INTRODUCCION.
I.

A . . . . . . . . . .

«¿Ama de veras el hombre?» me preguntaste ayer en un momento de crísis.

En amor todo se hace cuestion de gabinete.

Ayer me sonreí; mi respuesta á aquella pregunta es este libro; no te quejarás: los dias que tarde en escribirlo pensaré en tí, y esto halagará tu amor... propio.

¿Ama el hombre?—Mad. de Stäel opina que el amor es un episodio en la vida de los hombres y la historia entera de la vida de las mujeres; pero no debes dar entero crédito á Mad. de Stäel, porque pertenecia á tu sexo: no era leon el pintor.

No te asuste el título de mi novela, creyendo encontrar en sus páginas las fibras, ventrículos, membranas, túnicas, etc de que se compone el corazon; aunque este, segun los anatómicos, no es más que un robusto músculo que sirve de órgano principal del circuito de la sangre, en el cual consiste la vida; es tambien verdad que se le simboliza como centro moral de las pasiones. Mi anatomía no es física: mi escalpelo es la razon; así, mi libro no será didáctico.

Si cuando leas la última línea no quedas convencida, no me culpes: un libro sobre el amor es un libra más. ¿Qué puedo yo decir en pro de una investigacion que ha trastornado el cerebro de cuantos pensaron y escribieron, sin despejar la incógnita?—El nihil sub sole novum es una gran verdad; además, nihil dictum est, quod non sit jam dictum prius.—Esto te lo copio en latin para que no lo entiendas.

¿Qué es el amor?—Buscaré definiciones que ilustren tu razon.

El amor es ser dos y no ser más que uno; un hombre y una mujer que se funden en un ángel: es el cielo.—Víctor Hugo.

El amor es el único bien que no se puede apreciar; el amor es el único mal para el que no se encuentra remedio; pintadlo como un monstruo peligroso; representadlo como un Dios bienhechor, y lo encontrareis perfecto en uno y en otro retrato.—De Bernis.

El amor es un niño grande; la mujer es su muñeca.—Mad. Voillez.

El amor no es más que un olvido de la razon.—San Jerónimo.

El amor es una locura que proporciona al hombre los placeres más grandes que en la tierra es dado gozar á los seres de su especie.—Stendhal.

El amor es el deseo de lo desconocido llevado hasta la rabia.—Petiet.

El amor es el calor inagotable que rejuvenece á los séres, los hace florecer y los reviste de esperanzas; es el atractivo inseparable de toda señal de perfeccion.—Sénancourt.

El amor es el egoísmo de dos séres.—De la Salle.

El amor triunfa de todo. Omnia vincit amor.—Virgilio.

El amor habita en las almas más hermosas como el gusano roedor se esconde en la flor más lozana.—Shakspeare.

El amor es un convenio borrascoso que acaba siempre por una bancarota.—Champfort.

El amor es el único tercero á quien ponen los amantes buena cara.—Dupuy.

El amores un alquimista. Un enamorado es casi siempre un hombre que habiéndose encontrado un pedazo de carbon, lo guarda como un tesoro en el bolsillo, diciendo: «Es diamante.»—Stahl.

El amor es el rey de los jóvenes y el tirano de los viejos.—Oxenstiern.

El amor nace bruscamente, sin otra reflexion, por temperamento ó por debilidad.—La Bruyére.

El amor es hijo de la pobreza y del dios de la riqueza: de la pobreza porque siempre pide; del dios de las riquezas porque es liberal.—Platon.

El amor es el arquitecto del universo.—Hesiodo.

El amor es el perturbador del mundo.—Bacon.

El amor no puede vivir sino por el sufrimiento, cesa con la felicidad, porque el amor feliz es la perfeccion de los sueños más hermosos, y toda cosa perfecta ó perfeccionada toca á su fin.—Mad. de Girardin.

El amor es una pasion que no se somete á nada, y á quien, al contrario, se somete todo.—Madlle. Scudéri.

El amor es la pasion de las almas grandes, y les hace merecer la gloria, cuando no les trastorna la cabeza.—Mad. de Pompadour.

El amor es un tirano que á nadie perdona.—Corneille.

El amor es un combate desigual, donde se impone al más tímido, al más débil, la necesidad de obtener siempre la victoria.—Mad. Riccoboni.

El amor es siempre en la vida una página escrita en hebreo.—Arséne Houssaye.

El amor, como las viruelas, es más peligroso cuanto más tarde viene. Venit amor gravius quo serius.—Bussy-Rabutin.

El amor es la ocupacion de los desocupados.—Diógenes.

El amor nace de nada y muere de todo.—Karr.

El amor, como el fuego, lo purifica todo.—Mad. Robert.

El amor nivela el talento y la tontería.—Gresset.

El amor es un mendigo que pide aun despues de haberle dado todo.—Rochpédre.

El amor encuentra disculpa para todos los crímenes que hace cometer.—Mad. de Sartory.

El amor que corrompe muchas veces los cuerpos puros, purifica algunas veces los corazones corrompidos.—Latina.

El amor es una pasion ciega que pone su venda á todos los que avasalla.—Séneca.

El amor es la única cosa que no quiere más comprador que él mismo.—Schiller.

El amor es toda la ambicion de la mujer; para el hombre, al contrario, no es más que el sueño momentáneo de la ambicion.—Stern.

El amor es un señor poderoso que guarda sus tierras; sólo en su ausencia se puede atrapar la caza.—Dupont de Nemours.

El amor es un encanto; gocemos de él sin procurar conocer y definir lo que nos divierte y seduce. Anatomizar el amor es querer curarnos de él.—Ninon de Lenclos.

El amor son las alas que Dios da al hombre para que suba hasta él.—Leroux.

El amor es un contrato como el matrimonio.—Jorge Sand.

El amor es una gota celeste que el cielo derramó en, el cáliz de la vida para corregir su amargura.—Rochester.

El amor es un no sé qué, que viene de no sé dónde, se forma no sé cómo, y nos encanta por no sé qué cosas.—Le P. du Bosc.

El amor es…………………………

……………—Goldsmith, Lamartine, Balzac, Michelet, Feijoó, La Rochefoucauld, Lessing, Larra, Rousseau, Byron, Ovidio, Montesquieu, Fenelon, Bossuet, Marmontel, Quevedo, etc., etc

Ahora bien: despues de oir á tantos sábios, filósofos y poetas, defíneme con exactitud el amor.

Por mi parte voy á discurrir sobre todo lo que dijeron, deduciendo cuál se acerca más á la verdad. Escucha:

Creo que con mi lógica irresistible acabo de convencerte: ya sabes fijamente cuál tiene razon.

Valgo menos que esos autores; pero ¿quién me quita el derecho de investigar, dando mi opinion?

Y para determinar la síntesis de mi libro, ahí va una definicion enteramente mia:

El amor es un pozo de agua cristalina, pero la humanidad se da tal maña que lo revuelve y saca sólo el cieno del fondo.

Madrid. 1854.

II.
LO QUE VA DE AYER A HOY.

Ayer.—Hé aquí una palabra que ningun lexígrafo ha determinado con propiedad. En su verdadero sentido, no es más que el dia antecedente, inmediato al en que se habla. Dándole la Academia española mayor latitud, nos la define: «Poco tiempo há.»

Pero esa definicion es muy pobre. Cerrad los ojos, coordinad vuestras ideas para traer al pensamiento un torbellino de memorias, y en vuestros labios se dibujará una sonrisa dulce ó amarga; esa sonrisa es la significacion exacta de la voz ayer. Ese movimiento de los labios, por imperceptible que sea, es más elocuente que la misma lengua, y describe con más propiedad que la pluma de los lexígrafos.

Ayer no es el dia antecedente; ayer es la vida entera del hombre; es el panorama de los recuerdos; es el espejo del género humano. ¿Qué es la historia?—El ayer de los pueblos; las páginas de gloría ó de baldon que legamos á nuestros hijos; aquellas se graban en mármoles para perpetuarlas, ó se escriben en frágiles hojas de papel que, á pesar de su fragilidad, tambien se perpetúan; estas se graban en el pensamiento, y la tradicion se encarga de trasmitirlas á las generaciones venideras. ¡La idea no muere, aunque la cubra el polvo de cien siglos!—¡Hé ahí el ayer!

Lo que va de ayer á hoy.—Esta frase adverbial que se ha deslizado de mi pluma, al empezar el capítulo, tiene una explicacion sencilla. Al coger el libro que encierra la primera parte de mi novela, para, prepararme á escribir la segunda, el tiempo, ese enemigo inplacable del amor propio, me puso delante de los ojos el espejo del género humano, el ayer desconsolador, y reconcentrándome un momento, la mano trazó en el papel esas palabras que acaso al lector le parecerán vacías de sentido. ¡Pero no! ¡esa frase no es un grito desconsolador de la vanidad al divisar las canas que coronan mi frente! ¡no es el quejido del sentimiento al recordar una época en que andaba por el mundo en pos de quiméricas ilusiones, sembrando desventuras y recogiendo desengaños!

Al contrario; esa frase es la emanacion de un alma tranquila, que se encuentra rodeada de goces puros, olvidando el pasado, disfrutando del presente y soñando con el porvenir. La paz del corazon es el gran problema de la vida; y fácil es comprender que no se resuelve corriendo tras de locas esperanzas, y mucho menos llevando la desolacion á las familias por alcanzar el triunfo de torpes satisfacciones.—¡El hogar! ¡Hé ahí la síntesis de la dicha humana!—¡La familia! ¡Hé ahí el lazo santo que nos une á Dios! ¡Maldicion sobre el hombre que profana el hogar con su atrevida planta para turbar el cuadro de amor de una familia!—¡La virtud! ¡sólo ella proporciona legítimas satisfacciones al corazon!

¿Pudiera acordarme de ayer sin bajar la frente para esconder las lágrimas de la contricion? Ayer, en mi vida, quiere decir: las expansiones de un alma ardiente, sin freno, sin reflexion, desbordada á impulsos del capricho que robaba su máscara al amor. Hoy, purificado, siento latir en mi pecho el corazon, acorde como la máquina de un reloj, gozando de las inefables dulzuras de la calma que proporciona una conciencia sin torcedores, un sueño sin desvaríos, unas horas sin alteracion.

Al clavar los ojos en la primera parte de mi libro, me he visto en el espejo del género humano, jóven, muy jóven, vagando con la imaginacion por el mundo como la mariposa por el jardin, ansiosa de todas las flores, hambrienta de deseos; y pasando la mano por los ojos, para borrar la tentadora ilusion, me he vuelto á contemplar el cuadro que me rodea, he acariciado con el pensamiento la dulce compañía de una esposa adorada, he besado con amor las frentes purísimas de los ángeles que embellecen mi hogar, y he exclamado, con sabrosa fruicion: ¡lo que va de ayer á hoy!—¡Soy feliz!

Entre la primera y la segunda parte de mi novela han pasado para el lector doce años, pero para mí ha pasado un siglo; hace muchos años que escribí la primera, en el vértigo de la vida agitada de la juventud, y hoy, al tomar la pluma para continuarla, soy otro hombre; puede decirse que entre las dos media un abismo. El lector elegirá entre sus páginas las que simpaticen con su modo de pensar. Un libro no es una historia del que lo escribe, pero en sus hojas se encuentran siempre pedazos de su alma que se deslizan por el papel, escapados al sentimiento íntimo que une al autor con sus lectores.

No me atrevo á borrar algunas ideas de ayer porque sería quitar líneas características á la fisonomía de la obra, si se permite valerme de esta frase. Por eso he dejado íntegra la introduccion que antes servia de prefacio á mi novela; pero necesitaba de un correctivo, y ahí van estas líneas que forman el segundo capítulo de la introduccion misma; por eso, repito, he dejado intacta la dedicatoria á una mujer, que no es por cierto la mia.

A . . . . . . . . . . Hé ahí la dedicatoria.—Y voy á ser franco con mis lectores para que aprendan á estimar el valor de los extravíos mundanales. Esos puntos suspensivos ocultan un nombre á los lectores; pero lo extraño es que tambien lo ocultan al autor; despues de revolver el archivo de mi memoria, despues de traer al pensamiento los nombres de muchas mujeres, me he convencido de que la dedicatoria es un jeroglífico indescifrable; esos puntos suspensivos son una lápida sin letrero en el cementerio de mi corazon; he perdido él recuerdo de ese nombre, como he perdido la impresion de la mujer que me inspiró el libro. Sólo me queda la vaga idea de un ensueño que me alucinó hasta el punto de coger la pluma para dedicar un libro á una pasion que no habia de ser eterna, teniendo la inadvertencia de no escribir el nombre para no sepultarlo en el olvido.

Más vale así; es un lazo menos que me liga á mi pasado algo tempestuoso; una mujer que cruza por nuestro corazon deja siempre una huella, y el olvido es el bálsamo consolador para las almas afligidas. ¡Dichoso yo que supe olvidar! El amor de la mujer es una lámpara que arde en el corazon del hombre; el desengaño ó la veleidad se entretienen en apagarla y en volverla á encender; pero poco á poco consume el óleo de la vida, y si á tiempo no se inflama con el rayo eterno de la sagrada luz del matrimonio, se extingue para siempre, sin consuelo para el mismo corazon, sin provecho para la humanidad.

Ese enigma que se esconde en unos puntos suspensivos no es más que un pedazo del corazon de un ib hombre que lo fué esparciendo por el mundo como esparce una coqueta las flores de su ramillete, sin apreciar su valor, sin saber que tienen una existencia y que en cada una guarda un secreto que debia ser imperecedero. Esa mujer, hoy para mí desconocida, es uno de mis arrepentimientos. Este libro, sin ser mi historia, es el misterio de mi vida; él me enseña las transiciones de la existencia; en una palabra, me enseña lo que va de ayer á hoy. ¿Cómo no he de amarlo con predileccion sobre mis otros libros que representan para mí solo una época? Este libro es el pasado tendiendo su mano al presente; es el presente escalando el porvenir.

La primera mitad brotó en horas de insomne tribulacion, falseando los sentimientos, dando mentiras á cambio de mentiras, sintiendo agitada la mano por la presion de una mano embustera, con el cerebro alterado por esperanzas ilusorias, con los labios abrasados por el fuego engañador de un beso sin sustancia.

La segunda mitad brota en horas de tranquilo bienestar, con la vista fija en el porvenir, que abre sus dilatados horizontes á los hijos de mi amor, acariciando en mis rodillas los ángeles que me cantan en coro el himno de la felicidad y me ofrecen en el castísimo beso de sus labios de rosa un deleite que nunca se acaba, una esencia que nunca se pierde porque no pertenece al mundo.

¿Cómo no he de ser apóstol del matrimonio si canto mis glorias? ¡Las almas mezquinas que no han llegado al altar sino para profanarlo, doblen las frentes y huyan avergonzadas!—¡Hé ahí el problema!

Doy mi libro completo, y al fijarme en las dos épocas que para mí representa, concluyo regocijándome con esta exclamacion: ¡lo que va de ayer á hoy!

Habana, 1869.

PRIMERA PARTE.

I.
UN HÉROE DE LA GUIA DE FORASTEROS.

«Atendiendo á los heróicos servicios prestados en la guerra civil por el brigadier D. Cárlos de Medina, vengo en ascenderlo al empleo de mariscal de campo, etc.»

Este decreto apareció en la Gaceta de Madrid de un dia de no sé qué mes del año 1839.

Toda España conocía el nombre de D. Cárlos de Medina: la prensa, con sus cien sonoras trompetas, lo habia proclamado diariamente en los siete años de guerra, y hasta los ciegos, con sus gritos más modestos, pero más vocingleros, habian aturdido á los habitantes de Madrid, pregonando las Gacetas extraordinarias que contaban los grandes servicios de Medina: servicios que el gobierno recompensaba con una faja.

La guerra civil habia terminado.

Poco tiempo despues de la fecha del decreto anterior llegó Medina á Madrid. Aunque un nuevo mundo le franqueaba sus puertas, no pisó la corte desvanecido con sus glorias y ganoso de placeres para él desconocidos; apenas habia abierto los ojos á la razon, su familia lo habia enviado al colegio militar; al ponerse la charretera estallaba la guerra, y corrió al campo de batalla, adonde le llamaban sus instintos y aspiraciones.

Siete años le habian bastado para conquistar una fama colosal que ciñó su frente con legítimos laureles; el temple de su alma y su pericia le colocaron en primera línea, consiguiendo al cabo contar los dias de guerra por sus triunfos.

La fortuna es un genio que eleva al que cubre con sus alas.

Medina vió premiado su valor, y aunque la terminacion de la guerra era su sueño, como el de todo buen español, cerró el camino de su ambicion.

Medina tenia treinta años, una elevada estatura, una gallarda presencia, y unos ojos negros y rasgados, cuya mirada penetrante no era posible sostener: su mirada era la del águila; en sus pupilas estaban retratadas la altivez y la osadía; sus cejas pobladas se unian, dando á su fisonomía un ceño imponente; y, sin embargo, su fisonomía revelaba dulzura siempre que sus cejas no se fruncian, efecto de alguna idea que al cruzar por su imaginacion era nuncio de una tempestad pronta á estallar; su voluntad era un rayo; no sabia dominarse: al suplicar, mandaba.

Como la campaña lo habia alejado de la corte, no comprendia que nunca debiera el hombre ocultar sus impresiones; para él siempre estaba el hombre á merced de los sentimientos; nunca los sentimientos á merced del hombre.

En la carrera militar los individuos son como los guarismos, que valen segun el lugar que ocupan.

Medina, que habia aprendido á obedecer, aprendió tambien á mandar; verdad es que esta se aprende pronto. Para conocer á cualquiera, fijaba los ojos en el distintivo de los hombros ó de las bocamangas del uniforme: debajo del, uniforme hay sólo una máquina que obedece al movimiento de un resorte: una máquina sin aparente instinto de conservacion, puesto que ni la vida le pertenece.

Y á pesar de eso, la milicia es una carrera gloriosa: en sus banderas están escritos nuestros fastos célebres; en sus pendones están grabados nuestros preciosos anales.

No comprendia Medina cómo los hombres podian vivir sin subordinarse domésticamente, sin depender cada cual de un superior. Sabiendo que la mentira estaba penada por la ordenanza, al llegar ala corte no hubiera creído que los hombres pasan aquí como pasan las monedas falsas, galvanizándolas para darles un valor ficticio; no veia los antifaces que cubren los rostros; en este carnaval, perpétuo que llaman vida cortesana.

No le digais que un hombre vive de la usura y que se presenta con la cara del filántropo, porque llevando en la mano izquierda el Código, irá á arrancar con la derecha esa careta engañosa.

No le aseguréis que una mujer que blasona de virtud envuelve su mercenaria hermosura con la riqueza de un desventurado que para saciar su necesidad despoja á su mismo padre, porque poniendo la, mano sobre su corazon puro, gritará: ¡imposible!

No le querais convencer de que ese hombre: que atropella á la gente con su carruaje vive de la infamia y del robo, que cubre con los nombres de especulacion y lucro, porque se cruzará en su camino y empuñará su noble espada queriendo, como D. Quijote, desfacer un entuerto.

Nada le digais: Medina puso el pié en: un mundo que no conocia, como el niño que descalzo se lanzara á cruzar un pedregal; ya aprenderá á precaverse; no le quiteis esas ilusiones que lo hacen feliz, pues, cada; una que se le arrancara, sería una: leccion para el porvenir. ¿No desagrada el que se nos refiera anticipadamente el argumento de una obra dramática?

Para Medina, al entrar en ese gran teatro del mundo, todo debe ser inesperado: fuera injusto privarle del derecho de sentir esas emociones violentas, esas peripecias de la vida, que forman un drama en cada historia: por más insignificante que parezca un ser, es actor, y actor inimitable, en escenas que nadie le ensaya; y que desempeña sin ajustarse alas reglas del arte.

Para Medina la vida habia sido una epopeya: entre los peligros y los arrebatos del entusiasmo habían trascurrido aquellos siete años que formaban su existencia entera; se habia remontado á la tragedia, que parecia ser la aspiracion de su alma, y juzgaba trivial la comedia y pobre el drama. Qué error tan craso! En el teatro de la vida no hay para el hombre género que le corresponda; el primer actor de ayer es hoy último comparsa;el gracioso dé hoy será mañana traidor de melodrama.

Los hombres truecan sus papeles con sólo mudar de trajes. La espontaneidad es el arte: el arte es la verdad; el estudio perfecciona, pero no crea. Un pobre diablo se cree gigante, como el héroe de Austerlitz, y buscando su Santa Elena va á morir en un hospital de dementes.

Por el contrario, ¡ved ese hombre oscuro, que no quiere gloria, que se asusta al leer su nombre impreso en una simple citacion del Diario de avisos! ¡presa de un vértigo espantoso, acaricia el crímen y levanta el puñal! ¡contemplad esa fisonomía en el terrible instante! ¡Los celos extraviaron su razon, y la razon extravia su mano, que en vez de buscar su propio corazon, va á herir el de la mujer que adora! ¡Ese hombre se eleva á la altura trágica. ¡Hé ahí á Otelo! ¡Hoy le censura justamente la destemplada voz del gacetillero, y acaso le glorifique mañana la robusta lira del poeta! ¡Cuánto hubiera dado Máiquez por ese momento de verdad!

Hay una distancia inmensa de la tragedia al sainete, y, sin embargo, se representa en el mismo escenario y por los mismos actores, que al descalzarse el egregio coturno y soltar la malla se calzan el botin andaluz ó se envuelven en la faja del chispero: todo es obra de un instante.

¿Pasa por ventura otra cosa en el mundo? Buscad un hombre que represente la mision que esté llamado á cumplir.

Ahora noto que me voy separando de mi asunto.—Los hombres son, fueron y serán siempre, lo mismo, y nada adelanto con enseñar lo que saben todos. Mi mision en este caso iria más allá de lo que prescribe el mandamiento de la Iglesia.

¿Y el general D. Carlos de Medina? ¡Ah!.....:

Si vienes conmigo, lector, al Prado de Madrid, te diré lo que el caballo de copas de nuestras antiguas barajas: AHÍ VA.

Con efecto, el general Medina, el héroe de la guerra civil, se pasea tranquilamente por el espacioso salon, confundiéndose con aquella turba que se codea y se empuja y se cierra el paso para cumplir con el precepto desasear.

Qué ganas me asaltan de discurrir sobre ese ridículo precepto!

Tengo un amigo—¿quién no tiene amigos?—que hace muchos años me predica para quitarme el vicio que me domina de ir al Prado siempre que el tiempo lo permite. En vano busco pretextos para disculpar mi necesidad, fundándola en que es una prescripcion higiénica del médico, pues él, que dudando de todo duda de los médicos, me contesta que los animales no pasean y estás sanos.

Ello es que me aburro en los paseos: solitarios y que necesito, para dar expansion al cuerpo, entretener los ojos en ese variado panorama que tiene, como Atenas, su Pandemonium: sólo que en Madrid la fiesta es diaria.

Tengo más cariño á la silla del Prado que á la butaca del teatro; alguna vez me ocurre invadir con la mente el tiempo futuro, y me veo decrépito entre esa generacion queme viene empujando; si algo me desconsuela, es la idea de que entonces ya las mujeres serán para mí libros que no podrán leer mis ojos cansados: contra semejante idea me sublevo, y acaso por esta razon, cada dia que voy al Prado abarco con el pensamiento aquel tumulto de mujeres, ávido de recobrar las ilusiones perdidas, ávido de encantos que huyen y que veo con el negro prisma de los treinta años.

¿A qué va la gente al Prado?—A que la vean.

La madre expone á sus hijas.

Las hijas, su cara.

El marido, á su mujer.

La mujer, las galas del marido.

Los calaveras, su amor vergonzante.

La juventud, su vejez prematura.

La vejez, su postiza juventud.

El tramposo, sus miserias.

El vicio, su apariencia de virtud.

Y la virtud, su triunfo, dudoso siempre para el mundo.

En esta exhibicion general, todos los géneros se confunden: el Prado es el mercado del amor. La mujer vale en lo que ella misma se tasa; al hombre, por el contrario, lo tasa el mundo.

¿Por qué voy al Prado?

¡Ah! yo soy uno de tantos; allí está escrita la pobre historia de mi primera juventud; en cada pié de terreno encuentro una emocion, un recuerdo; allí, como todos, compré los desengaños á muy caro precio; allí está mi corazon, hollado por los pies de muchas mujeres; desde allí he creido subir al cielo; desdé allí he creido bajar al infierno; la mujer es el ángel ó el demonio de nuestra existencia.

¡Deliro por las mujeres! Cuando me engañan; las perdono, porque tengo una idea fija que me preocupa en su favor; las mujeres son la imagen de mi madre; mi madre es para mí la imagen de una divinidad; deduciendo, me convenzo de que no pueden ser malas, y si tengo que vengar alguna ofensa, vuelvo la vista hacia ellas, y ellas vencen siempre.

Cuando sea viejo, es decir, cuando las mujeres me dejen, porque yo difícilmente sabré, dejarlas, iré al Prado á leer mi historia, á pedir á cada asiento una página, á cada árbol un capituló.

Los árboles tambien habrán envejecido; pero ellos ¡ay! darán sombra, porque tienen su primavera anual. ¡Felices los árboles! ¡El hombre no tiene más que una primavera!

Perdona, lector; me distraje con mi propia persona; oigo que me preguntas de nuevo por el general Medina, y vuelvo á repetirte: AHÍ VÁ.

Un hombre de bigote cano Te acompaña, apoyándose en su brazo; van embebecidos en su conversacion, sin reparar en la gente que los observa.:

El anciano habia referido sus hechos gloriosos en Bailen. Medina, en cambio, contaba su triunfo en Morella.

Para aquél, el Prado era un libro insulso; para éste, un libro cerrado.

Al pasar Medina, las gentes le miraban, hablándose al oido; decididamente su presencia causaba sensacion. ¿Tiene algo de extraño? Jóven, con una carrera brillante, con una figura distinguida y con el inmenso prestigió de su gloria, debia contar con muchas envidias entre los hombres y con muchas simpatías entre las mujeres.

Al ponoer pié en el gran mundo, como dan en llamarlo, el general no habia comprendido todas las ventajas de su posicion.

Para las madres, Medina era una gran presa; para las hijas, un gran, partido; para las coquetas, un gran trofeo; y para los hombres, un gran enemigo.

Y á pesar de, todas estas grandezas Medina no habia aprovechado los treinta días del mes para acreditarse de hombre sensible y apasionado. La crónica hacia mil comentarios, pues aunque menudeaban los tiros indirectos y las miradas expresivas, el general no daba motivo para que se cebase en él la murmuracion, que estaba en expectativa; su pecho, cubierto sin duda con una bien templada malla, hacia inútiles los golpes del acero damasquino;

¡Qué! ¿no tiene Medina corazon? ¿cómo resiste á los encantos de las mujeres?

Enfrente de la fuente:de las Cuatro Estaciones habia un grupo de jóvenes, sentados, que sin cuidarse de sus vecinos, sostenían un diálogo vivísimo acerca de los que pasaban, sazonándolo con esos equívocos y chistes de mal tono, que de tiempo inmemorial forman el atractivo del paseo para esa porcion de mozalbetes que no están comprendidos en la ley de vagos porque viven de sus rentas, pero que no tienen más ocupacion que ir á todas partes á proclamar las propias y las ajenas miserias, dando alimento continuo á lo que bautizaron con el ridículo nombre de crónica escandalosa.

—¿Estás distraído, Leopoldo? dice uno; mira á la derecha; aquella muchacha del sombrero verde te come con los ojos.

—Es tu Camila, añade otro.

—¡Déjame en paz! contesta Leopoldo; ¡la persecucion de esa mujer es insolente!

—¿Quién es ese camafeo que la lleva del brazo?

—¿Quién ha de ser? Su marido.

—¡Pobre hombre! te ha saludado con una sonrisa cariñosa.

—¡La predestinacion! dice Leopoldo con un tono insoportable de fatuidad.

Leopoldo Rivas tiene veinte años: edad en que el alma sueña, edad en que la vida es una fuente inagotable de poesía; y sin embargo, escuchad á ese niño que apenas ha pisado los umbrales del mundo, y le oireis maldecir de todo y cebarse en desgarrar su propio corazon, que rebosa amarguras que no ha probado, desengaños que no ha sentido: reniega, porque aprendió de memoria la maldad, sin haberla estudiado hace gala de un escepticismo que no comprende; cree aparecer superior anticipándose á lo porvenir; pretende hacerse lugar arrojando barro á los que le cierran el paso: es una fruta arrancada del árbol prematuramente, y que maduró aporreándola.

El placer, ese néctar exquisito que brinda la copa del amor, ese néctar que el hombre en sus primeros años apura de un trago, que despues bebe,:y que por último paladea, era desconocido para Leopoldo: al llevar á los labios la copa, la manchó con el cieno de sus manos: el cristal empañado no deja ver la pureza del licor; así, el placer mundano vició su corazon, y no pudo distinguir las alas con que la mujer, ángel de la fantasía del hombre, refresca su abrasada imaginacion.

Para Leopoldo el amor era un pretexto; la mujer una necesidad. ...

Y sus fuerzas estaban enervadas; y sus dolencias, física y moral, le hacian prorumpir en maldiciones contra la causa de su abatimiento, sin convencerse de que el hombre tiene sus épocas fijas, como el año sus estaciones marcadas, y que no se tuercen impunemente las leyes de la naturaleza.

Leopoldo perseguia á las mujeres porque sus nombres, que abandonaba á la crónica, acrecían su fama. Desdichadamente, segun la estadística, las mujeres están en mayoría: esto produce el mal, y de aquí nace el clamoreo que se levanta contra ellas; una mujer mala perjudica á las demás: uno que grita vale por ciento que callan. La virtud es modesta, se esconde, y no pregona sus merecimientos; el vicio se engalana y se deleita en cantar sus faltas.

Julio, ¿conoces á aquella muchacha que va en la carretela verde-mar? pregunta uno de los jóvenes.

—Es Cecilia.

—La acompaña un alemán, dice Leopoldo; ya cambió de dueño.

—¡Ah! sí, exclama otro; no me extraña porque estamos á principios de mes.

Explícanos ese enigma.

Es muy fácil; Cecilia se ajusta por meses.

—Allí viene nuestro Mentor, grita uno; ya tenemos tela larga, donde cortar, porque traerá noticias.

Nos ¡hacia falta el conde de Tamajon, dice Leopoldo.

—Parece un galápago asomando la cabeza por entre sus dos conchas.

—Le perdono su joroba, añade Leopoldo riéndose, porque tiene mucha gracia y es feroz con las mujeres; conoce bien ese sexo que representa dignamente en la tierra á Satanás.

Bienvenido! dicen todos presentando las manos al recien llegado, que tomó asiento entre ellos.

El conde de Tamajon habria cumplido veintiseis años; una protuberancia en la espalda, muy pronunciada, y otra no tan saliente en el pecho, ponian de relieve la exactitud de la comparacion con el galápagos—¡Ese chiste sangriento habia salido de la boca de uno de sus mejores amigos!

El conde era rico, tenia un título:, y siempre se le veia con el sarcasmo en los labios, que provocaba la risa dé cuantos le rodeaban. Las desdichas ajenas eran para él un objeto de mofa, y se gozaba en nublar la felicidad del prójimo, porque pensaba que todos los hombres viven unos á merced de otros.,

El conde era el oráculo de aquella juventud licenciosa y sin creencias.

Su risa era el sello de la dicha que para el mundo disfrutaba: su risa aparecia como un mero pasatiempo; en la dulzura de su fisonomía habia, sin embargo, alguna contraccion ligera que no podia reprimir, pero que sus amigos no sorprendian, como el que no es marino no sorprende en un cielo, cubierto de argentados rayos la negra nubecilla precursora de la tempestad; su risa era un merengue lleno de acíbar.

El diálogo siguió muy animado

Los que paseaban tranquilamente no podian adivinar que allí, á dos pasos, algunas lenguas viperinas sacaban á la vergüenza sus misterios, y que la calumnia tambien clavaba su infame y despiadada garra en honras invulnerables.

El conde y sus amigos reian en coro.

—Mira, dice Leopoldo, allí viene el héroe del dia.

—Sí: el general Medina, que va estudiando el modo de aparecer interesante.

Al nombre de Medina se contrajo la fisonomía del conde; pero su risa corrió en seguida en su ayuda.

—¡Já, já, já!

—¿De qué te ries? preguntaron todos.;

—Es curioso, contestó el conde: una anecdotilla de salon.

—¡Que la cuente! gritaron los amigos del jorobado, estrechando el círculo.

—Ya sabeis que ese hijo de la fortuna vino aquí como llovido del cielo, y que las mujeres prepararon sus baterías..

—¡Como que tiene una faja! exclamó Leopoldo.

—Pues bien, prosiguió el conde: hasta ahora ha permanecido insensible á los encantos de nuestras sirenas; aseguran que no hay medio de conmoverlo.

—¡Qué estúpido! dijo uno.

—Los militares, añadió Leopoldo, no conocen la táctica del amor: sólo vencen en las guerrillas con sus prosaicas patronas.

—Dicen las damas, continuó el conde, que ese soldado, invencible con los hombres, no sabe hacer frente á la mujer más tímida; pero el caso es que se ha puesto en evidencia, y que por esta razon ellas se lo disputan: la curiosidad es el móvil de la mujer.

—Continúa.

—¿Todos conoceis á la marquesa del Fresno?

—¡Oh! exclamaron unos.

—¡Ahí dijeron otros.

Y el jorobado prosiguió:

—Anoche, en casa de la marquesa, se hablaba de la ferocidad de ese ogro, y ella se comprometió á rendir la inexpugnable fortaleza, mediando una apuesta con la esposa del baron de Torre-Nueva, de ese veterano que ahora pasea con él.

—La marquesa vencerá, dijo uno; es irresistible.

El conde de Tamajon miró de reojo al que hablaba; al fijar éste los ojos en el jorobado no vió ya más que la eterna risa en sus labios.

—El general es una gran conquista para la marquesa, dijo Leopoldo; ha rendido ya á todas las notabilidades contemporáneas.

—Es una coqueta consumada.

—Y ¿de qué medios se vale para preparar la lid? preguntó uno.

—Esta noche, contestó el conde, lo presenta en su casa la misma baronesa de Torre-Nueva.

—¡Pobre Eduardo de Campo-Real! exclamó uno.

—¡Y pobre general! añadió Leopoldo.

—No faltaré al palenque.

—Ni yo, dijeron todos á la vez.

La noche tendia su negro manto, como dicen los poetas, y los jóvenes abandonaron el Prado.

Al salir Medina del salon, su acompañante, el baron de Torre-Nueva, se quitó el sombrero para saludar á una señora, que inclinó el cuerpo fuera de su carretela, haciendo un saludo graciosísimo.

—¿No conoce V. á esa dama, general?

—No.

—¡Parece imposible!

—¿Por qué?

—Porque es la marquesa del Fresno, á cuya casa va V. esta noche con mi esposa; es una mujer encantadora.

—¿No hay medio, baron, de evadir el compromiso de esa visita?:

—Es imposible , la etiqueta es rigorosa como la ordenanza militar, y ya está V. anunciado en el gabinete azul.

—¡Pero á lo menos debieron contar con mi voluntad! murmuró el general.

—¡Qué disparate, amigo mio! Los hombres notables no se pertenecen; son como los fenómenos de la naturaleza, que tienen que dejarse exhibir. ¡La curiosidad puede mucho!

—¡Me parece bien!

Medina se encogió de hombros, y ambos siguieron su retirada por la calle de Alcalá, siempre ocupados en recordar la guerra de la Independencia y la guerra civil, que ensalzaban los dos, porque simbolizaban esas dos grandes páginas militares de la historia de España en el siglo actual.

II.
EL GABINETE AZUL.

El gabinete azul de la casa era el aposento favorito de la marquesa del Fresno; los dandies cortesanos, en su lenguaje poco castizo, decian que era imposible Casar con mas tino el buen gusto y el confort.—¿A qué me cansaria en describir ni él lujo de los muebles, ni la riqueza de los adornos? ¿Quién no ha visto el gabinete de una coqueta del gran mundo?

Las paredes estaban forradas de seda azul; azul era la sillería; azules las colgaduras: la marquesa era blanca y rubia.

El gabinete azul era el templo de Venus; allí se reunian los amigos de confianza, que eran muchos; satélites de un astro, giraban obedientes á su alrededor, rindiendo párias á la que todos llamaban reina de los salones, á la que acataban todos como diosa del amor.

Dos magníficos candelabros de bronce, con diez velas de esperma, iluminaban la estancia.

En un divan, frente á la chimenea, estaba reclinada la marquesa; sus ojos no seguian los cambiantes de la llama, que forma ese espectáculo tan variado y encantador con que la imaginacion suele abstraerse horas enteras.

El filósofo encuentra retratada en lo interior de la chimenea nuestra deleznable vida: la llama consume el tronco; el hombre la violenta con el fuelle, y la ceniza le trae á la memoria aquel ¡memento homo!

Hé aquí la historia del amor: se unen dos troncos secos, se les aplica el combustible, y se encienden; la llama los confunde, se prestan mútuo calor, enrojecen, y mientras más se aviva el fuego más pronto se apaga; la misma llama que los une, los separa: el resto de los troncos cae, necesitando otro fuego que los reduzca á cenizas.

¡Todo es fugaz! ¡Sic transit gloria mundi!

En la mente de la marquesa no vagaba ahora ese fatal memento: su vista seguia, acaso maquinalmente, las oscilaciones de la péndola de un reloj colocado encima del mármol de la chimenea.

La campana vibró nueve veces, y la marquesa contó en voz alta la hora.

Su postura, aunque indolente, era estudiada: no queria descomponer su exquisito tocado.

El espejo robó al reloj una mirada y una sonrisa á la marquesa, que acarició sus rizos de oro, tan largos que caian sobre su pecho de nieve. Como ya dije que la marquesa era blanca y rubia, no se extrañará la comparacion; sé muy bien que unos rizos de oro serian de un valor inestimable en este siglo positivista; pero los rizos de la marquesa tenian, un valor real, porque eran una red en donde se prendian las almas; la nieve del pecho es otra cosa: puede admitirse mejor la calificacion, porque aquella piel blanquísima y trasparente, que dejaba adivinar en las azuladas venas la circulacion de la sangre, parecia destinada á derretirse al fuego de las miradas; pero no hay que fiarse de apariencias: pieles semejantes cubren muchas veces ó un corazon curtido ó un corazon de hierro.

Los minutos pasaban lentamente para la marquesa; la imaginacion alarga ó acorta la carrera del tiempo, aunque esta sea invariable.

El espejo compensaba algun tanto el tormento de su impaciencia.

El reloj y el espejo son los únicos libros que consulta la mujer del gran mundo, y los que menos la enseñan; contemplando aquél, no aprende á estimar el tiempo; contemplándose en éste, no aprende á estimarse en lo que vale.

La marquesa tenia unos magníficos ojos negros, cualidad no comun en las rubias; habia en ellos cierta languidez voluptuosa que hablaba á los sentidos y al alma; sus ojos poseian esa mirada indefinible que forma un contraste entre el mate de la córnea y el brillo de la pupila, presentando esa especie de humedad que revela un tesoro inagotable de deleites. Sus pestañas eran largas y sedosas.

Como si sus ojos no hubieran sido bastante para realizar en ella el tipo de la tentacion, la naturaleza se habia esmerado en formar una criatura perfecta: su nariz aguileña resistia al examen más minucioso; su boca pequeña era incitante; al entreabrir sus delgados labios, enseñaba dos hileras de dientes que no diré que eran de marfil porque podrian creerlos artificiales. Unas formas redondas, un pié de medio pié, una cintura fabulosa y unas torneadas manos completaban el retrato de esta mujer; adviértase que no exageró: copio, y con más verdad, porque no me gustan las rubias, salvo alguna excepcion que no es del caso.

La cabeza de la marquesa del Fresno era la desesperacion de los pintores. Madrazo, ese pintor-poeta de nuestros dias, á quien tanto deben las damas, trasladando al lienzo las facciones de la marquesa, no hubiera tenido que acudir á su rica fantasía para realzar gratuitamente el original: pues bien, la marquesa era el bello ideal de una cabeza de Madrazo.

¿No la adorarias, lector?—Pues eso acontecia á cuantos desventurados se encontraban en su camino; ¡pobre de tí si la hubieras conocido el año 1839! tu nombre hubiera enriquecido el catálogo de sus numerosas víctimas; hubieras visto en ella la sonrisa más seductora, el agrado más exquisito, la conversacion más amena; te hubiera dado un caudal de esperanzas, y se hubiera gozado en tu dolor y en tus arrebatos: mientras más públicos eran estos, más alicientes añadian á su reputacion.

Sus atractivos eran irresistibles: su fisonomía se amoldaba á la escena que debia representar; si queria atraerte, era la sirena que arrastraba con su canto; si queria tocar las fibras de tu corazon, su rostro robaba el secreto de Murillo para aparecer como una castísima virgen; si queria atormentarte con el deseo, tomaba la actitud de una bacante sin perder su dignidad.

Era una mujer distinta cada hora, cada minuto. Era imposible combatir con ella; los hombres le temian, pero la adoraban: la fascinacion era completa.

La crónica, que nada respeta, habia tenido que respetar su virtud, porque su rigidez habia puesto una barrera entre ella y sus víctimas; ¡leyes de la sociedad que tan en contradiccion están con las de la naturaleza! La mujer cree conservar su virtud cuando no da el último paso, como si al dar el primero no se separase ya de la línea recta.—Es más disculpable á veces la que empieza por el último.

¡Virtud! ¿Quién es capaz de definir esta palabra?—La mujer casada os dirá que es virtuosa, porque no se ha rendido á un amante que vive en su corazon, despues de haberle escuchado, despues de entregarle su mano calenturienta, despues de confesarle su pasion criminal. Al fijar su primera mirada de amor en otro hombre, pierde el marido todo el terreno; el corazon de su mujer ya no le pertenece: su mujer es un cadáver moral que no responde á su sentimiento: el pájaro vuela á posarse en otro nido, y sólo queda al marido la jaula vacía.

¡Y esto es la virtud!—¡Hé ahí á la marquesa! no se conmueve; pero como los hombres halagan su vanidad, los subyuga y se goza en atormentarlos; su virtud, ó era cuestion de temperamento, como dice Balzac, ó era un mal instinto, como puede decir cualquiera. Si sólo esta lucha aprecia el mundo, reniego de la virtud tan mal entendida, porque traspasa los límites de la naturaleza, no satisfaciendo los sagrados deberes de la conciencia.

La marquesa era el tipo de la elegancia: si al despertar por la mañana le ocurria una excentricidad en su traje, la fashion la adoptaba, respetando á su deidad.

En una palabra, la marquesa era una mujer de moda; era una coqueta consumada; era un precioso vaso de china, pero al parecer sin esencia dentro.

No habia pasado más tiempo que el que he tardado en estas digresiones, que no me parecen del todo inútiles, cuando la colgadura de la puerta del gabinete azul se levantó, dando paso á un hombre.

La marquesa no cambió de postura, contentándose con tender la mano derecha al que habia entrado.

Si esperaba, no era este seguramente el objeto de su impaciencia.

—Adios, Alba.

—Adios, Celia.

Y aquél se dejó caer en una butaca, cerca de la chimena, dando muestras de disfrutar confianza en la casa

La marquesa tiró del cordon de la campanilla, que estaba al alcance de su brazo, y un instante despues entró un criado á servir el té, manifestando ser costumbre cotidiana, por cuanto no habia esperado la órden.

III
EL AMIGO INTIMO.

Don Mariano de Alba, que frisaba en los cuarenta años, era un hombre de una figura regular.

Alba era el amigo de la marquesa, el único amigo que visitaba su casa: todos los demás que á ella concurrian eran ó sus amantes ó sus admiradores.

Creo no haber dicho todavía que la marquesa tenia veinticuatro arios y que era viuda. A los diez y ocho, su familia la habia casado con el marqués del Fresno, llevada de la fortuna y del rango de éste, á pesar de que casi le triplicaba la edad; ella no le amó, ni tuvo tiempo para hacerle feliz, porque al año de matrimonio murió, dejándola heredera de sus cuantiosos bienes.

Alba habia sido amigo íntimo del marqués; despues de su muerte, siguió visitando diariamente la casa, viendo en la viuda de su amigo á su amigo mismo; la marquesa habia extrañado al principio su insensibilidad; pero al cabo se acostumbró á la compañía de este hombre original, y no sabia pasar sin verle.

Alba tomaba el té todas las noches con la marquesa; habia llegado á ser su confidente y leia en su alma. Alba era callado como un sepulcro, y la marquesa lo sabia demasiado.—Hé aquí por qué la llamaba familiarmente Celia (su nombre de pila), y no marquesa, como todo el mundo.

—¿Qué tal me encuentra V. esta noche? preguntó ella, queriendo disculpar una mirada que fijó en el espejo, sorprendiéndola Alba in fraganti.

—Como siempre.

Esta respuesta dudosa arrancó una sonrisa á la marquesa; el tono de Alba no encerraba una galantería.

—¿Como siempre? ¿Quiere V. decirme, señor filósofo, por qué no he de oir de su boca la menor lisonja? ¿No sabe V. que esta es para la mujer lo que el rocío para la flor?

—Esa es mi filosofía, Celia; no me gusta emplear el tiempo en fruslerías, y menos en provecho de nadie.

—¡Qué egoísmo!

—Tengo la franqueza de confesarlo; vivo á mi manera, y creo que no lo he desmentido en los años que nos hemos tratado.

—Seguramente; no agradezco á mi único amigo más que una franqueza que otra no perdonaria.

—Ya: ¿hay alguna mujer á quien yo visite, á quien consagre una hora siquiera?

—¿Es posible que viva V. contento, encerrado en sí mismo como el caracol en su concha?

—Soy así feliz; tambien tuve una juventud y me dejé arrastrar por los devaneos; pero aprendí que el hombre pierde el tiempo en correr tras las ilusiones, que huyen como aves de paso; en soñar una dicha, que es un sueño; en buscar un amor, que es una fantasmagoría de la imaginacion; en perseguir mujeres, que hacen con nuestro corazon un juego de cubiletes.

—Nos trata V. sin piedad. ¿Y las pasiones?

—¡Oh! las encerré debajo de un candado.

—Pero ¿guarda V. la llave? preguntó la marquesa riéndose.

—No: la arrojé por la ventana. Desengáñese usted Celia, y no se ofenda de mi confesion: la mujer no es digna del menor sacrificio, porque no sabe agradecer. Cómo tranquilamente; duermo, sin que el nombre de la mujer tenga derecho de espantarme el sueño; salgo cuando se me antoja, y hago, en una palabra, lo que quiero yo y no lo que quieren ellas; en un salon, lo que más me cautiva es una butaca: soy oriental; y sin atormentarme por nada, tomando los sucesos prósperos ó adversos sin que me alteren, paso la vida como un sibarita.

—¿No tiene V. ambicion?

—No la conozco: la pintan como una pasion grande, pero es costosa; y si conseguir algo me proporciona la menor incomodidad, renuncio á ello.

—¡Parece broma!

—Pues no lo es; veo la política y el poder y el rango social como tres mentiras deslumbradoras, como tres esqueletos cubiertos con mantos de púrpura; vivo de la verdad; pero si la verdad me costara molestarme, tambien me amoldaria á vivir de la mentira.

—¿No tiene V. amigos?

—Doy la manot á los hombres que encuentro en mi camino, pero no los busco, porque no son para mí una necesidad. Cuando un amigo es más que otro, lo domina; cuando es menos, no puede explotarlo; los amigos en el mundo son como los naipes, que sirven para ganar con ellos: el que juega de buena fe pierde siempre.

—¡Gracias, Alba!

—Repito que soy franco, Celia; el marqués y yo simpatizábamos porque éramos de opuesto carácter; sigo viniendo á esta casa; pero si alguna vez sintiese la menor inclinacion hacia V. no volveria más.

—Abusa V. del lazo que nos une íntimamente, y que ya no sé cómo llamar.

—Llámelo V. costumbre; me agrada ocupar esta butaca que tiene buenos muelles, y tomar este legítimo té de la China; me distrae oir á V. cuando me cuenta esa vida incomprensible que arrastra, porque á lo menos veo una mujer sin careta, ventaja que no disfrutan esos fatuos insoportables que siempre rodean á V. y de los cuales huyo como de los moscones, cuyo zumbido me roba el sueño.

—¿Encuentra V. goces en la soledad?

—La soledad es mi centro: el hombre que piensa nunca está solo; y yo procuro desterrar hasta mi pensamiento, porque toda ocupacion me incomoda: los recuerdos son un tormento, y en la soledad vienen á hacernos compañía. Quiero vivir sin que nada ni nadie me saque de esta inercia moral que es mi delicia.

—Somos opuestos en todo, Alba; me encanta el bullicio y me deslumbra el mundo, por más que esté convencida de que la verdad es una palabra que está en el Diccionario, pero no en los labios de los hombres; sin embargo, me gusta la mentira, ó me conformo con ella, porque me proporciona horas de solaz.

—Perderá V. en ese juego, Celia, porque los hombres son exigentes.

—Se precia V. de conocer á los hombres y no sabe que son siempre niños, pues se contentan con poca cosa; para dominarlos, se les da una esperanza con que sueñan; para engañarlos, se les da un juguete con que se entretienen.

—Y ¿qué va V. ganando?

—La vanidad, amigo mio, es mi flaqueza; me desvanecen las lisonjas, y entre mis admiradores y yo se forma una atmósfera que me embriaga; nada pierdo, porque ningun hombre me interesa; más ó menos feos, todos son iguales; todos tienen las mismas aspiraciones; todos llevan un mismo objeto. Ven que brillo, y quieren engalanarse con la distincion que les dispenso: soy para ellos lo que una venera codiciada, que se luce con orgullo.

Alba se habia arrellanado en la butaca y escuchaba impasible.

—Los hombres, continuó la marquesa, juegan dé mala fe para ganar siempre; por eso escondo mis cartas y hago trampas. Ellos me presentan una medalla por el anverso, y se la devuelvo por el reverso; así, nada nos debemos.

—Ya ve V. que mi filosofía escéptica no va descaminada, dijo Alba sonriéndose.

—Es V. exagerado.

—No: paga V. mentiras con mentiras, y yo verdades con verdades: es igual el sistema.

—No crea V. que no siento en el corazon una necesidad; mi corazon busca algo: un soplo que lo despierte, porque está dormido, no muerto; pero vive subyugado á mi cabeza, y esta le manda que descanse, porque no hay un hombre de alma virgen que me ofrezca palabras nuevas, nuevos pensamientos, nuevas sensaciones; un alma que combata entera.

—¡Ay, Celia! se está V. ahora engañando á sí misma: ¿quién ignora que la flor que pasa de mano, en mano se deshoja y muere?

—Los dedos no me manchan; conservo mi pureza.

—¡Vana disculpa! La moneda, siendo de metal, se gasta al contacto de los dedos. La virtud consiste en no empañar ni el aliento, que se envenena al confundirlo con el hálito de la serpiente; la pureza del pensamiento es la virginidad del alma.

—¡Hola, señor filósofo escéptico! ¿Tambien tiene usted sus creencias y sus momentos de legítimo entusiasmo

Alba se encontró sorprendido por un enemigo hábil, y despues de un momento, dijo:

—Es verdad; algunas veces me extravío; pero tiene usted la culpa, porque me obliga á sostener la ímproba tarea de pensar.

—¡Me deleita oir á V. cuando discurre!

—Pues no pienso proporcionar á V. muchas veces ese placer.

—Al fin, amigo Alba, saldrá V. de su marasmo; esa inercia de que V. blasona es un letargo como el mio: sólo que V. duerme postrado, y yo me agito en el sonambulismo. ¿No es cierto?

El amigo íntimo de la marquesa se recostó más en la butaca y no contestó.

—¿Se obstina V. en callar? dijo ella.

—Me obstino en no hablar.

—Pues escúcheme V. y acabaré de abrirle mi corazon. Es verdad que llevo detrás de mí ese sinnúmero de satélites que forman, como V. dice, mi Estado mayor; pero tambien es verdad que ninguno logró conmoverme, ni robarme el sueño; el fuego del amor no ha prendido todavía en mi corazon incombustible: pasé por la llama como la salamandra, saliendo ilesa. He estudiado á algunos hombres, sin encontrar un alma superior

Por los labios de Alba vagó una palabra, y la marquesa le salió al encuentro, exclamando:

—¡Ya comprendo! ¿Persiste V. en creer que he amado y que amo todavía á Eduardo de Campo-Real?

Alba por toda respuesta se sonrió.

—¡Es V. terrible, amigo mio! Hubo, en efecto, un tiempo en que sospeché que Campo-Real fijaba mi volubilidad; tenia una idea elevada de los poetas, porque deliro por los versos: Campo-Real es poeta; me dijo frases que me parecieron nuevas y que despues ví estereotipadas en todos los volúmenes de nuestros líricos; creyendo que llegaria á amarle, le distinguí, pero el ídolo cayó del altar, porque era del mismo barro que los demás. Los poetas no son más que hombres que engañan mejor: es cuestion de palabras.

Cuando me convencí de que el poeta era un ser que comia y roncaba, y que sólo valia algo al acordarse que tenia en la frente un surtido de frases huecas que acomodaba segun las circunstancias, Campo-Real perdió el prestigio.

—¡Cuánto gozo escuchando á V., Celia! Exclamó Alba rompiendo el silencio en que se habia encerrado.

—Ya ve V. que no me gana en franqueza.

—¡Y dicen que el poeta es un ave cuyo canto melodioso fascina!

—El poeta, dijo la marquesa con desden, es un grajo con el canto de un ruiseñor: hay que oirle cantar sin verlo. El amor no se alimenta sólo del oido, pues tambien los ojos

—Lo mismo pasa entonces con el amor que con los manjares, añadió Alba interrumpiéndola; lo que no entra por la vista

—No vulgarice V. la cuestion, dijo ella.

—Como V. guste.

—Dejando, pues, á mi favorito, nombre con que conocen en el mundo á Eduardo de Campo-Real, diré á V. que espero esta noche un nuevo amigo.

—¿Amigo? preguntó Alba sonriéndose.

—Hasta ahora no puedo darle otro nombre; la crónica ha hablado mucho de ese soldado que habiendo rendido Culto á Belona, se niega ahora absolutamente á consagrarlo á Cupido; pero si he de hablar mitlógicamente, añadió riéndose, aseguro á V. que cuento con la proteccion de este rapaz.

—¡Pobre general! murmuró Alba.

—Esta conquista me interesa, amigo mio; ¿creerá usted que acerca de él hice anoche una apuesta con la baronesa de Torre-Nueva?

—Lo sé; á pesar del retiro en que vivo llegó esta mañana á mi noticia que se habia V. comprometido á avasallar á ese invencible soldado.

—¿Quién ha podido revelar esa apuesta? preguntó la marquesa agitada.

—¿Quién? La baronesa.

—¡Le encargué la mayor reserva!

—Por eso mismo.

—¡La baronesa es mi mejor amiga!

—Razon más para que no calle.

—¡Oh! ¡me vengaré de ella!

—¿De qué modo, Celia?

—Obligaré al conde de Tamajon á que le haga la córte sin descanso; el conde es atrevido, y esto ajará su amor propio; además, ella ve ya asomar los crepúsculos ponientes de su belleza, muy dudosa, ¿no es verdad?

—Nunca reparo en la cara de las mujeres.

—¡Es V. insoportable! exclamó ella, dejándose llevar de su mal humor reprimido.

El filósofo se rió con fuerza.

Dieron las diez en aquel reloj que habia abstraido á la marquesa antes de llegar Alba, y que en la hora siguiente habia consultado sesenta veces, sin cortar por eso el hilo de la conversacion. Al sonar la decimal campanada, se oyó el ruido de algunos pasos en la sala adonde daba el gabinete azul; D. Mariano de Alba se puso en pié, encendió un cigarro, estrechó la mano de su amiga y dijo con una sonrisa afectuosa, muy extraña en su fisonomía:

—La reina espera su corte; el incienso lastima los ojos al salvaje, que necesita del aire puro; así, goce usted, amiga mia, que el dulce sueño me reclama.

—Adios, Alba: hasta mañana.

Apenas salió del gabinete azul el amigo íntimo, entraron varias personas y se dirigieron á saludar á la marquesa, disputándose la preferencia.

Ella habia tenido tiempo para fijar en el espejo su última mirada.

IV.
EL ENEMIGO ÍNTIMO.

El conde de Tamajon entró en el gabinete azul despues que sus amigos.

Al estrechar la mano de la marquesa, encontró en su rostro una afable sonrisa.

La sonrisa de la marquesa tuvo su justa correspondencia en la risa del conde. Sin embargo de la aparente calma de sus fisonomías, aquella risa y aquella sonrisa encerraban un secreto: la marquesa y el conde parecian estar unidos por un lazo misterioso que los obligaba á buscarse perpetuamente.

La sonrisa de la coqueta declaraba afecto, encubriendo el miedo y el desprecio.

La risa del jorobado encubria, bajo el velo del cariño, el odio reconcentrado.

Aquel apreton de manos expresivo era una nota diplomática, la risa de ambos sostenia una lucha á muerte.

Cuatro individuos habian entrado en el gabinete azul, además del conde.

Era el primero Leopoldo Rivas, á quien ya conocemos.

El segundo, un bolsista que habia conseguido en su fortuna un alza fabulosa jugando á la baja; era hombre muy diestro: ¿quién no gana al juego barajando los naipes con inteligencia?

El tercero, el marqués del Espino, sportman sin rival, muy instruido en el manejo de las armas y de las cartas, y con una gracia especialísima para murmurar de los hombres y para desacreditar á las mujeres; segun su propia confesion, nadie empleaba mejor que él el tiempo; sabia de todo: lo único que ignoraba era el idioma castellano.

Y el cuarto, un caballerete de provincia, apellidado Perez, hidalgo rico, que se distinguia por callar: en silencio gastaba sus rentas; en silencio escuchaba siempre, sin ocurrírsele nada; en silencio, por último, amaba á la marquesa, sin que otra cosa más que sus furtivas miradas declarasen la pasion que escondia en su pecho.

Los admiradores de la marquesa eran víctimas de ésta; Perez era la víctima de aquellos. A las repetidas chanzas del jorobado, Perez contestaba con el silencio.

El gabinete azul era el centro de las notabilidades de la época; allí se confundian las tres aristocracias, dándose la mano, en una fusion verdadera, el dinero, el talento y la sangre. Ninguno era superior para la reina de aquella corte, pues habia sabido establecer la perfecta igualdad, aunque dando á entender á cada uno que era el preferido: esta es la ciencia de la coquetería.

El mismo Perez alimentaba esa esperanza: algunas miradas expresivas de la marquesa lo habían desconcertado, dándole la conviccion de que lo distinguia: Perez se consideraba dichoso desde que oyó á su ídolo que el silencio era sublime.

Si algun hombre se colocaba en primera línea por algun hecho notable; si el mundo fijaba en él la vista; si su nombre corria de boca en boca, aquel ser pertenecia á la coqueta; la reina de los salones subyugaba á la notabilidad, y la diosa del amor lo uncia á su carro.

Tamajon, despues de saludará sus amigos, se dejó caer en una butaca, escondiendo la cabeza entre los hombros.

Un momento despues entraron varias personas, y la conversacion se hizo general; todos los ojos estaban fijos en la marquesa y todos los oidos pendientes de los labios del conde de Tamajon.

—Está V. esta noche encantadora, dijo éste.

—¡Encantadora! repitieron todos, menos Perez, que se contentó con mirarla fijamente.

—Hé aquí, continuó el conde, un puñado de hombres, vueltos hácia V. como girasoles al astro del dia

La marquesa se sonrió.

—Me hace V. el efecto de un espejo ustorio.

El marqués del Espino, que sabia de todo, hizo un gesto; repitió entre dientes la palabra para buscarla despues en el Diccionario, y exclamó en voz muy alta:

—Es verdad: la comparacion es exactísima.

—¿Espejo ustorio? preguntó la marquesa.

—Sí: creo ver en todos nosotros los rayos que convergen en un mismo origen: el rostro de usted es el punto convergente; ¿no es cierto, amigo Perez?

—Sí, contestó éste maquinalmente;

—¿Tiene V. influencias en su provincia?

—Sí, repitió el hidalgo con trabajo.

—¿Nunca ha pensado V. en ser diputado? preguntó el conde con su sardónica risa.

—No, respondió Perez desconcertado.

—¡Es lástima! sería V. un gran representante sordomudo; un ó un no á tiempo salvan muchas veces el país.

Todos, hasta la reina de los salones, celebraron la ocurrencia; Perez se encerró en aquel silencio calificado de sublime.

Levantóse la colgadura de la puerta, y un jóven llegó á presentar la mano á la marquesa, haciendo despues un saludo general.

—Adios, poeta, dijo el conde estrechándole la mano al paso. ¡Bien venido sea al templo del amor el favorito de la diosa!

La marquesa volvió la cara para que no viesen que subia la sangre á sus mejillas.

El recien llegado dijo, sentándose:

—Eres terrible, amigo mio; nada respetas.

—El favorito de las musas, añadió el conde, bien merece serlo tambien de la sacerdotisa del amor, de la deidad de la hermosura.

En aquel momento estaba pintado en el rostro de todos el mal humor; la satisfaccion del jorobado era grande.

Eduardo de Campo-Real, el amigo más íntimo de Tamajon, comprendió que perderia terreno provocándolo á la lucha, y dirigióse á la marquesa para decirle:

—Echo de menos esta noche uno de los adornos de la reunion. ¿Y Lucía?

La pregunta era un dardo, y se clavó en el amor propio de la coqueta; pero ésta, haciéndose superior, contestó:

—Mi sobrina está algo indispuesta: su salud es muy delicada.

—Hágale V. presente mi recuerdo.

—Gracias, contestó secamente la marquesa.

El pecho del conde se agitó; pero su fisonomía era inalterable. En aquel instante hubiera dado un abrazo á Campo-Real.

—Lucía, dijo, es un alma que sufre; á mi modo de ver, llora la ingratitud de algun pastor extraviado ó el miopismo de algun ser insensible; vive en una region bucólica que embellece su imaginacion exaltada: Lucía es una Galatea de salon.

—Nada perdona V., señor conde, y creo que juzga mal á mi sobrina, á esa pobre niña que si algun defecto tiene, es ser demasiado inocente y demasiado candorosa..

—:¡Já, já, já! exclamó el jorobado con una explosion de risa;: respeto á Lucía; pero ¡ay marquesa! el candor y la inocencia son flores que sólo abren al aire puro;, el mundo es un invernadero, y el calor artificial e roba por lo menos su fragancia. En el jardin de la vida, la mujer es una rosa

—Y V. ¿qué es? le interrumpió la marquesa sonriéndose para ocultar su despecho.

—¿Yo, señora?..... Soy un cardo.

Todos se rieron; mordióse los labios la marquesa, y el conde continuó:

—Cada individuo es algo: Lucía es la sensitiva; Campo-Real, como poeta, será un pensamiento...

—¿Y nuestro amigo Perez? preguntó Espinó.

—¡Oh! el hidalgo silencioso es una adormidera.

Esta vez tambien la marquesa se reia sin poderlo remediar.

—Eres oportuno, dijo Campo-Real, sobre todo en haber comparado á Lucía con la sensitiva.

—¡Lucía es muy bella! añadió el conde mirando de reojo á la marquesa, que cogió un juguete de encima de la chimenea para aparentar una distraccion de que estaba muy lejos;

Este ¡disparo á quema-ropa; habia ¡producido su efecto: elogiar áuna mujer en el gabinete azul era casi un sacrilegio. El conde lo sabia; gozando con su triunfo, continuó:

—Ya que de flores hablamos, amigo Eduardo, no es regular que olvidemos á la camelia de este ramillete.

—¡La marquesa! exclamaron todos, excepto Perez.

—Justamente, la marquesa; la camelia es la flor aristocrática por excelencia, que se estima en mucho, á pesar de que carece de aroma.

El epigrama era sangriento; pero la marquesa, no queriendo manifestarse resentida, dijo con su sonrisa habitual:

—No hay otro como V., conde, para clavar un puñal, haciendo una caricia; me convenzo de que no hago mal en llamar á V. mi enemigo íntimo.

—¡Oh, marquesa! ¡es V. injusta! Si no le place esta comparacion, echaré mano de la siempreviva, flor que estoy! dispuesto á probar que tiene muchos puntos de contacto

—¡Gracias! contestó ella levantándose de improviso.

Habia visto asomar el rostro de la baronesa de Torre-Nueva al descorrer un criado la colgadura de la puerta.

La baronesa presentó á su amiga, con la fórmula acostumbrada, al general D. Carlos de Medina.

La impaciencia de la marquesa habia cesado: desde aquel momento sobraba un objeto en el gabinete azul.

De fijo ha comprendido el lector que esté objeto era el reloj.

V.
EL FAVORITO Y EL OGRO.

El gabinete azul presentaba aquella noche lo que me atreveré á llamar una crisis de salon, pues los ánimos estaban agitados.

Medina era la manzana de la discordia arrojada en aquel campo de perpétua lucha; ninguno ignoraba que aquel soldado, jóven, elevado por la fortuna, con su prestigió y su posicion social, robaria las atenciones de la marquesa: la novedad es un gran incentivo para la coqueta, que lleva siempre en su corazon este lema italiano: per troppo variare natura é bella.

Campo-Real no amaba á la marquesa del Fresno; pero su vanidad no podia soportar que otro le arrebatase el pomposo título de favorito que le halagaba y le hacia sujetarse á los caprichos y veleidades de una mujer; ¡tanto puede en el hombre el amor propio! El poeta comprendia; que el héroe de la guerra-civil era el único enemigo terrible que se habia presentado en el gabinete azul desde que consiguió su tan extraordinaria privanza.

Sin embargo, Campo-Real calculaba el medio de hacer, una retirada honrosa, no atreviéndose á sostener un ataque que le proporcionara una derrota vergonzosa: sabia por experiencia que el favoritismo de una coqueta se compra caro, no olvidando que habia dado una estocada á cierto príncipe polaco, adorador de la marquesa.

Al entrar Medina en el gabinete azul, se contentó Campo-Real con fruncir las cejas, colocándose en segundo término para saber el papel que debia representar en lo sucesivo.

El conde de Tamajon se levantó y fué á apoyarse de espaldas en la chimenea, queriendo ver de frente las fisonomías de la marquesa y del general, para seguir paso á paso la táctica de la coqueta, midiendo al mismo tiempo las fuerzas de aquel ogro de tanto renombre, que esta vez iba á pelear con un enemigo desconocido y más temible acaso que todas las huestes del Pretendiente.

La baronesa de: Torre-Nueva era una señora que revelaba en los rasgos de su fisonomía su antigua nobleza; sin pretensiones, como; decirse suele, vivia conforme con sus cuarenta años y con su marido, veterano de la guerra de la Independencia.

Ahora se comprenderá por qué la baronesa encontraba buena acogida en el gabinete azul: en el santuario de una coqueta no se admite más que un ídolo, porque la coqueta es tan avara de incienso que no consiente, en compartirlo con nadie. Una mujer jóven y bella, que se alimenta de la vanidad, es un astro que huye de cualquier cuerpo luminoso qué pueda causarle un eclipse, aunque sea momentáneo. La baronesa estaba en su ocaso.

La baronesa, abandonando la víctima á su amiga, se sentó en una mesa de tresillo, para, jugar una partida con el marqués del Espino, con el silencioso Perez y con otro de los admiradores de la marquesa, que bien á su pesar se separó del campo de batalla, pero muy dispuesto á observar, aunque fuera á costa de algun codillo:—Los codillos son la desesperacion de los jugadores de tresillo

Los demás satélites formaron grupos para hablar de cosas indiferentes; aunque todos estaban preocupados, debían esforzarse por disimular su sobresalto.

Eduardo de Campo-Real y Leopoldo Rivas ocuparon un-diván: el primero procuraba en vano sostener la conversacion; el segundo se sonreia con malicia, contemplando á la coqueta y al general.

La marquesa habia examinado á Medina con esa mirada escrutadora que intenta leer en el fondo del corazon, y le habia asustado la fria impasibilidad del general, pues daba á entender que su presencia en el gabinete azul era más bien ocasionada por una exigencia social que por la satisfaccion de su propio deseo: esto alarmó á la marquesa que, comprendiendo su falsa posicion, se preparó á combatir con todas sus armas. ;

Conocia bien que todos los ojos estaban fijos en ella y en el general, que todos los oidos pendian de sus palabras, que todos los corazones palpitaban con emociones distintas; en una palabra, que iba á presentar un sitió decisivo; la victoria levantaria su reputacion á una altura colosal; pero una derrota la hundiia para siempre; contaba mucho con sus fuerzas y con sus atractivos, aunque el exámen de la fisonomía del ogro, como; le habia llamado, la desanimaba, porque no habia adivinado en sus facciones indicio alguno de atraccion, y al estrechar su mano, no le habia vendido uno de esos impulsos ¡secretos, é instintivos; que no pasan desapercibidos para la mujer acostumbrada á los combates del amor.

Medina era un enemigo formidable;, la coqueta, comprendiéndolo así y preparada para la batalla, estudiaba el terreno; sabia sin duda que para las defensas heróicas vale: mucho la estrategia.

El general y la marquesa estaban muy cerca, sentados en dos sillones;

El general paseó la vista con indiferencia por los cuadros del gabinete: seguramente no estaba dispuesto á romper el silencio.

La marquesa lo intentó dos veces; pero tenia enfrente la cara impasible del jorobado: este hombre ejercia en ella una influencia que la desconcertaba; el conde hubo de adivinarlo, pues se sentó en aquél momento, ocupándose en arreglar los tizones y en avivar la llama. ¿Necesitaba mirar á los actores para estudiar la escena?

La marquesa respiró al ver la accion del jorobado, pues su generosidad revelaba una transaccion: aprovechando aquella suspension de hostilidades, dijo al general con una sonrisa afectuosa:

—Nos sé cómo agradecer á mi amiga la baronesa el favor que ha dispensado á mi casa, presentando en ella al héroe á quien tanto debe la patria.

El general, mirándola fijamente, contestó: V

—Señora, desconozco las frases de la galantería, y soy poco afecto á ellas; pero en este instante siento ignorarlas para corresponder á ese elogio, aunque tengo el orgullo de creer que es justo.

Todas las conversaciones se interrumpieron por un segundo: aquel rasgo, tan natural en un hombre de verdad, se tradujo por falta de modestia.—Campo Real miró á Rivas, que marcó una sonrisa de despreció.

Medina nada notó; Ta marquesa aparentó no notar nada, y dijo:....

—Celebro mucho, general, que estime V. en su verdadero valor mis palabras, yo, por muy versada que esté en esa fraseología que á V. disgusta, no prodigo elogios inmerecidos.

—Bien hecho;: la verdad debe ser acogida en todas partes, porque: tiene un trono en el corazon; mis labios nunca semancharon: con la mentira.

—Entonces será V.desgraciado, porque en el mundo se conoce á la verdad como al fénix: sólo de nombre; muchos la cantan y se declaran sus sacerdotes; pero nadie ve sus hechos: la verdad es un mito.

—¡Oh! renegaria del mundo si eso fuera cierto; pero no: amo la verdad porque la hé encontrado.

—¿En dónde? preguntó la marquesa con asombro y marcando en los labios su sonrisa seductora

Todos miraron más ó; menos directamente al general, que contestó sin notar aquella observacion:

—En los campos de batalla; si la gloria no fuera verdad, los hombres no expondrian su vida en los combates..

La coqueta vió que el enemigo se retiraba del campo, pero le persiguió dispuesta á batirlo hasta en sus últimas trincheras. Hizo un gesto significativo y dijo:;

¿La gloria? Es cierto que tiene su aureola; pero si lo consideramos bien, deduciremos que no es siempre! la gloria laque obliga al soldado á perecer.

Los ojos del general se inflamaron: peleaba en su terreno con ventaja, y exclamó:

—¿Hay otra cosa por ventura?.....

—Sí, general, la disciplina; el soldado no puede retroceder, porque si el peligro envuelve: una muerte dudosa, la desercion envuelve una muerte cierta. La ordenanza es inflexible, y Y. lo sabe mejor que yo.

—¡No! dijo el general exaltado; por la gloria pelea el soldado! La gloria no es una mentira deslumbradora; si el debernos llama, vamos á morir; pero el deber tiene su límite, señora; cuando la patria lanza un grito, el corazon del soldado se inflama, busca el peligro, ebrio de entusiasmo, y va siempre más, allá de lo que el mismo honor prescribe; ¡no es el deber! ¡es la ambicion de gloria! Decida un soldado que le espera una derrota, y le vereis invocar la muerte con frenesí. Si queda victorioso, la gloría lo cubre con sus alas y le ensancha el corazon; si perece en la refriega; muere: abrazado á su bandera, porque sabe que de la tumba del soldado se levanta la fama que canta la apoteosis del héroe. Si pelea por la gloria, y sólo por ella, la gloria no es mentira; he soñado con los laureles, y al ceñirlos á mi frente, levanté los ojos para mirar á Dios con gratitud. ¡Yo entonces no era un hombre! ¡miraba al cielo, porque me parecia estrecha y pobre la tierra para medirla con mi vista! ¡Y no era ambicion, marquesa! ¡yo no era el conquistador que ganaba un palmo de terreno, sino el enviado del Señor que: devolvia á mis hermanos, una perdida libertad! ¡oia al eco repetir mi nombre! Perdone V. mi franqueza, pero me creia un gigante; mi frente brotaba fuego, y me lanzaba de nuevo á los combates, buscando ese momento de fascinacion, ese delirio que realizaba despues todas mis aspiraciones. ¿Qué me importaba la vida? La muerte, cruzándose en mi camino, hubiera puesto el; sello á mi enagenacion; la muerte del héroe es dulce como la de los santos, tranquila como la del justo, grande como la del mártir. ¿Y á esto llaman deber?:¡Diga V. ahora que la gloria es mentira!.

Todos los admiradores de la marquesa estaban vueltos hacia el general, inmóviles, pendientes de sus palabras; sólo el jorobado, aparentando impasibilidad, arreglaba los tizones con las tenazas que tenia en la mano derecha, escondiendo la izquierda en su pecho, entre el chaleco y la camisa. El conde conocia demasiado la posicion ventajosa que ocupaba el general.

La marquesa le miraba fijamente y en éxtasis; aquel entusiasmo tan espontáneo le hacia comprender que, aun siendo la gloria mentira, habia un ser que le rendia un culto sagrado; un ser, en fin, que soñaba con la verdadera verdad.

El general Medina estaba hermoso en aquel momento de fascinacion: era Petrarca cantando á Laura; era Virgilio: cantando el dolor; era Homero cantando las glorias del combate. La verdad agitaba su corazon: el corazon es siempre poeta.

—¡Con qué placer he escuchado á V., amigó mio! exclamó la marquesa.;.,

La frase amigo mio hizo abrir mucho los ojos á los admiradores de la coqueta:. dominada ésta por aquel hombre superior, se habia dejado llevar de un impulso de su alma, estableciendo una confianza demasiado prematura.

Campo-Real se levantó, y para ocultar su despecho, fué á sentarse junto á la baronesa, aparentando seguir con interés la marcha del juego.

El conde soltó al cabo las tenazas y se recostó en la butaca, sin sacar del pecho la mano izquierda, cuyas uñas maceraban su carne.

El general continuó:

Veo que me hace V. justicia, reconociendo que era incierta su acusacion.

—No sé si será cierta, general; pero se defiende usted tan bien, que por lo menos hay que admirar su veneracion y su entusiasmo.

—Cada hombre rinde culto á una deidad, y la mia es la gloria; me habló V. de ella, y para ensalzarla demostré un calor que, aunque justo, parecerá acaso intempestivo.

—De ninguna manera; sólo me sorprende que pueda ser verdad ese delirio, porque las balas son verdades incontestables, añadió sonriéndose. Alabo en usted al héroe, aunque hasta ahora la guerra nada haya dicho á mis sentidos.

—¿Ha leido V., marquesa, las impresiones de Lamartine y de Chateaubriand en sus viajes á Oriente?

—¡Oh! sí.....

—Yo tambien he consagrado mis pocas horas de descanso á los grandes ingenios. Pues bien: considere usted un hombre que no rindiendo el primer culto á nuestra religion, lea esos preciosos volúmenes: se entusiasma con sus páginas, y al cerrar los libros, emprende la marcha á Jerusalem, siguiendo el mismo itinerario que Lamartine ó Chateaubriand. Aquel viaje idealizado ofrece mil penalidades que harian renegar de la expedicion, si no esperara el viajero pisar los Santos Lugares; pone el pié en ellos, rendido y abrumado; ¿qué encuentra?—¡Ruinas! ¡una sencilla losa! Entonces se arrepiente del viaje, y protesta contra la mentira de la imaginacion de los poetas; y sin embargo, allí está la inspiracion; aquel sitio es grande; aque ha losa es una fuente inagotable de verdad y de poesía; allí se tocan de cerca los misterios que aprendimos á respetar; allí se ven todavía las huellas del Redentor del mundo. Para el que no ve con los ojos del alma, allí no hay nada; pero Lamartine y Chateaubriand vieron todo lo que escribieron.

—Y ¿qué quiere V. decir, general?

—Quiero decir que sucede lo mismo con la guerra al que no le rinde culto en su corazon. ¿Qué ve V. en un trofeo, en una bandera? ¿Un pedazo de tela desgarrada?...... ¡Ah! mis ojos leen en ella las brillantes páginas de la historia; la bandera me presenta la imagen viva del héroe; le hablo, le toco la mano, y me considero feliz: sale de su tumba para señalarme el camino de la gloria: le veo con los ojos del alma, que ven siempre la verdad.

—¿Conque la gloria es una fascinacion?

— La gloria no es mentira!

—Entonces, dijo la marquesa queriendo traerlo á su terreno, ahora que se ha concluido la guerra, no vivirá V., general.

—Ahora vivo muriendo,; señora; en el campo está mi puesto. Terminada la guerra, vengo á descansar; pero no dude V. que mi espada saltará de la vaina en cuanto asome la cabeza un enemigo.

—Comprendo muy bien esa noble aspiracion; pero si, como espero, los enemigos no asoman la cabeza, creo que tendrá V. tiempo para disfrutar de nuevas emociones; y acaso sienta V. algun dia que el grito de la patria lo arranque de la vida cortesana»

—¡No, señora! para mí no hay placeres en esta vida tranquila; quiero la agitacion de los combates, el estruendo y el peligro, porque estas horas siempre iguales son insufribles; me gusta contar los minutos que me faltan para realizar un pensamiento, las horas que necesito para conquistar un laurel más, los dias que puedo sacrificar para añadir uno de gloria á mi patria; mi mente no se separa del reloj del tiempo, porque del tiempo que no se aprovecha en algo, debe el hombre dar cuenta, vivo, á su patria; muerto, á Dios. Aquí los hombres se reclinan muellemente en el carro de la fortuna, que los conduce á su antojo; yo no me dejo llevar: me unzo al carro, y trabajo para guiarlo adonde aproveche á todos. Tengo voluntad y fuerza

—La vida de la córte......

—No me hable V. de eso; en la córte viven los hombres como máquinas: todos trabajan en provecho propio; ninguno sufre vigilias y contrariedades y peligros cómo el soldado, en provecho de los demás; el soldado vela para que otros duerman.

—¡Oh! sí; pero el soldado se alimenta con el sudor de sus hermanos; es un trabajo recíproco, dijo la marquesa con impaciencia, porque no podia fijar la cuestion que la atormentaba. Ahora duerme V., general, y pronto no querrá despertar.

—¡Imposible!

—Esta vida de Madrid tiene atractivos, que V. desconoce todavía.

—¿Atractivos? ¡qué me ofrecen los salones y las mujeres! ¿Delirios, molicie, calma, y esa mentira que usted antes retrataba? ¡Esos no son mis ensueños!

—Cuándo se canse V. de descansar, amigo mio, buscará la lucha; pero aquí no hay campos de batalla, ni enemigos, ni balas, ni combates; en cambio, hay salones, y paseos, y mujeres, y ojos muy traidores, y amor, en fin.

—No me conoce V., marquesa, si piensa que esas pasiones pobrísimas pueden alimentar las necesidades de mi alma. No dudo de la mujer, pero no la busco; tampoco dudo del amor, pero creo que es el recurso de los desocupados para entretener el tiempo.

—Luego, ¿nunca amó V., general?

—Nunca, señora.

—¿Y está V. seguro de que es inaccesible al amor?

—No me he ocupado de ese estudio en mi individuo; lo único que aseguro es que la mujer rio me robó un minuto el pensamiento; mi corazon no ha aumentado sus latidos más qué por la gloria.

—¡Parece imposible! exclamó la marquesa con asombro; á la edad de V. hay aquí hombre que cuenta en su hoja de servicios más victorias en el amor que V. en campaña.

—La costumbre, señora; esos héroes vergonzantes pelearán con escudos para cubrirse el pecho; no comprendo que se ame por amar; el que rinde culto á la deidad del amor debe rendírselo entero, como lo rindo yo á la gloria.

La marquesa ahogó un suspiro; sus ojos brillaban, y exclamó:

—¡Eso es verdad!

.—Como lo es que no entiendo una palabra de esas escaramuzas de salon que llaman pasiones. Sospecho que tengo el corazon de acero, y bien templado, porque hace un mes que estoy en Madrid, y aunque veo mujeres hermosas, mi corazon late tranquilo; crea usted que echo de menos la guerra; ¿qué mujer puede proporcionarme las emociones que necesito? Hasta ahora no he visto ninguna.

La marquesa se mordió los labios con ira.

Una sonrisa estaba pintada en el rostro de todos.

Campo-Real volvió al lado de Rivas contoneándose.

El conde se habia inclinado sobre un brazo del sillon para escuchar atento al general: su mano izquierda ya no atormentaba secretamente sus levantadas costillas.

La coqueta, con una rápida ojeada, comprendió que necesitaba jugar el todo por el todo, pues su derrota era manifiesta; sin que la voz vendiera su emocion, dijo con su sonrisa eterna:

—No es una razon convincente, general; hasta hoy no encontró V. una mujer que dominara su alma; pero es imposible que no se cruce en su camino alguna que despierte sus pasiones aletargadas, y que le haga sentir esas vivas emociones que por lo menos valen tanto como el desvarío de la gloria.

—Lo dudo, dijo Medina con indiferencia.

7—¡Oh! ¡es un tributo que todos pagan!

—No me pesaria, marquesa; pero ¿en dónde está ese ser que comprenda toda la fuerza de mis pasiones?

—En el mundo, amigo mio.

—La mujer ocuparia un lugar secundario en mi alma, y difícilmente se conformaria con esa postergacion.

—El soldado sueña con la victoria que abrasa su cabeza porque lleva en el corazon la imagen de una mujer á quien quiere deslumbrar. Si no ama, ¿con quién comparte su gloria? Cuando regresa á su hogar, le satisface arrojar á los pies de su amada los laureles que conquistó: el hombre pretende ser grande para que la mujer lo admire.

—Eso es muy hermoso, señora; pero no habia pensado en ello.

—Cuando el Cid volvia á los brazos de su Jimena, ésta adoraba al amante y admiraba al héroe.

—Es verdad; pero recuerde V. que Jimena se quejó al rey Fernando de que el Cid la olvidaba por los combates; esto prueba que el soldado atiende antes á la gloria que al amor.

La marquesa se sorprendió, encontrando en su enemigo una gran prueba de habilidad y talento; pero sin retroceder, dijo:

—No siempre, general; ¿negará V. que Marco-Antonio fué un gran militar?

—No, señora.

—Pues Marco-Antonio abandonó sus banderas, y su amor por Cleopatra tuvo la culpa de aquella desercion.

—¡Marco-Antonio era un loco!

—No, prorumpió la marquesa riéndose; Marco Antonio era un hombre que amaba; no sé si el amor y la locura se dan la mano; pero casi diré que tienen algun parentesco.

—No entiendo de eso, dijo Medina queriendo cortar la conversacion, porque se iba metiendo en una red de la que temia no poder salir.

—¡Ah! sé muy bien que Madrid es un campo de conquistas en donde correrá V. grandes peligros. Cuando vea V. una jóven sensible, amable, esbelta, graciosa, que en una mirada revele la impresion que siente; cuando comprenda V. las delicias de la comunicacion, y busque un alma que corresponda á su alma; cuando una mujer

—¿Una mujer como V., por ejemplo? preguntó el general, interrumpiendo á la marquesa.

Esta, riéndose para encubrir su agitacion, exclamó:

—¿Qué es esto? ¿galante un soldado? ¿olvida V. la consigna?

Turbóse el general, y encogiéndose de hombros, se reclinó en la butaca sin contestar. Campo-Real miraba al techo, despues de haber pasado revista á los muebles del gabinete; los jugadores no atendían á las cartas; Leopoldo Rivas se habia dormido en el divan; el jorobado habia vuelto á arreglar la chimenea y á esconder en el pecho su mano izquierda.

La coqueta habia triunfado. Pasó sus ojos por las fisonomías de todos con simulada arrogancia, y quiso anudar la conversacion; pero el reloj dió una campanada, y la baronesa se volvió á consultarlo.

—Señores, dijo, es la una; ajustemos cuentas.

La baronesa habia ganado: el interes para los jugadores no habia estado en los naipes.

¡Qué inoportuno es el reloj!

El general Medina respiró, porque se hallaba colocado en una posicion desventajosa.

Todos se pusieron en pié. La marquesa presentó la mano al general, y despues de ofrecerle su casa con la fórmula acostumbrada, añadió:

—Quiero que seamos muy amigos para contemplar á Hércules cuando cambie su poderosa clava por la prosáica rueca.

—No entiendo, señora.....

—Es decir, seré confidente de V. para conocer á la afortunada Onfale que trastorne su cerebro y le vea rendido á sus pies.

Quiso el general sonreirse, pero notando que todas las miradas estaban fijas en él, conservó la serenidad en el semblante.

La marquesa continuó:

—Me tomaré la libertad de suplicar á V. que honre mañana mi mesa.

—Señora...

—No admito disculpas; me agrada oir hablar de la gloria con entusiasmo, y deseo que al fin convenga usted conmigo en que el soldado debe dar entrada al amor en su corazon. No espero un desaire.

—De ninguna manera, marquesa; me considero honrado con una distincion que no merezco.

—Hasta mañana, general.

—Hasta mañana, señora.

Los admiradores de la coqueta se miraron con asombro. ¡Medina estaba vencido!

La baronesa se despidió de su amiga, dándole esos dos besos de costumbre entre las damas, que las más veces parodian el tan conocido como traidor de Judas: al poner sus labios en el carrillo derecho de la marquesa, le dijo al oido: ¡Pierdes! Al devolverle el beso en el carrillo de la izquierda, murmuró la marquesa esta palabra: ¡Gano!

Todos hicieron un saludo frio.

El enemigo íntimo, al darle la mano, marcó en su boca la risa de siempre; pero en el rostro de ella encontró su misma sonrisa.

Al entrar en el carruaje, dijo Campo-Real al jorobado:

—¡Esa mujer tiene mal instinto!

—Hace con Medina lo que contigo y conmigo y con los demás.

—No: esta vez se interesa mucho en el combate.

—Porque es fuerte el enemigo, Eduardo.

—¡Qué agitada estaba!

—¡Es el primer dia!

—Lo veremos.

—¿Temes perder tu privanza?

—Nada me importa; pero lo siento por el general: es un hombre grande.

Los dos amigos se estrecharon las manos.

Al separarse, decia el conde para sí:

—Este soldado vale mucho; conquistaré á todo trance su amistad.

La baronesa de Torre-Nueva, al apoyarse en el brazo del general, le dijo:

—Convendrá V. en que no ponderé las gracias de mi amiga.

—Señora, contestó Medina, la marquesa tiene talento y discrecion.

—Es una mujer peligrosa.

—¿Por qué?

—Porque inspira pasiones volcánicas; todos los amigos que ha visto V. esta noche en su casa son sus admiradores: mariposas que se queman revoloteando al rededor de la luz de su hermosura. ¡Cuidado, general!

—Soy incombustible, baronesa.

Esta ayudaba á la coqueta, sin embargo de mediar entre ambas una apuesta; no se extrañe este fenómeno: la baronesa nada esperaba ya del mundo.

Cuando la marquesa se quedó sola, exclamó apoyando la cabeza entre las manos:

—¡Este hombre es digno de mí! La lucha será igual, pero reñida... ¡Venceré!... ¡La gloria!... ¡Bah!....

Y se miró al espejo sonriéndose.

Aquella noche tardó una hora en dormirse. ¿Meditaria ó ensayaba su plan estratégico?

VI.
LA CAUSA Y LOS EFECTOS.

Voy á quitarte dos años, caro lector.—Estamos en 1837.

¿Ves ese carruaje, con un blason en la portezuela, que cruza á escape por la calle del Arenal, á pesar de los bandos de policía?—Pues entra en él conmigo y siéntate en sus suaves almohadones.

Este privilegio que tiene el escritor de llevar á sus lectores adonde se le antoja es inapreciable.

Calla y observa al individuo que ocupa el vehículo.¿Crees que va solo?—Pues le acompaña una mujer; pero no la verás, porque va escondida en su pensamiento: repara que habla solo, y que ya se sonríe, ya se contraen sus labios y cierra los puños, como si sufriera una crispacion nerviosa. Algunas palabras se escapan de su boca, pero tan inconexas, que no podrias averiguar lo que vaga por su mente. Sueña despierto; se lleva las manos á la cabeza y despues al corazon; se incorpora en el asiento, y luego se deja caer, como si hubiera sostenido una lucha superior á sus fuerzas.

El carruaje paró en la calle de Atocha, esquina á la de Cañizares, delante de una casa que daba frente á la iglesia de San Sebastian, cuya fachada no revelaba el lujo de lo interior: en 1837 todavía no se habia desplegado ese aliño con que hoy engañan los propietarios á los inquilinos; entonces las casas de Madrid ofrecian comodidades, aunque las fachadas eran antiguas y feas; hoy se han derribado aquellas para hacer avisperos de bonita vista. Seguimos el influjo de la época: lo que se ha perdido en comodidad se ha ganado en apariencias.

Apeóse del carruaje el individuo y subió la escalera de la casa más despacio de lo que hubiera deseado por no permitírselo sus piernas cortas: era jorobado. Si te fijas en él, lector, reconocerás al conde de Tamajon.

Este tiró del cordon de seda de la campanilla, y pocos segundos despues penetraba en un aposento que tampoco te es desconocido: en el gabinete azul.

Si no quieres perder tu libertad, y acaso tu razon, no entres; conténtate con oir mi relato: á la puerta del gabinete azul podria haberse escrito aquel verso de Dante: Lasciate ogni speranza voi ch'intrate.

La marquesa estaba sola, leyendo un libro que abstraia su imaginacion; la llegada del conde pareció que la importunaba; pero sin manifestarlo le alargó la mano con esa gracia y esa indolencia que cautiva en las mujeres del gran mundo.

El conde estaba agitado; su mano abrasaba; la marquesa le miró fijamente para preguntarle:

—¿Está V. enfermo?

—¿Y V. me lo pregunta?

—Sí, porque lo ignoro.

—¿Lo ignora V.? exclamó el jorobado, apretando los dientes.

—¡Me da V. miedo!

Y le señaló un sillon, donde él se dejó caer sin saber lo que hacia.

Hubo un momento de silencio, que rompió la marquesa, sonriéndose:

—Decididamente, atraviesa V. alguna crisis, y veo con sentimiento que no soy acreedora á que un amigo comparta conmigo su pena.

—Marquesa, ¿ha llorado V. alguna vez? preguntó el conde con tono solemne.

—¿Viene V. hoy dramático, amigo mio? ¿Llorar yo?

¿por qué?

—¡Ah! ¡llorar! ¡tiene V. razon! El llanto es el rocío que Dios envia para refrescar una mente abrasada; el llanto es el bálsamo consolador que cura las heridas del alma; el llanto dulcifica las amarguras; pero la mujer que no tiene corazon no necesita de este alivio, porque no sufre; ¡llorar! Las lágrimas que embellecen moralmente á la mujer la marchitan físicamente; los surcos de las lágrimas quedan impresos en el rostro; las lágrimas abrasarian ese cutis delicado: ¡hace usted bien en no llorar!

—Me engañé, dijo la marquesa con calma; la fiebre es más intensa de lo que creia; debe V. volver á buscar el lecho porque sólo convenciéndome de que sufre usted las consecuencias del delirio puedo perdonarle esa granizada de insultos intempestivos.

—¡Insultos! No: la verdad no puede ser un insulto; ¿no confiesa V. misma que nunca llora?

—¡Es original! ¿Por qué pretende V. verme convertida en Dolorosa ó en Magdalena, si me rodea la felicidad y de nada me remuerde la conciencia?

—¿Es V. feliz?

—Y ¿qué me falta, amigo mio?

—Es verdad; soy un necio; la fiebre me extravia ¡Porque tengo fiebre! ¡Esta noche he llorado!

—¿De veras? Debe V. tener una organizacion privilegiada para sentir, de fijo va V. á decirme ahora que fuí yo la que con mi mano dí vueltas á la llave para que brotara el raudal de la fuente de sus ojos.

—¿Se burla. V., marquesa?

El gesto del conde era amenazador; estremecióse ella á su pesar, y dijo, variando de tono:

—Amigo mio, veo que se convierte en trágica la escena; me costaba trabajo tomar por lo serio lo del llanto.

—Debiera avergonzarme de confesarlo; pero no me avergüenzo de tener corazon. Un año hace que mi vida está reconcentrada en la marquesa del Fresno; cifraba mi felicidad en agradarla; mi alegría en verla contenta: ella, aceptando mis obsequios, me ha dado derecho para pedirle cuentas de su conducta

—¡Conde! interrumpió la marquesa.

—Ella, sabiendo que yo la adoraba, continuó él sin oirla, me admitia á su lado; no creia sin duda contraer compromiso alguno con el hombre á quien engañaba; pero este hombre, que no puede prolongar por más tiempo tan difícil situacion, necesita que la aurora de mañana salga para él resplandeciente, ó que no la vea salir, añadió con una intencion muy marcada.

—Pero, conde...

—Los hombres que aqui vienen á todas horas me estorban; si es verdad que V. me distingue y comprende este fuego inmenso que me devora, abramos un porvenir para los dos lleno de encantos , tengo una fantasía rica, y haré que en nuestra existencia no haya dos horas iguales.

Y acercó su sillon al de la marquesa, que retiró el suyo con miedo.

—¡No huya V. de mí, señora! ¡Amo á V. como á mi existencia! ¡más todavía! ¡amo á V. hasta el crímen!

Levantóse la marquesa sobresaltada, y tendió el brazo para coger el cordon de la campanilla; el conde quiso evitarlo, y cayó de rodillas á sus piés.

Por detrás de la colgadura de la puerta apareció la cabeza de un hombre; la coqueta respiró, porque se habia salvado, y sonriéndose señaló al que entraba.

El conde dió un rugido y salió, atropellando á don Mariano de Alba, que era el que tan á tiempo habia llegado.

—¡Qué escena melodramática me prepara V., querida amiga! A fe que siento haberme molestado en venir para que ese gimió me atropellara.

—Me ha salvado V. de una catástrofe.

—¿Es posible?

—Ese gimio, como dice V. muy bien, dió en galantearme, y como para mí todos los hombres son iguales, oia sus necedades; pero hoy me ha pintado un amor exquisito: la quinta esencia del amor; me habló de crímen y de suicidio: está enfermo su cerebro.

—La influencia de la época; el romanticismo ha trastornado la cabeza de nuestra juventud: hombre conozco que se ha suicidado siete veces.

—¿Siete veces?

—Sí: de palabra. El suicidio es uno de los muchos recursos oratorios del amante, que no escasea ninguno para convencer.

—Me causaba miedo oirle expresarse con tanto calor.

—El calor es tambien artificial, añadió el escéptico Alba.

Pasemos del gabinete azul al aposento de la casa de Tamajon, en donde acaba de entrar éste, fuera de sí, dejándose caer en un sofá y cubriéndose el rostro con las manos.

Diez minutos permaneció inmóvil, como si hubiera dejado de existir; levantó al fin la cabeza y se incorporó.

Sus ojos no estaban como antes, inyectados de sangre, pero revelaban su abatimiento; habia pasado la exaltacion de la calentura y se hallaba en la postracion; puso una mano en la cabeza y otra sobre el corazon, que latia con menos violencia, y exclamó:

—¡Hay algo aquí y aquí! en mi corazon hay un tesoro de amor; en mi cabeza un raudal de pensamientos; y ¿de qué me sirven, Dios mio?

Se puso en pié y se paseó agitado por la estancia; al llegar frente á un espejo de cuerpo entero, se miró en él un prolongado rato.

—¡Ah! dijo con acento dé profundo dolor; he sido un loco; me quejé de la marquesa injustamente; estaba ciego; ¿cómo pude aspirar á rendir con mi horrible deformidad á esa turba de jóvenes apuestos y hermosos que la rodean? La desventaja era notoria; esa turba se mofa de mi joroba y me vence, escarneciéndome. ¿Para qué quiero la riqueza de mi corazon si las mujeres me desdeñan? ¿Para qué quiero las galas de mi mente si los hombres me desprecian? ¡Ella! ¡ah! ¡yo habia formado tantos ensueños deliciosos con este amor que me ha ocupado un año entero! ¡deliré tantas veces! ¡Porque tengo veinticinco años, y mi sangre hierve, y mi fantasía se desborda! ¡Todo por ella y para ella! Poseo un título y una fortuna; y ¿para qué los quiero? ¿Por ventura, la felicidad estriba en satisfacer las necesidades de la prosa de la vida y en deslumbrar la vanidad ajena?..... ¡Ah! ¡no! Mi corazon buscaba lo que la naturaleza no niega al último de los mortales ¡Oh! ¡hubiera dado todas mis grandezas por un minuto de su amor!

Desprendióse de sus ojos una lágrima, y al sentirla caer sobre sus manos cruzadas, se estremeció.

—¡Ah! ¡una lágrima! ¡Dios es bueno! pero el demonio necesita de su presa; esta lágrima me recuerda el sarcasmo de ella; el mundo tambien se reiria ahora viéndome llorar... Mañana este cuerpo deforme que fué pasto del sarcasmo de los hombres, será pasto de los gusanos, menos roedores que aquellos...... ¡Debo morir!

Y dirigiéndose á un pupitre, fuera de sí, sacó del cajon una pistola; despues de examinarla, para convencerse de que estaba bien cargada, la montó, diciendo:

—¡Voy á morir! ¡perdóname, Dios mio! ¡soy débil! ¡no tengo fuerzas para ahogar esta pasion, ni para luchar con los hombres! ¡Ella se reirá mañana! ¿Qué me importa? Si la vida es un tránsito para la eternidad y mi senda está erizada de escollos, abreviemos el camino ¡Mi corazon late con fuerza! ¡No puedo, no quiero, no debo tener miedo! ¡Dios mio, perdon!

Y aplicó el cañon de la pistola en la sien derecha.

El balcon estaba abierto, y se oyó en la calle una estrepitosa carcajada: el conde se estremeció, cayósele de la mano la pistola, y corrió al balcon para ver al que tan cruelmente se burlaba de un hombre que habia levantado la losa de su tumba.

Pasaban por la calle dos jóvenes, hablando de cualquier cosa que habia excitado su hilaridad.

