Utrinque tortus

A Ramón Gómez de la Serna

HACE CUATRO AÑOS sentí la sugestión de escribir una novela que llevara por título Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Hasta qué punto pensé entonces en poner bajo tal epígrafe el actual contenido de ella es problema arduo para mi memoria y mi sinceridad. Publicaba la Revista de Occidente su colección Nova Novorum y me propuse fabricar para aquella serie un breve relato erótico-burlesco. En los últimos días de enero de 1927 emprendí su ejecución sobre las mesas de unos cafés de Gibraltar y Algeciras. A mediados de abril de aquel año terminé las cien cuartillas proyectadas en un mesón de Montilla, ante una fiesta rural. Trabajo perdido. La novelita no gustó al Sr. García Vela y no se publicó. No me entristeció el contratiempo porque no diputo infalible al antedicho censor asturiano. Pudo dolerme, tan solo, que no saliera a la luz de la publicidad, porque ya iba, en aquella su primitiva y originaria forma, dedicada a usted.

Por otra parte, reconocí que los estrechos límites que imponían aquellas publicaciones quizá hubieran comprimido los bríos de desarrollo de mi novela. Decidí ampliarla, dilatarla, nutrirla. En Palencia, en Vigo, en Oviedo, en Ávila (1928-1929), a ratos perdidos, recompuse e hinché aquel inicial bosquejo. Las cien cuartillas se convirtieron en seiscientas; pero como la obra, en un principio, llevaba su nombre a la cabeza, al medrar, no iba a mudar de dedicatoria, y aquí está, ante usted y para usted, en homenaje de corroboración de nuestra amistad de catorce años.

Si su volumen no fuera tan excesivo, expondría en un prólogo mis propósitos; pero la novela está demasiado preñada de prolijidades, niñerías y digresiones, que si no aclaran, a lo menos reiteran los objetos fundamentales que perseguí al escribirla. Los tres o cuatro temas cardinales: la supremacía de la sugestión verbal; la superioridad combatiente de los mitos de la realidad y de la acción sobre los mitos de la fantasía, como facultad mucho más económica y previsora de lo que se dice, y, por último, la afirmación de que el amor material estimado como instintivo en las civilizaciones más insensibles y bárbaras, es lo menos material que hay en el mundo, están tan repetidos en los diferentes capítulos que fuera impertinente y ocioso abusar, con previas justificaciones, de la atención del lector, que habrá de seguir largo tiempo sin desmayo por el laberinto de numerosos y enmarañados episodios.

La desmaterialización del amor llamado físico no es asunto de novela que pueda extrañar a nadie. Al fin y al cabo, la física, en estos últimos años, se ha espiritualizado considerablemente. Por otra parte, la psicología, con ames y los behaviouristas, se ha materializado de modo considerable. Algunos pensadores, como Bertrand Russell, han supuesto que la última realidad del universo fuera una substancia neutra, de la que materia y espíritu fueran modalidades. Si la experiencia de los laboratorios de física y de psicología aportaba tales sugerencias, ¿por qué no había de ser corroborada y enriquecida por la experiencia inmediata y vital que constituye el elemento de la novela? Este ha sido mi punto de vista.

No obstante, para no entrar de rondón en tan crítico territorio, he explicado los estados de mi protagonista, según la clásica y ortodoxa dualidad de cuerpo y alma, siempre mucho más impregnada de radicalismo cartesiano de lo que supone el pensamiento y el comportamiento de los católicos atrincherados en la escolástica. Así, pues, materia y espíritu, cuerpo y alma, son palabras que empleo en sentido metafórico y provisional.

Según la técnica también clásica del análisis psicológico en la novela, he procedido sobre un solo personaje, Agliberto en este caso, pues no se puede hacer patente un intento de descomposición en más de uno de los caracteres. Tanto Mab como Celedonia están tratadas de modo legendario o mítico. Su prestigio de irrealidad, de inverosimilitud, así como la intervención de la sirena, mero ardid novelesco, creo que simplifican y aclaran el desarrollo de los hechos y la repercusión de estos en la conducta del protagonista.

En cuanto a la forma, he de confesar que el estilo de esta novela es desgalichado y quizá imperfecto. Sin embargo, creo que conserva una digna y dolorosa reverencia al pudor humano, entre expresiones triviales, callejeras o baladíes, y hasta mantengo la pretensión de ser esta fingida historia de mayor decencia que muchas de las que circulan hoy salidas de la pluma de los mal llamados escritores pulcros, delicados y exquisitos, los cuales bruñen sus cláusulas o acicalan sus imágenes para disimular, tras de tal atuendo, una sensibilidad cuartelera y zafia. Hora es ya de denunciar ese truco inaguantable por el cual muchos espíritus de presunta pureza, con los almíbares destilados en cien alquitaras, endulzan las más bajas y cochambrosas tendencias de la sensibilidad; pero esta denuncia, que alcanzaría a alguno de nuestros estilistas más celebrados, quedará para otro día.

Quede, pues, eliminada la hipótesis de que he pretendido tratar en este libro un problema sexual. Sexual, no; erótico, sí. Y lo he tratado de modo burlesco para concederle toda la ternura de que era merecedor.

Diciembre de 1930

Primera parte : La sirena

Tut! I have lost myself; I am not here.
This is not Romeo, he's some other where.
SHAKESPEARE Romeo y Julieta, acto primero

Viaje de novios

ESTUVO TENTADO de no entrar en la estación, de huir por los campos, enfurecidos de calor, recién licenciados de su gala de sol, azulinos, polvorientos, destelleantes solo en las altas charreteras de oro, puestas sobre las clavículas de los aleros, bajo el cielo, ya color de greda. ¿Para qué aquel viaje? ¿Por qué no desistir de él? De buena gana hubiese dejado que se dispararan sus equipajes, facturados de antemano, con rumbo ciego e inútil, y rompiera la menuda cartulina del billete, correosa y amarillenta como una ternilla, mordiéndola, si su estado de revulsión y empacho, vecino de la náusea, no le imposibilitara para todo arranque de decisiones definitivas. ¡Estúpido, estúpido! Cuarenta y ocho horas antes pudo modificar su trayectoria en un cuadrante exacto y seguir una ruta perpendicular, camino de una región espumeante de oteros verdes y bahías zarcas, donde la sonrisa se prolonga y la sidra se reitera. Pero ¡ya era tarde! Además se había comprometido con Mab. La víspera, al ver cómo hojeaba un álbum de fotografías de aquel país, le preguntó:

-¿Ha estado usted?

-Nunca -le respondió ella, devolviéndole la interrogación.

-Siendo niño -había dicho él.

Ahora sentía honda repugnancia a cobijarse bajo el caparazón de aquella tortuga, más de ópalo funesto que de prometedor carey, gran dorso de vidrio donde se despedían para un viaje celestial, de ida sin vuelta, los nácares del atardecer. Pero cierto era también que Mab, después de ver los castillos, los monasterios, los grandes hoteles, en fotografía, había sentenciado ya ante aquel león de piedra sentado en la esquina de un claustro decadente, sosteniendo -aguador y buhonero- una pila en forma de concha donde un raudal sin fin exhibía su insistencia:

-Me mandará usted postales.

También había prometido:

-Le enviaré tres postales diarias; una, a las once, inspirada en los ensueños de la noche anterior y en el tornasol de los escaparates de las tiendas; otra, a las cinco de la tarde, dictada por la luz indígena y el humo del tabaco importado; la tercera, a medianoche, jugando los ojos con el pule de las constelaciones y alguna lágrima rezagada. Mab, en vez de alabar aquel país con un «Debe de ser bonito», había recordado entonces, precisamente:

-Mi padre está peor.

Sentía ahora esa sed del viajero de verano, avivada, más que abolida, por semiesferas de agua y vino, apuradas con prisa al triturar una pechuga de pollo. De pronto sintió, percibió que algo estaba prendido en el bosquejo o intentona de paisaje patente a sus ojos; en las telarañas de telégrafos; en los torreoncillos de castillo de burgrave de una fábrica; hasta en los alambres de espino y en los cardos raheces de un ribazo; el recuerdo de la última tarde que estuvo en tal estación. Fue un día fino, plácido y sensible como una cuerda de bandurria, de los primeros de abril. Despidió a Tori y a su hermana. Tori, su primera novia. La veía, al final de aquel invierno, figulnesca y morucha, exquisita de boca, acaudalada de ojos, falda a cuadros tableada, muy corta; las botas altas con caña de ante gris, según aquella moda (1916) que imprimía a las jóvenes una semejanza de cantineras o escoceses de zarzuela. ¡Qué lejos aquello y aquella! Tori prefería los sombreros chiquitos; Colombina, de candiles, turbantes, capotas Directorio, reverso de su hermana Ofelia -siempre envuelta en pieles-, sombreando su belleza (Lady de Camsborough o emperatriz Eugenia) bajo amplios castores o vastas pamelas. Despedida. Moisés de la merienda. Salacot de lacre de una botella. Dos copas de jerez en la misma copa, brindando en el andén por casarse al año siguiente; un beso a hurtadillas, caído fuera de la cara, en el pabellón de la oreja. Cuando Tori tornó de aquel viaje la encontró muy melindrosa y riñeron para siempre jamás. Ahora por ver aquella sala de espera no retrocedió.

Era un alvéolo sórdido y mugriento. El ambiente de luz, color cerveza negra. Cayó en él, como una mosca sitibunda.

Más allá la luz de los arcos voltaicos (los últimos) bañaban el andén con un consuelo resplandeciente de horchata de arroz, asociado a ese ruido sedoso de la chispa, tan confundible con el roce de la sal y el hielo en las garrafas.

Cruzó a zancadas -gabardinas y garambainas al brazo- con dirección al último coche. En ese último coche buscó el último departamento, y en él el rincón más apartado de las miradas transeúntes y curiosas. Escondió la cabeza en la cortinilla azul, igual que un niño castigado o un adulto con dolor de muelas. Llegó un hombre de faz rasurada y mercantil, portador de hermosas maletas de cuero, calzando guantes grises, y se sentó, sin saludar, en el rincón diagonal al suyo. Estaba tan ambiguo el crepúsculo que hubieran sido tan anacrónicas las «Buenas tardes» como las «Buenas noches», y cuando el cielo se pone así, no hay que exigir cortesía.

Después vinieron semblantes de familia y gorgoritos afectuosos, y también llegó el cónsul, con su monóculo, su americana cruzada y sus zapatos de piel y lona:

-Agliberto -le recomendó-, debe usted cambiar de coche, este se queda en...

-Ya lo sé -contestó muy tranquilo, como si se tratara de una jugada de ajedrez de quinto alcance.

Todos convinieron que debía cambiar de vagón inmediatamente; pero él, sin duda, hilaba en su rincón, como una larva, uno de esos lindos capullos de seda amarilla o cándida, de hilos inconfesables, porque no quiso moverse.

Se empingorotó el vaporoso airón de la máquina, entráronle las agujas del pitido, oído adentro, en el acerico de la cabeza y el codazo de los topes en el epigastrio. Tomándole de las manos, le alzó de su apoltronamiento una necesidad: la de sacudir su pañuelo por la ventanilla. (Al fin y al cabo, sus deudos, el cónsul...) Mientras el tren se desentumecía en sus primeros pasos, con la premiosidad de su merendona de carbón y agua, él, viajero de nubes, soñaba: «Por aquí marchó Tori hace siete años. Después volvió sin sus patillas de espiral, técnicamente prodigiosa, peinada con crenchas, gorda, con caderas rotundas».

De súbito, se tapó la cara con el volandero pañuelo como si una tolvanera de polvo fuera a cegarle. En el andén una señorita y un señor, vulgares, obscuros, parados muñecos, fijos quizá al suelo de cemento por una tuerca invisible, le observaron con tanta extrañeza que su mirada se encorchetó a la suya con tal y tan dolorida fuerza que a punto estuvo de sacarlo afuera, por la ventanilla. Aunque resistió el tirón, supo que ya no debía asomar la cabeza, pues hasta el bastidor del cristal podía alzarse y degollarle, convertido en guillotina por el demonio de alguna intención. Prescindiendo de toda despedida prolongada a sus allegados y al cónsul, tambaleándose con la crispación sudorosa de equilibrista sin red debajo, a cincuenta metros de altura, que no siente sino el contacto de la resina en los chapines sobre el alambre erecto y ansioso, se sentó, acobardado, abatido. ¿Qué pensarían de su hurañía, de su retirada los que habían venido a brindarle esas señales desmañadas, enternecedoras, orquídeas de los grandes invernaderos de las estaciones, de las estufas con vapor de locomotora? El caballero y la jovencita también hacían ademanes, pero no eran para él. Luego se destornillaron con una mirada angustiosa y se fueron, uncidos por la misma preocupación.

Mientras tanto, Agliberto recibía una nueva sorpresa. Había en el coche una tercera persona, un hombre saludable y sencillo, con facha de torero o de tratante. A su vera, esa simpática cestita de mimbre color naranja de quien viaja con el decoro humilde de las gentes bonachonas que todavía emplean el usted gusta, último vestigio de una marchita época en que se compartían en el tren la raja de salchichón, el pan de higos y la plática.

Así como el primero poseía unas facciones ásperas y apeñascadas, el segundo compañero las tenía borrosas, disminuidas, erosionadas, tal un canto rodado. A la par que sus fisonomías denunciaban dos fases de un mismo proceso geológica (hay una geología de los rostros, más certera que las antropologías y las psicologías), sus espíritus debían ocupar segmentos armónicos en una misma curva, porque después de diez minutos, su charla, prendida en castellano, continuaba en inglés.

«Esto dignifica el viaje», pensó el joven Agliberto, con embravecido encono.

El semblante de contornos quebrados sentenciaba:

-Indudablemente, entienden mejor la vida que ningún otro pueblo. Es un gran país -hablaba de los yankees.

La faz de perfiles mórbidos asentía:

-Son los dueños del mundo -mientras montaba el andamiaje de una expresión peculiar de arrendatario, de inquilino al reconocer la firma del casero en un recibo. La cara de Agliberto contorneaba una de esas sonrisas dulces, sin sexo ni edad, que señalan los raros placeres de la existencia, entreabiertos los ojos, aspirando, con el cabello revuelto, los fríos y finos alcoholes de la brisa en el vaso azul de la noche niña, batidos en cocktail por el vaivén de los vagones.

No estaban solos los tres.

Apareció una cuarta persona. Pero debía de viajar sin billete, porque se rebullía en la red, confundida con los equipajes. Primero asomaron dos pies lindos y agudos con plumaje de charol, mirlos de bien bruñida coraza. Dos manos afiladas, morenas, intentaron cubrir la doble joya, negra y rosa, enfundada en las medias transparentes. Agliberto cerró los ojos y acabó de ver bien. Quiso ayudarla a bajar, pero la recién venida ya estaba de pie, sobre el almohadillado asiento. Tampoco saludó. Era Mab.

Mab, escultural y doméstica. Colgaba un vestido azul de sus amplios hombros de moza tartesa. La sonrisa, entre la sombra y la cabellera, no era de rostro; de jardín más bien.

Sostenía en su mano un ovillo. Agliberto musitó: «Hermosa eres entre todas las mujeres». Después quiso interrogarla, interrogándose: «¿Qué no haré yo por ti?». Los hombres rasurados que hablaban en inglés le clavaron los ojos. La figura palideció, y el hilo de su ovillo se fue, devanado, perdido en cinco hebras, bajando y subiendo, quedando todo él enredado en los postes telegráficos de la línea férrea. Mab conservaba su placidez de mujer alta. Ahora renovaba el rígido donaire de las tardes caseras cuando servían el té sus suaves falanges trigueñas. De los tarritos de mayólica brotaban nubecillas tenues, translúcidas; después, iban cobrando mayor cuerpo y densidad. Agliberto sintió agravársele la sed; tendió una mano. De las jícaras salían hirvientes penachos de guata. Mab estuvo a punto de desaparecer del todo. Por el rectángulo de la portezuela el humo blanco de la máquina, compacto y rollizo, se desarrollaba en cordilleras efímeras.

¿Sería mentira su presencia? No; ahora estaba allí, sin duda; vestida de blanco, con su falda de franela y las rositas de sus uñas trepando por el enrejado cuadricular de la raqueta. Sin embargo, sus ojos no se veían bien. El clavel sonreía.

El tren paró. La golosina ensoñada se había escamoteado. En vez de red de tenis, red de mantas; en lugar de raqueta, una gran badila blanca, un ostentoso disco de señales, guiño, burla roja de un farolillo al desencanto de Agliberto.

El hombre de las maletas seguía informando al hombre de la cesta. Volvían a hablar en castellano.

-Y se divierten mucho -los norteamericanos-; más que nosotros, sin hacer ruido, sin dispararse. Bailan; bailan todos los días varias horas.

-Bueno, ¡que bailen! -comentó el despierto soñador-. Después repitiose. «Mab, Mab, ¿por qué me aparto de ti, sin razón ni necesidad?» Pero la amaba tanto que separarse de la posibilidad de verla, aun por poco tiempo, le parecía la más infame mutilación. Empezó a tener la sospecha de que los seres amados en el abandono y la lejanía se tornaban frágiles, rompedizos, friables, y aun podían llegar a desintegrarse.

Aquel horror supuesto le obligó a querer cazar el sueño, olvidándose de su deserción, y se dedicó a transitar por esa torre de acaracolada escalera, tobogán de recorrido ilusorio que tanto y tan en vano se recomienda a los insomnes. Las gradas eran desiguales; la barandilla faltaba a trechos. Un bulto surgió, imperioso, apremiante. ¿Sería Mab? No era ella; era el revisor. Alto, cetrino, con el mordaz instrumento desenfundado, sin su bozalito de cuero. Tendió la cartulina y recordó aquel cuento trivial del viajero con dolor de muelas que, al despertar y ver la tenaza interventora tan semejante a la de los dentistas, sin dar el billete, abre la boca y señala: «La segunda de la izquierda, arriba». El empleado le reconoció por el destino de su viaje.

-¿Usted es don Agliberto? Un ingeniero, ¿verdad?...

-No, señor, Agliberto a secas, príncipe de cuento de hadas, por mi nombre, por mi alcurnia, por mi espíritu, y uno de los seres más desdichados del mundo.

-¿No desea usted nada?

-No, señor. Muchas gracias. Llevo magnesio para fotografías, unos libros de Proust -era en 1923-, una cachimba, aspirina y un afán frenético de arrojarme a un lado de la vía por la ventanilla...

-Yo no deseo informarme de su salud y estado por curiosa e impertinente intromisión -continuó el funcionario, siempre sonriente-, sino porque así me lo ha mandado una señorita que viaja con la familia del presidente de la Audiencia de C... Es rubia, delgada, muy simpática... Digo, usted debe de saber quién es...

-¡Vaya, vaya suerte! -jalearon, a una, los dos viajeros, prescindiendo de inglés y festejando el interés de la viajera incógnita. Además inquirieron:

-¿Es guapa?

-Bonita muchacha -afirmó el revisor.

-¿Está usted seguro de que es bonita? -preguntó, indignado, el joven.

Los otros reían. El mercurio de gorra de visera hizo un saludo casi militar.

-¿Y cómo usted sin conocerme ha podido saber que era yo quien interesaba a esa damisela?

-Por las señas dadas no podía ser otro. ¿Desea usted algo de mí, don Agliberto?

-Nada. ¡Si acaso, una catástrofe ferroviaria!

Quedó trasudando, erizado el cabello, extraviado el mirar. ¡Cosas de Celedonia! ¡Siempre igual! Fantasías, vehemencias, peregrinas maquinaciones, fascinación individual y colectiva inexplicables. ¿Cómo había transmitido al interventor su filiación? ¿Con qué mohínes remedado sus gestos? ¿Con qué aleteos de manos modelado su perfil y figura para que le reconociera sin vacilar? ¡Terrible, Celedonia!

Los dos compañeros de viaje, el de la faz de peñasco y el de la cabeza de canto rodado, le miraban con embeleso, como a personaje de poema. Por trabar palique con él hubieran consentido, inclusive, en hablar solo en castellano. Uno comerciaba con los paños de Béjar; otro era administrador de Correos en Talavera de la Reina. Agliberto se hizo el difunto y hubiera querido serlo. «Por aquí pasaba Tori hace siete años. ¿Me quería? ¿No me quería? Cuestión de número de brácteas en la margarita del corazón. Lo cierto es que tenía un gusto excepcional para escoger sombreros.»

Detenido el tren, arrambló con sus trípodes, paraguas de playa y maletines, sin despedirse con un «Buen viaje», y cayó, pájaro malherido, en otro departamento. No se veía en él más que a un señor de luenga barba blanquísima, probablemente nictálope, porque parecía leer en la obscuridad una revista de cubierta quizá amarilla -¿literaria, científica?-, sin duda enciclopédica. Prestancia de cualidades antagónicas, a lo Anatole France o Bernard Shaw, entre apóstol y Mefistófeles de comedia de magia. «Debe de ser un premio Nobel», pensó. Después se destacaron en la penumbra dos tipos juveniles: un niño gótico -discretamente vestido, acorazada la vista por unas gafas de armadura negra- de esos que se ven los domingos por la mañana en el Museo del Prado, en las conferencias del Instituto Francés en tardes olientes a violetas y en el foyer de la Princesa, cuando actúan compañías extranjeras; el otro era defensa de un admirado equipo madrileño, ojizarco, huesudo, caricóncavo. Cambiaron entre sí una mirada de inteligencia equivalente a: «Él es», y dijeron a un tiempo:

-Usted debe de llamarse... Agliberto.

-No necesito nada, muchas gracias. Tan solo un poco de sitio.

Colocados sus bártulos, se acomodó ampliamente, decidido a no abrir los ojos. A pesar de ello, veía más que oía ese cañamazo rítmico de las cadenas, los topes, los ejes entrecruzando sus ruidos hasta llegar a la modulación de una melodía elemental y obsesiva; en realidad, más que bordado musical, bastidor para aplicar cualquier motivo... Agliberto se distraía cambiándolos; uno de Petrouchka, otro de Mozart, el del Romance de Blanca Niña, preferido de las niñas morenas... Mientras llegaba a esta conclusión tan importante y fundamental: «El tren es el único instrumento que canta cuanto se quiere», unas voces, entre pregón y disputa, quebraron el entretenimiento. En la greguería percibió su nombre. El mozo de comedor proclamaba:

-Hay solo un sitio para esta serie, y ha sido reservado a petición de una señorita. ¿Alguno de ustedes es don Agliberto?

-Aquel joven -dijeron varios.

El aludido se puso muy serio.

-Tiene usted guardado un lugar en la mesa del presidente de la Audiencia de C...

-¿No sabe ese presidente de Audiencia que soy ayunador de profesión? -y rechazó el billetito verde.

Se refugió en el sueño que tuvo para él, todavía, derecho de asilo. Tori flotaba en la niebla onírica, bailando con patines de ruedas, una de sus donosuras peculiares, en el skating almibarado de los imposibles. Volvíale el gusto de la tarde vernal -¡qué rica!- cuando la niña emprendió aquel mismo camino, aún impregnado de ella, a pesar del tiempo; una tarde toda oliente a rosas, rociada de desahogo y congoja, perliazul, apetitosa, salpicada de algunas gotas de bitter amoroso en los basaltos... Despertó con rabia y sed. «¿Y Mab? ¿Por qué no sueño con ella? ¡Mab de mi alma!» Se apelotonó, puso la mejilla en el áspero asiento, y mandó al cochero de sus ensueños: «A casa de la reina Mab». «Recuerde, señor -respondió el auriga-, que la reina Mab va en coche.» «Bueno, pues al paseo de coches de la reina Mab.»

Debían de estar ya cerca cuando Agliberto, tumbado, sintió que le asían de los cabellos y le levantaban en vilo. «La enramada de Absalón», supuso. Pero no era sino un adolescente uniformado, que depositó entre su cabeza y las jergas del asiento una bella y nítida almohada, oronda cual pecho de nodriza.

-De parte de la señorita Celedonia -y desapareció.

El anciano que leía la revista le prodigaba asimismo cuidados y recomendaciones.

-Joven, ¿quiere que alce el cristal de las ventanillas? Quizá la brisa de la noche le dañe la vista. ¿No ha traído zapatillas? Es muy conveniente viajar con zapatillas. Las madrugadas en tren son muy peligrosas sin ellas.

Se sentía feudal, omnipotente. A media noche, como la sed le mortificara demasiado, le apeteció un té. Adormilado, ebrio de fantasmagorías agridulces, tambaleándose por los pasillos, se dirigió al coche comedor. Las mujeres despiertas asomaban sus rostros curiosos, alzando discretamente las cortinillas obscuras, para verle. Tras los tripudos sillones de cuero color berenjena y las caobas acarameladas, de bruces, sin plastrón de piqué, despeinados, dormían los camareros.

Gritó:

-Prepárenme un té, en seguida.

-No es hora de preparar nada -contestó, malhumorado, el que tenía el sueño más ligero.

-¿Cómo que no? ¿Acaso ignoran quién soy yo?

-Señor, no puede ser ya. La cocina está apagada.

-Háganmelo -insistió él.

Conocía la fórmula mágica.

-¿No saben ustedes que me llamo Agliberto?

Se alzaron automáticamente, despiertos, los tres servidores. El blanco montgolfier del cocinero se hinchó con la llama del conjuro nominal.

-Está bien, señor. No faltaba más. Encenderemos las cocinas.

Aquel estado de cosas era producto de la milagrosa intervención de Celedonia. Estaba tan desconcertado, tan vacilante como el súbdito más obscuro que por azar o elección pasara a ser la autoridad suprema, el ápice de magistratura, en una república. ¿Para qué puede servir una personalidad, un carácter, al fin y al cabo una serie de trajes del espíritu frente a unas nuevas condiciones de predominio, respecto a un distinto clima jerárquico, súbitamente variado? Aquel orbe nuevo se adentraba en su ser como el símbolo de una máquina neumática para enrarecerle el alma. Ahora, en aquel tren, el más azul de los trenes -de un azul ultramar-, él era el rey, el soberano de aquella monarquía, anélido que, corriendo tanto, parecía tener prisa por acabarse. Dentro de unas horas, en la frontera, los carabineros no le tratarían de majestad; quizá le dieran una friega irrespetuosa -igual que a los otros- o una paliza para cachearlo. El té aquel tenía un gusto inédito, incoativo, a siempre malo. Lo único sabroso de este mundo son las reiteraciones.

Agliberto nunca había tomado parte en una experiencia semejante, y se encontraba sin recursos. Los jóvenes, ante promesas empíricas demasiado apremiantes e inadecuadas a su modo de ser, por instinto, pretenden abandonar su lastre psicológico, su última intimidad, acogiéndose a la imitación de otros hombres, que, al parecer, por su exterior, son aptos para convivir con las condiciones planteadas y resolverlas. Esa es la causa de ese peligro y voltario mimetismo a que la juventud se entrega, remedando externidades de otra personalidad diputada de más idónea para acoplarse a circunstancias imperiosas e ineludibles.

Nuestro héroe se dio a creer que para pasar revista a aquella realidad ofrecida era menester un buen uniforme substituto de los verdaderos ropajes de su alma, estrellado con doce o catorce gestos fundamentales de esos que nunca habrían sido propios, sino ajenos y nunca compartidos. Recorrió, hojeó, palpó con el recuerdo caracteres masculinos y, al fin, se atuvo a un disfraz de personaje laxo, extinto tras un incendio cordial, cortés y comedido, con apariencia de fatiga y agotamiento, capaz para poder dejar latente con holgura el cauce de subrepticias pasiones. En concreto, el tal vestido psicológico tenía por maniquí, en la realidad, a un jefe de Administración de un Ministerio, amigo del padre de Agliberto.

Este, mientras se entregaba a tan sutiles tanteos, se sintió bruscamente a trescientos kilómetros de Mab. Le dolía el corazón, como si la mitad hubiese quedado en poder de ella, y el resto, elástico hasta el prodigio, fuera arrastrado por la prisa de la locomotora. (Imagen de pena y distancia: trescientos kilómetros lineales de corazón.)

Volvió a su coche. El premio Nobel roncaba algebraicamente. El ateneísta y el futbolista habían colocado, durante su ausencia, sus cuatro extremidades (cada uno dos) en el territorio frontero, con esa mala educación viajera de las personas que se estiman bien educadas.

-¡Vasallos, alzad los calcañares! -gritó S. M. Agliberto.

Bajaron los pinreles. El sueño colectivo pudo tragarse la noche vainillosa, achocolatada, cual si fuera un bombón.

A las seis de la mañana, el príncipe del tren despertó en una parada. Ya la aurora había quedado rota en trinos y rosas, y como necesitaba luz y aire, se asomó a una ventanilla. Frente a ella se oreaba junto a la vía un bello eucalipto de gran melena de hojas en forma de hoz, temblón a la brisa aurirrosada y al fervor de los gorjeos del amanecer, tan líquidos que quitan la sed. Palpitaba el árbol -gracia y vida- con un orfeón de pajaritos en las entrañas.

Así he sentido mi cuerpo algunas veces -recordó Agliberto con nostalgia.

El convoy, detenido en una curva, intentaba morderse la cola. Así los vagones quedaban en anfiteatro. Los viajeros podían verse, como los espectadores taurinos de tendido cercano. Aparecían pocos madrugadores. Apenas alguien más que Celedonia, nerviosa, esbelta, matinal, en su kimono color peonía pálida, puesta de codos sobre la alcándara o barra de cobre de las ventanas del coche corrido. Junto a ella un cualquiera, con bigotes, le hacía el amor, hablándole al oído. Entre risas, saludó.

-Buenos días, Agliberto. ¿Cómo ha descansado usted?

-Bien, ¿y usted, Celedonia?

-Por un azar me enteré de que viajaba en este mismo tren. Creí que le sería grato recibir mi recuerdo, mi almohada y tener en la mesa un sitio junto a mí; pero no se ha dignado ni hacernos una visita, ni dedicarnos un saludo, ni aceptar esos humildes ofrecimientos. Para llegar hasta mí no precisaba que anduviera por los estribos. Unos coches comunican con otros. Ha estado exquisito. ¡Si todos los amigos fueran como usted! -declamaba, burlona y dolorida, desde el otro anillo del tren arqueado.

Ofrecían sus manos, muy pequeñas, desusadas, de amante de Luis XV envueltas en guantes de manopla a franjas amarillas y blancas, gajos de travesura que acercaba a los mostachos galanteadores y luego escamoteaba en su coquetería. Volvió a gritar:

-¡Qué bien cantan los pajaritos por la mañana, Agliberto!

-Es la alondra de Romeo y Julieta, Celedonia.

-No diga usted simplezas. ¿No oye usted que son gorriones?

Miraba de reojo a su alejado amigo, significándole: «Te gané la apuesta. No sabes de lo que soy capaz». Él se retiró, ofreciendo mentalmente al bigotudo: «Si la raptaras o le dieras muerte, te regalaría una caja de habanos».

El sol de la mañana hacía de las suyas, dejándose caer con descaro. A derecha, ondulaba la sabandija de cobalto de una sierra, seducción femenina de perfiles. A izquierda, un campo asperiego y rubiote, de alcornoques y rebollos, con rebaños de merinas recién esquiladas, sin camiseta de invierno. Volaban tres cuervos de un azul siniestro, perezosos, con una pertinacia lerda de presagio. Agliberto fumaba cigarrillos extenuándose, alejándose de su peculio pragmático, del impulso del brío físico, todo en poder de Mab, sin duda, allá lejos. Pensó: «Lo mejor que puede pasar es que pase algo malo».

Pero todo fue a pedir de boca, de boca santa, incapaz de ofender a Dios. Llegaron, al fin, a la frontera. Mientras desayunaba en la fonda de la estación, esperando el trasbordo, ensayaba una serie de sonrisas de autocrueldad: «Se acabó tu reinado y el mío, Celedonia. Nos vuelcan el equipaje. Nos descosen las ropas. Nos dan una friega».

Pero no fue así. No se abrió una valija. Concluyó: «Es verdad, es un tren azul purísima». Sin saber cómo se encontró en un coche hilarante, color frambuesa pasada, a solas con Celedonia, rosa, fresca Astarté, vestida con un traje crema plisado.

Ella cantaba palmoteando:

-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios, ya puedo hablar contigo, estar a tu lado! ¡Qué bien nos ha resultado nuestra fuga! ¿Por qué pones esa cara? ¿Estas malo?

-¿Y tu flirt, Celedonia? ¿Y tus acompañantes?

-¡Ya no los veré más, qué alegría! Has estado muy salvaje, muy incorrecto, pero muy bien. Yo ya te lo advertí: como si no nos conociéramos. Las del magistrado tenían ganas de verte. El cosechero de corcho quería hablar contigo. ¡Qué hombre! Se me ha declarado dieciocho veces esta noche.

-Tú también has procedido con gran tino y cautela, Celedonia. Cuantos viajaban en el tren sabían mi nombre, mi edad, mi carrera y mis secretos.

-¡Y qué importa eso! ¿Me crees como tú, que no te has dignado saber de mí en catorce horas? Pero ¿por qué suspiras, Agliberto? ¿Te sucede alguna desgracia? ¡Uy, qué irritados tienes los ojos! Voy a lavártelos con manzanilla.

Bailaron cajas y maletines. Salieron un plato de aluminio, una pastilla inflamable, una cacerola, unas indecentes flores amarillas; pero Agliberto no le toleró tanto a la vestal y tomando su sombrero de paja, cual si cazara una mariposa, lo echó encima del fuego extinguiéndolo.

-No puedo soportar los incendios; ni los exteriores, ni los internos.

Celedonia arrojó el sombrero por la ventanilla. Después de reencender la pastillita, hervir el agua y esponjar los párpados del joven, se los enjugó con un paño de Verónica; después extrajo de un cabás un colirio y con un cuentagotas le hizo ver todas las estrellas de las nebulosas.

En su escozor ya no recordaba tanto a Mab como al Agliberto que él había sido. A cada choque, o vaivén, se le antojaba que su carácter, como un líquido, iba a desbordar el envase de su persona. Necesitaba un modelo para comportarse en los difíciles trances que se le avecinaban. Los héroes históricos, Julio César, Cromwell, Napoleón, no le servían. Los maestros o protectores de la ingeniería, Eiffel, Lesseps, don Melitón Martín, tampoco... Mejor una personalidad cualquiera, laxa, floja, pasiva; la de aquel jefe de Administración de segunda clase, amigo de su padre.

Subieron policías. El pasaporte de Celedonia no reunía la totalidad de registros. Querían detenerla. El ingenioso ingeniero no lograba disuadirlos.

-¿Qué viene a hacer usted en nuestro país?

-Voy a montar un laboratorio -dijo ella, muy formal, con el cuentagotas y el colirio en la mano-. Soy especialista en radio y gases raros.

Debieron de tomarla por sobrina de madame Curie, y en aquella tierra una sospecha de tal linaje valía más que tres firmas y cinco sellos. Los dejaron en paz, pero Agliberto se sentía cada vez más débil, más intruso, más achicado, después de su soberanía nocturna. Sostuvo la charla durante dos horas, amedrentado y en plena derrota. Ella, asomada, ponía un comentario a los paisajes que giraban en torno de ellos. Por cima de las vedijas de un oro muy claro, flotantes sobre la nuca de una blancura de nata, se veía fermentar la verdura de las colinas, de los prados, de los pinares. Alguna vez, coronando un otero, surgía la quijada de Sansón de algún castillo o murallón almenado.

Fueron ocupándose los asientos vacíos con gentes del país, pintorescas y graciosas. A la hora del almuerzo, él quiso hacer los honores a la hora y al fogón-liebre, pero ella era un hada previsora y en seguida armó un campamento de fiambres, golosinas, frutas secas, faros de jerez.

-La comida del coche restaurante. ¿No debe decirse restaurante?...

-Niña, si empiezas a expresarte según los preceptos rigurosos de Mariano de Cavia, me apeo en la primera estación, y te dejo sola.

-¡Ay, no! Quería decirte que la comida de ahí es muy mala.

-Sí, Celedonia, sí, hasta la de la primera serie. Así pensé yo anoche.

-Bobo, ayer lo más que podía hacer era reservarte un sitio... ¡Mucho me lo agradeciste!

-Habíamos proyectado no comunicar hasta llegar a la frontera, y tus iniciativas me parecían imprudentes.

-Imprudentes ¿por qué? ¿Acaso vamos a hacer algo malo? Al fin y al cabo, no me importa que las gentes se enteren. ¿Es un crimen viajar contigo? ¿A quién perjudicamos? Toma, toma. Come de esto -y le daba los manjares en la boca, partidos en pedazos, como a un bicho amaestrado. Él obedecía lánguidamente.

Delante de ellos una pareja de novios y su mamá los miraban con el embeleso de los niños calígrafos al dechado del pendolista, inigualable, en tal momento. Ella, muy retrechera; él, entre las mejillas azulirrasuradas y el pelo corvino, os tentaba un brillo de loza en la esclerótica y los incisivos. El arrope de la codicia esmaltaba las expresiones, los gestos del prometido.

-Sus arrumacos son muy discretos -juzgaba Agliberto-, pero su fosforescencia es inaguantable.

Él se sentía exento, bruñido, más alcanforado que nunca. Las horas de la siesta pasaban en tren, frente a los regimientos de eucaliptos que saludaban militarmente.

Celedonia estaba cansadísima. Sus ojos fueron cerrándose al calor de la siesta, barajado en el vuelo de libélulas del humo de los pitillos. Su cabeza se inclinaba sobre el hombro cercano de Agliberto. En él llegó a posarse, y sobre él quedó dormida. Inmóvil, en silencio, el joven ni podía rebullir, ni podía pensar, presos también sus movimientos mentales. Pretendió echar el anzuelo de la imaginación a los pececillos más irisados de su agua ilusoria, en el mar de ayer, en el mar de hoy: Tori, Mab... Imposible; esos eran bienes y posibilidades piscatorias de la rica almadraba de una personalidad de cierto hombre de veinticuatro años, alumno del último curso de la Escuela de Caminos, diestro geómetra del billar, etc., etc. Pero todo aquello había huido de la redoma de su ser descaracterizado, vaciándolo, y apenas podía tener ni sentido en tales momentos. Pasaba el tren por túneles frecuentes. Él, solo atento a no despertarla, la veía sonreír -apoyada, reclinada- a un sueño enigmático y dulcísimo, y se enterneció de conmiseración al sospechar a los protagonistas de aquella creación engañosa, fugaz, arcano impenetrable... Todos los viajeros estaban pendientes de ellos. La mirada general encendía una apoteosis de bengalas de admiración a aquel soñable ensueño. Cuando despertó llegaban casi a la estación de su destino, meta y fin del dilatado viaje. La media tarde estival cruzaba todas las espadas de su armería en los andenes, ya cercanos. Palmoteó como una chicuela al saber que había dormido sobre el hombro de Agliberto. Sobre la solapa de este, una hebra rubia, verde de puro rubia, se enroscaba como la rúbrica de un contrato, pero de convenio de cuento de hadas; verde, más brizna que cabello.

La madre de la novia frontera preguntó, boquiabierta, maravillada:

-¿Hace mucho tiempo que se han casado ustedes?

Pestañeó el infeliz, mientras bajaba una sombrerera y un trípode, meditó y se dio por vencido.

-Celedonia, ¿cuánto tiempo hace que nos hemos casado?

-Ocho meses -contestó la recién despierta, solemne y sin vacilación.

El duro falso

LA CAMARERA TEMBLABA de los tacones a la cofia. Celedonia estaba hecha una furia. Cada uno de los rayos de sol de su cabeza (cien mil mañanas de junio) era una centella. Hubiera querido destruir su equipaje, acobardado a sus pies, rebaño sumiso; destrozar aquel hermoso lecho imperial que llenaba buena parte del aposento. Todo el hotel se estremecía, y no de frío. Un buen calor cuajado, inmóvil, de cinco de la tarde, hacía pensar en un incendio.

-¿Quién ha podido creer que somos matrimonio?

-No sé, señora, mejor dicho, señorita. Ha debido de ser una confusión -dijo la pobre en su idioma, balbuciente.

-Pues no. Sépalo usted. Sépanlo todos. No me cansaré de gritarlo, hasta que suban los guardias y se enteren las gentes. No, no somos esposos, ni amantes, ni novios, ni nada, ni lo seremos nunca, a Dios gracias. ¿Quién ha pedido este cuarto? ¿No habrá sido él? Si es así, le abofeteo, y me voy.

La extensa comarca del lecho aparecía granada de un cosmos de estrellas y flores de encajes, sobre el campo de un viso, cosechado en verde manzana. La mujer argumentó:

-Sin duda la dirección entendió mal, o se confundió, o creyó acertar... Como son ustedes jóvenes y venían solos, tan risueños y felices...

-Es verdad -comprendió Celedonia-. Tenemos los mismos gustos, el mismo genio, casi la misma edad. Nos conocemos hace muchos años. Por eso vengo con él. Quizá hayamos tenido la culpa nosotros. Entramos aquí riéndonos a carcajadas... Pero no; no somos nada -concluyó, como si hubiera demostrado algo por reducción al absurdo.

Su pasión por las labores se enredaba en las randas, en los entredoses de los cuadrantes. Mirándolos, gemelos, orondos, mórbidos, sintió cosquillearle alguna reminiscencia en el pabellón de la oreja -palabras o suavidades soñadas- y su ceño se esclareció. Los festones de lino escarolado, le recordaban sus pliegues las cunas de los dulces codiciados ya en el Sagrado Corazón y las jaretillas de las tareas de costura, remotas y miríficas.

-¡Qué bordados más bonitos! ¡Qué colcha más linda! ¿Y ese aro? ¿Y esas gasas? ¡Ay, un mosquitero! ¿Hay aquí muchos mosquitos? ¿Como en Italia, quizá?... Y esas incrustaciones de bronce en los remates ¿qué animales son? Ah, sí; son esfinges. No podían ser otra cosa con esos pechos tan redondos y perfectos. ¡Las esfinges enigmáticas! ¡Qué gracioso! Un enigma a un lado y otro enigma a otro...

-Esta es una cama de las que ofrecemos siempre a los recién casados -aclaró la camarera.

-Pues por ahora... no puedo usarla. De esa nube de muselina parece que va a salir un corro de angelitos, o una corona de palomitas, como en las estampas... Una flor bordada en la colcha le trajo a la memoria su bastidor del colegio, las bromas con las compañeras a hurtadillas de las blancas tocas de las madres, las puntadas mirando a la umbela del geranio, junto a la ventana del patio.

Apareció Agliberto, tronchado, caedizo, colgado del dintel. Rebañó la alcoba con la vista y puso la boca en forma de O.

-Miserable, ¿has sido tú quien ha pedido este cuarto de luna de miel?

-Hace veinticuatro horas que he tomado un hábito espiritual -respondió el increpado-. Hábito usado. Mejor dicho, no; lo prestado no es el hábito. Lo que ha cambiado -y se golpeaba el pecho- ha sido el maniquí. Y este maniquí no habla ni decide. Es expectante, callado, dócil.

Al decir estas incoherencias, se exhibía en ese aspecto de incorporeidad, consecuencia de las posturas y actitudes del cansancio y el agotamiento; su ojos, enrojecidos, miraban fija y serenamente a Celedonia, que se hizo cargo, saturada de lástima.

-Agliberto, estás pluscuamperfectamente atontado. Báñate. Voy a escoger habitaciones.

-¿Las desea la señorita que estén en pisos distintos? -preguntó la camarera.

-No. De ningún modo. Sería una injuria a su amistad. Además quiero que me oiga si me siento mal o intentan robarme.

-¿La señorita las prefiere contiguas, pared por medio y, claro es, sin comunicación?

-Sí, eso es. Muy bien. Juntas y sin comunicación.

Antes de salir no pudo evitar que volvieran a írsele los ojos a aquella colcha del lecho imposible, tan bella que tenía bordadas, nada menos, las flores del bastidor de sus doce años.

Subieron un piso. La joven escogió dos aposentos mellizos, empapelados en rojo y azul, respectiva y caprichosamente, con balcones, no a la gran plaza de empinada estatua, sino a una calle lateral. Camitas exiguas, cenobiales, de individual aire hospiciano, y cuartos de baño independientes. Cuando apareció Agliberto, ella le consultó:

-¿Qué te parecen?

-Deplorables, Celedonia, deplorables. Aquí vamos a llorar y a maldecir nuestra suerte. Ya suponía yo que tú escogerías un cuarto abierto a una calle en que se viera a un sombrerero en mangas de camisa, un escritorio con una prensa de copiar (míralos allí, en el principal y en el segundo) y un inevitable taller de modistas.

-¿No te gustan las modistas, Agliberto?

-Van a tomarme por tu esposo, como todo el mundo en esta tierra, y si les hago señas van a reírse de mí, y de ti también, claro es.

-Eres encantador, tienes los escrúpulos que nunca se conocieron en los maridos auténticos. Oye, ¿y no te gustan estos cuartos?

-No me gustan nada, pero me parecen muy bien.

-¡Qué insoportable! Si hablas así en público, nadie dejará de tomarnos por marido y mujer, y ya va picando en historia. Mira, está cayendo el sol. Debemos vestirnos y salir un momento.

Una hora después deambulaban por la ciudad desconocida, desnivelada a golpe de terremotos, servida por ascensores, igual que las minas. Era domingo y los pazguatos estaban, desesperados y desesperantes, a las puertas de los cafés bullidores, porque los mirones quedan cesantes los días sin escaparates ni trabajo que contemplar y compadecer. En lo alto de una elevada columna una estatua de un rey se entretenía en ver pasar la gente. Las mejillas de la tarde adquirieron ese matiz de rubor, de embero de uvas, sonrojadas por la brisa fresca de la ría, que iba afinándose como un aguijón y estremecía las carnes, suavemente, denunciadora de la proximidad del mar. Celedonia se puso un abrigo de seda.

-No has sacado gabán, Agliberto. ¿Quieres caer enfermo? Tengo que cuidarte. Menos mal que este traje no es fino. Está muy bien. Es de un gris muy original. ¿No te parece que este paseo es casi idéntico al de Recoletos?

-Sí, Celedonia, sí. El ser humano se figura que va a encontrar algo nuevo en alguna parte del mundo y cae en la insania de los viajes. Pero no hay en toda la tierra, supongo yo, sino media docena de cosas típicas que se repiten, odiosa e infatigablemente, en todos los lugares.

-Déjame que me apoye en tu brazo. Me duele mucho un tobillo. El jueves pasado estuve en el picadero del cuartel, pues Sinibaldo está ampliando mis habilidades ecuestres. Vamos Laura y yo, y nos reímos mucho, por ese vértigo que da el galope, tan alegre como el giro de una ola o una plataforma de verbena. Él y otro capitán nos hacen el amor sin ningún interés, y nosotras dos les tomamos el pelo de lo lindo. El otro día, para bajar del caballo, me apoyé mal en su mano, di un brinco y se me torció el pie. Si cojeo, voy a hacer aquí muy mal papel. Agarrada a ti nadie lo advierte. Siempre me ha parecido delicioso ir del brazo de un hombre vestido de gris. Además, ¿quién nos conoce?

-A ti siempre te han gustado mucho los capitanes de caballería.

-No puedo verlos. Lo que me encanta es hacer ejercicio. En las carreras de caballos sí admiro mucho a los buenos jinetes.

-En atención a que estás inválida estimo oportuno sentarnos bajo aquellos castaños y tomar algo en una de las mesitas blancas.

Corrían fragantes efluvios de estío por el paseo de coches. Sombrillas y abanicos se cerraban en los vehículos. Las mujeres adoptaban actitudes de ensueño en los autos, mientras el sol, de un rosa fuerte, les encendía los rostros. Agliberto ansiaba poner un telegrama a Mab, pero como estaba real y hondamente enamorado no quería confesar su pasión. Lanzó un suspiro, tan profundo y prolongado que hizo decir a Celedonia, impaciente:

-Si te aburres conmigo, mañana mismo tomo el tren y me voy.

-No, hija, yo estoy encantado con tu compañía.

Se sentaron junto a un veladorcito. Ella se quitó los guantes de seda; él los suyos, y los puso encima.

-Agliberto, no supusiste que vendría contigo.

-Nunca.

-Creíste que era broma mi apuesta.

-Más apuesta que broma. Más porfía que apuesta, porque no hemos apostado nada, que yo sepa.

-¡Quién sabe, Agliberto, quién sabe! Me molesta mucho que me ganes y superes en todo. No lucho contigo sino en cosas de insignificante importancia, y siempre me vences, siempre me achicas. Y no estoy dispuesta a aguantarlo. Muchas dificultades he tenido que resolver, muchas mentiras que echar para hacer este viaje, pero quiero poder contigo.

-Esfuerzo vano, Celedonia. Somos dos seres dotados de cualidades distintas. Cada uno tiene que triunfar en diferentes medidas y ocasiones. Hace dos o tres años quisiste que fuéramos a las Ventas a merendar. Después de engañar a la señora de compañía, tomar un coche y jadear en balde, tú no acertabas a bailar al compás del manubrio, en un piso de astillas. Después nos sirvieron unas tajadas de bacalao muy chulas con su mantón alfombrado de salsa de tomate, y sentenciaste al probarlas: «Están muy frías. No hay quien las coma».

-La falta de costumbre, Agliberto. La juventud, que debe resolver todos los problemas, no resuelve ninguno, unas por defecto de experiencia, otras por defecto de coraje. Pero ya no me intimidas. Quedamos en que bailas mejor que yo y en que no pudiste enseñarme a jugar al billar decorosamente. ¡Recuerdo qué escándalo y expectación se armaban en el Café de Madrid, cuando en cierta época entrábamos tú y yo a jugar a las carambolas!

-Sí, lo recuerdo muy bien, hasta el desenlace, y veo la mesa herida por la lanza de una amazona.

-Tú me recomendabas siempre: «Alto el taco, Celedonia. Los rotos hay que cubrirlos con plata». A mí me gustaban las carambolas de efecto. «Celedonia, picas más que una gallina en un pimiento.» Y un día atravesé el paño. Y tuviste que cubrir la lesión, no con tafetán, sino con discos de plata.

-Sí, parecía aquella mesa una de aquellas amas de cría de mis infantiles años que llevaban pendientes y pectorales hechos de moneditas pequeñas. Aquel día perdí yo, pero desde entonces has perdido tú.

-Sí; me ha tocado el papel más difícil. Es muy sencillo para un muchacho. «Voy a viajar», pero ¡si supieras cuántas combinaciones he tenido que hacer para venir! Preparar la coartada, diciendo que me invita Claudia, la viuda. Eso es verdad, pero no me reúno con ella hasta que no me enseñes a hacer fotografías. Después, ponerme de acuerdo con la familia del magistrado para dar la sensación de que voy acompañada con una custodia de toda garantía.

-No quisiera engañarme, Celedonia, pero me parece que tu padrastro y tu hermano me vieron ayer en la estación al salir el tren, al asomarme.

-¿Por qué te asomaste, idiota? ¿No convinimos en que te esconderías en el último coche?

-Sí, pero mi familia, el cónsul... Ahora que, al pasar frente a ellos, me tapé la cara con el pañuelo.

-¡Ah, muy bien! Entonces estoy tranquila.

-Yo no estoy tranquilo, Celedonia. Me asustan las responsabilidades, y la más grave de todas es que yo no podré pagarte tus delicadezas. Tú deberías ganar, porque juegas siempre limpio y de buena fe, aunque piques demasiado.

-A veces desisto de toda ganancia. ¿Recuerdas la tarde del tiro de pichón?

-No. ¿Cuándo? ¿Qué fue?

-Estábamos sentados en una mesa de la terraza Carolina, Betty y yo, contigo, ¿no recuerdas? ¡Qué tarde más bonita! Como estábamos junto a las gradas de la escalera pasó una muchacha vestida de azul, con un sombrero grande de flores amarillas. ¡Esa que anda como una diosa antigua y presume de escultura! ¡Esa que te gusta a ti tanto!

Agliberto quedó paralizado. Una palidez mortal le alcanzaba a él y alcanzaba al mundo entero (Mab). Celedonia continuó:

-Tú nos dijiste: «Hace dos años que estoy enamorado de ella y no me atrevo a confesárselo». Yo en broma propuse: «Si quieres, yo se lo diré por ti». Tú contestaste: «A que no». Yo: «A que sí. ¿Qué apuestas?». Tú, tan tacaño siempre en materia de amor, dijiste, ¡oh, vergüenza!: «Un duro». Yo no conocía a la muchacha y no podía abordarla con embajada semejante. ¿No recuerdas cómo nos divertimos?

-Sí, Celedonia, sí lo recuerdo; es uno de los más grandes pecados que he cometido contigo. Me pareció tan descabellada la idea de interceder por mi amor que aposté un duro falso que llevaba en el bolsillo hacía tiempo. Cuando Betty dio por deshecha la apuesta por desistimiento tuyo, creyendo que los duros eran iguales, me dio a mí el bueno y te entregó a ti el falso. Me divirtió la travesura, pero ahora me pesa en el alma.

-No te atormentes, Agliberto. Cuando apostamos mujeres y hombres, a nosotras la mejor contingencia que nos cabe es ganar un duro falso, la peor y la mayor perder el nuestro bueno, hasta cuando se anula la apuesta.

-La verdad, Celedonia, la filosofía de las mujeres es la más barata. Edifica una teoría psicológica masculina a base de cinco pesetas.

-Y la vuestra la más cara, niño, porque siempre transforma un remordimiento en una chuscada más o menos ingeniosa. No te enfades, pequeño. Estas cosas puedo yo decírtelas porque no soy ni tu mujer, ni tu amante, ni tu novia; porque no soy más que tu camarada.

Cerraba la noche. A través del follaje del jardín brillaban las uvas claras de los faroles eléctricos. El recuerdo de Mab venía para Agliberto acarreado en la humedad y la brisa de alguna tormenta lejana. Se estremeció de frío.

-Vamos a cenar, Celedonia.

-Vamos, Agliberto, porque hace mucho relente.

Se colgó de su brazo, y al verle perplejo y triste, le advirtió:

-La cocinera de casa, en las compras de la plaza, pasa todos los duros falsos.

-Espérame un momento, voy a cambiar de ropa para ir al comedor.

-No seas transformista, Celedonia. Aquí nadie te conoce. ¿Para qué molestarse? ¿O es que quieres sacar novio?

-No, es un vestido que he mandado hacerme pensando en ti. Es negro, bordado de lirios blancos y lirios morados. Muy sencillo. Siempre me reprochaste una cierta afición a lo recargado y pomposo, y quiero desbaratar tu opinión.

Ya vestida, entraron en el comedor, lleno de zánganos, de viejas teñidas y de oficiales de opereta.

-¿Qué te parece? Ya no dirás que voy vestida como las muñecas que ponían encima de las consolas y los pianos en el estúpido siglo XIX. Es un vestido muy cuento de Edgard Poe.

-Sentémonos en aquella mesa. Tiene una pantalla más bonita que las otras. El vestido es realmente de alivio de luto. Te tomarán por una viuda joven que ha venido a cenar con el abogado que le desenreda el último pleito derivado de la testamentaría.

Agliberto nunca se había sentido impulsado hacia Celedonia. Guiones de skiss, mah-jong, té danzante, camaradería les enlazaban, pero siempre la estimó demasiado blanca, demasiado portada de magazine -pecas raras, pero irritantes; ojos color ciruela, mitad verdes, mitad violáceos; nariz respingona, boca de A-. «Me sabe, es decir, me sabría a chocolatina y a galleta inglesa -pensaba-. Y yo lo que necesito es una morena de ojos grises y pelo rufo, cuyo cariño estimulante sepa a pepinillos o alcaparras en vinagre.»

-No sabes nada de indumento femenino. No sabes nada de nada, Agliberto. No sé por qué busco tu compañía. Pero ¿qué te pasa para poner esa cara?

-Es la tirantez de los párpados y la nuca, producto de los viajes largos en tiempo de calor. Cada exceso, cada deporte, cada vicio dan un signo local de dolor en determinado músculo. En eso he hecho notables observaciones.

-No me las digas. Lo más probable es que no pueda escucharlas una señorita.

El joven ingeniero descubrió el procedimiento de desembarazarse de su acompañante cuando fuera ocasión; decir una inconveniencia o simular un atentado. Pero lo concibió con ese candor en que incurre el funcionario honradísimo a carta cabal al pensar en la improbabilidad de solucionar sus miserias pecuniarias con un desfalco o una malversación.

Los camareros empleaban siempre el tratamiento más irritante: «La señora no quiere modificar el menú». «Aquí está el lavamanos, señora.» El maître: «De la glace, madame». Madame, señora... ¿Cómo llamarían aquellos zánganos a Mab cuando viniera con ella en viaje de luna de miel?

Celedonia estaba regocijadísima.

-Cada vez me hace más gracia que nos tomen en todas partes por marido y mujer

Después de la cena se despidieron a la puerta de sus alcobas.

-Tú no te acostarás. Saldrás un poco.

-Estoy malo.

-Anda, vete un ratito, que no será tanto.

-¿No me dejas entrar en mi cuarto?

-Ahora no, porque voy a desnudarme.

-Y qué puede importarte, si yo no lo voy a ver.

-Sí, pero lo puedes oír. Los flecos de mis vestidos chascarán como trallas. Mis zapatos darán dos aldabonazos al caer. Mi faja, mis medias sisean al escurrirse. Mi camisa vuela con un zumbido de mosquito. Cuando suene un silencio estaré desnuda. Con solo pensar que puedas oírlo, me enciendo de vergüenza.

-Sí, es cierto. El pudor ha sido siempre el pecado más procaz. ¿Me das permiso para ir de juerga?

-Sí; pero no te acuestes tarde. Mañana te necesito a las nueve para tomar el barco y cruzar el estuario. Escucha, ¡qué maravillosa palabra: estuario! No se puede pronunciar en todas partes.

Salió. Parecía que acababa de desencarnar. La noche de julio, oreada de ozonos y de lágrimas celestes, era un dulce caos: violines, risas, estrellas, rosas. Pasaban por su vera de noctívago mujeres con luceros en los zapatos. Los castaños de Indias tenían las hojas más finas, más sutiles, epidermis más transparente que nunca. Detrás de ellos corría clara y preclara la sangre de los arcos, los farolillos, los anuncios luminosos. Seguía la siembra de sonrisas. Agliberto estaba cansadísimo. Vio una verbena, tan familiar y sin originalidad como todas las cosas que se ven por vez primera. Anduvo largo rato y acabó durmiéndose, andando. Completamente dormido dio su paseo, encontró el hotel, su escalera, su cuarto. Entonces despertó. Reinaba un silencio seductor, con acierto temido por Celedonia. Miró al reloj, solo para pensar: «También Mab debe de estar acostada a estas horas». Volvió a dormir, y, dormido ya, se desvistió y cayó en el lecho.

Citeres, ida y vuelta

SIN DUDA ALGUNA, también dormido, se afeitó; se bañó, se hizo con gran habilidad el nudo de una corbata escocesa, pues al día siguiente, que era lunes, despertó en un barco perfumado de alquitranes, enredado en cordajes, cabellos azules de mar y rubia pelambre de la barra de un río, que desde muy lejos -ciudades imperiales e imperiosas, reales sitios- arrastraba una melena ferruginosa y sanguinaria.

Celedonia sonreía, muy cerca de su rostro. En el esmalte de sus dientes temblaban los pequeños arco iris de las conchas y las perlas.

-¿En qué soñabas? -le preguntó.

-No lo sé. ¿Vamos hacia la isla?

-Tampoco sé yo eso. Pero me parece que no. Aislarnos creo que no estaba en nuestro programa ni creo que esté en nuestro billete.

-Pues no me gusta. Porque nadie debe embarcarse si no es para ir a alguna isla, pues para ir a otra parte cualquiera, bien se va por tierra firme.

-¿No has traído la máquina, ni los trípodes?

-No, probablemente será imposible hacer fotografías del sitio adonde vamos.

-¿No son buenos todos los bellos sitios?

-Yo no soy artista, Celedonia; desconozco todas las técnicas que abastecen la emoción estética. No sé hacer versos, dibujo lo indispensable para los exámenes, un piano o un violín me parecen instrumentos de otro planeta. Para ser artista no me falta más que eso, lo principal: dominio del instrumento, la habilidad; lo que se tiene de derecho divino, por la gracia de Dios, como las monarquías, porque lo otro, la sensibilidad, la inspiración, la vida interior y otras camamas, eso lo tiene cualquiera. Me he refugiado en la fotografía, que requiere tino para la selección, sentido de inquisidor de la naturaleza; gusto, en lenguaje vulgar. Creo que es por ahí por donde deben empezar los artistas innatos que no comenzarán jamás una tarea artística.

-Creo que podré servirte de mucho en tu empresa. Todas las bellezas, las del paisaje, las de lo pintoresco y lo nacional, las de la arquitectura, necesitan una figura humana que las refuerce, las complemente y les dé una interpretación. A eso he venido yo, Agliberto, a animar lo inanimado, a ser persona destacada del coro de la naturaleza. Soy la décima musa: Celedonia, la de la fotografía.

-¿Así que has inventado un viaje y una temporada en casa de Claudia, has engañado a tu padrastro rechazando vuestro veraneo en Francia solo para eso?

-Solo para eso. Aunque no he engañado a nadie, ni retrasaré nada, ni dejaré de ir a pasar unos días con Claudia, según lo convenido. Ya la he telegrafiado. Dentro de ocho días me voy con ella.

-Sí; pero no te das cuenta de lo comprometido que es para ti figurar en mis fotografías. Es emitir moneda, para la maledicencia, con tu efigie.

-Sí, pero la emisión será por cuenta tuya y en revancha no llevará señas de la Casa de la Moneda. La naturaleza es de todos, y ¡como no podrás retratarte a ti mismo en mi compañía!

-Recuerda, Celedonia, que soy el que da los duros falsos.

El río sangriento y herrumbroso se tornaba célico y unánime, al acercarse al mar. El barco deslizábase muy rápido, con una seguridad y firmeza de vehículo en carretera. Hubiérase creído, por el ímpetu sagital y triunfador con que levantaba espumas rosas y verdes, que era un velero garboso. Pero allí estaban la chimenea, los ventiladores, las barandillas reforzadas por tela metálica, las escaleritas alquitranadas con los bordes de latón bruñido...

Agliberto se sentía emigrante de un país amado y perdido. Además, percibía, vaga y muy confusamente, que había sufrido una pérdida muy grande, de algo muy íntimo y recóndito, en un juego peligroso, reciente, tan inmediato que estaba aún en sus comienzos la sospecha de la merma de tal caudal, tácito, implícito, de existencia incomprobable...

No podía proclamar su descontento, vociferar su disgusto y su protesta ante lo imprevisto e incalculado. En resumen de análisis, toda su tragedia consistía en que una muchacha de veintiún años, al tener conocimiento de su viaje y debiendo pasar una temporada con una amiga suya, había adelantado su salida y se brindaba a acompañarle, fiada en una pura camaradería antigua. El incidente no podía revestir un cariz menos terrible. No obstante, su desazón aumentaba; advertía que los acontecimientos iban a surgir impregnados de tal originalidad que no podría luchar con ellos, provisto tan solo de los gestos, opiniones, ademanes y entonaciones de voz en él peculiares. Era menester imitar a un hombre distinto para comportarse de un modo diferente. Lo antiguo, lo privativo, lo propio bien estaba donde había quedado y en poder de quien lo guardaba.

Llegaron a un pueblo anónimo, indocumentado, antagónico -barro y luz-, igual a otros mil pueblos, de casas garrapiñadas, chalets blancos con persianas verdes, árboles opulentos y tranquilos -¡envidiables ellos!- de pechos sobre las bardas de los muros encalados.

En aquella aldea, situada en la margen opuesta a la que albergaba a la gran ciudad, reinaba una suculenta dulzura en los colores y en el aire. La suave Celedonia, enamorada de las novedades, la saboreaba, apoyándose, subrayándose en el brazo de Agliberto, claudicante apenas, utilizando a su amigo más como bastón que como galán.

-Mientras me duela mi piececito no podré ir a ver a Claudia.

-Sí, en auto, ¿por qué no?

-Necesitaré de ti para poder andar por el mundo. Del brazo de cualquier mujer pareceré siempre una coja, una inválida. Del tuyo creerán las gentes que si ando sin gracia ni prisa es porque voy amartelada y soy un ser dichoso. No me gusta aparentar desventuras y lástimas.

-¿Eres feliz, Celedonia?

-Sí. Como el día de mi primera comunión. ¿No está bien del todo?

A medida que Agliberto intentaba despojarse de su personalidad y carácter, de su alma, para que quedara en prenda en poder de Mab y pretendía imitar los signos exteriores de aquel pobre espíritu de jefe de Administración de segunda clase, se le mostraba con mayor brío la evidencia de la posibilidad de entablar una aventura amorosa con Celedonia. Nunca hasta entonces lo había supuesto. En la confianza e intimidad mutuamente otorgadas quedaba implícito el respeto, a pesar de las familiaridades, pero habiéndose desprendido del lastre de lo íntimo, de la carga del acerbo interior, sentía cada vez más racional, más lógica, más imperiosa y coercitiva, por tanto, la impulsión hacia Celedonia, aunque no la amara, ni le agradase. El diablillo de la ocasión le azuzaba, rojo cereza, calvo, muy calvo, con un solo cabello, rubio, verde como una brizna y le decía: «Acuérdate, Agliberto, de que tienes veinticuatro años, que ella tiene veintiuno, y que en los manuales de pragmática de los jefes de Administración se lee como lema: "No se vive más que una vez"». Lo peor de todo es que el argumento de aquel diablejo le satisfacía, le saciaba mentalmente, como una verdad matemática, como un axioma, y la aprobación que en su intelecto hallaba le sumía, por parte del resto de su ser, tenebroso y anhelante, en un terror horrible y en una mengua mayor de su energía.

Llegó a preguntarse, suspirando: «¿Será deber mío hacerle el amor? Si no se lo hago, ¿me lo perdonará la tercera generación de nietos de mis amigos, en una cadena de comentarios desfavorables?»

Celedonia, indiferente a aquellas torturas, pedía aclaración de todo; traducciones de los rótulos, las muestras, los nombres de las villas pintados en tabloncitos de maderas, o en placas esmaltadas, versión de los diálogos entre marineros atezados, obscuros como el palastro de los caloríferos, o entre mozas desgreñadas que esperaban, junto a sus vasijas, en las fuentes. Se encontraba, como Adán en el jardín del Génesis, ávida de conocimiento y de adjudicaciones nominales. Sabía muy bien que de la morfología y posibilidades fonéticas de la maravilla verbal había salido el universo todo con sus magnificencias y sus almíbares, y que cuanto no consiguiera una palabra no podía lograrlo fuerza alguna. Pero Agliberto no conocía los términos que designan las artes de pesca, ni las flores de los jardines, ni los himenópteros de cuerpo de alfiler negro que bajaban del dosel de un gran olmo, hasta ellos, mortales y pareja, sentados en un banco de piedra, mirones de cómo las aguadoras hacían equilibrios con los cántaros. No estaba el buen estudiante preparado para tal examen. No sabía la lección de aquella bola que le deparaba la suerte.

La mano de Celedonia acariciaba el tejido de una de las mangas de su americana:

-También es muy bonito este traje de fresco verde. Pero es del año pasado.

Con estas palabras los barcos del estuario, las brisas, los reflejos, las golondrinas presurosas, los himenópteros parecían traer algo de lo que dejó Agliberto, lejano en su viaje. Del olmo anciano se escapaba un largo suspiro, que en su vuelo hinchó el traje de fresco verde con un suave y dulce impulso. Las manos de Celedonia tenían el color del dorso, del islote o ciudadela de los bizcochos: un rosa mate; sus dedos, una calidad de guindas de estío. Agliberto hubiera besado esa mano con gusto. La tomó entre las suyas, pero antes de acercarla a sus labios fue cobarde y miró a ambos lados. Delante de él, con el cántaro a la cabeza, en chanclas, pero descubriendo sus incomparables piernas, Mab iba por agua a la fuente. El pelo negro y pavonado caía hasta su blusa blanca. No pudo reprimir un grito. Se asustó la aguadora. El arco de lira de sus desnudos brazos morenos no alcanzó a sujetar la panzuda vasija, que se hizo mil pedazos en las piedras del sendero. Colérica y triste se fue.

-¿Qué te ha ocurrido, Agliberto? -preguntó Celedonia.

-Lo más curioso es que no tenía gran parecido... Solo ha sido un instante...

-¿A quién se asemeja que tanto te has sobresaltado?

-A una mujer que viene a verme de noche, en sueños. Celedonia, haz el favor de poner a secar mi americana en aquel seto. Será cosa de cinco minutos, en este tiempo.

-¡Si no te has mojado!

-Sí, Celedonia, me ha echado el cántaro de agua fría por la espalda.

-Quítate la americana. Mira. No te ha salpicado ni una gota.

-¡Es muy raro! Yo he sentido la ducha.

-¡Sí que es raro, Agliberto!

La hora del almuerzo iba cerrando poco a poco su varillaje. Para regresar, no estaba ya el vapor que los trajo. Un viejo barco, de esos que sirven para las películas de piratas, les esperaba en el puertecito. Negra embarcación, repleta de obreros, pescadores, mujeres con niños en brazos y comida en capachos. Aquel pasaje hosco y bobalicón ciñó su pazguatería en torno de la pareja enguantada y calzada de blanco.

-Este es el barco de Iseo y Tristán.

-¿Por qué dices eso, Agliberto?

-Por su aspecto. Es una nave de primer acto de ópera. Yo no soy erudito. Tengo del mundo una imagen escenográfica.

-Buena para tomar el filtro del amor como aperitivo. ¿Con qué estaría hecho ese filtro de amor?

-Esa receta te la darán en la sección de correspondencia de cualquier revista de modas.

-No bromees. ¿Te gustaría amar por medio de un brebaje? ¿No te parece un tratamiento para convalecientes?

-Celedonia, solo enamora algún filtro o algo muy filtrado.

Todo el mundo los miraba con extrañeza, como a bichos raros de una exhibición de circo o de parque, tan sutiles, tan almidonados y de punta en blanco, en el cascarón de nuez embadurnado de breas, de yodos y de almagres. El barco se desprendió de la ribera de las casitas, las olmedas rollizas, las fuentes líricas, las aguadoras asustadizas y los insectos mandaderos. El agua, mirada desde la popa, hervía sorda, casi inmóvil, obediente al sol de la canícula, y tenía una calidad sólida, firme, veteada por las espumas de malaquita muy lustrosa (véanse ciertas mesas de palacios siglo XVIII). Inspiraba sosiego confiado, pues Agliberto inició una serie de equilibrios sobre una barandilla. Vacilaba entre la cubierta y el mar.

Muy sobresaltada, Celedonia imploró:

-¡Por Dios! ¡Morir tan pronto! ¿No estás en lo mejor de tu vida?

-Sí, pero estoy en una perplejidad continua. La perplejidad fue creada, inventada por Dios, como la fiebre y otros estados extremos, para la intermitencia, exclusivamente. Y yo no me la quito de encima.

-¿Acaso soy yo la causa?

-No, hija, no. Tú eres clara, diamantina, familiar, además...

-¿Entonces?

-Te diré. Mientras creamos, según es tradicional, que el mundo es algo muy plácido, muy sereno, muy tranquilo, y que toda inquietud, error, contradicción está en nosotros, nuestro error, nuestra coladura se hará más garrafal cada vez. El universo está mucho más atareado que nosotros; se afana, guía, vibra infatigable en su gimnasia. La conciencia, con sus privilegios: inacción, contemplación, delectación, farniente, pereza, es el descanso dominical cósmico. Pero esa conciencia, cuando se da cuenta del tráfico, del trajín, de la circulación de los elementos acarreados por las brujas, los electrones, las ondas hertzianas y los demonios encendidos, se sobresalta, se irrita, se desazona...

