Juan Pablo Rubín no podía vivir sin pasarse la mitad de las horas del día o casi todas ellas en el café. Amoldada su naturaleza a este género de vida, habríase tenido por infeliz si el trabajo o las ocupaciones le obligaran a vivir de otro modo. Era un asesino implacable y reincidente del tiempo, y el único goce de su alma consistía en ver cómo expiraban las horas dando boqueadas, y cómo iban cayendo los periodos de fastidio para no volver a levantarse más. Iba al café al medio día, después de almorzar, y se estaba hasta las cuatro o las cinco. Volvía después de comer, sobre las ocho, y no se retiraba hasta más de media noche o hasta la madrugada, según los casos. Como sus amigos no eran tan constantes, pasaba algunos ratos solo, meditando en problemas graves de política religión o filosofía, contemplando con incierto y soñoliento mirar las escayolas de la escocia, las pinturas ahumadas del techo, los fustes de hierro y las mediascañas doradas. Aquel recinto y aquella atmósfera éranle tan necesarios a la vida, por efecto de la costumbre, que sólo allí se sentía en la plenitud de sus facultades. Hasta la memoria le faltaba fuera del café, y como a veces se olvidara súbitamente en la calle de nombres o de hechos importantes, no se impacientaba por recordar, y decía muy tranquilo: «En el café me acordaré». En efecto, apenas tomaba asiento en el diván, la influencia estimulante del local dejábase sentir en su organismo. Heridos el olfato y la vista, pronto se iban despertando las facultades espirituales, la memoria se le refrescaba y el entendimiento se le desentumecía. Proporcionábale el café las sensaciones íntimas que son propias del hogar doméstico, y al entrar le sonreían todos los objetos, como si fueran suyos. Las personas que allí viera constantemente, los mozos y el encargado, ciertos parroquianos fijos, se le representaban como unidos estrechamente a él por lazos de familia. Hasta con la jorobadita que vendía en la puerta fósforos y periódicos tenía cierto parentesco espiritual.
Pero aunque Juan Pablo se encariñaba de este modo con el local, había cambiado de café bastantes veces en el espacio de cinco años. Equivalía esto a mudar de vivienda, y como todos los cafés de Madrid se parecen, lo mismo que se parecen las casas, Juan Pablo llevaba en sí propio su domesticidad, y a los dos días de frecuentar un café, ya se encontraba en él como en familia. Los cambios eran determinados por ciertas corrientes de emigración que hay en la sociedad de los vagos y que no se sabe a qué obedecen. Unas veces el impulso partía de algunos amigos inconstantes, tocados de la manía de la variedad; otras la emigración era motivada por una cuestión muy desagradable con aquel señor de la mesa próxima. Ya provenía de que el amo del café se portó cochinamente cobrando a la tertulia unas copas, que se habían roto al discutir las verdaderas causas de la muerte de Concha en Montemuru; ya, por fin, de un desmejoramiento progresivo e intolerable del género, razón por la cual desearan muchos estrenar los establecimientos nuevos o renovados. Juan Pablo no gustaba de iniciar ninguna corriente de emigración; pero las seguía casi siempre. En estas corrientes es fácil que se pierda alguno de la partida, o por rebelde a las mudanzas o porque las deudas le cautivan en el antiguo local y allí le hipotecan la asistencia, pero en cambio siempre se gana algún tertulio nuevo que viene a refrescar las ideas y las bromas.
Quien se hubiera tomado el trabajo de seguir los pasos de Rubín desde el 69 al 74, le habría visto parroquiano del café de San Antonio en la Corredera de San Pablo, después del Suizo Nuevo, luego de Platerías, del Siglo y de Levante; le vería, en cierta ocasión, prefiriendo los cafés cantantes y en otra abominando de ellos; concurriendo al de Gallo o al de la Concepción Jerónima cuando quería hacerse el invisible, y por fin, sentar sus reales en uno de los más concurridos y bulliciosos de la Puerta del Sol.
Al medio día era siempre de los retrasados, porque se levantaba tarde; por la noche era infaliblemente el primero. Rara vez, al entrar, encontraba ya allí a D. Evaristo González Feijoo o a Leopoldo Montes. La tertulia de la noche tenía su personal distinto de la del día, y eran pocos los que asistían a una y otra. Sólo Rubín era punto fijo en ambas. La peña aquella ocupaba tres mesas, y antes de que los parroquianos llegaran, el mozo les ponía a todos el servicio. Juan Pablo entraba a las ocho, cuando aún no había en el local más que tres o cuatro personas, y los mozos estaban de conversación sentados junto al mostrador. En este, el amo o encargado preparaba los servicios, poniendo pilas de platillos de azúcar. Cada instante se abría la puerta de cristales para dar paso a algún parroquiano (que entraba quitándose la bufanda o desembozándose), y luego se cerraba con fuerte batacazo, para volverse a abrir en seguida con estridente chirrido de goznes mohosos. Era un estribillo abrumador... Chirris... entrada del individuo con su puro de estanco en la boca... después pum y otra vez chirris...
El amo saludaba desde el mostrador a algún parroquiano que le caía cerca. Los más gustaban de que se les sirviera el café sin ninguna tardanza, y daban palmadas si el chico no venía pronto. Juan Pablo entraba despacio y muy serio, como hombre que va a cumplir una obligación sagrada. Dirigía el paso gravemente hacia las mesas de la derecha y se sentaba siempre en el propio sitio con matemática exactitud. El mozo le saludaba en el momento de dar un restregón con el paño a la mesa, y él, contestando con cierta dignidad, frotábase las manos, se acomodaba bien en el asiento, conservando la capa sobre los hombros; después acercaba el vaso, poniendo a la derecha, a la discreta distancia a que se pone el tintero para escribir, el platillo del azúcar, y luego atendía a la operación de verter en el vaso la leche y el café, poniendo mucho cuidado en que las proporciones de ambos líquidos fueran convenientes y en que el vaso se llenara sin rebosar. Esto era elemental. Después cogía la cuchara con la mano izquierda y con la derecha iba echando pausadamente los terrones, dirigiendo miradas indulgentes a todo el local y a las personas que entraban. Como veterano del café sabía tomarlo con aquella lentitud y arte que corresponden a todo acto importante.
Imposible que la historia siga a este hombre en todos sus periodos cafeteros. Pero no se puede pasar en silencio la etapa aquella de la Puerta del Sol, en que Rubín tenía por tertulios y amigos a D. Evaristo González Feijoo, a don Basilio Andrés de la Caña; a Melchor de Relimpio y a Leopoldo Montes, personas todas muy dadas a la política, y que hablaban del país como de cosa propia. Teniendo todos la misma manía, cada cual cultivaba una especialidad, pues Leopoldo Montes llevaba un día y otro infaliblemente, noticias de crisis; D. Basilio descendía siempre a menudencias de personal; Relimpio era procaz y malicioso en sus juicios; Rubín descollaba por suponerse que todo lo sabía y que se anticipaba a los sucesos viéndolos venir, y por último, Feijoo era profundamente escéptico, y tomaba a broma todas las cosas de la política.
Allí brillaba espléndidamente esa fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado implacable. Antiguamente, los partidos separados en público, estábanlo también en las relaciones privadas; pero el progreso de las costumbres trajo primero cierta suavidad en las relaciones personales, y por fin la suavidad se trocó en blandura. Algunos creen que hemos pasado de un extremado mal a otro, sin detenernos en el medio conveniente, y ven en esta fraternidad una relajación de los caracteres. Esto de que todo el mundo sea amigo particular de todo el mundo es síntoma de que las ideas van siendo tan sólo un pretexto para conquistar o defender el pan. Existe una confabulación tácita (no tan escondida que no se encuentre a poco que se rasque en los políticos), por la cual se establece el turno en el dominio. En esto consiste que no hay aspiración, por extraviada que sea, que no se tenga por probable; en esto consiste la inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros, la ayuda masónica que se prestan todos los partidos desde el clerical al anarquista, lo mismo dándose una credencial vergonzante en tiempo de paces, que otorgándose perdones e indultos en las guerras y revoluciones. Hay algo de seguros mutuos contra el castigo, razón por la cual se miran los hechos de fuerza como la cosa más natural del mundo. La moral política es como una capa con tantos remiendos, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo.
Hablando de esto, Feijoo y Rubín achacaban la relajación de los caracteres a los desengaños. «Yo —decía Feijoo—, soy progresista desengañado, y usted tradicionalista arrepentido. Tenemos algo de común: el creer que todo esto es una comedia y que sólo se trata de saber a quién le toca mamar y a quién no».
Don Evaristo González Feijoo merece algo más que una mención en este relato. Era hombre de edad, solterón, y vivía desahogadamente de sus rentas y de su retiro de coronel del ejército. A poco de la guerra de África, abandonó el servicio activo. Era el único individuo de la tertulia que no tenía trampas ni apuros de dinero. Su existencia plácida y ordenada, reflejábase en su persona pulcra, robusta y simpática. Su facha denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigote blanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos, sonrisa entre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y limpieza, y su palabra era sumamente instructiva, porque había viajado y servido en Cuba y en Filipinas; había tenido muchas aventuras y visto muchas y muy extrañas cosas. No se alteraba cuando oía expresar las ideas más exageradas y disolventes. Lo mismo al partidario de la inquisición que al petrolero más rabioso, les escuchaba Feijoo con frialdad benévola. Era indulgente con los entusiasmos, sin duda porque él también los había padecido. Cuando alguno se expresaba ante él con fe y calor, oíale con la paciencia compasiva con que se oye a los locos. También él había sido loco; pero ya había recobrado la razón, y la razón en política era, según él, la ausencia completa de fe.
En las tertulias de los cafés hay siempre dos categorías de individuos, una es la de los que ponen la broza en la conversación, llevando noticias absurdas o diciendo bromas groseras sobre personas y cosas; otra es la de los que dan la última palabra sobre lo que se debate, soltando un juicio doctoral y reduciendo a su verdadero valor las bromas y los dicharachos. Donde quiera que hay hombres, hay autoridad, y estas autoridades de café, definiendo a veces, a veces profetizando y siempre influyendo, por la sensatez aparente de sus juicios, sobre la vulgar multitud, constituyen una especie de opinión, que suele traslucirse a la prensa, allí donde no existe otra de mejor ley.
Bueno. Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de café suelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como si presidieran o constituyesen tribunal. Juan Pablo y Feijoo pertenecían a esta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porque le daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando café en un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de la mesa inmediata.
En cambio, D. Basilio Andrés de la Caña, que era vulgo, se sentaba siempre en el diván. Gustaba de ocupar posiciones superiores a las que merecía, y recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva y lustrosa. Usaba gafas, y su nariz pequeña podría pasar por signo o emblema de agudeza. Entornaba los ojos cuando daba una respuesta difícil, como hombre que quiere reconcentrar bien las ideas. Su frente era espaciosísima y su fisonomía de esas que parecen revelar un entendimiento profundo y sintético. Tenía algún parecido con Cavour, de lo que provenían las bromas un tanto pesadas que le daban. Para juzgar su talento, acudiremos a un dicho de Melchor de Relimpio: «El mejor negocio que se podría hacer en estos tiempos, ¿a que no saben ustedes cuál es? Pues abrirle la cabeza a D. Basilio y sacarle toda la paja que hay dentro para venderla».
Y don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de hombre conspicuo que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos y su nariz chiquita y prismática. Más de una vez, los ministros a quienes se presentó experimentaron los efectos de fascinación que aquella carátula ejercía sobre el vulgo, y le tomaron por una eminencia no comprendida. Cráneo y entrecejo eran un timo frenopático. Siempre que discutía tomaba un tono tan solemne, que muchos incautos le miraban con respeto. Consideraba la risa como un acto impropio de la dignidad humana, y habíala desterrado casi en absoluto de su cara, tomando por modelo una página del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda Pública.
Dos fases tenía la vida de este hombre: el periodismo y la empleomanía. En la prensa, siempre estuvo encargado de la parte extranjera y de las cuestiones de Hacienda. Ni para una ni para otra cosa se necesitaba en el periodismo antiguo saber escribir. Pero la Caña tomaba tan en serio estas dos ramas del conocimiento humano, que cuando trabajaba parecía que estaba escribiendo la Crítica de la razón pura. Su sueldo en las redacciones no pasó nunca de treinta duros, cuando le pagaban. De las redacciones pasaba a las oficinas, y de las oficinas a las redacciones; de modo que cuando estaba cesante y la familia pereciendo, alegrábanse las Musas de la política extranjera y de la ciencia fiscal. Siempre fue mi hombre arrimado a la cola, como decían sus amigos; es decir, muy moderado, porque siempre le colocaban los doctrinarios. Su primer destino se lo dio Mon, y estuvo en Hacienda con ciertas alternativas hasta el periodo largo de la Unión Liberal. Esta época fue su crujía funesta, y vivió míseramente de la pluma, preguntando todos los días a la conclusión del artículo: «¿qué hará la Rusia?» y respondiéndose con la más deliciosa buena fe: «no lo sabemos». A Inglaterra la llamaba siempre el Gabinete de Saint-James, y a Francia el Gabinete de las Tullerías.
Durante el periodo revolucionario, pasó el pobre D. Basilio una trinquetada horrible, porque no quiso venderse ni abdicar sus ideas. Únicamente consintió en trabajar en un periódico liberal templado; pero... bien claro se lo dijo al director... nada más que para tratar de las cuestiones financieras, con exclusión absoluta de toda idea política. Dicho y hecho: la Caña se largaba todos los días un articulazo que no leía nadie, criticando la gestión de la Hacienda; pero no así como se quiera, sino con números. «Con los números no se juega» decía él, y le metía mano al presupuesto y lo desmenuzaba como si fuera la cuenta de la lavandera. «Si esta gente no comprende —decía en el café inflado de autoridad—, que sin presupuesto no hay política posible, ni hay país, ni nada. Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; como si se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado una por una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelo haya salido de las oficinas de Hacienda. Pero si es lo que yo digo: ese señor (el Ministro del ramo) no sabe por dónde anda, ni en su vida las ha visto más gordas... ¡Cuidado que lo vengo demostrando como tres y dos son cinco! Pero nada... no lo quieren entender».
Después de expresar con un gran suspiro la lástima que tenía de este pobre país, seguía tomando su café con indolencia, pero con apetito, porque para D. Basilio era verdadero alimento, y lo tomaba colmado, en vaso, y dejando rebosar todo lo posible en el plato para trasegarlo después frío al vaso. En los últimos años de la Revolución, D. Manuel Pez diole un destinillo en el Gobierno civil, y él lo aceptó como ayuda hasta que vinieran tiempos mejores; pero estaba descontento, no sólo por lo mezquino del sueldo, sino por razones de dignidad. Los amigos que le oían quejarse, comparando la exigüidad de la paga con la muchedumbre de bocas que constituían su familia, le consolaban cada cual a su manera; pero él decía invariablemente: «y sobre todo, me lo pueden creer, lo que más me contrista es no estar en mi ramo». Su ramo era la Hacienda.
La conversación del círculo, que empezaba casi siempre con el tema de la guerra, pasaba insensiblemente al de los empleos. Leopoldo Montes, cesante eterno, Relimpio, y otros que tenían entre los dientes alguna piltrafa del presupuesto, se arrojaban con deleite famélico sobre aquel tema picante. «Usted, ¿cuánto tiene?».
—Yo catorce; pero me corresponden dieciséis; Fulano, que estaba por debajo de mí en la Ordenación de pagos, tiene ya veinte, y yo llevo diez años con catorce.
—Pues yo —decía D. Basilio—, cuando estaba en mi ramo, llegué a veinticuatro por mis pasos contados. Con este desbarajuste que hay ahora, no se sabe ya por dónde anda uno. El día que vuelva a mi ramo, no admito credencial que sea inferior a treinta.
—Pero como aquí se hacen mangas y capirotes de los derechos adquiridos... ¡qué país! Yo entré en Penales con ocho, después me pasaron a Instrucción Pública con diez, luego cesante, y al fin, para no morirme de hambre, tuve que aceptar seis en Loterías.
—Pues yo —murmuraba una voz que parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara escuálida y cadavérica, en la cual estaban impresas todas las tristezas de la Administración española—, sólo pido dos meses, dos meses más de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con doce. ¡Maldita sea mi suerte!
El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unos cuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de las Clases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios.
De ocho a diez estaba el café completamente lleno, y los alientos, el vapor y el humo hacían un potaje atmosférico que indigestaba los pulmones. A las nueve, cuando aparecían La Correspondencia y los demás periódicos de la noche, aumentaba el bullicio. La jorobada y un su hermano, también algo cargado de espaldas, entraban con las manos de papel, y dando brazadas por entre las mesas del centro, iban alargando periódicos a todo el que los pedía. Poco después empezaba a clarear la concurrencia; algunos se iban al teatro, y las peñas de estudiantes se disolvían, porque hay muchos que se van a estudiar temprano. En todos los cafés son bastantes los parroquianos que se retiran entre diez y once. A las doce vuelve a animarse el local con la gente que regresa del teatro y que tiene costumbre de tomar chocolate o de cenar antes de irse a la cama. Después de la una sólo quedan los enviciados con la conversación, los adheridos al diván o a las sillas por una especie de solidificación calcárea, las verdaderas ostras del café.
Juan Pablo no se iba hasta que cerraban las puertas, y de todos sus amigos el único que tan a deshora le acompañaba era Melchor de Relimpio. Iban juntos hacia su barrio y a veces el uno dejaba al otro en la puerta de su casa, sin cesar de charlar hasta el momento en que venía el sereno a abrir. Si la noche estaba buena, solían darse una hora más de palique vagando por las calles.
¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas? El español es el ser más charlatán que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de conversación, habla de sí mismo; dicho se está que ha de hablar mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de la palabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo las opiniones. Óyense en tales sitios vulgaridades groseras, y también conceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van al café los perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y de buena conducta. Hay tertulias de militares, de ingenieros; las de empleados y estudiantes son las que más abundan, y los provincianos forasteros llenan los huecos que aquellos dejan. En un café se oyen las cosas más necias y también las más sublimes. Hay quien ha aprendido todo lo que sabe de filosofía en la mesa de un café, de lo que se deduce que hay quien en la misma mesa pone cátedra amena de los sistemas filosóficos. Hay notabilidades de la tribuna o de la prensa, que han aprendido en los cafés todo lo que saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan cierto caudal de conocimientos, sin haber abierto un libro, y es que se han apropiado ideas vertidas en esos círculos nocturnos por los estudiosos que se permiten una hora de esparcimiento en tertulias tan amenas y fraternales. También van sabios a los cafés; también se oyen allí observaciones elocuentes y llenas de sustancia, exposiciones sintéticas de profundas doctrinas. No es todo frivolidad, anécdotas callejeras y mentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano. Claro que dominan las baratijas; pero entre ellas corren, a veces sin que se las vea, joyas de inestimable precio.
La mesa presidida por Juan Pablo Rubín era la segunda, entrando, a mano derecha. La inmediata pertenecía al mismo círculo de amigos; después seguía la de los curas de tropa, llamada así porque a ella se arrimaban tres o cuatro sacerdotes, de estos que podríamos llamar sueltos, y que durante la noche y parte del día hacían vida laica. A esta mesa solía ir Nicolás Rubín, vestido de seglar como los otros, sirviendo de transición entre aquel círculo y el próximo, donde su hermano estaba. Las dos tertulias vecinas vivían en excelentes relaciones, y a veces se entremezclaban los apreciables sujetos que las componían. A la mesa de los presbíteros seguían dos de escritores, periodistas y autores dramáticos. Federico Ruiz iba por allí muy a menudo, y como era hombre tan comunicativo, metía baza con los curas, de lo que resultó que estos se familiarizaran por una banda con la gente de pluma, y por otra con los amigos de Rubín y Feijoo. A los escritores seguían los chicos de caminos, que ocupaban las tres mesas del ángulo. Allí empezaba lo que llamaban el martillo, o sea el crucero del vastísimo local. Dicho crucero era como un segundo departamento del café, y estaba invadido por estudiantes, en su mayoría gallegos y leoneses, que metían una bulla infernal.
Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil. En aquel año ocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, la muerte de Concha, y por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era el día que no echaban los periódicos un extraordinario anunciando batallas, desembarcos de armas, movimientos de tropas, cambios de generales y otras cosas que por lo común daban pie a inacabables comentarios.
«¿Se ha enterado usted, Rubín? —decía Feijoo al tomar asiento junto al ángulo de la mesa, y quitando de la boca del vaso el platillo del azúcar—. Parece que Mendiry se ha corrido hacia Viana».
—Descuide usted —replicaba Juan Pablo con suficiencia. No saldrán del circulito de las Provincias Vascongadas y Navarra. Les conozco bien... Todos los jefes no van más que a hacer su pella... El día en que haya un gobierno que les quiera comprar, se acabó la guerra.
—¡Pero, hombre...!
—No hay más que hablar. Pillería aquí, pillería allá, y todo una gran pillería.
—Aquí no hay más que mucha hambre —decía uno de los curas de tropa alzando la voz en la mesa inmediata—. La guerra no se acaba porque los militares van muy a gusto en el machito. Los de acá y los de allá no están por la paz. ¿Pero qué me dicen ustedes a mí que he visto aquello? Yo he servido en el cuarto montado, he visto de cerca la guerra... y esta seguirá jorobándonos mientras unos y otros mamen de ella.
—¡Qué fuerte está el señor capellán! —dijo Feijoo sonriendo, y no dijo más porque entró D. Basilio y en tono de gran misterio se expresó de este modo:
«Cuando digo que hay novedades...».
Después que le sirvieron el café, agachó la cabeza, y en el círculo que formaban las cuatro o cinco cabezas de sus amigos que se alargaron para oírle, hizo la confidencia:
«Se lo digo a ustedes en gran reserva».
—¿Pero qué es?
—¡Misterios!... Sagasta está disgustado. Me lo ha dicho su secretario particular.
—¡Ah!, yo también lo oí —indicó Relimpio—. Es cierto... como que tiene dolor de muelas.
—El motivo —añadió la Caña radiante—, no lo sé. Cada uno piense como quiera. Yo lo único que me permito decir es que esto está muy malo... pero muy malo, y que hay mar de fondo.
—¿Pero no sabe usted más? —le preguntó Feijoo de una manera apremiante—. Yo creí que nos iba usted a dar noticia de la conferencia del Duque con Elduayen... Y ahora sale con que Sagasta está malhumorado... Dios nos asista... Pero lo de la conferencia, ¿es cierto o no?
Don Basilio solía llevar en la boca un palillo de dientes, y tomándolo entre los dedos lo mostraba, accionando con él, como si formara parte del argumento.
«Lo que yo sé —afirmó con acento patético, ofreciendo el palillo a la admiración de sus amigos—, lo que yo sé es que esto está muy malo. Digo con Lorenzana: Meditemos».
El círculo de cabezas volvió a formarse, y en él echó D. Basilio su aliento, como los saludadores, antes de echar sus palabras. Era el tal aliento poco grato a la nariz de Feijoo, por lo cual este se retiró discretamente.
Don Basilio estuvo vacilando entre su conciencia, que le exigía callar, y el deseo de satisfacer la curiosidad de sus amigos. Por fin se violentó un poco para decir:
«Esta tarde Romero Ortiz salió del ministerio a las cuatro, y al pasar en coche por la calle del Amor de Dios, vio a un amigo, paró el coche, el amigo entró, y fueron...».
—¿Pero quién era el amigo?
—Todo no se ha de decir... Pues bien; allá va: era el pollo Romero. Fueron... esta sí que es gorda... a casa de D. Antonio Cánovas... Madera Baja, 1.
Dicho esto, la Caña se quedó muy serio, saboreando el efecto que debían causar sus palabras. Volvió a poner el palillo entre los dientes y miraba a sus amigos con cierta lástima.
«¿Y qué? —dijo Rubín con desabrimiento—. No veo la tostada».
—Pues, amigo mío —replicó D. Basilio en el tono de un hombre superior que no quiere incomodarse—, si usted no quiere ver la tostada, ¿yo qué le voy a hacer?
—¿Y qué más da que vayan o no a casa de Cánovas?
—Nada, nada... la cosa no tiene malicia. Flojilla cosa es... ¿De qué pan hago las migas, compadre? Del tuyo que con el viento no se oye.
Después se permitió echarse a reír, cosa en él extrañísima y desusada.
«Este D. Basilio...».
—Amigo —manifestó Feijoo con su franqueza habitual—. Confiese usted que la noticia que nos ha traído podría ser una sandez.
—Bueno, mi Sr. D. Evaristo, usted crea lo que quiera. Yo me lavo las manos.
Esto de lavarse las manos lo repetía mucho la Caña; pero los hechos no correspondían a las palabras como lo demostraba la simple observación. «Ustedes podrán creer lo que les acomode —repetía el escritor de Hacienda, intentando elevar su dignidad de noticiero sobre la chacota de sus amigos—, pero lo que yo sostengo es que antes de un mes está el Príncipe Alfonso en el trono».
Risa general. D. Basilio se ponía colorado y después palidecía. Sus labios temblaban al aplicarse al borde del vaso.
—¿A que no? —dijo con rabia Juan Pablo—. Eso, nunca. Antes que eso, que vuelvan los cantonales. ¡Ni que fuéramos bobos en España! Señores, ¿a ustedes les cabe en la cabeza que venga aquí el Príncipe Alfonso? Y detrás doña Isabel. ¡Bonito porvenir!... Otra vez el moderantismo. Pero yo pregunto —añadió con exaltación, dejando caer la capa y echando atrás el sombrero—, yo pregunto: ¿qué gente tiene a su lado el Príncipe? A ver; responderme.
Don Basilio, no se atrevía a responder. Contentábase con tomar aires de hombre profundo, que no se resuelve a soltar el enjambre de ideas que le zumban en el cerebro.
—Responderme.
—Nadie... cuatro gatos —dijo Montes.
—Los que no supieron defender a su madre cuando la echamos, señores... Y ahora... Si quiere D. Basilio, pasaremos revista a todos los personajes del alfonsismo. Vamos, vengan ratas.
Don Basilio, por su gusto, se habría metido debajo de la mesa. No hacía más que morder el palillo y gruñir como un mastín que no se decide a ladrar ni quiere tampoco callarse.
«El alfonsismo es un crimen» afirmó con la mayor suficiencia Leopoldo Montes, que no se paraba en barras para expresar una opinión.
—Pero un crimen de lesa nación —agregó Rubín—. Es lo que yo le decía anoche a Relimpio, que también se va cayendo de ese lado. ¡En estos momentos, cuando no se sabe lo que saldrá de la guerra...! Pues qué, si D. Carlos no fuera un necio, ¿no estaría ya en Madrid?
—Pero, y eso ¿qué prueba? —arguyó al fin D. Basilio, viendo una salida favorable de la confusión en que su contrincante le metía—; ¿qué tiene que ver...? Lógica, señores, lógica.
—Nada, hombre, que no viene acá el niño ese... que no viene... Yo pongo mi cabeza.
—Pero...
—No hay pero... Que no viene, y no le dé usted vueltas, Sr. de la Caña.
—Deme usted razones.
—Que no viene... Usted se convencerá, usted lo verá... Al tiempo...
—Pues al tiempo.
—Que no, hombre, que no. Si hasta que venga el Príncipe no le llevan a usted a su ramo, menudo pelo va usted a echar...
—Si no se trata aquí de que yo eche pelo ni de que no eche pelo —manifestó D. Basilio incomodándose un poco y mostrando el palillo deshilachado.
Pero Rubín se puso a hablar con Feijoo, que le preguntaba por aquel inexplicable casamiento de su hermano con una mujer maleada. Don Basilio pegó la hebra con los curas de tropa y con Nicolás Rubín. En aquel círculo le hacían más caso que en el suyo, y se despachaba más a su gusto. Divididas las opiniones, el capellán del cuarto montado votaba por el Príncipe; pero el cura Rubín y otros dos que allí había bufaban sólo de oír hablar del alfonsismo. D. Basilio, inclinándose de aquel lado, apoyado en el codo, les revelaba secretos con muchísima reserva. Ya no faltaba más que dar algunos perfiles a la cosa. Todo dispuesto, y el primerito que estaba en el ajo era Serrano.
«Lo que ustedes oyen... Al tiempo... Ustedes lo han de ver... y pronto, muy pronto».
Después se incautaba con disimulo de todos los terrones de azúcar que podía, y se marchaba a su casa, despidiéndose de cada uno particularmente con apretón de manos a espaldarazo.
Rubín, después de su fracaso en el campo y corte de D. Carlos, había tomado en aborrecimiento a los hombres del bando absolutista; pero conservaba las ideas autoritarias y la opinión de que no se puede gobernar bien sino dando muchos palos. Toda la parte religiosa del programa carlista la descartaba, quedándose tan sólo con la política, porque ya había visto prácticamente que los curas lo echan todo a perder. Decía que su ideal era un gobierno de leña, que hiciera las leyes y nos las aplicara sin contemplaciones, mirando siempre a la justicia, con una tranca muy grande y siempre alzada en la mano. Este sistema autocrático comprendía las maneras de gobernar más que las ideas y soluciones teóricas, porque entre las que profesaba Rubín habíalas marcadamente avanzadas, populares y aun socialistas. Uno de sus temas era este: «Conviene que todo el mundo coma... porque el hambre y la pobretería son lo que más estorba la acción de los gobiernos, lo que da calor a las revoluciones, manteniendo a la nación en la intranquilidad y el desbarajuste». Este socialismo sin libertad, combinado con el absolutismo sin religión, formaba en la cabeza de aquel buen hombre un revoltijo de mil demonios.
Otro de sus temas era: No más pillos y pena de muerte al ladrón. O más claro: castigo inmediato y cruel a todos los que van al gobierno con el único fin de hacer chanchullos. La ráfaga de ambición que pasa por la mente de todo español con más o menos frecuencia haciéndole decir si yo fuera poder, le soplaba a Rubín dos o tres veces cada día, más bien como sueño que como esperanza; pero en sus horas de soledad se adormecía con aquella idea y la trabajaba, batiéndola, como se bate la clara de huevo para que crezca y se abulte y forme espumarajos. La conclusión de este meneo mental era que «aquí lo que hace falta es un hombre de riñones, un tío de mucho talento con cada riñón como la cúpula del Escorial».
Su prisión por sospechas de conspiración acentuole la soberbia y la murria soñadora, revolviendo más al propio tiempo el pisto manchego de su programa político-social. Salió de la cárcel con la cabeza más aturullada y los ánimos más encendidos. Entrole entonces cierto afán por las lecturas, porque reconocía su ignorancia y la necesidad de entender las ideas de los grandes hombres y los sucesos notables que habían pasado en el mundo. Durante un par de semanas leyó mucho, devorando obras diferentes, y como tenía facilidad de asimilación y mucha labia, lo que leía por las mañanas lo desembuchaba por las noches en el café convertido en pajaritas. Pajaritas eran sus conceptos; pero no por serlo, dejaban de cautivar a D. Basilio, a Leopoldo Montes y al mismo Feijoo.
Un día se despertó pensando que debía empollar algo de sistemas filosóficos y de historia de las religiones. El móvil de esto no era simplemente el amor al saber, sino un maligno deseo de tener argumentos con qué apabullar a los curas de la mesa próxima, que sólo por ser curas, aunque sueltos, le eran antipáticos, pues odiaba a la clase entera desde aquella trastada que los sotanas le hicieron en el Norte.
Poco a poco, a medida que iba acopiando argumentos, fue Rubín corriéndose a lo largo del diván, hasta que llegó a presidir la mesa de los capellanes. Eran estos tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todos de buena sombra y muy echados para adelante. Ninguno de ellos se mordía la lengua fuera cual fuese el tema de que se tratara. El más calificado era un viejo catarroso, andaluz, gran narrador de anécdotas, mal hablado, y en el fondo buena persona. Retirábase a las once y decía sus misitas por la mañana. El segundo era cura de tropa, echado del servicio por no sé qué desafueros, y el tercero ex-capellán de un vapor correo expulsado porque le cogieron contrabando de tabaco. Estos dos eran buenos peines; habían corrido mucho mundo, y estaban sin licencias, ladrando de hambre, echados de todas las iglesias y sin encontrar amparo en parte alguna. Tal situación les agriaba el carácter, haciéndoles parecer peores de lo que eran. Jamás se vestían de hábitos; pero conservaban la cara afeitada, como para estar disponibles en el caso de que los admitiesen otra vez en el oficio.
No sé cómo se llamaba el viejo catarroso, porque todos allí le nombraban Pater; hasta el mozo que le servía, dábale este apodo. El ex-castrense se llamaba Quevedo y era del propio Perchel, feo como un susto, picado de viruelas, de mirada aviesa y con una cara de secuestrador, que daría espanto al infeliz que se la encontrase en mitad de un camino solitario. Bebía aguardiente aquel clérigo como si fuera agua, y su lenguaje era un ceceo con gargarismos. Contaba hechos de armas y aventuras de cuartel con una gracia burda y una sinceridad zafia que levantaban ampolla. El otro se llamaba Pedernero y era del propio Ceuta, hijo de una oficiala del Fijo, joven y simpático, de modales mucho más finos que sus colegas, listo como un chorro de pólvora, y con un pico de oro que daba gusto. Para él no tenían secretos la vida humana ni la juventud: Su compañero Quevedo solía envolverse en formas hipócritas; Pedernero no. Se presentaba sin máscara, tal como era, empezando por decir que el Superior había hecho muy bien en quitarle las licencias.
El llamado Pater afectaba cierto magisterio episcopal con los otros dos; les reprendía cuando decían alguna barbaridad y les daba buenos consejos, profesando el principio de que todo era tolerable cuando se trataba en broma. Él, por ejemplo, hablaba y oía, sobre todo oía, muchas cosas malas; pero su vida permanecía pura. Tenía la cara redonda, blanca y risueña, y cuando estaba sin sombrero parecía una mujer cincuentona, ama de canónigo. No gustaba de que le armasen en la mesa disputas violentas, sino que se mantuviera la tertulia en el terreno de las hablillas sabrosas y de las chirigotas picantes, aunque fuesen sucias. Pues bien; en este círculo fue donde se coló Juan Pablo, con su clerofobia y su pegadizo saber de teología y filosofía católica.
Empezó dando puntadas. Como al principio era su charla frívola y de gacetilla, todos se reían y el Pater estaba en sus glorias. Pero poco a poco iba sacando Rubín proposiciones serias. El poder temporal del Papa fue puesto por los suelos, sin que ninguno de los tonsurados hiciese una defensa formal. El Pater y Quevedo tomaban la cuestión con calma, oponiendo a los ataques de Rubín argumentos evasivos en estilo joco-serio. Pedernero lo echaba todo a chacota; pero una noche que llevó Rubín, bien fresquecito y pegado con saliva, el tema de la pluralidad de mundos habitados, Pedernero empezó a despabilarse. Era doctor en Teología, y aunque había ahorcado los libros bacía mucho tiempo, algo recordaba, y tenía además grandes dotes de polemista. Rubín salió un tanto contuso; pero en retirada se defendía bien con su flexibilidad y agudeza. Más adelante llevó un arsenal de argumentos contra la revelación. «Esto no lo creen ya más que los adoquines...». Todo el Viejo Testamento no era más que un fraude, una imitación de las teogonías india y persa. Bien se veía la reproducción de los mismos mitos y símbolos. El pecado original, la expulsión del paraíso, la encarnación, la redención, eran una serie de representaciones poéticas y naturalistas que se reproducían al través de los siglos, «lo mismo a orillas del Éufrates que del Nilo que del Jordán».
«¿Sí?, pues ahora lo verás». Esto se dijo Pedernero, cuyo amor propio de teólogo contrabandista se picó extraordinariamente. En dos o tres días refrescó sus lecturas, rehízo su erudición descompuesta en los viajes y en la vida de libertino, y bien preparado acudió al torneo a que el otro le retaba con sabidurías de tercera mano, aprendidas en los libritos franceses de ciencia popular a treinta céntimos el tomo. Pues amigo, una noche el ex-capellán del vapor-correo se lió la manta y le dio tal paliza a Rubín, que este hubo de salir con las manos en la cabeza. Había que ver a Pedernero transfigurado, hecho un orador ardiente y lleno de arrogante facundia. El auditorio se estrechaba, y de las mesas próximas y de los veladores del centro acudía gente, apelmazándose en torno a los bravos contrincantes. Rubín era agudo, ágil, guerrillero de la discusión; el otro dominaba el asunto y era firme y sobrio de palabras, seguro en la dialéctica.
No pararon aquí las cosas. Rubín, lleno de despecho, resobaba sus libritos de a treinta céntimos para buscar armas contra la Iglesia. Apenas las esgrimía, Pedernero le reventaba. Su argumentación era la maza de Fraga. El Pater no cabía en sí de gozo y bailaba en el asiento; Quevedo alargaba el hocico, y hasta se atrevía a decir mu, repitiendo las admirables razones de su amigo. Los demás tertulios se envalentonaban adhiriéndose algunos al bando de Pedernero, otros al de Rubín, no por convicción, sino por divertirse y aumentar la jarana. Además de los tres curas, eran parroquianos de aquella mesa las siguientes personas: un agente de Bolsa riquísimo que, con el Pater, llevaba diez años de concurrir todas las noches a aquel mismo sitio, un bajo de ópera retirado, un funcionario de poco sueldo y el dueño de un acreditado molino de chocolate. Los curas y estos cuatro señores formaban la partida más fraternal que puede imaginarse. Llevando cada cual un bocado sabroso al festín de la murmuración pasaban dulcemente las horas, amigos allí, distantes unos de otros en el comercio de la vida ordinaria.
Rubín, al verse vencido, pues hasta el agente de Bolsa, que era el más libre-pensador de todos, se cayó del lado de Pedernero, buscaba camorra, empleando argumentos de mala fe y personalizando la disputa. El bajo de ópera se creía en el deber de apoyar la idea religiosa, por haberla expresado tantas veces con su sábana por la cabeza, haciendo el respetable papel de sumo sacerdote; y el del molino de chocolate azuzaba a los dos por ver si la cosa se enfurruñaba y no quedaban más que los rabos. Oíanse en aquella parte del café cláusulas furibundas, proposiciones que parecían dichas en un púlpito, y descollaba sobre el tumulto la valiente voz de Pedernero gritando:
«Yo le digo a usted que ningún Santo Padre ha podido sostener ese disparate. No jorobar. Yo le reto a usted a que me traiga el texto, y si no lo trae, es prueba de que lo inventa usted».
Aquella noche quedó la cosa mal, y el tono de los contendientes, así como la atmósfera caldeada que en la tertulia reinó, hacían temer una escena desagradable. La catástrofe tuvo lugar a la noche siguiente, pues habiéndose permitido Rubín algunas reticencias desfavorables a la reputación de la Virgen María, saltó Pedernero de su asiento, trémulo y descompuesto, en estado de horrible agitación, y lanzó a su contrario anatema tan furibundo que los amigos tuvieron que sujetarles.
«Porque yo soy un lipendi. Yo reconozco —gritaba el capellán ahogándose—, que soy un mal sacerdote; pero delante de mí no hay un judío sin vergüenza que se atreva a hablar mal de la Virgen. O se traga usted esas infamias o le rompo el alma... ahora mismo».
No puede describirse lo que allí pasó. Voces, gritos, patadas, capas rotas, vasos volcados, terrones por el suelo. Trincando una botella, Rubín apuntó al cura con tal desacierto que quedó descalabrado... el infeliz bajo de ópera. El zipizape fue de lo más célebre... D. Basilio tiró de los faldones a Rubín y por poco se queda con ellos en la mano. Todo el café se alborotó. El amo intervino...
Emigración. Desde el día siguiente Juan Pablo trasladó sus reales a otro café.
El primero que hubo de seguirle fue don Evaristo González Feijoo, a quien era indiferente este o el otro establecimiento. Instaláronse por el pronto en Fornos, y allí esperaron. A la segunda noche fue Leopoldo Montes, y a la tercera D. Basilio, que les encontró discutiendo de qué café se posesionarían definitivamente. El escritor de Hacienda se apresuró a dar su opinión favorable al café de Santo Tomás, porque allí daban más azúcar que en ninguna parte. Replicó a esto Montes que no había que mirar el caso bajo el prisma exclusivo del azúcar y que el género que más importaba era el café. El de la Aduana estuvo a punto de triunfar; pero lo desecharon por no estar siempre entre franceses, así como se excluyó el Imperial por los toreros, y otro por las cursis que lo invadían. Feijoo se habría quedado allí; pero a Rubín le eran antipáticos los alumnos de escuelas preparatorias militares que iban a Fornos a primera hora. Molestábale también la costumbre que allí había de quitar gas a las diez de la noche cuando se iban los tales alumnos. El local se quedaba medio a oscuras, no volviendo a ser bien alumbrado hasta las doce, hora en que venían a cenar los bolsistas. A Rubín le cargaban también los dichosos bolsistas, que no hablaban más que de dinero.
Decidieron por fin establecerse en el Siglo de la calle Mayor, donde se encontraron bastantes personas conocidas. Rubín necesitaba algunos días para la aclimatación en nuevo local. Al principio cambiaba frecuentemente de mesa, bien porque el sitio era expuesto a las corrientes de aire, bien por ciertas vecindades un poco molestas. Una de las primeras noches, cuando aún no habían llegado los amigos, Rubín estaba solo en la mesa, y ponía su atención en dos grupos inmediatos a él. En ambos era vivo y animado el diálogo. En el de la derecha decían: «Hoy he hecho yo unas cincuenta arrobas a veinticinco reales. Pero está la plaza perdida. Los paletos van aprendiendo mucho. Hoy han dicho que no traen más escarola si no se la ponemos a diez». En el grupo de la izquierda, compuesto de tres individuos, oyó Rubín lo siguiente: «Te aseguro que yo admito la metempsícosis, según la entendían los egipcios y los caldeos». Comprendió Rubín que los de la derecha eran asentadores de víveres y los de la izquierda filósofos de café. En el del Siglo había una gran reunión de espiritistas, a la que concurría por aquella fecha Federico Ruiz. Viole Rubín, y se acercó a la tertulia, teniendo el gusto de discutir con los individuos más entusiastas de aquella secta. Entendía Juan Pablo que esto de ir corriéndola de mundo en mundo después que uno se muere es muy aceptable; pero lo del periespíritu no lo tragaba, ni la guasa de que vengan Sócrates y Cervantes a ponerse de cháchara con nosotros cuando nos place. Vamos; esto es para bobos. Uno de los más chiflados de la escuela se esforzaba en convencer a Rubín, tomando ese tonillo de unción y ese amaneramiento de cuello torcido y ojos bajos en que cae todo propagandista de doctrina religiosa, cualquiera que sea. Feijoo aparentaba creer, por darles cuerda y oírles desatinar. A aquel círculo iba Federico Ruiz siempre con prisa y con el tiempo tasado, porque a tal hora tenía que asistir a una junta para tratar de la erección del monumento a Jovellanos; después a otra para ocuparse del banquete que se había de dar a los pescadores de provincias que vendrían al Congreso de piscicultura. Hombre más atareado no se vio jamás en nuestro país, y como tenía tantas cosas en el caletre, para no olvidar muchas de ellas se veía obligado a apuntárselas con lápiz en los puños de la camisa. Cuando no tenía que ir a la Sociedad Económica a defender su voto particular como individuo de la comisión informadora de reformas sociales, iba al Fomento de las Ciencias a dar su conferencia sobre la utilidad de elevar a estudio serio el arte de la panificación. Entre col y col, Ruiz pasaba un rato con sus amigos los espiritistas, y les alentaba a organizarse, a establecerse, a alquilar un local, y sobre todo a fundar un órgano en la prensa. Nada adelantarían sin órgano.
Iba también a aquel corrillo Aparisi el concejal, a quien tenían ya medio trastornado los apóstoles, Pepe Samaniego, que no se dejaba embaucar, y Dámaso Trujillo, el dueño de la zapatería titulada Al ramo de azucenas, que todo se lo creía como un bendito, y a solas en su casa hacía experimentos con una banqueta de zapatero. En la mesa próxima había empleados de Hacienda, Gobernación y Ultramar, y una tanda de cesantes. Entre ellos vio Rubín al individuo a quien sólo faltaban dos meses de empleo para poder pedir su jubilación. Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador. El clima de Cuba y Filipinas le había dejado en los huesos, y como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente. A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia el mote, que Ramsés II se quedó. Pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba, que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas de una pirámide egipcia. «Dos meses, nada más que dos meses me faltan, y todo se vuelve promesas, que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacante...».