Aquella carcajada, indiferente para el jorobado, le, dió la vida.

—¡Ah! ¡creí!... exclamó; ¡estoy delirando! ¡la risa me hace daño siempre!

Apoyando la cabeza en las manos, meditó por espacio de algunos minutos; al cabo dijo, presentando en su fisonomía un cambio notable:

—¿Por qué no he de reir tambien? ¿Porqué no he de volver al mundo esa carcajada que parece vino á insultar mi dolor? ¿No consiste la felicidad en la existencia que el hombre se traza? Yo tenia un corazon puro, y una mujer me lo ha llenado de veneno; ¿por qué no ha de probar este veneno, si puedo devolvérselo gota á gota para amargar las horas de su vida?.... Los hombres se burlan de mi deformidad física; ¿acaso no llevan en el alma una joroba más pronunciada que la mia? ¡Ah! sí: en mi cabeza hay talento: la lucha no es desigual; el mundo es un campo que brota flores y espinas: cogeré las espinas para ceñirlas á las sienes de esos miserables que se creen superiores á mí porque la naturaleza les regaló una figura perfecta. La Providencia, al formar los seres, les pone un sello especial; ¡soy una mueca de la Providencia!

El conde se oprimió el pecho con las manos y continuó.

—Debo reir siempre y esconder á las gentes esta tempestad de que acabo de salvarme La marquesa es bella; como un áspid, me cruzaré en su camino, y venceré en la lucha; mi encono será un rayo que fulminaré contra ella; pero siempre con una risa engañosa que ocultando mis sentimientos me haga saborear el placer de la venganza.... ¡Quiero vivir! ¡vivir sólo para envenenar sus dias más halagüeños, para desgarrar su corazon como ella ha desgarrado el mio! ¡quiero vivir para sostener una valiente lucha con el género humano!.... ¡Já, já, já!

Y el jorobado ensayó al espejo aquella risa diabólica y mentirosa que fué la careta de su dolor.

Hé ahí la causa de la risa del conde de Tamajon.

Al siguiente dia se presentó en el gabinete azul, sereno y con la risa en los labios. La marquesa, al verle entrar, le miró fijamente y le dijo:

—¿Está V. más aliviado, conde?

—¿Representé bien mi papel, marquesa?

Y el jorobado soltó una carcajada que heló en las venas la sangre de la coqueta.

—Qué dice V., amigo mio?

—Nada: que ayer estuve sublime, á juzgar por el efecto de mi exaltacion, ¿me negará V. que tengo cualidades de actor?

—Finge V. bien, dijo la marquesa herida en su amor propio.

—¡Oh! me empeñé en saber hasta donde llegaba la impasibilidad de V. La amenaza aquella del suicidio me elevó, lo menos, á la altura de Carlos Latorre; ¿no es cierto?

—¡Oh! sí.

—¿Esperaba V. hoy recibir la noticia de mi romántico suicidio? Pues no, marquesa: vivo para querer á usted como antes, ó masque antes.

Y el conde volvió á reirse con una espontaneidad que provocó la sonrisa de la marquesa: aquella sonrisa que habia de ser en lo sucesivo el eco de la risa del jorobado.

La marquesa acaso sentia en aquel momento que el conde no se hubiese suicidado: el conde habia arrebatado un trofeo á la coqueta.

La lucha estaba entablada.

Desde aquel dia, la marquesa habia encontrado en el conde un amigo allegado, una persona inseparable, un concurrente asiduo al gabinete azul; desde aquel dia, la marquesa habia sentido contrariedades: los satélites del astro no miraban al ídolo con la misma veneracion: habia una mano oculta que movia el pedestal para derribarlo.

La crónica trataba de hincar su diente desapiadado en la coqueta, y no pudiendo herir su honra, proclamaba á voz en grito que la diosa de los salones no tenia corazon, que el ídolo no queria más que incienso.

Apareció Campo-Real en el gabinete azul, y apareció con el prestigio del favoritismo; acercóse el conde al poeta, le estrechó la mano, y trató de interesar á la marquesa para tener el gusto de atormentarla; Campo Real encontró en el jorobado un amigo sin igual, que se sacrificaba por su afecto y que seguia paso á paso su vida: queria que le sirviera de instrumento de su venganza.

Nadie como Tamajon elogiaba al poeta en el gabinete azul; nadie estaba más dispuesto á salir á su defensa. Campo-Real pertenecia al jorobado, y le abria su corazon.

Cuando se convenció de que la marquesa no se habia fijado de una vez, buscó el medio de alejar al favorito para que le dejase el campo libre, é intrigando, consiguió que en el teatro del Príncipe se representase una comedia de Campo-Real que dormía en el archive, de cuando el poeta cultivaba la literatura. El día del estreno de la comedia organizó Tamajon una claque aparente, que silbó sin piedad, á pesar del mérito de la obra. ¡Y quiso pelearse con el público porque silbaba la obra de su mejor amigo

El prestigio del poeta sufrió el golpe contundente que esperaba el conde; herido en la vanidad, Campo Real perdió el terreno, y no conservaba ya en el gabinete azul masque el nombre de favorito.

El jorobado aparecia en el mundo con su perpetua risa: sus sangrientos epigramas y su talento le conquistaron una reputacion entre la juventud licenciosa, que le buscaba siempre para saciar ese fatal instinto de los maldicientes.

Tamajon se vengaba de la humanidad poniendo de relieve jorobas más pronunciadas que la suya.

¡Oh! debe tener razon Virgilio cuando dice: «Gratior et pulchro veniens in corpore virtus.»

Sin embargo, ¿no tendrá el mundo la culpa de que la virtud parezca más hermosa en un cuerpo hermoso?

La marquesa adivinaba la mano del conde; pero no se atrevia á delatarlo, porque tenia miedo á aquella serpiente.

Cuando se anunció en el gabinete azul la presentacion del general Medina, el jorobado se puso en guardia y preparó de nuevo sus armas para combatir al que comprendió á primera vista que era formidable enemigo.

Y si quieres, lector, ver todos los efectos de la risa del conde de Tamajon, sigue el curso de mi historia en el año 1839.

VII.
TACTICA Y ESTRATEGIA.

Eran las tres de la tarde.

Dos horas hacia que la marquesa estaba ocupadísima, perfilando su tocado y en consulta con el espejo; en sus adornos lucia una gran riqueza de detalles.

Su mal humor era visible; la doncella no acertaba á prenderla como siempre, y el peluquero habia tenido que desbaratar tres veces su obra maestra por faltar un no sé qué á sus magníficos rizos. Hasta la atmósfera sufria sus acusaciones injustas, porque creia que el sol le prestaba poca luz para contemplarse en la luna veneciana; nunca habia quedado más descontenta del conjunto de su cabeza, y nunca habia estado más deslumbradora ni más bella.

No es extraño: aquel dia comia con ella el general Medina.

Al oir las tres hizo un gesto de impaciencia: temia que llegara la hora de entrar los convidados., sin haberse acabado de vestir; ¡y los convidados no debian asistir á la cita lo menos hasta las cinco!

Dije los convidados, y debo dar una explicacion. Cuando la marquesa habia despertado por la mañana, á las ocho, hora muy desusada por cierto para ella, lo primero que cruzó por su mente fué el nombre del general; dormirse una mujer con un nombre en la imaginacion qué al despertar la acomete de nuevo, es un síntoma alarmante, pero no debe olvidarse que para la mujer que vive de galanteos una conquista es lo que para el avaro un negocio; si esté quiere encerrar un talego más en su arca, aquélla ansia apuntar una víctima más en su lista.

La marquesa recordó palabra por palabra la conversacion de la noche anterior, y ya se nublaba su semblante, ya acariciaba una sonrisa, segun iba interpretando las frases del general. Entre sí decia:

—Este soldado será un ogro que se comerá á los hombres, pero para las mujeres debe ser un cordero; su corazon virgen no puede resistir mucho tiempo á los embates del amor. ¡Y si llegara á impresionarlo!... ¡ahí ¡quién como él me proporcionaria una victoria que cantaria la Fama con sus cien trompetas! Sin esos calculados afectos, que en todos los hombres se parecen, ¡qué nuevas emociones me esperan! Lo dominaré, y confesará que la gloria no es la diosa del soldado: ¡este triunfo me enloquece! ¡Y lo conseguiré! ¿No le hice cambiar anoche en una hora? ¡Y si al fin le amase!.... ¡Ah! ¡imposible! Medina aprenderá en esa escuela viciada, y pronto será un hombre como los demás, ¿no me sucedió lo mismo con Campo-Real? Sin embargo..... ¡no! ¡no! ¡es un delirio! ¡un delirio!

Y la marquesa no volvió á conciliar el sueño; pero estuvo meditando una hora.

A las diez llamó, y entró la doncella alarmada, creyendo que su señora estaría enferma cuando tanto madrugaba.

La marquesa se vistió y mandó dos tarjetas con una invitacion de su propio puño, convidando á comer á Eduardo de Campo-Real y al conde de Tamajon.

Habia comprendido que estos dos hombres debian seguir paso á paso su victoria para que la supiera el mundo; de esa manera atormentaba tambien á dos de los que más la distinguian con sus obsequios.

La coquetería no es un arte; está elevada á categoría más alta: la coquetería es una ciencia.

Después de almorzar, entró la marquesa en su tocador: este era el laboratorio de sus encantos.

Allí estaba al empezar este capítulo, y allí la dejo completar el estudio práctico de su persona.

Entremos en el gabinete azul. Al lado de la chimenea, en una butaca, está sentada una jóven, inmóvil como una estatua. Era Lucía.

Hija de un hermano del marqués del Fresno, que como segundon no habia dejado á su muerte más que un ilustre apellido, Lucía habia vivido siempre con su tio; al morir este, la recomendó á su mujer, defraudándola en su herencia por haber hecho un testamento á favor de la marquesa en un momento de demasiado amor.

La pobre huérfana arrastraba una existencia penosa aliado de su tia; las dos eran jóvenes y bellas, aunque con una hermosura muy distinta. La marquesa veia en su sobrina una sombra, pues la coqueta no consiente que nada se interponga entre ella y su vanidad; y sin embargo, Lucía llevaba en el rostro las muestras inequívocas de la bondad y de la resignacion, viviendo al parecer contenta con aquella especie de aislamiento á que la condenaba el orgullo de la única persona allegada que tenia en el mundo; nunca una queja salió de sus labios; nunca tuvo la coqueta que echarle en cara una accion, una mirada siquiera con que esta niña pretendiera atraer á ninguno de los infinitos adoradores de aquella.

Lucía se presentaba pocas veces en el gabinete azul; y aunque todos convenian en que su bellleza era notoria, no se atrevian á ponerla de manifiesto, bien porque la creyesen eclipsada por la reina de los salones, bien por no rendir culto en aquel sitio á otra deidad: su ausencia se disculpaba siempre con sus dolencias físicas, porque disfrutaba de poca salud.

Lucía tenia diez y ocho años. Aunque en su fisonomía estaba pintado el candor, en su alma habia una tempestad que combatia su débil existencia y que la iba destruyendo.

Su cutis moreno era lustroso como el terciopelo.

Sus ojos, eran incomprensibles: sus párpados, casi siempre medio cerrados, dejaban adivinar sus pupilas negras como el azabache; pero si alguna vez cruzaba por su mente cierta idea, sus ojos se dilataban, brillando como ascuas; pero, pronto volvian sus párpados á cerrarse, y su fisonomía recobraba su languidez; este brilla era fugaz corno el del relámpago que ilumina por un momento el horizonte en una noche de tinieblas.

Sus ojos estaban velados, con ojeras pronunciadas.

—Deliro, por las ojeras: son el alma que se asoma á los ojos para delatar el temperamento de la mujer; para algunos, las ojeras son nubes, que oscurecen la trasparencia del cielo; pero sin ellas, no comprendo la belleza: una mujer sin ojeras es una flor sin aroma.

Su boca estaba siempre entreabierta, dando, paso á un aliento igual, pero agitado; su, pecho se levantaba con un movimiento visible, revelando una lucha interior que acaso ella misma no comprendia.

En sus posturas y en su andar no se veia estudio; en sus miembros no habia rigidez; su cuerpo se doblaba con abandono; sus movimientos parecian indolentes; se mecia como la palmera del desierto á los embates del viento. Era una hija del Oriente con, un alma de fuego; pero de un fuego escondido como el del volcan.

El mundo no conocia á Lucía; Lucía no conocia el mundo. Condenada al aislamiento, se habia reconcentrado en sí misma, sin envidiar la brillante posicion de su tia; los admiradores que acosaban perpetuamente á esta, habían pasado desapercibidos para ella. Solo un hombre se fijó en su mente.

En sus sueños vió aparecer un fantasma que iba á realizar una idea; este fantasma tomó despues cuerpo y le habló con la voz del alma: habia pasado revista á los hombres que la rodeaban, y el fantasma se parecia á Eduardo de Campo-Real.

Pero Lucía habia comprendido que Campo-Real estaba subyugado por la marquesa, y así, le amaba en secreto, temiendo confesarse aquella impresion, que creia pasajera, y que cada dia tomaba mayores proporciones.

Huyó de Campo-Real, evitando su presencia; pero el amor es implacable, y más con organizaciones como la de Lucía; en la soledad le veia clara y distintamente, pues el fantasma estaba siempre delante de sus ojos. Se retorcia los brazos, y mientras más se atormentaba más tenia que pensar en él.

El poeta, que habia empleado su primera juventud en estudiar á las mujeres, ni siquiera sospechaba que aquella tenia fijo en él su pensamiento; los hombres de mundo que se precian de ser conocedores del corazon no ven en los ojos más que la desenvoltura y las miradas del desenfreno. El amor de la virtud, aunque tiene tambien su lengua en los ojos, habla otro idioma incomprensible para las almas gastadas.

La marquesa no habia sospechado el interés de su sobrina por el poeta, pues la creia insensible.

La colgadura del gabinete azul se levantó, y una carcajada hizo estremecer á Lucia, que se puso en pié de un salto: su sistema nervioso se afectaba con las emociones más pequeñas.

El conde de Tamajon dijo, sin dejar de reirse:

—¿La cándida paloma levanta el vuelo al ver al milano?

—¡Qué susto me ha dado V., señor conde!

—Si como yo tu viera V. nervios de acero, no estaria expuesta á esas impresiones peligrosas. Sin duda creyó V. que seria otra persona Vamos

—¿Quién? preguntó Lucía con espanto.

—Otra persona el objeto de ese abatimiento continuo en que está V. siempre.

—¿Yo?

—Sí: seguramente ama V. en secreto á algun venturoso mortal, que ni siquiera sospecha la dicha

—¡Se equivoca V.! exclamó Lucía interrumpiéndole.

—¡Bah! no me equivoco. El amor tiene sus síntomas como las enfermedades; hay dolencias que matan y fiebres que abrasan. ¡Ay, Lucía! ¡se está V. quemando á fuego lento!

El conde dió rienda suelta á su risa, porque estaba gozándose en atormentar á una criatura; Lucía se estremeció, y con la mano derecha se oprimió el corazon que queria saltar del pecho; ella no adivinaba cómo aquel hombre podia haber leido en su alma.

—No es extraño, continuó el jorobado; esta casa es el templo del amor, y todos los que en ella viven están bajo su influencia: niegue V. que ama.

—Puedo negarlo.

—A mí no; tengo un talisman con el cual leo en lo interior de los individuos. ¿Quiere V. que sea su confidente?

—No, señor conde.

—Lo siento; podríamos hacer causa comun contra esa reina que es fácil destronar.

Eduardo de Campo Real entró en aquel momento en el gabinete azul. Dilatóse el pecho de Lucía, y tuvo que volver la cabeza para esconder la palidez de su semblante; pero al conde no se le ocultaban los fenómenos psicológicos: al sorprender aquella impresion, abrió los ojos, haciendo un gesto significativo, y dijo:

—¡Hola, poeta! llegas en buen momento.

—¿Por qué? preguntó Campo-Real.

—Porque me ayudarás á convencer á ésta niña.,

Lucía clavó sus ojos en el jorobado para rogarle que callara.

A pesar de que lo comprendió, estaba decidido á mostrarse como siempre implacable; pero felizmente para ella entró la marquesa.

—Doy á ustedes gracias, señores, dijo esta, por la bondad de haber aceptado mi convite.

—Una invitacion de V. es para mí una orden, contestó el conde.

—Me considero honrado con esa distincion, añadió Campo-Real.

—Son ustedes muy amables, dijo la marquesa; el general Medina come hoy conmigo, y me pareció que la compañía de mis mejores amigos le haria agradable el rato de la mesa.

—Seguramente, repuso el jorobado casi entre dientes.

—Creo, dijo el poeta, que el general no necesita de más aliciente que la compañía de V., marquesa.

—Ya sabe V. que estoy reñida con la galantería.

El general Medina llegó á interrumpir la conversacion.

El conde le hizo un saludo afectuosísimo.

Se entabló una conversacion indiferente que duró un cuarto de hora. El jorobado agotó los recursos de su imaginacion para captarse la simpatía de Medina, hablándole con entusiasmo de la guerra y de la gloria; queria al mismo tiempo distraerlo para que no se fijase en las miradas de la marquesa, que habia triunfado al fin en el espejo: estaba hermosísima.

La coqueta á primera vista comprendió que habia ganado terreno, y aun le pareció que el general la habia mirado de reojo más de una vez, á pesar del interés que debia inspirarle la conversacion del conde.

Campo-Real callaba y observaba.

Lucía ó miraba al suelo ó se atrevia á fijar sus bellos ojos en el jorobado, en su tía ó en el general: en todos, menos en el poeta. ¿Seria por miedo, ó porque no necesitaba mirarle para verle?

A las siete, la marquesa llamó; al presentarse un criado, mandó servir la sopa, y se puso en pié.

Todos la imitaron.

El criado dió el aviso y levantó la colgadura de la puerta para franquear el paso.

Campo-Real se dirigió á la marquesa por la izquierda y el conde por la derecha, presentándole ambos el brazo para conducirla.

La marquesa miró al uno, despues al otro, y dijo, sonriéndose:

—Señores, me ponen ustedes en un compromiso.

—Yo llegué primero, dijo Campo-Real con gravedad.

—No: tengo la primacía, exclamó el jorobado riéndose.

—No quiero dejar descontento á ninguno de los dos, añadió la coqueta.

—Eso es, repuso el poeta, parodiando á García del

Castañar: para dos brazos, dos. Me pertenece el izquierdo.

—Y á mí el derecho.

—La igualdad es mi norma, señores.

Bien, dijeron los dos.

—General, ¿me hace V. el favor de ofrecerme su brazo?

—Señora, con mucho gusto.

Y la marquesa se apoyó en el brazo de Medina, dejando al poeta y al jorobado absortos y en actitud académica.

El conde soltó una carcajada, exclamando:

—General, apunte V. en su biografía esta victoria inesperada.

—No lo olvidaré, contestó Medina frunciendo las cejas.

—Eduardo, continuó el conde, ¿te has quedado convertido en estatua de sal, como la mujer de Lot?

Campo-Real rechinó los dientes, murmurando un grito de venganza.

—¡Derrota completa, amigo mio! añadió el jorobado; pero consuélate con que la Providencia te depara aquí una criatura angelical, no menos bella por cierto.

Y señaló á Lucía, que estaba reclinada sobre el mármol de la chimenea, pálida como un cadáver, pero bella como una aparicion fantástica.

Por la mente del poeta cruzó una idea, y adelantándose hacia Lucía, le presentó su brazo, diciendo:

—Efectivamente, querido conde; gano en el cambio; estaba ciego, pues no habia visto á la sensitiva, como la llamaste anoche.

—Vamos, Lucía; dé V. el brazo á ese galan, que la marquesa nos estará echando de menos en el comedor.

Lucía se apoyó en el brazo de Campo-Real; pero al moverse, un sacudimiento nervioso agitó su cuerpo, reclinándose sobre el poeta como un lirio cuyo tallo se troncha; aquel roce conmovió á Campo-Real.

—¿Está V. indispuesta, Lucía?

—No es nada: un vértigo; el calor de la chimenea, sin duda.

—Sí: el calor, dijo el conde maliciosamente.

—Apóyese V. bien en mi brazo.

—Gracias, murmuró ella.

—Soy cruel, Lucía, añadió Campo-Real; pero crea usted que quisiera verla padecer; está V. bellísima con esa palidez.

Lucía se estremeció de nuevo.

—Lucía es una perla escondida entre las rocas, dijo el conde; los hombres se pagan del oropel porque no saben estimar el oro.

Lucía no podia contestar; su corazon queria romper la cárcel del pecho.

Llegaron al comedor y tomaron asiento.

La mesa estuvo animada. Medina, que habia conseguido una preferencia y que veia las atenciones de aquella mujer suprema, se sintió inspirado, sosteniendo con más brío que la noche anterior su creencia de que solo la gloria reinaba en su corazon; pero en aquella fisonomía de hierro habia aparecido alguna vez la sonrisa, y la coqueta estaba leyendo su triunfo en los ojos del general: este acogia con agrado los chistes repetidos de Tamajon que se esforzaba en demostrar su talento.

Campo-Real habia formado su proyecto: herido vivamente en su amor propio, se fijó en Lucía, comprendiendo que irritaria á la marquesa verse postergada por otra mujer; así, durante la comida, dirigió frases galantes á Lucía, consagrándose á obsequiarla; pero la marquesa ni le vió ni le oyó: el general llamaba aquel dia toda su atencion.

Lucía callaba y no comia: aunque su alma privilegiada adivinara que aquel cambio era un estudio, gozaba con las mentiras del poeta, porque creia que realizaba uno de sus ensueños: son tan dulces las mentiras que aun viéndolas palpables las acoge la mujer con frenesí.

Los ojos de Lucía estaban enteramente cerrados. Lucía soñaba despierta.

Concluyó la comida, y despues de tomar el café, los convidados se retiraron.

El conde cogió del brazo á Campo-Real y le dijo, apenas pisaron la calle:

—No tienes mundo.

—¡Esa mujer me precipita!

—¿La amas?

—No: te lo juro; pero ha herido mi amor propio, y me vengaré de ella.

Los ojos del conde de Tamajon se dilataron.

—No ¡tienes derecho, querido Eduardo, á pedirle tas.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque expuse mi vida por ella.

—¿Tú? No recuerdo

—Sí: cuando tuve el desafío con el príncipe polaco, me escribió una carta; estuvo despues en mi casa y juró que me amaba para que le sirviera de arma contra el hombre que la habia ofendido.

—¿Una carta? Y ¿qué resultó?

—Que me batí con el polaco.

—¡Ah! sí; ya me acuerdo. Esa mujer es infame, Eduardo, y necesitas vengarte; no hubiera creído en ella tanta maldad.

Llegaron á la puerta de la casa de Campo-Real, y el conde, se despidió, diciéndole:

—Mañana me enseñarás esa carta, y combinaremos un plan para vengarnos, porque tambien me hirió con su desaire.

El júbilo ahogaba al jorobado: necesitaba apoderarse de aquella carta que le deparaba Satanás para perder á la marquesa.

El conde no durmió aquella noche, contando los minutos y echando maldiciones al reloj que andaba muy despacio.

Campo-Real entró en su casa agitado; abrió un cajon de su pupitre, sacó un manuscrito voluminoso y escribió en una hoja:

«15 de Diciembre. El general Medina me ha robado el puesto; pero mi amigo el conde tiene razon: necesito vengarme de la marquesa, y puedo hacerlo.

Después se acostó; al dormirse vagaba por sus labios el nombre de Lucía.

Sin duda la pobre niña era el instrumento escogido para la venganza.

VIII.
EL DIARIO DEL POETA.

¿Quieres conocer, lector, á Eduardo de Campo-Real? ¿Quieres profundizar en la intimidad de la vida del poeta?—Tengo en la mano un cuaderno en folio, manuscrito, el mismo donde escribió las palabras con que concluye el capítulo anterior; lo hojearé solamente, pasando por alto muchas páginas para no cansarte: verás solo algunos de sus apuntes, que te bastarán para formar una idea de su carácter: Campo-Real jugará mucho en la historia demasiado verídica que voy trazando.

Cuando conozcas á fondo á Eduardo de Campo Real, conocerás á muchos de esos hombres que te dan la mano en el paseo, que admites en tu casa á todas horas, que se llaman tu amigo, y que por respetos á tí miran solo de reojo á tu hermana ó á tu esposa: uno de esos hombres que no tienen conciencia respecto á la mujer, porque la creen país conquistado.

Leamos, pues, el manuscrito:

_19 de Noviembre de 1834._—Hoy cumplo veinticinco años; soy mayor de edad: ventaja que no aprecio en su justo valor, porque no tengo bienes que administrar: soy pobre, pues vivo de la pluma, ni más ni menos que el dueño del corral de enfrente de mi casa, que vende pollos y gallinas.

»En cambio, soy libre; la suerte me libertó de la quinta y la astucia me va libertando de la milicia nacional. Detesto la carrera de las armas porque me gusta obrar á mi antojo y no saber en lo que me ocuparé el dia de mañana.

«Tengo veinticinco años: ya puedo ser diputado; no sé confeccionar leyes, pero aprenderé en el Congreso; en hablando mucho cumpliré con mi mision y me elevaré.

»Debo conquistar un nombre en el Parnaso, pues prometo: así me lo dijo Fígaro en una crítica; en los diarios he escrito algunos sueltos llamándome genio, y el público, que es un bobalicon, lo ha creido; todos me llaman el poeta, y esto me envanece, porque con ese mismo sustantivo se evocan siempre los nombres de Calderon, de Lope y de Tirso.

«Vivo en un cuarto donde no necesito telescopio para ver las estrellas, ni bocina para hablar con los habitantes de la luna.

«Dicen que el hambre es la musa del poeta; pero no puedo componer una redondilla antes de almorzar; lo que sí aseguro es que soy hombre de ideas y deposicion elevadas: mi buhardilla está á mil pies sobre el nivel del mar. Para mis amigos habito en el Pindo: nunca les doy las señas de mi casa.

»Mi traje es siempre elegante, porque para alternar con la gente de tono es preciso llevar un frac y unas botas de charol; cuando no tengo dinero—enfermedad de que suele adolecer el talento—hago cambiar de nacionalidad á los sastres y á los zapateros: sean franceses, alemanes ó españoles, los convierto en ingleses.

»La gente comme il faut admite en su casa al frac que viste el individuo, no al individuo; así, como necesito perpetuamente de un traje, no me paro en los medios.

»Soy soltero, y no pienso por ahora en casarme; el poeta necesita de una mujer que le inspire; una mujer cualquiera menos la propia.—Un poeta casado me hace el efecto de un violin con funda.

»¡Qué estro tan fecundo el mio! A los quince años ya hablaba yo de desengaños y de dolores y de falsías: viajaba por un mundo desconocido, copiando los apuntes de los que me habian precedido: á los quince años era un náufrago, sin haber visto el mar. Cantaba á todo, porque mi vena brotaba como una sangría suelta.

»He escrito más que el Tostado: felizmente, el papel se expende á tan módico precio que está al alcance de mi fortuna.

»¡Cómo he engañado á las mujeres! Hice una poesía titulada A ella, que me sirvió de circular; era una profesion de fe ministerial, aceptable y acomodaticia.

»A propósito de mujeres, haré examen de conciencia. Quiero escribir un diario que sea el sepulcro de mis ideas; en él vaciaré cada noche mis pensamientos; en él depositaré las horas de mi existencia: no tengo á quien confiar mis goces y mis penas porque vivo en la corte como el hongo en el campo.

«Aseguran que no hay más que un amor verdadero en la vida: amé con delirio á un centenar de mujeres, y me hallo dispuesto á amar igual ó mayor número. No me atrevo á compararme con Petrarca; pero, sí diré que he compuesto más sonetos que él á mi Laura:—esta Laura es un nombre que puede acomodarse á aquellas cien mujeres.

»He pasado por ellas muy malos ratos: sobre todo en las épocas en que tuve la debilidad de querer á una sola; el que pretenda ser feliz ame á muchas á la vez, porque así hay donde variar, y cuando se pierde una, como queda la reserva, no es tan fuerte el dolor; repartido el cariño está amenguado, como se comprende fácilmente.

Calumnian á las mujeres suponiendo que son interesadas; nunca les di más que disgustos: verdad es que me pagaron con usura en la misma moneda. He recorrido la escala social: con más ó menos fórmulas todas las mujeres exigen lo mismo.

»Con ellas no desperdicié el tiempo, pues tambien supe explotar el amor. Yo estropeaba el idioma francés, y topé en mi camino con una deliciosa grisette que ignoraba el castellano; nos entendimos, porque el lenguaje del amor es el mismo en todos los países, y la necesidad de comunicarnos nos hizo aprender, á mí su idioma y á ella el mio; ¡qué delicioso es ser aun tiempo maestro y discípulo de una mujer bonita á quien se ama!—porque amaba á la grisette. »¡

Qué diferencia entre la grisette de Francia y la de otros países!

«Amaestrado en el idioma francés, busqué el amor en los bastidores, y una prima donna me enseñó á hablar el italiano.

«Agradándome este sistema de lingüística, corrí detrás de una inglesa, que no tuvo tiempo para perfeccionarme, porque me dejó por un compatriota suyo, sin comprender que necesitaba algunas lecciones más de inglés.

»Y héme aquí desde entonces afiliado á cuantas extranjeras encuentro, para llegar á ser de una manera nueva y económica un verdadero polígloto.

»En amor se juega al gana-pierde, pues quien más pone, pierde más.

»Me gustan las mujeres, sin excepcion:—las feas y las viejas no son mujeres; serán todo lo más una degeneracion del sexo.—He amado gordas y flacas, rubias y trigueñas, altas y bajas; me he convencido de que la perdiz, estofada y en escabeche y en salsa, es siempre perdiz. He sido gastrónomo en amor: cuando tuve pocos años, atendí más á la cantidad que á la calidad; despues que crecí, atiendo más á la calidad que á la cantidad: en este cambio solo he ganado depurar el gusto.

«Por ellas pasé muchas noches sin dormir; por ellas cogí resfriados haciendo centinelas; por ellas abandoné el estudio y el trabajo; por ellas no soy rico; pero ¿qué me importa? ¿sé acaso ser feliz sin ellas? Tengo una calentura perpetua producida por la exaltacion del amor; por fortuna, las que veo hoy me gustan más que las que vi ayer; y las que adivino me gustan más que las que veo hoy. Mi organizacion es impresionable: la primera mirada de una mujer me conmueve, y dormido acaricio la mano que despues me abandonó como primera prueba de una pasion irresistible.

«Si voy al teatro y á paseo y á los salones, voy á pescar: pesco con anzuelo y con nasa y con red; cuanto cojo aprovecho, desde el pescado más basto hasta el suculento mero.

«¡Cuánto las he engañado! pero ¡cuánto me deben todavía!

«Tengo un cajon de cartas y retratos y cabellos y despojos simbólicos; es el botín de las batallas; pero un botín sin valor alguno.

«Las cartas nada dicen, despues de haberlo dicho todo; aparecen escritas por un formulario: ó las mujeres aprenden una misma coleccion de frases ó el amor es muy pobre: todas me juraron morirse el dia que dejase de quererlas; voy al Campo-santo á buscarlas, y no veo inscritos sus nombres en aquella hilera de lápidas, en aquella Guia de forasteros de piedra; en cambio, las encuentro á cada paso por el mundo, como si no me hubiesen conocido, ó bien me saludan con una indiferencia que engaña al hombre que vá á su lado. ¡Ay! ¡yo tambien las acompañé! ¡Cuántos saludos harian entonces de la misma manera!

»Decid á un amante que la mujer que estrecha con frenesí entre sus brazos le verá mañana impasible, y os expondréis á recibir una estocada. ¡Este es el mundo!

»Las cartas yacen en mi cajon como documentos en un archivo; cuando voy á consultarlas, aprendo algo, porque aprendo mi propia historia. ¡Los hombres, desconociéndose ellos mismos, pretenden conocer á los demás!

«La mujer me encantó en todos sus estados, porque soltera, casada ó viuda, era siempre mujer; pero hoy prefiero la mujer independiente, porque sea por celos, por orgullo ó por amor, he modificado mis ideas, y ya hasta el aire que se interpone entre mi cariño y la mujer que amo me roba algo de ella. Antes buscaba en el amor la mujer; hoy busco en la mujer el amor. He idealizado mis sentimientos: el amor es el alma de la mujer; la mujeres el alma del amor.

«No hago protesta alguna, porque no llevo trazas de corregirme; lo que digo ahora lo desmiento dos renglones más abajo; ¿sé yo como pienso respecto al amor y á la mujer? ¿sé tampoco lo que necesito?—El tiempo me lo dirá

«Pero ¿qué miro? El descarado Febo entra por las rendijas de mi ventana; debe ser tarde; aunque bien mirado, el sol me visita una hora antes que á los mortales que habitan en la tierra: mi vela de sebo espira, y ahora recuerdo que debo tener sueño; son las seis de la mañana, y á las siete me levanto diariamente para seguir las huellas á ese ciervo que huye delante del hombre y que solo á fuerza de piernas sé consigue darle alcance al terminar la jornada: ¿quién no comprende que ese ciervo es el pan de cada dia

»Me voy á la cama: ¡quiera Dios que las mujeres que evoqué me dejen dormir! Las mujeres son como los remordimientos; quitan el sueño y atormentan.»

«22 de Noviembre.—Ya me voy enmendando; se me figura que esta pasion será eterna, porque sospecho que al fin me fijo. Al salir del Prado, una jóven me dijo que yo le-gustaba; que me amaría con delirio, y que sé yo cuántas cosas, mandándome que la siguiera: orden que obedecí, porque soy muy subordinado, sobre todo el primer dia. ¡Cuánto me dijo! Verdad es que todo lo interpreté en solo una mirada que me dirigió.

«¡Qué mujer! ¡rubia!—¡No hay nada como una mujer rubia!—¡Es encantadora! por Filena (que así se llama) perderé el juicio; nunca amé como hoy: parezco un niño de quince años.—Voy á acostarme, acariciando su nombre y su recuerdo.»

_«2 de Diciembre._—Diez dias hace que conozco á Filena; ¡qué dias tan sin iguales! Filena no ha amado más que á otro hombre á quien detesta hoy.—Debo creerlo porque ella me lo dice; su ex-amante estaba dedicado al comercio, y apostrofa con mucha gracia á los comerciantes; me asegura qué desprecia el vil metal y que sólo anhela mi amor, con lo cual está de enhorabuena mi escuálido bolsillo,

»¡Ah! ¡mujer suprema! Hoy me juzgo dichoso. Filena no me engaña.»

_«14 de Diciembre._—¡Infame Filena! á pesar de tantas protestas me ha dejado por un hortera rico de la calle de Postas que le ofreció lujo. ¡Ella!.... ¡Ah!

«Qué carta le he escrito! ¡debe morirse de vergüenza! He probado á Filena que eran falsas sus teorías contra el comercio:—¡contra el comercio, que tiene un trono en su corazon y un mostrador en su cuerpo! ¡Qué idea tan feroz! ¡de fijo se muere!»

«5 de Diciembre. —Parece imposible: he visto esta noche á Filena en un palco del teatro del Príncipe; la acompañaba el hortera: ¡un hombre vulgar y gordo! Filena no solo no habia muerto sino que me saludó sonriéndose.—Cometí la tontería de salirme del teatro, manifestando despecho.

»Del teatro fui á una tertulia; allí conocí á Ruperta: una muchacha angelical; para vengarme de Filena, empecé á dirigirle tiernas miradas, que encontraron su correspondencia-. A las once me senté junto á Ruperta, y á las doce estaba furiosamente enamorado de ella. ¡Cómo rabiará Filena cuando lo sepa!

«Ruperta es más linda; Ruperta es trigueña; ¡no hay nada como una mujer trigueña! ¡Ruperta es mi bello ideal!—Ahora sí que estoy enamorado de veras.»

«1.° de Enero de 1835.—«Año nuevo, vida nueva» dice el refran, y no debo desmentirlo. En la misa del gallo conocí á Felisa; este amor ya es viejo, pero tambien queria á Ruperta, que me dejó por un capitan de ingenieros que le ofreció la casaca; el capitan llevaba dos charreteras: ¡la niña, antes del matrimonio, habia pensado en la viudedad!

«Mañana rompo mis relaciones con Felisa y con Carmen y con Manuela y con Patrocinio; año nuevo, vida nueva.»

«20 de Mayo. —Cojo la pluma riéndome: he escapado de una catástrofe.

»Fuí esta noche á ver á Clotilde, que me escribe seis cartas diarias, y cuando estaba dándome quejas llamó el marido á la puerta; Clotilde se asustó y quiso esconderme; pero no habia ningun mueble á propósito en aquel aposento, que no tenia más salida que la alcoba; feliz ó desgraciadamente, fijó la vista en un reloj grande y antiguo, que debe haber conocido el diluvio; sin darme tiempo para reflexionar, abrió la caja, y á empujones me hizo meter en ella, echando la llave: estaba emparedado y sin movimiento.

»El marido se dirigió á la alcoba; pero como con mi cuerpo habia parado la péndola, me ocurrió que si el marido notaba la falta del movimiento mecánico, podia abrir la caja y darme un mal rato; ¡qué ideal imité con la boca el tic-tac de la péndola por espacio de una hora que tardó en dormirse: esta ocupacion me secó la boca y me irritó la garganta.

»La benéfica mano de la fámula-Mercurio abrió la caja, y salí medio asfixiado: por fortuna, aunque estoy resfriado, no me acometió ningun importuno golpe de tos.

«Cuando me ví en la calle me pareció mentira y eché á correr, haciendo la cruz á Clotilde y á su casa.

«¡Cuánto reirán mañana mis amigos en el café del Príncipe!»

«15 de Julio. —Al retirarme encuentro una carta por debajo de la puerta; es de una mujer. ¿Quién puede de haberle dado mis señas? ¿Qué no averiguan las mujeres?—La carta dice así:

«Mi querido Eduardo: vivo soñando con tu amor, y necesito verte siempre. Pasa por mi calle todas las tardes, á las siete, que estaré al balcon; si cierro la persiana de la derecha, comprenderás que voy al Prado; si cierro la de la izquierda, voy á casa de mi amiga si me arreglo los rizos, subes á verme; si bajo los brazos, puedes ir despacio y volver la cabeza muchas veces para mirarme; si permanezco inmóvil, sigue de prisa porque me comprometerías: ¡habrá moros en la costa!

»No vayas á paseo, ni al teatro, ni mires otras mujeres; estáte en casa todo el dia; como soy exigente, solo así me darás gusto. Te adora—La Calamidad.»

»No me equivoqué al ponerle ese nombre el dia que la conocí. ¡Esa mujer es atroz! necesito formar una lista de los signos telegráficos que me marca para comprenderla.»

«21 de Agosto.—Al entrar hoy en la calle de Hortaleza, donde vive La Calamidad, ví que esta cerraba la persiana de la derecha; aquella seña no era para mí porque todavía no me habia divisado; reparé bien, y distinguí un mozo rubio que pasaba por la acera opuesta contemplándola con esa mirada que nunca se equivoca.

«Ella fué al Prado, y allá fuí: tambien estaba el mozo rubio. ¡Qué dignidad la mia! La miré con el mayor desprecio, y creo que me comprendió.—Su sistema telegráfico me cansaba ya, y ella tambien ¡Soy feliz! ¡he roto ese lazo!»

«30 de Octubre.—Estoy en crisis. Mañana se estrena en el teatro de la Cruz un drama que escribí en casa de Etelvina. Etelvina y mi drama llenan hoy mi pensamiento.

«Etelvina es una niña romántica que bebe vinagre para estar descolorida, que sueña con fantasmas, que delira por Bouchardy y que sabe de memoria La Conjuracion de Venecia y D. Alvaro; en la pulsera lleva un frasco de veneno, y se empeña en esconder un puñal debajo de mi chaleco. Ella me invadió como el cólera morbo, inficionándome en el romanticismo:, ella, en una palabra, me inspiró mi drama. ¡Estoy horrorizado de mi inspiracion!

»El drama se titula Los cien espectros ensangrentados y está amoldado al gusto de la época: Espronceda y Larra dicen que mi drama es un acontecimiento literario; Etelvina daria un año de vida por hacer el papel de la dama. Las escenas son terroríficas; ningun actor se escapa de la muerte; quise dejar con vida á una pobre criatura y á un viejo, pero no pude conmover el duro corazon de Etelvina. El drama concluye con un incendio voraz en donde perecen todos; hay que perseguir á un traidor; se sabe que está en una ciudad, se prende fuego á esta, y no hay remedio: el traidor acaba convertido en toston; ¿qué importa que mueran allí cien mil personas, si se consigue castigar al criminal?—Esta es la moralidad de la obra.

«Cuando recobro el juicio que esta mujer me ha robado, cuando tengo un momento lúcido, me zumba en las orejas una descarga de silbidos; pero Etelvina me llama necio y cobarde, y me entusiasma. Quiere que mañana vaya con ella á la tertulia, á un palco oscuro, para que nadie nos vea; me resisto, pero se empeña y vencerá. Tiene la fibra de acero colado y la mia es de manteca.

—«¡Qué noche, Eduardo mio! me dijo esta tarde en uno de sus arrebatos; compartirás tu triunfo conmigo solamente; por cada aplauso que recibas te daré un beso.

—«¿Y si me silban? pregunté yo estremeciéndome.

—«Entonces, me contestó levantándose sobre la punta de los pies, ¡entonces te daré "mil!

«Decididamente, Etelvina es una mujer superior; su rasgo me volvió las fuerzas. ¡Ay! ¡qué dia el de mañana!»

«31 de Octubre. —Mi drama se ha representado con un éxito asombroso; el público aplaudia á rabiar; ya veo que no soy yo sino el público el que ha perdido él juicio. Al apuntador lo sacaron de la concha medio ahogado con el humo del incendio.—Larra y Espronceda tenian razon: mi drama ha sido un acontecimiento.

«Me llamaron á la escena; estaba con Etelvina en el consabido palco de tertulia, y me sujetó con fuerza: su mano abrasaba; tenia calentura. No quiso dejarme salir á las tablas, pues dijo que mi obra pertenecia al público, pero que yo pertenecia á ella. ¡Pobre niña! ¡me adora!

«Voy á dormir: temo que los aplausos y el incendio y Etelvina me causen esta noche una pesadilla.»

_«3 de Febrero dé 1836._—Estoy solo; Etelvina se escapó ayer á Granada con un segundo galan, de quien se enamoró porque sabia matar muy bien: era un hombre que crispaba los nervios. Mi organizacion no se prestaba á sostener sus ilusiones, pues queria que siempre estuviera con los pelos erizados.

»Sin duda por equivocacion se ha llevado mi reloj, única alhaja salvada de la crisis monetaria que atravieso; lo sentí porque era regalo de mi madre y porque valia treinta duros.»

«15 de Febrero. —La desesperacion me hace invocar la muerte; necesito suicidarme; son las cuatro de la tarde, y todavía no he almorzado; toda la mañana la ocupé en meditar un suicidio cómodo y barato; no tengo armas blancas, ni de fuego, ni dinero para comprar un cordel, ni carbon para asfixiarme; podría tirarme desde la buhardilla á la calle, pero además de que el viaje seria largo, recuerdo que una vecina que me gusta mucho es muy nerviosa y le proporcionaria un ataque epiléptico; el Canal es mi único recurso, pero me ocurre que el agua estará muy fría; y luego morir entre fango como un sapo es una muerte pobre para quien posee una fantasía tan rica: para ir al Canal tengo que atravesar muchas calles de Madrid; esto es imposible; no puedo salir más que de noche como los murciélagos ¡Está nevando! ¡mi capa se halla de temporada en casa del prestamista!

«Conservo un plano de la coronada villa; voy á formar un itinerario de mi casa al Canal. Paso el dedo por las calles, y en todas encuentro establecimientos que me cierran el paso, porque representan otros tantos créditos contra mí; despues de recorrer el plano, exclamo dando un suspiro: «¡Ay, Eduardo! poco Madrid te queda!»

»Debo hoy la vida á mis acreedores; me voy á acostar porque dicen que el sueño alimenta.»

_«16 de Febrero._—Si es verdad que alimenta el sueño tambien lo es que el hambre destierra el sueño; pasé la noche en blanco y pasaré el dia sin blanca; las gentes aseguran que tengo mucho talento; y ¿de qué sirve el talento? ¿en qué puedo emplearlo si aquí nadie le dá trabajo?—Qué venturoso es el zapatero de mi portal! Los zapatos se rompen y hay que remendarlos; pero leer no es una necesidad.

»Mis esperanzas se desvanecen ante el vacío del estómago; voy á suicidarme.... Pero llaman á la puerta.

»La Providencia acaba de visitarme; ¡Dios no abandona á sus criaturas? La Providencia venia vestida con un sobre todo forrado de pieles: era un editor que acometió la heroicidad de subir mis ciento sesenta escalones, para traerme dinero. ¡Esto sí que parecerá fabuloso!

»Acabo de comprometerme á traducir una biblioteca á veinte reales el pliego; ¡traducir un poeta como yo! Y sin embargo, ¡soy feliz! Ya seré rico algunos meses.

»Mi portero me trae una chuleta del bodegon de la esquina, y mis dientes no perdonan ni el hueso: ya por el hambre que tenia, ya porque el hueso tambien cuesta dinero. Me pongo en seguida el frac y las botas de charol, flamantes siempre por mi sistema, y me lanzo á la calle sin miedo á mi legion de ingleses. Soy más rico que Creso! ¡llevo en el bolsillo seis napoleones.»

_«Domingo de Ramos._—He salido á buscar una palma, y llegué tarde; pero he apuntado una mujer más en mi lista. Amelia no es muy bella, y sin embargo hace dos meses que la quiero. Amelia es una mujer peligrosa, porque tiene talento y unas magníficas ojeras; es una mujer de fuego; su temperatura iguala á la del agua hirviendo.

»Amelia es artista: una mujer de teatro es mi tipo.

«Creo que Amelia me adora.»

_«20 de Mayo._—Nada echo de menos con Amelia; paso las horas enteras á su lado, y no me acuerdo del bullicio del mundo; cuando está en escena, canta para mí solo y se establece entre nuestros ojos una corriente magnética; cuando la aplauden, me regocijo, apropiándome aquellos aplausos; cuando el público se muestra indiferente, me batiria con el público.—Creo que la adoro.»

«15 de Agosto.—Amelia se ha marchado hoy para cantar en un teatro de provincia. ¡Madrid me parece desierto!»

«20 de Octubre .—Me he batido con un quidam porque dijo que Amelia me era infiel. ¡No es, posible! ¡ella me escribe que la calumnian!»

_«10 de Diciembre._—Amelia me engañaba;el empresario de su teatro gastaba con ella un capital, y la eleccion no era dudosa; el empresario le daba mucho dinero; yo no le daba más que mucho amor.

«La mujer de teatro no tiene corazon; ama al público más que al amante; su móvil es siempre el interes; acostumbrada á fingir en la escena representa muy bien el papel de Eloisa: ¡y yo que fuí un Abelardo consagrado á ella! Soy incorregible; Amelia acaba de escribir una nueva página en la historia infeliz de mis dolores.»

_«25 de Diciembre._—Quince dias han pasado. Sufrí un poco, pero ahora me alegro; he perdido una mujer, y en cambio he encontrado mil.»

«13 de Mayo de 1837 .—Dice un periódico que Amelia se ha casado con el empresario.—¡Já, já, já! ¡ya estoy vengado!»

«15 de Mayo.—Ahora sí que tropecé con la felicidad. Tenia un tio en la Habana y no lo sabia; este tio acaba de morir—¡qué tio tan oportuno!—dejándome una herencia de cien mil pesos. ¡Y dicen que la alegría mata! -¡y dicen que ya pertenecen á la historia los tios en Indias!

»Voy á descender desde mi elevada posicion para habitar en un cuarto principal; quemaré mis libros y mi lira; no vuelvo á coger la pluma ni para escribir una carta. Hace un año que presenté á la empresa del teatro del Príncipe una comedia, y voy á retirarla: no quiero que el público me aplauda; no quiero que mi nombre figure en los carteles.

«Después de hacer estas reflexiones he bailado la galop en mi reducida estancia.

»¡Ah! ahora me acuerdo que debo estar triste por la muerte de mi querido tio; cumpliré con el mundo; voy á llevar mi sombrero para que le pongan la gasa negra. De paso cobraré la letra.

»Cojo el plano de Madrid y lo guardo en el bolsillo del frac; voy á reconquistar mi libertad, adquiriendo el derecho de transitar por todas partes á todas horas.»

_«20 de Junio._—Mañana me voy á Francia; dejo á mi mayordomo la comision de cuidar el cuarto que alquilé en la calle de la Montera y que amueblé con lujo; tengo un carruaje, y soy hombre de posicion; no leo ningun periódico, pues me dan horror las letras de molde.»

«5 de Noviembre.—He pasado el verano en París; ¡qué bien se gasta allí el dinero! ¡qué mujeres hay en aquella Babel! Desde que soy rico noto que tengo más aficion á ellas.»

«4 de Mayo de 1838.—Soy un hombre del gran mundo: duermo de dia, murmuro y paseo por la tarde, y por la noche pierdo el tiempo en los saraos y el dinero en el Casino: he reñido completamente con las musas; son unas desventuradas que habitan de limosna en las Incurables; sus harapos mancharian mis guantes blancos.

«Cuento por mayor les bonnes fortunes. El amor no cambia de faz al trasladarse de la buhardilla al cuarto principal, de la silla de pino á la butaca de muelles; cambia solo de traje; debajo del percal late el corazon lo mismo que debajo del terciopelo; si hay alguna diferencia no lleva el terciopelo la ventaja.

»En los salones, las mamás me miran con codicia y las hijas con ternura; estas miradas que como flechas me dirigen no traspasan mi chaleco: se clavan en el bolsillo.—Nadie ignora que soy rico.

»Hace tres dias que me presentaron en el gabinete azul de la marquesa del Fresno: es una mujer deliciosa que necesito subyugar porque es la reina de los salones, y su conquista me proporcionará otras muchas; es una coqueta. Las mujeres de mundo aman por orgullo á los hombres que tienen partido: siguen la costumbre de la moda; codician las prendas codiciadas, porque no aman para ellas sino para el mundo.

»La cualidad de poeta me vale la distincion de la marquesa; cree que pienso en verso y que hablo en verso; cuanto digo le parece nuevo y original. Ella concebia al poeta como un ser ideal, mantenido de ilusiones y viviendo en la miseria; lo concebia, en una palabra, como era yo antes de la bienaventurada muerte de mi tio el de Cuba; soñaba con el amor de un poeta, pero al ver en mí un hombre aseado que gasta lujo y que tiene una posicion, asegura que el despertar superó al sueño.

»La marquesa me prefiere á todos los que concurren al gabinete azul; sus admiradores me miran de reojo y me llaman con desden el poeta, sin ver que me realzan á sus ojos.»

«12 de Mayo. —No amo á la marquesa, á pesar de su hermosura; y sin embargo, no sé estar sino á su lado; cada dia pondero más la exaltacion de mi cariño: ella no vive sin mí: sus satélites me apellidan el favorito de la reina de los salones; aparento indiferencia, pero ese título me trastorna los sentidos y me enorgullece. Y repito que no la amo: no acierto á explicarme este fenómeno.

»He conocido en su casa al conde de Tamajon: un hombre ilustre que está siempre contento, sin deplorar su deformidad física; me ha tomado tal cariño que no nos separamos un instante: el conde debe tener un corazon muy sano: lleva pintada en el rostro la lealtad: se mataria por mí.»

_«10 de Junio._—Me voy á Francia, y se me figura que la marquesa está triste; delante de la gente nos hablamos de usted, y de cuando estamos solos; le debo favores, pero es bien parca en ellos: me prefiere para darle el brazo al salir del teatro, me saluda con una sonrisa más graciosa que á los demás, me estrecha la mano suavemente, admite algunos versos de circunstancias (que resucito de mi coleccion), y me convida á menudo á comer. Esto es bien poco para dos amantes, pero tampoco exijo más.

»No he conseguido que me escriba á París; dice que las cartas son documentos fehacientes.»

_«22 de Octubre._—He vuelto de París: la marquesa me ha recibido con una sonrisa de satisfaccion. En cambio, el conde de Tamajon me ha dado un abrazo fraternal.»

«7 de Noviembre.—Esta noche dí quejas á la marquesa porque coqueteaba en el teatro con un príncipe polaco recien llegado á Madrid; al salir me llamó impertinente y me incomodé; al dejarla en su carruaje le hice un saludo grave.—No amo á esa mujer y no puedo soportar á los hombres que la rodean.»

_«8 de Noviembre._—Esta tarde sostuve una polémica fuerte con la marquesa, acerca del príncipe polaco; pero como hoy se lo presentaban me contestó con aspereza. No vuelvo á visitarla: es una coqueta perjudicial.

_«19 de Noviembre._—Al levantarme, conocí que era débil y que iria á su casa: ella es una necesidad para mí; pero me he defendido todo el dia. Hoy es mi cumpleaños y no me ha enviado ni una tarjeta; mi amor propio herido me dió fortaleza.

»La marquesa murió para mi amor.»

_«3O de Noviembre._—Han pasado once dias más sin poner los pies en el gabinete azul; la crónica forma mil comentarios, y me halaga que se ocupen de mí. He visto á la marquesa en paseo y en el teatro, y la he saludado, sin recibir la menor queja por mi retraimiento.—Debe sufrir porque me queria más que yo á ella.»

_«2 de Diciembre._—En el Casino he sabido que el príncipe polaco habia insultado á la marquesa en el teatro; se apasionó de ella, y no pudo conseguir que no coquetease con los demás. En el teatro hubo una conmocion, y la marquesa se desmayó.

»El príncipe me ha vengado de esta mujer sin corazon.»

«3 de Diciembre.—La marquesa me mandó buscar á las seis de la mañana y á las tres de la tarde; pero no fuí, disculpándome frívolamente; ¡soy un héroe!»

_«4 de Diciembre._—A las seis recibí esta carta suya:

«¿No quieres venir, Eduardo? Pues iré á buscarte yo.

«Olvida nuestra pasada tormenta y espérame en tu casa esta noche á las diez; no necesito exigirte discrecion porque eres un cumplido caballero. Hoy sabré si amas á Celia.»

»Al leer esta carta, dí un salto en la silla y me sujeté el corazon con ambas manos: en el momento no fuí dueño de mí y besé la carta como un colegial: mi orgullo habia triunfado.

«A las diez paró á la puerta un carruaje de alquiler, y dos minutos despues entraba en la sala de mi casa una mujer con el velo echado.

—«¿Estamos solos? me preguntó agitada.

—»Sí, señora, contesté yo con sequedad y queriendo aparentar indiferencia.

«Levantóse el velo la marquesa y me dijo:

—«Eduardo, un mes va á hacer que huiste de mi casa por un orgullo mal entendido , pero no habrás dejado de pensar en mí, como no he dejado de pensar en tí.

—«¡Celia! exclamé impulsivamente.

—«En vano es huir cuando estamos ligados por el corazon.

—«Es verdad, dije exaltado y estrechando la mano que me presentaba.

—«No tengo en el mundo, continuó, más persona allegada que Eduardo de Campo-Real; vengo á buscarte.

—«¡Mi vida te pertenece! añadí con entusiasmo.

—«¡No me habia equivocado! ¡eres un hombre superior!

«Dejóse caer la marquesa en un sillon y enjugó algunas lágrimas; ¡estaba bellísima en su dolor! Sintiéndome enajenado, exclamé:.

—«¿Sufres?..... ¡Habla, Celia!

—«¡Sufro, Eduardo!

—»¡Habla!

—»Acudo á tí, como acudiria á un hermano; antes de anoche un hombre me insultó groseramente en el teatro; el que insulta á una mujer es un villano y un cobarde. Si es cierto que me amas, es preciso que lo mates.

«Confieso que aquellas palabras me helaron el corazon, pues creí adivinar que me escogia para instrumento de su venganza; pero ella lloraba, y era muy hermosa: no sé resistir á las lágrimas de una mujer, aunque sean fingidas. Hubo, sin embargo, un momento de pausa.

—«¿Vacilas? me preguntó la marquesa poniéndose en pié.

—«Celia, ¿dudas de mí? dije yo en un tono trágico digno de Máiquez.

—«¡No, no, contestó ella; ¡si fuera hombre me mataria por tí cien veces!.

«Y tendió el brazo, presentándome un papel con el nombre y las señas de la casa del príncipe polaco; la sangre se heló otra vez en mis venas; pero los ojos de la marquesa le devolvieron su calor.

—«Adiós, Eduardo; volveré á verte mañana.

—«¡Dios mediante! dije yo estrechando su mano.

—«Te veré: confio en ese Dios que has invocado.

—«Él y tú me darán fuerzas.

«Y acompañé á la marquesa hasta la puerta.

«Al volver á mi cuarto recapacité, y maldije á las mujeres que obligan al hombre á tales peligros; pero un momento despues comprendí que necesitaba de ese duelo, porque siendo el escándalo el que sostiene y acrece las grandes reputaciones, la estocada que recibiera el príncipe daria pasto á la crónica para muchos dias.—No contaba con que la espada del príncipe tuviera punta.»

—«5 de Diciembre.—Nos hemos batido como dos gallos; el príncipe acaba de desmentir al Romancero del Cid: es tan atrevido con los hombres como con las mujeres; pero el juicio de Dios es infalible: he dado una estocada al polaco que le obligará á guardar cama algunas semanas; su espada tambien tenia punta, pues he recibido un pinchazo en el muslo, pero de poca consideracion; dentro de ocho dias iré á verla; ¿qué son ocho dias para el servicio que he hecho á Celia? ¿Qué puede ella negarme ya? »

_«13 de Diciembre._—He visto á la marquesa; al entrar en el gabinete azul me llamó amigo mio y me dijo que habia estado interesada por mi salud; ¡de qué distinta manera me hablaba hace nueve dias! pero ¡soy un necio! Hace nueve dias estábamos solos.—¡Cuánto habrá sufrido por mí!»

_«3 de Febrero de i839._—Soy para la marquesa del Fresno lo que era antes, y nada más: ha olvidado que expuse mi vida por ella; como he ganado en reputacion se sostiene todavía mi prestigio en el gabinete azul; pero no estoy dispuesto á batirme con nadie por sus veleidades.

»No hay ningun juego de azar tan peligroso como el amor; se expone todo para ganar nada.

»Sigo siendo el favorito, y esto me basta.»

_«8 de Mayo._—He retrocedido dos años: mañana se estrena en el teatro del Príncipe la comedia que tenia presentada y que me olvidé retirar; una nueva empresa la encontró en el archivo, y la hace un actor para su beneficio. No me he opuesto á ello y he cedido su producto para el Hospicio.—Este rasgo filantrópico me captará simpatías.

«Mañana asistirá al teatro toda la fashion. Los actores se esmeran, y espero una ovacion completa; tengo á pesar mio instintos literarios: esta comedia me recuerda mi vida borrascosa de poeta. El conde de Tamajon ha organizado una claque de guante blanco, desconocida en los fastos teatrales.»

_«9 de Mayo._—¡Qué horror! ¡vengo desconcertado! á pesar del mérito de mi obra, á pesar del celo de los actores, y á pesar de todos los esfuerzos del conde, han silbado estrepitosamente la comedia. Cuando recuerdo que me aplaudieron tanto Los cien espectros, reniego de la literatura y del público; mi nuevo trabajo tenia tendencias sociales y era una obra de reconocida importancia. ¿Por qué la habré dejado representar?

»Al salir, los amigos se encogian de hombros; el conde se contentó con desahogarse, echando veneno por la boca contra el público y contra todos. La marquesa me recibió con mucha frialdad; su sobrina Lucía me tendió la mano y estrechó la mia; estaba temblorosa, y como la miré fijamente bajó los ojos. ¿Por qué se interesaria esta niña en mi descalabro?

»La crónica se cebará en mí algunos dias; me voy á Italia huyendo de mi derrota vergonzosa.»

_«8 de Octubre._—Ya estoy de vuelta; en el mundo todo se olvida; ya nadie se acuerda de mi pobre comedia. Cuando alguno me llama poeta, me pongo colorado. He perdido mucho terreno con la marquesa; ¡y sin embargo, expuse mi vida por ella!

»La única persona que me quiere entrañablemente es el conde de Tamajon.»

«10 de Diciembre.—El mundo dice que soy feliz, y tengo que creerlo. Soy rico y la fortuna me sonríe; ¿qué me falta? No lo sé; pero algunas veces recuerdo mi buhardilla, y suspiro; allí á lo menos me alentaba la ambicion y vivia agitado; el hombre necesita de emociones fuertes: la riqueza produce el hastío, porque la vida sin necesidades hace iguales los días: esta monotonía me cansa.

»He cumplido treinta años, y sigo estudiando á las mujeres; pero creo que cada dia las conozco menos. Las mujeres son como los libros de una biblioteca: todos son idénticos por fuera, y por dentro no hay dos que se parezcan. Si se hojean por pasatiempo, nada se aprende; si se leen para instruirse, se embrolla la cabeza.—¿Quién recuerda todo lo que ha leido?...

»Y la verdad es que empiezo á tener miedo á las mujeres. Hasta los veinticinco años estuve convencido de que los que se casaban eran víctimas de alguna enajenacion mental; pasada esta época, empecé á familiarizarme con el matrimonio y vi casarse á mis amigos y conocidos como ve un soldado en campaña caer muertos á sus compañeros de armas: me acostumbré al enlace como una cosa natural, aunque peligrosa, y no formé comentario alguno; pero desde que he cumplido los treinta años observo los goces que proporciona esa vida íntima de dos seres que se aman y que se ven reproducidos: la paternidad debe ser un sentimiento tan noble como grande.

»De este cambio tiene mucha culpa mi hermana Adela, que vino á establecerse á Madrid: ¡qué dichosa es! Su marido y los seis hijos con que han poetizado su union en seis años, forman para ella el mundo: no ve más allá de la puerta de su casa; se aman como el primer dia. ¡Y dicen los necios que el matrimonio es la tumba del amor!

»Mi cuñado me aconseja que me case, y me pinta las delicias de la vida conyugal, cuando tiene encima sus seis párvulos que gritan y lo manosean; verdad es que Adela vive solo para él; pero aunque los años domen mis instintos, ¿en donde encontraré otra mujer como mi hermana?

»Voy á casa del vecino, y observo; tambien es dichoso; entonces ¿por qué se declama tanto contra el matrimonio?—Los maridos tienen la culpa: su clamoreo retrae á muchos hombres avisados.

»El mundo ve de relieve una infidelidad y no observa cien virtudes escondidas que gozan su dicha en silencio.

»No puedo casarme todavía: veo en cada mujer un escollo.»

Ahí tienes, lector, á Eduardo de Campo-Real retratado por él mismo. Ahora, si te place, sigue leyendo mi historia.

IX.
UN DOCUMENTO FEHACIENTE.

A las diez de la mañana entró el conde de Tamajon en la alcoba de Campo-Real, que dormía profundamente.

El ayuda de cámara del poeta hizo presente al jorobado que su señor no tenia por costumbre levantarse hasta las doce; pero el conde le mandó con tona imperioso que se retirara, y aquél obedeció, sabiendo la intimidad que unia á su amo con quien tan temprano le visitaba aquel dia.

El conde descorrió la colgadura de la cama y se puso á cantar con voz estentórea la cavatina del Barbero de Sevilla.

Campo-Real abrió los ojos espantado, y al ver al conde, exclamó:

—¡Eres tú!

_—Sonó il factotum de la cittá, respondió el jorobado sin dejar el destemplado canto con que imitaba á Fígaro.

—Amigo mio, podias irte con la música á otra parte, pues no es hora esta de despertar á un hombre de bien.

—Al contrario, Eduardo; no sabes los goces que proporciona un madrugon; hace un dia delicioso.

—Me parece que te equivocas, porque ó la vista me engaña ó al través de las cortinas del balcon distingo el reflejo blanco de la nieve.

—Madrid está todo cubierto con una sábana blanca como las que cubren tu cuerpo. Levántate y hablaremos.

—Empieza, pues lo mismo se oye echado que en pié.

—Vengo á almorzar contigo; no seas perezoso.

—¿Me necesitas?

—Sí.

—¿Tienes algun duelo?

—No: ¿te olvidaste ya de la marquesa del Fresno?

Este nombre nubló la fisonomía del poeta, que sin contestar se arrojó de la cama y se puso la bata.

—Así me gusta, dijo el conde; veo que sabes conservar tu dignidad.

—Mucho interés tomas en este asunto.

—Porque te quiero bien, Eduardo; no seas ingrato.

—Perdona, repuso Campo-Real, presentando su mano al jorobado, que la estrechó con efusion.

—Me indigna la conducta de esa mujer sin corazon, porque despues de haber manifestado deferencias á que eres acreedor, se aduerme con las lisonjas, cambiando como la veleta á todos los vientos.

—¡No sabes, amigo conde, cuánto me ha hecho sufrir!

—Lo sé perfectamente: desde que te presentaron en su casa te cobré una simpatía que ha ido creciendo de dia en dia; y te aseguro que detesto á esa mujer solo porque no ha sabido corresponder á tu amor.

—No la amo.

—Te engañas; supones que solo la vanidad ha sido el móvil de tu pasion; pero no, Eduardo: he seguido paso á paso tu correspondencia, y he llegado á conocer que la amas mucho.

—¡Qué disparate!

—Te causa rubor confesar tu cariño porque la marquesa es indigna de él: ocúltalo enhorabuena al mundo; pero no á un buen amigo que lee en tu corazon como en el suyo.

—Su distincion halagaba mi amor propio.

—¡Disculpas, querido Eduardo! Cuando un hombre vive adherido á una mujer como la yedra al olmo, es porque necesita de su savia para vivir.

—Repito, conde, que

—¡Nada, nada! ¿crees que he olvidado tu desafío con el príncipe polaco? Demasiado comprendí que tu provocacion no fué casual, sino movida por el amor que profesabas á la marquesa, herida por el insulto de aquél.

—Acabas deponer el dedo en la llaga, y leerás en mi corazon, nunca cerrado para tí.

El conde acercó su sillon al de Campo-Real, diciéndole con un tono que revelaba su interés:

—¡Habla! cuanto te atañe me interesa sobremanera.

—¿Recuerdas la estocada que di al príncipe polaco?

—¡Valiente estocada! te batiste con la calma de un inglés y con el ardor de un español.

—Pues bien: me batí por vengar á la marquesa y por exigencia suya.

—Lo sospechaba: continúa.

—Hacia tiempo que habia roto mis relaciones con esa mujer por sus instintos de coquetería; pero cuando recibió la ofensa del polaco, me mandó buscar, y no fuí.

—Eres un bravo, digno de mejor suerte.

—Entonces me escribió una carta y vino á mi casa llorando: perdí el juicio y reté al príncipe. Lo demás lo sabes ya.

—¿Y esa carta?

—La conservo.

El conde respiró.

—Quisiera verla.

—Aquí la tienes.

Campo-Real abrió un pupitre, sacó la carta y la puso en manos del conde, que la cogió convulso de emocion.

El jorobado leyó la carta en voz baja, pintándose en su fisonomía una satisfaccion inmensa. Colon no debió gozar más al descubrir el Nuevo Mundo, que el conde al deletrear aquellas palabras de la marquesa que formarian el corolario de su venganza.

—«¿No quieres venir, Eduardo? Pues iré á buscarte yo» dijo el jorobado leyendo. ¡Este principio es magnífico!

—Ahí tienes marcada mi negativa anterior.

—«Olvida nuestra pasada tormenta y espérame en tu casa esta nocher á las diez.»—¡Bravo! con las mujeres se triunfa siempre usando la política de resistencia. Por supuesto ¿vino?

—A las diez en punto.

—Bien; continúo: «No necesito exigirte discrecion, porque eres un cumplido caballero.» ¡Esta frase es sublime! ¿Nadie ha visto esta carta?

—Nadie más que tú.

—No se engañó la marquesa: eres un hombre discretísimo. La carta, muy expresiva, aunque lacónica, concluye con esta frase de cajon: «Hoy sabré si amas á—Celia.» Bien probaste que la amabas, exponiendo tu vida por ella, y ya viste el pago que te dió; no creo que el general Medina hiciera otro tanto. En él amor siempre hay una víctima, y tú lo has sido de esa coqueta.

—Confieso mi debilidad.

—Yo en tu lugar hubiera publicado en el Diario de avisos esa carta para escarmiento de coquetas; pero aún estamos á tiempo.

—¿Qué dices?

—¿Te asusta la idea? Cuando el hombre quiere vengarse no debe detenerse ante los medios, por raros que parezcan.

—¡Eso sería indigno!

—Al contrario; no harás más que usar un arma que ella misma te dió. ¿No conoces que esa carta dá lugar á interpretaciones malignas? ¿sabe el mundo á qué vino esa mujer á tu casa? El ídolo perderá su prestigio, y el mismo Medina la juzgará una mujer indigna de su amor.

—Sin embargo, rechazo ese pensamiento por inicuo; una mujer que va á casa de un hombre soltero, tapada y con el misterio de la noche, dá derecho á pensar mal de su virtud.

—Justamente, querido Eduardo; esa carta nos viene como llovida del cielo; dámela, y verás como la marquesa capitula y arría su pabellon. Eres un niño que no sabe pelear... ¡Já, já, já!

Y el conde soltó una carcajada, preparándose á guardar la carta; pero Campo-Real le quitó el papel, diciendo:

—No, conde; la marquesa me echaría en cara mi infamia, y las gentes, aunque se aprovecharan de este documento para desacreditarla, no disculparían mi accion bastarda.

—Como quieras, Eduardo; no tengo otro interés en este asunto que tu dignidad herida: el mundo dice que la marquesa te desdeña por ese militar advenedizo, y deseaba que te vengaras, poniendo entre ambos una barrera. Te abandono á tu odio, que será impotente si no aprovechas tus armas.

—Bien quisiera, pero no puedo decidirme á transigir con una villanía.

—¡Bah! esa actitud caballeresca te perderá siempre; con las mujeres implacables debe el hombre ser tambien implacable.

—Es verdad.

—¿Te agrada que el mundo haga mofa de tu falsa posicion? ¿No te complaceria ver á esa sirena arrastrarse á tus pies implorando compasion?

—Sí.

—Pues escucha: guarda esa carta y déjame obrar.

—¿Qué intentas?

—¿Qué te parece Lucía, la sobrina de la marquesa?

—Hasta ayer no me habia fijado en ella: es una niña encantadora.

—Hoy nos la depara la Providencia.

—.No te entiendo.

—Lucía sufre porque está enamorada de un hombre que no ha adivinado su impresion.

—¿Y ese hombre?

—Eres tú.

—¡Deliras!

—¡Já, já, já! Vivo estudiando á las personas que me rodean, y nunca me engañan mis ojos experimentados. Lucía te quiere con ese primer amor que pintais los poetas y que comprendeis menos que nadie. Preséntate á ella afable, dile cuatro mentiras, y la verás inflamarse como la pólvora; pero ten presente que la explosion de su cariño ha de utilizarse en nuestro plan.

—¿De qué manera?

—La marquesa no consiente que en la atmósfera que la circunda se crucen frases apasionadas que no vayan dirigidas á ella; en cuanto se aperciba del estado de su sobrina, la aborrecerá, y el escándalo que provoque nos dará pié para poner de relieve su torcido instinto.

—Y despues...

—Después, la crónica te ensalza, saliendo á relucir tu nombre y esa benéfica carta; preparando yo el terreno dudo mucho que cuando reviente la mina, la marquesa se escape de los tiros de la venganza. Creo que conozco al general, y recelo que al fin esa mujer triunfaria; es preciso vivir prevenido, Eduardo; cuando nos lanzan un golpe certero, es conveniente que nos encuentren en guardia.

—Voy comprendiendo.

—Tu obligacion es bien sabrosa; apunta en tu lista el nombre de Lucía, desvanécela con vanas palabras, y ella nos ayudará; no sabes qué arma tan terrible es una mujer irritada que ama; seguro estoy de que para vengarse no andará como tú con melindres, porque Lucía tiene veneno en el alma: te quiere, y sabe tu intimidad con su tía. Este amor acabará de trastornar su razon exaltada.

—¡Pobre niña!

—¿Por qué? Ella te adora y vas á realizar sus ensueños; pinta un cariño acendrado, procurando no interesarte mucho para encontrar libre la retirada cuando te convenga; haz, en una palabra, lo que has hecho hasta aquí: ¿qué te importa una víctima más?

—¡Si vieras cuánta repugnancia me inspira engañarla!

—¿Por qué?

—Porque he variado mucho con respecto á las mujeres.

—Tiempo tendrás de arrepentirte; además, la ocupacion es deleitable. Engañar á una niña de corazon ardiente, que será capaz de arrostrarlo todo por tí, es un trofeo de valia para un hombre del gran mundo.

—Creo que Lucía me inspirará.

—Por supuesto; llevas en esta lucha la mejor parte, querido Eduardo. En tu victoria no lamentarás como César no tener un Homero, porque seré el Homero que la cante; y sabes que mis pulmones levantan mucho una reputacion ¡Já, já, já!

Y Campo-Real acompañó en su risa al conde, que dijo:

—Amigo mio, despues de trabajar tanto con la cabeza, noto que el estómago pide su parte en la tarea.

—¿Tienes apetito?

—No: tengo hambre.

—Voy á mandar que preparen el almuerzo.

—Supongo que obsequiarás á tu convidado.

—¿Quién lo duda? ¿qué apeteces?

—Cualquier cosa; pero no te olvides de la consabida botella de Chateau-Laffite, que es mi bebida predilecta..

—Voy á mandar que bajen por ella á la cueva.

—Beberemos ala salud de Lucía.

—Y de la marquesa, añadió Campo-Real riéndose.

Y salió del aposento.

El jorobado se levantó de improviso, y abriendo el cajon del pupitre, sacó la carta de la marquesa del sitio donde la habia puesto Campo-Real; examinó la carta, la guardó en el bolsillo interior de la levita, y volvió á echar la llave al cajon, diciendo:

—Este es un documento fehaciente que debe obrar en mi poder; Eduardo es un necio que se deja dominar por las mujeres, y en un rapto de entusiasmo podria la marquesa arrebatarle esta prueba incontestable, por la que hubiera dado toda mi sangre. ¡Ah, marquesa! ¡ya eres mia!

Dejóse caer de nuevo en el sillon; al entrar el poeta estaba hojeando un álbum con la mayor indiferencia.

Cuando concluyó el almuerzo, se despidió el jorobado, y apretando la mano á su amigo, le dijo:

—Hasta la noche.

—No faltaré; se me figura que Lucía me va interesando.

—¡Vanidoso! te basta saber que ha puesto los ojos en tí para creer que la amas.

—Acaso tengas razon.

—Adiós.

—Adiós.

Al salir, el jorobado llevaba puesta la mano derecha sobre el bolsillo de la levita.

X.
UNA FLOR POR UNA CINTA.

Cuatro dias habian pasado.

¡Cuántos sucesos pueden ocurrir en noventa y seis horas!

En esos cuatro dias, creyendo Lucía entrever la felicidad, habia orado con un fervor febril; las almas grandes que conservan el instinto de la virtud ven siempre el dedo de Dios en los acontecimientos prósperos ó adversos de la vida, y su primera mirada de súplica ó de gratitud se dirige al cielo. Lucía, que soñaba con el amor de Campo-Real, al revelarle este su simpatía, con ese silencio más elocuente que todas las palabras, elevó sus ojos para dar gracias á Dios que le concedía la suprema dicha: la pobre niña no comprendia que al acercarse un hombre á una mujer pudiera guiarle otra atraccion que la del amor.

Campo-Real, obedeciendo á las instrucciones del conde de Tamajon, se habia mostrado solícito con la huérfana, haciéndola comprender sobradamente que alimentaba una esperanza, Lucía, no queriendo dar entero crédito á su ventura, se contentaba con fijar sus bellos ojos en el poeta con esa melancólica y eterna mirada que, partiendo de una emanacion legítima del alma, no es posible ni imitar ni copiar.

Su dolencia, que era una enervacion física, hija de su delicada constitucion, parecia haber cesado, y sin embargo, un doctor hubiera encontrado su pulso más frecuente y más alarmante el brillo de sus pupilas: la felicidad y el insomnio sostenian en ella una perpetua calentura, que le prestaba una fuerza ficticia; además, Lucía no se acordaba en aquellos instantes de su cuerpo: su alma absorbia todo su pensamiento: ¡era tan dichosa! En la embriaguez de la orgía ¿quién se acuerda de los dolores de ayer ni piensa en los tormentos de mañana?

Vivia preocupada con lo presente y solo le espantaba el temor de que aquel sueño tan deleitoso fuera una pesadilla.

Campo-Real cumplia con su mision, el primer dia le remordió la conciencia , el segundo, se acordó de la necesidad de vengarse de la marquesa; el tercero, le pareció Lucía muy bella; y el cuarto, se convenció de que amar y ser correspondido de una mujer como Lucía era una tarea que habia de proporcionarle momentos deliciosos.

Ya se sabe que el poeta era impresionable; así no se extrañará que no solo cumpliera con los deseos del conde, sino que fuera más allá , nada habia podido decirle todavía , pero ¿es necesario hablar á una mujer que ama como Lucía?

Varias veces tomó la pluma para escribir; pero ó se acordó de la máxima de la marquesa respecto al arte epistolar erótico, ó le pareció demasiado pronto; la casualidad debia proporcionarle una ocasion que á su modo de ver tardaba; los hombres como Campo-Real, que tienen muy trillado el camino del amor, quieren atravesarlo pronto para llegar al término, sin comprender que los encantos de este viaje están en cruzar sendas llenas de flores, en saltar matorrales erizados de espinas, en perderse en algun intrincado laberinto, y sobre todo en ignorar donde se dará el último paso. Las barreras en este camino exaltan la fantasía y avivan el amor.

Los cuatro dias trascurridos habian sido supremos para la jóven y de solaz para el poeta. Los admiradores de la marquesa se asombraban de esta pasion consentida, porque ya todos habian visto la carta de la coqueta á Campo-Real.

Infatigable el conde en su proyecto de exhibir el documento fehaciente, habia tenido buen cuidado de decir que Campo-Real, victorioso, despreciaba á la marquesa y se habia fijado en Lucía; que se preparaba una tormenta en el gabinete azul entre las dos mujeres, y que Medina era el instrumento elegido por ella para vengarse del poeta, como este lo habia sido en otro tiempo para castigar al príncipe polaco.

En la opinion pública, la marquesa habia perdido su prestigio, porque sus idólatras la veian sin la aureola de virtud que hasta entonces la escudaba; seguian concurriendo al gabinete azul más asiduamente que antes, solo por saciar el instinto de curiosidad, que no es patrimonio exclusivo de la mujer, como supone el vulgo.

La marquesa, completamente abstraída con el general Medina, nada habia notado de aquel cambio; no veia que estaban en pié los que antes la servian de rodillas; no veia á Campo-Real consagrado á Lucía; no veia más que al general Medina: aquella conquista ocupaba todo su pensamiento.

Esta abstraccion completa, extraña á la coquetería, parecerá inverosímil, con tanta más razon porque así le parecia tambien á la marquesa misma; hay síntomas fatales en el amor que para los seres experimentados marcan el peligro, pero que no es dado evitar, porque cuando se ve el escollo, una atraccion poderosa lleva á él la víctima.

La marquesa, al segundo dia de conocer al general Medina, lo habia calificado de hombre peligroso; á pesar de sus deseos de subyugarlo hubo momentos en que temió que esto sucediera, porque acaso no llevaria ella la mejor parte en la victoria que alcanzara; en seguida, desechando esta idea, forjaba á sus solas mil planes y revolvia en su mente esperanzas que, al considerarlas ilusorias, la hacian estremecerse.

La brusca franqueza de Medina era un aliciente para la coqueta, cansada de oir siempre frases galantes: su resistencia y su negativa la habian interesado en la lucha; comprendia tambien que el hombre que sabia morir con entusiasmo por la gloria, una vez deslumhrado con otra deidad, la idolatraría.

La marquesa empezaba á convencerse de que vale más ser querida que admirada; tenia miedo á esta impresion, pero la acariciaba; no sabia si amaba á Medina, pero pensando en él se dormia, y le parecian eternas las horas que no pasaba á su lado, fastidiándole todos los concurrentes al gabinete azul, sobre todo cuando Medina estaba ausente.

En los cuatro dias que habían trascurrido, Medina la habia visitado dos veces, y en la última ella le habia dirigido una queja afectuosa porque la tenia olvidada.

Ni ama palabra habia dejado escapar el general que hiciese concebir á la coqueta una fundada esperanza, y sin embargo, la coqueta conocia que el general le pertenecia ya en cuerpo y alma, sin que él mismo lo supiera.

La coqueta no se habia atrevido á hablar de su apuesta á la baronesa de Torre-Nueva; pero ésta habia dicho á sus compañeros de tresillo que la marquesa ganaba.

¿Y Medina? La marquesa pensaba bien: ni siquiera sospechaba que habia un cambio visible en su ser; concurria al gabinete azul sin preguntarse la causa y se sentaba al lado de la marquesa para hablar solo con ella, sin comprender el motivo de esta preferencia; tampoco podia explicarse por qué le disgustaban todos los hombres que veia siempre al rededor de aquella mujer.

Cuatro dias habian pasado, y en ellos mi historia, como se ve, habia adelantado mucho.

Eran las ocho de la noche: hora en que diariamente visitaba á la marquesa su amigo íntimo D. Mariano de Alba.

Los dos están sentados aliado de la chimenea.

—¿Conque la fiera se domestica? preguntó él.

—No lo sé, amigo mio; ese hombre va ejerciendo sobre mí un dominio extraño.

—Como todos, Celia; dentro de quince dias se habrá nivelado con los demás.

—¿Sigue V. creyendo que mi corazon no es susceptible de engendrar una pasion verdadera?

—La veleidad es el norte de V., y creo que el amor no hace estragos en un corazon experimentado.

—Sin embargo, Medina es un hombre distinto de todos.

—¡Ilusion de óptica, Celia! La novedad es un prisma deslumbrador.

—No: ¿quiere V. creer que no me ha diririgido todavía una frase galante?

—Por eso le distingue V.; en cuanto cometa esta flaqueza le verá V. tan vulgar como á todos.

—Si llega á quererme, sabré que su pasion es verdadera, porque Medina no es uno de esos fatuos que aprenden de memoria cuatro frases de rutina para repetirlas á todas; Medina puede realizar los ensueños de un alma bien templada como la mía; lo digo, aunque se burle V. de mis palabras.

—Deseo conocer á ese hombre extraordinario, digno de ocupar un puesto en el gabinete de Historia natural.

—No tardará; le he convidado á tomar el té conmigo esta noche, y como militar vive al minuto.

—Buenos ratos me esperan, amiga mia, con esta nueva pasion que ha tomado á V. por asalto.

—Han llamado; el corazon me dice que es él.

—¿Habla V. ya de corazon? Veo que se entrega usted al juego con tal interés que hasta quiere engañarme.

—¡Es V. incorregible!

El corazon de la marquesa no se habia engañado: en aquel momento entró en el gabinete azul D. Carlos de Medina.

La marquesa presentó á su amigo íntimo al general, que le dió la mano con afecto.

Un criado sirvió el té.

Alba sostuvo la conversacion, contra su costumbre, dirigiendo varias preguntas al general sobre algunas páginas de la guerra civil, que nada le interesaban, y Medina estuvo elocuente.

Media hora despues, Alba oyó las nueve en el reloj y se puso en pié, diciendo:

—Celia, es mi hora.

—¿No será posible que haga V. hoy alguna excepcion en su regla?

-¡Oh! no.

Saludó al general y estrechó la mano de la marquesa, haciéndole con los dedos una seña significativa que ella debió comprender, pues volvio la cabeza para ocultar á Medina una sonrisa.

Medina sintió que aquel hombre á quien no conocia se marchara; sin saber por qué temia quedarse sólo con la marquesa.

Apenas salió Alba dijo ella:

—Ahí tiene V., general, un amigo consecuente; desde que murió mi marido, de quien era inseparable, no ha dejado un dia de venir á acompañarme.

—¿Qué hay de extraño en esa consecuencia?

—Los hombres se cansan tan pronto de ser amigos como de ser amantes.

—¡Pobre idea ha formado V. de los hombres en el mundo, marquesa!

—He aprendido á conocerlos.

—Y sin embargo, se deleita V. con su compañía.

—Hay que tomar á los hombres como son, no pudiendo regenerarlos.

—Si yo tuviera esa opinion de ellos, les cerraria mis puertas.

—Viviria V como un cenobita.

—Y seria feliz en la soledad.

—La soledad tiene sus inconvenientes; el mundo á primera vista espanta y no gusta al que no lo conoce.

—Por eso vive V. contenta entre las lisonjas y el fausto, á pesar de saber que todo es mentira.

Estas palabras sencillas del general ensancharon el pecho de la coqueta: para ella envolvían una queja amorosa.

—¡Ah! no, repuso la marquesa; es verdad que todos los hombres que me rodean me inspiran solo desden; es verdad que recibo como ofrenda las lisonjas; pero tambien es verdad que no hay un hombre que me comprenda. Me ofrecen su cariño, pero no echan de ver que escondo el corazon para que no se gocen en atormentarlo; sólo guardo de ellos sus nombres, cubriendo mi rostro con un antifaz, necesario para no ser infeliz en el mundo.

—Encubrir sus sentimientos, marquesa, es ya ser infeliz.

—No; cuando la mujer ve en el mundo un hombre digno de ella, se entrega al amor sin reserva y se presenta tal cual es.

—Lo dudo; los hombres se acostumbrarán á la mentira.

—Se vengan de mi insensibilidad llamándome coqueta.

—¡Qué horror! ¿quiere V. mayor ofensa?

—¡Ah! ¡si viera V. qué mal entienden en el mundo el nombre de coqueta! La coqueta es una flor que se codicia por ostentacion, pero á nadie presta su aroma porque lo encierra cuidadosamente en el cáliz de su amor; cuando se apasiona, en su corola encuentra el hombre toda su exquisita esencia.

—No entiendo una palabra de amor; pero creo que la flor pierde todo su brillo no conservándose intacta en el tallo.

Un criado entró en aquel momento en el gabinete azul y entregó á la marquesa un magnífico ramo de flores que le enviaba Eduardo de Campo-Real.

La coqueta miró de reojo al general, que no pudo, contener un gesto.

La coqueta habia triunfado, pues el ramillete era un ardid preparado por ella; habia conocido que entre los que frecuentaban su casa, el que más desagradaba al general era él poeta; habia creido sin duda que despertar en un momento dado los celos del soldado, seria una prueba decisiva. Los celos se habian marcado en el rostro del general con aquel gesto que ella habia traducido perfectamente.

—A propósito de flores, dijo la marquesa sonriéndose; vea V. un hermoso ramillete que llega muy á tiempo. ¿Le gustan á V. las flores, general?

—No, señora, contestó éste con marcado desden.

—No es extraño; el soldado no ama más que el laurel.

—El laurel es eterno, marquesa, y las flores duran solo un dia.

—Es verdad; pero las flores son muy bellas.

La marquesa arrancó una camelia blanca del ramillete y lo tiró con desprecio sobre un sofá.

—Trata V. sin piedad esas pobres flores.

—Las cosas se aprecian en su verdadero valor, y este obsequio de Campo-Real no tiene para mí ninguno.

—¿De veras? preguntó el general con simulado interés.

—Ya vió V. en lo que estimé su presencia.

—Guarda V. sin embargo una flor.

La coqueta tomó una postura estudiada y dijo, mirando fijamente á Medina:

—He guardado esta flor con una intencion decidida.

—¿Una intencion?

—Sí; voy á pedir á V. un favor.

—¿Favor á mí?

—Sí; quiero hacer un cambio dado los celos.

—No comprendo.

—Doy á V. esta camelia por esa cinta que lleva en el ojal.

El general se levantó espantado y cubrió la cinta con las manos, exclamando:

—Señora, ¿sabe V. que esta cinta la gané en Morella? ¿sabe V. que es un pedazo de mi gloria que no daria por nada en el mundo?

—Por eso mismo la quiero; la conservaria como un recuerdo histórico, inapreciable para mí.

—¿Se chancea V., marquesa? dijo Medina más sereno y volviendo á sentarse.

—No me chanceo, amigo mio; no creo que esta camelia valga menos que un pedazo de cinta, aunque Marte pretenda reñir con Flora.

—¡Pida V. mi sangre toda y la verteré con gusto!

—Veo que toma V. demasiado interés por lo que ha escrito en su corazon.

—¡Sabe V. que la gloria es mi ídolo!

—¡Qué idolatría tan mal empleada!

Al pronunciar estas palabras, con reprimido despecho, la marquesa empezó á deshojar la camelia. El general dijo, fijando la vista en las hojas que caian sobre la alfombra:

—Esas pobres hojas formaban el trofeo de una conquista que V. no sabe apreciar; pero yo moriré defendiendo esta venera,-porque en mi corazon cabe solo la verdad.

—Tiene razon, murmuró la marquesa entre dientes.

Y miró al general, cuya altivez lo ensalzó á sus ojos.

El jorobado entró en aquel momento.

Con una mirada comprendió éste que en aquel sitio acababa de representarse una escena de interés, y saludó, metiendo la mano izquierda en el bolsillo del pecho para cerciorarse sin duda de que estaba allí siempre aquella carta que era su talisman.

Esta vez la eterna risa del conde no encontró en los labios de la marquesa su mentirosa sonrisa.

La marquesa se habia estremecido al ver al jorobado, porque un presentimiento fatal le anunciaba que aquel hombre era su ángel malo.

XI.
DOS RENGLONES Y DOS PALABRAS.

Eduardo de Campo-Real, que al parecer obedecía solo á un compromiso, contaba los dias esperando que el acaso le proporcionara una ocasion para aprisionar á Lucía y cumplir con los deseos del conde, pues este le apremiaba, burlándose de su cortedad de genio. Calificándolo de inexperto, heria el amor propio del poeta, que deseaba por momentos acreditar que era ducho en intrigas y que sabia preparar un plan para conseguir una victoria pronta y completa.

Lucía no contaba los dias: Lucía contaba los segundos en el reloj de su pecho; convencida de que Campo-Real la distinguia, soñaba con una palabra que sellase todo lo que los ojos del poeta le decian de continuo; no porque necesitara de esta prueba para convencerse de su cariño, sino para grabar aquella palabra en su corazon y leerla sesenta veces cada hora. La mujer es siempre una niña; juega al amor como á las muñecas.

El hombre que ama consagra al amor solo una parte del dia: generalmente el tiempo que pasa al lado de la mujer; los negocios, la ambicion, la familia, las diversiones, y á veces tambien otras mujeres que le cierran el paso, ocupan su pensamiento, sin que por eso deje de reinar la que llena su alma; esto es ó una ley injusta de la naturaleza ó una ley necesaria de la sociedad; la práctica acredita que la mujer nació para amar y el hombre para ser amado. Hay, sin embargo, excepciones muy honrosas.

Sí: la mujer nació para amar y consagra al amor las veinticuatro horas del dia, pues si su impresion es verdadera, hasta dormida acaricia la imagen del ser que la persigue: toda su vida se reconcentra en el hombre, y como sus labores no ocupan la imaginacion, puede continuarlas, sin hacer por eso un paréntesis que robe nada al ídolo á quien rinde entero culto.

La mujer escribe siempre en su mente un poema de su amor, en el que no escasea ninguno de los detalles, porque nada olvida de lo que á él concierne; guarda en su memoria con escrupulosidad todas las efemérides; sabe donde vió á su amante la primera vez, donde le dirigió la primera palabra ó recibió el primer billete; recuerda si aquel dia llevaba una corbata azul ó un chaleco de listas (de cuyas prendas tambien se apasiona); en una palabra, cuanto parte del hombre que ama lo recoge para inscribirlo en ese libro que hojea á todas horas, y cuya lectura, á pesar de ser la misma siempre, nunca le cansa.

Sabiendo el inmenso amor que Lucía profesaba á Campo-Real, se comprenderá fácilmente cuánto habría padecido viéndole consagrado á la marquesa, y se comprenderá tambien que á pesar del cambio de su amante y de la indiferencia que manifestaba ahora hacia su rival, Lucía sostuviese una lucha cruel porque queriendo verle á cada minuto, al verle temblaba, acaso por temor de que la marquesa, volviendo á ejercer su dominio, se lo arrebatase. La pobre niña tenía celos, y esta lucha era superior á su resistencia: amaba con toda su alma, y su alma era más fuerte que su cuerpo; la calentura lenta la consumía.

La marquesa al salir de su tocador entró en el gabinete azul y vió allí á su sobrina, con la mejilla apoyada en la mano derecha, y en tan completo éxtasis que no sintió sus pasos. Lucía, con su palidez y su inmovilidad, parecia una estatua; la marquesa, despues de contemplarla algunos segundos, le puso una mano sobre el hombro; la jóven levantó la cabeza y no pudo contener un estremecimiento.

—¿Que tienes? preguntó la marquesa.

—Nada, contestó Lucía con disgusto.

—Tu rostro está alterado, hija mia,añadió aquella con extremada dulzura.

Lucía la miró fijamente; nunca se habia cuidado su tia del estado de su salud, ni le habia hablado con tanto afecto.

La coqueta era feliz, porque cada dia se cercioraba más del dominio que iba ejerciendo sobre Medina; las personas felices son egoistas: quieren que todo les sonria á su alrededor y huyen de los dolores ajenos que pueden turbar su calma; comprendiendo que su sobrina padecia, mostraba aquella afabilidad extraña para animarla y acaso para tener á quien comunicar su dicha.

Luciano contestó, contentándose con hacer un gesto y encogerse de hombros.

—Estás displicente, añadió la marquesa con tono, severo, y yo tengo la culpa por el interés que tomo, por tí.

Una amarga sonrisa vagó por los labios de la huérfana. La marquesa del Fresno continuó, reprimiendo su cólera:

—Si padeces, llamaré al médico.

—No hace falta; gracias.

—No me acuses entonces de indiferencia; sería injusto, pues creo haberte dado sobradas pruebas de cariño en la hospitalidad noble que te concedo.

—Sí; murmuró Lucía con trabajo.

Y volvió la cabeza para ocultar las lágrimas qué estaban abrasando sus ojos y que no podía detener.

La marquesa adivinó lo que sufria, y cogió una de sus manos, que ella le abandonó sin resistencia.

—¡Estás muy pálida, Lucía! ¿Padeces?

No.

—Sé franca conmigo: soy tu madre.

—Nada tengo.

Y Lucía retiró la mano de entre las de su tia, asustada sin duda de oir profanar el santo afecto de madre.

—El marqués á su muerte me encargó tu cuidado, y he cumplido fielmente su última voluntad; ya tienes diez y ocho años y es preciso pensar en tu porvenir.

La jóven clavó en la marquesa sus lánguidos ojos que brillaron por un momento con un resplandor vivo, y exclamó:

—¿Qué está V. diciendo?

—Digo que necesitas tomar estado; ¿no has visto ningun hombre que haya conmovido tu corazon? Esa es la carrera de las mujeres, y mirando por tu felicidad., deseo que aproveches tus atractivos y la posicion social que gozas á mi sombra para prendar á algun hombre que te dé su mano y su apellido; este es, hija mia, el único problema que en su vida resuelve la mujer. Vamos: ábreme tu corazon.

¿Lucía habia escuchado absorta aquel razonamiento, y solo pudo articular estas palabras:

—No sé...

—Piénsalo bien, y sobre todo estudia el terreno que pisas; espero que no elijas otro confidente, pues nadie como yo; se interesa en tu felicidad.

La jóven bajó la cabeza y la marquesa dijo para sí:

Es una inocente que ni siquiera sospecha que tiene corazon, y se asusta de lo que no comprende. Bien mirado, es preciso atrapar alguno de ésos necios que me rodean, pues á un tiempo me libraré de dos estorbos. Elija el que quiera, no siendo el general Medina; todos los demás me sobran.

Hubo un momento de silencio.

La marquesa se levantó y dijo:

—Ahora recuerdo que tengo que contestar algunas cartas; aprovecharé este tiempo que me dejan libre las visitas importunas.

Al salir, Lucía levantó la cabeza para seguir con la vista á su tía; varias ideas se agolparon á su mente en tan confuso torbellino que se llevó las manos á las sienes como queriendo comprimirlas, y exclamó:

—¡Qué desventurada soy! ¡sola en el mundo! ¡sin una mano cariñosa que enjugue mis lágrimas! ¡sin un corazon que responda á los latidos del mio!.......¡Ay! ¡debe ser tan hermoso tener quien nos ayude á llorar!....¡Madre mía!. v.

Y al pronunciar sus labios este nombre, sus ojos derramaron copioso llanto.

Lucía habia perdido su madre en la niñez;, pero hay sentimientos desconocidos cuya grandeza se adivina; el amor á una madre es como el amor á Dios: está grabado en el corazon de los séres; se le adora sin conocerlo, porque se le ve en todo lo que fitos rodea.—No puede llamarse infeliz el hombre que al nacer recibe de su madre el primer beso, que encuentra durante su vida la mano de su madre para coronarlo en sus glorias: y para enjugar su llanto, que lacha con él, y que al cerrar para siempre los ojos ve que recoge su último suspiro quien recogió su primer aliento. El dolor que en aquel instante supremo se postra á su cabecera, no es el dolor frio del mundo; ese dolor que vive menos que el crespon negro, que: lo manifiesta: es el dolor que parte del corazon y que el mundo no comprende, porque una madre sufre en: el retiro, y no quiere que nadie tenga el bárbaro derecho de ir á consolarla.

Si te mueres, lector, lo cual no te será muy agradable, por mucho desprecio que te inspire la vida, ten por seguro que los parientes te llorarán un dia, dos, tres pero al noveno los verás entrar en esas tiendas funerarias (que tal nombre pueden llevar) donde la moda ha hecho del luto una ostentacion más, y gastarán tu patrimonio en obsequio tuyo; ¡sienta á todos tan bien el traje negro!... Pero si tienes una madre, no lo dudes, muere contento, porque tendrás siempre una memoria, una lágrima y una oracion.

Sé que me he separado de mi relato; pero sé tambien que acaso estos mismos pensamientos cruzaron por la mente de Lucía al invocar el nombre de su madre; ¿quién sino esta hubiera adivinado todo lo que pasaba en el alma de la desventurada niña? ¿qué otro cáliz que los labios de su madre hubieran recogido aquel llanto de amargura?

El dolor dé Lucía se calmó; pero momentos de lucha como este eran irresistibles y destruían su pobre naturaleza.

Quiso levantarse, mas sus fuerzas estaban enervadas, y conoció que padecia realmente; su respiracion era fatigosa y sentia oprimido el pecho. Lucía lo atribuyó al calor de la habitacion, y volvió á caer en su estado de abatimiento, recordando palabra por palabra cuanto le habia dicho su tia, que en vano queria explicarse; aquella amabilidad y aquel proyecto repentino de boda le parecieron un lazo que le tendia; sospechó que la marquesa estaria celosa, adivinando el nuevo amor del poeta, y á este pensamiento sus labios se dilataron para marcar una sonrisa. La mujer, aun elevada á la categoría de ángel, se acuerda de vez en cuando de que es mujer.

En este momento de felicidad la encontró Campo-Real, que levantando la colgadura de la puerta y viéndola sola, se estremeció, ya de emocion, ya de sorpresa.