-¡Ya me estás tomando el pelo, Agliberto! No te entiendo una palabra. Todo eso son los nervios. ¡Qué delicado lenguaje! Yo no creo en el sistema nervioso. Es una broma de los atlas fisiológicos.

-Yo creo en el alma, Celedonia.

-Yo también. ¡Bueno fuera!

-Pues a veces el alma se nos va o se nos queda en otra parte, y tardamos mucho en encontrarla. ¡Yo así lo creo! Además, he llegado a opinar más, casi a sentirlo, que también a veces nos abandona parte de nuestro cuerpo y no queda consciente sino un hollejo, un vilano, una cascarilla de lo que somos nosotros.

-Eso es neurastenia.

-Sí, Celedonia, sí. Esa es la expresión que no explica nada, que se desentiende del fenómeno. Es una palabra para especialistas de treinta duros la consulta. Y ella en sí es indecorosa, soez y fea, indigna de una boca humana. ¿Por qué emitiremos algunas palabras sin partirlas, sin sacarle su almendra y saborearlas como es debido?

-Entonces, Agliberto, ¿tú no crees en el sistema nervioso?... Opinas que el mundo está constituido por un incesante barullo. Confías en el filtro del amor y en las palabras mágicas.

-Sí, sobre todo en las palabras milagrosas.

Desembarcaron al fin en un muelle lleno de envases de sardinas y de puestos de loza tatuada. El sol amenazaba fundirlo, disolverlo todo. Ella abrió su sombrilla con dibujos arbitrarios: paralelogramos, rombos, trapecios de mil colores, azules, rojos, verdes.

-Esto es un cuadro cubista, Agliberto. Acércate, que te tape.

-No, de ningún modo. Parece una vidriera antigua.

Otra vez el hotel. Los blancos manteles daban una sensación de frescura en el ambiente tropical y cruel. El calor era insufrible. Los camareros con sus fraques de paño y sus pecheras de porcelana partían un iceberg con grandes martillos de cristal, y depositaban los témpanos en las copas, los platos, las manos de Celedonia. Después pusieron a su derecha y a su izquierda dos ventiladores de aspas. El color de rosa de sus brazos desnudos hasta el hombro se estremecía en una línea mórbida, muy próxima a la perfección.

-Vas a engordar, niña. Tu delgadez es una ficción de tu gentileza -comentó Agliberto.

-¡Oh, qué galante! Es el primer piropo en tierra extraña -y en premio le cedía su parte en los manjares, temerosa de que la lozanía de brazos y muslos llegara a invadir sus agudos hombros y su exigua cintura.

Él no podía probar bocado. Ella comentaba:

-No tienes apetito. Este país no te sienta bien.

La puñalada trapera del soplo frío del ventilador entrábale tórax adentro con el retorcido encono de un berbiquí. El joven ingeniero pensaba en una pulmonía con deleite.

-Tenemos que volver a esa isla mañana o pasado -apuntó Celedonia.

-¿Isla?

-Isla o lo que sea. Para hacer fotografías.

-Imposible.

-¿Imposible, por qué?

-Porque es un sitio del que están prohibidas las reproducciones, desde que el mundo es mundo, para todos los mortales, desde la primera pareja hasta nosotros.

La tentación en el paraíso de Virginia

EL PLIEGO DE LA CARTA, que Agliberto tenía empezada sobre la mesa, decía textualmente:

«El ser humano no sabe ir sino contra viento y marea. Conocí a usted en la calle hace más de dos años. Yo nunca había visto ninguna escultura de museo con traje sastre y sombrero de charol. Quedé deslumbrado. Iba usted acompañando a su madre y las perdí en la esquina de la calle Mayor. Supuse: "Viuda e hija única". Después, la encontré algunas veces y siempre se me extraviaba. En sueños la veía con frecuencia, siempre en un comedor con pantallas, visillos y adornos morados. Pero entonces estaba usted acompañada por dos hermanos y un señor grueso, pálido, de bigote negro. Su familia completa, inconfundible, aunque algo borrosa, me fue presentada en sueños. De ahí nació mi amistad con sus hermanos que al trascender a la vigilia, a la mal llamada realidad, dio lugar a nuestra presentación, a los coloquios deseados, a nuestra amistad sutil, inquebrantable, elaborada, hecha posible con mentirosas imposibilidades de la fantasía.

Usted sabe que todo esto es pura verdad, y mi adoración se apoya en la confianza de que será siempre Mab quien impida que deje de serlo. La mujer ideal no es la que reúne más perfecciones, sino la mejor administradora, la excelente ama de casa de nuestros ensueños, imaginaciones y desvaríos.

Todos sus sombreros, sus jerseys de tenis, sus vestidos -hasta el de musgo de torzal esmeralda, el de hamadriada, el del palco de la Princesa- han sido escogidos por mí, antes de conocernos, sin que usted se diese cuenta.

Todo eso lo comprobábamos en nuestras pláticas últimas, pero yo he tenido la osadía de interrumpir esas confrontaciones de nuestras mutuas preferencias, y he venido a hacer el viaje más triste, penoso y aburrido de mi vida.

No pruebo bocado. Me ahogo de calor. No hablo a nadie. La presencia de cualquier mujer sería insufrible para mí. Solo pienso en Mab».

Celedonia llamó a la puerta.

-Oye, querido, ¿es que no vamos a salir esta tarde? Son las seis. ¿Se puede?

Entró radiante, pomposa, sacudiendo largos flecos de seda que, desde la cadera a los tobillos, la hacían más voluminosa, más cuajada en su vestido color oro viejo, deslumbrador y bochornoso. De sus brazos, desnudos hasta arriba, se desprendía un olor a albaricoque de jardín.

-¿De dónde has sacado esos pendientes de brillantes? -exclamó Agliberto, consternado, mientras escondía la carta vivamente-. Son dos potentísimos faros.

-Son de mi madre, la pobre. No son para una soltera. Desde que murió me los pongo de cuando en cuando, en recuerdo suyo. Creo, además, que me dan buena suerte.

«¡Ah, entonces son dos luces votivas y piadosas!», pensó el joven, poniendo los codos sobre la carpeta de la mesa.

-¿A quién escribías?

-A nadie. Cuestiones profesionales.

-¡Ah, sí! ¿Trabajos?

-Sí, un proyecto de ferrocarril aéreo.

-Aquí no hemos venido a trabajar. ¡A la calle ahora mismo!

-Te has pintado mucho, Celedonia. Vas un tanto llamativa.

-Como acompañada, puedo permitirme estos excesos. Si me dicen alguna atrocidad, haz el favor de no enfadarte ni armar cuestiones.

Anduvieron con prodigalidad de vaivenes y de consultas, a fuerza de interrogaciones, mejor o peor articuladas, a marinos feroces, guardias municipales, etc., sin acertar ni una vez con lo indicado. Al fin se perdieron por una calle larguísima, retorcida y varia, recamada de jardines, donde las buganvillas florecientes, espléndidas, ponían sus generosas púrpuras alegres entre las hojas verdes en que se reclinaban y el cielo azul, de un azul de turismo y bondad.

«¡Qué lindas para verlas con Mab!», lamentaba Agliberto, con dolor de miope que ha olvidado sus mejores lentes.

Después, por una traslación inevitable, pasó del mundo del anhelo al de la contrariedad, y al ver a Celedonia, tan abierta, tan fruta en su punto, comentó:

-Pareces una señora casada.

-¡Ay qué gusto! -apoyó ella, haciendo girar la sombrilla mordorada.

Por un barrio de hoteles llegaron cerca del acueducto. El sol iba ya muy bajo, echando las últimas zancadillas de la jornada. Tamizándolo, dorada, sobredorada y rubia, la traviesa criatura sonreía. Al trasluz, se dibujaban sus piernas hasta medio muslo, denunciadas por la claridad ínfima, sobre las algas de seda de su falda.

-¡Dios mío! -exclamó su amigo, con fatiga de marido meticuloso-. No vuelvas a envolverte en esa borla. ¡Es un escándalo!

-¿Se me ven mucho?

-Hasta más arriba de la rodilla. Como unas sombras chinescas.

-¡Qué vergüenza! No me mires, no me mires. ¡Por lo que más quieras! -suplicó, incendiada como una pavía.

Volvieron por el camino andado. Las buganvillas, con la emoción del atardecer, estaban más alegres, más ebrias, más titilantes que a la ida. Cada pétalo parecía un corazón.

Pasaron delante de un gran edificio claro, al que custodiaban unas finas verjas. Unos estudiantes, al mirarlos con curiosidad insistente, los retuvieron, en vez de alejarlos.

-Este debe de ser el Jardín Botánico. Entremos. Quizá haya algún banco para descansar.

El conserje los detuvo con la espada flamígera de su mirada.

-Ya no es hora.

«Claro -pensó Celedonia-, no veremos nada. Este hombre sale de viaje para hacer proyectos, en vez de salir para no hacerlos.»

Agliberto no podía conservar la estación bípeda.

-¿Son ustedes extranjeros? -preguntó el guardián.

-Bárbaros -repuso el joven ingeniero, fortaleciéndose en la expresión, como si fuera un hipofosfito.

El portero se inclinó y les ofreció el paraíso. Era un remedo de valle tropical, regodeándose en el regazo de la ciudad, partida, ahondada en dos vertientes sobre las cuales se escalonaban construcciones de muchas ventanitas, con cara de ficha de dominó. A través de la arboleda, se le iban encendiendo los ojos negros a las casitas de los barrios altos, que miraban unas por cima del hombro de las otras, y de las grandes arterias urbanas subía con la bruma una alharaca confusa y palpitante. Sobre el cielo, de ónice azul, ya muy pálido, se destacaban los supremos peinados de las palmeras, de los fénix, quizá también de los árboles del caucho y de la guayaba, de los ficus gigantes, de los baobabs y de otras invenciones de Mayne-Reid. Alzaban los áloes sus tirsos de cascabeles silenciosos, y el aire olía a merienda de chumbos, de mangos, de bananas, aguacates, piñas, güiros, kakis y chirimoyas. Flotaba en el espacio una suavidad de otras latitudes, como si estuvieran midiendo, sin cesar, varas y varas de terciopelo. En las sombras, que medraban presurosas, debía de ir disuelta algo de sombra del manzanillo.

Agliberto, así debió de ser el jardín de Pablo y de Virginia.

-Este es un jardín sin tiempo ni espacio.

-Como aquel. Dos cocoteros les servían de partida de nacimiento.

-No he leído esa novela, Celedonia. He leído muy pocas novelas. (Ahí tengo a Proust, enterito. Son mis libros de cabecera. Me sirven para dormir.)

-Es la historia del paraíso inocente, aún con amor.

-Sí, ya me doy cuenta. En calidad de matemático planteo esta proporción. El jardín de Virginia debe de ser al paraíso lo que un jardín botánico es a la naturaleza.

Las cuestas pinas agravaron el pie de la amazona, que tornó a apoyarse en el brazo de su amigo. Sintió este que, al contacto de sus brazos de nieve, blancos y desnudos, le traspasaba, no un apasionado fuego, sino un frescor balsámico. Era tan dulce la niña rubia que la humedad del suelo subía por su cuerpo como por un terrón de azúcar. El silencio inmediato, absoluto y cautivador envolvía en conjunto los remotos rumores urbanos que llegaban aunados en esa melodía confusa y bailadora de los atardeceres estivales. De las calles, las plazas, los tejados salía una voz, exhalándose en notitas tenues: «¡Mab! ¡Mab! ¡Mab!».

No obstante, la pareja iba muy pegadita, soldada por el rocío aglutinante. El corazón de él, sintiendo tan pequeños, tan reducidos los aros de los trópicos, se agrandó, salió de Europa y llenó medio planeta. «Ah, sí -díjose entonces-; esta tarde no dejo de darle un beso. Si se marcha ofendida, ¡adiós!» Sin embargo, la sintió tan cercana, tan atada a él, que demoró su iniciativa. En el jardín de todas las redundancias, en el jardín paradisíaco no corría el tiempo. Cuando se decidió a inaugurar una catástrofe con un ósculo, estaban, sin darse cuenta, frente a la verja de salida, junto al arcangélico conserje que los invitaba a salir con la mano en la visera de la gorra.

«Pues ese beso no dejo de dárselo», meditaba Agliberto al cenar.

-Si te aburres conmigo, mañana mismo me reúno con Claudia.

Al separarse para entrar en sus cuartos, ella en el azul, él en el rosa, la deuda quedó saldada. Le dio el beso, pero en el dorso de la mano, reverencioso, como palaciego en antecámara. Ella se retiró contentísima, reina ante la genuflexión de un vasallo.

Film

EL MARTES POR LA MAÑANA Agliberto también despertó en la calle. La noción de Celedonia se le revelaba más remota, más alejada y fugitiva. ¡Sí, la había perdido! Ni sabía dónde estaba ella, ni ella sabía dónde estaba él. Sí; la había perdido. Y bailaba de gusto por las aceras acogedoras y joviales, un paso de danza negra, evitando pisar las junturas de las piedras, pues todo el mundo sabe que poner el pie encima de los intersticios da una mala sombra aciaga. Después, los asfaltos y las losetas, unas por nada y otras por mucho, hicieron imposible el entretenimiento. El hecho de madrugar engendra optimismo; las ciudades tienen patente entonces el número estricto de transeúntes con misión a medio justificar. (Nunca se justifica el tránsito de modo absoluto y satisfactorio.)

Pasó por siete plazas y doce calles. Notaba, en medio de su deleite, que varias personas le seguían. ¿Sería azar? ¿Sería curiosidad? Ya no sabía dónde estaba, pero se sentía observado. Vaciló en el firme suelo, ni más ni menos que un barrista en pleno ejercicio de equilibrio, y volvió el rostro. Uno de sus secuaces espontáneos apuntó con el índice: «Por ahí». No le cupo sino obedecer, ya que le ahorraban toda pregunta. «Algo bueno me espera, puesto que me guían.» Vino a presentarse, con el consiguiente embarazo, una encrucijada prendida con una estatua. Otros dos de su difuso séquito, a quienes había perdido de vista, se acercaron para encarrilarlo: «Siempre derecho».

Pensaba: «No hay nada que hablar. Todos vamos a lo mismo». La mayoría de las gentes que le acompañaban, distantes, pero solícitas, iban bien portadas. No podía tratarse ni de un reparto de ropas ni de un desayuno benéfico. Allí no se daban corridas de toros. «¿Habrá mitin o partido de foot-ball mejor?», supuso.

De pronto, se dio cuenta de que el aire tenía una vibración extraña, desaforada, excesiva. En los días de calor la atmósfera tiembla con unos visos de celuloide y pierde su diafanidad, ganando en hormigueo, tal si estuviera sobre un enorme hogar. Pero la temperatura material era benigna. Los objetos, los vehículos, los faroles, los anuncios y rótulos se escamoteaban veloces a sus miradas, en un desarrollo vertiginoso, en un desenvolvimiento de algo enrollado. Un rumor de ejes, ruedas, tornos, preludios musicales de pianola se fundía en un siseo de sierra giratoria o piedra de afilar. Observó sus movimientos. Eran demasiado presurosos, sacudidos y mecánicos: de Cristobita o de Juan de las Viñas. «¿Me habré convertido en un personaje de película? ¡Triste destino! ¡Qué raro, mis perseguidores vienen todos vestidos de gris! ¡Dios mío, mi pobre ser ha debido de laminarse en una cinta de cinematógrafo! ¿O en qué mundo vivo?»

Después lo pálido, lo desteñido que se le aparecía todo en su jadeante escapada, trajo más luz a sus dudas devanadas, hiladas en sombras y claridades. «Ya sé dónde estoy, y cuál es el orbe en que me han proyectado. Parece una pantalla, pero es el mundo vertiginoso de la impaciencia.»

Frente a una estación varias señoras le tomaron de la mano, llevándole en medio. Ninguna vestía de color. Los caballeros o policías que le seguían a distancia dieron las manos a las señoras, formando coro, cadena o fuelle de cotillón improvisado. Llegaron hasta las gradas de una iglesita encalada, amable bizcotela arquitectónica. Agliberto, que había gozado dando una carrera, se echó a temblar. «¿Pretenderán casarme? ¿Servirá esta cinta para un lazo?»

Las señoras desconocidas entraron en el templo y sacaron de él a Celedonia, muy blanca, muy yema de coco, de un rubio más sepia, vestida de seda listada de negro, falsilla de cuyas rectas no había medio de apartarse. Todos dieron su misión por terminada con un general saludo.

-Aquí tiene a su marido. Ya lo hemos encontrado.

Ella dijo muy sentenciosa, en letras claras sobre fondo obscuro.

-¡Hay que ver! Todas las personas a quien he preguntado por ti te han encontrado, sin conocerte.

El balancín del alma

«QUERIDA CLAUDIA:

Estoy a menos leguas de lo que tú supones. Quizá tengas ahí alguna carta de mi casa. Permaneceré en la capital unos días, muy poquitos, antes de ir a tu lado. Yo he escrito a papá y a Adolfina que estamos juntas en este hotel del membrete. No me descubras el guisado con algún desaguisado. Te diré la verdad: he encontrado aquí a Agliberto. Conoce muy bien todos los sitios bonitos, y me sirve de guía. Me divierte mucho. Nos toman por matrimonio. Él está apuradísimo.

Los hombres no son más decididos, valientes y emprendedores que nosotras. Están confeccionados con la misma pasta flora nuestra. Se conmueven, se amilanan, se asustan, y hasta lloran. Ahora sí, lo disimulan muy bien, fumando cigarros puros y bebiendo coñac. Las mujeres, por el contrario, exhibimos nuestra sensiblería y ocultamos nuestros arrestos. Venimos a ser lo mismo, o todo lo contrario, pues llevamos fuera lo que ellos llevan dentro y viceversa. ¿Qué te parece esta simplificación de la psicología de los sexos?

No puedo profundizar a riesgo de ahogarme. Tengo que seguir en la superficie. Te escribo desde el baño; si mi carta va salpicada, tranquilízate. No es llanto. A través del agua azul veo esfumarse el rosa pálido de mi cuerpo. Encanto me da verme tan poco carnal, sentirme algo así como una nubecilla de verano reflejada en una fuente. Atisbo que no debe de haber gran diferencia entre mi alma y la envoltura. Deben de parecerse mucho.

Los hombres, ¡qué brutos!, no son así. Llevan en la misma jaula al ángel y a la bestia desavenidos. Cuando la fiera predomina, expulsa el espíritu; cuando el ángel reina, desahucia y pone en la calle al inquilino animal. No tienen término medio. Están en la selva o en el limbo, siempre incompletos y tullidos. A nosotras, como a los cuerpos de las prendas, se nos ve a un tiempo el revés y el derecho y están bien ambos. Ellos, aunque de nuestro mismo tejido, son igual que las mangas que si se vuelven no se ve más que el forro. ¿Verdad que sí, viudita Clau?

Agliberto ha sido siempre correctísimo. Nunca intenta desnudarme con la mirada ni me suelta preguntas impertinentes. Me hace reír mucho. Como todos los infelices lanza teorías atrevidísimas. Es algo chinche y exclusivista. Me consta que no le gusto. De él, es lo único que me ofende.

Todo esto contribuirá a sostener y prolongar nuestra mutua compañía. No creas, ni un momento, que pueda tratarse de amor ni de nada parecido. Él ha venido a sacar fotografías de los monumentos y de los paisajes. Yo voy en calidad de elemento vivo, de personaje animador. Ya nos enviará alguna prueba, cuando esté contigo. Mi buena Clau, pienso que a fines de semana, todo lo más, podré abrazarte.

No olvides que para todo el mundo estamos juntas tú y yo en este hotel. Mándame las cartas que hayan ido. Habrá alguna del Casino militar. Las demás puedes abrirlas y hasta contestarlas. Perdona que te deje sola una semana.

No me traiciones, tú, ¡tan buena! Un torrente de besos de tu amiga, Cel.»

Cerró el sobre azul, mojando el índice de su mano derecha en el agua también azul del baño, de donde había salido, rosa oliente y cálida, para envolverse en las felpas de un albornoz verde, gris y rojo.

-¿Por qué habré puesto que escribía desnuda, en el baño? Primero y principal, es muy difícil escribir en remojo. Se corre el riesgo de un enfriamiento y de estropear media caja de papel de cartas. Además, es mentira. Cuando pensé escribir y lo que iba a escribir, sí estaba bañándome. Me figuré, al ver el juego del azul y el rosa que se trataba de una travesura de luz de atardecer en un charco. Pero la carta la he escrito en esta mesita de cristal, después de secarme. Además, ¡qué indecente! Voy a romper la carta y escribir otra. Cuestión de diez minutos.

Golpeaban con los nudillos en la puerta de su alcoba, cerrada, pero sin llave. «¡No! ¡No entres! Estoy bañándome.» Después recapacitó. «Soy tonta. Hace tiempo que he salido del agua. Estoy envuelta en un ropón que apenas deja al descubierto las uñas de mis pies y de mis manos. Además, él nunca entra ni pretende entrar en mi cuarto. ¡Soy boba! Me distraigo en el tiempo pasado y no avanzo hasta el presente», comentaba con la carta en la mano, sin decidirse a romperla. Reaccionó en otro sentido y ordenó imperiosa:

-Entra, Agliberto. Ya puedes pasar.

La puerta se abrió, pausada y temerosa.

-Entra, hombre, entra -mandó, con más viveza.

El joven apareció, demacrado por la turbación y los escrúpulos.

-¿No te has vestido todavía, niña? ¿Has escrito?

-Sí, a Claudia.

-¡Cuánto has tardado!

-Pues he hecho dos cosas a un tiempo. He escrito la carta mientras me bañaba. Siéntate, hombre, siéntate. Yo me vestiré en el cuarto de baño.

-No tengo donde sentarme. En una silla hay ropa blanca. En otra este vestido de flores estampadas. ¿Es que te toca estrenar hoy? ¡En el sillón hay dos sombrereras!

-Siéntate, ahí mismo, en mi cama. No me la deshagas. Toma un libro. Espera, yo estoy al instante. Me visto aquí al lado. Trae aquellos zapatos, aquella ropa. ¡Ay, mis medias! No cierres la puerta del pasillo, déjala abierta.

En cuanto el cerrojo, que separaba el cuarto de aseo y la alcobita azul, dio su martillazo de subasta, Celedonia sintió que un ígneo rubor le escalaba el cuerpo.

«¿Para qué le habré mandado entrar? ¡Y está ahí, sentado en mi cama, a la vista de todos los que pasan! ¡Y se me ha ocurrido, Dios mío, darle el libro que trata de las cortesanas griegas! ¡Estoy desatada!»

No acertaba a vestirse. Oía que Agliberto hojeaba el libro. No pudo más.

-Oye, ¿no has escrito tú? -dijo a través de la blanca puerta.

-Sí. He escrito mis cartas.

-Pues échalas al buzón, con esa mía azul que está sobre la mesa.

-Anda, vístete pronto, y las echamos juntos.

-No, bájalas tú mismo ahora, y vete. ¡Ahí no haces nada!

Al sentir que se marchaba se serenó. Pero la carta azul iba diciendo que fue escrita en el baño.

Cuando salió a la calle, Celedonia se sintió más ligera, más pluma al viento que de ordinario. Sin embargo, jamás como ahora había tenido la sensación de llenar, de sostener, de sustentar su nuevo vestido de seda estampada a grandes flores rojas, celestes, moradas. Agliberto había ido a Correos, y a recoger unas fotografías dadas a revelar. Volvió más pálido y transparente, con los ojos más azules que nunca. Aparentaba sufrir mareos de cuánto que padecía en su interior. Era muy posible que entre los punzantes olores de ensalada del mar y la dulzura del perfume de las magnolias y las últimas rosas de los jardines hubiese atisbado el riesgo de perder a Mab. La carta que acababa de enviarle pedía auxilios contra enemigos invisibles, contra demonios que le acompañaban, contra fatalidades fáciles de evitar. El joven tenía miedo de sí propio, porque no se reconocía, porque se juzgaba muy adulterado y venido a menos, porque le quedaba muy poco de sí mismo, y apenas si empezaba a tener algo del jefe de Administración de segunda a quien quería imitar. ¿Seducir a Celedonia? Cada vez se le antojaba más obligatorio, y, por consiguiente, más pavoroso. Desde su pubertad había soñado con un tipo de mujer esbelta y escultural, de ojos muy negros, suavemente morena, casta, pero inflamable y poderosa, de exquisitas virtudes domésticas, desprovista de toda coquetería y agitación externa y caprichosa, dormida y soñando en su belleza desnuda e intangible, como la durmiente del Giorgione, con ventajas deportivas de Atalanta robusta que en los trances de la vida fuese tan veloz que se adelantara en todos sus deseos, programas y organizaciones. Aquella preciosa alegoría había encarnado en Mab, excelente bailarina, temible jugadora de tenis, 1,68 metros de estatura, 65 kilos sin oscilaciones ni amenazas de gordura, un perfil de medalla, unos hombros de diosa, religiosidad sin beatería, bonita voz, veinticinco años, muy hábil en dulces, repostería y toda clase de labores de aguja y de confecciones caseras. Íntegras las excelencias que él había apetecido, reunidas en un bellísimo epítome dedicado por el Supremo Hacedor, al modo de todos los venerables autores de barba blanca, con estas consoladoras palabras de aliento a la virtud y dicha vitalicias: «A Agliberto, ingeniero de caminos, muy afectuosamente».

Y Celedonia podía robarle aquella felicidad, prevista en sueños, elaborada por él y hasta él conducida. El diablo debía de valerse de ella para intentar su perdición eterna y su terrenal desventura. Los prodigios mefistofélicos de la noche del viaje no dejaban lugar a dudas.

Le pidió las fotografías.

-¡A ver, a ver! La otra mañana te escapaste para hacerlas. ¡Ay, qué bonita! Este es el palacio real, esta la basílica, ¿y esta torre? ¡Qué malo eres! No quieres que figure en ninguna de ellas.

-Celedonia, nos estamos comprometiendo como unos locos. Esta aventura sin sentido va a tener consecuencias para nuestro porvenir.

-¿Te preocupa a ti mucho? A mí no me importa nada.

La tarde, cada vez más pálida, más reluciente, cedía en sus calores. La ciudad, picada de terremotos, hecha a cuchillada de acantilados, pescaba con caña las miradas de los barrios bajos. Se subía a los pisos altos de ciertos distritos por medio de unos ascensores, casi disfrazados de torres metálicas, burbujas más o menos sueltas en la pipeta del tráfico y de la impaciencia urbana. Nuestra pareja entró en uno de ellos, y a los pocos segundos se encontró encaramada en una plataforma o terraza dominadora, desde donde se percibían, diminutas y alarmantes, las gentes que desembarcaban en la gran plaza.

-¿Quieren subir a uno de los templetes?

-¡Ya lo creo! -aprobó Celedonia-. Sería imperdonable no hacerlo.

Se encaramaron por una escalerita de caracol a un balconcillo colgado a cien metros de las calles que pasaban debajo. Daba horror mirar las hormiguitas humanas que circulaban allá, en el fondo. Apenas había barandillas en aquel artefacto. El caserío de la ciudad gesticulaba con sus planos ocres o blanquísimos, reverberando como los espejuelos de cazar alondras. El puerto era un gran acerico erizado de mástiles de cabeza negra.

Agliberto sintió un vértigo mortal. Algo tiraba de sus talones para lanzarlo al espacio. Se vio describir una graciosa parábola de un hectómetro y quedar convertido en una roja amapola allá en el pavimento lejano. Celedonia también se sintió contagiada de espanto. Cuando se arriesgaron a bajar por la escalerilla acaracolada estaban más muertos que vivos. Él, agarrado al eje de la escalera, ella apoyada en él.

-Hazte firme, Agliberto, ¡que me caigo!

-Si no me muevo, hija mía. Paréceme que me voy al vacío.

Ella, en un rasgo de sacrificio femenino, le entregó la sombrilla abierta.

-Toma, si caemos, sujétate y te servirá de paracaídas. Pero no cedas a mi presión, pues salgo volando.

Al fin, muertos de miedo, bajaban uno tras otro. Agliberto se sentía ya planeando en el aire, como si se hubiera desmaterializado del todo, como si le fuera indiferente estar bajo los peldaños de hierro colado o en plena atmósfera.

Cuando estuvieron en sitio seguro, Agliberto lamentó no haberse lanzado al espacio. Se sentía mucho más ligero que el aire. Volvió a subir las escalerillas metálicas, avanzó una pierna, se inclinó como un equilibrista, empuñando la sombrillita de las flores estampadas. El guardián aullaba horrorizado. Pero Celedonia, que había sentido hundirse su mano en el hombro de su amigo con la blandura de una inmersión en un líquido, estaba en el secreto y sabía a qué atenerse.

-Atrévete -le instó, riendo.

Pero él pensó en Mab, y aquella idea grave le volvió a la gravedad y a la pesantez.

-No juguemos con la felicidad ajena -recapacitó retirándose, erizado el pelo por el pavor.

Ya en la calle de abajo se miraron uno a otro como si fueran dos esposos que hubieran de comunicarse uno de esos prodigios de la naturaleza que, siendo tan de prever, saben a descubrimientos.

-¿Tú crees, Celedonia, que hubiera podido sostenerme flotando en el aire sin caer?

-Yo creo que sí -dijo ella, maravillada.

-Entonces -balbució él, temeroso de comprender su estado- es que no me queda más que una tenue cáscara de mi cuerpo, una envoltura, un vilano, quizá nada más que ese esquema indispensable para que el espíritu no pierda la forma.

-Sí, Agliberto, sí; te has quedado en espíritu puro. No cabe duda.

-¡Qué lástima, Dios mío! ¡Qué gran catástrofe! Haber engañado a tu padrastro, a tu hermana, a Claudia, a un capitán, haciéndoles creer que estás donde no estás; desviarte, desazonarte, para que luego, por arte de birlibirloque, yo me quede sólo con el alma para hacerte compañía.

-Pues yo con el alma me conformo y no quiero más. ¿Qué te has creído?

Del vestido de Celedonia se exhalaban aromas increíbles, de jardines babilónicos, de frutas tropicales. Las grandes flores estampadas crecían por momentos.

Estaba ya la pareja entre la esmeralda vegetal de un parque. Un torbellino de carruajes, una catarata de plumas, sedas, sonrisas, les salpicaba con la espuma fresca del encanto de vivir un crepúsculo de verano. Una estrella, clara, diamantina, decía, en el cielo: «¡Qué bonita soy!».

Agliberto suspiraba al considerar: «Yo era feliz. Tenía un vaso, tenía agua, tenía sed. Ya me han quitado el vaso. Después, me quitarán el agua. Después, hasta la sed. Estoy jugándome la boda con Mab, dos niños, una niña, y treinta y cinco años en vida conyugal enriquecida de mediocridades sabrosísimas».

Los poetas y las carrozas

-¿VAMOS A HACER nuestra póstuma visita al poeta muerto? -dijo Agliberto el miércoles por la tarde.

-Sí, es una ineludible obligación -apoyó ella-. Llegar aquí, casi en el novenario, y no rezar sobre sus restos sería imperdonable.

-Sería una falta de turismo.

-Solo la poca afición a la poesía puede justificar ese sarcasmo.

-No lo creas, Celedonia. Yo he admirado y admiro cuanto el gran poeta hizo en vida. Sus versos, lo que menos. No comprendo el idioma bastante bien para saborearlos. Pero el gran poeta lo es independientemente de los poemas escritos, por lo que actúa e interviene en la vida pública de su país y por cómo elabora y construye la suya propia. De haber entre la producción y la existencia de esos señores algo así como una ósmosis, qué diríamos los hombres de ciencia. ¿Tú sabes lo que es ósmosis, Celedonia?

-Mejor que tú. Soy hijastra de un farmacéutico y empecé la carrera. Sé mucha química, pero, ¡ay!, no sirvo para los estudios serios. Tengo una imaginación torrencial.

-Entonces sabrás perdonar que ejerza la crítica literaria con vocablos científicos.

-No te apures, Agliberto. Lo mismo hacen los literatos más puros, aunque no sepan jota de ciencia. Vamos a cuentas. ¿Tú no aceptas al poeta de la buhardilla que cuenta las sílabas de sus versos por el número de las telarañas?

-No; ni a ese ni al de las azoteas pulcras que se pasa la vida comprobando si las flores poseen los estambres o los pistilos reglamentarios, sibaritas encerrados en redomas, urnas o fanales donde ni la luz puede penetrar con sus mejores microbios infrarrojos o ultravioletas, sin que ellos exclamen como ante un vaso de agua turbia: «¡No, por Dios Santo, no! ¡Que me la den filtrada!».

-La poesía no puede ser una charanga que toque en todas las batallas, bautizos, motines, escándalos, mítines, primeros de mayo y fiestas de guardar. La poesía, Agliberto, ha de ser algo puro, muy puro, químicamente puro.

-No entiendo a los clásicos, aunque los lea tres veces. No solo no alcanzo su valor artístico; ni siquiera comprendo la significación, el sentido de las palabras que tan desdichadamente ponen a continuación unas de otras. Me marean. Los románticos me cargan. Los nuevos hacen unas pajaritas para luego deshacerlas, y no queda en el papel sino unas rayas, unos vestigios de dobleces que transportan el enigma al campo de la quiromancia.

-Hacen cosas muy bonitas.

-Sí, pero nos las dan ya deshechas. ¿Quién es en España el mejor poeta nuevo, Celedonia? Dímelo tú que los lees.

-¡Ay, yo no sé! Son muchos.

-Además, hija del alma, nunca canta a la mujer, que es el faro de la imaginación del hombre. ¿Dónde están esas ternezas repetibles en los siglos venideros, como las de Ovidio, las de la Vita nova, o las de Ronsard?

Celedonia ha buscado unos segundos. Después, enojada por encontrarse sumida en un problema, ha resuelto la cuestión sacudiéndola al compás de sus rizos, rubios, temiendo el análisis como a las tormentas.

-Eres un gran crítico, Agliberto. La verdad; todos esos poetas nuevos son unas birrias. Vámonos, ¡que se nos va a hacer tarde!

Tomaron un tranvía que chirriaba con descaro bajo las horquillas de su trolley, el cual, esquivando esquinas, los llevó a las afueras. El joven ingeniero sintió una iniciación de congoja. Cuanto veía, más que paisaje, le parecía una verdadera postal iluminada, con su cielo azul rabioso y sus palmeras verdes que relucían encrespadas e insolentes. Y como había soñado mucho, siendo niño, ante los álbumes de las tarjetas, agradecía a la naturaleza aquel parecido que tomaba con sus copias fotográficas, mejor o peor embadurnadas. «Ya sé dónde vendré con Mab cuando me case.»

-¿Qué murmuras entre dientes? -inquirió Celedonia.

-Nada, niña, nada. Cuando más apetecemos la fresa, en verano o en invierno, no hay fresa. Nunca existe en las bodegas la marca del vino que beberíamos de mejor gana. Por el contrario, cuando miramos con el mayor embeleso nuestros mejores claveles, nuestros más peligrosos nardos, no tenemos a quién regalárselos.

-Acuérdate de mí entonces. Me gustan mucho las flores, Agliberto.

Se veían muchas esferas armilares y atributos de navegación en los mojones, farolas y surtidores de gasolina. Una visión de bergantines cantaba un fado a una posible y fácil imagen de carabelas. Venía a la boca un nombre sonoro: Adamastor.

Celedonia y Agliberto iban a esa visita a la que no es fácil corresponder con cortesía. El país donde estaban era tierra de grandes poetas, y el mayor y mejor de entonces había muerto días antes. Su patria había tenido la suerte de mudar de régimen, gracias a su lira bélica, sarcástica y llorosa. Después, al final, él había gozado la ventura de arrepentirse de todo lo hecho. Ya no era sino un trozo de historia, guardado entre cuatro tablas toscas, pues pertenecía a ese cuño de vates que prefieren los ataúdes de pino.

Por el cauce de palmeras que encarrilaba al tranvía, como para echarlo en el océano, llegó la parejita frente al monasterio, largo y hermético, amarillo, color piel de limón algo metalizada por el reflejo de la tarde. Un misterio sordo y profundo estaba encerrado en las puertas, de un estilo recargado, semejante al plateresco, bajo los arcos conopiales, llaves abiertas de los cuadros sinópticos de los enigmas de los siglos. Dentro del templo sobrecogían el ánimo las altas columnas blancas, labradas profusa y excesivamente con dibujos de orfebrería, que se cortaban en ángulo obtuso, y una infinidad de banderas de todo color, cándidas, negras, rojas, purpúreas, doradas, que subían en tropeles de nubes de seda por el altar mayor y, en rebaño aéreo y glorioso, trepaban por las alturas y cubrían los arcos y las pilastras de la iglesia. Agliberto no sabía por qué ni para quién estaban amontonadas tantas banderas; pero tal abundancia de símbolos le emocionó, porque cada uno de ellos suponía un objeto y una dirección bien definida de la acción y el pensamiento humanos. Implicaban la polarización de muchos empeños, y el conjunto de todas ellas un acuerdo en señal de homenaje al individuo, al héroe, eje de gravedad de todos los conatos, de todas las aspiraciones, de todas las ansias. Agliberto, como sabía poco de literatura, el pobre, estimaba grandes poetas a los hombres que realizaban tal milagro, y aunque no supiera en honor de quién daban su ornato y solemnidad aquellas conmovedoras insignias, él, en su ignorancia, las consideró como ofrendas al recién muerto.

En una capilla dormían su eterno sueño, bajo sus réplicas yacentes de mármol nítido, flanqueadas de inscripciones glorificadoras, los cuerpos del navegante eximio y del mejor poeta del mar que ha alentado en la tierra.

En la mente de Celedonia, como en la de Agliberto, los tiempos, las épocas, los siglos fueron diferenciándose, estratificándose, superponiéndose -capas y envolturas sucesivas de la cebolla de la emoción-, para producir, sobre todo en el joven, sus más inmediatos y lacrimosos efectos. No podía soportar el espectáculo de la apoteosis del esfuerzo dirigido a un alto fin quien por transigencia y debilidad, en vez de trabajar en la conquista de Mab, aceptaba aquella peligrosa compañía, comprometiendo así su felicidad soñada. No podía más; necesitaba un desahogo súbito y se echó a llorar, apoyándose en el alto fuste de una columna. Celedonia, agradablemente sorprendida por aquel enternecimiento, le preguntaba la causa de su explosión mientras le secaba las lágrimas, lastimándole mucho los ojos con los encajes del pañuelo.

-¿Qué te sucede, hijo?

-No, no es nada. Soy muy feliz -respondía él.

Pero hipando, acabó por exclamar, ante la estupefacción de su compañera:

-Y de mí, ¿qué quedará en el mundo?

-Quedará el amor que hayas despertado en él. ¿Te parece poco, tonto, retonto? -atajó ella para enjugar la efusión luctuosa, al modo de la mamá que da un bombón al nene en el teatro para callarlo. Aquello agravó más el mareo del joven. Apenas podía aguantar el giro vertiginoso y espléndido del carrousel de la evocación histórica con vueltas de centurias y continentes.

Salieron al claustro, cincelado en oro vespertino, de fina y grácil labor. Visto a través de la emoción salada de las lágrimas, resplandecía con el brillo de lo recién bruñido para un regalo. Sobre la rubia arena del patio, también rica, aunque simple, ochenta niños, de siete a once años, geometrizaban los bruscos ademanes de su gimnasia sueca. Estaban todos desnudos, de cintura arriba. Sus brazos, tiernos y endebles, hacían señales a un futuro fascinador y sublime. Eran alumnos del colegio instalado en el monasterio sin monjes. Los había cobrizos, mulatos, aceitunados; algunos, del más puro ébano. Pero venían a ser los menos, y los torsos blancos en cierne, en flor de promesas, los envolvían en el tablero de las saludables genuflexiones, partida de ajedrez en la cual los negros habían, a no dudar, perdido casi todas sus piezas. Un tamboril llevaba el compás de los movimientos unánimes y graciosos, con timbre pascual y brincador.

-¿Y esos negritos y niños de color? -preguntó Celedonia al guardián de galones.

-Son de las colonias. También estudian aquí y la República les da la carrera que quieran seguir.

-Debe de ser muy grato tener colonias y educar a los muchachos de otras razas -comentó ella, un poco envuelta en los nudos corredizos de la malla del ambiente de ambición y de proeza navegante.

-¿Sus excelencias son de un país sin colonias? -preguntó, extrañado, el portero.

-Nuestra patria también las tuvo -sentenció Agliberto.

-No se aflijan por eso. Los imperios coloniales están en liquidación. Todo el mundo quiere independencia.

Pero la muchacha miraba enternecida a aquellos monigotes de carne y hueso de mirar fiero e incipiente energía.

-Un país sin colonias es tan soso como un matrimonio sin hijos -argumentó, muy engallada en sus opiniones de política exterior.

El joven ingeniero comentó por lo bajo, aterrorizado:

-El afán absorbente de las mujeres no es de pequeño radio. Llega hasta el imperialismo.

Pero el guardián, ya iniciado en la indiscreción, al verlos tan juntos, tan enternecidos y tan tristes llegó a preguntarles:

-¿Tampoco tienen ustedes hijos?

El cogotazo fue tan violento que Agliberto huyó hacia los blancos mausoleos. Iba en busca de la muerte por lo que tiene de limpia y de pura, de contundente en todas las simplificaciones; por esa su virtud peculiar de quitar denominadores a los misterios cuando estos se fraccionan con exceso. Los secretos mayores que se presentan al ser humano no se los brindan las montañas, ni el mar, ni el cielo estrellado, sino otro ser humano que frente a él le recuerda sin cesar su semejanza, ceñida y limitada casi siempre a la mutua conciencia de que uno y otro no se parecen en nada.

Vio un techo de mármol, un suelo de mármol, unas paredes de mármol, y el mármol estaba exacerbado, reluciente, con una calidad de sal o bicarbonato de sosa. El sepulcro del Historiador también tenía forma de salero o de convoy.

A mano derecha, sobre una alta mesa obscura, descansaba el ataúd del gran poeta recién muerto. Estaba aún embozado, ante la eternidad, en el verde y el rojo republicanos de una bandera. Su estro había matado a un rey, destronado a otro. Había blasfemado en nombre de la humanidad menesterosa y esclavizada. Agliberto, buen cristiano y mejor monárquico, se arrodilló humildemente. Celedonia le imitó, desplomándose sobre sus rotundos hinojos, como si pretendiera morder con ellos la indiferencia marmórea y dejar esa maravilla que se llama una huella, quede donde quede. Permanecieron así juntos, prosternados, orantes, como dos novios que esperan ante un altar improvisado la gracia del sacramento. La bandera verdirroja, con esa vehemencia de las cosas, superior a la de las gentes, hacía esfuerzos por desenvolverse, volar y posarse sobre sus hombros para servirles de yugo. En los serenos y claros dominios del enigmático reposo entraba el reflejo de una de las mejores tardes producidas desde que el mundo es mundo. Sonaba el tamboril a infancia y a epopeya en octavas, juntamente; a vacación y a gran empresa -y a nupcias, ¿por qué no?-. Ochenta torsos de niños rosiblancos, aceitunados, mulatitos, negros, hacían batimanes heroicos y acompasados en la orfebrería del claustro manuelino, junto al descanso infinito del poeta.

Salió la pareja. En una esquina del patio el león buhonero con su pila colgada guiñó un ojo de piedra al joven aprendiz de ingeniero. Era el que había visto con Mab en el álbum. El bicho parecía querer tranquilizarle: «No tengas cuidado. No te aflijas. Mi fotografía no le contará nada».

El joven, no obstante, se sentía desfallecer como si fuera a evaporarse en una irradiación, en un desvanecimiento progresivo. Sabía él muy bien que de Agliberto quedaba ya muy poco Agliberto. Claro es que no llegó a dudar de la existencia de sus entrañas y de su sangre, porque era de natural delicado y exquisito, y si admitía la circulación de Miguel Servet, era como broma científica, o hipótesis grande poder explicar la espléndida retórica de Gabriel d'Annunzio o tolerar las groserías versificadas de Gabriel y Galán (dos Gabrieles escarnio de su arcángel). Se le habían evadido las contraseñas de las sensaciones, los peculiares gestos, las palabras propias, la brújula sentimental. Se le había extraviado toda su vida, todo su pasado, dispersándose, desvaneciéndose, y como adoptaba un mimetismo con miras a conducta de jefe de Administración de segunda carecía de precedentes para resolver las dificultades actuales. Sentía solamente gran escozor de envidia por los poetas y los héroes allí enterrados, cuyas cifras espirituales no borraba la muerte. Volvió a echarse a llorar cuando al salir del monasterio vio de nuevo el mar azul, las palmeras empingorotadas y lustrosas y una estatua de navegante más empingorotada todavía.

-Vamos a ver las carrozas, Agliberto -dijo la muchacha, enjugándole las lágrimas.

-Vamos a ver las carrozas, Celedonia.

Llegaron a un edificio bajo, donde un señor conservador les recibió muy amable y les introdujo en una larga y vastísima galería en la cual la luz iba fallando por momentos. Al resplandor del atardecer y en dilatada perspectiva se veían cien vehículos a un lado y cien vehículos a otro: coches, carrozas, calesas desde el siglo XVI a nuestros días. Aún bullía una reverberación de pinturas y de panes de oro en la abullonada y pomposa ostentación de aquel mundo rodado y barroco en que los reyes habían cosechado las mejores dichas y las más unánimes aclamaciones. A primera vista la interminable fila daba la impresión de esperar a la puerta de un palacio la salida de los egregios ocupantes, pero, al pasar ante ellas, las enhiestas lanzas, desnudas, sin caballos, denunciaban el descanso de los troncos en las caballerizas y revelaban cómo todas aquellas carrozas habían traído príncipes para que pasaran allí la noche de novios.

El conservador abría las portezuelas, acariciaba las molduras, verdiáureas, rica lepra de vejez y de timbre histórico, mientras ponía a cada carruaje la etiqueta de su siglo, de su rey, de su príncipe y de su ceremonia. Sacudía los cojines de damasco desvaído, de ajados terciopelos cuando decía un nombre trivial y siempre numerado (número ordinal, si se pronuncia; romano, si se escribe o se concibe. Monarcas). Celedonia escuchaba, admirada.

-No está mal ser princesa. ¿Verdad, Agliberto? ¿Podría serlo yo, a pesar de mi nombre?

-Es lo mejor de tu persona. No te escandalices, como esta es la mejor colección de carrozas que yo he visto.

-Como esta es la mejor de las ciudades del mundo -interrumpió el viejo conservador del museo-. La Prensa francesa, a mediados del siglo pasado, aprovechando la estupefacción producida por la unidad de Italia, la confederación de la Alta Alemania y la reconciliación de Austria con Hungría, publicó una carta de Europa en el siglo XX que fijaba utópicamente en Toledo la capital de España, en Viena la capital de Europa y aquí, la capital del mundo.

-No dejaron de estar acertados esos periodistas franceses -comentó Agliberto.

-Mire, señor, quizá erraran, pero esta ciudad, que es la mía, y temporalmente la de sus excelencias, cobijo hospitalario de los mejores días de su juventud -el joven ingeniero pensaba: «¡Qué vista tiene este hombre!»-, está a igual distancia de las dos Américas, al final de nuestro continente, que no es más que una continuación del de Asia, muy próxima a África y no mucho más alejada de las principales capitales de Europa. Vean el globo terrestre y reconocerán en seguida que no hay ciudad a la cual pueda llegarse con más facilidad desde todos los puntos del mundo.

-Celedonia, este es el país de la esfera armilar, y sin ella no hay conversación posible.

Pero la joven también tuvo su objeción.

-Oiga usted, caballero, ¿y esta ciudad está también cerca de los antípodas?

-Los antípodas, señora -respondió el viejo muy serio- carecen de importancia y no cuentan para nada.

Celedonia, por toda respuesta, sacó de un bolsillo una polverita y se acicaló ante las obscuras lunas que ofrecían los ébanos bruñidos y las caobas rubias, acebradas y espejeantes.

Llegaron ante tres carrozas de un barroco suntuoso, doradas y talladas en sus ruedas, lanzas y juegos, al estilo Luis XV. En el frente y la delantera se retorcían unos grupos escultóricos con alegorías, estofadas y robustas, de tamaño natural como las de un baldaquino. El interior estaba forrado de terciopelo carmesí y de tisú de oro. Junto a los asientos de brocado, había otros giratorios para las damas de honor. Además las tres carrozas llevaban un traje de luces de plata legítima.

-Estas tres fueron las que sirvieron para la boda de María de Austria con don Juan V en 1708 -explicó el conservador-. Aquella primera alegoría representa a mi patria, entre la Fama y la Abundancia, triunfadora del África y del Asia; en la segunda figuran Marte y Atlante, sustentando la Tierra, y en la tercera carroza se ven las cuatro estaciones y el Duero y el Tajo, estrechándose las manos.

Ni Celedonia ni Agliberto le prestaban oídos. Todo cuanto veían les parecía inadecuado e impertinente a sus circunstancias íntimas y pretendían huir en el corcel de la imaginación hacia unos mundos deseados y distantes, en un galope de burla desdeñosa.

-Niña -preguntaba el joven-, ¿no has sentido en los grandes acontecimientos políticos, bodas reales, aperturas de Cortes, entierros de grandes hombres el dolor de esas pobres víctimas que van en los estribos zagueros de estas carrozas con recamadas casacas, sombreros de tres candiles, medias rojas y zapatos de hebillas? ¿No te hubiera parecido bien autorizar a esos lacayos, casi siempre emparejados, para que jugaran a los naipes, y hasta darles una baraja para consolarse del tedio de su embolado echando un tute si son dos, si solo es uno para perseguir un solitario sobre el cincelado techo, cobijo de egregias frentes?

El caballero conservador se hartó de su zumba despectiva.

Siguió disertando acerca de puntos salientes de la historia y de la geografía de su bien amada patria con tan ciego entusiasmo que acabó olvidándose de la presencia de los visitantes, y recordando a don Juan V cerró maquinalmente la puerta; al mismo tiempo cerraba también discretamente y paulatina la noche deliciosa, dejando a Celedonia y a Agliberto dentro de la galería prometedora, sentados en los cojines de damasco de una carroza real, de cortinillas de tisú de oro y faroles de plata afiligranada, esperando a los caballos de trenzadas crines, empenachados con plumas de avestruz, que les llevaran al país de la dicha.

Princesa y príncipe recién casados, en el desconcierto de la situación improvisada, sin saber qué hacer y por dónde empezar, temerosos de ofender al protocolo con un abrazo y sintiendo la evidencia de que tan suntuoso carruaje y tan sabrosa soledad y penumbra no les servían para nada, dieron grandes gritos de alarma para salir cuanto más pronto de aquella propicia galería, gris y resonante, donde un beso debía de tener ciento cincuenta ecos.

El crimen

AGLIBERTO ESTÁ PENDIENTE de la película, que muestra, oscilante, temblona, cómo fueron los funerales del gran poeta a quien visitaron difunto. Hervor de comitiva, fermentación de masas; después, el ataúd, bamboleante, en hombros de estudiantes imberbes, enlevitados y cubiertos de largas capas sin esclavina. En el silencio obscuro del cine, apenas turbado por el siseo de torno del aparato se ahueca una palabra que suena como las grandes burbujas de aire, al emerger del agua. ¡La gloria! ¡La gloria!

Celedonia se ciñe a él a través del rígido brazo de la butaca, de un modo injustificado, excesivo, intolerable.

-Hija mía, ¿no sientes el calor?

Cada vez se inclina más sobre su pecho, niña miedosa, con mayor espanto que abandono.

-¿Qué tienes, Celedonia?

Ella suplica con la voz ahilada, sin su decisión peculiar:

-Aglibertín, ¡vamos a cambiar de sitio!

Él accede sin comprender, fija la atención en la movible imagen del féretro ilustre, manejado por los envueltos escolares. A los cinco minutos:

-Cambiemos de asiento otra vez. Allí. En aquella fila se ve mejor.

Al poco rato:

-¿Quieres volver donde estábamos?

Luz. Descanso.

-Celedonia, no encuentras lugar a tu gusto. ¿Estás azogada?

-No. Voy a explicártelo, pero prométeme que no vas a enfadarte. ¡Gracias a Dios, ya se marcha! ¿Ves aquel hombre de bigote rubio que sale ahora al vestíbulo?: es un sinvergüenza. Se ha sentado a mi lado las tres veces, persiguiéndome a cada mudanza. Me ha levantado la falda y ha intentado desabrocharme las ligas.

-¡Canalla, voy a pisotearlo!

-No, hijo, aquí, no; ¡por lo que más quieras! Figúrate; en un país extraño debemos evitar toda cuestión que roce el escándalo. Yo, que he mentido a mi familia, diciendo que venía a reunirme con mi amiga Claudia... Además, en la trifulca intervendría nuestro cónsul, quizá el embajador, y la publicidad sería inevitable.

Agliberto escuchaba con paciencia aquellas consideraciones, mas rugía furioso por lo bajo. Si hubiera querido llevársela, arrebatársela, librarle de ella, ¡bien! Pero ¡quitarle las ligas! Sentía que le nacía en las entrañas, a borbotones, un odio caudaloso y creciente. Aquel miserable era digno de la muerte, no solo porque hubiera faltado al respeto debido a la mujer y a quien la acompañaba, sino porque venía a recordarle, a insinuarle del modo más salaz y endemoniado que Celedonia era un producto sabroso y codiciable, acreedora de un trato atemperado y bonancible, intermedio entre los ardores de un ecuador desabrochado y los fríos y extremos polos de su indiferencia y desdén. Más que a la muchacha, el aprendiz de sátiro afrentaba a su actitud caballeresca sostenida durante cinco días con un tesón y una constancia que solo la reina Mab puede recabar para sí en los raros y cortos casos de fidelidad posible en el mundo.

La sala volvió a quedar a obscuras. Nada se veía en las sombras. De pronto Celedonia se sobresaltó.

-¡Ay, Virgen Santísima! ¡Ya está ahí otra vez!

En el asiento inmediato a ella no había nadie. Agliberto gritó como se vocea a los vestiglos que están en los pasillos tenebrosos:

-¿Dónde estás, bribón, para matarte?

Un señor se levantó tranquilamente de la fila posterior.

-Se ha asustado el muy cobarde -exclamó ella-. Ya se va.

-Pero ¿quién es, Celedonia? Dime quién es.

Las figuras proyectadas hacían guiños de burla entre la agitada confusión de una película cómica. Después se tranquilizó la pareja mirando el desarrollo cinematográfico de un trozo de folletín. Cuando terminó, salieron.

Celedonia ya no era aquel arbusto temblón que estremecían las zozobras. Iba asida al brazo del amigo, que miraba de reojo el contraste de su cuello, blanco y mórbido; de su pelo, de un oro clarísimo y suave junto a las negras sedas brochadas de su vestido. En las avenidas y las amplias calles, un alarde de trasnochadores pasaba entre gritos de las sirenas del puerto y un olor de nardos que iba y venía a ráfagas periódicas. Los vendedores ambulantes abanicaban a las gentes en las terrazas de los cafés con sus policromadas mercancías. Todos los hombres volvían la cabeza con insolencia para mirar a Celedonia, tal si fuera la flor y la nata de todas las delicias. Cuando Agliberto se encaraba con ellos, aquellos procaces varones parecían confirmar con la mirada todavía enhiesta su envidioso comentario: «Todos los pillos tienen suerte. Ya que te la llevas, déjanos verla». La luz de limón helado de los globos eléctricos del alumbrado municipal no refrescaba el furor del joven ingeniero. Su compañera volvió a sobresaltarse:

-Mira, mira. Va siguiéndonos. Es aquel. ¡Qué hombre más atrevido y tenaz! ¡Me da miedo! ¡Fíjate en los ojos que me echa!

-Sí, está bien. Ya le conozco. ¡Ahora sí que le pego!

La enredadera humana no le dejó moverse, colgada del brazo, pródiga en súplicas, húmedos los ojos. Llegaron al hotel en una tensión de nervios de tercer acto de drama. A corta distancia les seguía un hombre, entre cauteloso y petulante, que quedó clavado en el umbral, mirándoles subir la blanca escalinata, entre palmeras y bojes que vivían en toneles, al modo de Diógenes. Aquella figura de hombre, perseguidora de la dicha ajena, sin pudor para exhibir un ansia golosa y mendiga, era estremecedora y lamentable por la miseria y la terquedad de su empeño.

-No se me despinta -afirmó Agliberto.

-No vayas a cometer la imprudencia de provocarlo. Piensa en mí, en tu porvenir, en tu carrera. Además, ese hombre puede ser un asesino. Ya puedes suponer qué instintos serán los suyos. ¡Es tan osado! No bajes, por Dios, no bajes. Promételo, ¡por tu madre!

Él pensó en Mab, pero el fuelle de tanta desfachatez tenía incandescente el ascua del agravio que, si a él le escocía como atentado a su amiga, más aún le mortificaba como reproche a su indiferencia y despego con respecto a aquella criatura acompañante suya, que, por lo visto y experimentado, poseía un dote de clavo y nuez moscada como para soliviantar media ciudad y sacar silvanos de los cines.

Y, ahora, ante su alcoba, suplicante, casi abrazada a él, se le aparecía cada vez más amenazadora, más empapada de melodrama, de catástrofe y de fatalidad. Gracias a aquel menguado, vil y torpe, las medias, las ligas, las piernas de Celedonia, que en ocho años de amistad con ella jamás habían alcanzado valor alguno, iban a tener, ahora, un significado histórico, indeleble, perpetuo y dominante.

Bajó la escalera de cinco en cinco peldaños y, no haciendo el menor caso de su junco endeble, escogió en el vestuario la más robusta de las bengalas, la más rolliza, y se asomó a la calle, solitaria, pizarrosa.

El bellaco perseguidor, con disimulo vergonzoso, huía en una marcha normal, remedando a un transeúnte que fuera buenamente a recogerse. Aquella naturalidad fingida acababa de delatarlo.

Lo alcanzó, derribándolo de dos garrotazos. Quedó en tierra, descalabrado con esmero, tendido en la acera.

La joven gritaba desde el balcón. Se desmayó, rompiendo un sofá en un ataque de nervios. Pero Agliberto estaba satisfechísimo de la experiencia. Y tenía razón para ello. Un solo reparo podía ponerse a aquella operación tan diestra: el señor que yacía en el suelo, con la cabeza rota, ni había estado en el cine ni había sido el infame que intentó desabrochar las ligas de Celedonia.

El castigo

VIERNES, MEDIODÍA.

«Sí, adoradísima Mab, sí. No dejo de hacer fotografías. De todo, de los monumentos, de los paisajes, de las gentes. He conseguido un descubrimiento. Un prodigio verdadero. He fotografiado el error. No es que haya errado al fotografiar, no. Ahora voy a revelar el retrato. Vaya una anticipación: el error es rubio, y va a los cines por las noches.

Sin exageración, casi todo mi ser sigue en Madrid. Pero no mi alma, evaporada o sumergida no sé dónde. Lo que he dejado allá no es el espíritu, o no es tan solo el espíritu; es lo llamado -equivocada o certeramente- el cuerpo: una sospecha de algo grave y residual; estopa, virutas, serrín, lastre de peso impreciso del que jamás se sabe si es propio o ajeno.

Mi corazón está aquí haciendo el triste papel de esas espirales de reloj, bostezadoras, abandonadas bajo un fanalito transparente, lamentables en su desahucio, desterradas de la tertulia que formaba el conjunto de la máquina, sin la conversación de los volantes bailarines, de las ruedas dentadas rechonchas, parlanchinas, de temibles uñas bruñidas con el carmín de los rubíes...

De mi alma me falta mucho; no hay duda. Pero fui yo quien no quiso colocarla en las maletas. De mi cuerpo me falta mucho más aún. Sin embargo, mi corazón está todo él aquí para retocar mis fotografías y mis errores, henchido, rebosante, dispuesto a ofrecerse siempre a Mab y caer a sus plantas a través de la alfombra de la distancia.»

El jefe de policía entró en el calabozo, adornado de lindas telarañas bamboleantes. Sus ojos ocupaban el centro del laberinto formado por unos bigotes gatunos y retorcidos.

-¿A quién escribe su excelencia?

-A la mujer que adoro.

-Entonces, ¿esa señora que le acompañaba el día del suceso no es su esposa, ni su amante, ni siquiera su novia?

-Ni siquiera hermana, cuñada o prima.

El hombre de los complicados aditamentos capilares adoptó un ademán meditabundo y, al fin, dijo, «torciendo el mostacho»:

-¡Oh! ¡Lo que su merced ha hecho resulta doblemente admirable!

-Si hubiera usted dicho que era «sencillamente admirable» lo comprendería mejor -arguyó Agliberto.

-Para que me comprenda del todo, voy a ponerle en libertad en seguida. Y ahora le expondré los motivos que me inducen a tan importantísima determinación. Primero: es muy de estimar toda generosa y gallarda defensa que se haga de una dama a quien no se codicia y con la cual no exista vínculo. Hazaña es digna de los tiempos medievales, en que solo el espíritu de respeto y la idea de la justicia movía el fuerte brazo de los caballeros que proclamaban en batallas y torneos las virtudes de las castellanas ignoradas y aburridas en sus torreones. Segundo: si en vez de apalear a un inocente señor hubiera descalabrado a ese indigno ciudadano que deshonra y cubre de oprobio a nuestra patria con sus abominables audacias, la cuestión sería mucho más grave para su merced, al ratificarse e insistir en declaraciones que comprometieran el crédito de nuestra corrección y caballerosidad nacionales. Caso de haberse identificado al autor de los abusos y de comprobarse estos, muy difícil sería no condenar a su merced. Pero, por fortuna, el hombre...

-Sí -atajó Agliberto-, es el único animal que yerra.

-Nosotros estamos siempre dispuestos a perdonar a un extranjero mal fisonomista mejor que a un súbdito insolente y denigrante, y la incorrección o el desacato de uno de nuestros paisanos debe purgarla, como responsable, el extranjero que la descubra. Es una suprema razón de prestigio nacional. Además, de aquí en adelante, no lamentará usted, en su conciencia, tanto el agravio como el yerro. La justicia se conforma con eso, en los casos de lesiones leves. La patria, también. ¡Qué gran acierto tuvo al equivocarse! ¡Queda en libertad!

-Infinitamente obligado -profirió el joven-. Hubiera tenido que faltar a un convite que no pude declinar, pues la invitación fue hecha hace días y son personas con las cuales no debo quedar mal.

Después, en los umbrales de la prisión, quiso cerciorarse.

-Mi libertad ¿es irrevocable?

-Mi decisión lo es -dijo el jefe de policía, con una reverencia palatina.

-Si es así debo hacerle mi última confidencia, mi más íntima confesión acerca de esta lamentable peripecia. Me creo en el deber más estricto de declararlo en honor de la reputación nacional, caballerosa, cumplida y galante. Quien ofendió a la señorita que yo acompañaba no era ningún ciudadano de este noble y acogedor país. Debió de ser una entidad infernal, un diablo azuzador interesado en aflojarle las ligas. Yo no podía verlo, y creo que era invisible. Me equivoqué al confundirlo con un honrado mortal.

-Mas si, en efecto, entre esa damisela y su merced no existe relación amorosa, ¿qué podría o querría hacer el demonio en la obscuridad?

-Precisamente, señor comisario, si tuviéramos algo que ver ella y yo, ¿qué le quedaba por hacer al demonio?

En la puerta de la cárcel le esperaba -¡claro es!- Celedonia. Su admiración, acrecentada por el gesto épico, le envolvía ya en múltiples tentáculos, le aplicaba sus mil ventosas. El cautivo estuvo a punto de volver, de su grado, al abandonado encierro. Sentía hambre.

«No hay mejor ajenjo que el delito», pensó.

Celedonia, que leía las intenciones, los deseos del amigo, se apresuró a proponer:

-¿Vamos a la lechería persa?

-No. Hoy almorzaré temprano. Me invitaron hace tres días, como sabes, el gerente y los ingenieros del Megaterio-Acueducto.

-¡Qué fastidio! Y yo ¿no almorzaré contigo?

Sacudía en sus mohínes melindrosos con terribles mimos, bajo la campana violeta de su sombrerito -vasta corola de paulonia-, lo más vegetal de sus encantos: el polen de sus pecas, la pelusilla de su carne de albaricoque pálido.

-No. Lo estimo imprudente. Quizá llegara a oídos de tu familia que estás aquí conmigo. Tu padrastro y tu hermana deben de estar escamados. Además, a Claudia la ponemos en un brete.

-¿Y qué me importa a mí todo eso? ¿No te has jugado por mí la vida, la libertad, la pureza de conciencia? Te debo el último instante de mis resortes, el penúltimo glóbulo de mi sangre...

Aquel lenguaje le sirvió de trampolín. No quedaba otro remedio sino huir. Brincó sobre los callejeros puestos de loza, tendida en arpilleras, sobre el muelle, destrozando algunas jícaras tatuadas con complejidad, en azul. Pulga humana, penetró en una estación y tomó un tren de juguete que arrancaba en aquel momento. Celedonia detrás de él, sostenida en los aires, se posó en una plataforma. Bajo el volumen lila de sus piernas volaban las panzas de golondrina de sus zapatitos blanquinegros.

-Si no puedo almorzar contigo, tomaremos el café juntos, después.

Algo les unía en su distancia sentimental. No podía dudarse. Quizá también -algún día- cierto acueducto condujera de un alma a otra un íntimo cauce de lágrimas y de delicias claras.

El mar tenía una suavidad de miraguano, un consuelo de gafas azules. Ella no pudo reprimir el comentario sintético.

-Cuando me case, si es que me toca casarme alguna vez, recordaré con alegría este viaje de novios, sin noviazgo y sin... amor.

Tres playas de oro aparecieron gemelas y sucesivas. Plum-cake de chalets. Palmeras friccionadas con la quina del sol, la melena revulsa. Un viento de odisea.

-Ponte estas gafas negras. Parecerás una norteamericana y no te conocerá nadie -dijo él.

Ella tenía el aspecto humilde de las mujeres de los encarcelados que llevan capachos de alimentos a las prisiones y, suspirante, suplicó:

-Yo comeré en aquella fondita sola y esperándote. No te endioses en la sobremesa. Recuerda que estoy ahí.

Los torbellinos polvorientos se atropellaban en un vértigo infatigable. Envuelta y revuelta en pliegues la amiga de Agliberto se alejaba de él, diciéndole adiós con la mano aleteadora. Le parecía, a un tiempo, firme, tal una Niké de nave, y también leve y huidiza, vilano, pluma que los aires podrían llevarse al otro lado del océano.

Los ingenieros del Megaterio-Acueducto, unos muy gordos, otros muy flacos, con erizados bigotes, le aguardaban en un jardín poblado de fénix y de kakis, junto a la mesa, blanca novia del hambre, y bajo un toldo a franjas azules y ocres, sostenido por alabardas de palo. Esperaban hacía tiempo. Para estrechar la mano del joven alguno hubo de sacar la suya del bolsillo.

-Ustedes perdonen. Es muy tarde, pero...

-¿Qué monumentos de nuestra bella ciudad ha visitado hoy? -respondieron afectuosos y rientes.

-La cárcel -dijo Agliberto, muy serio.

Respiró y almorzó con apetito y éxito, por vez primera en seis días. Estuvo locuaz y feliz en su emancipación. Al final, todos brindaron por el auge de su carrera incipiente. Después le condujeron al figón donde Celedonia le esperaba ante dos tazas de café humeante y con las pinzas en alto, interrogándole.

-¿Cuántos terrones ahogo en el recuelo?

Los ingenieros se inclinaron en una reverencia regocijada de gentes puestas de acuerdo.

-¡Ah! Pero ¿ustedes sabían?... ¿Sospechaban que esta señorita y yo?...

-¡Hombre, es tan natural! -dijeron ellos, todos a una, retirándose.

Piedras antiguas y micos azules

-¿EN QUÉ ÉPOCA te hubiera halagado vivir, Agliberto?

-En cualquiera, menos en esta.

-¿Tanto te desagrada el presente?

-Claro; el que sea presente ya es desagradable. Nunca estamos prevenidos para recibirlo y tratarlo. El pasado es siempre delicioso. Ya lo ves. Estamos en un Museo Arqueológico. Hemos visto, en una hora, sepulcros celtas, vasos etruscos, tejas fenicias, estelas griegas, gorros frigios, túmulos romanos, pedazos de arquitectura cristiana, Cristos bizantinos, arneses árabes, armaduras de las guerras de Italia, miriñaques, abanicos de nácar, pañuelos de nipis. Todas esas cosas nos son familiares, indistintamente. Es de muy buen tono, fundamental en la cultura de nuestro tiempo, tener el alma, como los dueños de las tiendas de antigüedades, dispuesta a recibir todo hallazgo cubierto de polvo y carcoma. Una pieza de engranaje histórico nos place y consuela. Dijo un latino, del cual no sé a ciencia cierta si escribía comedias o filosofía, que el hombre no diputaba ajeno a sí cuanto fuera humano.

-Nihil (humani) a me alienum puto.

-Muy bien, Celedonia. Se advierte tu aplicación, superior a la mía, para el latín del bachillerato. Bien, ocurre que el hombre no se considera ajeno a nada que sea histórico. ¿Podría si no explicarse la presencia en este patio y esas salas de tanto cascote, pedrusco y residuo? En lo pretérito nos apoyamos. Es el alpen-stock o el regatón de ciego del ser humano en los riscos de la experiencia.

-¡Qué bien hablas hoy, Agliberto! Deberías escribir todo eso que estás diciendo.

-No. ¡Dios me libre! ¡Antes la muerte! Saldría todo lo contrario. Cuando se piensa, no de prestado, sino por cuenta propia, para contrastar la validez de lo que nos pasa por la mente, consideramos las ideas contrarias. Aparecen estas con tal fuerza de legitimidad que, en vez de expresar lo concebido, formulamos lo opuesto. El espíritu del animal racional es como aquel examinador que, por sacar adelante al examinando, le pedía: «Si no recuerda bien la teoría, dígame la refutación».

-Mira, eso mismo estaría muy bien en el teatro.

-No me mates, Celedonia. No sé resolver las situaciones.

-Pero sabes endilgar una digresión entretanto. Es el procedimiento de más de un celebrado dramaturgo.

-¡No seas así, hija! Vuelves a traerme el presente en una gran bandeja, con flores, y yo estoy desentrenado para aceptarlo, sobre todo, ahora, apoyado como estoy en un báculo histórico.

La muchacha sonreía, pavoneándose dentro de la campana de lino blanco de su traje que transparentaba un viso rosa. Parecía, toda ella, una fruta en sazón cubierta de ese claro polvillo que cubre a las ciruelas y las uvas y se llama flor. En sus brazos desnudos hasta el hombro, las cicatrices de la vacuna irradiaban sus cuadros margaritas cuando ella los acercó al cuello de Agliberto, no para abrazarlo, sino para quitarle un avispón que le corría por la solapa.

-Algún día me recordarás; quizá cuando esté en el pasado -le dijo-. Pero no cuentes conmigo como palitroque histórico.

-Lo que más temo es eso: tu transformación, tu aspecto de hoy modificado, elaborado por los meses, las semanas y los días. Todo es muy sencillo a posteriori de su solución, y muy difícil a priori de ella. Eres, para mí, uno de esos manjares que no sabíamos comer en nuestra infancia y esperábamos ver cómo lo tomaban los demás.

-Piensas mucho, Agliberto, y eso es malo. Créeme.

