I

«Es cierto que, cuando al ser humano se le corrige con fijas varas como a un arbolillo, queda convertido en arbolillo».

Los signos de los Tesda. Interpretación

EL correccional de San Bruno fue una institución necesaria para los burgueses madrileños.

Los burgueses madrileños no podían ser una excepción a la ley humana, y vivían de una manera imperfecta.

Pero esta manera estaba justamente compensada en sus hijos, en la juventud, que como casos aislados se rebelaba, unas veces con exaltación noble, otras veces con bajeza ruin. Ambas cosas tenían significado igual.

Los buenos burgueses, para ser buenos con su vida, debían ahogar esa rebelión, esa oposición o esa diferencia.

Por eso, para ellos, fue una institución necesaria el correccional de San Bruno.

«Lo malo se hace con la misma ingenuidad que lo bueno. Y es cierto que la ingenuidad del mal tiene más valor, pues en el acto del bien interviene mucho la rutina».

II

Los signos de los Tesda. Interpretación

Cuando se estaba muriendo el viejo señor don Pedro Sánchez de Bea, su hijo Rafael, que tenía unos dieciséis años, quiso abandonarle.

Rafael abrió una complicada mesa de despacho, donde había dinero; cogió unos cuantos billetes al azar y se marchó.

Don Pedro era viudo. No tenía más hijo que Rafael; y este hijo podía ser su nieto, pues el viejo señor, fuerte y rozagante en la vejez, se casó tarde. Se casó con una mujer joven, que murió al nacer su primer hijo.

Don Pedro tenía, además, una hermana que le cuidaba desde que cayó enfermo. La señorita Teresa había pasado por la vida suave, inocentemente. Su turbación fue un desconcierto al notar el robo y la fuga de Rafael mientras don Pedro casi agonizaba.

Don Pedro no se murió. El hecho de su hijo le ayudó a vivir. Cuando Rafael entró, cogido por las orejas, en la casa paterna, estaba don Pedro convaleciente y fuerte para castigarle.

Rafael no explicó por qué se marchaba. Y procuró escaparse otra vez porque don Pedro noblemente le maldijo.

Entonces, la inocente y suave señorita Teresa indicó el camino de la expiación y del encierro. Por su consejo, don Pedro consultó a los frailes de San Bruno, y Rafael fue al correccional.

«Debes saber que la belleza de la vejez es fatal y malsana...».

III

Los signos de los Tesda. Interpretación.

Don Pedro Sánchez de Bea se restableció por completo y pudo seguir libremente su vida de viejo señor.

Vivía con los restos de una fortuna que radicaba en Benalmena, donde estaba la casa hidalga de la familia.

Disfrutaba la posición que él se había ganado en Madrid, de político antiguo, recto y sereno.

Tenía el puesto y la consideración social de su origen noble, de sus relaciones de amistad y de familia.

Los últimos años venerables de su vida hizo un esfuerzo para conservar su carácter severo, recto y fuerte con Rafael. Un rasgo de amargura le anonadaba interiormente, le hacía pasar grandes ratos tierno y serio, hosco, solitario, inmóvil, con los ojos abiertos y fijos.

IV

«Os decimos que el transcurso de la vida humana es una parábola trazada por cierto hilo. Por el hilo que se va soltando de la madeja noble, primaria, de la madeja vital nacida con el ser humano, de la madeja que se deshace por el hilo que traza la parábola de la vida. Pues resulta cierto que el niño es bueno y el viejo es canalla».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Rafael pasaba por todas las crisis del correccional de San Bruno.

Primero, el castigo atroz, imposible. Luego, el consuelo y el halago. Después, una desesperación delirante, una rabia soberbia, mala, criminal.

Poco a poco, al cabo de tiempo, llegó un instante en que su vida allí le pareció tan fatal, que no le preocupaba. Esto sucedió sin que él se diese cuenta.

Empezaron a satisfacerle todos los gustos. En el gran parque del correccional paseaba, corría, montaba a caballo. También salía a determinadas horas para dar grandes paseos.

Le hacían leer La Biblia. Le dejaban en libertad de estudiar, y él estudiaba Botánica y Álgebra.

Los frailes estaban encantados por la conformidad ejemplar de Rafael. Cierta vez, el confesor le preguntó una cosa, y él contestó que no. Un medio fraile que entraba y salía en el convento, se le acercó a los pocos días:

—Si usted quiere alguna noche venir conmigo a dar un paseo, yo le llevaré a buenos sitios sin que se enteren los padres.

Rafael miró al alcahuete con curiosidad y extrañeza y no le hizo caso. Rafael era alto, apretado, vigoroso, de constitución noble.

El anciano don Pedro había ido pidiendo para su hijo la satisfacción de todos los gustos, porque pensaba en el tiempo cuando Rafael llegase a la mayor edad.

Este fue el gran problema que animó por última vez a don Pedro. Mucho pensó en él inútilmente. Antes de que su hijo llegara a la mayor edad, don Pedro había muerto.

V

«Por cierto que erráis llorando la muerte. Pues la muerte no es más que un momento de la lenta y verdadera muerte».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Además de la señorita Teresa, tenía Rafael dos tías, hermanas de su madre. Estas fueron a sacarle del correccional cuando don Pedro murió.

Como al huérfano le faltaba bastante tiempo para ser mayor de edad, se convino que fuese a pasar ese tiempo a la Casa Grande, hidalga, de Benalmena.

—Vas al mundo antiguo, amiguito -le dijeron—, al mundo viejo. El pueblo donde tienes que ir está allá, en Andalucía, casi en Extremadura. Es un pueblo ganadero y bárbaro. Pero allí te irás enterando de tu porvenir y de tu fortuna.

Al cabo de unos días se había decidido todo esto. Esos días los pasó Rafael con sus primas. Eran unas señoritas muy elegantes y muy divertidas. Llevaban los trajes con mucho primor y con algún descaro. Hablaban de novios, de diversiones.

Rafael no estaba afectado por la muerte de su padre, de modo que se reían con él y con sus preguntas.

Le decían:

—¡Ay, qué envidia; quién fuese como tú! Lo que te puedes divertir en este mundo...

A veces quedaban encantadas con su nobleza de movimientos. Otras veces le reprendían:

—El inclinarse hacia las orejas de las mujeres cuando se las habla, es una falta de educación.

VI

«Debes saber que la vida es una apariencia. Pero una apariencia que toma formas muy bellas».

Los signos de los Tesda. Interpretación

A la estación de Benalmena se llegaba cuando aún era de noche. Ya faltaba poco. Rafael, defendiendo sus ojos de la lucecilla que brillaba en el interior del vagón, veía la noche, confusa, imprecisa, y la alegría de las estrellas. Era el misterio de su destino.

La parte mística que acompaña al ser, y que el ser no ve, es su porvenir. La parte conocida, profunda, razonada, es lo ya muerto.

Aquellos que han visto el rumbo de su vida cambiado de pronto, han sentido un momento de misterio; porque las circunstancias les llamaban fatalmente la atención sobre su destino.

Los grandes hombres creadores y soberbios son desenterradores. Sus novedades resultan cosas muertas.

La belleza de la vida, sepulta. La fuerza de la voluntad, desentierra. ¿Y el momento presente? ¿Quién lo tiene?

Los fuertes tienen el pasado. Los débiles tienen el porvenir.

El presente es demasiado delicado, demasiado superficial, más que profundo, demasiado romántico...

Nadie sabe quién tiene el momento actual. Todos se equivocan en su apreciación porque resulta algo muy lejano de lo que para todos es el presente. A Rafael le pasaba lo mismo. Para Rafael era un recuerdo curvo y gracioso.

Desde que dejó su soledad, un ambiente demasiado oloroso le trastornaba. En la nube de este aroma veía los ojos de sus primas, las curvas de sus cuerpos, y más que nada las orejas, las recortadas orejitas.

VII

«Entonces le dijo que había profundizado mucho y que la diferencia estaba en los primeros aspectos de las cosas. Porque se dice profundizar y todo abismo es la nada...».

Los signos de los Tesela. Interpretación

Rafael abrió la portezuela de su vagón para apearse en Benalmena, y un grupo de hombres avanzó hacia él.

Se oyó una voz grave que dijo:

—A ver, muchachos, acercad las luces.

Rafael se encontró en tierra, enfocado por dos faroles. A su lado, un hombre le cogía de los hombros, mientras hablaba la misma voz imperiosa de antes.

—¡Éste es el hijo de don Pedro!

—Sí, yo soy. ¿Qué tal están ustedes?

Entonces ya los faroles se desviaron, y Rafael vio que estaba hablando a seis hombres que llevaban sombreros redondos de alas planas y grandes.

El de la voz imperiosa dijo:

—Yo soy el tío Andrés.

—¡Ah! ¿Es usted don Andrés el caballero?

—Sí. Tú has jugado mucho conmigo cuando venías a pasar aquí grandes temporadas de pequeño.

Rafael, por hacer algo, le abrazó. A don Andrés el caballero se le cubrieron los ojos de lágrimas.

—Ven acá. Este es mi sobrino. Y estos son dos hermanos de la familia de los Márquez, que apreciaba mucho tu padre: Miguel y Antonio.

Los otros dos hombres eran los criados que tenían los faroles. Don Andrés les dijo:

—¡Ea, andando! ¿Han llevado el equipaje al carro? Pues vamos al coche.

—Sí, señor. Vámonos pronto, que están ahí las cucarachas.

Subieron al coche, y las muías que lo tiraban salieron corriendo. Detrás iba el carro, también a la carrera. Era un carro de yugo; y el yugo, con la carrera, caía a golpe sobre el cuello de las muías, que se embravecían.

Al principio todos guardaron un silencio fúnebre, después de encomendar a Dios el alma de don Pedro.

El sobrino de don Andrés el caballero era conocido por el mote de Filfa, que le venía de haber tenido la costumbre de contestar a cada cosa: ¡Eso es filfa!

Filfa preguntó:

—¿Y qué se dice en Madrid de las cucarachas que por aquí nos gastamos?

Miguel Márquez hizo un ruido.

—¡Uh! Las cucarachas, las cucarachas...

Y se echó a reír.

Antonio Márquez era alto, desgarbado, rubio, pálido, barbudo, y vestía a la andaluza. Dijo con aire sombrío:

—Rafael no viene en condiciones de haberse enterado de nada. Me acuerdo de cuando yo perdí a mi papa...

Don Andrés el caballero se inclinó hacia Rafael.

—Pues, hijo, las cucarachas están haciendo muy mucho el caribe.

Después movió seriamente la cabeza y se quitó el cigarro que llevaba pegado al labio.

—Te digo que un día va a haber una que sea sonada.

Filfa miraba inquietamente por la ventanilla. Nada se veía. Sonaba un ruido estrepitoso y se oían las exclamaciones del mulero que venía detrás. De pronto, aquel ruido cesó, y clara, terminantemente, escuchóse una blasfemia.

El mulero, que venía detrás, gritó desde su carro caído:

—A seguir, a seguir; con las cucarachas no hay que descuidarse.

—Tiene razón; no hay que descuidarse.

—Tú arrea, que nosotros estamos aquí.

—Venían en tu mismo tren -dijo don Andrés—. Llegaba hoy su yerno...

Antonio Márquez se atusaba su barba pálida y abría los ojos.

—Tengamos paciencia, que la noche está muy oscura, y de cualquier áltete de estos... o un pedrusco pequeñete... nos puede volcar; entonces sí que nos adelantan.

El cochero volvió la cara.

—¿A quién, a mí? ¡Que no me echan alrededor, que usted lo sepa!

—Tú arrea, que nosotros estamos aquí.

Siguió la marcha en aquella oscuridad. El coche se torcía, saltaba, daba un crujido... Los viajeros iban muy serios, mientras sus cuerpos se zarandeaban con movimientos ridículos.

De repente oyeron todos cierto ruido. Volvieron hacia atrás la cabeza, y en la negrura sonó una tralla y el resoplido de dos muías desbocadas.

Don Andrés el caballero dio un bote dentro del coche.

—¡Ajo! Aquí están.

Entonces ocurrió una cosa bárbara. El coche recibió un arranque brutal, violento; salió rodando y saltando.

Filfa y Miguel Márquez hablaron a gritos:

—¡Canallas, venían a oscuras para que no les viésemos!

—Pues a esos cabrones lo mismo les da ir con vela que sin vela, porque de todos los modos les ganamos.

Don Andrés el caballero se doblaba de risa.

El cochero, de pie en el pescante, golpeaba con un palo a las muías.

—¡Si me echan alrededor, mi amo me raja!...

Las muías, con la cabeza levantada y las orejas echadas hacia atrás, corrían locas, torcidas, coceando al coche.

Rafael estaba encantado con esta violencia, que él nunca había conocido.

Antonio Márquez era el único que aparecía pálido, agarrándose a los asientos en una actitud espantada.

Entre grito y grito, arreando a las muías, el cochero hacía alguna reflexión:

—Miren hacia atrás... ¿A ver? Que éstas se queden reventadas a que me adelanten, ¡eso es lo que yo prefiero!

Hacia atrás, en la negrura, se veían cada vez más lejos las coronas pequeñas, brillantes, de los cigarros, y las carreras de chispas que sacaban del suelo las muías del otro coche.

—Les dejamos atrás -dijo don Andrés-; y además, esos no nos acompañan mucho tiempo. Van a tirar para su finca.

Los dos coches seguían corriendo bárbaramente. Daban golpes a un lado y a otro. Bajaban las cuestas sin detenerse, haciendo ziszás rápidos. El aire, negro, les empujaba. El campo era una sombra.

—No pueden con nosotros. ¿A ver? Ya tuercen, ya tuercen, ya han torcío...

Así chillaban Filfa y Miguel Márquez. Antonio Márquez se irguió y dijo:

—¡Señores, que vamos en un peligro muy grande y llevamos una cosa sagrada en estos momentos para nosotros: llevamos a Rafaelito!

Don Andrés el caballero hizo un guiño y echó la cabeza atrás:

—Si te lo he dicho yo; van a su finca. Esto ha sido una broma. Ellos no se ponen a correr sabiendo quién viene aquí.

Filfa hablaba a gritos:

—¿A ver? Vaya una broma. Si se descuida usted se la meten.

El cochero no quería detener a las muías; pero, al fin, convencido de que no le seguían, las redujo a una marcha normal.

Pasó algún tiempo y empezó a clarear el aire. Miguel Márquez dormitaba. Filfa abría y cerraba los ojos; las muñecas, el cuello y las rodillas le temblaban, echando de menos el aguardiente.

Don Andrés el caballero sacó una merienda de lomo, chorizos, tocino y guindillas, cuyo olor hacía estornudar. A Rafael le obligaron a comer lomo. Los otros no probaron nada. Don Andrés se llenó la boca de tocino y guindillas, y con sus encías desdentadas lo iba amasando.

Antonio Márquez empezó varias veces a contar historias trágicas.

Ya se distinguían las cosas perfectamente. El campo era quebrado, duro, seco. FFabía pocos árboles; se pasaba una quimérica encina o un olivo sombrío. El paisaje se extendía pardo hacia las lejanías azules de la sierra.

El coche dio media vuelta, siguiendo la carretera, y se vio el pueblo. A los lados de una iglesia levantada, erguida, aparecían muchos tejados negruzcos: ese era el pueblo.

—¿Ves esa torrecita que está a la derecha de la iglesia? -dijo Antonio Márquez a Rafael—. ¿La única casa que tiene torre?... Pues esa es tu casa.

Todavía pasó tiempo hasta que se aproximaron al pueblo.

Antonio Márquez se enderezaba, arreglándose su chaquetilla andaluza.

—Mira, Rafael, ahí tienes el cementerio.

Por el otro lado pasaban unas mozas tostadas, negras, con trajes de colores chillones y los cántaros de barro terciados en la cabeza.

Entró el coche en una calle que tenía el suelo de pedruscos y de hoyos. Unos cerdos y unos chicos desnudos se apartaron a su paso. Algunas figuras arrugadas y negras salían a las puertas de las casas.

Las casas tenían ventanillos, con fuertes hierros. Sus fachadas estaban enjalbegadas, limpias, demasiado blancas. Era una blancura que explicaba algo negro, bárbaro.

VIII

«Yo te confirmo que la primera presencia es un momento de laboriosidad oscura para los sentidos».

Los signos de los Tesda. Interpretación

El coche se detuvo ante una fachada antigua, de gran balcón central bajo los escudos y ventanas largas y estrechas con grandes rejas curvas.

Alrededor del coche se formó una turba de mujeres y chicos gimiendo.

Don Andrés el caballero bajó del coche y los demás también.

El zaguán de la casa estaba ocupado por hombres de sombreros amplios, que se arremolinaban hacia la puerta.

El mayordomo, ceremonioso y grave, saludó a Rafael. Los que allí había le fueron estrechando la mano. Luego se apartaron, y Rafael avanzó por el hermoso y antiguo zaguán. A la mitad y a la derecha, en la gran cocina de campana, había mucha más gente. Los ancianos, los de más respeto, estaban en el fondo. Entró Rafael y todos se pusieron de pie. Después, uno a uno, fueron dándole el pésame y saludándole. Don Andrés el caballero dirigió aquella ceremonia.

Al fin se marcharon todos. Rafael salió otra vez al zaguán. Enfrente de la cocina había una escalera amplia y olvidada. Llevaba muchos años sin usarse.

El zaguán acababa en un patio, dejando a un lado del patio un soportal y al otro lado una escalerita de piedra. El patio se extendía detrás, desigual y grande.

Allí el mayordomo presentó a Rafael los pocos servidores que quedaban a la casa.

Primero, unos hombres que llevaban remangadas sus blancas camisas limpias sobre los brazos quemados del sol. Después, una antigua criada que daba gritos lúgubres:

—¡Ay qué dolor! ¡Mi señorito don Pedro, que Dios haya!

La última de la servidumbre que presentó el mayordomo fue una mujer jovencita que estaba detrás, callada, mirando fijamente.

—Esta muchacha es la moza. Se llama Magdalena.

IX

«Fíjate en una caja de muerto y verás que recuerda vagamente la forma del cadáver. ¡Oh, qué horrible! Nuestra vivienda es lo mismo, es la caja de muerto de nosotros y del ambiente que nos rodea».

Los signos de los Tesda. Interpretación

A la casa de Rafael, en Benalmena, la llamaban la Casa Grande. Su mayordomo era un leonés que sabía mantenerse en todas las ocasiones con justeza extremada, y, a pesar de que llevaba muchos años en el pueblo andaluz y extremeño, no soltaba del todo su traza leonesa.

El mayordomo enseñaba la casa a Rafael. Era una casa de labor inmensa y destartalada, construida con maña para, desde puntos determinados, poder observarlo todo.

Estaban en la gran cocina de campana.

—Resulta —dijo el mayordomo— que este es el cuarto, aquí, donde más se está. A la cocina verdadera, adonde se guisa, pues se le llama cocedero.

Rafael no veía bien la bóveda inmensa, negra, de la campana. Sin embargo, la miraba. La miraba, porque le traía de su niñez un recuerdo, algo que él no sabía lo que era.

Las paredes aparecían blancas, limpias. En la pared principal había pintado un gran escudo negro. De su centro caía, recogida en dos simétricas curvas, una cadena también negra y de eslabones largos. A los lados, en las negras espeteras, colgaban los limpios y dorados cazos.

Una de las habitaciones más interesantes de la casa era la sala larga de los santos y los retratos.

Tenía una puerta al zaguán y otra a la cocina. Sus ventanas daban a la calle. Era estrecha y larga. Había en ella muchas mesas, y sobre cada mesa un santo de talla, diferente, grande y vestido. De las paredes blancas colgaban retratos de mujeres escotadas y hombres con grandes corbatas, que eran los antiguos Sánchez de Bea. Además, tenía un piano, un gran sofá y varios espejos, iguales dos a dos.

Esta sala era una señora antigua, que sólo se mostraba para una ceremonia o un aniversario, pues, si no, vivía, recatada y silenciosa, en la oscuridad.

X

«Déjame que te llame tonto por tu risa sin motivo. Pero tú llámame imbécil, porque quiero razonar la jovialidad».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Don Juan Gómez, el cura Gómez, entró una mañana en el zaguán de la Casa Grande, sonando huecamente su voz. Detrás de él entraron dos hidalgos.

—Aquí estoy, Rafael -dijo el cura Gómez-, con dos de mis confidentes.

Los dos confidentes, los dos hidalgos, siguieron distinto proceder. Uno de ellos dijo con desenfado:

—Deja tus cosas, cura.

El otro inclinó la cabeza y tuvo un gesto irónico.

El cura Gómez siguió hablando:

—No les haga usted caso, Rafael. Como si estuviésemos en intimidad; son mis confidentes. ¡Ah! Y hoy me he venido de hábitos porque me parecía de cumplido, pero ya no le vengo a ver a usted más con estos trucos. Es muy molesto, Rafael, créame usted a mí, que sí, que es muy molesto.

El cura Gómez se cogía los hábitos por el pecho y se los ahuecaba.

—Nada, cura -dijo el hidalgo que había hablado antes—; tú no sirves para tu carrera. Si hubieses tenido que cogerte a una iglesia, mal lo hubieras pasado.

El otro hidalgo se reía.

—Es verdad -dijo el cura Gómez-; créame usted a mí, Rafael, tiene razón. Yo no hubiese servido para cura. Ahora, que estoy en mi casa y celebro misa el día que me conviene o que puedo. Eso es. Y mire usted, Rafael, voy a decirle una cosa que le va a servir de regla. Nada da tanta autoridad como el ser libre. Así, Rafael: nada da tanta autoridad como el ser libre. Usted sabe que a los enemigos políticos que tenemos en este pueblo les llamamos las cucarachas. Bueno, pues el obispo de nuestra diócesis ha querido hacer a todos los curas cucarachas; unos se han defendido más y otros menos; pero al único a quien ha temido el obispo ha sido a mí. Como se lo digo, Rafael, el único a quien ha temido el obispo ha sido a mí. Porque yo le puse una carta diciéndole que estaba ordenado in sacris, pero que no estaba ordenado in sacris ad in cucarachis.

El cura Gómez se reía mucho y de un modo especial. Era de estatura mediana, ancho, fuerte, erguido, con empaque noble; la cabeza cana, de pelo lacio; los ojos turbios, la nariz grande y sucia; la boca horrible, negra; muy saliente la mandíbula inferior, medio paralítica, que le hacía balbucir. Hablando, accionaba con su diestra mano her-pética, levantándola evangélicamente. Cuando se reía, apoyaba sus manos en las rodillas, inclinaba el cuerpo y torcía la cara y la boca muy cómicamente. Tenía una risa contagiosa. Todos, al verle reír, se reían, y, naturalmente, no de lo que había dicho. Por eso, el cura Gómez resultaba gracioso, regocijado, amigo del donaire...

Uno de los hidalgos que estaban con don Juan era Luis Fernando. Luis Fernando tenía un cuerpo de complexión muy fuerte, las piernas arqueadas como un paréntesis, la cabeza algo caída, los ojos autoritarios, la nariz grande, aristocrática. Sus movimientos de violencia, de aplomo, de desdén o de reto, le daban un carácter noble y fanfarrón.

—Nada, Rafael, no haga usted caso. Las cucarachas están debajo de nuestras espuelas, tenían que venir debajo de nuestras espuelas, signo de que son menos fuertes que nosotros. Pero verá usted cómo aquí no se pasa mal del todo. Si le gusta a usted la conversación, al cura también le gusta mucho. En su casa o en la mía, va usted a tomar café o coñac. Si le gusta montar a caballo, el mejor potro es el mío. Si le gusta cazar, en mi casa están el perro mejor y la escopeta mejor. Conque ya lo sabe. Aquí se hace todo con gusto y no hay que guardar cumplidos.

—No le haga caso, Rafael -dijo el cura Gómez-, no le haga caso, es su chifladura; lo suyo ha de estar por encima de todo...

—A mengua tengo yo que lo mío no sea siempre lo mejor. ¡Mira este cura! Nada, ya lo sabe usted, Rafael; lo hemos de ver todo, hasta el convento de monjas.

El cura Gómez le interrumpió:

—Rafael, no le haga usted caso; créame usted a mí. El convento también está encucarachado. Ya se murió la monja que me consultaba todas sus cosas. Era la que cortaba el bacalao ahí, en el convento. Tenía a las demás monjas metidas en un puño. Oiga usted esto, que tiene mucha miga, Rafael. En cierta ocasión le dije yo: «¿Y no tiene usted miedo de que las otras profesas se vuelvan contra usted?». Conque la monja se puso en jarras y me contestó: «¿Contra mí? Si me remango el hábito, las puedo a todas a bofetadas».

El cura Gómez se rió abundantemente, y se rieron todos. Hasta don Críspulo.

Don Crispido era el otro hidalgo que había entrado con el cura. Don Críspulo resultaba un hombre notable. Varias veces empezó a hablar de asuntos importantes. Pero en sus labios tenían las cosas tan poco interés, que acababa por no contarlas.

XI

«Se medía el espacio con lo largo que era el cuerpo de un hombre. Y se medía el tiempo con el número de años que este hombre tenía».

Los signos de los Tesda. Interpretación

—Ahí tienes un centenario que te quiere ver —dijo don Andrés el caballero a Rafael con mucho sigilo.

Rafael salió al zaguán y vio un hombre flaco, rígido, alto, con la cabeza pequeña y blanca y la cara vieja, arrugada. Sus ojos azules parecían mirar hacia arriba.

Este anciano tenía un aspecto fuerte. Vestía a la antigua, con zajones y polainas. Colgada de la mano llevaba una montera de pastor.

Cuando notó a Rafael, le buscó a tientas el brazo y empezó a hablar.

—Yo soy el tío Serrano. Non soy de aquí, que soy castellano viejo de la sierra. Y todos somos de allí, porque la casa solariega de usted no es ésta, sino que se encuentra en Castilla, para que usted lo sepa. Yo he sido pastor de los rebaños de su abuelo de usted. Y con los rebaños veníamos cruzando leguas, que tardábamos muchos meses, hasta aquí y hasta más lejos de aquí. Y en tiempos de su padre fue cuando yo me quedé en este terreno, para que usted lo sepa. Yo no tengo que ofrecerme a usted, porque sé más de su familia que usted, y tengo de contarle cosas de su familia que usted no sabe. Cuando yo vine a este país no había más que dos casas notables y una era la de los Sánchez, porque había ley para el pobre. Pero hoy no hay ley para el pobre, y hay muchos que se enriquecen a costa del pobre nada más que por ser pobre. Y al tiempo que vivían mis amos no ocurría esto, que nadie se podía igualar a los Sánchez porque no todos tienen los mismos principios.