Lucía al verle ahogó un grito y se cubrió el rostro con las manos; Campo-Real, que se habia alarmado ya con su palidez, corrió en su ayuda, echando mano al cordon de la campanilla para llamar.

—¡No! exclamó Lucía que sintió arder su cabeza y recobrar la vida que parecia iba ya á abandonarla; ¡no llame V.! ¡no!

Los ojos de Lucía recobraron su brillo: cuándo la calentura se apoderaba de ella la sostenia.

Sentóse Campo-Real á su lado y dijo:

—¡Me ha alarmado V., Lucía!

—No haga V. caso de los nervios porque son muy exagerados, contestó ella haciendo un esfuerzo para sonreírse.

Acordóse el poeta del jorobado y creyó llegada la ocasion; Lucía estaba bellísima en aquel instante de emocion.

—Iba á alborotar la casa pidiendo socorro, y lo hubiera sentido.

—Y yo, dijo cándidamente Lucía.

—¿Por qué? preguntó el poeta con interés interpretando mal el sentido de aquella expresion.

—Porque hubiera causado un disgustó á mi tia por una cosa que no valia la pena.

—¡Ya! añadió el poeta. Pues yo lo hubiera sentido porque me privaba del gusto de estar con V. un momento y verla sin que nadie me robe algo de usted, Lucía,.

La jóven no pudo contestar; pero clava en él sus melancólicos ojos.

—Es tan pobre tener que contentarse con mirar á una mujer cuando se desea comunicarte todos sus pensamientos!

En aquel instante Lucía no estaba enferma; sentia hervir su sangre y con vigor agitábanse sus nervios.

Campo-Real, conociendo qué adelantaba terreno, añadió:

—¿Ha hablado con V. de mí la marquesa?

Lucía Sé estremeció y dijo:

—No.

—Es mujer muy sagaz.

—¡Mucho la ama V., Campo-Real!

—¿Yo? ¡Está V. delirando!

—¿No he visto á V. á sus pies, esclavo de sus caprichos?

—Es verdad; fué un vértigo que me dominó algun tiempo,

—¡Tres años!

—¡Recuerda V, bien la fecha!

—¡Oh! ¡sí! la recuerdo.

Campo-Real estaba enajenado; ya no se acordaba del conde; contemplaba á Lucía con pasion, y obedecía á su alma al pintarla su emocion.

—¡Ay, Lucía! El hombre aprende muy tarde á conocer á la mujer; la marquesa no tiene corazon, y confesaré á V. mi debilidad: nunca la amé; nos correspondimos mútuamente por orgullo; así, nada me costó olvidarla; el desprecio es un arma poderosa para combatir el amor.

Lucía escuchaba trémula: entregados los dos á aquella atraccion que los fascinaba, no habían visto agitarse la colgadura de la puerta.

—La marquesa es insensible.

—Sin embargo, repuso Lucía, mil veces dijo V. lo contrario, pues leí infinitos versos idealizándola.

—¡Momentos de extravío!

—¡Miente el poeta cuando canta? preguntó la niña con temor.

—No siempre, Lucía.

—¡Qué hermosa es la poesía! ¡feliz la mujer que se ve ensalzada por un poeta que la ama!

—¡En este momento compondria yo un poema! ¡Mi frente quema! ¡siento un raudal de inspiracion!

—¡Ah! ¿de veras?

—Sí, exclamó el poeta sacando su cartera.

—¿Va V. á componer? ¡Cuidado con mentir!

Campo-Real cogió el lápiz, y al arrancar una de las hojas de la cartera, Lucía detuvo su mano, diciéndole:

—¡No! ¡aquí!

Y le entregó una tarjeta donde estaba litografiado este nombre: «Eduardo de Campo-Real.»

El poeta la miró con amor; la niña, al exhibir la tarjeta guardada en su pecho, delataba su escondida pasion.

—¿Una tarjeta mia? preguntó Campo-Real con asombro.

Lucía se turbó.

—Sí: laque mandó V. á mi tia con un ramillete de flores el dia de su santo.

—¡Ah! ¡Lucía! quisiera ser Petrarca para escribir á V. lo que hay ahora en mi cabeza.

—Escríbame V. dos renglones; nada más que dos renglones para conservarlos eternamente.

Campo-Real se apoderó dela tarjeta, y escribió con rapidez; la niña habia trasmitido su fiebre al poeta. Este devolvió la tarjeta á Lucía en la que habia escrito lo siguiente:

«Me pides dos renglones, y no te doy más que dos palabras: ¡TE AMO!»

Lucía sintió un estremecimiento nervioso al leer aquellas palabras, dió un grito de dolor, comprimióse el pecho con las manos, y cayó desvanecida en el sillon.

Campo-Real se arrodilló pero se puso en pié de repente, marcando en su rostro la ira.

La colgadura de la puerta se habia levantado, apareciendo la figura de la marquesa, irritada como el dios de la venganza, pero queriendo aparecer grave como la Némesis severa.

—¡Caballero! dijo ella, señalándole la puerta.

—¡No, señora! contestó Campo-Real; ¡no puedo salir en este instante! ¡Lucía sufre!

—Eso corre de mi cuenta; espero que sea la última vez que pise V. mi casa, pues la ofensa

—No hay ofensa...

—Lo he oido todo, señor de Campo-Real; salga usted al momento.

—¿Me declara V. la guerra?

—Yo, no; me ha arrojado V. el guante.

Y la marquesa se estremeció á su pesar.

—Espero que como en otra ocasion me llamará usted, señora.

—¡Eso envuelve un insulto!

—¡La provocacion no fué mia! Creo que esa pobre niña no sufrirá ningun nuevo disgusto por mi causa.

—Esté V. tranquilo, dijo ella queriendo sonreírse.

—A los pies de V., señora.

La marquesa tiró de la campanilla y dijo al criado:

—Que vengan Ana y Laura.

En seguida cogió la tarjeta de Campo-Real, y despues de leerla, rechinando los dientes, la arrojó al fuego.

Cuando las criadas entraron en el gabinete azul, Lucía no habia vuelto en sí; la marquesa les dijo:

—Lleven ustedes á la señorita á su cuarto, métanla en la cama, y que avisen al médico.

Al verse sola la marquesa, agitó los puños con ira; comprendia el peligro que la amenazaba; pero no comprendía cómo Lucía y Campo-Real habian ocultado su cariño hasta aquel dia.

Su amor propio estaba herido por las ofensas del poeta.

Al entrar este en su cuarto, dirigióse á su pupitre y escribió en el diario:

«23 de Diciembre—¡Qué dia! vale por un año de tormentos! ¡Lucía me ama! ¡yo la adoro! ¡Oh! ¡qué emociones me esperan! ¡habrá lucha y saldrá de mi inercia!

«¡Cuánto tengo que agradecer á mi amigo el conde de Tamajon! ¡Sin él no hubiera encontrado al fin la felicidad!»

XII.
MERCURIO CON FRAC.

A las once de la noche cruzaba Eduardo de Campo-Real por la Puerta del Sol en direccion á la Carrera de San Jerónimo, y una mano lo detuvo por el hombro. Al volverse, le dijeron:

—¿El rapazuelo Cupido te puso la venda en los ojos? ¿ya no ves á los amigos?

—¡Hola, conde! iba preocupado.

—Lo creo; el amor te entra siempre con fuerza , los primeros dias de una pasion nueva no hay que contar contigo para nada.

—¿Te pesa?

—De ningun modo, te estás portando con habilidad, aunque adelantas poco.

—¡Eres un pobre hombre; conde! Con todo tu talento no hubieras movido el escándalo que yo.

A la palabra escándalo, el jorobado, abriendo extraordinariamente los ojos, exclamó:

—¿Ha ocurrido algo?

—¡Mucho!

—¿A dónde ibas?

—Al Casino.

—Pues te acompaño, porque en la calle hace un frio excesivo , allí cenaremos y me contarás detalladamente esa escena, que de fijo no será digna de las proporciones que le has dado.

—Lo veremos,

Y los dos amigos se dirigieron al Casino.—Al cande le pareció una legua la pequeña distancia que tuvieron que andar.

Entraron en la sala, y despues de cambiar algunos saludos expresivos con varios conocidos, se sentaron, pidiendo al camarero que les trajese la cena,

—Ahora, dijo el conde impaciente, comienza tu relacion, sin omitir ningun detalle, para juzgar mejor de tu pericia.

—Empezaré, amigo Tamajon, asegurándote que estoy perdidamente enamorado de Lucía,

—¡Bah! ¡lo de siempre!

—No: la amo con delirio.

—El delirio es efecto de la fiebre, y toda fiebre tiene su crisis.

—¿Quieres creer que por primera vez me ha asaltado esta tarde la idea del matrimonio?

El jorobado frunció las cejas; pero al momento soltó una carcajada, diciendo:

—¡Já, já, já! ¿no te lo decia? ¡Hé ahí la crísis de tu calentura! solo que en esta ocasion te ataca con tal fuerza que amenaza llevarte al sepulcro.

—Ríete, amigo mio; perdono el sarcasmo porque te debo la pasion de Lucía.

—¡Buen regalo! Si no te conociera, me darían miedo tus palabras.

—Amo á Lucía, y te juro que nada haré que pueda perjudicarla.

El conde le miró de reojo, mientras partia el beefteak que acababa de ponerle delante el camarero.

—Querido Eduardo, eres incorregible; pero celebro que, Lucía sea la qué te inspire esa pasion descompasada, pues bien mirado, la niña lo merece; no olvidarás cuanto la celebré siempre es una mujer, de corazon sensible.

—¡No lo sabes bien! exclamó el poeta con entusiasmo; cuando esta tarde la declaré mi amor, se desmayó.

—¡Hola! ¿con que hubo declaracion y desmayo? Veo que eres hombre de pro ; pero haz el favor de sacarme de pena, contándomelo todo.

—La marquesa me ha echado ignominiosamente de su casa.

—¡La marquesa!

El conde soltó el tenedor que se llevaba á la boca.

—Sí, porque me sorprendió á los pies de Lucía.

—¡Magnífico! hubiera dado un año de vida por presenciar esa escena, que veo toma colorido.. No me atormentes más, porque estoy con una impaciencia que me devora.

Campo-Real apuró de un trago una copa de Burdeos, dejó sobre la mesa la servilleta, despues de limipiarse los labios, y refirió palabra por palabra su entrevista con Lucía.

El jorobado escuchaba inmóvil; cuando su amigo concluyó la narracion, dijo:

—¡Te portaste como un gladiador romano despues de la victoria!

—Fui generoso con la marquesa porque Lucía vive con ella.

—La coqueta está vencida, Eduardo; no solo te aborrecerá porque se ve postergada, sino porque sabe que eres un enemigo formidable.

—Sin embargo, debo respetarla, porque Lucía es su sobrina.

—Nada de eso; guerra á muerte! ¿Es cierto que amas á Lucía?

—¡Con locura!

—Y ¿qué piensas hacer?

—No lo sé.

—¿Necesitas comunicarte con ella?

—Sí: no vivo ya sin verla.

—¿Crees en mi amistad?

—Hoy más que nunca, pues me has dado muchas pruebas de adhesion.

—Te preparo otra mayor todavía.

—¿Cuál? preguntó el poeta con interés.

—Voy á ser tu alado Mercurio; escribe á Lucía que yo entregaré tu carta, y confia en mí, pues prontola verás, mal que le pese á la marquesa.

—¿Qué dices?

—La pura verdad.

—¡No sabes el placer que me causas!

—Lo comprendo. ¿Conoces á Ana, la doncella de la marquesa?

—Sí.

—Pues esa mujer me pertenece en cuerpo y alma; por ella sé cuanto ocurre en la casa: la fidelidad de los criados es una puerta qué se abre con una llave de oro.

—¿Qué intentas?

—Déjame obrar: quiero contribuir á tu felicidad.

—¡Amigo mio!

Y Campo-Real estrechó la mano del conde, que se rió dando rienda suelta al regocijo que sentía en su alma. En aquel momento habia madurado un plan diabólico en su cabeza.

Leopoldo Rivas, que entraba en la sala, se acercó á saludarlos, diciendo:

—Adiós, amigos , vengo de casa de la marquesa, donde se ha echado de menos á los dos; pero no me extraña la ausencia, porque están ustedes ocupados en entretener el estómago.

—Y el corazon, añadió el jorobado riéndose.

—Todo es compatible, querido conde.

—Te participo, Leopoldo, que nuestro buen amigo Eduardo está enamorado.

Campo-Real oprimió con su pié el del conde, pero esté exclamó, haciendo un gesto significativo:

—¡Cáspita! no me hagas señas pues no sé callar.

—¿Reservas conmigo? preguntó Leopoldo.

—Bromas de Tamajon, dijo el poeta.

—No lo creas; ama y proyecta un suicidio.

—¡Un suicidio!

—Es decir, un matrimonio.

—¡Qué prosaico te vuelves, Eduardo! añadió Leopoldo irónicamente; recuerda que Byron dice que,«el matrimonio nació del amor como el vinagre del vino.»

¡Vienes del gabinete azul? preguntó el jorobado.

—Sí; allí estaba el general, como siempre; ¡pobre hombre! Casi puedo asegurar que todavía no se ha declarado; y eso que ella lo marea bien.

—Quiere vengarse de Eduardo porque sospecha que le es infiel; pero ella le ama con delirio; ¡es su única pasion!

—Ya lo sé, dijo Leopoldo con malicia Eduardo, eres un mortal venturoso porque la marquesa, es bocato di cardinale..

Campo-Real le miró fijamente; pero á una seña del conde cedió en su movimiento hostil: este se dirigió al jóven para preguntarle:

—¿Viste á Lucía?

—No: se acostó temprano porque estaba indispuesta.

Campo Real se puso pálido.

—¡Melindres sin duda! dijo el jorobado.

Leopoldo Rivas se despidió, dirigiéndose á la sala de juego, y los dos amigos salieron del Casino.

—Mañana iré á buscar la carta, querido Eduardo, y no te atormentes por Lucía; estoy dispuesto á prorbarte que soy un Maquiavelo para la marquesa, y para un Orestes.

El poeta volvió á estrecharle la mano, y se separaron

El gozo embargaba la voz del conde de Tamajon;. aunque es bastardo el placer de la venganza, no hay otro tan dulce ni tan intenso; hasta las almas generosas que perdonan, encuentran su goce, porque el perdon humilla; el perdon es tambien una venganza; hay egoísmo en la generosidad, por más noble que aparezca.

Al siguiente dia fué el conde á casa de Campo-Real, que se levantaba de la mesa, y viendo intactos los platos, dijo:

—¡Qué! ¿tienes desgana?

—Creo que sí.

—¿Crees? ¿no te atreves á confesarlo? ¡Ay, Eduardo! no sirves para la guerra porque te interesas: de tal modo en el combate que presentas desnudo el pecho.

—Lo sé. ¿Viste á Lucía?

—Eres muy vivo de genio: vengo ahora por la carta, y antes de una hora estará en su poder; ¿supongo que la habrás escrito?

—Aquí está.

El jorobado cogió la carta, y al ver lacrado sobre, dijo sonriéndose:

—Hiciste bien en cerrarla, porque no necesito leerla: ¿quieres que te diga frase por frase lo que contiene? Las cartas de amor se escriben con una estampilla.

—Mucho te deberé si me traes buenas noticias; estoy intranquilo por el estado alarmante de su salud.

—Aunque se esté muriendo, más todavía, aunque haya muerto ya, resucitará á mi voz, como Lázaro á la de Cristo; llevo conmigo un medicamento que ningun doctor puede administrar.

—¿Tú? preguntó el poeta cándidamente.

—Sí: llevo esta carta, dijo el jorobado riéndose á carcajadas.

—Procura prepararla, conde, porque es muy susceptible su organizacion; ayer creí que se moria cuando le confesé que la amaba.

—No tengas cuidado; la emocion de hoy la curará de la de ayer; para el amor es muy eficaz ese nuevo sistema que quiere enterrar á los médicos y á los boticarios y que nos ha legado Hahnemann; si el similia similibus curantur es una verdad, hoy debe ponerse Lucía completamente buena. Además, añadió irónicamente, el sol dá vida á las flores y luego las mata; tú harás lo contrario por no parecerte á Febo: la mataste ayer para darle hoy vida.

—¡Dichoso tú, conde, que siempre estás de buen; humor! ¡nunca cruza por tu imaginacion una idea triste que nuble tu perpetua felicidad!

—¿Qué quieres? exclamó el conde; nada echo de menos en el mundo, y todo me sonríe.

—¡Mil veces venturoso el hombre que como tú nada espera ni ambiciona! ¡Mil veces venturoso el que sólo ve en el mundo un juego, sin interés!

—Mi joroba, querido Eduardo, es una muralla que me pone á cubierto de todos los tiros: las pasiones no penetran en mi pecho, porque no pueden romper este promontorio; este otro—y señaló á su espalda—es el mundo; lo cargo á cuestas como Hércules, pero como lo llevo detrás, no veo ni sus placeres ni sus miserias; vivo como la almeja, encerrado en mis dos conchas... Y me rio del mundo ¡Já, já, já!....

—Me hace daño oirte, pues debo comprender que eres egoista.

—¿Egoista yo? Bien te acredito que sé sacrificarme por un amigo.

—Es cierto; soy injusto contigo.

—Son las nueve: corro á aliviar á tu enferma. Espérame en el Casino.

—Adios; pide toda mi sangre y te la daré con gusto.

—Gracias; no soy sanguijuela: detesto al doctor Broussais.

Y salió riéndose: en la escalera se detuvo, y mirando á la puerta de Campo-Real exclamó:

—¡Mil veces venturoso! ¡He aquí el mundo! ¡Venturoso, sí, porque él mismo, como el mundo, no adivina las facciones que cubre esta careta de hierro! ¡Venturoso, sí, porque se acerca el dia de la venganza! ¡Venturoso, sí, porque ese dia no lo cambiaré por mil años de placeres sin cuento! ¡Imbécil Eduardo!

Entró en el carruaje, apretando su corazon con ambas manos, y con voz ahogada dijo al lacayo, que esperaba la orden al pié de la portezuela con el sombrero en la mano:

—A la calle de Atocha.

Algunos minutos despues llamaba en casa de la marquesa del Fresno. Al ver á Ana, la doncella, que le habia abierto casualmente, dijo sonriéndose:

—Mucho me alegro de que hoy me sirvas de Cerbero.

—¿De qué? preguntó la fámula haciendo un gesto.

—Digo que me alegro que seas tú quien me abra las puertas del infierno.

—¡Qué cosas tiene V., señor conde! ¡Siempre me hace V. reir!

—Mi genio es muy alegre.

—Ya lo sé.

—¿Pasa algo?

No, señor.

—¿Cómo sigue Lucía?

—Cuando el médico salió ayer de su habitacion, hizo un gesto.

—Temerá que se muera pronto; para los médicos una dolencia larga es una renta.

—Ya lo creo. ¡Qué lástima de dinero!

—¿Se ha levantado?

—Sí, señor; pero no se ha movido de una butaca en todo el dia: está muy triste.

—¿La marquesa ha entrado á verla?

—¡Cá! están reñidas por no sé qué lio que movió ayer el señor de Campo-Real, y la señorita se desmayó.

—Necesito ver á Lucía sin que la marquesa se aperciba de ello.

—¡Imposible! La señora me despediria.

—¿Y la marquesa?

—En el gabinete azul con ese caballero indigesto que viene todas las noches á tomar el té: no he visto un hombre más agrio ni más callado.

—Alba no se irá hasta las diez; llévame al cuarto de Lucía.

—¡No es posible, señor!

El jorobado puso en la mano de Ana una moneda de oro, preguntando:

—¿Por dónde se vá?

—Por aquí; entre V. sin hace ruido con los tacones, no lo sienta Felipa, que es muy chismosa.

Ana miró con codicia la moneda, que guardó en el bolsillo, y guió al jorobado por un largo pasillo, deteniéndose delante de una puerta; allí le dijo en voz baja:

—Este es el cuarto de la señorita.

—Entra y dí que quiero verla; si se resiste, añade que traigo noticias interesantes.

Dos minutos despues, Ana abrió la puerta, hizo una seña al conde y se retiró.

Lucía miró al jorobado con asombro y exclamó:

—¿A qué debo esta visita misteriosa, señor conde?

—Sabe V. muy bien, Lucía, que soy el único amigo de Eduardo de Campo-Real.

—¡Ah! ¿viene. V. en nombre suyo?

—Sí: no hay sacrificio que no esté dispuesto á hacer por el cariño que le profeso.

—¡Qué bueno es V., señor conde!

—Cumplo con un deber de amistad; pero para cumplirlo realmente empiezo por informarme del estado de salud de V. que nos puso ayer en alarma.

—He pasado muy mala noche, efecto de la agitacion y de la tos; pero en este momento estoy completamente buena. Creí que le perdia para siempre, y usted me vuelve la esperanza.

—¿Ama V. mucho á Eduardo?

—¡Ay! le amé tanto tiempo en secreto, que cuando ayer ví realizada mi ilusion, la vida me abandonó por algunos instantes; la dicha mata como el dolor.

—No extraño que concibiera V. esa pasion por Eduardo; es un jóven de talento y de cualidades nada vulgares; comprendo cuánto habrá V. sufrido viéndole dominado por la marquesa.

Lucía puso una mano sobre su corazon, lanzando un suspiro ahogado. El conde, que observaba su respirapion desigual y su mortal palidez, se convenció de que sus padecimientos se habian agravado mucho desde el dia anterior.

—No me recuerde V. esos dias, señor conde, dijo ella afectada; porque aun sufro con esa idea.

—La marquesa no comprende lo que ha perdido, y yo tengo la culpa, porque hice á Eduardo fijarse en usted, Lucía.

—¡Oh! ¡gracias!

Y la pobre niña estrechó convulsivamente una mano del jorobado, que contrajo su fisonomía para no marcar su perpetua risa.

—Es preciso, Lucía, prosiguió el conde, que tenga usted valor para luchar sin afectarse tanto; cuente usted conmigo,pues me he empeñado en labrar la felicidad de dos séres que se aman, y 1o conseguiré.

—¡Oh! sí; ¡tendré valor! ¡esta noche he sufrido por cien años!

—Anímese V., Eloísa, que voy á entregarle una carta de Abelardo.

El conde se sonreia; los ojos de Lucía brillaron con fuego y exclamó, tendiendo la mano en actitud suplicante:

—¡Una carta! ¡Ah! ¡pronto! ¡pronto!.... Ayer me despojó la marquesa de sus dos renglones por los que daria mi vida entera.

—Vamos: dos renglones son poca cosa; aquí traigo algunos más. Tome V. y lea con calma.

El jorobado cogió el quinqué para alumbrar á Lucía mientras leyese la carta y para examinar detenidamente en su fisonomía las huellas del mal que la consumia.

Al tomar Lucía el venturoso papel, lo llevó á sus labios, besándolo con ardor, sin acordarse que estaba presente una persona extraña á su pasion.

La carta decia así:

«Mi Lucía: vive para mí. Ayer te abrí mi corazon y leí en el tuyo. Si padeces todavía, ten la seguridad de que tambien padezco: dos almas que se aman no pueden sufrir dolor alguno que no sea mútuo.

«Morir tú seria decretar mi muerte; pero confio en Dios que es bueno; nos esperan dias de embriaguez, dias de felicidad, en los cuales no quiero que pienses, porque te sería imposible esperar: ten valor como yo, y escalaremos el cielo con las alas de nuestra fantasía.

«Pon tu entera confianza en mi amigo el conde de Tamajon: la Providencia lo ha colocado en nuestro camino para dicha de los dos. ¿Cuándo te veré?....—Eduardo de Campo-Real.»

Lucía leyó la carta á media voz, olvidada siempre de que el conde estaba delante y haciendo algunas pausas, porque la emocion la fatigaba; cuando concluyó de leerla, volvió á besar la carta y dijo al conde, que acababa de dejar el quinqué sobre la mesa:

—¿Como podré pagar á V. este inmenso servicio?

—De una manera.

—¿De cuál?

—Siendo obediente y cuidándose mucho; cuando se restablezca V. verá á Eduardo: lo prometo formalmente, á pesar de haberle cerrado la marquesa las puertas de su casa.

—¡Qué crueldad!.

—Confie V. en mí; Eduardo lo exige, y yo tambien.

—¡Es V. nuestro ángel tutelar!

—No tanto, niña; no soy más que un buen amigo. Ahora conviene que conteste V. esa carta, si se halla en estado de escribir sin perjudicar su salud.

—¡Qué disparate! Ya estoy buena.

Lucía se levantó resuelta y escribió estas palabras:

«Eduardo mio:, acabas de darme la vida; los médicos son unos ignorantes, pues todas sus recetas no han conseguido lo que tu carta. ¡Qué feliz soy! Nuestra Providencia, más feliz que yo, pues va á verte, te dirá cuánto te amo.

«Piensa en mí siquiera una hora al dia para pagarme las veinticuatro que en tí pienso: ¿por qué no tendrá más horas el dia para consagrártelas?

«Si quieres que viva, ven pronto, muy pronto, á ver á tu—Lucía.»

El conde guardó la carta en el bolsillo del frac y presentando la mano á la jóven, dijo con afecto:

—Hasta mañana: ¡cuidado!

—Es V. mi médico, y obedeceré ciegamente sus prescripciones.

El conde salió del cuarto de Lucía, y atravesando la sala, entró en el gabinete azul, donde habia ya muchas personas reunidas.

Cuando Lucía quedó sola, acercó su butaca á la mesa en donde estaba el quinqué para leer cien veces la carta de Campo-Real.

Cualquiera hubiera dicho que su dolencia habia desaparecido completamente; pero cuando el médico entró á verla aquella noche, marcó en sus facciones el mismo gesto que habia notado Ana la noche anterior; la calentura era más intensa.

XIII.
MARTE Y VENUS.

En el gabinete azul halló el conde á los concurrentes cotidianos, sin faltar el general Medina, que volvía la cabeza con interés para ver á cada uno que entraba; sin duda temia la llegada de Campo-Real; sin poderlo remediar, la presencia del poeta en aquel sitio le hacia daño: no sé si el general conocia el título de favorito con que se le designaba ó si era una de esas antipatías irresistibles que no tienen causa justa y que sin embargo existen en el mundo.

Si á Medina le hubieran preguntado qué interés le llevaba asiduamente á casa de la marquesa del Fresno, se hubiera encogido de hombros; pero es lo cierto que para el general, que habia vivido siete años corriendo los peligros y azares de la guerra y que tanto blasonaba de sus aspiraciones belicosas, la vida tranquila del gabinete azul habia llegado á ser en pocos dias una necesidad; no sé si su alma se iba amoldando á la existencia cortesana, ó si aquella monotonía era una tregua que aceptaba gustoso para prepararse de nuevo al combate cuando el grito de la patria lo sacase de su estupor.

Los hombres como Medina necesitan siempre una idea que preocupe sus sentidos; no pudiendo familiarizarse con la inaccion, hizo una costumbre el visitar á la marquesa, y en la costumbre se creó una especie de deber, sin conocer el peligro que corria. No habiendo amado nunca, ignoraba el verdadero valor de ciertos síntomas inequívocos que no engañan al hombre experimentado, y que á pesar de su fuerza los seres avisados combaten al principio para evitar el desarrollo del mal.

Medina no sabia que amaba á la coqueta; notaba cierto malestar extraño, cierta inquietud nueva, cierta atraccion rara hacia la marquesa, que no podia comprender, como no comprende el tísico su gravedad, á pesar de que está herido de muerte: es un mal interno que el doctor gradúa, que todos leen en el semblante del doliente y que solo á este engaña.

Medina creia no amar á la marquesa, y sin embargo, vedle siempre buscar el sitio mas próximo á ella; vedle concurrir puntualmente al teatro si sabe que ella vá; no le pregunteis si la pieza que se representa tiene interés; no trateis de indagar qué personas le rodean: sus ojos se fijan toda la noche en un palco; preguntadle ¿qué personas entran á rendir homenaje á la mujer que lo ocupa? preguntadle ¿cuántas veces se vuelve ella á mirar hácia el sitio del patio en donde él se halla?—Si la marquesa va al Prado, ved al general domando un brioso corcel que, al pasar por delante de su carretela, luce sus escarceos como si obedeciera á una orden secreta.—Si alguno la saluda con afecto, reparad cómo se contraen sus facciones; si Campo-Real le dá la mano, notad que se muerde los labios ó rechina los dientes: ¡y todo esto sin saberlo él ó sin explicarse su agitacion!

Medina no conoce el amor; como no habia aprendido á galantear, obedece á los impulsos de su alma. Medina no estudia sus acciones porque ignora que ama; y ¿qué más haria un jóven de mundo que siguiendo los trámites de una pasion calculara los medios de rendir á una mujer?

Si al general le dijeran que amaba á la marquesa, se reiria; si le convencieran de que con su conducta lo estaba haciendo patente, se avergonzaria; pero como nadie le habia hecho tales advertencias, seguia el impulso que lo arrastraba hacia ella sin sentir, como la hoja que lleva la corriente del arroyo, que vá á dar en el rio, aunque parece que no se mueve.

Si entonces se hubiera levantado un clamor guerrero, si entonces el dios Marte hubiera tocado su clarín bélico, Medina hubiera corrido con embriaguez á seguir su aspiracion, empuñando su espada, humeante todavía con la sangre del enemigo; Marte, al lanzarlo en los peligros del combate, le hubiera librado de otro peligro mayor; pero Marte dormia, y el soldado disfrutaba de la molicie que brinda la paz; ¿quién sabe si llegará un dia en que venga el dios de la guerra á llamar á sus puertas y le encuentre en un sueño profundo, con el brazo debilitado y la espada mohosa? ¿Acaso Marte no encontraba en los brazos de Venus una dicha inmensa?

Si la gloria enajena los sentidos, el amor los trastorna. Decididamente, el general Medina se estaba durmiendo, como el mancebo de la fábula de Samaniego, á la orilla de un pozo no sé si llegará á tiempo la Fortuna para despertarlo.

¿Y la marquesa?—Extraño fenómeno se obra en la coqueta!

Si en todos los hombres habia visto séres vulgares, en Medina veia una figura poética: ¡en Medina que no le dirigia una frase galante! ¡en Medina que nada le exigia! ¡en Medina que no hablaba de pasion ni concedia esperanzas! ¡Defínase ahora á la mujer!

Ella misma habia dicho que era incombustible como la salamandra; y en los pocos dias que trascurrieron desde que conocia al general, sintiendo quizá el calor del fuego, temia acercarse, porque si habia perdido aquella virtud, seguramente se quemaria. Recordaba la apuesta que hizo con la baronesa de Torre-Nueva, y no le asustaba perder por lo que el mundo dijera, sino porque calculaba la fuerza de este golpe contrario; los hombres le causaban hastío, y á estar segura de su victoria, hubiera cerrado á todos las puertas de su casa; creia que para ser feliz le bastaba con el general Medina. Como la victoria era dudosa todavía, la marquesa comprendió que necesitaba deslumhrar al soldado para aprisionarlo en un momento de ceguedad.

La marquesa adivinaba el interés que el general habia despertado en su alma; pero sin confesarlo, seguia con su táctica; aunque le inspirara miedo la lucha no podia retroceder ante el peligro.

La marquesa hubiera dado diez años de vida, que en la edad que contaba era dar su vida entera, porque Medina no se hubiera cruzado en su camino; pero al conocer su flaqueza, se encastilló en la coquetería, como único medio de quedar á salvo si se hacia pública una derrota vergonzosa.

La coqueta calculaba todavía, y el que calcula en el amor cuenta aun con medios de defensa; tenia concentrado todo su interés en aquel combate, y estaba dispuesta á quemar sus naves, como Hernán-Cortés, para perecer en el terreno.

En una palabra, la marquesa ignoraba lo que queria, porque amaba á Medina. El corazon es una caja cerrada por un secreto; muchos llegan á él sin poder abrirlo; Medina, sin intentarlo, parecia, haber tocado el misterioso resorte.

Cuando aquella noche entró el conde de Tamajon en el gabinete azul, Medina le tendió la mano con muestras de afecto, ya porque habia conseguido captarse sus simpatías, ya porque no, iba con él su inseparable Eduardo de Campo-Real. Solo este faltaba en el templo de la diosa de los salones.

Como siempre, la baronesa jugaba al tresillo con algunos de los concurrentes, y por supuesto con Perez, que encontraba un recurso en los naipes para excusar su eterno silencio.

La conversacion estaba poco animada cuando entró el conde; pero al verle, todos se sonrieron.

—Bien venido seas, dijo Leopoldo, porque empezaba á dormirme.

—¡Qué galantería! exclamó la coqueta.

—¿Qué quiere V., marquesa? hace dias que encuentro á V. variada.

—¡A mí!

—Sí; ya no sostiene V. la conversacion con aquella gracia que le es característica; temo que nuestra compañía le canse.

—Es V. injusto, Leopoldo.

—¡Oh! soy experto, y mis amigos pueden decir si es cierto que se ha operado en V. un cambio muy notable.

Todos, menos Perez y Medina, hicieron una señal afirmativa.

—Eso proviene de la atmósfera, dijo el conde riéndose irónicamente.

—¿De la atmósfera? preguntó la marquesa picada.

—¿Quién lo duda? Si el cielo, con ser la mansion divina, no siempre presenta el mismo aspecto á los mortales, ¿cómo puede exigirse que ese rostro, aunque sea tan bello, aparezca siempre para nosotros con tintas de azul, y grana?

—Conde, V. sí que es siempre el mismo: ¡un hombre terrible!

—¡Qué disparate!

—Se remonta V. mucho cuando habla de mi pobre persona.

—Me remonto hasta el sol, marquesa, añadió el jorobado, dando á esta frase un tono marcado de galantería.

—Cuidado con llegar al sol, no se le derritan á usted las alas como á Icaro.

—Mis espaldas son más fuertes que las de aquel pobre mozo; ya ve V. que tengo sitio bastante donde colocar las alas...No sé; general, si ha notado usted que soy algo cargado de espaldas ¡Já, já, já!

Todos se echaron á reir; la marquesa se mordió los labios porque temió que, no perdonándose el mismo jorobado en su sangrienta burla, le preparara un tiro certero.

—No deja V. en paz, conde, ni su propia persona.

—Cosas tan de bulto no pueden esconderse: están demasiado á la vista.

—Sin embargo...

—Hablamos del sol, y veo que no me equivoco al invocar este astro-rey mirando á V., marquesa.

—¿Por qué?

—Porque si es V. bella como el sol, quemando como el sol, tambien como el sol tiene V. eclipses.

—¿Eclipses yo?

—Sí; y he aquí la causa de ese nublado de la fisonomía de V. que advirtió fundadamente Leopoldo: el eclipse lo produce un cuerpo que se coloca delante del astro..... Creo que me explico.

—No comprendo lo que quiere V. decir, añadió la marquesa con temor.

—Quiero decir que algun cuerpo se ha colocado entre V. y nosotros, robándonos su luz; solo que hasta ahora el eclipse es parcial, aunque visible; no consienta el cielo que llegue á ser total, porque nos quedariamos á oscuras los que adoramos al sol con todo fervor.

El conde al decir estas palabras habia paseado su vista de la marquesa á Medina, y este se turbó, haciendo el ademan de levantarse; pero comprendiendo, sin duda que darse por aludido sería ponerse en ridículo, se contuvo, dispuesto á pedir cuenta al jorobado de aquellas palabras.

La marquesa habia clavado sus ojos en el conde con un gesto de desprecio; pero él se rió dirigiendo la palabra en voz baja á Leopoldo que estaba á su izquierda.

—La verdad es, señora, dijo el marqués del Espino, tratando de sostener aquel diálogo picante, que ya nose cuida V. de sus amigos como antes, y quisiéramos saber si hemos caido en desgracia.

—De ningun modo, amigo mio; tan es falso,que preparo una fiesta en loor de mis dignos tertulios.

—¿Una fiesta? exclamaron todos.

—Sí: el dia de Año-nuevo se acerca, y quiero solemnizarlo, por más que lo vea llegar con tristeza.

—¿Por qué? preguntaron algunos.

—¡Ay! es mi cumpleaños; y aunque es triste felicitar al tiempo que avanza con esa guadaña inflexible que ha de segarnos, es el mejor dia para abrir missalones, cerrados aun este invierno.

—Lo cual, dijo uno, es muy sensible para el mundo.

—¡Oh! añadió otro; no ha dejado la crónica de lamentarse de la clausura de estos salones.

—Ya sabe V. que ni los bailes de la embajada han podido competir con los de la marquesa del Fresno.

—Esta fiesta va á poner en conmocion á Madrid.

—¡Dichosos nosotros que tendremos la fortuna de asistir á ella, pues nos damos por convidados!

—Por supuesto, dijo la marquesa; en un dia tan clásico para mi quiero verme rodeada de mis afectos. La vejez me amenaza.

—¡La vejez! exclamaron muchos con horror.

—¡Oh! dijo ella; voy á cumplir veintidós años.

—¡Bah! ¡imposible! dijo uno; serán veinte.

—No.

En la fe de bautismo de la marquesa aparecian veinticinco años; pero como nunca consultaba este documento, no debe extrañarse la equivocacion.

El disgusto estaba marcado en el rostro de Medina; aquel diluvio de adulaciones y el anuncio del baile le pusieron de mal humor; además, estaba preocupado con las palabras del conde.

—Creo, dijo Leopoldo con intencion, que nuestro amigo Campo-Real no faltará á la fiesta.

El general se estremeció á su pesar; la marquesa sorprendió aquel estremecimiento que acababa de venderle y no contestó á Leopoldo, ya porque no le conviniera aclarar aquel punto, ya porque Medina ocupara su atencion.

—A propósito de Campo-Real, dijo el marqués del Espino, hace dos noches que no se le ve por aquí; ¿está enfermo?

—No, contestó Leopoldo; anoche le ví cenar en el Casino, con mucho apetito por cierto.

Y recargó estas últimas palabras.

—Creo que está enamorado, añadió otro.

—Ese es su estado normal, repuso Leopoldo Rivas. Nuestro poeta es hombre de mucha fortuna con las mujeres.

Leopoldo, sonriéndose, miró de reojo á la marquesa; y como Medina estaba entre los dos, interceptó esta mirada clandestina; entonces, sin poder contener su disgusto, cogió el sombrero y se despidió.

La marquesa sufria horriblemente; pero ¿cómo detenerlo?

El jorobado se puso en pié al mismo tiempo y dijo:

—Yo tambien me voy, general; tendré el honor de llevar á V. en mi carruaje hasta su casa.

—Con mucho gusto, dijo Medina con intencion.

Y salieron los dos.

Al poner el pié en la calle, volvióse Medina al jorobado y le dijo:

—Mucho me alegro de que haya V. comprendido que teniamos que hablar.

—Soy adivino, contestó el conde sonriéndose.

—Necesito pedir á V. cuentas de ciertas palabras que ha vertido esta noche, fijando en mí los ojos.

—General, estimo á V. en mucho; pero como los números son complicados, no me parece que la calle es el mejor sitio para hacer una buena suma; en dos sillones ajustaremos mejor esas cuentas, y si V. se digna recibirme mañana en su casa iré á probarle que soy un gran aritmético.

—No: ahora mismo.

—¿Tanto interesa á V. el asunto?

—No tolero...

—Veo que ha interpretado V. mal alguna chanza mia, y como no me gusta tener acreedores, repito que puntualmente iré mañana á satisfacer mi deuda.

—Pues hasta mañana.

—Hágame V. la honra de aceptar un asiento en mi carruaje.

—Gracias; voy siempre á pié.

—Como V. guste; no insisto.

—Hasta mañana.

—¿A qué hora se levanta V., general?

—Soy madrugador.

—Iré á las diez.

El general se embozó en su capa y bajó por la calle de Atocha á buscarla plaza del Ángel, en donde vivia.

El jorobado entró en su carruaje, diciendo:

—Mañana tomaré posesion de la casa del general para llevarle á donde yo quiera. ¡Mi plan marcha á toda vela y viento en popa!

Se apeó en el Casino, donde le esperaba impaciente Campo-Real, y le entregó la carta de Lucía.

El pecho del poeta se dilató; las palabras de Lucía le hicieron distinguir la felicidad, que en esta época, creia que estaba simbolizada en ella.

Aquella noche fué de insomnio para cuatro personas. Campo-Real y Lucía soñaron despiertos con un ángel que refrescaba su fantasía.

La marquesa vió en su sol un verdadero eclipse: y era el cuerpo del jorobado que se interponia entre ella y Medina. Aquella noche no durmió; ¡era su primera vigilia!

Medina contó las horas, esperando el dia siguiente.

El jorobado dormia; pero en sus labios estaba marcada su perpetua risa; sin duda acariciaba á Satanás, queriendo robarle su poder como ya le habia robado su instinto.

XIV.
EL ABRAZO DE LA SERPIENTE.

A las nueve de la mañana del siguiente dia se paseaba el general Medina por su habitacion, dando muestras de estar muy agitado; de repente se detuvo y corrió á su pupitre, como queriendo aprovechar una idea luminosa.

Después de haber escrito una carta lacónica la leyó; y marcando un gesto hizo mil pedazos el papel, no sin mostrar su creciente mal humor. Levantóse, tirando la pluma, y volvió á continuar sus paseos, interrumpidos de vez en cuando por ciertos movimientos que ponían de manifiesto bien claramente la lucha interior que sostenia.

—¡No quiero escribirle! ¿para qué?¿Tengo por ventura miedo á ese jorobado? ¡Que venga! Mi carta seria inoportuna: decirle que es inútil nuestra entrevista y que reconozco mi error, es confesarme vencido; ¿qué me importa su visita? Si no me dá una satisfaccion lo mataré Acaso me convendrá que venga; él sabe cosas que tambien necesito saber ¡La verdad es que estoy impaciente! ¿de qué provendrá esta impaciencia? ¿qué influjo ejerce ahora ese hombre sobre mí?.... ¡No me conozco! ¡no parece sino que aguardo el resultado de una batalla decisiva! ¡Bah!¿estoy loco? Veré al conde y aprenderá este mozo cortesano que tiene que habérselas con un corazon de temple.

El general dió con la mano un golpe en un timbre que habia sobre la mesa, y la puerta de la habitacion se abrió en seguida, presentándose un anciano con unos grandes bigotes blancos, al que preguntó el general:

—¿Han traido alguna carta para mí, Corrales?

—No, señor.

—A las diez vendrá un caballero á visitarme: el conde de Tamajon; que me pasen recado al punto.

—Está bien, señor.

—Retírate.

—¿Me permite V., mi general, que le haga una pregunta?

—¡Déjame en paz!

—Ahora insistiré, porque no acierto á explicarme lo que de pocos dias á esta parte pasa por V., señor; le vi á V. nacer, le acompañé siempre en sus peligros, gocé con sus triunfos, y nunca me trató V. con esa dureza y con ese desvío; si por mi clase no he sido un fiel amigo, á lo menos, cuidando á V. asiduamente, le vigilé con la lealtad de un perro.

—¿Vienes á reconvenirme? exclamó Medina exaltado.

—¡Líbreme Dios! Cuando el coronel D. Enrique de Medina (que en paz descanse) me encargó que no me separara de su hijo, le ofrecí velar hasta por su sueño, y así lo hice hasta hoy; veo que V. E. está agitado y que alguna cosa grande le amenaza; ¡por vida!... ¡en tiempo de paz estar así un militar tan valiente, me asusta! ¿No tengo derecho á saber lo que á V. E. atormenta? ¿quién como yo puede consolarle? ¿quién como yo está dispuesto á exponer cien veces su vida por ahorrarle el menor disgusto?

El general se sonrió á su pesar, oyendo al criado darle un tratamiento que le habia dispensado, y tendiéndole la mano, dijo:

—Conozco tu fidelidad y sé apreciarla; ni tú ni yo somos hombres de mundo, mi buen Corrales, y queremos de una manera que aquí no saben comprender.

—Nosotros queremos como Dios manda, mi general; aquí se quieren las gentes por lo que valen, y lo que valen se estima por una levita más ó menos. ¡Qué lástima que no haya guerra! No me encuentro bien más que peleando; el olor de estos inciensos que llevan encima los cortesanos no agrada á mi olfato como el de la pólvora: allí se conocen las personas por el corazon, y allí veia á V. alegre y activo, aunque la muerte estaba siempre con el aldabon de la puerta en la mano; pero ¡quiá! nos hacíamos los sordos, y por más que llamaba no conseguia entrar.

—Tienes razon, Corrales, y vienes á recordarme la causa de ese disgusto que te sorprende en mí; no puedo acostumbrarme á esta vida tranquila.

—Sin embargo, señor, hay en V. un no sé qué muy raro; recuerdo que cuando era mozo estuve así una vez...

—¿Tú? ¿por qué?

—Por una chicuela que me trastornó la cabeza. Las mujeres se ponen en nuestro camino para perdernos.

—¿Las mujeres? exclamó Medina, estremeciéndose á su pesar. ¿Estás ebrio?

—No, señor; sé lo que me digo y sé adonde vá usted todas las noches. Mi general, no se olvide V. del cuadro que hay en la sala.

—¿Qué cuadro?

—Aquel que representa una mujer cortando los pelos á un hombre muy fuerte.

—¡Ah! ¡Sanson!

—Sí. Cuando me curé de mi mal, hice la cruz á las mujeres, y me fué muy bien. Tengo la experiencia que dan sesenta años, y ya que es V. mozo, y que por desgracia ha de vivir en el mundo, no olvide que esta es una casa de locos, y que ellas son un reclamo para los pájaros tontos: banderas que van enganchando reclutas... La mujer es agua que hierve pronto, pero qué pronto tambien se enfria.

—Vaya, vete, que me cansan tus necedades, y harto hago con oirlas.

—Ya me voy; veo que está V. en peligro, señor, y aunque se enfade por mi atrevida franqueza, le diré que cumplo mi oferta de hace siete años. ¡Por vida! ¡No consentiré que en ese pecho éntre ningun alojado sospechoso!

El general frunció las cejas; Corrales sabia bien que esta señal era terrible, y volvió la espalda sin añadir una palabra, pero mirándole de reojo y moviendo la cabeza y los hombros.

No debe extrañarse esta tolerancia de Medina con un hombre inferior. Corrales habia sido, durante la guerra de la Independencia, asistente de su padre y despues criado de la casa: habia visto nacer al general y le habia seguido en los siete años de campaña, á pesar de su avanzada edad: por eso ejercía sobre él cierto dominio y se creia justamente autorizado á vigilarlo, cumpliendo con el encargo paterno. Medina queria entrañablemente á aquel hombre que habia llegado á ser más que su criado, su compañero; para él los hombres valian por su buen instinto y no por el traje que vestian, y considerado así, Corrales era inapreciable.

Apenas salió de la habitacion el veterano, Medina se puso en pié y volvió á comenzar sus anteriores paseos, diciendo entre sí:

—¡Por Dios que ese hombre rudo tiene razon!... ¡Oh, sí! ¡el mundo es una casa de locos! ¿Qué es ahora mismo este cuarto sino una jaula, donde un hombre, luchando con su destino, es víctima de una monomanía? ¿Qué me importan ni el conde, ni la marquesa, ni ninguno de los hombres que allí veo, y que esta noche en mi insomnio cruzaron por delante de mis ojos, causándome disgustos?... ¡Las mujeres! Corrales las trata con dureza... No me conmueven... La marquesa tiene talento y es muy hermosa; pero no siento amor por ella; ¡qué disparate! me inspira la simpatía de un afecto raro, y nada más; verdad es que me complace verla siempre y que la busco y que no quisiera que nadie le dirigiese la palabra, que nadie la mirase... Cuando me acerco á ella, este corazon, que en medio de los peligros no aumentó un latido más, se agita como el de un mozo inexperto que por primera vez oye romper el fuego en el campo... ¡Ah, no! ¡Será casual! ¿Qué tengo que ver con la marquesa?

En este momento volvió á entrar Corrales en la habitacion y dijo:

—El señor conde de Tamajon espera en la sala.

—Allá voy.

Y siguió á Corrales, que abriendo la puerta de la sala para que entrara su amo, volvió despues á cerrarla, murmurando:

—¡Mala estampa tiene ese jorobado! No me separaré de aquí, pues me conviene vigilar al general y saber lo que trae á casa ese pajarraco; de mal agüero, si no me engaña el olfato.

Cuando entró Medina, estrechóle el conde la mano y con su risa habitual dijo:

—Ya ve V. que soy exacto: son las diez menos dos minutos.

—Celebro la puntualidad.

—Soy inglés para las citas.

—Tome V. asiento, conde.

Y se sentaron en el sofá.

—Supuesto que estamos solos, general, y que nadie nos oye, hable V. sin reparo.

Corrales, que miraba por el ojo de la llave y tenia el oido atento, se sonrió con malicia.

—Ya dije, á V. que deseaba pedirle cuentas de ciertas alusiones que se permitió anoche respecto á mi persona, dijo Medina.

—¿Alusiones?

—No tolero que directa ni indirectamente se tome en boca mi nombre para tratarlo sin respeto.

—Veo con sentimiento que se deja V. llevar de esa susceptibilidad que el mundo quiere poner como vanguardia de la honra, para gozarse en que dos hombres de bien arreglen sus diferencias con la punta de un florete ó con una onza de plomo; le suponía á V. más grande, general.

—¿Con qué derecho?

—Me explicaré. Cuando conocí á V. en el gabinete azul formé una idea aventajadísima de su individuo;, voy á hacer una salvedad que creo necesaria; aunque vivo en la corte, no soy cortesano; así, desconozco la adulacion. Pues bien, repito que una atraccion particular me arrastró hacia V. y que me halagó la idea de ser amigo de un hombre que, como dijo V. muy bien la primera noche que tuve el gusto de escucharle conadmiracion, rendía entero culto á la verdad: ¡se miente tanto en el mundo!

Medina oia atento, al jorobado, y de su fisonomía iba desapareciendo aquel ceño que era señal distintiva de una emocion violenta; el conde, que estaba leyendo en su alma, continuó con su tono marcado de hipocresía:

—¡Ay, general! los hombres como nosotros debíamos vivir en el desierto; allí á lo menos nadie nos engañaria, ni seriamos víctima de crueles desengaños. Yo, que alimenté la idea de tener en V. un amigo, me veo citado cuando menos para un duelo; es muy duro abrigar una esperanza y verse en la dura precision de cambiar dos balas ó atravesar el corazon de un ser que distinguimos, porque este ser entra en un terreno nuevo, sin conocer las preocupaciones ridiculas que han dado en llamar costumbres.

—Está V. en un error, señor conde, prorumpió el general casi conmovido: no he retado á V.; solo pedia una explicacion, y lo que acabo de oir me basta para deponer el mayor resentimiento. El hombre que miente no habla así.

—Es cierto. ¡Cuánto me alegro que me comprenda V., general! exclamó el conde con una expresion de regocijo, que Medina tradujo de muy distinta manera.

—Me he equivocado en el juicio que de V. iba formando.

—No es extraño: lo mismo me sucede con todos los hombres. Mi carácter franco y alegre es un obstáculo para que me comprendan; pero no sé fingir. Hé aquí la razon por que al entrar confesé la simpatía que usted me habia inspirado.

—Simpatía á que sabré corresponder, señor conde; nadie llama en balde á las puertas de mi corazon.

Y le tendió la mano con tal generosidad, con tal muestra de afecto, que cualquier hombre hubiera retrocedido ante la idea de engañar aquella alma noble que se abria para dar entrada á una impresion que creia legítima; el conde por el contrario estrechó aquella mano con efusion, contrayendo sus labios para esconder su pérfida risa, y exclamó:

—¡Este dia lo considero grande en mi vida! Espero que nunca se arrepentirá V. de haber aceptado mi mano.

—El que una vez estrecha la mia, señor conde, debe saber que esta mano fuerte antes se arrancará del brazo á que está unida, que aceptar la traicion.

El conde le miró de reojo y dijo:

—Nos comprendemos; sé que puedo contar con usted del mismo modo que V. conmigo.

—Por mi parte, sí.

—Y por la mía tambien.

Y volvieron á estrecharse las manos.

Corrales, que observaba siempre, trató de arrancarse con rabia un puñado de pelos; medida que no llevó á cabo porque era completamente calvo, pero se quedó con la peluca entre los dedos. El pobre veterano, sin conocer al conde, se sentía impulsado á entrar en la sala y arrojarlo por el balcon.

—Soy desgraciado con mis amigos, añadió el conde con intencion.

—¿Desgraciado?

—Sí: no recibo de ellos más que desengaños, pues hasta el mismo Campo-Real desoyó mis consejos.

—¡Campo-Real! exclamó-Medina turbado.

El conde comprendió que en aquel golpe la espada habia tocado en el corazon del general, y dijo aparentando sorpresa:

—Sí: Campo-Real es mi mejor amigo; sería un excelente muchacho sin ese frenético amor que concibió por la marquesa y que ella alimenta con bien torcida intencion.

El general mudó de color y se recostó en el sofá, sin poder articular una palabra, no es posible pintar la alegría del jorobado, pues comprendió que en aquel segundo golpe la espada habia entrado hasta la empuñadura.

Hubo un momento de pausa; el conde anudó la conversacion, diciendo á Medina con acento de dolor:

—¡Ay! desgraciadamente, general, me convenzo en este momento de lo que hace dias recelaba y me tenia inquieto, está V. al borde de un precipicio.

—¿Yo? preguntó Medina, sin saber lo que preguntaba.

—Sí, mi querido general; acaba V. de darme una prueba inequívoca de que era cierta mi sospecha; veo que ama V. á la marquesa.

—¿Yo? volvió á preguntar el general; pero esta vez con ímpetu, poniéndose en pié y frunciendo las cejas.

En aquel momento era la culebra, que habiéndose visto acariciada siente el pié que la pisa para ahogarla.

La puerta se entreabrió; pero Corrales se detuvo, porque el general, reponiéndose en seguida, volvió á sentarse.

—Me dá V. miedo, amigo mio, dijo el conde; variaré de conversacion si esta disgusta á V. tanto.

—No, conde; perdone V. un arrebato que no me explico.

—Si mi suposicion era falsa no valia la pena......

—Es verdad; ¿tendria algo de extraño que amara á la marquesa?

—Absolutamente nada; muchos padecen de la misma enfermedad, y celebro saber que V. no corre ese peligro.

—¿Por qué?

—Porque siendo la marquesa una mujer sin corazon, el hombre que á ella se consagra corre á su perdicion segura.

—¿No tiene corazon?

—No: á todos oye; aunque Eduardo siempre fué su favorito y le unen con, ella lazos muy íntimos, nunca pudo conseguir que se fijara de una vez.

—¿Dice V. que le unen lazos?

—Eso asegura la crónica; y lo creo.

El conde metió la mano tres veces en el bolsillo para sacar la carta de la marquesa, dispuesto á ponérsela delante de los ojos; pero se detuvo, ya por parecerle demasiado pronto, ya porque le diera miedo la alteracion del rostro del general.

El jorobado se puso en pié y se despidió, diciendo:

—Espero que no será esta la última visita que haga á V., pues quiero que seamos muy amigos: juntos gozaremos de las peripecias que ofrece el gabinete azul, porque allí se representan perpétuamente dramas, que para nosotros, general, que estamos en antecedentes, no serán más que sainetes.

—¡Nos veremos, conde!

—Salgo de esta casa más feliz de lo que entré igo

—Gracias.

El general le presentó la mano, y el jorobado le echó el brazo por la cintura, oprimiéndosela suavemente. Entonces se retiró, diciendo para sí: «¡Ya es mio!»

Corrales se acercó á su amo, y no atreviéndose á hablar de la visita, le preguntó sencillamente:

—¿Quiere V. almorzar?

—No: vete

Y Corrales salió, moviendo los hombros y la cabeza, signo habitual en él para demostrar que comprendía lo que pasaba por el general.

Este se dejó caer en una butaca, exclamando:

—¿Conque no tiene corazon? ¿conque ama á todos? ¿conque ese Campo-Real es su favorito? ¡Bien, marquesa! ¡No siento amor hacia tí! ¡No es posible! ¡Pero esta atraccion!..... ¡Oh! ¡nos veremos cara á cara! ¡Aunque no la quiero, bendigo á la Providencia que me ha deparado al conde! ¡la amistad de este jorobado es una gran adquisicion!

Y llamó á Corrales para que mandara servirle el almuerzo.

XV.
APRESTOS DE GUERRA.

Aquella noche, al salir D. Mariano de Alba del gabinete azul, encontró en la puerta al conde de Tamajon, y comprendió que algun motivo de interés le traia á la casa cuando se adelantaba á sus contertulios.

Con efecto, el conde quería hablar á solas con la marquesa y sabia perfectamente las horas de que esta pódia disponer.

La coqueta estaba abatida; no era preciso saber leer en el corazon humano para adivinar que algun fenómeno psicológico se operaba en ella; el lector no necesitará que lo explique: la marquesa amaba al general Medina y veia levantarse entre ambos una nube, amenazando descargar su fluido peligroso.

Al ver la marquesa al jorobado, le asaltó el mismo pensamiento que á su amigo íntimo, y se estremeció; creyendo que en aquel momento la nube se cernía sobre su cabeza, tembló como el ave que desde su nido ve cruzar el gavilan.

—Adios, amiga mia, dijo el conde enseñando sus blancos dientes y dándole la mano con afecto.

—Adios, conde. ¿A qué debo esta visita tan anticipada?

—¡Siempre ingrata conmigo! Voy esta noche al teatro y no quiero privarme del gusto de ver antes á mi mejor amiga.

—Gracias por la galantería.

—Además de ingrata es V. injusta; no atino ya de qué medios he de valerme para que comprenda V. el afectó que me inspira.

—¿Desea V. que sea franca, conde?

—¡Oh, sí!

—Pues confieso que hasta ahora no he conocido todo el miedo que tengo á esa enemistad que V. me declaró, bien sin fundamento.

—Corresponderé á esa franqueza, confesando tambien que si somos enemigos, la culpa no es mia.

—Pues ¿de quién es?

—De V. solamente, marquesa.

—¿Por qué?

—Porque se presentó V. siempre hostil á mi persona, correspondiendo á mi afecto sincero con un sarcasmo y un desden, muy crueles por cierto.

—¿Yo? Me juzga V. mal.

—No hice más que cubrir los golpes que V. sin censar me dirigió.

—Nuestra susceptibilidad fué causa de todo, conde.

—Puede ser.

—Transijamos.

—Con mucho gusto.

—Ponga V. las condiciones.

—Seré muy exigente, marquesa, porque en la lucha llevé la mayor parte.

—Acepto sin oirlas.

—Esa generosidad me habla en favor de V., y depongo todo mi encono.

—Yo tambien. Veamos las condiciones.

—Dentro de tres dias es Año nuevo y dá V. un gran baile en sus salones....

—No comprendo.....

—Ahora me comprenderá V., marquesa. Es precioso que mañana envíe V. una esquela de convite á Eduardo de Campo-Real.

—¡Imposible!

—Aceptó V. las condiciones, y ya no es tiempo de volverse atrás.

—¿Con qué objeto?....

—Es muy sencillo: Eduardo ama á Lucía, y privar á dos amantes de que se vean es una crueldad; sabe usted cuánto quiero á Eduardo, y si ya nada le interesa á V. su ex-favorito, poco le costará dar este paso.

—¡Campo-Real me infirió una ofensa!

—¿Quién no tiene algo que perdonar? Hoy es dia de indulgencia plenaria; y como vuelvo á cobrar á usted la estimacion perdida, deseo que no dé un derecho á la crónica para que se cebe en su persona.

—¿Qué derecho?

—Las gentes comentan de mala manera la ausencia de Eduardo, y viéndole en el baile declararán que se engañaron. Además, si ama V. al general Medina

—¿Yo? preguntó la marquesa sobresaltada.

—Sí: ¿se atreverá V. á negarlo?

—¿Por qué no?

—Porque sería empezar un tratado de paz con una mentirá. Confiese V. que ama al general, y nos entenderemos.

—Pues bien, sí: le amo como no amé á ningun hombre, como no amaré á otro.

El conde ahogó un rugido y sus ojos chispearon; pero al mirarle la marquesa, ya no habia en su semblante sino una nube que se disipó para marcar una sonrisa.

—Ahora comprendo, dijo, el cambio que todos notan en la reina de los salones.

—Estoy arrepentida, conde, de haber sido coqueta, porque conozco que lo he sido; pero mi amor hácia ese hombre sobrenatural cambió mi sér.

—Es muy justo; y celebro en el alma oir en los labios de V. ese confiteor que la realza á mis ojos.

—¿De veras?

—Estoy hablando con sinceridad, y aseguro á usted que con cuanto esté de mi parte contribuiré á la dicha de mi nueva amiga; pero exijo que Eduardo venga al baile: aunque V. me cree un hombre insensible, soy víctima de mis afectos, y deseo ver contentos á Lucía y Campo-Real.

—Por mi parte accedo á la condicion, aunque rebaja mi dignidad.

—De ningun modo, señora; además, no olvide usted que no hay enemigo pequeño, y que Eduardo, á pesar de que es muy noble, puede ser temible con la exasperacion.

—No le tengo miedo.

—¿Quién sabe? dijo el jorobado con reticencia.

—¿Pretende V. asustarme?

—Nada de eso; obro ya lealmente y quiero poner á usted á cubierto de su poder.

—¡Bah! no reconozco ese poder.

—Cuando una mujer ha soltado una prenda....

—¿Prenda yo?

—Sí: cuando una mujer escribe una carta amorosa que acredita que á deshora y con misterio fué á visitar á un jóven soltero....

—¿Y esa carta?

—La tengo en mi poder, marquesa.

—¡No es posible!

—Es tan posible que la traigo aquí. Vea V. si la reconoce.

Y él conde sacó la carta; la marquesa, ahogando un grito, tendió la mano para apoderarse de aquel papel; pero el conde volvió á guardarlo en el bolsillo de la levita.

La marquesa vió á sus pies un precipicio: estaba desde aquel momento á merced del jorobado, porque aquella carta, dándole una interpretacion maligna, bastaria para robarle su honra y desacreditarla á los ojos de Medina. La coqueta, midiendo con sus ojos el abismo, comprendió que no le quedaba otro remedio que echarse en brazos de la Providencia y transigir con el jorobado.

—¡Es una infamia de Campo-Real! exclamó.

—No, señora, añadió el conde; Eduardo ignora que esta carta está en mi poder; se la he quitado.

—¿Con qué objeto? preguntó la marquesa agitada.

—Con el objeto de que desapareciera una prueba incontestable.

—Déme V. entonces ese papel.

—Todavía no; pero tranquilícese V., marquesa, porque nadie lo verá. Para arrancarme esta carta, me arrancarían antes la existencia.

—Sin embargo...

—Soy un caballero, y estimo á V. en mucho; pero necesito que se cumpla lo pactado.

—Se cumplirá.

—Aún no he puesto mi última condicion.

—¿Cuál es?

—Cada cosa á su tiempo; esté V. sosegada que no corre peligro alguno.

—¡Es horrible esta situacion!

—No sea V. pesimista, y sepa que soy ya amigo del ogro.

—¿Amigo de Medina?

—Sí; por cierto que esta mañana, cuando estuve en su casa, hice un elogio de V. que le causó honda impresion. ¡Oh! ¡está herido de muerte! Toda su fiereza yace ya á los pies de la mujer que le inspiró una pasion violenta.

—¿Se chancea V. todavía?

—¡No acaba V. de conocerme!

—¡Alguien viene! dijo la marquesa; esa carta...

—Está escondida debajo de cien llaves. ¿Acepta V. mi amistad?

—Con toda mi alma, conde.

—Me hace V. feliz, marquesa.

Esta le tendió la mano, y despues de estrecharla con efusion, el conde imprimió en ella un beso respetuoso. La marquesa alzó los ojos para invocar á la Providencia.

—Si V. me permite, amiga mia, me retiro.

—¿Nos abandona V. esta noche?

—Me aguardan en el teatro.

—¿Alguna mujer? preguntó la marquesa, esforzándose por ocultar su emocion con su seductora sonrisa.

—Puede ser.

—¡Cuidado, conde!

—Hasta mañana.

Algunas personas entraron en el gabinete azul al salir el conde.

Éste, en vez de abrir la puerta, se deslizó por detrás de una colgadura, y atravesando un pasillo, encontró á Ana que le aguardaba.

Un momento despues; el conde estaba sentado junto á Lucía, en su aposento, diciéndole:

—Comprendo la impaciencia de los amantes, pero todo martirio tiene su término.

—¡Sufro tanto sin verle!

—Hay inconvenientes...

—Que V. me ofreció salvar, señor conde.

—Es cierto. ¿Está V. dispuesta á arrostrarlo todo para ver á Eduardo?

—Eso no se pregunta.

—¿Y la salud?

—Ya estoy buena; y sobre todo, la mujer que ama no se acuerda de sus males físicos. ¿Qué enfermedad hay tan terrible como la carencia del ser querido?

—Veo que tiene V. corazon y que Eduardo no se engañó.

—¿En qué?

—En contar con V. para un lance arriesgado.

—Eduardo me conoce.

—Dígame V., Lucía: ¿quién guarda la llave de la puerta del jardin?

—No lo sé, porque esa puerta está condenada.

—Bien. ¿En el cuarto bajo habitan solo los criados de la marquesa?

—Y el portero.

—Ese dormirá como un tronco; así duermen todos los porteros.

—¿Qué piensa V. hacer?

—Mañana, alas dos de la madrugada, baje V. por la escalera interior del cuarto bajo; Eduardo estará en el jardin

—¡Ah! ¿qué me propone V., señor conde?

—Un medio sencillo de ver á Eduardo.

—Y el mundo, ¿qué dirá?

—El mundo duerme á esas horas, hija mia; entre los dos habrá una reja que pone á cubierto todo temor, aunque Eduardo ama á V. demasiado para no respetarla.

—Sin embargo...

—¿Vacila V. ahora? ¿Y aquella decision?

—¡Eduardo me exige tanto!

—Quiere hablar con V. para combinar el medio de no separarse nunca.

—¡Nunca! exclamó la jóven. ¡Ah, sí! ¡iré, señor conde! ¡qué dichosa soy!

—Vaya V. bien arropada para que no le perjudique la frialdad de la noche.

—¿Qué me importa el frio?... ¡Ah! ¡le veré!

—Modere V. su emocion para no retroceder en su cura y privarse del gusto de verle.

—¡Ah! iria aunque fuera arrastrándome.

—Adiós, hija mia; nos veremos mañana, si puedo hurtar las vueltas á la marquesa, pues no conviene que se aperciba de mis visitas.

Ana esperaba en el pasillo al jorobado, que al verla, le dió un golpecito en la mejilla, diciéndole:

—Voy á buscarte un marido buen mozo.

—¿De veras? exclamó la fámula, abriendo extraordinariamente los ojos.

—Sí; ¿no quieres?

—¡Vaya! ¡qué cosas dice este señor conde!

—De mi cuenta corre el dote.

—¿También dote? ¡Esta noche me va V. á quitar el sueño!

—A propósito de sueño: el del portero ¿es muy pesado?

—El portero tiene siete hijos y su mujer, y es muy feo.

—Te pregunto si duerme profundamente.

—No le despierta ni un cañon de artillería.

—¡Magnífico! Cuando esté durmiendo, quítale la llave de la puerta del jardin que da á la calle de Cañizares.

—¿Para qué?

—Eso no te importa; si quieres que te busque el marido has de darme, mañana, la llave.

—No me atrevo.

—Puede ser que poniendo esos anteojos al portero, no vea que coges la llave.

Y dejó caer en la mano de Ana dos medias onzas de oro; si en aquel momento hubiera tenido la criada en su poder las llaves de la ciudad, hubiera imitado á Perinet-Leclerc.

—¿Cuento con la llave? preguntó el conde sonriéndose.

—Ya lo creo; tiene V. un modo de hablar tan expresivo, que siempre me convence.

Cuando al siguiente dia entró el jorobado en casa de su amigo Campo-Real, éste le presentó con asombro una esquela de la marquesa del Fresno, convidándole al baile que daba el dia de Año-nuevo, en celebridad de su cumpleaños.

—¡Hola! exclamó el jorobado; ¿la coqueta arría el pabellon?

—No me explico el convite; pero no iré al baile.

—Irás.

—De ningun modo.

—¿Y Lucía?

—Tienes razon; además, la marquesa es la que cede, puesto que me llama.

—Antes verás á Lucía.

—¿En dónde?

—En su casa.

—¿Estás loco?

—Toma esta llave, que te abrirá las puertas del paraíso.

—Explícame ese enigma.

—Escucha y sabrás lo que inventé para contribuir á tu felicidad.

Y el conde le refirió su proyecto.

XVI.
¡AMOR!..…

Lucía amaba á Eduardo de Campo Real.

Eduardo de Campo-Real ¿amaba del mismo modo á Lucía?

¡Cuan expuesto es contestar á esta pregunta ¡Lucía amaba por primera vez. Campo-Real habia amado muchas veces.

Para ella, todo era nuevo; y sin embargo, expresaba sus sentimientos con las mismas palabras que él; el amor no se enseña en las universidades: en él se adivina todo; el alma aprende á amar por intuicion.

Para él, ejercitado-en las luchas de la pasion, no era difícil presentar de relieve un amor grande; el amor para el hombre de mundo es un drama de sabidas y estudiadas peripecias; como historiador imparcial debo presentar la verdad; al leer en él corazon de Campo-ReaL no encontré un cálculo, sino una impresion; él mismo confesaba que esta era distinta de las que otras mujeres le habían inspirado. Creia que era su primer amor.—Si has revisado su diario, amigo lector, comprenderás que su pensamiento podia ser tan extraño como dudoso.

Lo cierto es que Lucía ocupaba el alma del poeta.

¡Qué contraste entre Lucía y la marquesa!

¡Y los hombres se postraban ante la mujer sin corazon, siendo indiferentes á aquel ser que á su lado vivia, tesoro de amor y de sensibilidad! Para el amor todos los hombres son miopes.

La mujer es la mejor invencion del hombre.

No hay que asustarse; Dios formó á Adan su hembra, como á todos los animales la suya; pero la mujer, con sus ridiculeces y sus nervios y sus susceptibilidades y su carácter anguloso (que son sus atractivos en la sociedad), es sin disputa una invencion nuestra; sin esos defectos ¿qué mujer cautivaria? El imperio de la hermosura no dura más que una hora. Dios formó el hombre á su imagen y semejanza; pero el hombre, caprichoso y voluble, ha formado despues la mujer á imagen y semejanza suya.

¿En dónde está el amor? Para mí murió al nacer... Veo abrir tamaños ojos á algunos criticastros, dispuestos á atropellar mi pensamiento; pero no he soltado la idea sin reflexionar antes.

El amor, purísimo como un rayo del arco iris, cual lo puede comprender sólo la mente, descendió como él perfume de la brisa matinal al Paraíso, meciéndose ante los ojos de nuestros primeros padres; pero ¿quién negará que á las sugestiones de la serpiente se arredraria, viendo que en su cuna manchaban su purerza? El amor se escondió avergonzado, cerrando sus alas, como la fresca pasionaria que al desplegar sus pétalos sintiese un gusano que llegaba á esconderse en su corola.

Ahora bien: ¿existe el amor, ó no existe? Sino existe, ¿qué nombre tiene ese móvil del mundo, ese eje sobre el cual puede decirse que gira la máquina social? ¿Cómo se llama entonces esa inclinacion de los dos sexos? ¿Miente la historia al recordarnos tantos amores célebres? ¿Por qué se nombra en todo y para todo el amor?

Conserva su nombre porque no se atrevieron á quitárselo despues que lo mancharon; pero no es el mismo soplo que Dios formó con ese nombre, sino un engendro maléfico que se lo usurpó, ó un hijo desnaturalizado que no guardó la reputacion de su padre, sin que por eso perdiera su apellido.

El mundo le ha llamado siempre amor, y amor le llamo aquí; pero hay que mirarlo como es y como debió ser.

El amor formado á la voz de Dios era una gota de rocío, trasparente y diáfana; hoy cuando más puro se le ve, es una gota de agua filtrada , dista el uno del otro, cuanto dista la naturaleza del arte, cuanto dista el Criador de un filtro; Dios le formó sin precio, como formó el diamante en la roca; la civilizacion lo pule y lo vende, como el diamante labrado.

Existe el amor; pero un amor indefinible, pálida copia de un precioso original. Existe el amor y se ama; pero no es el amor que creó Dios, como la esencia de lo bello, de lo ideal, de lo fantástico, de lo perfecto.

Algunos seres luchan contra el torrente y libertan su corazon del contacto del cieno, conservándose intactos como algunas imágenes entre las ruinas de un templo. Si el mundo fija en ellos la vista, una sonrisa irónica aparece en sus labios; para el mundo, esos séres no comprenden su mision: en vano tratarían de ser apóstoles de una causa perdida; para el mundo, el amor es un cálculo matemático, y pisa su templo sin mirar si lo mancha con los pies.

¡Es verdad! ya no es el amor hijo de una impresion, sino del estudio; no es un sueño, sino una realidad; no es una atraccion, sino una necesidad; no es el dulce arrullo de la tórtola, sino el hambre feroz del tigre.

El amor es un niño mal criado que sin respeto alguno juega con la dignidad de los seres; tiene un cursó de depravacion que lo hace desarrollarse á su pesar y perder la inocencia; se ha ilustrado á costa de su virtud, de su aroma, que perdió con sus cavilaciones; le enseñan, pero no aprende lo bueno; le deslumbraron con el oro y los placeres, y hoy le gusta recostarse en los mullidos sillones y libar la fragancia de los vinos. Ya no busca el corazon de Chactas, pero se cobija gustoso en el de Don Juan.

El amor es, sin embargo, como el sol calienta y alumbra el universo; pero, ¿quién no sabe que el sol no quema, buscando la sombra?

¿Se puede encontrar siempre una sombra que nos ponga á cubierto de sus rayos?

No: vivimos todos bajo su influencia; no son los hombres los que huyen de este sol; él es quien nos abandona cuando halla en el corazon la fria losa de un sepulcro.

El amor me reclama, y voy á buscarlo.

No sé si recordará el lector que la casa de la marquesa del Fresno estaba situada en la calle de Atocha, frente á la iglesia de San Sebastian; la casa hacia esquina á la calle de Cañizares, calle estrecha y mal alumbrada en 1839, que todavía el gas no habia traspasado el Pirineo, á pesar de que ya corría el tan decantado siglo de las luces.

La casa de la marquesa no tenía más que cuarto bajo y principal; ella habitaba éste, habiendo destinado aquél á los criados; atravesando un patio grande, habia una reja de madera que daba vista á un terreno reducido, inculto á la sazon, pero que llevaba el pomposo nombre de jardin aunque solo habia algunos tiestos de flores, que en la primavera se trasladaban á los balcones para servir de recreo á la marquesa. El jardin tenia una puerta falsa á la calle de Cañizares.

Era de noche; la luna alumbraba con todos sus rayos: con esos rayos que parece roba al sol y que tan importunos son para los amantes y los rateros; reinaba el viento Norte, regalando á los habitantes de la coronada villa ese frio glacial y seco de Diciembre que embota los miembros y que tan mala fama ha proporcionado á la atmósfera cortesana, causando pánico á los forasteros.

A esta hora no se oia más que la destemplada voz del sereno cantando ¡las dos! y los pasos precipitados de algunos que se retiraban á dormir, manifestando deseos de envolver sus cuerpos entre las sábanas. A las dos de la madrugada una gran parte de Madrid vela todavía: el Casino, los clubs, los salones y las casas de juego están abiertos á las doce de la noche; los primeros se cierran al apuntar el alba; las últimas nunca se cierran.

Un minuto despues de haber herido el viento la voz aguda de la campana y la voz bronca del sereno, anunciando ambos una misma cosa, apareció una figura humana, como una sombra, en una de las rejas del cuarto bajo que daban al jardin. Era una mujer envuelta en un abrigo que la preservaba todo el cuerpo; en la mano derecha tenía un pañuelo blanco con el que se tapaba la boca; á pesar de estas precauciones, era fácil ver que tiritaba y que padecia, pues de vez en cuando se llevaba la mano al pecho, queriendo sin duda contener una tos seca, tan molesta como inoportuna en aquella cita misteriosa; porque solo una cita podía, á hora tan desusada, conducir á aquel sitio á una mujer.

Si era una cita, el amante no se hacia esperar, porque en aquel momento se oyeron pasos en la calle solitaria, y la jóven murmuró: «¡Es él!»

El ruido de los pasos dejó de oirse detrás de la puerta falsa. El que llegaba se habia detenido para examinar de arriba abajo la calle; nadie pasaba en aquel momento; el sereno recorría la calle de Atocha, dando desaforados gritos para anunciar la hora, despertando así al dormido vecindario que le pagaba por guardarle el sueño. Despues que el rondador nocturno se hubo convencido de que nadie le espiaba, se desembozó, y metiendo no sin trabajo la llave en la cerradura, que estaba mohosa por falta de uso, dió dos vueltas á aquella, y la puerta se abrió, volviendo á cerrarse un instante despues.

Eduardo de Campo-Real, porque era él, no tuvo necesidad de recorrer el reducido jardín, porque en frente de la puerta se destacaba, en la reja, la figura de Lucía, iluminada por la luna que daba de lleno en su cara; nada hay más poético, y por tanto nada más engañoso, que la luna; pero esta vez encubría solo las huellas de un padecimiento profundo. Lucía estaba pálida como una estatua de mármol; pero animada como la esperanza y sublime como el dolor.

Campo-Real de un salto se encontró al pié de la reja; al coger la mano derecha de Lucía, esta sé oprimió con la izquierda el corazon, que quería saltar de su pecho.

En el primer momento no pronunciaron sus labios más que estas dos palabras: «¡Eduardo!» «¡Lucía!» Y se contemplaron en mudo éxtasis, electrizándose con el fuego de sus ojos, magnetizándose con el contacto de sus manos; aquel silencio encerraba un lenguaje más elocuente que el de las palabras, más verdadero que el de los labios: era el lenguaje del corazon.

La mano de Lucía abrasaba: la pobre niña tenia calentura; la mano de Campo-Real quemaba: el poeta tambien tenia fiebre, olvidándose en aquel instante de las muchas escenas parecidas en que habia tomado parte con el mismo interés; ella, por el contrario, reconcentraba toda su vida en aquel minuto. El frio de la noche no hacia impresion entonces en la robusta organizacion de Campo-Real, ni—¡cosa rara!—en la organizacion delicada de Lucía; la calentura del amor es una segunda vida; Lucía empezaba á vivir de nuevo, y el calor ficticio de su sangre la animaba, dándole fuerzas extraordinarias.

Pasados algunos segundos, Lucía se llevó las manos á la frente, cubriéndose despues los ojos, como si coordinara sus ideas; Campo-Real preguntó con emocion:

—¿Qué tienes?

—Creí que soñaba; pero no, estás á mi lado y estrecho tu mano: ¡ay, Eduardo! ¡qué feliz soy en este, primer momento de amor!

—¡Ah! yo tambien, mi Lucía, me considero dichoso; vienes hoy á embellecer las horas de mi existencia

—¿Es verdad, Eduardo, que no hay más que un amor en el trascurso de la vida de los seres?

—¡Uno solo! ¡no hay más qué un amor como no hay más que un sol!

—¡Terrible revelacion! exclamó la jóven lanzando un hondo suspiro.—

—¿Por qué?

—Porque si no hay más que un amor y tú le has sentido ya, ¿qué puedo esperar de tí, yo, virgen hasta del pensamiento? En mis sueños no se ha cruzado otra imagen más que la tuya, Eduardo; mis ojos no han cambiado con otros ojos ni esa mirada inteligente, en que como se da algo, algo se pierde: si el amor es una esencia exquisita de los seres, mi alma no ha exhalado ni un átomo de su perfume; entera la conservé y entera te la doy; ¡oh! ¡qué horrible es abrigar la idea dé un cambio tan desigual!

—¡No, Lucía! en el cielo hay muchas estrellas que aunque de radiante luz, nunca consiguen robar su brillo al sol; hay en la existencia del hombre multitud de estrellas que al parecer le alumbran; pero todas se oscurecen á los primeros crepúsculos del sol; así, todas esas impresiones pasajeras de mi vida han desaparecido cuando se iluminó mi horizonte con el resplandor de tus ojos; porque tú eres mi sol, Lucía; tu amor es el dia para mí; ¿qué te importan esas estrellas nocturnas que se quedan ya oscurecidas ante tus magníficos rayos?

—¡Ay! ¡el sol se pone, y las estrellas vuelven á lucir con su brillo, fatal para quien ama con todo su corazon!

—El sol no muere, vida mia; cuando desaparece del horizonte de nuestra vista, es porque va á alumbrar otras regiones; nuestra fantasía ardiente le seguirá adonde quiera que vaya iluminando siempre nuestros corazones con su vivífico rayo; el verdadero amor, el que tú me inspiras, nunca encuentra su occidente; muere el individuo, pero el amor vela sobre el sepulcro para que nadie lo profane.

—¡Ah! ¡no me engañes! si un dia has de dejar de quererme, si esas bellas imágenes que me pintas hoy son ilusiones de un momento de fascinacion, ¡vuelve en tí, Eduardo! ¡mátame ahora, para no sufrir un desengaño que amargaría mi existencia!

—¿Engañarte yo? ¡Si sabes leer en el fondo del alma, ven, Lucía! ¡ven á aprender á sentir! por más que me creas aleccionado en el mundo, por más que temas, al entregar tu alma virgen, encontrar en mi corazon un cadáver, ven y verás mi corazon: entero te,1o doy.

—¡Quiero creerte! es tan hermoso lo que me dices, que me horroriza pensar que la mentira se aposentara en tus labios.

—Desecha esa idea; el porvenir se abre risueño para nosotros; ¿no te conmueves al pensar en las horas de abandono y de delicias que pueden disfrutar dos seres que se aman? Soñaba en mis devaneos con un ángel que me comprendiera, con un alma de fuego que correspondiendo á mi enajenacion me elevara al cielo con las alas del amor; soñaba con una mujer distinta de las otras mujeres: ¡Lucía, tú eres mi ensueño!

La pobre niña habia apoyado su cabeza ardorosa contra la reja y escuchaba extasiada, encontrando acaso en la frialdad de los hierros un consuelo al calor sobrenatural de su frente.

—¡Tengo miedo al mundo, Eduardo! dijo.

—¡Tú eres para mí el mundo!

—¿Piensas mucho en mí?

—¡Eres mi único pensamiento!

—¡En la soledad de mi cuarto te veo á todas horas, Eduardo!

—¡En el bullicio del mundo te veo siempre, Lucía!

—¡Qué venturosa me siento en este instante! ¡Y dicen que la felicidad mata! Creí que no podia soportar tu vista, y no sólo me encuentro fuerte, sino que tu mano me presta nueva vida; ¡qué ignorantes son los médicos! afirman que conocen nuestros males y se empeñan en curar el cuerpo, cuando el padecimiento está en el alma; ahora mismo ¿no lo estoy palpando? Me juzgaba muy enferma, y mi dolencia ha desaparecido; es verdad que mi pulso está agitado, que mi corazon late con violencia, que mi respiracion es más difícil; pero ¿no sientes tú todo esto lo mismo que yo?

—Sí, murmuró Campo-Real mirando con dolor á su amada y ahogando un suspiro.

—Debe ser una ley de nuestra pobre naturaleza, Eduardo; la agitacion del amor aviva mi pulso; al sentir el calor de tu mano, mi corazon aumenta sus latidos; la atmósfera que forma tu aliento me ahoga, y respiro con trabajo; ¡que vengan ahora los médicos á analizar mi sufrimiento, á curarlo con su ciencia inútil! ¡tú eres mi médico! ¡solo tú, que comprendes mi ser y causas el trastorno, puedes aliviarme! ¡viéndote, soy feliz!

—¡Yo siento lo mismo que tú, Lucía! Hoy he tenido una sorpresa que me enajenó, despues de haberme causado un disgusto.

—¿Sorpresa?

—Sí; esta casa en que habitas me inspira odio y desprecio; y aunque habia jurado no volver á pisarla, el destino me llama á ella de nuevo.

—¿Vienes por mí?

—Por tí nada más; hoy recibí una esquela de la marquesa, convidándome para el gran baile que dá mañana en sus salones.

—¡La marquesa! ¡el baile! ¡oh!..„.

Lucía se oprimió el corazon, reprimiendo un grito; Campo-Real la sujetó por la mano, diciendo:

—¿Qué tienes?

—¡Ah! ¿la marquesa te llama? ¿Vendrás al baile?

—Sí; para verte y decirte que serás mia ante Dios.

—¡Oh! ¡no! ¡no quiero que vengas al baile! ¡la marquesa me robaría tu corazon!

—¿Deliras?

—Esta casa es un infierno, Eduardo. Prefiero no verte nunca á verte al lado de esa mujer. ¡Me asesina la idea de que hables con ella! ¡tiene imperio sobre tí!

—¡No, mi bien! ¡te engañas!

—¡Ah! ¿lo ves? ¡ahora sí que me pongo muy mala! ¡mi corazon se rompe y mi cabeza vacila!,

—¡Por Dios! ¡ten valor!

—¿Qué es esto que pasa por mí? ¡Esa mujer!....

—¿Tienes celos?

—¡Ay! si celos son, ¡quiera Dios que nunca sepas lo que son los celos!

—Tranquilízate, Lucía; tampoco deseo pisar esta casa; pero ¿cómo verte? ¡venir á estas horas como un malhechor, exponiendo tu salud y tu estimacion, es imposible!

—Prefiero no verte.

—Mi amor, Lucía, es puro y santo: ¿quieres unir tu suerte á la mia? ¿quieres ser mi esposa?

—¡Oh! exclamó la jóven oprimiéndose el pecho con las manos.

—¡Responde! ¡de tus labios pende mi felicidad! ¡responde!

—¡Soy tuya desde que te conocí, Eduardo!

—Pues bien, vendré mañana al baile.

No.

—Vendré al baile para consagrarme á tí y para probarte el desprecio que la marquesa me inspira; allí te diré el plan que forme, y pasado mañana dejarás esta casa para no volver á pisarla.

—¡Ah! ¡sí, sí!.....

—Seremos felices, muy felices; te llevaré á casa de mi hermana Adela, que te amará como yo; desde allí saldrás para sellar nuestra dicha ante el altar.

—¡Eduardo, la felicidad mata! tus palabras han entrado en el fondo de mi corazon como un hierro ardiendo: ¡desfallezco! ¡Ay!

—Retírate, mi bien, y recuerda que de tu vida depende la mia.

—¡Hasta mañana! ¡aunque te vas, te quedas conmigo!

—¡Conmigo te llevo! ¡adios!

Campo-Real estampó un beso en la mano de Lucía, y se dirigió á la puerta falsa.

Lucía se retiró de la reja, y con voz desfallecida llamó á Ana que la aguardaba, durmiendo en el aposento inmediato; apoyóse en el hombro de la criada y arrastrándose llegó á su cuarto. Ana tuvo que desnudará la pobre niña, que cayó en el lecho como herida por un golpe mortal.

Abrió Campo-Real la puerta falsa y al salir á la calle de Cañizares, tuvo la precaucion de examinarla por si alguno pasaba á la sazon; pero el silencio completo que reinaba le animó á cerrar la puerta, y embozándose en su capa siguió hasta la calle de Atocha. Al desembocar en ella, cuatro jóvenes que al parecer salian del atrio de la iglesia le cortaron el paso; uno de ellos dijo en alta voz, soltando una carcajada:

—¡Já, já, já! mira, Leopoldo; aquí tienes á nuestro Eduardo de Campo-Real que vá preocupado.

—¡Dichoso mortal! exclamó Leopoldo; ¿de dónde vienes? ¿Andas rondando la casa de tu ex amada?

—Parece que estás contento, añadió el marqués del Espino; la noche habrá sido agradable.

—¡Qué buen humor! dijo Campo-Real queriendo abrirse paso. ¿Están ustedes de ronda?

—Sí, como tú.

—Ya ves, repuso Leopoldo; he perdido en el Casino mi última peseta; en vez de ir á tirarme al Canal, tomo el fresco por las calles; y á fe que no me pesa, porque á estas horas se ven cosas

—¿Qué dices? preguntó Campo-Real fijando en el jóven sus ojos centellantes.

—Nada: digo que veo á estas horas á mis amigos tan desesperados como yo, pues dejan el blando sueño no por buscar emociones, que no son tan fáciles de encontrar como una pulmonía.

—Buenas noches, señores, dijo Eduardo con tono seco.

Y siguió por la calle de Atocha, sin comprender que sus amigos le habian estado espiando.

—¡Qué ajeno vá, dijo el marqués del Espino, de que conocemos su guarida nocturna!

—¡Qué reservado se ha vuelto Eduardo! Añadió Leopoldo; no hubiera creido que un hombre que se jacta de tener mundo escondiera una victoria que le enaltecería á nuestros ojos.

—¡Cáspita! repuso otro; le envidio la velada.

—Ya no nos queda duda de lo que contó Tamajon.

—Yo nunca miento, dijo con voz estentórea un embozado que llegaba de la calle de Cañizares.

—¡Hola! conde; ¿por dónde andabas?

—Estuve escondido en el quicio de una puerta para verle salir.

—Hemos hablado con Campo-Real.

—Ya lo sé; ¿me negareis ahora que la marquesa admite de noche en su casa á Eduardo de Campo Real?

—¡Y por ia puerta falsa! añadió uno con malicia.

—¡Crea V. en la aparente virtud de las mujeres!

—¡Oh! repuso el conde de Tamajon; ¡la marquesa es hipócrita! necesita que una mano atrevida le arranque la careta.

—Eso corre de nuestra cuenta, dijeron los cuatro en coro.

XVII.
LA GRAN BATALLA.

Llegó el dia primero de Enero de 1840.

Era un dia como otro cualquiera para las gentes que veian correr el tiempo con la impasibilidad de la indiferencia; pero no para la fashion cortesana, que hacia una semana andaba revuelta con los preparativos de una fiesta: esta fiesta era el gran baile que daba en sus salones la ilustre marquesa del Fresno, en celebridad de sus cumpleaños.

Por la noche, al dar las doce, cuando las tiendas habian apagado ya sus luces, cuando el vecindario se iba recogiendo en sus respectivos domicilios, cuando, en una palabra, para Madrid empezaba la noche, amanecia para una casa de la calle de Atocha; así debía juzgarse por el movimiento que su inquilino ponia de manifiesto, sin cuidarse de molestar á sus soñolientos vecinos. Por todos lados llegaban á la puerta de esta casa carruajes conduciendo personas que aquella noche sacrificaban el sueño por disfrutar de la fiesta: los bailes de etiqueta son siempre acontecimientos en el gran mundo, por más que se prodiguen; son un palenque, en donde todos van á conquistar el primer puesto: el lujo y la hermosura son los premios del torneo.

A la una estaban llenos de gente los salones de la marquesa del Fresno.

Los folletinistas de aquel tiempo, que ya hablan anunciado á tambor batiente la fiesta que se preparaba, se ocuparon despues en sus revistas en pintar detalladamente el lujo del decorado y la exquisita amabilidad de la marquesa en hacer los honores de su casa, y la riqueza de su toilette y lo bien servido del espléndido buffet, insertando una larga lista de las personas que llenaban los salones, entre las que se contaban, por ejemplo: las ilustres señoras de A, B y C, el duque de D, los condes de E y F, los diplomáticos G y H, el célebre literato CH, los grandes de España I y J, el gran escritor alemán K, los generales L y M, los ministros N y O, los altos funcionarios P, Qy R, los distinguidos caballeros S, T y V, el viajero inglés sir W, el conocido príncipe ruso X (que viajaba de incógnito), y las lindísimas y deslumbradoras señoritas de Y y Z, no olvidándose de, consagrar siempre el primer puesto á la marquesa del Fresno, bien porque era la dueña de la casa, bien porque todo el mundo sabia que llevaba el nombre de reina de los salones y deidad de la hermosura.

Del anuncio de aquella revista no me seria fácil sacar en limpio más que un abecedario, y o trascribo á mis lectores, siguiendo su fórmula, para que investiguen, si algo les interesa, los nombres de las personas que concurrieron al sarao de la marquesa del Fresno.

(Ahora veo que he incurrido en una falta que tendria que salvar en la fe de erratas; donde dice sarao léase soirée.)

Las revistas, al ponderar ala marquesa, no habian exagerado, pues llamaba la atencion por sus atractivos: su hermosura se realzaba más con los adornos, porque no era una hermosura modesta: sus admiradores, que ya tenían trastornado el juicio, acabaron de perderlo aquella noche acosándola todos a un tiempo, ávidos de una mirada suya, creyéndose felices con una palabra, con una sonrisa, que traducian por un signo de preferencia; muchas mujeres muy bellas habia en los salones; pero era preciso confesar que estaban eclipsadas.

La marquesa, que atendia con prolijidad á los deberes que le imponia la etiqueta, huia sin embargo del incienso que aquella noche parecia incomodarla, y aunque recibia á todos con una sonrisa afectuosa, no era la sonrisa de siempre: la sonrisa de la reina qué vende proteccion á sus vasallos..

La marquesa estaba fuertemente preocupada; lo diré de una vez: entre aquella multitud faltaba un hombre: faltaba D. Carlos de Medina.

Cuando una coqueta halagada, obsequiada, rodeada de sus admiradores, encuentra que le falta algo, y este algo es un hombre, dá á entender bien claramente que ha abdicado. La marquesa amaba al general Medina.

La orquesta anunció que iba á romper el baile, y la marquesa con disgusto dió el brazo al embajador de Francia, su pareja para el primer rigodon. Todos los hombres hubieran querido en aquel instante ser embajadores de Francia solo por obtener distincion tan honorífica.

El baile empieza, y me voy por el salon en busca de mis personajes: unos bailan y otros hablan; el provinciano Perez se comprenderá que era de los primeros: moviendo los pies se creia dispensado de mover la lengua. No veo ni á Lucía, ni á Medina, ni á Campo Real.

Me acerco al conde de Tamajon; pero éste se separa de un grupo y corre á la puerta principal para recibir á uno que entraba; despues de saludar afectuosamente al general Medina, se apoya en su brazo; movido por la curiosidad, me voy detrás de los dos y por encima de las cabezas busco á la marquesa; su pareja estaba en actitud de empezar la pastorelle, pero ella se habia distraido, y el embajador se vió obligado á cogerla por la mano para no perder el compás; conocí que ella se disculpaba y siguió el movimiento del baile, mirando siempre hacia donde estaba el general Medina, á quien saludó sonriéndose, sin que obtuviera respuesta.

—¡Está magnífico el baile, general! dijo el conde de Tamajon.

—¡Hace aquí un calor insoportable!

—Es de rigor, amigo mio.

—Reniego de ese rigor que con tal rigor nos trata.

—Dicen que así se divierten.

—Y el siglo ilustrado ¿no condena el baile como inmoral?

—¡Oh, no! el baile es un ramo de educacion general; las leyes de la buena sociedad exigen que todos aprendamos á seguir ese movimiento acompasado que nada dice al alma, pero que estropea el cuerpo y agita el corazon.

—¡Qué bien dicta la sociedad sus leyes, conde! ¡Ay del hombre que toque con un dedo á una mujer! ¡Sería un caso de honra! Y llega el baile, y ella abandona su cuerpo á un indiferente, y luego á otro y á otros, por el gusto de hacer contorsiones. ¿Creerá la mujer que nada pierde en ese enlace?

—¿Abomina V. el baile, segun veo?

—Tengo mi modo de ver las cosas, conde; si amara á una mujer, no me parece que soportaría que bailara con otro hombre.

Al decir estas palabras, el general fijaba la vista en la marquesa, frunciendo las cejas; ella hubo de comprenderlo, pues clavó en él sus ojos con una mirada apasionadísima.

El conde, que sorprendió aquel signo telegráfico, hizo dar una media vuelta á Medina y riéndose, añadió:

—Si V. amara, general, haría lo que todos, pues las mujeres del gran mundo son incorregibles; el baile es para ellas una necesidad. Felizmente está V. libre de esa desgracia.

—Es verdad, murmuró Medina casi entre dientes.

—Lo que acaba V. de decir me recuerda una ocurrencia de cierto viajero.

—¿Cuál es? preguntó el general maquinalmente.

—Vino á España un turco, y lleváronle á un sarao para que estudiara nuestras costumbres; allí uno le preguntó qué le parecia el baile, y él haciendo un gesto expresivo y mirando con asombro á las parejas que bailaban agitadamente, contestó: «Me parece bien; pero creo que pagarán muy caro á esos jóvenes, porque trabajan mucho.»

—Ese turco era un sabio.

—No, general, el turco era un turco; hay que dar á cada país lo que es suyo.

El rigodon habia concluido; la marquesa, separándose del embajador, llegóse al general y le presentó la mano revelando en su fisonomía la satisfaccion de que estaba poseída.

Medina tenia todavía las cejas fruncidas, y la marquesa habia aprendido ya lo que significaba ese gesto; su amor propio se encontraba satisfecho, pues aquel disgusto lo producia ella; además su experiencia le enseñaba el dominio que ejercia sobre aquel hombre, porque bastaba examinarlo para comprender que aquella noche se habia detenido algun tiempo delante del espejo, con el objeto de arreglar el lazo de su corbata y los bucles de su negra cabellera; él lo habria hecho instintivamente, sin estudio, pero ella sorprendia en este detalle su victoria.

—Temia ya, dijo, que nos privara V. de su compañía.

—Vé V. que ese temor era infundado.

Y al pronunciar esas sencillísimas palabras fijó la vista en la marquesa, con tal expresion, que ella se estremeció de placer y de triunfo.

El general no sabia que la miraba así; cuando el alma está impresionada, impulsivamente, en un momento dado, se asoma á los ojos; los labios entonces son malos intérpretes del sentimiento: lo que dicta la cabeza sale por los labios; por los ojos sale lo que dicta el corazon.

La marquesa no hubiera querido que en aquel instante se hallase presente el conde, porque contando con sus propias fuerzas y con el estado del general, creia llegada la hora de rendirlo, empeñada ya la gran batalla; aunque el pacto con el jorobado debia tranquilizarla, siempre abrigaba un temor serio, más fundado, porque sabia que guardaba aquella carta fatal por la que hubiera dado toda la sangre de sus venas: ¡tanto horror le inspiraba la idea de que Medina pudiese leer aquellas palabras que le harian perder su estimacion!

Conociendo el conde la esperanza que abrigaba la marquesa, se preparó á contrariar su plan, no soltando el brazo del general, y dijo:

—¿Creerá V., marquesa, que estábamos filosofando?

—¿Sobre qué? preguntó ella, sin mirar de frente al jorobado por temor de encontrar en sus labios aquella risa que tanto la habia atormentado.

—Sobre el baile; como ni el general ni yo rendimos culto á Terpsícore, nos parecen ridículos los hombres que pierden su dignidad dando saltos.

—No hay cosa que no sea susceptible del ridículo; el baile tiene su poesía.

—Podrá ser; pero los hombres que vivimos de la prosa cuidamos más de nuestros cuerpos.

—Llama V. tranquilidad al egoísmo, conde, dijo la marquesa sonriéndose; los egoístas en nada encuentran poesía.

—A propósito de poesía, ¿no ha venido todavía nuestro amigo Campo-Real?

La marquesa se puso pálida, y el jorobado sintió un estremecimiento en el brazo del general donde continuaba apoyado; sin duda para clavar más hondamente el puñal, insistió, dirigiéndose á ella:

—¿Vió V. á Eduardo?