-Recapacitar, discernir probabilidades, consultar con la almohada no es sino pretender que las cosas pasen de la palpitación presente, de la vigencia viva, a la pura arqueología de lo razonable, donde todo es irremisible y nada tiene arreglo. Claudia está esperándote a pocos kilómetros de aquí, en una villa aislada, rodeada de eucaliptos y de pinos parasoles. Tu hermana, intranquila, inquiere tu paradero. El plazo disponible para nuestro programa de fotografía es tan exiguo que solo servirá, si acaso, para una instantánea. Estamos perdiendo el tiempo en plazas, basílicas, monasterios, castillos, palacios y museos. Pero está bien dejarlo pasar raudo y veloz. Algún día se nos aparecerá cuajado en un signo definitivo, como ese corzo o ciervo burilado en esa lápida de piedra antigua y ambigua entre el oro y el rosa de la evocación de las centurias. Mira: «A los Dioses Manes de Pomponio Léntulo, muerto a los veinticuatro años de edad». ¿Traduzco bien?

-Tenía la misma edad que tú -comentó Celedonia, estremeciéndose.

Estaban en un jardín sombreado por arces y corpulentos almeces. Un pedazo de capilla gótica, siglo XV, sabiamente derruida, se mostraba con el encanto de esos cortes transversales que los arquitectos iluminan con aguadas en sus dibujos. Bajo la enramada, sobre escabeles, había columnas de bien erizado capitel, estelas fúnebres, piedras miliarias. Restos de la cantera de la Antigüedad con fechas y nombres humanos. Pasó una nube grande, blanca, bien criada, dibujando sus contornos de sombra en el suelo. El jardín quedó sin luz ni calor un momento. Las hojitas se echaron a temblar, todas, con timidez.

-Sí; le enterraron a la misma edad que a mí -continuó Agliberto.

-No digas esas atrocidades, que me das miedo -interrumpió Celedonia, poniéndole la mano enguantada ante la boca para que callase.

-¿No convinimos después de subir a la torrecilla de los ascensores que yo carecía de las notas distintivas de los cuerpos? Vimos cómo estaba fuera de la mecánica y de la gravitación, y de qué manera me había quedado con poco más que el alma. Sin duda mi cuerpo reposa en alguna parte. ¡Que la tierra, la atmósfera o la conciencia que sobre él están le sean leves! En el pasado está, como el de Pomponio Léntulo llorado por tres corazones, esos tres corazones puestos entre las cuatro letras: S-T-T-L, de la epitáfica inscripción latina.

-¿Y por qué son tres los corazones?

-Porque son cuatro las letras.

-Pues yo no quiero sobre tu cuerpo, soñoliento, alejado, más que dos corazones: el tuyo y el mío. Y el tercero huelga.

Al decir esto, ella recordó a Sinibaldo, cobrizo de sol de África, con la gorra de plato sobre la oreja, insinuante, afectuoso, siempre un poco inclinado sobre las mujeres a quien hablaba, como los guitarristas sobre la guitarra. Agliberto era su antítesis: despegado, burlón, contradictorio, desconcertante, inexplicable.

«¡Qué distintos son unos hombres a otros!», pensaba, en silencio. Después espetó a su amigo, a boca de jarro:

-Oye, ¿tú has sentido celos alguna vez?

-No, hija. He tenido que estudiar mucho.

El calor pesaba demasiado. Caían moras blancas de las moreras, henchidas y aromáticas, sobre las viejas piedras labradas, donde figuras humanas, dibujos de frutos o animales reforzaban las dedicatorias a los viables, a los manes, a las ninfas. Entre las letras redondas y perfectas se intercalaban aquellos corazoncitos simbólicos con un apéndice como el rabito de una manzana o el pecíolo de una hoja. La enramada seguía estremeciéndose, movida por una emoción auténtica, de la que eran incapaces dos seres, de educación semejante, de cultura incipiente, legos en la tentación y el peligro, al emprender juntos un viaje secreto, confiados en una mutua y problemática indiferencia.

A Agliberto se le apareció también grabado el nombre de Celedonia en unas piedras resistentes al tiempo.

Aquel nombre, como a todo el mundo, le había sido odioso en un principio y le costaba trabajo y vergüenza pronunciarlo en cualquier parte. Pero a medida que intimaba con su amiga lo fue encontrando más aceptable, después lindo, y al final, como esos caramelos que empiezan a dejar sabor amargo y luego evolucionan hacia el dulce más delicioso, lo halló encantador e insustituible.

-Tienes un nombre horrendo, pero si se deja desleír en la boca, da una sensación de frescura fragante y de encanto. Además, creo que tiene una virtud suprema: es lapidario y se embellece con el tiempo.

-¿No te parece a propósito para pronunciarlo en una casita cerrada, en las tardes de otoño, entre unas colgaduras de terciopelo color violeta de Parma y jarrones con dalias y crisantemos?

-Yo sé de alguno mejor para tales efectos: Mab.

-Pero no es de este mundo. Es bueno para el planeta Marte.

El recuerdo de Sinibaldo, de la última tarde en el picadero, cuando saltó del caballo apoyándose en su mano y torciéndose un pie, hizo que volviera a sentir ahora el dolor del esguince, ya aliviado, y buscara el brazo de Agliberto.

Por la tarde fueron a un jardín zoológico que presentaba lamentables huellas de devastación y descuido. Una llama del Perú y un dromedario famélico les saludaron con las cabezas levantadas a través de unas alambradas, desde un prado amarillento y ralo. Después, tras de los alisos y los castaños, oyeron sonar una menguada orquesta. Sollozaba algo entre tango y fado. En una pista, no mucho más amplia que una lápida, dibujaban sus rígidos movimientos seis o siete parejas de niñas morenas, con sombreros de mil colores, muy encasquetados, y chulitos elegantes. Las carabinas y las madres miraban con resignación a los pimpollos, como si fueran a ser inmediatamente embarcados en el Arca de Noé.

Después de haber requerido la inevitable cerveza rubia y las imprescindibles patatas fritas que daban derecho a tan modesta expansión coreográfica, Agliberto hizo levantar a Celedonia, rodeó su talle con el brazo derecho y comenzó a bailar con ella. Se le abandonó la mano de la pareja sobre el hombro con una fraternidad desesperada, sin ilusión ni brío. Estaban tan descentrados que no coincidía, en cada uno, el cuerpo con el alma, y no había modo de ajustarlos y superponerlos. Así no pudieron encontrar el ritmo en la música, el del ímpetu dionisíaco de la vida, y, por no ir a compás, desistieron de la danza.

Hasta entonces no se les había evidenciado de modo tan patente cuán difícil era su camaradería en pleno peligro. Podían haber usado de cualquier familiaridad en zonas de ocasiones más seguras y neutras. Pero ahora, en el territorio del amor, sin amarse, o no amándose a un tiempo y con un simultáneo afán, su situación resultaba desesperante, porque, aunque toda inminencia fuera imposible, la asiduidad y cercanía del trato establecían un compromiso, un contrato tácito, costoso de anular, sobre todo en el futuro, en el cual la tinta en que se escriben las cláusulas quizá tomara un matiz más seductor e inscribible.

Los acontecimientos acaecidos en una semana, desde el sábado en que salieron hasta este sábado del jardín zoológico, habían producido el siguiente balance espiritual: Agliberto había desistido de su viaje rápido y de sus fotografías artísticas, sin salir de la capital. Se había zambullido en pleno absurdo. Lloraba un amor lejano y no se atrevía a huir de Celedonia, del hotel y de la ciudad, entre otros motivos porque no encontraba motivo suficiente.

Celedonia se creía la curandera del absurdo que les había atacado como una erupción, la madrina de Agliberto en el orbe del disparate, y no parecía perdonar ocasión de mostrarse beneficiosa para él. Temía y temblaba por la opinión ajena, los chismes, el peligro de un escándalo doméstico y por la impaciencia de Claudia. Además se enteró de algo inopinado, insospechable: que Agliberto, por una razón que ella ignoraba, era el más débil de los dos, el más amenazado por la fatalidad. Siempre le había admirado: por su capacidad de trabajo, por su displicencia, porque jugaba bien al billar y bailaba... Y ahora, siempre en peligro y siempre amedrentado, se le aparecía menesteroso de su asistencia y de su compañía, como un niño llorón en un pasillo obscuro. No contaba la joven con que esa ternura que rondaba a su primitiva estimación, y se enroscaba a ella, iba a depender de todas las rachas del capricho aquel decidido ardor que la inspiró acompañar a su amigo.

Las fieras, los bichos raros, las bestias de cien mil formas y colores les miraban como a una pareja inexplicable, excepcional y desventurada. El opulento hipopótamo, semejante a un Buda, salía de su baño, airando al sol poniente con su dermis bruñida, chorreando esmeraldas del estanque, elocuente en la mudez de la vitalidad espléndida y ecuatorial. Un león presidiario malhumorado, enorme, filosofaba en su jaula, revuelta la melena.

-¡Qué cursi es el rey del desierto! Parece que se ha compuesto un tipo, como esos sabios, astrónomos, geógrafos, químicos, poetas que salen en las informaciones de las revistas y los magazines -comentó Agliberto.

Los tigres, las panteras, los leopardos, después de la siesta, muy fatigados de no hacer nada malo, bostezaban desdeñosos, exhibiendo su piel sin exponerla. En el cielo se extendían pacíficos, sin balido, esos rebaños de nubecillas de oro de las tardes estivales y decadentes. Los avestruces lucían su plumaje caudal rizado; aves del paraíso y colibríes alegraban el final del día con una algarabía de colores. Al fin llegaron ante la jaula de los micos. Los había de todas las especies y variedades. Pero unos de felpa marrón, con unas barbas azules que cubrían buena zona de su cabeza, llamaron la atención de Celedonia.

-¿Crees tú, Agliberto, que el mono puede ser nuestro antecesor biológico?

-No, nunca. Nos han querido dar mico por hombre. Aun estos micos azules, con el atributo celeste de sus barbas, parecen querer justificar con un símbolo cuánto nos aleja del mundo animal. En el cielo azul todo es riguroso y nada parece tener otro objeto que el establecimiento de un orden; en el mundo zoológico todo persigue una finalidad que alcanza sin marrar, y nada es riguroso ni exacto; en el mundo humano, aunque se persiguen objetos, nadie se rige con rigor, y por eso, o independientemente de eso, no conseguimos ninguno de aquellos.

-¿No crees en la evolución de las especies?

-Sí creo; como en los milagros, en las brujas y en los trabajos de los prestimanos, porque «evolución» es una palabra satisfactoria que explica todo lo misterioso e indescifrable: cómo lo verde se vuelve rojo; cómo el germen se torna en ser animado; cómo la nebulosa se hace planeta; cómo el mono se convierte en hombre, y cómo las mujeres en ciertos días del mes pueden romper a distancia los espejos, solo con mirarlos.

-¡Sin embargo -apoyó Celedonia-, se parecen a los hombres!

-Protesto contra Darwin, contra Haeckel, contra ti, de esa presunta semejanza en las formas. He visto mujeres con caras de gacela o de cabra, muy aceptables; hombres con rostro de caballo, muy ilustres; niñas que recordaban al pavo real o la grulla; señoras con cara de perro, dignas de respeto. Lo más horrible para el ser humano es que se parezca al mono, y es el parecido que nuestro gusto tolera menos.

-¿Y en los instintos? -insistió la muchacha.

-¡Pobre instinto el del hombre, hija del alma! Antes de llegar a él, remoto, relegado al último término, arrinconado, los seres humanos tenemos que pasar por un mundo de prejuicios, de teorías, preferencias sistematizadas, reticencias de los sentidos, reservas del juicio, admisiones de la inteligencia, censura de los ensueños y las fantasías. Todo eso que constituye, según dicen, el alma.

-¡Cualquiera se pone de acuerdo contigo, Agliberto! Todo es según el color del cristal con que se mira. Ya lo dijo Campoamor...

-No lo creas. Las cosas son de cualquier color menos del que tiene el cristal a través del que miramos. Si alguna vez, por azar, se comprueba que, en efecto, existe alguna de igual tono, consideramos el vidrio inútil y lo rompemos. Entonces echamos de ver lo raro de la coloración y lo insólito de la coincidencia ante la infinita variedad de los matices de la vida. Hace años se creía que el instinto era infalible; hoy ya se opina lo contrario: que en él cabe también el error. Pero en el mundo animal, equivocado o no, sigue siendo instinto lo primero y fundamental, y en los humanos, es lo último con que podemos contar. Para demostrar la continuidad del primer eslabón con el último a cien metros de distancia y sin que tengan que ver con otro, se ha inventado una palabra: cadena. Entre el mico y yo se tienden también otras cadenas: evolución e instinto. ¿Qué instinto puedo yo sentir, Celedonia, si por taumaturgia de mi prosapia espiritual humana puedo dejarme olvidado unas veces el cuerpo, otras el espíritu, en los viajes destinados a la simple fotografía? ¿De qué puede servirme mi tendencia mimética si intento hace una semana imitar los gestos de un jefe de Administración de segunda para ir con soltura por la vida y las circunstancias que se me presentan no cuadran a esas actitudes y ademanes que como previos dechados llevaba mi inexperiencia? ¿Dónde está el instinto del mico? ¿En lo que ejecuta espontáneamente o en lo que imita?

»No sé si en el imitar hay instinto o el instinto, contra lo que creíamos, es una primera imitación. Pero todo eso está bien para los micos. Yo no puedo abrazarte, Celedonia, porque no acabas de apetecerme espontáneamente y porque no sé remedar con éxito a los hombres avisados que disponen de fórmulas para seducir a las mujeres en un abrir y cerrar de ojos. Soy un pobre ser humano, modesto y sublime, ínfimo y grandioso, que no tiene nada que ver con la escala o la cadena zoológica. Cuando más falta le hace el alma encuentra que se la ha dejado olvidada, y cuando requiere el cuerpo no lo halla en su equipaje.

-Agliberto -suspiró Celedonia-, tú estás enamorado. No sé de quién, pero lo estás. Tu elocuencia lo demuestra a las claras. Además, ella, sea quien sea, no te quiere. Evidente. Los hombres desdeñados por mujeres suelen tener grandes éxitos parlamentarios. ¿A quién quieres tú? ¿Quién es esa rosa displicente a quien cantas, ruiseñor de la geometría descriptiva? ¡Si supiera ella cuánto sabes tú, y lo bien que lo dices!

-No sé nada, Celedonia. No sabemos nada. Estamos en la cartilla. Ignoramos todo lo que no hemos aprendido. Matriculados en múltiples asignaturas, pudimos seguirlas con aplicación. Con las escurriduras de lo que nos han enseñado en nuestros cursos conseguimos sostener una lucida conversación; pero de las lecciones que no se explicaron no diremos ni pío, ni en público ni en privado. Somos un par de jóvenes de espíritu moderno, cultos, académicos de cierta disciplina docente; bachiller tú, ingeniero yo. Estamos forrados de papel de pagos al Estado y de papeles de comedias de Benavente; pero la primera pareja que habitó la tierra tenía más sabiduría que nosotros.

Celedonia, vestida de blanco, bajo su pamela, como un retrato de Romney o de Lawrence, hacía melindres a la puerta de salida.

-Vámonos por aquí. Allí está la de Montegrís con su papá y su mamá. ¡Quién hubiera sospechado encontrársela! ¡Por Dios, que no nos vean! ¡Menudo jaleo se arma si nos conocen! Se lo cuentan a mi familia y a medio Madrid. Sí, pero me parece que ya nos han guipado. Deben de esperarnos. Mira, chico, vamos por aquella puertecita y les damos el gran mico.

Brujas de sábado

OYÓ RUIDO EN EL CUARTO contiguo. Los nudillos de Celedonia, capullos tiernos, se deshojaban contra la vieja flora de papel parietal, en terca llamada, casi pugilato.

Continuó escribiendo: «Por desdicha, Mab, todas mis fotografías salen mal. Mejor dicho, todas salen bien, muy bien, pero con un defecto. ¿Conoce usted eso que los joyeros en las piedras finas llaman jardines? Seguro. Pues todas mis fotografías tienen algún jardín, es decir, una sombra, un portillo, una mella, una desconchadura. Y no es de defecto de técnica. Yo mismo lo veo así en la realidad. Muy bello, muy lindo, pero siempre con una cicatriz, a veces muy pequeña, pero que me encocora, haciéndome sentir lo cerca que está de la perfección. ¿Nunca ha oído usted hablar, celeste Mab, de lo que es el límite de una variable? Seguramente no. Tanto mejor. Pero volvamos a usted, ofreciéndole esta naturaleza, este mar, estos castillos románticos, torres medievales y parques lánguidos, a los que siempre falta una esquirla, a los que siempre se les advierte una caries para ser del todo bellos. ¿Qué han menester? Amor. Pero no amor de destierro y de suspiro, sino de asistencia. Para que este país acabe de ser hermoso, para que mis fotografías salgan íntegras, precisa un solo requisito que tiene sus múltiples alvéolos vacíos: la presencia de una mujer. ¡Estoy tan solo!».

Celedonia repicó, de nuevo, en el tabique. Agliberto no la escuchaba, absorto y distraído, emberrenchinándose al recapitular todo el encanto de aquel país, tan firme, casi entero, si no estuviera un poquito desportillado. A la naturaleza le hace falta Mab: «Esta región la pide a todo momento, la reclama, tal como la carne de ternera requiere la mostaza».

Celedonia volvía a plañir:

-Agliberto, hazme caso. Entra en mi alcoba. ¡Estoy herida!

Ratón hacia la ratonera, pasó al aposento inmediato, empapelado en un sedante azul. Nunca la había visto en camisa, ni lo contó en el programa de su vida. Medio desmayada en el lecho, despedía una fragancia de mandarina recién mondada. A través de la rubia cabellera, color piel de naranja, y de la celulosa de los blancos linos solteros, en gajos tentadores, se adivinaban los zumos dorados y mozos.

En su brazo desnudo, de calidad de flor de azalea tupida o de hortensia, muy arriba, cerca del hombro rotundo, terso y con un trémulo punto luminoso de dibujo a la aguada, sonreía una incisión. De ella manaba algo rojo, huidizo, apresurado, muy bello.

-¡Qué bonito! -comentó Agliberto-. No se ve todos los días. ¿Y cómo te has lastimado?

-Me he caído de la cama sobre unas tijeras.

La herida era larga, rasgón más que punzadora, y se reía ya de la mentira.

Él corrió a su cuarto y trajo ácido fénico, hilas, algodón y una venda.

-¿No te asusta mi sangre, Agliberto? -preguntó con un candor de nena de seis años.

-Rojo poco frecuente. Semejante fenómeno, igual casi, a los eclipses y las auroras boreales. Su rareza, su aparición extranormal, sirve para fundar hipótesis necias acerca de la vida. Es un mero color, un tinte, un accidental matiz aparente en ciertos lugares de eso que quieren llamar nuestro cuerpo, como los fuegos de san Telmo en los mástiles de los barcos. En realidad, no es más que un pretexto para denominaciones antipáticas y erróneas: sanguíneo, sangriento, sanguinario...

No dejó ella que el carrousel de la gasa siguiera guiando en torno de su brazo. Se desplomó sobre la almohada, con un sollozo:

-No me quieres, Agliberto. ¡No me quieres!

Aquellas palabras, escuchadas por vez primera debían de albergar una virtud mágica, porque todos los fragmentos, las partículas, los efluvios del joven evaporado y desvanecido volvieron a él, reintegrándolo, reconstituyéndolo, limaduras atraídas por un imán verbal. Se sintió lleno, rebosante, henchido y se abrazó a Celedonia con un beso desaforado que hizo vibrar la copa y la botella de la mesilla de noche.

Ella se agitó en el naufragio de su pudor ofendido, asiéndose al embozo -salvavidas- que le ceñía el regazo. Se incorporó. Sus cejas se juntaron en ese tejadillo, acento circunflejo que planea sobre las palabras coléricas.

-Te perdono. Pero... ¡vete!

Todo el ser de Agliberto retornaba a su envase, a su envoltura, a su hollejo aparencial, volando desde lejos en moléculas montadas en escobitas microscópicas.

Su amiga seguía en vano indicándole la salida con el brazo extendido.

-¿Serás capaz? Soy una mujer herida, sola, sin defensa, en país extraño... ¡Márchate!

-Déjame que te haga un lazo al vendaje.

-¡No te acerques! Confiaba en ti, pero eres como todos... ¡Vete!

Se fue. Cayó en su cama. Se sentía reforzado, como si se hubiera convertido su cuerpo en una mazorca de maíz que apretujaba granazón. No podía dormir. De media en media hora, a través del tabique, preguntaba a Celedonia: «¿Cómo estás?». Las respuestas iban siendo cada vez menos ásperas.

Los granos fueron desprendiéndose y cayeron en las campanas de los relojes para dar todos los toques de la noche. La mazorca quedaba, poco a poco, más pobre y exhausta. Cada cuenta de maíz de la personalidad de Agliberto volvió a su destino, hermético y lejano. Su corazón pensaba: «No me gusta. Tiene el pelo demasiado verde. Las cejas demasiado grandes. La boca de A. Un hoyito en la barbilla que le da una sonrisa de punto y coma. Demasiado blanca, dulce, milka. Pero posee un nombre suntuoso, encantador, inapreciable: Celedonia. Quizá no haya llegado el verbo a mayor perfección en otra denominación de mujer, en ninguna época, en idioma alguno. ¿Por qué no gusta a las gentes ese nombre? Culpa de algún sainetero o periodista indignos. ¿Dónde está el mal sabor de nombre tan ridiculizado? ¿En qué artejos estriba su fónico vilipendio? Las dos primeras sílabas despiertan una sensación de tarde azul y fina. La terminación onia ¿no es grata y suavísima en begonia, calcedonia, Babilonia y agua de Colonia? En verdad, tiene el nombre más hermoso que puede pronunciar lengua mortal...».

Ella ya no contestaba a sus preguntas. La mazorca quedó sin un grano, hecha residuo leve y deleznable, espuma vegetal. Entonces pudo dormir.

Cosas del otro jueves

HAN TRANSCURRIDO cuatro días. Ella, muy apoyada en sus tacones, garza humana, enseriecida, con un empaque mitad de señora casada, mitad de primera actriz de comedia que ha de probar cómo la virtud repelida sale a flor de gesto. Se ha puesto las sortijas, las pulseras, los pendientes de su madre, en señal solemne. Llevan diez días en la ciudad y es fuerza ya abandonarla. Agliberto está muy pálido, frente a ella, ante un pórtico barroco de una iglesia.

-¿Cuándo te reúnes con tu amiga Claudia?

-Yo ya no puedo reunirme con nadie, Agliberto. Después de lo que aconteció anoche... ¡Quién iba a decírmelo! ¡Ayer y tú!

-No, Celedonia. No te exaltes. Ni ayer ni hoy. Lo de anoche no tiene importancia como...

-Me abrazaste, Agliberto, me abrazaste. Era la segunda vez que te olvidabas del respeto debido y esperado. Y yo, ¡ay de mí!, me desmayé en tus brazos. ¿Puedes negarlo?

-Sí, te desmayaste. Yo no contaba con tanto. Te deposité en un sofá. Te quité los zapatos. Te froté las sienes con alcohol. Hice lo clásico, lo tradicional, lo que se recomienda en todas las novelas.

-¿Todo, infame?

-Dentro del mayor respeto que se debe a una mujer privada. Respeto, por otra parte, muy preconizado en los libros.

-No puedo creer en tus miramientos estando desmayada; primero: porque no los tuviste antes, en pleno uso de mis facultades. Segundo y principal: la pérdida del conocimiento impide evaluar toda conducta.

-Mi comportamiento contigo ha sido angelical, aunque su mérito sea discutible. Si hubo un momento, anoche, en tu cuarto, en que el demonio me azuzó, en seguida... ¡Te juro que estoy arrepentido!

-Mal se aviene el arrepentimiento con tu declaración de inocencia. No sé a qué atenerme. Soy una inocente, una infeliz, una pobre muchacha. He leído, acerca de tales trances, alguna literatura, donde los informes son siempre muy poco claros y, ¿cómo se dice?, ¡qué atontada estoy!, muy... contradictorios.

-Escucha, Celedonia. La experiencia que tú incoaste al acompañarme en este viaje tenía muchos peligros. Si el incidente de ayer no fue una conclusión absoluta, no era, ciertamente, porque las premisas estuvieran mal planteadas. Es menester separarnos. No sé si porque me ayudó un ángel o porque el demonio dejó de asistirme en el instante de tu desmayo, nuestra separación es aún posible. Vete con Claudia, que está esperándote. Tienes derecho a ser feliz. También yo. Estamos aún a tiempo.

-¿Dónde tienes el alma, desalmado?

-No lo sé; quizá como el cuerpo, perdida en los espacios, dividida, parcelada. Hazte cargo. Esta no es una situación para nosotros. Es una situación de amor.

-¡Qué desgraciada soy, Dios mío!

-¿Acaso estás tú, Celedonia, enamorada de mí?

-No lo sé a ciencia cierta. Pero me parece que sí, Agliberto.

Este trozo de diálogo continuó hasta una plaza extensa, arenosa, color de hogaza tostada, abierta a la ría, con edificios magnos, unos orgullosos, otros cautos. En el centro, sobre un pedestal, un caballo. Sobre este, un rey, con penacho de piedra enloquecida. Recortándose en el azul del mediodía, un fracaso de arcadas nítidas.

-Mañana nos separamos, Celedonia.

-No, Agliberto; mañana no nos separamos.

-¿Por qué me lo pides, si de nuestra compañía pueden surgir las peores calamidades?

-No te lo pido. Te lo exijo.

Se sentaron los dos, para llorar, en un banco. Ella su amor inconsciente y desatinado. Él porque, sin sentirlo, las situaciones, los incidentes, las menudas peripecias lo habían inmovilizado en la anestesia de lo creíble y superior a todas las previsiones, y ni la fuerza de huir le habían dejado. Consideraba su porvenir deshecho, anulados todos los ensueños de su juventud. ¡Al fin y al cabo se había comprometido hondamente con Celedonia, aunque el compromiso irreparable no se hubiese consumado!

El calor era tan excesivo que las lágrimas se les secaban al punto. Entonces ella abrió una sombrilla marrón en forma de cuadrilátero esférico con rosas transparentes y caladas que filtraban a lunares los incisivos rayos del sol. Llegaron curiosos, chicos y guardias municipales, y formaron corro alrededor de ellos para presenciar su aflicción. Agliberto sentía gran vergüenza, pero estaba rendido, medio muerto, clavado en su asiento por el sol implacable. Ella se dirigió a uno de los guardias:

-¿Se permite llorar en esta ciudad?

-Sí, señora. Y no está mal visto. Aquí somos muy sentimentales.

Pero la niña reaccionó:

-La sal de este llanto me sabe a poco. Necesito la del mar.

En el hotel recogieron sus ropas de baño y fueron a la playa en un coche de caballos que parecía un landó.

Seguía cayendo de plano el sol, padre de las moscas, fiel cumplidor de sus contratos. El puerto, erizado de mástiles, mullido acerico de azul, surcado de herrumbres, dormitaba, mecido al mismo ritmo pando y perezoso que los barcos, obscuros, cabeceantes y silenciosos. Algunos marinos reposaban panza arriba bajo las palmeras hirsutas de las plazuelas y los parques. Un velero de estampa vieja mordía allá lejos el verde hervidor de un mar con música de Debussy...

Agliberto lo miraba todo con una vaguedad de condenado a muerte. No le apetecía ni el baño, ni la vida. Llegaron a la playa, vasta, albina, casi desierta, sin más personajes que unos niños y criadas.

El joven ingeniero quedó solo junto a la caseta. Vinieron a su memoria los baños infantiles, entre el brusco abrazo del bañero, atezado, con barbas negras de san José en barro cocido, el primer sabor del agua salada, las tiritonas y las friegas de las niñeras en sus tiendas de campaña de lona blanca, hacía veinte años, en playas no muy lejanas a aquella.

De repente Celedonia salió radiante, fresca, ágil, Astarté recién nacida de un mito de última moda, ágil, firme y deliciosa como las muchachas de los circos, amantes de los barristas. Su cuerpo no tenía esa inexpresión estatuaria y canónica que han pretendido prestar siempre el arte cerril, el instinto erótico -tan pedante- y la ciencia garrafal. Traía tanta gracia, tanta mueca, tanto gesto, que más parecía un rostro que un cuerpo, y el parco maillot obscuro su antifaz. No obstante, su máscara era un desnudo jamás visto. Agliberto se espantó, se aterrorizó de su blancura, no de nieve, de cal, ni leche, sino de pulpa de coco, dispuesta a endulzarse desde las tartas más pomposas hasta las yemas de los dedos. Tal albura no volvería a verla más en el mundo, única, irrescatable. La presentía con una evidencia tan contundente que le dio miedo. Ella había pasado fácilmente de la atribulación al júbilo. Se arrodilló junto a él. En sus piernas rosadas, como en sus rotundos hombros, palpitaba la brisa cantora y marina. Era para entregarle los pendientes, las pulseras, las sortijas. En una de estas sencillas alianzas -¡quién lo hubiera dicho!- estaba grabado aquel mismo día, aquel hoy, presente e ineludible: 19 de julio de 1923. El agua regia del dolor, sin duda, había puesto la fecha.

De la mano yodada y fuerte del bañero entró la muchacha a zambullirse en las esmeraldas. Se veía en la mirada sincera y encendida del varón robusto un homenaje a su gracilidad. Desde la noche del cine, Agliberto no había sufrido el escozor de sentirla en contacto con un hombre. La vio empezar a nadar, apoyado el bizcocho de su barbilla en el brazo de cobre de aquel pillo de playa sonriente y poderoso. Un estremecimiento de escamas luminosas le ofendía a los ojos. Oyó un rumor sordo que venía de lejos, como si el mar entrara en ebullición. Temió que su dispersa corporeidad retornara a él, furiosa y atropellada. Pero Celedonia ya nadaba sola y con un brío y soltura inéditos. A través de los berilos del agua se retorcía en líneas arqueadas como esas figuras de los grotescos, en las mayólicas toscanas del Renacimiento. ¡Nunca había podido sospechar en ella el calibre de aquellos muslos de amazona acuática! Se confundían blancos, ágiles, destellantes en la monstruosidad de un solo muslo o en la cola de un ente oceánico.

Reinaba demasiada luz, demasiada espuma, demasiado zumbido pelágico. Agliberto no podía soportar el empuje de tanta magnificencia. Despacito, se encaminó al Acuario. Allí predominaba una tranquilidad académica. En las salas desiertas, casi frías, con los balcones entornados, se había conseguido una luz y una temperatura casi de quirófano, mitad aséptica, mitad sospechosa.

En grandes paralelepípedos de cristal bogaban infinitas estrellas, erizos y medusas de mar; todos los besugos de ojo claro que están en el secreto de los asuntos submarinos, ignorados por el príncipe de Mónaco, anguilas sentimentales, en plena luna de miel, etcétera. Todo en vastas praderas, escaparates de la flora del piélago, alumbradas con luz eléctrica, como nacimientos. Le distrajo aquel espectáculo de bazar o de láminas de manual. Olvidó parte de sus penas. Así estuvo esperando uno, dos, tres cuartos de hora. Sin ninguna inquietud ya empezaba a reírse de los peces de colores; de las enmarañadas anémonas que atusan y despeinan sus melenitas de tiernos y suaves colores, crisantemos vivientes, perritos grifones de los buzos, claveles dobles sobre la mantilla de blonda de las madréporas sutiles. Burlábase de los endebles hipocampos, caballitos que se enganchan por la cola a las fibras de las plantas y se mueven como un segundero de reloj; de los congrios con camisa de color ciruela claudia que pretenden tragar las migas de pan a través del vidrio...

Al fin, al volver a uno de los salones, creyó divisar a Celedonia, sentada en la penumbra. Pero ¿era o no era? No, no era ella, pero se le parecía mucho. La pamela, mayor y más graciosa, cubierta de rodofíceas chorreantes, de flecos de torzal líquido. Mil serpentinas de algas de mil colores, azules, amarillas, rosadas, le rodeaban la cintura sobre un vestido prodigioso de cuento de hadas hecho de una seda mucho más hermosa que la de los gusanos de la infeliz morera terrestre. Tenía los ojos de ópalo; de un color aciago y seductor, de amanecer de naufragio. Mejillas auténticas de coral, piel de caracola teñida de múrice. Los tobillos (?) encerrados en medias tan estriadas como la cola de los peces. El charol de los zapatos, cubierto de sal. Como se había aproximado, se decidió a interrogarla.

-Perdón, señora. Es usted una sirena, ¿verdad? ¿O es usted?...

-Sí, señor; soy una sirena, aunque me vea tan callada. No crea que estoy esperando al primer hombre que pase. ¡Me ha interesado usted tanto!

-¡Muchas gracias! ¡Qué amable! Pero... el caso es que... espero a una señorita amiga, que está bañándose hace rato.

-No la espere, no volverá -sentenció el ser enigmático.

-¿Se ha ahogado, acaso?

-Sí.

-¡Válgame el cielo! Pero ¿cómo? El bañero estaba junto a ella. ¡Qué desgracia! ¡Pobre amiga mía! Voy a telegrafiar a la familia, aunque...

-No se aflija, ni telegrafíe a nadie. Ella ha muerto para que yo nazca, como quien dice.

-Se parecía mucho a usted, ¡claro que en humano! ¡Qué semejanza más extraordinaria!

-Yo también le acompañaré en sus viajes y excursiones.

-No merezco tanto, señora.

-¿Por qué me llama señora?

-¿No me ha declarado usted misma ser una sirena de verdad, de esas que cantan, encantan y matan a los hombres?

-Eso dicen malas lenguas, no sin razón -respondió sonriente.

-Y siendo así, ¿quiere que la llame señorita?

-¡Es verdad! Pero dígame: ¿no le place que sea yo su compañera suplente?

-No, ¡por Dios! No puedo ofrecerle ni mi casa, ni mis servicios. Soy un turista, casi un gitano. ¿Mi corazón?... ¡Está tan lejos, en tierras que no pueden ver el mar! ¡Nunca, no! Mil gracias. Figúrese, acostumbrada a un régimen distinto, a ricos manjares, huevas exquisitas, nidos de golondrinas; a lo menos langostinos frescos... ¡De ningún modo! No podría usted soportar la cocina francesa de los hoteles, los asados con manteca, los terribles timbales de macarrones... Sobre todo, en el pescado notaría una gran diferencia...

-No soy exigente. Mi flaqueza es la de mis semejantes; el canto es una pasión en nosotras, conocida y reconocida. Solo pido que haya piano en las fondas.

La invitó a almorzar. El cochero del landó, cuando los vio aparecer, quiso darse cuenta del tiempo transcurrido, y en lugar de reloj, sacó un almanaque de bolsillo. La playa estaba desierta. El ponto, contento y espumoso. Soplaba un aire cálido, entre zumbón y elegíaco.

El carruaje se metió en la ciudad. Las colleras, al alejarse, disolvían el trote de los cascabeles en un vago rasgueo de guitarra. Allí iba la sirena. Se parecía tanto a Celedonia que nadie advirtió la sustitución.

La sirena de recambio

LA HIJA DE LOS MARES hablaba poco; su mutismo daba mala espina. No dijo nada de marcharse. Era un ser libre. No tenía que preparar coartada alguna con ninguna Claudia. En la habitación de la otra hacía igual vida, leía los mismos libros, se probaba sus sombreros ante el espejo aún empañado por el otro aliento inofensivo y casi colegial. Usaba los mismos lápices, polveras, perfumes y cepillos ajenos, con una marina despreocupación. Alguna vez Agliberto la oyó desde su alcoba tararear, más que entonar, algunos de sus cantos o, más bien, tonadillas. Estaba muy desconcertado y poco contento de sí. No sabía por qué causa misteriosa la Providencia había querido adjudicarle aquel agregado místico, más grave y peligroso que la obstinada compañía de su imprudente camarada, con la cual siempre podían usarse dos tácticas opuestas: la blanca y la negra, la norte y la sur. Pero ¡con una sirena! El más ligero piropo, la más formularia galantería era un incauto mordisco al cebo de las fatalidades, una satisfacción corroboradora al calendario zaragozano de los cataclismos. Solo en el estado de postración y debilidad en que se hallaba cuando topó con ella en el Acuario podía explicar la tolerancia de su adhesión, inaceptable para cualquier hombre sensato que no fuera un suicida. Su depresión iba aumentando y él lo sentía en los síntomas: además de una perfecta y absoluta indiferencia por la suerte de la desaparecida, una desgana invencible para escribir a Mab. El óbito de su amiga inocente no le produjo excesiva congoja ni hondo pesar. Él mismo estaba consternado ante su propia insensibilidad marmórea. Por supuesto que aquella reiteración de la fatalidad en oponer una rival a la novia soñada por su imaginación era lo que mayor y más torturadora inquietud podía producirle. Afortunadamente -pensaba-, esta no podrá soportar la vida en tierra firme, la existencia en hoteles, casinos y trenes; tendrá que volver a los saraos de los tritones, a las carreras de cetáceos, a los banquetes de tiburones, a los tés de Anfitrite.

Desde luego, no cabía duda, se trataba de una sirena auténtica, del más legítimo cuño abisal. Su indumento y su arrogancia causaban explosiones en el comedor, cuando entraba delante de Agliberto. Los viejos verdes que cenaban, vestidos de frac, con tres marcas de champán quedaban atónitos, paralizados, con la baba caída. Todas las damas esgrimían sus impertinentes. Algunos capitanes, atezados y fanfarrones, poníanse de pie para mejor verla, dejando caer al suelo las servilletas. Ella avanzaba hasta la mesa, distraída, imperturbable, taconeando con sus prodigiosos zapatos bordados de aljofar o de cuentecitas de coral, envuelta en un halo de aurora boreal, resplandeciente de lentejuelas de amanecer y de nácares de efecto de luna, oliendo a rosas submarinas y a marisco celeste.

A Agliberto ¿le gustaba, le disgustaba esta más que la otra? Eran muy semejantes, salvo el grado de esplendor. Pero no; no se trataba de eso. El complemento de su existencia era Mab. Al llegar a la mayoría de edad el hombre ya sabe lo que le gusta: había tomado las medidas de sus preferencias y se las había enviado al gran bazar de modas hechas de la imaginación, y esta había trabajado en confeccionársela con los mejores elementos, había pagado portes de aduana y le había proporcionado una presentación para los hermanos, hermanas y padres de la muchacha y facilidad para entrar en su casa.

Frente a frente, en la mesa, el muchacho sentía una rabia sedienta de llamar a la sirena Celedonia, nombre sin par, dulce tocino de los cielos envuelto en papel de desatino, gentil bordado del festón del mundo. La desazón se resecaba en creciente impaciencia, en bostezos, en pedir la muerte al mismo tiempo que bebía agua mineral. Ella lo advirtió y le propuso en la primera cena:

-Llámame Celedonia, si te gusta, y tutéame como a la otra, igual que si nos conociéramos hace años.

-Quod erat ad demostrandum -comentó él, por lo bajo, comprendiendo que era el primer ardid-. Bueno -añadió-. De cualquier modo mi destino es hacer el pipi -los efectos de seducción de aquella maravilla del mar se hicieron patentes en seguida con notorio escándalo. Se oía a los botones duendecillos y a las camareras ir y venir por los pasillos con cartas de amor y ramos de flores, llegar a su cuarto y golpear con los nudillos, ofreciendo los presentes de los galanteadores.

-Esto es intolerable. Mañana mismo nos vamos -pensaba Agliberto.

Supo que ella los había rechazado todos, y cómo, ofendida y molesta, arrojó algún ramo por el balcón a la calle.

-Es muy formal -reconocía.

-Ante la puerta de su alcoba encontró una rosa blanca, caída de alguno de los ramilletes desdeñados. Se entretuvo en deshojarla, interrogándola acerca del amor de Mab. ««No», respondió el último pétalo.

Descorazonado, salió a la calle para meditar un itinerario, volviendo a sus proyectos de dedicarse a la fotografía. Vino a su mente la ciudad más seductora, pues un almacenista de ultramarinos le había dado una carta de recomendación para un gran poeta, hombre de mucho prestigio y resonancia que habitaba en ella. Cuando regresó pudo sorprender a un oficial de la Marina que intentaba penetrar en el cuarto contiguo al suyo, el aposento azul en que quiso rendir a Celedonia. El navegante se turbó al verse sorprendido.

-Pase. Pase usted si se atreve. ¡Ya verá lo que le espera! -le advirtió Agliberto con el mejor de los tonos. Pero como llevaba la mano hundida en el bolsillo de la americana como si acariciara una pistola, el pescador de ondinas volvió la espalda y se alejó presuroso.

-¡Habrase visto candidez en un hombre de mar!

Al día siguiente las sombrereras, maletines, neceseres de la otra lloraban a su dueña, bajo la gran montera de cristales, sobre las losetas de la estación estornudante, conmovida por los pitidos, las caídas de los baúles, los chirridos de los carritos de las almohadas.

-A la ciudad que tiene el mejor poeta -pidió el joven ingeniero en la taquilla.

-¿Cuántos billetes?

-Uno para mí y otro para una sirena. ¿Es la misma tarifa?

-Sí, porque no hay vagón-aljibe.

En el departamento dieron con la trinidad inevitable en los viajes: una señora, un señor y una hija soltera. Independiente a esta delicada combinación familiar cerraba el cupo un oficial de Caballería, pequeño, cetrino, con monóculo, vestido con uniforme azul de franjas rojas y provisto de varios portamantas -cada uno con un sable dentro- que embutió violentamente en los intersticios que dejaban los demás equipajes. No había medio de cambiar de sitio: los lugares estaban marcados con anterioridad y en todo el tren no cabía un alfiler. Apenas estuvieron en marcha, la ahijada del Atlántico advirtió:

-Háblame en lengua casi desconocida en los mares más o menos latinos o latinoamericanos; en alemán, por ejemplo. No quiero que se enteren de nuestro diálogo estos señores. Son amigos de mi familia y es mejor que supongan que viajamos juntos por casualidad.

-¡Ah! ¿Pero tú también tienes familia, nueva Celedonia?

-Por Neptuno, no me llames así en público.

-¡Qué lástima! ¡El mejor nombre que existe!

Agliberto contemplaba -tenue, avilanado- el pedazo de campiña, verde, robusta, velada de aire de rosa, con que se enjuagaba el movimiento del convoy en las bocas cuadradas de las ventanillas bailadoras. Su cuerpo seguía lejos abandonado, cataléptico. El campo seguía desenvolviéndose en un giro de peonza echada a rodar. Los últimos planos, los más remotos, parecían seguir la misma dirección del tren; los más cercanos pasaban raudos a contramarcha, a contrapelo. Lo mismo que en su alma: lo lueñe era lo más conforme; lo inmediato era lo más rebelde y reacio.

La prohibición de pronunciar el nombre sabroso insustituible y preciado creaba una comedia interna con reparto de papeles para los afectos más o menos farsantes. Había que repartir los pronombres y acudió al elenco de su corazón:

Esta. -Apretón de manos después de cenar y nada más: La sirena.

La otra. -Postre desdeñado. Vainilla prófuga: Celedonia.

Aquella. -Trémolo de violonchelo. Mejor mi aquella: Mab.

La de más allá. -Increíble. Desvanecida: Tori.

Esta y la otra se parecían cada vez más, hasta en saber poco alemán. Las sirenas nunca han sabido mucho; acaso una poesía de Heine. Pero en el canto no son tacañas. Mientras el tren aceleraba su marcha y sin poder comunicarse apenas con su elegido, esta sobrepasó los límites conocidos a las gargantas líricas. Deliró, repitió, glosó los bailables de El príncipe Ígor, imitando a una orquesta entera. Por no oírla más, la trinidad familiar, que ya la conocía, se apeó en cualquier sitio. Agliberto, distraído por el cambiante y fresco espectáculo de la removida ensalada del paisaje, se dejaba arrullar por las melodías, mientras sentía que la marcha del tren aminoraba. Los molinos de viento de los campos tomaban medidas a la tarde decadente para un vestido de brisa, con sus aspas. Advirtió el ingeniero que el joven oficial, que al principio se había quitado el monóculo en señal de admiración y agrado, se tapaba cuidadosamente ambos oídos, ofensa que le enardeció:

-Esa es una falta de consideración a los mitos grecolatinos. ¡Sea su excelencia más correcto! ¿Se trata así a una sirena?

Para demostrarlo cometió la audacia que no había osado hasta entonces. Levantó el borde de la falda para que, sobre las aletas de la cola, parodias de apetecibles pantorrillas con medias de seda acanalada, viera el militarcito las suaves escamas azules.

-¡Esta señora será lo que sea! Yo soy un oficial que ha estado en la Gran Guerra. ¡Tengo derecho a todo!

Cuando iban a cambiar las tarjetas llegaron a la estación de su destino.

Nota muy importante. -En este viaje se extraviaron todos los aparatos y accesorios de fotografía.

-¡Qué peregrina ocurrencia! -comentaba ella en el coche-. ¡Procuras que sepan todos lo que soy! ¡No sé por qué te ha molestado que al oficial no le gustaran mis imitaciones orquestales. Si hay hombres sordos e insensibles a mis encantos, peor para ellos!

-No me agrada que los demás me señalen los defectos que yo percibo sin esfuerzo. Un elogio, un galanteo, un piropo, me irritan, no como atentado a la propiedad del amor, sino como innecesaria impertinencia. Al que dice: «¡Qué guapa!», hay que responderle: «¡Cállese! ¡Si ya lo sabíamos!». Al que le disgustan tus gorgoritos y lo manifiesta, hay que gritarle: «¿Le parece a usted que a mí me deleitan? Pues no. Se trata de una criatura muy agradable y juncal, la nata y la espuma de los océanos; pero en materia de canto le faltan todavía varios años de Conservatorio debajo del agua».

-No me digas esas cosas porque voy a entrar llorando en esta ciudad.

Llegaron a un hotel despoblado, con negros vestidos de librea, muchos cortinajes de terciopelo y grandes espejos. Daba la misma impresión de grata extemporaneidad, de anacronismo de buen tono, que los volúmenes en que se encuadernaron revistas ilustradas de hace treinta años. Todo tenía un rótulo que decía: 1900.

Un conserje, después de considerar con admiración a la dama, les llevó a un amplio salón de estilo isabelino con muebles de nogal muy obscuro, casi negro, realzados por los tapices azul claro. Una gran cama de columnas se alzaba sobre un estrado con la solemnidad de un patíbulo.

-¿No les gusta esta alcoba? Es la mejor que tenemos.

La sirena, en silencio, aguardaba, sin pestañear, conteniendo la emoción.

El joven ingeniero meditó: «Desde luego, es muy melodramático; mi ejecución aquí acontecería con todo el espantoso aparato que puede verse en el muestrario de muertes de lujo en los lienzos del siglo pasado, en el Museo de Arte Moderno de Madrid. Pero no. De ningún modo. ¡Morir tan pronto! ¡Un muchacho de tanto porvenir! ¡Una carrera tan bonita!».

Así, declaró en voz alta:

-No, dos cuartos sencillos; aquí en este mismo pasillo, y que estén el uno enfrente del otro.

Para la otra, bien estaba un tabique; para esta era indispensable un corredor, con sus manojos de corrientes de aire.

Al día siguiente, en un tranvía, un joven vizconde, estudiante de Medicina, que hablaba el castellano con toda corrección, se brindó a acompañarlos y enseñarles las curiosidades de aquella antigua y escolástica ciudad. Era una nueva víctima que mordía el tradicional cebo. Les mostró una iglesia, un museo, la Universidad y el Jardín Botánico. Obedecía al poderoso imán con la amabilidad de una limadura. Les condujo también hasta lo más notable: la Biblioteca, florido santuario de la cultura medieval, vestida, después de unos siglos, a la rica usanza del siglo XVIII. Un bedel, joven y decidor, era el accidental propietario de las llaves y les introdujo.

Más que biblioteca aquello era un vasto y precioso bargueño. Dorada, estofada, provista de columnillas, tiradores y grecas de incrustaciones, interesaba más por lo ingenioso de la trampa en el cajón del secreto que por el gran valor de lo contenido en los aparentes libros.

-¡Qué gran cosa, eh! Aunque fuera hecha por un rey. Perdón, señor vizconde, olvidaba que su excelencia era uno de nuestros mejores monárquicos... -dijo, en burla, el bedel.

-La República no ha llegado a hacer cosa semejante en parte alguna -respondió el aludido.

-La República es la salvación -apoyó el primero.

Existía, en su disparidad de opiniones, una confianza, una familiaridad tan democrática entre personas de diferente condición social -opuesta a la rigurosa etiqueta derivada de la jerarquización en la conformidad y el acuerdo- que demostraba cómo los monárquicos eran necesarios en toda República bien constituida.

La sirena, mientras tanto, por un instinto atávico, descifraba los códices griegos y traducía con gran asombro de los presentes. El bedel y el vizconde se guiñaban un ojo en señal de concordancia admirativa. Agliberto, en aquella biblioteca vestida de casaca, sufría al ver a su compañera tan arrogante, tan espléndida de sedas rojas, de apostura y de camelo.

-Yo coincido con el señor vizconde en los gustos. Lástima es que no pensemos a una en la forma ideal de gobernar.

-Lo mismo les sucede a casi todos los hombres. Discrepan en minucias políticas. Por el sabor de un pastel o el humo de un habano no suele haber disputas.

-¿Ha sido usted siempre monárquico? -preguntó la sirena al aristócrata.

-Siempre, mientras viva.

-¿Y usted, republicano firme? -interrogó Agliberto al bedel.

-Antes de nacer la República; antes de nacer, yo ya era republicano; no me avergüenzo ni me retracto. Odio la monarquía, aunque respete a los monárquicos. Pero si mi patria tuviera un rey y se encontrara en peligro, daría yo mi vida en tal trance por el monarca que la representara.

No faltaba sino el bombo y los platillos. El humilde funcionario académico y el elegante prócer se estrecharon las manos y se abrazaron teatralmente, fascinados por el latiguillo. Un rey pintado les miraba satisfecho, desde su cuadro al óleo. La sirena, conmovida, empezó a cantar La marsellesa.

Al día siguiente penetró en el cuarto de Agliberto con un gran portamonedas en la mano. Tenía una belleza seria y casi ceñuda, pero no enfadada.

-No acudo a importunarte, pero es menester hablar de lo que pocas veces ocupa a las criaturas de mi especie, de las condiciones económicas de este acompañamiento. No puedo serte gravosa. Mi pensamiento, mi intención jamás soñaron macular mi prosapia, pulcra y limpia de todo parasitismo. He podido examinar la factura del hotel y quiero liquidar contigo lo que abonaste en concepto de hospedaje mío. He calculado los extraordinarios, la manicura, el ondulado, los baños. Aquí tienes. Creo que la cuenta está hecha con rigor. Pero me atengo a tu autoridad de matemático.

Y le tendió un montón de billetes. El joven los rechazó con repugnancia. Estuvo a punto de declarar:

-Es imposible aceptarlo. Cuando se viaja con una Celedonia o con un mito viviente no hay sino acomodarse a las consecuencias.

Ella insistió. Entonces él aceptó la cancelación de la deuda, pues creyó que ello le independizaba de sus asedios de sirena; pero observó que la cantidad entregada comprendía también los gastos originados por la otra, por la ahogada, en once días.

-Eso sí que no puedo permitirlo. ¡Bien que pagues lo tuyo, pero la estancia de Celedonia!

-Es igual lo suyo que lo mío -dijo entonces esta sonriendo-. Además este dinero es el que ella tenía en sus maletines y carteras. Bien está que con él pague los gastos de ambas.

El joven ingeniero quedó estupefacto, alelado, viendo visiones. Al desaparecer la desenvuelta frescales pelágica gritó boxeando con la mesa:

-¡Esa gente que vive en los sótanos del mar, qué poca vergüenza tiene!

El vizconde iba al hotel a las diez de la mañana y volvía a las seis de la tarde, todos los días. Visitar a una pareja libre o matrimonio es obligación para un noble de novela o de comedia; y visitarlos con insistencia mortificante que levante sospechas de bastardía en el designio. El futuro ingeniero agradecía mucho aquellas atenciones del futuro médico, pues mientras el misterioso y polícromo ser fantástico, como arrancado de una camama de Böcklin, cantaba fados o flirteaba con el otro, cabe a un piano de amarillento teclado, él, desterrado de su verdadero amor y de sus juveniles impulsos, enderezaba dulcísimas epístolas a Mab, que cuidaba a su padre moribundo: «Me han acontecido desventuras terribles desde mi salida», confesaba en una de ellas. «Jamás he sufrido mayores martirios del espíritu. Hace tres días encuentro en la playa de A... -¡azar puro!- a Celedonia C... bañándose. Ignoraba que estuviera en este país. Ha querido realizar una proeza y llegar a nado hasta la torre de B... Se ha ahogado... Desde luego, ha desaparecido. Tres horas he nadado en su busca. En vano. No hemos podido hallar su cuerpo. ¿No ha reparado usted, adorada Mab, en lo esquivos, en lo volátiles que son nuestros cuerpos?».

Todos los estudiantes de aquella gloriosa ciudad universitaria -tres mil manteos de color ala de mosca, otras tantas levitas, tres mil guitarras, nueve mil corazones (cada uno elevado al cubo), ningún sombrero- se enamoraron de la sirena. Ella no hizo caso de ninguno porque su cariño, oceánico y fervoroso, era todo para Agliberto.

Este, sin aparatos fotográficos y sin brújula para orientarse en el comportamiento, se aburría, se freía en la ciudad vulcanizada, color de aventurina y de guirlache, culatada por la historia y el prestigio docente. Escribía, siempre la misma carta, con ligeras variantes, a la misma persona.

Los otros dos, la dama costera y el pregaleno, pasaban y paseaban muchas horas juntos. Atravesaban arcos y puentes con las cabezas muy próximas, bajo la sombrilla amapola, o dialogaban entre las begonias de la lacrimosa quinta donde un rey, un pobre ser humano, también remitía, en otro siglo, sus epístolas de amor, en un barquito, por una acequia, a una reina secuestrada e imposible.

Agliberto no salía apenas del hotel. Se le pasaban los días preguntándose: «¿Me casaré, no me casaré con Mab? ¿Aparecerá, no reaparecerá el cuerpo de Celedonia?». Cuando su amiga y su amigo regresaban al anochecer, muy tristes, ella suspiraba:

-¿Por qué no has venido con nosotros? Te hemos esperado toda la tarde.

Y el vizconde le decía a la sirena, desalentado, vencido, rechazado:

-¿Por qué ama usted tanto a este hombre?

Una visita a otro poeta

EL GRAN POETA vivía en una callecita silenciosa, próxima a la Universidad. Constaba de dos pisos y en el superior, en un saloncito y un gabinete de estudio, se veían unos muebles modestos, retratos, libros, muchos libros. El gran poeta se había partido una pierna en un largo viaje por Europa. Agliberto nunca pensó que se pareciera tanto a Simó Raso. Apareció andando trabajosamente, apoyado en un bastón-muleta y condujo al visitante a una terracita, blanqueada, pizpireta, como para un sainete de los «Señores Álvarez Quintero, Hermanos».

-¿Usted es escritor español? -preguntó sonriente con la carta en la mano.

-No, señor; voy a ser ingeniero de caminos.

-¿Es usted amante de la literatura?

-¿Amante? ¡Qué palabra! Sí y no.

Nunca le había producido el vocablo tal impresión de malestar. Sintió un escalofrío, una presión en la garganta, un estremecimiento general, como si fuera a entrar en fuego o a examinarse de una asignatura prendida con alfileres.

Para disimular su desconcierto aludió a varias obras del visitado, para demostrarle que las había leído. Después, al verle complacido, le preguntó su opinión acerca del teatro español, sin poder asimismo explicarse la razón de tal curiosidad.

-Los Quintero me satisfacen en casi toda su obra.

-¡Ya me lo figuraba yo!

-El teatro de Benavente no me gusta demasiado.

-Pues me extraña -argumentó Agliberto-. ¡Es sencillamente prodigioso! Es el último de nuestros grandes conceptistas. Me refiero al contenido de sus comedias de la mejor época. Juega con las palabras y las ideas igual que las niñas juegan a las cunitas con un bramante. Cuando nos creemos ante una serie de conceptos claros como espejos a la primera manipulación, salen otros enredosos como arañas, y viceversa.

El gran parnasiano volvió a sonreír y derivó hacia la lírica:

-En España tienen ustedes un poeta muy interesante: Juan Ramón Jiménez.

-¿Jiménez? Me suena.

-¿No conoce usted sus versos?

-No.

-Pues debe leerlos.

-De ningún modo.

-¿Cómo? ¿Por qué?

-Yo no conozco ni quiero conocer la literatura, los libros de mi país. Me interesa la extranjera, para perfeccionarme en las lenguas que me son extrañas y lo serán siempre, y así toda literatura a fortiori sea algo extraño a mí, a Dios gracias.

-Pero basado en el imperfecto conocimiento de los idiomas usted no llegará a comprender a fondo ninguna obra, a saborearla, sino por aproximación.

-La literatura, en general, debe entenderse más que a medias. La comprensión más perfeccionada es la imitación o el prurito de ella. Si leo libros en alemán o en portugués, mis deseos de escribir quedan contenidos, pues a la dificultad de adquisición de técnica y de adaptación al género se añade la dificultad de interpretación de significados.

-Sí, pero en cuanto llegue usted a penetrar estos, si el morbo gráfico existe en usted, cuanto haya de original en la obra le tentará a usted para la traducción tácita, para la imitación tan temida, para el plagio. El caso se da en muchos escritores profesionales.

Luego añadió:

-No obstante su repugnancia a la lectura, el teatro parece agradarle...

-El teatro no es literatura. A veces es tan cursi como la vida misma.

Después de una pausa, el vate, diplomático al fin y al cabo, llevó la charla al terreno particular:

-¿Está usted aquí solo? -inquirió.

-No. Como el judío de aquel hermoso poema de usted que tenía en su casa una nereida viva, yo traigo con mi equipaje una sirena.

-¿Viva también?

-Y coleando. Yo viajaba en compañía de una muchacha amiga mía. Una mañana de estas se me ha ahogado, y en canje, Poseidón me regaló esta preciosidad, vestida y calzada. Hasta ahora no me acarrea un desastre económico. Es tan semejante a la otra señorita que le sirven sus vestidos...

-¡Qué curioso! ¿Y cómo no la ha traído por aquí?

-¡Una sirena! Nunca. Hubiera sido una ejemplar inconveniencia. Usted pertenece a un noble linaje. Desciende de reyes. Tiene, además, hijas mayores y solteras; hijos estudiosos, un hogar respetable. Jamás me hubiera atrevido... ¡Una sirena! Bien están en los libros, pero ¡en casa!

-Es verdad -asintió el poeta-. ¿Será muy literaria?

-Mucho. Lee y traduce hasta los textos hebraicos de la biblioteca. No, no; los hebreos, no; los griegos. ¡Claro es, los griegos!

-Desconfíe de esas lecturas si usted no sabe el griego. Habrá sentido mucho la desaparición de la otra.

-No..., no. ¡Se parecen tanto!

-¿Y no cree usted que en vez de canje sea una metamorfosis?

Agliberto se echó a temblar: «¡Es lo único que faltaba!». Su turbación aumentaba por momentos. Abrevió la visita.

-Compadézcame -exclamó al despedirse.

-Sí, es una desgracia como otra cualquiera -sonrió el gran poeta, cojeando, bajo el dintel.

La escopeta y la mandolina

AGLIBERTO SENTÍA LA TENTACIÓN de ver la playa donde le bañaban a los cuatro años. Decidió partir allá con la sirena. Volaba el auto ansioso, como ese afán de volver a hallar lo transcurrido que mueve a los hombres a las mayores empresas, pues más se inclinan estas a reiterar lo malo conocido que a acometer la búsqueda de los verdaderos encantos, incógnitos e insospechados.

A mitad de camino, les alcanzó una motocicleta roja, montada por un hombre cubierto de un casco, con una escopeta y algo así como una mandolina a la bandolera, cruzada sobre la espalda. Era el vizconde, que no había podido soportar ni un día la ausencia de la atrayente oceánida.

-¿Va usted a cazar? -le preguntó el joven ingeniero.

-No. Todavía rige la veda. Pero cazo conejos en motocicleta, cuando llega la época. Ahora voy a dejar estos bártulos en una finca de mi familia, que está muy cerca de donde ustedes van.

-Parece un entrenador de liebres -dijo ella en burla.

-La velocidad me apasiona -dijo después en el primer ventorro, compartiendo el café con sus recientes amigos-. Quisiera alcanzar todo lo que ambiciono con la mayor rapidez.

-Ya se conoce -interrumpió Agliberto-. Pero es menester la máxima paciencia. No basta que los bienes, los objetos, las cosas estén al alcance de nuestra mano en seguida. Es preciso también estar en disposición de poder apresarlos, de lograr tender el brazo.

-Esa es una ciencia que tiene cualquiera.

-No. El alcance de los fines es, a veces, sencillo, pero es difícil encontrar la ocasión que nos deje ir hacia ellos.

En un aparte, el vizconde le apremió en el terreno confidencial.

-¿Cuánto tiempo hace que Celedonia es su amante?

-Primeramente, este ser que me acompaña no es la Celedonia verdadera. Es una imitación, o mejor dicho, una agravación. Cuando bebemos champaña falsificado el valor del champaña aumenta, porque se suma al sabor de lo imitado el sabor de lo auténtico, más el sabor supremo, el de la nostalgia, el de la evocación de lo que no saboreamos. Además, esta señorita que usted ve y yo no tenemos ninguna relación de amor.

Entre escéptico y sorprendido quedó el aristocrático estudiante de medicina. Como hombre audaz y que no pierde ripio se aventuró a proponer:

-Entonces no tendrá inconveniente en regalármela.

-Si le quisiera a usted mal, se la adjudicaría. Podría hacerse moralmente, si no fuera un letal objeto. No se trata de un ser humano. Eso es lo que me autoriza a sospechar que pueda ser considerada como mercancía o entidad transferible: es una sirena. La conducta que deba seguirse con ella aparece al más pintado como muy problemática. Su psicología es de una promiscuidad aterradora: no es carne ni pescado. La mitad de su persona es humana; la otra encierra un obscuro y misterioso ímpetu bestial. No es una mujer, querido amigo; es un problema. Un problema; es decir, lo contrario de la felicidad. Una angustia larga y un dilatado suspiro al ultimar la solución. Todo lo más lejano de la paz y deleite de la comunión conyugal más o menos autorizada.

-Abrigo el temor de que pretende engañarme con esas paradojas. Sepa que he traído mi mandolina para ella y la escopeta para usted.

-Muchas gracias, señor vizconde -contestó Agliberto, sin comprender la amenaza de muerte-; pero no me gusta hacer ruido en el campo.

A él se le daba un ardite la sirena. Iba a aquella playa a buscar un recuerdo pequeñito, de su lejana infancia en su brote más primitivo y crepuscular, a revivir una emoción pueril, que sin duda le podía dar verdadero alivio a sus quebrantos, pero allí apenas si encontró vestigio de la menor memoria. Mostraba aquel pueblo la misma novedad que si no hubiera jamás estado en él. Entonces se concentró, se densificó su malestar ante la borrosa noción de la estéril inutilidad de un trozo de existencia. ¿De qué sirve haber vivido si del tiempo en que alentamos no queda recuerdo?

El largo paseo de la ría, con sus grandes bancos, sus copudos árboles sí parecía ser el mismo de una tarde en que se perdió y estuvo sin ver a sus padres largo tiempo. Sin duda, en el alud de sus pesadumbres, de sus disgustos, de sus repugnancias actuales había algo semejante a aquella angustia debutante de los cuatro años; a aquel primer átomo de zozobra, de extrañeza y de espanto.

Cenaron con el vizconde, que había dejado en su finca sus instrumentos de caza y música, y en la sobremesa, habiendo quedado solos, los dos hombres con sus habanos, se reprodujo el diálogo, suscitado por la impertinente insistencia del uno, enamorado indudable, y el deseo de análisis público y autodisección del otro, que ni a sí mismo podía aclarar su estado de alma y los motivos de su comportamiento.

-No me explico -decía el vizconde- cómo sin un vínculo o compromiso de algún orden un hombre puede viajar con una mujer o con un mito de apariencia humana, si la compañía de ese ser no le es grata y seductora. Según usted mismo confiesa, su propósito era descansar de las fatigas del curso y obtener una serie de fotografías de los encantos de nuestro paisaje y de nuestras joyas monumentales. La relación con la otra señorita, con la antecesora de la que yo adoro, tampoco era amorosa y aun, según usted declara, no dejaba de producirle alguna molestia y enojo. ¿Por qué mantenerse cerca de ella?

-En efecto, señor vizconde. Yo tenía libertad para abandonarla. Podía muy bien hacer las maletas, pagar mi hospedaje y tomar un tren, dejándole una cartita con una explicación más o menos satisfactoria. Ahora bien, se trataba de una criatura con quien tuve amistad, más bien camaradería, durante siete años. La estancia en el mismo hotel, en la misma ciudad que yo, se prolongó debido a hechos inesperados, pues su propósito inicial era permanecer cuatro días y reunirse con una amiga suya. Además, aunque yo tenga mi amor, mi verdadero amor, lejos, muy lejos de aquí, he de confesarle que, no por sus encantos, ni sus pequitas provocadoras, ni por los atractivos abizcochados, de merienda de besos de su persona, sino por su nombre mirífico, del mejor cacao fonético, de la más achocolatada armonía, «Celedonia», no me decidía a separarme de ella.

-¿Ha tardado usted siete años en hallar soportable la admisión de tan desdichado producto verbal?

-Sí, señor vizconde. He tardado tiempo en descubrirlo, pero esta experiencia, a falta de recabar un noviazgo, ha servido para revelarme su superioridad, su supremacía sobre todos los demás.

-Pero el nombre no era suficiente para hacer grata la presencia. Se le conoce a usted cuánto ha sufrido estos días. Su demacración y palidez denuncian el descontento, la preocupación y el insomnio.

-No me atrevo a abrazar a la sirena, pues estimo en mucho mi vida; no sé o no acerté a deshojar la flor de Celedonia, pero encuentro tan difícil abandonar a esta como me pareció separarme de aquella. Los acontecimientos han germinado, según su costumbre, de modo imprevisto. Yo no estaba preparado para defenderme, ni para acomodarme a ellos. Figúrese a un hombre provisto de un hábito de jefe de Administración de segunda, a quien se le aparece una ahijada de Neptuno. Yo no poseo suficiente cultura clásica grecolatina, cumplidas humanidades para ponerme a tono. Soy un muchacho de educación matemática, y si he soñado en una mujer, es según las medidas de la normalidad estadística, proporcionada en peso y estatura, ponderada, musical y pitagórica, y no en una soprano de tifón y tromba de agua, nacida de la espuma de un mar de confusiones.

-Transfiéramela. Endósemela -suplicaba el vizconde, con lágrimas en los ojos.

-No, querido. Me veo en peligro de muerte; pero no me atrevo a una separación brusca. Si del hecho de asumir la galante misión de acompañar en país extranjero a una amiga ha brotado nada menos que un mito, después de un óbito, ignoro el desastre consecutivo a la ruptura con ese mito. También es verdad que temo su desarrollo, su evolución, su medro.

-Pues huya. En amor, es la mejor victoria, según recomendaba Napoleón.

-No. La razón es obvia. La mujercita anterior se cambió en la deidad presente, que, hoy por hoy, se mantiene en un significado constante. Pero si me alejo de esta y no la tengo ya al alcance de mi mano, ignoro en qué puede convertirse.

-En una memoria, en una evocación, todo lo más.

-¡Pues no es chica sirena esa! Y de temer.

Cerró la noche. La nueva Celedonia tecleaba en el piano, y cantaba. El vizconde propuso una partida de billar, pero Agliberto hizo todas las carambolas de salida, de una tacada.

-No me deja nada. Va a llevarse usted hasta la belleza de mi país.

-¡La hermosura del paisaje! También me da miedo. No por ahora, pero sí para el día de mañana.

Volvieron en auto. Una carta de Mab esperaba en una mesa:

«Mi buen amigo:

Perdone que no haya contestado a dos de sus cartas. El estado de papá es cada día menos satisfactorio. He perdido toda esperanza. Aunque llevo muchas noches sin dormir, no puedo escribirle. Además, la pluma se me cae de los dedos. Aún quedan los últimos restos de la verbena de mi barrio. Lucen todavía farolillos a la veneciana y sarampiones rojos entre las guirnaldas de amapolas de papel de seda. Las pianolas, los organillos, las charangas han estado infatigables. No me irritan, no me desesperan. Soporto todo, no diremos con resignación ni con paciencia, no. Me siento convencida, persuadida hasta la evidencia de que los contrastes han de ser así, no pueden ser sino así. No guardo rencor a toda esa pobre gente que se divierte o cree divertirse. Más regocijo y más alborozo quisiera para ellos; todo el posible en el mundo. Y el dolor, todo el dolor humano quisiera asumirlo y padecerlo yo.

También usted se divierte. Lo denuncian sus cartas a pesar de sus quejas y lamentaciones. No pretendo dirigirle por ello el menor reproche. Al contrario, diviértase y goce; exprímale a su mocedad el más oculto grano del racimo de la alegría. Ni me extrañará ni se me antojará ultraje. Muy al contrario, saber que es usted feliz es el único alivio esperado.

No se puede respirar. El termómetro marca treinta grados. Son las doce de la noche. Mi padre tose mucho. No quiero separarme de él. ¡Quedan tan pocos días!

Adiós, Agliberto, le recuerda siempre su mejor amiga, Mab».

El joven ingeniero se convenció de que aquella misma noche moriría. El calor era infernal. La alcoba, un cráter. Cada mosquito, una chispa. Los pitillos se encendían solos. Pasaron varias horas, cogidas del talle, danzantes, coristas mal acompañadas por la música de los relojes. Pero se presumía una eclosión melódica más rica y fascinante. La impresión derivada de la lectura de las noticias de su amada no le dejaba dormir. Se rehogaba en su insomnio, abrumado de vituperio tácito, de censura acallada con resignaciones, y, al propio tiempo, vacilaba entre las posibles soluciones pragmáticas utilizables. De su meditación le sacaron unos golpes dados con la palma de la mano en su puerta (Celedonia empleaba los nudillos).

-¿Quién es? -preguntó, sobresaltado.

La sirena ordenó, sin el tono sumiso obligatorio.

-Ábreme. Tengo mucho miedo.

-¿Miedo? ¿A qué?

-No sé. Unos hombres están riñendo...

-¿Dónde?

-En la calle. Al pie de mi balcón.

-¡Ah! Entonces no tiene importancia.

Abre. Estoy muy asustada.

-Vuelve a tu cuarto. Duerme. No tengas cuidado.

-Ábreme, por favor. Temo que disparen y una bala entre por la ventana.

-Pasa, sirenita, pasa. De algo tenemos que morir.

Hizo girar la puerta. Entró azorada, medio desnuda, jadeando en un rebullicio de fosforescencias, de ópalos, de aroma de mariscos y de Marie Brizard, que es a lo que huelen los amaneceres en alta mar. Una medallita de oro -ni más ni menos que a una colegiala- le temblaba entre los pechos. Sin el menor titubeo de cortesía, o reparo, se acostó en el lecho unipersonal del joven, acaracolándose frente a la pared con una cerrilidad mítica. En las sombras del cuarto parecía bastante más gruesa que Celedonia.

