- I -

Limpia como los chorros del agua y madrugadora como las alondras del campo, Isabel, de antiguo había puesto singular empeño en que la escuela regentada por su padre apareciese a diario, desde el amanecer, con el bruñido brillo que los almireces, velones, calderas, sartenes, perolas, ollas, platos, aparecían colocados por los testeros de la cocina y sobre el pretil de la chimenea, en la parte de casa reservada a la familia.

La escuela, como el hospital, como la cárcel, como el cementerio, como todos los establecimientos públicos por las regiones meridionales, carece en absoluto no ya de esplendor, sino hasta de condiciones higiénicas. Se cuidan más los ediles, con su alcalde a la cabeza, en las horas del reparto territorial de favorecer los intereses propios que los del amigo; y mas los intereses del amigo que los del pueblo. Se atiende allí con mayor solicitud a los gastos de cualquier fiesta religiosa que a los gastos de cualquier mejora pública.

Pocos espectáculos tan tristes como los ofrecidos por los ayuntamientos de los pueblos, aun en sus mis solemnes sesiones. No se discute allí por el bien común, sino por el medro y la granjería particular. No libran los ediles unos con otros altas polémicas que tengan por fin mejorar el estado de una población más o menos populosa, pero al fin y al cabo de una población entera, se pelean como lobeznos hambrientos por repartirse el botín municipal. Los nombramientos de este alguacil, de aquel sereno, de tal escribiente, de cual sepulturero, interesan más, mucho más que el medio y manera de allegar recursos para cosa tan innecesaria, a su juicio, como un establecimiento de educación intelectual.

Así no podéis imaginaros lo que es una escuela en tales regiones de natural descuidado e indolente. La gloriosa revolución nuestra, que, entre otras varias ventajas, trajera un relativo culto a la enseñanza, barrió inveteradas supersticiones e hizo que tales públicos establecimientos cobrasen, en parte, si no esplendoroso, decente aspecto. Por la época en que nosotros colocamos la acción de esta novela, y en el villorrio donde pensamos desarrollar las escenas más interesantes, sus moradores, salvas honrosas excepciones, imaginaban pecaminosa y de nocivas resultas la enseñanza para la mujer. Educados en las más burdas supersticiones por el egoísmo de un clero ultramontano, quien pretendiera lucrarse a costa de la ignorancia, los pobres aldeanos tomaban como sinónimos instrucción y prostitución, tal vez por la natural consonancia que guardan entre sí ambos vocablos. Y si había quienes transigiesen con la lectura, no había quienes transigiesen con la escritura. Aun se podía consentir que la mujer leyera, pero no se podía consentir que la mujer escribiese. La posesión de tales rudimentos en la soltera equivalía a un diploma de perdición segura; mientras en la casada equivalía a tener patente manifiesta de infidelidad conyugal. Quien evita las ocasiones, evita los peligros. Y peligros innumerables, en sentir de aquel vulgo, ignaro, encerraban los signos convencionales de la escritura. La casta doncella, que, recluida en el interior de su hogar, celada por sus padres, vive segura, como perla preciosísima en su concha de nácar, hasta donde no pueden ni los ojos más codiciosos llegar, cae rendida a veces a la lectura de cualquier billete amoroso, lleno de dulces promesas, de tiernos conceptos, de amantísimas frases. La fiel esposa, aun aquella que rodeada de sus hijos cifra en estos retoños de su corazón su ventura, puede con facilidad rendirse en una mala hora y a impulsos de una mala tentación, frecuentes hasta en los santos, a las palabras escritas en un trozo de papel por este afortunado y diestro libertino. Lo mejor, pues, para evitar contingencias de todo en todo nefastas al bello sexo, azar difícil de guardar, el mejor expediente resultaba negarles todo medio de comunicación secreta con sus semejantes. Así, para evitar una desventura problemática, sumían por aquel entonces las mujeres en la ignorancia más completa, que es la mayor desventura posible aquí en el mundo.

No asaltaban a los padres tales escrúpulos respecto de los varones; pero no por esto cuidaban mejor de su enseñanza. Fuera de lo que podríamos llamar porción relativamente aristocrática del pueblo, antes que a la escuela mandaban las clases pobres y aun las clases medias a sus hijos a ejercer en grado más o menos superior sus respectivas industrias. La escarda del cebollino en las bancales, la requisa de las espigas en los rastrojos, el apacentamiento de las ovejas por los campos, la recolección de las aceitunas en los olivares, coger boñigos en la vía pública, velar por las hortalizas al raso, parecíales a los aldeanos aquellos cosa bastante más útil para sus hijos que holgar y recrearse en la escuela. Metidos a peoncillos de albañil, a aprendices de zapatero o otro cualquier oficio, ganaban más los muchachos que metidos a deletrear palabras, a declinar artículos, a conjugar verbos, a trazar más o menos diestramente palotes, que luego, andando el tiempo, para maldita la cosa hablan de servirles. Es tan cierto este horror a la enseñanza, o por lo menos este desprecio por la educación, que los chiquillos instintivamente se dividían en aquel lugar en dos clases, los llamados estudiantes, o en términos vulgares cachuchas, y los llamados arrabaleros, o en términos gráficos zotes o zopencos: dos bandos quienes sentían entre sí odios y rencores irreconciliables que se traducían con frecuencia en bárbaras pedreas, casi siempre terminadas por tremendos descalabros.

Imaginaos a tales pésimos antecedentes, la serie desastrosa de consiguientes a seguir. En mezquina rinconada que dos caserones viejos y semiderruidos forman, álzase el frontispicio de la escuela, cuyos dos únicos balcones ostentan, en lugar de expresivo rótulo o de conveniente insignia, tostada por el sol y por la lluvia y el polvo ennegrecida, rizada palma con su natural adorno de brotes de olivo al centro, los cuales, dicho sea con todo respeto, danle al edificio aires, más bien que de noble santuario, de ruin taberna. Amplísimo pero destartalado zaguán, en cuyo recinto, a veces se amontonan los productos del campo o las herramientas agrícolas, sirve de atrio o vestíbulo al que podremos llamar irrisorio templo de las letras; en tanto que reducida porción de terreno, mitad corral y mitad huerto, donde a un tiempo mismo se oyen los chasquidos de la palmera, en un ángulo erguida, el rechinar de la polea, puesta en movimiento por los chiquillos, que un pozo en este rincón mantiene, el cacarear de las gallinas que pululan a sus anchas por doquier, el gruñir de un cerdo, nombrado sea, por no perder la costumbre, con perdón de tos lectores, metido en la pocilga, y a quien disputan su brebaje de salvado y patatas cocidas las palomas que bajan del terrado y los conejos que salen de sus madrigueras; tal porción de terreno sirve de desahogo a la casa escuela y de sitio para sus expansiones a los revoltosos alumnos.

Y si la planta baja del edificio destinado a la primera educación ofrece tal aspecto de solariega vivienda, la parte superior no lo desmiente. Subid la estrecha escalera, cuya barandilla de pino aparece desgastada por el doble roce de los que a ella se asen incesantemente y de la greda y del cloruro y de los estropajos con que a diario la friega Isabel, en su afán de limpieza, y veréis cómo alternan las cámaras donde se amontona el trigo, los porches tapizados por los frailes del maíz o por las horcas de ajos y cebollas, las despensas repletas de orzas con arrope, de rastras de longaniza, de uvas de cuelga, de granadas, de melones, de productos agrícolas, con el aula donde se enseña latín a los adultos, con el salón donde se enseña a deletrear a los párvulos, y con el cepo donde se castiga a los desaplicados y rebeldes. Un cuarto muy pequeño a la derecha del rellano, en el piso principal, hace oficios de aula, y su mobiliario consiste en dos bancos y una mesa de madera, una pizarra que fue negra en otros tiempos, y varios mapas donde estuvieron las cinco partes en que se divide el globo, pero de cuyos dibujos apenas queda huella. Frente por frente de habitación tan pobre con vistas al corral, si un encerado cubierto de papel no lo impidiera, vese la entrada a la escuela.

Espacioso el local, pero de irregulares proporciones, su techumbre en declive descansa, a manera de vasta buhardilla, sobre rústicas vigas horadadas por la carcoma. Una docena escasa de bancos-mesas en pésimo uso lo amueblan, y multitud de carteles llenos de máximas, de alfabetos mayúsculos y minúsculos, de pizarras, de mapas, cubren sus paredes. A un lado, descansando en las tablas de ruin tarima, se alza el sillón del maestro con su mesa de escritorio al frente y su crucifijo de escayola en lo alto. Por toda biblioteca, no hay allí más que unos estantes repletos de libros viejos; por todo mueble doméstico, varias perchas donde cuelgan los niños sus sombreros o sus gorras. Un punto de madera, negro por un lado y blanco por otro, en la pared y al alcance de todos puesto, indica a los alumnos el instante hábil para ir, con la venia del profesor, a los sitios excusados. He ahí, a grandes rasgos hecha, la descripción de una escuela de pueblo perteneciente a las provincias de Levante, de la que, si hoy no resta vestigio, fue un tiempo modelo clásico en su género, así por la rareza de su aspecto como por el método especial de su enseñanza.

En punto de las ocho serían cierta mañana de Abril, cuando terminada la limpieza de lo que podríamos llamar parte oficial de la casa, Isabel puso mano a los quehaceres domésticos. Los muchachos, ávidos de holganza, hasta aquel entonces diseminados en todas direcciones por las calles vecinas a la escuela, con la última campanada de la para ellos hora funesta, abandonaron sus infantiles juegos, y en grupos más o menos numerosos, o persiguiéndose y correteando para no perder ni un minuto de recreo, comenzaron a verificar su entrada. A la cabeza de los mayores en edad y más diligentes por inclinación iba un mancebo, fornido de cuerpo, moreno de color, de rasgados ojos, de mirada triste, imberbe por sus cortos años, pero con apariencias y hasta señales de hombre razonador y reflexivo. Era el pasante de la escuela, a quien la hermosura de Isabel lo tenía como trastornado y fuera de sí. Alguna orden debió comunicar a sus acompañantes Andrés, pues apenas traspuesto el zaguán y al pie de la escalera llegados, mientras aquéllos desfilaron sumisos con dirección a la escolar estancia, él se internó tropezando en los objetos como quien huye y dándole vuelcos el corazón como quien teme, de la planta baja, en la cocina, donde se hallaba Isabel preparando el chocolate para su padre.

¡Hermosísimo cuadro de género seguramente hubiera podido un hábil pintor trazar si tiene por modelos figuras tan singulares como las de estos dos enamorados y pone por fondo el interior pintoresco de una cocina campestre. El hogar donde chisporrotearan por otras estaciones menos dulces que ésta las cepas, muéstrase apagado, más triste que la trípode fría de cualquier vestal a quien, por descuido, no alimentándolo, se le extinguiera el fuego sacro puesto bajo su custodia e inspección. Ennegrecida por el humo y materialmente cubierta de hollín, la campana de la chimenea aparece brillantísima como la quilla de un barco recién embadurnado de alquitrán. A la derecha el sartenero, donde, además de las sartenes, varias en tamaño, vense los candiles de hierro con sus garabatos deformes. Y mientras por las paredes lucen sus toques metálicos los enseres culinarios, y por los escudilleros se alzan frágiles castillos formados con platos, tazas, jícaras, hueveras y demás vasijas, de sus correspondientes clavos penden las parrillas y las trébedes. El gato, ese tigre doméstico que paga, en su salvajismo ingénito, las caricias con arañazos, junto a la chimenea se yergue como centinela vigilante del hogar, sobre cuyo fondo oscuro se destacan su blanquísima o leopardada piel; su movible cabeza, que sigue los movimientos del circunstante; sus ojos, que compiten en brillo con el ascua roja de los tizones ardientes en la hornilla. Y para que nada falte, la hermosa aldeana, vestida con el traje pintoresco, usual por aquella comarca entre las gentes labradoras, cuyas prendas principales lo forman una saya de percal o un zagalejo de colores, un pañuelo de melón, unas alpargatas blanquísimas, un delantal caprichoso, junto al fogón vese iluminado fantásticamente el rostro por las llamas de los sarmientos, dando vueltas sin cesar con ambas manos al molinillo para desleír el chocolate, y a sus espaldas el enamorado galán, quien, de puntillas, se acerca ansioso de sorprender en tal coyuntura a su prometida y cuyo regodeo interior muestran sus ojos chispeantes, su boca entreabierta, que dibuja la más dulce, pero también la más burlona de las sonrisas. Tal era el conjunto ofrecido a la vista por este compartimiento en el minuto de penetrar en sus espacios con cautela el enamoradizo pasante.

Isabel, abstraída por completo en hacer el chocolate, no se dio cuenta de la presencia del mancebo hasta que a sus espaldas éste la saludó diciendo:

-Buenos días, Isabel.

-¡Oh! ¿Eres tú? -dijo ésta volviendo hacia su inesperado interlocutor el rostro.

-Yo soy -tornó a decir Andrés.

-¡Cómo se te han pegado las sábanas!

-No tanto, Isabel, no tanto. A la hora que corre, y son las ocho, he oído ya, con el fervor natural en quien de buen cristiano se precia, dos misas, una por el alma de mi madre, que Dios tenga en la gloria, otra porque nuestros amores sean eternos Y nuestra felicidad imperecedera.

Y a estas frases, pronunciadas por Andrés con mezcla de sabor dulce y amargo, siguió un suspiro tan hondo y tan triste que se hubiera tomado por el resuello de cualquier moribundo.

Isabel, quien ya había apartado de la lumbre la chocolatera y puéstola para que no perdiese su calor a un lado sobre el rescoldo, mirando fijamente al galán, le respondió con cariño:

-Me agrada sobremanera verte hecho todo un hombre juicioso; pero no me agrada verte triste, cuando sólo tienes motivos de alegría y de júbilo.

-¿Y por qué no de duelo?

-Porque no.

-Tal frase, Isabel, más que una razón convincente es una afirmación gratuita.

-¡Si lo sabré yo!

-Pues no lo sabes.

-¿Luego guardas en el pecho secretos para mí?

-No es secreto lo que advierte una simple mirada hacia el porvenir.

-¿Hacia el porvenir? ¡Qué cosas dices! ¿Si tendremos que llamarte desde hoy el rigor de las desdichas?

-¿Si, quejumbroso de natural, sólo por vicio me lamentaré yo? -dijo Andrés, uniendo a la interrogación de Isabel la suya propia.

-Por vicio; justamente. Esa es la palabra. Y si no, veamos. Paso por alto una página de tu historia, la referente a la pérdida de tu madre, después de todo no más sensible que, en mi vida, la referente a la pérdida de la mía. Pero fuera de esto, ¿hay alguna nube que pueda empañar el brillo de tu existencia? ¿No se mira como en el cristal de un espejo mágico en tus ojos tu padre? ¿No has llegado, merced, eso sí, al natural laborioso de tu complexión, a ganarte la voluntad de mi padre, que te quiere como a verdadero hijo? Y a esta mujer que te habla, ingrato, de reina que en su casa era, ¿no la has trocado en esclava de tus amores? ¡Si no me quieres, si es mentira tu amor!

E Isabel, doblando sobre el pecho la hermosa cabeza, como pudiera una flor cargada de rocío doblar la brillante corola sobre su tallo, comenzó a verter raudales de lágrimas.

-¡Qué niña eres! -exclamó Andrés, estrechando en un acceso de febril entusiasmo contra el pecho a su amada.

-Muy niña; cierto. Por eso te burlas de mí -añadió con voz entrecortada por los sollozos Isabel.

-Pero sino has dejado que te explicara...

-¿Por ventura tiene explicación satisfactoria lo dicho por ti?

-Vaya si la tiene.

-Veamos entonces.

-Serénate y escucha.

-Habla.

-La tristeza que notas en mi rostro de poco tiempo acá no puede provenir, cual tú misma has dicho, de contrariedades o desventuras pasadas; proviene de presentimientos Y recelos del porvenir.

-¿Y qué presientes? ¿Y qué recelas?

-Cosas muy tristes.

-¿No te amo con todo mi corazón?

-Sí.

-¿No eres por completo dueño de mi albedrío?

-Ciertamente.

-Pues entonces, ¿qué pena con su sombra, es capaz de ennegrecer el cielo de nuestra dicha y, entristeciéndote a ti, sumirme a mí en los abismos de la desesperación?

-Dentro de breves días, por desgracia, Isabel, se celebrará el sorteo para cubrir el cupo de soldados correspondiente al pueblo.

-¿Y tú entras en la quinta de este año? -observó Isabel-. ¡Cuánto me alegro! Así como así, para casarse un hombre, lo primero y principal es que haya salido de quintas. ¿Y eso te desazona? Pues si debieras bailar de gusto.

-O debiera llorar de pena, que no es lo mismo.

-Dale con los vaticinios siniestros. ¡Ni que te hubiese algún abejorro, de esos que anuncian tristes nuevas, visitado de buena mañana!

-Ya sabes que no doy crédito a esas supersticiones. Además, la primera persona con quien topé de manos a boca hoy al salir de casa, aunque vestido de negro como el animalejo que acabas de mentar, no lo juzgo de mal agüero, porque fue nuestro buen sochantre el padre Francisco. Pero volviendo al tema de la conversación, ¿no puede muy bien tocarme en suerte una bola negra?

-Y aun cuando así fuera, la ley te exime del servicio.

-Mucho aventurar es eso.

-No tanto como tú crees. Tu padre es, sexagenario. Y si yo no estoy mal informada, te libras por esta causa de ser soldado.

-Pues aun así no me las prometo muy felices. ¡Se comete tanta arbitrariedad!...

-¡Oh! Yo espero que la Virgen Santísima de las Nieves, oyendo mis súplicas, intervenga en el sorteo y reserve para ti uno de los números más altos.

-¿Y si no sucediera tal? -preguntó vivamente Andrés.

-¡Ay! No me hagas, ni en calidad de suposición, esa pregunta -dijo Isabel con voz trémula.

-Pues precisa ponerse en el peor caso, para no sufrir tristes desilusiones en la vida.

-Pues bien, si tú cayeses soldado, yo me moriría de pena.

-No es ésa, no, Isabel, la contestación que yo apetezco. Las penas producidas por la ausencia entre los amantes no matan, cual tú supones, pues contra ellas, y para combatir sus estragos, hay un benéfico antídoto que se denomina la esperanza de volverse a ver. Lo que acaba con el cuerpo y con el espíritu es otra enfermedad cien veces más temible.

-¿Otra enfermedad?

-Sí; otra enfermedad que produce la muerte por desesperación; otra enfermedad que, a manera de gangrenoso cáncer, va poco a poco cortando el hilo de la existencia.

-¿Y se llama?...

-No aprendas ni siquiera su nombre. Isabel mía, se llama el olvido.

-¿Y tan poca fe te inspira mi amor, que me juzgas capaz de olvidarte?

-Eso quiero, que no me olvides, que si por desventura llega el caso, como tantas otras frívolas mujeres, no des al viento tus promesas de amor y de fidelidad.

Y mientras a las expansiones propias del amor se entregaba sin recelo esta linda pareja, los muchachos congregados en la escuela, sin persona de autoridad que los dirigiera, entregábanse, por su parte, a los excesos de una infantil pero desenfrenada anarquía. Los de índole menos perversa tomaban por campo de operaciones para sus juegos las pizarras, sobre cuyo fondo negro se entretenían en trazar figuras grotescas. Los más fuertes apoderábanse de los más débiles y, llenando sus rostros de tiznajos, los transformaban en diminutos clowns de circo. Éste vertía sobre la plana del compañero la tinta, destinada en los propósitos del maestro para otros más útiles oficios. Aquél cargaba con todos los punteros de las clases y, haciendo un haz con ellos, los escondía en sitio excusado. Parecía aquello un concurso de travesuras infantiles, en donde, cada cual se propusiera lucir su índole perversa.

Tornaba de su cotidiano paseo matinal el bueno del maestro, cuando se les ocurrió a los revoltosos discípulos una de esas diabluras que, cual suele decirse, sólo son capaces de inventar los muchachos.

De pronto, varios, entre los más crecidos, conciben la idea de hacer blanco sobre cualquier objeto, colocado a cierta distancia, con granzones de yeso o diminutas piedras. Y aun no han concebido tal idea, cuando ya la han puesto en práctica, porque ellos no inventarán cosa buena, pero su instantánea ejecución es infalible. Como a los fogonazos en las escopetas sigue el disparo, en los chiquillos al pensamiento sigue la acción. Cosa o objeto que haga veces de blanco: pues lo más inservible, lo menos útil, las antiparras del maestro, halladas casualmente sobre su mesa. Sitio donde ha de colocarse tal fragilísima prenda: sobre la barandilla del balcón, a fin de no ensuciar el pavimento, aunque con sus chinitas entuerten al infeliz que pase por la calle. Distancia para hacer los disparos o lanzar los granzones: aquí no cabe discusión, de pared a pared; después de todo el espacio es reducido. Y, apercibido lo necesario al endiablado juego, los chiquillos, puestos en fila, comenzaron a arrojar furiosamente granzones sobre las antiparras.

Si, cual acontece con frecuencia por aquella región, una de esas nubes que parecen montañas de granito, según su facilidad en verter a mares las piedras, pasa por allí, se desabrocha su seno de alabastro y arroja sobre la tierra su carga de granizo, blanqueara tanto, pero no blanqueara más la rinconada donde caían los balcones de la escuela como los muchachos la blanquearon con su lluvia de piedrecillas. Y, sin embargo, en su natural aturdimiento, ninguno de ellos logra, hasta entonces, disparando con acierto, darle a las gafas. Tras porfiadísimo empeño, un muchacho, por fin, acierta a hacer blanco, pero con mala fortuna. A la violencia del golpe asestado por él con la piedra, caen a la calle. Todos se disputan ser los primeros en asomar sus cabecitas por la ventana, en averiguación de lo sucedido; mas todos retroceden espantados, viendo junto al cuerpo de su delito, o sea junto a las antiparras del maestro, al maestro mismo, en persona, quien, sobre el quicio de la puerta recostado, aguardaba sereno el fin, más o menos cómico, de tan triste incidente.

Inútil decir el alboroto que armarían los escolares comentando la ocurrencia, como inútil enumerar las disculpas, las excusas, las evasivas que cada uno de ellos aduciría para esquivarse a todo género de responsabilidad. Por fin se convino en recabar a toda costa el objeto voluntaria o involuntariamente arrojado al arroyo. ¿Mas quién sería osado a ponerle el cascabel al gato? Si por fortuna para ellos nada había observado el maestro, una reprimenda más o menos agria daría fin a aquella casi en sus comienzos aguada fiesta. Si, al contrario, avisado por sus propios gritos, éste acechaba cauteloso la ocasión de conocer al verdadero culpable, ni la Caridad en persona lograría redimirlo.

Quien la hace la paga: decían los muchachos relativamente exentos de culpa, a fin de obligar con esta máxima al notable lapidador de anteojos a que enmendara en lo posible el yerro. Y en efecto, no tuvo más remedio el infeliz que la hizo que pagarla. Para disimular mejor su escapatoria, y encubrir de alguna manera a los ojos del maestro su objeto, arrojó a la calle una hoja de un libro. Ni tan ingeniosa treta le valió. El maestro, con las disciplinas escondidas bajo su levita, sereno el rostro, vaga la mirada, fingió dejarse engañar por el díscolo muchacho, a quien permitió representar su papel según éste lo concibiera. «Al que hace un yerro, y pudiendo, no hace más, por bueno lo tendrás». Esto dice un refrán español. Pero el severo maestro, juzgando sin duda capaz de reincidir a su discípulo, en cuanto éste traspuso los umbrales de la puerta, en vez de tal sabia máxima, le aplicó las disciplinas, y le hizo saltar como cabrito retozón en fresca y verde pradera metido. Al espoleo, o mejor dicho, al escozor de los zurriagazos en cierta parte mollar de su cuerpo sentido, éste corrió que se las pelaba a refugiarse en la escuela; mas como en su velocísima fuga el dómine le siguiese, tomando el camino más corto, internóse en la cocina, donde a la sazón se hallaban, bien ajenos de cuanto acontecía, cual hemos visto, el pasante de la escuela y la hija del maestro, al amparo de cuyas faldas libró su salvación el infeliz fugitivo.

Un mal mayor se sobrepone a un mal menor en todas las ocasiones de la vida y en todas las partes del mundo. A esta teoría obediente, el vulgo inventó, sin duda, la expresión proverbial que dice: como un clavo saca otro clavo. Lo cierto es que el maestro, hasta aquel entonces sañudo e iracundo contra el discípulo, quedóse como viendo visiones en presencia de la inesperada escena que le ofrecían, con su tierno coloquio, los enamorados; y suspendiendo su persecución, paróse en redondo, cual pudiera hacerlo un caballo desbocado al borde oscuro de cualquier sima insondable, dejando escapar al chiquillo, de quien para maldita la cosa volvió a acordarse.

Imagínese el lector la transición brusca que se operaría en los personajes todos de tal interesantísima escena. Como débil hojuela, de puro mustia ya amarillenta, que el cierzo otoñal agitase, Isabel temblaba. Como torpe ladrón doméstico, en el minuto de cometer sus fechorías cazado y cogido, caíase al suelo materialmente de vergüenza Andrés. Ambos a dos los amantes aparecían en tal situación ante el maestro, cuyos ojos destellaban, en vez de ráfagas de luz, rayos de cólera; cuyo rostro, ora encendido a impulsos de la indignación, ora lívido a impulsos de la ira, que agolpaba toda su sangre en el corazón, siempre desencajado, siempre trémulo, semejaba un barómetro psicológico, indicando con certeza las tempestades rugientes en su alma; aparecían, íbamos diciendo, cual viles reos en presencia de inexorable juez.

Ninguno de los tres personajes quería ser el primero en romper el silencio, temerosos unos de echarle con sus palabras leña al fuego, no al que bulliciosamente ardía en el fogón, sino al que en silencio ardía en el Pecho del anciano; y temeroso éste de que sus furores lo condujeran allende lo conveniente. Pero la situación aparecía harto premiosa para sostenida por mucho tiempo. Comprendiéndolo así el pasante, hizo de tripas corazón, y dirigiéndose al padre de su amada, más que pronunciar, balbuceó estas frases:

-Perdonad, señor maestro, yo os lo suplico, mi atrevimiento.

-Sí, sí; perdónenos usted, padre -añadió con humilde y reconcentrado acento Isabel.

Don Vicente puso oídos de mercader a tales súplicas, y señalando la puerta de la calle, díjole con imperio a Andrés:

-Vete, vete de mi casa y no tornes a ella jamás.

-¡Padre! -atrevióse todavía a murmurar Isabel, tratando de interceder por su amante.

-Lo he decidido así, y han de cumplirse mis órdenes. Vete, vete.

-Comprendo vuestro enojo, y a daros satisfacción cumplida estoy dispuesto -replicó sin mover el pie del sitio en donde parecía como enclavado Andrés.

-Si no las necesito; si no las quiero -contestó lleno de febril impaciencia el bueno del maestro.

-Sin embargo, yo creo de necesidad presentaros mis disculpas,

-Quien con premura y con insistencia trata inoportunamente de dar satisfacciones no pedidas, muestra bien a las claras exceso de malicia.

-¡Don Vicente!

-Basta. Sal sin demora.

-Yo amo a Isabel.

-¿Intentas, desdichado, apurar hasta su último límite mi paciencia?

-Intento sólo justificar mi conducta, extraña a vuestros ojos.

-Está bien, habla; pero sé breve, porque no respondo del tiempo que en calma podré escucharte.

-Yo amo a Isabel, y en alas del amor a este sitio he venido.

-¿Y crees, insensato, que tal pasión ha de lograr rehabilitarte en la opinión mía?

-Nunca nos hemos atrevido a revelaros estos amores, por miedo a incurrir en vuestro enojo. Mas ya que la casualidad propicia o infeliz nos obligue a ello, voy a confesároslo todo. Como os iba diciendo, yo amo a Isabel y, por fortuna, soy en mi amor correspondido. ¿Queréis concedérmela para esposa? He aquí formulada mi pregunta. Sólo ahora vuestra contestación espero.

-¿Y crees, necio en tu atrevimiento, mi respuesta en consonancia con tu pregunta? ¿Tan mentecato me imaginas que así de rondón, y como la cosa más lógica y más natural del mundo, de buenas a primeras ceda a tus descabelladísimas pretensiones? Andrés, has errado el golpe. No, y mil veces no. He ahí en pocas palabras expresada mi voluntad.

-Y sin que toméis por irreverente o por irrespetuosa mi observación, ¿podríais decirme algunas razones que abonasen tan rotunda como triste negativa?

-Porque no quiero; porque no me place. ¿Te parecen razones de poco peso éstas?

-¡Oh! No, señor; al contrario. Me parecen abrumadoras, aunque injustísimas y crueles.

-¡Dale con el mozo! ¿A qué porfiar tanto? He dicho que tus pretensiones, además de descabelladas, son ridículas, y nadie me apeará de mi burro. Hemos concluido. Vete.

-Don Vicente, por lo que más ame usted en el mundo, no desatienda mis ruegos ni me deje, procediendo así, más huérfano de lo que soy -dijo Andrés, poseído de intenso dolor.

-¡Padre! -añadió, acongojada por las tristes emociones que las respuestas de su padre le causasen, Isabel.

Pero ni por esas. Hombre de voluntad y de energía sumas, D. Vicente, como no hubiera cedido a las amenazas, no cedió tampoco a los ruegos. Andrés no tuvo más remedio que partirse de aquella mansión, donde tantas horas felices había pasado y de donde lo arrojaba en mal hora su aciaga suerte.

¿Qué motivaba tal extrema resolución por parte del maestro, dispuesto siempre a complacer, hasta en los más fútiles caprichos, a su hija? Quien por evitar una lágrima a los ojos hermosísimos de la doncella le hubiese dado, cual suele decirse, una vuelta al mundo, ¿cómo ahora, y a virtud de su negativa terminante, los trocaba en verdaderos manantiales? Veámoslo.

- II -

La superstición popular, no satisfecha con atribuir sobrenaturales prestigios, nefastos unas veces, infaustos otras, lo mismo a la nube transparente o oscura que el horizonte asombra, como al ave caudalosa que dirige, por capricho o por necesidad, su vuelo hacia este o hacia el otro punto cardinal del espacio; la superstición popular, que ha visto en el pábilo de la bujía, en el tizón del hogar, en el matiz del insecto que visita la casa, en el ladrido del perro que guarda la hacienda, en las hierbas del campo, en las constelaciones del cielo, en el detalle más mínimo, en el ruido más imperceptible, en la cosa más insignificante, anuncios felices o desgraciados de hechos por venir, a un cúmulo tal de erróneas creencias, junta una serie interminable de aprensiones, en acto de suyo tan transcendente a la vida como el matrimonio.