—No he reparado si está en el salon, contestó, queriendo aparentar una indiferencia despreciativa.

—Pues debe venir, marquesa, porque recibió la esquela de convite.

—Enhorabuena, continuó ella reprimiendo contrabajo su ira.

Y miró fijamente al conde, que le hizo un guiño de inteligencia para que sostuviera la conversacion; pero ella que por más que lo pretendía, no se explicaba la ventaja de aquel diálogo inoportuno, dirigióse al general, cambiando de conversacion, y le dijo:

—¿Conque detesta V. el baile?

—Detesto, señora, todo aquello que se separa de la verdad.

—¡Qué desgracia, general! venia con la pretension de que bailáramos un vals.

—¡Señora! ¿un vals yo?

—Sí, un vals: ¿no sabrá V. seguir el compás?

—No sé más que pelear: yo mismo me asustaria.

—¿Se niega V. á complacerme?

—Quizá me determinaria por el gusto de atormentar á V., marquesa.

—¿Atormentarme?

—Claro está: ¡haríamos buena pareja!

—¿Por qué?,

—Porque no sé bailar; no me avergüenzo de hacer esta confesion.

Felizmente para el conde, que comprendia que la idea de la marquesa no era otra que separarlo del general para agarrarse al brazo de éste, se oyó un murmullo extraño á su izquierda, y volviendo la cabeza, distinguió á Eduardo de Campo-Real que se adelantaba por el centro del salon, mirando á todas partes con interés como quien busca algo.

—¡Ya pareció aquello, marquesa! exclamó; aquí está el favorito de la reina de los salones.

La marquesa se mordió los labios, viendo llegar á Campo-Real, que se detuvo ante ella, aunque manifestando, sin embargo, que no era su persona lo que buscaba.

El general frunció de nuevo las cejas y volvióse bruscamente, arrastrando consigo al jorobado, que prefirió dar aquella media vuelta forzada á soltar el brazo, los dos se alejaron de aquel sitio, dejando á la marquesa helada de espanto.

Haciendo esta un esfuerzo, aceptó la mano que el ex-favorito le presentaba; pero no pudiendo dominar su cólera, se acercó á su oido y le dijo:

—Espero que sea esta la última vez que me vea obligada á tocar esa mano.

—No comprendo, marquesa

—¡Debiera V. comprenderlo!

—¿No me ha invitado V. espontáneamente?.....

—No.

—Entonces

—No puedo expresarme con más claridad.

—Pues no será fácil que descifre este enigma..

—No hace falta.

—Bien, marquesa; no seré yo quien lo intente.

—Algún dia pediré á V. cuentas de su inicua conducta.

—¿Me insulta V. nuevamente?

—Bien lo merecia V., Campo-Real.

—Si estorbo, señora, me marcharé; pero no sin que me explique V. por qué no está Lucía en el salon.

—Lucía está enferma.

:—Temo, marquesa, que ejerciendo V. una tirania sin límites, haya prohibido á Lucía que se presente en el baile.

—¿Quiere V. devolverme la ofensa?

—No soy vengativo.

—Solo encargo á V. que sea esta la última vez que nos veamos; y le suplico al mismo tiempo que no engañe á Lucía con protestas mentidas.

—Las mujeres que como V. no tienen corazon dudan siempre de los nobles y puros sentimientos de los demás.

—¡Silencio! ¡nos están observando!

Y la marquesa se dirigió á un grupo, con la sonrisa en los labios, quedándose Campo-Real absorto y aterrado, dudando si seria cierta la enfermedad de Lucía.

La marquesa no se habia equivocado: la estaban «observando todos; los cuatro amigos de Tamajon que se comprometieron á arrancar la careta de la hipocresía con que se cubria el rostro, habian referido que vieron con sus propios ojos salir á Campo-Real de madrugada por la puerta falsa de la casa: su honra estaba herida de muerte; por eso aquella noche se habia extrañado tanto la tardanza del favorito, por eso miraban muchos con lástima al general Medina; por eso siguieron con la vista á Campo-Real, sorprendiendo aquel diálogo misterioso, del que alguno cogió palabras sueltas que se prestaban á interpretaciones malignas; por eso, en fin, faltaban en el salon algunas señoras rígidas, amigas de la casa, que no querían que sus hijas se rozaran con una mujer peligrosa.

El conde, que veia los resultados de su grande obra, como la llamaba, creíase feliz aquella noche; al separarse con Medina del lado de la marquesa, tuvo cuidado de observarla de reojo, y al notar que hablaba con calor al oido de Campo-Real y que la fisonomía de ambos revelaba una intriga, dijo al general, sonriéndose:

—Todo en el mundo es mentira; vea V. en este momento á la marquesa: sin duda dá quejas á su amante; y hace poco nos manifestaba desden; ¡oh! una coqueta es más hábil y reservada que un diplomático; ¿no es verdad, general?

Medina no contestó; estaba clavado en su sitio como una estatua; en su pecho rugia una tempestad. ¡Y sin embargo, decia que en su pecho no habia amor!

Leopoldo Rivas con dos amigos pasaba á la sazon Cerca del conde, y este le hizo una seña que debió comprender, pues fué á colocarse detrás del general para seguir su conversacion.

—Ya lo habeis visto, decia Leopoldo; apenas llegó Campo-Real, la marquesa le ha dado quejas muy amargas por su tardanza.

Medina, aunque permaneció inmóvil, sintió latir su corazon al oir el nombre de Campo-Real, y toda su alma se reconcentró en su oido para no perder una palabra de aquel diálogo que parecia encerrar una revelacion.

—No lo dudeis, continuaba Leopoldo; han vuelto á hacer las paces; los amantes riñen por el gusto de reconciliarse: la reconciliacion es la poesía del amor.

—Nos han contado una cosa imposible, dijo uno de los jóvenes,

—No seas candido, Isidoro; lo que te contaron es verdad, porque lo vi yo; Campo-Real entra de noche con misterio en esta casa por la puerta falsa de la calle de Cañizares; si quieres convencerte, ven mañana á las dos de la madrugada.

—¡Dios me libre! ¿qué me importa la marquesa?

Si hubieran aplicado al cuerpo de Medina una botella de Leyden, no hubiera sentido un sacudimiento tan terrible; aquellas palabras le habian conmovido como la descarga eléctrica, atravesándole el corazon con una daga.

Volvióse hacia los que hablaban, pero Leopoldo, á una seña del conde, se habia confundido entre la turba que se lanzaba al baile al primer preludio de la orquesta; además, Medina estaba detenido por el fuerte brazo del jorobado y sólo pudo pasar el pañuelo por su rostro, cubierto de sudor frio.

El jorobado conoció que habia llegado el momento de abandonar al general á su desesperacion, y dándole una disculpa que no oyó Medina, atravesó por el salon en busca de su íntimo amigo Campo-Real, á quien encontró desesperado porque Ana acababa de decirle en un corredor que efectivamente Lucía estaba enferma y que su dolencia se agravaba.

Como el poeta conocia demasiado la causa de este agravamiento, sufria doblemente.

El baile continuaba muy animado.

En la puerta del salon grande, casi cubierto con la pesada colgadura, se encontraba apoyado Medica, luchando con mil ideas contrarias que se agolpaban á su mente, y ajeno á cuanto pasaba á su alrededor, sin ver aquel tumulto que se atropellaba, sin oirla música que aturdía con sus melodiosos sonidos: Medina no veia más que á Campo-Real y á la marquesa; no oia más que aquellas palabras fatales que se habian grabado en su pensamiento.

Campo-Real, no viendo á Lucía, disgustado por la noticia y poseido de una idea solamente, se despidió de la marquesa, que le dejó marchar con placer, y salió precipitadamente de la sala para abandonar el baile.

Pasó tan cerca de la colgadura de la puerta, donde se hallaba apoyado el general, que puso su pié sobre el de éste; y preocupado sin duda, sin verle, ni sentir la pisada, pues no se detuvo para pedir que le dispensara, segun lo marca la cortesía, siguió adelante.

El general estaba muy lejos de ser uno de esos hombres ridículos que juzgan caso de honra cualquier incidente sencillo que miden con el compás de lo que llaman deberes sociales; pero en aquel momento una nube velaba sus ojos, y como ya he dicho, veia á Campo-Real con el prisma de una realidad que excitaba furiosamente los celos de su alma, vírgen para las pasiones.

El dolor de la pisada le hizo volver de aquella enajenacion; al divisar á Campo-Real, estalló la tempestad que rugía en su pecho, y corrió detrás de él, echando fuego por los ojos; en aquel momento no era el espadachín que iba á vengar una ofensa; era el tigre que tenia hambre, y el destino le arrojaba una presa para que la devorara.

—¡Caballero! gritó ya en la antesala, deteniendo por el brazo á Campo-Real.

—¡Hola, general! dijo Eduardo con la mayor calma.

Y miró fijamente á Medina. Sorprendiéndole entonces la descomposicion de sus facciones, comprendió que aquel acto encerraba una agresion, y se cruzó de brazos, clavando en él los ojos con dignidad.

El general, al ver la actitud de su rival, se repuso; aunque no acostumbraba á dominarse, como el vértigo habia pasado, adivinó sin duda el escándalo que promoveria, y le dijo con acritud, en voz baja:

—Quisiera saber, caballero, si es permitido faltar á las leyes de la buena sociedad, á esas leyes que tanto respetan los hombres cumplidos cómo V., sin pedir siquiera una excusa que nunca rechaza la educacion.

—Señor Medina, contestaria á V. debidamente si no creyese indigna la accion que acaba V. de cometer.

—Creo que nos entendemos: ofensa por ofensa.

—Me parece que no he inferido á V. ofensa alguna.

—Pido á V. una satisfaccion.

—Soy yo, general, quien debe pedirla.

—Es igual. Deseo que no perdamos el tiempo.

—En cuanto amanezca, tendré la honra de pasar por casa de V. con mis testigos.

—Es inútil que encargue á V. la reserva que exigen estos asuntos.

—Me ofende V. nuevamente, general, con ese encargo.

Medina le hizo un saludo grave, y cogiendo su capa, sin despedirse de la marquesa, bajó la escalera, dirigiéndose en seguida á casa del baron de Torre Nueva, donde llamó dos veces con brío para despertar al portero que á aquella hora dormia á pierna suelta.

En vano trató Eduardo de Campo-Real de explicarse el motivo de aquel lance, y renegando de su suerte, volvió á los salones para llamar al conde de Tamajon.

—¿No sabes lo que me pasa, amigo mio? le dijo.

—¿Qué? preguntó el jorobado dejándose caer en un divan.

—Al amanecer me bato con el general Medina.

—¡Un duelo! ¿qué motivo?....

—No lo sé; dice que le he ofendido.

—¡Es un delirio!

—Se niega á dar explicacion alguna; así, como creo que serás mi testigo, acepta sus condiciones, cualesquiera que sean.

—¡Con cuánto dolor admito esta comision, mi querido Eduardo! pero te agradezco la preferencia, tanto que me resentiria de que eligieras á otra persona.

—¡Gracias! dijo Campo-Real.

Y estrechó la mano del jorobado, que revelaba en su fisonomía un dolor acerbo.

—Vencerás, Eduardo; me lo dice el corazon.

—Lo veremos; al amanecer iré á buscarte en mi carruaje; asóciate con Leopoldo ó con el marqués del Espino, y que nadie se entere de este suceso desagradable.

—Fia en mi discrecion.

—Me retiro.

—Duerme tranquilo y espera en la Providencia.

La marquesa buscaba al general Medina y recorria los salones con una inquietud creciente, no escondiendo aquella impresion que ya la dominaba. Al ver á Tamajon, le dijo:

—¡Es V. implacablel

—¡Marquesa, por Dios! ¿no conoce V. que llevo siempre una intencion?...

—¡Sí! ¡torcida!

—¿Alude V. á mi cuerpo? ¡no es malo el epigrama!.... ¡Já, já, já!

—¡Conde, hace V. mal en suponer que de mi boca pueda partir tan sangriento insulto!

—¡Que disparate! en lo que hace V. mal es en no decirme todo lo que le ocurra; ¿no vé V. que me burlo de mí mismo? Pero ya somos amigos y quiero que comprenda V. que siendo mi intencion sana, no deseo más que ver á V. dichosa.

—La prueba

—¡Bah! al hablar á Medina de Campo-Real trataba de hacerle ver que le era á V. indiferente; pero no sirve V. para el caso; por no saber fingir se compromete ahora la vida de dos hombres

—¡Cómo! preguntó la marquesa sobresaltada.

—Y todo ¿para qué?

—¿Qué quiere V. decir?

—¿Yo? Nada; cuando se marchó Medina

—¿Medina se ha marchado?

—Por supuesto, marquesa; despues de un suceso semejante.....

La marquesa se apoyó en el brazo del jorobado y lo arrastró á una de las salas de paso en donde no habia gente y podían hablar con libertad. El conde se estremeció; ¡era la primera vez que la marquesa arrostraba las miradas y la burla del mundo, dando el brazo á un hombre de figura ridícula! El jorobado rechinó los dientes cuando la marquesa le dijo:

—¡Hable V. porque me matan esas medias palabras!

—Pues qué, señora, preguntó el conde, ¿ignora usted lo que ha ocurrido?

—¿No he de ignorarlo? ¡Hable V. pronto!

—No es nada; un lance que provocó Eduardo; ¡como es tan arrebatado! ¡No se ocupan de otra cosa en la sala!

—¿Cuál fué el motivo de la provocacion?

—Una disputilla de poca importancia.

—¡Ah! ¡un lance en mi casa! ¡Dios mio!

—Nada pierde V. por eso.

—Pero Medina ¡No! ¡no! ¡no quiero que se batan!

—Soy demasiado amigo de V. para verla sufrir; prometo que se cubrirán las fórmulas y vivirá Medina para V.; á la verdad está rendido y sin fuerzas; ama como un colegial.

—¿Me ofrece V. que no se batirán?

—Lo ofrezco; además tengo en ello mi interés: como sabe V. que quiero mucho á Eduardo, no lo expondré á las garras de ese ogro que lo mataría.

A esta frase ella respiró.

—Vaya V., marquesa, porque la orquesta la reclama, y esté V. tranquila, que probaré que soy buen amigo.

La marquesa, trémula, entró en la sala y se negó á bailar, pretextando que estaba mareada.

El conde habia profetizado: un cuarto de hora despues no se hablaba en los salones más que del duelo de Campo-Real y de Medina, que se batian por la marquesa, lo cual empezó á engendrar el desprecio en muchas de las personas que más la habían distinguido hasta entonces.

Los que suponen que la virtud de las mujeres no es de gran precio, vayan al mundo, á ese mundo desmoralizado, y vean como estima á las mujeres, á pesar de lo que se dice.

La marquesa con su aureola de virtud habia sido un ídolo; perdido ese prestigio, aunque en la apariencia, el ídolo dejaba de serlo y rodaba por el fango.

Felizmente para la marquesa, como todo martirio tiene su término, el baile tuvo el suyo; estaba fuertemente afectada, y costóle gran trabajo cumplir con los deberes de su posicion que entonces le parecieron insoportables.

Al salir del baile se, oian estas frases:

—¡Cáspita! el amor de la marquesa se vá haciendo peligroso; no vuelvo á esta casa.

—Ni yo, añadieron varios.

—Esa mujer es una fortaleza; el que la ocupa se defiende como Guzman el Bueno; pero está sitiada por un soldado valiente como el Cid.

—¡Huiremos de la quema!

—¡Quién lo diria! exclamaba otro; esa coqueta parecia una Lucrecia.....

—Sí: es Lucrecia, pero Borgia, añade otro.

—Ya no me parece tan seductora.

—¡Qué dichoso es ese pícaro de Campo-Real!

—Ella siempre lo prefirió.

—¡Y el pobre general es la víctima!

—El poeta manejará mejor la pluma que la espada.

—No es incompatible; un poeta puede manejar ambas cosas; acuérdate de Cervantes y de Quevedo.

—Ya: es que Campo-Real no es Quevedo ni Cervantes.

—¡Es horrible! dice una señora á otra al bajar la escalera; ¡Rivas lo vió!

—¡Es un hablador!

—Y tambien el marqués del Espino.

—Entonces hay que creerlo.

—Esa mujer ha perdido el juicio.

—Las coquetas, como no tienen corazon, concluyen siempre mal: les pasa lo que á los ramos de flores; hoy ocupan un magnífico vaso de china y mañana concluyen sus glorias en el carro de la basura.

Estas palabras de Leopoldo Rivas excitaron la risa general.

Mientras que así hacian trizas el honor de la pobre marquesa del Fresno, que estaba pagando á bien caro precio su coquetería, ella se encontraba en su tocador caida más que recostada en un sillon; en el suelo estaban hechos pedazos los guantes y los adornos que pocos momentos antes lucia en la cabeza y en el traje.

Al entrar en su tocador se habia encerrado para entregarse libremente á la desesperacion, y rompiendo cuanto la estorbaba, exclamó con muestras de profundo dolor:

—¡Qué es esto, Dios mio! ¿Por qué pusiste en mi camino á ese hombre? ¿Conque es verdad que hay amor y que el amor produce este martirio? ¡Ah! ¡Desdichada de mí! ¡Cuánto habré hecho padecer con mi indiferencia á los hombres, si alguno me ha querido como quiero yo á Medina! ¡Oh! ¡sí, porque le quiero con toda mi alma! ¡porque estoy vencida, y no me dá rubor confesarlo!... ¡Ah! ¡el duelo! ¡no, no! ¡no puede ser que el cielo me lo arrebate!..... ¡El conde! ¿por qué me inspira horror ese jorobado?.... ¡Mi carta! ¡esta lucha es horrible!.... ¡Ah! ¡estoy llorando! ¡lágrimas en mis ojos! ¡Sí! ¡santo Dios! ¡gracias!

Y se dejó caer anegada en llanto.

Dios envia siempre á tiempo las lágrimas, porque son el rocío del alma.

La marquesa lloraba; aquel dolor era verdadero y la enseñaba á sentir: esta vez el corazon se interesaba en la lucha.

La coqueta habia roto su cetro: la coqueta era ya una mujer.

XVIII .
EL ACECHO DEL TIGRE.

El dia despues del baile, varios jóvenes rodeaban una mesa del Café Nuevo.

—Desengáñate, decia uno, no hay mejor castigo que el ridículo para el hombre que comete la tontería de exponer su vida por una mujer.

—Segun sea la mujer, replicó otro.

—Es regla sin excepcion, amigo mio, añadió el primero; la mujer se burla siempre de sus víctimas.

—¿Condenas el duelo?

—No; pero comprendo que un hombre se bata á muerte por una ofensa grave, por un pisoton, por una mirada torcida, por capricho, en una palabra, de jugar la vida en ese azar que llaman duelo; pero ¿por una mujer? ¡Es el colmo de la estupidez!

—Tiene razon, dijo un jóven que estudiaba segundo año de leyes; si alguna vez me toca reformar el Código penal, dejaré á los hombres libre el derecho de matarse cómo y cuando les plazca, pero mandaré á presidio á todas las mujeres, porque ellas son siempre la causa de nuestras desdichas.

—¡Buena idea! exclamaron todos; ¡bravo por el reformista!

—Nosotros los filósofos, añadió un mozalbete que cursaba en San Isidro el tercer año de filosofía, condenamos el duelo en principio; pero conocemos que es necesario para que los hombres se hagan respetar; me parece que así opina Platon.

—Platon no dijo semejante vaciedad, repuso uno.

—Pues entonces, la vaciedad es original de mi catedrático, porque así creo que lo aseguró el otro dia.

—Tu catedrático es ilustrado; sin duda oiste mal.

—Puede ser, porque el dia que habló del duelo, como tengo formada sobre él mi opinion, me dormí en la clase.

—En resumidas cuentas, dijo uno, ¿no sabemos el resultado del desafío de Campo-Real con Medina?

—Sí, contestó el filósofo; la espada venció á la pluma; el general atravesó con su florete el pecho del poeta.

—Estás mal enterado, añadió el presunto reformador del Código; sé de buena tinta que Medina está herido gravemente, pues la bala de Campo-Real le entró en el vientre.

—¡Qué disparate! exclamó otro; me consta que Campo-Real, está herido en un muslo.

—Todos se equivocan, dijo uno, porque he visto á Leopoldo Rivas, que; fué uno de los testigos, y sé que los adversarios están ilesos.

—Ya; como el caso era de honra, se habrán batido á sable, á cuarenta pasos, añadió el escolar de San Isidro riéndose.

—No lo creo, porque como los dos estaban enamorados de la marquesa, y ella queria igualmente á los dos, decidieron que uno muriera para ocupar el otro la plaza.

—Campo-Real ya la habia ocupado.

—Entonces, no comprendo, dijo el filósofo, cómo ha corrido ese trance por ella; antes, menos mal.

—Allí viene Leopoldo; él nos sacará de dudas.

Leopoldo Rivas entraba en aquel momento en el Café Nuevo y se acercó á la mesa de los jóvenes, donde tomó asiento á peticion general.

—Ya sabemos, dijo el estudiante, que fuiste uno de los padrinos de Campo-Real; ¿es cierto?

Sí.

—Se cuenta el lance de mil maneras; ¿quién fué el retador?

—El general Medina.

—Ese hombre es agresivo.

—¿Y se sabe el motivo? preguntó otro.

—Se ignora; pero bastará decir que la provocacion ocurrió en casa de la marquesa del Fresno, contestó Leopoldo.

—¡Ya comprendemos! exclamaron varios á la vez.

—Cuéntanos los detalles del duelo, para ver si el general corresponde á la fama de valiente que disfruta.

—No es tan fiero el leon como lo pintan; se batió como se baten los hombres de honor.

—¿Y Eduardo?

—Cumplió con su deber.

—¿Quién salió herido?

—Ninguno.

—¿Ninguno? preguntaron todos en coro.

—Los dos están sanos.

—Las balas serian de algodon, añadió uno con ironía.

—No, repuso Leopoldo; se batieron con floretes, pero Medina es tan diestro que desarmó tres veces á su contrario; entonces los testigos, cumpliendo con nuestra sagrada mision de jueces de paz, dimos por terminado el combate.

—¡Parece imposible en Medina!

—Hay algun secreto en ese hombre; él, que anoche juró matar á Eduardo, teniendo hoy su vida entre sus manos, no quiso tocarle con la punta del florete; no me explico este cambio, porque sabe bien que la marquesa admite en su casa á Campo-Real.

—Se habrá convencido, añadió el estudiante de leyes, que una coqueta no vale la pena de matar á un hombre, pues mañana podrá ocupar el puesto de su rival; hizo muy bien; ya tengo simpatías con ese general Medina.

—¿Es decir que el duelo concluyó, segun costumbre, en la fonda?

—No, concluyó en el campo; los dos combatientes se retiraron satisfechos, pero sin darse las manos.

—Ese desenlace ha perjudicado en sus intereses á los fondistas.

Con efecto, era extraño al parecer el resultado del duelo; cuando el general Medina lo habia provocado alimentaba el terrible pensamiento de matar á su rival. Si has amado de veras, lector, y te has visto en la situacion de Medina ¿no ha surgido por tu mente, por bueno que seas, este mismo deseo? ¿no has sufrido algun vértigo que te ha hecho acariciar el homicidio? ¿no has visto como una cosa muy sencilla ese crímen que un trastorno mental cubre con el manto del honor para acallar la conciencia? Si no has sentido esta punzante idea, puedo asegurarte que nunca has amado.

Felizmente, la razon del hombre tiene un imperio sobre el alma, que contribuye mucho á disminuir la estadística criminal; aunque Medina era hombre impresionable y arrebatado, aunque estaban vírgenes sus pasiones, aunque no podia dominarse, Medina teníi treinta años, y los años no trascurren sin ejercer una influencia directa sobre la sangre del individuo. Cuando Medina provocó á Campo-Real, lo hubiera despedazado; pero desde la provocacion al duelo habian mediado algunas horas, y el tiempo es gran razonador.

Después que Medina hubo hablado con el baron de Torre-Nueva, cuando se encontró solo en su casa, como el viento deshace el turbion que amenaza, apareciendo limpio de nubes el horizonte, así se despejaron sus ideas, y su cabeza recobró la razon que los celos le habian arrebatado. Una hora despues exclamaba, paseándose por su estancia:

—¡He retado á un hombre!.... ¿por qué?....¡He debido estar loco!.... Dentro de algunas horas me encontraré frente á frente de Campo-Real; mi corazon no vacilará porque no me arredra el peligro, y como soy diestro, lo mataré.... Al ver manchadas mis manos con sangre, me reconcentraré en mi conciencia y tendré que alzar los ojos al cielo para implorar un perdon que Dios me concederá, porque Dios es bueno; pero no me perdonaré á mí mismo, y el ¡ay! del moribundo me seguirá á todas partes ¡No! ¡no!.... ¿Por qué lo he retado?.... No lo sé ¡Ay! ¡ya recuerdo! ¡aquella revelacion!.... ¿que me importa la marquesa? ¿soy por ventura su padre, su marido ó su hermano?.... ¿Será verdad que Campo-Real entra de noche en su casa?.... ¡No! ¡Dios mio! ¡haz que oiga con indiferencia esta acusacion! ¡quiero hacerme superior y no puedo! ¡quiero engañarme y veo la realidad!...! ¿Será cierto que amo á esa mujer? ¿Será amor lo que esa mujer me inspira? Y si la amo, si es verdad que ella me distingue, ¿cómo he dado oidos á la lengua del vulgo para lanzarme al crimen?.... Antes debí cerciorarme, palparlo con mis manos, verlo con mis ojos... y entonces... ¡ah! entonces seria más disculpable el paso que di ¿pero ahora?.... No, no puedo atentar á la vida de Campo-Real; para matarlo es preciso tener pruebas incontestables, porque ningun juez sentencia sin una conviccion completa... Y yo dudo... ¡Un duelo!... ¿Cómo retroceder ahora?.... el mundo lo sabe ya... ¿Qué tengo que ver «con el mundo? ¿puede dudar de mi valor? ¡No me batiré!....

En este momento entraron en su aposento el baron de Torre-Nueva y el otro testigo; apenas apuntaba el dia.

—¡Hola, querido! le dijo el baron; ¡puntualidad militar! ¿Ya está V. vestido?

—Sí, baron.

—¡Cómo! ¿vá V. á batirse con frac y corbata blanca?

—No me he desnudado todavía.

—Pues cambie V. de traje al momento, porque abajo esperan en un carruaje Campo-Real y sus padrinos, y no quisiera que interpretaran mal nuestra tardanza.

—Al momento, baron; pero estaba pensando en que me he portado como un niño, provocando á Campo Real sin motivo alguno.

—¿Ahora sale V. con ese escrúpulo pueril?

—Soy hombre de conciencia.

—Amigo mio, no olvide V. que el mundo es implacable.

—¡El mundo es un necio!

—¿Está V. dispuesto á dar una satisfaccion completa á su adversario?

—¡No! exclamó el general estremeciéndose.

—Pues entonces, dése V. prisa y abríguese bien, porque la mañana está muy fria.

Una hora despues, Medina cruzaba su florete con Campo-Real, y habiéndole desarmado tres veces, dióse por terminado el duelo, como Leopoldo lo contó en el Café Nuevo.

Medina se regocijó al poner el pié en Madrid; habia cumplido con el mundo y con su conciencia.

Campo-Real dijo á sus amigos al entrar en el carruaje:

—Este hombre es misterioso; cuando salí de Madrid no daba un cuarto por mi vida, y no me equivocaba: no ha querido matarme, y ha hecho bien; este duelo levanta mi reputacion.

—Está claro, repuso Tamajon ocultando el disgusto que le causaba un duelo sin resultados; el general es más diestro que tú, pero has acreditado que tienes más corazon; él se presentaba en el terreno con la seguridad de matarte, y tú entrabas muerto ya en la pelea: puedes compararte al Cid.

—¡Bah! dijo Leopoldo; este duelo es un recurso dramático del general: quiere que la marquesa le vea con el prestigio del valor y que le debas la vida.

—No me rebaja su generosidad.

Campo-Real entró en su casa y se acostó para reponerse de la mala noche. Cuando despertó, eran las tres de la tarde y pidió el almuerzo.

El ayuda de cámara, al avisarle que estaba servido, entró en la estancia y le entregó una carta.

Estremecióse Eduardo al reconocer la letra y preguntó:

—¿Cuándo trajeron esta carta?

—Hace dos horas.

Por qué no roe la diste en seguida?

—Porque estaba V. durmiendo y habia pasado mala noche.

—Debiste comprender que urgia.

—Como me tiene V. dada órden.....

—Eres un animal: vete.

El ayuda de cámara salió, inclinándose respetuosamente.

Campo-Real abrió la carta, que decia:

»¡Lo sé todo, Eduardo mio! no puedo vivir así, porque esta lucha acabaria por matarme; Ana ha ido tres veces á tu casa y te ha visto apear del carruaje; ¡cómo se ha dilatado mi alma al saber que vivias!

»Ven: esta noche á las dos y abandonaré esta casa que sin tí me parece un sepulcro; ayer estuve muy mala; pero hoy me siento con fuerzas para todo. Ven y llévame contigo. ¡Cuántas horas faltan todavía!La eternidad está simbolizada en una hora de ausencia; entretanto piensa en tu—Lucía.»

Campo-Real besó la carta con trasporte, y sentándose á la mesa, comió sin saber lo que hacia.

Vistióse despues y se lanzó á la calle, mirando á menudo el reloj; para consultarlo; creia sin duda que se habia parado, pues lo acercaba al oido: el reloj andaba muy despacio aquel dia; el amante olvidaba las frases de la carta de Lucía, pero creia como ella que cada hora de ausencia era una eternidad.

Eduardo entró en una casa de la calle de Fuencarral: allí vivía su hermana Adela, con quien tuvo una larga conferencia; despues recorrió los sitios públicos para distraer su impaciencia y refirió á todos los que encontraba los pormenores del duelo: queria á cualquier costa entretener el tiempo y que volasen las horas; le pareció que nunca llegaria aquella noche para oir las dos campanadas que habian de abrirle la puerta del paraíso.

Como el tiempo pasa siempre, y pasa demasiado pronto, llegó la hora que tanto anhelaba Eduardo de Campo-Real; al vibrar en el aire el sonido de la segunda campanada del reloj de San Sebastian, un coche que iba de la calle dé Carretas paró delante del atrio de la iglesia. Eduardo, que iba dentro, apenas puso el pié en tierra, se dirigió á la calle de Cañizares, y no viendo persona que le estorbase, metió la llave en la cerradura de la puerta falsa y entró.

Al parar el coche se habia deslizado un bulto por detrás de la reja de la iglesia: era un hombre emboza de hasta los ojos, que hurtando el cuerpo se asomó por la esquina de la calle de Cañizares para observar á Campo-Real; apenas le vió meter la llave en la cerradura, lanzóse detrás de él, dando muestras de gran agitacion; pero llegó á la puerta en el momento que Eduardo la cerraba por dentro.

El encubierto rechinó los dientes y quiso mirar por el ojo de la cerradura, pero la llave estaba puesta, y con la oscuridad tampoco hubiera podido distinguir nada; entonces aplicó el oido y recogió ese rumor confuso que forman dos personas hablando en voz baja; un momento despues oyó el estallido de un beso: toda la sangre subió á su cabeza, sus ojos brillaron en la oscuridad como ascuas, y dando un golpe en el suelo con el pié, se desembozó; en la mano derecha llevaba una pistola, que amartilló, separándose un paso de la puerta, sin duda para que saliera el que esperaba y matarlo á traicion: el encubierto era ó un asesino ó un celoso.

Apenas entró Eduardo en el jardin, se dirigió á la reja, en donde le esperaba Lucía.

—¡Mi bien! dijo él.

—¡Bien mio! dijo ella.

Lucía le tendió la mano y Eduardo estampó en ella un beso.—Este beso era el que habia inflamado el alma del embozado.

—¿Has sufrido mucho, mi Lucía?

—Cuando no te veo, estoy enferma siempre.

—Entonces, te traigo la vida y la salud.

—¡Qué dichosa soy al verte! ¡Qué dia tan horrible y qué noche la de ayer, cuando consideré que no podia asistir al baile y que allí te hubiera visto consagrado á mí, entre tantas mujeres hermosas!

—Sí, mi adorada Lucía; pero no perdamos tiempo; el coche nos aguarda en la calle de Atocha.

—Vamos; Ana tiene la llave del patio; saldremos con cautela para no despertar al portero; Ana se vá conmigo.,

—¡Excelente muchacha!

Retiróse Lucia de la reja, y Campo-Real se paseó por el jardin, esperando á su amada.

Entretanto ¿qué hacia el embozado en la calle?

Apenas se habia puesto en acecho, cuando uno que venia de la calle de la Magdalena á la de Atocha, por la misma acera, tropezó con él, sin que hubiera oido sus pasos: tal era su enajenacion. El choque le produjo un escalofrio general y dando un salto para atrás, sin saber lo que hacia, apuntó con la pistola al que llegaba, gritando:

—¿Quién vá?

—Un prójimo que vá á acostarse..... ¡Já já, já!

Aquella carcajada heló la sangre del rondador, que bajó maquinalmente la pistola, diciendo: —¡Adelante!

—Soy yo, el conde de Tamajon; y por cierto que estaba muy lejos de creer que encontraria aquí á esta hora nada menos que al general D. Carlos de Medina, haciendo centinela, arma al brazo, como el último soldado.

—¡Señor conde!

—No se enoje V., mi querido general, pues me parece que está motivada mi sorpresa.

—Se equivoca V., señor mío; yo no hago centinelas.

—Las apariencias.....

—Bajaba por esta calle, divisé un bulto sospechoso que me seguia, y me detuve, preparándome á la defensa; pero veo que me he equivocado.

Era la primera vez que el general Medina manchaba sus labios con una mentira: el general Medina vivia ya en la corte y amaba.

—Muchas gracias por la equivocacion, dijo el jorobado riéndose; como supongo que iria V. á su casa, voy á tener el gusto de acompañarle, si V. me lo permite.

—Agradezco la oferta.

—Me complace pasear á las altas horas de la noche; así, déme V. el brazo y sigamos nuestro camino.

—Permítame V., señor conde

—No me prive V. de este placer.

El conde, que habia cogido el brazo del general, echó á andar, y tuvo éste que dejarse llevar, no atreviéndose á revelar su debilidad.

No se habia equivocado Tamajon; conocia la pasion del general por la marquesa, y comprendió que sabiendo aquél que Campo-Real entraba de noche en su casa iria á espiarlo: en amor todos los hombres hacen lo mismo. El conde quiso evitar que hablara con Campo Real y que supiera el verdadero motivo de sus visitas nocturnas.

Cuando Medina y Tamajon doblaban la esquina de la calle de Cañizares, abria Eduardo la puerta falsa; despues de observar bien, ofreció el brazo á Lucía, que se apoyó en él vacilante, y llegaron al carruaje que los esperaba en la calle de Atocha.

Abrió Eduardo la portezuela y entraron Lucía y Ana; embozándose despues en la capa, subió al pescante y dijo al cochero:

—A escape: á la calle de Fuencarral.

Un cuarto de hora despues, un hombre cruzaba corriendo el corto espacio que media entre la plaza del Angel y la calle de Atocha; detúvose delante de la iglesia de San Sebastian, y no viendo el carruaje dió rienda suelta á su cólera.

Este hombre era el general Medina que volvia á salir de su casa, libre ya del conde de Tamajon.

El general Medina aun no sabia si amaba á la marquesa del Fresno.

XIX.
ALARMA GENERAL.

Para ciertos hombres no hay en la vida más aliciente que la mujer: todo lo que de ella emana influye directamente en la costumbre de, aquellos. Eduardo de Campo-Real, aunque avezado en las campañas del amor, era un niño: se desvelaba con una nueva pasion que le hacia vislumbrar ensueños, sin ver que el resultado era siempre el mismo, como se desvela un niño con la posesion de un juguete nuevo, por más que sea igual á los que rompió. Así Eduardo, despues de dejar á Lucía en casa de su hermana Adela, se retiró á la suya sin que le fuera posible conciliar el sueño.

A las ocho estaba vestido y escribia en su diario para entretener el tiempo, llenando hojas, sin que de todo lo que su alma vaciaba en el papel pudiera sacarse en limpio nada más que un pensamiento: que amaba á Lucía. ¡En cuántas páginas habia dicho lo mismo! No habia más diferencia que el nombre de la mujer, pues recorriendo el diario, se encontraba allí trasladado todo el Calendario.

Tan embebecido estaba en su tarea, que no sintió abrir la puerta, ni oyó los pasos de uno que entrando en el cuarto se puso á leer por encima dé su hombro las palabras que su pluma trazaba en el papel.

—«La vida con mi Lucía será un paraíso...» ¡Bravo! ¡já, já, já.. Eres incorregible, querido Eduardo.

—¡Cáspita! exclamó Campo-Real soltando la pluma y poniéndose en pié; entras sin que la tierra te sienta, amigo Tamajon.

—Me parece, repuso el conde, que no hubieras sentido ni un terremoto; te hallabas abstraído como Arquímedes cuando el saqueo de Syracusa, sin hacer caso del peligro...

—Es verdad; nada me importaba en este instante el mundo, porque estaba como Arquímedes resolviendo un gran problema.

—A juzgar por lo escrito, el problema está resuelto: has encontrado ya el Paraíso, y no creo que pueda aspirar á más un mortal. ¡Dios quiera que tu enajenacion no te proporcione la muerte como á Arquímedes!

—Me caso con Lucía, querido conde.

—Entonces, tu fin desastroso corre parejas con el del célebre matemático. ¡Já, já, já!

—Eres á propósito para animar á los tímidos; pero te aseguro que-celebro en el alma tu venida, porque así tendré á quien comunicar la inmensa felicidad que absorbe mis sentidos.

—Ya sé que anoche viste á Lucía.

—¿Lo sabes?

—Sí; pasaba por la calle de Cañizares cuando entraste por la puerta falsa, cuya llave debiste á mi buena amistad.

—Es verdad.

—Por cierto que te hice un enorme servicio.

—No comprendo...

—Un embozado te esperaba en la calle, pistola en mano, y dispuesto á hacerte una mala partida.

—¿Te chanceas?

—No.

—¿Quién podia ser?

—¿No lo adivinas?

—Imposible.

—Era un celoso.

—¿Celoso? ¿De Lucía?

—No: de la marquesa del Fresno.

—¡Bah! vienes, como siempre, de buen humor.

—Te aseguro por mi honra que no te engaño: gran trabajo me costó arrancar de la calle al general Medina.

—¿Al general Medina? ¡Deliras!

—¡Pobre Eduardo! el amor te trastorna la cabeza.

—Explícate.

—Poco tiene que explicar el casocomo el ¡general Medina estaba ciegamente enamorado de la marquesa, conseguiste Consumar tu venganza.

—Mientras más hablas, más me pierdo en el laberinto de ese enredo.

—¿No deseabas vengarte?

—Ya no me ocupo de la marquesa; Lucía llena todo mi pensamiento.

—Pues bien; á pesar de eso, los sucesos te han favorecido; Medina supo sin duda que entrabas de noche en casa de la marquesa; y como ignora tus relaciones con Lucía, arrebatado por la celotipia;, fué á cerciorarse; de fijo hubiera consumado un crimen, á no llegar yo tan á tiempo; puedes decir á Lucía que no sin razon me llamó su Providencia.

—¡Me dejas absorto!

—Escapaste de un peligro cierto, gracias á mí; nada temas ya, porque estoy seguro de que el general dará un escándalo, desacreditando así á esa coqueta sin corazon que te puso en berlina.

—Nada me importa la marquesa, conde; pero me remuerde la conciencia...

—Déjate de escrúpulos, y goza como yo con la venganza.

—Lo repugna mi delicadeza.

—Eres un niño, y seguiré guiándote; es precisó que el general crea que vas todas las noches á casa de á marquesa.

—No es posible.

—¿Por qué?

—Porque no volveré á su casa.

—¿No quieres ya ver á Lucía? ¿Y el paraíso?

—El paraíso se ha trasladado á la calle de Fuencarral, pues allí se encuentra el ángel de mis ensueños.

—No te entiendo, dijo el conde agitado; Lucía...

—Lucía está en casa de mi hermana Adela.

—¿Desde cuándo?

—Desde anoche; la saqué en mi carruaje, y me caso con ella dentro de breves dias.

—¡Ah!...

El conde de Tamajon dió un rugido, haciendo pedazos los guantes; Campo-Real, mirándole con asombro, le preguntó:

—¿Qué tienes?

—¡Eres un estúpido!

—¡Conde!

—Debí preverlo; los hombres como tú para nada sirven; llevais la dignidad solo en los labios: en el corazon, cieno.

—¿Te has vuelto loco?

—El hombre que no se estima á sí mismo no debe asociarse ni comprometer á los que todo lo sacrifican por una idea.

—¡Absorto te escucho!

—¡Adiós!

El conde, sin oir á Eduardo, cogió el sombrero y salió, rechinando los dientes para dar desahogo á su cólera.

El jorobado comprendía que al divulgarse la noticia del robo de Lucía, sabría el mundo que Campo-Real entraba en casa de la marquesa por su sobrina, con lo cual devolveria Medina su estimacion á la coqueta. Campo-Real acababa de destruir todos los planes del conde de Tamajon.

Estupefacto quedóse el poeta del efecto que sus palabras habian hecho en el jorobado, y en vano quiso adivinar el motivo de su cólera; encogióse, por último, de hombros y se lanzó á la calle, enderezando sus pasos hacia la casa de la marquesa del Fresno.

Sorpresa, sin duda, causará al lector esta visita pero no tardará mucho en convencerse de la buena intencion de Campo-Real.

El dia despues del baile habia sido de gran agitacion para la marquesa; sabedora del duelo de Medina con Campo-Real, no descansó hasta convencerse de que el combate no habia tenido un triste resultado; por la noche recibió, como siempre, á su amigo íntimo don Mariano de Alba, á quien trató en balde de interesar en la lucha que ella sufria; Alba, encerrado en su egoísmo, asistia al teatro de la vida sin conmoverle las desgracias ni la felicidad del prójimo; su horizonte se limitaba á su individuo.

Al salir Alba del gabinete azul llegó el conde de Tamajon, que refirió los pormenores del duelo, ponderando su eficacia para evitarlo; pero hizo ver que todos sus esfuerzos se habian estrellado contra la irritabilidad de Medina y contra el honor ofendido de Eduardo. Aquella noche concurrió poca gente al gabinete azul, y desesperóse la marquesa porque faltó el general.

Inútil será decir que la ausencia de Medina en aquella ocasion robó el sueño a la marquesa; al amanecer tenia fiebre y sus ojos delataban claramente las lágrimas que habian abrasado sus párpados; la mariposa se habia prendido en la llama y sentia el dolor de la quemadura: abrasadas las alas, no emprendia ya el vuelo de la inconstancia.

Levantóse muy temprano, y no sabiendo que hacer, tiró del cordon de la campanilla: cuando entró su doncella, dijo que llamasen á Ana para informarse del estado de la salud de Lucía.

La doncella volvió atribulada para darle parte de que la señorita no estaba en su cuarto ni en toda la casa, y que sin duda habría salido con Ana, porque tampoco se encontraba á ésta; juzgúese ahora del espanto que semejante noticia causaría á la marquesa; corrió á la habitacion de Lucía, pero la huérfana al escaparse no habia dejado ni una carta anunciando el motivo que la impulsara á tomar semejante medida.

La casa se puso en conmocion; el portero no habia visto salir á las fugitivas, y sólo despues de mil conjeturas y mil vueltas se comprendió la verdad de lo ocurrido; un criado hizo notar que en el jardin estaban impresas las huellas de varias personas, y esto dió á conocer que la puerta falsa habia sido el sitio de la evasion; entonces el portero echó de menos la llave, y protestó para que no se le creyera culpable.

La marquesa, conociendo que Campo-Real era el autor de aquel atentado, trató de ir en persona á su casa y dar parte á la autoridad, pero temia al escándalo; en la lucha de la desesperacion se encontraba cuando el criado entró á anunciar que el señor don Eduardo de Campo-Real deseaba verla.

Pûsose en pié la marquesa, como herida por un choque eléctrico; pero acordándose de que estaba delante de su criado, volvió á sentarse, y aparentando serenidad, te dió órden de que entrara la visita.

Al penetrar Eduardo en la estancia, subióle toda la sangre á la cabeza, pero procurando reprimirse, le dijo:

—Supongo, señor de Campo-Real, que se atendrá usted á las consecuencias del paso infame que ha dado esta noche.

—Espero, señora marquesa, que suprima V. todas las palabras ofensivas hasta despues de oírme; las personas se entiínden hablando.

—¿Va V. á buscar alguna disculpa?...

—Creo que al cabo me dará V. la razon.

—¿Yo?

—Sí, marquesa; suspenda V. por un momento el juicio que haya formado.

Campo-Real cerró la puerta y acercando un sillon al de la marquesa, se sentó con la mayor calma, coma si se tratara de un negocio de poco interés.

—¿Cierra V. la puerta?

—Es una precaucion que V. me agradecerá porque nadie más que nosotros debe saber lo que voy á decir.

—Estamos solos.

—Los criados son curiosos por naturaleza.

—Todos saben ya que Lucía se ha escapado esta noche con Ana por la puerta del jardin, y sospechan que la ha llevado V. á su casa.

—Es una suposicion gratuita que pronto verán desvanecida.

—El honor de esa niña

—Su honor me pertenece, y daré hasta la última gota de mi sangre por conservarlo intacto.

—No comprendo

—Tenga V. calma.

—No es posible.

—Entonces no nos entenderemos.

—Escucho á V., señor de Campo-Real.

—Lucía llega á ser para mí una necesidad, y como no podia verla en esta casa, donde no me querian bien y donde tampoco á ella la trataban con las consideraciones que merecia

—¡Caballero!

—He venido, marquesa, á decir la verdad y no á perder el tiempo; V. y yo no podemos ya engañarnos.

—Concluya V. pronto.

—Lucía será mi esposa antes de una semana: me suplicó que la sacara de esta casa, y accedí á ello, como hubiera accedido á cualquier empresa difícil que me hubiera propuesto. Lucía salió con Ana, y la deposité en casa de mi hermana Adela, en donde está tan segura como en la casa de su tia y en donde será más dichosa que al lado de la marquesa del Fresno.

—Señor de Campo-Real, si cree V. que he de sufrir el rapto y las ofensas que ahora escucho, se equivoca usted; ahora mismo voy á dar parte á la autoridad.....

—¿Para provocar un escándalo inútil?

—Para castigar á V. y á mi sobrina.

—La autoridad que intervenga hará lo que hice yo: constituir en depósito á la mujer que quiere casarse. Créame V., marquesa; soy leal y vengo solo para dar un aviso saludable; sé que ama V. de veras al general Medina, y una lamentable equivocacion ha influido en la honra de V. con un golpe mortal.

—¿En mi honra?

—Sí: el general supo que yo entraba en esta casa, y vino anoche á espiar mi salida, decidido á matarme, lo cual hubiera consumado á no llegar muy á tiempo el conde de Tamajon.

—¡Ah! ¡esto es un complot horrible!

La marquesa, dando un grito, se cubrió el rostro con las manos.

—Serénese V., señora.

—Pero ¿qué es esto, Dios mio? ¿qué pecado tengo que purgar? ¡El conde de Tamajon!.... ¡ese hombre es una serpiente venenosa!.... ¡Ese hombre ha jurado perderme!

—¡El conde!.

—Sí; ¿y tambien V., Eduardo? Creia que era usted más generoso.

—No, marquesa; verdad es que mucho tiempo he sido juguete de la coquetería de V., pero hoy tengo á usted lástima y le ofrezco mi apoyo. No comprendo qué interés pueda tener Tamajon en perder á una mujer que en nada le ha ofendido.

—¡Ah! sí; hace mucho tiempo que ese hombre se cruza en mi camino para amargar mi vida; el corazon me dice que hay aquí una trama infernal que me mataraá

Campo-Real recapacitó, recordando la cólera del conde, y se estremeció: veia caer la careta que cubria el rostro del jorobado.

—Creo, marquesa, demostrar á V. mi lealtad avisándole, el daño para que lo repare; si en algo puedo contribuir á ello, cuente V, conmigo.

El poeta se puso en pié; la marquesa estaba toda convulsa, sin saber lo que le pasaba; habia en sus facciones más dolor que ira.

—Adiós, Campo-Real, dijo; y ¡Dios perdone á usted el mal que me ha hecho!

—Marquesa, Dios es justo, exclamó Campo-Real con tono solemne.

—Es verdad, estoy expiando mi pecado. Haga usted feliz á Lucía.

—Lucía se muere; ¡ay! ¡ojalá pudiera convencerme de que no tiene V. la culpa!

—¡Eduardo! ¡por piedad!.

—Adiós, marquesa.

El poeta con los ojos arrasados en lágrimas aceptó la mano que la marquesa, aterrada, le presentaba y salió del gabinete azul.

Pocos minutos despues entraba Eduardo en casa de su hermana Adela y corria á la estancia en donde se hallaba esta con Lucía. Ambas le interrogaron más con los ojos que con los labios, y él dijo:

—He visto á la marquesa: nada tenemos que temer; Lucía, serás mi esposa.

—¡Ah! ¡gracias, Dios mio! dijo la pobre niña.

—¿Cómo te sientes? preguntó Eduardo.

—Quiero engañarme; pero los padecimientos morales de estos dias han agravado mi dolencia física; la tos me incomoda mucho.

—La semana próxima nos casaremos, bien mio; irás conmigo á Andalucía: su clima templado te restablecerá; allí la primavera te devolverá las fuerzas, viviendo entre las flores.

—¡El cielo te oiga, Eduardo mio!

Volvamos á casa de la marquesa.

Cuando salió Campo-Real, comprendiendo ella su horrible situacion, dió riendas á su dolor, y fuera de sí buscó mil medios de destruir el efecto causado por el golpe que tan arteramente habia dirigido Tamajon contra su honra. Despejáronse sus ideas, y conociendo que era fácil hacer palpable la verdad, fué á su escritorio, puso algunas líneas en una tarjeta y mandó á un criado que la llevara al momento á casa del general don Carlos de Medina.

Hallábase este á la sazon en su cuarto, con el corazon destrozado y presa de mil ideas que tenían en alarma al buen Corrales, pues lo vigilaba con paternal cuidado.

Llamaron á la puerta; al recibir del criado la tarjeta de la marquesa del Fresno, hizo Corrales un gesto expresivo y se dirigió á la habitacion de su amo.

—Señor, dijo, traen para V. este billete.

—¿Un billete? ¿de quién es?

—No lo sé, contestó Corrales temiendo exacerbar á su amo si le daba á entender que conocía la procedencia.

—Dame.

Rompió el general el sobre y estremecióse al sacar la tarjeta; sin cuidarse de que estaba delante Corrales, leyó en alta voz:

«LA MARQUESA DEL FRESNO necesita hablar al momento con el señor general Medina y le espera en su casa.»

—¡Me espera en su casa! exclamó el general con voz destemplada; ¿qué pretende de mí esta mujer?.... Dí que no puedo, que no quiero ir.

Corrales, inclinándose respetuosamente, salió de la estancia; pero no habia llegado al recibimiento, cuando le alcanzó Medina y dijo al criado:

—Voy al momento; hágalo V. así presente á la señora marquesa.

—Está bien.

—Corrales, mi sombrero y mi baston; ¡pronto!

Poco despues salia Medina de su casa, y Corrales meneaba la cabeza, murmurando:

—¡Qué lástima! ¡El general ha perdido el juicio!.... ¡Las mujeres!.... ¡Je! ¡reniego de-la mejor!.

XX.
LAS POESÍAS DE CAMPO-REAL.

Elestado de Lucía era alarmante: Eduardo queria engañarse, pero al saber por Adela que la primera noche no habia dormido, á causa de la tos y de la fatiga que la atormentaba, decidió consultar á los médicos más afamados de Madrid.

Los médicos examinaron el pecho de Lucía con esa fria impasibilidad con que un alquimista examina una piedra para saber si tiene oro, cuando el resultado ha de ser en provecho ajeno; al salir del cuarto de la doliente, Adela y Eduardo les interrogaron con el temor con que pregunta un reo su sentencia, y ellos contestaron que estando ya Lucía en el segundo grado de tisis, se hallaba herida de muerte.

La medicina es una alta mision como la magistratura; aquella se encarga de curar los males físicos de la humanidad y esta los males morales; pero los médicos y los jueces, para cumplir con su deber, tienen que hacer abstraccion de los sentimientos humanitarios. Llega un médico á la cabecera de un enfermo, lo vé jóven, hermoso, soñando con la esperanza, y como el ojo de la ciencia adivina las horas que aquel ser cuenta, manda que se prepare á morir, sin que se le desgarre el corazon; otros enfermos le aguardan, y cuando sale de aquella casa, donde deja el dolor, no se ve en su fisonomía la contraccion del sentimiento: está familiarizado con la muerte. Así tambien el magistrado, al dejar su dulce sueño, coge la pluma y firma una sentencia de muerte sin que le tiemble el pulso: como el primero corta un miembro gangrenado para salvar el cuerpo del individuo, el segundo arranca la vida del individuoparasalvar la sociedad.

Al oir el terrible fallo de los doctores de la ciencia, se arrasaron en lágrimas los ojos de Adela y de Campo Real.

Adela tenia un corazon excelente y amaba ya á la que habia de ser su hermana.

Eduardo cogió el sombrero y se lanzó á la calle para andar á la ventura y distraer su dolor; no seatrevia á penetrar en la estancia de Lucía, temiendo que esta adivinara en su rostro el sentimiento de que estaba poseido.

Lucía se encontraba sola en su estancia; se habia dejado examinar de los médicos, confiada en que la curarían; la pobre niña no adivinaba su verdadero estado, ni creia que una jóven á su edad, cuando alimentaba tan dulces ensueños y tan halagüeñas esperanzas, podia morirse; pensando siempre en Dios, miraba al cielo, y el cielo parecía sonreírse: ella, tan inocente, tan candorosa, tan pura, ¿qué debia temer de la cólera, divina? Su conciencia se abria como la flor á los rayos del sol y no dejaba entrever la menor mancha; si el sol la abrasaba entonces, confiaba en que el rocío de la noche le devolveria su frescura. ¡Pobre Lucía! ¡no se acordaba de que el sol que dá vida á las plantas, las quema, acaso por acariciarlas mucho! Preguntó Lucía por su Eduardo, y al responder Ana que habia salido, se acercó á un estante pequeño, en donde conservaba Adela algunos libros; queria buscar distraccion en la lectura mientras esperaba á su amado.

Después de abrir algunos libros, volvió á dejarlos en su sitio, no agradándole sin duda el título; cogió por último un tomito encuadernado á la holandesa, y se estremeció al leer en su primera página: Poesías de Eduardo de Campo-Real.

Dejóse caer en la butaca y devoró con la vista el volumen, corriendo hojas y hojas, como queriendo leer todas á la vez; ignoraba la existencia de aquella publicacion.

Un tomo de poesías es la historia del amor del poeta: es su hoja de servicios, por decirlo así; allí consigna las primeras impresiones de su vida, sus delirios, sus devaneos, sus penas y sus placeres; aquellas páginas íntimas del hombre que nace poeta, se reúnen un dia y se venden al público indiferente por una mezquina cantidad: el vulgo aprecia el mérito más ó menos grande de la rima, y no se cuida de adivinar quienes son aquellas mujeres que con nombres supuestos figuran en el libro que corre de mano en mano, y apenas si ellas mismas se acuerdan ya de que fueron objeto de una inspiracion. En un tomo de poesías no hay homogeneidad: cada pensamiento pertenece á un dia distinto, pues los hombres, y menos los poetas, no piensan del mismo modo hoy que ayer. El poeta vivé de la inspiracion, y la inspiracion es hija del momento.

Campo-Real habia publicado su tomo de poesías, siguiendo la costumbre de la época, y su tomo se habia perdido en ese inmenso mar bibliográfico que se traga tantas obras que, no encontrando eco en las masas; apenas si brillan el dia que vieron la luz. Adela conservaba un ejemplar de las poesías de su hermano, y no debe extrañarse este tributo que rendia á la fraternidad.

Aquel volumen de Campo-Real, que el público habia manoseado y en el que acaso nada encontrara digno de fijar la atencion, encerraba un interés palpitante para Lucía; hojeando el libro, quería leer en el corazon de su amado. Despues de darle veinte vueltas, se decidió á leer la última página, creyendo que en ella iba á encontrar un índice, un resumen de las sensaciones del poeta; pero en la última hoja estaban impresas unas estrofas con este título fúnebre: «¡Morir!» Estremecióse Lucía y pasándose la mano por los ojos, leyó.

«Cuando la vida ofrece encantos á los séres
y la bella esperanza colora el porvenir,
y el alma sueña amores, y dichas y placeres,
¡ay! ¡qué triste es morir!
Cuando deberes santos y lazos de ternura
y riquezas al hombre alientan á vivir,
cuando ve en lontananza la dicha ya segura,
¡qué terrible es morir!
Pero cuando ya rotos los lazos más queridos
no tiene quien le ayude ni á llorar ni á sufrir;
cuando ve de la vida los encantos perdidos,
¡qué fáciles morir!
Cuando el cuerpo se dobla al peso de los años,
y los sentidos torpes se niegan á sentir,
y el alma encuentra sólo acerbos desengaños,
¡es muy dulce morir!.
Mas cuando la fé alienta y la conciencia pura
en las tranquilas horas nos hace sonreír;
cuando grita la gloria y calla la natura,
¡es un triunfo morir!»

Al leer el último verso, los ojos de Lucía brillaban, y el libro cayó sobre su falda, el entusiasmo estaba pintado en su fisonomía: en aquellas estrofas no habia encontrado el nombre de una mujer.

—¡Ah! ¡sí! exclamó. ¡Eduardo tiene alma de poeta? ¡La poesía es la verdad! es muy triste morir cuando se sueña amores y placeres, cuando en la mente se acarician ensueños deslumbradores; Eduardo temia por mi vida al escribir estos versos; pero no puedo morirme todavía; ¡oh! ¡seria horrible! tengo que vivir para mi Eduardo... ¡Sí, sí! ¡él escribió estos versos para mí!....

La pobre niña no veia que el volúmen estaba impreso cinco años antes de que el poeta la conociera; ¡se engaña tan fácilmente el que ama!

Recorrió Lucía el volumen hoja por hoja y verso por verso, cambiando bien pronto de aspecto su fisonomía. Ninguna mujer soporta que su amante le cuente la historia de sus devaneos; tiene celos hasta de lo pasado y aborrece por instinto á las mujeres que la precedieron. Considérese ahora cuánto sufriria al encontrar en el libro aquella variedad de nombres que revelaban otras tantas pasiones de Eduardo. En su cólera mesábase los cabellos y apretaba los puños, queriendo así desahogar su corazon donde rebosaba el sentimiento.

—¡Hé aquí una triste verdad! decia: ¡cuánta pasion, encierra esta poesía á Carlota! ¡cuánta ternura estas quintillas á Zenaida! ¡cuánta dicha este romance áNeolia! ¡cuánta amargura este soneto á Casilda! ¡Cuánto amor, en fin, encierran estas páginas! El hombre que ha prodigado así su corazon, ¿qué puede ya conservar para mí? ¡Ah! ¡Eduardo me engaña! No hace muchos dias que en su entusiasmo me decia que yo era su sueño, y aquí encuentro la misma frase, el mismo pensamiento, dedicado á una Isabel ¡que Dios confunda! Sí: le pinta un amor acendrado y concluye con este verso:

«¡He soñado, mujer! ¡tú eres mi sueño!»

¡Ah! me dice en prosa lo que á otras dijo en verso: ¡ni siquiera ha encontrado una frase nueva para engañarme! Y si es cierto que me quiere, ¿cómo no se ha inspirado conmigo una vez sola? ¡Ingrato Eduardo! No debo leer este libro, y sin embargo, una atraccion particular me arrastra á descifrar el enigma de su vida, á leer ese pasado que me roba el alma de mi amante «¡El primer beso!» Hé aquí una página que me destroza el corazon:

«¡Ay ¡déjame dormir! ¡nunca despierte!
y si es el sueño imagen de la muerte,
muera sintiendo en loco desvarío
el labio tuyo sobre el labio mio!»

¿Cómo soporto esta revelacion? ¡Mi Eduardo delirando por el beso de otra mujer! Y ¿qué se ha hecho este amor? ¿Murió al poco tiempo, á pesar de ese beso con que tan feliz se consideraba?... «A Inés.» Tambien la adoró, y tiene la crueldad de atormentarla; se goza en confesar su volubilidad. Quiero leer lo que dice:

«Cuando yo te conocí
bien sabes, querida Inés,
de que modo enloquecí;
pasó un dia... otro... y despues...
tú me quieres y yo á tí.
Aparta un hierro candente
del interior de la fragua,
y gotas de agua, impacienté,
vé echando incesantemente:
verás si lo apaga el agua.
El amor que tuve yo
era ese hierro encendido;
inas despues, todo pasó,
pues tus caricias han sido
el agua que lo apagó.»

¡Áy! ¿es esta mi esperanza? ¿Es decir que la vida del amor depende de sus arrebatos? ¿el amor se mata con las caricias que prodiga? ¿Y un hombre se atreve á clavar un puñal en el corazon de la mujer que se entrega á él sin reserva, sin contener sus expansiones?....¡Infame Eduardo! ¡Maldecido libro!

Lucía, llorando, fuera de sí, tiró el volumen y se comprimió el corazon; en aquel momento entró en la estancia Adela que, alarmándose al verla, corrió á consolarla.

—¿Qué tienes, hermana mia? ¿Por ventura los médicos han cometido alguna imprudencia?

—No, Adela.

—¿Te sientes peor? «

—No; no es eso.

—Entonces, explícame la causa de tu desesperacion.

—No puedes comprenderme.

—¿Porqué?

—Porque no amas como yo.

—Te equivocas, Lucía.

—¡Amas y eres feliz!

—Dios que oye nuestras súplicas te devolverá la salud perdida.

¿Queme importa morir? ¿vale acaso la vida la pena de suspirar por ella?

—¡Me sorprende tu lenguaje!

—Eres muy dichosa, Adela; no sabes lo que es una pasion contrariada; amas á tu marido y la fortuna te sonríe.

—Tú tambien.....

—¡No! ¡Eduardo es un traidor! x

—¡Lucía!

—Perdona; tengo fiebre: no sé lo que te digo.

—Tranquilízate.

—Ya no es posible; acabo de perder mis ilusiones:: tu hermano me las ha arrancado de una manera cruel.

—¿Le has visto?

—No: coge ése libro que está en el suelo, y él te dirá bastante.

Adela, sorprendida, encogióse de hombros y levantando del suelo el volumen, dijo con calma:

—Son las poesías de Eduardo.

—¿Qué encuentras en ese libro? preguntó Lucía coz agitacion.

—Nada; muchos versos, muchas mentiras, mucho fárrago.

—¿Y nada más?

—No, á fe mia.

—Entonces, no tienes corazon.

—Me acusas injustamente, querida Lucía.

La pobre niña exaltada repitió sus quejas para hacer ver á Adela que Eduardo yanopodia amarla porque su corazon se habia gastado en sus infinitas pasiones.

Cuando hubo concluido, sonrióse Adela y cogiéndole una mano, dijo con ternura:

—¡Ay, Lucía! tienes un alma muy hermosa, pero como eres muy jóven no sabes apreciar los sentimientos; ¿quién hace caso de los versos de los poetas? Esos nombres que te asustan en el libro, son ideales: el poeta escoge del Calendario el que mejor suena al oido, y compone, no á la persona sino al nombre; hay páginas históricas, pero son las menos y sin importancia alguna; el poeta y el hombre son dos cosas muy distintas; las que aman al poeta no tienen derecho á exigirle más que una hora de su vida, que es la que se inspira; tú amas al hombre y se consagra todo á tí; crees que hay verdad en sus pensamientos, porque encuentras exaltacion, pero te engañas.

—Esas mujeres..... interrumpió la jóven, todavía convulsa.

—¿Tendrías celos de esas mujeres? añadió Adela riéndose; entonces deben inspirártelos las nueve Musas, que son las que viven en ilegal consorcio con el poeta; ellas son las que le inspiran. Conozco muy bien á mi hermano; ha tenido muchas intrigas; pero á ninguna mujer ha amado como á tí; si la traicion de Eduardo consiste en este libro, tranquilízate, hermana mia, porque en él no encontrarás ni una palabra que haga fe: el poeta escribe con la cabeza y no con el corazon; cuando siente, con la pluma trabaja en su oficio, pero en nada se interesa con lo que canta; le pasa con los versos lo que á los confiteros con los dulces, que, estragado su gusto, los fabrican para los demás; en celebrando su obra ó pagándosela bien, están contentos su amor propio y su bolsillo. No vuelvas á ocuparte de esa idea.

—Si no ama el poeta, entonces, Eduardo....

—Ama al hombre y deja en paz al poeta.

Campo-Real entró en la estancia y estrechó la mano de Lucía, que le miró fijamente y con los ojos arrasados todavía en lágrimas.

—Me alegró que vengas, dijo Adela, porque Lucía está furiosa contra tí.

—¿Es posible? exclamó Eduardo; ¿en qué puedo haberla disgustado?

—Tu tomo de poesías tiene la culpa.

—¡Qué bobada! dijo él; ¿quién se acuerda ya de ese libro?

—Me parece, añadió Adela, que la he convencido, haciendo una exacta pintura del poeta; tú podrás completar mi croquis para calmarla.

Adela salió de la habitacion, conociendo sin duda que en una escena semejante siempre estorba una tercera persona,

—¿Es verdad que me amas, Eduardo? Preguntó Lucía con exaltacion.

—¡Con toda mi alma!

—¿Y me amarás toda la vida?

—Aunque es expuesto contestar afirmativamente á esa pregunta, no temo decirte la verdad: sí.

—Y sin embargo, á otras mujeres lo decias sin ese temor.

—Porqué las promesas del amor á nada comprometen; el corazon no es una firma comercial. Si te amara como á esas mujeres que tanto te hacen sufrir, te engañaría sin cuidado.

—¿No amaste con delirio á Zenaida, á Neolia, á Carlota y á otras mil?

—No; nos engañamos mutuamente algunos dias,. porque esas pasiones de tránsito viven de una correspondencia engañosa;. el amor mundano es una funcion de teatro que dura un tiempo marcado, y los actores se esfuerzan para representar bien su papel No te sorprendan esas vivas imágenes que niega el alma á mis labios, cuando te hablo; nada hay más elocuente, ni más rico en recursos que el corazon sin pasiones. Cuando se ama de veras, se siente y se calla;, callo y siento, porque te amo de veras.

—¡Eduardo, perdóname! ¡te habia llamado traidor!

—Fuiste injusta conmigo.

—¡Si vieras cuánto daño me has hecho hoy! ¡he sufrido tanto! Y ahora que vuelve la calma me encuentro muy mala; tengo oprimido el pecho, y un abatimiento grande me impide ponerme en pié.

—Busca el descanso en el lecho, vida mia; te dejo sola y avisaré á Adela.

—¿Te vas?

—Volveré á la tarde; pero antes dime que no dudas de mí, que has olvidado ya ese libro inofensivo.

—No dudo de tí, Eduardo; ¡te amo!

¡Qué fácilmente se convence la mujer que ama!

Salió Eduardo de la estancia, y cuando encontró á Adela, las lágrimas, que habian estado comprimidas, saltaron de sus ojos; su hermana le estrechó la mano en silencio.

Aquella noche llenó Eduardo muchas hojas de su diario; el último párrafo decia:

—«¡Sí! ¡mi Lucía se muere! ¡Dios mio! ¿serás tan cruel que me arrebates el ser en quien cifro todas mis ilusiones? ¡Ah! si ella muere, no puedo sobreviviría..... ¡El cielo se compadecerá de ella y de mí! »

XXI.
EL GUANTE DE MEDINA.

La marquesa habia llamado al general Medina, y este acudió á la cita; ¿podia esperarse otra cosa de un hombre enamorado? ¿De qué sirven todas sus protestas? La fuerza de voluntad del que ama desaparece á la menor indicacion del ser, querido; dad dinero á un jugador arruinado que juró no mirar más la baraja, y ponedle delante del tapete; ¡oh! bien seguro es que no resistirá á la tentacion. Las palabras de la coqueta fueron para el general lo que las cartas para el jugador; aventurándose de nuevo á correr el azar de aquel juego, llegó á la casa donde le llamaban.

El corazon de Medina latia con fuerza; la escalera de la casa lo agitó de tal manera, que tuvo que detenérsela cada tramo; su mano temblaba al coger el cordon de la campanilla. Hizo un esfuerzo sobrenatural y llamó.

Aquel ruido metálico arrancó un ¡ay! á la marquesa: sabia que era el general Medina el que entraba. La mujer, ó conoce pronto cuando llama á la puerta su amante, ó lo adivina; ello es que nunca se equivoca.

Entró Medina en el gabinete azul y se detuvo antes de saludar á la marquesa, que estaba en bata y con el pelo recogido: aquel desaliño que en otra ocasion hubiera parecido extraño al general, le cautivó; la marquesa le recibía en bata, sin cuidarse de que el hombre que amaba la viera sin los adornos que realzan á la mujer: su palidez añadia doble encanto á su fisonomía.

Quiso el general hacerse superior y manifestar indiferencia, pero al entrar se habia turbado, y no encontrando una palabra que le ayudara en su propósito, se quedó petrificado: toda su vida se reconcentraba en el corazon.

La marquesa, sorprendiendo; como más experta,.aquel fenómeno psicológico, hizo una seña á Medina para que se sentara, y él se dejó caer en una butaca, como una máquina que obedece al impulso de un resorte.

—Doy á V. mil gracias, general, por esta visita, aunque ya sabia que no dejaria V. de acudir á mi llamamiento

—¿Lo sabia V., marquesa?

—Sí.

Aquellas palabras habían hecho un efecto terrible en Medina, que volvió en sí como el que está desmayado y aspira álcali.

—Poco ha faltado, señora, para que no viniera.

—Ese poco habla en favor de V. y en el mio.

—¿Porqué, marquesa?

—Porque acredita que es V. un caballero y porque me dá derecho á vindicarme; si V. no hubiera venido, la marquesa del Fresno, que estima en mucho su honra, hubiera ido á casa del general Medina á darle una explicacion y á pedirle otra.

—¿Explicacion?

—Sí: sé que anoche un suceso fatal dió derecho á alguno para que pusiera entela de juicio mi limpia reputacion.

—¡Marquesa!

—Lo sé todo. Se hallaba V. en la calle de Cañizares cuando Campo-Real entró en esta casa por la puerta falsa.

—Pasaba casualmente por ese sitio.

—Está bien; no deseo que la explicacion verse sobre ese particular; no se trata ahora de V., sino de mí solamente.

—Continúe V., marquesa.

—El conde de Tamajon parece que llegó muy á tiempo para impedir una desgracia, separando á usted de aquel sitio con objeto de que no viese salir á Campo Real con mi sobrina Lucía.

—¿Con Lucía? preguntó el general incorporándose en el sillon.

—Con Lucía; ella y Eduardo se amaban, y hasta hoy no he sabido que entraba de noche en mi casa, comprometiendo la honra de mi sobrina y sobre todo la mia.

—Lo que dice V., marquesa....

—Lo que digo es verdad, señor Medina, y á nadie doy derecho para que dude de mis palabras.

—Perdone V.; segun Tamajon....

—Tamajon es un miserable que juró perderme, porqué no dí oidos á sus protestas de amor.

—¿Es posible?

—Sí: hace tiempo que ese hombre me persigue de muerte.

El general apretó los puños y rechinó los dientes; la marquesa prosiguió:

—Un momento despues de abandonar V. la calle de Cañizares, salieron Eduardo de Campo-Real y Lucía por la puerta falsa.

—¿Un rapto?

—Lucía se encuentra ahora en casa de la hermana de Eduardo.

¡Qué escándalo!

—Campo-Real acaba de estar aquí á comunicarme que se casa con Lucía en la próxima semana.

Medina se pasó una mano por la frente y dijo:,

—A veces los sucesos más sencillos toman un carácter grave por las circunstancias; espero que me perdoné V., pues he dudado de su virtud.

—Por eso llamé al general Medina: necesitaba sincerarme.

—¡Cuánto agradezco á V., marquesa, este ¡paso!

—Haré frente al mundo si me acusa; además, sabiendo la fuga de Lucía, el mundo hará justicia á mi honra; eta cuanto á V. no quise, no pude esperar.

—¡Gracias!

El general estrechó con efusion la mano que la marquesa le presentaba.

Hablaron una hora, dos horas, tres horas, sin consultar el reloj , Medina no dijo á la marquesa que la amaba; la marquesa tampoco, dijo que amaba á Medina; pero ¿era necesaria esta confesion, si tácitamente se estaban comunicando sus corazones?

Cuando Medina se puso en pié dijo á la marquesa:

—Hasta la noche; estimo á V. tanto que no sé explicarme el motivo de mi emocion.

—Si el mundo me abandona, repuso ella, no lo echaré de menos; los dos desafiaremos al mundo.

—Adiós, marquesa.

—Adiós, Medina.

Y sus almas se confundí eren por medio de sus manos.

La marquesa no se acordó en aquel dia de su sobrina, ni de Campo-Real; ¡qué dichosa se juzgaba en aquel gabinete, donde habia oido las primeras palabras que hirieron su corazon! El general estaba rendido á sus plantas.

Al poner Medina el pié en la calle, embargaba el gozo sus sentidos; parecía que la atmósfera se habia despejado, que todo le sonreía; en aquel momento se encontraba dispuesto á hacer bien á todo el mundo y saludó con una afabilidad sin límites á cuantos pasaron por su lado. El que haya dudado de la mujer que quiso, comprenderá el estado de Medina al ver desvanecida una certeza tan grande.

Cuando entró en su casa, le salió Corrales al encuentro, y el general riéndose le puso una mano sobre el hombro. El fiel servidor abrió los ojos con espanto, dudando que su señor tuviese sano el juicio.

—¿Ha vuelto alguna persona á buscarme? preguntó.

—Sí, señor: el baron de Torre-Nueva.

—¡Por vida! siento no haberle visto: hubiéramos hablado un poco de nuestras victorias; es un excelente veterano.

—Viene V. muy alegre, señor.

—No te equivocas, Corrales; pocos dias estuve más dispuesto á creerme dichoso.

—¿Se anuncia por ventura algun movimiento? ¿Vá usted á pelear otra vez por la patria?

El general se estremeció y mirando fijamente á Corrales, le dijo:

—¿Por qué me haces esa pregunta?

—Porque solo he visto á V. alegre en los dias de grandes batallas.

—¿Quién se acuerda ahora de la guerra? Despues de tanto trabajar, el cuerpo necesita descanso. Cada cosa á su tiempo; tambien la paz tiene sus placeres, amigo Corrales.

Este miró á su amo con asombro, y meneando la cabeza, dijo:

—¿Quiere V. comer?

—No tengo ganas; voy á salir, porque hace un dia hermosísimo.

Corrales miró al cielo por entre los cristales, y vió que estaba nublado.

La crónica se ocupó del rapto de Lucía y tuvo lástima á Eduardo de Campo-Real: veia ya al jóven libertino entre las garras de Himeneo.

El conde de Tamajon estaba desesperado; sabia que la marquesa recibia en su casa al general, y al ver frustrados todos sus planes, se retorcia los brazos; por último, se decidió á jugar el todo por el todo: la ruina de la marquesa era para él cuestion de vida ó muerte

Cuatro dias pasaron.

La marquesa recibía al general, y juntos veian trascurrir las horas, sin pedirse cuenta del tiempo que empleaban en hablarse; ¡y hablaban de todo, menos de amor!

En el gabinete azul están los dos: oigamos su conversacion.

—¿No es verdad, decia ella, que al fin transije usted con las exigencias ridiculas de la corte?

—No me explico el cambio que en mí noto, marquesa; pero juro á V. que esta molicie tiene sus encantos positivos.

—Mucho gozo oyendo á V. hacer esa confesion, porque veo que triunfo.

—Confieso mi debilidad.

—Al fin amará V., general; está escrito.

—Puede ser.

—Y yo tambien; voy aborreciendo el bullicio de los salones, porque siento en mí una necesidad de vivir aislada en el seno de la familia.

—Debe ser delicioso; algunas veces cruza por mi mente esa idea, y á fe que lo siento, porque me juzgo apóstata.

—¡Qué disparate! exclamó la marquesa riéndose; no es apostasía, porque ahora no hay guerra que ofrezca á V. nuevos laureles. Además, bastantes ciñen ya esas sienes; ¡dichosa la mujer que sea digna de compartirlos con tan ilustre guerrero!

—¿De veras?

—Hablo con el corazon.

Los dos se dirigieron una mirada que hubiera sido eterna, á no haberse levantado la colgadura de la puerta.

La marquesa ahogó un grito y el general se puso en pié, erguido y lanzando fuego por los ojos: el que entraba era el conde de Tamajon.

No hay que alarmarse, dijo éste con su perpetua risa; soy yo, que vengo acaso á interrumpir algun coloquio de interés.

—¡Señor conde!....

—Mi querido general, tome V. asiento y no se moleste por mí; soy un amigo de confianza.

El conde tomó asiento é imitóle Medina, sin dejar de mirarle, siempre con las cejas fruncidas.

—No esperaba V. seguramente mi visita, marquesa, dijo el jorobado; pero no atribuya V. á olvido una ausencia de cuatro dias: tambien tengo ocupaciones perentorias.

La marquesa no contestó.

—Sabe V. que la distingo, prosiguió el conde, y que en ninguna parte me-encuentro mejor que en este gabinete, donde tan buenos ratos me ha proporcionado la dulce sociedad de la marquesa del Fresno.

—Gracias, conde.

—Dispense V. que no haya venido antes á ponerme á sus órdenes y á ofrecerle mis servicios; pero en todas partes he sido un leal defensor de mi mejor amiga.

—¿Defensor?

—Sí: el suceso de Lucía dió motivo á hablillas que he desvanecido,.como era mi obligacion. Sentí mucho este golpe, porque habrá afectado á V. la conducta de Eduardo: es un majadero.

La marquesa se puso pálida, adivinando la intencion del jorobado; el general retorció un guante que tenia en la mano.

—Siempre creí, continuó el conde, que haría una de las suyas; nadie es capaz de negar que vale usted mucho más que Lucía; pero los hombres somos raros y caprichosos; deseo solamente que conste que eché en cara á Eduardo su mal proceder y su ingratitud. El amor que V. le profesaba merecía otra correspondencia.

—¡Señor conde! exclamó la marquesa, ¿viene usted á burlarse de mí?

—¡Líbreme Dios de abusar del dolor de una señora á quien respeto! Si V. no comprende mis sentimientos nobles, no es culpa mia; creo que el general sabe tambien que V. amaba á Eduardo, y por eso dije delante de él

—¡Yo nada sé! dijo Medina con voz de trueno.

—Me parece que es V. flaco de memoria, señor general, y debo recordarle lo que hemos hablado sobre el particular; ¿no me aseguró V. que ningun lazo le ligaba á la marquesa? Lo creí de buena fe, y sentiría haberme engañado.

La marquesa conoció que se iba á desmayar, y llamó en su socorro todas sus fuerzas; el general estaba desconcertado.

—En cuanto á V., marquesa, añadió el conde., no ignora la amistad que me ha unido siempre á Eduar280 do: así, estoy en el secreto, y sé mejor que el mundo que aquél era el favorito de la reina de los salones.

—El mundo se equivoca y calumnia fácilmente.

—Me obliga V. á ponerme en buen lugar; las deferencias que prodigó V. á Eduardo fueron significativas.

—¡Miente V., caballero!

—Me insulta V., marquesa, dijo el jorobado riéndose, y el general dudaría de mí; no me culpe usted, pues me veo obligado á exhibir una prueba auténtica, un documento fehaciente

—¿Qué prueba? preguntó el general poniéndose en pié.

—Nada; una carta de la marquesa, cuyo facsímile reconocerá ella misma.

La marquesa dió un grito.

—Toma la escena, bien á pesar mio, un carácter dramático, continuó el conde; pero repito que no la he provocado yo.

—¡Esa carta! exclamó el general con voz estentórea.

—Esa carta existe en mi poder.

—Quiero verla.

—¿De veras? preguntó el jorobado dando una carcajada; y ¿con qué derecho me la pide V., señor general?

—¡Es V. un miserable!

Y arrojó el guante á la cara del conde-.

Este se puso en pié y recogió el guante, diciendo:

—¡Esa ofensa, general, es indigna!

—¡La carta!

—La encontrará V. sobre mi corazon, en el bolsillo del frac; pero es preciso que la obtenga V. sacándola de mi cadáver.

—¡La obtendré!

—Lo veremos.

La marquesa, pálida como una estatua de mármol blanco, quiso levantarse y cayó de nuevo sobre su sillon.

El general y el conde salieron.

En la puerta de la calle dijo aquél á éste:

—¡Necesito esa carta!

—Hasta mañana

—¡A muerte!

—Claro está, añadió el jorobado riéndose.

XXII
EL JUICIO DE DIOS

El general Medina, al salir de casa de la marquesa, enderezó sus pasos á la del baron de Torre-Nueva.

Al verle entrar, comprendió este que algun suceso extraordinario le llevaba á su casa, y le preguntó:

—¿Qué trae V., amigo mio?

—Casi nada.

—¡Oh! no; esos ojos brotan fuego; hay en esa fisonomía un no sé qué particular, que me revela una gran agitacion.

—Es V. perspicaz, amigo baron; pero el negocio no es de importancia.

—¡Ah! tuve tambien pocos años, amigo Medina, y sé adonde arrastra á la juventud una pasion desenfrenada.

—¿Pasion yo?

—Sí: pasion que compra V. á caro precio; estoy impaciente por saber lo ocurrido.

—Nada que tenga que ver con las mujeres; sostuve una reyerta con el conde de Tamajon, y debemos batirnos á muerte.

—¿A muerte?

—Acalorado, le inferí una ofensa grave.

—¡Por Dios, general! ¿es posible que un hombre de las circunstancias de V. descienda á provocar un escándalo cada dia, por sostener relaciones de cadete con una coqueta?

—¡Señor baron!

—Perdone V., amigo mío; creí que mis años, mi antigua amistad y mi experiencia me autorizaban á darle un consejo saludable; veo que me he equivocado, y solo me resta ofrecer á V. mis servicios.

—A mi vez, baron, suplico á V. que me perdone por haber olvidado el respeto que merecen sus canas, su experiencia y sobre todo, su amistad, conque me honro: bien sé que tiene V. razon, pero ya no hay remedio posible: causado el mal hay que arrostrar las consecuencias. Lo único que deseo es hacer constar que la marquesa no tomó parte en esta cuestion: el conde es insolente, y quiero castigar su atrevimiento.

—Conozco mejor que V. al conde de Tamajon; no puede respirar la misma atmósfera que el general Medina, porque sabe que este triunfa siempre, lo mismo en el salon que en el campo de batalla.

—Eso es un error.

—El demonio puso en el camino del héroe á la marquesa del Fresno, pues no olvido que por ella se batió aquél con Campo-Real; trabajo le mando si ha de entrar en palenque abierto con todos los caballeros de esa dama.

—Suplico á V. que no lastime á esa señora.

—¿Con que la ama V., desventurado?

—No la amo: la respeto.

—Ese respeto está tan cerca del amor, que me dá miedo la posicion en que V. se coloca.

—No tenga V. miedo por mí.

—¿El duelo es inevitable?

—He arrojado mi guante á la cara del conde.

—¿Y él lo recogió?

—Sí.

—Entonces hay que arreglar los condiciones del combate.

—Acepte V. las que él proponga, sean las que fueren.

—Está bien.

—Hasta la noche.

—Adiós, Medina; ¡ojalá sea esta la última vez que acepte tan triste comision!

—Lo será.

Los dos militares se estrecharon las manos, y Medina salió.

Al oscurecer, entró el general en su casa, y Corrales le dijo:

—Señor, tiene V. en la sala una visita que ha insistido en aguardarle.

—¿Quién es?

—Lo ignoro: trae el velo echado.

—¿El velo?

—Sí: es una señora.

—¿Una señora en mi casa? ¿por quién preguntó?

—Por el señor D. Carlos de Medina.

—¡Es ella!

Y el general corrió á la sala.

La marquesa, al verle, comprimió un sollozo; Medina exclamó:

—¡En mi casa, señora!

—Vengo aquí porque necesito evitar un duelo que por mi causa se prepara; no me acuse V.,Medina; hay ocasiones en que la mujer debe prescindir de todo y dejarse guiar por los impulsos de su corazon; sé que usted comprenderá mi sacrificio, estimando en lo que vale este paso, sin que por él pierda mi decoro. Vengo á casa de un amigo para exigirle que no dé una campanada que expondría mi reputacion á la maledicencia del vulgo.

—¿Qué exige V. de mí, señora?

—Un servicio inmenso.

—Eso es un imposible.

—¿Por qué?

—Porque mi honra está comprometida.

—¡La honra de una mujer, Medina, vale tanto como la de un hombre!

—No es mia la culpa, marquesa.

—¡Ni mia tampoco!

—Puede ser; pero ya no hay medio de arreglar una transaccion.

—Póngame V. las condicion es, que guste para que no se verifique ese duelo; las aceptaré sin saberlas.

—Nada hay en el mundo, señora, que compense la necesidad de cumplir con los deberes del honor.

—¿Nada?

—¡Nada!

—¿Y mi amor? preguntó la marquesa fuera de sí.

El general se estremeció, y ella, mirándole con los ojos muy abiertos, repitió su pregunta:

—¿Y mi amor?

—¡Tampoco! contestó Medina, haciéndose superior, aunque sentía que su corazon se quebraba.

—¡Tampoco! exclamó la marquesa.

Y se dejó caer en un sillon, cubriéndose el rostro con las manos.

—Señora

—¡Es V. muy cruel!

—¿Cruel yo? ¡Es V. la que me está atormentando!

—Creia que era V. más generoso.

—Pídame V., señora, un sacrificio que exceda á lo humano, y demostraré lo que por V. soy capaz de hacer; ¿pero renunciar á un duelo que he provocado yo? ¡Eso nunca!

—¡No, no! no me perdonaria la muerte de un hombre; ¡si V. mancha sus manos con la sangre del conde!.

—¿Y si tuviese necesidad de matarlo?

—¡No! ¡sea V. más noble! ¡el perdon engrandece á los hombres!

—No puedo perdonar.

—¿Por qué?

—Porque porque no lo sé; pero necesito matar al conde.

—¿Y si él matase al general Medina?

—¡Se muere solo una vez! ¡y es tan feliz el que muere!

—¡Por piedad! ¡no me martirice V. con esas palabras! Si V. muere ¿qué será de mí?

—¡Ahí ¿qué dice V., señora?

—Disculpe V. mi debilidad; siento aquí en mi pecho una impresion desconocida, inmensa, que domina todo mi ser; á la idea de quien podria V. sucumbir en ese duelo funesto, me siento morir.

—¡Calle V. por Dios, marquesa! ¿para qué me hace usted una declaracion semejante en un momento tan terrible?

—Porque ha llegado la hora suprema de abrir mi corazon.

—Y ¿quiere V. que ahora retroceda yo ante la idea de matar á ese hombre que ha ofendido á V., y que la ama? ¡No, no! ¡es preciso que ese miserable muerda el polvo y que vuelva yo triunfante á ofrecer á V. mi victoria como tributo de mi sentimiento!

—¡Me ama V. entonces, general! ¡Hable V. por caridad!

El general se detuvo, frunció las cejas y calló.

Después de un momento de pausa, dijo la marquesa á media voz y trémula de emocion:

—Repito que es V. muy cruel.

—¡Pídame V. la vida, marquesa!

—Pido menos, y sin embargo

—¿Menos? ¡No conoce V. entonces los deberes del honor!

—¿Nada merece una mujer que ama?

—¿Ama V. por ventura?

—¿Con toda mi alma!

—¡Entonces!

—¿Qué? interrumpió la marquesa, cogiendo una mano al general.

—¡Entonces! ¡Nada, señora! ¡es imposible!

—¿Es decir que no se conmueve V. ni con mis súplicas, ni con mis lágrimas? ¿Quiere V. perder á una mujer por el gusto de apuntar en su historia una página desastrosa?

—Bien sabe Dios que daría toda mi sangre por complacer á V. en éste instante, además, ¿qué importa que ese duelo se lleve á cabe? Es un peligro que voy á correr, y las peligros ya me conocen.

—¡Puede V. perecer en el combate!

—No, marquesa; el corazon me dice que volveré ileso.

—¿Volverá V., Medina?

—Sí; nunca como hoy tuve tanto apego á la vida, y sabré defenderla bien; bullen en mi cabeza mil ideas de felicidad que no me explico; arde en mi corazon un entusiasmo extraño que me impulsa á arrostraT un peligro que me ennoblecerá; no sé lo que pasa por mí en este momento, pero juro que si esta efervescencia no es locura, está muy cerca de serlo.

—¡Tenga V. compasion de una mujer que le ama!

—Selle V. sus labios, marquesa; esas palabras en el mundo no tienen valor alguno.

—¿Por qué?

—Dicen que en el mundo el amor es un juego.

—¡Venga V., si sabe, á leer en mi alma!

—¿No ha amado V., marquesa, á otros hombres, desvaneciéndolos con esas frases deslumbradoras?

—¡No, Medina!

—¿Y Eduardo de Campo-Real?

—¡Campo-Real es un fatuo!

—¿Y esa carta?....

La marquesa se estremeció.

—¡Esa carta!.... Campo-Real dió importancia á algunas pruebas de amistad sin consecuencia.

—¿Y el conde?

—El conde se venga de mis desdenes; ¿qué puede usted echarme en cara? Los rudos golpes de su venganza se embotaron en la pureza de mi conciencia.

—¿Y esos infinitos admiradores de V. que siempre la rodean?

—Mis admiradores responderán mejor que yo á esa pregunta.

—¡Quiero creer á V., marquesa! ¡Necesito apreciar esa pureza que anima mi valor y me presta fuerzas! ¡El conde morirá!

—¡No! ¡ese duelo!....

—¡Ese duelo es inevitable! Tranquilícese V. porque volveré mañana.

—¿Volverá V, Medina?

—Volveré digno de V. y de mí; el mundo no sabrá que una venganza armó mi brazo.

—Adiós, Medina; confio en la Providencia.

—La Providencia me protege. Adios, señora.

Y dió su mano á la marquesa, que la estrechó ¡con efusion entre las suyas.

La marquesa se echó el velo para ocultar las lágrimas que se asomaban á sus ojos, y salió.

Medina sentia toda la sangre agolpada á la cabeza; la emocion lo habia rendido, y se acostó.

Al dia siguiente, apenas asomaba el sol con esos débiles crepúsculos de invierno, dos coches salían por la puerta de San Vicente, en direccion de la puerta de Hierro.

En el primero iban el general Medina, el baron de Torre-Nueva y otro testigo á quien no conocemos.

En el segundo, él conde de Tamajon, el marqués del Espino, Leopoldo Rivas y un médico.

Los coches, dejando atrás la puerta de Hierro, pararon á una seña del baron de Torre-Nueva, y las siete personas se apearon; siguiendo á pié por la derecha, cruzaron un monte, y cuando hubieron andado un buen trecho, hicieron alto.

—Me parece, dijo Leopoldo, que este sitio es á propósito para el caso; nadie puede vernos.

—Para matarse cualquier sitio es bueno, repuso el conde; la soledad de este monte me encanta.

—Despachemos, añadió el marqués del Espino.

Los testigos habian convenido en que se batirían á pistola, á quince pasos, no dándose por terminado el duelo hasta que uno quedase muerto ó fuera de combate, lo cual decidiría el médico.

Se midieron rigorosamente los quince pasos, y se colocó á los adversarios uno en frente de otro.

El rostro de Medina era siempre inalterable; cualquiera diria que en aquel momento iba á tirar al blanco, segun la impasibilidad de sus facciones.

La cara del conde no marcaba su eterna risa, pero sus mejillas no estaban descoloridas; sus ojos brillaban con una vivacidad que no podia traducirse por terror; habia algo de repulsivo en su: mirada, fija y audaz.

Los testigos cargaron las pistolas y las pusieron en manos del general y del conde.

Medina con una calma estoica examinó la pistola, y, al fijar la vista en el conde, sin duda para apuntarle bien, sintió que la sangre subia á sus ojos; aquel hombre tan noble acariciaba la venganza en una hora tan suprema; la mujer es la mano de Satanás que arrastra al hombre al precipicio.

El jorobado clavó los ojos en el general; su mirada era insolente y despreciativa: en aquel instante el conde se habia arrancado la careta.

La muerte, que solo ponia quince pasos de distancia entre aquellos dos hombres que se aborrecían, iba á dejar caer su último grano de arena en el reloj del tiempo que mide la vida de los seres.

Los testigos hicieron la señal convenida, y los combatientes dispararon á la vez.

La bala del conde de Tamajon atravesó el sombrero del general Medina, que permaneció arme en supuesto.

El doctor corrió á sostener al jorobado; solamente él con el ojo perspicaz de la ciencia comprendió que el conde estaba herido; recibióle en sus brazos, y todos acudieron en su ayuda.

El conde habia querido sostenerse, pero su cuerpo vaciló cayendo en los brazos del doctor.

Pasado el primer momento, el conde trató de incorporarse, y viendo que no podia, metió la mano en el bolsillo de su levita, sacó una carta, y la entregó al general Medina, ¡que se estremeció involuntariamente al cogerla.

El conde de Tamajon se desmayó.

Después de examinar el doctor la herida, hizo un gesto que dió á entender claramente que esta era mortal.

Aquel gesto hizo nublar el rostro de Medina; Medina tenia un alma noble, y al replegarse en su conciencia; vió todo lo horrible de aquel paso.

Al volver á Madrid, sentia una agitacion extraña y no cesaba de mirar la carta, ansiando el momento de leerla cuando estuviese solo.

La carta de la marquesa estaba manchada de sangre.

XXIII.
CASTILLOS EN EL AIRE.

Ahora recuerdo que deje á Lucía fuertemente impresionada con la lectura de las poesías de Eduardo de Campo-Real y que este se hallaba impresionado tambien por el triste estado de su amante.

Las horas y aun los dias pasaban velozmente Eduardo no se separaba de la cabecera de la enferma; Adela y su marido la velaban á los pies del lecho. Habia momentos en que Lucía se juzgaba feliz con su dolencia;ella, que habia vivido aislada, sin familia, sin una mano cariñosa que estrechara la suya, se veia rodeada del que consideraba como unido á ella para siempre y de una familia que era ya la suya. El dolor tiene tambien sus placeres: la naturaleza tiene tambien su ley de compensaciones.

Los hijos de Adela distraían á la doliente con sus gracias infantiles. Lucía, como he dicho ya, se consideraba venturosa hasta en su postracion; cuando la muerte estaba llamando á sus puertas, empezaba á conocer la felicidad. Qué implacable es el signo de las criaturas!

Una mañana que por las vidrieras del balcon entraba un sol brillante y que Lucía se encontraba con fuerzas sobrenaturales, abandonó el lecho y se sentó en una butaca, aspirando aquel rayo de sol que parecia dilatar sus pulmones. Adela estaba entregada á las faenas domésticas, y Eduardo que iba á visitar á su amada muy temprano, segun su costumbre, entró en la estancia y cogió una de las manos de la enferma, cuyas mejillas se colorearon con una muestra de inmensa satisfaccion.

—Mi Lucía, dijo Campo-Real, parece que avanzas en tu curacion; si el médico, te viera en este instante se sorprendería; estás muy animada.

—Sí, Eduardo mio; con tu mano entre mis manos y con este rayo de sol que me vivifica, desafío la muerte; hoy me encuentro fuerte; hay en mí un germen de vida extraño; el lecho me mata.

—Aquí estás bien, me sentaré á tus pies y hablaremos de nuestra futura felicidad.

—Sí, sí, hablemos, pero no de nuestra felicidad futura, sino de la presente, Eduardo; verte á mis pies es ya la realizacion de mis ensueños más irrealizables; detrás de esto no puede haber nada.

—Hay más, Lucía; la felicidad es un horizonte infinito; allí donde crees ver el punto que ansias tocar, no existe el fin; al llegar á él encuentras otro espaciogrande que recorrer: si hubiera un término, la felicidad sería mentira, y no es mentira lo que tú sientes ahora, lo que siento yo; ¿no es verdad que tu mente divisa un dilatado espacio que han de recorrer juntas nuestras almas? ¿no es verdad que esa senda, que no es dado al pincel dibujar ni al labio describir, la ves sembrada de flores, más bellas que las de los jardines del mundo?

—Sí, Eduardo mio; ve mi fantasía todo eso, y ve más que no acierto á describir; tú pintas mejor que yo; habíame de tu amor; oyéndote, mi pecho se oprime"; parece que hasta ese rayo de sol que me vivificaba antes, me mata ahora; pero morir recogiendo de tu labio esas palabras sin precio, debe ser una muerte bendita.

—¡Morir! ¿quién piensa en morir, Lucía?

—¡No, no!

Eduardo de Campo-Real se habia sentado en un almohadon á los pies de Lucía; estaba apoyado en sus rodillas y tenia cogidas sus manos; aquel rayo de sol que caldeaba las sienes de los amantes, era traidor.

—¡Morir! exclamó Eduardo con frenética exaltacion; ¡morir tú! ¿quién piensa en la muerte cuando la naturaleza se sonríe y nos señala un eden, cuya puerta se abre para los dos?

—La muerte, Eduardo, no es más que un sueño prolongado; anoche soñé, contigo; ¡ah!, si la muerte puede alargar el pensamiento que; por mi mente cruzó, ¡venga y mil veces bendita, sea! Al despertar hoy no te encontré á mi lado..... ¡Ay! ¡aquel sueño debe ser un ensueño!

—¿Qué soñabas, mi bien?

—¿Lo sé ya por ventura?

-Coodina-. tus ideas: recuerda...

—Este; ensuño es como la, felicidad, que: antes me citabas;, ni puede trazarla el pincel ni puede describirla el labio; está en mi cabeza,.pero es mio solo el pensamiento . y-no puedo trasmitirlo;

—Realizarás tu ensueño.

—No,. Eduardo; solo recuerdo que yo tenia alas y que no me hallaba en la tierra,; la atmósfera que respiraba no era esta atmósfera pesada, que oprime mis pulmones; era un aire puro, aunque de; fuego, que entrando por mi boca, corria por mis venas y encendia mi sangre; era un ambiente..... ¡Ah! no te acerques tanto á mí; creí que soñaba otra vez; creí que tu aliento era aquel aire abrasador.....

—Puede ser, Lucía; ¿no me viste en tu ensueño?

—¡Oh!; ¿sin tí podria parecerme encantador ningun sueño? ¿sin tí no hubiera encontrado aquella atmósfera. a pesada? Sin tí, Eduardo, no hay horizonte bello que cause deleite á mis ojos. No sabes que te amo;:, no lo sabes; porque has vivido demasiado en el mundo;, no sé como se quiere en el mundo, pero no es posible que quiera nadie como yo.....