Agliberto, medroso y defensivo, se calzó las zapatillas japonesas y se sentó en una mecedora. Su pijama de crespón le dañaba más que un cilicio. Poco a poco los plumajes de la obscuridad le soliviantaron blandamente. Tuvo conciencia del enorme infortunio, de la desdicha inmensa de Mab, que en poco tiempo, casi con simultaneidad, iba a perder a su padre y a su pretendiente preferido. Pero algo coercitivo y quizá enviado desde lejos le impedía decidirse a morir. De puntillas se acercó a la fosforescente y le rodeó el talle con el brazo. En lugar de un canto dulcísimo, estalló una protesta, expresada con malos modos ancilarios y acres. Sintió, sin embargo, con la fascinación renovada, bajo los linos blancos de halos rubios, el frío de las escamas suculentas en la superficie dura y lisa de las caderas. Entonces el poder seductor se quebró en una solución de continuidad. Recordó el mozo aquellos pescados que de niño no sabía comer, por ignorar si debía usarse el cuchillo, la cuchara o los dedos. Y sonrió satisfecho, redimido, porque el hallazgo de un problema puede salvar la vida si no se persigue con demasiada terquedad su solución.

-Aquí no debemos pernoctar los dos. Me voy a tu cuarto.

-Haz lo que quieras. Eres un hombre como no debe de haber otro -gimió malhumorada la sirenita, vuelto el rostro hacia la pared.

Al abrir la puerta, una música dulce y bien tañida llegó a oídos del fugitivo. En el otro aposento, múltiples sombreros, babeles de cajas a rayas y de mil colorines, frascos de lociones, la plata del tocador, los vestidos interminables y delincuentes, colgados de las perchas, casi ajusticiados por la penumbra, gesticulaban en una atmósfera azul y zafirina y endemoniada. Por el abierto balcón, una ciudad parecida a Toledo reptaba en perfiles altivos hacia la noche pálida y dulcísima, color de berilo borroso. No se sabía dónde estaba la luna. Todas las estrellas tenían el tamaño del satélite; su profusión y esplendor llenaban de vértigo y de espanto. La paz y el lujo del cielo no concordaban con el inquieto hervor que se advertía en la calle. Una numerosa ronda de estudiantes discutía bajo las ventanas. Eran los más fervientes y nocherniegos admiradores de la pseudo-Celedonia, que venían a implorar su mirada con una serenata. Agliberto, escondido, los contemplaba maravillado. Al fin se sosegaron y dejaron de disputar. Sonaron las bandurrias temblorosas y sutiles y se elevó un cantar dolorido, palpitante y tremendo: «Campana, corazón de aldea, / corazón, campana humana, / una ama, cuando late, / el otro late si ama».

Inciensos musicales subían del río, constelado de barcas iluminadas, donde cantaban también otros acordeones, otras guitarras y cernían sus espirales armónicas en la lejanía, humo lírico y apasionado. Los ángeles, en corros volanderos, en guirnaldas giratorias y aéreas, imantaban los campos de azul, de unción, de ternura.

-¡Qué lástima! No volveré a verlo más. No volveré a escucharlo. ¡Ni cuando me case con Mab!

Un nuevo grupo de estudiantes llegó y cantó. De pronto surgieron dicterios, insultos y ruido de pendencia. Se acometieron unos y otros en lucha confusa y griterío. Los estacazos y las bofetadas sonaban con grandes estampidos. Las bandurrias se hacían astillas en las cabezas. Algunos vecinos despiertos por la zalagarda asomaron a las ventanas, curiosos y amedrentados. Se oyó un tiro, luego otro, hasta cuatro. Una de las balas llegó al cuarto de la falsa Celedonia y rompió un cristal de la vidriera. El joven ingeniero se retiró al interior. La riña duró aún unos minutos. Estallaron dos disparos más y se percibió el rumor de una carrera en desbandada general.

En la esquina de la calle, el vizconde, con la carabina echada a la cara, se había hecho dueño de la situación. Numerosos instrumentos de música, guitarras y bandurrias, cubrían el suelo, rotas, desgreñadas, con las cuerdas revueltas, entre capas abandonadas en la huida. El silencio volvió a abrazarse a la noche. Entonces el discípulo de Galeno se colgó el arma de fuego a la bandolera, y pulsando su mandolina o laúd, comenzó a cantar, feliz, con voz potente, clara y noble:

Campana, corazón de aldea...

Volvieron los ángeles a volar sobre las campiñas privilegiadas, inspiración de los poetas. El cielo recamado y luminoso, altar altísimo, resplandecía de promesas, de eternidad y consuelo. Aquella belleza no era la belleza normal, acuñada para los humanos, tenía algo de pascua y de maravilla: era la hermosura de vivir tal como se aparece a los condenados a muerte la víspera de la ejecución.

En las horas de la madrugada, luminosas, con un oriente de perlas, solo se oían en el hotel los grandes suspiros de la sirena, lastimada y maltrecha por el desdén y el abandono.

Agliberto, al salir el sol, golpeó en su puerta.

-Levántate, y prepara el equipaje. Hay que partir en el primer tren, que sale a las siete.

-¿Por qué esas prisas?

-Porque tengo veinticinco años y he estudiado para confeccionarme un porvenir a la medida y adquirir derecho a una existencia segura y garantizada.

Napoleón

-¿TÚ NO JUEGAS al tenis, sirenita?

-No, nada más que al water polo. Ya supondrás lo que nos cuesta introducir cada una de las alas de nuestra cola en un zapato. Esta es la razón de los encantos de nuestro pasito menudo, y de que no podamos bailar un tango. Nuestros pies apenas se separan lo más preciso para fijar el canon de los andares perfectos o para dibujar los compases de un chotis chulo. Las grandes zancadas, a lo Susana Lenglen, nos están vedadas.

Habían eludido los asedios del vizconde y de los inflamados escolares. Estaban en una playa ostentosa, granada de chalets y de delicias, toda en blanco mayor, salvo el ámbar de las arenas. Agliberto había pedido a su familia el segundo cheque. La catástrofe tenía todos los reflejos, incluso el económico. Hubiera él querido resolver su mal humor, su excitación crispada en algún ejercicio físico.

-Tengo muy mala opinión de las mujeres deportistas -arriesgó, insidiosa, la sirena, vestida con un equipo de franela plisada perteneciente a Celedonia-. El cansancio corporal es un estado dispensable al hombre que llega a su domicilio, después de los combates de la vida en las fábricas, en los bancos, en la Bolsa, en las cátedras, en el Parlamento. La mujer, aunque trabaje en su casa, debe siempre producir una impresión de celestial reposo, de lozanía en sus virtuales bríos. Su seducción y ascendiente mayores se producen gracias al espectáculo de su resistencia, de su superioridad infatigable ante el fácil agotamiento del hombre en cualquier empresa.

-Razón de más para practicar el juego o ejercicio. Así su fortaleza queda mejor de manifiesto.

-Te equivocas. Todas jadean, sudan, se despeinan, y a todas se les hinchan las venas de las manos. ¡Desesperante, hijo, desesperante!

-Pues el deporte se practica más en los países en que más se trabaja. ¡Mira tú, en América!...

-Sí, pero ahí la mujer no es la dueña del hombre. Cuando las leyes, los códigos, las disposiciones de la policía se orientan siempre a favorecer, resguardar, proteger y cubrir a la mujer es que esta tiene muy poquísima y desmañada gracia para lograr por sí todos esos privilegios y prerrogativas, que de lástima y conmiseración les conceden los legisladores.

Agliberto se enfurecía por momentos. Todo aquello le sabía a ofensa para su Mab, tan ágil, tan recia e invencible en el tenis. Téngase en cuenta que desde su adolescencia había soñado en una esposa robusta, bien dispuesta para traer al mundo unos hijos perfectos. La literatura fin de siglo, tan preocupada por las cuestiones de la herencia patológica, la moda y el prurito eugenésico, había, aun en sus cortas lecturas, contribuido mucho para que los ensueños de su corazón cuajaran en un tipo gimnástico, muscular y canónico. Nadie puede sospechar lo que Ibsen y la dramaturgia derivada de él han favorecido en los bailes, en los paseos, y en la vida de sociedad juvenil a las muchachas fortachonas, sanguíneas y bien formadas, y a las hijas de los abstemios, los institucionistas y los vegetarianos.

-Eres una sirena muy poco distinguida. ¿Qué ejercicio corporal dominas? La natación. ¡Vaya una gracia! Lo bonito sería que supieras montar en bicicleta.

El joven no llegaba a entenderse bien con ella. Su naturaleza anfibia le sorprendía a cada momento con chascos, incongruencias y enigmáticos contrasentidos, produciéndole crecientes sobresaltos. Ella no aparentaba resentimiento por los desdenes y la distancia del hombre preferido; evitaba producirle la menor contrariedad y toleraba las repulsas más ofensivas con calculado aguante.

Así fueron de playas a balnearios, de pueblecitos monteses a ciudades, durante algunos días, exhibiendo ella su vestuario y el usurpado, y él su melancolía y su desesperación.

En cierto valle de gran fama habitaron un hotel de arquitectura nacional y florida, en la ladera de una montaña. Allí se produjo la seducción colectiva y los incidentes consecutivos. Los negros ojos de los ricos conspiradores monárquicos; los impertinentes con filete de oro de las damas; los monóculos de los anglosajones; los lentes de concha de carey y cinta del calibre de una corbata de algunos suramericanos; hasta las órbitas de cristal de las princesas cesantes y septuagenarias, estaban orientados hacia la sirena cuando entraba, recamada de musgos de plata, de tejidos nacarados, de lentejuelas de oro sobre túnicas de seda, primaverales, verde gay, lirio-amor de mirlo, o azul de Prusia. Una noche, en un baile, mientras él ganaba al bridge se le acercó para pedirle colaboración en el foxtrot. Iba vestida tan solo de sartas de perlas menudas que la cubrían con profusos flecos. No a sus piernas, porque ella no tenía piernas, pero a aquel doble prodigio al que algunas veces se acercaban en parecido las piernas femeninas no se podía mirar fijamente, pues resplandecían con una nitidez de espuma de ola y de diamantes. Bajo la gran madeja de aljófar reverberante del mejor oriente, no debía llevar nada más, sino su desnudez. Mientras danzaba con ella, Agliberto sentía esa tentación de deleite táctil que nos produce el roce con los granos y simientes finas, esa impulsión a remover, a manejar, a ahondar dando gusto a las yemas de los dedos, en las medidas que contienen arroz, mijo o linaza, aumentada, acrecida, sublimizada por la calidad del contacto de las perlas infinitas, que, al chocar unas con otras, producían un ruido de anhelo y de vehemencia insaciada.

«¿De dónde sacará tanta riqueza? Celedonia poseía un guardarropa más modesto. Nunca he podido imaginar un lujo tan irritante, tan conmovedor, tan egregio. En verdad, carezco de fantasía. Pero no; no exageremos, mi facultad ensoñadora no es tan estéril. Al fin y al cabo, mi reina Mab es creación mía. Como yo se la pedí a Dios en mis divagaciones, en mis pensamientos, en mis musarañas, así ha venido hasta mí, sin que le falte detalle o requisito. Pero yo construí el patrón de ella, con vuelo de golondrinas, mariposas azules, libélulas, vilanos, brincos de saltamontes, es decir, a través de los aires, y esta suntuosidad de la sirena no procede de la atmósfera, sino de lo que han recogido los buzos de la imaginación, en los bajos, en los fondos, en las praderas submarinas, en los sótanos del abismo y del arcano.»

La tarde siguiente a tal noche, un landó les condujo a través del parque umbrío, y de la luz administrada a rayas paralelas en una falsilla de polvos de oro, hasta las cimas desde donde se divisaban sucesivos baluartes de colinas y collados cubiertos de robles y rebollos. Se escalonaban los montículos en un oleaje firme y plasmado, de azules lejanías vegetales, de humaredas de distancias y de flecos de nubes caídos desde el cielo. La gradación orográfica, hasta el horizonte pulimentado en un perfil de ágata, era afortunada y armónica, digna de su reputación pintoresca. Por allí había derrotado lord Wellington al mariscal Ney hacía más de un siglo. Un pequeño museo había sido instalado cerca de una capillita, en una loma. Cañones, cureñas, fusiles de baqueta, pistolones zarzueleros, amenazaban en balde al inerme visitante. Una docena de maniquíes de cartón exhibían sus uniformes de casaca, pantalón corto y polaina. Sus morriones peludos, sus chacós deformes, la pasamanería de los dolmanes y los pavorosos charrascos que arrastraban un gran portapliegos de charol, según la moda marcial de la temporada bélica 1810-1812, de antes y después de Torres-yedras.

En las paredes, entre planos y mapas colgados, figuraba un grabado muy frecuente hoy en los museos retrospectivos. Representaba a Napoleón Bonaparte, de perfil, compuestas las facciones con figuras de alimañas y diseños de los países subyugados, ofendidos, y dispuestos para tronos de personajes de su familia. Debajo, en letra bastardilla del XVIII, figuraban los apóstrofes e insultos más escogidos y menos enaltecedores. Esta estampita había circulado por Europa con texto en diferentes idiomas.

-¿Qué te parece lo que dicen de este simpático artillero? -preguntó la sirena.

-Injusto. Tenía, como casi todos los hombres, unos enemigos muy incomprensivos. Mira ¡cuánta falta de respeto, tratándose de un genio!

-Sí, pero un genio terrible. ¿Muy interesante, verdad?

-Sí, quien ataca y acomete siempre es más interesante que quien se defiende y rechaza. La repulsión no posee caudal de motivos, como la agresión. Contestar a un golpe con otro es un hecho casi mecánico; poco más que un acto reflejo. En tal sentido el iniciador de una invasión es más interesante que los héroes de la independencia del país amenazado, el delincuente más que la víctima; prueba de ello es que aun en el orden jurídico y procesal todas las indagatorias, pesquisas y diligencias van encaminadas a descubrir las causas incoativas del crimen y no las reacciones de la persona paciente; el sátiro más que la Lucrecia defensora de su honra; el atracador más que el atracado: tú, sirenita, más que yo.

-¿Crees tú que Napoleón se hubiera enamorado de mí?

-No puedo responderte. Ahora, en los últimos tiempos, nos han revelado algunos comineros que, además de sus violencias, furores y acritudes con las mujeres, su masculinidad, su normalidad de sexo, dejaban mucho que desear. ¡Ahí tienes: ese es un insulto que no llegó a ocurrírsele a sus adversarios de la coalición ni a los autores de esta estampita! Ha necesitado de todos los laureles y charangas de la gloria para que esa propina en la injuria se la adjudiquen algunos honrados escritores en la apacible comodidad de su despacho.

-¿Y tú qué concepto tienes de él?

-¡Chist! Nada de conceptos, ni de opiniones. ¡Chitón! En París, en la cripta de los Inválidos, donde descansan sus restos, no dejan a nadie hacer comentarios. Se impone el silencio. «¡Cuidado, no le despierte alguna majadería!»

-Le admiras mucho, ¿verdad?

-Tú, sirena, de vivir hace un siglo, quizá le hubieras hecho la vida grata en Santa Elena. Eres una Celedonia sublime; ella se contentaba con capitanes de caballería; tú, ¡claro es!, has de amar a una de esas realidades superiores al ensueño y a lo imaginable, a un mito humano.

-Y tú ¿por qué le admiras, Agliberto?

-Dijo una frase que no se me olvida: «En cuestiones de amor, en batallas con mujeres, o seres parecidos, no cabe más que una victoria: la huida».

El canto y el pelo de la sirena

MÚSICA, PERENNE NIÑERA del hombre, consolatriz del mundo, lenguaje sin gramática y sin lógica, maravilla de Dios; tú sola puedes traer la evocación, el timbre, las vibraciones de la luz de ciertas tardes con su signo individual de horas, mes, semana, país, región y lugar; tú, única, puedes devolverle el oro del estío remoto y muerto de la infancia o de la juventud lejanas, con su cuño, con su efigie, con su gráfila, con su sonido, tal y como salió de la gran Casa de la Moneda de la emoción humana. Música de las flautas de madera, que das los tonos puros, de exhalación de bosques y voz de río, bendita seas; música de los violines, hija del beso de la crin de los Pegasos, corceles del cielo herrados con liras, raptores de nubes, con las fibras de las entrañas de las bestias humildes y sufridoras, bendita seas también; pero, sobre todas las demás, bendita seas tú, música de la voz de la mujer, temblor del metal supremo que lleva una poderosa aleación del aliento mortal y de la vida.

Y tú, cabellera femenina, si no bendita, alabada seas. Tú que has hecho a Ella siempre más ondulada, más vegetal y más frondosa; palmera de nuestro único oasis; frutal de rosada floración, en yemas, en capullos donde las abejas captan la mejor miel antes de elaborarla; enramada sutil, flexible y suave, en la cual resplandecen todas las aves del Paraíso junto a las manzanas de la tentación y del secreto.

Agliberto iba de mal en peor. No hacía cosa a derechas. El descontento que le producían unas condiciones de existencia, inadecuadas y peligrosas, le había hecho perder la brújula del trato. Su tanteo, siempre desacertado en la administración de las melosidades y las acritudes -siempre estas últimas más abundantes-, le ocasionó repetidos lances y originó diversos incidentes que aumentaban el desconcierto, la desorientación, el furor, y acarreaban la abulia, el reconocimiento de la impotencia, y luego la entrega a una situación cada vez más ridícula. Sin embargo, él la justificaba como mal menor, temeroso de calamidades todavía por germinar.

La sirena, cada día más sagaz, enmendaba con habilidades la torpeza de política exterior de su amado. Sonreía en los comercios para dulcificar sus comentarios. Alegraba las ventanillas de los bancos, donde el cambio varía según se compre o venda moneda extranjera, y usaba de un ten con ten perspicaz en materias de propina a los camareros, grooms, cocheros, mecánicos y demás torturadores de turista.

Antes de llegar a la ciudad de los viaductos, el joven ingeniero había requerido el almuerzo en el coche restaurante, sin tener billete. El camarero, español por cierto, halló ocasión para lucirse con un compatriota y le contestó una grosería hispánica. Agliberto, sin recordar que para estos casos en especial está colgado el buzón de reclamaciones, ensayó con un plato tatuado de azul un gesto de discóbolo, dirigido a la cabeza del funcionario díscolo, el cual, por su parte, también echó mano de algún instrumento de defensa, según algunos un revólver, según otros un sacacorchos.

Tras la trifulca, ella intervino y consiguió que les sirvieran, en serie extraordinaria y sin sobreprecio de comida, a la carta, gracias a una sonrisa de criatura conocedora de la aguja de marear y capaz de deshojar la rosa de los vientos con un suspiro oportuno. El camarero le decía por lo bajo:

-Señora. Todo lo que usted me pida. Si quisiera el almuerzo en su departamento, yo se lo llevaría, inclusive. Mándeme usted cuanto quiera. Lo que ha pasado es que... ¡su marido tiene un carácter muy violento! ¡Vaya un genio!

Empero, los bríos del energúmeno se disolvían sin remedio. Vivía, llevaba la existencia a contrapelo, como los misántropos y los hipocondríacos. El calor le derretía los últimos arrestos.

Desde una estación, adornada de grandes episodios esmaltados en azulejos, fueron llevados a un hotel suntuoso como templo babilónico. Las cariátides de sus medallones, las figuras de los capiteles de sus columnatas parecían pronunciar la mejor palabra: felicidad. Finas siluetas de mujeres se reflejaban en los zócalos de mármol blanco o de Italia con una sombra esquiva y un presagio de color acelerado y furtivo, que luego iba a rebotar abriéndose, expansionándose, en las grandes lunas. Después los espejos se arrojaban las imágenes, unos a otros, en un juego inacabable de pelota. Bandadas de botones, vestidos con tonos diferentes, monaguillos laicos, corrían de un lado a otro. Las cortinas sutiles -humo de incienso de seda- se levantaban al soplo de los infinitos ventiladores zumbantes o de los ascensores que subían y bajaban sin cesar, mitad luz eléctrica, mitad sombra, como los cocktails de dos líquidos. Un conserje viejo, feroz de expresión, parecido a Bismarck, les acompañó a ver las habitaciones disponibles. Eran pocas, a pesar de la época, en una ciudad de industria y de embarque, sin alicientes veraniegos especiales.

-Aquí tienen una alcoba magnífica, toda de alabastro. El baño, de pórfido rojo, es capaz para dos personas.

-No -consideraba Agliberto-. Prefiero morir en seco. Las sirenas deben de usar de añagazas más sutiles en el agua.

-Esta otra es espléndida. Cama de palosanto, en forma de góndola, con movimiento de rotación para orientarse en la dirección de los rayos de la luna que pueden entrar por tres ventanas.

-No me parece serio. Es un refinamiento para nuevos ricos.

-He aquí la mejor. Sus arañas múltiples descomponen toda la luz con sus poliedros y chupadores de cristal. Es una decoración de revista espectacular.

-¡Qué horror! -comentaba el ingeniero, en voz baja.

Las rechazó todas y suplicó cariacontecido:

-No; mucho mejor dos cuartitos separados. Mi esposa no se encuentra bien... Cuando concilia el sueño, muy ligero, es preciso que no haya nadie en la habitación. Un movimiento, un suspiro, un rumor, la desvelan. En este viaje no hemos dejado de tener alcobas independientes.

La sirena, con los ojos bajos y el rubor subido, escuchaba pudorosa, expectante, decepcionada. El viejo conserje Bismarck creyó darse cuenta de la verdad, y rompió en una carcajada terrible.

-Pues aquí se alojan. Porque sí. Bajo mi responsabilidad. Yo tengo muchos años... La experiencia ha de servir de algo. Conozco esos piques, disgustillos y alejamientos de los cónyuges. Pero durante todo un viaje. ¡Me parece demasiado! ¿Diez o quince días, quizá? No, de ningún modo. Aquí mismo. ¡No faltaba más! Deme, señora, ese maletín. Vamos, caballero, parece mentira, y con una maravilla así, más hermosa que una reina. Perdone mi familiaridad, pero cuando sus excelencias se marchen ya sabrán agradecérmelo.

Con sus zarpas de oso empujó al reacio mozo. Los hilos de su risa de viejo atleta maniataban para toda resistencia; con su franca y benévola sinceridad, aquel hombre más que conserje era una zancadilla viviente. Así lo reconoció Agliberto, vencido, rumiando su desventura:

-Podemos luchar contra la tiranía, la estupidez, la injusticia y el desacato; pero contra la fuerza bruta dedicada y decidida a nuestra felicidad no hay quien luche.

Luego añadió para sí: «¡Pobre Mab de mi corazón!».

Cuando el fiero bienhechor hubo cerrado la puerta, la sirenita no pudo menos de apreciar con una vocecita aguda y mimosa:

-¡Qué simpático es este hombre!

-Son las cinco de la tarde, pseudo-Celedonia. Supongo que me dejarás escribir las últimas cartas de mi vida y echar el postrer vistazo a un trocito de planeta.

-Sí; además debes arreglarte algo la cabellera. Te ha crecido mucho el pelo y no estás irreprochable. Yo, mientras tú sales, también aprovecharé el tiempo para que me ondulen. A las seis tomaré un té. Si me acompañas, encantada. ¿Aquí habrá peluquero? Desde luego debe haberlo. Además es preciso dar a planchar tu smoking, pues en el comedor se guardará etiqueta. Voy a llamar a la camarera; pero antes..., ¡por Neptuno!, anda, hombre..., creí que no iba a llegar la ocasión... Acércate, no huyas de mí. Dame un beso, encanto mío; dame un beso.

Agliberto cruzó las manos sobre la espalda de la sirena y obedeció. El ósculo fue dulce, redondo, carnoso, con un sabor de uva dorada; pero después de terminado, el mozo encontró entre la pulpa del deleite unos granitos de terror y de fastidio, que hubiera querido echar fuera de la boca.

Toda cofias y puntillas, apareció la camarera.

-¿Podrán venir a ondularme el pelo en la habitación?

-Sí, señora. ¿Desea un ondulado sencillo?

-Sí.

-Desde luego. Se avisará a un excelente peluquero. Se hará aquí mismo.

El joven salió a la calle pensando:

-Uvas con queso saben a beso. Luego el beso sabe a uvas, aun sin queso. No hay duda. Pero este, para ser de una sirena ha sido demasiado suave, dulzarrón, inofensivo. Los racimos de las caricias fermentan instantáneamente en los alcoholes del ímpetu. Este ha sido un beso sin fermento.

Y se pasaba la mano por la frente para cerciorarse de que no era un fantasma pensante.

Anduvo algún tiempo sin rumbo, ni guía ni propósito. Los escaparates, los rótulos, los azulejos de las fachadas proseguían sus complicadas labores de luces y sombras en el final de la tarde caliginosa y vibrante. En casi todos los comercios se exhibían cajas de cigarros belgas y holandeses con sortijas multicolores... Compró una. Fumaré la última tagarnina de mi existencia; las demás se las regalaré al conserje en recuerdo por el buen servicio que me ha prestado. Los rombos y las siluetas picudas de las sombras iban medrando en el suelo a medida que se alejaba de los barrios céntricos. Desde el viaducto, aéreo, gracioso, ya caduco, se perfilaba una despedida de nubes navegantes e incendiadas. Junto al puerto, allá abajo, la profusión de mástiles y jarcias hacía un enredo de encaje de bolillos sobre el fondo azul del río, plácido, solemne, académico, ni pando ni presto, con un ritmo de romance y un color plateado que anunciaba: «También doy saltos mortales». En una placita apartada vio un monumento desaforado a un jefe de bomberos. En otra, muy concurrida, una estatua de un rey cuyos hechos más loables eran unos viajes y visitas conmensurados en cada una de las caras del zócalo; allí también había una peluquería.

Regresó al hotel. La neo-Celedonia comentaba un suceso a grandes voces, suelta la mata del pelo rizado, de un rubio caliente, aunque claro. Camareras encofitadas, porteros y alguna señora la asistían en sus comentarios.

-¿Qué ha sucedido?

-Chico, un escándalo: lo que no puede consentirse, ni sospecharse, ni creerse. Celebro que no hayas estado aquí, pues le hubieras tirado por el balcón. Figúrate que viene el peluquerito. Un muchacho joven, de unos veintiocho a treinta años, alto, moreno, bien vestido, como un hombre de carrera; trae sus bártulos, sus paños y me siento ahí, en la parte alta de la habitación, junto a la cama. Empieza a rizarme y oigo que empieza a suspirar...

-Tú ¿qué hacías entretanto?

-Yo nada, sentadita en un sillón. Bueno; pues como iba diciéndote: oigo que suspira una vez, y otra, y otra tercera; la última de modo muy agobiado y quejumbroso. Antes de terminar su tarea, de pronto, se ha abalanzado sobre mí y ha comenzado a darme besos en el pelo y en la frente con una furia de loco. Me he levantado como un basilisco, le he echado fuera, aunque me pedía perdón de rodillas, arrastrándose por el suelo. ¿Qué te parece?

-Y mientras te ha rizado el pelo ¿tú no has cantado nada?

-Sí, por distraerme, creo que canturreaba algo, la canción de Solveig quizá. Por no aburrirme.

-¡Ah, entonces no tiene nada de particular lo sucedido!

-¿No te extraña, no te contraría, no te ofende semejante atentado?

-No creí que tu pudor fuera tan burgués. Yo supuse que era más espumoso, impulsivo y oceánico.

-El pudor es igual en todas las partes. Puede ser bravo como la ola, salaz como la salmuera. Pero una mitad de mi ser es femenina, aunque la otra sea mito, de mentira, de fantasía arrolladora, de instinto ciego y arcano azul. No me ofendas en lo que poseo de humano y semejante a ti, aunque no te dignes aceptar lo que tengo de bestia inferior peligrosa e imposible.

-Está bien, mujer, es decir, sirena. No te incomodes.

Ella se acercó, mimosa, afligida, cojeando.

-Ademas, huyendo de ese indecente peluquero, al bajar deprisa estos escalones, me he torcido un pie, el que yo tengo más resentido, y me duele mucho, ¡ay!

-¿Un pie? ¿Has dicho?... Pero no habíamos quedado en...

Llamaron a la puerta con un golpe de nudillos.

Apareció el peluquero, muy semejante al Antonio Moreno de las películas, trémulo, saltándosele las lágrimas, implorando la admisión de sus excusas y una indulgencia que le permitiera seguir prestando sus servicios en el hotel.

-Señor, pégueme si quiere. He cometido la ofensa de que nunca pude suponerme capaz. Pero fue una fuerza misteriosa. Un fluido irresistible se transmitía del cabello de su esposa a mis dedos, agitándolos con un hormigueo creciente y un temblor magnético. Después, he perdido toda conciencia y no sé lo que he hecho. Pégueme, señor, pero perdóneme.

Agliberto le miró con una sonrisa aviesa:

-¿Usted viene a dar explicaciones, o a cobrar el servicio que no se le ha pagado?

-No quiero un tostón. Quiero justificarme. El pelo de su señora tiene demasiada electricidad.

-Pues no es una gata de Angora. Entiende usted poco de símbolos. Le daremos la mitad de sus honorarios, pues el trabajo se ha realizado a medias. Mire: mi... mujer está peinándose sola -y sacó unos billetes mugrientos.

-Yo no me atrevo a terminarlo. Después de lo ocurrido... Pero no aceptaré nada -dijo el peluquero, con dignidad.

-Dale el importe íntegro del servicio. Debe de ser un enfermo o un degenerado. Son cuarenta escudos -dijo ella.

El fígaro, corrido, recogió el papel moneda. Las lágrimas que asomaban a sus ojos rodaron por sus mejillas. Agliberto sintió conmiseración.

-Es un ser absolutamente normal; el canto de la sirena le ha impresionado más que a mí. ¡Sin duda tiene mejor oído que yo!

Después de abrir con lentitud la caja de los falsos habanos, alargó un puro al arrepentido sátiro.

Tome, fúmeselo a mi memoria. Mañana quizá ya no esté yo en este mundo.

El otro respondió despidiéndose:

-Yo deseo para sus excelencias, de todo corazón, una eterna felicidad conyugal.

El conserje abrió la puerta, fiero si que también arcangélico, y le cortó la retirada.

-Me he enterado de la fechoría de este artista. ¿Quiere su excelencia que lo apalee?

-No. Muchas gracias. Tome un cigarrito. Precisamente los he comprado pensando en usted...

Y volviéndose hacia la sirena, declamó:

-¡Qué par de hombres estimables! ¡Cuán benéfico y loable es su influjo! Uno me empuja a la vida íntima contigo. El otro pretende un adulterio forzoso. Los dos cooperan y contribuyen a que seas para mí lo que tú misma no puedes conseguir con un aria o una romanza. Los verdugos son dueños de la facultad mágica: al preparar la cuerda, la horca o la guillotina, mejoran el color del mundo del que nos desahucian, el tono de la vida que nos sustraen. El amante casi siempre favorece al marido burlado, señalándole los encantos de la esposa con su culpable pasión, reconviniéndole por su desatención hacia una criatura que, si es digna del más criminal y peligroso amor, no lo es menos de merecer el cariño honesto, doméstico y sacramentado. Hace unos días me enfurecí porque cierto enigmático personaje, en un cine, quiso enmendar la plana de mi indiferencia señalándome valores secretos de mi difunta Celedonia. Hoy, no. Estos amigos merecen mi agradecimiento y mi regalo. Me ayudan a que yo te reconozca encantadora, aunque no lo sienta por mí mismo todavía. Pero trabajan para el futuro. Ahí los tienes: Bismarck y Antonio Moreno, colaboradores de una sirena. Han ejecutado muy bien su papel. ¡Otro cigarro! ¡Ahora, váyanse!

Quedaron solos la hija del mar y el ingeniero de puertos. Atardecía. Ella, maravillosamente peinada, con una corona de cabellos y resplandores de oro fluido, turgente, fundido y bullidor. Por los abiertos miradores entraba la púrpura rumorosa del día agonizante y jocundo. En las torres, en las medianerías, en las cornisas iban desfilando los ocres, las sienas, los cobres, las rosas de las tardes de verano, que hacen pensar en los poemas de Oriente, en los nombres de la geografía, en las mujeres que tienen el ombligo azul. Pasó un aroma de mantecados de frambuesa cuando ella se puso un vestido de escasa seda, abierto por las axilas hasta la cintura, según la moda de entonces.

Agliberto se vistió en el cuarto de baño. La fina porcelana de Sajonia de su camisa, las sedas de las solapas, de la corbata, del galón le parecieron, aunque negras, más dignas de vivir para ellas que otras veces. Los zapatos de charol le inspiraron un piropo. ¡Al fin, era el tocado de la muerte!

Cuando entraron en el gran comedor, deslumbrante de mármoles, cascadas, farolillos giratorios, muy cogidos del brazo -ella estaba muy resentida de la torcedura del pie (?)-, el asombro fue general. Los comensales se incorporaron, los músicos zíngaros dejaron de tocar. Todos, de pie, miraron a la sirena, cohibida, claudicante, pero hermosa, como lo es la tentación desdeñada. Su compañero no recordaba ansiedad admirativa semejante, si no fue al paso del cometa Halley en 1910 cuando él contaba once años.

Cenaron con regular apetito. Después Agliberto hubiera querido, por vez última, disfrutar de la terraza de un café. Pero el tobillo de ella no lo permitió. Tuvo que subirla casi en brazos y dejarla en el gran lecho imperial, oliente a rosa de té.

-Amor mío, ¿quieres ponerme una venda? Me duele mucho.

Estaban los dos solos en su alcoba. El joven buscó un bálsamo en su equipaje y un rollo de lino. Ella, sentada en la cama, quedaba mal cubierta, en su rosaleda, por un camisón. Tendió el pie, un pie auténtico, menudo y nacarado. Sus dos piernas eran gemelas, iguales, bruñidas, con un tono de púrpura de vientre de caracola disuelto en su blancura, como si fueran de un coral muy claro, muy suave y bien labrado. Las escamas, la sal, las estrías de las aletas, de su cola habían desaparecido. El infeliz Agliberto empezaba a comprender. Su mano temblaba entre los tobillos al hacer girar la venda. Tuvo miedo como nunca en su vida y decidió, loco de pavor:

-Mañana mismo nos separamos. No podemos seguir así.

Aprovechando un corto sueño de su amiga bajó a la biblioteca y puso un telegrama a Mab: «Se ha encontrado ya el cuerpo de Celedonia». Mab le contestó con otro: «Acaba de morir mi padre».

El joven ingeniero pasó el resto de la noche en un sillón, con el papel azul en la mano, rígido, encorsetado en su smoking, sofocado por su pechera, perdido en hondas perplejidades y meditaciones.

La sirenita, doliente y mimosa, se despertaba para suplicarle:

-¿Por qué no te acuestas? ¿Por qué no descansas aquí?

-Porque temo rozarte sin querer.

A la mañana siguiente hizo los baúles y decidió la marcha.

-¿Adónde vamos? -dijo ella.

-A nuestras casas. Tú, a la tuya; yo, a la mía. Es imposible seguir juntos.

La crisálida, la mariposa y el gobernador

AL DÍA SIGUIENTE, ya se los llevaba el tren. A ella, Poseidón sabe dónde. A él, junto a su Mab, afligida, sollozante y huérfana. Empero no podía llegar a tiempo de asistir al entierro de su padre, pues había de cumplir un encargo familiar cerca de una tía suya en una ciudad española intermedia entre la frontera y la costa. Al acercarse a España se sentía más repatriado, más reintegrado y devuelto a sí mismo, impelido por un imán que por su natural delicado no quería confesar y reconocer como obscura y animal querencia. Ahora, al final, a la hora del balance y del saludo se juzgaba muy cobarde y muy ridículo junto a la sirena rehusada, y, además, se despreciaba a sí mismo un poco por no acatar la novedad, la improvisación, el regalo imprevisto, y aferrarse a lo más viejo, manido y gastado de su ilusión amorosa. Pero no. ¡Mab valía más que todas las sirenas, náyades y ondinas! Iba a verla, al fin, después de veinticinco días. No le apenaba el dolor de ella, su desgracia reciente. ¿No estaba él en el mundo para consolarla, para traerle la revelación de la felicidad? A medida que el tren le aproximaba a ella, se sentía más seguro, más poderoso, más semejante a sí mismo, con menos deseos de adoptar una personalidad postiza, de jefe de Administración, de seductor vulgar o de Napoleón Bonaparte.

Todo el convoy iba apenado. Cada viajero, dolorido. ¡De qué distinto humor iba el coro anónimo y obsequioso de las gentes comparado con el de sus compañeros del viaje de ida! Verdad es que aquella era una Celedonia y ésta otra Celedonia. Todas las risas, palmoteos, bromas, eran ahora suspiros, dolor, desencanto, desesperanza. No fue una señora, fueron todas las señoras y los caballeros del tren a preguntar: «¿Hace mucho tiempo que se han casado ustedes?».

Primero, fue el sol barajando sus naipes dorados; después el ojo de la luna entró burlón por las ventanillas jugando con las maderas meladas del coche. La sirenita, bajo toda una bisutería de lágrimas, se deshacía en alaridos. No quería soltarle, abrazada, engarrafada a él.

-¡Agliberto, no me dejes, no me dejes! ¿Qué va a ser de mí?

Él esponjaba sus llantos, arreglaba las algas de sus rizos, volvía a ponerle los pendientes siderales que se le caían a cada momento. Pero aumentaban sus grandes deseos de librarse de ella.

Los viajeros venían a verla y consolarla: «¡Pobre enamorada!». Algunos fueron más audaces: «¡No la abandone! ¡Tenga corazón!». El aludido se disculpaba:

-La espera su familia...

-¿Y por qué no la acompaña hasta el fin del mundo? -gemía, unánime, el coro de la tragedia.

-Porque soy hombre de negocios -respondió brusco y corto en razones.

Entonces se formó una comisión para pedirle:

-¡Una noche, una noche más!

La luna, zumbona, reluciente, en el secreto de todo, no podía contener la risa, mientras el tren vibraba en su jadeo presuroso.

Agliberto conocía el recurso para apagar el asedio: advertir: «¡Cuidado! Es una sirena. Ustedes, los compasivos, no saben lo que se pescan». Pero se abstuvo, pues él no estaba seguro y persuadido cabalmente. Sentenció las últimas y decisivas palabras, con un suspiro de corredor al alcanzar la meta.

-Ni un minuto más.

La gloria vetusta, solemne, académica de un nombre de ciudad sonó en el andén. El joven se desasió de su compañera, dejándola empapada en llanto, pura, intacta, resplandeciente de gemido y de soponcio sobre el terciopelo azul del coche cama.

-¡Sí, sí; cúidenla cuanto quieran! -concedió a todos.

Nada de pañuelo flotante, ni de esperar la salida del tren, ni de agitar los dedos en un adiós. Se introdujo en la ciudad sin volver la cara siquiera, temiendo, sin duda, una metamorfosis salvia.

Ya podía respirar. Y respiró. Su aspiración fue tan intensa que todos los elixires, bálsamos y filtros vivificadores del oxígeno entraron a un tiempo en su ser. Disueltas en ellos venían las partículas evaporadas en su huida. De pronto sintió la alegría del hombre que recupera el bastón, la cartera o el reloj perdidos. Se sentía no solo en su patria, sino en sí mismo, en posesión del rebaño íntegro de sus moléculas en el redil de su conciencia. Todos los átomos volvieron de su dispersión hasta la flor de su libertad recién adquirida como un enjambre gozoso y cantarín. Recién resucitado, como un Lázaro feliz y saludable, tuvo el hallazgo de su propio cuerpo, en el instante en que el tren arrancaba entre pitidos. De la blanca luna -harnero de plata- caían del cielo los mejores moyuelos de la vida, las más blancas harinas del impulso y el instinto. Se sentía correr densa y noble la sangre azul de la noche aristocrática, noble, henchida de todos los señoríos, y Agliberto sentía por sus venas de convaleciente la transfusión de esa sangre.

Arrancó el coche del hotel provinciano chisporroteando en el pedernal de los guijos con un estruendo titánico. En una plaza, junto a una fuente, unas criadas y mujeres denegridas, feas y zancajosas, miraban pasar a los recién llegados.

El puro aprendiz de ingeniero recibió el retorno de sus bríos descastados y un exilio tan en tropel, tan confusamente, que se sintió movido a la más impetuosa de las transacciones animales y plebeyas. Mandó parar el carruaje, se dirigió a la primera de las aguadoras y se abrazó a ella sorbiéndole su olor de arcilla triste en unos besos frenéticos y abrasadores. Ella pudo libertarse a costa de su cántaro. El joven acometió a otra con un abrazo furioso, entre golpes, insultos, llamadas de auxilio. Rodaron por el suelo. Grandes gritos escandalizaron la ciudad. Acudieron serenos, carreteros, tratantes de los mesones, municipales, benemérita. Agliberto fue detenido. Exigió ser conducido al Gobierno civil. El gobernador era amigo de su casa. Se puso en conocimiento de este el caso insólito, bárbaro, y acudió al despacho oficial, adonde se hizo llevar al perturbador.

En un gran salón con estrado, dosel de terciopelo rojo, áureos galones, armarios de nogal barroco, campanillas de plata y vidrieras emplomadas, esperaba el poncio con las manos en los bolsillos del pantalón rayado. Era un hombre de cuarenta años, apuesto, afable, campechano y ambicioso.

-No soy un loco. No soy un sátiro. Soy Agliberto -gritó el detenido, al entrar.

El gobernador le miró estupefacto y cariñoso.

-Pero ¿tú, hijo mío? ¿Qué ha sido eso? ¿Es posible que hayas perdido el juicio hasta el punto de acometer a unas pobres mujeres zafias y sucias; tú, tan delicado, tan atractivo, tan retrato de Reynolds, que debes de tener locas de amor a casi todas las mujeres que se miran en tus ojos azules?

-Sí, esa ha sido la causa. Pero usted lo comprenderá en seguida. Desde Madrid se me añadió, se me agregó espontánea, no sé si ingenua o pervertida, una amiga, una camarada, una chica bien, algo imposible, desde luego. Un caso rarísimo, novelesco, extraordinario. La he respetado con un rigor puntual doce días seguidos. Después esa muchacha se ahogó. Vino a decírmelo una sirena. También me acompañó. Otros doce días. Y nada, absolutamente nada...

-Pero hombre...

-La inexperiencia, los miramientos, la caballerosidad me detenían ante la primera; el terror, el miedo profundo, frente a la segunda.

-¿Y por qué no te desligaste de ellas? El buey suelto... Además, ¿qué provecho, deleite o enseñanza has podido obtener con esa doble y enojosa compañía?

-Ningún beneficio. He gastado dinero, me he aburrido, he llorado. Todas mis fotografías han salido mal, he perdido los aparatos. Además, he delinquido dos veces. Y sobre todo, llegué a adquirir el mayor desprecio de mí mismo. ¡Si no hubiera sido por mis dos crímenes!... Son los dos únicos hechos que me consuelan de tanto ridículo.

-Pero ¿por qué no las mandaste a escardar cebollinos?

-No estaba del todo completo. Cuando salí de viaje iba enamorado, tanto como ahora. La mitad de mi ser quedó junto a mi adorada. La otra mitad se la envié en mis cartas. Mientras tanto yo imitaba, vivía parasitario de una personalidad de jefe de Administración de segunda que no llegué a conseguir. Ahora he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Después de veinticuatro días, amenazado con perder mi amor, mis proyectos soñados, la novia, la dote, la herencia a que tenemos derecho los jóvenes aprovechados de las escuelas especiales, he tenido que abrazar a las primeras mujeres que he visto. El instinto puede estar disperso, diluido, pulverizado, pero al reintegrarse a un conglomerado, siempre es instinto.

El gobernador le miraba estupefacto. Una piedad enorme desbordaba su expresión. «¡Qué lástima de muchacho! ¡Los libros, los libros le han trastornado! ¡Esa carrera, esa disciplina, las condenadas matemáticas! ¿Será preciso vigilarlo, someterlo a custodia para atajar la probable crisis delirante y furiosa? ¡Qué horror! ¡Pobre familia!» Después, su fisonomía fue dibujando las curvas de una sonrisa. Sin duda, iba penetrando el enigma, dándose cuenta, comprendiendo, y resolvió, dándose una palmada en el muslo.

-Quedas en libertad, pero he de imponerte una multa. No tengo más remedio. Márchate mañana en cuanto hayas visto a tu tía. Procura no buscarme más compromisos. Yo me hago cargo de todo. Si quieres, yo te presentaré a un grupo de muchachos, gente divertida, cenan con amigas alegres y esta misma madrugada...

-No, de ningún modo. Estoy enamorado. Solo pienso en Mab, en mi Mab. Durante muchos años, en mis soliloquios, en mis noches de desvelo, aun en época de exámenes, he pensado en ella. He escogido el color de su pelo, la calidad de su piel, el timbre de su voz, su peso, su estatura, su temperamento, y así se la he encargado a quien hace las cosas de este mundo. Y ha sido tan bueno que un día me la puso delante en la calle, recién terminada para mí, con traje sastre y un sombrero de charol. ¡No quiero a ninguna, ni a las sirenas ni a las Celedonias! ¡Ella sola! ¡Mab de mi alma!

-Pues yo te aconsejo, pequeño Agliberto, a quien tuve de niño en mis rodillas, que, de aquí en adelante, no desdeñes a ninguna Celedonia ni a ninguna sirena. Las primeras no suelen ser incautas; las segundas no son tan temibles como tú supones. Y con ello me librarás a mí de disgustos como este. Adiós, hijo, ¡y que descanses!

Era la última noche de julio. La espléndida luna había empañado las nítidas cuencas repujadas de su disco. Caída hacia Occidente, iba hacia el horizonte, con un tono verde y suave de manzana otoñal. Las constelaciones se enredaban, allá arriba, en inacabables collares ardientes, claros, eternos. El silencio acallaba los grillos y alacranes del campo. Daban miedo las estrellas porque parecía que iban a romper a hablar, sobre las torres de la ciudad gloriosa y dormida.

Agliberto iba solo, despacio, muy despacio, por las calles. Súbitamente, se arrodilló de golpe, cruzó las manos sobre el pecho y besó los guijarros hechos al polvo, a la inmundicia y al golpe. Volvió a besar el suelo hasta tres veces y dijo:

-Señor, dueño del mundo; señor de los ejércitos, pastor de los rebaños, alabado seas. Gracias, mil gracias. Señor, que me has resucitado, y me das aliento aún para vivir y pecar.

Segunda parte : Mab

Haud dubie igitur ego etiam sum, si me fallit.
DESCARTES Segunda meditación metafísica

Crespones

ENCONTRÓ UN MADRID desconocido. El cielo gredoso. La luz pálida. El ladrillo más insolente que nunca. En el paseo de San Vicente y en la embocadura del de la Virgen del Puerto las acacias y los triacantos en fila de formación enseñaban unas florecillas blancas, vergonzantes, entecas, remedo nostálgico del buen pan y quesillo de mayo. De otros árboles caía una eflorescencia tenue, semejante a una caspa verde que esperanzaba con su tinte el alejamiento de las perspectivas. El calor molía, trituraba, para disolver después. Los caballos subían trabajosamente. Entre las alabardas de la verja del Campo del Moro, semifusa de pentagrama, volaba alguna mariposa amarilla. Sobre las tabernas y fruterías de enfrente, toldos con máculas de lluvia antigua, quizá del Diluvio. Sabandijas de corteza de limón en bocales de morapio sanguinolento. Medidores sudorosos. Hombres en camiseta, sin afeitar. Más allá las uvas ácidas, más agraces por la gasa verde de los bandos higienistas. Y en pirámides, las grandes sandías rientes, abadesas del verbeneo, orondas, chulas, comadres, frescas, sosas como lo es la flamenquería sonrosada, nodrizas de las puestas de sol, placentas de la luz de la alborada. Una bóveda de plátanos altos, copudos. Después, plátanos más pequeños con un gentío de hojas apretujadas, densas, sofocadas unas con otras. Luego una ciudad entera, vacía, desahuciada, desierta. Pocas ventanas abiertas, persianas, persianas, persianas. Verdes, jaldes, blancas, de láminas, de cierre, enrollables. Algunos toldos. Y andamios en casi todas las casas. Todo Madrid entablillado, bizmado de tablones, tomizas, espartos. En las fachadas variolosas, algunas deformes cariátides con la llana en la mano o un cubo al hombro. Escayola, rotura de huesos, inmovilidad, entablillamiento. Andamios, andamios, andamios.

Agliberto necesitaba ver a Mab en seguida, cuanto antes. El duelo, el aislamiento del dolor eran obstáculo para visitarla al día siguiente del entierro, al que no había podido asistir por retrasarse su llegada. ¡Las conveniencias, las fórmulas! Pero era urgente verla, consolarla, tenerla frente a sí. ¿Sería delicado presentarse en su casa? Sus dos hermanos eran amigos suyos, buenos amigos, si no antiguos. Peana doble por la que el joven galán empezó a adorar a la suprema santa. Sin embargo, parecer ir a visitarlos a ellos era un desaire para su amor, y para su madre y hermana. Presentarse de improviso, viajero recién llegado, antojábasele teatral, incongruente, poco correcto frente al dolor ajeno necesitado de soledad y de reposo. Todos, en aquel hogar, sabían que era el pretendiente de Mab, y no ignoraban que de todos los aspirantes era el más brillante y recomendado. Siempre se había dicho: «Linda pareja», y como en las revistas high-life, se les había comparado en dos medallones de futuro enlace: a ella, morena-rosa, cobre sin pátina, ondas negras, ángulo facial nobilísimo, ojazos acisternados; él, rubio, mechones inclados, pupilas como la flor del lino... Pero no se trataba ahora de eso, sino de la horrible muerte, tenebrosa, escalofriante. ¿Ir? ¿No ir? No ir sería imperdonable. Además, esas cosas nunca se olvidan...

Envió una carta a la madre de Mab, reiterándole su pésame telegráfico y solicitando ser recibido aquella misma tarde. La viuda le respondió a las dos horas, agradeciéndole sus testimonios de sentimiento, su viaje precipitado y su visita, en tales momentos, confortadora y apreciable. Escasas veces había penetrado en aquella casa. La amistad de los hermanos, provocada, requerida en año y medio; firme y estrecha ahora, fue una larga y cordial estratagema para acercarse a aquella maravilla revelada en la calle, compendio y epítome de sus ensueños. En los últimos meses, ya presentado a Mab, y amigo de ella, había acudido con menos frecuencia a su domicilio, pues prefería las charlas sin testigos en la Castellana, en los cines, en el tenis. La asiduidad de sus diálogos correspondía con un cierto alejamiento de sus hermanos en la camaradería varonil y una polarización de atenciones y conquista de la voluntad en dirección de la madre y la hermana.

De toda la familia era el difunto padre la persona a quien menos había tratado Agliberto. Así, pues, a nadie debe sorprender que su muerte no le causara honda tribulación. Buscaba en su conciencia algún rastro de dolor y apenas lo hallaba. Esa reconocida insensibilidad revolvía sus escrúpulos. Por otra parte, advertía el joven desde que tuvo noticia del fallecimiento una merma de su caudal psíquico, de sus existencias espirituales, tal como si con su suegro futuro hubiera muerto una parte de sí propio. La misma sensación de no estar entero registrada hacía días respecto a su cuerpo, durante su viaje, junto a Celedonia y la sirena, volvía ahora a repetirse con relación al alma. Pero así como aquella producía un tono de desgana, de agobio y malestar, esta traía un alivio, un aligeramiento y una vaporosidad que fuera euforia, si no le produjese una inquietud, un reconcomio de ansiedad alerta y desconfiada.

Ardía en anhelo de ver a Mab. Su impaciencia se confundía con la percepción del calor asfixiante en un turbio ahogo. Pidió que le plancharan el traje negro. ¿Cómo iba a presentarse vestido de color? Además, era un momento realmente dramático de su existencia. Menester era cuidar la entonación, ensayar el gesto, requerir el más luctuoso aparato, la más afligida solemnidad. El traje negro no era de verano y le molestaba como una armadura. Entonces fue cuando Agliberto se dio cuenta de que estaba solo en su casa, llena de fundas, de lienzos, de gasas que envolvían las lámparas, con la única criada que su familia había dejado al marchar a San Sebastián. ¡Cuántas cosas iban a faltarle!

¡Qué mal atendido estaría! ¿Dónde comería, en el Círculo, en un hotel o en un café o taberna?

Sin poder remediarlo, los mimos y cuidados, tanto de Celedonia como de la sirena, se le vinieron a la mente. Al mismo tiempo, cada vez se le imponía más la extrañeza, la novedad depreciada, venida a menos del mobiliario y detalles domésticos. (Sabido es que la pérdida de la familiaridad con el ajuar en los meses de verano produce a la vuelta la más imparcial e implacable de las inspecciones.) Los tamaños se le aparecían encogidos; los espacios entecos.

Pero el gran acontecimiento estaba a punto de brotar. Iba a ver a Mab.

Lector, aunque me incomoda la función descriptiva, que no cuadra con mi temperamento, reconozco estar obligado a trazar un bosquejo, un apunte, una filiación de la amada de Agliberto. Y eso, más que dibujo o inventario ha de ser psicología, pues Mab fue hecha a imagen y semejanza de los ensueños del mozo. Así, he de ocuparme de ella, en cuanto tiene de flor de la arquitectura del desvarío, prescindiendo de sus caracteres étnicos, antropológicos o físicos en último término. La física no tiene jurisdicción alguna en esta novela; ella ha sido la madre de la ramplonería y de la timidez en la ciencia y de la pornografía en literatura; aunque no estará de más aclarar que no aludo a la física moderna, que tiende a espiritualizarse cada vez más, sino a ese prurito siglo XIX de reducirlo todo, para su mejor comprensión, a los más patentes principios de la mecánica.

Pasemos, pues, a la plástica, que es la superfísica. Los artistas, los que han dormido con ensueños en el sur de España, han creado un tipo de ángel robusto, ojinegro, bellísimo, mollar. Murillo convirtió a ese ángel, el ángel de la gracia andaluza, del salero, de la salud y del donaire, en educanda de colegio de monjas. Ribera fue el que más se acercó al tipo puro en esas creaciones un poco aldeanas, de vigorosas pantorrillas, alas postizas sujetas con charnelas, largas trompetas y graves espadas. Tan solo puede objetárseles un cierto aire huertano, y una fonética levantina. También ha pintado Romero de Torres a esos mismos ángeles con falda ceñida y una guitarra sobre el regazo. Pues Mab, lector, era una de esas celestiales criaturas: ojinegra, mollar, bellísima, que podía llevar con igual dignidad las alas, la trompeta, el acero o la guitarra. Además, tenía mucho ángel en la pronunciación, porque era de familia oriunda de Sanlúcar.

En busca de tan grato conjunto iba Agliberto. Indispensable es también consignar que también iba al encuentro de la fructificación de esperanzas eugénicas y domésticas: salud, higiene, capacidad de crianzas, romanzas o tangos al piano, copas de tenis ganadas en pareja entre dos embarazos, vanidad bailarina al levantarse frente a tal escultura en las cenas a la americana, excelencias reposteras adecuadas a su golosina, etc. Cualquiera que no conociese la pureza de alma de nuestro joven ingeniero supondría, malévolo y equivocado, un mayor aliciente para su deseo de perfecciones en el hecho de haber quedado huérfana de padre, y de consiguiente, heredada. Pero la muerte del que hubiera sido su suegro, si no le había producido dolor, cierto era que tampoco dejaba de causarle un malestar, un vacío, algo así como una escisión interna, tal si el difunto estuviera unido a él por un nexo indescifrable.

La necesidad de ver a Mab le apremiaba por instantes. Aquel ángel meridional, primeramente pintado en los lienzos de su imaginación, de su preferencia efectiva, de su instinto -él también tenía instintos-, con los colores predilectos y los atributos indispensables: espada, lirio, trompeta o guitarra, se había hecho toda talla viva, todavía algo desmañada, tímida y colegial. Había pasado en su evolución de los claroscuros de los ensueños sin interpretar, de los desvanecidos del subconsciente, a la firme estación plástica, astillosa, vegetal, propicia a la gubia. No era un arcángel decadente, de seductoras suavidades de cera pintada, al modo de Mora, ni a la manera italiana de Mena, ni un angeleto desaforado y gigantesco como los de los baldaquinos gallegos. Era más bien, aproximadamente, un serafín de Martínez Montañés, con su hermosura estática, su zurda y sorprendida ingenuidad, detenida en un ademán que suele consumirse veloz; algo así como una instantánea del palo santo de la vida rauda, inaprehensible y esquiva.

Y sobre aquella escultura viviente, que había tomado relieve, tercera dimensión, volumen, materia, calidades, existencia, gracias al infinito poder de Dios Nuestro Señor, se habían aplicado capas sucesivas del más preciado don terrestre. Todo el oro de las tardes, caliginosas, asfixiantes, excesivas, pasadas junto a Celedonia y la sirena; oro en las caperuzas de los campanarios, en los capuces de los árboles, en los airones de los mástiles y las farolas, en los perfiles de las cresterías y las cornisas junto al azul magnífico; todo aquel oro se había hecho polvo o se había laminado en panes sutiles para recubrir, para estofar y enriquecer la figura del ángel de la felicidad y la gracia en el retablo del alma de Agliberto. La renuncia de este, su resignación desdeñosa de los bienes brindados en veinte días iba a tener justificación en la presencia ansiada, ahora completa, ornada, joyante con los resplandores de los halagos, de los placeres, de los deleites rehusados.

Así pensaba al apoyar el timbre de casa de Mab. La obscura puerta giró compungida.

-Buenas tardes -dijo en voz bastante alta el joven.

La doncella apenas respondió con un murmullo. Un olor de cera, de incienso, alhucemas y barnices se trababa con la obscuridad que proyectaban las persianas y los balcones, entornados. Un reflejo de panoplias, metálico, y otro de entarimados bruñidos servían para orientarse. Esperó mucho tiempo en un salón con pinturas al óleo. No sentía lástima, ni conmiseración, ni solidaridad en el dolor de aquella familia. La impaciencia de llegar a ver al ángel de su retablo le neutralizaba su desasosiego por algo muy íntimo y profundo que creía haber perdido...

Sonó una puerta. Entró la viuda, solemne, con paso inseguro. Le tendió la mano, pero no le dijo palabra. Después apareció Pastora, la hermana mayor, y le ofreció blandamente dos o tres dedos. Apenas profirió medio vocablo. No mucho después entró uno de los hermanos. Agliberto intentó abrazarlo, pero en la frialdad de su manera creyó leer: «¡Déjame en paz! ¿Qué falta me hace ese estrujón estéril?». Entonces el visitante empezó a balbucir una frase de incoherencias huidizas y penosas. La desconsolada familia sacudía la cabeza, mirando al techo como diciendo: «Sí, está bien; ya hemos oído lo mismo a trescientas personas».

Al fin vino Mab. ¿Pero era ella o no? Tardó en reconocerla algunos segundos. Su pelo fosco, antes siempre escarolado en grandes rizos, ahora pegado a sus sienes, se recogía en un rodete atrás, sin adorno ni esplendor. Su estatura había mermado. Venía vestida de percal negro y calzada con alpargatas de lona, negra también, y cáñamo. Sus ojos, tan hermosos, estaban enrojecidos, inyectados de llorar, irreconocibles.

Ni siquiera le sonrió; pero le dio la mano, entera y entregada.

-¿Ha visto usted, Agliberto?

-Sí, he visto.

-¿Ha sabido usted...?

-Sí, he sabido...

-¿Ha venido usted?

-Sí, he venido.

Estaban de pie, uno frente a otro; ella con el limpio y escueto abandono del duelo, con el raído desatuendo que produce el roce de la muerte; él, agobiado por su traje negro, demasiado grueso de tejido para tal época canicular, sintiendo cada vez más la extinción, el óbito de una parte de su ser.

La visita fue breve, penosa, martirizadora para el enamorado. Las palabras volaban con incertidumbre, ciegas, unas al encuentro de otras, en una persecución lerda y torpe, como las de las moscas que se embestían en sus zigzags junto a los haces de luz de los balcones. Las cuatro figuras negras, hieráticas o abatidas, anonadaban la escasa locuacidad que Agliberto hubiera podido manifestar en tal trance. Parecían decirle con su frialdad dolorida: «Sí, ya sabemos. Nuestra pena no te importa nada. Vienes a granjearte el logro de tu presa de amor. Pero hay algo más que eso en la existencia: el fin, la muerte y el dolor humano. Espera. No seas impaciente. No pretendas llevártela al día siguiente de morir su padre». Y él, a su vez, comprendía, en silencio: «Sí, es verdad. Venía a verla, a resucitar en ella toda gracia y belleza. En vez del ángel de mi retablo encuentro esta estampa ascética. Cierto. Todo muere: la lozanía, la hermosura, la esperanza, el frenesí; los grandes rascacielos de la ilusión están amenazados de fácil derrumbamiento. In ictu oculi. Ni Zurbarán ni Valdés Leal me hubieran pintado un lienzo como este. ¿Y mi Mab? ¿Pero esta es ella?». Las cuatro siluetas enlutadas, más que personajes de su futura familia soñada, eran cuatro grandes huecos, cuatro simas, cuatro agujeros recortados en la realidad. Al despedirse no pudo reprimir su desaliento.

-Créanme ustedes. Yo puedo acompañarles, efectivamente, en su sentimiento. Yo también he padecido mucho, mucho, en estos días. La desgracia que les amenazaba a ustedes me inquietaba, y, además, torturas mías, congojas íntimas, horrores del espíritu me han hecho pasar unos días espantosos...

Mab rectificó:

-No compare su dolor al nuestro. Al fin y al cabo usted ha pasado estos veinte días divirtiéndose.

-Y es natural, hija. ¿Qué quieres que haga a sus años? Ya le quedará tiempo para sufrir. Muchas gracias por esta visita, Agliberto -sentenció la madre.

-Muchas gracias -dijeron a coro los hijos.

El joven ingeniero salió a la calle dominado por un furor inexplicable. Los grandes planos soleados de las fachadas le arrojaron a los ojos su reverberación, cegándolo. Sintió que se ahogaba en su traje negro, casi de invierno. Entonces, entre dientes, no pudo evitar este comentario:

-¡Miserables idiotas! Ellos han padecido. Yo también. Han perdido a un ser querido. Yo me quedé sin parte de mi cuerpo, ahora sin parte de mi alma, cuando más falta me hacían, en las ocasiones precisas en que su escamoteo era más inoportuno. He llorado. He delinquido. He descalabrado a un hombre. He causado la muerte de Celedonia, quizá también de la sirena. He atropellado a otras dos mujeres. He malgastado el dinero. No he hecho nada a derechas, y todo para ser lo menos heroico que puede imaginarse. No he realizado la más primaria experiencia vital. No he dejado de ser ínfimo, ruin, ridículo y mentecato. No he procedido con la sensatez de un hombre: he ido de desatino en desatino. ¿Y no es esta una gran desgracia? ¡Idiotas, miserables! Han podido hacer revivir cuanto había de muerto en mí, y me han tratado como a un intruso de su dolor. ¡Imbéciles! ¡Yo necesitaba renacer y a ello venía! ¡Ella, ella! ¿Dónde está ella? ¡Aún no la he visto! ¡Si al menos se hubieran echado en mis brazos y hubiéramos llorado todos juntos! Pero no: corrección, reserva, desconfianza... ¡Estúpido género humano, no quieres persuadirte de que es más fácil de lo que se cree resucitar a los muertos!

La sensación de las persianas caídas le agobiaba. Las fachadas permanecían inexpresivas, herméticas, como tableros sin señales. Una reiterada alusión de ausencias caía con la luz gris amarillenta, fatigada, de la tarde agostiza y agostada. Los tiestos se quejaban, abandonados en los balcones, de la sequía y del desamparo. Las gentes pasaban por la calle, pálidas, con desabrimiento y fatiga. En los tranvías crujidores, estrepitosos, bajo las bóvedas de álamos blancos de polvo, los cobradores se daban aire con abanicos de anuncio, cartulina y palo. Bajo la flor paliducha de las acacias, el desaliento, la sed, el cansancio atormentaban a los madrileños.

Agliberto estaba ante un puesto de horchata de una esquina. Sobre dos armaduras triangulares y paralelas, un toldo de franjas rojas y blancas. El horchatero, hombre mal afeitado, forzudo y hosco, le preguntó:

-¿Horchata o limón?

Sobre los vasos boca abajo los orondos dorados frutos, divanes de la pájara pinta, le tentaban con sus zumos agridulces como lo menos malo de la vida. Más que su cutis mórbido y suave y sus pezones agudos y desvergonzados era su curva oronda de alcancía, de hucha de la luz dorada de muchas y muy buenas tardes, lo que le fascinaba. Pero la boca de la garrafa, con su helada emulsión de chufas, le recordaba algo vago, muy grato y muy dulce, pulpa de coco o carne estremecida por el cercano viento del mar... El joven no supo qué responder. Su mirada se clavó en la urna de los barquillos, desamparada como el farol de una estación. Sobre una zona blanca empezó a leer nombres pintados en negro que desaparecían sustituyéndose: Marvao. Entroncamento. Pampilhosa... Así quedó, extático, absorto, enajenado. El horchatero no pudo aguantar la indignación.

-Diga usted de una vez lo que quiere. ¿Barquillos?

-Me es igual. Lo que le dé la gana -suspiró Agliberto.

La valencianita del puesto le miraba con sus grandes ojos aterciopelados, no sin curiosidad y ternura. El padre le sirvió un vaso grande de horchata del tamaño de un glaciar alpino, y la muchacha se lo acercó con una sonrisa. El ingeniero pensaba: «No te fijes en mí, niña bonita. No soy un hombre. Soy siempre un fragmento de hombre. Unas veces me falta el cuerpo; otras, me falta el alma. No tengo piedad, ni corazón, ni cordura; en ciertas ocasiones me sobran. Soy un ser descabalado y contradictorio. Soy un joven, un funesto agraz, sin experiencia, desafinado, inhábil... No te fijes en mí, niña bonita».

Pagó y se fue, con la sed apagada. La tristeza caía en un largo crepúsculo, humeante, rumoroso, con púrpuras, nieblas y canciones de niñas que jugaban al corro. Ante los portales, las gentes sentadas en silla de enea se pasaban un botijo blanco, de unos a otros, y bebían a chorrillo.

Entre las persianas caídas había en muchas casas armaduras de tablones, tomizas, listones, maromas. Los muros, picados de viruela. Andamios. Andamios... Cantaba un grillo al amanecer. Salió la luna, perol de cobre. La ciudad estaba entablillada, con un brazo en cabestrillo; entre escayolas y vendas, sin duda, se había partido un hueso al dar el batacazo.

El reloj de arena

NO OBSTANTE, ERA MENESTER volver a encontrar a Mab, reconstruirla, rehacerla. Era su única razón de vivir, su salvación. Y para verla, acabado el novenario, para penetrar en su casa, era preciso inventar un pretexto, hacerse el indispensable prestando servicio a la familia. Después de un fallecimiento hay dos caminos en que ofrecer la utilidad de su asistencia al prójimo: desinfección y herencia; pero en estos dos senderos su colaboración era improcedente. Uno de los hermanos de Mab era médico; el otro, abogado del Estado. ¿En qué concepto podría él intervenir en la testamentaría? De cualquier modo era urgente encontrar medio de verla a menudo, y así matar al monstruo de la decepción.

¿Dónde meditar y perseguir un plan? La única criada que había en casa de Agliberto le daba mal de cenar para ahuyentarlo y poder ella irse con el novio. ¿Qué se le había perdido en Madrid al señorito?

¿Dónde cenar? Problema de todas las noches. ¿Con quién hablar? Cuestión de cada hora. Todos los amigos estaban fuera. Las amigas también. En el Aéreo, un vacío horrible. En el Ateneo, trataba a muy pocos socios y en tal época no había más que opositores desesperados estudiando en mangas de camisa. Con la linterna de Diógenes iba buscando un camarada. Sin esperanza, tomó un taxi.

En la terraza del Stadium había grupos de alegres juerguistas en varias mesas. Pero eran gentes de cincuenta años, tanto ellos -algunos vestidos de etiqueta- como ellas, sin vestir apenas. Una joven le llamó. Grifaldina venía a su encuentro ceñida en una seda a sectores blancos y azules. Traía una sombrillita con un farolito en el puño donde se encendía una lámpara eléctrica.

-¿Vienes a cenar, Agliberto? Pues en aquella mesa nos sentamos... Digo, si no tienes compañía, o esperas a alguien...

-Hace una semana que no encuentro a nadie conocido.

-¿Qué haces aquí? ¡Vaya un plan ostra! Yo me voy a Biarritz mañana mismo. Esto es un horno. Chico, la última noche que me queda... Mañana sale... Grifaldina espera cenar con champagne helado. ¿Quién quiere perder doscientas pesetas?

Sacudía su alegría cascabelera a gritos y carcajadas y apagaba y encendía la linterna de la sombrilla.

-Está bien todo esto: tu alegría, tus pretensiones literarias, tu farolito, el Pommery para cenar... Todo ello es de una cursilería irreprochable que acabará divirtiéndome.

-¿No eres feliz, Agliberto? ¿Te gusta la langosta a la americana? ¿Qué le falta a mi príncipe de Gales?

-Unas veces el cuerpo, otras el alma, alternativamente. Déjame tu libro mientras miras la carta.

Era una flor de romances encuadernada en cretona, impresa en tipos antipáticos. Abrió al azar y leyó estas líneas:

«Rosa fresca, rosa fresca,
tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos
non vos supe servir, non;
y agora que vos servía
non vos puedo yo haber, non».

No leyó más. El menguante de la luna enviaba un reflejo al cabello negro y bruñido de Grifaldina. De la Dehesa de la Villa llegaba un susurro de brisa consoladora, intermitente, a ratos imperceptible. El joven echó de menos el sabor salobre del Atlántico, la esfera armilar, los cantos de la sirena. Pensaba: he podido ser feliz en estos veinte días, vivir tres semanas de vida fantástica y heroica, rica en matices y en peligros.

Terminada la cena, Grifaldina y Agliberto bailaron. De una mesa en que cenaba un grupo de aristócratas vestidos de etiqueta se levantó una pareja. Ella representaba unos treinta y ocho años, bellísima de empaque y de rasgos. Él contaba de sesenta a sesenta y cinco años, más bien alto que bajo, nariz aguileña, plateadas la cabeza y el breve bigote. Sus desafíos y sus conquistas habían sido innumerables. Su corrección, empero, parecía no agotarse nunca. Bailarín veterano, su elegancia propicia denunciaba al hombre apto para el amor y la amistad. Tenía un nombre glorioso. Era don Juan.

-Buenas noches, Agliberto -dijo con la más afable sonrisa-. Esto está delicioso. No encuentro nada tan encantador ni tan cómodo como Madrid en verano. El duque dice lo mismo. Y veo que no solo somos de ese parecer los viejos, sino también los jóvenes. Yo no dejo de bailar todas las noches. Es el único deporte que no me fatiga. No precisa madrugar, se hace en compañía grata de criaturas preciosas, no exige desnudez ni semidesnudez. Si usted supiera cuánto me desagrada el desnudo masculino y el mío propio. Además, le diré a usted algo muy importante: a las mujeres les horroriza el desnudo del hombre, lo menosprecian, se ríen de él como de algo inusitado o de categoría inferior. ¡Créame usted a mí, que las conozco muy bien!

-¿Se siente usted feliz, don Juan? -interrumpió Agliberto.

-Todos dicen que no, pero yo no lo paso mal. ¡Me quedan tan pocos años! Cualquier día de estos viene el convidado de piedra a cenar con mi peña al Nuevo Club. No somos nadie. ¡Ya ve usted lo que le pasó a mi gran amigo Fausto! ¡Usted le conocía y le trataba! ¡Y hasta creo que a usted le gustaba mucho una de las chicas!