Todos sabemos que, fundadas en el fanatismo e ignorancia de nuestros antepasados, tal orden de supersticiosas especies, no alcanza más prestigio que lo remoto de su antigüedad; pero todos las aceptamos consciente o inconscientemente; todos, desde el pobre campesino, hecho a labrar las tierras para que produzcan, buenos alimentos, hasta el sabio catedrático, hecho a labrar las inteligencias para que den de sí luminosas ideas, todos las aceptamos la cosa más natural y más corriente. Nos pasa con las supersticiones populares, lo que nos pasa con la liturgia católica. Nadie que de medianamente ilustrado se precie ve, por ejemplo, en el ayuno, en la vigilia, en la huelga dominical, en la abstinencia de comer carne durante la Cuaresma, en la promiscuación y demás preceptos por el estilo, otra cosa que meras reglas de higiene; pero todos o casi todos cumplimos con la Iglesia en esto, más que por devoción, por costumbre; más que por miedo a pecar, por miedo a incurrir en el pesagrado de la familia, sobre todo de las mujeres de la familia, en quienes adoramos y a cuyas puerilidades voluntariamente nos sometemos. ¿Quién, por independiente, por voluntarioso, por libre, se atreve a desoír las advertencias de su madre o de su mujer, dos seres, ¿qué dos seres? dos ángeles encargados de velar por nuestra vida y de llorarnos después de la muerte, cuando en vísperas de viaje nos anuncian cómo de ninguna manera debemos emprenderlo en martes, uno de los días más aciagos con que cuenta la semana? ¿Quién, por despreocupado que parezca, en día de convite, echa en saco roto y desatiende y desoye la observación pueril de su esposa, la cual dícele al oído, sin que se aperciban los comensales, cómo, llegando al número trece éstos, precisa invitar a uno nuevo o desinvitar al de más confianza, para huir de esa nefasta cifra, cuyas breves sílabas constituyen toda una sentencia de muerte?

Nos reímos que nos las pelamos de la pobre mujer, quien, por lo general, poco instruida, sobre todo en España, donde apenas el bello sexo lee, aparte los periódicos de moda y alguna que otra novela de enrevesado argumento, libro ninguno instructivo, cuando en la limpieza cotidiana casualmente rompe uno de los espejos que adornan la casa, y al ver saltar en pedazos los cristales augura pronta e infalible desgracia; y luego nosotros, los hombres, que, echándonoslas de ilustrados, calificamos, lo menos, de necias estas supersticiones, ni al comprar décimos de la Lotería, ni al señalar fecha para la inauguración de cualquier empresa, ¿qué diablos? ni al trazar estas cuartillas queremos terminar un párrafo, un capítulo y mucho menos la obra, en página que termine forzosa y necesariamente con el número trece: pues parece como que las supersticiones se hallan diluidas en el aire, y que cual del aire participan todos los pulmones, participan de ellas todas las inteligencias. Hoy es, y aun el vulgo estima sobre todo animal doméstico los gatos negros, quienes por un privilegio verdadero, llevan a las casas abundancia y riqueza; hoy es, y aun nuestras mujeres hieren con sus exclamaciones de indignación los aires cuando, por descuido, cualquiera de los individuos asentados a su mesa vierte el salero; y se regodea placentera y se frota las manos jubilosa y dice satisfecha al individuo que, todo azorado, le presenta sus excusas por haber sobre el blanco y limpio mantel vertido su copa, rebosante de vino, cómo no debe contrariarle tal incidencia, ya que en la superstición popular, esto augura alegría; hoy es, y aun existen personas de las cuales se apodera mal humor y hastío y nostalgia, que no pueden a veces en toda una semana desechar de sí, porque, a causa de una mala digestión, de una postura incómoda, de una atmósfera viciada, soñaron con agua clara, es decir, con algo equivalente a las lágrimas amargas que los dolores futuros han de hacerles verter a sus ojos; mientras se aperciben con fruición otras veces a recoger los bienes por su buena estrella deparados, y que anticipadamente les anunciara los cuernos o las inmundicias vistos soñando.

Pues todas estas y otras muchas absurdas creencias, tenían para D. Vicente, a pesar de su oficio o ministerio intelectual, valor idéntico al que entre los físicos, por ejemplo, tienen las leyes inmutables de la Naturaleza. Y como auguraba pestes y guerras viendo en aborrachado crepúsculo acarminarse y aun encenderse las nubes vagantes por el espacio, o aparecer en noche clara, por los cielos, algún brillantísimo cometa, y se hacia eco de cuantos mitos, fábulas, consejas, supersticiones, patrañas de boca en boca el vulgo repetía, auguraba triste porvenir a quien por su desventura y por su mal contrajese nupcias con doncella o mozo que contase en su familia, hasta la cuarta generación, algún carnicero.

Merced a las ideas democráticas, arraigadísimas entre nosotros hoy, apenas paramos mientes en estas onerosas divisiones de castas que el régimen feudal nos legara y que durante muchos siglos los reyes absolutos mantuvieran; pero si con el pensamiento nos trasladásemos a épocas anteriores a la Revolución francesa, habíamos de ver, con respecto a los oficios mecánicos y puramente industriales, cosas en verdad que maravillan. Los esfuerzos más beneficiosos del pobre trabajador, aquellos que mayor recompensa merecían, veíanse premiados ¡horror! no con un diploma de los usuales en los certámenes modernos, con un verdadero estigma de perpetua infamia y deshonra. Para aquellas sociedades bárbaras, los oficios se dividían, como los individuos en siervos y señores, en viles y nobles. Así, la profesión de las armas, por ejemplo, aun cuando los ejércitos se componían, en su mayor parte, de aventureros o de mercenarios, consideróse siempre noble o aristocrática; mientras la profesión de industrial, sobre todo la profesión de zapatero, se consideró siempre vil o plebeya, quizás porque en las costumbres de la Edad Media entraba la de obligarles, bien o mal, esto es, supieran o no supieran, a los infelices siervos recién casados a hacer un par de zapatos la noche de boda, mientras en la cámara de los placeres el señor de horca y cuchillo disfrutaba de las primicias de su esposa, en justo cumplimiento de su derecho, llamado vulgarmente de pernada, o de muslada. Por análogas razones, el oficio de pescador de caña perteneció también a la categoría de los bajos oficios, pues, cuando no un par de zapatos, mandaban los señores feudales, mientras le soplaban la casta mujer, al infeliz esposo a que espantase con una caña las ranas de su estanque.

Pero ¿qué decimos los zapateros y los pescadores? El actor mismo, a pesar de lo mucho que necesita de la inspiración artística, no se exceptuaba de tales ignominias, y si en los tiempos antiguos se les denominaba farsantes, en nuestros mismos tiempos, tan elevada profesión se tuvo en mengua y se la juzgó por todo extremo despreciable. Hay que confesarlo con rubor, pero hay que confesarlo con franqueza. Ha sido necesario que los siglos se sucedieran a los siglos en el tiempo, que las generaciones se sucedieran unas a otras en la tierra, que la civilización moderna disipara por completo las tinieblas de la ignorancia en que se hallaba como envuelta la humanidad, para desvanecer y destruir la degradante opinión que tenían formada nuestros antepasados de cuantos acogían y tomaban la profesión de actores, cuyos principios capitales son la imaginación y la sensibilidad.

¡Qué diferencia entre los tiempos pasados y los tiempos presentes! Antes el actor era considerado como una especie de payaso o de clown, quien no podía ejercer su oficio sin previa autorización real, en la que muchas veces se usaban fórmulas tan humillantes como ésta de Fernando VII: «Autorizo a tales o cuales comediantes para que diviertan en tal o cual punto a mis vasallos». Hoy el actor aparece a nuestros ojos como el sacerdote de lo bello, de lo imitativo, del arte dificilísimo de la declamación, por medio del cual se reproduce en nuestra mente, y se pone como de relieve, la imagen desconsoladora de los seres humanos, de uno o otro modo pugnando siempre por anticiparse al término de la vida.

Para nosotros, los grandes actores son como los sublimes heraldos con que cuenta la poesía, en sus manifestaciones más bellas, en la comedia o en el drama, para difundir y aun perpetuar los productos del ingenio. Sin los grandes actores, el Hamleto, de Shakespeare; la Lucrecia, de Víctor Hugo; el Guillermo Tell, de Schiller; El Alcalde de Zalamea, de Calderón; El café, de Moratín, las joyas más preciadas de la literatura, así nacional como extranjera, yacerían olvidadas en todo el mundo en los rincones de las bibliotecas, cubiertas de polvo y envueltas en telarañas.

Pues con todos estos y otros muchos oficios denominados viles en la clasificación antigua, sumábase el oficio de carnicero. En Francia esta clase de industriales tuvo prerrogativas y privilegios sin número; pero en España, el odio y la repulsión universal acompañóles siempre. Para nuestro dómine, quien, como ellos, como los carniceros, tienen por hábito la matanza cotidiana de inocentes animales; han debido en la carnicería, a fuerza de oír sin estremecerse quejidos lastimeros, de ver sin conmoverse las lágrimas que a hilos destilan los ojos, por ejemplo, del cervatillo, sensible cornígero, quien llora en cuanto se le acorrala y se le hiere cual un pequeñuelo; de lavarse sin repugnancia las manos en sangre, y de oler sin escrúpulo la carne muerta, han debido perder los afectos que más ennoblecen al hombre, los afectos de compasión, de ternura y de humanidad. Un carnicero, en concepto del maestro, era algo así como el verdugo, a quien diz que en casos de enfermedad o de muerte solía en otros tiempos reemplazar. Pues bien, Andrés, el pasante de la escuela, era hijo de un carnicero, y D. Vicente no quería, no podía consentir, dados sus escrúpulos, que su hija Isabel emparentase poco menos que con un auxiliar del siniestro ejecutor de la justicia.

Pero divagando por estos espacios de las supersticiones populares, no cortemos el hilo de nuestra narración.

Aquella noche, Andrés no pudo conciliar el sueño. Fuerte excitación nerviosa habíase apoderado de su cuerpo, y a virtud y por obra de semejante excepcional estado, bregaba con las sábanas en su lecho de dolor, como brega con las olas en su lecho de muerte el náufrago, víctima de las tempestades marinas. Varias veces apagó, más que de un soplo, de un resuello la bujía, sobre artística pero modesta palmatoria en cercana mesilla de noche alzada, y otras tantas veces tornó a encenderla. Luz para desvanecer la ilusoria imagen de Isabel, fluctuante cual entre vaporosos tules por las impalpables tinieblas, anhelaba a veces el infeliz enamorado, y a veces anhelaba espesas sombras para conciliar mejor el sueño, y con el sueño ahuyentar la falange de extrañas ideas que pesaban sobre su cerebro como losa de plomo. ¡Vana pretensión! Quien piensa que no quiere pensar en algo, ya piensa en ello. Cuantas tentativas hiciera para atraer sobre sus párpados el sueño reparador de las fuerzas así morales como físicas, otras tantas resultaron baldías e inútiles. Entre las espirales del humo de su cigarro aparecíasele Isabel, más bella que nunca y más que nunca enamorada; por las páginas y entre los renglones de sus libros, que hojeaba y hojeaba con afán, creyendo borrar unos pensamientos con otros pensamientos, a Isabel veía, dotada con todos los encantos de su virginal pureza y todos los atractivos de su cándida inocencia; y si ya, desesperado y fuera de sí, alguna palabra incoherente balbuceaban sus labios, era el nombre de Isabel, quien, bien a su pesar, apoderándose de su alma, se había hecho dueña de todo su ser. Y ora entre gemidos de dolor, ora entre sollozos amargos, ora entre angustias de muerte, murmuraba, elevando los ojos al cielo raso de su habitación, que no veía, o por lo menos que imaginaba en su delirio un cielo real, de fondo azul, con nubes rosadas, resplandeciente de colores, sembrado de estrellas, a través de cuyas constelaciones brillaba, circuida por una aureola de luz espiritual, la cabeza de su madre muerta, ferviente plegaria; ya exaltado y como loco, profería interminable sarta de maldiciones, por su enormidad capaces de levantar pánico en el corazón más duro y poner horror en la mente más deshecha, maldiciones que iban, como los resoplidos del huracán, acompañadas por gestos y movimientos de verdadero condenado; ya, por último, cual héroe que viese, a pesar de sus inauditos esfuerzos, cercana la derrota, caía desfallecido en una inercia semejante a la inmovilidad de los cadáveres. Y como los dolores del alma resulten siempre más intensos y más permanentes y más invencibles que los dolores del cuerpo, tras simulada y brevísima tregua, volvía de nuevo el cuitado a batallar furioso consigo mismo.

Por fin se produjo en Andrés ese fenómeno cotidiano que nuestros fisiólogos no han podido averiguar aún si reconoce por causa la ineptitud del cerebro para recibir las impresiones transmitidas por los nervios, o la ineptitud de los nervios para transmitir las impresiones al cerebro; por fin se produjo en Andrés el sueño. El fluido nervioso, discurriente por todo su ser, fue poco a poco aminorando su vital acción sobre los órganos harto cansados del infeliz; la circulación, la calorificación, todas las funciones de su organismo fueron disminuyendo su actividad; los párpados se le cerraron, los músculos cayeron en una especie de desmadejamiento, comenzaron a borrársele las ideas y los estímulos exteriores a perder la fuerza necesaria para renovarse, el horno candente del cerebro, donde se elabora el pensamiento, a languidecer, y todo él fue presa de la insensibilidad momentánea que confunde los seres vivos con los seres muertos.

Parecía natural que tras tantos esfuerzos Andrés cayese en sueño profundo; que ya en reposo el órgano que mayor cantidad de fluido dispendía, la vista, y en razón directa de su actividad los demás órganos de su ser, unos antes, otros después, adormeciéndose nuestro héroe, si alguna pesadilla había de tener, sólo cobrase ésta las proporciones de esas fugacísimas y vagas que suelen surgir poco antes de conciliarse el primer sueño. Pues no sucedió así. Repuesto por la nutrición, que no se suspende jamás, de fluidos nerviosos el cerebro, pronto cobró éste una parte considerable de su actividad, y comenzaron revueltas y en confusión a sucederse las ideas. Eran éstas algo así como sombras apenas dibujadas cuando ya extintas; como esos pensamientos que, aun despiertos, cruzan por la mente, intentamos recogerlos y han volado Dios sabe dónde; algo así tan rápido cual oscuro, tan fugaz como imperfecto. Pero la nutrición seguía acumulando fluidos al cerebro, y el cerebro, a fuerza de combustión, reviviéndose y cobrando mayor actividad. Merced a tal fenómeno las ideas empiezan a moverse, a coordinarse, a asociarse, y el ensueño no sólo brota casi espontáneamente, sino que toma una forma determinada. Breves horas de reposo habían bastado para que los órganos cerebrales de Andrés se repusieran y cobraran el vigor necesario para llegar en sueños progresivamente, no sólo a darse conocimiento de sí, a distinguir las personas y los objetos que en sueños se le aparecieron. Su estado de excitación nerviosa por una parte, la posición más o menos violenta que para dormir tomara, tal vez lo viciado de la atmósfera por el humo del cigarro, o otra de las causas a que atribuyen los fisiólogos este fenómeno, prodújole a Andrés una pesadilla, de la cual guardó siempre triste memoria.

Formando parte de alegre tertulia establecida al aire libre, según costumbre meridional en las noches calurosas de verano, imaginó en sueños hallarse Andrés, cuando de pronto, a sus espaldas, una turba de muchachos, los cuales no lejos se divertían, grito en coro:

-Ya viene, ya viene la loca.

A tal clamoreo, los allí reunidos volvieron, se rápidos a mirar el objeto causa de tamaño alboroto.

Andrés se quedó absorto, sin atreverse a dar crédito a cuanto veía.

Ceñida de blanco ropaje; desnudos los pies ligeros; suelta y en desorden la negra y larga cabellera; plegadas las manos sobre el pecho; incierta la mirada de sus rasgados ojos; la más dulce de las expresiones retratada en el semblante bello; rígida como una estatua y majestuosísima como una reina, apareció cual súbita visión fantástica, por una de las avenidas de la plaza, hermosísima doncella.

Sus contertulios, al divisar la escultórica figura de aquella singular belleza, quién, se echó a reír a carcajada tendida, quién, a lanzar de su boca soeces dicharachos, quién, finalmente, a dolerse en palabras sinceras, del estado excepcional a que la suerte la había reducido y llevado.

Para Andrés, todo aquello se mostraba circuido de gran misterio.

Sin embargo, la belleza extraordinaria de aquella mujer, la afabilidad de su rostro, el estado tristísimo de su mente perturbada sin duda a los aguijones de una gran pena, le habían interesado mucho.

Abstraído en bien luctuosas reflexiones hallábase Andrés, cuando se aproximó al grupo la joven loca.

-¿No le habéis visto pasar? -preguntó dirigiéndose a todos los circunstantes.

-¿A quién? -replicó uno de ellos.

-A Andrés. Me dijo que volvería y no ha vuelto aún. Pero no se hará esperar mucho tiempo. ¡Es tan bueno!

-¿Tú no le conoces? -añadió dirigiéndose a Andrés mismo, quien no quitaba lleno de curiosidad de su faz risueña los ojos anhelantes.

-Es alto y fornido; de negros cabellos y de mirar dulcísimo; arrogante como un león cuando le incitan a la pelea, pero sumiso y dócil como un cordero, cuando por boca de su amada le habla el amor. Una noche, ¡noche horrible!, junto a la reja conmigo se hallaba departiendo sobre la dicha suprema que el amor reserva a los amantes. Yo escuchaba, suspenso el ánimo, su voz, con el encanto con que los amadores de la Naturaleza escuchan por las enramadas los trinos de las avecillas. Él me miraba atónito como si mis ojos fuesen el centro de atracción de sus ojos, en estos diversos sistemas planetarios de los seres en la tierra que cuentan, por estrellas fúlgidas, miradas relampagueantes. Todo en torno nuestro era silencio y reposo. El diálogo emprendido a la luz de la luna en su plenitud y al eco sempiterno de la vecina fuente cayendo en su alberca, tomaba los tópicos suaves de un verdadero poema lírico. Nunca, jamás, me he sentido tan feliz. De pronto, Andrés, mi amado Andrés, lanza de su garganta terrible rugido de rabia. Dos hombres le sujetan fuertemente los brazos, mientras un tercero intenta en vano amordazarle la lengua, a fin de impedir que grite demandando socorro. Tras larga y desigual lucha vese constreñido a sucumbir.

-Nos volveremos a ver, Isabel; nos volveremos a ver -gritó en tan apurado trance mi Andrés, dirigiendo hacia la reja sus profundos ojos.

Ya no pudo decir más. Aquellos hombres lo habían maniatado y tapádole la boca, cual si se tratara de un horrible secuestro. En tal instante un carruaje, apercibido sin duda al efecto, se aproximó al lugar del crimen. Cogido mi Andrés por los pies y por los brazos, le transportaron al interior del vehículo, el cual, una vez dueño de la preciosa carga, desapareció en rápida carrera por las calles solitarias del pueblo. Desde aquella noche tristísima no he vuelto a ver a mi Andrés. Lo arrancaron cruelmente de mi lado, lo arrebataron a mi amor, quizás para siempre.

Y la infeliz loca, como poseída de espantosa desesperación, se retorcía los brazos, crispaba los puños y se tiraba fuertemente de los cabellos.

Andrés no perdía ni el menor de los detalles de su conversación, ni la más mínima de las gesticulaciones de su rostro. Al llegar a este punto del relato, en verdad, el semblante de la loca habla perdido toda su natural afabilidad y dulzura, y transformádose en airado y fiero.

-Pero volverá -continuó diciendo-, volverá; ¡él me dijo que volvería!

Nadie se atrevió a interrumpir a la loca durante el relato de su historia, ni nadie tampoco, una vez terminado, se atrevió a romper el silencio sugerido por la reflexión quizás de tales desventuras entre los circunstantes. La pobre Isabel continuaba de pie inmóvil como una estatua. De pronto, doce campanadas anunciaron llegada la medianoche. Cual si el sonido penetrante de aquella lengua de bronce hiriese sus oídos con mortal herida, la loca dio un salto y partió veloz, gritando:

-Ésta, ésta es la hora maldecida por la fortuna.

Los camaradas todos abandonaron sus asientos y se despidieron tranquilos hasta la próxima noche.

Partióse Andrés también, pero desasosegado e inquieto, con el pensamiento puesto en la pobre loca y el alma oprimida de dolor al considerar su desgracia. En tal momento, se despertó nuestro protagonista.

Poco o nada de extravagante, en verdad, tenía este ensueño; pero la circunstancia de haberse producido en Andrés aquella noche, hízole pensar si sería uno de tantos proféticos como suelen preceder a veces, lo mismo a los acontecimientos faustos que a los acontecimientos desgraciados.

Como supiera que cuando los ensueños se muestran lúcidos, es decir, con todas las apariencias de la realidad, evidentemente el cerebro se halla en estado propicio para reconcentrar, aún más que despierto, su acción eficacísima sobre estas o sobre aquellas facultades intelectuales, y merced a semejante fenómeno llegar dormido no solo a resolver problemas difíciles, a componer obras maestras, sino lo que es más raro todavía, a penetrar en lo porvenir, imaginó agorera y fatídica su terrible pesadilla.

Joven estudioso, había leído varios casos de ensueños proféticos: quizás el que tuvo Calpurnia la noche precedente al día en que asesinaran los republicanos a su marido César; quizás el que tuvo Olimpia, quien antes de concebir en sus entrañas al gran Alejandro, soñó llevar en su vientre un niño armado de pies a cabeza; quizás el que tuvo Anníbal cuando en el sitio de Siracusa, la víspera de su entrada triunfal en la ciudad, soñó hallarse en uno de los palacios comiendo con los oficiales de su estado mayor; quizás el que tuvo Bruto, quien vio en sueños un fantasma que le anunciaba su próximo fin; quizás, por último, el que tuvieran respectivamente la mujer de Enrique II y de Enrique IV noches antes de morir el primero en los encuentros de un torneo, y de morir el segundo a manos de un fanático; había leído varios casos de ensueños proféticos, decíamos, y temió el infeliz que el suyo también lo fuese.

¡Pobre Andrés! Cuando por su complexión, por su salud, por su edad, circunstancias que influyen poderosamente en la forma de los ensueños, debía haber visto dormido, entre nubes transparentes, como van envueltos los ángeles, a su amada; con una guirnalda de frescas y olorosas flores sobre la cabeza y un canastillo de frutas en las manos, como simbolizando las unas el amor y las otras simbolizando el premio que el amor reserva a los buenos amantes; o haberla visto si no al pie de los altares, en traje de boda, con el manto nupcial a la cabeza y el ramo de azahar al pecho, mirándole de hito en hito, con ese arrobamiento que sólo una verdadera pasión presta a los ojos, ¡ay! la ve impasible el rostro, vaga la mirada, desnudos los pies, suelto el cabello, en los labios la frase incoherente o la sonrisa estúpida, en la imaginación las ideas más extravagantes y más dispares; hermosa y romántica como una Ofelia, eso sí, pero también como una Ofelia demente y tal vez suicida.

Según los fisiólogos, entre otras circunstancias, influyen poderosamente en la forma de los ensueños, la edad, el sexo, el temperamento, la zona donde se habita, la posición social que se ocupa, el estado mismo de salud que se tiene. Sucede, pues, que una mujer no sueña jamás ser hombre, ni un hombre llevar en sus entrañas el fruto de la fecundación; que un árabe nacido en los desiertos de África, no sueña con los ventisqueros eternos de las regiones polares, ni un hijo de la Groenlandia, ni un lapón, ni un normando, nacidos y criados por su parte casi materialmente entre la nieve, con el simoun abrasador, con el desierto inmenso, con la alta temperatura reinante por la zona tórrida.

¿En qué han de parecerse los ensueños de los reyes a los ensueños de los mendigos? ¿En qué los ensueños de los sabios a los ensueños de los idiotas? ¿En qué, finalmente, los ensueños de la juventud a los ensueños de la vejez? ¿Cómo han de ser tan dulces los ensueños del sañudo e iracundo por naturaleza, cual los ensueños del por naturaleza jovial y alegre? ¿Cómo han de provocarse ensueños eróticos en gentes frías de temperamento? Nuestro gran Calderón lo ha dicho:

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza;
sueña el que afana y pretende;
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Si cuando soñamos, la sensibilidad física cobra en nosotros tales intensidades, que el escozor producido por el picotazo de una pulga lo confundimos con el dolor producido por la punta de un puñal; el repique de cualquier campanilla, con los toques a rebato o con el doblar a muerto, caídos de las altas torres de la iglesia; los rumores de la brisa con los bramidos del huracán, y todos estos y otros muchos ruidos, por la asociación de ideas, toman en la fantasía las proporciones de un gran incendio, de un horrible terremoto, de una espantosa catástrofe; si comprimido el cuello por una posición violenta, soñamos que nos estrangulan; si caída al suelo la manta que nos cubre, imaginamos estar a la intemperie; si con un brazo al descubierto en noche fría, creemos haberle perdido; si aquejados de hambre o muertos de sed, vemos, soñando, ricos manjares y cristalinas fuentes; si causas físicas cual éstas, producen pesadillas tan atroces, causas morales como la viva impresión experimentada por Andrés, debían por necesidad producir el exaltado ensueño que ya conocemos, y éste, ponerlo de un humor de mil diablos. A las tristezas de una gran contrariedad, habían seguido los augurios de un funesto porvenir, y Andrés imaginó poco menos que definitivamente perdida la causa de sus amores.

Como el día anterior, al volver triste a su casa, después de haberlo ignominiosamente el maestro plantado en la calle, contara a su padre lo sucedido, y éste en el deseo natural de mitigar su pena le ofreciera eficaz concurso yendo en persona a pedir explicaciones sobre lo sucedido y a demandar solemnemente la mano de Isabel, aun en lo íntimo de su ser guardaba el joven un asomo de esperanza. Así, apenas se hubo levantado, fuese derecho en busca de su anciano padre, a quien instó recordándole su promesa, que se apresurara a cumplirla. Pronto el pobre viejo satisfizo los deseos del joven enamorado; pero no con la fortuna que hubiera querido. Si Andrés sabe con anticipación las tristes nuevas que había de traerle su cariñoso mensajero, más que apresurar, fijamente dilata la hora de su partida. Mas la esperanza es a los enamorados lo que la farola del puerto a los náufragos, quienes, viéndola de lejos, luchan y reluchan sin medir sus fuerzas, creyendo hasta el último instante poder llegar a ella. Le contrariaría mucho a Andrés el proceder durísimo de D. Vicente; tornaría por avisos de futuras desgracias los ensueños sugeridos en su mente por vivas emociones; pero él, ni estaba dispuesto a cejar un paso en su empresa, ni a perdonar medio lícito que le diese la palma de la victoria. Pronto, sin embargo, un nuevo desencanto hirió en lo más vivo su sensible corazón.

Desasosegado Andrés mientras evacuaba esta diligencia su padre, mil veces se asomó a la calle por ver si descubría la venerable figura del anciano, y en su marcha tan apresuradísima como lo permitieran sus años, y en lo animado de sus ojos, y en lo contraído de sus labios, y en ese aire de satisfacción que rebosa siempre el semblante de los triunfadores, adivinaba, aun antes que se lo contase, el resultado feliz de la conferencia. Pero ¡ay! que al cabo de dos horas, en verdad mortales, su padre volvió, pero jadeante, pero irritado, pero rabiosísimo.

Andrés quiso, apenas hubo puesto el pie en el portal de la casa el viejo mensajero, preguntarle, pero éste anticipóse a él diciendo:

-Nunca lo hubiese creído, hijo mío.

-¿Continúa D. Vicente negándome la mano de Isabel? Me lo figuraba. Pero no os incomodéis por eso. En los empeños de amor, se premia sobre todas las demás virtudes la constancia. Si en verdad Isabel me ama, será mi esposa.

-¡Oh! No lo creas. Su padre asegura que antes que en tus brazos quisiera verla muerta.

-Pero ¡Dios mío! ¿qué daño le hice yo nunca a D. Vicente, para que me aborrezca así?

-No; si no es aborrecimiento. Ésta es precisamente la peor y más negra: que te quiere como si fueses hijo suyo, pero que no quiere de ninguna manera emparentar con nuestra familia.

-Padre, me confunde usted.

-No me extraña. ¡Si yo al pronto también me confundía! ¡Si no daba oídos a las palabras de tu maestro! ¡Si me parecía una verdadera burla!

-Pero, veamos; resuelva usted de una vez y para siempre este jeroglífico. ¿En qué se funda D. Vicente para negarme, estimándome mucho, la mano de Isabel?

-Pues sencillamente en que eres hijo mío.

-¿Y el ser hijo de usted es alguna deshonra?

-Poco menos, en concepto de ese viejo chocho, en cuya mollera las supersticiones han hecho grandes estragos. Después de una viva discusión, porque se negaba a darme razones justificantes de su negativa, ¿sabes lo que me ha manifestado? Que no consiente tu enlace con Isabel porque yo soy carnicero. ¡Te parece la salida de tono que ha tenido el maestro!

-¿Y esa pueril, por no llamarla necia razón, aduce?

-Esa. No hay otra. Lo que yo le he dicho, harto ya de oírle despotricar contra los de mi oficio. Usted renegará de los carniceros, pero a buen seguro que no reniega, ni mucho menos, de las chuletas. ¿Te parece, Andrés, que esto no clama al cielo?

El hijo del carnicero, oyendo a su padre, estuvo tentado de soltar el trapo a reír, y por tal modo mofarse de los escrúpulos del maestro. Si no lo hizo, fue porque le pareció harto grave el caso para echado a tan mala parte. No pudo, sin embargo, evitar, aunque leve, una sonrisa, la cual reprimió al dibujarse en sus labios el buen viejo, diciendo:

-No, no tomes a broma lo que yo juzgo en sí una ofensa.

-Y bien, ¿qué hacer? -replicó Andrés.

-¿Qué? Renunciar para siempre a este matrimonio. Después de todo, no han de faltar en el pueblo mozas que penen por tus pedazos.

-Como si no, padre, como si no; yo amo a Isabel, y fuera de ella, están de sobra en el mundo para mí todas las mujeres.

-Considera que vas derecho a estrellarte en lo imposible, y véncete a ti mismo, practicando una de las virtudes que más ennoblecen al hombre.

-La palabra imposible no existe, padre, en el diccionario que los enamorados tienen para su uso particular.

-¿Qué pretendes entonces hacer?

-Esperar, que es otra virtud humana tan superior como la que usted ha mentado ahora mismo.

No satisfizo al padre de Andrés mucho esta respuesta; pero la aceptó, seguro de que el tiempo y la ausencia harían cambiar de resolución a su hijo. ¡Cómo se engañaba en sus apreciaciones el buen viejo!

Varios días transcurrieron sin que Andrés, ni por casualidad, viese a Isabel, y en este tiempo no se curó de otra cosa que de allegar un medio que le procurara entrevistarse con ella. Concurrir a casa del maestro después de lo sucedido, parecíale, además de inútil, indigno; darse a buscar confidentes más o menos discretos, pero al fin y al cabo terceras personas, no le satisfacía; ponerse en connivencia con su novia y por las tapias del corral, en noche oscura hablarla, era un medio reprobable, más que todo, por el desprestigio que podía acarrear a entrambos amantes. Al cabo, cruzóle por el magín una idea salvadora, la cual puesta en práctica, podía darle el resultado apetecido sin mengua suya y sin desdoro de su novia, ya que en el pueblo había de tomarse como un acto de galantería propio de enamorados; nos referimos a la, entre nosotros los españoles, popularísima serenata. Conforme lo pensara, así lo hizo. Con sigilo, con misterio, entre las sombras, deslizáronse por las calles más excusadas una noche, Andrés y varios amigos de su confianza, oportunamente avisados, provistos unos de instrumentos músicos, provistos otros de ramajes y flores, y otros provistos de recios y fortísimos garrotes.