—Te engañas; lucía; ya verás si te adoro; ya verás, si se realiza lo que has soñado pero será un sueño, que no tenga un despertar triste: Dentro de pocos: dias serás mia, mia para siempre viajaremos, juntos; no veremos ciudades ni monumentos; viajaremos por viajar para robustecerte: te veré y me verás?, encontraré; en tí mi dicha y tú la encontrarás en mí, unidas como, ahora nuestras manos y que simbolizan la estrecha union de nuestras almas, y viviremos así, confundiendo nuestros alientos: en el aliento se exhala el alma; el aliento es la sávia del amor.....

—¡Ah, sí! exclamó Lucía; debe ser verdad; me estás matando, pero quiero morirme de esta suerte. Ahora recuerdo lo que soñé: sí, te veo como anoche; se me saltan las sienes, y me rodea aquella atmósfera embriagada de perfumes.

—¿Me ves, Lucía? ¡Te amo!

—¡Te adoro!

—¡Eres mi esposa! ¡Eres mia!

—¡Soy tuya! ¡Oh!.....

La jóven dió un grito ahogado y cayó desplomada en el sillon., Eduardo en su entusiasmo no veia que la mataba; sus alientos se estaban confundiendo, y el poeta habia acercado sus labios á los de Lucía; un pequeño roce, un contacto ligerísimo, habia bastado, para producir una convulsion en aquella naturaleza: destruida.

La palidez de Lucía era la palidez de la muerte.

Eduardo lanzó un grito penetrante y se puso en pié. Adela entró en la estancia y corrió á amparar á Lucía,

Pasados algunos segundos, Lucía entreabrió los ojos, los clavó en Eduardo, y fijándolos despues en el cielo, los cerró para siempre.

Por sus labios vagaba una sonrisa.

El ángel acababa de tender las alas, y remontándose por aquella atmósfera que se habia creado en su sueño, escalaba la azulada bóveda. El amor es el éter que cruza la fantasía con un vuelo privilegiado.

Campo-Real se arrojó llorando en los brazos de su hermana.

En el primer momento juró matarse.

Una hora despues juraba no olvidar á Lucía.

XXIV.
EL DEDO DE LA PROVIDENCIA.

Toda historia tiene su desenlace, y no es dado al buen cronista falsear la historia, porque historia es lo que vengo escribiendo con el título de novela. Algunos de mis lectores habrán conocido á más de uno de los personajes que vienen jugando en mi libro. Al acercarse el desenlace, debo una explicacion y voy á darla.

«¡Cuánto me alegro de que haya V. matado al conde de Tamajon!» me dijo una señora ayer; y contesté espantado: «¡Líbreme Dios de semejante crimen!

La bala de Medina iba guiada por el dedo de la Providencia: ella lo mató: escrito estaba en el libro de sus inescrutables designios; de aquel libro lo copié yo!»

«¡No mate V. á Lucía!» me decia tambien el otro dia una jóven, tan amable como bella, presintiendo que la desventurada amante de Campo-Real estaba herida de muerte. Y le contesté: «Si dado me fuera conservar la vida de esa criatura, lo haria; pero la Providencia lo dispuso así, y no puedo librar á la víctima que señala con su dedo poderoso.«

Mi bella amiga no se dió por satisfecha.

Y es verdad: no he escrito más que lo que estaba escrito, sin que por eso se me tenga por fatalista. Si la muerte del conde de Tamajon fué un castigo de su maldad, y si la muerte de Lucía es un desengaño para la virtud, repito que salvo mi responsabilidad; en los dos casos veo el dedo de la Providencia, y humillo la cabeza ant su poder.

El Código marca una pena para el que mata á otro en desafío; pero debe ser una humorada del Código, pues Medina, como otros muchos, no se vió inquietado por los alguaciles; la gente, en vez de llamarle asesino lo calificó de valiente y de hombre de honor, y lo señaló con el dedo.—Este dedo no es de la misma mano que el dedo de la Providencia.

Eduardo de Campo-Real habia precipitado la muerte de Lucía, produciéndole una convulsion con aquel beso de fuego que confundió sus almas. El Código no señala pena al hombre que mata una mujer con un beso: esta impunidad debe llamar la atencion de los reformadores: el Código está incompleto.

Dejemos descansar en paz á los muertos, y vamos; en busca de» los vivos. Podrá no ser muy cristiana esta idea, pero no haremos más que seguir la; práctica, de la, humanidad,.

Cuando el general Medina,,despues, de,matar al conde, para cumplir, con los deberes de su honra, entró en, su casa, corrió á su aposento y se dejó, caer, e un sillon. Su fiel servidor. Corrales estremeció al ver, la descomposicion de sus facciones; pero, no, se atrevió á turbar su enajenacion pues conocia demasiado el temple de su amo, y sabia lo, peligroso que era; arrostrar su cólera, en momentos semejantes.,

Medina, contempló la carta de la marquesa y al verla manchada de sangre, exhalando un gemido, la arrojo al suelo.

—¡Ah! exclamó ¡sangre en ese papel! ¡sangre tambien en mis manos! ¡Dios mio! ¡Dios¡ ¿qué he hecho?

El general dejando caer la cabeza sobre el pecho, meditó por espacio de algunos segundos; incorporóse al fin y dijo:

—¡Esta sangre: abrasa, mis dedos!..... ¡Oh! la última mirada de aquel hombre está fija; en mis ojos! ¡esa mirada será el remordimiento dé un crímen! ¿quién puso en mis manos el arma fatal? ¿Por qué lo maté?.....¡Ah! ¡la marquesa! ¡,es¡verdad! ¡esa mujer armó mí brazo!..... ¡La marquesa!

Levantóse. Medina fuera, de sí y se paseó agitado pon?, la estancia de repente, lanzándose sobre la carta que estaba en, el suelo; la recogió, exclamando:

—¿Qué encierra este papel? Quiero leerlo! Esta carta contiene la sentencia de muerte del conde; yo no lo maté; fué el destino, fué su maldad; además, él me provocó, insultando á una mujer débil y acusándola infamemente,. ¡Ella me aseguró que su virtud habia resistido á toda prueba! ¡y no habrá mentido!.... Veamos.

Abrió el general la carta, la leyó con espanto, pasándose la mano cien veces por los ojos, y despues de lanzar un ¡ay! desgarrador, cayó de rodillas, gritando:

—¡Perdon, Dios; mio!, ¡perdon!

Una hora despues, su fisonomía anunciaba una reaccion completa; nadie hubiera dicho que el alma de: aquel hombre acababa de sufrir los estragos de una tempestad; sus facciones habian recobrado su sello habitual; así el mar despues de una tormenta aparece en calma, sin que el azul de la bóveda celeste revele la negra nube que descargó...

El general tiró del cordon de la campanilla, y aun no habia vibrado en el aire el sonido metálico!, cuando Corrales entró en la estancia. A pesar de la calma aparente, adivinó la tempestad pasada; pero no se atrevió á hacer la menor pregunta, y ayudó á vestir al general, que puso gran cuidado en el aliño de su traje, como si fuera á un sarao.

Cuando Medina estuvo vestido, salió? sin decir una palabra á su fiel, servidor, y se dirigió á casa de la marquesa del Fresno,

Como comprenderá el lector, hallábase ésta en uno de esos dias eternos, en que pesa la vida, en que los minutos son horas, y las horas siglos; sabia que el general Medina y el conde de Tamajon habian salido á batirse por ella, y conociendo el temple de los dos y la causa que los impulsaba á Venir, no podia esperar sino un desenlace funesto.

Viendo llegar la tarde, su ansiedad era inexplicable y mandó preguntar al portero de la casa en que habitaba Medina; pero le trajeron por única respuesta que el general habia salido. Esta respuesta vaga aumentaba el tormento de la marquesa.

La campanilla de la puerta sonó y la marquesa se puso en pié impulsivamente; su palidez era mortal. Al levantar la colgadura del gabinete azul, vió al general que se adelantaba impasible como si fuera á hacerle una visita de cumplido; ella, dando un grito, se precipitó sobre él y le cogió con efusion una de sus manos. Medina, sin retirarla, le dijo:

—Señora, sé cumplir las palabras que doy; á bien caro precio he comprado esta vez su cumplimiento; pero nunca retrocedo ante una deuda de honor.

La marquesa se estremeció; el tono de Medina encerraba algo de solemne.

—¿Qué está V. diciendo, general?

—La verdad.

—No comprendo

—El conde de Tamajon ha muerto.

Dio la marquesa un grito y dejó caer la cabeza entre las manos; el general, sin alterarse, continuó:

—No me explico el vértigo que me impulsó á atentar contra la vida de un hombre; el mal no tiene ya remedio; fui el arma alevosa que cometió el homicidio, pero el brazo fué V., señora. ¡Si en esto hay crimen, el remordimiento no es mio!

—¡General!

—Guardaba un hombre una carta que podia comprometer la honra de V., y la he sacado de su cadáver; tome V., señora, ese documento que le convenia recoger. Véalo V. bien: está manchado de sangre; está sellado por el dedo de la Providencia.

La marquesa no podia contestar; el terror y la emocion embargaban su voz; Medina continuó, echando la carta sobre su falda:

—Ha muerto un hombre, víctima de una pasion que V. no supo comprender; pero ¿qué importa? Mañana el mundo comentará el suceso, y añadirá usted otro gran trofeo á su ambicion de gloría, que la hará más codiciada.

—¡Por piedad, Medina!....

—Es tan fácil -escribir cuatro mentidas frases de amor y trastornar la cabeza de un hombre, rendirlo á sus pies, y decir al mundo: «¡Hé aquí otra víctima más!» Este es el afán de una coqueta.

—¡Ah! exclamó la marquesa, dando rienda á sus lágrimas hasta entonces comprimidas; ¡general! ¡me está V. matando!.

—Una mujer, continuó Medina sin hacer caso del llanto de la marquesa, que juega con las pasiones, ¿qué puede ofrecer a u n hombre puro que llega á rendir á sus pies su amante corazon? Mi corazon es de hierro marquesa; nada hay que lo dome, y sin embargo, vaciló una vez, acariciando un ensueño ilusorio; fui débil y cobarde

—¡Por Dios, general! ¡tenga V. compasion de mí! ¡no me engañe V. ni se engañe,ásí mismo!

—¿Engañarme yo? Si alguna duda cupiera en mi alma, esa carta me enseñaria á seguir mi camino.

—¡Esta cartal.¿Cree V. acaso?

--Nada creo, marquesa; nada quiero creer; ¿qué me importa ya que fuera V. á visitar á un hombre dándole una cita?.¡Ah! si hubiera visto ayer ese papel, me hubiera ahorrado un crimen, porque ayer omaba á V.:, marquesa.

—¡Oh! repita V. esas palabras,general.....

—Las repetiré; ayer mi corazon se habia abierto para el sentimiento noble del amor; no temo ya confesarlo,. porque la tormenta pasó. Sí, marquesa;cabe en mi pecho el amor, pero un amor grande, inmenso, que reciba su sello de Dios, no ese amor que aquí-se conoce, frágil, que vive y se alimenta con el humo del incienso; todo un amor sin pasados in deseos, amor purísimo, que no deje detrás de sí una historia de devaneos y de miserias. ¡Amor! ¿sabe por ventura la mujer del gran mundo lo que ¡es ese nombre? Dios con su dedo santo borró de mi pecho esa impresion que me hubiera arrastrado al precipicio. Mi alma virgen rechaza la comunicacion con un alma que ha evaporado su esencia, dejándola abierta á todas las sensaciones: ¡no! ¡no quiero dar mi corazon entero por un corazon gastado!

La marquesa, que se habia mantenido postrada ante el peso de las razones del general, se levantó con dignidad y dijo:

—¡No hay en mi vida un minuto que manche mi historia!

—Esa carta...

—Esa carta, general, me acusa de una ligereza....

—Esa ligereza compromete á V. á los ojos del mundo.

—Pregunte V. á su conciencia si no me cree inocente.

—Mi conciencia calla, señora

—No, porque V. ama

—¡Si todavía amara, sabría hacer pedazos mi corazon!

—¡Medina!

—¡Señora, adiós!

—¡Ah! ¡no, no! ¡no puedo ya vivir sin este amor que ha dorado las primeras horas halagüeñas de mi vida!

—Es V. la que ahora se está engañando á sí misma, queriendo engañarme....

—¡No, no!

—Adios, marquesa.

Medina levantó la colgadura de la puerta y comprimiéndose el corazon, salió precipitadamente.

La marquesa le llamó con acento desgarrador, y lanzando un grito, al oir el ruido que hacia la puerta al cerrarse, cayó desplomada sobre la alfombra.

Dos dias despues, una silla de postas conducia á su destino al capitan general de Estremadura; en la Gaceta habia aparecido aquella mañana el nombramiento para este cargo, que la Reina confiaba al mariscal de campo D. Carlos de Medina.

El mismo dia cerró sus salones la marquesa del Fresno pretexando el sentimiento le habia causado la muerte de su sobrina lucia

La crónica tuvo una semana sabroso pasto con que alimentarse.

La baronesa de Torre-Nueva ignoraba si habia ganado la apuesta á la marquesa del Fresno

El lector decidirá

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

SEGUNDA PARTE.

I
DOCE AÑOS DESPUES.

Han pasado doce años.

Hoy que la humanidad camina en vapor, en doce años casi concluye su jornada una generacion: la que entonces retoñaba, toca ahora á su término; la que entonces existia fuerte, ó ha desaparecido ó yace arrinconada.

Estamos, lector, en Madrid.

¿Es el Madrid de 1852 el Madrid de 1840?

Aunque no parece el mismo, no te dejes alucinar: si algunos edificios vinieron á tierra, otros se levantaron en su lugar. Madrid no cambia: es el mismo individuo que muda algunas prendas de su traje; cuando los edificios envejecen la cal y la pintura revocan sus fachadas; Madrid es una coqueta que con menjurges combate los síntomas de la vejez.

Las capitales de provincia se embellecen, pero lucen en su fisonomía su fe de bautismo que las honra; sus arrugas se respetan; sus ruinas se veneran.

Las aldeas conservan sus costumbres tradicionales; allí no penetra la Renaissance; recorred la Mancha, y abrid despues el libro inmortal de Cervantes; allí encontrareis la misma venta, el mismo candil y hasta la misma Maritornes; el lema de los pueblos, en sus costumbres, es este: non plus ultra.

Han pasado doce años, y han pasado muchos individuos. Los niños son ya hombres; los hombres son ya viejos. Los que todavía viven, ven limitarse su horizonte; los que murieron son ya polvo.

Madrid ha estrechado más el círculo de sus necesidades; en Madrid no hay tinieblas donde esconder las miserias humanas: Madrid está alumbrado por el gas. Este es otro gran paso de la civilizacion.

En un punto retirado de la península, vive un hombre con lo que tiene; en Madrid, por el contrario, vive con lo que no tiene.

La ambicion impulsa en este gran centró á la humanidad, que quiere como Tifeo escalar el cielo; aunque no lo consigue, lo aparenta.

La política es el Sísifo que sufre su tormento; arrastra una piedra enorme á la cumbre del monte para verla despues rodar despeñada: Sísifo, sin embargo; emprende de nuevo su afanosa tarea.

Madrid es el laberinto de Creta; unos no encuentran salida; otros, como Dédalo, emprenden el vuelo y suben; otros, menos diestros, al remontarse no ven que sus alas son de cera, y como Icaro, se acercan tanto al sol que se les derriten, y caen en el abismo.

Ved á muchos incautos, queriendo, nuevas Danáides, recoger el agua, sin ver que su vasija está agujereada como una criba.

El corazon de Madrid es la ambicion: separad el escalpelo si no tenéis fuerzas bastantes para resistir una autopsia: en toda anatomía se encuentra el desencanto.

Repito, lector, que estamos en Madrid, y que el Madrid de 1852 es el mismo de 1840.

Madrid no pasa: lo que pasa es la humanidad.

II.
AL AMOR DE LA LUMBRE.

El brasero era antes un mueble clásico á cuyo al rededor se formaba en el hogar la tertulia íntima, disputándose los puestos palmo á palmo cuando -el termómetro marcaba algunos grados bajo cero. El faldero, favorito de los niños, y el gato, favorito de la abuela, se dormían tranquilamente al lado de la alambrera que servia de resguardo á las faldas de los vestidos, y no pocas veces salian aquellos gritando cuando se les tostaba la piel por la malignidad del muchacho que revolvia la candela con la badila por el placer de echar firmas: frase vulgarísima que ninguna vieja desconoce, y que las desespera siempre, interrumpiendo su prosaica tarea de hacer media, entretenimiento lucrativo, segun su modo de apreciar las horas.

Al amor de la lumbre, como decian nuestras madres, se dilataban los pulmones, preparando el cuerpo para el trabajo; pero la verdad es que la cabeza se cargaba, produciendo muchas veces mareo, y no pocas la asfixia, á consecuencia de los gases deletéreos desprendidos del carbon al quemarse en una habitacion cerrada.

El confort hirió de muerte al brasero,y la moda dictó el decreto de expulsion, retirándose con sus honores á los barrios menos acomodados de la corte, ó á las habitaciones altas en que viven las clases pobres que no pueden sostener el lujo de la chimenea; porque la chimenea fué la que sustituyó al brasero, convirtiéndose lo que antes era un mueble del inquilino, en un requisito indispensable de la edificacion, que no olvida hoy ningun casero.

Verdad es que se han disminuido los braseros, pero tambien es verdad que se han aumentado los incendios, y que la compañía de Seguros aceptaria con gusto el cambio; pues el hollin es un excelente combustible que quita el sueño á los pacíficos vecinos.

La leña es un renglon de lujo en el presupuesto doméstico; y aunque hijo de la exigente moda, no todo el vecindario ha podido aceptarlo, limitándose los pobres á sostener el brasero para dar calor á los entumecidos miembros en aquellos dias en que no se ofrece la mano á los amigos por no sacarla del bolsillo, calorífero portátil y económico. Es preciso haber cruzado por las calles de Madrid en uno de esos dias en que sopla el viento del Guadarrama, tan sutil (según dicen los madrileños) que mata á un hombre y no apaga un candil, para apreciar el valor de la lumbre, bien sea la llama que despiden los troncos colocados encima de los morillos de la aristocrática chimenea, bien sea el rescoldo del plebeyo brasero.

Y como hace mucho frio el dia 20 de Enero de 1852 en que se reanuda el hilo de mi abandonada historia, el lector me agradecerá que no le lleve por las calles de la coronada villa, la nieve cae en gruesos copos, cubriendo los edificios con un manto de resplandeciente blancura. Vamos á cobijarnos bajo techado, que las pulmonías son fruta del tiempo, y tan temibles que han dado cierta funesta celebridad á la corte. Siento que las circunstancias ó las exigencias de la novela no me permitan llevar á mis lectores al elegante gabinete de alguna dama poderosa para ofrecerle un cómodo diván de terciopelo, colocado, delante de una chimenea bien alimentada; nos encontramos en una sala no muy grande, limpia, pero pobremente amueblada, de un sotabanco de una magnífica casa recien construida en la calle de Silva.

El sotabanco es un sistema moderno de habitaciones que ha sustituido con ventaja á la buhardilla por ser más decente en la apariencia y más cómodo en su distribucion, ofreciendo asilo á las clases de la sociedad que cuentan con pocos medios de subsistencia.

Delante de la ventana que comunica con las tejas están sentadas dos mujeres, con los pies colocados sobre la tarima del brasero y afanadas con la costura que tienen en las manos, á pesar de que los dedos se resisten al trabajo, tan ateridos, que de tiempo en tiempo se ven obligadas á arrimarlos á la alambrera para continuar su tarea.

Las dos mujeres son hermosas, y como la hermosura lo idealiza todo, no le pesará al lector la visita que vamos á hacer al modesto sotabanco. La mayor de ellas tendria treinta y dos años; alta, delgada, pero muy esbelta, con ojos de una languidez indefinible, de una expresion sublime; boca graciosa y de labios recogidos, nariz aguileña, cutis terso de palidez mate; frente dilatada y cabello rizado, negro como el ébano; era la estatua del dolor, y bastaba fijar en ella la vista para sentir esa impresion que despierta en el alma la simpatía profunda por la ausencia de todo placer.

Hay algunos seres cuya organizacion se revela, presentando en las líneas de su rostro sus más íntimos sentimientos; sus ojos repiten los latidos del corazon en las alteraciones que éste sufre; sus labios dejan escapar las emanaciones del alma; su fisonomía toda retrata la menor excitacion de los nervios; se parecen á esos relojes cuyas tapas son de cristal, que presentan á la simple vista la complicacion de su mecanismo. Estos seres no tienen defensa y se entregan á discrecion; nacen destinados á ser víctimas, y sucumben siempre.—Hé ahí á Matilde Trueba.

Su hermana Margarita era todavía muy jóven, casi una niña, y presentaba un verdadero contraste con aquella. En los climas fríos á los diez y ocho años puede decirse que se verifica la completa transicion de la niña á la mujer. La frescura del cutis de Margarita, su viveza de imaginacion, la sonrisa de sus labios rosados, la chispeante mirada de sus ojos negros, las enérgicas líneas de sus bien modeladas formas, todo anunciaba en ella la exuberancia de vida, el risueño tropel de ilusiones doradas que se mecian ensu imaginacion, la esperanza del placer, la ausencia del dolor. Era un delicado boton de rosa, entreabierto á los primeros albores de la mañana y todavía salpicado de rocío.

El candor, esa virginidad del alma, estaba retratado en su fisonomía; en sus ojos rebosaba la bondad; en sus labios se cernia la virtud, como una mariposilla sobre la flor rica de esencia; en sus mejillas no se adivinaba el surco de la primera lágrima.

Margarita era el ensueño de un poeta.

Su corazon era un cáliz en donde no se habia derramado una gota de amargura; era una entraña que aun no se habia estremecido ni á impulsos del poderoso halago del amor, ni al sacudimiento de la contrariedad del infortunio.

Vivía, feliz en su pobreza, sin ambicionar nada, porque no habia tendido por el vasto horizonte del mundo las alas de su imaginacion; tenia el hábito del trabajo, aleccionada por su hermana que habia heredado de su madre ese deber, y respiraba tranquila al concluir la tarea que se imponia para ayudar con su aguja al sostenimiento de la casa. Margarita era uno de esos ángeles que viven ignorados, qué por fortuna abundan y que harían del mundo un eden, si el mundo mismo no se encargara de crear los monstruos que se gozan en romper el velo que cubre los ojos de las vestales, rasgando sus vestiduras solo por el placer de hacer daño.

Al lado de Matilde, modelo de virtud y de dignidad, vivia Margarita al amparo de la traicion, exhalando á la sombra su perfume como una rosa de invernadero. Su gentileza y su gracia eran poderosos; alicientes para distraer á su hermana del abatimiento» que la dominaba; sin ella en la tierra y sin Dios en el cielo, Matilde Trueba hubiera sucumbido al peso de su infortunio; ¡porque era muy desgraciada!

—¡Qué dia tan agradable! exclamó Margarita poniendo su labor encima de una silla para acercar á la lumbre sus delicadas manos. ¡Envidio á San Lorenzo!

—¿Por qué? preguntó Matilde sin levantar los ojos, de la tela en que cosia.

—Porque murió tostado, contestó la niña riéndose;, hoy me pareceria dulce esa clase de muerte; la sangre se hiela en mis dedos.

—¡Pobre Rodulfo!

—Los niños no sienten el frío; y además salió bien abrigado con el capote que Angel le compró ayer.

—Son las cuatro y no han venido.

—Alguna ocupacion perentoria detendrá en la oficina á nuestro hermano, y como despues ha de ir al colegio á buscar á tu hijo, no debe extrañarte la tardanza.

—¡Mi buen Angel! ¡qué corazon tan noble y tan generoso! exclamó Matilde dejando escapar un suspiro. No hay en el mundo dos hombres que se parezcan á nuestro hermano!

—Di más bien que para nosotros es un padre, á pesar de sus pocos años. ¿Qué sería de las dos sin su auxilio?

—Pereceríamos en la miseria, Margarita, porque á las manos de la mujer les niega el trabajo el pan de cada dia. Ya lo ves:, perdemos el sueño y la salud con la aguja en la mano, á fin de ayudar á Ángel, y apenas podemos entre todos cubrir el mezquino gasto á que estamos reducidos. La nobleza de su alma le impulsa á prohibirnos que cosamos de noche, pero ese sacrificio es necesario; su sueldo es muy pobre, y como no tiene quien le proteja, ve pasar los mejores años de su vida sin adelantar un paso.

—¡Sufre mucho, y sufre por nosotras!

—Lo sé; y eso me atormenta; pero no me queda ni el recurso de quejarme, porque Angel se desespera cuando adivina en mis ojos la huella de una lágrima.

—¡El tan bueno y otros tan malos! exclamó Margarita con despecho.

—Recuerda, dijo Matilde con tono de dulce reconvencion, que te he prohibido lanzar quejas amargas contra Eduardo, por más que mi corazon esté despedazado.¡Ese hombre ha muerto para nosotras!

—Pero ese hombre, hermana mia, es el padre de tu hijo; y aunque te empeñes en sostener semejante prohibicion, me veo obligada á desahogarme contra él.

—¡No, Margarita!

—¿Puedo ser indiferente á la conducta incalificable de tu marido? ¿No está rico? ¿no derrocha su capital en lujosos trenes, en saraos, con sus amigos, sin acordarse de que su mujer y su hijo perecen en un rincon de la ciudad, sin más alimento que el que deben á la caridad de un hermano?

—Todo eso es cierto, Margarita; pero no te doy el derecho de quejarte por mí.

—Y si yo, que te quiero tanto, no me quejo, ¿quién ha de hacerlo?

—¿Y qué alcanzas, hermana mia?

—El gusto de quejarme; ¿te parece poco? Cuando te duele el cuerpo, ¿no te consuela dar al aire tu lamento? Pues con el alma sucede lo mismo.

—¡Eres una niña!

—Es una verdad; pero te aseguro que si me pasara lo que á tí, á pesar de mi natural timidez, gritaria.

—¡Ah! nunca amaste, y no eres capaz de comprender todavía cómo se liga el corazon de la mujer al corazon del hombre á quien entregamos la existencia entera y cuan difícil es romper la menor de esas sagradas ligaduras.

—Perdona, querida Matilde; tengo en mi inexperiencia cerrados los ojos al amor, pero la razon me dice que cuando un hombre ha roto con mano vigorosa todos los lazos que le unian á una mujer, nada tiene esta ya que conservar. ¿Se sostienen unidas las flores de un ramillete cuando se ha cortado la cinta?

—Hay lazos que no se rompen con la voluntad de uno solo, y si imitara su proceder sería tan criminal como él. ¡No, Margarita! Mi marido me ha abandonado, pero vive siempre en mi corazon, y su desden no autoriza mi falta de respeto al nombre que lleva nuestro hijo; su padre puede deshonrarlo, pero su madre tiene la obligacion de morir abrazada á la cruz, como un mártir del sentimiento. No olvides que entre Eduardo y yo se levanta Rodulfo, fruto de nuestra union; no debo ensanchar el horizonte del presente cerrando el porvenir de mi hijo, que mañana se avergonzaria de oir el nombre de los que le dieron el ser.¡Nunca le enseñaré á maldecir á su padre!

—El niño crece, y ve lo que pasa.

—¡Dios me perdonará la mentira en que lo sostengo!

Rodulfo no ha oido de mis labios la menor queja....

—Pero el instinto, Matilde....

—Cuando la razon alumbre su entendimiento, habrán pasado algunos años, y espero que entonces

Eduardo le llame á su lado.

—¿Y tú?....

—Yo.... yo..... ¡me moriré, Margarita! exclamó

Matilde, saltando de sus preñados ojos un torrente de lágrimas.

—¡Morirte!....¿Por qué?

—Porque al entregarle el hijo de nuestro desgraciado amor, le entregaré mi alma entera, y sucumbiré al peso de mi dolor.

—¡Eso es imposible!

—¡Nada hay imposible para una madre! Entre mi existencia y la felicidad de mi hijo no cabe un minuto de vacilacion! Rodulfo necesitará dentro de algunos años de la sombra de su padre; el mundo le preguntaria por su madre, alejada de su lado, y el carmin de la vergüenza teñiria su rostro. ¡No, no! él irá entonces á doblar las rodillas sobre la losa que cubra mi cuerpo, si su padre no es tan cruel que le enseña á aborrecer mi memoria.

—¡Morir! murmuró Margarita algo preocupada; ¡pero esa conviccion!.... ¿Un suicidio?....

—¡Oh! gritó Matilde estremeciéndose visiblemente..¡Las almas cristianas ni en sueños aceptan el delito!

—Entonces, ¿cómo morirás?

—¿Y me lo preguntas?.... ¿Qué madre, herida ya en su corazon por el desvío, sobrevive al segundo golpe cuando siente que le arrancan el alma? ¡La muerte es segura, Margarita! ¡No me quites esa ilusion que acaricio! Sin Rodulfo, la separacion de Eduardo me hubiera matado. ¿La vida sin los dos? ¡Oh! ¡eso es imposible!....

—Comprendo tu dolor, hermana mia, añadió Margarita llorando tambien á impulsos de sus nobles sentimientos; pero no me he explicado bien al herir tu fibra con estos recuerdos penosos. Lo que intentaba era simplemente....

—Lo adivino; pero no me corresponde dar ese paso; prefiero morirme de hambre.

—Sin embargo, dicen que la ley obliga al marido á dar alimentos á la esposa

—¡La ley! ¡la ley! interrumpió Matilde con violencia.

¡Las leyes no se escriben para el corazon! Las leyes no pueden darme lo único que de él aceptaría: ¡su alma!

—Por lo mismo, creo....

—Calla, Margarita; me espanta esa idea que, por fortuna, aunque se escapa de tus labios, no sale de tu pensamiento. Esa idea es mezquina, y tela han comunicado.

—¿A mí? preguntó la niña poniéndose colorada.

—Sí; esa idea es de la marquesa del Fresno, nuestra vecina, que quiere mal á Eduardo. ¡Qué horror! ¿Aceptar el escándalo como base de mi comodidad actual? ¿acudir á los tribunales en demanda de un pan amargo como la hiel, que habia de arrojar la deshonra sobre la frente de mi hijo? ¿exponer mi nombre y el de mi marido á ser la fábula de la sociedad?... ¡No, no!.... ¡antes me arrastraria por las calles, cubriendo mi rostro con el velo de la miseria vergonzante, para alcanzar el pan de la caridad, más negro, pero menos amargo que el que me tendiera la forzada mano de mi marido! ¡Eduardo ha muerto para mí! te lo repito: la ley no puede darme lo único quede él aceptaria:¡su corazon!

—¡Pobre hermana mia! exclamó Margarita levantándose para besarla en la frente.

Matilde lloró amargamente; cuando hubo desahogado su pecho, cogió una de las manos de la niña, heladas por el exceso de la temperatura y por la excitacion nerviosa, y sentándola en sus piernas, le dijo:

—Te pido por Dios que nunca me hables de Eduardo, porque me matas. ¡Harto sufro con el tormento de mi imaginacion! Figúrate, como yo, que ha muerto; deja que goce en sus extravíos, y que otra mujer más afortunada me robe su cariño; deja que se pierda su razon en la molicie de los placeres y el lujo, que lo desvanecen; cuando las canas cubran su cabeza, cuando esa nieve apague el volcan que hoy lo devora, volverá la vista á lo pasado, y llorará su crueldad; entonces sabrá por su hijo lo mucho que le amaba; solo en el mundo, sin una mano que le cuide en sus padecimientos, bendecirá mi memoria, y acaso se retuerza el corazon, acosado por los remordimientos. Mi única falta ha sido amarle con desvarío, con ceguedad; ¡y esa ceguedad le pareció importuna y llegó á cansarle!.... ¡Ah! ¿cómo he sobrevivido á esta desgracia?.... ¡Seis años hace, y cada dia encuentro más abierta en mi alma la herida profunda de su golpe mortal! ¡Solo me queda de él su recuerdo imperecedero, que ha resistido á todos los desengaños, y el anillo de boda, que ha resistido á todos los embates de la miseria!

La campanilla de la puerta hizo estremecer á las dos jóvenes; Margarita se levantó de improviso, y dando su pañuelo á Matilde, le dijo con voz agitada:

—Angel!... ¡Enjuga tus lágrimas, y ríete para recibir á nuestro hermano! ¡Si nos viera llorar!....

—¡No, no! exclamó Matilde secándose los ojos y haciendo un esfuerzo para dibujar en sus labios una sonrisa: esa sonrisa que puede decirse que es la falsificacion del alma de la mujer.

Angel Trueba entró en la sala, llevando de la mano á su sobrino Rodulfo de Campo-Real, niño, de diez años, de bello rostro y de mirada inteligente, que corrió á echarse en los brazos de su madre para saludarla.

—¿Hace mucho frio en la calle? dijo esta besándole en la frente. ¡Pobrecito! Ven á calentarte las manos, hijo mio.

—¡Cá! en el patio del colegio estuvimos formando bolas de nieve y apedreándonos.

—¡Mal hecho, Rodulfo! exclamó Matilde.

—Los pasantes estaban en el corredor por miedo al frío, pero los muchachos nos salimos al patio para que la nieve nos cayera encima.

—Me gusta que seas muy obediente.

—¡Y lo soy! Pregúntalo á mi tio, que no me dejó llamar á mi padre, que cruzaba por la calle de la Montera en un magnífico carruaje... Eso ¿qué tenia de particular? ¿No soy su hijo?

Matilde se estremeció, y procurando disimular la turbacion que le produjo la pregunta de Rodulfo, dijo:

—Tu tio hizo bien.

—¿Por qué?... Dime, mamá: ¿por qué mi padre no viene á mi casa, ni va al colegio á verme, como hacen los padres de mis compañeros, ni me lleva á pasear en su coche, que tiene unos caballos tan hermosos? A mí me gustan los caballos, y me gustaria más ir en coche que á pié... ¿Papá no te quiere?

Matilde volvió la espalda para que su hijo no sorprendiera en sus ojos las lágrimas que á ellos se asomaban, y Angel cogió de la mano al niño para distraerle y evitar que continuara haciendo observaciones, que por más que parecieran inoportunas eran justificadísimas. Rodulfo se subió en las piernas de su tio, poniéndose á tirarle de los bigotes, sin haber notado el daño que con sus palabras habia hecho á su madre; y al momento se olvidó de todo, obedeciendo á la inconsecuencia natural de la falta de razon, que es el carácter distintivo de la primera edad.

—Vamos, Rodulfo, dijo Angel; vé al cuarto á quitarte el abrigo.

El niño se dirigió á la habitacion, dando saltos.

—¡Pobre hermana mia! exclamó el jóven.

—¿Viste á Eduardo? preguntó Matilde.

—Sí; pero creo que no nos divisó; ó á lo menos, supo disimular la visual; iba muy arrellanado en su berlina. Siempre que le encuentro, la sangre se agolpa á mi rostro, y á no ser por tu prohibicion...

—¡No, Angel, no!

—Lo sé. ¡Me cuesta trabajo contenerme! ¡Soy muy bueno, pero me perderia por castigar á ese miserable!

—¡Calla, hermano mio! añadió Matilde llorando y tendiéndole una mano. ¡Dios te premiará ese sacrificio, como premiará tus bondades!

La virtud y la honradez estaban pintadas en el simpático rostro de Angel Trueba, jóven de veinticinco años, que gozaba de una reputacion acrisolada como empleado de una de las Direcciones de Hacienda, en que servia, ganando un mezquino sueldo de seis mil reales anuales, con que atendia al sostenimiento de sus hermanas, que no tenian en el mundo más amparo que su trabajo.

El lector conoce ya á la desgraciada esposa de Eduardo de Campo-Real. Como han pasado doce años en silencio, no he tenido ocasion de darle parte de su boda, pero el curso de la narracion me dispensará de esta y de otras faltas.—El capítulo siguiente nos espera.

III
FLORES SIN AROMA.

¿En dónde están los personajes de mi historia?

¡Cuan difícil te sería, lector, tropezar con ellos en una poblacion donde no conoce el vecino al que vive pared por medio!

Voy á ahorrarte ese trabajo, llevándote con mi derecho de autor á dar con ellos: si no los reconoces, no es culpa mía; ¡han pasado doce años! Si entonces amabas á una mujer y vive aun, compara su rostro de 1852 con el de 1840; aquel rostro delicado habrá perdido su frescura; aquellos ojos no encerrarán ya el secreto de encender tu alma; aquella boca no será un incentivo del amor; aquellos cabellos negros ó rubios presentarán un cambio insolente, blanqueando por partes ó del todo, si no lo remedia un específico; en una palabra, aquella cara será una mueca; compara,.y comprenderás el cambio de los personajes de mi historia; ó más fácilmente, toma un espejo y mira tu propio rostro; él te dirá bastante, si es que el espejo no te engaña, como engaña á los pobres humanos.

Estamos en el cementerio de San Luis: no te quejes, lector, de esta visita piadosa; si no quieres sentir un estremecimiento nervioso, no fijes los ojos en los nichos vacíos: son bocas hambrientas que tragarán mañana su racion, y acaso tú...; pero no venimos á eso: mira aquella sencilla losa de mármol negro, que solo contiene esta palabra grabada con letras de oro:

¡LUCIA!

¡Es ella! la infortunada amante de Eduardo de Campo-Real; ahí yace, sin una siempreviva debida al amor ó á la amistad; su amor inmenso está envuelto en su sudario y encerrado en esos seis pies de terreno que compró su amante; ¡hé aquí su sacrificio! y sin embargo ¡él la mató!

No busques al lado de esa lápida otra con el nombre de Campo-Real; la muerte de dos amantes, por efecto de una pasion acendrada, pasa por mito; dicen que en Teruel se conserva solo este fenómeno.—¡Y hay todavía quien calumnia á los desgraciados Isabel de Segura y Diego Marsilla, atribuyendo á una causa física lo que fué puramente moral! ¡Qué implacables son los hombres! ¡no creen posible lo que no son capaces de sentir!

En la misma hilera de lápidas hay una donde se lee el nombre del Conde de Tamajon. ¡Otra víctima del amor! Si oyes, lector, que alguno que pasa exclama: «¡Fué un infame!» respetando su memoria, replica: « ¡Fué un desgraciado! Vivió en perpetua lucha con la humanidad, y la humanidad lo mató.»

Salgamos del cementerio de los muertos y vamos al cementerio de los vivos: aquellos descansan en paz; éstos viven muriendo.

Si entras en el Casino ó en el café Suizo, verás al marqués del Espino y á otros de los amigos de Tamajon: viven todavía la misma vida.

Adela, la hermana de Campo-Real, se considera siempre feliz con su marido y con sus hijos; ha tenido la suerte de no perder á ninguno de los seis que ya conocemos, pero en cambio ha tenido la desgracia de regalar otros vástagos á su esposo.—Este se consuela con la idea de que su mujer va envejeciendo.

No buscaré á D. Mariano de Alba, aquel amigo íntimo de la marquesa del Fresno, porque no habita en Madrid; hace algun tiempo que, desesperado con el bullicio de la corte, marchó á un pueblo de la Sierra, en dónde construyó una casita con cuantas comodidades puede inventar el hombre que huye del hombre; allí, encerrado en su egoísmo, ni le conmueven las convulsiones políticas, ni le atormentan los males de la humanidad. Está suscrito á un periódico, pero no lee los artículos de fondo, ni las noticias; su seccion está en la cuarta plana; solo encuentra interés en los anuncios; lo que se inventa ó se vende en beneficio de la comodidad del individuo, lo encarga á un comisionado, única persona que tiene el privilegio de incomodarle, haciéndole escribir de vez en cuando una carta, y proporcionándole la gran molestia de leer la contestacion. El yo es siempre su dios.

Con respecto al provinciano Perez, se cumplió la profecía del conde de Tamajon; conociendo sus paisanos lo sublime y elocuente que era su eterno silencio, le dieron sus votos; y hoy salva al país (callando por supuesto) en las Cortes; solo abandona el salon cuando empiezan las votaciones. No busques, por tanto, su modesto nombre en el Diario de las sesiones.

¿Y Corrales? oigo preguntar. El fiel servidor habia muerto al lado de su amo, cumpliendo su palabra de cuidarlo hasta la muerte.

Los demás personajes viven todavía, é irán apareciendo en el curso de mi historia.

La escena ha cambiado; del pobre sotabanco de la calle de Silva nos trasladamos al cuarto principal de una magnífica casa de la calle de Carretas; el exterior responde del interior; el portal y la escalera anuncian la riqueza de los inquilinos, pues sin una renta considerable no se podria pagar el alquiler de ninguno de sus cuartos. Sin hacer sonar el timbre de la puerta, con el privilegio de la invisibilidad de que gozan los novelistas, nos deslizamos por las ricas alfombras que entapizan los suelos de la casa, hasta llegar á una habitacion ochavada, contigua á la sala, que no es gabinete, ni alcoba, ni tocador: es un bondoir; no hay en nuestro idioma voz alguna con que definir ese cuarto íntimo de las damas francesas, en que se peinan y se visten, y en que reciben á sus amigos.

Las paredes están cubiertas con papel encarnado de relieve, imitando al terciopelo, y con molduras doradas; la ¡sillería es de palo santo, forrada de seda del mismo color; un soberbio espejo ovalado luce en cada uno de los ocho frentes de la habitacion; las rinconeras están llenas de porcelanas de Sevres y de juguetes de gran valor; á la derecha de la puerta que comunica con la alcoba hay un tocador, con la luna inclinada, de cuerpo entero; á la izquierda, una mesa de piedra de exquisito mosaico, y encima de esta, libros lujosamente encuadernados, un álbum, keepsakes, y un jarron que por sí solo representa una fortuna puesto que tiene flores en el mes de Enero; las flores en ese tiempo solo se encuentran en Madrid en los jardines de los cultivadores que las venden á peso de oro: son flores que brotan al calor de los invernaderos.

Una margarita silvestre que abre su corola al viento libre del prado, se esmalta sin artificio y deslumbra con vivos colores; pero la corta el que la halla al paso, sin tener que consagrar una existencia á darle calor, ayudándola á abrir, como la camelia destinada al salon. La espontaneidad de la margarita la priva de su valor. Exactamente lo mismo sucede en el mundo con las mujeres; la modestia natural no tiene recompensa, mientras que la mentira la eclipsa y alcanza el triunfo.

La niña candorosa que abre su alma á los primeros halagos del amor, que tiene en su corazon un tesoro, riquísima esencia para los sentidos, no cautiva como la mujer experimentada que seduce con los falsos atractivos, aleccionada en la gran escuela del mundo.

En la chimenea del bondoir arden gruesos troncos, movidos á menudo por las tenazas que tenia en la mano una mujer, recostada muellemente sobre un diván forrado de terciopelo carmesí; y puesto que está sola, voy á darla á conocer; no sé si habrá en mi paleta colores bastante vivos para hacer su retrato físico, ni si encontrará mi pluma bastante veneno para hacer su retrato moral.

El tipo de la belleza fascinadora estaba representado en Blanca, que así se llamaba; todo en ella era magnífico; todo, menos su corazon. Era una mujer de elevada estatura, de fisonomia griega, de formas redondas, que no le impedían demostrar en los movimientos de su cuerpo esa flexibilidad graciosa que parece natural solo en las delgadas, y que imprimia á su talle cierta oscilacion encantadora al marcar el paso, que se rechazaria como desenvoltura, si no fuera característica de las andaluzas. ¿Qué hombre, por grave que sea, no se ha dejado arrastrar por el hechizo de una moa de rumbo que encontró en las calles de Málaga ó de Sevilla, sin ocurrirle censurar lo que le hubiera parecido de mal tono en otra provincia de España, menos meridional?

La mirada de Blanca era irresistible, y eso que sus ojos dormidos solo se entreabrían, estando además casi velados por unas pestañas larguísimas que dejaban adivinar dos pupilas de fuego; pero como estaban escondidas ofrecían el encanto del misterio, y no hay mayor incentivo para la imaginacion del hombre. Unos ojos medio cerrados son las celosías del alma; no pasando libremente las impresiones, se engaña el observador más profundo.

Una caída de ojos en la mujer es un golpe mortal para el hombre, porque aquellos hieren sin defensa. La guiñada de unos ojos es como la guiñada de un barco, pues al marino inexperto le parece que se va á pique, y con aquel movimiento no hace más que adelantar en su marcha.—En el mundo, los hombres corridos son marinos inexpertos.

La nariz de Blanca era perfecta; sus labios, provocativos; su cuello, hecho á torno; su cabeza estaba coronada de rizos negros y sueltos que caian en desorden para atrás siempre que levantaba la frente, obedeciendo á un movimiento estratégico, y sacudia la cabellera como un leon la poblada melena; ese movimiento que es característico del desenfreno en las mujeres del mundo, aumenta el atractivo, porque se presta á las diferentes evoluciones de los ojos; es el encanto poderoso de las bacantes en la orgía. La ausencia de los sentimientos legítimos tiene que sustituirse por demostraciones afectadas, que no hieren el corazon, porque este no se deja impresionar por impulsos bastardos, pero que hieren los nervios; y las mujeres del mundo no pretenden conmover otra fibra. Los nervios son los vasallos de estas reinas sin corte.

Esas deidades del interés, sacerdotisas del becerro de oro, que sacrifican en aras del desprecio público la virtud que ennoblece el alma de la criatura, venden los dones que con mano pródiga les regaló la naturaleza, poniéndoles un precio en el mercado del amor. La honra es para ellas un peso, de que se libertaron antes de abrir los ojos á la razon, y alzan la frente impúdica,ostentando en su mirada el rayo insolente con que deslumhran á los incautos y á los hombres que han roto sus lazos con la sociedad, olvidándose de lo que deben al amor de la familia y á la propia consideracion.

Blanca era una mujer encantadora que encubria con el velo del artificio el cinturon dorado de la mundana; escudada con sus naturales atractivos, cautivaba como la sirena con el dulce arrullo de los mentidos halagos que exaltaban la ardiente fantasía de los hombres. ¿No es más fácil engañar con la desenvuelta mentira que con la modesta verdad?¿No son, por desgracia, más impresionables los nervios que el corazon? Esas mujeres del mundo, maniquíes del sentimiento, ¿no tienen el secreto de fingir los impulsos de la pasion? ¿Acaso no nos enseñan la tradicion y la experiencia que fué siempre más poderosa la voz de la serpiente tentadora que se arrastra, que el suave arrullo de la paloma enamorada que canta escondida en la selva hojosa?

La modestia y el candor cubren sus encantos con el velo del misterio, y el desenfreno y la mentira hacen pedazos su ropaje para conseguir el triunfo. Los merecimientos de la virtud se ocultan en el hogar; su gloria es un himno que se canta á media voz; los estragos del deshonor se ostentan al aire libre; su pretendida gloria es el coro báquico de la saturnal, que aturde con sus gritos.

Si la humanidad se decidiera á cerrar los ojos y los oidos para encerrarse en su conciencia, hollaria con los pies esa yerba maldita, y el triunfo de la virtud no sería dudoso.

Poniendo un freno á los sentidos, dejando obrar al corazon por sus nobles impulsos, esas flores, llenas de hermosura, pero sin aroma, no se levantarían atrevidas á robar su galardon á las que exhalan su embriagador perfume obedeciendo á las leyes del deber y del sentimiento; esos ángeles caídos bajarían su frente de cieno, y serian arrojados del paraíso, no encontrando en la tierra ni asiento para su planta fementida, ni un cendal para esconder su vergüenza.

Pues qué, la ley divina, ¿no ha señalado el sendero por donde ha de seguir la humanidad su marcha por el mundo? En su bondad y su sabiduría, ¿no dió á cada órgano un sentimiento legítimo? ¿Es permitido comerciar con la belleza? Las pasiones tienen sus leyes invariables, ajustadas á un código moral del cual nadie puede separarse. La flor que encierra en su corola el riquísimo tesoro de su esencia, lo esparce al viento apenas abre sus pétalos, y embalsama el ambiente, porque así obedece á una ley de la naturaleza que la formó; pero la mujer, obedeciendo á esa ley, no puede repartir el rico tesoro de amor que en su corazon se anida: es un depósito que Dios le confia, y del cual debe dar cuenta.

El corazon de Blanca estaba vacío; se habia evaporado, y no quedaba en él ni una lápida para grabar sus memorias muertas; aquella mujer no tenia pasado, no tenia presente, y ¡ay! no tenia porvenir. Sin el torcedor de un recuerdo, porque nada se inscribia en el libro de su pensamiento; sin el halago del deseo, porque su alma estaba cerrada á los nobles impulsos de la pasion; sin el delirio de la esperanza, porque veia limitado su horizonte, vivia con la risa en los labios y la muerte en el corazon.

Aquella mujer llena de encantos, que derrochaba el oro sin haber aprendido á estimarlo, que se veia rodeada de lujosos muebles, que satisfacia sus menores caprichos, que tenia siempre rendido á sus pies un hombre, como un idólatra de su hermosura, quenada 3o deseaba, que nada temia, que arrastraba un tren ostentoso despertando envidias en sus compañeras, aquella mujer era desgraciada. ¡Oh! ¡Cómo no habia de serlo si no tenia un corazon para que en él se reflejaran las satisfacciones del lujo y de la opulencia!¡Esas grandezas las disfrutaba en pago de una embustera caricia, de unas frases preparadas de antemano, como las que estudia la actriz para alcanzar un aplauso en la escena! La risa de Blanca era una máscara del dolor para encubrir el sentimiento criminal.

El crimen, por embellecido que se encuentre, por más tranquilo que disfrute de su impunidad, llama de vez en cuando á las puertas de la conciencia para anunciarse con su séquito de remordimientos.

La carcajada de la mujer del mundo en la orgía es el grito de un sentimiento que quiere aturdirse para olvidar; es la lucha del tormento en que la imaginacion clava las garras; es el estrépito de las olas que se estrellan contra el buque desmantelado y próximo á perderse.

El sentimiento de la dignidad se subleva siempre, porque nunca muere por completo; esas mujeres sin pudor, con el corazon de cieno, que se arrastran para vivir en el lujo, que sacrifican á esta deidad cuanto hay de noble en el ser humano; esas mujeres sienten, sin embargo, que se enciende su rostro cuando el desprecio les dá con el pié, y cambiarían en ese momento una existencia entera de goces por un minuto de consideracion social para levantarse erguidas sobre el pedestal de que cayeron, y desde allí lanzar una protesta enérgica contra el insulto.

¡Ah! ¡Pobres criaturas! ¡Pobres, sí, porque las más veces caen en el precipicio arrojadas por manos infames que cubren antes sus ojos con una venda! ¡Si esas criaturas pudieran ver un dia, un solo dia, las horas amargas que les esparaban, los tormentos que habian de sufrir, no habria una que no retrocediera ante la vergüenza y el dolor, y elevarían al cielo los ojos para pedirle amparo contra las torpes sugestiones que las sacrifican!

¡La paz del corazon! ¡La conciencia tranquila! ¡Hé ahí el cielo en la tierra! ¡Hé ahí la tierra en el cielo!

Blanca gozaba de cuantas grandezas mundanales sueña la exigente fantasía, y no era feliz; Blanca se aburria cuando estaba sola, cuando estaba con su amante, cuando satisfacia un capricho cualquiera, cuando salia, cuando iba á los espectáculos, cuando la celebraban; en una palabra, se aburria siempre, porque en ninguna parte esperaba, y la esperanza es la vida, es el deleite, es el ensueño, es el alma de la imaginacion.

Blanca queria engañarse, y se reía; su risa era el señuelo que le habia servido para prender á los incautos que de ella se habian apasionado. Todos eran ricos al caer en sus brazos, y en sus brazos habian visto desaparecer la fortuna,precipitada en el abismo por ese monstruo insaciable que se llama lujo. Pasando de un amante á otro, sin historia, sin lazos de familia, aquella mujer, á los veinticinco años, era un cadáver moral. El mundo era suyo, por lo mismo que le cerraba sus puertas.—Hé ahí un pensamiento que parece una paradoja y es un axioma.

Blanca habia cogido un libro, y antes de leer la primera página, se le deslizó de las manos; habia arrancado una flor del ramo, y al minuto las hojas estaban esparcidas por el suelo; se habia puesto á jugar con las borlas de seda de la riquísima bata de cachemir en que envolvia su cuerpo, y se habia cansado de tan estéril distraccion; habia pretendido evocar recuerdos, revolviendo el libro de su memoria, y lo habia encontrado en blanco; este convencimiento de su desgracia le arrancó una carcajada casi convulsiva que hizo estremecer hasta las lunas venecianas del boudoir; y entonces se habia apoderado de las tenazas para atormentar los tizones, encontrando un placer en verlos desaparecer, sirviendo de alimento á la llama devoradora que los destruía. ¿No habia algo de comun entre ella y la llama?

Algunos minutos despues, se alzó la colgadura de la puerta, y unájóven, vestida con suma elegancia, llegó á sorprender la enajenacion de Blanca, que le tendió la mano con muestras de un cariño que por nadie sentía.

—Adiós, querida mía, le dijo; no sabes cuanto te agradezco esta visita, porque estaba desesperada.

—¿Te encuentras en la situacion de Dido? Ten filosofía, Blanca, pues nunca falta quien ocupe el puesto de los Eneas fugitivos.

—¡Cá! mi Eneas está amarrado con una cadena de hierro, y no se escapa, aunque le abran las cien puertas de la famosa Tebas.

—Entonces

—Mi desesperacion tenia fundamento distinto. En el momento que entraste me aburria soberanamente.

—Ese aburrimiento costará muy caro á tu Eduardo, porque debe" producirlo el deseo de algun capricho muy costoso.

—No lo creas, Berta. Si deseo algo, no lo adivino; y la verdad es que quisiera desear algo; de ese modo, se tranquilizaria mi espíritu. Estoy notando que vienes hoy más elegante que nunca. ¡Cáspita! ¡ese vestido vale una fortuna!

—Este vestido me costó mucho.

—¿A tí?

—Sí: me costó una hora de esfuerzos para convencer á mi viejo marqués, que se defendia bien; y al cabo le convencí. ¡Los viejos son insufribles!

—Pero los engañamos con más facilidad.

—No siempre, Blanca. Los viejos son como los árboles, pues segun van teniendo años, más se mella el hacha contra la dureza del tronco; no sueltan el dinero sino á fuerza de destreza; pero nada se me resiste, porque París es una gran escuela.

Berta era una jóven francesa, tan bella como Blanca; y como Blanca, era una flor sin aroma. La presencia de aquellas dos mujeres y su diálogo inspiraban compasion; el fango les salpicaba el rostro, dejando impreso en sus frentes el sello de la desvergüenza.

—Es preciso, continuó Berta, que obligues á tu Eduardo á que te compre otro vestido igual á este; no han llegado más que dos, y en cuanto me lo vean esta tarde en la Fuente Castellana, te lo arrebatan.

—No-necesito obligar á Eduardo, querida; él y su bolsillo, que para mí son dos cosas distintas y una 3 4 sola verdadera, me pertenecen sin defensa. Yo mando y él obedece; es decir, yo compro y él paga.

Las jóvenes soltaron una carcajada para celebrar aquella ocurrencia indigna.

—¡Dichosa tú! añadió Berta; mi gotoso marqués tiene el dinero debajo de cien llaves, que á veces se ponen todas mohosas, y sudo antes de conseguir meter la mano en el arca que encierra el tesoro.

—Eso es falta de táctica, amiga mia, porque esas cien llaves se pierden cuando la mujer sabe apoderarse de una sola que obedece al simple movimiento de un escondido resorte.

—¿Cuál es?

—La llave del corazon.

—¡Ay, ay! ¡has perdido la brújula, mi inocente

Blanca! Los viejos no tienen corazon. A los imberbes se les trastorna la cabeza con una caricia, con una mueca; á los jóvenes se les arrastra con una mirada de languidez fingida, con unas evoluciones dramáticas de pasion; á los hombres maduros se les engaña con un abrazo cómico, aprovechando el momento para deslizar los dedos por el bolsillo, pues se dejan robar con gusto; pero á los viejos ¡bah! á los viejos no los conmueve todo el arte dramático que se pone en juego, porque defienden heroicamente su bolsillo, escudados con la lógica de la experiencia. Los viejos son como los gatos marrulleros; para engañarlos, es preciso ser muy listas.

—No me gustan los viejos, dijo Blanca con repugnancias

—Eso es cuestion de óptica, contestó Berta riéndose.

Además, los viejos tienen la ventaja inapreciable de que como no son codiciados, se perpetúan. La dignidad de la mujer exige la fijeza; sobre todo, cuando son razonables siempre y no niegan los menores caprichos.

—¡Eso es hablar en plata! exclamó Blanca con aire de gracejo.

—¿Eduardo es celoso? preguntó Berta.

—Está ciegamente enamorado de mí, y suele atormentarme con ridículas quejas; pero procuro tranquilizarlo, y no por él, sino por mí, para que me deje en paz. Cree que le amo con frenesí.

—¡Qué estúpidos son los hombres! dijo la francesa.

—¡Pobre Eduardo! ¡es muy bueno! ¡paga con tanta resignacion todos mis caprichos! Nunca toma cuentas.

—¿Es muy rico?

—No sé, ni me importa saberlo; cuando la fuente dá agua, no necesito averiguar de dónde ni cómo se surte el manantial.

—¿Y su mujer?

—Ni él ni yo nos ocupamos de ella. Figúrate que es una dama sentimental, que le lloraba ternuras y lo perseguia con celos, hasta que llegó á cansarlo. ¿Quién resiste esa empalagosa manera de querer?

—Tú, por tu parte.....

—Por supuesto; le convencí, y él la abandonó, á su desventura. De ese modo, reino sola.

La campanilla de la puerta se agitó con fuerza, y Blanca dijo:

—¡El es!

—¿Te ha palpitado el corazon?

—No, dijo Blanca sonriéndose; mi corazon es como la luna de ese espejo, que hace conmover sin conmoverse; pero me levanto para recibirle porque este es un recurso estratégico de gran efecto. ¡Me agradece tanto esa prueba de cariño! Desengáñate: esos hombres de mundo son unos corderos inofensivos.

—¿No sales esta tarde?

—¡Oh! voy á estrenarla carretela que Eduardo me regaló ayer.

—¡Qué feliz eres, Blanca! Mi berlina necesita reponerse, pero el viejo está rehacio.

—Aprovecha una ocasion.

—Tu Eduardo llega. Adios, querida.

Y las jóvenes se besaron en los carrillos antes de separarse.

Ahora que el lector ha conocido á las dos mujeres que han de representar un papel importante en la existencia de Eduardo de Campo-Real, me permitiré presentarlo con toda su deformidad moral para que lo aborrezca..

Entre Matilde y Blanca habia un mundo. Y sin embargo, Matilde se veia postergada por una mujer tan, despreciable.

IV.
LA DEGRADACION DEL CORAZON.

Ninguna mujer, por muy apasionada que esté, recibe á su amante con mayores demostraciones de acendrado cariño que las que prodigó Blanca á Eduardo de Campo-Real al entrar éste en el boudoir. Aquellas demostraciones eran necesarias para sostener viva la llama de la pasion que ardia en su pecho; porque por más que parezca increíble, Eduardo amaba con ceguedad á aquella mujer sin corazon, y era esclavo de sus menores caprichos.

Mis lectores recordarán la pintura que hice del poeta, al presentarlo en la primera parte de mi historia; los doce años que habían pasado y las lecciones que del mundo habia recibido, no habían alcanzado más que tupir la venda que el amor le puso; entonces dije que el poeta era uno de esos hombres que no tenian conciencia respecto de la mujer, y que los hombres de mundo que se precian de ser conocedores del corazon no ven en los ojos más que la desenvoltura y las miradas del desenfreno. Estas palabras justifican la situacion en que encontramos á nuestro personaje. Despues de Lucía, aquel ángel de amor, Matilde, el genio de la virtud; despues de Matilde, Blanca, ídolo de barro, colocado en el altar de su pecho por el falso sentimiento de la veleidad que no obedece á la fe, nivuela con las alas de la esperanza. El mismo se habia retratado en su diario, en aquel manuscrito que era el proceso de su corazon y su conciencia.

La vanidad lo habia ligado á la marquesa del Fresno, y el amor propio rompió aquellos lazos; un ensueño ilusorio lo arrastró á los pies dé Lucía, y la muerte arrebató de la tierra al ángel para evitarle un desengaño; Matilde lo fascinó, llevándolo, siempre ciego, al altar; y al abrir los ojos, se deslumhró con la hermosura de Blanca, que lo encadenó con el cinturon dorado, burlándose de la experiencia de que hace gala el hombre de mundo, hasta que lo arrancó de su hogar, cantando el triunfo de su infame victoria.

Seis años hacia que Blanca subyugaba á Eduardo, haciéndole olvidar sus sagrados deberes con seducciones siempre nuevas, con esas seducciones que se escapan á la ignorancia de la virtud y del candor, y que son la riqueza de las mujeres degradadas. La mujer que ama tiene un tesoro en sus miradas, en sus tiernas solicitudes, en la prolijidad de sus cuidados domésticos, en la identificacion de una vida íntima, consagrada toda al ser á quien ha jurado eterna fe; pero esos detalles preciosos se escapan á la penetracion de las almas cerradas al sentimiento divino del amor á la familia. Los seres gastados buscan sus placeres en la turbulencia de las pasiones, y necesitan de borrascas que los conmuevan, de sensaciones inesperadas.

Las-almas tranquilas bogan por el mar sereno con las velas de la felicidad desplegadas, recreándose en la limpidez de las aguas, admirando la fosforescente estela, acariciadas por la brisa consoladora que las lleva por el seguro mar de la dicha en busca del "soñado puerto de la esperanza.

Las almas inquietas, por el contrario, se cansan de la tranquilidad de las aguas por donde bogan, y se lanzan en pos de su ardiente imaginacion á buscarlo desconocido, sin temor á rompientes ignoradas; soñando con el huracan que ruje, con las olas que se encrespan, con el peligro que aumenta el latido del corazon; y su fantasía los lleva á perecer contra la dureza de una roca insensible ó contra el fango en qué se sepultan.

—¡Adiós, Eduardo mio! exclamó Blanca, rodean-dolé la cintura con el brazo derecho. ¡Té esperaba impaciente!

—¿De veras? dijo él con voz apasionada.

—¿Lo dudas? preguntó ella sacudiendo su rizada cabellera para despejar la frente y llamarle la atencion sobre la mirada que le clavaba.

.—No; no lo dudo.

Blanca recostó la cabeza Sobre él hombro de Campo-Real para significarle su gratitud con aquélla muda demostracion.

—Eduardo, tienes muchas pruebas dé mi constancia y de mi cariño;.seis años prueban al amante más embustero, y en ese tiempo...

—Lo sé, interrumpió el poeta; tengo por desgracia la experiencia de los años, y las mujeres no pueden ya engañarme. Los hombres de mundo somos desgraciados porque vemos la verdad, pero tenemos la triste ventaja de que no somos víctimas de la doblez.

—¿Llegaste á convencerte de que vivo sólo para tí?

—Muchos meses me costó, pues siempre veia en tila mujer interesada.

—¡Ingrato! exclamó Blanca, atravesándole el corazon con una mirada irresistible. Aunque bien considerado, no debo extrañarlo , me encontraste en el mundo, y no podias creer que una atraccion invencible hiciera romper el lazo que me ligaba á otro hombre, á quien no amaba...

—No me hables de ese hombre, Blanca; por más que conozca tu pasado, me sublevo á la idea de que no haya sido yo el primer hombre que amaras. ¡Daría mi existencia entera por regenerarte!

.—¡Calla! dijo ella poniéndole sobre los labios su rosada mano. ¡Olvida como yo! Tambien tengo que perdonar.

—¡T ú! exclamó Eduardo estremeciéndose ante aquel miserable razonamiento.

—¡Para el amor no hay más deberes que los del amor mismo! Ten preséntense axioma que nos iguala. El infortunio nos precipitó, y la pasion nos ha unido.¿Quién se acuerda del dia de ayer? Cuando el presente nos pone en la mano la copa llena de ventura hasta los bordes, no hay más que embriagarse apurándola. ¡Eduardo, te amo! ¡Y este amor resistirá todos los embates de la suerte!

—Sé que me amas, Blanca; pero no extrañarás que haya dudado algun tiempo.

—No, Eduardo; debias dudar; en el mundo nos miran con desprecio, y no creen que en nuestro pecho se esconde un corazon porque sabemos ahogar sus latidos hasta que el amor llama á sus puertas. ¡El interes! dicen los filósofos; como si el interés no fuera el rey del Universo! Arroja tu fortuna; ven, sin otra riqueza, que la que para mí atesoras en tu pecho, y me verás esclava de tu deseo, más amante que nunca.

—¡Sí, sí! exclamó Campo-Real enajenado; tú eres la mujer redimida por el amor! ¡que vengan aquí esos filósofos que invocaste á aprender la verdad y á domar la tiranía de los sentimientos!

—¡Siempre tuya, Eduardo! prorumpió Blanca sacudiendo la cabeza con su movimiento característico para herir profundamente los nervios de su amante.

—¿Qué hacias cuando llegué?

—Me aburria, Eduardo.

—¿Es posible?

—Te esperaba con impaciencia, porque hoy viniste más tarde que nunca.

—Estaba en la Bolsa, querida; no puedo abandonar mis intereses.

—¿Ganaste mucho?

—La fortuna no me abandona; es tan constante como tú.

—Entonces ¿puedo comprar un traje caprichoso que he visto en la tienda grande de la calle del Carmen?

—¡Cuanto quieras! mi dinero es, como mi corazon, un esclavo tuyo.

—Tu corazon lo necesito todo; de tu dinero no tomo más que lo indispensable para presentarme en el mundo con el decoro que te corresponde; nadie ignora que Eduardo de Campo-Real y yo somos una sola persona.

—¡Vanidosa! exclamó él sonriéndose.

—Esta tarde estreno la carretela, y voy á llamar la atencion en el paseo; de seguro que por la noche te la celebrarán tus amigos en el Casino.

—Hoy la pagué; ¡los franceses cobran muy caro por sus manufacturas!

—Eres rico, Eduardo; merezco eso y algo más, aunque sea por lo mucho que te quiero. Siento separarme de tí, pero tuya es la culpa; tengo que cumplir con el deber de lucir mi carretela, y oigo qué en el patio piafan mis yeguas normandas; es decir, tus yeguas. O, para hablar con más propiedad, de los dos.

—Han llamado, interrumpió Campo-Real; será Leopoldo Rivas que quedó en venir á buscarme.

—¡Leopoldo Rivas! ¡qué hombre tan repugnante! exclamó Blanca; no quisiera que lo trajeses nunca á mi casa.

—Es uno de tus admiradores.

—No me gusta que me mire nadie más que tú.; Y al decir esto, estrechó con efusion la mano de Eduardo, entrando en seguida en la alcoba para vestirse.

El poeta se arrellanó en el divan y saludó á Láov poldo Rivas que llegaba en aquel momento, penetrando en el boudoir de la mujer del mundo, con el sombrero puesto y fumando, como si aquella habitacion hubiera sido el comedor de su casa. ¿Merecia otra consideracion aquel lugar? Por ventura, los espejos, las porcelanas y las molduras doradas ¿infunden respeto? Leopoldo Rivas no hubiera entrado así en la modesta sala de una costurera virtuosa. Un autor ha dicho con razon ques se respeta más á la esposa de un carbonero que á la querida de un príncipe.

Por más repugnante que sea dar entrada en mis cuadros sociales á figuras como las de Blanca y Berta, como las del extraviado Campo-Real y el escéptico Rivas, no puedo abandonarlas, puesto que necesito copiar la verdad; esas figuras están sacadas del gran cuadro del mundo, y á cada momento se cruzan en el camino de mis lectores; para arrancarles la máscara, es preciso exhibirlas; para enseñar á precaver el peligro, es preciso ponerlo de manifiesto; para probar la eficacia de la triaca es preciso administrar antes el veneno, para cortar la cabeza al criminal es precisó juzgarlo; para que triunfe la virtud es preciso presentar desnudo el vicio, por odioso que sea. No se alarmen mis lectores, pues creo haber probado que no soy de esos autores que se gozan en cantar las alabanzas de las malas pasiones. Si pongo el dedo en la asquerosa llaga social, es con la noble intencion de enseñar á curarla. El vicio es la lepra del corazon; ¡levantemos la voz para que la humanidad espantada aprenda á evitar el contagio! Esa noble mision ha puesto en mis manos la pluma del filósofo y el escalpelo del disector. ¡Adelante!

Leopoldo Rivas cuenta á la sazon treinta y dos años, y si á los veinte discurria de la manera que el lector recordará, no debe extrañarse que con el trascurso del tiempo empleado en desarrollar sus malos instintos, sea hoy una víbora, uno de esos malvados que tienen fácil entrada en todas partes porque están fuera de la accion de la justicia, pero que debieran cortarse del cuerpo social como miembros gangrenados que destruyen cuanto tocan. Su lengua era una sierra y su alma un pozo de aguas inmundas

—Adiós, oriental, dijo Leopoldo.

—Descanso de las fatigas de la mañana, amigo mio.

—¿Corriste mucho? El caballo frison de tu berlina contestará mejor que tú.

—No siento tanto el cansancio del cuerpo como el del espíritu, pues te aseguro que mis negocios no marchan bien ahora.

—¿El estado de la Bolsa ha afectado tus intereses?

—La baja de los fondos ha comprometido mi capital; pero confio en mi buena suerte.

—La crisis no puede durar; esta situacion es consecuencia de la mala fe de los agiotistas.

—Habla más bajo, Leopoldo.

—¿Por qué?

—No quiero que Blanca se entere de los contratiempos de mi fortuna.

—¿Temes, acaso, que eso disminuya su fervor por tí?

—¡No! pero me ama tanto que sufriría con cualquier contrariedad que me amenazara. ¡Pobrecilla! no quiero que se alarme, y quitarle el gusto de salir hoy á estrenar su carretela.

—¡Te ama tanto!... Vamos, Eduardo; me parece que estoy oyendo á un mozalbete que acaba de salir del aula y tropieza con una chicuela impresionable que le roba el sueño y lo pone en evidencia á los ojos de la gente sensata.

—¿Dudas que Blanca me ame?

—No dudo, querido; creo que se burla de tí.

—Te perdono porque me he convencido de que tu alma está cerrada á todo sentimiento. ¡Blanca se dejaría matar por mí!

—¡Ja, ja, ja! ¡No te conozco! Verdad es que el hombre que ha eternizado su compromiso con una mujer de tales antecedentes, acredita que es un pobre «diablo.

—¡Leopoldo, si no quieres que riñamos para siempre, no repitas esas palabras!

—¿Serias capaz de reñir con un antiguo amigo por hacerte paladín de la constancia de una mujer cuya historia sabe todo Madrid?

—¡Sí! No puedes negarme que soy hombre de mundo, y que tengo experiencia.

—Así lo creía antes.

—Seis años de amor me dan derecho á no sospechar de la firmeza de una mujer.

—Las mujeres son como las bellotas, que se sostienen adheridas á la rama que les presta la savia hasta que llega una mano atrevida á arrancarlas de allí; y abandonan él sitio sin quejarse. El major dia...

—¡Oh! ¡no la conoces! Tengo en ella una confianza ciega!

—¡Peor para tí! Las mujeres del mundo son árboles que se trasplantan fácilmente, porque no tienen raíces, y prenden en toda clase de terrenos, añadió Rivas riéndose. Desengáñate, Eduardo; esas mujeres son como las monedas falsas, que las admites con conocimiento de causa, y que por tanto procuras soltarlos pronto para engallar á otro.

—¡Blanca para mí es de oro purísimo!

—Ella es hábil y te ha alucinado, valiéndose del galvanismo que sorprende á los incautos. La química ¡oh! la química ha sentado sus reales en el corazon, y todo lo adultera, pero la experiencia es el crisol de la verdad, la química es la ciencia de los simples,

—¡Estás desbarrando, Leopoldo!

—Por otra parte, no me extraña tu fanática adhesion por Blanca; es una mujer superior, de una gracia atractiva, y de una belleza sorprendente. Si algun dia te cansas de ella, avísame, porque me hallo dispuesto á consagrar á su amor algunos centenares de duros.

—¡Eso es un insulto! exclamó Campo-Real incorporándose en el asiento. —¡Eso es una verdad, amigo mio! Pero si te empeñas en romper lanzas por sostener la virtud de tu querida, líbreme Dios de recoger el guante que quieres arrojarme, y mucho menos, de causarte un disgusto. Me hallo dispuesto á pregonar sus merecimientos

—¡Cansarme de Blanca! interrumpió el poeta con aire de espanto ¡Eso es imposible! ¡Cansarse ella de mí! ¡Me ama demasiado para que abrigue nunca ese temor!

—¡Dichoso tú que tan confiado vives! ¡Eres feliz, mi buen Eduardo! No soy capaz de comprometer la existencia de uno solo de mis cabellos por la virtud de la mejor de las mujeres, y tú estás dispuesto á arriesgar tu vida por la constancia de la que creí una aventurera, sacando ahora en limpio que si Blanca no tiene la pureza del diamante posee á lo menos su firmeza. Cada dia se aprende algo nuevo; por eso es bueno vivir para aprender.

—No olvides, Leopoldo, que hace seis años que Blanca me pertenece.

—Eso no acredita más sino que para tí pasa el tiempo en balde; pero el tiempo mismo me dará la razon.¡Te he visto tantas veces enamorado con delirio! ¡Eres tan impresionable! Te disculpo porque conozco el poder del sistema nervioso sobre la imaginacion de los individuos.

—He amado mucho; pero seis años

—Esa tenacidad prueba que el mal se va haciendo crónico y amenaza ser incurable.

—Vivo contento, Leopoldo.

—Acuérdate de la marquesa del Fresno.

—Su coquetería me entretuvo.

—¿Y Lucía?

—¡Pobre niña! ¡la amé con todo mi corazon!

—Pues si ella murió llevándose todo tu corazon,¿qué ofreciste despues á las que le sucedieron, guardando el orden cronológico, hasta que caíste con la venda en los ojos al pié del, altar para encadenarte á Matilde?

Campo-Real se puso pálido al oir el sangriento chiste de su implacable amigo, y le interrumpió, diciendo:

—¡La mujer propia es sagrada, Leopoldo!

—¡Sagrada! ¿para todos, menos para tí? Aunque bien considerado, no es extraño tu alejamiento, porque entonces estabas ciego. Ese sentimiento de deber es ridículo; la hipocresía de la maldad es dos veces crirminal; huyendo de tu mujer fuiste noble porque demostraste valor.

—¡Mi mujer! exclamó Campo-Real estremeciéndose involuntariamente. ¡No me hables de ella! ¡Eres muy cruel!

—¡La hipocresía! repitió el escéptico con descaro

—Prefiero que hablemos de nuestro asunto.

—Como quieras, Eduardo; verdaderamente, hablar de las mujeres es emplear el tiempo muy mal.

Y entablaron un diálogo acerca de una importante jugada de Bolsa en que esperaba Campo-Real reconquistar lo que habia perdido.

El interés les hizo bien pronto olvidar todo lo que habian hablado; y una hora despues salieron de la casa de Blanca, como dos buenos amigos.

V.
EL SOL SALIENTE Y EL SOL PONIENTE.

A las ocho de la mañana del siguiente dia cruzaba-á escape por la calle de Alcalá una silla de postas, tan cubierta de fango que no era posible descubrir el color de la pintura de la caja; los caballos sudaban, á pesar del frio, y el conductor los azotaba, restallando el látigo con ese movimiento peculiar del oficio que avisa la llegada á una poblacion.

La silla entró en el patio de la fonda Peninsular; allí se apearon dos hombres.

El que bajó primero tendría cuarenta y dos años, aunque por la frescura de su cutis y la enérgica virilidad de sus pronunciadas facciones, representaba menos edad. Su pelo estaba negro como el azabache, y solo en su poblado bigote se veían algunas canas que asomándose desvergonzadamente daban á entender cierta despreocupacion, por cuanto hubiera sido muy fácil hacerlas desaparecer.

El que despues bajó era un jóven vivaracho que vestía el uniforme militar; los cordones que pendían de su hombro derecho revelaban claramente que era ayudante de campo de un general.

Los viajeros pidieron en la fonda dos cuartos, y una hora despues salían vestidos de limpio; una vez en la calle enderezaron sus pasos hacia el ministerio de la Guerra.

Los periódicos de la tarde anunciaron que aquella mañana habia llegado á Madrid el teniente general don Carlos de Medina, á quien el gobierno llamó por el telégrafo para comunicarle órdenes reservadas.

Este Medina era el mismo que conocen mis lectores. A la sazon era capitan general de una de las principales provincias de España; todos los gobiernos habian utilizado los servicios de este militar, porque respondían por él sus antecedentes.

Después de almorzar, Medina se recostó en un sillon; el ayudante no cesaba de mirarle con atencion, pues en su rostro habia una nube vaga desde que habia puesto el pié en Madrid; el jóven no se atrevia á dirigirle la menor pregunta, pero recelaba que la entrevista con el ministro habría sido para tratar de algun asunto muy grave, cuando tanto le habia afectado.—El general Medina no habia vuelto á la corte desde 1840.

En los doce años trascurridos, puedo asegurar, sin temor de equivocarme, que el sueño no habia abandonado al general; la tranquilidad de su conciencia y la paz de su alma, viviendo indiferente á los impulsos del amor, le habían hecho reclinar siempre la cabeza en la almohada para buscar la luz del nuevo dia sin tener que combatir con los fantasmas del remordimiento, ni con las visiones de la ilusoria esperanza. Habia arrancado de su pecho con mano poderosa la impresion de la única mujer que lo habia trastornado, y el olvido consolador le habia devuelto la perdida calma.

Verdad es que en el mando de las provincias que le habían confiado vió muchas mujeres hermosas que hubieran conseguido cautivarle, pero firme en su propósito se habia mantenido fuerte contra el embate de las pasiones, y las habia dominado. Medina era un tirano de su corazon.

El tiempo y la distancia son los dos grandes agentes del olvido. Al llegar á Madrid se verificó una revolucion en el alma del general, pues mil recuerdos en tropel se levantaron para colocarle delante de los ojos los lugares en que se conservaban las efemérides que nunca se pierden para la memoria. Aquella noche tardó mucho tiempo en dormirse, y lo que no parecerá lógico, las horas de insomnio le hicieron despertar muy temprano, abandonando en seguida la cama para evitar los peligros de la soledad y de la reconcentracion.

A las pocas horas estaba fastidiado de la corte, y me valgo de ese participio para no decir la verdad; Medina-tenia miedo, y presentía algo quehabía de contrariar su propósito.

Su presentimiento era fundadísimo; al mediodía entró en su cuarto un criado de la fonda para poner en sus manos un billete; el reducido tamaño de éste le llamó la atencion,.pues á primera vista se comprendía que debajo del sobre no se encerraba más que una tarjeta.

El general frunció las cejas, movimiento característico en él para expresar una impresion extraña, segun recordarán mis lectores, y rompió el sobrescrito. Al leer en la cartulina el nombre de La Marquesa del Fresno, se dibujó en su fisonomía un gesto feroz, tan feroz que el criado salió corriendo de la habitacion sin esperar la respuesta.

Después del nombre grabado en la tarjeta se leían estas palabras manuscritas: «desea ver á su antiguo amigo el señor General Medina.» Al pié estaban las señas de la casa.

—¡Qué atrevimiento! exclamó el general. ¡Estamujer intenta cruzarse de nuevo en mi camino! ¡Oh! ¡le daré una leccion tan dura como la que recibió hace doce años! ¡Doce años! ¡Es imposible! ¡Ese tiempo es una eternidad!

Dejó caer la cabeza sobre los hombros, y despues de algunos minutos de meditacion profunda, dió por el cuarto unos cuantos paseos; paróse al fin, y dijo:

—¡Doce años! La marquesa quiere verme por pura curiosidad, pues para las mujeres del gran mundo, que consumen su existencia en el artificio de los salones, el hombre de ayer no es más que una sombra, una reminiscencia, un trofeo que contemplan con los ojos de la vanidad, como sucede al guerrero que recorre el salon de la Armeria Real. Soy para la marquesa, añadió riéndose, lo que la espada de Francisco I para un francés: el recuerdo de una derrota. Y sin embargo, ¿quiere verme?... ¿Para qué? Si en su corazon no hay nada, como en el mio, ¿qué significa esta entrevista?..... ¡Debe estar muy hermosa todavía! ¡porque nunca vi otra mujer de mayores atractivos! ¿Será peligroso poner el pié en su casa?....¡No, no!.....

Volvió á dar algunos paseos por la estancia, y pegando en el suelo con el tacon de la bota, en señal de impaciencia mal reprimida, añadió:

—¿Qué temo de esa mujer? ¿No abatí su orgullo, y lo que es más todavía, no dominé mi corazon? Si no voy á visitarla, además del desaire á una dama, que es una especie de crimen en este centro de ridículas exigencias sociales, creería que su presencia me inspiraba miedo. ¡Miedo! ¡Marquesa, cuando el enemigo llama á mis puertas, le salgo al encuentro! ¡Nos veremos las caras!

Al decir esto, se colocó delante del espejo, sin explicarse el motivo de aquella consulta, y atusándose los bigotes, exclamó:

—¡Las caras! Algo he perdido, pero doce años son un siglo; ¿quién sabe cómo estará la de la marquesa? Casi, casi me siento aguijoneado por la curiosidad. Vamos á verla.

Y aquel hombre, despreocupado siempre, se vistió con esmero, tardando algunos minutos en arreglarse el peinado y la corbata. Debe tenerse en cuenta que el personaje que conocimos en 1839 llegó á la corte abandonando los campos de batalla; pero ahora, con doce años de trato social, si no era un hombre de salon, en el verdadero sentido de esta voz vulgar, habia tenido que transigir con algunas de las exigencias del mundo, familiarizándose en cierto modo con la cortesanía que produce el roce social. Medina, conservando sus instintos caballerescos de la edad media, era un cumplido caballero de todos los tiempos y lugares; habia perdido la rudeza, pero conservaba por fortuna el corazon.

Al salir de la fonda, entró en una berlina de alquiler, dando orden al cochero que le llevara á la calle de Silva. Al ver el número se dispuso á entrar en el portal, pero se detuvo un momento, como si recordara algo; y aquella vacilacion no era más que efecto de cierto recelo que no acertaba á dominar.

Sintió pasos en el último tramo de la escalera, y se volvió de repente, tratando sin duda de averiguar si era la marquesa que le salia al encuentro.—Y este movimiento era tambien efecto de su mismo recelo.

Dos mujeres, vestidas con extremada sencillez y con el velo echado, salian de la casa, y llegaron á la puerta en donde estaba Medina, correspondiendo cortesmente con una inclinacion de cabeza al atento saludo que él les hizo; la presencia de aquellas damas desconocidas le llamó la atencion sin comprender la causa, y cerrándoles el paso se dirigió á la que iba delante para preguntarle: ¡

—Señora, ¿vive en esta casa la marquesa del Fresno?

—En el cuarto principal, contestó la más jóven,

—Muchas gracias; y dispense V. mi franqueza.

—No hay de qué, caballero.

Volvió Medina á quitarse el sombrero, separándose para dejar libre el paso.

El velo que cae sobre el rostro de las mujeres es un atractivo poderoso para la fantasía del hombre; no hay mujer fea con la cara tapada, porque la imaginacion, siempre rica en recursos, crea á su antojo lo que desea ver; el velo de punto que usan nuestras damas españolas permite admirar lo bueno y esconde lo malo; de modo que no cuesta á la imaginacion ningun trabajo dejarse fascinar. Medina no era hombre impresionable, ya lo sabemos, pero el velo de las tapadas, trasparentando los rasgos de sus fisonomías, delataba en aquellas dos mujeres una belleza superior; los ojos de la más jóven, á quien él observó con detencion puesto que habia contestado á su pregunta, chispeaban, protestando contra el punto que los cubría.

El general se dirigió al portero, que estaba sentado delante de la ventanilla de la especie de kiosko que le servia de habitacion, y le preguntó con tono afable:—¿Está en casa la señora marquesa del Fresno?

—La señora marquesa está siempre en casa, pues no sale más que á misa los domingos y fiestas de guardar, contestó el portero, obedeciendo á la locuacidad natural de los cerberos domésticos.

—No quiero saber tanto.

—Pero conviene que V. lo sepa, caballero; la señora marquesa es el único vecino que nunca me da la orden de que no recibe.(¡Es tan buena!

—¿De veras? dijo maquinalmente el general.

—Si todos los vecinos fueran como ella, no trasnocharía yo tanto, porque se recoge temprano y la visitan pocas personas. Mire V., caballero; la del cuarto segundo

—¡Basta, basta! interrumpió el general; no necesito saber la vida de nadie.

—Pero es que no tengo por qué callar

—Y esas señoras que salían ahora, preguntó él aprovechándose de la charlatanería del portero, ¿viven tambien en la casa?

—En la casa viven; es decir, en el sotabanco; esas pobres señoras no tienen que ver con la portería porque se entienden con las estrellas, añadió el guardián riéndose.

—¡Son muy lindas! murmuró el general entre dientes.

—¿Lindas? Lo son, pero nadie les hace caso porque son muy pobres y muy honradas. Pasan el dia y la noche escondidas en su camaranchon, sin que alma viviente las visite, rompiéndose los ojos y los dedos para coser. ¡Pobres y honradas! ¿Quién ha de buscarlas aunque enseñen un palmito tan bueno? No sucede lo mismo con la vecina del otro sotabanco

El general clavó los ojos en el portero, en señal de reprension, y volvió la espalda, subiendo en seguida la escalera para evitar que continuara murmurando de los vecinos que le pagaban por guardar la casa. El cerbero cumplía fielmente guardando la casa; pero como no le pagaban por guardar la honra, se habia constituido en trompeta de la Fama para pregonar las debilidades de cada uno de los inquilinos.

Apenas puso Medina la mano en el boton de la campanilla, abrióse la puerta, y penetró con firme paso, haciendo sonar los tacones, para disimular la emocion que le dominaba. Un criado levantó la colgadura de la sala para franquearle la entrada, y la marquesa del Fresno le salió al encuentro, tendiéndole la mano con una demostracion de afecto tan expresiva, que se vió obligado á corresponder á ella con igual interés.

—¡Marquesa!

—¡General!

—¡Nos encontramos otra vez!

—Solo las montañas no se juntan, amigo Medina.

Los periódicos anunciaron la llegada de V. á la corte, y no pude resistir á la tentacion de ver al hombre que si bien me trató con crueldad, me enseñó á querer.

—Señora

—He perdonado á V. hace tiempo; doce años borran las mayores ofensas; y doce años de padecimientos, general, destruyen la hermosura, ese don pasajero que nos regala la naturaleza solo para hacernos llorar su pérdida. Retirada del mundo he vivido, y en la soledad he acariciado un pensamiento que, aunque me atormentaba, me hacia feliz.

El general Medina frunció las cejas, mirando hacia la puerta, como la fiera que busca salida para no empeñar la lucha, teniendo miedo al enemigo. Ella, sonriéndose, le dijo:

—Tome V. asiento.

La marquesa y el general se sentaron uno enfrente de otro.

Tenia la marquesa solo treinta y siete años, pero representaba algunos más; ¡qué implacable es la naturaleza! Imposible parece que aquella mujer fuese la misma que en i83g ponia la ley en los salones y trastornaba las cabezas de la juventud. La marquesa era un sol poniente.

Cualquier hombre hubiera hecho esta observacion, lamentando el cambio; pero Medina ó la miró con indiferencia ó con los mismos ojos que doce años atrás. Ya dije que Medina era impenetrable.

Después de haberse mirado fijamente los dos, preguntó la marquesa:

—¿Se ha acordado V. de mí alguna vez, general?

—¡Yo! exclamó Medina con asombro.

—Esta pregunta puedo hacerla sin que tenga mala interpretacion, porque mi edad me autoriza á todo. No hago más que mirar el panorama de lo pasado para recrearme; ¡son tan bellos los recuerdos!

—Cuando nos separamos, marquesa, me entregué con fervor al servicio militar; esta prosa, como V. la llamaría, rechaza cualquier pensamiento poético que quiera abrigarse en el alma.

—¿Ha sido V. feliz?

—He procurado serlo.

—Me alegro, porque no he dejado un dia de pedir á Dios por la felicidad del hombre que me hizo infeliz.

—¿Qué dice V., marquesa?

—Que fui más generosa que V., general.

—¿No ha sido V. dichosa?

—Creo que sí, contestó ella contrayendo irónicamente sus labios; desde el dia que marchó V. á Estremadura, cerré mis salones y he vivido en un absoluto aislamiento; la expiacion ha sido completa. Necesitaba ó del bullicio del mundo, ó del amor de un hombre; lejos del primero y despreciada por el segundo, sostuve una lucha perpetua que me destruyó demasiado pronto.

—Hubiéramos sido infelices, si el destino

—Tiene V. razon, general; no pude ser amada del único hombre que amé, y la culpa no fué mia; pero quiero ser amiga de V., hoy que los años han puesto entre los dos una barrera.

—¿Para qué?

—Nos veremos de tarde en tarde, cuando no tenga usted en qué perder el tiempo; en mi triste soledad recibiré su visita, que hará soportable el destierro á que me condené.

—¿No ve V. un peligro en ese trato indiferente?

—El espejo me dice que no.

Medina no tuvo una palabra galante que oponer á la observacion de la marquesa. El corazon de ésta aún palpitaba conmovido. El corazon es siempre un niño.

—¿No ha amado V., general? Perdone V. esta pregunta impertinente.

—He amado la gloria, como antes de conocer á usted, señora.

—¡La gloria! ¿Nada puede sobre el ánimo de usted la influencia poderosa del tiempo, que todo lo cambia, que todo lo trastorna, que todo lo destruye?

—Nada; mi ánimo es como mi corazon: una roca invencible.

-¡Eso es extraordinario! ¡Hay en el mundo tantas mujeres hermosas!

—Hé ahí la razon, marquesa. Si no hubiera más que una, correrían peligro los hombres como yo; pero las turbas, añadió riéndose, no hieren la fibra sensible á las almas del temple de la mia. Son fenómenos incomprensibles del corazon. Hay soldado que en el campo de batalla acomete con denodado esfuerzo, él solo, a un escuadron, y tiembla ante la punta de una espada que ve éala mano de un niño. ¡Ridiculeces de la imaginacion que es preciso respetar!

—¡Pero V. no es por, cierto ese soldado que cita!

—¿Quién sabe? No me asusta un vestiglo formidable, y soy medroso ante un ilusorio fantasma.

—¿Qué quiere V. significarme?

—Que en el mundo no me asustan las mujeres, en tropel, y qué tengo miedo de encontrarme á solas en una sala con una dama.

—¿Como estamos ahora?

—Cabalmente, repuso el general levantándose.

—Tranquilícese V., amigo mio, y fijé bien los ojos en mi cara; no soy aquella Celia que en 1840 tenia cierta influencia sobre el espíritu. Soy una ruina, á pesar de que todavía no cuento muchos años, y he rendido mi pabellon, como diría un marino. No aspiro más que á obtener de V. una amistad sincera, que será correspondida.

—Esa amistad es peligrosa. Me acuerdo bien

—Todo lo he olvidado, general; aquella dama del gabinete azul, la reina de la moda en 1840, hace en 1852 la vida apartada de un oscuro cenobita; ni me halagan las lisonjas, ni busco en la sociedad el atractivo de la belleza. Verdad es que Dios, en castigo de mi coquetería, me arrebató el don que le merecí; porque habrá V. notado que no soy la misma.

—No, marquesa; no paré la atencion

—¡Es posible! exclamó la marquesa mordiéndose los labios.

¡La dama cenobita se acordaba todavía del mundo!

—¡Convenido! dijo el general con el tono del que toma una resolucion. ¡Acepto la amistad, sin trabas de ninguna especie.

—¿Piensa V. permanecer mucho tiempo en Madrid?

—El gobierno me honra con su confianza, y su majestad me destina á servir el elevado puesto de director de mi arma.

—Lo celebro.

—Nos veremos, marquesa; si V. ha olvidado todo, yo tambien, y soy tan firme para olvidar como para querer.

—Me encontrará V. en casa-á todas horas.

—Lo sabia ya.

—¿De veras? preguntó, clavando en él los ojos como para adivinar el interés que manifestaba en haber averiguado su sistema de vida.

—Todo se sabe, respondió él sonriéndose, cuando se tiene un portero demasiado comunicativo.

—Ya, añadió ella haciendo un gesto desconsolador.

—Adiós, marquesa.

—¿Olvidará V. su ofrecimiento?

—Los militares somos hombres de palabra.

—Adiós, Medina.. -.

Y despues de estrecharse las manos como dos buenos amigos, el general salió de la sala.

Ella se colocó delante del espejo, exclamando:

—¡Es el mismo! ¡el mismo! ¿Por qué no habrá cambiado? ¡Quisiera que fuera distinto en todo!.....¡Es tan terrible mi situacion!... ¡Pero lucharé, y no leerá en mi rostro el menor síntoma!

Al decir estas palabras, la marquesa puso entre el espejo y los ojos, sus manos; no sé si para esconder el rostro ó para enjugar sus lágrimas.

Cuando el general llegó al recibimiento, se oprimió el pecho, murmurando:

—Aun está rebelde mi corazon; pero esta; mujer es una fatalidad; aquella carta

Cerró la puerta y salió; al poner el pié en el descanso de la escalera, oyó ruido de pasos, y sedetuvo.

Las dos jóvenes del velo subían el último tramo, y se encontraron con él en ese momento. Aquella casualidad le llamó la atencion; obedeciendo entonces á una galantería que no era propia de su carácter y que podia traducirse por la ligereza de un mozalbete aturdido, ofreció el brazo á la que iba delante.

La jóven se detuvo sorprendida, sin saber lo que debia contestar á una persona de aspecto tan respetable; pero una mirada severa de la que la acompañaba, la obligó á disculparse casi temblando, y haciendo un movimiento de retroceso, dijo:

—Muchas gracias, caballero.

El general se sintió herido en su amor propio por aquel desaire, pero la mirada de la jóven le tranquilizó; en sus ojos no habia ira, ni desden; no habia más que dignidad.

Comprendiendo su torpeza, se cuadró para dejar que pasara la otra tapada, y al cruzar ésta por delante de él se quitó el sombrero en señal de respeto á la virtud. La segunda jóven le hizo un saludo tan cortés, que desarmado el general, añadió:

—Perdone V., señora.

Y bajó la escalera á escape como si quisiera huir de una impresion que le habia asustado.

En la carrera no divisaban sus ojos los rayos del sol poniente de la marquesa del Fresno.

Medina iba deslumbrado con los vivísimos crepúsculos de un sol que asomaba por oriente, amenazando abrasarlo.

¿Sería Margarita Trueba el sol saliente que desde el sotabanco iba á eclipsar el sol poniente del cuarto principal?

VI.
ALGUNAS PAGINAS DEL DIARIO DEL POETA.

El manuscrito de Eduardo de Campo-Real se habia enriquecido con una resma de papel, pues el poeta conservaba la costumbre de escribir diariamente una página para consignar sus impresiones; así como algunos traen al pensamiento la historia de cada una de las horas que vió pasar, teniendo la cabeza sobre la almohada, él cogia la pluma antes de acostarse y se confesaba con aquel libro íntimo, sin temor de que ojos profanos penetraran en su interior. Campo-Real no sabia que habiendo caido su personalidad bajo el dominio de la novela, nada habia reservado para el escritor.

Copiar su diario sería ofrecer á los lectores una obra infolio; me contentaré con arrancar á su manuscrito algunas hojas, como hice en la primera parte; esas páginas entresacadas bastarán para poner de manifiesto el relieve de su corazon y de su conciencia, á fin de que mis lectores se enteren de cuanto pueda interesarles en la narracion que ha empezado nuevamente.

Lucía habia muerto en Enero de 1840; desde esa fecha recorro el manuscrito para ir copiando.

_«Paris 2 de Febrero de 1840._—Hace tres dias que llegué á esta ciudad, huyendo de España y de la sombra de mi adorada Lucía que me persigue por todas partes. La suerte se mostró implacable conmigo, arrebatándome la mujer que habia de realizar el ensueño de mi felicidad. He estado loco algunos dias, pues no me doy cuenta de lo que ha pasado por mí. La imagen veneranda de Lucía está grabada en mi pensamiento y en mi corazon; dicen que el tiempo es un bálsamo para las heridas del alma, pero creo que el tiempo no conseguirá borrar esa imagen, ni curar la enfermedad moral que me aqueja. ¡La amaba de veras!

«Cuando traspuse el Pirineo sentí una fuerte opresion en el pecho. ¡Ay! ¡mi corazon se escapaba á mi pesar para quedarse en la tierra querida que abandonaba! ¡hé llegado á Francia, solo, enteramente solo con mi dolor, y sin vida como un cadáver! ¡Paris está desierto! ¡esa multitud que pulula por las calles nada dice á mi alma contristada! ¡esas mujeres hermosas que encuentro al paso me parecen abominables, porque en ninguna de ellas distingo una de las líneas del rostro adorado de la mujer que lloraré toda la vida! ¡Es tan corta la existencia para consagrarla á la memoria de una mujer idolatrada! ¡Lucía, tú que estás en el cielo, acoge los votos de mi ferviente amor, y envíame un consuelo!...»

«5 de Febrero. —Tres dias han pasado, y no llega el consuelo que necesita mi alma. ¿Será que Lucía no oye mis votos, ó que no soy digno de consideracion?...¡He borrado con mis lágrimas algunas palabras de mi diario! ¡Lloro por ella!...»

« 10 de Marzo.—Esta situacion es insostenible; las fuerzas, me abandonan, y es preciso no entregarse al dolor, porque la desesperacion trae fatales consecuencias. He encontrado: aquí algunos, amigos de Madrid que se empeñan en distraerme, y no puedo evadirme. Voy á los paseos y á las; diversiones, públicas;, paja aturdirme y templar el exceso de mi dolor, porque de lo contrario: sucumbiria; el hombre no dispone de su existencia, y la religion, exige, que el mortal se sobreponga. Mis amigos miran por mí;, pero la imágen; de Lucía me acompaña, sirviéndome de amuleto para salvarme de los peligros del mundo,.y de obstáculo á las impresiones pasajeras.».

«20 de Marzo—¡Este, Paris es una Babilonia! Para curarse un dolor eterno, hay en este centro remedios infalibles, no olvido á Lucía,; pero corriendo todo el dia, caigo rendido en la cama y consigo conciliar el sueño, que habia huido de mis párpados. El sueño es la panacea de los males;, ¡qué feliz es el hombre que duerme, tranquilo! Bien considerado, nada adelantaba en desvelarme para atormentar mi razon, evocando la imagen de una mujer que no ha, de resucitar con mis plegarias. ¡Pobre Lucía! ¡si fuera posible devolverte el hálito vital, daría toda la sangre de mis venas!.....».

_«30 de Maro._—¡Estoy rendido! ¡He encontrado el remedio! ¡Aturdiéndome, me regenero! Leopoldo Rivas, que llegó ayer de Madrid, ha venido á desvanecer las nubes de mi horizonte; es un excelente muchacho, y su imaginacion meridional ha de servirme de consuelo. Hemos corrido todo Páris, admirando sus grandezas. ¡Qué maligno es Leopoldo! Empezó llicio dé la córte francesa me distraia demasiado, y necesitaba sostener en mi corazon la llama de la fe que alimenta la santidad de los grandes dolores, como el mio. Al poner el pié en éste lugar de tantos recuerdos, he creido que sé humedecian mis ojos,: y fuí á ver á mi hermana Adela, que me habló mucho de Lucía; allí estaba la habitacion en que recogí su último aliento embalsamado con el aroma de un besó de amor. ¡Oh desventura! ¿Para qué habré venido á Madrid? ¡Sufro mucho!

