Cerca de un mes llevaba Luis Aguirre de vivir en Gibraltar. Había llegado con el propósito de embarcarse inmediatamente en un buque de la carrera de Oceanía, para ir a ocupar su puesto de cónsul en Australia. Era el primer viaje importante de su vida diplomática. Hasta entonces había prestado servicio en Madrid, en las oficinas del Ministerio, o en ciertos consulados del Sur de Francia, elegantes poblaciones veraniegas donde transcurría la existencia en continua fiesta durante la mitad del año. Hijo de una familia dedicada a la diplomacia por tradición, contaba con buenos valedores. No tenía padres, pero le ayudaban los parientes y el prestigio de un apellido que durante un siglo venía figurando en los archivos del Ministerio de Estado. Cónsul a los veintinueve años, iba a embarcarse con las ilusiones de un colegial que sale a ver el mundo por vez primera, convencido de la insignificancia de los viajes que llevaba realizados hasta entonces.
Gibraltar fue para él la primera aparición de un mundo lejano, incoherente y exótico, mezcla de idiomas y de razas, en cuya busca iba. Dudó, en su primera sorpresa, de que aquel suelo rocoso fuese un pedazo de la península natal avanzando en pleno mar y cobijado por una bandera extraña. Cuando contemplaba desde las laderas del peñón la gran bahía azul, sus montañas de color de rosa, y en ellas las manchas claras de los caseríos de La Línea, San Roque y Algeciras, con la alegre blancura de los pueblos andaluces, convencíase de que estaba aún en España; pero encontraba enorme la diferencia entre las agrupaciones humanas acampadas al borde de esta herradura de tierra llena de agua de mar. Desde la punta avanzada de Tarifa hasta las puertas de Gibraltar, la unidad monótona de raza, el alegre gorjeo del habla andaluza, el ancho sombrero pavero, el mantón envolviendo los bustos femeniles y el aceitoso peinado adornado con flores. En la enorme montaña verdinegra rematada por el pabellón inglés, que cierra la parte oriental de la bahía, una olla hirviente de razas, una confusión de lenguas, un carnaval de trajes: indios, musulmanes, hebreos, ingleses, contrabandistas españoles, soldados de casaca roja, marineros de todos los países, viviendo en la estrechez de las fortificaciones, sometidos a una disciplina militar, viendo abiertas las puertas del aprisco cosmopolita con el cañonazo del amanecer y cerradas al retumbar el cañón de la tarde. Y como marco de este cuadro, bullicioso en su amalgamamiento de colores y gestos, en el término más remoto de la línea del mar, una hilera de cumbres, las alturas de África, las montañas marroquíes, la orilla fronteriza del Estrecho, el más concurrido de los grandes bulevares marítimos, por cuya calzada azul transcurren incesantemente pesados veleros de todas las nacionalidades, de todas las banderas; negros trasatlánticos que cortan el agua en busca de las escalas del Oriente poético, o cruzando el callejón de Suez van a perderse en las inmensidades del Pacífico, moteadas de islas.
Para Aguirre era Gibraltar un fragmento del lejano Oriente que le salía al paso; un puerto de Asia arrancado de su continente y arrastrado por las olas para venir a encallar en la costa de Europa, como muestra de la vida en remotas tierras.
Estaba alojado en un hotel de la calle Real, vía que contornea la montaña, espina de la ciudad a la que afluyen como sutiles raspas los callejones en pendiente ascendente o descendente. Al amanecer despertaba sobresaltado con el cañonazo del alba: un disparo seco, brutal, de pieza moderna, sin el eco retumbante de los cañones antiguos. Temblaban las paredes, cimbreábanse los pisos, palpitaban vidrios y persianas, y a los pocos momentos comenzaba a sonar en la calle un rumor, cada vez más grande, de rebaño apresurado, un arrastre de miles de pies, un susurro de conversaciones en voz baja a lo largo de los edificios cerrados y silenciosos. Eran los jornaleros españoles que llegaban de La Línea para trabajar en el arsenal; los labriegos de San Roque y Algeciras que surtían de verduras y frutas a los vecinos de Gibraltar.
Aún era de noche. En la costa de España tal vez el cielo estaba azul y comenzaba a colorearse el horizonte con la lluvia de oro del glorioso nacimiento del sol. En Gibraltar las neblinas marítimas se condensaban en torno de las cimas del peñón, formando a modo de un paraguas negruzco que cobijaba a la ciudad, manteniéndola en húmeda penumbra, mojando calles y tejados con lluvia impalpable. Los vecinos se desesperaban bajo esta niebla persistente, arrollada a los picos del monte como un gorro fúnebre. Parecía el espíritu de la vieja Inglaterra llegado por encima de los mares para velar sobre su conquista; un jirón de la bruma de Londres que se inmovilizaba insolentemente frente a las tostadas costas de África, en pleno país solar.
Avanzaba la mañana, y la luz esplendorosa y sin trabas en la bahía lograba introducirse al fin entre el caserío amarillo y azul de Gibraltar, descendiendo a lo más hondo de sus calles estrechas, disolviendo la niebla enganchada en el ramaje de la Alameda y las frondosidades de los pinares que se extienden cuesta arriba para enmascarar las fortificaciones de la cumbre, sacando de la penumbra las moles grises de los acorazados surtos en el puerto y los negros lomos de los cañones acostados en las baterías de la ribera, colándose por las lóbregas troneras abiertas en el peñón, bocas de cuevas reveladoras de misteriosas obras de defensa labradas en el corazón de la roca con industria de topo.
Cuando Aguirre bajaba a la puerta del hotel, renunciando a dormir por el estrépito de la calle, ésta se hallaba ya en plena agitación comercial. Gente, mucha gente; el vecindario de toda la ciudad, a más de las tripulaciones y pasajeros de los buques surtos en el puerto. Aguirre se mezclaba en el vaivén de esta población cosmopolita, yendo desde los cuarteles de la Puerta de Mar hasta el palacio del gobernador. Se había hecho inglés, según decía él sonriendo. Con la instintiva facilidad del español para adaptarse a los usos de todo país extraño, imitaba el aire de los gibraltareños que eran de origen británico. Se había comprado una pipa, cubría su cabeza con una gorrilla de viaje, llevaba los pantalones con el bordón doblado y en la mano un junquillo corto. El día que llegó, antes de que cerrase la noche, ya sabían en Gibraltar quién era y adónde iba. Dos días después le saludaban los tenderos a las puertas de sus establecimientos, y los ociosos agrupados en la plazoleta de la Bolsa de Comercio cruzaban con él esas miradas afables con que se acoge al forastero en una ciudad pequeña, donde nadie conserva su secreto.
Avanzaba por el centro de la calle, evitando los ligeros carruajes cubiertos con un toldo de blanca lona. Las tabaquerías ostentaban rótulos multicolores, con figuras que servían de marca a sus productos. En los escaparates amontonábanse como ladrillos los paquetes de tabaco, y lucían su absurda grandeza cigarros monstruosos, infumables, cubiertos de papel de plata, como si fuesen salchichones. Las tiendas de los israelitas mostraban al través de sus puertas, limpias de adornos, las anaquelerías repletas de rollos de seda y terciopelo, o piezas de ricas blondas pendientes del techo. Los bazares indostánicos desbordaban en plena calle sus preciosidades exóticas y multicolores: tapices bordados con divinidades horribles y animales quiméricos; alfombras en las que la flor del loto se adaptaba a las más extrañas combinaciones; kimonos de suaves e indefinibles tintas; tibores de porcelana con monstruos que vomitaban fuego; chales de color de ámbar, sutiles como suspiros tejidos; y en las pequeñas ventanas convertidas en escaparates, todas las chucherías del Extremo Oriente en plata, en marfil o en ébano: elefantes negros de colmillos blancos, Budas panzudos, joyas de filigrana, amuletos misteriosos, dagas cinceladas desde el pomo a la punta. Alternando con todas estas tiendas de un puerto libre que vive del contrabando, confiterías dirigidas por judíos, y cafés y más cafés, unos a la española, con redondas mesas de mármol, choque de fichas de dominó, atmósfera de humo y discusiones a gritos acompañadas de manoteos; otros con un carácter de bar inglés, llenos de parroquianos inmóviles y silenciosos, que se sorben un cocktail tras otro, sin más signo de emoción que el enrojecimiento creciente de la nariz.
Por el centro de la calle discurría, semejante a una mascarada, la variedad de trajes y de tipos que había sorprendido a Aguirre como un espectáculo distinto del de las demás ciudades europeas. Pasaban marroquíes, unos con largo jaique blanco o negro, la capucha calada como si fuesen frailes; otros en calzones bombachos, las piernas al aire, sin más calzado que las sueltas y amarillas babuchas, y la rapada cabeza protegida por el envoltorio del turbante. Eran moros tangerinos que surtían la plaza de gallinas y hortalizas, guardando su capital en las carteras de cuero bordado que pendían junto a sus cinturas fajadas. Los judíos de Marruecos, vestidos a la oriental, con haldas de seda y un solideo eclesiástico, pasaban apoyados en un palo, como si arrastrasen su blanda y tímida obesidad. Los soldados de la guarnición, altos, enjutos, rubios, hacían resonar el suelo con la cadenciosa pesadez de sus zapatos. Unos iban vestidos de kaki, con la sobriedad del soldado en campaña; otros lucían la tradicional casaquilla roja. Los cascos blancos o enfundados de amarillo alternaban con las gorras de plato; los sargentos lucían sobre el pecho la banda escarlata; otros soldados ostentaban, cruzado bajo un sobaco, el delgado junco signo de autoridad. Sobre el cuello de muchas casacas elevábase la desmesurada esbeltez del pescuezo británico, largo, jirafeño, con una aguda protuberancia en su cara anterior. De pronto, todo el fondo de la calle se cubría de blanco: una avalancha de galletas de nieve parecía avanzar con cadencioso vaivén. Eran gorras de marineros. Los acorazados del Mediterráneo soltaban en tierra la gente libre de servicio, y la calle se llenaba de muchachos rubios y afeitados, la blanca tez coloreada por el sol, el busto casi desnudo dentro del cuello azul, los pantalones de ancha boca, semejantes a patas de elefante, moviéndose a ambos lados; mozos de cabeza pequeña y facciones aniñadas, con las manos enormes caídas al extremo de los brazos, como si éstos apenas pudiesen sostener su volumen. Deshacíanse los grupos de la flota, desapareciendo en los callejones en busca de una taberna. El polizonte de blanco casco los seguía con ojos resignados, seguro de tener que luchar con algunos de ellos y pedir «¡favor al rey!» cuando, al sonar el cañón o de la tarde, los condujera borrachos perdidos al acorazado.
Y revueltos con toda esta gente de guerra, pasaban gitanos de faja suelta, larga vara y rostro atezado; gitanas viejas, astrosas, que inquietaban a los tenderos apenas se detenían ante sus puertas, por los misteriosos escondrijos de su mantón y sus zagalejos; judíos de la ciudad, con largas levitas y brillantes sombreros de copa, para solemnizar alguna de sus fiestas; negros procedentes de las posesiones inglesas; indios cobrizos, de caído bigotillo, con pantalones blancos, anchos y cortos, semejantes a delantales; hebreas de Gibraltar, altas, esbeltas, elegantes, vestidas de blanco, con la corrección de las inglesas; hebreas viejas de Marruecos, adiposas, hinchadas, con un pañuelo multicolor ceñido a las sienes; sotanas negras de sacerdotes católicos, levitas cerradas de sacerdotes protestantes, sueltas hopalandas de rabinos venerables, encorvados, barbudos, exuberantes de mugre y sabiduría sagrada… y todo este mundo variadísimo encerrado en la estrechez de una ciudad fortificada, hablando al mismo tiempo diversos idiomas, pasando sin transición, en el curso del diálogo, del inglés a un español pronunciado con fuerte acento andaluz.
Aguirre admiraba el espectáculo movible de la calle Real, la variedad de su concurrencia continuamente renovada. En los grandes bulevares de París, a los seis días de sentarse en el mismo café, conocía a la mayor parte de los que pasaban por la acera. Siempre eran los mismos. En Gibraltar, sin salir de la pequeñez de su calle central, todos los días experimentaba sorpresas. La tierra entera parecía desfilar entre sus dos líneas de casas. De pronto se llenaba la calle de gorros de pelo llevados por gentes rubias, con ojos verdes y nariz aplastada. Era una invasión rusa. Acababa de anclar en el puerto un trasatlántico que llevaba a América este cargamento de carne humana. Se esparcían por toda la calle, llenaban cafés y tiendas, hacían desaparecer bajo su ola invasora el vecindario normal de Gibraltar. A las dos horas volvía a aclararse el gentío y reaparecían los cascos de soldados y polizontes, las gorras marineras, los turbantes y sombreros de moros, judíos y cristianos. El trasatlántico estaba ya en el mar, luego de haber hecho su provisión de carbón; y así iban sucediéndose en el curso del día las invasiones rápidas y ruidosas de gentes de todas las razas del continente en esta ciudad que podía llamarse la portería de Europa, el pasadizo inevitable por el que una parte del mundo se comunica con las Indias orientales y la otra con las occidentales.