Feijoo se arrimaba a él y le daba conversación, por lástima, animándole y procurando distraerle de su tema; pero Ramsés II, cuyo verdadero nombre era Villaamil, no tenía más consuelo que aplicar su oreja seca y amarilla a la conversación, por si escuchaba algo de crisis o de trifulca próxima que diese patas arriba con todo. Lo que él quería era que se armase gorda, pero muy gorda, a ver si...
«¿Pero a usted quién le recomienda?» le preguntó una noche Juan Pablo.
—A mí D. Claudio Moyano.
—Pues entonces ya está usted fresco.
—Dicen que traen al Príncipe... —indicó Ramsés II con timidez.
—Sí; lo traerán los rusos... por las ventas de Alcorcón. Aviado está usted si espera a que venga el Príncipe... Aquí lo que viene es la liquidación social... y después, sabe Dios. Saldrá el hombre que hace falta, un tío con un garrote muy grande y con cada riñón... así.
Ramsés II bajaba la cabeza. D. Basilio era su único amigo, porque también allí ponía el paño al púlpito para anunciar la venida del Príncipe... «Por supuesto —añadía—, tiene que venir con la estaca de que habla el amigo Juan Pablo».
Rubín se encontraba bien en aquel círculo, pero una noche acertó a ver en las mesas de enfrente a un hombre que le desconcertó por completo. Era un amigo suyo que le había prestado dinero. La secreta antipatía que inspira el acreedor manifestábase en el alma de Rubín en forma de un odio recóndito, nacido quizás del sentimiento de humillación que producen las deudas a toda persona de amor propio muy susceptible. El tal era Cándido Samaniego, hombre medio curial y medio negociante, en su trato afable, en sus negocios duro. Muchas veces renovó a Juan Pablo sus pagarés, y últimamente le había apremiado con cierta acritud. Rubín condensaba sus sentimientos respecto al prestamista en esta frase: «Pagarle y después romperle la cabeza». Desde que le veía en las mesas de enfrente, sentía una desazón profundísima, mal de estómago y como ganas de enfadarse. Poníase tan nervioso, que le habría tirado un botellazo al primer espiritista que hablase de llamar a Epaminondas para consultarle sobre la marcha de los carlistas por el Baztán.
Y el pérfido inglés se dejaba caer hacia aquellas mesas pretextando tener que hablar a su primo Pepe; pero con intención de aproximarse a Juan Pablo, ver lo que hacía y cruzar con él algunas palabras. El infeliz deudor hacía de tripas corazón, y poniéndole cara risueña, convidábale a tomar algo; mas el usurero le daba las gracias, y si tenía ocasión le soltaba indirectas tan suaves como esta: «Mire usted que no puedo más. Siempre me está usted diciendo que la semana que entra, y francamente... sentiré verme obligado a dar un paso que...».
A Rubín se le hacía acíbar el café y la tertulia un infierno. Érale insoportable la presencia de aquel hombre a quien no podía mandar a paseo, imagen viva del desorden de su vida, que se le aparecía como el espectro de una víctima cuando más contento estaba. La única delicia de su triste existencia era el café. Aquel sueño plácido, Samaniego se lo trocaba en angustiosa pesadilla. No pudo más, y una noche, sin decir nada, levantó el vuelo hacia otras regiones.
En esta nueva emigración, deseando estar lo más lejos posible del Siglo, se fue a San Joaquín, en la calle de Fuencarral, y no se corrió más al Norte porque no había cafés en las latitudes altas de Madrid. Pero en esta deserción, ya no le acompañaron ni D. Basilio Andrés de la Caña, ni Montes; éste porque San Joaquín estaba donde Cristo dio las tres voces, aquél porque ya se iba cargando de la pertinencia con que Rubín se burlaba de sus profecías sobre la proximidad de la Restauración. El mismo D. Evaristo Feijoo le siguió de mal humor, diciéndole con desabrimiento que no le gustaban los cafés de piano, y que el género y la sociedad no debían ser de lo mejor en aquellas alturas. Estuvieron solos algunos días. No veían por allí caras de amigos, hasta que una noche se apareció en el local una pareja conocida. Eran Feliciana y Olmedo, el estudiante de farmacia amigo de Maxi. Ya no vivían juntos, porque Olmedo había dado un cambiazo en sus costumbres volviéndose aplicadísimo a cara descubierta. No se recataba ya para estudiar, y hacía público alarde, con la mayor desvergüenza, de su decidida inclinación a tomar el grado aquel mismo año, llegando hasta la audacia de escribir un trabajo muy bueno sobre la dextrina, e ilusionándose con la idea de hacer oposición a una cátedra. Pero se había encontrado a su antiguo amor, hecha un pingo, y la convidó a tomar un café en aquel apartado establecimiento. Más de dos horas estuvieron charlando los que fueron amantes, y ella no paraba el pico refiriendo los malos tratos que le daba el hombre que a la sazón era su dueño. Volvieron dos noches después a la misma mesa, y Rubín trabó conversación con ellos. Hablaron de la boda de Maximiliano y de los increíbles sucesos que después vinieron, diciendo Juan Pablo que su cuñadita era una buena pieza.
«Pero, hombre —dijo Feijoo a su amigo—. Y usted, ¿para qué dejó casar a su hermano?».
—A mi hermano le falta un tornillo...
—¡Ah!, como guapa, ya lo es —agregó D. Evaristo con cierto entusiasmo—. La he visto ayer... mejor dicho, la he visto varias veces.
—¿Dónde?
—En su casa. Es largo de contar... dejémoslo para otra noche.
Era sin duda cosa delicada para dicha delante de testigos, y estos eran: Olmedo con Feliciana, el pianista ciego, que en los descansos solía agregarse a aquella plácida tertulia, y una señora jamona, fiel parroquiana del café de nueve a doce. La llamaban doña María de las Nieves, y era una de las figuras más notables que presenta Madrid en la variadísima serie de los tipos de café. Iba algunas veces sola, otras con una mujer de mantón borrego que parecía verdulera acomodada. Llevaba toquilla de color corinto, que se quitaba al sentarse, y al punto se le armaba en la mesa una tertulia de hombres, compuesta de los siguientes personajes: un portero del Colegio de Sordo-Mudos, un empleado del Tribunal de Cuentas, un teniente viejo, de la clase de tropa, retirado del servicio, y dos individuos que tenían puesto de carne y frutas en la plaza de San Ildefonso. En esta sociedad reinaba doña Nieves como en un salón, siendo ella la que pronunciaba las frases maliciosas y chispeantes sobre el suceso del día, y los otros los que las reían. Corríase algunas veces hacia la mesa inmediata, sobre todo a última hora, cuando sus amigos, gente que tenía que madrugar, empezaba a desertar del local. Entonces se formaba una segunda peña. Doña Nieves, bien digerido el café, tomaba chocolate, y acompañábanla Juan Pablo, Feijoo, el pianista ciego, Feliciana, Olmedo y algún otro. El mozo mismo, que había llegado a familiarizarse con aquella sociedad, se agregaba también, tomando asiento a un extremo del corro para escuchar y aplaudir. Doña Nieves era propietaria de algunos puestos del mercado y los arrendaba; por esto, así como por sus muchas relaciones, los diferentes tratos en que andaba y los anticipos que hacía a las placeras, ejercía cierto caciquismo en la plazuela. Se hacía respetar de los guindillas, protegiendo al débil contra el fuerte y a los contraventores de las Ordenanzas urbanas contra la tiranía municipal.
Al pianista ciego le daba el cafetero siete reales y la cena. Por el día se dedicaba a afinar. Era casado y con ocho de familia. Tocaba piezas de ópera y de zarzuelas francesas como una máquina, con ejecución fácil, aunque incorrecta, sin gusto ni sentimiento. A pesar de esto, en ciertos pasajes muy naturalistas en que imitaba una tempestad o las campanadas de incendios que da cada parroquia, le aplaudía mucho el público, y a última hora le pedían siempre habaneras.
La verdad es que todo esto, doña Nieves y las placeras sus amigas, las mujeres de equívoca decencia que iban allí acompañadas de madres postizas, el mozo y sus familiaridades, el pianista y sus habaneras, aburrían a Juan Pablo soberanamente. Para colmo de hastío, Feijoo no era puntual y faltaba muchas noches. En cambio, Feliciana y Olmedo iban con más frecuencia, llevando ella una amiguita que acababa de salir de San Juan de Dios.
En las últimas semanas del 74, Rubín volvió a sentir comezón de lecturas. Quería instruirse a todo trance, labor inmensa y difícil por carecer de base, pues su padre, con la idea de que al comerciante le estorba el latín, no le permitió aprender más que las cuatro reglas y un poco de francés. No tenía biblioteca, y un amigo le proporcionaba libros. Fue a verle, escogió los que más despertaron su curiosidad por los títulos, y consagró a la lectura todo el tiempo que le dejaban libre el café y el sueño. Tantas ideas adquirió que se sentía con vivas ansias de devolverlas por medio de la propaganda. O predicaba o reventaba. Lástima grande no volver a la tertulia de Pedernero para ponerle verde, porque ya sabía lo bastante para pasarse a todos los teólogos por la nariz.
Las lecturas de Rubín fueron como un descubrimiento. Ya sospechaba él aquello; pero no se atrevía a expresarlo. El hallazgo era negativo, es decir, había descubierto que la mejor organización de los estados es la desorganización; la mejor de las leyes la que las anula todas, y el único gobierno serio el que tiene por misión no gobernar nada, dejando que las energías sociales se manifiesten como les da la gana. La anarquía absoluta produce el orden verdadero, el orden racional y propiamente humano. Las sociedades, claro, tienen sus edades como las personas: hay sociedades que están mamando, sociedades que andan a gatas, sociedades pollas, sociedades jóvenes, y por fin, las maduras y dueñas de sí; sociedades con barbas, en una palabra, y también con algunas canas. Tocante a religiones y prácticas sociales que de ellas se derivan, Juan Pablo iba muy lejos, pero muy lejos; como que no le costaba nada el billete para tan largo viaje. Sólo en la edad pueril, cuando a la sociedad se le cae la baba y vive bajo la férula del dómine, se comprende que exista y tenga prosélitos la institución llamada matrimonio, unión perpetua de los sexos, contraviniendo la ley de Naturaleza... ¿y a santo de qué?, vamos a ver... Eso sí, por encima de todo la Naturaleza. Estudiando bien la vida total, el entendimiento se limpia de las telarañas que en él han tejido los siglos. La Naturaleza es la verdadera luz de las almas, el Verbo, el legítimo Mesías, no el que ha de venir sino el que está siempre viniendo. Ella se hizo a sí propia, y en sus devoluciones eternas, concibiendo y naciendo sin cesar, es siempre hija y madre de sí misma. ¿Qué tal? Toma canela fina.
Encontrábase mi hombre con fuerza dialéctica y entusiasmo bastantes para predicar y extender por todo el mundo aquellas verdades. Pero como no tenía más público que la tertulia del café, con ese inocente auditorio tuvo que contentarse. ¿Y qué? ¡Cuánto mejor no era sembrar la nueva doctrina en entendimientos sencillos y absolutamente incultivados! Pues el mismo Jesucristo ¿no escogió por discípulos a unos infelices pescadores, hombres rudos que no conocían ninguna letra, y a mujeres de mala vida? Ved aquí por dónde doña Nieves y las placeras sus amigas, Feliciana y la parroquiana de San Juan de Dios, el camarero, el pianista fueron escogidos para que Juan Pablo sembrara en ellos la primera simiente de aquel Evangelio al natural. Por espacio de muchas noches hizo propaganda acalorada. A veces se tenía que incomodar, porque le hacían observaciones estúpidas o socarronas. Como se expresaba muy bien, oíanle todos con gran atención, y las chicas del partido le ponían buenos ojos. El mozo era el más entusiasmado y decía: «¡Qué pico tiene este señor de Rubín!».
Pasaba lo de la anarquía y aun lo del matrimonio; pero en llegando a que todo es Naturaleza, reinaba gran confusión en el auditorio, y doña Nieves, tomando el caso a broma, pedía mayor claridad.
«Pero a ver, D. Juan Pablo, explíquese mejor... porque eso de que todos seamos todo no lo calo yo bien...».
—Lo primero, hijas mías —decía con unción el expositor—, es limpiar el intellectus de errores adquiridos en la infancia, de prejuicios y muletillas; lo primero es querer entender. No admito argumentos que no sean racionales.
—Y cuando nos morimos —preguntó una de las samaritanas—, ¿qué pasa?
—Hija, cuando nos morimos, pasamos a fundirnos en el grandioso conjunto universal...
—Mia ésta... ¿Pues qué querías tú, seguir gozando y divirtiéndote por allá?
—¿Y Dios?
—¡Dios!... francamente, no me gusta, por consideraciones que se deben a toda gran idea histórica, no me gusta, digo, hablar mal de Él... Me concreto, pues, a negarle... respetuosamente.
—¡Otra!, ¡qué cosas se le ocurren! De modo que la misa no es nada tampoco...
—¡María Santísima!, con lo que sale usted ahora. La misa... es un rito, uno de tantos ritos.
—¿Y lo mismo da oírla que no? ¿Y para qué son los funerales?
—Otro rito... La que no pueda o no sepa dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a la historia lo que es de la historia, que se calle... No hay tal muerte, hijas mías: la que tenga oídos, oiga... Esta es la verdad; morirse es cumplir una ley de armonía.
—Como que se va una a la sustancia de la tierra y se mezcla con ella —apuntó doña Nieves.
—Tí lo has dicho... digo, ustedlo ha dicho.
—Y así viene a resultar que con nuestra defunción lo que hacemos es darle jugo a las plantas. De modo que muchas verduras, ¿qué son sino gente que se ha convertido, pongo el caso, en brecolera?
—¡Quite allá por Dios! —exclamó santiguándose una de ls placeras—. ¡Qué risa con usted!
—Pero el alma se echa a volar y va para arribam, qué sé yo dónde. A correrla por ahí, porque lo que es Infierno no lo hay. En eso sí que estoy conforme con el Sr. de Rubín.
—En verdad os digo que no hay ni infierno ni Cielo, ni tampoco alma —afirmó Rubín con acento apostólico—, ni nada más que la naturaleza que nos rodea, inmensa, eterna, animada por la fuerza...
—¿Por la fuerza!... sí —aseveró el mozo del café—, por la fuerza... claro...
Y hacía esos gestos como el que va a levantar un gran peso o a echarse a cuestas un sillar.
—Llámelo usted hache —repuso doña Nieves—. La fuerza, el alma... la... como quien dice, la idea.
—Doña Nieves, por amor de Dios... —dijo Rubín con desesperación de maestro—. Que se me está usted volviendo muy hegeliana.
—Lo que yo no comprendo es una cosa —indicó con la mayor candidez una de las mozas del partido—, y es que si no hay nada por allá, ¿dónde están las ánimas?
—¿Qué ánimas?
—¡Otra! Las ánimas benditas.
Juan Pablo soltó la risa.
—Nada adelantaremos, si no os fijáis bien en que le hombre no puede conocer como real nada que no esté en la Naturaleza sensible. El que tenga ojos, que vea...
—Eso, eso... y lo uno no quita lo otro —observó doña Nieves con aplomo, empezando a tomar su chocolate—. Porque habrá toda la Naturaleza que usted quiera, pero eso no quita que haiga también Santísima Trinidad.
—Señora, por los clavos de Cristo —dijo el filósofo ya sin saber por dónde tirar—. Fijemos ante todo el concepto de Naturaleza. ¿Qué es la Naturaleza?
—¡Otra!, el campo —indicó con presteza la de San Juan de Dios.
—Y los animales — murmuró el ciego, que era que el menos hablaba.
—No digáis tonterías —manifestó doña Nieves—. La Naturaleza somos nosotros los pecadores, todos frágiles. ¿Verdad, D. Juan Pablo?
—Los pecadores son Naturaleza —apuntó otra—; por eso a los hijos de pecado los llaman naturales... claro.
—¡Vaya un lío que me arman ustedes!
Una de las placeras que presentes estaban tenía muy abultado el seno. En cierta ocasión, estando confesándose, le dijo el cura: «sea usted modesta en el vestir y no haga ostentación de esas naturalezas...». —«¿Qué, señor?». —«Eso, la delantera». Por esto, al oír hablar de Naturaleza y de pecado, creyó que se referían a aquellas partes que debe cubrir el recato, y dijo escandalizada:
«¡Vaya unas conversaciones indecentes que sacan ustedes!».
«Indecentes no, hija».
—Lo que yo dijo y sostengo —manifestó una de las samaritanas, tirando por la calle de enmedio—, es que este D. Juan Pablo está guillado.
Loco, tal vez no; pero fatigado sí de sus inútiles esfuerzos. Ni abriendo con martillo un boquete en aquellas cabezas de piedra, lograría meter la luz de la verdad. Corriéndose al velador inmediato, donde estaba cenando el ciego, mandó al mozo que le pusiese allí su chocolate. El ciego volvió hacia él sus ojos vacíos y muertos, su cara que parecía un quinqué sin encender, y le dijo con profundísima tristeza:
«¿Pero es verdad, D. Juan Pablo, lo que usted nos cuenta? ¿Lo cree usted así, o es que quiere entretenerse y divertirse con nosotros, ignorantes? Me ha llenado usted de dudas. ¿Será verdad que cuando uno se muere se convierte en escarola?».
Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida. Pero al propio tiempo su conciencia no le permitía desmentir lo que acababa de sostener. La dignidad por delante. Estuvo luchando un rato entre la piedad y el deber, y como el ciego volviese a preguntarle con insistente afán: «¿pero es cierto que al morir nos convertimos en berzas...?» le replicó el apóstol:
«Le diré a usted... hay opiniones... No haga caso. Si no fuera por estas bromas, ¿cómo se pasaba el rato?».
No siguieron estas conversaciones filosóficas, porque sobrevino lo de Sagunto, y este suceso absorbió la atención general en todos los cafés, desde el más grande al más chico. Rubín estaba furioso, y sostenía que el Gobierno no tenía vergüenza si no fusilaba en el acto... pero en el acto... a Martínez Campos, a Jovellar y todos los demás que habían andado en aquel lío. Cuando sus amigos no le querían oír sobre este particular, hablaba solo. Desmentía categóricamente cuantas noticias llegaban al café. Todo era falso. Antes que el Príncipe viniera, habría un levantamiento general, y los carlistas harían el último esfuerzo. Negaba que D. Alfonso hubiera llegado a Marsella, que se embarcase para Barcelona en la Navas de Tolosa, y viéndolo entrar en Madrid habría de negar que estaba entre nosotros. Pero una noche, después de largas ausencias, llegó Feijoo al café, y sentándose los dos aparte, le dijo:
«Hombre, he visto a Jacinto Villalonga; he hablado largamente con él. Ya sabe usted que es de la situación y muy amigo mío. Por supuesto, no acepta la Dirección que se le ha ofrecido, porque prefiere andar suelto. Es uña y carne de Romero Robledo. Y voy a lo que iba... Le he hablado de usted...».
—¡De mí!
—Sí; es preciso colocarse. Usted no puede continuar así.
—Mire usted, amigo Feijoo —dijo Rubín masticando las palabras para salir de aquel atolladero—. Yo no puedo admitir... ¿Y el decoro de los hombres? ¡Yo he profesado toda mi vida...!
—Música, música.
—Yo no soy de esos que hablan mal de una situación, y luego van a quitarles motas al que antes desollaron.
—Música, música.
—En fin, que yo agradezco... pero no puede ser... Me ofendería, sí señor, me ofendería.
—De modo —exclamó Feijoo en voz alta, abriendo los brazos y tomando un tono que no se podría decir si era de indignación o de burla—, de modo que ya no hay patriotismo.
—¡Otra!... Patriotismo sí hay; pero yo...
—Usted hará lo que yo le mande, y tendremos credencial.
Rubín siguió toda la noche afectando mal humor, una severidad torva, el malestar de la persona a quien ponen un puñal al pecho para que consume un acto contrario a sus convicciones. Al retirarse a casa, se comparaba con Wamba y decía para su sayo: «Cómo ha de ser... paciencia. Tengo que ser alfonsino... a la fuerza. ¡Vaya un compromiso... Re-Dios, qué compromiso...!».
Me ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación por causa de los celos, de la curiosidad no satisfecha y de la forzada reserva, que a punto estuvo de estallar y descubrirse, haciendo pedazos la máscara de tranquilidad que ante sus suegros se ponía. Porque la peor de sus mortificaciones era tener que desempeñar el papel de mujer venturosa, y verse obligada a contribuir con sus risitas a la felicidad de D. Baldomero y doña Bárbara, tragándose en silencio su amargura. Ya no le quedaba duda de que su marido entretenía, como se dice ahora, a una mujer, y de estos entretenimientos no tenían ni siquiera sospechas los bienaventurados papás. Sabía que la tarasca que le robaba su marido era la misma con quien tuvo amores antes de casarse, la madre del Pituso muerto, la condenada Fortunata que le había dado tantas jaquecas. Deseaba verla... pero no; más valía que no la viera jamás, porque si la veía, de fijo se le iba el santo al Cielo.
La noche a que Jacinta se refería, contando estas cosas, noche tristísima para ella por haber adquirido recientemente noticias fidedignas de la infidelidad de su marido, hubo en la casa gran regocijo. Aquel día había entrado en Madrid el Rey Alfonso XII, y D. Baldomero estaba con la Restauración como chiquillo con zapatos nuevos. Barbarita también reventaba de gozo y decía: «¡Pero qué chico más salado y más simpático!». Jacinta tenía que entusiasmarse también, a pesar de aquella procesión que por dentro le andaba, y poner cara de pascua a todos los que entraron felicitándose del suceso. El marqués de Casa-Muñoz oficiaba de chambelán palatino. Había tenido la dicha inmensa de estar en Palacio formando parte de una de las comisiones, y el Rey habló con él... Contaba el caso el marqués, haciendo notar bien el tono familiar con que se había expresado S. M. «Hola, marqués, ¿cómo va?». Nada, lo mismo que si me hubiera tratado toda la vida.
Aparisi sostuvo poco después que él había previsto todo lo que estaba pasando. Él no era partidario de la Restauración; pero había que respetar los hechos consumados. D. Baldomero no cesaba de exclamar: «Veremos a ver si ahora, ¡qué dianches!, hacemos algo; si esta nación entra por el aro...». Jacinta se indignaba en su interior. Tenía un volcán en el pecho, y la alegría de los demás la mortificaba. Por su gusto se hubiera echado a llorar en medio de la reunión; mas érale forzoso contenerse y sonreír cuando su suegro la miraba. Retorciendo en su corazón la cuerda con que a sí propia se ahogaba, se decía: «Pero a este buen señor, ¿qué le va ni le viene con el Rey?... ¡qué les importa!... Yo estoy volada, y aquí mismo me pondría a dar chillidos, si no temiera escandalizar. ¡Esto es horrible!...».
Don Alfonso érale antipático, porque su imagen estaba asociada a la horrible pena que la infeliz sufría. Aquella mañana fue con Barbarita a casa de Eulalia Muñoz, que vivía en la Calle Mayor, a ver la entrada del Rey. Amalia Trujillo la tomó por su cuenta, y la estuvo adulando antes de darle el gran susto. Hallábanse las dos solas en el balcón de la alcoba de Eulalia, y ya sonaban los clarines anunciando la proximidad del Rey, cuando Amalia, ¡plum!, le soltó el pistoletazo. «Tu marido entretiene a una mujer, a una tal Fortunata, guapísima... de pelo negro... Le ha puesto una casa muy lujosa, calle tal, número tantos... En Madrid lo sabe todo el mundo, y conviene que tú también lo sepas». Quedose yerta. Cierto que sospechaba; pero la noticia, dada así con tales detalles, como el pelo negro, el número de la casa, era un jicarazo tremendo. Desde aquel aciago instante, ya no se enteró de lo que en la calle ocurría. El Rey pasó, y Jacinta le vio confusa y vagamente, entre la agitación de la multitud y el tururú de tantas cornetas y músicas. Vio que se agitaban pañuelos, y bien pudo suceder que ella agitara el suyo sin saber lo que hacía... Todo el resto del día estuvo como una sonámbula.
Entró Guillermina, que también hubo de llevar sus notas de alegría al concierto general. «Ya era tiempo —dijo antes de meterse en el rincón en que solía estar—. No aguardo sino a que descanse del viaje para ir a echarle el toro... Me tiene que dar para concluir el piso bajo. Y lo hará, porque le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficencia y la religión. Dios le conserve».
Jacinta la siguió al gabinete próximo, y allí estuvieron las dos de cháchara por espacio de una hora larga. Guillermina decía: «Paciencia, hija, paciencia, y todo se arreglará; yo te lo prometo». Ya cerca de las doce entró Juan, y su mujer le miró con severidad sin decirle nada... «Es que te voy a aborrecer —pensó—, como no te enmiendes. Pues no faltaba otra cosa... Y lo que es esta noche te como... No me engatusarás con tus zalamerías».
Juan, aunque bien hubiera querido contradecir los optimismos de su padre y amigos, no se atrevió a ello, porque el empuje de aquella opinión era demasiado fuerte para luchar con él. Hasta los últimos días del 74 había defendido la Restauración. Después de hecha, encontró mal que la hicieran los militares, y en esto fundó sus críticas del suceso consumado.
«Aquí siempre se han hecho las mudanzas de esa manera —dijo el señor de Santa Cruz con patriarcal buena fe—. Es nuestra manera de matar pulgas. Pues qué, ¿querías tú que las Cortes...? Estás fresco».
Después sostuvo el Delfín, con ejemplos de Francia e Inglaterra, que ninguna Restauración había prevalecido; mas todos se negaron a seguirle por los vericuetos históricos. D. Baldomero, sin meterse en dibujos, dijo una cosa muy sensata, producto de su observación de tanto tiempo: «Yo no sé lo que sucederá dentro de viente, dentro de cincuenta años. En la sociedad española no se puede nunca fiar tan largo. Lo único que sabemos es que nuestro país padece alternativas o fiebres intermitentes de revolución y de paz. En ciertos periodos todos deseamos que haya mucha autoridad. ¡Venga leña! Pero nos cansamos de ella y todos queremos echar el pie fuera del plato. Vuelven los días de jarana, y ya estamos suspirando otra vez porque se acorte la cuerda. Así somos, y así creo que seremos hasta que se afeiten las ranas».
—Es la condición humana. Así viven y se educan las sociedades —dijo el Delfín—. Lo que a mí no me gusta es que esto se haga por otra vía que la de la Ley.
«¡Pillo, tunante! —pensaba Jacinta comiéndose las palabras, y con las palabras la hiel que se le quería salir—. ¿Qué sabes tú lo que es ley? ¡Farsante, demagogo, anarquista! Cómo se hace el purito... Quien no te conoce...».
Cuando se retiraron a su alcoba, Jacinta se esforzaba en aumentar su furor; quería cultivarlo, o alimentarlo como se alimenta una llama, arrojando en ella más combustible. «Esta noche me le como. Quisiera estar más furiosa de lo que estoy, para no dejarme engolosinar. Y eso que lo estoy bastante. Pero aún me vendría bien un poquito más de ira. Es un falso, un hipócrita, y si no le aborrezco, no tengo perdón de Dios».
En esto, sintió que Juan la abrazaba por la cintura... «Quítate, déjame... —gritó ella—. Estoy muy incomodada; ¿pero no ves que estoy muy incomodada?».
Juan la vio temblorosa y sin poder respirar. «Perdone uste, señora» replicó bromeando.
Jacinta tuvo ya en la punta de la lengua el lo sé todo; pero se acordó de que noches antes su marido y ella se habían reído mucho de esta frase, observándola repetida en todas las comedias de intriga. La irritada esposa creyó más del caso decir: «Te aborreceré, ya te estoy aborreciendo». Santa Cruz, que estaba de buenas, repitió con buena sombra otra frase de las comedias: «Ahora lo comprendo todo. Pero la verdad, chica, es que no comprendo nada».
Turbada en sus propósitos de pelea por el buen genio y los cariñosos modos que el pérfido traía aquella noche, Jacinta rompió a llorar como un niño. Juan le hizo muchas caricias, besos por aquí y allí, en el cuello y en las manos, en las orejas y en la coronilla; besos en un codo y en la barba, acompañados del lenguaje más finamente tierno que se podría imaginar.
«No aguanto más, no puedo aguantar más» era lo único que ella decía con angustioso hipo, mojándole a él la cara y las manos con tanta y tanta lágrima. No podía tener consuelo. Todo aquel llanto era el disimulo de tantísimos días, sospechar callando, sentirse herida y no poder decir ni siquera ¡ay! «Esto es horrible, esto es espantoso; no hay mujer más desgraciada que yo... Y lo que es ahora, te aborreceré de veras, porque yo no puedo querer a quien no me quiere. Te quería más que a mi vida. ¡Qué tonta he sido! A los hombres hay que tratarlos sin consideración... Ya no más, ya no más... Estoy volada, y lo que es esta no te la perdono... digo que no te la perdono».
Algún trabajo le costó a Santa Cruz que su mujer repitiese lo que le había dicho una amiga aquella mañana. Y cuando él lo negaba, la ofendida esposa, que sentía en su alma la convicción profundísima de la autenticidad del hecho, irritábase más: «No lo niegues, no me lo niegues, pues yo sé que es cierto. Hace tiempo que te lo he conocido».
—¿En qué...?
—En muchas cosas.
—Dímelas —indicó él poniéndose serio.
—Si siempre has de negarlo... Pero no, no me engañas más.
—Si no pienso engañarte...
—Lo que Amalia me ha dicho —afirmó Jacinta con súbita ira, llena de dignidad, poniéndose en pie y afianzando con un gesto admirable su aseveración—, es verdad. Yo digo que es verdad y basta.
Grave y mirándola a los ojos, el anarquista replicó en tono muy seguro:
«Bueno, pues es verdad. Yo te declaro que es verdad».
Quedose Jacinta como una estatua, y al fin, volviendo la espalda a su marido, hizo un ademán de salir. Él la cogió por una mano, y quiso abrazarla. Ella no se dejó. En medio del estrujón frustrado, sólo pudo articular la esposa muy vagamente estas palabras: «Me voy». Lo que más la irritaba era que el tunante, después de lo que había dicho, tuviera todavía humor de bromas y pusiera aquella cara de pillín, como si se tratara de una cosa de juego. Porque se sonreía, y tranquilo en apariencia, díjole en tono de seriedad cómica:
«Señora, acuéstese usted».
—¿Yo...?
—Se lo mando a usted... Acuéstese usted al momento.
No le fue a ella posible entonces librarse de un abrazo apretado, y en aquel segundo estrujón, oyó estas cariñosas palabras:
«¿No vale más que nos expliquemos como buenos amigos? Hijita de mi alma, si te enfurruñas, no llegaremos a entendernos».
Jacinta fue bruscamente desarmada. Quedose como el combatiente de los cuentos de niños, a quien por obra de magia se le convierte la espada en alfiler y el escudo en dedal.
El Delfín había entrado, desde los últimos días del 74, en aquel periodo sedante que seguía infaliblemente a sus desvaríos. En realidad no era aquello virtud, sino cansancio del pecado; no era el sentimiento puro y regular del orden, sino el hastío de la revolución. Verificábase en él lo que D. Baldomero había dicho del país; que padecía fiebres alternativas de libertad y de paz. A los dos meses de una de las más graves distracciones de su vida, su mujer empezaba a gustarle lo mismito que si fuera la mujer de otro. La bondad de ella favorecía este movimiento centrípeto, que se había determinado por quinta o sexta vez desde que estaban casados. Ya en otras ocasiones pudo creer Jacinta que la vuelta a los deberes conyugales sería definitiva; pero se equivocó, porque el Delfín, que tenía en el cuerpo el demonio malo de la variedad, cansábase de ser bueno y fiel, y tornaba a dejarse mover de la fuerza centrífuga. Mas era tanta la alegría de la esposa al verle enmendado, que no pensaba que aquella enmienda fuera como un descanso, para emprenderla después con más brío por esos mundos de Dios. También esto concordaba con un pensamiento de D. Baldomero, que decía: «Cuando el país remite, y fortalece con su opinión la autoridad, no es que ame verdaderamente el orden y la ley, sino que se pone en cura y hace sangre para saciar después con mejor gusto el apetito de las trifulcas».
Quedó, como he dicho, tan desarmada Jacinta, que no podía ser más. Pero creyendo que su dignidad le ordenaba seguir muy colérica, dijo todas las palabras necesarias para mostrarlo, por ejemplo: «Me acostaré o no me acostaré, según me acomode. ¿A ti qué te importa? No parece si no que... Conmigo no se juega, ¿estamos?... ¿Pues qué se ha figurado este tonto? Hemos concluido, te digo que hemos concluido... Bien, me acuesto porque quiero, no porque tú me lo mandes... ¡Vaya!...».
Poco después se oía en la alcoba lo siguiente: «Que te estés quieto... No vayas a creerte que ahora te voy a perdonar. No, si no me engatusas... ni hay tilín que valga. Ya van quince y raya. No están los tiempos para perdones, caballerito. Haz el favor, te digo... No quiero verte, no quiero oírte, ni me importa que me quieras o no. Si me quieres, rabia y rabia; mejor. Yo me reiré viéndote padecer. Con que lo dicho, déjame en paz. Tengo un sueño espantoso... ¿No ves cómo se me cierran los ojos?».
Y era mentira. Lejos de tener ganas de dormir, estaba muy despabilada y nerviosa.
«Tú no tienes sueño; ¿a que no lo tienes? —le decía él—. ¿A que te despabilo y te pongo como un lucero?».
—¿A que no? ¿Cómo?
—Contándote toda la verdad de lo que te dijo Amalia, haciendo una confesión general para que veas que no soy tan malo como crees.
—¡Ah!, sí; ven, ven, hijito —exclamó ella alargando sus brazos desnudos—. Confiésame todo; pero con nobleza. Nada de comedias... porque tú eres muy comiquito. Gracias que yo te conozco ya las marrullerías, y algunas bolas me trago; pero otras no. ¿De veras que vas a contármelo todo?
La idea de perdonar electrizaba a Jacinta, poniéndola tan nerviosa que echaba chispas. No cabía en sí de inquietud, pensando en lo grande del perdón que tenía que dar en pago de lo enorme de la sinceridad que se le ofrecía. Y su zozobra era tal, que por poco se echa de la cama, cuando Juan se apartó de ella para ir hacia la suya... «¿Pero qué? —pensó—, ¿se arrepiente este tuno de lo que ha dicho?... ¿Es que no quiere contarme nada?...».
«Abur, hombre» dijo en alta voz con despecho.
—Si vuelvo, si voy allá en seguida... Mi mujer gasta un genio muy vivo.
—Es que si cuentas, cuentas pronto; y si no, lo dices, para dormirme. No estoy yo aquí esperando a que al señorito le dé la gana de tenerme en vela toda la noche.
—Cállese usted, so tía... —Diciendo esto, volvió hacia ella, sentándose en el lecho y haciéndole mil ternezas.
—¡Ah!, esto está perdido —murmuró Jacinta en los respiros que las caricias de su marido le dejaban, ahogándola...—. Mira, estate quieto y no me sofoques. No tengo yo gana de bromas.
—Vamos al caso, niñita mía. Para que yo te cuente lo que deseas saber, es preciso que tú me cuentes antes a mí otra cosa. Dices que tú sospechabas esto que ha pasado, mejor, que lo adivinabas. ¿En qué te fundabas tú para adivinarlo?... ¿qué observaste y qué supiste?
—¡Ay!... ¡con lo que sale ahora este bobo...! ¿Crees que una mujer celosa necesita ver nada? Lo olfatea, lo calcula y no se equivoca... Se lo dice el corazón.
—El corazón no dice nada. Eso es una frase.
—Cuando te vuelves faltón, la menor palabra, cualquier gesto tuyo me sirven para leerte los pensamientos. ¿Y te parece que es poco dato el ver cómo me tratas a mí? Hasta la manera de entrar aquí es un dato. Hasta una ternura, una palabra cariñosa te venden, porque al punto se ve que son sobras de otra parte, traídas aquí por deber y para cubrir el expediente... Palabras y caricias vienen muy usadas.
—¡Cuánto sabes!
—Más sabes tú... No, no, más sé yo. En la desgracia se aprende... Muchas veces me callo por no escandalizar; pero por dentro siento algo que me está rallando así, así... muele que te muele... ¡Pues tengo yo un olfato...! Cuando estás faltoncito, si no lo conociera por otras cosas, lo conocería por el perfume que traes algunas veces en la ropa... Otro dato: Una noche traías en el pañuelo de seda del cuello, ¿qué crees?, pues un cabello negro, grande. Lo saqué con las puntas de los dedos y lo estuve mirando. Me daba tanto asco como si me lo hubiera encontrado en la sopa. No chisté. Otra noche dijiste en sueños palabras de las que se dicen cuando un hombre se pega con otro. Yo me asusté. Fue aquella noche que entraste muy nervioso y con un dolor en el brazo. Tuve que ponerte árnica. Me contaste que viniendo no sé por dónde te salió un borracho, y tuviste que andar a trompazos con él. Traías tierra en la americana azul. Toda la noche estuviste muy inquieto, ¿no te acuerdas?
—Me acuerdo, sí —dijo el Delfín, renovando en su mente el lance con Maximiliano.
—Pues verás. Otra noche, cuando te desnudabas, plin... cayó al suelo un botón. Vino saltando hasta cerca de mi cama. Parecía que me miraba. Era de níquel, labrado, con muchos garabatos. Cuando te dormiste, me eché de la cama y lo cogí. Era un botón de mujer, de los que se usan ahora en las chaquetillas. Lo tengo guardado. Estas ignominias se guardan para en su día sacarlas y decir: ¿me negarás esto?... ¡Y tú siempre tan comediante! ¡Yo pasaba unas fatigas...!, pero nunca quise rebajarme al espionaje. Se me ocurrió preguntar al cochero. Con una buena propinilla, Manuel no me habría ocultado lo que supiera. Pero por respeto a ti y a mí misma y a la familia, no hice nada. ¡Contarle a tu mamá mis sospechas!... ¿Para qué?, ¿para disgustarla sin ventaja ninguna?... Guillermina, con quien únicamente me clareaba, decíame siempre: «paciencia, hija, paciencia». Y por fin llegaba yo a tenerla, y el molinillo que me daba vueltas en el corazón, molía, haciéndomelo polvo, y yo aguanta que aguanta, siempre callada, poniendo cara de Pascua y tragando hiel, tragando hiel. Esta mañana, cuando Amalia me dijo lo que me dijo, toda la sangre se me hizo como un veneno, y me propuse aborrecerte, pero aborrecerte en toda regla, no creas... y no perdonarte aunque te me pusieras delante de rodillas. ¡Pero es una tan débil...! ¡Si merecemos todo lo que nos pasa...! Es la mayor desgracia ser así, tan simplona... Como que estamos a merced de esas... secuestradoras, que de tiempo en tiempo nos prestan a nuestros propios maridos para que no alborotemos...
Esta última queja puso al señorito de Santa Cruz un tanto pensativo y desconcertado. No desconocía él la situación poco airosa en que estaba ante Jacinta, cuya grandeza moral se elevaba ante sus ojos para darle la medida de su pequeñez. Era muy soberbio, y el amor propio descollaba en él sobre la conciencia y sobre los sentimientos todos; de manera que nada le molestaba tanto como verse y reconocerse inferior a su mujer. Cuando, media hora antes, prometió confesar sus faltas, hízolo movido de orgullo, para engalanarse con la sinceridad, a la manera del fatuo que se da tono con una cruz. La confesión de la culpa ennoblece siempre, y como demasiado sabía él que todo lo noble hallaba eco en el gran corazón de Jacinta, se dijo: «aquí me viene bien un rasgo». Pero el momento de la confesión se acercaba, y el pecador estaba algo confuso, sin saber cómo iba a salir de ella. Lo que él quería era quedar bien, remontarse hasta su mujer, y superarla si era posible, presentando sus faltas como méritos, y retocando toda la historia de modo que pareciese blanco y hasta noble lo que con los datos sueltos del botón y el cabello era negro y deshonroso. No tenía que calentarse mucho los sesos para salir del paso, porque para tales escamoteos tenía su entendimiento una aptitud particular. Su imaginación despiertísima se pintaba sola para hacer pasar de un cubilete a otro las ideas. Lo que él no podía sufrir era que se le tuviese por hombre vulgar, por uno de tantos. Hasta las acciones más triviales y comunes, si eran suyas, quería que pasasen por actos deliberadamente admirables y que en nada se parecían a lo que hace todo el mundo. Rápidamente, con aquella presteza de juicio del artista improvisador, hizo su composición, y allá te van las confidencias... Jacinta se había de quedar tamañita. Ya vería ella qué marido tenía, qué ser superior, qué persona tan extraordinaria. Hay una moral gruesa, la que comprende todo el mundo, incluso los niños y las mujeres. Hay otra moral fina, exquisita, inapreciable para el vulgo: es la que sólo pueden gustar los paladares muy sensibles... Vamos allá.
«Preparémonos a oír tus papas» dijo ella.
—De todo lo que has dicho, parece deducirse que yo soy un miserable, un cualquiera, uno de tantos. Pues ahora lo veremos. He guardado reserva contigo, porque creí que no me comprenderías. Veremos si me comprendes ahora. Es cierto que hace dos meses, me encontré otra vez a...
—Haz el favor de no nombrarla —suplicó Jacinta con viveza—. Ese nombre me hace el efecto de la picadura de una víbora.
—Bueno, pues voy al grano... Encontrémela casada.
—¡Casada!
—Sí, con un simple. La metieron en un convento, la casaron después como por sorpresa... Chica, una historia de intrigas, violencias y atrocidades que horroriza.
—¡Pobre mujer! —exclamó ella, respondiendo al intento de Juan, que empezaba por hacer a la otra digna de lástima—. Pero bien merecido le está por su mala conducta.
—Espérate un poco, hija. Mujer tan desgraciada no creo que haya nacido.
—Ni más mala tampoco.
—Sobre eso hay mucho que decir. No es maldad lo que hay en ella, es falta de ideas morales. Si no ha visto nunca más que malos ejemplos; ¡si ha vivido siempre con tunantes...! Yo pongo en su lugar a la mujer más perfecta, a ver lo que hacía. No, no es lo que crees. Digo más, sería muy buena, si la dirigieran al bien. Pero hazte cargo: después de andar de mano en mano, este la coge, este la suelta, la casan con un hombre que no es hombre, con un hombre que no puede ser marido de nadie...
Jacinta abrió la boca; tan grande era su pasmo.
«Y ese majadero la martirizaba de tal modo desde el primer día de matrimonio, que la infeliz, prefiriendo la libertad en la ignominia a una esclavitud insoportable, se escapa de la casa, y se echa otra vez a la calle, como en sus peores tiempos. En esto me encuentra y me pide amparo».
Jacinta no había cerrado todavía la boca.
«En tal situación —prosiguió Juan, hallándose ya en plena posesión de su tesis y con los cubiletes en la mano—, yo te planteo el problema a ti... vamos a ver... Figúrate que eres hombre; figúrate que te encuentras delante de aquella infeliz mujer, que te pide socorro, una defensa contra la miseria y la deshonra, y al verla delante, tú te reconoces autor de todas sus desdichas, porque tú la perdiste, porque de ti le vienen todos sus males. Yo quiero que me digas con lealtad qué harías, qué harías tú en este trance. Pero cierra ya esa boca; basta ya de asombro y contéstame».
—Pues yo... ¿qué haría? Echar mano al bolsillo, darle cuatro o cinco duros, y marcharme a mi casa.
—Esa fue mi primera idea. Pero ciertas deudas, señora mía —dijo Santa Cruz triunfante—, no se saldan con cuatro ni con cinco duros.
—Pues mil, dos mil, cien mil reales, vamos.
—Tampoco. Yo pensé que debía poner a aquella infeliz en camino de adquirir una posición decente y estable. Buscarle un marido, no podía ser; estaba casada. Procurarle una manera de vivir con independencia y honradez... ¡ah!, esto es muy difícil. No tiene educación; no sabe trabajar en nada que produzca dinero. No hay para ella más recurso que comer de su belleza. Pero en esto mismo hay distintos grados de ignominia. No empieces a hacerte cruces, hija. Las cosas hay que tomarlas como son; otra cosa es empeñarse en sostener una filosofía cursi. Yo le dije: «bueno, pues te pongo una casa, y arréglatelas como puedas...». No, si no es para que hagas tantas cruces, lo repito. Hay que ponerse en la realidad, niñita. No mires esto con ojos de mujer; ponte en mi caso; figúrate que eres hombre...