_«5 de Majo._—Cuando salí de casa de Adela fuí á la de Soledad, una compañera de viaje que la fortuna me deparó en la silla-correo es: una mujer hermosa, llena de atractivos, que con la pluma ha conquistado una reputacion en el campo de las letras, me acordé de que habia sido poeta, y durante el viaje hablamos mucho de los clásicos y de las bellezas del arte; como veni sola con un niño, pues hace poco qué enviudó en Francia, le he servido en las posadas de cavaliere servente; la literatura y la simpatía de un dolor parecido, nos han hecho fraternizar. Las sombras de Lucía y del marido de Soledad son barreras qué se levantan entre los dos para evitar qué podamos acercarnos demasiado. Además, tengo la conviccion de que los literatos se repelen mútuamente; son como las bolas de billar, que apenas se encuentran, se rechazan. Es una fortuna para los dos, porque así las memorias de los muertos no sufrirán la menor profanacion. Soledad es demasiadohermosa para" tratarla1 sin peligro, y me alegro de esa circunstancia.»

«20 de Mayo.—Huyendo del mundo, me he reconcentrado en casa de Soledad; el atractivo de la literatura es poderoso, pues nuestras sesiones literarias se prolongan más de lo regular, y cansados, de hablar de cuantos autores enriquecen el Parnaso, hemos tenido por recurso que hablar de nosotros mismos.. Las bellezas, de las obras de Soledad me parecen inferiores á la de su rostro, y sea por galantería, sea porque obedezco á un impulso de mi corazon, las celebro, con un entusiasmo que la conmueve;, y nos liga con fuerza. Anoche le dije, despues de haberme leido unas quintillas, menos, que regulares, qué habia en ellas tanta poesía como en sus ojos, y me preguntó si no veia algun, peligro en la intimidad de nuestro trato;,.

«¡Qué pregunta tan indiscreta.!;Le recordé á Lucía, y se puso colorada como la grana! ¡Los dos nos estamos engañando! ¡Es tan agradable-engañar y dejarse engañar!»

_«8 de Junio._—Siento una plétora de versos que me amenaza con el hastío, enfermedad incurable. La Providencia me ha castigado;, porque embebecido con la magia poderosa de las bellas letras, he concluido por, convencerme de que era infiel á la memoria de mi Lucía. ¡Soy un infame! Soledad me persigue de muerte con los disparos poéticos que me dedica, y que me hacen el efecto de sinapismos, hoy me ha anunciado que se prepara á escribir un poema erótico en qué seremos los dos primeros, personajes; estoy amenazado de pasar á la inmortalidad bajo la figura bucólica de un pastorcillo de la Arcadia ó cosa semejante. El estro de Soledad es un inundacion, y temo no encontrar un salva-vidas.»

_«26 de Junio._—Soledad me ha leídoel primer canto; en él pinta al pastor amante, y hace mi semblanza con rasgos fisionómicos tan exactos, que dentro de poco tiempo;, en1 cuanto se popularice el poema, me veré retratado con el tirso y el cayado en las manos, y tendré que afeitarme el bigote para complacer su exigencia de autora. ¿Cómo podria defenderme de esta tirania literaria que tiende o avasallar mi instinto mi personalidad, poniéndome en caricatura en pleno siglo XIX?

No amo á Soledad; no amo más que la memoria de Lucía. Hace un calor insoportable, y pretextando que el médico me prescribe los; baños de mar, voy á escaparme de la córte,huyendo-de la lira de está. Safo que la fatalidad puso mi camino.»

«29 de Junio. Esta tarde me voy á San Sebastian, y acabo de escribir á Soledad una carta que debe robar á la posteridad una obra inmortal, pues de seguro que en su desesperacion, al convencerse de que el pastor de su poema tenia alas, rompe su lira. Felizmente, Léucades está muy léjos y si para curarse de la pasion que le inspiré intenta dar el salto mortal, no le queda otro recurso que arrojarse desde la torre de Santa Cruz. Este paso daría material á los gacetilleros, que escribirían su apoteósis.»

_«8 de Octubre._—Me vuelto de San Sebastian muy fresco, y he encontrado en las esquinas grandes carteles anunciando, el poema de Soledad; antes de entrar en mi casa he corrido, á la librería para comprar un ejemplar. ¿Quién sabe si será único que se venda?»

«9 de OCTUBRE —ja, ja, ja, Leí anoche anoche, todo el poema. La autora, despechada, cambió algunos, rasgos de mi fisonomía:, y se desata en improperios: contra la veleidad de los hombres. He bajado del Pindo, y ya no me amenaza: la inmortalidad. ¡Estoy de enhorabuena!

Me encuentro, ahora libre, eternamente libre, y puedo consagrarme á la memoria de Lucía. queme habrá perdonado mis extravíos pasajeros. ¡Ella; sola es eterna en mi corazon!».

«13 de Noviembre—Desde, el dia de Difuntos, que fuí al cementerio; á doblarla rodilla ante la lápida que cubre el cuerpo, de Lucía, no sé que me pasa; no visito más que á mi hermana Adela, la, cual me prordiga consuelo creyendo de buena fe que solo, pienso en la mujer que perdí. Es verdad que la echo, de menos; es verdad que no es fácil reemplazarla; pero; tambien es verdad que siento un vaeíqi grande en mi existencia, vacío que nunca se llenará, porque he jugado no entregar mi corazon á las mujeres Ahora estoy completamente resuelto á ser fiel á Lucía.».

_«17 de Noviembre.-_Al pasar esta mañana por la Red de San Luis salia de la iglesia mucha gente,.y no teniendo en qué entretener el tiempo, me detuve en la acera para contemplar las: mujeres que iban cruzando por delante de mí, con más ámenos recogimiento., segun el instinto, de cada una. No la puedo remediar, pera por más tormentas que descargue la suerte sobre mi asendereada corazon, no resisto al encanto del sexo; las mujeres poseen sobre mi ánimo una fuerza de atraccion que no sé combatir; así es que en medio de mis contrariedades, la que cruza por delante de mí, me roba algo; que no se lleva mi alma, se lleva mi pensamiento, se lleva una mirada. Soy tan impresionable, que mi misma diversidad de pensamientos me defiende.

»Admirado de ver tantas bellezas como abundan en Madrid, me sentia impulsado á ir detrás de todas y me costaba gran trabajo contenerme, cuando salió una jóven de veinte años, modestamente vestida, dando el brazo á una señora respetable; la hermosura de la primera me cautivó primer golpe de vista, y más me cautivó porque creí adivinar en su rostro algunas líneas del de Lucía. Esto era un:aliciente poderoso para mi imaginacion!

»Al bajar, de la acera, la madre se apoyó en;el brazo de la hija, y al hacer esta él esfuerzo para ayudarla, se le deslizó del manguito el libro de misa, sin que notara la falta; el libro cayó sobre mis botas, y valiéndome del bullicio protector, me bajé á coger la prenda; qué guardé en el bolsillo; en vez de devolverla á su dueña. Nadie me afeará la accion porque no me indujo á cometer la falta otro móvil que la curiosidad. Los hombres ¡ociosos, somos perjudiciales

»Al llegar á casa, abrí el librito buscando algo, pero no encontré más que las oraciones que elevaban al cielo el alma y; el pensamiento de aquella mujer que me habia recordado á Lucía; sin: embargo, dentro estaban as palabras impresas, y sobre esas palabras veia vagar los ojos de aquella criatura tan bella; en el papel me parecia adivinar el roce de sus dedos. Cerré el libro casi desesperado, y entonces contuve un grito de alegría al: leer-enlatapa de tafilete,con letras doradas el hombre de Matilde Trueba: ¡Ya esto era mucho!..... Aquel letrero estampado en un libro propio me hizo despues sospechar que el-libro debia ser regarlo de algun mortal venturoso que sé habia apoderado del alma de, la muer que: se parecia á mi perdida amante.¡Y tuve celos!—¿Sería por Lucía ó por Matilde?—Como no me conozco; bastante y no puedo contestar mi pregunta.

«Apenas comí eché á corre en busca: de la dueña del libro para devolvérselo; pero mis amigos del café y del Casino no conocen á Matilde Trueba, ni han oido: ese nombre ¿Es posible?que se ignore la existencia de una Mujer tan linda? ¡¡Este Madrid ¡es insoportable!¡Nadie conoce á nadie! ¡No debe perdonarse semejante indiferencia con las hermosuras de privilegio! ¡porque Matilde es la hermosura más perfecta que he conocido, sin agraviar la de mi Lucía, que no tenia rival! ¡Todo el mundo conoce al banquero S y al ministro B y á la duquesa de A, pero ninguno de ellos, á pesar de las riquezas del primero, de la posicion del segundo y d é los diamantes;de la tercera, tiene unos ojos como los de mi Matilde!rHAhora noto que se ha deslizado de mi pluma un mi, pronombre posesivo, qué es bastante impropio;pero soy tan avaro en tratando de mujeres; qué todas las considero mias..—¡Oh poder de la imaginacion!

»Si no encuentro las señas de la casa de Matilde Trueba,:anunciaré el hallazgo del libro, en el Diario de Avisos. Tengo un remordimiento, y necesito aliviar mi conciencia.»

»26 de Noviembre.-las contrariedades me avivan el deseo, y la oscuridad en que vive Matilde Trueba me quitó el sueñoy el apetito; he tenido la increible paciencia de recorrer todas las alcaldías de barrio, y por el padron de la vecindad he dado con la morada dé mi desconocida; por cierto que las noticias que; de la familia me ha dado el alcalde de su barrio, me impulsancon fuerza á acercarme á ella; su madre es viuda de un antiguo empleado que dejé por herencia un nombre intachable. Pobre cosa es para el mundo, pero, la virtud luce siempre una aureola magnífica. Mañana, al mediodia, voy á penetrar en el cuarta tercero, de la calle de San Roque, que tiene la fortuna de abrigar una criatura tan ideal como Matilde.».

«27 de Noviembre.- fatalidad me persigue! ¿Para qué habré ido á la calle de San Roque? ¡Qué mujer! ¡me ha fascinado!....

»La madre de Matilde me ha agradecido mucho la devolucion del Ebro y las pesquisas que me costó encontrar la, casa; la hija me pagó con una sonrisa que me hizo estremecer de los pies á la cabeza. Aquella sonrisa valia mas que el poema de Soledad. ¡Qué boca! ¡qué ojos! y ¡qué todo! ¡Hasta las paredes de las habitaciones respiran allí, virtud é infunden respeto! El alcalde del barrio no me engañó»

¡Me siento con impulsos de adorar á Matilde! ¡Esta sí que conseguiria hacerme olvidar á Lucía! Y como se parece algo á ella, el triunfo será más fácil. Pero es preciso cambiar de sistema: ¡Matilde es un ángel!

»Su madre, con el instinto de toda madre, arrastrada sin duda por él porte y por el lujoso carruaje en que fuí á visitarla, me ofreció la, casa con tanta finura, que no puedo dejar de volver ¡Héme aquí luchando de nuevo con mi pobre corazon! Como escribo para mí solo, no me detengo á confesarlo: ¡estoy ciegamente enamorado de Matilde?.... »

_»2 de Diciembre.—En_los quince días, que han pasado, desde que visité á Matilde por primera vez, no he ido más que quince veces á su casa; podrá ser poco para un amante, pero es mucho para un amigo; su madre, señora respetabilísima y de una rectitud inverosímil, se ha alarmado al fin con mi presencia, y me recibe con una cara de matrona romana. Esta familia es inabordable, y el mejor dia me cierra sus puertas; no he declarado á Matilde la pasion que me devora; prodigo mis distinciones á la mamá; acaricio y compro dulces y muñecas á Margarita, encantadora niña de siete años; llevo á paseo en mi carruaje á Ángel, jovenzuelo de catorce, y hermano, como aquella, de la que me arrastra á la casa, y sin embargo, no me acogen con la franqueza que debia esperar; es una gente indomable por principios. Al verme llegar se hinchan las narices de la madre y se pone en actitud defensiva, como la paloma que ve acercar á su nido el gavilán. Me voy convenciendo de que soy un hombre temible.

«Algunas veces me parece adivinar en Matilde un síntoma favorable, pero en otras me estrello contra su fisonomía, que es una roca. ¿Será posible que esta mujer me esconda sus impresiones por un sentimiento de deber que no habia encontrado en las distintas mujeres que se cruzaron en mi camino? La virtud;,salvaje, es una fortaleza inexpugnable..A pesar, de todo, no renuncio al amor de esta niña, porque me atrae con una: fuerza, irresistible, Matilde, es de esas mujeres que, segun dice Leopoldo, viven en una ratonera; pero, aunque conozco el peligro, no acierto á huir de ella.»

«20 de Diciembre.—¡Matilde me ama! Ha llegado á convencerse de que estaba herido de muerte, y, la madre me pone ya una cara afable porque comprende que voy con buen fin: esta es la, frase sacramental, de las futuras suegras. No he hablado con ellas de matrimonio porque este sustanrivo, me empeluzna; pero la verdad es que no sé vivir más que en aquella casa, admirando la virtud y, la dignidad que se reflejan en cuanto rodea á la familia. ¡Qué educacion tan esmerada!¡qué severidad de principios! Me asusta tanta moral, porque no la conocia; pero ha acabado por cautivarme. ¡Qué corazon el de Matilde! ¡encierra un tesoro,de..ternura! ¡Qué alma tan: bella.! ¡es un poema de candor! ¡Oh!, ¡esta mujer debe ser el iris de la felicidad para, una existencia borrascosa como la mía!

»En la mirada de; Matilde no hay un rayo que comprometa,.su.-; decoro;después de Lucía, no habia visto mirar de ese modo á ninguna mujer; la presion de su mano es tiernísima, pero no revela, ninguna alteracion en los nervios; sus ojos y sus manos no son intérpretes más que de su, alma, ¡No sabia que en el mundo existieran seres tan puros¡¡Me enajena!.....»

_«3 de Enero de 1841._—he hablado á solas con la madre, que me estrechó la manó con una efusion indescribible;algunas lágrimas han corrido por sus mejillas; y de sus labios se ha deslizado insensiblemente la palabra hijo, que me ha conmovido. Debe ser una suegra imponente, pero no le tengo miedo. He cumplido treinta y un años, y se me figura que ya estoy preparado para constituirme en jefe de una familia.¡Si Leopoldo me oyera; me excomulgaba! Pero,¿qué me importa? Las horas que paso al lado de mi Matilde son deliciosas.»

«20 de Enero.—¡Qué cambios se operan en la vida del hombre! Ya me he familiarizado con el vocablo que aterra á los solteros, y hablo de mi boda hasta con entusiasmo, ¡porque me caso! Es-imposible tratar á Matilde sin buscar la puerta del templo, como único medio de apoderarse de joya de tanta valía; es pobre, pero ¿no vale su virtud más que todos los: tesóros del mundo? Si fuera rica quizás no me hubiera arrastrado. Cuento los minutos; rio me caso con ella mañana, porque su madre quiere qué nos tratemos algun tiempo; este rasgo, que parece increible en una presunta suegra, acredita la rectitud de su manera de pensar.»

_«16 de Febrero._—He derramado hoy;una lágrima por la muerte de la madre de Matilde. ¡Qué pérdida! ¡era una santa! El dolor de la hija, tan grande, tan verdadero, ha aumentado los quilates de su mérito. Ya sé que si mañana me muero tendré quien llore por mí. Una amiga de la difunta se ha hecho cargo de los huérfanos hasta que pueda traerlos á mi casa.»

«14 de Marzo. —Hoy es Santa Matilde_; solemizo el santo de la mujer que eligió mi corazon, dándole mi mano.¡Cuánto me agradece ella esta deferencia!.

»Hoy me caso.; no sé, por qué me estremezco al escribir esta frase. Hace tres noches que no duermo viendo la manó del cura que, nos echa la bendicion.... ¿Será el remordimiento de mi vida pasada?.......¡No! ¡Dios es bueno! Estoy contnito, y Dios, otorgándome su perdon, no me escogerá como víctima expiatoria....¡Qué horror! Si el hombre comprendiera la santidad del matrimonio, cuando es soltero, retrocederia ante el crímen que comete, por satisfacer un capricho., separando á dos seres unidos para siempre...... ¡Ah! ¡no quiero pensar en esto,porque rme faltaria valor para pronunciar ese sí heróico que debe oir Dios!...... ¡No! ¡Matilde es una santa!;

«Anoche tuve una pesadilla,una escena de espectros como, la de Roberto el Diablo; mi imaginacion evocó los nombres de las mujeres que engañé; se me figuró que me hacian burla.—Solo faltaba la pobre Lucía; ¡no quiero acordarme de ella! »

«Bah! voy á casarme, y seré feliz; mi pasado ya no existe. Hice lo que todos los hombres; jugué al amor, sin apreciar el valor d e los náipes: no supe cuando ganaba, ni cuando perdia.»

«26 de Mayo .—Estamos en plena luna de miel. Los detractores del matrimonio deben ser solteros, porque no se comprende que haya quien desacredite esta union íntima que hace de dos almas una, que confunde hasta las inclinaciones y los deseos, porque hoy no quiero más que lo que mi Matilde quiere; soy un esclavo de sus caprichos, y me convenzo de que nunca habia amado con tanto desinterés; mi casa me parece el mundo, y no necesito salir de ella para disfrutar dulces emociones. He dado al olvido mi pasado para no pensar más que en la felicidad que me rodea.

«¡Qué tierna solicitud la de mi esposa! me adivina el pensamiento y me paga con una mirada de gratitud las satisfacciones que le prporciono; Margarita y Angel viven á mi sombra; es una paternidad adelantada que no me pesa, porque es un sacrificio que hago por ella ¿Qué no daria por Ver siempre: enen sus labios de Rosa la sonrisa ineaflable de la tranquilidad del alma?

»El dia de la boda le regalé un anillo con un solitario que me costó mil duros; es tan modesta que por su excesivo precio no quiere usarlo, pero lo conserva en una cajita con sus recuerdos. Esa mujer no me arruinara porque aprendió la moderacion en la escuela de su santa madre. Sus caricias llevan el sello del amor y el recogimiento, su pureza realza sus méritos; Vivimos como dos tórtolas en un nido de flores

_«26 de Junio_Hemos invadido el porvernir, acariciando el primer síntoma de la paternidad. ¿Que encantadora está Matilde con sus ensueños de madre, esperando besar la frente del angel que guarda en sus entrañas! ¡Parecemos dos niños alborotados con la esperanza de un dia de fiesta! ¡Qué sublimes puerilidades! ¿Por qué no me habré casado algun año antes? ¡Esta felicidad no puede concluir nunca!»

«26 de Diciembre. He besado los labios de mi Rodulfo y despues la frente de mi Matilde; ayer, al oir el vagido de mi hijo, creí, que me desmayaba: de placer. Es verdad que soy impresionable; es verdad que soy veleidoso; pero hay sentimientos eternos, y esta vez me he; fijado: para siempre. Si algun dia el infortunio llama á mis puertas, encontraré un abrigo consolador en los brazos de mi esposa.»

«25 de Diciembre de 1842. —Hoy cumple, un año nuestro Rodulfo, y pronto llegará, el segundo-aniversario de mi matrimonio. La felicidad no ha huido espantada de nuestro hogar,.porque; le hemos, cortado las alas; Matilde es tan buena;,que no es posible dejar de quererla; tiene sus manías como cada ser humano, pero son inevitables; su cariño no solo no ha disminuido sino que al contrario toma proporciones que á veces me asustan. Todo el mundo debe tener su, límite prudente, pero ella, en su ceguedad., quiere que yo esté tan fervoroso como el primer dia, y eso es imposible; la amo con la pasion tranquila de dos almas que se han identificado, que se necesitan, que son partes integrantes de un mismo ser. En su novelesca imaginacion no comprende que el amor es como las bebidas espirituosas; la efervescencia pasa, pero queda allí el líquido con toda su virtud. ¿Quién es capaz de explicar esto á una mujer amante que ha soñado, con la perpetuidad?,

. »Me dá quejas repetidas, tomando por indiferencia lo que es una aclimatacion natural del cariño; no hallo otra explicacion, más propia para significar la tranquila calma de la vida;.conyugal.; quiero á Matilde con el corazon, pero estoy convencido de que las mujeres no transigen sino con los arrebatos de los nervios.»

«5 de Junio de 1844.— ¡Qué felices son las mujeres! ó mejor dicho, ¡qué desgraciadas! Ese privilegió de que disfrutan para encontrar siempre novedad en el hombre que aman, es un aliciente para la imaginacion, pero con él atormentan al mortal que no puede sobreponerse. El hogar ofrece delicias grandes, pero veinticuatro horas que cuenta el dia son mucho tiempo para sufrir iguales impresiones, que por repetidas cansan. El alma necesita de la expansion, y las paredes de la casa parece que amenazan caerse encima; el panorama de la vida debe presentar cuadros variados para evitar la monotonía que al cabo produce el fastidio.

«Fundado en este principio razonable, voy al café por las noches á hablar con los amigos, y suelo concurrir á los espectáculos públicos en pos de la distraccion que encanta la existencia. Este cambio en mi sistema de vida ha originado tambien un cambio en Matilde, pues se ha vuelto melancólica, y su fisonomía está nublada. Empiezo á desesperarme, y huyo de mi casa para ver caras más alegres que la de mi mujer.»

«12 de Agosto.— Matilde está insufrible, pues su abatimiento injustificable me exaspera; calla, pero sufre, y he adivinado en su rostro las huellas de algunas lágrimas, consecuencia de algun pesar que devora en secreto; se me figura que tiene celos de una mujer á quien visito á menudo, y aunque parece crueldad, no me tomo el trabajo de desvanecer sus sospechas.

»Es insoportable la exigencia de las mujeres; no solo tienen celos de la amante de su marido, sino de la que éste mira con ojos de simple admiracion. Por ventura, ¿los ojos se casan tambien? El esposo jura ser consecuente y guardar la fe conyugal, pero ¡encadenan la mirada! ¡Sería el colmo de la ridiculez! Me han gustado tanto las mujeres, que mi retraimiento de hoy es el heroísmo; Matilde me precipita con su excesivo amor, que me parece impropio á los tres años de matrimonio.

_13 de Febrero de 1845._—He estado de caza una semana; no soy partidario de esta diversion, pero siete dias fuera del alcance de los ojos de la mujer propia, que me persiguen como alguaciles, queriendo penetrar en mi interior para apoderarse hasta de las intenciones, han sido un paréntesis agradable. Matilde me ha recibido con los brazos abiertos; pero en su cara he leido la señal inequívoca de un pesar profundo.¡Qué amor tan empalagoso!»

_«21 de Octubre._—Me pongo á escribir porque no conseguiría esta noche conciliar el sueño; un disturbio, conyugal me irritó hasta el punto de haber tratado con alguna dureza á Matilde; quiso que llevara al Prado á Margarita, y me negué. ¿Soy ayo de esa niña? De sus iabios se escaparon algunas quejas amargas, y la cuerda, que estaba muy tirante, se rompió. Ya le pasará el disgusto; por mi parte, me propongo no hacer caso de sus manías.»

_«6 de Noviembre._—Salgo del Circo de Paul, en donde he pasado una noche deliciosa con algunos amigos de excelente humor, que me hicieron olvidar Jácara de Dolorosa de mi Matilde. El contraste es un agente poderoso para la imaginacion. Allí he hablado por primera vez con Blanca, que es una criatura encantadora, y en cuya boca se dibuja una sonrisa que deleita; es una mujer del mundo, sin corazon, que vive ligada á un hombre que la sostiene, y sea por agradecimiento, sea por deber, embellece las horas de su vida, sin atormentarle con celos, sin darle quejas. ¡Oh!¡qué feliz debe ser ese mortal!

«Luego, Blanca tiene unos ojos que fascinan; esos ojos se clavaron en mí de tal modo, que á pesar de mi propósito de no faltar á la fe jurada, fui débil, y me volví hacia ellos como un girasol. Una mujer que no ama y que no inspira amor es en entretenimiento magnífico. Hace tanto tiempo que vivo sin admirar otros encantos que los de Matilde, que la variedad ha despertado en mis sentidos un deseo.

«Estoy seguro de que esos hombres que blasonan de rectos me acusan ya de infiel, pero no hay falta; fué un simple conato. Voy á acostarme, acariciando el recuerdo de la hermosura de Blanca.»

«9 de Noviembre.—He vuelto á ver á Blanca; la casualidad me la ha puesto delante en el Prado y en el teatro, y no hay remedio: se ha prendado de mi figura ó de la posicion desahogada en que vivo; lo mismo me dá. He pensado detenidamente en el peligro que corría acercándome á Blanca, y el remordimiento de las primeras horas se ha desvanecido ante la conviccion de que estrechando las distancias con esa mujer no hago una ofensa á la mia. ¡Si la amase, sería otra cosa! Pero ¿quién se enamora de una mujer del mundor

«El nivel es la piedra de toque de la humanidad; todo tiende á nivelarse, y por eso nada hay tan justo»como la ley de las compensaciones; lo que me falta en mi casa debo buscarlo en la ajena; el halago que en ella me niegan puedo ir á pedirlo á la del vecino; si aquí me atormentan, ¿por qué no he de ir allí á disipar mi tristeza? La monotonía del hogar se pierde en «I bullicio del mundo; el hombre no nació destinado Á ser esclavo de su mujer.

»Por otra parte, soy bastante rico para sostener dos mujeres, y en evitando el escándalo, todo está permitido. Dichosos los pueblos en donde el hombre tiene un harem! ¡Debia haber nacido musulmán! ¡Es cosa resuelta! ¡Blanca es el remedio eficaz para el mal queme aqueja!»

«5 de Enero de 1846.— Ahora no me quejo de mi suerte porque Blanca abandonó al hombre-con quien se habia ligado por necesidad, para consagrarse á mí, arrastrada por una atraccion que no puede llamarse amor, pero que no sé cómo calificar. Es una mujer sensible, por más que en ella el adjetivo parezca un absurdo; me siento tan bien en su compañía, que me inspira miedo el lazo que nos une; es imposible reunir mayor número de atractivos. ¡Estoy encantado!

«Hace dias que noto en Matilde una inquietud extraña, más extraña porque como no tengo limpia la conciencia, me esfuerzo por aparecer afectuoso, y no la contrarío; pero sospecho que este cambio ha herido su imaginacion con algun recelo. ¿Será un presentimiento? Las mujeres tienen una fibra tan sensible, que adivinan su desgracia; su mirada es perspicaz como la del marino, que distingue en el horizonte lo que nadie es capaz de ver.»

_«21 de Marzo._—Cada dia me encuentro más estrechamente ligado á esta mujer; no me explico ese fenómeno, pero no me hallo bien sino á su lado, y huyo de mi casa; y no debe juzgárseme mal por la preferencia que doy á la compañía de Blanca: Matilde me repele y ésta me atrae; en Matilde encuentro siempre una lágrima que me irrita; en Blanca, una sonrisa que me deleita; entre el dolor y la alegría no es dudosa la eleccion.

«Matilde no sabe nada. ¡Cá! ¡soy un hombre de mundo! ¿Por qué llorará tanto? ¡Las mujeres tienen lujo de lágrimas! Si eso la consuela, la dejaré que llore, sin turbar su satisfaccion.»

_«8 de Agosto de 1847._—Año y medio hacia que estaba consagrado á Blanca, sin que mi mujer sospechara mi infidelidad; vivíamos en una paz octaviana; ella llorando en su casa con toda libertad, y yo consagrado á Blanca, sin ocuparme de lo que los filósofos llaman deberes domésticos. ¡Qué pobres hombres son los filósofos! Pero la nube se desvaneció, sin duda con algun soplo; y esta mañana tuve que sufrir una escena violentísima que hubiera envidiado cualquier dramaturgo.¡Cómo ha de ser!

«Matilde lo sabe todo; al sentir el peso de su desgracia (estas fueron sus palabras), no se desató en improperios contra mí, no me acusó de infiel, sino que echando mano de sus nervios y sus lágrimas, riquísimo caudal pues nunca se agota, se echó á mis pies, pidiéndome mi corazon. Estuve cruel con ella, lo conozco; pero ¿qué habia de hacer? Mi corazon estaba cerrado, y lo único que abrí fué la puerta de la calle para ir en busca de Blanca, que me recibió con la sonrisa en los labios.—Hé aquí el nivel.»

«20 de Agosto.—La felicidad doméstica huyó para más no volver. Matilde tiene la culpa. Vivimos bajo un mismo techo, guardando las apariencias, pero completamente separados; nuestras almas no pueden ya confundirse.»

_«10 de Setiembre._—Blanca tiene razon; el hombre debe afrontar con valor las situaciones difíciles de la vida, y no engañar á la sociedad con apariencias.

La compañía de Matilde me disgusta, y no consigo hacerme superior á la impresion que me causa su llanto eterno; luego, Margarita y Angel ya discurren más de lo regular, y me hacen la guerra para presentarme á los ojos de su hermana como una figura odiosa. ¡Mi resolucion es firme! Mañana, en cuanto amanezca, abandono la casa para no poner en ella más el pié; siga cada cual su camino, y adelante.»

_«11 de Octubre._—Un mes hace que me separé de Matilde, y ya me encuentro tranquilo; los primeros dias estuve inquieto, pero el hombre se acostumbra á todo.

»¡Es una mujer de carácter! Cuando le ofrecí un auxilio pecuniario, me echó una mirada que lo mismo podia significar orgullo que desprecio.. ¿Qué me importa? ¡Soy tan dichoso al lado de Blanca!»

De los labios del lector oigo que se escapa un grito de indignacion contra el miserable que habia estampado Treuba, y par que se acabe de cononocer al desgraciado campo-Real que desgraciado rea el hombre que obedeciendo ál as impresions de la inconstancia sacrificaba cuanto hay de noble y de digno en la tierra.

Volvamos ahora al año 1852

VII.
UNA PARTIDA DE TRESILLO.

La marquesa del Fresno vivia en la casa de la calle de Silva como el héroe de Austerlitz en el peñon de Santa Elena; en aquella soledad, sin fausto, sin lujo, sin vasallos, no la rodeaban más que sus recuerdos de gloria; la deidad del gabinete azul era una reina destronada.

Aquel cambio debia de haberle producido muchas horas de amargura; su conformidad tenia que ser aparente, por más que hubiera triunfado en su propósito de esconderse para llorar su desventura. El amor que el general Medina habia conseguido despertar en su alma era de esas impresiones que son siempre tanto más fuertes cuanto más tarde se presentan; su arrepentimiento no podia ya conquistar el aprecio del único hombre que habia amado, porque éste como el lector sabe, huyó de la corte al tocar el desengaño.

El trascurso de doce años habia sofocado el fuego sentado con el nombre de Matilde Trueba, y para que se acabe de conocer al desgraciado Campo-Real; que desgraciado era el hombre que obedeciendo á las impresiones de la inconstancia sacrificaba cuanto hay de noble y de digno en la tierra. Volvamos ahora al año 1852. de aquella pasion, y lo que es peor, habia destruido en la mujer la frescura, que es el aroma de la belleza; pero la llama sofocada no se habia extinguido, y la presencia del general la habia avivado. La marquesa, sin embargo, se miraba al espejo, y las lágrimas, tanto tiempo comprimidas, saltaban de sus ojos. Conociendo que habia perdido su principal atractivo, quiso dominar la impresion y se preparó para la lucha que la esperaba, decidida á no vender el secreto de su alma, aunque tuviera que hacer un esfuerzo superior.

No puedo engañar á mis lectores. Medina no habia reparado en la declinacion de la hermosura de la marquesa del Fresno, y sin el auxilio protector de la suerte, de seguro que la casa de su antigua amante le hubiera proporcionado un peligro; pero su encuentro con Margarita Trueba habia sido la barrera que entre los dos se levantaba. No diré que el general se habia enamorado de la hermana de Matilde, porque hombres de su temple no se dejan llevar por impresiones tan pasajeras; pero sí aseguraré que en la soledad de su alcoba habia empezado por hacer un paralelo entre la virtud de la jóven del sotabanco, enaltecida por el portero de la casa, y la coquetería de la antigua reina de los salones, desacreditada por el gran mundo. Es verdad que habiendo pasado doce años no era lógico el fundamento de aquel paralelo, pero tambien es verdad que la belleza de Margarita empezaba y la de la marquesa concluía. Entre los crepúsculos del sol saliente y los del sol poniente mediaba casi una existencia.

Medina habia llegado á Madrid llamado por el gobierno para confiarle la direccion de una de las armas, y aunque acababa de ponerse al frente de su importante cargo, que le ocupaba casi todas las horas del dia, le quedaban las de la noche para el descanso del cuerpo; y el corazon, implacable siempre, aun con los espíritus fuertes, le habia robado algunos minutos de sueño para llevar su imaginacion á la calle de Silva, vagando del cuarto principal al sotabanco de la misma casa, que representaban para él dos épocas muy distintas, pero ambas con cierta relacion entre sí que no acertaba á explicarse y que le producían una especie de alarma que trataba de combatir. Conocía demasiado á la dama del cuarto principal y debia huir de ella; no conocía á la jóven del sotabanco, y se retrataba ó en su retina ó en su pensamiento, pues la veia á su pesar sin que la llamara, y no conseguía borrarla de allí aunque se restregara los ojos y aunque quisiera distraerse.

Dominado por esta idea, cinco dias despues de su primera visita á la marquesa, por la noche cogió el sombrero, decidido á volver á verla para familiarizarse con su vista y reconquistar su tranquilidad. Esta determinacion se explica bien; aveces, cuando se teme un peligro, es conveniente salirle al encuentro, porque estrechando las distancias se disipan las nubes. No faltará algun discretísimo lector que en esta visita del general vea un medio de entrar en la casa de la callede Silva, con la esperanza de encontrar en la escalera á la jóven del sotabanco; pero todavía no me es permitido revelar impresiones que están muy escondidas.

Mientras llega Medina, trasladémonos al gabinete de la marquesa para recibir á aquél con la preparacion debida.

El sol poniente tomaba una taza de café al lado de la chimenea con una respetabilísima señora de más de diez lustros, á quien reconoceremos al momento, á pesar de los estragos naturales del tiempo: era la baronesa de Torre-Nueva, única persona que algunas noches solia ir a acompañar á la marquesa del Fresno. Oigamos su conversacion.

—Desengáñate, Celia, decia la primera; creo que has hecho mal en llamar á Medina á tu casa.

—¿Por qué?

—Desde la última vez que te vi, te encuentro cambiada, por más que te empeñes en ocultarlo. ¿Qué te propones?

—Nada..

—Entonces, repito que has hecho mal. La tranquilidad de espíritu que habías conquistado, despues de doce años de una lucha terrible contra tu corazon, se encuentra ya alterada, y serán vanos tus esfuerzos para restablecerla. La experiencia es gran maestra, y no debieras exponerte

—No, querida mia; ya no soy una niña, y la presencia del general no puede alterar mi sistema de vida.

—Tu sistema, no, dijo la baronesa sonriéndose, pero tu corazon, sí; tengo por desgracia algunos años más que tú, y me he convencido de que cuando las pasiones llaman á nuestra puerta, no examinan la fe de bautismo para entrar; desde el momento en que el amor se entroniza en el corazon, nos convertimos en niños más ó menos grandes; por eso lo que conviene es prevenirse á tiempo y cerrarle la entrada.

—Pero yo

—Tú, Celia, no solo has abierto de par en par las puertas de tu alma, sino que no has tomado medida alguna de precaucion para la defensa; el combate sería inevitable desde el instante en que el general pusiera el pié en tu casa. Pues qué, ¿podías permanecer indiferente á la vista del único hombre que amaste? ¿podias acallar el grito de tu vanidad herida, ante el mortal que te humilló, destrozándote el corazon? ¿podias esconder tus impresiones al que tenia el convencimiento de que tu cambio de vida era consecuencia de una pasion que despertó en tí y que entonces era correspondida? Confiesa que diste un paso en falso, y que no tardarás en arrepentirte de tu ligereza.

—Estoy segura de lo contrario.

—Te engañan las fuerzas, y quiera Dios que no te pese. Los viejos somos amigos poco agradables, porque cuando nos interesa una persona, no nos detenemos en presentar el peligro que la experiencia nos hace ver al momento; pero cuando se cumple con los deberes de la buena amistad, la conciencia está tranquila...

—Te equivocas, querida, dijo la marquesa; no he pensado en rechazar tu profecía porque sea más ó menos fundada, sino porque estoy convencida deque me encuentro con fuerzas para hacer frente á ese enemigo, que fué temible en otro tiempo, pero que ha perdido ya su importancia.

—Acuérdate de la apuesta que te gané.

—Que perdiste, querrás decir.

—¿Te atreves todavía á sostener?....

—Por supuesto: Medina huyó al conocer que estaba rendido, y sin la enemistad del conde de Tamajon, bien sabes

—Sí, interrumpió la baronesa; sé que le trastornaste la cabeza; mi marido quería mucho al general, y á cada momento se lamentaba del peligro que éste corria.

—¿Te ha visitado?

—En cuanto llegó á Madrid fué á verme, y hablamos mucho del baron, manifestándose muy triste con su muerte, pues ignoraba mi desgracia.

—¿Encontraste al general muy cambiado?

—Se conserva muy bien; además,. está en todo el vigor de la vida. ¿Y tú, Celia?

—Si he de decirte la verdad, no me fijé en su figura; no me prendé sino de sus cualidades, y aunque conocí muchos hombres más hermosos que él, ninguno llegó á dominarme.

—Esa confesion......

—Esta confesion prueba mi franqueza; no temas, que mis relaciones de amistad con Medina no han de alterarse porque él visite mi casa con más ó menos frecuencia.

—Con el amor, querida Celia, sucede lo que con las flores que tienen espinas; por mucho cuidado que pones en cogerlas, siempre te hieren los dedos; y así vale más evitar su contacto.

—El amor, sí; pero la amistad no ofrece semejante peligro.

—¿La amistad? No te empeñes en cambiar de nombre á los afectos del alma, y cierra las puertas de tu casa al general.

—Ya cerré las de mi corazon.

—El rapazuelo entra aunque sea por un postigo.

—De manera que si te obstinas en pintar así el peligro, no hay defensa. ¿Crees que no es bastante haber huido del mundo?

—La soledad en que vives hoy es el mayor de los peligros que te presenta esa amistad disfrazada.

—Ya no tiene remedio; ¡lucharé!

La campanilla de la puerta sonó con fuerza, y la marquesa del Fresno se incorporó en el asiento.

—¿Que es eso, Celia? preguntó su amiga.

—El general está ahí.

—¿Te lo ha anunciado el corazon?

—Creo que sí.

—Vamos, querida mia; ¿te consideras á cubierto del amor y empiezas por tener síntomas en el corazon? Cuando Medina vuelve á tu casa, quiere entregarse.

En los labios de la marquesa se dibujó una sonrisa deleitable, y clavó los ojos en la puerta, revelando su emocion.

—Te abandono, Celia, dijo la baronesa de Torre-Nueva, haciendo el ademan de levantarse.

—No lo permito, contestó aquella deteniéndola.

—Te dejaré libre el campo,

—La amistad no es exigente.

—Pero el amor

—Estás delirando.

En aquel instante entró en la habitacion el general Medina.

Las dos amigas se miraron de reojo y se comprendieron mutuamente.

—Llega V. muy oportunamente, general, dijo la baronesa.

—Me considero feliz por esa Oportunidad, contestó él, pues siempre agrada llegar á tiempo.

—Celia y yo nos aburriamos en la soledad de esta casa, y me acordaba dé otras épocas en que todo era alegría y animacion. ¿Se acuerda V., general?

La fisonomía de éste se nubló ante aquella pregunta indiscreta; la marquesa por su parte hizo un gesto, no comprendiendo la intencion de su amiga.

—¡Otras épocas!..... murmuró el general. Sí; me acuerdo bien, porque tengo una memoria excelente. La marquesa se puso pálida.

Medina tomó asiento enfrente de las dos señoras, y la conversacion se entabló sobre un asunto cualquiera: ninguno encontraba materia para sostener un diálogo de interés. ¿No tendrían nada que comunicarse?

A los diez minutos, comprendiendo la baronesa que aunque su presencia allí era incómoda, no podia marcharse sin comprometer á su amiga, se dirigió al general para decirle:

—¿Quiere V. jugar una partida de tresillo? Recuerde V. que ese juego era mi pasion favorita.

Medina aceptó la idea, sin duda para salir de la posicion, violenta en que se encontraba; la marquesa abrió mucho los ojos para significar su extrañeza, y no pudiendo oponerse, llamó para que un criado preparase la mesa.

—De algun modo se ha de combatir la monotonía de la existencia, dijo la baronesa con intencion muy marcada, el juego es un auxiliar poderoso contra el fastidio, pues como en él se interesan las pasiones.....

—¡Las pasiones, baronesa! exclamó el general con tono de sorpresa.

—Sí, respondió ella con gracejo; todas las pasiones están subordinadas al interés.

—¡Qué horror! Solamente como una broma puede aceptarse ese principio disolvente.

—¿Broma? No, general; el interés no es siempre el dinero; ¿no se desarrolla en el amor una especie de inquietud que proviene del afecto que inspira la persona querida? ¿No se vive con la vida de otro? Pues hé ahí el interés; busque V. en el Diccionario esa palabra, y se convencerá de que mi principio no era disolvente,. sino muy aceptable. ¿No es verdad, Celia? Explica al general las diferentes versiones que tiene la voz interés para que no me anatematice, añadió riéndose con expansion.

—Las palabras de doble sentido, baronesa, no son admitidas en buena ley.

—Esas palabras, general, son moneda corriente en la corte; nada hay más universalmente idolatrado que una onza de oro, y tiene dos caras.

—Creí que habia V. perdido su buen humor.

—¿Con los años? No, amigo mio; el humor es como el vino, que gana con la edad, aunque toma más fortaleza.

Vamos á jugar.

—¿Es V. fuerte en el juego, marquesa? preguntó Medina al sentarse.

—No: conozco la marcha.

—Pues á pesar de eso, querido general, añadió la baronesa, prepárese V. bien, porque mi amiga le vá á dar á V. una lluvia de codillos.

—¿De veras? No sería extraño, porque aunque no juego mal, las damas son enemigos temibles.

—Desde luego, dijo la marquesa, estoy segura de que tendrá V. siempre la espada, pues como buen soldado

—No importa, interrumpió la baronesa barajando las cartas; si él tiene la espada, nos quedará el recurso de ir al robo, y la suerte protege siempre á las mujeres.

La baronesa habia colocado al-general enfrente de su amiga, con intencion sin duda de que mirara más los ojos de esta que su juego, y ganarle la partida; pero su misma malignidad le perjudicó, pues estando él resuelto á no mirarla, tenia que fijarse en las cartas con un interés que estaba lejos de su ánimo.

La baronesa de Torre-Nueva empezó ganando; su amiga no atendía al juego, y todo su afán era volver los ojos á hurtadillas para ver el del general. Así sucede en el amor; cada cual quiere adivinar los secretos del otro, sin cuidarse de lo que pasa en su interior. Y hé ahí explicada la razon por qué los amantes pierden siempre en el juego.

Los ojos de Medina y de la marquesa se habían encontrado muchas veces, pero no podían confundirse porque se cerraban como si les hubiera herido en la retina un rayo de luz demasiado vivo. En aquel instante de deslumbramiento, la marquesa dejaba caer una carta cualquiera, sin servir al compañero, y el general, reconcentrándose en el interés de la marcha, hacia una buena jugada; es decir, que ella perdia y él ganaba. ¡Así sucede en el juego del amor!

Guando más animada estaba la partida, penetró en la sala un jóven, que se detuvo como sorprendido al ver á la marquesa acompañada, é hizo un movimiento de retroceso para volver á salir; pero ella le dijo:

—Entre V. sin miedo, Angel.

—El criado no me advirtió que tenia V. visitas.

—No importa; son amigos de confianza; y si quiere usted completar la partida, hay un lugar vacante.

—Gracias, señora; no conozco ese juego.

—Tome V. asiento. Estos señores son la baronesa de Torre-Nueva y el general D. Carlos de Medina.

El jóven, despues de abrir un poco los ojos, como para demostrar esa impresion que produce la compañía de los grandes personajes, se inclinó con respeto, y fué á sentarse al lado de la marquesa

Esta dijo:

—General, presento á V. á D. Angel Trueba, jóven tan bueno como desgraciado.

La palabra desgraciado hirió sin duda el oido de Medina, pues levantando la cabeza, clavó los ojos en la simpática fisonomía de Trueba, que bajó los suyos; los hombres buenos, que tienen el alma abierta á las impresiones ajenas, tienden siempre la mano al que padece y huyen del que goza. En el rostro de Angel estaban pintadas la honradez y la dulzura, pero al mismo tiempo las enérgicas líneas de su rostro revelaban una fuerza de voluntad indomable; Medina le miró con tal insistencia, que se olvidó del juego, y la baronesa le dijo:

¡Arrastro! General, tiro al codo.

—¿Eh? ¡Es V. implacable, amiga mía!

—Estoy en el juego, y no me distraigo.

La marquesa salió al encuentro de Ángel, que se hallaba algo turbado, como el que está fuera de su centro, y le preguntó:

—¿Y Matilde y Margarita?

—Trabajando, señora.

—¡Pobres muchachas! ¡tan buenas y tan dignas de mejor suerte! ¿No han visto todavía á Campo-Real?

—¡Ni le verán! exclamó Trueba con un arranque de dignidad mal reprimido. ¡Entre él y nosotros se ha levantado una barrera eterna!

—Los disturbios de familia tienen siempre un arreglo, y más cuando hay lazos sagrados que unen á los individuos. Él se convencerá.

—¡Sería inútil, señora!

Los ojos de Angel se inyectaron de sangre.

Medina le miró fijamente, y en su mirada le reveló la simpatía que despertaba en su alma aquel arranque de legítimo orgullo; no conocia la causa de la irritacion de Trueba, pero presentia que en su conducta habia algo de grande. Preocupado con el rostro del jóven hizo una puesta.

La baronesa se sonrió. Picado en su amor propio examinó las cartas, y con aire de satisfaccion gritó:

—¡Juego!

¡Más! dijo la marquesa.

—¡Hola, hola!... ¡Solo!

—Cuidado, general, exclamó la baronesa; es usted muy aficionado á jugar solo, y

....

—¿Y qué?

—Que Celia tiene una contra soberbia, y puede usted perder fácilmente. Piénselo V. bien.

—No temo.

Medina arrastró. La marquesa, sin duda para distraerle con la conversacion, le dijo, señalando á Trueba:

—Aquí tiene V. un jóven, modelo de honradez, que no prospera por falta de proteccion, y ya que la casualidad le trajo aquí, me atrevo á esperar que encontrará en V. la mano que lo conduzca al puerto de salvacion. Hará V. una obra de caridad, porque sostiene á sus hermanas.

El rubor tiñó el rostro de Ángel, que dejó escapar estas palabras: ; —Cumplo con mi deber, marquesa.

—El cumplimiento de un deber es hoy por desgracia un mérito ante los ojos de la humanidad que anda extraviada por el mundo.

El general, distraido, hizo una mala jugada.

—No extrañe V. el interés que me inspira este jóven, añadió ella, porque hace tiempo que le conozco; es mi vecino.

Medina levantó la cabeza, obedeciendo á un movimiento nervioso.

—¿Vive V. en esta casa? preguntó.

—Sí; vive arriba, contestó la marquesa, no queriendo lastimar el amor propio del jóven.

—Me tiene V. á sus órdenes en el sotabanco, añadió Angel inclinando la frente.

—¿En el sotabanco? exclamó él general con un tono que sorprendió á los tres.

—¡Codillo! gritó la baronesa con aire de triunfo.

—¿Eh? dijo Medina frunciendo las cejas y fijando los ojos en las cartas que estaban sobre la mesa.

—Codillo, amigo mio, añadió la marquesa riéndose; se distrae V. con lo que no le interesa, y pierde en el juego.

—¿Cree V. que he perdido?

—No queda la menor duda; tiene cinco bazas.

El general se sonrió tambien, mirando de reojo á Trueba; aquella sonrisa encerraba al parecer el secreto de un triunfo.

Angel se puso en pié para despedirse. El general soltó la baraja y levantándose, le presentó su mano. El jóven se sobrecogió ante aquella afable demostracion de tan elevado personaje, y murmuró con acento de timidez:

—¡Gracias por tanto favor!

—Me ocuparé de la suerte de V., y estoy seguro de que nunca me arrepentiré de la proteccion que le dispense, dijo Medina estrechando la mano de Ángel.

Este salió turbado y mirando al cielo por el beneficio que le anunciaba.

—Es V. demasiado bueno, amigo mio, dijo la baronesa; si trata V. así en la corte á los hombres oscuros, se lo comerán los pretendientes.

—¡Hace bien! exclamó la marquesa. Ese jóven merece toda clase de distinciones.

—Estoy seguro de ello, señora.

—¡Admiro á V., general! añadió aquella con entusiasmo. ¡Si hubiera muchos hombres como V., la humanidad no se extraviaria!

—¡Gracias, marquesa! Me propongo amparar á ese mozo, porque ha despertado en mí una simpatía extraña. Debe ser de familia de hidalgos.

—¿Recuerda V. al poeta á quien en nuestros tiempos llamaban mi favorito?

—¿Eduardo de Campo-Real?

—El mismo; veo que en efecto tiene V. una memoria envidiable.

—Hay personas y cosas que nunca pueden olvidarse, agregó él con intencion.

—Vamos, interumpió la baronesa; hace cinco minutos que estoy con las cartas en la mano, esperando que juegues, Celia.

—Es verdad, dijo ésta, echando una carta; perdona, querida; pero el general me distrae con sus observaciones.

—¡Arrastro y vuelvo á arrastrar! prorumpió la baronesa empezando á echar triunfos sobre la mesa.

El general y la marquesa se fueron desprendiendo maquinalmente de las cartas.

—¿Con que se acordaba V. de Campo-Real? preguntó ella, no pudiendo esconder su emocion.

—Sí, contestó él encogiéndose de hombros; eso no es decir que me importe nada la existencia de semejante persona.

—¡Bola! gritó la baronesa.

—¿Qué es eso? preguntó Medina amostazado. ¿Bola? ¡Digo siempre la verdad!

—¡Já, já, já!, Como no está V. en el juego, desconoce las voces técnicas; lo que decia V. será una verdad, pero tambien lo es que he hecho nueve bazas.

—¡Nueve!..... Tiene razon, marquesa; nos va á arruinar, y para evitarlo, suelto la baraja. ¡Es V., baronesa, una enemiga formidable!.

—Peor es Celia; solo que esconde su juego para sorprender á V.

—¿A mí?.:

—Le diste un codillo que te acreditó.

Medina se dirigió al estrado, y dejándose caer en un sillon, con el aplomo de un hombre del gran mundo, dijo, frotándose las manos:

—Venga V. acá, marquesa, y déme noticia de aquel favorito del gabinete azul que me hizo pasar muy malos ratos, lo confieso. Era V. una dama implacable con sus distinciones; y aquel pobre diablo: expuso más de una vez su pellejo por sostener el prestigio de su mal entendida privanza.

La marquesa se mordió los labios, no comprendiendo el cambio que en un momento se habia operado en Medina; preparóse á sostener su papel, y riéndose, dijo:

—Es cierto. Y bastante me arrepiento ahora de haberlo distinguido, porque es un miserable.

—Supuesto que somos nada más que buenos amigos, marquesa, hablemos sin rebozo. Esa calificación ¿es hija del despecho?

—Me conoce V. mal, y así no extraño el juicio que de mí forma; creí que doce años, de retiro me daban derecho á esperar una opinion mas favorable de mi manera de sentir.

—¿No negará V. que Campo-Real fué su amante?

—Si V. se empeña, general , nada negaré; pero cuando dije que ése hombre era un miserable, no era el despecho....

—Perdone V., marquesa; cuando oí que el poeta se habia casado, me asaltó una idea; ¿No es feliz en el matrimonio? ¿Hizo mala eleccion?;

—Matilde Trueba, hermana del jóven que acaba usted de conocer, es una santa.

—Entonces....

—Eduardo ss cansó de su virtud, y la abandonó para ligarse á una mujer infame con quien derrocha el patrimonio de su hijo. El vive entre grandezas, y su mujer gana el pan con su aguja, á la sombra dé su hermano.

—¡Ese hombre es un miserable! exclamó Medina apretando los puños.

—Justamente esa palabra es la misma que empleé para calificarlo; ahora se convencerá V. de que no fué el despecho

.—¡No, no! interrumpió el general..¡Merece un dictado más fuerte! Ahora me explico la dignidad del jóven cuando rechazó el pensamiento de V. ¡Oh! ¡nunca!....¡Me interesa ese Angel Trueba y me interesa su familia! ¡Ofrezco á V., marquesa, mirar por el bienestar de esos desventurados!

—Será una obra de caridad, muy meritoria á los ojos de Dios.

—¡Pobres jóvenes! ¡tan bellas!

—¿Las conoce V. por ventura? preguntó la marquesa sorprendida.

—De paso, en la escalera, contestó el general.

—Es extraño, murmuró aquella, mirándole de reojo

—Son dos las hermanas de Trueba, añadió el general; la mayor sin duda...

—Es la mujer de Eduardo. Margarita es soltera.

—¿Cuál le gusta á V. más, general? preguntó la baronesa sonriéndose?

—No me he fijado en ellas, amiga mia.

Dieron las doce, y la baronesa de Torre-Nueva se levantó.

—Tendré el gusto de ofrecer á V. el brazo, dijo Medina.

—Acepto.

Y se despidieron de la marquesa del Fresno, que al oir el golpe de la puerta, dijo entre dientes:

—Ese interés de Medina ¿será efecto de su buena índole? Cuando le hablé del sotabanco.... ¡Ba, ba1 ¡Es una cavilacion!....

Y fué á acostarse, acordándose de las palabras de su amiga la baronesa, que no sin razon creia que era peligrosa la nueva presentacion del general Medina en su casa; pero ya no tenia remedio: era preciso aceptar el combate con todas sus consecuencias.

VIII.
LA PROTECCION DE UN PERSONAJE.

Vale más un cuarto de hora de favor queden años de buenos servicios. Este es un axioma administrativo lo mismo en España que en todo el mundo; y como consecuencia de ese principio, el vulgo, valiéndose de su lenguaje especial, añade: no hay hombre sin hombre.

Angel Trueba, el oscuro empleado que habia visto pasar algunos años sin encontrar una mano que premiara su celo y su honradez, habia tropezado al fin con su hombre. El general Medina,. llevado por el deseo de hacer el bien, segun aseguraba, ó impulsado por su simpatía hácia Margarita, como el lector creerá, por poco malicioso que sea, se habia presentado en el ministerio, y despues de haber recibido informes muy favorables de su protegido, alcanzó para él un doble ascenso, trasladándolo á otra oficina.

Cuando tuvo en la mano la credencial sintió dentro de su pecho una especie de agitacion; pero estoy seguro de que su corazon no palpitaba entonces por el beneficio que hacia al jóven; otro sentimiento más fuerte, pero menos legítimo, causaba aquel trastorno; por sus labios vagaba el nombre de Angel Trueba, escrito en la credencial, pero en su imaginacion estaba grabado el nombre de Margarita. El servicio, como se ve, era interesado; pero siendo buena la intencion, ¿no era disculpable el paso que habia de llevar la alegría al seno de una familia infortunada? Si las almas bienhechoras obraran siempre impulsadas por la rectitud que habia guiado al general, la caridad no sería tan sospechosa; desgraciadamente, todo el que dá espera una recompensa. El mismo Medina ¿no esperaría una mirada de gratitud?

Para las gentes interesadas este pago sería no solo mezquino, sino ridículo; pero para un hombre enamorado ¿no era bastante esa mirada? Y ya que á palabra ha caido de mi pluma, no quiero borrarla; Medina amaba á Margarita,; él no lo sabia, ó fingía ignorarlo, qué escondicion del amor engañarse para añadir á la impresion el atractivo del misterio. Si hubiera encontrado en, el mundo á Margarita, si la hubiera visto llena de galas y de admiradores, acaso no hubiera fijado en ella la atencion, pues no le habían cautivado ni sus encantos, ni su belleza superior, ni siquiera su talento, por cuanto no la habia oido expresarse. Las mujeres del gran mundo no eran peligrosas para el que como él habia aprendido á conocerlas á costa de un terrible desengaño; puesto en guardia contra ellas, habia sabido defenderse, escondiendo el corazon á los tiros más ó menos directos que le habían asestado. Su misma elevada posicion social le habia servido de escudo..

Pero no tenia ahora que esconder el cuerpo contra los tiros descubiertos de las damas de salon; el combate era más peligroso por la aparente insignificancia del enemigo; es más imponente la lucha cuando no se conoce el terreno; la estrategia vale contra las masas, pero de nada sirve contra un solo enemigo por débil que sea, pues, hay que empeñar la lucha cuerpo á cuerpo y presentar el corazon al arma que lo busca.. El brazo experimentado hiere de frente, y la destreza quita los golpes; pero el arma puesta en manos de un niño suele herir mortalmente por la misma indiferencia con que se mira el peligro.

Un niño mata riéndose, sin saber lo qué hace; pero mata, y toda precaucion es poca. Los ojos de Margarita habian atravesado el corazon del general Medina, sin que ella supiera el daño que habia causado; y lo peor del caso era que él, sin sentir el golpe, estaba sufriendo las consecuencias.

En una palabra, el hombre que habia amado á la marquesa del Fresno, que habia sabido burlar las asechanzas de una coqueta consumada, que se habia sostenido firme en su propósito de retraerse para no exponer su corazon á nuevos desengaños, habia caido indefenso á los pies de una pobre niña que nó tenia más atraccion que su virtud. ¡El mastíin que sabia pelear contra el hambriento lobo se humillaba ante la inocente oveja.

El ascenso de Angel era una prueba elocuente del interés que al general inspiraba la hermana de aquél; esta consecuencia podrá no aparecer muy lógica, pero es, sin embargo, muy verdadera. Medina perdió una hora en discurrir acercade la manera más conveniente de hacer llegar la credencial á manos del jóven, pero ninguna le parecia bastante eficaz. Este, adjetivo, se juzgara algo impropio, pero no posee otro mejor el idioma castellano; y el lector me dará muy pronto la razon.

Remitir el nombramiento á Angel Trueba, bajo sobre, sin darle á conocer la mano protectora que le empujaba á fin de que creyera que la Providencia velaba por él y premiaba sus buenos servicios, hubiera sido una accion laudable, digna del carácter y del alma del general; eso hubiera hecho, si el diablo no hubiera puesto por medio una mujer; la accion laudable tenia el inconveniente de que Angel hubiera alzado al cielo los ojos para darle gracias, pero los de ella no hubieran visto la mano de la Providencia, ni adivinado la intencion. ¿Podia esto satisfacer al enamorado?

Enviar el nombramiento á la marquesa para que lo entregase á Trueba, puesto que de ella habia partido la recomendacion á su favor, era lo natural; pero de ese modo el agradecimiento de la familia se dirigía á la marquesa, y entonces Medina quedaba tan en segundo lugar que ni su nombre hubiera llegado á los oidos de Margarita. ¿Podia esto satisfacer al enamorado?

Enviar el nombramiento al mismo interesado, con una carta, era un medio de conquistar directamente la gratitud del jóven y atraer la atencion de la familia á su persona; pero si de esta manera imponia su nombre, puesto que á Margarita no habia de serle indiferente el del bienhechor de su hermano, cerraba por el momento la puerta á su impaciencia. ¡Porque Medina estaba impaciente por ver á Margarita! ¡Medina era un niño! Aquella proteccion inesperada que grababa en el alma de la jóven el nombre del general le hubiera preparado el terreno sin alarmar el instinto;¡la gratitud es tan buena! ¡el corazon está tan en correspondencia con el alma! Pero esta esperanza, ¿podia satisfacer al enamorado?

El lector habrá comprendido que aquellos razonamientos eran inútiles para convencer á Medina, pues desde el primer momento en que recibió la credencial habia formado el propósito de que le sirviera de salvo-conducto para llegar hasta Margarita, no solo sin encontrar obstáculos, sino con la seguridad de que la familia le acogiera con la sonrisa en los labios.

(En donde dice la familia léase Margarita.)

Como se ve, todos sus razonamientos fueron tiempo perdido; él estaba resuelto á dar el paso; pero quiso pensarlo y rebatir sus propias observaciones para aparecer que se habia convencido y tranquilizar su conciencia; somos en ocasiones tan pobres de espíritu, que para obrar mal empezamos por engañarnos, y así creemos tener el derecho de engañar libremente á los demás.

Después de tomada la resolucion, era preciso ponerla en planta en seguida para no perder el tiempo y llevar el consuelo á una familia infortunada. Medina escogió la camisa mejor planchada, se atusó los bigotes con esmero, procurando por primera vez esconder algunas canas que se asomaban atrevidas, se arregló el lazo de la corbata, y mandó á su ayuda de cámara que le cepillara bien la ropa, detalles que anunciaban la presentacion á una mujer con un interés marcado. En este particular los hombres nunca cambian, sea cualquiera la posicion que ocupen y sea cualquiera la edad que tengan. La mujer es siempre una ilusion que acaricia el alma y un encanto que borda la imaginacion.

Algunos minutos despues entraba el general en la casa de la calle de Silva, y subió corriendo los primeros tramos de la escalera como el adolescente que va á realizar el ensueño que acarició su fantasía; pero en la meseta se detuvo para mirar la puerta de la habitacion de la marquesa del Fresno; aquella puerta le trajo ala mente ó el recuerdo de un desengaño ó la idea de un remordimiento. Pasados algunos segundos, dibujóse en sus labios una sonrisa, entre dulce y entre amarga, y murmuró:

—Detrás de esa puerta oigo una voz elocuente que se alza para detenerme; ¿será el eco de mi dolor? ¿será el grito de mi conciencia? ¡Ah! ¡bastante me hizo sufrir esa mujer!... ¡Mi destino es implacable puesto que hoy coloca una sombra en mi camino para cerrarme el paso!.... ¡Bastante he esperado!... No puedo amar á la marquesa, y no debo, no quiero, amar á Margarita; mi corazon está cerrado á todo afecto... No corro peligro en subir esta escalera porque voy á hacer el bien á un desgraciado: nada más que hacer el bien..... ¡Es tan agradable proteger al desvalido!

¡Adelante!

Y convencido de que no le llevaba á casa de Angel Trueba otro pensamiento más que hacer un beneficio, siguió subiendo los tramos, pero poco á poco á medida que ascendia, ya porque los pulmones exigieran descanso, ya porque la emocion natural que lo dominaba le obligó al fin á agarrarse al pasamano.

Al llegar al sotabanco, tres veces agitó el boton de la campanilla, sin que esta sonara, obedeciendo al impulso que los dedos le imprimíian, lo cual probó que ó el cansancio ó la emocion misma le habian quitado las fuerzas. Despues de esperar algunos segundos, tosió ligeramente, y reponiéndose, tiró del boton por cuarta vez; y la campanilla sonó.

Abrióse la puerta del sotabanco y en la sombra del recibimiento se dibujó la poética figura de Margarita, que retrocedió dos pasos como asombrada. El general quiso hablar, pero su voz se ahogó en la garganta; sin duda el cansancio ó la emocion causaron ese trastorno, y él y ella se miraron fijamente.

—¿Quién es? preguntaron desde la sala.

—Un caballero, se atrevió á decir Margarita.

Matilde se asomó al recibimiento y arrugó las cejas al ver á Medina, como queriendo recordar quién era la persona que llegaba.

El general se repuso, y aparentando un tono de cortés indiferencia, preguntó:

—¿Está en casa el señor D. Angel Trueba?

—No, caballero, respondió Matilde.

—Tenia que comunicarle una noticia de interes.

—Nuestro hermano está en la oficina. ¿Con quién tenemos el gusto de hablar?

—Soy el general Medina, un servidor de ustedes, señoras.

—Si se digna V. honrar nuestra pobre morada....

—La casa en donde mora la virtud nunca es pobre, dijo el general entrando y haciendo á las jóvenes un saludo respetuoso.

Encima de una mesita, junto al brasero, estaba la labor de las hermanas; éstas colocaron dos sillas enfrente de un sofá bastante deteriorado, y señalando el asiento de preferencia, lo ofrecieron al general, que lo aceptó al instante.

—Siento mucho, dijo, no encontrar aquí al jóven

Trueba, porque creo con fundamento que mi visita habia de serle agradable.

—No lo dudo, caballero, añadió Matilde; la presencia en nuestra casa de tan elevado como digno personaje, es un acontecimiento para toda la familia.

—Gracias por la lisonja cortesana, señora, pero debo advertir á V. que no me pago de mi posicion; y así, el honrado en este caso soy yo.

Al soltar estas palabras, el general miró de reojo á Margarita, que no habia despegado todavía sus labios. Y esta mirada destruyó el efecto de su galantería aparente ó de su modestia natural, pues una mirada de reojo es siempre un aviso alarmante.

Matilde se estremeció ligeramente, entreviendo la intencion; Matilde se estremeció como la paloma que dá calor á sus hijuelos cuando ve que el milano se posa enfrente de su nido. Margarita tambien se estremeció; pero en ella este síntoma no revelaba miedo.

—¿Qué quiere V. que comunique á mi hermano? preguntó la esposa de Campo-Real con una dignidad imponente.

—Traia para él un pliego de interes personalísimo, y hubiera querido ponerlo en sus manos para tomar parte en la satisfaccion que habia de recibir.

—¡Una satisfaccion!... exclamaron las dos jóvenes mirándose de hito en hito. ¡Es imposible!

—¿Por qué? preguntó Medina con asombro.

—Porque de esta casa, contestó Matilde con aire de profunda tristeza, huyeron espantadas las alegrías de la tierra, y solo la desgracia ha tomado en ella asiento.

—Todos los tiempos señora, no son iguales, y presiento que el dia de hoy ha de ofrecer al ánimo contristado una expansion grande.

La segunda mirada del general á Margarita heló la sangre en las venas de Matilde; aquella mirada era ya más que un síntoma: era una revelacion.

—Estamos tan familiarizadas con el infortunio, añadió Margarita clavando los ojos en su hermana para evitar la mirada de Medina, que ya ni soñamos con la felicidad.

—La felicidad es como los males físicos; llega cuando menos se la espera.

—La felicidad, interrumpió Matilde con tono sentencioso, no tiene tipo; cada cual la forja á su manera y la viste con diferentes atavíos.

—Eso es una gran verdad, señora; y fundado en ella, me prometo que Trueba ha de agradecerme la visita.

—¿Quiere V., señor general, explicarnos el fundamento de la satisfaccion de nuestro buen hermano?

—No sé si ignorarán ustedes que mi amiga la marquesa del Fresno se dignó recomendarme eficazmente la suerte del jóven D. Angel Trueba

—Lo sabemos, dijo Matilde.

—Pues bien: atendiendo la recomendacion y los buenos antecedentes del empleado, he conseguido para éste un ascenso en su carrera, con el cual dobla el sueldo.

—¡Un ascenso! exclamaron las jóvenes con un arranque de alegría.

—Es un premio muy merecido, añadió el general, y tengo una verdadera satisfaccion en contribuir al bienestar de una familia tan digna. Mi mision en la tierra es hacer el bien; no hay para mí goce más profundo.

—¡Gracias, caballero, gracias! exclamó Matilde con los ojos arrasados en lágrimas. No sabe V. cuan grande es el beneficio que acaba de hacer en favor del hombre más noble y más honrado de la tierra. ¡Angel es un modelo de virtudes!

—Lo sé; y aseguro á y., señora, que ha encontrado en mí un hermano.

Esta palabra tan inocente, en una oferta tan generosa, hirió la susceptibilidad de Matilde, que miró al general con cierto recelo. Su presencia en la casa alarmó su ánimo, pero la conducta del bienhechor no le daba derecho á rechazar la proteccion por cuanto nada indigno se revelaba en él.

Medina entregó á Matilde el nombramiento; la mano de la jóven tembló visiblemente al tocar el papel ¿Sería de emocion por la felicidad que su hermano al anzaba ó sería porque aquella felicidad despertaba en ella un presentimiento triste? Las mujeres como Matilde, colocadas por la suerte en una posicion difícil y que abrigan en el alma el sentimiento de la dignidad, en todo ven un peligro.

—La marquesa del Fresno, continuó el general, estima en mucho á la familia de Trueba; como nuestra amistad es tan antigua, y conoce mi inclinacion á amparar al desvalido, me ha proporcionado esta ocasion de practicar mi instinto y de ofrecer á ustedes mi apoyo y mi amistad.

—¿Hace mucho tiempo que conoce V. á la marquesa? preguntó Matilde con una intencion que Medina creyó comprender.

—Hace más de doce años, contestó él mirándola fijamente. En el gabinete azul tuve ocasion de tratar íntimamente á Eduardo de Campo-Real.

Matilde se inmutó.

—Entonces, continuó el general sin fijarse en el efecto que en la jóven hacian sus palabras, el poeta era soltero y mozo todavía; hoy es responsable á Dios de su conducta.

El alma de Matilde se sublevó ante aquella acusacion que hubiera sido indiscreta en cualquier hombre, menos en Medina; el lector recordará que obedeciendo siempre al sentimiento del deber no sabia ocultar lo que pensaba. La queja de la esposa agraviada, manifestando que de su casa huyó la alegría, habia inspirado la acusacion. Matilde, bajando la cabeza, entre confusa y avergonzada, dijo:

—El velo de la familia debe ocultar sus miserias y sus dolores á todo el mundo!

—¡Pero no á mí, señora!

—¿Y por qué? preguntó la esposa de Campo-Real levantando la frente con aire de dignidad.

—Perdono á V. ese arranque, señora, porque no me conoce; no soy un hombre vulgar que penetra en el recinto doméstico para gozarse en los dolores de sus hermanos y publicar sus miserias; allí donde hay que tender una mano para socorrer á un desgraciado, allí donde hay que defender á una víctima, allí donde hay que enjugar una lágrima, me presento para cumplir mi mision. Si la felicidad se cerniera en esta morada, si no se escondieran aquí sollozos y lágrimas, no hubiera venido. Aprenda V. á conocerme, y hará justicia á la lealtad de mis sentimientos.

Al decir estas palabras volviéronse maquinalmente los ojos de Medina hacía los de Margarita, y la tercera mirada del amante destruyó el buen efecto de las generosas frases del bienhechor. Medina hablaba como bienhechor, pero miraba como amante: y esto justifica el sobresalto de Matilde y la conmocion extraña que sintió Margarita al notar la intencion de aquella mirada. Porque Margarita notó que el general la miraba con intencion; ¿podia esto escaparse á una mujer?

Pasaron algunos segundos en silencio; Matilde miraba al suelo; Margarita miraba al techo; Medina miraba á las dos jóvenes y no acertaba á explicarse su extraña abstraccion cuando debia esperar que estuvieran poseidas de la alegría que él habia llevado á la casa. Su demasiada bondad, ó su demasiada confianza, no daban lugar á inspirarles la sospecha del efecto que sus miradas habian causado en aquella mansion de la virtud. La lealtad de sus sentimientos, aun aceptando el peligro de una visual intencionada, no le permitian adivinar el sobresalto legítimo de la desgracia cuando, la grandeza le tiende una mano protectora.

Aquella credencial extendida á favor de Angel Trueba era un tiro encubierto lanzado contra el honor de Margarita; así lo creia Matilde, pero semejante pensamiento no cabia en el alma de un hombre tan grande y tan bueno como el general Medina. ¡El mundo es tan perverso! Y Matilde conocia el mundo.

Medina se puso en pié, no queriendo prolongar las ituacion crítica en que los tres se encontraban, y dirigiéndose á la esposa de Campo-Real, le dijo:

—Ofrezca V. mis respetos al señor Trueba, y suplíquele en mi nombre que me vea en mi casa.

Matilde se acordó de que viviendo en el mundo tenia que hacer concesiones á los deberes sociales, y levantándose tendió la mano al general para decirle:

—Mi hermano irá á dar á V. las gracias por el favor que le ha dispensado.

—Estoy dispuesto á protegerlo; no olvide V. lo que antes manifesté.

Dirigió á Margarita la última mirada, y sin tenderle la mano, ya fuese por distraccion, ya de intento, salió, haciendo un saludo con la cabeza.

En la escalera se detuvo un momento como para reflexionar, y bajó, murmurando:

—¡Qué extraña actitud!.... Me parece que no han estado conmigo tan afables como hubiera debido esperar;¡qué gente tan oscura!.... ¡Y Margarita es encantadora! No pude conseguir que me mirara de frente; ¡porque creo que la he mirado de una manera que me delataba!.... ¡Ha hecho bien! ¡yo no he de amarla!....¡La virtud! ¡qué fenómenos presenta tan extraños!....¡En el gran mundo no es con desentimientos!.... ¡Esta niña nada tiene de comun con las que he visto en los salones!....

Alzó entonces los ojos y se encontró delante de la puerta de la marquesa del Fresno; con un movimiento impulsivo se lanzó por la escalera y bajó precipitadamente, diciendo:

—¡Hé aquí el desengaño! ¡Margarita no mira como la marquesa! Esta me persigue con los ojos y aquella evita los mios... ¡Oh! ¡no quiera Dios que Margarita me mire nunca como la marquesa!

IX.
LA CREDENCIAL DE TRUEBA.

Apenas hubo salido el general Medina de la casa de Trueba se dejó Matilde caer en su silla de labor, quedándose muy pensativa; su hermana la contempló en silencio por espacio de algunos minutos, extrañando aquella actitud, al parecer tan intempestiva; cuando estuvo convencida de que no queria hablar, se decidió á dirigirle la palabra, diciendo:

—Me sorprende que teniendo en la mano un papel venturoso, ni siquiera por curiosidad lo hayas desdoblado. Cualquiera creeria, Matilde, que note alegrabas de la suerte de nuestro pobre Angel.

—¿Qué dices? ¿La suerte de nuestro pobre Angel?...

—¿Quién lo duda? ¡Un ascenso tan inesperado! ¡Se va á volver loco dealegría!

Ese era para el un sueño irrealizable!

—¡Es verdad! exclamó Matilde procurando sonreírse para ocultar el estremecimiento involuntario que le habían producido las palabras de la jóven.

—Angel no tenia un protector

—Y ya lo ha encontrado, interrumpió la esposa de Campo-Real, mirando fijamente á su hermana con una intencion, que esta en su inocencia no pudo comprender.¡Quiera Dios que este papel no nos traiga una desgracia!

—¡Una desgracia! exclamó Margarita. Explícate, hermana mia, porque no acierto á comprender la especie de terror que en tí ha causado la visita del general.¡Un hombre tan noble, que no habla más que de hacer el bien, y que lo practica, puesto que sin conocernos, por una simple recomendacion de la marquesa, se ha valido de su influencia para alcanzar lo que Angel nunca hubiera obtenido por sus merecimientos! ¡un personaje que tiene la amabilidad de subir hasta nuestra casa para traernos el consuelo! ¿Y le recibes con una cara tan dura? ¡No sé que hubieras hecho con un enemigo de la familia!

—¡Un personaje!.... murmuró Matilde. Eres una niña inocente que no conoce el mundo ni sus peligros; juzgas las acciones de los hombres por el exterior, sin profundizar las intenciones

—¿Las intenciones? En verdad, mi querida Matilde, que no alcanzo á comprender cuál sea la intencion del general; él ha asegurado bien claramente que le gusta" amparar al desvalido y tender la mano á la virtud.

¿Qué podia esperar de nuestra familia más que una gratitud sin límites?

—¡Dios bendiga tu candor! Ven y siéntate á mi lado. Margarita obedeció.

—¿No recuerdas haber visto otra vez al general Medina?

—No.

—Repasa bien tu memoria y no me engañes.

—Ayúdame á recordar, Matilde.

—Hace tres dias encontramos en la escalera, al salir y al entrar, un caballero, que por cierto se permitió ofrecerte el brazo.

—¿Era él? preguntó la niña como queriendo traer á la imaginacion lo que sabia perfectamente.

—El mismo.

—Sí, sí; ahora me acuerdo.

—En la escalera te miró de la misma manera que te ha mirado hoy. ¿Te ayudo bien á recordar?

Margarita inclinó un poco la cabeza para esconder sin duda sus mejillas, que se tiñeron de púrpura como dos hojas de amapola.

—No tienes experiencia, mi querida hermana, y yo que velo por tí debo estudiar hasta los menores movimientos de tu corazon, hasta las menores inclinaciones de tu alma, para contenerlos, y señalarte el sitio seguro en donde has de colocar el pié, á fin de que marches por la senda del deber sin dar lugar ni aun á las torcidas interpretaciones que el mundo no escasea cuando se adivina la más leve distraccion. La mujer ha de ser esclava de su reputacion, y toda una existencia consagrada á la práctica más severa deber sagrado se pierde y se mancha con una simple apariencia que la acuse.

—Todo eso es verdad; pero ¿qué apariencia es la que puede perjudicarme? No adivino la razon ni el fundamento de esos consejos, que por sanos que sean los hallo ahora inoportunos.¡Inoportunos! dijo Matilde sonriéndose.

—Sí; la marquesa del Fresno tuvo la bondad de recomendar á un alto personaje la suerte de nuestro hermano; el alto personaje ha sido tan bueno que lo atiende y viene á comunicarnos la noticia. ¿Qué hay en esto de extraordinario? ¿Qué tiene esa credencial de comun con los movimientos de mi corazon y con las inclinaciones de mi alma? Eres demasiado visionaria, y permite que te haga esta confesion, hija de la confianza que nos une.

-Eres una niña, Margarita, y te perdono la calificacion de visionaria que me dedicas porque ni siquiera conoces la fuerza de esa expresion. ¿Confias en mí?

—Ocupas en mi corazon el lugar de nuestra madre.

—Despues de haber invocado ese nombre, santo para nosotras, tienes que oirme y tienes que respetar mis palabras, inspiradas por la sagrada obligacion que me impuse y por el cariño que te profeso. ¿No ves un peligro en la visita del general Medina?

—No, Matilde; ilumina mi pobre entendimiento para obedecer tus órdenes.

—La experiencia me ha enseñado que los rayos del favor alumbran, pero queman; el que tiende la mano protectora espera algo en cambio; y aun suponiendo que hubiera un alma tan noble y tan desinteresada que ejerciera el bien por la satisfaccion de obtener simplemente la gratitud, cree que el protegido queda expuesto á la murmuracion del mundo, que con implacable saña se goza en destruir las reputaciones de todo el que sube, desconociendo las prácticas de la virtud.

Para el mundo la virtud ó no existe ó no se encuentra sino en el retiró.

—¡Eso es muy cruel, Matilde! interrumpióla jóven casi sobrecogida.

—¡Desgraciadamente eso es la verdad! ¡Todo protector es un enemigo de la honra! La sociedad que predica las máximas del Evangelio las olvida en cuanto ve que hay un alma generosa que las practica. Tienes razon; eso es muy cruel, pero es la verdad.

—El general Medina....

—La apariencia en él le favorece; ¿es esto lo que ibas á decirme, Margarita? Pues á pesar de eso, voy á hacerte una pregunta. ¿Qué te parece el general Medina?

—Me parece bien, contestó la niña bajando los ojos.

—Su aspecto habla en su favor, como te indiqué; pero ¿no es extraño que -tan alto personaje llegue á interesarse por un jóven oscuro á quien apenas conoce y vaya á ponerle en las manos el porvenir, sin acordarse de que sería más meritoria su accion habiendo prestado el impulso protector sin poner delante su persona?

—La satisfaccion del beneficio

—Sí, interrumpió Matilde con calor; la satisfaccion debia haberla recibido con el logro del ascenso; pero no olvides que el protegido tiene una hermana muy bella, y al tender la mano bienhechora delataban sus ojos una impresion que no era por cierto la alegría que produce e i ejercicio de la caridad.

—¿Supones que el general me miraba?

—El protector de nuestro hermano vendió su intencion revelando que eras tu el agente secreto que lo habia impulsado á velar por su suerte.

—¡Eso no es verdad! exclamó Margarita con disgusto.¡Juzgas mal la generosidad de Medina!

—¿Note miraba? preguntó Matilde clavando los ojos en los de sU hermana con tono de reconvencion.

—¡Mirarme! De manera que

—¿Crees que una mirada no vende al alma? ¡Qué inocente eres! No me arrepiento de mi severidad, que cierra á ese personaje las puertas de mi casa. El general es mucho mayor que tú y no puede haber venido impulsado por una pasion que hayas producido en él; te vió, y prendado de tu hermosura ha creído sin duda que la mano del favor conquistaría tu alma.

—¡Matilde! exclamó la jóven herida en su dignidad, y poniéndose encendida como la grana.

—¡Así te quiero yo! ¡ese sentimiento que en tí despiertan mis palabras, es el grito de la honra! ¡la voz que ha sostenido ilesa nuestra virtud, perpetuándola en la familia! ¡Ven, Margarita! ¡Déjame que te abrace! ¡te conozco! ¡la sangre de Trueba palpita en tu corazon y se asoma al rostro en cuanto se intenta mancillar su honor! ¡Mis padres desde el sepulcro te bendicen!

Margarita habia dejado correr algunas lágrimas por las mejillas sin contestar á su hermana que hablaba con exaltacion.

—Detrás de esa puerta, continuó Matilde, está de centinela nuestro honor, y éste me dió el grito de alarma al ver llegar al general; podré equivocarme, pero nada perdemos, hermana mia, por exagerar nuestra vigilancia, evitando toda apariencia, que siempre roba algo. ¡La miseria es terrible, pero es más terrible todavía la deshonra!

—¿Y si Medina estuviera enamorado de mí? se atrevió la jóven á preguntar.

—Tú puedes inspirar una pasion grande á cualquier hombre, pero el que ama no humilla, y el general nos ha humillado llamando á nuestra puerta para gozarse en el triunfo que proporciona al alma la postracion de la miseria. Los grandes, querida Margarita, creen comprar con el favor el vasallaje de los pequeños; la sombra del poder pone á éstos á merced de aquellos, y entonces la pendiente es rápida; ya no suplican, sino mandan; ya no piden, sino exigen. Colocan á la mujer en el trono para que el mundo la vea, y despues que el amor propio ha triunfado, le dan con el pié para arrojarla de su lado: es un reinado triste; la reina se convierte en esclava; cae del trono, y el fango salpica la púrpura del manto con que cubría su desvergüenza. ¡No, no! ¡mil veces antes la miseria! ¡La honra es el lujo de los pobres!

—¡Sí, sí! gritó Margarita estremecida de espanto.

—¿Es verdad que el general te miró con intencion? preguntó Matilde abrazando á su hermana.

—Me miró, pero no puedo explicar la intencion de su mirada, murmuró la niña trémula de emocion.

—Esa mirada era un dardo que daba de rechazo en la credencial de nuestro hermano.

—¡Nunca, Matilde! ¡nunca! prorumpió Margarita levantando la frente con orgullo. ¡Ah! ¡qué desengaño tan cruel!

La campanilla de la puerta sonó con violencia, y Margarita corrió á su cuarto, sin duda para ocultarla huella de sus lágrimas.

Un momento despues entró en la sala Angel Trueba, y se sentó enfrente de su hermana, quitando la alambrera del brasero para calentarse las manos; pero al coger la badila clavó en ella los ojos y haciendo un gesto de disgusto, dijo:

—¿Qué tienes, Matilde? ¡Estás alterada!

—Es verdad.

—¡Oh! ¡no puedes esconderme tus impresiones, porque leo en tu cara como en un libro abierto!

—La emocion la sorpresa

:—¿De qué? preguntó Angel soltando la badila, sin menear el rescoldo y olvidándose de que tenia frío.

—Queria sorprenderte tambien, pero eres demasiado receloso y te has anticipado á mi deseo, añadió Matilde procurando sonreirse.

:—¡Habla, habla!

—¡Tengo hoy que comunicarte una buena noticia, Ángel!

—No me anuncia tu fisonomía una satisfaccion, sino una desgracia.

—Ya te dije que eres demasiado receloso.

:—Acaba de satisfacer mi curiosidad, ya que no me atreva á confesarte que mi curiosidad es angustiosa.

—El general Medina ha estado aquí.

—¡El general Medina en nuestra casa! exclamó et jóven mirando las cuatro paredes de la habitacion como si sintiera una especie de disgusto por la pobreza de su mueblaje.

—Ha venido en persona á traerte este pliego.

—¡Dame ese papel, Matilde!

Apoderóse Trueba de la credencial, y sus ojos se dilataron en señal de inmensa alegría al convencerse de la verdad de su inesperado ascenso: convencimiento que no tuvo sino despues de haber leido cuatro veces el oficio. Dejándose entonces llevar del júbilo que lo ahogaba, se levantó precipitadamente y estrechó á su hermana con efusion entre sus brazos.

—¡Mi alegría es por tí, mi querida hermana! ¡Y por Margarita y por Rodulfo! La suerte de mi familia me desvela; ahora respiraremos con más libertad, porque el doble sueldo nos permite algun desahogo, y no tendrás que estar pegada á la costura, consumiendo tu existencia con un trabajo tan penoso. ¡Dios mio! bendito seas! ¡tú no abandonas al bueno! No me engañó el corazon en mi presentimiento; el corazon me anunció que encontraría un protector en el general Medina; basta mirar su cara para comprender toda la nobleza que en su alma se abriga. ¡Qué pocos hombres se encuentran en el mundo tan dignos y generosos!

¿Hablaste con él, Matilde? ¿No es verdad que es un cumplido caballero? –

Ella no contestó.

—Pero ¿qué tienes? ¿no correspondes á la efusion con que te abrazo en este momento tan solemne para nosotros, al hablar de un asunto que abre á tu hermano un porvenir lisonjero, que te ofrece descanso en tus tareas domésticas, que asegura la educacion de tu hijo?

—Todo eso es verdad, Angel; tienes motivos para dejarte arrastrar por la alegría, pues ese golpe de suerte era la realizacion de tu ideal; pero ¿qué quieres? no sé moderar mi imaginacion, y al recibir ese papel me pareció que me quemaba los dedos, me puse triste, y ahora tengo ganas de llorar.

—¡Eres fatalista, Matilde! No te perdono ese pensamiento que viene á turbar el regocijo de este dia, del único dia en que la felicidad ha asomado su risueño rostro á nuestro pobre hogar.

—Tu reconvencion sería justísima si mi sobresalto no tuviera su fundamento.

—Explícate, hermana mia, dijo Angel sentándose de nuevo enfrente de ella con cierto aire de terror, y cogiendo una de sus manos entre las suyas.

—Eres muy bueno, Ángel; tu mismo nombre lo indica; merecías ser muy dichoso, pero la suerte no se muestra siempre propicia con los buenos.

—¡Estoy impaciente, Matilde!

—Siento en el alma turbar tu alegría, este destello pasajero que ha venido á iluminar la tristeza de tu vida, como ilumina el relámpago la oscura selva en una noche de borrasca. Cumplo con un deber de conciencia abriéndote mi corazon aunque despedace el tuyo; pero no vacilo.

—¡Acaba, Matilde! ¡Estoy preparado para todo!

—La miseria es horrorosa; pero ¿cambiarías el cua128 dro de tranquilidad en que vives por más desahogada existencia comprometiendo tu honra?

Los ojos de Angel Trueba chispearon, y poniéndose el jóven en pié con un arranque de orgullo, exclamó:

Mi honra!..... Vamos, Matilde; no has calculado bien la gravedad de la pregunta que acabas de hacer á tu hermano. ¡Mi honra! ¿Quién se atrevería á atentar contra ese sagrado tesoro que limpio nos entregaron nuestros padres, y limpio hemos de entregar á nuestros hijos? ¡Eso sería un delirio!..... Mejor dicho, ¡es un delirio d e tu fantasía acalorada!.

—¡No, hermano mío! -Mi susceptibilidad podrá aumentar la importancia del peligro, pero el peligro existe.¿Crees que sería capaz de atormentarte, hoy que has acariciado por un momento el ensueño de la felicidad?

—¿Qué temes, Matilde?

—La visita del general Medina no puede ser desinteresada; los grandes señores no bajan de su altura para socorrer al menesteroso por la satisfaccion de obtener la gratitud; ellos, cuando más, se atreven á fijar los ojos en el pobre que atropellan con su ostentoso tren, y al paso se arrojan una moneda para humillarlo ala vista del mundo que lo observa, ó le arrojan el mendrugo que les sobra en el festín, como al último de sus sabuesos que acarician con el pié.

—Hay excepciones, Matilde

—Las hay, no te lo negaré; pero el alma noble que se consagra á ejercer la santa caridad, deja caer en el cepillo su limosna para esconder la mano, ó hace el bien sin llevar consigo el beneficio para tener derecho á obtener una recompensa.

—Aunque tus reflexiones sean verdades desconsoladoras que se aprenden con lágrimas, no negarás que en este caso no es aplicable la idea á nuestra situacion, porque el general Medina nada puede esperar de mí; además, su visita no es humillante para nosotros, porque ha venido solo, y el mundo ignora que me ha dispensado una proteccion tan inesperada.

—¿Inesperada? ¡Tú lo dices, Ángel!

—¡Explícate sin rodeos, porque empiezo á impacientarme con tus reflexiones, que encuentro fuera de lugar!

—¿Crees que Medina nada puede esperar de nosotros y que el mundo no sabe que ha venido á nuestra casa? ¡Ay, hermano mio! ¡el mundo lo sabe todo!

—Pero ¿qué sabe? preguntó el jóven dando fuertemente sobre la estera con el tacon de la bota.

—Nada quiero-ocultarte; el otro dia encontramos en la escalera al general y tuvo el atrevimiento de ofrecer el brazo á Margarita, mirándola de un modo insinuante.

Angel frunció las cejas, dando á entender bien claramente que comprendía el fundamento de los temores de su hermana, y dijo entre dientes:

—¿De un modo insinuante?.... ¡Es imposible!

—Hoy, al entregarme este papel, dirigió tres miradas á Margarita, pero de esas miradas inequívocas que revelan una intencion.

Angel se puso lívido y apretó los puños, no encontrando palabras para expresar el sentimiento de terror i3o que se habia levantado en su alma. Matilde continuó:

—¿Crees que un magnate ponga el pié en la morada del pobre por el simple placer de tenderle una mano protectora? ¿No te parece ahora justificada la alarma de mi virtud? ¿No apruebas que con el ceño de la dignidad haya cerrado mis puertas al que se encubría con la máscara del beneficio para traer la deshonra á nuestra casa?

El jóven no podía hablar; su sistema nervioso estaba tan excitado, que se contentó con tender la mano derecha y estrechar la de su hermana en señal de asentimiento. El oficio del ministerio se desprendió de sus dedos y cayó al suelo, sin qué se bajara á recogerlo. Aquel movimiento era una enérgica protesta de su dignidad; era una renuncia tácita del ascenso que habia intentado traer la ventura á su morada.

Las lágrimas asomaron á los párpados de Trueba, lágrimas arrancadas más bien á la cólera que al dolor; de repente se llevó los puños á los ojos como para esconder el llanto, y obedeciendo á una especie de exaltacion que parecía impropia de su carácter dulce, exclamó:

—¡Eso seríauna infamia!

—¡Es verdad, Ángel!

—¡Es imposible! ¡La cara del general revela una bondad que rechaza esa idea miserable! Puedes haberte equivocado, Matilde.

—¡Una mujer nunca se equivoca! ¿Quieres que sea franca contigo?

—¡Es tu deber!

—Margarita, equivocando en su inocencia la inteni3i cion de las miradas del general, las recogió, y aunque despues ha protestado con toda la fuerza de su alma, al-presentarle yo el peligro que corría, no te ocultaré que en su fisonomía se retrataba en ese instante el primer síntoma de un desengaño, muestra inequívoca de que la simpatía habia llamado á las puertas de su corazon. Tú no hubieras notado eso, pero te he dicho que una mujer nunca se equivoca. Nuestra hermana ha dado el primer paso en la senda de la desgracia por donde hemos-caminado toda la familia, y aprobarás que mi prevision haya llegado á tiempo para evitar que diera un paso más que abriera su alma á una impresion que sería su desgracia y la muerte de nuestra honra.

—¡Ah! ¡debe estar escrito que la fortuna no es un patrimonio universal, pues el que nace con el sello de la desventura en la frente, es inútil que luche por torcer el camino que le conduce al abismo!

—¡Resignacion, hermano mio! ¡La fe cristiana dá fuerzas á la desventura!

—¡Sin la fe cristiana, prorumpió Trueba echando fuego por los ojos, iría á esconder un puñal en el pecho del traidor que ha venido á comprar mi honra! ¡Mi honra! ¿Ha soñado ese general que perdería el menor quilate de mi estimacion por ese papel engañoso? ¡Ah!.....

Al decir estas palabras recogió del "suelo la credencial éhizo el ademan de romperla, pero Matilde se la arrebató de las manos, añadiendo:

—¡Calma, Ángel! Los arrebatos de la ira.»on malos consejeros; los gritos de tu exaltacion alarmarían al vecindario y despertarías una sospecha; el mundo es implacable y dá torcida interpretacion á las acciones más nobles. No olvides que una imprudencia comprometería la virtud de Margarita, por lo mismo que su nombre habia de mezclarse en tu determinacion, que apareciendo como una locura habia de servir de fundamento á las consideraciones del vulgo. Ten calma y obra con arreglo á lo que tu dignidad y tu corazon te dicten, pero sin que el vulgo encuentre trasparentada la intencion, porque perderías tu porvenir, arrastrando en tu desgracia la pureza de una pobre niña que no tiene otra prenda.

—¿He de aceptar un destino que sacaría á mi rostro los colores de la vergüenza? ¿He de subir haciendo escalon de mi carrera la reputacion de mi hermana? ¡Eso no cabe en mi pensamiento! ¡eso lo rechaza mi altivez! ¡Antes mil veces la miseria! ¡antes mil veces la muerte!

—¡Esas fueron mis palabras, Ángel! ¡ese mismo grito lanzó mi pecho, estremeciéndome de horror! Pero la prudencia aconseja la calma; contra los magnates son impotentes los tiros airados, que se embotan en la impenetrabilidad de su corazon, en el vacío de su conciencia.

—Renunciaré al ascenso y seguiré oscurecido sin dar un paso, con el porvenir cerrado, pero con el almaabierta á la más pura de las conciencias. ¡Subir por tan torcidos medios! ¡fiar el porvenir á la degradacion de mi hermana! ¡enaltecer mi posicion social manchando mi apellido! ¡No, no! ¡La miseria! ¡la mii33 seria con la frente erguida y los ojos en el cielo!....

—¡Bendito seas, hermano mio! exclamó Matilde estampando un beso en la frente de Ángel, en aquella frente erguida que desafiaba el porvenir.

El jóven se dirigió á su cuarto, y despues de algunas horas de reconcentracion, de lucha con sus pasiones exaltadas, se acostó para no dormir; al amanecer del siguiente dia, comprendiendo que en su espíritu se habia restablecido la calma que tanto le habia recomendado su hermana, cogió una pluma, y con pulso firme escribió al general Medina una carta concebida en estos términos:

«Muy señor mio: la gratitud es el patrimonio de las almas nobles, es la riqueza del pobre, y nunca olvidaré el generoso beneficio que acaba V. E. de dispensarme, atendiendo la recomendacion con que me honró la señora marquesa del Fresno; tampoco olvidaré que se ha dignado V.E. llegar hasta mi modesta casa, cerrada para todo el mundo, con el deseo de anticiparme la satisfaccion que el ascenso habia de producirme; pero á pesar de lo que he tenido el honor de manifestar á V. E., deseo suplicarle que me perdone el paso que doy, no aceptando una elevacion en mi carrera, á la que no me considero acreedor; mi conciencia rechaza tan inmerecido favor, y devuelvo la credencial, esperando que mis pobres antecedentes me sirvan de escalon para el puesto que algun dia por rigorosa antigüedad me corresponda.

«Suplico de nuevo á V. E. que dispense mi atrevimiento, hijo de la rectitud de mi conciencia, nunca desmentida en mi familia, y aprovecho esta ocasion i 3 4 para ofrecer á V. E. toda la consideracion de mí gratitud y mi respeto.

»B. L. M. de V. E.—Angel Trueba.»

Una sonrisa de satisfaccion se dibujó en los labios del jóven al soltar la pluma; estaba contento de sí mismo, y llamó á Matilde para leerle la carta: las lágrimas asomaron á los ojos de esta, y los hermanos se abrazaron en señal de resignacion con su suerte y de identidad en sus pensamientos.

Angel almorzó tranquilo, sin decir á Margarita una palabra de su determinacion, y se dirigió á la oficina, como todos los dias, á cumplir con su deber. Al llegar, los compañeros se apresuraron á darle la enhorabuena por el doble ascenso, y hubo alguno de cuyos labios se escapó el apellido del protector á quien habia debido Trueba tan inesperado nombramiento; aquel apellido encendió el rostro del jóven.

El jefe de la dependencia le llamó á su despacho para notificarle el ascenso, diciéndole que acababa de presentarse el individuo nombrado para reemplazarle en su destino. Un rayo que hubiera caido á los pies de Angel no le hubiera aterrado tanto como aquella noticia, pues renunciando el ascenso y ocupando, otro""su antiguo puesto, se quedaba en la calle á merced de la miseria; llevaba en el bolsillo la carta dirigida á Medina, y otro en su lugar la hubiera roto; pero él, impulsado por la firmeza de su carácter, cerró los ojos á la evidencia de su desgracia y entregó la carta á un portero para que la llevara al general.

En seguida volvió á su casa, y tan demudado debió llegar, que sus hermanas se alarmaron

—¿Qué traes? le preguntaron.

—¡Estoy cesante!

—¡Santo Dios! gritaron ambas, llevándose las manos á la cabeza en demostracion de terror.

—¡La Providencia no abandona á los buenos! Exclamó Angel llorando con sus hermanas. ¡Yo trabajaré para buscar el pan que la desgracia nos roba hoy! ¡La miseria no abate al justo! ¡Estoy contento! ¡he cumplido con mi deber!

Y los tres hermanos se abrazaron para encontrar el consuelo á su dolor..

X.
DE COMO LA INFLUENCIA DE LAS MUJERES PERJUDICA AL SERVICIO DEL ESTADO.

La vida de los hombres públicos es en extremo-angustiosa; la sombra del poder, sin embargo, es tan codiciada, que apenas hay un individuo que no sueñe con esa elevacion que le coloca á la altura del ídolo; pero ¡ay! si pudieran desprenderse del instinto que ciega, muchos habría que se estremecieran al palpar la realidad de las amarguras que proporciona el desnivel social. Entonces se convencerían de que el incienso que desvanece los sentidos no es más que humo que se pierde; que la lisonja no es más que una mentira dorada superficialmente; que los halagos cariñosos son memoriales embusteros elevados á la vanidad para alcanzar un rayo del sol poderoso -á cuya sombra se duerme la humanidad..

El prestigio de los cargos públicos elevados es engañoso, y no acarrea más que sinsabores á los que no tienen el corazon empedernido; el clamoreo de los pretendientes enoja, sin considerar que las más veces es la voz de la justicia laque habla, de la justicia que reclama sus fueros; pero es tan difícil abrir los oidos y el alma á esa voz, que casi siempre se pierde en el espacio, llevando el desconsuelo al que espera inútilmente.