La voz del tío Serrano era grave al comienzo de la frase, y al final, atiplada.

Desde la cocina de campana, varios labradores que estaban con el mayordomo se reían del antiguo pastor.

Rafael le hizo entrar en la cocina.

—Non, señor. Yo me marcho. Hoy no quiero hablarle de nada. Pienso en don Pedro que Dios haya. Otros días vendré.

El tío Serrano, pulcro en toda su persona, sacó un pañuelo blanco, limpio, y se restregó sus ojos azules, que lloraban.

Después pasó por delante de los labradores y les dijo:

—Non vos burléis de mí. Que ya no se sabe trabajar y yo he atravesado mucho camino con las ovejas. Eso es. Para que lo sepáis.

—Mira qué bien tiene el oído el tío Serrano.

—Y la vista, ¿la tiene usted buena?

—Non vos burléis. Que tengo mejor vista que vosotros. Que mi vista ha descubierto por la noche a los lobos y ha descubierto las trampas que los ladrones ponían en los caminos para robar las ovejas.

—¿Y usted no ha sido nunca lobo, tío Serrano?

—¿A ver? ¿Y eso qué razón tiene?

El tío Serrano, sin bajar la cabeza, mirando hacia arriba, abrió su boca maliciosamente.

—Cuando había mala época se mataba una oveja. Pero eso no era engañar a mi amo; porque mi amo no quería que pasáramos hambre.

Luego se entró en la sala larga de los santos y los retratos.

El mayordomo dijo a Rafael:

—Es una costumbre que tiene.

Rafael se asomó a la sala por ver lo que hacía.

El tío Serrano se paraba delante de cada retrato y rezaba en alta voz. Antes de cada padrenuestro decía: —Por mi señor don Pedro. Por mi señorita doña Ana -según el retrato que tuviese delante.

Pero como veía muy poco, a veces rezaba delante de un espejo.

XII

«La naturaleza les recompensó burlándose de ellos». Los signos de los Tesda. Interpretación

Partió del zaguán una voz cascada.

—Ave María Purísima, ¿se puede pasar?

Todos los que estaban en la gran cocina de campana respondieron:

Unos: —Sin pecado concebida.

Otros: —Adelante.

Aparecieron un viejecito y una viejecita vestidos de negro. Los que estaban en la cocina se levantaron. El viejecito se dirigió a Rafael:

—¿Es usted el hijo de don Pedro?

—Sí. Yo soy. Póngase usted el sombrero y siéntese aquí.

El viejecito no contestó. Cogió con una mano la que le daba Rafael y con la otra le tocaba en el hombro. La viejecita sollozaba.

Al fin todos se sentaron.

El viejecito se caló el sombrero de alas grandes, que hacía más pequeña su cara de huesos y de piel amarillenta. La viejecita se lle-vaha el pliegue arrugado del pañuelo a las cuencas enormes de sus ojos descoloridos, y decía:

—¡Ay qué dolor!

Dando a la r un sonido de /.

Don Andrés el caballero, que estaba al lado de Rafael, les preguntó:

—¿Qué tal lo vamos pasando?

Los viejecitos no contestaron.

Después de algún tiempo, el viejecito, haciendo un esfuerzo, dijo:

—¿Y usted viene de Madrid?

—Sí, de Madrid.

—Eso está por arriba, ¿eh?

—Sí...

—Porque yo pienso que como está por arriba hará más frío que aquí.

Rafael no tuvo necesidad de contestar, pues el mayordomo, dando a la conversación un aire interesante, dijo:

—Sí; es un clima algo más frío que éste.

Luis Fernando y Filfa estaban en un rincón discutiendo. Sus voces, broncas, apagadas por no hacer ruido, formaban un acompañamiento confuso.

Los demás guardaban una solemnidad espantosa. La viejecita miraba al suelo.

Don Andrés el caballero, sujetando el cigarro con su boca desdentada, decía:

—Vamos, vamos, no hay más remedio que vivir en todas partes.

Entonces, la viejecita sollozó y levantó los ojos, cubiertos de lágrimas, diciendo:

—¡Pobrecito don Pedro, pobrecito! Se van los que hacen falta, y los que argüimos la muerte nos quedamos.

—¡Mujer, mujer! -repetía la voz impaciente de don Andrés el caballero, que entornaba los ojos, húmedos de lágrimas.

El viejecito se irguió de pronto:

—Y yo pienso, don Rafael, y yo pienso, conforme es el mundo, que no hay Dios.

Después, anonadado por su arrogancia, decía:

—Hasta disparates y otras cosas se le ocurren a uno.

Don Andrés desapareció sin decir nada. La viejecita se puso en pie. Rafael se levantó para despedirla, y todos los demás también se levantaron.

La voz del viejecito sonaba dolorosamente:

—De nosotros, lo que usted quiera... no podemos olvidar, nosotros...

La viejecita sollozaba. Y, cuando se marcharon los dos viejos, supo Rafael que eran unos labradores ricos, honrados, escrupulosos.

En el pueblo se les consideraba mucho porque su pequeña fortuna venía del trabajo y no de la explotación o del chanchullo. Se apartaban de toda maldad; con la picardía tenían una rigidez incorruptible. La gente se había maleado bastante. Ellos eran de las pocas familias que quedaban sin tacha.

Pero tuvieron un hijo chato, negro, grande. Sus padres estaban encantados de él porque era desenvuelto y alegre. El hijo se hizo hombre, y cierta noche llegó a casa de uno que tenía mucho dinero junto, le mató de un hachazo y cogió el dinero.

El hijo de los viejecitos fue llevado a la cárcel y condenado a muerte. Don Pedro logró que no le mataran. Los viejecitos quedaron agradecidos religiosamente por tener un hijo en presidio.

Pero ellos iban siempre sombríos, enlutados, con vergüenza y con miedo, porque su hijo era un ladrón y un criminal.

XIII

«Unos hacían de sus trajes armaduras. Y otros hacían de sus trajes máscaras. Las armaduras a fuerza de barbarie. Y las máscaras a fuerza de mentiras».

Los signos de los Tesda. Interpretación

En la gran cocina había unos sillones antiguos de convento, y cada uno tenía como un dueño particular durante ciertas horas.

Durante esas horas de la mañana, cuando ya los rayos del sol palpitaban intensamente y la vida se agitaba en el pueblo con una fiebre pesada, iban entrando por el zaguán de la Casa Grande unas cuantas figuras tranquilas, reposadas, a quien desde tiempos antiguos se les reconocía derecho para sentarse en los sillones conventuales. Por la negra campana caía una luz amortiguada, extraña.

Una de esas figuras era Cuevas. Cuevas tenía una barba partida que terminaba en dos puntas largas, sobadas, canosas. Este hombre arrancaba de su librillo un papel de fumar, lo sostenía por una punta con los dos últimos dedos de la mano izquierda, y, de este modo, sacaba su petaca, se echaba el tabaco en la palma de la mano, y luego que la petaca volvía al bolsillo, exactamente puesta como había estado, Cuevas se colocaba el tabaco entre las manos y allí lo estrujaba cariñosamente. Cuando llegaba el momento de liar el cigarro, el tabaco estaba menudo, limpio.

Después sacaba su boquilla de madera, le soplaba, guiñaba un ojo para mirar con el otro por el agujerito de la boquilla, y, al fin, ya todo concluido, fumaba su cigarro con una tranquilidad dulce.

Entonces hablaba suavemente. Su mano repartía las caricias entre las dos puntas de su barba canosa.

Cuevas era entusiasta, algo absurdo, de las máquinas y de los viajes. Por ejemplo, decía a veces:

—No comprendo cómo los automóviles eléctricos no llevan un motor regido por las mismas ruedas del automóvil.

O también:

—Las inclusas son muy bonitas. En un canal estrecho viene un barco por un lado y otro barco por otro lado. Entran en la inclusa y un barco pasa por encima del otro.

Y, hablando de viajes:

—¡Ah! Biarritz ¡es una gran ciudad! Por allí hay buenas poblaciones. Por allí están: San Juan de Luz, San Juan de Dios...

—Montecarlo también es muy bonito. Yo he visto Montecarlo así, pasando...

Cuevas extendía su brazo, que se prolongaba en el bastón, y lo agitaba en el aire.

Al lado de Cuevas se sentaba don Fermín. Don Fermín lucía un bigote cano debajo de la nariz ancha. El bigote, cuidadosamente recortado, dejaba ver la línea rosa de los labios. Y, debajo, alargaba todos los movimientos de la boca un gran punto, una pequeña mosca blanca. Pero don Fermín movía poco su rostro. Hablaba trabajosamente, silbando los sonidos y afianzando los brazos.

El que más hablaba era el grandullón Mata. Un hombre voluminoso, apretado, alto, con la nariz fina, los ojos vivos y el oído tardo.

—Cuando yo tenía veinte años era un diablo atado a una cuerda —decía.

La cuerda la tenía cogida su padre, porque continuaba:

—Mi padre ha sido el verdugo más grande que ha existió. Porque, de cariño que me tenía, todo lo que yo hacía le parecía mal. Le parecía que podía hacerlo mejor. Un día estaba comiendo y tenía un melón entero delante de él. Me mandó que fuese a echar un pienso a la yegua y yo no le dije más que: «Allá voy». Pues cogió el melón, y ¡bum!, me lo tiró a la espalda, que ha sido el golpe más fuerte que me dio en su vida, porque eché hasta sangre por la boca. ¡Siempre estaba con la mano levantada! No podía hablar con él. ¿A ver? La única vez que hablamos fue cuando se estaba muriendo. Yo servía en la Guardia Civil; tuve que saltar de su lado porque a su lado nadie podía vivir. Y cuando él sintió que se moría, fue y me mandó llamar. Conque llego a donde él estaba, y me cogió la mano y dice:

—Mira, en aquel cajón hay un puro; cógelo y te lo fumas. Yo me estoy muriendo y pronto tendrás que dejar el servicio y venirte aquí. —Y esa fue la única vez que nos liamos a hablar, y estuvimos razonablemente.

Estos visitantes y otros ocupaban invariablemente los sillones sin que nada les perturbara.

Pero eso era hasta cierto momento, hasta que llegase don Andrés el caballero.

—¡Hola, señor Mata! Sepan ustedes que este caballero es un criminal, que ha matado a uno, perteneciendo a la benedicta orden de la Guardia Civil. ¿Y para qué sirve la benedicta orden? Para ayudar a las cucarachas en hacernos todo el mal que puedan y para que un criminal como el caballero Mata quede sin más. ¿No es verdad, don Fermín?

—La Guardia Civil -decía Mata indignado- es el cuerpo que presta mejores servicios en el ejército y es el único ejército que debía haber.

—Pues, hijo —contestaba don Andrés sin enfadarse—, será verdad lo que tú dices, pero la benedicta orden está formada de hombres como el señor Mata. Y yo, peor que ese cuerpo, no he visto más que uno en Madrid, que sale en el mes de mayo, y a la par que risa da lástima porque está formado de raquíticos culones. ¿No es verdad, don Fermín? Me parece a mí que don Fermín no se entera de nada, ni sabe las que arma su hijo en el Portachuelo, y total por estar como un bobalicón oyendo las cosas de Cuevas, que, en medio de todo, es un mentiroso.

Don Andrés el caballero era madrugador y revolucionario. Recorría el pueblo y traía noticias, cuestiones y bulla. Enzarzaba a unos, molestaba a los demás, y aquella reunión tranquila se arremolinaba por un momento.

Los dueños matutinos de los sillones, comprendiendo el valor de la serenidad, tardaban poco en separarse. Era la hora, esa hora imprecisa y fatal de los pueblos, y se marchaban a sus casas hasta el paseo de la tarde.

XIV

«Buscó un pretexto y se compadeció. Y procedió bien...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Rafael subió al piso principal. La escalera terminaba en una galería de tres techos: en el centro una media naranja y a los lados dos bóvedas.

La galería comunicaba, enfrente de la escalera, con una sala destartalada, inmensa. Entró Rafael. Junto a las paredes blancas había cofres antiguos, que en las tapas tenían puesto con clavos dorados: «Soi de doña Ana Sánchez».

Rafael curioseó en estos cofres. Salían uniformes viejos, destrozados, sables curvos, pistolas de chispa, espuelas lujosas, arreos magníficos y rotos.

El ruido que hacía Rafael sonaba de un modo extraño. También sonaba el vuelo de los moscardones. Pero estos ruidos parecía que iban a parar pronto. En cambio, el silencio parecía eterno.

Rafael se quedó fijo. Por la puerta de la galería asomaba la cabeza de Magdalena y él la miró. Magdalena se fue. Entonces Rafael se dirigió detrás de ella.

En la media naranja retumbaba una voz que subía del zaguán; una voz religiosa, grave, rezando en latín.

—¡Magdalena! ¡Magdalena! -gritó Rafael.

El nombre de la muchacha atravesaba chillonamente la voz religiosa del mendigo.

—¡Magdalena! ¡Magdalena!

—¿Qué quería usted? —contestó ella, presentándose en lo alto de la escalera.

Miraba a Rafael erguida, con respiración temblorosa. Su pecho y sus carrillos temblaban; sus ojos miraban fijamente.

Rafael no dijo nada.

—¿Qué quería usted, qué quería usted?

—Que socorran a ese pobre, Magdalena.

Los pasos de la muchacha sonaron vivamente en la escalera. Después, dejó de retumbar en la media naranja la voz religiosa y grave del mendigo.

Entonces, Rafael volvió a la sala. En el suelo, junto a los cofres, estaban los arreos, los sables, los uniformes, cosas antiguas, lujosas y rotas.

Rafael se inclinó sobre ellas y las estuvo viendo.

XV

«Ya sé que lleváis vuestras intrigas hasta la muerte. Y no me parece mal».

Los signos de los Tesda. Interpretación

VENTAJOSA del Duque era el pueblo cabeza del distrito, y distaba de Benalmena unas tres leguas. Además del correo oficial, había un hombre que en su borriquillo iba todos los días de Ventajosa del Duque a Benalmena con encargos, comisiones y noticias.

Este hombre paraba en casa de Rafael. Se llamaba Leopoldo. La punta de su nariz era una bolita. Tenía el labio superior muy combado.

Cuando acababa de comer iba a echar un rato de conversación con la gente que hubiese en la casa.

—¿Qué tal, Leopoldo?

—Muy bien. Sí, señor, que muy bien. Ya venimos de matar a quien nos mataba.

No se sabe por qué, pero el ruidoso Filfa le hablaba siempre para darle un encargo de insultos.

—¿A ver? En tu pueblo cada mujer tiene un fraile. La del padre Juan, la del padre Francisco... ¿no las llaman así? Como que ahí, todas las familias que tienen tratos con frailes están deshonradas. Y se lo dices, que yo lo he dicho, y que digo además...

Leopoldo contestó sonriendo:

—Eso sí es verdad. Mire usted, don Rafael, que una vez, siendo yo correo, tuve que llevar un telegrama al convento de frailes, y como el telegrama lo tienen que firmar, pregunté por el prior, que pregunté por el padre prior. Conque me dicen: «Pase usted». Y voy pasando cuartos y cuartos, y me encontré, don Rafael, que me encontré al padre prior zumbando...

Hubo unas carcajadas grandes, ruidosas, mientras Leopoldo decía:

—Que sí, señor, que yo lo vi... Y el muy tuno me dijo: «Oye, correo, tú no has visto nada».

El único que no se rió fue Ramón el herrero. Era la figura de la pereza. Le costaba trabajo hasta reírse. Tenía redondeadas la cara, muy gruesa, las magníficas ventanas de la nariz chata, y los ojos grandes y buenos. Las arrugas de sus carrillos le daban un aspecto idiota y burlón. Su sombrero redondo, de alas grandes, derribado hacia atrás, dejaba al aire una frente amplia, lustrosa, morena.

Ramón se sentaba en una postura y no se movía. Colocaba sobre el pecho una mano, apoyada en la abertura del chaleco, y ahí la tenía quieta. Era grueso y sólido. Tenía el hipo de la felicidad. Sin embargo de...

Cuando los que se reían callaron un poco, él dijo:

—¿Y eso qué tiene de extraño? ¿A ver, no son los frailes tan hombres como los demás?

—En Ventajosa -gritó Filfa— son más hombres que los demás.

Ramón siguió diciendo calmosamente:

—¡A ver! Pues hacen muy bien... En cambio, mira tú: las que hacen muy mal, las monjitas de la Concepción...

—¿Las monjitas de la Concepción?

—Pues a ver, que prestan con el descaro que quieren. Al nieto de la tía Flora se lo han comido todo, todo lo que tenía, ¡a ver!

—Que no, señor, que yo lo sé; prestan a interés muy bajo.

—Son unas prestamistas como Juan Lampa.

—Así matan ellas todos los años veinte cerdos y un toro.

—Don Rafael —dijo Ramón el herrero-, ¿sabe usted lo que preguntaba a todo el que venía de Madrid un hombre que hubo en este pueblo, que se llamaba don Sebastián el monje, porque había sido fraile? Pues don Sebastián el monje era un hombre que sabía mucho, estaba siempre meditando y para cada cosa tenía su cosa. A todo el que venía de Madrid le preguntaba: «¿Están ya los sillones ministeriales aforrados con la piel de los ministros?»

Ramón el herrero hizo un esfuerzo y se rió hasta llorar.

—A mí, sabe usted, me lo contaba siempre, desde que perdí mi hijo en Cuba. Aquel hijo que se marchó sin querer ir, y que no ha vuelto.

Entonces, el llanto de Ramón el herrero no era porque había reído.

Don Andrés el caballero, que estaba dormitando, se levantó de pronto, dio dos zapatetas delante del maestro Zamora y exclamó:

—¡Maestro Zamora, los pillos nos comen!

Después dio otras dos zapatetas y se fue.

El maestro Zamora era un maestro albañil, cegato, siempre con unas gafas azules muy sucias, y el sombrero redondo, blando de viejo, echado sobre los ojos.

Al oír a don Andrés el caballero se puso en pie, blandió su terrible garrote, amenazando a un desconocido enemigo, y dijo:

—¡Déjalos! ¡Canallas! Ya llegará el día de los palos... Y entonces... ¡...ñeta! Yo te aseguro que todos han de llevar...

El maestro Zamora era un maestro albañil que dejaba las casas sin acabar, pero que tenía oculta una obra genial. Se trataba nada menos que de un mausoleo en el cementerio para el primero que quisiera hacérselo.

A todo esto ya era muy tarde. Leopoldo había salido y había vuelto a entrar cargado de ciertas cosas algo discordes: un ajustador de sombrerería, una piel de jabalí, dos vestidos chillones de señora, una soga muy arrollada y un marranillo en un saco.

—Yo me voy —dijo-, que se me ha hecho tarde; pero esta noche sale la luna muy temprano.

Los demás se quedaron oyendo cantar al maestro Zamora, con una vocecita entonada y sentimental, malagueñas y antiguas canciones de Madrid.

Así llegaba la noche. El cielo estaba pálido, sin estrellas. La luna iba subiendo.

De pronto todos se callaron. Sonaba una campanilla lúgubremente. El timbre agrio de la campanilla producía una impresión terrible.

—El Señor, el Señor...

Rafael se levantó y, seguido de los otros, pasó al zaguán.

El mayordomo había abierto las puertas de la calle y había puesto unos hachones encendidos. Detrás de los hachones se arrodillaron todos.

Las fachadas blancas de las casas se destacaban sin ningún brillo; parecía que les habían arrancado algo de encima. Pero estaban muy limpias y muy blancas. A uno no acostumbrado a verlas, no es extraño que le produjeran roce de dientes.

Primero venían unos muchachos. Después, hombres del campo en dos filas, sonando las botas en las piedras. Iban estos hombres con los sombreros en las manos. Sus cabezas, no acostumbradas a estar descubiertas, tenían unas rayas intensas, curvas, de oreja a oreja, bajando hacia el cuello. Estas rayas hacían bárbaras y duras esas cabezas.

Al final marchaba el sacerdote sosteniendo con las manos el Viático, frente al pecho, rezando descuidadamente y mirando al suelo entre el Viático y su cuerpo.

El extraño redondel de su coronilla quedaba frente al cielo. El sacristán iba sonando la campana y luciendo en el aire, desvanecido y claro, el destello profundo, caído, desgarrador de un farol.

En el zaguán de la Casa Grande se esparcía el silencio. La cera de los hachones chisporroteaba.

Cuando el Viático acabó de pasar, Filfa llamó a una muchacha que iba detrás:

—Moza, mocita... ¿para quién es?

En seguida, varias voces roncas le hicieron callar.

Todos continuaron de rodillas, hasta que el cortejo desapareció por el fondo de la calle.

Al día siguiente, a la hora de la siesta, en la tremenda calma de la siesta, oyó Rafael otra campanilla descompasada y luego una voz chillona de mujer:

—Ha fallecido en la calle Larga Antonio el lechero, hijo de Manuel Antón y de Eugenia García. A las seis se le entierra. Si queréis dir, dir, y si no, encomendalle a Dios.

Rafael se asomó a la ventana y vio a la mujer que salmodiaba ese pregón. Estaba apoyada a una pared, rígida, mirando a lo alto y descalza. Llevaba un pañuelo a la cabeza, y sus dos manos caían entre las piernas, sosteniendo la campanilla.

En la calle estaban unos muchachos mirando a la mujer. No había nadie más. Las puertas de las casas aparecían cerradas. Las paredes, soleadas, blancas, eran ascuas. La luz y el reposo aplanaban.

—Es la campanillera -dijo el mayordomo, que estaba detrás de Rafael.

XVI

«A un sabio se le ocurrió rapiñar a otro sabio en lo que decía. Y esto era posible porque cada uno tenía propiedad en esas cosas. Los sabios habían declarado el dogmatismo de la imaginación. La fuerza personal, la originalidad estaba ahogada por esa tiranía. Y yo digo que el intelecto más íntegro, más recto, de más probidad, llegará a proclamar la inmoralidad subversiva en el estado intelectual. Porque estas cosas son complicadas y tú puede que no me entiendas».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Una mañana entró hasta donde estaba Rafael el cura Gómez. El cura Gómez llegaba descompuesto. Vestido de paisano, con un sombrerillo negro y un bastón con puño de plata, todo esto lo llevaba como al descuido y sólo se preocupaba de un envoltorio que sostenía con las manos en alto.

—¡Rafael, Rafael, llegó la noticia! Han fallado en nuestro asunto contra las cucarachas. Ya son nuestras las cucarachas. Lo he sabido tomando el chocolate y no he podido por menos de levantarme y venir a darle la noticia. ¡Tómelos, Rafael! Tome estos polvorones, que es lo único que había encima de la mesa...

—Que sea enhorabuena. ¿Les han telegrafiado a ustedes?

—Sí. Ha telegrafiado Serafín, y que mañana viene.

—Pues estará la gente muy contenta.

—Sí, créame usted a mí, Rafael. Las cucarachas son muy déspotas. No sólo nos han robado, sino que esa partida de la Porra que tenían armada, Rafael, se lo digo a usted de verdad, ha llevado su desvergüenza, a veces, hasta entrar en una casa, y en los patios donde no había más que mujeres y niños, ponerse a orinar. No se ría usted, Rafael, que es cierto.

Luis Fernando llegó entonces con mirada triunfal.

—¿Qué, Rafael, le han dado la noticia? ¿Lo ve? Lo que yo le dije, están debajo de nuestras espuelas.

—Nada, no seas tonto, créeme a mí —decía el cura Gómez—, no se podían mantener tantas injusticias.

—¿Qué injusticias? —contestaba Luis Fernando moviendo el brazo-. No seas tonto; ríete tú de eso. Lo que hay es que, a pesar de tener ellos el poder y un diputado con influencia en Madrid, nosotros tenemos más fuerza, porque tenemos todo el pueblo. Y voy a decirle una cosa, Rafael: que en este mundo todo es hijo de la fuerza.

—No, no -repetía el cura-; yo estoy bien enterado del asunto y sé la persona que nos ha apoyado en Madrid y ha ido y le ha dicho al ministro: Eso no puede ser.

—Vamos, cura, deja esas cosas.

—¿No ves tú que yo he puesto unas cartas y sé que han hecho efecto? Mire usted, Rafael; yo me inicié en esas triquiñuelas de Madrid cuando estuve por allí el año setenta, que iba yo en calidad de pipiólo, claro está, a las tertulias del Suizo.

En esto entraron unos cuantos golpeando el suelo de piedra con los bastones. Filfa venía el primero, moviendo los hombros.

—Lo que hay que hacer ahora —dijo Luis Fernando.

—Yo sé lo que tengo que hacer —contestó Filfa, y se marchó.

Luis Fernando siguió diciendo:

—Añora lo que tenemos que hacer es preparar el recibimiento a Serafín, que ha peleado bien por nosotros. Serafín no viene solo. Van a venir con él dos forasteros, los dos periodistas que le han ayudado en el asunto. Y yo he pensado aprovechar el banquete de las ánimas. Porque, sabe usted, Rafael, por esta época damos aquí un banquete para sacar a las ánimas del purgatorio. Mi plan es que Serafín y los periodistas vayan de la estación a la casa de Atoquedos. Y nosotros, salimos de aquí por la mañana a caballo, y estamos en Atoquedos a la hora de comer. Después, o antes, nos bajamos hasta el río, donde tengo la vacada, y el becerro que nos parezca, pues mandamos que lo suban, para ver luego quiénes son los hombres. ¿Qué tal, Rafael?

Miguel Márquez miró a Rafael.

—A Rafaelito déjalo estar. De Rafaelito me encargo yo, ¿no es verdad? Porque él y yo, ¿no es verdad?...

Nadie sabía qué es lo que era verdad o mentira, ni Rafael ni el mismo Miguel Márquez. Pero como miraba a Rafael y guiñaba los ojos maliciosamente, todos se dieron por enterados.