Hablaban con las parejas colgadas del brazo, impacientes. Don Juan se llevó la mano a la frente y preguntó a Agliberto:

-A propósito de Fausto, ¿cuándo es el funeral por su alma?

-Mañana, a las once.

-Entonces hasta mañana.

Enlazaron a las parejas y empezaron a bailar.

El profesor Bustarviejo sonreía ante el espectáculo coreográfico. Su figura menuda, mermada aún más por el smoking, no era familiar a los trasnochadores. El joven ingeniero le abordó al verle solo y aislado, mientras Grifaldina danzaba con don Juan. El sabio respondió con una sonrisa clerical enseñando sus grandes dientes amarillos.

-¡Qué desairado es estar en un lugar de estos a mis cincuenta años!

-Fíjese en don Juan. Tiene más de sesenta y hace muy buen papel.

-Sí, pero don Juan es don Juan. ¿Por qué le ha cedido usted su parejita? Es muy gentil, linda y donairosa.

-Se la presentaré a usted. La pobre tiene aficiones literarias. Es una admiradora de antemano. Haber podido cambiar unas palabras con un académico erudito y orador será su mayor deleite esta noche. No abrigo el más leve empeño en disputársela a don Juan, o a usted, si la quiere. No se sorprenda: soy un gran desdeñoso. He vivido veinte días con dos mujeres: con la hijastra de un boticario y con una sirena. He conseguido enamorarlas a ambas con la más absoluta indiferencia.

-¿Con una sirena habéis dicho?

-Sí, auténtica.

-No es posible.

-Celebro mucho hallarle a usted aquí, docto en humanidades y en mitos. Desde que la he dejado su recuerdo me obsesiona. Se parecía mucho a la otra; tenía la voz dulcísima y las pantorrillas escamosas.

-¿Mitad pez, mitad mujer? Entonces era una nereida. De las cincuenta hijas de Nereo se sabe que algunas cantaban bastante bien. Pero ¡esa fascinación; ese recuerdo mortificante y tenaz!...

El profesor Bustarviejo acariciaba su cabellera lacia, de un rubio borroso y grisáceo, con sus manos de curita.

Entornó los ojos y diagnosticó:

-Las sirenas de verdad, las primitivas, las genuinas no eran ictiomorfas. Tenían rostro de doncella y cuerpo de ave. Así aparecen en algunas estelas y sepulturas de los cementerios griegos. Su canto era tan melodioso que embriagaba a los navegantes y hacía enderezar los timones a misteriosas islas. No es posible suponer que la primitiva sirena se convirtiera en nereida, pues para ello había de evolucionar en su adquisición de torso humano y había de involucionar en su descenso a cola de pez. No, sin duda las nereidas aprendieron de ellas la música y utilizaron los encantos de su busto y su espalda femeninas. Luego la fantasía de los hombres las unió en una fusión híbrida, y juntó la perfidia y el inefable encanto del canto a la natación, al coleo, a las cabelleras fosforescentes y a los pechos luminosos y tersos como enormes perlas. Para situarlas más al alcance de los hombres, la diosa Imaginación le dio preferentemente atributos flotantes y no volátiles. Al fin, prescindió de estos últimos. Es lo mismo que si el hidroavión pudiera llegar a tomar forma de mujer. Nunca quisiéramos verlo volando...

-Así, usted cree que no era...

-No, de la buena época, del cuño clásico, no. Sin decir por eso que fuera una mixtificación. Mejor una imitación de la industria psicológica, una elaboración del cerebro.

-¿Alucinación mía?

-No, hombre, no. De ningún modo. No confunda usted los términos. Mire, aquí viene su amiguita. Preséntemela.

-Ilustre y respetado profesor Bustarviejo. No es ella. Es una réplica en yeso. Pero no se la cedo ni a don Juan ni a usted. Me la llevo. Estoy cansado ya de desdeñarlo todo.

A la mañana siguiente entró en la iglesia pálido y contrito, con huellas de carmín en el pañuelo, un escándalo de fragancias y un traje de un gris demasiado claro. Detrás del catafalco negro, orlado de oro, de la fila de sacerdotes con blancas sobrepellices, Mab le envió una mirada de reproche, pero dulce y buena. Bajo el crespón del manto toda su faz reprimía las lágrimas. En las vidrieras, los santos perpetuaban sus sencillos ademanes, mientras la luz de agosto excitaba sus colores, atravesándolos. Agliberto cayó de rodillas, deseoso de implorar; pero ¿qué iba a pedir? Lo ignoraba. Se encontró sin anhelos, sin afanes, sin remordimientos, sin ternura para aquella novia de carne y de hueso, hecha ser humano a fuerza de soñar. Se golpeaba el pecho sin devoción, considerándose irresponsable, pues no se entendía a sí mismo, ni al escamoteo, al juego de manos que tan fácilmente le defraudaba acerca del sentido y orientación de su tendencia amorosa. Le pareció que uno de los diáconos, en lugar de decir Dominus vobiscum, pronunció Noscete ipsum. El horror crecía, le dominaba. ¿Conocerse a sí mismo? ¡Qué espanto! Iba a ser cruel, dolorosísimo, pero muy hermoso, sin duda.

Buscó palabras para que Dios le entendiera, y al entenderse con Dios empezar a entenderse a sí mismo. Y no las hallaba. Al fin encontró una que sonaba a acorde de salterio místico, a vibración de letanía, a canto azul y a pompas de la vida: Celedonia, ¡Celedonia!, y repitió el nombre varias veces. Los santos parecían asentir con la cabeza, mientras la boca del pecador se llenaba de un dulce sacramental. ¡Celedonia! ¡También había muerto y a ella no le habían hecho funeral alguno!, consideró, reconociendo que su desaparición de este mundo fue de muy otro linaje que la de don Fausto. La luz espléndida del estío no servía para diluir tanta tiniebla.

-Dígame cuándo podemos hablar. No sé vivir sin usted -dijo a Mab, lloroso, al oído, entre la efusión seria y rígida de los pésames, con un balbuceo apasionado y vibrante.

-El domingo después de misa de once -respondió ella con rostro resignado.

¿Eran aquellas las palabras que se propuso pronunciar? Desde luego, eran las obligadas, las únicas posibles después de su correspondencia ansiosa y tirante. En otra ocasión le hubiera costado mayor esfuerzo sobre su timidez y sus cuidadosas vacilaciones. Ahora las había dicho de modo automático y maquinal. Precisaba echar un arpón al fin de sus ensueños. Sí, Mab se le escapaba. ¡Aquella Mab, alegre, cantarina, bailadora! ¡Se le iba! ¡Se le iba!

Nadie supondría que al siguiente domingo llegara a misa la huérfana vestida de mil colores, triscando de gozo, riente y feliz. Tácita, envuelta en gasas y crespones -medias sedosas sin transparencias, paso de tafilete-, se dejó olvidados los encantos de la leticia, de los donaires y de la sal. Agliberto no acertó a declararse a ella. ¡Había cambiado tanto! ¡No parecía la misma!

Se despidió suave y digna, sin seña de decepción. Él la miró alejarse con unas flores que comprase para el muerto -claveles, dalias, nardos-. De espaldas, su silueta tomó toda el color infortunado; a la luz del mediodía estival lo negro de su figura era horroroso. La tinta china de su pena recortaba sin ventajas su elegancia. No, no era ella. Aquella mancha de luto era el agujero abierto en la más hermosa de las realidades, por donde Mab se había sumido para desaparecer.

El galán no abandonó su presa, desencantado por aquel escamoteo. Si en algo se comprueba la inercia, la velocidad adquirida, más que en la materia es en el amor. Después del novenario no dejó de asediar a la familia del difunto con ofrecimientos y servicios inoportunos y redundantes. En su deseo de facilitar todas las tareas fue el indiscreto payaso de circo que intercalaba el traspiés o el tropezón en todos los trámites del más liso y desembarazado expediente. Sí, desde que salió en compañía de Celedonia para recorrer aquel itinerario mítico, irrisorio y ridículo, no hacía nada a derechas. Se reconocía empalagoso para Mab, como Mab se le aparecía insuficiente, mermada, quizá por una alteración o metamorfosis, quizá también por la muerte de su padre, don Fausto, que al dejar esta vida hubiera arrebatado de su hija el quimérico encanto de unas gracias para las que juzgaba indignos a los varones pretendientes. Agliberto debió de atisbar este último o íntimo secreto, porque un día preguntó a la que acababa de ser la estrella polar de su viaje amoroso:

-Y usted, Mab, ¿quería mucho a su padre?

-Claro. Como hija suya. ¿Por qué me hace esa pregunta? -inquirió, entre picada y enternecida.

-¿Cree usted que todo cuanto encierra su persona, tanto el cuerpo como el alma, le debe su existencia a su padre?

Apenas se tomó tiempo para responder. Iba a reaccionar, puntillosa y ofendida, pero recobró una serenidad sonriente y estelar.

-A Dios. A Dios se lo debo todo, Agliberto.

-Sí, está bien -atajó él-. De acuerdo. Pero quiero decir que entre los medios divinos, los operarios, los truchimanes, los delegados del eterno autor quizá haya habido alguien que en el mundo no solo ha valido para amarla, sino para hacerla, en cierto modo, y ese alguien no sea su difunto padre de usted. ¡La paternidad es tan poca cosa! ¿Me comprende?

-No -dijo la joven, enrojecida y turulata.

Entonces el aprendiz de ingeniero le entregó los bombones de nueces, avellanas y nougats envueltos en chocolate. El calor era sofocante. Mab vestía una falda muy ligera, bastante corta, una blusa de crespón mate con una chorrerita. El tafilete de sus zapatos tenía más reflejos que los días anteriores.

-¿No le gusta a usted dar vueltas a los relojes de arena? -preguntó Agliberto-. ¿Le divierte y le complace ver cómo se vacía una ampolla para que se llene la otra, con esa huida, ese éxodo de la tierrecilla sutil y resbaladiza que parece gozar en el trasiego?

-Sí, pero no le he dado tanta importancia como usted a artefactito. Como juguete no me encanta. Para medir el tiempo del baño, no sirve. Para pasar por agua un huevo, tampoco. En el baño se debe estar mientras sea agradable. Para pasar un huevo no hay como rezar un credo y un avemaría, y un credo sólo si se quiere clarito.

-Sí, pero para los asuntos del alma... -arguyó el joven.

-¡Qué cosas más raras dice usted! Sobre todo desde que ha vuelto de ese viaje. Ha cambiado usted mucho, antes no era así, en nuestras conversaciones. Es usted otro para conmigo, y es desde que el pobre papá ha muerto...

-Sí, parece que también a mí se me ha muerto alguien, se me ha extinguido algo...

Le dio mucho miedo lo que acababa de pronunciar, pero ella, sin duda, le dio una interpretación satisfactoria, porque quedó en silencio, suavemente ruborosa, enseñando sus bellos dientes en una larga sonrisa.

Agliberto no pudo soportar la situación y se despidió precipitado y confuso.

Fue a achicharrarse a la calle, exenta de transeúntes, bostezadora, reverberando reclamaciones y quejas por su soledad. Los balcones del inacabable caserío seguían cerrados, lápidas de nichos temporales. Algunos mangueros proyectaban sus grandes chorros irisados, una parábola de luz y de frescura, palma de ramos de agua y colores que apenas vivía unos segundos, mientras ellos, pobres hombres, se enjugaban el sudor con pañuelos de hierbas. En los principales se veían señoras gordas en bata, botijos, tiestos sin flores, algún paipay caído. Los comerciantes y los artistas callejeros cobraban un relieve más patente y lamentable en esa hora intermedia entre la siesta y el atardecer. El ciego de las jotas, las vendedoras de chumbos o moras, el hombre que lleva colgantes de una pértiga diez o doce canarios de cera con una pluma verde o morada; el otro, que vende escarolados abanicos plegables para los toros, con todos los colorines nacionales y extranjeros. Todos contribuían a darle a Madrid ese aspecto de derrota, de fracaso y de ruina como si se hubiera jugado el último ochavo al monte o al mar, quedándose más pobre y más feo, sin dientes, sin pelo, sin encantos.

El joven ingeniero se daba cuenta del fenómeno. Cuando Celedonia se añadió a su viaje apenas tenía significado sentimental para él. Era una ampolla vacía. Todo el oro molido del reloj del corazón era para Mab. Mientras duró el itinerario ni ella ni la sirena consiguieron darle la vuelta, pero al regreso, no se sabe si algún vaivén del viaje u otro accidente más grave le hicieron girar, y ahora, por el angosto y sutil agujerito de su alma de veinticinco años, veía transvasarse el amor de Mab, adquirido tras tantos desvelos, y pasar, dorado y esquivo, mezclado con las luces de los atardeceres, con las arenillas de las playas, y los reflejos de las joyas, pantallas y muebles de una lona de miel que no llegó a apuntar al globo, a la ampolla, al transparente cariño de la pobre Celedonia, quizá muerta, quizá todavía sumergida en el mar. Quedaba una última esperanza, verde y pelágica también. Dejó a la niña bañándose y quizá ella, también atenida y sumisa, al cómputo de aquel sutil reloj de arena, no saliera del baño hasta tener la certeza de que hasta el último grano de la ilusión resplandeciente había caído en la ampolla de su indigente amor.

Bajó por el paseo de Santa Engracia. Dio vueltas por algunas calles. Se detuvo ante un puesto de horchata y pidió un vaso, un vaso de vidrio acuajaronado, como la horchata que contenía. Pidió un barquillo de la urna, no de elecciones, mejor de juego de los estrechos. Enrolladas yacían las gratas papeletas comestibles, largas, amarillas, demasiado dulces para ser de papel, en las cuales debía de estar grabado el nombre de la prometida azarosa. ¿Un nombre? Siempre acudía el mismo en la gran cachupinada mental: Celedonia. ¡Era tan bonito, tan fresco, tan oloroso como el de una flor! Ante el puesto del ches, pintado de blanco, tan humilde y desolado, al aspirar la infame horchata que te pasaba los dientes, Agliberto sintió que se le venían a la boca los aromas de los gin, los brandy, las cremas, en las terrazas o casetas de los hipódromos y los campos de deportes o en los halls de columnatas de pórfido, cuando Celedonia o la sirena, vestidas de blanco, meditando bajo sus pamelas, escribían un nombre en el aire con la contera de sus sombrillas. Ya debían de haber fallecido ambas. El luto de Mab le recordaba la muerte, no de su padre, sino de aquellos dos seres abolidos, eliminados, proscritos del gozo y de la vida por el desvío y la mandriería de su virilidad suspicaz, huidiza y desacorde. Ahora, saboreaba, entre la polvareda de lo imposible, el supuesto gusto que hubieran tenido los manjares que había desdeñado y que ya no saborearía nunca. ¡Maldito puesto de horchata! ¡Benditos el barman picarón, el bañero yodado, el maître exquisito que escogía las trufas, las setas y los caviares que más gustaban a Cel! ¡Oh, las cenas bajo los fénix, junto al mar, en las terrazas de balaustres de almidón, con dragones de seda por pantallas, sofocado por el smoking junto a la sirena, tifón de belleza, golf-stream de perfumes, vestida de azul-naufragio o de rojo-festín de tiburón!...

Calle de Génova abajo, llegó al paseo de Recoletos, con grandes bostezos. La visión del Prado, con niñas que jugaban a la comba, le consoló como algo más auténtico y veraz. En los macizos recortados palpitaba un verde esperanza de paisaje pintado con lacas. El obelisco del Dos de Mayo tenía una rosa de carne. Llegó a la estación del Mediodía. Algo le atraía hacia los campos agostados, canosos, de rastrojeras y barbechos grises.

¡Sí, la ampolla de Celedonia iba llenándose del grato polvo de oro de una experiencia desestimada! Por mucho que hiciera en la vida, aquel vacío, aquella renuncia a los halagos de un viaje sin par, único e incunable, sería una cicatriz de su alma. ¡Ay, si pudiera volver a ver a la hija del boticario o a la sirena! Volvió a ver los ribazos con los cardos raheces, la fábrica con sus torreoncillos, la estación pequeña y humilde. Entró en ella decidido, sin otro proyecto que el de volver a empezar el viaje sublime del que había asesinado los encantos. ¿Marcharse? Sí. ¿Pero marcharse solo? Una horrible congoja le invadía. Le sorprendió un ruido poderoso y creciente. Las personas que estaban sentadas en el andén se pusieron de pie. Llegó un tren con estrépito de aceros y de saludos y grititos desde las ventanillas. Agliberto buscó ansioso. No sabía a quién, pero buscó a alguien. Pronto se encontró ante una señora joven, no muy alta y sí muy linda, de grandes ojos y cabellos ondulados. Tenía unos dientes de una perfección increíble; la boca bien dibujada con sonrisa de anuncio de dentífrico. De cada mano llevaba un niño. Dos criadas la seguían. Era Tori. Ella mostró una extrañeza regocijada.

-¡Agliberto! Pero ¿qué haces aquí? Cuando salí de Madrid para casarme viniste a despedirme con lágrimas en los ojos. No he vuelto desde entonces. Donde te dejé te encuentro. ¿Acaso no te has movido de aquí en todos estos años? ¿O vienes a esperarme a diario a todos los trenes?

-No te rías, Tori, mi Tori. Tú eres feliz. No te burles. ¿Verdad que eres feliz?

-Sí, lo soy. He sabido que has estudiado la carrera con mucha aplicación. ¿Eres ya ingeniero?

-Sí, ya estoy dando con la mano en la cucaña.

-¿Te casarás, Agliberto?

-No lo sé. ¿Estos son tus hijos, Tori?

-Sí, son mis hijos. ¿No te parecen muy guapos? Son la gloria de su madre.

-¿Te alegra verme, Tori?

-Mucho, hombre, mucho.

-¿Me has recordado a menudo?

-Sí, te he recordado con bastante frecuencia. No ha habido año que no te haya recordado.

-¿Todos los días?

-No. ¡Por Dios! Tanto no, pero sí una vez al año por lo menos.

-¿Estás enamorada de tu marido?

-¡Qué preguntas! Pues claro que sí.

-¿Le quieres más que me quisiste a mí?

-¡Evidente! Contigo no llegué a casarme.

-Oye, Tori, ¿no has evocado algunas veces, cuando hayas reñido con tu esposo, o en las largas pausas o calderones del hastío y la ramplonería conyugales, nuestro amor, nuestro primer amor de adolescentes? ¿No has engañado jamás a tu marido, mentalmente, y conmigo, en concreto?

-¡Qué atrocidad! Eres un bárbaro -dijo riendo con su teclado y su carmín diminutos-. No he reñido nunca con mi marido, ni me ha cansado ni aburrido, y, además, no le he engañado, ni en actos ni en sueños, ni contigo ni con nadie.

Agliberto pareció sufrir una penosa decepción. Quedó absorto un instante. Su novia de antaño ruborosa, entre complacida y afrentada, iba a retirarse con sus niños sujetos de cada mano. Las criadas taconeaban de impaciencia con cestas, maletines y bultos en la mano.

El aprendiz de ingeniero no aparentaba compartir la prisa de aquellas mujeres. Aunque faltaba mucha luz en el atardecer estival, reconoció aquellos ojos que tanto había amado a los dieciocho años, donde se miró muchas veces como en un boliche de plata o una caralta de cristal; iris de ágata, que le reflejaban con una cómica convexidad carrilluda de cariátide o de amorcillo de grotesca guirnalda, veteados de dibujos topográficos de esmeraldas, oros y azabaches, formando continentes, litorales, mundos tan sin sentido y fascinadores cual los de la luna en las noches muy serenas. Por huir de aquellos ojos, por curarse de ellos había construido a Mab en su imaginación, para que Dios la creara para él.

-¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

-Seis años, Agliberto.

-No, Tori, son siete y unos meses. No lo recuerdas bien porque no lo recuerdas a menudo. Hace un momento te has equivocado al decir que vine a despedirte cuando ibas a casarte... No. Fue un año antes. ¿Te acuerdas?

La situación era cada vez más embarazosa para la dama. Arrastró a los niños hacia la salida.

-Quiero pedirte un favor, Tori. Es muy poco... Además, no volveremos a vernos.

-Dilo pronto, pues no vamos a salir de esta estación en toda la noche.

-¿Me dejas dar un beso a tus hijos?

-¡Ya lo creo! -y les soltó las manos a un tiempo, con un orgullo de madre, radiante y tremendo-. Esa es la mayor. Tiene cinco años. Julio César va a cumplir cuatro.

Agliberto se inclinó, besándolos larga, sonora, tiernamente. Tori, curiosa, preguntó:

-¿Has bajado a esta estación a esperar a alguien?

-No sé si a esperarte a ti o a rescatar o recuperar..., nada..., unos días, una temporada, un viajecito que se me perdió por aquí no hace mucho...

-¿Alguna mujer?

-Dos. Una ya murió o ha desaparecido.

-¡Qué horror!

-La otra... La otra era una sirena. También habrá muerto a estas horas. Además, una tercera, la que más quería yo, está a punto de morir.

-Sigues tan divertido como antes. ¡Eres famoso! Pues ¡adiós! Eres un Barba Azul. No quiero hacer el número cuatro. Pero ¿qué te ocurre? Ay, ¡qué bobo! Se te han saltado las lágrimas. Tienes una ahí, redondita, en la mejilla izquierda.

-Tori, un último favor. Déjame tu pañuelo para enjugarla.

-Los pañuelos, en viaje, no vienen para ofrecerlos a nadie. El humo, la carbonilla...

-No importa. El pañuelo, el tuyo; el que llevas en el bolso.

Se lo pasó por los ojos. Un perfume antiguo y prestigioso se le hundió por las mucosas y le bajó hasta los entresijos.

-Adiós, Tori.

-Adiós, ingeniero. ¡Enhorabuena!

Quedó solo y salió. Los faroles iban encendiéndose. En los patios descubiertos de las altas casas nuevas, erguidas en el campo, las luces de las cocinas se apagaban para encandilarse con los furtivos eclipses del trajín de las mujeres.

-Este debe de ser el fundamento, el origen de los anuncios luminosos -dijo.

La resurrección de Celedonia

AL DÍA SIGUIENTE, Agliberto recibió una carta azulada, con timbre francés y matasellos de Deauville. En la punta del cierre del sobre, un enlace o una sigla indescifrable, con dos espaditas cruzadas, semejante a la marca de ciertas porcelanas de Sajonia. Una letra descuidada y volandera malcubría un pliego que encerraba estos conceptos, entre otros:

«Me propuse guardar un silencio de muerte. Pero no puedo más. Es como jugar al serio o estar un minuto sin alentar o tomar los siete tragos para quitarse el hipo. No puedo resistirlo. No he muerto, no. Vivo, Agliberto; vivo una vida tan incanjeable, tan intransferible, que no me atrevo a arrancármela, aunque sé que a ti te sería grato verme eliminada del mundo. ¡Si tú supieras, verdugo, torturador, feroz Atila, cuánto le duele a una mujer la evidencia del desaire homicida, como inapelable sentencia fatal! Y no obstante, no puedo callar más tiempo. Nadie tiene que advertirme e ilustrarme de que no hay nada tan implacable como el desvío del hombre hastiado. De aquí en adelante, me será indispensable escribirte todos los días. No sabes cuánto me duele arrebatarte ese agridulce reconcomio de remordimiento que, sin duda, sentirías por mi muerte que ni evitaste ni llegaste a lamentar. Sé que esta carta y las sucesivas serán otras tantas amenazas a tu prudente y calculado retraimiento, pues renuevo tu alarma y te amargo tu ya tórrido veraneo de Madrid. Serías capaz de estar en unas parrillas, como san Lorenzo, con tal de no verme. Pero lo lamento mucho; necesito escribirte, y cuando llegue necesitaré verte. Celedonia ha resucitado. Además, creo conveniente decirte, para tu tranquilidad, o para tu intranquilidad, que no estoy ofendida y que en modo alguno me considero desgraciada. Cuando lloro, a menudo, no es por ninguna pena, pues no siento ninguna; debe de ser cosa del aire, de algún perfume, de la sal del mar. Además, creo que me divierto. Chico, estás de enhorabuena. No debes tener el menor peso sobre la conciencia. ¡Que me quiten lo bailado, es decir, lo no bailado! Sabía que te era insoportable. Por ello me zambullí en las aguas. ¿Qué tal lo pasaste después? ¿Alivio, susto o indiferencia? Yo deseaba vivir contigo unos días. Era un experimento que casi iba envuelto en las ropas de una ilusión. Afortunadamente, nuestro comportamiento ha sido tan irreprochable que no hay de qué arrepentirse. ¡Si supieras cuántos deseos tengo de verte! ¡Las cosas que tengo que contarte!».

Sí, en efecto, no cabía duda. Estaba escrita por Celedonia, resurrecta. Agliberto quedó sin pensamientos, sin voluntad, sin posibilidad de moverse. Nunca se sintió tan inerte, tan falto de conciencia, tan incomunicado con su propia mente. «Voy a convertirme en un arbusto o en un mueble -sospechó-. ¿Será esta la sensación de una metamorfosis?» Se levantó en pijama y zapatillas japonesas; alzó la persiana. Los pregones y griteríos de la calle le parecieron tan intempestivos, tan innecesarios, tan sin sentido que miró al cielo. Echaba lumbre, blanquecino y pálido, con unas gotas, muy pocas, de añil diluido. Apoyó el mentón en la barandilla y sintió una quemadura. El sol le abrasaba la nuca. Se retiró del balcón. Ya en la butaca, su primera reflexión, después de la anterior sospecha, fue esta: «Cuando resucitemos, que es hecho evidente, indudable; cuando se yerga la envoltura carnal en la reintegración apocalíptica, ¿podrá ser que el alma humana se atenga a decir: "Aquí no ha pasado nada"? Todas las restituciones irán, deberían ir acompañadas de la congoja del hijo pródigo. Y claro es, la restitución suprema irá acompañada, no solo de la máxima adhesión a Dios, sino también de la mayor sabiduría, resumen de un indefinido y necesario número de experiencias del espíritu a través de... ¿A través de qué? ¿Tú qué sabes? Tienes veinticinco años y por el camino que llevas no vas a resolver ningún problema con faldas. Eres un imbécil. Un menflis. Un lila».

Después ahuecó la voz y dijo a la criada:

-La cigarrera no me ha traído los pitillos. Hay que avisar a esa tía golfa. No tengo qué fumar.

Las cartas de Celedonia se repitieron todos los días, hasta fines de verano, infalible y puntualmente. Estaban en todas partes, invadían todos los bolsillos de Agliberto. Por las tardes él no faltaba a casa de Mab, casi siempre para llevarle bombones. Preguntaba a la familia por la liquidación de los derechos reales, por los trabajos de los marmolistas, por las particiones y el cobro de los seguros del modo más impertinente e indiscreto. Se le toleraban tales intromisiones como a ardilla servicial que tenía que justificar sus asiduidades. Pero la frecuencia de sus visitas no aceleraba su declaración de amor. Titubeaba, se distraía, tartamudeaba al quedar solo con su tan adorada Mab, como si quisiera dilatar el comienzo de sus relaciones oficiales. Las cartas de la resucitada crujían en todos los bolsillos de sus prendas y soliviantaban la alarma. Más que el texto le seducía la firma, el nombre tan delicioso, evocador y eufónico. Por nombrarla deseaba ya que viniera cuanto antes.

Una tarde, a fines de septiembre, esperando la hora de su cotidiana visita, mientras apuraba el tiempo inagotable manchándose los zapatos de lona con ceniza del cigarrillo en las últimas posturas de aquella temporada, un criado entró en el saloncillo del Club y le anunció que una dama deseaba verle. No había dado su nombre.

-¿Cómo es?

-Es una señorita vestida de negro -dijo el hombre del calzón corto, rehusando, resistiéndose a toda descripción.

Agliberto salió desconcertado, temeroso, porque el color se prestaba al equívoco. Era Celedonia, vestida de negro, en efecto, pero no de luto; un levitín recto de moiré, muy puente-de-los-suspiros, que atolondraba con un temblor de azabaches, ónices y lacas, y una falda de lo mismo, muy larga para la moda de entonces (uno de los repetidos intentos de París en cada otoño de alargar las sayas). Por sombrero una campanita de felpa de seda, con un sprit. Venía más esbelta, más deliciosa, más crecida que en su vida anterior. Quizá demasiado pintada. Los rosas, los carmines, en la prodigiosa blancura de su piel, tomaban esos tonos de transición refrescante de los helados de fresa al mezclarse con el mantecado. Se abrazó a él, en la misma sala de visitas del Círculo, y le dio dos besos en el cuello de la camisa, dejando las correspondientes huellas rojas.

-¡Ya vuelvo a verte! ¡Ya estoy contigo! ¡Qué alegría! -decía, palmoteando-. Ven conmigo, ahí tengo un coche.

El joven pidió su sombrero de paja y salieron.

-¡Ah! ¿Quieres raptarme en una manuela?

-¿Recuerdas aquellas carrozas con damascos y tisús de oro? -preguntó ella, suspirando.

El cochero sonreía, complacido, previendo la aventura. Bajo la capota echada se desenvolvían los mimos, las miradas, las sonrisas, las caricias del ante negro, los giros y evoluciones del matasellos carmesí. Después del verano se producen frecuentemente fenómenos de esta laya. Los aurigas están en el secreto, y lo esperaban antaño, como los agricultores la cosecha de maíz.

Después de las verbenas no cabía a los cocheros sino lo que les traía el veraneo, como residuo de oculto pecado. ¡Tolerancia, tolerancia! (Después no venían sino brumas, entierros, los Santos, los Difuntos, los fríos del Adviento, a veces sin lluvia, como, después de los Carnavales, la Cuaresma, época en que nadie deja de ir a pie, por mortificarse.)

-¿Iremos hasta el fin del mundo? -preguntó Agliberto, otra vez temeroso, y pensando: «Ahora ya no queda ni asomo de clandestinidad. No es un viaje ignorado. Es de una publicidad escandalosa esta imitación de idilio en un carricoche medio descubierto y a las seis de la tarde, en verano».

-No, no vamos hasta el fin del mundo. ¿Para qué? -respondió Celedonia-. Voy a casa de mi madrina. He llegado hoy. En verdad, no he salido más que para verte. No puedo vivir sin ti.

Él la miró con fijeza, regodeándose en la renovación de su tragedia. La manuela se había parado. Estaban en la calle de Fuencarral. Una colisión de carruajes impedía por unos momentos el tránsito. No faltaban curiosos que miraran a la pareja, mal disimulada por la capota. Los rizos de Celedonia emergían de la campanita de felpa como los estambres de una flor. Sus piernas, cruzadas bajo la larga pero angosta falda de moiré, desafiaban a los más canónicos modelos de museo. «No nos asustan las estatuas», parecían decir las pantorrillas, rematadas en mirlos de charol con hebillas de plata antigua. Acertó a pasar por allí uno de los hermanos de Mab. Muy discreto, apartó la mirada por no darse por enterado de aquel pecadillo, al parecer disculpable. Agliberto suspiró. Su enamorada creyó oportuno y delicado hacerle estas preguntas:

-¿Qué tal se lleva tu alma con tu cuerpo? ¿Viven en buena armonía? ¿Subsisten los disgustos de este verano?

-Ya aprecio menos las diferencias entre uno y otro. Y hasta he llegado a creer que no soy un compuesto de materia y espíritu, sino de substancia neutra. Sospecho que es ahora cuando voy a empezar a ser interesante.

Ella apenas sonrió. Llegaron a una plaza de noble y amable decoro vegetal y se despidieron.

-¿Nada más? -preguntó él, desorientado.

-Por hoy nada más.

No sabía qué decirle como postrimería sabrosa del adiós. Ya se alejaba, negra, esbelta, gentilísima. La llamó.

-¿Quieres ser mía, Celedonia? -balbuceó cuando volvió a estar cerca.

-¡A buena señora! -dijo ella, fugaz, con risita triste.

Agliberto, turulato, quiso ordenar al cochero la dirección inevitable, con la palabra imantada hacia su estrella polar. Quiso emplear su fórmula de siempre. «¡A casa de la reina Mab!», pero no supo pronunciarla. Indicó una calle, un número, después de recomendar que se bajara la capota con objeto de aventar los inciensos del arrumaco, las alhucemas del endemoniado idilio. El ángel de Ribera le aguardaba en su balcón y le saludó desde lejos con la mejor sonrisa y el más gracioso aleteo de manos, como si le esperara largo rato.

El auriga penetró en el doble secreto del porqué abandonaba un corazón para asir otro con la despreocupación acelerada de un malabarista, y le guiñó un ojo con aviesa picardía. Era el instante de la propina:

-¡Que Dios le dé a usted gracia y salud para seguir engañándolas toda la vida! -dijo por lo bajo.

Agliberto pasó los umbrales. Las grandes puertas negras de casa de Mab espejeaban en sus obscuros barnices tanto como los grandes llamadores dorados, matraces de la luz septembrina. Un portero urraca, con uniforme de jerga y pechera blanca, le saludó como a futuro e inminente inquilino.

Ella le recibió muy cordial. En seguida su mirada se clavó en la huella de carmín del cuello planchado. Estuvieron algún tiempo solos, sosteniendo la visita, sin testigos. El joven ingeniero quiso interesarse por algún documento, por alguna gestión en que pudiera ser útil. Pero no acertaba a hablar.

-Parece que quiere usted decirme algo hace días y no se decide a ello. Antes era usted más locuaz. Aquellas cartas de su viaje eran el eco de sentimientos profundos y la expresión de pensamientos elevados. ¡Cuán poco elocuente está usted ahora conmigo!

-Sí, Mab, sí. Lo reconozco. No puedo decir nada de aquello. Es lo negro. Mientras esté usted de luto...

El rostro de ella se entenebreció con un suspiro.

-Mi luto será de dos años. ¿No he de llevarlo? ¡Pobre padre mío! Así es que, mientras tanto...

No pudo terminar. Una congoja atenazó su garganta.

-Es esta ropa negra. Nada más -murmuró Agliberto, y desabrochándole un botón de la blusa de crespón pareció hacer ademán de quitársela en un movimiento tan revelador que pareció desnudarla de un golpe. Mab retrocedió, herida en su pudor, asustada de ver trocado en tan procaz aquel amor de antes, devoto y reverencioso.

-No, no es eso. No me juzgue mal. Si pudiera usted ponerse algo de color, pero de color muy vivo.

-No puedo ponerme nada de color.

-Algo muy abigarrado. Un albornoz de baño, verbigracia.

-¿Un albornoz de baño? ¡Qué ocurrencia! Debo de tener uno en mi cuarto.

Salió y al poco rato vino envuelta en la felpa multicolor. Los azules, los amarillos, los ocres, en ramalazos vibrantes, le daban una vida nueva. Todas sus turgencias se manifestaban fosforescentes y fabulosas. Su sonrisa radiante tenía una carnación coralina.

Él se sentó a su lado y le tomó una mano entre las suyas.

-Permíteme que te tutee esta tarde, Mab. Estoy sediento de colores, pero no de colores de museos ni de tiendas de sedas o de droguerías, de los otros, de los fugitivos segmentos de arco iris, rayos de estrella, escamas de pez. Tornasoles quiero y no muestrarios de anilinas. Escúchame, Mab: hay en el mar unos seres que son mujeres hasta un cierto punto en que dejan de serlo y su forma se remata en la de un ave o un pescado. Y claro, como no están unidos a tuerca, son tan ambiguos esos seres que sus naturalezas se transfunden de un matiz a otro con una fuerza de seducción inevitable. Les dicen nereidas y sirenas. No son producto de la imaginación, pues la imaginación está incrustada de buenos propósitos, de cuerdos programas y de nobles intenciones, casi siempre utilitarias. Son hechura de la realidad frondosa, jadeante, ubérrima. Su principal encanto no consiste en añadir a su condición humana las cualidades natatorias o volátiles, sino en resolver su esencia en una insospechada superación. Les sucede como a esas palabras que aparentan no poseer más tono, más color, más cualidad que la de su significado y luego se deshacen, se quiebran, se resuelven en otras posibilidades fonéticas bucales, esquemáticas, musicales, en arabescos de asociaciones increíbles, inéditas, sin denunciar. A esos seres les llaman nereidas, ondinas... Hay una palabra muy bella para llamar a una mujer: Celedonia.

-¡Qué horror! -interrumpió ella.

-Sin embargo, cele en celeste es muy bella: cele-ste, y esa terminación onia ¿no es deliciosa en María Antonia, agua de Colonia y porcelana de Sajonia? Unidas, no las soporta nadie. ¿Acaso son como esos seres mixtos, ni carne ni pescado, nereidas o sirenas del mar que nunca son admitidos como brusca o torpe síntesis de dos elementos dispares, inconvenientes uno para otro? Acércate, Mab. Envuelta en ese albornoz me parece que acabas de salir del mar, y me haces el hombre más feliz del mundo.

-Da mucho calor. No puedo más -suspiró la joven, sofocada-. ¿No crees, Agliberto..., no acierto a tutearte, que la imaginación humana es muy poca cosa?

-Casi nada, Mab, casi nada.

No se habían tuteado nunca. Estaban hechos y prometidos de antemano, uno para otro. Nunca intentaron esa familiaridad tan rápida y usadera entre los jóvenes de sus años y medio social.

Pasaron por el ridículo del tratamiento rígido para poder entrar de rondón desde el empaque hasta el amor oficial y las negociaciones de boda inminente.

-¿Estás contento? -acabó Mab, al quitarse el ropón.

-Sí; pero saber que debajo de él hay un desnudo no es lo mismo que tener la certeza de que solo hay un vestido de luto.

Ella suspiró:

-¡Ay, Agliberto! Esto es intolerable. ¿Acaso tú, que me soñaste, que me pediste como soy, pudiste suponer que tu futura y tierna esposa pudiera escuchar esas procacidades sin sonrojo y sin protesta?

En voz alta

-MIRA, HIJA, COMPRENDO que tu ingenierito, que es una monada de hombre, haya respetado el luto durante dos meses, sin decidirse. Pero su tardanza ya va picando en historia. Es menester acelerar la declaración. Estos pelmazos tienen mucha asadura. Pesan, miden, calculan. Dicen: sí; pero yo valgo mucho. Se miran en las lunas del cuarto de baño al afeitarse y se pavonean ante el espejo de su carrera privilegiada. Todo les parece poco, si no es una princesa tártara. Es menester ponerlos en la disyuntiva de que escojan entre el vado o la puente. Hazme caso a mí, que me sobran muchos años de experiencia de los hombres. No le aguantes más tabarras. Ya que tu madre y tus hermanos no han tenido la energía suficiente para plantarlo de patitas en la calle, tú debes ponerle las peras a cuarto. ¿Quieres hacerme caso? Ven a pasar una temporada a casa. No te verá. Allí no puede entrar. Tu alejamiento avivará su interés. Ya verás: rondará el jardín como un perro hambriento. ¡Si no los conociera yo! Todo eso caso de que tú sigas tan decidida por él. Yo creo que con mi Torcuato hubieras hecho buenas migas; pero, Mab de mi alma, no me guía el resentimiento, sino la amistad, y con tal de verte contenta y alegre, hija mía, ¿qué no haría yo? Se lo diremos a tu madre. Como no habéis salido este verano por causa de la muerte de tu padre, que en gloria esté, lo aprobará; a ti te sentará de perlas una temporadita en las afueras. ¡Si vieras qué preciosidad de rosales! ¡Está aquello tan hermoso! ¡Y a ver si ese ganso del Capitolio rompe de una vez! ¿Le quieres, Mab, le quieres?

-No sé, Mencía, si estamos hechos el uno para el otro. Pero de lo que sí estoy segura es de que yo estoy hecha para él.

La cizañosa y pizpireta sexagenaria hablaba en un apartado gabinete con la escultórica doncella. En el fondo, pretendía la buena señora secuestrar a Mab, para quien tenía preparado uno de sus pimpollos. Movía la zarpa contra Agliberto, que se había introducido en la casa de un modo súbito, impertinente y pegajoso, para no concertar rápidamente la boda y hacer perder tiempo a la muchacha. Se realizó el plan y Mab huyó al chalet de doña Mencía, entre la ciudad y la Dehesa de la Villa. Allí aguardó entre pinos pomposos, rosales mustios y lamentables, geranios en macetas esmaltadas, en una construcción de estilo suizo con listones azules en aspas diagonales, la declaración de Agliberto. La entrada al hotel le estaba vedada. Habían de entrevistarse con una verja y varios metros de jardín por medio. Ella desde un balcón, él desde fuera. «No es una dificultad extraordinaria, ni un secuestro. No creo que acelere mi decisión», pensó Agliberto. En estas vacilaciones y con la natural impaciencia de Mab, pasaron los primeros días de octubre. Las zozobras de la criatura, realizadas según el patrón imaginativo, aumentaron en medio de aquel plan peligroso. Antes de resucitar Celedonia, el joven la veía casi todos los días, con rarísima excepción. Después estableció dos turnos, uno par y otro impar: lunes, miércoles, viernes y domingos, para el té casero, el flirt prematrimonial, con la modelo de la casa de confecciones de Dios; martes, jueves y sábados, con Celedonia en chocolaterías secretas, a hurtadillas, en coches de Casino. Iban al Retiro al anochecer, al final de estas tardes de otoño, tan finas y acendradas, algo contritas de los ardores estivales, en que pueden darse los mejores y más sabrosos contrastes. Alguna vez llegó ella con esa deliciosa contradicción de indumento, tan frecuente, en esos días de transición; zapato y media blancos y un zorrito o cibelina en el cuello sobre el vestido de crespón claro. A través de los arcos de la Puerta de Alcalá contemplaban la perspectiva escenográfica de la calle, bajo los celajes desgarrados en rosas, en arreboles, en grises de perla obscura como plumas de avestruz agitadas por el viento.

Algunas tardes sentían a través de su ropa de verano el tenue remusguillo de los primeros fríos. Se entretenían en burlar la vigilancia de los guardas, y se quedaban dentro del parque después de cerrar las puertas. Entonces veían la ciudad rayada por una falsilla de absurdo, de prevenciones, de ruin policía. Salía un creciente de oro viejo entre las blondas veloces de unas nubecillas, o una lunarota de azogue que ponía un baño galvanoplástico a las arenas y los follajes, dando una sensación de rocío fresco que al poco tiempo producía un ardor en las manos y en el rostro, como si fuera nieve convertida en luz. Buscaban en las avenidas de argento, de música, de enramada y soledad los cantos de los pájaros: el ruiseñor que ya había enmudecido, el pinzón, uno que hacía cucú en lo alto de los negrillos y que nunca vieron. Se acercaban a la Casa de Fieras y allí una multitud de aves exóticas producía una algarabía satisfactoria, cómica y bella, como un atlas geográfico. Alguna vez se besaban. Pero aquel suave misterio que a través de la ropa de seda penetraba por los dedos de Agliberto, aquella sensación de espalda o cintura, propicias a la entrega, apenas le conmovía con ese reconocimiento, condición indispensable para el instinto. «No la entiendo ni en alma ni en cuerpo. Es una fatal desdicha. No la comprendo. Cuando la tuve a mi pleno y absoluto alcance ni la quería ni la deseaba. Cuando la supuse muerta, la amé con un amor confuso, frenético, indescifrable. Ahora despierta mi ternura, pero ninguna atracción magnética ni animal. No debe de estar completa. Debe de ser una tullida, una amputada.» Una de aquellas noches lunares en que se quedaban solos en el parque, en la glorieta del Ángel Caído, bajo los altos pinos, mitad leonardescos, mitad románticos, la abrazó, y mirándola en los ojos donde resplandecía un sopor verde de estanque con sus nenúfares, sus lotos y sus juncos microscópicos, se atrevió a pensar en esta pregunta: «¿Quién es la sirena?». Pero le pareció tan absurda que vaciló y tartamudeó algo.

-¿Qué me quieres decir, amor mío? -inquirió ella, rozando el suelo solamente con las puntas de charol de sus zapatos, aérea, dispuesta a volar, a volatilizarse toda, para entrar por los sentidos del amado.

-¿Quieres ser mía, Celedonia? -dijo él, por cumplir con una fórmula, y por ocultar su curiosidad insufrible.

-Aquí, no. Pero soy tuya hasta la muerte..., hasta después de la muerte.

Tuvo que sujetarla, abrazándola, para que no se cayera.

-Si no soy tuya, tú sabrás por qué -dijo sollozante.

La arrastró desfalleciente. Como siempre, hubo bronca a la salida. Los guardas protestaban de la permanencia en el parque después de cerradas las puertas. A veces proferían alguna palabra gruesa, pero como eran noches de luna las escogidas para aquellas travesuras, un reflejo de plata apaciguaba el furor ordenancista. Pero siempre los guardas miraban a Celedonia con una mirada socavadora de reprobación, apetito y rencor, como a una Eva continuamente expulsada y siempre reintegrada al Paraíso. Una noche una mirada de aquellas la ofendió tanto que quitándose su sombrerito de gamuza roja le dijo:

-¡Bárbaro! Todavía reluce una estrella en mi frente.

Y el arcángel de la gorra cerró los ojos.

Mab, por su parte, le esperaba en la otra punta de la ciudad, de cara a los perfiles del Guadarrama y al manto azul de El Pardo, mar vegetal. Cantaba en la solana, en los miradores, en el torreón, como una princesa de balada. No se podía soñar un canon de belleza más solemne e irreprochable, una sonrisa más acogedora, una música de expresión más dulce. «Sin embargo, es tan incompleta, tan trozo, tan pedazo como la otra. Van a volverme loco. No se pueden pronunciar dos palabras a un tiempo, ni pensar en dos cosas simultáneamente, ni amar a dos mujeres a la vez. Habrá que seducir o matar a la que esté más enamorada.» Los diálogos con Mab iban adquiriendo una tensión exaltada, confianzuda, como de personas que van a hacer un viaje de novios dentro de seis meses. Ella, desde la altura de sus ventanas con el desenfado correcto y con la sana osadía de las que han de ser honestas y modelos de madre toda la vida, le dijo, riendo, una tarde:

-¿Por qué no me raptas, Agliberto?

Enloquecido, llegó a su casa y dijo a su padre que había de hacer un viaje inmediato y le pidió a quemarropa dos mil pesetas.

-¿Huyes de alguna mujer? -preguntó el viejo.

-De dos.

-¿Son dos? No te doy un céntimo. Una te curará de la otra. Serían ganas de gastar dinero en balde.

Insistió, e hizo las maletas. ¿Adónde iría? Lo ignoraba. Sortearía entre las capitales de España. Metería una plegadera en una guía de ferrocarriles y seguiría el itinerario de la página favorecida. Era preciso abandonar a una y a otra. Había sufrido demasiado. Quizá sufriera más a distancia, pero... Salió al día siguiente para hacer algunas compras. El tiempo había cambiado en turbio, gris y lluvioso. ¿Cómo se despediría de ellas? Lo mejor era no despedirse.

Sin embargo, sentía una comezón por escribir una carta. ¿Para quién? ¿Para Mab o para Celedonia? Deseaba encontrar palabras que justificaran su decisión; necesitaba estamparlas de su puño y letra para persuadirse a sí mismo de la legalidad y el decoro de su decisión. «Tomaré un aperitivo en Molinero para inspirarme.» El café estaba desierto, con una fría alerta espejeando en los planos de las mesas de cristal y en las sillas color de regaliz. «En efecto, dos enamoradas, en perpetuo brindis de sí mismas, no llegan entre las dos a formar una mujer completa. En ese caso 1 + 1 = ½, o mejor, menos que media mujer; una cantidad que va disminuyendo a medida que aumenta el pugilato de las dos ofertas femeninas.» Abandonar a Mab era un grave pecado. Una blasfemia que Dios no perdonaría. Era perfecta; su estatura, su perfil, el arco de su boca, de su cintura, de sus piernas, el color de los ojos y el pelo eran lo que más le había agradado, en otras mujeres, por separado. Celedonia, por su parte, era demasiado blanca y rubia; pero el verde de sus ojos, odioso en otras, la nariz fina y un poco respingona, antipática en las girls o peliculeras, el hoyuelo en la barbilla, prestándole unas prerrogativas de niña hermosa de tarjeta postal, tenían un encanto imprevisto. Su voz era menos soñable que la de Mab, menos noble de timbre, menos rica en claroscuros de contralto. Le parecía escuchar la voz de Celedonia. La mujer que hablaba en el saloncillo contiguo tenía una voz semejante, o a lo menos lo parecía. «Es una obsesión; me parece oírlas y verlas por todas partes.» En un espejo que formaba un ángulo propicio distinguió un sombrero de campana negro con un sprit y un vestido de moiré adornado de piel. La imagen de la sirena volvía repitiéndose en aquellos acariciadores movimientos de las manos enguantadas. Pero el vestido era el que llevaba Celedonia el día de su resurrección. A su lado, junto a la mesa, estaba un hombre corpulento, de unos treinta y cinco años, con las facciones imperfectas y repulsivas de esos actores americanos de cine que siempre representan papeles de personas honradas, rectas, nobles e insufribles y que besan a las deliciosas estrellas de la pantalla. Celedonia no podía divisar a Agliberto, de no haberle buscado en la cuadrícula de espejos. Ajena a toda inquisición, reía ante un cocktail y soplando en la paja procuraba lanzar al rostro de su acompañante la funda de papel de arroz, proyectil inofensivo de tan sutil cerbatana. Se miraban tierna y largamente, y su flirt era muy subido. Agliberto creyó que era una alucinación; que Celedonia, tan amante y consagrada a él hasta el extremo de ser abandonada por tanto apego, constancia y fe, sostuviera un diálogo con los gestos, los halagos, las sonrisas que él creyó para sí solo, le pareció tan absurdo como si en vez de sentirse adherido al suelo se hubiera visto pegado al techo. Unos lentos y violentísimos latigazos le sacudían las sienes y le impedían ver y reconocer a su amiga. Pero ella nunca le engañó con nadie: el sátiro del cine, el vizconde, el peluquero habían motivado su protesta. Pero no: la más fiel, verdaderamente, había sido la sirena. Y la sirena ¿no era aquella mujer que tomaba el aperitivo con aquel hombre horrendo y le ponía en la boca avellanas tostadas y aceitunas? No se movió. Quería saber más, como siempre en esos casos. Le costaba trabajo respirar. En el pabellón de la oreja le corría un ardor de colegial castigado. No oía las palabras. Se tuteaban (¿y qué?).

Ella se levantó. Nunca le pareció tan esbelta. Tenían sus caderas una alusión marina, de delfín de mayólica, de nereida de esmalte. Agliberto se acercó a una ventana y atisbó por el resquicio de la cortinilla. Detuvieron un taxi... El aliento del que espiaba henchía, entrecortado, la cortinilla. Vio cómo él abría la portezuela. Agliberto adelantó la cabeza tan bruscamente que dio con la frente en el cristal. Subió ella sola y saludó con un ademán muy familiar y expresivo al hombre feo y corpulento. Agliberto pensó: «¿Habrá pinzas, dicótomos, microscopios, sutiles aparatos de cirugía y de ofitrea para poder separar las fibras, aislar las neuronas, comprobar las secreciones internas y ver la causa y la razón por la que suceden cosas como esta?».

Llegó a su casa. Sus hermanos le preguntaron:

-¿Sabes ya adónde vas y a qué hora marchas?

-No me voy. Sería un disparate -respondió sonriente.

No dejaba de pensar en Celedonia. Se le antojaba más crecida, más poderosa, más completa que nunca. Mientras almorzaba frente a su familia con gran jovialidad y alborozo, las nubes rompieron y grandes jirones de azul embalsamaron la tarde otoñal, dorada, bruñida y sabrosa.

Apenas terminara, se encaminó hacia el lugar donde Mab, secuestrada en el chalet de doña Mencía, aguardaba en vano desde hacía tres días la llegada del amado. Había salido al mirador a ver la tierra mojada de emoción de lluvia, de intención geórgica. Las hojas empezaban a desprenderse de los árboles. Las castañas de Indias a caer de sus ramas. Las moscas y avispas agonizaban junto a la marchitez vegetal. Agliberto llamó desde lejos: «¡Mab, Mab, bendita seas, Mab!». Ella esperaba aquel momento con la firme esperanza de un hecho infalible, inaplazable, como la conjunción de un eclipse.

Cuando estuvo más cerca, ella respondió con la fresca corola de su sonrisa:

-Eres bueno, Agliberto. Has estado tres días sin venir, pero al fin has llegado. Llevo dos noches en vela y he obtenido el permiso de Mencía para que entres y hablemos. Ya vienen los fríos y no es justo que charlemos al aire libre. Abriré la puerta del jardín.

-No, Mab de mi alma, no. Todo menos eso. Lo que yo quiero decirte, lo que vengo a comunicarte, no es un secreto, sino algo que ha de ser escuchado por el universo entero. Solo lamento el corto alcance de mi tenue voz.

Se esforzaba en elevar el tono. Hubiera querido ser oído como Esténtor.

-Sabes que te he amado siempre, Mab. No ignoras que tu destino es vivir entre mis brazos y mi anhelo. Estás hecha con las primeras materias de mis sueños, de mis preferencias, de mis gustos, a la medida y al peso de mi ambición, de mi capricho, de mi esperanza. ¿Qué sería de ti, si no te adorara, si no viniera a decírtelo, aquí, a distancia suficiente para que todo nos oiga? Escuchad, doña Mencía y toda su familia; escuchad, vecinos; escucha, tú, sabandija de cobalto del Guadarrama; y tú, noble, espeso y azulado Pardo, y vosotros, pinos amados por Cibeles; escuchad, rosas románticas y cielito azul: yo quiero a Mab; es mi complemento, mi adorada mitad, mi media naranja. Sabedlo y contadlo, vosotras, golondrinas rezagadas, que vais hacia el África..., ¡un momento, no tan deprisa! Enteraos de que Mab es para mí, y solo para mí.

Gritaba, se desgañitaba, no tanto para informar a los montes, a los árboles, a los pájaros, como para persuadirse a sí mismo; como para convencerse escuchando la confesión cada vez más desgarrada y patética que le brotaba de la garganta. Quería aprender aquella lección de amor como de niño aprendía las lecciones del colegio, repitiéndolas en voz alta. Por una ventana del piso bajo del chalet asomó la cabeza curiosa de doña Mencía. Arriba, alguna criada también presenciaba la declaración de Agliberto, conteniendo la risa. Mab le interrumpió y le respondió en voz alta:

-Algo te has hecho desear; pero, en efecto, tenía que ser así. Yo sabré corresponder a tus sentimientos y no me será difícil, porque, si no me equivoco, estoy hecha a semejanza de los proyectos de tu corazón. No puedo explicarme de otro modo por qué te amo, ni tampoco por qué me amas tú.

Algunas personas que pasaban cerca del chalet se detuvieron por oír aquel retórico y altisonante diálogo de amor recién iniciado.

-¿Sabes por qué te amo, Mab? Porque tienes casi la misma estatura que yo, porque pesas sesenta y cinco kilos, porque te gustan los mismos deportes, dulces y labores que a mí. Porque el conjuro de tu voz me hará feliz y poderoso. Porque el amor de tu corazón me dará dos hijos y una hija, y después de cuarenta años o más de existencia plácida y sabrosa descansaremos en la misma sepultura hasta que Dios quiera resucitarnos para siempre en la aurora de la eternidad.

De cada ventana salió una cabeza. En los hoteles de las cercanías las gentes prestaban oídos y se acercaban.

-Te adoro, Mab, porque eres hacendosa, robusta y cristiana. Porque después del tenis no te has apoyado en el hombro de ningún jugador. Porque nunca tomas aperitivo ni cocktail con tus amigos, y tu esposo y tus hijos jamás recordarán de ti una ligereza.

-Así es y así será, Agliberto -sentenció, Mab, haciéndose bocina con las manos.

-Te amo, Mab de mi vida, porque nunca emprendiste un viaje con un amigo joven, ni provocaste a nadie con tu coquetería ni con desenvueltas audacias. Porque jamás perseguiste ni llevaste a tu alcoba a un hombre, y tu nombre resonará tan limpio en el hogar como en los alcázares de la imaginación pura.

-Así ha sido y así será -contestó desde su balcón la joven, cantando, con voz grave y armoniosa.

Cruzó una bandada de cornejas, con un graznido semejante al de las bolas de billar cuando chocan.

-¿Me querrás siempre? -preguntó Mab.

-Siempre. Huid, aves agoreras del mal. Acudid, pasad, enormes y gratas cigüeñas, fieles y honradas como mi Mab, que jamás ha de engañarme ni habrá de ser sorprendida, en flagrante delito de traición, tomando el aperitivo con un capitán de húsares o un actor de cine. Te amo, y te pido por esposa a tu voluntad y corazón.

Doña Mencía, su marido, sus hijas, sus hijos presenciaban aquella declaración frenética, delirante, retórica y vociferada, con una extrañeza no exenta de emoción. A Mab le flaqueaban las rodillas. Como los actores se abalanzan sobre el infeliz autor para sacarlo a recibir las palmas del público, aquella familia arrastró a Agliberto hasta Mab. Torcuato le abrió la puerta. La gentilísima enamorada había sufrido un vahído. Le dieron agua y vinagre. Muchos pazguatos se agolpaban frente a la verja del hotel. Cuando se repuso, Mab suspiró:

-Sí, Agliberto; todos estamos convencidos de tu amor. Yo, por mi parte, solo vivo para ti, desde hoy.

-No, Mab, desde siempre y para siempre. No quiero que hayas vivido para nada ni para nadie antes de vivir para mí.

-Eso, Agliberto, eso. Despídete. Da las gracias. Te amo. Ya lo sabes. Soy muy feliz. Escríbeme pronto. Mañana, pasado. No tardes. Quiero una carta tuya. Una carta muy larga y muy bonita. La espero. ¡No sabes lo que me gustará!...

Aún permanecieron un rato juntos.

-Ven mañana. No faltes, y por la noche me escribes esa carta. ¡Que sea muy larga y muy bonita!

Las estrellas

Y AGLIBERTO ESCRIBIÓ una carta, que copiamos:

«Hace dos días que saboreo la prueba de que soy correspondido. No puedo, no quiero escribir ni pensar que me ames. Me parece demasiado como premio -como verdad, indispensable- y su expresión resulta lastimosa, inconveniente, fatua, irreproductible para contribuir a un estado de convencimiento que no necesita de comprobantes verbales. Quisiera explicarme. Que una mujer ame a un varón puede ser algo indecoroso e infortunado, pero que corresponda al amor de un hombre es acabar, conseguir, dar remate al mayor y mejor milagro del mundo. ¡Oh, prodigio de los prodigios! ¡Corresponder a un amor!

¿Quién fue el primero que imaginó la balanza para símbolo de la justicia? ¿Por qué el símbolo se refugió en el estado más excepcional del aparato? Ten presente, Mab, que pongo aquí aparato y no instrumento. Es decir, sí. Como símbolo, instrumento, que todos los símbolos instrumentos son. Pero la balanza es algo más que símbolo: es imagen. Y si es imagen de algo es del alma humana. Cuando un platillo sube el otro baja, y viceversa. Quizá sirva para ponerlos al mismo nivel. Pero de hecho están siempre a distinta altura, disconformes, discutiendo, en riña, tirando el uno del otro, en pugna por un triunfo que nunca se consigue, pues el empeño de un platillo sobre el empeño del otro no se traduce más que en desequilibrio, nunca en supremacía. En la suave cuenca de esos platillos descansan los sentimientos, las pasiones, las ideas, los programas, la ambición; todos los azufres, las raíces, los polvos de la madre Celestina de la droguería psicológica.

No te asustes, Mab, no te asustes de mis desvaríos en esta primera epístola de novios. Es que estoy enamorado. Beso los boliches de mi cama, los forros de los cortinajes, hasta las flores de la alfombra besaría; todo lo más humilde, lo más ínfimo, lo más insignificante que esté adherido al planeta, porque el universo se me aparece todo él digno, hermoso, elocuente, a un tiempo ahijado y padrino tuyo, hasta en su último bártulo o cachivache; porque te amo, Mab, porque te amo, y siento que el platillo de tu alma, si no está al nivel del mío, a lo menos está unido por la barra de la misma balanza.

Te escribo junto al balcón abierto. La mano de la noche acaricia la ciudad que sueña en sus negocios, en sus amores, en sus gimnasias del día siguiente, sin darle importancia al halago presente e inefable. La tibieza de unos dedos pasa por delante de mi lámpara sin surcar sombras y acebrar claridades. Una temperatura de aliento secular pacifica los ruidos. Sólo lamento, en esta noche de octubre, no ver a la ausente. La ausente es la luna, mi luna de estas noches templadas en bálsamos, de otros, muy pocos, octubres de mi existencia. Una luna llena y triste, cerca de un diván de nube, escuchadora de Schubert en el sitio más evidente del salón del cielo; luna sonriente, rubia, delicada de salud, a pesar de su arrogancia, envuelta en gasas verdosas.

Solo se ven estrellas, muchas, muchas estrellas, y siento gusto al mirarlas tan sencillas, tan breves, tan cándidas, independientes de todo lo que he aprendido acerca de ellas, según lo cual son enigmáticas, remotas y gigantescas. ¡Qué difícil parece el amor de una mujer desconocida de la que nos hemos prendado, a la que no podemos abordar, expuesta a ser arrebatada por el requerimiento de otros galanes, por intereses incógnitos, por inacabables contingencias! ¡Qué simple y evidente resulta luego ese amor, cuando lo conseguimos, en la primera lágrima de emoción de esa misma mujer, en el inicial abandono honesto de la que creímos imposible, disuelta su mirada en nuestra mirada, dormida su mano en nuestra mano!

Nunca he podido hacer versos, Mab. La forma poética, con sus troqueles de sílabas y acentos, ha sido el trampolín en que ha botado algún pensamiento que hubiera podido tener pretensiones al lirismo. El verso ha sido una forma que ha estrangulado al contenido. Pero cuando he leído, aunque muy poco, algo de lo que los poetas han hecho, he tenido la sensación de que el amor que cantaban unos, o que tarareaban otros, era siempre ese amor lejano, indescifrable, gravitatorio, sistemático, estelar, de hombres muy prendados, sí, pero poco o mal correspondidos. La poesía me deja el sabor de un memorial para obtener una plaza, en los casos de desdén o dureza, o de un recurso administrativo para no perderla en los casos de veleidad, ingratitud o celos por desvío. ¡Cuán poco ha encontrado en ella de verdadero amor, de emoción pura, de lo que se siente, de lo que se sabe, de lo que acontece, de lo que pasa cuando se ama! ¡Claro que yo, como malenterado y lego, me refiero a los ejemplos de la poesía más divulgada y preceptiva! De la moderna, de la última nada puedo decir, aunque, según mis informes, en ella el tema del amor está rigurosamente prohibido.

¡Quizá el amor mismo sea muy poco! Quizá necesite mucha retórica de múltiples bambalinas, de inacabables juegos de prestidigitación, de mucho papel sellado en solicitudes y recursos de alzada, para llegar a adquirir importancia, como esos puntos luminosos que parpadean en la bóveda suprema en este momento moviendo sus cristalinas pestañas, rojas, verdes, azules, han menester de toda la balumba de los cálculos de la mecánica celeste, de las suposiciones astronómicas, de los análisis espectroscópicos; de las hipótesis acerca de cómo y por qué fue hecho el universo, para producirnos esta conmoción interna que nos ablanda en un temblor hasta el deliquio y el anonadamiento.

Embriaguez, regocijo de hoy, cielito recamado de esta noche. ¡Cuántos afanes y duros trabajos me ha costado hallaros en este instante tan evidentes y tan simples! Los seres humanos empezamos el conocimiento por lo más somero y elemental, pero no empezamos por el placer de hallarlo superficial y sencillo; porque, como simplicidad, tan absoluta es la de la ignorancia como la de la sabiduría: simple es el enigma y simple la molécula. Serían lo mismo si no fueran todo lo contrario. Y son todo lo contrario, porque en el enigma no hay más que angustia y en la reducción explicativa del universo a sus elementos hay un placer indefinible.

No me costó dificultad soñarte, presentirte, adivinarte y llegar hasta tu creación. Es cierto que te me apareciste una mañana de abril del brazo de tu madre, enlutadas, ceñida tú en un traje sastre, con sombrero y zapatos de charol. Pero aquella visión y las sucesivas en nuestros encuentros urbanos no fueron sino chispitas, puntos luminosos, pestañeos de mil colores, como esos de las estrellas que ahora, en la alta noche, hacen guiños y cucamonas al infinito y a la eternidad. Después, por las noches, dormido y en las vigilias, te otorgué una familia, una casa, una educación, un ambiente, un mobiliario, unas lámparas y unos visillos de color morado lirio; y todo ello te lo di yo en sueños, sin conocerte, para que luego tú en la realidad me devolvieras cuanto había atribuido en mis urdidas fantasías, para hacerme creer que por una excepcional penetración y sapiencia había alcanzado todas las menudencias, todos los detalles y pormenores imposibles de conocer, porque aún no te conocía a ti, ni a tus hermanos, ni nunca habían visto tu casa mis ojos.

No basta la verdad de la ciencia, no basta la realidad de lo que vemos, tocamos y concebimos: no es suficiente, Mab de mi alma; Mab de mi anhelo y de mi desvelo. Mab, hija de mis mentiras y mis trampantojos. Hubo un tiempo, aún dura, en que se creía que ese cielo pespunteado de estrellas era una labor de nunca acabar, que este sistema del sol en que nuestro planeta es uno de tantos no era a su vez más que una pelusa empujada hacia esa atlética constelación de Hércules que acaba de desaparecer en ese prado azul y plácido, haciendo flexiones de brazos y piernas; que a su vez, cada sistema era un vilano deleznable y baladí, respecto a otros sistemas, y que esta depreciación de todo lo que suponemos, por muy grande y vasto que sea, no cesaba nunca. Por muchas estrellas que imagináramos siempre podíamos añadir más y más; por grande que se estimara el envase del firmamento siempre podía envolverse en otro mayor. Era esa una tarea que hacían los insomnes en sus lechos, pues en ella la imaginación se fatiga tanto que acarrea el sopor. Aquel universo de los mundos infinitos en los espacios infinitos era bueno para dormir a chicos y a grandes. Con los juguetes de la distancia y de la velocidad de la luz, los hombres líricos se emocionaban artificialmente, llegando a suponer que las estrellas que veíamos podían haber sido destruidas hace siglos, puesto que muchos más siglos tardaba un rayito de luz en llegar a nosotros; último suspiro de esas radiantes y maravillosas moribundas.

Hoy la poesía de los astrónomos se ha cansado de sus viejos temas. Un físico de los que tocan el violín -no sabemos si el violón también- ha descubierto que la velocidad de la luz no se parece a la velocidad que conocemos los mortales. Ya no vale amontonar espacios para concebir el cosmos o para dormirse. Y es que el espacio mismo, como los proyectiles y las luces de los cohetes de las verbenas, se fatiga, se inclina, se curva, se arquea, y según ese cimbreamiento, toda esta creación sideral, que ahora considero pensando en ti, Mab mía, porque te amo con un celeste amor, no es infinita, sino simplemente ilimitada y tiene su gracia, su morbidez, sus curvas, sus hombros, sus caderas para que el delirante pensamiento humano, en vez de cansarse y dormirse, pueda acariciarla a su sabor, sonriente y dichoso.

Mañana, pasado, un día de estos, adorada reina Mab, cambiaremos el primer beso. Después muchos, muchos, a miles, a millones, a trillones. Cuando creamos que van a ser tantos como estrellas tiene el cielo; cuando nos figuremos que vamos a alcanzarlas en número, nos sorprenderá la muerte. Y quiera Dios que así sea.

Hace unos años, en los cursos peores y de dura disciplina, rendido de esfuerzo mental, en las tardes buenas, al caer la ambigüedad de los crepúsculos, solía atravesar la ciudad e irme a su periferia, por una ronda desierta o por paseos dominadores, como senderos de acantilado. Entonces, vibrando en mis veinte años, sin novia, abrumado por el cálculo y la fatiga, rendido a la civilización y al algoritmo, usurpaba a los niños su conmovedor saludo, y con las yemas de los dedos profanadas por el tacto de las cosas, la tinta y las ecuaciones, le enviaba un beso de mi boca, sonoro y enorme, a las estrellas de Occidente, recién nacidas en el atardecer, donde quizá no hubiese seres de conciencia, ni vegetación, ni atmósfera, pero donde residía -¡quién lo duda!- ese principio sentimental, batidor y heraldo de la biología, que parpadea en los cielos como el primer fundamento de la razón de ser del mundo.

Ahora que te amo tanto, Mab, las miro también con tal ingenuidad que despojadas quedan de la noción de su masa y su distancia, de las hipótesis acerca de su origen y esencia, hasta de la burda y pueril agrupación que compara las constelaciones con figuras de animales y cosas. ¡Ay, Mab, qué gran placer supone, a posteriori del conocimiento y prescindiendo de él sin olvidarlo, abstraer el cielo de su sentido astronómico, y encontrarse y considerarse allá arriba, fuera de las dimensiones y de las analogías, a espaldas de la gravitación o de la relatividad, en la sencillez de un sentimiento, en un fervor, en una delicia que ya no sabe deferir todo el alarde complejo del cosmos a su causa primera por la ciencia y la razón, sino por la humildísima flor del alma, ducha en sufrir y amar!

Con las palabras acontece lo mismo. Las usamos según su valor fiduciario, por el crédito que nos merecen los conceptos que ellas significan. Pero los conceptos tienen a su vez un valor variable, elástico en el ordinario concierto de las cosas, pues aunque las ideas sean del oro más absoluto e invariable, en las realidades concretas siempre tienen una fuerte aleación extraña. En las palabras también está amalgamado el concepto puro con imaginaciones, con representaciones ajenas a la idea, con asociaciones caprichosas e inconfesables.

Así los vocablos parecen feos o bonitos según lo que signifiquen. A veces, como en los nombres propios, su significación es indistinta, pero el cúmulo de un conjunto de personas a quienes han sido aplicados injerta en ellos un carácter común, mostrenco, colectivo. Así los nombres aplicados en sentido cómico o con prurito de ridiculizar nunca pueden parecernos bellos. No les sirven ni sus positivas e innegables ventajas onomatopéyicas o musicales. ¡Pobre onomatopeya! Si no fueras una mítica y remota forma de expresión, las cascadas o saltos de agua se llamarían escalafones; la palabra berbiquí designaría a la codorniz sencilla, y nada mejor para dar idea de un violín que esta incomparable voz: paralelepípedo.

¿No has reparado en que hay palabras que hemos usado teniéndolas por buenas o por malas, por feas o por bonitas y que prescindiendo de su significación nos place saborear, degustar, descomponer, disolver sus sílabas, sus músicas, en nuestra boca, que las articula? ¡Y cómo se deshacen esos caramelos o bombones verbales que van cambiando su sabor y sus aromas desde el acidillo del limón o del azahar al dulce puro del azúcar o a los perfumes del cacao!

Palabras hay que nos sobrecogen por su belleza y poderío, independientemente de su significado, igual que esas estrellas subyugan de emoción, dejando a un lado su realidad cósmica y vertiginosa; igual que este cariño que siento por ti, Mab, que habrá de conmoverte, sin parar mientes en los azufres, en las flores cordiales, en los polvos de la madre Celestina de los drogueros de la psicología y de los tontos de la metafísica que han creído que el amor era un medio y no un fin en sí mismo.

Y es que -¡claro es!- de la palabra de Dios ha brotado ese sarpullido de estrellas, lindas, pizpiretas, admonitoras de la eternidad, de la muerte, de la insignificancia y de la soberanía humanas. De la palabra de Dios ha brotado también el amor, que todo lo alcanza y todo lo soluciona.