Pronto llegaron todos al lugar consabido para la celebración de esta fiesta nocturna, ideada en sus arrebatos amorosos por Andrés. Los amigos y camaradas de éste, músicos de afición, pero no por tal circunstancia ineptos para el caso, comenzaron quedamente a templar las cuerdas de sus violines, de sus bandurrias y de sus guitarras. El flautista, empalmó en un dos por tres los canutos de su instrumento, tan melodioso como penetrante, y una vez armado, hizo escalas y dio tonos que sirvieron a armonizarlos unos con otros. El bajo, es decir, el individuo encargado de arrancar voces a este instrumento de metal, tras de desenfundarlo, registró sus pistones, y para tomar la embocadura, dejó escapar varias notas que retumbaron en medio de aquel silencio huecamente. Y mientras por este lado algunos rondadores extraños al pintoresco grupo, atraídos por la curiosidad unos, y atraídos otros por su invencible afición a la música, murmuraban sin escrúpulo; mientras D. Vicente dormía descuidado a pierna suelta, o como la madre de la célebre fábula del ruiseñor, presentía en sueños que un galán atrevido escalaba las tapias de su huerto y se acostaba con su hija; mientras algún vecino en su lecho se desperezaba y profería maldiciones contra los importunos que iban a perturbar sus horas de reposo; mientras Isabel, de seguro desvelada, volvía hacia Andrés su pensamiento, sin presentir, ni siquiera por la simpatía natural de fluidos, según quieren los fisiólogos, entre verdaderos amantes, sobre todo entre amantes en quienes predomina un temperamento nervioso, sin presentir, decíamos, que lo tuviera tan cerca, éste, ayudado por varios amigos, sembraba de ramajes olientes el suelo, y de rosas y capullos de rosas, de azucenas o varas de San José, de geranios, de albahacas y otras flores del tiempo, las ventanas y las puertas de la casa de su novia.

De improviso, un torrente de armonías inundó el espacio. Cual si los instrumentos de cuerda tuvieran vida y fuesen capaces de sentir afecciones, cada uno en su lengua particularísima comenzó a expresar sus respectivos profundos sentimientos. Y los violines prorrumpieron quejas amargas, suspiros amorosos, frases tiernísimas, capaces todas ellas, por su melancolía, de conmover el corazón más insensible y más duro; y las bandurrias a silabear verdaderos diálogos que, ora por lo sentimentales parecían fúnebres elegías, ora por lo alegres báquicas composiciones; y la flauta a deshacerse en endechas, como si a los reyes de la música entre los pájaros, a los ruiseñores, les hubiese robado, no sólo sus flexibles gargantas, sino hasta su divino arte; y los bajos a proferir huecas voces, las cuales lo mismo se podían tomar por resuellos de tristeza que por bostezos de hastío, combinación de ideas, expresadas de la manera más armoniosa que han inventado los hombres, resultó lo que no podía menos de resultar, una sinfonía de mágicos acentos, los cuales, además de regalar los oídos, procuraban al alma gratísimos consuelos.

Mientras ejecutaban los músicos con habilidad suma las piezas más escogidas de su repertorio, y aprovechando la ocasión que se le ofrecía, pues a los pocos compases de la primera tocata Isabel se asomó a la reja, avisado y diligente Andrés, púsose al habla con ella. Los rayos de la luna caían sobre la enamorada pareja, cual si en ésta, como en tantas otras coyunturas análogas, el astro por excelencia de los amantes no quisiese renunciar a su papel de mudo confidente, y merced a sus resplandores, las figuras de Andrés e Isabel se destacaban en el marco de la ventana clara y distintamente. Ningún toque poético faltaba a la escena. Las estrellas fijas lucían en el cielo su disco de plata, y en la tierra los objetos proyectaban fantásticas sombras; el leveche soplaba fresco, pero cargado con las esencias de las flores; los grillos, desde sus escondites, aprovechando los intermedios o entreactos de la serenata, chirriaban de lo lindo; y si de intervalo en intervalo se oía a lo lejos la ronca voz del sereno pregonando la hora de la noche y el estado de la atmósfera, oíase de continuo más cerca el rumor de una viva fuente cayendo en su vaso de piedra.

Un grito de alegría se escapó a las gargantas de entrambos enamorados al verse frente a frente, tras una ausencia no sólo en demasía larga, sino ya de suyo insoportable. Tal involuntaria manifestación de júbilo, antes de llegar a las orejas de los circunstantes, confundióse entre los acentos de la música.

Andrés fue el primero en abrir el diálogo, diciendo:

-Por fin te vuelvo a ver.

-Por fin -replicó la doncella-, gracias a la intercesión directa de la Virgen, a quien noche y día he pedido este momento de felicidad, nos vemos de nuevo, Andrés.

-A la intercesión directa de la Virgen en parte puede ser, pero también en parte a la industria mía.

-¿Qué más da?

-¡Oh! Sí que da más. Todo acto mío que a tu juicio pueda resultar meritorio, no quiero, Isabel, compartirlo con nadie.

-¿Ni con la Virgen?

-Ni con ella; te lo aseguro, aunque de blasfemo me tildes.

-¡Loco!

-Loco, sí, tienes razón; loco, y de atar, estoy por ti.

-¿De veras me amas mucho?

-¡Y me lo preguntas! Tu amor es para mí lo que el calor a la luz, lo que el aroma a las flores. Yo no concibo la felicidad, sino pareando con la tuya enamorada, mi alma de fuego.

-Pues no desconfíes de mi amor. Aunque la fatalidad separe nuestros cuerpos, nuestras almas vivirán siempre juntas.

-No me has entendido, Isabel. Amar a una mujer sólo por la esperanza de poseerla, no es pasión, es apetito, que, una vez satisfecho, despierta hastío. Amar a una mujer sólo por el placer de amarla, tampoco es verdadero amor, es un platonismo que no conduce a ninguna parte. Yo creo que como nuestro cuerpo no puede vivir sin el alma, que es su esencia, ni el alma puede mostrarse y dar señales de vida sin el cuerpo, que es, digámoslo así, su envoltura, el amor necesita de ambas cosas, de la materia y del espíritu. Yo te adoro frenéticamente, Isabel, y por lo mismo que te adoro frenéticamente, quiero a toda costa unirme a ti.

-Pero eso es imposible. Mi padre se opone a ello.

-Pues hay que vencer todos los obstáculos.

-¿Y cómo?

-Desobedeciendo, si es preciso, a tu padre.

-Eso nunca. Le debo la vida, y lo menos que puedo hacer es sacrificarla en aras de la obediencia.

-Mas advierte, Isabel, que no sacrificas sólo tu vida, que sacrificas también la mía.

-Pero ¡Dios mío! ¿qué hacer entonces para cumplir con los deberes de buena hija y no faltar a los compromisos de fiel amante?

-Hay varios caminos que conducen al término de nuestras esperanzas.

-A ver, indícalos.

-¿Tú estás dispuesta, Isabel, a sacrificarlo todo por mí?

-Todo, sí.

-Pues bien: yo, que soy la impaciencia misma, desde este momento tendré la calma y la serenidad propia de los viejos, para aguardar el día venturoso de nuestra unión. Dispuesta como te hallas a secundar mis planes, podría proponerte un matrimonio secreto, una fuga temeraria, un rapto fingido, algo aventurero, pero práctico, algo parecido a una calaverada. Pero no te propongo nada de esto, aunque bien lo merecían las sinrazones y las voluntariedades de tu padre. Sencillamente lo que te propongo es que, al llegar la edad indicada por las leyes para disponer de tu persona, accedas a ser esposa mía. Nadie entonces podrá oponerse.

-¿Y falta para hallarme en esas condiciones mucho tiempo?

-Según mis cuentas, unos cuantos meses.

-¿Pero tendré que abandonar a mi padre?

-Si él se obstina en negarte su consentimiento, claro que sí.

-Eso es una iniquidad.

-Si fuese una iniquidad el acto de casarte con el elegido de tu corazón, la ley no te ampararía.

-¡Ay, Andrés! Me azoras con tus argumentos, que tendrán gran fuerza de lógica, pero que son fríos como ellos solos. Te contestaré otro día.

-No, Isabel, ha de ser ahora.

-Si no puedo... Me falta valor.

-Mejor dijeras que te falta cariño, ingrata.

-¿Quieres que sea mala hija?

-Desobedecer a tu padre en asuntos de esta naturaleza, no es ningún pecado mortal -observó con insistencia Andrés.

-¿Tú lo quieres? Pues sea -dijo al fin cediendo Isabel-. Cuando llegue la fecha que me has indicado, cuenta en absoluto con mi autorización para llevar a cabo tus proyectos.

A este punto llegaba la conversación de nuestros enamorados, cuando en mal hora vinieron a aguarles la fiesta dos incidentes casi previstos: fue uno, el despertar del maestro, quien, viendo abiertas de par en par las ventanas de su casa, y en ella a su hija hablando con un galán, todo azorado, sin encomendarse a Dios ni a su santo, prorrumpió en gritos de alarma que escandalizaron a la vecindad; fue otro, la acalorada disputa primero, y luego la sañuda reyerta que promovieran los amigos y acompañantes de Andrés, con otros mozos extraños a la serenata, quienes pretendían nada menos que llevarlos a buenas o a malas hasta la casa de sus respectivas novias, cuyos oídos pensaban regalar con notas dulcísimas, arrancadas a los instrumentos más melodiosos, por músicos secuestrados a garrotazo limpio.

No faltó, pues, su nota más característica a la popular fiesta nocturna. En cuanto desde el balcón de la escuela, D. Vicente, en mangas de camisa, calado el gorro de dormir, abiertos como aspas los brazos, se asomara a la calle gritando a voz herida, «¡socorro, socorro, que me roban a mi hija!» todo allí fue confusión, estruendo, algazara. Estos mozos, enarbolaron ciegos sus garrotes, que caían sobre las costillas de aquellos otros mozos, materialmente deslomándolos. Se defendían los músicos con sus instrumentos, o acometían con ellos al adversario; pero a los pocos minutos, de los violines y de las guitarras no quedaban más que los rabos para contarlo. Cada tres pasos sosteníase un combate singular entre jóvenes de uno y otro bando, y después de zurrarse la badana a sus anchas, dábanse por todo reposo a auxiliar en sus apuros al compañero ya medio cachifollado. Parecía que no iba a acabarse nunca aquella riña semi-salvaje, cuando apareció en la plazoleta, seguido de alguaciles, serenos y guardas de campo, el alcalde del pueblo, quien intimó primero a los alborotadores y después arremetió contra ellos a trancazo limpio, cual si, en vez de autoridad, fuese una nueva ronda de mozos tan díscolos como los que allí se peleaban. Una parte de los festeadores se desbandó y otra parte se la llevó el alcalde a pasar la noche en la cárcel. Para que todo fuesen desdichas, a Andrés tocóle ser de los des tinados a habitar este húmedo compartimento de la Casa de la Villa.

- III -

Arrellanado en amplio sillón de cuero; descubierta la cabeza, la cual lucía esa especie de trasquilón redondo que los eclesiásticos llaman tonsura, y que nosotros los laicos llamamos coronilla; los brazos cruzados sobre el pecho; en los gruesos labios cierta sonrisa de satisfacción, en los vivos ojos cierto malicioso mirar, hallábase el padre Francisco aguardando a que su ama de llaves le sirviera el desayuno. Gastrónomo de natural, cual la mayor parte de los clérigos, frente a sí, veíase una mesa de pino, materialmente cubierta de riquísimas pastas, que ya eran manojos de biscotelas, ya pirámides de mantecados, ya haces de sequillos, ya, en fin, trozos o fragmentos de tortada. La estación de las frutas estaba aún por venir, y todos estos apetitosos manjares, no podían alternar, como alternaran más adelante, con los albaricoques cargados de aromas, con las brevas y los higos destilando mieles, con las ciruelas y las uvas despidiendo frescor.

No tardó mucho en aparecer por la puerta del fondo, lindante con la cocina en esta pieza de la casa, que bien podríamos llamar refectorio, el ama de llaves del padre Francisco, con el pocillo de chocolate humeante en la una mano y en la otra el limpio vaso de cristal lleno de agua clara.

-Buenos días, señor cura -dijo al penetrar en la estancia aquella mujer.

-Buenos días -respondió alegre el Sochantre, acercándose a la mesa para tomar cómodamente el desayuno que le presentaban.

-Hoy ha de dispensarme usted -prosiguió diciendo el ama de llaves- si, contra mi voluntad, he tardado en volver de la compra y prepararle el chocolate.

-Cuestión de minutos. Eso no vale la pena. Ojalá todas las contrariedades de mi vida se redujesen a esperar como ahora un rato.

-Y perdone la pregunta, pero la curiosidad me anima a hacerla: ¿usted sufre contrariedades?

-¡Quién lo duda! Todos en el mundo tienen algún lado por donde les tiente el demonio.

-Todos, sí. Pero yo creía que los señores sacerdotes eran invulnerables a la tentación.

-¡Anda, anda, anda! Como cada hijo de vecino -observó acompañando sus palabras de cierta maliciosa sonrisa el Sochantre.

-Pues si yo fuese hombre, a nadie envidiaría como a los curas.

-Ahí tienes tú lo que es no saber de la misa la media. La vida de los sacerdotes es cómoda hasta cierto punto, pero llena de privaciones.

-No lo dirá usted porque a diario sus feligreses dejen de enviarle presentes riquísimos.

-No me refiero a las necesidades materiales de la alimentación, Magdalena; me refiero a otro género de privaciones tan imperiosas o más imperiosas que éstas.

-¡Ah!... -exclamó abriendo un palmo de boca la buena ama del Sochantre.

-¿Me has entendido, picaruela?

-Si le he de decir a usted la verdad, no señor.

-Voy a explicártelo por medio de una anécdota, pues el tema es escabroso y no quiero, hablando en plata, escandalizarte.

-Hable usted, señor cura, hable usted.

-¿Tú sabes lo que es una anécdota?

-El otro día lo oí decir, no recuerdo a quién. Anécdota es algo así como una relación breve pero pintoresca, donde se determinan rasgos o sucesos particulares de alguna notoriedad.

-Justamente. Eso es. Pues bien, te voy a contar una anécdota que encaja en nuestra conversación como el anillo en el dedo.

Y sentándose, con la venia, por supuesto, del señor cura, en la primera silla que encontró a mano, Magdalena se dispuso a oír el picaresco chascarrillo.

-«Deseoso de conocer en general las costumbres de Europa -dijo el padre Francisco-, y particularmente las costumbres de París, emprendió en cierta ocasión un viaje, desde Persia a Francia, el heredero de rica familia asiática. Recomendado eficazmente al representante de su nación, costóle poco trabajo hallar quien le sirviera en tal sociológica correría de cicerone.

Por saber el árabe a la perfección y conocer los boulevares de la capital al dedillo, eligió entre otros el persa, para acompañante suyo, a un joven diplomático francés, alegre, como cumplía a su edad y como cumplía a su educación, por extremo atento y cortés. Dados nuestros jóvenes a recorrer las calles de París y a estudiar la topografía, la etnografía, la etnología de todos sus barrios, apenas si hablaban palabra, concretándose sencillamente a ver y observar, sin que ningún detalle se escapase a su escrupulosa investigación. Pronto, sin embargo, llegaron a inspirarse el joven persa y el joven francés mutua confianza, y pronto, por ende, a emprender íntimas conversaciones. Como acontece siempre entre mozos, en estos diálogos, le cupo a la mujer la parte del león, y a todas cuantas vieran, pasándoles revista, hacían acerca de ellas sus correspondientes comentarios. Pero ¡oh desventura! el joven persa no hallaba mujer ninguna que le conmoviera lo bastante para hacerle prorrumpir en exclamaciones de entusiasmo. Pasaban a su lado las viejas y las feas, causándole repulsión invencible, y pasaban las jóvenes y esbeltas y hermosas, causándole tedio y hastío. Sólo cuando columbraron a lo largo de las calles sus ojos una mujer gruesa, se animó su semblante, y hasta dijo, no pudiendo contener su alborozo.

-He ahí una hembra soberbia.

-Una mujer gorda. Es verdad -contestóle el francés con sorna.

-¿A qué clase de la sociedad pertenece? -preguntó el joven persa.

-A todo el mundo -volvió a responder el diplomático.

-¡Ah! -concluyó diciendo un tanto sorprendido el asiático, pero regodeándose interiormente con la idea de que, como a todo el mundo, también a él le podía pertenecer aquella hembra.

Pero el entusiasmo del viajero persa subió de punto cuando, al volver una esquina, dio de manos a boca con una figura humana voluminosísima, vestida de negro, con ancho sombrero de felpa a la cabeza y lucientes zapatos con hebillas a los pies, la afabilidad retratada en el rostro y en el continente cierto aire majestuoso y venerable; entonces, loco de alegría, preguntó con misterio, pero con vehemencia, a su cicerone, señalando al informe bulto:

-¿Quién es?

-Un sacerdote -le respondió el diplomático.

-¿Hombre o mujer? -continuó preguntando afanoso el persa.

-Ni lo uno ni lo otro -replicó el francés.

-¡Aaaah!!! Ya comprendo.

Y se echó a reír como un descosido.

-Lo que me llama sobre todo la atención -continuó diciendo- es que los visten ustedes de una manera muy original.

El diplomático entonces le replicó:

-Amigo mío, no me ha entendido usted, puesto que confunde un cura con un eunuco. La operación que hacen ustedes a los guardianes de los serrallos, es harto dolorosa para practicada en estas tierras de civilización. Aquí son los votos prestados en el altar, quienes los inhabilitan para ejercer la primera y más principal función del individuo, la perpetuidad de su especie sobre la tierra por medio de las procreaciones.

Cuando acabó el Sochantre de referir su cuento, Magdalena, con los ojos casi fuera de las órbitas, los carrillos encarnados como amapolas, toda confundida y azorada, sólo se atrevió a replicar, hasta cierto punto con acento de reconvención, estas palabras:

-Vamos, señor cura, ¡tiene usted unas cosas!...

-No te asustes, hija, no te asustes. Quiero con todo esto decir, que no es tan envidiable como a primera vista parece el estado clerical, estado, en sentir mío, verdaderamente irregularísimo y anómalo.

-Me deja usted atónita, estupefacta y confundida. Yo nunca esperaba oír hablar de esta manera a clérigo ninguno.

-Porque nadie tiene el valor de confesar el fondo de su pensamiento. Pero imagínate que yo estuviera perdidamente enamorado.

-¡Jesús, María y José! -exclamó Magdalena santiguándose.

-Vaya, pues no te lo imagines; piensa que lo estoy de fijo.

-Pero ¿será verdad eso?

-Vaya si lo es. Ya sabes que para ti no tengo yo secretos. Estoy enamorado, y enamorado locamente de Isabel, ya sabes, la hija del maestro de escuela.

-¡Virgen Santísima! Pero usted ha llegado al último grado de la chifladura.

-Lo que tú quieras será, pero ciertamente yo bebo los vientos por esa muchacha.

-¿Pero no tiene usted en cuenta, padre cura, que la enunciación tan sólo de esa idea constituye en sí ya un sacrilegio?

-¿Y qué quieres que le haga? La culpa no es mía; la culpa es de quien me ha hecho prestar un voto contrario por todo extremo a la naturaleza humana, y contrario también a las leyes divinas.

-Pero que usted de grado prestó -arguyóle Magdalena con acento de firmeza.

-¡Oh! Es que no sabía, en el momento de ordenarme, lo pesado y atroz de este calvario. ¡Y cómo saberlo! -continuó diciendo el Sochantre.

Mi madre me había infundido ese exagerado espíritu religioso que lleva a los niños, y aun a los mayores, a ser fanáticos. Yo veía en sueños, materialmente, si dormido, ora las figuras de las Vírgenes y de los Santos ceñidos de luminosas aureolas, provistos de invisibles alas, ascender majestuosos al Empíreo, y ora con horror vela en forma de gigantescos murciélagos, despidiendo bocanadas de fuego, bajar los diablos a lo profundo; y si despierto, mis distracciones mayores eran remedar las ceremonias de la Iglesia en mi altarcillo de cartón, donde se alzaban, reproducidas grotescamente en barro, varias santísimas imágenes.

Por asistir a una fiesta religiosa, yo deliraba; por tomar parte siquiera como acólito en una procesión mística, ¡ay! volvíame loco. Considera, Magdalena, en tal disposición de ánimo, cuánta mella no harían en mi pensamiento y qué eco no encontrarían en mi corazón las palabras de mi familia, toda ella empeñada en que cantase misa, cuando con vivos colores me pintaban el esplendor y grandeza de la carrera eclesiástica.

¿Puede nada en el mundo halagar más a un hombre -decíanme mis parientes- que tener a sus pies, suspenso de sus labios, todo un gran auditorio? ¿Y qué tribuna guarda comparación con el púlpito, sobre cuyo dosel bate sus alas el Espíritu Santo? ¿Y qué orador puede medirse con el cura de la parroquia, sobre cuya cabeza, como sobre la cabeza de los apóstoles, flamean las inspiradoras lenguas de fuego?

Sobre los pavimentos de mármol donde se hallan enterradas generaciones enteras, la multitud, puesta de hinojos, que mueve sus cabezas a impulsos de las emociones despiertas en su ánimo por la voz del predicador, como se balancean y mueven las espigas doradas por el sol de estío, a impulsos de la brisa. En el altar mayor, resplandeciente de colores, iluminado por lámparas de oro y plata, por arañas de cristal, por candelabros de bronce, el tabernáculo que guarda en su artística custodia la sagrada hostia, de todos los fieles contemplada no sólo con respeto, sino con éxtasis. Por aquí un rayo de sol, quebrado en los vidrios de tal gótica ventana, baja, y por allá una columna de olorísimo incienso, quemado ante el altar, sube. Una penumbra espesísima envolviendo las figuras y los objetos del templo, y un silencio casi sepulcral por doquier imperante. Y en medio de tantos misteriosos atractivos, la clara y argentina voz del sacerdote repercutiéndose en las bóvedas con la majestad que los gritos del marino se repercuten en la soledad del mar, o los gritos del pastor en la concavidad de la montaña, después de haber herido las orejas de los fieles y haber penetrado como un eco de la eternidad en sus piadosos corazones. Sin agregar lo sublime de los temas que naturalmente pueden desarrollarse en un sermón, las citas que se pueden traer, verídicas o falaces, pero provenientes de tradiciones piadosas, en las cuales se han abrevado nuestras inteligencias y han dado de sí la fe y la esperanza religiosa que a todos nos mantiene; los modelos de elocuencia que como San Pablo o como Bossuet pueden citarse; sin agregar todo esto, hay que convenir que no existe en el mundo tribuna ninguna comparable al púlpito de nuestras iglesias católicas. Pues como si tantos prestigios no fuesen bastante a fascinar una inteligencia joven, aún mi madre me impelía al sacerdocio con razonamientos de gran peso y con halagos por todo extremo tentadores. ¿Qué rey de la tierra puede compararse con un mísero sacerdote? A sus plantas se arrodillan los mayores potentados, demandándoles la absolución para sus culpas; sobre su cabeza bate continuamente sus alas el Espíritu Santo; ellos tienen el don de convertir el pan en cuerpo y el vino en sangre de Cristo, todos los días a la celebración de la misa; sus plegarias, más eficaces que las plegarias de los profanos, alcanzan el privilegio de abrirles de par en par a las almas de los justos las puertas del cielo; ellos, al borde mismo de la tumba, ungen con el santo óleo los cuerpos más inmundos y los limpian de toda moral podredumbre; ellos, por medio del bautismo, rescatan al hombre de ese inveteradísimo pecado que pesa como losa de plomo sobre la humanidad desde el principio del mundo y que se denomina original; ellos anudan el lazo indisoluble del matrimonio, que tantas venturas nos procura; ellos desatan, cuando por la depravación de las costumbres, por la falta de fe o por otra cualquier causa lo estiman conveniente, sobre la cabeza de los réprobos, el rayo de la excomunión, que acaba a veces con el individuo, o por sus buenas obras, conceden a los píos y beatíficos plenarias indulgencias. Yo no concibo, hijo mío -acababa diciéndome mi madre-, ministerio superior al ministerio eclesiástico. Sigue, pues, los consejos que te doy, dedícate a la Iglesia, y está seguro de hallar respeto y consideración en este mundo, y en el otro la gloria eterna.

-Y tenía razón su madre de usted -dijo Magdalena interrumpiendo en su discurso al Sochantre.

-También creí yo eso -exclamó éste- cuando más que con los ojos del pensamiento, lo veía todo con los ojos de la fantasía; pero luego me he convencido de lo contrario.

Conozco que a todas las ventajas espirituales referidas anteriormente, junta la carrera eclesiástica bienes materiales sin cuento. El primer lugar en todos los sitios donde se presenta un sacerdote, corresponde, por consentimiento universal, a su persona. Ninguna puerta se les cierra y ningún saludo se les regatea a los ministros del altar. Llueven, que es una bendición, sobre ellos las dádivas, y caen, que es un placer, a sus plantas rendidos los penitentes. A su paso por las calles, todas las cabezas se descubren, todas las frentes se inclinan, y mientras los labios de los mayores prorrumpen en frases de cariñoso respeto, los labios de los niños se posan en las manos que solícitos les tienden. En las desavenencias conyugales, el sacerdote es eficacísimo mediador, y en las públicas algaradas, iris de concordia y de paz. En suma, y para no cansarte más con tales digresiones, te diré, Magdalena, que un cura aparece con su sotana, con su manteo, con su sombrero de canal, como un ser extraordinario venido a la tierra con la santa misión de regenerar y redimir el humano linaje.

-Está usted hablando como un libro -volvió de nuevo a interrumpir Magdalena, quien oía toda embelesada la peroración del padre Francisco.

-Pero todo esto no son más que puras. idealidades que se desvanecen, cual sucede siempre, cuando a ellas se sobrepone con imperio la viviente realidad. Deslumbra nuestros ojos en los años de la juventud cualquier vistoso objeto, y a mi me deslumbraba el uniforme eclesiástico, sobre todo el usual en los días solemnes para la Iglesia. Por vestir la nívea alba, de encajes primorosísimos orlada; los cíngulos de seda rematados por borlas de oro; la estola multicolor, donde resaltan artísticos bordados; la casulla riquísima, sembrada de flores que compiten en hermosura con las estrellas; la capa pluvial, a un manto regio semejante y que a su valor intrínseco une su altísima y sagrada significación, por vestir todas estas prendas perdía yo el seso. Pero ¡ay! que viendo a través de un prisma ideal, completamente ideal la carrera eclesiástica, me metí en ella, y ahora lucho en vano por desasirme de los votos prestados y por eximirme de los compromisos contraídos.

En los alucinamientos de mi fantasía, engendrados en parte por voluntad propia y en parte por sugestión ajena, creí hallar un cielo de venturas, y he encontrado ¡oh suerte aciaga! un infierno de calamidades.

-¡Jesús, qué de cosas tan atroces está usted diciendo! -prorrumpió toda asustada Magdalena.

-Y un día, no sé si decir venturoso o desgraciado, porque a todo obliga el amor, y aun las penas nos placen cuando provienen de aquellos seres a quienes adoramos y de cuya vida vivimos; y un día, iba diciendo, se arrodilló a los pies de mí confesonario cierta joven capaz, con su hermosura, de causarle al mismo sol enojos. Estaba yo recién ordenado y era la primera vez que a mis pies se arrodillara un penitente. No necesito decirte que aquello fue... confesión para ella, confusión para mí. Nunca supe las palabras que pronunció, y eso que yo tenía fijos mis ojos anhelantes en sus labios de rosa. No sé más sino que, desconfiando de mi fuerza de voluntad, dándome vuelcos el corazón cual si quisiera salirse del pecho, la frente ardorosa, más aún, calenturienta, tembloroso, balbuciente, sin atreverme a pronunciar palabra por no decir una inconveniencia, de prisa y corriendo como para huir de la mala tentación que me asaltaba, absolvíla maquinalmente y la despedí presuroso. Desde aquel momento, Magdalena, no he podido hallar calma ni sosiego en ninguna parte. Una gran pasión amorosa ha surgido en mi pecho, la cual cobra mayores proporciones, a medida que pasa el tiempo y me voy convenciendo de lo imposible que es su satisfacción. Cree, pues, Magdalena, que no hay tormento comparable al que yo sufro, viéndome entre las espesas redes de un amor sin esperanza cogido. Casi por sorpresa le hacen a uno cura, puesto que entrados en el seminario cuando apenas tenemos conciencia de nuestros actos, y al arrullo de las monsergas teológicas, y al amor de las prácticas eclesiásticas, y al eco sempiterno de las leyendas místicas, en un medio ambiente propio para atrofiar hasta las inteligencias más claras, educados, cuando salimos al mundo, ni siquiera tenemos de él la idea más remota; luego se exige de nosotros el mayor y más cruel de los sacrificios, la continencia absoluta y perdurable. Creced y multiplicaos, dijo Dios a todos los hombres, y los primates de la Iglesia les dicen a los sacerdotes: ahogad en el pecho vuestras pasiones, venced, por ardorosa que sea, vuestra naturaleza, y sacrificad con vuestra vida mil vidas más, en aras de una religión que, por este solo hecho, aún puede compararse con las bárbaras religiones antiguas, las cuales no sólo inmolaban seres irracionales, sino también seres humanos.

-¿Y la moza a quien se refiere usted es Isabel? -preguntó el ama de llaves.

-Ya te lo he dicho al principio de nuestra conversación: Isabel, por quien daría, a ser posible, una y mil veces mi existencia.

-Pues le aconsejo a usted que desista de su empeño, y entre otras cosas, piense que puede la muchacha estar enamorada de otro añadió con cierto retintín Magdalena.

-¿Esto más? -exclamó el Sochantre-.Era todo lo que me faltaba. Aún puedo, hasta cierto punto, ir conllevando mis contrariedades amorosas mientras Isabel no sea de hombre ninguno; pero pensar que puede serlo, ¡oh! me desespera.

-Pues lo natural es que joven tan guapa se case el día menos pensado.

-No será mientras yo aliente -replicó desconcertado y fuera de sí el Sochantre.

-¿Y cómo va usted a impedirlo?

-¿Cómo? Ya lo verás.

En este momento llamaron a la puerta de la calle, y Magdalena se levantó a abrir. Antes de que se alejara, siempre prevenido el Sochantre, díjole casi al oído:

-Por supuesto que no necesito recomendarte la mayor discreción.

-¿Quiere usted callarse, señor cura? Soy mujer, pero no gusto de las murmuraciones. Además, le quiero como a un hijo, y si algo me conduele, es no poder mitigar de algún modo sus penas. Mi fidelidad para con usted supera a la fidelidad que guardan los perros a sus amos.

-No esperaba otra cosa de ti. Ahora ve a ver quién es y hazle que pase. Ya continuaremos otro día nuestra conversación, pues la confianza que en ti he depositado no imagines que ha sido a humo de pajas.

Y Magdalena, sin detenerse un punto, fuese con dirección a la puerta de la calle.

Por la anterior conversación puede colegirse, apenas presentado, los puntos que calzaría el Sochantre. Hijo de una de esas pobres familias labradoras, quienes en parte por supersticioso culto al catolicismo y en parte por interés y por cálculo dan a la clerecía numeroso contingente, los primeros años de estudio fueron acompañados de innumerables privaciones. Más de una vez estuvo tentado de colgar los hábitos y agarrarse al legón, huyendo así a los continuos vejámenes que sus compañeros de Seminario le infirieran y a las forzosas vigilias impuestas en su tristísimo estado económico por la necesidad. Una de esas becas, inventadas por la Iglesia en la penuria natural de sacerdotes, que forzosamente ha de traerle, entre otras prácticas harto severas para observadas con escrupulosidad, el mismo celibato, llegada en hora feliz, lo sacó de apuros y le procuró medios de terminar su carrera. De colegial, fue torpe al extremo de tenerle que meter los dómines a macha martillo el latín en la cabeza; de clérigo, tan negado para el púlpito, que una vez, disertando sobre la muerte y pasión de Jesús, lo tuvo en la calle de Amargura toda la tarde, sin poderlo llevar a la cima del Calvario, y otras varias veces, mohíno y cabizbajo, viose obligado, sin concluir el sermón, a descender de la sagrada cátedra, y entre las risas mal reprimidas del auditorio, refugiarse en la sacristía.