—Estoy asombrada de la vuelta que le das a tus caprichos, y de lo bien que te las compones para hacer pasar por protección desinteresada lo que en realidad es amor que tenías o tienes a esa maldita.
—Pues a eso voy ahora. Aquí te quiero ver... Atención. Yo te juro que no despertaba en mí ni el amor más insignificante, ni tan siquiera un capricho de momento. No hay ejemplo de una frialdad como la que yo sentía ante ella. Bien me lo puedes creer. No sólo no me inspiraba pasión, sino que hasta me repugnaba.
—Eso —dijo la esposa—, que te lo crea otro, que lo que es yo...
—¡Qué tonta eres! Tu incredulidad nace de la idea equivocada que tienes de esa mujer. Te la has figurado como un monstruo de seducciones, como una de esas que, sin tener pizca de educación ni ningún atractivo moral, poseen un sin fin de artimañas para enloquecer a los hombres y esclavizarles volviéndoles estúpidos. Esta casta de perdidas que en Francia tanto abunda, como si hubiera allí escuela para formarlas, apenas existe en España, donde son contadas... todavía, se entiende, porque ello al fin tiene que venir, como han venido los ferrocarriles... Pues digo que Fortunata no es de esas, no posee más educación que la cara bonita; por lo demás, es sosa, vulgar, no se le ocurre ninguna picardía de las que trastornan a los hombres; y en cuanto a formas... no hablo del cuerpo y talle... sigue tan tosca como cuando la conocí. No aprende; no se le pega nada. Y como para todo se necesita talento, una especialidad de talento, resulta que esa infeliz que tanto te da que pensar, no sirve absolutamente para diablo, ¿me entiendes? Si todas fueran como ella, apenas habría escándalos en el mundo, y los matrimonios vivirían en paz, y tendríamos muchísima moralidad. En una palabra, chiquilla, no hay en ella complexión viciosa; tiene todo el corte de mujer honrada; nació para la vida oscura, para hacer calceta y cuidar muchachos.
Al llegar aquí Juan se asustó, creyendo que se le había ido un poco la lengua, y cayó en la cuenta de que si Fortunata era como él decía, si no tenía complexión viciosa, mayor, mucho mayor era la responsabilidad de él por haberla perdido. Jacinta hubo de pensar esto mismo, y no tardó en manifestárselo. Pero el prestidigitador acudió a defender la suerte con la presteza de su flexible ingenio.
«Es verdad —le dijo—, y esto aumentaba mis remordimientos. No tenía más remedio que hacer en obsequio suyo lo que no habría hecho por otra. Ponte tú en mi caso, figúrate que eres yo, y que te ha pasado todo lo que me ha pasado a mí. Puedes hacerte cargo de mi tormento, y de lo que yo sufriría teniendo que considerar y proteger, por escrúpulo de conciencia, a una mujer que no me inspira ningún afecto, ninguno, y que últimamente me inspiraba antipatía, porque Fortunata, créelo como el Evangelio, es de tal condición, que el hombre más enamorado no la resiste un mes. Al mes, todos se rinden, es decir, echan a correr...».
Jacinta había empezado a dar pataditas, haciendo saltar el edredón que a los pies tenía. Era su manera de expresar la alegría bulliciosa cuando estaba acostada. Porque siendo verdad lo que Juan decía, la temida rival era como los espantajos puestos en el campo, de los cuales se ríen hasta los pájaros cuando los examinan de cerca. Pero aún le quedaba una duda, ¿Era aquello verdad o no? Para mentira estaba demasiado bien hiladito.
—¿Y ella te quiere todavía? —preguntó con la picardía de un juez de instrucción.
El esposo se hizo repetir la pregunta, sin otro objeto que retrasar la respuesta, que debía ser muy pensada.
—Pues te diré... que sí. Tiene esa debilidad. Otras mujeres, las de complexión viciosa, son en sus pasiones tan vehementes como inconstantes. Pronto olvidan al que adoraron y cambian de ilusión como de moda. Esta no.
—Esta no —repitió Jacinta, asustada de ver a su enemiga tan distinta de como ella se la figuraba.
—No. Ha dado en la tontería de quererme siempre lo mismo, como antes, como la primera vez. Aquí tienes otra cosa que me anonada, que me obliga a ser indulgente. Ponte en mi lugar, hija. Porque si yo viera que coqueteaba con otros hombres, anda con Dios. Pero si no hay quien la apee de una fidelidad que no viene al caso. ¡Fiel a mí! ¿a santo de qué? ¡Te aseguro que me ha hecho cavilar más esa sosona! Ha pasado por tantas manos, y siempre fiel, consecuente como un clavo, que se está donde le clavan. Ni el deshonor, ni el matrimonio la han curado de esta manía. ¿No te parece a ti que es manía?
A Jacinta le acudieron tantas ideas a la mente, que no sabía con cuál quedarse, y estaba perpleja y muda.
«¡Hay tantos —exclamó Santa Cruz en el tono que se da a las cosas muy filosóficas—, hay tantos a quienes hace infelices la inconstancia de las mujeres, y a mí me hace padecer una fidelidad que no solicito, que no me hace falta, que no me importa para nada!».
Jacinta dio un gran suspiro.
—Pero al tener conciencia, el tener un sentido moral muy elevado —añadió el Delfín dominando la suerte—, como lo tengo yo, me ha puesto en una situación equívoca frente a ti. Yo necesitaba darte explicaciones. Ya te las he dado, y por ellas habrás visto que no se debe juzgar los actos de los hombres por lo que parece, sino que es preciso ir al fondo, hija, al fondo de las cosas. ¿Con que te vas enterando? A lo mejor se lleva uno cada chasco... ¡Cuántas veces pensamos mal de un sujeto, fundándonos en hablillas del vulgo o en cualquier dato inseguro, como por ejemplo, un pelo, un botón!... y después de mirar bien el hecho, ¿qué resulta?, que no basta para muestra un botón, que el que se cuelga de un cabello se cae; en una palabra, niña mía, que lo aparentemente deshonroso puede no serlo, y que la realidad, en vez de arrojar vergüenza sobre el sujeto, lo que hace es enaltecerlo y quizás honrarle.
—Poco a poco —dijo la esposa prontamente—, que para mí sigue siendo turbio. Me parece que en todo lo que has dicho hay demasiada composición. No me fío yo, no me fío, porque para fabricar estos arcos triunfales de frases y entrar por ellos dándote mucho tono, te pintas tú solo. Lo cierto es que le has puesto la casa, la has visitado y te has divertido en grande con ella. ¡Vaya una conciencia la tuya, vaya una manera de pagarle su fidelidad, tirando por el suelo la que me debes a mí!... ¿Qué moral es esta? No escamotees la verdad. Esa mujer es una bribona, y tú serías un simple si no fueras también un solemnísimo pillo.
—Párese usted un poco, camaraíta —replicó Santa Cruz algo desconcertado—. ¿Qué palabras usaré yo para pintarte la situación en que me encontraba? Es que el caso es de los más raros que se pueden ofrecer... Para que veas que soy sincero y leal, te diré que hubo en mí algo de flaqueza, sí, flaqueza que nacía de la compasión. No tuve valor para resistir a las... ¿cómo diré?... a las sugestiones apasionadas de quien tiene por mí una idolatría que yo no merezco. Pero te juro que lo hice sin ilusión, con fastidio, como el que cumple un deber, pensando en mi mujer, viéndote a ti más que a la que tan cerca tenía, y deseando que aquella comedia concluyera.
Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que D. Quijote le contó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto: «Ahora juzga tú como te parezca bien lo que acabo de confesarte, y compara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo me entrego a ti».
—Romper, romper para siempre toda clase de relaciones con esa calamidad es lo que importa —manifestó la Delfina inquietísima, dando vueltas en el lecho—. Que no la veas más, que ni siquiera la saludes si te la encuentras por la calle... ¡Oh, qué mujer!, es mi pesadilla.
—Da por hecho el rompimiento, pero definitivo, absoluto. Lo deseo tanto como tú; me lo puedes creer.
Lo decía con tal expresión de ingenuidad, que Jacinta sintió grande alegría.
«Sí, hija, no aguanto más. Que se vaya con su constancia a los quintos infiernos».
—¿Y si da en perseguirte?
—Seré capaz hasta de recurrir a la policía.
—¿De modo que no vuelves más a esa casa?... Di que no vuelves, dime que no la quieres.
—¡Bah! Demasiado lo sabes. No volveré más que a despedirme.
—No; escríbele una carta. Las despedidas cara a cara no son buenas para romper.
—Haré lo que tú quieras, lo que tú me mandes, niñita de mi alma, monísima... más salada que el terrón de los mares.
A la siguiente mañana, Jacinta se levantó muy gozosa, con los espíritus avispados, y muchas ganitas de hablar y de reír sin motivo aparente. Barbarita, que entró de la calle a las diez, le dijo: «¡Qué retozona estás hoy!... Oye. Al volver de San Ginés, me encontré con Manolo Moreno, que llegó ayer de Londres. Le he convidado a almorzar».
Jacinta fue a su tocador. Aún dormía su marido, y ella se empezó a arreglar. A poco entró una visita, que Jacinta recibió en su gabinete. Era Severiana, que dos veces por semana llevaba a Adoración a que la viese su protectora. Ya se sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al Pituso y tomarlo por hijo, y sintiendo más fuerte e imperioso en su alma el anhelo de la maternidad, dio en proteger a la preciosísima y cariñosa hija de Mauricia la Dura. Para Jacinta no había goce más grande y puro que acariciar un pequeñuelo, darle calor y comunicarle aquel sentimiento de bondad que se desbordaba de su alma. Agradábale tanto la niña aquella, que se la habría llevado consigo si sus suegros y su marido lo permitieran; pero no siendo posible esto, se consolaba vistiéndola como una señorita, pagándole el colegio y pasando un ratito con ella. Gozaba en ver su belleza, en aspirar la fragancia de su inocencia y en examinarla para cerciorarse de sus adelantos.
«Hola, ven acá, mujer, dame un beso y un abrazo» le dijo la señorita, atrayéndola a sí con maternal cariño.
Adoración se frotó bien la cara y el cuerpo contra la cintura y falda de su protectora.
«Dice que lo que le pide a la Virgen —declaró Severiana con esa adulación de los humildes muy favorecidos y que aún quieren serlo más—, es no separarse nunca, nunca de la señorita... para estarla mirando siempre».
—Ya sé que me quiere mucho, y yo la quiero a ella, si es buena y estudia. ¡Qué elegante estás!... No te había visto el vestido nuevo.
—Anoche soñaba con la ropa nueva —dijo Severiana—, y ayer, cuando se la puso, no hacía más que mirarse al espejo. Si la tocábamos ¡ay!, nos quería pegar... Lo que ella deseaba era que la señorita la viera tan maja, ¿verdad, rica?
—No me gusta tanto afán por las composturas. Ahora lo que yo quiero es ver qué tal andan esas lecciones... Hoy no tengo tiempo de hacer preguntas; pero otro día, el jueves, veremos cómo está ese catecismo.
—¡Ah!, señorita, se lo sabe de corrido. Nos tiene mareados con lo que hicieron aquellos que se comían el maná y lo de Noé en el arca, con tantos animales como metió en ella. ¿Pues y leer? Lee mejor que mi marido.
—Eso me gusta... El mes que entra la pondremos en un colegio, interna. Ya es grandecita... es preciso que vaya aprendiendo los buenos modales... su poquito de francés, su poquito de piano... Quiero educarla para maestrita o institutriz, ¿verdad?
Adoración la miraba como en éxtasis.
«¿Y esa mujer?» preguntó luego Jacinta a Severiana, refiriéndose a la madre de Adoración.
«Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algo enmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estaba en buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con el maldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de la Comadre... ¡Qué vergüenza...!».
Jacinta hizo un gesto de pena.
«¡Pobrecita mía!» exclamó abrazando más estrechamente a su protegida.
—Por esto —añadió la otra—, yo quería hablar a la señorita para ver si doña Guillermina tenía proporción de meterla en cualquier parte donde la sujetaran. En las Micaelas no puede ser, a cuento de que allí la tuvieron que echar por escandalosa... Pero bien la podrían poner, si a mano viene, en un hospicio, o casa de orates, al menos para que no diera malos ejemplos.
—Veremos... —dijo distraída Jacinta levantándose, porque había oído el repique del timbre con que su marido llamaba.
Faltaba algo antes de que Adoración se despidiera. Su protectora le daba siempre una golosina, y aquel día hubo de olvidarse. Quedose parada la niña en medio del gabinete aun después de los últimos besos de la despedida. Jacinta cayó en la cuenta de su distracción. «Espérate un momento». A poco volvió con lo que la chiquilla deseaba, y repetida la recomendación de portarse bien y estudiar mucho, acompañolas hasta la puerta. Cuando Severiana y su sobrinita salían, entraba Moreno-Isla, y Jacinta que le vio subir, se detuvo en el recibimiento. Subía despacio y jadeante, a causa de la afección al corazón que padecía. Estaba muy envejecido, de mal color, y con más aire extranjero que antes.
«¡Oh, puerta del paraíso!, ¡qué manos te abren...! Dispense usted... Me canso horriblemente» dijo Moreno, saludándola con tanta urbanidad como afecto.
Estupiñá, que entraba detrás, le echó también un gran saludo a D. Manuel, permitiéndose abrazarle, porque eran antiguos amigos. «Estás hecho un pollo» le dijo Moreno, palmoteándole en los hombros.
—Vamos tirando... ¿Y usted...?
—Así, así.
—¡Siempre por esas tierras de extranjis!... Caramba, también es gusto, teniendo aquí tantos que le quieren bien...
El forastero le contestó con la benevolencia un tanto fría que saben emplear los superiores bien educados. Separáronse en el pasillo, porque Estupiñá tenía que ir hacia el comedor. Moreno siguió a Jacinta hasta el salón y de allí al gabinete.
«No me había dicho Guillermina que estaba usted en Madrid. Lo supe hoy por mamá» dijo ella por decir algo.
—¿Guillermina? ¡Buena tiene ella la cabeza para acordarse de anunciarme! ¿Sabe usted que cada vez que vengo a España me la encuentro más tocada? Ayer, cuando entré en casa, lo primero que hizo, mientras me saludaba, fue un registro de todos los bolsillos de mi ropa. Me desplumó. Lo que yo decía: «apenas se pone el pie en España, no se da un paso sin tropezar con bandoleros». Ahora pretende que entre todos los parientes le hagamos un piso... friolera.
—¡Pobrecilla! Es una santa.
Llegó entonces D. Baldomero, anunciándose antes de entrar con estas alegres voces: «¿En dónde está ese anti-patriota?». Cuando apareció en la puerta, con los brazos abiertos, fue Moreno a dejarse estrechar en ellos.
«Bien, padrino; está usted hecho un muchacho».
—¿Y tú, perdido? Me dijeron que estabas algo delicado.
—Me canso horriblemente —replicó el forastero, tocándose el corazón—. Algo aquí... Pero dicen que es nervioso.
—Sí, sí, nervioso —afirmó Santa Cruz como si tuviera en el dedillo toda la medicina.
—Nervioso, claro —repitió Jacinta; y Barbarita, que a la sazón entraba, también dijo: «¿Qué ha de ser sino nervioso...?».
—Vaya, vaya con este perdis —decía D. Baldomero mirando mucho a su amigo y pariente y no atreviéndose a decir que le encontraba muy desmejorado—. Siempre tan extranjerote.
—No quiere nada con nosotros —dijo Barbarita, examinándole la ropa—. Mira, mira que levita gris cerrada... y botines blancos... Pero, Manolo, ¡qué zapatones usan por allá! Esos guantes pasarían aquí por guantes de cochero.
Moreno se echó a reír. Su persona tenía tal aire inglés, que quien le viera, tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuando hablaba desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenie española, porque arrastraba un poco las erres y olvidaba algunos vocablos de los menos usuales. Se había educado en el célebre colegio de Eton; a los treinta años volvió a Inglaterra y allí vivía de continuo, salvo las cortas temporadas que pasaba en Madrid. Poseía el arte de la buena educación en su forma más exquisita, y una soltura de modales que cautivaba. Era ahijado de D. Baldomero I, y por esto seguía llamando padrino a D. Baldomero II.
—Ya saben ustedes que no transijo con la patria —dijo sonriendo—. Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no me atrevo a decir más.
Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y D. Baldomero, que defendía todo lo del Reino con sincero entusiasmo. A veces perdía los estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo de fuera hay mucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado.
«Vamos a ver —dijo D. Baldomero con alegría, que le retozaba en la cara—. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras».
—Es guapo chico. Varios españoles residentes en Londres le acompañamos en el tren hasta Dover. Yo le regalé un magnífico reloj... Es muy despejado chico, pero muy despejado. ¡Lástima de Rey! Yo le dije: «Vuestra Majestad va a gobernar el país de la ingratitud; pero Vuestra Majestad vencerá a la hidra». Esto lo dije por cortesía; pero yo no creo que pueda barajar a esta gente. Él querrá hacerlo bien; pero falta que le dejen.
En esto entró Juan, y él y su pariente se dieron los abrazos de ordenanza. Para ponerse a almorzar no faltaba más que Villalonga.
«¿Pero qué? —dijo el Delfín—, ¿le esperamos? Sabe Dios a qué hora vendrá. Anoche se retiraría a las tres de la tertulia del Ministro de la Gobernación, y estará todavía en la cama».
Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, que quieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, o si en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos. Moreno-Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que su terquedad se encerraba.
«Miren ustedes... hablando ahora con toda seriedad —dijo, después de apurar bien el tema de las comidas, y pasando a ciertas ideas de cultura general—. Yo he hecho una observación que nadie me desmentirá. Desde que se pasa la frontera para allá y se entra en Francia, no le pica a usted una pulga». (Risas).
«¡Pero qué tendrán que ver las pulgas...!».
—¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?
—No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado del aseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usted a San Sebastián. Se lo comen vivo...
—Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!...
Sonó la campanilla. «¡Ahí está!» dijeron todos, y Barbarita miró al lugar vacío que estaba destinado a Villalonga en la mesa. Este entró muy alegre, saludando a la familia, y dando un apretón de manos a Moreno.
«Indulgencia, señora. He venido volando por no hacerme esperar».
—Amigo, desde que está usted en candelero, no hay quien le vea. ¡Qué caro se cotiza!
—Es que no me dejan vivir. Anoche duró el jubileo hasta las tres. Doscientas personas entrando y saliendo. Y que no pretenden nada...
—Preparando las elecciones, ¿eh?
—¡Oh!, pues si pasamos al terreno político... —indicó Moreno.
—No, no pases —replicó Santa Cruz—. En ese terreno concedo, concedo...
Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».
«Pues mire usted —dijo Villalonga—: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos».
—¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hasta el medio día?
Sobre esto se habló mucho, y el forastero sacó a relucir otras cosas. «Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas... Lo que más me choca es lo desmedrado de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos... Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el express de Irún ya estoy renegando. Por la mañana, cuando despierto en la Sierra y oigo pregonar el botijo e leche, me siento mal; créanlo ustedes... Al llegar a Madrid, y ver la gente de capa, las mujeres con mantones, las calles mal adoquinadas, y los caballos de los coches como esqueletos, no veo la hora de volverme a marchar».
—¡Hombre, en qué tonterías te fijas! —observó D. Baldomero, continuando la apología de la patria en términos calurosos que el otro oía con benevolencia.
Cuando tomaban el café, notaron todos que Moreno se sentía mal; pero él disimulaba, y llevándose la mano al corazón, decía otra vez: «Algo aquí... No es nada. Nervioso quizás. Lo que más me molesta es el ruido de la circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar... Con el ruido del tren, no oigo el mío».
Hubo un momento de silencio y tristeza en la mesa; pero aquello pasó, y siguieron charlando. Jacinta observaba que alguien le hacía telégrafos desde la puerta, alzando un poco el cortinón. Salió: era Guillermina.
«No, yo no paso. Tengo que irme al momento a la obra —le dijo con secreteo—. Vengo para encargarte que le hables. Saca la conversación como puedas, y que se entere bien de la necesidad en que estamos».
—Moreno ayudará —díjole su amiguita, llevándola a otra pieza para hablar con más libertad.
—No sé... está incomodado conmigo... Esta mañana hemos reñido... La verdad... me enfadé, me tuve que enfadar. Figúrate que esta vez viene más hereje que nunca. Cada uno es dueño de condenarse; ¿pero a qué viene decirme a mí cosas contra la religión?
—¡Qué malo!
—Y tantas fueron sus burlas y sacrilegios que... Dios me lo perdone... me incomodé. Le dije que no me hacía falta su dinero para nada, y que tendría miedo de tomarlo en mis manos, por ser dinero de Satanás. Pero esto es un dicho, ¿sabes?
—Claro.
—¿Y aquí no ha hablado de religión?
—No; ni jota. Mamá no se lo toleraría. Ha hablado de que en España hay más pulgas que en Francia.
—¡Dale! ¡Qué importará que haya pulgas con tal que haya cristiandad! Las cosas que dicen estos herejotes nos indignarían si no las tomáramos a risa. Tú no sabes bien lo protestante y calvinista que viene ahora. Me horripilé oyéndole. Pero en fin, allá se entenderá con Dios; y entre tanto, lo que importa es que afloje los cuartos para mi obra. Y que le ha de valer para su alma, aunque él no quiera... Con que a ver si me le catequizas.
—Haré lo que pueda... Veremos, le diré algo...
—No vayas a olvidarte... Adiós, hija de mi alma. Me voy; esta noche me contarás lo que te diga. Creo que no nos dejará mal, porque en el fondo es un buenazo. A poco que se le raspe la corteza de hereje, sale aquella pasta de ángel de otros tiempos. Quédate con Dios.
Volvió Jacinta al comedor. Si cumplió o no el encargo de Guillermina, lo veremos a su tiempo. Más que reunir dinero para el asilo, preocupaba a la dama el ver resuelto según su deseo lo que ella y su marido habían tratado la noche anterior. Movida de este afán, así que se marcharon Moreno y Villalonga, cogió por su cuenta al Delfín, y otra vez trataron ambos la cuestión de la ruptura. De acuerdo estaban en lo principal, discrepando sólo en el procedimiento más adecuado, pues ella opinaba por una carta y él por una entrevista de despedida. Al fin, tras laboriosa discusión, prevaleció este criterio, como verá el que siga leyendo.
Quien supiera o pudiera apartar el ramaje vistoso de ideas más o menos contrahechas y de palabras relumbrantes, que el señorito de Santa Cruz puso ante los ojos de su mujer en la noche aquella, encontraría la seca desnudez de su pensamiento y de su deseo, los cuales no eran otra cosa que un profundísimo hastío de Fortunata y las ganas de perderla de vista lo más pronto posible. ¿Por qué lo que no se tiene se desea, y lo que se tiene se desprecia? Cuando ella salió del convento con corona de honrada para casarse; cuando llevaba mezcladas en su pecho las azucenas de la purificación religiosa y los azahares de la boda, parecíale al Delfín digna y lucida hazaña arrancarla de aquella vida. Hízolo así con éxito superior a sus esperanzas, pero su conquista le imponía la obligación de sostener indefinidamente a la víctima, y esto, pasado cierto tiempo, se iba haciendo aburrido, soso y caro. Sin variedad era él hombre perdido; lo tenía en su naturaleza y no lo podía remediar. Había que cambiar de forma de Gobierno cada poco tiempo, y cuando estaba en república, ¡le parecía la monarquía tan seductora...! Al salir de su casa aquella tarde, iba pensando en esto. Su mujer le estaba gustando más, mucho más que aquella situación revolucionaria que había implantado, pisoteando los derechos de dos matrimonios.
«¿Quién duda —seguía pensando—, que es prudente evitar el escándalo? Yo no puedo parecerme a este y el otro y el de más allá, que viven en la anarquía, señalados de todo el mundo. Hay otra razón, y es que se me está volviendo antipática, lo mismo que la otra vez. La pobrecilla no aprende, no adelanta un solo paso en el arte de agradar; no tiene instintos de seducción, desconoce las gaterías que embelesan. Nació para hacer la felicidad de un apreciable albañil, y no ve nada más allá de su nariz bonita. ¿Pues no le ha dado ahora por hacerme camisas? ¡Buenas estarían!... Habla con sinceridad; pero sin gracia ni esprit. ¡Qué diferente de Sofía la Ferrolana, que, cuando Pepito Trastamara la trajo del primer viaje a París, era una verdadera Dubarry españolizada! Para todas las artes se necesitan facultades de asimilación, y esta marmotona que me ha caído a mí es siempre igual a sí misma. Con decir que hace días le dio por estar rezando toda la tarde... ¿y para qué?... para pedirle a Dios chiquillos... ¡Al Demonio se le ocurre...! En fin, que no puedo ya más, y hoy mismo se acaba esta irregularidad. ¡Abajo la república!».
Pensando de este modo, había llegado a la casa de su querida, y en el momento de poner la mano en el llamador, un hecho extraño cortó bruscamente el hilo de sus ideas. Antes de que llamara, se abrió la puerta, dando paso a un señor mayor, de muy buena presencia, el cual salió, saludando a Santa Cruz con una cortés inclinación de cabeza. La misma Fortunata le había abierto la puerta y le despedía.
Juan entró. La salida de aquel señor le produjo en un instante dos sentimientos distintos que se sucedieron con brevedad. El primero fue algo de enojo, el segundo satisfacción de que el acaso le proporcionase un buen apoyo para el rompimiento que deseaba... «Me parece que yo conozco a este señor tan terne. Le he visto, le he visto en alguna parte —pensaba entrando hacia la sala—. ¡Si tendremos gatuperio...! Estaría bueno. Pero más vale así».
Y en alta voz y de mal modo, preguntó a Fortunata: «¿Quién es ese viejo?».
—Yo creí que le conocías. D. Evaristo Feijoo, coronel o no sé qué de milicia... Es grande amigo de Juan Pablo.
—¿Y quién es Juan Pablo? ¡Vaya unos conocimientos que me quieres colgar...!
—Mi cuñado.
—¿Y cuándo he conocido yo a tu cuñado, ni qué me importa?... Estamos bien. ¿Y a qué venía aquí ese señor... Feijoo, dices? Me parece que es amigo de Villalonga.
—Ha venido a visitarme, y esta es la tercera vez... Es un señor muy bueno y muy fino. ¿Qué te crees, que viene a hacerme el amor? ¡Qué tontito! Pero en resumidas cuentas, si te parece que no debo recibirle, no lo haré más. Y aquí paz...
—No, no; recíbele todo lo que quieras —dijo él variando de táctica con la rapidez del genio—. Si, como dices, es una persona formal, podría ser que te conviniera cultivar su amistad.
Fortunata no comprendió bien, y él se envalentonó con el silencio de ella.
«Porque, hija mía, yo debo decirte que no podemos seguir así».
Pensaba el muy tuno que lo mejor era cortar por lo sano, planteando la cuestión desde el primer momento con limpieza y claridad.
La salita en que estaba tenía ese lujo allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato elegante vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo. Había muebles forrados de seda y cortinas hermosas; pero aquellos eran feotes, de amaranto combinado con verde-limón; las cortinas estaban torcidas, las guardamalletas mal colocadas, la alfombra mal casada; y las jardineras de bazar, con begonias de trapo, cojeaban. El reloj de la consola no había sabido nunca lo que es dar la hora. Era dorado, con figuras como de pastores, haciendo juego con candelabros encerrados en guardabrisas. Había laminitas compradas en baratillos, con marcos de cruceta, y otras mil porquerías con pretensiones de lujo y riqueza, todo ello anterior a la transformación del gusto que se ha verificado de diez años a esta parte. Santa Cruz miraba esta sala con cierto orgullo, viendo en ella como un testimonio de su esplendidez; pero al mismo tiempo solía ridiculizar a Fortunata por su mal gusto. Ciertamente que para vestirse tenía instintos de elegancia; pero en muebles y decoración de casa desbarraba. En suma, que ella tendría todas las cualidades que quisiera; pero lo que es chic no tenía.
Sentado en el sofá y con el sombrero puesto, Juan contempló aquel día todo lo que allí había, gozándose en la idea de que lo miraba por última vez. Fortunata estaba en pie, delante de él, y luego se sentó en una banqueta, fijando los ojos en su amante, como en expectativa de algo muy grave que de él esperaba oír.
«Si esta pavisosa —pensó Santa Cruz mirándola también—, viera con qué donaire se sienta en un puff Sofía la Ferrolana, tendría mucho que aprender. Lo que es esta, ni a palos aprenderá nunca esas blanduras de la gata, esos arqueos de un cuerpo pegadizo y sutil que acaricia el asiento ¡Ah!, ¡qué bestias nos hizo Dios!...».
Y en alta voz: «Dime, ¿por qué no te has puesto la bata de seda, como te he mandado?».
—¡Qué cosas tienes!... No la quiero estropear.
—Eso es... —dijo el otro riendo sin delicadeza—, guárdala para los días de fiesta. Así me gusta a mí la gente, arregladita... Y cuando yo vengo aquí te pones la batita de lana, que unos días apesta a canela y otros a petróleo...
—Mentira —replicó Fortunata, oliendo su propio vestido—. Está bien limpia. ¿Para qué dices lo que no es?
—No, lo que es dentro de casa, tú estás por aquello de ya engañé. Eso; ponte bien ordinaria y todo lo cursi que puedas.
—¡Ay qué gracia!... pues hoy no me he puesto la bata de seda, porque he estado toda la mañana en la cocina.
—¿Haciendo qué?
—Escabeche de besugo.
—Bien; me gusta. Jormiguita para cuando vengan los malos tiempos —dijo el Delfín con benévola ironía—. Pues hija, yo tengo que hablarte hoy con claridad. Te quiero demasiado para andar en misterios contigo. Tú eres razonable, te haces cargo de las cosas y comprenderás que tengo razón en lo que te voy a decir.
Este lenguaje desconcertó a Fortunata, porque le recordaba el otra vez usado para licenciarla. Pero él creyó oportuno mostrarse cariñoso, y la hizo sentar a su lado para pasarle la mano por la cara y hacerle algunas zalamerías de las que se emplean con los niños cuando se les quiere hacer tomar una medicina.
«Ven acá, y no te asustes. Yo no quiero más que tu bien. No dirás que no he hecho por ti cuanto estaba en mi mano. Por mi parte, bien lo sabes tú, seguiríamos lo mismo; pero mi mujer se ha enterado... anoche hemos tenido una bronca espantosa, pero espantosa, chica; no puedes figurarte cómo se puso. Se desmayó; tuvimos que llamar al médico. La más negra fue que mis papás se enteraron también del motivo, y... una chilla por aquí, otra por allá; mi padre furioso... entre todos me querían comer».
Fortunata estaba tan absorta y aterrada, que no podía pronunciar palabra alguna.
«Ya te he dicho que lo paso todo, menos dar un disgusto a mis padres. Así es que anoche me planté conmigo mismo, y dije: 'Aunque me muera de pena, esto se tiene que acabar'. Sé que me costará una enfermedad. El golpe será rudo. No se arranca fibra tan sensible sin que duela mucho. Pero es preciso, y para estos casos son los caracteres...».
Mientras ella empezaba a lloriquear, Juan se decía: «Ahora viene la lagrimita. Es infalible. Preparémonos».
«Tonta, no llores, no te aflijas —añadió besándola—. Mira que yo estoy con el alma en un hilo, y si te veo flaquear, soy hombre perdido».
Procuraba mostrarse a dos dedos de romper en llanto, y ponía una cara muy triste.
«No creas —balbució la prójima entre sollozos—. Te veía venir. Hace días que la estás tú tramando... Bueno, hemos concluido».
—No, si yo te querré siempre, nena negra. Sólo que no puedo visitarte más. Alguna vez... no digo que no... Pero así, con esta manera de vivir... imposible. Madrid, que parece grande, es muy chico, es una aldea. Aquí todo se hace público, y al fin no hay más remedio que bajar la cabeza. Yo soy casado, tú también; estamos pateando todas las leyes divinas y humanas. Si hubiera muchos como nosotros, pronto la sociedad sería peor que un presidio, un verdadero infierno suelto. ¿No has pensado tú alguna vez en esto?
Lo que Fortunata había pensado era que el amor salva todas las irregularidades, mejor dicho, que el amor lo hace todo regular, que rectifica las leyes, derogando las que se le oponen. Lo había dicho varias veces a su amante, expresándose de una manera ruda; pero en aquel lance, parecíale ridículo volver sobre aquella idea verdadera o falsa del amor, porque en su buen instinto comprendía que toda aquella hojarasca de leyes divinas, principios, conciencia y demás, servía para ocultar el hueco que dejaba el amor fugitivo. Pero ella no lo seguiría jamás al terreno de la controversia, porque no sabía desenvolverse con tanta palabra fina.
«Ya me lo decía el corazón» exclamaba, apretando el pañuelo contra sus ojos.
—No se puede uno sustraer a los principios —prosiguió él—. Las conveniencias sociales, nena mía, son más fuertes que nosotros, y no puede uno estar riéndose de ellas mucho tiempo, porque a lo mejor viene el garrotazo, y hay que bajar la cabeza. Yo quisiera que tú te penetraras bien de esto... Nunca te he dicho nada; pero a veces, aquí mismo he sentido mi conciencia tan alborotada, que...
Fortunata le miró de un modo que le hizo callar... «¡A buenas horas y con sol! —quería decir aquella mirada—. Después que hemos cometido todos los crímenes, ahora salimos con escrúpulos... Y yo pago la falta de los dos...».
«Bien merecido me lo tengo —declaró en un arranque de dolor combinado con la rabia—, porque los dos hemos sido malos; pero yo he sido más mala que tú... yo dejo tamañitas a todas... ¡Dios, con la que yo hice!, ¡portarme como me porté con aquella familia! Tú me decías que no era nada, cuando yo me ponía triste... pensando en lo que había hecho, sí, y te reías... te reías».
—Sí... pero...
—Repito que te reías... ¡pero cómo!, a carcajadas, llamándome simple y qué sé yo qué... Bien, bien; bastante hemos hablado... Te vas, pues muy santo y muy bueno. Lo sentiré; calcula si lo sentiré... pero ya me iré consolando. No hay mal que cien años dure. ¡Aire, aire!
Se limpiaba rápidamente las lágrimas, fingiendo una fortaleza que no tenía.
«Nos separaremos como amigos —dijo Santa Cruz tomándole una mano, que ella separó prontamente—, y me retiro dándote un buen consejo».
—¿Cuál? —preguntó ella más airada que dolorida.
—Que te unas... que procures unirte otra vez con tu marido.
—¡Yo...! —exclamó la señora de Rubín con indecible terror—. ¡Después de...!
—Ya te serenarás, hija. ¡El tiempo! ¿Sabes tú los milagros que ese señor hace? Tú lo has dicho: no hay mal que cien años dure, y cuando se tocan de cerca los grandes inconvenientes de vivir lejos de la ley, no hay más remedio que volver a ella. Ahora te parece imposible; pero volverás. Si es lo natural, es lo fácil, lo fácil... Solemos decir: «tal cosa no llega nunca». Y sin embargo llega, y apenas nos sorprende por la suavidad con que ha venido.
Levantose la joven disparada, y se metió en su gabinete. Estaba como una loca. Juan la siguió, temiendo que le acometiese un acceso de desesperación. Ambos se encontraron en la puerta de la alcoba. Él entraba, ella salía.
«¿Sabes lo que te digo?... —gritó Fortunata con la voz ronca de despecho y dolor—. Que ya estás demás aquí».
—Pero no te irrites...
—¡Fuera, fuera! —gritaba ella empujándole con ruda energía.
Santa Cruz reconoció aquella fuerza casi superior a la suya, y no tenía gran empeño en oponerse a ella. Por punto, hizo como que sus brazos intentaban someter a los de su querida. Esta pudo más y cerró violentamente la puerta de la alcoba. El Delfín tocó en los cristales, diciendo: «Si no hay motivo para tanta bulla... Nena, nena negra, abre... Ten calma y no te sofoques... ¡Bah!, siempre eres así...».
Pero de dentro de la alcoba no venía ninguna respuesta, ni una voz siquiera. Juan aplicó el oído, creyendo sentir sollozos... gemidos sofocados. Pronto comprendió que no podía apetecer mejor coyuntura para plantarse rápidamente en la calle y dar por terminado el enojoso trámite de la ruptura.
«Pero aún me falta la última parte —pensó echando mano a su cartera—. No puedo abandonarla así...». Después de meditar un rato, volvió a guardar la cartera y se dijo: «Mejor será que me vaya... Se lo mandaré en una carta... Adiós. No dirá Jacinta que...».
Salió de puntillas, como se sale de la casa en que hay un enfermo grave.
En el resto de aquel aciago día, dicho se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no querer comer, estar llorando a moco y baba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún era día claro, apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y decir mil disparates en alta voz, lo mismo que si delirara. La criada intentó tranquilizarla; pero los consuelos verbales la irritaban más. A eso de las nueve, la dolorida se levantó con resolución del sofá en que se había echado, y a tientas, porque el gabinete estaba oscurísimo, buscó su mantón. «Ya verán, ya verán» murmuraba en su agitación epiléptica; y a tientas buscó también las botas y se las puso. Pañuelo a la cabeza, mantón bien recogido sobre los hombros, y a la calle... Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a dónde va y obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea pudiera detenerla, porque cuando esta la vio, ya estaba abriendo la puerta y salía como una saeta.
Eran las nueve de la noche. Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera, en la cual el gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella, considerando que por tal camino ganaba diez minutos. De la calle del Carmen pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad. Atravesó la Puerta del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda epiléptica que la impulsaba a la febril marcha. Vio el portal de la casa de Santa Cruz, y sus miradas se internaron con recelo por aquella cavidad ancha, de estucadas paredes, y alumbrada por mecheros de gas. Ver esto y pararse en firme, con cierta frialdad en el alma, sintiendo el choque interior de toda velocidad bruscamente enfrenada, fue todo uno.
Ver el portal fue para la prójima, como para el pájaro, que ciego y disparado vuela, topar violentamente contra un muro. Los que obran bajo la acción de impulsos cerebrales, irresistibles y mecánicos, como los instintos que atañen a la conservación, van muy bien en su carrera mientras no ven el fin más que en la representación falsa que de él les da su deseo; pero cuando la realidad de aquel fin se les pone delante, ofreciéndoseles como acción sometida a las leyes generales, no hay velocidad que no tenga su rechazo. ¿Cuál era el intento de Fortunata y qué iba a hacer allí? ¡Friolera!... Pues nada más que entrar en la casa sin pedir permiso a nadie, llamar, colarse de rondón, dando gritos y atropellando a todo el que encontrara, llegarse a Jacinta, cogerla por el moño y... Esto de cogerla por el moño no se determinó bien en su voluntad; pero sí que le diría mil cosas amargas y violentas. Tal pensaba cuando le entró aquel desatino de salir de su casa y correr hacia la plazuela de Pontejos. Y cuando bajaba por la calle de la Salud, iba pensando así: «No se me quedará en el cuerpo nada, nada. Ella es la que me hace desgraciada, robándome a mi marido... Porque es mi marido: yo he tenido un hijo suyo y ella no... Vamos a ver, ¿quién tiene más derecho? Entrañas por entrañas, ¿cuáles valen más?». Estos enormes disparates, nacidos del trastorno que en su cerebro reinara, persistieron cuando estaba parada y atónita delante del portal de los de Santa Cruz.
«Pues no sé por qué no entro y armo la escandalera que debo armar...».
Pero la contenía un cierto respeto que no acertaba a explicarse. Se alejó, y desde la acera de enfrente miró hacia la casa, diciendo para sí: «Habrá luz en el gabinete de Jacinta, donde estarán de tertulia». Pero no vio nada. Todo cerrado; todo a oscuras... «¡Si habrán salido...! No, estarán ahí burlándose de mí, riéndose de la trastada que me han hecho... Buenos son todos: ¡tales hijos, tales padres!». Volvió a sentir el insensato anhelo de entrar en la casa, y dio tres o cuatro pasos hacia ella; pero retrocedió por segunda vez. «¿A ver quién sale?». Era un viejo que se detenía en el portal y echaba un párrafo con Deogracias. La joven reconoció a Estupiñá, que había sido vecino suyo cuando ella vivía en la Cava, donde tuvieron principio sus interminables desgracias. Plácido se embozó en su capa tomando hacia la calle del Vicario Viejo. Siguiole Fortunata con la vista hasta verle desaparecer, y poco después volvió a su acecho. ¿Quién salía? Un caballero con botines blancos que parecía extranjero. El tal pasó junto a ella, la miró, casi casi se detuvo un instante para verla mejor; después siguió su camino. Otras personas salían o entraban. Aunque en el pensamiento de Fortunata iba condensándose la imposibilidad de entrar, continuaba allí clavada sin saber por qué. No se podía marchar, aunque iba comprendiendo que la idea que a tal sitio la llevó era una locura, como las que se hacen en sueños. Uno de los muchos desvaríos que se sucedieron en su mente fue imaginar que tal o cual hombre de los que vio salir era amante de Jacinta. «Porque a mí no me digan que es virtuosa... Vaya unos embustes que corre la gente. No se puede creer nada. ¿Virtuosa?, tie gracia... Ninguna de estas casadas ricas lo es ni lo puede ser. Nosotras las del pueblo somos las únicas que tenemos virtud, cuando no nos engañan. Yo, por ejemplo... verbigracia, yo». Entrole una risa convulsiva. «¿Y de qué te ríes, pánfila? —se dijo a sí misma—. Más honrada eres tú que el sol, porque no has querido ni quieres más que a uno. ¿Pero estas... estas?... Ja ja ja. Cada trimestre hombre nuevo, y virtuosa me soy. ¿Por qué? Pues porque no dan escándalos, y todo se lo tapan unas con otras. ¡Ah!, señora doña Jacinta, guárdese el mérito para quien lo crea; usted caerá... tiene usted que caer, si no ha caído ya».
De pronto vio que al portal se acercaba un coche. ¿Traería gente o venía a tomarla? A tomarla porque no salió nadie; el lacayo entró en la casa, y Deogracias se puso a hablar con el cochero. «Van a salir —se dijo la infeliz, sintiendo otra vez los ardientes impulsos que la sacaron de su casa—. Ahora sí que no se me escapan... Me voy encima, y a las dos las afrento... tal suegra para tal nuera... ¡buen par de cuñas están!... ¡Cuánto tardan! La cabeza se me abrasa, y parece que me vuelvo toda uñas...».
Salieron las señoras. Fortunata vio primero a una de pelo blanco, después a Jacinta, después a una pollita que debía de ser su hermana...; vio terciopelo, pieles blancas, sedas, joyas, todo rápidamente y como por magia. Las tres entraron en el coche, y el lacayo cerró la portezuela. ¡Pero qué cosas! Lo mismo fue ver a las tres damas, que a Fortunata le entró un fuerte miedo. ¡Y ella que pensaba clavarles las puntas de sus dedos como garfios de acero! Lo que sintió era más bien terror, como el que infunde un súbito y horrendo peligro, y tan impotente se vio su voluntad ante aquel pánico, que echó a correr y alejose a escape, sin atreverse ni siquiera a mirar hacia atrás. Oyó el ruido del coche que rodaba por la calle abajo, y aún lo vio pasar por delante con tan rápida vuelta que por poco la arrolla. «¡Eh!...» gritó el cochero, y la señora de Rubín dio un grito, saltando hacia atrás... ¡Qué susto, pero qué susto, Señor!... Siguió hacia la Puerta del Sol, dándose cuenta de aquel miedo intensísimo que había sentido y preguntándose si en él había también algo de vergüenza. Pero no le era difícil discernir si su espanto era como el del exaltado cristiano que ve al demonio, o como el de este cuando le presentan una cruz.