Escribiendo palabras he pasado entera la noche, en delirio por ti, Mab. Cuando empecé esta carta larguísima, disparatada e indispensable, no obstante, para nuestro idilio naciente, en el oriente del cielo, sin luna romántica envuelta en chales verdiazules, apenas apuntaban Aldebarán, inyectado de roja sangre sidérica, y Betelgeuze y Bellatriz, blancas y puras, en la gran constelación de Orión, que aparece tendida, y tarda mucho en incorporarse.

Es ya muy tarde. He tenido que cerrar las vidrieras. Ya cantan muchos gallos. Han pasado en su giro magnífico de Levante a Poniente, gentiles y parsimoniosas, la joyante Sirio, los Gemelos, la dulce Proción, y ya está ahí, ante mi vista, abulada y misteriosa, la estrella del León, que precede al alba en este tiempo.

He pasado la noche buscando palabras, haciendo sartas de ellas, obstinado en que tradujeran mi pensamiento inundado de amor. A veces, antes de escribir alguna, me he detenido en sus sílabas, en sus sonidos, en su constitución, en su fisonomía, y me ha parecido que de su misma entraña salían las ideas, las estrellas, los mundos y hasta mi propio destino de hombre.

Todas son para ti, Mab. ¡Ojalá que no exista ninguna que se rebele o caiga fuera de tu reino! Te manda muchos besos, imperceptibles, invisibles, para no herir tu recato, infinitos y luminosos, sin embargo; un camino de Santiago de besos, tu Agliberto».

El cabás

-¿TE HA GUSTADO MI CARTA, Mab?

-Sí, es muy larga, muy bonita, sí..., pero no la he entendido toda. Mejor dicho, del todo sí la he entendido. Pero de algunas carillas, ni jota. Es muy difícil.

-Pues te he escrito cuando mi corazón soñaba -suspiró Agliberto con decepción.

-Sí, pero yo no estoy preparada. ¿Soñaste tú acaso con una mujer que comprendiera esos lirismos matemáticos? ¿No me deseabas para descanso y consuelo de la ciencia, nene mío? ¡Vamos a querernos mucho, sin estrellas, sin números, sin teoría de Einstein...! ¡No te pongas tan pálido! ¿Te molesta, te ofende lo que te digo? «¿Me quieres? Te quiero.» No hay más ciencia que esa.

-Mab, ¿sabes tú lo que es el amor?

-El amor es vivir juntos, muy juntos, y como Dios manda. No envidiar a nadie. Madrugar para poder hacer en un día las labores necesarias y conservar la salud. No contraer deudas. Estar en paz y gracia del Señor. Los domingos, misa, té y cine. Traer al mundo dos niños para que sean ingenieros como su padre, y una niña rubia, ese caprichito mío, que sea rubia y no morena, como su madre...

-Sí, yo también preferiría que fuera rubia -comentó Agliberto-. ¿Y qué más, Mab? ¿Qué más es el amor?

-El amor es seguir ese régimen toda la vida, hasta que nos entierren juntos y resucitemos para llevar esa misma existencia, ya definitiva y eternamente, por los siglos de los siglos.

-¿Tú crees, Mab, en la resurrección de la carne?

-Sí, creo.

-¿Y por qué?

-Porque crees tú.

-Pues no se puede creer en tal cosa, sino después de haber estudiado matemáticas y comprobar lo inútiles y lo falsas que son en su exactitud; entonces se puede creer en algo tan absurdo, tan hermoso y tan indispensable.

-¿Así para ti la resurrección es...?

-Absurda y necesaria.

-¿Y las matemáticas?

-Exactas y contingentes.

-No te entiendo, Agliberto. Yo creí que yo era tu ilusión, tu anhelo, tu ideal, y era feliz suponiendo que me harías vivir y no razonar.

-¿Vivir? ¿Quieres vivir, Mab de mi alma, mi Beatriz, mi amante y mi teología a un tiempo? Busca una maleta, un neceser, algo que sirva para llevar un par de vestidos, unas mudas, unos cepillos, unos peines, un espejo, pronto...

-¿Para qué, Agliberto? No te comprendo.

-Pronto; busca eso y vámonos a la calle.

-¿Por qué quieres que salgamos? ¿No estamos bien aquí, en mi casa? ¿No hemos quedado en que hoy hablarías a mi madre para la formalización de nuestras relaciones? ¿Con qué pretexto saldremos de aquí? ¡Qué capricho!

-Date prisa, Mab. Trae un maletín.

-Aquí no tengo ninguno. A no ser este cabás, que es el que me servía en el Sagrado Corazón para guardar mis labores y mis delantales.

-Está muy bien. Raído y todo hará muy buen papel. Puedes poner en él lo que te he dicho.

-¿No podrías explicarme, amor mío?...

-¿Está ya? Pronto, vámonos. Ese traje sastre negro está muy bien. Ponte un sombrero y vámonos.

-Sí, pero sería conveniente explicar a mi madre, a mi hermana Pastora por qué salimos, adónde vamos, por cuánto tiempo.

-No es preciso. Vámonos. ¡Sin tardar!

Sin despedirse de nadie bajaron apresuradamente las escaleras. El atardecer de octubre, tibio y esplendoroso, con su erupción de luces eléctricas, escaparates, farolas de vehículos, era un apogeo de encantos.

-¡Qué feliz voy a ser, Mab! ¡Creo que este será el mejor día de mi vida!

-Yo estoy maravillada de verte tan contento, así es que no me atrevo a preguntarte...

Él la asió frenéticamente del brazo y acercando su rostro al de ella exhaló en su oído:

-No tienes idea. ¡Lo que va a ocurrir será extraordinario!

Se apartó para detener un taxi. Invitó a Mab a subir.

-Yo no subo -dijo ella-. ¿Soñaste tú que tu futura mujer iba a ir contigo en un taxi a los ocho días de entabladas las relaciones, como una tanguista, una modistuela o una perdida? ¿Estaba en el programa de tus anhelos, del patrón ideal de tu deseo?

-Es cierto, pero las circunstancias obligan, reina mía. Vamos, yo te lo suplico. Sube.

Como le amaba, le obedeció, aunque con disgusto.

Agliberto ordenó al mecánico:

-A la estación de las Delicias.

Mab durante el trayecto pedía explicaciones.

Su novio deliraba, decía incoherencias y palabras ininteligibles. En un rapto de exaltación intentó besarla.

-Te has propuesto deshacer tu felicidad al convertirme en algo distinto de lo que ambicionaste como máxima dicha de tu existencia. En nombre del decoro de nuestro destino, de nuestro amor, respétame, Agliberto.

Cuando llegaron le preguntó:

-¿Adónde vamos?

-Mañana estaremos en Lisboa. Tengo dos mil pesetas que me ha dado mi padre.

-¿Pretendes que me fugue contigo? Eso prueba la estima que me tienes. Si cometo esa locura, la campanada será de tal naturaleza que dentro de veinte años, aun cuando ya seamos esposos, las señoras me negarán un sitio en las mesas de tresillo o bridge de los balnearios, en los comités de la Gota de Leche, en los patronatos benéficos, en los roperos, en todos los lugares en que pueda servir para realzar tu nombre y ayudarte en tu carrera.

-No argumentes, Mab, no razones, pues vas a hacerme perder el juicio. Se trata de un caso de inmediata urgencia, de primera cura, de salvamento y de extinción de incendio. He viajado veinte días por ciudades, playas, estaciones termales con la obsesión de tu imagen. He desdeñado, he malgastado la belleza del paisaje, los encantos de las urbes, el prestigio de la arquitectura, respondiendo a los halagos de tanta hermosura y solicitación con este displicente comentario: «No sois nada para mí sin mi Mab; cachivaches para turistas, escenografía para papanatas. Todo vuestro encanto está roto, desportillado y con mellas; no tenéis remiendo ni laña posible, si no es con la presencia de ella». Y esos campos, esas ciudades, esos puertos, esas basílicas, en venganza, ahora me obsesionan, me atormentan con su recuerdo, me acribillan con su cálido recuerdo de luz de verano. No me dejan dormir, ni alentar, ni querer.

-Algo callas, Agliberto, que no quieres o no puedes decirme. Te acompañaría, por aplacar el escozor de ese capricho, pero la magnitud y santidad de mi misión me lo impide. ¿No soy yo la que ha de hacer tu porvenir a ganchillo como quien confecciona un chaleco o una bufanda de punto?

-Te respeto, te adoro, guardando unas distancias remotas. Como se aman los astros, te amo. Viviremos en cuartos separados. No te besaré ni la mano. ¡Pero, por Dios, es preciso que hagamos juntos este viaje! Ten en cuenta que si lo demoramos quizá luego sea demasiado tarde.

-Agliberto, has perdido el juicio, o quieres engañarme. Somos jóvenes. Nos amamos. Vamos a jugarnos nuestra reputación. ¿Y dices que viviremos separados en dos cuartos distintos y distantes de un hotel? ¿Crees tú que eso es posible? ¿Cabe en cabeza humana? ¿Conoces un caso tal? Yo te invito a que me lo menciones. Ya veo que desvarías o quieres buscar un torpe pretexto de seductor. O no me quieres o no estás bien de la cabeza, Agliberto.

Sin saber cómo, y sin billete, se encontraron en pleno andén. Cruzaron por delante de ellos un criado con dos maletas, dos doncellas con cestas, termos y niños y una dama no muy alta de ojos espléndidos y boca finísima. Era Tori que volvía hacia su esposo, después de una temporada en Madrid. Se fijó en ellos con esa curiosidad descarada de las mujeres que han querido a un hombre y le ven con otra. La pareja, de una heterogeneidad desconcertante, despertaba sospechas en el más indiferente. Mab, con su luto y la pena de crespón del sombrero cruzándole el escote; Agliberto, con su abrigo gris ceniza y unos guantes amarillos, parecían proclamar lo escandaloso de su intento, sobre todo junto a aquel cabás de colegio de monjas, deteriorado y maltrecho, que yacía en el suelo con sus rozaduras y su perfil lastimosos. El joven ingeniero vio a su antigua novia, aunque fingió no haberla visto.

«Yo quería simplificar mi vida, resolverla. Viajar con Tori en el mismo tren es una nueva inquietud -pensó-. Eran tres; he conseguido eliminar a la sirena y a Celedonia, y ahora Tori se presenta para estorbarme mi definitiva fuga con Mab.»

El tren iba a partir. A pesar de todo insistió y quiso subir a un departamento a su novia. Pagarían doble precio de billete en marcha. Ella resistió y dijo:

-No. No me voy contigo. No quiero fugarme. Al fin y al cabo, yo soy aquella mujer que pedías en tus ocios, en tus nostalgias y en tus oraciones cuando decías: «Señor, dame una compañera hermosa y dócil, sin tara patológica, envidiable en sociedad, deliciosa en el hogar, incapaz de adulterio, dispuesta para la generación, con una dote de cincuenta mil duros por lo menos, y huérfana, a ser posible, y, sobre todo, prudente, que sepa desviarse de cualquier desatino o locura que me germine en la cabeza».

Él dijo:

-Algún día te arrepentirás de tu cordura.

Ya en marcha, Tori los vio discutir, regocijada, sin explicarse por qué perdían deliberadamente el tren. Dijo para sí: «¿Por qué no querrá pasar la noche en Talavera de la Reina esa viudita del conde Laurel?».

Cuando llegó a su casa, Agliberto encontró dos cartas y tres continentales de Celedonia. ¡Ya no podía soportar aquella situación! Diez días sin verla, sin contestar a sus cartas, sin atender a sus llamadas por teléfono. ¿Qué ocurría? El joven, abrumado, dijo:

-No esperes una letra mía. Traidora -pero besó una a una las cinco cartas recibidas.

Los nardos

AGLIBERTO DECIDIÓ no seducir a Mab, pero sí pervertirla. Ante la impotencia de su propia imaginación, frente al producto de la estúpida fantasía de su sentimiento, que en vez de fraguar disparates, construir patrañas, crear maravillas sin pies ni cabeza, había soñado la más perfecta cordura aburguesada, la más canónica prudencia, el joven sentía un furor frenético y un torturador desencanto. No había más remedio que rehacer, fundir de nuevo a Mab, «desausterizarla», enflorecerla, y después de mezclar a ella un aliento de insania, cierta dosis de perfume enloquecedor, acuñarla o ponerla en su molde otra vez. Pensó que la mejor aleación para su carne y su alma eran los nardos, flores tentadoras que conducen a la embriaguez, a la volatilización, al delirio apasionado.

Madrid tiene preparados sus nardos desde fines de agosto. Cuando vuelven de las playas, de las sierras, de las suntuosas ciudades extranjeras las gentes afortunadas, la corte les tributa un recibimiento delicadísimo y con los esbeltos hisopos de las varas hace una deliciosa aspersión de ese olor tan oriental que parece tender una alcatifa a nuestros pies. El culto del nardo se va perdiendo desde que han disminuido, para casi desaparecer, las floristas y los clubmen con chaleco de piqué blanco. Esa flor se marchita, como se aja la lozanía de las doncellas, dentro de cárceles de vidrio o barro, en las tiendas de flores, con el escalofrío de humedad de esos días de reconcomio y escalofrío en que empiezan a correr los remisguillos de octubre. Ya no luce el nardo en los femeninos petos ni en la solapa de los elegantes del otoño como compendio de aventuras de litoral y gran casino, de terraza y garden-party, como insignia de esa encomienda de la nostalgia y de la evocación de los azules amores del estío, entre cumbres de oro o espumas de plata. Pero su imperio sigue durando dos meses en búcaros y floreros; así prolonga y confirma la esplendidez de mito del verano con su aroma prometedor y nupcial. Si el ser humano, tan débil para formar concepto exacto del alma, quiere sustituir esa idea por una imagen, ninguna mejor que la de ese perfume tan hondo y tan sutil que es la forma sustancial de esos pétalos, a su vez trasunto de la carne adorada y prestigiosa. El nardo, o los nardos, pues siempre van y ejercen en pandilla, alargan el verano, demoran el equinoccio y presiden las citas prometidas entre dos casetas de una playa o un refugio montés; fructifican en mil y una noches de voluptuosidades y delirios, hasta que la viuda o la huérfana, o la sensible piadosa sencillamente, despiertan, después de tan dulce sueño, a la realidad de los crisantemos del día de Difuntos, una mañana de lluvia y de llanto.

Agliberto pensó: «Estos prodigios de la química psicológica son tan costosos como la obtención de un miligramo de sal de radio; es menester estropear muchas toneladas de mineral». Si no por toneladas, quiso adquirir los nardos por quintales. La ocasión era propicia, pues estaban en liquidación, y aunque aún lozanos en su mayoría, enloquecidos, suicidas de fragancia, tenían ya en su caries vegetal esas hebras o rayas del marfil de la muerte. Pensó gastar en nardos las dos mil pesetas destinadas a un viaje de olvido, primero; de novios, después. Visitó todas las tiendas de flores, ataviadas con toda la gama fría de los azules trasnochados y los verdes grises de sus cristales, olientes a tierra húmeda, a mantillo removido del Paraíso de donde había brotado el hombre. Adquiría todas las existencias como un acaparador y las enviaba en cestos, en ramos, en brazadas, en carritos de mano a casa de Mab, de modo que allí todo eran nardos. No había vasijas bastantes para contenerlos. No quedó recipiente que no se habilitara para macerar y refrescar aquellas invasoras flores: licoreras, heladeras, cafeteras rusas, aguamaniles, salseras, pilas de agua bendita, inclusive. Había nardos en el suelo, en las rinconeras, en las repisas de las cornucopias, en las panoplias, en el techo. La casa, abrumada con aquel olor pagano, y sus habitantes se desvanecían a cada momento con aquella coacción de estío, de trópico, de oriente, junto a un mobiliario recién vestido de invierno, con recientes olores de alfombras, moquetas y colgaduras de terciopelo, anticipaciones del frío y la niebla.

En una de las tiendas de flores Agliberto tropezó con Celedonia, más rubia y blanca que nunca, con un traje sastre, de paño color arena de playa, mezcla de ocre y lila.

-¿Has entrado por verme o para comprar flores?

-No pensaba encontrarte. Vengo a llevarme todos los nardos de la tienda.

-¿No quieres verme más, Agliberto? ¿Toda la vida será como estos diez días en que no has acudido a mis citas ni has atendido mis súplicas? ¿Para quién son esas flores?

-No son para ti. ¿No te basta para satisfacer tu curiosidad?

-¿Por qué me desdeñas y me insultas? -imploró ella, haciendo pucheros y juntando las manos enguantadas con la misma gamuza rubia de sus zapatos.

-Vete con ese... ¡Con ese mastuerzo indecoroso e impresentable con quien tomas el aperitivo! ¡Engáñale a él, a mí no! ¡Vete con él, Celedonia!

Ella quedó atónita, sin comprender. Después rio de un modo explosivo y sonoro. Pero a Agliberto empezaron a temblarle las piernas, a cederle la articulación de las corvas cuando pronunció el nombre «Celedonia». Como de una pompa irisada de jabón subía el universo entero de su maravilla fónica.

-¿Acaso me has visto con Jorge? -dijo ella, satisfecha y sonriente.

-No sé quién es Jorge. ¿Es... ese? ¿Sabes quién quiero decir? ¿Es tu amante, acaso? -ella cerró los ojos un segundo. Palideció como una muerta. Pero al momento estalló en alegría su semblante. Sus órbitas se abrieron tanto como su sonrisa. Agliberto, demudado, contraídas las facciones, estaba a punto de abalanzarse sobre ella. Asió la primera planta que halló a mano y la volteó como una granada de mano. El tiestecillo cayó y se hizo añicos. Hubiera querido deshacerle el pellón de tierra en la cara, pero arrojó la planta al suelo, y salió de la tienda después de encargar los nardos.

-¿Qué motivos tienes para decirme...? -quiso gritarle ella. Ni uno ni otro podían explicarse la violencia y la ferocidad de su corto diálogo.

-Este señor ha debido pagarme esta planta que ha estropeado -comentó, renegando, el florista.

-No, esta planta me la llevo y la pago yo -dijo Celedonia, recogiéndola del suelo.

-Le daré a usted un tiestecito nuevo.

-No, prefiero este mismo. Yo lo arreglaré en casa.

Pagó y salió con la planta suavemente abrazada, cual si fuera un niño. Con la otra mano se enjugaba los ojos y se tapaba el regocijo y el rubor.

-¡Si fuera verdad que empieza ya a quererme! -murmuró por lo bajo.

Agliberto cosechó todos los nardos que había en Madrid. Pero apenas llegó a gastar cuarenta duros. Llegó a embalsamar a Mab, a su familia y a su casa. Su futura suegra aceptó contrariada y ofendida aquel obsequio exagerado, impío para su luto, y desde luego insensato.

-¡Este chico me parece un botarate! ¡Pobre hija mía! ¡Qué suerte le espera con este hombre!

Doña Mencía comentó:

-Muchas, demasiadas flores te regala al principio. Todas las que sobran hoy has de echarlas de menos el día de mañana.

Pero las flores por algo son flores. Su olor empezó a evolucionar, a dar pasos reverenciosos y danzarines, a piruetear con el donaire de los minués de Beethoven, y, al fin, se apoderó de Mab. Cuando Agliberto, al fin, en uno de esos cuchicheos amorosos de las despedidas en la antesala, sin criados, se atrevió a besarla en los labios por vez primera, todo el aroma de un estío desairado y reprimido cantó en la atmósfera limpia y exenta del otoño y en los glaciares de su ser con un grito llameante. Además, los labios de ella sabían a una exquisita ensaladilla rusa de perfumes-sabores, entre especias y pepinillos en vinagre; algo entre el clavel, la canela, la trufa y la alcaparra. «Así le pedí yo a Dios que supieran los besos de la mujer que quisiera.» Husmeábalos con regodeo, pero no llegó a relamerse, por respeto religioso. En esto sonó el timbre. Antes de que ningún criado se acercara, Mab abrió la puerta.

Entonces apareció un hombre de porte gentil y aventajada estatura. Bajo una gorra de terciopelo negro y plumas azules, el rostro apenas se descubría, amparado en el embozo de su capa blanca y roja, que, sofaldada por el espadín, ponía de manifiesto las calzas amarillas, los gregüescos y el jubón acuchillados. Se descubrió el personaje. El bigote y la barba eran casi obscuros, con rarísimas canas. Agliberto le encontró muy rejuvenecido desde la noche del Stadium.

-¡Es don Juan! -exclamó Mab, maravillada y suspensa, con un embeleso que nunca se le hubiera supuesto.

-¿Cómo ha salido usted así a la calle? -preguntó el joven ingeniero.

El recién llegado frunció la frente y cerró los ojos, a la par que se encogía de hombros con un gesto de fatiga resignada.

-¡Qué día me espera mañana! Es menester vestirse de antemano.

Mab y Agliberto recordaron que era el último día de octubre, víspera de Todos los Santos, y dijeron, haciéndose cargo:

-¡Claro, los teatros! ¡Pasar por todos los escenarios! ¡No es menuda tarea!

El héroe, con un gesto de sexagenario heroico, se descolgó la espada y la dejó en el perchero, se descalzó los guantes y explicó:

-¡No tenéis idea! ¡Si no fuera más que lo de pasar por los tablados! Pero, además, hay que ir a los cementerios y representar las escenas correspondientes, visitar los panteones de los comendadores, que no son pocos, y después decir, declamar unos versos que todo el mundo sabe mejor que yo, y que me son insoportables. ¡Más me valiera haber tenido una juventud juiciosa y aprovechada!

-No se queje usted, don Juan. ¡Para usted ha sido la vida! -exclamó Mab, radiante, pendiente, con la sonrisa y el ademán, del recién llegado. Más hermosa que nunca, incendiadas las mejillas de rubor y satisfacción inmediata, el burlador se dio cuenta de que tal resplandor era el de la recién abrazada, y, poniéndole sus blancas y ensortijadas manos en los hombros, le dijo:

-¡Qué guapa estás, hija mía! ¡Como para besarte!

Ella vaciló un instante como si fuera a caer en brazos de don Juan. Al punto se rehízo, y bajó los ojos. Agliberto sabía que aquel héroe desacreditado y algo caduco, como el Brandt de Ibsen, como todos los desesperados, prefería conquistar a las ya enamoradas de otro. «Digan lo que digan, no hay medio de luchar con él», pensó. Era fatal que le arrebatara a Mab, y sobre todo a la Mab con aleación de nardos. Con aquel presentimiento, frenético de ira, de celos, de impotencia, tomó el sombrero, saludó y se fue.

Apenas durmió aquella noche. Sí, era inevitable: don Juan iba a quitarle la novia.

Don Juan

UN AMPLIO Y ALTO salón como el de los Embajadores en la Alhambra. Una labor complicadísima, una flora entrelazada de letras polícromas, trenzas salomónicas de palabras que no pueden pronunciarse, en alicatados de añil, sangre y oro. En un ángulo, un diván de terciopelo carmesí; en el opuesto, otro diván de seda negra. Junto a este y a Mab -sentada con toda indolencia, toda blanca de piqué y lino, cruzadas las piernas, una zapatilla de tenis sobre otra-, don Juan, de rodillas, sin temor a estropear sus ropas acuchilladas, recitaba unas décimas deplorables. En el extremo opuesto, Celedonia conversaba con Jorge. Nata y miel, albirrubia, vestía un traje de baile, verde azulado, muy propio para un asalto de casino de provincia o para una ondina de zarzuela mitológica en el cuadro que remeda el fondo de los mares. Él, con señales de impaciencia, estrechaba las blancas manos de la niña entre las suyas. Llevaba una máquina fotográfica a la bandolera.

Mientras tanto, Agliberto, inmóvil ante un formidable ventanal, daba vueltas al manubrio de un instrumento entre aristón o zampoña gallega. Una melodía insulsa y gangosa se exhalaba de aquel monótono ejercicio. Por el ventanal no se veía nada más que una claridad dulzarrona y esmerilada. Un rumor de agua se mezclaba con la música. Dejó de hacer girar el manubrio por oír lo que decían entre sí las parejas, indiferentes a lo que no fuera su idilio.

Mab declaraba sin rubor y sin oscilación en la voz:

-Don Juan, nada tengo que implorar de su hidalga compasión, que, por otra parte, es muy escasa. Te adoro, sí, te adoro. Sin que me arranques el corazón, creo que me amas. No necesito juramento. Lo has probado cumplidamente con otras antes de ahora. No te pido plazo. No exijo de ti un cariño ni un cortejo eterno como el de las estrellas que devanan sus órbitas unas alrededor de las otras. Nada de cuentos de nunca acabar. «En cualquier ocasión.» Ese es tu lema, don Juan, y ese es el nuestro. Por eso las mujeres hemos estado siempre tan de acuerdo contigo. «Y si no hay ocasión, paciencia... » En eso has sido tú más diligente que nosotras. Has provocado, atropelladamente a veces, las ocasiones. Pero mientras haya ocasión yo seré tuya, soltera, casada o viuda. Me libertarás de cuando en cuando de mi destino, fatalmente fabricado. Yo soy esa prenda hecha de encargo, según las medidas y observaciones de ciertas necesidades ambientes recogidas y cultivadas en el alma de ciertos hombres. Y soy la mejor acabada de las prendas a medida. Dicho de otro modo, soy una mujer honrada. Una aventura contigo no me perjudicará. Siempre ha de estar en ese limbo incierto de la murmuración y del «¿Qué dirán?». Te amo, don Juan, porque te pareces a ti mismo. No representas ni una colectividad ni el espíritu de una época. No tienes prejuicios mostrencos, ni eres oficial de un regimiento, ni alumno de una escuela especial, no tienes los gustos y las preocupaciones colectivas de odiosa juventud. Joven viene a ser lo mismo que gregario. Tú que no tienes carrera, ni ideas políticas, económicas y religiosas; tú, don Juan, supremo ser individualizado, serás siempre el preferido de las mujeres. Estamos cansadas de las almas manufacturadas en serie. Claro que yo te preferiría más joven y fresco, sin canas, ni coronas de oro en la boca. Cualquier muchacho individualizado del todo te desbancaría, pero están en Babia o van a su negocio. Mira, deja esa raqueta ahí, en esa mesita mora, y dame un beso. El amor es una tarea específica, particularísima, y que necesita como cómplice a un hombre original. Tienen mucha gracia tu birrete, tu espada, tus gregüescos, tu escarcela. Anacrónico, reacio a las modas, anticolectivista, individuo puro, eres el emperador de los corazones. Dame un beso, don Juan, pero ten cuidado con mi raqueta que es una de las mejores marcas.

Agliberto no podía ni quería oír más. Volvió a dar a la manivela, pero la conversación de Celedonia y Jorge, salpicada de arrumacos, le intrigaba. Ella, con una estilográfica en la mano, preguntaba:

-Ya se acabaron todas las tarjetas postales. No se nos olvida nadie, ¿verdad? Aquí está la de Adolfina, la de tu madre, la de mis primos, la de tu jefe... ¿Se darán cuenta de lo felices que somos? ¡Cuántos besos nos dieron en la estación, y cómo lloraban al salir el tren! ¡Ah, se me olvidó poner una para un amigo mío!... Pero la cosa es que... ¡Mejor será escribirle otro día!

-¿Eres feliz, divinamente feliz, Celedonia, en esta luna de miel nuestra? -inquirió Jorge.

-Claro. Pues ahí es nada. ¡Viajar con el hombre a quien se quiere! Recorrer el mundo en su compañía. No me había acontecido jamás, como has de suponer, ni tenía la menor idea de lo que podía ser tanta felicidad.

Agliberto soltó el instrumento de música; sentía una angustia mortal. El padre de Mab, vestido de comendador de Calatrava, todo blanco como estatua de nieve, con la cruz roja en el pecho, irrumpió en el salón en unión de otros personajes. Don Juan desenvainó la espada y todos se pusieron en guardia.

Mientras tanto, Jorge preparaba su máquina, dispuesto a obtener una instantánea del combate.

-Pronto, Celedonia. ¡El magnesio, el magnesio!

-Pero si es de día, Jorge -observó ella.

-No he podido casarme con una tonta mayor. ¡No ves que es de noche!

Un fogonazo. Un estampido. Aquella palabra «noche» se mezcló en un instante con otra palabra, que es la que se repetía en las trenzas de arabescos de las paredes del salón con una insistencia obsesionante. Hubo un momento, en la conciencia de Agliberto, en que sólo vio brillar alternativamente estos vocablos: «noche», «Celedonia», «noche», «Celedonia». Y al fin, despertó.

De una iglesia cercana llegaban a la alcoba los reposados ecos de las campanas que doblaban a muerto en el amanecer del primero de noviembre. Un sudor escalofriante le humedecía las sienes. Se levantó del lecho. Rebaños de pesadillas cruzarían por el campo de su conciencia, inevitablemente, si intentaba aprovechar el sueño de la mañana. Salir a la calle, como los enfermos, los neuróticos o los desesperados, sería mejor.

Tropezó con todos los traperos, lecheras, panaderos y gente apresurada de las primeras horas. La llovizna lloriqueaba desde el cielo blanquizco con un vago tinte color flor de malva. Le ladraron los perros madrugadores y le regaron desconsideradamente los mangueros, imprescindibles en los días húmedos y embarrizados. Sin saber cómo se encontró ante el domicilio de don Juan. Subió. El ama de llaves, que le conocía, le notificó que su señor no había pasado la noche en casa. Insistió, pues no estaba más que a medias persuadido. La buena mujer le hizo pasar hasta la alcoba. En efecto, allí no estaba el héroe, ni había dejado vestigios recientes.

-Esperaré -dijo con una energía brusca y obstinada. Estaba decidido a aguardar y a algo más.

«Miente el bicho humano cuando dice que no quisiera ser otro de aquel que es. Cuando se está celoso de otro; cuando se sospecha que ese algo que constituye el quien se es es insuficiente para la dilección absoluta, no la "predilección" de una mujer; cuando hay otro, alguien que nos desbanca y es preferido por algo, arcano, misterioso, avasallador, se quisiera ser ese alguien, por el mero hecho de conocer ese algo. El hombre no quiere ceder su personalidad jamás. Le repugna ponerse un traje espiritual que no sea el suyo, pero cuando se cree preterido y menoscabado, quisiera saber por qué, y cuál es la ventaja que tengan los demás sobre él. Por eso quiere ser otro, para atisbar lo que tiene dentro el rival, que le hace superior a sí propio, máximo absurdo que no puede tolerarse.»

Nunca el ardor policíaco, ni la pasión de conocer se habrán manifestado en él con tal violencia. Con la taquicardia martilleante y atropellada del insomnio sorteado con los malos sueños; con los labios tumefactos de la fiebre de aquella noche, Agliberto intentaba penetrar en el enigma de don Juan. No en el de su ficha antropométrica o psíquica, sino en por qué le adoran tanto las mujeres. Era preciso espiarle, sorprenderle, cerciorarse de sus seducciones respecto a Mab, ya que era imposible entrar de rondón en su alma como en un aposento escalofriante y vertiginoso.

En el despacho de muebles tallados en nogal y estanterías de libros con lomos rojizos, había una armadura de tiempos de las guerras de Italia. Se erguía con una anquilosada torpeza mecánica de máscara férrea, mitad inquietante, mitad risible. Recordó Agliberto aquel poema de Víctor Hugo en que el viejo caballero Eviradno se disimula en una armería, bajo el articulado blindaje de una vestidura bélica, y de ese modo espía el crimen de dos reyes que embriagan e intentan asesinar a una inocente princesa. Levantó el pesado morrión. Las telarañas y el polvo cubrían una tosca armazón de madera sobre la cual descansaba el arcaico sistema de hierro viejo. No era tentador embutirse en semejante molde, sustituyendo al esqueleto de palo, cucaña de ratones y carcoma, sustentáculo de aquella gloriosa chatarra, mal bruñida por fuera, herrumbrosa por dentro. Pensó ocultarse en los jarrones, en los cestos de los papeles, tras los biombos, fuera donde fuera; pero aquellos posibles escondrijos eran pequeños o estaban a descubierto. Su objeto era penetrar en la intimidad de don Juan. Una de las condiciones indispensable era colocarse cerca del teléfono. Así sorprendería las ternezas, las dulzuras que dijera desde su recóndito domicilio el invencible burlador.

El ama de llaves, de cuando en cuando, entre escamada y zalamera, se acercaba al despacho y le distraía de sus mal calculados propósitos.

-Quizá no venga hasta la hora de almorzar. Precisamente hoy es un día muy malo para encontrarle aquí. Tiene que sortear la jornada entre todos los cementerios y todos los teatros. Rezar ante la tumba de tantos amigos...

-¿Y enemigos? -interrumpió Agliberto.

-No lo crea usted. Enemistades no ha padecido hasta hace muy poco tiempo. Antes nadie tenía a menos tomar una copa de falerno o champagne, ni jugar la partida en el club, en su compañía. Ahora es cuando todos se ensañan con él. Ahora, porque es viejo, sabe usted. Le echan en cara su soltería, el que no haya tenido hijos. Hasta dicen que no le gustaron jamás las mujeres. ¡Válgame Dios! Si de él dicen eso, ¿qué no dirán de los demás hombres?

-¿Vuelve muy cansado en estos días de Todos los Santos?

-Mucho. Ya no es el de otro tiempo. Como los camposantos están tan húmedos en esta época, después se queja de dolores artríticos y tiene que tomar salicilato. Se le cansa la garganta a fuerza de declamar. Ya tengo preparados unos comprimidos de acónito que le recomienda el médico para esta época. Luego, los asaltos de espada y el tener que aupar y sacar en brazos a todas las actrices, algunas muy metidas en carnes y fondonas, le fatiga mucho. En fin, que cae rendido.

-¿Usted está al tanto de todos sus secretos? -preguntó ansioso Agliberto.

-Hace años, sí. Ahora maldigo de todas, pues van a acabar con su cuerpo y su alma. Claro que ya no es tanto el trajín. En épocas pasadas conocía todos sus devaneos al dedillo. Ahora me importan tanto como a él. Es decir, nada.

-¿Sabe usted si tiene algo que ver con una señorita que se llama Mab?

-¿Mab? ¿Es peliculera?

-No.

-¿Tanguista? ¿Tampoco? Me parece que no. Yo suelo recibir todos los recados por teléfono, y no me suena ese nombre.

-¿Dónde guarda don Juan las cartas de sus amantes?

-¡Ha quemado tantas! Las que conserva, y lee, de cuando en cuando, están allí, en aquel armario, y las preferidas en este bargueño.

Cuando la buena mujer volvió a dejarle solo Agliberto saltó junto a aquellos muebles y los descerrajó sin escrúpulos ni temor. Salieron las misivas incendiadas, dilectas y clásicas: los billetes de Tisbea escritos por un memorialista de puerto; la correspondencia de doña Elvira en que se habla de boda en cada carilla; las líricas expansiones de doña Inés, en papelitos arrugados que se arrojan a una calleja hechos una pelotilla para que puedan pasar por las cuadrículas de una celosía; las citas de Catalina de Rusia, vehementes y canallas al pie del polícromo membrete imperial. No vio la letra de Mab. Se sentó, desalentado, en un rincón. Después de mediodía, sonó un timbre con la personal insistencia de la llamada del amo.

-¿Cómo estás? ¿Y por casa? -preguntó don Juan, quitándose la roja capa, forrada de raso blanco-. ¿Qué cuentas, chico? Enhorabuena. Tienes una novia muy guapa. ¿Cómo tú por aquí?

-Vengo a hablar con usted.

-¿A matarme?

-No. Se trata de un diálogo. No de una explicación; más bien de una interviú.

-No, ¡por Dios!, Agliberto, no seas cruel. ¿Te has dedicado al periodismo? ¿Dónde está el fotógrafo?

-No me he expresado bien. He pasado la noche sin dormir... Desearía un consejo, y hasta unas confidencias de usted. Para mi tranquilidad.

-Mandaré traer una botella de manzanilla. Pregunta cuanto quieras. Además, quédate a almorzar conmigo.

Agliberto vaciló, como si no supiera por dónde empezar. Al fin interrogó:

-¿Es cierto eso de que a usted no le gustan las mujeres, y que es usted afeminado y sodomita reprimido?

-Entre otras injurias e inexactitudes, se ha dicho en los últimos tiempos que yo era femenino y homosexual -respondió, imperturbable y sonriente, don Juan-. Es un error, simplemente. La equivocación es tan garrafal que apenas puede recogerse, ni como insulto. Si hubiera sido femenino en algo, no hubiera gustado tanto a las mujeres. Ni mi voz, ni mis manos, ni mis ademanes, ni mi mirada, ni mi rostro adornado antaño con mi clásica barba negra, de la que tuve que prescindir cuando encaneció (esta es postiza), podían ser signos femeninos. Tuve compañeros para ejercitarme en la sala de armas, aunque era innecesario, pues mi destreza era natural, para vaciar botellas y jugar a los naipes. Amigos, nunca tuve. El hombre fue siempre mi semejante, entienda bien, mi semejante, no mi igual; y menos aún mi prójimo, mi más cercano, mi próximo. Jamás sentí fraternidad ni vocación profética o redentorista. Yo fui como el primer hombre, que salió con caracteres superiores y nuevos tras toda una generación de pitecántropos en las delicias climatológicas del cuaternario. Esta es una metáfora; no es una profesión de fe evolucionista. Nunca me han torturado las utopías, ni la preocupación filantrópica o socialista. Todo eso está muy cerca de mi repugnancia porque está muy lejos de mi naturaleza. Yo era superior porque reunía mayor número de aptitudes, de destrezas que los demás humanos. Era un producto feliz. Mis facultades habían alcanzado un desarrollo increíble. Poseía muchos talentos, muchas habilidades; alguien ha creído que era un genio. Yo he despreciado la elaboración artística y el culto a la ciencia con miras a la posteridad; me han hecho reír la cultura, la civilización, el progreso; todo lo que se hace en honor y servicio de los pueblos, las razas y la historia. Como ser de excepción consideraba todo lo humano ajeno a mí. Mis ventajas eran apreciadas por los únicos seres llamados a estimarlas: las mujeres. Nunca estuve con la Humanidad abstracta ni con los hombres. Siempre estuve entre la creación y ellas. Quizá por eso nunca fui dichoso. Ser femenino o ser homosexual creo que es ser algo que intente a lo menos un complemento de la naturaleza masculina; es como ser utopista, redentor o filántropo. Si las mujeres supusieron poco para mí, una cantidad más o menos pequeña, a veces despreciable, los hombres, los varones suponían el cero más absoluto, una cantidad nula.

-Debe usted consolarse de esas amenas imputaciones, pues otros han dicho que usted, por carecer de fisiología y de psicología, estaba a cubierto de los comentarios de los glosadores, de los juristas y de los médicos de cien duros la consulta.

-Protesto de esa teoría. Todos me quieren empequeñecer, adelgazar, extenuar y laminar. Si no tuviera fisiología ni psicología, ¿podría ser algo? ¿Podría ostentar la realidad de una sombra, de un signo, de un símbolo? Cierto que fisiología no he tenido mientras tuve salud, a Dios gracias. Fisiología es la primera fase de la patología y solo en función de esta puede torturar el sosiego humano. Ahora voy teniendo fisiología, porque voy envejeciendo. Ahora siento que tengo nervios, riñones, estómago, pues todo eso no se siente sino cuando nos sentimos mal. La euforia, por el contrario, es indiferencia corporal, sentimiento puro, psique en vibración. A veces también reflexiono y caigo en la psicología. Por efecto de los años dejo ya a menudo de ser don Juan, y los ensayistas y los médicos confunden estos fracasos de hoy con el esplendor vital de mis mejores días.

-Usted perdone. He estado impertinente y desorientado en mi primera pregunta. No me extraña que la respuesta haya sido tan incoherente, tan desordenada y mefistofélica. Por un lado usted afirma que toda su actividad erótica y combatiente se producía espontánea e irreflexivamente. Pero, por otra parte, usted reconoce haber reflexionado sobre el estado de su cuerpo y de su alma...

-Sí, soy una normalidad superlativa. Un niño prodigio. Mejor dicho, lo fui. Lo que más me contraría es que en los análisis que se hacen de mi personalidad me tratan como si toda la vida hubiera estado como ahora, dispuesto a las alarmas y los remordimientos. Yo soy, es decir, era el eterno campeón de la vida, el que daba a cualquiera quince y raya...

-¿Quince y raya? -consideró boquiabierto el joven-. ¿Esa es la expresión con que usted condensa el amor que han sentido por usted siempre las mujeres? El enigma de don Juan no es que sea un cogollo de destreza y superioridades, jamás virtudes; lo inexplicable es por qué le han querido tanto y tan irresistiblemente las mujeres, los millares de mujeres que ha encontrado en su camino.

-Ambas cosas están muy relacionadas. No sé a ciencia cierta cuál es causa de la otra. Escúchame. Así como Minerva nació y brotó armada en la cabeza de Zeus, yo he nacido en la mente de un fraile. Aquel temible y sagaz teólogo escuchó en las confesiones tanto enardecido pecado; tantos vehementes deseos de labios femeninos; tanto anhelo entre lágrimas de penitencias; tanto retrato de seductor, hecho a cincel de suspiro, que su alma se llenó de preferencias y de arrebatos de mujer. Aquel fraile, poeta y teólogo, que enjugó tanto párpado con su indulgencia, conoció las flaquezas del amor ajeno, humano y femenino. A él le dijeron ellas lo que jamás confiesan a nadie, ni a sí mismas, si no es a Dios. Aquel hombre poseía una vía de conocimiento mucho más profunda e infalible que cualquier psicólogo, ensayista o médico. Todas las preferencias, los gustos, los caprichos de las penitentes fueron plasmándose, informándose en un tipo, en una encarnación personal, que un día brotó en la cabeza del fraile cuando este se hallaba con la pluma en la mano. Sin violar el secreto de confesión, dejó escapar de su alma un ser que vino a la vida con todas las fuerzas de tan impenetrable secreto. Así nací yo. Ya puedes explicarte, Agliberto, por qué soy un manojo de excelencias, un campeón, un insuperable. Estoy hecho a la medida del amor soñado y suspirado por el alma de la mujer.

-¿Y cree usted posible que haya seres que salgan así armados, como Minerva, de la cabeza de ciertas gentes, para seducir a otros? -preguntó Agliberto.

-Aquí me tienes a mí -replicó don Juan.

-¿Y de la cabeza de usted no ha brotado nada?

Don Juan volvió a sonreír, sin ofenderse.

-Los poetas han dicho de mí que en mis innumerables conquistas buscaba un tipo ideal, un modelo de mujer que jamás encontraba, y que esta perpetua decepción era el aguijón, el estro, no el acicate, como dicen ahora, que me impulsaba a llevar una existencia tan arriesgada, tan agotadora y costosa, en persecución de ese imposible prototipo. Pero no creas ese ingenioso artificio. Todo era cuestión de salud y buen humor por mi parte y de billetes con las dueñas o de llamadas por teléfono, por parte de ellas.

Agliberto sorbió la quinta caña de manzanilla y se dispuso a pasar al comedor para almorzar con don Juan.

-Así, usted no ha creado nada, señor Burlador. ¿Ni ha tenido hijos, ni ha escrito libros, ni ha inventado un tipo de amada como el Dante?

-De mis hijos no sé nada. Ni yo ni nadie -respondió don Juan, quitándose la barba postiza y desdoblando la servilleta-. Las brujas y las comadronas desaprensivas habrán dado cuenta de ellos. La vanidad literaria nunca me atacó, y para amar, con la realidad me ha bastado. Es tan hermosa como el sueño más azulirrosado. ¿Qué digo? Superior, muy superior. La realidad era tan rica, tan tupida, tan apremiante que no me dejaba tiempo para soñar.

-¿Amaría usted a otro ser semejante, es decir a una mujer producto del afán y de la ilusión de uno o varios hombres?

-No. Sería mi primer fracaso. Habría de ser perfecta, o habría de ser muy poca cosa; y como tal, en un caso u otro, me daría las primeras calabazas de mi gloriosa existencia.

Pero Agliberto no quedó satisfecho con semejante declaración. La mosca del temor celoso le rondaba la oreja. Espiaba al anfitrión. Hubiera querido registrarle los bolsillos, la escarcela; penetrar en los pliegues de seda que emergían del jubón acuchillado. Cuando el ama de llaves le anunció dos llamadas por teléfono, salió al pasillo, a hurtadillas, sobre la punta de los pies, para escuchar el diálogo del burlador con las desconocidas amadas. Pero al llamarlas por su nombre, se cercioró de que ninguna de las dos era Mab.

Sin embargo, el corazón no miente. Es un infalible batidor de sus propias desdichas. Dos días después Agliberto contenía el aliento, para no producir el más leve rumor, sometido a una terrible tortura, casi de laminación, bajo una bóveda de arpillera acribillada de muelles procaces y afilados.

A través del cairel de pasamanería, sentía las finas medias de Mab, no lejos de la gamuza de las botas de don Juan. Este había declamado infatigablemente sus octosílabos de la escena del sofá, sin que la paloma se rindiera a su retórica. Agliberto, enloquecido por la sospecha, los celos y el prestigio del seductor había rondado la casa toda la mañana; logró entrar en la cocina por la puerta de servicio; se escondió detrás de las estatuas, las colgaduras, los biombos. Poseía ese sexto sentido de los hombres tímidos, desconcertados, burlones de sí mismo, que husmean el rastro y el efluvio precursor de sus propios desastres. Sabía que don Juan vendría, que se sentaría en el sofá con Mab. Y claro, no sabía más. Deseaba saberlo y por eso, debajo de ese mismo sofá, esperaba, escuchando.

-Don Juan, don Juan, yo lo imploro... No vuelva usted, por Dios, a su invariable y monótono parlamento. Es inútil. Nos conocemos hace tantos años...

-Eres la blanca paloma de Cipris que recibe en sus blancas alas el iris de nácar de un amanecer eternamente renovado y joven. Y te parezco viejo, ¿verdad? -decía don Juan suspirando.

-Si todas esas imágenes botánicas, agrícolas, ornitológicas fueron mis juguetes de infancia. He jugado con ellas como las otras niñas con sus muñecas. No olvide que soy hija de su gran amigo Fausto...

-¿Crees acaso, alma mía, que profano su memoria en estos momentos?

-No, no quería decir eso. Estoy familiarizada con esas metáforas. Mis niñeras y yo las encontrábamos sobre las alfombras de casa. Indudablemente, ustedes, amigos íntimos, las adquirieron en el mismo bazar.

Don Juan empezó a suspirar más fuerte:

-Nunca escuché semejantes sarcasmos. Cierto que llevo una muy mala época. Todos me calumnian y me insultan; pero hasta ahora las mujeres me habían indemnizado. No cabe duda, es la decrepitud, que inicia el desastre. Sin duda, tu padre te revelaría mis achaques, mis dolores, mis neuralgias, mi reuma y la necesidad de tomar salicilato...

-No. Hace treinta años no hubiera usted tenido más éxito que hoy. Aquel esplendor de una vitalidad superior, sacrificando perpetuamente la inteligencia, el talento, el genio en derramarse, en abrasarse, en consumirse, no hubiera conseguido conquistarme. Ese titánico y conmovedor espectáculo no me hubiera ablandado más que hoy.

-¿Y quién eres tú, monstruo con faldas, que puedes resistir la seducción de don Juan?

-Soy el más infortunado y el más feliz de los seres. Mi destino depende de una persona. ¿Dónde se vio una mujer que no se considerara prometida sino de un solo hombre? Estoy hecha para él, a la medida, más que de su conducta y merecimientos, de sus ensueños y delirios...

-Eso buscaba yo, según algunos: ¡la mujer de mis sueños! ¿Quién sabe? Pero ¡quizás seas tú, Mab, mi ideal y no el de Agliberto! ¿Por qué razón vas a estar hecha según el patrón de la imaginación de ese pobre pipiolo, recién salido del cascarón, y no según mi módulo de anhelar y de vivir?

-Usted nunca pidió en sus soliloquios a Dios la mujer que soñara. Además, usted no soñó nunca. La vida fue tan rica para don Juan que superó todo lo que hubiera podido imaginar. Y no le dio tiempo para ello.

-Es cierto. ¡Aquel ajetreo!... Tantos compromisos y citas simultáneas. ¡He perdido mi talento y mis dotes de músico y poeta en serenatas y composiciones de circunstancia!

-Agliberto, por el contrario, no ha vivido. Es de una torpeza, de una timidez y al propio tiempo de una soberbia desgalichada, encantadora. No tiene nada de don Juan. Su falta de experiencia se ha resuelto en pensar, en aquilatar las condiciones de mujer que más apetecía, los rasgos que más podían seducirle y enamorarle. No se ha gastado en aquel espléndido frenesí vital que en usted tanto nos ha deslumbrado a todas. Yo soy para él la Única: la esposa y la hija de su espíritu al propio tiempo. Algo así como la Morella de Poe.

-Pero quien te ama a ti soy yo. Sólo yo, el Impetuoso, el Invencible. Mataré a ese imbécil, a ese sietemesino y te raptaré en un corcel de oro y plata a través de las tormentas y las maldiciones del cielo...

Mab le interrumpió:

-No, ¡por Dios! Sería inútil. Soy una mujer hecha a la medida, encargada por la imaginación de un hombre a la divina manufactura.

-Así debieron de ser todas las que tuve en mis brazos. Por eso las estimé tan inadecuadas a mi destino y tan poco merecedoras de mi apego. Ahora comprendo, ahora -dijo el burlador, inclinada la cabeza y mesándose los cabellos.

-Yo creo que no, que soy la única en tales condiciones.

-¿Y no te tienta la aventura de correr otro destino que el que te está predeterminado? ¿No te seduce la vida, es decir, el riesgo puro? ¿Peligrar, perderte? ¿No te halaga? Piensa que el mundo ha resucitado desde que a mediados del pasado siglo ando por los bailes y las fiestas. ¿No crees tú que este hecho de recibirme bien en todos los cerebros, en todos los escenarios, en todas las conversaciones no supone una definitiva resurrección del instinto humano, un segundo Renacimiento en los siglos XIX y XX?

-No hable usted de instintos, don Juan. Nadie sabe lo que sean. No busque palabras mediocres para su superlativa actuación en la vida. Me va usted a resultar tan pobre diablo como el demonio de Lutero o el Mefistófeles que andaba por casa...

El burlador tuvo un último rapto de desesperado amor e intentó ceñir la cintura de la criatura. Hubiera querido desnudarla frente a una ventana abierta a un jardín y contemplarla tecleando en un clave, como esos seductores indolentes de los cuadros del Tiziano que no son otra cosa más que retratos de don Juan.

-¡Qué dolor, Mab de mi vida! He llegado tarde, muy tarde. Ni mi reuma, ni mis canas me han hecho tanto daño como el análisis positivista de mis actos. ¡Demasiada interpretación psicopatológica, demasiadas fichas antropométricas y psicológicas, hojas clínicas!... Miserables exégetas, ¿qué saben ellos de mis embriagueces de amor, / del sentimiento que ponía yo en cualquiera de mis serenatas? ¡El espacio, el espacio de los geómetras y de los filósofos podrá contener todas las estrellas, pero no puede encerrar la emoción de una de mis citas!...

Agliberto, agobiado, tirantes todas las fibras, se ahogaba debajo del mueble. Mab, ignorante de tenerle tan cerca, no dejaba de evocarle en silencio y su imagen la distraía de los parlamentos del seductor, que acabó capitulando con esta confusión:

-¡Quién había de decírmelo! ¡La primera escena del sofá que me ha vedado la vida!

-Yo también lo siento mucho. Confieso que me hubiera gustado caer en sus brazos. Eso hubiera probado que era una mujer como las otras. Una mujer de verdad... Pero... Compadézcame. Soy una desdichada, una ilusión viviente, un sueño: lo único fijo, preciso, inalterable que puede hallarse en el mundo...

Agliberto sacó la cabeza, como un galápago bajo su caparazón, y sonrió a los actores de la escena. Don Juan, rojo de despecho, ira y vergüenza, tiró de la espada como para descabellarlo, pero la excelsa criatura le detuvo el movimiento con un ademán.

El joven ingeniero pudo incorporarse, se estiró, se limpió el polvo y las pelusas de los codos y las rodillas. Después tomó las manos de su novia.

-¡En verdad, eres única! Sabrás perdonarme haber sospechado de ti, porque has nacido en una cuna de dubitaciones y tanteos. Como te soñé has venido a la vida, incapaz de infidelidad. ¡Eres la inédita, la sin par, la mujer soñada!

Don Juan buscaba su gorra de terciopelo, conteniendo a duras penas los suspiros.

-¡Cómo han cambiado los tiempos! -decía por lo bajo-. Cada día irá en aumento el número de análisis, ensayos y exégesis de mi persona. Análisis del cuerpo y del alma. Cada vez se acentuará más el prurito de precisar mi fisiología y mi psicología. Luego aplicarán los resultados de mi provecta y decaída actuación a los tiempos felices y heroicos de frenesí y turbulencia. La culpa es mía por no haber sabido retirarme a tiempo, profesar en un monasterio o morir.

-¡Pobrecillo, este fracaso ha debido de afectarle mucho! -comentaron los novios, haciéndose gurruminas.

Después, con propósito de indemnizarle de tal contratiempo, le propusieron:

-¿Quiere usted ser testigo de nuestra boda?

Pero Agliberto, en su fuero interno, admiraba en él al conquistador técnico, falible solo ante imposibilidades metafísicas o naturales. Hubiera canjeado la momentánea ventaja de comprobar la preferencia de Mab en favor suyo por la numerosa y empírica variedad de amores que había saboreado don Juan.

-¿Cuántas mujeres ha seducido usted en su vida? -preguntó el joven, ansioso de curiosidad.

El burlador, con el mentón sobre el pecho, terciada la espada, iba devanando en su mutismo, melancólicamente, los motivos de su desconcertante derrota. Como si despertara de un sueño:

-Esto es un mal augurio. Esto es peor que un apretón de manos del comendador.

Después de suspirar, recordó deletreándola, recreándose en ella, la segunda pregunta y vaciló en satisfacer la inquisición de Agliberto, pues nada es más triste para un hombre que hablar de éxitos amorosos delante de la mujer que acaba de rehusarlo, pero de un dedo de la mano siniestra se sacó un anillo de oro. En su interior, por una disposición semejante a las de los cuentakilómetros de los autos, se veían varias cifras esmaltadas en negro sobre fondo blanco, unidades, decenas, centenas, millares... debajo de un fino cristal. Mab y su amado se acercaron con tanta vehemencia que dieron un tropezón sus frentes.

-¡Tres mil ciento cincuenta y cuatro! -leyeron ambos.

-¡Qué espanto! ¡Ave María Purísima! -exclamó la hermosa doncella, horrorizada.

El ingeniero se disparó hacia la aritmética: «En treinta o treinta y tantos años, supone esa cifra unas cien mujeres al año. Sí, de cualquier modo, es extraordinario».

Don Juan explicaba el funcionamiento de la sortija contador.

-¿Veis esta florecita, esta rosa, que parece cincelada? Pues es el botón que mueve el resorte. Cada presión hace aumentar el número en una unidad.

-¡Vamos a ver cómo es eso! -dijo Mab, muy decidida a ponerlo en movimiento.

-¡Imposible! -atajó el seductor-. ¡Solo la mano de las mujeres que se rindieron han podido apretar la florecita!

-¡Ya, usted les hacía tocar el anillo como favorable amuleto, con objeto de garantizarles el secreto, la reserva, la indulgencia de ciertos poderes o la imposibilidad del embarazo! -comentó el joven.

-¿Y usted, en los ratos de ocio, distraída o inconscientemente, no ha gozado del pasatiempo de apretar el botoncito, no por aumentar el número de sus conquistas, que es su más preciado galardón, sino por simple recreo y mera diversión? -preguntó la dulce Mab.

-Jamás -respondió don Juan, picado y ofendido.

-Hágame el favor -pidió ella, y como quien no hace nada, cometió el hecho más tremendo de cuantos eran posibles en sus manos. Apretó el botoncito y la numeración de las conquistas de don Juan pasó del 3.154 al 3.155, sin que en realidad contara con un corazón más.

El héroe a punto estuvo de desmayarse. Una congoja inédita, jamás sentida, le ascendió de lo más íntimo del ser a la garganta. Empuñó la espada, como para atravesar a los novios, pero no llegó a desenvainarla.

-¡Esa cifra era la expresión matemática, precisa, exacta de mi existencia! No hubo fraude en la agregación de una unidad. Siempre fue verídica y homogénea esa operación n + 1, y otra vez n + 1...

El mozo ingeniero se sintió maravillado al ver cómo le traían al terreno de sus estudios.

-¡Muy bien! ¡Ya comprendo! La experiencia amorosa era como el razonamiento por recurrencia de Poincaré, la base de la inducción pura del tipo matemático.

-Eres un imbécil, Agliberto. El hecho amoroso no es homogéneo con nada, no sirve para ninguna inducción. Cada experiencia es distinta de las otras y su variedad es lo que presta los tonos y los matices al mundo -gritó el burlador exasperado.

-Entonces, ¿para qué numerarlas?

-Para afirmar su veracidad, y con el crecimiento de su magnitud determinar su prestigio. Pero ¡ay!, así como una gota de veneno hace impotable un manantial, esa profanación que has osado, Mab imprudente, virgen imaginativa y burlona, enturbia con una mentira la sinceridad numérica de mi cuentaconquistas.

-Pues piense usted siempre que la cantidad es una n - 1 -arguyó la muchacha.

-Claro. ¡De acuerdo! -asintió el joven.

-Pues nunca pensé que esa fuera la expresión aritmética de las enamoradas respecto a don Juan, ni pudo pensarlo nadie -exclamó el seductor desesperado.

-No se apure, que en eso de n - 1 lo importante no es la una, sino las tres mil ciento cincuenta y cuatro -exclamó Agliberto.

-¡Debían hablar con más respeto y consideración para mí! -interrumpió su novia.

Don Juan se fue cabizbajo. Pero Agliberto, el hombre de veinticuatro años, lejos de quedar maravillado por la lealtad de la mujer que soñó y obtuvo, estaba bajo la fascinación de los guarismos y sentía el vértigo de pensar en 3.154 seres que habían sollozado de amor en otros tantos episodios de tan varia diversidad como encierra la vida en cada caso. Agliberto apenas si podía pensar en tanto triunfo, pues él no había seducido a mujer alguna, y el deslumbramiento de su inexperiencia se inclinaba ante la cifra de don Juan, como ante el huracán de un imperativo. ¿Podía siquiera dialogar con él sin haber probado el fruto de llamas, el agua encendida del manantial del éxito y del delito viriles? ¿A quién había seducido él? El recuerdo global de su comportamiento del pasado estío le llenó de desprecio a sí mismo y de vergüenza.

Ahora tenía junto a sí a Mab. Era melindrosa en su recato, pero no era culpa de ella. Además, el único que podía vencer su pudor era él; por eso la empresa no encerraba mérito mayor, pues no hay prodigio en adaptarse a una prenda confeccionada a la medida, sobre todo después de la segunda prueba. Poseer a aquella criatura, bella previsión y prevista belleza, era aventura tan poco aventurada como comprobar que dos y dos son cuatro y que es cierto el teorema de Pitágoras. Había que ir hacia la Vida humilde y soberana, desconcertante, sabrosa, imprevisible. Salió a la calle. En la bóveda de la noche, en letras de fuego, se leía un nombre: Celedonia.

Nuevos preparativos de boda

NI EL DISCO del atleta, ni la esfera del jugador de bolos se lanzan al espacio sin arrastrar al hombre que les infundió el vaivén y se adhieren en la rúbrica del voleo hasta sacarle de las casillas de su equilibrio. En amor, buscando el varón al rival, casi siempre se encuentra a sí mismo. Y se halla a sí propio, unas veces para culminar en el triunfo de su superación; otras, para consumar su aniquilamiento.

Ya los actos posibles no dejaban a Agliberto margen alguno para la indiferencia. Se manifestaban únicos, insustituibles, con apremiante urgencia. Aquella cifra, 3.154, le obsesionaba ardorosamente, número del teléfono íntimo con que había de comunicar exclusivamente, número de auto en que necesariamente había de viajar.

3.154. 3.154 contra 0. Nunca se había encontrado en el billar en tan vergonzosa inferioridad. La tacada era descomunal, pero había terminado. Ahora le tocaba a él el turno, y desgastaba, impaciente, en el taco del denuedo recién revelado, la tiza azul de los sueños. El pálido membrillo de la luz de las tardes, las acerolas de la inquietud, los nísperos de los celos, algo de miel de la Alcarria del amor de Mab, en aquel otoño habían recrudecido su recuerdo del estío recién abandonado; las excursiones en yate, los viajes en trenecitos de juguete por vegas floripondiadas, el paso bajo los arcos de los acueductos o los monasterios, junto a Celedonia. En la sabrosa persona de la enamorada sentía el desaire que había hecho a la brindadora solicitación de su destino. Y ahora, ¡qué tardía y con qué pando andar transcurría la noche, arrastrando las horas interminables!...

El tiempo había pasado de la desvalorización mayor que da la incertidumbre hastiada a la máxima cotización que adquiere en la última madrugada del condenado a muerte.

¿Si muriera? Una embolia, un incendio, el rayo de una tormenta... No durmió esperando el día, atirantado por el ansia, repitiendo un nombre que al ser pronunciado iba cada vez adquiriendo más fuerza y más hechizo.

Cuando la mañana se desperezó fue al teléfono y pidió a un camarada unos informes y unas señas. Se vistió, bajó al garaje, saltó sobre su roja motocicleta y en volandas llegó a una explanada de ese Madrid a medio desmontar y a medio construir situado entre Tetuán y el Hipódromo. Detuvo el corcel de hierro, ante un producto híbrido, entre chabola y chalet, todo en ladrillo y teja, de un rojo de encía, guarnecido de una verja, un canesú de parra y cintas enredaderas, matas de haba y salvias liliputienses que con buena voluntad solidaria constituían un buen intento de jardín. La campanilla se disparó con un aullido de perro pisado y apareció una mujer morena, aflamencada, suelta de garbo, sanguínea y bien armada. Cuchichearon unos segundos, ella con ufanía de contralto; él con una incoativa cortesía balbuciente. Al punto le hizo entrar en la casa de planta única donde aquella amazona rolliza vivía con su madre, una momia andante, y diez o doce gatos de todas las especies y colores; negros, amariposados, verdes, azules y sonrosados. En las paredes se veían retratos, oleografías, flores de trapo, papeles de vasar y recortes de La Lidia y El Nuevo Mundo. En un rincón, emparejados, un Sagrado Corazón y una guitarra, clara y bruñida como una porcelana. Junto a una Singer de bordar, bastidores y tambores yacían, si no en el suelo, en un sofá que había sufrido la operación cesárea. De las cómodas con aplicaciones de metal blanco se exhalaba una fragancia muy diluvio universal justificada por un alto zócalo de humedad que culebreaba por los muros, en un festón sepia, a través de las estampas.

En una alcoba con dos puertas, un lecho de nogal, vasto como una campiña, dejaba apenas un palmo de suelo libre a su alrededor y el sitio indispensable a un lavabo. Una alcoba de batista, verdadera obra de orfebrería del bordado, aparecía rubricada por la luz de una lámpara de bombilla y pantalla rojas, más propias para tratar el sarampión que el divino mal del amor.

Agliberto alquiló aquella casucha para celebrar sus bodas secretas con Celedonia y pasar allí, descifrada en entregas clandestinas, repartida en cuartales escondidos, la incógnita luna de miel que pudo ser conocida y devorada en suntuosos hoteles, en deliciosos parajes, en carrozas y palacios reales.

-¿No se tratará de una mujer casada? -preguntó la bordadora, recelosa-. No quiero esa clase de líos.

-No; es la viuda de un amigo.

Esta fue la respuesta que se le antojó más decente improvisar.

Por la tarde manifestó a Celedonia su proyecto. Esperaba de ella, después de tanto desvío, el estupor, la indignación o los sonrojos invencibles.

-¿Dónde? -preguntó tan solo, desazonada.

Él describió la casita, adujo la distancia, la reserva.

Su emoción no puso, sin embargo, mucho fuego en la pintura, como si explicara a una enferma las condiciones del sanatorio donde iba a ser operada. Ella no pudo cortar un gesto de decepción. Puso los ojos en blanco y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Estamos aviados! ¡Como en todas las novelas!...

Convinieron que ella le esperaría en un taxi, al día siguiente. Él propuso que la misteriosa ceremonia se iniciara a las cinco de la tarde, pero ella prefirió a las seis. Agliberto se despertó muy de mañana, con fuertes latidos y creciente impaciencia. Vistió chaqué negro, pantalón rayado y mandó planchar el sombrero de copa, como si realmente fuera a casarse. A las once, solemnemente emperifollado, salió en busca de un requisito. Con su bimba lustrosa, sus botas de charol y su bastón de ámbar fue recorriendo todas las tiendas de flores en busca de una corona de azahar natural. Su capricho, si así puede llamarse misión tan cardinal, no era de fácil realización. Eran los primeros días de noviembre, y solo podía lograrse alguna rara y emblemática flor de desposorio con previo encargo y repetido emplazamiento. Así lo decían los corteses floristas, o las dulces y crepusculares señoritas con aspecto de profesoras de idiomas o de piano que sonreían entre los escarolados crisantemos o los amarantos desvaídos. Tomó un coche para poder visitar todas las tiendas en aquella mañana. Cada negativa aumentaba su desaliento. No era tan solo cuestión de conciencia; era un trámite ineludible ceñir con flor de naranjo la frente de Celedonia. Hartos habían sido los desaires hacia un premio tan reiteradamente ofrecido para coronar su aceptación con una distraída indiferencia. No se trataba de una aventura, ni de una boda sagrada y legal. Era cuestión de esmerarse en una culminante exquisitez. Ni más ni menos.

Cuando se cercioró de que en toda la ciudad no había un aromoso y viviente símbolo de doncellez eran las dos de la tarde. Regresó a su casa acongojado y tembloroso. Sin sentir apetito, reacio al almuerzo, se despojó de sus ropas de ceremonia. Ceremonia exquisita de husmear mantillos y corolas, de acariciar tiestos, de requebrar a los jarrones y a los búcaros que contenían mil flores, menos la que él ansiaba y tanta falta le hacía.

Iba recordando mientras, desenvolviendo dentro de sí, los enhiestos pinares giratorios, mareados por el tren, los sicomoros, los cauchos, los baobabs vistos en los jardines botánicos o en sus sueños, las ruborosas buganvillas de sus paseos con ella, alientos de color para siempre desvanecidos, suspiros de un afán menospreciado, único, incunable. Se vistió de americana, indumento suficiente al viaje de novios, un viaje de novios ilusorio con un itinerario que no iba a andar, sino a desandar, reversión del desdén en homenaje, camino de displicentes ilusiones que no haría, que más bien intentaría deshacer. Tomó un coche y se disparó hacia las afueras, donde existen huertos y parques dedicados al cultivo de las flores, vastas y tibias estufas, donde las orquídeas se columpian suspendidas dentro de unos vasos dorados, lámparas de arcilla de una luz sólida, rizada y preciadísima. Pero tampoco había flores de naranjo con que significar de un modo solemne la pascua de la entrevista. El campo, dorado con su luz delicada, tímida y saludable, exhalaba un olor de lluvia escalofriante y amenazador, que llegaba al alma. Nunca le pareció a Agliberto más apetecible la vida. Jamás pidió a Dios, con el deseo, una mayor dilación de la muerte. No obstante, los árboles -chopos y plátanos-, columnas doradas del barroco retablo otoñal, dejaban caer al suelo sus hojas bien labradas con un chasquido siniestro. Visitó más jardines y viveros. Con sus quiebras y balbuceos de luz se anunciaron las cinco.

En una quinta un hombre sentencioso le dijo:

-Es muy mala época para esa clase de flor. Quizá en Valencia...

El joven galán hubiera ido hasta el fin del mundo. Pensó como en lo más natural de lo posible: «¿Habrá tiempo de ir a Valencia y volver para la hora de la cita?». Quiso buscar más lejos, pero se arrepintió, y pensó que en Madrid, en alguna tienda, encontraría una diadema de azahar artificial. Era una lamentable transigencia respecto a su designio, pero era inevitable.

Celedonia, anticipada más que puntual, se encerró en un taxi, almendra inefablemente sabrosa, cobijada bajo una capota, como dentro de su cáscara. Un temblor convulsivo, de felicidad, hacía vibrar la caja del vehículo sobre sus muelles, y es difícil expresar sus pensamientos, pues en ello se iría un libro largo y además indescifrable.

Mientras tanto, Agliberto entraba y salía de múltiples comercios sin dar con lo que pretendía: con una imitación, con una mixtificación floral digna del caso. Perdió en buscarla el remanente de fuerzas y entusiasmo que le quedaba; dilapidó con la serenidad la noción del tiempo, más esquivo e irrescatable que el favor de las mujeres coquetas, y dejó pasar las seis y las siete, teniendo a su amada en un alarido dentro de un auto de alquiler.

-No, no era posible. ¡No me ha amado nunca! -decía la pobre, echando sartas de lágrimas.

Pero a él las flores de pasta, de cera, con su visible esqueleto de alambre y sin ningún perfume, no le satisfacían. Cuando las pértigas ganchudas iban ya a rasguear en los cierres metálicos, sintió que era menester decidirse. En una pasamanería modesta, llena de muestrarios, carretes de hilo y pieles de gato, compró al fin lo que debía representar su alta estima del sacrificio que se le brindaba. Mientras, Celedonia, desesperada y enloquecida, no estaba ya en el lugar donde le había esperado dos horas.

Entonces Agliberto pensó:

-Ahora sí que la he perdido para siempre. ¡Cuán poco me parezco a don Juan!

Se encaminó a su horrible chalet. La bordadora le interrogó con la mirada. No, no traía a su amante. Traía otra cosa. Desenvolvió una caja de cartón blanquecina y tosca, donde se enroscaba una coronita de novia pobre, triste recuerdo de la flor del naranjo, de cera amarilla y papel de un verde chillón. Era lo más cursi, lo más lamentable y desatinado que había podido hallar. Con una emoción desalentada la dejó alrededor de uno de los boliches del amplio lecho de nogal, feo y bruñido como un peón, y se retiró dando traspiés.

Nupcias

-LO QUE NO PUEDO explicarme es por qué no estás enfadada conmigo, Celedonia.

-Quizá sea ése nuestro destino. Estar siempre muy próximos y siempre desunidos. No me quieres, no me has querido nunca, Agliberto. Es posible que no me quieras, que no puedas quererme jamás. ¡Qué le vamos a hacer! No me entristece en el grado que tú supones. Me hace llorar mucho, a veces. Pero en seguida me repongo y río y bailo de contento al suponer que, sin tenerte, puedo hablar contigo y mirarte.

-Celedonia, ¿no te parece que las nubes tienen un tinte dorado sobre sus pieles grises, sobre su petit-gris de aviadoras frioleras?

-Sí, Agliberto; parece que sobre su piel gris tienen un reflejo dorado...

-¿Te gustaría viajar conmigo en una de esas nubes?

-Sí, me gustaría ir contigo en una de esas nubes.

Después, entre distraída y llorosa, exclamó, sin que hubiera podido dar cuenta de la intención que puso en sus palabras:

-¿Para qué más nubes que nosotros?

-Tú que sabes latín, Celedonia, nupcias viene de nubere; casarse quiere decir ennubecer, porque la desposada va envuelta en un velo como una estrella en un celaje. Nupcial es lo mismo que nuboso.

-Déjate de etimologías, Agliberto. No quieras sacar los luceros de nuestros destinos, hasta cierto punto nada más, del cascarón de una palabra.

