pájaro le lanzaba siempre al abrir las sombrías alas, replicaba gravemente:
—¡Cristiano, y muy cristiano!
Yo le interrogué:
—¿Qué pájaro es ese?...
—El tapa-caminos, señor.
De esta suerte llegamos a mis dominios. La casa, mandada edificar por un virrey, tenía el aspecto señorial y campesino que tienen en España las casas de los hidalgos. Un tropel de jinetes estaba delante de la puerta. A juzgar por su atavío, eran plateados. Formaban rueda, y las calabazas llenas de café, corrían de mano en mano. Los chambergos bordados brillaban a la luz de la luna. En mitad del camino estaba apostado un jinete: Era viejo y avellanado: Tenía los ojos fieros y una mano cercenada. Al acercarnos nos gritó:
—¡Ténganse allá!
Yo respondí de mal talante, enderezándome en la silla:
—Soy el Marqués de Bradomín.
El viejo partió al galope y reuniose con los que apuraban las calabazas de café ante la puerta. Yo distinguí claramente a la luz de la luna, cómo se volvían los unos a los otros, y cómo se hablaban tomando consejo, y cómo después recobraban las riendas y se partían. Cuando yo llegué, la puerta estaba franca y aún se oía el galope de sus caballos. El mayordomo que esperaba en el umbral, adelantose a recibirme, y tomando el caballo del rendaje tornose hacia la casa, gritando:
—¡Sacad acá un candil!... ¡Alumbrad la escalera!...
En lo alto de la ventana asomó la forma negra de una vieja con un velón encendido:
—¡Alabado sea Dios que le trujo con bien por medio de tantos peligros!
Y para alumbrarnos mejor, encorvábase fuera de la ventana y alargaba su brazo negro, que temblaba con el velón. Entramos en el zaguán, y casi al mismo tiempo reaparecía la vieja en lo alto de la escalera:
—¡Alabado sea Dios, y cómo se le conoce la mucha nobleza y generosidad de su sangre!
La vieja nos guió hasta una sala enjalbegada, que tenía todas las ventanas abiertas. Dejó el velón sobre una mesa de torneados pies, y se alejó:
—¡Alabado sea Dios, y qué juventud más galana!
Me senté, y el mayordomo quedose a distancia contemplándome. Era un antiguo soldado de Don Carlos, emigrado después de la traición de Vergara. Sus ojos negros y hundidos tenían un brillo de lágrimas. Yo le tendí la mano con familiar afecto:
—Siéntate, Brión... ¿Qué tropa era esa?
—Plateados, señor.
—¿Son amigos tuyos?
—¡Y buenos amigos!... Aquí hay que vivir como vivía en sus cortijos de Andalucía mi señora la Condesa de Barbazón, abuela de vuecencia. José María la respetaba como a una reina, porque tenía en mi señora su mejor madrina...
—¿Y estos cuatreros mexicanos tienen el garbo de los andaluces?
Brión bajó la voz para responder:
—Saben robar... No les impone el matar... Tienen discurso... Y con todo no llegan a los ladrones de la Andalucía. Les falta la gracia, que es al modo de la sal en la vianda. ¡Y no son los de la Andalucía más guapos en el arreo! ¡No es el arreo!...
En aquel momento entró la vieja a decir que estaba dispuesta la colación. Yo me puse de pie, y ella tomó la luz de encima de la mesa para alumbrarme el camino.