Dejándose llevar de sus propios pasos, se encontró sin saber cómo en el centro de la Puerta del Sol. Inconscientemente se sentó en el brocal de la fuente y estuvo mirando los espumarajos del agua. Un individuo de Orden Público la miró con aire suspicaz; pero ella no hizo caso y continuó allí largo rato, viendo pasar tranvías y coches en derredor suyo como si estuviera en el eje de un Tío Vivo. El frío y la impresión de humedad la obligaron a ausentarse y se alejó envolviéndose bien en su mantón y tapándose la boca. Casi no se le veían más que los ojos, y como estos eran tan bonitos, muchos se le ponían al lado y le pedían permiso para acompañarla, diciéndole mil cuchufletas. Recordó entonces otros tiempos infelices, y la idea de tener que volver a ellos le produjo dolor muy vivo, despejándole la cabeza de las quimeras que se le habían metido en ella. El sentimiento de la realidad iba poco a poco recobrando su imperio. Mas la realidad érale odiosa y trataba de mantenerse en aquel estado delirante. Un individuo de los que la siguieron se aventuró a detenerla en toda regla, llamándola por su nombre.
«¡Pero qué tapadita va usted!... Fortunata».
Detúvose ella ante el que esto dijo. Pensando en quién podría ser, estuvo un ratito como lela mirando a la persona que enfrente tenía. «Yo quiero conocer esta cara —se dijo—. ¡Ah!, es D. Evaristo».
—Hija, muy distraidita va usted...
—Voy a mi casa.
—¡Por aquí! —exclamó Feijoo con asombro—. Pues el camino que lleva usted es el del Teatro Real.
—Es que... —replicó ella mirando las casas- me había equivocado... No sé lo que me pasa...
—Vamos por aquí; la acompañaré a usted —dijo D. Evaristo con bondad—. Capellanes, Rompelanzas, Olivo, Ballesta, San Onofre, Hortaleza, Arco.
—Ese es el camino; pero no dude usted lo que le digo...
—¿Qué?, hija mía.
—Que yo soy honrada, que siempre lo he sido.
Feijoo miró a su amiga. Francamente, aquellos ojos tan bonitos le habían hecho siempre muchísima gracia; pero no le hacía maldita la exaltación que en ellos notaba aquella noche.
La abandonada se volvió a tapar la boca con el mantón, y su acompañante no chistaba. Mas como ella se detuviera de nuevo para repetir aquel concepto de la honradez, Feijoo, que era hombre muy franco, no pudo menos de decirle:
«Amiguita, usted no está buena, quiero decir, a usted le ha pasado algo muy gordo. Confiese usted a mí, que soy un amigo leal, y le daré buenos consejos».
—¿Pero duda usted —dijo Fortunata, apoyándose en la pared—, que yo haya sido siempre...?
—¿Honrada? ¿Cómo he de dudar eso, hija mía?, pues no faltaba más. Lo que dudo es que usted tenga buena salud. Está usted fatigada, y me parece que debemos tomar un coche... ¡Eh!, cochero...
La de Rubín se dejó llevar, y maquinalmente entró en el simón. Alguna vez había hecho lo mismo con un cualquiera encontrado en la calle.
Feijoo le habló dentro del coche con paternal cariño; pero ella no contestaba de una manera completamente acorde. De pronto le miró en la oscuridad del vehículo, diciéndole: «¿Y tú, quién eres?... ¿A dónde me llevas? ¿Por quién me has tomado? ¿No sabes que soy honrada?».
—¡Ay, Dios mío! —murmuró el buen D. Evaristo con hondísimo disgusto—. Esa cabeza no está buena, ni medio buena...
Por fin llegaron, y los dos subieron. La criada les abrió. «Ahora —dijo el simpático coronel retirado—, a acostarse. ¿Quiere usted que le traiga un médico?».
Sin contestar, metiose ella en su alcoba. Feijoo la siguió, afligidísimo de verla en tan lastimoso estado. Después, él y la criada, cuchichearon.
—Rompimiento... Le ha dado otra vez el canuto ese bergante —decía D. Evaristo—. Si no es más que eso, la trinquetada pasará.
Despidiose hasta el día siguiente, y la dolorida se acostó diciendo a la criada mientras la ayudaba a desnudarse: «Honrada soy, y lo he sido siempre. ¿Qué?... ¿lo dudas tú?».
—Yo... no señorita; ¿qué he de dudarlo? —replicó la criada, volviendo la cara para disimular una sonrisa.
Durmiose pronto la infeliz señora de Rubín; pero a la media hora ya estaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se quedó junto a ella, la oyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las coplas místicas de las Micaelas.
Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza, Al otro día la señorita estaba un poco mejor, se había levantado y apetecido un sopicaldo. «Pero sigue con la misma idea —añadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada—. Se lo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí».
—Descuida, hija —replicó el caballero—, que por mí no ha de quedar. ¿Puedo verla? ¿No la molestaré mucho? ¿Sabe que estoy aquí?
—Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.
Quedose solo en el comedor mi hombre, y después de quince minutos de espera, Dorotea le mandó pasar. Estaba Fortunata en su gabinete, tendida en el sofá, la cabeza reclinada sobre un almohadón de raso azul. Tenía puesta la bata de seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tan ajustado, que no se le veía más que el óvalo del rostro. Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como D. Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomole el pulso.
«Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... ¡Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas. Parece una hermana de la Caridad... ¡Vaya con los males de esta señora!».
—Ayer estuve muy malita —dijo ella con voz apagada—. La cabeza se me partía, y como no me podía quitar de entre mí aquella idea, y dale con lo mismo... ¡Lo que una piensa!... Tengo que declarar que soy...
—Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido se calla.
—No, hombre, no digo eso.
—¿Cómo que no?
—Lo que soy es muy mala, la mujer más mala que ha nacido. ¿Pero usted sabe bien lo que yo he hecho? Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo, ¡porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo...!
—¡Quite usted allá!... No habrá sido tanto.
—Vamos ahora a otra cosa —dijo la joven, sacando de debajo del manto una mano, en la que tenía una carta—. Ayer me mandó esto.
—¿Quién? ¡Ah! Santa Cruz.
—No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándome consejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la carta cuatro mil reales.
—Vamos... No se ha corrido que digamos.
—Quiero escribirle hoy mismo —indicó ella animándose un poco—. Escribirle, no... nada más que meter los dos billetes de dos mil reales dentro de un sobre y devolvérselos.
—Hija mía, párese usted y piense bien lo que hace —dijo el amigo, acercándose cariñosamente a ella—. Eso de devolver dinero es un romanticismo impropio de estos tiempos. Sólo se devuelve el dinero que se ha robado, y usted tenía derecho a que él le diera, no sólo eso, sino muchísimo más. Con que déjese usted de rasgos si no quiere que la silbe, porque esas simplezas no se ven ya más que en las comedias malas. Nada, yo me he propuesto sacarla a usted del terreno de la tontería y ponerla sólidamente sobre el terreno práctico.
—Lo que es el dinero no lo tomo —declaró la enferma del corazón, alargando los labios como los niños mimosos.
—¡Ay, qué gracia!... Eso es, y coma usted mimitos —dijo el coronel, haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fue posible—. ¡Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Eso es lo que él quiere... ¿Tiene usted ahorros?
—Tendré unos treinta duros.
—Pues eso y nada... ¿De qué va usted a vivir ahora?
—Quiero ser honrada.
—Magnífico... sublime. Lo que no veo tan claro es que para ser honrada sea preciso no comer... ¿Acaso piensa usted trabajar? ¿En qué?... Al menos, con esos cuatro mil reales tiene tiempo de pensarlo y vivir algunos meses. Con que a guardar los monises, y no se hable más del asunto.
No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devolución de los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente la injuria recibida, sin querer hablaba de ella.
«¡Vaya la que me ha hecho! —murmuró después de una pausa, mirando al suelo—. ¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!... Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... ¡Qué ingrata, ¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez».
—Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesón —dijo D. Evaristo, meditando.
—Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dos clases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy de aquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.
—No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundo —afirmó Feijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario—. Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande, estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo he de poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que haya equilibrio.
—¿Equi...?
—Equilibrio.
—Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es. ¿Y cómo me va usted a recortar?
—¡Oh! Se necesitan muchas lecciones... es la única manera de que usted no sea desgraciada toda la vida. ¡Ah!, este mundo es una gaita con muchos agujeros, y hay que templar, templar para que suene bien. Usted no sabe de la misa la media. Parece que acaba de nacer, y que la han puesto de patitas en el mundo. ¿Qué resulta?, que no sabe por dónde anda. Devuelve el dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces por una misma persona. ¡Bonito porvenir! Yo le voy a enseñar a usted una cosa que no sabe.
—¿Qué?
—Vivir... Vivir es nuestra primera obligación en este valle de lágrimas, y sin embargo... ¡qué pocos hay que sepan desempeñarla!... Se lo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, como usted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, que empiezo mis lecciones.
—¿Y seré feliz? —dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como si le estuvieran echando las cartas.
—Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.
—¡Práctica! —replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacía siempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismo tiempo—. Práctica, ¿qué quiere decir eso?
—¿Y no lo sabe?... ¡No se haga usted más tonta de lo que es! —indicó D. Evaristo arrugando también su nariz.
—Pues nos haremos pléiticas —dijo la señora de Rubín, ridiculizando la palabra para ridiculizar la idea.
Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no quería molestar. Despidiose, prometiendo volver pronto. Por él, volvería dentro de una hora. «Amiguita, usted no puede estar mucho tiempo sola, porque esa cabeza se pone a trabajar... Como usted no me eche, aquí me tendrá otra vez esta tarde».
Y volvió cerca de anochecido trayendo un ramo de flores, y poco después fue un mozo de cuerda con dos o tres tiestos. A Fortunata le gustaban mucho las flores, así vivas como cortadas; tenía los balcones llenos de macetas y se pasaba buena parte de la mañana cuidándolas. Mucho agradeció al buen caballero tales obsequios, que tenían mayor precio en la estación que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas, raras y valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se habló aquella tarde, coligió D. Evaristo que su amiga tenía gustos un poco desacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna flor que no tuviese fragancia, y particularmente las camelias le eran antipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo y sosón de los girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al mérito. Diéranle a ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la tierra, y en fin, todas aquellas flores que ilusionan el sentido en cuanto uno se acerca a ellas...
—¿Y qué tal nos encontramos esta tarde? —dijo D. Evaristo inclinándose para verle la cara.
Echábaselas de médico; pero examinaba la cara por lo bonita que le parecía, no por buscar en ella síntomas hipocráticos; y como avanzara la noche y no había luz, tenía que acercarse mucho para ver bien. Continuaba ella en el propio sitio y postura que por la mañana.
—Estoy lo mismo —replicó sin moverse—. Desde que usted se fue, estuve llorando hasta ahorita.
—Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con no moverme de aquí... Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, y al fin tendría usted que llorar para que me marchase... Vamos, hija, modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el alma por la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que se pinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga más contenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto la aflige hoy. Y pronto, muy pronto... Y es preciso distraerse. ¿Sabe usted jugar al tresillo?
—¿Yo? No sé más que el tute. Ese quiso enseñarme el tresillo; pero nunca lo pude aprender. No sabe usted bien lo torpe que soy.
—¿Le gusta a usted el teatro?
—Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar a una.
—¡Ave María Purísima!... Esas obras en que sale aquello de «¡hijo mío!... ¡padre mío!...».
—Esas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan las espadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.
—¡Alabado sea el Santísimo!... —dijo Feijoo con socarronería—. En eso sí que son contrarios nuestros gustos, porque yo, en cuanto veo que los actores pegan gritos y las actrices principian a hacerme pucheritos, ya estoy bufando en mi butaca y mirando para la puerta... Nada de lágrimas. Lo que le conviene a usted ahora es reírse con las piececitas de Lara y Variedades. Para dramas, hija, los de la realidad... ¿Le gustan a usted los bailes de máscaras?
—Se va usted a reír —replicó Fortunata incorporándose—. En el poco tiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme algo; después no... Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con algún trasto... ¿Creerá usted que no me he divertido ni esto? La careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar. Pues digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca gracia. No puede usted figurarse lo desaborida que soy. No se me ocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, y que no me merezco el palmito que tengo. Él se empeñaba en que yo fuera de otro modo; pero la cabra siempre tira al monte. Pueblo nací y pueblo soy; quiero decir, ordinariota y salvaje... ¡Ah, si viera usted lo furioso que se ponía cuando le decía yo que me gusta un guisado de falda y pechos como los que se comen en los bodegones! Pues nada; que tenía que esconderme para comer a mi gusto. ¿Y cuando me sermoneaba porque no tengo ese aire de francesa que tiene la Antoñita, esa que está con Villalonga, y otra que llaman Sofía la Ferrolana? «Hasta en la manera de sentarse se diferencian de ti —me decía—. Fíjate bien en aquel aire de abandono o de viveza según los casos; en aquella gracia, en aquel modo de andar por la calle. Tú cuando vas por ahí con tu velito y ese pasito reposado, sin mirar a nadie, parece que vas de casa en casa pidiendo para una misa». ¿Ve usted lo que me decía? ¿Y cuando se empeñaba en que me pusiera yo esos cuerpos tan ceñidos, tan ceñidos que con ellos parece que enseña una todo lo que Dios le ha dado?...
—Esta mujer me vuelve loco —pensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento—. Si estoy chocho, si no sé lo que me pasa... ¡Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, me declaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo...
Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora sinceridad. Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy. Otro más derecho y bien plantado no había.
«No, lo que es hoy no le digo nada —pensaba—. Temo hacer el bisoño. Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas. Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».
«Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpo —pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a colonia—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan... ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. ¡Magnífico!... Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!... Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles... Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas... Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. ¡Cómo rechina el metal!... ¡Ah!, por fin sale...».
—Dispénseme usted, amigo D. Evaristo —dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza—. Estoy de limpia». Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.
«Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo».
—Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está como una plata...
—¡Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampoco pinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siempre de pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro... ¿qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otras cosas.
—Me la comería —pensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada.
—Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.
—No, hija, yo no me voy de aquí.
—¡Uy!... Cómo huele usted a colonia. Ese olor sí que me gusta... Pero le vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.
—No me importa —replicó el buen señor con sonrisa inefable—. ¿Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.
—Como usted quiera... Pues ándese por ahí... Yo no tengo aquí álbumes ni libros para que se entretenga.
—Maldita la falta que me hacen a mí los álbumes... Siga, siga usted y trabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo no tengo absolutamente nada que hacer...
Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada...
«¡Debo tener una facha...! —dijo levantándose para mirarse al espejo que sobre el sofá estaba—. ¡María Santísima! ¿Ve usted las pestañas cómo las tengo, llenas de polvo?».
—No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...
—Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.
—Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa usted hacer ahora?
Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.
—¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?
—¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren! —exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.
—Pues me parece que no he dicho ningún disparate.
—Antes que volver con Maximiliano —afirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner—, todo lo paso, todo...
—Incluso la miseria, la deshonra...
—Sí señor.
—Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito que usted tiene... y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatro mil reales... pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio que buscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado que produzca dinero; conque claro es... si me aciertas lo que llevo en la mano te doy un racimo.
Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.
—Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.
—¿De este qué?
—Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.
—Yo quiero ser honrada —afirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.
—¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin comer?
Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.
—Eso de la honradez es muy bonito —prosiguió Feijoo—. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...
—No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.
—¿Sin volver con su marido?
—Sin volver con mi marido.
Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir:
«Hija mía, no lo entiendo...».
Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.
«Vamos, vamos —dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas—; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes que sólo están en el pico de la lengua. ¿Y el vivir y el comer? Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de un hombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. ¿Se echará usted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar un desconocido por las calles, teatros y paseos? A ver... Dígolo porque si quiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido por esos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira para arriba, y que ¡oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene usted fuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soy algo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y por dentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada que hacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida y puedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a un lado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación, encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen las tristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Y no vacilo en decirlo —agregó alzando la voz, como si se incomodara—. Le ha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino el gordo de Navidad».
—Quiero ser honrada —repitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.
—No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza —dijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria—. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.
—¿Qué dice?
—Nada... También se me ocurre que dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor... En fin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hay prisa... vengo por la rimpuesta, como dice el payo...
Como lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de D. Evaristo González Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese loca. ¿Qué salida tenía fuera de la propuesta por él? Ninguna. ¿Qué honradez era aquella que apetecía, no sabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que tenía que llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó. «Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por ti —le dijo un día D. Evaristo tuteándola ya—; me propongo evitar el escándalo por ti y por mí. Pondré singular cuidado en que ignore esto Juan Pablo Rubín, que fue quien me presentó a ti, en la calle, ¿te acuerdas?, y de ahí viene nuestro dichoso conocimiento. Estas relaciones las hemos de esconder y reservar hasta donde sea humanamente posible. Verás qué bien vamos a estar. Yo te enseñaré a ser práctica, y cuando pruebes el ser práctica, te ha de parecer mentira que hayas hecho en tu vida tantísimas tonterías contrarias a la ley de la realidad».
Fortunata, preciso es decirlo, no estaba contenta, ni aun medianamente. Hallábase más bien resignada y se consolaba con la idea de que dentro de su desgracia no había solución mejor que aquella, y de que vale más caer sobre un montón de paja que sobre un montón de piedras. En los primeros días tuvo horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia, confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas las maldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse y ser adúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin saber cómo ni por qué, todo se le volvía del revés allá en las cavidades desconocidas de su espíritu, y la conciencia se le presentaba limpia, clara y firme. Juzgábase entonces sin culpa alguna, inocente de todo el mal causado, como el que obra a impulsos de un mandato extraño y superior. «Si yo no soy mala —pensaba—. ¿Qué tengo yo de malo aquí entre mí? Pues nada».
Con estos diferentes estados de su espíritu se relacionaban ciertas intermitencias de manía religiosa. En las horas en que se sentía muy culpable, entrábale temor de los castigos temporales y eternos. Acordábase de cuanto le enseñaron D. León y las Micaelas, y volvían a su mente las impresiones de la vida del convento con frescura y claridad pasmosas. Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente. Se pasaba entonces dos o tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que los Padrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas las mañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el lado blanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta dependía de una palabra, de una idea caprichosa que pasaba volando por su espíritu, como pasa un pájaro fugaz por la inmensidad del Cielo. Entre creerse un monstruo de maldad o un ser inocente y desgraciado, mediaban a veces el lapso de tiempo más breve o el accidente más sencillo; que se desprendiese una hoja del tallo ya marchito de una planta cayendo sin ruido sobre la alfombra; que cantase el canario del vecino o que pasara un coche cualquiera por la calle, haciendo mucho ruido.
Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella como un caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias que suelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que era muy breve: «Mira, yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrar a la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soy partidario del sistema preventivo. Quiero que seas leal conmigo, como yo lo soy contigo. En cuanto te canses avisas... Aquí no me entres a ningún hombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladito y no me vuelves a ver... Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si te portas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuera preciso dejarte».
Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero sí le tenía respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué experiencia del mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba! Para poner en ejecución aquel plan de reserva de que hablara al principio, mandole tomar un cuartito modesto. No por economía, pues bien podía él pagar una casa como la que Santa Cruz pagaba; era por recato. Lo de la honradez, que ella anhelaba ignorando el valor exacto de las palabras, no tenía sentido; pero ya que no fuese honrada, al menos pareciéralo, y esto iba ganando, que no era floja ganancia. Un cuartito modesto en un barrio apartado era ya señal de que al menos se evitaba el escándalo. A poco de instalada en su nuevo domicilio, D. Evaristo le compró una buena máquina de Singer, con lo que ella se entretenía mucho. La visita del protector era diaria, pero sin hora fija. Unas veces iba de tarde, otras de noche. Pero siempre se retiraba a su casa a dormir. Convenía que Fortunata tuviese una criada fiel, discreta y de cierta responsabilidad. Feijoo estuvo cosa de un mes buscándola y al fin pudo encontrarla.
Si Fortunata, empezando por conformarse, acabó por sentirse bien, D. Evaristo estuvo desde luego muy a gusto en aquella vida. «Yo no soy celoso —le decía—, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás, como no se descuelgue otra vez el danzante de marras. A este sí que le tengo miedo». Y ella declaraba con su sinceridad de siempre que, en efecto, le conservaba ley al maldito autor de sus desgracias... no lo podía remediar; pero que si la buscaba otra vez, ya sabría ella resistir y darle con toda la fuerza de su honradez en los hocicos, para que no volviera a ser pillo. Al oír esto, Feijoo se mostraba benévolamente incrédulo y decía: «Pidámosle a Dios que no te busque, por si acaso; que a Segura llevan preso».
Vivían retiradamente, y no se presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les iba tan bien que D. Evaristo no cesaba de congratularse. «¿Ves, chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. ¿Qué necesidad tengo yo de que me llamen viejo verde? Y tú, ¿por qué has de andar en lenguas de la gente? Aquí tienes lo que yo te quería enseñar, ser persona práctica. Al mundo hay que tratarlo siempre con muchísimo respeto. Yo bien sé que lo mejor es que uno sea un santo; pero como esto es dificilillo, hay que tener formalidad y no dar nunca malos ejemplos. Fíjate bien en esto; la dignidad siempre por delante, compañera».
Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia. «Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro... porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar... Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. ¡Ah!, chulita, dirás que yo tengo una moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos...».
Todo esto le pareció a Fortunata muy peregrino cuando lo oyó por primera vez; pero a la segunda, encontrolo conforme con algo que ella había pensado. ¿Pero no sería un disparate? Porque era imposible que ella y Feijoo tuviesen razón contra el mundo entero.
«Conque ya sabes —añadió el coronel—; el día en que se te antoje faltarme, me lo dices. Yo no creo en las fidelidades absolutas. Yo soy indulgente, soy hombre, en una palabra, y sé que decir humanidad es lo mismo que decir debilidad... Pues vienes y me lo cuentas a mí, en mis barbas; nada de tapujos... ¿Creerás que voy a venir con un revólver para pegarte un tirito y pegarme yo otro?... ¡Valiente asno sería si lo hiciera! No. En nombre de la humanidad y de la especie te miraré con benevolencia... Cierto que me ha de escocer algo. Pero cogeré mi sombrero y me marcharé de tu casa, sin que eso quiera decir que te abandone, pues lo que haré será jubilarte, señalándote media paga».
—¡Pero qué hombre más raro, y qué manera de querer! —pensaba Fortunata.
Aquel día comieron juntos; expansión que D. Evaristo se permitía algunas veces. Dijo ella que sabía poner unas judías estofadas a estilo de taberna, que era lo que había que comer. Quiso Feijoo probar también aquel plato, porque le gustaban algunas comidas españolas. Fortunata tenía una despensa admirablemente provista, y en ropa y trapos gastaba muy poco. Él era tan listo y tan práctico, que supo sin esfuerzo hacerle disminuir el inútil y ruinoso renglón de las modas. En la cuestión de bucólica, sí que no le ponía tasa, y le recomendaba que trajese siempre lo mejor y más adecuado a cada estación. Pero ella no necesitaba que su señor le hiciera estas advertencias, porque, madrileña neta y de la Cava de San Miguel nada menos, sabía lo que se debe comer en cada época. No era glotona; pero sí inteligente en víveres y en todo lo que concierne a la bien provista plaza de Madrid.
Y la verdad era que con aquella vida tranquila y sosegada, eminentemente práctica, se iba poniendo tan lucida de carnes, tan guapa y hermosota que daba gloria verla. Siempre tuvo la de Rubín buena salud; pero nunca, como en aquella temporada, vio desarrollarse la existencia material con tanta plenitud y lozanía. Feijoo, al contemplarla, no podía por menos de sentirse descorazonado. «Cada día más guapa —pensaba—, y yo cada día más viejo». Y ella, cuando se miraba al espejo, no se resistía a la admiración de su propia imagen. Algunos días le pasaba por bajo del entrecejo la observación aquella de otros tiempos: «¡Si me viera ahora...!». Pero al punto trataba de alejar estas ideas, que no le traían más que tristezas y cavilaciones.
Vivía en la calle de Tabernillas (Puerta de Moros), que para los madrileños del centro es donde Cristo dio las tres voces y no le oyeron. Es aquel barrio tan apartado, que parece un pueblo. Comunícase, de una parte con San Andrés, y de otra con el Rosario y la V.O.T. El vecindario es en su mayoría pacífico y modestamente acomodado; asentadores, placeros, trajineros. Empleados no se encuentran allí, por estar aquel caserío lejos de toda oficina. Es el arrabal alegre y bien asoleado, y corriéndose al Portillo de Gilimón, se ve la vega del Manzanares, y la Sierra, San Isidro y la Casa de Campo. Hacia los taludes del Rosario la vecindad no es muy distinguida, ni las vistas muy buenas, por caer contra aquella parte las prisiones militares y encontrarse a cada paso mujeres sueltas y soldados que se quieren soltar. Al fin de la calle del Águila también desmerece mucho el vecindario, pues en la explanada de Gilimón, inundada de sol a todas las horas del día, suelen verse cuadros dignos del Potro de Córdoba y del Albaicín de Granada. Por la calle de la Solana, donde habita tanta pobretería, iba Fortunata a misa a la Paloma, y se pasmaba de no encontrar nunca en su camino ninguna cara conocida. Ciertamente, cuando un habitante del centro o del Norte de la Villa visita aquellos barrios, ni las casas ni los rostros le resultan Madrid. En un mes no pasó Fortunata más acá de Puerta de Moros, y una vez que lo hizo, detúvose en Puerta Cerrada. Al sentir el mugido de la respiración de la capital en sus senos centrales, volviose asustada a su pacífica y silenciosa calle de Tabernillas.
Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra. Habíase acostumbrado Feijoo a la amplitud desnuda de sus habitaciones, a las grandes vidrieras, a la altura de techos, y no podía vivir en estas casas de cartón del Madrid moderno. Su domicilio tenía algo de convento, y su vecino en el segundo de la izquierda era un arqueólogo, poseedor de colecciones maravillosas. En toda la casa no se oía ni el ruido de una mosca, pues el Ministro Plenipotenciario del principal era hombre solo, y fuera de las noches de recepción, que eran muy contadas, creeríase que allí no vivía nada.
Por la solitaria calle de las Aguas se comunicaba brevemente Feijoo con su ídolo. No me vuelvo atrás de lo que esta expresión indica, pues el buen señor llegó a sentir por su protegida un amor entrañable, no todo compuesto de fiebre de amante, sino también de un cierto cariño paternal, que cada día se determinaba más. «¡Qué lástima, compañero —pensaba—, que no tengas veinte años menos... De veras que es una lástima. ¡Si a esta la cojo yo antes...! Así como otros estropearon con sus manos inhábiles esta preciosísima individua, yo le hubiera dado una configuración admirable. ¡Qué española es, y qué chocho me estoy volviendo!».
Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba. Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina, hacía la individua unos guisotes y fritangas, cuyo olor llegaba más allá de San Francisco el Grande. De sobremesa, si no jugaban al tute, el buen señor le contaba a su querida aventuras y pasos estupendos de su dramática vida militar. Había estado en Cuba en tiempo de la expedición de Narciso López, y trabajó mucho en la persecución y captura del famoso insurgente. Fortunata le oía embelesada, puestos los codos sobre la mesa, la cara sostenida en las manos, los ojos clavados en el narrador, quien bajo la influencia de la atención ingenua de su amada, se sentía más elocuente, con la memoria más fresca y las ideas más claras. «Tú no puedes hacerte cargo de aquellas noches de luna en Cuba, de aquella bóveda de plata resplandeciente, de aquellos manglares que son jardines en medio de los espejos de la mar... Pues aquella noche de que te hablo, estábamos acechando junto a un río, porque sabíamos que por allí habían de pasar los insurgentes. Oímos un chapoteo en el agua; creímos que era un caimán que se escurría entre las cañas bravas. De repente, pim... un tiro. ¡Ellos!... Al instante toda nuestra gente se echa los fusiles a la cara. Ta-ra-ra-trap... Un negrazo salta sobre mí, y zas, le meto el machete por el ombligo y se lo saco por el lomo... No me he visto en otra, hija».
También había estado en la expedición a Roma el 48. ¡Oh, Roma! Aquello sí que era cosa grande. ¡Qué bonito aquel paso de Pío IX bendiciendo a las tropas! Y la conversación rodaba, sin saber cómo, de la bendición papal a los amoríos del narrador. En esto era la de no acabar, y de la cuenta total salían a siete aventuras por año, con la particularidad de que eran en las cinco partes del mundo, porque Feijoo, que también había estado en Filipinas, tuvo algo que ver con chinas, javanesas y hasta con joloanas. Una salvaje le había trastornado el seso, demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de coquetería no menos refinada que la de los salones europeos. «¡Ay, qué bueno! —exclamaba Fortunata riendo con toda su alma, al oír ciertos lances—. ¡Si eso parece de acá...! ¡Pero qué lista...! ¿Has visto? ¡Y luego dicen...!».
De europeas no había que hablar. Contó el ex-coronel aventuras con solteras y casadas, que a su amiga le parecían mentira, y no las habría creído si no las oyera de labios de persona tan verídica y formal. —«¿Pero has visto? Si eso se dice, no se cree... Y si lo escriben, pensarán que es fábula mal inventada. ¡Qué cosas hacen las mujeres! Bien dicen que somos el Demonio».
Debo advertir que nada refería Feijoo que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía lances dignos de ser contados y aun escritos. No se hacía ella de rogar, y como tenía la virtud de la franqueza, y no apreciaba bien, por rudeza de paladar moral, la significación buena o mala de ciertos hechos, todo lo desembuchaba. A veces sentía D. Evaristo gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido antes, todas esas ignominias se habrían evitado... ¡Qué lástima, compañero, qué lástima!... Y lo más raro es que después de tanto manosear hayan quedado intactas ciertas prendas, como la sinceridad, que al fin es algo y la constancia en el amor a uno solo...».
Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no sé por qué, de Juanito Santa Cruz. «Anda —dijo Fortunata—, que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha...».
—No lo creo...
—Pues yo sí... —afirmó la prójima fingiendo convicción—. ¡Bah! No hay mujer casada que no peque... Ya saben tapar bien esas señoras ricas.
—No me gusta, hija, que hables así de persona alguna y menos de esa. Yo me explico que no la quieras bien; pero observa que es inocente de las trastadas que te ha hecho su marido.
Feijoo conocía a algunas personas de la familia de Santa Cruz. A Jacinta y a Juan no les había hablado nunca; pero sí a D. Baldomero y algo a Barbarita. Trataba al gordo Arnaiz, y a otros muy allegados a la familia, como el marqués de Casa-Muñoz y Villalonga; y el mismo Plácido Estupiñá no era un desconocido para él.
«Es preciso que te acostumbres —prosiguió con cierta severidad—, a no hacer juicios temerarios, huyendo de cuanto pueda herir o lastimar a una familia respetable. Dobla la hoja y hazte cuenta de que esa gente se ha ido a Ultramar, o se ha muerto».
—Te diré una cosa que ha de pasmarte —indicó Fortunata con la expresión grave que tomaba cuando hacía una declaración de extremada y casi increíble sinceridad—. Pues el día en que vi por primera vez a Jacinta, me gustó... sin que por gustarme dejara de aborrecerla. Una noche me acosté con el corazón tan requemado de celos, que me sentía capaz... hasta de matarla... mira tú.
—¡Bah!, no digas tonterías... No me hace gracia que te pongas así... Eso de matar a la rival es hasta cursi...
—Pero si no he acabado... déjame que te cuente lo mejor. La aborrezco y me agrada mirarla, quiere decirse, que me gustaría parecerme a ella, ser como ella, y que se me cambiara todo mi ser natural hasta volverme tal y como ella es.
—Eso sí que no lo entiendo —dijo Feijoo cayendo en un mar de meditaciones—. Caprichos del corazón.
Y al levantarse, apoyando las manos en los brazos del sillón, notó ¡ay!, que el cuerpo le pesaba más; pero mucho más que antes.
No pararon aquí las observaciones referentes a su decaimiento físico. Una mañana, al levantarse, notó que la cabeza se le mareaba. Jamás había sentido cosa semejante. En la calle advirtió que para andar completamente derecho, necesitaba pensarlo y proponérselo. Pasando junto a la carcomida puerta del convento de la Latina, no pudo menos que mirarse en ella como en un espejo. Se vio allí bien claro, cual vestigio honroso conservado sólo por indulgencia del tiempo. «Todo envejece —pensó—, y cuando las piedras se gastan, ¡cómo no ha de gastarse el cuerpo del hombre!».
Y los síntomas de decadencia aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos. Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía. A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo. Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba. Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones. Al ponerse las botas, la rodilla derecha le dolía como si le metieran por la choquezuela una aguja caliente, y siempre que se inclinaba, un músculo de la espalda, cuyo nombre no sabía él, producíale molestia lacerante, que fuera terrible si no pasara pronto... «¡Qué bajón tan grande, compañero —se decía—, pero qué bajón! Y esto va a escape. Ya se ve. La locurilla me ha cogido ya con los huesos duros y con muchas Navidades encima... Pero francamente, este bajoncito no me lo esperaba yo todavía...».
Esto le ocasionó grandes tristezas que al principio trataba de disimular delante de su querida; pero una tarde que estaban sentados junto al balcón, se le abatieron tanto los espíritus que no pudo contener su pena y la confió a su amiga: «Chulita, habrás notado que yo... pues... habrás visto que mi salud no es buena. Y entre paréntesis, ¿qué edad me echas tú?».
—Sesenta —dijo ella seriamente con la reserva mental de que se quedaba algo corta.
—Hace unos días que he entrado en lo sesenta y nueve... Dentro de nada setenta... ¿Sabes que de quince días a esta parte me parece que he envejecido de golpe y porrazo veinte años? Yo me conservaba en mis apariencias y en mis bríos de cincuenta, cuando de improviso la naturaleza ha dicho: «¡Que me voy... que no puedo más...!».
Fortunata había notado el bajón; pero, como es natural, no hablaba de semejante cosa.
«Lo que más me carga —dijo D. Evaristo con rabia, dando un puñetazo en el brazo del sillón—, es que la vista... Yo siempre he tenido una vista como un lince. Figúrate que en la Habana veía, desde el castillo de Atarés, las señales del vigía del Morro, distinguiendo perfectamente los colores de las banderas. Pues desde ayer noto no sé qué. Algunos objetos se me oscurecen completamente, y cuando me da el sol, me pican los ojos... Desde mañana pienso usar gafas verdes. Estaré bonito. En cuanto al oído, ya te habrás enterado. Hace días era el izquierdo, ahora es el derecho; he ascendido: era teniente y soy ya capitán. Te aseguro que estoy divertido. Pero es insigne majadería rebelarse contra la naturaleza. Tiene ella sus fueros, y el que los desconoce, lo paga. Yo he sido en esto poco práctico, siéndolo tanto en otras cosas; pero ya que se me olvidaron los papeles en el caso este de hacer el pollo a los sesenta y nueve años, voy a recogerlos para prevenir las malas consecuencias. Ahora es preciso que me ocupe más de ti que de mí. Yo, poco puedo durar...».
—No... ¡qué tontuna! —dijo Fortunata, aquella vez más piadosa que sincera.
—A mí no me vengas tú con zalamerías. Por mucho que tire... pon que tire un año, dos; eso si no me quedo el mejor día hecho un monigote y en tal estado que tengas tú que sonarme y ponerme la cuchara en la boca. De todas maneras, ya tengo poca cuerda, chulita de mi alma, y tengo que pensar mucho en ti, que la tienes todavía para rato, pues ahora estás en la flor de tus años y en lo mejor de tu hermosura.
Y otro día, subiendo la escalera, notaba que casi la subía más con los brazos que con las piernas, pues tenía que ampararse del pasamanos, haciendo mucha fuerza en él. «Esto va por la posta. Si me descuido, no tengo tiempo ni de dejar a esta infeliz bien defendida de los pillos y de las propias debilidades de su carácter. ¡Pobre chulita! Hay que mirar mucho cómo la dejo, porque esta al son que la tocan baila. Lo que se me ha ocurrido para asegurarla contra incendios, es decir, contra los rasgos de todas clases, quizás no le guste; de fijo que no le gustará. Pero ya irá comprendiendo que no hay otro camino... ¡Ay de mí, que aún me falta un tramo! Dios nos asista. ¡Quién me había de decir a mí...!».
Al entrar en la casa, pasó insensiblemente del soliloquio al discurso, dando voz a sus meditaciones. «¡Quién me había de decir a mí que llegaría a ocuparme de que existan boticas en el mundo! Yo que jamás caté píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de potingues; y si fuera a hacer todo lo que el médico me dice, no duraría tres días. ¡Y quién me había de decir a mí que le haría ascos a la comida, yo que jamás le he preguntado a ningún plato por sus intenciones! El estómago se me quiere jubilar antes que lo demás del cuerpo, y ya debes suponer que faltando el jefe de la oficina... En fin, qué le hemos de hacer».
Al llegar aquí, D. Evaristo tenía que alzar mucho la voz para hacerse oír, porque en la calle se situó un pianito de manubrio, tocando polkas y walses. Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armose igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.
«Pues sobre que estoy sordo —dijo el simpático viejo—, la vecindad no nos deja oírnos. Callémonos, que tiempo hay de hablar».
Fijó sus tristes miradas en el suelo y Fortunata, con los brazos cruzados, mirábale atenta, contemplando los estragos de la degeneración senil en su fisonomía, mientras se alejaban y extinguían en la calle los picantes ritmos del baile. La tarde caía; pronto iba a ser de noche, y como Feijoo tenía horror a la oscuridad, su amiga encendió luz, que puso en la mesa de camilla, y cerró después las maderas.
«¿En dónde has estado hoy?» le preguntó D. Evaristo, que casi todas las noches le hacía la misma pregunta, no por fiscalizar sus actos, sino porque de aquella interrogación salía casi siempre una plática agradable.
—Pues hoy al mediodía subí a casa de las del cura —dijo ella sonriendo y pasándole el brazo por encima de los hombros—. Son dos sobrinas o qué sé yo qué, guapillas, y se parecen aunque no son hermanas. Ayer estuvieron aquí y me dijeron si les quería pespuntar y dobladillar unas tiras para tableado de vestidos. Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras... no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.
Había hecho Fortunata algunas relaciones en la vecindad más próxima. Se visitaba con los inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas maneras, que había perdido con el roce de otra gente de más afinadas costumbres. El ademán de llevarse las manos a la cintura en toda ocasión volvió a ser dominante en ella, y el hablar arrastrado, dejoso y prolongando ciertas vocales, reverdeció en su boca, como reverdece el idioma nativo en la de aquel que vuelve a la patria tras larga ausencia. La gente más fina de aquella vecindad, o la que más procuraba serlo, era la familia del cura, y estas dos sobrinas eclesiásticas se esforzaban en hacer contrastar su lenguaje atildado con el de su hermosa vecina.
«Pero ¿no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy? —prosiguió Fortunata conteniendo la risa—. ¡Ay qué gracia!... Te lo contaré para que te rías. La mayor, que es la más estirada, levantó las cejas, y mirándome como con lástima, y echando aquella voz tan fina, pero tan fina que parece que se la han hecho las arañas, fue y me dijo, dice: '¿Pero ese señor, no se casa con usted?'. Por poco suelto el trapo... Yo le contesté 'puede' y siguió con el sermón. Para que me dejara en paz le dije al fin que sí, que nos íbamos a casar, que ya estábamos sacando los papeles y que pronto se echarían las proclamas».
—Bien contestado... ¡Qué ganas de meterse en lo que no les importa!
—Y ahora te pregunto yo —dijo Fortunata más cariñosa, pero bastante más seria—. Si yo fuera soltera, ¿te casarías conmigo?
—Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideas —replicó él de buen humor—. ¿Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse? Algo de esto pasa, chulita, y una cosa es hablar desde la altura de una salud perfecta y otra al borde del hoyo... Pero en esto del matrimonio te aseguro que no han variado mis ideas. Sigo creyendo que el casarse es estúpido, y me iré para el otro barrio sin apearme de esto. ¡Qué quieres! Yo he visto mucho mundo... A mí no me la da nadie. Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.
Por aquí siguió en su ingenioso tema; pero Fortunata no entendía bien estas teorías, sin duda por el lenguaje que empleaba su amigo. A poco de esto se puso ella a cenar. Feijoo no tomaba más que un huevo pasado y después chocolate, porque su estómago no le permitía ya las cenas pesadas. Pero en su frugal colación gozaba viendo comer a su protegida, cuyo apetito era una bendición de Dios.
«Hija, tienes un apetito modelo. Te estoy mirando, y al paso que te envidio, me felicito de verte tan bien agarrada a la vida. Así, así me gusta... No te dé vergüenza de comer bien, y puesto que lo hay, aplícate todo lo que puedas, que día vendrá... ojalá que no. Ya ves qué contraste; yo voy para abajo, tú para arriba. ¡Cuando digo que tienes lo mejor de la vida por delante...! Y buena tonta serás si no engordas todo lo que puedas, y te pones las carnes aún más duras y apretadas si es posible. Figúrate si con esas tragaderas estarás bien dispuesta para el amor».
Después de esto y mientras Fortunata se comía una cantidad inapreciable de pasas y almendras, cogiéndolas del plato una a una y llevándoselas a la boca sin mirarlas, el bondadoso anciano siguió sus habladurías con cierto desconcierto, y como desvariando. A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón:
«Si siempre he sostenido lo mismo, si no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la Sociedad. Míranse un hombre y una mujer. ¿Qué es? La exigencia de la especie que pide un nuevo ser, y este nuevo ser reclama de sus probables padres que le den vida. Todo lo demás es música; fatuidad y palabrería de los que han querido hacer una Sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Naturaleza. ¡Si esto es claro como el agua! Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal social del amor, que es un fárrago de tonterías inventadas por los feos, los mamarrachos y los sabios estúpidos que jamás han obtenido de una hembra el más ligero favorcito».
Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita. Feijoo le cogió la barbilla entre sus dedos, diciéndole con cariño: «¿Verdad, chulita, que tengo razón? ¿Verdad que sí?... ¡Ay, qué será de ti, chulita, cuando yo me muera!... ¿Y en lo que me queda de vida, si esta se prolonga y voy más para abajo todavía...? Hay que preverlo todo, compañera. ¡Me ha entrado un desasosiego...! ¡Qué gruesa estás y qué hermosota, y yo... yo... concluido, absolutamente concluido! Soy un reloj que tocó su última campanada, y aunque anda un poco todavía, ya no da la hora».
—No —murmuró ella frotándole el pecho con su cabeza—, no... Todavía...
—¡Ay, qué ilusión! Yo acabé. El estómago me pide el retiro. Hay algo en mí que ha hecho dimisión; pero dimisión irrevocable; efectividad concluida, funciones que pasaron a la historia. Es preciso prevenir... mirar por ti, asegurarte contra la tontería.
Fortunata se reía, y para calmarle aquel desasosiego que sus estrafalarios pensamientos y aprensiones le causaban, prodigole aquella noche, hasta que se separaron, los cariños y cuidados de una hija amantísima con el mejor de los padres.
Al siguiente día, Feijoo le dijo al entrar: «Hoy es la primera vez que he tenido que tomar un coche desde la Plaza Mayor aquí. Hasta ahora las piernas se han defendido; estas piernas que han hecho marchas de seis leguas en una noche... Tengo el simón a la puerta. Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur». Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar.
Pasearon un buen ratito, sin que tuvieran ningún encuentro desagradable. Dos días después, don Evaristo no fue a verla, y en su lugar llegó el criado con una breve esquelita, llamándola. El señor había pasado muy mala noche, y el médico le había ordenado que se quedase en la cama. Corrió allá Fortunata muy afligida, y le vio incorporado en el lecho, afectando tranquilidad y alegría. «No es nada de particular —le dijo, haciéndola sentar a su lado—. El médico se empeña en que no salga. Pero no estoy mal; casi casi estoy mejor que los días pasados. Sólo que como no tengo costumbre de encamarme... Desde que pasé la fiebre amarilla en Cuba hace cuarenta años, no sabía yo lo que son sábanas a las cuatro de la tarde. ¡Qué ganas tenía de verte! Anoche me entró como una angustia... Creí que me moría sin dejarte arreglada una vida práctica, esencialmente práctica. Por lo que pueda tronar, te voy a decir lo que desde hace días tengo pensado. Verás qué plan. Al principio puede que te escueza un poco; pero... no hay otro remedio, no hay otro remedio».
Inclinose del lado en que la joven estaba, para poner su boca lo más cerca posible del oído de ella, y le disparó cara a cara estas palabras:
«Resultado de lo mucho que cavilo por ti. Es preciso que te vuelvas a unir a tu marido».
Contra lo que el simpático viejo esperaba Fortunata no hizo aspavientos de sorpresa. Puso, sí, una carita muy monamente apenada, y alzando la voz, dijo:
«Pero eso, ¿cabe en lo posible?».