La voz de don Andrés el caballero se empezó a oír bastante antes que él se presentara:

—¡Ajo! Mi sobrino es una vereda que no va a parte alguna. Ha prendido fuego a su casa y van a creer que lo hace para cobrar el seguro.

—Si lo tenía dicho; que el día que se echase abajo a las cucarachas, quemaba su casa porque había vivido en ella su suegra, que es una cucaracha.

—¡...Neta! ¡Ajo! Id corriendo uno a la iglesia para que no toquen la campana, y que en medio de todo, no se dé pábulo de que ese hombre está loco...

Salieron de prisa, unos a la iglesia y otros con don Andrés el caballero, que iba enardecido, dando voces...

Cuando por allí no había nadie, apareció Filfa arrugando los párpados y sacando los labios.

—Para quemar uno su casa, total, ¿qué hace falta? Pues, nada; se dice y se hace...

Filfa pasó seguido de un criado que siempre le acompañaba en el pueblo. Pasó huyendo de la gente, después de haber hecho una lejana remembranza de lo que hizo en épocas antiguas el noble conde de Benavente.

XVII

«¿Qué nombre daré yo a eso? No es trágico y me conmueve. No es bello y me emociona. No es cómico y me hace reír...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

EuLALIO era forastero en Benalmena; era un mecánico catalán que estaba empleado en la fábrica eléctrica.

Sin embargo, él compartía el regocijo de la gente por el triunfo sobre las cucarachas. Lo que no se atrevía a compartir era la comida en honor de las ánimas.

Estaba sobre un montecillo, a espaldas de la casa de campo, mirando la tierra que se extendía en altibajos poblados de encinas.

Colocadas entre las quiméricas ramas de las encinas se veían algunas calvas de tierra árida y dura. El cielo azul, espléndido, magnífico, se ahuecaba hasta llegar a la tierra. El sol estaba alto. Corría un aire luminoso...

—¡Eulalio, Eulalio, venga usted a comer, que ya lo estamos haciendo todos!

Eulalio se volvió. Allí mismo, a espaldas de la casa, había ocho calderos negros y grandes, humeando. Cuatro calderos tenían cochifrito picante, y los otros cuatro, carne de borrego. Alrededor de cada dos calderos había un grupo de hombres comiendo.

Serían unos cuarenta. Todos tenían en una mano la navaja y en la otra siempre pan y una guindilla. El vino también menudeaba.

El suelo se iba cubriendo de miga, de huesos, de pellejos... Los perros husmeaban alrededor. De vez en cuando, un comensal regoldaba, estiraba la pierna y le daba una patada a un perro.

El humo se elevaba y se deshacía. De lejos, aquello podía tener el aspecto de un banquete bíblico y sucio. Cerca, en la atmósfera, iba quedando un olor a picante, a vino, a gases, a sudor, a tabaco... Algunos fumaban y comían.

Eulalio dijo sonriendo:

—Es gracioso. En un país donde la gente se alimenta poco, tienen los banquetes un olor de abundancia muy repugnante.

El catalán llevaba gorra negra y traje oscuro. Sus manos, rudas, estaban limpias y atildadas. Tenía los carrillos recién afeitados y un bigote cuidado y antipático.

Don Andrés el caballero presidía aquel banquete, y se indignó con el catalán.

—Yo no he querido comer dentro de la casa con los caballeros particulares. Yo quiero comer el banquete clásico de las ánimas, porque es lo bueno. ¿Que no tengo muelas para mascar el guarro-guarro como este gordinflón que está junto a mí? Pues cojo un pedazo de tocino, de ese que se deshace en la boca, y me lo tomo. Ni más, más; ni más, menos. Y quiere decirse que el animal hético que se van a comer ahí dentro, y que movía los palillos que lleva delante, cuando estaba vivo, eso no vale nada. Hasta risa daba de verlo. ¿Cómo vas a comparar eso con un guarro-guarro? El cerdo más peor de los que yo tengo no te lo cambio por un hético de esos, ¡para que te enteres! ¿Has comprendió?

—Y sí que era un bichito raro; yo no lo tenía visto —dijo uno de los que comían.

Otro le contestó:

—No se cría por aquí. La langosta se cría en el agua. Ahora, que ésta ha venido con vida para comerla más fresca. Esto es.

—La que te digo: que es un animal hético.

Don Andrés el caballero lo afirmaba gravemente, meneando la cabeza, como diciéndoselo a sí mismo.

El catalán se apartó del grupo, dio la vuelta a la casa y entró en ella. A la derecha había una sala con una mesa larga, donde comía la gente de rango.

Unos brazos tostados y negros manejaban los platos blancos, las fuentes con las viandas, donde siempre resaltaba algún color chillón. El techo de la sala tenía unas vigas oscuras y trabajadas, que habían pertenecido a un antiguo castillo.

El catalán se detuvo en la puerta. No había querido comer con la gente de las calderas; aquello le parecía algo bruto, pero tampoco le era posible comer donde los señores.

Un señor gordo, que estaba sentado a la derecha de Rafael, empezó a gritar:

—¡Catalán, catalán! No te marches; tenemos que cantar Els segadors.

El señor que gritaba era don Serafín Murillo. Don Serafín hablaba confidencialmente a Rafael.

—Este muchacho tiene muy buena voz. Es la voz del coro que yo quiero organizar para cantar coplas contra las cucarachas.

Don Serafín Murillo era alto, grueso, fuerte. Únicamente marcaban algo su decadencia la barriga fofa y descomunal, el cogote que salía sobre la chaqueta, formando un excelente morrillo, y la cabeza calva, con un cerco curvo y peludo que bajaba hasta el cogote.

En un extremo de la mesa, varios comensales hablaban de don Serafín.

—Es el mejor hombre para defendernos. Se pone a beber y bebe más que otro cualquiera, sin emborracharse. Y si es comer, come lo que le pongan delante. Pues si decimos ahora: a quedarnos aquí; se está toda la tarde y toda la noche ahí sentado, hablando, sin cerrar los ojos.

Don Serafín, entre plato y plato, cogía una petaca y un duro; metía el duro en la petaca y lo sacaba con un montón de bicarbonato, que hacía desaparecer en su boca. O, si no, cogía una cajita larga de rapé y tomaba un polvo, aplastándose las narices con sus gruesos dedos. Mientras tanto, hablaba con Rafael.

—Rafaelito, créete que no estoy bien. Al llegar la tarde, cuando se va el sol, tengo una tristeza... es la neurastenia... ¡esta vida empleada contra las cucarachas y toda esa gente!... Y yo, que podía estar en Portugal, ocupando uno de los primeros puestos. Porque yo, en Portugal tengo muchos conocimientos; suelo pasar allí los veranos... El presidente del Consejo de ministros de Portugal me decía: «Serafmito, tú te puedes revalidar de doctor en Derecho en la Universidad de Oporto, y en seguida te haremos abogado de los ferrocarriles». Y la reina viuda, que, como tú sabes, es sevillana, también era muy amiga mía; un día me dijo: «Murillo, créame usted; aquí me tratan muy bien, pero echo de menos a Sevilla con aquellas fiestas en Tablada...» En fin, que yo, por no dejar de ser español, he perdido un porvenir brillante, y estoy aquí luchando contra las cucarachas y exponiendo mi vida. Sí, Rafael. Porque las cucarachas han atentado ya contra mi vida; que te lo cuente, que te lo cuente mi compadre...

—Ya se lo contaré yo a usted, Rafael, en la forma en que fue. Un crimen tan preparado como si hubiese sido para el gobernador de la provincia. Que en eso, Serafín, puedes estar contento, ¡te han dado todos los honores!

El hombre que ponía como término de superioridad al gobernador de la provincia tenía una luenga barba negra y miraba sabiamente a través de unas gafas terribles.

El cura Gómez le llamaba don Pedro Galápago. Enfrente de don Pedro Galápago estaba comiendo otro hombre muy semejante a él, pero algo más joven, y que a veces parecía olvidarse de que también usaba gafas y barba. A este otro hombre señaló don Serafín diciendo:

—Aquí la Tortuga, mi compadre, te lo contará, que está mejor enterado, porque a él le debo la vida.

El que llamaban la Tortuga se llevó una mano al pecho y miró a Rafael:

—Esté usted tranquilo. Cuando haya ocasión ya se lo contaré a usted todo. ¡Fue tremendo!

Don Pedro Galápago y el que llamaban la Tortuga pasaban por hermanos. Eran los dos forasteros, los dos periodistas que habían venido con don Serafín Murillo.

El cura Gómez hablaba con don Pedro Galápago:

—Vamos, dígame usted, ¿qué le parece esto?

—¡Ah! —contestaba el Galápago comiendo con más sinceridad de la que él suponía-. El pueblo ideal, da gusto estar entre gente honrada. Yo me quedaría aquí toda la vida, y doy por muy bien empleada la campaña cruenta que mi hermano y yo hemos hecho en el periódico contra las cucarachas.

La comida estaba ya acabando. Aquello tenía un carácter sucio de ahíto y despilfarro. Los comensales se encontraban llenos, tenían hipo, dejaban las viandas a medio comer, estaban cansados, relajados, exhaustos.

La conversación general se había roto en muchas conversaciones particulares. Así hablaban unos de los otros.

Don Serafín y Rafael se ocupaban de don Pedro Galápago y de la Tortuga.

—El Galápago —decía don Serafín— es un periódico muy temido en toda la provincia. Porque estos hermanos tienen una biblioteca buena y bien catalogada, con todos los líos y todos los asuntos sucios que ha habido en la provincia, de modo que tienen cogida a mucha gente...

Don Serafín doblaba la carne de sus carrillos con la risa y ponía las pupilas en un extremo de los ojos con aire insinuante...

En seguida continuaba diciendo:

—Yo me he ayudado de esta gente contra las cucarachas, porque lo que nos han hecho las cucarachas...

Entonces miraba hoscamente, con sus ojos negros, intensos; su terrible carona tomaba un aspecto duro y daba la idea de un berebere.

Cuando se dio por definitivamente concluido el banquete, la Tortuga vino a sentarse al lado de Rafael, y con la mala gana del que cumple un deber, empezó a contar un crimen hiperbólico, andaluz, ideado para acabar con la gruesa persona de don Serafín a no ocurrir ciertas cosas que previsoramente ocurrieron, gracias a la propia Tortuga.

Don Serafín, encantado y emocionado, aplicaba el oído al relato. Pero se hacía el distraído. Se esforzaba para poner los ojos en blanco, y esto resultaba difícil, porque sus pupilas, negras, eran muy grandes. De todos modos, formaba en su cara una composición sentimental, formaba un sentimentalismo de la grasa.

Y cantaba Els segadors en catalán. O variaba de postura entonando en vascuence Guernikalko arbola. Y luego se lamentaba con un fado portugués.

Don Pedro Galápago le pedía que cantase música de ópera. Don Serafín gustaba de complacer a las personas entendidas. Y don Pedro se afianzaba las gafas para oír mejor.

La Tortuga, en el vértice de su relato, presentaba a don Serafín como una víctima inocente, corderil, que manos terribles estaban prontas a sacrificar. Don Serafín sudaba conteniendo su vozarrón de abogado y de cacique, para cantar melosamente: Spirto gentil...

¡Oh, el romanticismo de la grasa!

XVIII

«Vosotros dejáis que las cosas pasen ciegas y fatales: las cosas en libertad, se enlazan de una manera muy bella».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Don Andrés el caballero interrumpió, desde la puerta, el relato de la Tortuga y el canto de don Serafín.

—Caballeros, ahí afuera hay todo un señor Don Toro esperando que cualquier pelgar le haga mil gracietas en medio segundo.

Luis Fernando, que estaba aparte, haciéndose oír de un corro, se irguió con brío:

—No hagan ustedes caso, señores. Es un novillo más inocente que la Virgen. Van ustedes a verlo.

Y tomando la puerta, todos los demás le siguieron.

Cerca de la casa había un herradero grande, con altas paredes de piedra, que cogían dentro varias encinas para que hiciesen las veces de burladeros.

En lo alto de una de las paredes había una hilera de pastoras y mozas que habían venido del pueblo para arreglar la comida a los señores. Estos señores se colocaron en las otras paredes. Y en el suelo del herradero, convertido en plaza, ya varios mozos y vaqueros capeaban bárbaramente al novillo.

Embestía el animal, y los toreros tiraban las mantas y se escondían detrás de las encinas. Antonio Márquez, vestido con mucha majeza a la andaluza, temblando su luenga barba rubia, increpaba a los capeadores y al toro.

—¡Ojo, que es de mucho cuidado! ¡Aunque mire hacia allá, se arranca aquí! Y tú ven poco a poco, no corras, no corras, que no corras...

Y quien corría era él, para subirse de un salto a la pared. Rafael nunca había visto corridas de toros. Seguía con emoción las peripecias de esta lidia campestre y rudimentaria, sintiendo odio por los que hacían de toreros. Porque los toreros, como no eran toreros, no podían manejar al novillo y le hostilizaban con una animosidad canalla.

El novillo era rubio, bonito, proporcionado; miraba con las puntas de sus cuernos.

Luis Fernando estaba en lo alto de una pared, sentado junto a Rafael. Le preguntó:

—¿Ha visto usted alguna corrida de toros formal?

—No, ninguna.

—Entonces, no podrá comparar, y le parecerán muy bien estas maletas.

—No, no me parecen bien. Me parece que el toro les está toreando a ellos.

—¿Qué dice el señorito de Madrid? —preguntaron varios toreadores.

—Que os está toreando el novillo, en vez de torearle vosotros a él.

—¡El señorito de Madrid!... ¡Baje a hacerlo mejor!

—No, no —dijo Luis Fernando—; voy a prepararlo. El novillo no puede ser más inocente.

Saltó Luis Fernando de la pared y cogió una manta. Mandó a un vaquero que hiciese unas banderillas rústicas, y él se fue al novillo dando voces.

—¡Rafael, esto no es nada! Este no es un novillo de raza, es de una vacada lechera.

—¡Peor, peor! —gritó desde su sitio don Andrés el caballero.

—Tiene usted razón. Sí, señor. Estos novillos no embisten bien y cogen más fácilmente. La cosa sale más desigual... Pero es lo mismo, ya verá usted.

Entonces hubo uno que contó la inevitable historia:

—El último año que vivió mi padre vinimos aquí. Mi padre fue y se puso beodo. Y con sus setenta años saltó ahí en medio, donde había un becerro. ¡Ha sido el día que me he reído yo con ganas! Cogió el becerro el vientre de mi padre contra un árbol y le daba. Mi padre decía: «Basta, bruto, basta». Si no acudimos, lo revienta.

Mientras tanto, Luis Fernando capeaba al novillo. Los pastores y las mozas, que estaban en hilera sobre una pared, se alarmaban, chillaban y aplaudían. Y en ellas se levantó un alarido prolongado, ligero...

Luis Fernando estaba caído, y el novillo le hurgaba con los cuernos. Los mozos, los vaqueros se echaron encima y los separaron. El hidalgo torero tenía la ropa destrozada y el cuerpo herido.

No quiso curarse; subió a una pared y dijo jactanciosamente:

—¿Quién le va a poner las banderillas?

—¿A ver? Luis Fernando, no seas chiquillo. Olvida esas tonterías y a curarte.

Antonio Márquez hablaba palpándose su traje a la andaluza, muy majo.

Luis Fernando, rabioso, fracasado, gritó con azoramiento:

—¡Deja tú esas cosas! ¡A ver quién le pone las banderillas!

—¡Chiquillo, que no puede ser, mira que no puede ser! —decía Antonio Márquez.

Rafael había saltado al suelo y tenía las banderillas en la mano. Don Andrés el caballero daba voces:

—¡Antonio! Este señorito loco, que no sabe ni coger los palitroques, ¡quítaselos! A ver si me bajo y acabo con todo, ¡ñeta!

Antonio acudió a Rafael. Se armó una trifulca. Gritaban todos: los señores, las mozas, las pastoras... Luis Fernando se reía, haciéndose daño. Rafael alborotaba entusiasmado y alegre.

Antonio Márquez tuvo una debilidad.

Dio a su persona una postura apropiada, graciosa, torera, para enseñar a Rafael. Rafael, resueltamente, tomó esta postura y llamó al novillo. La gente se emocionó y hubo silencio. Antonio Márquez apenas pudo decir:

—Yo te haré el quite.

El novillo, rubio y hermoso, fijo en Rafael, estaba quieto. Rafael miró a la hilera de caras que aparecía en lo alto de una pared. Eran las mozas, y la cara de una de ellas -cara de color igual, palpitante- hirió a Rafael como un signo íntimo, antiguo, ya olvidado.

Rafael adelantó hacia el novillo, sentando los pasos con firmeza pausada. El rubio y hermoso novillo bajó los cuernos; luego levantó la cabeza y el cuerpo y se abalanzó contra Rafael, hundiendo los cuernos otra vez.

Pasó un bufido entre un remolino de tierra. Pasó cierta fuerza ciega y fatal. ¡Poder que representa la bella cabeza de toro, grande y fanfarrona!

Rafael quedó tambaleándose y pudo mantenerse firme. El novillo corría por otro lado con las banderillas prendidas de la piel. Un clamor de la gente bajaba desde las altas paredes. Y Rafael, en la hilera de caras —las caras de las mozas—, veía un hueco negro.

Magdalena había vuelto la cabeza, y con una redundancia muy de mujer inclinaba el cuerpo para ocultar la cara entre las manos.

Allí se acabó la fiesta. Rafael volvió tarde, ya de noche, a su casa. Cuando entró en el zaguán, grande y oscuro -resonando en las bóvedas las férreas pisadas del caballo sobre la piedra—, Magdalena apareció ante él y se abalanzó a coger un estribo de la montura.

Entre las sombras, el rostro claro, pálido, de la muchacha, tenía un agradecimiento alegre y algo feroz.

Poco después sonaba en la calle la música de una serenata. Rafael la escuchaba en la sala larga de los santos y los retratos con las ventanas abiertas. La sala estaba sin luz.

Por el zaguán venía hacia la sala Magdalena, sosteniendo en las manos un candelabro de plata de cinco luces, con cinco llamas que oscilaban.

La música, dentro del zaguán, caminaba contra la muchacha, chocando con ella. Pasaba sobre su cabeza, alrededor de su cuerpo, haciendo cabriolas locas y tiernas. La muchacha vibraba firme y flexible, al son ligero de la música. Alzaba en el aire, agitado, el candelabro de plata, y las cinco llamas se tendían hacia atrás, siguiendo el camino de la música.

Magdalena entró para alumbrar la sala.

—¡Señorito, señorito, que esa música es para usted!

El candelabro quedó en un rincón. Las sombras se aclaraban débilmente y suavemente se desvanecían desde el oscuro rincón opuesto. Un hombrecete ridículo se acercó a la luz dando saltitos. Este infeliz estaba en la sala acompañando a Rafael. Era bajito, moreno, de abultado vientre, que servía como sostén a sus manos; de calavera injerta en cabeza de marranillo. El pobre hombre era un bufón en el pueblo. Pero resultaba un bufón bastante sombrío: era epiléptico y tenía el cargo de maestro de escuela.

Rafael, sentado en un sillón, escuchaba la música y mandaba los agasajos con magnificencia generosa, hueca y algo falsa de un antiguo y pomposo señor.

La serenata correspondía a los agasajos con su aire estúpido y sentimental. Sonaba la música en la sala quieta de los santos de talla, grandes, vestidos, cuyo ropaje caía en pliegues que nunca, nadie, había movido. En la sala muda y ciega de los retratos borrosos de gente desconocida, de los espejos que no sabían devolver la mirada.

Seguía la música entrando en la sala y entraba con ella la alegría, el entusiasmo de la agitación, de una agitación monótona, pesada, tierna, que tiene su entusiasmo fugaz en un instante de la rueda de la monotonía.

Las luces del candelabro también agitaban un camino que había en el aire, compuesto por la gradación, el desvanecimiento de las sombras extendidas desde el rincón opuesto y oscuro. Por las ventanas, entre las grandes rejas negras y curvas, aparecía la claridad azul de la noche.

Rafael esperaba en su sillón, escuchando la música. Magdalena huía por el zaguán en una fuga entusiástica. Y continuaba dando saltitos el sombrío bufón, epiléptico y maestro de escuela.

XIX

«Yo te digo: el arte que hacemos de nuestras emociones resultará alcahuetería y además inanidad. Porque pasará la vida y las emociones explicadas y analizadas serán ridiculas. Los móviles de mayor importancia tendrán una explicación sencilla. El mundo avanzará por esta explicación. Y aquellos que nos emocionamos con esos móviles, quedaremos a un lado del camino, en postura estúpida».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Leopoldo, el correo privado de Ventajosa del Duque, era contrario a las máquinas.

Y daba esta opinión importante porque se hablaba de lo bueno que resultaría llevar automóviles a Benalmena.

—Mire usted -decía Leopoldo—, por mejorar el correo de Benalmena a Ventajosa y llevarlo en coche, me lo quitaron a mí, que iba en mi borriquilla. Y total, aunque me esté mal el decirlo, no se hace ahora el correo mejor que antes. ¿Qué perfeccionamientos son éstos que van contra los hombres? Lo dicho; déjeme usted a mí de máquinas.

Leopoldo llamaba máquinas a todo lo que le molestaba.

El mayordomo de Rafael le decía:

—Si es que tú eres una cosa diferente de correo. Eres como un anuncio de Ventajosa que vienes por aquí todos los días. Como uno de esos anuncios que recomiendan cosas muy distintas.

Ramón el herrero murmuró calmosamente:

—Leopoldo, Leopoldo, esos son egoísmos; todas las cosas requieren sacrificarse.

—Pues lo que es tú, no te sacrificas mucho, Ramón —dijo el maestro Zamora.

Ramón el herrero abrió la boca y enseñó los dientes, que es todo el efecto que producía la risa en la gruesa bondad de su cara.

El mayordomo de Rafael tenía razón. Leopoldo era un hombre múltiple, complicado, incapaz de catalogarse en una plaza de correo. Hacía sangrías, cortaba callos, sacaba dientes, confeccionaba pelo postizo. Era un gran matarife. Y como enfermero, había asistido con un espíritu bastante opuesto al horrible que representan las Hermanas de la Caridad.

Este hombre tan vario no podía ser amigo de las divisiones que establecen las máquinas. Por eso hablaba mal de los automóviles. Para él, la caballería con que porteaba sus encargos no pertenecía a raza determinada. Era mis bien la variabilidad de las especies: tan pronto burra, muía o yegua, según la estación y los demás usos que hubiese que sacar de ella.

Miguel Márquez, que le estaba escuchando con los ojos entornados, de bruto que era, y la cabeza descubierta, cabeza de una planicie monda, extendida desde la estrechez de la frente, dijo, frotándose las narices con el dedo:

—El automóvil, el automóvil... es un burro que a mí no me gusta.

El individuo complicado y múltiple de Leopoldo, en contraposición de su odio a las máquinas, tenía una terca afición a relatar cuentecillos, historietas, en las cuales él siempre había de representar un papel, siempre modesto, pero siempre. Gustaba de la literatura y de la imagen. Porque todo lo decía de este modo: si había sueño, «estamos rondando a Fernandillo, ¿eh?». Si iba a comer, «vamos a matar a quien nos mata», etc.

Para contar historietas, se retrasaba por las tardes, cuando ya se iba a Ventajosa; se retrasaba en las afueras del pueblo, en una huerta melancólica, donde solía pasear Rafael con sus amigos.

—Sí, señor, don Rafael, que he servido de enfermero, que sí, señor. Estuve con el manco Cárdenas, por lo menos un año. Estuve con él y luego reñimos. Era manco y cojo, tenía entorpecíos los pies y un genio que no había nada que se le pusiera por delante. Y conmigo, algunas veces le hice cosas que se portó muy bien. Me acuerdo de una vez que estábamos en Córdoba, en una fonda, y yo, naturalmente, dormía en el mismo cuarto que él. Conque había una chiquilla que se había entendido conmigo. Pero como ninguna noche tenía yo libre, pues no sabía lo que hacer. Y un día fui y la dije: Mira, esta noche vas a entrar en el cuarto, cuando ya esté a oscuras. Entras a gatas. Tú encontrarás la puerta entornada, y adelante. Pasas por debajo de su cama, que es la primera, y entras en la mía. De Cárdenas no hay que temer. Porque hasta nosotros no puede llegar, pues de la cama no se levanta sin mi ayuda, y hacernos daño, tampoco, pues es manco. Lo único que puede es gritar, y eso, que grite lo que quiera. Conque, verá usted; así lo hicimos; que así lo hicimos, don Rafael. Pero el muy tuno, ya que estaba ella en mi cama, dice: «Leopoldo». Digo: «¿Qué quiere usted?». Dice: «Estoy muy mal de la tos». Y era verdad, estaba pasado. Murió al poco tiempo. Se calló un rato y volvió después: «¿Leopoldo?» Digo: «¿Qué?». Dice: «Parece que somos dos y respiramos tres». Digo:«Déjese usted de tonterías y duerma». Dice: «No, no; enciende la luz y dame las píldoras, que estoy muy mal de la tos». Entonces fui yo y le dije a ella: «Anda, escóndete aquí». Y se escondió entre las sábanas. Voy y enciendo y dice Cárdenas: «¿Qué bulto hay en tu cama?». Digo: «¡Ah! Déjese usted de tonterías y a dormir». Dice: «No, no, levanta las sábanas». Y no hubo más remedio, don Rafael, que no hubo más remedio. Levanté las sábanas y se contentó con mirar el cuerpo, porque la chica se tapaba toda la cabeza, de vergüenza que tenía. Y él pasó un mal rato. Me dijo: «Esa, para ti». Y mientras tanto, empezó a llamar: «¡Encarnación, Encarnación!», a una niña que dormía encima de nosotros y que le enamoraba, ¡qué sé yo! Pero, cá, Encarnación no podía bajar, porque era la que estaba en el cuarto. Así, don Rafael, así...

—¡Pues sí que nos ha demostrado usted que era un tío ese Cárdenas! -dijo el hortelano, hombrecillo cuidadoso y discreto.