-Y, sin embargo, en principio fue el verbo. La realidad del mundo se ha tallado con la gubia de la palabra. ¿De dónde proviene el beso? ¿Cuál es su origen? Indudablemente el alma encontró el vocablo, la modulación de la voz que podía crear algo después de la gran creación de la expedición divina, y contentándose con el movimiento de los labios, se fue hacia otros labios a comunicarle, sin decírselo, el secreto íntimo y definitivo del mismo... Tu nombre es mi universo; tu nombre, que nadie ha comprendido y valorado antes que yo. Tu nombre, Celedonia, ha sido la solución del enigma universal para mí y el dibujo muscular del beso que voy a darte ahora mismo delante de todas estas gentes.

Se besaron, en efecto, en el salón de té, en un rinconcito discreto, y si alguien lo vio, no halló en ello el menor escándalo. Después Agliberto, como un sonámbulo, como un médium, sin darse cuenta, propuso:

-¿Si fuéramos hoy?

-Allí.

Ella comprendió, y no dejó de estremecerse. Después, una sonrisa escéptica y desencantada le corrió por el rostro. Salieron. Hubieran podido emplear el medio más acelerado para abreviar esa impaciencia que había de suponérseles y en modo alguno sentían. Un placer de nostalgia imprecisa, y al propio tiempo un prurito de dilación, les hacía ir demorando su definitivo enlace en una marcha de lenta pausa y acompasado retardamiento que a veces se desleía en la parada, síntoma de la timidez o el miedo a lo dulcemente desconocido. El cielo tenía esos contrastes lúgubres de palidez y obscuridades cárdenas de noviembre. Las hojas de los árboles, de los plátanos especialmente, habían adquirido una calidad de bronce veteado de cardenillo, que da al otoño una acritud metálica, a veces sensible en el ruido de la caída de la hoja, cuyo amortiguado rumor nos defrauda de un previsto estruendo de espetera derribada.

Llegaron después de su dilatoria caminata a la glorieta de los Cuatro Caminos. Un aire azulino, de niebla y de humo mezclados, iba resolviéndose, para agravarse en livideces, en sombras acardenaladas; luego, en sombras pizarrosas o en fondos sepias cercanos de la negrura. Gallinejas, churros, puestos de recuelo y aguardiente daban con el muestrario de sus exhalaciones una referencia de los consuelos del paladar del pueblo, digno de mejores recompensas.

Junto a los puestos de las castañas miraban danzar la paleta agujereada sobre el hornillo grupos de niños pobres, de bufandas nuevas y zapatos viejos. Las castañas recién asadas, con su polvillo azul y su risotada amarilla, fascinaban a los ojos infantiles, donde se reflejaba el resplandor de azufre de los faroles de gas recién encendidos. Los prometidos esposos pasaron frente a un edificio de ladrillo vinoso con un ángel de purpurina y siguieron por aquel trozo de suburbio con carácter de aldea incorporada a la ciudad: casas de planta baja y un piso, bares misérrimos, tabernas donde humeaban las fritangas, tiendas con percales, paños de hábito y quincalla humilde y pintoresca.

Sobre el descampado en que estaba su hotel unas estrellas procaces brillaban sobre las nubes. Las luces de la casita estaban encendidas. Se oían dentro rumores y voces atropelladas y angustiosas. Los amantes temblaban, como si fueran a examinarse. Un torrente de imágenes, un mundo de temores les hacía castañetear los dientes. La campanilla de la cancela sonó como un alarido, sin duda para estar acorde con un concierto de suspiros, querellas, llantos e imploraciones que salieron de la casa al abrirse la puerta. La flamenca gruesa apareció desmelenada, gemebunda, con los ojos como dos ascuas.

Al verlos tuvo que apoyarse en una jamba de la puerta para no caer. Hizo un gesto de repugnancia y de horror ante aquella deliciosa y paradisíaca pareja.

-Váyanse -dijo entre dientes-. Hoy no puede ser.

Levantó los ojos con una mirada de odio y de vencimiento a la vez. Una luz de tragedia alumbraba aquel mísero y reducido interior. Un aroma de cirios y espliego lo sahumaba.

-Mi madre ha muerto repentinamente esta tarde. Váyanse. Hagan el favor -suplicó, hipando, la bordadora.

Agliberto no previó aquel drama concreto, pero no había dejado de sospechar algún obstáculo. Indudablemente, la fatalidad le acechaba en todas las circunstancias para que Celedonia no fuera suya jamás. Ella quedó boquiabierta, enternecida.

-¡Pobre mujer! ¿Necesitará usted algo?... -dijo. La heroica flamencota se echó a llorar. Necesitaba compañía. Necesitaba dinero. Necesitaba consuelo.

El joven sintió que se enfurecía.

-Vámonos -dijo.

Hervía en él la protesta contra la extemporaneidad de la muerte, inoportuna aguafiestas de la vida. Si balbuciente y vacilante vino, ahora se hallaba en plena posesión de ese vigor no utilizado, resurgido por reacción, patente en la imposibilidad, cohibido y esclavizado en la libre y propicia ocasión. Pero la hermosa niña rubia, que había venido a perderse en el amor y por el amor, se conmovió de caridad dulcísima, y solidarizada con el dolor de la desgracia, se ofreció, consolatriz, a aquella mujer a quien no había visto nunca. Entraron en la casa exigua, donde apenas tenía sitio para instalarse la muerte, con sus exigencias protocolarias de espacio. Sobre la amplia cama de matrimonio, destinada a los amantes, la vieja, rígida, apergaminada y astillosa, daba la impresión de un leño mal tallado y carcomido, toda salientes y ángulos agudos. En el boliche de la cama todavía estaba la coronita de azahar por la que Agliberto faltó a la primera cita. Un feroz egoísmo varonil le empujaba ahora fuera de allí. Aquella imprevista imagen mortuoria le molestaba con una significación inversa a la de los horrores pintados por Valdés Leal; era una advertencia del mal uso que hacía de la vida, de la vida lozana y suculenta, del goce de la existencia, de cuya brevedad efímera era rudo y contundente testimonio aquel espectáculo. Nunca se sintió más don Juan que entonces. Hubiera querido tirar a la vieja difunta por la ventana y hacer suya a Celedonia, entonces y allí, en aquel tálamo que a tal hora le correspondía por derecho propio. Una pasión desconocida le impelía a la barbarie, al desatino, a la monstruosidad del cumplimiento caprichoso del arbitrio personal, de eso que pudiéramos considerar como fuente de los derechos mismos del hombre. Quiso sacar de allí a Celedonia, pero esta, hecha cargo de la miseria de aquellas pobres mujeres, se incorporó al punto, sentimentalmente, al sesgo y significación de la catástrofe.

-Vete tú si quieres. Yo me quedo aquí para acompañar y socorrer a esta infeliz y para velar el cadáver.

-¿Y qué te importa a ti todo esto? Ven conmigo. Esto es espantoso.

-No, Agliberto; llégate a mi casa y dile a mi padrastro y a mi hermana que pasaré la noche aquí.

-¿Pero estás loca? ¿Cómo voy a decirles la calle y la casa donde tú y yo...?

-La casa está tan inocente como nosotros. Cuéntales lo que quieras; pero ten en cuenta que esta mujer, sin familia, y a quien las vecinas dejarán para acostarse, no puede quedarse sola esta noche.

Nunca había estado Celedonia más bonita ni más tentadora que en aquel ambiente tétrico. Frente a ella, su amante se miraba al espejo. La coincidencia y superposición de su alma y su cuerpo nunca habían sido tan precisas como entonces. Salió como un autómata.

-Vendrás a velar -le dijo ella suplicante.

Tenía prisa de huir. Los juegos de prestidigitación que le brindaba el destino se le antojaban, y muy justificadamente, cada vez más siniestros.

Todo el arrabal, con su caserío enano, con su eyaculación de luces crudas y chillonas, que denunciaban la pobreza esclava de las gentes friolentas y abrigadas, le causaba un profundo malestar. Llamó por teléfono a Adolfina desde un café. La explicación fue embarazosa. Celedonia no iría a dormir a casa. A preguntas de su hermana sólo supo responder que había de velar a la madre de una amiga, sin que pudiera precisar el nombre y el domicilio, y colgó el auricular. Los mitos que se iban engendrando eran cada vez más tristes y más truculentos. Era preciso, imprescindible, traer a la realidad social y doméstica a aquella criatura que, como su nombre, iba multiplicándose en su metamorfosis igual que una maravilla de la gentilidad teogónica. Pero para eso era menester estar en posesión de su propia alma y de su propio cuerpo de hombre. Al abrazar a Celedonia volvería a la realidad él también, a una realidad vital, económica y bien administrada, como la que soñó encargándole a Dios la confección de Mab. ¿Qué haría un jefe de Administración en tal caso? Agliberto se perdía en una tromba de perplejidades. No había precedentes, no había precedentes. Aquello pasaba por primera vez en el mundo desde su creación.

Creyó que cenaría con verdadero apetito. En efecto, un cierto estímulo le hizo aceptar el primer plato; después apenas pudo probar los restantes.

Salió después de cenar. Había prometido velar a la muerta incógnita y había que cumplirlo. ¿Qué haría Celedonia sola en aquella casita toda la noche? ¿Tendría miedo, tendría frío? ¿Cómo y qué habría comido? Aquellas preguntas eran otros tantos imanes que le atraían hacia Tetuán de las Victorias; pero, por otra parte, se sentía poco dispuesto a compartir el generoso sacrificio de su amada. ¿Amada? Sí; allí, pero en tales circunstancias... No obstante, no había otro remedio...

Pero antes de ir allá, ¿no podía ver una función, algo satisfactorio y frívolo? ¿Una revista, verbigracia? Fue a un teatro donde se representaba una fantasía submarina, con deslumbrantes decorados y profusos coros de mujeres casi desnudas. Pero todo el brillo coruscante y la pulpa deliciosa de la fruta humana se le aparecieron con un encanto mate, borroso, esmerilado, como si viviese en otro planeta o estuviese en sueños.

Parte del último acto lo pasó en el vestíbulo, fumando cigarrillos. A la una le pareció pronto para acudir allá. Entró en varios cafés, bebió coñac, whisky, pippermint. Después penetró en un cabaret. Su desaliento le hizo perder la brújula de la orientación y el sentido del ritmo. Bailó, arrastrado por la música, pero fastidiado por los movimientos. La galantería del ambiente, los hombros desnudos de las mujeres le horrorizaron. En la calle detuvo un taxi para acudir al velatorio, pero a mitad del camino mandó que se detuviera. Eran las tres de la madrugada. Había lloviznado. Medio peneque, se arrastró por las calles embadurnadas de barro fino y pegajoso. En lo alto de la calle de Fuencarral encontró a un amigo suyo, abogado sin pleitos, periodista, político, curda sempiterno. Esgrimía una pistola descargada ante un farol asmático que resoplaba como una lechuza. Fueron juntos a una taberna de la calle de Carranza, donde un hombre barbado, con gorra de visera, exigió al bohemio la cancelación de cierta deuda. Las negociaciones empezaron en el más cordial de los tonos. Se interrumpieron después para pedir unos huevos fritos y un frasco de morapio; después debieron de reanudarse con peor cariz, porque, al fin, estalló la bronca y el noctámbulo tramposo fue expulsado a empellones.

Agliberto quedó solo, después de comer y libar, adosado al zócalo de madera negra, escuchando a los grupos de trasnochadores mal encarados que le rodeaban. Había algún licenciado de presidio, pero eran aquellas gentes honradas en su mayoría. El rencor y la ferocidad de su mirada era producto de esa exacerbación que da el vinazo y la proximidad del alba. Alternaban los requiebros con los insultos, dirigiéndose a los chicos y medidores de la taberna, ganímedes de mandil listado a rayas verdes y negras; escupían briznas de tabaco o la tripa de la butifarra, mientras suspiraban unos fandanguillos. La imagen de Celedonia aparecía en la mente abotagada, confusa y tumefacta del joven, bajo los horrores, el desvelo y la estupidez alcohólica de la noche de insomnio. Era preciso ir allá, pero una fuerza superior le retenía. El sueño le hacía cabecear. Medio dormido, escuchaba el relato de sus vecinos de mesa:

-El compare Ortega era el tío más célebre que había parido madre. Se compraba las botas en casa de Ayalde, pero como los callos no le dejaban andar le metía una cheira o un raspador al charol para desahogar el pie. ¿Qué os parece? Otra vez..., esto es más grande que Dios, se murió un amigo suyo que siempre estaba boqueras. Y se fue a velarlo a una buhardilla de la calle de Don Felipe, él y una hermana del interfecto que estaba fetén, un manojo de rosas; y, claro, como se helaban y no había más calorífero que un cirio y un número de La Correspondencia que prendieron, se arrimaron uno a otro para aprovechar la única manta, y empezaron a calentarse...

El narrador bajaba la voz y los circundantes acercaban las jetas en señal de interés. Uno de ellos, más alejado, debió de perder algún detalle del relato, y preguntó con insolencia:

-Bueno, ¿y qué pasó?

-Na, que se le fumigó delante del muerto -comentó un exégeta.

Agliberto pagó y salió. Amanecía con un sigilo temblón y escurridizo. Era menester, necesidad urgente, ir allá. Pero las piernas apenas podían sostenerle. No se veía un coche de punto; un taxi, menos. El cansancio no podía vencer tanta distancia. Una procesión de carretas vacías, con sus bamboleos ruidosos, la oscilación de sus palos y el tintineo de los cencerros, avanzaba, perezosa en su estruendo a impulso de los bueyes corpulentos, desgarbados, patizambos, por la calle de Luchana. Preguntó la ruta que llevaban. Iban a Colmenar. Trató con uno de los boyeros para que le dejase ir en una.

-¡Si no tiene mucha prisa! -argumentó el hombre, con sorna.

Se tendió en la carreta, cara al cielo. El tiempo había mejorado.

Los añiles cenitales, muy diluidos, dejaban ver unas madejas de oro, unos rizos desparramados, entre ráfagas de un rosa dulcísimo. Entre las estacas de pino se veía cómo los aleros del caserío iban encandilándose. El campaneo, el temblor, el choque, el desvencijamiento del vehículo fueron adormeciendo al remolón. Vio salir algo de humo de algunos tejados. Una hoja seca le acarició la frente. Pensó en Don Quijote cuando en un carromato semejante fue también tumbado boca arriba a desencantar a Dulcinea. La suya, su Celedonia, sí que estaría desencantada... Sin embargo, el acto piadoso habrá podido compensarla de la quiebra erótica...

El frío iba poniéndole su antifaz alfilerado; a pesar de ello, quedó dormido. Soñó con el fondo de los piélagos insondables, quizá por influencia de la revista que vio. En unas praderas de flores azules, en que la soledad era dulcísima, halló acurrucada a una sirena rubia y sonrosada, con cola de argento y nácar. El ser maravilloso pareció salir de un letargo secular. «Creí que estabas muerta», le dijo Agliberto. «¿Qué es eso?», había preguntado la criatura marina. «¿No sabes lo que es la muerte?» «No; no sé lo que puede ser la muerte.» Le había tomado de la mano y habían bogado por la inmensidad fría del mar, en busca del sol de su techumbre. Despertó, helado, maltrecho por la agitación de la carreta, que pasaba en aquel momento muy cerca de la casa de Mab. Se apeó, dio un par de pesetas al boyero y subió las escaleras de la mansión de la amada. Una criada le abrió.

-Pero señorito, ¡si no son las siete todavía!...

-Tengo precisión de ver a la señorita Mab...

Oyó que la doncella hablaba con la madre o con Pastora y le decían:

-Que vuelva a una hora conveniente. ¡Vaya unas prisas!...

Salió furioso. Cuando llegó a su hotel-chabola, el sol de noviembre, del mejor oro de ley, lo envolvía todo en sus filigranas. Los árboles, candelabros vegetales, brillaban, encendidos de alegría.

En el interior de la casita, en lugar del mutismo y el duelo sonaba un trajín de vida normal. Celedonia y la bordadora desayunaban en un velador. La vieja había resucitado y sonreía en un sillón.

-¡Estamos de enhorabuena, Santísima Virgen del Carmen! ¡Ya ve usted que se trataba tan solo de un caso de catalepsia!

Celedonia no estaba decepcionada. Para festejar la vida, Agliberto la cubrió de besos.

Mab palidece

EL AUTOR DE ESTE RELATO no puede satisfacer la curiosidad de sus lectores en el punto de afirmar concretamente si Celedonia cayó en brazos de Agliberto definitiva y totalmente aquella mañana en el chalet de la cataléptica. Pero sí puede conjeturar que si no fue aquel día fue al siguiente, o dos después. Ni la desidia ni el falso pudor ni la exacerbada discreción en no franquear el supuesto territorio de su jurisdicción son la causa de esta laguna histórica. El autor no ha consultado sino con el alma de sus personajes, y esta no ha podido darle datos fidedignos, ni por parte de ella, ni por parte de él. Del hecho que pudiéramos llamar, bárbaramente, material no aducen detalle, ni impresión particular. Estoy convencido de que si su sinceridad les hubiera movido a algún pormenor descriptivo no habrían tenido la reticencia de escamotearlo en gracia de que la novela no resultara pornográfica. Transcribo, pues, lo que la pareja ha declarado: que no tienen nada que alegar en justificación del hecho, considerado por Celedonia como inexplicable y por Agliberto como axiomático, estando, pues, de acuerdo; que asumen la responsabilidad de él; que no pueden dar el menor informe introspectivo del acto, definido exclusivamente para su conciencia como un mero despertar. Al volver en sí, reanimados con su resurrección, deslumbrados por el mundo nuevo, ni apuntaron sus sensaciones ni se dieron cuenta del día de la semana en que vivían, pues prescindieron, entre otras cosas, de mirar calendarios, periódicos u otras ridiculeces impresas.

Lo cierto es que se vieron y amaron siempre que les fue posible en su apartado escondrijo. El universo sonaba, para ellos, como una gigantesca collera de infinitos cascabeles. Celedonia se quitaba las ropas con presteza, sola, en un cuarto contiguo. Con sus cabellos largos, sin cortar por entonces, se hacía dos trenzas doradas y larguísimas, que dejaban muy atrás, al caer, el borde de su corta camisa. Descalza, casi desnuda, era la niña adulta que juega a la comba con el amor y está más en el aire que en el suelo. Al fin, se decidía a acercarse a su amado, besaba una medallita de oro que llevaba al cuello, y luego le besaba a él, como si hubiera vuelto ileso de un combate. Después entraba en el lecho de la colcha y los cuadrantes bordados sollozando de frío, de pudor y de alegría, para aceptar allí su egregio papel de primera actriz en el teatro de las sábanas blancas.

La felicidad que encontraron hizo palidecer a Mab. Aquel ángel de retablo, de la mejor madera, estofado con el oro del más alto prestigio de las virtudes soñadas, de la dote y del amor ciego, fiel e inalienable, no pudo resistir la rivalidad de una mujer cualquiera, de una Celedonia de carne y hueso. Pero ¿era realmente de carne y hueso? Agliberto, el que más motivos tenía para ello, no se hubiera atrevido a certificarlo. La posesión reiterada no hace más que aumentar la vaguedad; el ansia, la imprecisión; la sed, la vaporosidad de la mujer amada; y para él era más que una mujer, una nube, cuya realidad cambiante se diluía ante sus ojos y se le deshacía entre los dedos. Esa era la prueba de que la amaba única y absolutamente. Y entonces, ¿por qué no tuvo la lealtad de declarárselo a Mab y romper con ella, a quien quería cada día menos, ya que es imposible amar a dos mujeres a un tiempo? Mab era también de carne y hueso; era una creación de Dios, para dar cumplimiento a sus ensueños y divagaciones de adolescente; no era un fantasma frente a una realidad palpitante. Tanto la una como la otra vivían; eran ambas una mixtura de nube, de delirio, de ficción, y, por otra parte, de eso que se llama principio físico, naturaleza, materia; pero en el predominio de una porción sobre la otra llevaban un camino, un proceso de dirección contraria. Mab era el ensueño convertido en realidad. Celedonia la realidad transformándose en humo, desvarío, espíritu, y esta vencía a aquella, porque los mitos de la realidad superan siempre a los mitos de la fantasía. Pero al desrealizarse Celedonia en la íntima y abrasadora experiencia sexual (después de la intimidad erótica la hembra no conserva para el varón el significado y valor anteriores y su dilema es: evaporarse, eterizarse, o hacerse repulsiva y despreciable) iba dejando un hueco de sí misma, iba quedando tullida, amputada e incompleta. Y el vacío que dejaba, Agliberto intentaba rellenarlo con la presencia noviazguera de Mab. Esta venía a ser el remiendo, la cuña, la laña de que se valía el joven ingeniero de caminos para recomponer a la incompleta Celedonia, para sintetizar con dos mujeres un solo y único objeto amado. Mas lo cierto era que la niña rubia, espontánea, traviesa iba absorbiendo cada vez con mayor fuerza la casi totalidad del objeto mixto del amor, y cada vez, en el alma del joven, necesitaba menos de la colaboración de la canónica e irreprochable doncella morena, trasunto de virtudes imaginables, dechado doméstico, patrón de la perfecta casada. Lo que una ganaba otra perdía. La victoria iba decidiéndose por la que elaboraba lo imprevisto en perjuicio de la que garantizaba las anticipadas seguridades.

Agliberto lo repetía, a todas horas, al ponerse la corbata, al pasear, en el Círculo, al acostarse.

-Sí, sí. Es cierto; los mitos de la realidad superan los de la fantasía.

No obstante, satisfecho y saturado de los besos y ternuras de una, acudía a casa de la otra, atraído por el señuelo de su ejemplaridad de futura mater admirabilis, suspenso y embelesado por la inquebrantable virtud de aquella mujer confeccionada a base de sus preocupaciones y egoísmos burgueses. Sin embargo, tales ventajas le iban pareciendo cada vez más ridículas, más empalagosas y cargantes, después de recibir la ducha de caricias, de aquella catarata de besos, de vitalidad y de aventura, que era Celedonia. Como su nombre desabrido y amargo en un principio se hacía dulcísimo y balsámico a medida que se saboreaba, su amor enojoso al iniciarse llegó a fascinarle en la entrega, en el abandono y la pasión. Si Mab se hubiera ofrecido entera, en cuerpo y alma, habría podido luchar con ella en igualdad de condiciones. Pero su entrega total estaba en pugna con su propia esencia: era una contradicción de su origen y de su destino: un imposible metafísico. Y así iba, la pobre, ángel de Ribera o Montañés, con su garrida belleza, su perfil de medalla, sus ojazos negros y su cuerpo mollar, a la más irremisible de las derrotas, a pesar de su espada, su guitarra y su raqueta de tenis, pues nunca hay paridad en el combate entre la vida, interpretada como sorpresa pura e inagotable y la vida tomada como corolario, aunque sea de principios muy altos y sagrados.

Doña Mencía

ES DIFÍCIL SOSTENER amores con dos mujeres a un tiempo. Las horas destinadas a una son acaparadas por la otra en demoras inexplicables, retrasos casi siempre interpretados de modo certero por una intuición misteriosa, un sexto sentido de escama que mantiene al espíritu femenino siempre dispuesto a desconfiar.

Con tal dualidad suspicaz no hay posibilidad de programa ni de recta administración de la vida. El descontento, la desgana subsiguiente a ese desequilibrio de economía cronológica, hace muy desgraciados, en su desconcierto, a los bígamos y hombres de amores múltiples. Agliberto, al mes de entablar sus relaciones con Mab había hecho de Celedonia su amante. Estaba obligado a una doble asiduidad y a una forzosa exhibición con ambas. El luto, riguroso y reciente, de la novia le eximía de acompañarla a los espectáculos públicos; pero, en revancha, le obligaba a una asistencia ineludible a misas y funciones de iglesia. Pero Celedonia, por su parte, no perdonaba acto alguno de alto rango espiritual: conferencia, concierto o exposición. Era, al fin y al cabo, una universitaria fracasada. Además, se pirraba por la ópera y el cine, sin desdeñar el drama. Adoraba los tés de los grandes hoteles y de los saloncitos en boga, y sentía una debilidad burguesa si que también intelectual por el club de la Puerta de Hierro. De este modo el joven ingeniero estaba a todas horas muy comprometido, y su situación era angustiosísima para salir adelante con sus dos idilios. La incompatibilidad de citas, las horas de oficina, de noviazgo oficial en casa de una, las clandestinas o públicas entrevistas con la otra le obligaban al uso perpetuo del vehículo, poniéndole en tensión nerviosa continua, y le imponían un malabarismo de imaginación, de pretextos y de embustes realmente agotador. Solo la pícara vanidad masculina podía soportar aquel alarde de recursos, con sus gastos, sus riesgos y sus molestias. Advertía el revuelo de extrañeza que entre los amigos y conocidos de vista ocasionaba el trueque de pareja, la dual alternativa en el galante o amartelado acompañamiento de ambas muchachas. Los incidentes, las sospechas de una y otra empezaron a manifestarse a fin de año, pero sin tempestuosa gravedad. Ellas, entre sí, se conocían sin tratarse y se odiaban hace tiempo por esa antipatía profética y adivinadora, tan mujeril, de posibles antagonismos en lo futuro. No conocieron lo terrible de su rivalidad, sino después de muy avanzada su competencia. Un día, una tía de Mab le sorprende con Celedonia en un concierto matinal; otro, un amigo de esta le denuncia por esperar a aquella frente a una iglesia. Los comentarios de la duplicidad de su amor se multiplican en chismes, insidias y leyendas. Empieza el martirio del asno de Buridán sentimental, al correr del mes de enero, después de dos meses de estratagemas y delicias.

Doña Mencía siempre detestó a Agliberto. No se sabe por qué linaje de indicios se le antojó un galán inconveniente y sospechoso, incapaz de llevar la felicidad al corazón de la niña modelo, digna pareja de su hijo Torcuato. Cuando llegaron a sus oídos los rumores de intimidad entre Celedonia y Agliberto, se indignó con el malvado que llevaba la ruina, la deshonra y el escándalo a dos dignos hogares. Su odio se desencadenó torrencial e irreprimible. Hubiera deseado que se reinstaurara la Inquisición para que pudieran dársele todos los tormentos merecidos. Era de la más urgente justicia aplicarle el castigo más feroz y cruel.

El rostro apilongado y ratonil de la caduca dama hacía visajes sin encontrar una represión suficientemente encarnizada y ejemplar. Cuando pensaba que aquel botarate había arrebatado el partido incomparable a su hijo se enfurecía y rompía los objetos que tenía más cerca, pero su cólera llegaba a los últimos extremos cómicos cuando consideraba que, como madre de hijas, también sus pimpollos podían caer en las redes de un hombre tan abominable como aquel. ¡Es como para matarle!... Hubiera deseado la inexistencia del código penal o la impunidad a favor de uno de sus hijos o su esposo para que dieran muerte a aquel ser, verdadero azote infernal. Su sed de venganza le impidió realizar acto alguno encaminado a ella, en tres o cuatro días. Una mañana, después de un invencible insomnio, corrió a casa de Mab y le refirió las infidelidades de su prometido. La joven la escuchó en silencio; después se secó una lágrima, luego se deshizo los bigudíes y quedó su rostro sumido en una catarata de negruras que impidió ver los demás testimonios de pena y aflicción. Por la tarde, recibió a Agliberto con una acogida normal, pero reservada y sin efusión. Llevaba al cuello un medallón de pórfido negro y una Dolorosa de plata, embutida en él. Desde su luto no se había puesto zapatos de charol hasta aquel día. Un temblor rosa corría por sus medias, de un tejido más claro y sutil.

-Hoy tomaremos el té tú y yo solos, porque mamá y Pastora merendarán fuera de casa.

En un velador lejano de los oídos familiares se sentaron.

-¿Tú conoces mucho a Celedonia Contreras?

-Sí, bastante.

-¿Hace mucho tiempo?

-Siete u ocho años.

-¿Habéis sido novios?

-No, nunca. ¿Por qué?

-Se dice que lo sois ahora. No te sobresaltes; es la versión más decorosa. Alguien dice que vuestras relaciones son más estrechas. Verdaderamente, no creía merecer semejantes homenajes de tu parte.

-¡Todo eso es mentira! ¡Es una calumnia! -gritó Agliberto.

-No te descompongas. ¡Ya ves qué tranquila estoy! No grites; no es la cosa para tanto. Ella no vale una escena trágica; es una chica de reputación discutida, muy loca y siempre en lenguas de la gente.

-No, Mab; es una mujer irreprochable. Te juro que entre ella y yo...

-Agliberto, has perdido la noción de la realidad. No admito tales justificaciones. Nosotros no nos hemos elegido. Siempre se elige entre un grupo. Nosotros estamos hechos el uno para el otro, pero no según el dicho corriente, sino por la expresa voluntad de Dios. ¿Podré sentirme celosa? ¿Podré temer que me arrebate tu amor una mujer cualquiera? ¡Y de una mujer cualquiera una que se llame Celedonia! Su nombre ya es una garantía para no tomar en serio su antagonismo. Nuestro amor es indestructible, Agliberto; es así porque no puede ser de otra manera. Es como el cariño del imán y los granitos de hierro, como el de las cosas iluminadas y su sombra.

-Mab, ¿cómo has podido suponer? Si yo te adoro...

-No me extrañaría que fueras su amante; pero debes dejar de serlo. Dentro de quince años, en la tierna delicia de nuestro hogar, después de besar a nuestros hijos dormidos de bruces en la mesa, al doblar la servilleta, me dirás: «¡Qué bien hiciste aconsejándome que dejara de ponerme en evidencia con aquella prójima a quien no se podía presentar en parte alguna ni nombrar en la intimidad por llamarse ¡Celedonia!». No hay duda; lleva la burla, el fracaso, la infamia en su propio nombrecito. No me puedo sentir celosa de mujer alguna. Hecha para ti, por el omnímodo designio de Dios, tu desvío, tu abandono es más imposible que que dos y dos sean cinco. Y desde luego la competencia con una Celedonia, tan Celedonia de conducta como de nombre, ni la supongo, ni la admito y tú mismo debes de estar persuadido de tu error, si es que has errado, o mejor, has pecado en tan indigna promiscuidad.

-En cuanto al nombre -replicó Agliberto-, parece feo porque fue escarnecido por saineteros y autores de género chico, y esto lo hizo risible, pero es de lo más hermoso que puede proferir boca mortal. En lo que respecta a mis relaciones con ella puedo jurarte...

-Bueno, prescinde de toda amistad con ella, para evitar habladurías y chismes. Es lo que te pido, porque quitarme tu amor no es posible.

Aquella seguridad serena, aquella imperturbable confianza que Mab le otorgaba, figuró en sus sueños de adolescente como garantía de una perfecta armonía y paz conyugales. Pero en aquel trance le molestaba con empacho, incluso con náuseas, porque se le antojaba excesiva y desatinada. Aquella mujer que estaba delante de él, aquella perfecta casada, hecha a la medida, ¿no reaccionaría nunca con mayor ímpetu y vehemencia? Un disgusto hondo, profundísimo, se apoderaba de él. Sentía ahora junto a ella la impresión de lejanía entre seres próximos, síntoma de aversión y de protesta, que le privó meses antes de todo deseo de posesión de Celedonia o la sirena, cuando las tuvo en sus brazos. Si el cuerpo entonces quedó con el alma, ¿ahora el espíritu debía quedar aprisionado por la materia? Pero ¿qué eran esas palabras: materia, espíritu? Desde luego, eran muy feas y no valían la palabra Celedonia...

Salió muy apesadumbrado y fue al encuentro de la calumniada. Conversaron alegremente; pero al sacar un espejito del bolso, Agliberto vio una carta, y dos postales de la misma letra. Con un ademán indiscreto quiso leerlas, pero ella cerró el broche con brusquedad, y dijo: «No tienen importancia. Son de una amiga que me pide dinero». Él hubiera jurado que estaban escritas por mano varonil, pero calló y tascó freno. Por la noche, en el Aéreo, jugó una partida de carambolas con un capitán aviador; mientras él se engolfaba en una tacada prolija, el militar, dándole a la badana con la tiza, le preguntó:

-Dicen que andas en amores con Celedonia, pero que piensas casarte con otra. Hay que divertirse con las que dan juego.

-¿De qué la conoces tú? -preguntó el ingeniero.

-Hace dos años, en San Sebastián, se enamoró de Castañeda.

-¿Y qué pasó?

-No sé; según él, la cosa avanzó bastante -repuso con sorna el aviador disponiéndose a tirar porque Agliberto no había llegado a dar bola.

Aquella noche no pudo conciliar el sueño.

El nombre de la amiga era cada vez más dulce, y el ser que representaba era cada vez más real, más seductor, más completo, a medida que le hacía sufrir más.

Al día siguiente acudió a casa de Mab. Pero ella se excusó de recibirle. Pastora, con su cutis de rubia y su pelo castaño, apareció, sonriente, para manifestarle que su hermana estaba ligeramente indispuesta. Era la perfecta cuñada, irreprochable, correctísima, sin asomo de impaciencia ni de egoísmo; escultórica de cuerpo, perfectamente modelada de brazos y de piernas. No fascinaba tanto por su porte canónico como por las calidades de lozanía de su persona. No era tan alta como Mab, ni sus facciones eran tan correctas, pero su tez tenía algo de pétalo de rosa y el esmalte de sus dientes y el cristal de su esclerótica azul gozaban del brillo de las piedras preciosas y rarísimas. Cantaba a menudo, reía con facilidad y se ruborizaba por cualquier motivo. Y no obstante, no olvidaba ese empaque fraternal, no en balde llamado político, esa diplomática afabilidad, mezclada a la cortés y familiar llaneza, en que se guardan las distancias y se prodigan los halagos para consumar el parentesco adventicio, misión sacerdotal de esas mujeres que parecen imposibles, y no lo son siempre, y que son las cuñadas en perspectiva, mayores de edad y saber que la futura esposa. Detrás de una cortina apareció doña Mencía, con su hocico de musaraña y sus melosidades peligrosas. Pastora desapareció y quedó a solas con Agliberto.

-¿Qué tal van esos amores? -preguntó con mirada taladradora, que desconcertó al joven. No sabía qué responder y titubeó-. Parece que se vacila, ¿eh? ¿Es que hay más que estos? ¡Vaya, no me sorprendería! Se le ve a usted mucho con una rubita muy mona. Me parece que es la sobrina de una compañera de colegio mía. Creo recordar que la madre de esas chicas (son dos hermanas) quedó viuda en un viaje a Suiza, y se casó por segunda vez cuando eran muy pequeñitas... Luego murió ella... ¿No es así? ¿Por qué no me atiende, Agliberto? Le veo a usted muy distraído, muy ensimismado...

-No, señora, no; muy enajenado, que es distinto. El día en que esté ensimismado, es decir, en poder de mí mismo, empezaré a realizar grandes actos que no llevo a cabo por estar un poco ausente de mí: romperé la cabeza a varias personas de ambos sexos, raptaré doncellas en serie en un coche como el de las Ursulinas; contribuiré a abolir la prostitución, la usura o cualquier otro testimonio espléndido de la cultura; prenderé fuego a esta casa, a su chalet de la Dehesa de la Villa o cometeré un atentado político.

-Está usted muy demacrado, Agliberto. Yo no quiero asustarle, pero ha perdido en cuatro meses más de cinco kilos. Se ve que está usted consumiéndose en una perpetua excitación nerviosa. Hasta el pelo se le ha desrizado. Tiene usted cada día peor color y va a caer enfermo. Y es que es muy complicado sostener amores con dos muchachas al mismo tiempo. En el mes de noviembre nadie advirtió nada, pero en diciembre ya se ha extrañado en esta casa sus retrasos. Cuando se le citaba a las cinco llegaba a las seis menos cuarto. Por las mañanas, ¡qué prisa para dejar a Mab! Estamos a fines de enero y a veces se retrasa usted más de dos horas. También sé yo que la otra se lleva plantones de hora y media y a veces micos irremediables. Y eso no es lo peor. Yo, que le quiero bien y miro por su salud, le aconsejo que se deje de novelas, de devaneos y de líos. Además, a su edad y con esa imaginación volcánica, no debe pensar en casarse. Deje a Mab, que puede encontrar un buen partido, y no comprometa tampoco a la otra pobre criatura...

-Bien está, doña Mencía, que procure usted alejarme de Mab para favorecer la candidatura de Torcuato. La disculpo, en gracia a su amor maternal, de la delación ante Mab de mi inocente amistad con Celedonia, pero ¿por qué quiere usted privarme de una y de otra?

-Yo no he delatado nada. ¡Pero si eso se sabe hasta en Belchite, hijo de mi alma! Lo que me pasa es que su desmejoramiento me inquieta; ahora, en invierno, época en que todo el mundo se repone, usted parece salirse por el cuello de la camisa. Desengáñese; lo que su vanidad de castigador gana su cuerpo lo pierde. ¡Y no se tiene más vida que una! Además, ¡a mí no me la da usted! ¿Para qué hacer de perro del hortelano, si no ha de casarse con Mab? ¿Acaso el amor, el verdadero amor, le ha llevado a la conquista de Celedonia? (¡Ay, qué nombre! ¡Supongo que en la intimidad hará que se la llame de otro modo!) Usted no quiere ni a la una ni a la otra. Siente usted la fascinación de un ser mixto que ha compuesto en su imaginación, algo así como una quimera o un dragón que tiene partes de ambas. El que toma el vino aguado no es un apasionado ni del vino, ni del agua; es alguien a quien repugna algo de lo que pueden tener esos líquidos en toda su pureza. Convénzase de que la mujer que entra por el ojito derecho desbanca a cualquier otra, a la más pintada...

-¿Pero usted quedaría satisfecha con que rompiera con Mab? -preguntó el joven.

-Pollo, yo procedo con una intención generosa. No quiero infernar ningún idilio; pretendo de su buen criterio obtener el convencimiento de lo falsa, inmoral y antihigiénica que esta situación es para usted. Ni por miras interesadas, ni por perfidia puedo meterme donde no me llaman. No tome como chantage lo que es buena voluntad de esta vieja amiga suya.

Y le dio unos golpecitos en la mano. Agliberto quiso sondear el ánimo de la cautelosa dama, y la interrogó a boca de jarro:

-¿Entra dentro de sus suposiciones la intimidad de relaciones entre Celedonia y yo?

-Yo la tengo por una muchacha decentísima y no creo que su conducta se aparte un ápice de tal concepto -respondió la señora.

La vieja era taimada. Había que atacarla con osadía.

-Y si usted fuera requerida para dar su opinión y sus informes por Mab, ¿se comprometería a defender mi excusa y a justificar mi amistad con esa señorita dignísima?

-No quiero proceder con doblez. Soy enemiga de toda deslealtad. Puedo declarar y jurar que no le he denunciado; pero con toda franqueza le confieso que no estoy dispuesta a encubrir el doble engaño de que son víctimas ambas chicas. Además, descubriré la verdad, por el propio bien de usted, como le he dicho, y usted mismo me quedará agradecido por ello después de seis meses.

Era una declaración de guerra. Tentado estuvo de estrangularla. Pero ¿por qué no le quería dejar ninguna de las dos? Decidió marcharse. Ni la madre ni los hermanos de la amada salieron a saludarle. Solo Pastora un momento, para despedirle.

Mab no accedió a recibirle dos días seguidos. Doña Mencía era, sin duda, el bacilo de aquella indisposición inexplicada. Agliberto, que odiaba a la vieja desde que se la habían presentado, iba reconcentrando su rencor. Por otra parte, los celos respecto a Celedonia aumentaban con el ardor de las citas, de los abrazos y de las pequeñas disputas de los dos amantes. A primeros de febrero, en plena exaltación febril de insomnios, husmeos, inquisiciones y furor para los obstáculos que se levantaban ante su doble amor, el joven ingeniero recibió en un día dos anónimos. Eran breves, escritos a máquina, de pareja extensión y, probablemente, enviados por la misma persona.

El uno decía textualmente:

«Abandona a Celedonia. Su amor, su apasionamiento son los lazos corredizos para conseguir un marido. Tu candor no será tan descomunal que te creas el primero en la serie de sus amantes numerosos. Ha estado enredada con todos los tenientes de un regimiento de húsares. Sus casi incestuosas relaciones con su padrastro, con ser las más misteriosas, no son las menos ciertas. Ten cuidado. Es una Salomé que pondrá tu cabeza en la bandeja de plata del ridículo con las arras del matrimonio alrededor».

El otro anónimo decía:

«Rompe con Mab. Es un maniquí encantador. Tiene virtudes, belleza y dote; pero un gran misterio rodea su origen. No se sabe de quién es hija. Ni el difunto Fausto, ni la que figura como madre son sus progenitores. La recogieron y declararon. No se sabe quiénes son sus padres ni de dónde vino. Un joven de carrera brillante no debe desdeñar estas cuestiones de alcurnia, que pueden traer desde la tragedia de Edipo a las más menudas contrariedades. Puede ser, incluso, tu hermana».

Agliberto quedó anonadado. La ferocidad de ambos anónimos, su truculencia, su atroz insidia, venían a confirmar obscuras o subrepticias sospechas de su conciencia o de su inconsciente. Indudablemente, provenían de doña Mencía. Pero ¿aquella alusión literaria de Edipo? Al punto recordó que tenía un hijo que escribía en revistas y periódicos, y tal reminiscencia confirmó sus conjeturas.

-Un golpe doble había sido dirigido con sagaz habilidad a los prejuicios burgueses tradicionales más encendidos en un joven de Escuela especial. La impugnación de doncellez y de los antecedentes de la mujer amada, y la declaración de obscuridad de linaje en la futura esposa habían de ser gotas de veneno en el corazón de un ingeniero de veinticinco años.

-Por si esto fuera poco, Agliberto tropezó con un amigo en la calle:

-¿No te casas?

-Quizá, sí -había dicho.

-¿Vas a casarte con la rubita?

-No, con esa no.

-Ah, ¿no es novia tuya?

-Amiga, nada más.

-Anteayer la vi en la estación del Mediodía. Esperaba a uno que llegó en el expreso de Andalucía; debe de ser de su familia o de toda su confianza, porque se arrearon con dos besos como primera providencia.

-Pero ¿estás seguro de que fuese ella? -preguntó, despavorido, Agliberto.

-No lo sé, chico. ¡Con estos sombreros tan echados sobre los ojos! Pero me parece que sí.

Una tormenta de celos, de incertidumbre, de cólera se desencadenó en él con aquel vago informe. Dos días antes Agliberto citó a Celedonia en el chalet de sus dulces clandestinidades; pero ella se excusó pretextando una visita, negativa que le produjo la mayor contrariedad porque el encastillamiento de Mab le dejaba la tarde vacía. ¿Y le había dejado para recibir a aquel hombre a quien abrazaba en público? Se enloqueció con los celos, y sin dormir en toda la noche fue a la mañana siguiente a casa de Celedonia.

No había frecuentado su domicilio, aunque su camaradería era antigua y desinteresada. Había ido de visita alguna vez, en función de acompañante de alguna amiga de ellos. Pero aquella mañana tenía necesidad de injuriarla, de fustigarla con su ira; devolverle los retratos, las cartas con los apóstrofes más vigorosos, con el desprecio incisivo y encarnizado.

Ella no se extrañó de su presencia. Aquella carne pálida de pulpa de albaricoque de jardín estaba más descolorida que de costumbre. Unas ojeras de color de rosa cerraban el arco de las cejas, verdes de puro doradas. Sin embargo, sonrió con una sonrisa fresca y abierta. Agliberto, enloquecido por la noticia de la traición, arrojó sobre la mesa las cartas, los retratos, los menudos recuerdos que tenía de ella. Le echó en cara su coquetería; la intromisión en su existencia para después burlarle del modo más torpe e irritante. Ella se defendía vigorosamente. Afirmó y juró no haber ido a la estación a esperar a nadie y prometió demostrar el empleo de aquella tarde con satisfactorias pruebas testificales.

-Tienes prevista la coartada, infame monstruo -rugía Agliberto-. Pero no quiero de ti nada, ni la amistad, ni el recuerdo, ni el nombre...

Al decir esto se detuvo. No pudo continuar. En efecto, su nombre estaba exento de las impurezas a que aludía el anónimo de doña Mencía; era, además, el compendio de ocho años de camaradería y de tres meses de incomparable felicidad.

Ella quiso rodearle el cuello con los brazos; pero él la rechazó tan violentamente que a punto estuvo de derribarla.

Celedonia entonces rompió a denostarle, iracunda, desencajada, tremenda:

-Eres un infame, un impostor, un embustero. Todo eso es la disculpa para dejarme, para abandonarme. ¡Eres un miserable! Estoy enterada de que quieres a otra mujer, a Mab, y de que te casas con ella en otoño. Ni mientas, ni me insultes; ya sé que vas a dejarme morir en el abandono y en el deshonor...

Se echó en un sofá. Sus sollozos altos, sibilantes, angustiosos, desconcertaron al celoso. ¿Aquella mujer tendida y convulsa, que se mesaba el cabello y se destrozaba el rostro con las uñas, podía ser la infiel que abrazó al viajero dos días antes? Escuchar sus lamentos, oír sus gemidos era demasiado cruel. Quedó en pie, silencioso, sufriendo horriblemente, durante unos minutos que fueron siglos. En una intermitencia de la crisis la joven se incorporó, y al verle petrificado, rendido por la duda y la emoción, se acercó a él implorante, tendidas las manos, dispuesta a caer de rodillas.

-Dime, amor mío, que no te casas; que es una falsedad, que es una mala intención. Dímelo, por Dios...

Por la mente de Agliberto cruzaron las imágenes de Jorge, del sueño que tuvo la víspera de Todos los Santos; los vio como los había visto en el salón de Embajadores, de la Alhambra; después la vio en brazos de toda la oficialidad de un regimiento; después, abrazada a su padrastro.

-Pues es verdad -gritó-. ¡Me caso! ¡Me caso! ¡Me caso con una mujer digna!

Celedonia se irguió con los ojos cerrados y, como si hubiese recibido un golpe, se desplomó, rígida, sobre el suelo. Durante un segundo, Agliberto creyó que aquel desmayo era un ardid teatral; pero cuando oyó el golpe, el chasquido leve del cráneo en el pie de un mueble, le pareció que se derrumbaba el mundo. La levantó en sus brazos desvanecida, sin conocimiento. Al tomar su cabeza entre las manos la sensación de un líquido caliente le golpeó el dorso de la mano, y le entró por el laberinto de todo su ser con una conmoción de terremoto. ¡Sangre! Sí; corría, huidiza, apresurada, bulliciosa entre la filigrana del oro ardiente del pelo para inundarlo con su rojo avasallador y pavoroso. Se le vino a la mente la noche en que ella se hirió en un cuarto del hotel y él fue a prestarle socorro. Había sido la primera noche que la había visto desnuda o semidesnuda. Su sangre, entonces, le había parecido algo lindo y festejable, algo tan curioso como un accidente meteorológico: ««Es un fenómeno de aparición rara, semejante en eso a los eclipses y las auroras boreales», había dicho. Lo recordó, precisamente.

Asustado por la herida, y más asustado de sí mismo, Agliberto pidió auxilio. Acudieron Adolfina, el ama de llaves y las criadas. Se llamó a un médico. Celedonia abrió los ojos, y después de curada buscó al joven para estrecharle la mano, tierna y ansiosamente.

-No te dejaré nunca. No te abandonaré por nadie, ni por nada -dijo él.

Aquel ruido amortiguado de la cabeza querida al chocar contra un mueble y la sensación de la sangre ardiente y presurosa en el dorso de la mano eran ingredientes imprevisibles, y como tales, tremendos en su eficacia para determinar la polarización de sus emociones. Eran elementos inéditos en su conciencia; aportaciones que no pudo soñar nunca; hechos que iban a tener en su batalla sentimental una influencia decisiva.

-¿Quién te ha dicho que me casaba? Es mentira. Ahora lo juro -dijo, solemne y sentencioso.

-He recibido un anónimo en que me lo anunciaban -dijo la pobre rubita con su cabeza vendada.

Entonces Agliberto vio claro que doña Mencía quería aniquilarle su mundo sentimental, y que le emponzoñaba la vida a él, a Mab y a Celedonia con todo linaje de delaciones, insidias calumniosas y estratagemas despiadadas. Se dirigió a un continental, y escribió a la bienhechora:

«Distinguida alimaña: Procure hacerme gracia de su presencia. Ninguna de las maquinaciones urdidas por su perfidia de bruja han dejado de dar sus correspondientes y funestos resultados. Prevenga la formación de un zaguanete integrado por su esposo, hijos, sobrinos y demás parientes si quiere evitar que le dé el trato debido a las comadrejas. -Agliberto».

La primavera médica

EL TORBELLINO ESCANDALIZADO que aquella misiva levantó en el ánimo de doña Mencía cundió hasta casa de Mab. El joven ingeniero, arrepentido a los pocos minutos de tan brutales expresiones, fue requerido por la familia de su novia para dar explicaciones a la ofendida, ya dispuesta a que todos sus hijos lidiasen con el insolente para vengar tan grosero ultraje. No obstante, la señora, menos inflamada que Arias Gonzalo, hubiera encontrado en el joven Agliberto un peligroso Diego Ordóñez, deseoso de vengar la traición de que había sido víctima, de no haberse aclarado el motivo del retraimiento y reserva de Mab en varios días. La retirada a sus habitaciones -según confesión de ella- no obedecía a resentimiento o a manifiesta intención de gazmiarse. La verdadera causa de haberse apartado de su dulce amor era una pequeña erupción, un sarpullido ligerísimo ocasionado por el movimiento de humores en esa anticipación vernal que se llama la primavera médica. Para demostrarlo, se exhibió, no sin dengues y escrúpulos, ante él, envuelta la cabeza en un cachemir.

-Perdóname -le dijo-, estoy muy fea. Una mujer hecha según un patrón ideal debe ser obediente a su modelo toda la vida. Estas cosas de la sangre son para desilusionar a cualquiera. ¿Me soñaste tú alguna vez, me pediste, me apeteciste con estas pintitas en la cara? ¿No es mejor evitarte este pasajero desencanto?

Al oír la palabra sangre, pensó él en aquella llama roja líquida que le corrió por la mano, abrasándole con una emoción desconocida, cuando levantó en sus brazos a Celedonia. Ahora lo que le desencantaba era el intento de dar importancia a la sangre de las erupciones cutáneas, la sangre de la coquetería decente, frente a la otra, a la insospechable sangre volcánica de las erupciones dramáticas. «¡Esta Mab hace todo lo que puede para perder terreno!», pensó.

A pesar de tantas explicaciones, Agliberto no se avino a presentar sus excusas a doña Mencía, ni a reconciliarse con ella inmediatamente. Cuando Celedonia se repuso de su descalabradura, cedió mucho su enojo. Entretanto, esperaba que el marido o los hijos de la arpía le enviaran de un momento a otro los padrinos o le apalearan en un café. Era preciso prevenir un encuentro. Para cuestiones de honor no había nadie en Madrid como don Juan. Hombre de sala de armas, de tribunales de honor y de actas para satisfacción de caballeros, era un especialista con el que había que contar para concertar o evitar un duelo.

Aquella charranada de pretender birlarle a Mab había sido olvidada por el joven, no solo por el castigo que a ella puso el ridículo y el fracaso, sino también por esa tendencia juvenil a la amnistía y al perdón que disuelve los odios y rencores. Así, no tuvo inconveniente en ir a su casa, sobre todo atendiendo a que, después de la grotesca escena del sofá de primeros de noviembre, su actitud fue circunspecta e irreprochable.

Don Juan es, al fin y a la postre, un caballero, aunque a veces se olvide de que lo es. El primer don Juan, el creador del donjuanismo, hubo de ser necesariamente un contemporáneo del emperador Carlos V y de Martín Lutero. Pero era más viejo que ellos. Estaba muy impregnado de privilegios, de señorío, de espíritu feudal. Don Juan es un alma del siglo XIV, siglo apasionado y candente, que despierta a principios del XVI, cuando se traduce a Platón, y reverdecen los mitos grecolatinos y el desnudo, al par que se agranda el mundo, se descubre un continente nuevo, se empieza a imprimir y a dudar de los dogmas de la Iglesia. En el siglo XIV se hizo la horma del Renacimiento, y a principios del XVI su zapato, siempre posterior a la horma. Pero ese mismo siglo del despertar, del amanecer de la nueva y fructuosa alegría humana, se encontró con la horma de su zapato: con don Juan. Fue el amoroso ímpetu que soñó dos siglos antes el mundo de Marsilio Ficino, de Rafael Sanzio y de Lutero y se encontró con todo aquello realizado. Pero, espíritu frenético y desbordado, era más viejo, más atrasado, más conservador que la nueva época exultante. Y don Juan sigue siendo un tipo de romance, de torneo, de juego floral, pese a su nueva indumentaria de gregüescos y jubones con rayaduras. Es el galán del Tiziano, que toca en el clavecín mientras la desarropada ánfora de ámbar femenino sonríe a la melodía. Es uno de los caballeros, vestidos también, del concierto campestre del Giorgione, que tañe un laúd frente a una dulce espalda sin cubrir. Siempre vestido ante el desnudo, retraído, retrasado; en el fondo feudal, demoníaco, un poco arcaico ya. Don Juan es el hombre de la Edad Media que usufructúa el Renacimiento, pero que no lo comparte o participa en él. El estudio de su alma en la literatura dramática o lírica se inicia o se acentúa en el siglo XVII o en el XIX, cuando el espíritu del Renacimiento cede o cree ceder ante las sugestiones medievales.

El libertinaje de don Juan es el resultado de la rotura de trabas, de la dilatación de límites para un temperamento expansivo. Pero sigue siendo un gran goloso del desnudo y un vergonzoso incorregible para desnudarse. Don Juan existe en todas las épocas y existirá siempre; pero siempre creerá él -profundo error- que existe mayor afinidad que la verdadera entre su propio ser y lo que él ama.

Confiado en su hidalguía, no dudó Agliberto en ir a casa del burlador, que le recibió con paternal afecto. Leyó unos fragmentos del Código Cabriñana y le hizo exhibición de unas espadas españolas y unas pistolas de combate; pero el joven, hombre de su época, no sintió gran emoción ante aquellas antiguallas. Un desafío con el esposo o los vástagos de la comadreja se le antojaba cada vez más ridículo.

La conversación versó sobre los motivos del incidente. Hablaron de los anónimos y de su contenido.

-Usted mejor que nadie, don Juan, puede disipar mis perplejidades en este doble asunto. Sobre todo en la cuestión del origen y nacimiento de Mab. Amigo de don Fausto de toda la vida, podrá certificarme la legitimidad natural de su compañía, herencia y apellido respecto de él y su familia, y aclararme esta terrible incertidumbre de si es hija suya o no, si fue adoptada o incorporada por él a su hogar, y a qué título y por qué causa.

-No puedo satisfacer tu curiosidad. En la época en que esa niña vino al mundo y se educó, yo estuve en el extranjero o fui gobernador en provincias. No he oído jamás que se pusiera en duda la paternidad de mi amigo en cuanto a ella. Pero, desde el punto de vista providencial, tampoco me extrañaría que hubiese sido incorporada, agregada a su familia por una causa fortuita. No hay duda de que esa criatura se hizo para ti y nada más que para ti. No lo niego; pero la Providencia divina, para ponerla a tu alcance, quizá se viera forzada a un expediente complejo e indirecto. Con una visión panteísta, es decir, determinista, la unión de los seres más adecuados o idóneos mutuamente se haría de un modo necesario, como la armonía preestablecida entre alma y cuerpo que admiten ciertos filósofos. Pero en cuanto se tiene en cuenta el libre albedrío, la formación de la personalidad, del gusto y de las preferencias (es menester admitir una libertad erótica en el hombre), la Providencia debe de estar obligada a una asistencia ocasional para ponerle lo más cerca posible de los más afines; y en el caso de hallar, en un momento de la creación viviente, un ser que coincida exactamente con los gustos, con los ensueños y con las dimensiones ideadas por el otro, para facilitar su encuentro me figuro yo que estará obligada a desarticular la normalidad con el fin de allanar la afición de esos dos seres hechos el uno a la medida de la imaginación del otro. Este ha sido mi problema, según dicen los exégetas. Pero a mí nunca me ha proporcionado mi media naranja deseada e imaginada. La divina Providencia no me ha asistido, y de ahí mi rebeldía y mi escepticismo. También podrían invertirse los términos y decirse que a causa de mi rebeldía y descreimiento no me ha prestado ella sus auxilios. Lo cierto es que nunca he sentido devoción por ella. Pero mi falta de confianza personal no impide que considere la posibilidad de que dos seres elaborados por la Creación y situados uno en la Patagonia y otro en Moscú estén hechos el uno para el otro. Desde luego su acercamiento no puede producirse sin la intervención de motivos extraordinarios: ruina de una de las familias, viajes, naufragios, secuestros, etc. Así, no me parece inverosímil que, al notar el Creador que en tu alma de niño fermentaban ciertas aspiraciones, escamoteara a Mab de algún lugar remoto y la insertara del modo más novelesco en el domicilio de mi difunto amigo Fausto para que tú pudieras encontrártela una tarde en la Carrera de San Jerónimo.

-Estas cosas, don Juan, son vertiginosas. No puedo pensar en tales posibilidades. Se me va la cabeza. Yo no sé si se lo pedí a Dios; pero en la sociedad actual es fundamental casarse con una mujer de incontrovertida alcurnia. Pero este quebradero de sesera, con ser muy enojoso, no me tortura tanto como los celos que me da Celedonia, y ahora, después del anónimo, algo peor que los celos presentes: los celos retrospectivos...

-En cuanto a la determinación de la virginidad de Celedonia, nadie como tú para tener un testimonio cierto. En cuanto a su lealtad, esa es harina de otro costal. Ya lo dijo el sabio Salomón: tres huellas son difíciles de reconocer: la de la nave en el agua, la de la serpiente en la piedra, la del ave en el aire; pero hay un vestigio imposible de discernir: el del hombre en la mujer. Ahora que se quiere investigar la paternidad para utilizarla como prueba jurídica, ¿por qué no se llega a investigar la fidelidad? Indudablemente, iba a traer una verdadera revolución a los códigos...

-Contra lo que usted cree, don Juan, nada o apenas nada puedo certificar de la doncellez de Celedonia. Yo no soy un hombre experimental. Creí en su virginidad y le compré una coronita de azahar que dejé colgada en la cabecera del lecho. Cuando la abracé, el vértigo, el frenesí, el hechizo me envolvieron en una tromba de la que todavía no he salido; y, claro, en tales condiciones no me entretuve en realizar comprobaciones de laboratorio. No se ría, don Juan, no se ría, yo no soy un hombre experimental. El hecho de cerciorarse está justificado en un marido viejo; en ciertos casos, por razón de Estado, pero como se dice de la boda de los Reyes Católicos, en que los magnates exhibieron las sábanas de la primera noche; pero en un hombre sorprendido por la catarata del amor, ¿se concibe? En efecto, si no recuerdo mal, se dieron algunas pruebas; pero usted, que es hombre de experiencia en tales trances, usted que es un verdadero especialista, ¿puede afirmar que existe una prueba verdaderamente concluyente?

Don Juan pareció buscar en su memoria y, al fin, moviendo la cabeza, declaró con gesto estoico:

-Es verdad. Prueba irrefragable no existe, o a lo menos yo creo que no existe en condiciones absolutas y universales.

-El amor -declaró Agliberto- se substrae a toda comprobación. Las nupcias, lejos de ser algo material, tienen la misma esencia de su etimología. Son más que otra cosa un choque de nubes, una delicuescencia deliciosa, una nebulosidad lo más reacia al método experimental. La posesión física desmaterializada fantasmaliza a la mujer amada. A medida que se repite el hecho de abrazarla va haciéndose más esquiva e inaprehensible. Así, queda fuera de la inercia y de la pesantez por gracia de los procesos eróticos. Estoy convencido, don Juan, de que el amor material es lo menos material que hay en el mundo.

-Exacto, hijo mío, exacto -repitió el burlador, recapitulando en un momento su desaforada e ilimitada experiencia.

Además -continuó Agliberto-, Celedonia no estaba entera...

-¿Cómo que no estaba entera? -interrumpió don Juan.

-En mi drama de tres personajes no he conseguido ni un instante que cualquiera de los tres esté íntegro y cabal. Cuando viajaba con Celedonia, yo tenía el alma, y puede decirse que el cuerpo, en poder de Mab. Cuando volví, esta había perdido con la muerte de su padre y el luto una buena parte de su ser. Entonces empecé, en vista de mi desencanto, a ceder parte de mi alma, y quizá de mi cuerpo, al recuerdo de Celedonia, a quien creía muerta. Cuando resucitó tampoco venía completa. La sirena le había arrebatado algo. Desde entonces se estableció entre ambas criaturas, Celedonia y Mab, esa relación que existe entre las ampollas de los relojes de arena; una de ellas estaba más llena que la otra, y las sacudidas bruscas de las peripecias amorosas hacían que alternaran en la supremacía de contenido de su realidad seductora. Cuando en ambas ampollas, es decir, en ambas mujeres, se equiparó esa realidad seductora, mi carne y mi espíritu coincidieron, pero mi Amada era como un helado Arlequín: tenía la mitad de la una, la otra mitad de la otra. Cuando seduje a Celedonia casi toda la arena dorada de la fascinación cayó en su ampolla; pero después, por la posesión sexual, su persona empezó a desrealizarse. Y, sin embargo, va triunfando de la otra, tiene más realidad, mucha más. ¿Sabe usted por qué y cómo compensa la desintegración del uso erótico? Pues porque me engaña, porque me la pega, o, a lo menos, así lo creo. El acto de engañar es siempre positivo; es la máxima afirmación del engañado. Al fin y al cabo, es una tarea que se efectúa en honor y acatamiento de alguien, aunque no en su provecho; es una industria aplicada, enderezada, a un objeto: el ser engañado. Engañar, y en amor más, equivale a una toma en consideración. El traicionado, el cornudo, no es el menos amado en la mayoría de los casos. Y en última instancia, no es el menos real y existente, porque yo soy engañado, luego existo.

-Agliberto -intervino don Juan-, vas por muy mal camino. Esa dialéctica cartesiana, esa lógica de matemático, es peligrosísima.

-No lo crea usted. ¿Quién de los dos es más feliz, más entero, más real, usted, don Juan, el eterno burlador, siempre consumido en la eterna argucia, en el perpetuo e inagotable dolo, o yo, el Agliberto burlado, objeto del fraude, en vista probablemente de la conservación y el desarrollo de un gran amor de mujer?

Don Juan quedó mohíno, perdido en remembranzas remotas, en nostalgias sabrosísimas y evanescentes.

-Sí, quizá. A las mujeres las creaba, las afirmaba yo con mis engaños, pero luego las extinguía, las anulaba con mis besos. Toda mi vida ha sido el telar de Penélope. ¡Qué le vamos a hacer! Pero ten cuidado por tu parte, Agliberto; mientras tengas la mitad de tu amada en una mujer y la otra mitad en otra, no serás más que un fantasma.

Después de aquella entrevista el joven ingeniero consintió en dar explicaciones a doña Mencía y su reconciliación fue leal y sincera por ambas partes, pues el ardor beligerante siempre consigue tras de las treguas una paz duradera. Pero Mab no quería mostrar su sarpullido. Y mientras tanto, Agliberto corría a resarcirse de tal desamparo olvidándola en brazos de Celedonia. Procuraba verla a todas horas: por la mañana, por la tarde, por la noche; en la calle, en los teatros, en los bailes y, sobre todo, en el chalet de la cataléptica. Cuando no la encontraba o no había ocasión de verla, los celos se desencadenaban en su alma; no comía, ni dormía, ni alentaba pensando en ella y en su traición posible, y aquella zozobra que rayaba en la tortura se le antojaba la más hermosa y concluyente afirmación de la vida.

Napoleón otra vez

CARMELA PONCE, Betty y Marisol eran las tres mejores amigas de Celedonia; una sevillana garrida, de ojos magníficos; una inglesa criada en Madrid, y una madrileña en su propio jugo. Betty no era bella de rostro, pero era selecta de formas en lo espiritual y en lo corporal. Marisol se parecía a la Maja de Goya. Chicas solteras, ociosas, ricas, deliciosamente inútiles para lo que no fuera el deporte, el baile, el flirt y quizá el amor, campaban por su desenvuelta alegría más que por sus respetos y recato. Las tres conocían los amores de Mab y de Agliberto, y aun sospechando la intimidad de este con Celedonia, nunca le denunciaron a ella. El lozano y florido goce de la existencia las eximía de toda mezquindad. Guapas mozas, sanas y protegidas de la fortuna, andaban como moro sin señor, independizadas de la moral burguesa, de sus familias y sus confesores, y no sentían mojigata malquerencia por aquel Hamlet rubio, cortés, ingenioso y desconcertante, siempre muy respetuoso y distanciado respecto de ellas. Agliberto las utilizó durante todo el invierno con calculado sentido pragmático para encontrar a Celedonia en casa de cualquiera de las tres. El pretexto del tango o el mah-jong en su domicilio particular le excusaba de más públicas exhibiciones. Ellas quizá sorprendieran la razón utilitaria de su frecuentación, pero lejos de resentirse miraban con complacencia al supuesto que hacía el mozo del apartamiento, retiro y secreto que ellas tácitamente le brindaban.

Todo aquel mes de febrero, en que sortearon las nieves con los soles. Agliberto se consagró por entero a Celedonia. Iban con frecuencia casi cotidiana al chalet de Tetuán de las Victorias, a veces con indumento de alpinista y botas de sierra, porque junto a la verja de su albergue de amor llegó a formarse un nevero difícil de franquear con zapatos. Otras veces, en esos crepúsculos de fin de invierno, tan finos y tan tersos, con su cielo verde y colorado como una manzana, él la esperaba en un lugar poco concurrido y la raptaba en su moto hacia el modesto y, no obstante, soberano paraíso. Nadie podía reconocerlos; él, cubierto por su casco; ella, embutida en el sidecar entre las pieles de su abrigo.

Allí todo eran festejos de la mejor liturgia vital. Entre el cuadrante y el embozo, pulquérrimos, prodigiosamente bordados por la flamenca solterona, saboreó Agliberto las mejores mieles de la vida y la óptima perspectiva del universo que no había podido ni vislumbrar en los contactos mercenarios o pasajeros que constituían su modesto bagaje de pretérito amoroso. Nunca adquirió el mundo para él mejor color, matiz más sabroso, que bajo aquella lucecita con pantalla roja de sarampión.

Pasados los pudores de la primera época, ya le era dado disfrutar de la visión del desnudo de su amiga. Después de las dulces batallas, la sorprendía peinándose ante un espejo o poniéndose las medias en un sofá. Era la nube de primavera, era el tornasol de aurora más lindo que habían presenciado sus ojos en su corta vida. Bajo la deslumbrante cabellera rubia, verde de puro rubia, palpitaba la nebulosa del amor real, incompleta aún, pero cada vez menos vaga; esbelta y henchida, a la par, como una rosa.

Un sentimiento de confianza, de serenidad balsámica, invadía el corazón de Agliberto, al ver cómo iba cubriendo ella su desnudez y adquiriendo otra vez su mostrenca apariencia social. Aquel almanaque chillón, de colorines estruendosos, colgado en la pared, no le inspiraba ningún terror; su rollizo taco, rebosante, iba deshojándose poco a poco para disolver la inefable dicha que junto a él traería siempre aquella niña pizpireta y pecadora que se daba, antes de ponerse el sombrero, los últimos toques de rimmel en los ojos o de carmín en los labios.

Mientras tanto, Mab se curaba su erupción en la más recatada y obstinada soledad. Fiel al tipo ideal que pretendía representar a toda costa, iba suicidándose poco a poco, sin darse cuenta. Y su prometido halló cada vez mayor libertad y satisfacción en retrasar las visitas. Consecuencia de su reclusión por no mostrar su sarpullido fue el abandono de Agliberto. Dejó cuatro, cinco días sin visitarla, ni escribirla, ni telefonearla. Por aquella época él se consagró a Celedonia y sus exigencias fueron cada vez más apremiantes.

Carmela, Marisol, Betty fueron las brújulas de su ardoroso afán; cuando deseaba verla y no sabía dónde estaba, acudía a los lugares donde una de aquellas amigas le indicaba el derrotero de la niña rubia. Así se pasó aquel mes, sorprendiéndola con chocolatinas y ramos de flores, raptándola hacia escondrijos sabrosos, besándola infatigablemente.

Pero a fines de febrero Celedonia se hizo más difícil de ver. Alegaba quehaceres, visitas, compromisos sanitarios de dama de la Cruz Roja, obligaciones familiares. Ya sus amigas no podían dar de ella las pistas exactas, ni podían precisar los rastros infalibles de sus movimientos. Fue aquello para él, enardecido amante, pábulo temporal de una exaltación celosa más vibrante e intransigente. Su nueva crisis revistió los más álgidos y agotadores caracteres. La escribía, la llamaba por teléfono. Ella siempre respondía entusiasta, seductora, amabilísima, pero siempre dejaba en el corazón del enamorado un residuo sediento, de insaciabilidad que no le dejaba ni comer ni dormir... Nunca creyó la posibilidad del cuasi incesto, de las espantosas y denunciadas relaciones de Celedonia con su padrastro hasta aquellos días. En el desconcierto del joven podía germinar la suposición de la más monstruosa calumnia.

Dos días antes de la semana de Carnaval la citó a mediodía en la Castellana (ella vivía en el barrio de Salamanca). Llevaba cuarenta o cincuenta horas sin verla y la esperaba ansioso en la esquina de la calle de Lista. El día era un buen anticipo de primavera. De los árboles, completamente desnudos, unos podados y reducidos a ridículos muñones, otros respetados en la sutil blonda que se recortaba en el intenso azul del cielo, parecía querer brotar una prematura eclosión de yemas en ese delicioso cardenillo vegetal del despertar de primavera. Vino Celedonia, rebosante de alegría, en su vestido sastre de aquel kasha color palo de rosa que fue la moda hegemónica de aquel año. Agliberto había salido a cuerpo -hongo, americana negra, pantalón rayado y botas de charol-, porque tenía que asistir a una boda por la tarde. Caminaba la pareja en el más cordial de los coloquios, en la más pública y manifiesta declaración de su enamoramiento, cuando de frente se les acercó un tropel de mocitos bien trajeados, de diecisiete a veinte años, repetida réplica del litri, del gótico, del pera actual. Debían de conocerla a ella de vista, porque menudearon los comentarios entre sonrisas procaces y guiños convencionales entre ellos. El joven ingeniero se dispuso a un desigual combate. Hombre de condición irritable, ahora menos que nunca aguantaría una ofensa o una mortificación. Pero la manada de gansos pasó sin demostración agresiva. Sólo uno de ellos dijo en voz alta:

-No, no es este. Este es otro. Napoleón no llevaba pantalones a rayas.

¿Quién era aquel personaje con quien podía ser confundido y al que vinculaban con Napoleón? Era, sin duda, un militar. Celedonia siempre había manifestado una gran debilidad por ellos, especialmente por los de Caballería. Enmudeció Agliberto, y anduvo largo trecho junto a ella, taciturno, preocupado, asaeteado por las dudas, los celos y una frenética disposición policíaca por descubrir quién fuera aquel Napoleón. Repetía el nombre de aquella urgente tromba histórica, lo retorcía en su mente, lo desleía entre el paladar y la lengua como si de aquella trituración mental de un vocablo pudiese salir el óleo o la fécula del secreto. Por una perversa y extraña asociación de ideas recordó con demasiada insistencia el consejo napoleónico de que «en amor no hay más victoria que la huida».