Al desaparecer el sol, brillaba la llamarada de un disparo en lo alto del monte, y el estampido del «cañón de la tarde» avisaba a los forasteros faltos de autorización para residir en la ciudad que debían abandonarla. Salía la retreta por las calles, una música militar de pífanos y tambores en torno del gran instrumento nacional amado de los ingleses, el bombo, que golpeaba con ambas manos un atleta sudoroso, arremangado y de fuertes bíceps. Detrás marchaba «San Pedro», un oficial con escolta, llevando las llaves de la ciudad. Gibraltar quedaba incomunicado con el resto del mundo; se cerraban puertas y rastrillos. Replegada en sí misma, entregábase a sus devociones, encontrando en la religión un grato pasatiempo antes de la cena y del sueño. Los hebreos encendían las lámparas de sus sinagogas y cantaban a la gloria de Jehová; los católicos rezaban el rosario en la catedral; del templo protestante, edificado a estilo morisco, cual si fuese una mezquita, salían, como susurro celeste, las voces de las vírgenes acompañadas por el órgano; los musulmanes se reunían en la casa de su cónsul para ganguear interminable y monótona salutación a Alá. En los restoranes de templanza, establecidos por la piedad protestante para curar el vicio de la embriaguez, soldados y marineros sobrios, bebiendo limonada o tazas de té, prorrumpían en himnos orfeónicos a la gloria del Señor de Israel, que en otros tiempos se cuidaba de guiar a los hebreos por el desierto, y ahora guía a la vieja Inglaterra a través de los mares, para que coloque su moral y sus tejidos.
La religión llenaba la existencia de aquellas gentes, hasta el punto de suprimir la nacionalidad. Aguirre sabía que en Gibraltar no era un español: era un católico. T los demás, súbditos ingleses casi todos, apenas se acordaban de esta condición, designándose por el nombre de su creencia.
En los paseos por la calle Real tenía Aguirre un punto de parada: la puerta de un bazar indostánico, regentado por un indio de Madrás llamado Khiamull. En los primeros días de su estancia le había comprado varios regalos para sus primas de Madrid, hijas de un antiguo ministro plenipotenciario que le protegía en la carrera. Desde entonces deteníase a hablar con Khiamull, hombrecito bronceado y verdoso, con un bigote de extensa negrura que se erizaba sobre los labios como los mostachos de una foca. Sus ojos húmedos y dulces, ojos de antílope, de bestia buena, humilde y perseguida, parecían acariciar a Aguirre con una finura de terciopelo. Le hablaba en español, mezclando en sus palabras, dichas con acento andaluz, un sinnúmero de voces raras de lejanos idiomas aprendidos en sus viajes. Había corrido medio mundo por cuenta de la compañía a la que prestaba sus servicios. Hablaba de su vida en El Cabo, de Durbán, de Filipinas, de Malta, con una expresión de cansancio. Unas veces parecía joven; otras se contraía su rostro con un gesto de decrepitud. Los de su raza no parecían tener edad. Recordaba su lejano país del sol con la voz melancólica de un proscrito, su gran río sagrado, las vírgenes indostánicas coronadas de flores, de esbeltas y firmes curvas, mostrando entre la recia chaquetilla de pedrería y las faldas de lino un vientre bronceado de estatua. ¡Ay!… Cuando hubiera juntado lo necesario para volver allá, uniría seguramente su suerte a la de una hembra de rasgados ojos y aliento de rosas apenas salida de la niñez. Mientras tanto, vivía como un faquir ascético en medio de los occidentales, gentes impuras, con las que quería hacer negocios, pero cuyo contacto evitaba. ¡Volver allá!, ¡no morir lejos del río sagrado!… Y al manifestar sus deseos al curioso español que le hacía preguntas sobre las lejanas tierras de luz y misterio, el indio tosía, tosía con un gesto doloroso, obscureciéndose más su rostro como si fuese verde la sangre que circulaba tras el bronce de su epidermis.
Aguirre, algunas veces, cual si despertase de un ensueño, se preguntaba qué hacía en Gibraltar. Desde que llegó con el propósito de embarcarse, habían pasado el Estrecho tres grandes vapores con rumbo a las tierras oceánicas. Y él los había dejado partir, fingiendo ignorar su paso, no acabando nunca de enterarse de las condiciones del viaje, escribiendo a Madrid, a su poderoso tío, cartas en las que hablaba de vagas dolencias que por el momento retardaban su embarque. ¿Por qué?…, ¿por qué?…
Al levantarse de la cama, al día siguiente de su llegada a Gibraltar, Aguirre miró a través de las persianas de su cuarto con la curiosidad de un forastero. El cielo estaba nublado, un cielo de Octubre; pero hacía calor, un calor pegajoso y húmedo que delataba la proximidad de las costas africanas.
En la azotea de una casa vecina vio una construcción extraña, un gran cenador hecho de cañas entrecruzadas y adornado de ramas verdes. En el interior de este frágil edificio, al través de unas cortinas de colorines, entrevió una larga mesa, sillas y una lámpara de forma antigua pendiente del techo… ¡Qué rareza la de aquellas gentes, que, teniendo una casa, vivían sobre el tejado!
Un sirviente del hotel, mientras arreglaba el cuarto, contestó a sus preguntas. Los judíos de Gibraltar estaban de fiesta: la fiesta de las Cabañas, uno de sus más importantes regocijos del año. Era en memoria de la larga peregrinación del pueblo israelita por el desierto. Para conmemorar sus errantes penalidades, los judíos debían comer al aire libre, en una cabaña que recordase las tiendas y chozas de sus remotos abuelos. Los más fanáticos y apegados a los usos antiguos comían de pie, con un báculo en la mano, como si con el último bocado fuesen a reanudar el viaje. Los comerciantes hebreos de la céntrica calle montaban su cabaña en la azotea; los de los barrios míseros establecían su choza en un patio o en un corral, allí donde podían ver un palmo de cielo libre. Los que vivían recluidos en un tugurio por su sórdida pobreza, eran invitados a comer en los sombrajos de los más felices, con la fraternidad de una raza estrechamente solidaria por el odio y la persecución de los enemigos.
Aquella cabaña que veía Aguirre era la de los señores Aboab (padre o hijo), banqueros cambistas que tenían su establecimiento en la misma calle Real, algunas puertas más allá. Y el criado pronunciaba el nombre de Aboab (padre o hijo) con el respeto supersticioso y el odio —todo junto— que inspira al pobre una riqueza tenida por injusta. Todo Gibraltar los conocía, y lo mismo en Tánger, y lo mismo en Rabat y Casablanca. ¿No había el señor oído hablar de ellos? El hijo dirigía los negocios de la casa, pero el padre aún estaba en ella, autorizándolo todo con su presencia venerable de patriarca, con la autoridad de la vejez, infalible y sagrada para las familias hebreas.
—¡Si viese usté ar viejo! —añadió el criado con su charla andaluza—. Unas barbas blancas asín, jasta la mesma panza; y si lo meten en agua caliente, suerta más grasa que hay en un puchero. Casi es tan mugriento como er gran rabino, er que es er obispo de ellos… Pero guita, muchísima. Las onzas de oro a puñaos, las libraj eterlinas a paletás; y si ve usté la covacha que tienen en la caye para su negosio, se que a usté espantao. Una cosina de probe. ¡Paece mentira que se guarden allí tantos posibles!…
Cuando después del almuerzo subió Aguirre al cuarto en busca de su pipa, vio que la cabaña de los Aboab estaba ocupada por toda la familia. En su fondo algo obscuro, le pareció distinguir una cabeza blanca que presidía la mesa, y a ambos lados manos apoyadas en el mantel, faldas y pantalones de personas que mantenían invisible gran parte de su cuerpo.
Dos mujeres salieron a la terraza, dos jóvenes que, luego de mirar un instante al curioso asomado a la ventana del hotel, volvieron su vista a otra parte, como si no reparasen en su presencia. A Aguirre no le parecieron gran cosa las señoritas Aboab, y pensó si la belleza hebrea sería una de tantas mentiras admitidas por la costumbre y consagradas por el tiempo que se aceptan sin previo examen. Tenían grandes ojos de hermosura bovina, ojos húmedos y rasgados, pero con el aditamento de unas cejas pobladas y salientes, negras y unidas, como barras de tinta. Sus narices eran pesadas y una obesidad naciente comenzaba a anegar en grasa su esbeltez juvenil.
A continuación salió otra mujer, indudablemente la madre: dama de adiposidades desbordantes que se cimbreaban al moverse, también de ojos hermosos, pero afeados por las rudas cejas. La nariz, el labio inferior y las carnosidades del cuello pendían flácidamente, cumplida ya la madurez fatal que comenzaba a indicarse en las hijas. Las tres eran de una palidez amarillenta, el mal color de las razas orientales. Sus labios gruesos, ligeramente azulados, denunciaban algo de africano ingerido en su origen asiático.
—¡Hola!, ¡hola! —murmuró Aguirre a impulsos de la sorpresa.
Una cuarta mujer había salido a la terraza, de las profundidades de la cabaña. Debía ser inglesa; el español estaba seguro de ello: una inglesa morena, con el pelo de azulada negrura y el cuerpo de gimnástica esbeltez y graciosos movimientos. Alguna criolla de las colonias, un cruzamiento de beldad oriental y guerrero británico.
Miró sin cortedad hacia la ventana del hotel, examinando al español con una fijeza de muchacho atrevido, sosteniendo impávida el choque de sus ojos. Luego giró sobre sus talones como si iniciase un paso de baile, volviendo la espalda al curioso, y se apoyó en los hombros de las otras dos jóvenes, empujándolas, complaciéndose, entre grandes risotadas, en manejar su perezosa obesidad con sus brazos de efebo vigoroso.
Cuando volvieron todas ellas al interior de la cabaña, Aguirre abandonó su observatorio, cada vez más convencido de la exactitud de su observación. Decididamente, no era judía. Y para convencerse, habló en la puerta del hotel al administrador de éste, que conocía a todo Gibraltar. A las pocas palabras, este hombre adivinó de quién hablaba Aguirre.
—Ésa es Luna… Lunita Benamor, la nieta del viejo Aboab. ¡Qué muchacha!, ¿eh? ¡Lo mejor de Gibraltar! ¡Y rica! El que menos, la echa cien mil duros de dote.
¡Judía!…, ¡era judía! Desde entonces, Aguirre comenzó a encontrar con frecuencia a Luna en la estrechez de una ciudad donde las gentes no podían moverse sin tropezarse. La vio en la azotea de su casa, la encontró en la calle Real entrando en el despacho de su abuelo, la siguió, unas veces en las inmediaciones de la Puerta de Mar, otras en el extremo opuesto de la ciudad, cerca de la Alameda. Casi siempre iba sola, como todas las muchachas de Gibraltar, educadas con arreglo a las costumbres inglesas. Además, la pequeña ciudad era a modo de una casa común, en la que todos se conocen y donde la mujer no corre peligro alguno.
Al encontrarse. Aguirre con ella, cruzaban las miradas fríamente, pero con la expresión de personas que se han visto muchas veces. El cónsul aún sentía su primer asombro de español influenciado por prejuicios seculares. ¡Una judía! Jamás la hubiese creído de esta raza. En su exterior correcto y elegante de señorita inglesa, no había más revelación de exotismo que una marcada tendencia a los trajes de seda de colores vivos, especialmente el color de fresa, y a las joyas vistosas. Con la suntuosidad de una yanqui que no repara en horas, salía de buena mañana, llevando sobre el pecho un grueso collar de perlas y en las orejas dos enormes brillantes. Un sombrero grande de ricas plumas traídas de Londres ocultaba el casco de ébano de sus cabellos.
Aguirre tenía amigos en Gibraltar, desocupados a los que había conocido en los cafés, jóvenes israelitas obsequiosos y corteses que acogían con una simpatía ancestral a aquel funcionario de «Castilla» haciéndole preguntas sobre los asuntos de España como si ésta fuese un país remoto.
Al pasar ante ellos Luna Benamor, en sus correrías continuas por la calle Real sin más objeto que entretener el tiempo, hablaban de ella con respeto. «Más de cien mil duros». Todos conocían la dote. Y hacían saber al cónsul la existencia de cierto israelita que era el prometido de la joven. Estaba en América para completar su fortuna. Era rico; pero un hebreo debe trabajar, aumentando la herencia de sus padres. Las familias se habían comprometido a esta unión sin consultarles apenas, cuando ella tenía doce años y él era ya un hombre, maleado por continuos cambios de residencia y aventuras de viaje. Luna esperaba hacía diez años que volviese su prometido de Buenos Aires, sin impaciencia alguna, segura de que todo ocurriría regularmente cuando llegase la hora, como esperaban otras jóvenes de su raza.