—¡Ah! Es que otras veces -contestó Leopoldo, que nada le detenía-, otras veces me engañaba él a mí. Una vez se las arregló de modo que me dejó en un corral con una cuca y que nos sorprendiera el marido. Que salté, don Rafael, que salté por las tapias. Pero anda, que a ella la sacó el marido una buena capellanía... Era listo, era listo el manco. La que digo, si Dios le da todas sus facultades se traga al mundo. Que sí, señor, que se lo traga. Mire usted que íbamos por un campo lleno de hierba, en primavera que era, don Rafael. Y sale un vaquero y nos dice: «¿Han visto ustedes una vaca que me se ha escarriao?» No habíamos visto ninguna vaca. Pero verá usted lo que le dijo el manco: «No hemos visto ninguna, y, sin embargo, yo te digo cómo es la vaca que te se ha perdido: es tuerta y tiene la cola larga, y aunque me quieras engañar, sé que es vaca». Conque el vaquero se quedó maravillado, y le responde: «Que es vaca lo ve usted en las pisadas, pero, ¿y lo otro? Yo no sabía por dónde iba a salir el manco. Pues dijo, fíjese usted, don Rafael, que dijo: «Es vaca, por las pisadas. Es tuerta, porque ha ido comiendo la hierba por un lado sólo. Y tiene mucha cola, porque ha limpiado el rocío sobre la hierba».

El hortelano, cuidadoso y discreto, movía la cabeza, casi convencido. Pero Leopoldo, que no tenía idea de la precisión, y que acababa por hacer ver lo contrario de lo que se proponía, continuó hablando:

—El manco Cárdenas era el pillo más pillo. Y tenía un genio... ¡había que verle! Y eso que, a veces, le cogían y no se podía revolver. Mire usted que, yendo de caza su primo don Paco, él y yo nos encontramos en un camino a un mocito. Y voy y le pregunto: «Muchacho, ¿adonde va este camino?» Y el muchacho me contesta: «Este camino ni va ni viene; se está quieto». Entonces, don Paco le pregunta: «Oye, niño, y podremos echar por aquí alguna lie-bre?»Y el niño responde: «En mi casa hay una olla vieja donde echarla». El manco estaba ya levantado con su genio y dice, más vivo: «¿Y por dónde se va al rejo de la gran puta de tu madre?» Conque el niño le suelta esta: «Póngase usted en la punta de una cosa que tiene mi padre y va usted derecho».

La tarde estaba ya entre dos luces, y la charla de Leopoldo iba sonando algo exótica en la calma melancólica, apacible, de la huerta.

La huerta tenía una casa inclinada y caduca, con líneas de vieja. Leopoldo se apartó de ella para emprender su caminata a Ventajosa. Y Rafael, con sus acompañantes, se quedó comentando el número de murciélagos negros, ratoniles, voladores, que salían del tejado de la vieja casa.

Entonces, un joven que estaba allí, en la compañía, empezó a hablar fogosa y noblemente. Era un estudiante, uno de esos estudiantes de pueblo. Pero tenía de raro que no se embrutecía al volver a su tierra. Y tenía, además, un hermoso tipo romano.

Este estudiante guardaba para Leopoldo uno de sus odios. Odiaba en Leopoldo el sentido literario de rutina, sin precisión, abstracto, que el estudiante consideraba como un estorbo, un intermediario en toda corriente. Lo consideraba a la manera de una criba estúpida, deteniendo las cosas que eran superiores a cierto tamaño. Pero el estudiante no le llamaba precisamente criba.

Es un alcahuete —decía—; un hombre así tiene que ser un alcahuete. Se puede formar una cadena de alcahuetería desde cualquier literato inmortal a Leopoldo, apenas mortal, apenas nacido para el mundo.

Y no se equivocaba. El hortelano, discreto y malicioso, sonreía a esta alusión porque, efectivamente, Leopoldo tenía también ese oficio.

—¿Por manera —contestaba al estudiante el maestro de escuela, bufón y epiléptico—, por manera que a ti no te gustan las cosas vagas?

—Sí, las cosas vagas me gustan. La vaguedad, si tiene fuerza, me parece una fuerza genial. Pero ese hombre, por ejemplo, no es vago, es muy claro; lo que tiene es que no discurre bien y es impreciso. A mí me gustan las cosas vagas. En el fondo, ¿hay una cosa más vaga que el movimiento? Y hay que ver lo bonito que resulta un salón lleno de máquinas, todas moviéndose... Se forma un conjunto de movimientos diferentes, extraños, unos precipitados, otros solemnes. Tardan mucho los sentidos en acostumbrarse a percibir una belleza, que, por eso mismo, antes ha parecido una cosa horrible. Por ejemplo, en asunto de menos importancia, en los automóviles. Al principio, se consideraba la parte útil que pudieran tener, pero todos decían que eran muy feos. Hoy mismo, a mucha gente le gusta más un coche bien puesto, con magníficos caballos. ¡Uno de esos coches que parecen fanfarrones y pobres, al lado de un enorme automóvil, que da esas curvas tan fáciles, tan elegantes, sin que se note ningún esfuerzo! Pasa un automóvil así, y da una emoción de fuerza, de fatalidad, de belleza en todos sus movimientos... En las cosas, me parece que vemos primero, no la utilidad, ¿eh?, sino, así como cierta fuerza de acción... la belleza se forma después.

El maestro de escuela le seguía con interés el habla.

—Por manera, que entonces, ¿cómo dicen que los salvajes cogen así muchas cosas que les llaman la atención? Y digo yo: si no las aprovechan...

—Eso será verdad; pero, vamos, habrá salvaje de esos que haya salido a la vida hecho un viejo. Vaya usted a saber la exégesis que se verifica dentro de cada raza.

—Oye, y digo yo: ¿por manera que no hay niños entre los salvajes?

—Lo que no hay —dijo el bruto de Miguel Márquez— entre los salvajes son maestros de escuela.

Y se rió con su risa bronca. Pero el infeliz maestro torció la boca, lanzó un gruñido en un hilo de baba resbalona, inclinó la calavera injerta en cabeza de marranillo y dejó temblar en sus ojos, pequeños y arrugados, toda su desgracia. Después se le fueron doblando las piernas poco a poco, y hacían ruido de papel viejo.

Sobre la cabeza del maestro epiléptico daban su vuelta los murciélagos al tender el vuelo, al dejarse caer desde el tejado de la casa.

Aquí se concluyó el paseo. Regresaban hacia el pueblo, y Rafael iba pensando en el joven estudiante. Se llamaba Mata. Era hijo del grandullón Mata, del hombre bárbaro que había sido guardia civil, que había cazado en medio de la sierra a los hombres como a las cabras salvajes, esperando que subiesen a los picachos para tumbarlos.

Ese grandullón Mata, que por huir de su padre, del verdugo de su padre, como él decía, había conducido presas mujeres de aberración y de crimen, para gozarlas antes de que entrasen en el presidio.

Mata, el grandullón, tenía la muralla de una enorme sordera, que incomunicaba su barbarie con el mundo. Y la virtud que él a sí mismo se reconocía era también bárbara.

—Mata —decía él muchas veces—, Mata tiene una rabadilla muy dura.

Y con esto quería decir que, aunque era viejo, pasaban por su mano muchas mujeres. Se alababa en no reparar si eran asquerosas o no. Para todas tenía un temblor de su fina nariz.

El hijo de este hombre era el estudiante de tipo romano y manera culta. Ni pedante ni bruto, casi siempre justo y noble en aquel medio donde su modo de ver la vida disonaba claramente.

Rafael iba pensando esto camino del pueblo. Se quedaba detrás la seca, caduca y vieja casa que tenía en la cabeza un nido de murciélagos.

La materia sabe presentar muy bien su fuerza, cubierta de gallardía y plena de esperanza. Pero de otro modo, muy bien la presenta con la emoción de una fantasía pesimista y loca.

De esta materia, de esta última materia estaba hecha la casa de la melancólica huerta.

XX

«Este hombre pensó para los espectadores que le rodeaban. Y le entendieron en seguida, y muchos. Pero resultó que no le habían hecho tanto caso como parecía.

Este otro, pensó creyéndose futuro y remoto. Y como no empleaba las cosas que le rodeaban, pues los espectadores que le rodeaban no le entendieron. Y como no conocía las cosas remotas, pues los espectadores futuros tampoco le entendieron.

Este último, pensó empleando las cosas que le rodeaban. Pero como si los espectadores fuesen futuros y remotos. Por eso, este último, acertó».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Una mañana salió Rafael a conocer sus fincas. Salieron a caballo él y el mayordomo y anduvieron algunas leguas.

El ambiente estaba bochornoso. Había nublados aplanadores. A lo lejos, entre dos nubes, caía la tira impalpable, oblicua, de un rayo solar.

—Esa nube nos va a mojar -decía el mayordomo...

Se levantaban violentamente ráfagas de aire enloquecedoras. Encabritábanse los caballos y sus crines se apoyaban en el viento.

Los caballos adelantaban sus patas con el paso acometedor del trote. La atmósfera, descompuesta, les soliviantaba. Querían echarse a la carrera.

—Conténgalo usted, conténgalo usted, que a la carrera adelantan menos que ansí —decía el buen mayordomo, ceremonioso y filósofo a su manera.

El trote se hacía cada vez más rápido. El paisaje tenía un fondo plomizo, cargante, que obsesionaba la vista de los jinetes. Y de pronto les cegó un ziszás aterrador, luminoso.

Corrió el sonido de un trueno. Los caballos, desbocados y soberbios, salían dando botes. Llevaban espantados los ojos, las narices dilatadas, las crines al aire. Movían sus cuerpos con un pavor furioso.

Rafael iba delante. Escuchaba las pisadas del caballo del mayordomo, que enardecían al suyo.

Comenzaron a caer grandes gotas. El huracán azotaba con ellas.

Se pasó un rato en la carrera desbocada y dejó de llover. Había pasado la nube. El cielo seguía nublado y se veía llover en el camino que la nube iba cubriendo.

Rafael detuvo su caballo y vio que el otro caballo corría sin jinete.

Pero cuando llegaron a la finca los dos caballos tenían caballero. El mayordomo no se había hecho daño y llevaba una cara tétrica. Ceremonioso y filósofo, decía:

—Don Rafael, para mí, que nos salvamos de milagro. Que cayó la chispa al lado nuestro. Habernos nacido hoy, señor! ¡Habernos nacido hoy!

—Bueno, pues ya pasó.

—Sí, don Rafael. Pero, velay, se va uno por nada. Estamos haciendo cálculos y, ¿para qué? Viene una de estas cosas y se va uno. No hace falta enfermedad, ni nada.

—Mejor, hombre. Así no se sufre.

—Le diré a usted, don Rafael. Parece que para morirse es de preferencia prepararse unos días de cama.

—¡Hombre! Eso, en todo caso, será para pensarlo, y luego, opinar cada cual.

—Si no vale pensarlo o no pensarlo. Ahora, nosotros no pensábamos que nos iba a caer una chispa, y poco ha faltado para que no lo contemos.

—Pues eso debemos hacer, no contarlo. Porque lo único que ha sucedido es que usted, hombre sosegado y cortés, no tiene usted cortesía ni sosiego para tratar con los elementos de la Naturaleza. Y, en fin, señor mayordomo, que va usted muy pálido y es preciso que estos trabajadores que aquí, a la izquierda se ven, nos proporcionen algo de agua, para no entrar llamando la atención en la casa de la finca, que supongo será aquella, no muy lejana.

—Don Rafael, eso está hablado muy bien y con mucha verdad, y haremos lo que usted quiera.

Los trabajadores eran una cuadrilla que trabajaba a destajo; estaban rendidos, confusos, sobre la tierra, dura y arrugada. Algunos se miraron ante los jinetes, y uno de ellos contestó a la petición:

—¿A ver? Agua debe de haberla. ¡Si fuese cosa de más peso...! Desde antiyer, por tres veces ajo blanco, eso es lo que ha entrado en nosotros.

—No será por falta de aceite, que allí está la casa donde lo hay —dijo el mayordomo.

—¿A ver? No se crea usted, no conviene cargarse para estos trabajos.

—Mientras uno es joven —añadió otro trabajador—, mientras uno es joven, todo va bien. Yo he sido, vamos, un león para esto. Luego ya, se encuentra uno viejo, ¿a ver?, qué ha de hacerse; asín han de ser; mas, don Rafael, yo quisiera que usted me buscara algo mejor que esto. Que si yo fuera joven, ¡vamos!, a mí qué había de importarme ni esto ni nada.

Otro trabajador contestó:

—¿Y qué más da ser joven o viejo? Todo es trabajar. Antes se trabajaba más a gusto que ahora. Su abuelo de usted nunca llevaba cuentas, don Rafael. Y yo, lo mismo estoy debiendo a mi amo hogaño que otraño cualquiera. ¿Y a ver? Me libro de él y vengo a destajar lo que se puede; pero no me vale, que siempre he de salir, o con la usura o con mi amo. Y yo no me quejo de mi amo, bien está. Pero, a ver, las casas como ustedes ya no tienen labor ni tienen nada. Y los amos de ahora son muchos más y credos de nosotros mesmos.

—Bueno, hombre —dijo el mayordomo—, pues eso es mejor para vosotros; porque si los amos van aumentando, día llegará en que vos hangáis amos todos. Pero puede que entonces vos hanlléis peor. Anday, traerme el agua.

Al mismo tiempo gritaron dos voces.

Una voz: «¡Palandango!»

Otra: «¡Azacán!»

A las dos voces contestó, acercándose, un muchacho de expresión brutal y piel tostada.

Una de las voces anteriores le mandó:

—¡Tráenos el porrón!

El muchacho se apartó un trecho y luego acercó el botijo rezumante. Bebieron todos agua; pasó el botijo campesinamente de unas manos en otras, y uno de los trabajadores, al cogerlo, habló así:

—De esto para la tierra, no viene. La nube que había ha huido.

Y daba a la h el sonido desgarrador de la j en la última palabra. Pero la palabra «nube» apenas pasaba rozando sus labios. Y la frase, dicha así, resultaba la expresión de una fatalidad maldita.

Otro trabajador habló allí también:

—Pues por dónde caminaba la nube yo no lo vido. Pero ha caído una chispa. Ya digo, yo no lo vido. Pero digo que ha caído una chispa.

—La lluvia siempre baja alborotada. Raro es verla tranquila por esta tierra. Ve usted ahora, la orilla tranquila -y el labriego señalaba al horizonte-, pues si lloviese, se alborotaba al pronto.

El mayordomo cortó la conversación:

—Verdad que aquí la alegría de la gente por el agua resulta un responso por los que han perecido en el temporal. ¡Velay!

Rafael y el mayordomo se despidieron de los labriegos y echaron a correr sus caballos subiendo una loma. Desde lo alto de la loma se veía un valle pequeño, recogido, bonito, y al final un castillo encima de un monte.

—Esto es ya de la Encomienda del Madroñil —dijo el mayordomo.

Rafael se quedó mirando al valle. Parecía que nunca pasaban personas por él. Y casi resultaba cierto. Era un pedazo, uno de esos pedazos de la pobre y olvidada tierra, que reflejan la belleza del rasgo, del desprecio hecho por el hombre al refugiarse en ciudades.

Los jinetes dejaron a un lado el valle y siguieron, haciendo correr a sus caballos. Por fin, descabalgaron en la casa. Les recibió una vieja, larga, flaca y amarilla, con un niño gordezuelo en brazos.

—¡Ay, señorito, usted por aquí! Yo le recuerdo de cuando era niño, que le apartábamos un cordero para que jugase con él. ¡Ay qué dolor, el hijo de don Pedro, de mi señor don Pedro, que Dios haya en gloria!

Después llamó a voces a sus hijos, que eran los guardas. Llegó una campesina rubia, tostada del sol, y a su falda había agarrados tres chiquillos. Y llegó un hombre fuerte, pausado, con los ojos azules y los dientes blancos, iguales.

Presentaron sus respetos a Rafael. La vieja hablaba:

—¡Ay qué dolor! Mi señorito, ¡qué dolor! Yo estoy muy anciana, que muy anciana estoy ya, señorito. A ver, me dan mareos, y no puedo dir a por el agua al pozo.

El hombre, que era el hijo de la vieja, murmuró, mirando con sus ojos azules:

—Sí que es verdad, que está ya muy inútil. Una tarde se cayó en el pozo y se estuvo allí, hasta que tuvimos que dir a sacarla. Salió, muy herida salió.

Y en la h rasgaba unay, mientras se cogía con las manos los antebrazos opuestos, desnudos, negros.

La vieja hablaba con el mayordomo:

—Ay, sabes tú que antiyer murió el lagarero de aquí por bajo. Y estaba solo, solito, en la casa del lagar. ¡A ver! Como estaba solo, cayó con un ataque y le encontraron muerto. ¡Ay qué dolor! Estuvo el pobrecito la tarde antes aquí y me lo decía: «Estoy solo y voy a morir mal».

—Para morir no hace falta compañía.

—¡Ay qué dolor! No me digas eso, que yo estoy también para morirme.

—Pero usted no se encontrará sola al morirse.

—¡Ay, que no lo sé! Pero yo estoy muy malita. Y la muerte coge a todos, hijo. También se van los que tienen pocos años.

—Sí, pero hay un refrán que dice: «El joven puede morir, pero el viejo no puede vivir».

—Sí que es verdad, que yo lo sé que un día de estos me voy.

La vieja hablaba bajo y perezosamente. Estaba sentada en un poyo del zaguán. Llevaba alpargatas negras y se veían sus piernas desnudas, amarillas, forros de largos huesos.

El niño gordezuelo y blanco no se movía entre los largos brazos de momia que tenía fijos la vieja. La vieja, que miraba al suelo inclinando su cara pequeña y triste, y enseñando en la cabeza la piel de una calva, más triste aún.

La campesina rubia y tostada recogió a los niños, que hacían rueda agarrados a su falda, y se atrevió a hablar, riéndose humildemente:

—Pasen ustedes a descansar en la sala de la casa.

Entraron en una larga sala de paredes blancas y ascéticas. En el fondo había un ventanillo con fuerte reja. A un lado, medían lo alto y lo ancho de la pared dos enormes maderos negros con ribetes amarillos, dos enormes maderos cruzados —admirables, perpendiculares, terribles— en forma de cruz.

La tremenda emoción de la cruz sin Cristo parecía llenar toda la sala. Al pie de la cruz había una mesa enana y alargada. Y en la mesa y en el suelo, delante de la mesa, había cándidamente puestos en curva unos verdes hinojos.

Enfrente estaba un viejo sofá de madera, bajo y ancho, pintado de oscuro rojo, rematando el respaldo en un roto escudo.

Allí se sentó Rafael y miraba por el ventanillo el color verde, sombrío, andaluz, de un olivar.

XXI

«Acércate, sin que te adviertan, y escucha cómo hablan estos:

—Estoy cansado de mi nombre. Quiero llamarme como tú. Y después, querré llamarme como tu vecino.

—Quieres entrar en la confusión de las gentes. Pues el mundo es podrido. Y tú aumentarás su podre.

—Eso es odio que tienes al mundo. A mí no me importa su podre. Llevaré marcas críticas de sangre.

—Te confundirán con los críticos envidiosos y creerán que lo haces por odio, ¡el odio que tú me achacas a mí y que te achacarán a ti!

—¿Y qué me importa lo que digan? Estoy cansado de mí. Quiero ser uno de tantos personajes...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

CiERTA mañana sonó un alboroto en la puerta de la Casa Grande.

Guardia

Pasaba una turba de gitanos, empujados

Civil. Y delante de la casa se habían detenido, buscando protección.

Uno de los gitanos no chillaba como sus compañeros; es verdad que tampoco recibía golpes. Iba jinete en una jaca, y los demás iban a pie. Todos, no, porque sobre las ancas de la jaca iba una gitana, agarrándose con las manos al cuerpo del jinete.

Esta gitana era una niña gachona, morena, que calzaba zapatos muy majos, algo chillones. Pero ella también chillaba; chillaba; diciéndole al jinete:

—¡Corre, mi sangre! Huye pronto, que algún día comeremos picadillo de guardia civil.

El jinete gritó a los otros gitanos:

—¡No esperar amparo de casa ninguna. Ya no hay casas nobles que den amparo!

Y en seguida la jaca huyó corriendo, moviéndose encima; garbosamente, su doble carga. Resultaba airosa la cabalgadura; debajo de la falda de la gitana salía el anca de la jaca, la curva del anca, graciosa y alegre.

Los demás gitanos corrieron detrás, dando voces:

—¡Corpus! ¡Corpus!

Rafael acudió al alboroto, y Magdalena le explicó su causa:

—Son los gitanos, señorito. Estaban descansando para marcharse luego a Ventajosa, que hoy empieza la feria allí, sí, señorito. Pero la Guardia Civil no los quiere, y quiere que vayan, sin detenerse en ningún pueblo, hasta el pueblo donde sea feria.

No se veían ya los gitanos. Quedaba únicamente su rastro, y Rafael seguía con la imaginación ese rastro, buscando algo.

Magdalena estaba a su lado.

—Pues hoy habrá que ir a la feria —dijo Rafael.

—A ver, algo tendrá usted que feriar, señorito.

Magdalena había hablado sin sentirlo; se entró en la casa indiferente.

Una vieja y gorda criada estaba allí, y glosó:

—¿A ver, señorito? Si va usted a la feria tiene usted que feriar algo.

Rafael concertó ir aquella tarde a la feria con sus amigos. Salieron en un coche para Ventajosa. Y descendieron de él en el rodeo de la feria.

El rodeo se extendía en curvas suaves, ceñidas por una atmósfera ancha, amplia, de sol. Las manchas de ganado aparecían aquí y allá, en aquel suelo, imprimiendo al ambiente un movimiento de oscilación, de algarabía. Y en medio se levantaban algunos paredones blancos, chocantes, en los cuales se estrellaba el sol y se rompía en asfixia.

Descendieron del coche Rafael y sus amigos y se internaron en el barullo. Los chalanes, con sus altas varas, fanfarrones, hiperbólicos, despreciativos, voceaban entre las coces de las caballerías.

Aquella atención vocinglera, desperdigada y rota por todo el rodeo, fue tomando un cauce, corriendo entre todos, hasta llegar a uno de esos paredones blancos y chocantes que rompían el sol.

Allí, delante de un paredón de esos, había un remolino de gitanas riñendo. Salieron corriendo unas cuantas, despeinadas, destrozadas, y las perseguía una muchacha, una niña casi, brava, resuelta, con la cara húmeda y sangrienta, que adelantaba en el avance como pendón de su causa.

Las gitanas que huían hacían frente de vez en vez, lanzando insultos y buenas piedras de las que había alrededor del paredón. La otra gitanilla, la herida, la brava, recibía en el rostro sangriento alguna que otra piedra; pero en seguida se levantaba con las manos bien provistas y tiraba piedras también al sitio a donde luego avanzaba.

Las otras dejaban abandonados todos los sitios, huían, la tenían miedo. Y una de ellas, en la huida, lanzó una navaja mojada de sangre a los pies de la gitanilla brava, a los pies que pateaban, furiosos, la arena con unos zapatos muy majos, algo chillones.

Era que llegaban los guardias civiles galopando, y detrás los chalanes a la carrera, arrastrando sus varas, y también, galopando su cabalgadura, algún que otro majo de esos que en las ferias pasean buenos potros.

En un grupo de gente, un grupo que iba tomando la forma de cono, retiraron del rodeo a la gitanilla herida. La subieron por la calle, en cuesta, de la feria, y allí pudo acercarse a ella Rafael con sus amigos, entre los que estaba el médico.

—¡Dotor, dotor, arréglemela usté, que la probe está jecha un testamento! ¡Ay, ay! ¡Mi niña de viso, carita de carmen, hierbesita buena! Tan honradita como ha sido siempre, dotor, que todas pueden desirlo. Señor civil, dígaselo usté al dotor para que la cure, que ella ha sido honradita, sí, señor, muy honradita ha sido, y no como esa otra gitanada, ladronas, que todo lo roban para metérselo en la raja, y que permitido sea, ¡lo digo sin maldición, dotor!, permitido sea que se metan también un tubo de quinqué y que se les rompa dentro. ¡Ladronas, gitanada, que habéis conseguido a mi niña jecha una lastimita, una lastimita, dotor, una lastimita...!

Así gemía, lanzando sus palabras envueltas en lágrimas y babas, una vieja gitanona, al lado de la niña herida.

Iba la niña desvanecida sobre los brazos de dos hombres, y su cabeza, colgando, caía hacia atrás. La sangre la tapaba un ojo; tenía en medio rostro un cuajaron rojizo, surcado por algunos hilillos sangrientos y corredores. El párpado del otro ojo cubría la pupila con una inmovilidad tranquila y dulce.

El médico la colocó en mejor postura. Y un gitano negro y canoso, que era uno de los que sostenían a la niña, dijo a los guardias civiles:

—¿Y la otra gitanada? Habrá huido después de hacer tanto mal...

Dijo esto solemne, apoyándose guturalmente en las hh.

—¡Todos los que había en la casucha están cogidos, vejete!, que dan ustedes más ruido... ¡Había para acabar con ellos! -contestó un guardia civil.

Otro gitano se acercó al de antes y le habló en voz baja:

—Todos no están cogidos. Ha huido...

—¿Quién?

—Ese caballero que llamáis Corbus o Corpus...

—¿Barga?

—Eso es, Corpus Barga. Ha huido en su jaca.

—¡Mala leña! Nos ha deshecho el golpe... ¿Y cómo ha podido? Lo rajaba... ¡Me dio un voluntó!... Nada ha servio dañar a esta probe niña.

Y en su jerigonza se dirigió el gitano canoso y negro a los guardias civiles:

—Señorías, no hacer mal ninguno a los que no tienen casa; todos sernos de la misma familia. Esta niña buenará si yo la curo. Ha sido navaja de hermanos; no castigar a nadie. Que no nos confiese el señor juez y no ha pasado nada.

—Este vejete se ha vuelto más pronto que un calcetín —murmuró uno de los guardias civiles que estaba apoyado en la escopeta con una mano y con la otra mano subiéndose por la pierna un calcetín que se le caía, contraviniendo la ordenanza.

La gitanilla herida, colocada en mejor postura, había vuelto del desmayo. Y un nombre, un nombre pronunciado por los dos gitanos al hablar en voz baja, le hizo sonreír dolorosamente.