Aquella máxima, desde un punto de vista lógico, parece que iría a aplicarse mecánicamente a Celedonia, pero por una de esas sorprendentes paradojas del corazón humano tenía por blanco y meta el fiel y ejemplar amor de Mab. La huida, sí, la huida -como decía Bonaparte-. Era preciso abandonar a la novia ideal, a la encarnación de lo previsto, al ideal de encargo, con objeto de tener tiempo para investigar quién era el rival que le disputaba a Celedonia y a quien esta amaba, ocultamente.

El mantón de Manila

Mab, aunque tarde, adquirió la triste y desconsoladora certeza de que Agliberto ya no la amaba. Comprendió la inanidad de sus atributos de mujer soñada, y tuvo la clara intuición de su derrota frente a la desenvuelta y arriesgada muchacha que, con un nombre feo, sin sus perfecciones canónicas de estatua, sin sus virtudes, no siendo casi nada, había engendrado el supremo mito vital para la captación del amor viril, y había ido haciéndose, completándose, desarrollándose, quizá perfeccionándose por la acción laboriosa de un conjunto de mentiras de la realidad, de patrañas de la acción y de la pasión, superiores en encanto y seducciones a los más dulces trampantojos de la fantasía. Y aunque tarde, Mab, que también era de carne y hueso, quiso luchar de mujer a mujer con la que le arrebataba un amor de derecho casi divino. También ella lubricaría una realidad, sin escrúpulos, sin miramientos, a todo arrojo y a todo peligro. No era tan solo un problema de amor propio, era un verdadero problema de amor. Además, a ella, prometida de un solo hombre, no le cabía el recurso de buscar a otro. Era, pues, un conflicto trágico de esencia: de ser o de no ser.

El domingo de Carnaval de 1924 coincidió con el 2 de marzo. Fue un día amarillo, transparente y traspasado de un vientecillo fino y fresco. Agliberto estaba citado con Mab y con Celedonia casi a la misma hora. Acudió primero a ver a la ideal; su erupción había desaparecido; después de misa y de un paseo corto se despidieron a condición de que él prescindiese de todo contacto con las máscaras y pasara la tarde en casa de ella. Después vio a la real, estaba más enojada que otras veces por la demora forzosa que le impuso la primera entrevista. Saldría, según dijo, al paseo, disfrazada, en un coche engalanado con Carmela Ponce, Marisol y otras amigas, pero necesitaba verle en el Palace a las siete y media. Aquellas circunstancias favorecían al galán; el reparto de tiempo se hacía cómodo y dar satisfacción a ambas era perfectamente compatible.

Su intachable prometida le manifestó por la tarde el deseo de ir al baile del Real del lunes. Él, que presumía la asistencia de Celedonia, arguyó:

-Pero hija, ¡con un luto! ¡No hace ocho meses que murió tu padre!

En efecto, la madre y Pastora se escandalizaron. Hubo aspavientos, protestas, reconvenciones y llamadas al decoro de una mujer irreprochable. Pero ella respondió sin inmutarse:

-Es inútil. He decidido ir al baile e iré. Unas amigas tienen un palco. Van con su padre y sus hermanos. Debajo de mi antifaz y mi mantón, ¿quién puede conocerme? No creo que el dolor que me produjo la muerte de mi padre, dolor que nadie ha sentido sino yo, vaya a ser puesto en duda por mi firme deseo de divertirme, de bailar contigo, Agliberto, de gozar un poco de esta vida que se va, que se escapa, rápida y escurridiza, como el agua entre los mimbres de una cesta. Yo iré al baile y tú vendrás conmigo. Sin ti, nada; contigo, todo -decía al joven estupefacto-. No me importa el «qué dirán», la opinión ajena. Me importa ir al baile a pesar de mi luto y la falsa tribulación que la sociedad me impone. Iré. Soy capaz de dejar esta casa, de abandonaros a todos -la familia se hacía cruces en presencia de la rebeldía de una criatura siempre modosa y sumisa-. Iré al baile del Real. ¡No faltaba más!

Después de tomar el té atrajo a Agliberto para que viera el mantón de Manila que había de llevar. Era una de esas prodigiosas reliquias familiares que se guardan en muebles antiguos, entre rosas secas, membrillos, naftalina o alcanfor. En el respaldo de un sillón exhibía las suntuosidades orográficas de su relieve policromado, realce de sedas, zarabanda de colorines. Tenía algo de capa pluvial pagana, con los rostros y las manos de los chinos labrados en marfil y los pavos reales bordados en hilo de vieja plata. Era como una vidriera de catedral flexible, portátil y maleable. Seducía la vista el bulto mórbido del recamo y daba un vértigo de embriaguez el profuso abigarramiento sobre el fondo negro del crespón.

Estaban ellos dos solos y Mab declaró, serena, pero enardecida por una pasión inédita:

-Ya sé que una mujer perfecta debe guardar un luto puntualmente. Pero yo ya no soy mujer modelo. Quiero dejar de serlo y, desde hoy, rescindo mi contrato de maniquí moral. Por conservar la línea de un patrón ético he estado a punto de perderte. Has caído en las redes de Celedonia. Mi exceso de confianza, mi convicción de conservar mi papel ideal han acarreado el hecho absurdo de que prefieras sus brazos a los míos. La ves todos los días, la amas y has estado dispuesto a abandonarme a mí. Pero la culpa, más que de ella, ha sido mía; no he sabido comprender que cuando te declarabas a gritos querías vencer el recuerdo de esa Celedonia vulgar que se te metía por los ojos; que cuando me hablabas de las estrellas pensabas en un amor desaforado, sin precauciones ni programas; que cuando me invitaste a la fuga querías abolir y superar con mi compañía la persecución de que fuiste objeto por parte de ella; que cuando me llenaste la casa de nardos era por insuflarme un poder voluptuoso que necesitabas, para soliviantar mi honradez remachada, para enardecerme. Y yo no me he enterado hasta que te he perdido. No me lo niegues. Agliberto, no; conozco vuestras relaciones, sé hasta dónde os veis, en una casita de los Cuatro Caminos, en un despoblado, y no lo sé por Mencía, que ya no me dice nada; lo sé porque me he enterado yo, Agliberto, al sentir tu abandono, provocado por mis remilgos. Pero no te perderé. Dejaré mi envoltura de perfección y seré una mujer vulgar y corriente, pero una mujer. Puestas a competir, vamos a ver cuál de las dos gana. ¿Acaso voy a dejar que me quiten tu cariño?

Un resplandor desconocido brillaba en sus pupilas. El fuego de la hembra llameaba en todo su ser, como si hasta entonces no hubiera tenido sentidos. Entre lágrimas y suspiros, espontánea y bizarra, se acercó para sorberle el escaso amor que aún sentía por ella, con besos abrasadores. Al tenerla en sus brazos, tan poderosa y firme de formas, tan a su medida, Agliberto sintió una suavidad bruñida de ámbar, un cosquilleo de rizos negros, un olor muy trabado, muy denso de claveles y de canela y un sabor de lágrimas y de labios entre el limón y la alcaparra, que eran los aguijones específicos de su encandilamiento.

-¿Vendrás al baile conmigo mañana?

-Sí, Mab, siempre. Siempre junto a ti.

Ella le había derribado a besos en el sillón donde yacía el portentoso pañuelo de chinos. Una fogosidad hasta entonces no revelada se manifestaba en el jadeo de su respiración. Sus dedos finos, burilados, de sus manos selectas, de cobre rosa, ensayaron las caricias más traviesas en una virgen incólume y respetuosa de sí misma; sus finas uñas de ágata rozaban voluptuosamente en unas cosquillas insoportables el pabellón de los oídos de Agliberto, mientras le embalsamaban el olfato los prestigios de la mirra y las especias de sus senos. Ella estaba inclinada sobre él, de modo que cuando la mano del joven buscó el talle para un abrazo casto, encontró el borde del vestido, acortado por la postura, y al sofaldarlo dio, por cima de las medias del luto coquetón, con unos muslos de pórfido liso y templado. La hubiese hecho suya en aquel instante, de no llegar Pastora, no sabemos si oportuna o inoportunamente.

Como el coloquio revistió solemnidades de inopinada dulzura, Agliberto llegó tarde al Palace; después de las ocho. Preguntó por Celedonia a un compañero de la Escuela de Caminos.

-Sí, por ahí anda. He bailado dos veces con ella.

Aquello le produjo una impresión de disgusto. Iba teniendo cominerías de marido exigente. Al fin dio con ella.

-Ya veo que te diviertes -le dijo.

-Sí, mucho. ¡Vaya unas horas de venir! -después le husmeó-. ¡Qué perfumado vienes! ¿Dónde habrás estado? -una sombra morada corrió por los verdes ojos de la alegre niña. Después le preguntó-: ¿Qué te parece este vestido?

Estaba lindísima, con un traje de charmeuse ribeteado de piel de mono. Salieron y pasearon de bracete por Trajineros. Se veían máscaras fatigadas, fantasmas azules o rojos que pasaban, bamboleantes, bajo las luces eléctricas o del gas. Celedonia exclamó:

-¡Qué aburrido es el Carnaval! No me he divertido nada. No he hecho más que pensar en ti. Mañana lunes te acaparo, nos vamos a nuestra chabolita y nos pasamos allí la tarde.

-¿No vas al baile del Real?

-No. ¿Vas tú?

-Yo no -mintió él, muy serio.

Luego pensó para sí: «Tendré tiempo de dejar a esta; vestirme, cenar y acudir a casa de Mab a las once para ir con ella y su hermano al teatro».

En efecto, al día siguiente por la tarde fue el joven a la Castellana. Entre grandes remolinos de confetti, el enjambre humano exhibía al sol más cálido y prometedor sus percales, sus caretas de cartón, sus pelucas. Como en grandes ruecas, las serpentinas arrolladas a los árboles esperaban el viento hilandero. Entre los coches y las tribunas se cambiaban piropos con ramitos de violetas. Los socios de los casinos ofrecían bombones y copas de jerez a las mujeres que iban en las capotas; pero al reanudarse el ritmo trafagoso de la circulación quedaban con las manos extendidas cuando el vehículo se disparaba, dejando un vuelo de chorreras de gasa, de echarpes y de perfumes flotantes, al desaparecer entre las risas.

Agliberto participaba como mero espectador de todo aquello. Luego apresuró el paso, pues estaba citado con Celedonia en la glorieta de la Iglesia. Un taxi los llevó a un hotelito. Pasaron tres horas ardorosas y entusiastas. Cuando salieron eran las nueve. Unas estrellas vivísimas parpadeaban en el cielo despejado.

No tuvo el afortunado amador más que el tiempo preciso para vestirse y cenar ligeramente. A las once y media llegó a casa de Mab. Estaba ya dispuesta para salir envuelta en su pañuelo, impaciente por llegar al baile. Su hermano, el médico, la acompañaba. Fueron a recoger a las amigas, unas señoritas de Huelva mal educadas, rabisalseras y de buen palmito, a las que acompañaba un papá con aspecto de coronel y dos pollastres. Llegaron al Real antes de medianoche, a esa hora precoz y precipitada en que se presentan las familias decentes que se van pronto o no se van.

Mab y Agli bailaron desde las primeras piezas, ya en el palco, ya abajo. A ella, que nunca había ido a un baile de máscaras, le gustaba mucho ver llegar a las mujeres ataviadas con disfraces vistosos, que ocupaban las plateas o buscaban un asiento en el escenario, junto a la orquesta. Todos los dorados, las purpurinas, los reflejos del teatro entraban por los ojos de la moza deslumbrada y le rebañaban los recovecos de la sensibilidad con un cosquilleo pecador. Iba reconociendo a muchos amigos de su padre en los hombres que allí había. Hubiera querido también arrancar el antifaz a todas aquellas mujeres; saber a qué condición social pertenecían y quiénes eran. Allí habría algunas que deberían guardar luto. Y que, como ella, bajo la mascarita de terciopelo negro vendrían a gozar del jocundo paladeo de la vida; debía de haber muchas solteras; pero viudas, más. Pensaba que tampoco debían de faltar las adúlteras y hubiera querido que estas llevaran un disfraz especial para distinguirlas y conocerlas, aun sin ver su rostro, pues se le antojaba que las mujeres infieles habrían de bailar, inclusive, de un modo distinto a las demás.

Agliberto, mientras danzaban, reconocía las supremas aptitudes coreográficas de ella: «En esto supera a Celedonia», pensaba. No obstante, le parecía respirar todo el aroma personal de la criatura a quien había estrujado entre sus brazos unas horas antes, como si se hubiera instilado en su ser y brotase después por evaporada emanación. Al revés de lo que le ocurrió en su viaje, parte de su cuerpo estaba ahora en poder de Celedonia, pese a la presencia de Mab, como entonces había acontecido viceversa. Además, el fenómeno actual le parecía más explicable que el pretérito.

A las tres decidió todo el grupo cenar en el foyer, aprovechando el descanso. El viejo militar se había encalabrinado con una jovencita, amiga de sus pimpollos, y tenía ganas de meterse en gasto y juerga. Corrió el champaña, cayeron casi todas las caretas, y todos, incluso el hermano de Mab, decidieron quedarse en el baile después del intermedio. Agliberto empezó a notar los efectos de su actividad sexual y coreográfica, complicada con las libaciones profusas y la desorientación sentimental. Parecíale que una corona de hierro caliente le cercaba las sienes, y al enfriarse y contraerse le oprimía las paredes del cráneo; una sensación de punzada, mezclada a otra de tirantez de parche, se le repetía en dos hileras de puntos simétricos a lo largo de la columna vertebral. Podía bailar, pero haciendo un gran esfuerzo. Como eran más de las cuatro y ya había sonado la hora de la caída de las camisas en los palcos, de los curdas y las broncas, el coronel o brigadier de la juerga y sus niñas, a la par que Mab, decidieron irse a la Malva Real, como sitio más decente y más adecuado para cobijar el regocijo de una sociedad burguesa.

Era la Malva Real un establecimiento mestizo de restaurante de noche, colmado y burdel, decorado de un modo pérfido, con escayolas morunas pintarrajeadas, ajimeces alicatados, y arcos de herradura en generosa profusión. Era un lugar suficientemente caro para que pudieran asistir a él personas de todas las condiciones sociales. Camareros con chaquetilla blanca -rufianes de acento sevillano- iban y venían con bandejas y cañeros. Las cazuelas de las pepitorias y de las paellas las llevaban unos veteranos fondones -tipos de guitarristas o buñoleros retirados- que, con afectados donaires taurómacos, las escamoteaban de entre los cuernos de las innumerables cabezas de toro disecadas que adornaban tanto los testeros como las esquinas.

Ofrecieron a los recién llegados un reservado con sillas de anea y otros asientos de madera, alrededor de una mesa almagrada con matasellos de millares de chatos húmedos y pegadizos. En las paredes se veían carteles de corridas de toros con manolas color de regaliz y cornúpetos embestidores, entre banderas españolas y otras alianzas de color, agrias y feroces. Las niñas ya no querían beber más. El camarero dijo que lo que estaba mejor a aquellas horas eran los pollos. Los jóvenes palmotearon dando su aprobación, y ellas, sin sonrojarse, se echaron en sus brazos para bailar un chotis, exhalado por un gramófono que sonaba Dios sabía dónde. El caballero de aspecto militar hablaba al oído de una mujer como de treinta años, amiga de sus hijas, y, al fin, decidió que trajeran pescado frito y Moriles.

Se oía en los otros reservados y en los pasillos un estruendo de zambra soez y descabalada, de voces que desafinaban al cantar, de aixuxúes nórdicos mezclados con jipíos aflamencados, de medias granadinas que se convertían en jotas aragonesas. Se oía el acento enronquecido de los honrados varones, padres de familia ejemplares e hijos modelo que azotaban con manotazos de sonoro estampido las nalgas y las nucas de las señoritas de a diez duros la dormida. También había cañís auténticos, catedráticos del cante, gente del bronce, profesionales de la estafa de la diversión nocturna, gente prima-hermana de los sepultureros -su eterna alusión- peinados con persianas, abrazados a sus sonantas relucientes como a niños por bautizar. Junto a los funcionarios en disposición báquica, pasaban, con empaque de solemnidad, los más ternes adalides de la matonería. Entre los verdaderos lidiadores de toros, con traje de etiqueta y gardenia en la solapa, había alemanes y norteamericanos con disfraces risibles de picadores y vaqueros.

Agliberto sentía que se le iba la cabeza. Entre las confusas impresiones que llegaban a su conciencia dominaba un preferente sentimiento de repugnancia. Mab parecía muy divertida y se ceñía a él en los bailes como una recién casada.

De pronto, tambaleándose en sus carcajadas, apareció en la puerta una mujer confundida, que se había equivocado de reservado. Era un tipo cruzado de española y de india, bella y gallarda, de piel de membrillo, y ojos azules de puro negros. Dio un traspiés pisándose un pañuelo enorme, color sangre y ocre. Se excusó y salió riendo.

-Mejicana, ¿dónde te metes? -chillaron los del departamento inmediato.

-Tenía deseos de perder mi perfección -musitaba Mab al oído de Agliberto-. Quería entrar en la alegría de la vida, aunque fuese en la más canalla. ¿No me quieres en la realidad de la existencia? Luego, salimos al pasillo un momento. Quiero darte un beso muy fuerte. En el palco apenas nos han dejado solos.

Él sentía un cansancio cada vez mayor, una repugnancia invencible, un desfallecimiento que contrapesaba con el entusiasmo de su novia idealizada. Apenas podía llevar el compás de la música y le dio algún pisotón que otro. Aburrido, algo ebrio, fatigadísimo.

-Cántate algo, mejicana -decían al lado.

Con dejo americano y excelente timbre se oyó una seguidilla pícara y graciosa:

«Si los cuernos lucieran
como la luna,
no sería precisa
vela ninguna.
Sería un portento
ver que era cada calle
un monumento».

Entonces las niñas de Huelva se sintieron aguijoneadas por la coacción lírica. No tenían allí guitarrista, ni instrumento. Además, hubiera sido estéril buscarlo, dada la baraúnda que ensordece, en aquella colmena de borrachos enloquecidos. Se cantó aquel fandanguillo de la patria chica, palmoteando con las manos en los bordes de la mesa, jaleando todos a una el ritmo saltarín y trivial:

«¿Qué importa que Madrid tenga
el Retiro y la Gran Vía,
si Huelva tiene el Conquero,
la Rábida y Punta Umbría?».

Y todos corearon al final:

«¡Y el fandanguillo choquero!».

Después otra de las niñas, la más callada y prudente, entonó una canción poética y cándida, del Andévalo, esa región de collados tiernos como senos nacientes, más Extremadura que Andalucía:

«La luna se va, se va.
Déjala d'ir, que se vaya;
la luna que a mí me alumbra
no anda por estas montañas».

Eran las seis de la mañana. Del cuarto de al lado venían a oírse trozos de diálogo, amenazas, mandatos poco edificantes.

-¡Que me quites el carmín de la pechera! ¡Que te sacudo! ¡No te pongas los pantalones, mejicana, que me vas a limpiar la camisa mojándolos en ginebra! ¡Menudo cisco se arma si me ven en casa esto!

Las honestas muchachitas reían estas y otras frases. El brigadier de la juerga seguía poniéndole los puntos a la mujer de treinta años. Agliberto y Mab salieron al pasillo para cambiar un beso de película, largo, a toda esclerótica, pero que sabía a contagio canalla y hez de vino. De todas las puertas abiertas o entreabiertas, llegaban rasgueos, ayes, gritos y ruidos de jarana. Las granadinas de «Salero, viva mi barrio» y «Viva Graná, que es mi tierra» se retorcían, ansiosas, como llamas agitadas, mezclándose con tarantas, polos, guajiras... Se cortaban en peregrinas interferencias la brusca bulería que escupe por el colmillo y el soberano martinete, pontífice del cante de fragua, que arrastra las cadenas de oro y plata de su melodía y de sus temas, símbolos de la esclavitud amorosa.

De un cuarto donde había cañís y gentes que sabían decir lo más jondo del alma andaluza en esos ininteligibles cantares se oyó:

«En las montañitas de Burgos
suspiraba un cundí la otra tarde,
y en sus lamentos decía:
"Júntame las carnes, manteca de Flandes,
que estoy arrecía"».

Volvieron al reservado. Alguien entonó el fandango de:

«Dices que te llamas Laura,
pero no de los laureles;
que los laureles son firmes,
y tú para mí no lo eres».

Agliberto se sentía desfallecer. A través del sueño y de la fatiga, en las ráfagas de lucidez, pensaba en Celedonia. Mab sintió revivir dentro de sí todo el prestigio de su estirpe, toda su genealogía hereditaria, y quiso empujarla, echarla a combatir con su prosapia ideal de mujer elaborada en una mente. Pertenecía a una familia de Sanlúcar y de los Puertos, de la tierra en donde la seguidilla y la debla de la Mancha bajó a glorificarse en la epopeya del cante desde el siglo XIII a hoy. Era de esa tierra, trabada en nupcias con el mar, que acuna el azul del cielo en los esteros melancólicos, junto a las pirámides de una sal que da envidia a la plata y a la nieve juntas. Era una reina de Egipto del salero andaluz. Con aquello no contó Agliberto al soñarla; pero el que fuera graciosa no era sino un premio de añadidura que Dios le daba. Se arrancó con una seguiriya gitana de lo más fino que escuchó en San Fernando:

«No me duele el alma,
no me duele el cuerpo;
me duele que creas que lograrás irte
de mi pensamiento».

A Agliberto le dolía el espíritu y la carne. Veía cómo ella pugnaba por entrar en la realidad, por seducirle con ella, pero no advertía que en vez de hacerse, de crearse, se deshacía con aquellas inoportunas e indelicadas vehemencias de amor. Pensaba que, en efecto, aquella elegante jugadora de tenis llevaba dentro un alma popular, callejera, de una plebeyez indudable, comprobada aquella noche al contacto con la realidad vinosa, villana y prostibularia. Ella, por su parte, transgredía sus compromisos de obediencia a la norma ideal para luchar con la competencia de una mujer viviente, rival suya. Y creía -¡terrible y supremo error!- que tendría más realidad a medida que fuese y se manifestase como más hembra.

Sonó una explosión de sevillanas, con chasquido de crótalos y palmas; Mab saltó sobre la mesa y cruzándose el pañuelo de Manila, danzó las sevillanas entre los olés frenéticos de los presentes. Hasta su propio hermano la jaleaba. Las rúbricas que sus brazos y sus piernas signaban en el espacio eran de una gracia inefable. Eran nada menos que la resurrección a la vida de un imposible sueño humano. Pero Agliberto pensaba: «No hay duda; el anónimo de doña Mencía guardaba algo de cierto. Esta mujer descubre con esto la obscuridad y la miseria de su origen. Es una gitana, una titiritera, incorporada no sabemos cómo a la familia de don Fausto. Esta no es la mujer que me conviene para consumar el porvenir que me brinda mi carrera».

Ella se enardeció más en la danza. Revoloteaba su mantón negro, bordado de mil colores, a impulso de sus pulidos brazos de ámbar, como el mapa en relieve de todas las gracias y seducciones universales que contiene este planeta. Tenían los flecos, alternativamente, caricias de alas o de cola de ave y golpe de zarpa de fiera. Mab ya no bailaba; ardía en baile y en amor. Y en efecto, se incendiaba, se consumía. Creyendo rehacerse, se deshacía cada vez más. Agliberto, ebrio y rendido, vio que se convertía en una enorme llamarada que le cegó y le hizo perder el conocimiento.

Cuando volvió en sí se encontró de bruces en el reservado de la Malva Real. Estaba solo. Su smoking tenía una desgarradura en el codo y la pechera de su camisa estaba maculada de vino y polvo. Se incorporó pesadamente. Una sed pastosa y abrasadora le atormentaba. Por una ventana entraba un sol dorado y gozoso. Consultó el reloj, que aún andaba. Eran cerca de las once de la mañana. Muy cerca de él yacía el prodigioso mantón de Mab, que parecía un crespón negro con un montón de piedras preciosas encima. Entre sus pliegues se veían, a trechos, pavesas y ceniza como de tabaco. Recordó la danza, la llamarada, y el terror hizo que le castañetearan los dientes. Nunca hasta entonces había tenido la sensación de volverse loco.

Llamó a gritos y llegó un camarero sonriente. Le contó lo ocurrido en la madrugada. Cuando Mab bailaba las sevillanas se colaron por la puerta entreabierta unos marchosos y la tomaron por una de tantas. Protestó uno de los jóvenes, hermano o novio de las onubenses, y el flamenco le deshizo la nariz. Entonces el coronel le arrugó la mandíbula al agresor y la batalla acabó echando a todos a la calle.

-Quedaron aquí usted, que estaba algo mareado, y el pañuelo de Manila. Yo le eché la llave al reservado para que usted descansara y además porque ese señor mayor, del bigote blanco, pagó con tanta precipitación a la hora de najarse que no me dio propina.

Agliberto sacó un billete de cincuenta pesetas y se lo dio. Después, con el codo roto, el sombrero sobre la oreja y arrastrando el precioso mantón de Manila, salió a la calle, bajo la plena luz de mediodía, a buscar un taxi.

Epopeya en un simón

DURMIÓ CASI TODO el martes de Carnaval, agitado por terrores y pesadillas confusas e insistentes. Al anochecer pudo conciliar un sueño más denso e igual. Prescindió de sus citas con Mab y Celedonia. Todo su empeño se concentraba en substraerse a la conciencia, evitar la vigilia clarividente. A la hora de cenar se sentó entre los suyos. Su padre le reconvino por los desórdenes que había observado en su conducta. Le intimó a un mayor arreglo y a una puntualidad rigurosa a las horas de cenar.

-Te agradeceré que no vengas después de las diez -le dijo con tono seco y dolorido.

Las hermanas rectificaron:

-Mejor sería que cenáramos siempre a las nueve y media. No hay medio si no de llegar a tiempo al teatro o al cine.

Agliberto prometió la mayor exactitud desde aquel día. La zurcidora le devolvió el smoking arreglado y después de cenar volvió a vestirse y fue a otro baile. Le produjo una impresión penosísima. Parecía que el universo estaba enrarecido, como si estuviera bajo una enorme campana neumática. Salió de aquella diversión, entró en un café, y, después de beber media botella de agua mineral, fue a acostarse. Aquella nueva etapa de sueño fue más apacible y reparadora. Despertó en la mañana gris del miércoles de Ceniza con deseo de emprender su ritmo de vida pragmática, corregido y regulado. Fue a hacer entrega del maravilloso pañuelo de los chinos a casa de Mab, que le recibió jocunda. Le habían puesto la ceniza lustral en la iglesia y daba la impresión de haber sido totalmente incinerada. Tenía algo calcinado, de morena carbonizada, en su apariencia de mujer reingresada en la normalidad vital, después de un incendio voraz y extraordinario, tras de una quema que dejaba unos vestigios de tizne y unas exhalaciones de chamusquina.

-¡Qué bien lo pasamos anteanoche! ¡Si no hubiera sido por la cuestión final!...

Después le preguntó:

-¿Vendrás esta tarde?

Él inventó un pretexto. Quería huir de ella, y en cambio ver a Celedonia. Se sentía defraudado, con un desaliento rencoroso en que se había deshecho toda su ilusión por la futura y un ardor de cobijarse bajo el amor de la ya conseguida y acogerse definitivamente a él. Después de inquirir el paradero de esta durante toda la tarde, al fin encontró a su rubia amante en casa de Betty. Era ya muy tarde, y solo tuvo tiempo de acompañarla hasta cerca de su casa. Estaba un tanto quejosa por no haber acudido a su cita del martes. Además, le habían dicho que él había ido al baile del Real.

-Celedonia, quisiera estar contigo mañana.

-No, mañana no es posible -contestó ella.

Era la primera negativa que le daba; la primera vez que rehusaba su encuentro y compañía. La respuesta le dolió como un golpe en un codo.

-¿Qué tienes que hacer? -preguntó él, con un ansia de náufrago.

-Voy a casa de Claudia; a las seis y media saldremos, pues ella va al teatro y yo aprovecharé para ir a casa de una amiga que está muy mala y a la que no quiero dejar de ver. Después, a las ocho, vengo a casa de Betty, pues es el santo de su hermana.

-Entonces te espero a la puerta de casa de Claudia, a las seis y media.

-No -respondió con viveza-. Vendrá Marisol, e iremos juntas. Pasado mañana, allá, en nuestra casita, a las siete. Iré directamente en un taxi.

¿Por qué no quería encontrarle al día siguiente? La sierpe de una sospecha creciente se le enroscó al alma. ¿Qué motivo tenía para esquivarle?

Formó en seguida su plan de marido celoso. Ponerse a la puerta de Claudia a la hora dicha, esperar si salía y espiarla. A la mañana siguiente, jueves, Agliberto recibió una carta de Mab suplicándole que no dejara de asistir a su casa a la hora del té. Su deseo de vigilar a Celedonia le hubiera determinado a eludir aquella entrevista, pero de nuevo Mab le instó por teléfono a acudir. Su voz vibraba tan implorante, tan armoniosa que prometió ir a las siete. Supuso que en aquella media hora habría tiempo más que suficiente para observar a una y después acudir a complacer a la otra. Caso de tener que seguir a la primera, el retraso no podía ser muy grande para la segunda. Además, media hora de dilación en ver a Mab era lo de menos. Lo interesante, lo curioso era saber adónde iba Celedonia.

Claudia habitaba en una calle solitaria, sin tiendas, de un barrio aristocrático. Agliberto había hablado con ella un par de veces y, después del verano, apenas había cambiado con ella más que un saludo y un apretón de manos. Era muy explicable que Celedonia evitase su encuentro para soslayar cualquier alusión a Portugal, donde ella estuvo junto a él, haciendo creer a su familia que vivía con la viuda y declarando a la viuda que estaba con él primero; luego, con otra amiga.

El joven llegó con luz de tarde, decidido a aguardar la salida de la niña rubia. Eran poco más de las seis. El tiempo había cambiado. Ya no tenía el cielo, hacia occidente, aquella clara sonrisa verde de los buenos crepúsculos de febrero. El cierzo de marzo corría entre dos chaparrones, evaporaba el agua de los alcorques de los árboles y arrancaba de las ramas los abigarrados caireles de las serpentinas carnavalescas. Entre dos piaras de nubarrones presurosos se echó de menos, al obscurecer, un creciente de luna de afilados cuernos. Agliberto tiritaba de frío y de impaciencia; pensaba que la mejor cita de amor es la no convocada. Pero temía algo en lo más recóndito de su conciencia. La ventisca le obligaba a andar y le apagaba la cachimba en que fumaba tabaco inglés que le habían regalado días antes. A las seis y media Celedonia no había bajado. «Ya es hora de que salga Claudia para ir al teatro.» Se acercó al portero y preguntó si había visto entrar a la visitante.

-Sí. Esa señorita ha subido, pero no he visto bajar a ninguna de las dos.

Se arrepintió al punto de haber consultado al cerbero, pues quizá descubriera su presencia y deshiciera su incógnita e inopinada vigilancia. Poco deberían tardar en salir. Una fila de carruajes concentraba su sueño de marmotas en la acera frontera a la casa. Aquellos coches y los tenues fustes de una doble hilera de acacias eran las únicas trincheras tras de las cuales podía ocultarse. Transcurrieron los minutos, desde las seis y media hasta las siete menos cuarto, con una longitud de semanas. El tabaco inglés se apagaba cada dos por tres y las cerillas se le agotaron. ¿A qué hora llegará Claudia al teatro?

A las siete apareció en la calle un oficial que empezó a pasar frente a la casa con cierto empacho desembozado y fanfarrón; calzaba botas de montar e iba envuelto en un capote de vueltas rojas, como la franja de la gorra de plato, que apenas dejaba ver una faz térrea de permisionario de África. «Debe de tener cerillas», pensó Agliberto, mirando su pipa apagada. Pero no se atrevió a pedir candela. ¿A quién esperaría aquel hombre? Durante un rato se cruzaron las impaciencias de ambos jóvenes, esgrima de arriba y abajo, con las espadas de los paseítos recelosos y de las mutuas miradas suspicaces.

A las siete y cuarto, mientras Mab aguardaba ansiosa, el enorme topacio del portal se enturbió con la presencia de Celedonia. Ni Marisol ni Claudia la acompañaban. Agliberto se escondió tras un tronco de árbol, en anheloso acecho. El militar cruzó la calle y se acercó a ella. Hablaron, y, tras breve deliberación, doblaron la esquina para acercarse a un punto de coches. Un simón huyó. El oficial abrió la portezuela de otro, que se tragó a Celedonia como una negra boca infernal. Agliberto, de puntillas, les había seguido, poseído de una curiosidad furiosa. El conductor de aquel vehículo no estaba en el pescante, sino en una cercana taberna de cortinillas rojas. Antes de que el oficial palmoteara lo suficientemente recio, el joven ingeniero entró en la tasca y, poniendo un billete pequeño en manos del auriga, le asió la gorra y el impermeable, proponiéndole:

-Yo haré este servicio.

La sorpresa irónica del buen hombre se resolvió en una negativa. El joven Otelo sacó un billete de cincuenta pesetas y se lo entregó.

-Yo no dejo a nadie mi coche y mi caballo -respondió el cochero, de mal talante, pensando: «¿Qué clase de locura será la de este?».

-Prometo entregarle, además, el importe del paseo y la propina íntegra -argüía Agliberto con un tercer billete en la mano-. Se trata de la honra de mi hermana. Se ha metido en el carruaje con el novio. Quiero impedir o saber...

-Mi vehículo no es teatro de dramas. Además, yo ahora los llevo adonde sea y después se lo digo a usted, sin interés ninguno... -gruñía el Faetón, mirando los billetes.

El celoso tuvo la perspicacia de la situación y el acierto psicológico del momento; sustituyó los dos billetes pequeños por uno de veinte duros. La mano del cochero se abrió, y trocaron el abrigo, el sombrero y un reloj de oro del ingeniero, que quedaron en prenda, por un raído impermeable, una sucia gorra de visera y una sórdida bufanda. Apenas efectuado el canje, el joven Marte llegó, indignado, a la taberna.

-Vamos, hombre, vamos, ¿no estás todavía bastante borracho? -dijo con voz cuartelera.

Agliberto salió disfrazado, bajándose la visera, alzándose el cuello, con la fusta a rastras.

«Insúltame -decía para sí-. Te he de matar tarde o temprano.» Subió al pescante y le ordenaron desde dentro:

-A pasear por la Castellana.

Ciego de ira, de emoción y de curiosidad descargó un trallazo al jamelgo. Fue tan rudo el arranque que con el crujir de todas las ensambladuras del coche se presintieron los chichones de tan recio vaivén. Un doble grito salió del interior. «¡Bruto!» No oyó más de la conversación. Los cocheros de punto, muy acostumbrados antaño a esta clase de aventuras, no perdían palabra de los diálogos; pero él, novicio y angustiado, solo percibía el estruendo de una melodía bárbara, trenzada con un acompañamiento enloquecedor de los platillos de los cristales, el trombón de la caja del vehículo, los contrabajos de las ballestas, los crótalos insolentes de los cascos del caballo en los adoquines. Agliberto se desentendía de la conducción, tiraba de las riendas a impulso de su frenesí celoso y estaba atento tan solo a espiar lo que ocurría dentro del coche. Volvía a cada instante la cabeza para mirar al interior, a la vitrina de la traición, al escaparate de su desgracia; solo llegó a ver unas medias botas espoladas, muy formales, junto a los zapatitos de Celedonia. Desgobernado el vehículo dibujaba unas eses de caligrafía arbitraria. Tres veces embistió a los automóviles, siempre diestros en regatear aquella empecatada querencia.

Se desplomaba sobre la ciudad una bruma fría y anisada, con azucarillo de nevazo diluido. El pobre auriga improvisado aguzaba el oído, pero no percibía nada, absolutamente nada. Por una asociación caprichosa vino a su mente la tarde en que les habían sorprendido las sombras a aquella infame coqueta, más falsa que Judas, que ahora estaría besando con sordina al teniente, y a él en la carroza real del Museo de Belén. La enamorada habíase convertido en la perfecta infiel, el cojín regio en asiento de pescante de simón. ¡Fullerías de la fortuna! ¿Cómo los mataría? ¿Con qué armas? No llevaba revólver. Había que utilizar las palancas o manivelas de los cocheros. Mas ¿era igualar el combate frente al espadín o pistola de un militar? Volvió la cabeza el infeliz engañado varias veces. Los cristales habíanse empañado con el frío. Ya no se veían las espuelas belicosas ni las hebillas de los pies amados.

Nueva conmoción. Un farolillo por tierra. Una soga rota. El caballo de manos en una zanja. Hundida la gorra, sumido en la mugre del impermeable, Agliberto se apeó, bajo las injurias de los ocupantes. Se oyó la voz de la mujercita, encarnizada e insolente, que decía:

-Este cochero es lo más estúpido que he visto.

«Estás en lo cierto, aunque no me hayas visto», pensaba el aludido.

Después de vanos esfuerzos, el militar salió para ayudarle a restablecer el caballo en su peana de asfalto.

-Quítese el impermeable, buen hombre. ¡Cómo quiere usted hacer nada con esa bufanda que le tapa las narices y esa visera que le cubre los ojos! Aligérese de ropa.

Pero el falso auriga, disculpándose como friolero, no quería prescindir de su máscara.

Al fin pudieron sacar el caballo. Volvió Otelo a su sitio, y la pareja se reintegró a los dulces y almohadillados hules.

Otra vez el enigma de lo que ocurría dentro del coche, sin otra visión que la del trote ladeado de las ancas puntiagudas y el rumor de los cueros jadeantes, de la madera crujidora. Pero era indispensable aquella prueba; era el camino aquel que recorrían el de la comprobación de la infidelidad. Tornaron las asociaciones increíbles e insospechadas. Aquel matalón de tartamudo trote, lamentable, resignado y ridículo le trajo a Agliberto una de las pocas poesías que le enseñó una institutriz francesa. Se titulaba Le cheval de fiacre, y de ella le obsesionaban estos versos:

«Le jour la nuit, partout, glissant sur le verglas
ruisselant sous l'averse».

Se perdió, llorando en el pescante, en recuerdos infantiles y enternecedores. Distraído, tiró de una de las riendas, y una de las ruedas delanteras saltó el encintado, pasó al andén del paseo y abrazó un tronco de un árbol con estrépito. Cayeron las dos ventanillas con espanto y doble exclamación:

-¿Es que quiere usted matarnos?

-Precisamente -respondió Agliberto.

Estaba furioso. No había sorprendido ni un beso, ni un ademán condenador, ni una palabra. Y él necesitaba la prueba flagrante; lo que necesita un celoso: la evidencia. Cuando el carruaje se desenganchó del árbol, el teniente pronunció un nombre de calle, un número. ¡Allí debía de estar el nido infame!

Caía un confetti de aguanieve cuaresmal. Las farolas levantaban polvaredas de flor de azufre en luz. No tenía pistola. ¿Matarlos con unas tenazas o una llave inglesa? Los condujo sin contratiempo, con ansia y asco de sorprender el matute de su clandestinidad; pero grande fue su sorpresa cuando al llegar se dio cuenta de que la supuesta meta de la traición no era otra sino la casa de Betty. Celedonia se apeó sola y se despidió del oficial sin gran efusión, ciertamente. Este voceó al conductor: «Frente a la estatua de Espartero». Entonces Agliberto diose a pensar en todas las posibilidades que hubieran podido ocurrir en el coche, en los grados de la traición, en la verdad de lo acontecido allá dentro, detrás de los cristales empañados, en la invencible obscuridad que no había podido resolver su mirada de auriga impertinente. No había más que un medio de saberlo: preguntárselo al protagonista. Cuando llegaron al término de su viaje experimentó una honda y súbita alegría al contar solamente dos reales de propina.

«Esta gratificación no supone un gran pecado», supuso. Pero estaba tan enloquecido por los celos que pretendió cerciorarse por boca de su mismo rival, interpelándole, y blandiendo la fusta:

-Diga usted, caballero, ¿quiere usted explicarme...?

El teniente, por no disputar con un villano, le alargó una peseta más, con lo que le dejó inerme, desconcertado, patidifuso. Agliberto quedó como muerto en el pescante. Durante largo rato estuvo preguntándose a sí mismo: «¿Qué cantidad de complacencia cocheril se puede comprar con seis reales? ¿Qué habrá ocurrido aquí dentro?». Arreó el caballo y dejó las riendas sueltas. No tenía ni fuerzas para empuñarlas. El caballo fue al punto por instinto. El cochero en propiedad, encantado de no ver sangre ni acribilladuras como en las carrozas de los regicidas, le felicitaba, cambiando con él las ropas en la taberna.

-¡Que sea enhorabuena! ¡Ya me figuraba yo que no se podía dudar de la virtud de la señorita!

-No se puede dudar de la virtud de nadie -suspiró Agliberto, haciendo pucheros.

Luego imploró el postrer favor, después de entregar al auriga auténtico lo que le dio el militar por el servicio.

-La realidad es indecorosa y repugnante. Solo me queda una ilusión. Lléveme, cochero, a casa de la reina Mab.

Hizo en ella su entrada después de las nueve. La madre y los hermanos tuvieron para él las miradas más hostiles y los saludos más erizados. Mab le llamó aparte y, fría y hierática, le anunció la terminación de sus relaciones, gravemente ofendida por sus retrasos y sus veleidades. Solo doña Mencía, que estaba de visita, tuvo para él frases cariñosas y miradas de afecto. Su reconciliación había sido sincera y Agliberto necesitaba aquella noche de un gran caudal de ternura en que consolar su desgracia. Se sentía henchido, rebosante de bondad, capaz de todos los sacrificios, dispuesto a todas las generosidades.

Mab le despidió, pidiéndole la devolución de los retratos y cartas. Bajó doña Mencía en busca de un taxi o un simón, aunque la posibilidad de entrar en uno de estos le horrorizaba. Llovía horrible, copiosamente.

En vano esperaron media hora, y, al fin, se decidió a acompañarla a pie camino de Tetuán. Sentía una necesidad imperiosa de ser magnánimo, cortés y honrado en el mundo que tan duro era para con él. De su desventura desbordaba un torrente de enternecimiento, un géiser de cariño universal, eterno, inagotable, un afán de fraternidad que hubiera querido llevar hasta el aniquilamiento. Así, ofreció su paraguas y su compañía a aquella pobre vieja chismosa, comadreja y cizañera que, sin duda, había contribuido al ruinoso desenlace sentimental de su novela. Pero en el mayor dolor se encuentra el perdón más fácil. Las aguas y los vientos entrecruzaban sus X X X en temibles matasuegras. Ofreciendo el brazo a doña Mencía, protegiéndola de las lanzadas de la ventisca, la llevó hasta cerca de su casa. Le contó su ruptura con Mab, y aunque calló la traición de Celedonia, encontró en la sexagenaria, que tan enemiga suya había sido, tanto consuelo y promesa de intercesión que se echó en sus brazos como si fuera su madre, con el apremio del cariño maltratado, hecho trizas. La señora se arrepintió de su campaña contra él, y mezcló sus lágrimas a las gotas de lluvia.

-No tenga cuidado, Agliberto; yo le prometo que, como antes le atacaba, ahora le defenderé con toda mi alma. ¡Qué bueno es usted!

A las once llegó el joven ingeniero a su casa. El llanto habíale abierto el apetito, pues aunque es la expresión del dolor, es también un jugo de marisco salaz y estimulante. Sus hermanas habían ido al teatro. Su padre, colérico, amenazador, se irguió implacable:

-Ya estamos cansados de que nos tomes el pelo. ¡Bien cumples tus promesas! Esta noche cenarás donde quieras, porque en esta casa ya se ha cenado.

Cariacontecido, deshecho, el joven salió a la calle. En un café comió mecánicamente. Allí encontró a su amigo el periodista, borracho. Bebieron de madrugada cerveza, ajenjo, morapio. En su embriaguez desacostumbrada, las imágenes dolorosas despertaron en Agliberto la tentación del suicidio. Bajó al Manzanares con intención de ahogarse. La crecida era imponente, pero el alba rompió con un ballet de nubes rosadas y adolescentes, con un pedazo de luna de oro y con un azul tan rico que desistió de sus propósitos ante la aurora del nuevo día.

Los platillos de la balanza

AL DÍA SIGUIENTE, en el chalet de los amantes, Celedonia, acusada de alta traición, contestaba al interrogatorio inexorable, entre la espada de los celos y la pared de sus tartas y retratos devueltos, en el banquillo de las enamoradas.

-¿Quién es ese teniente?

-Un teniente.

-Te saludó al salir de casa de Claudia.

-Me saludó.

-Subisteis juntos a un coche de punto.

-¡Qué calumnia! Yo no he ido en coche con ningún hombre, si no es contigo. ¿Quién ha dicho eso? ¿Qué pruebas tienes? Una silueta en el estribo, el reflejo de un farol que ilumina dos caras, imprecisas, confundibles... ¡Una equivocación!

-No hay error posible. Yo iba en el pescante, Celedonia. Yo era... el cochero que os llevaba.

-¡Ay, qué tres sustos me diste! Ya lo decía yo: «Este hombre parece que no ha conducido nunca». ¡Creí que nos matabas! Pero estoy contentísima porque tú, por tus propios ojos, observarías lo formal de nuestra conducta. No pudo ser más ejemplar.

-Yo no sé nada, ni vi nada. Los cristales estaban empañados. Atendía tan solo al caballo.

-No mientas, pequeño mío. ¡Ay, si mi alma sabe que tú eras aquel cochero embozado que volvía la gaita para mirarnos! Me subo al pescante y te como a besos, en vez de ir con ese... imbécil.

-¿Quién es ese hombre, hembra vil?

-No puedo decírtelo, Agliberto.

-¿Quién es? -gritó él-. ¿Es acaso un secreto?

-Sí, es un secreto que debo guardar.

El joven saltó sobre ella como una fiera y oprimió su blanco cuello entre las manos para estrangularla. La derribó en un diván, pero una de sus crueles y duras rodillas tropezó con un seno tan blando, tan familiar, tan querido, que reprochó con su morbidez indulgente e implorante la brutalidad de la rótula dominadora.

La sensación fue tan inesperada y oportuna que Agliberto desasió a Celedonia y cayó en una silla, horrorizado de su intento. Ella, llorosa, enardecida y contenta de aquella violencia que jamás sospechara, se acercó a él.

-Para ti no hay secretos, amor mío. Te lo diré todo, aunque prometí y juré no revelarlo. Este hombre ha sido el amante de la hermana de Carmen Ponce, la casada. La ha comprometido vilmente, además de otras fechorías. Ella deseaba recuperar sus cartas y me encargó tal misión.

-¿Y para eso era preciso ir en coche?

-Preciso no, pero yo no quería que me vieran con ese hombre en ningún sitio. Creí encerrarme en el mejor incógnito y he cometido la peor de las imprudencias de mi vida. He perdido mi felicidad al perderte. ¡No me abandones, Agliberto; ten lástima de mí! Sin ti no podré vivir -gritó llorando, desesperada, suelto el cabello.

Estaba, más que linda, hermosísima.

Así lo reconoció su amante. Y, sobre todo, estaba, si no completa, casi completa. Era la mujer disputada, la mujer sin garantías, de la que no estaría nunca seguro.

Era la antítesis de Mab, hecha para él, y solo para él, personal e intransferible, incapaz metafísicamente de toda infidelidad.

Entonces aquel hombre de veinticinco años, lego y lerdo en la vida, atisbó una gran verdad: que las mujeres pueden engañar a los hombres estando perfectamente enamoradas de ellos, y quizá por eso mismo. ¿Además, qué pruebas existían de que le hubieran engañado?

Y como el celoso es insaciable en la sospecha, pero también lo es en la justificación y aniquilamiento de ella, la tomó en sus brazos como a un delicioso compendio de la absurda paradoja, de la nunca bien ponderada contradicción del mundo.

Sin embargo, es preciso advertir que fabricada, esculpida, rehecha con los agudos y sutilísimos buriles de los celos, estaba a todo momento en entredicho su entereza e integridad.

Existen martillos y cinceles de rápida y milagrosa ejecución, pero que siempre dejan en la obra una desconchadura.

Desde aquel día, el amor de Celedonia predominó sobre el de Mab, quien por su parte no tuvo inconveniente en reconciliarse también con Agliberto. ¿Por qué siguió este simultaneando sus amores con ambas?

La adoración se polarizó hacia la amante rubia, creadora del mito real. Por ella no hacía nada a derechas, derribaba los mejores fruteros de la ocasión, y en su pasión desaforada, intolerable, se le caía la baba al contemplarla, alocada, frenética, inverosímil. Su nombre, que a él se le antojaba tan dulce, le servía para llamar las cosas más queridas; hubiera deseado que su madre, que las ciencias, los paisajes y los manjares preferidos se llamaran Celedonia. En su amor, justo es decirlo, perseguía a la muerta de aquel viaje en que estuvo tan displicente con ella; quizá también a la sirena. Pero la amante de ahora le pagaba con la mejor moneda, aunque siempre dejaba lugar a dudas respecto a su fidelidad. Fueron casi felices bajo los panales de las lunas llenas, pero a causa de la calumnia, la denuncia o la experiencia aparecía siempre como una obra sin terminar, incompleta o ya acabada y desportillada; ella, la Celedonia amada, no había sido ofrecida por la Naturaleza o la Divinidad, sino elaborada por la nostalgia del tiempo derramado y perdido, por los celos, por los errores, es decir, por lo ya desaparecido e irremediable. Lo que no podía rescatarse ya, eso le faltaría siempre; y entre lo irreparablemente ausente, figuraban las ocasiones desperdiciadas, los días malgastados; quizá también la flor de la virginidad.

Y he aquí la razón por la cual el caprichoso ingeniero continuaba su noviazgo con Mab. Poseía esta un aditamento, un adorno, un asa, un algo que no sé cómo llamar, pues ignoro, lector, el nombre con que tú quisieras designarlo. Aquel trozo, aquella laña, aquella cualidad era necesaria quizá para el acabamiento artificial de Celedonia. Por este motivo, un día cualquiera, no sabemos si fausto o aciago, Agliberto no pudo sufrir la ostentación del privilegio de Mab, y estrujándola en un abrazo se apoderó de él, suponiendo que así remendaba la imperfección de Celedonia.

Es preciso atestiguar que no consiguió rematar con éxito la empresa. No se hace una mujer con ingredientes que pertenezcan a dos distintas. Pero él llegó a esa solución vital, que otros calificarían de delito, quizá con razón.

Intento de epílogo

¡Cuánto ignora, cuánto yerra
el que, químico de amor,
vive de hacer experiencias!
CALDERÓN DE LA BARCA La niña de Gómez Arias (jornada 1.ª, escena VI)

Una visita al novelista

UNA JUGOSA TARDE de mayo Agliberto, ya ingeniero, con un bello traje gris y un clavel rojo en el ojal, llegó a casa del Novelista. Este le recibió entre contrariado y sonriente, en medio de cuartillas desparramadas y libros abiertos. En un jarrón de vieja loza de Sevilla se esponjaban unas rosas.

-¿Quién es usted y qué desea? -preguntó el escritor, apoyándose en el respaldo de un sillón Renacimiento francés.

-Soy Agliberto, personaje de novela.

Y le relató sus amores hasta el punto en que quedaron al final del capítulo último.

-¡Ah, ya! ¿Viene usted a brindarme su novela para que la descifre y orqueste?

-No, señor. Yo no soy un personaje pirandelliano. Soy más sencillo y concreto; yo no vengo a incorporarme a la producción de usted ni a pedirle tampoco que intervenga en la creación de hechos que pertenecen a mi carácter y destino. Con que me dé su diagnóstico y receta me basta. Mi propósito no es originarle sinsabores y espero de su amabilidad que procure no ocasionarme ninguno, porque...

-Perdóneme -interrumpió el Novelista-; yo no he requerido aquí su presencia. Usted, espontánea y libremente, ha venido a mi casa. No acierto a explicarme la razón de esas condiciones previas...

-Yo no vengo a alterarle la vida ni los nervios, señor Novelista. No se irrite. Tampoco vengo a que me explique a mí lo que yo solo puedo explicar. No quiero que analice, defina y catalogue mis conflictos amorosos. Vengo a consultarle acerca de la solución que debo darles. Así como cuando se cree padecer una enfermedad se acude a ver al médico, cuando se avecina un pleito se conferencia con un abogado, que son peritos técnicos ante semejantes contratiempos, yo, con dos amores simultáneos, vengo a consultar a usted, Novelista, hombre versado en la soberana ciencia de la felicidad...

-¿Así que usted estima que nosotros, los novelistas, tenemos consulta abierta, bufete o clínica para cualquier conflicto o dolencia?...

-¿No son ustedes los usufructuarios de los métodos para alcanzar la dicha humanamente posible? Todo lo supeditan a la felicidad, y dan por explicados y bien empleados todos los esfuerzos, los afanes y los sacrificios, no solo de los personajes al vivir la novela, sino de ustedes mismos al escribirla, con tal de que, al fin, se casen los protagonistas. No ignoro que hay ciertos escritores amargos a los que repugna tal desenlace. Pero es porque son unos pesimistas o son terapeutas de distinta laya. Pero desde luego la novela debe ser considerada como un tratamiento enderezado a la curación, que es el epílogo. ¿Qué culpa tengo yo de que, consciente o inconscientemente, trabajen en sentido de que pueda siempre consultárseles como a médicos o abogados? Usted sabe ya que tengo dos amantes...

-Perdóneme, joven Agliberto; está usted en un error. Los personajes de nuestras novelas, de las que brotan de nuestra pluma, jamás nos consultan sus determinaciones. Viven su vida, con una independencia, con una personalidad desconocida en los otros seres de carne y hueso. Nosotros no ejercemos el menor influjo en sus crisis y resoluciones. Después de escritos nuestros epílogos siguen ellos llevando la existencia que mejor les parece hasta que mueren.

-¡Pero si ustedes los matan casi siempre! -interrumpió el joven ingeniero.

-¡Otro error profundo! Nunca he sido un asesino, ni siquiera un verdugo, un ejecutor de la justicia humana o divina. Los personajes van ellos, por sí, unos por imprudencia, otros por conjunción de circunstancias, a la muerte. Créame, cuando sucede esto, nosotros, los escritores pasamos muy mal rato, sobre todo si son antiguos amigos, buenos frecuentadores de nuestra fantasía. (¡De la fantasía habría tanto que decir, amigo mío!) Quisiéramos salvarlos del peligro, de la enfermedad, del puñal o del veneno; pero ¡imposible! ¡Con la vida que llevaban y el carácter que tenían! Los personajes descarriados y los poco venturosos nos producen muchos disgustos.

-No pretenda engañarme, señor Novelista, con tanto pirandellismo. No intente persuadirme de que el contenido de las novelas es la misma vida textual y en bruto del personaje. Además, aunque así fuera, ustedes tienen la facultad de cortar la cinta por donde mejor les place.

-Pero no para modificar el proceso, el desarrollo, el desenvolvimiento interior de los sucesos -protestó el escritor-. Esa es una cuestión de punto de vista, de escuela literaria o de pereza, simplemente.

Agliberto arguyó:

-Pero no me negará que tienen buen cuidado de callar muchos detalles y de subrayar otros.

-¡Bueno fuera que no lo hiciéramos! ¡Si supieran los lectores las cosas que tenemos que ocultarles! ¡Cuántas calaveradas y estupideces cometen los personajes de las cuales no puede darse publicidad!

-Entonces ya está hecha la confesión de una labor propia: preparar disculpas, enhebrar alcahueterías. Ya aparece ahí su función en embrión y principio.

-Sí, es verdad; lo confieso. En honor de ustedes, los lectores...

-Yo soy Agliberto, personaje de novela. No soy un lector de usted. Algo leo, sí, pero ante todo ¡soy personaje! No lo pierda de vista. Ustedes, los literatos, en cuanto ven a un ser viviente le tratan como lector y nada más que como lector posible. ¡Eso es industrialismo exagerado! Tráteme como quien soy. ¿No soy un personaje? Pues considéreme como tal. ¡Esto ya es intolerable!

Y golpeaba, furioso, la mesa con los puños. Tentado estuvo el Novelista de ponerle en la escalera, pero disculpando sus vehementes excesos le dijo:

-No se exalte. Ahora me toca a mí recomendarle mesura y prudencia. Veamos; expóngame su pretensión y veremos en qué puedo servirle.

El ingeniero se paseaba, absorto, de un lado a otro del despacho. De una cama turca levantó un violín melado, bruñido, rutilante.

-¿Usted toca esta clase de instrumentos?

-No -replicó el escritor-. Es de una señorita que viene aquí algunas veces.

-¿Su amante, sin duda? -dijo Agliberto-. Lo malo no es una. Yo tengo dos amantes. Mi situación es insostenible. Ni un médico, ni un confesor, ni un agente de negocios pueden aconsejarme. Vamos, señor Novelista, dígame su opinión. Hace un año Mab era una plena y rebosante realidad erótica para mí. Celedonia no era nada, absolutamente nada. Después, su conducta, su elaboración de mitos, su travesura, su nombre le han hecho adquirir preponderancia. Claro que es una mujer incompleta, y lo que le faltaba se lo he ido arrancando a Mab para hacer con elementos de ambas la amada integral y sintética. Pero esto es solo posible para mi vida íntima, espiritual y soñadora. Práctica y humanamente, en cuanto a la moral y el derecho, he adquirido con dos mujeres compromisos y usos incompatibles. Es preciso quedarse con una y desechar a la otra. La promiscuidad se ha hecho imposible. ¿Con cuál de las dos cree usted que debo quedarme, para ser feliz, entiéndame bien?

-Yo creo que a esa novela se le podrían dar varios finales -continuó el Novelista distraído-. Yo no sé la que podría agradar más al lector. Veamos, usted, o mejor, Agliberto..., déjeme hablarle en tercera persona, seguiría haciendo el amor a las Mab escultóricas, y Celedonia seguiría paseándose misteriosamente con capitanes y tenientes en coches de club o de punto, pero eso quizá hiciera interminable el relato y fuera quizá, ademas, una innoble mentira, una calumnia. ¡No, es preciso tener tino y no ofender a nadie sin justificación! Se me ocurren dos soluciones de novela.

Primera. -Casar a Celedonia con Agliberto. Desenlace moral, y por ende, fácil. Darles un niño. También le es fácil a un novelista. Para el lector sería algo abusivo dejar a Mab en el mayor abandono. Habría que casarla con cualquiera; con un banquero, con un jugador de golf, con otro ingeniero, y hacer que diera a luz una niña. Una niña para que, corriendo los años, se casara con el hijo de Celedonia y Agliberto. Al lector compasivo y tierno, amigo de las novelas simétricas como frontones griegos, le agradaría mucho esta solución.

Podría haber una segunda. -Aumentar las dificultades, los escándalos, las infidelidades entre Celedonia y Agliberto y provocar la boda de este con Mab. Celedonia caería enferma de muerte, sin morir. Últimos sacramentos. Transfusión de la sangre del amado ante un coro de gentes admiradas. Celos, desafíos, hundimiento, puñalón o tifoidea. Muerte de Agliberto. Celedonia desesperada, no pudiendo morir de pena por impedírselo su temperamento, ingiere unas pastillas de sublimado corrosivo. Esta solución no me parece mal.

Agliberto estaba rojo de ira:

-He tenido la paciencia de escucharle, pero ya no aguanto más. Usted habla como si fuera a dar final a una novela, a encontrar la clave de la venta de su edición y yo vengo a consultarle para que me diga lo que usted haría, hombre real, en mi piel y en mi situación. A mí no me importa la novela; a mí me importa mi felicidad de hombre.

-Hombre, yo, por mi parte, continuaría en amores con ambas, si son tan deliciosas como usted describe. Pero a usted, que es personaje...

-Pero, señor Novelista, ¿no me ve usted que soy un ser real?

-Esa es una pretensión quizá alucinatoria, de creación literaria. Usted no es tan real como cree. Usted es algo contradictorio, desafinado, incompleto en presencia de personalidades femeninas íntegras, enterizas, de una pieza, frente a la Celedonia de la realidad o la Mab de la fantasía. Cuando no le faltaba a usted el cuerpo le faltaba el espíritu, o viceversa. En el momento en que usted ha creído completarse, superponiendo su alma a su materia, no ha podido optar entre una y otra y ha sacado de ambas lo que más le ha convenido. Lo que usted ama actualmente no es la criatura ideal ni la hembra palpitante, sino un monstruo mixto que tiene algo de una y de otra.

-No nos entendemos, señor Novelista. Usted sigue en sus trece: considerar inmutable todo lo que no sea el personaje central. Yo estoy en el punto de vista vital, aunque sea sólo personaje. Creo que han sido ellas las que han mudado de contenido y volumen eróticos. Y ante su mutuo trasiego y transmutación recíproca, pido quedarme con una. Lo quiero, lo exijo. Por creer que ambas son indispensables como circunstancias usted me aconseja y casi me impone que continúe con ambas. ¡Pero yo quiero ser dichoso! Tengo derecho a ello. ¡Soy un ser viviente, libre, desligado de la imaginación tirana de un literato!

-Pero ¿no entró usted diciendo que era un personaje? Pues como tal le he tratado. Repare en que nuestras discrepancias han surgido porque usted no quiere ser considerado como protagonista de novela, sino como hombre de sociedad o ciudadano.

-Como hombre. Soy tan humano como el que más. Tengo una vida tan poderosa y tan independiente como la de usted. Pero tengo derecho a pedir su asistencia y su consejo. Es un pacto tácito entre ustedes y nosotros. ¿No ejercen tutela los autores sobre los personajes? ¿No los explotan? Pues esta relación, aunque nuestra independencia está ya reconocida por todo el mundo, no puede ser despreciada. Es un derecho del hombre-personaje. Como los novios piden el consentimiento paternal, nosotros hemos de solicitar el consejo de los autores. No es una renuncia de nuestra autonomía; es exigir simplemente al escritor que en sus rendimientos y gloria no se vaya tan de rositas y acepte la responsabilidad de aconsejarnos como si fuéramos prójimos, semejantes, seres libres. Existe un vínculo entre nosotros y a ustedes debe imputarse, bien por culpa, por ignorancia o inhibición, que no seamos más felices en nuestra existencia.

El Novelista quedó pensativo, abrumado. Reconoció que, en efecto, aun viéndole tan material y tangible, le había tratado como a un fantasma, pero no pudo o no supo decidirse. Y dijo como en sueños:

-Sí, sin duda; estas exigencias, estos tremendos tiquismiquis de los personajes son los que han traído la actual decadencia de la novela.

-No hay evasiva posible -argumentó Agliberto-, porque he conseguido la absoluta identidad conmigo mismo. Ya no vivo de prestado, ya no pido vivir como parásito sobre la personalidad de un jefe de Administración, ni a la sombra de la endemoniada ejemplaridad de don Juan; ahora mi cuerpo y mi alma están tan coincidentes como las figuras iguales de la geometría en el artificio de las demostraciones. ¡Ahora sí que soy un ser viviente!

-En efecto -reconoció el Novelista-. Ha habido un equívoco en nuestra conversación. Quizá le haya tratado como una realidad fingida. Usted tuvo la culpa al presentarse como personaje y requerir que le tratase como tal. Ahora reconozco su vitalidad, y al reconocerla le digo: ¿para qué necesita de consejos y autorizaciones de nadie quien está dotado de la mayor espontaneidad y autonomía biológicas? Por otra parte, según su relato, yo sé a quién usted prefiere: a Celedonia. Es la que le solivianta y le hace superponibles la carne y el espíritu como dos figuras geométricas iguales. Además es la que le engaña a usted y esa siempre es la preferida. Ya sabe usted lo que decía Descartes del espíritu maligno: Me engaña, luego yo existo. No me venga con hipocresías; esa es la que le gusta a usted. ¿Para qué quiere que intervenga yo en la comedia de un beneplácito que no puedo otorgar ni rehusar, y que usted pide para una de las dos soluciones, con una parcialidad manifiesta?

-¿Así es que se resiste a aconsejarme, a rehuir la consulta?

-Me lavo las manos. Declino la responsabilidad. Esto es todo, ni más ni menos.

-¡Esto es repugnante! -vociferó Agliberto, haciendo batimanes y tomando el sombrero y el bastón-. ¡Nunca se ha visto a un novelista tratar con igual desconsideración a un personaje!

El escritor, por su parte, algo malhumorado, arregló sus libros, recogió sus cuartillas y, después de admirar las rosas -unas rosas como para besarlas-, fue a dejar en la cama turca el violín de la virtuosa.

-¡Gracias al cielo! -exclamó-. ¡Ya se ha marchado! ¡Qué impertinentes son estos jóvenes personajes de novela!

Otra vez frente al mar

AGLIBERTO SE OLVIDÓ de Mab, la desechó. Han pasado dos, tres años. Los que quieras, lector. Mediodía. Una playa. Ellos, los dos (no hay que preguntar quiénes), semidesnudos en sus trajes de baño. El cuerpo de ella apenas cubierto por un leve antifaz del torso, ingles y axilas por fronteras.

CELEDONIA.

¿Habéis inventado las matemáticas los ingenieros o las matemáticas se han inventado para vosotros?

AGLIBERTO.

No, Celedonia, no; el origen de la matemática no arrancó de una necesidad práctica. Hay momentos, tanto en el dolor como en el placer, en que nos sentimos tan rebosantes, tan henchidos que ya no soportamos el menor acrecimiento de alegría o de pena y venimos a decir a nuestro propio sentimiento: «Basta, basta ya; no seas tan pródigo», como si estuviese colmada la vasija de nuestro aguante. De esa noción metafórica del alma como envase o crátera de nuestras congojas o regocijos; del padecimiento de su rebase nació el concepto de capacidad y de él el de la quantitas y el de lo mensurable. Esa es la progenie del número y de la matemática elemental. Esa camama de la voluminosidad de las sensaciones debe entenderse al revés. Solo por emociones, por sentimientos puede adquirirse la intuición de los volúmenes. Nuestras impaciencias humanas son las que tienen solo tres dimensiones. El espacio es la desazón mayor, la máxima angustia.

CELEDONIA.

¡Caramba! ¡Qué chusco! ¿De modo que matemáticas quiere decir todo eso?

AGLIBERTO.

Celedonia, «matemáticas» significa, en su acepción estricta, conocimiento de todo conocimiento. Vivió un griego que pensaba que no es verdad lo que pasa, lo que transcurre, ni lo que tiene la pretensión de ser en una falaz permanencia; que no hay más verdad esencial que número.

CELEDONIA.

Pues a mí me parece muy antipático y jeringoso eso de que siete por ocho sean siempre, sin remedio, cincuenta y seis. ¿Son cincuenta y seis? Y que todas nuestras ansias, nuestras ilusiones; esta ternura que yo siento por ti, inmensa, brincadora como ese mar que está frente a nosotros, no sirvan, según tu explicación, más que para producir un cinco y un siete, trabajados, bordaditos como en los dechados de los colegios. Me parece insufrible, ¿sabes?

AGLIBERTO.

Mira, niña, la vida del espíritu es poderosa, espumeante, rica, pero no hay medio para sujetarla en sus vehemencias. Los humanos hemos inventado dos camisas de fuerza; la matemática y la lógica. La ciencia es la receta económica entre los desbarajustes de la pasión y el capricho; el freno, la serreta del pensamiento.

CELEDONIA.

¡Pues es una soberbia birria toda la ciencia! ¡No te rías, no, que lo digo muy en serio!

AGLIBERTO.

Yo creí que tú albergabas una malograda vocación científica. Uno de los grandes enigmas sin dilucidar entre nosotros, uno de los grandes enigmas es el de por qué declaraste, en aquel primer viaje, al pasar la frontera, que ibas a aquel país a montar un laboratorio. ¿No tenías otro recurso mendaz? ¿No pudiste declararte manicura, cantante de ópera o abolicionista de la bebida? ¿No prueba ello una secreta afición a la ciencia?

CELEDONIA.

A la química, sí, Agliberto. Es una ciencia divertida, es decir, no exacta. Mi padre, que era médico; mi padrastro, usurero y boticario, me han iniciado en los alcances y delicias de esa rama del saber humano. Se echan en un cacharro una sal y un ácido. Dicen todos los libros que darán un precipitado rojo. Y no es así; el precipitado sale siempre verde, azul o amarillo. Esa, esa es la ciencia que a mí me gusta. Cuando fui detrás de ti en aquel viaje yo ignoraba si era la sal o el ácido. Pero cualquiera hubiera supuesto el color del precipitado. No obstante, salió de todos los colores, menos del presumible. Y así ocurre siempre. Tú también creías precipitadamente que tu destino era precipitarte sobre aquella estúpida Mab, que tanto me ha hecho sufrir, y has caído en este otro precipicio de mi amor y mi desvelo.

AGLIBERTO.

Celedonia, estás desbarrando.

CELEDONIA.

Oye, tú, pocholito, ¿no crees tú que nuestros amores han tenido mucho de película y de experiencia química?

AGLIBERTO.

De película, lo terrible; la desproporción de ritmos: apresuramiento, aceleración, gracia atropellada; otras veces, ralenti, desesperante y ridículo. De experiencia química imperfecta, el desconocimiento de los ingredientes. Así, todo ha sido, por gracia tuya, imprevisto y mitológico: condiciones que hacen buenas las películas cómicas y malos los experimentos de laboratorio, que no pueden ser nunca cómicos. Cintas excelentes son aquellas en que sale verde el precipitado anunciado como rojo y deplorables aquellas en que sale rojo de veras, al revés que...

CELEDONIA.

Sí, ya comprendo. Pues reniego de la química perfecta y escrupulosa, si no es tan divertida como el cine. Dime, bobito, ¿y cuál es el otro gran enigma de mi existencia que te hace cavilar tanto?

AGLIBERTO.

Toda tu personilla hace que me devane los sesos a menudo, pero nunca he llegado a explicarme cómo desapareciste en el mar aquella mañana; cómo te sumergiste dejando la vacante a la sirena y luego reapareciste en Deauville.

CELEDONIA.
(Sonriendo con una sinuosidad burlona, después de una solemnidad de gran mentira.)

Estaba convencida, Agliberto, de que jamás me amarías. Hubiera sido de un heroísmo dulce para mí ahogarme aquel día. El mar tenía el sabor de mis propias lágrimas. La sirena te vio en la playa y, ¡claro!, se enamoró de ti. ¡Éramos tan iguales! Nos parecíamos como dos gotas del inmenso mar de nuestro amor. Me arrebató de brazos del bañero, llevándome a un islote despoblado. Allí puso a mi disposición su vestuario y su cocinero poseidónicos. Viví vestida de algas y corales. Comía salmón a todo pasto y nidos de golondrina, que traían del Extremo Oriente los tritones y las aves del mar. A los diez días, la sirena volvió desconsolada: «Hija mía -me dijo-, eso no es un hombre; es un ingeniero, pero no de piedras y hierros, sino de quimeras y delirios; un ingenioso». Me llevó en sus hombros, cantando, hasta la playa francesa. Allí me devolvió las ropas, facturadas a mi nombre. ¿Está claro ahora el enigma?

AGLIBERTO.

Sí, es una patraña muy clara, perfectamente lógica, muy bien explicada.

CELEDONIA.

Una mentira que nos ha conducido a una verdad terrible y pecaminosa, la del amor profano y maravilloso; la del amor material, diríamos en lenguaje científico...

AGLIBERTO.

Sí, que es lo menos material que hay en el mundo...

Están oreados de brisa, casi desnudos, en la playa de arena rosa. El mar, más que sonrisa o sendero, es la comba innumerable que hace saltar infinitas sirenas de blanca espuma. Celedonia y Agliberto, de cuando en cuando, se dan un beso, unas veces con frenesí; otras, con el abandono de la ternura indeleble y definitiva.

Appendix A

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