Medina estaba llamado á conquistar la simpatía pública, por cuanto la rectitud de sus principios le obligaba á ejercer su cargo sin lastimar intereses personales, ni dar entrada al favor, pues la proteccion que habia dispensado al jóven Trueba estaba justificada, teniendo en cuenta los buenos antecedentes del funcionario á quien habían postergado; pero el general empezaba á disgustarse de verse perseguido por las recomendaciones de los que ocupaban altos puestos, sin presentar en sus protegidos otros merecimientos que la amistad; la ambicion desmedida de hombres advenedizos tomaba por asalto su despacho y su casa, no dejándole tiempo ni para el preciso descanso, mucho más porque pronto se habia convencido todo el mundo de que era accesible, justiciero y blando de corazon para el menesteroso.

El dia despues de su visita á la familia de Trueba trabajaba en su despacho, renegando de los importunos que iban á robarle el tiempo, cuando entró el portero y le puso sobre la mesa una carta, no atreviéndose á dirigirle la palabra para no distraerlo en su tarea.

—¿Qué es eso? preguntó Medina alzando la cabeza.

—Una carta para V. E.

—¡Otra carta! exclamó tirando la pluma. ¿Creen por ventura los pretendientes que me sobra el tiempo para leer sus peticiones absurdas? ¡Cierre V. la puerta! ¡que nadie entre más que en las horas de audiencia pública! ¡Nadie, sin distincion de personas! ¡Mi destino reclama en este momento toda mi atencion!

El portero inclinó la cabeza en señal de sumision, y salió, cerrando la mampara del despacho.

—¡Esto es demasiadol ¡no soy dueño de pensar ni en mis asuntos particularesl ¡Reniego del destino y de la posicion!..... Todos los hombres se consideran acreedores á escalar los puestos del poder con una inmodestia que irrita! ¡Aquí todos son beneméritos, é intentan repartirse los; cargos públicos, como si estos fuesen el botín de una batalla! Nadie se conforma con lo que la suerte le depara; no hay un hombre que no sirva para todo, y sin tener en cuenta que para favorecerlo hay que atropellar derechos sagrados, legítimamente adquiridos, pretenden subir despojando á sus hermanos. ¡Oh! ¡esto es desagradable para mí! ¡La justicia no es más que uña, y debe respetarse!

Tendió entonces el brazo, y apoderándose de la carta, dijo:

—No conozco la letra del sobre.

Y abrió el pliego, buscando en seguida la firma.

—¡Angel Trueba! exclamó con cierta emocion. ¿Me i38 dará las gracias por el ascenso? Es natural; pero adjunta á la carta viene la credencial que entregué á su hermana. ¿Qué significa esto? Veamos.

Y empezó á leer la carta, buscando en ella lo que no debia encontrar; buscaba el nombre de Margarita, que estando estampado en su imaginacion, creia encontrarlo hasta en los expedientes. Apenas hubo llegado al final del primer párrafo, marcó en su fisonomía el fruncimiento de cejas que era en él característico, y se detuvo como para reflexionar, murmurando:

—¿Qué quiere decir esto? ¿Una renuncia?

¡No comprendo!

Y volviendo á fijarja vista en la carta, repitió estas palabras:

—«Llegar hastami modesta casa., cerrada para todo el mundo.» ¡Cualquiera sospecharía que eran intencionadas estas frasesl «Una elevacion en mi carrera á la que no me considero acreedor.» ¡Qué pensamiento tan original! ¡Hé aquí el único hombre modesto que he tropezado en mi camino!¿Obrará de buena fe? ¡Parece imposible! Pero me devuelve la credencial, esperando que sus pobres antecedentes le sirvan de escalon para el puesto que algun dia le corresponda por rigorosa antigüedad; ¡necesito leer esto con su firma, de cuya autenticidad no dudo, para darle crédito!¿Qué clase de hombre es este Angel Trueba, cuya rectitud de conciencia, nunca desmentida en su familia, segun dice él mismo, le obliga á rechazar un doble ascenso que debia halagarle, cerrando así las puertas -á un porvenir más tranquilo que el que le aguarda, estancado en su oficina, de donde nunca saldría sin el auxilio poderoso del favor? Aquí hay un misterio que me conviene descifrar, porque ó este mozo-es una excepcion de la regla y debe levantársele una estatua en el siglo positivista en que vivimos, ó hay en su conducta una intencion que lastima mi dignidad; y en ese caso

El general apretó los puños, en son de amenaza, y se puso en pié, olvidándose del importante trabajo que tenia sobre la mesa, el cual reclamaba toda su atencion, segun habia dicho al portero.

Después de haber dado algunos paseos por el despacho, demostrando la agitacion de que se hallaba poseído, se detuvo, y cruzando los brazos, añadió:

—¿Qué me importa? Tengo limpia mi conciencia, y si ese muchacho se empeña en ser quijote, no esculpa mia. Impulsado por una noble accion di el paso de protegerle, faltando á un deber de la justicia, de la justicia que siempre fué mi norma, puesto que no debí proporcionarle dos ascensos en su carrera por más que sus antecedentes le recomendaran; y si él ha intentado darme una leccion, perjudicándosele abandonaré á esa rectitud, que á los ojos del mundo será ridicula.....

Hizo entonces el general un movimiento con la cabeza, como para denotar que se arrepentía de su idea, y continuó:

—¡A los ojos del mundo, sí! ¡pero á los míos, no! Esta accion es meritoria y recomienda á Trueba, por lo mismo que no es comun en la sociedad egoísta ¿Quién renuncia á su bienestar? ¿Quién sería capaz de hacer otro tanto cuando la miseria suele cerrar la conciencia á la voz del deber y el alma á la voz de la virtud?....¡Este jóven es un héroe, y no puedo abandonarlo!....¿No se considera acreedora una elevacion tan pequeña? ¿Quién habla así en unos tiempos en quelos hombres se tasan con tanta exageracion? Los seres más vulgares ¿no llegan á este departamento con memoriales en que preconizan sus escasos merecimientos para sorprender la credulidad del gobierno?.... ¡Oh! ¡esto es extraordinario!....

Volvió el general á pasearse, enteramente preocupado con la carta de Ángel; algunos minutos despues, prosiguió:

—¿Qué familia es esta que desde su oscuro rincon desafia las grandezas de la tierra, escudada con la rectitud de su conciencia? ¡Aquí hay algo de sobrenatural, y por Dios que me intereso á mi pesar por la suerte de esa pobre gente!.... Y no cabe duda que el orgullo y la dignidad, condiciones al parecer extrañas á la pobreza, se aposentan en aquella morada, pues recuerdo que mi presencia produjo cierta alarma en las dos hermanas; éstas, faltando acaso á las consideraciones sociales y á lo que yo merecia por mi elevada posicion, no solo no se mostraron satisfechas, sino que no me abrieron las puertas de su casa, como dice él, cerradas para todo el mundo ¿Qué misterio es este?....

Medina robó á los deberes de su importante cargo cinco minutos más, empleados en recapacitar acerca, de la intencion de la simple carta de un pobre pretendiente, y despues continuó:

—Matilde es una noble figura que inspira respeto é interés; Margarita es una figura encantadora que no inspira interés ni respeto; pero inspira otra cosa que no me explico y que me asusta La conducta incomprensible de su hermano las coloca en una triste posicion, por cuanto pierde su destino, y no debo, no puedo, no quiero consentir semejante sacrificio. ¡Infelices mujeres, víctimas de un arranque de orgullo mal entendido! ¡No, no! Angel Trueba me pide en su carta que le perdone el paso que dá, y le perdono Voy á escribirle.

Acercóse á la mesa y trazó en un papel algunos renglones; pero despues de leerlos, rompió la carta, empezando otra que sufrió la misma suerte; tres veces más intentó coordinar unas líneas, y otras tantas hizo pedazos el papel, no estando satisfecho de su lenguaje; por fin arrojó la pluma al suelo con cólera, exclamando:

—¡Es particular! ¡Me he vuelto estúpido! no acierto á escribir cuatro líneas para llamar á Trueba á mi despacho; todas mis frases me parecen pálidas ante la elocuencia de esa epístola que probablemente habrá dictado su conciencia, sin meditarlas La virtud es un enemigo formidable, porque combate con armas desconocidas que hacen inútiles los tiros de la destreza..... No sé escribir, y renuncio á mi proyecto.....

Volvió á levantarse con aire de mal humor, y cogiendo el sombrero, dijo:

—No sé escribir, pero sé hablar, y le convenceré..... Me asusta penetrar en aquella casa, cuya entrada me parece más inaccesible que la de una fortaleza, peroiré.-con las manos puestas en el corazon, y me abrirépaso Es fácil escribir bien una carta, pero mi presencia impondrá áese jóven, y le abatiré el orgullo....Quisiera que Matilde no estuviera allí, porque le tenga miedo; y-sobre todo, quisiera que no estuviese Margarita; no le tengo miedo, pero delante de ella pierda mi energía natural, y vacilo; delante de Margarita na sé más que mirarla. ¡Se escapan de mis labios estas palabras, y me desconozco! Vamos á casa de Trueba;, vamos á esa casa que está cerrada para todo el mundo menos para mí.

Guardó en el bolsillo de la levita la credencial de Trueba, y salió de la Direccion para trasladarse á la calle de Silva. El general habia dicho una gran verdad al recordar la casa en donde vivia Margarita, pues apenas puso en ella el pié, le asaltó la idea de volverse atrás, y un miedo pueril, impropio de tan esforzada corazon, le hizo detenerse al pié de la escalera, coma sucede al quese prepara á una torpe accion y no tiene adquirido el hábito de la maldad.

El portero asomó la cabeza á la ventana de su covacha y contra la costumbre de su clase, que es bastante incivil, se quitó la gorra para saludar al que entraba, preparándose á dirigirle la palabra; el general, sabiendo que aquel hombre era demasiado comunicativo y viéndose amenazado por su charlatanería, hizo un esfuerzo grande para levantar la pierna derecha y subió el primer escalon; vencida aquella dificultad, siguió en su trabajosa ascension hasta llegar al descanso; allí tropezaron sus ojos con la puerta de la habitacion de la marquesa del Fresno, y se detuvo.

Un minuto despues, impulsado sin duda por una idea repentina, tiró del boton de metal y entró sin detenerse ni preguntar al criado, que le franqueó la puerta sin vacilar, como el que sabe que una visita nunca llega ámala hora.—Los criados conocen al momento el lugar que en la casa ocupan las personas que visitan á sus amos.

La marquesa no se hizo esperar, y cuando estrechó la mano del general, le dijo en tono de reconvencion familiar:

—¡Se vende V. muy caro, amigo mio!

—¿Dice V. eso de veras?

—Digo loque siento. Quisiera que no me olvidase usted, abandonándome más de dos dias.

—¡Eso es imposible, marquesa!

—¿Y por qué?

—Porque á los amigos se les debe ver á menudo, lo bastante para que la tierra no crie yerba, dijo el general sonriéndose; pero no tanto que su presencia al cabo no se desee. Esto me ha enseñado la experiencia.

—Es verdad, murmuró ella, mordiéndose el labio inferior; no me acordaba de que éramos amigos.

—Siempre tuvo V. frágil la memoria.

—Gracias, Medina.

Al decir esto, eipié de la marquesa estropeó el relieve del bordado del cojin en donde se apoyaba.

—Voy á probar que soy muy buen amigo, y de paso me explicaráV. una cosa que no comprendo.

—¿Una cosa?....

—Sí. Hace algunas noches, jugando al tresillo aquí mismo, tuvo V. la bondad de recomendarme la suerte de un desgraciado, pidiéndome para él un cuarto de hora de favor.

—¿Angel Trueba?

—Veo que para todo no es V. frágil de memoria. Y esto me prueba que hice bien en atender la recomendacion de mi buena amiga en provecho de ese jóven que despertó, en mí la simpatía.

—Gracias, Medina, repitió, aunque con diferente tono.

—A V. debe, marquesa, haber alcanzado dos ascensos en su carrera.

—¿De veras? ¡Pobre familia! exclamó ella estrechándole una mano que el general procuró retirar inmediatamente.

—Soy persona formal, contestó Medina sonriéndose.

—¿Trae V. la credencial?

—Aquí está, dijo él presentándosela.

—¡Oh! ¡se vuelve loco de contento!...... ¿Me permite V. que no retarde la satisfaccion y que envíe á Trueba la felicidad con este papel? ¡Pobre Matilde y pobre Margarita! ¡tan buenas! ¡No sabe V., general, lo que para ellas es este nombramiento inesperado!

La marquesa del Fresno tendió el brazo para tirar del cordon de seda de la campanilla, pero se contuvo á una seña de Medina, que le dijo:

—¡Es inútil, señora!

—No comprendo

—Angel Trueba sabe que ha obtenido el doble ascenso.

—¿Tan pronto? La credencial tiene fecha de ayer;

¿quién ha podido comunicarle semejante noticia?

—Yo.

—¿Se está V. chanceando?

—No es costumbre en mí burlarme de la verdad.

—Entonces......

—Cuando recibí del ministerio la nueva credencial de mi protegido, mejor dicho, del protegido de V., era demasiado temprano para importunar á una dama de salon, y creyendo como V. que no debia detener la noticia que habia de llenar de satisfaccion á una familia infortunada

—¿Mandó V. á Trueba la credencial dentro de un sobre? interrumpió Celia.

—Esa fué mi primera intencion; pero como la dicha que uno proporciona es tan grata para el alma, me decidí á gozar de un cuadro de familia en la transicion de la desventura á la felicidad.

—¿Y qué? preguntó la marquesa mirando fijamente al general, como queriendo leer en su pensamiento lo que le faltaba que decir.

—Me gusta hacer las cosas á mi manera, y llevé en persona la credencial.

—¡En persona! exclamó ella sin explicarse el motivo de su alarma.

—Sí, amiga mia. ¿Qué tiene eso de extraño? Además, era un servicio que hacia por completo para corresponder á la estimacion que á V. profeso, puesto que por V. se hizo el milagro.

Este golpe cortesano acredita el cambio que el roce con las gentes del mundo habia operado en el rudo militar que mis lectores conocieron en 1840. ¿Qué más hubiera podido hacer un hombre de salon?

La marquesa vaciló un instante, como si recapacitara sobre algun pensamiento que la atormentaba, y volviéndose hacia Mediría, con aire resuelto, le preguntó:

—¿Subió V. al sotabanco?

—Sí, señora, contestó él con tono muy natural.

—¿El general Medina ha descendido de su puesto para llevar el contento á una familia desgraciada? dijo ella con cierto despecho que revelaba un temor oculto.

—Perdone V., amiga mia; hay un error en la palabra; no se desciende subiendo.

—¡La buhardilla es el último escalon de la sociedad!

—Pero está más cerca del cielo que el cuarto principal, observó él sonriéndose. ¡Eso nadie puede negarlo!

Aquel epigrama sangriento sublevó el espíritu de la marquesa, y saliendo de la tranquilidad en que se hallaba sumido, le hizo decir con ironía marcada:

—El cielo!.... El misterio se explica: ¿fué V. al cielo en busca de los ángeles que en él habitan?

—No, marquesa; fui al cielo en busca de la virtud para admirarla. ¡Sé encuentra en la tierra tan pocas veces, que no debe V. extrañar mi determinacion!

—¿Y la encontró V. allá arriba? preguntó ella con desden.

—¿Quién lo duda?

—Me parece haber comprendido, general, que quería V. hacerme una consulta, dijo ella, á fin de variar el tema de la conversacion.

—Cabalmente el tema versaba sobre mi visita.

—Nada veo que no sea muy claro; llegó V. al cielo i 4 7 con la felicidad en la mano, y los ángeles batieron sus alas con alegría, acogiendo á V. con la sonrisa en los labios. ¿No es eso, amigo mio? preguntó la marquesa sonriéndose para ocultar su emocion.

—Todo lo contrario.

—Explíqueme V. ese enigma.

—Las hermanas de Trueba me recibieron con una frialdad que me llamó la atencion, y en esa frialdad he creído ver la sombra de V. interpuesta entre esa familia y yo..

—¡General!

—Los amigos deben ser francos, señora; y deseo que me manifieste V. el motivo que ha impulsado á Angel Trueba á renunciar el destino que para él conseguí por mediacion de V.

—¿Angel ha renunciado el destino? preguntó ella con exaltacion.

—¿Lo ignora V. por ventura?

—Lo ignoraba; y ahora comprendo el motivo de ese paso que revela el orgullo de una familia pobre, pero digna.

—¡El orgullo!

—Sí, Medina; me ha exigido V. una franqueza que es el sello distintivo de la amistad sincera, y no quiero ocultar mis sentimientos.

—No entiendo.....

—El corazon me dice que al proteger á la familia de Trueba no ha obedecido V. á la recomendacion de mi amistad; que al llevar la credencial de Angel no iba V. á su casa á buscar la correspondencia de la simple gratitud.

—¡Se equivoca V., señora!

—¡Ah! el alma de la mujer se subleva con síntomas, y casi siempre adivina. Recuerdo bien que conocía V. ya á las hermanas de Trueba; ellas, como yo, adivinaron la intencion.

—¿Qué intencion? preguntó el general poniéndose en pié de un salto y desafiando á la marquesa con su mirada de tigre.

—No me mire,V. de ese modo, amigo mío, porque voy á confirmarme en la sospecha que ha despertado en mí el paso imprudente que ha puesto á tan alto personaje á merced de una gente oscura. Desarrugue usted las cejas, y confiese que ni yo me equivoco ahora, ni esas pobres niñas se equivocaron ayer, alarmándose con su presencia. Ha errado V. el golpe, mi querido general, añadió ella riéndose sin reserva para disimular la alegría que la dominaba.

—¡Suplico á V., señora, que rectifique su opinion acerca de mi conducta, haciendo justicia á la lealtad de mis sentimientos!

—Aunque la familia de Trueba confesara que habia formado un juicio temerario, aunque lo confesara yo ahora, nada adelantaría V. á mi modo de ver.

—¿Por qué?

—Porque hay otra entidad, que cuando forma sus juicios no rectifica fácilmente la opinion.

—¿Y esa entidad?....

—Es el mundo. El mundo, amigo Medina, creerá como nosotros que el alto personaje subió á la buhardilla de unas mujeres pobres, llevando en una mano el socorro y en otra la deshonra.

—¿La deshonra?.... ¡Señora! exclamó él poniéndose verde de cólera; ¡el mundo entero es pobre enemigo para combatir con mi fortaleza! ¡sus juicios temerarios son tiros que han de estrellarse contraía coraza de mi pecho, en donde se esconde la lealtad! ¡Yo desafío al mundo!....

—Tranquilícese V., y comprenda que mientras más grite, más enevidencia pone á esa familia desventurada, que no tiene hoy otro patrimonio más que su honor amenazado.

—¡Nunca!

—La familia de Trueba, puesta en guardia siempre, ha cerrado á V. las puertas de su casa

—¿Las" puertas de su casa? ¿A mí?... ¡Lo veremos!...¡Ahora mismo!....

—¿Adonde va V., general?

—Voy á llevar ese papel, contestó recogiendo la credencial de Trueba de manos de la marquesa; voy á convencer á esa familia del error en que ha caido, sin duda por torpes sugestiones de alguna persona mal intencionada.

—¿Qué dice V., general?

.—Adiós, señora; mi deber me llama al sotabanco; cuando baje del cielo tendré ocasion de combatir contra las miserias de la tierra.

Medina salió sin mirar á la marquesa, que aunque quiso adelantar un paso para detenerle, no pudo moverse.—Estaba aterrada.

XI.
DE POTENCIA A POTENCIA.

El general Medina subió á saltos los seis tramos de escalera del cuarto principal al sotabanco, y en la última meseta se detuvo, pero no para tomar aliento, sino para pensar en lo que iba á decir al presentarse en la casa; despues de algunos segundos de meditacion, movió la cabeza á derecha é izquierda, como el que no encuentra una idea que busca, y llamó.

Al abrirse la puerta apareció, como la primera vez, la figura de Margarita, que cruzaba á la sazon por el recibimiento y se habia detenido, esperando que la criada franqueara el paso al que llegaba. La sorpresa de la jóven al ver al general fué tan grande, que de sus labios se escapó una de esas exclamaciones naturales que delatan ó el miedo ó la emocion del placer, y sin corresponder al saludo que le hacian, se dirigió á la sala con ese andar incierto del que huye, no atreviéndose á correr.

Medina se fué detrás, frunciendo mucho las cejas, porque temia que la acogida que encontraba en aquella casa fuera consecuencia de una traicion de la marquesa del Fresno; si Margarita se hubiera refugiado en las habitaciones interiores hubiera conseguido evitar el encuentro, pero aturdida, habia entrado en el lugar destinado á recibir las visitas, cortándose ella misma la retirada. El general no le dió la mano, ni ella se atrevió á brindarle asiento; pero ni ella ni él notaron aquella falta de cumplimiento con las costumbres de la buena sociedad; los dos permanecieron en pié, mirándose, pero sin verse, á causa del aturdimiento que los dominaba.

El dió un paso hacia delante y ella otro hacia atrás, encontrándose por tanto á la misma distancia; la situacion no podia prolongarse, y haciendo Medina un esfuerzo para vencer su aturdimiento, dijo:

—¿Quiere V. explicarme, señorita, la causa del mal efecto que hace en la familia mi presentacion en esta casa?

—En la familia no, repuso la niña bajando la cabeza y dando á entender bien claramente que no comprendía toda la fuerza de expresion que encerraban aquellas cuatro palabras, al parecer tan sencillas, pero tan verdaderas en los labios de una mujer toda candor y ternura.

—¿En la familia no? repitió el general. Entonces ¿qué significa la sorpresa de V. al verme poner el pié en la casa? ¿Soy por ventura un hombre peligroso?

—No lo sé, murmuró la jóven entre dudosa y tímida.

—Hay aquí un misterio que me conviene aclarar, y puesto que la suerte me concede la dicha de que estemos solos, siquiera sea por breves momentos, suplico á V. que desvanezca esa sombra que me contraria

—Nada sé, añadió ella cada vez más turbada y mirando hacia la puerta como el que quiere escaparse ó espera que alguna persona acuda en su auxilio.

—La situacion es violenta, señorita, y más para un hombre de mis condiciones que llega aquí con la mano tendida y el corazon abierto. ¿Qué teme V. de mí?

Margarita se estremeció visiblemente.

—¿Qué teme V. de mí? repitió Medina con calor.. Si sabe V. leer en el alma, si sabe V. apreciar los instintos, no puede equivocarse con respecto á mi intencion. Admirador de la virtud, le rindo culto donde la encuentro y me postro ante su altar; no ignoro que hay en el mundo seres bastardos que se gozan en: dar torcida interpretacion á las acciones más nobles, seres que no viven sino para regar el desconsuelo por donde pasan, seres que esterilizan cuanto tocan; esos seres, Margarita, son como el nogal, árbol triste, cuya sombra seca las plantas que se siembran á su pié.

—¿Por qué me dice V, todo eso? preguntó la jóven alzando un poco la cabeza, pero sin mirar á Medina.

—¿No me ha comprendido V. todavía?

—No.

—Bien considerado, vale más que ignore V. la intencion de mis palabras, porque las almas buenas deben vivir en la ignorancia; pero deseo que haga usted justicia á la lealtad de mis sentimientos. ¿Duda V. de mí, Margarita?

—¿Qué quiere V. decir con esas palabras? preguntó ella con un candor admirable.

—Quiero decir, que sea cualquiera la intencion que me trajera á esta casa, no consiento en que se interprete mal la nobleza de mi accion; quiero decir que al tender una mano, protectora á Angel Trueba, latia mi corazon por un sentimiento noble que nadie puede interpretar de distinta manera.

—¡La humillacion! murmuró Margarita poniéndose encendida y sin saber lo que decia.

—¿La humillacion? ¡Ah! ¡ahí veo la mano de la marquesa del Fresno!

—¿De la marquesa?

—Sí; esa mujer es la que me inspiró las palabras cuya explicacion me pedia V. hace un instante. Esa mujer, Margarita, es el ser bastardo que se goza en dar torcida interpretacion á las acciones más nobles; es el ser que no vive sino para regar el desconsuelo por donde pasa; es el ser que esteriliza cuanto toca.

—¡Eso es imposible! ¡La marquesa es una señora muy buena exclamó la jóven con espanto.

—¡Ah! ¡qué alma tan generosa abriga V. en el pecho!

—No hay generosidad en la justicia; la generosidad envuelve una concesion, y creo

—Ese pensamiento enaltece la imaginacion de V. y corrobora la elevada opinion que habia formado de usted sin haber tenido la dicha de tratarla.

—¡La dicha!..... exclamó la pobre niña turbada y mirando de nuevo á la puerta, pero sin atreverse á dar un paso.

—Hay sentimientos que por su nobleza se revelan, y con una simple mirada he leido en el fondo del alma de V., Margarita.

Ella se estremeció.

—¿Cree V. que al venir á esta casa me ha traido algun pensamiento indigno? preguntó el general.

Ella no contestó.

—¿Cree V. que he obedecido á una inspiracion?

—Sí, murmuró la jóven, pero en voz tan baja que solo Medina hubiera oido el monosílabo.

—Gracias, Margarita, gracias; esa simple palabra me recompensa de las amarguras que me ha proporcionado el haber venido á ejercer una accion noble; es más, esa simple palabra me recompensa de las amarguras que pueda recoger hoy que vuelvo á justificar mi conducta.

Hubo un instante de silencio; ella tenia los ojos fijos en el suelo; Medina los tenia clavados en el rostro de la jóven.

—¡La última explicacion! ¿Cree V. que un hombre como yo humille nunca la desgracia?

—¡No! dijo Margarita con decision y levantando entonces la cabeza para mirar al general.

Los ojos de ambos se encontraron, y un sacudimiento eléctrico confundió sus almas: se habian comprendido.

Medina tendió la mano para estrechar la de la jóven en señal de gratitud, pero ella retiró el brazo, y entonces tuvo miedo á aquel y á aquel no, sencillos vocablos que se habian escapado de sus labios y que sin embargo delataban su impresion. Dobláronse sus rodillas, y con paso vacilante se dirigió á la alcoba para sostenerse contra el marco de la puerta; allí una mano la detuvo por el hombro; y ella dió un grito, como el reo sorprendido en el momento del crimen.

Angel Trueba se presentó en la sala; la palidez de sus mejilllas y la trasparencia de sus labios denotaron que estaba poseido de una emocion fuerte; cualquier otro hombre que no hubiera sido el general hubiera temblado al aspecto amenazador del jóven; éste no habló, porque no podia hablar, y haciendo una seña á Matilde, que iba detrás de él, para que se llevara á Margarita, cerró la puerta de la alcoba, quedándose solo con Medina, que permaneció impasible ante aquel aparato de tormenta.

Angel dió dos pasos hacia adelante , cruzando los brazos, en ademan de manifestar una calma que estaba lejos de su espíritu, miró con altivez á Medina, y le dijo:

—¡Estoy en mi casa, general, y en ella soy rey absoluto!

—¿Qué quiere V. expresar con ese tono levantado y con esa advertencia tan fuera de lugar? preguntó él sin alterarse.

—¡Mi pobre morada no abre sus puertas más que á la voz de mi voluntad!

—¿Intenta V. echarme de su casa?

—Líbreme Dios de tamaño atrevimiento! Lo que deseo es hacer ver al general Medina que no debia haber venido á esta pobre habitacion.

—Y ¿por qué?

—Porque los grandes de la tierra humillan á los pequeños con sus favores.

—Eso es un error, jóven. Siéntese V. con calma, y pronto se convencerá de que hombres como yo no llevan consigo ni la desgracia ni la deshonra al sitio en que ponen la planta, añadió dejándose caer en el sofá con cierto aplomo.

Trueba permaneció en pié, contentándose con abrir mucho los ojos para expresar la sorpresa que le causaba la determinacion de Medina.

—Siéntese V. enfrente de mí, repitió éste con imperio, como si estuviera en su propia casa. Si despues que hablemos no se convence V. de mi nobleza, tendremos tiempo para todo; hasta para pelear, si es eso lo que en su obcecacion se propone V. con objeto de corresponder á mi simpatía.

—¿Simpatía? preguntó Angel como receloso y sentándose para obedecer la orden que habia recibido.

—Gracias, jóven, por la docilidad. Ahora, deseo saber si me concede V. el derecho de hacerle una pregunta.

—Sí, contestó Trueba levantando la cabeza con energía para mirar cara á cara al general.

—¿Hace mucho tiempo que conoce V. á la marquesa del Fresno?

—Dos años.

—¿Ha tenido V. ocasion de tratarla con intimidad?

—La marquesa del Fresno, caballero Medina, ocupa en la sociedad un lugar muy elevado, y no le he merecido más que favores para hacer frente á la miseria en que vivimos.

—¿Qué concepto ha formado V. de ella?

—Esa pregunta

—Es tan leal como todo lo que digo. Sírvase V. responder categóricamente.

—La marquesa es una señora muy noble, muy digna, muy generosa.

—¿Lo cree V. así de buena fe?

—Soy por lo menos tan leal como V., pues mis labios nunca se mancharon con la mentira.

—Lo siento por V., señor Trueba. Hace más de doce años que conozco á esa mujer, y he sufrido mucho por su culpa.

—A mi vez, general, repito sus mismas palabras: lo siento por V.

—Fuí jóven y lloré un desengaño, cuyas consecuencias estoy tocando todavía. ¿Me permite V. que le dé un consejo saludable?

—¿Quiere V. explicarme el fundamento de este interrogatorio, que á mi ver no puede prolongarse?

—Ya llegaremos á eso. Tenga V. la calma necesaria, y despues me lo agradecerá.

—Nada de lo que V. me dice anuncia el objeto de esta visita, que es lo único que me interesa.

—Está V. en un error, que desvaneceré con mis palabras. La marquesa del Fresno ha despertado en esta casa una sospecha inicua......

—¡Eso no, es verdad! prorumpió Angel levantándose. No he visto á la marquesa desde la noche en que me honró con la recomendacion que ha traido la desgracia á mi familia.

—¡La desgracia! exclamó Medina poniéndose lívido ¡Modere V. sus impulsos, caballerito, porque no he venido á pelear!,

—Estoy en mi casa, y escudado con ese derecho vuelvo á preguntar á V. cuál es el objeto de esta visita.

—Voy á satisfacer la exigencia de V., por más que sea en extremo ridícula; pero antes desearia que contestara V. á esta pregunta: ¿qué objeto puede tener mi visita?

—No quiero ni debo comprenderlo.

—Entonces, me permitirá V. que sienta haber puesto el pié en esta casa impulsado por el más legítimo de todos los sentimientos del alma.

—¿Qué sentimiento es ese?

—Conocí á V. en casa de la marquesa, y despertó en mí una noble simpatía, que me obligó á atender la recomendacion de aquella; supe despues que la desgracia se encerraba en esta morada, y como la desgracia es para mí una hermana predilecta, no solo tendí una mano generosa, sino que quise gozar en el efecto de mi buena accion: hé aquí el objeto de mi visita. Ahora, déme V. la explicacion que le obliga á renunciar al porvenir, cerrando las puertas de su casa al bienhechor que no humilla, al padre cariñoso que acoge bajo su amparo el infortunio.

Angel bajó los ojos; en aquel momento empezaba su humillacion y no sabia contestar. Hubo un minuto de pausa, de lucha acerba entre el corazon y la conciencia, y algunas lágrimas se asomaron á sus párpados. El general se apoderó de una mano del jóven, diciéndole con ternura verdaderamente paternal:

—¡Tiene V. tan hermoso el corazon como el alma! Ese llanto que se anuncia es el esfuerzo del dolor;, pero es preciso no dejarse engañar, cediendo á las preocupaciones que fascinan. Siéntese V. y ábrame su pensamiento para que lea en él todo lo que adivino. No me conoce V. bien, Trueba, y por eso duda de mí. Angel obedeció, y enjugándose los ojos con la manga de la levita, murmuró:

—El mundo

—El mundo, amigo mio, no es tan malo como él mismo quiere presentarse; hace alarde de lo que no siente y se viste con una máscara para esconder sus buenos instintos. ¿Qué teme V. de mi visita?

—¡Nada temo!

—Entonces

—La puerta de mi casa no se abre más que para la desventura, que tiene aquí su residencia.

—Eso es un error.

—Es la verdad. El mundo ve al que sube, y observa siempre,buscando una explicacion, que tiene su fundamento desde el instante en que un personaje penetra en la casa, desvaneciendo las sombras.

—¡Eso es una infamia! ¡Hé ahí á la marquesa del Fresno!

—¡No, general! ¡Aquí no habla más que mi corazon! Culpe V. solamente á mi dignidad susceptible.

—¡Si la familia de Trueba no tuviera una reputacion invulnerable, estaria á cubierto de los tiros de la maledicencia siendo yo el que viene á su casa! ¡No, no! ¡es imposible! El que ha estrechado una vez mi mano no recoge de ella la traicion, ni debe esperar un desengaño.

—¡El honor de una mujer es un cristal que se empaña con el aliento!

—Sí; es un cristal, y su trasparencia misma presenta la verdad á los ojos del mundo; el aliento que lo empaña se desvanece al punto y no le imprime una mancha. La deshonra es una mancha indeleble, porque le roba su trasparencia y delata el crimen. ¿Qué hay de comun entre la deshonra y la pureza de mis sentimientos?

—Matilde y Margarita

—¡Margarita y Matilde, interrumpió el general con un impulso frenético, son dos ángeles, y los ángeles no baten sus alas cerca del fango de la tierra!

—Sin embargo el fango salpica

—¡Pero no llega al cielo! Abra V. los ojos, y convénzase de que ha sido injusto conmigo. No me pregunte V. nada de mis sentimientos íntimos, no trate usted de profundizar mi corazon, porque no sé mentir; pero viva V. seguro de que al venir á esta casa llegué impulsado por la satisfaccion de gozar con el bien. Ahora, deme V. la mano.

Angel aceptó la mano que le presentaban, pero un estremecimiento nervioso delató el esfuerzo que hacia para corresponder á la franqueza que le brindaban.

—Después de haber sentido la presion de mi mano, ¿teme V. algo de mí?

—Nada, contestó el jóven reponiéndose.

—¿Acepta V. mi amistad?

—No, repuso con entereza.

—¿Está V. loco?

—Creo que no, general.

—¿Qué quiere decir esa negativa?

—Entre el grande y el pequeño no puede levantarse una amistad desinteresada.

—¡Ese principio es falso!

—Pero el mundo en que vivimos lo cree así, y no es fácil desvanecer sus creencias.

—¡Eso es un delirio!

—Prefiero que me juzguen delirante á que me escarnezcan.

—¿No acepta V. mi amistad?

—No, general.

—¿Y mi proteccion?

—Menos. Eso equivaldria á tomar lo peor.

—¡Parece imposible! exclamó Medina preocupado.

—Siento mucho, general, que la sociedad nos separe, porque me hallo impulsado á querer á V.; pero tendré que contentarme con admirarle. ¡Si el mundo fuera ciego estrecharia á V. en mis brazos!.

—¡Es V. un hombre magnífico! gritó Medina abrazando á Trueba con efusion, he pasado mi vida buscando un hombre, y lo encuentro en donde menos me esperaba.

—¡La miseria, general, abate el espíritu, pero no obliga á doblar la cerviz! Cuando la virtud se aposenta aquí, añadió señalando al corazon, los embates de las pasiones se estrellan contra su dureza, como las olas desencadenadas contra la roca que se levanta orgullosa en medio del Océano.

—¡Ah! ¡creí que nadie hablaba de ese modo! prorumpió el general. ¡Doy gracias á Dios que me concede la dicha de haber encontrado un alma tan noble! ¡Déjeme V. que lo abrace otra vez!

El general y Trueba se abrazaron, impulsados por un mismo sentimiento. Eran dos grandes hombres que se habian comprendido.

—Ya no podemos engañarnos, Angel, dijo el general enternecido; un lazo sagrado nos une, y bendigo á Dios que me ha proporcionado la satisfaccion de premiar la virtud. Ya el mundo no se atreverá á interponerse entre los dos; estamos en nuestro lugar y desafiaremos los tiros de la maledicencia, que de seguro no se cebará contra nosotros. ¡Somos bastante los dos para hacer frente al mundo! Piense V. en su porvenir, y despues de haberme conocido no se obstine en sembrar el desconsuelo en una familia tan digna de felicidad. Guarde V. ese papel que me devolvió; ahora comprendo todo lo que habia de noble en la conducta del hombre más generoso que he encontrado en mi camino.

—¿Qué papel es ese? preguntó Angel poniéndose pálido.

—La credencial del nuevo destino.

Los ojos de Trueba saltaron de sus órbitas, y exclamó:

—¡La credencial!....

—Sí; tome V. la tranquilidad de su familia.;

—Acaba V. de decir una gran verdad, caballero Medina; ya no podemos engañarnos.

Con una calma que habia sucedido repentinamente á aquel arrebato, apoderóse del papel y lo rompió, arrojando al sítelo los pedazos.

—¿Qué hace V.; desventurado?

—No desmentir mis sentimientos. La miseria abate el espíritu, pero no obliga á doblar la cerviz. Ahora me decido á aceptar la amistad del general Medina, despues de haber rechazado su proteccion. ¡Quiero subir hasta V. y no verme á sus pies! La amistad tiene sus distancias; el favor las salta todas: sé estar en mi puesto.

—¡Trueba, es V. mi amigo! ¡Ojalá me distinga usted con el nombre de hermano! La virtud se levanta y ocupa siempre un trono; el hombre honrado nunca está á los pies del poderoso. Adios : nos encontraremos en el mundo, lejos de esta casa que no olvidaré y que no soy digno de queme abra hoy sus puertas.

El general abrazó otra vez á Trueba y salió aturdido. Al pasar por delante de la puerta de la marquesa del Fresno sintió un estremecimiento de horror. Iba impregnado del sentimiento de la virtud.

Margarita y Matilde entraron en la sala; allí estaba su hermano con los brazos caidos y los ojos fijos en el cielo:

Las dos jóvenes cayeron de rodillas á los pies de Angel y le besaron las manos con respeto.

¡Era el tributo consagrado á la virtud!

XII.
EL TERMÓMETRO DEL AMOR.

Tenemos que ir en busca de Eduardo de Campo-Real; la suerte se ha ensañado contra él, y no es justo dar al olvido á las personas que sufren; obrando así imitaríamos la conducta de la humanidad, contra cuyo torpe instinto tanto hemos escrito, y debemos ser consecuentes con nuestro modo de pensar.

Acababa de amanecer, hora en que solo los serenos y las verduleras se permiten en Madrid estar despiertos, y sin embargo, vamos á imitarlos para escondernos detrás de la colgadura de terciopelo que cubre la puerta del gabinete de la casa del marido de Matilde Trueba: allí está, sin haberse desnudado todavía, dando paseos agitados por la habitacion, sin cuidarse de la falta de calor producida por la extincion de la llama en la chimenea abandonada; algun suceso grave preocupaba á Campo-Real, á juzgar por la alteracion de sus facciones y por la inquietud que le devoraba; tira; base unas veces de las patillas, otras se mesaba los cabellos, otras se mordia los labios, y otras pegaba con el puño sobre el mueble que encontraba al paso..

El quinqué, falto de alimento á hora tan avanzada, se apagó, sin que él hubiese notado la debilidad de la luz hasta que se encontró en tinieblas; entonces sintió un escalofrió parecido al que produce el miedo, y dirigiéndose á la puerta del balcon, la abrió precipitadamente. La claridad del alba hirió sus ojos medio cerrados por la vigilia, y un suspiro se escapó de su pecho; aquel nuevo dia que se anunciaba le traia sin duda la realidad de una desgracia, porque oprimiéndose el corazon cayó en un divan, exclamando:

—¡Ah! ¡el sueño ha huido de mis párpados! ¡soy muy desgraciado! ¡Felices los que duermen!

Quedóse algunos minutos en completa abstraccion, y clavando de nuevo los ojos en la luz que entraba por los cristales, añadió:

—¡Qué dia tan diferente! Ayer era rico; hoy estoy arruinado, completamente arruinado; esas jugadas de la Bolsa en que arriesgué el resto de mi fortuna, creyendo recuperar lo perdido, me han despojado.....¿No poseo un real! Dí crédito á mis amigos, y me han hundido; probablemente ellos disfrutarán mañana de mis riquezas, pues estoy seguro de que sorprendieron mi credulidad, jugando de mala fe; presentaron la negociacion tan clara que entré en ella sin vacilar ¡Pérfidos! ¿Qué será de mí en adelante?.... Aprendí á ser rico, y no puedo conformarme con los sufrimientos de la miseria ¡Mi orgullo me matará!

Levantóse entonces, como poseído de la agitacion casi febril que debe preceder siempre á la demencia y al crimen, y volvió á pasearse por la habitacion, dejando escapar frases incoherentes que revelaban el estado de su alma. Al fin se detuvo, exclamando con acento de dolor:

—¡Y me quedaré solo! El mundo me cerrará sus puertas, y los amigos me retirarán la mano; no habrá, quien me socorra, y no sirvo para nada..... ¡Qué desesperacion! Pero no: es imposible; está muy cerca el dia de ayer en que los amigos y el mundo me estrechaban las manos, llamándome á sudado.....¡No, no! soy injusto en mi desconsuelo; hay algunas personas que no olvidan los favores Además, no estoy solo; hay un alma generosa que hace seis años vive confundida con la mia y que ha disfrutado de los placeres de la abundancia á costa de mi fortuna. Esa mujer me pertenece en cuerpo y alma, y ella será mi amante compañera en el infortunio, como lo ha sido hasta ayer mi los dias de mi prosperidad..... ¡Ah! ¡perdona, Blanca! en la alucinacion de mi desgracia me habia olvidado de tí, que siempre fuiste amorosa conmigo. Ha llegado el dia de la prueba, y me consolarás, dándome fuerzas para escalar el porvenir que quiere cerrarme sus puertas. El recuerdo de Blanca me devuelve el valor perdido.

La fisonomía de Campo-Real se animó, y el tinte sonrosado de la esperanza coloreó sus mejillas. Disponíase á salir, pero al recordar que á hora tan matinal todo el mundo estaria durmiendo, se detuve como contrariado, y recostándose en el diván, se quedó dormido; por sus labios vagó entonces una sonrisa mezclada con el nombre de Blanca..

A las nueve despertó transido de frío, y fué á su alcoba á vestirse de limpio y á calentarse en la chimenea que tenia ya encendida su ayuda de cámara, al cual no le dirigió la palabra sino para mandarle que pusieran inmediatamente la berlina. Una hora despues salió de su casa, con gran, sorpresa de los domésticos que no estaban acostumbrados á ver en su amo aquella cara tan descompuesta.

Cuando Campo-Real llegó á casa de Blanca, acababa esta de levantarse y habia entrado en el boudoir para empezar su negligé, primera toilette del dia. (Si no me valiera de estas voces francesas, el gran mundo no me entenderia ó diria que el autor no hablaba en castellano.).

Blanca lucia su magnífica cabellera suelta sobre un rico peinador guarnecido: de encajes, y en aquel deshabillé estaba encantadora, pues sin la sujecion del corsé ni el ahuecamiento del miriñaque, adivinábanse sus soberbias formas, que no necesitaban por cierto de aquellos mentirosos auxiliares para ser provocativas

Eduardo de Campo-Real era la única persona que sin anunciarse tenia el derecho de penetrar en el recinto sagrado de aquella deidad casi mitológica, y cuando asomó la cabeza en el boudoir, Blanca dejó escapar una exclamacion, que podria ser de sorpresa, pero que el más escéptico en amor hubiera aceptado por una emanacion del alma que iba á confundirse con la de su amante; y sin levantarse del cojin en que estaba sentada delante del tocador, abrió los brazos, echando la cabeza para atrás, á fin de esperar en esa actitud estudiada al que quería atraer con sus encantos. Los ojos de Eduardo se dilataron, pues viendo en aquel recibimiento la prueba inequívoca de la correspondencia de Blanca, nada tenia ya que temer; pero al estrecharla contra su pecho sintió un desconsuelo grande porque consideraba que aquella mujer querida iba á sufrir las contrariedades de la miseria,.

—¡Eduardo mio! dijo ella recibiéndole en sus brazos. ¡Qué sorpresa es esta! ¡Tú en mi casa tan temprano! ¿Qué te trae á hora tan desusada?

—¿Lo sientes, Blanca?

—¡Ingrato! exclamó ésta haciendo con la boca un gesto graciosísimo. ¿La mujer que te recibe como yo puede sentir verte? ¿No sabes demasiado que no aliento sino para tí?

Eduardo estampó un beso en la mano de Blanca que tenia entre las suyas, y con acento de pasion le preguntó:

—¿En qué pensabas cuando llegué?

—En el amado de mi corazon.

—¿Y ese soy yo? añadió él con cierto candor.

—¡Bobalicon! dijo ella sonriéndose y pasándole, la mano por la cara. ¿Quieres que lo repita para satisfacer tu vanidad?

—Sí, Blanca.

—Pues bien: tú y solo tú eres mi amante; tú y solo tú reinarás en mi alma, porque moriré adorándote.

—¿Me adoras? Repítelo, Blanca, porque hoy más que nunca necesito oirlo.

—Con efecto, Eduardo; vienes preocupado, y noto en tu fisonomía una alteracion extraña. ¿No has dormido?

No

—En ese caso, te pido una explicacion del insomnio y cuenta estrecha de la noche, pues despiertas en mi imaginacion los celos.

—¿Celos?

—¿Quién lo duda? Confiesas que no has dormido, estás alterado, y cuando llegas á verme, echo de menos en tí la efusion de siempre. Los síntomas son mortales, y exijo la cuenta que te pedí.

—Solo de broma te consentiria esas palabras.

—¿Por qué?

—Porque sabes demasiado que para mi no hay otra mujer más que tú en el mundo.

—Entonces, Eduardo, ¿qué tienes?

—Blanca, quiero pedirte perdon.

—¿De qué, amor mio?

—He dudado de tí, pero solo un minuto; uno de esos minutos que amargan una existencia entera y que son necesarios en la correspondencia amorosa para dar fuerza á la pasion que une dos almas.

—Explícate, Eduardo, dijo la jóven rodeándole el cuello con el brazo derecho para obligarle á descansar la cabeza sobre su hombro torneado; explícate, y no me atormentes.

—Dudé de tí, creyendo que solo el interes ligaba tu vida á la mia.

—¡El interés! Vamos: has tenido calentura esta noche; y me confirmo en mi opinion al sentir que tu mano abrasa. ¿Por qué te asaltó esa idea extraña?¿No te he dado bastantes pruebas de cariño? ¿No vivo consagrada á tí como una esclava de tu capricho?

—Sí, Blanca; pero...

—¡Ah! ¡los hombres! ¡los hombres! Para tenerlos contentos es preciso atormentarlos; la culpa es mia.....

—Te he pedido perdon, Blanca.

—Y te lo concedo en gracia del amor que te inspira esa duda. ¡Soy muy desgraciada, Eduardo!.

—¿Por qué, mi bien?

—Porque no puedo borrar de tu pensamiento el recuerdo de mi pasado; quisiera regenerarme para ser digna de tí, y que me amaras como te amo yo. Pero ¡eso es imposible!

Cualquiera persona hubiera creido que la mujer del mundo se habia conmovido al lanzar aquellas palabras que al parecer le embargaban la voz; una actriz en la escena, poseida de su papel, no hubiera pintado con más verdad la amargura de un corazon herido por el infortunio y arrastrado por el amor. Eduardo estampó un beso en la frente de la mujerde mármol, exclamando:

—¡Para mí estás regenerada! Recuerdo que hace algunos dias me dijiste, rechazando la idea del interés que te asustaba: «Arroja tu fortuna; ven sin más riqueza que la que para mí atesoras en tu pecho, y me verás esclava de tu deseo, más amante que nunca......

—Tienes buena memoria, mi Eduardo, interrumpió ella sonriéndose.

—¡Esas palabras se grabaron-en mi alma!

—Y si las hubieras olvidado te las repetiria ahora.

—¡Qué feliz me hace esa corroboracion!

—¡No pienses en eso, bien mio! exclamó ella con acendrada pasion y jugando con los cabellos de su amante; piensa solo en mi cariño.

—Debo pensar en mi felicidad, porque ha llegado el momento de la prueba.

—¿Qué dices, Eduardo, preguntó la jóven frunciendo las cejas?.

—Necesitaba saber que no me abandonarias, hoy que la desgracia me amenaza muy de cerca.

—¡La desgracia! dijo ella soltando los rizos de, su amante y estremeciéndose ligeramente. ¿Qué te pasa, Eduardo? ¡No me ocultes tu situacion!

—Veo el interés que tomas por mi suerte, y no quiero prolongar tu martirio. Blanca mia, ¡estoy arruinado!

Los brazos de la jóven cayeron inertes, y una sonrisa glacial se dibujó en su fisonomía. El termómetro del amor marcaba visiblemente en su escala el desceña so del calor; el corazon de la mundana señalaba en el rostro su temperatura bajo cero. La mujer de mármol habia recobrado la insensibilidad de la estatua.

Aquella frialdad heló la sangre en las venas del amante, que no queriendo dar crédito á tan violenta transicion, se pasó las manos por los ojos para borrar la impresion de lo que tomaba por un vértigo, y le dijo con acento de cariño:

Comprendo que esta noticia te habrá desconcertado como á mí, que perdí anoche el sueño; pero tengo valor, y tú me ayudarás á soportar las angustias de la miseria.

—¡La miseria! exclamó Blanca sin alterarse. ¡Bah!...

—No, amor mío; trabajaré para los dos, y nada te faltará; renunciaremos á las grandezas de la vida....

—Déjate de palabrerías, Eduardo, y piensa en tu desgracia, interrumpió ella con una sangre fria que hubiera rechazado á otro hombre menos ciego. Repara que son las once de la mañana y que todavía no me he peinado; despues hablaremos del particular; ademas, lo que no tiene remedio exige conformidad..

—¿Eso me dices, Blanca? preguntó él con espanto, queriendo sin embargo estrecharla contra su pecho como para atraerla.

—No te acerques tanto, que me arrugas los encajes del peinador, dijo ella con desden marcado.

Eduardo lanzó un grito penetrante, cubriéndose el rostro con las manos; Blanca, sin mirar á su amante, cogió el peine que estaba sobre el tocador y se puso á alisarse el cabello, sin que su rostro delatara el menor interés por el tormento que sufria el hombre que habia consagrado á ella su existencia y su fortuna.

Eduardo se convenció de que el mármol no tiene fibras de sentimiento, y haciendo un violento ademan, como paraarrancar del pecho el corazon, se acerca á Blanca con los ojos alterados; ella permaneció impasible, sin que le inspirara miedo la actitud hostil de su amante. Este le arrebató, de la mano el peine y arrojándolo al suelo, dijo con despecho:

—¿Tienes valor para pensar en estos momentos en arreglar tu belleza?

—Tranquilízate, Eduardo, porque los arrebatos de la ira no recomiendan á los hombres. ¿Pretendes maltratarme? añadió sonriéndose. Recuerda que hay un código que ampara á los desvalidos; recuerda que los jueces no toman en consideracion la falta de correspondencia amorosa en una mujer para atenuar el crimen que leo en tus ojos; recuerda tambien que es una consecuencia lógica que cuando se seca el manantial se abandone la fuente.

Con efecto, en los ojos de Eduardo de Campo-Real se anunciaba el crimen; la ley no hubiera disculpado la muerte de Blanca, porque ningun hombre está autorizado para hacerse justicia por su mano, pero en el tribunal de la conciencia ¿podria condenarse al que hubiera librado á la sociedad de semejante monstruo? ¿No merecía un castigo terrible el ser degradado, que haciendo juguete suyo las pasiones, profanaba cuanto de grande tienen, precipitando á los hombres en el abismo de la perdicion, adonde los arrastra, la ceguedad?

El mundo guarda para esas almas envilecidas el peor de los castigos: el desprecio.

La Providencia, siempre justa, siempre sabia, habia puesto á Blanca en el camino de Campo-Real para que sufriera, con el desprecio de un ser despreciado, el castigo de su conducta. Eduardo amaba á Blanca; Blanca satisfacia con su belleza la vanidad de Eduardo. La Providencia acababa de arrojarle al rostro el cieno del corazon de la mujer que amaba; aquel cieno, salpicando su frente, lo presentaba manchado á los ojos de la sociedad, que le escupiria para degradarlo.

¡Matilde Trueba estaba vengada!

—¡Has abandonado la fuente! exclamó CampoReal todo convulso con la emocion de la sorpresa, todo aterrado con el desengaño que encerraban aquellas cínicas frases de la mujer del mundo.

—Sí, murmuró Blanca mirándose al espejo para desconcertar á su amante, pero observándole de reojo para evitar la agresion que temia.

—¿Y si te matara en este momento? preguntó él fuera de sí.

—Recibiría un favor señalado, porque la vida no me ofrece atractivos; mátame, Eduardo, que no me defenderé; pero no olvides lo que antes te dije acerca del código. Piénsalo bien; una mujer como yo no merece que un hombre comprometa su porvenir.

—¡Eres una infame! prorumpió él sujetándola con fuerza por la muñeca derecha.

—¡Me haces daño! exclamó Blanca sin moverse del asiento, pero tirando violentamente del cordon de la campanilla con la mano izquierda.

—¿Llamas?

—Claro está, Eduardo; si me matas, necesito que haya testigos para ahorrar trabajo al juez, contestó ella riéndose.

La doncella abrió la puerta del boudoir y se detuvo al ver la descomposicion de las facciones de Campo-Real. Su ama le dijo con la mayor calma:

—Ven a peinarme, que es tarde,y avisa que me preparen el almuerzo.

Eduardo se llevó las manos á los ojos como para contener las lágrimas qué pugnaban por asomarse á los párpados, y dejándose guiar por un arranque frenético, dijo, poniéndose el sombrero:

—¡Adiós,Blanca! ¡Te desprecio!

—Las expresiones, Eduardo, tienen más ó menos valor, segun su novedad: me han despreciado tantas veces, qué ya tu desahogo no me causa efecto. ¿No quieres matarme? Haces mal.

—Tú lo dijiste: una mujer como tú no merece que un hombre comprometa su porvenir.

—El porvenir de un hombre arruinado no es muy lisonjero, contestó ella riéndose. Adios, y calma tusiras.

Eduardo salió del boudoir echando fuego por los ojos; llevaba la muerte en él corazon.

—Vamos, dijo Blanca á la doncella, péiname con esmero, porque tengo que salir esta tarde. Estoy vacante.

La doncella se echó á reir para corresponder á la indigna confesion de su señora, y empezó su tarea con el esmeró que el caso requería.

Blanca almorzó con apetito, sin que el golpe de su amante influyera lo más mínimo en su espíritu; puesto que contaba con su hermosura para seguir viviendo en medio del lujo, único aliciente que para ella tenia la existencia triste qué estaba destinada á arrastrar. A las tres hizo su segunda toilette, de paseo, y disponíase á salir cuando le anunció un criado la visita de Leopoldo Rivas.

La mujer del mundo se puso un dedo en la boca, como para meditar sobre una idea que le habia asaltado al oír aquel nombre, y sonriéndose mandó que dejaran entrar al jóven.

—Adiós, calavera, dijo ella presentándole la mano con afecto.

—¿Iba V. á salir? preguntó Leopoldo sentándose en un sillon de muelles y cruzando una pierna sobre la otra, como el que sabe que no debe guardar consideraciones sociales al sitio en que se encuentra.

—Sí, amigo mío; pero no tengo prisa.

—¿Va V. en busca de Eduardo?

—Eduardo pertenece á la historia, contestó ella con cinismo, sentándose al lado del jóven.

—¿Sabe V. ya lo que pasa?

—Todo.

—Pronto llegan las malas noticias.

—¿Malas?.... ¡Pche!....

—Eduardo creia que V. le amaba de veras.

—¡Es un pobre diablo!

—Pero pagaba bien, Blanca. Ha gastado un capital en esta casa.

—Era complaciente.

—No soy tan rico ni tan crédulo como él, pero sabe V. que hace mucho tiempo, mucho, que bebia los vientos por la belleza de la amante de mi amigo.

—¡Hubiera sido una traicion! exclamó Blanca con la apariencia de la mejor buena fe. Los amigos y los amantes deben ser consecuentes.

—Sobre todo, cuando hay dinero, dijo Rivas riéndose y apoderándose de una mano de Blanca, que ésta no se tomó el trabajo de separar.

—Me dió el corazon que vendria V. hoy, repuso la mujer del mundo.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Me esperaba V. sin repugnancia?

—No piense V. eso de mí.

—A rey muerto rey puesto, añadió Leopoldo con entusiasmo. ¡Me hace V. feliz, Blanca! A lo menos encontraré algunos dias agradables en esta vida de tristeza á que mi escepticismo me condena.

Leopoldo Rivas ocupó el lugar de su mejor amigo.

Aquella noche se hablaba en todos los círculos de Madrid de la ruina de Eduardo de Campo-Real, sin que nadie se compadeciera de la suerte de un hombre-que habia compartido con el mundo una existencia brillante de lujo y disipacion, en que siempre toca algo á las personas que rodean al poderoso.

Los amigos de Campo-Real le habian heredado en vida. El menos exigente, habia sido Leopoldo Rivas,. por cuanto habia tomado la parte más ruinosa.

Blanca lo habia dicho: Eduardo pertenecia ya á la historia.

XIII.
TU QUOQUE!

«Humo las glorias de la vida son,» ha dicho un poeta contemporáneo. Este verso se habia grabado en el pensamiento de Eduardo de Campo-Real, y no pódia menos que, recitarlo á cada instante al ver cómo se iban desvaneciendo las glorias de su vida.

Las glorias! ¡ah! son nubes de brillantes colores que fascinan los ojos, que cautivan el alma, que deslumbran los sentidos, que excitan la imaginacion, y un ligero soplo las trastorna, unas se disipan como el humo, otras se apagan, cambiando poco á poco sus tintes calientes en negras sombras, y las más truecan la dulce apacibilidad de sus fantásticas visiones por un torrente de lágrimas, esa lluvia del alma, anunciando el huracan que no tarda en desatarse. Las glorias son pasajeras, las desdichas son eternas.

La pérdida de su fortuna fué un golpe terrible que hirió de muerte el ánimo de Eduardo de Campo-Real; conocía de cerca la miseria, puesto que en los primeros años de su juventud habia carecido hasta de lo más necesario para la subsistencia; el lector lo recordará; pero entonces vivia contento y ambicionando poco; su horizonte estaba limitado, y el menor desahogo era para él una expansion; la escasez llevaba consigo sus goces, porque en un círculo estrecho es un triunfo dar un paso; pero ahora la caida era de fatales consecuencias.

Campo-Real lo habia dicho: despues de haber aprendido á ser rico no sirve el hombre más que para ser rico; hay pocas organizaciones de privilegio, que así pueden llamarse, preparadas para resistir las contrariedades de la inopia; se aprende pronto á mandar, pero tarde se aprende á obedecer; y mucho más tarde si se ha mandado ya. Es una condicion natural de la debilidad de nuestro ser.

Las personas íntimas que habian rodeado á Eduardo en los dias de prosperidad huyeron de él como de un leproso desde el momento que se escapó de su arca la última moneda: los ricos, porque no les pidiera; los pobres, porque ya no tenia que dar.

Los parásitos son ¡como los gorriones, que no se arriman al árbol que los mantiene en cuanto cae de sus ramas la última fruta.

El dinero que con mano pródiga se derrama entre esa turba de advenedizos que la candidez social ó el abuso han dado en llamar amigos, es una semilla que se siembra en terreno estéril, pues no se recogen más que desengaños.

Los amigos se compran fácilmente; pero como los perros que el amo no cria, son fieles á la mano que les tiende el hueso y no á la que los acaricia; en cuanto les falta la pitanza, ó responden al halago con una dentellada, ó huyen olfateando en donde guisan.

La conducta de Blanca sobrecogió á Eduardo; él habia hecho gala de ser hombre de mundo, y para desmentirlo, no solo se habia dejado prender en las redes de una mujer envilecida, olvidándose de sus deberes más sagrados, sino que la habia elevado á la altura del ídolo, creyendo en su ceguedad que el cadáver podia recobrar la vida á impulsos de ningun sentimiento. Al caer del falso altar, la vision fantástica se habia evaporado, y sus ojos y sus manos no encontraron más que un poco de fango. En su desesperacion dejó correr algunas lágrimas que cayeron sobre el fango, y en fango se convirtieron. ¡Digno tributo y digna recompensa de tan bastarda adoracion!

Solo en el mundo, sin extraños que le compadecieran, sin amigos que le consolaran, sin una mujer que le ayudara á sentir y á llorar, con los recuerdos de sus grandezas que lo aturdian, con la realidad de la miseria que se presentaba á sus ojos descarnada, con el alma llena de desengaños y el corazon vacío de sentimiento, se levantó Eduardo de Campo-Real el nuevo dia que siguió al de su ruina.

Al asomarse al espejo, se estremeció; con su fortuna habia perdido no solo las ilusiones sino su última juventud; grandes ojeras hacian sombra á sus párpados macilentos; algunas arrugas surcaban su frente abatida por el dolor moral; y su cabello habia encanecido en una noche, amaneciendo su cabeza como el árbol que ha resistido una nevada. Eduardo era otro hombre; él mismo se espantó de aquella trasformacion violenta, y sin separar los ojos del espejo, contrayendo sus labios con una sonrisa irónica, dejó escapar estas palabras:

—¿Soy el mismo de ayer?...La Providencia me castiga por mis extravíos, y me castiga sin piedad.....; Nada ha respetado, nada: despues de arrebatarme la fortuna, las ilusiones, hasta las lágrimas, porque ya no sé llorar, me hiere en la vanidad, llevándose la frescura y la belleza de mi cara ¡Soy viejo á los cuarenta y dos años! ¡Ah! ¡justa compensacion!¡vivia en la edad madura como vive el jóven aturdido, desperdiciando las fuerzas y los nobles impulsos del alma! ¡ahora viviré como el viejo, sin poder aprovechar los últimos arranques de mi juventud!

Acercó entonces la cara al espejo hasta casi pegarla al cristal, como para convencerse de que no le engañaba, y frotándose fuertemente los ojos con la manga de la camisa, sin duda para hacerse la ilusion de que tenia lágrimas, murmuró en voz muy baja á fin de que solo su alma le oyera:

—¡Soy un miserable!.... ¡Qué leccion tan dura!¡Dios no debe perdonarme!.... Hace tiempo que un triste presentimiento me anunciaba la desgracia, pero no quise dar crédito á aquel aviso, y seguí lanzado por el camino de mi perdicion Blanca me ha hecho expiar mi culpa, cerrándome el paso para el arrepentimiento, porque me ha ayudado á arruinarme; sí, ella me precipitó; necesitaba dinero, mucho dinero, para satisfacer su sed de lujo, y ciego me lancé á reconquistar lo perdido cuando aun podia detenerme ¡La vanidad! ¡oh! ¡qué pasion tan peligrosa!. Esa mujer despreciable no buscaba más que mi riqueza, y en cuanto se secó la fuente, ella misma lo ha dicho, huyó de mí, dándome con el pié como á un estorbo. ¡Qué negra ingratitud!. ¡Debia haberlo previsto, pero los hombres somos ignorantes, y solo á costa de rudos desengaños aprendemos, aunque tarde, el mérito de la virtud!

Dejó caer la cabeza sobre los hombros, y permaneció mucho tiempo en honda meditacion. Su ayuda de cámara, con el respeto natural de un criado que ignoraba todavía la mala suerte de su amo, se asomó á la puerta para anunciarle la visita de su amigo Leopoldo Rivas. El alma de Eduardo se dilató con la sorpresa, pues no esperaba que nadie fuese á prestarle el menor consuelo.

—Adiós, querido, dijo el calavera tendiéndole la mano, sin borrar de sus labios la irónica sonrisa que ponia de relieve el sello de su alma.

—¡Adiós, Leopoldo! exclamó Campo-Real con cierta efusion que aquél no comprendió.

—Chico, añadió el escéptico recostándose en el divan: ¿qué te pasa? ¡Esa cara no es la tuya!—¡Ah! sí: es la mia.

—¿Es decir que nos engañabas?

—¿Porqué?

—Ahora veo que acreditas el procedimiento químico que usabas para teñirte el pelo, pues lo tenias negro como el ébano y ahora lo luces blanco. ¡Cáspita! ¡si representas sesenta años! ¡Qué trasformacion ha sido esta! ¡Pocas cosas poseen el privilegio de espantarme, y esta me deja anonadado!

—¡Los desengaños, Leopoldo, hacen de una hora un siglo!;

—Según eso, me convenzo de que desconoces la filosofía, y de que eres débil como una mujer. Todas las desventuras de la tierra podrian conjurarse contra mí y caer sobre mi cabeza, con la furia de las olas encrespadas, que estoy seguro de que las resistiria como la roca en que se estrellan. En el mundo, mi pusilánime Eduardo, no hay más que dos papeles para la comedia humana: el de víctima y el de verdugo; este parece repugnante por el nombre, pero es preferible al otro. No dobles la frente, y él porvenir será siempre tuyo.

—Hay sucesos

—¡Cá! lo que hay son debilidades; y la tuya te ha perdido sin remedio. ¡Has trasmigrado, querido! Si Blanca te viera ahora, aplaudiría su pensamiento de separarse de tí.

Campo-Real se estremeció; su vanidad, mas que la inclinacion que lo habia ligado á aquella mujer, llevó al rostro la señal de su profunda indignacion, y mirando á su amigo con ojos de severidad, le dijo.

—Leopoldo, te prohibo que en mi casa nombres á esa mujer detestable, y menos para gozarte, en mi desgracia.

—¡Prohibiciones!.... Has perdido la fuerza moral de la energía, dejándote abatir por una contrariedad tan comun en la vida de los hombres.

—¡Leopoldo! exclamó Eduardo indignado.

—Tú y yo no podemos reñir; ya me conoces. Y antes de continuar, necesito que rectifiques el adjetivo con que has calificado á Blanca. ¡Una mujer detestable!... Perdona, amigo mio; Blanca es una mujer encantadora.

Campo-Real miró fijamente á Rivas para adivinar el sentido de aquellas palabras.

—No me mires de ese modo, añadió Leopoldo dando golpecitos con la contera del baston sobre la punta de la bota, porque creeria que te importaba algo la lógica conducta de una mujer, cuyo retrato moral te hice tantas veces, fingiendo que te indignabas, sin duda para dar más valor al dinero que te costaba su consecuencia.

—No té comprendo

—Digo que es creíble que te preocupe la pérdida de tu fortuna, pero no supongo que Blanca aumente en nada la cantidad de tus amarguras. ¡Eso sería, una estupidez!

Campo-Real no contestó.

—¿Te callas?..... Sentiria que dieras importancia á la parte de herencia que me ha tocado en tu muerte social.

—¿Qué dices? preguntó aquél, abriendo desmesuradamente los ojos.

—Ya lo oiste, y debes comprenderlo, repuso Rivas riéndose; dije, y lo repito, que Blanca es una mujer encantadora.

—¡Tú tambien! exclamó Eduardo llevándose las manos á la cabeza en señal de desesperacion.

—¡Qué dramático te has vuelto! Al convencerte de una verdad que no debiera extrañarte, exclamas como César: «tu quoqueh Pues bien, caro Eduardo, prosiguió soltando una carcajada estén torea:, ¡yo tambien!

El cuerpo de Campo-Real cayó sobre un sillon, obedeciendo al abandono que produce una fuerte excitacion nerviosa, y permaneció inmóvil algunos segundos, sin que Rivas diera la menor importancia á los sufrimientos de su amigo, pues le miraba con impasibilidad, lo mismo que al cigarro, lanzando bocanadas de humo que iban á perderse en el techo del aposento.

Eduardo se repuso, y levantándose con dignidad, dió dos pasos para colocarse enfrente de su amigo y decirle con tono seco:

—Yo no hubiera aceptado tu herencia.

—Cada uno tiene su modo de pensar, querido, lo que te aseguro es que no me arrepiento. Blanca es como los muebles de lujo: costosos, pero magníficos.

Campo-Real hizo un gesto de indignacion, y cruzando los brazos; en ademan de manifestar que su resolucion era invariable, le dijo:

—Mi casa estaba abandonada por todo el mundo, y te vi llegar con emocion, porque creí que aun tenia algun lazo que me ligara á la sociedad. Acabas de proporcionarme el último desengaño, y te agradezco la franqueza. ¡Quiero estar solo!

—¿Me echas de tu casa con esa fraseología ridícula? ¡Qué pobre hombre eres, Eduardo!

—¡Estoy resuelto á sufrirlo todo, menos tu presencia! ¡Sal de aquí!

—Si un duelo contigo no fuera hoy un descrédito para cualquier hombre del gran mundo, te haría el honor de darte una estocada.

Los labios de Campo-Real se contrajeron, pero contuvo el arranque de su cólera para repetir con voz más imperiosa:

—¡Sal de aquí!

—No te alteres, paladin de la virtud mercenaria, pues me haces un favor en recordarme que no debo perder mi tiempo en verte llorar como una Magdalena arrepentida. Adios; me voy á casa de Blanca, cuya compañía es más agradable que la tuya.

Leopoldo soltó una carcajada y salió de la habitacion, mirando á su amigo con ojos de lástima.

Eduardo quiso precipitarse sobre él, pero sujetándose con una mano la frente y con la otra el corazon, exclamó:

—¡No!.... ¡Debo apurar hasta las heces la copa de la amargura que la Providencia me presenta!.... ¡Debo expiar mi falta!.... ¡porque soy un miserable!....

En seguida se llevó las manos á los ojos, y encontrando en ellos las lágrimas que creia agotadas, cayó de rodillas para dar gracias al cielo.

La Providencia es muy grande; al ver que del alma del desgraciado se exhala el grito de la conformidad, primer síntoma del arrepentimiento, le envia las lágrimas, primer consuelo del dolor.

Desde aquel momento, Eduardo de Campo-Real no era un malvado: á los pies de la cruz está la redencion del pecado.

XIV.
LA AMISTAD DE LA MARQUESA Y EL AMOR DEL GENERAL.

El general Medina y Angel Trueba habian estrechado íntimas relaciones, formadas por una simpatía profunda, convenciéndose el segundo de que habia sido falso el principio que habia sentado de que entré el grande y el pequeño no podia levantarse una amistad desinteresada.

Ha pasado un mes desde el dia en que. Angel perdió el destino por un exceso de delicadeza, y sufria con resignacion los rigores de su suerte, ayudando á un memorialista que le daba pliegos de papel para que copiara, perdiendo las horas y la vista, á fin de ganar un mezquino jornal para subvenir á las necesidades de su casa y ayudar á sus infelices hermanas que perdian el sueño y la salud, pegadas á la aguja con más afan que antes; pero ni una queja se exhalaba de los labios de aquella desventurada familia, que al levantarse rezaba, pidiendo á Dios fuerzas para el trabajo y el pan de cada dia; y al acostarse, rezaba para darle gracias por su misericordia infinita. La resignacion estaba pintada en los semblantes de los tres hermanos; cuando la fe sostiene viva su llama, no vacila la constancia y alienta al corazon.

«¡Dios mejorará nuestras horas!» decian juntos, y seguian animosos por la escabrosa senda de la virtud, trabajando sin descanso y con los ojos clavados en la estrella luminosa de la esperanza, que es la luz del alma para los cristianos.

Matilde besaba la frente de Rodulfo cuando éste dormia, y poniéndolo bajo el amparo de la Virgen de la Caridad, entreveía risueño el porvenir para el hijo de su amor: esta era toda su ambicion de madre. Con aquella santa vocacion que la animaba no pedia ni un consuelo para ella: no esperaba que la suerte le abriese otras puertas que las del cielo, y en éstas fijaba su pensamiento, esforzándose para no perder la ilusion de ese ensueño; con semejante idea creíase feliz algunas veces y no quería que las venturas de la tierra llegasen á alterar su trabajada existencia, por temor de que se desvaneciera su esperanza. ¡La vida era para ella el purgatorio, y soñaba con el paraíso!

El espacio que media de la tierra al cielo es infinito, pero el pensamiento tiene alas y lo cruza con su raudo vuelo: así, no debe extrañarse que Matilde, al pedir á la Virgen por su hijo, dejara correr algunas lágrimas; las lágrimas llevaban impreso un nombre, y este nombre era el de Eduardo de Campo-Real que, á pesar de su perfidia, no habia podido arrojarlo del corazon. Y ¿cómo habia de arrojarlo de allí si estaba ligado á ella con lazos sagrados, con lazos indisolubles? Matilde sabia que su marido era muy desgraciado, y en la grandeza de su alma volvia á Dios los ojos, no para demandarle el cariño perdido, sino para que mirara con ojos de clemencia al padre de su hijo, otorgándole un santo perdon. ¡Los votos de una mujer como Matilde tenian que llegar al cielo!

Margarita trabajaba tambien, pero en silencio; su alegría habia desaparecido; sus mejillas se habian marchitado, y la palidez de su rostro denotaba que sufria; sus hermanos la contemplaban con sentimiento, siendo inútiles sus esfuerzos para arrancarle de las manos la aguja; la pobre niña no queria confesar que una impresion extraña la dominaba, y que sus padecimientos eran más bien morales que físicos; ella no echaba de menos el lujo, ni siquiera las necesidades imperiosas, de la vida, que á tanta costa ganaba, pero desde el dia de su entrevista con el general Medina sentía un vacío grande en el alma; mejor dicho, sentia que su alma la habia abandonado y que no podría reconquistarla.

Entre Margarita y Medina habia una inmensidad que no salvaba más que la imaginacion; ella comprendía que la elevada posicion del general era un obstáculo, invencible al parecer, para estrechar las distancias sociales que los separaban; pero poseía el instinto de toda mujer, y recordando perfectamente-la escena que entre los dos habia mediado, daba explicacion al interés que el general habia demostrado por su familia y á las palabras embozadas que habian salido de sus labios en momentos de turbacion; Margarita conservaba en su retina la última mirada del general en aquel dia para ella solemne, y no olvidaba que un sacudimiento eléctrico habia confundido sus almas, ¿Qué mujer, por ignorante que sea en materias de sentimientos, necesita que le expliquen estos misterios?

Verdad es que en el mes trascurrido solo habia estado el general una vez á visitar á la familia de Trueba; verdad es que el poco tiempo que habia permanecido en el sotabanco no le habia dirigido otra mirada como aquella; verdad es que habia hablado de asuntos indiferentes; pero tambien es verdad que al despedirse habia notado cierto temblor en sus dedos, y que durante su permanencia en la sala miraba á Matilde y á Ángel, prescindiendo de ella; ¿qué mujer no sabe que cuando el hombre evita la mirada es porque tiene miedo de vender su impresion? Además, Ángel, hablaba con entusiasmo de su nuevo amigo el general, á quien veia con frecuencia, y sus elogios eran un combustible que arrojaba á la secreta llama que iba devorando el corazon de su hermana.

Margarita estaba enamorada de Medina; y lo que es más extraño, tenia la conviccion de que era correspondida; pero no abrigaba esperanzas, y los ensueños sin esperanzas producen el efecto que he señalado en la fisonomía de la joven: el amor escondido, sin horizonte para tender sus rosadas alas, roba la alegría, descolora las mejillas y abate el ánimo.

El amor es un pájaro que canta en el corazon; pero necesita encontrar abiertos los ojos para ir á posarse en el alma del que lo inspira; en cuanto le cierran la jaula, se entristece, calla y muere.

El general Medina, el hombre favorecido siempre por la fortuna, ¿amaria á la pobre niña que vejetaba oscurecida en un elevado sotabanco, lejos del fausto social que fascina los ojos, á la sombra de los brillantes resplandores del mundo, que cautivan el alma, é ignorante de los movimientos secretos que ponen en juego los resortes poderosos que encadenan el corazon?

Quiero hacer á mis lectores la justicia de creer que no debo esforzarme mucho para presentarles el estado moral de mi personaje. Margarita habia adivinado la verdad; Medina no le habia dirigido otra mirada como la primera, porque en esta le habia enviado su alma, y los ojos no saben copiar. Cuando un amante se ha declarado, no le preguntéis de qué palabras se ha valido, porque al salir de la boca se pierden en el espacio que cruzan, como los proyectiles lanzados por el arma de fuego., y solo la que los ha recogido conoce su direccion y el efecto que han causado; las palabras de Medina habian penetrado en el corazon de Margarita, y allí se encontraban, dejando abierta la herida que nadie más que ella podia ver.

¿Por qué no habia vuelto el general á casa de Trueba? ¿No era una crueldad abandonar á la desventurada niña despues de haberla impresionado? El lector conoce á Medina hace muchos años, y no debe extrañar esta conducta, que era consecuente con su manera de pensar; él sospechaba que Margarita habia causado una revolucion en su ser, pero atribuia ó queria atribuir aquel trastorno á la veneracion que le inspiraba el sentimiento de la virtud; por otra parte, á pesar de sus ventajas sociales, no se atrevia á creer que la jóven sintiera la menor inclinacion hacia él; poseía el candor del niño y el temor del viejo, aunque estaba equidistante de los extremos de la vida. Debe tenerse presente que despues del rudo desengaño que le habia costado el amor de la marquesa del Fresno, el general se habia mantenido firme por miedo á las mujeres, recordando que aquella pasion, aunque habia halagado su vanidad por el triunfo obtenido sobre la coqueta, habia sido causa de la muerte del conde de Tamajon.—Entre las mujeres y el general se levantaba el remordimiento.

Y ya que vamos recorriendo el estado moral de los personajes de nuestra historia, nos detendremos en casa de la marquesa para completar el cuadro, pues no es posible que sea indiferente la lucha que debia sostener desde que supo el interés que la familia de Trueba habia despertado en el ánimo de Medina; ella habia renunciado al gran mundo, á los placeres de la sociedad, á la vida íntima de los salones, que habian sido su encanto, al halago de las lisonjas, á la coquetería; en una palabra, habia renunciado á todo, menos al hombre que amaba, al que habia conseguido verificar en su organizacion y en su sistema de vida tan notable cambio; la marquesa se habia desterrado al rincon de su casa, jóven todavía, porque en aquel rincon vivia con sus recuerdos; más claro, porque en el destierro vivia con la memoria del único ser que habia producido en ella la impresion del amor.

Doce años de retiro le habian hecho olvidar el mundo y sus goces, y habian triunfado hasta de la pasion que devoraba su pecho; pero al aparecerse, como una vision, el ser que habia vivido doce años en su pensamiento, ¿no habia de brotar de nuevo la mal apagada llama, como al mover los abandonados tizones brota del rescoldo que con ellos se comunica?

No debe olvidarse que la marquesa tenia treinta y siete años, y por más que el descuido del tocador y los padecimientos morales hubiesen marchitado su belleza, robándole los principales atractivos de una dama de salon, su mismo recogimiento habia conservado los impulsos que se pierden con el artificio en la lucha estéril á que la vida del gran mundo obliga á las mujeres. La marquesa no era en 1852 la deidad cortesana del gabinete azul de 1840, pero era una mujer que sentía latir el corazon y escondía sus palpitaciones. En 1840 era un ídolo de oro con un alma de barro; en 1852 era una mujer de barro con un alma de oro. Entonces los hombres se humillaban á sus pies, ansiosos de una mirada, de una sonrisa; ahora, huian de ella, abandonándola al fuego que la consumia.—¡He ahí la idolatría social!

En otra ocasion el desengaño del general hubiera inspirado á la marquesa el odio y el deseo de la venganza; pero hoy, resignada ya, no queria más que convencerse de lo que temia para sobreponerse y conformarse; la conformidad es uno de los más fuertes auxiliares de la religion, y ella habia buscado sus consuelos en tan inagotable fuente. ¿Podia ser mala?—El general juzgaba, en el tribunal inflexible de su conciencia, á la reina de los salones de 1840.

Y como prueba de que la marquesa del Fresno se interesaba por el hombre que creia haber olvidado, oigamos la conversacion que sostiene con Margarita Trueba, á quien habia mandado bajar, pretextando que tenia que confiarle unas labores delicadas. La jóven, al entrar en el gabinete, se habia quedado en pié en señal de respeto; pero la marquesa, cogiéndola afectuosamente por el brazo, la arrastró hacia la silla que estaba al lado del divan, y la obligó á que se sentara.

—Trátame con confianza, querida mia, qué no soy tan vieja para inspirar respeto. ¿No te distinguí siempre?

—Sí, señora; y estoy muy agradecida á los favores que dispensa V. á mi familia. ¿Qué seria de nosotros sin esta proteccion?

—Tú lo mereces, Margarita. Hace dos años que te conocí, y eras tan niña queme acostumbré á tutearte. ¿Te disgusta mi franqueza?

—Me honro con esa distincion, señora. ¡Es V. tan buena, tan amable! Matilde, Angel y yo no dejamos pasar un dia sin pedir á Dios por la salud de nuestra bienhechora.

—¡No me hables de Angel, hija mia! ¡es un tonto!

—¿Mi hermano?

—¿Quién lo duda? ¿Qué explicaciones dá al paso ridículo de renunciar el ascenso que por mi recomendacion le consiguió el general Medina?

Margarita se puso encendida; la marquesa, arrugando las cejas, continuó:

—¡Fué una calaverada! ¿Cómo disculpa ese acto inexplicable?

La jóven no contestó.

—¿Callas? Ya se ve; eso no tiene explicacion ¿Amenos que temiera algo del general?.... pero no comprendo...

—¿Del general?.... ¡Cá! ¡no, señora! se atrevió á interrumpir la pobre niña, pero con un tono en que al parecer trataba más bien de sincerar á Medina que á su hermano.

—Entonces en fin ¿qué dice Ángel?

—Nada dice.

—Y ¿no le echais en cara su locura?

—Matilde y yo aprobamos todo lo que nuestro hermano hace; ¡porque es tan bueno!

—¿El general estará resentido y no habrá vuelto á tu casa?

—Angel le ve á menudo y hace de él grandes elogios, repuso Margarita queriendo eludir la respuesta.

—Pero ¿ha vuelto á tu casa?

—Sí, señora, contestó ella bajando la cabeza.

—¡Parece imposible! exclamó la marquesa incorporándose en el divan para acercar el cuerpo á la jóven.

¿Conque Angel y el general se tratan, á pesar del desaire?....

—¿Desaire?.... No, señora.

—Es claro: ¡renunciar un ascenso que tanto deseaba y que nunca hubiera conseguido! Me preocupa la suerte de tu familia, ya lo sabes, y más todavía porque la recomendacion partió de mí. Angel no ha querido volver por acá, sin duda para que no le regañara, y cuando vino Medina, estaba yo en misa; de modo que todavía no he visto á ninguno de los dos.

—Vendria el dia que estuvo en casa, observó Margarita.

—¿El dia?.... ¿Qué dia, niña?

—Hace hoy dos semanas.

—Pero ¿no ha estado despues?

—No nos visitó más que aquel domingo.

—¿Una sola vez?

—Nada más.

Del pecho de Margarita se escapó por los labios un ligero suspiro; en el pecho de la marquesa se ahogó otro suspiro que ella no dejó escapar para no vender su emocion.

—¿Es verdad que Campo-Real se ha arruinado? preguntó la marquesa para variar de conversacion.

—Sí, señora; así nos lo ha dicho Ángel.

—¡Pobre Matilde!

—¡Si viera V. cuánto lloró al saber la noticia!

—¡Qué necia es! Debiera alegrarse de su ruina, porque así no pensará en otras mujeres.

—Ella no quiere que Eduardo sea desgraciado.

—En ese caso, debe conformarse con su suerte.

—Matilde está conforme, señora.

Un criado se asomó á la puerta del gabinete, y levantando la colgadura, anunció en alta voz:

—El señor general Medina.

La marquesa dejó escapar del pecho un profundo suspiro envuelto en un grito de sorpresa; Margarita ahogó en el pecho un sollozo que queria escaparse por los labios; la expresion de los sentimientos se habia trocado esta vez. Las emociones del alma no están sujetas á la ley de la experiencia que pretende dominarlas.

Al penetrar en el gabinete se detuvo el general, tan sorprendido de ver allí á la jóven, que sin hablar declaró su impresion; Margarita casi se sobrecogió de placer y bajó los ojos; la marquesa pegó fuertemente con el pié un empujon al cojin bordado en que se apoyaba, y se levantó para recibir la visita.

Medina, arrastrado por la simpatía ó por la emocion, se dirigió primero á ofrecer la mano á Margarita, y entregado completamente al placer de la comunicacion, no echó de ver el gesto que se marcó en la fisonomía de la marquesa. Aquel gesto era el grito de la humillacion que pedia venganza.

La pobre niña aceptó la mano, sin que en la satisfaccion que sentia hubiese el menor síntoma de triunfo; en aquella satisfaccion nada habia ajeno á los dos: no habia más que amor.

La marquesa, despues de haber clavado los dientes superiores en el labio inferior, para desahogar su cólera, recogió á su vez la mano de Medina con aire de familiaridad, y marcando una sonrisa de proteccion, dijo á Margarita, sin volver siquiera los ojos hacia ella al dirigirle la palabra:

—Puedes retirarte ya, y gracias por tu bondad en haber bajado; mañana te mandaré las labores, y advierte á Matilde que corren prisa.

Un ligero carmin tiñó las mejillas de la jóven; era la primera vez que el trabajo la sonrojaba; su implacable rival la habia humillado. Esa fué su venganza.

—Está bien, señora, contestó haciéndole un saludo respetuoso; quedará V. servida.

—Adiós, hija, repuso la marquesa sin darle la mano.

El general habia fruncido las cejas; un grito de indignacion se habia escapado de su noble pecho, adivinando la intencion poco generosa de la gran señora que humillaba ala desgracia; y poniéndose muy erguido, preguntó á la joven:

—¿Nos abandona V., señorita?

—Amigo mio, contestó la marquesa, las personas que viven de su trabajo no pueden perder el tiempo en visitas.

—Es verdad, añadió aquél sonriéndose; el trabajo es exigente.

Margarita inclinó la cabeza al pasar por delante del general para retirarse. ,

—No puedo permitir, dijo éste presentándole el brazo, que salga V. sola, y tendré el honor de acompañarla hasta la puerta.

—¡Qué disparate! exclamó la marquesa abriendo mucho los ojos.

—Gracias, caballero, murmuró la niña, trémula.

—Acepte V. mi brazo, señorita, que se honra en sostener la virtud y el trabajo.

Ella se apoyó en el brazo del general, y atravesando el corredor, llegaron á la puerta de la escalera; él le dijo entonces:

—No debo pasar de aquí, pero mi pensamiento irá con V. á todas partes.

—¡Qué!.... exclamó ella casi convulsa.

—Adiós, Margarita, añadió él estrechándole la mano con pasion.

La jóven tardó diez minutos en subir los seis tramos que habia al sotabanco; en esos diez minutos recobró el perdido color de sus mejillas y el perdido aliento; al entrar en su casa, la alegría irradiaba en su frente.

La marquesa, al ver salir á Medina con Margarita, se recostó en el diván, llevándose los puños á los ojos para esconder las lágrimas; pero al sentir los pasos en el corredor se incorporó, notándose en su fisonomía el efecto de una transicion rápida. Un segundo bastó para hacer una revolucion en su ánimo; el convencimiento de su desgracia le habia hecho tomar una resolucion.

El general entró muy tranquilo, contento al parecer, y sin dirigir á la marquesa la menor recriminacion por su conducta con Margarita, se sentó junto al sofá, como si entonces entrara de visita y nada hubiera pasado.

En aquel momento eran un hombre de salon y una dama del gran mundo que representaban los papeles que la sociedad les habia confiado en la comedia humana.

—¡Hola, general! dijo ella riéndose con espontaneidad fingida (que en el salon se finge hasta la espontaneidad). ¿Parece que la costurerilla le gusta á V. un poco más de lo regular?

—¿La costurerilla?.... Vamos, marquesa, contestó Medina jugando con el baston y sonriéndose; no sea usted cruel con la desgracia. Diga V. que me gusta la señorita Trueba, y confesaré mi debilidad.

—Las personas, lo mismo que las cosas, deben llamarse por su nombre, amigo mio; y así, no hay crueldad en la palabra. Matilde y Margarita Trueba viven del trabajo que les encargo, y me complazco en socorrer las necesidades á que la miseria las condena.

—La familia de Trueba se distinguió siempre por su noble alcurnia, y aunque la mala suerte pretenda humillarla, las virtudes que practica triunfarán en todo tiempo de las mayores contrariedades; esos son los blasones más ilustres, los timbres más claros de un nombre cualquiera.

—La teoría es bella, y no la rechazo; pero en la práctica...

—En la práctica ....¿qué?.... interrumpió el general con intencion.

—¿Se atreveria V. á casarse con la señorita Trueba?

—¡No soy digno de tanto honor!

—Viene V. hoy muy bromista, general.

—No. Me fundo en una idea que se escapa á la penetracion de la nobilísima marquesa del Fresno, cuyo ilustre linaje conoce todo el mundo.

—¿Qué idea es esa?

—Creo que bien podría ahora consagrar mi cariño á Margarita Trueba, cuando en otros tiempos esa nobilísima marquesa del Fresno se vanagloriaba de ver rendido á sus plantas al pobre poeta que dió su apellido á Matilde Trueba. Tengo una memoria excelente, amiga mia, y recuerdo con demasiada exactitud esa época de mi vida.

—Todos los tiempos no son iguales, dijo la marquesa dando vueltas al abanico entre los dedos; y me parece que debiera V. conocer las diferencias.

—Los instintos...

—¡Eso no! exclamó ella con exaltacion; si para usted pasan en balde los años y no aprende á estudiar los, cambios que se operan en los individuos, negará usted entonces el poder del arrepentimiento. ¡Me dá V. derecho á suponer que no es buen cristiano el que discurre de esa manera!

—El recuerdo que evoqué, acaso inoportuno, extravia á V. la razon, señora, y le perdono lo que acaba de decirme.

—En una palabra, si no es indiscreta mi pregunta, desearia que me hiciese V. una confianza: ¿ama V. á Margarita?

—Sabe V. que soy reservado como una carta lacrada; y además, sabe V. tambien que yo mismo no sé darme cuenta de mis propios sentimientos; mis sentimientos, marquesa, son como las nubes, que se ignora lo que envuelven hasta que el huracan las desbarata.

—Está V. oportunísimo, y ya que me ha escogido como amiga, espero que me honre con la confianza el dia que el huracan desbarate la nube que ha formado en su alma la señorita Trueba.

—Prometo á V. lo que me pide, marquesa.

—Y para que juzgue bien la lealtad de mis sentimientos y el desinterés de mi simpatía hacia V., recordando que fui yo la que acercó al general Medina á esa familia sin tacha, ofrezco presenciar el cuadro de felicidad que una dos almas tan buenas.

—Vamos, marquesa; no olvide V. el lugar que á los dos nos corresponde; nos conocemos demasiado.

—Si necesita V. de mi mediacion

—Gracias; huyo de la tierra, pero no tengo fuerzas para escalar el cielo.

—Aunque la idea no es exacta, es poética, dijo ella riéndose forzadamente. Quisiera poseer alas para prestarlas al amor que leo en su semblante; pero, como acaba V. de manifestar, vivo en la tierra de que huye su fantasía.

—Adiós, marquesa.

—Adiós, Medina; cuando suba V. al cielo no olvide hacer un pequeño descanso en esta parte de la tierra que encuentra al paso. Por una coincidencia feliz para mí, la amistad se ha colocado en la mitad del camino que ha de llevar á V. al amor.

—No lo olvidaré.

El general y la marquesa se estrecharon las manos como dos buenos amigos.

Cuando la puerta se cerró detrás de aquél, ella cayó en un sillon, exclamando:

—¡Todo acabó! ¡Se ha desvanecido la última de mis esperanzas! Medina ama á Margarita! ¡Ah! ¡qué mujer tan feliz! ¡La expiacion de mi culpa dura todavía! ¡Qué crueldad! ¡Quesean dichosos, muy dichosos, Dios mio!..... ¡Esa ventura me estaba reservada y la perdí por mi coquetería! ¡Si se naciera dos veces! ¡Que sean dichosos, muy dichosos!

Estas frases, pronunciadas con la mayor angustia, sollozando, desahogaron el pecho de la marquesa, y despues quedó sumida en honda meditacion.

El odio y la venganza habian huido de su alma; en ella no habia ya más que conformidad y arrepentimiento.

XV.
RESTITUCION.

El terror de la miseria se habia apoderado del ánimo de Eduardo de Campo-Real, y cuando vió á los acreedores caer sobre los muebles de su morada, como una bandada de buitres sobre la presa que van á devorar, dobló la cabeza y dejó que lo despojaran sin oponer la menor resistencia, sin exhalar una queja; cuando hubo salido de la casa la última de aquellas prendas, ostentacion de sus grandezas perdidas, suspiró para desahogar el pecho oprimido, y volvió los ojos á las desnudas paredes, buscando siquiera un asiento para descansar; pero la saña de los acreedores habia sido implacable, pues no encontrando defensa en el deudor, habian arrebatado hasta los clavos. No le quedaba al infeliz arruinado más recurso que lanzarse á la calle para implorar el socorro de la Providencia.

—¡Nada!... exclamó con voz ahogada por la emocion; ¡ni el lecho que la ley me concede han respetado!...¡Hé ahí la amistad de las personas que tanto me distinguian cuando eran mias las riquezas que hoy se llevan!.... ¿Adónde voy? ¿qué suerte me espera?....¡La sociedad es un ente inícuo! ¡no perdona, y en vez de tender la mano al desvalido, le dá con el pié!.....¡Ay! ¿cómo en la prosperidad se olvidan las lecciones que en la desgracia se aprenden? La prosperidad pone una venda tupida en los ojos y una lápida en el corazon; solo la adversidad conserva las memorias y abre las puertas del alma á los desengaños ¡La muerte es mi único consuelo! pero la muerte no acude cuando el infortunio la llama.... Sin embargo, el hombre tiene el derecho de salirle al encuentro....

Detúvose como espantado ante la idea del suicidio, y elevando al cielo los ojos, añadió:

—¡No, no! ¡perdon, Dios mio! ¡soy un insensato!....¡Tú, siempre justiciero, castigas los mortales, pero no los abandonas! Dame fuerzas para soportar esta situacion angustiosa á que yo mismo me he condenado, separándome del camino que trazas á la humanidad.... ¡Estoy solo, sin asilo, sin recursos!.... ¿Qué será de mí?....

Campo-Real volvió la cabeza al sentir pasos en el corredor de la casa, abandonada ya hasta por los criados, que habían huido de la miseria, y creyendo que fuera otro acreedor, se cruzó de brazos para esperar impasible la reclamacion del que llegaba tarde, puesto que nada tenia ya que cederle; pero á pesar de aquella aparente impasibilidad, su corazon, mal preparado para tan desagradable escena, latia con violencia. A la puerta de la sala se asomaron dos personas, exclamando con acento de verdadero interés:

—¡Aquí está!

Eduardo dió un grito penetrante, y cubriéndose el rostro con las manos cayó en brazos de su Hermana Adela y de su cuñado. Dios habia oido la súplica y enviaba al desgraciado el consuelo que pedia; Adela y su marido representaban allí el papel de la Providencia

Eduardo lloró como un niño en el seno de aquellas personas queridas que iban á salvarle; Adela lloraba tambien al ver el aspecto de la casa de su hermano.

—¿Qué es esto;, Eduardo? le preguntó su cuñado muy conmovido.

—¡Esto es la miseria! exclamó él sollozando.

—¡Qué horror!.... murmuró Adela. Te olvidaste de nosotros en el fausto en que vivías, y te abandonamos á los placeres; pero cuando llegó á nuestros oídos que la desgracia se habia apoderado de tu; morada, hemos corrido á ofrecerte un franco asilo y á compartir contigo el modesto pan de la felicidad que saboreamos con deleite. Ven, hermano mio; lloremos juntos, y Dios se compadecerá de tu estado.

—¡No, Adela! ¡Dios es muy bueno, pero no debe acoger mis votos! ¡Soy un infame!.....

—Dios, en su misericordia infinita, tiene perdon para todas las culpas; no lo olvides.

—Ven con nosotros, añadió su cuñado abrazándole; ven, y te enseñaremos á ser feliz.

Campo-Real besó la frente de su hermana y la mano de su cuñado, y salió de la casa con el alma, abierta á las fuertes impresiones que abaten el espíritu.

Al entrar en la limpia habitacion de sus hermanos, respiró con libertad; todo allí anunciaba la ventura de un grupo de personas consagradas al amor del hogar;, los hijos de Adela se arrojaron á su cuello para saludarle, con la expansion deliciosa que une en todas, partes los eslabones de esa cadena que se llama la familia. Aquel cuadro produjo una perturbacion en los sentidos de Eduardo, y tratando de rechazar las caricias de su sobrino, porque le hacian daño, se recostó en un sillon, fingiendo que dormia, para reconcentrarse. Conociendo Adela lo que pasaba por el alma, de su hermano, llegó á distraerle de su enajenacion y le dijo, cogiéndole una mano entre las suyas:

—En esta casa no se conoce el dolor, y así no te permitiremos que estés triste; levanta la cabeza y toma parte en la satisfaccion que nos rodea.

—¡Qué feliz eres, hermana mia! exclamó él dejando correr las lágrimas por sus mejillas.

—¡Ah! ¡sí! ¡muy feliz, Eduardo! Adorada por mi marido, y viéndome siempre entre los hijos de nuestro amor, que aprovechan las lecciones que les damos, Dios bendice esta casa y nos proporciona el sustento necesario. No tenemos más ambicion que la de hallarnos reunidos y querernos. ¡Y nos queremos tanto!

—No puedo permanecer aquí ni un dia, dijo Campo-Real con acento de dolor profundo.

—¿Por qué?

—Soy una planta maldita y llevo conmigo el desconsuelo; no quiero turbar tu dicha, porque, no lo dudes, mi presencia en tu casa influiria en el bienestar de la familia; una hoja de ruda infesta un ramillete de olorosas flores. ¡Déjame marchar, Adela! ¡Deja que siga por el mundo mi vida errante, lejos de toda alegría, hasta que Dios me conceda la ventura de morir!

—¡Calla, Eduardo! Ten resignacion, y no reniegues de la suerte; ella te abrirá de nuevo las puertas del porvenir, y á nuestro lado esperarás tranquilo ese dia, que no debe estar lejano; compartiremos contigo nuestro pan, y aprenderás á sufrir.

—¡Esperar tranquilo!.... ¡Ay, hermana mia! La tranquilidad es patrimonio de los buenos, y aunque me arrepienta de mis culpas, no tengo el derecho de llamar á las puertas de la felicidad que yo mismo cerré, estando ciego y delirante.

—No sabes lo que dices, y te disculpo. Calla, porque temo que con la fascinacion de tus sentidos, blasfemes y te cueste más trabajo alcanzar el perdon de tus extravíos. ¡Aun es tiempo!

—¡No, Adela, no! Rompí los lazos que me ligaban al mundo, y ya no es posible

—¿Me das derecho para intentarlo? interrumpió ella con muestras de vivo interés.

—¡No, no! ¿Qué amparo ofreceria á su familia el hombre abandonado? Creeria Matilde con razon que iba á pedirle lo que ayer le negué. ¡Nunca! sufriré solo, sin buscarme un nuevo desengaño que me atormentaría sin matarme: ¡porque los tormentos no matan! Cerré los ojos á la luz de la verdad, y cuando el dolor me los abre, encuentro cerrado el camino, pero ¡ay! ¡este no se abrirá!