Fue una sonrisa cortada por el cuajaron de sangre que le cubría medio rostro. Pero en el ojo libre, la pupila, romántica y feroz, transparentaba una mirada esparcida en cierto ambiente, desconocido y vacío.

Se acercó a ella, con el pretexto de sostenerla por los hombros, un muchachuelo. Y al reanudarse la marcha de la comitiva, calle de la Feria arriba, ella decía, al muchachuelo ese, algo con gozo y disimulo, y el muchachuelo muy atentamente procuraba retenerlo.

Rafael y sus amigos volvieron al rodeo. Había vuelto el espectáculo a su aspecto normal.

—Nos sentaremos en un tenderucho a tomar lo que sea —dijo uno de los amigos.

Los tenderuchos estaban por grupos. Fueron a uno, y desde él se veían algunas filas de telas tendidas, como techos bajos, sujetas en palos rústicos y caprichosos.

Entre esas telas y los sombreros de los concurrentes aparecía, a franjas, el horizonte, claro y limpio, que iba tomando la agradable luz del atardecer.

Los concurrentes -merchantes de ganado, chalanes de caballería, hombres gordos cosecheros de granos, sagaces traficantes en especies, gente de buena vida regalona, y pobres labradores deseosos de darse un día ahíto— formaban bajo aquellos toldos una reunión de confianza aniñada y feliz. ¡La gente esa, que luego cada uno era una hiena en los tratos de la feria!

Y resultaba muy gráfica esa rara expresión con la claridad de la tarde cuando ya se ha puesto el sol, claridad densa que colgaba como cortinaje de las techumbres de tela, de las frágiles techumbres de tela que no dejaban ver el cielo.

Algunos hombres, apoyados de codos sobre las mesas, acercaban las cabezas para decirse algo importante. Rafael se fijó en dos que estaban juntos. Los dos se parecían en una señal que les hacía distintos, los dos tenían una cicatriz junto a la boca.

En uno, la cicatriz le partía el labio inferior; le daba un aspecto descuidado y cómico esa raya vertical debajo de una dilatada nariz. En el otro, la cicatriz le prolongaba la línea horizontal de la boca y le daba un temible aspecto de malicia.

Estos dos amigos unían las cabezas para conversar, y luego las separaban, entablando cada uno un soliloquio. Rafael oía al primero, al de aspecto cómico. Este hablaba solo, idiota y vago, con la cabeza echada atrás, mirando el techo de tela. Pensaba en otro pueblo con tristeza.

—¡Ah! La Rambla... buen pueblo, buen cielo... Hay buen cielo... en la Rambla... ahí sí que hay buen cielo... y pueblo, buen pueblo la Rambla...

Después se levantó y dio vueltas, mirando cómicamente a todos lados. Unos cantaores estaban enfrente del tenderucho lanzando malagueñas. El hombre de Rambla daba vueltas buscándoles; les oía y quería verlos. Paseaba su mirada inexpresiva por ellos y no se daba cuenta. Luego miraba a los demás, asombrado de ese prodigio, de ese cante que sonaba solo.

El gitano negro y canoso llegó buscando a Rafael.

—Señor usía, yo sé con quién estoy hablando. Y su mercé está hablando con el padre de la niña herida. Y como la niña está bue-neando, yo no quiero que se haga daño a nadie, a nadie, a ninguno. Y si su mercé se lo dice al señor juez, es cuando el señor juez le hace a su mercé caso. Porque, además, tienen presa a una hermana mía, una tía de la niña, su mercé, que dicen que la cosió con la navaja. ¡Calurnia, a ver, calurnia! Si es tía de la niña, cómo iba a quererla tan malísimamente mal. ¡Que no, su mercé, que no, que no, que no...! Y, por lo menos, su mercé, que dejen a mi hermana, la probe, un jergoncito donde arrastrar su cuerpo, que está pasaíta de pena, pasaíta de pena, su mercé, porque quería a la niña como suya y está deseando de véngala. ¡Que ella no ha sío, ni nunca lo ha sío, ni hará con la niña más cosa que emprenderla alfileres sin punta. Y si no digo más verdá que el agua clara, odiado me vea como las viruelas...

El gitano siguió ensartando verbosamente disparates, mientras un mastín de pelo rubio brincaba delante de él, buscándole una mano.

Rafael prometió ayudarle, y uno de los que allí había se fijó en el mastín:

—¡Bonito perro!

—Yo se lo compro a usted -dijo Rafael al gitano.

—Ya es de su mercé; yo no quiero feriarlo, que yo quiero ofrecerlo a su mercé.

—No, no; yo se lo compro a usted.

—Su mercé, su mercé, me acetará esa poquilla cosa...

Porfiaron en vano, porque el gitano se obstinaba en aparecer con nobleza, ofreciendo como presente el mastín.

Dejaron el tenderucho y subieron por la calle de la Feria al pueblo, para complacer al gitano. Pasaban entre dos hileras de puestos discordes, rodeadas de feriantes. El mastín, acariciado alguna vez por la palabra del gitano, no se apartaba de Rafael.

Llegaron a la plaza, donde estaban los puestos de la feria más concurridos. Sonaban las campanillas de las rifas y los juegos. Ese ruido de niños, esas campanillas que tanto enardecían a los chiquillos, eran frenéticamente agitadas por tipos truculentos, de mala catadura.

Los juegos tenían gracia: unos, por su trampa sencilla y descarada; otros, por su ingenio. En una mesita baja, un labriego de taberna -de esos que se les nota cómo ya no trabajan en el campo y que, sin embargo, tienen aspecto de labriegos-, un labriego de flaquez sombría echaba las cartas a pares o nones. De cada cuatro veces, el labriego ganaba tres y los puntos una.

—Ya he ganao, ya he ganao —decía un paleto a voces, recogiendo su dinero. Se reunía gente y pasaban tres golpes en que ganaba el dueño del juego. Desesperanzados, desperdigábanse los jugadores, y alguno, más terco, que había continuado, volvía a gritar:

—Ya he ganao, ya he ganao...

Y otra vez acudía gente. Y así, con pausada periodicidad, tiraba y recogía un misterioso hilo terminado en muchos anzuelos el labriego imperturbable, de sombría flaquez.

Otro de los juegos resultaba muy ingenioso. Era un péndulo que, soltado desde su posición más extrema, pasaba entre dos boliches, y a la vuelta había de tumbar uno de ellos. Estaban muy bien estudiadas las leyes de la oscilación para buscar según qué directriz había de ser separado el péndulo. Y esa directriz estaba disimuladamente marcada. Pero el dueño del juego voceaba:

—¡Yo enseño a tirar el boliche! ¡Aprétese bien la mano, apré-tese bien la mano! ¡Fuerza, fuerza...! ¡Miren cómo yo lo hago...!

Y los paletos se estrujaban los dedos contra la bola que pen-dulaba y los boliches seguían siempre tiesos.

—El juez está en su casa —dijo uno de los amigos de Rafael—; no va a venir aquí para ver a estos bolicheros.

Salieron de la plaza y atravesaron varias calles algo oscuras. Pasaba la gente como caso insólito, proyectando sombras alegres, y resultaba que en esas calles, feas y antipáticas, corría por encima de la gente, en canales aéreos, cierta gracia calurosa, cierta atmósfera de fiesta.

El juez era una buena persona, y, además, amigo de Rafael. Y ya se sabe que la amistad es una cosa muy venal. ¡Dichoso del que no tiene amigos!

—Calle usted; eso no tiene importancia —dijo el juez—. Según me han dicho, hay presa una gitana por herir a otra. Mañana veremos. Y ahora mismo irá el alguacil para que dejen entrar en la cárcel jergones y todo lo que quieran.

El gitano negro y canoso se fue alegre, corriendo, seguido del perro.

El juez, todavía durante un rato, agasajó a Rafael. Cuando Rafael se despidió, notó la ausencia del perro.

Pero, poco después, se encontraron otra vez al perro y al gitano en una calleja trasera del Ayuntamiento, adonde daba la cárcel.

La calleja era una cinta torcida, pendiente y negra entre blancos paredones. En el ventano de la prisión alumbraba una vela, haciendo jirones de sombra en la blanca pared opuesta. Alumbraba detrás de la reja la cara misteriosa de la gitana presa, que apoyaba la barba en una mano y se mordía los dedos.

Delante del ventano se arremolinaba la gitanería. Llegaba corriendo una gitana cargada de un jergón, y otra con mantas y pañuelos, y otra con botellas y comida.

—Este jergoncillo, ¿te lo entro?

—El pañolillo, el pañolillo...

Todas la gritaban, y ella, detrás de la reja, mordiéndose los dedos, sosteniéndose la cara, recibía con tristeza de reina el agasajo de su gente.

De la plaza, de la feria, llegaba volando el rumor de la alegría. Y el gitano negro y canoso hablaba a Rafael:

—Señó, el maldito perro no quiere irse con su mercé. ¡Y el tuno, que no tengo yo tiempo para enseñale! Porque su mercé se irá ahora mismo, digo yo, que aquí un hombre dice que hay fuego en Benalmena...

Rafael se fijó en el hombre que señalaba el gitano. Le había visto ya en un tenderucho del rodeo. Era aquel hombre que tenía una cicatriz junto a la boca, el que tenía la cicatriz que le alargaba la boca maliciosamente.

Uno de los amigos de Rafael dijo:

—Sí, ya de todos modos, nos vamos. Es de noche y nos está esperando el carruaje en la carretera...

—Entonces, señó —dijo el gitano a Rafael—, si su mercé quiere... La feria va a durar aún tres días, y antes de que termine, yo le llevo a Benalmena el perro tonto este. ¡Tonto!, ¿por qué no te vas con su mercé?

El perro se quedaba entre las piernas del gitano, y Rafael se despidió de toda la gitanería, quedando en esperar el perro antes de que acabase la feria en Ventajosa. Luego, con sus amigos, fue a la carretera y tomó el coche para volver a Benalmena. Cuando el coche arrancó, uno de los acompañantes de Rafael dijo:

—¡El ladino del gitano! Va a sacar por el perro más de lo que vale. ¡Y decía que iba a regalarlo!

El carruaje avanzaba por la carretera en medio de la noche oscura, sin luna. Se detuvo al llegar a un mal paso. Estaba la carretera casi obstruida por dos montones de piedra.

Detrás de uno de estos montones había cierto jinete sobre una intranquila jaca. Hasta él llegaba un muchachuelo corriendo. Y le hablaba en voz baja; y el jinete respondía levantando la voz:

—¿Te ha dicho eso? ¡Cuánto me alegro!... De todo ha tenido la culpa el maldito perro y las malditas viejas; ¡las aplastaré!... Dila que se saldrá con la suya y que ganaremos al fin, aunque su herida tarde en curarse, porque la herida querrá estar mucho tiempo en su cara lo mismo que querría estar yo...

Después, el jinete arrojó al suelo un puñado de monedas. El muchachuelo las recogía murmurando:

—Se lo diré, señor de Corpus Barga, se lo diré...

Pero el caballero no lo oía. La jaca, avisada por las espuelas, galopaba a través del campo.

El coche, vencido el obstáculo, se alejaba también. Corría por la carretera; y el destello bailarín de su farol danzaba al son de las campanillas, de esas campanillas que en las colleras de las muías asistían, ruidosas, al concierto de los sapos, de los grillos, de todos los animales que dejan oír su música en la noche del campo.

XXII

«Sigue los suaves caminos de la armonía y verás cómo el mejor placer de una forma es encontrar otra que la armonice...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Una tarde el aire se iba oscureciendo serenamente. El cielo estaba azul y claro después de ocultarse el sol. En el patio de la Casa Grande había risas y bulla.

Por las sombras del zaguán pasó la vieja criada con un candil. Abrió la puerta de la bodega, baja, pesada, ruidosa, y entró en la oscuridad.

Rafael, paseándose en la cocina de campana, miraba misteriosamente. Entraban del patio ráfagas de cándida alegría. Las sombras del zaguán palpitaban con agüero.

Todo estaba previsto para el recuerdo de una bella y antigua escena novelesca. Pero esta escena no llegaba.

Apareció otra vez la vieja criada, y, debajo de su rostro, el destello del candil.

—¿A ver?, ¿qué mira, señorito? Véngase aquí, al patio, que le han traído unos presentes.

Rafael salió al patio. En la oscuridad del soportal estaba una moza parecida a Magdalena. Más alta, con los ojos más pequeños, un pañuelo a la cabeza y los pies descalzos.

La vieja criada dijo:

—Esta es la hermana de Magdalena, que trae unas cosas para usted. ¿A ver? ¡No te dé vergüenza, dáselas!

Rafael estaba apoyado en la escalerilla de piedra que había enfrente del soportal. Las dos hermanas se adelantaron hacia él, y en el fondo quedaron unos mozos, tostados y fuertes, con los sombreros caídos sobre el cogote y las bocas abiertas, enseñando las hileras de dientes iguales y blancos.

La moza descalza llevaba en los brazos un corderillo blanco.

—Señor, de parte de mis amos.

Magdalena cogió el corderillo de los brazos de su hermana y se abrazó a él.

La moza descalza sacó entonces del zurrón un queso, rubio, redondo, y lo adelantó entre las dos manos.

—A ver, como es pastora -dijo la vieja criada— ha hecho este queso para usted.

La pastora miraba a Rafael, Rafael miraba a Magdalena y Magdalena miraba los pies descalzos de su hermana.

La vieja criada continuó hablando:

—Señorito, les daba vergüenza...

—No, no —dijo Magdalena, apretándose contra el pecho el blanco corderillo.

Rafael cogió el rubio y redondo queso que le daba la pastora descalza.

—Me gusta mucho, el que hacen los pastores me gusta mucho.

—No vale nada, eso no vale nada, que ya lo sé —decía, riéndose, la pastora.

Rafael la miró.

—Lo que tú sabes es que eres una buena moza, tan buena moza como tu hermana.

—¡Ay, qué dolor! ¡Lo que dice el señorito! —contestó la pastora descalza mirando a Magdalena.

—¿Y no tenéis más hermanos? —preguntó Rafael.

La vieja criada gorda contestaba:

—Sí, tienen hermanos y más familia. Pero están solas, sólitas las dos hermanas por aquí, pues los demás trabajan en las minas de la sierra. ¡Y estas dos le tienen un miedo a aquello! Sobre todo Magdalena, que cuando se habla de por allí, se pone como sobre ascuas, señorito.

La vieja criada calló un momento y cogió el queso redondo y rubio de las manos de Rafael.

—Pues si le gusta a usted, hoy lo comerá, señorito.

Entonces Rafael se fue hasta Magdalena y le quitó de entre los brazos el corderillo blanco. Magdalena hizo un movimiento.

La pastora dijo:

—Si no manda el señorito otra cosa, yo me tengo que dir, que ya es tarde.

—Nada; consérvate tan buena moza, y si quieres algo de esta casa, ven a por ello.

—¡A ver! Que sea con ustedes Dios.

Las dos hermanas se fueron.

Los mozos tostados y fuertes del sombrero caído sobre la nuca y los dientes iguales, blancos, las vieron alejarse con el gesto inmóvil, el gesto en que les cogió la despedida.

Rafael quedóse en el patio acariciando el blanco vellón del cordero.

Las dos hermanas se fueron por el zaguán hacia la puerta. Iban juntas. Magdalena apoyaba una mano sobre un hombro de su hermana.

XXIII

«Interpreto mi inteligencia en estos signos porque un idioma tiene que acabar manoseado, harto de letras. Las palabras no indicarán todo lo que quieren decir y habrá que recargarles con odiosos adjetivos que, todavía, les quitarán más hermosura. Digo al que interprete mis signos a un idioma, que falte a las gramáticas y se ajuste a lo que expreso. Si es preciso, que cambie hasta el género, el sexo, que el idioma da a las cosas. Pero conviene que no se le pasen inadvertidamente las faltas que cometa, sino que las haga a conciencia y porque sea bueno».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Un hombre que tenía la boca alargada maliciosamente por una cicatriz, entró a donde estaba Rafael, y quitándose el sombrero, que llevaba encajado hasta las orejas, le saludó: —¿Qué tal está usted? Muy bien. Y la familia, ¿se encuentra bien toda? Me alegro.

Rafael tenía ya cierta maestría y displicencia para recibir a la gente.

—¿Qué se le ofrece, buen hombre?

—A ver. Yo vengo a molestarle a usted porque me tira la casa esta. Mi abuelo siempre fue de su abuelo de usted; mi padre también fue siempre de la casa, y yo, pues, no voy a ser menos.

—Siéntate, hombre, siéntate -dijo el mayordomo.

—Pues yo venía relativo a eso del fuego que hubo en la calle de aquí por bajo.

El mayordomo interrumpió:

—Sí; éste es el dueño de la casa quemada, que la tendrá puesta en alguna Sociedad de seguros.

—A ver, y como ahora, siempre que arde una casa, si está libre de incendios, dice la gente que ha sido intencionado; pues resulta que han prendido a mi mujer y a la mocita. Y yo, que estaba en la feria de Ventajosa, que le vi a usted allí, pues cuando volvía me ha salido al camino la Guardia Civil, y se empeña en que yo he de decir que yo he emprendido fuego a la casa, cuando yo no he sío. Y hubo un guardia que dijo: «A éste habrá que pegarle para que hable». Y yo dije: «Pues aunque me hagan ustedes cuartos, yo no digo una cosa que no es la verdad. ¡Y no porque me vaya en contra, sino porque no digo más que la verdá!».

El mayordomo intervino:

—Y tu mujer, ¿dónde estaba cuando se quemó la casa?

—Pues a ver; mi mujer estaba velando a un enfermo, en una casa de aquí por arriba, que es su madrina y que tiene un dolor. Y de allí la sacaron para prenderla, ya ve usted. Y a la mocita, que han tenío que soltarla porque han comprendió lo mal que era.

El mayordomo se echó a reír.

—Estos paletos son los más listos de España. Las Compañías de Seguros negocian a costa de la gente de Madrid y de por ahí, y estos paletos negocian a costa de las Compañías de Seguros.

El hombre de la boca y la cicatriz maliciosas chispeó los ojos picaramente:

—Yo no quiero más que lo mío, lo que me corresponde, lo que me deben pagar, ¿no le parece a usted?

—Ya lo creo.

—Bueno, pues entonces, usted me protegerá y queden ustedes con Dios.

Cuando se fue, preguntó Rafael:

—Y éste, ¿cómo se llama?

—Pablo Expósito.

—¿Y cómo ha estado hablando de su padre y de su abuelo?

—Este se crió con la tía Pabla, que lo cogió de niño. Pero dicen que es hijo de un cura. Y es mal bicho, como su padre, capaz de cualquier cosa. Aquí no le conocen todavía bien. Pero yo me doy de conocer a la gente. Parece que éste una vez se presentó a su padre el cura a pedirle dinero. Pero el cura era bragao y muy avaricioso. Tenía un dinero que había robado a los carlistas en un pueblo donde él estuvo cuando la guerra. Y se pelearon el padre y el hijo, y el padre le hizo esa cicatriz que se le ve junto a la boca.

—¿Y cómo se llama ese cura?

—A ese cura le llaman el cura Pulido.

—Pues sí que tiene toda esta gente nombres bien puestos.

XXIV

«—Veo todo muy raro. Parece que tengo telarañas en los ojos. Acércate y fíjate en ellos.

—Es lo contrario. Ves mal porque se han muerto las dos arañas de tus ojos».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Una mañana se levantó Rafael temprano y contento porque tenía el mastín de pelo rubio en su casa. Sentía cierta alegría inquieta de niño.

Magdalena había cogido por su cuenta el mastín y corría con él por toda la casa.

—Lo ferió mi amo -decía a los que se extrañaban del nuevo habitante de la casa grande.

Rafael se levantó temprano y fue a una casa, casi enfrente de la suya, donde vivía el bufón maestro de escuela epiléptico.

Allí, a la puerta de la escuela, mirando la calle acompañado por la personilla del maestro, veía Rafael todas las cosas con un aspecto raro y nuevo.

El maestro, obedeciendo a Rafael, daba saltitos delante de los niños que iban llegando a la escuela, y les decía que aquel día no había lección. Los niños echaban una ojeada al cuarto oscuro de la clase y salían corriendo con alegría intensa no superada, con alegría feroz de pequeños salvajes. ¡Oh, emociones terribles de la niñez, que rompéis la balanza de toda emoción!

Rafael no había hecho más que mudar de sitio, ir de su casa a la de enfrente, y se le representaba todo distinto. Los pobres que pasaban, las mujeres que volvían de la plaza, los niños corriendo...

Aquel estudiante de tipo romano, hijo del grandullón Mata, decía, en algunas ocasiones, hablando de su pueblo y de su tierra, que los dos principales rasgos de la vida allí estaban en los únicos árboles que había: la vieja encina quimérica y el sombrío olivo andaluz. Pero rasgos de vida deprimida, de pasiones aplanadas por un velo de cuquería trasparente, pesado, aplanador.

Decía, también, el estudiante de tipo romano, que lo fatal de vivir entre aquella vida era el recuerdo, el peso para siempre grabado en la memoria, y que constituía un libro de la biblioteca fantástica que tiene la inteligencia.

Porque hay una vida de renacimiento, de pasión, de gloria, que puede merecer las atenciones de la inteligencia. Pero ¿a qué se graba, a qué se conserva una vida infeliz y miserable?

A veces, existe un movimiento encendido, luminoso, un momento exaltado, que en la línea de la razón hace saltar entre los puntos de la lógica otros puntos intermedios más fuertes que los anteriores. De este modo se abren las cosas y comprende la inteligencia, porque la vida entra en sitios desagradables, bajos y tristes con el mismo manto que entra en ese su palacio redondeado y dio-nisíaco, en ese su palacio que tiene en nuestra vileza de lenguaje la palabra tierra.

Rafael notaba aquella mañana en las cosas algo que antes no había notado. Esta emoción tenía una corriente alegre, animosa, soterrada y fuerte.

Y miraba Rafael la calle y veía cierto aspecto campesino que en su imaginación era un carro oloroso, cargado de leña, frente a una casa rústica.

Y miraba Rafael la misma calle y comprendía toda una leyenda jacarandosa que se explicaba en su imaginación como una curva, como la curva graciosa y alegre del anca de una jaca.

Rafael notaba aquella mañana en las cosas un aspecto evocador y jugoso. Estaba radiante, y así se retiró de la casa del epiléptico maestro de escuela bufón y fue a la suya a sentarse bajo la negra inmensa campana de la gran cocina.

Desde allí, sentado, quieto, dejó a su instinto tejer una red sensual que ocupaba toda la casa.

Magdalena, entusiasmada, jugaba con el perro en los soportales del patio o con el perro subía, sin que los viera Rafael, por la escalerilla de piedra, a la media naranja y a las salas del otro piso.

Rafael seguía los movimientos de la moza y el mastín, porque Magdalena se movía en toda la casa rozando la red sensual tejida por Rafael, y levantando en todos los puntos una emoción que corría por rayos vibrantes.

Corría por los vibrantes rayos hasta la cocina de campana, hasta la figura de Rafael, gesto, postura y nobleza de un novel caballero que estaba velando sus castas armas.

Este juego duró toda la mañana. Y cuando Rafael pasó al comedor, Magdalena entró en la gran cocina de campana huyendo del mastín, el mastín de polo rubio y pupila húmeda en ira.

Magdalena, huyendo del perro, saltó sobre el sillón donde había estado Rafael. El sillón estaba en el fondo, en un rincón de la cocina. Y la moza, al saltar, desprendió, en el ángulo de la campana, una tela de araña grande y maravillosa.

La red de esta telaraña fue, durante toda la mañana, el toldo del caballero novel de las castas armas. Una mosca había cogida en la red, una mosca que la araña no quiso comerse. Pero la araña no era novel. Estuvo jugando con la mosca, sin comérsela, porque se encontraba harta y quería divertirse ferozmente mientras hacía la digestión.

XXV

«Salen las ideas de su cabeza, descompuestas y dislocadas, porque esas ideas no se han mirado al espejo para vestirse ¡las presumidas!, sin duda lo han roto».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Rafael, después de comer, salió al patio de la Casa Grande, donde le esperaban tres locos.

Al verlos, había dicho el mayordomo:

—Señal de mal tiempo. Va a cambiar la orilla.

Allí, en el patio, pasó Rafael las horas de la siesta. Allí fueron llegando los señores que le acompañaban por las tardes, y todos se sentaron formando media luna, junto a la escalerilla de piedra, frente al soportal.

Bajo el soportal estaban sentadas las mozas haciendo su labor. Magdalena tenía sobre las rodillas un espejo, y el mastín no dejaba de retozar junto a ella irritado y juguetón.

A uno de los locos le llamaban Carabonita. Había llegado, corriendo muchas leguas, de un pueblo lejano donde trabajaba. Había caminado receloso, ocultándose de los viandantes, porque traía un parte secreto y terrible para todos.

Carabonita estaba destrozado, anémico, sucio, y la catástrofe de la locura no había roto su rostro ingenuo de niño.

Otro loco era Moneda, el terrible Moneda, llamado así porque su perfil daba al aire que le rodeaba aspecto metálico y parecía grabado en metal. Perfil que iba levantado por un largo mango de carne arrugada, que era el cuello. Y el soporte lo formaba el cuerpo desgarbado, flaco, seco y alto.

El terrible Moneda, durante el día, era un hombre corriente. Pero al llegar la hora cuando se desenvuelven las sombras, entonces era el terrible. Apoyado en su alta vara, su sombrero derribado sobre las cejas —un largo sombrero que a un lado llevaba prendido un airón de guita arrollada a una enorme aguja-, así perseguía por las callejas oscuras a todos. Si no podía a los hombres, perseguía a las mujeres, si no, a los niños, si no, a los cerdos, si no, a las gallinas, y si tampoco podía, ¡oh!, entonces, a su propia sombra. A su sombra, que aumentaba su traza de espanto, conforme él la amenazaba, cada vez más terrible.

Pero la verdad es que Moneda, el terrible Moneda, no hacía daño a nadie.

El tercer loco era Rape, el anciano piojoso, de cabeza con el pelo naturalmente rapado. Por eso le llamaban Rape; pero también tenía la cabeza enorme, redonda y aplastada, como el pez de este título, el sapo marino.