Sin embargo, cual los castellanos viejos, según lo correcta y castizamente que hablan, parecen traer cuando nacen una gramática española debajo del brazo, el Sochantre, por su parte, parecía haber traído al mundo cuando nació una gramática también, pero no castellana, sino parda, cuyas reglas empleaba con habilidad para el mejor logro de sus casi siempre utilitarias empresas. Por su oficio místico, él cantaría en el coro; mas cualquiera que de sus añagazas para extraer a beatos y beatas hasta el pringue de los bolsillos estuviese enterado, a fe de quien soy, dijera que cantaba en la mano. Para captar herencias, ni con una luz, de entre clérigos o seglares, lo halláis más listo. Aquella maldición célebre del Nazareno contra los escribas y fariseos, a quienes decía: «¡Ay de vosotros, hipócritas! Porque coméis las casas de las viudas, y luego por pretexto, oráis», cogíale al padre Francisco de medio a medio. Y no sólo entraba, como si dijéramos, a saco en el hogar desamparado de las pobres viudas ajenas a su familia, sino que hasta depredaba en el cercado mismo de sus parientes más próximos. Él atrajo para sí, por medio de verdadero abuso de confianza, que el Código civil no castiga, pero que las conciencias honradas reprueban, grandes cantidades en sus manos depositadas por un colega suyo, que muriera, cual suelen muchos de la clase, por reblandecimiento de la médula, loco. Él, en su calidad de sacerdote, nombrado muchas veces albacea testamentario, no correspondiendo a la confianza que en su sacratísima persona depositaran los moribundos, metió en sus arcas el oro que debió repartir entre los pobres. Él ¡cobarde! amenazó a la propia mujer de su hermano muerto, y le hizo firmar tratos y contratos que le granjearon a su paternidad pingües rentas. Él, en fin, consentía en su sórdida codicia, nadando en riquezas como estaba, que sus parientes vivieran poco menos que en la última miseria.

En aquel hombre de alma tan negra como su sotana, los siete pecados capitales hablan echado hondas raíces. Aunque de continuo cubierto su rostro con una especie de antifaz, donde se reproducía a las mil maravillas la mansedumbre, en cuanto por cualquier motivo, en conversaciones más o menos acaloradas, le hurgabais un poco, caíasele éste y se mostraba tal cual era de rabioso e iracundo. Le sucedía en esto al Sochantre, y valga la comparación, lo que a las malas maderas pintadas, las cuales, con apariencias de inapreciables, pierden completamente su mérito ficticio en cuanto con la uña descascarilláis el sobrepuesto baño de barniz que las cubre. Pero sobre todos los vicios sobrepujaba y sobresalía en el padre Francisco uno, el más feo, dada su condición de clérigo, la lujuria. No podéis imaginaros hombre más prosaico y más sensual. Confesarse con él, no era confesarse, era convertirse en interlocutor forzoso de diálogos por todo extremo escandalosísimos. Todo su gozo estribaba en ver arrebolarse y encenderse, a sus impúdicas, por no llamarlas groseras preguntas, el semblante sereno de las doncellas. Todo su deleite, escudriñar en las casadas hasta el detalle más mínimo de los secretos de alcoba. Y como si el confesonario no fuese bastante a procurarle ocasiones múltiples donde saciar a mansalva sus instintos eróticos, creó ¡hipócrita! un centro de enseñanza denominado «Escuela dominical», donde, si algunas pobres aldeanas aprendieron a mal leer, fue a costa de su pudor y de su vergüenza. Pertenecía, acortando razones, aquel padre de almas, a la estirpe de esos curas de misa y olla, quienes, en mengua de nuestra sacratísima religión, convierten los cepillos de iglesia en cajas de giro para su uso particular; dicen del purgatorio, en sus expansiones íntimas, que es el secreto al cual debe mayores rendimientos la clerecía; perturban la inteligencia popular con milagros de pacotilla, que podríamos consentir, sin riesgo ninguno, que nos los clavaran en la frente; a esos sacerdotes sacrílegos, quienes hacen, como los antiguos fariseos, del templo, mercado, y como ellos, comercian con las cosas santas; a esa maldecida estirpe de clérigos, los cuales, faltos de conciencia y de fe, tras una noche de orgía, con el vapor del mosto dentro de su cabeza, los ecos de la canción báquica zumbando en sus oídos, las inmundicias del sensual coloquio aún desparramadas por su cuerpo, vanse, cínicos, a consagrar la hostia y el vino, que luego consumen con respeto idéntico al que suelen los profanos cuando toman la mañana, según solemos decir, con un par de buñuelos y media copa de aguardiente.

Por fortuna abundan poco en nuestro clero estos energúmenos. Frente a un tipo tan repulsivo como el que acabamos de presentar, podríamos poner muchos curas de aldea a lo Escrich, los cuales, por su continencia, por su mansedumbre, por su caridad, por la práctica rigorosa de todos los principios evangélicos, merecerían el calificativo de santos. Hacemos adrede esta aclaración, porque si nuestro objeto es combatir en bien de la moral pública el celibato eclesiástico, no lo es declararle guerra sistemática al sacerdocio, empleando armas tan cortas para esgrimidas por quienes de nobles en sus sentimientos se precian, como la injuria y la calumnia. Sálvense, pues, los buenos sacerdotes, y caiga únicamente sobre la cabeza de los malos todo el rigor de nuestras recriminaciones.

El caso es que nuestro Sochantre pertenecía, cual hemos afirmado en un principio, a esta última clase, y que con sólo ver su boca desgarrada que torcía al cantar en el coro, cual suelen los sastres cuando la tijera muerde el paño hecho dobleces, lo estrecho de su frente, lo abultado de sus narices, lo mayúsculo de sus orejas, lo torvo de su mirar, el conjunto, en fin, de su ovalado rostro que tiraba de puro moreno a verde aceituna, veíais en él un hombre por todo extremo antipático. Pues consejero auricular de tal fuste buscó en sus apuros el maestro de escuela para que le auxiliase en la empresa de hacerle desistir a Isabel de sus amores con Andrés.

¡Quién había de decirle al maestro que huyendo del lobo iba derecho a meterse en su propia madriguera!

Pero continuemos nuestra narración.

A los pocos minutos, guiado por el ama del cura, penetró en la habitación D. Vicente. Al verlo el Sochantre, demudósele la faz y se le atragantaron las palabras. Él, que para todos los actos de su vida, aun los más reprobables, encontraba excusa siempre, no pudo ahora, viendo de improviso aparecer ante sí la veneranda figura del anciano, cuyas canas pensaba mancillar, contener su turbación. Pero D. Vicente, que en su fanatismo religioso todo podía creerlo menos que un sacerdote fuera capaz de cometer acción baja de ninguna especie, no paró mientes en estos detalles. Por fin, mal repuesto de las emociones que le causara la inesperada visita, el Sochantre, acertando a formular un saludo, dijo:

-Bien venido sea mi amigo D. Vicente.

-Séalo muy bien hallado el padre Francisco -respondió el maestro de escuela.

-¿A qué debo la honra de verle a usted por mi casa? -volvió a preguntar el Sochantre.

-¡Cosas bien tristes a ella me traen! -replicó de nuevo el maestro.

-Pues ¿qué ocurre?

-Ya sabe usted que tengo una hija en la cual, muerta mi mujer, he reconcentrado todos los afectos de mi alma.

-¿Isabel? -exclamó el padre Francisco.

-Justo, Isabel; la criatura más angelical que existe bajo la capa del cielo, a quien, para desdicha mía, le ha dado ahora la ventolera de casarse.

Semejante noticia le produjo al padre Francisco el efecto que un escopetazo disparado sin previo aviso a sus espaldas. Sin embargo, fingiendo calma y serenidad imperturbables, observále con dulzura al maestro:

-Ninguna pretensión tan justa, a mi ver, como esa de casarse, sobre todo si se considera que su hija de usted se halla en la época feliz de la florescencia, o sea en la edad de los amores.

-No, si a mí tampoco, no vaya usted a creer que soy egoísta, me parece descabellada tal idea.

-Pues entonces...

-Lo que me parece inaceptable de todo punto es el hombre con quien se ha enjotado, y al cual a toda costa quiere unirse.

-¿Le conozco yo, por supuesto?

-¡Ya lo creo! Si es Andrés, el hijo del tío Félix, el carnicero.

Mordióse los labios el Sochantre al oír el nombre de su afortunado rival, pero fingiendo siempre, replicóle al maestro:

-Pues no harían mala pareja.

-Calle usted, señor cura, calle usted, porque pierdo los estribos cuando considero que esa perla de muchacha puede ir a parar a los brazos de un destripa-carneros semejante.

-De todos modos, Isabel ha de casarse algún día, y que digamos, en el pueblo no abundan los marqueses -observó con cierto humorismo que desdecía de su estado interior de ánimo el Sochantre.

-¡Oh! Si yo tampoco quiero para marido de mi hija ningún título de Castilla; me basta y me sobra con un industrial honrado; mas, por Dios, que no pertenezca al gremio de carniceros.

-¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Y son esos los inconvenientes que ofrece el matrimonio de Isabel con Andrés?

-¿Y le parecen a usted pocos?

-Pero si el muchacho no ejerce profesión semejante.

-Bien. Estamos al cabo de la calle. La ejerce su padre, que es lo mismo. ¿Ustedes, los sacerdotes, no nos han enseñado que las faltas de los padres caen sobre los hijos hasta la cuarta generación?

-Desde luego. Así lo afirman las Santas Escrituras.

-Pues entonces no son tan necios como a primera vista parecen mis escrúpulos.

-Pchs... ¿Qué quiere usted que yo le diga? Cada cual en el mundo aprecia las cosas a su manera.

-Por Dios, señor cura, nada de ambigüedades. ¿Aprueba usted, sí o no, la resolución tomada por mí de no autorizar semejante matrimonio?

El Sochantre, que trataba de ganarse a toda costa la voluntad de D. Vicente, creyendo a este fin hábil no contrariar sus propósitos, replicóle sin vacilación:

-Lo apruebo en absoluto.

-En tal caso, y aquí entra el objeto de mi visita, présteme usted su valiosísimo concurso.

-¡Mi concurso! ¡Diantre! ¿Para qué?

-Para convencer a Isabel de lo descabellados que resultan a todas luces sus amorosos empeños.

-¡Oh! Esa es una empresa de gigantes.

¿Arrancar del corazón amores que quizás tengan echadas hondas raíces? ¡Bah, bah, bah!... imposible.

-¿Cómo imposible? Pues y los conventos, para qué están ahí?

¡Los conventos! Por Dios, mi amigo, no desbarre usted. En esos santos asilos sólo tienen cabida las almas apacibles de aquellas mujeres que arden en amor, sí, pero en amor al Eterno.

-¿Qué hacemos entonces? ¿A qué medio recurrimos? Porque ella está resuelta a casarse con Andrés, y yo por mi parte, ¡Dios me perdone! estoy decidido a matarla antes que tal suceda.

-Vaya, vaya, vaya, no se exalte usted. Yo intervendré en el asunto, y o puedo poco, o deshacemos el noviajo. Isabel es buena, es dócil, y yo creo que si en lugar de exasperarla procuramos convencerla cederá al fin.

-Dios lo quiera.

-Al caer la tarde, cuando vuelva de mi paseo vespertino, pasaré por su casa de usted; procure dejarme solo con ella.

-Usted espera lograr...

-Allá veremos.

-En sus manos, como quien dice, encomiendo la tranquilidad de mi vejez, señor cura.

Y tras una despedida por extremo afectuosísima, partióse a su casa D. Vicente.

La impresión que en el ánimo del Sochantre produciría esta inesperada entrevista, puede colegirse por las exclamaciones de júbilo escapadas a su garganta en cuanto el maestro hubo desaparecido de su presencia, pues dirigiéndose a su ama, quien desde la puerta oyera el anterior diálogo, gritó:

-Albricias, Magdalena, albricias. La cosa marcha a pedir de boca. El diablo ha tentado a este buen hombre, y sin presentirlo viene a poner en mis manos el objetivo de mis ansias, la prenda de mis amores.

- IV -

Sobre un tablero de piedra berroqueña, por el continuo roce de los estropajos, con que asaz limpias las muchachas a diario lo fregotean, bruñido casi, vense inmóviles varios cántaros de arcilla, los cuales, rezumando por sus poros considerable porción de agua, mantiénenlos a la par siempre frescos y brillantes. Apoyados en las bocas de estas vasijas, que nos recuerdan por su artística configuración las antiguas ánforas griegas, haciendo veces de remate y de tapadera, adornadas sus asas con flores del tiempo, los búcaros y las jarras lucen cuantos primores ha puesto en ellos la mano del alfarero. Al pie de este poyo de fábrica o armazón de madera, como dirían los académicos, el lebrillo moruno de toques metálicos, donde caen a hilos, después de haber corrido por las regatas o surcos labrados en la piedra, limpios escurrimbres de agua, hase trocado en móvil fragilísima alberca. Por las paredes, a veces encaladas, a veces enlucidas, a veces ornadas con brillantes azulejos, varios en color y caprichosos en dibujo, infinidad de alcarrazas vacías, las cuales han de reemplazar a cuantas se rompieran a fuerza de traerlas y llevarlas a la fuente, cuelgan de sus correspondientes clavos y dan a la estancia visos de cacharrería. En uno de los rincones, apoyada en fuerte aro de hierro, la jofaina, donde se lavan las manos antes de sentarse a la mesa, según costumbre inveterada, los meridionales, compite en blancura con el lienzo que cuelga del toallero. Limpio como una patena, oliente a flores como un jardín, fresquísimo como la nieve, aparece este sitio de la casa en aquellas provincias nuestras donde tanto queman los rayos del sol y tanto soplan los vientos de África, en verdad como un sitio no sólo poético, sino privilegiado.

Con el nombre de cantarero se distingue entre los naturales, mas cualquiera al verlo diría que era algo así como un santuario levantado al agua por aquellos pueblos, verdaderamente hidrópicos a causa de sus largas y continuas sequías.

¡Y con qué primor arreglan las mozas la cantarera! ¡Con qué aseo cuidan, ellas, que de puro limpias lavan el agua, no sólo de que nunca las vasijas estén a medio llenar, y mucho menos vacías, sino de que aparezcan lucientes como la plata, tersas como el cristal! Cuantos nacidos en las provincias de Levante recordamos, sobre todo por las épocas del calor, sitio de nuestras casas tan fresco, tan atractivo, tan delicioso como la cantarera, casi siempre levantada en el amplio zaguán cerca de la puerta de la calle, sentimos en nosotros avivarse una sed verdaderamente rabiosa. Y es natural que así suceda, hechos como estamos a las rústicas costumbres del campo. Cuando el sol de Agosto dejaba caer perpendiculares sus rayos de fuego sobre nuestras cabezas, en los promedios del día, a nosotros, hijos de la campiña, gustábanos ir a mitigar la sed en el remanso del bullicioso arroyuelo, o en la linfa de la clara fuente, y tendidos por el césped todo lo largo que éramos, coger afanosos en el hueco de la mano el agua recién manante y viva. Cuando el siroco corría caliente por nuestra zona, agostando los vegetales y secando las gargantas a nosotros, hijos de la aldea, placíanos ir, antes que a otro cualquier sitio fresco de la casa, a la cantarera, y beber, antes que en ningún otro vaso, en búcaros o jarras el inodoro, incoloro y transparente líquido.

Los pobladores de una gran ciudad no pueden comprender la poesía que guardan en si estas al parecer fútiles nonadas, porque sus ojos no han visto bajo el horizonte azul que limita una crestería de montañas caprichosas, desde la base hasta la cima cubiertas de olorosísimos vegetales, paisajes tan espléndidos como aquéllos; porque en sus oídos no ha penetrado el eco de aquellas campanas, que si repican os hacen saltar de alegría, y si doblan os hacen morir de tristeza; el eco de aquellas campanas, a la hora misteriosa de los crepúsculos, cuando tornan del tajo o van al tajo madrugadores, como las avecillas que revolotean en torno suyo, los jornaleros, y en medio de un silencio sepulcral todas las rodillas se posan en tierra, todas las cabezas se descubren, todos los labios profieren místicas oraciones; porque sus paladares no se han humedecido bebiendo a gañote en el botijo el agua resfriada a la sombra de los árboles por el fresquísimo leveche; porque sus pechos no se han conmovido viendo en la plaza pública, alrededor de la fuente, las muchachas del pueblo fregar sus cántaros en el vacío, llenarlos al chorro y transportarlos en sus costados a la cantarera, sobre cuyo mármol los jazmines envueltos en hojas de parra, las alábegas hacinadas en manojos artísticos, y mil flores más, aguardan como un rocío del cielo las chispas de agua al ser trasegada de unos cántaros a otros cántaros.

Pues en este ameno lugar de la casa hallábase Isabel, escanciando un porrón de agua clarísima recién traído de la fuente sobre la cantarera, cuando tras un Ave María, dicho a voz en cuello desde la puerta, apareció ante sus ojos el Sochantre.

La hija del maestro, en cuyo rostro brillaba esa luz espiritual que ilumina las cabezas de las vírgenes por los pintores místicos en los arrebatos de su inspiración trazadas, o ese atractivo misterioso con que nacen algunos seres y de los cuales, no sabiendo cómo expresar las corrientes de simpatía que hacia ellos nos arrastran, el vulgo dice que tienen ángel, bien ajena en su candor nativo a los voluptuosos deseos que sin pensarlo podía despertar en el pecho del inesperado huésped, mostrábase en aquel momento, con los brazos remangados hasta los hombros; el pañuelo, bajo el cual se rebujaba, sin alfiler que lo prendiera, medio caído sobre su seno; envuelta en su zagalejo de colores, al término de cuya franja o remate inferior se descubrían, no sólo sus diminutos pies, sino hasta el nacimiento de sus esculturales pantorrillas; caído el cabello en dos trenzas por la espalda; en los rasgados ojos una mirada triste, en los purpúreos labios una sonrisa amarga, mostrábase, íbamos diciendo, más hermosa que nunca y más que nunca tentadora. Así el padre Francisco, al verla, quedóse plantado como una estatua en medio del zaguán, sin atreverse a dar un paso hacia adelante.

El desaliño en que sorprendiera a la hermosa aldeana, había avivado en su pecho la honda pasión que ésta le inspirara; mas el temor natural a echar por tierra sus proyectos con una imprudencia, contúvolo en los límites de la circunspección y del respeto más rigorosos. Como viera a la moza completamente turbada, para infundirle ánimos, le dijo:

-No te avergüences, mujer, no te avergüences. Ve a tu cuarto, alíñate un poco, y torna a este sitio, porque deseo hablar contigo un rato sobre cosas interesantes.

Isabel, quien se había replegado en sí misma al ver al Sochantre, cual repliega sus tallos y encoge sus hojas la púdica sensitiva al roce más ligero, y cubiértose con ambas manos el rostro, que una ola de rubor encendiera, para ocultarlo a las miradas insistentes y lascivas del señor cura, obedeció sin replicar la orden. Mientras la hija del maestro cambiaba su destartalado traje casero por otro modesto, pero decoroso, el padre Francisco, suspicaz como él solo, entretúvose en pasar revista a cuantos objetos a su alrededor viera. Entre éstos halló el costurero de Isabel y se puso a escudriñarlo con la mayor detención posible. Agujas, dedales, pinzas, punzón, tijeras, botones de todas clases, hebillas de varios tamaños, carretes de hilo, madejas de seda, piezas de cintas, muestrarios de telas, remiendos varios, todo cuanto guardaba en su fondo aquel mueble femenil, lo extrajo revuelto en un dos por tres el señor cura, sin encontrar algo que al parecer buscaba. Ya iba a darse por vencido y a declarar inútil tamaña investigación, cuando tropezaron sus dedos con una flor seca, al extremo de que algunos de sus pétalos se hicieran polvo al frotarlos para examinar por el tacto lo que podría ser aquello.

-¡Hola, hola! ¡Flores en este rincón del costurero! Pues aquí debe guardar Isabel alguna otra prenda de amor que quizás me convenga conocer -dijo el Sochantre hablando consigo mismo, y se puso a registrar hasta el fondo del cajoncillo. En seguida, como diera con un papel hecho varios dobleces, exclamó para sí de nuevo:

-¡Una carta! Veamos lo que dice. Y se puso con avidez a leerla.

Aunque ya industriado en los amores de Isabel con Andrés, al terminar la lectura de la carta, el padre Francisco había perdido por completo el color, su pulso hablase alterado, su pecho se había oprimido, una angustia horrible héchole poco menos que caer sin fuerzas sobre la silla más próxima.

Y habla para eso y para mucho más. La carta extraída del costurero por el padre Francisco, era de Andrés, y en ella conjuraba éste a su novia a que perseverase en los propósitos de verificar al amparo de la ley, lo antes posible, su anhelado matrimonio.

A pesar de su malicia, el Sochantre no había imaginado que Isabel y Andrés llevaran tan adelantados los oficios, y el descubrimiento del amoroso complot, le hizo el efecto que una bomba explosible caída repentinamente a sus pies. Pronto se repuso de la fuertísima emoción que la lectura de la epístola amorosa le causara el bueno del señor cura, y pronto concertó un plan maquiavélico de obstrucción y de impedimento, al cual libraba grandes esperanzas.

Consagrado a estas maquinaciones se hallaba, cuando compareció de nuevo, ya aliñada y compuesta, ante su presencia Isabel. Si dejándose llevar de sus celos el padre Francisco en aquel instante le da gusto a la lengua, lo desbarata todo y todo lo echa por tierra; pero tal proceder, además de insensato, resultara contraproducente para el fin que se proponía, y haciendo de tripas corazón y revistiéndose de paciencia suma, y fingiendo una templanza incapaz de sentir, observóle a la hija del maestro con voz tan dulce como lo podía permitir su estado de exaltación nerviosa y lo áspero y bronco de su pésima garganta:

-Ya sabes, hija mía, que la Pascua se acerca, y por consiguiente la hora propicia de cumplir como buena cristiana con nuestra santa madre la Iglesia católica.

-Es verdad, padre cura. La semana mayor con sus oficios convida a todos los fieles a que frecuentemos el templo y bajo sus ámbitos ofrezcamos a quien por nosotros sacrificó su vida, mil benditas oraciones -dijo Isabel sin vacilar un punto en su contestación.

-Ya sé que eres, cual pocas mozas del pueblo, católica, apostólica y romana de pies a cabeza, y en ello me complazco mucho. Mas ahora no me refiero yo a que asistas con grande asiduidad a las ceremonias que celebran la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, sino a que cumplas uno de nuestros primordiales mandamientos, el que dice cómo todos los católicos deben confesarse a lo menos una vez dentro del año, e indefectiblemente por Pascua Florida.

-Agradezco a usted en el alma la advertencia que me hace, señor cura, mas ya en mis propósitos habla entrado éste de cumplir con la Iglesia.

-Tanto mejor -contestóle el Sochantre-. ¿Y cuándo, cuándo piensas ir a confesar tus pecadillos? -dijo añadiendo a una respuesta una pregunta el padre de almas.

-¿Cuándo le parece a usted? -exclamó sonriente Isabel.

-¡Oh! En asuntos cual éste, relacionados con la salud del alma, nunca es malo, a fuer de prevenido, pagar con anticipación las deudas espirituales.

-Pues entonces mañana, de buena mañana, me tiene usted a los pies de su confesonario.

-¿Tendrás tiempo suficiente para hacer el indispensable examen de conciencia en tan pocas horas?

-Si le tengo hecho y rehecho desde Dios sabe cuándo, señor cura. ¿No ve usted que, después de todo, no son tantos mis pecados?

-Bien, bien. Pues hasta mañana, hija mía.

-¿No quiere usted tomar cualquier bocadillo antes de marcharse? Le haré una jícara de chocolate si usted quiere.

-No, muchas gracias. Me esperan en casa. Además, no cenaría con apetito si ahora aceptase los obsequios que me ofreces de tan buena voluntad.

-Ya sabe usted que sí. Aun en ausencia de mi padre, le ofrezco a usted todo cuanto hay en la casa, segura de interpretar el deseo suyo.

-¡Zalamera! -dijo acompañando su frase de cariño con una palmadita en el hombro de la moza, el padre Francisco, y se despidió satisfecho hasta el día siguiente.

Al transponer la puerta de aquella bendita casa donde se albergaba tanta hermosura, tanta virtud, tanto amor, dio de manos a boca con el maestro de escuela, nuestro clérigo, y en pocas palabras, le explicó éste el resultado de su entrevista con Isabel. Tal diálogo, que durara contados minutos, cerrólo el Sochantre diciendo:

-Nada, nada. El asunto corre por cuenta mía. Déjeme usted obrar y no se apene por cosa ninguna. Isabel no se casará con Andrés. Acuérdese mi amigo D. Vicente del día en que se lo digo.

¿Acertaría en sus augurios el padre Francisco? Ya lo sabrá a su hora debida el curioso lector.

Con la primera campanada del alba, las puertas de la iglesia se abrieron, y algunas beatas, arremolinadas en torno del sacristán, penetraron en ella. Aún reinaba la noche en el piadoso recinto y aún, brillante como una estrella, se destacaba en medio de tanta oscuridad la perenne luz del Sagrario, cuando Isabel caía de hinojos a los pies del padre Francisco.

Aquí vienen como de molde algunas observaciones sobre tema tan discutible y discutido cual éste de la confesión, uno de los dogmas, en sentir nuestro, más absurdos con que cuenta la Iglesia católica. No discutamos su origen divino ya que, basados en las palabras puestas por San Mateo en labios de Cristo, cuando en el capítulo XVIII, versículo 18 dice a sus discípulos: «Todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra será desatado en el cielo»; y basados en las palabras puestas por San Juan en boca de su excelso Maestro, las cuales, según el versículo 23, capitulo XX, fueron: «A los que remitiereis los pecados, les son remitidos; a quienes los retuviereis, serán retenidos»; y basados en esta frase del apóstol Santiago: «Confesad vuestras culpas los unos con los otros», los Santos Padres, a tan alto rango elevan el tribunal de la penitencia, siquier en los primeros siglos del cristianismo las confesiones fueran actos públicos, seguidos de públicas sentencias, en justa interpretación de los citados textos evangélicos. La prueba más evidente de que las confesiones fueron públicas, la encontramos nosotros en la etimología misma de la palabra confesor.

En tres categorías o estirpes suele dividir la Iglesia católica a los santos, según su vida y los incidentes a que su vida estuvo sujeta. Aquellos propagadores incansables de las ideas evangélicas, quienes murieron en su fe, de muerte natural, sin haber experimentado los horrores de la persecución engendrada por la intolerancia, denominólos sencillamente apóstoles; aquellos otros menos afortunados, los cuales pagaron a precio de sangre su creencia en Cristo, llamólos mártires; y por último, distinguió con el nombre de confesores a aquellos que, sin temor a la persecución y con riesgo de la vida, dijéronse siempre partidarios fieles de la religión cristiana. De aquí proviene, si nuestras investigaciones no marran, la palabra confesor. Pero como todo en el mundo se malea, este hermoso título, que denotaba arraigadas convicciones, voluntad firmísima, resolución inquebrantable en quienes para su gloria lo llevasen, una vez instituida la confesión, pasó a ornar la frente de privilegiados sacerdotes, los cuales a costa de él se lucraban y engrandecían.

¿Quién es capaz de enumerar las ventajas que al sacerdocio procuró de antiguo este sagrado oficio? Con una moneda de oro, de plata o de cobre, a voluntad, y según sus recursos, remuneraban los primeros penitentes a los clérigos su trabajo místico de confesarlos y absolverlos; generosa costumbre, la cual, degenerando en viciosa corruptela, inventó esas mandas eclesiásticas, a cuya virtud la mezquina barquilla de los pescadores que seguían a Jesús, trocóse en vasto emporio de riquezas. Pero si estos abusos desaparecieron poco a poco, principalmente a causa de las guerras interiores entre el clero regular y el clero secular, las cuales despertaron las conciencias y amortiguaron la fe, en cambio otro género de ventajas vino a sustituirlas. Por medio de la confesión, los sacerdotes, penetrando en el sagrado del hogar, se industriaron en los secretos de la familia, y recabaron desmedida influencia en las sociedades. Por medio de la confesión, los padres de almas franquearon la distancia que media entre la pobre cabaña del supersticioso campesino y el suntuoso palacio del noble endiosado, imperando por igual en todas las voluntades. Por medio de la confesión, los humildes pastores espirituales ascendieron hasta las gradas mismas del trono, y apoderándose de la conciencia de los reyes, gobernaron a su antojo los Estados, cual lo testifican, sin salir de España, el padre Nithard, confesor de Mariana de Austria; el padre Aubenton, confesor de Felipe V; el padre Claret, confesor de Isabel II.

Pero sin nada de esto, ¿no os parece que el sacramento de la penitencia, visto al trasluz de la critica, resulta una institución inmoral, absurda, odiosa? Es inmoral la confesión porque tiende a conocer secretos, los cuales a veces el individuo que los posee, quisiera arrancarlos de su pensamiento para ni aun con su recuerdo avergonzarse; es inmoral la confesión, porque tiende a escudriñar la vida íntima de la mujer, los ensueños eróticos que surgen inconscientemente en su vivaz imaginación, las impresiones experimentadas a la presencia del novio, del marido o del amante, y sus audacias o atrevimientos, las interrogaciones que les dirigen cuando la fiebre del amor les asalta cada uno de estos tres personajes, y otras mil voluptuosas interioridades a cuya sola enunciación, hasta la faz de la mujer pública, curtida en el escándalo, se tiñe con el carmín del rubor y la vergüenza; es inmoral la confesión, por el mismo rigorosísimo secreto de que se halla investida, ya que puede darse el caso de ver criminales confesos pasearse por las calles, sin que tribunal ninguno los tenga a raya ni policía de ninguna clase les vaya a la mano.

Y no hablemos de la incompetencia de este tribunal sacratísimo. Sin jurisdicción por las leyes para condenar al reo que de hinojos a sus plantas confiesa el asesinato o el robo cometidos, el sacerdote aparece como un juez recusable al interponerse entre nuestra conciencia y Dios. Y no hablemos de su inutilidad. Por medio de este sacramento, se proponen los sacratísimos oidores místicos conocer y medir la gravedad de las faltas cometidas por los penitentes; se proponen aplicarle a cada uno su indispensable severo correctivo, y luego sólo cuentan, a todo contar, con advertencias más o menos oportunas, y consejos más o menos sabios. ¿Qué institución es ésa, la cual, fiando el perdón al arrepentimiento, deja a merced del penitente su propia sentencia? ¿Qué tribunal es ése, ante el cual un reo se acusa a sí mismo, se juzga a sí mismo y a sí mismo se condena o se absuelve, constreñido como se halla el confesor a creer a cierra ojos cuanto se le antoje decirle? Por estas y otras razones, la confesión queda reducida a una especie de consejo auricular, del cual, si alguien en los pueblos católicos gusta, son únicamente las mujeres y los niños.

En desprestigio de tal sacramento, se han dicho frases verdaderamente sanguinarias y se han inventado anécdotas socarrones como ellos solos.

El más gracioso que de estos últimos conocemos es el que vais a oír:

En cierta ocasión diole a San Pablo la ocurrencia de descender del cielo a la tierra para averiguar qué progresos había alcanzado la religión cristiana, por la cual, lleno de ardiente fe, él ofreciera en holocausto su cabeza.