—No necesitas alzar mucho la voz. Hoy estoy mucho mejor de la sordera. Por este oído izquierdo me entra todo perfectamente, y no sale por el otro... ¿Dices que si cabe en lo posible? De eso se trata; de hacerle hueco. Ya he tanteado el terreno. Esta mañana estuvo Juan Pablo a verme y le eché una chinita. Has de saber que anteayer me encontré a doña Lupe en la calle y le arrojé otra chinita.
—¿Ellos saben...? —preguntó la señora de Rubín con los labios muy secos.
—¿Esto?... Creo que no. Quizás lo sospechen; pero oficialmente no saben nada.
—¡Ay!, no me podías decir nada —manifestó la joven dándose un lengüetazo en los labios, que se le secaban más todavía—, nada que me fuera más antipático, más...
—Yo lo comprendo...
—Si tú no te has de morir —dijo Fortunata irguiéndose con brío, en son de protesta—. ¡Si te pondrás bueno...!
Feijoo había cerrado los ojos, y se sonreía en las tinieblas de su meditación. La chulita callaba mirándole. Con aquella sonrisa, que parecía la que les queda a algunas caras después que se han muerto, contestaba D. Evaristo mejor que con palabras.
«¿Y a Nicolás le has echado otra chinita?» preguntó ella después de una pausa, queriendo alegrar conversación tan lúgubre.
—No, porque no le he visto. Es el más bruto de los tres. Tú créeme; si ganamos a doña Lupe, todos los demás bajarán la cabeza, incluso tu marido. Doña Lupe es la que manda allí, y peor para ellos si no mandara.
—¡Oh!, yo dudo mucho que quieran... Les jugué una partida muy serrana —afirmó ella, gozosa de encontrar un argumento contra aquel plan tan contrario a su gusto—, pero muy serrana. Lo que yo hice es de eso que no se perdona.
—Todo se perdona, hija, todo, todo —dijo el enfermo con indulgencia empapada en escepticismo—. Por muy grande que nos figuremos la masa de olvido derramado en la sociedad como elemento reparador, esa masa supera todavía a todos nuestros cálculos. El bien y la gratitud son limitados; siempre los encontramos cortos. El olvido es infinito. De él se deriva el vuelva a empezar, sin el cual el mundo se acabaría.
—¡Oh!, no, no es posible... No tienen vergüenza si me perdonan.
—Eso, allá ellos... Lo que me importa a mí es que tú quedes en una situación correcta y sobre todo... práctica. Tienes tú en ti misma poca defensa contra los peligros que a la vida ofrece continuadamente el entusiasmo. Si te dejo sola, aunque te asegure la subsistencia, te arrastrarán otra vez las pasiones y volverás a la vida mala. Necesita mi niña un freno, y ese freno, que es la legalidad, no le será molesto si lo sabe llevar... si sigue los consejos que voy a darle. Tonta, tontaina, si todo en este mundo depende del modo, del estilo... Nada es bueno ni malo por sí. ¿Me entiendes? Ojo al corazón es lo primero que te digo. No permitas que te domine. Eso de echar todo por la ventana en cuanto el señor corazón se atufa, es un disparate que se paga caro. Hay que dar al corazón sus miajitas de carne; es fiera y las hambres largas le ponen furioso; pero también hay que dar a la fiera de la sociedad la parte que le corresponde, para que no alborote. Si no, lo echas todo a rodar, y no hay vida posible. A ti te asusta el hacer vida común con tu marido porque no le quieres...
—Ni tanto así; no le quiero, ni es posible que le quiera nunca, nunca, nunca.
—Corriente. Pues todo se arreglará, hija, todo se arreglará... No te apures ni pongas esa cara tan afligida. Hablaremos despacio. Por hoy no quiero calentarte la cabeza, ni calentármela yo, que bastante he charlado ya, y empiezo a sentirme mal. Está la cosa aprobada en principio... en principio.
Quedose dormido el buen señor, que por haber pasado muy mala noche, tenía sueño atrasado, y Fortunata permaneció a su lado sin chistar ni moverse por no turbar su descanso. Examinaba la habitación y habría deseado poder escudriñar la casa toda. De lo que en la alcoba observó, hubo de sacar el conocimiento de que la casa estaba muy bien puesta. D. Evaristo, que tan práctico quería ser en la vida social, debía de serlo más en la doméstica, y, conforme a sus ideas, lo primero que tiene que hacer el hombre en este valle de inquietudes es buscarse un buen agujero donde morar, y labrar en él un perfecto molde de su carácter. Soltero y con fortuna suficiente para quien no tiene mujer ni chiquillos ni familia próxima, Feijoo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casa y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos en el filo mismo de su santísima voluntad. Más que por el lujo, despuntaba la casa por la comodidad y el aseo. Gobernábala una tal doña Paca, gallega, que tuvo casa de huéspedes distinguidos y recomendados, en la cual vivió Feijoo mucho tiempo, y completaban la servidumbre una cocinera bastante buena y un criado muy callado y ya algo viejo, que había sido asistente de su amo.
Este despertó como a la media hora de haberse dormido, y restregándose los ojos y gruñendo un poco, hubo de asombrarse de ver allí a su amiga, y alargó la cabeza para mirarla. Viéndola reír, se expresó así:
«Pues con el sueñecito que he echado perdí la situación, chica, y al despertar, no me acordaba de que habías quedado ahí... Y viéndote ahora, me decía yo, en ese estado de torpeza que divide el dormir del velar: '¿pero es ella la que veo? ¿Cómo y cuándo ha venido a mi casa?'».
Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que doña Lupe la de los Pavos, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. ¡Tontería y fatuidad suya!... Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía».
Se había hecho de noche y los dos interlocutores no se veían. Feijoo llamó para que trajeran luz, y cuando la trajo doña Paca, la primera claridad que se esparció por el aposento sirvió al ama de llaves para examinar con rápida inspección el rostro de la amiga de su señor, diciéndose: «esta es la pájara que nos le ha trastornado». Aquel curioseo receloso de criado que espera heredar, fue seguido de diferentes pretextos para permanecer allí con idea de pescar algo de la conversación. Pero mientras Paca estuvo en la alcoba haciendo que ordenaba las cosas, moviendo los trastos y revisando las medicinas, D. Evaristo no desplegó los labios. Miraba a su ama de llaves, y su sonrisa maliciosa quería decir: «tú te cansarás».
Así fue. Retirose la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema: «Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padre-nuestro».
Como un dómine que repite la declinación a sus discípulos, machacando sílaba tras sílaba, cual si se las claveteara en el cerebro a golpes de maza, D. Evaristo, la mano derecha en el aire, actuando a compás como un martillo, iba incrustando en el caletre de su alumna estas palabras:
«Guardando... las... apariencias, observando... las reglas... del respeto que nos debemos los unos a los otros... y... sobre todo, esto es lo principal... no descomponiéndose nunca, oye lo que te digo... no descomponiéndose nunca... (A la segunda repetición del concepto, la mano del dómine quedábase suspendida en el aire; y sus cejas arqueadas en mitad de la frente, sus ojos extraordinariamente iluminados denotaban la importancia que daba a este punto de la lección)... no descomponiéndose nunca, se puede hacer todo lo que se quiera».
Después le entró tos. Doña Paca se apareció dando gruñidos y diciendo que la tos provenía de tanto hablar, contra lo que el médico ordenaba. «A usted no le ha de matar la enfermedad, sino la conversación... A ver si toma el jarabe y cierra el pico». Para atenuar el efecto de esa salida un tanto descortés, estando presente una visita, la señora aquella agració a la intrusa con una sonrisilla forzada. ¿Cuál de las dos daría al enfermo la cucharada de jarabe? Quiso hacerlo el ama de llaves; pero Fortunata estuvo más lista. La otra tomó su desquite, arrojando una observación de autoridad displicente a la cara de la entrometida. «Eso es, dele el cloral en vez del jarabe, y la hacemos...».
«¿Pero no es esta la medicina?».
—Esa es, sí... pero podía usted haberse equivocado. Para eso estoy yo aquí.
—Que me dé lo que quiera —gruñó Feijoo con burlesca incomodidad—. ¿A usted qué le importa, señora doña Francisca?...
—Es que...
—Bueno; aunque me envenenara. Mejor.
Al verse otra vez en su casa y sola, Fortunata no podía con la gusanera de pensamientos que le llenaba toda la caja de la cabeza. ¡Volver con su marido! ¡Ser otra vez la señora de Rubín! Si un mes antes le hubieran hablado de tal cosa, se habría echado a reír. La idea continuaba teniendo para ella una extrañeza dolorosa; pero después de lo que oyó al buen amigo no le parecía tan absurda. ¿Llegaría aquello a ser posible y hasta conveniente? Un cuchicheo de su alma le dijo que sí, aunque las antipatías que los Rubín le inspiraban no se extinguieran. Que D. Evaristo se moría pronto era cosa indudable: no había más que verle. ¿Qué iba a ser de ella, privada de la dirección y consejo de tan excelente hombre?... ¡Cuidado que sabía el tal! Toda la ciencia del mundo la poseía al dedillo, y la naturaleza humana, el aquel de la vida, que para otros es tan difícil de conocer, para él era como un catecismo que se sabe de memoria. ¡Qué hombre!
Así como en las mutaciones de cuadros disolventes, a medida que unas figuras se borran van apareciendo las líneas de otras, primero una vaguedad o presentimiento de las nuevas formas, después contornos, luego masas de color, y por fin, las actitudes completas, así en la mente de Fortunata empezaron a esbozarse desde aquella noche, cual apariencias que brotan en la nebulosa del sueño, las personas de Maxi, de doña Lupe, de Nicolás Rubín y hasta de la misma Papitos. Eran ellos que salían nuevamente a luz, primero como espectros, después como seres reales con cuerpo, vida y voz. Al amanecer, inquieta y rebelde al sueño, oíales hablar y reconocía hasta los gestos más insignificantes que modelaban la personalidad de cada uno.
Levantose la chulita muy tarde y recibió un recado de su amigo diciéndole que estaba mejor y que se levantaría y saldría a la calle con permiso del tiempo. Esperó su visita, y en tanto no cesaba de cavilar en lo mismo. La gratitud que hacia Feijoo sentía, era más viva aún que antes, y habría deseado que la vida que con él llevaba continuase, pues aunque algo tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otra mejor. «Si dura mucho esto, ¿llegaré a cansarme y a no poder sufrir esta sosería? Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de querer fuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole la ilusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua. Pero no se conformaba; quizás cada día la conformidad era menor... quizás veía con agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocido que interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio sus facultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.
Don Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmerose ella en esto, y cuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo, planteándole la cuestión resueltamente. «Y también te digo una cosa. No veo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no ser simpático; pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis; pero tampoco es el coco. Mujeres hay casadas con hombres infinitamente peores, y viven con ellos; allá tendrán sus encontronazos; pero se arreglan y viven... Tú no seas tonta, que no sabes la ganga que es tener un hombre y una chapa decorosa en el casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serás feliz. Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el que tienes, que otro de mejor lámina, porque con un poco de muleta harás de él lo que quieras. Me han dicho que desde la separación está muy taciturno, muy dado a sus estudios, y que no se le conocen trapicheos ni distracciones... Por grandes que sean sus resentimientos, chica, creo que en cuanto le hablen de volver contigo, se le hace la boca agua».
Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.
«¿Que no? ¡Ay, chulita!, tú no conoces la naturaleza humana. Cree lo que te he dicho. Maximiliano te abrirá los brazos. ¿No ves que es como tú, un apasionado, un sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esa locura, se pirran por perdonar. ¡Ah, perdonar! Todo lo que sea rasgos les vuelve locos de gusto. Tú déjate querer, grandísima tonta, y hazte cargo de que se te presenta un ancho horizonte de vida... si lo sabes aprovechar».
Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelo de lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo que no podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familia que se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en el entendimiento.
Feijoo mejoró sensiblemente en los días que siguieron al arrechucho aquel. Recobró parte de sus fuerzas, algo del buen humor, y las presunciones de próxima muerte se desvanecieron en su espíritu. Mas no por esto desistió de llevar adelante un plan que había llegado a ser casi una manía, absorbiendo todos sus pensamientos. Decidido a hablar con Juan Pablo, fue a verle una mañana al café de Madrid, donde tenía un rato de tertulia antes de entrar en la oficina, pues al fin ¡miseria humana!, hubo de aceptar la credencialeja de doce mil que le había dado Villalonga, por recomendación del mismo Feijoo. No estaba contento ni mucho menos con esto del orgulloso Rubín, y se quejaba de que una amistad sagrada le hubiera puesto en el compromiso de aceptar el turrón alfonsino. Por supuesto que la situación no duraba ni podía durar. Cánovas no sabía por dónde andaba. Entre tanto, y supiera o no don Antonio lo que traía entre manos, ello es que Juan Pablo se había comprado una chistera nueva, y tenía el proyecto de trocar su capa, algo deshilachada de ribetes y mugrienta de forros, por otra nueva. Eso al menos iba ganando el país.
Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los círculos políticos y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ninguna tan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño fino que transformó a don Basilio Andrés de la Caña a los seis días de colocado. Hundiose en los abismos del ayer la levita antigua, con toda su mugre, testimonio lustroso de luengos años de cesantía y de arrastrar las mangas por las mesas de las redacciones. Completaba el buen ver de la prenda un sombrero de moda, y el gran D. Basilio parecía un sol, porque su cara echaba lumbre de satisfacción. Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo. No quiero hablar de las otras muchas levitas y gabanes flamantes que se veían por Madrid, ni de las señoras que trocaban sus anticuados trajes por otros elegantes y de última novedad. Este es un fenómeno histórico muy conocido. Por eso cuando pasa mucho tiempo sin cambio político, cogen el cielo con las manos los sastres y mercaderes de trapos, y con sus quejas acaloran a los descontentos y azuzan a los revolucionarios. «Están los negocios muy parados» dicen los tenderos; y otro resuella también por la herida diciendo: «No se protege al comercio ni a la industria...».
Cuando Feijoo entró en el café de Madrid, Juan Pablo no había llegado aún, y decidió esperarle en el sitio que su amigo acostumbraba ocupar. A poco entró D. Basilio presuroso, de levita nueva, el palillo entre los dientes, y se dirigió al mostrador con ademanes gubernamentales. «Que me lleven el café a la oficina» dijo en voz alta, mirando el reloj y haciendo un gesto, por el cual los circunstantes podrían comprender, sin necesidad de más explicaciones, el cataclismo que iba a ocurrir en la Hacienda si D. Basilio se retrasaba un minuto más.
«Hola, D. Evaristo —dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano—. ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur».
—Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.
Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan. Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía. Pero esto era insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronada y hambrienta que estaba Fortunata, ¡la veían tan hermosa...! No, de ninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora de Rubín con su desgracia. ¿Y cómo evitar que del indicio de aquellas apretadas carnes y de aquel color admirable indujeran los parientes la certeza de una vida regalona, alegre y descuidada?... Uno rato estuvo mi hombre discurriendo cómo probar que no es cosa del otro jueves que las personas afligidas engorden, y aún no había logrado construir su plan lógico, cuando llegó Juan Pablo, frotándose las manos, y dejando ver en su cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el café le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como aquello de es nervioso... pasee usted... yo también estuve así, Feijoo abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad, negociar la reconciliación.
«¡Probrecilla! —dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso, con aquella pausa que constituía un verdadero placer—. Dice usted que pasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!».
—Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así, muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
—¿Y Santa Cruz, no...?
—Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación...
—¡Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
«Mire usted, compañero —le dijo con reposado acento—; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, ¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».
—Era un suponer, D. Evaristo —manifestó Rubín desdiciéndose.
—Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
—No, no he dicho nada...
—Además, diferentes veces me ha oído usted decir que hace tiempo que me corté la coleta.
—Sí, sí.
—Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yo bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...! Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
—Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi reticencia una broma...
—Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna, quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de estos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso inglés, en ese estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.
«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con ella... Lo mejor es que le hable usted».
Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del establecimiento. Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica. Le había dado por ahí.
Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido con la perra pachona, el hurón, y con que si la perdiz venía o no venía al reclamo. No sabía aún a qué local mudarse; pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a Madrid D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes y el Pater. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas de Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló Juan Pablo de política, diciendo con mucho tupé que el Gobierno estaba de cuerpo presente, y que la situación duraría... a todo tirar, a todo tirar, tres o cuatro meses.
La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta entrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamos bien».
—¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
—Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
—¿Le ha visto usted?
—No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que vuelve gilís a los hombres.
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
—¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado sea...!
—No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos alegrones —dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe la de los Pavos». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
«Impresiones muy buenas —añadió el diplomático...—. Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos. ¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí... pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle. ¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falte?».
—Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con polisón o sin él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada por arte de brujería. «Yo conozco esta cara —se dijo Feijoo—. ¡Ah! ya; es el que llamábamos Ramsés II, el pobre Villaamil que sólo necesitaba dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota... Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un instante después Ramsés II pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «¡Ah!, ¿buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».
Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café. Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose, avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con un mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada. La indivudua eran el amor de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia, por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted... Cinco meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡Cinco meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquí llegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».
—¿Pero qué es lo que usted tiene? —preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la humanidad.
—¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. ¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano —añadió Maxi—, que digiere usted mal».
—Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina —replicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses—. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el cese.
—Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
—Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
—Poco mal y bien quejado —afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el hombro.
—Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesante —dijo Feijoo—. Por mí no se interrumpan.
—Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
—Nada, es que me quiere convencer —manifestó Maximiliano con calor—, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí duele —dijo el ex-coronel, arrimándose al partido de Maximiliano—. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
—Pero si ya te he dicho... —argüía sofocado Juan Pablo.
—Déjame que acabe...
—No es eso... ¡qué cuña!
—Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?
—¡Otra te pego! Pero ven acá...
—Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.
—Espérate un poco... no es eso.
—Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
—¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
—¡Buen par de chiflados estáis los dos! — dijo para sí D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
—¡Dale, bola!... —replicó Maxi—. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me reconozco como tal yo en todos mis actos?
—No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.
—¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!
—Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.
¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía La Correspondencia y de otro que hablaba del precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba.
«Si se me permite dar una opinión —dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo—, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues, juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el paso una figura macilenta y sepulcral. Era Ramsés II, que venía en busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa.
—Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga —dijo D. Evaristo embozándose—; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.
Al cual dijo en la puerta: «¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?».
—¿Yo? A la calle del Ave María.
—¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje usted que me emboce bien... Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me ayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto cabeza... ¡Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... ¡un muchacho de entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.
No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de qué se trataba, contestó humildemente: «Tiene usted mucha razón... pero mucha razón».
«El hombre que como usted —prosiguió don Evaristo—, no se deja engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!, mirando para el cielo, no para la tierra...».
Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.
«Mire uste, Sr. D. Evaristo —dijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las hojas de los libros—. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me habría muerto ya cien veces. ¡Y si viera usted qué distinto es el mundo mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy ahora».
—Claro... ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama? —dijo gozoso don Evaristo—. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las verdades eternas!
Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que nos viene como anillo al dedo».
—En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del día —prosiguió Maxi con cierto énfasis—, llega uno a olvidarse de que vivimos para perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.
—Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así, tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en la vida real.
—La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil amarguras... ¡Ay, señor don Evaristo! Parece mentira que yo esté tan fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre, después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen, concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar... Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay que anularse para triunfar; decir no soy nada para serlo todo.
Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto. «A un espíritu tan bien fortalecido —le dijo—, se le puede hablar sin rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?».
Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó afirmativamente con embarazo y turbación.
«Por mi parte —añadió D. Evaristo—, haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella desea volver...».
—¡Lo desea! —exclamó Rubín, dejando caer el embozo.
—¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted...?
—Sí... pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.
—Vamos, que no será tanto —dijo para sí don Evaristo, subiéndose el embozo.
—Es imposible —repitió Maxi.
—Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero... Yo creo que cuando usted madure la idea...
—Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...
—En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...
—¡Yo!... pero D. Evaristo...
—Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene, ¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con esa espiritualidad de la... pues... de... claro...
—¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?
—Hijo, yo creo que las dará... pero es claro que usted no debe apurar mucho tampoco... O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante, detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted de corazón.
—Yo lo dudo.
—Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza que a entrambos les conviene volver a unirse.
Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:
«Amigo —dijo parándose en la puerta de la botica—. Su mujer de usted me ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre lo que quieran hacer de ella los que la traten».
Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.
«Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella imaginacioncilla tan desenvuelta. 'Pero, hija mía, es preciso pensar lo que se hace, y dejarse de tonterías'. Yo muy serio. Creo que algo he conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen fondo, buen corazón... sólo que algo grande... y careciendo de las malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las tonterías que ella ha hecho... En fin, hijo, usted dirá que quién me mete a mí a lañador, pero ¿qué quiere usted?, a los viejecillos nos gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que eviten los tropezones que hemos dado nosotros».
Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le apretaba la garganta. Despidiose D. Evaristo, dejando al pobre chico en tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.
Al siguiente día, D. Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole: «El último beso... La aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en ti... Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un poco de calor».
Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar...
—¿Has hablado con él...? —dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.
—Vete acostumbrando a tratarme de usted... —replicó él con cierta severidad—. No se te escape una expresión familiar, porque entonces la echamos a perder. Yo también te trataré de usted delante de gente... Todo acabó... Fortunata, no soy para ti más que un padre... Aquel que te quiso como quiere el hombre a la mujer, no existe ya... Eres mi hija. Y no es que hagamos un papel aprendido, no; es que tú serás verdaderamente para mí, de aquí en adelante, como una hijita, y yo seré para ti un verdadero papaíto. Lo digo con toda mi alma. Yo no soy aquel; yo me moriré pronto, y...
Viéndole que se conmovía, la chulita no pudo aguantar más, y soltó el trapo a llorar. Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios. Feijoo hizo un mohín como de persona mayor que quiere dominar una debilidad pueril, y le dijo:
«Pero no, no me avergüenzo de que se me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien siempre he creído, que el cariño paternal es lo que me la hace derramar. Todo lo que en mí existía de varón, capaz de amar, ha desaparecido; todo murió, y no me queda de ello nada; ni aun siquiera lo echo de menos. Nunca he sido padre; ahora siento que lo soy... y mi corazón se llena de afectos desconocidos, tan puros, pero tan puros...».
La prójima no había visto nunca a su amigo tan vencido de la emoción. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Sujetose ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido. Poco a poco se serenaron; don Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera:
«Me parece que esto se arregla. ¡Cuánto me gustaría morirme dejándote en una situación normal y decorosa!... Bien veo que no es fácil que tu marido te sea simpático; pero eso no es inconveniente invencible. Hay que transigir con las formas, y tomar las cosas de la vida como son. ¿Y quién te dice que tratándole algo, no llegues a tenerle afecto? Porque él es bueno y decente. Anoche le vi, y no me ha parecido tan raquítico. Ha engordado; ha echado carnes, y hasta me pareció que tiene un aire más arrogantillo, más...».
Sonriendo tristemente, expresaba la joven su incredulidad.
«En fin, tú lo has de ver. Y en último caso, hay que conformarse. La vida regular y el transigir con las leyes sociales tienen tal importancia, que hay que sacrificar el gusto, hija mía, y la ilusión... No digo que se sacrifique todo, todo el gusto y toda la ilusión; pero algo, no lo dudes, algo hay que sacrificar. De tener un marido, un nombre, una casa decente, a andar con la alquila levantada, como los simones, a éste tomo, a éste dejo, va mucha diferencia para que no te pares a pensar bien lo que haces... Vamos a ver. Es preciso preverlo todo. Yo te voy a presentar los dos casos que se te pueden ofrecer en tu vida legal, y para los dos te voy a dar mi consejo franco, leal, con un gran sentido de la realidad. Primer caso: supongamos que al poco tiempo de vivir con Maximiliano, encuentras que el muchacho se porta bien contigo, vas viendo sus buenas cualidades, que se manifiestan en todos los actos de la vida, y supongamos también que le vas teniendo algún cariño...».
Fortunata tenía la mirada fija en un punto del suelo, como una espada, tan bien hundida que no la podía desclavar. Seguro de que le oía, aunque no le miraba, Feijoo siguió hablando despacio, poniendo pausas entre las cláusulas.
«Supongamos esto... Pues tu deber en tal caso, es esforzarte en que ese cariño... llamémosle amistad, se aumente todo lo posible. Trabaja contigo misma para conseguirlo. ¡Ah!, hija mía, el trato hace milagros; la buena voluntad también los hace. Evita al propio tiempo la ociosidad, y verás cómo lo que te parece tan difícil te ha de ser muy fácil. Se han dado casos, pero muchos casos, de mujeres unidas por fuerza a un hombre aborrecido, y que le han ido tomando ley poquito a poco hasta llegar a ponerse más tiernas que la manteca. No digo nada si tienes chiquillos, porque entonces...».
—¡Lo que es eso...! —indicó con viveza Fortunata.
—¡Mira qué tonta! ¿Y qué sabes tú? No se puede asegurar tal cosa. La Naturaleza sale siempre por donde menos se piensa... Y con chiquillos, ya llevas más de la mitad del camino andado para llegar al sosiego que te recomiendo, pues en criarlos y en cuidarlos se te desgastará el sentimiento que de sobra tienes en esa alma de Dios, y te equilibrarás, y no harás más tonterías... Bueno; ya hemos hablado del primer caso, que es el mejor; pasemos al segundo. Te lo presento en la previsión de que falle el primero, lo que bien pudiera suceder. Vamos allá...
Fortunata esperaba con ansia la exposición del segundo caso, pero Feijoo lo tomaba con calma, pues se quedó buen rato meditando, con el ceño fruncido y la vista fija en el suelo.
«Lo mejor —prosiguió- es lo que acabo de decirte; pero cuando no se puede hacer lo mejor, se hace lo menos malo... ¿me entiendes? Suponiendo que no te sea posible encariñarte con ese bendito, y que ni el trato ni las buenas prendas de él te lo hagan menos antipático; suponiendo que la vida llegue a serte insoportable, y... Vaya que esto es temerario, y se necesita de toda mi entereza para aconsejarte. Pero yo, antes que todo, veo lo práctico, lo posible, y no puedo aconsejar a nadie que se deje morir ni que se suicide. No se deben imponer sacrificios superiores a las fuerzas humanas. Si el corazón se te conserva en el tamaño que ahora tiene, si no hay medio de recortarlo, si se te pronuncia, ¿qué le vamos a hacer? Dentro del mal, veamos qué es lo mejor entre lo peor, y...».
Feijoo rebuscaba las palabras más propias para expresar su pensamiento. Las ideas se alborotaron un poco y necesitó someterlas para no embarullarse. Dando un gran suspiro, se pasó la mano por la cabeza, perdida la vista en el espacio. Saliendo al fin de su perplejidad, dijo con voz cautelosa:
«Y en un caso extremo, quiero decir, si te ves en el disparadero de faltar, guardas el decoro, y habrás hecho el menor mal posible... El decoro, la corrección, la decencia, este es el secreto, compañera».
Detúvose asustado, a la manera del ladrón que siente ruido, y se volvió a poner la mano sobre la cabeza, como invocando sus canas. Pero sus canas no le dijeron nada. Al punto se envalentonó, y recobró la seguridad de su lenguaje, diciendo: «Tú eres demasiado inexperta para conocer la importancia que tiene en el mundo la forma. ¿Sabes tú lo que es la forma, o mejor dicho, las formas? Pues no te diré que estas sean todo; pero hay casos en que son casi todo. Con ellas marcha la sociedad, no te diré que a pedir de boca, pero sí de la mejor manera que puede marchar. ¡Oh!, los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios, y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría».
Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera.
A Feijoo le había costado algún trabajo arrancarse a exponer su moral en aquellas circunstancias, porque en la conciencia se le puso un nudo, que le apretó durante breve rato; pero al punto lo deshizo evocando las teorías que había profesado toda su vida. Lanzado, pues, el concepto más peligroso, siguió luego como una seda, sin nudo y sin tropiezo.
«Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la Naturaleza diciendo auméntame... No hay medio de oponerse... la especie humana que grita quiero crecer... ¿Me entiendes? ¿Hablo con claridad? ¿Necesitaré emplear parábolas o ejemplos?».
Fortunata entendía, y seguía balanceándose de atrás adelante, acentuando las afirmaciones con su cabeza despeinada.
«Pues no te digo más. Esto es muy delicado, tan delicado como una pistola montada al pelo, con la cual no se puede jugar. Siempre es preferible el primer caso, el caso de la fidelidad, porque de este modo cumples con la Naturaleza y con el mundo. El segundo término te lo pongo como un por si acaso, y para que... pon en esto tus cinco sentidos... para que si te ves en el trance, por exigencias irresistibles del corazón, de echar abajo el principio, sepas salvar la forma...».
Aquí volvió mi hombre a sentir el nudo; pero evocando otra vez su filosofía de tantos años, lo desató.
«Hay que guardar en todo caso las santas apariencias, y tributar a la sociedad ese culto externo sin el cual volveríamos al estado salvaje. En nuestras relaciones tienes un ejemplo de que cuando se quiere el secreto se consigue. Es cuestión de estilo y habilidad. Si yo tuviera tiempo ahora, te contaría infinitos casos de pecadillos cometidos con una reserva absoluta, sin el menor escándalo, sin la menor ofensa del decoro que todos nos debemos... Te pasmarías. Oye bien lo que te digo, y apréndetelo de memoria. Lo primero que tienes que hacer es sostener el orden público, quiero decir la paz del matrimonio, respetar a tu marido y no consentir que pierda su dignidad de tal... Dirás que es difícil; pero ahí está el talento, compañera... Hay que discurrir, y sobre todo, penetrarse bien del propio decoro para saber mirar por el ajeno... Lo segundo...».
Aquí D. Evaristo se acercó más a ella, como si temiera que alguien le pudiese oír, y con el dedo índice muy tieso iba marcando bien lo que le decía.
«Lo segundo es que tengas mucho cuidado en elegir, esto es esencialísimo; mucho cuidado en ver con quién... en ver a quién...».
La conclusión del concepto no salía, no quería salir. Viéndole Fortunata en aquel apuro, acudió a remediarlo, diciendo: «Comprendido, comprendido».
—Bueno, pues no necesito añadir nada más... porque si caes en la tentación de querer a un hombre indigno, adiós mi dinero, adiós decoro... Y lo último que te recomiendo es que si logras conseguir que no pueda tentarte otra vez el mameluco de Santa Cruz, habrás puesto una pica en Flandes.
Dicho esto, el anciano se levantó, y tomando capa y sombrero, se dispuso a marcharse. De la puerta volvió hacia Fortunata, y alzando el bastón con ademán de mando, le dijo:
«Repito lo de antes. Aquello se acabó... y ahora soy tu padre, tú mi hija... trátame de usted... ocupemos nuestros puestos... Aprendamos a vivir vida práctica... Por de pronto, serenidad, y concluye de peinarte, que es tarde. Yo me voy, que tengo mucho que hacer».
Metiose el original moralista en su simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a sentir en su alma una inquietud inexplicable. Y tras la inquietud moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y escalofríos, acompañado de terror supersticioso... Pero no podía definir la causa del miedo... El coche corría por la Cava-Alta, y Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de lanceta fugaz atravesole de parte a parte. Creyó que una desconocida lengua le gritaba: «¡Estúpido, vaya unas cosas que enseñas a tu hija...!». Extendió la mano para detener al cochero y decirle que volviera a la calle de Tabernillas; pero antes de realizar aquel propósito, cesó la trepidación que en su alma había sentido, y todo quedó en reposo... «¡Qué debilidades! —pensó—; estas son chocheces y nada más que chocheces... ¿Pues no se me ocurrió volver allá para desdecirme? No te reselles, compañero, y sostén ahora lo que has creído siempre. Esto es lo práctico, es lo único posible... Si le recomendara la virtud absoluta, ¿qué sería?, sermón absolutamente perdido. Así al menos...».
Y siguió tan satisfecho.
Con el ajetreo que traía aquellos días, en los cuales hizo dos visitas a doña Lupe, celebró muchas conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de Marzo se sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó. Doña Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación, cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas. A la madrugada, se nublaron sus sentidos, y a punto de perder el conocimiento, se despidió del mundo sensible con este varonil concepto que apenas salió del magín a los labios: «Ya me puedo morir tranquilo, puesto que he sabido arrancarle al demonio de la tontería el alma que ya tenía entre sus uñas...».
Doña Paca y el criado, creyendo que su amo se quedaba en aquel espasmo, empezaron a dar chillidos; llamaron al médico, dieron al señor muchas friegas, y por fin volviéronle a la vida. Todos se pasmaron de verle risueño y de oírle afirmar que no le dolía nada y que se sentía bien y contento. Mas a pesar de esto, el doctor puso muy mala cara, pronosticando que la debilidad cerebral y nerviosa acabaría pronto con el enfermo. Por más que este se envalentonó, no pudo levantarse y las fuerzas le iban faltando. Carecía en absoluto de apetito. Los amigos que aquel día le acompañaban, convinieron en decirle de la manera más delicada que se preparase espiritualmente para el traspaso final, ocupándose del negocio de salvar su alma. Creyeron los más que D. Evaristo se alborotaría con esto, pues siempre hizo alarde de libre pensador; mas con gran sorpresa de todos, oyó la indicación del modo más sereno y amable, diciendo que él tenía sus creencias, pero que al mismo tiempo gustaba de cumplir toda obligación consagrada por el asentimiento del mayor número. «Yo creo en Dios —dijo—, y tengo acá mi religión a mi manera. Por el respeto que los hombres nos debemos los unos a los otros, no quiero dejar de cumplir ningún requisito de los que ordena toda sociedad bien organizada. Siempre he sido esclavo de las buenas formas. Tráiganme ustedes cuantos curas quieran, que yo no me asusto de nada, ni temo nada, y no desentono jamás. No descomponerse; ese es mi tema».
Todos los presentes se maravillaron al oírle, y aquel mismo día se le administraron los Sacramentos. Después se puso mucho mejor, lo cual dio motivo a que le dijeran, como es uso y costumbre, que la religión es medicina del cuerpo y del alma. Él aseguraba que no se moría de aquel arrechucho, que tenía siete vidas como los gatos, y que era muy posible que Dios le dejase tirar algún tiempo más para permitirle ver muchas y muy peregrinas cosas. Así fue en efecto, pues en todo el año 75 que corría no se murió el filósofo práctico.
Durante la convalecencia de aquel ataque, no permitió que Fortunata fuese a verle. Le escribía algunas cartitas, reiterándole sus consejos y dándole otros nuevos para el día ya próximo en que la reconciliación debía efectuarse. Al propio tiempo se ocupaba en la revisión de su testamento y en tomar varias disposiciones benéficas que algunas personas habían de agradecerle mucho. Tenía un pequeño caudal repartido en diferentes préstamos hechos a amigos menesterosos. Algunos le habían firmado pagarés de mil, de dos y hasta de tres mil reales. Todos estos papeles fueron rotos. Dispuso cómo se habían de repartir las alhajas que tenía, algunas de bastante valor, sortijas con hermosos solitarios, botonaduras, y además cajitas primorosas de marfil y sándalo que había traído de Filipinas, una hermosa espada, dos o tres bastones de mando con puño de oro. Hizo la distribución de todo con un acierto que declaraba su gran delicadeza y el aprecio que hacía de las amistades consecuentes.
Respecto a Fortunata lo dispuso tan bien que no cabía más. No le dejaba en su testamento más que algunos regalitos, llamándola ahijada; pero, por medio de un agente de Bolsa muy discreto, se hizo una operación en que la chulita figuraba como compradora de cierta cantidad de acciones del Banco, dándole además, de mano a mano, algunas cantidades en billetes. No olvidó por esto D. Evaristo a sus parientes, que eran dos sobrinas, residentes la una en Astorga, la otra en Ponferrada. Ambas quedaban muy bien atendidas en el testamento; y en cuanto a los socorros que anualmente les enviaba, no perdió aquel año la memoria de esta obligación, a pesar de los muchos quebraderos de cabeza que tuvo. Doña Paca y los dos criados también se llevarían un pellizco el día en que el amo faltara.
Indicáronle los clérigos de la parroquia si no dejaba algo para sufragios por su alma, y él, con bondadosa sonrisa, replicó que no había olvidado ninguno de los deberes de la cortesía social, y que para no desafinar en nada, también quedaba puesto el rengloncito de las misas.
Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto: «Pero, hombre, ¿será usted tan malo que no le dé la canonjía a mi recomendado?».
—Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia... Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. ¡Canonjía! Para mí la quisiera yo.
—Y para mí también... Pero en fin, ¿puede ser o no? Es un cleriguito de las mejores condiciones.
—Lo creo... ¡pero qué quiere usted! Estos cargos son muy solicitados, y cuando vaca uno, hay cuatrocientos curas con los dientes de este tamaño.
—Sí, pero mi presbítero es un cura apreciabilísimo, un santo varón... Como que ayuna todos los días...
—Ya... será un bacalao ese padre Rubín. ¿No le di ya a usted una credencial de Penales para un Rubín? Usted por lo visto protege a esa familia.
—Yo no protejo familias, niño. Déjese usted de protecciones... Sólo que me intereso por las personas de mérito.
—Por mí no ha de quedar. Le daré otro achuchón a Cárdenas. Pero, lo que digo, son plazas que tienen muchos golosos. Los pretendientes explotan el valimiento y la influencia de las señoras. Casi siempre son las faldas las que deciden quién se ha de sentar en los coros de las catedrales.
—Pues suponga usted, compañero, que yo tengo faldas, que soy una dama... ea.
—Pero si yo no lo he de decidir...
—Mire usted que si no me nombra mi canónigo, no me muero, y le estaré atormentando meses y meses.
—Mejor... Viva usted mil años.
—¿Y esas elecciones, van bien?
—Como un acero. Tengo allá un padre cura que vale un imperio. Me está haciendo unos arreglos en el distrito, que Dios tirita, y tirita toda la Santísima Trinidad. Ese sí que merece, no digo yo canonjías, sino siete mitras.
—Le conozco, el Pater... fue capellán de mi regimiento.
Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín.
«¡Eh, Jacinto, por Dios, una palabra! —dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta—. Por Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado... al pobre Villaamil, a ese que llaman Ramsés II».
—Está recomendado en una nota de indispensables. Conque más no puedo hacer.
—Mire usted que no me deja vivir... Todos los días viene tres veces. La noche que me dieron el Viático, en el momento aquel, miré para este lado y lo primero que vi fue a Ramsés II, con una vela en la mano. ¡Cómo me miraba el infeliz!... Creo que no me morí de tanto como rezó Villaamil, pidiendo a Dios que viviera.
—Podrá ser... No le olvidaré. Abur, abur.
Y D. Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana.
Las personas muy rutinarias y ordenadas que se acostumbran a las dulzuras tranquilas del método en la vida, concluyen, abusando en cierto modo de la regularidad, por someter al casillero del tiempo, no sólo las ocupaciones, sino los actos y funciones del espíritu y aun del cuerpo que parecen más rebeldes al régimen de las horas. Así, pues, la gran doña Lupe, cuya existencia era muy semejante a la de un reloj con alma, había distribuido tan bien el tiempo, que hasta para pensar en cualquier asunto de interés que sobreviniese, tenía marcada una parte del día y un determinado sitio. Cuando era preciso meditar, por el picor de una de esas ideas, hermanas del abejorro, que se plantan en el cerebro y no hay medio de sacudirlas, o doña Lupe no meditaba, o tenía que hacerlo sentada en la silleta junto a la ventana de la sala, los anteojos en el caballete de la nariz, la cesta de la ropa delante y el gato muy repantigado en un extremo de la alfombrita. La meditación era mucho más honda y eficaz si la señora tenía metida toda la mano izquierda, hasta más arriba de la muñeca, dentro de una media, y si las claraboyas de esta eran bastante anchas para poder tener sobre ellas enrejados como los de una cárcel. Tal era la fuerza del método, que doña Lupe no pensaba a gusto sino allí, así como para hacer sus cálculos aritméticos el mejor momento era cuando descascaraba los guisantes en la cocina (en tiempo de guisantes), o cuando ponía los garbanzos de remojo. La costumbre obraba estos prodigios, y lo mismo era ver la señora los garbanzos y poner su mano en ellos, que se le llenaba el cerebro de números y veía claro en sus negocios, si le convenía o no tal préstamo, si debía quedarse o no con tal o cual alhaja. Al levantarse, por la mañana temprano, preveía todos los sucesos y acciones del día que empezaba, y se preparaba para ellos con una evocación mental de su energía, y con la distribución metódica de las horas para todo lo previsto y probable. Era esto como si se diera cuerda, acumulando en sí la fuerza inteligente que necesitaba.
Todas estas rutinas del pensamiento y de la acción fueron perturbadas por la mudanza de casa, que se efectuó en Diciembre del 74, y no hay que decir cuán gran sacrificio fue para doña Lupe este cambio. Era de esas personas que aborrecen lo desconocido y que se encariñan con el rincón en que viven. Mover los trastos era para ella algo semejante a incendio o demolición; pero no había más remedio que dar el salto del Norte al Sur de Madrid, pues teniendo Maximiliano que pasar la mayor parte del tiempo en la botica de Samaniego, era una falta de caridad hacerle recorrer dos veces al día los tres cuartos de legua que separan el barrio de Chamberí del de Lavapiés. Cargó, pues, la señora de Jáuregui con sus penates, y se instaló en un segundo de la calle del Ave-María. Habríale gustado vivir en la misma casa de la botica; pero no había allí ningún cuarto con papeles. Eligió un segundo de la finca inmediata, y sus balcones caían al lado de los de su amiga Casta Moreno, viuda de Samaniego. Los primeros días extrañaba la casa, teniéndola por peor que la otra; mas pronto hubo de reconocer que era mucho mejor, más espaciosa y bella, y en cuanto a los barrios, lo que la señora había perdido en tranquilidad ganábalo en animación. Poco a poco se fue adaptando a su nuevo domicilio, y cuando la sorprende de nuevo nuestro relato, sentada junto a la ventana y recapacitando, con la mano dentro de la media, en una fecha que debe caer allá por Marzo del 75, ya no se acordaba de la vivienda de Chamberí en que la conocimos.
La meditación y el zurcido no le impedían mirar de vez en cuando a la calle, y la del Ave-María es mucho más pasajera que la de Raimundo Lulio. En una de aquellas miradas casi maquinales que la viuda echaba hacia afuera, como para poner solución de continuidad al temeroso problema que tenía entre ceja y ceja, vio pasar a una persona que le retuvo un instante la atención. Era Guillermina Pacheco. «Parece que la santa frecuenta ahora estos barrios —murmuró doña Lupe, alargando la cabeza para observarla por la calle abajo—. Ya la he visto pasar cuatro o cinco veces a distintas horas. Verdad que para ella no hay distancias... Ahora que recuerdo, me ha dicho Casta que es pariente suya, y he de preguntarle...».
La fundadora inspiraba a doña Lupe grandes simpatías. De tanto verla pasar por la calle de Raimundo Lulio, camino del asilo de la de Alburquerque, llegó a imaginar que la trataba. Siempre que había función pública en la capilla del asilo, iba doña Lupe, deseosa de introducirse y de hacer migas con la santa. Admirábala mucho, no exclusivamente por sus santidades, sino más bien por aquel desprecio del mundo, por su actividad varonil y la grandeza de su carácter. Quizás la señora de Jáuregui creía sentir también en su alma algo de aquella levadura autocrática, de aquella iniciativa ardiente y de aquel poder organizador, y esta especie de parentesco espiritual era quizás lo que le infundía mayores ganas de tratarla íntimamente. Sólo le había hablado una o dos veces en las funciones del asilo, así como por entrometimiento y oficiosidad, y cuando en dichas fiestas veíala rodeada de damas de la grandeza y de señoronas ricas, que tenían el coche a la puerta, doña Lupe habría dado el único pecho que poseía por meter las narices entre aquella gente, codearse con ellas y mangonear en los petitorios. Porque ella tenía la vanidad, muy bien fundada por cierto, de no desmerecer de las tales señoras en punto a buena crianza y modales. Harto sabía, además, que no todas habían nacido en doradas cunas, y que la finura es lo que constituye la verdadera aristocracia en estos tiempos liberales. No había razón para que ella, que sabía presentarse como la primera, dejase de alternar con las damas que seguían a Guillermina cual las ovejas siguen al pastor... A mayor abundamiento, en lo tocante a ropa estaba a la sazón la viuda de Jáuregui en excelentes condiciones. Con su talento y su economía se había agenciado un abrigo de terciopelo, con pieles, que la más pintada no lo usara mejor. Y le había salido por poco más de nada, atendido lo que generalmente cuestan estas piezas... Le estaban arreglando una capota, que... vamos; el día que la estrenara había de llamar la atención... Estas reflexiones fueron como un inciso en lo que aquella tarde pensaba la señora, inciso que se abrió al ver pasar a Guillermina, cerrándose cuando la virgen y fundadora desapareció por la calle abajo.