Rape, el cínico, entraba la mano por las profundidades de su cuerpo y sacaba en ella un bichito rojo. Lo miraba filosóficamente y decía:

—¿A vé? No pases hambre como yo, ¡hijo mío!

Y volvía a dejárselo, tiernamente, en su sitio.

Este Rape, este admirable adorador de la suciedad y del descuido, era temido por su piojería y su cinismo. Unicamente se defendían de él mandándole trabajar. Entonces huía...

—Si quieres corner -le hablaba don Andrés el caballero—, si quieres comer, vete a guardar mis vacas o mis ovejas.

—¡Los cuernos para ti, precioso, y las ovejas desvelan por la noche!...

Y Rape imitaba el mugido de la vaca y el balido tierno de la oveja.

Rape tomaba las maneras de todos los animales que él conocía, para no dejarse fastidiar por nadie. A él nadie le fastidiaba, ni el sol. Cuando Rape tenía que darse una gran caminata y el sol caía quemando, el loco anciano, cínico y piojoso, le amenazaba:

—¿Tú?, ¿tú? ¡Voy a fastidiarte yo a ti; verás cómo a mí no me fastidias!...

Y se acostaba debajo de alguno de esos morales que hay siempre próximos a un pilar. De allí no salía hasta que el sol era puesto, y entonces, antes de continuar su caminata, se volvía al poniente.

—¡Te la hiciste, amigo, que a mí no me la haces tú...!

Aquella tarde, que estaban los tres locos en el patio de la casa grande, la vieja y gorda criada decía al loco anciano:

—Anda, Rape, saca un poco de agua del pozo, que el señorito la necesita para bañarse... ¡Anda, que es para el señorito y te se pagará bien!

Rape se aproximaba rebuznando a la vieja criada gorda y le daba un par de coces, pero en sitio donde le hicieran daño.

Don Andrés el caballero le cogía por la chaqueta:

—Ven acá, sinvergüenza. Tú no estás loco, yo te conozco bien... Eres un genízaro, lo que digo, un caribe...

—Llévatela, llévatela —decía Rape soltando la chaqueta—; está llena de piojos.

Rape hablaba de un modo muy raro, despreciativo y fuerte. Parecía que los acentos de todas las palabras los colocaba al final de la frase.

—A ve; dicen que yo no trabajo. Pero siquiera no me enmiendo como tú, mi Andrés el caballero, que ya no eres borracho como antes... porque tú hacías mal y no yo... Oye, mi Rafaelito, ¿sabes quién está más loco que yo? A ve, Figurines, el carlista, que no se deja ver de nadie hace muchos años, que no sale de un cuarto y allí come y allí deja lo que come, levantando un pico de la estera... Pero tiene mucho dinero y es un señor; por eso no está loco, ¿a ve?

Rape se refería a la figura sombría del coronel carlista Barbarroja, que vivía en el mundo como en un estupendo encanto.

—Oye, mi Rafaelito, ¿sabes quién es peor que yo? Pues mi Filfa, que no está en presidio porque es rico, pero que hirió a una mocita que estaba dormida porque la quiso violar y no pudo, ¿a ve? Y mi Juan Lampa, el prestamista, que roba a todos menos a mí, porque no tengo nada y no me fastidia nadie. Y mi Serafín Murillo, Gaveta descosía, que se quedó con la herencia de unos probes. Y mi Luis Fernando, Hijo de Dios, que se divierte mandando a Córdoba por mocitas para echarlas por sus campos y que se revuelquen de lante de él con todos los trabajadores. Y mi Antoñito Márquez, Boñiguita, que se acuesta con la criada de su casa, ¿a ve?, y deja a su mujer. Pero eso lo hacen todos, mi Rafaelito, que aquí las mujeres son muy gordas y muy feas y nunca se las ve, están siempre encerradas en casa; pero les entran a sus maridos mocitas para que se acuesten con ellos. Y eso lo hacen todos y les gusta. Lo que no les gusta a todos es lo que a mi Juan, el cura Gómez, Barbeta, que a ese le gustan los monaguillos...

Rape seguía ensartando personas con esa verbosidad andaluza, para nombrarlos gráficamente.

Los aludidos presentes se hacían los no enterados o chillaban:

—Calla, calla, ladrón, que no estás en la cárcel por misericordia... ¡largo de aquí!

—¿A ve? Yo no hago nada malo. Porque nada de lo que yo hago me parece mal. Pero a vosotros os parece mal lo que hacéis, por eso os calláis...

Los molestados con el cinismo de Rape llevaban la atención hacia Carabonita, que seguía un soliloquio.

Rape hablaba aparte con la vieja criada. Porque la vieja criada murmuraba:

—Dice alguna razón, dice alguna razón... Las mozas entran en las casas para eso, y las que no pasan por ello tienen que dirse de todas partes y entrar en una casa como ésta, que ha estado mucho tiempo sin amo. ¿A ver?

Y señalaba con los ojos a Magdalena.

El soliloquio de Carabonita hacía reír animosamente a todos. El destrozado, el anémico loco, de rostro de niño, tenía una gran preocupación por el saber.

—Yo sé leer alguito... alguito sé leer... Pero escribir, si supiera escribir no me vería como me veo...

Carabonita tenía un libro que en cierta ocasión le había regalado el mayordomo de Rafael. Este libro lo llevaba al pecho, colgado del cuello por una cuerda; y era una lista de señores senadores, muy vieja.

—Aquí van los dueños -decía misteriosamente Carabonita.

Y resultaba macabro ver a aquel pobre loco dando vida, con sus odios y sus rotas apreciaciones, a esos señores senadores, gente ya desconocida y muerta.

Carabonita abría el libro y se inclinaba sobre, él, leyendo:

«Antigua (Duque de la)»...

Y levantaba la cabeza, mirando vagamente.

—De la, de la, ¿qué?... ¡de la mierda!

Bajaba otra vez la cabeza, sonriendo con esa malicia profunda, ingenua, de la locura...

Todos se reían de Carabonita.

—¡Si sabe mucho! Rafael, dígale usted que componga versos; los hace muy bien. Anda, Carabonita, di un verso, pronto, sin pensarlo...

Carabonita se llevaba la mano al cogote:

—Yo sé decir alguito, ¡pero escribir! Escriba usted, don Rafael, que allá va...

Hirió con su vista oblicuamente a todas las miradas, y dijo bajando y subiendo los párpados:

Trabajador, vive alerta; toma de mí este consejo: abre los ojos, dispierta, que llegarás a ser viejo y andarás de puerta en puerta.

Acabó el verso tan emocionado y solemne, que por todos pasó una respiración contenida.

Pero Moneda, el terrible Moneda, no entraba con todos. Se paseaba haciendo guiños para dar a entender que Rape y Carabonita eran locos. Y, en sus paseos, se detuvo detrás de Magdalena, porque le atraía el espejo que la moza tenía sobre las rodillas.

—Oye, Carabonita -dijo el terrible Moneda-, en el espejo se ve como el retrato...

Y señalaba con un guiño loco y malicioso a Magdalena. Luego continuó:

—¿Qué va a que tú no le haces un verso, de esos largos que tú sabes hacer? Vamos, ¿qué va?

El terrible Moneda hacía entonces los guiños a Rafael; quería decirle: «Ya verá usted cómo tengo razón de que está loco y hace el verso».

Magdalena, sofocada, se puso en pie. El mastín, delante de ella, daba saltos irritado y zalamero.

Todos estaban pendientes de Carabonita, y Carabonita, el loco destrozado, anémico, de rostro de niño, rompió precipitadamente su habla de esta manera:

Hacia la izquierda miran sus ojos, que toman un color burlón a pesar de ser pesarosos, que así, de este modo son.

Burla de rabia va en su mirada, despreciando a la timidez...

Pesar de una cosa ignorada que pudo ser alguna vez.

Hace graciosa una postura frente al mastín de la ira, se dobla por la cintura y hacia la izquierda siempre mira.

Sin temor de que la muerda juega con el perro aquel...

Y miraba hacia la izquierda porque a la izquierda estaba él...

Magdalena se fijó; y a su izquierda estaba Rafael.

Entonces la moza huyó corriendo, pero seguida por el mastín irritado. Corría ligera, fácilmente, como el vuelo de un pájaro que acompañan los ladridos de algún perro.

Pero esto no es más que una imagen. Lo cierto fue que el mastín se abalanzó sobre ella, y ella dejó caer el espejo. El espejo que chocó contra el suelo y quedó roto.

XXVI

«Descorre esa cortina. Siento que más allá de las nubes está ocurriendo algo».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Cuando llegó la hora del paseo, Antonio Márquez dijo a Rafael:

—Voy a por mi escopeta porque hoy iremos al castillo a ver si matamos algún palomo.

Fueron, efectivamente, a las ruinas del castillo, que estaban en una altura, a dos kilómetros del pueblo.

Se conservaba todavía erguido y bello un torreón de piedra y unas paredes, de piedra también, formando el patio de la antigua fortaleza.

Dentro del patio, a lo largo de las paredes, había galerías, interrumpidas por toscas columnas derribadas. En el torreón podían verse dos aposentos oscuros, nidos de bichos y una escalera rota en el segundo piso.

—Yo he subido más que nadie -decía el estudiante de tipo romano- por encima de esa cadena de piedra que se ve allá, en lo alto. Y es muy bonito. Debían poner una escalera hasta arriba y hacer un parque en todo este alrededor, lo que no costaría gran cosa. Quedaría muy bien, pues por detrás baja la tierra a una cañada que parece una torrentera. Pero aquí se ríen de los proyectos.

En el patio del castillo se juntaron cinco escopetas y se dispusieron todos a esperar las palomas.

—Ahora, cuando llega la noche, los palomos vuelven a sus nidos y se les mata al pelo -dijo Antonio Márquez—. Toma, Rafael, toma mi escopeta, a ver lo que haces.

—Yo no tengo escopeta, yo no cazo...

—Que sí, Rafael; aquí está la mía...

Porfiaron un rato y concluyó la porfía diciendo Antonio Márquez:

—Bueno; pues ahora vas a ver cómo se cazan palomos.

Desapareció en el torreón y luego apareció en una ventana del segundo piso, dando estas voces:

—¡Silencio, ahora mucho silencio, para que no se espanten los palomos!

Resultaba muy cómica la figura de Antonio Márquez con su sombrero redondo, sus luengas barbas rubias y sus piernas encogidas, sentado en la ventana del torreón.

Los otros escopeteros tomaron también posiciones. Y respirando en silencio, transcurrió el tiempo sin que llegaran las palomas.

Rafael se cansó de aquello, y saltando por encima de las piedras derribadas, avanzó en una de las galerías que corrían a lo largo de las paredes.

Todo estaba destruido. Algunas piedras conservaban tallados antiguos escudos. Rafael sentía, quizá por primera vez, ese afán extraño de reconstruir imaginariamente una cosa que ya está en restos.

El hilo de su idea quedó roto por cierta sensación. Su mirada acababa de cruzarse con otra. El terreno de la galería se levantaba defendido por toscas piedras derribadas formando montones.

Rafael se fijó bien y no vio a nadie. Entonces echó a correr hacia el patio. Sonaban voces y tiros. Las palomas iban llegando, y todos los cazadores hicieron blanco menos Antonio Márquez, el Barbudo o el Boñiguita, como le llamaba Rape.

La noche caía ligera y acordaron no esperar a más palomas y volverse. Por el camino iban también hacia el pueblo, iban ensuciando el aire rebaños de ovejas y de cerdos. En lo más recio del polvo avanzaban los pastores y los porqueros; avanzaban con prisa extraña, acuciando al ganado.

—¡Cómo se conoce que hoy es sábado -dijo Boñiguita—, y que esta noche sale el rosario con los bullidores...!

Boñiguita hablaba queriendo hacer olvidar a todos lo sucedido en el castillo.

—Cuando a estos pastores les coge alguna fiesta en el pueblo, ya saben aprovecharse; ¡qué tunos son!

—Le diré a usted; a mí me parece natural, a mí no me parecen tunos... -decía el mayordomo de Rafael, que, inevitablemente, tenía el arte de dar importancia a todas las majaderías.

Los rebaños se adelantaban y ceñían el pueblo con una faja de aire olorosa, violenta, densa...

El pueblo, envuelto en aquella atmósfera, tomaba un aspecto culminante, ganadero y bárbaro.

Rafael y sus acompañantes entraron en el pueblo por el prado. El prado era un arenal sombrío, sucio, que se extendía al final de las calles, por un lado del pueblo, hasta el riachuelo de cieno que llamaban Guadamatilla.

En ese sombrío arenal sucio, donde por el día se revolcaban niños en cueros y cerdos voraces, en ese prado solía verse a veces el esqueleto de alguna caballería que se habían comido muerta los voraces cerdos. Y con el esqueleto, queriendo arrancarle los huesos, jugaban los niños en cueros.

Pero aquella noche caía rápida y oscura, y el prado parecía solitario. Sin embargo, al pasar rozando las últimas casas del pueblo, se veían mozas y mozos, en parejas, junto a las paredes. Se arrastraba por allí una serpiente de lujuria y de sofoco...

Por el aire subía alguna frase cortada. Un mozo decía a una moza:

—¡Sangre, cuánto te quiero!

Y ella:

—¿Sí?, ¿eh? ¡Qué bonito!

Más adelante, un pastor, rudo y tosco, chillaba por hablar bajo:

—Ven acá, esportón de rosas cogidas con el burrucio de la mañana...

Rafael y sus acompañantes llegaron a la calle por donde habían de entrar en el pueblo. Fueron por allí, y a los pocos pasos salieron de una casa tres señoras, de las principales en el pueblo, que iban a la iglesia.

Las tres señoras eran finas de cara y gordas de cuerpo. Llevaban mantos negros, usaban mitones y evocaban esos vetustos gabinetes de brasero y costura que huelen siempre un poco mal.

Se detuvieron a saludarlas Rafael y sus amigos: y a poco, llegaron tres curas sin manteos, con sombreros de teja, sotanas y nudosos bastones negros, porque volvían de pasear. Esto hizo que se renovaran el grupo y los saludos.

Rafael, que miraba el prado oscuro y misterioso, vio dos figuras haciéndole señas, llamándole. Se escurrió disimuladamente del grupo y fue hacia el prado.

Las dos figuras eran dos mujeres. Y cuando él se acercaba, ellas se alejaban. Huían con recato, de través, para no perderle de vista. Cuando él se detenía para fijarse, ellas, quietas también, le hacían otra vez señas de que siguiese, de que se acercase...

Rafael se acercaba jadeante, cada vez más jadeante. Y las dos figuras huían, conservando siempre la misma delantera. Rafael echó a correr, y ellas corrían a lo largo del prado...

El prado estaba interrumpido por la carretera, que trazaba un puente sobre el riachuelo cenagoso. Hacia allá huían las dos figuras. Hacia allá las seguía Rafael corriendo; y el aire quedo, al rozar sus oídos, casi le aterraba...

—¡Alto!, ¿quién va?

Y una sombra, salida debajo del puente, bailaba delante de Rafael.

—¿Dónde va, amigo, dónde va, solito, tan solito?

Debajo del puente estaba la posada de la Estrella. La posada de la Estrella era un montón de ceniza, indicio del albergue que buscaban allí los mendigos, los vagabundos, los caminantes, toda esa laya que de tanto rodar ya no sabe de dónde es.

Cuando Rafael se sacudió aquella sombra y subió al puente, las dos figuras habían desaparecido. Miró a un lado y a otro, y todo, más allá, era un seno oscuro, tendido...

Entonces, Rafael entró en el pueblo y se fue a la plaza. Allí encontró a sus acompañantes, que le miraron con malicia. Pasearon un rato, y luego dijo el mayordomo:

—Vámonos a casa, que ya es hora.

Fueron todos con Rafael. Al pasar por una calleja negra, Boñiguita tropezó:

—¿Qué hay aquí? Un hombre, un hombre...

El cuerpo de un hombre estaba tumbado en la calleja. El mayordomo encendió una cerilla y la aproximó al rostro del tumbado.

La cerilla alumbró una nariz ancha y una cicatriz vertical debajo de la boca. El aspecto era tan cómico que el mayordomo se echó a reír.

—Este es un borracho —dijo apagando la cerilla.

El tumbado contestó con mucha formalidad:

—No estoy borracho.

Rieron todos y siguieron a la Casa Grande.

Rafael entró y vio en el fondo del zaguán dos ojos brillantes y húmedos. Magdalena se adelantó riendo y Rafael también se rió.

Luego, la cena y la velada pasaron muy alegres. ¡Oh, qué bien lo pasó Rafael en aquella velada! Cada vez que la muchacha cruzaba delante de él, con algún pretexto, se reían los dos.

Pero el resto de la noche no fue así. Rafael se despertó en la cama, inquieto, poblado de pesadillas. Un estrépito lejano se acercaba poco a poco. Y, de repente, roto el estrépito, sonó clara, melancólica, la melopeya de una voz cantando:

Virgen, divino sagrario, a ti sola rezaremos...

Se perdía la voz y volvía de nuevo el estrépito acercándose...

—Son los muñidores o bullidores, como decía Boñiguita -pensó Rafael. Y no se tranquilizó. En el fondo de ese estruendo confuso empezó a percibir ruidos extraños y emocionantes.

Encima de Rafael, por las salas deshabitadas, se arrastraba alguien. Era ruido de perro y de faldas. Rafael veía para adentro, en su imaginación, una pupila de perro inyectada en ira. Y se oían faldas desgarradas y arrastradas.

Iba Rafael a levantarse y casi no podía. Luego, los ruidos emocionantes y extraños quedaban confundidos por el estrépito que se acercaba.

El estrépito, en su máximo, se rompió otra vez. Y la voz, cantando, llegaba al oído con una melopeya larga y lenta:

El demonio está enfadao, lleno de malenco lía, porque ha salido a la calle el Rosario de María...

Ya el estruendo se alejaba. Otra vez iban percibiéndose los emocionantes, los extraños ruidos. Ahora se arrastraban cadenas, pisaba agitadamente una persona y se oían gruñidos lastimeros, como de un perro martirizado.

A Rafael le parecía que una lanza le estaba atravesando a él, de parte a parte. Veía para dentro, en su imaginación, esa lanza como una mirada conocida, evocadora, tradicional.

Quería levantarse y no tenía sensación de sus piernas, de sus brazos... Su sensación era confusa como el estrépito que se alejaba, que lejano se rompía para dejar oír, ya triste, sinuosa, perdida, la melopeya de la voz cantando:

A la puerta de la Macarena la rueda de un coche a un niño mató.

Y su madre, que era muy buena...

Luego siguió el escándalo, la batahola, el estruendo lejano y confuso. Rafael se había quedado con la copla. ¿Qué era tener madre? ¡Oh!, para Rafael, el regazo maternal no era un sentimentalismo débil. A su madre no la había conocido. ¿Cómo era su madre? Y el regazo maternal de sueño se abrió en un abismo confortante, agradable, sensual, que se respiraba en la piel; un abismo donde se caía sin llegar nunca al suelo, sin hacerse daño, sin darse el golpe, dándose el golpe después de dormido.

Rafael dormía. En su imaginación no había ya monstruos, ni en su entendimiento errores, ni en su conciencia pesadillas. Respiraba serenamente. Sólo vivía en él la vida física, esa cosa fatal que es la vida física, tan inteligente, tan fuerte, tan admirable...

XXVII

«¡Asquerosa coluvie! Sucios, muy sucios me parecen todos los acaecimientos».

Los signos de los Tesela. Interpretación

A la mañana siguiente, en Benalmena se comentaban muchas cosas. Así ocurre con los pueblos, que va pasando la vida, vacía, aburrida, nihilista. Hace falta que suceda algo y nada sucede. Pero, de pronto, varios acontecimientos ocurren juntos; y, entonces, el entusiasmo y la pasión, algo entumecidos, no pueden acudir debidamente a todo, a pesar de sus esfuerzos.

En el pueblo, aquella mañana, se comentaban primeramente dos sucesos: el crimen que se había descubierto por la noche y el esfuerzo de un lobo que, escondido en el castillo, esperó a la noche para caer sobre el pueblo, tropezó con el Rosario de María, hizo huir a los muñidores y puso en alarma a todos los mastines de Benalmena.

Rafael escuchaba estas noticias sentado en la gran cocina de campana. Un hombre y una mujer hablaban en pie delante de él. Y el mastín de polo rubio y de pupila inyectada en ira, huía ya de Magdalena y se acariciaba pasando su lomo debajo de la mano de Rafael.

Decía la mujer:

—¡Ay, señorito, que ayer estuvo usted peligraíto en el castillo! ¡Y todos esos abortados sin sábelo! ¿A ver? Señorito, los probecitos no sabían nada, que nadie lo sabía... ¡Y si viese usted, señorito, qué meneo! Los cagalutas de los bullidores corrían los probecitos. Y a María Santísima la dejaron sólita, más guapa, como una niña de quince años, aquellos grandísimos putos...

El hombre agregaba, señalando a la mujer:

—Quiere decir que nadie sabía cómo hubiese un lobo en el castillo. ¿A ver? ¡Quién había de figurárselo, don Rafael! Y lo raro para mí, don Rafael, es que se ha escapado.

La mujer volvía a hablar:

—Oiga usted, señorito, ¿qué nos dice usted del crimen?, ¿le harán mucha pena? Anda, y que diz que es un forastero y que ha sío en la feria de Ventajosa...

A todo esto, Magdalena cruzaba el zaguán llorando, acompañada de la vieja criada, que hablaba:

—¡Vamos, tonta!, ¿qué va a pensar el señorito? Mire usted, señor, que llora porque uno le ha dicho que los que han matado a ese hombre forastero son unos de aquí, y que por eso le trajeron engañado de la feria de Ventajosa, y que son unos mineros. ¿A ver? Y ésta se cree ya que es alguno de su familia el criminal. Mire usted, mire usted cómo está temblando. ¡Va a haber que pegarla!

El hombre que estaba con Rafael habló en su manera:

—Bueno, querrá decir que el muerto es uno de la Rambla, que tiene una cicatriz debajo de la boca, para más señas. Y el que han cogido preso es ese que llaman Pamblanco, que tenía un puesto de juego en la feria de Ventajosa. Pero a Pamblanco le han ayudado, porque él no ha traído aquí a ese de la Rambla. Otros lo han traído.

—¿A ver, lo oyes? —decía a Magdalena la vieja criada gorda-; ya puedes dejar el tembleo, ya te se puede huir el miedo, que no es ninguno de tu familia el criminal, que es ese Pamblanco, que esta ya cogío...

El hombre que hablaba con Rafael interrumpió:

—Yo quiero decir que esta cogido. Ahora, que sea el criminal o no... Lo que sí es un hombre muy terne. Voy a decir, con permiso de usted, don Rafael, que le están retorciendo las partes, vamos, usted me entiende, para que declare, y él no confiesa nada...

El mayordomo preguntó a Magdalena:

—¿Pero a ti quién te ha metido en miedo?

La moza, temblando con pavor, dijo:

—Ahí, uno...

Llamó hacia el patio y avanzó por el zaguán Pablo Expósito, con sonrisa maliciosa en la línea de sus labios, prolongada por una cicatriz.

El mayordomo se encaró con él:

—¿Pero tú sabes quiénes son los criminales?

—Maginaciones... Uno es un probe que nunca sabe nada de nada...

Y Pablo Expósito, poniendo en sus labios una seriedad desvirtuada por la maliciosa cicatriz, desapareció.

Magdalena y la criada gorda y vieja se entraron por la casa. Rafael seguía acariciando al mastín. Y el hombre que hablaba en pie delante de él dijo a la mujer que también estaba en pie:

—Bueno, ya puedes exponerle a don Rafael nuestro intento.

Este hombre y esta mujer eran matrimonio. A ella la llamaban Alcagüetilla y a él Diplomático.

La Alcagüetilla habló así:

—¿A ver?, señorito; venimos relativo a eso de que se ha huido sin despedirse el abortado que nos hace la última casa... ¿Sabe usted, señorito? que anoche llegó a mi casa corriendo, sudaíta, la Zorruna, y dice, me dice: «¡Anda, vete, que ese que era para ti más que tu marío, se ha quedado helaíto, helaíto, más fresco que mis nalgas, y eso que vengo sofocada como si me interesase algo!».

—Quiere decir esta mujer -añadió el Diplomático— que se ha muerto Rompido, el sepulturero. Y como decían de él y mi mujer, yo le dije a ésta: «Vete y le abrazas delante de todos, que si conforme es cadáver estuviese vivo, lo mismo le habías de abrazar, para que dijeran. Y ahora piensa ésta que aunque no es mi oficio, nos vendría bien; y que yo, aprendiendo, pues llegaría a cavar buenas sepulturas».

—Sí, señor -gritaba la Alcagüetilla—, que mi hombre las haría como se debe, muy honradas, y muy honradas que las haría. Y yo no quiero quitarle gloria a Rompido; que tenga toda la que yo deseo; que él daba gusto a todos. Pero mi hombre este, señorito, también hará las sepulturas con mucho gusto.

El mayordomo se cansó:

—Anday, anday, irvos, que hoy es domingo y el señorito ha de ir a misa.

La Alcagüetilla se retiraba gritando:

—Sí, señor, que no queremos dañar en esta casa, que embridarla no la hemos de embrillar con nuestros cuerpos de puta; pero dañarla, don Rafael, antes me daño yo lo mío con la jeta de un cerdo.

El Diplomático iba detrás, señalándola:

—Dice que si no me hace usted sepulturero, como si me hace usted; que en ese sitio como en todos, nuestro goce, don Rafael, es servirle.

Pero el goce verdadero del Diplomático era expresar en buenas formas lo que la Alcagüetilla hablaba desvergonzadamente.

Se tropezó con ellos un médico de Ventajosa, que entraba para hablar a Rafael. Este médico era ese mismo que había curado a la gitanilla herida en la feria.

—Don Rafael, vengo buscando al juez. ¿No ha visto usted al juez? Pues ha venido a Benalmena, ha venido de Ventajosa para el crimen que se cometió aquí anoche. Y a mí me ha ocurrido un suceso, esta mañana, allí, en Ventajosa, que he cogido el caballo para venir a buscarle.

El médico contó lo que le había sucedido.

Estaba por la mañana en su casa y fueron a llamarle del convento de frailes que había en Ventajosa para que se llegase a visitar a un fraile enfermo.