Como nuestros santos, en esto de viajar, les dan quince y raya a los ingleses, pronto el buen apóstol preparó lo indispensable a su largo viaje; y en montura vaporosa sin duda, por vías tan amplias, de fijo, como la Vía Láctea, deteniéndose en estaciones de tránsito tan pintorescas como la primavera, el otoño, el estío y el invierno, ingresó alegre en nuestra patria. Inmediatamente que puso pie en tierra, diose a visitar iglesias, muchas de las cuales podían por su magnificencia competir con el famoso templo de Salomón. San Pablo, aunque poco ducho en artes plásticas, se entusiasmó al ver tales monumentos, y se deshizo en justísimos elogios.

Ya se disponía, tras este repaso, a entrar en una de las iglesias, cuando divisaron sus ojos sobre la puerta un cartel que decía: «Hoy se saca ánima». Despertóle tan extraño rótulo su curiosidad, y dirigiéndose a uno de los sacristanes que por la iglesia pululaban, le preguntó qué significaba aquello. Cuando éste le hubo explicado cómo por medio del santo sacrificio de la misa, en ciertos días del año, los clérigos sacan a voluntad del Purgatorio, donde yacen revueltas entre las llamas, las ánimas en pena, San Pablo creyó morirse de risa, y con cierto amargo dejo de incredulidad pronunció estas irónicas palabras:

-¿Conque ésas tenemos? Ya sabía por referencias de otros santos compañeros míos que el cristianismo estaba en verdadero auge, pero, francamente, nunca imaginé progresos tamaños.

Traspuesto el pórtico y ya en el templo, lo primero que descubrió el gran orador místico fue una caja de regulares proporciones, especie de hucha donde algunos fieles depositaban monedas de todas clases, según lo más o menos ardiente de su fe y lo más o menos repleto de sus bolsillos.

Y esto ¿qué es? -preguntó el santo.

-Pues esto, señor -repuso el sacristán-, es un cepillo donde se recaudan las limosnas para sostener el culto y clero.

Frunció el ceño San Pablo al oír al sacristán, y dijo, siempre con retintín:

-No me parece mal. Aquí se conoce que se curan en salud los representantes del Cristo. Ellos tendrán fe en sus doctrinas y confianza en sus promesas, pero se conoce que prefieren, tal vez por ahorrarle trabajo al Eterno, alimentar y vestir sus cuerpos por cuenta propia, sin acordarse de que podría alimentarlos y vestirlos quien viste a los lirios del valle y nutre a las aves del cielo.

De las pilas bautismales llenas de agua lustral, San Pablo no se acordó para maldita la cosa. De las sacras, de los candeleros, de los cálices, de las patenas, de las custodias, de los incensarios, de las cruces magistralmente talladas en oro y plata, del lujo con que atavía sus personas con toda clase de prendas costosísimas el clero, dijo sencillamente que le parecía exagerado, y de todos los demás objetos que viera, hizo observaciones, ni bien laudatorias ni bien difamantes.

Terminada la visita e inspeccionada la iglesia, el gran apóstol se dispuso, poco satisfecho de sus investigaciones, a abandonarla, cuando en lo más escondido de una capilla columbró una mujer hablando con un sacerdote. San Pablo, al ver a estos personajes en tan recatado lugar del templo, como tórtolas pareadas, embelesados el uno con el otro, preguntó con la naturalidad más sencilla del mundo:

-¿Es su mujer?

-¡Quiá! No, señor -respondió reprimiendo como pudo la risa que fluía a borbotones en sus labios el sacristán-. Si entre nosotros, los Curas no se casan.

-¿Que no se casan? Pero buen hombre, ¿qué me cuenta usted? ¿Pues no les prediqué yo en mis tiempos que sólo tuvieran una mujer?

Vaya, vaya; esto lo ha han revuelto, al punto de que ni yo mismo lo conozco -prorrumpió amostazado e incomodadísimo el gran converso.

Después, como junto a la singular pareja aquella viera algo así parecido a una jaula con sus celosías y todo, preguntó:

-Y ese armatoste ¿qué es?

-Un confesonario.

-¿Y para qué sirve?

El sacristán satisfizo como pudo la curiosidad extrema de su interlocutor.

Entonces San Pablo, soltando el trapo a reír, exclamó:

-Ahora me explico yo el celibato eclesiástico. ¡Qué han de casarse, si tienen aquí millares de mujeres donde poder a sus anchas elegir!

-No sea usted malicioso, señor -interrumpióle vivamente el sacristán.

-¡Qué he de ser malicioso! -siguió diciendo el apóstol-. ¿Para qué sirve la confesión? ¿Vienen, por ventura, a confesar sus crímenes los ladrones y los asesinos? Y aun cuando vengan, ¿qué castigo puede imponerles un sacerdote?

-Perdone usted, mas no vaya a creerse que sólo constituyen pecado esos monstruosos delitos. Nuestras mujeres, por lo general, son honradas, los hombres siempre libertinos, ni con la confesión ni sin la confesión llegan jamás a enmendarse; pero hay, sin los mentados por usted antes ni los que yo acabo de citar ahora, otros muchos pecadillos. A lo mejor, por descuido, este penitente enseta el pan que ha de llevarse a la boca en día de abstinencia, con el cuchillo con que acaba de destrozar la carne; aquel otro penitente se olvida al pasar por las puertas de la iglesia de santiguarse; este otro penitente, desmemoriado hasta lo increíble, deja de santificar la fiesta, y no solamente deja de concurrir al templo, sino que trabaja como un negro todo el día; y otras muchas faltas, leves si a usted le place, pero faltas al fin, de las cuales necesitan limpiarse para vivir en gracia de Dios los buenos católicos.

San Pablo, que había oído la defensa que de la confesión hacía el sacristán como quien oye llover y está bajo techado, no quiso saber más y se despidió diciendo:

-La naturaleza humana no puede contrariarse: los clérigos, por lo general, son jóvenes; la sangre les arde en las venas con tanto o más ardor que a los laicos, por lo mismo que su abstención es más absoluta; no pueden casarse porque el voto de castidad se lo impide; pues bien, ¿sabe usted, señor sacristán, lo que le aconsejo para que usted a su vez se lo aconseje a los curas? Que guarden las disciplinas, si es que las tienen, por el rincón más oscuro, pues si a Cristo le da como a mí la idea de bajar a la tierra y visitar las iglesias católicas, esté seguro de que a zurriagazos los echa a todos ustedes a la calle, como echó lleno de ira a los mercaderes del templo.

Pero no vale hacer caso de chascarrillos, los cuales, si el chusco inventor de ellos narró con gracia, no tienen, según los ultramontanos, filosofía de ningún género. Mientras los racionalistas y demás escuelas avanzadas combaten el santo tribunal de la penitencia con toda suerte de sutilísimos argumentos, reniegan de él los clérigos, por la tristeza que les procura oír contar a diario miserias de la humanidad, y por las náuseas que experimentan, al beberse sin quererlo el aliento de los penitentes postrados a sus plantas.

Un sacerdote, abierto de carácter hasta la temeridad, decíanos en cierta ocasión que las horas más malas que pasaba en el desempeño de sus funciones eclesiásticas, eran las horas destinadas a confesar a los feligreses de su parroquia. «No hay, decía, tormento comparable a éste de verse constreñido durante horas y horas a oír sartas y más sartas de sandios disparates, empotrados como las tinajas en un cuchitril de madera donde no os podéis apenas revolver, y donde por lo incómodo de la postura, entumecidos los miembros, creéis haberlos perdido. Y todavía la posición violentísima que habéis de adoptar dentro del confesonario puede tolerarse. Pero ¿y el olor de los penitentes, algunos de los cuales apestan? ¿Y el aliento de sus bocas, forzosamente obligados a aspirar, y algunas de las cuales hieden?» Nosotros no diremos que el confesor no sufra éstas y otras molestias análogas, pero sí diremos que el padre Francisco no experimentó ninguna de ellas. Es verdad que pocas penitentes tan hermosas como Isabel habíanse, desde que se ordenara, postrado ante su confesonario.

La mirada harto viva del Sochantre despidió casi materialmente lumbre al ver junto a sí a la hija del maestro, quien rebozada en su mantilla de felpa, con los ojos que sombreaban unas pestañas larguísimas medio entornados, enrojecido el semblante, velada la voz, en conmoción el pecho, hubiera sido capaz, no ya de tentarlo a él, sino al mismo San Antonio en persona.

Aunque el padre Francisco aguardaba con impaciencia a Isabel, emocionóse profundamente al verla de rodillas a sus plantas. Y no podía acontecerle menos a quien, como su paternidad, durante muchos años viviera recluido en un seminario, sin que su vista ni casualmente topase, al cruzar por los corredores sombríos, al tomar asiento en los refectorios destartalados, al meterse en las celdas estrechas, al divagar, en fin, por cualquiera de los sitios en que se dividen y subdividen estos verdaderos sementales de la clerecía, con ninguna mujer.

Isabel, en cambio, ajena por completo a cuantas voluptuosas emociones agitaran los nervios del exaltado capellán, persignóse devotamente, murmuró aún más que con los labios con el alma una de esas oraciones que encarecen el arrepentimiento, y se dispuso a decirle todos sus pecados al confesor.

-¿Amas a Dios sobre todas las cosas en el mundo? -comenzó preguntando el padre Francisco, dispuesto a confesar a Isabel por medio de los santos mandamientos.

-Sí, padre -respondió sin vacilar la doncella.

-Pero amar a Dios no creas que es tan sólo vivir en continuo éxtasis, elevando a las alturas oraciones fervientes y depositando a diario sobre las aras benditas de nuestras iglesias católicas, ungidas con el óleo de la fe, místicas ofrendas; amar a Dios es más, mucho más que todo eso.

-Por supuesto, señor cura. La condición principal de todo amor verdadero, según mis cuentas, consiste en respetar al ser a quien amamos, y honrando su nombre, honrarnos a nosotros mismos.

-Muy bien, hija mía, muy bien. Satisfecho de tu contestación, paso a dirigirte una nueva pregunta. Aquí sí que me parece haber dado con algo en donde vas, sin quererlo, a tropezar. ¿No has, en los días de tu vida, jurado nunca vanamente?

-Nunca -replicó, lista como ella sola, Isabel, complaciéndose en echar por tierra con una sola frase los augurios del Sochantre.

-¿Nunca? -interrogó éste de nuevo.

-Como usted lo oye. El único juramento prestado desde que me reconozco, hícelo tan de corazón que no pienso faltar a él por nada ni por nadie.

-¿Luego tú has jurado?

-Sí, señor. ¿No se lo he dicho a usted? Una vez, sólo una vez en mi vida, mas no en vano.

-A ver, a ver, explícate.

-¡Señor cura!... -balbuceó la hija del maestro, poniéndose colorada como una amapola, y bajando llena de rubor los ojos al suelo.

-Vaya, no seas niña y háblale con entera franqueza a tu confesor. ¿No conoces, tontuela, que cuanto a mi me digas en modo ninguno ha de traslucirlo nadie?

Isabel, ni aun a tales dulcísimas instancias pareció dispuesta a ceder, y para vencerla en sus escrúpulos, tuvo el padre Francisco que apelar, de este suave recurso, a las reconvenciones primero, después a las amenazas con el castigo eterno.

-¿No podría usted, que es tan bueno, señor, excusarme de contestar a esa pregunta?

-¡Oh! De ninguna manera.

-Pues en tal caso, le diré que sí, padre cura, he jurado amor eterno a un hombre.

-¡Cáspita! ¿Conque esas tenemos? -exclamó un tanto exasperado el Sochantre.

-¿Hice mal? -preguntó Isabel, abriendo llena de ansiedad desmesuradamente los ojos.

-¡Y tan mal como hiciste! ¿Pero no sabes, desdichada, que ése es uno de los pecados más graves que has podido cometer? Aún puede tolerarse que ames a un hombre, ya que resulte para las humanas criaturas de suyo imposible contrastar las inclinaciones de su corazón; pero ¡jurarle amor eterno! ¡Vamos, serás loca!

-¿Y usted cree que estoy por cosa al parecer tan leve en pecado mortal? -interrogó cándidamente Isabel.

-¿Que si lo estás? De fijo. Y da gracias a que aun me tienes a mí aquí dispuesto, si desistes de tu propósito, a absolverte, limpiando por tal modo tu alma de pecado.

-Tendrá usted mucha razón, pero es el caso que no puedo, sin cometer otro nuevo, borrar de mi alma éste que usted me reprocha.

-¿Cómo que no? -preguntó maravillado el padre Francisco.

-Está claro. Sin cometer perjurio no puedo deshacer el juramento.

En otras circunstancias, y tratándose de otra penitente, el confesor se riera de tal sutileza jesuítica; pero en aquel momento no estaba el horno para rosquillas, y el Sochantre salió al encuentro de la moza diciéndole:

-No, no temas; nosotros los sacerdotes tenemos facultades para perdonar a nuestro sabor toda falta, por enorme que sea, y absolver a los contritos de todo pecado, por grave que parezca.

-Sí, pero es el caso... -observó Isabel, deseando defender hasta el último instante su amoroso juramento.

-El caso es -interrumpióle el Sochantre- que persistes en mantenerte en tus trece.

-Yo, padre...

-Basta. Dime de una vez si te arrepientes o no de ese enorme pecado.

-¡Por Dios, padre cura! Me arrepiento de haber jurado amor eterno, mas no vaya usted a creer por eso que voy a dejar de amarle.

-Está bien, esta bien -exclamó frunciendo su entrecejo el padre Francisco.

Pudo en tal oportunidad éste investigar hasta lo más recóndito del pensamiento de la candorosa doncella, mas no lo hizo por temor a cometer una gran imprudencia, y con ella, en vez de inspirar confianza, que era lo que había menester, despertar recelos y avivar sospechas en la hermosa penitente. Así, doblando la hoja, se limitó el confesor a decir cuán bien hiciera revocando un juramento prestado de seguro impremeditada e inconscientemente.

Nada tuvo que reprochar a la moza con respecto al tercer mandamiento, y pasó sin detenerse apenas al cuarto.

-Honrar a nuestros padres nos manda, Isabel, la ley de Dios: ¿tú crees cumplir con este divino precepto?

-Sí, padre -respondió ésta, ya del todo desconcertada y confundida.

-¿Estás segura?

-Me parece que sí, señor -volvió a decir, con voz trémula, Isabel.

-Acuérdate de que a tal precepto va unida la condición precisa de respetar y obedecer en todo los mandatos paternos. ¿No has desobedecido tú nunca a tu padre?

Isabel quedóse parada un momento, sin saber qué responder, y al cabo dijo, toda compungida y llorosa:

-Señor cura, me arguye la conciencia, en efecto, de haber en esto faltado a mis deberes filiales.

-Pero, Isabel, ¿cómo es eso?

-Según le he dicho a usted hace poco, yo amo ciegamente a un hombre, y mi padre se opone con tenacidad a estos amores.

-¿No es digno de ti, por ventura?

-¡Oh! Sí, ¿no ha de serlo?

-¿Pretende acaso algo que por lo temerario, resulte ilícito?

-De ninguna manera. Sencillamente lo que pretende es casarse conmigo.

-¿Y tu padre se niega a daros su consentimiento?

-Justo, eso es.

-¿Y tú, en cambio?...

-Yo estoy resuelta a contrariar en esto sus escrúpulos, por no decir su terquedad y sinrazón.

-Pues haces mal.

-¿Usted lo cree así?

-Desde luego. Mira, hija mía. El más rudimentario de nuestros deberes sociales consiste en amar, respetándolos, a nuestros mayores, sobre todo a aquellos que nos han dado el ser. ¿Quién como un padre desea la ventura de sus hijos? Nadie. Desecha, pues, de ti esos pensamientos verdaderamente pecaminosos, y procura, aun sacrificando tus inclinaciones y venciendo tus deseos, no disgustar en lo más mínimo a tu anciano padre, quien espera, en justa compensación a sus afanosos desvelos durante los días de tu infancia, que seas su amparo.

-¡Pero si yo no anhelo, bien lo sabe Dios, otra cosa, señor cura!

-Pues entonces has de complacerle, renunciando a un matrimonio que él juzga en extremo detestable.

-¡Renunciar para siempre a mi casamiento con Andrés! Imposible, señor cura, imposible. Dígame usted que sacrifique en aras del amor filial la vida, y lo haré; pero no me proponga que mate para siempre las ilusiones mas atractivas de mi alma.

-¿Sabes, Isabel, que te vas enmendando? ¿Y con tales muestras de contrición crees, desdichada, que puedo absolverte?

La infeliz hija del maestro, bajo el peso de estas y otras muchas amarguísimas reconvenciones, hallábase anonadada, sin atreverse a aducir en su defensa ningún argumento válido.

Por su parte, el Sochantre, desesperado al ver cómo iba poco a poco desmoronándose la fortaleza mística tras la cual se parapetara con el fin liviano de atacar a mansalva y vencer sin remedio a la pobre lugareña, levantó, como quien dice, sus reales y se dispuso a desandar lo andado. Decidido a abreviar cuanto le fuese posible la confesión, pasó de lejos el quinto mandamiento y ni siquiera llegó a mentar el sexto; hizo del séptimo varias preguntas vulgares, a las cuales diole Isabel respuestas categóricas; sacó del octavo, a fuerza de machacar, alguna que otra astilla; omitió adrede, por inaplicables, el noveno y décimo, dado el sexo y edad de la penitente, y se dispuso, viendo a ésta contrita y llorosa a sus plantas, sin más rodeos, a otorgarle la absolución.

Aquí hubiera acabado su faena mística el Sochantre, si de improviso no levanta Isabel sus ojos del suelo y con dulce y candoroso acento no le interroga de esta manera:

-Padre, ¿ha amado usted alguna vez?

A tal pregunta, en verdad intempestiva, el beatísimo confesor quedóse como viendo visiones, y todo desconcertado respondió entre dientes:

-¿Por qué me lo preguntas?

-¡Oh! Porque si usted ha amado, siquiera una sola vez en su vida, comprenderá perfectamente lo embarazoso y difícil de la situación en que me encuentro.

-¡Amar! -dijo con lastimero acento el padre Francisco-. He ahí uno de los actos más trascendentales de la vida, en absoluto vedado, con notoria injusticia, por los príncipes de nuestra religión a los sacerdotes. Pueden vivir felices amándose entre sí los peces en el mar, las aves en el bosque, los brutos en la caverna, los minerales en las entrañas de la tierra, los seres todos, tanto racionales como irracionales, doquier que se hallen; y a esta ley universal, dictada en sus inescrutables designios por Dios, sólo deben exentarse ¡oh escarnio de la suerte! los pobres clérigos; especie de parias, obligados a tener, entre otras facultades excepcionales, más fuerza de voluntad que el resto de los humanos. Si yo hubiera sabido en conciencia a lo que renunciaba renunciando para siempre al amor, cree, Isabel, que no logra nadie de mí tal sacrificio. Pero ¿qué sabe de estas cosas un mozuelo recién salido, como quien dice, del cascarón? Qué valor puede dar a la mujer y a los amores que la mujer más tarde ha de despertar en su pecho un hombre de veintiún años? ¡Oh, desdichado del que con entero conocimiento de causa incurre en tal error, y sintiéndose capaz de amar sin escrúpulo se mete a cura! Quien así proceda, o tiene el corazón empedernido, o es un idiota, o es un fanático. Yo cargué acuestas con el haz de leña, y me dirigí paciente al lugar del sacrificio, cierto, mas fue porque, como Isaac, ignoraba quién fuera ni dónde estuviese la inocente víctima ofrecida a Dios por su padre.

Isabel, que había oído con atención suma las observaciones hechas por el padre Francisco, sin comprender su trascendencia ni mucho menos imaginarse adónde iba a parar tras un vuelo en demasía caudaloso para atisbado por una inteligencia despierta, como casi todas las inteligencias meridionales, pero incipiente, interrumpióle diciendo:

-Mas, a todo esto, aún no ha contestado usted a mi pregunta, señor cura.

-¿A tu pregunta? Precisamente a ella estoy contestando; no creas, Isabel, que se me ha ido el santo al cielo. Fiado en que la divina gracia me asistiría, renuncié a cuantos atractivos ofrece el mundo a la juventud; procuré borrar de la mente hasta el recuerdo de mis ensueños amorosos; deshice entre los dedos la flor de mis ilusiones y de mis esperanzas, y cuando, amortajado el cuerpo en la negra sotana sobre el ataúd del celibato, me apercibía a conciliar el sueño de la muerte, surge de improviso en mí, más potente que nunca, la naturaleza a quien me propusiera sojuzgar y vencer, diciéndome como Jesús a Lázaro: «Levántate y anda». Y, en efecto, me levanté y anduve. Y hoy no es amor ya lo que siento, es delirio, es frenesí, es locura. Quise sublevarme contra la naturaleza, y la naturaleza me ha castigado infundiéndome sangre ardorosa en las venas, deseo vivo en el pecho, fuego intenso en el alma, apetito desordenado en todo mi ser. Mi amor no se parece en nada al dulce y tranquilo que sienten los seglares aptos para unirse legalmente cuando bien les plazca a su media naranja; mi amor es como el agua aprisionada por diques, como el incendio rehogado entre combustibles, como todo aquello que cuanto más se contiene mayores proporciones toma. A fuerza de mil trabajos he logrado durante muchos años sacar a puerto mi voto de castidad. En los comienzos de mi vida eclesiástica, el roce ligero de un vestido, el suave contacto de una mano, la mirada fija de una mujer, conmovíanme al extremo de subirse toda la sangre a la cabeza, mostrándose mi faz teñida con el carmín del rubor y de la vergüenza. Entonces aún pude, parapetado tras la religión, dominar los aguijones del deseo y librarme a las tentaciones de la carne. Ahora es distinto. El amor que, adormecido completamente, se cobijara un tiempo en lo más recóndito de mi alma, tomando cuerpo, ha dado de sí sus frutos y reclama para su nutrición la savia circulante por mis venas.

Las visiones sensuales que turbaban con su aparición súbita mis sueños, no son ya meras sombras, sino seres humanos como nosotros, de carne y hueso. Esa especie de crisálida que todo hombre lleva dentro de su corazón hase convertido en mí, cual no podía menos de suceder, en mariposa de mil colores, quien ciega de amor corre loca a consumirse en las ardientes llamas de su fuego interno: que puede ahogar en su pecho el hombre pasiones o apetitos, los cuales por responder a una necesidad personal resultan bajos o mezquinos; pero no puede, ni por virtuoso, ni por heroico, ni por sublime, resistir al deseo ingénito en él de vivir mucho y de amar incesantemente. Y cierta mujer, hermosa como una Venus, purísima como una virgen, cándida como una paloma, se cruzó en mi camino y me hizo, con su sola presencia, estremecer de gozo. Eran estas conmociones algo así como los primeros vagidos de una sacrílega, si se quiere, pero de una pasión tempestuosa, a impulsos de la cual rompí las cadenas que me tenían sujeto al potro del celibato; di al olvido mis votos de castidad; contuve en el pecho los gritos de mi conciencia, y saltando por todo, le consagré mi pensamiento y le entregué mi alma. Ligado por vínculos santos a la Iglesia católica, ya sé que no puedo en modo alguno pero esto desposarme con la mujer que adoro; no me hará retroceder en mi empeño decidido de poseerla. Si cuando, lejos de mí, la contemplo, me considero capaz por sus amores de revolver cien veces el mundo, imagina, Isabel, contemplándola cerca, así, como tú y yo estamos ahora, de qué no me consideraría capaz. ¡Oh! Por consumirme en el fuego de sus ojos, por beber en sus labios el néctar de los placeres, por sentir el calor de su seno, por considerarla completamente mía; y a la hora suprema del deleitoso coloquio, cuando enardecida la sangre, fatigosa la respiración, suspirante el pecho, trastornado el sentido, nuestros cuerpos y nuestras almas material y espiritualmente se trasfundieran, oír de sus labios una frase de amor, por todo esto daría, no ya la vida material, la salvación entera.

Y el Sochantre, quien al pronunciar estas últimas palabras tenía fijos sus ojos, unas veces en el rostro encendido, fijos otras en el pecho turgente de la aldeana, hizo un esfuerzo para acercarse a la celosía del confesonario, lanzó un suspiro, y doblando la cabeza sobre el pecho, cayó de espaldas, presa de fuerte convulsión, sobre su asiento.

Cuando a los gritos desaforados de Isabel acudió la gente al pie del confesonario, metido en él encontró al padre Francisco, lívido, convulso, ojerosísimo, seca la boca, vidriosa la mirada, jadeante de fatiga. Una porción de los circunstantes atribuyó el caso a desfallecimiento del estómago, enfermo por largos ayunos y por continuas vigilas; otra porción de los circunstantes vio sólo en esto un incidente casual; pero los más salieron de la iglesia preguntándose entre sí: ¿qué causas habrán determinado en el Sochantre un síncope tan raro como el que acaba de experimentar?

Isabel, menos cavilosa que el vulgo, creyó de buena fe que el padre Francisco se había puesto en realidad enfermo; sin embargo, no quiso revelar a nadie las declaraciones que en confianza le había hecho, ni referir con todos sus pelos y señales la escena pintoresca de la cual, en último término, ella fuera uno de los principales protagonistas.

- V -

Habían pasado muchos días, y Andrés, por una de esas alcaldadas frecuentes en los pueblos recluido en la cárcel, estaba ya en libertad. Sin ocupación forzosa al presente que le obligara a las sujeciones propias de cualquier oficio; sin otros dolores de cabeza que sus amoríos con la hija del dómine ni otras contrariedades en su vida que las negativas opuestas por éste a su matrimonio; poco regañado en casa por su padre, que le adoraba, y fuera de ella tenido en gran estima por amigos y camaradas, cuyo afecto se congraciase fácilmente; andando ahora, como quien dice, a la briba, ya se le veía jugando a las damas con el médico del pueblo en el zaguán de la botica, ya concertando con otros compañeros partidos de pelota enmedio, de la plaza, ya formando parte de tertulia tan chusca como la congregada alrededor de su mesa de trabajo en casa de Perico el zapatero, hombre bolo, como diríamos familiarmente, en toda la extensión de la palabra, quien teniendo entre otras la cualidad de destemplar los nervios harto excitables de su costilla en cuanto por zancas o por barrancas echaba su cuarto a espadas en las discusiones, incomodábase de lo lindo si en la conyugal trifulca, medio cantuseado le recordaba proverbio tan injurioso para él, dadas sus ínfulas, como éste: «Zapatero remendón, punto largo y buen tirón»; y en su incomodidad la emprendía a zurriagazos con su mujer, que se iba refunfuñando a la cocina, y a gritos con los parroquianos, que tomaban el portante y se iban por su lado riendo a la calle.

Inútilmente Andrés procuró por aquellos días de holganza completa entrevistarse con su novia. El maestro, constituido en centinela de vista de su hija, a quien no dejaba ni a sol ni a sombra, impedíaselo en absoluto. Sin embargo, una ocasión quiso depararle la suerte, y aprovechóla el galán con ventaja.

Era el anochecer de un día festivo, y en estas regiones meridionales, harto místicas, se acostumbraba por aquel entonces, como se acostumbra aun hoy, a recitar en coro por todo el pueblo el rosario. Parecía natural que las campanas con sus tañidos, con sus repiques, con sus bamboleos, fuesen las encargadas de convocar para tal manifestación religiosa los fieles en la puerta de la iglesia; pues era el bombo con su voz retumbante, como la voz del trueno o como la voz del cañón, quien desempeñaba a maravilla estos oficios. Y aún el primer golpe dado con furia sobre la curtida piel de este ruidoso instrumento no había hendido los aires, cuando ya una turba de chicuelos, desempedrando las calles, ingresaba en la plaza, trasponía el pórtico de la iglesia, tomaba como por asalto la sacristía, y apoderándose de campanillas, estandartes, farolas y demás adminículos litúrgicos, íbase resuelta a ocupar los puestos que abren en toda procesión la acompasada marcha. Y no paraba todo en esto. La gresca infantil crecía de punto conforme iban nuevas tandas de rapaces llegando a los alrededores del templo donde la fiesta se organizara. Aquí éstos se disputaban el derecho de llevar a prevención las horquillas que sirven en los descansos para aliviarles a los mayordomos del peso de las andas; allí aquéllos compraban a su compañero por un ochavo moruno, en junto, el honor de conducir las alforjas destinadas a guardar cuantos donativos u ofrendas hicieran los devotos; acullá estotro, rapaces, con la camisa fuera del calzón, las medias arrolladas en el tobillo, sueltas las alpargatas, enmarañado el pelo, untosa y llena de tiznajos la cara, puestos en cuclillas, aparaban con una mano la chorrada de cera vertida adrede sobre ella por su compañero, o rebañaban los mocos del cirio puesto a su alcance, mientras con el revés de la otra se limpiaban los verdioscuros mocos que a hilos les caían de las narices; por todas partes escenas pintorescas, incidentes cómicos, unas y otros dignos del libro o del cuadro.

Por fin, reunidos los cofrades, descendida del altar y puesta sobre las andas la imagen, ataviado con la capa pluvial el cura, apercibidas las muchedumbres, ordénase y sale la procesión de la iglesia. Dos hileras de devotos, sustentando en sus manos farolas de cristal, hachas de viento, cirios enormes, la forman; vistosísimo estandarte en cuyo centro aparecen estampadas las insignias de la cofradía o hermandad la precede; una murga con honores de orquesta, a quien está encomendado el acompañamiento de los villancicos, la ameniza; la Virgen, con su manto de raso blanco sembrado de lentejuelas, al cuerpo, suelto el cabello por la espalda, la corona real de latón a la cabeza, el niño Jesús en brazos, el rosario de gruesas cuentas en la mano, los ojos de cristal fijos en el cielo; la Virgen, colocada sobre su peana que simulan nubes azules donde baten sus alitas de madera los ángeles, la encabeza; y la cierra el párroco y los monaguillos que recitan misterios y letanías, y las mujeres que en voz alta les contestan.

Verdaderamente artista la liturgia católica, no sólo conmemora con fiestas como la de San Juan el solsticio de verano, con fiestas como la Natividad el solsticio de invierno, sino que conmemora también, con el toque de alba el crepúsculo matutino, con el toque de oraciones el crepúsculo vespertino, cual si, en cierto modo panteísta, a la par que a Dios, quisiera nuestra religión rendir culto externo a la Naturaleza. Pues con los crepúsculos coinciden estas procesiones que salen de la iglesia todos los domingos primeros de cada mes, bien a la madrugada, bien a la tarde, según lo áspero o dulce de la estación; y de los crepúsculos toman sus denominaciones poéticas de Rosario Vespertino o Rosario de la Aurora. Nada tan motivado a irreverencias, dicho sea con perdón de los clericales, como esta vieja costumbre de llevar en procesión a hora descompasada por calles y plazas las imágenes, ante cuya faz, sin que nadie pueda evitarlo, no sólo juran y perjuran los devotos ebrios con el aguardiente de la mañana, sino que en reyertas por todo extremo escandalosísimas la emprenden a farolazos con las rondas de trasnochadores halladas en su carrera. El vulgo nuestro, muy fanático, pero a quien a pesar de su fanatismo no le duelen prendas, resume lo que son tales manifestaciones religiosas cuando, al encarecer el desenlace tumultuario de cualquier reunión, dice en volteriano aforismo que «acabó como el Rosario de la Aurora».