—¿Quién sabe? ¡No desconfíes!

—¡Qué golpe tan terrible! exclamó.

—Dices bien, Eduardo, estabas ciego, porque de nada te sirvió el ejemplo elocuente de la ventura que tu hermana gozaba, lejos del bullicio del mundo y de sus pompas vanas. Desengáñate; nada hay más hermoso que la calma del hogar: en el seno de la familia se disfrutan los verdaderos placeres; esa calma tiene sus grandes emociones que se escapan á los ojos de la sociedad, porque con nadie las compartes; y he ahí su legítima valor. En el mundo todo es mentira, Eduardo, todo; allí no hay más que cansancio; el cansancio que produce una jornada larga por entre flores llenas de espinas que engañan á los ojos con sus vivos colores y distraen la imaginacion; pero al llegar al punto de parada, te encuentras sin aliento, con las manos y los pies destrozados, y con el desengaño en el alma por el convencimiento de que has perdido un tiempo precioso sin haber alcanzado nada.

Campo-Real suspiró profundamente. Adela continuó:

—Pero aquí las flores exhalan su aroma, embriagando los sentidos. ¿No conoces mi vida? Es hoy la misma de ayer; cumplo con el sagrado deber de la maternidad, educando mis hijos en el santo temor de Dios, formando su corazon, elevando su inteligencia, y dominando sus instintos. En estas cuatro paredes se encierra el mundo para mí; una buena madre es siempre dichosa porque recoge el fruto de sus desvelos; mi primogénito Eduardo, tu ahijado, es ya un mozo de provecho y será el báculo de nuestra vejez; mi Evelina se casa pronto con un hombre de bien, y será una excelente madre de familia; los demás imitarán su ejemplo; y todo, ¿por qué? Porque tienen en sus padres unos maestros amorosos y unos jueces inflexibles. Los padres somos responsables del porvenir de nuestros hijos; así cuando éstos se extravian por el abandono de aquellos, cae sobre sus frentes la maldicion del cielo; y sobre esas mismas frentes malditas, la sociedad, esa sociedad que aparece frivola y descreida, estampa el estigma de la deshonra.

La frente de Eduardo estaba nublada, y se llevó á ella las manos como para arrancar un peso que la oprimia; despues cruzó los brazos, bajando la cabeza para esconder el llanto. Adela, notando el efecto que habian causado sus palabras, cogió por la cintura á uno de sus hijos que jugaba á sus pies, y le dijo:

—Salvador, vé á distraerá tu tio, que está triste.

El niño subió de un salto sobre las rodillas de Campo-Real, y pasándole la mano por la cara, le preguntó:

—Tio, ¿qué tienes?.... ¡Ay, mamá!.... ¡está llorando! ¡Y papá me regañó el otro dia, diciendo que los hombres nunca lloran!.... ¿Por qué lloras, tio? ¡Si papá te ve, te regaña!

Salvador, sorprendido, besó en los carrillos á Campo-Real; al sentir éste sobre la piel el roce de los labios del niño, se estremeció fuertemente, y se cubrió los ojos con las manos; la memoria de su hijo Rodulfo habia cruzado por su pensamiento, y sintió en el corazon una punzada agudísima.

Adela hizo bajar á Salvador de las rodillas de su tio y salió de la habitacion para dejar á éste solo con su recuerdo, presintiendo que el alma de su, hermano presentaba uno de esos síntomas favorables que deben aprovecharse.

La soledad es un laboratorio de ideas y un cosmorama de sombras; por eso decia Pascal que «el hombre pensador nunca está menos solo que cuando está solo.»

Allí, en revuelto torbellino, fueron pasando por delante de los ojos de Eduardo de Campo-Real todas las figuras que habian representado un papel más ó menos importante en la comedia de su vida, y su cerebro, excitado por fuertes impresiones, se lanzó al delirio, que es la calentura del alma.

Por allí cruzó como una sombra vagarosa, Lucía, con su blanco cendal, semejante á un lirio, riquísimo en perfume, pero con el tallo tronchado. Al pasar cerca de Eduardo, sintió éste en la frente el aire fresco de las alas, y en los labios un calor suave como el de un beso castísimo de amor. Lucía era un ángel.

Por allí cruzó la marquesa del Fresno, con la sonrisa en los labios, recostada en un carro de oro, y arrastrando, amarrados en sus ruedas, los hombres que la habían levantado á la altura del ídolo: Eduardo se avergonzó de ver que iba en primer lugar entre aquellos seres degradados. La coqueta lucia ojos de fuego y llevaba el corazon abierto: su corazon parecia un álbum de retratos en tarjetas; muchas figuras, pero todas movibles al capricho del que maneja el libro.

Por allí cruzó Blanca, con la copa en la mano, cantando el brindis de La Traviata al pasar cerca de Eduardo le envió un beso envuelto en una carcajada, y la sangre se le heló en las venas al sentir la frialdad de aquellos labios de mármol.

Por allí cruzó la figura repugnante del conde de Tamajon, con su eterna risa en la boca, á pesar de que iba dejando detrás de sí un reguero de sangre.

Por allí cruzó Leopoldo Rivas, el amigo traidor, cantando alegre sobre la tumba de sus ilusiones y llevando pintados en el rostro el cinismo y la impiedad.

Y por allí cruzaron en tropel las figuras de las infinitas mujeres que le habian robado las horas de la existencia, llenándole el corazon, unas de lodo, y otras de mentiras; quitándole, unas el encanto del placer, y otras el sentimiento de la virtud.

La calentura hizo cerrar los ojos á Eduardo, pero no para dormir; aquellas figuras empezaron á moverse en orden, como si obedecieran á un plan preparado; hablaban unas con otras, y le hacian hablar contra su voluntad, pero siempre á su antojo, puesto que habia sido, y seguia siendo, juguete de ellas. Salian y entraban, llevándole y trayéndole; pero él veía desde dentro la mentira de las perspectivas de los lienzos, y oía los apartes señalados, y veia al apuntador y á los traspuntes, y veia al actor, que acababa de conmover en una escena dramática, reirse apenas pasaba del bastidor que lo cubria del público á quien tenia que engañar; y sintió entonces frio en el corazon y calor en la cabeza.

En aquel momento habia brotado una idea luminosa que era para él doblemente salvadora; al abrir los ojos, se encontró con uña pluma y una lira en las manos y con la inspiracion en la frente. El poeta, como el ave fénix, habia renacido de sus cenizas; la imaginacion habia forjado una comedia; no le faltaba más que copiar; el original estaba en su pensamiento, que se habia surtido de su propio corazon herido por los desengaños. La cara de Campo-Real anunciaba la aparicion del estro; en la frente del vate se leia el quid divinum: aquella leccion le habia conmovido el alma, y olvidando sus dolores, con el entusiasmo de la gloria quería conquistar la inmortalidad.

Eduardo exclamó:

—¡Ah! ¡Dios me señala el camino! La comedia que acaba de regalarme es mi salvacion; en ella vaciaré toda la hiel que en mi corazon rebosa,y encontraré un medio dé hacer frente á las necesidades de la subsistencia.¡Con qué gusto voy á presentar el cuadro de las miserias humanas, exhibiendo esas figuras despreciables que sé cruzaron en mi camino para hacerme desgraciado! El teatro de la vida: hé aquí el título de mi obra. Siento que recobro las perdidas fuerzas y que podré devolver al mundo el veneno que me hizo tragar ¡La pluma y la lira! Ya que el hambre me obliga á cantar de nuevo, ¡tiemblen los que me obligan á cantar!

Y Campo-Real cogió la pluma, precipitándose sobre el papel para escribir todo lo que habia visto, todo lo que habia oido, todo lo que habia hablado. El sueño de su fantasía empezaba á convertirse en realidad.

El lector extrañará que entre aquellas figuras no se hubiera presentado la de Matilde Trueba, que más que ninguna debiera interesar á Campo-Real; pero la noble esposa no podia mezclarse, con los extravíos del amante voluble ni del marido indigno. Lucía habia aparecido la primera, pero con el prestigio del ángel, y se habia evaporado, merced á sus alas salvadoras que la habían libertado del fango. Lucía era el ideal de la comedia de Eduardo, como habia sido el ideal de su juventud.

El poeta desahogó su corazon, y fué arrojando el veneno por la punta de la pluma, pero al acusar al mundo, para echarle en cara sus faltas, escondia las suyas propias; presentaba al personaje, protagonista de su obra, como víctima de la sociedad, mas no ponia de relieve la deuda que con ella habia contraido, abandonando á una pobre mujer y á un hijo desvalido. Este era el modo de hacer simpático al héroe y de asegurar el triunfo.

Eduardo consagraba la mitad del dia á escribir su comedia y la otra mitad se encerraba para sufrir solo, no pudiendo soportar la felicidad del cuadro de familia que le rodeaba; Matilde y Rodulfo se presentaban á sus ojos como dos sombras que se desvanecian al tender la mano para apoderarse de ellas; y entonces caia en un profundo estado de abatimiento que exaltaba su razon, siendo inútiles los consuelos de Adela y de su marido para distraerle. ¡Habia empezado la expiacion de su culpa!

Cuando se sentaba delante del papel, con la pluma en la mano, era otro hombre; el alma del poeta se elevaba á las regiones de la inspiracion; y gozaba con el éxito que habia soñado: éxito que lo impulsaba á la gloria de que se habia olvidado y que habia de hacerle llevadera su situacion, por cuanto le proporcionaba los auxilios que necesitaba; careciendo de todo, vivia de la caridad; la limosna, aunque se recoja de una mano allegada, siempre lastima el amor propio del hombre y le abate el espíritu.

Una mañana que estaba entregado á sus hondas meditaciones, recibió un pliego muy lacrado que habia subido el portero, con recomendacion eficaz de que lo entregaran á la misma persona de Campo-Real. Este hizo un gesto de sorpresa, pues no comunicándose con persona alguna, no adivinaba quien se habria acordado de su nombre; rompió el sobre, y juzgue el lector de la admiracion del poeta al encontrar diez billetes del Banco, de mil reales cada uno, envueltos en un pliego de papel, donde se leia solo esta palabra, escrita con letras muy grandes:

«RESTITUCION.»

Eduardo se sobrecogió de tal manera, que durante algunos segundos no acertó á darse cuenta de lo que le pasaba; y examinando veinte veces los billetes, exclamó:

—¡Diez mil reales... ¿A quién debo esta cantidad, que en mi actual situacion es una fortuna?.... ¿Restitucion? ¡No comprendo este enigma!...

Despues de haber cavilado mucho, apareció una sonrisa en sus labios, y de ellos salieron estas frases:

—¿Blanca?.... ¿Será ella la que me socorre? Las mujeres del mundo suelen tener arranques sublimes.... No puede ser Blanca! Para restituirme lo que gasté necesitaba enviarme un capital.... ¡No, no! ¡Blanca es incapaz de nada que sea generoso y noble!....

Dió algunos paseos por el cuarto, volvió á examinar los billetes para convencerse de su suerte, y añadió:

—¿Quién puede ser?.... Leopoldo es un miserable ....¿Alguna deuda de juego?.... No recuerdo..... En fin ¿á qué calentarme inútilmente la cabeza? ¡Bien venido sea el socorro, más meritorio por la manera digna con que me lo envian! ¡Dios bendiga la mano que ampara la miseria!... Ya puedo aguardar mejor. Ahora,¡vamos á escribir! ¡Mi comedia es mi esperanza!

XVI.
EL TEATRO DE LA VIDA

La comedia de Eduardo de Campo-Real estaba anunciada en los carteles fijados en las esquinas de las calles de Madrid; los gacetilleros se habian desgañitado, prejuzgando la obra; se hablaba en los círculos literarios de las bellezas que el poeta habia derramado en El teatro de la vida, de su intencion filosófica, del interés palpitante del argumento, de sus excelentes versos; y por último, no faltaba quien se atreviera á asegurar, que habiendo asistido á los ensayos, conocia las personas que el autor retrataba con exacto pincel. La comedia era la cuestion del dia; los escritores la esperaban con ansia para hincarle el diente; los amantes de las letras para saborearla; los maldicientes para analizar la verdad histórica, y el público indiferente para pasar la noche.

Julian Romea patrocinaba la obra, porque habia encontrado en el protagonista una ocasion más de lucir sus relevantes dotes de actor; era antiguo amigo del poeta, conocia sus desventuras, y se habia encarnado en el tipo social que le dedicaba, no dudando en presagiarle un triunfo. Romea estaba entonces en los tiempos de sus glorias, en los tiempos en que el arte le habia prestado su corona. Matilde Diez era el ideal de la comedia. En tan buenas manos no corria peligro la inspiracion del vate.

Eduardo de Campo-Real confiaba mucho, como todo autor, en el mérito de su produccion, pero estaba asustado de los elogios que la prensa le prodigaba de antemano; él sabia que el público se muestra siempre exigente cuando va prevenido; y como todas sus esperanzas se cifraban en el éxito, porque no tenia otro remedio de buscar la subsistencia, tembló al ver en los carteles el título, algo significativo por cierto y por cierto algo presuntuoso. El teatro de la vida es un campo muy vasto para la imaginacion del escritor, pero como la del público recorre tambien un campo muy vasto, hé ahí el peligro.

Las gentes del gran mundo, que habian abandonado á Eduardo en cuanto perdió su capital, porque con éste habia perdido tambien el prestigio, tuvieron curiosidad de conocer lo que en el retiro á que lo condenaba la miseria habia producido el ingenio: aquel ingenio que habia estado oculto entre los pliegues de su camisa bordada, sin duda por temor de exhibirse con frac nuevo y brillantes en los dedos.

Para esas gentes, la miseria es hermana del talento, y tratan á éste con tanto menosprecio como á aquella; un hombre con frac nuevo y brillantes en los dedos encuentra abiertos los salones, pero el talento que se envuelve con harapos se queda á la puerta é inspira repugnancia. Esas gentes discurren con lógica: un frac y una sortija de brillantes se adquieren con dinero, y el talento es un don insignificante que, como Dios lo regala, nada cuesta adquirirlo. Por eso no se paga; por eso vive oscurecido; por eso tiene por hermana á la miseria.

¡El talento! ¡pobre galardon! ¡muy pobre, pero pese á las almas vulgares, es el rey del universo! El talento no atropella á la humanidad con su carro dorado; mas se impone en su paso por el mundo; y la planta del magnate no se atreve á borrar la huella que deja en la arena su rota sandalia; el rico mira con desprecio el resplandor de los rayos que despide la frente; pero allá en el interior de su conciencia confiesa que cambiaria la mayor de sus grandezas por el menor de sus destellos. El talento no deslumbra, pero quema; no encuentra vasallos, pero sí admiradores; no domina un palmo de tierra, pero llena el mundo.

Los amigos de Campo-Real corrieron al despacho del teatro, como curiosos indiferentes, á encargar lo; calidades para la noche del estreno de la comedia, y los revendedores de los billetes hicieron su negocio, sacando más fruto que el autor y la empresa. Hemos llegado al momento en que el coliseo del Príncipe empieza á llenarse, pues dejo correr en silencio los dias en que Eduardo escribió la obra porque poco interesaría á mis lectores saber los malos ratos que pasó en horas de vigilia, encerrado en su cuarto con su pluma y su inspiracion, para mover las figuras y versificar escenas y enredar la trama.

La orquesta concluyó la sinfonía, y la campanilla del escenario anunció que se alzaba el telon; el corazon de Campo-Real palpitó con la misma violencia que el del reo cuando en la capilla oye la hora fatal; el poeta estaba escondido detrás de la embocadura. Al pronunciar un actor el primer verso de la comedia, el corazon de Eduardo dejó de repente de latir, quedándose su ánimo en suspenso; el porvenir iba á abrir sus puertas ó á cerrarlas para siempre á un desgraciado: algunos minutos más, y su suerte estaba decidida.

La concurrencia que llenaba el teatro contuvo el aliento; la atencion estaba reconcentrada en los ojos y los oídos, jueces inexorables del poeta. Cada concurrente de por sí no es capaz de juzgar una obra; pero la masa compacta que se llama público funde en una todas las inteligencias, y resulta un juez que pocas veces se equivoca; su fallo es inapelable, pero casi siempre justo. Solo los autores silbados protestan contra el criterio del público. Es verdad que algunas, veces aplaude lo malo, pero pocas silba lo bueno.

Parece mentira, y es un axioma; un tonto es siempre un tonto, una cantidad negativa; pero cien tontos reunidos forman una entidad temible, una cantidad positiva en la apariencia. La tontería no tiene vista ni oidos para apreciar las bellezas, pero tiene ojos y orejas para distinguir una mancha simple ó una pequeña disonancia que se escapan á la percepcion del adivinador de lo bello que no desciende á pormenores.

Las personas inteligentes comprendieron al momento que la comedia de Campo-Real no era el teatro de la vida, sino un desahogo de su corazon lastimado por los desdenes; pero supieron estimar los golpes contundentes con que heria á la sociedad que dá con el pié al que cae del trono, y conociendo la verdad y el mérito, unieron las manos para aplaudir al poeta.

Las personas maldicientes señalaron con el dedo los originales de los tipos de la comedia; interesadas en el plan y en los detalles escogidos por el autor para ponerlos en ridículo, hiciéronse heraldos de la gloria que le correspondia, y unieron las manos para aplaudir las oportunas alusiones del poeta.

Los admiradores de Romea y de Matilde, encantados con su talento, aprovecharon los mejores momentos de sus inspirados arranques, y unieron tambien las manos para aplaudir á los intérpretes del poeta.

Todos aplaudieron con entusiasmo, notándose esa oleada de admiracion que corre por la platea y sube á los palcos, inflamando los ánimos y los rostros, síntoma seguro dé las grandes ovaciones. Al caer el telon, terminado el primer acto, la concurrencia aplaudió con verdadero entusiasmo, y todos se miraron para convencerse de que ninguno se equivocaba en el juicio que habia formado y en el efecto que la obra dramática le producia.

Para Eduardo la batalla estaba ganada: no habia más que esperar con paciencia el momento del triunfo; y permaneció escondido para no descubrir la inquietud que lo devoraba. Es preciso haber engendrado una obra y lanzarla al peligroso palenque del juicio público, para apreciar debidamente la lucha del alma, la inquietud del espíritu, la ansiedad del amor paternal que se experimentan en esas horas de agonía.

Los primeros aplausos produjeron una conmocion terrible en los nervios de Eduardo; el porvenir le abría sus puertas; pero al mirar por una rendija de la embocadura aquel agrupamiento de cabezas, aquel millar de almas pendientes de su voz, aquellas manos que se unian para significarle su aprobacion, sintió una especie de escalofrió mortal; por su pensamiento cruzó el recuerdo de que estaba solo en el mundo, y que no habia entre aquellas personas una mano amiga que buscara la suya, un corazon que latiera con diferente entusiasmo, compartiendo con él la gloria que estaba conquistando. Eduardo se consideró desgraciado, muy desgraciado, en aquel minuto de felicidad que el triunfo del talento le ofrecia.

¡La gloria! ¡ah! ¡la gloria es un ave que necesita de dos alas para tender el vuelo! El alma de Eduardo no podia volar; le faltaba la mitad para escalar el cielo de las ilusiones. Estaba solo, y sé consideró desgraciado, muy desgraciado.

La masa compacta que se llama público, ese juez inapelable que antes señalé, habia aplaudido el primer acto de la comedia de Campo-Real; pero las individualidades que habian obedecido al efecto, aprobando en voz alta la obra dramática, hablaban en voz baja en términos distintos, descendiendo á buscar la personalidad del autor, que siempre se trasparenta.

Recorramos las lunetas, los palcos y los pasillos en el poco tiempo que el entreacto nos concede.

Dos jóvenes que abandonaban la platea iban diciendo:

—Ese pícaro Campo-Real nos tenia bien guardado el secreto de su talento; le vi jugar en el Casino con una serenidad admirable, arrastrar trenes, derrochar una fortuna y lucir una mujer magnífica; pero nunca le oí decir las sentencias que ha escrito para Romea.

—Se ha retratado admirablemente, porque es él el héroe de la comedia.

—¡Toma! ¿no has conocido á los demás personajes?

—Ya lo creo.

—¿Quién habia de figurarse que un hombre tan elegante tenia tanto talento? Se comprende que supiera manejar un tílburi ó domar el lomo de un brioso corcel, como buen sportman; pero ¿hacer versos?....

—¡Y tan buenos! porque no hay duda que son buenos. Yo no lo entiendo, ni quiero perder el tiempo en esa fruslería, pero cuando el público los aplaude no deben ser malos.

—Para hacer buenos versos, querido, no hay más que dedicarse algunos dias á leer un arte poética; ahí tienes el ejemplo en Campo-Real: se vió apremiado por la necesidad, y los hizo.

—Felizmente, somos ricos.

—Tambien Campo-Real lo era.

—Pero es tonto.

—Por eso hace versos.

En un palco lucia su deslumbradora hermosura y un costoso traje una jóven que llamaba la atencion de los elegantes y despertaba la envidia de las señoras; pero las señoras y los elegantes no se atrevian á mirarla de frente por vergüenza, pues se exhibia con el mayor descaro, teniendo al lado una persona conocida de la buena sociedad. La risa estaba pintada en los labios de los dos.

—¡Gran triunfo se prepara para tu Eduardo! Dijo él con ironía.

—Es un pobre diablo; ya te lo dije; pero siempre conocí que tenia talento.

—Pobre cosa posee, Blanca, pues se ve obligado á divertir al público, que le paga para darle de comer.

—¿Qué te parece mi retrato, Leopoldo? Porque estoy segura de que me ha pintado en esa mujer de mármol que saca á la escena; ¿creeria que iba á enfadarme? ¡Bah! no le daré ese gusto. En el desenlace me guardará algun castigo tremendo.

—Es el deber de todo moralista, querida.

—Me rio de la moral de los autores que escriben por hambre. La venganza que le ha dictado el despecho no me produce la menor exaltacion.

—¿Quién hace caso de los autores?

—También te retrata, Leopoldo, porque ese amigo traidor debes ser tú.

—Lo desprecio; y la prueba es que me preparo á aplaudir mis propias maldades.

—¡Eres un hombre magnífico!

—¡Y tú una mujer soberbia!

Adela, la hermana de Campo-Real, y su familia ocupaban un palco segundo para esconder la sensacion de placer que los aplausos les producian.

En la última grada de la galería alta, favorecidas por la oscuridad que reina en aquel sitio, se esconden dos mujeres vestidas de negro y cubiertos los rostros con espesos velos; no se hablan, pero sus manos están enlazadas y se comunican el efecto qué en sus almas producen los versos de la comedia y los aplausos, por medio de suaves presiones que poseen un lenguaje elocuente; una de ellas tiene la vista fija en el escenario y devora á los actores, aplaudiendo con los ojos; la otra mira tambien al tablado, pero la visual dá de rechazo en una luneta de la tercera fila. Y ó la intencion me engaña, ó el individuo que la ocupa busca más el espectáculo en el rincon de la galería que en la escena. El de la luneta es el general Medina; no puedo revelar los nombres de las tapadas porque el velo cubre sus facciones.

Los personajes de mi historia se han citado todos en el teatro del Príncipe para presenciar el triunfo de Campo-Real; el único que faltaba era la marquesa del Fresno, que habiendo renunciado al mundo no podia exponerse á presentar las ruinas de su hermosura; pero digo mal: la marquesa estaba tambien allí, representada por una de las actrices. EL poeta no habia olvidado á la dama que en un tiempo le habia hecho víctima de su coquetería; el poeta habia tocado a juicio, y las figuras se asomaban al cuadro, levantando; hasta las losas de los sepulcros.

El triunfo del autor se completó. El público aplaudió con frenesí el segundo acto y se oyeron demostraciones inequívocas de aprobacion general. El estada del poeta, de verdadera enajenacion en los sentidos, se parecia á la embriaguez; la gloria lo tenia fascinado. El público tragaba el veneno que Eduardo le iba dando en doradas píldoras; el talento triunfaba de la ignorancia.

Romea, intérprete de Campo-Real, se esforzaba con sus dotes superiores de artista en presentar de relieve las miserias humanas; cada vez que ponia el dedo en una llaga social, como si tocara el mágico resorte de las fibras sensibles del público, lo arrastraba; y el aplauso aturdia el coliseo. El papel de hombre desgraciado que arrojaba á la frente de los ricos el fango en que aquel vivia, desterrado por la grandeza á un rincon de la sociedad, triunfaba en la comedia, humillando á los magnates que lo habian despreciado; la virtud aparente del protagonista se imponia, y las mismas personas que habian rechazado á Eduardo, las mismas que le habian retiradoia mano en el teatro de la vida, le ofrecieran las dos en holocausto de su gloria, aplaudiendo á Romea en el teatro del arte. El talento triunfó; la desgracia se hizo respetar; la virtud, quedó enaltecida.

La comedia de Campo-Real acababa con estos cuatro versos significativos, puestos en boca de Romea:

«¡Conquisté mi valimiento!
¡La miseria no se humilla!
¡Ricos, doblad la rodilla
Para adorar al talento!»

Y los ricos se postraron ante el talento, aplaudiendo al poeta y llamándolo á las tablas en medio de entusiastas aclamaciones.

Romea arrastró á la escena á Campo-Real, que con la cabeza erguida se presentó á recoger el laurel de la victoria; su frente estaba serena, pero su corazon latia con violencia.

Todos los concurrentes aplaudian; todos, hasta Leopoldo Rivas que cumplia la palabra de aplaudir sus maldades. He dicho todos, y debo hacer una excepcion; las únicas personas que nó unieron las manos para corresponder á la ovacion del poeta, eran las dos tapadas de la galería alta; no aplaudian porque sus manos seguian enlazadas y no podian separarlas; en cambio, el corazon de una de ellas habia dejado de latir; su alma volaba por la escena, aspirando la gloria del poeta, sin duda para disputarle la mitad; sus ojos devoraban á Eduardo y se fundian en lágrimas que caian sobre el velo, quedando allí escondidas para que el público no las profanara.

El general Medina, puesto en pié como toda la concurrencia, aplaudia; pero estaba de espaldas al escenario y con la vista fija en la galería, distinguiendo en aquella oscuridad lo que nadie distinguia. Su corazon se hallaba tambien agitado.

Muchas personas entraron á saludar á Eduardo, rindiendo tributo al talento; en su ofuscacion á nadie conocia; cuando le dejaron solo, salió del coliseo, buscando aire para sus oprimidos pulmones; al cruzar por el pasillo vió en el palco á Leopoldo Rivas con Blanca; su alma se dilató con el orgullo de la venganza, satisfecha, sin notar que en los labios de los dos estaba pintada la risa de la desvergüenza. La desvergüenza es una coraza en que se embotan los tiros de la moral.

Al poner Eduardo el pié en la acera de la calle del Príncipe le pareció que despertaba de un sueño profundo; vió la gente que transitaba tranquila, sin mirarle, ajena á su triunfo, sin rendir un tributo á su talento que acababa de conmover y arrebatar á un pueblo agrupado en un pequeño semi-círculo;y tuvo intenciones de pedir cuentas de aquella indiferencia; pero entonces se convenció de que salia del teatro del arte para entrar en el teatro de la vida; y se convenció de que su gloria no habia sido más que un momento de fascinacion que no pasaba de las puertas del coliseo, porque el personaje aplaudido y respetado entraba en la escena donde habia de encontrar las miserias que habia lamentado, los vicios que habia pretendido corregir, los desengaños que habia puesto de relieve.

Los hombres que le aplaudieron dejaban de ser público y eran hombres; la nube de la gloria se habia disipado; la ilusion se desvanecia, y el mundo se presentaba á sus ojos con sus negros colores. El triunfo era un sueño halagador para la vanidad. El poeta quedaba dentro, del teatro no salia más que el desgraciado; dentro tendian todos las manos para aplaudirle; fuera no habia una mano que se tendiera para enjugar sus lágrimas, para socorrer su miseria.

Absorto permanecia en la acera cuando oyó una exclamacion ahogada por la sorpresa, y al volver la cabeza, pasaron por su lado dos mujeres que llevaban los rostros cubiertos con tupidos velos; Eduardo dejó escapar un grito, queriendo adivinar las facciones que encubria el tul, y poniéndose las manos sobre el corazon, á fin de contenerlo en su sitio, hizo un movimiento para lanzarse detrás de las tapadas; pero un cuerpo se interpuso entre él y ellas, y le obligó á detenerse.

Campo-Real dió dos pasos atrás y bajó la frente, no pudiendo sostener la mirada feroz de Angel Trueba, que sin mover los labios le mandaba detenerse; un niño que el jóven llevaba de la mano quiso acercarse á Eduardo, pero un violento impulso de Angel le hizo andar. El poeta se quedó inmóvil como un muerto, obedeciendo, la orden que de su cuñado habia recibido. El alma lo habia abandonado: ¡estaba en el teatro de la vida!

Mucho tiempo habria permanecido en aquella actitud, convertido en estatua, pero llegó á sacarlo de su éxtasis una mano que le pusieron en el hombro derecho; y por detrás de su cuerpo oyó estas palabras:

—¡Hola, vate laureado! Sea enhorabuena!, Campo-Real miró al que le llamaba, abriendo mucho los ojos, como queriendo recordar.

—¿No me conoce V. ya? Los años cambian mucho á los individuos, pero creo que la gloria ciega.

—¡El general Medina! exclamó Eduardo con asombro.

—El mismo, amigo mio, contestó presentándole la mano, que estrechó con efusion. Si no fuera V. desgraciado no me encontraria ahora aquí para ofrecerle mi amistad.

—¡La amistad! murmuró el poeta con amargura y moviendo la cabeza en señal de duda.

—La amistad de un hombre como yo sobrevive á todas las épocas y á todas las contrariedades de la vida.

—¡La desgracia! ¿Quién ha dicho á V. que soy desgraciado? preguntó Eduardo mirando fijamente al general.

—¿Quién? V. mismo.

—¿Yo?

—Salgo del teatro, amigo Campo-Real, y he simpatizado con el personaje que confió V. á Romea.

La frente del poeta se nubló.

—Puede haber una equivocacion...

—No se engaña al público, por más que se triunfe de él, dijo Medina con intencion. He aplaudido con entusiasmo, y desde hoy le quiero á V., porque soy admirador del talento.

—Gracias, general.

—Desearia que estrecháramos nuestra amistad en esta noche para V. solemne.

—¿De qué modo?

—Ahí tiene V. mi tarjeta, señor de Campo-Real. Espero que honre V. mañana mi casa y mi mesa. Almuerzo alas once.

Eduardo se quedó sorprendido.

—¿No acepta V. mi franco ofrecimiento? Peor para usted, amigo mio.

—Acepto, contestó el poeta tendiéndole de nuevo la mano. Recuerdo al general Medina, y no he olvidado que era un cumplido caballero.

—Adiós, poeta. Mi casa está siempre abierta-para la desgracia.

Eduardo de Campo-Real bajó por la calle del Príncipe, dejando atrás el teatro, y vagó por las calles una hora, tratando de llamar el sueño que le abandonaba.

En sus oidos resonaban los aplausos; en sus ojos estaba retratado el velo de la tapada; en su pensamiento llevaba impresa la mirada de Ángel; en su corazon reinaba una inquietud que no acertaba á explicarse.

¿Podia dormir un hombre teniendo que combatir contra estos fantasmas?

XVII.
NOCHE DE VIGILIA Y DIA DE SUEÑOS.

¡Qué horas tan largas! exclaman siempre los que sufren y los que esperan; y los que esperan y los que sufren no han explicado todavía el verdadero significado de un adjetivo que no puede aplicarse al trascurso del tiempo, porque este se sujeta á una medida siempre igual, siempre invariable. Si una hora nunca tiene más que sesenta minutos, ¿cómo se explican las horas largas, que tan á menudo impacientan al que espera y atormentan al que sufre? La imaginacion alarga ó acorta el espacio del tiempo, segun el estado del espíritu; el reloj es inflexible como todo testigo mudo; no ve las lágrimas, ni oye las súplicas, y marca el paso á compás, sin alterarse por el huracan que se desata á su presencia, ni por la llama que amenaza consumirlo.

¿Hay en el silencio y la oscuridad compañero más importuno que un reloj, cuya péndola oscila con movimiento igual? Sin tener en cuenta que espanta el sueño, parece un centinela del tiempo anunciando que cada golpe es un paso que nos acerca á la eternidad: y ni se detiene ante el pánico del que espera la desgracia, ni se precipita ante la ansiedad del que aguarda la ventura. El reloj, imitando á la humanidad, calla durante el dia, ahogado por el bullicio del mundo que sofoca su voz elocuente; y cuando llega la hora del reposo, cuando la cabeza busca el descanso en la tranquila almohada, alza la voz solemne, y su acorde campana se asemeja al aviso de la conciencia que llama á juicio á los mortales.

Eduardo de Campo-Real no podia dormir; arrebujado en las sábanas, con la cabeza tapada para no ver, sin reparar en que habia apagado la vela, llamaba al sueño, y el sueño se ponia á darle conversacion para atormentarlo; haciéndose el sordo á aquella voz, empezó á contar las oscilaciones de la péndola, pero maquinalmente, como rezan los niños, á fin de abstraerse, de embelesarse, y acabar por dormirse; pero el sueño, en vez de derramar el dulce beleño por los ojos, le hacia cosquillas en las orejas; en su exaltacion, temiendo que aquel ruido monótono fuese el que contrariaba su deseo, se levantó de un salto y fué á parar el reloj, sujetando la péndola, que dejó de sonar..

La vibracion metálica de la campana que daba en aquel momento las tres, resonó en las paredes de la alcoba; y el eco le produjo una sensacion extraña; quiso encender la vela, pero los fósforos estaban húmedos con la lluvia de la mañana, y se negaron á prestarle la luz; el ruido de sus propios pasos le dió miedo, y sin comprender su puerilidad, se arrojó otra vez en la cama como buscando un asilo protector contra los fantasmas que su imaginacion creaba; pero en vano, quiso dominar el escalofrió que produce el terror.

El silencio que reinaba en la habitacion le hizo bien pronto arrepentirse de haber parado la péndola del reloj; aquel sonido monótono abstraia su pensamiento de otras voces que habian de aturdirlo; la falta de sueño trae consigo una perturbacion en los sentidos.

Y los aplausos resonaron en sus oidos, como una música atronadora; y una nube se fué desvaneciendo ante su acalorada fantasía, presentándole las figuras que habian desempeñado un papel en su comedia, para desencantarlo, poniéndole de manifiesto el caro precio á que habia comprado la gloria.

Y por delante de sus ojos pasó rápidamente un velo negro empapado en lágrimas, como un cielo tachonado de estrellas; y al tender la mano para tocarlo, las lágrimas le quemaron los dedos.

Y claváronse en sus ojos dos ojos de mirada altiva, que penetrando hasta su conciencia, le desgarraron el alma.

Y oyó una voz de niño llamándole padre, y vió al de la mirada altiva que le arrancaba un pedazo de su corazon, sin poderse defender.

Y su corazon saltó del pecho, y colocándose delante de sus ojos, como un espejo, se vió en él tan horriblemente desfigurado, tan despreciable, que le acometió una congoja violenta.

Y Campo-Real se desmayó. El sueño no era natural, pero habia triunfado de los fantasmas que le perseguían. En aquel instante, ni sus ojos veian su deformidad, ni sus orejas oian la voz de la desgracia, ni su alma luchaba con el infortunio, ni su corazon latia.

Aquel deliquio fué la primera hora de ventura para el desgraciado.

Pero los deliquios no son eternos como el sueño de la muerte; y el desgraciado despertó cuando la luz que entraba por las rendijas del balcon le proporcionó la dicha de no temer á los fantasmas, que solo en la oscuridad se engendran y dominan.

El poeta se levantó; al notar la vacilacion de sus rodillas conoció la lucha que habia sufrido; al ver que en la esfera del reloj las manillas marcaban las tres, se acordó de su miedo infantil; y sentándose en un sillon, se puso á cavilar.

—¿Qué es esto?.... se preguntó. ¿Qué ha pasado por mí? Perdí la razon, y al recobrarla, la lucidez me presenta la verdad; Dios me alumbra el entendimiento para enseñarme la senda que he seguido, apartándome del camino de la virtud Esos fantasmas que esta noche me atormentaron eran los remordimientos Ah! ¡qué visiones tan horribles!.... ¿Por qué tendrá el hombre el derecho de cerrar la conciencia para extraviarse tan fácilmente? ¡Si se asomara á ella una vez, una vez sola, y la viera tan hermosa, no se atreveria á alterarla! La conciencia tranquila es un lago encantador, de una trasparencia que delata la menor impureza en sus cristalinas aguas, por las cuales vagan las ilusiones, ondinas del alma; pero ese lago esconde en su lecho huracanes que se desatan al menor soplo, y que difícilmente se calman, dejando para siempre turbia la corriente que lame sus arenas. ¡Oh! el huracan se ha calmado, y me estremezco al adivinar lo que guarda el fondo de mi conciencia; las ondinas se han sumergido, y por entre las aguas alteradas asoman la cabeza los fantasmas del remordimiento ¡Triste de mí! ¡En el espejo que forma el lago me contemplo con la fealdad de un monstruo!....

La cabeza de Campo-Real cayó sobre el pecho, y algunas lágrimas rodaron por sus mejillas; un momento despues exclamaba:

—¿Estoy llorando?.... ¡Ay! ¡ella tambien lloraba! Vi sus lágrimas estampadas en el velo que le cubría el rostro ¡Lágrimas arrancadas al más puro de los sentimientos! ¡Lágrimas consagradas al más indigno de los hombres!.... ¡Pobre Matilde!.... Oí la voz de mi hijo que me llamaba y, lo recuerdo bien, un hombre se interpuso entre los dos para impedir que se acercara á mí ¿Quién en la tierra tiene derecho ni poder para separar á un padre de su hijo?.... ¡Era Angel! ¡Dios le concedió ese poder! ¡yo le concedí ese derecho, abandonando á mi hijo!.... ¡Qué horror! ¿No tiene el cielo un rayo para confundirme? ¡El cielo es demasiado bueno con un padre desnaturalizado!....¡No fué Angel quien se interpuso entre Rodulfo y yo! ¡fué mi conciencia la que se asomó á los ojos de aquel hombre para detenerme! ¡La conciencia! ¡Oh! ¡soy un malvado!

Campo-Real cayó de rodillas, elevando al cielo los ojos, y de sus labios se deslizó una oracion. Al perderse en el espacio la última palabra de su santa invocacion, le pareció que el cielo abría sus puertas y que oia la voz de un ángel que le llamaba. Eduardo recostó la cabeza en el suelo, creyéndose indigno de tan señalado favor, y empezó de nuevo su oracion.

La voz del ángel se oyó más cerca; sonaba detrás de la puerta de la habitacion, y tomando la forma humana, repitió esta dulcísima palabra:

—¡Papá!....

Campo-Real dió un grito, y levantándose despavorido, cogió en los brazos á su hijo Rodulfo, que impaciente habia abierto la puerta y entraba saltando de alegría.

—¡Papá! repitió; ¡aquí estoy yo!

—¡Hijo de mis entrañas! gritó Eduardo cayendo desplomado sobre un sillon, pero sin soltar el niño, que se asustó de aquel recibimiento que no podia comprender.

Dios habia enviado al padre arrepentido el consuelo que pedia; el cielo se habia abierto á la voz de la oracion, y habia enviado un ángel para que le llevara el perdon de su culpa. ¡Dios es muy grandel

—¡Bendito seas! exclamó Eduardo besando al ángel en la frente.

Aquel beso voló al cielo; era la gratitud de la desgracia; era el signo de la redencion.

—¡Papá, me asustas! dijo Rodulfo espantado; ¿qué tienes?

—¡Nada, hijo mio! ¡la felicidad mata!

—No permito que te mueras, repuso el niño con candor, porque te quiero mucho.

—¿Me quieres, amor mio? preguntó el padre besándole los ojos, la boca y las mejillas.

—Sí: te quiero más que tú á mí.

Campo-Real se estremeció.

—¡No digas eso, Rodulfo!

—Es cierto, añadió el niño con tono muy natural; siempre estoy deseando venir á verte, y mamá no me deja; tú puedes ir á verme, y nunca vas.

Esta lógica era incontestable y destrozó el alma de Eduardo; la verdad no es más que una, y está grabada en el pensamiento de los niños, lo mismo que en el de los hombres.

—¿Cómo has venido hoy á verme si tu madre no te deja? preguntó Campo-Real.

—¡Toma! porque al ir al colegio conquisté al portero que me acompañaba, y vine corriendo; el pobre viejo sudaba para seguirme, pero era preciso correr, porque si no estoy á la hora, el maestro me acusa; y mi tio Angel tiene un genio muy fuerte.

—¡Dios te bendiga, hijo mio! ¡No sabes lo que te agradezco que hayas venido, porque deseaba tanto verte!

—Eso no es verdad, dijo Rodulfo riéndose y atusándole el bigote; si hubieras tenido deseos de verme, hubieras ido á casa, como hacen todos los padres de mis compañeros; y mamá no Horaria tanto, como siempre que me habla de tí.

—¿Tu madre llora? preguntó el padre acongojado.

—¡Vaya! ¡es más tonta! Siempre que mi tio sale, habla de tí, y llora porque no vas á verla.

Eduardo dobló la cabeza para esconder las lágrimas que se asomaban á sus párpados; pero el niño sacó el pañuelo, y enjugándole los ojos, dijo:

—¿Tú tambien lloras?.... Vamos; ¡está bueno!.... Así hago yo con mamá La pobre tiene los ojos encendidos de tanto coser á la vela, y me dá una lástima Cuando yo sea hombre, mamá no coserá dé noche, porque trabajaré para que descanse ¡Qué ganas tengo de ser hombre!....

El corazon de Campo-Real saltaba del pecho, y soltó al niño para dar paseos por el cuarto, á fin de calmar la agitacion que lo devoraba; algunos minutos despues volvió á sentarse; y Rodülfo, que en ese tiempo habia registrado todos los objetos de la habitacion, obedeciendo á la curiosidad natural de los niños, se subió de nuevo en sus rodillas, diciéndole:

—Papá, ¿y tu coche?

—No tengo coche, hijo mio.

—¡Qué caballos tan hermosos! Cuando te veía en la calle me daban ganas de llamarte para que me pasearas y me envidiasen mis compañeros de colegio; pero mi tio ponia la cara apretada y me regañaba. ¿Qué tenia de particular que fuera contigo? Si el coche era tuyo, ,¿por qué no habia de disfrutarlo yo, que soy tu hijo? ¿No es cierto?

Aquellas palabras eran el más cruel de todos los remordimientos de Eduardo de Campo-Real; eran el grito de su conciencia; eran las garras de la verdad que se clavaban en su corazon. El hombre no poseía lógica para rebatir las reflexiones del niño.

—¿No me contestas, papá? le preguntó.

—Tienes razon, hijo mio, repuso él sin saber lo que decia. ¿Cómo te Ocurrió venir hoy á verme?

—Porque anoche me llevó mamá á ver tu comedia; ¡me gustó tanto! ¡Cuánto daria yo por escribir una comedia, y que me aplaudieran y me llamaran á las tablas! Cuando saliste, empecé á gritar con orgullo: ¡es mi padre! Y el tio Angel me tiró un pellizco para que callara.

—¡Bárbaro! prorumpió Eduardo con un arranque de ira que no pudo reprimir.

—¡No, no! ¡mi tio es muy bueno! pero anoche estaba alterado, como siempre que se habla de tí. Despues, cuando te encontramos en la calle, te llamé, y me sujetó por el brazo; entonces, acordándome del pellizco primero, no me atreví á moverme.

—¡Tu tio me quiere mal! ¡Y tu madre tambien!

—¡Mamá no! ¡siempre te defiende!.

—¡Tumadre!.

—¡Vaya! Todos los dias, cuando rezo con ella, me enseña á pedir á Dios por tí, y me dice que debo quererte mucho.

—¡Te enseña á quererme! exclamó Eduardo con asombro.

—«¡Después de Dios, tu padre!» Eso me repite todos los dias.

Aquel golpe dejó anonadado á Campo-Real; en su alma mezquina no cabia la idea de una generosidad tan grande. ¡Ya no sabia qué hablar! ¡Estaba aturdido!

—¡Ahora me acuerdo! exclamó Rodulfo, bajándose precipitadamente de las rodillas de su padre; ¡el portero me espera abajo y el maestro me va á regañar! Adios, papá; ya me escaparé otro dia; no digas que vine á verte, porque si lo sabe mi tio me tira tres pellizcos. Adios.

El niño besó en los carrillos á su padre y se disponia á echar á correr; Campo-Real le detuvo, y despues de darle un millon de besos, sacó del bolsillo una moneda, que intentó poner en la mano de Rodulfo; pero este la retiró, diciendo:

—¡Un duro! ¡sería feliz con ese capital! pero máma me tiene prohibido que reciba dinero de nadie.

—¡De nadie! exclamó Eduardo con el alma destrozada por el valor de aquellas palabras. ¡Soy tu padre!

—Pero como no vas á casa, no me ha hecho mamá otra excepcion más que la de mi tio. ¡Y lo siento!¡Cáspita! ¡un duro!... ¡Si mamá lo supiera!... ¡No lo gana la infeliz trabajando todo el dia! Adios, papá...

Y corriendo como una gacela, salió Rodulfo del cuarto para reunirse al portero, que le esperaba impacíente. Cuando el niño llegó al colegio, el pobre viejo llevaba la lengua de fuera.

El lector debe conocer el estado moral de Eduardo cuando vió salir á su hijo. ¡La falta era grande, pero la expiacion era terrible!

XVIII .
DEL TENEDOR AL PLATO.

A las diez entró Adela en el cuarto de su hermano Eduardo para avisarle qué estaba servido el almuerzo, y le bastó fijar en él los ojos para adivinar que sufría; comprendiendo que la causa debia ser la visita inesperada de Rodulfo, se acercó á él, y poniéndole afectuosamente la mano en el hombro, le dijo:

—Ven á la mesa.

El poeta alzó la cabeza, y cogiendo la mano de su hermana, contestó maquinalmente:

—No tengo ganas de almorzar.

—Eso es imposible, Eduardo; porque ayer, con el sobresalto del estreno de la comedia, no comiste; y no consiento en ese abandono, que te sería perjudicial.

—¡El estreno de mi comedia!..... exclamó Campo-Real con acento de dolor.

—¿Estás descontento, hermano mio?

—No, Adela.

—Serías injusto con el público, que te aclamó con entusiasmo. ¿Qué más podía esperar un autor? ¡El triunfo fué completo! ¡Cuánto gocé, Eduardo! ¡Debesestar muy orgulloso!

—El orgullo no es la pasion que domina hoy en mí;, soy muy desgraciado para gozar con esos placeres que llenan de satisfaccion las almas tranquilas. Cuando el corazon rebosa de sentimiento no da entrada á las satisfacciones; los aplausos que debían haberme servido de vanagloria me proporcionaron una melancolía profunda, que no he dominado en toda la noche.

—Con efecto, estás pálido y ojeroso.

—Ya te lo dije; soy muy desgraciado.

—No me sorprende, Eduardo; estás bajo la impresion de la visita que recibiste hoy,

—¡Mi Rodulfo! exclamó Campo-Real dejando salirlas lágrimas. ¡Vino á casa de su padre, escapado, y corriendo el peligro de sufrir una reprension de su tio! ¿No te parece cruel esa consideracion que declara la maldad de mi conducta?

—Aun estás á tiempo......

—¡No! interrumpió él con vehemencia; mi mujer debe ver en mí un hombre muy despreciable, y mientras más me acerque á ella más horrible ha de parecerle la monstruosidad de mi falta. Mi falta es de aquellas que no merecen perdon.

—Matilde es muy buena.

—¡Pero siempre encontraria en mí al hombre degradado!

¡No me hables de eso, Adela! ¡Déjame que sufra la expiacion de mi culpa, sin arrastrar en mi; desgracia otras víctimas!...

—No pienses en lo pasado, y empieza por buscarla conformidad para prepararte al arrepentimiento; pero ahora vamos á almorzar; en perdiendo la salud se pierde todo. Ven conmigo.

Eduardo se puso en pié para seguir á su hermana., más bien con objeto de cortar la conversacion, que por obedecer la orden que le daba; pero al llegar á la puerta del cuarto se detuvo como herido por un recuerdo, y dándose un golpe en la frente con la mano derecha, exclamó:

—¡Estoy trastornado, y me olvido de todo!

—¿Qué te sucede? preguntó Adela.

—Anoche me convidó á almorzar el general Medina, y debo estar en su casa á las once. Aunque desearia faltar, porque mi espíritu busca la soledad, comprendo que necesito hacer un esfuerzo.

—Aun te sobra tiempo, hermano mio; y me alegro de que vayas, porque así te distraerás.

A las once entraba Eduardo de Campo-Real en casa del general Medina; hacia tanto tiempo que estaba alejado del mundo, viviendo escondido en el rincon de su cuarto, que al poner el pié en la alfombra de la sala, sintió una impresion de disgusto y una extrañeza como la del que no se encuentra en su centro; despues de haber roto sus lazos con el gran mundo, al contemplar el lujo de la casa en que entraba, le pareció que su visita era una apostasía; pero el general no le dió tiempo para que sus reflexiones tomaran cuerpo, pues se presentó en seguida con la puntualidad militar de que nunca prescindia, y tendiéndole la mano con afecto, le dijo:

—Gracias por el favor que me dispensa V. hoy, amigo Campo-Real.

—El favorecido soy yo, señor Medina.

—No; me complace sentar á mi mesa al poeta aplaudido, y agradezco su bondad, más estimable porque me consagra las primeras horas de su despertar despues de una noche de victoria. Hoy, amigo mio, no debia V. pertenecer sino á la memoria de su triunfo halagador; y hé ahí la razon por qué he manifestado mi gratitud.

—¡Mi triunfo!... murmuró Eduardo, alzando ligeramente los hombros.

—No soy poeta, continuó Medina sonriéndose; pero he tenido tambien mis dias de gloria, y sé estimar en lo que valen los ensueños del dia despues.

Campo-Real hizo un gesto desdeñoso y permaneció callado.

—¿Sabe V. que noto en su cara una alteracion como si viniera preocupado? ¡Cáspita! ¿Qué más quiere un autor? La ovacion fué ruidosa y espontánea; he visto en el teatro pocos triunfos más grandes. Vamos: venga V. á almorzar, que aunque los poetas se alimentan con los desvaríos de la gloria, el estómago tiene sus exigencias justificadas.

Eduardo se sonrió para corresponder á la franqueza con que Medina le recibia; aquella noble hospitalidad exigia por su parte un sacrificio, y acordándose de que en el mundo no debe el hombre delatar sus impresiones, dijo con aparente gracia, con aquella gracia que tanto habia cultivado en los salones:

—Tiene V. razon, general; el estómago pide su parte en el botin de la victoria, como hubiera V. dicho en aquellos tiempos en que me cupo la honra de conocerle y en que vivia V. consagrado al sueño de la guerra.

—Los instintos no se pierden; el sistema de vida imprime carácter hasta en el lenguaje de los hombres; pero soy siempre el mismo. El que ha cambiado mucho es V., amigo Campo-Real.

—No es extraño; las desgracias......

—Ya hablaremos de eso en la mesa, interrumpió Medina apoyándose en su brazo y llevándole al comedor.

El almuerzo estaba servido, y el olor de los platos hizo comprender al poeta la razon de las reflexiones ele su hermana Adela y del general, pues conoció el vacío de su estómago; entonces se consagró á comer la tortilla, sin dirigirla palabra á su compañero de mesa, que tampoco le interrumpió, ocupado en quitar del plato la racion que le habían puesto.

Los criados, despues de mudar los cubiertos y los platos, colocaron en la mesa unas costillas, retirándose para dejar solo el comedor: costumbre que seguían siempre por orden de su amo, que sabia lo peligroso que es la presencia de esos enemigos domésticos en las horas de la mesa, que abre el alma á las mayores confianzas entre los amigos y la familia;

Bebió el general una copa de Burdeos, para ayudar la digestion de la tortilla, y echando el cuerpo para atrás, se puso á contemplar á Eduardo con una fijeza que hubo de llamar á éste la atencion, y separando el cuchillo de la fuente de las costillas, dijo:

—¿Qué es eso, general? ¿Hace V. suspension de armas?

—No, amigo mio; me asaltó en este momento un tropel de recuerdos, y no pude menos que mirar á usted con emocion. ¿Se acuerda V. de aquellos tiempos en que fuimos víctimas de una coqueta? Me parece mentira que nos encontremos aquí dos rivales de entonces, como buenos amigos, con el tenedor en la mano, y qué sea V. el poeta que anoche aplaudí con entusiasmo; ¡porque fuí de los que aplaudieron con más fuerza!

—Es V. muy bueno conmigo, general; y no me explico todavía el capricho del público...

—Vamos, poeta; no quiera V. aparecer modesto, porque demasiado sabe V. lo que vale su obra.

—¡Oh! aseguro...

—Conmigo nada adelanta V. echándose por tierra, porque como siempre rendí culto á la verdad, leo en la cara el sentimiento que domina, el alma.

—¿Qué lee V. en mi cara?

—La satisfaccion de la gloria, mezclada con un dolor interno que no puedo apreciar, porque no conozco la causa.

El poeta detuvo la mano cuando iba á meterse en la boca un trozo de carne, y miró fijamente á Medina.

Este, sonriéndose, se sirvió en el plato una costilla, y dijo:

—No crea V. que soy adivino, amigo mio; sería preciso tener cerrado el entendimiento para no conocer que en el alma de Eduardo de Campo-Real ruje una tempestad.

—¿En mi alma?

—Es decir, en la del personaje que representó Romea; y como V. y aquél son dos entidades distintas y una sola verdadera, de ahí deduzco...

—Las creaciones del poeta son imaginarias, general.

—Los poetas son como los pintores; estos llevan en la punta del pincel las facciones de la mujer que aman, y la retratan sin saberlo; aquellos retratan tambien con la pluma, y á veces con tanta exactitud que nadie desconoce al original. Si el autor de la comedia hubiera estado anoche en la platea, no dudaria de la verdad de mi aserto.

—El público se atrevió...

—El público, amigo Campo-Real, no vió en la escena á Romea, sino á V. mismo, arrojando veneno por la boca para desahogar su alma.

—¡Y el público me aplaudió!

—Ese es el prestigio del talento. Y ahí tiene V. explicado el impulso de mi simpatía; anoche comprendí que era V. desgraciado y que necesitaba de una mano amiga que lavará las heridas abiertas en su corazon por los desdenes injuriosos de la sociedad. Nunca, por instinto, me acerco á las personas felices.

—Siempre conocí que no debia confundir á V. con esos miserables que andan por el mundo; desde el gabinete azul de la marquesa del Fresno adiviné, que el general Medina era un hombre superior; y esa misma conviccion fué causa de que la rivalidad entre nosotros tomara tantas proporciones. ¿Se acuerda V. de nuestro duelo?

—¡Locuras de jóvenes! Tengo tan buena memoria como el autor de la comedia El teatro de la vida, pues allí he visto el perfil de la marquesa, destacándose entre otras figuras más importantes.

—No podia olvidarla, general, la marquesa representa una página interesante en mi pobre historia.

—Tambien ví á Lucía, añadió Medina sonriéndose; pero á lo menos hizo V. su apoteosis, glorificando el recuerdo.

—Lo merecia. ¡Desdichada criatura!

—También el conde de Tamajon asomó al cuadro su deformidad moral, que suplía la joroba física que debió á la naturaleza. ¡El poeta estuvo implacable!

—¡Todos, general, todos! Esa comedia, ya que para usted no tengo secretos, ha sido un desahogo de mi bilis.

—¿Todos? murmuró Medina moviendo la cabeza en señal de duda. Me parece que en ese cuadro histórico falta un personaje principal, y cuyo olvido es incalificable.

—¿Un personaje? ¿A quién se refiere V., amigo mio? preguntó Eduardo mascando el último bocado de la costilla.

—Esa pregunta es todavía más incalificable que el olvido.

—No acierto á comprender...

—¿No habia en la vida del poeta una mujer, cuya intimidad exigiera que la hubiese colocado en primer lugar entre tantas figuras accesorias? ¿Tan lejos está del corazon que ni siquiera su nombre aparece en la historia de sus desgracias? ¿O es que la conciencia del poeta teme presentarla para que el resplandor de su virtud no robe al protagonista la aparente con que alcanza el triunfo?

Eduardo soltó el tenedor y el cuchillo, y mirando fijamente á Medina, le dijo con voz entrecortada:

—No comprendo, general... ¿Qué figura es esa?....

—¿No recuerda V. á Matilde Trueba?

Campo-Real se puso pálido como un muerto, y no contestó.

—Hizo V. bien en no acordarse de Matilde Trueba, porque las perlas se manchan en el fango; hizo usted bien, lo repito, porque si en el cuadro de la comedia se hubiera destacado nada más que una línea de la fisonomía moral de ese tipo, el protagonista no hubiera triunfado, cayendo de su rostro la máscara con que se cubria.

—¡General!

—Esa mujer, siguió Medina sin alterarse, estaba lejos de la mente del poeta al trazar el plan, porque no cabiendo en su corazon, habia huido de él. Matilde Trueba es un ángel, y los ángeles no pueden ensuciar sus alas con el cieno del teatro de la vida.

—¿Conoce V. á esa mujer? preguntó Eduardo con los ojos espantados.

—El retrato que de ella hago lo acredita. Vamos, querido, añadió sonriéndose; coma V. un trozo de salmon; su salsa no es tan picante como las alusiones de la comedia, pero está bien condimentada.

—¿Conoce V. á Matilde Trueba? repitió Eduardo, sin tocar el salmon que Medina le habia servido.

—Conozco á Matilde y conozco á su marido; y conociendo á los dos, he apreciado la distancia que los separa.

El poeta comprendió la terrible intencion de estas últimas palabras, y dobló la cabeza en señal de abatimiento profundo. El general comió con la mayor calma el trozo de salmon, y cuando hubo limpiado el plato, dijo:

—¿Desaira V. mi pescado? Mal hecho, amigo mio, porque es un plato suculento. Coma V. sin alterarse, porque nada tiene que ver el estómago con la conciencia; del tenedor al plato hay poco espacio para la mano, y debe V. salvarlo; del plato á la boca hay mucho, si se empeña V. en preocuparse con mis palabras, que no llevan mala intencion.

—¡No sabe V. el daño que con ellas me ha hecho!

—¿De veras? A fe que lo siento; pero no pude resistir á la tentacion de decir la verdad, que es siempre mi ídolo,

—¿En dónde conoció V. á Matilde Trueba? Preguntó Eduardo con interes.

—La casualidad me llevó á su casa; ¡qué casa, amigo poeta! ¡Aquello es el templo de la virtud, el santuario de la dignidad! ¡Esa familia de Trueba merece un trono! ¡esa familia ha conquistado la palma del martirio! Mentira parece que haya un hombre tan desventurado, no quiero calificarlo de otro modo, que renuncie á la felicidad que Dios le deparó.

—¡Ese hombre es un miserable! exclamó Eduardo con exaltacion y poniéndose en pié.

—¡Calma, amigo mio! ¿No ve V. que no me altero?

—Pero yo debo alterarme, porque aunque tarde reconozco la infamia de mi conducta; fué una calentura, general; una calentura que duró mucho tiempo y que no habla en favor de mi instinto; pero estoy arrepentido, y hoy daria toda la sangre de mis venas por alcanzar el perdon de mis extravíos.

Medina se cruzó de brazos, sin levantarse, y contempló al poeta como para estudiar la verdad en la alteracion de su fisonomía. Despues se sirvió el café con leche, con la mayor tranquilidad, diciendo:

—Acabe V. de almorzar, y luego hablaremos; no desaire V. mi convite.

—No puedo, general; las palabras de V. me han puesto en la garganta un nudo.

—Ese nudo es la conciencia; pero todo se arreglará.

—¡No esposible! ¡mi falta no merece perdon!

—¿Lo ha pedido V. por ventura?

—¡Oh! ¡nunca me atreveré! Herí el corazon de la más buena de las mujeres, abandonándola á la desgracia y á la miseria para entregarme á una vida de disipacion! ¡Me olvidé de todo, general! ¡de todo! ¡Ella debe despreciarme! ¡Cuando el desprecio ha llegado á entronizarse, ya es inútil llamar alas puertas del corazon!

—¿Está V. arrepentido de veras?

—¡Daria la vida por un minuto de consideracion de esa mujer! ¡Ahora sé apreciarla!

—¡Nunca la apreciará V. en lo que vale! Siéntese usted y hablaremos del particular.

Medina le refirió sus visitas al sotabanco, la renuncia del destino de Angel Trueba, y los merecimientos de la familia, ponderando las privaciones que esta sufria y el trabajo á que estaba condenada, para que resaltaran más en el ánimo de Eduardo las consecuencias de su abandono. Y consiguió su objeto, porque las lágrimas saltaron de los ojos del poeta, cayendo en las manos del general, que las recogió con placer.

El alma del desgraciado se desahogó en el seno de la bondad, que supo enjugarlas. Los dos amigos se habian comprendido.

Media hora despues salieron á la calle; Eduardo fué á su casa á esconder su abatimiento; Medina se dirigió á la calle de Silva, y entró en la habitacion de la marquesa del Fresno.

La visita duró una hora; cuando se despidieron, el rostro del general anunciaba una satisfaccion inmensa; la marquesa fué á arrodillarse en un reclinatorio que tenia en su alcoba, y besó el crucifijo.

Les dos estaban contentos; habian, al parecer, preparado una buena obra, y la satisfaccion los animaba.

El general Medina tenia un corazon de oro.

XIX.
LA SOMBRA DEL MARIDO.

La impresion moral que en Eduardo causaron las palabras del general Medina fué tan grande, que su hermana Adela se alarmó, hasta el punto de creer que perdía la razon, y no-quiso dejarle solo en todo el dia; pero no consiguió que contestara sus cariñosas preguntas.

—Déjame morir, hermana mia! fué lo único que dijo al verse hostigado por los consuelos de Adela.

—¡Morir! exclamó ella. ¿No eres cristiano, Eduardo? Este se puso pálido.

Cármen, Salvador y Evelina, los sobrinos de Campo-Real, entraron en la habitacion para distraerle, pero en vez de conseguir el objeto que su madre se proponía, se abatió más visiblemente el ánimo de su tio, que llegó á rechazarlos con muestras de una inquietud nerviosa, producida por la excitacion, que aumentó la alarma de su hermana. Y así pasó él todo el dia; y así pasó la noche.

Por la mañana le llevó Adela los periódicos para que leyera las alabanzas que prodigaban á su comedia; pero el poeta los puso sobre una silla, sin fijar en ellos los ojos; esta era la prueba más convincente de su trastorno, puesto que ni el incentivo del amor propio lo sacaba de su enajenacion.

—Toda la prensa, le dijo, aplaude unánime tu produccion; el triunfo ha sido glorioso, querido Eduardo.

—¡La gloria! exclamó este clavando en su hermana los ojos extraviados; ¡la gloria es mentira!

—Pero los poetas sueñan con ella, y tú la has conquistado en una noche.

—¿Qué vale la corona de laurel que ciñe una frente degradada? ¡El resplandor de la gloria se apaga contra el cristal de los ojos empañado por la deshonra! ¡Porque estoy deshonrado, Adela! ¡porque mi conciencia es un abismo donde se sepultan las grandezas de la vida para escarnecerme! ¡Déjame morir, te lo suplico!

Dieron las doce en el reloj del cuarto, y el sonido de la campana heló la sangre en las venas de Campo-Real, que se puso á mirar la esfera con espanto.

—¿Qué tienes, Eduardo? preguntó Adela.

—Ayer, á esta hora... Me acuerdo bien..... ¡El templo de la virtud! ¡el santuario de la dignidad! ¡la palma del martirio!... ¡Él lo dijo!... ¡Y yo!... ¡Ah!...

El poeta se cubrió el rostro con las manos, y su hermana, trémula con el sobresalto, salió para llamar al médico, convencida de que aquél se habia vuelto loco.

Campo-Real permaneció algunos minutos en honda meditacion, de la que fué á sacarle el portero, que asomó la cabeza en el cuarto para decirle que bajara, porque el señor general Medina le aguardaba en su carruaje.

El sacudimiento nervioso que en el cuerpo de Campo-Real causó el aviso del portero, le hizo poner en pié de un salto; no dándose cuenta de lo, que le pasaba, cogió el sombrero y bajó corriendo la escalera, sin que su hermana se apercibiera de su salida.

El lacayo abrió la portezuela del carruaje, y el poeta entró, sin dirigir la palabra al general; éste mandó al cochero que les llevara á la calle de Silva; y el vehículo partió a escape.

Cuando llegaron, antes de apearse, preguntó Eduardo al general:

—¿A dónde vamos?

—A V. le toca ver, oir y callar.

Campo-Real se encogió de hombros y siguió á

Medina, entrando juntos en casa de la marquesa del Fresno, que tendió al primero la mano con el mayor afecto; la sorpresa del poeta fué grande, pues como hacia muchos años que no veia á la deidad del gabinete azul, no comprendia el objeto de tan extraña visita.

—Solo las montañas no se juntan, amigo mío, dijo ella apenas llegaron al cuarto contiguo á la sala. Tome V. asiento y no revuelva en su memoria tiempos lejanos, que no traerían para los dos más que desengaños.

—¿Quiere V. explicarme, general?

—He dicho á V. que no le corresponde más que ver, oir y callar, interrumpió Medina riéndose. Esta visita es una exhumacion.

—¿Pero el fundamento?

—Siéntese V. y calle. Es preciso reconciliarse con sus antiguos amigos; la marquesa deseaba pedir á usted perdon y perdonarle.

—¿Yo perdon?..... exclamó ella alterada.

—Todos tenemos en la vida algo que perdonar. Me prometo que esta entrevista ha de ser fecunda en emociones para dos personas que no se quieren bien.

—Está V. equivocado, general, dijo el poeta; el Olvido

—Pero el olvidó es una losa que cubre siempre malas pasiones; deseo que se estimen ustedes como merecen, despues que aprendan á conocerse.

La doncella de la marquesa llegó á la puerta del cuarto y anunció:

—La señora del sotabanco.

—Que pase á la sala, dijo ella levantándose. Dejo á ustedes solos por algunos minutos.

Y entró en la sala, donde encontró á Matilde Trueba, en pié, esperando.

—Adiós, amiga mia, dijo la marquesa estrechándole la mano y haciéndola sentar á su lado en el sofá. Queria hablar con V. de un asunto de interés, y me he tomado la libertad de suplicarle que bajara.

—¡La libertad, señora! Puede V. disponer de mí con la mayor franqueza.

La voz de Matilde Trueba resonó en el cuarto en donde estaban Campo-Real y Medina: viendo éste que aquél iba á dar un grito, le tapó la boca con la palma de la mano, repitiéndole la frase:

—¡Ver, oir y callar! ¡esa es la consigna! Tenga usted valor, y no le pesará.

El poeta, temblando como un azogado, dobló la cabeza para obedecer la orden, y Medina le cogió la mano derecha con la intencion de animarle, comunicándole así el espíritu que perdia.

La marquesa siguió su diálogo con Matilde en estos términos:

—Sabe V. que desde que la conocí he demostrado el mayor interes por la suerte de toda su familia.

—Tengo, señora, muchas pruebas que lo acreditan.

—Pues bien: me preocupa la existencia que V. arrastra, y deseo conocer sus penas para aliviarlas, si es posible.

—¡Ay! exclamó Matilde con acento de tristeza profunda.¡Mi desgracia es irremediable!

—¿Por qué?

—Porque nadie puede devolver la vida al árbol que se seca.

—Y Dios ¿no lo puede todo?

—¡Oh! Dios sí; pero soy una infeliz criatura que no merece ese rasgo de su misericordia.

—Dios mira con iguales ojos de bondad á todos sus hijos; la desesperacion de la duda es un pecado, Matilde.

Esta se estremeció, y las lágrimas acudieron á sus párpados. La marquesa continuó:

—En un tiempo fui amiga de Eduardo de Campo

Real, y entonces aprecié los errores de sus veleidades.

—Señora, murmuró Matilde con dignidad, suplico á V. que no me hable de ese hombre.

—¿Por qué, amiga mia?

—Porque ha muerto para mí, y la memoria de los muertos se profana no venerándola. No puedo venerar la memoria de mi marido, pero no quiero profanarla.

—¿No le ama V. ya?

—¡Amar, amar! ¿Para qué me pregunta V. lo que no se debe responder?

—Necesito una respuesta; mi amistad la exige.

La esposa de Campo-Real miró fijamemte á la marquesa, como queriendo investigar su pensamiento, pero el deseo de aquella se estrelló en la impasible fisonomía de esta.

—Amar! repitió. ¿Es posible aborrecer lo que se guarda en el corazon? ¿Por ventura la fuerza del dolor nos hace, nunca entregar con gusto el brazo gangrenado á la bárbara cuchilla? He ahí, marquesa, el estado de mi corazon;.mis sufrimientos son grandes, pero de mis labios no se escapa el grito desesperado que arrancaría de mi pecho la imagen del hombre que vive en él por la fuerza de la atraccion, por la santidad de la ley, por el derecho de conquista. ¡No me hable V. de eso, señora! Si es verdad que V. me estima, no me atormente; repito lo que antes dije: ¡ese hombre ha muerto para mí!

—No es muy lógica la consecuencia, querida, porque si ha muerto, ¿cómo vive en el pecho por la fuerza de la atraccion, por la santidad de la ley y por el derecho de conquista?

—¡Vive el amor, pero el amante ha muerto!

—Esas son falsas ideas. Si Campo-Real llegara ahora aquí tendiendo los brazos

—¡Nunca! gritó Matilde con espanto, tratando de levantarse.

—Vamos, repuso la marquesa deteniéndola por el brazo; esa palabra es muy fuerte y poco cristiana.

—¡Nunca! repitió aquella con energía; Dios me dicta esa palabra, enseñándome el camino; Eduardo podrá conservarse en mi corazon, porque el corazon es un recinto sagrado; ¿pero abrirle los brazos á la faz del mundo? ¡Oh! ¡seria una debilidad indigna! ¡Marquesa, no me atormente V. de ese modo! ¿No conoce V. que estoy sufriendo?

—Si él pidiera el perdon

—¡Nunca, nunca!

—Si llegara aquí con el rostro alterado por el sentimiento, con la cabeza blanca por el dolor, con la rodilla inclinada en señal de humillacion, la esposa noble y digna ¿rechazaria al marido contrito, cerrando al arrepentimiento la puerta del perdon?

—¡Nun...¡Ah!

Un grito ahogó la segunda sílaba de la palabra, y la cabeza de Matilde cayó sobre el respaldo del sofá. Habia visto la figura de Eduardo, asomado ala puerta de la sala, pálido como un espectro, descompuesto como una nube que se desvanece.

El general Medina, despues de haber colocado allí á Campo-Real, salió al corredor por la puerta de escape de la habitacion y subió de prisa la escalera para llegar al sotabanco.

Allí no tuvo que llamar, porque Margarita, qué ya conocía sus pasosr corrió á franquearle la entrada.

XX.
LOS ESLABONES DE LA CADENA.

Eduardo de Campo-Real se mantuvo inmóvil en el umbral; la marquesa, viendo que Matilde permanecia con la cabeza caida, aprovechó el momento oportuno para abandonar la sala, dejando solos á los esposos.

Hubo un minuto de silencio en que no se oia ni la respiracion de los dos; Eduardo no veia á Matilde; Matilde no veia á Eduardo; eran estatuas al parecer inanimadas; la fuerza de la emocion habia paralizado el movimiento de sus corazones.

La vida volvió primero al ser de ella, anunciándose con un ahogado sollozo, que fué casi un gemido, y que resonó en la sala como el melodioso acento que produce la cuerda de un arpa herida por los dedos. Matilde creyó que despertaba de un letargo, y pasándose la mano por los ojos para fijar las visiones en la retina, como se hace para desvanecer una nube de humo, buscó en el sofá á la marquesa; al tender la vista por la sala distinguió á su marido, todavía inmóvil como una aparicion fantástica, y los nervios de la esposa, heridos justamente por la indignacion, se agitaron con violencia.

Aquel hombre que habia amado siempre, que amaba todavía, habia llenado de dolor su corazon, habia robado á su alma las más bellas ilusiones, la habia insultado con el desprecio, la habia abandonado á la miseria, sin oir la voz del deber, sin oir la voz de la conciencia, sin oir siquiera la voz del corazon que lo llamaba hacia su hijo con ese poderoso iman que nunca pierde su atraccion. Aquel hombre habia roto sus lazos, dando con el pié á la más noble de las mujeres para consagrar su vida y su cariño á una mujer infame.

Estos recuerdos se levantaron en tropel en la imaginacion de Matilde para destruir el impulso que la hubiera precipitado en los brazos del hombre que habia amado siempre, que amaba todavía; y la reaccion se verificó violentamente, devolviendo el orgullo á la esposa ultrajada, recordando la dignidad á la mujer virtuosa, concediendo las fuerzas ala amante abatida. Levantóse entonces con un movimiento enérgico, y cruzando los brazos, se adelantó hasta el centro de la sala para colocarse enfrente de su marido; allí, clavándole los ojos con la altivez de una matrona romana, le preguntó:

—Eduardo, ¿qué quieres de mí?

Campo-Real despertó al estremecimiento que le produjo la voz de su mujer, y sin alzar los ojos, como el que siente la accion del miedo ó del respeto, murmuró:

—Matilde, me sentia morir, y no debia morir sino á tus pies; no he venido yó á mi el destino me trajo. ¡Ten lástima de mí!

—¿Lástima? ¡Esa palabra en tus labios es un sarcasmo!

—¡No! exclamo el marido animándose repentinamente. ¡Si supieras lo que sufro no me lanzarias una acusacion tan cruel!

—¡Qué débiles son los hombres! dijo ella contrayendo los labios con una risa histérica. La menor contrariedad los ábate; una hora de sufrimientos los destruye; no saben más que ser felices. ¡Ay! ¡una hora!...¡Aprende á sufrir con resignacion! ¡Aquí tienes un roble que ha resistido grandes tempestades sin doblar la frente! El dolor me ha arrancado las hojas, me ha secado las ramas; robándome la savia; pero el tronco se mantiene en pié, altivo, sin declarar que lucha contra la tierra que se niega á sostenerlo, porque su copa mira al cielo que no abandona á los desgraciados. Seis años de padecimientos han destruido en mí el germen de la vida, desvaneciendo la última de mis ilusiones; pero en medio de las ruinas se levanta con dignidad la imagen de la fe queme ha defendido contra los embates de la miseria, contra los peligros del infortunio.¡Seis años sin quejarme, Eduardo! ¡Y tú á la primera hora de la desgracia te abates y llamas á la muerte!....¡Oh! ¡qué cobardes son los hombres!

—¡Matilde!.... murmuró Campo-Real.

Y la palabras se ahogaron en su garganta, no pudiendo continuar.

—Eduardo, ¿qué quieres de mí?

—¡Verte, y despues morir!

—¡Morir! ¡siempre morir! ¡Hé ahí al recurso de los débiles, el consuelo de los desesperados! ¡Morir no!¡vivir para soportar los mayores contratiempos, para hacer frente á la desgracia, para pedir á Dios el perdon de tus culpas, para llegar á ser digno de los favores qué su misericordia dispensa! ¡Morir es muy fácil! ¡El heroísmo es combatir, la vida, llevando la muerte en él corazon!.... ¡Ah! ¡he sufrido tanto, sin una ilusion en el alma, sin uña esperanza, sin un recuerdo grato! ¡Y hé vivido, Eduardo!. ¡La resignacion me alienta, y la resignacion es el consuelo, de los justos! ¡No me hables de morir! ¡Vive para padecer! ¡Por mucho que el destiñóse ensañe contra tí, todavía he de llevarte tanta ventaja que nunca nos nivelaremos! ¡Vive para padecer! ¡Despues que Dios te haya probado, tendrás el derecho de pedirle clemencia!.....¡Una hora de sufrimientos! ¡Aprende de mí! mira en mi frente los surcos que el dolor ha estampado; ve en mis ojos las huellas dé la inagotable lágrima que de ellos se ha desprendido hasta que se secó el raudal; analiza en mi corazon el movimiento secreto de intranquilidad producido por los pesares; busca en mi alma el recuerdo de las ilusiones, y la hallaras vacía. ¡Soy un cadáver que vive, una sombra que pasa! ¿Qué quieres de mí?

—¡Reconquistar tu estimacion á costa de las pruebas más duras que me exijas!

—¿Mi estimacion? ¡Déjáme sola, Eduardo! ¡solacon mi desgracia! Nos conocemos demasiado; dos cuerpos que se rechazan no se confunden otra vez. Me heriste sin piedad, á mi y despues que luché mucho, olvidé tus agravios; nada tienes que echarme en cara; nada, pues respeté tu memoria y el nombre que me habias dado.¡Sigue á mi tu camino, que pediré á Dios tu salvacion!. ¡Tú no puedes ser bueno para mí, y yo no quiero ser débil contigo.! No vengas á abrir una nueva senda para sembrar mi vida de pesares; ¡sería una crueldad! ¡Hoy ya no tengo lágrimas para dar desahogo á mi corazon! ¡Sigue solo por el camino de la desgracia, qué mucho has de andar para alcanzarme!

—¡Esta hora de sufrimientos vale por un siglo! ¡Tú no, conoces, Matilde, el estado de mi razon!.

—¡Dios es muy justo! ¡Así comprenderás todo lo que he pasado por tí! ¡así apreciarás el valor de las muchas horas iguales á la tuya en que me vi obligada á combatir contra mi razon que se escapaba detrás de las ilusiones que huian, y la sujeté contra el dominio de la voluntad que el deber impone! ¡Lucha, Eduardo, que el cielo empieza á probarte! ¡Te amaba con desvarío, y no vacilaste en destrozarme el corazon! ¡Fuiste cruel, muy cruel, pero ya te he perdonado!

—¿Me has perdonado? preguntó el marido con exaltacion. ¡Repítelo, Matilde! Esa seguridad me haria feliz, porque, te lo juro, daria la vida por conquistar, si no tu aprecio, que eso sería mucho, á lo menos tu perdon.

—¡El perdon! ¡Hace tiempo que te perdoné, Eduardo! Las almas nobles mueren sin maldecir el puñal que les desgarra las entrañas! Sigue tu camino sin atormentarme, que alcanzaré de la Providencia el perdon que ya te concedí.

—¡Lo alcanzaré, Matilde! ¡El cielo no puede cerrar los oidos á la voz de los ángeles! ¡Y tú eres un ángel!....¡Yo soy un malvado indigno de tus favores! los extravíos de mi vida me hicieron huir de tí; Dios no debia ponerte al alcance de mi maño; ¡yo vivia en la tierra, y tú batias tus alas en el cielo! ¿Qué tiene de extraño que no te comprendiera? ¡Tú necesitabas la palma del martirio, y la has ganado! ¡Ah! ¡y yo, el más inícuo de los hombres, fuí tu verdugo!

Matilde habia retrocedido poco á poco algunos pasos para apoyar el brazo en el respaldo de un sillon; las fuerzas empezaban a abandonarla, y temia que el temblor de sus rodillas delatara su aparente energía. Campo-Real se detuvo un instante para tomar aliento, y continuó, despues de hacer un esfuerzo superior:

—Tienes razon; yo no puedo ser bueno y tú no quieres ser débil conmigo; esa verdad me ha declarado él convencimiento de mi desgracia. Soy indigno de tí,y me contento con haber alcanzado, tu perdon. Adios, Matilde; acepto tu ofrecimiento; pide á Dios queme dé fuerzas para soportarla vida á que mi locura me ha condenado. Adios.

Las rodillas no pudieron sostener á Matilde, y doblando el cuerpo, se sentó en el sillon.

En aquel momento asomó por la puerta del gabinete una mano que conducia un niño; la mano desapareció, cerrando despues la puerta; el niño entró en la sala corriendo, y al ver á Campo-Real, que volvia la espalda para retirarse, se lanzó encima de él, diciendo:

—¡Papá!, ¡papá, no te vayas que aquí estoy yo!

Matilde y Eduardo dieron dos gritos penetrantes, lanzados por la misma emocion, ella se puso en pié, llevándose las manos á la frente; él recibió en los brazos á Rodulfo y le cubrió de besos la cara.

—¡Hijo mio!..... exclamó llorando.

Y sin saber lo que hacia, echó, á andar, llevándose el niño. Matilde dió el segundo grito, y despavorida, como la leona á quien le roban su cachorro, corrió detrás de Eduardo, gritando:.

—¡Mi hijo! ¡mi hijo!.

Eduardo se detuvo; y volvió á entrar en la sala.

Rodulfo, asustado, echó los brazos á su madre, buscando el único amparo que conocia.

—¡Toma! dijo él temblando; no tengo derecho para robarte ese tesoro; te pertenece

Rodulfo, apenas se encontró al lado de su madre le rodeó el; cuello con el brazo derecho, y con el izquierdo siguió agarrado á su padre; el niño habia formado, por instinto, un lazo que no podia romperse: los eslabones de la cadena se habian unido. La mano de Eduardo, sujetando á su hijo, tocaba el pecho de Matilde y sentia las palpitaciones de su corazon; la corriente eléctrica se habia establecido, siendo Rodulfo el conductor. Ni Matilde ni Eduardo hablaban; sufrian, la influencia de uno de esos momentos terribles de la vida en que se verifica una paralizacion de todo el sér; sentian, y no sabian expresar sus sentimientos.

Impulsados los esposos por una misma inspiracion, depositaron un beso en las mejillas del niño; aquellos besos se encontraron. Eduardo y Matilde habian besado la carne de su carne, y sus almas se confundieron.

Ella sintió entonces una punzada, en las sienes, y conociendo su debilidad, arrancó á Rodulfo de los brazos de su padre para dejarlo en el suelo. El niño se puso á dar saltos por la sala, gritando: :

—¡Qué alegría! ¡papá y mamá juntos!

El niño era él ángel de la reconciliacion que agitaba las alas con regocijo. La voz del ángel llamó á las puertas del alma de los esposos; en la frente de Eduardo se leia grabada esta solemne palabra: ¡arrepentimiento! en la de Matilde, se leia esta: palabra sublime: ¡perdon! Y los esposos, despues de mirarse algunos segundos en silencio, leyeron aquellas palabras mágicas.

Eduardo cayó de rodillas á los pies de Matilde, y no atreviéndose á aceptar la mano que ella le tendia, inclinó la cabeza para besar la falda de su vestido. Aquella señal de veneracion conmovió á la infeliz esposa que, viendo iluminada la sala por el iris de la esperanza, se bajó para tender otra, vez la mano á Eduardo; este, desvanecido por la felicidad, cayó en los brazos de Matilde, que lo recibió con un grito de amor.

El ángel dejó de batir las alas y fué á refugiarse en los brazos de sus padres, adivinando por instinto que aquella union le abria las puertas del porvenir.

—¡La felicidad no mata, Matilde mia, que si matara, o hubiera sucumbido con esta explosion, de mi alma! ¡Qué buena eres!

—He visto el iris de la esperanza, Eduardo, y presiento qué seremos venturosos. Te veo como antes; el olvido es el bálsamo del consuelo.

—¡No me verás como fuí, sino como un amante cariñoso! ¡Dios me perdonará, porque estoy protegido por tu égida milagrosa! ¡Era un malvado, pero mi expiacion, aunque corta, fué terrible! ¡He vivido cien años en algunos dias! ¿Es verdad que llegarás á amarme?.....

—¡Ay, Eduardo! ¿dejé de amarte ni un dia? Tu memoria sobrevivió á tus agravios, porque no pude arrancarte ni de mi pecho ni de mi imaginacion. Ven á devolverme la tranquilidad, mis ojos te buscan, mi corazon te llama, mi alma te necesita. ¿Qué me importa la desgracia? Este minuto de felicidad me recompensa de los pesares que sufrí, de los tormentos que me amenacen.

—¿Tormentos? ¡Nunca, Matilde! Moriré amándote como se ama un ensueño, adorándote como se adora una; imágen. ¡Desdichado de mí! Vengo á alcanzar tanta ventura cuando, estoy destituido de mis riquezas, cuando nada tengo que ofrecerte.....

—¡Calla! interrumpió Matilde poniéndole una mano en la boca; si trajeras contigo otra riqueza más que la de tu corazon, no te abriria los brazos. Te quiero para compartir contigo los afanes del trabajo, qué me parecerán desde hoy soportables. ¿El mundo ha consumido tus grandezas? ¡Pruébame que en tu alma se ha conservado un solo impulso del cariño que me juraste, y seré feliz! ,

—¡Toda mi vida para tí! ¡Trabajare para que descanses y para hacerme digno del aprecio que hoy reconquisto!

Eduardo cogió la mano derecha de su esposa para estampar en ella un beso, y se detuvo como herido por un recuerdo.

—¿Qué miras?. preguntó ella comprendiendo la sorpresa de su marido.

—¡Ah! ¡la miseria nada ha respetado, Matilde mia!

—¿Notas una falta?

—Sí: el anillo de boda que te regalé no luce ya en tu mano.

—Eduardo, ese anillo resistió todas las contrariedades de la suerte, todas las exigencias de la miseria.

—¿No lo vendiste para satisfacer el hambre, en un dia sin pan?

—NO: ése anillo socorrió la miseria de otro ser desagraciado.

—¿De otro?

—El anillo no era mio, y no podia venderlo para disponer de su valor; rotos los lazos que esa prenda habia estrechado, llegó á mis oidos que la mano que me lo habia regalado carecia de recursos, y lo vendí para devolver á su dueño lo que le pertenecia: fué una restitucion.

—¡Restitucion! gritó Eduardo dándose en la frente dos fuertes palmadas. ¡Soy, un estúpido! ¡tú socorriste mi pobreza con los billetes del Banco, y yo no adiviné la mano de donde partía el beneficio! ¡No te conocia bien ¡Qué buena eres, Matilde....¡Toda mi vida para tí!

Abrióse entonces la puerta del gabinete, y aparecieron el general Medina y Margarita, con las manos enlazadas; detrás iban Angel Trueba y la marquesa del Fresno.!

—¿Qué es ésto? Parece qué la escena ha cambiado, dijo el general sonriéndose.

—¡Dios premiará á V. esta buena accion! exclamó Campo-Real abrazando á Medina, cuyos ojos estaban humedecidos por la emocion.

—¡Venid á mis brazos, hermanos mios! gritó Matilde ébria de placer.

Todos se abrazaron.

Eduardo dejó caer la cabeza sobre el pecho y permaneció en esa actitud algunos segundos; no meditaba, ni habia en su rostro señales de tristeza; al contrario, la alegría lo trastornaba; aquel movimiento era una consecuencia de la crisis que se habia verificado en su alma; era el paréntesis de la lucha. Las grandes agitaciones exigen tregua, porque el placer destruye lo mismo que el dolor.

—¿Qué es eso, amigo Campo-Real? ¿Se abate usted ahora? preguntó Medina.

—¡Qué terrible es la felicidad! contestó dando un suspiro profundo.

—¡La felicidad es terrible! repitió Medina mirando de reojo á Margarita.

—Ya soy otro hombre, y procuraré ganar el aprecio de la noble familia que me aceptó en su seno. ¡Trabajaré para todos!

—Poco, á poco, amigo mio, añadió el general riénse; no sea V. egoista, y déjeme compartir con V. y con Angel la carga que quiere echar, sobre sus hombros. Trabaje V. para Matilde y para su hijo; Angel, recuperará la credencial que un exceso de delicadeza le hizo renunciar, porque hoy se la ofrece, no el favor que lastima, sino un hermano que le quiere de veras y admira sus virtudes.

—¡Un hermano! exclamaron todos;.

Margarita bajó la cabeza.

—Cuando me atreví á coger esta mano, repuso Medina señalando á la de la jóven, estaba dispuesto á no soltarla nunca. Angel, el general Medina pide á V. la confirmacion de esa fraternidad. Despues de encontrar la virtud, no soy hombre que la deje escapar.

Angel, y Medina se abrazaron. El general no abandonaba la mano de Margarita, ni ella trataba de retirarla. Sus almas estaban unidas para siempre.

La felicidad se cernia por la sala cantando, un himno. Solo la frente de la marquesa, del Fresno estaba nublada; al prestarse á reconciliar á los esposos no habia previsto que Medina no obraba tan desinteresadamente como ella. El anuncio del matrimonio del general fué un golpe terrible, y hubiera despertado en su pecho alguna mala pasion; pero casualmente, la puerta del gabinete estaba entreabierta, y divisó el reclinatorio donde rezaba.

La marquesa se estremeció, y creyendo ver que el crucifijo abria los brazos, llamándola, salió de la sala para hacer oracion.

La familia de Trueba, en union de sus nuevos miembros, subió al sotabanco; es decir, se remontó de la tierra al cielo.

El ángel de la reconciliacion cantaba para alegrar los corazones.

Al poner el pié en el sotabanco, el general Medina se quitó el sombrero. ¡Era el respeto con que saludaba á la virtud que habia triunfado!

su brisa deleitable, fuí á los Campos Elíseos á disfrutar de los conciertos al aire libre, y me apoderé de una silla, para encantar mis oidos con los dulces acordes de la orquesta, mis ojos con el movimiento de la inmensa concurrencia que poblaba los jardines, y el cuerpo todo con el vientecillo embalsamado que calmaba los rigores de la temperatura; aplaudí con verdadero entusiasmo una sinfonía de Auber, y en el intermedio me entretuve en ver pasar multitud de personas para mí desconocidas, comprendiendo que aquella juventud era la nueva generacion que se habia levantado durante mi ausencia de diez años.

Madrid ya no me ofrecia encantos; aquel teatro de mis primeros años habia cambiado completamente; las mujeres de mi época habían envejecido, y mis ojos no veian el cuadro halagador de doradas ilusiones que entonces me robaban el sueño, trastornándome los sentidos; pero ¡ay! no queria convencerme de que Madrid era la; misma ciudad de ayer,; con sus mismos ó mayores atractivos, con sus mismas ilusiones doradas; ¡el que habia cambiado era yo! Mi corazon sufria las poderosas atracciones de la familia que le llamaba á su centro; mi cabeza habia encanecido; mi alma no combatia contra los arrebatos de la intranquilidad que la impulsaban á perderse en el laberinto de la vida cortesana; todo en mí se habia modificado: hasta la manera de sentir. Antes, el tropel de mujeres, el delirio, la agitacion, los falsos amigos; despues, una mujer y unos hijos que llenaban la existencia.

Este recuerdo me produjo una sensacion de disgusto, y despues de buscar en vano á mi al rededor las prendas queridas que la memoria habia invocado, les mandé mi alma en un suspiro, que atravesó el océano en alas del sentimiento.

Sacóme de mi éxtasis la mano de un chicuelo desarrapado que me presentaba un periódico, provocándome á hallar en la lectura la distraccion conveniente, y compré por dos cuartos el número del dia de esa gacetilla palpitante de actualidad que mi amigo Santa-Ana bautizó con el nombre de La Correspondencia de España,y que el pueblo llama con mucha gracia El gorro de dormir, porque sirve de beleño á todos los españoles, ávidos de saber lo que pasa no solo en las ciudades sino en la casa del vecino.

Apenas cayeron mis ojos sobre la primera plana del diario me dí una palmada en la frente, pues habia leido un nombre que no me era indiferente, y mucho menos cuando queria satisfacer á mis lectores. El párrafo de La Correspondencia decia así:

«Nos escriben de Biarritz que el círculo de los españoles del bon ton ha hecho en este verano su punto de reunion la deliciosa casa del señor general Medina, que con su encantadora esposa recibe á sus amigos, obsequiándolos con la galantería y finura que los distinguen.

(Este párrafo está cortado del periódico: no es mio.)

—¡El general Medina! exclamé. ¡Hé aquí mi hombre! ¡Muy feliz debe ser con Margarita cuando goza de la vida de salon que tanto aborrecia! ¿Será esto una concesion que haga á la juventud de su mujer?

De Madrid á Biarritz hay muchas leguas; pero comprometido á anudar el hilo de mi historia, proyectaba ya con la imginacion un viaje á aquel punto, cuando, me pusieron una mano en el hombro; alcé la cabeza, y sin poder contenerme lánceme en los brazos del que habia venido á distraerme de mi enajenacion, exclamando:... .

—¡Vives todavía, Antonio! ..

—Vivo y viviré siempre, querido, me contestó sentándose á mi lado; no soy de esos hombres que como tú se dejan atropellar por el tiempo, que á su antojó les pinta de blanco el pelo, les llena de surcos la cara y, lo que es peor, les hincha el abdomen, por el placer de ir, destruyendo.

—¡Es verdad! dije con asombro; ¡no ha pasado un dia por tí!..

—Los dias han pasado, pero yo no. La gran ciencia de la vida, amigo mio, es aprender á, perpetuarse; y la he aprendido.

—Dáme el secreto.

—Buen apetito, buena, digestion y buen sueño.

—Pero eso no está en la mano del hombre........

—¡Bah! haz lo que yo: no te ligues á nadie, no te incomodes nunca, no te impacientes por nada. Hé ahí la fórmula.

—Ya; pero yo, mi caro Antonio, tengo familia, tengo intereses que guardar, tengo deberes que cumplir

—¡Ta, ta, ta! me interrumpió; entonces eres hombre perdido, y extraño verte tan bien conservado; no guardo en el mundo más que mi persona, y he resuelto el problema. Soy egoísta, pero trato á las gentes y admiro la virtud, en donde la veo brillar.

—¿Seguirás conociendo á todo el mundo?

—Por supuesto; es mi sistema: dar á todos la mano, pero vacía; lo mio es mio nada más, añadió riéndose.

Y al decir esto tendió al paso la mano á un hermoso jóven de unos veintisiete años de edad, que vestia el uniforme del cuerpo de artillería.

—Adiós, Rodulfo, le dijo.

El jóven, que iba amartelado á la derecha de una rubia preciosa, hizo un medio saludo á Antonio, y siguió su paseo.

—¡Rodulfo! exclamé yo, herido por el nombre que me traia algo al pensamiento. ¿Quién es ese capitan?

—Un brillante oficial que por su talento y su conducta honra el cuerpo en que sirve. Se llama Rodulfo de Campo-Real.

—¡Magnífico! repuse yo acercando mi silla á la de mi amigo Antonio. Esta noche es fecunda en noticias, pues ya supe por La Correspondencia el paradero del general Medina.

—El general es un hombre importantísimo en todas las situaciones políticas, porque, como verdadero militar, pone su espada á los pies del trono; es dichoso, y teniendo á su lado un ángel

—¿Margarita Trueba?

—¡Qué compañera, amigo mio! Está hoy en todo el esplendor de su belleza pues solo cuenta treinta y tres años; recordarás que se casó muy jóven.

—Si encontraras una mujer igual, ¿te casarias?

—Déjate de chanzas pesadas; admiro la virtud, pero de lejos; no quiero en mi casa elementos de perturbacion para la tranquilidad. Soy soltero de pura raza.

—Ese capitan de artillería es sobrino de Medina; ¿será aquel Rodulfo que influyó en 1852 para la reconciliacion de los esposos?

—:El mismo; y por cierto que no desmiente á su padre en la aficion á las damas, porque siempre va de cavaliere servente.

—El que lo hereda no lo hurta.

—Mira; allí vienen Eduardo de Campo-Real y Matilde Trueba, unidos como dos tórtolas en una rama.

—¿Cuáles son?

—Aquel señor grave con la barba blanca que lleva del brazo una respetable matrona. Repara con qué ternura se miran al pasar por el lado de su hijo, y cómo se les cae la baba de orgullo paternal.

La lección fué dura para Campo-Real, pero veo con gusto que la aprovechó.,

—Es, un marido modelo. A la sombra de su concuñado Medina ha sido gobernador de varias provincias, dejando en ellas un recuerdo grato; Matilde es el paño de lágrimas de los pobres, que la lloran cada vez que el gobierno tiene á bien utilizar en otra parte los servicios de su marido.:

—Segun eso, ¿no ha escrito más comedias? .

—Rompió la pluma, asegurando que ni era capaz de producir otra obra como El teatro de la vida, ni su inspiracion tenia material de donde surtirse, porque siendo feliz no encontraria veneno que dar al público.

—¿Y Angel Trueba?

—Es diputado á Cortes, y sirve un buen empleo, distinguiéndose siempre; es una persona generalmente estimada.

—¿Tú que conoces á todo el mundo, sabrás si vive la marquesa del Fresno?

—Fuí de sus admiradores en el gabinete azul, porque ya sabes que soy antediluviano; la coqueta habia abdicado, y el matrimonio del general Medina la hizo encerrarse en un convento, donde murió completamente arrepentida.

—¡Qué mujer tan hermosa! exclamé.

—¡Ah! ¡hermosísima! Pero tambien lo era aquella Blanca ¿te acuerdas? que se cruzó en el camino de Eduardo y de Matilde.

—¿Estará muy ajada?

—No, querido mio, me contestó Antonio haciendo un gesto significativo; las mujeres del mundo viven poco; Blanca, como la Salada, de Espronceda, encontró un hospital donde morir. Ese es el término de la vida licenciosa; las flores sin aroma lucen su belleza en un vaso de china, pero se secan pronto, y el carro de la basura envuelve sus glorias, recogiendo sus despojos.

—También Leopoldo Rivas perdió algunos meses de su vida con esa mujer infame.

—Sí: hasta que consumió su última peseta. Despues, sin el amor de la religion en el alma, sin la fe en el corazon, sin lazo alguno que le embelleciera la existencia, el escéptico corrió á sepultar su cuerpo en el Canal, muriendo entre fango, como habia vivido.

Un cohete interrumpió nuestra conversacion, anunciando que el concierto habia terminado y que empezaban los fuegos artificiales. Antonio me estrechó la mano, y salí de los Campos Elíseos para ir á mi casa y copiar el diálogo que acababa de sostener con mi antiguo amigo; diálogo que ofrezco á mis lectores para que tengan noticia delos personajes de mi interrumpida historia, gozando con la satisfaccion de saber que la virtud habia triunfado del tiempo, y que el vicio habia encontrado su castigo.

II

POST-SCRIPTUM.

Despues de haber intentado hacer la autopsia de la entraña más importante del cuerpo humano, me he convencido de una gran verdad; sin ser médico, sin poseer los conocimientos profundos de la ciencia, sé lo que se encierra en el corazon, y la parte principal que ejerce en la vida de los individuos; pero sé tambien que habiendo descubierto la medicina el secreto de su organizacion, ignora la vida moral de ese músculo, si se me permite valerme de esta frase.

El corazon es como la cara: distinto en cada uno de los seres; así, para hacer una anatomía completa era necesario retratar uno por uno todos los individuos de esa gran familia que se llama el universo. La tarea era tan dilatada como inútil, por cuanto la humanidad no sacaría provecho en no fijar el tipo del sentimiento, que habia de ser el resultado de la autopsia.

Los médicos dicen como nace el hombre, como vive y como muere, pero no explican como siente, porque este es el gran misterio de la humanidad. En donde acaba el hombre empieza Dios.

La naturaleza es un simple alfarero; pero, más hábil que Bernardo de Palissy y que Benvenuto Cellini, en un mismo molde vacia figuras distintas.

Y he aquí ahora la gran verdad que he deducido, despues de haber escrito un libro: es imposible hacer la ANATOMÍA DEL CORAZÓN.

FIN