Llegó al convento y le entraron en un cuarto donde había un fraile sentado en un sillón y reclinada la cabeza sobre una mesa que estaba a un lado de él. A los pies del fraile se extendía un charco de sangre.

El médico quedóse quieto y asustado. Pero el fraile levantó la cabeza, le mandó aproximarse, hizo un esfuerzo y abrió trabajosamente un cajón de la mesa.

—Acérquese usted.

Se acercó el médico, y dentro del cajón había un papel envuelto, sucio, con manchas de sangre extrañas... Lo desenvolvió, y dejándolo caer, se echó sobre el fraile, le subió los hábitos y le quitó unos trapos sangrientos que tenía entre las piernas. El fraile estaba recién castrado.

—Yo he sido, yo -decía el fraile serena y santamente—; he pecado, lo sé... Pero no quería pecar de otra manera más horrible. ¡La carne me ha llamado de tal modo! He huido cobardemente, lo sé. ¡Pero caer, eso nunca, jamás!

El fraile no se movía. Las heridas estaban muy bien hechas; además, un defecto orgánico del fraile, una quebradura del intestino, había sido curada.

El médico salió del convento despavorido, viéndose fuera de sí mismo, y se preguntaba:

—¿Qué significa mi ciencia entre estas cosas?

Y, en la confusión de su entendimiento, sólo aparecía clara esta idea:

—Hay que buscar al señor de las borlas.

El señor de las borlas era el juez. Quizá el médico empleaba ese símil para nombrarle recordando la trágica visión desolada, monda y nauseabunda que estaba envuelta en un papel sucio y guardada en uno de los cajones de aquella mesa donde se apoyaba el fraile.

«¡Qué terrible, qué terrible es el Dios! Nunca se sacia de crueldad».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Don Andrés el caballero entró buscando a Rafael para ir a misa. Don Andrés llevaba traje nuevo y un flamante sombrero redondo de alas planas.

En el camino, por las calles, los antiguos amigos de la casa grande salían de sus viviendas para unirse a Rafael y acompañarle en la misa.

Las paredes blancas, enjalbegadas, reflejaban el sol desagradablemente.

Al cruzar la plaza les salió al paso Filfa, incoherente y bullanguero:

—Rafael, pues vas a ver hoy una mujer...

Y guiñaba los ojos y arrugaba la nariz abotagada de bebedor.

—Está en el pueblo la señorita Barbarroja, que ha venido a robar, que es a lo que viene esa, ¿sabes tú?..., a su tío el carlista. Y ahora ha pasado a misa, ¿sabes tú?

Entraron en la iglesia y Rafael se detuvo. La oscuridad que allí había resultaba grata y olorosa. Don Andrés el caballero le dijo murmurando:

—Ven acá; éste no es tu sitio.

Anduvieron a lo largo de la iglesia, que era una nave alta y atrevida, con capillas pequeñas a los lados. Junto a la verja de una de estas capillas, que pertenecía a Rafael, se detuvieron.

La misa empezaba. Rafael percibía el ruido de la gente en la oscuridad de la nave. Miró a la capilla, donde entraba una claridad cenital, sencilla y mística. En la pared del fondo había clavado un Santo Cristo de madera, horrible, coronado de espinas y con faldillas cortas de color morado.

Rafael miraba la figura horrible del Cristo y se pegaba cada vez más a los barrotes fríos de la verja que cerraba la capilla, sin enterarse de los codazos que le daba Filfa.

Al fin, Filfa acercó su boca al oído de Rafael:

—Mira; esa es.

Rafael volvió la cabeza. La señorita Barbarroja le estaba mirando. Ya se distinguía perfectamente a los fieles que oían misa en la nave. La señorita Barbarroja estaba de pie con un libro en la mano.

Era una señorita gallarda, de cuerpo esbelto y lleno. Su pelo castaño tenía cierta belleza antigua. Su piel blanca, de dama cuidada, velaba sombras de piel morena.

Estaba en pie, rodeada de mujeres aldeanas y arrodilladas. Los cuerpos de estas devotas aldeanas tenían forma de cono. Aparecían cubiertos con mantos negros, brillantes, y debajo de estos mantos salían unos mantones largos, amarillos o de color marrón, y debajo de los mantones salían, ensanchándose, las gayas faldas.

Entre las pequeñas figuras cónicas de las aldeanas devotas se erguía la figura esbelta de la señorita Barbarroja, la figura rematando en una clásica cabeza tocada con el negro encaje de una mantilla.

Mientras se celebraba la misa, los hombres y las mujeres no miraban más que a la señorita. Ese contagio que hay en las multitudes hizo que todos los ojos se fijaran en ella. En unos brillaba la admiración; en otros la lujuria. El monaguillo volvía descuidadamente la cabeza para mirarla. El sacerdote daba la espalda al altar para bendecir a los fieles y también la miraba.

Todos estaban pendientes de aquella señorita educada fuera del pueblo, y que, de vez en cuando, dejaba la ciudad para hacer una visita a su tío el coronel carlista.

—Mira, mira —decía Filfa señalando la horrible figura del Cristo en el fondo de la capilla—; hasta ese va a descolgar los brazos de la cruz para levantarse las falderas.

La señorita Barbarroja y Rafael se hicieron amigos; y a la tarde estaban ellos dos y Filfa en la torre de la Casa Grande.

La señorita Barbarroja se tumbó en la hamaca que había allí, y Filfa y Rafael la columpiaban suavemente.

La tarde estaba nublada. Hacia un lado, sobre los tejados de las casas, se veían largas franjas de cielo, azules, intensas, separadas por resplandores anaranjados.

Hacia otro lado aparecía la extensión parda y campa de la tierra, ondulada en peladas lometas, hasta puntos lejanos que se recortaban en el aire con una limpidez tremenda. En una de esas lometas se veían las ruinas del castillo, el hermoso y valiente torreón sobre el cual volaban los aguiluchos formando con sus vuelos una invisible maraña.

La señorita Barbarroja entornaba los ojos gachonamente mientras la columpiaban. Filfa hacía señas a Rafael. Y Rafael estaba algo trastornado.

De pronto sonaron unos gritos inarticulados y penetrantes. La señorita se incorporó. Rafael miró inquieto y Filfa empezó también a gritar de la misma manera.

—Calle usted, calle usted, ¿qué pasa?

—Es el chico idiota del cojo, que nos ha visto y está gritando. Tiene catorce años y no sabe ni hablar. ¡Para que luego me digan a mí que estoy atrasado!

Se fijaron, y en un corral, sobre un montón de piedras, había un muchacho de aspecto raro. Tenía la cabeza ancha, y por detrás, recta; la barba más saliente que la nariz y la frente combada, medio oculta por el pelo albino. Inclinaba el cuerpo hacia adelante y apoyaba las manos en las piernas. Y por detrás de los brazos, le salían de las caderas dos ángulos agudos. El muchacho lanzaba, sin moverse, gritos rotos, punzantes.

Rafael no veía ya al muchacho. Miraba hacia otro sitio, el campo, que estaba solitario, fijo, imponente. Las carcajadas de la señorita Barbarroja le hicieron volver la cabeza.

La señorita reía viendo en el sucio corral, sobre unas piedras, al niño idiota que lanzaba a la torre gritos trágicos. La señorita Barbarroja se reía. La señorita Barbarroja era cruel.

«¡Qué extraña representación tienen las cosas!...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Una mañana entró Rafael en su cuarto y lo encontró con las ventanas cerradas.

—Pase usted, pase usted —dijo una voz emocionada, en el fondo oscuro.

—Pero muchacha, ¿estás haciendo la cama a oscuras?

—Ahora mismo cerré las ventanas.

Rafael las abrió. Magdalena estaba de espaldas, estirando cuidadosamente la colcha blanca, olorosa y antigua.

Con la luz entró un silencio molesto en el cuarto. Magdalena arreglaba los últimos detalles, y Rafael, mirando a otra parte, simulaba ocuparse en algo.

Después, la moza se marchó.

Volvió la vista Rafael, y sobre la cama, encima de la colcha, había un pañuelo de seda, blanco, y unas peinetas. Cogió las peinetas, las guardó en su bolsillo y salió también.

Paseó por el patio, anduvo la casa, subió a la torre, y luego fue otra vez a su cuarto.

El pañuelo blanco de seda había desaparecido. En el patio se oía la voz de Magdalena cantando canciones que Rafael solía cantar. Luego se oyó la risa de unas mozas con otras, y se repitió la voz de Magdalena, que decía:

—No me cojas pellizcos, no me cojas pellizcos...

A la tarde estaba Magdalena sola, de pie en la sala silenciosa y larga, de los santos y de los retratos. Llevaba arrollado al cuerpo un pañolito de seda, blanco, y en el moño bajo, junto al cuello, una flor rosa, suave.

Así la encontró Rafael. Ella quiso retirarse.

—Aguarda, Magdalena. ¿De quién son estas peinetas?

—A ver; son mías.

—Si las quieres, yo te las tengo que poner.

—Démelas usted, son mías.

—Espera, ven que te las ponga.

Rafael hundió las peinetas en el pelo intenso de Magdalena. Después se inclinó ligeramente y la besó.

«Yo he visto ese abrazo que se dan la estupidez y la maldad».

Los signos de los Tesda. Interpretación

La casa del coronel carlista Barbarroja estaba en la plaza de Benalmena.

El coronel carlista vivía hoscamente. Siempre estaba encerrado en un cuarto, y, como decía Rape, para nada salía de allí. Continuamente no vivían con él más que sus criados, que resultaba su verdadera familia; porque esos criados eran hijos suyos.

Pero el coronel carlista Barbarroja no veía a nadie. La puerta de su casa nunca estaba abierta. Había que golpearla para que la abriesen.

Cuando la señorita Barbarroja venía a visitarle, entonces el viejo y hosco tío daba una prueba de cariño único a su sobrina y dejaba que la casa tomase un aspecto sociable. Los criados, los hijos del coronel, no tenían más remedio que acompañar a la señorita y servirla. Con ella llevaban una curiosa relación de parentesco y de servidumbre.

Pero el hosco caballero Barbarroja continuaba encerrado en su cuarto, y solamente consentía que su sobrina, la señorita, entrase dos veces al día a saludarle.

—¡Pobrecito! -decía la señorita Barbarroja-. ¡Está muy malo! Apenas come. Cuando voy a verle ya no me besa.

Y, después, se reía recordando la vida ridicula de su tío.

En Benalmena no había ánimas; pero las campanas de la iglesia tenían un toque de ánimas. Y no había ronda; pero las campanas de la iglesia tenían un toque de ronda.

Del toque de ánimas al toque de ronda, la señorita Barbarroja reunía su tertulia en la plaza del pueblo, a la puerta de su casa.

Era ya de noche. La plaza grande, desigual y oscura, aparecía entonces misteriosa. La iglesia, alta, estrecha, se levantaba en un rincón de la plaza, medio oculta por varias casuchas. En aquella hora se rezaba el rosario, y a la puerta de la iglesia ardía una luz.

Rafael fue cierta noche a la tertulia de la señorita. Había luna. Una parte de la plaza donde estaba la casa del carlista quedaba en sombra. En el otro lado relucían fríamente los toscos soportales de piedra, sosteniendo unos balcones, largos y bajos, cada uno con su escudo tallado. Eran balcones que pertenecían a las familias antiguas y principales del pueblo, para presenciar las fiestas que hubiera en la plaza.

Rafael estaba sentado enfrente de la señorita Barbarroja. Veía de ella una garganta blanca y temblorosa, y el balanceo monorrítmico de un pie.

—Ya sé, Rafael -decía riéndose la señorita—, su aventura terrible del castillo. Y que no cazó usted nada porque no llevaba escopeta. Pues yo le voy a regalar a usted una, de cuando mi tío era cazador, para el día que vayamos de caza juntos. ¡A ver si tiene usted más suerte!

—No hace falta la escopeta -contestó Luis Fernando, que también estaba en la tertulia-. Pasado mañana nos cogerán la caza los galgos. Iremos a correr liebres. Iremos a la Casa del Hato; hasta allí hay mucho campo para correrlas. Ya lo saben ustedes: pasado mañana habrá que levantarse muy temprano. Iremos muchos, porque, indiscutiblemente, va a ser una cacería famosa, hijo de que...

—Sí, sí -interrumpía riéndose siempre la señorita Barbarroja-; ya sé que esta noche tienen ustedes juerga en el casino. Mañana a descansar, y pasado mañana, a cazar. Es un plan. Pero yo, que no voy a cansarme esta noche, no sé lo que haré mañana.

Cortó la conversación un grito roto, estridente. Era el niño idiota, el hijo del cojo.

—Ya salen de la iglesia -dijo la señorita.

Cruzaron la plaza bultos negros que pasaban, gravemente, de la sombra a la luz impalpable de la luna.

El niño idiota estaba al lado de Rafael, mirando a la señorita Barbarroja. Visto de cerca, tenía un aire bestial y sano. Su cabeza aplastada, su cuerpo deforme, sus largos brazos apoyados en las piernas, estaban fijos frente a la señorita. Ella gozaba con esa admiración.

—No lo comprendo —decía.

—Es ya un grandullón -contestaba Filfa.

Entonces la tomaron con el niño idiota. Decidieron emborracharle. El vino le gustaba mucho. Le daban un vaso y lo vertía en su boca, doblando el largo brazo con un movimiento de mono.

El niño idiota se animaba. Daba gritos retozando, y los amigos de la señorita reían a carcajadas.

La señorita Barbarroja era la más complacida. Filfa dirigía la broma, ruidosa y bestial. A veces, el niño idiota se paraba y parecía que iba a echarse sobre la señorita.

—¡Uy, qué miedo! ¡Uy, qué miedo! —decía ella mirando a Filfa, que animaba al muchacho.

El niño idiota, cansado y borracho, se fue alejando. Las campanas de la iglesia dieron religiosamente el toque de ronda.

A su son, disolvióse la tertulia. Cesó en sus gritos rotos, trágicos, el niño idiota.

Pero aún seguía haciendo cabriolas y contorsiones, alejándose por la plaza, junto a los toscos soportales pétreos. Se alejaba dentro de ese cono impalpable, iluminado fríamente, de ese cono que cae sobre la tierra y que tiene en su vértice la apariencia redonda de la luna.

«Fíjate cómo marcha la corriente. La fuerza de las cosas resuelve los mayores sucesos sin rodearles de importancia...»

Los signos de los Tesda. Interpretación

Cuando Rafael acabó de cenar, ya estaban esperándole don Andrés el caballero, Luis Fernando y Filfa, para acompañarle al casino.

Salieron los cuatro, y delante iba un criado alumbrando con una linterna. Las callejas de casas con pequeñas ventanas y fuertes rejas tenían en la oscuridad cierto ambiente misterioso.

En el casino había muchos hombres con las caras brutales, duras, afeitadas y sus cabezas encasquetadas en los sombreros redondos de alas grandes. Aquel día estaban suspendidas las partidas de tresillo o de ajedrez.

Llegó Rafael y atravesó unos cuartos pequeños, calientes, humosos, saludando a la gente. Estrechaba las manos sudadas y reía a lo que le dijeran, sin entenderlo.

Don Andrés el caballero iba guiando y no saludaba a nadie. Al pasar, dirigía a cualquiera una pregunta autoritaria, que, a veces, le valía un insulto.

Luis Fernando, con la cabeza echada atrás, a cada uno le decía su cosa burlona, violenta, noble, de un modo despreciativo.

Filfa bebía en todas las mesas y se quedaba el último. Rafael llegó a la sala donde estaba la Ceniza. La Ceniza era una oficianta de ese cante y baile español que llamamos flamenco porque tiene la leyenda jacarera de los soldados perdidos que volvían de Flandes.

Cuando la conoció Rafael, la Ceniza, acompañada del tocaor Chicharito, iba de pueblo en pueblo dando fiestas por los casinos. Sin embargo, esto no era más que una parte de su vida.

La historia de esa mujer tenía un escudo de tragedia donde campeaban dos fieras rampantes: la lujuria y la venganza. Pero no hay por qué referirla, pues en aquel momento nadie la recordaba, ni ella misma.

La Ceniza era una mujer hermosa y cansada. Tenía muy bien colocada la cabeza, que sabía mover a un lado y a otro, graciosamente. Llevaba arrollado a su cuerpo un mantón de Manila amarillo, suave.

Don Andrés el caballero le dijo:

—Aquí viene un señorito madrileño a ver a usted.

Y cogió a Rafael por el hombro.

La Ceniza tomó una copa que había sobre la mesa y se la dio a Rafael:

—Por nuestro conocimiento.

Luis Fernando, que estaba detrás, se adelantó:

—¿Y a mí, morena?

—A ver, el gachó; a usted le tengo bien conocío.

—Pues por eso.

—Toma, ladrón.

Y le dio otra copa.

A don Andrés el caballero le entraba, con estas cosas, una risa alegre que le hacía llorar. Y suplicaba a la Ceniza con estas palabras cabalísticas para él:

—¡Échate, chiquita, échate!

La Ceniza se colocó al lado de Rafael. Al otro lado estaba Chicharito templando la guitarra.

En la sala se apretaba la gente. Un mocito, con guayabera y zapatillas de torero, servía copas y cafés, unos cafés negros, muy cargados.

Los hombres hablaban a la Ceniza queriendo aparecer desvergonzados; pero no se atrevían y resultaban respetuosos. Rafael estaba mareado, brutal y torpe.

Chicharito acabó de templar la guitarra y dijo:

—¡Vamos, niña, venga de ahí!

Todos se callaron y sonó el rasgueo de la guitarra en el preludio de las malagueñas. La Ceniza cantó. Echaba hacia atrás la cabeza y miraba a lo alto. Su cuello vibraba, y sólo bajaba los ojos para mirar a Mata. Y a Mata, el grandullón, el bárbaro, que estaba retirado junto a una puerta, le temblaba la fina nariz.

La Ceniza se estremecía cantando malagueñas. El silencio era tal que podía percibirse su estremecimiento.

Cuando concluyó, tuvieron todos un entusiasmo bullanguero. Llegaban hasta ella, la sobaban, la daban de beber.

Luego se hizo corro y Chicharito tocó un tango torciendo la boca y dando golpes en la panza de la guitarra, cada vez que pasaba la mano por las cuerdas.

Salió al medio del corro la Ceniza, y bailó moviendo el cuerpo a gusto de los hombres, que la jaleaban con gritos. Antonio Márquez, Boñiguita, que iba vestido de corto, se adelantó. Sus piernas largas, esqueléticas debajo del pantalón; sus barbas rubias, tristes, aparecieron en el corro. Pinchó en el suelo con una rodilla y lanzó su sombrero a los pies de la bailaora.

Entonces se acabó el baile. Porque primero se lanzaron los sombreros, y después los hombres hacia ella, y la estrujaron y la levantaron en vilo.

Luis Fernando dio voces para poner orden. Mata, el grandullón, apartado de todos, se reía. Los hombres fueron separándose, y la Ceniza, abrazada a Rafael, le murmuraba:

—¡Buen mozo, qué bonito eres; defiéndeme!

Estuvieron un rato descansando y bebiendo. Luis Fernando decía:

—¡Señores, ese no es modo. A mengua tengo yo el acercarme a una mujer cuando está rodeada de veinte!

Y se reía mirando a la Ceniza. Luego dijo:

—Oiga, Rafael, ¿quiere ver bailar sevillanas? ¿Pero unas sevillanas así?

Y levantando la mano derecha juntaba las yemas de los dedos y las separaba.

Antonio Márquez, Boñiguita, se acercó con aire flamenco:

—Si quieres que las bailemos...

—¿Tú? Vamos, quítate allá... ¡Que venga Filfa!

Se hizo otra vez corro. Llegó Filfa beodo, arrugando la frente y los párpados a todo lo que le decían. Chicharito tocó las sevillanas, y los demás, con las palmas, hacían el acompañamiento.

Filfa y la Ceniza armonizaban muy bien su baile, la dejadez del borracho con las filigranas de la bailaora.

Los hombres no se cansaban de acompañar con las palmas. Los bailarines estaban rendidos. Filfa se detenía en medio del baile y gritaba. El ruido y el barullo iban complicándose.

La Ceniza, temblorosa, rendida, fue a sentarse sobre Rafael. Filfa empezó a puñetazos con uno. Voló una silla y se rompieron estrepitosamente varios cristales.

Luis Fernando había puesto patas arriba la mesa, llena de vasos, de platos, de botellas.

—¡Vaya una lagartijada! -gritó una voz evocando la figura de Lagartijo, el antiguo torero.

—¡A ver quién me pisa los callos!... —chillaba, levantando su garrote, el viejo médico que tenía destrozados los pies de andar por el horrible empedrado del pueblo para visitar a sus enfermos.

Los juerguistas empezaron a pedir baile. La Ceniza y Rafael habían desaparecido. Chicharito no sabía qué hacer:

—Si no hay baile no van a querer dar dinero.

Luis Fernando le dijo:

—No seas bobo y sal tú bailando, que ya sabrás.

—¿Usted cree...?

Chicharito se plantó en medio de la sala. Empezó a bailar un tango y él mismo se hacía el acompañamiento con los pies y con las manos.

Chicharito bailaba, incansable, todo lo que hiciese falta. Al fin, los juerguistas se fueron retirando...

Y cuando ya amanecía, no quedaban más que los hermanos Márquez, Mata y Chicharito.

Chicharito contaba su historia a Miguel Márquez:

—Yo he sío una gran voz; pero ahora... Y no es porque usted me vea ronco con mi voz natural, que antes me pasaba lo mismo, y era una voz... Pero, ahora... ¡La mala pata!

Miguel Márquez, luciendo su calva, moviendo las cejas para abrir sus ojos abotagados de bruto, también contaba historias a Chicharito.

—¿Me entiende usted?

—Está claro, caballero. ¡La mala pata!

—No, no, si no es eso. Porque yo lo que digo es otra cosa...

Y decía lo mismo que había dicho antes; no decía nada...

El otro Marquez, el Boñiguita, metía la nariz en su lacia barba, dormitando. Y su cuerpo, medio tumbado en la silla, mostraba arrugada y sucia la majeza del traje corto.

Ya de día, apareció la Ceniza, algo despeinada, con unas ojeras pequeñas dentro de sus ojeras naturales, cansadas.

Se acercó a Mata. Mata la cogió del brazo y se fueron juntos. Ella le iba diciendo:

—¿He tardado mucho?

Don Andrés el caballero llegó al casino por la mañana, chillando, furioso.

—¡Ajo! Ya sé que esto fue un escándalo. Yo me retiré para dormir como todos los días. Pero si yo sé lo que va a ocurrir, ¡no me marcho! Porque en el casino que yo presido no hay escándalos. ¿Y Rafael?

—Por ahí dentro está. ¡Pero, tío, no chille usted tanto, que usted fue el que lo trajo! —contestaba Miguel Márquez.

—¡Ajo! Os habéis olvidado hasta de Rafael.

—No, señor. Eso, no, señor, que Antonio Márquez se ha quedado aquí toda la noche para guardarle.

Y el Boñiguita, satisfecho de su hazaña, se ponía una mano sobre el pecho.

Rafael pasó todo el día dominado por una torpeza sedante. Se retiró a su casa, y allí no le dio compañía más persona que la del mayordomo. Las mozas habían salido en los carros hacia la Casa del Hato, para arreglar la comida del día siguiente a los señores que iban a correr liebres.

Cuando Rafael se retiró del casino a su casa, además del mayordomo, se encontró con otro acompañante: el mastín. El mastín, fielmente, no se apartaba de él.

—Pero a este perro no sé lo que le pasa hoy. Parece que está pegado a usted -decía el mayordomo.

Rafael pasó el día con una expectación enervante, embotada, quieta. Parecía que esperaba algo. Sólo esperaba un pretexto para meterse en la cama.

Se acostó pronto, y, sin embargo, no tenía cansancio, no lograba dormirse. En la oscuridad de su cuarto, a los pies de la cama, resplandecía el color rubio y bello del mastín, que anhelaba irritado. Pero en el mastín resplandecía, aún mis, la pupila rabiosa.

XXXII

«Apareció un animal de forma rara que fue preferido por el hombre».

Los signos de los Tesda. Interpretación

El día amaneció nublado. Por la noche había caído una ligera helada. Y los caballos que iban juntándose en el patio de la Casa Grande temblaban, suavemente, de frío.

El primer madrugador fue el más viejo de todos, don Andrés el caballero.

—¡Pelgar! ¡Arriba, que ya es tarde!

Así iba casa por casa, despertando a los cazadores.

Después entraba en el patio donde estaban los caballos y todo lo revolvía con sus voces.

—¡Ajo! Ese caballo... ¡aprétale la cincha, aprétale la cincha!... Y tú, ¿qué haces, Pelgar? ¿No ves que eso no peta ahí?

Por el zaguán entraban, ruidosamente, en el patio, algunos jinetes que ya tenían sus caballos listos con las sillas vaqueras y los estribos de zapato.

Rafael, a las voces y al ruido, se levantó con disgusto. Don Andrés el caballero le empezó a gritar:

—Ven acá tú; ¿dónde tienes el caballo?

—No sé dónde estará.

—¡A ver! ¡Vaya un jinete... ñeta! No se debe montar nunca sin ver uno mismo la cincha y el bocado. ¡Ajo, con los señoritos de Madrid!

El mayordomo se acercó:

—Ya no falta más que el caballo de la señorita Barbarroja; ¿se manda por él?

En ese momento entraba a pie la señorita Barbarroja, acompañada de sus primos o criados. Ya fueron llegando todos los jinetes. Filfa, montado en su caballo rabioso, alborotaba a los caballos de los demás jinetes, que le insultaban. Don Andrés lo arregló todo.

—¡Vaya! A montar. ¡Así se sujetan las bestias!

Los caballos, deseando tener calor, retozones unos con otros, estaban impacientes.

La señorita Barbarroja entró vestida con una amazona azul que se le ajustaba al cuerpo. La arrogancia de su continente daba cierto rasgo elegante, de fiera, a la cola de la falda, que iba vuelta, curvada, rampando hasta el brazo, donde la señorita la llevaba recogida para no tropezarse.

Además, con la boina un poco terciada sobre la cabeza y el pelo castaño, rizoso, cogido atrás firmemente por un lazo, la señorita Barbarroja parecía un animal fiero, fuerte y gracioso.