No suele acontecer lo propio con el Rosario Vespertino. Compuesta, en la forma que hemos dicho, la procesión dentro de la iglesia, pónese al punto en marcha por todo el pueblo. El vago rumor de los rezos contrasta con el penetrante sonido de las campanillas; el bullir de las muchedumbres aglomeradas en torno de la imagen, con la soledad y el silencio de las calles. A las hileras de cirios que alumbran la procesión se juntan las hileras de candiles con que orna cada habitante el quicio de su respectiva vivienda. Todo es allí real, y sin embargo, todo parece fantástico según las proporciones poéticas que toman en vuestra imaginación hasta los más nimios detalles. El murmullo de la fuente que os regocija; el graznido de la lechuza que os amedrenta; el soplo del aura que os anima; el brillo de los astros que os deslumbra; el mismo caos de tinieblas que os envuelve, todo en aquel ambiente se os aparece rodeado de irresistibles atractivos y de sumas bellezas. Y esto consiste en que, si por una parte la penumbra del día que se aleja tiñe de colores sombríos los objetos, por otra parte, la penumbra de la noche que se avecina los esclarece con su alba luz y les presta relieve y realce.

Lástima que destruya estas gratísimas impresiones la murga que acompaña a la procesión entonando villancicos, cuyas macarrónicas estrofas sólo sirven para excitar la hilaridad de las gentes. Vease si no de ellos una muestra auténtica. Sobre las espaldas de los zapateros, a quienes no sabemos por qué les tiene allí todo el mundo tirria, descargaban los cofrades sus furias, y para ellos compusieron esta desaliñadísima copla:

Zapatero que estás remendando
De día y de noche a la luz del candil,
Cuando sientes tocar al Rosario,
Cierras tu tienda y te vas a dormir.

A los pobres zapateros maldito el cuidado que pueden darles estos exabruptos poéticos lanzados a quemarropa, como quien dice, contra ellos, y dejan a los mayordomos que se desgañiten cantando a la puerta misma de su casa villancicos tan chabacanos en la forma y en el fondo tan injuriosos. Pues a este patrón y medida están cortadas todas las estrofas que en honor a la Virgen Santísima del Rosario entonan en coro los devotos, mientras la nocturna manifestación religiosa recorre las calles postulando: que el móvil principal de esta fiesta, organizada por las cofradías, es verdad, pero con el consentimiento expreso del clero, es ante todo lucrarse y divertirse a costa de los tontos.

Cuando el Rosario llegó frente a la casa del dómine, quizás por respeto a su persona, o quizás, y es lo más probable, por complacencias de los cofrades con Andrés, asistente desde sus comienzos a la mística ceremonia, el coro se limitó a cantar la copla que sigue:

Un devoto, por ir al Rosario
Desde la ventana se quiso arrojar,
Y la Virgen María le dijo:
Detente, devoto, por la puerta sal.

Isabel, que se hallaba completamente sola en su casa, a los preludios del villancico salió corriendo, como cada vecino, con su candil encendido en la mano a la puerta de la calle. La ocasión no podía presentarse más propicia, y Andrés la aprovechó sin vacilar. Oculto en el hueco de la ventana más próxima, esperó a que el Rosario pasase y toda aquella rinconada quedara envuelta en las tinieblas. La hija del maestro, advertida de la presencia de Andrés y de los propósitos que allí le llevaban, apagó por precaución la luz y se quedó recostada sobre la puerta, aguardando a que se acercase. A juicio de los enamorados, nadie podía conocer por lo impremeditada tal entrevista, y nadie, por ende, llegar a sorprenderlos. La única persona interesadísima en contrariar sus amores era D. Vicente, y por fortuna encontrábase a la sazón fuera de la casa, adonde, según los cálculos de su hija, tardaría bastante tiempo en volver. Sin embargo, este exceso de confianza no tenía fundamento sólido. Cerca de allí alguien los espiaba, con tal cuidado que ni siquiera perdía el más leve de sus movimientos. Si Andrés se cuida de volver la cara atrás antes de dirigirse al sitio donde le aguardaba su novia, a pesar de la oscuridad, de seguro distingue, acurrucado casi en el guardacantón, un bulto informe. Pero ¡bueno estaba él para andarse con rodeos, teniendo a dos pasos de allí a la mujer que con sus hechizos había acabado por sorberle el seso!

Lo que hablarían en esta nueva entrevista Andrés e Isabel, puede perfectamente suponérselo el lector. Primero, exclamaciones de júbilo; después, frases tiernas; luego, protestas amorosas; por último, juramentos de fidelidad: tal fue la síntesis de la conversación que sostuvieran aquellos dos buenos amantes. Un beso de despedida cerró este dulce coloquio. El rumor dulcísimo de semejante caricia, antes de extinguirse en los aires, debió llegar hasta los oídos del fantasma, que a pocos pasos de allí seguía inmóvil, pues apretando los dientes lleno de rabia, murmuró para sí:

-¿Y aún vacilaba?

Después sólo se oyeron, la puerta de la calle que se cerraba y los pasos de Andrés, que se dirigía confiado y satisfecho a su casa. A los cortos instantes se oyó algo más: un golpe, un grito, un cuerpo que se cae en tierra, un hombre que huye desalado a ponerse pronto en salvo; luego nada: el silencio y la oscuridad de la noche envolviendo en sus misterios un crimen.

A los pocos minutos de haber acaecido el trágico incidente, apareció en la calle el padre de Isabel. Caminaba en medio de la oscuridad a tientas, y al pronto no advirtió nada de cuanto sucediese. De improviso tropezaron sus pies con un objeto blando y se bajó a recogerlo. Era un sombrero de fieltro en buen uso, perteneciente, sin duda, al infeliz que a pocos pasos de aquel sitio yacía casi exánime. Continuó su camino el maestro, sin maravillarse del hallazgo hasta que, al doblar la esquina, dio de manos a boca con un hombre tendido en tierra todo lo largo que era. Pretendió ver si estaba borracho, herido o muerto, y al pretenderlo cayó de bruces sobre él y se inundó de sangre. Creyendo, desde luego, habérselas con un cadáver, D. Vicente, poseído de horrible pánico, hizo esfuerzos inauditos por incorporarse y demandar a voces socorro. No había para qué ya necesidad de alarmar al vecindario. Varios aldeanos que por allí pasaban, pudieron simultáneamente ejercer, una obra de caridad auxiliando al herido y una obra de justicia deteniendo al que ellos creían presunto matador.

Al alboroto armado por la gente que se arremolinaba en torno de la víctima, todos los vecinos acudieron al lugar de la ocurrencia.

También acudió, en averiguación de lo que había sucedido, Isabel, quien como viera a la mortecina luz de la lámpara de un sereno el cuerpo de Andrés rígido y las manos de su padre ensangrentadas, profirió estas acusadoras frases, de las cuales pudieron a su tiempo todos los presentes dar fe ante los tribunales de justicia:

-¡Jesús! ¡Qué monstruosidad! ¡Lo ha asesinado!

Todas estas fatales circunstancias sirvieron para incoar contra el padre de Isabel un proceso verdaderamente grave. La herida abierta por el asesino en las carnes de Andrés era de las llamadas en términos quirúrgicos de pronóstico reservado. Su desvanecimiento, sin embargo, no provino de hemorragia ninguna interior o exterior, provino del tremendo golpe recibido en la sien al caer en tierra. Con diligencia, poco usual en los pueblos para tales casos, hízosele la primera cura al herido y se le trasladó a su domicilio. De las investigaciones judiciales, resultaba complicado en el crimen D. Vicente; pero el juez, deseoso de adquirir, antes de prenderlo, algún dato positivo y cierto, resolvió tomarle declaración a Andrés. De tal interrogatorio sólo sacó en limpio la justicia dos cosas: primero, que Andrés no sabía quién pudo herirle; segundo, que la única persona enemistada con él, era el maestro de escuela. No hubo, pues, más remedio que trasladar a este infeliz, bien custodiado, a la cárcel.

Mientras por el pueblo corría como cierta la noticia de que el dómine había tendido una emboscada a su antiguo pasante para asesinarlo; mientras Isabel se desesperaba viendo a su novio herido y a su padre preso; mientras este anciano, incapaz, no ya de intentar dar muerte al galanteador de su hija, incapaz de hacerle dañó a un mosquito, protestaba de su inocencia sin conseguir que diese nadie crédito a sus veraces afirmaciones; mientras el tío Félix, deshecho en llanto, unas veces pedía a la Virgen que le devolviera la salud a su hijo, y otras veces, encendido en ira, pedía a la justicia que castigase con mano fuerte al asesino; mientras Andrés, presa de dolores horribles, luchaba a brazo partido con la muerte; mientras por trances tan amargos pasaban todos estos personajes de nuestra novela, el padre Francisco, encerrado en una de las habitaciones interiores de su casa, sostenía con su ama de llaves el rapidísimo diálogo que vais a oír:

-¿Has encendido la lumbre, Magdalena?

-Sí, señor.

-¿Pero con bastantes sarmientos?

-Ya lo creo. Cuatro haces nada menos.

-Pues toma estas prendas y échalas sin perder tiempo sobre las llamas. Ten cuidado de que ni la hilacha más pequeña deje de hacerse cenizas.

-Está bien.

-¡Ah! Pero oye, antes dame otra ropa con que vestirme.

Magdalena abrió un armarlo viejo, sacó de él un traje de paño negro y se lo entregó al señor cura.

-Ahora, mientras yo me visto, cuida tú de borrar para siempre esas malditas manchas de sangre.

- VI -

Dígase lo que se quiera, ninguna liturgia deslumbra y conmueve tanto como la liturgia católica. Para apreciarla en todo su valor, precisa asistir a una de esas misas cantadas con que la Iglesia celebra sus fiestas principales. Nosotros hemos asistido a varias y podríamos dar fe de las emociones estético-religiosas que el asistente al templo en días tan señalados experimenta. Sin ir más lejos, ahora mismo recordamos haber oído con singular recogimiento dos magníficas, una celebrada en la catedral de Bayona, adonde acudimos, más que deseosos, dicho sea en honor a la verdad, de cumplir con el precepto eclesiástico que recomienda a los fieles oír misa entera todos los domingos y días de fiesta que son de guardar, deseosos de admirar la trompetería de su órgano, cuyas notas, metálicas por lo resonantes, parecen descendidas del cielo; otra en la iglesia de Santo Tomé de Avila, adonde hicimos un viaje ex profeso desde Madrid, para presenciar las fiestas que nosotros denominaríamos sacramentales, si el vulgo abulense no tuviera empeño en denominarlas gordas o mayores. Entrambas ceremonias hallábanse presididas por los prelados de las respectivas diócesis; pero no nos satisfizo tanto, la misa dicha por curas franceses, como la misa dicha por curas españoles. Idénticas en el fondo ambas ceremonias, la mímica empleada por éstos aventaja en seriedad a la mímica empleada por aquéllos, y la compostura que observan los fieles en nuestras iglesias a la compostura que observan los fieles en las iglesias de Francia. Muy artistas, pero muy enfáticos, desde las reverencias hasta las bendiciones, todos los movimientos del celebrante pecan allí de amanerados. Los diáconos que ayudan la misa no parecen humanas criaturas, parecen por lo graves, por lo rígidos, por lo parsimoniosos, envueltos en sus capas de oro, preciosísimos ídolos chinos. El incensario en manos del sacristán se mueve con la precisión matemática que el péndulo en los relojes, y los ciriales en manos de los monaguillos se alzan o se bajan, según conviene a la ceremonia, como a impulsos de un resorte. Vagan los clérigos de uno a otro lado del altar mayor, con la parsimonia que usan los tenores para recorrer al compás de la orquesta las distancias en el escenario. Y para que todo resulte allí aparatoso, teatral, digno más que de una fiesta religiosa de un espectáculo profano, mientras el cura consume la hostia consagrada y los diáconos se aperciben a recitar a voz en grito por segunda y última vez el Evangelio, de las trompetas del órgano salen trozos escogidos de ópera.

Más natural la mímica y el aparato con que aderezan las ceremonias eclesiásticas nuestros sacerdotes, que la empleada con igual motivo por los curas franceses, en la iglesia de Santo Tomé de Ávila experimentamos otra clase de emociones. Al trasponer el pórtico de este sagrado recinto y ver los clérigos vestidos con sus casullas de tisú, con sus albas de encaje, con sus sobrepellices de finísimo hilo, con sus bonetes de seda, con las prendas multicolores que forman su inmenso vestuario, no pudimos remediar que por nuestra imaginación, siquiera como un relámpago, cruzase la idea de lo pagana y oriental que es la liturgia católica; pero esta especie de mala tentación, en cuanto, descorridas las cortinillas del tabernáculo, a través de las nubes de incienso con que fumigaban el altar, pusieron, con grande pompa, de manifiesto al Santísimo, borróse súbitamente y nos dispusimos con recogimiento a oír la misa mayor. Para que ningún atractivo faltase a los místicos oficios, después de cantada por uno de los diáconos la Epístola, tuvimos sermón. Al provisor de la diócesis en persona, de cuyas cualidades oratorias las gentes con justicia se hacen lenguas, estaba encomendado tal número del programa en la popularísima fiesta religiosa. A su simpática figura reúne este clérigo un metal de voz, según se dice en el habla corriente, no sabemos por qué, preciosísimo; unos ademanes elegantes, dignos de todo encarecimiento; gran facilidad de palabra; arte para construir períodos grandilocuentes; método en la distribución de las ideas; lógica en las argumentaciones. Si el Sr. Provisor de la diócesis de Ávila no tuviera la costumbre de empuñar mientras predica el bonete, del cual parece que hace abanico o balancín; si no se enamorara tanto de algunas frases, y enamorado de ellas no las repitiera con tal asiduidad, ¡oh! entonces de seguro este buen predicador no dejaría nada que desear. Muy joven Y con mucho talento, y con invencibles inclinaciones al estudio, bien puede, sin embargo, la oratoria sagrada cifrar en él grandes esperanzas.

Terminado el sermón, reanudóse la ceremonia; apareció brillante a los ojos de todos el áureo cáliz; tendiéronse sobre el ara los corporales, la palia y los manteles; y tras la ablución de los dedos, siguiendo a la letra las prácticas del ritual romano, el oficiante consagró primero, fraccionó después y, por último, consumió la sagrada hostia, ese diminuto disco que, contemplado por los fieles con los ojos de la fe, parece destellar sobrenaturales resplandores. Por fin, dicho desde el altar con voz solemne el item, misa est, salimos satisfechos del templo, no sólo por haber cumplido en aquel día de fiesta con los preceptos de la Iglesia, sino también por haber recibido, como todos los concurrentes, entre otras bendiciones de rúbrica, la bendición episcopal.

Pues a una de estas misas mayores asistía en su calidad de sochantre el padre Francisco, cuando le avisaron que fuese, a ruegos del maestro de escuela, lo antes posible a la cárcel. Hasta aquel momento nuestro clérigo, colocado delante del facistol sobre cuyos atriles aparecían abiertas las partituras de música sagrada, sustentando en la mano una especie de puntero o batuta con que a veces señalaba las notas y a veces llevaba el compás, aún pudo lucir sus habilidades en el prefacio o sinfonía de la misa, entonando a voz en cuello fragmentos de canto llano o trozos de gregorianas composiciones. Mas desde el minuto en que recibiera este urgentísimo recado no volvió a dar pie con bola. El kirie, el credo, el sanctus, aquellas partes que debían ser cantadas para darle mayor realce y solemnidad a la misa, saliéronle al padre Francisco como nunca detestables. Su impaciencia crecía tanto más, cuanto que por estar el Señor de manifiesto, necesitaba quedarse hasta última hora en el coro para dirigir personalmente el Pange lingua, una de las composiciones más inspiradas que se han escrito en música religiosa. Por una verdadera excepción en él, que si de algo se pagaba era de no perder nunca la serenidad, en su rostro aparecieron marcas indelebles de nerviosa inquietud. Cínico en demasía, pensaba el buen Sochantre sojuzgarse al remordimiento, como en cierta ocasión célebre de su vida en que, tras una agresión brutal digna de cualquier salvaje, se marchó tranquilo a la iglesia, no a confesar el pecado cometido, a decir con grande flema una misa a sus feligreses. Pero tales alardes incomprensibles de sangre fría, por no decir de descaro y sinvergüenza, propios de un idiota o de un beduíno, no le sirvieron a la sazón para nada al padre Francisco, quien acusado a gritos por su conciencia de homicida, al menor movimiento de los circunstantes volvía atrás la cabeza, cual si temiese que fuera alguien allí mismo a delatarle y prenderlo. Por su cerebro pasaban las ideas en confuso torbellino, haciéndole concebir unas veces gratas esperanzas y otras veces sumiéndolo en los abismos de la desesperación. Mucho temía que el recado de D. Vicente fuera una añagaza, un cebo para atraerle sin resistencia a la cárcel, suponiendo descubierto su crimen; pero temía mucho más que Andrés, por torpeza suya aun vivo, recobrara la salud y de nuevo volviera a sus amores con Isabel. Resmugando estos y otros pensamientos por igual ingratos estuvo el Sochantre mientras duró la misa; y cuando, acabada ésta, resonaron con estrépito las campanillas del salterio que giraba sobre su eje con vertiginosa rapidez, y los diáconos quemaron de nuevo incienso ante el altar, y el oficiante guardó, al eco de los himnos litúrgicos, la custodia en el sagrario, y el clero parroquial en masa abandonó el coro, nuestro padre Francisco, recobrada la calma, fuese sin perder tiempo a visitar al maestro de escuela en la cárcel.

En cuanto los cerrojos de la prisión se abrieron y en medio de la oscuridad D. Vicente pudo distinguir al Sochantre, abrazóse a él gritando:

-¿Ha visto usted en su vida desgracia mayor que la mía?

-¿Pero cómo ha sido eso? -interrogó maquinalmente el padre Francisco, que se había quedado hecho una estatua al sentir el frío y la humedad del calabozo.

-¿Cómo quiere usted que haya sido?

Y D. Vicente hizo al Sochantre una lacónica pero detallada reseña de cuanto le acaeciese la noche anterior, terminando su discurso con estas sentenciosas frases:

-Practicar obras de misericordia será muy bueno; mas crea usted que nadie en el mundo puede meterse a redentor, sin resultar por este o por otro camino crucificado.

El padre Francisco sudaba la gota gorda oyendo las justas lamentaciones del preso, y durante algún tiempo ni siquiera se atrevió a pestañear. Argüido por su conciencia, así que la mirada del maestro se posaba en él, un color se le iba y otro se le venía. Llegó a tal extremo algunas veces su turbación, que reinar allí sobre las lobregueces de la noche la claridad del día, el padre Francisco hubiérase visto muy comprometido. Pronto, sin embargo, se rehizo y se dominó, y fue dueño, de todas sus facultades, y pudo seguir preguntando de nuevo a su interlocutor:

-¿Y de qué se le acusa a usted?

-Pues sencillamente, de asesino.

-¿De asesino?

-Como usted lo oye. Y con circunstancias agravantes.

-No creo que la cosa tenga la malicia que usted supone, máxime si, como es natural, puede probarse la coartada.

-Buena coartada nos dé Dios. ¿Y de dónde saco yo los testigos para probar eso?

-Pues cómo, ¿nadie le ha visto a usted a la hora misma en que se supone cometido el crimen?

-Muchos, en verdad, me vieron; pero a buen seguro que abran la boca para confesar mi inocencia.

-¿Están mudos?

-Yalo creo. Y tan mudos. Como que son estatuas.

-No le entiendo a usted.

-Pues no se necesita haber estudiado en Salamanca para entenderme.

El padre Francisco quedóse un momento suspenso y al poco exclamó:

-¡Torpe de mí! Ya caigo. Estaba usted rezando en la iglesia.

-Precisamente. Y aunque Dios desde el cielo y desde sus capillas los santos, a una todos me han visto, no espero que ninguno de ellos concurra a declarar en mi favor ante el tribunal de los hombres. Para mí no hay, créalo usted, señor cura, salvación posible. Las apariencias me condenan, y como, tocado en el corazón, el verdadero culpable no se presente, no tendré más remedio que ir a presidio.

-Tales presentimientos, estoy seguro, son infundados; mas de realizarse y cumplirse, sírvale de consuelo, amigo mío, saber que si en la tierra y entre los hombres suelen sobre los buenos a veces triunfar los malos, en el reino de Dios reciben por igual todos su merecido: Cristo lo dijo, y sus palabras no marran: «Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos».

-Ya comprenderá usted que, dadas mis creencias, en trances tan angustiosos no ha de faltarme la resignación. Si de mi persona únicamente se tratara, cruzárame de brazos y nada hiciese por defenderme. Pero ¿y mi hija? Señor cura, ¿qué va a ser de mi hija? -preguntó con voz ahogada por los sollozos D. Vicente.

A tal luctuosa exclamación, dibujóse en los labios del Sochantre, sin que él mismo pudiera evitarlo, una sonrisa diabólica. En su imaginación había entrevisto la hermosa figura de Isabel rendida a sus plantas. Sin embargo, súbitamente repuso:

-Por su hija no pase usted penas. Ya encontraremos en el pueblo alguna familia que la recoja.

-Pero es el caso que nadie me inspira confianza.

-¿Nadie?

-Nadie, menos usted, a pesar de cuantas calumnias ha divulgado por todas partes la malicia de unos, el poco respeto religioso de otros y la inquina contra el clero de los más.

-¿Y usted desearla que fuese yo el encargado de velar por Isabel mientras durase este anómalo estado de cosas? ¿No es eso? -preguntó sin poderse contener el Sochantre.

-Y desearía algo más: que fuese desde hoy la casa de usted el lugar donde viviera y morara -añadió D. Vicente.

-Pues si esto ha de contribuir a mitigar en parte sus penas y a procurarle a su espíritu alguna tranquilidad, disponga de mí como mejor le plazca.

-Gracias, señor cura, gracias -dijo el maestro de escuela, al mismo tiempo que asía entre las suyas las manos del Sochantre y se las inundaba de besos y de lágrimas.

Terminada esta conferencia, el padre Francisco fuese volando a su casa a disponer lo necesario para recibir en ella dignamente a Isabel. Eran las doce en punto de la mañana y la mesa estaba puesta. Ni las contrariedades pasadas, ni las satisfacciones presentes, habían hecho mella en el estómago del Sochantre, quien comió a dos carrillos los gazpachos valencianos que le sirviera solícita Magdalena, con apetito voraz, o si queréis con ansia de avestruz. Verdaderamente hijo de su padre, del cual se contaba en la aldea haber muerto de un atracón de albaricoques, tras los gazpachos valencianos, que maldito si se parecen en nada a los gazpachos andaluces, muy sanos, muy frescos, muy agradables, pero poco nutritivos, la buena ama de llaves sirvió al señor cura una fritada de pollo con pimientos y tomates al uso de la tierra. El Sochantre, que, entre otras buenas costumbres, tenía la de no hablar mientras manducaba, a fin de no perder bocado, consumidos los postres, dicho el rezo de rúbrica y ya de sobremesa, trabó con su ama la siguiente conversación:

-No quepo en mí de alegría al pensar cuán pronto, como te he dicho, vamos a tener en casa y a nuestro cuidado a Isabel.

-¿Pero cree usted de veras que vendrá?

-¿Quién lo duda? Antes de que anochezca. Así me lo ha prometido su padre.

-¿Sabe usted, señor cura, que pienso una cosa? -dijo reflexionando un instante Magdalena.

-¿Qué? -preguntó lleno de ansiedad el Sochantre.

-Que al fin y al cabo va usted a salirse con la suya.

-Toma, toma, ¿y ahora me vienes con esas? ¿Crees por ventura que iba yo a repartir, como los ciegos, palos a tontas y a locas?

-Ya sé que no es usted de aquellos que suelen dar una en el clavo y cien en la herradura.

-Entonces...

-Pero se me figura, sin haberla tratado, que no es Isabel mujer fácil de rendir.

-Sin embargo, el león nunca es tan fiero como la gente lo pinta. Quítame a mí de encima las sotanas, y verás cuánto tiempo necesito para hacerme dueño del corazón de esa buena moza.

El Sochantre suspendió la conversación el tiempo necesario para tomar un polvo de rapé, hecho lo cual reanudóla con más calor, diciendo:

-¡Malditos hábitos! El que los inventó merecía que lo hubiesen ahorcado.

-No parece sino que las pobres sotanas tienen la culpa de cuanto a usted le sucede.

-Tú lo has dicho. A las sotanas atribuyo justamente mis desventuras.

-¿Va usted ahora a renegar de las prendas que, según mil veces le he oído decir, glorificaron, desde San Vicente de Paul hasta Bossuet, una falange numerosa de virtuosísimos sacerdotes? -observó Magdalena con cierto énfasis, echándoselas de sabihonda.

-Pero tú no sabes contar las cosas nada mas que a medias. En mis expansiones íntimas, cierto, me he hecho lenguas en muchas ocasiones de la caridad del primero y de la sabiduría del segundo de los personajes que citas; pero siempre, siempre renegando, yo por mi parte, bien lo sabes, de esta vestimenta.

-Si su madre de usted se levantara de la sepultura y lo oyese, ¡válgame Dios, qué disgusto tan grande se había de llevar! -dijo Magdalena, acompañando la frase con un ligero movimiento de cabeza.

-¡Mi madre! Aunque ella y no otra persona fue quien me metió por estos andurriales, deja a la pobre que duerma en paz su sueño eterno. Las mujeres sois así, muy dadas a la novedad, y por verme ella desceñido de la ropa de paisano y envuelto en el manteo, se hubiera dejado cortar el dedo índice de la mano derecha.

-Y con qué alegría exclamaba, cuando por primera vez, durante las vacaciones, vino usted al pueblo vestido de cura: «¡Chico, pero qué bien te sientan las sotanas! Estás más guapo... ¿Verdad, Magdalena?» me preguntaba llena de gozo.

-Y no vayas a creer. Tampoco me disgustaban a mí al principio.

¡Ay! Pero luego, luego me parecieron un suplicio. No lo digo, por ganas de decirlo. Sé perfectamente que el hábito no hace al monje, como dice un refrán, pero sé también que por el traje se distingue la posición de los individuos en las sociedades modernas. Doy de barato que a nosotros, los clérigos, se nos obligue a vestir de uniforme, pero siquiera que sea menos incómodo y menos ridículo. Ni al tonto de capirote empeñado en meter a capazos el sol dentro de la iglesia se le ocurre envolvernos dentro de una sotana y de un manteo, que se pegan como lapas a las piernas, impidiendo la marcha; encasquetarnos a la cabeza una especie de tricornio, el cual a cada triquitraque vuela por los aires al más leve soplo; calzar nuestros pies con unos zapatos que para andar por las calles en días de lluvia no tienen precio; y luego, en vía de complemento, afeitarnos la barba y raparnos la cabeza al uso de comediantes y de toreros. Vamos, si te digo que no me explico, sino por una aberración digna de ser estudiada por buenos alienistas, las vocaciones en la juventud a la carrera eclesiástica.

-Vaya, usted dirá lo que quiera, señor cura, pero aunque palurda, yo me precio de conocer algo el mundo, y sé muy bien que ese uniforme, cual ningún otro, conmueve y deslumbra a las gentes.

-¡Ah! Claro, eso sí. Como que indica en quien lo viste un ministerio espiritual sublime.

-¿Y le parece a usted poco eso?

-Vamos me desesperas a lo mejor con tus salidas de pie de banco. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? Yo vestiría con más gusto el pantalón rojo y la levita azul de los militares que la negra sotana que llevo. ¿Sabes por qué? Aparte de lo dicho, por otra razón capitalísima: porque para honrar el uniforme de soldado, sólo hacen falta virtudes humanas, mientras que para honrar el uniforme eclesiástico, se necesita despojarse de todos los sentimientos afectivos, y de buenas a primeras convertirse en momia.

-Pues con todo y con eso, en la ocasión presente bien que le han servido a usted los hábitos.

-¿Los hábitos a mí? No sé para qué.

-¿Cree usted, en verdad, que sin ellos don Vicente le hubiera confiado a su hija? Quien, no conozca a los clérigos, que los compre. Envueltos en su largo manteo, con sus ademanes místicos y su carita de santos, todos ustedes son el mismísimo demonio.

El padre Francisco se echó a reír, viendo el desparpajo que para decir atrocidades tenía su ama, y ésta continuó:

-Sí, ríase usted, ríase usted; mas ya sabe que ésta es la verdad. Cuando se contempla a los curas en el altar mayor, rezando solemnemente la misa o echando a diestro y siniestro bendiciones, o se les oye pronunciar desde el púlpito beatíficos sermones, parecen una cosa; mas parecen otra muy distinta cuando se les trata y se les conoce tan íntimamente como yo, pongo por caso, le trato y le conozco a usted.

-Pchis... -dijo el Sochantre con menosprecio-. Eso consistirá en que, cual no hay ningún hombre grande para su ayuda de cámara, tampoco hay ningún cura bueno para su ama de gobierno.

-Puede que sea eso -exclamó algo picada en su amor propio Magdalena-. Pero la miga de la frase está en que unos y otras conocen al dedillo, de los señores a quienes sirven, todas sus picardías, y se hallan al tanto de todos sus secretos.

La conversación iba poco a poco agriándose, y el padre Francisco, muy previsor, cortóla oportunamente diciendo:

-¿Vamos, después de haber vivido juntos y en paz tanto tiempo, a echarnos ahora los trastos a la cabeza? Disponle una de nuestras mejores habitaciones al huésped que esperamos, y déjate de romances.

- VII -

Con su pañuelo de pita en guisa de turbante arrollado a la cabeza, su faja azul liada a la cintura, el chaleco de felpa desabotonado al cuerpo, la chaqueta al hombro, el pantalón de dril a las piernas, un lío de papeles bajo el brazo y otro lío de chiquillos en su torno, recorre a tambor batiente las calles del pueblo Juan el pregonero. Aunque de él se burlan a su sabor las mujeres porque allí donde todos se afeitan gasta bigotes muy largos y muy retorcidos, no deja su presencia de infundir cierto respeto cuando, por su boca, la autoridad constituida pide con amenazas de apremio al vecindario las contribuciones. Pero de semejante femenil desahogo Juan no hace caso, e impasible, calle abajo va, calle abajo viene, se para en las esquinas, recita, sin añadir ni quitar una coma, el bando que a prevención lleva escrito, y hecha su faena, tan campante como salió de su casa vuelve a entrar en ella, dejando a los mayores que resmuguen las frases por él dichas en avenidas y plazoletas y les saquen la punta, y a los pequeñuelos que al son del plam, plam, plam, rataplam, por doquier le siguen sin soltarlo ni a sol ni a sombra, dejándolos a su vez a la parte afuera con tres palmos de narices.

Estaba que no cabía en el pellejo de satisfacción el tío Félix, viendo cómo las heridas de Andrés por momentos se cicatrizaban y la convalecencia rápidamente venía, sentado a la puerta de su casa, cuando a lo largo de la calle columbraron sus ojos la singular figura de este personaje. No conocía ni una letra del bando que se pregonaba, y a pesar de ello, según iban por la proximidad aclarándose los redobles del tambor, iba en él cierta inquietud y cierta angustia tomando cuerpo. De buena gana hubiera renunciado a conocer las disposiciones de las autoridades locales, mas por lo mismo que las imaginase ingratas, se despertó en el buen viejo mayor curiosidad. Al efecto, no pudiendo reprimirse, desocupó la silla y se adhirió al grupo que formaban en la esquina los vecinos de su calle. Tras un redoble fortísimo, de pronto deja de sonar el tambor; las muchedumbres cierran la boca y abren los oídos, y con las gafas a los ojos, el papel a la cara, los palillos bajo el brazo, el pregonero lee en medio de un silencio sepulcral, sobre un poco más o menos, el siguiente bando: «De orden del señor alcalde, hago saber a los vecinos de esta villa que el domingo próximo, a las ocho de su mañana, se procederá, en el sitio denominado Lonja de la plaza, al sorteo de los mozos que han de cubrir el cupo correspondiente al año actual».