—Estas hebreas —decía un amigo de Aguirre— nunca tienen prisa. Están acostumbradas a esperar. Ven a sus padres que hace miles de años aguardan al Mesías sin cansarse.
Una mañana, cuando, acabada la fiesta de las Cabañas, la población hebraica volvió a su vida normal, Aguirre entró en el establecimiento de los Aboab con pretexto de cambiar una cantidad en moneda inglesa. Era un rectángulo sin más luz que la de la puerta, con los muros pintados de cal y un zócalo de azulejos blancos. Un mostradorcillo partía la tienda, dejando al público cerca de la puerta y reservando el resto a los dueños y a una gran caja de hierro. Junto a la entrada, un cepillo de madera con inscripciones hebraicas se ofrecía a los donativos de los fíeles para las obras filantrópicas de la comunidad. Los hebreos, en sus negocios con la casa, depositaban allí los céntimos sobrantes de sus cuentas.
Detrás del mostrador vio a los Aboab, padre e hijo. El patriarca, Samuel Aboab, era viejísimo y de pastosa corpulencia. Sentado en una silla de brazos, su vientre, duro y suelto al mismo tiempo, se había remontado sobre el pecho. Llevaba afeitado el labio superior, algo hundido por la falta de dentadura, y la barba patriarcal, brillante y un tanto amarillenta en sus raíces, descendía en vedijas serpenteadas, con una majestad profética. La vejez daba a su voz un temblor de llanto y a sus ojos una ternura lacrimosa. La menor emoción le hacía llorar; todas las palabras parecían remover en su memoria emocionantes recuerdos. Sus ojos soltaban lágrimas y lágrimas, hasta cuando permanecía silencioso, como si fueran fuentes por donde se escapaba el dolor de todo un pueblo perseguido y maldito al través de siglos y siglos.
Su hijo Zabulón era ya viejo, pero una negrura vigorosa retardábase en él, dándole un aspecto de ruda juventud. Negros los ojos dulzones y humildes, pero con un destello, de vez en cuando, revelador de un alma fanática, de una fe dura como la del antiguo populacho de Jerusalén, siempre pronto a apedrear o crucificar a los nuevos profetas; negra y dura la barba de Macabeo guerreador; negras las pasas de su cabellera acaracolada, que parecía una gorra de astrakán. Zabulón figuraba como uno de los miembros más activos y respetados de la comunidad israelita, individuo indispensable de todas las obras benéficas, ruidoso cantor en la sinagoga, gran amigo del rabino, al que llamaba «nuestro jefe espiritual», asiduo asistente a todas las casas donde agonizaba un correligionario, para acompañar con sus cánticos los hipos del moribundo y lavar luego el cadáver con una profusión de agua que descendía en arroyo hasta la calle. Los sábados y los días de fiesta extraordinaria, Zabulón salía de su casa camino de la sinagoga, solemnemente enlevitado y enguantado, con sombrero de copa y una escolta de tres correligionarios pobres que vivían de las migajas de su negocio e iban no menos adornados y solemnes que su protector.
—¡Atención a la maniobra! —decían los chuscos de la calle Real—. ¡Apartarse, que viene un acorazado de cuatro chimeneas!
Y las cuatro chimeneas de seda bien peinada pasaban entre los grupos, con rumbo a la sinagoga, volviéndose a un lado y a otro para enterarse de si algún mal hebreo se quedaba en la calle sin asistir al templo, para contárselo luego al «jefe espiritual».
Aguirre, que se extrañaba de la pobreza de aquel establecimiento semejante a una cocina, se extrañó aún más de la facilidad con que rodaba el dinero sobre el estrecho mostrador. Deshacíanse los cartuchos de piezas de plata, pasando rápidamente por las velludas y contadoras manos de Zabulón; cantaban las libras al chocar contra la madera, con el alegre tintineo del oro; los billetes de Banco, doblados como cuadernos sin coser, lucían un momento antes de ocultarse en la caja de colores de su nacionalidad: la blancura monótona y sencilla del papel inglés, el suave azulado del Banco de Francia, la amalgama verdosa y rojiza del de España. Todos los judíos de Gibraltar Tenían allí, con la misma solidaridad comercial que les impelía a no comprar nada que no fuese del establecimiento de un compañero de raza, y Zabulón, él solo, sin ayuda de dependientes, sin permitir que su padre, venerable fetiche de la fortuna de la familia, abandonase su asiento, dirigía esta danza del dinero, conduciéndolo de las manos del público a las profundidades del arca de hierro, o haciéndole salir para esparcirlo con cierta tristeza sobre el mostrador. El ridículo tabuco parecía engrandecerse y hermosearse con los nombres sonoros que salían de labios del banquero y sus clientes. (Londres, París, Viena)… En todas partes tenía la casa Aboab sus corresponsales. Su nombre y su influencia no sólo se extendían a las famosas metrópolis, sino a todos los humildes rincones donde existiese uno de su raza. Rabat, Casablanca, Larache, Tafilete, Fez, eran poblaciones africanas adonde sólo podían llegar los grandes Bancos de Europa por mediación de estos auxiliares de nombre casi famoso que vivían míseramente.
Zabulón, al cambiar el dinero de Aguirre, le saludó como si fuese una persona amiga. En aquella ciudad se conocían todos a las veinticuatro horas.
El viejo Aboab se incorporó en el asiento, avanzando sus ojos tiernos con cierta extrañeza al no reconocer a este parroquiano entre el público habitual de clientes, siempre los mismos.
—Es el cónsul, padre —dijo Zabulón, sin levantar la vista del dinero que contaba, adivinando el movimiento del viejo a sus espaldas—. El cónsul español que vive en el hotel, frente a nuestra casa.
El patriarca pareció conmoverse y se llevó la mano al sombrero con humilde cortesía.
—¡Ah, el cónsul! ¡El señor cónsul! —dijo con voz de niño, marcando el título para hacer constar su inmenso respeto a todas las potestades de la tierra—. Muy honrados por su visita, señor cónsul.
Y creyendo que debía a su visitante nuevas palabras de halago, añadió con suspiros de lloriqueo, dando a sus frases una concisión telegráfica:
—¡Ah, España! ¡Tierra bonita, tierra fina, tierra de señores!… Mis antiguos fueron de allá, de un lugar que llaman Espinosa de los Monteros.
Temblaba su voz, angustiada por los recuerdos, y luego, como si descendiese en su memoria hasta tiempos recientes, añadió:
—¡Ah, Castelar!… Castelar amigo de hebreos y los defendió. ¡De los judeos, como dicen allá!
Su flujo de lágrimas, mal contenido hasta entonces, no pudo retenerse más tiempo, y rodó con este recuerdo de gratitud fuera de los ojos, inundando la barba.
—¡España! ¡Tierra bonita! —suspiraba enternecido el viejo.
Y hacía memoria de todo lo que en el pasado de su raza y su familia había unido a los suyos con aquel país. Un Aboab había sido gran tesorero del rey de Castilla; otro, que fue milagroso médico, gozaba de la amistad de obispos y cardenales. Los hebreos de España y Portugal habían sido grandes personajes, la aristocracia de la raza. Esparcidos ahora por Marruecos y Turquía, evitaban el trato con el populacho israelita, grosero y miserable, de Rusia y Alemania. Todavía en la sinagoga recitaban ciertas oraciones en antiguo castellano, y los hebreos de Londres las repetían de memoria, sin conocer su origen ni su sentido, como si fuesen plegarias en un idioma de sagrado misterio. Él mismo, al hacer su oración en la sinagoga por el rey de Inglaterra, deseándole mucha salud y bienes, como la hacían los hebreos de todo el mundo por el monarca del país que habitaban, añadía mentalmente una súplica al Señor por la suerte de la hermosa España.
Zabulón, a pesar de su respeto, le interrumpió con rudeza, como a un niño imprudente. Brillaba en sus ojos la dura expresión de apedreador fervoroso.
—Padre, acuérdese de lo que nos hicieron; de cómo nos arrojaron… de lo que nos robaron; de nuestros hermanos que fueron quemados vivos.
—Es verdad, es verdad —gimió el patriarca soltando nuevas lágrimas en un gran pañuelo con el que se restregaba los ojos—. Es verdad… Pero en la tierra bonita queda algo nuestro. Los huesos de nuestros antiguos.
Cuando se fue Aguirre, el viejo le despidió con grandes extremos de cortesía. Allí estaban él y su hijo para servir al señor cónsul. Y el cónsul volvió casi todas las mañanas a charlar con el patriarca, mientras Zabulón atendía a los clientes y contaba dinero.
Samuel Aboab hablaba de España con lacrimosa delectación, como de un país de maravillas cuya entrada guardaban lóbregos enemigos con espadas de fuego. ¿Se acordaban allá de los judeos? Y a pesar de las advertencias de Aguirre, no quería reconocer que en España ya no les llamaban con este nombre. Le pesaba morir sin haber visto antes Espinosa de los Monteros: una hermosa ciudad indudablemente. Tal vez guardaban en ella memoria de los ilustres Aboab.
El español le incitaba sonriendo a emprender el viaje. ¿Por qué no iba allá?…
«¡Ir! ¡Ir a España!…». El anciano encogíase con un gesto de caracol medroso ante la idea de este viaje.
—Hay leyes aún contra los pobres judeos. Está la pragmática de los Reyes Católicos. ¡Cuando la quiten!… ¡Cuando nos llamen!
Aguirre reía de su miedo. ¡Bah!, ¡los Reyes Católicos! ¡Lo que «pintaban» ahora!… ¿Quién podía acordarse de estos buenos señores?
Pero el viejo insistía en su miedo. Habían sufrido mucho; el temor de la expulsión estaba aún en sus huesos y en su sangre, después de cuatro siglos. En verano, cuando los calores les obligaban a salir del tórrido peñón y la familia Aboab alquilaba una casita a la orilla del mar, en territorio español, más allá de La Línea, el patriarca vivía inquieto, como si percibiese misteriosos peligros en el suelo que pisaba. ¿Quién podía saber lo que ocurriría durante la noche? ¿Quién podía darle la seguridad de que no despertaría entre cadenas para ser conducido a un puerto como una bestia? Así habían acabado sus antepasados españoles, teniendo que refugiarse en Marruecos, de donde una rama de la familia se trasladó a Gibraltar al apoderarse los ingleses de la plaza.
Aguirre se burlaba dulcemente de los pueriles temores del viejo, y entonces intervenía Zabulón con su autoridad sombríamente enérgica.
—Mi padre dice bien: no iremos nunca, no podemos ir. En España vuelven siempre las cosas antiguas: lo viejo se convierte en nuevo. No hay seguridad; manda demasiado la mujer y se mete en lo que no entiende.
¡La mujer! Zabulón hablaba con desprecio de las hembras. Había que tratarlas como lo hacían los hebreos. Las enseñaban nada más que la religión necesaria para poder seguir los ritos. Su presencia en la sinagoga no era forzosa en muchos actos. Hasta cuando asistían, las confinaban en lo alto de una galería, como espectadores de ínfimo rango. No; la religión era negocio de los hombres, y los países donde la mujer interviene en ella no pueden ofrecer seguridad.
Luego, el áspero israelita hablaba con entusiasmo del «hombre más grande del mundo», el barón de Rothschild, señor de reyes y gobiernos —cuidando de no olvidar la baronía cada vez que pronunciaba su nombre—, y acababa por enumerar los grandes centros de israelismo, cada vez más grandes y numerosos.
—Estamos en todas partes —decía guiñando un ojo maliciosamente—. Ahora nos extendemos por América. Los gobiernos cambian, los pueblos se deshacen a la larga, pero nosotros siempre somos los mismos. Para algo esperamos un Mesías. Alguien vendrá.
Estando Aguirre en la mísera banca por las mañanas, fue presentado a las dos hijas de Zabulón, Sol y Estrella, y a su esposa Thamar. Otra mañana, Aguirre experimentó un temblor de emoción al oír detrás de él un roce de sedas y ver que se obscurecía la luz de la puerta con el bulto de una persona adivinada por sus nervios. Era Luna que entraba para dar un encargo a su tío, con el interés que toda hebrea siente por los negocios de su casa. EL viejo la cogió las manos por encima del mostrador, acariciándoselas temblorosamente.
—Es mi nieta, señor cónsul; mi nieta Luna. Su padre murió, mi hija murió también, ella se vino de Marruecos. La pobre no tiene quien la ame como su abuelo.
Y el patriarca rompió a llorar, conmovido por sus propias palabras.