Rafael salió a recibirla encantado. Ella le saludó alegremente, bajando las pestañas hacia las ojeras.

—Mi caballo viene ahora mismo, y la escopeta que le ofrecí a usted aquí está.

Un primo o criado de la señorita dio a Rafael una escopeta antigua, algo inútil, con incrustaciones plateadas en la culata.

—¿Viene usted decidida a ser valiente?

—A ser... lo que haga falta.

Don Andrés el caballero, que dejaba de arreglar el freno a un caballo, se acercó diciendo:

—Señorita, señorita, usted debía ir con toda honestidad en coche.

La señorita Barbarroja se rió:

—Me gusta más ir deshonestamente a caballo.

—Los ángeles, aunque se pongan al lado del señor, a caballo, no están nunca deshonestos —dijo a grandes voces Filfa, el incoherente.

Luis Fernando se presentó con la cabeza algo caída sobre un hombro y los brazos abiertos.

—¡Hola! ¿qué tal?... ¿eh?... Vamos a ver. ¿Está ya todo? ¿Quién tiene los perros?

—Los criados los tienen reunidos en la cruz y nos están esperando.

—Bueno; y usted, señorita, ¿va bien?, ¿quiere usted algo? ¿Nada? Pues entonces voy por mi potro ¡y a correr!

Habían traído ya el caballo de la señorita y don Andrés lo estaba arreglando. Cuando concluyó, dijo:

—¡Ea, señorita, puede usted montar!

Antonio Márquez, el alto y barbudo, el Boñiguita, muy peripuesto de majo, se adelantó allí, para subirla. Don Andrés el caballero le mandó:

—Tú coge las bridas.

Luego, el viejo se quitó el sombrero de anchas alas y dejó descubierto el pelo blanco, hermoso, junto a la piel tostada. Y después hizo con sus manos un estribo y puso la rodilla en tierra junto al caballo.

La señorita Barbarroja se había soltado la cola de la amazona. Colocándose delante de don Andrés, asió la corneta de la montura y apoyó su pie en el estribo de manos. Estas se levantaron, marcándose bien sus viejas venas en el esfuerzo, y la señorita quedó sentada sobre el caballo, arrogante y sumiso.

Antonio Márquez dio las riendas a la señorita Barbarroja, haciendo una cortesía. La señorita, halconeando, subió una pierna sobre las cornetas de la montura y extendió la otra pierna hacia Rafael:

—Póngame usted el estribo.

Rafael obedeció.

—¡Éntremelo usted bien, que va inseguro!

Y después:

—¡La amazona! ¡Que no haga arrugas la amazona, Rafael!

Luis Fernando llegó en su potro y dijo que era mal día de caza porque hacía aire. Don Andrés el caballero dejó oír su voz:

—Señorita, señorita, puede usted salir. ¡Cuidado con la puerta del patio!

La señorita pegó a su caballo, y, tumbándose sobre él, pasó por la baja y ancha puerta del patio que daba al zaguán. El caballo, al ver en el fondo del oscuro zaguán la claridad de la calle, pateó con alegría las losas y salió galopando.

Detrás fue saliendo, por el zaguán resonante, el hilo de jinetes, que botaban sobre sus inquietas cabalgaduras. El zaguán resonante, el zaguán que pasaba a toda la casa ese ruido guerrero de hierro y piedra.

Y la casa, grande y antigua, se estremecía violada por el ruido guerrero.

XXXIII

«Quizá la cogieron porque huía...».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Cuando pasaron por el humilladero, en las afueras del pueblo, donde estaban los criados con la jauría, los jinetes llevaban sus caballos desbocados, veloces.

Pasaron en tropel violento, dando gritos a los perros, que, instintivamente, se pusieron los primeros en la carrera. Los criados se agregaron los últimos, y también picaban a sus muías, que salían dando corcovos. Bailoteaba sobre ellas la carga de buenas alforjas y varias escopetas que llevaban por lo que pudiera ocurrir, según decían los mismos criados.

La carrera no menguaba; cada vez era más violenta. Delante iba el caballo alazán de la señorita Barbarroja, hostigado por su amazona. Alguna vez, don Andrés el caballero hacía saltar a su caballo, negro y duro, y se colocaba delante de la señorita para detenerla.

Pero los caballos, enloquecidos por sus propias pisadas locas, no se detenían. El caballo alazán de la señorita quería arrojarse sobre el negro y duro de don Andrés. Y el viejo caballero, más duro que su caballo, le dominaba, le retenía y dejaba paso al huracán que iba levantando la cabalgadura de la amazona.

Las espuelas de Luis Fernando estaban ya manchadas de sangre. Su potro avanzaba las patas desesperadamente; llevaba la cabeza levantada, amenazando con las hinchadas narices al cielo, y volvía, con vuelta de campana, hacia atrás los ojos dilatados de espanto.

Del mismo espanto que tenía en los suyos Boñiguita, el majo peripuesto, agarrado durante toda la carrera al arzón delantero de su montura.

Un borriquillo, cargado con una vieja que iba bien cogida a su silla de tijera, se tropezó con los jinetes, y asustado, dio al suelo con su carga. Y rodó la vieja.

El tropel de jinetes siguió su carrera violenta. Más adelante venía una reata de muías con abultados serones. Las muías se asustaron también, y huyeron por el campo. Los mastines de los arrieros se lanzaron sobre la jauría de los cazadores.

Entonces, los gritos, la furia, las imprecaciones, fueron una cosa bárbara y complicada. Pero la carrera violenta de los jinetes no se detuvo. Los galgos, los podencos, salieron libres en la acometida de los mastines azuzados por los arrieros.

—¿Qué mastín llevamos nosotros que ha detenido a los mastines de los arrieros? -gritaba, descompuesto, Luis Fernando—; ¿qué mastín es ese de pelo rubio?

Los gritos de Luis Fernando quedaban rotos en el aire y nadie los recogía. Allí no había más que correr huracanados y violentos.

Y la carrera concluyó cuando los caballos, cubiertos de sudor y de espuma, ya no podían seguirla. Se detuvieron en una solana y hubo que descabalgar para poner bien las monturas que iban descompuestas.

Don Andrés el caballero regañaba a todos. Luis Fernando gritaba:

—¡Así no se puede cazar! Lo hemos hecho muy mal. Se han venido con la jauría perros que no van a servir más que de estorbo.

—Pues si no es por esos perros -dijo Rafael-, nos revientan los mastines de los arrieros.

—Es que entonces rajo yo hasta las muías de esos tíos.

Y Luis Fernando, sobre su potro, le hizo galopar y se subió a una loma. Allí, poniéndose de pie sobre los estribos, dirigió su voz en varias direcciones:

—¡Cama! ¡Cama! ¡Cama!

Por diversos lados corrían hacia él los galgos, esbeltos, flacos, fuertes, con el hocico fino y el rabo largo. Se acercaban a la carrera, la cabeza alta, balanceando elegantemente el cuerpo.

Cada jinete indicaba sus preferencias:

—El mejor es el blanco...

—El rubio...

—El verdugo...

Y cada uno de los galgos era una máquina admirable de velocidad.

Detrás corrían los de buen olfato, los podencos, y esos otros perros que nada tenían que ver con la caza de liebres, y que, enardecidos y aventureros, se habían agregado a la jauría, aprovechándose de la confusión presurosa de la partida.

Reunidos los perros, se organizó formalmente la caza. Se echó por delante a la jauría y detrás iban los jinetes, silenciosos, en hilera, avanzando los caballos al paso, muy despacio.

Los podencos iban siguiendo cada uno su rastro. Dejaban una mata para ir a otra; hurgaban en ellas con el hocico y daban vueltas alrededor.

Los galgos seguían el rastro. Y los perros intrusos perseguían algún pajarillo que había bajado hasta el suelo.

Recorrieron así bastante distancia. La liebre no saltaba. Los jinetes se aburrían y entablaron varias conversaciones. Unos echaban la culpa de su mala suerte a los perros intrusos. Otros, al aire que corría encendido y alegre.

Llegaron a un río seco y se detuvieron. Los jinetes, sin bajarse de los caballos, abandonaron las riendas para descansar. Algunos encendían cigarros haciendo fuego con la yesca, el pedernal y el eslabón, los trebejos o los trucos, como ellos decían.

Y, cuando mayor era el descuido, sonó una voz:

—¡Liebre, liebre!

Los perros corrieron en una dirección, los caballos, dando botes, corrieron detrás. Y sonaban varias voces, estrepitosamente, pero casi sin modular las palabras:

—A ella, Bravonel, a ella, a ella...!

—¡Finito, tú, a ella, a ella!

A la liebre, tendida siempre en el aire, nunca se la veían las patas en el suelo; quiso cruzar el río. Pero los galgos la habían cortado la retirada. Ya le iban a dar alcance; unos a otros se adelantaban y llegaban con el hocico al rabo de la fugitiva.

Entonces la liebre dio un salto, haciendo un ángulo en su carrera, y siguió en otra dirección, mientras dejaba atrás a los perros.

Los jinetes, que corrían en todas direcciones, aumentaron sus voces, el barullo y la locura de sus caballos. Los galgos, firmes, flexibles, elegantes, llegaron otra vez hasta la liebre.

Y cuando la liebre quiso otra vez cambiar de dirección, dio con su cabeza en el suelo y lanzó varios chillidos.

Un galgo la tenía mordida por la tripa.

El primero que la cogió fue don Andrés el caballero. Casi al mismo tiempo llegó la señorita Barbarroja, que estuvo a punto de caerse al parar la carrera desbocada de su caballo alazán.

Cuando don Andrés estaba colgando la liebre en la montura de la señorita, pasó Rafael, que no pudo detenerse hasta un poco mis lejos.

Luego fueron llegando los jinetes. Todos no pudieron llegar. Filfa estaba, en medio del campo, tumbado boca arriba, mientras su caballo, sin jinete, rabioso, huía golpeándose con los estribos de la montura.

Luis Fernando se había caído debajo de su potro y no podía levantarse. Antonio Márquez, Boñiguita, andaba a pie, mas no se había caído porque supo desmontarse a tiempo.

Los demás jinetes se acercaron a Filfa, mientras los criados salieron persiguiendo a su caballo. Filfa se levantó. Llevaba un poco de sangre en la cabeza, pero la cosa no era de importancia. Luego fueron a levantar a Luis Fernando, que tampoco tenía nada.

Luis Fernando, cuando se vio en pie, fracasado y furioso, se puso encima de su caballo caído y le pasó la espuela por el lomo.

—¡Penco! -gritaba—, ¡para que me dejes así no te he traído conmigo!

El potro no sentía la espuela y trágicamente anhelaba; las patas separadas, sombrías, yacentes en una pobre tierra; la cabeza más hundida en el polvo que las patas y vuelta hacia atrás, con los ojos dilatados.

Los criados llegaron trayendo el caballo de Filfa. Todos estaban compuestos menos Luis Fernando. Boñiguita le decía:

—Es una lástima. Era un gran potro. De puro bueno se ha deshecho. ¡Y anda, que te ha dado una puñalada en el bolsillo!...

—Eso no lo siento yo -gritaba Luis Fernando-, sino que me deje en medio del campo a pie, mientras los demás caballos corren. ¡Penco, yo te traje porque creí que eras el mejor caballo! ¡Si lo llego a saber, te rajo en la cuadra!

Don Andrés el caballero arregló el asunto:

—¡A quitar la montura a ese caballo y dejarlo que se muera ahí! Nos pasaremos por la Casa del Hato antes de continuar con las liebres; que allá, en la casa, siempre habrá el caballo de algún guarda. ¡Ea, pronto!

Así se hizo. Luis Fernando montó en una muía de los criados y la expedición se alejó.

Sobre un trozo de tierra pobre quedaba caído, abandonado, agonizante, el cuerpo del potro. El sol ya picaba y encendía el aire de un modo agrio. El cielo parecía cernerse sombríamente.

Nadie miró al potro perdido. Solamente Luis Fernando volvió la cabeza. Y a pesar de su enfado terrible, de su furia y de sus insultos, tuvo para el animal moribundo un sentimiento limpio de egoísmo.

Un sentimiento caballeresco. De caballero que ve al caballo como continuación de su figura.

XXXIV

«Te pongo al borde de un abismo. Si no te dejas caer tomarás una postura ridicula y espantada. Pero me parece que si te dejas caer, te rompes como frágil barro».

Los signos de los Tesda. Interpretación

—Un cuarto de legua hay de aquí a la casa. Mire usted, se ve allí abajo. -Así decía, levantando los talones de sus pies descalzos y alargando su pequeño brazo, una niña de pelo rubio, tostado, y ojos azules que miraban despacio.

Esta era la Niña de la Soledad, que estaba a la puerta de un chozo, hablando con el tropel de jinetes. La niña llevaba su edad de nueve años en aquel campo; no había salido nunca de él, no había bajado a ningún pueblo. Y algunas veces pasó días y noches sola en el chozo, cuando su madre se iba a lavar a un río muy lejos y su padre andaba también lejos con el ganado.

Entonces le dejaban un pucherito con la comida para ella; y su único cuidado era esconder bien la escopeta de su padre por si llegaban los guardias civiles a sorprenderla. ¡Oh, la escopeta era para la niña una compañera trágica! A ratos, la Niña de la Soledad salía a la puerta del chozo a ver si se acercaba alguien; a ratos, entraba en el chozo y miraba precipitadamente en el escondite, a ver qué tal seguía la rígida compañera...

Sin embargo, ella sabía hacer muy seriamente los honores de su chozo al tropel de jinetes. Luis Fernando había bajado a la casa con los criados para buscar un caballo, y mientras lo esperaban, los jinetes decían cosas del campo y de la ganadería, desde la altura del cerro donde estaba el chozo.

La señorita Barbarroja y Rafael se apearon de los caballos para ver el chozo por dentro. Don Andrés el caballero les decía:

—¡Señoritos, vean ustedes en qué palacios vive la gente! Allí he pasado yo muchas noches y otras he sufrido por no encontrar un sitio así. ¡Entren ustedes tumbándose, que dentro no se puede estar de pie!

La señorita Barbarroja y Rafael vieron el chozo por dentro. La Niña de la Soledad les explicaba todo. El caldero que pendía en el centro de una fuerte cadena ahumada. La sabia distribución de los cuernos de aceite, de los zurrones, de las alforjas. La cama curva toda alrededor, con el sitio para los padres, el sitio reservado a los hermanos, que alguna vez iban, el sitio más pequeño para ella...

Don Andrés el caballero hablaba con los otros jinetes:

—Aquí venía en otro tiempo la cabaña del Rey. Cada rebaño tenía cinco hombres: el Rabadán, el Ayudaor, el Compañero, el Yegüero y el Porra. Delante iba el Yegüero con sus yeguas. Después, el Compañero, a la cabeza del ganado. Y detrás, el Rabadán con el Ayudaor. Y el Porra, que era el que servía a todos y lo hacía todo. El Rabadán ¡bah!, ese era un caballero, era el jefe, ya lo creo. El Ayudaor le sustituía. El Compañero dirigía el ganado. Y el Yegüero no mandaba más que en el Porra. También había el Mayoral de Rabadanes, que no iba con ningún rebaño; viajaba siempre, como un gran señor, de pueblo en pueblo...

—Pues aquí hay de todo. Aquí se puede hacer una comida —decía la señorita Barbarroja desde el chozo.

—¡Bah! Ya lo creo... Ahí se puede hacer algo mejor, señorita -contestaba don Andrés el caballero. Y llamó aparte a la Niña de la Soledad, y le mandó ir a la casa para que preparasen un guiso que él había inventado. Este guiso se llamaba «ring-rang», y consistía en mucho picante.

—Vete de prisa. Me se ha ocurrido ahora. Que lo tengan hecho para la hora de la comida. Y si necesitan algo de lo que hay en este chozo que vengan a por ello...

La Niña de la Soledad bajó corriendo hacia la casa. Luego, don Andrés vio a lo lejos unas figuras y mandó:

—Vaya, ya ha encontrado Luis Fernando un Don Caballo. Vamos a buscarle, que se pasa la mañana y hay que coger más liebres.

Los jinetes se alejaron al galope de sus caballos. Y los perros, desperdigados, corrieron en la misma dirección.

Hacía algún tiempo que se alejaron los jinetes, cuando se acercaban al cerro donde estaba el chozo, Magdalena y la Niña de la Soledad.

Al llegar a la falda del cerro les cortó el paso un mastín rubio, con la pupila inyectada en ira, un mastín que gruñía irritado. Magdalena se asustó, y la Niña de la Soledad decía:

—¡A ver, la puerta del chozo está cerrada!

Las dos muchachas rodearon el cerro. Pero, al otro lado de donde les salió el mastín, Magdalena tuvo miedo otra vez. Había unas altas matas que hacían ruido.

—¡Son dos caballos! -gritaba, riendo, la Niña de la Soledad, que había subido un poco en la cuesta del cerro.

Al mismo tiempo se oyó una voz llamando al mastín. Magdalena cogió de la mano a la Niña de la Soledad y volvió al sitio de antes. El mastín había desaparecido.

Las dos muchachas treparon ligeramente el cerro. En el chozo no había nadie. La puerta estaba abierta. Y apoyada en la puerta estaba una escopeta que tenía incrustaciones plateadas en la culata.

Magdalena cogió la escopeta y bajó a escape el cerro por el lado opuesto del que había subido.

—¡Señorito Rafael, señorito Rafael!

Rafael estaba casi abajo, pero subió corriendo y detuvo a la moza en su camino. Magdalena le dio la escopeta sin decir más que estas voces:

—¡Señorito Rafael, señorito Rafael!

La muchacha volvió al chozo y Rafael bajó a donde estaban los caballos. La señorita Barbarroja le esperaba, murmurando:

—Súbame usted pronto. Vamos de prisa, que nos van a echar de menos...

Después, Magdalena y la Niña de la Soledad bajaban, cargadas, del chozo a la casa. En el patio de la casa las mozas formaban corro alrededor de una hermosa hoguera donde se estaban haciendo los guisos. La Niña de la Soledad y Magdalena entraron en el corro cargadas con algunos menesteres para hacer el picante «ring-rang».

Las mozas trabajaban entonando tristes fandangos. Y alguna se erguía de pronto y bailaba con las llamas de la hoguera.

Así se acercó la hora en que fueron llegando los jinetes, cansados de la correría. Desde el patio se les oía descabalgar al otro lado de la tapia y atar sus caballos en los agarraderos de la pared.

Volvían aburridos, fracasados, porque no habían levantado ninguna liebre. Y sus palabras eran de desprecio.

Magdalena escuchaba la voz de Rafael, y luego la voz de una mujer:

—¿Pero le da a usted miedo disparar?

En seguida sonó un tiro. Las mozas huyeron de la lumbre y salieron del patio. Los perros, que venían hacia la casa, se desperdigaron veloces por el campo. Filfa cogía a Rafael por el brazo, gritando alegremente:

—¡Eso sí que es una lagartijada!

Rafael estaba al lado de la señorita Barbarroja y tenía en la mano una escopeta. Todos se adelantaron unos cuantos metros para ver a un mastín tumbado en la tierra, un mastín que lucía sobre su piel rubia el brillo de una estrella sangrienta.

Esto sirvió de motivo para que no se hablase ya del fracaso de la cacería. Así, la comida resultó muy alegre. Los guisos humeaban en el patio y fueron servidos a la puerta de la casa, donde había una grata sombra.

Para algún lector, si alguno tiene curiosidad, conviene decir que el picante «ring-rang» no pudo ser comido más que por su inventor.

XXXV

«Anda, buen viejo, siéntate entre nosotros y cuéntanos esas historias que siempre son alegres aunque tú las quieras hacer tristes; que siempre son alegres porque parece que se acaban y no se acaban nunca. Dime, buen viejo, ¿por qué tus historias nunca se acaban y siempre son alegres, y, en cambio, tú siempre eres triste y cada vez te acabas más? Anda, buen viejo, siéntate entre nosotros y cuéntanos esas historias que parece que se acaban y no se acaban nunca».

Los signos de los Tesda. Interpretación

Rafael volvió a su casa inquieto y de mal humor. Volvió galopando y dejó atrás a la señorita Barbarroja. Los dos hermanos Márquez le seguían al galope duro de sus caballos.

Los jinetes entraron corriendo por las calles del pueblo. Los caballos se resbalaban en el empedrado desigual, y, con las herraduras, sacaban chispas de las piedras. Las mujeres, asombradas por el estrépito, salían a las puertas de sus casas.

Los jinetes descabalgaron en el patio de la casa grande. Rafael se entró por la casa y los dos hermanos Márquez se quedaron hablando:

—Ese caballo cojea.

—A ver, los tres debían de haberse perdido en la carrera.

El mayordomo salió al paso de Rafael:

—Ahí tiene usted el correo de hoy.

Rafael fue al despacho. Había dos cartas probablemente de sus tíos, que de vez en cuando le escribían.

Sin abrir las cartas, las rompió. Después llamó al mayordomo y le dijo que al día siguiente quería marcharse.

—Pues el tren pasa de noche por la estación; conque salga usted del pueblo a primera hora de la noche es bastante, llevando buen carruaje.

Rafael convino en salir del pueblo a primera hora de la noche siguiente. En seguida se retiró a su cuarto y se acostó.

Al otro día levantóse tarde. Había estado durmiendo mucho tiempo con sueño de pesadilla. La noticia de su partida inmediata produjo cierta emoción entre la gente, que no comprendía el porqué de esa rapidez en las decisiones.

La señorita Barbarroja le mandó un recado para que fuese a comer con ella, como despedida. A Rafael le desagradó esta noticia; pero no tuvo más remedio que aceptar el convite.

El convite resultó un pictórico banquete. Rafael tuvo que comer y beber sin medida. Eran muchos los convidados y todos reían, chillaban, golpeaban la mesa con los puños o vertían el vino. La procesión de platos suculentos fue interminable. Alrededor de cada plato había un mantel de migas de pan.

Algún convidado de los más campesinos, no se podía contener y regoldaba. Así adquiría un aspecto de mayor abundancia todo aquello.

La señorita Barbarroja estaba sentada al lado de Rafael y le reprochaba el haberla abandonado la tarde anterior, a la vuelta de la cacería. Rafael se disculpaba con una cordialidad grosera. Y, por debajo de la mesa, rozaba con sus piernas las piernas de la señorita.

Al fin, concluyeron estas cosas, y Rafael tuvo que marcharse a su casa para recibir la despedida de sus amigos.

La gran cocina de campana estuvo por la tarde llena de gente. Se iban unos y venían otros. Había palabras, pero no se decía nada. Rafael no se daba cuenta de las cosas, martirizado por la digestión del convite. Se hizo de noche y no quiso cenar.

Cuando llegó la hora, el carruaje que había de ir a la estación esperaba en la puerta de la casa grande. Los pocos servidores que tenía la casa se presentaron para despedir a Rafael. El mayordomo se adelantó:

—Esa muchacha que se llama Magdalena parece que se ha acostado. Es la única que falta. Si quiere usted que la llame...

—No vale la pena...

Rafael hablaba sin darse cuenta. Magdalena le escuchaba, escondida detrás de la puerta, de la bodega que estaba en el fondo del zaguán. Allí, oculta, aguardó a que salieran todos a la calle para despedir a Rafael. Entonces se escapó al patio, cerró la puerta que comunicaba a éste con la casa, y se quedó sola.

Rafael fue en el coche acompañado por don Andrés el caballero, Filfa y los hermanos Márquez. Todos callaban menos Boñiguita, que contaba historias trágicas. El carruaje avanzaba a la carrera.

Se apearon en la estación y esperaban la llegada del tren. Hacía una hermosa noche. Los eucaliptos, fijamente erguidos a los dos lados de la vía, tenían cierto encanto artificial.

El correo había atado su caballería a un árbol, y él, un poco separado del animal, yantaba en el oscuro suelo y empinaba la bota.

Se oyó lejano el canto de un caminante, acaso de algún pescador que bajaba hacia el río con su caña al hombro.

Rafael no hablaba. Los que estaban con él tampoco, ni Boñiguita. Pasó junto a ellos un hombre negro y confuso, con un farol en la mano, y dijo:

—¡Ya viene el tren!

Llegó, poco a poco, el rumor de un traqueteo. Sonó el pito de la locomotora suavemente. Luego apareció en lontananza una luce-cilla roja que se fue multiplicando y agrandando. El tren llegó y se detuvo, retumbante y perezoso.

Rafael abrazó a don Andrés el caballero. Y a don Andrés el caballero se le cubrieron los ojos de lágrimas.

Cuando otra vez el tren en marcha, Rafael se fijó en el departamento que ocupaba, vio solamente un viajero tumbado a la larga y durmiendo.

Rafael se tumbó también. Tenía un delirio interior, misterioso, que había estallado inconscientemente. Un delirio, según el cual le parecía absurdo y tremebundo el despreocupado roncar del viajero desconocido.

Magdalena, sola en el patio de la casa grande, pensaba en algo. Miraba al cielo, y ella no acertaba en qué dirección se había ido Rafael. No había luna. No aullaba el mastín de la noche.

Lo que pasaba por ella, ciertamente que la muchacha era la que menos lo sabía. Así es que no puede decirlo. El autor tampoco puede recoger las lejanías de aquel momento presente. Pero sí puede relatar algo de apariencia, en pocas y pulidas palabras.

Magdalena, de tanto mirar al cielo, ya no veía las estrellas. Veía el azul oscuro de la noche, el azul oscuro que esconde el fin. Había llegado a él, lo había tocado. Pero el azul quedaba aún. Quedaba, y cada vez más oscuro. ¡Magdalena!, su encanto, su viejo y cuidado encanto, estaba roto. Su viejo encanto, que era su vida...

Appendix A FIN DE LA PRIMERA PARTE

Appendix B

Se empezó en el Océano Atlántico, a bordo del paquebot bordolés «Magellan» Se terminó en el mar Mediterráneo, a bordo del piróscafo genovés «Regina Elena» 1908

Se imprimió en Madrid en marzo de 1910

ÍNDICE

Introducción de Arturo Ramoneda

La vida rota de Corpus Barga ................51

Esta nueva edición de La vida rota se acabó de imprimir el 17 de mayo de 2007

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