Vuelta a la meditación, tomando el hilo de ella en el mismo punto en que lo había soltado... «Y aunque el Sr. de Feijoo lo niegue hoy, es tan verdad que me rondaba la calle al año de perder a mi Jáuregui... tan verdad como que nos hemos de morir. Y si no, ¿qué hacía plantado en aquella dichosa esquina de la calle de Tintoreros? Esto fue poco antes de la guerra de África, bien me acuerdo; y si el tal no se va a matar moros, sabe Dios si... Pero esto no hace al caso, y vamos a lo otro. Que es un caballero decentísimo, no tiene la menor duda. Jáuregui le apreciaba mucho, y me decía que no tenía más contra que ser muy mujeriego... Fuera de esto, hombre de veracidad, con una palabra como los Evangelios, y cosa que él decía poniéndose formal era como si la escribieran notarios... Con todo, ¡lo que me ha venido contando estos días me parece tan extraño...! Que está arrepentida, que él la ha tomado bajo su protección... Se la encontró en casa de unos vecinos, y le dio lástima, y qué sé yo qué... Por más que diga ese santo varón, tales arrepentimientos me parecen a mí las coplas de Calainos... Y si por acaso... Quita, quita, pensamiento y no me tientes con una sospecha, que parece tan verosímil... El mismo Feijoo quizás... puede... habrá tenido... y ahora... Sobre esto quiero echar tierra, porque me volvería loca. La verdad es que el pobre señor ha dado un bajón tremendo y no debe de haber estado para morisquetas de algunos meses acá. ¡Si será cierto lo que dice!... ¡Caridad, lástima, arrepentimiento... necesidad de transigir, decoro, reconciliación...!».
Otro inciso. Miró a la calle y vio por segunda vez a Guillermina que subía. «¿Pero qué trae en la mano?, un palo y un garfio de hierro. ¡Vaya con la santa esta! Algo que le han dado. Dicen que lo acepta todo. Véase por dónde yo le podría ayudar a su obra, dándole media docena de llaves viejas que tengo aquí. Aquella tabla que lleva parece una plantilla... Toma, como que vendrá del almacén de maderas de la calle de Valencia. Vaya unos trajines... Vea usted una cosa que a mí me gustaría, edificar un establecimiento, pidiéndole dinero al Verbo... Lo haría yo tan grande como el Escorial...».
Cerrado el inciso, y otra vez al tema: «¡Vaya con lo que me ha dicho esta mañana Nicolás: que Feijoo es el primer caballero de Madrid y que le ha prometido una canonjía! Si se la dan, ya no me queda nada que ver. Yo me alegraría, para quitarme esa carga de encima; pero ¡qué tiempos y qué Gobiernos! ¡Ah!, si yo gobernara, si yo fuera ministra, ¡qué derechitos andarían todos! Si esta gente no sabe... si salta a la vista que no sabe. ¡Dar una canonjía a un clérigo joven, que entra en su casa a la una de la noche y pasa el tiempo charlando en el café con los curas de caballería que andan por ahí sueltos y sin licencias! Pero en fin, allá te la dé Dios, y si pescas el turrón, hijo, buen provecho, y escribe en llegando, y no parezcas más por aquí, egoistón, tragaldabas... Pues digo, el otro, el Juanito Pablo, desde que tiene empleo no pone los pies en casa. ¡Si comparado con sus hermanos, Maximiliano es un ángel de Dios y un talentazo...! Voy a lo que me decía Nicolás esta mañana... Que D. Evaristo es un cristiano rancio, y que cuando le administraron, recibió al Señor con una edificación y una santidad tan grandes, que todos los concurrentes al acto lloraban a moco y baba. Vaya, no sería tanto... exageración. En estas cosas de santidad hay que llamar al tío Paco para que traiga la rebaja. Pero en fin, pongamos que sea así, ¿y qué? Ahora lo que falta saber es si con toda esa cristiandad nos querrá dar gato por liebre... ¡Lástima, arrepentimiento!... Dios mío, o dame una luz clara sobre esto, o quítame esta grillera de mi cabeza. Yo me vuelvo loca... Y no sé por qué me devano los sesos, porque en rigor, ¿a mí qué me va ni me viene? Si Maximiliano quiere humillarse después de las atrocidades que pasaron, yo no debo meterme... Pero sí, sí me meteré. ¿Cómo consentir tal afrenta? La muy bribona... ¡imaginar que su marido puede perdonarla después de la trastada indecente que le hizo, después que el querindango atropelló a este infeliz abusando de su fuerza...! ¡Qué infamia! Si yo no hubiera estado un mes seguido trasteando a este chico para quitarle de la cabeza la idea de la venganza... no sé qué catástrofes habrían sucedido. Quería pegarle un tiro al otro, y hasta se le ocurrió hacer un cartucho de dinamita para ponérselo en la puerta de su casa. Delirios... lo mejor es el desprecio... A estos badulaques se les desprecia... Bueno está mi sobrino para meterse en lances, él que se asusta de entrar en un cuarto sin luz. ¡Pobrecillo Maxi!, ¡tiene un corazón de oro, y ahora que está tan dado a estudiar lo del otro mundo, se le ocurren unas cosas...! ¡Vaya con lo que me decía anoche! 'Tía de mi alma, a fuerza de pensar y padecer, he llegado a desprenderme de todas las pasiones, y a no sentir en mí ni odio ni venganza'. Dice que la perdona cristianamente, por esto y lo otro y qué sé yo qué... pero en cuanto a hacer vida común, ni que se lo mande el Papa. Y a renglón seguido me marea para que la vaya a ver. 'Tía, visítela usted, entérese... sondéela, a ver cómo se presenta. Puede que sea verdad lo que dice D. Evaristo...'. Todas las noches la misma canción. Al fin, si se pone muy pesadito, no tendré más remedio que ir. Y no es flojo el paseo que tengo que dar, de aquí a Puerta de Moros...».
Un lunes por la tarde, doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada. «Papitos, ¿quién ha venido?».
—Aquel señor de las barbas blancas.
—¿Y nadie más? ¿No ha estado Mauricia?
—No señora... Esta mañana la vi en la puerta del bodegón de la Plazuela de Lavapiés. Vive por aquí cerca... «Señá Mauricia, mire que la señora la está esperando...». Me contestó, dice: dile a esa tiona que si quiere correr los pañuelos que los corra ella, y que si no, que los deje...
«¡Habrá indecente!...» exclamó la señora algo distraída.
Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de la plaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado el berrinchín, y temblaba mirándole las manos. Pero en el ánimo de doña Lupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientos de otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban en él.
«Oye, Papitos —le dijo—. Ven acá, y atiende bien a lo que te encargo. Yo tengo que salir otra vez. Das de comer al señorito Nicolás y al señorito Maxi; pero este vendrá mucho más tarde que su hermano. Fíjate bien, y no salgas luego haciendo lo contrario de lo que te mando. Para principio del clérigo, pones la merluza mala que trajiste esta mañana, ¿sabes?, y que está apestando... Le echas bastante sal, y después la cargas de harina todo lo que puedas y la fríes. Ponle todas las tajadas, y se las embaulará sin enterarse de si está buena o mala. Es como los tiburones, que tragan todo lo que les echan. Para postre, las nueces y el arrope, ¿sabes? Le pones en la mesa la orza, y que se harte; a ver si lo acaba. Está fermentando y no hay quien lo pase... Si el señorito Maxi viniese antes de que esté de vuelta, le pones de principio una de las dos chuletas de ternera, la más crecidita, y de postre le sacas las pastas que trajo el bollero esta mañana, y la carne de membrillo que yo tomo. Conque a ver si lo haces todo al revés».
Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella la autoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad, desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya la conocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitos hizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta, pensando sin duda, ¡aquí que no peco!... en la cantidad de sal que le iba a echar a la merluza del señorito Nicolás.
Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... y sin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes... pero ¡quia, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. ¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizás Feijoo... Lo más particular era que doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tiene que tener buen origen!... «¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?... —se decía—. Lo que no me explico es una cosa... El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, y comiéndose sus ahorros. ¡Pues si son estas las sobras...! En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. ¿Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a D. Francisco... Él dirá qué hacemos con todo este guano».
Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «¡Y qué guapa está!... Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita... Parece que no rompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no es fingido... ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, no tiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo lo que le enseñé... será preciso volver a empezar... y de lenguaje seguimos lo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, y con razón, que peor es meneallo...».
Como tres horas largas estuvo doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió, Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. La primer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenes que le había dado.
«No dejó ni rastro» replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza.
—¿Y dijo algo?
—No podía decir nada, porque no paraba de tragar.
Doña Lupe se sonreía. Cerciorose de que a Maximiliano se le había servido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso su propia comida, que era de lo más frugal. Cuando entró en el comedor, ya Maxi no estaba allí, y media hora después encontrole en su cuarto, sin luz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabeza sostenida en las manos, y agarradas estas al cabello, como si se lo quisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tía le dijo: «Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosas tan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas».
«Y qué, ¿la ha visto usted?» dijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía.
—Sí... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.
—¿Está desmejorada?
—¿Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está es guapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en el Cielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.
—Pero qué, ¿está miserable? ¿Pasa necesidades? —preguntó el chico, moviéndose con inquietud en la silla—. Eso no debe consentirse...
—No digo que tenga hambre... y tal vez... Su situación no debe ser muy desahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no había entrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacito de chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.
—¡Por Dios! ¿Y usted consiente eso? ¡Bofes...!
—Será penitencia tal vez —replicó la viuda en aquel tono de convicción ingenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino, como el gato con la bola de papel.
—Francamente, tía, eso de que pase hambres... Yo no la perdono, no puede ser... le aseguro a usted que eso... jamás, jamás, jamás.
—Ya te he dicho que no es prudente soltar jamases tan a boca llena sobre ningún punto que se refiera a las cosas humanas. Ya ves el bueno de D. Juan Prim qué lucido ha quedado con sus jamases.
—Pues a mí no me pasará lo que a D. Juan Prim, porque sé lo que digo... Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla... Pero de esto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele que pase hambre. Es preciso socorrerla.
—Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué no vas tú?
—¡Yo! —exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se le ponían de punta.
—Sí, tú... porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasado y cocido... Esto es cosa delicada... Yo no quiero responsabilidades. Tú no eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.
—¡Yo!, ¡que vaya yo! —murmuró el joven farmacéutico, sintiendo un temblor, un frío... Se ponía malo de sólo pensarlo.
—Tú, sí, tú... Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lo haces, y si no lo dejas.
—No tengo tiempo de ir —dijo Rubín tranquilizándose al encontrar tan liviano pretexto.
Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto y tanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; y al día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el camino de la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo que diría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca del estómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer el número de la casa, entrole tal espanto, que se retiró, huyendo de la calle y del barrio...
Al día siguiente hizo un segundo esfuerzo y pudo entrar en el portal; pero ante la vidriera que daba paso a la escalera, se detuvo. Le aterraba la idea de subir, y de su mente se había borrado todo lo que pensaba decirle. Aguardó un rato en espantosa lucha, hasta que le asaltaron ideas alarmantes como esta: «Si ahora baja y me ve aquí...». Y salió escapado por la calle adelante sin atreverse ni a mirar hacia atrás. La tentativa del tercer día no tuvo mejor éxito, y aburrido al fin y desconcertado, resolvió expresarse con su mujer por medio de una carta. Andando hacia la calle del Ave-María, iba discurriendo que debía poner en la carta mucha severidad, y un ligero matiz de indulgencia, un grano nada más de sal de piedad para sazonarla. Diríale que no podía admitirla en su casa; pero que con el tiempo... si daba pruebas de arrepentimiento... En fin, que ya saldría la epístola tan guapamente. Excitado por estas ideas y propósitos, entró en su casa, y al dirigirse a su cuarto y oír la voz de su tía que desde la sala le llamaba, sintió en el corazón como si se lo tocaran con la punta de un alfiler... Entró en la sala, y... ¡lo que vieron sus ojos, Dios omnipotente!... ¡Dios que haces posible lo imposible! En la sala estaba Fortunata, en pie, lívida como los que van a ser ajusticiados...
Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios... Dijo ¡ah!... y se quedó como una estatua. Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caían al suelo como pesas de plomo. Por fin el joven, en el último grado de la turbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como buenas tardes... y después: Yo creí que... y luego: De modo que usted, tía...
«No, yo no me meto en nada —declaró doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo—. Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate».
Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacción brusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de la necesidad que de la convicción. «Esto me parece prematuro» dijo, y salió de la sala.
Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo: «Me parece bien tu severidad. Pero las circunstancias... ¿No me has dicho que era indispensable pasarle un tanto diario para alimentos? ¿Y te parece a ti que estamos en disposición de sostener dos casas?».
Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo de tales argumentos. Para él lo mismo era que su tía le hablase de dos casas que de cuatro mil. «Déjeme usted —le dijo, casi sollozando—. Estoy dejado de la mano de Dios».
«Pues ya que está aquí, no se ha de marchar —prosiguió doña Lupe en voz baja—. La pondremos en el cuartito próximo al mío. Y basta. ¡Ay!, ¡que siempre me han de tocar a mí estos arreglos y composturas!... ¿Sabes lo que te digo? Pues que aquí tenéis ocasión de deciros todas las perrerías que queráis o de daros todas las explicaciones que juzguéis convenientes. Yo me lavo mis manos. A mí no me metáis en vuestras contradanzas. Si queréis llegar a un acuerdo, en hora buena sea, y si no queréis, también. Bastante servicio os hago con prestaros mi casa para que os toméis el pulso hasta ver si hay paces o no hay paces. Y por Dios, no me des más jaquecas. Si pasan días y no salta la avenencia, se acabó. Pero no me deis más jaquecas, por Dios, no me deis más jaquecas».
Esto último lo dijo en alta voz, saliendo ya al pasillo, de modo que lo oyeron muy bien, Papitos en un extremo de la casa, y Fortunata en otro. Esta quedó desde aquella tarde en la casa, y su situación era de las menos airosas, porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía el gasto de conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a doña Lupe que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por los pasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas... ya no puedo más. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto, la esposa no se marchó. Al tercer día, en medio de la reserva y huraño silencio que entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a soltar una que otra palabra; luego ya no eran palabras, sino frases, y tras las cláusulas frías vinieron las tibias. Por fin se permitió algún concepto jovial. Al quinto día se sonreía mirando a su mujer. Al sexto, Fortunata le miraba con atención cortés cuando decía algo; al sétimo, Maxi opinaba como ella en toda discusión que en la mesa se trabase; al octavo le daba una palmadita en el hombro; al noveno la señora de Rubín se interesaba porque su marido se abrigase bien al salir, y al décimo estuvieron como un cuarto de hora secreteándose a solas en un rincón de la sala; al undécimo Maxi le apretó mucho la mano al entrar, y al duodécimo exclamó doña Lupe como sacerdote que entona el hosanna: «Vaya que os ponéis babosos. Por Dios, no me deis jaquecas. Si estáis reventando por hacer las paces, ¿a qué tantos remilgos? Bien hago yo en no meterme en nada, bendita de mí».
Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimiento de la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se pueda determinar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familia como lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que los sabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué se fundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunque se les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.
En los primeros días que sucedieron a este gran suceso, nada ocurrió digno de contarse. Y si algo hubo fue de puertas afuera. Voy a ello. Una tarde estaban doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos: «Señoras, vengan, miren... ¡cuánta gente!... Han matado a uno». Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada momento engrosaba más. «Hay un cadávere difunto allí en mitad de la gente» gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón. —Yo veo un bulto tendido en el suelo —dijo doña Lupe. —¿Ves tú algo?... Será algún borracho. Pero observa qué multitud se va reuniendo. Como que los coches no pueden pasar... Y mira qué policías estos. Ni para un remedio.
«Señora, mándeme por los fideos... Ya sabe que no hay...» dijo la mona.
—Vamos... lo que tú quieres es curiosear...
—Mándeme —repitió la chiquilla dando brincos entre risueña y suplicante.
—Pues anda —dijo doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor—; si no sales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito... y ten cuidado de limpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porque hay muchos barros... Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste de avisar al carbonero.
Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinte minutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta... «¿Te has restregado bien las patas?».
—Sí señora... mire.
—Ahora aquí otra vez... ¿Sabes lo que debes hacer siempre que subes?, refregarte bien en el limpia-barros del vecino, en ese que está ahí.
—¿En este? —dijo la mona, bailando el zapateado en el limpia-barros del cuarto de la izquierda.
—Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamos ganando.
—¿Sabe, señora, sabe?... —agregó Papitos, que a pesar de venir sofocada de tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno—. ¿No sabe lo que hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida... ¿Y no acierta quién es?, la señá Mauricia.
—¿Pero oyes, mujer, has oído? —dijo doña Lupe desde el pasillo volviendo a la sala—. Mauricia... borracha... ahí tienes lo que reúne tantísima gente.
—¿Pero la viste bien?, ¿estás segura de que es ella? —preguntó Fortunata pasado el primer momento de asombro.
—Sí, señorita, ella es...
—Pero hija —observó doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad...- cree que me hace esto una impresión... ¡Y los de Orden Público que no parecen!... ¡Ah!, sí, la levantan... ¡Qué mujer!... Miren que ponerse en ese estado.
—Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muerto —decía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.
—Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al hospital... Pero ¡quia!, no... Suben. ¿Apostamos a que la traen a la botica?
—Si tiene rajada la cabeza en salva la parte... —afirmó Papitos dando a conocer gráficamente las dimensiones de la herida—. Y echaba la mar de sangre... que corría por la calle abajo, como corre el agua cuando llueve.
Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos sí que lo vieron todo, y esta tuvo aún la pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a aquella borrachona. Pero esto ya era mucha libertad, y aunque la chiquilla imaginó diferentes pretextos para bajar, no se salió con la suya.
A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.
«Tienes razón —observó la viuda—. Me parece que de este barquinazo no sale. ¡Pobre mujer! ¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas».
Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el Sr. de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica. «Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas». Enterose doña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean ustedes. Plantose en la casa de los protestantes a reclamar a la tarasca. Tun, tun... ¿quién?... yo... Y salió el pastor, que es uno que llaman D. Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como barbas de maíz; salió también la pastora, su mujer, que es una tal doña Malvina... buenas personas los dos, porque lo protestante no quita lo decente. Entre paréntesis, se distinguen por su independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a D. Horacio, y D. Horacio le arregla los sombreros a doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: no gastan un cuarto en sastres ni modistas. Pero voy al cuento. Los pastores se las tuvieron tiesas, y doña Guillermina más tiesas todavía. Religión frente a religión, la cosa se iba poniendo fea. Los protestantes decían que la mujer aquella les había pedido limosna y protección; doña Guillermina lo negaba, acusándoles de haberla sonsacado y de haber ido a buscarla a su propia casa. D. Horacio dijo que nones y que haría valer sus derechos luteranos ante el mismo Tribunal Supremo; amoscose la otra, y doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a lo que replicó Guillermina que ella no entendía de constituciones ni de libros de caballerías. Por fin, acudió la católica al Gobernador, y el Gobernador mandó que saliese Mauricia del poder de Poncio Pilatos, o sea de D. Horacio.
—¿Ves, qué cosas? —observó doña Lupe—. Ahí tienes los belenes que se arman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal, pero que no le petaba por la libertad de cultos.
—Pues aguárdense ustedes, que falta lo mejor. D. Horacio, como inglés que sabe respetar las leyes, obedeció la orden del Gobernador, reservándose el sostener su derecho ante los tribunales. Pero cuando le dijo a Mauricia que se marchara, esta no quiso, y empezó a poner de oro y azul a doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas las señoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unas cuales.
—¡Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo que dice.
—Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela. Se fue pian pianino, y se sentó en la puerta, en un guardacantón que hay allí. Todos los días iba a ponerse en el mismo sitio, como un centinela. El pastor y la pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchas gracias... Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia se enfureció, y acometiendo a doña Malvina le llenó la cara de arañazos... D. Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca se mete en la capilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace pedazos todos los libros, arma una barricada con las sillas, y coge la copa en que ellos comulgan, y... la profana del modo más indecente. Costó trabajo echarla a la calle... Al salir, ¡tras!... doña Guillermina, que me le echa un cordel al pescuezo y se la lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, que lo sabe por el mismo D. Horacio y por doña Guillermina, y porque tuvo que intervenir como teniente alcalde que es del distrito... A Mauricia la pusieron en casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo; y se conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo que se ha visto esta tarde. De la botica la llevaron a la Casa de Socorro.
Esta relación era demasiado larga para los pulmones de Maximiliano, por lo cual llegó al término de ella fatigadísimo. Todos se pasmaron del cuento, y doña Lupe compadeció a la Dura, deplorando que con vicio tan inmundo malograse las cualidades de inteligencia corredora que poseía. En cuanto a Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba que su marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que la conversación recayese en otro asunto. Pero no fue posible, porque hasta el término de la comida no se habló más que de Mauricia, de los protestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin, Nicolás sacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando el testimonio de Fortunata. Esta, muy contra su voluntad, no tuvo más remedio que referir los novelescos pasajes del ratón, las visiones y de la botella de coñac; pero lo hizo a grandes rasgos, para acabar más pronto.
Aquella noche se fueron a Variedades, que está a dos pasos del Ave-María. Otra ventaja de aquel barrio sobre Chamberí es que se puede ir de noche a ver una piececita o a pasar un rato en cualquier café, sin hacer caminatas de media legua, ni usar el tranvía. A Fortunata no le gustaba ir al teatro ni presentarse en público. Sentía inexplicable miedo de las miradas de la gente, y aunque pocos o ninguno la conocían, figurábase que la conocían todos, y que de cada boca salía un comentario acerca de ella. Por desgracia, asunto no faltaba. Pero si la miraban los hombres, era para admirarla, y si cuchicheaban luego, rara vez decían algo fundado en un conocimiento verdadero de la realidad. Otro motivo del terror que el teatro y los sitios públicos le inspiraban era encontrar caras conocidas, y este recelo la tenía como azorada y sobre ascuas durante la función.
En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero. ¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...
Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los dandys. Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas, y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los dos consortes o harían más juego, y porque así la mirarían menos los extraños.
Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y aquel ver a Dios en sí fueron nada más que obra fugaz de la tristeza, o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero ardor, deseando aprender. Decíale doña Lupe que inventase algún específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto altercados muy vivos... «¡Como si fuera un crimen idear cualquier clase de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas hipoquitropíticas vegetales... o animales, lo mismo da... del Doctor Rubín... infalibles... contra cualquier cosa... contra la tisis... o el moquillo de los perros... Lo que importa es descubrir algo y plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato... Eres un mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo yo... Fortunata, dile que invente, hija, convéncele... Podéis ganar ríos de oro».
Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en Abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de D. Evaristo. Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como una monstruosidad. «¿Será verdad —pensaba—, como me ha dicho él, que de estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?... ¡Qué cosas hay, pero qué cosas!... Un mundo que se ve, y otro que está debajo, escondido... Y lo de dentro gobierna a lo de fuera... pues... claro... no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».
Al anochecer entró doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las suelas en el felpudo del vecino. «Oye una cosa —dijo a Fortunata, quitándose el manto—. He sabido esta tarde que Mauricia se está muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de Mira el Río». Diole esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de esta, y la asistía el médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de doña Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida en toda la extensión de la palabra, diciendo que se quería morir lo más católicamente posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan fervientes que partían el corazón. «Te digo que si esto es verdad, habrá que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá».
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también dama? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor propio y el orgullo inflaban a doña Lupe cuando se consideraba mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y era que no había más remedio que dar algo de guano.
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi doña Lupe si debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente distancia.
Al entrar en la calle de Mira el Río, encontraron a Severiana, a quien doña Lupe había visto algunas veces. Llevaba un vaso con medicina, tapado con un papel a estilo de botica antigua. Doña Lupe la interrogó, y enterada la otra de que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de introductora, guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa escalera, hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de Severiana era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su capacidad y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad. Vivía en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto. Cuando Guillermina, comprendiendo el fin próximo de Mauricia, indujo a Severiana a sacarla del hospital por tercera vez y llevarla a su casa, la señora viuda del comandante cedió su cuarto para tan benéfico objeto, trasladando sus muebles al cuarto de otra vecina. Mauricia fue, pues, instalada en la segunda de las dos salitas. Severiana tenía su cama en la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule, el cuadrito de los dos corazones amantes, el de la Numancia en mar de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el Rastro por una bicoca. Eran excelentes grabados ya pasados de moda, el papel viejo y con manchas de humedad, los marcos de caoba, y representaban asuntos que nada tenían de español, por cierto, las batallas de Napoleón I, reproducidas de los un tiempo célebres retratos de Horacio Vernet y el barón Gros. ¿Quién no ha visto el Napoleón en Eylau, y en Jena, el Bonaparte en Arcola, la apoteosis de Austerlitz y la Despedida de Fontainebleau?
Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos. Las curvas airosas de la boca eran más rasgueadas, y la decomisura de los labios, que parecía obra de un agudo punzón, dábale cierto aspecto de grandeza caída o de humillación sublimemente resignada. Las cárdenas ojeras le cogían media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas negras formaban una sola línea recta. La frente era espaciosa, con un mechón de pelo negro... En fin, que la Dura completaba la historia aquella expuesta en las paredes: era el Napoleón en Santa Helena.
Cuando doña Lupe y Fortunata la saludaron, las estuvo mirando un rato, como si tardara en reconocerlas. Después las nombró. ¡Qué voz! Siempre fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del diapasón. «¡Dios mío! —se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla—, ¡si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas formalidad. A ver si cuando salgas de esta, te sirve de escarmiento».
Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el techo, rezongando: «Sí... bien mala he sido, bien re-mala...». Y vuelta otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:
«Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y jabón, mucha escoba y mucho estropajo...».
Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A doña Lupe le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.
—Gracias a la madre de los pobres —declaró Severiana, que estaba en pie arreglando la cama—, no le falta nada. ¡Qué señora esa!
—¡Una santa! —exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico—. No le dé usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...
—Pero esta se ha cerrado a no comer —dijo la hermana mirándola—, y sin comer no viven más que los camaleones.
—Pero ayunas, ¿de verdad?....
—Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana, para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de cepa, y por la noche otro dedito...
—¿Pero de veras le dais... esa perdición? —preguntó alarmadísima doña Lupe.
—Lo ha mandado el médico. Dice que es medicina. Parece aquello de al revés te lo digo.
—¡Qué cosas!... ¿Y no te comerías tú —le propuso Fortunata—, un muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?
Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo... «Bebe un poco de agua» le dijo Fortunata incorporándose. Pero aquello pasó, y la infeliz volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada palabra.
«Ayer me trajeron a la niña... ¡qué guapa y qué señorita está!...».
—¿Pero no la tienes contigo? —preguntó la de Rubín.
—No, señora. Si está en el colegio... —replicó Severiana—; interna en el colegio de señoritas de doña Visitación.
—Sí... más vale que esté... allá... desapartada de mí. Ayer... ¡qué pena!... no me conoció... ¡Tanto tiempo sin verme!... me tenía miedo... ¡pobrecita de mi alma!... miedo, así como se dice... Ni que su madre fuera el coco...
En esto oyeron pasos, y miraron todas a la puerta. Era doña Guillermina, que entró, como siempre, muy apresurada, encendidas las mejillas, con su perdurable mantón oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los mendigos. Doña Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían hablado una vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la nombró, porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien hablan una vez, no se les despinta. «Mi sobrina» dijo la viuda presentándola, y Guillermina la miró sonriendo. «No me es desconocida su cara... la he visto en las Micaelas... Por muchos años». En seguida dirigiose a Mauricia, apoyando ambas manos en la cama. «¿Y qué tal te encuentras hoy? ¿Comerías algo?... Nada, este chubasco te pasará pronto. Mañana recibirás a Dios. ¿Cómo va esa conciencia? Buen limpión te vamos a dar. Eso te conviene más que nada. Yo te quería coger por mi cuenta y hacerte confesar, porque diciéndole tú misma al Señor lo buena pieza que eres, el Señor te daría su gracia... Con que prepararse. Esta tarde volverá el padre Nones. Me ha dicho que te confesaste bien. Se me figura que aún tendrás algunas heces que sacar, ¿eh?».
Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.
—Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio se agarra de cualquier cosa —dijo la santa, acariciándole la barba—. Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... ¿Te parece? Viene a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se tendrá por qué.
La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana soltaba dos lagrimones. Fortunata sentía en su alma tanta admiración por aquella mujer, que le habría besado la orla del vestido. «Luego dicen que ya no hay gente buena en el mundo —pensaba—. ¿Pues y esta?... ¡Cuidado que mandar todo a paseo, casa, parientes, fortuna, querer, y sacrificar su juventud para andar toda la vida entre miserias...!». Asustábase de medir con el pensamiento la distancia que había entre ella y la ilustre señora; distancia infinita sin duda, y que en manera alguna podía acortarse, pues aunque la gente santa pecara, y ella hiciera muchas obras de caridad, las dos almas no llegarían jamás a verse próximas.
La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba. «Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar. Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se pueda...».
Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia, que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora, fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...».
—Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y ayuda sujetarla.
—Verdaderamente —manifestó doña Lupe con adulación—; los ejemplos que usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que seríamos si usted no existiera.
La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír, agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.
«¡Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a mí. ¡Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar».
—¿Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.
—Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. ¡Sabe Dios las misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.
—¡Yo!... ¡Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras en mi cuentecita del cielo; ¡pero compararme con usted...! Calle por Dios, señora.
—En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos... ¿le parece a usted? —dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto picaresco—. Mi lema es este: «haga cada uno lo que pueda y lo que sepa, y Dios verá».
—Eso mismo pienso yo...
—Conque, usted me dispensará... tengo mucho que hacer. Hasta mañana; no faltar...
Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. ¿Sería tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. ¡Cosas del espíritu, que no las entiende más que Dios!
Mauricia parecía melancólica y sosegada. «¡Qué señora esa! —exclamó Fortunata—. ¿Habrá nacido de madre como nosotras?».
—Apuesto a que no —replicó la Dura—. ¡Qué mujer!... El día que me quiso sacar de esos indinos protestantes, me entró el toque y la insulté... ¡Qué mala fui!... (Iba a soltar un terno; pero se contuvo, porque le estaba absolutamente prohibido pronunciar palabras feas, siendo esto para ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de términos de su habitual lenguaje)... Y ella, como si le dijeran niña bonita... No has visto otra. ¡Mia que traerme aquí y cuidarme como me cuida!, ¡re...! No sé cómo hablar... ¡Mia que esto que hace conmigo!... Es prima hermana del Nazareno; no hay quien me lo quite de la cabeza... Figúrate lo que suponemos nosotras al compás de ella... ¡nosotras que hemos sido unos peines...! Es que ni arrepentidas valemos para descalzarle el zapato. Pues déjate que venga la otra... también aquella es de la piel de Cristo...
—¿Quién?
—La amiguita, la que protege a mi niña...
Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacinta —dijo—; pues qué, ¿también viene aquí esa?».
—Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña. Mira; créetelo porque te lo digo yo: cuando entró paicía que entraba una luz en el cuarto.
Fortunata sentía ganas de echar a correr.
«¿Pero todavía le tienes tirria?... ¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué roña!... ¡ay!, se me escapó. Palabra fea, vuélvete para adentro; no, quédate fuera... Pues chica, no seas pava... ¿crees tú, que el mejor día no te vuelve a querer tu D. Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va a morir, ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una, y yo te digo que tu señor volverá contigo. Es ley, hija, es ley, que no puede faltar... Y si me apuras, te diré que a Jacinta no se le importa un pito. A cuenta que no le quiere nada... Estas casadas ricas, como viven con tantismo regalo, no quieren a sus maridos... quieren a otros. No lo digo por ella, Dios me oiga, aunque sabe Dios lo que hará, lo cual no quita que sea mayormente un ángel y que reparta muchas caridades».
Fortunata no decía nada. La enferma se inclinó hacia ella, y dándose unos aires evangélicos, en el tono que podría emplear un pastor de almas, le amonestó así: «Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego. Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de entre ti, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no ajumarse, no decir mentiras; pero en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que caiga. Siempre y cuando lo hagas así, tu miajita de cielo no te la quita nadie».
Algo iba a contestarle su amiga; pero no pudo porque entró doña Lupe dándole prisa para marcharse. Era un poco tarde y tenían que ir a otra parte antes de regresar a casa. Despidiéronse con promesa de volver al día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de quien dijo la de Jáuregui: «Es una mujer esa que electriza; y cuando se la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y tres reales me debía Mauricia. Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos también».
Dos horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios, ya estaba allí la fundadora. «Pero Severiana, ¿en qué estás pensando? —fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo—. Quita de aquí esta artesa. ¡Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...».
—Señorita, lo iba a quitar... Pase usted. Me han dicho las vecinas que las dos láminas de Napoleón que caen al lado del altar deben quitarse, porque era muy protestante, masónico y...
—Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija?
Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas, respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.
Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado que se le diera doble dosis de la nuez cómica, seguir con las cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el Jerez o Pajarete. Guillermina, sin dejar de oír esto, empezaba a poner su atención en otra cosa. Frente a la ventana y formando ángulo recto con la cama habían puesto la mesa, que debía ser altar, y en ella estaba de rodillas Juan Antonio, el marido de Severiana, fijando en la pared todos los clavos que creía necesarios para suspender la decoración proyectada.
«No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa... Y que el ruido la molestará... ¿Pero qué van a poner ustedes ahí?».
La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran Poder, propiedad de la portera. «No me parece mal —dijo Guillermina, sacando del estuche sus anteojos y calándoselos—. A ver, Juan Antonio, si se luce usted. ¿Y flores, no tenemos?».
«De trapo... verá usted —replicó Severiana llevando a la señora a su alcoba y mostrándole un montón de flores de papel dorado, tul y talco extendidas sobre la cama. Había también allí cintas de cigarros, y esas rosas con hojas plateadas que sirven para decorar los pitos de San Isidro. «Esto es muy feo —opinó la santa—, ¿pero no hay naturales, o siquiera ramaje?».
—Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por arriba haciendo cenefas...
—Buscar algún bonito tiesto de bonibus, hija; no se os ocurre nada —dijo Guillermina, volviendo a la sala—, y en las ramas verdes atáis flores de trapo, y resulta muy bonito—. Vaya, Juan Antonio, no más clavazón; ya están bien sujetas las cortinas. Ahora, cuélgueme usted la Virgen de las Angustias debajo del Señor, y a los lados...
La comandanta entró trayendo un cuadrote que representaba a Pío IX echando la bendición a las tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego, propuso Juan Antonio poner al otro lado la Numancia. Guillermina vaciló en dar su asentimiento; pero al fin... una risita y un guiño resolvieron la duda. «Poner el barquito, ponerlo, que todo lo de la mar es de Dios».
Salió luego al corredor, y habiendo notado que la escalera no estaba barrida aún, llamó a la portera. «¿Pero usted en qué está pensando? ¿No le han dicho que hoy viene el Señor a esta casa? ¡Y está ese portal que da asco mirarlo! Coja usted la escoba mujer. Si no, la cogeré yo. Qué, ¿se cree usted que no lo hago como lo digo?».
La portera vio que doña Guillermina se quitaba el manto... «No, señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».
—Pues lo vuelve usted a barrer.
Bajó la señora al patio, donde había entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos jugando a los toros. «Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los vais a recoger y entregárselos a su dueño».
Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar, los otros sin teñir, cortados y apilados. Eran enemigos jurados de este industrial los chavales de la vecindad, que bonitamente le robaban los juncos para sus juegos y diabluras. Al ver a la santa parlamentando con ellos, salió de su tenducho y encarándose con la infantil cuadrilla, les dijo:
«Ya veis, gateras, lo que vus dice la señorita. Que vus estéis quietos, que vus estéis callados, que si no, vus llevará a todos a la cárcel».
—Tiene razón el maestro Curtis —dijo la fundadora, poniendo la cara más severa que le fue posible—. A la cárcel van atados codo con codo, si no se portan hoy como es debido, hoy que viene a honrar esta casa el...
La interrumpió un sacerdote anciano que entró y fue derecho hacia ella. Era el Padre Nones. «Buenos días, maestra. Ya está usted en planta, oficiando de capitana generala».
—Tengo que estar en todo. Si yo no tratara de enseñar a esta gente la buena crianza, vendría usted luego con el Santísimo y tendría que entrar pisando lodo, y cuanta inmundicia hay.
—¿Y qué importa? —observó Nones riendo.
—Claro que no importa; pero ¿por qué no hemos de tener limpieza y decoro delante del Señor, siquiera por estimación de nosotros mismos? Se limpia la casa cuando vienen el teniente alcalde y el médico del Ayuntamiento con sus bastones de borlas, y se ha de dejar sucia cuando viene el... Pero cállese usted hombre, por amor de Dios —esto se lo decía al ciego de la guitarra, que habiéndose enterado de la presencia de la señora, quiso que esta conociera la suya, y se acercaba tanto, que al fin parecía querer meterle por los ojos el mango del instrumento. Al propio tiempo tocaba y cantaba hasta desgañitarse...
«Que se calle usted... por amor de Dios... Nos deja sordos —dijo la santa sacando su portamonedas—. Tenga, y a la calle a cantar. Hoy no quiero aquí fandangos. ¿Me entiende?».
Marchose el porfiado ciego, y la fundadora siguió hablando con el Padre Nones: «Suba usted a ver si me la reconcilia y le da la última pasadita. Paréceme que no está muy bien dispuesta. La encuentro peor de la enfermedad del cuerpo; y en cuanto al alma, cada vez la entiendo menos. ¡Qué ideas tan extrañas! Arriba, arriba. Nos veremos luego. Yo no me voy ya de la casa hasta que se acabe todo».
Subió Nones, y la dama, después de recomendar al sillero y a otros vecinos que barrieran la delantera de las respectivas puertas, iba a subir también; pero le interceptaron el paso dos sujetos que bajaban. Era el uno don José Ido del Sagrario, a quien no conocerían los testigos de sus románticas hazañas al principio de esta historia, según estaba ya de bien trajeado y limpio. Visto por detrás, parecía otra persona; mas de frente, lo desengonzado de su cuerpo, la escualidez carunculosa de su cara y el desarrollo cada vez mayor de la nuez, le declaraban idéntico a sí mismo. El que le acompañaba era un infeliz músico, habitante en el segundo patio y en el mismo cuchitril en que anidara antes Izquierdo. Lo primero que se notaba en él era la gran bufanda que le envolvía el cuello subiendo en sus vueltas hasta más arriba de las orejas, y descendiendo hasta el pecho. Llevaba gorra con galón, y de la bufanda para abajo toda la ropa era de purísimo verano, y además adelgazada por el uso. Temblaba de frío, y con el brazo derecho oprimía los aros broncíneos de un trombón, dirigiendo la abollada boca hacia adelante como si quisiera bostezar con ella en vez de hacerlo con la suya propia.
«Este amigo —dijo Ido, en son de presentación—, este amigo mío... un italiano, señora... se llama el señor de Leopardi, artista desgraciado. Pues me ha dicho que si la señora quiere, naturalmente, se pondrá en la escalera cuando pase el Santísimo y tocará la marcha real...».
El otro infeliz murmuró algo, con marcado acento extranjero, llevándose a la gorra la temblorosa mano.
«¡Pero qué cosas se le ocurren a este hombre! Ave María Purísima —exclamó Guillermina con benevolencia—. Déjese usted de marchas reales... No, no se quite la gorra; se va usted a constipar. Caballeros, aquí, y durante la ceremonia, mientras menos música, mejor».
Ido y Leopardi se miraron desconcertados. A la observación de la señora no se ocultó lo mal que estaba de ropa el infeliz artista, y le dijo que se fuera a su cuarto, que tocara allí el trombón todo lo que quisiese y por fin que... «Yo veré si encuentro por ahí unos pantalones».
Subió al principal, y de puerta en puerta exhortaba a los grupos de mujeres que allí estaban peinándose. «A las doce... que no vea yo aquí estos corrillos, ¿estamos? Y barrerme bien todo el corredor. La que tenga velas que las saque; la que tenga flores o tiestos bonitos que los lleve allá... Y todos estos pingajos que aquí veo colgados, están ahora demás».
«¿Sirven estos ramos de caracoles?» dijo la del guarda de consumos, mostrándolos en la puerta de su casa.
—Ya lo creo. Llévalos. Y tú, Rita, recógete esas melenas, mujer, que pareces una cómica. Es preciso que estéis todas muy decentes.
La mujer del sereno se disponía a encender el farol de su marido y a ponerlo colgado del chuzo en la reja de la cocina. Otra preguntaba si valía el quinqué de petróleo. A las niñas que debían salir al portal con velas, se les pusieron los pañuelos de Manila llamados de talle, y la que tenía botas nuevas se las calzaba; la que no, salía como estaba, con las alpargatas llenas de agujeros. «No se quiere lujo, sino decencia» repetía Guillermina, que comunicaba su actividad febril a todos los vecinos y vecinas de la casa. Cuando volvía al cuarto de Severiana, encontró al Padre Nones que salía. «Le he enderezado las ideas, maestra; ahora está bien preparada —le dijo el clérigo que, por su alta estatura, tenía que encorvarse para hablar con ella—. Voy a la iglesia. Dentro de tres cuartos de hora estamos aquí».
Entró la fundadora en la casa y vio el altar, que estaba muy bien. Juan Antonio había claveteado las flores de trapo al borde de los lienzos de damasco, formando como un marco. Resultaba un conjunto bonito y muy simpático, y así lo declaró la señora, echándole sus gafas. Luego cubrieron la mesa con una colcha muy hermosa que la comandanta, mujer de gran habilidad, había hecho para rifarla. Era de cuadros de malla, combinados con otros cuadros de peluche carmesí. Encima se puso un paño de altar traído de la parroquia, que tenía un hermoso encaje. Trajeron luego las ramas de pino, y para colocarlas fue preciso improvisar búcaros con barrilitos de aceitunas y de escabeche, que Juan Antonio cubrió y decoró con pedazos de papeles pintados. Era papelista, y en su arte, con paciencia y engrudo, hacía maravillas. Se colocaron los ramos de caracoles, cajitas de dulce y estampas; y por fin, los retratos de los dos sargentos hermanos de Juan Antonio, con su pantalón rojo, muy a lo vivo, y los botones amarillos, asomaban por entre las ramas de pino, como soldados que están en emboscada acechando al enemigo.
Poco después apareció Estupiñá, de capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y que Plácido no quiso entregar a nadie sino a la misma dueña de él. Esta salió al pasillo, recibió de manos de Rossini la sagrada imagen, y quitándole el pañuelo de seda que la envolvía, entró con ella en la sala, pareciéndose mucho, en tal momento, a una verdadera santa escapada del Año Cristiano para recibir culto en el pintoresco altar, que simbolizaba la ingenua sencillez y firmeza de las creencias del pueblo. Puso el Cristo en su sitio, regocijándose mucho con la admiración que producía el bronce en los circunstantes, y después salió a dar órdenes a Estupiñá. «Vaya usted a la parroquia para que acompañe al Santísimo, y diga que traigan pronto las velas que se han de repartir aquí».
En esto, ya habían entrado Fortunata y su tía, ambas de negro, muy decentes, y mientras la de Jáuregui metía su cucharada en el corro de Guillermina, la otra pasó a ver a Mauricia. Encontrola como aturdida, sin saber lo que le pasaba. A las preguntas que le hizo, respondía con la mayor concisión, porque el temor de decir alguna palabra fea enfrenaba sus labios. Estaba reducida a usar tan sólo la tercera parte de los vocablos que emplear solía, y aún no se le quitaban los escrúpulos, sospechando que tuviese en algún eco infernal las voces más comunes. Lo que Fortunata le oyó claramente fue esto: «¡Ay, qué gusto salvarse!»... Pero al punto frunció Mauricia el ceño. Le había entrado la sospecha de que la palabra gusto fuese mala. Comunicó estos temores a su amiga, quien la tranquilizó sonriendo, y por fin le dijo que siendo su intención limpia, no importaba que se le saliese de la boca sin querer algún término sucio. Creyolo así la enferma; pero no las tenía todas consigo y estaba como bajo la presión de un gran temor. En un momento que cogió a Fortunata sola, le dijo temblorosa: «Arrepiéntete de todo, chica, pero de todo... Somos muy malas... tú no sabes bien lo malas que somos».