Aguirre salió de la tienda con una alegría de triunfo. Se habían hablado: ya se conocían. Así que la viese sola en la calle, se pegaría a ella, aprovechando la libertad de unas benditas costumbres que parecían hechas para los enamorados.
Ninguno de los dos pudo darse cuenta de cómo nació la amistosa confianza, luego de varios encuentros ordinarios, y cuál fue la primera palabra que reveló el misterio de sus pensamientos.
Se veían por las mañanas, al asomarse Aguirre a la ventana de su cuarto. Había terminado la fiesta de las Cabañas, desmontando los Aboab el religioso sombrajo; pero Luna seguía subiendo a la azotea con diversos pretextos, para cambiar con el español una mirada, una sonrisa, un gesto de saludo. No se hablaban en estas alturas por miedo a los vecinos, pero luego se encontraban en la calle, y Luis, tras un grave saludo, se unía a la joven, marchando juntos como dos camaradas, lo mismo que otras parejas que encontraban al paso. Todos se conocían en aquella ciudad. Únicamente así podían distinguirse los matrimonios de los simples amigos.
Luna entraba en las tiendas para hacer preguntas por encargo de los Aboab, como una buena hebrea que se interesa por los negocios de la familia. Otras veces vagaba sin objeto por la calle Real, o se aventuraba hasta el paseo de la Alameda, llevando a su lado a Aguirre, al que explicaba las cosas de la ciudad. En mitad de estos paseos, deteníanse en la tienda del banquero cambista para saludar al patriarca, que sonreía infantilmente contemplando a la pareja juvenil y hermosa.
—Señor cónsul, señor cónsul —decía Samuel—, hoy he traído de mi casa los papeles de la familia para que usted los lea. Todos no: hay muchos, ¡muchos! Los Aboab somos muy antiguos; quiero que el señor cónsul vea que somos judeos de España y aún guardamos memoria de la tierra bonita.
Y sacaba de bajo del mostrador varios rollos de pergamino llenos de caracteres hebreos. Eran cartas matrimoniales, actas de enlace de los Aboab con distintas familias de la comunión israelita. En la cabecera de todos estos documentos figuraba a un lado el escudo de Inglaterra y al otro el de España, en vivos colores y filetes de oro.
—Somos ingleses —decía el patriarca—. Que el Señor guarde y dé mucha felicidad a nuestro rey; pero somos españoles por nuestra historia: castellanos, eso es… castellanos.
Escogía entre los pergaminos uno más blanco y fresco, e inclinaba sobre él su barba ondulada y blanca, sus ojos lacrimosos.
—Éste es el casamiento de Benamor con mi pobre hija; el de los padres de Lunita. Usted no puede entenderlo, está en caracteres hebreos; pero el lenguaje es castellano, castellano del rancio, del que hablaban nuestros antiguos.
Y leía con voz infantil, lentamente, como si se deleitase en el arcaísmo de las palabras, los términos del contrato que unía a los contrayentes «La usanza de Castélla la Viexa». Luego enumeraba las condiciones del matrimonio, las penas en que podía incurrir cada uno de los cónyuges, caso de disolverse la unión por su culpa.
—«Pagará —mascullaba el patriarca—, pagará… tantos pesos fuertes». ¿Aún hay pesos fuertes en Castilla, señor cónsul?…
Luna, en sus conversaciones con Aguirre, mostraba un interés igual al de su abuelo por la tierra bonita, la tierra lejana, remota, misteriosa, a pesar de que comenzaba a pocos pasos, en las mismas puertas de Gibraltar. Ella sólo conocía un pueblecito de pescadores, más allá de La Línea, al que había ido de veraneo con su familia.
—¡Cádiz! ¡Sevilla! ¡Qué hermoso debe ser eso!… Yo me las imagino: las he contemplado muchas veces en sueños, y creo que si alguna vez voy a verlas no me causarán sorpresa… ¡Sevilla! Diga usted, don Luis, ¿es verdad que los novios hablan por la reja? ¿Es cierto que a las señoritas les hacen serenata con la guitarra y les echan la capa a los pies para que la pisen? ¿Y no es mentira que los hombres se matan por ellas?… ¡Qué bonito! No me diga usted que no. ¡Si eso es de lo más hermoso!…
Luego repasaba en su memoria todos los recuerdos del país de maravillas, del país de leyenda, en el que habían vivido sus antepasados. Cuando ella era niña, la abuela, la compañera de Samuel Aboab, adormecíala por las noches relatando con voz misteriosa «sucedidos» prodigiosos que siempre tenían por escenario la noble Castilla y comenzaban lo mismo: «Dicen y dicen que era un rey de Toledo, enamorado de una hebrea hermosa y pulida llamada Raquel…».
¡Toledo!… Al lanzar este nombre, Luna entornaba los ojos con una vaguedad de ensueño. ¡La capital española de Israel! ¡La segunda Jerusalén! Allí habían vivido sus nobles ascendientes, el tesorero del rey y el médico de todas las grandezas.
—Usted habrá visto Toledo, don Luis; usted habrá estado en él. ¡Qué envidia le tengo!… Muy hermoso, ¿no es cierto? ¡Grande!, ¡enorme!… ¿Cómo Londres?… ¿Cómo París? De seguro que no… Pero mucho más grande que Madrid sí que lo será ciertamente.
Y arrastrada por el entusiasmo de sus ilusiones, olvidaba toda discreción, haciendo preguntas a Luis sobre su pasado. Indudablemente, él era noble: lo revelaba su aspecto. Desde el primer día que le había visto, al conocer su nombre y su nacionalidad, adivinó que era de alto origen. Un hidalgo, como ella se había imaginado a todos los hombres de España, teniendo algo de hebreo en el rostro y en los ojos; pero más arrogante que los de su raza, más fiero, con un aire de altivez incapaz de soportar humillaciones y servidumbres. Tal vez tendría para las grandes fiestas un uniforme, un traje de bellos colores, bordado de oro… y una espada, ¡una espada!
Brillaban sus ojos de admiración ante el hidalgo del caballeresco país, vestido vulgarmente, como un tendero de Gibraltar, pero que podía transformarse en insecto esplendoroso, de brillantes tintas, armado de un aguijón mortal. Y Aguirre mantenía sus ilusiones contestando afirmativamente, con una simplicidad de héroe. Sí; tenía un traje de oro: el de cónsul. Tenía una espada: la del uniforme, que no había desenvainado nunca.
Una mañana de sol emprendieron los dos, insensiblemente, su camino hacia la Alameda. Ella hacía preguntas ansiosamente, con una curiosidad indiscreta, sobre el pasado de Aguirre, como ocurre siempre entre personas que se sienten atraídas por un afecto naciente. ¿Dónde había nacido? ¿Cómo había pasado su niñez? ¿Había amado muchas mujeres?…
Pasaron bajo los arcos de una antigua puerta, del tiempo de los españoles, que aún conserva las águilas y escudos de la dinastía austríaca. En el antiguo foso, convertido en jardín, un grupo de tumbas: las de los marinos ingleses muertos en Trafalgar. Siguieron una avenida, en la cual los árboles alternaban con montones de viejas bombas y proyectiles cónicos, enrojecidos por la herrumbre. Más abajo, los grandes cañones tendían sus gargantas hacia los acorazados grises del puerto militar y la extensa bahía, por cuya llanura azul, temblona de oro, resbalaban las manchas blancas de algunos veleros.
En la gran explanada de la Alameda, al pie del monte cubierto de pinos y casitas, grupos de muchachos con las piernas desnudas corrían coceantes en torno del inquieto balón. A aquella hora, como a todas las del día, la enorme pelota del juego nacional saltaba en paseos, campos y patios de cuarteles. Un concierto de gritos y patadas, tanto civiles como militares, elevábase en el espacio a la gloria de la fuerte e higiénica Inglaterra.
Subieron una gran escalinata para sentarse después en umbrosa plazoleta, junto al monumento de un héroe británico, defensor de Gibraltar, rodeado de morteros y cañones. Luna, paseando su mirada por la extensión azul que se veía al través de la columnata de los árboles, habló al fin de su pasado.
Su niñez había sido triste. Nacida en Rabat, donde el hebreo Benamor se dedicaba a la exportación de tapices marroquíes, su vida había transcurrido monótona, sin otra emoción que la del peligro. Los europeos de este puerto africano eran gentes ordinarias, llegadas para hacer fortuna. Los moros odiaban al judío. Las familias ricas hebreas tenían que aislarse, viviendo entre ellas, nutriéndose socialmente de su propia substancia, sosteniéndose a la defensiva en un país falto de leyes. Las jóvenes judías se educaban exquisitamente, con esa facilidad de su raza para adoptar todo progreso. Asombraban a los viajeros recién llegados a Rabat con sus sombreros y trajes iguales a los de París y Londres; tocaban el piano, hablaban varios idiomas, y sin embargo, en ciertas noches de insomnio y pavor, sus padres las vestían de hediondos andrajos, las enmascaraban, pintando su cara y sus manos con ceniza y hollín mojados, esforzándose por hacerlas feas y repugnantes, para que no fuesen sus hijas y pareciesen esclavas. Eran noches en que se temía una sublevación de la morisma, una invasión de las kabilas vecinas, excitadas en su fanatismo por la penetración europea. El marroquí incendiaba las casas de los judíos, robaba sus tesoros, caía como bestia furiosa sobre las hembras blancas infieles, decapitándolas con infernal sadismo luego de horribles ultrajes. ¡Ay, aquellas noches de la infancia, en que dormitaba de pie, vestida de mendiga, sin que pudiera servirla de protección la inocencia de sus pocos años!… Tal vez por estos sustos había estado muy enferma, enferma de muerte, y a ello debía su nombre de Luna.
—Al nacer yo me llamaron Horabuena, y una hermana menor recibió el nombre de Asibuena. Después de una temporada de alarmas y de una invasión de marroquíes, en la que nos quemaron la casa y creímos morir, mi hermana y yo caímos enfermas de fiebres. Asibuena murió; yo pude salvarme.
Y describía a Luis, que la escuchaba con asombro, los incidentes de esta vida exótica y anormal, todas las angustias sufridas por su madre en la pobre casa donde se habían refugiado. La hija de Aboab gritaba de dolor y se mesaba los abundosos y negros cabellos ante la cama donde permanecía la niña sumida en el sopor de la fiebre. Su pobre Horabuena iba a morir.
—¡Ay, mi hija! ¡Mi Horabuena pulida, diamante fino, nido de consolación!… ¡Ya no comerás la buena gallina!, ¡ya no te pondrás los sábados los lindos escarpines y tu madre no reirá de orgullo cuando te vea el rabino tan garrida y bella!…
Movíase la pobre mujer en la estancia a la luz de una lámpara mortecina. Adivinaba en las sombras la presencia de un enemigo invisible, el odiado Huerco, el demonio con nombre castellano, que llega a su hora para llevarse las criaturas humanas a las tinieblas de la muerte. Había que batirse con el Maligno, engañar al Huerco, feroz y torpe a la vez, como lo habían engañado muchas veces sus abuelas.
Contenía sus lágrimas y suspiros, serenaba su voz, y tendiéndose en el suelo, hablaba tranquilamente, con acento dulzón, como si recibiese una visita de importancia:
—Huerco, ¿a qué vienes?… ¿Buscas a Horabuena? Horabuena no está; se ha ido para siempre. Quien está aquí es… Luna, Lunita bella, Lunita fina. ¡Márchate, Huerco, márchate! Aquí no está la que buscas.
Serenábase por algún tiempo; pero de pronto, el miedo la hacía hablar de nuevo con el importuno y lóbrego huésped. ¡Ya estaba allí otra vez! Adivinaba su presencia.
—¡Huerco, que te equivocas! Horabuena se fue; búscala en otro sitio. Aquí sólo está Luna, Lunita pulida, Lunita preciosa.
Y tanta fue la insistencia, que al fin acabó por engañar al Huerco con su voz suplicante y humilde. Bien es verdad que para dar certeza al engaño, al día siguiente, en una fiesta de la sinagoga, se cambió el nombre de Horabuena por el de Luna.
Aguirre escuchaba estas revelaciones con el mismo interés que si leyese una novela de un país exótico y remoto que nunca había de ver.
Fue en aquella mañana cuando el cónsul soltó la proposición que hacía días guardaba en su pensamiento, sin atreverse a exponerla. ¿Por qué no quererse? ¿Por qué no ser novios? El encuentro de los dos tenía algo de providencial: no debían desaprovechar la suerte de haberse conocido. ¡Conocerse!, ¡encontrarse siendo de tan distintas tierras y diversas razas!…
Luna protestó, pero su protesta fue risueña. ¡Qué locura! Novios, ¿para qué? No podían casarse: eran de diferentes creencias. Además, él había de irse. Pero Aguirre la atajó con resolución.