Me acosté rendido, pero el recuerdo de la Niña Chole túvome desvelado hasta cerca del amanecer. Eran vanos todos mis esfuerzos por ahuyentarle: Revoloteaba en mi memoria, surgía entre la niebla de mis pensamientos, ingrávido, funambulesco, torturador. Muchas veces, en el vago tránsito de la vigilia al sueño, me desperté con sobresalto. Al cabo, vencido por la fatiga, caí en un sopor febril, poblado de pesadillas. De pronto abrí los ojos en la oscuridad. Con gran sorpresa mía hallábame completamente despierto. Quise conciliar otra vez el sueño, pero no pude conseguirlo. Un perro comenzó a ladrar debajo de mi ventana, y entonces recordé vagamente haber escuchado sus ladridos momentos antes, mientras dormía. Agitado por el desvelo me incorporé en las almohadas. La luz de la luna esclarecía el fondo de la estancia, porque yo había dejado abiertas las ventanas a causa del calor. Me pareció oír voces apagadas de gente que vagaba por el huerto. El perro había enmudecido, las voces se desvanecían. De nuevo quedó todo en silencio, y en medio del silencio oí el galope de un caballo que se alejaba. Me levanté para cerrar la ventana. La cancela del huerto estaba abierta, y sentí nacer una sospecha, aun cuando el camino rojo, iluminado por la luna, veíase desierto entre los susurrantes maizales. Permanecí algún tiempo en atalaya. Aquellos campos parecían muertos bajo la luz blanca de la luna: Sólo reinaba sobre ellos el viento murmurador. Sintiendo que el sueño me volvía, cerré la ventana. Sacudido por largo estremecimiento me acosté. Apenas había cerrado los ojos cuando el eco apagado de algunos escopetazos me sobresaltó: Lejanos silbidos eran contestados por otros: Volvía a oírse el galope de un caballo. Iba a levantarme cuando quedó todo en silencio. Después al cabo de mucho tiempo, resonaron en el huerto sordos golpes de azada, como si estuviesen cavando una cueva. Debía ser cerca del amanecer, y me dormí. Cuando el mayordomo entró a despertarme, dudaba si había soñado: Sin embargo le interrogué:
—¿Qué batalla habéis dado esta noche?
El mayordomo inclinó la cabeza tristemente:
—¡Esta noche han matado al valedor más valedor de México!
—¿Quién le mató?
—Una bala, señor.
—¿Una bala, de quién?
—Pues de algún hijo de mala madre.
—¿Ha salido mal el golpe de los plateados?
—Mal, señor.
—¿Tú llevabas parte?
El mayordomo levantó hasta mí los ojos ardientes:
—Yo, jamás, señor.
La fiera arrogancia con que llevó su mano al corazón, me hizo sonreír, porque el viejo soldado de Don Carlos, con su atezada estampa y el chambergo arremangado sobre la frente, y los ojos sombríos, y el machete al costado, lo mismo parecía un hidalgo que un bandolero. Quedó un momento caviloso, y luego, manoseando la barba, me dijo:
—Sépalo vuecencia: Si tengo amistad con los plateados, es porque espero valerme de ellos... Son gente brava y me ayudarán... Desde que llegué a esta tierra tengo un pensamiento. Sépalo vuecencia: Quiero hacer emperador a Don Carlos V.
El viejo soldado se enjugó una lágrima. Yo quedé mirándole fijamente:
—¿Y cómo le daremos un Imperio, Brión?
Las pupilas del mayordomo brillaron enfoscadas bajo las cejas grises:
—Se lo daremos, señor... Y después la corona de España.
Volví a preguntarle con una punta de burla:
—¿Pero ese Imperio cómo se lo daremos?
—Volviéndole estas Indias. Más difícil cosa fue ganarlas en los tiempos antiguos de Hernán Cortés. Yo tengo el libro de esa Historia. ¿Ya lo habrá leído vuecencia?
Los ojos del mayordomo estaban llenos de lágrimas. Un rudo temblor que no podía dominar agitaba su barba berberisca. Se asomó a la ventana, y mirando hacia el camino guardó silencio. Después suspiró:
—¡Esta noche hemos perdido al hombre que más podía ayudarnos! A la sombra de aquel cedro está enterrado.
—¿Quién era?
—El capitán de los plateados, que halló aquí vuecencia.
—¿Y sus hombres han muerto también?
—Se dispersaron. Entró en ellos el pánico. Habían secuestrado a una linda criolla, que tiene harta plata, y la dejaron desmayada en medio del camino. Yo, compadecido, la traje hasta aquí. ¡Si quiere verla vuecencia!
—¿Es linda de veras?
—Como una santa.