Se acercaba la hora, y en el patio sonaba el rumor de emoción teatral que acompaña a las grandes solemnidades. El pueblo ocupaba el sitio infalible que la curiosidad dispone. En el portal no se cabía, y todos los chicos del barrio se habían dado cita allí, cual si creyeran que sin ellos no podía tener lucimiento alguno la ceremonia. Guillermina recorría toda la carrera, desde la puerta del cuarto de Severiana hasta la de la calle, dando órdenes, inspeccionando el público y mandando que se pusieran en última fila las individualidades de uno y otro sexo que no tenían buen ver. Había venido de la parroquia un hombre asacristanado, y estaba repartiendo la carga de velas que trajo.
En la parte del corredor que había de recorrer el Viático, mandó que se pusieran las niñas que lucían pañuelo de talle, y como no tuvieran velas, ordenó que se les diesen. Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada, para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y la canción de la Lola; que esto era una irreverencia y no se podía consentir. A lo que replicó la santa que no debían ocuparse de lo que pasase fuera; pero observando al punto que el profano instrumento molestaba mucho y estorbaba la edificación del vecindario, por el apetito que algunos sentían de ponerse a bailar, bajó al portal y habló con el de Orden Público que allí estaba. Todos los individuos de este cuerpo que conocían a Guillermina, la obedecían como al mismo gobernador. Total, que el piano tuvo que salir pitando, y sus arpegios y trinos se oían después perdidos y revueltos, como si alguien estuviera barriendo sus notas por la calle de Toledo abajo.
Llegó el momento hermoso y solemne. Oíase desde arriba el rumor popular; y luego, en el seno de aquel silencio que cayó súbitamente sobre la casa como una nube, la campanilla vibrante marcó el paso de la comitiva del Sacramento. El altar estaba hecho un ascua de oro con tantísima luz, que reflejaba en el talco de las flores. Había sido entornada la ventana, y todos de rodillas esperaban. El tilín sonaba cada vez más cerca; se le sentía subir la escalera entre un traqueteo de pasos; después llegaba a la puerta; vibraba más fuerte en el pasillo entre el muge-muge de los latines que venía murmurando el acólito. Apareció por fin el Padre Nones, tan alto que parecía llegaba al techo, un poco encorvado, la cabeza blanca como el vellón del Cordero Pascual, llevando agasajado el porta-formas entre los pliegues de la capa blanca. Arrodillose ante el altar y allí estuvo rezando un ratito. Mauricia estaba en aquel instante blanca, diáfana, y sus ojos entornados y como sin vida miraban al sacerdote y lo que entre manos traía. Guillermina se le puso al lado y acercó su rostro al de ella. Cuando el sacerdote se aproximaba, la santa susurró al oído de la enferma, como secreto de ángeles, estas palabras: «Abre la boca». El cura dijo: «Corpus Domini Nostri, etc.» y todo quedó en silencio, y los párpados de Mauricia se abatieron, proyectando sobre las ojeras la sombra de sus largas pestañas.
Poco después salió la comitiva, precedida de la campanilla, entre la calle formada por mujeres arrodilladas, con velas o sin ellas. Se sintió que bajaba, que salía y se alejaba por la calle. Cuando ya no se oía más el tilín, Guillermina, cesando de rezar, acercó su cara a la de Mauricia y empezó a darle besos. Todas las demás, lloriqueando, la felicitaban con ruidosos aspavientos, y por fin la misma santa hubo de mandar que cesaran aquellas manifestaciones de regocijo, porque la enferma se afectaba mucho, y podría resultarle algún retroceso peligroso. Mas por efecto de la excitación, Mauricia no sentía dolor ni molestia alguna; estaba como bajo la acción de fortísimo anestésico, de los que producen efectos infalibles aunque pasajeros. Desde la edad de doce años, en que la llevaron a comulgar por primera vez, no había vuelto a verse en otra como aquella, y con la impresión recibida retrogradaba su pensamiento a la infancia, llegando hasta adormecerse por breves momentos en la ilusión de que era niña inocente y pura, y de que, como entonces, ignoraba lo que son pecados gordos.
También mandó Guillermina despejar la habitación y que se apagaran las luces. Entre la mucha gente que había entrado, veíanse dos mujeres muy bien vestidas a la chulesca, con mantón color café con leche, delantal azul, falda de tartán, pañuelos de color chillón a la cabeza, el peinado rematado en quiquiriquí con peina de bolas, el calzado de la más perfecta hechura y ajuste. Parecían deseosas de hablar a Mauricia; pero no se atrevían a adelantarse hasta la cama. Guillermina, concluida la ceremonia, no les quitaba ojo, y por fin resolvió darles el quién vive. «Señoras mías —les dijo—, ¿qué bueno traen ustedes por aquí? Si han venido por devoción, me parece muy bien. Pero si vienen a curiosear, siento tener que decirles que tomen la puerta y que aquí no hacen falta para nada».
Salieron las tales muy corridas, echando de sus bocas, por la escalera abajo, palabras absolutamente contrarias a los latines que pocos momentos antes se habían oído en el propio sitio. Todas las que presenciaron la indirecta que les echó la señora, la celebraron mucho, diciéndole doña Lupe al pasar a la sala: «Vaya unas despachaderas que tiene usted, amiga mía. Eso se llama carácter».
—Una de ellas —dijo Severiana—, es Pepa la Lagarta... mujer de historia, ¿sabe?... la que dicen mató a su marido con una aguja de coser serones... muy amigota de Mauricia, a quien debe quinientos reales... Y no se los puede sacar... ¿Pero creen ustedes que no tiene dinero? Ya quisiera yo... Gasta como una marquesa, y el mes pasado costeó, en San Cayetano, una novena a la Virgen de las Angustias, que era lo que había que ver...
—¿Novena?
—Sí, porque sanara el Clavelero, un chulito que tiene muy guapín, el cual recibió un achuchón en la plaza de Leganés... como que le entró el pitón por salva la parte... Pues el Clavelero sanó. ¿Y eso...? Vea usted, señora, ¡qué cosas hace la Virgen!
—Ella se sabrá lo que le conviene, tonta.
Poco después se retiró Guillermina. La casa volvió a tomar su aspecto ordinario. La comandanta y doña Lupe estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia, que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata. Hay que decir de paso que doña Lupe estaba algo desilusionada, pues había creído que Guillermina iba siempre a sus visitas benéficas con un regimiento de señoras. «¿Pero dónde están esas damas distinguidas de que hablan los periódicos? Por lo que voy viendo, aquí no viene más dama que yo».
Viendo Fortunata que Mauricia se dormía profundamente, salió a la sala. No había nadie. Acercose a la ventana, mirando a la calle por entre los cristales, y allí estuvo un largo rato con la atención vagabunda y el pensamiento adormilado, cuando un rumor en el pasillo la sacó de su abstracción. Al volverse, se quedó atónita, viendo a Jacinta que, detenida en la puerta, alargaba la cabeza para ver quién estaba allí. Traía de la mano una niña, vestida a la moda, pero con sencillez y sin pizca de afectación de elegancia. Avanzó hacia Fortunata; interrogándola con aquella sonrisa angelical que vista una vez no se podía olvidar. Sentía la de Rubín una gran turbación, mezcla increíble de cortedad de genio y de temor ante la superioridad, y se puso muy colorada, después como la cera. Debió Jacinta preguntarle algo; sin duda la otra no acertó a responderle. La señora de Santa Cruz se acercó a la puerta que comunicaba con la otra sala. Entonces Fortunata, que se hallaba detrás, dijo: «Se ha quedado dormida».
Volviéndose hacia ella, otra vez le echó Jacinta aquella mirada y aquella sonrisa que la asesinaban. «En ese caso, esperaremos un poco», indicó en voz casi imperceptible, sentándose en una de las sillas de paja. Fortunata no sabía qué hacer. No tuvo valor para marcharse, y se sentó en el sofá. Casi en el mismo instante la Delfina sintiose vacilar en su asiento, porque la silla estaba inválida, y se pasó al sofá. Halláronse las dos juntas, tocando falda con falda. Fortunata, por no mirar a su rival, miraba a la niña, a quien aquella tenía en pie delante de sí, cogiéndola de las manos. Observó la de Rubín el trajecito azul de Adoración, sus botas, todo su decente atavío, y en aquella inspección fisgona que hizo, sus miradas y las de Jacinta se encontraron alguna vez. «¡Oh, si tú supieras al lado de quién estás!» pensaba Fortunata, y aquí su temor se desvanecía un tanto, para dejar revivir la ira. «Si yo te dijera ahora quién soy, padecerías quizás más de lo que yo padezco». Adoración quería decir algo; pero Jacinta le tapaba la boca, y mirando a la de Rubín se sonreía con esa ingenuidad que indica ganas de trabar conversación. Comprendiolo la otra, diciendo para sí: «No, pues yo no he de buscarte la lengua». La niña, aquel dato vivo de la bondad de la Delfina, no podía menos de determinar en Fortunata un pensamiento distinto de los anteriores. Pero sus renovados odios trataban de envenenar la admiración: «¡Oh!, sí, señora —pensaba—. Ya sabemos que tiene usted un sin fin de perfecciones. ¿A qué cacarearlo tanto...? Poco falta para que lo canten los ciegos. Si estuviéramos como usted, entre personas decentes, y bien casaditas con el hombre que nos gusta, y teniendo todas las necesidades satisfechas, seríamos lo mismo. Sí, señora; yo sería lo que es usted si estuviera donde usted está... Vaya, que el mérito no es tan del otro jueves, ni hay motivo para tanto bombo y platillo. Y si no, venga usted a mi puesto, al puesto que tuve desde que me engañó aquel, y entonces veríamos las perfecciones que nos sacaba la mona esta».
Y las miradas de la de Santa Cruz volvieron a flecharla. Eran un comentario que con los ojos ponía a la tontería o pueril gracia que Adoración acababa de decirle. Sin saber cómo, aquel nuevo flechazo trajo a la mente de Fortunata un pensamiento que en cierto modo se eslabonaba con la presencia de la niña. Acordose de que Jacinta había querido recoger a otro niño, creyéndolo hijo de su marido... «¡Y mío...! ¡creyéndolo el mío!». Desde la altura de esta idea, se despeñó en un verdadero abismo de confusiones y contradicciones... ¿Habría hecho ella lo mismo? «Vamos, que no... que sí... que no, y otra vez que sí...». ¡Y si el Pituso no hubiera sido una falsificación de Izquierdo; si en aquel instante, en vez de mirar allí a la niña de Mauricia, viera a su pobre Juanín...! Le entraron tan fuertes ganas de echarse a llorar, que para contenerse evocó su coraje, tocando el registro de los agravios, segura de que le sacarían del laberinto en que estaba. «Porque tú me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde tú estás, grandísima ladrona...». No siguió, porque Jacinta, no pudiendo resistir más las ganas de entablar conversación, la miró otra vez y le hizo esta preguntita: «¿Qué tal estuvo la Comunión? Y Mauricia, ¿qué tal?...». He aquí a la prójima otra vez turbada y sin saber lo que le pasaba. «Muy bien... pero muy bien... Mauricia contenta...».
Agradeció mucho Fortunata que en aquel momento se abriese suavemente la puerta de la alcoba y apareciera la cabeza de Severiana. Hacia ella fue corriendo Adoración. «Chitito —le dijo su tía, entrando pasito a paso—. No hagas ruido, que tu mamá está dormida. Tiempo hace que no ha cogido un sueño tan largo. ¡Ay, señorita, lo que se perdió usted! Ha estado todo tan bien, que daba gusto».
Mientras la Delfina y Severiana hablaban, Fortunata, que continuaba sentada, examinó con curiosidad a la esposa de aquel, fijándose detenidamente en el traje, en el abrigo, en el sombrero... No le parecía propio venir de sombrero; pero por lo demás, no había nada que criticar. El abrigo era perfecto. La de Rubín hizo propósito de encargarse el suyo exactamente igual. Y la falda, ¡qué elegante! ¿Dónde se encontraría aquella tela? Seguramente era de París.
Oyose la voz ronca de Mauricia. Su hermana entró corriendo, y Jacinta miraba por el hueco de la puerta entornada. Cuando Severiana volvió a la sala, la señorita dijo: «Yo no entro. Pase usted con la pequeña. Yo me quedo aquí». A pesar de lo trastornadas que estaban sus facultades, Fortunata supo apreciar el verdadero sentido de aquella resistencia de Jacinta a presentarse con la niña. Era un sentimiento de modestia y delicadeza. Quería sustraerse a las manifestaciones de gratitud de la pobre enferma, y evitarle a esta el sonrojo de su desairada situación como madre.
«¿Será por eso por lo que no quiere entrar? —se preguntó mirándola de espaldas—. ¡Qué remilgos estos! Cuando digo que me cargan a mí estas perfecciones... ¡Qué monas nos hizo Dios! Pues lo que es yo, sí entro».
Severiana se acercó a la cama, llevando de la mano a la chiquilla. «Mira, mira lo que te traigo... ¿Cuál visita te gusta más? ¿Esta o la que estuvo antes?».
Mauricia le echó los brazos a su hija y le dio muchos besos. Un poco asustada, la nena besó también a su madre, sin efusión de cariño, y como besan a cualquier persona los chicos obedientes, cuando se lo manda la maestra. «¡Ay, qué mala he sido! —exclamó la enferma, también sin efusión, como quien cumple un trámite...—. Niña de mi alma, bien haces en querer a la señorita más que a mí, porque yo he sido más mala que arrancada, ¡re...!». Atravesósele el vocablo, y ella hizo como que escupía algo. Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo: «Severiana, o tú, o cualquiera, ¡si quisierais darme!...».
Doña Lupe y la comandanta habían entrado también. «¿Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. ¡Oh, qué maja está!».
Pero la Dura tenía todo su ser embargado por la ardentísima ansiedad física que experimentaba, y sus ojos de águila se fijaron en Severiana que escanciaba en un vaso algo del contenido de una botella. El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «¡Cómo lo miras, bribona! —pensó la escéptica y observadora doña Lupe—. Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete...». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios...».
Después del trinquis, Mauricia pareció como si resucitara, y su cara resplandecía de animación y contento. Entonces sí demostró que en el fondo de su ser existían instintos y sentimientos maternales; entonces sí que abrazó y besó con efusión tiernísima a la hija que había llevado en sus entrañas... Y tanto se excitó, que temiendo le diera un síncope, quitáronle de los brazos a la nena. «Sí, que te lleven, que te quiten de mi lado... No merezco tenerte... Me tienes miedo, rica... Como que cuando seas mañosa, no te dirán 'que viene el coco', sino 'que viene tu madre'. ¡Ay, qué pena!... Pero estoy conforme. Dicen que me tengo que salvar... ¡Ay, qué gusto! Y mi hija está mejor en la tierra con la señorita que conmigo en el Cielo... Y nada más».
Adoración rompió a llorar entre afligida y espantada. Total, que tuvieron que llevársela, porque aquel espectáculo no podía prolongarse. Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían a las demás... «Sí, sí —pensó doña Lupe, que también estaba conmovida—. ¡Cuánto quieres a tu hija!... ¡Te la beberías!».
Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba. Refugiose en el cuarto interior, y echándose sobre un baúl, se echó a llorar. Los sentimientos que desataban aquel raudal de lágrimas no eran únicamente los producidos por la situación del momento; eran algo antiguo y profundo, sedimentado en su alma, su tradicional desgracia, el despecho combinado con un vago deseo de ser buena, «sin poderlo conseguir... Cuidado que esto es de lo que se dice y no se cree».
Muchas lágrimas había derramado cuando sintió el ruido del coche de Jacinta que partía, y entonces salió a la sala. Doña Lupe se despedía de la comandanta, ofreciéndole tomar diez papeletas de la rifa de la colcha, y hacía una seña a su sobrina indicándole que era hora de retirarse. Dieron un vistazo y un apretón de manos a la enferma, y salieron. Cuando iban por la calle, doña Lupe, que comprendió cuánto había impresionado a su sobrina el encuentro con la señora de Santa Cruz, intentó dos o tres veces aludir a esto; pero la prudencia y un sentimiento de delicadeza retuvieron su charlatana lengua.
En el portal de su casa se separaron; doña Lupe subió y Fortunata fue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente. Al farmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotes de beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquellos cuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin duda serían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas y diversiones.
A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de aquel día. Discutiose si debían volver por la noche a la calle de Mira el Río o irse a Variedades a ver una pieza; mas como Fortunata mostrase gran repugnancia a las funciones teatrales, prevaleció lo primero, y Maxi, muy complacido de aquella aplicación a las obras de piedad, prometió que las acompañaría y que iría a recogerlas a las once. «Y como no haya esta noche quien se quede a velar, me quedaré yo» dijo la viuda, a quien no se le cocía el pan hasta no dar a Guillermina prueba palmaria de humildad y abnegación. Opusiéronse a esto el sobrino y su mujer, diciendo el primero que bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. La de Jáuregui decía con deliciosa modestia: «¡Si yo no lo hago por buscar un elogio; si no hay en esto el menor asomo de mérito...! Yo resisto perfectamente una noche toledana, y hasta dos y tres. De modo que...».
Las nueve sería, cuando los tres entraban por el portal de la casa de corredor, y no fue poco su asombro al ver en el patio resplandor de hoguera y multitud de antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban a la escena temeroso y fantástico aspecto. ¿Qué era aquello? Que los granujas de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que en mitad del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas las eneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a jugar al Viático, el cual juego consistía en formarse de dos en dos, llevando los juncos a guisa de velas, y en marchar lentamente echando latines al son de la campanilla que uno de ellos imitaba y de la marcha real de cornetas que tocaban todos. La diversión consistía en romper filas inesperadamente, y saltar por encima de la hoguera. El que llevaba el copón, bien abrigadito con un refajo atado al cuello, daba las zapatetas más atrevidas que se podrían imaginar, y hasta vueltas de carnero, poniendo todo su arte en recobrar la actitud reverente en el momento mismo de tomar la vertical. En fin, que semejante escena daba una idea de aquella parte del Infierno donde deben tener sus esparcimientos los chiquillos del Demonio. Maximiliano y su mujer se detuvieron un rato a ver aquello; pero doña Lupe dirigió a la infantil tropa miradas y expresiones de desdén, diciendo que la culpa la tenían los padres que tal sacrilegio consentían.
Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían. La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «¡Lo de esta mañana...!, ¿qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas. Más presente que la administración del Sacramento tenía el paso con su hija; ¡ay, qué paso!... «¿No vistes a la Jacinta? —preguntó a Fortunata, volviéndose de un costado y poniéndole la mano en el hombro...—. ¿Habló contigo?... Tú eres una sosona y no tienes genio... Si a mí me llega a pasar lo que te ha pasado a ti con esa pastelera; si el hombre mío me lo quita una mona golosa, y se me pone delante, ¡ay!, por algo me llaman Mauricia la Dura. Si me la veo delante, digo, y me viene con palabras superfirolíticas... la trinco por el moño y así, así, le doy cuatro vueltas hasta que la acogoto...». Uniendo la acción a la palabra, Mauricia hacía contorsiones violentas, se destapaba, rechinaba los dientes... no pudiendo sujetarla Fortunata, llamó a Severiana: «¡Ay, venga usted! Está diciendo mil disparates... por Dios, vea usted de reducirla... Dele algo para que se calme, aguardiente...».
«A mí no me puede nadie —gritó la infeliz con frenesí, los ojos desencajados, forcejeando contra los cuatro brazos que la querían sujetar—. Soy Mauricia la Dura, la que le abrió una ventana en el casco a aquella ladrona que me robaba los pañuelos, la que le arrancó el moño a la Pepa, la que le arañó la cara a doña Malvina la protestanta... Suéltame tiorra pastelera, o de una mordida te arranco media cara. ¡Persona decente tú!... tú, que dejas un soldado pa tomar otro... tú que tienes ya el corazón como la puerta de Alcalá, de tanta gente como ha entrado por él... Ja, ja, ja... Loba, más que loba, so asquerosa, judía, con más babas que un perro tiñoso... cara de escupidera, zurrón, celemín de peinetas... verás qué recorrido te doy... así, así, y te arranco la nariz, y te escupo los ojos, y te saco todo el mondongo...». Por fin no eran voces humanas las que de sus labios llenos de espuma salían, sino rugidos de fiera sujeta y acorralada. No pudiendo librar sus brazos de los vigorosos que la contenían, sus dedos se agarraron con rabia epiléptica a lo que encontraban, y querían deshacer y rasgar la sábana y la colcha. El fatigoso mugido iba calmándose poco a poco, las contorsiones eran menos violentas, y por fin, cayó en un colapso profundísimo. La sedación era instantánea, y a la misma muerte se parecía.
La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo: «ya ha tenido esta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis. Si viniera el médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman yeciones... ¿sabe?, una gotita de morfina». Sin duda por esta frecuencia de los accesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que se acostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas. A poco de tranquilizarse Mauricia, la otra se dedicó a preparar la lámpara que debía arder toda la noche, un vaso con agua, aceite y una mariposa encima.
Media hora estuvo la tarasca como dormida, pronunciando en sueños retazos de palabras y fragmentos de cláusulas groseras, como retumban en lontananza los dejos de la tempestad que ha pasado. Despertó luego, y con voz sosegada dijo a su amiga: «¿Estás aquí?... ¡qué gusto me da verte! De todas las personas que veo aquí, la que me gusta más eres tú. Te quiero más que a mi hermana. Lo primerito que he de pedirle al Señor cuando me meta en el Cielo, es que te haga feliz, dándote lo que es muy re-tuyo, lo que te han quitado... Su Divina Majestad puede arreglarlo, si quiere...».
A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.
«Porque tú has padecido... ¡pobrecita! Buenas perradas te han jugado en esta vida. La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara. Pero déjate estar, que el Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote lo que te quitaron. Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando que me moría y que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos... ¡tan monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo, mismamente le he de decir a la Virgen y al Verbo y Gracia que te hagan feliz y se acuerden de las amarguras que has pasado».
Callose un instante, y después de los dos o tres suspiros que Fortunata echó de su seno, volvió a hablar la enferma de este modo: «¿Has visto a Jacinta?... porque ella fue quien trajo a mi niña. Es un serafín esa mujer... Ahora cuando me pensé que estaba en el Cielo, la vi encima de una nube con un velo blanco... Estaba allí, entremedio de aquellos grandes corros de ángeles. ¿Será que se va a morir? Lo sentiré por mi niña. Pero Dios sabe más que nosotras, ¿verdad?, y lo que él hace, bien sabido se lo tiene... Pero dime, ¿te habló ella? ¿Le soltaste alguna patochada? Harías mal. Porque ella no tiene la culpa. Perdónala, chica, perdónala; que lo primerito para salvarse es perdonar a una parte y otra. Mírame a mí, que no hago más que lo que me manda el Padre Nones, y he perdonado a la Pepa, a la Matilde, que me quiso envenenar, y a doña Malvina la protestanta y a todo el género mundano... ¡re...! Párate boca que ya ibas a soltarlo... Pues sí, perdonar; créetelo porque yo te lo digo. ¿Ves qué tranquila estoy? Pues a cuenta que lo mismo estarás tú, y Dios te dará lo tuyo; eso no tiene duda... porque es de ley. Y por la santidad que tengo entre mí, te digo que si el marido de la señorita se quiere volver contigo y le recibes, no pecas, no pecas...».
Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto se armonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.
—Me parece —le dijo—, que si el Padre Nones te oye eso, te ha de reprender... porque ya ves... quien manda manda, y está dispuesto que no sean las cosas así.
—¡Qué risa contigo! ¿Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lo malo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. ¿Qué más quieren? Esto que te cuento es, como quien dice, una idea. ¿No puede una tener una idea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá que tengo razón...
Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinose una brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su querida amiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:
«¿Qué te parece a ti, me salvaré yo?».
—¿Pues qué duda tiene? —replicó la otra tranquilizándola- Dicen que aunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar... figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...
—¡Oh!... ¡si habrá arenas en todita la mar y sus arenales! —repitió Mauricia con voz patética.
—Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios los perdona cuando una se arrepiente de verdad.
—¿Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?
—Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.
—Dios te oiga... Se me arranca el alma de verte penando... con un hombre que no quieres... ¡qué traspaso! Chavala querida, muérete, y vente conmigo. Verás qué bien vamos a estar las dos allá. ¡Porque te quiero tanto...! Dame un abrazo, hija, y muérete conmigo.
—No lo digas mucho —balbució Fortunata conmovidísima, acariciando a su amiga—. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago en este mundo... no sé... valdría más... ¡Ay, qué desgraciada soy!
—¡Re...! ¡Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lo juro por estas cruces, es que te mueras.
Las dos se echaron a llorar.
En tanto doña Lupe sostenía una gallarda disputa con Severiana. «Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo me quedo esta noche para que usted descanse un poco». —«Señora, no lo consiento. Hay vecinas que se quieren quedar». —«¡Vecinas!... Aviada está la enferma con las vecinas. ¡Son tan torpes y tan descuidadas...! Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una por otra». —«¡Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste». —«Repito que me quedo, ¡vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. No me cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija, hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable usted de gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no vale tres cominos».
La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estaba calculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera que Guillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a las apremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, doña Lupe pensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante no va conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni a media legua a la redonda».
Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer, advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecina se quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata se retiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazo recorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de su domicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, y poniendo muy en duda que doña Lupe resistiese toda la noche sin dormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendo cortesías aunque se encontrase en visita.
A la mañana siguiente, determinó la esposa ir a enterarse de la noche toledana que habría pasado doña Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello. Cumplidas las sabias órdenes que había dado la directora de la casa, Fortunata salió con Papitos, y después de encaminarla a la compra, indicándole algunas cosas que debía tomar, separose de ella en la plazuela de Lavapiés para dirigirse a la calle Mira el Río. Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas.
«¡Bien por las valentías!... —le dijo Fortunata—. ¿Y qué tal se ha portado la enferma?».
—No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La maldita parecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que la he obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un puro delirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que ha bebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.
Doña Lupe empezó a tomar el chocolate que le trajo doña Fuensanta, y a renglón seguido continuó la relación, imitando la voz y la actitud de la delirante.
«Y se ponía así: 'Allí está, mírenlo... el señor de Sor Natividad... La bribona lo tiene preso... Bribona, más que loba...'. ¿Sabes tú quién es el señor... con retintín, de Sor Natividad? Pues la custodia, hija, el Santísimo... Y seguía: 'Ahora voy allá, te cojo, te saco y te echo al pozo...'. ¡Al pozo!, ¿has visto?, ¡arrojar la custodia al pozo! Mira tú si tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. ¡Como no se salve esa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se sale con eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en su baúl, o qué sé yo qué. Verás: soltaba una risa que a mí me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... ¡te comería! No me digas que no te coja, porque te cojo, aunque me muera y me eches al infierno... Sor Natividad te falta; para que lo sepas; te falta con el Padre Pintado...'. En fin, hija, que era un horror. Suprimo las flores que iba entreverando, porque me ardería la boca».
Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer hacia su paladar, con la lengua y con los rechupidos de sus labios, lo que en el fondo del pocillo quedaba, y conseguido esto al fin, acabó así: «Con estos disparates sacrílegos estuve toda la noche en vilo, horrorizada, el estómago revuelto, y deseando que el día llegara».
—Me lo figuraba —dijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo que había dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.
«¡Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que no sabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendo lo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido. Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso de heroísmo; pero algo es algo...».
Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía. «¡Oh, qué buena es usted! —le dijo la santa, estrechándole las manos—. ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada. Vaya si vale. ¡Dejar las comodidades de su casa para velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que no lo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que los donativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas... porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veo que su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted los colores a la cara. Gracias, gracias».
Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba a sacar el temido guante, se despidió con prisa. «Amiga de mi alma, la obligación me llama a mi choza...».
—Sí, sí —le dijo Guillermina—. La obligación antes que nada. Hasta luego.
Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo: «Tú te quedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mal lugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante. Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sé cumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro por ti y otro por mí; no lo olvides. No digas si podemos o no podemos más. Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...».
Cuando Fortunata, después de un ratito de palique con la comandanta, penetró en la otra casa, vio cosas que la pasmaron. Guillermina, dejando su mantilla y su libro de misa sobre el sofá, desempeñaba junto a Mauricia las obligaciones más penosas del arte de cuidar enfermos, acometiendo con actividad maquinal las faenas más repugnantes, como persona que tiene la obligación y la costumbre de hacerlo. Severiana se esforzaba en impedirlo; pero Guillermina no cedía. «Déjame tú... si a mí esto no me cuesta ningún trabajo... Vete a ver lo que quiere Juan Antonio, que está dando voces hace un rato». La pobre menestrala deseaba tener tres o cuatro cuerpos para atender todo. «Hombre, ten consideración. ¿Cómo quieres que deje a la señora en...?». Al ver la de Rubín este tráfago y la poca gente que había para tan diversos quehaceres, brindose gustosa a ayudar. Lo que hacía Guillermina era para asustar a cualquiera. Fortunata no se creía con valor para tanto. Y sin embargo, al ver a la insigne dama aristocrática humillarse de aquel modo, avergonzose de no tener valor para imitarla, y sacando fuerzas de flaqueza, ofreció su ayuda. Como hija del pueblo, no quería ser menos que la señora de la grandeza en aquellos bajísimos menesteres... «Quite usted allá, por Díos, hija... —replicó la santa—. No faltaba más; no lo consiento... de ninguna manera. ¿Es que quiere usted ayudarnos? Pues si tan buen deseo tiene, barra la sala, que va a venir el médico».
Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quieras que no, se la quitó de las manos. «No faltaba más... señorita. Se va usted a poner perdida...».
—Por Dios, déjeme usted que la ayude. ¿Quiere que le haga el almuerzo a su marido?
—¡Qué cosas tiene...!
—¡Ay qué gracia!... ¿Cree usted que no sé?... La tortillita en la fiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro. Si he hecho yo en mi vida más almuerzos de obreros que pelos tengo en la cabeza...
—Hemos encendido la lumbre en la casa de la vecina. Allá está doña Fuensanta; pero va a salir a la compra, y si usted hiciera el favor...
Fortunata no necesitó más, y fue a la otra casa, donde encontró a la comandanta muy afanada, porque no era un almuerzo, sino tres los que tenía que preparar, el de Juan Antonio y el de dos obreros más, cuyas respectivas mujeres se habían ido ya para la fábrica, dejándole aquel encargo. «Váyase usted a la compra —le dijo—, que de las tortillas se encarga una servidora...». Mucho agradeció esto doña Fuensanta, y poniéndose su toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y las gruesas zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue a pedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una nube de polvo. «Tráigame usted un codillo como el del otro día, para ponerlo en sal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay en casa... ¡Ah!, no olvide las zanahorias, ni el cuarto de gallina... Si trae para usted sesada de carnero, cómpreme otra a mí... Oiga, oiga; si ve una buena lengua, tráigamela descargada, y la salaremos para las dos...».
Salió la viuda del comandante renqueando por aquellas escaleras abajo, y a poco partieron Juan Antonio y los otros dos obreros con sus saquitos de comida en la mano. La señora de Rubín había desempeñado su cometido con tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejose llevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevo en ella. «¡Si es lo que a mí me gusta, ser obrera, mujer de un trabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte, y se te despega el señorío, créetelo, se te despega...».
Cuando pasó a decir a Severiana que estaba servida, esta había concluido de limpiar la sala. Como había tan mal olor allí, trajeron una paletada de carbones encendidos, y echando un puñado de espliego, la pasearon por toda la casa, desde el pasillo hasta la cocina. Después del sahumerio, Fortunata entró a ver a Mauricia, a quien encontró muy mal, en un estado de decaimiento y postración muy visibles. El médico, que llegó entonces, la examinó detenidamente, observando hinchazón en las piernas y en el vientre. La parálisis agitante crecía de una manera aterradora. Antes de partir, el doctor habló con Guillermina en la sala, diciéndole que aquello no podía menos de acabar mal, y que a todo tirar, tiraría dos días... Acercábase Fortunata para enterarse de esto, cuando vio entrar inesperadamente a una persona cuya presencia le hizo el efecto de una descarga eléctrica.
«¡Jesús, esa mona otra vez...!, yo me voy».
Jacinta y Guillermina hablaron un momento con el médico, que se despidió luego. «Entraré un ratito a verla —dijo la Delfina a su amiga, sentándose en el sofá—. ¿Va usted a estar aquí mucho tiempo?».
—Tengo que pasar al otro corredor a ver al zapatero... Pobre hombre, no ha querido ir al hospital. Yo no había visto nunca un caso de hidropesía semejante. La barriga de ese infeliz era anoche como un tonel... Y ya le han dado tres barrenos; pero el de ayer con tan mala fortuna, que no le sacaron más que medio litro, y dicen que tiene en aquel cuerpo la friolera de catorce litros... ¡Qué humanidad, Dios mío!
Fortunata pasó a la otra sala, y a poco volvió diciendo que Mauricia dormía profundamente. La fundadora hizo entonces una observación humorística. Dirigiéndose a las dos, les dijo: «¿Oyen ustedes ese trombón que toca la marcha real?». En efecto, se oía bien clara, aunque lejana, la marcha real tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que en la repetición le ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas. «Pues ese pobre hombre —añadió la santa conteniendo la risa—, desde que se entera de que estoy aquí, se pone a tocar como un descosido. Es la manera de recordarme que le prometí vestirle, porque el desventurado está mejor de pulmones que de ropa. Mira —propuso a Jacinta, cogiéndole un brazo—; en cuanto vayas hoy a tu casa, has de ver si tiene tu marido algunos pantalones que no le sirvan... Puede que no tenga porque ¡ya hemos hecho tantos escrutinios en su guardarropa!».
—No sé, no sé —dijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar...- me parece.
—Si no —manifestó prontamente la de Rubín—, yo traeré unos del mío...
—Dios se lo pagará a usted... porque verdaderamente parte el corazón ver a ese pobre hombre, en este tiempo, con unos calzones de hilo, de los que traen los soldados de Cuba...
Salió Guillermina para ir al almacén de maderas de la Ronda, y Jacinta la acompañó hasta el corredor. Sentose Fortunata en el sofá, creyendo que las dos se marchaban. Pero la de Santa Cruz, después de hablar con su amiga de varias cosas, le dijo: «Aquí la espero a usted. Lleve mi coche, y luego me recogerá y nos iremos juntas». Entró inmediatamente, sentándose también en el sofá.
¡Ponerse a su lado! ¡No conocerle en la cara que las dos no podían estar juntas en parte alguna!... Esto pensaba la mujer de Maxi, que sintió deseos de huir, y luego vergüenza y miedo de hacerlo. Si la otra le hablaba, no tendría más remedio que responderle. «Pues si yo le dijera quién soy, la haría temblar. Veríamos entonces quién temblaba más».
Jacinta la miró. Ya el día anterior había despertado su curiosidad hermosura tan expresiva. Y cuando sus ojos se encontraban con el rayo de aquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esos presentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto, sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente.
«Según ha dicho el médico —indicó la Delfina decidida a pegar la hebra—, la pobre Mauricia no saldrá de esta».
—No saldrá la pobre —opinó Fortunata algo cortada, porque le asaltaba la idea de que su lenguaje no sería bastante fino.
—Si sigue así, traeré esta tarde a la niña, para que la vea... De todos modos, debo traerla ¿no le parece a usted?
—Sí, tráigala.
Jacinta sabía que aquella desconocida no era soltera, porque había ofrecido unos pantalones de su marido. Hízole, pues, la pregunta que ingenuamente se le salía siempre de los labios cuando se encontraba delante de una casada: «¿Tiene usted niños?».
—No señora —replicó la de Rubín con alguna sequedad.
—Yo tampoco. Pero me gustan tanto los niños, que tengo verdadera manía por ellos, y los ajenos me parece que deberían ser míos... y, créalo usted, no tendría escrúpulo de conciencia en robar uno, si pudiera...
—Pues yo también, si pudiera... —declaró Fortunata, que no quería ser menos que su rival en aquello de la manía materna.
—¿Pero es que se le han muerto a usted, o que no los ha tenido?
—Tuve uno, sí señora... va para cuatro años...
—¿Y en cuatro años no ha tenido usted más que uno? ¿Qué tiempo lleva usted de matrimonio? Perdone mi indiscreción.
—¿Yo?... —murmuró la otra vacilando—. Cinco años. Yo me casé antes que usted...
—¡Antes que yo!
—Sí, señora... pues decía que tuve un niño y se me murió, sí señora, y si me viviera, le digo a usted que...
Como advirtiera la dama en los ojos de su interlocutora una lucidez y movilidad singularísimas, sospechó si aquella mujer padecería enajenación mental. Su tono y su mirar eran muy extraños, impropios del lugar y de la sosegada conversación que ambas sostenían. «A esta mujer hay que dejarla —pensó Jacinta—; me callaré».
Guardaron silencio un rato mirando al suelo. Jacinta no pensaba en nada importante; Fortunata sí, y por la mente le pasó toda su historia como envuelta en una nube de fuego. Se le vinieron a la boca palabras duras para increpar a aquella mona del Cielo, que le había quitado lo suyo. ¿Pues no era esto una gran injusticia? Los agravios se le revolvían en el seno, saliéndole a los labios en esa forma descomedida y grosera de las hijas del pueblo, cuando se ponen a reñir. «¡La cojo y la...! —decía para sí clavándose las uñas en sus propios brazos—. ¿Que es un ángel? Pues que lo sea... ¿Que es una santa? ¿Y a mí qué?...». Pero de los labios para fuera, nada... «¡Qué cobarde soy! Con una palabra la haré caer redonda, y me tendrá un miedo tan grande que no le darán ganas de volverme a hacer preguntitas...».
En esto la mona del Cielo, impaciente porque no venía Guillermina, salió un instante al corredor. Al verse sola, creyó sentirse la otra con más valor para dar un escándalo... Toda la rudeza, toda la pasión gozosa de mujer del pueblo, ardiente, sincera, ineducada, hervía en su alma, y una sugestión increíble la impulsaba a mostrarse tal como realmente era, sin disimulo hipócrita. «¡Si no volverá!...» se dijo mirando al corredor, y al decir esto su espíritu volvía sobre sí, penetrándose del sentido lógico de las cosas... «Ella es una mujer de mérito y yo he sido una perdida... Pero yo tengo razón, y perdida o no, la justicia está de mi parte... porque ella sería yo, si estuviera en mi lugar...».
En esto vio que la mona volvía... Verla y cegarse fue todo uno. No podía darse cuenta de lo que le pasó. Obedecía a un empuje superior a su voluntad, cuando se lanzó hacia ella con la rapidez y el salto de un perro de presa. Juntáronse, chocando en mitad del angosto pasillo. La prójima le clavó sus dedos en los brazos, y Jacinta la miró aterrada, como quien está delante de una fiera... Entonces vio una sonrisa de brutal ironía en los labios de la desconocida, y oyó una voz asesina que le dijo claramente: «Soy Fortunata».
Jacinta se quedó sin habla... después lanzó un ¡ay! agudísimo, como la persona que recibe la picada de una víbora. En tanto Fortunata movía la cabeza afirmativamente con insolente dureza, repitiendo: «Soy... soy... soy la...». Pero tan sofocada estaba, que no articuló las últimas palabras. La Delfina bajó los ojos, y dando un tirón se soltó. Quiso decir algo, no pudo. La otra se apartó, echando llamas de sus ojos y resoplidos de su pecho, y andando hacia atrás siguió diciendo, sin que las palabras llegaran a articularse: «Te cojo y te revuelco... porque si yo estuviera donde tú estás, sería...». Aquí recobró el aliento, y pudo decir: «¡Mejor que tú, mejor que tú...!».
La de Santa Cruz recobró la serenidad, y entrando en la sala, volvió a ponerse en el sofá. Su actitud revelaba tanta dignidad como inocencia. Era la agredida, y no sólo podía serenarse más pronto, sino responder a la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo. La otra sintió, por el contrario, tremendo peso dentro de sí. ¡Ay, su acción descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues ¿y doña Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero verdaderamente —discurrió tratando de serenarse—. Yo ¿qué le he hecho?, nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
¡Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de Toledo —pensó—; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando la cogí por los brazos... ¿Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «...Hubiera sido mucho mejor —pensó deteniendo el paso y tardando un minuto de escalón a escalón—, decirle aquello de yo soy Fortunata, con calma, reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido es un tunante... a ver por dónde la tomaba».
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos, sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal, dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste. Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?».
—No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena aquella con varias adiciones de importancia. ¿Eran estas algo que con la prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?... «¡Si creerá esta señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!... Que se le quite a usted eso de la cabeza. ¡Vaya con el modelo!... ¡A buena parte viene usted...! ¿Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no quiera más? Porque eso es cuestión de decir: '¡Ea!'... Sí, y si me atufo no hay quien me tosa. ¿Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres, que de eso y de mucho más soy yo capaz... ¡Vaya con la mona del Cielo! Ea... no venga acá vendiendo mérito... ¡Y ángel me soy! Pues para que lo sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo...».
Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo, pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación, lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para que se olviden las maldades que he hecho...».
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona un aire de señorío y de... de... ¿de qué?, de majestad, sí... ¡Bah!, esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias engañan...».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna, y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla. «¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es mío y te lo tengo que quitar... Pinturera... santurrona... ya te diré yo si eres ángel o lo que eres... Tu marido es mío; me lo has robado... como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale... Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy...».
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la frente a su mujer.
«Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado respondiendo con sequedad: «Nada».
—¿Sabes lo que dice la tía?... oye...
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; ¡si me iría al fin del mundo por no verle...! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño! ¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo... Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero. Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes nada, si no tienes gana —le dijo Maxi, que entró mascando el postre y con un higo pasado en la mano—. Por si acaso, no bajaré esta noche a la botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa, doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!... Jacinta, yo te quisiera ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar los huesos, exhalaba un ¡ah! que no se sabía si era de dolor o de gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad. Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata, cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino. El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!... ¡a la calle! La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta, y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de D. Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la reñiría su padrino fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?» se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los hombros. «¡Qué marido este! —pensaba, recogiéndose el cabello—, ¡ni atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú? ¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
Al día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a verla. «¿Qué tal? —le dijo inclinándose sobre ella y besándola en frente—. Te puedes levantar. El día está bueno. ¡Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo. Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal, porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, ¿y cuándo pierdo la memoria y se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre, y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora está que no vale dos cuartos...».
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo, el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio un fuerte abrazo:
«Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
—¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile —dijo doña Lupe, que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera boca—. ¿Y de dónde?
—De Orihuela, tía —replicó el clérigo frotándose las manos—. Mala catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
—Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
—¡Cuánto me alegro! —dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«¡Lo que es el mundo! —pensaba—. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote, ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
—Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. ¡Que rabie!... Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también... ¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a doña Casta y sus simpáticas hijas...
—Para, hijo, para —dijo doña Lupe amoscándose—, que para esas convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían la ira o el contento. «Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y vengan penas».
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he pagado y no te debo nada».
«Yo tengo que ir al Monte —le dijo más tarde doña Lupe—, que hoy empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes ramas, los Morenos ricos y los Morenos pobres; pero habiendo nacido en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas personas que se han tratado en la infancia y que después están años y más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el cual, a pesar de ser Moreno rico, mantenía cierta comunicación de familia con aquella Moreno pobre, visitándola alguna vez. Se tuteaban por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
Jactábase doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia, dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu, estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen. Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres. ¿Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le causaba, y a la hipérbole de doña Casta respondía con exclamaciones de pasmo y asentimiento. «Mi hija —añadió la viuda de Samaniego—, estará encargada de la dirección de los trousseaux, canastillas de bautizo y demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero para montarlo mi primo D. Manuel Moreno-Isla, el hombre más bueno y más generoso del mundo, y con un capital... ¡qué capital! Y vea usted, es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la familia... Siempre que viene a verme, le largo un espich como él dice, él se ríe, se ríe...».
—¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas! —pensaba Fortunata, que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que las Samaniegas se marcharan; pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
«¿Doña Lupe...?».
—No hay nadie —dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.
—¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres. Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los sesos y no podía dar con la razón de que la mona le trastornase su espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese, porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y enrevesadas.