—No razone usted, cierre los ojos. En amor no debe haber reflexión. El buen sentido y las conveniencias quedan para las gentes que no aman. Diga usted «sí», que después el tiempo y nuestra buena fortuna lo arreglarán todo.
Luna reía, encontrando graciosos el gesto grave de Aguirre y la vehemencia de sus palabras.
—¿Novios a la española?… Crea usted que me tienta. Usted se irá y me olvidará, como indudablemente ha olvidado a otras; yo me quedaré conservando su recuerdo. Bien; nos veremos todos los días y hablaremos de nuestras cosas. Aquí no son posibles serenatas, ni puede usted echarme la capa a los pies sin que le tengan por loco. Pero no importa. Seremos novios: quiero ver qué es eso.
Reía al hablar, con los ojos entornados, lo mismo que una niña a la que proponen un juego gracioso. De pronto abrió los párpados desmesuradamente, como si un recuerdo olvidado resucitase en ella con presión angustiosa. Estaba pálida. Aguirre adivinó lo que intentaba decir. Iba a hablarle de sus compromisos anteriores, de aquel prometido hebreo que estaba en América y podía volver. Pero tras breve indecisión, ella volvió a su primera actitud, sin romper el silencio. Luis se lo agradeció. Quería ocultar su pasado, como lo hacen todas las mujeres en el primer momento de amor.
—Conforme: seremos novios. A ver, cónsul, dígame usted cosas lindas, de las que dicen ustedes en España cuando llegan a la reja.
Aquella mañana volvió Luna a su casa con algún retraso, a la hora del lunch. La familia la esperaba impaciente. Zabulón miró a su sobrina con ojos duros. Las primas Sol y Estrella aludieron al español en tono de broma. Al patriarca se le humedecieron los ojos hablando de Castilla y de su cónsul.
Mientras tanto, deteníase éste a la puerta del bazar indostánico para hablar unas palabras con Khiamull. Sentía la necesidad de comunicar a alguien su alegría desbordante. El indio estaba más verde que otras veces. Tosía con frecuencia, y su sonrisa de bebé bronceado era una mueca dolorosa.
—Khiamull, ¡viva el amor! Créeme a mí, que sé mucho de la vida. Tú estás malucho y cualquier día te mueres, sin ver el río sagrado de tu tierra. Lo que tú necesitas es una compañera, una muchacha de Gibraltar… o mejor de La Línea; una medio gitana, con mantón, claveles en el moño y buenos andares. ¿Digo mal, Khiamull?…
El indio sonrió con cierto desprecio, moviendo la cabeza. No; cada uno con los suyos. Él era de su raza, y vivía aislado voluntariamente en medio de los blancos. Nada puede el hombre con las simpatías y repulsiones de la sangre. Brahma, que era el resumen de la divina sabiduría, separó a las criaturas en castas.
—¡Pero hombre!… ¡amigo Khiamull! Me parece que una muchacha de las que yo te digo no tiene nada de despreciable…
El indio volvió a sonreír de su ignorancia. Cada raza tiene sus gustos y su olfato. A Aguirre, que era bueno, se atrevía él a revelarle un terrible secreto. ¿Veía a los blancos, a los europeos, tan satisfechos de su limpieza y sus baños?… Todos eran impuros, de una hediondez natural que no podrían borrar. El hijo del país del loto y del barro sagrado tenía que hacer un esfuerzo para soportar su contacto… Todos olían a carne cruda.
La tarde era de invierno, el cielo encapotado, la luz gris; pero no hacía frío. Luna y el español marchaban a paso lento por el camino que conduce a Punta de Europa, el extremo más avanzado de la península de Gibraltar. Habían dejado atrás la Alameda y las riberas del Arsenal, pasando por entre frondosos jardines, rojizas «villas» habitadas por oficiales de mar y tierra, enormes hospitales, semejantes a pueblos, y cuarteles que parecían conventos, con múltiples galerías en las que correteaban enjambres de niños o lavaban sus ropas y vajillas las mujeres de los soldados, animosas peregrinas del mundo, tan pronto de guarnición en la India como en el Canadá. El cielo nebuloso ocultaba la costa de África, dando al Estrecho la apariencia de un mar sin límites. Frente a la enamorada pareja extendíanse las aguas obscuras de la bahía, y el promontorio de Tarifa marcaba débilmente su contorno negro en la bruma, como un rinoceronte fabuloso llevando sobre su hocico, a guisa de cuerno, la avanzada torre del faro. Por entre las nubes cenicientas escapábase un tímido rayo de sol, un triángulo de luz brumosa, semejante al chorro luminoso de una linterna mágica, que trazaba una gran mancha de oro mortecino en la verdinegra superficie del mar. En medio de este redondel de luz anémica flotaba, como un cisne moribundo, la pincelada blanca de un buque velero.
Los dos jóvenes apenas se daban cuenta de lo que les rodeaba. Caminaban sumidos en ese egoísmo amoroso que concentra la vida entera en la mirada, o en el contacto ligero de los cuerpos que se encuentran y se rozan al mover los pies. De toda la Naturaleza, sólo existía para ellos la luz apagada de la tarde, que les permitía verse, y la brisa un poco cálida, que, susurrando entre los cactos y las palmas, parecía servir de musical acompañamiento a sus palabras.
El oído derecho les zumbaba con un ruido lejano: el del mar batiendo las rocas. Por el izquierdo deslizábase una placidez pastoril, la calma rumorosa de los pinares, cortada sólo de trecho en trecho por el rodar de las carretas que, seguidas de un pelotón de soldados arremangados y en cuerpo de camisa, avanzaban por los caminos del monte.
Se contemplaban los dos con ojos acariciadores, sonreían con el automatismo del amor, pero realmente estaban tristes, con esa tristeza dulce que constituye una nueva voluptuosidad. Luna, influida por el positivismo de su raza, miraba al porvenir, mientras Aguirre se contentaba con el momento presente, no queriendo saber cuál sería el final de estos amores. ¡A qué entristecerse imaginando obstáculos!…
—Yo no soy como tú, Luna. Yo tengo confianza en nuestra suerte. Nos casaremos, correremos el mundo. A ti no te asusta esto. Acuérdate de cómo te conocí. Era la fiesta de las Cabañas; comías casi de pie, como esos húngaros que ruedan por el mundo y con el último bocado reanudan el viaje. Tú eres de un pueblo que vivió errante y que aun hoy rueda por toda la tierra. Yo llegué a tiempo. Partiremos juntos; yo también, por mi carrera, soy un vagabundo. ¡Juntos siempre! En todas las tierras podemos ser felices, sean como sean. Llevaremos con nosotros la primavera, la alegría de la vida, queriéndonos mucho.
Luna, halagada por la vehemencia de estas palabras, contraía sin embargo su rostro con un gesto triste.
—¡Chiquillo! —murmuraba con su acento andaluz—. ¡Qué mentiras tan dulces… consulito mío! Pero mentiras al fin. ¿Cómo vamos a casarnos? ¿Cómo puede arreglarse eso?… ¿Vas tú a hacerte de mi religión?
Aguirre se detuvo a impulso de la sorpresa y miró a Luna con ojos asombrados.
—¡Hombre! ¿Hacerme yo judío?…
Él no era un modelo de entusiasmo piadoso. Había pasado su vida sin preocuparse gran cosa de la religión. Sabía que en el mundo existen muchas creencias, pero indudablemente, para él, las personas decentes de todo el mundo eran católicas. Además, su poderoso tío le había recomendada no bromear sobre estas mentiras, so pena de perjudicarse en la carrera.
—No; no veo la necesidad de eso… Pero debe haber algún medio para arreglar la dificultad. Yo no sé cuál es, pero indudablemente lo hay. En París he visto señores muy distinguidos casados con mujeres de tu raza. Esto debe arreglarse: yo te digo que se arreglará… ¡Una idea! Mañana mismo, si quieres, voy a ver al gran rabino, al «jefe espiritual», como tú dices. Parece un buen señor: lo he visto varias veces en la calle; un pozo de ciencia, según dicen los tuyos. ¡Lástima que vaya tan sucio, oliendo a rancia santidad!… No hagas ese gesto. ¡Si la cosa no tiene importancia! Eso con un poco de lejía se arregla… Vaya, no te enfades. ¡Si ese buen señor me es de lo más simpático, con sus barbillas de chivo blanco y su vocecita que parece venir del otro mundo!… Te digo que voy a verlo y le digo: «Señor rabino: Luna y yo nos adoramos y queremos casarnos, no como lo hacen los hebreos, por contrato y con derecho a arrepentirse, sino por toda la vida, por los siglos de los siglos. Átenos usted del cuello a los pies, y que no haya en la tierra ni en el cielo quien pueda separarnos. Yo no puedo cambiar de religión porque sería una bajeza, pero le juro a usted que, con todo mi cristianismo, Luna estará más atendida, más popada, más adorada que si yo fuese Matusalén, el rey David, el profeta Abacuc o cualquiera de los otros gachés que hacen papel en las Santas Escrituras».
—¡Calla, cuitado! —interrumpió la hebrea con ansiedad supersticiosa, llevando una mano a su boca para impedirle que siguiese hablando—. ¡Cierra tus labios, pecador!
—Bueno, me callo; pero que conste que esto se arregla sea como sea. ¿Crees tú posible que alguien nos separe después de unos amores tan serios… tan largos?
—¡Tan largos! —repitió Luna como un eco, dando a sus palabras grave expresión.
Aguirre, en su silencio, parecía entregado a un cálculo dificilísimo.
—¡Lo menos un mes! —dijo al fin, como admirado de la grandeza del tiempo transcurrido.
—Un mes, no —protestó Luna—. ¡Más, mucho más!
Él volvió a reflexionar.
—Es cierto: más de un mes. Treinta y ocho días con hoy… ¡Y viéndonos todos los días! ¡Y queriéndonos cada vez más!…
Los dos caminaron en silencio, con la vista baja, como abrumados por la enorme edad de su amor. ¡Treinta y ocho días!… Aguirre recordó una carta de su tío que había recibido en la tarde anterior, rebosante de extrañeza e indignación. Dos meses llevaba en Gibraltar sin embarcarse. ¿Qué enfermedad era aquélla? Si no quería ir a ocupar su puesto, debía regresar a Madrid. Y lo inestable de su actual estado, la necesidad de solucionar esta pasión que poco a poco se había apoderado de él, apareció de pronto en su pensamiento con una urgencia angustiosa.
Luna seguía caminando, con la vista baja, moviendo los dedos de una mano como si contase.
—Sí, eso es. Treinta y ocho…, ¡justos! Parece imposible que hayas podido quererme tanto tiempo. ¡A mí!, ¡una vieja!
Y ante la mirada de asombro de Aguirre, añadió con melancolía:
—Ya lo sabes; no lo oculto… Veintidós años. Muchas de mi raza se casan a los catorce.
Su resignación era sincera; una resignación de hembra oriental habituada a ver sólo la juventud en el comprimido capullo de la pubertad.
—Muchas veces no me explico cómo puedes quererme. ¡Me siento tan orgullosa de ti!… Mis primas, por mortificarme, quieren encontrarte defectos y no pueden…, ¡no pueden! El otro día pasaste ante mi casa cuando yo estaba tras las persianas con Miriam, la que fue mi nodriza: una hebrea de Marruecos, de las que llevan pañuelo y bata. «Mira, Miriam, ese buen mozo, que es de nuestra comunidad». Y Miriam movió la cabeza. «¿Hebreo?… Mentira. Va muy erguido, pisa fuerte, y los nuestros caminan blandamente, con las piernas dobladas, como si fuesen a arrodillarse. Tiene dientes de lobo y ojos como puñales. No baja la cabeza ni la vista». Y así eres: Miriam no se engañaba. Te veo distinto a todos los hombres de mi sangre. No es que no sean valientes; los hay fuertes como los Macabeos: Massena, un compañero de Napoleón, era de los nuestros; pero el primer movimiento de todos ellos, antes de que los domine la cólera, es de encogimiento, de sumisión. ¡Nos han perseguido tanto!… Vosotros os habéis criado de otro modo.
Luego, la joven pareció arrepentirse de sus palabras. Era una mala hebrea: apenas tenía fe en sus creencias y en su raza; sólo iba a la sinagoga en el ayuno negro y otras fiestas inevitables.
—Yo creo que te he esperado siempre. Ahora me convenzo de que te conocía mucho antes de haberte visto. Cuando te encontré por primera vez, el día de las Cabañas, sentí que algo grave y decisivo pasaba sobre mi vida. Cuando supe quién eras, fui tu esclava y aguardé con ansiedad tu primera palabra.
¡Ah, España!… Ella era como el viejo Aboab: su pensamiento había volado muchas veces hacia la tierra hermosa de sus antepasados, envuelta en el misterio. Unas veces se acordaba de ella para odiarla, como se odia a la persona amada por sus traiciones y sus crueldades, sin dejar de quererla.