Me levanté, y precedido de Brión, salí. La criolla estaba en el huerto tendida en una hamaca colgada de dos árboles. Algunos pequeñuelos indios, casi desnudos, se disputaban mecerla. La criolla tenía el pañuelo sobre los ojos y suspiraba. Al sentir nuestros pasos volvió lánguidamente la cabeza y lanzó un grito:
—¡Mi rey!... ¡Mi rey querido!...
Sin desplegar los labios le tendí los brazos. Yo he creído siempre que en achaques de amor todo se cifra en aquella máxima divina que nos manda olvidar las injurias.
Feliz y caprichosa me mordía las manos mandándome estar quieto. No quería que yo la tocase. Ella sola, lenta, muy lentamente, desabrochó los botones de su corpiño y destrenzó el cabello ante el espejo, donde se contempló sonriendo. Parecía olvidada de mí. Cuando se halló desnuda tornó a sonreír y a contemplarse. Semejante a una princesa oriental, ungiose con esencias. Después envuelta en seda y encajes, tendiose en la hamaca y esperó: Los párpados entornados y palpitantes, la boca siempre sonriente, con aquella sonrisa que un poeta de hoy hubiera llamado estrofa alada de nieve y rosas. Yo, aun cuando parezca extraño, no me acerqué. Gustaba la divina voluptuosidad de verla, y con la ciencia profunda, exquisita y sádica de un decadente, quería retardar todas las otras, gozarlas una a una, en la quietud sagrada de aquella noche. Por el balcón abierto se alcanzaba a ver el cielo de un azul profundo, apenas argentado por la luna. El céfiro nocturno traía del jardín aromas y susurros: El mensaje romántico que le daban las rosas al deshojarse. El recogimiento era amoroso y tentador. Oscilaba la luz de las bujías, y las sombras danzaban sobre los muros. Allá en el fondo tenebroso del corredor, el reloj de cuco, que acordaba el tiempo de los virreyes, dio las doce. Poco después cantó un gallo. Era la hora nupcial y augusta de la media noche. La Niña Chole murmuró a mi oído:
—¡Dime si hay nada tan dulce como esta reconciliación nuestra!
No contesté y puse mi boca en la suya queriendo así sellarla, porque el silencio es arca santa del placer. Pero la Niña Chole tenía la costumbre de hablar en los trances supremos, y después de un momento suspiró:
—Tienes que perdonarme. Si hubiésemos estado siempre juntos, ahora no gozaríamos así. Tienes que perdonarme.
¡Aun cuando el pobre corazón sangraba un poco, yo la perdoné! Mis labios buscaron nuevamente aquellos labios crueles. Fuerza, sin embargo, es confesar que no he sido un héroe, como pudiera creerse. Aquellas palabras tenían el encanto apasionado y perverso que tienen esas bocas rampantes de voluptuosidad, que cuando besan muerden. Sofocada entre mis brazos, murmuró con desmayo:
—¡Nunca nos hemos querido así! ¡Nunca! ¡Nunca!...
La gran llama de la pasión, envolviéndonos toda temblorosa en su lengua dorada, nos hacía invulnerables al cansancio, y nos daba la noble resistencia que los dioses tienen para el placer. Al contacto de la carne, florecían los besos en un mayo de amores. ¡Rosas de Alejandría, yo las deshojaba sobre sus labios! ¡Nardos de Judea, yo los deshojaba sobre sus senos! Y la Niña Chole se estremecía en delicioso éxtasis, y sus manos adquirían la divina torpeza de las manos de una virgen. Pobre Niña Chole, después de haber pecado tanto, aún no sabía que el supremo deleite sólo se encuentra tras los abandonos crueles, en las reconciliaciones cobardes. A mí me estaba reservada la gloria de enseñárselo. Yo, que en el fondo de aquellos ojos creía ver siempre el enigma oscuro de su traición, no podía ignorar cuánto cuesta acercarse a los altares de Venus Turbulenta. Desde entonces compadezco a los desgraciados que engañados por una mujer, se consumen sin volver a besarla. Para ellos será eternamente un misterio la exaltación gloriosa de la carne.