Lo peor del caso fue que aún no había empezado la consulta cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de Feijoo a tomar chocolate. No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina hacían a la calle de Mira el Río. «Yo —declaraba doña Lupe—, reconozco que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado. Admiro mucho a la amiga Guillermina; pero no la puedo imitar». Feijoo expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón de manos.
Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado. Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado, estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de cola. «¿Tienes jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en una silla y apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo vacío, desalquilado, como una casa con papeles.
«Hace poco —dijo con desaliento amargo—, perdí la memoria de tal modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: '¿Pero cómo se llama, cómo se llama?...'. Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de atropina puse el de eserina, que es la indicación contraria. Si no lo advierte Ballester... ¡qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...».
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular bien el terror que aquellos ojos le causaban.
«Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un desmayo».
—Acuéstate y descansa —le propuso su mujer compadecida y asustada—. Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
«En cuanto muevo un brazo —decía con terror—, me aumentan de tal modo las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso, una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases... Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
—No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te ocurrirían esos disparates —opinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida. Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay Dios».
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
«¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte! ¡Valiente sexo el mío!».
«Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad, creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
—Si no fuera por ti —dijo él, como un niño mimoso—, no se me importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró sueño. ¡Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo, muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de ser tan ángel como otra cualquiera, y tendría alma, paciencia, valor y estómago para todo. «Y entonces vería esa si aquí hay perfecciones o no hay perfecciones, y que cada una es cada una... Lo malo sería que no lo viese, porque acá no ha de venir...».
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente del otro lado...
«¡Qué sueño! —murmuró Maxi medio despierto—. Soñaba que te habías marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad, sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella, abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
«Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando él salía, y hablaron».
Fortunata estaba pasmada de aquel exabrupto, y más aún del tono. Por las mañanas, solía estar Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca como aquel día. Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata, prosiguió diciendo: «Es que parece que hacen las cosas a propósito para molestarme, para que rabie... Y no eres tú sola... mi tía también. Se han propuesto sin duda hacerme perder la salud».
En el espejo pudo ver Fortunata la cara pálida y contraída de Maxi, cuya susceptibilidad nerviosa se manifestaba en un movimiento vibratorio de cabeza, la cual parecía querer arrancarse por sí misma del tronco. Disculpose ella como pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió quejándose de que le mortificaban adrede, de que se proponían acabar con él. La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante. Otras, era que le ponían un chocolate muy malo para que reventara... ¡como que le querían envenenar...!, o bien que dejaban los balcones y las puertas abiertas para que entrase un aire colado y le partiese. Estas manías iban de mal en peor, poniendo a doña Lupe de un humor acerbísimo y haciéndole presagiar alguna desgracia. Llegó día en que Maxi se expresaba con una violencia muy opuesta a su carácter pacífico, y cuando no le contradecían, se contestaba él, echando leña por sí propio en la hoguera de su ira; y por fin se iba refunfuñando, cerraba con golpe formidable la puerta, y bajaba la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades con su cara mitad, Maximiliano había expresado esas tristezas tan comunes en los matrimonios que no tienen hijos. Fortunata no gustaba de este tópico; pero no tenía más remedio que aceptarlo. Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo, porque llevaba a él una felicísima idea que aquel día había tenido. «Mira tú —dijo a su esposo—; si Dios no quiere darnos una criatura, él se sabrá por qué lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito y traérnosle a casa. A mí me gustaría mucho, y a los dos nos distraería. ¿Por qué no he de hacer yo, aunque soy pobre, lo que hacen las señoras ricas, que no tienen hijos? Es muy soso un matrimonio sin chiquitín».
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero doña Lupe, aunque no la contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla. ¡Manía de imitación!
Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia».
—¡Se ha muerto! —exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su alma.
—Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo para morirse... ¡pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera... se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. ¡Cómo se relamía la infeliz! Se calmó y ¡pum!, la cabeza en la almohada. Entonces Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza... El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano de la casa. A mí me pareció que dijo: más, más... Otras personas que allí había aseguran que dijo: ya. Como quien dice: «Ya veo la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino más... a saber, más Jerez. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba tan variada, que si la ves no la conoces.
«Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa! —prosiguió la de Jáuregui, después de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco—. ¿Creerás que la amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito, porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este Madrid, y de que gracias a las buenas almas 'como usted' me dijo, se remediaban muchos males. «¿Y la sobrinita, no ha venido? —me preguntó—. El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
—¡Ah!, sí —recordó Fortunata—. No crea usted que lo he olvidado. Ya los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
—Yo me encargo de eso —replicó doña Lupe, dando a entender que pensaba volver allá.
—No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo —dijo la sobrina, a quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria—. Llevaremos cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
—Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos. Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a comerla, doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo bruños de Portugal.
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo!, ¡qué golpe! Que vieran, sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado, a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que no pudo permanecer allí. «Hija mía —dijo a su sobrina secreteándose—, yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a casa. Abur».
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía... Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala, fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«¡Conmigo!...».
—Sí, con usted —y al decir esto le volvió a tocar. La impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al corazón.
«Dos palabritas —añadió la santa; y luego se corrigió así—: Algunas más serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo; pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?».
—No señora...
—Yo no me había marchado por esperar a ver si usted venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas, y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a ocupar una silla, sentose ella en un cofre.
Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al instante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quiero mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los hombres...».
La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.
«Vamos al caso —prosiguió la otra, dando un castañetazo con los labios—. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Me he comprometido a hablar con usted. Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creí mejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porque me parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desde dentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. ¡Me he llevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una persona con fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los más cristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menos se piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe. ¿Para qué hemos de decir otra cosa?».
—¡Claro!... —murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de las palabras.
—Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota sospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia! ¡Encontrarse aquí, en un acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted, si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas, si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía empezó a aflojarse.
«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».
—¡Yo! —exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la verdad que quería salir—. Yo... ¿ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si hace un siglo que ni siquiera le he visto...!
—¿De veras? —preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo lo que encontraba.
—¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda? —añadió; y olvidándose de los buenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando por esta.
El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, que Guillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Pero como disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra se impacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla. «¿Por qué quiere usted que se lo jure?... ¡Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...».
—No diga usted más —manifestó Guillermina con cierta solemnidad—. Me basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué le parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora no sucede, sucediera mañana o pasado.
La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y este en la barba.
«Pero ahora —agregó la santa mujer—, se me ocurre hacer otra preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el marido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a una persona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en ese pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si aquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra y hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle perdón?».
—Eso fue que... —murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta pelota—, eso fue... pues fue que...
Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y el nudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda su vida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. La persona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la rata eclesiástica, infundíale más respeto que un confesor, más que un obispo, más que el Papa. Y la rata guiñaba más los ojos, y en su bondad quiso abrir camino a la confesión.
«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».
Fortunata no contestó.
«¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte más sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».
Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose a tropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma: «Aquel día... cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó».
—¿Y por qué no le pidió usted perdón?
—Digo que me pesó mucho.
—Estamos en ello... corriente... pero conteste claro, ¿por qué no le dio excusas?
—Porque me marché a mi casa.
—Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?
Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «¿Pero usted no sabe que esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero? ¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que es pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende con sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar, que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y dispense».
Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta de piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro. En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él una soga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bien reflexión deliberada estas palabras suyas:
«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».
—Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección —indicó la santa irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos—. Cuando hay arrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene una frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un lado, ¿cómo no le escuece por el otro?
—Me casé sin saber lo que hacía.
—¡Qué angelito!... ¡sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es un acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puede alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.
—Me casaron —agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el pañuelo- me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que podría querer a mi marido.
—¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima es la criatura! —exclamó la fundadora con amable ironía y gracejo—. Estas... hartas de pecados son muy saladas cuando se hacen las inocentes. ¡Creyó que le podría querer! ¿Y qué hizo usted para conseguirlo?... ¡Ah! Lo que usted quería, digamos las cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre, independencia y poder corretear libremente. ¿Más clarito todavía? Pues lo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería con apariencias de legalidad. ¡Desdichado hombre el que cargó con usted! De veras que le cayó la lotería. Y dígame, ¿al fin no saltó por alguna parte ese cariño que usted quería tener?
—No señora —replicó Fortunata, rompiendo a llorar—. Pero si me habla usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.
La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse a la silla en que estaba la otra.
«Vamos, no llore usted —le dijo con bondad, poniéndole la mano en el hombro—. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su descargo».
—¿Pero qué culpa tengo yo de no querer a mi marido? —manifestó la pecadora de la manera sofocada e intermitente que el llanto le permitía—. Yo no lo puedo remediar. Yo no me casé por lo que la señora dice, sino porque estaba equivocada, porque veía las cosas de otro modo que como son. A mi marido no le quiero, ni le querré nunca, aunque me lo manden todos los santos de la Corte celestial. Por eso digo que soy muy mala, muy mala.
Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terrible antagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problema insoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime. «Bien sé que es difícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo para dejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija, ¿en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplir ciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayor hermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas de usted fueran lavadas. ¿Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación, la renuncia de la felicidad. ¿Qué es lo que más purifica a la criatura?, el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor de Dios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumpla todos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya, pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe, y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».
Al decir yo, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a sus ojos la expresión más hermosa.
«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa ahora conmigo».
Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron de improviso. Miraba con verdadero espanto a la rata eclesiástica.
«No se asombre usted ni ponga esos ojazos —prosiguió esta—. Yo no he tenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni una ilusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en que estoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, o es tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí, si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene la posibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengo envidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que me falta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios, tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».
Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata, a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, la apretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el confesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas de desbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía. La mirada sola de la virgen y fundadora parecía extraerle la representación ideal que de sus propias acciones y sentimientos tenía aquella infeliz en su espíritu, como la tenemos todos, representación que se aclara o se oscurece, según los casos, y que en aquel resplandecía como un foco de luz.
Abriose la puerta y entró Severiana llorando a gritos. Había llegado el momento de que se llevaran el cuerpo de Mauricia, y este acto tristísimo se conoció en los gemidos y sollozos de todas las mujeres que en la casa mortuoria estaban. Cuando Guillermina y Fortunata salieron, ya el ataúd era bajado en hombros de dos jayanes para ponerlo en el carro humilde que esperaba en la calle. La curiosidad y el deseo de dar el último adiós a su amiga empujaron a Fortunata hacia la escalera... Alcanzó a ver las cintas amarillas sobre la tela negra, en la revuelta de la escalera; pero fue un segundo no más. Después se asomó al balcón, y vio cómo pusieron la caja en el carro, y cómo se puso en marcha este sin más acompañamiento que el de un triste simón en que iban Juan Antonio y dos vecinos. Se vio tan vivamente acometida de ganas de llorar, que no recordaba haber llorado nunca tanto, en tan poco tiempo. Y no era sólo la pena de ver desaparecer para siempre a una persona hacia la cual sentía amor, afición, querencia increíble; era además una necesidad de desahogar su corazón por penas atrasadas y que sin duda no estaban bien lloradas todavía.
Pronto desapareció el carro, y de Mauricia no quedó más que un recuerdo, todavía fresco; pero que se había de secar rápidamente. A los diez minutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojos hinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que se ventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren de limpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.
—¡Pobre Mauricia! —dijo Fortunata a Guillermina, secándose el llanto a toda prisa, pues no le parecía bien ser ella la que más llorase—. Mire usted, señora, a mí me pasaba con esa mujer una cosa rara. Sabiendo que era muy mala, yo la quería... me era simpática, no lo podía remediar. Y cuando me contaba las barbaridades que hizo en su vida, yo no sé... me alegraba de oírla... y cuando me aconsejaba cosas malas, me parecía, acá para entre mí, que no eran tan malas y que tenía razón en aconsejármelas. ¿Cómo me explica usted esto?
—¿Yo?... ¿que le explique yo?... —repuso la fundadora con cierto aturdimiento—. Hay en el corazón misterios muy grandes, y en lo que toca a la simpatía, misterios de misterios... ¡Pobre mujer! Y si viera usted qué guapa era cuando polla. Se crió en casa de mis padres. ¡Lástima de chica! Su perfil elegante, la mirada, la expresión, eran de lo poco que se ve. Después se echó a perder, y se le puso la cara dura y hombruna, la voz ronca. Dicen que era el retrato vivo de Bonaparte, y efectivamente...
Guillermina miró las láminas napoleónicas, y Fortunata también, reconociendo el parecido. Después la santa se despidió de Severiana, diciéndole que volvería al día siguiente. Le recomendó la paciencia, y tomando el brazo de la de Rubín, se fue con ella. Severiana y la comandanta las escoltaron hasta el portal.
«Tenemos mucho que hablar —le dijo Guillermina en la calle—; pero mucho. Lo de hoy no ha sido más que desflorar el asunto. Me ha sabido a nada. Y usted, ¿tendrá un poco más de paciencia para aguantarme? Porque si no ha quedado harta de mí, le he de rogar que me dé otra audiencia. ¿Será usted tan buena que quiera tener conmigo otro rato de palique?».
—Todos los que usted quiera —replicó la señora de Rubín, encantada con la indulgencia y cortesía de la ilustre dama.
—Bueno; ya fijaremos cuándo y cómo. ¿Va usted hacia su casa? Pues iremos juntas, porque yo tengo que ir a la calle de Zurita a echarle un réspice a mi herrero, y no hará usted nada demás si me acompaña un poco. Pronto despacho, y la dejaré a usted en la puerta de su casa.
Aceptada con sumo agrado la proposición, anduvieron juntas el torcido y desigual camino que separa la vertiente de la Arganzuela del barranco de Lavapiés. Hablaban de cosas que nada tenían de espirituales, de lo caro que se estaba poniendo todo... La carne sin hueso, ¡quién lo había de decir!, a peseta; la leche a diez cuartos; el pan de picos a diez y seis, y de las casas no dijéramos; un cuarto que antes costaba ocho reales, ya no se encontraba por catorce. Llegaron por fin a la calle de Zurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el piso cubierto de carbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño del establecimiento avanzó a recibir a la señora, con su mandil de cuero ennegrecido, la cara sudorosa y tiznada, y quitándose la porra, le dio sus excusas por no haber entregado los clavos bellotes.
«¿Pero y los gatillos, que es lo que hace más falta? —dijo la dama amoscándose—. Hombre de Dios, usted se va a condenar por tantos embustes como dice. ¿No me prometió que estarían por ayer? ¿Qué palabras son esas? Vaya, que ni Job tendría paciencia para aguantarle a usted. Están parados los carpinteros de armar, por causa de esa santa pachorra. No me extraña que esté usted tan gordo, Sr. Pepe... Y póngase la gorra, que está sudando y se puede constipar».
El herrero se excusaba con voz balbuciente, y por fin hizo juramento de dar los gatillos para el jueves, sí, para el jueves, con toda seguridad... Había tenido un encargo con muchas prisas... pero en seguida se pondría con los gatillos de la señora, y los tendría, los tendría por encima de la cabeza de Cristo para el día señalado. Volvió la fundadora a sermonearle, pues no se contentaba con promesas, y se despidió diciendo que si no estaban el jueves, se podía quedar con ellos. Salió el Sr. Pepe, haciendo cortesías, hasta media calle, y las dos señoras subieron despacio hacia la del Ave-María.
«Bueno —dijo Guillermina—; antes de separarnos, quedaremos en algo. ¿Quiere usted ir a mi casa? ¿Sabe usted dónde vivo?».
Fortunata dijo que sí. Santa Cruz le había dicho varias veces que la rata eclesiástica vivía en la casa inmediata a la suya, y que ella y Barbarita se comunicaban por los miradores. Para fijar el día, tuvo que pensarlo porque no quería dar cuenta a doña Lupe de tal visita, temerosa de que metiera en ella su cucharada, y discurrió que era preciso escoger un día en que la de los pavos fuera al Monte de Piedad.
«El viernes... ¿le parece a usted bien?, de diez a once de la mañana».
—Perfectamente... Adiós, hija, conservarse. (Ya estaban en la puerta de la casa). Que la espero a usted. Que no me dé un plantón.
—¡Quia!... No faltaba más.
Quedose un rato Fortunata en la puerta mirándola subir, calle arriba, y después entró despacio, meditabunda. En todo el resto del día no la pudo apartar de su mente. ¡Qué extraordinaria mujer aquella! Sentíala dentro de sí, como si se la hubiera tragado, cual si la hubiera tomado en comunión. Las miradas y la voz de la santa se le agarraban a su interior como sustancias perfectamente asimiladas. Y por la noche, cuando Maxi se durmió, y estaba ella dando vueltas en la cama sin poder coger el sueño, vínole a la imaginación una idea que la hizo estremecer. Con tal claridad veía a Guillermina como si la tuviera delante; pero lo raro no era esto, sino que se le parecía también a Napoleón, como Mauricia la Dura. ¿Y la voz?... La voz era enteramente igual a la de su difunta amiga. ¿Cómo así, siendo una y otra personas tan distintas? Fuera lo que fuese, la simpatía misteriosa que le había inspirado Mauricia, se pasaba a Guillermina. ¿Cómo, pues, se podían confundir la que se señaló por sus vergonzosas maldades y la santa señora que era la admiración del mundo? «Yo no sé cómo es esto —discurría Fortunata—; pero que se parecen no tiene duda. Y el habla de las dos me suena lo mismo... Señor, ¡qué será esto!». Se devanaba los sesos en el torniquete de su desvelo para averiguar el sentido de tal fenómeno, y llegó a figurarse que de los restos fríos de Mauricia salía volando una mariposita, la cual mariposita se metía dentro de la rata eclesiástica y la transformaba... ¡Cosa más rara! ¡El mal extremado refundiéndose así y reviviendo en el bien más puro!... ¿Pero no podría ser que Mauricia, arrepentida y bien confesada y absuelta, se hubiera trocado, al morir, en criatura sana y pura, tan pura como la misma santa fundadora... o más, o más? «¡Qué confusión, Dios mío! Y que no haya nadie que le explique a una estas cosas...».
Después le causaba pavor la visión figurada de los pies de Mauricia... En la oscuridad, que surcaban rayas luminosas, veía las botas elegantes y pequeñas de la difunta... Los pies se movían, el cuerpo se levantaba, daba algunos pasos, iba hacia ella y le decía: «Fortunata, querida amiga de mi alma, ¿no me conoces? ¡Re...! Si no me he muerto, chica, si estoy en el mundo, créetelo porque yo te lo digo. Soy Guillermina, doña Guillermina, la rata eclesiástica. Mírame bien, mírame la cara, los pies... las manos, el mantón negro... Estoy loca con este asilo pastelero, y no hago más que pedir, pedir, pedir al Verbo y a la Verba. Sr. Pepe, ¿me hace usted esos gatillos o no?... ¡peinetas se debían volver!».
Guillermina vivía, como antes se ha dicho, en la calle de Pontejos, pared por medio con los de Santa Cruz. Era aquella la antigua casa de los Morenos; allí estuvo la banca de este nombre desde tiempos remotos, y allí está todavía con la razón social de Ruiz Ochoa y Compañía. El edificio, por lo angosto y alto, parecía una torre. El jefe actual de la banca no vivía allí; pero tenía su escritorio en el entresuelo; en el principal moraba D. Manuel Moreno-Isla, cuando venía a Madrid, su hermana doña Patrocinio, viuda, y su tía Guillermina Pacheco; en el segundo vivía Zalamero, casado con la hija de Ruiz Ochoa, y en el tercero, dos señoras ancianas, también de la familia, hermanas del obispo de Plasencia, Fray Luis Moreno-Isla y Bonilla.
Entró Guillermina en su casa a las nueve y media de aquel día que debía de ser memorable. Tan temprano, y ya había andado aquella mujer medio mundo, oído tres misas y visitado el asilo viejo y el que estaba en construcción, despachando de paso algunas diligencias. Llegose un instante a su gabinete, pensando en la visita que aquel día esperaba, pero el interés de este asunto no le hizo olvidar los suyos propios, y sin quitarse el manto, volvió a salir y fue al despacho de su sobrino. «¿Se puede?» preguntó abriendo suavemente la puerta.
«Pasa, rata» replicó Moreno, que se acababa de dar un baño y estaba sentado, escribiendo en su pupitre, con bata y gorro, clavados los lentes de oro en el caballete de la nariz.
—Buenos días —dijo la santa entrando; él la miraba por encima de los quevedos—. No vengo a molestarte... Pero ante todo. ¿Cómo estás hoy? ¿No se ha repetido el ahoguillo?
—Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansado una noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles me matan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.
—Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosa que llevas... Pero vamos a mi pleito. Sólo te quería decir que ya que no me acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tu solar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yo las mandaré aserrar...
—Vaya por las vigas, que no son viejas.
—¡Si están medio podridas!
—¡Qué han de estar! Pero en fin, tarasca, tuyas son —replicó Moreno volviendo a escribir—. ¡Cuándo querrá Dios que acabes tu dichoso asilo, a ver si descansa el género humano! Mira, no sabes lo antipática que te haces con tus petitorios. Eres la pesadilla de todas las familias y cuando te ven entrar, no lo dudes, aunque te pongan buena cara, ¡te echan de dientes adentro cada maldición...!
A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.
«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».
—Carga con ellos y así te perniquiebres —repuso D. Manuel sonriendo.
—Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.
Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.
—¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada.
—Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!
—¡Cristiano yo! —exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica—. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.
—Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.
—No me da la gana.
Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.
—Así, así... —decía Guillermina dictando—. «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...».
—Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.
Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo: «¿Quién es?».
—No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.
—Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?
—Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.
Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.
—Venga usted... Jacinta por Dios —dijo Moreno echando la firma al documento—, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.
«Calle usted, cicatero —le contestó la joven avanzando hacia la mesa—. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin».
—Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvación —afirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir—. Estamos perdidos.
—¿Eh?, ¿qué tal? ¿Tengo buenos abogados? —dijo Guillermina recogiendo su papel.
—¡Cicatero! —repitió Jacinta—. ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, ¡un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!
—Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.
—No, no le dejaremos, ¿verdad? —insistió la santa—. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos ahora juntas. Aunque te vuelvas turco, ya te cayó que hacer.
—No, Jacinta no se mete en esos enredos —dijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.
—Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.
—¿Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.
—Primero te caerás tú.
—Es mío —afirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre—. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.
—¡Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosa —replicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.
—Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...
—Eso... eso... —interrumpió Guillermina—. Pero no te dará ni una mota. ¿Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.
—Poco a poco, señoras mías —observó el rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón—. La cosa varía de aspecto. ¡Jacinta metida a santa fundadora! ¡Qué compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí que me condeno de veras, si me obstino en la negativa. Porque no hay duda de que esta mano que pide, mano del Cielo es...
—Y tan del Cielo —indicó la propia Delfina sacudiendo la mano—. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.
—¿Sí?... —dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego—. Pues doy, pues doy.
Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.
—Eh... ¿qué libertades son estas? —gritó su sobrino sujetándole la mano.
—El talonario del Banco... —decía la rata eclesiástica, luchando por desasirse y por sofocar la risa—. Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo.
—Orden, orden, señoras —arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración—. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.
—¡El talonario, el talonario! —chillaba Jacinta, dando también palmadas.
—Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...
—¡Bah!... ¡se está burlando de nosotras!...
—No, no —dijo Guillermina con ardor—, ya no puede volverse atrás.
—Yo no me voy ya sin la firma.
—Más que la firma —manifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos—, vale mi palabra.
Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.
«¿De veras?».
—No hay más que hablar.
—Eso sí —dijo la santa—, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...
Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.
«¿Pero de veras nos mandará el talón?» preguntó Jacinta, incrédula.
—Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... ¡Qué alegría!... ¡Ya tenemos piso principal! ¡Viva San José bendito! ¡Vivaaaa!... ¡Viva la Virgen del Carmen!... ¡Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. ¡Ah!, yo le conozco bien. ¡Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!
No les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro. «Las diez, ya veremos si viene —dijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara—. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo».
Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:
«Esto no lo hago yo más que por ti... ¡meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... ¿Creerás una cosa? ¿Que esa mujer no me parece enteramente mala?».
—Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...
—Dice que después le pesó...
—¡Bribona! —exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.
—Pero, en fin, hoy la tantearemos otra vez. Como quiera que sea, su sermoncito no hay quien se lo quite. Y por si viene pronto... quedamos en que de diez a once... debes marcharte ya, no sea que te pille aquí.
Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución: «Yo no me voy».
—¡Hija, qué me dices!... ¿Estás loca?
—Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...
—Eso sí que no te lo consiento. ¿En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.
—¡Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! ¿Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.
—Pues te quedas aquí... ¡Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.
—Déjeme... ¡por Dios! ¿Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.
—Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «¡lo he oído todo!».
—Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.
—Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...
—¿Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.
Sonó la campanilla.
«¿Apostamos a que es ella?... Lo siento» dijo Guillermina, asomándose a la puerta.
Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento».
Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.
Pero lo verdaderamente singular era que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse, ¿no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva de que el matrimonio le permitiera pecar libremente, no digo que con este y con el otro, sino con el que usted quería?».
Fortunata miraba al techo, recordando.
«¿No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo».
—Puede que sí la hubiera —dijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula—. Puede que sí...
—¿Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?
—Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. ¿Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.
En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.
«Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber».
—¡Mi conciencia!... esto sí que es raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido...
—No siga usted —interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible. No siga usted. ¡Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.
—Parecíame a mí —prosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad—, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.
—Calle, cállese por Dios...
—Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.
Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir. «Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta».
—Yo no habría sido mala —dijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento—, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de mí —la santa vacilaba; no sabía por dónde romper. ¡Ah!, sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.
—Usted, hija mía, está como trastornada —le dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación—. El otro día me pareció usted más razonable... ¿qué mosca la ha picado...?
—¿Qué mosca? —dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada—. ¿Qué mosca?, pues una.
—Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...
En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.
¡Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:
«¡Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa».
Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.
«Es idea mía —prosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista—. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...».
—Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... ¡Qué idea!... ¡qué atrevimiento! Está usted condenada.
Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.
«Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver».
La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.
«¿Por qué he de ser yo tan mala como parece?... ¿porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?... ¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa: no tiene hijos, y cuando tocan a tener hijos, no me rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora... Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale... Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo... Luego nosotras...».
«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la calle —pensó Guillermina—. ¡Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».
Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de doña Bárbara preguntando: «¿Está ahí Jacinta?».
La santa vaciló antes de dar respuesta. Por fin la dio: «¿Jacinta?... No, aquí no está». Poco más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer de siempre, segura, impávida y tan dueña de su palabra como de sus actos. La mentira y el escondite escénico de su amiga pusiéronla en la situación más crítica del mundo, porque se había hecho a la verdad, y vivía en ella como los peces en el agua. Estaba la pobre señora, con aquellos escrúpulos, como pez a quien sacan de su elemento, y aún le pasó por el magín la pavorosa idea: ¡pecado mortal! En fin que aquello se tenía que concluir.
«Hija mía, usted está hoy un poco alucinada. Bien quisiera poderla oír, consolarla... pero tiene que dispensarme por hoy... Otro día...».
—¿Tiene usted que salir? —dijo la anarquista con pena—. Bueno, volveré; yo tengo que contarle a usted una cosa... Si no se la cuento a usted, lo sentiré... ¡Ay!, una cosa que me ha pasado ayer... ¡tremenda, muy tremenda!
Guillermina permaneció en pie, diciendo para sí: «¿qué será?».
«Si persiste usted —agregó en voz alta—, en tener esas ideas estrambóticas, es difícil que yo la consuele. No nos entenderemos nunca».
En aquel momento la pecadora clavaba sus ojos en la santa. Se le estaba pareciendo a Mauricia. La cara no era la misma; pero la expresión sí... y la voz, se le había enronquecido como la de las personas que beben aguardiente.
«¿En qué piensa usted? ¿Por qué me mira tanto?» le preguntó Guillermina, que ya estaba impaciente por terminar.
—La miro a usted porque me gusta mirarla... Anoche y anteanoche, y todos los días desde aquel en que hablamos, la tengo a usted metidita dentro de mis ojos, la veo cuando duermo y cuando no duermo. Ayer, cuando me pasó lo que me pasó, dije: «No tengo sosiego hasta que no se lo cuente a la señora».
Guillermina, movida de gran curiosidad, se sentó, y tomándole una mano, le dijo en voz queda: «Cuente usted... Ya oigo».
«Pues ayer —refirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento—, pues ayer... iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted... porque siempre estoy pensando en usted y... me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua... Ni sé por qué me paré allí, pues ¿qué me importan a mí los tubos?... cuando sentí a mi espalda... mejor dicho aquí en el cuello, una voz... ¡Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría... Me quedé helada... volvime... le vi... se sonreía».
Guillermina extendió la mano para taparle la boca; pero sin resultado.
«Yo no podía hablar... Me quedé como una estatua; me dieron ganas de llorar, de echar a correr o de no sé qué».
—No le diría a usted nada de particular —indicó la santa muy asustada, quitando gravedad al asunto—. Nada más que un saludo...
—¿Qué saludo?... Verá usted. Me dijo: «¿Chiquilla, qué es de tu vida?...». Yo no le pude contestar... Di media vuelta, y él me cogió una mano.
—Vamos, vamos, esto ya es demasiado —declaró Guillermina, levantándose turbadísima—. Otro día me contará usted eso...
—No, si no hay más... Yo retiré mi mano, y me fui sin decirle nada... No tuve alma para seguir adelante sin mirar para atrás, y miré y le vi... Me seguía, distante. Apresuré el paso y me metí en mi casa...
—Muy bien hecho, muy bien hecho...
—Pero aguárdese usted —dijo Fortunata que ya no estaba exaltada, sino en un grado de humildad lastimosa, y su tono era el de los penitentes muy afligidos, que no pueden con el peso de sus culpas—. Aún falta lo mejor. Después que le vi, se me ha clavado de tal manera en el pensamiento la idea de... Es una idea mía, idea mala, señora... pero usted es una santa, y me la quitará de la cabeza... Por eso no tengo sosiego hasta no decírsela...
—Basta, basta; no quiero, no quiero.
—Que sí quiere —insistió la joven reteniéndola por ambas manos, pues la confesora hizo ademán de apartarse de ella.
—Una idea infame... la idea de pecar otra vez... —dijo Guillermina, balbuciente—. ¿Es eso?...
—Eso es... pero verá la señora. Yo quiero echarla de mí; pero a veces se me ocurre que no debo echarla, que no peco...
—¡Jesús!
—Que así debe ser, que así está dispuesto —añadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar a los poderes de la tierra. Es una idea mía, una idea muy perra, una idea negra como las niñas de los ojos de Satanás... y no me la puedo arrancar.
—Cállese usted...
Guillermina puso cara de consternación y dio algunos pasos, vacilando como una persona que se va a caer. Tiempo hacía, mucho tiempo, que la insigne fundadora no se había encontrado en compromiso semejante. Sentíase atada y sin libertad, y esto la ponía fuera de sí, destruyendo aquella serenidad soberana que normalmente tenía. Aún intentó un esfuerzo para dominar situación tan penosa, y echando miradas de alarma a la vidriera de su alcoba, dijo: «Pero usted... no reflexiona... que...».
No pudo concluir esta frase trivial. La otra, que siendo cifra de todas las debilidades humanas, parecía más fuerte que la gran doctora y santa, se permitió sonreír oyéndola. «¿Y qué saco de reflexionar? Mientras más reflexiono peor».
—Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamos al estado salvaje.
Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entender Fortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedad volviera al estado salvaje...
«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios, porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenece de lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dicho Guillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición. Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas: «Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sin labrar».
Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conserva las ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la cantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee las verdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme se le van gastando las menudas, de que vive.
De repente Fortunata vaciló en su ánimo. Parecía una fuerza nerviosa que caía en brusca sedación. La otra, en cambio, se creció de repente por una sacudida de su conciencia. «Ya no más, no más mentira. No puedo, no puedo...».
Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida y sus ojos iluminados. Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estas palabras con un acento que parecía ser de otro mundo:
«Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de la mentira». Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole con profunda lástima: «¡Pobre mujer!, yo tengo la culpa de las atrocidades que ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido una farsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvado siempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales que desgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía que hablaba sólo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta está escondida en aquella alcoba».
Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice».
—Y usted... —añadió, saliendo a la puerta—, bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor...
Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupía las palabras para poder decir con gritos intermitentes: «¡Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡qué afrenta!... ¡Ladrona...!».
Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».
La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luego la primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro. No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí, porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesote como un castillo, y a poco vino también doña Patrocinio, y después el mismo Moreno.
La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después una idea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por un brazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que la sacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se vio bajando la escalera.
Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido el conocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada, se dejó decir: «Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse a redentora».
Bajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «¡A mí, decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no sé, no recuerdo bien si le arañé la cara. ¡A mí decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar. La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que había dicho y hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que le dijo algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella ladrona?... Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera a otra sin saber lo que hacía.
«¿Pero yo qué he hecho?... ¡Oh!, bien hecho está... ¡Llamarme a mí ladrona, ella que me ha robado lo mío!». Se volvió para atrás, y como quien echa una maldición, dijo entre dientes: «Tú me llamarás lo que quieras... Llámame tal o cual y tendrás razón... Tú serás un ángel... pero tú no has tenido hijos. Los ángeles no los tienen. Y yo sí... Es mi idea, una idea mía. Rabia, rabia, rabia... Y no los tendrás, no los tendrás nunca, y yo sí... Rabia, rabia, rabia...».
Más allá del Banco volvió a reírse. Su monólogo era así: «¡Lo mismo que la otra, la señora del Espíritu Santo...! Doña Mauricia, digo, Guillermina la Dura... Quiere hacernos creer que es santa... ¡buen peine está! Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispa catoliquísima y meterse en el confesonario... ¡Perdida, borrachona, hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos... con el Nuncio y con San José...».
De pronto sus ideas variaron, y sintiendo dolorosa angustia en su alma, como impresión de horrible vacío, pensaba así: «¿Pero a quién me volveré ahora? ¡Dios mío, qué sola estoy! ¡Por qué te me has muerto, amiga de mi alma, Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, y ahora estás divirtiéndote con los del Cielo; ¡y yo aquí tan solita! ¿Por qué te has muerto? Vuélvete acá... ¿Qué es de mí? ¿Qué me aconsejas? ¿Qué me dices?... ¡Qué ganas siento de llorar! Sola, sin nadie que me diga una palabra de consuelo... ¡Oh!, ¡qué amiga me he perdido!... Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y vuelve a vivir... Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamos llorando por ti... Los pobres que tú socorrías te llaman. Ven, ven... Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi esta mañana en la fragua, machacando, tin, tan... Mauricia, amiga de mi alma, ven y las dos juntas nos contaremos nuestras penas, hablaremos de cuando nos querían nuestros hombres, y de lo que nos decían cuando nos arrullaban, y luego beberemos aguardiente las dos, porque yo también quiero el aguardientito, como tú, que estás en la gloria, y lo beberé contigo para que se me duerman mis penas, sí, para que se me emborrachen mis penas».
Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visiones disparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en tal disposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que la observaba... «¿Qué tienes?... Me has asustado. ¡Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!». A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza. «¿En dónde has estado hoy? Tú has salido». —«Fui a comprar aquella tela...». —«¿Y dónde está?». —«¿Que dónde está la tela?... Pues no sé...». —«Parece que estás en Babia. A ti te pasa algo. Levántate de ese sofá».
Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espíritu estaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadas vergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho. Estuvo la señora de morros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo que se apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podía ver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte de la casa que fuese, seguíala doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinar de las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al día siguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a la botica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que para evitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándose en su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el día anterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que se emborrachaban con tragos de dolor y se dormían.
En tal situación siente vivos impulsos de salir a la calle; se levanta, se viste, pero no está segura de haberse quitado la venda. Sale, se dirige a la calle de la Magdalena, y se para ante el escaparate de la tienda de tubos, obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual, cuando tenemos un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos al propio sitio creyendo que lo tendremos por segunda vez. ¡Cuánto tubo!, llaves de bronce, grifos, y multitud de cosas para llevar y traer el agua... Detiénese allí mediano rato viendo y esperando. Después sigue hacia la plaza del Progreso. En la calle de Barrionuevo, se detiene en la puerta de una tienda donde hay piezas de tela desenvueltas y colgadas haciendo ondas. Fortunata las examina, y coge algunas telas entre los dedos para apreciarlas por el tacto. «¡Qué bonita es esta cretona!». Dentro hay un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante, alimaña de transición que se ha quedado a la mitad del camino darwinista por donde los orangutanes vinieron a ser hombres. Aquel adefesio hace allí mil extravagancias para atraer a la gente, y en la calle se apelmazaban los chiquillos para verle y reírse de él. Fortunata sigue y pasa junto a la taberna en cuya puerta está la gran parrilla de asar chuletas, y debajo el enorme hogar lleno de fuego. La tal taberna tiene para ella recuerdos que le sacan tiras del corazón... Entra por la Concepción Jerónima; sube después por el callejón del Verdugo a la plaza de Provincia; ve los puestos de flores, y allí duda si tirar hacia Pontejos, a donde la empuja su pícara idea, o correrse hacia la calle de Toledo. Opta por esta última dirección, sin saber por qué. Déjase ir por la calle Imperial, y se detiene frente al portal del Fiel Contraste a oír un pianito que está tocando una música muy preciosa. Éntranle ganas de bailar, y quizás baila algo: no está segura de ello. Ocurre entonces una de estas obstrucciones que tan frecuentes son en las calle de Madrid. Sube un carromato de siete mulas ensartadas formando rosario. La delantera se insubordina metiéndose en la acera, y las otras toman aquello por pretexto para no tirar más. El vehículo, cargado de pellejos de aceite, con un perro atado al eje, la sartén de las migas colgando por detrás, se planta, a punto que llega por detrás el carro de la carne con los cuartos de vaca chorreando sangre, y ambos carreteros empiezan a echar por aquellas bocas las finuras de costumbre. No hay medio de abrir paso, porque el rosario de mulas hace una curva, y dentro de ella es cogido un simón que baja con dos señoras. Éramos pocos... A poco llega un coche de lujo con un caballero muy gordo. Que si pasas tú, que si te apartas, que sí y que no. El carretero de la carne pone a Dios de vuelta y media. Palo a las mulas, que empiezan a respingar, y una de estas coces coge la portezuela del simón y la deshace... Gritos, leña, y el carromatero empeñado en que la cosa se arregla poniendo a Dios, a la Virgen, a la hostia y al Espíritu Santo que no hay por dónde cogerlos.
Y el pianito sigue tocando aires populares, que parecen encender con sus acentos de pelea la sangre de toda aquella chusma. Varias mujeres que tienen en la cuneta puestos ambulantes de pañuelos, recogen a escape su comercio, y lo mismo hacen los de la gran liquidación por saldo, a real y medio la pieza. Un individuo que sobre una mesilla de tijera exhibe el gran invento para cortar cristal, tiene que salir a espeta perros; otro que vende los lápices más fuertes del mundo (como que da con ellos tremendos picotazos en la madera sin que se les rompa la punta), también recoge los bártulos, porque la mula delantera se le va encima. Fortunata mira todo esto y se ríe. El piso está húmedo y los pies se resbalan. De repente, ¡ay!, cree que le clavan un dardo. Bajando por la calle Imperial, en dirección al gran pelmazo de gente que se ha formado, viene Juanito Santa Cruz. Ella se empina sobre las puntas de los pies para verle y ser vista. Milagro fuera que no la viese. La ve al instante y se va derecho a ella. Tiembla Fortunata, y él le coge una mano preguntándole por su salud. Como el pianito sigue blasfemando y los carreteros tocando, ambos tienen que alzar la voz para hacerse oír. Al mismo tiempo Juan pone una cara muy afligida, y llevándola dentro del portal del Fiel Contraste, le dice: «Me he arruinado, chica, y para mantener a mis padres y a mi mujer, estoy trabajando de escribiente en una oficina... Pretendo una plaza de cobrador del tranvía. ¿No ves lo mal trajeado que estoy?» Fortunata le mira, y siente un dolor tan vivo como si le dieran una puñalada. En efecto; la capa del señorito de Santa Cruz tiene un siete tremendo, y debajo de ella asoma la americana con los ribetes deshilachados, corbata mugrienta, y el cuello de la camisa de dos semanas... Entonces ella se deja caer sobre él, y le dice con efusión cariñosa: «Alma mía, yo trabajaré para ti; yo tengo costumbre, tú no; sé planchar, sé repasar, sé servir... tú no tienes que trabajar... yo para ti... Con que me sirvas para ir a entregar, basta... no más. Viviremos en un sotabanco, solos y tan contentos».
Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.
Lo que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible: «Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite». Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo: «es negro y de tres aujeritos. Mala sombra». Vuelta otra vez a la cavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro que me mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivir más así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera que acabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecía darle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso doña Lupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos. «Nada, hija, que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquí perecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va a consumir la vida».
Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».
Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay que tener mucha paciencia —dijo doña Lupe a Fortunata—. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano». Sentía Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla en estos términos: «Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero». Pero doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por nada del mundo le habría hecho una confidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a doña Lupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de lo que pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señora de Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, la mortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni le pedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda le ocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va a ser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca la tragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso de Nicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si al menos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yo he faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...». Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien que discurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honor de la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».
Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron los Villuendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno-Isla... Pues irían también D. Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante, haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que iba con uno de los chicos, el gran Plácido le echó una mirada de indignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porque cuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo a Gilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabe si son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo rato contemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día. El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul, revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundo desconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramente distinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra que avanzaba ondeando; y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa de San Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquella parte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.
«Estará con su papá —pensó ella—, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».
Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijo guardándolo.
Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «¡Negra!».
¡Ay Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, ¡precisamente en uno de los pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que le pondría al vestido. ¿Azul o plata vieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba. Abrió la portezuela, y miró a su antigua amiga, sonriendo; sonrisa que quería decir: ¿Vienes o no? Si estás rabiando por venir... ¿a qué esa vacilación?
La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal».
Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante».
Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
«¡Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?».
La mirada se volvió húmeda.
—¿Yo?... ninguno.
—¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...
—Ya te lo perdoné.
—¿Cuándo?
—¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.
—Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti —dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.
—¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.
—Yo te vi en la calle de la Magdalena.
—¡Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.
Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.
—¡Tanto tiempo sin vernos! —exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.
—¡Tenía que ser, tenía que ser! —dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombre de él—. Es mi destino.
—¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!
—Para ti toda —afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.
—Para mí toda —dijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra—. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.
—Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, ¿sabes?
Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta: «¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?».
—¿Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).
—Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido por ahí algún devaneo...?
—¡Yo! —exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida—; ¡pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...
—¿De cuánto tiempo puedes disponer?
—De todo el que tú quieras.
—Podrías tener un disgusto en tu casa.
—Es verdad... pero ¿y qué?
Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.
—Pues dispongo de una hora.
—¿Y mañana?
—¿Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañes —dijo ella suplicante—. Estoy acostumbrada a tus papas...
—No, ahora no... ¿Me quieres?
—¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, ¿qué culpa tengo?
Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.
—¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos en la rodilla).
—No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.
—¡Ah!, esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yo digo: «¿Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debe haber más que quererse y a vivir.
—Tienes razón (abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar de besos). Quererse y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.
Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.
—Reconozco —prosiguió el Delfín—, que vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa, nena negra. No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todas las auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno... Quiéreme, aunque no me lo merezco.
—¡Me muero por ti! (tirándole suavemente de las barbas). Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.
Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío! —exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados—. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».
—Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?».
—Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.
—Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.
Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacer tonterías».
—Quedamos en que...
—Mañana, a la hora que te venga mejor.
—Cochero, vuelva usted.
—Déjame a la entrada de la calle de Valencia.
—Donde tú quieras.
—Y pasado mañana también —dijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.
—Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...
Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.
—Porque ahora no serás tan malito como antes. ¿Verdad, pillín mío?... ¿No serás, no, verdad, rico mío?
—Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...
—Júramelo... ¡Ah!, ¡qué tonta!, ¡como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...
—¿Y cuál es tu idea?, ¿qué idea es esa?
—No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... ¿Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?
—Lo que tú tienes, nena negra, es toda la sal de Dios (besándola con romanticismo).
—Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.
—Mañana me lo dirás.
—No, mañana tampoco... El año que viene.
—Ya llegó el instante fiero...
—Silvia de la despedida. Déjame aquí. Adiós, hijo de mi vida. Acuérdate de mí. ¡Que no fueran los minutos horas! Adiós... me muero por ti.
—Que no faltes. Y no te olvides del número.
—¿Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.
—A la una en punto. Adiós, negra salada.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Madrid.-Diciembre de 1886.
FIN DE LA PARTE TERCERA