Otras, recordaba con deleite los cuentos oídos a su abuela, las canciones con que la había adormecido de niña, todas las leyendas de la vieja tierra castellana, lugar de tesoros, de encantamientos y amoríos, sólo comparable al Bagdad de los árabes, a la ciudad prodigiosa de Las mil y una noches. En los días de fiesta, cuando los hebreos permanecían recluidos en sus casas al calor de la familia, la vieja Aboab, o Miriam, la nodriza, la habían obsequiado muchas veces con antiguos romances a la usanza de Castella la Viexa, cuyo recuerdo se transmitía de generación en generación: historias de amores entre cristianos arrogantes, caballerescos, y hebreas hermosas, de blanca tez, ojos rasgados y gruesas trenzas de ébano, como las santas beldades de las Escrituras.
Cantaban aún en su memoria fragmentos sueltos de estas historias del pasado, que habían hecho estremecer su infancia soñadora. Ella quería ser Thamar; había aguardado años y años al mancebo garrido, valeroso y arrogante como Judas Macabeo, el Cid de los hebreos, el león de Judá, el león de los leones, y sus esperanzas se cumplían, y el héroe se presentaba a su tiempo, viniendo de la tierra misteriosa, con su paso de conquistador, su cabeza altiva, sus ojos de puñal, como decía Miriam. ¡Qué orgullo para ella! E instintivamente, como si temiera que se desvaneciese esta aparición, pasaba un brazo por otro de Aguirre, apoyándose en él con acariciadora humildad.
Habían llegado a la Punta de Europa, al faro avanzado del promontorio. En una explanada rodeada de edificios militares, un grupo de mocetones rubios, con la cara rojiza, el pantalón de kaki sostenido por tirantes de cuero y los bíceps al descubierto, coceaban y braceaban en torno de una pelota enorme. Eran soldados. Cesaron en su juego un instante, para dejar paso libre a la pareja. No hubo ni una mirada para Luna de esta juventud fuerte y casta, fríamente asexual por la fatiga física y el culto del músculo.
Al doblar el promontorio continuaron su paseo por la cara oriental del Peñón, la parte despoblada, donde venían a estrellarse las tempestades y el furioso viento Levante. Por este lado no había más fortificaciones que las de la cumbre, casi ocultas por las nubes que viniendo del mar tropezaban con el obstáculo gigantesco de las rocas, remontándose hacia sus picos como si los asaltasen.
El camino, cortado en la áspera ladera, serpenteaba entre jardines salvajes de una exuberancia africana. Las chumberas extendían, como verdes tapias, sus apretadas filas de palas llenas de púas; las pitas abríanse como manojo de bayonetas de una tonalidad negruzca o de rojo asalmonado; los viejos agaves remontaban en el espacio sus vástagos rectos como mástiles, rematados por salientes brazos que les daban el aspecto de candelabros o de palos de telégrafo. En medio de esta frondosidad salvaje alzábase aislada la residencia veraniega del gobernador de la plaza. Más allá la soledad, el silencio, cortado por los bramidos del mar al deslizarse en cuevas invisibles.
De pronto, los dos amantes vieron removerse la vegetación de la ladera a gran distancia de ellos. Rodaban las piedras como si alguien las empujase, con el pie, encorvábanse las plantas salvajes bajo un ímpetu de fuga, sonaban agudos chillidos de niño maltratado, y Aguirre, concentrando su atención, creyó ver unos bultos grises saltando entre la negruzca verdura.
—Son los monos del Peñón —dijo Luna con tranquilidad, por haberlos visto muchas veces.
Al final del camino estaba la famosa cueva de su nombre. Aguirre les vio entonces claramente, como ágiles paquetes de largos pelos, saltando de roca en roca, haciendo rodar bajo sus patas los guijarros sueltos, mostrando al huir sus inflamadas prominencias bajo la cola enhiesta.
Antes de llegar a la Cueva de los Monos, los dos amantes se detuvieron. El camino terminaba a su vista algo más allá, en un saliente del Peñón, inabordable, cortado a pico. Al otro lado del obstáculo estaba invisible la Bahía de los Catalanes con su aldea de pescadores, única población dependiente de Gibraltar. El Peñón adquiría en esta soledad una grandeza salvaje. Los hombres no eran nada, las fuerzas naturales desarrollábanse libremente, con todo su ímpetu majestuoso. Desde el camino veíase el mar a muchos metros de profundidad. Los barcos, empequeñecidos por la distancia, parecían negros insectos con penachos de humo, o blancas mariposas con las alas en alto. Las olas sólo eran ligeros rizos de la inmensa llanura azul.
Aguirre quiso descender para contemplar de más cerca la gigantesca muralla batida por las aguas. Un sendero pedregoso y rudo bajaba en línea recta a una plazoleta cortada en las rocas, con un lienzo de muro arruinado, una garita hemisférica y varias casuchas cuyos techos habían sido arrancados. Eran restos de antiguas fortificaciones, de la época tal vez en que los españoles intentaron reconquistar la plaza.
Cuando descendió Luna, con paso inseguro, llevada de la mano por su novio y haciendo rodar guijarros a cada paso, un inmenso ¡raaac!, como de cien abanicos desplegados rudamente cortó el silencio rumoroso del mar. Durante unos segundos todo desapareció a sus ojos: las aguas azules, las peñas rojas, la espuma de las rompientes, bajo una capa móvil de grisácea blancura que se extendió a sus pies. Eran centenares de gaviotas que, asustadas en su refugio, tendían el vuelo; gaviotas viejas y enormes, gordas como gallinas; gaviotas jóvenes, blancas y graciosas como palomas. Se alejaron lanzando gritos angustiosos, y al disolverse esta niebla de plumas y aleteos, quedó visible en toda su grandeza el promontorio y las aguas profundas que lo batían con incesante ondulación.
Había que levantar la cabeza, elevar los ojos, para ver en toda su altura este murallón de la Naturaleza, recto, gris, sin más vestigios humanos que el mástil de banderas apenas visible en su cumbre, como un juguete. En toda la extensa cara de esta cortadura gigantesca no había más salientes que algunos bullones de sombría verdura, matorrales colgantes de la roca. Abajo, las olas se retiraban y volvían, como toros azules que retroceden para acometer con más fuerza, y el testimonio de este topazo, que duraba siglos y siglos, eran los arcos abiertos en la roca, las gargantas de cueva, puertas de sombra y de misterio por donde se lanzaban las aguas con horrísono bramido. Los escombros de estas brechas, los fragmentos del secular asalto, peñascos sueltos y amontonados por las tempestades, formaban una cadena de escollos entre cuyos dientes peinaba el mar sus espumas o se enredaba con espumarajos lívidos los días de tormenta.
Quedaron sentados los dos amantes en la vieja fortificación, viendo a sus pies la inmensidad azul y ante sus ojos la muralla, que parecía interminable, ocultando una gran parte del horizonte. Tal vez al otro lado del Peñón lucía aún el oro de la puesta del sol. Aquí, extendíase ya, dulcemente, la penumbra del anochecer. Los dos permanecieron silenciosos, anonadados por el silencio del lugar, unidos uno a otro por un impulso medroso, asombrados de su insignificancia en este medio de grandeza anonadadora, como dos hormigas egipcias a la sombra de la Gran Pirámide.
Aguirre sintió la necesidad de decir algo, y su voz tomó una expresión solemne, como si en aquel ambiente, saturado de la majestad de la Naturaleza, fuese imposible hablar de otro modo.
—Te quiero —dijo con la incongruencia del que pasa sin transición de largas reflexiones a la palabra—, te quiero porque eres de mi raza y no lo eres; porque hablas mi idioma, y sin embargo tu sangre no es mi sangre. Tienes la gracia y la belleza de la española, pero hay en ti algo más, algo exótico que me habla de lejanos países, de cosas poéticas, de perfumes desconocidos que me parece oler cada vez que me aproximo a ti… Y tú, Luna, ¿por qué me quieres?
—Te quiero —contestó ella, tras larga pausa, con voz grave y pastosa de soprano emocionada—, te quiero porque también tienes algo en tu rostro de los de mi raza, y sin embargo te diferencias de ellos como se diferencia el señor del siervo. Te quiero… no sé por qué. Vive en mí el alma de las antiguas hebreas del desierto que iban al pozo del oasis con el pelo suelto y el cántaro en la cabeza. Llegaba el gentil extranjero, con sus camellos, pidiendo de beber; ella le contemplaba con ojos graves y profundos, y al darle agua entre sus manos blancas, le daba el corazón, el alma entera, y le seguía como esclava… Los tuyos asesinaron y robaron a los míos; durante siglos lloraron mis abuelos en extraños países la pérdida de la nueva Sión, de la tierra bonita, nido de consuelo; debía odiarte, pero te amo, extranjero mío; tuya soy, y te seguiré adonde tú vayas.
Espesábase la sombra azul del promontorio. Casi era de noche. Las gaviotas retirábanse chillando a sus escondites de la roca. El mar comenzaba a ocultarse bajo una tenue neblina. El faro de Europa brillaba como un diamante a lo lejos, en el cielo todavía claro del Estrecho. Una dulce somnolencia parecía desprenderse de este agonizar del día, impregnando toda la Naturaleza. Los dos átomos humanos, perdidos en esta inmensidad, sentíanse invadidos por el estremecimiento universal, olvidados de todo cuanto constituía poco antes su vida. Ignoraban la presencia de la ciudad al otro lado del monte, la existencia de una humanidad de la que eran partes infinitesimales… ¡Completamente solos, sumiéndose uno en otro al través de las pupilas! ¡Así, así para siempre! Sonaron chasquidos en la penumbra, como de ramas secas crujiendo al romperse.
De pronto cruzó el espacio un relámpago rojo, algo veloz y rápido, como el aletear de un pájaro de fuego. Luego tembló la montaña y agitó sus ecos el mar, bajo un trueno seco. ¡El cañonazo de la tarde!… Un cañonazo oportuno.
Se estremecieron los dos como si despertasen de un sueño. Luna corrió senda arriba en busca del camino, sin escuchar a Aguirre, con una precipitación de fuga… Iba a llegar tarde a su casa; nunca volverían allí. Era peligroso.
El señor cónsul vagaba por la calle Real, con la pipa apagada, la mirada triste y el británico junco pendiente de una mano, con cierto desaliento. Cuando en sus idas y venidas deteníase instintivamente ante la puerta de la tienda de Khiamull, tenía que pasar adelante. Khiamull no estaba allí. Tras el mostrador sólo había dos muchachos dependientes, tan verdosos como él. Su pobre amigo estaba en el hospital, con la esperanza de que unos días de reposo, fuera de la penumbra húmeda de la tienda, bastarían para quitarle aquella tos que parecía desencuadernar su cuerpo, haciéndole arrojar sangre. Era del país del sol y necesitaba su caricia divina.
Aguirre podía detenerse en el despacho de los Aboab, pero esto le daba cierto miedo. El viejo lloriqueaba de emoción, como siempre, al hablar con él, pero en sus gestos de patriarca bondadoso había algo nuevo que parecía repeler al español. Zabulón le acogía con un gruñido y continuaba contando dinero.
Cuatro días llevaba Aguirre sin ver a Luna. ¡Las horas pasadas en la ventana del hotel, contemplando inútilmente la vivienda de los Aboab! Nadie en la terraza; nadie tras las persianas, como si la casa estuviese deshabitada. Varias veces encontró en la calle a la esposa y las hijas de Zabulón, que pasaron ante él fingiendo no verle, graves y estiradas, en su imponente obesidad.
Luna permanecía invisible, como si se hubiera marchado de Gibraltar. Una mañana creyó reconocer su mano fina levantando el ventanillo de una persiana: se imaginó distinguir entre las verdes láminas de madera el casco de ébano de sus cabellos, sus ojos luminosos elevados hacia él. Pero fue una aparición rapidísima, que sólo duró un instante. Cuando quiso hacer un gesto de súplica, cuando movió las manos implorando que esperase, Luna había desaparecido.
¿Qué hacer para aproximarse a ella rompiendo el aislamiento receloso en que viven las familias hebreas? ¿A quién dirigirse para que le explicase este cambio inesperado?… Arrostrando la frialdad penosa con que le acogían los Aboab, entraba en su tienda con diversos pretextos. Los dueños le recibían con una cortesía glacial, como si fuese un cliente molesto. Los israelitas que entraban para sus negocios mirábanle con una curiosidad insolente, cual si hubiesen hablado poco tiempo antes de su persona.