No hay para qué decir cómo recibiría el tío Félix, y con el tío Félix el vecindario en masa, tal notificación. Las madres se deshacían en improperios contra el gobierno que, sin cuidarse para nada de su dolor, disponía a su antojo de sus hijos como si él los hubiera engendrado o parido; las muchachas a hurtadillas suspiraban y mentalmente hacían promesas al santo de su devoción para que, intercediendo por sus novios, les reservase uno de los números más altos en el próximo sorteo; los hombres, menos sensibles pero más prácticos, concertaban unos con otros el medio de librar, por poco dinero, de la quinta a sus hijos; mientras éstos en su lozanía y juventud, decididos a que se cumpliese por negra que fuera su suerte, ponían el grito en el cielo cuando les hablaban sus padres de redimirlos del servicio metálicamente.

Entre murmullos de desagrado como vino, batiendo marcha alejóse el pregonero, y las gentes, cansadas de discutir y comentar el bando, fueron poco a poco desalojando la calle e internándose en sus casas. También el tío Félix se retiró, pero lacio y mustio, como si le hubieran dado una paliza.

Al verlo entrar Andrés en su cuarto, tan alicaído, preguntóle con viveza:

-¿Qué tiene usted, padre? ¿Se encuentra malo?

-No, hijo mío. Gracias a Dios me siento bien, sino que el maldito bando ese me ha destemplado un poco los nervios.

-¿Ha habido un bando?

-Toma, ¿y ahora sales con esas? Pues sin bulla que ha metido el pregonero tocando a generala.

-Sin embargo, yo no he oído nada. Pasé la noche anterior casi toda ella desvelado, y en cuanto usted se marchó me quedé aquí hecho un ceporro. Pero diga usted, ¿qué es lo que anuncia el bando?

-Para nosotros una desgracia inmensa. Que el domingo próximo se celebrará en los bajos de la Lonja el sorteo de quintos.

-¿Y a eso llama usted una desgracia? ¡Ay de otros infelices que sin poder alegar exención ninguna tendrán que ir a servir al rey!

-¿Luego crees que mis sesenta años cumplidos te excusarán de cargar con el fusil?

-¿Quién lo duda?

-Pues ¿cómo entonces a tu amigo Tadeo no le valió que su padre fuera sexagenario?

-¡Miren qué cosa! Porque ya un hermano suyo, aún soltero, se había por la misma circunstancia librado un año antes.

-Ahora me acuerdo. Es verdad.

-¿A qué vienen en tal caso esos abatimientos y esas tristezas que a lo mejor a usted le asaltan?

-Porque temo perderte, hijo mío. ¡Te quiero tanto!

Y diciendo esto, cogió entre sus manos la cabeza de Andrés y le estampó un beso en la frente. A tal caricia correspondió el enfermo sacando los brazos de las sábanas y estrechando en ellos con efusión a su padre.

Al sentir en sus labios el contacto de las carnes de su hijo, el tío Félix varió la conversación de pronto diciendo:

-¿Sabes que no tienes ni pizca de calentura?

-Ya lo sé -contestó sonriendo Andrés-.

Como que, según me ha anunciado el médico, mañana sin falta me levantará los apósitos.

-Pero con ciertas precauciones, ¿eh? No vayas a tener una recaída.

-¡Quiá! No, señor. Me siento con fuerzas hasta para tirar a la barra.

-Has debido sufrir mucho. ¿Verdad, hijo mío?

-Lo que usted no puede imaginarse.

-¡Pobre Andrés! -exclamó el tío Félix suspirando-. Como que la herida que te abrieron fue de las de marca mayor.

-Dígamelo usted a mí, que sentía cuál se me iba por su cisura a borbotones la vida.

-¿Y no pudiste, dimelo con franqueza, reconocer a tu agresor?

-Imposible. Ni que yo tuviera como los gatos el privilegio de ver en la oscuridad.

Quedóse el tío Félix reflexionando un instante y al poco replicó:

-Pues a mí nadie me saca de la cabeza que fue D. Vicente quien, harto de oponer vanas resistencias a los devaneos de su hija, cerró contra ti a puñaladas.

-Usted le tiene tirria a mi antiguo maestro por los aspavientos con que le recibió cuando fue a su casa a pedirle para mí la mano de Isabel, y no puede juzgarle sin pasión; mas yo aseguro que de brazo tan débil no pudieron partir golpes tan recios cual los asestados por el asesino.

-Pues ello es que D. Vicente sigue en la cárcel.

-Injustamente, créame usted.

-Y que el juez, para decretar este arresto, se ha fundado, entre otras, en la declaración de Isabel.

-Pero ¿cómo ha podido ella acusar de asesino a su padre?

-No te alteres, Andrés, no te alteres. Isabel precisamente no ha declarado eso. Pero los vecinos aseguran que dijo al ver a D. Vicente cerca del sitio en donde tú yacías tendido: «Lo ha asesinado». La cosa me parece que está clara como la luz. Porque, vamos a ver, ¿a quién sino a su padre podían referirse estas palabras?

Andrés sudaba el quilo oyendo tal serie de monstruosas coincidencias. Anhelaba saber más, mucho más, y temiendo alguna otra complicación, no se atrevía a preguntar. Por fin el tío Félix sacólo de su incertidumbre diciendo:

-Yo espero, sin embargo, que, con la ayuda de Dios, la justicia deshará el enredo, y si,. como tú afirmas, D. Vicente no es culpable, lo echarán a la calle. Mientras tanto a Isabel, puesta a buen recaudo en casa del padre Francisco, no ha de faltarle nada.

Algo debió contrariar a Andrés esta noticia, pues pretextando que le dolía un poco la cabeza, pidió a su padre que le dejara reposar un rato.

Una semana pasa pronto, sobre todo cuando a su término entrevemos algún desagradable suceso; y la semana precedente al día del sorteo pasó con la velocidad del relámpago. Madrugadora de suyo la gente campesina, en cuanto amaneció Dios el domingo púsose todo el mundo en pie. Frescas como una lechuga y alegres como unas castañuelas, aparecieron so el quicio de las puertas las mozas, con los brazos al desnudo, el porrón de arcilla a la cadera, en la mano la escoba, en la cabeza las flores y en los labios una canción popular llena, como todas las canciones nuestras, de gracia y de sentimiento; y sombrías y tristes y llorosas como las Verónicas, arrebujadas en sus mantillas, viéronse a las madres cruzar el atrio de la iglesia, y se les oyó, puestas de hinojos ante el altar, pedir a la Virgen que intercediera por la suerte de sus hijos. En las rinconadas los rapaces, provistos de escopetas de caña y de gorras de papel, jugaban a los soldados, sin comprender la tristeza que su juego debía despertar en el ánimo de los mayores. Por las calles, reunidos en pandillas, al son de la guitarra, discurrían los quintos postulando. Y mientras en la plazuela atronaba los aires la voz del vendedor encareciendo sus productos, en la Lonja hería los corazones el golpe seco del martillo, manejado diestramente por los carpinteros, quienes, desde el amanecer, se consagraran a erigir un tablado tan siniestro como el de la horca, donde había de decidirse a la suerte del porvenir de muchos individuos.

Por fin el reloj de sol, puesto sobre la fachada de la casa consistorial, señaló las ocho. Seguido de los regidores, el alcalde subió al tablado y ocupó la presidencia. A la derecha de la primera autoridad estaba el secretario del Ayuntamiento, quien debía leer los nombres y apellidos de los mozos sorteables y el número que fueran obteniendo; a la izquierda el pregonero, quien por su parte debía repetir al público en voz alta todo cuanto secretario y alcalde le dijesen. Sobre la mesa, haciendo veces de urna, se alzaban dos cántaros de barro, y junto a los cántaros veíanse dos parvulillos, encargados ambos de sacar boletas y boletines. Las ventanas de los edificios circundantes aparecieron llenas de curiosos. En la plaza, depuro apiñadas las muchedumbres, no cabía ni un alfiler.

Mientras, en cumplimiento de su deber, las autoridades evacuaban las diligencias de rúbrica, un rumor sordo atronó el espacio; pero así que, encarándose con el público, el alguacil gritó a voz en cuello: «Fulano de Tal y Tal, hijo de Zutana y de Mengano», las lenguas enmudecieron al extremo de haberse podido oír durante algunos minutos hasta el vuelo de una mosca. En cambio, pasado el intervalo que mediara entre el nombre del mozo y el número obtenido en el sorteo, si la cifra era alta, deshacíase la multitud en aplausos y aclamaciones, y si la cifra era baja, quedamente, con tristura, todo el mundo lamentaba el caso.

¡Qué cara de Pascuas ponían los padres satisfechos de la suerte de sus hijos! ¡Qué cara de vinagre los padres descorazonados viendo para los suyos extraer de los cántaros una bola negra! ¡Con cuánto entusiasmo echaba el sombrero a los aires, se abría calle por entre la multitud y loco y frenético y radiante de júbilo, más que corriendo, volando iba este mozo a su casa a abrazar a su madre, y decirle que no llorase, pues ya nunca se separaría de su lado! ¡Cuán triste salía de la plaza en cambio aquel por su mala estrella destinado sin apelación a la milicia, y cómo retardaba su vuelta al hogar a fin de evitarle a la mujer que lo llevara en sus entrañas algún dolor! Las novias de los quintos muy recatadas, no podían cual los demás dar salida a sus expansiones íntimas, pero no por eso dejaba de traslucirse en ellas, ora la satisfacción, ora la contrariedad que las poseía, según lo favorable o adversa que para sus amadores se mostrase en tan crítica coyuntura la suerte. Mas en quienes hacía verdaderos estragos el espectáculo del sorteo era en las madres, las cuales, de sensible y tierno corazón, cuando no tenían desventuras propias que llorar, lloraban las desventuras ajenas.

El tío Félix no pudo resistir a la tentación de presenciar por sí mismo la quinta, y paso tras paso, a las ocho en punto, se encaminó a la plaza. Más de la mitad de los mozos se habían sorteado en dos horas largas, sin que pareciese por ninguna parte el nombre de su hijo. Interiormente alegrábase de la tardanza, creyéndolo eliminado de las listas; pero bien pronto se convenció de lo contrario.

Departiendo con un amigo suyo estaba el tío Felix sobre las quintas y comparándolas con los «matrimonios forzados», uno de los juegos más bárbaros de la Edad Media, cuando oyó que desde el tablado requerían y llamaban a Andrés. Pálido, lívido, tembloroso volvió rápidamente la cara, se puso de puntillas, contuvo cuanto le fue posible la respiración y con los ojos espantados y los pelos de punta, contempló cómo extraían del cántaro la bola correspondiente al mozo que acababan de nombrar. Tras una breve pausa el pregonero anunció el número, y al oírlo el tío Félix sintió algo así como que se le venía el cielo encima o como que se le caía a los pies el alma. El caso no era para menos. Andrés había obtenido en el sorteo el número 13.

Al día siguiente de verificadas la quintas, cabizbajo y pensativo, el padre Francisco fue se a la iglesia a rezar su misa y departir un rato con Felipe. Era éste un pobre hombre, quien sin oficio ni beneficio, por ganarse una peseta se había metido a sacristán. Como los santos de las capillas, con los que a fuerza de sacudirles el polvo tuviera gran confianza, ni conocía los vicios, ni sabía lo que eran malas tentaciones, no contando entre los primeros, por supuesto, su invencible inclinación al rapé, ni contando entre las segundas sus aficiones a rebañar los cirios, a bautizar el vino, a sisarles algún que otro ochavo a las ánimas benditas y otras menudencias por el estilo. Pudoroso y casto al extremo de ruborizarse siempre que en el desempeño de sus funciones se veía obligado a dejar las vírgenes en camisa; mas en su castidad, no exento de cuidados paternos, teniendo como tenía una mujer que todos los años le regalaba un cachorro, para Felipe no había más mundo que la sacristía ni más sociedad que su familia.

En paz y en gracia de Dios, resignado con su suerte, hubiera vivido mucho tiempo, si de buenas a primeras no se cuela de rondón la desgracia por la puertas de su casa. Entre sus hijos, uno de ellos, el mayor, había aquel año entrado en quinta y obtenido en junto, el número 24. De no presentar ninguno de los mozos exención, el suyo se libraba, puesto que para cubrir el cupo de soldados correspondiente al pueblo, sólo hacían falta diez y ocho. Pero había entre ellos un paralítico, un ciego, un cojo, un manco, el hijo de una viuda, el hijo de un sexagenario, y si, como era de rigor, la numeración se corría, no le quedaba más remedio al sacristán que ver a su Alejo camino del cuartel, con el chopo acuestas. Devanándose los sesos a fin de encontrarle a este difícil problema una solución estaba Felipe, cuando levantando con estrépito el picaporte, entró en la sacristía el Sochantre.

-Buenos días, padre Francisco -dijo Felipe al verlo.

-Buenos días -contestó sin levantar los ojos del suelo el Sochantre.

-¿Va usted a decir misa en seguida?

-Hombre, en seguida, en seguida, no. Quiero antes descansar un rato.

-Sea enhorabuena- volvió a decir el sacristán.

Ambos se callaron unos instantes, pasados los cuales rompió el silencio el padre Francisco, exclamando:

-¿Y qué tal vamos de quintas, Felipe?

-Mal, señor cura, muy mal.

-¿Pues no ha sacado su hijo de usted el 24?

-Para lo que le sirve, tanto daba que hubiera sido el 1.

-No lo entiendo.

-Figúrese usted que a estas horas van presentados cinco expedientes de exención indiscutibles, y de buena mañana ya han venido a reclamarme una partida de bautismo para presentar otro nuevo. Mi hijo tiene, es verdad, el 24, pero descuente usted esos seis y se queda en el 18, justamente el número de mozos que piden.

-¿Y quiénes son los individuos que así, por arte de birlibirloque, se libran del servicio, haciéndole a su Alejo tan mala obra?- preguntó con mucho interés el Sochantre.

Cuando entre los mozos enumerados por el sacristán oyó el padre Francisco el nombre de Andrés, cerró los puños, apretó los dientes y pronunció con marcado acento de ironía estas palabras:

-¡Valiente tonto será usted si se deja pisotear!

-¿Me resta otra cosa que conformarme con mi suerte?- respondió Felipe.

-Pero hombre de Dios, si tiene usted la sartén por el mango. Retírela hacia un lado si quiere que a su salud nadie se engulla las tajadas.

-Francamente, no comprendo una jota de cuanto usted me dice -exclamó de nuevo el sacristán, que se había quedado al oír esto como quien ve visiones.

-Vaya, pues se lo diré más claro. ¿Usted tiene interés en redimir del servicio militar a su hijo?

-Póngase en mi lugar, señor cura, y lo sabrá. Lo mismo su madre que yo no vemos más que por sus ojos. Conque ayúdeme a sentir.

-Pues si usted quiere, Alejo no será soldado.

-¿Cómo?

-Todo es cuestión de sustituir en el libro de nacimientos, que se encuentra bajo su custodia en los archivos de esta iglesia, una partida de bautismo por otra partida de bautismo. Y aun estoy por decirle que menos, pues si las fechas se prestan, con enmendar los números es bastante.

-¡Cáspita! ¿Pero quién acomete una empresa de tanto arriesgo?

-¿Arriesgo dice? Vamos, no sea usted babieca.

-Y aun prescindiendo de la responsabilidad criminal que pudiese caberme, moralmente considerada la cosa no es muy correcta.

-¡Anda, anda! Pues si nos paráramos en pelillos, no comeríamos nunca tocino.

-Hablemos con franqueza, señor cura -dijo Felipe, quien poco a poco iba cayendo en la cuenta d e que los consejos del Sochantre obedecían a algo-. Usted tiene interés en alejar del pueblo al hijo del tío Félix, ¿no es eso?

-Porque deseo hacer una buena obra conjurando de este modo las furias de su familia contra el pobre maestro de escuela.

-Yo no me meto en averiguar el móvil que le impulsa.

-Pues bien, sí, ésa es mi idea.

-En tal caso obremos de común acuerdo y partamos por igual, si es que las hay, las responsabilidades. Para que usted me ayude a hacer esas raspaduras, esas enmiendas o lo que sea, hoy mismo, de una a dos de la tarde sin falta, le espero aquí.

Ocho días después del sorteo procedíase a la declaración de soldados. Cuantos mozos se creyeron con derecho para ello, presentaron expedientes de exención, algunos de los cuales allí mismo en el acto se aprobaron, mientras otros se remitieron a la Diputación provincial para que, mejor informada, ajustándose a la ley, decidiera. Ni entre unos ni entre otros apareció para nada el expediente de exención de Andrés, y las autoridades lo declararon soldado. Lloró si tuvo que llorar la pobre Isabel cuando le dieron la noticia; se arrancó los pelos de desesperación el tío Félix hasta hacerse sangre; pero al cabo y al fin, como no había otro remedio, ambos se conformaron con su desgracia. Y al declinar una tarde de estío oyóse primero un toque de corneta y se vio después una columna de polvo que a la salida del pueblo levantaba gran pelotón de gentes que se iban. Eran los quintos, quienes con su mochila al hombro y su gorra de cuartel, se despedían quizás para siempre de su tierra, cantándoles a las mozas para consolarlas:

Aunque me ausente cien leguas,
contigo me he de casar
que te quiero con el alma
y no te podré olvidar.

- VIII -

A vida en los pueblos resulta de suyo monótona y triste para quienes, acostumbrados al bullicio de las grandes poblaciones, entre otros atractivos, echan de menos teatros y cafés, paseos e hipódromos, corridas de toros, inauguración de tiendas, bailes públicos, soirées domésticas y una serie interminable más de diversiones, donde a su sabor y a sus anchas se explaya el espíritu. Sin embargo, así que a la modestísima existencia aldeana llega uno a acomodarse, por inclinación natural, se detesta el movimiento excesivo y la rapidez pasmosa en el curso de los hechos reinantes en la ciudad; y por propia conveniencia se prefiere el dulce reposo, la paz octaviana, el goce tranquilo, las suaves emociones asequibles en los villorrios, en las aldehuelas o en los campos.

Cual hace ley en las sociedades la costumbre, hace por su lado la costumbre ley entre los hombres. Por algo asegura un refrán español cómo «al que no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas». Quien, nacido y criado al arrullo de las fuentes que corren desatadas en trenzas por las campiñas; a la sombra de los vegetales que, agitados por el céfiro, murmuran monótonos pero melodiosísimos cánticos; al abrigo de los montes cuyas faldas repercuten y remedan los sonidos y las voces, no habiendo percibido en toda su vida más música sonora que el pío de las alondras al amanecer, el chacharrear de los gorriones en los promedios del día o la serenata del ruiseñor en las altas horas de la noche, ni escuchado otros ruidos estridentes que el golpe seco del azadón sobre el terruño, el chirriar de las carretas atestadas de productos agrícolas, el crujir del látigo o el silbar de la honda; quien, por nacido y criado en el amplio valle o en la encumbrada sierra, desde su niñez se ha hecho a la vida campestre y a sus naturales resonancias, en cuanto a Madrid, por ejemplo, llega, en verdad le parece haber llegado a los senos de una inmensa Babel, donde, como en la Babel antediluviana, reinase la más caótica confusión de lenguas.

Al revés, acontece lo propio a los cortesanos en cuanto por gusto o por necesidad vanse a vivir al campo, cuyo perenne y semisepulcral mutismo confunden con el reinante por los espacios de cualquier vastísimo cementerio. Y sin embargo, los pueblos, aun aquellos más ignorados e insignificantes, ofrecénnos a la continua muchas y muy variadas diversiones. Entre otras, sin ir más lejos, aquí tenéis una, el juego de pelota.

¿No habéis visto un juego de pelota en las regiones meridionales? Nada de trinquetes, nada de cestas. La calle más larga, el brazo al desnudo, la mano liada en el guante de vaqueta, bastan y sobran a los jugadores para lucir sus dotes extraordinarias en este gran ejercicio de habilidad y de fuerza.

Como en los antiguos juegos públicos de Grecia y de Roma se congregaba la muchedumbre en torno de los atletas o de los gladiadores, cuyas proezas una modestísima guirnalda de laurel o de olivo premiaban, en torno de nuestros jugadores de pelota se congrega el pueblo entero, que paga con clamoreos entusiastas y aplausos ruidosísimos, los triunfos alcanzados sobre el adversario, por los más diestros, por los más ágiles y por los más fuertes.

Así, anunciado un partido de pelota, se hace casi cuestión de orden público deshacerlo o desbaratarlo: tanto interés despierta y tal cúmulo de sensaciones ofrece.

Sencillo como todos los primitivos juegos helenos, pero con muchas variantes, al que más afición muestran los pelotaris en las regiones mediterráneas, es al conocido en su jerga con el nombre de sacar. En suma, tiene este juego cincuenta tantos divididos en fracciones que van ganando de quince en quince primero y de diez en diez después, aquellos que logran, sin que se la resten, mandar hasta uno cualquiera de los dos extremos cuatro veces seguidas la pelota. Mas esto acontece con dificultad, pues, por topos que sean los jugadores, siempre hay uno entre ellos lo bastante listo para devolvérsela al contrario, y cuando no en la parte arriba, hacer una raya en la parte abajo de la falta, o sea en el limite menor que han por fuerza de tener al ser sacadas las pelotas cortas. Seguir sin perder ninguna las evoluciones de los jugadores, los botes y rebotes de la pelota, la ansiedad del público, resultaría cosa difícil, y preferimos, ya que varios mozos del pueblo van a comenzar una partida, suplicarle al lector que honre con su presencia el espectáculo.

En ella figuran como adalides contrarios Alejo, libre del servicio militar merced al gatuperio diestramente apañado por su padre, y Valentín, uno de los amigos más íntimos de Andrés, con quien desde que se ausentara sostenía asidua correspondencia.

Cuando los pelotaris ingresaron en la plaza, hallábase todo dispuesto para el juego. Al tercio próximamente del vasto cuadrilongo se había trazado la falta; en uno de los extremos, colocádose dos mesas, algo inclinada la una para los que quisieran sacar de bote, perpendicular la otra para los que quisieran sacar de brazo; los jueces y los chazadores, o sean los individuos encargados de resolver las querellas entre los pelotaris y los encargados de vocear los tantos y señalar las rayas, ocupado sus sitios; la multitud hecho sus apuestas; las ventanas y los balcones llenádose de mujeres, ávidas como los hombres de presenciar el popular espectáculo.

En un dos por tres quitáronse las chaquetas los pelotaris, inspeccionaron con minuciosidad el improvisado trinquete para ver si todo estaba en orden y se dispusieron a comenzar el juego. Por un capricho de la suerte, cúpole a Valentín la ventaja de ser el primero en jugar la pelota, y cogiéndola nervioso, entre sus manos, fuese corriendo al saque a dispararla. Las miradas de los contrarios volviéronse hacia él y al oír cómo gritaba para prevenirlos «juego», contestaron al punto «venga».

La pelota salió de manos de Valentín con el ímpetu que salen las balas del cañón de los fusiles, y dando en la pared de enfrente, volvió rebotada, sin que se la pudieran restar, hasta el sitio mismo de donde había partido. Una salva estrepitosa de aplausos ahogó casi en su garganta la voz de los chazadores que de trecho en trecho iban gritando:

-Quince por nada.

Tales muestras de entusiasmo no envanecieron a Valentín, y recogiendo sin alardeos del suelo la pelota, lanzóla con fuerza por vez segunda a sus contrarios, quienes, más avisados y más diligentes, pudieron cogerla al aire, y tras una brega en que se disputaran palmo a palmo unos a otros el terreno donde había de quedarse, hacer una buena raya.

Mucha confianza en su brazo debía tener Valentín, cuando al ver esto murmuró a la oreja de uno de sus camaradas, lo bastante alto para que el público lo oyese:

-Apuesto doble contra sencillo a que no me vuelven ésta.

Y sin aguardar la contestación, botó la pelota varias veces sobre el tablero de la mesa, dio unos pasos hacia atrás, giró de arriba abajo en medio punto el brazo y la tiró terrera por entre los huecos que dejaran libres sus contrarios, con tal habilidad que éstos no pudieron, ni detenerla en su vertiginosa carrera, ni aprovechar el rebote para restarla.

La muchedumbre se deshizo las manos aplaudiendo y los chazadores pregonaron el estado del juego exclamando:

-Treinta por nada y raya.

Estaba visto, Valentín se llevaba de calle a sus contrarios. Como el primero y el tercero, ganó el cuarto saque y se puso a cuarenta; después, ganando la raya que había en descubierto, cerró el juego en cincuenta tantos. Alejo y sus camaradas bufaron de coraje al ver cómo, ni sacando ni restando, podían competir en agilidad y fuerza con Valentín.

Breve de suyo este juego, no constituye partida uno solo, sino varios en conjunto, y aquí eran seis los convenidos y señalados anticipadamente. Con la fortuna que el primero ganó Valentín el segundo, tercero, cuarto y quinto juego, e iba a comenzar el sexto cuando, picado en su amor propio, Alejo cruzó con él estas palabras:

-Si tanta confianza tienes en ganar la partida, doblemos las apuestas.

-No hay en ello inconveniente, mas con una condición -repuso Valentín.

-¿Cuál? -preguntó Alejo.

-Que has de aceptar por parte mía alguna ventaja.

-¿Quieres, tras de vencerme, humillarme? -observó con retintín el hijo del sacristán.

-En cuanto te enfunfurruñas por cualquier cosa, todo lo echas a barato. Lo que quiero es equilibrar en lo posible nuestras fuerzas.

-¿Y qué ventaja es la que te propones darnos?

-Poca cosa. Todas cuantas rayas hagáis.

-¿Lo has pensado bien?

-Por supuesto.

-¿Y no temes perder?

-¿Quién dijo perder a estas alturas?

-Pues andando se quita el frío.

Y aceptadas las nuevas condiciones del juego, reanudóse el partido.

Del primer voleo, Alejo, a quien le tocaba sacar, coló la pelota en una de las ventanas de la casa de enfrente.

-Vengan de éstas dos o tres más y se acabó la partida -exclamó con sorna Valentín.

-Pues si tanto te place, allá va la repetición -repuso Alejo, ya del todo corrido y quemado.

Y al tomar carrera para darle impulso a la pelota, resbaláronse sus pies y cayó de bruces en el suelo.

Movidos a compasión, algunos espectadores le ayudaron a levantarse, pero movidos a risa, los más se burlaron de él. Para unos, la caída había sido casual; para otros, intencionada. Lo cierto es que Alejo, pretextando haberse descoyuntado un brazo, se negó en redondo a terminar el partido.

La tremolina que armó el público al saber esto fue de las de padre y muy señor mío, y aunque a fin de calmar los ánimos se pagaron a prorrateo las apuestas, si un nuevo incidente de improviso no surge, Alejo y sus compañeros hubieran tenido que sentir.

A punto estaban unos mozos de caer sobre otros mozos y mutuamente molerse a palos las costillas, cuando de tales santas intenciones les distrajeron varios gritos de «socorro» lanzados desde una ventana de la casa del Sochantre. Como alma que lleva el diablo salió escapado Valentín hacia el lugar de la ocurrencia. Una parte del público instintivamente corrió tras él, otra parte le siguió con la vista, pero todos quedaron iguales, pues ni los unos lograron satisfacer su curiosidad, ni prestar los otros el demandado auxilio. Así las puertas como las ventanas de la casa del Sochantre estaban literalmente cerradas. Valentín, quien, vivo de genio, jamás se anduvo en chiquitas, pidió a sus compañeros que lo auparan, hasta tocar con los dedos el borde de la ventana.

Así lo hicieron éstos, y con agilidad digna de cualquier acróbata, en menos que canta un gallo, se encaramó en lo alto. Ya estaba dispuesto a hacer rodar a puñetazos por los suelos las maderas cuando, con gran sorpresa de todos, se abrieron de par en par éstas y apareció debajo de su quicio el Sochantre.

-No es mala manera de entrar en las casas la que tú tienes, perillán -dijo el padre Francisco al ver a Valentín.

-Disimule usted, señor cura, mas al oír las voces de socorro que desde aquí han partido y ver las puertas de la calle cerradas, no se me ha ocurrido otra.

-Pues has perdido el viaje, porque no necesitamos de ti para nada. Gracias a Dios, no ocurre novedad ninguna en casa.

-¿Que no ocurre novedad? ¿Pero y los gritos que todos hemos oído?

-Los ha lanzado Isabel que, nerviosa como una ardilla, y perdone la comparación, se ha asustado, ¿a que no sabéis de qué? -preguntó esforzándose por reír el padre Francisco.

-¿De qué? -exclamaron varias voces.

-De una rata hallada a su paso al entrar en su habitación.

Y la gente aglomerada a la puerta de la casa del señor cura soltó el trapo a reír.

-Ven aquí, Isabel, ven aquí, pues en justo castigo a tus puerilidades y para que no repitas la escena, deseamos todos que por tu propia boca nos cuentes el lance -dijo el padre Francisco con ironía.

Isabel ni siquiera se asomó a la ventana, pero Valentín, que la viera allá en el fondo del cuarto inmóvil, grave, basta llorosa, murmuró entre dientes: «No eres tú hipócrita que digamos. Conque sustos por ratas tenemos, ¿eh? Me escamo».

Al día siguiente escribíale Valentín a Andrés estos renglones: «Si Dios no hace un milagro, presumo que te van a birlar la novia».

Mas a todo esto, preguntarán los lectores, ¿qué había sucedido en casa del Sochantre?

- IX -

Con el pensamiento puesto en Andrés y los ojos en la labor estaba, sin que nada la distrajese, sola en su cuarto, cose que te cose, la hermosa hija del maestro, cuando acertó a entrar en él de rondón, sin pedir ni siquiera por cortesía permiso, el Sochantre. Al verlo Isabel se estremeció de pies a cabeza, y levantando al nivel de los del cura los ojos, dijo con desabrimiento:

¡Jesús! ¡Qué susto me ha dado usted!

-Pues, chica, no eres tú nerviosilla que digamos. Ni que en vez de un hombre vivo fuera yo un ánima en pena -respondió el padre Francisco, un tanto amargado por este frío recibimiento de su pupila.

-Entró usted con tal sigilo que, francamente, al pronto no he podido evitar un estremecimiento de sorpresa.

-No quieras, Isabel, con excusas mal apañadas, justificarte a mis ojos. Si en mil ocasiones he observado lo mismo.

-Y usted lo atribuye sin duda...

-A que mi presencia, si no te horroriza, por lo menos te inspira miedo.

Isabel no se atrevió a objetar palabra, pero se puso, al oír esto, roja como una amapola.

-¿Y por qué es todo ello? A ver -continuó diciendo el Sochantre, sin parar mientes en la turbación de la doncella-. Porque te quiero, porque aun faltando a mis deberes para con la Iglesia, te he levantado un altar en lo más recóndito de mi alma; porque desde el día en que te conocí, ni descanso, ni sosiego, ni vivo, pensando siempre en tu hermosura; porque a pesar de los esfuerzos que he hecho para evadirme a las tentaciones de la carne, estoy, como el diablo a los pies de San Miguel, sojuzgado y rendido a tus plantas. ¿Son éstos, en suma, di, los motivos que tienes para odiarme?

-Es que yo desearía, señor cura, que usted no me quisiera tanto -atrevióse a decir Isabel, sin apartar un punto de la labor los ojos.

-¡Ingrata! -exclamó el padre Francisco suspirando-. ¿Es ése el premio que reservas a mi amor?