Una mañana vio conversando con Zabulón a un hombre como de cuarenta años, bajo de estatura, algo cargado de espaldas y con gafas. Llevaba un sombrero de copa cuadrada, chaqué de largos faldones y una gran cadena de oro en el chaleco. Hablaba con voz algo cantante de los progresos de América, de la grandeza de Buenos Aires, del porvenir que podían encontrar allá los de su raza, de los buenos negocios que llevaba realizados. La atención cariñosa con que le escuchaban el viejo y su hijo provocó en Aguirre un pensamiento que hizo afluir la sangre al corazón, enfriando al mismo tiempo sus extremidades, con el temblor de la sorpresa. ¡Si sería…! Y a los pocos momentos, instintivamente, sin fundamento alguno, él mismo se dio la respuesta. Sí; aquél era: no se había equivocado. Indudablemente tenía delante al prometido de Luna, que acababa de llegar de América. Por si podía dudar aún, le afirmó en su creencia una rápida mirada de aquel hombre, fría y despectiva, que se fijó en él furtivamente, mientras seguía hablando con sus correligionarios.
Por la noche volvió a verlo en la calle Real. Lo vio, pero no solo. Llevaba del brazo a Luna, que iba vestida de negro; a Luna, que se apoyaba en él como si fuese ya su esposa, marchando los dos con toda la libertad de los prometidos israelitas. Ella no le vio o no quiso verle. Al pasar junto a él, volvió la cabeza, fingiendo hablar con gran animación a su compañero.
Los amigos de Aguirre, que formaban corro en la acera, frente a la Bolsa de Comercio, rieron del encuentro, con su ligereza de gentes que sólo aprecian el amor como un pasatiempo.
—Camará —dijo uno al español—, le han soplado la dama. El judío se la lleva… No podía ser otra cosa. Ésos sólo se casan entre ellos…, y más si la muchacha tiene dinero.
Aguirre pasó la noche sin dormir, maquinando en la obscuridad las más atroces venganzas. En otro país ya sabía él lo que debía hacer: insultar al hebreo, abofetearle, batirse, matarlo, y si no aceptaba sus provocaciones, perseguirlo hasta que le dejase el paso franco… Pero aquí vivía en otro mundo; era un país que desconocía los procedimientos caballerescos de los pueblos viejos. Una provocación a duelo haría reír, como algo extravagante y chistoso. Podía acometerle en plena calle, humillarlo a sus pies, matarlo si intentaba defenderse; pero ¡ay!, la justicia inglesa no conocía el amor ni aceptaba la existencia de crímenes pasionales. Allá arriba, a media falda del monte, en las ruinas del castillo de los reyes moros de Gibraltar, había visto él la cárcel llena de gentes de todos los países, especialmente españoles, encerrados para toda la vida por sacar la navaja a impulsos del amor o los celos, como lo hacían algunos metros más allá, al otro lado de la línea fronteriza. El látigo funcionaba con autorización de la ley; los hombres se agotaban y morían rodando el volante de la bomba. Una crueldad fría y metódica, peor mil veces que la apasionada barbarie inquisitorial, devoraba a las criaturas humanas, dándolas nada más que el sustento preciso para prolongar su tormento… No; éste era otro mundo, donde sus celos y su rabia no encontraban ambiente. ¡Y él perdería a Luna sin un grito de protesta, sin un movimiento de rebeldía viril!… Ahora, al verse separado de ella, convencíase por primera vez de la importancia de su amor, un amor iniciado por pasatiempo, por una curiosidad exótica, y que seguramente iba a trastornar su existencia… ¿Qué hacer?
Recordaba las palabras de uno de aquellos gibraltareños que le acompañaban en la calle Real, mezcla bizarra de sorna andaluza y flema británica.
—Crea usted, compañero, que en esto anda el gran rabino y todos los de la sinagoga. Daban ustedes escándalo: todo el mundo les veía pelando la pava públicamente. Usted no sabe lo que pesa uno de esos señores. Se meten en las casas de sus devotos y lo dirigen todo, lo ordenan todo, sin que nadie les resista.
El día siguiente lo pasó Aguirre sin salir de la calle, paseando por cerca de la casa de los Aboab o inmóvil en la puerta de su hotel, sin perder de vista la de la vivienda de Luna. ¡Tal vez saliese! Después de su encuentro del día anterior, ella habría perdido el miedo. Era preciso que se hablasen. Tres meses llevaba en Gibraltar de inmovilidad, olvidado de su carrera, expuesto a perderla, abusando de la influencia de sus parientes. ¿Y así iba él a separarse de aquella mujer, sin cambiar una palabra final, sin saber a qué obedecía este trastorno inesperado?…
Cerca del anochecer sintió Aguirre un escalofrío de emoción, un temblor igual al que experimentó en la tienda de los cambistas al reconocer al israelita llegado de América. Una mujer salió de casa de los Aboab, una mujer vestida de negro, Luna, igual a como la había visto el día anterior.
Ella volvió levemente la cabeza y Aguirre adivinó que le había visto, que tal vez le estaba viendo desde mucho antes oculta detrás de las persianas. Comenzó a andar apresuradamente, sin volver la cabeza, y Aguirre la siguió a cierta distancia, por la acera opuesta, cortando los grupos de trabajadores españoles que con el hato en la mano regresaban del arsenal al pueblo de La Línea, antes de que sonase el cañón de la tarde y se cerrara la plaza. Así siguieron uno tras otro la calle Real, y al llegar a la Bolsa de Comercio, Luna continuó su marcha por el Church Street, pasando frente a la catedral católica. Aquí la concurrencia era menos densa, las tiendas más escasas; sólo en las esquinas de los callejones había pequeños grupos que conversaban al abandonar su trabajo. Aguirre aceleró la marcha para aproximarse a Luna, mientras ésta, como si adivinase su intención, acortaba el paso. Al llegar a espaldas de la iglesia protestante, en un ensanchamiento de la vía llamado Catedral Square, los dos se juntaron.
—¡Luna!… ¡Luna!
Ella volvió el rostro para ver a Aguirre, y luego instintivamente se apartaron ambos hacia el fondo de la plazoleta, huyendo del tránsito de la calle, quedando junto a las arcadas moriscas del templo evangélico, cuyos colores comenzaban a palidecer, difuminándose en la sombra del crepúsculo. Antes de que pudieran hablarse los envolvió una onda de suave melodía, una música que parecía venir de muy lejos: vagorosos arrullos de órgano, voces de vírgenes y de niños que cantaban en inglés a la gloria del Señor, con un silabeo de pájaros.
Aguirre no supo qué decir. Todas sus palabras de cólera quedaron olvidadas. Sintió ganas de llorar, de arrodillarse, de pedir algo a aquel Dios, fuese quien fuese, que estaba al otro lado de los muros, arrullado por un himno de las aves místicas de voz firme y virginal.
—¡Luna!… ¡Luna!
No sabía decir otra cosa; pero la hebrea, más fuerte, menos sensible a aquella música que no era la suya, le habló con voz baja y apresurada. Había salido sólo por verle; necesitaba hablarle, decirle adiós. Era la última vez que se encontraban.
Aguirre la escuchaba sin comprender bien sus palabras. Toda su atención estaba reconcentrada en los ojos, como si los cinco días de ausencia equivalieran a un largo viaje y buscase en el rostro de Luna los efectos del tiempo. ¿Era la misma?… Sí, ella era; pero sus labios estaban algo azulados por la emoción; contraía los ojos como si sus palabras le costasen un esfuerzo inaudito, como si con cada una de ellas arrancase algo de su cerebro. Sus párpados, al contraerse, marcaban en las comisuras ligeros haces de líneas que parecían signos de fatiga, de reciente llanto, de repentina vejez.
El español pudo al fin comprenderla. Pero ¿decía verdad?… ¡Separarse! ¿Porqué?, ¿por qué?… Y al avanzar, en su vehemencia, las manos hacia ella, Luna palideció aún más, encogiéndose con timidez, los ojos agrandados por el miedo.
Era imposible seguir amándose. Todo lo pasado debía recordarlo como un hermoso sueño: tal vez el mejor de su vida… pero había llegado el momento de despertar. Ella se casaba, cumpliendo sus compromisos de familia y de raza. Lo anterior era una locura, una niñada de su carácter exaltado y romántico. Bien le habían hecho ver los hombres sabios de su raza los grandes peligros de esta ligereza. Debía seguir su destino, ser como había sido su madre, como eran todas las mujeres de su sangre. Al día siguiente marcharía a Tánger con su prometido Isaac Núñez. Él mismo y sus parientes la habían aconsejado que tuviese una entrevista con el español para acabarlo todo, para dar fin a una situación equívoca que podía perjudicar la honorabilidad de un buen comerciante y el reposo de un hombre de paz. Se casaban en Tánger, donde vivía la familia de su novio; tal vez se quedasen allí; tal vez marcharan a América a continuar los negocios. De todos modos, su amor, su dulce aventura, su divino ensueño, acabado para siempre.
—¡Para siempre! —murmuró Luis con voz sorda—. Repítelo. Lo oigo de tus labios y no lo creo; repítelo: quiero convencerme.
Su voz era suplicante; pero al mismo tiempo, sus manos crispadas, su mirada amenazadora, aterraban a Luna, que abría desmesuradamente los ojos y apretaba la boca, como si contuviese un sollozo. La judía parecía envejecer en la sombra.
El ave de fuego de los crepúsculos pasó por los aires con su aleteo rojo. Después, un trueno hizo temblar las casas y el suelo… ¡El cañonazo de la tarde! El afligido Aguirre vio con la imaginación una alta muralla de peñas, gaviotas revoloteantes, el mar espumoso y rugidor, una luz brumosa de anochecer, igual a la que ahora les envolvía.
—¿Te acuerdas, Luna, te acuerdas?…
Un redoble de tambores sonó en la cercana calle, gorjeos de pífanos y el sordo trueno del bombo, aplastando con su bélico estrépito los cantos místicos y vagorosos que parecían filtrarse al través de las paredes del templo. Era la retreta que iba a cerrar las puertas de la plaza. Pasaron los soldados, vestidos de amarillento gris, marcando el paso al compás de sus instrumentos, mientras se agitaban por encima de los cascos de tela las manos del atleta que atronaba la calle con los golpes del parche.
Los dos dejaron que pasase el estruendoso desfile. Al alejarse, volvieron a resucitar lentamente en sus oídos las melodías del celeste coro en el interior del templo.
EL español parecía desalentado, implorante, pasando de su amenazadora energía a una súplica humilde.
—¡Luna… Lunita! Lo que dices no es verdad, no puede serlo. ¿Separarnos así? No oigas a nadie: sigue a tu corazón. Aún podemos ser felices. En vez de marcharte con ese hombre al que no puedes amar, al que no quieres seguramente, huye conmigo.
—No —dijo ella con energía, cerrando los ojos como si temiese flaquear al verle—. No. Es imposible. Tu Dios no es mi Dios; tu raza no es mi raza.
En la catedral católica, próxima pero invisible, sonaba la campana con una vibración lenta de melancolía infinita. Dentro del templo protestante el coro virginal acometía un nuevo himno, como una banda de juguetones ruiseñores aleteando en torno del órgano. A lo lejos, cada vez más débil, perdiéndose en las calles cubiertas por las sombras de la noche, sonaba el trueno de la retreta y el cabrilleo juguetón de las flautas cantando el poderío universal de Inglaterra con una música de circo.
—¡Tu Dios! ¡Tu raza! —exclamó el español tristemente—. ¡Aquí donde hay tantos dioses! ¡Aquí donde cada uno es de su raza!… Olvida eso; todos somos iguales ante la vida; no hay más que una verdad: el amor.
«¡Tan…, tan!», gemía la campana en lo alto de la catedral católica llorando la muerte del día. «¡A la luz!, ¡a la luz!», cantaban en el templo evangélico las voces de las vírgenes y los niños, esparciéndose por el crepuscular silencio de la plazoleta.
—No —dijo duramente Luna, con una expresión que Aguirre no había conocido nunca en ella, como si fuese otra mujer—. No; tú tienes una tierra, tú tienes una patria, tú puedes reírte de razas y creencias, colocando por encima de ellas el amor. A nosotros, nazcamos donde nazcamos, por más que las leyes nos igualen a los otros, nos llaman siempre judíos, y judíos hemos de ser forzosamente. Nuestra tierra, nuestra patria, nuestra bandera única, es la religión de nuestros abuelos. ¿Y me pides que la abandone y me separe de los míos?… ¡Locura!
Aguirre la escuchaba con asombro.
—Luna, no te conozco… Luna, Lunita, eres otra mujer… ¿Sabes lo que pienso en este momento? Pienso en tu madre, a la que no conocí.
Recordaba aquellas noches de cruel incertidumbre, cuando la hebrea Aboab se mesaba los cabellos de intensa negrura ante la cama de tapices y colchonetas en que jadeaba su hija; cuando intentaba engañar al demonio, al odioso Huerco, que venía para llevarse al pedazo de sus entrañas.