Y al proferir estas palabras, el padre Francisco, que había ido poco a poco adelantándose hacia Isabel, le cogió, sin que ella lo pudiera evitar, las manos y se las cubrió de besos.

-Déjeme usted en paz, o grito -dijo toda indignada la aldeana.

-Era lo único que faltaba para coronar la fiesta, el escándalo.

Y como el Sochantre ni a tres tirones soltase las manos de su pupila, ésta le intimó de nuevo diciendo:

-Suélteme usted; suélteme usted, porque me repugna su contacto.

Ni por esas. El cura había hecho presa en su víctima, y primero que soltarla hubiera preferido, como vulgarmente se dice, dejarse los dientes en la tajada.

Comprendiendo entonces Isabel lo inútil e infructuosa que debía resultar una lucha cuerpo a cuerpo, dobló las rodillas en tierra, levantó los ojos al cielo y con voz ahogada por los sollozos se deshizo en súplicas, exclamando:

-¡Por la Virgen Santísima, señor cura, tenga usted compasión!

-¡Compasión! ¿Cuándo la has tenido tú de mí? -repuso con acritud el Sochantre.

-¿Qué quería usted que hiciera para complacerle si, rotos los lazos con este mundo por sus sagradas promesas, nos separa a los dos un abismo?

-¿Qué? Ya lo sabes, concederme tu amor.

-¡Oh! Eso es tan imposible, señor cura, como arrancar del cielo estrellas con los dedos.

-Porque estás enamorada.

-Y porque además conozco cuánto me debo a mí misma.

-¿Y no cederás nunca?

-¿Y lo duda usted? ¡Nunca!

-Me estás desesperando con tus negativas, Isabel.

-Es usted, señor, quien a sí mismo se desespera.

-Que estás en mi poder te advierto.

-Y si me negare en absoluto a complaceros...

-Recurriría a la fuerza.

-¡Digna hazaña para emprendida por un sacerdote!

-¡Qué sacerdote ni qué cuernos! Aquí donde tú me ves, no hay más que un hombre.

-No, padre Francisco, hable usted con propiedad, una fiera.

-Fiera u hombre, lo que te plazca; mas de todos modos, un ser apto para el amor: pues así como no tengo derecho a mutilarme ni atentar contra mi vida, no tengo derecho tampoco a renunciar al amor. ¿Y el voto de castidad? me preguntas. Eso es una verdadera pamema. Que lo testifiquen sino las barraganas de los curas en la Edad Media.

-Pero en suma, ¿qué es lo que usted pretende de mí?

-Ya te lo he repetido una y mil veces.

-¿Que le ame? Imposible. De mi corazón, es dueño absoluto otro hombre.

-No importa.

-He jurado ante la Virgen desposarme con él.

-Tampoco eso importa nada.

-¿Y mi reputación y mi honra?

-En mi calidad de clérigo, yo sé callar como los muertos.

-¿Y mis deberes para con Dios, para con mi familia, para con el mundo?

-¡Oh! No te apures. Tengo, como confesor, potestad para absolverte de todos tus pecados.

-Además de infame, es usted cínico.

-Mira, Isabel, no me insultes, y de grado y sin resistencia apercíbete a ser mía.

-¿Pero no considera usted que es un crimen lo que pretende?

-Nada considero.

-Quien se ofrece, cual usted ha hecho, en holocausto a la religión, no debe jamás volver a la tierra los ojos.

-No me convencen tus observaciones, no me convencen. Yo sé muy bien la imposibilidad material que hay de unirme a ti en santo matrimonio; pero sé a ciencia cierta la posibilidad, en cambio, que hay de poseer, si no tu corazón, porque ése, ya me lo has dicho, pertenece a Andrés, tu hermoso cuerpo, tentación continua de mis sentidos y aliciente principal de mis deseos, Erraste en tus apreciaciones si me has juzgado un santo. La negra sotana que cubre mis carnes, la vida contemplativa que llevo, las rigurosas prácticas del instituto a que pertenezco, en vez de reprimir, avivan con sus privaciones mis eróticos instintos. Pretender amortiguar en mí esta propensión a los goces de la materia, equivale a pretender un cambio súbito en mi temperamento. Quien ha dotado a las fieras selváticas de instintos carniceros, y puéstole a las aves de rapiña sus garras, y a las víboras su veneno, y a la serpiente sus anillos, y a las lagunas sus miasmas ponzoñosos, y a ciertos vegetales sus corrosivos nefastos, y por doquier diluido el germen de la destrucción y de la muerte, ha encendido en mi pecho este volcán de pasiones en que me consumo y abraso. Y no sirve de nada argüir que para sojuzgarse a las tentaciones de la materia ha dotado Dios al hombre de raciocinio. Cuando las pasiones surgen tormentosas en el pecho, el raciocinio resulta más frágil que la barca de un pescador víctima de pavoroso naufragio. En vano intentarás, pues, acriminarme de sensual y torpe, cuando por dementado y loco a fuerza de sentir, no soy responsable de mis actos; y en vano, secos de llorar tus ojos, jadeante de suspirar tu pecho, ronca de pedir auxilio tu garganta, fatigados de zaherirme con improperios, anatemas y maldiciones tus labios, intentarás escudarte en tu virginal pureza y en tu cándida inocencia. En guisa de cruel gavilán, gusto yo, antes que de otra cualquier presa, de la blanca e inocente paloma, sobre cuyos albos plumajes se destacan mejor los vivos matices de la sangre. Venturoso como nadie en la tierra consideraríame de haber obtenido por tu propia voluntad lo que en este minuto supremo has de concederme por fuerza. Pero mis requerimientos amorosos no hallaron en tu corazón ninguna resonancia. A mi amor exaltado y frenético opusiste siempre la más glacial indiferencia, si no el odio más inextinguible; a mis súplicas, el desprecio; a mis lamentos, la burla y la befa. Y tantas contrariedades no me hicieron desmayar, Isabel, en mis propósitos, antes bien resultaron otros tantos estimulantes o aperitivos propios para abrir mis apetitos carnales.

La pobre lugareña, que había oído estupefacta el largo parlamento del Sochantre, comprendiendo lo grave y crítico de su situación, para en el caso de una acometida, púsose en guardia.

-Es inútil que te defiendas, Isabel -exclamó el padre Francisco, al notar este brusco movimiento de su pupila-. Estamos solos. Nadie puede acudir en tu auxilio. Además, el tumulto levantado por los jugadores en la plaza ahogaría tus gritos.

Y como el Sochantre hiciese ademán de sujetar por la cintura a Isabel, ésta lo separó con ambas manos, diciendo:

-Me inspira usted horror.

-Has repetido esa frase tantas veces, que ya me la sé de memoria. Pero tu repugnancia no obsta para que yo pose sobre tu seno virginal mis ardientes labios.

-Es usted el hombre más miserable que se guarece bajo la capa del cielo.

-Tanto peor para ti.

-¿Es ésta la manera que tiene de corresponder a la confianza que en usted ha depositado mi padre?

-¡Bah... bah... bah!... En cuestiones de amor no debe uno, ni pararse en barras, ni andarse en chiquitas.

-Por no tener sentido moral ninguno, usando de la perfidia y de la fuerza con una débil mujer, hasta desconoce usted lo que un hombre honrado se debe a sí mismo.

-Tu destemplanza en el hablar ha ido poco a poco dando al traste con mi paciencia. Ya sé, porque hartas veces me lo has dicho, que no te inspiro amor. Mas eso, créelo, Isabel, eso no es obstáculo a que yo sacie en ti mi deseo. No me ames en buen hora, ya que no pude, como el afortunado Andrés, inspirarte esta pasión; pero ábreme pronto tus brazos, si no quieres que sobre ti ejerza violencia.

-Eso jamás. Yo no he de pertenecer sino al hombre que me haga su esposa.

-Ya veremos si es verdad lo que dices.

-¿Cómo, si me niego?

-¿Cómo? Así.

Y harto ya de porfiar, arrojóse el padre Francisco como un tigre sobre su víctima, resuelto a llevársela, quisiera o no quisiera, a viva fuerza a la alcoba. Breve pero desesperada la lucha, Isabel de seguro sucumbe si en trance tan amargo la Providencia no llega a socorrerla.

Ya estaba a punto de consumar su atentado sacrílego el Sochantre, cuando quizás a impulsos de un pelotazo o quizás a impulsos de una fuerte ráfaga de aire, se abrieron de par en par las ventanas de la habitación.

Isabel, que se consideraba ya perdida, hizo entonces un esfuerzo supremo para desasirse de las manos del cura, y asomándose a la plaza, pidió con toda la fuerza de sus pulmones, a las gentes que bien ajenas a esta escena se divertían, auxilio.

La mutación, ademas de rápida, había sido completa. Ya no era Isabel quien suplicaba; era el Sochantre quien, viendo condensarse sobre su cabeza una borrascosa tempestad, pedía gracia. A fin de ganar tiempo, veloz como el rayo cerró la ventana, y dirigiéndose de nuevo a Isabel, le dijo:

-Has procedido insensatamente, alarmando con tus voces al vecindario. El pueblo acude en tropel a averiguar lo sucedido. Si no asientes a cuanto yo diga para explicarles de alguna manera el lance, a pesar de su inocencia, tu padre irá a presidio. Yo, solo yo puedo salvarle de esta afrenta delatando ante los tribunales de justicia al verdadero culpable.

Al llegar aquí el Sochantre, dio comienzo la breve pero gráfica escena que hemos reproducido en el capítulo anterior.

- X -

Fue objeto de todas las conversaciones en el pueblo durante muchos días tal peripecia, y de ella dedujeron los maliciosos que la honra de Isabel, si no había corrido ya borrasca, estaba por lo menos en un tris. Contribuyeron, en primer término, a divulgar especies tan atroces los propios amigos de Andrés, quienes, reunidos en el zaguán de la botica, se pasaban allí las horas muertas murmurando a roso y belloso de todo bicho viviente. Las trifulcas continuas que el albéitar armaba con su mujer por celos más o menos fundados; el engreimiento que de poco tiempo acá mostraba D. Ceferino, un abogadillo de tres al cuarto a quien el diablo no hubiera tenido por qué desechar; los enjuagues que traían entre manos el síndico y el alcalde para repartirse como pan bendito los fondos depositados en el arca de propios, todas las flaquezas humanas vistas por el lado más grotesco sacábanlas a relucir, y de todas hacían su correspondiente acerba crítica.

En su apego invencible a la murmuración, no dejaban estos vagos de pueblo títere con cabeza. De su lengua viperina salían, destilando por todas partes veneno, anécdotas socarrones, cuentos epigramáticos, pasajes cómicos, historias pornográficas, que el mismo Bocaccio hubiera envidiado.

Pues a este verdadero antro de chismes y de enredos concurría Valentín, deseoso, como cada hijo de vecino, de holgarse y divertirse a costa del prójimo, unos tres meses después de la fecha en que acaecieran las escenas anteriormente narradas. En un extremo de la habitación estaban el boticario y el escribano jugando a las damas, en la trastienda el practicante machacando drogas, recostado sobre el mostrador el médico del pueblo leyendo los periódicos de Madrid, y dándose con el bastón en las canillas, por hacer algo, el secretario del Ayuntamiento. Valentín estaba de mirón, aguardando sin duda a que le dedicaran algún juego terminado en tablas.

Ocupados todos en sus faenas nadie chistaba, y, sin embargo, todos sentían comezón de hablar. Los verdaderos murmuradores son así; jamás inician ellos la conversación. Su prurito consiste en morderse la lengua cuando los demás callan, aunque a las primeras de cambio, quiero decir, hostigados por las gentes, hablen luego hasta por los codos.

1. En una de las jugadas se le fue el santo al cielo al boticario y dejó de comer un peón. Valentín, sin poder contenerse, al mismo tiempo que con el suyo le daba un golpecito en el pie, murmuró por lo bajo:

-Que le van a usted a soplar la dama.

La advertencia no debió sentarle muy bien al boticario, pues encarándose con él todo incomodado, le dijo:

-Hombre, no sea usted posma. Ya me tiene hecho un tablero de damas en la cabeza con sus advertencias de «coma usted», «que le van a hacer un gorrino», «que le van a hacer saltar de la calle de enmedio,,, «que no va usted a poder hacer la forzosa,, «que le van a soplar el peón», «que le van a soplar la dama». Una de dos, o juega usted, o juego yo.

Vaya, hombre, tiene gracia. A quien le van a soplar la dama, si es que no se la han soplado ya, es a su amigo Andrés. Esa sí que corre peligro. ¿Cree usted que soy tan bobalicón que no puedo tenérmelas a tiesas cori el escribano?

Estas frases, dichas con cierto retintín por el boticario, fueron como la voz de alarma dada a los murmuradores para que empezasen a soltar de su garganta sapos y culebras.

-Y es verdad -interrogó el médico, echando a un lado el periódico y adhiriéndose al grupo de los jugadores.-No me acordaba. ¿Qué se sabe de la buena moza de marras?

-Pues se sabe que no se sabe nada -contestó secamente Valentín.

-No sucedería lo mismo si las paredes de casa del Sochantre fueran de cristal -añadió el escribano, al par que movía una de las fichas del tablero.

-No sea usted pécora -replicó el boticario-, y juegue y hable como Dios manda.

-Ya tenemos sobre el tapete la eterna cuestión de siempre. Pero, señor mío, ¿dejarán de ser los clérigos hombres de carne y hueso como nosotros? -observó con gran desenfado el matasanos.

-¡Voto al chápiro verde! Me ha hecho usted perder esta jugada -dijo, llevándose las manos a la cabeza, el boticario.

Luego añadió:

-Ya lo creo que lo son; pero eso no quita para que nosotros los respetemos cual se merecen.

-¡Buenos maulas están los tales curitas para que los respetemos! -volvió a decir el médico.

-Un exceso de malicia en usted le lleva a pensar mal de todo el mundo -observó con sorna Valentín.

-¿Sí? Pues que diga el padre Francisco si miento.

-Y sin el padre Francisco. Valentín mismo, que está presente, si no fuese tan meticuloso, podría industriarnos en algunos secretos de importancia -dijo, interviniendo de nuevo en la conversación, el escribano.

-¿Yo? Yo no sé nada -apresuróse a contestar el aludido.

-Pues lo sabrá el Nuncio -volvió a decir el médico.-Usted, encaramado en la ventana, vio cosas que, vamos, según se murmura, no son para referidas, y si se calla es sólo por respeto y consideración a Andrés.

-¡Bah! Esos son chismes que promueven los desocupados -contestó Valentín.

-Por mucho que usted jure y perjure, no le hemos de creer, entre otros motivos, porque sabemos a ciencia cierta lo que pueden dar de sí los clerizontes. Y a propósito de esto, y para que vean el juicio que me merecen a mí los curas y los frailes, voy, si ustedes me dan su venia, a referirles un cuento.

-Desde luego -exclamaron a una todos.

-Pues empiezo. Era un año de gran sequía en toda esta región. Las mieses doblaban sus espigas, aún no granadas, sobre los tallos; de las vides se caían mustios los pámpanos al suelo; los árboles más frondosos comenzaban a amarillear, todas las plantas a secarse, y la tierra, falta de lluvia, a despedir caliginosas evaporaciones. En tan aflictiva situación, a nuestros campesinos ocurrióseles lo que era lógico que se les ocurriera: sacar en rogativa por las calles la Virgen y en su honor hacer una función de iglesia. La primera parte de este programa no ofrecía ninguna dificultad, pues con solicitar del señor cura permiso, estaba todo arreglado; pero ofrecía dificultad la segunda parte, no habiendo, como no había en el pueblo, un buen predicador. No sé por dónde ni cómo supieron los buenos labradores que en el cercano convento existía un orador sagrado de muchísimo renombre, y pian piano allá se fueron en su busca. Accedió éste, como era natural, a sus deseos, y convenido el día en que se había de celebrar la fiesta, volviéronse a sus casas los labriegos, alegres y satisfechos.

No le aconteció lo mismo al hermano Jacinto, que así se llamaba el predicador, entre otras cosas, porque el plazo era breve y apenas le quedaba tiempo para preparar su arenga. Devanándose los sesos estaba en su celda mi hombre a ver si podía enjaretarla, cuando se coló de rondón en ella el hermano Antonio, un fraile con más conchas que un peregrino, quien ahíto de carne encarecía ahora el ayuno, y como lo viera tan preocupado, le preguntó con interés qué le sucedía. Explicado el caso, el hermano Antonio le dijo:

-¿Quiere usted obtener un éxito verdaderamente ruidoso cuando vaya a predicar a ese pueblo?

-¡No he de quererlo, hombre de Dios! ¿Acaso es otro mi afán?

-Pues diga usted que mañana sin falta lloverá.

-¿Que lloverá mañana? -replicó el hermano Jacinto, asombrado-. ¡Pero si no hay en el cielo señal de lluvia ninguna!

-No le hace. Usted diga que lloverá, y no se meta en más honduras.

-¿Y si no cae gota?

-Cuando yo se lo aseguro, mis razones tendré.

Tras esta conversación los dos monjes se retiraron a descansar a sus respectivas celdas.

Al día siguiente, de buena mañana, el hermano Jacinto, en cumplimiento de lo ofrecido a los labradores, tomó el portante y se vino al pueblo. En el cielo, despejado y sin nubes, lucía su cara de fuego el astro diurno más refulgente que nunca; y el pobre fraile, hablando consigo mismo, todo era preguntarse: «Pues señor, ¿cómo voy yo a decir que va a llover hoy, si no columbro en lo lejos del horizonte ni el más tenue celaje? Ni los insectos se guarecen en las matas, ni las golondrinas remontan su vuelo, ni hay resquicio ninguno por donde yo pueda venir en conocimiento do ese gran chubasco con tanta seguridad predicho por el hermano Antonio. Y que él no ha tratado de hacerme una jugarreta, eso no me cabe duda. De su formalidad, de su honradez, respondería yo con la cabeza».

Haciéndose estas y otras muchas reflexiones, llegó el hermano Jacinto al pueblo. Los labriegos le estaban esperando con el ansia que los justos en el Limbo el santo Advenimiento.

Se hizo inmediatamente la rogativa, y el agua no pareció por ninguna parte; comenzó la misa mayor, y el tiempo seco que seco; pero ocupó la cátedra del Espíritu Santo el hermano Jacinto, y conforme iba adelantando en su sermón, el cielo iba cubriéndose de pardas nubes. El hombre, entusiasmado al ver esto desde una vidriera cercana al púlpito, les dijo ahuecando la voz a sus feligreses: «En castigo a vuestros pecados estaba dispuesto Dios a agostar toda esta feracísima comarca, como en castigo a los pecados de los sodomitas, consumió con fuego del cielo las cinco villas de la Pentápolis. No había en lo humano medio ninguno de aplacar las justas iras del Eterno. Pero os habéis dirigido a la Virgen Santísima, la habéis tomado por intercesora vuestra y a ella deberéis el que pronto, muy pronto se abran las cataratas del cielo y caigan sobre la tierra calcinada por el sol, sobre las plantas ya mustias, ya pálidas, ya secas, torrentes de agua bienhechora. Amados hijos míos, de hoy más vuestro campos, como aquellos en donde estuviera enclavado el Paraíso, serán fértiles y de ellos podréis extraer seguras y abundantes cosechas. Y ahora elevad conmigo los ojos al cielo, hincaos de rodillas ante el altar, y en acción de gracias a esa divina imagen que se yergue majestuosa sobre su peana y en cuyo torno baten sus alas los ángeles Y los serafines, rezad con devoción una salve».

Cuando el hermano Jacinto acabó de predicar su sermón -continuó diciendo el médico-, las gentes, que habían oído algunos truenos desgarrados y visto la luz de algunos relámpagos siniestros, precipitáronse fuera de la iglesia. En aquel instante caía del cielo el agua a cántaros. Atónitos, desconcertados, sin saber lo que les pasaba, ingresaron de nuevo en el templo, subieron como locos al púlpito, cogieron, radiantes de júbilo, por las piernas al fraile y lo llevaron en volandillas hasta la sacristía, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Este hombre es un santo! ¡Milagro, milagro, milagro!»

Así que hubo cesado de llover, cabizbajo y pensativo volvióse el fraile al convento. Por el camino todo era decir: «Pues señor, que ha habido milagro es evidente. Y que yo no he tenido arte ni parte en él, eso es claro como la luz del día. ¿A quién hay que atribuírselo entonces? ¡Oh! No me cabe duda ninguna. Al hermano Antonio, quien, por las trazas, está en olor de santidad».

Bajo tales impresiones, en cuanto llegó al monasterio, lo primero que hizo fue dirigirse a la celda del beatísimo fraile Antonio, y sin pronunciar palabra cogióle las manos y se las inundó de besos.

-¿Pero qué le pasa a usted? ¿Se ha vuelto loco? -dijo el hermano Antonio, quien a tales extremos no salía de su asombro.

-Hágase de nuevas ahora. ¡Como si yo mismo no pudiera dar fe del milagro!

-¿Del milagro? Vamos, cuando yo digo que a usted se le ha aflojado algún tornillo de la cabeza.

-Sí, señor, del milagro operado, por su intervención directa con Dios, en el pueblo donde he ido a predicar.

-¡Ah! Vamos. Ya caigo. ¿Llovió, según le pronostiqué? ¿No es eso?

-¿Que si llovió? Aún no había acabado de decir desde el púlpito que tendrían agua en abundancia, cuando las nubes abrieron de par en par sus compuertas y cayó sobre la tierra un diluvio.

-¿Y usted lo atribuye...

-¡Toma! ¿A qué quiere usted que lo atribuya?

-¿A que yo tengo vara alta en la corte celestial, lo menos? ¡Ja... ja... ja!...

Y el hermano Antonio estuvo a punto de caerse al suelo de risa.

Luego continuó:

-No sea usted cándido en su vida. Antes de encerrarme en estas cuatro paredes, aquí, donde usted me ve, yo la he corrido de lo lindo.

-¡Ave María purísima! -exclamó el hermano Jacinto santiguándose.

-Y en esas correrías, claro -siguió diciendo el fraile Antonio-, he llevado algún que otro trompicón. Pues bien, cuarenta y ocho horas antes de iniciarse una tormenta, siento en todos los huesos de mi cuerpo unos dolores que ni al más pintado se los daría a pasar. Y el pronóstico no marra. Lo tengo experimentado. ¿Dolores dijiste? Pues lluvia segura -dijo terminando su cuento el doctor.

En este instante penetró en la botica una mujer, y dirigiéndose al mostrador, dijo:

-¿No hay quien despache?

-Allá voy -contestóle desde la trastienda el mancebo, que seguía repicando los almireces.

-Que tengo prisa -insistió de nuevo la mujer, viendo que nadie parecía.

-¡Vaya por Dios! Aquí me tiene usted en cuerpo y alma, dispuesto a servirle -profirió el practicante apareciendo en la tienda-. Veamos qué es lo que se le ofrece.

-Poca cosa. Que me dé usted la medicina que expresa este papel.

-¿A ver? Traiga.

Y cogiendo de las manos de la mujer la receta, el practicante leyóla para sí.

Luego añadió:

-O mucho me equivoco, o va a ser imposible.

-¿Imposible? ¿Por qué causa?

-Porque me huele a chamusquina -murmuró entre dientes-. Sin embargo, aguarde un minuto. Lo consultaré con el principal. A poco salió el practicante con el papel en la mano, diciendo:

-Esta receta no puede despacharse porque es clandestina, o para que usted lo entienda mejor, porque no viene autorizada por el médico, y nosotros no queremos cargar con responsabilidades.

-¿Pero es algún veneno? ¡Ay, Jesús, en qué líos la meten a una! Pues mire, así como usted la ve, me la ha entregado el ama de llaves del Sochantre.

-Está bien, está bien -respondió con acritud el mancebo, volviéndole la espalda.

De todo este diálogo pudieron enterarse perfectamente desde el próximo zaguán los contertulios del boticario, y en cuanto la mujer hubo ganado la calle, le faltó tiempo al médico para decir:

-¿Qué tal, señores? ¿Van ustedes al fin descubriendo la tosca hilaza? ¡Ergotina, ergotina!... ¡Malo, malo, malo!

-¿Y para qué sirve eso? -preguntó lleno de ansiedad Valentín.

-Hombre, depende de la dosis en que se suministra -contestó el médico.

-Me refiero concretamente a la fórmula que usted acaba de leer.

-Pues sirve para...

Y el médico le dijo a Valentín una frase al oído.

-¿Qué me cuenta usted? ¿Luego no eran infundadas mis sospechas? ¡Pobre Andrés!

- XI -

Al verse cogido en sus propias redes, el padre Francisco puso el grito en el cielo y sin consideración ninguna la emprendió a denuestos e insultos contra su ama de gobierno, quien al fin, en tan delicado asunto, por una insigne torpeza había metido la pata.

-Necio de mí -le dijo a Magdalena, en cuanto se enteró de las dificultades opuestas por el boticario para despachar la ergotina-, que me he fiado de una mala alcahueta.

Has hecho, bribona, un pan como unas hostias. De esto a darle un cuarto al pregonero para que divulgue por todo el pueblo mi deshonra, ¿hay más que un paso? Permita Dios que te dé un dolor de tripas ahora mismo que te lleve Pateta.

-Poco a poco con los improperios y con las maldiciones, señor cura, que si usted no ha encontrado todavía la horma de su zapato, pudiera ocurrir que la encontrase ahora -contestó, fuera de sí, Magdalena.

-¿Qué? ¿También me amenazas? -interrogó de nuevo el padre Francisco.

-Yo no sé si le amenazo o no; mas le advierto que siguiendo por este camino le va a usted a costar la torta un pan.

-Eso sería bueno si yo no tuviese manos para arrancarte la lengua.

-¿A ver? Pruebe usted a hacerlo, y de un silletazo le rompo lo único que tiene de clérigo, la coronilla.

-Si no mirara que eres una vieja chocha...

-Y usted un pillo de siete suelas, a quien debían escopetear en castigo a todas las malas acciones que ha hecho.

-¡Magdalena! -exclamó el Sochantre apretando los puños.

-Si se me da un ardite que usted se enfurezca. Con lealtad y sumisión de perro le he servido hasta hoy; mas yo le juro que en lo sucesivo no ha de acontecer lo mismo.

-¿Esto más?

-Y lo que vendrá después. Si ha de pagármelas usted todas juntas.

-Ya estás tomando el tole, si no quieres que contigo haga una judiada.

Y como Magdalena continuara erre que erre en sus trece, el padre Francisco, ciego de ira, sin meditar lo que hacia, le soltó un soplamocos.

Aquí fue Troya. Los muebles rodaron por el suelo, los objetos manuables volaron por los aires, y la habitación toda se convirtió en un campo de Agramante.

Restablecida un tanto la calma con la presencia de Isabel, que acudiera en el momento más crítico de la refriega, el padre Francisco comprendió que había hecho una de pópulo bárbaro. Amoratadas como lirios las orejas, rojos como ababoles los carrillos, desgreñado el pelo, hecho jirones el vestido, la faz desencajada, los ojos sanguinolentos, salió Magdalena a la calle en cuanto pudo desasirse de las manos del padre Francisco, quien porfiaba por retenerla a toda costa en su casa. Ni los ruegos de Isabel, que la sacaban de sus casillas, ni las promesas del Sochantre, a quien por el mero hecho de haberle puesto las manos encima odiaba, pudieron contenerla. Y no fue lo peor que abandonara aquella casa donde tantos años había vivido, lo peor fue la resolución extrema que en desquite a sus agravios sin vacilar tomó.

El mismo padre Francisco lo dijo en cuanto, cerrada la puerta de la calle, a solas con Isabel, ésta le objetó exclamando:

-¡Qué escena tan repugnante! Un hombre agarrado a brazo partido con una mujer. Si no lo viera, no lo creyera.

-Sí, tienes razón. Se me subió la sangre a la cabeza y no supe lo que hice. Créeme, Isabel. Conozco a esa arpía más que la madre que la parió. Por vengarse será capaz de todo. Soy hombre al agua; quiero decir, estoy perdido.

Isabel no pudo al pronto darles a aquellas palabras todo el alcance que en sí tenían; pero se lo dio algunas horas después, cuando delatado por Magdalena el padre Francisco, fue puesto a buen recaudo en la cárcel.

No se supo de qué medios se valdría para evadirse de su prisión, mas es lo cierto que pudo conseguirlo a bien poca costa.

Vagaba en aquella sazón por los alrededores del pueblo una partida carlista, y claro, a nuestro hombre le vino de perilla tal favorable circunstancia. ¿Dónde mejor que en las filas del Pretendiente, compuestas en su mayor parte de desalmados, podía el padre Francisco encontrar refugio seguro? Pues en ellas formó y a la cabeza de una de sus facciones se puso en cuanto, rota la clausura, hallóse sano y salvo en el campo.

En persecución de esta verdadera banda de facinerosos iba una columna de tropas regulares a la cual estaba adherido casualmente Andrés. Quizás por amor a la hija del maestro o quizás por odio a Magdalena, de quien a toda costa deseaba vengarse el Sochantre, concibió la idea de entrar con toda su partida una noche en el pueblo, y hacer en él una que fuera sonada. Si no llevó a cabo su propósito fue porque, más avisadas las tropas liberales, le cogieron la delantera. Aunque a regañadientes nuestro clérigo se retiró con su facción a la sierra, pero con ánimo decidido de volver más tarde. Inútil esperanza. A la mañana siguiente eran batidos y dispersos en su totalidad por las tropas leales estos ilusos. Tal encuentro sólo tuvo de particular una cosa, el duelo que sostuvieron desde sus respectivas posiciones dos hombres, tonsurado y machucho el uno, laico y barbilampiño el otro. Parapetados tras las matas, los carlistas hacían sobre el grueso de la columna cada descarga cerrada que temblaba el misterio, y sin embargo, ni Andrés, desde los comienzos de la refriega encaramado en lo alto del monte con peligro seguro de su vida, ni el Sochantre, puesto en cuclillas detrás de un peñasco desde donde podía ver sin ser visto y hacer a mansalva disparos tras disparos, se conmovían. Empeñados ambos en aniquilarse por mano propia, maldito si se curaban de cuanto sucediera en derredor suyo. Ya llevaban hechos varios disparos y ninguno, a pesar de lo fino de su puntería, pudo ni siquiera tocarle al otro el pelo de la ropa. En vano Andrés, aprovechando el instante que empleaba para cargar su trabuco el cura, hizo los imposibles por acercarse a él; y en vano éste procuró con engaños atraerle fuera de la piedra que le servía de barricada. Y el tiempo pasaba, y los soldados a más andar iban posesionándose del monte, y al padre Francisco le urgía terminar de una vez aquel encuentro singularísimo. Por fortuna para él, a Andrés sólo le quedaban en la cartuchera un par de cápsulas y no quería de ningún modo desperdiciarlas. En tal apuro, con arrojo de verdadero héroe se lanza fuera de su escondite, presenta a su enemigo el cuerpo y le dice:

-No quiero que mis compañeros suban y le rematen. Tome usted bien la puntería y dispare; mas por quien soy que si no da en el blanco, esta noche va usted a cenar con Lucifer.

Antes de que Andrés acabara de hablar, el Sochantre disparó su arma contra el indefenso, pero con mala fortuna, pues sólo pudo hacerle saltar en mil pedazos, no el cráneo, cual fuera su deseo, el vistoso kepis de soldado. Con la celeridad del relámpago, Andrés, sin darle tiempo al Sochantre para que huyera, avanzó un paso, se echó el fusil a la cara y le descerrajó un tiro en mitad del corazón. El padre Francisco no pudo ni decir Jesús. Se irguió un momento, estiró los brazos y cayó al fondo de un gran precipicio.