—¡Ay! Yo también, Luna, siento la sencilla fe de tu madre, su inocente credulidad. El amor y la desesperación simplifican nuestras almas, les quitan los oropeles soberbios con que las vestimos en momentos de felicidad y orgullo, nos hacen tímidos y respetuosos con el misterio, como sencillos animales. Yo siento lo que sentía tu pobre madre en aquellas noches. Adivino al Huerco en torno nuestro. Es tal vez ese vejete de barbas de chivo que dirige a tu raza; son todos los tuyos, gente positiva, sin imaginación, incapaz de conocer el amor, y de los cuales parece imposible que hayas podido salir tú… ¡tú, Luna! No rías de mi locura; pero siento deseos de arrodillarme aquí, a tus pies, de tenderme en el suelo y de gritar: «Huerco, ¿qué quieres? ¿Vienes para llevarte a Luna?… Lunita no está; se fue para siempre. Quien está es mi amada, mi mujer. Aún no tiene nombre, pero yo se lo daré». Y cogerte en mis brazos, como tu madre, y defenderte del negro demonio, y luego, al verte salva y mía para siempre, confirmar con mis caricias tu nuevo nombre; llamarte… Única, eso es, mi Única adorada. ¿Te gusta el nombre?… Yo quiero que nuestra vida se deslice junta, teniendo por casa el mundo.
Ella movía la cabeza tristemente. Muy hermoso: un sueño más. Días antes estas palabras la hubiesen conmovido, la habrían hecho llorar; ¡pero ahora!… Y con una tenacidad cruel volvía a repetir:
—No, no. Mi Dios no es tu Dios; mi raza no es tu raza. ¿A qué empeñarnos en marchar contra lo imposible?…
Cuando los suyos le habían hablado con escándalo de unos amores que conocía toda la ciudad; cuando el jefe espiritual vino en busca suya con la indignación de un antiguo profeta; cuando la casualidad, o tal vez el aviso de un correligionario, hizo presentarse a su prometido Isaac Núñez, sintió Luna que algo despertaba en ella, adormecido hasta entonces. Un poso de creencias, de odios, de esperanzas, subió removido desde el fondo de su pensamiento, cambiando sus afectos, imponiéndole nuevos deberes. Era hebrea, y seguiría fiel a su raza. No iría a perderse, aislada e infructífera, entre gentes extrañas que odiaban al judío por un instinto ancestral. Entre los suyos gozaría la influencia de la esposa escuchada en sus consejos, y cuando fuese anciana, sus hijos la rodearían de una veneración religiosa. Sentíase sin fuerzas para sufrir odios y recelos en aquel mundo enemigo al que pretendía arrastrarla el amor, mundo del que sólo habían salido tormentos e insultos para su raza. Quería ser fiel a su pueblo, continuar la marcha defensiva que venían realizando los suyos a través de siglos y persecuciones.
De pronto, le infundió lástima el desaliento de su antiguo novio y le habló con más dulzura. No podía fingir por más tiempo serenidad e indiferencia. ¿Creía él que iba a olvidarlo? ¡Ay! Aquellos días habían sido los mejores de su existencia; la novela de su vida, la flor azul que todas las mujeres, hasta las más vulgares, llevan en su recuerdo como un soplo de poesía.
—¿Te imaginas que yo ignoro cuál va a ser mi suerte?… Tú eras lo imprevisto, el dulce desorden que embellece la vida, la alegría del amor, que encuentra la felicidad en todo cuanto le rodea y no piensa en el mañana. Eres un hombre distinto a los demás; lo reconozco. Me casaré, tendré muchos hijos, ¡muchos!, nuestra raza es inagotable, y por las noches mi marido me hablará horas y horas de lo que hayamos ganado en el día. Tú…, tú eres otra cosa. Tal vez habría tenido que sufrir, que mantenerme alerta para conservarte; pero así y todo, eres la felicidad, eres la ilusión.
—Sí; yo soy todo eso —dijo Aguirre—. Soy eso porque te amo… ¿Sabes lo que haces, Luna? Es como si a tu tío Zabulón le pusieran sobre el mostrador miles y miles de libras y él volviese la espalda y las despreciara por marcharse a la sinagoga. ¿Crees eso posible?… Pues bien; el amor es una fortuna. Es como la hermosura, como la riqueza, como el poder; todos los que nacemos estamos expuestos a conseguir alguna de estas felicidades, pero son muy pocos los que llegan a alcanzarlas. Todos viven y mueren creyendo haber conocido el amor, creyendo que es una cosa común, porque lo confunden con una satisfacción animal, y el amor es un privilegio, el amor es una lotería de la casualidad, como los millones, como la belleza, que sólo disfrutan una minoría… Y cuando el amor te sale al paso, Luna, Lunita, cuando la suerte te trae de la mano la felicidad, ¡tú vuelves la espalda y te alejas!… ¡Piénsalo bien! ¡Aún es tiempo! Hoy, paseando por la calle Real, he visto avisos de vapores. Mañana sale uno para Port-Said. ¡Un esfuerzo! ¡Huyamos!… Aguardaremos allá un buque que nos lleve a Australia.
Luna levantó la cabeza con gesto altivo. ¡Adiós sonrisa de conmiseración! ¡Adiós la tristeza melancólica con que escuchaba al joven!… Sus ojos brillaron duramente; su voz fue cruel y concisa:
—¡Buenas noches!
Y le volvió la espalda, comenzando a andar con una precipitación de fuga. Aguirre salió tras ella, deteniéndola a los pocos pasos.
—¡Así te vas! —exclamó—. ¡Así, para no vemos nunca!… ¿Puede acabarse de ese modo un amor que era toda nuestra vida?…
Había cesado el himno en el templo evangélico; callaba la campana católica; la música militar se había perdido en las lejanías de la ciudad. Un silencio penoso envolvió a los dos amantes. Aguirre creía que el mundo se había despoblado, que la luz había muerto para siempre, que en medio del caos y la eterna sombra sólo vivían ella y él.
—Al menos dame tu mano; que la sienta en las mías por última vez… ¿No quieres?
Ella parecía dudar, pero acabó por entregarle su diestra. ¡Qué insensible! ¡Qué helada!
—Adiós, Luis —dijo brevemente, apartando sus ojos para no verle.
Aún habló más. Sintió ese impulso de consuelo que anima a todas las mujeres ante las grandes tristezas. No debía desesperarse. La vida le reservaba dulces esperanzas. Iba a correr la tierra; aún era joven…
Aguirre habló entre dientes, dirigiéndose a él mismo, cual si estuviese loco. ¡Joven! ¡Como si el dolor reparase en edades! Una semana antes tenía treinta años; ahora se sentía viejo como el mundo.
Luna hizo un esfuerzo para desprenderse de él, temiendo que la escena se prolongase, temblando por ella misma, poco segura de su energía.
—¡Adiós!, ¡adiós!…
Esta vez se fue definitivamente, y él la dejó ir, falto de fuerzas para seguirla.
Aguirre pasó la noche en vela, sentado al borde de la cama, mirando los dibujos del papel que tapizaba su cuarto con una fijeza estúpida. ¡Y aquello había podido ocurrir! ¡Y él la había dejado alejarse para siempre, con una debilidad de niño!… Varias veces se sorprendió hablando en voz alta:
—No; no puede ser… ¡No será!
La luz se apagó sola, y en la obscuridad continuó Aguirre monologando, sin saber lo que decía. «¡No será!, ¡no será!», murmuraba enérgicamente. Pero pasando de la furia al desaliento, preguntábase qué podría hacer él para retenerla, para dar fin a su suplicio.
¡Nada! Su desgracia era irreparable. Iban a reanudar su marcha en la vida, cada uno por distinto camino; iban a levantar el vuelo al día siguiente para posarse en los lugares más opuestos de la tierra, y nada llevarían el uno del otro, nada más que el recuerdo, y este recuerdo, bajo la mordedura del tiempo, se haría cada vez más pequeño, más frágil, más sutil. ¡Y así acababan los grandes amores! ¡Y así finalizaba una pasión nacida para llenar toda una existencia, sin que temblase el suelo, sin que nada se conmoviese, ignorando el mundo este dolor, como podía ignorar las desventuras de una pareja de hormigas! ¡Ah, miseria!…
Él rodaría por el mundo arrastrando sus recuerdos, y hasta tal vez llegase a olvidarlos, porque la vida sólo es posible a fuerza de olvidos; pero al disolverse su dolor con los años, quedaría como un hombre hueco, como un autómata sonriente, incapaz de otros afectos que los materiales. Y así viviría hasta que envejeciese y muriese. Y ella, la hermosa, que parecía esparcir a su paso música y perfumes, la incomparable, la única, envejecería igualmente, lejos de él; sería una hebrea más, excelente madre de familia, engordada por la vida de hogar, flácida y aplastada por la fecundidad de su raza, con un enjambre de hijos en torno de ella, preocupada a todas horas de las ganancias de la familia, luna llena, pesada y amarillenta, sin la menor semejanza con el astro primaveral que había iluminado los breves y mejores instantes de su vida. ¡Qué burla de la suerte!… ¡Adiós para siempre, Luna!… No, Luna no. ¡Adiós, Horabuena!
Al día siguiente, Aguirre tomó pasaje en el vapor que salía para Port-Said. ¿Qué hacer en Gibraltar?… Un paraíso durante tres meses, al lado de la mujer que amenizaba su existencia; ahora una ciudad intolerable, pequeña, monótona; un castillo cerrado, una prisión húmeda y obscura. Telegrafió a su tío anunciándole la salida. El vapor iba a zarpar en plena noche, luego del cañonazo de la tarde, cuando hubiese terminado su provisión de carbón.
Los del hotel le dieron una noticia. Khiamull había muerto en el hospital, con la lucidez de pensamiento de los tísicos, hablando del lejano país del sol, de sus vírgenes coronadas de flores de loto, obscuras y esbeltas como estatuas de bronce. Un vómito de sangre había cortado sus esperanzas. Toda la ciudad hablaba de su entierro. Se habían reunido sus compatriotas, los tenderos indios, para visitar al gobernador y disponer la fúnebre ceremonia. Iban a quemar el cadáver fuera de la ciudad, en la playa de Levante. Sus restos no podían pudrirse en tierra impura. El gobierno inglés, deferente con todas las creencias de sus súbditos, regalaba la leña. Cuando cerrase la noche abrirían un hoyo en la playa, llenándolo de virutas y madera suelta; luego, grandes troncos y el cadáver; encima más leña; y cuando la hoguera se extinguiese por falta de combustible, sus hermanos en religión recogerían las cenizas, metiéndolas en un bote para arrojarlas en alta mar.
Aguirre escuchaba fríamente estos detalles. ¡Feliz Khiamull, que se iba! ¡Fuego, mucho fuego!, ¡no poder él incendiar aquella ciudad, y luego las tierras cercanas, y después el mundo entero!…
A las diez de la noche levó anclas el trasatlántico. El español, apoyado en la borda, vio empequeñecerse, como si se hundiese en el horizonte, la negra montaña, el alto peñón, con la base moteada de filas de luces. Destacaba su obscuro lomo sobre el cielo, como un monstruo acurrucado junto al mar, jugueteando con un enjambre de estrellas entre sus zarpas.
El buque dobló la Punta de Europa y desaparecieron las luces. Ahora se veía el Peñón por su cara oriental, negro, imponente, escueto, sin más resplandor que el ojo del faro en su punta más avanzada.
De pronto surgió una nueva luz, una línea roja, una llama recta, en el extremo opuesto de la montaña, como si saliese del mar. Aguirre adivinó lo que era. ¡Pobre Khiamull! El fuego comenzaba a consumir su cuerpo en la playa. Los hombres de faz de bronce se agruparían en aquellos momentos en torno de la pira, como sacerdotes de una humanidad remota, activando la anulación de los restos de su compañero.
¡Adiós, Khiamull! Había muerto con la esperanza puesta en el Oriente, país de amor y de perfumes, lugar de delicias, sin poder realizar sus ilusiones; y Aguirre iba allá con el pensamiento vacío, el alma paralítica, fatigado y sin fuerzas, como si acabase de sufrir la más ruda de las pruebas.
¡Adiós, indio melancólico y dulce, pobre poeta que habías soñado con la luz y el amor, vendiendo tus baratijas en húmedo tabuco!… Sus despojos iban a perderse, purificados por el fuego, en el seno de la gran madre. Tal vez su alma frágil de pájaro sobreviviese en las gaviotas que aleteaban en torno del Peñón; tal vez cantase en las espumas rugientes de las cuevas submarinas, para acompañar los juramentos de otros amantes que llegarían a su hora, como llega la ilusión engañosa, la dulce mentira del amor, a darnos nuevas fuerzas para que sigamos nuestro camino.
FIN